Discursos Del Arte Contemporaneo
Discursos Del Arte Contemporaneo
Discursos Del Arte Contemporaneo
UNIDAD I
Abarca los discursos del arte desde finales del s.XVIII y en el s.XIX desde los grandes pintores revolucionarios,
como David o Courbet cuya estética no puede obviar las cuestiones éticas, unos paisajistas románticos: Turner,
Friedrich,... en los que la tensión entre forma y contenido aflora en cada obra; hasta un Ingres mucho más interesado
“sólo” en el lenguaje de la pintura y . Al final, al menos aparentemente, los impresionistas incidirán en una pintura
en superficie como hasta entonces nadie había hecho. Con ellos, la centralidad del ojo empieza a desenfocarse.
TEMAS DESARROLLO.
1. Pintura Neoclásica y el nuevo orden ilustrado
2. Caracter político del Realismo y la pintura de paisaje
3. El Impresionismo y la realidad, la responsabilidad del arte
4. Ingres y los pintores modernos
Bibliografía:
AA.VV. Los discursos del arte contemporaneo, Ramon Areces. Madrid, 2011
ADDISON, Joseph, Los placeres de la imaginación y otros ensayos. La balsa de la medusa. Madrid, 1991
AZNAR ALMAZAN, Sagrario. La muerte ejemplar, en Revista Espacio, tiempo y forma, serie VII, t 12. 1999
BAUDELAIRE, Charles. El pintor de la vida moderna. Colegio Oficial aparejadores e ingenieros. Murcia, 1995
BOIME, Albert. Historia social del arte moderno. Alianza Forma. Madrid, 1994
CLAIR, Jean. La responsabilidad del artista, La balsa de la medusa. Madrid, 1998
KRAUSS, Rosalind. La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Alianza. Madrid, 2006
La coyuntura política cambiará y David será encarcelado tras la ejecución de Robespierre, pero la llegada
de Napoleón al poder le permitirá ofrecer los servicios en la exaltación del emperador, obteniendo un nuevo
prestigio social y artístico, desde la recuperación de los preceptos clasicistas.
• La Historia de los vencedores: La Coronación del emperador y la emperatriz, algo alejada ya de sus
primeros ideales teorizantes, sabe recoger la tradición anterior y marcar la pauta para todo un género posterior
de ceremonias. El enorme cuadro de David, en el que aparecen más de cien figuras, muestra la capacidad
del emperador para reglamentar la sociedad francesa. El orden de la ceremonia y la rigidez de las poses
indican algo que va más allá de las exigencias de la composición: son el resultado del poder de Napoleón
para organizar el entramado social y político de Francia. En la Coronación, el orden y la jerarquía del estado
no dejan lugar a dudas, y el artista convertido en historiador historicista empatiza con el vencedor (Benjamin)
El entusiasmo y energía del verdadero cambio social ha sido sustituido por un ritual formalista y el peso de
una autoridad. Con la aparición de Napoleón, el héroe moderno empieza a ocupar la posición central
tradicionalmente reservada al monarca, con lo que el tema de la acción colectiva deja su lugar al dominador
solitario. Es cierto que el héroe napoleónico no es descendiente de nobles o reyes, el es un ilustrado, pero
se eleva a la posición de monarca insertándole en el sistema de signos visuales convencionales. La
conservación de este tipo de representación mantenía la configuración visual de una jerarquía social al tiempo
que sugería que los plebeyos también podían aspirar a ocupar el vértice de la pirámide.
B. EL IMPERIO NAPOLEÓNICO
• En el primer imaginario de la guerra. Gros y Gericault, las primeras grietas del sistema napoleónico.
David sirvió al imperio y glorificó a Napoleón con el mismo celo que había mostrado por la Revolución. El
Imperio de Napoleón no era la continuación de la monarquía anterior, sino que había nacido de la Revolución
y otros pintores miraron a Napoleón de una manera diferente. Al mismo tiempo supieron jugar astutamente
con las exigencias culturales del emperador y no omitieron el impacto del y sobre el enemigo.
Y en esta estela trabaja uno de los alumnos más interesantes de David: Jean-Antoine Gros. La mejor parte
de su producción está en estrecho contacto con los acontecimientos de los comienzos de la era napoleónica.
Con el tiempo se convirtió en el pintor del héroe y sus hazañas, lo que contribuye a explicar cuadros como
Los apestados de Jaffa, con un emperador prácticamente taumaturgo visitando a los enfermos. Después
de la campaña de Egipto el ejército francés se desplegó por tierras sirias llegando a Jaffa, ciudad que asaltó
y saqueó. El número de victimas fue tan alto que se tuvo que improvisar un hospital en el interior de una
enorme mezquita. Enseguida empezaron a aparecer evidencias de una epidemia de peste que había
comenzado en Alejandría. Gros proyecta en Los apestados de Jaffa, una imagen del general como la del
gobernante dotado del poder divino (como San Luis y otros monarcas) para curar a los enfermos.
En Napoleón en el campo de batalla de Eylau, el primer plano de herido y cadáveres en la nieve empieza
a hablarnos de la cara negativa de estas campañas. En contraste, algunos pintores románticos ya empiezan
a descentralizar la figura del emperador.
La formación de Géricault, por ejemplo, coincidió con el máximo triunfo de Napoleón, pero también llegó a
conocer su caída. En el Salón de 1812 expuso el Retrato de un oficial de la Guardia Imperial, desenvuelto
y orgulloso, que tuvo un gran éxito de crítica. Solo dos años después presentó un Coracero herido retirándose
del campo de batalla en un episodio en absoluto heroico. La acogida fue algo severa. Se criticó la poca calidad
del dibujo anatómico del caballo aunque en realidad lo que evidenciaba de una manera demasiado explicita,
era el declive del Imperio y la crueldad de unas guerras que no escaparán a la mirada de Francisco de Goya.
• Las evidencias de la Crisis y la guerra. Pero Géricault no podía ser testigo de algo que no había visto y
solo podía recoger testimonios, como hizo para la elaboración de La balsa de la medusa. Los hombres de
la balsa no eran héroes en ninguno de los sentidos usuales de la palabra, no dieron muestra de un valor
espartano o de una estoica sangre fría. Reaccionaron como suelen hacerlo los hombres en momentos de
crisis y sufrieron lo indecible, victimas de la corrupción y de la incompetencia. El mundo de los héroes se ha
acabado. Los que van a las guerras ya no son héroes y volverán despedazados, abatidos, tullidos, locos
como los fragmentos anatómicos: “Cabeza decapitada” que Géricault dibujó, como recogidos al pie de la
guillotina, esa parte de la Revolución que nunca pintó David. Por el contrario, la herencia que recogió Géricault
consistía en una ideología política y moral cada vez más inadaptada, en una sociedad en la que las jerarquías
se estructuraban y desestructuraban con relativa facilidad. Los protagonistas, estarán ahora en otro lado.
• Goya (1746-1828) pinta la guerra española: testigo y creador. La insurrección y sus consecuencias son
el tema de dos de los mejores cuadros de Francisco de Goya: El levantamiento del 2 de mayo y El 3 de mayo
de 1808. Aunque Goya los pinto en 1814, seguramente para congraciarse con Fernando VII a su regreso a
España, no dejan de reflejar el inicio y las consecuencias de la que podríamos considerar la primera guerra
fallida de Napoleón. El domingo 2 de mayo de 1808 un gran numero de ciudadanos de Madrid, armados con
cuchillos y palos, se alzó en desesperada revuelta contra los franceses y fue capaz de resistir durante varias
horas. Sus bien equipados opositores franceses no dudaron en echar mano de la artillería y de los mamelucos
a caballo de Murat. La derrota resultó inevitable y la puerta del Sol de Madrid se convirtió en el escenario de
una autentica masacre. A los insurrectos hechos prisioneros se les dio paseo durante la noche y en le
madrugada del 3 de mayo un batallón de fusilamiento francés completaba la matanza en la montaña del
Príncipe Pío.
• La Naturaleza como límite: Friedrich y Turner. Cuando, entre 1808 y 1809, Friedrich pinta su Monje
contemplando el mar, parte de un Idealismo que no implica la total negación de la naturaleza exterior, y no
hace sino confirmar la visión del paisaje y de la naturaleza como límite frente al que el hombre se afirma como
parte de ella. Esta breve silueta que apenas llega a ser un minúsculo accidente en el predominio del reinode
la Naturaleza causa una nostalgia indescriptible porque el hombre ha perdido definitivamente su centralidad
en el universo. Lejos de Constable, la naturaleza se presenta por un lado, alejada, inalcanzable, suavemente
inmóvil, perdida siempre para el hombre y reflejada impecablemente en el paisaje pacífico, distante e inasequible
hasta la desesperación de Friedrich, y por otro, como el gran poder destructivo, como el Infinito negativo que
se abate sobre el hombre haciendo imposible cualquier intento de unificación. Es el mar devastador de Turner.
• Friedrich, la naturaleza saturniana. Caspar David Friedrich fue un artista reservado y solitario. Su objetivo
era elevar el paisaje, pero, aunque la mayor parte de sus cuadros representan paisajes imaginarios, todos
son por completo creíbles y deben su fuerza a su enorme sutileza visual, a esa extraña polaridad de la
proximidad y la distancia. Intentar leer en sus cuadros un código de símbolos sería falsear su arte y todo su
sentido religioso. Es erróneo buscar en su obra una relación directa entre las ideas y elementos. Para él,
como para Runge, toda la Naturaleza constituía el lenguaje jeroglífico de Dios. El punto de vista del cuadro
rara vez es de un naturalista con los pies en el suelo. Lo normal es que el espectador se encuentre suspendido
en el aire gracias a que el pintor ha suprimido directamente el primer plano. Otras, a pesar de haberlo pintado
con gran detalle, abre un inconmensurable abismo entre él y un horizonte distante, fuera de su alcance. En
muchos de sus cuadros como El monje junto al mar o El Cantante ante el mar de niebla alguna o algunas
figuras humanas está en primer plano dando la espalda al espectador, induciéndole a asumir en la propia
mirada un modo de contemplación. Su arte es un arte de pura idea, de pura emoción desvinculada de la
sensibilidad propia de la tradición europea. Su desprecio por la técnica y el virtuosismo mecánico no debe
interpretarse como una carencia, sino más bien como un acto deliberado.
El cuadro más famoso de Friedrich es la Cruz en la montaña. Todo esté representado con meticulosa fidelidad
a la naturaleza, pero al mismo tiempo transmite con fuerza una sensación de quietud ensimismada, una
tranquilidad sobrenatural. Friedrich lo pintó sin encargo previo. En este paisaje romántico, el pintor elimina
radicalmente el primer plano y presentar el panorama como si el espectador estuviera suspendido en el aire.
El marco continúa simbólicamente la idea del cuadro, elevando a ambos lados una columna gótica de la cual
salen ramas de palma para formar un arco ojival. De las ramas surgen las cabezas y las alas de cinco angelitos
que contemplan la escena con adoración. Justo encima de la cabeza del angelito central brilla la Estrella
Vespertina, la que guió a los Reyes Magos hasta el portal. Abajo, el Ojo que todo lo ve de Dios se haya
encerrado en un triángulo de cuyo centro parten los rayos de la Luz Divina.
El cuadro pictórico se potencia de un modo emblemático y tenía por fuerza que confundir a los espectadores
más conservadores. Friedrich utilizaba la imagen religiosa para despertar al pueblo alemán de la complacencia
y la resignación. La imagen del Cristo crucificado reafirmaba el credo cristiano rechazado por la Ilustración
y suscitaba la esperanza de que el pueblo alemán pudiera restaurar el mundo caído.
• Turner, la naturaleza implacable “jupiteriana”. En Inglaterra, William Turner estaba acaparando toda la
atención. Durante todo el periodo napoleónico, Turner produjo una serie de cuadros basados en temas
catastróficos que abarca naufragios, plagas bíblicas, avalanchas, erupciones volcánicas y diluvios.Turner
presentó dos facetas, una para ser expuesta, bastante tradicional, y otra para si mismo, expresiva y novedosa.
Una parte de la obra más innovadora y atrevida del pintor fue expuesta en la Real Academia o en su taller.
Cuando en 1810, por ejemplo, sacó a la luz su Caída de un alud en los Grisones, el escándalo estuvo
servido. La acción se concentra en una enorme piedra a punto de aplastar una pequeña choza. La acción
parece inseparable de los acontecimientos políticos que otorgaban a Napoleón un feudo en los Grisones que
hasta entonces había pertenecido al emperador de Austria. Sin embargo, lo que desagradaba a la crítica era
la técnica que abusaba sin consideraciones de un tratamiento brutal del pigmento o del empleo de la espátula.
Su primera gran obra maestra, Tempestad de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes, comunica,
con mayor intensidad aún, la misma experiencia: una turbadora intuición de la futilidad del heroísmo lo mismo
ante la historia que ante la naturaleza. Es la tantas veces utilizada composición en espiral del pintor, cuyo
movimiento envuelve todos los elementos del cuadro. Y es que Turner fue además el primer artista que reparó
en que el color podía hablarnos directa e independientemente de la forma y del tema principal.
