Cuento para La Clase de Chicano

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El mensaje

Mi mamá odia a mis amigos. Siempre les llama nombres, les dice malandros, gamines,

desadaptados. La he escuchado usar las mismas palabras con los criminales que ve en las

noticias, quizás nuestras acciones sean tan malas como las de estos criminales. A veces, cuando

está muy enojada me dice que no se me olvide que yo si tengo papás porque pareciera que ellos

no. Debe ser que los criminales de las noticias no tienen papás y me siento triste por ellos, debe

ser solitario no tener quien te haga el almuerzo al llegar a casa.

Ayer fue unos de esos días en los que repitió sin parar el mismo discurso, justo después

de recibir un mensaje de mi maestra. Fue como uno de esos días en que todo va bien hasta qué

debes recoger la ropa del tendedero porque de la nada se vino un aguacero. El mensaje no decía

mucho y para mí no era tan grave, pero los adultos nunca entienden. Ni siquiera te escuchan. Una

vez mi amiga me contó como todos los adultos le dejaron de hablar una semana acusándola de

algo que ella no hizo y nadie le creyó .Siempre temo que eso me pueda pasar ,¿qué haré si por

muchos días nadie me vuelve a hablar? O si cuando yo les hable no me escuchan? quizás me iré

desvaneciendo poco a poco y solo podré hablarle al aire y me responderá con brisas suaves

cuando esté feliz, y con tornados de polvo cuando me quiera decir desadaptado como lo hace mi

mamá.

El Mensaje era simple,l o pude ver a escondidas “Quiero informarle que el

comportamiento de Darío y sus amigos hoy se vio comprometido. Más que hablar con sus

compañeros, estaban interrumpiendo el trabajo de los demás. Por favor hablen con él ya que esto

puede mejorar”. La Profe Diana no sabe que mi mamá no va a hablar conmigo, los adultos nunca

saben nada, solo fingen saber.


Al leer el mensaje mi mamá comenzó a temblar, temblaba de emoción ,como si tuviera la

urgencia de ir al baño, sudaba también y me daba la misma impresión. Ya había visto esta

reacción antes una vez que rompí uno de los platos de su vajilla favorta. Al verla sentí como un

río lleno de piedras en mi estomago. Quería correr pero si lo hacía iba a ser peor.

En ocasiones, por la tele pasaban este comercial con la música infantil, muy infantil como

para niños de 1 año o menos. El comercial decía algo así como “línea de atención infantil”. En

algún momento le dije a mi mamá que iba a llamar y me dio una trompada por amenazarla. Al

verla venir a mi, escuchando sus pasos sincronizados con el rechinido de sus dientes recordé ese

comercial. Pensé de nuevo en llamar, pero mi cuerpo no me respondía, estaba tieso, tieso como

dicen que se ponen los muertos.

Por un segundo pensé que ya había muerto y no me había dado cuenta. Supe que no

cuando sentí la primera lágrima correr por mi mejilla. La mirada de mi madre se enrojeció más al

ver mis lágrimas, quizás el llorar confirmaba mi crimen, al parecer ya no había vuelta atrás para

mí, era uno de esos malandros que se ven en la tele. En medio de mi llanto sentí la sensación

eléctrica del cinto en mis piernas, mi piel gorda moviéndose sin parar al primer contacto con el

cuero fino. La sensación palpitante mientras la piel se comenzaba a hinchar. Después el segundo

impacto, más abajo, más intenso. Mi cuerpo ni siquiera se doblaba para acariciar la piel abierta

con el golpe, ni trataba de defenderse al recibir uno tercero, seguía inmóvil, como si pudiera

desaparecer al estar quieto. La piel por el contrario, de un lado a otro generaba vibraciones que

iban a la par con los pringones del cinturón. Todo esto mientras mi madre gritaba sin parar cuán

agradecido debía estar yo de tener a mis padres, de estar en la escuela, de poder comer. Me decía

que ellos no iban a criar desadaptados, personas que se comportaban como gente de la calle y

que todo era culpa de esos malandros.


De un momento a otro, cuando ya había perdido la cuenta de sus azotes, mi cuerpo

recordó cómo moverse, mis piernas ya no soportaron el peso de mis gritos y al piso me llevaron.

Mi madre al verme en el suelo se detuvo y sus palabras se agotaron. Estaba tan cansada como yo.

