Autores Tabasqueños - Cuentos

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AUTORES TABASQUEÑOS.

El agua espió por la puerta


Gabriela Gutiérrez Lomasto

Narración costumbrista que retrata la


relación del habitante del trópico con su entorno natural.

I
Silbaba el viento con profunda agonía. La llama del quinqué bailaba una
danza discordante ante mis ojos. Asida de los hilos de la hamaca,
temblaba más de miedo que de frío, cuando empezó a crecer el agua. El
norte cerrado no sé de cuántos días, había impedido mi regreso a la
ciudad y, ahora, estaba allí en ese mundo de cosas nuevas y lejos por
primera vez de los míos.
Entonces, los brazos de madera cedieron al viento y las gotas de agua
empujándose unas a otras, llegaron casi hasta el centro de la pieza. Se oía
claramente el llanto desigual de los animales que, como medida de
protección, fueron llevados hacia la loma. En ese lugar levantaba su frente
la escuelita.

De coca se fregaron tanto sembrando, las mazorcas que


recojan no las van a querer ni los marranos. Yo por eso no
pierdo mi tiempo en la tierra…
Tenía días que el sonoro llamado de la campana se había apagado. Yo
pensé que nosotros debíamos ir también como ellos a la loma.

—No es prudente abandonar las casas cuando más nos necesitan —dijo
don Chelino. Se levantó de la hamaca con una colcha doblada sobre los
hombros, aseguró las trancas de nuevo, se calentó las manos en el
bombillo y volvió a sentarse.

—Cuando pase la creciente hay que empezar otra vez.

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Este año no floreó el mango casi nada y la cosecha de maíz será poca, así que
el cordonazo de San Francisco no creo que venga muy fuerte. Sólo cuando
encuentra algo que llevarse, crece y crece. Así ha sido siempre desde que
enterraron el primer palo por estos rumbos y Dioscórides acabara con la
poca confianza de la gente. Es como si lo estuviera oyendo: “De coca se
fregaron tanto sembrando, las mazorcas que recojan no las van a querer ni
los marranos. Yo por eso no pierdo mi tiempo en la tierra; no hay como
despellejar lagartos, echarle cuetes al río e irse a la linterneada”. La flojera
de él tendrá justificación y eso es lo malo; va a enterrar la mala semilla en el
pensamiento de los demás, todos van a querer sacarle al río lo que se llevó y
van a querer arañarle hasta las tripas para desquitarse. Lo peor del caso es
que llegada la veda, cuando tengo que hacer respetar mi autoridad y
estimándolos a todos, no quisiera causarle perjuicio a ninguno.

Su voz era suave y firme, la voz de un creyente sencillo y sincero, de esos


pocos que da la tierra y que más bien por costumbre nadie toma en cuenta.

II
—Perder todo este trabajo es malo, muy malo; pero lo peor es ver
desmoronarse los ánimos, tomarse débil la voluntad, desvanecerse la fe y el
hombre que la olvida…, ¡ese ha perdido todo!

Sus palabras suenan en mis oídos, tan frescas y tan suaves como entonces. Se
recostó de nuevo en la hamaca cruzando los brazos detrás de la cabeza,
meciéndose hasta encontrar con el pie una silla y de ella, comenzó a
empujarse.

En unas tablas, atravesadas en las vigas de la casa, había un sinfín de cosas:


latas de manteca, de petróleo, saquillos de arroz, frijol y maíz, racimos de
plátano, yuca, camotes, monturas, lías…, qué sé yo.

