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Hoyos, Luis Eduardo

Heinrich von Kleist. Sobre el teatro de marionetas y otras prosas cortas


Ideas Y Valores, vol. LX, núm. 146, agosto, 2011, pp. 165-182
Universidad Nacional de Colombia
Bogotá, Colombia

Disponible en: http://www.redalyc.org/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=80920787008

Ideas Y Valores
ISSN (Versión impresa): 0120-0062
revideva_fchbog@unal.edu.co
Universidad Nacional de Colombia
Colombia

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www.redalyc.org
Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
LECTURA EJEMPLAR
Heinrich von Kleist. Sobre el teatro
de marionetas y otras prosas cortas
Introducción y edición
Luis Eduardo Hoyos
Universidad Nacional de Colombia

Introducción
La tarde del 21 de noviembre de 1811 dos pistoletazos violaron la
calma de la isla de los “pavos reales” (Pfauneninsel) en el Wannsee, a
las afueras de Berlín. Heinrich von Kleist había disparado con su con-
sentimiento sobre su amiga Adolfine-Henriette Vogel, quien al parecer
sufría un cáncer terminal, y después se había suicidado él mismo. En
el epitafio de su tumba se puede leer: “Nun, o Unsterblichkeit, bist
du ganz mein” (“Por fin, oh, inmortalidad, eres toda mía”), una frase
sacada de su obra patriótica El príncipe von Homburg, y que tiene una
mortificante resonancia romántica.
Bernd Heinrich Wilhelm von Kleist nació el 18 de octubre de
1777 en la ciudad de Frankfurt an der Oder, en Prusia. Venía de una
familia de militares y él mismo probó la carrera militar durante un
tiempo. Peleó en las guerras napoleónicas del lado del ejército prusia-
no y combinó su vida de escritor con la de activista político y patriota.
Pese a su corta existencia, la obra literaria de Kleist es de referencia
obligatoria dentro de la dramaturgia alemana de principios del siglo
XIX. Son conocidas sus obras de teatro Amphytrion, El cántaro roto,
La familia Schroffenstein, Pentesilea y El príncipe von Homburg. Pero
no lo son menos sus relatos. Michael Kohlhaas, una novela corta que
se desarrolla en el siglo XVI, mereció el encomio de Kafka. En uno de
los escritos que aquí se editan, el formidable Sobre el teatro de mario-
netas, se puede ver bien por qué Kafka admiraba a Kleist.
De la vida atormentada de Kleist se ha dicho mucho: que sucum-
bió a la crisis política y espiritual de su época (particularmente, a esa
agónica desesperación que provocó Napoleón en los que creyeron ver
en la Revolución francesa el inicio de una completa nueva era), que no
pudo ver en escena ninguna de sus obras y que sus proyectos como
editor de revistas fracasaron varias veces. Pero de todas esas historias
hay una que tuvo mucha resonancia durante el postromanticismo, y
que bien pudiera llevar el título de “leyenda metafísica”. Se trata de la
conocida “crisis kantiana” de Kleist.

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El estudio de la Crítica de la razón pura sumió al joven Kleist en


una profunda crisis espiritual, tal como ha quedado testimoniado por
dos cartas escritas entre 1800 y 1801, la una a su hermana y la otra a su
amada, y que se han convertido en documentos de mucho valor para
el estudio del romanticismo literario en Alemania. Se sabe por esos
documentos que el impacto de la lectura de Kant fue tan poderoso en
el joven poeta prusiano que tuvo muchísimo que ver con su decisión
de viajar por Europa, más específicamente a París, en donde planeó
dedicarse a la difusión de la doctrina kantiana, a la sazón conocida
prácticamente sólo en Alemania, con la excepción de algunos redu-
cidos círculos de eruditos y académicos. A ese fervor por la obra de
Kant se sumaría su entusiasmo por Rousseau; entusiasmo muy defi-
nitivo –como se sabe– para el florecimiento del antirracionalismo que
permeó tanto el ambiente intelectual de principios del siglo XIX.
Pero, ¿en qué consistió exactamente la “crisis kantiana”? La con-
moción que la filosofía de Kant produjo en Kleist puede ser vista a
la luz de dos expresiones que hicieron carrera desde la década de los
ochenta del siglo XVIII en Alemania y que resumen por sí mismas el
impacto que esta obra causó en el medio intelectual y académico de
la época. Una de esas expresiones la profirió el filósofo y teísta ju-
dío Moses Mendelssohn (1729-1786). Mendelssohn llamó a Kant el
“Alleszermalmer” (“el demoledor de todo”), al referirse al hecho de
que el trabajo crítico de Kant no dejaba en pie un solo artículo de fe
que pudiera ser ratificado por la vía de la argumentación racional. La
otra expresión fue acuñada por el filósofo protoromántico Friedrich
Heinrich Jacobi (1743-1819), a quien se le ocurrió decir que el idealis-
mo trascendental kantiano –es decir, la doctrina que sostiene que es
imposible un acceso a la realidad en sí y que nuestro conocimiento de
ella debe estar confinado al ámbito de la fenomenalidad– conduce for-
zosamente a un “nihilismo”. Para Jacobi, el idealismo nos confina al
subjetivismo y éste termina por hacernos perder todo acceso a la reali-
dad. A esa pérdida de la realidad la denominó “nihilismo”, e introdujo
con ello un término que tendría una importantísima evolución en la
filosofía de los siglos XIX y XX.
En una de las cartas mencionadas escribe Kleist:
Ya desde niño me había apropiado yo del pensamiento de que la
perfección sería el fin de la creación. Creía que después de la muerte
avanzaríamos a partir del escalón de la perfección –que alcanzaríamos
junto con esta estrella– hacia otros más lejanos y que podríamos hacer
uso allí del tesoro de las verdades que habíamos coleccionado en esta
vida. A partir de ese pensamiento se formó lentamente una religión
propia y el esfuerzo por no quedar estancado en ningún momento, por
progresar incansablemente en grados superiores de formación, llegó a

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ser el único principio de mi actividad. La formación, la educación, me


pareció ser la única meta digna de ese esfuerzo y la verdad el único reino
digno de poseerse.

