La Maravillosa Granja de McBroom

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La maravillosa granja de McBroom

Sid Fleischman
Nació en Brooklin, Nueva York, pero
desde hace mucho tiempo vive en
California con su mujer y sus tres hijos. Ha
escrito varias novelas Ilustració para adultos con
enorme éxito y muchos n de de los personajes de
sus libros para niños se cubierta han hecho famosos y
han sido llevados al Quentin cine.
Fleischman fue Blake ganador, en 1977,
del premio MarkTwain, que se otorga al mejor escritor
de humor.
Josh McBroom, su esposa Melissa y sus once pequeños
pelirrojos: Willjillhesterchesterpeterpollytimtommary
larryylapequeñaclarinda, viven juntos en una maravillosa
granja. Allí pasan emocionantes y extraños sucesos. Y es
que ni el propio McBroom sabe lo que la maravillosa granja
le puede deparar en el futuro.

DESDE

ANOS
Li mararavillosa granja
do McBroom
ÍNDICE

McBroom cuenta la verdad11


McBroom y el vendaval 39
La mazorca de McBroom 59
El fantasma de McBroom 83
McBroom cuenta la verdad

Se han contado tantas rematadas tonterías sobre la


maravillosa granja de inedia hectárea de McBroom que lo
mejor será que aclare yo mismo este asunto. Yo soy
McBroom. Josh McBroom. En seguida les explicaré lo de
las sandías.
Mi intención es la de exponer los hechos, tino tras
otro, ordenadamente, tal y como ocurrieron las cosas con
toda exactitud.
Comenzó, podríamos decir, el día en que
abandonamos la granja de Connecticut.. Amontonamos a
los niños y todo lo que poseíamos en nuestro viejo cacha-
rro con aire acondicionado y ¡partimos rumbo al Oeste!
Para contar narices, además de la mía estaba mi
querida esposa Melissa y nuestros once pequeños
pelirrojos:
Era verano y los árboles que bordeaban el camino estaban
llenos de piar de pájaros. Habíamos llegado ya hasta el Estado
de Iowa cuando mi esposa Melissa hizo un descubrimiento
sorprendente. Llevábamos con nosotros doce niños: ¡sobraba
uno! Acababa de contarlos una vez más.
—Frené bruscamente y levanté una nube de polvo.
—grité—. ¡En fila!
Los niños fueron saliendo a empujones del auto. Conté
narices y había doce. Conté de nuevo. Era desconcertante por-
que todas las caras resultaban conocidas. Volví a contar, pero
esta vez pillé a Larry colándose por detrás. Estaba haciendo que
contáramos su nariz dos veces, y así se aclaró el misterio. ¡El
muy pillo! Pero nos hizo gracia, y aprovechamos para estirar las
piernas.
Justo en ese momento, un hombre flaco y patilargo se nos
acercó andando
pausadamente por el camino. Estaba tan flacuchento que estoy
seguro de que podía esconderse detrás del palo de una escoba,
con orejas y todo. Llevaba un cuello postizo alto y tieso, un
alfiler de diamante prendido a la corbata y sombrero de paja.
—¿Qué se le ha perdido, vecino? —preguntó,
escupiendo las pepas de una manzana verde que se estaba
comiendo.

—Nada —dije—; nos dirigimos rumbo al Oeste, señor.


Hemos abandonado nuestra granja: la mitad era pura roca y la
otra mitad troncos secos de árboles. La gente dice que en el
Oeste hay buena tierra y que el sol brilla en invierno.
El campesino frunció el ceño.
—Para tierras de cultivo no hay nada como lowa —
afirmó.
—Quizá —asentí—. Pero ando escaso de fondos. A no
ser que regalen tierras en lowa seguiremos el rumbo.
El hombre se rascó la barbilla.
—Mire, tengo más tierra de la que puedo labrar. Parecen
ustedes buena gente. Me gustaría tenerlos de vecinos. Les dejaré
cuarenta hectáreas bien baratas. Ni una piedra ni rastro de
troncos secos de árboles en todo el terreno. Hágame una oferta.
—Muy agradecido, señor —le sonreí—, pero me temo
que se reiría de mí si le ofreciera todo lo que llevo en mi
billetera.
—¿Cuánto lleva? —preguntó el campesino.
—Exactamente diez dólares.
—¡Vendido! —exclamó.
Bueno, casi me atraganto del susto. Pensé que estaría
bromeando, pero más rápido que una pulga se puso a
garabatear un trato en la solapa de un sobre viejo.
—Vecino, mi nombre es Héctor Jones —declaró—. Pero
puede llamarme Heck, como todo el mundo.
¿Puede haber en el mundo un hombre más amable y
generoso? Firmó el contrato con una firma adornada y abrí el
broche de mi billetera entusiasmado. Salieron tres polillas
blancas como la leche. I Habían estado alimentándose del
billete ile diez dólares desde que salimos de Con nccricut, pero
quedaba aún suficiente para comprar la granja. ¡Y sin rastro de
piedras ni troncos secos de árbol!
Mr. Heck Jones saltó sobre el estribo y nos guió camino
arriba un par de kilómetros. Mis niños intentaron distraerle
durante el camino. Will movió las orejas y Jill se puso turnio.
Chester arrugó la nariz como un conejo, pero comprendí que el
Sr. Jones no estaba acostumbrado a los niños. Hester batió los
brazos como un pájaro, Peter silbó por entre los dientes
delanteros que le faltaban y Tom se puso a hacer morisquetas
en la parte de atrás del auto, pero el Sr. Heck jones no hizo caso
a ninguno de ellos.
Finalmente, levantó su enorme brazo y señaló en la
distancia.
—Ahí está su propiedad, vecino
—dijo.
¡Debían habernos visto saltar del auto! Contemplamos
encantados nuestra nueva granja. Era amplia y soleada, con un
roble sobre una suave loma. Claro que tenía un defecto. Del
lado del camino se extendía una laguna de media hectárea, de
aspecto pantanoso. En un sitio así se podía perder una vaca,
pero aquello era una ganga, de eso no había duda alguna.
—Mamá —le dije a mi querida Melissa—. ¿Ves ese
magnífico roble sobre la loma? Ahí es donde construiremos
nuestra casa.
—Nada de eso —dijo Mr. Heck Jones—. Ese roble no
está en su propiedad. Lo suyo es todo lo que ven bajo agua. Ni
rastro de roca ni troncos secos de árbol, tal como les dije.
Pensé que nos estaría jugando una pequeña broma,
aunque no había ni la más mínima sonrisa en su cara.
—Pero, ¡señor! —dije—. ¡Usted .firmó muy claramente
que la granja tenía cuarenta hectáreas!
—Exactamente.
—¡Pues esa laguna pantanosa apenas si cubre media
hectárea!
—Se equivoca usted —dijo—. I lay exactamente cuarenta
hectáreas, una encima de la otra, como un pastel de hojaldre.
Yo nunca dije que su granja estuviera toda sobre la superficie.
Tiene cuarenta hectáreas en profundidad, Sr. McBroom. Lea el
contrato.
Leí el contrato. Era verdad.
—-Jii-jii, jii-jii—resopló—. ¡Buena la broma que le hice ah,
McBroom! Buenos días, vecino.
Se largó a hurtadillas, riéndose para sus adentros, hasta
llegar a su casa. Pronto me enteré de que el Sr. Heck siempre se
reía para sus adentros. La gente me dijo que cuando colgaba su
abrigo y se metía en la cama, toda esa risa de dentro le salía
hacia fuera y lo tenía en vela toda la noche. Pero eso no es
verdad.
Dentro de un momento les contaré lo de las sandías.
Pues bien, ahí estábamos plantados mirando nuestra
granja de media hectárea que no servía para nada más que para
zambullirnos en ella en un día de calor como ese. Y además
hacía más calor que nunca. Se batió el récord de calor, según
supe más tarde. Aquel fue el día en que, tres minutos antes de
las doce, los campos de maíz del Estado de Iowa explotaron de
cabritas. Eso es historia. Seguro que lo han leído ya en alguna
parte. Hay fotos que lo prueban.
Me dirigí hacia nuestros niños.
—dije—. Siempre hay un lado bueno en todas las cosas.
Esta laguna que hemos comprado está un poco llena de barro,
pero es agua: ¡al agua patos!
La idea Ríe acogida favorablemente y en un abrir y cerrar
de ojos estábamos con los trajes de baño puestos. Di la señal y
empezamos la carrera. En ese instante nos cayó encima tal
ráfaga de sequía que aterrizamos sobre media hectárea de tierra
seca. La laguna .se había evaporado. Fue muy sorprendente.
Los niños habían saltado de cabeza y nose veía de ellos
más que las piernas dando patadas en el aire. Los tuve que
arrancar de la tierra como a zanahorias. Algunas de las niñas
estaban aún sujetándose las narices. Por supuesto que fue una
amarga decepción ver desvanecerse ante nuestros ojos aquella
piscina.

Pero en el momento en que apresé un terrón entre los


dedos, a mi corazón de granjero se le escapó un latido. Aquel
fondo de estanque era suave y rico como la seda negra.
—¡Mi querida Melissa! —grité—-. Ven a ver. Esta tierra es
tan buena que debería guardarse en un banco.
Me encontraba fuera de mí de excitación. Aquella tierra
gloriosa parecía estar suplicando que la sembrasen. Mi querida
Melissa había traído un saco de porotos, y mandé a Will y a
Chester a buscarlo. No hacía ninguna falta que nos
molestásemos en arar aquella tierra. Dirigí a Polly para que
hiciera un surco recto con un palo y a Tim para que la siguiese,
cavando agujeros en la tierra. Luego me acerqué yo. Dejé caer
un poroto en cada agujero y lo aplasté con el talón.
Pues bien, apenas había avanzado un par de metros,
cuando sentí rozar contra mi pie algo verde y con hojas. Miré
hacia atrás. Un tallo de porotos verdes avanzaba a toda prisa
buscando un palo al que trepar.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. ,esta tierra sí que es rica!