Turner prefiere estar inmenso en la naturaleza destructiva, ciega, poderosa, muy del gusto romántico,
probablemente porque le permite desplegar lo mejor de su pintura. Y será sobre todo él, gracias a las dos
obras que presentó en París en la Exposición de 1824, una de las fuentes de toda la Escuela de Barbizon.
Todo el siglo XIX ha visto el esfuerzo idealista, la historia del progreso de la libertad, la del dominio paulatino
de la naturaleza por el hombre.
• Conflicto entre Constable y Friedrich-Turner: a propósito de Fichte. Fichte daba a la naturaleza un
papel activo, “técnico” preminente hasta el momento en que el hombre actuaba sobre ella transformándola
según su voluntad. La naturaleza entonces pasaba de límite a medio, y Constable lo refleja: la actuación
del hombre, su dominio lo libera de la esclavitud frente a la naturaleza. Los paisajes de Constable reflejan
esa construcción de la historia, la huella de la cultura y el progreso, una naturaleza domesticada. Este dominio
implicaba la pérdida de protagonismo de Dios, y una visión idealista de las posibilidades humanas, el progreso.
La obra de Friedrich, en cambio, observa la naturaleza preminente desde su fuerza “espiritual” (Schelling),
donde el hombre aparece en su medida minúsculo, observador, objetivo. Lejos de esto Turner prefiere
involucrarse en una naturaleza de fuerza imponente, dominadora, sublime (como un agradable horror).
Descargado por Alfonso Rey (alfonsoreymolina@yahoo.es)
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Afortunadamente Courbet no tiene una única estrategia. En El origen del mundo (1866) no duda en llevar
el Realismo a sus últimas consecuencias. La historia del cuerpo y la historia de la mirada entrelazadas en
un sólo lienzo. Este cuadro fuerte y tremendamente audaz, proyecta una luz más que saludable sobre la
propia historia de la pintura, o mejor, sobre el vacío dejado por todos los desnudos pintados antes de él,
sacando a la luz y haciendo visible a los ojos del arte lo hasta ahora oculto.
En este cuadro el espectador deja de ser el observador imparcial y desinteresado que veía Kant, y siguiendo
a Freud no puede desligarse la emocional receptividad estética de una cierta excitación sexual. Pero
tradicionalmente “los genitales raramente se han considerado como algo hermoso” y siempre se han intentado
eludir. Freud sostiene que esa ocultación del cuerpo ha mantenido despierta la curiosidad sexual y la
imaginación, y el arte, desde el pudor, habría contribuido a esta sublimación, por otra parte “indecorosa”.
En este caso Courbet es más honesto, aunque la historia del cuadro haya contribuido también a esa invisibilidad,
escondido tras otros cuadros en los salones y sólo accesible para los escogidos voyeurs en una especie de
ritual. Cuentan que cuando Lacan lo mostraba, este observaba la reacción del espectador. Miraba al que
miraba,...y allí lo vió Duchamp.
Este ritual iniciático y voyeur lo trasladará Duchamp a una de sus obras póstumas: la instalación “Etant
donnés” donde el observador es descubierto mirando, por los agujeros de la puerta, una revisión de el Origen
del mundo de Courbet, desvelando el misterio, valorando la mirada ante la exhibición de lo oculto, participando
en la obra como un cuerpo más, satisfaciendo la curiosidad y los deseos de forma activa, como querría
Duchamp.
vasos de agua que contienen en su interior una flor y en su exterior un dragón: Rosas y tulipanes en un
vaso (1882). El cristal, metáfora de la pintura, ni refleja ni transparenta, sino que abre y cierra caminos a lo
visible. Porque para Manet, a diferencia de lo que ocurre con los impresionistas, la pintura no es otra cosa
que el lento ascender de la profundidad como superficie.
• Huir de la dura actualidad. De una u otra manera, todo el grupo de impresionistas, menos Manet (Guerra
Civil, 1871), rehuyen la visión de las ruinas, la catástrofe, la miseria o la muerte (que retrataran Gericault o
Meissonier), como evadirán igualmente los resultados de la industrialización (acercándose a Millet). Cuando
Monet pinta El jardín de la Tullerías (1876), modifica el encuadre para no ver las ruinas del Palacio incendiado
por los comuneros. Los impresionistas se retiran continuamente de la tragedia, y a veces hasta de lo real.
Su discurso, caído en la modernidad, es refractario a la actualidad y a la política, a lo que el tiempo tiene de
punzante. Laissez faire, laissez passer, que nada atasque el libre curso de lo moderno.
• La Edad de Oro de los Rechazados. Pese a esa reacción “adolescente”, provocadora, antiacadémica e
individualista a las convenciones y la tradición, los impresionistas se presentan como restauradores de la
reivindicación de los rechazados (refusés) por la Comuna. Mientras pintaba su cuadro de Mujeres en el jardín
(1867) Monet (a su lado Courbet) excavó una trinchera en su jardín para, mediante una manivela, ir enterrando
poco a poco el cuadro y poder pintar así la parte superior sin tener que cambiar ni un ápice el punto de vista.
Mujeres en el jardín surge de una trinchera, la única que pueden movilizar con una “estrategia del escándalo”
los impresionistas en tiempos de guerra, para disolverse en un escaparate en donde quedan fijados para
siempre los placeres burgueses: el sol al atardecer, la reunión mundana.... Realismo, sí, pero limpio de
connotaciones políticas “courbetianas”, un arte autónomo, realista pero sin ser republicano. La pintura no
alcanzaba otro sentido social que proporcionar un espejo “moderno” de la burguesía.
• Paul Cezanne. Las flores que pintó Cézanne son lo más tenaz de su pintura, comenzando por la cercanía
en la que ha situado flores y frutas y que están por todos lados. Y si no hay flores de verdad, basta con las
pintadas en un jarrón, como sucede en Naturaleza muerta con manzanas y naranjas (1895-1900) o en
Naturaleza muerta (1880-1890), que forman un modelo que se repite incesantemente en sus lienzos: frutas
sobre una mesa y flores pintadas sobre la cerámica. Tan vivas y cercanas, tan persistentes, que las usa de
fondo en todas sus telas, desde la que tapiza el sillón donde se sienta su amigo Achille Emperaire (1868)
hasta la cortina donde el Joven con calavera (1896-1898) reflexiona sobre la muerte. Muchas de sus obras
sólo se explican si entendemos que su estructura es la misma que la de los pétalos de las flores, como ocurre
en Castillo negro (1902- 1905), donde la pintura, aplicada con paleta, se extiende por la superficie en forma
de placas trapezoidales que se solapan entre sí. Se ha dicho en numerosas ocasiones que los cuadros de
Cézanne transmiten la sensación de ser papeles arrugados. Pinte lo que pinte, castillos o jarrones, para
Cézanne todo tiene estructura de pétalo o de hoja, porque todo es como un universo plegado en sí mismo
y luego desplegado, que arrastra sus líneas de fractura con él al abrirse. Flores que bañan y construyen
todo, como vemos en el retrato de Víctor Chocquet (1879-1882), donde una especie de pétalos flotan
desperdigados por el suelo y las paredes. O, en Crisantemos (1896-), donde el jarrón con las flores, que
se encuentra él mismo decorado con otra flor, se apoya a su vez sobre un mantel de flores y se recorta en
su fondo sobre otro. Todo ahí se apelmaza y se airea a la vez, se diría que todo surge de lo mismo para
volverse diferente. Esa estructura de pétalos de flor constituye así la materia y razón de la pintura de
Cézanne. Materia porque es lo que le permite no sólo ordenar las pinceladas, sino dotarlas de una función
expresiva. Y razón porque esas pinceladas-pétalos asumen el papel de establecer variaciones incesantes
de una misma forma, como la multiplicidad de las imágenes reflejadas en el agua.
Reflejos en el agua. La piscina de la casa familiar en el Jas de Bouffan (1876), uno de los cuadros más
alegres que hay pintado nunca Cézanne, es muy elocuente a este respecto. Los macizos florales que bordean
la piscina la salpican con sus colores y se derraman caprichosos en el agua. Cézanne se desentiende de las
sombras que arrojan los grandes árboles, que sólo podrían generar una mancha oscura y uniforme y, por lo
tanto, apagar la transparencia del agua, y se centra, sin embargo, en ese tapiz de salpicaduras dispersas
que las flores componen en el agua, cuyos colores parecen reavivarla y agitarla hasta formar espuma. Es
en el agua, en el tenso tambor que refleja las cosas, donde se encuentran los cimientos de su pintura. El
agua sueña siempre el paisaje, algo que se ve muy claro en esta vista del Jass de Bouffan, donde las cosas,
caídas en el agua, removidas y oxigenadas en ese espejo inestable, adquieren una nitidez nueva, que ya
no es la forma, sino la del color. A través del color, las cosas pierden su visibilidad, para ganar en visualidad.
El pedestal del tritón a la derecha, desenfocado y turbio, se solidifica de repente en el agua, se reafirma, pero
tan sólo porque su color allí se ha unificado, se ha dotado de una especie de textura uniforme, de tupida
enredadera que ha perdido las manchas de claridad que lo perturban en el aire, más allá del agua. Los
destellos de luz abren agujeros en las cosas que el agua, sin embargo, sutura. En el estanque del Jass de
Bouffan, Cézanne ha aprendido que el agua es siempre un testigo intermedio del paisaje. El agua le acosa,
le llama. Su pintura se desentiende absolutamente de la atmósfera, del aire, para caer en el agua y desde
allí luego levantarse, bamboleante, desenfocada, turbia.
• Conversaciones desde el agua. Cézanne no ha sido ajeno a asumir el agua como suelo que inicia Monet
en su barca-taller. Pero mientras Monet necesita una máquina para desencadenar ese proceso, Cézanne,
por el contrario, abre la movilidad del agua en todo lo que ve, lleva el agua en el ojo, la barca en las manos,
como había hecho precisamente Manet en su retrato de Monet trabajando en su barca. Para Monet, el agua
es tan sólo un motivo. Para Cézanne, por el contrario, es un procedimiento, o un medio. Y es que la
pintura de Cézanne sigue cabeceando fuera del agua, persiste en su bamboleo. Todas las cosas, ya sean
manzanas, estatuas o jugadores de cartas, asumen para Cézanne el rítmico balanceo del agua y su inestabilidad.
Las vemos siempre en precario equilibrio. El ojo de Cézanne no equilibra las formas, sino que las mece.
A Monet desde su “seguridad del punto de vista” le va a costar muchos años dejar de equilibrar las formas
y comenzar a mecerlas. En todos los cuadros en donde representa el agua, el espacio que el agua abre, ese
mismo que activa Cézanne, no existe. Durante muchos años, prácticamente hasta las Ninfeas, Monet ve el
agua, o bien como un montón de pinceladas temblorosas, como ocurre en muchas de sus marinas, o como
un espejo turbulento donde las cosas se refractan. El agua todavía no tiene la fuerza suficiente para alzarse
y transformar todo a su paso, como ocurría en los cuadros de Cézanne. Monet no comprenderá la función
constructiva de ese plano acuoso hasta empezar a perder su vista, muchos años después de la muerte de
Cézanne. Y es que Monet sólo ve agua en el agua, perfectamente pintada, es cierto, llena de matices, pero
no ve en ella nada significativo. Sólo manchas caprichosas e inestables, fugaces y obstinadamente decorativas,
sin la tensión suficiente para organizarse según esa compleja y mágica malla que aparecerá luego en las
Ninfeas. Antes de las Ninfeas, la mayor parte de las aguas que pintó Monet están vivas para la representación,
pero muertas, estancadas para la pintura. La obsesión de Greenberg por encontrar las raices de Pollock en
la pintura de Monet desde el presentismo (pensando la historia desde los vencedores), nos aleja de entender
donde reside la materialidad de su pintura, por ello desde el postimpresionismo podremos entender el
impresionismo, y es en este sentido la pintura de Cézanne la que le ha enseñado que es en el reflejo del
agua donde se deben buscar los cimientos de la pintura. Así Las Ninfeas de Monet no se entienden sin la
experiencia de Cézanne.
Los románticos van a privilegiar este sentido del concepto bizarre, sin olvidar otro de los significados que qu
las críticas achacan a Ingres: la cualidad heterogénea del espacio, hecho a piezas, construido como una
reunión de fragmentos dispersos y distintos, siempre desencajados, sin una lógica interna que los unifique,
y “abigarrado” (bizarre=bigarre), heteróclito (Baudelaire), una cualidad que se hace evidente en cada uno de
los cuadros de Ingres, desde El martirio de San Sinforiano (1834) a El baño turco (1862), donde aparece
en primer plano el fantasma de la Bañista de Valpinçon (1808), ahora en otra postura, aunque con el mismo
turbante (su rostro) y el mismo tono de piel, las mismas sombras y las mismas luces, diferentes a las de sus
hermanas en el baño. Esta utilización de los calcos, la copia de sus propios modelos, la repetición (cut and
paste) y el collage es una de las formas modernas de afrontar la obra que Ingres aporta a la historia.
