Teatro Demario Netas Colombia
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Ideas Y Valores
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Universidad Nacional de Colombia
Colombia
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LECTURA EJEMPLAR
Heinrich von Kleist. Sobre el teatro
de marionetas y otras prosas cortas
Introducción y edición
Luis Eduardo Hoyos
Universidad Nacional de Colombia
Introducción
La tarde del 21 de noviembre de 1811 dos pistoletazos violaron la
calma de la isla de los “pavos reales” (Pfauneninsel) en el Wannsee, a
las afueras de Berlín. Heinrich von Kleist había disparado con su con-
sentimiento sobre su amiga Adolfine-Henriette Vogel, quien al parecer
sufría un cáncer terminal, y después se había suicidado él mismo. En
el epitafio de su tumba se puede leer: “Nun, o Unsterblichkeit, bist
du ganz mein” (“Por fin, oh, inmortalidad, eres toda mía”), una frase
sacada de su obra patriótica El príncipe von Homburg, y que tiene una
mortificante resonancia romántica.
Bernd Heinrich Wilhelm von Kleist nació el 18 de octubre de
1777 en la ciudad de Frankfurt an der Oder, en Prusia. Venía de una
familia de militares y él mismo probó la carrera militar durante un
tiempo. Peleó en las guerras napoleónicas del lado del ejército prusia-
no y combinó su vida de escritor con la de activista político y patriota.
Pese a su corta existencia, la obra literaria de Kleist es de referencia
obligatoria dentro de la dramaturgia alemana de principios del siglo
XIX. Son conocidas sus obras de teatro Amphytrion, El cántaro roto,
La familia Schroffenstein, Pentesilea y El príncipe von Homburg. Pero
no lo son menos sus relatos. Michael Kohlhaas, una novela corta que
se desarrolla en el siglo XVI, mereció el encomio de Kafka. En uno de
los escritos que aquí se editan, el formidable Sobre el teatro de mario-
netas, se puede ver bien por qué Kafka admiraba a Kleist.
De la vida atormentada de Kleist se ha dicho mucho: que sucum-
bió a la crisis política y espiritual de su época (particularmente, a esa
agónica desesperación que provocó Napoleón en los que creyeron ver
en la Revolución francesa el inicio de una completa nueva era), que no
pudo ver en escena ninguna de sus obras y que sus proyectos como
editor de revistas fracasaron varias veces. Pero de todas esas historias
hay una que tuvo mucha resonancia durante el postromanticismo, y
que bien pudiera llevar el título de “leyenda metafísica”. Se trata de la
conocida “crisis kantiana” de Kleist.
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Pero la filosofía kantiana nos lleva a concluir que todo esto es una
ilusión subjetiva.
No podemos decidir –continúa Kleist– si lo que llamamos verdad
es verdaderamente la verdad, o si sólo es algo que así nos parece. Si lo
último es el caso, entonces la verdad que nosotros aquí recolectamos,
no es nada más después de la muerte, y todo esfuerzo por adquirir una
propiedad que también nos siga a la tumba es una tarea vana… Desde
que entró a mi alma esa convicción, a saber, que por ninguna parte se ha
de hallar la verdad, no he vuelto a tocar un solo libro. Me paseé ocioso
en mi habitación, me senté inactivo a la ventana abierta y salí a caminar
sin rumbo. Un desasosiego interior me empujó a los estancos y a los
cafés; me dediqué a visitar el teatro y a ir a conciertos con el fin de dis-
traerme…; y, sin embargo, el único pensamiento que ocupaba mi alma
en ese tumulto exterior y al que ella le daba vueltas con una angustia ar-
diente era éste: tu única meta, tu meta suprema, se ha hundido. (Citado
en Cassirer161)1
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que ríe?). Sea de ello lo que fuere, algunos años después de haberse
operado en Kleist la “crisis kantiana”, abandonó él su “plan de vida”
de ser apóstol del kantismo y se dedicó de lleno a la producción de
su propia obra literaria. Y aunque en buena parte de ella también se
puedan apreciar personajes atormentados e incapaces de solventar en
la práctica las conclusiones sin sentido a las que llevan los quebraderos
de cabeza metafísicos, es también de destacar la deliciosa soltura con
la que Kleist dominó el arte de la ironía. La selección de textos bre-
ves que presentamos al lector para la sección “Lecturas ejemplares” de
Ideas y Valores está guiada por ese único criterio. La “crisis kantiana”
de Kleist y su presunto vínculo, digamos, causal, con la última y defi-
nitiva decisión de su vida, debe quedar en lo que no puede más que ser:
una “leyenda romántica”, un “melodrama metafísico” e improbable.
