Sesion 7.8.9 Miller El Ser y El Uno
Sesion 7.8.9 Miller El Ser y El Uno
Sesion 7.8.9 Miller El Ser y El Uno
Jacques-Alain Miller
(X)
Hay un itinerario de Lacan; ese término tiene una raíz común con el de
iteración (reiteración), del que hice uso. Pero ese itinerario no fue una simple
iteración por parte de Lacan, no repitió lo mismo. Aun cuando desde otro ángulo
se pudiese decir que sí lo hizo, que en definitiva siempre, con un vocabulario
diferente, en diversos marcos conceptuales, se ocupó en el psicoanálisis del
mismo punto de extrema sutileza.
Ese itinerario de Lacan, el de su pensamiento, hasta donde nos ha quedado
testimonio de él, hasta donde nos queda la huella en sus enunciados y en sus
escritos, tuve ocasión de acompasarlo en tres momentos.
El primero, M1, es el que se desplaza en el registro del imaginario; el
segundo, acuerda la primacía a lo simbólico en el ternario concebido sólo en ese
momento: real, símbólico e imaginario (RSI), introducido en una conferencia que
precede su Escrito, considerado por él como inaugural, “Función y campo de la
palabra y del lenguaje”. Y, en tercer lugar, el último momento, orientado por la
categoría de lo real.
Percibí esta tripartición hace ya mucho tiempo y cuando la reconsidero me
parece totalmente válida.
¿Lacan estaba dispuesto a considerar que esta noción de lo real no era otra
cosa que su propio síntoma? Como él decía: Podría ser mi respuesta sintomática
al inconsciente tal como Freud lo descubrió, inconsciente que no supone para
nada obligatoriamente lo real del que me sirvo. Cuando formulaba esto, se
preguntaba en qué medida la noción del síntoma como real era sólo una creencia
de él, por vía de la cual venía a responder, con la posición de ese real, al
inconsciente freudiano, aquél que se descifra.
La última enseñanza de Lacan está animada por el esfuerzo de situar el
inconsciente a nivel del síntoma, por lo tanto, de hacerlo pasar del ser a lo real,
hasta decir: “el inconsciente es real”, con el agregado de: “si me lo creen” (Cf.
Otros Escritos, Pág. 571), esto es, si hacen la misma opción que hice yo, la de
considerar que el síntoma produce ex-sistencia del inconsciente.
Pero aquí, evidentemente, la iteración no es en absoluto liberadora, como
Lacan había comenzado por creerlo. Por el contrario, es avasalladora, sojuzgante
y es a esta iteración a la que apunta Lacan cuando asimila el síntoma, a partir de
algo dicho por el analisante, a puntos de suspensión, a un etcétera.
Uno llega a ver entonces, en efecto, hasta dónde puede ir la
sintomatización en el psicoanálisis. A partir del momento en que reservamos al
síntoma la calidad de real, nos damos cuenta de la amplitud que podemos acordar
a la sintomatización de las categorías analíticas, acerca de las cuales Lacan sólo
avanza un esquema, pero lo hace precisamente en lo que se refiere a la función
del padre, ése del que intentó construir y proteger en el análisis el misterio, el
elemento impensable y, al mismo tiempo, el carácter organizador.
Pues bien, en esta sintomatización general de las categorías analíticas,
Lacan deja planteado como esquema que lo esencial de la función del padre es
ser un síntoma. Tal es el sentido del desarrollo que Lacan pudo hacer a propósito
de la excepción que debe representar el padre: habla del padre como excepción
porque quiere mostrar que el padre tiene el carácter de ex-sistencia, de
subsistencia fuera de; por eso necesita, en ese momento, caracterizar al padre no
por lo universal, sino al contrario, por la particularidad de su síntoma. Allí reside el
sentido de lo que pudo afirmar en términos de el padre es un perverso.
Esto quiere decir: tampoco el padre freudiano se sitúa en términos del
universal, no es el padre del universal sino por el contrario, se ubica en el registro
de la particularidad del síntoma; resulta esencial, precisamente, que no sea Dios.