Los tallos se extendían ante nuestra vista por todas partes.
Tuve que apresurarme para que no me alcanzaran.
Cuando llegué al Final del surco los primeros tallos habían
florecido, se habían formado las vainas y se podían ya recoger.
Pueden imaginarse nuestra excitación. Las orejas de Will
se agitaban. Los ojos de Jill estaban turnios. La nariz de Chester
se retorcía. Los brazos de Hester subían y bajaban. El hueco del
diente que le faltaba a Peter silbaba. YTom hacia morisquetas.
—¡ WillyzV/hester chesterpeter- pollyt i m to wm ar y
larryy\apequ eñ a cíarin da!—grité—. ¡A recoger los porotos!
Al cabo de una hora habíamos plantado y recogido toda la
cosecha de porotos. Pero, ¡qué calor hacía bajo aquel sol!
Mandé a Larry a buscar una buena bellota por el camino. La
plantamos, pero no creció ni la mitad de rápido de lo que yo
esperaba. Tuvimos que esperar nuestras buenas tres horas antes
de poder disfrutar de un árbol que nos diera sombra.
Acampamos bajo nuestro alcornoque y al día siguiente
nos acercamos a H.irnsville con nuestra cosecha de
porotos. La canjeé por semillas diversas: de zanahorias, de
remolacha, de repollo y de alguna otra cosilla. El tendero
encontró en . eI fondo del cajón algunos granos de maíz
que aún no habían explotado.

Pero descubrimos que el maíz era lo más peligroso de


plantar. Los tallos se disparaban con tanta rapidez que nos des-
pellejaban la nariz.
Claro que tenía un secreto aquella tierra. Vino un enviado
del gobierno y realizó un estudio del caso. Dijo que hacía
tiempo había existido un inmenso lago en aquella parte del
Estado de lowa. Como pueden imaginar, había tardado miles de
años en encoger hasta convertirse en nuestra laguna. El lago
debió haber estado abarrotado de peces: como sardinas en lata,
y no hay nada como el pescado para nitrogenar la tierra. Eso es
científico. El nitrógeno hace que las cosas crezcan más rápido
que nada. ¡Y es verdad que encontramos de vez en cuando
alguna espina de pescado!
No tardó mucho en aparecer el Sr. Heck Jones a hacernos
una visita de cortesía. Venía comiendo un nabo crudo. Cuando
vio que estábamos plantando y cosechando repollos se le salían
los ojos de las órbitas. Casi le costó la vista.
Se fue a hurtadillas, mascullando para sus adentros.
Mi querida Melissa —dije—. el hombre está
maquinando algo malo.
La gente del pueblo me había «Iu lio que el Sr. Heck Jones
tenía la peor m ii.i de lowa. No podía deshacerse de cll.i Los
vientos de los tornados habían in usado la capa superior de
tierra y habían dejado al descubierto el terrazo duro, b nía que
ararlo con cuñas y fierros. Un día oímos una ráfaga de disparos
del otro lado de la loma, y mis chiquillos la escalaron para
averiguar qué estaba pasando. Resultó que estaba plantando
semillas con una escopeta.
Mientras tanto, nosotros seguimos con nuestro trabajo en
la granja. No me importa decir que al poco tiempo nos ha-
bíamos embolsado un buen beneficio. Allá en Connecticut
teníamos suerte si recogíamos una cosecha al año. Ahora
estábamos plantando y recogiendo de tres a cuatro i osechas al
día.
Pero había cosas con las que teníamos que tener cuidado.
Una de ellas eran los yerbajos. Mis niños se turnaban para
vigilar las malas hierbas. En el momento en que brotaba una del
suelo, se lanzaban hacia ella y la escardaban hasta destrozarla.
Pueden imaginarse lo que hubiera sucedido si dejáramos crecer
las malas hierbas en tierras tan ricas como las nuestras.
También teníamos que tener cuidado con la hora en que
plantábamos. Una vez plantamos lechugas justo antes de que mi
querida Melissa tocase la campana para la cena. Mientras
comíamos, la lechuga granó y dio semillas. Perdimos toda la
cosecha.
Un día volvió el Sr. Heck jones con una sonrisa de oreja a
oreja. Había inventado una trampa en el contrato que nos hacía
dueños de la granja.
—Jii-jii —rió. Estaba masticando un rábano—. Se la voy a
armar, vecino Mc- Broom. El contrato dice que tenía que pa-
garme todo lo que llevaba en la billetera. ¡Y no lo hizo!
—Todo lo contrario, señor —respondí—. Diez dólares.
No había ni un céntimo más en mi billetera.
—Había polillas en la billetera. Las vi escaparse volando.
Tres polillas blancas como la leche, McBroom. Quiero lies
polillas antes de que den las tres de la tarde, de lo contrario
pretendo recuperar la granja. Jii-jii.
Se dio media vuelta y se fue a hurlad illas, riéndose para
sus adentros.
Mamá estaba tocando la campana i Ir la cena en ese
momento, así que no teníamos mucho tiempo. ¡Que el diablo se
lleve a ese hombre! Pero no hay duda de que tenía la ley de su
lado. dije—, tenemos que atrapar tres polillas blancas como la
leche.
Nos lanzamos en todas direcciones. Pero las polillas son
casi imposibles de lo- « alizar durante el día. Lo intentamos.
Volvimos todos con las manos vacías.
Mi querida Melissa empezó a llorar, porque estábamos ya
seguros de que perderíamos nuestra granja. Tengo que
reconocer que las cosas se ponían negras. ¡Negras! ¡Eso era!
Mandé a los niños corriendo camino abajo hasta un pino
solitario que había al borde del camino y les dije que volvieran
volando con un buen puñado de piñas.

¡Tenían que habernos visto trabajar! Plantamos una


piña a cada metro. Nos quedamos de pie a su alrededor
con el alma en vilo, y yo no hacía más que mirar mi reloj
de bolsillo. En seguida les cuento lo de las sandías.
Dicho y hecho: a las tres menos diez minutos,
aquellas piñas habían formado un espeso bosque de
pinos.
¡Y dentro estaba completamente oscuro! No se filtraba ni
un solo rayo de sol por entre las espesas ramas verdes de los
pinos. Me adentré en lo profundo del bosque y encendí una
linterna. No había pasado ni un minuto cuando me vi rodeado
de polillas blancas como la leche: vivían que era de noche! Cacé
tres al vuelo y salí corriendo del bosque .
Allí estaba el Sr. Heck Jones con el
slicriff.
—Jii-jii, jii-jii —reía el viejo heck. Estaba comiéndose un
membrillo . Son las tres en punto y no se pueden atrapar polillas
de día. ¡La granja es mía!
—¡Altó ahí, vecino Jones! —dije, con las manos juntas
formando un hueco . Aquí están las tres polillas. Y ahora, ¡largo
de aquí, señor, antes de que les salgan raíces a sus pies y les
crezcan ortigas venenosas en las orejas!
Se largó deprisa, musitando para sus adentros.
—Mi querida Melissa —dije—, este hombre maquina algo
malo. Volverá.
Nos costó buen trabajo deshacernos de toda la leña, les
aseguro. Llevamos parte de los pinos a una barraca y nos
construimos una casa en la esquina de la granja. Lo que sobró
se lo regalamos a nuestros vecinos. Nos pasamos semanas
arrancando raíces del suelo.
Pero no quiero que piensen que no hacíamos más que
trabajar en la granja. Algunas semillas las plantábamos solo para
divertirnos. Por ejemplo, zapallos, Las parras crecían tan rápido
que casi no nos daba tiempo de cosechar los zapallos. Había
que verlo. Los niños se quedaban agotados de tanto correr
detrás de ellos. A veces hacían carreras de zapallos.
Los domingos por la tarde, solo para entretenernos, los
niños mayores plantaban una semilla de zapallo e intentaban
montarse encima para dar un paseo. No era fácil. Había que
agarrarse en el mismo instante en que caía el capullo y el zapallo
empezaba a engordar. ¡Pluffl Te arrancaba del suelo y te
mandaba volando por los aires hasta que se desplomaba. A
veces utilizaban pulpa de plátano, que era más rápida.

Y las niñas aprendieron a montar con los rallos de


maíz como si fueran saltimbanquis. No consistía más que en
ponerse de pie sobre un grano en el momento en que el
rallo salía disparado de la tierra. Les proporcionaba unos
buenos brincos.
Veíamos al Sr. Heck Jones de pie sobre la loma en la
distancia, mirándonos. No descansaría hasta conseguir
desplazarnos de nuestra tierra.
Entonces, una noche, ya tarde, me despertó el ruido de
unos rebuznos fuera de la casa. Me acerqué a la ventana y vi al
viejo Heck bajo la luz de la luna. Estaba cacareando, cojeando,
rebuznando y rechinando y salpicando semillas por todos lados.
Me quité el camisón y me precipité hacia fuera.
—¿Qué fechoría estás preparando, vecino Jones? —le
grité.
—-Jii-jii—contestó, y se marchó a hurtadillas, riéndose
para sus adentros.
Como se pueden imaginar, me pasé la noche en vela. A la
mañana siguiente, tan pronto como salió el sol, la granja
amaneció plagada de malas hierbas. ¡Jamás han visto yerbajos
semejantes! Brotaron altos de la tierra y se estrujaban furiosa-
mente unos contra otros: hinojos, espigas, cardos y girasoles
salvajes. En un abrir y cerrar de ojos formaron una tupida red
de varios metros de espesor que no dejaba de crecer.
Nos esperaba un buen combate, ¡les aseguro!
¡Manos a la obra!
Empezamos a cavar con el azadón y el machete. Por cada
hierba que arrancábamos germinaba otra. Tardamos un buen
mes enterito en combatir aquellos yerbajos. Si no se hubiesen
lanzado nuestros vecinos en nuestra ayuda, aún estaríamos
quemando hierbas.
Por fin, un día la granja quedó limpia, y ¿quién creen que
apareció? El viejo Heck Jones. Estaba comiéndose una rodaja
de sandía. De eso es de lo que os quería hablar.
—Buenas, vecino McBroom —dijo—. Vengo a
despedirme.
—¿Se va usted, señor? —le pregunté.
—Yo no, usted.
Lo encaré de frente, mirándolo directamente a los ojos.
—¿Y si no me fuese, señor?
—Pero, ¡jii j i i!, ¡McBroom! ¡Quedan cientos de semillas
de malas hierbas en el mismo sitio de donde vinieron las otras!
Yo estaba fuera de mis casillas. Me remangué los codos,
dispuesto a darle una paliza de esas que no se olvidan. Pero lo

