Mateo 6:5-8
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Mateo 6:5-8
com/2013/11/16/jesus-y-la-oracion-mateo-6: 5-8/
» Cuando oren, no sean como los hipócritas, porque a ellos les encanta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para
que la gente los vea. Les aseguro que ya han obtenido toda su recompensa. 6 Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto. Así tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará. 7 Y al orar, no
hablen sólo por hablar como hacen los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras. 8 No sean
como ellos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan.” NVI
El pueblo de Dios ha sido pueblo de oración. Oró Abraham, oró Isaac y oró
Jacob, oraron los reyes, oraron los jueces, oraron los profetas; el pueblo todo
fue educado en la oración. Acostumbraron a hacerlo tres veces al día,
deteniendo cualquier labor en que se encontraran ocupados. Aún
recordamos la ejemplaridad de Daniel, quien abría las ventanas de su
aposento para orar en dirección a Jerusalén. Era práctica de todo judío
piadoso. La iglesia primitiva recibió el mismo ejemplo de Jesús. Los
evangelistas registraron su práctica habitual de oración. Y de los apóstoles,
quienes acostumbraban a ir al templo a orar.
La oración defectuosa surge en un pueblo acostumbrado a orar. Es una
devoción mal orientada en la que cualquier hombre puede caer cuando la
oración forma parte de su formación espiritual. Bien dice la Escritura que de
la abundancia del corazón habla la boca. La oración es la expresión de la
salud o la enfermedad de nuestro corazón. Jesús lo sabía y por ello descubrió
en el corazón de los fariseos un hedor a tumba. La oración fue testimonio de
la enfermedad de su alma. Como ya sus profetas lo habían declarado, Israel
había caído en la adoración locuaz, sin referencia a la realidad del corazón:
“Dice pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con
sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mi…” (Isaías 29: 13a). La
Palabra de Jesús en relación con la oración no deja lugar a dudas. Calificó a
la oración y a quien la eleva de una manera definida: hipocresía y palabrería.
Un corazón ajeno a la realidad de Dios dio lugar a la oración irreflexiva, en la
que se confunde verbosidad con devoción, ocupándose más de cómo se ora
que dé al Dios a quien se ora. El que está enfermo de locuacidad no sabe
escuchar, vive en un permanente monologo que oculta la verdad que hay en
lo profundo de su corazón. Y da cuenta de la incredulidad en que ha caído,
confiando en las palabras y las fórmulas, más que en el Dios a quien ora. Y
la palabrería se conjugo en la ostentación y el orgullo, escondidos tras la
oración pública y una aparente piedad. La sublime bendición de la oración
se transformó en una práctica perversa.
Se ora por amor a Dios no a uno mismo. Es oración de amor que busca lo
íntimo del aposento para derramar el corazón ante los pies del Padre
Celestial y recibir con espíritu contemplativo las palabras del Padre que ama
y corrige. Se busca la discreción del aposento y lo profundo de la interioridad
del corazón para que la postración física y espiritual denote confianza, amor
y humildad. Hay que cultivar la conciencia espiritual de reverencia y santidad.
A Dios hay que allegarse con los pies descalzos, porque cada aposento en
el que Dios está presente se convierte en un santuario para su adoración. El
que ora en lo íntimo de su habitación y cultiva una oración sincera y discreta,
santifica su hogar, su vida y su corazón. Y el aposento se convierte en una
bodega de tesoros que Dios tiene deparados para quienes le buscan. En
esta oración íntima no tiene lugar la expresión mecánica ni las falsas
motivaciones, porque se sustenta en una purificación del corazón por la obra
del Espíritu de Jesucristo y la fuerza de la Palabra. Ya que “de la abundancia
del corazón habla la boca”, se trata de purificar las motivaciones al orar. Por
ello no hay mejor forma de orar que hacerlo sobre la Palabra de Dios. Pues
significa oír, no solo decir. Al orar nos preparamos para oír la Palabra de Dios
y recibir su palabra a través de la Palabra, como un mensaje personal para
las tareas, decisiones, pecados y tentaciones.
Este pasaje es el segundo ejemplo que el Señor Jesús usa para ilustrar su enseñanza
sobre la vida de piedad o conducta espiritual. Entra de lleno en el principio general de
este capítulo de guardarnos de hacer nuestra justicia delante de los hombres para ser
vistos. Después de exponer la manera correcta de dar limosna, Jesús menciona la
forma cabal de dirigirnos a Dios en oración. Quizás, al leer este pasaje, el primer
pensamiento que ha venido a nuestra mente ha sido considerarlo como una denuncia
de los fariseos, los auténticos hipócritas, sin relacionarlo con nosotros.
Pero la denuncia del Señor tiene que ver con los efectos terribles del pecado en el ser
humano y muy concretamente con el pecado de orgullo espiritual. Pone en evidencia
que el pecado es algo que nos acompaña siempre, incluso cuando estamos en la
presencia de Dios. El pecado, en singular, es un estado del corazón, más que una serie
de actos que son la consecuencia.
a. La hipocresía en la oración pública. Jesús pone como ejemplo a los fariseos, los
cuales se colocaban de pie, en las sinagogas, en una posición prominente delante
de todo el mundo. Recordemos la parábola de Jesús sobre el fariseo y el publicano
que fueron al templo a orar. Mientras el fariseo se puso en el lugar que le pudieran
ver y oír todos, el publicano se puso en un rincón. Aquí también se dice que los
fariseos se ponen en el lugar más visible de la sinagoga y oran para que los hombres
los vean y consideren lo espirituales que son. Pero ya tienen su recompensa.
c. El uso de vanas repeticiones. Del fariseo judío pasamos al gentil. El primer tenía
una actitud incorrecta, el segundo una forma equivocada de orar. Mientras el fariseo
oraba centrándose en sí mismo. el gentil creía que la eficacia de la oración dependía
de lo mucho que oraba y de la forma particular de sus oraciones. Todos sabemos lo
que quiere decir “vanas repeticiones”. Son conocidas las ruedas de oración de las
religiones orientales como el budismo, el hinduismo y derivadas.
