Doctrinas Básicas
Doctrinas Básicas
Doctrinas Básicas
Doctrinas básicas
Las Doctrinas básicas se deben recalcar tanto en las clases de seminario como de
instituto. Los maestros deben ayudar a los alumnos a identificar, entender, creer,
explicar y aplicar estas doctrinas del Evangelio. Eso ayudará a los alumnos a
fortalecer su testimonio y a aumentar su agradecimiento por el Evangelio
restaurado de Jesucristo. El estudiar estas doctrinas también contribuirá a que los
alumnos estén mejor preparados para enseñar estas importantes verdades a los
demás.
1. La Trinidad
La Trinidad se compone de tres personajes diferentes: Dios el Eterno Padre, Su
Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo (véase José Smith—Historia 1:15–20). El Padre
y el Hijo tienen cuerpos tangibles de carne y huesos, y el Espíritu Santo es un
personaje de espíritu (véase D. y C. 130:22–23). Ellos son uno en propósito y
doctrina y están perfectamente unidos para llevar a cabo el divino Plan de
Salvación de nuestro Padre Celestial.
Dios el Padre
Dios el Padre es el Gobernante Supremo del universo y es el Padre de nuestro
espíritu (véase Hebreos 12:9). Es perfecto, tiene todo poder y sabe todas las
cosas. También es un Dios de misericordia, bondad y caridad perfectas.
Jesucristo
Jesucristo es el Primogénito del Padre en el espíritu y el Unigénito del Padre en la
carne; es Jehová del Antiguo Testamento y el Mesías del Nuevo Testamento.
Vivió una vida sin pecado y llevó a cabo una expiación perfecta por los pecados de
toda la humanidad (véase Alma 7:11–13). Su vida es el ejemplo perfecto de la
forma en que deben vivir todos los seres humanos (véase Juan 14:6; 3 Nefi
12:48). Él fue la primera persona de la tierra que resucitó (véase 1 Corintios
15:20–22). Él vendrá de nuevo en poder y gloria, y reinará sobre la tierra durante
el Milenio.
Toda oración, bendición y ordenanza del sacerdocio deben efectuarse en el
nombre de Jesucristo (véase 3 Nefi 18:15, 20–21).
Referencias afines: Helamán 5:12; D. y C. 19:23; D. y C. 76:22–24.
El Espíritu Santo
El Espíritu Santo es el tercer miembro de la Trinidad. Es un personaje de espíritu,
y no posee un cuerpo de carne y huesos. A menudo se hace referencia a Él como
el Espíritu, el Santo Espíritu, el Espíritu de Dios, el Espíritu del Señor y el
Consolador.
El Espíritu Santo da testimonio del Padre y del Hijo, revela la verdad de todas las
cosas y santifica a quienes se arrepienten y se bautizan (véase Moroni 10:4–5).
Referencias afines: Gálatas 5:22–23; D. y C. 8:2–3.
2. El Plan de Salvación
En la existencia preterrenal, nuestro Padre Celestial presentó un plan para
permitirnos llegar a ser como Él, y obtener la inmortalidad y la vida eterna
(véase Moisés 1:39). En las Escrituras se hace referencia a este plan como el plan
de salvación, el gran plan de felicidad, el plan de redención y el plan de
misericordia.
El Plan de Salvación comprende la Creación, la Caída, la expiación de Jesucristo
y todas las leyes, ordenanzas y doctrinas del Evangelio. El albedrío moral, que es
la capacidad de escoger y actuar por nosotros mismos, es también esencial en el
plan de nuestro Padre Celestial (véase 2 Nefi 2:27). Gracias a este plan, podemos
ser perfeccionados por medio de la Expiación, recibir una plenitud de gozo y vivir
para siempre en la presencia de Dios (véase 3 Nefi 12:48). Nuestros vínculos
familiares pueden perdurar por las eternidades.
Referencias afines: Juan 17:3; D. y C. 58:27.
La vida preterrenal
Antes de nacer en la tierra, vivíamos en la presencia de nuestro Padre Celestial
por ser Sus hijos procreados como espíritus (véase Abraham 3:22–23). En esa
existencia preterrenal, participamos en un concilio junto con los demás hijos
espirituales de nuestro Padre Celestial. En ese concilio, el Padre Celestial
presentó Su plan y Jesucristo hizo convenio en la vida preterrenal de ser el
Salvador.
