Anagarika Govinda - Fundamentos de La Mística Tibetana PDF
Anagarika Govinda - Fundamentos de La Mística Tibetana PDF
Anagarika Govinda - Fundamentos de La Mística Tibetana PDF
FUNDAMENTOS DE LA MÍSTICA
TIBETANA
Según las enseñanzas esotéricas del gran Mantra
OṀ MAṆI PADME HŪṀ
Reproducción del arte tibetano de
LI GOTAMI
POR QUÉ RECOMENDÉ ESTE LIBRO
orque un buen libro es un maestro y Fundamentos de la mística tibetana es una
OṀ
EL CAMINO DE LA UNIVERSALIDAD
AVALOKITEŚVARA
A quien está consagrada la fórmula sagrada OṀ MAṆI PADME HŪṀ.
I
L sucesivas etapas de series infinitas de experiencias que, saliendo del pasado más
inimaginable, alcanzan el presente y constituyen, a su vez, los puntos de partida
de nuevas series indefinidas que alcanzarán un futuro igualmente inimaginable. Son eso
que es audible y tiende a lo inaudible. Son el pensamiento y lo pensable que emergen
desde lo impensable.
La esencia de la palabra no se termina, pues, ni en su utilidad en tanto que trasmisora
de sentimientos o de ideas, ni en su significación presente; posee, al mismo tiempo,
propiedades que van mucho más allá de lo representable, del mismo modo que una
melodía, aunque esté íntimamente ligada a un contenido concreto, no llega a identificarse
con él ni puede ser reemplazada por él. Y es precisamente esta propiedad irracional la que
conmueve nuestro más profundo sentimiento, la que exalta nuestro ser íntimo y lo hace
vibrar con los demás.
El encanto que ejerce sobre nosotros la poesía radica precisamente en este factor
irracional, asociado al ritmo que se desprende de dicha fuente. Ésta es la razón por la que
la magia poética es más potente que el contenido objetivo de las palabras y más potente
que el entendimiento con toda su carga de lógica, en cuya fuerza todopoderosa tan
firmemente creemos.
El éxito de los grandes oradores no depende sólo de lo que dicen, sino más bien de la
manera en que lo dicen. Si los seres humanos pudieran ser convencidos por la lógica y por
la demostración científica, hace ya mucho tiempo que los filósofos habrían convertido a
sus doctrinas a la mayor parte de la Humanidad. Por otra parte, las Escrituras sagradas de
las religiones universales jamás habrían ejercido tan enorme influencia, porque lo que nos
comunican bajo la forma de pensamiento puro es muy débil comparado con las creaciones
de los grandes sabios y de los grandes pensadores. Podemos decir, pues, con toda razón,
que la fuerza de estos libros sagrados reposa en gran parte en la magia de la palabra, es
decir, en la fuerza oculta que conocían los sabios de antaño, porque se encontraban muy
cerca de la Fuente de la Palabra.
El nacimiento del lenguaje fue al mismo tiempo el nacimiento de la Humanidad. Cada
palabra era el equivalente fonético de una experiencia, de un acontecimiento, de un
estímulo interior o exterior. Un potente esfuerzo y una experiencia creadora estaban
incluidos en esta formación de sonidos que debió escucharse a lo largo de largos períodos
y gracias a la cual el ser humano llegó a elevarse por encima de los animales.
Si el Arte puede considerarse como una nueva creación y el aspecto plástico de la
Realidad por medio de la experiencia humana, del mismo modo podemos considerar la
creación de la palabra como el logro artístico más importante de la Humanidad. Cada
palabra, en su origen, era un núcleo de energías en las que se originaba la trasmutación de
la realidad en modulaciones de la voz humana: expresión vital del alma. Por medio de esta
creación verbal, el ser humano tomó posesión del universo. Más aún: descubrió una nueva
dimensión, todo un mundo que estaba en el interior de sí mismo y a través del cual se le
abría la perspectiva de una forma más elevada de vivir, sobrepasando el estado actual de la
conciencia del mismo modo que la conciencia del hombre supera a la del animal.
El presentimiento —y hasta la certeza— de la existencia de estados de conciencia tan
elevados, va ligado a determinadas experiencias de naturaleza tan fundamental que es
imposible explicarlas ni describirlas. Son tan sutiles que resultaría imposible compararlas
a nada que pudiera ser expresado con un pensamiento o con una representación. Y, sin
embargo, estas experiencias son más reales que cualquier otra cosa que pudiera ser
percibida por nosotros: vista, pensada, tocada, sentida u oída. Y esto sucede porque están
repletas de todo aquello que precede y abarca la totalidad de las sensaciones particulares,
de tal modo que no puede identificarse con ninguna de ellas. Por este motivo, únicamente
los símbolos pueden sugerir el sentido de estas experiencias. Y tales símbolos no son de
ningún modo invenciones arbitrarias, sino formas espontáneas de expresión, surgidas de
las regiones más profundas del espíritu humano.
Los símbolos surgen del vidente bajo la forma de visiones y del cantor bajo la forma
de sonidos; y surgen directamente, con el encantamiento de la visión o de la melodía. Su
presencia esencial constituye la totalidad de la fuerza sagrada del poeta-vidente (kavi). Lo
que están proclamando sus labios no está contenido en las palabras comunes (shabda); los
sonidos no son los que constituyen una conversación: son «mantra», fuerzan a la creación
de una imagen mental, y la fuerzan ejerciendo su acción sobre lo que es, precisamente
para que surja tal como es realmente en su Ser esencial. Son también experiencia:
inmediata y recíproca penetración del conocedor y de lo conocido. Tal como existía en la
primera palabra de fuerza evocadora, por medio de la cual lo inmediato se fundía sobre el
poeta-vidente, adoptando la forma de la palabra y de la visión a un tiempo, con cuya
fuerza el poeta dominaba de inmediato la realidad por medio de palabras y de imágenes
del mismo modo y desde el principio de los tiempos, aquel que consigue utilizar las
palabras-mantra poseerá la fuerza del conjuro, el medio mágico de actuar sobre la realidad
inmediata, que es revelación divina y juego sempiterno de las fuerzas del universo.
«En la palabra mantra se encuentra la raíz man (pensar: de ahí el griego menos
y el latín mens) unida a la partícula tra, que forma parte de las palabras que
designan los útiles. Así sucede con mantra: es un útil para pensar, una herramienta
que permite aprehender una imagen mental. Por su resonancia, llama a la
inmediata realización de su contenido. El mantra es potencia y no simple opinión
que el espíritu podría contradecir o incluso eludir. Lo que designa el mantra es así,
está aquí, se realiza. Aquí —y en ninguna otra parte como aquí— las palabras son
actos cuya realización es inmediata»[1].
De esta manera, la palabra constituyó, desde el instante mismo de su nacimiento, un
centro de fuerza y de realidad; sólo el hábito ha hecho de ella un simple modo de
expresión estereotipada. La palabra-mantra ha escapado, hasta cierto punto, de este
destino, precisamente porque no tenía ningún significado concreto y, por consiguiente, no
se prestaba a fines utilitarios.
Sin embargo, aunque las palabras-mantra han seguido existiendo, su tradición casi se
ha extinguido y en nuestros días quedan pocos que tengan conciencia de su auténtica
naturaleza y que sepan servirse de ellas. La humanidad moderna no es siquiera capaz de
representarse hasta qué punto la magia de la palabra y de la voz ha sido auténticamente
vivida en las antiguas civilizaciones y qué fuerte influencia ejerció sobre la vida en su
conjunto, fundamentalmente desde una perspectiva religiosa.
En la era de la radio y de los periódicos, cuando las palabras —dichas o escritas— se
proyectan a millones por el mundo entero, el valor del vocablo ha descendido tanto que es
difícil darle al hombre de hoy una idea —siquiera sea lejana— de la actitud
tremendamente respetuosa que el hombre de otros tiempos más espiritualizados y las
civilizaciones religiosas observaban frente a la palabra, portadora de la tradición sagrada y
encarnación del espíritu.
Los últimos vestigios de estas civilizaciones resuenan todavía en los países de Oriente.
Pero un solo país ha conseguido mantener vivas hasta hoy mismo las tradiciones
mántricas: el Tíbet. Allí no es únicamente la palabra un signo sagrado, sino que lo es cada
letra del alfabeto, cada sonido. Hasta en los casos en los que sirven a fines profanos, nunca
se olvida ni se desprecia completamente su origen y su valor. La palabra escrita es tratada
siempre con respeto; jamás se tira inconscientemente por los rincones donde pudiera ser
humillada o pisoteada por los hombres o por los animales. Y cuando se trata de palabras o
de escritos de naturaleza religiosa, el menor de sus fragmentos es tratado como una
preciosa reliquia y jamás se destruye arbitrariamente, aunque haya dejado de servir. Se
deposita en santuarios o en relicarios, o incluso en el interior de algunas grutas, para que
su destrucción sea totalmente natural.
Para quien observe estos hechos desde fuera, todo esto puede parecer una superstición
primitiva. Esta apariencia tomará cuerpo si se consideran tales procedimientos aislados de
sus relaciones metafísicas con los motivos ancestrales. Porque lo que aquí está en juego no
es un pedazo de papel y los signos que tiene dibujados, sino la actitud del espíritu que se
expresa por medio de cada uno de estos procedimientos y que tiene su fundamento en la
evocación de una realidad superior que está siempre presente y que actúa eficazmente
sobre nosotros, empapada del contacto con sus propios símbolos.
El símbolo, por este motivo, jamás es sacado de su profunda realidad para ser
nuevamente deglutido a niveles de uso simple y cotidiano o de una mera espiritualidad
dominical; es algo vivo y actual, a lo que se somete todo aquello que es profano, material
o utilitario. Sí, porque todo aquello que denominamos profano y material es, mediante
esta actitud, despojado de sus características inmediatas y convertido en expresión de una
realidad que se mantiene escondida detrás de las apariencias. Una realidad que, por sí sola,
da sentido a nuestra vida y a nuestra actividad, incluyendo en él a las cosas más nimias y
menos aparentes en la vasta correlación de todo cuanto sucede y de todo cuanto existe.
«En lo más pequeño encontrarás un Maestro al que jamás servirás
suficientemente desde lo más profundo de tu ser». (Rilke)
Si esta actitud espiritual se interrumpiera en algún punto, perdería su unidad y, en
consecuencia, su consistencia y su fuerza.
El vidente, el poeta, el cantor, el creador espiritual, el alma sensible, el santo, todos
conocen la esencia de la forma en la palabra y en el sonido, en lo visible y en lo tangible.
Nunca traicionan lo que es pequeño, porque saben distinguir en ello lo que tiene de
grande. En sus labios, la palabra se convierte en mantra, los sonidos y los signos de que se
compone se hacen portadores de fuerzas misteriosas; ante sus ojos, lo visible se hace
símbolo, el objeto se convierte en instrumento creador del espíritu y la vida se vuelve un
río profundo, que fluye de una a otra eternidad: «Todo es significativo; todo es espejo;
todo, por tanto, se mantiene velado a las miradas brumosas», así lo expresa
admirablemente, Melchior Lechter.
Bueno será que nos acordemos de vez en cuando de que esta actitud del Oriente tuvo
también carta de ciudadanía en Europa y que, hasta un determinado momento, la tradición
de la palabra interior y de la eficacia del símbolo tuvo sus paladines. Quisiera ceñirme al
recuerdo del concepto mántrico de la palabra en Rainer Maria Rilke, que supo captar la
esencia de la voz en sus más profundas significaciones:
«Allí donde, lentamente, más allá de lo olvidado,
remonta hasta nosotros lo que fue sentido,
dominado, dulce, más allá de todo límite
y vivido intensamente en lo ponderable,
allí da comienzo la palabra, tal como la escuchamos,
su valor, sin embargo, nos supera,
porque el Espíritu, que nos ansía solos,
desea igualmente la seguridad de vernos juntos».
II
L siguiente fragmento:
La esencia de todos los seres es la tierra;
La esencia de la tierra es el agua;
Las plantas son la esencia misma del agua;
El ser humano es la esencia de las plantas;
La esencia del hombre es el Verbo;
La esencia del Verbo es el Ṛgveda;
La esencia del Ṛgveda es el Sāmaveda;
La esencia del Sāmaveda es el Udgītha[2].
Este Udgītha es la mejor, la más alta de todas las esencias,
y merece el más alto puesto: el octavo.
(Chāndogya Upaniṣad)
En otros términos: las fuerzas y las propiedades latentes de la tierra y del agua se
concentran y se transforman en el organismo más elevado de las plantas; las fuerzas de
éstas son transformadas y concentradas en el ser humano; las fuerzas del hombre se
concentran en su aptitud para la reflexión intelectual y en su posibilidad de expresión por
medio de equivalencias sonoras que, uniendo la forma interior (pensamiento) a la forma
externa (palabra audible), producen la palabra, por medio de la cual el ser humano se
distingue de las formas vivas inferiores.
La expresión más preciosa de este logro intelectual, la suma de sus experiencias,
constituye la ciencia sagrada (veda), bajo la forma de poesía (Ṛgveda) y de música
(Sāmaveda). La poesía está más allá de la prosa, porque su ritmo crea una unidad
superior que rompe las cadenas que sujetan al espíritu. Pero la música es aún más sutil que
la poesía, en tanto que nos hace trascender el sentido de las palabras y nos coloca en un
estado de receptividad intuitiva.
Finalmente ambas, lo mismo que el ritmo y la melodía, encuentran su síntesis y su
conjunción (que podría aparecer incluso como una disolución del intelecto ordinario) en
las vibraciones profundas y penetrantes del fonema sagrado OṀ. Aquí se alcanza la
cúspide de la pirámide, elevándose desde la llanura de las grandes diferenciaciones y de
las materializaciones de los elementos groseros (los mahābhūta), hasta la cima de la
máxima unificación y espiritualización, que contiene las propiedades latentes de todos los
grados intermedios, como es el caso de la semilla o del germen (bīja). En este sentido,
OṀ es la quinta esencia, la sílaba-germen (bīja-mantra) del universo, la palabra mágica
(éste era el sentido original de la palabra brahman), la fuerza universal, la conciencia
capaz de penetrarlo todo.
Por la identificación de la palabra sagrada con el universo, la idea de brahman se
extendió a la totalidad del espíritu universal y de la fuerza omnipresente de la conciencia,
en la cual participan los seres humanos, los dioses y los animales, pero que, sin embargo,
no se convierte en experiencia total más que en los santos y en los iluminados.
OṀ jugaba ya un papel muy importante en el paralelismo cósmico del ceremonial de
los sacrificios védicos y se convirtió, en siglos posteriores, en uno de los símbolos más
importantes del yoga, en el cual, liberado tanto de la mística y de la magia de las prácticas
sacrificiales como de las especulaciones filosóficas del pensamiento anterior, se
transforma en un medio esencial para la práctica de la meditación. De símbolo metafísico
pasó a ser, en cierta manera, procedimiento psicológico.
«Lo mismo que una araña se eleva con la ayuda de su hilo y alcanza la libertad,
el yogui alcanza la liberación gracias a la sílaba OṀ».
En el Maitrāyana Upaniṣad, OṀ es comparado a una flecha cuya punta es el
pensamiento (manas) y que, partiendo del arco del cuerpo humano, atraviesa las tinieblas
de la ignorancia y alcanza la luz del estado superior.
Una comparación se halla en el Muṇḍaka-Upaniṣad, donde se dice:
«Habiendo empuñado a modo de arco la gran arma de la ciencia secreta
(Upaniṣad),
se coloca sobre ella la flecha aguzada, por una incesante meditación.
El espíritu, henchido de Ella (la Conciencia Universal, el Brahman) tensa el arco
y atraviesa, oh noble joven, su diana: lo Imperecedero.
El praṇava (OṀ) es el arco, la flecha es el Yo.
El brahman es la diana.
Por medio de la atención, es atravesado.
Hay que unirse a él como una flecha se clava en su diana».
En el Māṇḍūkya-Upaniṣad, la sílaba OṀ es analizada en sus elementos vocales,
según los cuales O es considerado como una combinación de los sonidos A y U, de tal
manera que nos encontramos en presencia de tres elementos, A, U, M, en los que OṀ es
la expresión de la más alta conciencia, estando los tres elementos presentes como los tres
grados de esa conciencia, del modo siguiente: A como conciencia vigilante (jāgrat), U
como conciencia en estado de sueño (svapna) y Ṁ como la conciencia del sueño profundo
(suṣupti), mientras que OṀ, en tanto que totalidad, constituye el estado de conciencia
cósmica o «cuarto estado» (turīya), que lo abarca todo y sobrepasa toda expresión. Ésta
es la conciencia de la cuarta dimensión.
Las expresiones «conciencia vigilante», «conciencia de sueño», y «conciencia de
sueño profundo» no deben, naturalmente, tomarse al pie de la letra, sino más bien como:
C una ciencia secreta. Podría atribuirse ese mismo epíteto a las matemáticas
especiales, a la física o a la química, que se mantienen cerradas como un libro
con siete sellos para el hombre corriente no iniciado en las fórmulas o en los símbolos.
Pero del mismo modo que las ciencias pueden ser torcidamente utilizadas con fines de
poder y, precisamente por esta razón, deben mantenerse secretas en sus efectos extremos,
por parte de determinados círculos interesados (hoy en día los estados) así la mántrica ha
sido, en diversos tiempos, víctima de la política de fuerza de ciertos círculos o de ciertos
estamentos sociales.
En la antigua India, fue la clase sacerdotal de los brahmanes la que hizo de la palabra
sagrada privilegio de su casta y la que obligaba a las otras castas a aceptar como artículo
de fe lo que les era transmitido. Fue así como sufrió una transformación en dogma lo que
originariamente había surgido en forma de llama o de éxtasis religioso, para reaccionar
ante sus mismos creadores bajo la forma de una obligación ineludible. Del saber nació la
fe y de esta fe, privada del correctivo de la experiencia, nació la superstición.
Las huellas de casi todas las supersticiones de este mundo pueden encontrarse en
verdades que, separadas de sus contextos originales, perdieron su significado. Son, en el
sentido etimológico de la expresión latina superstitia, es decir, «residuos» de algo que se
ha vuelto superfluo. Y como se da el caso de que las circunstancias y las maneras como
fueron descubiertas estas verdades o estas ideas —es decir, sus relaciones espirituales,
lógicas o históricas—, perdieron su razón al hundirse en el olvido, se convirtieron en fe
ciega, sin nada en común con la fe auténtica, o con la confianza en la verdad o en la fuerza
de una idea o (tratándose de una personalidad superior) en confianza que se eleva al nivel
de una certeza interior cuando se ve confirmada por la experiencia o cuando se encuentra
en armonía con las leyes de la razón o de la realidad.
Esta suerte de fe o de confianza es la necesaria e ineludible condición de toda
actividad intelectual, sea filosófica, científica, religiosa o artística. Es la actitud positiva y
la tendencia de nuestro espíritu y hasta de nuestro ser entero, sin las cuales no puede
realizarse ningún progreso verdadero. Es lo que el Buddha designaba como saddha y lo
que reclamaba de todos aquellos que querían seguir su vía.
«Abiertas se encuentran las puertas de la inmortalidad a quien tiene oídos para
oír. ¡Tened Fe! (apārutā tesam amatassa dvārā ye sotavantā
pamuñcantu saddhaṁ)».
Con estas palabras comenzó Buddha su enseñanza. Pamuñcantu saddhaṁ
significa: «Dejad volar vuestra fe, vuestra confianza»: apartad vuestras trabas interiores y
abríos a la Verdad.
Así era el modo de ser de la confianza en la fe: una preparación interior al acto de
apertura del corazón, que encontraba la expresión espontánea de su liberación
(pamuñacati = liberar, dar libertad) frente a una opresiva presión psíquica, en la sílaba
sagrada OṀ. En ella, tal como hemos visto, se encontraban todas las potencias positivas y
propulsivas del espíritu humano, que tratan de quebrar las murallas y las cadenas de la
ignorancia, una vez unidas y concentradas como en la punta de una flecha.
Pero esta pura expresión de una experiencia profunda se convirtió pronto,
desgraciadamente, en víctima de la especulación, porque aquellos que no habían tomado
parte en la experiencia comenzaron a analizar los resultados. No les bastaba con saber que
la luz brilla cuando se eliminan las causas de la oscuridad; quisieron discutir las
propiedades de la luz antes incluso de haber tratado de atravesar las tinieblas y, con estas
discusiones, levantaron un complicado edificio teológico en el cual la sílaba sagrada OṀ
fue tan artísticamente emparedada que ya jamás pudo evadirse de su entorno.
En lugar de valerse de sus propios medios, esperaron la ayuda de cualquier fuerza
sobrenatural. Y especulando sobre la meta, olvidaron que debían plantearse el esfuerzo de
«disparar la flecha» y que este acto no era obra de una potencia mágica escondida en la
flecha o en la diana. Se dedicaron, pues, a adornar y a honrar a la flecha en lugar de
servirse de ella utilizando todo su potencial de energía. Dejaron floja la cuerda de su arco
corporal y espiritual en lugar de tensarla con todas sus fuerzas.
De aquí vino como consecuencia que, en tiempos de Buddha, este gran símbolo
mántrico estaba tan totalmente embrollado por la teología de los brahmanes que, en un
sistema de enseñanza que trataba de liberarse tanto de su preeminencia como de los
dogmas y de las teorías superfluas y que afirmaba muy expresamente la libre
determinación, la responsabilidad y la independencia del hombre frente a la supuesta
potencia de los dioses, dejó de constituir un elemento utilizable.
El primer fin y el más importante del budismo fue el de «volver a tensar la cuerda del
arco del cuerpo y del espíritu» por medio del entrenamiento y de la disciplina. Y sólo
cuando se restableció la confianza en uno mismo y cuando la nueva enseñanza quedó
firmemente anclada —después de destruir los enredos y las telarañas de la teología y de la
especulación y después de haber liberado la punta de flecha OṀ—, pudo reajustarse esta
punta de flecha a la meditación.
Como ya se ha dicho anteriormente, la sílaba OṀ estaba estrechamente ligada al
desarrollo del yoga, el cual, en tanto que constituía un sistema interreligioso de métodos y
de ejercicios espirituales y corporales, utilizaba las distintas escuelas de pensamiento
religioso y era del mismo modo utilizado por ellas. El budismo, desde su inicio, se había
asociado a las prácticas yoga que se habían desarrollado y así se pudo mantener un
constante intercambio de experiencias entre el budismo y los otros sistemas religiosos a lo
largo de los dos milenios siguientes.
No hay, pues, nada de extraño en el hecho de que, aunque la sílaba OṀ haya perdido
en determinados momentos su valor de símbolo, la práctica religiosa budista se sirvió de
fórmulas mántricas equivalentes cada vez que podían ser útiles como medio para
desarrollar la confianza y la fe (saddha) y como práctica para eliminar los obstáculos
interiores y ayuda a la concentración sobre el fin supremo.
V
S por medio de innumerables reglas, cada una de las palabras del Maestro, así como
el modo de vivir de su primeros discípulos hasta en sus mínimos detalles,
olvidaron el espíritu; y lo olvidaron de tal modo que, en lugar de la existencia simple y
carente de ego de apóstoles inspirados, se constituyó un monaquismo perfectamente
ordenado, satisfecho de sí mismo y convertido en su propia meta, en conventos bien
abastecidos y no sólo alejados de las luchas cotidianas de la vida sino incluso cerrados a la
existencia del mundo secular.
Casi todos los cismas y los conflictos de los primeros siglos de la historia búdica
tuvieron por causa no tanto cuestiones filosóficas fundamentales, sino divergencias
relativas a reglas de la orden o a la interpretación escolástica y teórica de ciertas nociones
o incluso a la acentuación de tal o cual aspecto de la doctrina y de las Escrituras que la
sostenían.
La primera escisión se produjo en el concilio de Vaiśālī, cien años después de la
muerte de Buddha, en el cual incluso los grupos ortodoxos de Sthaviravādins (en pali
Theravādins) se separaron del cuerpo principal de la comunidad búdica porque se
resistían a admitir la interpretación liberal de pequeñas reglas de la orden que había sido
aceptada por la mayoría, con la consecuencia de que el acento principal se situó en el
espíritu de la doctrina búdica y sobre el sentimiento de responsabilidad personal de cada
cual. He aquí cuál fue el juicio de un sabio imparcial:
«No resulta fácil delimitar la verdad a propósito del concilio de Vaiśālī, porque
las exposiciones que han llegado hasta nosotros se contradicen en muchos puntos y
toman partido, en su mayoría, a favor de la fracción de los Sthaviravādins. Pero
importa señalar una constatación: los budistas perpetraron la escisión de la
Comunidad no a partir de diferencias dogmáticas, sino por cuestiones de disciplina
interior. La cosa es digna de tenerse en cuenta, porque el mismo fenómeno se
produjo en la historia religiosa de los jainistas: los “vestidos de aire” y los
“vestidos de blanco” se separaron no por diferencias de concepción referidas a
puntos importantes de la doctrina, sino por cuestiones de atuendo. Para el indio —
en contraste con el occidental— las costumbres culturales son de una importancia
decisiva; las divergencias sobre puntos que nos parecerían insignificantes dan
ocasión incluso de crear nuevas sectas»[5].
La mayor parte de los puntos en litigio, tal como fueron narrados por los
Theravādins (que consideraban como heréticos a los miembros de la Gran Asamblea,
los Mahāsāṅghikas), eran tan insignificantes que uno se pregunta cómo pudieron causar
tal agitación. Pero Mrs. C. A. F. Rhys-Davids[6] hace notar con justeza:
«La cuestión verdaderamente conflictiva atañía a los derechos del individuo
tanto como a los de las comunidades provinciales en relación con las
prescripciones de una jerarquía centralizada. No sólo en tanto que individuo, sino
incluso como miembro de grupos reducidos, el ser humano quería tener más peso;
deseaba ser tratado como tal ser humano y no como esa unidad en la que se
convertiría, si su existencia —aunque fuera dentro de una orden monástica— debía
consistir en ejecutar una regla para cada acto, con la consiguiente monotonía de la
vida en rebaño. En tanto que ser humano, se consideraba capaz de caminar por la
vía attadhammo, eligiendo y decidiendo según su propia conciencia».
