Engels Sobre La Historia Del Cristianismo Primitivo PDF
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SOBRE LA HISTORIA
DEL CRISTIANISMO ORIGINARIO
F. Engels, 1894
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F. Engels, “(…) una antítesis peculiar de ello fueron los levantamientos religiosos en el
mundo mahometano, especialmente en África. El Islam es una religión adaptada a los orien-
tales, es decir: por un lado, a los habitantes de las ciudades que se ocupaban en el comercio
y la industria y, por el otro, a los beduinos nómadas. Es allí donde se encuentra el embrión
de las recurrentes colisiones. Los habitantes de las ciudades se enriquecían, rellenaban de
lujos, y se relajaba su observación de la ‘ley’. Los beduinos, pobres, y, por lo tanto, de una
moral estricta, contemplaban esas riquezas y esos placeres con envidia y codicia”.
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durante toda la Edad Media hasta desvanecerse después de la Guerra Campe-
sina en Alemania, para renacer una vez más con los trabajadores comunistas,
después de 1830. Los Comunistas Revolucionarios Franceses, como también
Weitling y sus partidarios, se referían al cristianismo mucho antes de las pala-
bras de Renan: “Si yo quisiera darles una idea de las comunidades de los pri-
meros cristianos, les diría que busquen la sección local de la Asociación
Internacional de Trabajadores”.
Este letrado francés, quien al mutilar la crítica alemana de la Biblia de un
modo que no tiene precedentes ni siquiera en el periodismo moderno, escribió
la novela sobre la historia de la Iglesia, Originnes du Christianisme, y no sabía
cuánta verdad había en las palabras que acabo de citar. Me gustaría ver al viejo
“Internacional” ser capaz de leer, por ejemplo, la llamada Segunda Epístola de
Pablo a los Corintios sin que se reabran viejas heridas, al menos en un aspecto.
Toda la epístola, desde el capítulo ocho en adelante, se hace eco de la vieja y
¡oh! tan conocida queja: les cotisations ne rentrent pas (las cotizaciones no en-
tran). ¡Cuántos de los propagandistas más celosos de los sesenta no estrecharía
con entusiasmo la mano del autor de aquella epístola, independientemente de
quién pudiera haber sido y susurraría: “¡Así que ustedes también!”, nosotros
también. Corintios fueron una legión en nuestra asociación; podemos cantar
una canción acerca de las cotizaciones que no entraban, y nos tomaban el pelo
cuando se alejaban flotando delante de nuestros ojos. Eran los famosos “millo-
nes de la Internacional”.
Una de las mejores fuentes sobre el tema de los cristianos originarios es Lu-
cian de Samosata, el “Voltaire” de la antigüedad clásica, quien era igualmente
escéptico con relación a cualquier tipo de superstición religiosa, y quien, por lo
tanto, no tenía ningún motivo, ya sea pagano, religioso o político, para tratar a
los cristianos de un modo distinto al que usaría para con cualquier otra comu-
nidad religiosa. Al contrario, se burlaba de todos por causa de su superstición:
de los que le rezaban a Júpiter como de los que le rezaban a Cristo; desde ese
punto de vista de racionalismo chato, un tipo de superstición era tan estúpido
como cualquier otro.
Este al menos imparcial testigo, entre otras cosas relata la historia de un Pe-
regrinus, de nombre Prometeo, de Parium, en Hellespontus. En su juventud,
este Peregrinus debutó en Armenia cometiendo fornicación. Lo atraparon con
las manos en la masa y lo lincharon según la costumbre del lugar. Con un poco
de suerte logró escapar y después de estrangular a su padre en Parium, tuvo que
huir.