Nosotros usamos nuestro albedrío para seguir el plan de nuestro Padre Celestial y
nos preparamos para venir a la tierra, donde podríamos seguir progresando.
Debemos usar los recursos de la tierra con sabiduría, juicio y gratitud (véase D. y
C. 78:19).
Adán fue el primer hombre creado sobre la tierra. Dios creó a Adán y a Eva a Su
propia imagen. Todos los seres humanos, hombres y mujeres, son creados a
imagen de Dios (véase Génesis 1:26–27).
La Caída
En el Jardín de Edén, Dios mandó a Adán y a Eva que no comieran del fruto del
árbol de la ciencia del bien y del mal; la consecuencia de hacerlo sería la muerte
espiritual y física. La muerte espiritual es la separación de la presencia de Dios, y
la muerte física es la separación del espíritu y el cuerpo mortal. Debido a que
Adán y Eva transgredieron el mandato de Dios, fueron expulsados de Su
presencia y llegaron a ser mortales. A la transgresión de Adán y Eva y a los
cambios resultantes que ellos experimentaron, incluidas la muerte espiritual y
física, se les llama la Caída.
Como resultado de la Caída, Adán y Eva y su posteridad podrían saber lo que era
el gozo y el pesar, conocer el bien y el mal, y tener hijos (véase 2 Nefi 2:25 ).
Como descendientes de Adán y Eva, heredamos un estado caído en la vida
terrenal, en la que estamos separados de la presencia del Señor y sujetos a la
muerte física. También se nos prueba con las dificultades de la vida y las
tentaciones del adversario (véase Mosíah 3:19).
La Caída es una parte esencial del plan de salvación de nuestro Padre Celestial.
La Caída tiene un doble rumbo: hacia abajo, pero también hacia adelante. Además
de haber traído la muerte física y la espiritual, nos dio la oportunidad de nacer en
la tierra y de aprender y progresar.
La vida terrenal
La vida terrenal o mortal es un tiempo de aprendizaje en el que podemos
prepararnos para la vida eterna, y demostrar que usaremos nuestro albedrío para
hacer todo lo que el Señor ha mandado. En esta vida terrenal, debemos amar y
servir a los demás (véase Mosíah 2:17; Moroni 7:45, 47–48).
En la vida terrenal, nuestro espíritu está unido a nuestro cuerpo físico, lo cual nos
da oportunidades de progresar y desarrollarnos de modos que no eran posibles en
la vida preterrenal. Nuestro cuerpo es una parte importante del Plan de Salvación
y debe respetarse como un don de nuestro Padre Celestial (véase 1 Corintios
6:19–20).
Referencias afines: Josué 24:15; Mateo 22:36–39; 2 Nefi 28:7–9; Alma 41:10; D. y
C. 58:27.
La vida después de la muerte
Cuando morimos, nuestro espíritu entra en el mundo de los espíritus y espera la
resurrección. A los espíritus de los justos se les recibe en un estado de felicidad
que se llama paraíso. Muchos de los fieles predicarán el Evangelio a quienes se
encuentran en la prisión espiritual.
El reino telestial es el más bajo de los tres reinos de gloria; los que heredarán este
reino serán los que hayan elegido la iniquidad en vez de la rectitud durante la vida
terrenal. Esas personas recibirán su gloria después de haber sido redimidos de la
prisión espiritual.
Las dispensaciones anteriores son las de Adán, Enoc, Noé, Abraham, Moisés y
Jesucristo. También ha habido otras dispensaciones, incluyendo las que hubo
entre los nefitas y los jareditas. El Plan de Salvación y el evangelio de Jesucristo
se han revelado y enseñado en todas las dispensaciones.
Apostasía
Cuando las personas se apartan de los principios del Evangelio y no cuentan con
las llaves del sacerdocio, se encuentran en un estado de apostasía.
Esta apostasía se prolongó hasta que nuestro Padre Celestial y Su Hijo Amado se
aparecieron a José Smith e iniciaron la restauración de la plenitud del Evangelio.
Restauración
La restauración es la restitución que Dios hace de las verdades y ordenanzas de
Su evangelio entre Sus hijos en la tierra (véase Hechos 3:19–21).