Sólo gracias a una vuelta a la reflexión sobre la figura del Buddha, cuya vida y
actividad fueron la expresión viva de su enseñanza, el budismo se elevó, desde una
multitud de sectas rivales, al rango de religión universal. En los tiros cruzados de
opiniones y de escuelas contradictorias, ¿qué podía haber más seguro que imitar el
ejemplo del Buddha? Sus palabras pueden ser interpretadas de modo distinto según la
época; en cambio, su ejemplo vivo habla en una lengua eterna que puede ser entendida en
cualquier tiempo, mientras queden seres humanos sobre el planeta. La imagen del Buddha
y el profundo simbolismo de su existencia histórica, tanto como de su existencia
legendaria (de donde salieron las obras inmortales del arte y de la literatura búdicas) son
de una importancia mayor para la humanidad que todos los sistemas filosóficos y que
todas las abstractas clasificaciones del Abhidharma que podría salir de ellos. ¿Podría
encontrarse acaso una demostración más profunda de abnegación, de la doctrina del
«no-yo», del óctuplo sendero de la Realización, de la realidad del sufrimiento, del
nacimiento condicionado, de la liberación y de la iluminación, que aquella que se
desprende de la vía del Buddha, que alcanza todas las cimas y todas las profundidades del
universo?
«Cualquiera que sea la más alta flor del espíritu humano, ojalá pueda yo
alcanzarla para bendición de todos».
Éste es el sentido del deseo del Bodhisattva.
Del mismo modo que un artista toma sólo ejemplo de los grandes maestros, sea o no
capaz de alcanzar la plenitud de éstos, todo aspirante debe volverse hacia el más alto ideal
que pueda ser accesible a sus facultades, el cual le inspirará el necesario ardor para
alcanzar las más elevadas realizaciones. Porque nadie puede predecir el límite de sus
propias fuerzas; es muy probable que sea la misma intensidad del esfuerzo la que
determine dichos límites. Aquel que tiende hacia lo más alto recibe más fuerza y es capaz
de rechazar hasta el infinito sus propias limitaciones, es capaz de realizar el infinito en lo
finito, hace de éste concepto receptáculo del infinito y convierte al tiempo en receptáculo
de lo intemporal.
Con el fin de grabar esta actitud universal del espíritu del Mahāyāna en el aspirante
con la fuerza de sugestión de un símbolo concentrador, la sílaba sagrada OṀ se encuentra
siempre al principio de toda evocación solemne, de toda fórmula de adoración, de toda
meditación.
Esta actitud espiritual nunca podría ser expresada tan totalmente por ningún otro
símbolo distinto a la sílaba sagrada OṀ, de la que Rabindranath Tagore dijo que es «el
sonido integral» que «representa la totalidad de las cosas, que es la palabra simbólica que
representa el infinito, lo absoluto, lo eterno». Y el poeta continúa:
«Todas nuestras contemplaciones religiosas dan comienzo por OṀ, lo cual
ayuda a llenar el espíritu con el presentimiento de la eterna plenitud y le libera del
mundo del estrecho egoísmo»[T2].
Así sucedió que en el instante en que el budismo tomó conciencia de su misión
universal y entró en el terreno de las grandes religiones, la sílaba sagrada OṀ volvió a ser
el leitmotiv de la vida religiosa, el símbolo del esfuerzo universal de liberación que hizo de
esa experiencia de la totalidad y de la liberación, no la meta final, sino la condición previa
para la verdadera liberación y para la completa iluminación. Fue el símbolo de un esfuerzo
liberador que no contenía ya la angustia de su propia salvación o de la unión de su propia
alma (ātman) con el alma universal (el brahman), sino más bien el sentimiento de que
todos los seres y todas las cosas están indisolublemente unidos, que todas las diferencias
entre el «yo» y «lo otro» se basan en una ilusión y que tenemos que destruir en primer
lugar esa ilusión y penetrar hasta el fondo de la conciencia de totalidad que llevamos en
nosotros, antes de poder alcanzar la obra de la Realización.
OṀ es, de este modo, en la mántrica del budismo, no precisamente lo último y lo más
elevado —como tendremos ocasión de comprobar a lo largo de este trabajo— sino el puro
cimiento que se sitúa en el arranque del sendero del Bodhisattva y, por eso mismo, al
principio de cada mantra, de cada fórmula de adoración, de cada meditación o
consideración religiosa, y no al final. El sendero búdico da comienzo, por así decirlo, allí
donde terminaba el de los Upaniṣad, y aunque el mismo símbolo (OṀ) sea común a
ambas filosofías, el valor que se le da en cada una de ellas no es el mismo, porque dicho
valor depende de la posición que ocupa el símbolo en relación al sistema conjunto de cada
época. Lo mismo que el lugar de un decimal determina su valor, la importancia concedida
a un símbolo depende de la posición que ocupa en el conjunto de un sistema filosófico o
metafísico. Sería conocer muy mal los hechos atribuir al empleo de la sílaba OṀ una
recaída en el uso que se hizo de ella en el brahmanismo o una asimilación a los conceptos
de los Upaniṣad. Sería un error tan grave como suponer que la expresión nirvāṇa —
utilizada por los budistas lo mismo que por los adeptos del sistema brahmánico— tiene la
misma significación para los budistas que para los hinduistas.
La revalorización que la sílaba OṀ ha conocido en el budismo Mahāyāna no puede
ser comprendida completamente más que teniendo en cuenta el conjunto del sistema y de
la práctica mántrica. Por el momento, consideraremos como suficiente el hecho de mostrar
la naturaleza liberadora, iluminativa y favorecedora de la apertura del espíritu de esta
sílaba sagrada, cuyo sonido hace penetrar hasta lo más íntimo del ser humano las
vibraciones de una altísima realidad (y no una realidad que existe ajena a uno mismo, sino
una realidad que, desde siempre, estaba presente en él y en torno a él, pero de la que se
había excluido voluntariamente, por una separación egoísta de su pretendido yo). OṀ es
un medio de abatir los muros de nuestro ego y de darnos conciencia de la infinitud de
nuestra vida verdadera, que consiste en el estado de unión con todo lo demás que tiene
vida.
OṀ es el tono fundamental profundo de una realidad que se encuentra fuera del
tiempo y que, desde un pasado sin principio, vibra en nosotros y nos responde cuando
tendemos nuestro oído interior, en una paz total del espíritu. Es el sonido trascendental de
la ley interior, el ritmo eterno de todo lo que sucede, en el cual la expresión de la
necesidad total se convierte en expresión de la total libertad.
Por eso se dice en el Śūraṅgama-Sūtra:
«Habéis aprendido la ley de Buddha, escuchando palabras y grabándolas en
vuestra memoria. ¿Por qué no aprendéis de vosotros mismos, escuchando
atentamente la voz del Dharma que lleváis en vuestro espíritu desde vuestro
nacimiento y meditando sobre él?»[7].
La resonancia de OṀ, sin embargo, es como brazos que se abren para abrazar todo
cuanto vive cuando llega al corazón y a los labios de un auténtico aspirante lleno de fe
confiada (saddha). No es la expresión de su propia exaltación o de su dilatación, sino su
disposición para acoger, para entregarse, comparable a una flor que se abre a la luz y a
todos los que quieren tomar parte de su gracia y de su perfume. Es un modo de dar y de
recibir al mismo tiempo: de recibir sin avidez alguna, de dar sin tratar de imponerse a los
demás.
De este modo, OṀ se convirtió en el símbolo de la actitud universal del budismo en su
ideal del Mahāyāna, que ignora la distinción de sectas y que, por el contrario —como el
Bodhisattva— sólo se esfuerza en contribuir a la liberación de todos los seres según los
caminos correspondientes a su naturaleza personal. Semejante ideal se distingue de
cualquier dogma en que admite y llama a la libertad de la decisión individual. No busca de
ninguna manera su justificación en textos históricos, sino en su valor inmediato, no en
demostraciones lógicas, sino en su capacidad de insinuación y en su influencia creadora
sobre el porvenir.
SEGUNDA PARTE
MAṆI
EL CAMINO DE LA UNIFICACIÓN Y DE LA IDENTIDAD DE LOS SERES
VAIROCANA
Personificación de la Sabiduría de la Ley Universal.
I
E prima; sin embargo, hay que resaltar que, en ese caso, no se trataba del mercurio
habitual, sino del «mercurio de los sabios», que representaba la esencia —o el
alma— del mercurio, una vez liberada de los cuatro elementos aristotélicos. Estos cuatro
elementos eran «tierra», «fuego», «agua» y «aire», o las cualidades representadas por
ellos.
Dichos cuatro elementos o cualidades elementales (mahābhūta) son bien conocidos
por los budistas, que los llaman los cuatro estados agregados de lo sólido, lo líquido, lo
ígneo y lo gaseoso, del mismo modo que los principios de los cuales o, mejor dicho, por
medio de los cuales se nos hace patente el mundo material.
No hay duda alguna respecto a la fuente de la que la filosofía griega tomó la idea y la
definición de los cuatro elementos. Y, cuando nos enteramos de que el problema de los
alquimistas estribaba en separar la materia prima de los elementos agua, tierra, fuego y
aire, no podemos por menos que recordar el discurso didáctico del Kevaddha-Sutta en el
Dīgha-Nikāya del canon pali, donde el mismo problema —es decir, la disolución de los
elementos materiales— ocupa el espíritu de un monje que, en estado de éxtasis meditativo
(jhāna) recorre todos los mundos celestes sin encontrar la solución. Finalmente llega
junto al Buddha y le plantea la siguiente curiosa pregunta:
—¿Dónde encuentran su anonadamiento total la tierra, el agua, el aire y el fuego?
Y el Buddha le responde:
—No es ésa la pregunta que hay que plantearse, monje, sino esta otra: ¿Dónde dejarán
de hacer pie estos elementos? Y he aquí la respuesta: en la conciencia infinita, que irradia
desde todas partes (viññāṇam anidassanam anantaṁ sabbato pabhaṁ); allí no
logran hacer pie ni la tierra, ni el agua, ni el fuego, ni el aire (eltha āpo ca paṭhavi
tejo vāyo na gādhati).
La expresión anidassanam (literalmente: «invisible») hace alusión al hecho de que la
conciencia, cuando queda diferenciada y objetivada, se hace patente a la manifestación
visible, es decir, que toma un cuerpo dotado de forma material. Pero eso que nosotros
llamamos nuestro cuerpo es, en realidad, la expresión visible de nuestra conciencia o, más
precisamente, el resultado (vipāka) de viejos estados de conciencia formativas.
Viññāṇam anidassanam sólo puede designar, por lo tanto, a la conciencia en su
pureza indiferenciada: una conciencia que, o bien no lo es, o bien no se encuentra todavía
en la dualidad entre sujeto y objeto. Buddhaghosa, autor del Visuddhimagga, declara a esta
conciencia idéntica al nirvāṇa. La expresión anantaṁ confirma esta concepción, puesto
que la conciencia no puede ser infinita más que si no se halla limitada por objetos y si ha
sobrepasado el dualismo del «yo» y del «no-yo». La pureza de este estado de conciencia
está igualmente subrayada por la expresión sabbato pabhaṁ: «que irradia por todas
partes», que lo penetra todo con su luz (bodhi). En otras palabras, ahí se encuentra la
conciencia en estado de iluminación (saṁbodhi).
El Buddha se refiere a este mismo estado cuando dice en el octavo Udāna:
«En verdad hay una esfera donde no existen ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego,
ni este mundo, ni otro, ni sol, ni luna; hay, oh monjes, un no-nacido, no-hecho, no-
creado, no-formado; si no existiera ese tal no-nacido, no-hecho, no-creado, no-
formado (no emanado de las fuerzas imaginativas), entonces no podría haber
ninguna liberación fuera del mundo en el que se ha nacido, hecho, creado,
formado».
El que haya reconocido toda la profundidad de estas palabras, posee ciertamente la
«piedra de los Sabios», la preciosa joya (maṇi), la materia prima del espíritu humano; sí,
la ha encontrado con plena conciencia. Éste era el verdadero fin de todos los grandes
alquimistas; ellos habían captado que «mercurio» estaba pensado y puesto allí para las
fuerzas creadoras de la más alta conciencia, que debía ser liberada de los elementos
groseros de la materia (es decir, de las limitaciones kármicas creadas por ella misma), para
pasar a un estado de total pureza, de fuerza irradiante: el estado de iluminación.
Esta idea queda ilustrada en la historia del gurú Kaṅkanapa, uno de los «ochenta y
cuatro Siddhas».
Hubo una vez, en India Oriental, un rey que estaba muy orgulloso de sus riquezas.
Encontró un día a un yogui que le dijo:
—¿De qué te sirve ser rey si la miseria es la auténtica soberana del mundo?
Nacimiento, crecimiento y muerte giran como la rueda de la noria. Y nadie sabe qué le
espera en la próxima vuelta, qué le puede elevar a la cima de la felicidad o precipitar en la
más extrema miseria. No te dejes cegar por tu actual fortuna.
El rey le dijo:
—En mi posición, me sería imposible cumplir el dharma con el hábito del asceta. Pero
si quieres darme un consejo que pueda seguir de acuerdo con mi propia naturaleza y
estado y sin cambiar mis formas externas de vida, estoy dispuesto a aceptártelo.
El yogui sabía que el rey tenía una debilidad especial por las joyas y por eso escogió
esta inclinación como punto de partida de meditación. De este modo, logró transformar
una debilidad en fuente de fuerza interior, lo cual es un procedimiento corrientemente
empleado por los instructores del tantrismo.
—Piensa en los diamantes de tu brazalete; dirige hacia ellos tu mente y medita del
siguiente modo: brillan con todos los colores del arco iris y, sin embargo, estos tonos que
alegran mi corazón no tienen existencia propia. Es únicamente el espíritu el que constituye
por sí mismo una gema radiante, la joya incomparable de la que todas las cosas toman su
efímera realidad.
El rey hizo lo que se le pedía y mientras se consagraba de todo corazón a esta
meditación, su espíritu adquirió la pureza de una piedra preciosa purísima.
Los componentes del séquito real, sin embargo, se asombraban de la sorprendente
transformación que se estaba realizando en el soberano; una vez, cuando miraron por una
rendija de la puerta de las estancias reales, vieron que el rey estaba rodeado de
innumerables seres celestiales. Así descubrieron que se había convertido en un siddha y le
pidieron que les bendijera y que les instruyera. Y el rey respondió:
—No es la riqueza lo que hace de mí un rey, sino lo que he adquirido espiritualmente
por mi propio esfuerzo. ¡Mi reino es mi felicidad interior!
Desde entonces, el rey fue conocido como el gurú Kaṅkanapa.
EL GURÚ KAṄKANAPA
Dibujo al pincel del autor tomado de un antiguo litograbado.
A partir de las primeras formas del budismo, la joya, en tanto que triratna (en pali: ti-
ratana, es decir, triple alhaja) fue tomada como símbolo de los tres recipientes de
iluminación, a saber: El Iluminado (Buddha); la Verdad (dharma), en cuyo conocimiento
consiste la iluminación y la Comunidad (saṅgha) de los que recorren el camino de dicha
Iluminación.
El que posee la joya resplandeciente sale de la ronda de los muertos y de las
reencarnaciones; gana la inmortalidad y la liberación. Esta joya, sin embargo, no puede
encontrarse más que en el loto (padma) del propio corazón. Y ésta es la primera enseñanza
del mantra OṀ MAṆI PADME HŪṀ.
Maṇi es, pues, aquí la «piedra filosofal», la gema que concede todos los deseos y que,
bajo el nombre de Cintamaṇi, ha formado parte de innumerables leyendas búdicas y se
encuentra aún en nuestros días como tema de historias populares maravillosas del Tíbet.
En las formas posteriores del budismo, la idea de la joya bajo el aspecto de cetro de
diamante, el vajra, se convierte en un símbolo central. Este cetro era, en su origen, la
marca distintiva de la fuerza de Indra, el dios del rayo, el Zeus indio mencionado a
menudo en los textos pali.
Es característico en la actitud espiritual del budismo que, sin apartar de sí el mundo de
representaciones de su tiempo, ha suscitado, por un simple desplazamiento del centro de
gravedad espiritual, una total revalorización de todas las ideas religiosas existentes.
IV
A otros dioses) más que una figura de segundo plano en comparación con la
eminente estatura del Buddha, se convirtió en símbolo de su potencia,
sobrepasando la esfera de la naturaleza física para sublimarse en la espiritualidad y
convertirse así en atributo del Iluminado.
Bajo este aspecto, el vajra no es ya el «receptáculo del rayo», imagen a la que se
aferran muchos traductores obstinadamente y que no resultaría adecuada más que si se
tratase del vajra en tanto que emblema del dios de las tempestades. En el uso búdico, sin
embargo, no existe una asociación semejante. El vajra se convirtió más bien en el
emblema de la más alta potencia espiritual a la que nada se resiste y que es en sí misma
intangible e invencible, lo mismo que el diamante, que es la más dura de las sustancias y
puede cortarlo todo sin ser cortado a su vez por ninguna otra cosa. Incluso la
particularidad de su alto precio —el valor extremo—, de la indestructibilidad, de la
inmutabilidad, de la pureza y de la luminosidad, contribuyeron a que, en el budismo, el
vajra fuera concebido como un diamante. Esta circunstancia se manifiesta en
descripciones como «el trono de diamante» (vajrāsana), que designa el asiento sobre el
que estaba el Buddha cuando alcanzó la Iluminación, o como «la sierra de diamante»
(vajracchedika), en uno de los escritos más profundamente filosóficos del Mahāyāna, al
final del cual se dice:
«Esta santa explicación es denominada Vajracchedika-Prajñāpāramitā-
Sūtra porque es dura y cortante como un diamante, porque elimina los conceptos
arbitrarios y conduce al ser al otro lado, hasta la orilla de la Iluminación».
Las escuelas que colocan esta doctrina en el centro de su filosofía están, por esta
razón, reunidas bajo la denominación de Vajrayāna, es decir, «vehículo de diamante».
Con todas estas acepciones, la noción de «receptáculo del rayo» puede eliminarse
totalmente y lo mismo sucede con nombres en pali como Vajrajñāna (el saber de
diamante) y otros parecidos.
Lo que los budistas del antiguo Vajrayāna asociaban a la noción de vajra se expresa
claramente en la traducción tibetana rdo-rje (pronunciado dorje): rdo significa piedra; rje
significa señor, dueño, dominador, etc. El dorje es, pues, el rey de las piedras, la más
preciosa, fuerte y noble de las piedras, es decir el diamante.
Como símbolo visible, el vajra toma la forma de un cetro (que marca la más alta y
soberana potencia) y es correcto, en este caso, designarlo como «cetro de diamante» o
«cetro diamantino». Este cetro asume una forma correspondiente a su función. Su punto
central es una esfera que representa la «gota-germen» (bīja) del universo, en su forma no
desarrollada, como bindu (punto, unidad, cero). Su fuerza potencial está alusivamente
indicada, en las representaciones gráficas, por una espiral que parte del centro de la esfera.
Desde la unidad indiferenciada de ese centro crecen los dos polos opuestos de desarrollo
en forma de flores de loto que muestran la polaridad de todas las existencias conscientes.
De ellas emana el universo espacial representado con sus «cuatro direcciones», teniendo
en su punto medio el monte Meru, como eje del mundo. A ese desarrollo en el espacio
corresponde el desarrollo espiritual del principio de iluminación, bajo la forma de cinco
constitutivos transformados de la conciencia y los Dhyāni-Buddhas que les
corresponden, en los cuales la conciencia de la iluminación se muestra diferenciada, como
la luz[3] cuando atraviesa un prisma. De ahí el número de cinco de los rayos de potencia
que salen de cada uno de los dos lotos (representados por nervaduras o rayos metálicos)
que, a su vez, convergen hacia la unidad de un orden superior y se reúnen formando a cada
lado una punta de vajra, lo mismo que, en la meditación, todas las fuerzas interiores del
que medita están concentradas en un solo punto. Lo mismo que en un Mandala[4], por el
intercalado de direcciones intermedias y de los Dhyāni-Bodhisattvas que les
corresponden, el número de pétalos de loto puede ser ampliado de cuatro a ocho, así
también los rayos del vajra que convergen hacia el eje pueden pasar de ser cuatro a ser
ocho. En el primer caso se habla de un vajra de cinco puntas (en tibetano: rtse-lna), en el
último de un vajra de nueve puntas (en tibetano: rtse-dgu). El centro es, de este modo —
precisamente como en un Mandala—, siempre tenido en cuenta. De hecho, el vajra es un
doble Mandala plástico y abstracto (nunca figurativo), en el cual el desdoblamiento no
ejerce influencia alguna sobre el número, sino que hace sólo alusión a la polaridad, al
dualismo relativo de la estructura del universo y de la conciencia, y postula al mismo
tiempo «la unión de los contrarios», es decir, su íntima homogeneidad.
La noción central del vajra, sin embargo, es la claridad diamantina, la fuerza de la
irradiación y la imperturbabilidad de la conciencia de iluminación (bodhi-citta; en
tibetano: byaṅ-chub-sems). Aunque el diamante sea apto para reflejar todos los
colores, es incoloro por su propia naturaleza, lo que hace de él —como hemos visto en la
historia del gurú Kaṅkanapa— el símbolo apropiado de todo estado trascendente de
«vacío» (śūnyatā; en tibetano: stoṅ-pa-ñid), es decir, de ausencia de toda
determinación, lo que el Buddha designa como lo «no-nacido, no-engendrado, no-creado,
no-formado» porque, al no poder ser descrito por ninguna cualidad positiva, está presente
siempre y en todas partes. Tal es la quintaesencia de este «sūtra del diamante».
EL VAJRA[E2]
O cetro de diamante.
EL ESPÍRITU Y LA MATERIA
ara encontrar la gema (maṇi) —símbolo del valor supremo— en nuestro propio
P espíritu, tenemos que considerar desde más cerca cómo se nos presenta en los
textos sagrados del budismo. El primer versículo del Dhammapada, la
recopilación más popular del canon pali, comienza del siguiente modo:
«Del espíritu emanan las cosas; guiadas son por el espíritu».
Y en enseñanzas menos populares y mucho más profundas del Abhidhamma, el más
antiguo ensayo de exposición sistemática de la filosofía y de la psicología budistas, el
mundo es exclusivamente considerado desde el punto de vista de una fenomenología de la
conciencia.
El Buddha mismo había ya definido el universo como «aquello que aparece a nuestra
conciencia como universo», sin abordar el hecho de su realidad objetiva. Sin embargo,
dado que él rechazaba la noción de sustancia, incluso cuando hablaba de lo corporal o de
lo material, no podía concebirlo como un contraste esencial con lo psíquico, sino más bien
en el sentido de la forma fenoménica interior y exterior de un mismo proceso que, para él,
no tenía interés más que cuando rozaba el campo de la experiencia inmediata y afectaba al
individuo viviente, es decir, cuando se trataba de acontecimientos de la conciencia.
«En verdad os digo, que en este cuerpo mismo, por más mortal que sea, y
aunque su altura sea de seis pies, siendo consciente y dotado de espíritu, se
encuentra el universo entero, con sus crecidas y descensos, y el camino que
conduce a liberarse de él». (Aṅguttara-Nikāya II, Saṁyutta-Nikāya I)
Conforme con esta actitud psicológica, el budista trata de penetrar, no la esencia de la
materia, sino la esencia de las percepciones y experiencias sensibles que crean en nosotros
la idea de materia.
«La incógnita que afecta a la esencia de los pretendidos fenómenos externos no
está previamente resuelta, pues siempre subsiste la posibilidad de que lo sensible
(rūpa) y lo mental, aunque dependientes lo uno de lo otro, no puedan integrarse
mutuamente, pero es cierto que, de todas maneras, pueden originarse en la misma
fuente. En cualquier caso, los antiguos escolásticos consideraron el mundo
exterior, según la teoría del karma, como algo constitutivo de la personalidad»[5].
El budismo se escapa así del dilema del dualismo, según el cual espíritu y materia
permanecen como entidades accidentalmente combinadas, pero cuya relación debe estar
motivada en cualquier instante. Por eso consideramos, con Rosenberg, que el término
rūpa, desde este punto de vista, no debería ser traducido como «materia» o principio de
materialidad, sino más bien como «sensible», lo cual incluye el concepto de materia desde
un punto de vista psicológico, ni establecer un principio dualista en el que la «materia» se
opone irremisiblemente al «espíritu» (ñama). El mundo material externo es,
efectivamente, el «mundo de los sentidos» —como lo demuestra Rosenberg—, bien lo
observemos como un objeto físico o como objeto de análisis psicológico.
Rūpa (en tibetano: gzugs) significa literalmente «forma», sin indicar si tal forma es
material o inmaterial, concreta o imaginaria, captada por los sentidos (sensible) o
concebida por el espíritu (ideal). La expresión rūpa-skandha (de la que hablaremos en
el capítulo siguiente) ha sido generalmente traducida como «conjunto corporal»,
«conglomerado material», «conglomerado en forma de cuerpo», etc., mientras que, en
términos como rūpa vacara-citta (la conciencia del reino de las formas), o rūpa-
dhyāna (en pali: jhāna), «el estadio meditativo de visión espiritual», rūpa significa la
percepción de formas puras, inmateriales e ideales. Los universos (loka) o los reinos
(avacara) de existencia, correspondientes a formas ideales, han sido llamados «esferas
materiales sutiles» (rūpa vacara), pero, desde el momento en que son invisibles al ojo
humano y sólo perceptibles por los «clarividentes», no se corresponden ciertamente a
nuestro concepto humano de materialidad ni al de lo «físico».
«El concepto de rūpa, por consiguiente, es más vasto que el de “materia”: los
objetos pretendidamente materiales responden al reino de lo sensible, pero lo
sensible no se borra ni desaparece por su cualidad de materialidad. Aquello sobre
lo que se basa la materia no tiene estricta necesidad de ser material en cuanto a tal;
la materia o la materialidad no son nada original; es posible seguir su rastro hasta
determinadas fuerzas o hasta determinados puntos de energía y, exactamente lo
mismo que en el caso presente, hasta los elementos que, desde el punto de vista del
sujeto, son observados como un conjunto de experiencias táctiles»[6].
Estos elementos carecen de una realidad sustancial, pero son en todo caso fenómenos
recurrentes, que aparecen y desaparecen por una determinada regla de sucesión y de
coordinación. Forman una corriente continua que se hace parcialmente consciente en los
seres vivos, conforme a sus tendencias, a su desarrollo, a sus órganos sensoriales, etc.
De este modo, la doctrina de la impermanencia de todos los fenómenos no se detendría
ante la noción de materia. Según el Abhidhamma, hay diecisiete instantes de conciencia —
cada uno de los cuales es más breve que un relámpago— que constituyen el más largo de
los procesos conscientes, tal como se ha establecido sobre la base de los objetos
perceptibles por medio de los sentidos. Y, en consecuencia, hay igualmente diecisiete
instantes de conciencia admitidos de acuerdo a la duración del fenómeno material. Este
hecho, incluso como hipótesis, ofrece para nosotros el interés de la unidad de principio de
la ley material y espiritual, en la medida en que existe una correlación entre lo físico y lo
psíquico, que se encuentran proclamados por este enunciado; por lo cual, en un último
análisis, lo material en sí mismo contiene la marca de un caso particular cualquiera de la
experiencia psíquica y toma su lugar entre la serie de elementos o de facultades de la
conciencia[7].