Ya en la noche, en mi cama, con la garganta seca y los ojos hinchados, sentía en mi piel la

misma sensación que se tiene cuando vas al mar y los pececitos y las algas pasan por las piernas.

Me pregunto si ella sentiría lo mismo, siempre dice que a ella también le duele.
Karen

Cuando conocí a Karen, no pensé mucho de ella, no era muy bonita, pero tampoco fea, su

peinado era tan común que en nada destacaba. Poco había de especial en su semblante y en su

mirada. Su personalidad tampoco era de admirar, era, al igual que todos nosotros, una niña más

de octavo grado. Una más que trataba de encajar en los múltiples grupos que se forman en el

bachillerato. Al inicio no hablaba mucho con ella, ella estaba siempre alejada, como rehén de sus

tres amigas vigilantes. No se reía de las bromas de los demás y si lo hacía, era una risilla suave

que se perdía entre el tumulto de voces que tragaban los murmullos. En clase no participaba, con

su silencio y su actitud discreta se desvanecía poco a poco entre los días. Eso era lo que yo creía.

Yo era la nueva de la escuela, aquella a quienes todos trataban de descubrir, no cómo

algo bueno que causara admiración, sino que era como si todos buscaran un elemento extraño,

inconcebible que me hiciera condenable para poder tener algo de entretenimiento en medio de la

aburrida vida escolar. A veces eran mi gafas, a veces mis brackets, en otros días mis coletas, era

como si yo fuera parte de una de esas columnas de farándula que solo buscan criticar. Al final,

mi falta de interés solo hizo que renunciaran a ese nuevo juego y así, en poco tiempo, regresaron

a su cotidianidad. Las charlas de chicos, chicas, sexo, drogas, los chismes de los profes, las

criticas a los otros grupos y las ocasionales burlas entre todos los compañeros de los cuales muy

pocos se ofendían. Cuando hice mis primeros amigos, ellos hablaban con Karen, jugaban y se

reían de sus historias de vida y de lo estricta que era su mamá.

Karen tenía novio, un joven de 18 años que trabajaba en una verdulería del barrio. Se

habían conocido en una fiesta, era el primo de una de sus amigas. Nunca vi al novio de Karen,

pero siempre escuchaba sus historias. Cada historia me hacía sentir lo mismo que sentía cuando
veía novelas con mi mamá y los dos actores se besaban, mientras ella me cubría los ojos y decía

“es cosa de adultos”.

A pesar de que Karen era callada, todos sabíamos de su novio. Algunos lo habían visto,

otros, al igual que yo, lo conocíamos por sus descripciones. Era un hombre trigueño, alto, guapo,

flaco que siempre andaba en bicicleta. Yo me lo podía imaginar, casi todos los hombres eran así

en el barrio en que vivíamos. Trigueños por el sol y flacos por el trabajo. Su acto más caballeroso

y que para todas nos parecía excepcional, era que, para poder hablar con ella siempre, él pagaba

la cobertura de su celular. Karen hablaba de ello con orgullo y en ocasiones nos mostraba sus

mensajes de texto que siempre decían “muñeca”.

En una ocasión vi a Karen en la calle, entraba a la casa de una de sus amigas, esas que

nunca le perdía la mirada. Detrás de Karen la figura de este hombre alto la acompañaba con una

mano en su cola y la otra en el barandal de la escalera. Karen también me vio pero no me dijo

nada. Al día siguiente en la clase de español mandó a María una de sus secuestradores, la más

amable. Quería hablar conmigo y explicarme porqué no me había saludado.

Desde hacía cinco meses la madre de Karen le había prohibido tener novios. Decía que

era muy pequeña para ello y además, un muchacho tan grande como novio no implicaba nada

bueno. Es lo que las madres suelen decirnos, que los muchachos mayores no son confiables, creo

que lo dicen porque no conocen a los niños de nuestra edad y no saben que aún pelean por

partidos de fútbol, compiten por quién puede escupir más lejos o que se tiran pedos como

bromas. Quizás no saben que los niños de mi edad son tan desagradables que no hay manera en

que podamos pensar en ellos como hombres. Cómo Karen ya no podía ver a su novio, texteaban

en las horas de la escuela, y a veces, cuando querían verse, se ponían de acuerdo para encontrarse

en la casa de su amiga. Todos en la clase lo sabían, cada viernes, Karen se inventaba algún
trabajo en grupo que se haría en la casa de su amiga Martina. Como su mamá conocía a Martina,

no pensaba mucho de ello y la dejaba ir.