Freud había mostrado la raíz de la ilusión religiosa en la función del padre y
Lacan, por el contrario, marca el espejismo divino, a considerar como
específicamente mortífero o psicotizante cuando su soporte es el padre. Es
necesario que el padre sea perverso, en el sentido en que debe estar marcado por
la particularidad de un síntoma.
Es posible asignarle una categoría a ese síntoma. Lacan habla de la
perversión paterna: reside justamente en que el deseo del padre se encuentre
ligado a una mujer entre todas, es decir, a una mujer como única. Y es en la
medida que está marcado por ese única, por ese Uno, que revela no ser Dios,
como así también no decir todo. El padre es ése que no dice todo y que por esa
vía preserva la posibilidad del deseo y no pretende recubrir lo real, es decir, no
pretende ser ontológico. En este límite reside la faz operatoria atribuida por Lacan
al padre, a título de humanización del deseo.
2
- No ubicamos en español el término correspondiente a “fractals”. (N. de la T.).
Orientación Lacaniana III, 13
Jacques-Alain Miller
( XI )
El ser y la existencia no son uno, sino dos. Esto es lo que enseño este año,
a partir de la última enseñanza de Lacan. Esta bipartición, esta desnivelación es
necesaria para pensar algo que nuestra práctica impone, como es el espacio de
un más-allá-del-pase, l’outrepasse3, respecto del cual hoy estamos convocados, en
tanto analistas, a responder. Lo estamos porque son numerosos quienes, más allá
de la prueba del pase, bien superada o no, continúan en análisis.
Es posible constatar que hay un más-allá-del-pase y el hecho de que lo
haya condiciona la experiencia analítica a partir del momento en que ella se
instaura.
En efecto, la experiencia analítica se inaugura como una búsqueda de la
verdad, búsqueda que toma la forma de una demanda, la demanda del analista :
« Dime la verdad ». Esta demanda, explícita o no, hace funcionar, favorece, se
alimenta del hecho que el paciente ponga a disposición las ocurrencias que van
surgiendo en su mente. Así, la demanda de verdad se enuncia implícitamente o
no en términos de « Dime sin adornos lo que piensas, sin miramientos ni reservas
–en bruto, de cierto modo, en estado salvaje-, y lo que así me digas será tu
verdad ».
Es una verdad del momento, del instante ; el analista sabe por anticipado
que no es definitiva, que se trata de una verdad eminentemente variable –un
momento más tarde, lo enunciado será diferente- ; del lado del analista hay, por lo
tanto, ese saber: mientes diciendo la verdad, y aun más : no puedes sino mentir.
Eso es lo real, así lo designamos. Llamamos real aquello acerca de lo cual
no es posible decir la verdad, como no sea mintiendo. Lo real es la razón de la
verdad mentirosa, mentirosa aunque más no sea porque variable. ¿A qué
llamamos real ? A eso que sólo podemos decir mintiendo, eso que es reacio a la
verdad, al decir que es verdad.
Enseño aquí pero no enseño sólo aquí, hago una presentación de enfermos,
como se la da en llamar. Se trata de una práctica inscrita en la continuidad de la
que sostuviera Lacan, quien a su vez tomaba el relevo de otra, tradicional en la
psiquiatría de su época. Consiste en interrogar pacientes en presencia de un
público ; se trata de pacientes hospitalizados, cuya estructura se supone que uno
3
- En francés, el término outrepasse queda por su sonoridad ligado, al mismo tiempo,
al adverbio OUTRE, ya en desuso (“más allá”; “además” o en sentido figurado: passer
outre = “obviar”); a la preposición OUTRE, de significado similar: “hacer caso omiso de”;
“allende”; “ultra” (Cf.: “outre-mer”: ultramar, del otro lado del océano respecto de
Francia; “outre-tombe”: ultratumba); al verbo, también poco usual, OUTREPASSER,
compuesto a partir de “outre” y de “passer” = “sobrepasar”; “extralimitarse”,
incluyendo el sentido figurado de “pasarse de la raya”. Otra posible resonancia es la
que aporta el verbo OUTRER: “extremar”; “exagerar”; “indignar”. (Dictionnaire
Hachette de la Langue Française) – (N. de la T.).
demostrará en el curso de una entrevista, para beneficio de quienes están
cursando un aprendizaje. Esta práctica fue criticada porque, en efecto, se inscribe
en el discurso psiquiátrico. Fue Lacan quien recusó las objeciones que habían sido
formuladas a título de una cierta rebelión contra las instituciones y después de él,
la práctica se mantuvo en el Campo Freudiano.