Pero la filosofía kantiana nos lleva a concluir que todo esto es una
ilusión subjetiva.
No podemos decidir –continúa Kleist– si lo que llamamos verdad
es verdaderamente la verdad, o si sólo es algo que así nos parece. Si lo
último es el caso, entonces la verdad que nosotros aquí recolectamos,
no es nada más después de la muerte, y todo esfuerzo por adquirir una
propiedad que también nos siga a la tumba es una tarea vana… Desde
que entró a mi alma esa convicción, a saber, que por ninguna parte se ha
de hallar la verdad, no he vuelto a tocar un solo libro. Me paseé ocioso
en mi habitación, me senté inactivo a la ventana abierta y salí a caminar
sin rumbo. Un desasosiego interior me empujó a los estancos y a los
cafés; me dediqué a visitar el teatro y a ir a conciertos con el fin de dis-
traerme…; y, sin embargo, el único pensamiento que ocupaba mi alma
en ese tumulto exterior y al que ella le daba vueltas con una angustia ar-
diente era éste: tu única meta, tu meta suprema, se ha hundido. (Citado
en Cassirer161)1

Difícil es suponer que una crisis semejante pueda llevar a alguien


al suicidio. Al respecto es tal vez más aceptable la sentencia de Camus
según la cual, aunque el suicidio sea el problema filosófico existen-
cial por excelencia, no es probable que haya suicidio debido a causas
filosóficas. Y es útil creer que Kleist es un ejemplo de ello. Si Kleist
apropió de forma tan dramática la filosofía kantiana, tendríamos que
esperar que también haya sabido concluir de ella que –una vez se ha
desvanecido la substancialidad metafísica del mundo y la de nuestro
propio ser– tiene que volver a nosotros la conciencia de la libertad.
Pero, igualmente, si una mente tan sensible fue capaz de tan dra-
mática interiorización del pensamiento kantiano, podemos también
suponer que esta última reflexión acerca de la libertad, más que un
consuelo, podría significar un vértigo. Y algo así no es que haga más
fácil la vida. Pero la hace posible.
Aceptemos, pues, que no hay “suicidio filosófico”, así sea el ser
humano (el “animal philosophicum”) el único animal que, en estricto
sentido, se suicida (¿no es acaso también el hombre el único animal

1 Para una vinculación de la crisis kantiana de Kleist con el dictamen de “nihilismo”


proferido por Jacobi, véase Müller-Lauter (1975). Stefan Zweig rinde un bellísimo
homenaje a Kleist en el tercer capítulo del exquisito La lucha contra el demonio
(Hölderlin, Kleist, Nietzsche).

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que ríe?). Sea de ello lo que fuere, algunos años después de haberse
operado en Kleist la “crisis kantiana”, abandonó él su “plan de vida”
de ser apóstol del kantismo y se dedicó de lleno a la producción de
su propia obra literaria. Y aunque en buena parte de ella también se
puedan apreciar personajes atormentados e incapaces de solventar en
la práctica las conclusiones sin sentido a las que llevan los quebraderos
de cabeza metafísicos, es también de destacar la deliciosa soltura con
la que Kleist dominó el arte de la ironía. La selección de textos bre-
ves que presentamos al lector para la sección “Lecturas ejemplares” de
Ideas y Valores está guiada por ese único criterio. La “crisis kantiana”
de Kleist y su presunto vínculo, digamos, causal, con la última y defi-
nitiva decisión de su vida, debe quedar en lo que no puede más que ser:
una “leyenda romántica”, un “melodrama metafísico” e improbable.
Presentamos aquí dos piezas maestras de la prosa corta: Sobre el
teatro de marionetas, en la bellísima traducción que publicara Antonio
de Zubiaurre en la revista Eco (n.º 27, julio de 1962), y Sobre la pau-
latina consolidación de los pensamientos a través de la conversación,
traducida por quien suscribe estas líneas, y que puede ser considerada
con razón como una de las joyas –infortunadamente inconclusa– de la
crítica a la llamada “filosofía de la reflexión”. Le siguen a estos dos tex-
tos, el fragmento Sobre la reflexión, traducido por Ernesto Volkening
y también publicado en la legendaria Eco (n.º 145, mayo de 1972), dos
deliciosas fábulas (Los perros y el ave y la Fábula sin moraleja), así
como esa picante burla que tituló El nuevo (y feliz) Werther, también
vertidas por mí al español.

Bibliografía
Cassirer, E. “Heinrich von Kleist und die Kantische Philosophie”. Idee und Gestalt.
Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971.

Kleist, H. von. Sämtliche Erzählungen und andere Prosa. Stuttgart: Reclam, 1984.

Müller-Lauter, W. “Nihilismus als Konsequenz des Idealismus”. Denken im Schatten


des Nihilismus, Schwan, A. (ed.). Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft,
1975. 113-163.

Zweig, S. La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche). Verdaguer, J. (trad.).


Barcelona: El Acantilado, 1999.

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lectura ejemplar [16 9]