—Con esto le haremos frente, si empeora la situación; alcanzará para


nosotros y los que lo necesiten…, sí…, empezaremos de nuevo.
Perder todo este trabajo es malo, muy malo; pero lo peor es
ver desmoronarse los ánimos, tomarse débil la voluntad,
desvanecerse la fe y el hombre que la olvida…, ¡ese ha perdido
todo!
Los que allí estaban, cierta estoy, no pensaban lo mismo. Se les veía en las
caras; cada quien expresaba el atraso en que vivía y sus distintas
necesidades: la compostura de los dientes de unos, la reparación de las casas
de otros, el pago de una deuda que ganaba intereses, el retraso de la
promesa hecha al Señor de Tila, el llevar al doctor de la ciudad a la mujer
enferma… En fin, cosas tan importantes para ellos que tendrían que seguir
esperando. Mientras, el agua espió por la puerta y entró, se escurrió hasta
llegarles a los pies e instintivamente los subieron a los barrotes de las sillas.
Nadie se movía.

El jardincillo, orgullo de la casa, con sus piedras pintadas de cal, formando


arriates, ¡cómo me gustaba traerle agua del río y arrancarle el mal monte y
sacar las lombrices!…

¡Dios mío!…, y esa gente seguía allí sin luchar por ahuyentada, des hiendo
hacer algo, igual que lo hicieron cuando pasó el chapulín. Recuerdo que a
unas semanas después de mi llegada, un hombre a caballo apenas si paró
para avisar que por la loma de los Vidales venía una manga de chapulines:

—Prepárense —dijo—, yo seguiré avisando el rumbo que sigan.

Todo se volvió órdenes, carreras, fueron por los niños de la escuela y la


maestra; la campana sirvió para llamar a los hombres que estaban en el
monte. Las mujeres cerraron las casas y provistas de toallas y sombreros en
las cabezas, comenzaron a amontonar cazuelas, latas y todo lo que hiciera
ruido. Juntaron palos y les amarraron capullos de joloche en las puntas; fue
una actividad asombrosa. Mi curiosidad e impaciencia crecía ante todos esos
preparativos. Corrieron a la planada de “El Zapote” allí, en una gran fila los
esperaron. ¡Creo que eran todos los chapulines del mundo!, una sola,
inmensa sombra se dejaba venir y se oía el zumbido cada vez más fuerte, de
pronto empezaron a sonar de manera infernal, todas las latas y cazuelas. La
sombra uniforme bajó como un avión, todos los palos se prendieron y
levantaron al instante, retrocedieron un poco y luego echaron a correr
detrás de los animales que huían. El ruido seguía, había puños de chapulines
en el suelo, se arrastraban, no podían volar, pero corrían, se escondían entre
el zacate donde los machacaban con los pies, con los cactes. Yo me guardé
uno ¡era lindo!, pareciome un grillo, sólo que con todos los tonos del rosa
bajo sus alas. Quise conservado para enseñárselo a mis hermanos; pero se
murió pese a mis cuidados y colgando del hilo con el cual había amarrado
sus patas, lo guardé aún varios días. Los árboles y las matas que habían
encontrado en su camino lucían desnudos y eso que sólo habían tardado en
ellos lo que un suspiro.

En cambio, con el agua, nada hacían los hombres. Ella seguía adelante, dueña
absoluta del miedo inconfesado y la desesperanza. La noche se estiraba
gozando la angustia de la espera silenciosa y se extendía más y más. El sueño
cerraba mis ojos y el olor de tabaco me mareaba. Las muchachas de la casa
hablaban y guardaban cosas en las otras piezas. Las voces se fueron
volviendo murmullos y me quedé dormida.

Al día siguiente, mi primer pensamiento al despertar fue mirar al suelo.


Doña Adela con sus botas de hule entraba en ese momento.
—No te asustes —me dijo—, ya sólo crecerá muy poco, pídele a Dios que no
se quede así por muchos días. No vayas a tirarte al agua sin zapatos. Toña te
traerá unos botines viejos.