Automatismo, kitsch, naif, siniestro: esos son los platos fuertes del arte moderno, que parecen condensarse
por completo en las obras de Ingres, los mismos que explorarán después Dadá o el surrealismo, y que Picabia,
pero también Duchamp, convertirán en una especie de bandera de la modernidad.
• Atracción y terror ante lo bizarro. Baudelaire defensor a ultranza del arte y del papel al que está destinado,
se va alejando cada vez más de lo bizarro, a pesar de haberlo sondeado y de haberle dado incluso cierta
carta de ciudadanía en Las Flores del Mal (”lo bello es siempre bizarro”) y que destacaba en la obra de Ingres
la destrucción de la mímesis, a través de la extrañeza que producen sus figuras “materia blanda extraña al
organismo humano”, la singularidad de su obra “mezcla de cualidades contrarias”.
Baudelaire a pesar de haber contemplado “el ángel” en Ingres, desactivará estas cualidades, huirá de los
territorios pantanosos de lo bizarro (lo prefabricado, lo naif, lo fiero y lo ingenuo) para poner en marcha después
una teoría mundana de la modernidad, hecha de infinitos y rápidos vistazos a las cosas, donde el ojo no sólo
es aquello que mira el mundo desde “el cristal de un café”, el ojo virgen y edénico que adoptarán los
impresionistas, sino ese implacable obrero que se dedica a rastrear en los escombros de lo visible para luego
mezclar en una ardiente pasta todas las categorías: bocetos, repeticiones, calcos, estampas, collage (esas
hostias reales pegadas en los bocetos de los candelabros), encajes, estampados, diagrams, planos... materiales
de montaje que demuestran el sentido constructivo de lo visible.
En los dibujos de Ingres la permanencia no tiene lugar. Todo se descentra, se desubica, se altera. Son una
ficha de sus cuadros (bocetos del Homero), una lógica de archivo, de un material inventariado y clasificado
que espera nuestros ojos para darle sentido, ajeno todavía al argumento.
En la dialéctica entre ver rápido, como querrían los impresionistas, y ver lento, como parecía defender Ingres,
Baudelaire no lo ha dudado: El pintor de la vida moderna plantea una teoría tan fugaz de la mirada que se
vuelve completamente imposible el poder hacer operaciones con lo visible, mantenerlo en suspenso o en
continuo estado de fábrica (work in progress). Para Baudelaire, lo visible se presenta de una sola pieza ante
el artista y su trabajo parece consistir tan sólo en tener la suficiente predisposición de ánimo para verlo ante
él, reconocerlo, como si estuviera empujando al artista, no a cultivar procedimientos pictóricos, sino ciertos
estados del alma que le pusieran en comunicación con lo visible, al modo de un pintor zen (reflexión e
hiperatención), pero hay en la vida trivial, en la metamorfosis cotidiana, “un movimiento rápido que impone
al artista una misma velocidad de ejecución” y ahí reside la tensión del artista moderno.
La teoría de la modernidad en Baudelaire es una teoría de la acomodación al medio. Todo ello para olvidar
que ver es un trabajo, ese mismo que Ingres, con la continua exhibición de sus procedimientos, le ponía ante
los ojos, despreciando la imaginación como hiciera el “obrero” Courbet .
Según Momméja, las obras de Ingres ya no le pertenecen a él, sino a una especie de óptica pura, abstracta,
que se apodera de ellas y las resignifica, desvinculada de razones, intereses, pensamientos y declaraciones
del propio artista. Despojada su obra de tiempo, Ingres no tiene historia, sólo posteridad, ni puede ser objeto
de la historia, sino su agente y su motor desde la tensión entre tradición y revolución, pues lo revolucionario
es sólo el germén de lo clásico, o según la lógica de Faure, cuando el tiempo se ha invertido (como una cinta
de Moebius), el futuro es el padre del pasado.
En el discurso rupturista del arte moderno, la manipulación a la que ha sido sometida la obra de Ingres para
justificar con ella las cadenas genealógicas del arte contemporáneo ha constituido un paréntesis en el tiempo,
sin ruptura. Las cosas se revolucionan durante un instante, cortan sus vínculos con el pasado, pero tan sólo
para, poco después, volverse clásicas y suturar la herida... ¿Revolución o revelación? Revelación es lo que
el ingrismo no ha dejado de provocar, quizás contra la experiencia del espectador, pero también invisible
hasta hace muy poco a la misma historia del arte.
UNIDAD II
Se pretende estudiar las primeras vanguardias del siglo XX desde una óptica diferente a la formalista. La
autonomía kantiana del arte (juicio estético) se mantendrá como pensamiento articulador de las diferentes
propuestas, pero aceptando la tesis de Adorno de que la elección de un lenguaje artístico vanguardista
implica una posición política. En Nueva York, en plena Guerra Fría, Greenberg y otros formalistas (Alfred
H. Barr) se empeñarán en "despolitizar” el arte e iniciarán una nueva narrativa estrictamente formalista
de manera que la pintura, si quiere ser arte, deberá ser sólo pintura y deberá ser contemplada desde una
visión limpia de cargas políticas, sociales y personales (pulsiones, memoria, inconsciente). Sus mismos
discípulos (fundamentalmente Rosalind Krauss a través de El inconsciente óptico o desde la revista October)
"matarán al padre" con la idea de un ojo que, lejos de ser desinteresado, está forzosamente connotado. .
TEMAS DESARROLLO.
5. Narrativa de Greenberg y Jackson Pollock
6. Responsabilidad del artista y pintores de acción
7. Greenberg se olvida de los surrealistas. Duchamp
Bibliografía:
AA.VV. Los discursos del arte contemporaneo, Ramon Areces. Madrid, 2011
ADORNO, Theodor, Teoría estética
BAUDELAIRE, Charles. El pintor de la vida moderna. Colegio Oficial aparejadores e ingenieros. Murcia, 1995
BENJAMIN, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Itaca, Mexico, 2003
BOIME, Albert. Historia social del arte moderno. Alianza Forma. Madrid, 1994
CLAIR, Jean. La responsabilidad del artista, La balsa de la medusa. Madrid, 1998
GREENBERG, Clement, La pintura moderna y otros ensayos, Siruela, Madrid, 2006.
KRAUSS, Rosalind. El Inconsciente óptico, Alianza. Madrid, 2006
KRAUSS, Rosalind. La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Alianza. Madrid, 2006
A. LA MODERNIDAD Y LA VANGUARDIA.
El panorama artístico de la primera mitad del siglo XX: es una vorágine simultánea de acontecimientos
históricos y sociales, de emergencias y desapariciones de movimientos artísticos en pequeños periodos
temporales, así como de personalidades o figuras aisladas que oscilan entre las distintas corrientes, o que
deciden emprender el camino en solitario. Inmersas en un contexto devastador cuyos principales protagonistas
fueron las guerras mundiales y los regímenes totalitarios, las vanguardias históricas exigen la superación de
la larga tradición artística conformada a lo largo de los siglos.
Habitualmente se han empleado las delimitaciones conceptuales, cronológicas y geográficas de las distintas
vanguardias, así como a los artistas y personalidades claves de las mismas para trazar la historia del arte
moderno. Pero es el discurso formalista, la interpretación que concibe el arte moderno como una sucesión
lineal, como una serie de progresos encaminados a la consecución de la pura forma la que subyace y recorre
la historia del arte europeo de la primera mitad del siglo XX. La abstracción parece haber sido ese “arte
evolucionado” y Clement Greenberg el responsable de definir esta historia.
1. La modernidad y la vanguardia: piezas de la maquinaria
Modernidad y vanguardia no pueden entenderse una sin la otra, pero no es hasta la edad contemporánea
cuando se gesta la idea de modernidad en un sentido histórico y estético.
• Significado histórico de modernidad. Etimológicamente, modernidad procede del latín modernus, cuya
raíz es modus que significa modo, lo justo, lo adaptado con medida a algo particular. Adaptarse con medida
y justicia a algo particular implica que el objeto de esta adaptación pertenezca al presente: modernus será
entonces “lo acorde con el momento”.
Durante la Edad Media, el término modernidad incorporó algunos de los aspectos de la lectura judeo-cristiana
de la historia: así, la modernidad, además de referirse a un tiempo concreto, también vendría a implicar que
éste es un tiempo irrepetible. Con la llegada de la Edad Moderna, el término se definió a partir de la
contraposición versus lo antiguo.
Tras la Revolución Francesa, la revolución industrial y el consecuente triunfo de la burguesía, la modernidad
ya no se entendía como una adecuación al tiempo presente, sino como el punto de llegada tras una serie
de avances y conquistas en los ámbitos de la ciencia, la técnica y la nueva economía capitalista. La idea de
progreso se incorporaba a la concepción histórica de la modernidad. De este modo se gestó la concepción
de la Historia moderna con la mirada puesta únicamente en el futuro. Así desapareció el significado de
equilibrio y de justicia, dándose paso a la idea de búsqueda incesante de lo nuevo exclusivamente y de su
exaltación.
A lo largo del s. XIX, como reacción a esta concepción positivista, algunos autores retomaron la definición
originaria de moderno en el sentido de la adecuación. Con Baudelaire “El artista en la vida moderna”, la
idea de modernidad recuperaba parte de su significado original de equilibrio y adecuación al tiempo presente,
definiéndose como una conciencia de la fugacidad a la par que de lo eterno, la tensión entre el pasado y la
innovación, lo efímero y contingente y la historia.
• Significado estético de modernidad. En 1790 aparecía La Crítica del Juicio de Kant y con ella una nueva
lectura del juicio estético destinada a cambiar la critica del arte moderno con la narrativa formalista greenberiana
y en consecuencia de las refutaciones posmodernas. Kant centra sus reflexiones en el análisis del juicio del
gusto o juicio estético. La particularidad de este tipo de juicio es que es independiente de los ámbitos teórico,
sensorial y ético. Al no estar vinculado a ningún dominio, el juicio estético es libre, autónomo y, al no responder
a ningún interés, desinteresado. Desde la interpretación greenberiana de Kant, el arte quedaría liberado,
independiente del resto de los ámbitos de la existencia que conforma la vida práctica. El juicio estético se
inscribirá en la subjetividad al depender del sujeto y no del objeto. Con Kant, la modernidad artística obtuvo
uno de los rasgos que más hondo calaría en los siglos posteriores: la autonomía, la ”liberación” de cualquier
compromiso externo al arte.
• Significado de vanguardia. El término vanguardia nació a la par que el de modernidad. Procede de la
expresión francesa avant-garde (avance-adelanto). Originariamente surgió en el ámbito militar para designar
a aquellos que abrían el camino. La vanguardia implicaba ir por delante, el primero en mirar y juzgar el
panorama para una futura batalla. En la Edad Contemporánea el empleo del término obtendrá toda su
significación y a a finales del s. XVIII, incorporaba connotaciones políticas y revolucionarías derivadas de su
contexto histórico. Olinde Rodrigues, en 1825, formuló la completa fusión de la vanguardia en su sentido
militar con el papel del artista en el mundo contemporáneo. En 1845, el término vanguardia aparecía por
primera vez en una crítica de arte y desde ese momento estaría omnipresente en los textos artísticos. Así
fue como se instauró el sentido de vanguardia: artistas avanzados, combativos, que desde la crítica rechazan
la tradición, abriendo nuevos caminos en la historia. En consecuencia, la vanguardia se comenzó a asociar
a la mentalidad progresista-transgresora propia de los grupos de izquierda.
En razón de su posición de adelantado y en función de las armas que poseía, el artista de vanguardia había
adoptado el papel de visionario (tenía una misión mesiánica) quién iría marcando los pasos de un supuesto
progreso. Fue en el s. XX, con la eclosión de las vanguardias históricas, cuando el término artístico tuvo su
máxima expresión “radical” hasta el punto de aniquilar el pasado. Instaurar el culto a lo nuevo. La afirmación
de Bakunin “Destruir es crear” fue el estandarte adoptado por gran parte de los ismos de la primera mitad
del s. XX. Destrucción del pasado y de su tradición, la burguesía y sus valores: Tabula rasa.
• La narrativa greenberiana. Ya solo quedaba, a partir de ellos, construir la historia de este arte, una historia
que se explicaría desde el impresionismo hasta Jackson Pollock como la sucesión de logros en la búsqueda
de la pureza formal. Para Greenberg todas las vanguardias europeas habían trabajado en la conquista de
la abstracción, todas se habían replegado sobre sus medios excepto el surrealismo, que excluyó de su
narrativa. Greenberg, siguiendo las opiniones de Hans Hofmann, entiende que el interés surrealista por “la
interacción sujeto-exterior” constituía un paso atrás en la conquista de la autonomía del arte moderno, tachando
el surrealismo de reaccionario, por su implicación política, su contaminación figurativa de objetos y su relación
con la literatura, y excluyéndolo así de su génesis del arte moderno. [Obviando el leit motif surrealista presente
en el expresionismo abstracto y las posibles contradicciones que este olvido conllevaría en su discurso].