Sobre el teatro de las marionetas

Hallándome en 1801 en X., donde pasé el invierno, una noche me


encontré en unos jardines públicos con el señor C., quien desde hacía
poco estaba en la ciudad como primer bailarín de la Ópera, en la que
gozaba del más grande favor del público.
Díjele que me sorprendía haberle encontrado varias veces en el
teatrillo de marionetas que en la plaza del mercado habían armado
por entonces y que divertía a la plebe con pequeñas piezas burlescas,
entreveradas de canto y danza.
Me aseguró que las pantomimas le placían mucho, y dió a en-
tender con suficiente claridad que un bailarín que desee una buena
formación podría aprender de ellas bastantes cosas.
Como aquella declaración, por el modo en que la hizo, me pa-
reció algo más que una simple ocurrencia, decidí sentarme un rato
con él para indagar las razones en las que pudiera apoyar tan curiosa
afirmación.
Él me preguntó si, en efecto, no había encontrado muy graciosos
algunos movimientos de danza de aquellas marionetas, en especial las
de menor tamaño.
No pude negar ese detalle. Un grupo de cuatro campesinos que
bailaban en corro con un compás muy rápido, no lo hubiera pintado
más lindo el propio Teniers.
Pregunté acerca del mecanismo de las figuras y cómo era posible
manejar sus miembros y sus demás partes según exigía el ritmo de los
movimientos o la danza, sin tener en los dedos miles de hilos.
Contestó que no debía imaginarme que cada miembro tuviera
que ser sostenido y accionado por el maquinista durante los diferentes
momentos de la danza.
Cada movimiento, dijo, tenía un punto de gravitación; bastaba
con gobernarlo en el interior de la figura. Los miembros, que no eran
otra cosa que péndulos, seguían la acción de un modo mecánico sin
tener que hacer nada por sí mismos.
Añadió que ese movimiento era muy fácil, que siempre que el
punto de gravedad se movía en línea recta, los miembros describían
ya líneas curvas, y que a menudo, y sacudido de manera puramente
casual, el conjunto del muñeco comenzaba una especie de movimien-
to rítmico semejante a la danza.
Esta observación, así lo creí, arrojaba ya alguna luz sobre el placer
que, según él declarara, hallaba en el teatro de marionetas. Mas, en
tanto, me encontraba todavía muy lejos de suponer las consecuencias
que el bailarín iba a sacar más tarde de todo aquello.

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Preguntéle si creía que el maquinista que accionaba los muñecos


debería ser también bailarín o, por lo menos, tener alguna idea de lo
bello en la danza.
Repuso que si un asunto era fácil en su aspecto mecánico, no re-
sultaba de ello que se pudiera practicar sin sensibilidad alguna.
La línea que el punto de gravedad tiene que describir sería muy
sencilla, a su entender, y recta en los más de los casos. Cuando fue-
ra curva, la ley de esa curvatura parece sería, a lo menos, de primer
grado, o, a lo más, de segundo; y en este último caso sólo podría ser
elíptica, forma de movimiento enteramente natural a los extremos del
cuerpo humano, por razón de las articulaciones, y cuya ejecución no
reclamaría, pues, del maquinista ningún arte especial.
Esa línea, empero, constituía, desde otro aspecto, algo muy miste-
rioso. Era nada menos que el camino del alma del bailarín, y él dudaba
que la tal línea pudiera ser hallada de otro modo que trasladándose el
propio maquinista al centro de gravedad de la marioneta, o sea, con
otras palabras, danzando.
Yo respondí que me habían hablado de ese oficio como de cosa
bastante falta de espíritu, algo como el dar vueltas a la manivela que
hace sonar un organillo.
De ninguna manera –contestó él–; por el contrario, los movimien-
tos de los dedos del maquinista se comportan con un cierto artificio,
en relación al movimiento de las figuras, algo así como los números
con respecto a los logaritmos o la asíntota con respecto a la hipérbole.
Pero, por otro lado, creía él que esa última fracción de espíritu de
que había hablado podía hacerse desaparecer de las marionetas, que
su baile podía llevarse enteramente al dominio de las fuerzas mecá-
nicas y producirlo, como yo me imaginara, mediante una manivela.
Manifesté mi sorpresa al ver la atención que él concedía a aquel
género de espectáculo derivado de un arte bello e inventado para la
masa ignara. No sólo parecía considerar a ese género en condiciones
de obtener un superior desarrollo; daba la impresión de estarse ocu-
pando ya en tal propósito.
Sonrió, y dijo se atrevía a sostener que si un mecánico llegara a
construirle una marioneta según las exigencias que le habría de se-
ñalar, ejecutaría con ella una danza que ni él ni algún otro diestro
bailarín de su tiempo, sin exceptuar al mismo Vestris, serían capaces
de igualar.
¿Ha oído usted hablar –preguntó al notar que me había quedado
silencioso y dirigía la vista al suelo–, ha oído usted hablar de esas pier-
nas mecánicas que construyen los técnicos ingleses para los infelices
que han quedado mutilados?
Dije que no, que no había sabido de semejante cosa.

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lectura ejemplar [171]

Lo lamento –respondió– porque si le digo a usted que esos pobres


pueden bailar con sus piernas artificiales, tengo casi el temor de que
no me vaya a creer. Bueno, bailar…; el margen de sus movimientos
es, en verdad, limitado, pero aquellos que les son dables se realizan
con una calma, una suavidad y una gracia que llenan de asombro a
cualquier espíritu reflexivo.
Declaré bromeando que, de ese modo, había dado ya con el
hombre que buscaba, pues el artista capaz de construir tan curiosos
miembros, podría también, sin duda alguna, fabricarle una marioneta
entera y de acuerdo con sus exigencias especiales.
¿Cómo –pregunté yo al notar que, un poco cortado, se había que-
dado con la vista baja–, cómo son, pues, esas condiciones que piensa
usted proponer a la habilidad del artista?
Nada –respondió él– que no exista ya en esos muñecos, armonía,
movilidad, ligereza…, sólo que todo ello en grado más alto y, parti-
cularmente una distribución más natural de los centros de gravedad.
Y ¿qué ventaja tendría tal marioneta en comparación con los bai-
larines vivientes?
¿Ventaja? Ante todo, mi dilecto amigo, una de índole negativa, y
es ésta: que el muñeco no haría jamás nada afectado. Porque la afecta-
ción, como usted sabe, aparece cuando el alma (vis motrix) se halla en
cualquier otro punto distinto del centro de gravedad del movimien-
to. Ahora bien, como el maquinista mal puede gobernar otro punto
que ése por medio del alambre o el hilo, ocurre que todos los demás
miembros, como tiene que ser, se hallan muertos, son simples pén-
dulos y siguen la sola ley de la gravitación, excelente cualidad que en
vano se busca entre la gran mayoría de nuestros bailarines.
Fíjese usted tan sólo en la A. –continuó diciendo– cuando hace
la Dafne y, perseguida por Apolo, se vuelve a mirarle. El alma la tiene
entonces en las vértebras de la cintura; se dobla como si fuera a rom-
perse, igual que una náyade de la escuela de Bernini. Fíjese en el joven
F. cuando en el papel de Paris se halla ante las tres diosas y entrega a
Venus la manzana. El alma la tiene –da susto el contemplarlo– en el
codo. Semejantes faltas –agregó como para terminar– son inevitables
desde que comimos la fruta del árbol de la ciencia. El Paraíso está
ahora cerrado, y el querubín a nuestra espalda; tenemos que hacer el
viaje alrededor del mundo y ver si por acaso el Edén tiene del lado de
atrás algún acceso.
Reí. Sin embargo –pensaba– el espíritu no puede errar allí donde
no hay espíritu. Mas noté que él tenía aún cosas por decir y le rogué
continuara.
Además –dijo– esos muñecos tienen la ventaja de ser antigrávidos.
Ellos no saben nada de la inercia de la materia, propiedad que entre