Mientras, el agua espió por la puerta y entró, se escurrió


hasta llegarles a los pies e instintivamente los subieron a los
barrotes de las sillas. Nadie se movía.
El agua estaba fría, pero pronto pasó esa sensación; caminaba con dificultad
porque me llegaba a las rodillas. La gente de la casa iba y venía en los
quehaceres; me dieron la impresión de que se movían como patos. Mis pasos
se dirigieron al jardín; todo estaba cubierto de agua, algunas ramas en
desorden y las hojas aún se inclinaban al pellizco de la lluvia; en la reja que
lo separaba del corredor permanecí largo rato observando. Unos caracolitos
pegados en las tablas que hacían de pared me llamaron la atención y
tomando un gajo cualquiera, empecé a desprenderlos. Toña venía de la
cocina con una jícara de café y una “gruesa” con manteca. Se paró junto a mí
y como viera lo que hacía, me advirtió:

—¿Ves hasta dónde están? Pues hasta allí llegará al agua solamente, por eso
todos estamos contentos.

—¿De manera que la tranquilidad de esta gente, en casos como éste,


dependía de hasta dónde pegaran sus casitas estos insignificantes
animalitos?

—Pero Toña —le insistí—, ¿y si se les hubiera ocurrido pegarse al techo,


qué?
—Ya no estaríamos aquí, porque el agua hasta allí llegaría. Ellos saben hasta
dónde estarán seguros, lo saben de años, tú no, porque no entiendes de esto.

Era verdad, la gente de la ciudad sabemos tan poco, pensando que todo lo
sabemos. La naturaleza le enseña al campesino, con mano propia, un infinito
mundo de cosas grandes y pequeñas, dotándolo de increíble sabiduría.

El coche del campesino, su cayuco, permanecía aún amarrado en las


entradas de las casas, lleno un poco de las cosas indispensables. Y estoy
segura ahora que, pasara lo que pasara, no se habrían despegado del lugar.
Tierra y campesino tienen un lazo umbilical más fuerte que todas las
adversidades.

Están unidos para siempre con esa soldadura que da el llanto y el cariño, la
ilusión de sentida suya al recibir el grano y cortar la siembra luego de
pasarse días y días acariciándola con la mirada, es el título de propiedad que
ellos poseen y el que vale para sus conciencias. La bondad de la tierra es
inmensa.

¿Cómo abandonarla entonces?

III
El agua llegó hasta donde los caracoles se prendieron y al día siguiente y al
otro, fue retrocediendo. Como no volteaba a ver por donde pasaba, se fue
llevando cosas que ya antes había tirado y allá iba, camina y camina para
atrás hasta que sólo fue quedando su olor; se zambulló en la misma laguna y
se fue sepa Dios dónde. ¿Por qué tenía que salirse así, año con año? ¿Qué
tenía que andar espiando por debajo de las puertas del caserío? Nadie lo
sabe; pero ella llegaba y llegaba todos los años.

Sí, la única culpable era el agua; pero había una esperanza: una noticia en un
periódico, don Chelino la encontró en la envoltura de unas veladoras. Decía
muy claramente que iban a aprisionandola, que todo ese universo líquido
podría salir sin causar daño, sólo cuando fuera necesario. Ello, claro,
requería tiempo y dinero; pero, era posible. Con los años eso sería un hecho,
estaba seguro.

Ese recorte fue su más poderosa arma. Lo leía en todas las juntas
municipales y se lo volvía a leer a quienes sentía sin fuerzas para seguir
cargando sus esperanzas.

Sí, la única culpable era el agua; pero había una esperanza:


una noticia en un periódico, don Chelino la encontró en la
envoltura de unas veladoras. Decía muy claramente que iban
a aprisionandola, que todo ese universo líquido podría salir
sin causar daño, sólo cuando fuera necesario. Ello, claro,
requería tiempo y dinero…
—Es probable que no lo vea yo —decía—, pero Toña y los demás chamacos
lo verán. A ellos y a todos los que vengan atrás les tocará recibir su beneficio.
La fe que tenemos sembrada aquí, no puede llevársela el río. Lo saben
quienes han pensado en ello y no pueden dejarla ahogar. Esto va a ponerse
verde todo el año. Se levantarán las cosechas, pero no las sembradas con
dudas y temores; éstas serán de progreso y de confianza. Sólo hace falta un
poco más de paciencia.