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“Y sucedió” –cito de la traducción de Schott– “que llegó a escuchar de las
asombrosas enseñanzas de los cristianos, con cuyos sacerdotes y escribas había
mantenido contacto en Palestina. Hizo tal progreso en un tiempo tan corto que
sus maestros eran como niños comparados con él. Llegó a ser profeta, un mayor,
un maestro de la sinagoga, en una palabra, todo en todo. Interpretaba sus Es-
crituras y él mismo llegó a escribir una gran cantidad de obras. De este modo
se lo vio como un ser superior, se le permitió dictar leyes y lo nombraron su su-
pervisor (obispo)… Fue debido a ello (es decir, porque era cristiano), que Pro-
meteo fue finalmente arrestado y encarcelado… Cuando yacía encadenado, los
cristianos, al verlo cautivo y en desgracia, hicieron grandes esfuerzos por libe-
rarlo pero no tuvieron éxito. Lo atendieron con gran solicitud. A la primera luz
del día se veía madres ancianas, viudas, y jóvenes huérfanos amontonándose
en las puertas de la prisión; algunos cristianos más prominentes hasta llegaron
a sobornar a los guardias para poder pasar la noche a su lado, traían su comida
y leían de sus libros sagrados en su presencia. En fin, el bienamado Peregrinus
(aún se lo conocía con este nombre), en su opinión, él era no menos que un
nuevo Sócrates. Enviados de comunidades cristianas lo visitaban para darle una
mano solidaria y atestiguar a su favor en la corte. Es increíble con qué velocidad
esta gente podía actuar cuando era cuestión de su comunidad, sin tomar en
cuenta ni gasto ni esfuerzo. Y es así como –desde todas las partes– dinero em-
pezaba a fluir hacia Peregrinus, y así su cárcel se convirtió en fuente de grandes
ingresos, ya que los pobres estaban persuadidos que eran inmortales en cuerpo
y en alma y que iban a vivir toda la eternidad. Era por eso que despreciaban la
muerte y muchos, incluso, voluntariamente sacrificaban sus vidas. Luego, sus
más prominentes legisladores los convencieron de que todos serían hermanos
una vez que se convirtieran, es decir, si renunciaban a los dioses griegos, profe-
saban la fe en su sofista crucificado y vivían según sus prescripciones. Es por
eso que despreciaban todos los bienes materiales, sin distinción, y todo lo com-
partían –doctrinas que aceptaban de buena fe, sin demostraciones ni pruebas.
Y cuando es un impostor astuto, que sabe aprovechar las circunstancias, puede
llegar a enriquecerse pronto y burlarse de los tontos en secreto. Al final, Pere-
grinus fue liberado por quien en ese momento era prefecto de Siria”.
Luego, después de varias aventuras más, “Nuestro benemérito partió otra
vez” (desde Parium) “a peregrinar de nuevo, y la buena predisposición de los
cristianos le proveyó de dinero para sus viajes, ellos atendieron sus necesidades
en todas partes y nunca tuvo que pasar privaciones. Pero luego también violó
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las leyes de los cristianos –creo que lo pescaron comiendo un alimento prohi-
bido–, lo ex comulgaron de su comunidad.”
¡Qué recuerdos de mi juventud me asaltan cuando leo esta parte, Lucian!
Antes que nada el “profeta Albrecht” quien, a partir de, aproximadamente,
el año 1840, y durante años, literalmente saqueó las comunidades comunistas
de Weitling en Suiza: un hombre alto, poderoso, con una larga barba, quien via-
jaba a pie por toda Suiza y reunía audiencias para su misterioso nuevo evangelio
de emancipación universal, pero quien –después de todo– parece haber sido
un embaucador inofensivo que murió pronto. Luego, su menos inofensivo su-
cesor, “el doctor” Georg Kuhlman de Holstein, quien se aprovechó del tiempo,
cuando Weitling estaba en la cárcel, para convertir las comunidades de franco-
suizos a su propio evangelio, y por un tiempo con tanto éxito que hasta llegó a
captar a August Becker, de lejos el más avisado de todos ellos, pero también el
peor vago irresponsable entre todos ellos. Ese Kuhlmann solía predicar, y sus
homilías fueron publicadas en Ginebra, en 1845, bajo el título El Mundo Nuevo
o el Reino del Espíritu en la Tierra. Proclamación. En la introducción, los sim-
patizantes, probablemente August Becker, dice:
“Lo que hacía falta era un hombre, en cuyos labios todo nuestro sufrimiento,
todas nuestras añoranzas y esperanzas, todo aquello que más profundamente
afecta nuestros tiempos pueda encontrar su expresión… Este es el doctor Georg
Kuhlman de Holstein. Nos ha traído la doctrina de un mundo nuevo o el mundo
del espíritu en la realidad.”