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todas se opone con mayor empeño a la danza. No lo saben porque la


fuerza que a ellos los eleva en los aires es superior a la que los ata a la
tierra. ¿Cuánto daría nuestra buena G. por pesar sesenta libras menos
y porque un peso igual a ése viniera a ayudarle en sus entrechats y
piruetas? Los muñecos necesitan el suelo únicamente en la forma que
les hace falta a los elfos: para pasar rozándolo y para dar nueva vida,
mediante la resistencia momentánea, al impulso de los miembros; no-
sotros lo necesitamos para reposar sobre él y para reponernos de la
fatiga de la danza, un momento que, evidentemente, no es danza y
con el cual no cabe emprender otra cosa que, en lo posible, hacerlo
desaparecer.
Le dije entonces que por hábilmente que defendiese su paradójica
causa, jamás me haría creer que en un hombre articulado, una figura me-
cánica, pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano.
Replicó que, decididamente, el hombre no podía ni siquiera al-
canzar, en tal respecto, al monigote articulado. Sólo un dios podría,
sobre ese campo, medirse con la materia. Y aquí está el punto donde
se juntan los dos extremos del anillo que forma el mundo.
Mi asombro era mayor cada vez y no sabía qué decir a tan extra-
ñas aseveraciones.
Parecía, repuso al tiempo que tomaba una pulgarada de rapé, que yo
no había leído con atención el tercer capítulo del primer libro de Moisés,
y con quien no conoce este primer período de la formación humana,
mal puede hablarse sobre los siguientes, cuanto menos sobre el último.
Yo dije saber muy bien los desórdenes que ocasiona la conciencia
sobre la gracia natural del hombre. Un joven conocido mío, a causa
de una simple observación, había perdido su inocencia, sin que nunca
jamás volviera a encontrar aquel paraíso y pese a todos los esfuerzos
imaginables. El caso ocurrió ante mis propios ojos. Pero –añadí– ¿qué
consecuencias puede usted sacar de ello?
Me preguntó cómo fue el caso a que me refería.
Hace unos tres años –comencé a relatar– estaba bañándome en
compañía de un muchacho por cuya figura se extendía por entonces
una maravillosa gracia. Tendría como dieciséis años y sólo muy leja-
namente, convocadas por el favor de las mujeres, podían apreciarse
en él las primeras huellas de la vanidad. Casualmente, hacía poco que
habíamos visto en París el mancebo que se saca una espina del pie.
El vaciado de la estatua es conocido y se halla en la mayor parte de
las colecciones alemanas. Una mirada que echó a un gran espejo en
el momento de poner el pie en el taburete para secárselo, le hizo re-
cordar. Sonrió y me dijo del descubrimiento que había realizado. En
verdad, y en aquel preciso instante, yo también había hecho el mismo
descubrimiento. Mas, fuera por probar la seguridad de la gracia que lo

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habitaba, fuera por acudir con algún pequeño remedio a su vanidad,


me reí y le contesté que, sin duda, estaba viendo visiones. Se sonrojó y
levantó el pie por segunda vez para que me convenciera. Pero el inten-
to, como bien podía preverse, fracasó. Alzó el pie la tercera, la cuarta
vez, lo alzó, a lo buen seguro, hasta diez veces. ¡En vano!; era incapaz
de reproducir el mismo movimiento. Más aún, en los movimientos
que hacía se encerraba un algo de tal comicidad que a duras penas
logré contener la carcajada.
Desde aquel día, desde aquel mismo instante, se produjo en el
joven una incomprensible transformación. Días enteros permanecía
ahora ante el espejo. Y los encantos, uno tras otro, le iban abando-
nando. Un poder invisible e inasible parecía tenderse, al igual que una
malla de hierro, sobre el suelto juego de sus actitudes, y pasado un año
ya no se descubría en él vestigio alguno de aquel amable agrado que
antes diera gozo a los ojos de cuantas personas le rodeaban. Todavía
vive alguien que fue testigo de ese extraño y desdichado caso y que lo
podría confirmar palaba por palabra tal como acabo de referirlo.
Con este motivo –dijo afablemente el señor C.– voy a contarle otra
historia que, como usted fácilmente entenderá, tiene que ver también
con esto. Durante mi viaje a Rusia, hallábame una vez en una finca
del señor de G., hidalgo de Livonia, cuyos hijos, a la sazón, se ejercita-
ban intensamente en la esgrima. Especialmente el mayor, que acababa
de volver de la Universidad, presumía de virtuoso en aquel arte. Una
mañana, hallándome en su cuarto, me ofreció un florete. Luchamos.
Pero resultó que yo le aventajaba. La pasión que ponía contribuyó a
ofuscarle; casi todos mis golpes le tocaban, y su florete terminó por
salir lanzado a un rincón. Medio en broma, medio dolido, declaró,
recogiendo el florete, que había encontrado por fin su maestro; pero
todos en el mundo hallan el suyo, y por ello quería presentarme aho-
ra al mío, a mi maestro de esgrima. Los hermanos lanzaron sonoras
risotadas y gritaron: “¡Afuera, afuera! ¡Bajemos al patio!”. Y tomándo-
me de la mano me condujeron hasta donde había un oso que el señor
de G., el padre de ellos, había ordenado amaestrar.
El oso, cuando asombrado llegué hasta él, se encontraba ergui-
do sobre las patas traseras y con el lomo recostado en un poste, al
que estaba amarrado; tenía alzada y pronta la zarpa derecha y me
miraba a los ojos. Esta era su posición de combate. Yo no sabía si es-
taba soñando o despierto, al hallarme frente a semejante adversario.
“¡Ataque usted, ataque!”, dijo el señor de G., “y trate de tocarlo”. Un
tanto repuesto de mi asombro, acometí al oso con el florete; él hizo
un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Traté de en-
gañarle con fintas; el oso no se inmutaba. Me lancé de nuevo sobre él
con repentina y segura destreza; un pecho humano hubiera resultado