Aunque sus tesis defienden un arte apolítico, replegado y solipsista, autocomplaciente y sin ningun compromiso
social, el pensamiento de Greenberg estuvo marcado en sus inicios por ideas políticas de izquierdas desde
el Partisan Review. En sus escritos primeros podían apreciarse estas influencias del trotskismo, (el socialismo
de aquella época) y que posteriormente desaparecerá casi por completo. Las sospechas hacia el comunismo
impusieron un discurso moderado y aséptico, que derivó en su caso en una interpretación formalista del arte,
aunque algunos críticos (Meyer Saphiro) continuarían con una lectura sociológica del arte. En la idea de la
unidad que se deriva de su concepción formalista del arte ha de verse la influencia Hegel: la unidad en la
obra de arte resuelve las contradicciones y las polaridades propias de la dialéctica.
Si bien los años cuarenta estuvieron marcados por el concepto de vanguardia analizado en su artículo de
1939, a partir de la segunda mitad de los años cincuenta será la modernidad el concepto protagonista de sus
escritos. En 1960 publica la síntesis de su corpus teórico: Modernist Painting.
El arte moderno es concebido por Greenberg como un proceso histórico en que la tradición juega un papel
fundamental. Los logros y avances hacia la culminación del arte moderno solo son justificables como una
superación de lo anterior (evolucionismo), solo pueden entenderse como un continuum en el que hay
planteamiento, nudo y desenlace. El origen de los planteamientos se encuentra en Kant y en su introducción
de la autocrítica en el pensamiento. Greenberg narra la historia de la pintura moderna como una sucesión
de victorias en la lucha por replegarse, en su autodefinición crítica, sobre sus propios medios: bidimensionalidad,
fisicidad en pigmentos, delimitación del marco... Una de las consecuencias sería la crisis de la pintura de
caballete, decorativa, en pos de la pintura que Greenberg denomina All-Over (por todas partes), una pintura
que se extiende por toda la superficie, sin centros ni elementos predominantes.
• Evolución de su discurso histórico, las trazas de la modernidad.
- Primera etapa. Aunque fue con Manet cuando las obras pictóricas comenzaron a evidenciar su carácter
plano, (dejando al margen otras temáticas), Greenberg considera que no fue hasta el impresionismo (apolítico,
plano, formal, visual) cuando la pintura se alejó de la contaminación tridimensional de la escultura para
reivindicarse como una “experiencia puramente óptica”. Serán las obras del último Monet (Ninfeas) las que
más interesen a Greenberg. Cézanne materializó la culminación de esta primera etapa hacia la pureza formal
(obviando los mensajes de sus cuadros). Greenberg reconoce en él el primer intento consciente por salvar
el principio clave de la pintura occidental de los “defectos” del impresionismo y que abrirá paso al cubismo.
- Segunda etapa. En la narrativa formalista, la segunda etapa en el proceso hacía la abstracción se construiría
a partir de las vanguardias históricas. Los cubistas constituyen uno de los pilares básicos del relato. En su
lectura del cubismo, juzgará tanto técnicas como artistas en función del mayor o menor triunfo en la batalla
de la abstracción. Épocas concretas de Picasso (1905-27), Braque y Léger hasta 1913. Greenberg incluirá
en su narrativa al padre de la abstracción: Kandinsky una de las pocas figuras del expresionismo que
ocuparán un lugar en la narrativa greenberiana. Marcado en sus inicios por la influencia de Cézanne y del
cubismo, Kandinsky fue capaz de “anticipar el futuro” de la pintura moderna (la no figuración). Los rasgos
definitorios de la pintura (el carácter plano de la superficie, la geometrización, etc.) se convirtieron en fines
para Kandinsky. Sus obras más importantes (1911-20) fueron decisivas en la evolución hacia la espiritualidad
del arte moderno aunque no su culminación.
Las aportaciones de Mondrian son consideradas, igualmente, como un peldaño en el camino hacia la
culminación de la pintura moderna que encarnó Norteamérica. Su relevancia, para Greenberg, reside
principalmente en haber lanzado uno de los ataques más furibundos a la pintura de caballete: su linealidad,
caracter plano, dinamita los límites del marco, su visualidad y metafísica hasta 1940.
- Tercera etapa. El desenlace de la historia, se materializará con lo que se ha considerado la última de las
vanguardias: el expresionismo abstracto. La pintura de tipo americano nacería tras la asimilación de todo
el proceso: las aportaciones de Picasso, Léger, Kandinsky y Mondrian fueron los puntos de referencia a partir
de los que dar el salto desde Francia a Norteamérica.
En torno a la década de los cuarenta aparecieron en Nueva York los nombres de aquellos que se erigirían
como los principales representantes de este movimiento: Hans Hofmann, Arshile Gorky, Willen De Kooning,
Franz Kline, Barnett Newman, Sam Francis, Rothko y por supuesto Jackson Pollock… Los críticos del nuevo
arte moderno introdujeron las denominaciones con las aglutinar a los distintos artistas y con los que lanzar
a la nueva vanguardia pictórica. En 1946, el crítico Robert Coates introdujo el término “expresionismo abstracto”
refiriéndose a la obra de artistas como De Kooning, Gorky y Pollock. Con él designaba la tendencia de los
pintores que, partiendo de la tradición francesa, siguieron el camino de expresionistas alemanes, rusos o
judíos, con el fin de romper, mediante el arte abstracto, con el cubismo tardío.
En la década de los cincuenta fue el crítico Harold Rosenberg quien introdujo la expresión “action panting”
para referirse a los pintores abstractos norteamericanos, expresión solo aplicable según Greenberg a ciertos
casos como Kline, De Kooning y Pollock. En estos artistas se observaba la superioridad del arte norteamericano:
su frescura y espontaneidad, el estricto uso de los medios y no de los fines, la osadía de soluciones, la
concepción de la superficie, su unidad, la realización en grandes formatos. Todo confirmaba Nueva York
como el centro artístico del mundo. La escuela de Nueva York materializaba la culminación de la tradición
moderna y el nacimiento de la última gran vanguardia artística.
- Las discordancias en este discurso formalista se anularon englobándolas bajo la denominación de
“Academicismos”: la Nueva objetividad conectada con el Realismo mágico (cultivado por el mismo Gorky),
el Neorromanticismo, el Realismo Socialista o la propia figuración americana de Hopper, Bellows y Soyer.
La figuración nunca se dejó de cultivar en Norteamérica y dio sus mejores obras durante las mismas décadas
en las que parecía solo existía el expresionismo abstracto, siendo excluida de los anales de la historia como
los realismos europeos, lo que empezaba a desmoronar su narrativa.
La importancia de las imágenes de Edward Hopper y su lectura de la América moderna como un lugar “hostil”,
frío y condenado a la soledad, el realismo urbano y socialista de Raphael Soyer e incluso el realismo mágico
cultivado por Gorky eran excluidos de esta historia del arte.
Pero pronto comenzaron a levantarse voces contra los olvidados. A finales de la década de los cincuenta el
discurso de Greenberg pasó a ser objeto de fuertes polémicas y discusiones. Se abría el camino a nuevos
discursos para el arte contemporáneo. En las tinieblas se encontró la claridad.
Son precisamente su Übermahlung, sus overpaintings, las obras que mejor representan el concepto de visión
mecánica. En estas imágenes, la cuestión de lo prefabricado se aprecia en dos sentidos. Por un lado, su
técnica se basaba en una materia prima “ya hecha”: la pintura, ya en forma de tinta o de gouache, se aplicaba
sobre imágenes extraídas de revistas de la época generando otras nuevas. Por otro lado, el tono onírico y
la libre asociación de conceptos de los overpaintings, resulta casi la representación gráfica de ese nuevo
espacio del significado descrito por Lacan.
Para reconciliarse con un mundo del que se encuentra escindido y mediante un resorte mecánico inconsciente,
el sujeto se apropia de los objetos y de las relaciones existentes entre ellos, generando nuevos significados.
Unos significados libres, ajenos a la lógica del estado consciente. El ejemplo al que Krauss dedica más
atención es el overpainting titulado La chambre a coucher de 1920, pues en él la mirada mecánica ha
conllevado la absoluta destrucción de los principios de la visión retiniana. Ernst partió para su elaboración
de una reproducción en la que se representaban numerosos animales así como algunos muebles y plantas.
Aplicando sobre ellos la pintura, Ernst fabricaría “otra escena”, una habitación. Al fondo, un oso y una oveja,
en primer plano a la izquierda, una ballena, un murciélago y una serpiente, y a la derecha una serie de
muebles. La habitación sobrepintada por Ernst surge como un espacio de lo imposible. El campo visual ha
quedado aniquilado desde dentro que al igual que los objetos que en el se encuentran responde únicamente
a la reapropiación mental inconsciente y espontánea que el sujeto ha hecho de ellos.
4. Nuevos conceptos para nuevas miradas. El pensamiento de Georges Bataille. Rosalind Krauss se
propone encontrar nuevos significados para la forma, uno de los conceptos fundamentales en la visión
retiniana. Si hay miradas distintas, no puede haber una única idea de forma, y a la inversa, si el concepto
de forma resulta ser polisémico, las miradas que generen serán, asimismo, plurales.
A partir del escritor francés Georges Bataille irán surgiendo los conceptos con los que Kraus estructura el
cuarto capítulo de su ensayo. Para Krauss, lo informe debe considerarse como algo que la propia forma
genera, como una lógica que actúa contra sí misma desde dentro, la forma que genera la heterológica (la
polisemia de las palabras, en contra de la convención). Esta idea de un diálogo entre la forma y lo informe
se aclara si se piensa en el concepto de metamorfosis. La metamorfosis es un concepto que se aplica a
todos los procesos en los que un objeto o un ser cambian de forma. Y nada se escapa al cambio. La forma
no puede ser algo determinado y cerrado para siempre (como lo plantea la ciencia), es en sí misma,
heterogénea, metamórfica, orgánica pues contiene los principios con los que iniciar procesos de cambio. El
arte trabajará la idea de forma desde la concepción de su mutación, desde lo informe. Dos son los ejemplos
de informe proporcionados por Krauss. El primero es el nuevo orden de lo no-visible surgido a partir de los
que Salvador Dalí llamaba un “objeto psicoatmosférico anamórfico”: ciertos objetos son susceptibles de
ser reconocidos confusamente, de ser confundidos o asemejados con otros objetos, generándose de esta
percepción anamórfica ese nuevo orden de lo no visible que Dalí llamaría informe. El segundo es la obra de
Alberto Giacometti “Bola suspendida”, uno de sus “objetos móviles y mudos”.
Para Bataille, todos los materialismos, a pesar de haberse proclamado defensores de la materia en el mundo
frente a aquellos que sólo veían ideas, no habían sido sino otro idealismo más. En su exaltación de la materia,
acabaron por darle forma, por convertirla en una idea abstracta. El materialismo bajo a que se refiere Bataille
fue lo que practicaron los gnósticos. En su aceptación de la materia en todas sus manifestaciones el gnosticismo
se alejó de los ideales para quedarse en el mundo de la heterogeneidad “sincrética”. Es en el mundo del
materialismo bajo, libre de las abstracciones autoritarias del idealismo, donde hemos de situar el concepto
de lo informe. Y es en el reino de lo informe donde ha de entenderse también el concepto de duplicación.
Puesto que la forma, heterogénea y metamórfica, es informe, no tendrá contornos ni una figura concreta, no
tendrá unos límites que marquen su interior y su exterior. Sus cambios tendrán que ver con el espacio.
Puesto que el mundo del materialismo bajo ha descendido de las alturas para instalarse en la tierra, en
sus sombras y tinieblas, el sol, metáfora del conocimiento y de la verdad en el idealismo, no puede sino ser
considerado como “sol pútrido”. En este mundo, donde la mirada al cielo se ha visto reemplazada por la
conciencia de tener los pies en el suelo, el sol se revela como un arma de doble filo; ya no ilumina sino que
ciega. Serán los insectos, los animales de la metamorfosis, los seres principales de este mundo y, más
concretamente, esos insectos en los que se da la mímesis. La mantis religiosa acaparará la atención, pues
en ella se da el fenómeno del mimetismo hasta el extremo. El hombre de este mundo posee una estructura
corporal particular. Es un hombre sin cabeza, el hombre del materialismo bajo no es el hombre de las ideas
sino el hombre del suelo, el hombre de la materia, de la tierra. La acefalia de este hombre ha de entenderse,
no como una mutilación, sino como una liberación. En este sentido, la cabeza pasará a ser algo inerte. Pero
en el sentido físico, la cabeza seguirá existiendo. El ojo del hombre sin cabeza no captará lo que observa
en función de la lógica: sus mecanismos serán la asociación, la metáfora, la combinación, la sustitución, todos
los recursos que generan la imagen y no el concepto (significado). La boca será el lugar a partir del cual
reestablecer los vínculos con la animalidad, su geometría natural vertical (boca-ano).