molestia.
Según se le acercaban mis peques, el Si heck Jones
cometió el error de escupír una bocanada de semillas de sandía.
¡Sí que se precipitaron los acontecimientos!
Antes de que pudiera darme bien i lienta de lo que había
hecho, se empezó a enrollar una parra de sandía en torno a las
piernas de Heck y en un abrir y cerrar de ojos lo había
levantado del suelo. Se disparo volando en todas direcciones
por encima de la granja. Las semillas de sandía también volaban.
Al momento volvió zumbando y chocó contra un zapallo que
había quedado del domingo. En menos que canta un gallo las
sandías y los zapallos empezaron a brotar por todas partes
atizándole golpes como locos. Heck se disparaba en todas
direcciones. Las sandías chocaban y explotaban. El viejo Heck
estaba tan empapado de pulpa de sandía que parecía que
acababa de salir de un tarro de salsa de tomate.
¡Vaya espectáculo! Will estaba ahí meneando las orejas. Jill
se ponía turnio. Chester retorcía la nariz. Hester agitaba los
brazos como un pájaro. Peter silbaba por entre los dientes
delanteros, que ya le habían crecido. Tom hacía morisquetas. Y
la pequeña Clarinda dio su primer paso.
Para entonces las sandías y los zapallos empezaban a
pegarse entre ellos mismos. Me figuré que el Sr. Jones querría
volver a su casa lo antes posible, así que le pedí a Larry que me
trajera la semilla de un plátano grande.
—¡Jii-jii!Vecino Jones —dije, y le l'linii l.i semilla a sus
pies. Apenas si me ilin iirmpo de despedirme antes de que la
• nii d.idera se apoderara de él. Un enorme i illn de plátano lo
transportó en un
mi lamen hasta su casa. Ojalá hubiesen
• .iiitlit allí para poderlo ver. No volvió ya IIIIIH a jamás.
V esta es la pura y santa verdad. ( uiilquu i otra cosa que
oigan sobre la maiavillosa granja de media hectárea de Mi
IWoom no es más que una mentira del piule ile un buque.
McBroom y el vendaval

Np se puede negar: a veces corre algo de vientecillo aquí


en la pradera. Sin ir más lejos, el año pasado sopló un viento
por encima de nuestra granja que arrastró con él un balde de
leche fresca. Al día siguiente volvió a buscar la vaca.
Pero no era ese el feroz viento ululante del que quería
hablarles. Aquello no fue más que un pequeño soplo sobre la
pradera. Sin importancia, en realidad. Apenas si puede uno
alardear de él.
El que me rompió la pierna fue el gran viento. No
pretendo que me crean... aún. Lo mejor será que empiece
contando lo del vientecillo menor y que poco a poco vaya
llegando al huracán que me rompió la pierna.
Recuerdo perfectamente el primer viento sobre la pradera
que llegó precipitándose después de comprar nuestra
maravillosa granja de media hectárea. ¡Señor! Esa tierra sí que
era rica. La mejor tierra del país. No hay ni una sola cosa que no
crezca en nuestra tierra, y más rápido que un rayo.
En la mañana de la que les hablo, los niños me estaban
ayudando a poner tejas de madera en el techo. Yo había
comprado un saco de clavos, pero pronto comprobé que eran
un poco cortos. Los enterramos en nuestra maravillosa tierra y
los empapamos bien de agua. Al cabo de cinco minutos habían
crecido lo menos un par de centímetros.
Así que allí estábamos, encima del tejado, martillo en
mano, dándole a las tablillas. Al principio no había en el cielo ni
una sola nube. Los pequeños jugaban a las bolitas por toda la
granja y las niñas saltaban la cuerda. Cuando hube clavado la
última teja me dije a mí mismo: «Josh McBroom, este tejado sí
que está sólido. Durará cien años».
Justo en ese momento sentí una brisilla recorriéndome la
nuca. Un momento después, una de las niñas —fue Polly,
recuerdo— me gritó:
—Papá, ¿tienen alas las liebres?
Yo sonreí.
—No, Polly.
—Entonces, ¿cómo es que hay una bandada de liebres
volando sobre la casa?
Miré hacia arriba. ¡Santo cielo! Cientos de conejos volaban
por encima de nosotros en formación de V perfecta, agitando
las orejas. En ese momento me di cuenta de que se nos venía
encima un ligero vendaval.
—Corran todos —les grité a los niños. No quería que el
viento los agarrara de las orejas y se los llevara dando tumbos
por los aires.
■^\\[jilh\tstcrchesterpetcrpollyi\m-
tomnr<\ry¿arryy\a.pec]ueña.c¿arin¿¿a, a casa!, ¡corriendo!
El cordel de la ropa estaba empezando ya a dar latigazos
como cuando los niños baten la cuerda para saltar. Mi querida
esposa, Melissa, que había estado preparando una hornada de
galletas, abrió la puerta de par en par. Nos precipitamos adentro
justo a tiempo. El viento nos perseguía los talones como una
manada de lobos, con la intención de colarse hasta dentro e
instalarse como en su casa. Los vientos de las praderas no
tienen educación ninguna.
Le dimos con la puerta en las narices. Pero ese viento no
se lo tomó a bien. Golpeó y embistió contra la puerta mientras
todos nosotros la empujábamos y sujetábamos para mantenerla
cerrada. ¡Dios! ¡Qué combate! ¡Cómo crujía y temblaba la casa!
—Empujen, corderitos míos —grité—. ¡Fuerza!
En ocasiones las tablas cié la puerta se curvaban como las
de un barril, pero conseguimos dejar al otro lado a aquel viento
ululante. Cuando comprobó que no había manera de
atravesarnos, el céfiro se coló rodeando la casa hasta llegar a la
puerta trasera. No obstante, nuestro hijo mayor, Will, íue más
listo que él. Apiló la hornada de galletas recién hechas de mamá
detrás de la puerta trasera. Mi querida esposa, Melissa, es una
maravillosa cocinera, pero sus galletas son tremendamente
pesadas. Proporcionaron un magnífico contrapeso para la
puerta.
Pero lo que más me preocupaba era nuestra maravillosa
tierra. Aquel viento ladrón era capaz de arrebatárnosla
dejándonos con un agujero sin valor en el suelo.
—Empujen, cordéritos míos —gri- té-—. ¡Fuerza!
El combate persistió durante una hora. Finalmente, el
viento se dio por vencido y dejó de golpearse tontamente
contra nuestra puerta. Con un enorme y rabioso suspiro se dio
media vuelta y salió de estampida, llevándose por delante los
postes de la valla.
Respiramos todos profundamente y yo entreabrí la puerta.
Apenas si se movía una hoja del suelo. Un pájaro empezó a
piar. Me precipité hacia fuera hasta nuestra pobre granja de
media hectárea.
¡A Dios gracias! Lo que vi me dejó boquiabierto.
Miramos todos maravillados. Nuestra tierra aún estaba allí:
no faltaba ni una pizca. ¡Benditos niños! Los niños, habían
dejado olvidadas las bolitas por todo el campo, y habían
aumentado hasta tener el tamaño de enormes rocas. Ahí
estaban, ágatas gigantes y cristales centelleantes, reteniendo
nuestra preciosa tierra.
Pero aquel viento tumultuoso no se fue con las manos
vacías. Arrancó las tejas recién instaladas de nuestro techo. Y
arrancó también los clavos, no se crean. Más tarde descubrimos
que el viento había destejado todas las madrigueras de la
comarca.
Pues bien, aquel fue un buen vendaval, pero no fue ese el
gran viento. Ni comparación tuvo con el que me rompió la
pierna. De todos modos, aquella ráfaga sobre la pradera me
enseñó bastante.
—-Niños —dije, después de que hubimos rodado aquellas
bolitas gigantes ladera abajo—. El próximo viento que se nos
venga encima nos pillará prevenidos. No hay mal que por bien
no venga. Tengo la sensación de que el viento va a sernos de
utilidad en nuestra granja si le hacemos saber quién manda aquí.
La siguiente vez^que apareció el vendaval hicimos que
trabajara para nosotros. Nos labró la tierra. Rasgué una sábana
en trozos v los amarré bien a núes- tro arado. Tan pronto como
comenzó a batir la brisa empecé a empujarlo de un lado para
otro por toda la granja, arando según avanzaba. Nuestro hijo
Chester aró una vez toda la granja en menos de tres minutos.
En la mañana del día de Acción de Gracias, mamá les dijo
a las niñas que desplumaran un gran pavo para la cena. Era una
tarea que no les gustaba mucho, pero en ese momento llegó
otro vendaval sobre la pradera. Las niñas ataron el pavo fuera
de la ventana y el viento lo desplumó hasta la última pelusa.
Sí, nos pusimos muy contentos al ver acercarse aquella
ráfaga. Los niños siempre estaban queriendo salir a jugar con el
viento, pero Mamá tenía miedo de que se los llevara por los
aires. Así que les construimos suecos a prueba de viento con só-
lidas ollas de fierro. Afuera, en el viento, resultaban ligeros
como plumas. Las niñas
saltaban al cordel con las cuerdas de la ropa. El viento hacia
girar la cuerda, claro.
Más de una vez vi a los niños ponerse los zuecos
a prueba de viento y empezar a dar zancadas por
todos lados con un gran embudo de latón y todas las
botellas y jarras vacías que encontraban. Rellenaban
aquellos recipientes hasta el borde con viento de la
pradera.