El principio de la materialidad puede ser considerado desde dos puntos de vista:
C budismo como una acción de cinco grupos o Skandhas, esto no significa más que
la descripción de sus funciones conscientes, activas y reactivas, en la serie de
una «densidad» o «materialidad» decreciente, que se corresponde a una creciente
movilidad, desmaterialización y espiritualización. O, lo que sería lo mismo, a una
creciente vitalización:
Como sucede en muchos textos antiguos, en este grupo pueden distinguirse seis
órdenes de conciencia, que serían:
Siendo así que estos seis órdenes de conciencia son fácilmente detectables y
diferenciables según su objeto, no sucede lo mismo con los cinco skandhas. Estos
corresponden, evidentemente, a las cinco fases que se encuentran en el origen de todos los
hechos de la conciencia, que son:
E sensible, sino ese fluir de conciencia que mana eternamente, sin límites de
nacimiento o de muerte, sin ser afectado por ninguna forma fenoménica
individual. Así como el nacimiento y la muerte son solamente puertas de paso de una vida
a otra, del mismo modo el continuo río de conciencia que las atraviesa lleva consigo no
sólo las formaciones causales de las condiciones individuales de existencia que aparecen
en su superficie, sino también la totalidad de las posibilidades de conciencia, la suma de
experiencias de un pasado sin principio que es idéntico a un futuro ilimitado. Así es el
flujo y la manifestación de la conciencia de todas las cosas, que está en la base de todo y
que ha sido designado por los Vijñānavādins como la octava conciencia, con el nombre
de ālaya-vijñāna, o «la cámara del tesoro de la conciencia».
En el Laṅkāvatāra-Sūtra, la sexta conciencia (mano-vijñāna) es definida como la
conciencia intelectual que asimila y juzga los resultados obtenidos por los cinco modos de
conciencia resultantes de los sentidos, que obedecen a la repulsión o al deseo, a la ilusión
de un universo objetivo, con la dependencia y las acciones a que da lugar.
La conciencia universal, por el contrario, es comparada al Océano, en cuya superficie
se forman las corrientes, las olas y los torbellinos, pero que permanece inmóvil, puro y
límpido en su interior.
«La conciencia universal (ālaya-vijñāna) trasciende cualquier individuación
y toda limitación. Por su naturaleza es pura, inmutable y libre tanto de toda
inestabilidad como de todo tipo de egoísmo, no está turbada por diferenciaciones,
deseos ni aversiones»[11]. (Laṅkāvatāra-Sūtra)
Entre la conciencia universal y la conciencia individual-intelectual se encuentra como
mediadora la conciencia espiritual (manas), que participa en ambas. Aparece como
elemento estabilizador de la conciencia, manteniendo la cohesión de su contenido —como
centro de relaciones— pero también, en los no-esclarecidos, provoca la representación del
«ego». En el Mahāyāna-Samparigraha-Śāstra es designada, por eso mismo, como
«espíritu manchado», cuya misión es la de pensar sin interrupción, en tanto que el
Laṅkāvatāra-Sūtra pone en evidencia su lado positivo e intuitivo, es decir, la
conciencia liberadora.
«Manas —la conciencia espiritual en su aspecto intuitivo— no es más que una
con el ālaya —o conciencia universal—, en base a una participación de la
conciencia suprema (aryā-jñāna) y es una igualmente con la séxtuple conciencia
empírica (la de los cinco sentidos más el intelecto), de modo que penetra los
distintos planos de conciencia. El manas no posee cuerpo ni señas de identidad por
las que pudiera distinguirse. La conciencia universal es a la vez su causa y su
apoyo (ālambana), pero al mismo tiempo que él, se eleva la representación de un
yo, con todo lo que lleva consigo, al cual se aferra y sobre el cual reflexiona»[12].
Cuando se dice que el manas no tiene cuerpo y que es uno con la conciencia universal
y con la conciencia individual empírica, sólo puede ser concebido como el
«recubrimiento» de la conciencia universal y de la conciencia individual empírica. Así se
explica el doble carácter del manas que, aunque desprovisto por sí mismo de señas de
identidad, se convierte en conciencia del ego en el camino que va de lo universal a lo
individual. Y de este modo, es también la fuente de todo error, mientras en la experiencia
dirigida en el otro sentido —es decir, de lo individual a lo universal— se convierte en
fuente de supremo conocimiento (ārya-jñāna).
MANAS
Lugar de encuentro de la conciencia universal con la conciencia individual.
REGRESO INTERIOR
e este modo, el manas, reflejando la conciencia empírica de este universo
TRANSFORMACIÓN Y REALIZACIÓN
a experiencia de la Infinitud, que encuentra su expresión en la sílaba sagrada OṀ
PADMA
EL CAMINO DE LA VISIÓN DESARROLLADA
RATNASAMBHAVA
Que personifica la sabiduría en la Identidad de los Seres.
I
E La leyenda búdica nos narra que siete flores de loto brotaron de la tierra apenas el
recién nacido Siddhārta, el futuro Buddha, tocó el suelo y dio sus siete
primeros pasos. Del mismo modo, cada paso del Bodhisattva es un acto de desarrollo
espiritual. Los Buddhas en meditación son representados así, sentados sobre flores de loto
y la madurez de la meditación (dhyāna) se simboliza por la flor de loto abierta, cuyo
centro y los pétalos llevan grabados símbolos o figuras de diferentes Buddhas y
Bodhisattvas o de sus atributos, o bien figuras complementarias, según su carácter o sus
funciones.
Del mismo modo, los centros de conciencia en el cuerpo humano —sobre los cuales
insistiremos más adelante— están representados por flores de loto provistas, según sus
funciones, de un número mayor o menor de pétalos y con diversos colores que se
corresponden con su particular naturaleza.
El significado original del loto se extrae de la siguiente similitud: así como la flor de
loto se abre paso desde el fondo de la oscuridad del estanque, sube a la superficie del agua
y se abre después de haberse elevado por encima de su nivel, sin mantener contacto ni con
la tierra ni con el agua, a pesar de haber nacido de ellas, así el espíritu, nacido de este
mundo, abre sus pétalos (sus cualidades) después de haberse liberado de la corriente
burbujeante de las pasiones y de la ignorancia y de haber transformado las fuerzas
tenebrosas de las profundidades en la pureza clara del néctar de las flores, la conciencia
iluminada (bodhi-citta), la incomparable gema (maṇi) en la flor de loto (padma). Del
mismo modo, el santo, por su altura espiritual, está por encima del universo. Sus raíces
permanecen en las sombrías profundidades del mundo, pero su cabeza se eleva hacia la
plenitud de la luz. Abarca lo mismo las profundidades que las cimas, la oscuridad como la
luz, lo material como lo inmaterial, la limitación de lo individual y lo universal sin límites,
la forma y la no-forma, el saṁsāra y el nirvāṇa, todo ello gracias a la síntesis viva de su
identidad. Por eso se dice de él que está totalmente despierto:
«El Iluminado no es prisionero ni del ser ni del no-ser,
el Santo se escapa a todos los opuestos».
(Nāgārjuna)
Si el empuje hacia la luz no estuviera ya latente en el germen escondido en la profunda
oscuridad de la tierra, el loto jamás tendería hacia la luz. Si —incluso en la total no-
esencia, en la más profunda ignorancia— no soñase con su impetuoso deseo de conciencia
y de conocimiento, jamás surgiría el Iluminado de las tinieblas del saṁsāra.
La semilla de la Iluminación está integrada en el mundo desde siempre y, lo mismo
que (según la tradición admitida por todas las escuelas budistas y en las palabras del
mismo Buddha) hay Iluminados que aparecieron en todos los tiempos, del mismo modo en
nuestro ciclo actual surgen Iluminados, y exactamente lo mismo surgirán a lo largo de los
ciclos futuros, mientras se den las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida
orgánica y consciente.
El Buddha histórico es, precisamente por esto, considerado como un eslabón en la
cadena indefinida de los Iluminados y no como una aparición única y excepcional. Los
rasgos históricos del Buddha Gautama (Śākyamuni) se borran, para los budistas, detrás
de los rasgos generales del «estado» de Buddha en el cual reposa la realidad eternamente
presente de la potencialidad de iluminación del espíritu humano, es decir: de toda la vida
consciente, que afecta por tanto a cada individuo en particular en sus más recónditas
profundidades.
Los observadores superficiales piensan descubrir una paradoja en el hecho de que el
Buddha, que deseaba liberar a la humanidad de la creencia en la fuerza de los dioses o de
un Dios arbitrariamente creador, fuera divinizado posteriormente. No captan con ello que
el Buddha al que se rinde veneración no es la personalidad histórica del hombre
Siddhārta-Gautama, sino las cualidades divinas que duermen en «cada ser» y que se
expresaron en Gautama lo mismo que en otros numerosos Buddhas. Que no se insista, por
tanto, en ese término «divino». Incluso el Buddha de los textos palis consideraba el
ejercicio de las más elevadas cualidades (como el amor, la compasión, la participación y el
gozo de los demás o la ecuanimidad) como un «estar en Dios» (brahmavihāra) o como
un «estado divinal» en la meditación.
No es pues el hombre Gautama quien fue elevado al rango de Dios, sino lo «divino»
que se reconoció como una posibilidad de realización del ser humano. Esto se convirtió no
en una cualidad negativa, sino en una realización positiva, pasando de lo abstracto a la
vida, de aquello que es creído a aquello otro que es realmente vivido; no fue, pues, un
descenso, sino una elevación desde el plano de la realidad inferior al plano de la realidad
superior.
De este modo, los Buddhas y los Bodhisattvas no ofrecen de ningún modo una
personificación de los principios abstractos. Sino que son los prototipos de estados del
más alto conocimiento, del mismo modo que los dioses son, en su mayor parte, fuerzas
naturales divinizadas o ideas abstractas que el creyente primitivo sólo puede representarse
de una manera antropomórfica. Estos prototipos contienen en sí mismos la más elevada
sabiduría y la armonía más perfecta que puedan realizarse en la humanidad y que deben
seguir realizándose a lo largo del tiempo. Poco importa que estos Buddhas sean
concebidos como seres concretos e históricos que aparecen periódicamente (como en la
tradición pali) o bien como arquetipos intemporales de la conciencia humana,
contemplados en estado de meditación (dhyāna) y, por ese mismo hecho, denominados
Dhyāni-Buddhas. No son de ningún modo alegorías de realidades del más allá o
abstractos ideales alejados de cualquier realización, sino auténticos símbolos visibles,
formas experimentales de una encarnación divina en figura humana. Sólo entonces la
sabiduría se convierte en realidad para nosotros, se cumple en la vida y se convierte ella
misma en vida bajo forma de existencia humana.
Los maestros del Gran Vehículo, en particular aquellos del Vajrayāna Tántrico,
nunca dejaron de repetirse esta circunstancia cuando, por medio de una filosofía altamente
desarrollada, como la doctrina relativista de los Sūnyavādins y, combinándose
sabiamente con ella, la psicología profunda y la teoría de la conciencia de los yogācārins
y la de los Vijñānavādins, surgió el peligro de convertirse todo este mundo de ideas en
puras abstracciones.
II
Yantra se utiliza aquí con el sentido del mandala (en tibetano: dkyil-ḥkhor) como
sistema de símbolos que se encuentra en la base de la contemplación espiritual, cuyo
centro reposa ordinariamente en la forma del loto abierto (padma) de cuatro, ocho o
dieciséis pétalos, como punto de partida visible para la meditación.
Mantra (en tibetano: gzuṅs, sṅags), la palabra simbólica, es el fonema sagrado que
el gurú transmite al iniciado, haciéndole vibrar interiormente e introduciéndole en la
experiencia más elevada.
Mudrā (en tibetano: phyag-rgya) es igualmente el gesto físico (particularmente, el
gesto de las manos), que acompaña a la palabra mántrica o al acto cultual, pero es
también la actitud interior, que, de este modo, queda subrayada y con su expresión
perfectamente definida.
«La antigua idea búdica de que las acciones cumplidas (kāyena, vācāya
uda cetasa) desencadenan efectos trascendentes en la medida en que
constituyen posibilidades de expresión, productoras de karma, de la voluntad
humana, adquiere en el Vajrayāna un sentido nuevo, el que corresponde a una
nueva manera de considerar la inmensa importancia del acto ritual: la acción
común de la actividad corporal, de la palabra y del pensamiento permite al
sādhaka introducirse en las formas motrices del cosmos, para hacerlas servir a
sus fines particulares»[1].
Las fuerzas que mueven el cosmos, sin embargo, no son distintas, según el concepto
tántrico, a las que mueven el alma humana; «reconocer» estas fuerzas en su espíritu propio
y transformarlas, no con un fin personal, sino para bien de todos los seres vivos, ése es el
fin de los tantras búdicos.
El budista no cree en un mundo exterior objetivo distinto o separado de él, en cuyas
fuerzas motrices podría insinuarse de algún modo. Mundo exterior y mundo interior son
para él las dos caras de un mismo tejido en el cual los hilos que constituyen todas las
fuerzas, todos los acontecimientos, todos los objetos y todas las formas de conciencia,
están tejidos en una tela infinita, inconsútil, de acontecimientos que se condicionan
mutuamente.
La palabra tantra, lo mismo que su equivalente tibetano rgyud, tiene múltiples
significaciones que derivan todas más o menos de la noción de «hilo», de «tela» y de
«tejido». Tantra evoca el estado de entrelazamiento de todas las cosas y de todos los actos,
la interdependencia de todo cuanto existe, la continuidad en las alternancias de causas y de
efectos, lo mismo que la continuidad en el desarrollo espiritual y tradicional, como un hilo
que pasa a lo largo de todo el tejido de los acontecimientos históricos y de las vidas
particulares. Tantra significa, pues, también la tradición, la sucesión espiritual. Las
escrituras que, en el budismo, aparecen con el nombre de tantras son, en su mayor parte,
de naturaleza mística, es decir, que tratan de mostrar la «íntima» correlación de las cosas,
el paralelismo entre el microcosmos y el macrocosmos, entre el espíritu y la naturaleza,
entre el ritual y lo real, entre lo material y lo espiritual.
Ésta es la esencia de la metafísica tántrica, tal como es desarrollada como conclusión
necesaria de las enseñanzas y de las prácticas religiosas de las escuelas Vijñānavāda y
Yogācāra (en las que la primera insiste en el aspecto teórico y la segunda en el práctico
de una misma doctrina) que han ejercido, por su parte, una enorme influencia sobre el
desarrollo del hinduismo.
III
LA POLARIDAD MASCULINO-FEMENINA EN LA
LENGUA SIMBÓLICA DEL «VAJRAYĀNA»
e la confusión y de la mezcolanza del tantrismo búdico con el shaktismo
D erotizante del tantrismo hindú ha resultado ese inmenso malestar que, hasta
ahora, ha impedido un claro entendimiento del Vajrayāna y de su lenguaje
simbólico. Por lengua simbólica no quiero significar sólo la iconografía, sino también la
literatura tántrica, en particular la de los Siddhas, concebida sólo para iniciados y que,
como hemos visto, empleaba una especie de lengua secreta en la que lo más alto estaba
expresado bajo la forma de lo más bajo, lo más sagrado como lo más banal, lo
trascendente como terrestre y el más profundo conocimiento estaba disfrazado de las más
grotescas paradojas. No se trataba sólo de una lengua secreta, sino también de una
terapéutica de choque, hecha necesaria por razón de la excesiva intelectualización de la
vida filosófica y religiosa de la India en aquella época.
Del mismo modo que el Buddha se rebeló contra el estrecho dogmatismo de una clase
privilegiada de sacerdotes, así mismo hicieron los Siddhas ante la beata complacencia en
sí misma de una existencia monástica bien cobijada que había perdido contacto con la
realidad de la vida. Su lenguaje era tan convencional como su misma vida y aquellos que
lo tomaron al pie de la letra se inclinaron en su cacería hacia las fuerzas mágicas y hacia la
felicidad terrena, o se tropezaron con lo que tomaban como blasfemia. No es sin embargo
extraordinario que, después de la desaparición de las tradiciones búdicas de la India, esta
literatura cayera en el olvido o que, por mezcla con las tendencias shákticas del
hinduismo, degenerase en esos cultos crudamente eróticos del tantrismo popular, que
dieron a los sabios occidentales la primera impresión de este sistema.
Nada podría resultar más falso que sacar conclusiones de la actitud espiritual del
tantrismo búdico. Dicha actitud nunca podría ser descubierta por caminos teóricos ni por
comparaciones o por testimonios literarios del pasado, sino sólo por la experiencia
práctica, en contacto con las tradiciones tántricas aún vivas y con sus métodos de
meditación, tal como se practican todavía en el Tíbet o en Mongolia o en ciertas escuelas
japonesas como la de Shingon y Tendai. A propósito de éstas, he aquí lo que Glasenapp
dice en su breve pero sustancioso estudio: El origen del Vajrayāna.
«Los Bodhisattvas femeninos que figuran en los mandalas como
Prajñāpāramitā y Cuṇḍi son seres asexuados, de los que debe ser descartado
cualquier carácter erótico, según el sentido de la antigua tradición. Así, estas
escuelas se distinguen de otras que nos son conocidas en el Nepal, en Bengala y en
el Tíbet, que subrayan la posición “polar” entre los principios masculino y
femenino»[7].
La identificación de Bengala, el Nepal y el Tíbet demuestra que los movimientos
tántricos bengalí y nepalés se asimilaron al tantrismo tibetano y que si el autor ha sentido
la necesidad de distinguir entre tantrismo y shaktismo (lo que ya es una gran ventaja) no
ha sacado la última consecuencia de ello[8]. Incluso los tantras búdicos cuyo simbolismo
reposa en la polaridad masculino-femenina, no representan jamás esta última como Śakti,
sino como prajñā (sabiduría), vidyā (conocimiento) o mudrā (actitud unificadora).
A pesar de que la polaridad de los principios masculino y femenino está admitida por
los Vajrayāna-tantras y tomada como base de su simbolismo, esto sucede en un plano
que está tan alejado de la esfera sexual como la yuxtaposición matemática de signos
positivos y negativos que, en el campo de los valores irracionales, son tan absolutamente
válidos como en el de los valores racionales y concretos.
Los Dhyāni-Buddhas y los Bodhisattvas masculinos y femeninos son, en el Tíbet,
tan poco considerados como seres sexuados como en las escuelas tántricas japonesas y
mencionadas; e incluso el aspecto de su unión (yuganaddha, en tibetano: yab-yum) está,
para el tibetano que ha crecido en la atmósfera religiosa del lamaísmo, tan
inseparablemente unido a las más altas realidades espirituales de la iluminación, que las
asociaciones de ideas en el plano de la sexualidad están total y automáticamente excluidas.
No debemos olvidar que las representaciones plásticas que aquí se tratan no son
imitaciones de seres humanos ordinarios, sino que se originan en las imágenes de la
meditación. En tal estado no queda ya nada de sexual en el sentido corriente de la palabra,
sino sólo la polaridad supraindividual de todo lo que va llegando a la mente, a la cual está
sometido lo espiritual lo mismo que lo corporal (que no es otra cosa que reflejo de la parte
espiritual) y que no es trascendida más que en el grado supremo de fusión o de
integración, lo que nosotros llamamos Iluminación, para convertirse en śūnyatā. Este
estado es el que se conoce como Mahāmudrā (en tibetano: phyag-rgya-chen-po). «La
gran Actitud» o «el gran Símbolo», expresión que ha dado su nombre al más importante
de los sistemas de meditación del Tíbet.
En las formas del tantrismo primitivo indo-búdico, el Mahāmudrā fue considerado
como el principio del «eterno femenino», como podemos verlo en la definición del
Advayavajra:
«Las palabras grande y mudrā componen la expresión Mahāmudrā».
Esto no es más que una «cierta cosa» (niḥsvabhāvā); está libre de velos que
envolverían al objeto conocible; brilla como un cielo sereno en un mediodía de otoño; está
en la base de toda experiencia positiva; es la identidad del saṁsāra y del nirvāṇa; su
cuerpo es la compasión (karuṇā) que no está limitada a un solo objeto; es la unicidad de
la gran beatitud (mahāsukhaikarūpa)[9].
Cuando en uno de los pasajes más controvertidos del Anaṅgavajra, «Prajñopāya
viniscayasiddhi»[10], se dice que todas las mujeres deberían ser poseídas por el
sādhaka, para la realización del Mahāmudrā, está claro que esto no debe ser
interpretado en su sentido físico, sino que debería relacionarse a esa forma superior de
amor «que no se limita a un solo objeto» y que es de tal naturaleza que nos hace reconocer
todas las cualidades «femeninas» en nosotros mismos, como en todos los demás, como
cualidades de la «madre divina» (La Prajñāpāramitā, o Sabiduría trascendental).
Otro pasaje que muestra, precisamente por su aspecto grotesco, que debe tomarse
como una paradoja característica de la Sendhyā-bhāsā y no ser tomado al pie de la
letra, dice que
«el sādhaka que mantiene relaciones sexuales con su madre, su hermana, su
hija y la hija de su hermana, alcanzará el éxito en su esfuerzo hacia la meta
suprema (tattvayoga)»[11].
Tomar en sentido literal palabras como madre, hermana, hija e hija de la hermana es,
desde este punto de vista, tan absurdo como tomar en tal sentido el conocido verso del
Dhammapada (294), donde se dice que
«el brahmán que ha matado a su padre y a su madre, a dos reyes de la casta de
los guerreros y aniquilado un reino con todos sus habitantes, queda libre de
pecado»[12].
«Padre» y «madre» significan aquí, como lo explica el comentario, «la vanidad del
ego» y «la sed de vivir» (pali: asmimāṇa y taṇhā), los «dos reyes», las opiniones
erróneas de la «creencia en la destrucción» o «la creencia en el eternidad» (uccheda vā
sassata diṭṭhi), «El reino y sus habitantes», los doce dominios de la conciencia
(dvādasāyatanāni) y el «brahmán», el monje liberado (bhikkhu).
Afirmar que los budistas tántricos hayan animado al incesto y otras aberraciones
sexuales es tan ridículo como reprochar a los Theravādins haber favorecido el parricidio
y crímenes semejantes. En la misma medida en que nosotros nos esforzamos por estudiar
la tradición viva de los tantras en sus formas auténticas y no adulteradas, tal como existen
en nuestros días en millares de monasterios y de eremitorios en los que el dominio de los
sentidos y la renuncia a los placeres terrenos son la meta inmediata, podemos medir hasta
qué punto son vanas y falsas estas teorías que intentan hacer retroceder a los tantras a
niveles de grosera sensualidad.
Desde el punto de vista de las tradiciones tántricas tibetanas, los pasajes citados no
tienen sentido más que en correlación con la terminología de la práctica yóguica. «Todas
las mujeres del mundo» significa todos los elementos que constituyen los principios
femeninos de nuestra personalidad psicofísica, que representa, como dice el Buddha, lo
que comúnmente se llama «el mundo». A estos principios se corresponden, por el lado
opuesto, un número igual de principios masculinos. Cuatro de los principios femeninos
forman un grupo particular: el de las fuerzas vitales (prāṇa) de los elementos groseros
(mahābhūta), «tierra», «agua», «aire» y «fuego» y los centros psíquicos (chakra) o
planos de conciencia en el cuerpo humano que se les corresponden (y sobre los cuales nos
detendremos en la siguiente parte). En cada uno de ellos debe producirse la unión de los
principios masculino y femenino, antes de que pueda ser alcanzado el grado quinto
superior. Si las expresiones «madre», «hermana», «hija», etc., son aplicadas a las fuerzas o
cualidades vitales de los Mahābhūtas, el sentido de este simbolismo se hace totalmente
comprensible. En otros términos: en lugar de buscar en el mundo exterior la unión con una
mujer, el sādhaka debe realizar esa unión en sí mismo, por la unión de los principios
masculinos y femeninos de su propia naturaleza (de donde sale la figura del incesto), a lo
largo de la práctica del yoga. Esto está claramente expuesto en los célebres «seis
principios» de Naropa (en tibetano: chos-drug bsdus-paḥi zin-bris) sobre los que se
fundan los más importantes métodos yóguicos de la escuela de Kargyütpa. Estos métodos
fueron seguidos por el santo y maestro en materia de meditación, Milarepa, un hombre al
que, ciertamente, nadie le habría podido reprochar prácticas sexuales y cuya vida y obras
deberían abrir los ojos a los más ciegos sostenedores de estas insensatas teorías. Aunque
deberíamos entrar más tarde en los detalles de este método lógico, una breve cita será
capaz de demostrar lo bien fundado de nuestro punto de vista:
«La fuerza vital (prāṇa, en tibetano: śugs, rluṅ) de las cinco acciones
(skandha, en tibetano: phuṅ-po)[13] forma parte, según su auténtica naturaleza,
del aspecto masculino del principio del Buddha, que se manifiesta mediante el
nervio psíquico de la izquierda (iḍā-nāḍī, en tibetano: rkyaṅ-ma-rtsa). La
fuerza vital de los cinco elementos (dhātu, en tibetano: ḥbyuṅ-ba) pertenece,
por su auténtica naturaleza, al aspecto femenino del principio del Buddha, que se
manifiesta por el nervio psíquico de la derecha (piṅgalā-nāḍī, en tibetano: ro-ma-
rtsa). Cuando la fuerza vital, en sus dos aspectos, desciende unida por el nervio
mediano (suṣumṇā, en tibetano: dbu-ma-rtsa), la Realización se produce
progresivamente…»[14] y se alcanza el nivel supremo del estado de Buddha.
La polaridad de los sexos se encuentra de esta manera llevada a un simple caso
particular de la polaridad universal, que debe ser conocida en todas sus gradaciones y
combatida por el conocimiento, desde el «conocimiento de la mujer» (en el sentido bíblico
del término) hasta el conocimiento del «eterno femenino» Mahāmudrā o de la śūnyatā,
en la realización de la más alta sabiduría.
Sólo podremos elevarnos a la esfera de la pura espiritualidad cuando estemos en
condiciones de contemplar los hechos del mundo físico —es decir, de nuestro propio
cuerpo— desde la perspectiva de lo universal y cuando, de este modo, sobrepasemos los
conceptos del «yo» y del «mío», con toda la serie de conocimientos que conlleva esta
circunstancia: consideraciones y prejuicios egocéntricos que forman parte de la compleja
personalidad de nuestro conjunto.