En este mundo donde se reivindican las tinieblas, la materia baja, y donde el sol ha pasado a ser algo pútrido,
el arte sólo pudo comenzar en las cuevas. En asentamientos informes y no definitivos. Y con materias bajas,
de desecho. Se empezaron a pintar las superficies por el mismo hecho de violentarlas. El arte poco tuvo que
ver con la aspiración creativa, fue una cuestión más bien vinculada con el sadismo. La oscuridad y el sadismo
también se encuentran en esa estructura primitiva que es el laberinto. Pero también se dan otros factores
que lo vinculan al arte que requiere este mundo de lo informe. Es la máxima expresión de la cabeza libre que
supera los imperativos y el utilitarismo para dejarse embarcar en todas las combinaciones posibles, lejos,
muy lejos de la forma.
El objetivo de Clair responde al motor posmoderno por excelencia, la crítica. Sometidas a ella, las vanguardias
se verán despojadas del aura de sacralidad historiográfica que las había eximido de ser responsables en la
barbarie nacionalsocialista que arrasaría Europa. El arte también debería entonar el mea culpa.
La estetización de la política que había llevado a cabo el nazismo había sumido al arte en una profunda crisis.
La solución que se encontró a la condena lingüistico-artística traída por el nazismo fue la abstracción. Así
fue como se quiso empezar de nuevo. La instauración del formalismo implicaba dejar atrás el terror de la
historia y de la política, y, con esta amnesia, posibilitar el nacimiento de un nuevo sujeto sin los lastres de
culpabilidad y responsabilidad que le acarrearía la memoria. Se instauraba así el discurso formalista. Las
particularidades de la realidad, los realismos, quedaron fuera de los museos y de sus narrativas.
Jean Clair encontraría como el único modo de reparar el mundo vulnerado por el nazismo la vuelta al realismo
desde la responsabilidad. Nada de la expresión por la expresión tan reivindicada en la narrativa greenberiana
del arte moderno. Ahora de lo que se trata es de rescatar a los realismos del exilio al que se les había
condenado con la narrativa formalista. Sacar a la luz las particularidades de lo real.
3. Rescatando a los exiliados del arte moderno: los realismos. Entre 1919 y 1939 el mundo estuvo repleto
de iniciativas artísticas que, a pesar de su heterogeneidad, pueden considerarse bajo la denominación de
realismo. Un discurso que rehabilita los valores culturales nacionales, el gusto por el trabajo bien hecho, por
el hermoso trabajo artesanal y la tradición y que tratará de volver a un sistema de figuración tradicional
para enlazar con la perspectiva y cierto humanismo. Según Clair, el realismo nacería desde la misma vanguardia
con la intención de superar sus ansiosos propósitos de ruptura con la tradición. La “vuelta al orden” era el
único modo de renovación de la vanguardia artística: en el realismo, en el clasicismo, era donde se encontraban
las nuevas vías de transgresión. Solamente dinamitando los mismos principios en los que se sustentaba,
podría la vanguardia reinventarse a sí misma.
El realismo que defiende Clair ha de entenderse como una reacción a la vanguardia en el deseo de ser su
revolución. Y su discurso será plural y heterogéneo. Interesante es el caso del realismo francés, principalmente
por haber sido Francia la gran protagonista de la narrativa formalista. La situación en la que se encontraba
el arte francés en el periodo de entreguerras es definida por Jean Clair como “una nebulosa incomprensible”.
Las distintas reinterpretaciones de los grandes movimientos anteriores a la guerra vinieron a despertar con
el surrealismo, y algunos pintores aislados dedicados a la representación de lo real. Entre éstos se encontraban
un Picasso dedicado a representar bañistas y el André Derain de las marinas y los puertos y de los arlequines.
Un joven Balthus, complementaría la representación de la realidad francesa. El caso del realismo norteame-
ricano es, asimismo, revelador. A pesar de la eclosión del arte moderno que sobrevino en 1913 con el Armory
Show, muchos fueron los realismos que se dieron en este periodo. Lejos de la “vuelta al orden” que se produjo
en Francia o de la crítica descarnada de la Neue Sachlichkeit alemana, el realismo norteamericano surgiría
vinculado al nacionalismo, al deseo de establecer una identidad americana a través de un arte propio y no
mediante la mera adhesión a los estilos europeos. El precisionismo (Charles Sheeler, Ralston Crawford
o Georgia O’Keefe), el realismo de la Ashcan School y el regionalismo en los años veinte, y los realismos
urbanos y mágicos que poblarían los años 30 constituyen un claro ejemplo de que en Norteamérica no se
estaba tendiendo únicamente a la abstracción. En la década de 1920 muchos fueron los movimientos que
abandonaron el fauvismo, el cubismo, el futurismo y el expresionismo en pos de nuevos sistemas de
representación realistas. Uno de ellos fue el precisionismo, quizás uno de los pocos movimientos propios que
tendría el arte norteamericano. También vería el auge de una serie de pintores realistas conocidos como The
Ashcan School. Nacidos en el seno de uno de los primeros movimientos pictóricos realistas norteamericanos,
el Grupo de los Ocho, los pintores integrantes de esta escuela pronto se desvincularían de sus predecesores
para dedicarse exclusivamente a la representación de la vida cotidiana en el paisaje urbano. Es en este
realismo donde se encuadran las obras de Edward Hopper, Robert Henri, French Sloan o Georges Bellows.
En la misma línea de representación de la realidad norteamericana se encuentra el movimiento del regionalismo,
aunque en este caso la temática dejará de lado los ambientes urbanos para sumirse de lleno en los rurales,
en la América no industrial. Las imágenes idílicas de Grant Wood, aunque en ocasiones reveladoras de la
estricta moral religiosa imperante en las zonas rurales y las obras agresivas y despiadadas de Ivan Le Lorraine
Albright sacaban a la luz una realidad bien distinta de la imagen de prosperidad.
La depresión materializada en 1929 abriría la década de los 30, una década marcada por las labores de
reconstrucción económica y por el aislamiento estadounidense en la política internacional. La toma de
conciencia nacional que había generado la crisis se materializaría también en el ámbito artístico bajo la
promoción de un arte popular representativo de la cultura norteamericana. Fue así como es extendería un
nuevo tipo de realismo que encontraría su mejor forma de expresión en la pintura mural. Sedes e instituciones
públicas mandarían cubrir sus muros con imágenes de la historia estadounidense.
Pero junto a este realismo ideológico, otros fueron los realismos que nacerían en los años 30. Continuando
la labor de la Ashcan School surgiría el realismo urbano: y su principal representante, Raphael Soyer. En
paralelo también nacería otro tipo de realismo, más vinculado al surrealismo e incluso a la Neue Sachlichkeit
alemana en su percepción del mundo: el realismo mágico. Blume, Cadmus, Guglielmi. Una realidad para
escapar a las otras realidades pero que no por ello dejaría de incidir críticamente en ese mundo del que se
quería huir. Así ha de entenderse la obra que Peter Blume realizaría entre 1934 y 1936, The Eternal City.
Por mucho que Greenberg quisiera sumir en la oscuridad a los realismos presentes en Europa y en Norteamérica,
lo cierto es que existieron y, más que pasar sin pena ni gloria, los realismos jugaron un papel fundamental
en la evolución del arte moderno europeo así como en la construcción de la política y de la sociedad
norteamericana durante las primeras décadas del siglo XX. El realismo no fue considerado, sólo cuando la
modernidad se volvió posmoderna fue sacado de su rincón. La misma situación se daría con el surrealismo.
La crítica que vendría a poner sobre la mesa las contradicciones inherentes a la revolución surrealista fue
lanzada por Pierre Naville, uno de sus miembros fundadores. El problema al que se estaba enfrentando el
surrealismo era la búsqueda del modo mediante el cual conjugar la revolución de lo intangible, del espíritu,
del inconsciente, con la revolución de la acción directa, de la realidad política. La revolución estética surrealista
se inscribía en el ámbito del idealismo más puro. En cambio, la revolución política que buscaba el surrealismo
se inscribía en la realidad física. Cercano al pensamiento dialéctico, Naville se decantó por la segunda.
En 1926 ingresaban cinco de surrealistas en el Partido Comunista Francés pretendiendo acallar las
acusaciones de falta de responsabilidad política del grupo. Pero, ante la petición del Partido Comunista de
una militancia real por parte del movimiento, éste abandono sus filas. Para el surrealismo su revolución
consistía en mostrar la fragilidad del pensamiento moderno y cómo éste derivaba en un deterioro de la vida:
dejando al espíritu libre y mostrando posibles puntos de fuga respecto al racionalismo imperante en la existencia
moderna era como el surrealismo contribuiría a la causa de la lucha política.
Las cosas fueron tomando un cariz cada vez más conflictivo. Breton se había ido erigiendo, en el juez del
surrealismo, iniciando una serie de procesos de depuración ideológica del grupo. Era necesario saber cuáles
eran los principios políticos de cada uno de los miembros de su grupo. El surrealismo debía estar compuesto
únicamente por aquellos que profesasen, junto a sus principios estéticos, una militancia política. La aparición
del Second Manifeste du surrélisme, 15 de diciembre de 1929, mostraría una clara evolución de los
postulados que Breton quería para el grupo. Mediante el materialismo dialéctico, el surrealismo quería conciliar
las dos revoluciones. Breton condenará a todos aquellos que se habían desviado de su doctrina. La escisión
entre los distintos bandos ya no tenía marcha atrás. En julio de 1930 aparecía el primer número de Le
Surréalisme au service de la Révolution, la nueva revista del movimiento. El grupo renovado en sus filas,
quería mostrar con este título la prioridad que daba a la revolución política. No obstante, en la década de los
años treinta la cuestión se agudizaría.
2. La toma de posición ante la revolución surrealista. Las contradicciones entre el compromiso estético
con el que nació el surrealismo y el compromiso político-social inherente a éste, han generado las más diversas
interpretaciones. La acusación de irresponsabilidad política lanzada al surrealismo se apoya, generalmente,
en la ideología mística del mismo. Al haberse establecido los fundamentos del movimiento en algo intangible
y oculto, el inconsciente, el surrealismo se situó más en el terreno del mito que en el de la Historia. Es en el
discurso derivado de un lenguaje formado por el reino de lo oculto donde se ha encontrado la negación de
la realidad, la separación de la misma y, en consecuencia la imposibilidad de una acción política completa
por parte del surrealismo. Muy distintas son las interpretaciones que se han dado de la relación entre surrealismo
y política por parte de una serie de críticos entre los que se encuentran Boris Groys y Jean Clair.
En este caso se acusa a la vanguardia de aliada con los totalitarismos, cuando no de totalitaria en sí misma.
Para Jean Clair el surrealismo debía dejar de ser inmune a la crítica y mostrarse tal y como lo que había
sido: no como una vanguardia sino como un totalitarismo. Nada de revolución progresista, la historia del
surrealismo había sido la del irracionalismo y la del sinsentido. El surrealismo pasaba de ser ignorado en la
narrativa greenberiana a ser corresponsable de la barbarie.
La polémica estaba servida. Las respuestas a Clair no se hicieron esperar, procediendo tanto de antiguos
miembros surrealistas como de colegas de profesión. Más acertadas parecen otras lecturas. Jacques Ranciére,
reflexionando sobre la vanguardia en general pero teniendo en mente a la Escuela de Frankfurt y el surrealismo,
se desmarcaba de la interpretación totalitaria al delimitar los dos ámbitos en los que se movió la vanguardia:
el ámbito estricto de la política y el ámbito de la metapolítica, es decir, el lugar de la expresión artística. Al
concebir la vida como el espacio de la creación y de la transformación, se pusieron las bases para entender
la política y el arte como un programa absoluto en intima conexión con la existencia.
El surrealismo habría logrado con sus textos automáticos una subversión de los códigos del sistema lingüístico.
El papel del receptor de los textos quedaba transformado al quedar el texto abierto al destinatario que sería
quien otorgase significados a la escritura. El texto, de este modo, se alejaba de los significados cerrados, del
discurso único, para ser una fuente continuada de sentido. Bien distintos son los considerados principales
textos del surrealismo debidos a André Breton: Nadja (1928), Les Vases communicants y L’Amour fou
(1937). En ellos predomina la voz de su autor y el inconsciente ha dejado de ser el motor creativo que se ha
desplazado a la realidad. Estas obras pertenecen a unos años en los que el surrealismo ya se encontraba
en la encrucijada que le llevaría a tratar de demostrar la compatibilidad entre la libertad creativa y su participación
en la revolución de la realidad.