Tengo así la ocasión, regularmente, de mantener entrevistas con sujetos
hospitalizados, que son seleccionados y se manifiestan dispuestos a este ejercicio,
que a menudo lo desean y con mucha frecuencia, sino siempre, ya vienen
marcados por un riguroso diagnóstico de psicosis. Y después de muchos años de
hacer estos ejercicios, debo admitir que ese diagnóstico me irrita en la práctica
porque se refiere al complejo de Edipo, es decir, a la función del padre
considerada en su universalidad. De esa cuestión precisamente se trata.
Más allá del pase, cuando nos ocupamos de lo que queda, es esto lo que
encontramos: el síntoma como autosimilar, algo que permite divisar bajo qué
forma y manera todo cuanto recorrimos repercutía esa misma estructura.
Se trata de algo que tiene consecuencias para la escucha del analista, como
se dice. Hay una escucha que se sitúa en el nivel de la dialéctica; hace alianza y
sigue las variaciones de la ontología del discurso del paciente, de aquello que
cobra sentido para él. Después, ese sentido envejece, se marchita, se desvanece
y, de una manera general, esa ontología se dirige hacia el des-ser, con los efectos
que de allí se desprenden, a la vez de depresión –por no haber deseado más que
viento-, pero también de entusiasmo, por haberse liberado de lo que pesaba sobre
la vida libidinal.
Por cierto, el analista puede entonces precipitar esta interpretación para el
analizante, mediante intervenciones que la favorecen y que son siempre
interpretaciones de des-ser. Pero hay una segunda escucha, la escucha de la
iteración, que se dirige hacia la existencia. El analista circula entre las dos
escuchas, porque hay allí dos dimensiones que sólo están empalmadas por un
hiato, una abertura.
Hay una dimensión, como dice Lacan en su penúltimo escrito, “Joyce, el
síntoma”, donde el sujeto vive del ser (vit de l’être) y juega con el equívoco de la
homofonía para decir al mismo tiempo: vacía el ser (vide l’être) –vive del ser y lo
vacía y nosotros lo acompañamos en ese vaciamiento al que está destinado.
Pero hay otra dimensión, aquélla donde -¿cómo decirlo?-, el sujeto tiene un
cuerpo y es preciso pasar por la diferencia entre el ser y la existencia para acordar
su valor a la diferencia entre el ser y el tener.
Tener un cuerpo se ubica del lado de la existencia. Es un tener sólo
marcado a partir del vacío del sujeto; es la razón por la cual, cuando Lacan
abandonó el término de “sujeto de la palabra”, forjó esencialmente el de hablaser
(parlêtre). Separó la raíz de lo que designaba al sujeto como “falta en ser”
(manque-à-être) y marcó con el término de hablaser que ese sujeto no tiene de
ser sino aquello referido a la palabra, pero que sólo puede tomar posición como tal
–es al menos lo que dejó implicado- a partir del cuerpo, de su “tiene un cuerpo”.
¿Qué hace con ese cuerpo que tiene? Ese cuerpo está esencialmente
marcado por el síntoma y es por eso que el síntoma puede ser definido como un
acontecimiento del cuerpo. Esto supone que ese cuerpo está marcado por el
significante, es decir, por la palabra en la medida en que vino a inscribirse y, por
consiguiente, puede venir a quedar representada por una letra. Es esta
inscripción la que merece ser calificada de inconsciente freudiano.
Les hago notar que todo esto procede de la saeta de Lacan, esa breve
oración “Hay de lo Uno”. “Hay de lo Uno” significa: más allá del des-ser, existe,
permanece, queda, el síntoma, el acontecimiento del cuerpo. Esa formulación
constituye, además, el primer paso de otra: “No hay relación sexual”, que es en el
fondo consecuencia de la primacía del Uno, en tanto marca el cuerpo de un
acontecimiento de goce.