Luego, al llegar el verano, cuando no corría ni una brizna


de aire, descorchaban una botella o dos de vientecillo fresco de
invierno y disfrutaban de la brisa.
Naturalmente, cada otoño teníamos que preparar la granja
contra el viento. Plantábamos el campo de hierba con jabón.
Era muy resbaladiza, me imagino que a causa de todo aquel
jabón que tenía. El viento se deslizaba por encima y escapaba
de la granja sin conseguir hacerse con una pizca de tierra. Para
entonces los niños y yo habíamos vuelto a poner tejas en el
techo. Empleamos tornillos en lugar de clavos.
¡Horror...! Entonces llegó el gran
viento.
Empezó muy suavemente. Solo había algunas liebres y un
par de vacas volando hacia atrás por los aires. Nada fuera de lo
corriente,
Naturalmente las niñas salieron para saltar al cordel con
las cuerdas de la ropa y los niños se afanaban rellenando
botellas con viento para el verano. Mamá acababa de hornear
una bandeja de galletas. ¡Vaya si olían bien! Me comí más de
una docena apenas salieron del horno. Y resultó ser un
tremendo error.
Afuera, el viento estaba tomando velocidad a ras del suelo
y derribando a su paso los postes de las vallas.
—grité—. Para adentro, corderitos míos. ¡Ese viento se
está poniendo terco!
Los niños entraron en tropel y se quitaron los zuecos de
viento. ¡Justo a tiempo! Las cuerdas de la ropa empezaron a dar
latigazos en redondo tan rápido que ni se las veía. Luego vimos
acercarse un corral volando por los aires, con todas las gallinas
adentro.
El cielo se estaba poniendo oscuro y atemorizante. El
viento venía del norte lejano, ululando y chillando y agitando la
casa. En el armario, las tazas tintineaban sobre los platillos.
Al poco rato vimos unas enormes bolas de pieles rodando
por toda la pradera como si fueran remolinos de hierbas secas.
Resultó que eran lobos de los bosques del norte. Y luego
apareció, dando bandazos por la granja, un viejo tronco hueco
que se rompió en dos contra mi tronco de partir madera. Un
oso negro salió rodando, ¡y con qué genio! Había estado
intentando hibernar y no le hizo ninguna gracia que lo
despertaran. Lanzó un gruñido y se puso a buscar a alguien a
quien perseguir. Nos vio mirando por las ventanas y decidió
que le servíamos.
Con solo verle, los niños se quedaron lívidos y se
arremolinaron todos juntos, tomados de la mano, al lado de la
chimenea.
Descolgué mi escopeta y abrí la ventana. ¡Eso si que fue
un error! Sucedieron dos cosas de golpe. El oso se nos estaba
acercando y con la prisa se me había olvidado calcular la
dirección del viento. Se acercó dando gruñidos por el lateral de
la casa, y cuando saque el cañón de mi escopeta por la ventana,
bueno, el viento lo dobló por la mitad. Aquel disparo salió
pitando en dirección al sur. Más tarde descubrí que había
derribado un par de patos allá en México.
Pero peor que eso fue que al abrir la ventana entró tal
ráfaga de viento que
nuestros niños ¡salieron aspirados por el tubo de la chimenea!
Iban tomados de la mano y se subieron arrastrados como una
sarta de chorizos.
Mama casi se cae desmayada.
—Mi querida Melissa —exclamé—. ¡No te preocupes! ¡Yo
te traeré de vuelta a nuestros niños!
Fui a buscar un cordel y me precipité hacia fuera. Podía
ver a los niños en lo alto del cielo volando en dirección sur.
También podía ver al oso y él podía verme a mí. Dio un
gruñido mostrando una hilera de dientes que parecían clavos
roñosos. Se levantó sobre sus patas traseras y se me acercó con
unos ojos que le brillaban como bolas de fuego.
No quería tener que batallar con aquel monstruo, así que
me escabullí detrás de los cordeles de la ropa. Con un ojo no
perdía de vista al oso y con el otro miraba a los niños. Estaban
ahora volando sobre la comarca y apenas si tenían el tamaño de
unos mosquitos.
El oso cargó hacia mí. El viento estaba agitando los
cordeles de la ropa tan rápido que no podía verlos. Y arremetió
de plano contra ellos. ¡Dios! ¡Qué brincos daba! Saltaba como
un ají rojo, solo que más rápido. Se había quedado atrapado
entre el cordel y no podía saltar afuera.
Así que yo no perdí ni un instante. Empece a agitar los
brazos como un pájaro. Era un gran viento, tan enorme queme
imaginé que podría seguir a los niños volando. El viento me
daba tirones e intentaba aspirarme, pero no era capaz de le-
vantarme ni un ápice del suelo.
¡Demonios! Había comido demasiadas galletas. Pesaban
como plomo y me sujetaban al suelo.
Los niños se habían perdido casi de vista. Corrí hacia el
granero a buscar el arado de viento. Una vez en la brisa, la
sábana se infló. Salí disparado como una bola de cañón,
dejando un profundo surco a mi paso.
¡Pero qué velocidad! Hacía una velocidad media mucho
mayor que la de mis niños. No quitaba las manos del mango del
arado y lo conducía por entre graneros y establos. Vi cómo
estallaban haces de paja por el viento. De aumentar aún más el
vendaval no me hubiera sorprendido ver volar al sol. Seguro
que antes de mediodía habría llegado al sur.
Seguí arando sin parar y al cabo de un momento había
alcanzado a los niños. Seguían tomados de la mano justo por
encima de las copas de los árboles. Al poco tiempo estaba al
alcance de sus oídos.
—Valor, corderitos míos —les gri- -. ¡No se suelten

Aceleré en dirección suya hasta que sus sombras se


cruzaron en mi camino. Pero la sábana estaba tan inflada de
viento que no podía detener el arado. Antes de que pudiera
soltar el mango y saltar había navegado varios metros por
delante de los niños.
Solté la cuerda hacia arriba.
—les grité a medida que se me acercaban por los aires—.
¡Aguanten firmes!
A Hester se le escapó la soga, lo mismo que a Jill, y a
Peter, pero Will consiguió agarrarla. Tuve que clavar los talones
firmes en la tierra para poderlos sujetar. Y luego empecé a
retroceder. Los niños eran demasiado livianos para el viento.
Colgaban del aire. Tuve que arrastrarlos a casa tirando del
cordel como si fueran globos.
Naturalmente, demoré casi el día entero en recorrer
marcha atrás el camino hasta nuestra casa. Fue un combate
titánico, ¡les aseguro! Era ya casi la hora de la cena cuando
divisamos delante de nosotros la granja, y aquel oso negro
seguía saltando al cordel.
Tiré de los niños hasta meterlos en casa. ¡Los muy
traviesos! ¡Se habían divertido de lo lindo volando por los aires
y querían hacerlo otra vez! Mamá los metió en la cama con los
zuecos a prueba de viento puestos.
El viento sopló toda la noche, y a la mañana siguiente el
oso seguía saltando al cordel. Tenía la lengua fuera y había
adelgazado tanto que no era más que un ramo de piel y huesos.
Por último, como a media mañana, el viento se cansó de
soplar en una dirección y empezó a soplar en la otra.
Empezamos a sentir pena de aquel oso y lo soltamos. Estaba
tan apaleado que ni siquiera gruñó. Solo se dirigió hacia la leña
para buscar otro tronco hueco en que cobijarse. Pero había
olvidado el delicado arte de andar. Vimos cómo daba saltos y
más saltos en dirección al norte hasta que lo perdimos de vista.
Aquel fue el enorme, ululante, titánico, gran viento que me
rompió la pierna.
No solo había arrancado los postes de las vallas, sino
hasta los agujeros. Dejó caer uno de esos hoyos justo
ante la puerta de nuestro granero y yo metí el pie.
Esa es la pura verdad. Todo el mundo de la
pradera sabe que Josh McBroom antes se partiría una
pierna que contar una mentira de grueso calibre.
La mazorca de McBroom

Las langostas, esas sí que aprovecharon el viento de


nuestra maravillosa granja de media hectárea. Esas astutas,
patilargas, saltarinas de patas de sierra consiguieron, muerde que
te muerde, echarnos de nuestra mismísima casa.
Ya saben ustedes cómo son las langostas. Antes escupirían
tabaco mascado que dignarse mirarte a la cara. Y son unas
criaturas terriblemente hambrientas. No creo que haya nada que
pueda comer más en menos tiempo que un ejército de lan-
gostas. Sobre todo, cualquier cosa verde les hace la boca agua.
No tengo la intención de hablarles de esto en broma.
¡Dios me libre! Si me conocen —Josh McBroom—, saben que
antes viviría encaramado a un árbol que faltar a la verdad.