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infaliblemente tocado. El oso hizo un ligerísimo movimiento con la


zarpa y paró el golpe. Me encontraba casi en la misma situación que el
joven señor de G. La seriedad del oso contribuía a sacarme de quicio.
Golpes y fintas se alternaban, me corría el sudor. ¡En vano! No era sólo
que el oso parase mis golpes como el mejor esgrimidor del mundo; a
las fintas, cosa en que ningún esgrimidor del mundo le podía imitar,
ni siquiera reaccionaba. Con los ojos fijos en los míos, como si en ellos
pudiera leerme el alma, estaba allí de pie, la zarpa levantada y pronta,
y cuando mis golpes no iban en serio, él no se inmutaba. ¿Cree usted
esta historia? –terminó diciendo el señor C.–.
¡Totalmente! –exclamé con gozosa aprobación–, se la creería a cual-
quier extraño, tan verídica parece, cuanto más, escuchada de usted.
Pues bien, mi dilecto amigo –dijo el señor C.– ya está usted en po-
sesión de todo lo necesario para entenderme. Vemos que, en la medida
en que en el mundo orgánico es más oscura y débil la reflexión, tanto
más radiante y dominadora se presenta de continuo la gracia. En efec-
to, así como la intersección de dos líneas a un lado de un punto, vuelve
a presentarse súbitamente al otro lado después de atravesar por el in-
finito, o lo mismo que la imagen del espejo cóncavo, tras de haberse
alejado hasta el infinito, aparece de repente ante nosotros, del mismo
modo, cuando el conocimiento ha pasado, por decirlo así, a través de
un infinito, comparece de nuevo la gracia. Y ésta se presenta a la vez
con su máxima pureza en la figura humana que no posee conciencia
alguna o en la que la tiene infinita, es decir, en el muñeco articulado
o en el dios.
Por consiguiente –dije yo un poco distraído– ¿tendríamos que
volver a comer del árbol de la ciencia para caer de nuevo en el estado
de inocencia original?
Pues, sí –respondió– ese es el último capítulo de la historia del mundo.
(Traducción de Antonio de Zubiaurre)

Sobre la paulatina consolidación de los pensamientos


a través de la conversación

Si quieres saber algo y no lo puedes encontrar por medio de la


meditación, te aconsejo, querido mío, amigo circunspecto, que ha-
bles sobre ello con el primer conocido con el que tropieces. No tiene
que tratarse en absoluto de una cabeza brillante, ni tampoco, digo yo,
debe ser así que tú le preguntes sobre el asunto. ¡No! En lugar de ello
debes tú mismo, ante todo, charlarle. Ya te veo abriendo grandes ojos
y replicándome que hace muchos años te han dado el consejo de no
hablar de nada más que de aquellas cosas que tú ya comprendes. Pero

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lectura ejemplar [175]

en ese entonces hablabas probablemente con la pretensión de instruir


a los otros; lo que quiero que hables con el comprensible propósito de
instruirte a ti mismo. Es posible que quizás de ese modo ambas reglas
de la inteligencia estén bien una junta a la otra, cada una de ellas para
diferentes casos. El francés dice: l’appétit vient en mangeant. Y esa
sentencia de la experiencia permanece siendo cierta si se la parodia y
se dice: l’idee vient en parlant.
Con frecuencia me hallo sentado a mi escritorio sobre algunas
actas y averiguo en un enrevesado pleito el punto de vista desde el cual
se podría juzgarlo bien. Entonces acostumbro ver a la luz, como si
fuera bajo el punto más luminoso, con mi más íntimo ser aferrado al
esfuerzo por lograr claridad. O también, cuando se me presenta una
tarea algebraica, busco el punto nodal de la ecuación, el que expresa
las relaciones dadas y a partir del cual resulta posteriormente fácil
la solución mediante el cálculo. Y he ahí que cuando hablo con mi
hermana sobre ello, que está sentada detrás de mí y trabaja, me entero
de lo que quizás no hubiera descubierto después de horas de mucho
pensar. No es como si ella, en estricto sentido, me lo dijera; pues ella
ni conoce el código ni ha estudiado a Euler o a Kästner. Tampoco es
como si ella me condujera a través de preguntas ingeniosas al punto
relevante, aunque eso pueda ser así muchas veces. Lo que pasa es que,
puesto que yo tengo una idea oscura que se halla en alguna lejana co-
nexión con aquello que busco, entonces la mente, por sólo atreverme
a dar con esa oscura idea el toque inicial, mientras la conversación
avanza, y debido a la necesidad de encontrarle al inicio una conclu-
sión, transporta aquella idea confusa a la más completa claridad. De
manera que el conocimiento, para mi sorpresa, queda concluido con
el período de la conversación. Mezclo tonos inarticulados, estiro las
palabras conectoras, utilizo también una aposición ahí donde no sería
necesaria y me sirvo de otros artificios que extienden la conversación
con el objeto de fabricar mi idea en los talleres de la razón y ganar el
tiempo respectivo.
En esos momentos no hay nada para mí más saludable que un
movimiento de mi hermana, como si ella quisiera interrumpirme,
pues mi mente –que está ya de todas maneras bastante exigida– se
excita aún más por ese intento de arrebatarle el habla desde el exte-
rior, en cuya posesión ella se encuentra, así como un gran general se
tensiona aún un grado más cuando lo acosan las circunstancias. En
ese sentido, me doy cuenta de lo útil que pudo ser para Moliére su sir-
vienta cada vez que él, tal como lo reconoce, le confiaba a ella un juicio
que pudiera informar al suyo. Aunque es ésta sin duda una modestia
que no creo que estuviera sinceramente en su fuero interno.