Los tantras permitieron que descendiera a tierra la experiencia religiosa, desde
regiones abstractas del intelecto especulativo, la revistieron de carne y de sangre, no para
secularizarla, sino para realizarla y hacer de ella una fuerza eficiente. Sabían que el
conocimiento contemplativo es más fuerte que la potencia de los instintos, que prajñā es
más fuerte que Śakti. Porque Śakti es la fuerza ciega que alumbra al mundo, que lo hace
nacer (māyā), que obliga a descender más y más profundamente en el imperio del
devenir, de la materia y de la diferenciación y que sólo puede ser eliminada y vuelta a su
lugar por su contrario: la contemplación, que transforma la potencia del devenir en aquella
otra que pone fin al devenir mismo.
V
E misma importancia ante los otros aspectos femeninos unidos con ella al Dhyāni-
Buddha, sino también por el hecho de que, en virtud de sus cualidades propias e
incluso separada de Amoghasiddhi[ver], juega un considerable papel en la vida religiosa del
Tíbet. Representa el abandono que subsiste en la base de toda práctica religiosa, desde el
simple rito de homenaje hasta las cimas de los ejercicios de meditación; es, de hecho, una
de las figuras más populares, accesibles y atractivas del panteón tibetano, en la cual se
reúnen todos los rasgos, humanos y divinos, de una Madonna que se apiada de los buenos
y de los malos, de los cuerdos y de los locos.
Por eso se la designa, en tibetano, como dam-tshig sgrol-ma, la Dölma fiel. Es la
personificación de ese abandono henchido de fe (dam-tshig; sánscrito: bhakti), para el que
absolutamente nada es imposible. Es «la fe que mueve montañas» popular, la sabiduría del
corazón. En las religiones teístas de la India, la bhakti es el amor de Dios, la total
consagración y la identificación con Dios. Por eso también es a menudo śraddha,
confianza plena de fe, que es conducida por la fuerza del amor. Un bhakta es igualmente
un «devoto», un creyente, un enamorado.
La palabra tibetana dam-tshig es la consagración al Buddha en su propio corazón. La
sílaba dam significa fijado, pegado, firme. Dam-tshig puede, por tanto, significar un
deseo, un juramento, una promesa solemne, lo mismo que un acuerdo (sánscrito: samaya).
Pero es una dependencia, o más bien una unión, ejercida por medio de la fuerza de un acto
de abandono lleno de amor, mediante el cual el que medita se identifica con el Buddha,
que forma el centro de su mandala o el objeto de sus prácticas devotas (sánscrito:
sādhanā) y se consagra a la obra de los iluminados, al servicio de todos los seres. En este
sentido, el dam-tshig significa a un tiempo «consagración» y «deseo».
Dam-tshig es, sin embargo, en su sentido más estricto y verdadero, el factor religioso
(ligazón íntima en el sentido de la palabra latina religio) sin el cual carece de valor
cualquier meditación, cualquier acto cultual. Es la veneración hacia lo inexplicable, a falta
de lo cual los símbolos perderían su fuerza y, sobre todo, su significado.
La noción de dam-tshig juega un papel realmente preponderante en la vida religiosa
del Tíbet y constituye, entre otros, el motivo principal de la discreción observada por los
iniciados en lo que concierne a los ritos de iniciación y a la experiencia meditativa. El
sādhaka es exhortado a no hablar de estas experiencias a los profanos o a los simples
curiosos, pero no porque tales experiencias sean secretas, sino porque perdería su dam-
tshig, la fuerza íntima de su consagración, si, por medio de palabras, rebajase aquello tan
santo a los niveles de lo profano.
Por medio de la discusión intelectual en torno al misterio, destruimos la pureza de la
actitud interior, la veneración, que es la clave del templo de la Revelación. Lo mismo que
el misterio del amor no puede madurar a no ser que se sustraiga a las miradas de la gente,
del mismo modo que un enamorado no consiente en discutir a propósito de su amada, así
el misterio de la transformación íntima no puede cumplirse si la fuerza escondida de sus
símbolos no se salva de la mirada profana y de las discusiones de este mundo.
En el sistema tibetano de meditación, las formas divinales que aparecen en la fase
creativa de visualización y que llenan los círculos concéntricos del mandala, están
repartidas en ye-śes-pa y dam-tshig-pa, es decir, en «conocedoras» (sánscrito: jñānin) y
«adoradoras» (sánscrito: bhakta). Ellas representan las dos fuerzas capitales de la
meditación: sentimiento y conocimiento, ethos y logos, por cuya unión se realizan la
redención y la iluminación.
Los cuatro Dhyāni-Buddhas [ver] exteriores pueden, consecuentemente, repartirse en
dos grupos: Akṣobhya-Amitābha (eje este-oeste), en tanto que ricos en conocimiento
(ye-śes-pa) y Amoghasiddhi-Ratnasambhava (eje norte-sur), ricos en sentimiento (dam-
tshig-pa). Vairocana, en el centro, representa su combinación: su origen o su fusión, según
el punto de vista del que partimos, cuando contemplamos los Dhyāni-Buddhas.
Como se da el caso de que, según el concepto de los Vijñānavādins, tomado desde
su fundamento, no hay más que un solo skandha, que es el vijñāna, los otros cuatro
podrían ser considerados como vijñānas de modificación y los cuatro u ocho modos de
conciencia como formas o apariciones de la conciencia universal. Por eso, entre los
Vijñaptimātra-siddhi-śāstra se habla únicamente de cuatro Sabidurías; pues, con la
trasmutación de los cuatro modos de conciencia o de las cuatro skandhas que condicionan,
se cumple la transformación de los principios conscientes que están en la base de todos
ellos. En otros términos: las cinco Sabidurías, el puro y trascendente estado de Buddha, el
conocimiento de la Ley universal (dharma-dhātu-jñāna), es tanto la suma como el
origen de las cuatro Sabidurías. Se la puede colocar tanto al principio como al final de la
serie, según consideremos las cuatro Sabidurías como «maduración» del estado de Buddha
desde el centro de lo indiferenciado hacia el ser activo y diferenciado, o como «avance»
progresivo hacia la conciencia iluminada, desde los diversos aspectos activos del
conocimientos que es, a la postre, la sabiduría que todo lo abarca y que todo lo contempla
activamente, hasta la más alta realización de la completa budeidad.
En el primer caso, Akṣobhya[ver] representa al primer estado de madurez del
conocimiento del Buddha, en el cual todas las cosas pasan del estado de «vacío» a su
manifestación visible, sin perder su correlación con la naturaleza originaria (śūnyatā). En
el segundo caso, Akṣobhya representa el más alto grado de integración en el terreno de
la posibilidad humana de experiencia, en la cual se refleja la realidad de la esfera del
dharma, que está libre de todas las limitaciones o definiciones. En este caso, Akṣobhya
se convierte en reflejo del Vairocana[ver], es decir, la experiencia de śūnyatā en el plano
más elevado de la conciencia individual.
En consecuencia, se dice en el Jñānasiddhi de Indrabhūti, a propósito de la
Sabiduría parecida a un espejo (ādarśa-jñāna):
«Lo mismo que puede verse la propia imagen en un espejo, así el
Dharmakāya es visto en el espejo de la Sabiduría».
Akṣobhya[ver] se revela de este modo como el más misterioso de los Dhyāni-
Buddhas[ver], el que se mantiene más cerca del centro trascendente (Vairocana)[ver] y
que, lo mismo que su emblema el vajra, abarca los dos lados de la realidad: lo que tiene
forma y lo que carece de ella. Pues cuando «la Sabiduría del Gran Espejo» está dirigida
hacia el mundo de las formas, la naturaleza de todas las cosas, materiales o inmateriales,
con o sin forma, es reconocida entonces como una forma de expresión del śūnyatā. Pero
cuando el espejo del conocimiento se vuelve hacia la esfera del dharma, es el śūnyatā el
que se vuelve él mismo experiencia.
De este modo Akṣobhya[ver], en su aspecto vuelto hacia el mundo, refleja la
verdadera naturaleza de las cosas más allá del ser y del no-ser (dharma-nairātmya); en
su aspecto vuelto hacia el dharma-dhātu, refleja la naturaleza del Vairocana[ver].
En las escuelas del Vajrayāna que siguen la vía mística, el «sendero interior de
Vajrasattva», del «ser de diamante» —del Dhyāni-Bodhisattva o reflejo activo de
Akṣobhya—, en quien se integran los rayos unidos de las Sabidurías, los papeles jugados
por Akṣobhya[ver] y Vairocana sufren una interversión, lo cual significa que Vajrasattva-
Akṣobhya se convierte en la totalidad de todos los skandhas integrados en el conjunto de
los puros principios de conciencia (en tibetano: rnam-par-śes-paḥi-phuṅ-po gnas-
su dag-pa), mientras que a Vairocana[ver] se subordina el conjunto del principio
formativo de las formas fenoménicas corporales (en tibetano: gzugs-kyi phuṅ-po
gnas-su dag-pa), es decir, el principio de extensión espacial, del espacio como
condición indispensable de todo aquello que es corporal. Por este hecho, Vairocana[ver] se
encuentra, poco más o menos, colocado en el papel de conciencia latente de conservación,
de fundamento universal de toda formación —antes de toda formación—, mientras que
Vajrasattva-Akṣobhya[ver] es el conocimiento consciente de este estado. La sutileza de
estas distinciones es tanta que resulta difícil captarla con palabras sin sobrepasar el fin
propuesto o no llegar a él; las palabras tienen tendencia a materializar los conceptos, y las
razones de semejante desplazamiento de acento no son el resultado de necesidades lógicas,
sino del punto de arranque de la meditación individual y de la actitud espiritual o afectiva
que se desprende de ella.
Una meditación que, por ejemplo, tome como punto de partida la imagen, la idea o la
experiencia de Amitābha, en lugar de Vairocana o de Akṣobhya[ver], es dominada por
otro principio; puede poner igualmente Amitābha en lugar de Vairocana y,
consecuentemente, ver desde otra perspectiva y desde otro punto de vista diferente el
mandala entero[17]. En términos musicales diríamos que esta composición puede ser
tocada en distintas tonalidades.
Los Nyingmapas, adeptos de la más vieja escuela del budismo tibetano, que remonta a
Padmasambhava y de donde procede el Bardo Thödol (bar-do-thos-grol), representan la
tradición más cercana a los Vijñānavādins, en la cual Vairocana[ver] es el exponente de
los elementos de conciencia universales y no diferenciados, entre los cuales Prajñā está
representada como «La Madre del Espacio Celeste» que le abraza y a la que está
indisolublemente unido (en tibetano: nam-mkhaḥi-dhyiṅs-dbaṅ-phyug-ma, en
sánscrito: ākāśadhātīśvarī), el símbolo del Gran Vacío que lo envuelve todo.
Los Kargyütpas, por el contrario, se inclinan por otro concepto, ya descrito, según el
cual Vairocana está asociado a la «totalidad de la materia reabsorbida a su estado original»
y que atribuye a Akṣobhya[ver] el papel, más activo y más importante, de puro principio
de conciencia. Esto explica la diferencia entre el manuscrito del lama Dawa Samdup y la
edición xilográfica autorizada en todo el Tíbet del Bardo Thödol, que se ajusta a la más
antigua tradición y que atribuye a Vairocana la plenitud del puro principio de conciencia,
de la cual, según la doctrina original de los Vijñānavādins, emanan en primer lugar los
agregados de forma, de sentimiento, de percepción y de querer. Por otro lado, tenemos que
distinguir claramente cómo, según la tradición de los Kargyütpas, no se trata de ningún
modo de una «innovación» arbitraria, sino únicamente de una mayor insistencia sobre el
aspecto metafísico de la Śūnyatā, tal como ha sido extraído de la tradición de los
sūnyavādins del antiguo Vajrayāna y conservado vivo, como corriente esencial
subyacente, en la vida espiritual del tantrismo búdico.
VIII
P creativa de la visión interior meditativa con las de los rayos del sol cayendo sobre
un prisma, en el que las propiedades de la luz se hacen visibles bajo formas de
colores diferentes. Esta comparación es tanto más propia cuanto que, en las formas
aparentes de los Dhyāni-Buddhas, los colores juegan un papel importante. Esas formas
son representativas de determinadas particularidades y asociaciones mentales, a las que el
iniciado es tan sensible como un músico ducho lo es para los sonidos. Transmiten la
vibración particular de cada forma aparente o de cada aspecto del conocimiento o de la
sabiduría, que se expresa, en el campo de lo audible, por la correspondiente vibración del
mantra, en lo corporal por el gesto (mudrā) y en lo más profundo del reino interior por la
apropiada actitud espiritual.
El conjunto de relaciones se extiende a todos los dominios de la percepción y de la
representación espiritual y sensible, de tal modo que, a partir del caos de la conciencia
terrestre, surge lentamente un Cosmos bien ordenado, claro y maleable.
El elemento fundamental de este cosmos es el espacio. El espacio es aquello que todo
lo abarca, el principio de la perfecta unidad. Su naturaleza es el vacío y precisamente
porque está vacío puede abarcarlo todo y contenerlo. En contraste con el espacio se
encuentra el principio de la sustancia, de la diferenciación, de la objetividad. Pero nada
puede existir sin espacio. El espacio es la condición imprescindible de toda existencia y de
todo lo existente, sea de naturaleza material o inmaterial; nosotros no podemos
representarnos ningún objeto ni ninguna existencia sin espacio. El espacio, de esta manera,
es no sólo una condición sine qua non de toda existencia, sino también una propiedad
fundamental de nuestra conciencia.
Nuestra conciencia determina el género de espacio en el que vivimos. La infinitud del
espacio y la de la conciencia son idénticas. En el momento mismo en que un ser descubre
su propia conciencia, toma conciencia del espacio. En el instante mismo en que se hace
consciente de la infinitud del espacio, descubre la infinitud de la conciencia.
Así pues, si el espacio es una propiedad de nuestra conciencia, se puede asegurar con
la misma legitimidad que la experiencia del espacio es la medida de la actividad del
espíritu y de una elevada conciencia. El modo de experimentar o de percibir el espacio
caracteriza la dimensión de nuestra conciencia. El mundo tridimensional que percibimos
por medio de nuestro cuerpo y a través de nuestros sentidos no es más que una dimensión
entre las muchas posibles. Y cuando hablamos de espacio-tiempo nos hacemos la ilusión
de una dimensión más elevada, es decir, de un espacio que ya no es sentido por el cuerpo y
los sentidos, sino que constituye una posibilidad de movimiento en una dirección
diferente.
Y cuando hablamos de experiencia espacial de la meditación, estamos en contacto con
una dimensión diferente, a la que la tercera dimensión que conocemos apenas sirve de otra
cosa que de puente, de punto de partida, porque entonces la sucesión temporal se convierte
en yuxtaposición espacial; esta yuxtaposición espacial se transforma en interiorización y la
interiorización se convierte en continuum que se sitúa más allá del ser y del no-ser, en la
fusión del tiempo con el espacio, en esa última e inconmensurable unidad «en forma de
punto» que, en tibetano, se designa como thig-le (en sánscrito: bindu). Esta palabra, que
tiene varios sentidos, tales como punto, cero (sūnya), gota, semilla, germen (y esperma,
por añadidura), etc., tiene un papel importante en la terminología de la meditación
tibetana. Designa el punto de partida concentrador del despliegue espacial de todo proceso
de meditación, así como el punto final de integración. Es de este punto del que toman su
salida el espacio interior y el espacio exterior y en él se convierten nuevamente en uno
solo.
Cuando los seres humanos contemplan el cielo e invocan a una potencia que imaginan
que mora en él, están realmente despertando fuerzas interiores para proyectarlas al exterior
en forma de espacio, cielo o universo, convertidas en sensibles y visibles. Cuando
contemplamos la profundidad misteriosa y azul del firmamento, estamos contemplando al
mismo tiempo la profundidad de nuestro propio ser, de nuestra enigmática conciencia que
todo lo envuelve, en su serena pureza original, que no se ve turbada por pensamiento o
representación alguna, que no se encuentra dividida por discriminaciones, por atracciones
o por repulsiones. Es ahí donde se halla la felicidad indescriptible e inexplicable que nos
envuelve en tales momentos de contemplación.
Por medio de estas experiencias se nos hace comprensible la significación del azul
profundo como centro y punto de partida de la simbología meditativa y contemplativa; es
la luz de la Sabiduría trascendental del Dharmadhātu —origen de toda conciencia y de
todo conocimiento, indiferenciado, potencial, totalmente envolvente como el espacio
infinito— que emana, como un azul luminoso, del corazón del Vairocana[ver], del Dhyāni-
Buddha central (el que ocupa el centro del mandala de los cinco Dhyāni-Buddhas en
el cáliz del «loto de cuatro pétalos» del espíritu).
Por esto se dice en el Bardo Thödol que
«del dominio intermedio azul oscuro de la fuerza germinativa (thig-le) y
potencial (literalmente: expansiva, brdal-ba), el bienaventurado Vairocana con su
cuerpo color blanco, sentado en el trono del león, con la rueda de los Ocho Rayos
de la Ley (dharma) en la mano y abrazando a la Madre del Espacio Celeste, hace
su aparición».
La luz azul de la Sabiduría del Dharmadhātu, que se identifica con la forma
original o con el puro elemento de la conciencia (rnam-par-śes-paḥi-phuṅ-po gnas-
su dag-pa) simboliza al mismo tiempo la potencialidad del «Gran Vacío», que encuentra
su expresión en la bella y comprensible parábola del Sexto Patriarca (Hui-Neng) de la
escuela Chán:
«Cuando me oigáis hablar del vacío, no os dejéis llevar por la idea de que me
refiero a una simple vacuidad. Es muy importante no caer en semejante
interpretación; pues, por ejemplo, si un hombre está allí sentado y conserva su
espíritu totalmente amorfo, se mantendría en estado de vacío únicamente en el
sentido de una total indiferencia o impasibilidad. El vacío infinito del universo, sin
embargo, es capaz de contener miríadas de objetos con formas y figuras totalmente
diversas: sol y luna, estrellas y planetas, montañas, ríos, hombre buenos y malos,
arroyos, fuentes, bosques y praderas, legitimidad del bien y del mal, mundos
divinos e infernales; los mares más profundos y las más elevadas montañas
(Mahāmeru). El espacio lo abraza todo; del mismo modo actúa el vacío de
nuestra propia naturaleza. Decimos que el ser verdadero es grande, porque abarca
todas las cosas, porque todas las cosas reposan encerradas en nuestra propia
naturaleza»[18].
Sin embargo, del mismo modo que el espacio es indescriptible e indefinible como un
Todo (aunque, según las apariencias, vivimos en él, estamos envueltos en él y llevamos la
infinitud en nuestro corazón), pero sólo en sus aspectos parciales y en relación con el
individuo que realiza la experiencia, así también la naturaleza de la conciencia y del
estado de Buddha no puede hacerse inteligible más que por medio de la individuación de
sus distintos aspectos. Del mismo modo también que, para orientarnos en el espacio,
hablamos del Este, del Oeste, del Norte y del Sur, asociando a cada uno de estos puntos
cardinales una parte de la circunferencia recorrida por el sol, sin que por ello se cuestione
la unidad intrínseca del espacio o de la fuente luminosa, así distinguimos, en el espacio
experimental de nuestra alma y según las fases de su madurez, una orientación
determinada, una forma de contemplación, una actitud, una forma de expresión, sin que
por ello tengamos que negar la unidad, la coexistencia simultánea de un conjunto de fases
o de aspectos espaciales. En el grano de la semilla están presentes por una unidad
indiferenciada la raíz, el tronco, las hojas, las flores y hasta los frutos. Solamente cuando
el tiempo separe todos estos elementos en el espacio se harán, sin embargo, realidad para
nosotros.
Por esto, desde las azuladas profundidades del espacio —es decir, desde las
profundidades de la conciencia indiferenciada— se elevan las formas y la luminosa
radiación de los Dhyāni-Buddhas. Al Este aparece Akṣobhya[ver], del color del
espacio (azul oscuro); de su corazón emana la luz aún no cualificada, incolora, pura y
blanca (parecida al color corporal de Vairocana) de la Sabiduría igual al Espejo, en la que
las formas de todas las cosas (rūpa) se distinguen unas de otras y son reflejadas en la
claridad, la firmeza y la imparcialidad de un espejo que no acusase los objetos que refleja.
Ésta es la actitud de un observador imparcial, la pura y espontánea interiorización (la
«inmediatez» del satori en el budismo Zen), por eliminación del pensamiento habitual o
preconcebido, como también por eliminación consecuente de ese aislamiento
aparentemente objetivo, pero en realidad arbitrario casi siempre, de la apariencia orgánica
o condicionada por el tiempo, por medio de fenómenos particulares arrancados a su
correlación viva y objetiva.
Pero a la luz de la Sabiduría igual al Espejo las cosas pierden su objetividad sin ser
privadas de su forma, desnudadas de su materialidad sin ser disueltas, mientras se
reconoce el principio de la conciencia creadora, del ālaya-vijñāna, que está en la base
de toda la materialidad y de toda forma y en la superficie del cual las formas se elevan y se
borran como las olas en la superficie del mar, de ese mismo mar cuya superficie, gracias a
una calma completa, refleja el vacío puro (śūnyatā: Vairocana[ver] bajo su aspecto
femenino) y la luz más pura (Vairocana bajo su aspecto masculino, como iluminador) del
espacio celeste.
Por esto se dice en el Bardo Thödol, durante el segundo día de la «experiencia de la
realidad»:
«En el segundo día brilla la forma pura del elemento Agua, como una luz
blanca. Al mismo tiempo aparece, saliendo del bello reino oriental de la felicidad,
el bienaventurado Vajrasattva-Akṣobhya[ver], con el cuerpo de color azul oscuro,
llevando en las manos un vajra de cinco puntas, sentado sobre un trono
transportado o sostenido por dos elefantes (símbolo de la inmutabilidad, de donde
el emblema de Akṣobhya: el Inmutable), abrazado por la Madre divina Locanā
(en tibetano: saṅs-rgyas-spyan-ma: el Ojo de Buddha). El puro principio de
las formas de apariencia material (gzugs-kyi phuṅ-po gnas-su dag-pa), la
pura, blanca y radiante luz de la Sabiduría semejante al Espejo, emana del corazón
de Vajrasattva, bajo el doble aspecto del padre y la madre (yab-yum)…».
El Dhyāni-Buddha de la dirección Sur es, como el sol de mediodía, el símbolo del
don sacado de la plenitud de la fuerza espiritual. Ratnasambhava[ver], cuyo tinte se
corresponde con la caliente luz del sol, aparece con el gesto de dar (dana-mudrā) los
Tres Objetos preciosos (triratna). De su corazón emana la luz dorada de la Sabiduría de la
Esencial Igualdad de Todos los Seres. El puro principio del sentimiento, que le es
atribuido, se eleva en él hasta la compasión, el amor que todo lo abarca, al sentimiento de
identidad.
En el plano elemental, Ratnasambhava[ver] corresponde a la tierra, que lleva en sí y
nutre a todos los seres con la impasibilidad y la paciencia de una madre para la cual todos
los seres nacidos de ella son iguales. El color simbólico tradicional de la tierra es amarillo.
En su forma más pura, brilla en el metal precioso —el oro— o en la piedra preciosa
—ratna—; en la alquimia mística, es la materia prima o la Piedra Filosofal (cintamaṇi).
En consecuencia, se dice también en el Bardo Thödol:
«Al tercer día, brilla la pura forma del elemento tierra, como luz amarilla. Al
mismo tiempo sale del reino dorado del Sur la gloria del bienaventurado
Ratnasambhava[ver], con el cuerpo de color amarillo, con una gema en la mano,
sentado en un trono hecho de caballos[19], abrazado por la madre divina Māmakī
(yum-mchog mā-ma-ki).
»El puro principio original del sentimiento (tshor-baḥi-phuṅ-po dbyiṅs-su
dag-pa) brilla como la luz amarilla de la Sabiduría de la Igualdad…».
Amitābha[ver], el Dhyāni-Buddha de la dirección Oeste, aparece con el color rojo
del sol poniente y, tal como conviene a la hora más contemplativa de la jornada, tiene
colocadas sus manos con el gesto de la meditación. La luz roja oscura de la Clara Visión
Discriminadora emana de su corazón y el loto abierto (padma) de la meditación
maduradora y creadora florece entre sus manos. La aptitud para la contemplación intuitiva
emana del principio sublimado de la percepción, que se subordina a Amitābha. A él
corresponde, en el plano de lo elemental, el fuego, que en el simbolismo tradicional es el
ojo y la función visual[20].
Se dice, en consecuencia, en el Bardo Thödol, que
«el cuarto día brilla la pura forma del elemento Fuego, como una luz roja. Al
mismo tiempo surge, fuera del rojo reino occidental de la Beatitud, el
bienaventurado Amitābha[ver] con el cuerpo color rojo y un loto en la mano,
sentado en el trono del Pavo Real, abrazado por la Madre Divina Pāṇḍaravāsinī,
la “vestida de Blanco” (gos-dkar-mo). El principio de percepción (ḥdu-śes-kyi-
phuṅ-po gnas-su dag-pa) brilla como la luz roja de la Sabiduría
discriminante…».
Amoghasiddhi[ver], el Dhyāni-Buddha de la dirección Norte del cielo, representa en
cierto modo «el sol de medianoche», es decir, la actividad misteriosa de las fuerzas
espirituales que, escapando a los sentidos, invisibles y escondidas, están en condiciones de
conducir a los seres a la madurez del conocimiento y de la liberalización. La luz amarilla
de un sol interior (bodhi), sustraída a la mirada, unida al azul oscuro del cielo nocturno en
el que parece abrirse el espacio insondable del universo, forma con él el verde, calmoso y
místico, de Amoghasiddhi. La luz verde de la Sabiduría, activa y capaz de alcanzarlo todo,
que emana de su corazón, une la universalidad azul de Vairocana[ver] con el calor rico del
sentimiento de la luz y la igualdad de los seres que mana del Ratnasambhava[ver].
De este modo, el conocimiento de la esencial igualdad y unidad de todos los seres,
transformada en actividad universal y espiritualizada, se convierte en salvación de todas
las criaturas, en abnegación de uno mismo, por la fuerza del amor que todo lo abarca
(maitrī) y de la compasión universal (karuṇā). Estas dos fuerzas, si se hallan enraizadas
en las Sabidurías que han sido anteriormente descritas, forman el indestructible doble
cetro (viśva-vajra, en tibetano: rdo-rje rhya-gram) de Amoghasiddhi[ver] que es, en este
sentido, considerado como una intensificación del vajra sostenido por Akṣobhya[ver] y
que representa aquí el principio, purificado de todo egoísmo, del querer, la fuerza mágica
espiritual (siddhi) de un Buddha.