J
Será mejor que empiece contando lo del
tiempo. El verano acababa de empezar, pero los
días no eran ni la mitad de calurosos aún que lo que
necesitan las langostas. Los niños me estaban
ayudando a excavar un pozo y hablaban de plantar
todo tipo de cosas para concurrir a la Feria
Comunal.
Supongo que ya han oído hablar de lo
fértilísima que era nuestra granja. Cualquier cosa
crecía en ella en un santiamén. Las semillas
estallaban en la tierra y las plantas se disparaban
delante de nuestras mismísimas narices. ¡Vaya! Sin ir
más lejos, ayer mismo uno de los niños mayores
dejó caer tina moneda de cinco centavos y antes de

que pudiera encontrarla, la monedita se había convertido en


un cuarto de dólar.
Una mañana temprano se nos acercó,
paseando por el camino, un campesino
delgaducho con el pelo revuelto. ¡Cristo! ¡Vaya si
era alto! Estoy seguro de que si se le cayera el
sombrero, tardaría al menos un par de días en
llegar al suelo.
—¡Buenas, señor! —dijo—. Yo soy Juan-
Cara-Fina, de aquí, allá y otros lugares. Le pinto
el establo a buen precio.
Aquel hombre no solo era alto, flacuchento
y con el pelo revuelto, sino que además era corto
de vista.
—Nosotros no tenemos establo —le dije.
Arrugó los ojos y lanzó una carcajada.
—En ese caso —dijo—, se lo pinto gratis.
—Trato hecho —sonreí.
Pintó aquel no-establo en menos de un segundo y aún le
sobró tiempo. Parecía estar hambriento, así que mi querida
esposa Melissa le dio un suculento desayuno tras el cual siguió
su camino.
—Volveré —nos dijo agitando la
mano.
Los niños y yo seguimos excavando el pozo. ¡Cristo!
¡Aquel sí que era un trabajo duro! Ellos deslizaban un balde y yo
lo llenaba de tierra, y luego ellos lo sacaban tirando de un
cordel. Los once.
Los días se hicieron más largos y más cálidos. Las moscas
desaparecían del aire por la insolación.
Pero aún no había llegado el tiempo adecuado para las
langostas.
—tenía que gritar yo desde lo hondo del pozo—. A
trabajar. ¡Suban el balde!
—¡Ay, Papá! —se quejó Chester desde la casa que tenía en
lo alto de un árbol—. Estoy pensando en plantar una sandía
campeona para la Feria. Una de veinticinco kilos.
—Yo creo que plantaré un zapallo —dijo Polly.
Bueno, ¡me estoy impacientando! —dije—. Suban el
balde, corderitos míos, y arrojen la tierra fuera. Aún falta una
semana para la Feria Comunal.
Al día siguiente se produjo un verdadero chisporroteo.
Justo al mediodía los porotos blancos mantecosos empezaron a
derretirse en sus vainas. Chorreaban como velas de cera.
No, aún no era ese el tiempo apropiado para las langostas.
Esas criaturas pa- tilargas se resfriarían en un día fresquito
como aquel.
Por fin terminamos el pozo, con toda la tierra
amontonada en una pila al lado.
Más o menos hacia la hora de la comida el campesino
flacuchento, alto, chascón y corto de vista, apareció de nuevo.
—¡Buenas! —dijo—. Soy Juan- Cara-Fina de aquí, allá y
otros lugares. Le excavaré un pozo de agua a buen precio.
—Ya tenemos pozo —le dije.
—En ese caso, se lo excavaré gratis.
Se quedó a cenar y luego siguió su
camino.
—Volveré —dijo, agitando la mano en el aire.
Transcurrió otro día. La bola del sol empezó a salirse de
su órbita. ¿Calor? Bueno, a la mañana siguiente hacía un calor
tan infernal que un bloque de hielo parecía caliente al tacto.
Mamá tuvo que hervir el agua para enfriarlo. Los girasoles a lo
largo del camino recogieron sus raíces y corrieron a cobijarse
bajo la sombra de los árboles.
Aquel sí que era el tiempo apropiado para las langostas.
Justo después del desayuno llegaron los primeros
saltimbanquis. Venían en parejas y en parejas de parejas.
Nuestra granja seguía estando verde como una esmeralda y no
tenía más remedio que llamarles la atención. Al poco tiempo
estaban llegando en grupos de a seis y de a ocho.
Debo admitir que aquellos primeros visitantes nos
sorprendieron por su buena educación en la mesa. No escupie-
ron tabaco mascado en ninguna parte. Peter sacó un tarro viejo
de café y lo utilizaron de escupidera.
Hacia el mediodía los parilargos estaban llegando en
grupos de cincuenta y de cientos. Mordisqueaban nuestros
repollos y nuestras lechugas, pero no parecía alarmante.
Nosotros podíamos cultivar verduras a mayor velocidad de lo
que ellos tardaban en comérselas: de tres a cuatro cosechas al
día.
Hacia el atardecer, los visitantes de patas serradas llegaron
a cientos y a miles. No me preocupaba. Apenas si vale la pena
contar las langostas en tan pequeña cantidad.
—Papá —me dijo Chester en el desayuno—, la Feria
Comunal es mañana. Calculo que es hora ya de plantar mis
sandías.
—Yo voy a plantar un tomate de campeón —declaró
Mary—. Tan grande como una pelota de fútbol.
—Ustedes, niños, usen el corral detrás de la casa —les
dije—. Yo quiero plantar toda la granja de maíz.
Las langostas no nos obstaculizaron el camino. Larry y la
pequeña Clarin- da les daban de comer hojas de nabos con sus
propias manos. Planté todo el campo en menos que canta un
gallo.
¡Señor! Ese sí que era buen tiempo para plantar maíz. Los
tallos salían disparados hacia arriba, con mazorcas balanceantes.
De repente se elevó una nube plateada en el horizonte y se
precipitó hacia nosotros.
¡Langostas!
¡Miles de langostas! ¡Millones de langostas! Aún no
sabíamos que aquello era el comienzo de la Batalla de las Lan-
gostas o, como llegó a llamarse, la Guerra de la Mazorca de
McBroom.
—¡—grité—. ¡Escobas y ramas! ¡Fuera con ellas!
Empezamos a gritar y a correr por todas partes agitando
nuestras armas. Las langostas revoloteaban sobre nuestro cam-
po de maíz maduro. Deleitaron la vista y salieron volando.
—Hemos conseguido asustarlas —declaró Tim.
—No —dije—. Eso era solo la vanguardia. Han ido en
busca del ejército principal, ¡y aquí llegan!
¡Hectáreas de langostas! ¡Kilómetros cuadrados de
langostas! Se nos acercaban en manadas como un inmenso
rugido de guerra.
—¡Escobas y ramas! —grité.
Aquellas diablillas hambrientas se
ataron bien las servilletas bajo la barbilla y se lanzaron al ataque.
¡Cielos! El aire se llenó de tal manera de langostas, que se lanza-
ba un balde una vez y se llenaba dos veces. Formaron una nube
de zumbidos, saltos y brincos. No veíamos prácticamente nada
más allá de nuestras narices.
Pero sí que oíamos a las voraces bribonas. Estaban
pegándole mordiscos y mascando todo nuestro campo de maíz
y escupiendo las corontas peladas. Se tragaron la granja entera
hasta el borde mismo de la tierra en, exactamente, cuatro se-
gundos.
Luego se elevaron hacia el aire v se
O J
dispusieron a esperar la siguiente cosecha.
—¡Papá! —dijo Chester—. Han devorado mis sandías.
—¡Papá! —gritó Mary—. Ni siquiera han esperado a que
maduraran mis tomates. Se los han comido verdes.
—¡Papá! —dijo la pequeña Clarin- da—. ¿Qué te ha
pasado en los calcetines?
Miré hacia abajo. ¡Dios bendito! Esas tragonas infernales
me habían devorado los calcetines hasta dentro de los zapatos:
calcetines verdes, solo habían dejado unos agujeros en los dedos
del pie.
Algunos de los niños estallaron en
llanto:
—¡No vamos a poder plantar nada para la Feria Comunal!
—Aún no nos han vencido, corde- ritos míos —dije,
pensando con todas mis fuerzas—. Esas langostas nos ganaban
en número, pero no en inteligencia. Me voy al pueblo a buscar
semillas. Será mejor que saquen del medio las corontas secas.
Me senté al volante de nuestro viejo cacharro con aire
acondicionado y al mediodía ya estaba de vuelta con veinticinco
kilos de las mejores semillas. Las langostas formaban aún una
nube espesa que se agitaba en el cielo; estaban esperando. Los
niños habían limpiado la granja y habían botado las corontas
peladas sobre los montones de tierra al lado del pozo.
—No tenemos ni un momento que perder—dije—.
Ayúdenme a esparcir las semillas.
Al poco rato nuestra granja estaba cubierta de arbustos
verdes como una selva de media hectárea. Aquellas saltari- nas
chasquearon la lengua y se pegaban entre ellas para llegar
primero. Llegaron zumbando, arrasando mordiendo y mas-
cando, y la cosecha desapareció como si se la hubiese tragado
un tornado.
Bueno, ¡tenían que haber visto la sorpresa que se llevaron!
Aquella primera manada de langostas respiraba puro fuego. Se
habían comido un campo de ají picante.
Se largaron pitando, en busca de algo para beber.
Claro que quedaban aún toneladas de langostas. Seguimos
echando semillas de ají verde bien picante toda la tarde Jhasta
que no quedaba ni una sola pata sal- rarina en cien metros a la
redonda. Más tarde descubrimos que se habían lanzado hacia un
lago en la comarca vecina y se lo habían bebido hasta dejarlo
seco.
Pero volverían. Los niños iban a tener que plantar sus
trofeos a toda prisa.
—Papá, mira —gritó la pequeña Ciar inda.
Estaba apuntando hacia el monte de tierra donde
habíamos arrojado las corontas peladas ¡Dios bendito! A las lan-
gostas se les había olvidado una mazorca y acababa de echar
raíces a nuestras espaldas. Estaba creciendo un tallo más grande
que un árbol.
Aquel montón de tierra era super- fértil. Las raíces de
aquel maravilloso tallo estaban poniéndose las botas. Empezó a
formarse ante nuestros ojos una sola rama de choclo. ¿Grande?
Bueno, sí, era más gruesa que un barril y seguía creciendo.
—A mí eso me parece que es de concurso —declaré—.
Ustedes pillines, lo harán de dos en dos.
Jill y Hester y Polly treparon hasta su casa en la copa del
árbol para mantener un ojo alerta a las langostas. Aquella co-
ronta de choclo siguió creciendo en altura y siguió engordando.
¡Qué belleza! El tallo empezó a doblarse bajo su peso. Y estaba
madurando rápidamente.
¡Pero no se crean que nosotros dejamos de trabajar!
Aramos varias cuerdas alrededor de la mazorca para poderla
descolgar con facilidad. Will trepó por una escalera con una
sierra y se puso manos a la obra. Le debió costar cinco minutos
enteros de duro trabajo serrar aquella mazorca gigante de su
tallo.
La bajamos con ayuda de las cuerdas. En serio, no
podíamos creer lo que veíamos. Aquella mazorca de choclo era
tan grande que no se abarcaba de una sola mirada. Había que
mirar dos veces.
—Langostas —gritó Jill desde la casa del árbol—. Vienen
langostas. Papá.
—Rápido —dije—. ¡A casa!
Tuvimos que echar una mano todos para transportar la
mazorca de choclo. Pero no cabía por la puerta, ni tampoco por
la ventana.
—¡El pozo! —grité.
La descolgamos con las sogas y cubrimos bien el pozo con
algunas láminas oxidadas de latón ondulado. ¡Justo a tiempo!
Las langostas habían divisado nuestra enorme mazorca desde el
cielo y venían zumbando por toda la granja como una ventisca
esmeralda. Pero no consiguieron acercarse a la mazorca de
choclo.
—Aquí estará a salvo durante la noche —dije.