Ese Uno –ustedes lo saben- no es el Uno de la fusión, aquél que del dos
haría el Eros, el que tomó por referencia Freud y al hacerlo tuvo que hacer surgir a
su lado, Thanatos para contrarrestar la fusión. Lacan da cuenta de esto diciendo:
“Hay de lo uno”, es decir, no hay dos, no hay relación sexual.
Es entonces en la soledad del Uno único donde toma su punto de partida el
último tramo de la enseñanza de Lacan: el Uno único que habla solo.
En el análisis, existe el dos, se le restituye algo del dos simplemente porque
se le agrega la interpretación, se le agrega a ese Uno único, durante el tiempo que
es preciso, el S2 que le permite producir sentido. Y es esto justamente lo que da
acceso a la experiencia de lo que no se resuelve así: se lo inscribe en un saber
(savoir), se le acuerda sentido (sens), pero para llegar al cese del saber (dé-
savoir) y al cese del sentido (dé-sens) .
Hay en el síntoma un Uno opaco, un goce que como tal no es del orden del
sentido y, para aislarlo, es preciso hacer los rodeos que prometen la dialéctica y la
semántica. Suele ocurrir que el análisis, procediendo así, satisfaga en función del
sentido que libra. Es una forma de engaño. Precisamente, se trataría de que el
más-allá-del-pase, la prueba que él vendría a sancionar, retrace los meandros de
lo designado en su momento por Lacan como las verdades mentirosas del acceso
al des-ser, pero apuntando a la vez a culminar en la asunción de aquello por lo
cual lo real es rebelde a lo verdadero. Se puede designar esto como el destino.
En todo caso, sería otra manera de habitar la prueba dejada por Lacan a sus
alumnos bajo el nombre de “pase”, habitarla como un más-allá-del-pase, más allá
del fantasma, en tanto asunción de la ausencia de sentido (assomption du non-
sens) de este Uno que itera en el síntoma sin ton ni son.
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Orientación Lacaniana III, 13
Jacques-Alain Miller
( XII)
Hoy no quiero dar un paso adelante, sino en todo caso hacer una
retrospectiva para situar el punto donde me encuentro en lo que pienso, sin duda,
y lo que pienso hoy es lo siguiente: fui formado por la enseñanza de Lacan a
concebir el sujeto como una falta-en-ser, es decir, como no sustancial, y este
pensamiento, esta concepción, tuvo incidencias, puede decirse incluso una
incidencia radical en la práctica del análisis.
Pienso que en la última enseñanza de Lacan, es decir, en sus indicaciones
que en la medida en que se van haciendo, con el transcurrir del tiempo, cada vez
más parcelarias y enigmáticas requieren del propio esfuerzo, la falta-en-ser,
aquello que constituye la mira de la falta-en-ser, desaparece. En reemplazo de
esta categoría ontológica, hablando con propiedad, ya que es cuestión de ser,
aparece la del agujero, que si bien guarda relaciones con ella se ubica en un
registro diferente del ontológico.
Y esto es, en consecuencia, lo que vuelvo a encontrarme obligado a
pensar : la relación, la filiación y la diferencia que sin embargo guardan entre sí la
falta-en-ser y el agujero, término con el que Lacan quería, en su última
enseñanza, definir lo simbólico como tal.
El hecho que haya recurrido al nudo buscando representar lo que llamaré,
para divertirme, el estado de su pensamiento, no hizo sino concederle tanta
mayor insistencia a esta categoría de agujero, ya que cada uno de los anillos de
cuerda de los que se adueñaba, puede considerarse como hilado alrededor de un
agujero. Esto es lo que entreveo desde el punto donde me ubico: que la renuncia
a la ontología lo condujo de la falta-en-ser, al agujero, algo que todavía queda por
pensar.
Para captar de qué se trata, retomemos ese pasaje de Freud; les propongo
hacerlo desde la última traducción de Jean-Pierre Lefèvre, publicada en las
Éditions du Seuil, que empecé a consultar y encuentro especialmente
recomendable.
¿Dónde se inscribe exactamente esta expresión, el núcleo de nuestro ser?