A esta fuerza capaz de penetrarlo todo corresponde, en el plano de lo elemental, el
aire, principio del movimiento y de la extensión, principio de vida, soplo viviente y
vivificador (prāṇa).
En el Bardo Thödol se dice:
«Al quinto día brilla la forma pura del elemento Aire, como una luz verde. Al
mismo tiempo aparece, fuera del verde reino nórdico de los actos eficaces, el
bienaventurado Amoghasiddhi[ver] con el cuerpo de color verde, con un doble
vajra en forma de cruz en la mano, sobre un trono de arpías[21] que planean en el
espacio celeste, abrazado por la Madre divina, la fiel Dölma (dam tshig sgrol-ma).
El puro principio del amor (ḥdu-byed-kyi phuṅ-po gnas-su dag-pa) brilla
como la luz verde de la sabiduría que todo lo consigue».
El loto del quíntuple desarrollo de la visión interior
Mandala de los cinco Dhyāni-Buddhas, sus aspectos femeninos, cualidades y símbolos, según la enseñanza del Bardo
Thödol.
Las sílabas germen en los circulitos serán comentadas en la parte siguiente (IV).
IX
HŪṀ
EL CAMINO DE LA INTEGRACIÓN
AMITĀBHA
Personificación de la Sabiduría de la Visión Interior.
I
L las fuerzas que circulan por el cuerpo humano se designan, como hemos dicho,
con el nombre de nādīs (en tibetano: rtsa).
Es preferible dejar sin traducir esta palabra, para evitar los malentendidos que resultan,
inevitablemente, de su aplicación a nociones como nervios, venas, arterias, etc. La
anatomía y la fisiología místicas del yoga no están fundadas en investigaciones objetivas
de acontecimientos interiores, es decir, que no se basan en la disección de cadáveres o
sobre fenómenos exteriores del organismo humano o animal, sino sobre autoobservaciones
y sobre la experiencia inmediata de hechos y de sensaciones del místico sobre su propio
cuerpo.
Los descubrimientos relativos al sistema nervioso y a la circulación sanguínea
corresponden a otra época; e incluso si la palabra Nādī ha sido utilizada por la anatomía
médica hindú posterior, como la más aproximada para designar a las venas o a los nervios,
no está justificado que dejemos caer este significado en la terminología yóguica original.
Lo que la mayor parte de los que han tratado de explicar el prāṇāyāma (el yoga del
dominio del prāṇa) han perdido de vista es que la misma energía (prāṇa) no está
únicamente sometida a una constante transformación, sino que puede también utilizar
distintos modos de circulación sin perder su curso. Lo mismo que una corriente eléctrica
puede circular por el cobre, el hierro, el agua, la plata, etc., cuando su tensión es lo
suficientemente elevada e incluso lanzarse sin necesidad de conductor a través del espacio
aéreo o —aún más— transmitirse por medio de ondas, la corriente de las fuerzas psíquicas
puede emplear la respiración, la sangre, los nervios y, en el caso de una intensidad
suficiente, comunicarse a través del espacio y actuar a través de distancias infinitas.
Porque el prāṇa es más que el aliento, más que la energía nerviosa o que las fuerzas
vitales del flujo sanguíneo. Es más que la fuerza reproductora seminal o que la de los
nervios motores, más que la aptitud pensante del cerebro y más que la potencia de la
voluntad. Todo esto no forma parte más que de modificaciones del prāṇa, como los
chakras no son más que modificaciones del principio del ākāśa.
Así, aunque los Nādīs puedan parcialmente coincidir con las vías del sistema nervioso
o con las del circulatorio o respiratorio, aunque sea posible a menudo compararlas con sus
funciones, esa comparación no significa identificación y se comportan con ellas como los
chakras con los órganos y funciones corporales a los que están asociados. En otros
términos: estamos ante un paralelismo de funciones físicas y psíquicas.
Este paralelismo encuentra una expresión sugestiva en la doctrina de los cinco velos
(kośa) de la conciencia humana, que se cristalizan en una densidad constantemente
creciente alrededor o desde el punto más recóndito e interior de nuestro ser, en torno al
inconmensurable centro de relaciones hacia el que convergen todas nuestras potencias
interiores, estando él mismo vacío de cualquier tipo de cualidad o de definición, según el
concepto búdico. El más denso y el más externo de estos velos es el del cuerpo físico,
formado por los alimentos (anna-maya-kośa); el siguiente es el velo de materia sutil,
formado por prāṇa, nutrido por el aliento y penetrante por todo el cuerpo (prāṇa-maya-
kośa), que podríamos designar como cuerpo pránico o etéreo. El velo inmediato, aún más
sutil, es la personalidad, formada por nuestro pensamiento activo, perteneciente a nuestra
personalidad pensante (mano-maya-kośa). El cuarto velo es nuestro cuerpo de
conciencia potencial (vijñāna-maya-kośa), que sobrepasa nuestro pensamiento activo,
abarcando la totalidad de nuestras facultades psíquicas.
El último velo, el más sutil, el que penetra todos los otros y es, al mismo tiempo, el
más profundo, es el cuerpo nutrido de beatitud (ānanda), henchido de exultante alegría y
de conciencia universal (ānanda-maya-kośa), que sólo se conoce en los estados de
iluminación o en los más altos grados de la meditación (dhyāna), correspondiente, según
la forma de expresión del Mahāyāna, al cuerpo del supremo gozo, el Saṁbhogakāya.
Estos velos no deben ser entendidos como capas separadas y sucesivas, que envuelven
un núcleo sólido, sino como principios que se penetran recíprocamente, a partir de la
conciencia más sutil, brillando por todas partes, omnipenetrantes hasta la conciencia
materializada que en tanto que cuerpo, se ofrece a la manifestación visible. Los velos más
sutiles invaden y llenan a los más burdos.
Lo mismo que el cuerpo material, hecho de alimentos, es penetrado y animado por
fuerzas vitales del prāṇa, por el soplo vivo, así la conciencia activa penetra las funciones
del prāṇa y determina las formas de las manifestaciones corporales. Pero el pensamiento,
la respiración y el cuerpo son, por su parte, penetrados y removidos por la conciencia, esta
vez mucho más profunda, de las experiencias pasadas, y en esa conciencia yace encerrada
la materia infinita donde nace el pensamiento y que, a falta de una expresión más
apropiada, designaremos con el nombre de subconciencia o de conciencia profunda.
Sin embargo, en los estados de meditación avanzada, todas estas funciones,
conscientes o inconscientes, sutiles, vitales o groseramente materiales, son atravesadas y
transformadas por la llama de la inspiración y de la felicidad (ānanda), hasta que queda
revelada la naturaleza universal de la conciencia. En esta circunstancia descansa el «yoga
del fuego interior» (en tibetano: gtum-mo) del que trataremos en el capítulo VIII.
En este sentido, únicamente el cuerpo psíquico nacido de la inspiración (núm. 5 en el
diagrama adjunto, en sánscrito: ānanda-maya-kośa) es el que penetra los cinco velos y
une de este modo a todos los órganos y a todas las aptitudes del individuo y los funde en
un todo. En este resultado reside precisamente el secreto de la inmortalidad. Mientras no
alcancemos esa plenitud, mientras nos identifiquemos con las partes de ese todo —las
cosas inferiores— estaremos sometidos a la ley de la materia y de todo aquello de que está
compuesta: la ley de la mortalidad.
A pesar de todo, sería erróneo subestimar la importancia del cuerpo constituido por la
materia grosera (sthūla-śarīra), formado por alimentos (anna-maya), pues si es cierto
que está limitado por su naturaleza y no posee la facultad de penetrar a los otros cuerpos,
él mismo está penetrado por todos los demás y se convierte necesariamente, por este
hecho, en teatro de todos los acontecimientos psíquicos y de todas las decisiones. El
cuerpo es, por decirlo de algún modo, la escena erigida entre el cielo y la tierra, en la que
se representa el drama psicocósmico. Para el iniciado es el teatro sagrado de un profundo e
indefinible Misterio. Por eso, el conocimiento o —lo que es más aún— la experiencia
consciente de ese cuerpo, es de primordial importancia para el yogui y para cualquiera que
quiera seguir el sendero de la meditación. La toma de conciencia del cuerpo, por lo tanto,
tiene lugar por medio de la espiritualización del prāṇa en su forma accesible: el proceso
respiratorio.
VI
El investigador francés Réné Guénon[10], que analiza con gran sagacidad la naturaleza
de las cinco funciones a la luz de las tradiciones sánscritas, define el primer vāyu —
designado como prāṇa en el sentido estricto— como el esfuerzo ascendente hacia la
primera fase de la respiración, con el fin de atraer a los elementos todavía no
individualizados del ambiente cósmico y hacerlos participar de la conciencia individual
por la vía de la asimilación.
C esquema siguiente como vía para una meditación típica, reposando sobre la
producción y la contemplación del «fuego interior» (gTum-mo).
Después de que el que medita (sādhaka) ha purificado su espíritu por medio de
ejercicios de devoción y lo ha dejado en estado de abandono íntimo; después de haber
regularizado el ritmo de su respiración, de haberlo espiritualizado por medio de palabras
mántricas y de haberlo henchido de conciencia, entonces y sólo entonces dirige su
atención sobre el centro umbilical (maṇipūra, en tibetano: lte-baḥi ḥkhor-lo) y sobre
el loto correspondiente, del cual toma en cuenta la sílaba-germen RAṀ y, por encima de
ella, la sílaba-germen MA, de la que emerge la Dorje-Naljorma (en sánscrito; Vajra-
yoginī), una khadoma de color rojo luminoso[15], envuelta en una brillante aureola.
Desde el momento en que el que medita se une a la forma divinal de la khadoma y se
ve a sí mismo en tanto que Dorje-Naljorma, debe situar la sílaba-germen A en el centro
inferior y la sílaba-germen HAṀ en el centro superior (el «loto de los mil pétalos»), en la
cima misma de la cabeza.
De este modo, por medio de una respiración profunda y consciente, despierta, a través
de la más alta concentración, a la sílaba-germen A, hasta que ésta se convierte en un fuego
ardiente. Y él debe atizar esta llama con cada uno de sus movimientos respiratorios, de
modo que pase del tamaño de una perla ígnea hasta una voluminosa llama que alcanza, en
la nādī central (en tibetano: dbu-ma-rtsa, en sánscrito; suṣumṇā), el centro en la cúspide
de la cabeza, de donde, por medio de la sílaba-germen HAṀ que allí está representada,
mana el blanco néctar, elixir de vida que, al descender, penetra a través del cuerpo entero.
Este ejercicio puede ser presentado en diez estadios[16]: en el primero, la suṣumṇā,
con su llama ascendente, puede ser representada como un canalillo fino como un cabello;
en el segundo, del grosor de un meñique; en el tercero tiene el grosor de un brazo; en el
cuarto es tan ancho como el cuerpo entero, como si el cuerpo se hubiera convertido en
suṣumṇā: un único receptáculo de llamas. En el quinto estadio, la contemplación
desarrollada (en sánscrito: utsakrama, en tibetano: skyedrim) alcanza su punto más
elevado; el cuerpo ya no existe para el que medita. El mundo entero se hace suṣumṇā
ardiente, un océano de fuego infinito, azotado por la tempestad.
Con el sexto estadio da comienzo el proceso inverso; un proceso de integración y de
perfección (en sánscrito: sampannakrama; en tibetano: rdzogs-rim). La tempestad se
calma y el océano de fuego es absorbido por el cuerpo. En el séptimo estadio, la
suṣumṇā se contrae hasta el grosor de un brazo; en el octavo, al de un dedo; al noveno, al
de un cabello; en el décimo, desaparece totalmente y se integra, con todos los
pensamientos y representaciones, en el Gran Vacío (en sánscrito: śūnyatā; en tibetano:
stoṅ-pa-ñid), donde cesa la dualidad del conocedor y de lo conocido y se realiza la gran
síntesis de la totalidad psíquica.
El fuego de la integración espiritual, capaz de fundir todas las contradicciones nacidas
de la individuación, es lo que abarca el significado de la palabra tibetana gTum-mo y
aquello que constituya uno de los más importantes temas de la meditación. Es la potencia
llameante, devoradora, el irresistible ardor interno que, desde el despertar del pensamiento
hinduista, llenó la vida religiosa del hombre que lo ha aceptado: la potencia del tapas.
Tapas, como gTum, es aquello que arrastra[E7] al ser humano al sueño de la
satisfacción terrenal, al carril de la existencia cotidiana; es el calor de la satisfacción
psíquica, que alumbra la llama de la inspiración, del entusiasmo y de la espiritualización,
de donde nace aquello que, visto desde fuera, aparece como renuncia y abandono del
mundo, o ascesis. Pero para el inspirado, para aquel que está henchido por el espíritu,
renunciación o abandono del mundo se han convertido en formas naturales de vida,
porque ya no busca las distracciones de este mundo, porque las riquezas le parecen
limosna y las satisfacciones, banalidades.
Un Buddha, que vive en la plenitud de una total iluminación, no experimenta el
sentimiento de haber renunciado a nada; para él no existe nada por lo que merezca la pena
de sacrificarse. La palabra tapas significa, pues, mucho más que ascesis o mortificación
—que el Buddha rechazaría con razón, a favor de este otro estado de gozo, de libertad
nacida del conocimiento contemplativo— en cuanto a las cosas del mundo.
Tapas, en este caso, significa el principio creador, que se ejerce tanto sobre lo material
como sobre lo espiritual. Desde el punto de vista material, es aquello que conforma, que
ordena, que erige. Por eso se dice en el Ṛgveda, 10, 190, I:
«Del tapas llameante nacieron el orden y la verdad»[17].
En el plano espiritual, es la fuerza que nos levanta más allá de lo «sucedido», la que
rompe los límites de nuestra estrecha individualidad y del mundo que nos hemos creado
nosotros mismos, fundiendo y transformando todo aquello que tiene forma y figura.
Lo mismo que —tal como se dice en el Himno de la Creación del Ṛgveda— los
universos nacidos del fuego «por la potencia del fuego interior», vienen a manifestarse
para disolverse de nuevo mediante la fuerza del fuego, así tapas puede ser lo mismo
liberador que creador y, en este sentido, se encuentra tanto en la base del kama-chanda
(deseo amoroso) como en la del dharma-chanda (esfuerzo, tendencia hacia la verdad,
hacia la realización del dharma). O, si queremos permanecer en el marco de las
expresiones coherentes para todos, es el entusiasmo que, en su forma inferior, es fuego de
paja, alimentado por la emoción ciega, mientras que en su forma más elevada es la llama
de la inspiración, alimentada por el conocimiento inmediato y la íntima certeza.
Sin embargo, del mismo modo que la corta duración y la débil eficacia del fuego de
pajas no ponen en duda el hecho de que el mismo elemento, debidamente alimentado y
dirigido, puede ser capaz de fundir el más duro acero —lo que, según la costumbre,
llamamos el «entusiasmo» y que casi nunca pasa de ser una efímera emoción—, nada nos
impide reconocer la verdadera esencia del impulso espiritual, en tanto que es aquello que
nos transforma, nos libera y nos recupera desde lo más profundo de nosotros mismos:
aquello que, en términos de vida religiosa, describimos con nombres como éxtasis,
transfiguración, contemplación (dhyāna) o nombres parecidos.
En el extremo opuesto de la fría noción conceptual se encuentra el calor emocional; se
trata del hecho de ser «arrastrado» por la irresistible fuerza de la verdad. Ser arrastrado es
«tomar parte», «estar dentro»; es un acto de identificación con el objeto considerado o con
el fin del esfuerzo, identificación de sujeto y de objeto y, finalmente, identificación del ser
humano consigo mismo, como gran síntesis de todas las cualidades físicas, mentales y
espirituales. Es un estado de plenitud en el que el calor de la emoción se trasmuta en ese
estado supremo de llama inspiradora.
La esencia de la inspiración jamás fue descrita de modo más convincente que por
Nietzsche:
«¿Hay alguien que, en estos finales del siglo XIX, tenga una idea aproximada de
lo que los poetas, en tiempos más firmes, llamaban inspiración? Si no es así, voy a
describirlo:
»Conservando en uno mismo un mínimo resto de superstición, sería casi
imposible arrojar de uno mismo siquiera la representación, la encarnación, el
bocado mínimo o hasta el intermediario de las potencias castradoras. La noción de
revelación, en el sentido en que, bruscamente y con increíble seguridad, se hace
visible con indecible finura una cosa cualquiera, y hasta audible —una cosa que os
perturba y os conmueve hasta lo más profundo—, no hace más que señalar el
estado de la cuestión. Se escucha, se prescinde de buscar, se acepta sin preguntar
de dónde procede lo que se percibe; el pensamiento brilla como un relámpago,
necesariamente, sin duda alguna en lo concerniente a la forma. Jamás tuve esa
oportunidad. Un arrebato, cuya inmensa tensión se resuelve a veces en llanto y
cuya aparición lo mismo puede precipitarse como hacerse insoportablemente lenta;
un total estado de enajenación con la conciencia convertida en un número infinito
de sutiles escalofríos, de tenues corrientes que descienden hasta los dedos de los
pies. Una feliz profundidad en la que lo más doloroso y sombrío no surge como
contraste, sino como condición, como algo provocado, como un necesario punto
oscuro dentro de esa luz cegadora; un instinto de relaciones rítmicas que cubre
vastos espacios de formas: la extensión, la absoluta necesidad de un ritmo que todo
lo abarque y que se haga medida de la fuerza misma de la inspiración, una especie
de compromiso entre la presión y la tensión… Todo sucede de forma
absolutamente involuntaria, como en una tormenta de sentimientos de libertad, de
disponibilidad, de fuerza, de divinidad…. La condición involuntaria de la imagen
interior, de la semejanza, es lo que resulta más sorprendente; se deja de tener una
idea de lo que significan las palabras “imagen” o “similitud”; todo se ofrece como
si se tratara de la expresión más íntima, más justa, más simple».
Las expresiones que he subrayado harán recordar inmediatamente al lector rasgos
semejantes que figuran en la descripción de estados búdicos de irradiación o de absorción
profunda (dhyāna):
* * *
La inclusión del cuerpo en los procesos de desarrollo espiritual, que el Buddha situó en
el punto central de la práctica meditativa, no se expresa solamente en la toma de
conciencia —ya mencionada— de la respiración, sino, sobre todo, en el hecho de que,
para él, la dualidad cuerpo-alma no existe y que, en consecuencia, entre lo corporal y lo
espiritual no hay más que una diferencia de grado, pero nunca de esencia. Si el espíritu se
ilumina, el cuerpo tendrá que participar necesariamente de esa naturaleza luminosa. De ahí
la irradiación, el aura que emana de los santos y de los iluminados, que les envuelve y que
todas las religiones describen y representan. Esta irradiación (en pali: tejasā, en
sánscrito: tejas) es un efecto inmediato y consecuente, la forma fenoménica del tapas,
visible al ojo del espíritu, la llama del abandono y del éxtasis religioso, en la cual se unen
la luz del conocimiento y el calor del corazón.
Por eso dice el Buddha:
«El sol luce durante el día; en la noche brilla la luna;
el guerrero brilla dentro de su coraza bruñida;
vuelto hacia sí mismo, brilla igualmente el Brahmán.
Pero día y noche, a pesar de todo, brilla el aura del Iluminado».
(Dhammapada, 387)
Aquí no hay únicamente metáforas poéticas, sino realmente, como en casi todas las
formas búdicas de expresión y de meditación, una tradición cuyas raíces se hunden más
profundamente que en cualquier otra forma religiosa conocida. «Sol» y «luna»
corresponden a las fuerzas del día y de la noche, a la actividad del «guerrero», dirigida
hacia el exterior y a la del «sacerdote», dirigida hacia el interior[18].
El hombre completo —el Iluminado—, sin embargo, reúne en sí los dos rostros de la
realidad; junta en él mismo la profundidad nocturna y la luz del día, la oscuridad del
espacio infinito y la claridad solar, la fuerza creadora originaria de Vida y la clara y
omnipenetrante fuerza del conocimiento.
Una interesante descripción de este fenómeno se encuentra en el Diario del barón Dr.
von Veltheim-Ostrau, que tuvo ocasión de observarla en la persona de un santo de nuestros
días, el difunto Ramana Maharshi de Tiruvannamalai. El siguiente fragmento está
traducido del volumen II de su Diario Asiático[19]:
«Mientras mis ojos estaban sumergidos en las profundidades doradas de los del
Maharshi, sucedió algo que no me atrevo a describir más que con una gran reserva
y humildad, con las palabras más breves y más sencillas, según sucedió de verdad.
La textura oscura de su cuerpo pasó progresivamente al color blanco. Y ese cuerpo
blanco se hizo poco a poco luminoso, como iluminado desde dentro, y se puso a
brillar. El hecho era tan sorprendente que, mientras trataba de captarlo
conscientemente y con el espíritu en estado de lucidez, pensaba al mismo tiempo
en sugestión, en hipnosis, en mil cosas. Consecuentemente, hice uso de ciertos
“controles”, tales como mirar mi reloj, mis gafas. Después de lo cual fijé la mirada
en el Maharshi, que no había dejado de fijar sus ojos en mí y, con esos mismos
ojos que acababan de observar todo lo demás, le vi sentado sobre su piel de tigre
como una forma luminosa.
»No es fácil de explicar este estado; era algo tan simple, tan natural, tan poco
problemático, que únicamente deseé recordar claramente aquella escena cuando
me llegase la hora de la muerte». (p. 264)
De todos modos, tan largo tiempo como permanecen separados estos principios o, más
exactamente, cuando se desarrollan de modo aislado y unilateralmente, permanecen
estériles, es decir, incapaces de cumplir el que es realmente su sentido y su propia
naturaleza; son, sin embargo, los dos lados de un todo orgánico.
La fuerza creadora original de vida es ciega sin la del conocimiento (la conciencia que
sabe) y se convierte en el juego sin fin de los instintos, sobre la rueda de las
reencarnaciones (saṁsāra). La fuerza del conocimiento, por su parte, cuando carece de la
fuerza originaria de la vida, se convierte en el veneno que disuelve el intelecto[E8], en
principio demoníaco, hostil a la vida misma.
Pero allí donde colaboran ambas fuerzas, allí donde se complementan y se
compenetran, se levanta la llama de lo mental iluminado (bodhi-citta), que brilla y calienta
a la vez y en la cual el conocimiento se hace sabiduría viva y donde el ciego impulso
existencial se hace envolvente potencia de Amor.
En las meditaciones consagradas a la producción del «fuego interior» o el «calor
psíquico» no hemos de pensar, pues, en el calor corporal, aunque éste puede
eventualmente manifestarse como un subproducto, lo mismo que otra serie de
acontecimientos extraordinarios. Sólo por una sucesión de malentendidos que ha llegado a
ser tenaz, se ha llegado a imaginar estas prácticas como destinadas a permitir al sādhaka
la vida en las glaciales soledades de las montañas tibetanas. Los que aventuran esta teoría
olvidan que este tipo de yoga viene de las llanuras ardientes de la India, donde las gentes
buscan el frescor antes que ninguna otra cosa. El fin de este yoga es, pues, puramente
espiritual y tiende a alcanzar un estado psíquico de unidad y de plenitud en el cual todas
las fuerzas y todas las aptitudes que dormitan en nosotros, se funden como tocadas por una
lente y se elevan a su más elevado punto de eficacia.
Este proceso de completa integración está representado por el símbolo de la llama o de
la gota llameante (en sánscrito: bindu, en tibetano: thig-le) y expresado en la sílaba-
germen HŪṀ (de la que hablaremos inmediatamente desde este punto de vista). La figura
de la llama, como no nos cansaremos de decir, no es únicamente una metáfora, sino la
expresión de una experiencia real y de unos procesos psicofísicos en los cuales están
presentes todas las propiedades del fuego, sus efectos elementales (tejas) y sus efectos
sutilmente materiales (taijasa): calor, calentamiento, combustión, purificación, fusión,
exaltación, irradiación, penetración, iluminación y transfiguración.
IX
La base de estas seis lecciones, que, como muestra su simple enumeración, concuerda
en buena medida con el Bardo Thödol, es el «yoga del fuego interior», del que Milarepa
hizo el objeto principal de sus ejercicios. Según sus propias palabras, Marpa le entregó,
como regalo de despedida —y con el manto de Naropa, símbolo de autoridad espiritual—
un texto sobre gTum-mo, porque estaba convencido de que Milarepa llegaría, por medio de
este yoga, a la más alta plenitud[20].
Que fue efectivamente así, nos lo confirma su discípulo y biógrafo Rechung, cuando
dice que Milarepa estaba henchido en todo su cuerpo,
«por una beatitud (dgaḥ) descendiente que le bajaba hasta la punta de los pies
(mthe-ba yan), y de una felicidad ascendiente que le alcanzaba la cima de la cabeza
(spyi gtsug-tu), mientras que, por la fusión de ambas fuerzas —beatitud y felicidad
— los nudos de los tres nādīs principales y de los cuatro centros psíquicos[21]
(rtsa gtso-mo gsum daṇ ḥkhor-lo bźiḥi mdul-pa) estaban desligados, hasta
que todo quedaba transformado en la naturaleza de la nādī central (dbu-maḥi
ṅo-bor gyur-pa)»[22].
Lo de «desligar los nudos» es una comparación extraordinariamente penetrante que se
encuentra ya en el Śūraṅgama-Sūtra[23], como puesta en boca del Buddha, cuando
explica a Ānanda, por medio de un pañuelo de seda anudado, que el proceso de
Liberación no es más que deshacer los nudos de nuestro propio ser, nudos que hemos
atado nosotros mismos y que nos han convertido en esclavos de nuestras confusas
ilusiones. Y, para demostrar esta idea, al tiempo que con la intención de mostrar el sendero
de la Liberación, el Buddha tomó un pañuelo de seda e hizo un nudo y le dijo a Ānanda:
—¿Qué es esto?
A lo que respondió Ānanda:
—Es un pañuelo de seda al que le has hecho un nudo.
El Buddha, entonces, hizo otro nudo, luego un tercero y siguió hasta hacer seis nudos,
preguntando cada vez a Ānanda lo que veía y respondiendo éste siempre de la misma
manera.
Entonces el Buddha le dijo:
—Cuando hice el primer nudo tú lo llamaste nudo; para el segundo, tercero y los
siguientes, has dado la misma respuesta.
Ānanda no comprendía a dónde quería llegar el Buddha y se sintió molesto:
—El hecho de que hagas un nudo o cien nudos, siempre se tratará de nudos, aunque el
pañuelo esté tejido con hilo de seda de diversos colores y de una sola pieza.