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Para aquel que habla hay una fuente de entusiasmo en un rostro


humano que tiene enfrente; y una mirada que nos anuncia como cap-
tado un pensamiento que es expresado hasta la mitad, nos ofrece con
frecuencia la expresión para la otra mitad. Creo que muchos grandes
oradores, en el momento en que abren la boca, todavía no saben lo
que dirán. Pero la convicción de que ellos ya generarían para sí la
necesaria cantidad de pensamientos a partir de las circunstancias y
de la excitación de su mente, que resulta de ellas, los hace tan osados
como para poner afortunadamente el punto de partida. Esto me hace
pensar en aquel “rayo fulgurante” de Mirabeau con el que acabó con
el maestro de ceremonias que, después de levantarse la última sesión
monárquica del rey el 23 de junio –aquella sesión en la que se hubo
ordenado la disolución de los estados generales–, retornó a la sala en
la que aún permanecían los estados y preguntó a los presentes si ellos
habían entendido la orden del rey. “Sí” –respondió Mirabeau– “he-
mos entendido la orden del rey”. Estoy seguro que él, en ese comienzo
humano, no pensaba aún en la bayoneta con la que concluyó: “Sí, mi
señor” –repitió– “la hemos entendido”. Se ve que él todavía no sabe
en ese momento lo que quiere. “Pero” –continuó, y repentinamente
brotó en él un cúmulo de ideas espantosas– “¿qué le da a usted dere-
cho a darnos aquí órdenes? Nosotros somos los representantes de la
nación.” ¡Eso era justamente lo que necesitaba! Y, para agitarse inme-
diatamente en la cúspide del atrevimiento, prosiguió: “La nación da
las órdenes. La nación no recibe órdenes”. Y es justo en ese momento
que él encuentra lo que expresa la completa resistencia frente a la que
su alma se enfrenta bien equipada; y dice: “Para que le quede bien cla-
ro a usted. Dígale a su rey que nosotros no dejáremos nuestros puestos
sino bajo la fuerza de las bayonetas”. Después de lo cual, satisfecho
consigo mismo, tomó asiento.
Si uno piensa en el maestro de ceremonias en aquella escena, no
puede menos que imaginarlo en una absoluta bancarrota espiritual;
así como en virtud de una ley semejante, según la cual al aproximarse
un cuerpo sin carga eléctrica a la atmósfera de un cuerpo electriza-
do, se despierta de repente en el primero la carga eléctrica contraria.
Y tal como en el caso del cuerpo electrizado, y gracias a una acción
recíproca, el grado de electricidad que está en su interior se refuerza,
de la misma manera el coraje de nuestro orador se transforma en el
más temerario entusiasmo mientras aniquila a su oponente. Quizás
haya sido la simple contracción de un labio superior o un ambiguo
juego en la manga lo que provocó el derrocamiento del orden de todas
las cosas en Francia. Se lee que tan pronto se hubo alejado el maestro
de ceremonias, Mirabeau se puso de pie y propuso: (1) que los esta-
dos generales se constituyeran como Asamblea Nacional y, al mismo

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lectura ejemplar [17 7]

tiempo, (2) como inviolables. Pues gracias al hecho de que él, igual
que una botella de Kleist, ya se había vaciado, retornó nuevamente a
la neutralidad y después de volver de la temeridad dio lugar al temor
frente a la autoridad y a la precaución. Esta es una muy llamativa coin-
cidencia entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral;
coincidencia ésta que, si se la quisiera seguir, se verificaría aun en las
circunstancias más fortuitas. Pero dejo ahí mi comparación y vuelvo
al asunto que me importa.
En su fábula Les animaux malades de la peste, en la que el zorro
está obligado a hacer una apología del león sin saber de dónde debe
tomar el contenido, Lafontaine ofrece también un notable ejemplo de
paulatina consolidación del pensamiento a partir de un comienzo al
que uno se ve abocado por necesidad. La fábula es conocida. La peste
se ha ensañado con el reino animal. El león reúne a los más grandes
animales y les revela que para calmar al cielo se ha de sacrificar a alguna
víctima. Muchos pecadores habría en la población y la muerte de los
más grandes tendría que salvar al resto del hundimiento. Por eso de-
berían reconocerle a él sinceramente sus faltas. Él mismo, por su parte,
confiesa que, agobiado por el hambre, acabó con varias ovejas, e incluso
con el perro, cuando se le acercó demasiado. Es más, habría de recono-
cer que en momentos de apetito devoró también al pastor. Si nadie se
reconoce culpable de debilidades más grandes, él estaría dispuesto a
morir. “Señor” –dice el zorro, que quiere desviar de sí la tormenta– “es
usted muy generoso. Su noble celo lo lleva a usted muy lejos. ¿Qué signi-
fica acaso estrangular a una oveja, o a un perro, esa bestia indigna? Y, en
cuanto al pastor…” –continúa, pues ése es el punto crucial– “se podría
decir…” –aunque él no sabe aún qué– “se podría decir que él merecía
todo mal.” Para buena fortuna; y con eso ya se encuentra metido en el
enredo: “por tanto” –mala frase que, sin embargo le da tiempo– “de los
cientos de personas de esas” –y es apenas en ese momento que encuen-
tra el pensamiento que lo saca de la urgencia– “es que se forma sobre
los animales un imperio quimérico”. Y entonces demuestra que el asno,
el más sanguinario de todos, pues se come toda la hierba, es la víctima
más adecuada. Después de lo cual todos saltan sobre él y lo despedazan.
Un discurso como ése es un verdadero pensar en voz alta. Las
series de las representaciones y sus designaciones avanzan paralela-
mente y los actos mentales se hacen congruentes unos con otros. El
lenguaje no es un grillo, algo así como una traba pegada a la rueda del
espíritu, sino que es más bien como una segunda rueda, fijada al mis-
mo eje y que se desplaza paralela con él. Otra cosa muy distinta es la
que ocurre cuando el espíritu ya tiene listos los pensamientos antes del
discurso. Pues en este caso tiene que detenerse él en su mera búsqueda
de expresión, y ese asunto, en lugar de excitarlo, no produce en él otro