—¿Y cómo vamos a conseguir transportarla mañana


hasta la Feria por entre las langostas? —preguntó Mary.
No tengo que decirles que este problema me dejó toda la
noche en vela. Hacia las cuatro de la mañana salté de la cama y
desperté a los niños.
—¡Escobas y baldes! —grité—. Síganme.
Salimos de puntillas, con cuidado de no despertar a las
saltimbanquis. Sin hacer ruido sacamos nuestra mazorca de
choclo del pozo y volvimos a colocar las láminas de latón
ondulado. Luego rellené los baldes del cobertizo.
—Empiecen a pintar —susurré.
Los niños empaparon sus escobas

y pintaron la coronta gigante de un extremo a otro.


Al amanecer, las langostas se levantaron del campo y se
dispusieron a procurarse el desayuno. Enfilaron derechas
hacia el pozo, dándose de cabezazos contra el latón oxidado.
¡Dios! ¡Qué barullo! Creían que nuestra enorme mazorca
estaba aún dentro.
Pero estaba bien a la vista. Solo que no la reconocieron.
La mazorca ya no era verde. La habíamos pintado de blanco,
con cal.
La pusimos sobre el techo de la vieja burra y la
amarramos bien.
—Todos adentro —sonreí, poniendo el motor en
marcha—. ¡Nos vamos a la Feria!
Justo en ese momento, Juan-Cara- Fina se nos acercó.
—Buenas —sonrió—. Les pintaré la casa a buen precio.
-—Oh, ya lo creo que me gustaría —dijo mamá—. De
rojo con los marcos de las ventanas de blanco.
—Trato hecho —dije—. Encontrarás pintura en el galpón
—y nos largamos.
Bueno, tenían que haber visto a la gente volviendo las
cabezas a nuestro paso. ¿Qué era aquello encima del techo de
nuestro auto? ¿Una mazorca de choclo? ¡No señor! Ningún
granjero puede cosechar choclo tan enorme. ¡Y además blanco
como la tiza!
Seguimos caminando a tropezones por el sendero de
tierra, siguiendo las señales que anunciaban la Feria Comunal.
El paisaje nos gustó: graneros y silos y vacas rumiando sus
pastos a la sombra.
—¿Cuánto falta? —preguntó Poli y.
—Unos cinco o seis kilómetros —le respondí—. Ten
paciencia.
Me di cuenta de que los molinos de la pradera empezaban
a girar. Se estaba acercando un viento caliente que arrastraba
con él una nube. Se podía oír el estruendo de los truenos.
—¿Cuánto falta? —preguntó Tira.
— I res o cuatro kilómetros, ten paciencia.
Pero no me gustó nada el aspecto de aquella nube. Sé
oscureció y se hizo más pesada y empezó a soplar en nuestra
dirección.
—Todas las cabezas para dentro —les grité a los niños—.
Se avecina una tormenta con truenos.
Nos encontramos con la tormenta a los pocos metros. No
resultó gran cosa, pero aquellas gotas estaban tan calientes que
casi quemaban. Rebotaban como chispas sobré la carrocería.
Un segundo más tarde el ciclo estaba otra Vez azul y habíamos
dejado atrás el aguacero estival.
—¿Cuánto falta, papá? —preguntó Mary.
—Dos o tres kilómetros—contesté—. Ten paciencia.
—Papá —dijo Will. No se había preocupado de meter la
cabeza dentro del auto y tenía el pelo mojado—. Papá mira lo
que le ha pasado a nuestro choclo.
Frené y salí disparado a ver lo que había sucedido. ¡Por
todos los cielos! Las hojas de la coronta habían recuperado su
color verde esmeralda. Aquel aguacero estival se había llevado
toda la cal.
Salté de un brinco al volante y salimos pitando.
—¡Atención a las langostas! —grité.
—F^stoy atenta, papá —contestó la pequeña Clarinda—.
¡Vienen por ahí!
Bueno, menuda carrera. Los saltimbanquis venían
gruñendo a nuestras espaldas en formación de guerra. FJ viejo
cacharro rechinaba y gruñía y chirriaba pero no nos
abandonaba. Tropezamos contra algunos baches y saltamos por
encima de otros.
Nos están alcanzando, papá.
Tenía el pie apoyado a fondo en el acelerador. Pronto
divisamos las banderas y los estandartes de la Feria Comunal a
unos pasos de nosotros.
Pero no fue lo suficientemente pronto. Los primeros
saltimbanquis estaban aterrizando sobre el techo y podíamos oír
cómo rasgaban y rompían las hojas de la mazorca. Para cuando
llegamos a los terrenos de la Feria no quedaba mas que la
mazorca, completamente desnuda.
Pero la vieja burra empezó a disparar a su vez,
explotando, aporreando y tronando dientes de mala manera.
Los saltimbanquis saltaron a medio kilómetro de distancia y
conseguimos llegar a los terrenos de la Feria.
Me precipité directamente hasta dentro del pabellón de
exposiciones principal y frené.
—Cierren todas las puertas —grité— ¡Langostas! ¡Vienen
langostas!
Las puertas se cerraron y, por fin, pudimos respirar
tranquilos. La gente empezó a arremolinarse a nuestro
alrededor; según levantaban los ojos, las bocas se les abrían
atónitas ante nuestra mazorca de choclo. Y les aseguro que
aquellas picaras hambrientas la habrían pelado hasta el
mismísimo grano.
D
La levantamos del techo y la colocamos en la exposición
sobre dos mesas de picnic. Los jueces se nos acercaron y nos
preguntaron con qué nombre debían presentarla.
—McBroom —sonreí—.lapequeñaclarinda McBroom.
Bueno, obtuvo el primer, segundo y tercer premios,
además de la mención de honor. ¡Pero, señor, sí que estaba
recalentándose aquel pabellón con las puertas todas cerradas!
Los niños se pusieron en fila para que les sacasen fotos en
el periódico local. Se veía una enorme sonrisa que iba desde
Will en un extremo hasta la pequeña Clarinda en el otro. El sol
de mediodía seguía batiendo implacable contra el tejado y, de
repente, se oyó un golpe muy fuerte.
AI principio pensé que había sido nuestro cacharro
cansado. Pero 110. Era la enorme mazorca, nuestra mazorca
«rana- dora dé premios ¡que había empezado a estallar! En el
interior de aquel edificio hacía un calor tan infernal que era un
perfecto horno de cabritas.
Bueno, ¡el medio ruido que se armó! Los granos se
hinchaban y estallaban como enormes bolas de cañón.
Rebotaban en el techo y en las paredes. ¡Pop-pop-pop! ¡Pop!
¡Pop-pop-pop-pop! Alguna gente se escondía y otros corrían. El
choclo iba explotando por filas, una tras otra. Las cabritas
volaban por todas partes y se estaban amontonando como en
una enorme nevada. ¡Pop-pop-pop-pop-pop-pop-pop! En
menos que canta un gallo estábamos todos enterrados bajo
aquellas cabritas livianas v esponjosas. Se hincharon hasta tocar
el techo y forzar las puertas. Habían llenado todo el pabellón de
un extremo a otro.
No quedaba ni una sola langosta a la vista. Iodo aquel
estruendo las había ahuyentado volando. A mi entender, se
encaminaban hacia la luna. Seguramente habían oído que estaba
hecha de queso verde. Nunca más las vimos.
Nos quedamos toda la tarde: todo el mundo se quedó. La
gente derritió baldes de mantequilla premiada y alguien se fue al
pueblo a buscar barriles de sal. Teníamos cabritas frescas para
dar y tomar.
Con sal y mantequilla estaban deliciosas. Con un grano había
suficiente para alimentar a una familia entera.
¿Les he dicho ya que antes viviría encaramado en un árbol
que faltar a la verdad? Bueno, pues cuando volvimos a casa
aquella noche encontramos nuestra casa mordida, mascada y
devorada hasta los cimientos.
El tal Juan-Cara-Fina 110 solo era alto, delgado, chascón y
corto de vista. También era daltónico. Pintó la casa de verde.
Sí, es verdad que se está un poco apretado aquí arriba en la
casa del árbol, con todos los niños. Pero, por otra parte, ¡qué
bonitas quedan todas estas cintas que nos entregaron con el
premio!
El fantasma de McBroom

¿Fantasmas? ¡Vaya si los hubo! Les puedo contar una o


tres cosillas sobre los fantasmas. Tan cierto como que me llamo
Josh McBroom que estuvo rondándonos un espíritu en nuestra
maravillosa granja de media hectárea.
No sé cuándo se instaló entre nosotros ese maldito
puñado de huesos viejos, pero sospecho que fue cuando
construimos nuestra nueva casa por vez primera. Fue también
un invierno inusitadamente frío, pero no tan frío como para que
un hombre honrado fuese por ahí contando mentiras sobre él.
De todos modos, había que tener cuidado con los fósforos que
prendíamos. La llama se congelaba y había que esperar a que el
frío aminorase para apagarla.
Algunos de los más viejos de la comarca afirmaban que no
era más que un invierno tibio aquí en la pradera. Nada que
pudiera constar en los anales. De. todos modos, perdimos
nuestro gallo Ton- tolín. Saltó sobre una pila de leña, cacareó al
amanecer y el pobre se quedó al momento congelado y duro
como el cristal.
Tal como lo cuento, aquel fantasma estaba merodeando
por los alrededores y se convirtió en hielo en nuestra granja.
Los niños fueron los primeros en descubrir a la maldita
criatura. Había llegado la brisa templada de marzo y habían sa-
lido afuera a jugar. Yo estaba arremolinado en cama con
laringitis, llevaba tres días sin poder hablar más alto que un
susurro. Pasaba el tiempo escuchando la banda de John Philip
Sousa en nuestra vitrola. ¡Señor! ¡Sí que sonaban bien aquellos
flautines!
De repente, los niños volvieron con una expresión algo
extraña en la cara.
—Papá —dijo el más pequeño, Larry—. Papá, ¿se
convierten alguna vez los írallos en fantasmas?
o
Intenté aclararme la garganta.
—Nunca he oído nada por el estilo.

