Entrega 38.5 Los Jóvenes Ante La Vocación
Entrega 38.5 Los Jóvenes Ante La Vocación
Entrega 38.5 Los Jóvenes Ante La Vocación
Cada joven es amado por Dios de modo irrepetible y único. La propuesta vocacional de la Iglesia
es para todos porque el Evangelio es para todos. Entre el todos y el cada uno se encuentra el
‘discernimiento’. Ahí es donde de modo especial tiene que estar presente la Iglesia
“Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos
envenenan, ¿acaso no morimos?” Las conocidas palabras de El Mercader de Venecia de
Shakespeare, inmortalizadas también por Enrst Lubitsch en su genial comedia, Ser o no ser
(1942), constituyen curiosamente para la Iglesia un profundo motivo de esperanza. Hablan, en
efecto, a su modo, de experiencias primarias, ante las que se reacciona también primariamente,
de un modo común para toda la humanidad. La pregunta por el sentido de la vida es una de
esas experiencias comunes, como lo es también la pregunta sobre Dios y sobre su incidencia
en mi vida, el papel y el alcance de la propia libertad, etc.
He decidido comenzar así este artículo sobre la vocación y el discernimiento porque todas estas
cuestiones constituyen el ambiente —vital e intelectual— donde surge la pregunta por la
vocación. Se trata de una cuestión profundamente existencial y, en cierto sentido, es la más
específica de una existencia creyente: ¿puedo entender mi vida como una invitación del mismo
Dios a compartir mi historia con Él, asumiendo como propia una misión que Él me confía?
Junto a la pregunta personal e íntima por la propia vocación, se plantean otras cuestiones de
gran importancia para la reflexión pastoral: ¿en qué momento surge o debería surgir esta
cuestión?; ¿qué papel desempeña en todo ello la comunidad cristiana?; y, sobre todo, ¿cómo
llega cada uno a descubrirla en su especificidad última con la seguridad suficiente como para
abrazarla con gratitud?
Observatorio de la juventud
Si las palabras de Shakespeare llenan de esperanza, muchos de los análisis sobre la juventud
actual pueden producir un desánimo inicial. Aunque las cosquillas sigan produciendo risa y el
veneno muerte, no parece que muchos jóvenes de hoy estén dispuestos a hacerse las grandes
preguntas que abren el corazón y la cabeza a la consideración de la llamada de Dios. Y es que
muchos jóvenes, al menos en Occidente, parecen profundamente marcados por tres
experiencias que les “pasan factura”:
— la experiencia del cansancio, fruto de una educación que busca, sobre todo, el rendimiento
y la máxima capacitación a todos los niveles para ser, necesariamente, un “triunfador”. El
resultado es el de jóvenes cansados, abocados desde pequeños a un esfuerzo continuo y
perfectamente establecido, para lograr “colocarse” en el lugar deseado del perfecto mecanismo
que constituye nuestra sociedad globalizada;
— la experiencia del fracaso, consecuencia de la anterior. No todos podemos ser superman por
mucho que nos empeñemos. Pero, sobre todo, esa experiencia es consecuencia de que, a la
híper preparación en lo profesional, corresponde una nula educación en lo afectivo y en lo social.
Eso condena a los jóvenes a experiencias muy dolorosas en aquello que valoran mucho más
que la profesión: la amistad, el amor… Consecuencia inmediata es el desencanto, el
escepticismo ante lo bello y ante lo grande;
— la experiencia de la ligereza, de nuevo consecuencia de las anteriores. Ante el cansancio y
el fracaso, una vida banal parece la mejor (¿o la única?) alternativa. Se trabaja para descansar
y se descansa para no pensar. En la satisfacción material se espera encontrar la tranquilidad
en lo espiritual. Inquietudes de cualquier tipo aparecen como enemigos de este precario
equilibrio que ofrece la vida ligera.
Pastoral mayéutica
Se comprende que desde el “¡No tengáis miedo!” de san Juan Pablo II, al “No vinimos a este
mundo a vegetar” del Papa Francisco, el empeño de la Iglesia haya sido el de despertar a los
jóvenes, el de hacerles ir más allá de esas experiencias que les adormecen, convirtiéndoles —
siempre según el Papa— en “cristianos de sofá”.