Cuando ella empezó a contarme, sentía en mi de nuevo la misma curiosidad que tenía

cuando niña, esa curiosidad de saber que pasaba después que los actores se besaban, pero no se

lo dejé saber directamente, sino que le preguntaba lentamente, para ir descubriendo los detalles

- ¿Y la mamá de Martina te deja?

- No, ella no está, trabaja por las tardes

- ¿Y Martina se queda con ustedes?

- A veces, pero cuando queremos estar muy juntos, ella se va.

Con esa última respuesta ya había obtenido lo que quería saber, sin embargo, para Karen

era como si un cajón se hubiera abierto y sola comenzó a contarme todos los detalles. Como si

hubiera visto en mí esa hambre de saciar mi morbo, me contaba que Martina se iba, y ellos dos

se quedaban solos. El, mientras repetía “mi muñeca” como si no conociera más palabras, le

acariciaba el cuerpo, de la misma manera en que yo vi como le tocaba la cola al subir las

escaleras. Luego soltaba su cabello, le besaba el cuello y rápidamente, porque solo tenían una

hora para poder hacer lo que quisieran, hacían el amor.

Camino a casa solo pensaba en lo que significaba hacer el amor cuando tienes 14 años.

Nunca había conocido a alguien que a esa edad ya hubiera vivido lo que muchos decían que era

la mejor experiencia de sus vidas. Y con ello creaba en mi un conflicto indescriptible, el deseo de

saber más, de tener más detalles, esos que los niños piden a sus amigos cuando hablan de sexo,

pero me habían enseñado que las niñas de casa no preguntan ni hablan esas cosas, que las niñas

respetables se esperan hasta ser mayores. En algún momento mi abuela, la misma persona que

me enseño que los hombre mayores no son confiables porque quieren utilizarnos, me dijo “solo
las alborotadas no se esperan”. Yo no pensaba eso de Karen, ella era callada, discreta y por ello

me preguntaba si para el hombre alto también sería hacer el amor. No creía que se estuviera

aprovechando de Karen, alguien que siempre quiere hablar contigo debe ser sincero y

seguramente si la amaba. Además, Karen ya era mayor. Para mí, la culpable era la mamá por no

dejarlos verse, así, sin prohibiciones quizás Karen tendría la confianza de hacerle preguntas que

nos hacía a nosotras y no sabíamos responder.

Una vez al año una de las compañías de toallas higiénicas nos visitaban y hacían

campañas de educación sexual. La mayoría de veces nos regalaban toallas higiénicas y a veces,

mientras los padres y las monjas encargadas de colegio estrujian sus dientes, nos regalaban

condones que yo tiraba antes de llegar a casa, mi mamá no me creería que en la escuela me los

habían regalado. Esa misma tarde, volví a ver a Karen, entrando en la casa de Martina y recordé

todas las cosas que mi mamá me decía acerca de la virginidad.

La mañana siguiente corrí hacia Karen para preguntarle si era verdad que al perder su

virginidad se caminaba diferente, si sus caderas se hicieron más anchas y sus pechos crecieron.

Mi mamá decía que esas cosas pasaban, que cuando una mujer hacía el amor, todo su cuerpo

cambiaba y era ya obvio para los demás. Le pregunté a Karen si su mamá se había dado cuenta y

había notado en ella todos estos cambios. Al final del día, no podía más que pensar que mi mamá

era una mentirosa, la mamá de Karen no había notado nada y a Karen no le había cambiado la

cara.

Por muchos meses las cosas no cambiaron en la escuela, ya la vida amorosa de Karen no

me interesaba tanto y ella había dejado de ser reservada. Cada semana nos contaba de sus

llamadas y sus visitas y sus salidas a escondidas. Un día Karen volvió a enviar a María para

hablar conmigo, tenía un favor importante que pedirme. Hacía 3 días que no le llegaba el periodo
y ella era una muchacha regular, no era normal. Quería comprar una prueba de embarazo pero no

tenía el dinero y no le podía preguntar a la mamá. Cómo yo era una de las que conocía su

secreto, le presté el dinero. Al día siguiente me acerqué y le pregunté por los resultados, era

negativo. Desde el día anterior yo tenía una pregunta en la orilla de garganta que no me animaba

a hacerle pero al final se la hice

- ¿Por qué no le pediste el dinero a tu novio?