El Buddha lo reconoció; sin embargo, le hizo observar que siendo una la pieza de seda
y tantos los nudos, había una diferencia: el orden en que los nudos habían sido hechos.
Para mostrar esa diferencia, a la vez tan sutil y tan considerable, el Buddha pidió que
le deshiciera los nudos; y Ānanda comenzó a tirar en todos los sentidos y los nudos, en
lugar de deshacerse, se apretaban más y más, de modo que preguntó:
—Me gustaría saber cómo se han atado los nudos.
—Muy bien. Ānanda, eso es lo primero que necesitas saber. Pues aquél que conoce
el origen de las cosas conoce también el punto en que terminan. Pero déjame hacerte aún
una pregunta: ¿podrías deshacer todos los nudos a la vez?
—No, bienaventurado maestro. Puesto que has hecho los nudos con un determinado
orden, nunca podrán deshacerse más que siguiendo el orden inverso.
El Buddha, entonces, explicó que los seis nudos correspondían a los seis órganos de
los sentidos, por medio de los cuales se establece nuestro contacto con el mundo. Si
llegamos a comprender que esto se aplica a los seis centros que son la condición sine qua
non de nuestros órganos sensoriales, comprenderemos por qué nunca podremos
concentrarnos de primera intención en los centros más elevados (tal como lo suponen
inocentemente ciertos místicos modernos, imaginando que pueden esquivar las leyes
naturales, o los promotores de ese yoga del que han sacado el conocimiento de los
chakras) sin haber adquirido el dominio sobre los centros inferiores.
Nos hace falta invertir el movimiento de descenso del espíritu en la materia o, más
exactamente: tenemos que condensar la conciencia en un estado de materialidad,
deshaciendo los nudos uno tras otro, en el orden inverso a su creación. «Son los nudos
hechos en la unidad esencial de nuestra mentalidad», lo mismo que el Buddha le dijo a
Ānanda en este hermoso diálogo.
Que el Chakra-Yoga y el Nādī-Yoga fueran conocidos en la época del Buddha, esto
parece ya demostrado por el hecho de ser mencionados en los Upaniṣad. En el Kathā y
en el Muṇḍaka-Upaniṣad, la expresión de nudo (granthi, de granth: atar, retorcer) se
usa ya en este mismo sentido:
«Cuando se deshacen todos los nudos del corazón, entonces aquí mismo, en
este humano nacimiento, lo mortal se hace inmortal».
En el verso siguiente, se hace alusión al suṣumṇā diciendo que, entre los 101 nādīs
del chakra cordial, uno solo, el suṣumṇā, viene desde la cima de la cabeza, es decir, del
sahasrāra-padma o loto de los mil pétalos.
En el Muṇḍaka-Upaniṣad (II, 2, 9) leemos:
«cuando se deshace el nudo del corazón (bhidyate hṛdaya granthiḥ),
cuando todos los demás nudos han sido deshechos y la obra del hombre se ha
cumplido, entonces puede verse lo que está arriba y lo que está abajo (tasmin
dṛṣṭe parāvare)».
Incidentalmente, llamamos la atención sobre el verso que sigue inmediatamente y que
presenta una curiosa similitud con el Udāna VIII:
«Allí —en el estado último indicado por “Aquello”— no brillan ni el sol, ni la
luna, ni las estrellas, mucho menos los relámpagos y aún menos el fuego
terreno»[24].
No se trata, pues, de obtener o de crear fuerzas maravillosas aún no adquiridas, sino
únicamente de restablecer el equilibrio de nuestras fuerzas psíquicas. Liberándonos de
nuestro estado convulsivo de tensión mental y espiritual. No se puede llegar a ese estado
más que por una disposición física y afectiva distendida, serena y feliz, sin hacer violencia
por medio de métodos que pueden crear un terror fáctico (como determinadas
meditaciones —siempre mal entendidas— ante cadáveres, por las cuales se martirizan los
sentidos sin ser dominados) o por medio de sevicias corporales o mentales, por medio de
unas prácticas gimnásticas respiratorias artificiales o por esfuerzos convulsivos con vistas
a encadenar el espíritu a ideas preconcebidas. En los Cien mil versos de Milarepa (mGur-
ḥbum)[25], que forman una parte esencial de su biografía, se dice:
«Todo su cuerpo es bienaventurado cuando se inflama la fe interior. Es
bienaventurado cuando las corrientes pránicas de piṅgalā y de iḍā (las fuerzas
solar y lunar) penetran en la suṣumṇā (el canal intermedio). Siente la felicidad en
los centros superiores de su cuerpo, por el descenso de la conciencia iluminativa.
Siente la felicidad en los centros inferiores por el ascenso de la energía creadora.
Siente la felicidad en el centro cordial cuando estalla el sentimiento de amante
compasión, por la unión del blanco y del rojo (sublimación de las corrientes lunar
y solar). Siente la felicidad cuando el cuerpo todo se satura de beatitud sin mezcla.
Ésta es la séxtuple felicidad del Yogui».
Para comprender esta descripción, tenemos que volver una vez más al Tratado de las
seis doctrinas ya mencionado anteriormente. Allí se dice que el que medita, una vez
alcanzado el estado de completa concentración y de abandono interior, se identifica con el
cuerpo ilusorio de la Vajra-yoginī, evocado como símbolo de la meditación, es decir,
que despersonaliza su propio cuerpo y lo considera, según su auténtica naturaleza, como
«vacío» (sūnya): ni como «estando» ni como «no-estando», sino como puro producto de
su mente. En este cuerpo transparente, insustancial, ve los cuatro centros principales del
cráneo, de la garganta, del corazón y del ombligo, comparables a las ruedas de un carruaje
a través de cuyo centro corre el suṣumṇā como un eje. El que medita se representa a
continuación, en la parte inferior del suṣumṇā (en el centro-raíz, por lo tanto) el lugar
donde le penetran iḍā y piṅgalā, la vocal-germen A breve, que se contiene en todos los
demás sonidos, comprendidas las consonantes y constituye de esta manera la materia
prima, el seno materno de todos los sonidos. Este sonido mántrico surge —o más
exactamente se «ve»— como una letra fina como un cabello, de la altura aproximada de
medio dedo, de color rojo oscuro, formada como un hilo vibrante, incandescente, radiante
de calor y emitiendo un sonido parecido al de una cuerda rozada por el viento.
El símbolo mántrico debe, pues, aparecer sobre el plano del más elevado sentido, en la
plenitud viva: en el dominio de lo pensable, de lo visible, de lo audible y de lo tangible.
No es un signo jeroglífico muerto, sino un ser pletórico de vida propia, una fuerza latente,
enigmática, pero muy real.
Del mismo modo, el que medita debe representarse, en el extremo superior del
suṣumṇā, en el centro craneano, la sílaba-germen HAṀ, siempre de color blanco (lunar)
y como si estuviera llena de néctar. Mientras que la A breve es de naturaleza femenina
(polo negativo) el HA se concibe como de naturaleza masculina (polo positivo). HA es el
sonido aspirado que representa el aliento, la respiración, la función más importante del
organismo vivo. Ambos forman la experiencia de la unidad del individuo. La palabra
sánscrita AHAṀ significa yo. Este «yo», sin embargo, no es una unidad estática y
permanente, sino algo más que tenemos que recrear constantemente, algo comparable al
equilibrio que mantiene el ciclista mediante el pedaleo constante, o la relativa estabilidad
de los sistemas atómicos o planetarios de los que depende un movimiento que, a su vez,
los hace depender de él.
En el momento mismo en que tratamos de fijar, circunscribir y sustancializar esta
experiencia de unidad, se derrumba, se convierte en contradicción interna, en veneno
mortal. Sin embargo, si logramos disolverla a la luz de un conocimiento aún más alto, si la
fundimos y la sublimamos en la llama de la conciencia individual superior, se convierte en
vehículo de una Totalidad que todo lo envuelve, inalienable, en la que no existen fronteras
del ego individual.
Esto se demuestra representando que, en el momento de la unión de A con HAṀ, bajo
el símbolo de AHAṀ, éste se disuelve, mientras que el calor extremo de A llameante pone
en fusión a HAṀ que, entonces, en tanto que elixir de la conciencia de iluminación
(sánscrito: bodhi-citta; en tibetano: byaṅ-chub-sems) se vierte por todos los centros
corporales psíquicos «hasta que la mínima partícula queda impregnada».
AHAṀ, en la lengua de los Tantras, puede ser, según la fórmula del EVAṀ místico,
símbolo análogo de Realización interior, que se representa como sigue[26].
A es la sílaba-germen del principio femenino, de la «madre» (tibetano: yum) que, en su
plena maduración, se expresa como sabiduría o alto conocimiento (prajñā); HA es la
sílaba-germen del principio masculino (tibetano: yab), del padre, de la realización activa
(upāya) por el amor que todo lo envuelve con sus rayos y la compasión que todo lo
atraviesa; el sonido nasal M (el punto, en sánscrito: bindu; en tibetano: thig-le) es el
símbolo de la unión, aquí también de la fusión, del conocimiento y del medio de su
realización (prajñopāya), de la fusión de la sabiduría y del amor, porque el saber sin la
fuerza generadora del amor o de la compasión queda estéril.
Lo que inflama las cualidades latentes de la sílaba-germen A es el impulso de la
inspiración. La musa inspiradora, sin embargo, toma la forma de la Vajra-yoginī, una
Ḍākinī de alto rango. Es ella la que encuentra los tesoros, soñando con el inconsciente, de
una experiencia vieja de muchos eones, hasta el reino de una más alta conciencia que
sobrepasa el intelecto.
Habiendo así aclarado la esencia de las sílabas-germen mántricas y de sus funciones,
podemos seguir describiendo los rasgos más esenciales de esta práctica yóguica.
Por medio de la inhalación consciente, la energía vital psíquica (prāṇa; en tibetano:
rluṅ o también śugs), penetra por las nādīs de la izquierda y de la derecha en la nādī
central (suṣumṇā), roza la A breve, que es fina como un cabello, y la va llenando hasta
que alcanza su plena forma.
Por una creciente concentración, por medio de la visualización y una respiración —
inhalación y exhalación— regularmente continuada y rítmicamente consciente, la sílaba-
germen A se anima de un ardor color rojo luminoso hasta que adquiere el aspecto de una
llama rígida, fusiforme, rojiza y con aspecto de torbellino. Con cada movimiento
respiratorio, esta llama se eleva como medio dedo. A la octava respiración, alcanza el
centro umbilical (núm. 8); tras otras diez respiraciones (núm. 18), llena este centro, con
diez más, se pone en movimiento hacia abajo y llena de fuego las partes bajas del cuerpo,
hasta la punta de los pies (núm. 28)[ver].
Diez movimientos respiratorios más cada vez y alcanza luego, mediante un
movimiento ascendente, el centro del corazón (núm. 38), el de la garganta (núm. 48) y el
del cráneo (núm. 58).
Aún diez inspiraciones más y la sílaba-germen HAṀ, representada en el centro
craneano, se licúa por el fuego y, transformada en elixir de la conciencia iluminativa
(tibetano: byaṅ-chub-sems), llega a llenar todo el centro (núm. 68).
Desde el «loto de los mil pétalos», se vierte a continuación hacia los centros inferiores.
Con diez respiraciones más alcanza y llena el centro de la garganta (núm. 78), luego el del
corazón (núm. 88), el del ombligo (núm. 98) y el conjunto de las partes inferiores del
cuerpo, hasta la punta de los pies (núm. 108)[27].
X
De todos modos, antes de abordar las relaciones mántricas de los centros, debemos
someter su naturaleza misma a consideraciones muy precisas. En el Tantra-Yoga búdico
no nos enfrentamos —como ya dejamos anotado al principio de esta parte— a grandezas y
a nociones estáticas, fijadas de una vez por todas, sino a un sistema de dinámicas
reciprocidades cuyos valores dependen en cada momento de la posición del símbolo o del
centro elegido como punto de partida, es decir, de la disposición espiritual de quien se
entrega a la meditación, de su nivel y de la orientación de su mirada (que determinará la
dirección de su progreso interno).
El centro del cráneo no es, por su misma naturaleza, el asiento de la conciencia
cósmica o trascendente, sea cual sea el modo con que se mencione su altísima función,
como tampoco el centro cordial es, por naturaleza, el centro de la conciencia intuitiva y
espiritual o el centro-raíz sede de las fuerzas psíquicas creativas y corporalmente
saludables. Estos centros se convierten en todo eso sólo gracias a una transformación
consciente de sus funciones, pasando desde las de la conservación animal-individual a las
de la autorrealización espiritual. Las primeras están orientadas hacia la existencia material,
las otras hacia la emancipación con vistas al dominio de la materia.
Del mismo modo que la fuerza solar centrífuga de la piṅgalā —dirigida hacia el
exterior, lo mismo que la «actividad del guerrero»— contiene en sí misma el principio de
la conciencia individual y de la diferenciación con el llamado veneno de la mortalidad —
mientras que el iḍā, fuerza lunar centrípeta, representa el elixir de la inmortalidad y, al
mismo tiempo, el ciego instinto vital que es ejercido en la eterna ronda de las
reencarnaciones (saṁsāra)—, así también el centro cerebral representa, en su forma no
sublimada, la actividad terrestre del intelecto, que nos aparta cada vez más de las fuentes
de la vida y de la unidad interior de todos los seres.
El intelecto, vuelto hacia afuera, nos empuja cada vez más hacia el devenir, hacia el
mundo de lo devenido y hacia la ilusión del «yo» aislado, que es lo mismo que decir que
hacia la muerte. Y cuando está vuelto hacia dentro, el intelecto se pierde en el vacío de la
pura abstracción, en la muerte y el embotamiento espiritual.
Sin embargo, cuando llega a lanzar una mirada ocasional sobre la auténtica naturaleza
de las cosas, su mundo se derrumba, cae en el caos y en la aniquilación. Por este hecho, la
esencia de la realidad —de la verdad desnuda— aparece bajo un aspecto espantoso ante
aquel que no está espiritualmente preparado y las experiencias efectuadas sobre irrupción
en el supremo conocimiento son, por esta misma causa, representaciones terroríficas de
divinidades vampíricas, bebedoras de sangre. Su mandala está asimilado al centro
cerebral, mientras que el mandala de las apariciones pacíficas de los Dhyāni-Buddhas
surge en el loto cordial. La sangre bebida por las terribles divinidades es el elixir del
Conocimiento —el fruto del árbol de la ciencia— el cual, en su forma pura y sin mezcla
—es decir, no penetrada por las cualidades inherentes al amor y a la compasión— es un
veneno mortal para el ser humano.
De este modo, mientras que el centro cerebral del hombre no despertado contiene la
semilla de la muerte, en el otro extremo del suṣumṇā está contenida la semilla de la vida,
y, consecuentemente —como decíamos— la causa primera de la eterna ronda de las
reencarnaciones (saṁsāra). La conciencia del centro cerebral no despertado tiene la
facultad cognoscitiva y discriminadora, pero le falta la fuerza unitiva de la vida creadora.
El centro-raíz es la fuente de las fuerzas de la vía unitiva, ciegamente generatrices, cuya
función se agota en el simple instinto de conservación. Les falta el conocimiento
discriminante que podría darles un sentido y una dirección en tanto que fuerza ciega.
Consecuentemente, hace falta que la conciencia cognoscitiva del principio solar —el
que, en estado de vigilia, está sometido a nuestra voluntad y reforzado y dirigido por la
respiración— descienda hasta las mismas fuentes de la vida y haga subir las fuerzas
generadoras, desde su zona de actividad sexual, hasta las de la actividad espiritual.
Por eso, la sílaba-germen A, que representa en el ejercicio de meditación ya descrito el
principio de conocimiento y forma parte, de modo característico, del sistema hinduista de
los chakras, en el centro mismo de la visión interior (Ājñā-chakra), está representada en
el centro inferior o, según los casos, en la entrada inferior de la suṣumṇā (aquí no se
presta atención al centro-raíz), mientras que la sílaba-germen HAṀ, que representa en este
caso el principio creador, el elixir de la vida, está representada en el centro de la cima de la
cabeza. Esta visualización no es más que una anticipación simbólica de la meta, lo que se
expresa del siguiente modo: sólo cuando el fuego o el calor de A inflamado (es decir,
convertida en experiencia) alcanza el HAṀ en un estadio avanzado de meditación, éste
despierta a la actividad. El aspecto incandescente o llameante de la sílaba-germen A es un
indicativo del grado de realidad o del valor experimental alcanzado por el sādhaka
gracias a su continuada concentración. Así pues, cuando el calor del A llameante alcanza a
HAṀ, éste queda activado, licuado —o fundido— con la fuerza generatriz espiritualizada
y sublimada, en una conciencia iluminada (bodhi-citta) que llena el «loto de los mil
pétalos» y, desbordándolo, desciende sobre los restantes centros. Este descenso significa la
segunda transformación de los centros; la primera era su ascenso a la conciencia por
medio de la llama ascendente de la inspiración: del principio de conocimiento llevado a la
incandescencia. Pero la segunda es la más importante, porque es la que hace de los centros
los instrumentos del conocimiento iluminativo, en el cual conocer y sentir, saber y amar,
se han convertido en una sola cosa. El símbolo de esta integración es la sílaba-germen
HŪṀ.
Esta doble transformación libera a los centros de sus cualidades naturales elementales
no sublimadas y les hace capaces de abrirse a nuevos contenidos, de acoger impulsos y
fuerzas nuevas que les aportan las corrientes de conciencia ascendentes y descendentes
(una de ellas de naturaleza ígnea, la otra de naturaleza fluida) y que se desarrollan por su
acción y reacción recíprocas. Su coexistencia y su acción simultáneas han sido
aparentemente simbolizadas en el cuento popular de los dos milagros gemelos del
Buddha[29], en los cuales se dice que el Buddha, gracias al poder de su concentración, hizo
brotar de su cuerpo, simultáneamente, chorros de agua y de fuego, como en un aura
multicolor.
XI
1. La esencia pránica o el principio vital (prāṇa, tibetano: rluṅ) del elemento «tierra»
(sa);
2. La esencia del elemento «agua» (chu-rluṅ);
3. La del elemento «fuego» (me-rluṅ);
4. La del elemento «aire» (rluṅ-gi-rluṅ).
1. el principio del cuerpo universal que todo lo envuelve (OṀ), que se realiza en el
centro del extremo de la cabeza;
2. el principio de la palabra que todo lo envuelve, es decir, de la palabra mántrica (en
tibetano: gzuṅs) o de su creador (ĀḤ), en el centro de la garganta; y
3. el principio del amor universal del espíritu iluminado (bodhi-citta, en tibetano:
byaṅ-chub-sems) de todos los Buddhas (HŪṀ), que se realiza en el centro del
corazón. Se encontrarán más precisiones en el último capítulo de la presente parte.
Las líneas partidas del lado derecho del diagrama muestran las relaciones entre los
Dhyāni-Buddhas y los elementos, en un orden simbólico que reposa en la identidad de
los colores, tal como hemos aprendido a conocer en el mandala de los Dhyāni-Buddhas
de la parte anterior[ver].
KUMBUM: Templo de los Cien Mil Buddhas.
Cuando los símbolos de los cinco elementos presentados en este diagrama de los cinco
centros del sistema de yoga del budismo se superponen en sus formas tridimensionales
correspondientes, presentan la estructura esencial de las construcciones monumentales
tibetanas (mChod-rten), que se desarrollaron a partir de la stūpa india, en la que, en sus
orígenes, se conservaban las reliquias del Buddha y de sus principales discípulos[30]. Son,
en el Tíbet, puras construcciones simbólicas: mandalas plásticos.
El ejemplo más hermoso y más grandioso de tales mandalas es el templo Chorten de
los Cien Mil Buddhas (sku-ḥbum, pronunciado Kumbum) construido junto a una
imponente pagoda en el Yangtse, conteniendo unas cien capillas distintas, cada una de las
cuales representa en sí misma un mandala. Las mayores de estas capillas contienen
mandalas en los que se reúnen miles de figuras (en una de ellas más de 8000), en forma de
frescos o de esculturas.
Las formas cúbicas de los pisos inferiores corresponden al elemento «tierra», la parte
redonda al elemento «agua», la superestructura cónica, generalmente dorada, al elemento
«fuego» y el parasol que hay encima se corresponde al elemento «aire». La gota flamígera
del elemento «éter»[31] reposa en este receptáculo con el elixir de la Vida, que está sobre el
parasol.
XII
LA INICIACIÓN DE PADMASAMBHAVA
uál será, pues, el sentido esotérico de la iniciación de Padmasambhava por
¿C una Ḍākinī?
El jardín de santales, en medio de un lugar de incineración, es el mundo
samsárico: en apariencia agradable, pero conteniendo la muerte y la destrucción. La
Ḍākinī vive en un palacio hecho de cráneos humanos: el cuerpo humano, heredero de
millones de formas vivas desaparecidas, materialización de pensamientos y de acciones
obsoletas, Karma del pasado.
Padmasambhava encuentra cerradas las puertas del palacio: aún no ha descubierto la
clave de lo que, en esencia, es la corporeidad misma; la auténtica naturaleza del cuerpo
permanece escondida para él.
Surge entonces una criada llevando agua al palacio. «El agua» significa fuerza vital,
prāṇa. Padmasambhava interrumpe el curso normal de esta energía por medio de su
potente concentración, lo que significa que la domina por medio del prāṇāyāma,
dominio de la respiración. Y ello, a su vez, explica que el acarreo de agua de la criada se
suspende por la fuerza yóguica de Padmasambhava.
La criada, entonces, se abre el pecho con un cuchillo de cristal (la mirada clara,
implacablemente aguda y penetrante de la contemplación analítica del conocimiento), es
decir, revela la naturaleza interior y escondida de la corporeidad (como esta Khadoma del
Demchog-Tantra, que representa la visión interior del cuerpo) y Padmasambhava
distingue los mandalas de las formas benignas y terribles de los Dhyāni-Buddhas.
Entonces reconoce que el cuerpo, aunque perecedero, constituye el templo de las fuerzas y
de las realizaciones más elevadas.
Se inclina ante la criada que, por su gesto, se ha revelado como una Ḍākinī, y le pide
que le instruya; y ante esto, ella le invita a entrar en el palacio de su soberana. La
humildad y la ausencia de todo tipo de prevención, el firme propósito de ver las cosas tal
como son realmente, le abren la puerta, cerrada hasta entonces, del palacio: el acceso a los
secretos de su propio cuerpo y de las fuerzas que actúan sobre él.
Entonces contempla a la Ḍākinī principal —una forma de Vajra-yoginī—, sentada
en su trono de sol y de luna. «Sol» y «luna» representan —ya casi resulta inútil repetirlo—
las fuerzas psicofísicas solares y lunares polarizadas en piṅgalā e iḍā, dominadas por la
Ḍākinī. El tambor en forma de clepsidra (ḍamaru) en su mano derecha simboliza el
ritmo eterno del universo y del sonido trascendente, omnipenetrante, de la más alta
realidad —del Dharma—, al que hacía alusión el Buddha en sus palabras posteriores a la
iluminación, al mencionar el «tambor de la inmortalidad» (en pali: amata-dundubhin) que
quería hacer sonar por todo el universo.
En su mano izquierda, la Ḍākinī sostiene una copa hecha con un cráneo y llena de
sangre, símbolo del saber que no se puede adquirir más que al precio de la muerte.
De este modo, así como el cuerpo del iluminado se caracteriza por las treinta y dos
marcas de la realización física, la Ḍākinī principal se distingue por las treinta y dos
Ḍākinīs que le sirven.
Cuando Padmasambhava solicita la instrucción, los dos mandalas ya mencionados de
las «divinidades benignas e irritadas» aparecen en toda su realidad, planeando por encima
de las cabezas de las Ḍākinīs. Pero, en el instante de la iniciación, se funden con la
Ḍākinī principal, que, de esta manera, se revela como personificación de la sabiduría de
todos los Buddhas (y, precisamente por eso, es designada como la Sarva-Buddha-
Ḍākinī).
Sin embargo, cuando Padmasambhava es transformado en la sílaba-germen HŪṀ, se
hace uno con el objeto de su adoración. En otras palabras, el sādhaka, que se ha
identificado totalmente con el mantra, lo mismo que la punta de flecha de su propia
meditación, se hace UNO con la forma que le inspira y que es la marcha de todos los
Buddhas hacia la iluminación; y así confiere a todos los centros de conciencia de su
cuerpo la bendición de la «budeidad», que él transforma en copas de iluminación.
Los centros a los que aquí se alude son los siguientes:
1. Aquél en el que Amitābha[ver] se realiza (cuando el HŪṀ reposa sobre los labios
según el texto, o sea, en el centro de la garganta —Viśuddha-chakra—, de donde
surge el sonido mántrico).
2. Aquél en el que se realiza Avalokiteśvara[ver], simbolizado por la gema mani: el
centro umbilical (Maṇipūra-Chakra).
3. El centro-raíz (Mūlādhāra-chakra), que es el punto de encuentro de las tres nādīs
(en tibetano: gsum mdo), en el que las fuerzas creadoras del cuerpo se transforman en
potencias espirituales y cumplen de este modo la regeneración del cuerpo, de la
palabra y del espíritu.
Éstas son las tres iniciaciones que otorga la Ḍākinī en los tres centros de fuerzas
psíquicas.
La triple potencia y la naturaleza, abrazando todas las sabidurías del Buddha, desde la
más alta de las Ḍākinīs, se expresan igualmente en la más antigua y más conocida de las
fórmulas mántricas de las Vajra-yoginīs, que nos ha sido transmitida por la obra
sánscrita búdico-tántrica Sādhanamālā.
Ésta es la fórmula:
«OṀ OṀ OṀ Sarvabuddha-ḍākinīye Vajra-varṇanīye, Vajra-
vairocanīye HŪṀ HŪṀ HŪṀ PHAṬ PHAṬ PHAṬ Svāhā!»[39].
Las tres veces que se repiten OṀ, HŪṀ y PHAṬ corresponden a las tres formas
principales de aparición fantasmal de la Vajra-yoginī sobre tres diferentes planos de
experiencia o, para expresarlo más prudentemente (en el caso en el que la palabra plano
pudiera interpretarse con su contexto de lo superior y lo inferior, lo que no sería en
absoluto conveniente en este caso), bajo tres aspectos distintos, desde tres puntos de vista
diferentes de la experiencia meditativa.
Aquí se produce que Sarva-buddha-ḍākinī —es decir, genio (daimon) de todos los
Buddhas— es la encarnación del impulso inspirador que empuja a todos los Buddhas
hacia la realización de su budeidad, la Iluminación más completa, la que está en la base de
todos los aspectos del saber.