2. ¿Una pintura surrealista? Desde la aparición del primer número de La Révolution surréaliste en 1924,
los textos estuvieron acompañados por imágenes de muy diverso tipo, entre las que se encontraban pinturas.
Algunos pintores serían reconocidos como precursores de la revolución espiritual con la que el surrealismo
quería pintar el mundo. Durante los años de contacto con el dadaísmo, Breton había elogiado el arte de
Ingres, pero pronto se desmarcaría de la tradición pictórica. Para los surrealistas, no habría nada más
detestable que el principio de mímesis: observar y representar tal cual la realidad no podía estar más alejado
de esos mundos ocultos que el surrealismo trataba de sacar a la luz. El surrealismo buscará en la pintura
una alternativa al ojo físico: el ojo mental. Un ojo que, empleando el sistema de representación figurativa,
regia los mundos de la imaginación, el sueño y la memoria.
En Giorgio De Chirico se encontraría el precedente directo, la prefiguración del imaginario que el surrealismo
quería para su pintura. Picasso sería uno de los ensalzados e incluso homenajeados por el grupo. El André
Masson de dibujos espontáneos y cuadros automáticos, el Francis Picabia del desfile amoroso de 1917,
el recién llegado a París Man Ray e incluso el primer Marcel Duchamp, entre otros, también obtuvieron
rangos de honor en la cuadrilla de pintores surrealistas. Sólo con el descubrimiento de Max Ernst cambiarían
los puestos: su novedosa forma de entender el collage, fue interpretada como la más fidedigna transposición
del poder poético de la escritura automática al ámbito de la pintura.
El método de Max Ernst, entre el collage y el fotomontaje, generaba imágenes cercanas a la construcción
onírica; los fragmentos que configuraban las obras adquirían en su diálogo imposible una significación nueva,
alejada de la lógica y las leyes racionales. Desde muy pronto, casi inmediatamente después de la constatación
visual de la ideología surrealista gracias a Ernst, la pintura recibiría una fuerte crítica de Pierre Naville.
Naville atacaba la contradicción latente en la ideología surrealista, la imposibilidad de conciliar la reivindicación
de lo oculto, de lo inefable del inconsciente con su representación visual. La espontaneidad de los procesos
mecánicos inconscientes se perdían en cuanto se cogía un lápiz o un pincel. La pintura surrealista no podía
existir: las imágenes de lo onírico no eran sino una prolongación del placer visual, del ojo físico, y del sistema
de representación tradicional, exhibidas, paradójicamente, como todo lo contrario. Además, también se
destapaba otra de las contradicciones del grupo. Naville dejaba caer el sinsentido surrealista de querer mostrar
públicamente sus obras por los mismos procedimientos pragmáticos burgueses que el movimiento decía
rechazar. La respuesta de Breton no se hizo esperar, prolongándose en el tiempo con una gran cantidad de
artículos y textos acerca de la cuestión. Se tuvieron que ir sacrificando algunos de los conceptos que habían
sido aplicados inicialmente a la pintura. Y puesto que era la noción de automatismo la que planteaba la mayor
contradicción en su materialización pictórica, fue siendo reemplazada por la reivindicación del imaginario
interior, del modelo que proporcionaban los sueños o los estados alucinatorios. Breton afirmaría que lo que
hace el pintor surrealista no es sino indagar en las imágenes interiores, en esas imágenes propias del ojo
mental o del ojo salvaje, materializándolas visualmente en el mundo real. Pero el problema continuaría siempre
amenazando desde la sombra: lo que el surrealismo tenía que encontrar era un puente de unión entre el
ámbito del inconsciente y el ámbito de lo real.
Con los mismos problemas que resolver en el ámbito político, el surrealismo vino a nutrir su formación con
el que se reconoce como el pintor surrealista por excelencia: Salvador Dalí. El mismo año de su ingreso
oficial en el surrealismo, Dalí pintaba Le Jeu lugubre. La obra mostraba el gusto por lo escatológico que Dalí
cultivaba incisivamente durante aquellos años, un gusto que no era del agrado de Breton. Breton se pronunciaría
ambiguamente respecto al cuadro. También se pronunciaría respecto al personaje representado en la parte
inferior derecha, su pantalón manchado de heces le repugnaba sobremanera. Detrás de este rechazo se
evidenciaba que los excrementos constituían una bofetada directa a los principios que conformaban la
revolución estética del grupo. En el contexto de la batalla entre Breton y Bataille, portavoces de los dos tipos
de materialismo, ha de entenderse la polémica que generó el cuadro donde convivían ambas posturas, las
asociaciones oníricas y poéticas propias del imaginario surrealista y la reivindicación de la materia de deshecho,
de lo pútrido propia del universo de Bataille, uno de los oponentes al idealismo del grupo.
El método paranoico-critico de Dalí era lo que resultaba de mayor interés para ambos al permitir asociaciones
e interpretaciones delirantes compatibles tanto con el materialismo dialéctico de Breton como con el materialismo
bajo de Bataille. Al emplear la paranoia como método de aproximación a la realidad, el surrealismo encontró
en este método la solución perfecta para la brecha que tenía que salvar, mediante el método daliniano, los
objetos cotidianos pasaban a relacionarse de forma inesperada.
En 1930 Dalí, que había estado más que cerca del pensamiento escatológico, se separaría por completo de
Bataille, abandonando definitivamente la escatología justo en el momento el que acababa de comenzar su
relación con Gala y comenzaría a aproximarse al surrealismo ortodoxo bretoniano. Al igual que hizo con
Bataille, Dalí no se dejaría absorber por el nuevo bando al que se acercaba en este momento. A Dalí le
bastaba Dalí mismo y no necesitaba de nadie para proclamarse surrealista. En su afirmación “Yo soy el
surrealismo” quedaba más que clara una individualidad indomable que acabaría con su expulsión del grupo
en 1939.
Hubo dos cuestiones que el surrealismo no podría aceptar por parte de uno de sus miembros: la adscripción
a ideologías reaccionarias y el servilismo ante la sociedad capitalista burguesa. Y ante los ojos surrealistas,
Dalí había pecado de ambas. Lo que verdaderamente levantó llagas en el movimiento fue cómo Dalí había
acabado por convertirse en el artista fetiche de la sociedad capitalista. Su arte, lejos de la inutilidad tan
reivindicada por el movimiento, se había puesto al servicio de museos, escaparates, diseñadores de moda,
publicistas y cineastas.
La expulsión de Dalí en 1939 había vuelto a materializar el fracaso surrealista tanto en su proyecto estético
como en el político. Dos habían sido las aportaciones dalinianas al grupo. La primera de ellas había sido el
método paranoico crítico. La segunda, resultado de la primera, fue el impulso dado al objeto surrealista a
partir de la formulación de sus “objetos de funcionamiento simbólico”.
3. Los objetos surrealistas o la materialización del deseo. La importancia del objeto en el surrealismo se
remontaba a sus mismos orígenes. Las imágenes poéticas que nacieron de las investigaciones con la escritura
automática descubrieron la posibilidad de redefinir los objetos a partir de asociaciones inesperadas que los
alejaban por completo de su función habitual. Pero sería principalmente en la fotografía y en el cine donde
el objeto se erigiría en el principal protagonista.
El surrealismo buscará aunar tanto el inconsciente óptico como el inconsciente pulsional mediante la fotografía
de objetos. En el empleo de la fotografía se encontró el modo de apelar al ojo en estado salvaje, el inconsciente
óptico. Para los surrealistas, el descubrimiento de la fotografía había sido el acontecimiento decisivo a partir
del cual la pintura y la poesía tradicionales se vieron profundamente cuestionadas; pues, a lo que ambas
tuvieron que enfrentarse fue a imágenes mentales, a la “verdadera fotografía del pensamiento”.
Fue en Eugéne Atget donde, tanto Benjamin como los surrealistas, encontraron el gran precedente de esas
imágenes de lo oculto que estaban buscando. Aunque en los collages de Ernst el objeto jugaría un papel
importante, fueron algunas iniciativas de Man Ray las que sentaron las bases para el ulterior impulso dado
al objeto. En el año 1921 el fotógrafo inventaría, casi por casualidad, ese procedimiento de manipulación
fotográfica mediante el cual, al invertir los claroscuros, los objetos mostrarían unas nuevas caras muy cercanas
a la visión destructora de la opacidad que significaba el descubrimiento de los rayos X: la rayografía.
Man Ray también llevaría a sus experimentaciones al cine. El fotógrafo puso en movimiento las imágenes
fantasmagóricas de sus objetos. Fue en el cine, donde el surrealismo encontró el modo de insuflar vida a los
objetos. El papel que lo inanimado jugaría en la creación cinematográfica iría evolucionando a lo largo del
tiempo. Desde la aparición de Un perro andaluz, el objeto pasaría a ser parte de las realidades filmadas, un
elemento de significaciones oníricas completamente inmerso en el contexto de las imágenes del inconsciente.
A lo largo de los años veinte el objeto era el leit-motif de las representaciones artísticas del surrealismo, pero
tomado en su dimensión estrictamente física. En la década de los treinta, el surrealismo buscaría incorporar
el objeto como manifestación artística y no solo como parte de la representación. Tres serán, a grandes
rasgos, los tipos de objetos que el surrealismo reivindicará como catalizadores en la materialización del deseo:
los objetos encontrados, los objetos fabricados y los objetos-poema.
En sus paseos y derivas por París, los surrealistas habían constatado que el hallazgo de lo maravilloso se
materializaba bajo la forma de un encuentro fortuito y materialmente concreto: el objeto encontrado o el objet
trouvé. En los objets trouvés se revelaba la posibilidad de encontrar materialmente las pulsiones y los deseos
ocultos que mueven al individuo. Con ellos, la dialéctica entre lo real y lo maravilloso dejaba de ser una utopía:
en la misma vida cotidiana existían pruebas de la conexión entre ambos ámbitos.
Pero los surrealistas no quisieron estar subordinados a los caprichos del azar y a sus revelaciones esporádicas
de la casualidad objetiva. Mientras se esperaba el hallazgo de un nuevo también se podía trabajar
conscientemente en los objetos, fabricándolos en la búsqueda de esa materialización del deseo. Fue así
como aparecería el otro tipo de objeto surrealista, el objeto fabricado.
La década de los treinta se había abierto con el gran descubrimiento que había sido el método paranoico-
crítico de Dalí. Claramente inspirado por las teorías de Sigmund Freud y de Jacques Lacan, Dalí había
encontrado en la paranoia el estado mental superior para desacreditar la realidad a partir de una interpretación
delirante de la misma. Con el método paranoico-crítico, el surrealismo despertaría del sueño improductivo
para pasar a la acción e introducir el deseo en el mundo.
Ahora que el mundo y sus objetos podían mirarse desde un nuevo punto de vista, sólo quedaba ponerse
manos a la obra y materializar físicamente las interpretaciones a las que se había llegado. En 1933 el
surrealismo organizaría una gran exposición en la que se incluirían buena parte de los objetos creados hasta
el momento. En ella se intuía la importancia que el movimiento otorgaba a su nueva manifestación artística.
A lo largo de la segunda mitad de la década de 1930, el surrealismo continuó sus experimentaciones con los
objetos. Fue este periodo el que vio consolidarse el tercer tipo de objeto surrealista: el objet-poème.
Si bien se consideraban objet-poèmes los collages de Ernst y las poesías visuales inspiradas en los Caligramas
apollinairianos, sería a partir de 1935, de la mano de André Breton, como llegaría a la simbiosis entre el objet-
trouvé y el objeto fabricado: partiendo de algunos de los hallazgos adquiridos en los mercados, y en función
de lo que estos objetos le sugerían, Breton modificaba su estructura y forma originarias, sustrayendo elementos
o añadiendo otros distintos, dando como resultados un objeto nuevo.
La incorporación de los objetos en el proyecto surrealista fue, quizás, el mayor de los esfuerzos por superar
la barrera entre las dos vertientes defendidas por el movimiento, la estética y la política. Los objetos constituyeron
la gran promesa para poder modelar el mundo conforme a los deseos, tanto individuales como colectivos.
Breton vio en ellos la voluntad de objetivación que desde el inicio llevaba persiguiendo el movimiento surrealista:
La posibilidad de materializar el deseo y de hacer que éste fuera el motor que hiciera girar el mundo.
UNIDAD III
TEMAS DESARROLLO.
8. Diferentes maneras de mirar
9. Capacidad política del arte: pensamiento de Susan Bück-Morss y Rancière sobre Benjamin y Adorno.
10. La Historia del Arte como disciplina desde la emergencia de los Estudios Visuales
Bibliografía:
AA.VV. Los discursos del arte contemporaneo, Ramon Areces. Madrid, 2011
BENJAMIN, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Itaca, Mexico, 2003
BUCK-MORSS, Susan, Estética-anestésica
BUCK-MORSS, Susan, Estudios visuales e imaginación global
DIDI-HUBERMAN, G. Imágenes pese a todo,... Biblioteca del presente. Barcelona, 2004
FERNÁNDEZ POLANCO, Aurora. Formas de mirar el arte actual, Ede, edilupa
GREENBERG, Clement, La pintura moderna y otros ensayos, Siruela, Madrid, 2006.