- Le pregunté pero me dijo que no tenía plata, que yo le pidiera el dinero a alguien

más. No me ha escrito desde entonces, creo que está enojado

- ¿Ya le dijiste que es negativo?

- si.

Me quedé callada con su respuestas, y mientras pensaba le llegó un texto “Mi muñeca, ya pagué

el teléfono, ya podemos hablar”. Karen nos mostró el mensaje mientras su sonrisa le crecía hasta

las orejas. Al final y al cabo las mujeres de mi casa no son tan mentirosas, la cara si te cambia al

hacer el amor.
Nacer mujer

Qué amargo haber encarnado en mujer.

Nada más bajo en esta tierra.

Como a dios que escoge ser hombre reciben al recién nacido:

¡va a desafi ar los cuatro Océanos,

va a cabalgar mil millas contra las tempestades!

Nadie se alegra cuando nace una niña.

-Fou Hinan

En medio de su oración Mariana le preguntaba a Dios, con duda sincera el mayor

misterio de su creación. De todos los misterios que el pastor le enseñaba en la iglesia, y quizás el

menos hablado, ese era el que más le pesaba y el único que agobiaba su mente con la urgencia

infantil y la sed de conocimiento que se tiene a la edad de Mariana.

En la iglesia y en su casa se le había enseñado que no estaba bien cuestionar a Dios ni

dudar de su voluntad. Por esa razón, cada vez que ella hacía la misma pregunta a los adultos la

corregían, la regañaban o la callaban. Era un pecado que los niños tuvieran tan rebeldes

pensamientos como aquellos que Mariana manifestaba, porque reflejaban el carácter salvaje de

su personalidad.

Las Oraciones de Mariana no eran largas, pero tampoco eran superficiales. Al contrario,

en sus pocas palabras, le entregaba a Dios sus problemas más profundos, buscando la paz que

todos buscamos aún hasta la muerte

- Dios, gracias por todo, y quiero que mañana pueda ver a luchito. También que mami y

papi no sean tan regañones. Qué Javier no me pegué más y no me moleste. También que

la maestra no revise la tarea, si la hice, pero Javier me dijo que estaba mal. Cuida de

mami y de papi y que siempre estemos juntos. Amen


Cada amen terminaba con una sonrisa, quizás de alivio por ser un deber completado, o

por la fe con la que oraba, estando muy segura que su oración ya había sido cumplida. Pero este

día era diferente. Al iniciar no dio las gracias y, si su abuela la hubiera escuchado hacer eso,

habría enredado sus dedos gruesos en el marañal de su pelo, interrumpiendo la solemnidad del

acto para reprenderla por atreverse a semejante necedad. Tampoco pedía por sus padres, o su

hermano, ni hablaba de la escuel, sino que, entre sollozos ininteligibles, sus rodillas al suelo y

sus manos en el pecho, repetía la misma pregunta una y otra vez mientras las hojas mecidas por

el viento luchaban contra el vidrio de su ventana.

- Querido Dios, ¿Por qué nací mujer?

Lo repetía una y otra vez, queriendo explicarle a Dios todas las injusticias que había

tenido quizás en su día, o en su vida. La misma pregunta que muchos otros le habían hecho a este

ser supremo con anterioridad. La misma pregunta que muchos hicieron en su lecho de muerte y

así como ellas, Mariana terminó su oración sin conocer el mayor misterio de su creación.
Camino al Pozo

Desde las 6 de la mañana despierta Mariana con los azotes de las ollas y cucharas en la cocina.

Es la alarma matutina que le indica que debe montar la olleta en la estufa para hacer el chocolate

a su papá. Mientras estira su cuerpo, va subiendo el cosquilleo primero en los dedos, los pies, las

rodillas, el ombligo, el pecho y las manos. Mariana es la primera en levantarse, y camino al baño,

va despertando a cada uno de sus hermanos, para alistarlos e ir a la escuela.

Mariana y su familia vivían en un barrio muy pobre, uno de esos dónde el agua no llega a sus

casa, sino que debían caminar hasta el pozo para poder abastecerse de agua.. En el invierno, el

barro de las calles les llegaba hasta las rodillas, y en el tiempo de verano, los remolinos de polvo

se les entraba por las rendijas de las ventanas.

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