En tanto, Vajra-varṇanī representa la propia naturaleza (varṇa es, literalmente,
color) del vajra cuya esencia es transparente, clara, no objetiva, indestructible e inmutable,
como el Gran Vacío; y por eso se dice, en el principio del tratado sobre la meditación
gTum-mo, que hay que representarse el cuerpo de la Vajra-yoginī como vacío,
transparente, etc.; en resumen, como un símbolo de la realidad, que, por su naturaleza
misma, estaría vacío.
De modo paralelo, Vajra-vairocanī nos muestra radiante la naturaleza del vajra,
actuando exteriormente; la conciencia activa de la esfera de diamante central del cetro, de
la realidad del Dharma.
La sílaba-germen HŪṀ es común a todas las formas fantasmales de las Vajra-
yoginīs y a las personificaciones de las cualidades búdicas conocidas como Herukas,
unidas a ellas en el aspecto Yab-Yum (unión del padre y de la madre), en tanto que aspecto
dinámico de la iluminación. Este HŪṀ es la quintaesencia del orden de los Vajras en sus
formas fantasmales pacíficas y benignas (śānta, en tibetano: źi-ba), así como en sus
aspectos terroríficos (bhairava, en tibetano: drag-pa).
Los mantras de estos últimos vienen asociados a menudo a HŪṀ con la llamada en
forma onomatopéyica Phaṭ, que sirve, según las relaciones y las circunstancias, para
rechazar la influencia hostil, para destruir o apartar los obstáculos interiores o incluso para
concentrar las fuerzas como una llamada a la activación del espíritu.
Svāhā es la expresión de un estado de espíritu benevolente y de bienvenida, como el
«Heil» alemán, correspondiente a un «¡Viva!» español: «sed bendecidos, sed
bienvenidos», una expresión mediante la cual se presentan las ofrendas o las alabanzas. Lo
mismo que el «amén» de los cristianos, se coloca al final de las fórmulas mántricas.
Phaṭ Svāhā es, pues, al mismo tiempo, defensa contra un enemigo y bienvenida a las
fuerzas bienhechoras: una eliminación de obstáculos y la apertura de uno mismo a la luz.
Pero cuando, como conclusión a la iniciación de Padmasambhava se dice que recibe la
«bendición del cuerpo, de la palabra y del espíritu», esto significa que su cuerpo se unió al
de todos los Buddhas, que su palabra fue la palabra sagrada de todos los Buddhas y que su
espíritu se convirtió en bodhi-citta (en tibetano: byaṅ-chub-sems), el espíritu de todos
los Buddhas, lo cual se expresa del siguiente modo en el Demchog-Tantra:
«Cuando pronunciamos la palabra kāya pensamos en el cuerpo de todos (los
Buddhas y sus aspectos divinos) (en tibetano: kā-ya ses brjo-pas thams-cad-
kyi-sku); cuando decimos vāk, pensamos en las palabras de todos (los Buddhas);
diciendo citta, pensamos en el espíritu de todos (los Buddhas) y que todos ellos
son inseparables (vak-yis gsuṇ daṇ tsi-tta-yis thugs rnams dbyer mi-
phyed-par bsams)».
XV
L capacidad de valor no para uno solo, sino para todos los planos de la realidad y
abrir en cada uno de ellos un sentido nuevo, hasta que, habiendo recorrido
suficiente número de veces los grados de la experiencia, estemos en condiciones de captar
la totalidad del cuerpo de experiencias mántricas.
Consecuentemente, se dice en el Kāraṇḍa-Vyūha [13] que Avalokiteśvara[ver] se
negó a enseñar las seis sílabas del OṀ MAṆI PADME HŪṀ sin una previa iniciación al
mandala que se le asocia. Y por estos mismos motivos nos hemos tenido que ocupar
durante tan largo espacio de los mandalas y de los chakras.
«Si Avalokiteśvara se niega a comunicar las seis sílabas sin una previa
descripción del mandala, la razón estriba en el hecho de que la fórmula, en tanto
que es imagen en el reino del sonido, resulta incompleta e inútil si sus hermanos y
hermanas en el reino del rostro interior y exterior y en la esfera de los gestos no
intervienen. Si esta fórmula debe mover a una criatura y elevarla al nivel de la
iluminación, es necesario que su ser, que es la esencia ejemplar y rica en prodigios
de Avalokiteśvara, ocupe todas las esferas de la realidad y de la actividad del
iniciado: lengua, mundo representado, actitud corporal y movimiento. El yantra —
un mandala en el caso de Kāraṇḍa-Vyūha— no es suficiente en sí mismo;
necesita, para actuar, del saber y de la acción de estas manifestaciones de otro
género del “corazón íntimo”, de una presencia divina que lleva consigo mismo en
la esfera de la visión y de la contemplación. Sin embargo, incluso en el campo de
lo visible, nunca llega a constituir la única manifestación»[14].
Este «ser divino», a pesar de todo, no es otro que el mismo ente que medita, sumergido
en el más profundo y más total olvido de sí mismo, y cuyo cuerpo, a lo largo del proceso
de liberación de las ilusiones y de las complicaciones de su conciencia del ego —como a
lo largo de los obstáculos debidos a su limitada individualidad—, se transforma y se
convierte en receptáculo. Y entonces, el cuerpo, o la personificación de
Avalokiteśvara[ver], se expresa en la fórmula mántrica de OṀ MAṆI PADME HŪṀ.
Semejante mantra no puede ser borrado por la significación particular de ninguno de
sus elementos constitutivos. Lo mismo que en todo cuanto vive o en todas las disciplinas
de formación creativa, la totalidad representa más que la suma de las partes. El
conocimiento de las partes nos ayuda sólo a comprender la totalidad, mientras
permanecemos conscientes de su correlación orgánica. Ésta es tan importante que no basta
con considerar cada uno de sus elementos tomado en sí mismo y unirlos posteriormente;
nos hace falta percibir simultáneamente la totalidad en su indivisibilidad. Para ello sirve el
simbolismo del mandala y la realización, la vitalización o, mejor aún, la incorporación del
mandala en la persona y en todos los planos existenciales abarcados por el ser que medita.
En este caso, Amitābha[ver] se presenta en la sílaba-germen OṀ, en el
Dharmakāya, porque ocupa entonces el puesto de Vairocana[ver] o, según los casos, está
situado en el centro psíquico más elevado.
En MAṆI , se ofrece como la forma adornada de gemas, brillante y rojo de color rubí
de Amitāyus o, lo que es lo mismo, en el Saṁbhogakāya. En este sentido, constituye
el lado activo de su propio ser, en tanto que «dispensador de la existencia infinita» en
quien la luz también infinita se convierte en fuente de vida verdadera, una vida sin límites
que ya no está obstaculizada por el ego y en la cual la multiplicidad aparente de las formas
separadas está encerrada en la unidad de la existencia más elevada.
En PADME, Amitābha[ver] se presenta en el Nirmāṇakāya, en el infinito
despliegue de formas operativas, tal como las personifica el Avalokiteśvara de los mil
brazos[ver].
En HŪṀ, sin embargo, Avalokiteśvara se convierte en el cuerpo adamantino del
sādhaka que abarca la totalidad de su ser. El que medita se siente así elevado hasta
personificar a Avalokiteśvara y hasta convertirse en Nirmāṇakāya de Amitābha.
Todo esto viene expresado con la incorporación de la sílaba-germen HRĪḤ en el sello
de Amitābha. Y así es como la formula completa se convierte en «OṀ MAṆI PADME
HŪṀ: HRĪḤ».
En la práctica avanzada de la meditación, las formas fenoménicas particulares de
Amitābha[ver] se transfieren a los centros de conciencia (chakras) correspondientes. El
aspecto Dharmakāya de Amitābha es representado a continuación en el centro
craneano (sahasrāra-chakra); el de Amitāyus en el centro de la garganta; el de
Avalokiteśvara[ver] —o la forma de vajra que le corresponde— en el centro cordial y su
personificación representa, en tanto que totalidad, el cuerpo y la personalidad del ser que
medita.
Comprendiendo esto, los tres misterios del cuerpo, de la palabra y del espíritu, la
fórmula se plantea del siguiente modo:
E Buddha en cada reino del universo impermanente, con otros atributos, con otros
nombres y con otros colores:
En el mundo celeste, aparece bajo el nombre de «El Potente de las cien bendiciones»
(en tibetano: dbaṅ-po-brgya-byin), como Buddha blanco.
En el reino infernal del purgatorio, aparece con el nombre de Dharma-rāja (en
tibetano: chos-kyi-rgyal-po), como el Buddha color de humo.
En el mundo de los humanos aparece con el nombre del «León del tronco de los
Śākyas»[E17] (en tibetano: sá-kya-seṅge), como Buddha amarillo.
En el mundo de los pretas, aparece bajo el nombre de «Boca en llamas», como
Buddha rojo.
En el de los titanes, bajo el nombre de «Bien Heroico» (en tibetano: thag-bzaṅ-ris,
equivalente al sánscrito: vīrabhadra) como Buddha verde.
Y en el mundo animal, aparece bajo el nombre de «León indestructible» (en tibetano:
seṅge-rab-brtan), bajo la forma de un Buddha azul.
Los colores apuntados en esta enumeración son los de la tradición iconográfica
existente y los que pueden encontrarse en cada tanka o en cada fresco en los templos. Esta
tradición ha dado lugar al malentendido según el cual los colores del Buddha
corresponden a los rayos de colores que emanan de cada uno de sus reinos[25]. No es éste
el caso, sin embargo. Sus colores son totalmente independientes y tan distintos como
pueda imaginarse de los de los reinos, a excepción del más alto y del más bajo, que no
tienen color en un sentido estricto y que, en un puro contraste de luz y de sombras, de
negro y de blanco, representan los límites extremos de las posibilidades existenciales de
este mundo.
No hay duda, por lo demás, de que esas efigies búdicas corresponden a un desarrollo
iconográfico ulterior, y fueron tardíamente introducidas en la original «rueda de la vida»
de los seis estados de la existencia, para ilustrar la actuación de Avalokiteśvara en los
seis reinos del mundo. Tales efigies no podían en modo alguno cambiar los principios
fundamentales del simbolismo original de los seis reinos. Habría sido como cambiar todo
el sentido al sistema de relaciones y a su desarrollo lógico, ideal e histórico, el hecho de
colocar los colores de los Buddhas que aparecen en los seis reinos sobre la base de un
simbolismo correspondiente a la rueda de la vida. El texto del Bardo Thödol indica sus
nombres pero nunca sus colores, lo cual demuestra cómo éstos no eran considerados, en
un principio, como esenciales o como copartícipes del sistema.
El simbolismo fundamental reposa en el principio de polaridad, tal como se desprende
de las descripciones de los colores, de las causas, de las condiciones y de las
particularidades psicológicas en el Bardo Thödol, de los seis reinos y de sus relaciones con
las cualidades que irradian de los cinco Dhyāni-Buddhas.
El texto dice que, en el primer día de la experiencia de la realidad en el estado post
mortem (chos-ñid bar-do), la luz azul oscura de la sabiduría del Dharmadhātu emana
del corazón de Vairocana[ver] con tal fuerza que el ojo se siente cegado.
«Al mismo tiempo aparece ante ti la doble luz blanca de los dioses (lhaḥi-ḥod
dkar-po-bkrag-med). Por medio de la fuerza de los malos karmas, la luz de un
azul brillante provoca en ti el miedo, el terror, junto con un deseo de huida,
mientras que la turbadora luz blanca de alegría (…) No te dejes arrastrar, no seas
débil. Si, a causa de una irresistible ceguera mental (gti-mug-drag-pa), cedes al
deseo, caminarás errante por el reino de los devas y, en el curso de ese errar por los
seis mundos, darás la espalda al sendero de la liberación».
En el segundo día del Bardo de la Realidad, se dice que la blanca y radiante luz de la
«Sabiduría semejante a un espejo» reluce en el corazón de Vajrasattva (-Akṣobhya)[ver] y
que, al mismo tiempo, aparece la luz del purgatorio, turbia, de color ahumado (dmyal-
baho-ḥod du-kha bkrag-med).
«Mediante la fuerza del odio (źe-sdaṅ-gi dbaṅ-gis), te sentirás aterrado por
la radiante luz y tratarás de huir de ella, pero te sentirás también pendiente de la
ahumada luz de los infiernos. Si te dejas atraer por ella, caerás en los mundos
infernales, en los que sufrirás insoportables tormentos y quedarás paralizado en el
camino de la Redención».
Al tercer día brilla la cegadora luz amarilla de la «Sabiduría de la Igualdad de los
Seres», emanando del corazón de Ratnasambhava[ver] y, al mismo tiempo, aparece la luz
azul oscura del estado de la existencia humana (miḥi-ḥod sṅon-po bkrag-med).
«Mediante la fuerza del orgullo (ṅa-rgyal-gyi dbaṅ-gis) te aterras a
continuación ante la radiante luz amarilla de la Sabiduría Igualadora, de la que
quieres huir, porque te atrae la luz de los hombres, azul oscura. Si cedes a ella,
renacerás en el mundo humano (miḥi-gnas) y tendrás que sufrir las angustias del
nacimiento, de la vejez, de la enfermedad y de la muerte».
Al cuarto día aparece la luz roja turbadora de la «Sabiduría discriminante» del
corazón de Amitābha[ver], al mismo tiempo que la luz de los pretas, de un amarillo
oscuro (yi-dvags-kyi ḥod ser-po bkrag-med-pa).
«Por la fuerza del deseo apasionado (ḥdod-chags draṅ-poḥi dbaṅ-gis), te
aterrará la luz roja irradiante (de la “Sabiduría discriminante”) y querrás huir de
ella, mientras te atraerá la luz amarilla oscura de los pretas. Si sigues esta
atracción, caerás en el reino de los pretas y sufrirás allí la sed y el hambre más
insoportables».
(Este mundo, de hecho, es designado como el de «los espíritus hambrientos»; porque
hambre y sed son los símbolos del deseo insatisfecho y del querer-ser).
Al quinto día irradia la cegadora luz verde de la «Sabiduría que todo lo consigue»,
que viene desde el corazón de Amoghasiddhi[ver]; mientras, brilla simultáneamente la luz
de un rojo oscuro, causada por la envidia, de los asuras (lha-ma, yin-gyi-ḥod dmar-
po bkrag-med-pa).
«Por culpa de una violenta envidia (phrag-dog-drag-pos), serás aterrado por la
brillante luz verde (de la Sabiduría que todo lo consigue), que tú tratarás de evitar
mientras te atrae la luz roja oscura de los asuras. Si te dejas arrastrar, caerás en el
mundo de los asuras para sufrir los insoportables tormentos del combate y de la
discordia».
Al sexto día aparecen reunidas las irradiaciones de las cinco Sabidurías, los Dhyāni-
Buddhas[ver], las divinidades tutelares (los guardianes de las puertas mandálicas) y los
Buddhas de los seis reinos, de los que ya hemos mencionado los nombres en este texto.
«Al tiempo que las radiaciones de las sabidurías, aparecen constantemente
luces turbulentas de los seis reinos (rigs-drug): blancas para los devas, rojas para
los asuras, azules para los humanos, verdes para los animales, amarillas para los
pretas y ahumadas para los infiernos».
Esta mención, expresada una vez más, de los colores subordinados a los seis reinos
debería eliminar toda duda acerca de este punto de vista concreto.
Al séptimo día aparecen las irradiaciones de los cinco colores de las Divinidades
detentadoras del Saber[ver], al mismo tiempo que la luz verde oscura del mundo animal
(dud-ḥgroḥi-ḥod-ljaṅ-khu-bkrag-med).
«Por medio de las fuerzas desencadenadas por las tendencias ilusorias
(chags-ḥkhrul-paḥi-dbaṅ-gis) te sentirás espantado por el estallido de la
irradiación de los cinco colores y querrás huir, al mismo tiempo que te sentirás
atraído por las luces turbulentas. Si sigues esa tendencia, te hundirás en la
oscuridad mental (gti-mug) del mundo animal (dud-ḥgroḥi-gnas) y allí sufrirás
interminables penas de la esclavitud, de la mudez, de la apatía».
Como podemos darnos cuenta a través de este resumen del texto tibetano original, el
principio de la polaridad se extiende no sólo al simbolismo de los reinos de la existencia y
a su ordenamiento en la rueda de la vida, sino también a la relación de las cualidades de
los Dhyāni-Buddhas [ver] y de sus sabidurías con las causas psicológicas de los seis
estados de existencia.
Los seres que no están sintonizados con las cualidades espirituales de los Dhyāni-
Buddhas y que, precisamente por eso, rechazan el estallido de sus radiaciones, actúan de
ese modo en razón de sus particularidades, opuestas a las de los Dhyāni-Buddhas; están
atraídos, pues, por los reinos de la existencia, cuyas particularidades son diametralmente
opuestas a las de los Dhyāni-Buddhas. El simbolismo de las «luces» o de las
irradiaciones de colores que se yuxtaponen en cada fase (cada «día» de nuestro texto) de la
experiencia de la realidad, no puede, pues, servirse de los mismos colores o de colores
parecidos —por ejemplo, un verde luminoso al lado de un verde oscuro, como pretende la
versión del Lama Dawa Sandup—, sino que, al lado de la luz brillante de cada Dhyāni-
Buddha, se muestra la luz oscura o turbulenta de un color opuesto o diferente (porque,
precisamente por el hecho de que, enfrente de los cinco Dhyāni-Buddhas haya seis
reinos, hace que la absoluta polaridad sea imposible)[ver]. Las fuerzas de los cinco
Dhyāni-Buddhas constituyen de este modo los antídotos para la eliminación de los
cinco venenos: ceguera, odio, deseo, envidia y orgullo, que son las causas de los estados
existenciales terrestres o samsáricos. Los Buddhas son, por eso mismo, designados como
curanderos o sanadores del alma (en tibetano: bcom-ldan-ḥdas-sman-bla), lo que
lleva a la expresión del Buddha médico o medicinal, en uso en algunas obras europeas. De
hecho, no son otra cosa que los Dhyāni-Buddhas representados en ocho mudrās y
colores distintos, en tanto que exponentes de la más alta potencia curativa, salvadores de
todos los seres en los ocho puntos cardinales.
Según el predominio de uno u otro de los cinco venenos, los seres renacen en uno o en
otro de los reinos de existencia. La ignorancia (en sánscrito: avidyā) de la propia
impermanencia y de la naturaleza ilusoria de la felicidad humana —aunque se presente
con una cierta dosis de refinamiento— es la característica del mundo de los dioses,
mientras que al otro extremo, el odio feroz es la causa principal (en sánscrito: hetu) de la
existencia infernal. La característica de la forma existencial humana es el orgullo, la
presunción egoísta (en sánscrito: asmi-māna) mientras que el hecho de abandonarse a
los deseos incontrolados (sánscrito: rāga) caracteriza al mundo de los pretas. La
particularidad predominante de los titanes (asuras) empeñados en combates sin fin, es la
envidia (en sánscrito: īrsā), mientras que en el mundo animal reinan la ignorancia y la
ceguera, a causa de una conciencia no desarrollada o de la ineptitud para pensar.
Los medios de eliminar estos cinco venenos son las Cinco Sabidurías de los Dhyāni-
Buddhas[ver]. La sabiduría del Dharmadhātu, que descubre la más alta realidad,
inhibe la ilusión de los devas y el deseo de semejante forma de existencia; la
inquebrantable e imparcial ecuanimidad de la Sabiduría del Gran Espejo, que muestra las
cosas y los seres según su verdadera naturaleza (en sánscrito: yathābhūtam) elimina el
odio que conduce a las formas existenciales diabólicas; la Sabiduría de la Igualdad hace
desaparecer al presuntuoso ego de la forma existencial humana; la Sabiduría de la Clara
Mirada Discriminadora elimina el deseo apasionado que conduce al reino de los pretas; y,
en fin, la compasión y la bondad de la Sabiduría que todo lo consigue pone fin a la envidia
que conduce al mundo de los asuras.
Así, pues[26]:
Contra la atonía psíquica del mundo animal /-6/ reacciona la irradiación de los cinco
colores de las divinidades detentadoras del saber (en tibetano: rig-ḥdzin-gyi-lha-
tshogs).
El principio de polaridad se extiende, pues, sobre todos los planos de la actividad
psíquica: desde la forma de los reinos de existencia en los que:
Se oponen como:
hasta que llegamos a la acción recíproca de las Sabidurías trascendentes y de los factores
psicológicos, de las visiones del ultramundo y de los estados existenciales terrestres, de las
cualidades y radiaciones coloreadas, tanto de los Dhyāni-Buddhas como de los seis
reinos.
Todas estas relaciones aparecen en el diagrama siguiente y, con ellas, se desvela la
relación íntima que existe entre los seis reinos existenciales; pero esto lo veremos de más
cerca en el capítulo siguiente.
Relación entre los Dhyāni-Buddhas y las seis sílabas sagradas con los seis reinos del Mundo de la Impermanencia.
IX
ĀḤ
LA VÍA DE LA ACCIÓN
AMOGHASIDDHI
Con el gesto de la Impavidez.
I
T escritas con los caracteres del idioma tibetano impreso usual (dbu-can,
pronunciado U-tchen) o bien con los otros caracteres, particularmente decorativos
y tradicionalmente sagrados, de la escritura hindú del siglo VII d. C. (Lantsa), variante del
devanāgarī o lengua de los dioses (lhaḥi-yi-ge) como todavía hoy la llaman los
tibetanos. Las cinco sílabas-germen del loto de los cuatro pétalos en la página del título de
la tercera parte son un ejemplo de antigua escritura Lantsa[ver]. Todas las demás
reproducciones de grafismo tibetano son del género indicado en primer lugar (dbu-can).
B
I
a rueda de la Doctrina de la Ley Universal (dharma-chakra) es el símbolo de
Esta palabra «perfecta» no la empleo aquí en un sentido final, estático o absoluto, sino
en el de «plenitud» de acción y de actitud mental, que se puede establecer en cada fase de
la vida, en cada grado de nuestro desarrollo espiritual. Por eso, cada uno de los ocho pasos
del Sendero está caracterizado por la palabra samyak (en pali: sammā, en tibetano: yaṅ-
dag). Es una palabra cuya importancia ha sido siempre mal conocida y que ha sido
generalmente traducida por el adjetivo, débil y nebuloso, de justo (en inglés right), que
confiere a la fórmula un tufillo a moralismo dogmático totalmente ajeno al pensamiento
budista. Conceptos como justo o injusto han constituido siempre manzanas de discordia y
no conducen a parte alguna. Lo que es justo para unos puede ser injusto para otros. Pero
Samyak tiene un significado más profundo, más fuerte y más definitivo, que es:
perfección, plenitud, totalidad de una acción o de un estado de espíritu, contrastado con
cualquier cosa realizada de modo incompleto o unilateral. Un Samyak-Sambuddha es un
ser plenamente, totalmente, completamente iluminado y no sólo un ser justo iluminado.
Samyag dṛṣṭi significa, pues, más que visión correcta o un acuerdo con
determinadas ideas preconcebidas, religiosas o morales. Quiere expresar una total y
unilateral[E24] visión de las cosas, una actitud espiritual no preconcebida, que reconoce la
naturaleza de la existencia conforme a la Realidad. En lugar de cerrar nuestros ojos a todo
lo que nos disgusta o nos duele, miramos cara a cara el hecho mismo del sufrimiento; al
hacerlo así, descubrimos su causa y, más allá aún, que esa causa reside en nosotros y que
nosotros podemos destruirla. Así nos llega el conocimiento de la elevada meta de la
Liberación y de la vía que conduce hasta ella. Samyag dṛṣṭi es, así, la experiencia, y no
sólo un simple conocimiento intelectual, de las cuatro santas verdades del Buddha: del
sufrimiento, de su causa, de su desaparición y del modo de llegar a él. Sólo de tal actitud
mental puede nacer la resolución total, es decir, abarcadora del hombre entero, exigiendo
su participación en palabra, en pensamiento y en acción, por medio de una total
profundización y una completa profundización que conducen a la Iluminación Total
(samyak saṁbodhi).
II
IV
V
El Loto de los seis pétalos llevando sobre ellos las seis sílabas sagradas OṀ MA ṆI
PA DME HŪṀ y la sílaba HRĪḤ en su centro, es el símbolo de Avalokiteśvara[ver],
llamado también Padmapāṇi, el portador del loto, que pertenece a la orden del Loto de
Amitābha. El mantra de Avalokiteśvara está de este modo esculpido sobre millares de
piedras Maṇi en todo el Tíbet.
VI (Epílogo)
Los Mahāyāna Sūtras más citados en el texto han aparecido en traducción alemana
y con prefacio del Lama Anagarika Govinda, edición de Raul von Muralt:
Mahā-Prajñāpāramitā-Hṛdaya,
Vajracchedika-Prajñāpāramitā-Sūtra,
Laṅkāvatāra-Sūtra y
Mahāyāna-Śraddhotpāda-Śāstra
(Ed. Origo-Verlag, Zürich, 1956).
II
Fotografías
1. AVALOKITEŚVARA, a quien está consagrada la fórmula OṀ MAṆI PADME HŪṀ
(pag. 8)[ver].
2. VAIROCANA, personificación de la Sabiduría de la Ley Universal (pág. 52)[ver].
3. RATNASAMBHAVA, personificación de la Sabiduría de la Identidad de los Seres
(pág. 98)[ver].
4. AMITĀBHA, personificación de la Sabiduría de la Visión Interior (pág. 144)[ver].
5. AKṢOBHYA, personificación de la Sabiduría del Gran Espejo (pág. 240)[ver].
6. AVALOKITEŚVARA de los mil brazos y las once cabezas, símbolo de la compasión
activa (pág. 294)[ver].
7. AMOGHASIDDHI, personificación de la Sabiduría que todo lo abarca (pág. 320)
[ver].
Dibujos a pincel
1. El Gurú Nāgārjuna: Dibujo del autor según una antigua piedra grabada tibetana
(pág. 58)[ver].
2. El Gurú Kaṅkanapa: Dibujo del autor según una antigua litografía (pág. 65)[ver].
3. El Vajra, o cetro de diamante (pág. 69)[ver].
4. La rueda tibetana de la vida: Dibujo según un fresco tibetano de Sankar Gompa, Leh
(India) (pág. 142)[ver].
Diagramas
1. Manas: Lugar de encuentro de la conciencia individual con la conciencia universal
(pág. 83)[ver].
2. El loto o mandala de los cinco Dhyāni-Buddhas (pág. 137)[ver].
3. Esquema simplificado de los centros de fuerza psíquica, según la tradición del
Kuṇḍalinī-Yoga (pág. 162)[ver].