—Pues acabamos de oír en este momento al viejo


Tontolín cacareando —dijo nuestra hija mayor, Jill.
—Imposible, corderitos míos —susurré, y salieron a
retozar al sol de nuevo.
Volví a darle a la manivela de la vitrola. La banda del Sr.
Sousa apareció marchando y gorjeando con su corneta
matutina. De repente los niños volvieron: ¡los once!
—Lo hemos oído otra vez —dijo
Will.
—Qui-qui-ri-quí —cacareó la pequeña Clarinda—. Más
claro que el agua, papá. Al lado de la pila de leña.
Negué con la cabeza.
—-Seguro que son los flautines del Sr. Sousa lo que están
oyendo —dije algo enojado y salieron de nuevo a jugar.
Le di de nuevo a la manivela y antes de que me diera
cuenta estaban todos de vuelta otra vez.
—¿Si, papá? —dijo Will.
—¿Si, papá? —dijo Jill.
—¿Has llamado, papá? —dijo
Hester.
Levanté la aguja del disco y me quedé mirándoles.
—¿Llamar? —croé. Luego me reí con voz ronca—. Pero
si saben que no puedo subir la voz por encima de un susurro.
¡Pues sí que están hechos unos buenos picaros hoy!
—Pero te oímos, papá —dijo Hester.
—dijo Polly—. Era tu mismísima voz, papá. Más clara que
el agua.
Btieno, después de eso no querían ni oír hablar de salir
afuera a jugar. Estaban seguros de que andaba suelto algo muy
amedrentador. ¡Y tan seguros! A la mañana siguiente nos
despertó al amanecer el cacareo de un gallo. Sí que sonaba
como el viejo Tontolín. Pero yo dije:
—Seguro que Heck Jones se ha conseguido un gallo. Eso
es lo que oímos.
—Pero si Heck Jones no tiene pollos—me recordó mi
querida esposa Me- lissa—. Sabes que está criando chanchos,
papá. Los cerdos más malos y más salvajes que he visto jamás.
Seguro que con la intención de arrancar todas las raíces de
nuestra granja y hacer que nos vayamos.
Heck Jones era nuestro vecino y un tormento
todopoderoso para nosotros. Era alto y flacuehento y tan
malvado y de mal agüero como esos chanchos de Arkan- sas
que criaba. Intentó más de una vez apropiarse de nuestra rica
granja de media hectárea.
No me hubiese sorprendido que emitiera él mismo
aquellos ruidos extraños. Pues bien, si se había creído que podía
ahuyentarnos de nuestra propiedad ¡estaba totalmente
equivocado!

Para cuando conseguí reponerme de la laringitis, los


niños tenían miedo de salir de casa. Se limitaban a mirar por
las ventanas. Afuera merodeaba algo. Estaban seguros.
Así que me arropé bien y salí con paso firme en busca
de las huellas de las pisadas de Heck Jones. Pues bien, apenas
había alcanzado la pila de leña cuando salió una voz silbando
del aire:
Aquella voz sonaba exactamente igual que la mía. Giré
en redondo.
Pero no se veía un alma viviente en los alrededores.
No me importa admitir que se me pusieron los pelos de
punta desde la mismísima raíz. El sombrero me salió disparado.
Y ni trazos de huellas por ninguna
parte.
—¿Crees que la granja estará encantada? —preguntó
Larry.
—No —respondí con firmeza—. Los fantasmas arrastran
cadenas y lanzan lamentos como el viento y llaman a las
puertas.
Justo en ese momento se oyó una llamada a la puerta. Los
niños clavaron sus miradas en mí; mamá también.
Pues bien, me levanté y abrí la puerta, y no había nadie.
Entonces fue cuando tuve que admitir que había un espectro
deambulando por nuestra propiedad. Y, ¡Jesús!, ¡que criatura
más cómica y bromista! Cuando no imitaba a Tontolín, me
imitaba a mí.
Bueno, no ptiedo decir que durmiéramos muy bien
después de aquello. Algunas noches yo no pegué ojo. Mantenía
un ojo bien abierto por si aparecía el espectro, pero nunca se
dejaba ver.
Finalmente, mamá y los niños empezaron a hablar de
abandonar la granja. Luego vino otra racha de tiempo frío que
duró tres semanas y aquel espíritu no hizo el menor ruido. Nos
imaginamos que se habría ido.
Respiramos mejor, ¡les aseguro! Ya nadie decía nada de
abandonar la granja. Los niños se pasaban el día consultando las
páginas de los almanaques y todos escuchábamos la vi trola.
—Papá, nos encantaría tener un perro —dijo Jill un día.
—No encontrarán perros en los almanaques, corderitos
míos —dije.
—Ya lo sabemos, papá —dijo Chester—. Pero, ¿no
podríamos tener un perro? ¿Un perro de granja grande y
peludo?
Yo agité la cabeza con tristeza. Un perro sería la ruina de
nuestra granja inmensamente rica de media hectárea. No había
nada que no creciera en aquella'granja nuestra extraordinaria, y
más rápido que una huida.
Me acordé de aquel día en que la pequeña Clarinda había
perdido uno de sus dientes de leche. Cuando por fin lo en-
contramos, el diente había crecido tanto que tuvimos que
montar un aparejo de poleas para extraerlo.
—No —dije—. Los perros excavan agujeros y entierran
huesos. Crecerían hasta un tamaño de troncos. Lo siento,
corderitos míos.
Las estalactitas de las cornisas empezaron a derretirse con
las primeras brisas de la primavera: de nuevo oímos llamar a la
puerta.
¡Había vuelto el fantasma!
Aquella noche los niños durmieron todos amontonados
unos encima de otros en la misma cama. Y a mí, ¡me tenían que
haber visto paseándome a zancadas de un extremo a otro de la
casa! Aquel espectro llamando a la puerta, cacareando corno un
gallo e imitándome, iba a conseguir echarnos de la granja, a no
ser que lo echara yo a él antes.
A la mañana siguiente, bien temprano, me dirigí al pueblo
sorteando los
barriales. Todo el mundo decía que la Viuda Avispaseca era una
adivina y que podía ver a los fantasmas.
Lo primero que hice fue visitarla. Era una dama diminuta
que se dedicaba a la compraventa de ropa usada. Pero, ¡mal-
dición! Estaba perdiendo la vista y me dijo que ya no era capaz
de atisbar fantasmas.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —le pregunté al

é
tiempo que me roían los tobillos un puñado de cachorrillos
mestizos.
—Es muy sencillo —dijo la Viuda Avispaseca—. Quema
una pila de zapatos viejos. Es un truco para ahuyentar fantas-
mas que nunca falla.
Bueno, a mí eso me parecía una solemne tontería, pero
estaba desesperado. Empezó a rebuscar entre los harapos y las
ropas viejas y le compré todos los zapatos usados y de segunda
mano que pude encontrar.
—Necesitaría también un perro
—dijo.
Se me dispararon las cejas.
—¿Un perro?