Pero esa paciencia gastada ya por los años de llevada encima y arrastrada en
jirones, estaba por llegar a su término Se apagaba con la noche del tiempo, se
iba volviendo cenizas al igual que el incendio que meses antes casi acaba con
la pastura del mejor potrero. Huelo aún el sudor, el humo y la tierra herida.
Vuelvo a mirar todo cuando hago recuerdos de aquella maravillosa noche
del retomo. La sombra redonda de los árboles marcaba el medio día,
laventolera surgida de pronto cruzó el fuego a terrenos sembrados pese a las
precauciones tomadas en ese tiempo de seca, que era el mismo de la quema.
La raya era amplia y limpia. Pese a ello, cuando uno de los vigilantes se dio
cuenta ya el fuego avanzaba a gran prisa. El viento prendía mechas acá y allá,
tronaba el zacate con desesperación y se resquebrajaban las matitas
silvestres, aún cuando Toña y yo llegamos. Parecía que a cada uno de los
hombres que allí estaban les habían crecido muchos brazos.

Abrieron una zanja, desgarrando a golpe de machete todo cuanto pudiera


servir de puente a las llamas que avanzaban rojas de furia. Prendieron fuego
al extremo opuesto y con los chontales en las manos comenzaron a azuzar
las llamaradas que empezaban a formarse, para que éstas acudieran al
encuentro de las primeras. Y así fue, de aquel encendido choque, sólo el
troneteó de las ramas secas y nubes de cenizas que se iban volando lejos,
ennegreciendo el cielo, recuerdo con mayor precisión. Los hombres
profundamente cansados, con las manos llenas de ampollas y mojados de
sudor, empezaron a juntarse. Las mujeres habían llegado también con ollas
de café negro, botellas de aguardiente y manteca con sal, por si alguno
resultaba con quemaduras.

Don Chelino, secándose el sudor con su paliacate, emprendió también el


regreso. Dios había iluminado la noche más hermosa que jamás vi. La luna
prestó el azul de sus pupilas a aquel pedazo de tierra y todas las estrellas del
cielo bajaron a sembrar de luces el camino, según avanzábamos; el fresco
hacía más adorable su caricia, el olor de la tierra quemada se tomaba más
fuerte a medida que el sereno la humedecía; el canto de los grillos, el croar
de las ranas o los ruidos de los pájaros, interrumpían el santo silencio de esa
noche. Sobre las puntas del zacate las gotas del rocío se empinaban para
mirar el cielo y los cocuyos prendían de chispas el espacio con sus guiñas
luminosos.

Varios hombres se fueron quedando por sus rumbos, no sin antes


despedirse con un “buenas noches”, o un “ahí después nos vemos”, otros se
quedaron en las casitas cercanas y muy pocos cruzaron la portada a los
terrenos del rancho. Los perros se echaron a correr sobre nosotros y los
patos hicieron una alharaca infernal. La carrera plantada hasta el lugar del
incendio, el lento regresar y la visión indescriptible de ese punto perdido en
el universo, tan bello, tan hermosamente inolvidable, del que no podía
apartar los ojos, hiciéronme corto el mejor de los caminos que jamás recorrí.

La esperanza de aquel viejo bueno se volvió negra realidad.

Llegaron muchos hombres que ningún cariño le tenían a su tierra y la


hirieron por todas partes, sembrándole torres inmensas de hierro y fuego.
Los pájaros, la luna, los cocuyos… Todo huyó. Se murieron los peces y los
lagartos. El hombre del campo que amaba lo verde de sus montes y sus
árboles, que amaba su impotencia ante el agua que era lo mismo alegría y
dolor, de alguna manera también huyó o murió; se perdió en el oscuro
líquido de una riqueza que nunca será suya. ¡Sí!, de alguna forma ya nada
volvió a ser igual. ¡Nada! Ni los mismos hombres.

Tomado de Gutiérrez Lomasto, Gabriela. ¿Quién le corta las alas a los pájaros?
FONAPAS/ Gobierno del Etado de Tabasco. 1982

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