Vergonzoso Silencio
Vergonzoso Silencio
Vergonzoso Silencio
—Andi, tía, ¿cómo estás? Anoche ya vi las fotos que colgaste. Los pueblos son
lo más. Creo que tus abuelos te han dado de comer demasiado, ¿no? –le dijo
Pilar, una de sus mejores amigas, cuando llegó a su altura y se fundieron en un
sentido abrazo. Ella siempre hacía bromas de ese tipo. Andrea estaba más que
acostumbrada, era así con todos.
En cuestión de minutos empezaron a llegar todas las demás. Abrazos, besos y
grititos de alegría por el reencuentro. Andrea se quedó en un segundo plano, en
silencio. Se alegraba tanto de verlas, de volver a juntarse, de vivir aquel momento
con ellas. Pero, seguía nerviosa. Le preocupaba que las separasen. Existía esa
posibilidad y cada vez que lo pensaba le temblaba todo el cuerpo. Llevaban
desde los 6 años juntas, inseparables. Incluso los padres de todas se habían
hecho buenos amigos y eso propiciaba también los encuentros fuera del horario
escolar.
¿Seguirían tan unidas si las distribuían en diferentes aulas? Esa era la cuestión
que más le preocupaba.
—Hola, tesoro. ¿Cómo ha ido el primer día? –le dijo su madre, Lana, con
precaución al ver su postura cabizbaja al subir al coche.
—Pues no muy bien, mamá. Es el peor día de mi vida. Nos han separado, mamá.
O, mejor dicho: me han separado –le dijo Andrea mirándole directamente a la
cara, con los ojos anegados por las lágrimas que estaban a punto de derramarse
y la angustia clavada en el corazón.
A su madre se le encogió el alma verla tan afectada. En otras circunstancias
incluso se hubiera echado a reír, pero recordaba lo que se podía llegar a sufrir y
la magnitud con la que se tomaban este tipo de cosas con la edad de su hija.
—Mamá, estoy sola en clase. Pi y Olga en un aula y Sara y Lidia en otra. Y
yo…sola. No es justo, mamá. ¿Por qué nos han tenido que separar? –en ese
momento Andrea ya lloraba desconsolada.
Su madre decidió estacionar el coche, apagar el motor y girarse para mirar a su
hija, cogerle ambas manos y presionarlas con cuidado para reconfortarla.
—Mira, tesoro. Sé que estás disgustada, que se han hecho realidad tus peores
sospechas. Pero, “dale la vuelta a la tortilla”. Piensa que, a pesar de estar
separadas en diferentes clases, podéis encontraros en los recreos, a mediodía
y fuera del colegio, por supuesto. Esto no significa que dejéis de ser amigas,
solamente dejáis de ser compañeras este curso. Quién sabe si el curso próximo
volvéis a estar juntas. Además, con lo que os gusta tener “amigos” en las redes
sociales, ahora tendrás la oportunidad de conocer a más gente con la que poder
entablar una bonita y nueva amistad. Hija, no te cierres en banda a las primeras
de cambio. Eres una jovenzuela inteligente y sociable. No se te hará muy difícil
hacer nuevos amigos.
Andrea se quedó en silencio, sopesando las palabras de su madre.
Asimilándolas. “Mamá, tiene razón”, pensó. Sonrió al darse cuenta de las
posibilidades que se le abrían ante una clase con compañeros nuevos. Lo tenía
decidido, al día siguiente empezaría a forjar esas nuevas amistades. Seguro que
aprendería mucho con ellas.
—Mami, ¿puedo decirte una cosa? – Lana afirmó con la cabeza, con miedo a la
reacción de su hija pues confiaba en que la hubiera animado, pero con las
hormonas a flor de piel, no se podía asegurar nada. –No me llames “jovenzuela”,
por favor. Pareces más mayor.
Lana abrió los ojos por la sorpresa del comentario. Andrea no lo pudo resistir y
empezó a reírse a carcajadas. Le encantaba escuchar la risa de su hija.
Desprendía tanta alegría que se contagió y acabaron las dos llorando de la risa.
Cuando llegó al colegio al día siguiente con la intención de hacer como que nada
había pasado, entró en el baño. Se sorprendió al oír a sus antiguas amigas y dio
un paso atrás. No quería encontrárselas, no quería saber nada de ellas. Que
hubiera decidido mantenerse en silencio no significaba que volviera a participar
de sus humillaciones. No pudo seguir andando y apartarse de allí pues oyó otra
voz. Era una de sus compañeras de clase. Estaban metiéndose con ella, le
insultaban, chillaban y amenazaban. Estaba tan paralizada y le temblaban tanto
las piernas que fue incapaz de reaccionar. De repente se abrió la puerta y
salieron de allí las cuatro. La miraron de arriba abajo con una sonrisa sarcástica
y la última en salir se acercó a ella, tanto que a Andrea le dieron arcadas al
respirar tanta maldad.
—Si hablas, serás tú la siguiente –le dijo susurrándole a la oreja.
Andrea no pudo decir nada. Solamente quería gritar, expulsar toda la vergüenza,
el miedo y la impotencia que llevaba dentro. Pero no pudo. Fue como si todos
aquellos sentimientos le hubieran cosido la boca para que no dijera nada. Cerró
los ojos, respiró e intentó calmarse. Cuando entró vio a su compañera sentada
en el suelo, en un rincón. Llorando. Aquella imagen fue superior a ella. Cuando
su compañera fue consciente de que alguien se le acercaba, levantó su cara de
entre las rodillas. Andrea la miró a los ojos llenos de lágrimas que caían por sus
mejillas hasta llegar a su…a su boca cosilla. Se levantó rápidamente y se miró
en el espejo. También tenía la boca cosida. Intentaba hablar y no podía. Ayudó
a su amiga a salir del baño y cuando salieron al pasillo que dirigía a las aulas,
un mar de alumnos y profesores entraban en ese momento. Todos se miraban
de reojo, con pavor. No se lo podía creer, todos llevaban los labios cosidos.
Todos guardaban silencio. Andrea intentaba quitarse aquellos puntos para poder
hablar. Quería romper aquel estúpido pacto de silencio. Callarse no estaba bien.
El silencio hacía más fuerte a aquellos que abusaban y se aprovechaban de los
más débiles.