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[178] lectura ejemplar

efecto que el de distender su excitación. Por eso no debe concluirse del


hecho de que una idea sea expresada de un modo confuso el que ella
también haya sido pensada de un modo confuso. Antes bien, podría
ocurrir con facilidad que las más confusamente expresadas sean justo
las más claramente pensadas. En una reunión social, en la que por
una animada conversación entra a actuar una continua fecundación
de los espíritus, se ve con frecuencia gente que, si no fuera por ello,
permanecería callada, ya que siente no dominar la lengua, pero que
repentinamente se enciende con un movimiento brusco, arrebata la
palabra y trae al mundo algo completamente incomprensible. Tales
personas parecen incluso indicar por medio de un movimiento ges-
tual bochornoso que ellos mismos no saben bien lo que quieren decir.
Es muy probable que esa gente haya pensado algo verdaderamente
acertado y muy claro. Pero el intercambio repentino, el tránsito que
hace su espíritu del pensamiento a la expresión, suprime toda su exci-
tación; y resulta que ésta es tan necesaria para el mantenimiento del
pensamiento, como indispensable fue para su producción. En estos
casos, es tanto más imprescindible que el lenguaje esté fácilmente a
la mano, para que aquello que hemos pensado al mismo tiempo y,
sin embargo, no podemos brindar desde nosotros inmediatamente,
pueda al menos seguirse sucesivamente tan rápido como se pueda.
Además, aquel que habla por lo regular más rápido que su oponente, y
con la misma claridad, tendrá una ventaja sobre éste, ya que conduce
más tropas que él al campo de batalla.
Cuán necesaria es una cierta excitación de la mente para por lo
menos volver a engendrar las ideas que ya hemos tenido, es algo que se
ve frecuentemente cuando son sometidas a examen cabezas despeja-
das e informadas y a ellas les son presentadas, sin previa introducción,
preguntas del siguiente tenor: ¿qué es el Estado? O: ¿qué es la pro-
piedad? Y cosas por el estilo. Si esos jóvenes se hubieran encontrado
en compañía de gente que estuviera conversando desde hace rato so-
bre el Estado, o sobre la propiedad, habrían seguramente encontrado
con facilidad la definición a través de la comparación, el análisis y
el ensamblaje de los conceptos. Pero en este caso, en el que falta por
completo una preparación semejante de la mente, se los ve quedarse
paralizados y sólo un examinador incomprensivo sacará de ahí como
conclusión que ellos no saben. Pues no es que nosotros sepamos; es
ante todo un cierto estado nuestro el que sabe. Sólo espíritus com-
pletamente ordinarios, gente que aprendió ayer de memoria lo que
es el Estado, pero que mañana ya lo habrá olvidado, tendrá en una
situación así la respuesta a la mano. No hay quizás una peor ocasión
en general para uno mostrarse por su lado más aventajado que jus-
tamente un examen público. Se da por descontado que mostrarse

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lectura ejemplar [179]

permanentemente es, de suyo, chocante y que hiere la sensibilidad;


y que, además, irrita demasiado que un mercachifle erudito de esos
someta a examen nuestros conocimientos para comprarnos, o para
abandonarnos de nuevo, ya sea que se trate de cinco o seis. Es muy
difícil tocar una mente humana para extraer de ella con astucia su
sonido más propio. Desafina ella tan fácil en manos torpes que aun
el más versado en el arte de ayudar a parir pensamientos –como lo
llamara Kant– aún aquí, a causa de su desconocimiento de su prema-
turo recién nacido, podría cometer disparates. Por lo demás, lo que
en la mayoría de los casos permite a esa gente joven, aun a los más
ignorantes, arrojar buenos resultados, es la circunstancia de que las
mentes de los examinadores, cuando la prueba tiene lugar en público,
están ellas mismas muy prevenidas como para poder emitir un juicio
libre. Pues no sólo suelen sentir ellas la indecencia de todo el procedi-
miento. De hecho, uno no exigiría a alguien, sin ninguna vergüenza,
que desocupe frente a nosotros su monedero, y mucho menos su alma.
En realidad aquí tiene que pasar el propio entendimiento de los exa-
minadores por una peligrosa inspección y ojalá agradecer a Dios que
ellos mismos puedan salir airosos del examen, sin haberse expuesto
demasiado, o quizás más ignominiosamente de lo que se ha expuesto
aquel joven que llegó a la universidad y que ellos examinan.
H. v. K.
(Continuará)
(Traducción de Luis Eduardo Hoyos)

Sobre la reflexión
Una paradoja
Pregónase a los cuatro vientos lo provechoso de la reflexión; en
particular de aquella, fría y laboriosa, que precede a la acción. Si fue-
ra español, italiano o francés, holgaría decir más. Siendo, empero,
alemán, me propongo echarle a mi hijo, sobre todo cuando tuviese
vocación para las armas, un día este sermón:
“Has de saber que más conviene reflexionar después que antes de
actuar. Si la reflexión entra en juego antes o en el instante mismo en
que uno se decida, solo parece turbar, inhibir y suprimir la energía re-
querida para obrar que emana de la sublime emoción. En cambio, una
vez concluida la acción, sí puede hacerse de ella el uso para el cual le
fue dado al hombre la facultad del raciocinio, o sea para darse cuenta
de lo que en su procedimiento haya sido deficiente y frágil y regular
la esfera emotiva con miras a otros casos futuros. La vida misma es
un duelo con el destino, y granos de un mismo costal son la acción