Ni falta hace agregar que esa doctrina de un mundo nuevo no es más que el
disparate más vulgar emitido con expresiones semibíblicas y declamadas con
la arrogancia de quien pretende ser profeta. Pero esto no fue impedimento para
que los buenos Weitlingerenses llevasen al embaucador en andas, del mismo
modo que en otros tiempos los cristianos asiáticos llevaron a Peregrinus. Ellos
que, en otras circunstancias eran tan superdemocráticos y tan extremadamente
igualitaristas, que promovían durísimas sospechas contra cualquier maestro de
escuela, periodista o cualquier hombre que no era trabajador manual, viéndolo
como imputable de ser un “erudito” que se deshacía por explotarlos, se dejaron
convencer por el melodramático Kuhlmann, que en su “Mundo Nuevo” el en-
cargado de distribuir los placeres sería el más sabio de todos, léase Kuhlmann
y, por ende, sus discípulos deben traerle muchos placeres, incluso ya, ahora, en
el Mundo Viejo, cuando los discípulos harán bien en conformarse con migajas.
De este modo, el Peregrinus-Kuhlmann gozaba de una vida espléndida a costi-
llas de la comunidad, mientras duraba. No duró mucho, por supuesto. Un cre-
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ciente murmullo de los que dudaron y los que no creían, y la amenaza de per-
secución por parte del gobierno de Vaud, pusieron fin al “Reino del Espíritu”
en Lausanne. Kuhlmann desapareció.
Cualquiera que haya conocido por experiencia el movimiento de la clase
obrera europea recordará docenas de ejemplos parecidos. Hoy, casos tan extre-
mos, al menos en los centros más importantes, se tornan imposibles; pero en
distritos remotos, donde el movimiento ha ganado un nuevo y pequeño espacio,
un pequeño Peregrinus de este tipo todavía puede lograr un minúsculo éxito
por un tiempo. Y como todos los que no tienen nada que esperar del mundo
oficial o han llegado al punto donde ya no aguantan nada más –los que se opo-
nen a las vacunas, simpatizantes de la abstemia, vegetarianos, anti-viviseccio-
nistas, curanderos por medios naturales, predicadores de comunidades libres
cuyas comunidades han fracasado, autores de nuevas teorías sobre el origen del
universo, inventores sin suerte o sin talento, víctimas de injusticia real o imagi-
naria, aquellos a quienes toda burocracia llama “pedantes inútiles”, tontos ho-
nestos y tramposos deshonestos–, todos, se vienen a los partidos obreros en
todos los países (con los primeros cristianos pasaba lo mismo). Todos los ele-
mentos que quedaron sueltos debido a la disolución del Viejo Mundo hicieron
fila para entrar en la órbita de la cristiandad, como el único elemento que resistía
ese proceso de disolución –precisamente porque era el producto necesario de
ese proceso– y por eso duraba y crecía mientras los otros elementos no eran
más que moscas efímeras. No hubo tal fanatismo, tal tontería, tal deshonestidad
que no se acercara a las jóvenes comunidades cristianas y que no recibiera –al
menos por un tiempo y en lugares aislados– atención y creyentes bien predis-
puestos. Y al igual que en nuestras primeras asociaciones de trabajadores, los
primeros cristianos tomaban con una ingenuidad sin precedentes todo aquello
que servía para sus propósitos, que ya ni siquiera podemos estar seguros si algún
fragmento de la “gran cantidad de obras” que Peregrinus escribió para los cris-
tianos no apareció en nuestro “Nuevo Testamento”.
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