4. Los cuatro centros superiores (pág. 163)[ver].
5. Los tres centros inferiores (pág. 164)[ver].
6. Los cinco estuches (kośas) (pág. 168)[ver].
7. Los centros psíquicos en el yoga del Fuego Interior (pág. 196)[ver].
8. Relaciones entre centros, elementos, sílabas-germen y Dhyāni-Buddhas (pág. 208)
[ver].
Símbolos y sílabas-germen
1. La rueda de los ocho rayos (chakra) y la sílaba-germen OṀ (pág. 7)[ver].
2. La triple gema (maṇi) y la sílaba-germen TRAṀ (pág. 51)[ver].
3. El loto (padma) con la sílaba-germen HRĪḤ en el centro (pág. 97)[ver].
4. El Vajra de los nueve rayos y la sílaba-germen HŪṀ (pág. 143)[ver].
5. El loto portador de OṀ MAṆI PADME HŪṀ con la sílaba-germen HRĪḤ en el
centro (pág. 239)[ver].
6. El doble Vajra con la sílaba ĀḤ en el centro (pág. 293)[ver].
METHOD OF TRANSLITERATION AND
PRONUNCIATION OF INDIAN AND TIBETAN
WORDS[E25]
HE method of transliteration commonly used for Sanskrit and Pāli has also been
T applied to the Tibetan language, since the Tibetan script, in spite of its different
pronunciation, is based on the Indian alphabet, which is reproduced here
phonetically and in its systematic structure, together with the five exclusively Tibetan
consonants.
VOWELS
‘a, i, u, ṛ (=ri)’ are short ‘ā, ī, ū, e, ai, o, au’ are long.
CONSONANTS
A. The Five Classes
Surds Sonants Nasal
Aspirates Aspirates
Gutturals k kh g gh1 ṅ
Palatals c ch j jh1 ñ
Cerebrals ṭ1 ṭh1 ḍ1 ḍh1 ṇ1
Dentals t th d dh1 n
Labials p ph b bh1 m
1 Only in Pāli and Sanskrit
2. Modified Consonants
y after p, ph, b, m modifies the pronunciation of these consonants in the following
way:
jamás figuró entre las traducciones españolas realizadas por Zenobia Camprubí de
Jiménez. (N. del T.) <<
[T3] Personaje mítico de Los Nibelungos. (N. del T.) <<
[T4] Ver Las Fuerzas Ocultas de la Naturaleza, de V. Beltrán Anglada, Editorial Eyras,
sánscrito, del que se derivan, en el mundo occidental, los genios y en el mundo islámico
los djinns, designando siempre a los llamados espíritus elementales de las tradiciones
populares. (N. del T.) <<
[T6] Eventualmente, en otras ruedas, por un mono. (N. del T.) <<
[E1] Total devoción al ideal personificado por él.
En la séptima edición americana: «perfect devotion to the ideal which he represents». (N.
del E. D.) <<
[E2] En sus tres fases de desarrollo: I, II y III. (N. del E. D.) <<
[E3] Conciencia de oler.
En la séptima edición americana: «The consciousness of smell». (N. del E. D.) <<
[E4] De la otra vía principal, designada como solar (piṅgalā-nāḍī, en tibetano: ro-ma-
rtsa), también parten innumerables nādīs secundarios. (N. del E. D.) <<
[E5] A los centros superiores.
En la séptima edición americana: «and by directing them to the higher centres». (N. del E.
D.) <<
[E6] Huecas, vacías.
En la séptima edición americana: «as being hollow». (N. del E. D.) <<
[E7] Es aquello que despierta al ser humano del sueño de la satisfacción terrenal, que lo
En la séptima edición americana: «turns into the deadly poison of the intellect». (N. del E.
D.) <<
[E9] El centro del corazón se convierte en el órgano del espíritu intuitivo, del sentimiento
espiritualizado (de la compasión que todo lo envuelve), el órgano central del proceso
meditativo, en el cual lo cósmico abstracto se convierte en humanamente experimentable y
susceptible de realización.
En la séptima edición americana: «The Heart Centre becomes the organ of the intuitive
mind, of spiritualized feeling (of all-embracing compassion), and the central organ of the
process of meditation, in which the cosmic-abstract is transformed into human experience
and realization». (N. del E. D.) <<
[E10] Una Ḍākinī semejante constituye el centro de la iniciación de Padmasambhava.
En la séptima edición americana: «produced by the caloric order». (N. del E. D.) <<
[E14] Radio.
En la séptima edición americana: «The former contains the elixir of mortal life, the latter
the elixir of immortality». (N. del E. D.) <<
[E16] El sonido nasal (bindu) de la letra Ṁ completa el EVAṀ místico. (N. del E. D.) <<
[E17] León de los Śākyas.
En la séptima edición americana: «the Lion of the Śākyas». (N. del E. D.) <<
[E18] Gozo celestial.
En la séptima edición americana: «the essential sameness». (N. del E. D.) <<
[E22] La severa necesidad de la ley se transforma y disuelve en la suprema libertad de la
armonía.
En la séptima edición americana: «the rigid necessity of law is transformed and dissolved
into the supreme freedom of harmony». (N. del E. D.) <<
[E23] Fluye de.
En la séptima edición americana: «It means a perfectly open and unprejudiced attitude of
mind». (N. del E. D.) <<
[E25] Este anexo, que se omitió en la edición en castellano, ha sido añadido de la séptima
inglesa del lama Kazi Dawa Sandup. Kier, Buenos Aires, 1977. <<
[5] H. von Glasenapp: Der Buddhismus im Indien und im Fernen Osten, p. 51. <<
[6] Sakya, p. 355. <<
[7] Traducción de Bhikshu Wai-tao y Dwight Goddard (A Buddhist Bible). <<
Notas a la segunda parte
[1] Se trata de un modo de expresión que se refiere a la metáfora sánscrita conocida como
1944). <<
[11]
Esta cita, como las que seguirán del Laṅkāvatāra-Sūtra, siguen la traducción
inglesa del Dr. Suzuki y D. Goddard en A Buddhist Bible, ed. Goddard, Thetford, Estados
Unidos, 1938. <<
[12] Laṅkāvatāra-Sūtra, traducción inglesa del Dr. Suzuki y D. Goddard en A Buddhist
Yoga and Secret Doctrines (trad. esp. de Ed. Kier: Yoga Tibetano y Doctrinas Secretas,
Buenos Aires, 1971. <<
[15] «El proceso de transformación que la conciencia humana cumple en la materialidad
del yantra llega bajo forma de adoración, de pūjā. La imagen no es la divinidad, su ser no
surge mágicamente mientras dura la ceremonia cultual. Es el creyente quien produce en sí
mismo la imagen de la entidad divina, que proyecta contra la imagen situada ante él para
probar en sí la presencia de esa entidad en estado de dualidad, que se corresponde con su
estado de conciencia. Esta imagen interna está más allá de lo arbitrario; en ella debe
integrarse un ser divino que se le muestra a la mirada externa, una realidad sobrehumana
que se refleja en la conciencia humana». (H. Zimmer: Formas artísticas y yoga) <<
[16] «Cuando se aprende a conocer la literatura escolástica del budismo primitivo
pájaro. Desde la cintura hacia arriba tienen aspecto humano, a la vez masculino y
femenino. Sus pies y sus alas son de pájaro. <<
[22] El smon-lam tibetano corresponde al sánscrito praṇidhāna que no es una plegaria
suplicatoria, sino una llamada a las fuerzas más elevadas del espíritu, de nuestro más alto
ideal, así como la evocación de aquellos que han llegado a realizarlo —el Buddha—,
alcanzando la firme resolución o el voto de imitar su ejemplo y de poner en práctica
nuestras aspiraciones. <<
[23] El lama Kazi Dawa Samdup traduce aquí: «Bardo del lugar de nacimiento». Según
están basadas en la edición tibetana autorizada. Para referencia a traducciones, sobre todo
a la del lama Kazi Dawa Samdup, ver W. Y. Evans-Wentz: El libro tibetano de los
muertos, ed. inglesa de la Oxford University Press, 3.ª ed., 1957. <<
Notas a la cuarta parte
[1] Esta interpretación, que debo a Rabindranath Tagore, parece más cercana al sentido
original que muchas otras traducciones más literales, que —cosa bastante frecuente—
difieren mucho unas de otras.
«Los que adoran el mundo (es decir, saṁsāra, el estado de ignorancia, avidyā)
son aquéllos para quienes el mundo es la única realidad (avidyām upasate),
mientras que aquellos que han alcanzado el conocimiento (vidyā), pero no la
sabiduría, caen en el extremo opuesto, que consiste en consagrarse únicamente al
conocimiento abstracto y conceptual (vidyāyāṁ-rataḥ): “adorando al infinito y
despreciando lo finito”. Pero aquel que comprende que una cosa y otra son sólo
dos aspectos de la misma realidad “sobrevuela la muerte”, reconociendo la
naturaleza de la ignorancia, creadora de la ilusión de la muerte (pero sabiendo que
la vida continúa sin detenerse, cambiando simplemente de forma); y “alcanza la
inmortalidad” descubriendo el carácter relativo del conocimiento conceptual y
elevándose así por encima de la dualidad sujeto-objeto, para alcanzar la
experiencia directa y espontánea de la realidad, que se encuentra en sí misma». <<
[2] Sri Aurobindo: The Synthesis of Yoga, p. 286. <<
[3] Saṁyutta-Nikāya, I, 169. <<
[4] «Todos los métodos agrupados bajo la denominación común de “yoga” son
A propósito de 1.:
«El sistema reproductor expresa el deseo de ver la duración de la conciencia. El
hombre medio realiza este deseo haciéndose sobrevivir en sus hijos; pero en un
grado superior de desarrollo, su energía física se transforma parcialmente en
energía psíquica, que encuentra en sí misma una forma de expresión
correspondiente; la mayor parte de los seres humanos se contentan con esta doble
vertiente. Sin embargo, para un número cada vez más creciente, va haciéndose
clara la circunstancia de que este sistema de reproducción anuncia la fuerza que
hará surgir al hombre definitivo, el hombre espiritual, siendo el cuerpo y el alma
solamente la materia fuera de la cual, por transformación, aparecerá el estado
sobrehumano». <<
[8] Sir John Woodruffe (Arthur Avalon): El poder serpentino, Buenos Aires. Ed. Kier,
1979. <<
[9] «Hemos de reconocer que en la mayor parte de los países budistas, la verdadera
Dr. Evans-Wentz en Yoga tibetano y doctrinas secretas y fue publicada como Yoga de las
seis doctrinas. <<
[14] El texto del Ṣaṭcakranirūpaṇa, según se desprende por su colofón, no es anterior a
los siglos XV o XVI de la era cristiana; eso significa que es, poco más o menos, mil años
posterior a los Tantras búdicos más antiguos. El Buddha mismo describía ciertos ejercicios
yóguicos que muestran claramente no sólo que los conocía perfectamente, sino que
practicaba durante cierto tiempo el que podríamos llamar Nādī-Yoga.
La antigüedad del Nādī-Yoga está atestiguada por diversos Upaniṣad, por ejemplo, el
Chāndogya Upaniṣad, 8, 6, 6.
En el Majjhima-Nikāya, 36, el Buddha cuenta que, mediante el dominio de la
respiración o —según el texto pali— reteniendo el aire inspirado por la boca, la nariz y los
oídos, experimentó violentamente los «aires» (vāta, vāyu) que empujaban en su cabeza
y su abdomen, causándole una sensación de «quemadura» en las entrañas. Que estos
«aires» internos fueran corrientes de energías vitales (nādīs) lo parece por el hecho de
que el Buddha dijo haber detenido el proceso ordinario de respiración. El hecho mismo de
que llegase a dominar de aquel modo la respiración demuestra que conocía la significación
de esta práctica. Su conocimiento de la tradición prebúdica y de las prácticas yóguicas
está, por otra parte, demostrado en el hecho mismo de que había sido discípulo de Alāra-
Kālāma y de Uddaka Rāmaputta, a los que veneraba, incluso después de su
Iluminación, como los únicos seres capaces de comprender su dharma. <<
[15] mkhaḥ-ḥgro-ma rdo-rje rnal-ḥbyor-ma. Las Khadomas (en sánscrito: Ḍākinī)
son seres divinos o demoníacos según el concepto popular, pero en el tantrismo búdico
representan la fuerza inspiradora de la conciencia. Pueden verse más detalles en el
capítulo XIII. <<
[16] Alexandra David-Neel: Místicos y magos en el Tíbet, Madrid, Espasa-Calpe, Col.
de cuatro centros superiores debería abrirles los ojos a los que persisten en confundir este
sistema con el del Kuṇḍalinī-Yoga. La meditación gTum-mo se realiza en un plano
enteramente distinto y éstas son distinciones que no parecen tener importancia, vistas
desde fuera, pero que interesan fundamentalmente a quien las practica. Volveremos sobre
ellas en el capítulo XXIII. <<
[22] rje-btsun Mi-la-ras-paḥi rnam-thar. Hoja Kha 3a. <<
[23] Trad. inglesa de Bhikshu Wai-tao y Dwight Goddard en A Buddhist Bible. <<
[24] Algunos maestros del pali y, sobre todo, los adeptos del Theravāda, tratan de
representar al budismo como si tuviera su origen en el vacío espiritual, sin ninguna
relación con la tradición upanishádica precedente o contemporánea, pero conservando —
cosa extraña— algunos rasgos pluralistas primitivos de los tiempos védicos más remotos.
Cualquiera que lea los Upaniṣad en su texto original tendrá que sentirse sorprendido por
el parecido de ciertos términos técnicos, frases, conceptos religiosos, analogías, símbolos
fundamentales, que hacen ver muy particularmente similitudes de experiencias espirituales
que son mucho más importantes que ciertas superestructuras como el «monismo» o el
«pluralismo». Todo esto no quita un ápice a la grandeza y a la originalidad del Buddha,
sino que prueba, simplemente, la realidad de ciertas experiencias y ciertas leyes del
espíritu. El Buddha dio una perspectiva totalmente nueva a todo esto por su actitud
dinámica, que no era ni pluralista (como el Veda primitivo) ni monista (como los
Upaniṣad), puesto que una y otra actitud son estáticas; por el contrario, subrayó la idea
de camino, de viajero, la naturaleza del Devenir y la llegada a la perfecta Iluminación
(samyak-saṁbodhi) que el Buddha proclamó como meta de su enseñanza desde su
primer sermón en Benarés, distinguiéndola así del concepto pasivo y estático del nirvāṇa.
Por otro lado, sería comprender muy mal al Buddha suponer que ignorase el movimiento
espiritual más importante de su época, hipótesis que estaría en contradicción total con las
descripciones tradicionales de su vida, en las que se demuestra claramente su
conocimiento de la literatura y de la sabiduría brahmánicas. Esto se refleja en el respeto
que el Buddha mostró durante toda su vida hacia el ideal de los brahmanes, como puede
verse en el Brāhmaṇa-Vagga del Dhammapada, en el cual el término Brahmán está
empleado para representar el perfecto fiel del dharma (el verdadero bhikkhu).
Despreciando el fondo espiritual e histórico en el que floreció el Buddha, los intérpretes
modernos han creado un budismo intelectual, privado de raíces. <<
[25] La biografía del venerable Milarepa aumentada con Cien mil versos (rJe-btsum Mi-
9 × 12 y que los rosarios de oración, tanto hinduistas como budistas, están compuestos por
108 cuentas. <<
[28] Es importante hacer notar que la filosofía del I Ching, el antiguo libro chino sobre los
«Allí donde las dos Nādīs se juntan como los radios en el eje de la rueda de un
carro». (2, 2, 6)
Cien nādīs secundarias se unen en el centro del corazón, que está atravesado por el
suṣumṇā, perpendicular al centro del chakra. <<
[37] Se expresa así en la traducción inglesa del lama Kazi Dana Samdup:
bde-mchog proceden de una copia manuscrita del texto tibetano, sin poderse dar
referencia de ejemplares impresos. El texto de Avalon se agotó hace mucho tiempo. <<
[39] Sādhanamālā, p. 453, en Gaekwad’s Oriental Series, núm. XLVI. Cf. Benoytosh
102. <<
[41] D. T. Suzuki: Essais sur le Bouddhisme Zen, vol. III, pp. 1228-29, París, Albin Michel,
1958. <<
[42] Esta expresión no puede ser confundida con la de «detentador de la sabiduría que vive
en la tierra». Cf. El libro tibetano de los muertos, porque la palabra tibetana sa no tiene
nada que ver con el planeta Tierra, ni con lo «terrestre», sino con el «elemento-tierra», en
el sentido corriente. <<
[43] Los «tres tiempos» son el pasado, el presente y el futuro. Para demostrar que los
Buddhas penetran con su mirada estos tres tiempos y los tres mundos (el de los sentidos, el
de la forma pura abstracta y el de lo informal, conocidos como kāma-loka, rūpa-loka y
arūpa-lokā), las formas Heruka de los Buddhas se representan con tres ojos en cada uno
de sus cuatro rostros (en tibetano: khams-gsum-la gzigs-śiṅ dus gsum-gyi dṅos-
po mkhyen-pas śal re-re śiṅ spyan-gsum-gsum-pa, dhal-ḥkhor-lo bDe-
mchog). <<
[44] brjod-med puede ser igualmente traducido como «trascendental». <<
[45] Todas las meditaciones tibetanas conceden un enorme valor a la claridad de la
representación de las formas. Desde este punto de vista, no se tolera ninguna confusión,
nada se debe dejar al azar. Cada tono, cada tinte, cada forma deben estar claramente
trazados y llenados de vida y de significado. La mística tibetana no tiene absolutamente
nada en común con la «oscura mística» de las visiones inciertas individuales de espíritus
soñadores. Por el contrario, está fundada en una disciplina espiritual que no anima ni a los
arranques sentimentales ni a las confusiones mentales o a las fantasías desenfrenadas.
«El yoga —como dice muy acertadamente Heinrich Zimmer en su libro La India
Eterna— es la vía espiritual que permite dominar los vagabundeos espontáneos de
la conciencia, transformar el curso de las aguas procelosas en un espejo tranquilo e
inmóvil, devolviendo los reflejos del mundo para adquirir la fuerza suficiente con
que dominar los impulsos que, desde el interior, turban su superficie y decidir
soberanamente el espectáculo interior que deberá reflejarse pacíficamente en su
paz». <<
[46] Los cinco venenos tradicionales del espíritu humano son:
práctica del gTum-mo, es decir, del Yoga del Fuego Interior, que tiende a la reunión de las
corrientes de fuerza psíquica (Iḍā y Piṅgalā) en la nādī central (suṣumṇā). <<
[48] Los «cuatro cuerpos» son: el Dharmakāya, el Saṁbhogakāya, el Nirmāṇakāya
y el Vajrakāya. Son los que forman el tema total de la 5.ª parte de este tratado. <<
[49] El texto tibetano sobre el que el autor ha basado su traducción ha sido reproducido en
«Pueda el Vajra cordial, por la maduración de los cuatro cuerpos y de las cinco
sabidurías, estar realizado en esta vida». <<
[8] D. T. Suzuki: Ensayos sobre el budismo Zen, vol. III, p. 1105. <<
[9] Mahāyāna-Śraddhotpāda-Śāstra, en A Buddhist Bible, p. 385. <<
[10] Ramana Maharshi, el santo de Tiruvannamalai, muerto hace no muchos años[E20],
persuadía a los hombres por su presencia silenciosa más que por sus palabras. Las pocas
palabras suyas que nos han llegado, gracias a sus discípulos, no pasan de ser
formulaciones tradicionales de los piadosos hinduistas y, por sí mismas, sería imposible
que pudieran explicar la influencia increíble que tuvo su personalidad. Sucedía lo mismo
con Rāmakrishna y sucede exactamente lo mismo hoy en día con Nanga Bāba, cuyas
enseñanzas constituyen un hito del misticismo de Oriente (cf. Etudes sur la Ramana
Maharshi, introducción de Jean Herbert, París, Adyar, 1949, y Les enseignements de
Rāmakrishna, de Jean Herbert, París, Albin Michel, 1949). <<
[11] A propósito de esta distinción entre individualidad y personalidad, Réné Guénon se
explica de modo convincente, y el Dr. Suzuki parece presentar el mismo punto de vista
cuando capta, en el Dharmakāya, los elementos de la personalidad. <<
[12] The Essence of Buddhism, p. 41. <<
[13] Kāraṇḍa-Vyūha, un libro sobre las doctrinas y las costumbres búdicas, editado por
Satya Bratu Samasrami, Calcuta, 1873. El título completo del texto sánscrito:
Avalokiteśvara-guṇakāraṇḍa-vyūha. <<
[14] Heinrich Zimmer: Kunstform und Yoga im Indischen Kultbild, p. 169. <<
[15] Lo que nos hace enrojecer es la vergüenza ante nuestro ser-mejor-que-nosotros: la
conciencia. La significación del vocablo Hrī (en pali: hirī) es enrojecer (lo cual
corresponde al color de Amitābha), «tener vergüenza», «sentimiento de vergüenza». La
significación mántrica va, naturalmente, mucho más allá de lo meramente literal. Es, por
así decirlo, la experiencia original que se encuentra en la base de la significación de las
palabras, la fuente a la que van a extraer su significado las palabras normales de uso
diario. La H aspirada, designada con la palabra visarga, que en Tíbet, como ya se dijo, se
transformó en símbolo escrito que no se pronuncia y distingue a ésta de la sílaba de uso
más corriente —tal como puede ser la nasal anusvara— y subraya su carácter y su
significación mántricos. <<
[16] D. T. Suzuki: Ensayos sobre el Budismo Zen, vol. III, pp. 1115-1116. Las partes entre
Hi-t’u-k’e-t’u en el año 13 del emperador Ch’ien Lung (1748). Cita del Dr. P. H. Pott en
Introduction to the Tibetan Collection of the National Museum of Ethnology, Leyden,
1951. <<
[20]
d. C., se encontraba esta misma rueda de la vida, cuyos fragmentos están aún visibles, tal
como he podido constatarlo yo mismo en una visita que les hice. Hasta nuestros días
fueron falsamente considerados como representaciones de la rueda zodiacal. Sarat
Chandra Das menciona en su Tibetan Dictionary, un tratado tibetano, el rten-ḥbrel-gyi-
ḥkhor-lo-mi-ḥdra-ba-bco-rqyad, que contiene, como indica su título, dieciocho
descripciones distintas de la «rueda de la vida», como ilustración del
pratītyasamutpāda, la más antigua de las cuales habría sido esbozada por el mismo
Nāgārjuna, según parece desprenderse del bsTan-ḥgyur, go. 32. <<
[23] A propósito de esta cuestión se encontrarán detalles en mi libro The Psychological
reinos deberían corresponder a los colores de los Buddhas de dichos reinos: deva-loka,
blanco; asura-loka, verde; mundo humano, amarillo; mundo animal, azul; preta-loka, rojo;
infiernos, negro o color de humo. Sin ninguna justificación de su punto de vista, declara:
«Los grabados en madera, consecuentemente, son falsos, a excepción del primero
y del último; y el manuscrito es erróneo desde el momento en que atribuye una luz
azul oscura al mundo humano y un color negro o ahumado al mundo animal». (The
Tibetan Book of the Death, p. 124, núm. 2)
Partiendo de esta hipótesis arbitraria, el Lama Dawa Sandup reemplaza la versión
oficialmente reconocida del grabado en madera por el simbolismo de los colores que
corresponden a su teoría. Es, pues, necesario colocar en primer plano los principios
primordiales de este simbolismo sobre la base del texto original, para alcanzar una
comprensión más profunda de su significado psicológico. <<
[26] Las cifras positivas se refieren a las radiaciones de los Dhyāni-Buddhas en el orden
de sus apariciones, correspondiendo a los «días» del Bardo Thödol. Las cifras negativas se
refieren a las luces turbias de los seis reinos, que aparecen simultáneamente. La cifra del
mundo animal /-6/ no aparece en el Bardo más que cuando llega el séptimo día. <<
[27] Jäschke; Tibetan-English Dictionary, p. 607. <<
[28] Waddell: Lamaism, p. 15. <<
[29] Jäschke; Tibetan-English Dictionary, p. 271. <<
[30] Waddell: Lamaism, p. 14. <<
[31] Jäschke, Tibetan-English Dictionary, p. 607.
Jean Herbert, en Spiritualité Hindoue (Albin Michel, París, 1947), ha revelado varios
casos análogos. <<
[32]
Avalokiteśvara-guṇakāraṇḍa-vyūha, publicado bajo el título de Kāraṇḍa-
Vyūha, un libro sobre las doctrinas y costumbres budistas por Satya Bratu
Samasrami, Calcuta, 1873. Citado por Zimmer, pp. 167 ss. <<
Notas al epílogo y síntesis
[1] Cf. Dwight Goddard: A Buddhist Bible, p. 243. <<
[2] La «cuádruple contemplación» de Rinzai (Katto-Shu, 2.ª parte, hojas 27b a 28a), citada
por Ohasama-Faust en Zen, el budismo vivo en el Japón, Perthes A. G., Gotha, Stuttgart,
1925, p. 25. <<
[3] En el Vijñāptimatra-siddhi-śāstra, X, se dice:
«Antes de que un ser humano estudie el Zen, las montañas son para él montañas y
las aguas aguas; cuando, gracias a las enseñanzas de un buen maestro, ha realizado
una visión interior de la verdad del Zen, para él las montañas ya no son montañas
ni son agua las aguas; pero, más allá de esto, cuando llega realmente al estado de
reposo, nuevamente las montañas son montañas y las aguas son agua».
(D. T. Suzuki: Essais sur le Bouddhisme Zen, vol. I, p. 28. <<
[5] «Puede considerarse la Prajñāpāramitā como si se sostuviera en la línea que separa
<<
[12] Se trata de una joven madre cuyo hijo único había muerto tan bruscamente que ella fue
incapaz de asumirlo y se llegó hasta donde se encontraba el Buddha con el cadáver en los
brazos para pedirle socorro. El Buddha, dándose cuenta de su estado de espíritu, le dijo:
—Ve al pueblo y tráeme unos granos de mostaza de una casa en la que nunca haya muerto
nadie.
La joven madre partió para cumplir lo que se le pedía, pero fue incapaz de encontrar una
sola casa en la que la muerte no hubiera hecho acto de presencia alguna vez. Entonces
comprendió que no era la única en sufrir y regresó al Buddha, dio sepultura a su hijo y
encontró la paz interior. <<
[13] Extracto abreviado del Vajradhvaja-Sūtra, del Śikṣāsamuccaya de Śāntideva,
XVI. <<