Como preparación para la Restauración, el Señor escogió hombres nobles durante
lo que se denomina la Reforma. Ellos intentaron restituir la doctrina, las prácticas y
la organización religiosa a la forma en que el Señor las había establecido. Sin
embargo, no tenían el sacerdocio ni la plenitud del Evangelio.
El Sacerdocio Aarónico “tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio
de arrepentimiento, y del bautismo” (D. y C. 13:1).
Sacerdocio de Melquisedec
El Sacerdocio de Melquisedec es el sacerdocio más alto, es decir, el mayor, y se
encarga de administrar los asuntos espirituales (véase D. y C. 107:8). Adán recibió
este sacerdocio mayor y ha estado en la tierra siempre que el Señor ha revelado
Su evangelio.
Primeramente se llamó “el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios” (D.
y C. 107:3), pero después llegó a conocerse como el Sacerdocio de Melquisedec,
llamado así en honor a un gran sumo sacerdote que vivió en la época del profeta
Abraham.
Los oficios del Sacerdocio de Melquisedec son: élder, sumo sacerdote, patriarca,
setenta y apóstol. El presidente del Sacerdocio de Melquisedec es el Presidente
de la Iglesia.
El don del Espíritu Santo no es lo mismo que la influencia del Espíritu Santo. Antes
del bautismo, una persona puede sentir la influencia del Espíritu Santo de vez en
cuando y, mediante esa influencia, recibir un testimonio de la verdad
(véase Moroni 10:4–5). Después de recibir el don del Espíritu Santo, la persona
tiene derecho a la compañía constante del Espíritu Santo, siempre y cuando
cumpla los mandamientos.
Otras ordenanzas de salvación incluyen la ordenación al Sacerdocio de
Melquisedec (para los varones), la investidura del templo y el sellamiento del
matrimonio (véase D. y C. 131:1–4). Todas las ordenanzas del sacerdocio
necesarias para la salvación van acompañadas de convenios. Esas ordenanzas
de salvación también pueden efectuarse de forma vicaria en el templo a favor de
personas fallecidas. Las ordenanzas vicarias son efectivas sólo cuando las
personas fallecidas las aceptan en el mundo de los espíritus y honran los
convenios relacionados con dichas ordenanzas.
Otras ordenanzas, como la bendición de los enfermos y dar un nombre y bendecir
a los niños, también son importantes para nuestro progreso espiritual.
El divino plan de felicidad permite que las relaciones familiares se perpetúen más
allá del sepulcro. Se ha creado la tierra y se ha revelado el Evangelio a fin de que
se puedan formar familias, y de que éstas puedan sellarse y ser exaltadas por la
eternidad. (Véase “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona,
noviembre de 2010, pág. 12; véase también LDS.org/topics/family-proclamation).
Referencias afines: Génesis 2:24; Salmos 127:3; Malaquías 4:5–6; D. y C. 131:1–
4.
9. Los mandamientos
Los mandamientos son las leyes y requisitos que Dios da a la humanidad. Cuando
cumplimos Sus mandamientos, demostramos nuestro amor a Dios (véase Juan
14:15). El Señor nos bendice cuando obedecemos Sus mandamientos (véase D. y
C. 82:10).
Los dos mandamientos más básicos son: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente”, y “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (Mateo 22:36–39).
Los Diez Mandamientos son una parte esencial del Evangelio y son principios
eternos necesarios para nuestra exaltación (véase Éxodo 20:3–17). El Señor los
reveló a Moisés en la antigüedad y los ha repetido en las revelaciones de los
últimos días.
Hay otros mandamientos como la oración diaria (véase 2 Nefi 32:8–9), enseñar el
Evangelio a otras personas (véase Mateo 28:19–20), cumplir con la ley de
castidad (véase D. y C. 46:33), pagar un diezmo íntegro (véase Malaquías 3:8–
10), ayunar (véase Isaías 58:6–7), perdonar a los demás (véase D. y C. 64:9–
11),tener un espíritu de gratitud (véase D. y C. 78:19), y observar la Palabra de
Sabiduría (véase D. y C. 89:18–21).
Referencias afines: Génesis 39:9; Isaías 58:13–14; 1 Nefi 3:7; Mosíah 4:30; Alma
37:35; Alma 39:9; D. y C. 18:15–16; D. y C. 88:124.