La misión de la Iglesia se funda, necesariamente, en la convicción de que existe un joven de
siempre, quizás oculto tras esas experiencias propias del joven de hoy. Y que en el corazón de
dicho joven siguen anidando esperanzas y anhelos, sueños y proyectos. Sobre todo, sigue
resonando en él la voz de un Dios, que es amigo del hombre y que no le abandona.
Se puede decir, pues, que la misión de la Iglesia respecto a los jóvenes es en primer lugar
mayéutica: está orientada a liberar al joven de hoy de esas experiencias que le impiden vivir y
disfrutar de su corazón de siempre. Para ello, la Iglesia necesita anunciar continuamente el
evangelio de la Gracia de Dios, puesto que las experiencias señaladas convierten al joven, sin
saberlo, en un triste pelagiano: alguien empeñado en vivir solo con sus fuerzas, encerrado en
aquellos horizontes accesibles a sus pobres capacidades. Combatir un cristianismo pelagiano
(cf. Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, 47-62), es el primer servicio que la comunidad
cristiana puede ofrecer a los jóvenes de hoy, para que recuperen su capacidad de soñar y, por
consiguiente, de abrirse a la llamada de Dios.
El objetivo
Conducido a vivir en Gracia y de la Gracia, el joven estará en condiciones de descubrir y de
entusiasmarse con el Rostro del Dios verdadero, el mismo que invitó a Abraham a salir de su
tierra y a recorrer su vida en su compañía, o el que eligió a María Magdalena, o a Mateo y a los
demás apóstoles para vivir junto a Sí y enviarlos a predicar (cf. Mc 3,14). Estará en condiciones
de entablar una relación personal de amistad con Él, “de corazón a corazón”, como le gustaba
señalar al beato John Henry Newman. Estará en condiciones de escuchar la Voz de Dios, que
también a él le llama a desempeñar una misión concreta.
Una vez despertado, es preciso dar un paso más: “Dios me ama y cuenta conmigo, pero…
¿para qué?” En la medida en que “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom 11,
29) y en la medida en que todo hombre tiene derecho a tomar sus decisiones vitales con la
máxima seriedad, se entiende la importancia personal y pastoral de acertar con la propia
vocación. Al servicio de este acierto se encuentra el discernimiento, que puede definirse
como “el proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando
la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida” (Sínodo
de los Obispos, Documento preparatorio, II, 2). Se trata, pues, de una acción eminentemente
personal, en el sentido de que el sujeto es insustituible en toda decisión vocacional, que debe
ser consciente y libre.
Pero que el discernimiento sea personal no quiere decir que sea tan solo una cuestión individual.
En dicho proceso, cada hombre debe contar con la ayuda de la Iglesia, comunidad en la que
vive y de la que brotan todas las vocaciones específicas, a cuyo servicio también se ordenan.
En este sentido, la pastoral vocacional debe configurarse como un servicio eclesial a la persona,
para que ésta pueda descubrir y abrazar el designio que Dios le ofrece.
Hablar de vocación es hablar de una peculiar irrupción de Dios en la historia de cada hombre.
La llamada, en efecto, se manifiesta como una propuesta, generalmente inesperada, que viene
a dar a la propia vida una “novedad de sentido”. De este modo, el tiempo del hombre se
convierte en kairós, tiempo de gracia, que ilumina la grandeza y la seriedad de la propia vida de
un modo inaudito.
Ahora bien, puesto que Dios se manifiesta a un hombre marcado, mientras vive en mundo, por
la temporalidad —somos seres históricos—, la vocación también está marcada por la
historicidad, y solo así puede comprenderse. Por eso, es posible hablar de etapas o fases en el
camino de discernimiento vocacional, cada una con sus peculiaridades aunque también con sus
elementos comunes.
Existe una primera fase en el camino vocacional, que puede llamarse de descubrimiento.
Irrumpe en el corazón de la persona algo que se percibe como distinto a lo pensado hasta
entonces. Se sospecha que proviene de Dios, y consiste en una invitación a tomar una decisión
en un sentido determinado, que orientará de modo definitivo la propia vida.