B. EN LOS MUSEOS
El museo es uno de los lugares donde más explicito se hará todo este cambio de discurso. La crítica a la
institución que busca analizar en tono de denuncia las estructuras de poder en el mundo artístico ha afectado
sobre todo al discurso histórico artístico que hasta hace bien poco se establecía como paradigmático a través
del museo. El museo pierde su sentido normativizador y otros discursos tienen que entrar en sus salas, otros
modos de narrar completamente diferentes.
• El MoMA ha sido el museo paradigmático del arte moderno, el gran conservador de sus obras maestras,
y, bajo la dirección de Alfred H. Barr, su más importante narrador.
El museo abrió sus puertas el 7 de noviembre de 1929 gracias al interés y a las donaciones de la clase alta
neoyorkina. Alfred H. Barr fue director desde el principio hasta 1967 y su sombra sobre el MoMA es muy
alargada, sobre todo por la profundidad con la que arraigó su ideario en él. Barr es habitualmente presentado
como un formalista que armó una historia lineal y evolutiva del arte moderno. Y es así como se revela en la
colección permanente dividida, de entrada, según una histórica y rigurosa “jerarquía de géneros”: Pintura y
Escultura, Dibujo, Grabado e ilustraciones de libros, Arquitectura y Diseño, Fotografía y, finalmente, Cine.
Un sistema que Barr no seguiría en sus principales exposiciones temporales y que ha sido abiertamente
cuestionado. La disposición de las obras de la colección permanente de pintura y escultura hasta su reciente
remodelación, presentaba un discurso lineal y evolutivo del arte del siglo XX.
Las salas que llevaban de las obras de Cezanne a las del cubismo y de éstas a las del futurismo y el
suprematismo eran la materialización de los eslabones de una sólida cadena estilística y cronológica que el
MoMA hacía incontestable y exitosamente visible. Algo que no escapará al interés de Greenberg, cuando
modifique sustancialmente esta cadena con el único objetivo de que termine triunfalmente en “altar” del
expresionismo abstracto norteamericano.
Y es que Barr y Greenberg son dos formalistas diferentes. De hecho, la lectura de los textos de Barr los
revelan cargados de sutilezas y precauciones ante una actitud reduccionista frente al arte de su tiempo. En
1936 Barr organizó las dos exposiciones más importantes de su carrera: Cubismo y Arte Abstracto y Arte
Fantástico, Dadá, Surrealismo. Aunque ambas exposiciones se abrían a una interesante y completa mezcla
de técnicas y formatos (desde la pintura y la escultura hasta la fotografía, el cine o los carteles), lo cierto es
que no podían evitar un argumento abiertamente formalista, además de que a ambos movimientos los trataba
como tendencias esencialmente históricas. Barr atribuía los cambios de estilo al agotamiento de los mismos
en una evolución imparable.
Para Schapiro, Barr era un formalista puro y duro, pero no lo era de un modo tan radical e interesado como
luego lo fue Clement Greenberg. De entrada, el planteamiento de Greenberg de que cada una de las artes
progresaba hacia su “pureza” resultaba demasiado estrecho para un Barr que en ambas exposiciones no
había dudado en abarcar pintura, escultura, composiciones, arquitectura, teatro, cine carteles y fotografía.
Barr buscó posteriormente entretejer la alta cultura y la cultura popular en el programa del museo porque para
él este desleimiento de los lindes era el rasgo distintivo de la modernidad. Algo impensable para Greenberg.
El dilema sobre la adquisición de obras del Expresionismo Abstracto resultó delicado. Los periódicos y revistas
populares, la mayor parte de los miembros del Congreso y el mismo presidente Truman, consideraban
“comunista” al arte abstracto. Las críticas de personajes del mundo del arte tales como Francis Henry Taylor,
director del Metropolitan Museum of Art, o James S. Plaut, director del Instituto de Boston, eran más
“profesionales” pero apuntaban en la misma dirección. Gracias, en parte, a Barr y, con más contundencia, a
Greenberg, el expresionismo abstracto se convertirá en el paradigma de la democracia occidental. Al final,
tan político como cualquier otro. En la última remodelación del MoMA en el 2001, aprovechando la inauguración
de su nuevo edificio, el director, Glenn D. Lowry, haya vuelto a apelar a Barr a pesar del evidente intento que
se ha hecho para contar las cosas de otra manera, actualizando un poco los discursos.
A primera vista, poco ha cambiado. En la cuarta y quinta planta se encuentra la colección permanente de
pintura y escultura y es aquí donde se encuentran algunas de las tímidas novedades. Parece que intenta no
favorecerse una visión lineal no evolutiva del arte moderno. El anterior vía crucis que dirigía al espectador
cronológicamente hasta el altar principal del expresionismo abstracto parece haber desaparecido.
El problema es que ha sido demasiado tímidamente sustituido. Las salas en que se halla la colección
permanente cuentan con cuatro accesos, lo que rompe la linealidad y abre notablemente las posibilidades
de deambular con libertad por ellas. Eso se traduce en una sensación laberíntica, (más de mapa que de árbol)
un ataque frontal al modelo cronológico favorecido desde su fundación. La colección es ahora una mezcla
de estilos que conviven más o menos amistosamente invitando al espectador a construir su propio recorrido.
Las prácticas artísticas se han transformado radicalmente y en esa coyuntura el MoMA ha optado por la
actitud más acomodaticia. Un museo mítico aparentemente incapaz de lidiar con el arte de hoy. De momento,
no parece ser el lugar al que acudir para acercarse a las prácticas artísticas de nuestros días ni donde se
nos ofrece una aproximación crítica y propositiva al arte moderno.
• La Tate Modern. Muy diferente parece el espíritu que anima a la Tate Modern de Londres, inaugurada en
mayo del 2000 (bajo el auspicio de la Tate Gallery). Por un lado, su famosa Sala de Turbinas invita regularmente
a artistas en activo a intervenirla. Por otro, la colección permanente ha buscado un concepto museístico
radicalmente diferente basado en la supresión de la cronología, apostando con valentía por las líneas temáticas
y argumentales.
Cuando la Tate Modern abrió sus puertas, en las salas se mezclaban obras de las llamadas vanguardias
históricas con propuestas absolutamente actuales contextualizadas en líneas temáticas que querían reflexionar
sobre algunos de los temas centrales del pensamiento actual.
Sin embargo el criterio expositivo cambió. En la actualidad las líneas temáticas o argumentales son en la
planta tercera Poesía y Sueño en un ala y Gestos Inmateriales en la otra; en la planta quinta, States of Fluxus
en un lado y Energía y Proceso en el opuesto. El núcleo principal de Poesía y Sueño está dedicado al
surrealismo. A su alrededor se exponen propuestas de otros artistas que, desde entonces y de diferentes
maneras, han respondido, discutido o explorado temas tales como el mundo de los sueños, el inconsciente
o el mito. En lo que podría parecer una asociación fácil muestra también cómo técnicas característicamente
surrealistas tales como la asociación libre, el uso del azar, las formas biomórficas y el simbolismo bizarro han
sido revitalizadas en nuevos contextos a través de nuevos medios. Se encuentra propuestas de artistas muy
dispares cronológicamente mezcladas bajo el argumento de la estela del surrealismo: Picasso, Bacon, Beuys,
Juliao Sarmento, Louise Borugeois, Marcel Dzama, Mona Hatoum, etc. Y lo mismo en los demás espacios.
En principio, lo cambios con respecto al MoMA son importantes: frente a la división jerárquica de las artes
su unión en la Tate Modern bajo aglutinantes temáticos; frente a la línea cronológica tradicional, la “gran
narrativa” del MoMA, la Tate Modern señala determinados comportamientos artísticos del pasado y los arrastra,
más o menos forzadamente, hasta nuestros días. Sin embargo, no se puede dejar de en esta nueva colección,
y a pesar de sus aciertos, una cierta marcha atrás. Alejándose se las líneas temáticas de las que se está
ocupando el pensamiento posmoderno, la Tate Modern da la impresión de hacer ciertas sesiones fundamen-
talmente cronológicas, pero también en parte formalistas. Los cuatro hitos en los que se apoyan las diferentes
salas son claramente históricos: Surrealismo, Cubismo, Expresionismo Abstracto y el Arte Povera junto con
el Postminimal.
Lo cierto es que muchas cosas han cambiado desde la propuesta del Museo de Arte Moderno de Nueva York
en los años cuarenta o cincuenta. Nuevos discursos han sido admitidos y la cuidada narración del arte
moderno, aunque resista en numerosas escuelas, ya sólo podrá parecer como un discurso más.
TEMA 9. ESTÉTICAS
A. EN EL ORIGEN: UN DEBATE
Es evidente que para trabajar con los nuevos planteamientos del arte, marcadamente políticos si entendemos
la definición de “lo político” en un sentido amplio, debemos revisar lo que toda la modernidad, desde Kant o
incluso antes, ha definido como su estética y algunos conceptos fundamentales que, como el de la autonomía
del arte, entran en crisis ya a principios del siglo XX. La primera toma de posiciones al respecto es la discusión
sostenida por Theodor Adorno y Walter Benjamin en 1936.
Para Benjamin, las técnicas de reproducción permitieron acercar el arte tradicional a las masas y propiciaron
la producción de nuevas formas de acceso masivo como el cine. Desde su punto de vista, el arte técnicamente
reproductible puede convertirse en un instrumento de emancipación que permitiría establecer una sociedad
igualitaria. Adorno por el contrario, se aferra a la autonomía del arte como atributo fundamental de las obras,
aunque las dota de una cierta capacidad dialéctica.
• W. Benjamin. El ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica parte del
intento de renunciar en la teoría del arte a conceptos tales como la genialidad, el valor de la eternidad o el
misterio y sustituirlos por otros introducidos por primera vez en la teoría del arte.
Su tesis principal expone como hacia 1900 la reproducción técnica había alcanzado un nivel que, por un lado,
había convertido en su objeto al conjunto de las obras de arte y, por otro lado, había conquistado, por medio
del cine y la fotografía, un lugar propio entre los procedimientos artísticos vigentes. Pero hasta la más perfecta
reproducción le falta algo. Y ese algo que queda dañado de la obra de arte en su reproducción técnica es
su aura. Benjamin entiende el aura como señal del valor de culto de la obra de arte. Para él, la sociedad
burguesa moderna se relaciona con las obras de arte a partir del concepto de valor de culto sustituido ahora
por el concepto de autenticidad. Con el desarrollo de las técnicas de reproducción lo que se atrofia es el
aura de la obra de arte. Pérdida del aura que es más que evidente en medios como el cine que tenían ya
un lugar propio en la producción cultural contemporánea.
Pero lo interesante es que ese nuevo modo de reproducción técnica altera radicalmente la relación entre la
obra de arte y el público. En el cine hay una coincidencia entre la actitud crítica, que permite valorar la obra
y la actitud de disfrute por parte del público. Por el contrario, cuando el espectador se enfrenta a una obra
de arte moderno, su condición de inexperto le conduce a una actitud crítica de rechazo, disociándose la actitud
de disfrute y la actitud crítica. La segunda consecuencia, más discutible, de esa alteración que los medios
de reproducción producen en la recepción del espectador es lo que Benjamin llama recepción distraída o
disipada, radicalmente enfrentada a la contemplación recogida.
• La respuesta de Adorno. La propuesta de Benjamin es rápidamente respondida por Adorno entre 1936 y
1945. De entrada la considera una antítesis simple entre la obra con aura y la obra reproducida masivamente.
Lo importante para Adorno, es que el veredicto sobre la desaparición del aura no afecta a las obras de arte
“auténticas”, mientras que los productos de la cultura de masas no dejan de ser prácticamente Kitsch y
en ellos la pérdida del aura resulta poco menos que indiferente.
Con ello, Adorno quiere plantear una revalorización del arte autónomo y de su poder crítico, frente a la
postura de Benjamin. Lo que le interesa es volver a poner en primer plano la autonomía del arte pero desde
la capacidad dialéctica de las obras. Adorno objeta a Benjamin el hecho de que enfoque dialécticamente
la tecnificación y la alienación social, sin tener en cuenta el aspecto dialéctico de la obra de arte incluso
manteniendo ésta su autonomía.
Las consecuencias de este pensamiento son devastadoras para Adorno. Difumina o limita el arte no canonizado
y el comprometido políticamente, y además, su limitación estética equipara el proyecto vanguardista de la
“liquidación del arte” a la destrucción de la obra cerrada. Para Adorno las tendencias vanguardistas constituyen
la señal de una superación sin más de la autonomía del arte, y por ello una traición del arte a la sociedad
vigente (antivanguardismo). La autonomía del arte (moderna) es, para Adorno, irrenunciable. Greenberg
se encargará de salvar a la vanguardia aplicándole el concepto de autonomía del arte.