—Claro —dijo—. Claro. ¿Cómo va a saber usted si ha


conseguido ahuyentar el fantasma sin un perro? Los perros ven
a los fantasmas. Los mejores son los mestizos. Cuando se les
erizan las orejas y se quedan inmóviles y alertas como un perro
de caza, se sabe que están encarando directamente a un
fantasma. Entonces hace falta quemar más zapatos.
Así que le compré uno de sus cachorros de enormes orejas
flácidas y emprendí el camino de regreso a la granja con un gran
cesto de paja cargado de zapatos viejos. A medida que me
aproximaba a la casa vi las caras de los niños pegadas a las
ventanas. Los flautines estaban lanzando alegremente sus notas
al aire.
Pero, ¡maldición! Cuando abrí la puerta vi que nadie había
colocado el disco en la vitrola.
—¡Dios confunda a ese fantasma! —exploté—. Ahora
está imitando la banda entera de John Philip Sousa.
Claro que los niños ño podían creer que yo hubiera traído
un perro a casa. Era la primera vez en todo el invierno que vi
sonrisas en sus caras. ¡Y bien que se arremolinaban a su
alrededor! Me prometieron que tendrían mucho cuidado de que
no enterrara ningún hueso..
No perdí mucho tiempo en quemar aquel montón de
zapatos. ¡Jesús! ¡Qué olor más infernalmente fuerte! Me podía
imaginar a aquel espectro sujetándose la nariz y huyendo
despavorido para no volver jamás.
Después de aquello, rodos los días llevábamos al cachorro
a dar una vuelta por toda la granja y ni una sola vez levantó las
orejas en estado de alerta.
—¡Por todos los santos! —exclamó finalmente—. ¡Estos
zapatos viejos lo han conseguido! ¡El fantasma ha desaparecido!
Para entonces los peques ya habían elegido un nombre
para el cachorro. Lo llamaron Zip. Se convirtió en el perro
granjero más guapo que yo había visto jamás. Aquella tierra
fértil que teníamos estaba ya piando por producir, y empezamos
a plantar nuestras primeras cosechas de primavera: recogimos
una cosecha de tomates y dos de zanahorias el primer día. En
menos que canta un gallo, los niños enseñaron a Zip a escavar
un surco. Y más derecho que una ristra de ajos.
Pero no acabaron nuestras desdichas por haber
ahuyentado a aquel fantasma. Una mañana que hacía un calor
de todos los demonios plantamos toda la granja con choclo.
Los tallos salieron brotando por entre la tierra, echando hojas y
agitando
sus mazorcas. Les aseguro: los chanchos de Heck Jones
actuaron como si hubiese sonado el gong de la comida. ¡Dios
me libre! Se nos echaron encima en manada resoplando,
chillando y gruñendo como locos.
—grité—. ¡Y Zip! ¡Rápido! ¡Patitas para que las quiero!
Aquellos chanchos medio salva-
mazorcas de choclo dulce. Y luego se pusieron a desenterrar
todas las raíces de la granja en busca de las zanahorias
sobrantes.
Bueno, por fin, se largaron aquellos chanchos con los
estómagos rozándoles el suelo, y yo me fui tras ellos.
—Heck Jones —dije. Estaba de pie. en medio de una
nube de moscas y comiéndose una torta de chancaca y azúcar
morena que atraía a las moscas y lo mantenía bien ocupado
intentando quitárselas de encima—. Heck Jones, para mí que ha
estado usted matando de hambre a sus puercos.
—¡Dios me libre! ¡Pues no me parece a mí que se vean
demasiado famélicos! —replicó con retintín, aguantándose la
risa, al tiempo que espantaba las moscas de su torta de
chancaca—. Véalo usted mismo, vecino.
—Heck Jones —le dije con resolución—. Si piensa criar
chanchos le aconsejo que se procure tisted mismo con qué
alimentarlos.
—No hace falta vecino —se rió—. Hay comida más que
suficiente en los alrededores y los chanchos saben procurársela
ellos mismos. Claro que si está usted dándole vueltas a la idea
de abandonar la labranza, puedo hacerle una oferta para ese
trozo de tierra que está trabajando.
—Heck Jones —le dije por ultima vez. Apenas si podía
verle por entre la nube de moscas—. Se confunde usted si
piensa que con sus chanchos nos va a echar de aquí. O controla
a esos cerdos asquerosos o tendrá que habérselas con la ley.
—No hay ley que diga que tengo que tener a mis
chanchos controlados —dijo, tragándose de un bocado el resto
de su torra junto con algunas moscas—Y además, vecino, no
hay pocilga que pueda controlar a esos bribones.
Bueno, admiré que en eso tenía razón. Colocamos vallas
en torno a nuestra granja, pero aquellos chanchos infernales
arrancaron las vallas de cuajo y desparramaron los trozos de
madera por todas partes como un ciclón. Pusimos alambres de
espinos. Solo los detuvo el tiempo que tardaron en rascarse las
espaldas. A aquellos chanchos el alambre de púas no les produ-
cía más que placer.
Les diré que luchamos contra aquellos chanchos toda la
primavera y el verano enteros. Plantamos una cosecha de
cactus, pero ni eso fue capaz de mantener alejada a la piara. Se
comieron los cactus v se limpiaron los dientes con las espinas.
Todo aquel tiempo Heck Jones seguía sobre la loma del
monte comiendo torras de chancaca y haciendo «jii-jií, jii- j i i».
Los chanchos se le pusieron rollizos. Apenas si conseguimos
rescatar comida suficiente para nuestra propia mesa.
Otra temporada así nos arruinaría.
Entonces se terminó el verano y supimos que nos
esperaba un invierno frío como pocos. Iba a ser un invierno
espantosamente frío. Había ya indicios.
Recuerdo que los niños se habían ido a pescar en los
últimos días de mayo y habían traído a la casa una trucha. Aque-
lla trucha, de tanto frío que hacía, había criado un abrigo de
pelo para el invierno.
Y eso no fue todo. Después de la primavera nevada, los
niños construyeron un muñeco de nieve. A la mañana siguiente
había desaparecido. Más tarde descubrimos que el muñeco de
nieve se había ido hacia el sur a pasar el invierno.
Bueno, pues resultó que fue el invierno de la Gran Helada.
No pretendo desviarme de los hechos, pero recuerdo
claramente el día en que Polly dejó caer su peine al suelo y
cuando lo recogió las púas estaban castañeteando.
Como descubrimos más tarde, aquel no fue más que un
día moderadamente frío en el Invierno de la Gran Helada. La
temperatura seguía descendiendo y yo debo admitir que
empezaron a suceder algunas cosas verdaderamente insólitas.
Entre otras, al humo le dio por congelarse en la chimenea.
Yo tenía que reventarlo con la escopeta tres veces al día. Y
apenas nos sentábamos a tomarnos un plato de sopa bien
caliente preparada por mamá, ya se le había formado una costra
de hielo encima. Las niñas ponían la mesa con cuchillo, tenedor,
cuchara y un martillo para romper hielo.
Bueno, la temperatura siguió bajando, pero no nos
quejábamos. Al menos no había fantasma alguno revoloteando
por los alrededores y los chanchos de Heck Jones se quedaban
en su casa y los niños tenían un perro con el que jugar. Yo
seguía dándole a la manivela de la vitrola.
Entonces se instaló la Gran Helada.
Los graneros rojos de rodos los alrededores se pusieron
azules de frío. ¡Más de un testigo les podría confirmar!
Un día la temperatura bajó tanto que la luz del sol se
congeló en el suelo.
No, si yo tampoco lo creí. Así que partí un trozo, lo puse
en una sartén y me lo traje a casa. Y, ¡ya lo creo!, por la noche
pude leerles a los niños con el resplandor de aquel trozo de sol
de invierno.
Claro que nos llegó nuestra ración de lobos merodeando.
Más de una noche, a través de las ventanas, podíamos ver
grandes manadas intentando aullar con todas sus ganas.
Sospecho que tenían laringitis. Aquellos lobos eran incapaces de
articular sonido alguno. Daba pena.
Bueno, por fin llegó el deshielo con la primavera.
Recuerdo que salí afuera y lo primero que oí fue una voz.
—Jii-jii.
—¿Qué fechoría estás planeando ahora, Heck Jones? —le
respondí.
Pero al mirar a mi alrededor me di cuenta de que no había
alma alguna en. la granja aparte de mí.
Entonces lo supe. Se me erizaron los pelos, tirándome el
sombrero por los suelos. Aquel fantasma que llamaba a la
puerta, que cacareaba como un gallo, que me imitaba y que jii-
jiiaba, ¡había vuelto!
—¡Zip! —grité, y empezamos a rastrear toda la granja.
Comenzaron a surgir voces a nuestras espaldas y delante de
nosotros y alrededor de la pila de leña.
Pero aquel perro nuestro no erizó las orejas ni una sola
vez.
—¡Por todos los demonios! —les refunfuñé a mamá y a
los niños—. Zip es incapaz de ver a los fantasmas.
El perro bastardo sabía que me había decepcionado
enormemente. Salió disparado como un rayo de entre mis pier-
nas y excavó un surco recto como una ristra de ajos y más
rápido que nunca. Cuando consiguió hacerme sonreír con
aquello, salió zumbando hacia el depósito de maíz y me trajo
una mazorca entre los dientes. Nos había visto plantar muchas
veces. Salió corriendo de nuevo hacia el surco, desgranando la
mazorca con los dientes y plantando los granos con la punta del
hocico.
—Tal vez Zip no pueda ver fantasmas —dijo Will—; pero
es un perro granjero tremendamente listo. Papá, ¿no podríamos
quedarnos con él para siempre?
No tuve tiempo de responder. A medida que se
disparaban los tallos de maíz, apareció Heck Jones comiéndose
una torta de chancaca en lo alto del cerro. En ese mismo
instante sus chanchos feroces se nos acercaron tronando: y
aquella piara infernal comenzó a trinar como una orquesta de
flautines.
—A casa todos, rápido —grité.
Corrimos todos menos Zip. El choclo estaba madurando
rápidamente y tenía intención de cosecharlo.
Salí de nuevo corriendo para agarrarle, pero de repente
aquel maldito fantasma cambió la cancioncita. Empezó a aullar
como una manada entera de lobos salvajes.
Jamás se habían oído antes aullidos semejantes. Hasta
frenaron en seco a los chanchos. Les aseguro que casi se dejan
la piel detrás. Aquel fantasma no hacía más que ladrar y aullar
por todas partes. Heck Jones no tuvo oportunidad de jiiar más.
Los chanchos se dieron media vuelta. Lo pisotearon en el barro
y siguieron corriendo, aunque uno de ellos sí que dio media
vuelta a buscar el pedazo de torta de chancaca. ¡Señor! ¡Cómo
corrían! Más tarde oí que no pararon hasta llegar de vuelta a
Arkansas, donde la gente se creyó que eran conejillos de Indias.
De tan flacu- chentos que habían quedado.
—Sí, corderitos míos —les dije a los niños—. Creo que
nos quedamos al viejo Zip. Miren cómo está cosechando el
choclo.
Pues bien, nos habíamos librado de los chanchos salvajes
de Heck Jones, pero aún teníamos a aquel espectro
merodeando. Los niños no se olvidaban de tener
miedo y se escondían detrás de las puertas.
Me quedé parado rascándome la cabeza. Por
todas partes se oían sonidos a través del aire. Como
si no bastara con aquellos aullidos y ladridos propios
de una manada entera de lobos, aquel fantasma
incorporó toda la banda del Sr. Sousa. Debo admitir
que los flautines eran perfectos.
«
ESTE LIBRI) SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN
EL MES PE NOVIEMBRE DE 2000, EN LOS TALLERES DE
ANTÀRTICA QUEBECOR S.A. UBICADOS EN PAJARITOS 6L)20,
SANTIAC.O DE CHILE.

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