La misma tendencia se observa también en el catolicismo con el rezo del rosario.
De manera parecida los musulmanes recitan cinco veces al día una serie de
oraciones de cara a la Meca. Todo esto puede ocurrirnos igualmente a nosotros de
una forma más imperceptible. Por ejemplo, hay hermanos que dan gran importancia
a dedicar un tiempo determinado a la oración.
No es que no sea bueno reservar tiempo para orar, pero si lo que nos preocupa es
ante todo orar durante ese tiempo determinado y no el hecho de orar, valdría más
que no lo hiciéramos. Fácilmente podemos caer en la rutina y olvidarnos de lo que
estamos haciendo. Sin embargo, no todo es cuestión del tiempo determinado, el
peligro está también en otra parte. Por ejemplo, hemos leído que los grandes santos
han dedicado mucho tiempo a la oración. Consecuentemente, tendemos a pensar
que para ser santos tenemos que estar mucho tiempo en la presencia de Dios
orando.
Pero nos olvidamos de que ellos no estaban pendientes del reloj, porque lo que
menos les importaba era el tiempo, ya que por encima de todo valoraban la oración.
Tampoco estamos exentos nosotros de usar muchas repeticiones al orar o de hacer
oraciones calcadas, cuando se ha pedido que se ore por un tema concreto. Otro
detalle, que entraría también aquí es cuando nos empeñamos en repetirle a Dios su
Palabra y en lugar de orar, le hacemos un sermón a Dios sobre la base de algunos
versículos.
2. Las formas correctas de dirigirnos a Dios (vv.6,8)
Hay un modo adecuado de orar, cuyo secreto radica en el enfoque que le demos. Lo
que Jesús está diciendo en este pasaje es que lo verdaderamente importante al orar
en cualquier lugar es que tengamos conciencia de estar en la presencia de Dios. Es lo
que se ha llamado el recogimiento interior que puede estar facilitado por un lugar
tranquilo sin que nos estorbe nadie, pero también lo podemos lograr en plena calle, sin
que nadie se dé cuenta. Se trata de un proceso en tres pasos:
a. Excluir ciertas cosas. Hay hermanos que quieren persuadirse a sí mismos de
que las palabras “cuando ores entra en tu aposento” contienen una prohibición de todas
las reuniones de oración. Son los que dicen: “no voy a la reunión de oración porque yo
oro en mi casa”. Pero este texto no prohíbe la reunión de oración, porque lo que hace
la Biblia es fomentarla.
Lo que señala nuestro texto es que tanto en público como en privado al orar
debemos excluir a los demás en el sentido de que cuando oro estoy en intimidad
con Dios y me olvido de lo que hay en mi alrededor. Al orar nos dirigimos a Dios y
aunque en público los hermanos escuchan nuestra oración, no nos
estamos dirigiendo a ellos, sino que somos en aquel momento los portavoces de
ellos ante Dios y por eso al final dicen amén identificándose con lo que hemos dicho.
La segunda exclusión y olvido es de nosotros mismos. De nada serviría entrar en el
aposento y cerrar la puerta si todo el rato estoy lleno de mí mismo, pensando acerca
de mí mismo y me enorgullezco de mi oración. En lugar de esto debemos abrirnos
a Dios y a la inefable experiencia de una comunión íntima con él.
b. Comprender ciertas cosas. Ante todo, debemos ser conscientes de que estamos
en la presencia de Dios y comprender quien es él. Por la actitud ligera que se adopta
a veces parece que no tenemos una idea muy clara de la trascendencia de Dios. Al
orar, deberíamos pensar primero que nos dirigimos al Dios Soberano,
Todopoderoso, Absoluto, Eterno, que habita en la majestad de las alturas, que es
fuego consumidor, que es luz y no hay tinieblas en él. Pero también, debemos
entender que este Dios es nuestro Padre y que mantenemos con él una relación
paternofilial. Él lo sabe todo de nosotros y conoce nuestras necesidades antes que
se las pidamos.
c. Confiar plenamente en Dios. Debemos acudir a Dios con la confianza de un niño.
Necesitamos tener esta seguridad de que dios es verdaderamente nuestro Padre y
por eso no tendremos necesidad de repetir innecesariamente nuestras peticiones.
Debemos orar sin cesar, pero eso no quiere decir repetir mecánicamente una
oración mil veces. Cuando oro sé que mi Dios es mi Padre y él se complace en
bendecirme porque lo sabe todo antes de que empecemos a hablar.
Conclusión
¿Cómo debemos orar? Por un lado, desechando las formas equivocadas de hipocresía
religiosa y, por otro, adoptando los principios señalados por Jesús, entrando en nuestro
aposento en lo íntimo de nuestro ser olvidándonos de nosotros mismos. Comprender
que estamos ante la presencia misma de Dios, el cual es nuestro Padre que nos ama
en Cristo. Nuestras peticiones serán hechas con toda confianza sabiendo que si
pedimos de acuerdo con su voluntad él nos responderá a las peticiones que le habremos
hecho.