Abrevio, porque sería necesario hablar del conjunto del capítulo, de toda esta
parte E), pero ... Digamos que se inscribe en la diferencia, en la distancia definida
por Freud entre dos procesos psíquicos, el primario y el secundario. En definitiva,
poco importa cómo los define: el propio Freud reconoce el carácter ficticio de su
construcción teórica. Sitúa el proceso primario como aquél cuyo fin es el de
evacuar la excitación, etc., pero agrega que no existe un aparato psíquico que
posea sólo el proceso primario, se trata de una ficción teórica. Su carácter de
ficción no impide pensar que los procesos secundarios –pasa entonces al plural- se
despliegan más tarde. Está así presente la idea de una orientación temporal: un
primer momento y un después, y entre uno y otro una laguna, una distancia. Los
procesos secundarios se despliegan más tarde e inhiben, corrigen, dominan a los
primarios.
Conservemos sólo esto. La idea según la cual hay algo del orden primario y
que viene, como por encima, a implantarse un aparato que opera sobre ese dato
primario y explica que haya algo propio del registro inconsciente, que el
inconsciente no se encuentre a libro abierto. Es en ese momento que introduce la
expresión “el núcleo de nuestro ser”, situándolo en el nivel primario, es decir,
antes que intervenga un aparato, una configuración susceptible de retener esos
procesos, de desviarlos y orientarlos. El núcleo de nuestro ser, para Freud, está
en el nivel primario, en tanto ese nivel estaría constituido –traduce Lefèvre– por
movimientos deseantes inconscientes, acerca de los cuales Freud precisa a
continuación que surgieron de lo infantil.
Si inventamos una ontología, allí tenemos los términos según los cuales
podríamos situarla: el núcleo de nuestro ser es del orden del deseo y de un deseo
que permanece como imposible de captar y refrenar, pese a lo secundario que
venga a implantarse.
Esto es así de manera tal que, para Freud, la realidad psíquica viene a
quedar obligada a plegarse al deseo inconsciente. Hay allí el ejercicio de un
dominio –dice Freud-, afirmación que encontrará en Lacan una repercusión
incesante; incluso en sus esquemas de los cuatro discursos Lacan buscará
inscribir que el significante amo es impotente en cuanto a dominar el saber
inconsciente. Puesto que dominarlo es imposible, sólo le queda permitido al
proceso secundario dirigir, hacer desviar los procesos primarios hacia lo que
designa como los gustos más elevados, que más tarde llamará sublimación.
Sólo retengo esto: el hecho que para Freud, el núcleo de nuestro ser se
sitúa en el nivel del deseo inconsciente, un deseo que nunca puede ser dominado
ni anulado, sólo puede ser dirigido; eso es lo que Lacan se proponía hacer, cuando
enunciaba su manera de pensar su práctica bajo el título de “La dirección de la
cura...”
La primera enseñanza de Lacan, aquélla iniciada con “Función y campo de
la palabra...” y que marcó los espíritus, la opinión, culmina en definitiva en una
enseñanza fundada en el deseo como constitutivo del sujeto. Y en la medida en
que procuro, justamente, hacer oscilar esta ontología Lacaniana -como el mismo
Lacan lo hizo, como se vio conducido a ir más allá de ella-, iré a extraer de sus
consideraciones una definición ontológica según la cual el ser es el deseo.
Allí reside precisamente la razón por la cual, cuando se ocupa puntualmente
de la expresión freudiana “el núcleo de nuestro ser”, Lacan puede decir –lo hace
en una proposición muy corta, intercalada en otra, bajo la forma entonces de
inciso-: no cabe inquietarse pensando que me expongo aquí, una vez más, a los
adversarios siempre felices de reenviarme a mi metafísica. En el fondo, Lacan
desafía a esos adversarios haciendo parada con su metafísica. Vuelvo a encontrar
aquí la misma expresión que lo muestra asumiendo esa metafísica en el discurso
con el cual presentara su “Informe de Roma” sobre “Función y campo de la
palabra...”; evocaba entonces al analista debutante, a quien su análisis personal –
era la expresión que empleaba- no le vuelve más fácil que a cualquiera elaborar la
metafísica de su propia acción.