Adorno parte de una visión histórica del arte según la cual éste no puede ser definido sino que tiene su
concepto en la constelación de momentos que van cambiando históricamente por lo que, en principio, el arte
no podría deslindarse de su origen. Pero es que es en el origen donde estaría el problema y las obras de
arte desde su caracter innovador vanguardista, sólo pueden llegar a ser tales negando su origen, es decir,
rompiendo su vieja dependencia respecto a servidumbres y divertimentos.
Todo el significado político del debate Adorno/Benjamin, tan importante en aquel momento, queda en
suspenso en el periodo de Greenberg. Desde un punto de vista político, la postura de Benjamin significaría
reconocerle al proletariado, de manera inmediata, una función revolucionaria. A juicio de Adorno, mucho más
paternalista, la transformación sólo podría cumplirse de manera mediata a través de los intelectuales concebidos
como sujetos dialécticos que interactúan con la clase o las masas. Para Greenberg, al intelectual nada le va
ni le viene en el círculo del proletariado o incluso de las masas, incluida la clase media.
Los artistas minimal (Robert Morris, Donald Judd, Tony Smith) buscarían, en principio, “objetos tautológicos”
(que remitan a sí mismos) ajenos a cualquier discurso de tipo iconográfico o iconológico y al ilusionismo. Por
eso sus propuestas suelen ser figuras geométricas, simples, construidas de manera industrial. Pero las cosas
no son tan sencillas.
Didi-Huberman se para a pensar con la obra de Tony Smith y se da cuenta de varias cosas. De entrada, la
obra tiene una presencia y frente a ella, por mínima que sea, tenemos que tomar una postura. La obra tiene,
además, una latencia: su medida, los seis pies, nos permiten recordar la escala humana y, desde allí, el
volumen de un féretro. Ha convocado a la muerte. Se trata de una imagen dialéctica, aunque no tal como
Adorno la había entendido, sino en el sentido en que la explica el Benjamin: una imagen capaz de recordarse
sin imitar, capaz de volver a poner en juego y criticar lo que había sido capaz de volver a poner en juego.
Su fuerza, su belleza, residían en la paradoja de ofrecer una figura nueva hasta inaudita, una figura realmente
inventada de la memoria. Una imagen dialéctica es una imagen auténtica, es decir, una imagen crítica, en
crisis, una imagen que critica la imagen y critica nuestras maneras de verla en el momento que, al mirarnos,
nos obliga a mirarla verdaderamente. Y así puede proporcionar justamente el motor dialéctico de la creación
como conocimiento y del conocimiento como creación.
• Para Ranciére, a diferencia de Bück-Morss o de Clement Rosset, da la impresión de que el arte sí puede
ser una realidad completa con una capacidad política firmemente ajustada en lo que él entiende por “estética”.
Lejos de la idea de la fantasmagoría, el arte tendría una capacidad individual y colectiva en absoluto
anestesiante. Todo lo contrario. En el mundo contemporáneo, afirma, hemos liquidado la utopía estética: la
vieja fe en la capacidad del arte de contribuir a una transformación radical de las condiciones colectivas de
vida. Estamos en lo que llama “el presente postutópico del arte”. En él hay dos grandes posiciones: la
que pretende aislar el arte de cualquier relación directa con la vida, heredera de alguna manera de la vieja
idea del arte autónomo, y la que se conforma con un arte modesto, con formas modestas de una micropolítica
que se limitan a redisponer los objetos y las imágenes que forman el mundo común ya dado o a crear
situaciones dirigidas a modificar nuestra mirada (inquietar la visión) y nuestras actitudes con respecto a ese
entorno colectivo. Ambas posiciones encontradas, no son más que los fragmentos de una alianza rota entre
radicalismo artístico y radicalismo político, una alianza que designa el término “estética” que hay que recuperar.
En las dos posiciones postutópicas del arte hay una política que consiste en interrumpir las coordenadas
normales de la experiencia sensorial. Y es una política para todos, mucho más para los trabajadores que no
tienen tiempo para ocupar ese espacio y, por lo tanto, no tienen voz.
“El arte pertenece a un sensorium específico”. Esta afirmación de Ranciére podría poner a las formas del arte
como algo diferente a las formas ordinarias de la experiencia sensible. El espectador emancipado de Rancier
tendría una actividad equivalente a la inactividad. El poder de los espectadores es el poder que tiene cada
uno de traducir a su manera lo que percibe. Ese poder común vincula a los individuos “intersubjetivamente”.
De este modo Ranciére rechaza cualquier oposición entre un arte autónomo y un arte heterónomo, un arte
por el arte y un arte al servicio de la política, un arte del museo y un arte de la calle. Porque la autonomía
estética no es esa autonomía del “hacer” artístico, tal y como Greenberg hubiera querido. Es, más bien, la
autonomía de la experiencia sensible, ésa que, al poder todos disfrutar de ella, constituye “el germen de
una nueva humanidad”. Desde estos presupuestos todo arte es político. Toda imagen capaz de crear
suspensión o ante la que cada individuo es capaz de crear su suspensión es política.
B. UN CAMPO DESBORDADO
Lo que nos interesa es el evidente desbordamiento de la circunscripción de lo que tradicionalmente hemos
entendido como Historia del Arte por parte de los llamados Estudios Visuales, unos estudios que amplían el
campo de sus objetos a la totalidad de aquellos mediante los cuales se hace posible la transferencia social
de conocimiento promovido a través de canales en los que la visualidad constituye el soporte preferente de
comunicación. En estos estudios la condición básica es que no hay hechos de visualidad puros, sino sólo
actos de ver extremadamente complejos que son siempre el resultado de una complicada e híbrida
construcción cultural y que además incluyen todo el amplio repertorio de modos de hacer relacionados con
el ver y el ser visto, el mirar y el ser mirado, el vigilar y el ser vigilado, el producir imágenes y diseminarlas
o el contemplarlas y percibirlas, y la articulación de relaciones de poder, dominación, privilegio, sometimiento,
control que todo ello conlleva.
Bajo esta premisa José Luis Brea distingue dos escenarios para estos estudios. En el primero es obligado
el referente lacaniano y, en particular, el estudio de la constitución del yo en su relación con la construcción
de la mirada como estructura de relación instituyente de yo en el encuentro con el/lo otro, con el otro y con
el mundo. Recordemos a Lacan. En el capítulo titulado De la mirada como objeto a minúscula de Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis, el psicoanalista ofrece una descripción del campo visual que
se construye a partir del sujeto de la representación, la pantalla y la mirada. Cada vez que el sujeto mira ve
a través de la pantalla. La pantalla consiste en las representaciones culturalmente dominantes que se
encuentran en una cultura en un momento determinado. Es por lo tanto un velo que, al mismo tiempo que
nos “protege”, nos impide llegar a lo real, siempre traumático. Pero ese velo puede rasgarse, aunque sea un
poco. El segundo de los escenarios propuesto por José Luis Brea es el que analiza las imágenes en referencia
a los procesos de socialización, es decir, cómo las imágenes se dan al mundo y cómo ellas registran de una
manera inexorable el proceso de la construcción identitaria en un ámbito socializado, comunitario. Es evidente
que el referente mayor de este escenario es el trabajo de Michel Foucault.
C. HISTORIA Y POSICIONES
Estos dos escenarios muestran diferentes modos de trabajo, no excluyentes sino complementarios, a lo que
han llegado los Estudios Visuales después de una breve historia y una larga discusión. En Una introducción
a la cultura visual, uno de los libros pioneros sobre el tema, de Nicholas Mirzoeff traza la historia de las
tecnologías de la representación, desde la cámara oscura del siglo XVI hasta el ordenador de finales del
siglo XX. Su conclusión era bastante contundente: el auge de los mass media globalizados y de las instituciones
de distribución de imágenes supone que el arte solamente se ocupa ahora de un lugar limitado y básicamente
insignificante dentro de la economía general de las representaciones visuales, en la Cultura visual. No sólo
como resultado de las posibilidades que aportan las nuevas tecnologías, sino también de la dependencia que
el fetichismo de la mercancía tenía respecto al espectáculo visual.
Algunos han visto los Estudios Visuales como una amenaza sustancial y han reaccionado de forma defensiva;
otros, por el contrario, les han dado la bienvenida como un soplo de aire fresco que proporcione los mecanismos
para una ruptura decisiva con las prácticas restrictivas de la Historia del Arte.
• Renovación de la metodología. La segunda, protagonizada por teóricos ansiosos por renovar las viejas
disciplinas desde fórmulas de interdisciplinariedad y liderada por teóricos culturales y sociólogos inscritos en
el movimiento académico de los Estudios Visuales dejaban atrás una Historia del Arte entendida como un
registro de obras maestras de elevado carácter estético, con el canon de excelencia occidental, y atrás
quedaba también una consideración de la obra como mero reflejo del contexto social. Adiós al arte por el
arte y adiós también a la historia social del arte. Trabajaban en una historia de las imágenes en la que lo
que importaba era el significado cultural. Estaban trabajando, entre otras, “las imágenes del arte” y quizás
no las obras de arte. Susan Bück-Morss se ocupará de explicar esto en su artículo Estudios Visuales e
imaginación global. Para Susan Bück-Morss la imagen surge cuando se desprende de su contexto y este
hecho será muy importante para la Historia del Arte porque la Historia del Arte como disciplina tiene una fuerte
deuda con la tecnología fotográfica largamente ignorada por las historias fundacionales de la propia disciplina.
Al principio de la era moderna europea, la apreciación artística exigía viajar para visitar los lugares del arte.
Con la aparición de la fotografía todo esto cambió y la Historia del Arte se estudia a través de las reproducciones
fotográficas y de las diapositivas.
La Historia del Arte, tal como se ha enseñado en muchas ocasiones separada de su objeto de estudio, ha
sido durante mucho tiempo un estudio visual de sus imágenes. Y las imágenes son mediadoras entre las
cosas y el pensamiento. Son percepciones congeladas, proporcionan el marco para las ideas. Las imágenes,
entonces, no son copias del arte y no reemplazan a la experiencia artística, pero al ser herramientas de
pensamiento su potencial como productoras de valor exige su uso creativo. Es decir, esas imágenes que
flotan en google para todos (incluidas las de arte, fotografías diferentes a la obra como objetos y que crean
en consecuencia una experiencia diferente), son materia de creatividad individual, materia al final para pensar.
Evidentemente Susan Bück-Morss se da cuenta de que las consecuencias políticas de todo esto son muy
relevantes. En el mundo-imagen globalizado los que tienen el poder producen un código narrativo. La
promiscuidad de la imagen permite fugas, en un campo estético no contenido por la narración oficial del poder.
• Una amenaza para la Historia del arte. Los Estudios Visuales suponen un claro cuestionamiento al concepto
de autonomía que formulara Adorno. La defensa por parte de Adorno del arte elevado y la crítica a la industria
cultural le llevó a ver en la cultura popular una nueva forma de mercancía y a formular la teoría de la negación.
Rosalind Krauss en Welcome to the Cultural Revolution, vio en el proyecto interdisciplinar de los Estudios
Visuales un síntoma de falta de disciplina en la Historia del Arte, un episodio culturalmente desafortunado
que en último término respondía a los intereses de consumo del capitalismo tardío. Hal Foster constataba
el peligroso deslizamiento que suponía ampliar el territorio de la autonomía del arte y de su espina dorsal,
la historia, hacia lo visual y lo cultural. Según Foster se podía encontrar un paralelismo entre los imperativos
sociales y las asunciones antropológicas, que explicarían el paso de la historia a la cultura, y los imperativos
tecnológicos y las asunciones psicoanalíticas, que gobernarían el paso del arte a lo visual. Y en este nuevo
combinado, titulado Cultura Visual la imagen sería una herramienta analítica que había situado el artefacto
cultural en nuevas vías si bien a costa de olvidar toda formulación histórica. Desde esta posición teórica,
Foster vuelve a defender una autonomía que debe entenderse como un antídoto a la alienación y al fetichismo
de la mercancía.
Van Alphen señala que no se plantea que no exista ninguna diferencia entre los objetos populares y fabricados
en serie y los tradicionalmente interpretados como Bellas Artes. Es, simplemente, pensar que ambos pueden
partir de los mismos temas y generar preguntas semejantes, lo que en ambos casos transgrede el campo
de sus singulares genealogías.
• ¿Qué puede al arte? La Historia del Arte puede tener que ver con los Estudios Visuales y Culturales si
se ocupa de las obras de arte como articulaciones históricas de cuestiones que no pertenecen estrictamente
al repertorio cosificado de las genealogías de la Historia del Arte. Se impone un cambio metodológico,
necesario para una Historia del Arte más ambiciosa culturalmente. Pero lo importante es que porque el arte
piensa, ha pensado siempre, podemos pensar con sus obras y sus imágenes, quizás con más frescura y
algo más de ambición.