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[18 0] lectura ejemplar

y la lucha cuerpo a cuerpo en la palestra. El atleta en el instante en


que tiene abrazado a su contrincante mal puede proceder conforme a
cosa distinta de las inspiraciones del momento, y aquel que primero se
preguntase qué músculos convenga usar y cuáles miembros poner en
movimiento, de seguro llevaría la de perder, y sucumbiría. Pero des-
pués, cuando haya triunfado o quede tendido en la arena, bien puede
reflexionar sobre la llave que le permitió vencer al adversario, o qué
zancadilla hubiera debido echarle para tenerse de pie. El que no tiene
abrazada la vida como aquel atleta, ni dotado de mil brazos siente
todas las convulsiones de la lid, todas las resistencias, presiones y mo-
dos de reaccionar, jamás logrará su propósito en una conversación, y
mucho menos en una batalla”.
(Traducción de Ernesto Volkening)

Fábulas

Los perros y el ave


Dos honestos perros gallineros que habían llegado a convertirse
en astutas cabezas en la escuela del hambre, y que atrapaban todo
lo que se dejara ver sobre esta tierra, tropezaron con un ave. El ave,
azarada, pues no se hallaba en su elemento, retrocedió saltando aquí
y allá. Y los perros ya se sentían triunfales. Pero muy pronto, acosada
de manera tan intensa, el ave movió sus alas y se agitó en el aire. Y
entonces quedaron ahí parados como dos ostras nuestros héroes del
acierto, con el rabo entre las piernas y mirándola con la boca abierta.
Es chistoso cuando te elevas en el aire ver a los sabios quedarse
parados y mirarte.

Fábula sin moraleja


“¡Ay, si sólo te tuviera!”, dijo el hombre a un caballo que, ensillado
y con el freno puesto, se encontraba parado frente a él, pero que no se
quería dejar montar. “¡Si sólo te tuviera tal como tú, mal criado hijo
de la naturaleza, saliste de los bosques! Ya te querría conducir a mi
antojo, ligeramente, como a un pájaro, por montañas y valles. Y a ti y
a mí nos iría muy bien entonces. Pero he ahí que te han enseñado artes
de las que yo, parado desnudo frente a ti, no tengo la menor idea. Y
pensar que tendría que llevarte a la pista de equitación (Dios me libre)
si quisiéramos entendernos”.
H. v. K.

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lectura ejemplar [181]

El nuevo (y feliz) Werther


En L…, en Francia, había un joven auxiliar de comerciante,
Charles C…, que amaba a escondidas a la esposa de su patrón, un
rico hombre de negocios, pero algo entrado en años, llamado D…
Virtuoso y probo como era, tan pronto como conoció el joven a la
mujer, no acometió ningún intento por ser respondido en su amor; y
tanto menos cuanto lo ligaban a su patrón lazos de agradecimiento y
veneración. La mujer, que sentía compasión con el estado del mucha-
cho, pues amenazaba con deteriorar su salud, le pidió a su marido,
apelando a múltiples pretextos, que alejara al joven de la casa. El ma-
rido aplazó por varios días un viaje que había destinado para el joven,
hasta que por fin declaró a su mujer que no podía prescindir de él en
su despacho.
Un buen día, el señor D… realizó con su mujer un viaje para vi-
sitar a un amigo en el campo, y dejó al joven C… en su casa con el
objeto de que se ocupara de los negocios. Al caer la noche, cuando ya
todos dormían, emprendió el joven –quién sabe impulsado por qué
sensaciones– un paseo por el jardín. Al pasar por el dormitorio de la
mujer tan apreciada, se detuvo en calma, giró la perilla de la puerta y
abrió la habitación. Su corazón se hinchó ante la presencia de la cama
en la que ella solía descansar. Sobresaltado, cometió en poco tiempo,
después de algo de lucha consigo mismo, y pensando que nadie lo veía,
la estupidez de desnudarse y acostarse en la cama de la señora. Muy
entrada ya la noche, cuando él ya dormía apacible y sosegadamente
desde hacía algunas horas, regresó el matrimonio inesperadamente
a la casa –por qué razón, es algo que no importa aquí en absoluto–.
Al entrar el viejo con su mujer a la alcoba, encuentran al joven
C…, quien asustado por el ruido que ellos produjeron, se hallaba
medio erguido en la cama. Vergüenza y confusión lo invaden en ese
momento. Y mientras la pareja se devuelve, consternada, a la habi-
tación de al lado, de donde había llegado, y desaparece, el joven se
levanta y se viste. Entonces camina de puntillas hacia su habitación
y, cansado de su vida, escribe una breve carta en la que explica a la
mujer toda la situación. Después toma una pistola que había colgada a
la pared y se dispara en el pecho.
Aquí parece llegar a su fin la historia. Pero, bastante extraño, éste
es apenas su comienzo. Pues en lugar de matarlo a él, a quien el mis-
mo muchacho lo había apuntado, el disparo alcanzó al viejo, que se
hallaba en la habitación contigua. Pocas horas después el señor D…
falleció, sin que el arte de todos los médicos a los que habían llama-
do fuera suficiente para salvarlo. Cinco días después, cuando el señor
D… ya hacía rato había sido enterrado, despertó el joven C… El tiro,
que no alcanzó a ser de peligro mortal, pasó rozando sus pulmones.

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[182] lectura ejemplar

Y, ¿quién podría describir de buen modo su dolor o su alegría (cómo


decirlo), cuando él se entera de lo ocurrido y se halla en los brazos de
la mujer amada, por la cual se quería quitar la vida? Pasado un año se
casó el joven con la mujer y todavía en 1801 vivían juntos. Su familia,
me cuenta un conocido, consta de trece hijos.
(Traducción de Luis Eduardo Hoyos)

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