Presentamos aquí dos piezas maestras de la prosa corta: Sobre el
teatro de marionetas, en la bellísima traducción que publicara Antonio
de Zubiaurre en la revista Eco (n.º 27, julio de 1962), y Sobre la pau-
latina consolidación de los pensamientos a través de la conversación,
traducida por quien suscribe estas líneas, y que puede ser considerada
con razón como una de las joyas –infortunadamente inconclusa– de la
crítica a la llamada “filosofía de la reflexión”. Le siguen a estos dos tex-
tos, el fragmento Sobre la reflexión, traducido por Ernesto Volkening
y también publicado en la legendaria Eco (n.º 145, mayo de 1972), dos
deliciosas fábulas (Los perros y el ave y la Fábula sin moraleja), así
como esa picante burla que tituló El nuevo (y feliz) Werther, también
vertidas por mí al español.
Bibliografía
Cassirer, E. “Heinrich von Kleist und die Kantische Philosophie”. Idee und Gestalt.
Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971.
Kleist, H. von. Sämtliche Erzählungen und andere Prosa. Stuttgart: Reclam, 1984.
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tiempo, (2) como inviolables. Pues gracias al hecho de que él, igual
que una botella de Kleist, ya se había vaciado, retornó nuevamente a
la neutralidad y después de volver de la temeridad dio lugar al temor
frente a la autoridad y a la precaución. Esta es una muy llamativa coin-
cidencia entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral;
coincidencia ésta que, si se la quisiera seguir, se verificaría aun en las
circunstancias más fortuitas. Pero dejo ahí mi comparación y vuelvo
al asunto que me importa.
En su fábula Les animaux malades de la peste, en la que el zorro
está obligado a hacer una apología del león sin saber de dónde debe
tomar el contenido, Lafontaine ofrece también un notable ejemplo de
paulatina consolidación del pensamiento a partir de un comienzo al
que uno se ve abocado por necesidad. La fábula es conocida. La peste
se ha ensañado con el reino animal. El león reúne a los más grandes
animales y les revela que para calmar al cielo se ha de sacrificar a alguna
víctima. Muchos pecadores habría en la población y la muerte de los
más grandes tendría que salvar al resto del hundimiento. Por eso de-
berían reconocerle a él sinceramente sus faltas. Él mismo, por su parte,
confiesa que, agobiado por el hambre, acabó con varias ovejas, e incluso
con el perro, cuando se le acercó demasiado. Es más, habría de recono-
cer que en momentos de apetito devoró también al pastor. Si nadie se
reconoce culpable de debilidades más grandes, él estaría dispuesto a
morir. “Señor” –dice el zorro, que quiere desviar de sí la tormenta– “es
usted muy generoso. Su noble celo lo lleva a usted muy lejos. ¿Qué signi-
fica acaso estrangular a una oveja, o a un perro, esa bestia indigna? Y, en
cuanto al pastor…” –continúa, pues ése es el punto crucial– “se podría
decir…” –aunque él no sabe aún qué– “se podría decir que él merecía
todo mal.” Para buena fortuna; y con eso ya se encuentra metido en el
enredo: “por tanto” –mala frase que, sin embargo le da tiempo– “de los
cientos de personas de esas” –y es apenas en ese momento que encuen-
tra el pensamiento que lo saca de la urgencia– “es que se forma sobre
los animales un imperio quimérico”. Y entonces demuestra que el asno,
el más sanguinario de todos, pues se come toda la hierba, es la víctima
más adecuada. Después de lo cual todos saltan sobre él y lo despedazan.
Un discurso como ése es un verdadero pensar en voz alta. Las
series de las representaciones y sus designaciones avanzan paralela-
mente y los actos mentales se hacen congruentes unos con otros. El
lenguaje no es un grillo, algo así como una traba pegada a la rueda del
espíritu, sino que es más bien como una segunda rueda, fijada al mis-
mo eje y que se desplaza paralela con él. Otra cosa muy distinta es la
que ocurre cuando el espíritu ya tiene listos los pensamientos antes del
discurso. Pues en este caso tiene que detenerse él en su mera búsqueda
de expresión, y ese asunto, en lugar de excitarlo, no produce en él otro
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Sobre la reflexión
Una paradoja
Pregónase a los cuatro vientos lo provechoso de la reflexión; en
particular de aquella, fría y laboriosa, que precede a la acción. Si fue-
ra español, italiano o francés, holgaría decir más. Siendo, empero,
alemán, me propongo echarle a mi hijo, sobre todo cuando tuviese
vocación para las armas, un día este sermón:
“Has de saber que más conviene reflexionar después que antes de
actuar. Si la reflexión entra en juego antes o en el instante mismo en
que uno se decida, solo parece turbar, inhibir y suprimir la energía re-
querida para obrar que emana de la sublime emoción. En cambio, una
vez concluida la acción, sí puede hacerse de ella el uso para el cual le
fue dado al hombre la facultad del raciocinio, o sea para darse cuenta
de lo que en su procedimiento haya sido deficiente y frágil y regular
la esfera emotiva con miras a otros casos futuros. La vida misma es
un duelo con el destino, y granos de un mismo costal son la acción
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