Es preciso escuchar allí el enunciado de su ambición: elaborar la metafísica
de la acción analítica, es decir, determinar el ser sobre el que opera esta acción;
diría incluso que el término acción implica, aquí, el de causa. ¿Cómo, a partir de
lo que hago como analista, puedo ser causa de una mutación, de una
transformación, de un efecto eficaz que toca el núcleo del ser? Y de entrada
advertía que abstenerse de elaborar la metafísica de la acción analítica, sería
escabroso porque equivaldría a hacerlo sin saberlo. Algo que tiene su parecido
con el argumento según el cual es necesario filosofar, porque de no ser así, es
preciso hacerlo de todos modos para demostrar que no es necesario. El recurso a
este argumento determina que una vez situados en esa dimensión, ya no es
posible salir de ella.
Pues bien, es así como Lacan concebía, en el punto de partida de su
enseñanza, lo que daba en llamar una metafísica y el hecho que no se puede no
elaborar la metafísica del psicoanálisis.
¿En qué términos pensar entonces este ser del sentido, como no sean
aquellos que lo distinguen del orden de lo real? Ya sea que la consideremos como
intuición o como axioma, en el fondo es ésa la primera posición que orienta a
Lacan, tal como pueden encontrarla formulada en los “Otros Escritos”, pág. 136: la
de una distancia entre lo real y el sentido que le es acordado, una distancia entre
dos órdenes: el de lo real y el del sentido. Lacan la comentará sin cesar, en tanto
muestra el hiato presente allí, entre real y sentido, dado como un arbitrario,
utilizando un término de Saussure. En un momento dado, buscará incluso
reconocerle una libertad inherente al sujeto; en todo caso, lo real no decide el
sentido, hay entre uno y otro una laguna, un hiato que nos permite reconocer lo
que designamos como dos órdenes, dos dimensiones que no se comunican. Así
también, a partir de Descartes había sido posible distinguir el alma y el cuerpo y
plantear, además, su unión; pero aquí, en este primer tramo de la enseñanza de
Lacan, real y sentido se distinguen sin que llegue a haber unión entre uno y otro.
El eje de la acción analítica ubicado en la donación de sentido supone una
escucha por parte del paciente ajustada a esos términos, enmarcada en la
atención acordada al sentido que le da al reparto de cartas que su nacimiento le
asignara, así como a los acontecimientos que vinieron a marcar su desarrollo y a
las modalidades semánticas según las cuales comunica lo que vive; atención que
también tendrá en cuenta las variaciones introducidas en la donación del sentido.
En segundo lugar, del lado de la interpretación, el lado de lo que les toca
hacer a ustedes, se trata también de dar sentido. Si bien desde ese punto de
vista es algo homogéneo respecto de la donación de sentido efectuada sin cesar
por el sujeto, su finalidad es la de llevar a cabo, efectuar un advenimiento del ser,
es decir, hacer ser aquello que no era, pero respecto de lo cual ustedes pueden
inferir que quería, podía, buscaba ser y el sujeto –entre comillas- no se lo
confesaba. De modo que ustedes se encuentran, en tanto analistas, en relación
con ese ser menor que no llegó a efectuarse y del cual serían el partero, aquél que
permite advenir al ser. Se trata de un hacer ser que pasa por la acción de la
palabra.
De toda evidencia, Lacan volvía a encontrar allí todo cuanto había podido
ser elaborado acerca de los poderes poéticos de la palabra, en contraste con su
valor realista, así como la puesta en valor, por el contrario, de la creación. En un
primer momento, Lacan evocaba ese ser como capturado en el engranaje propio
de las leyes del bla-bla-bla –es así como lo llama entonces-; más tarde, en efecto,
procuró enunciar una a una, en su orden, las leyes del bla-bla-bla; lo hizo, en
particular, aportando una forma esquemática de la metáfora y de la metonimia,
todo un aparato, toda una mecánica de las leyes, presentado con la construcción
de los signos + y ─ . Lo articuló como la arborescencia de un grafo, el grafo del
deseo y lo hizo repercutir de diversas maneras, a cada una de las cuales uno
puede consagrarse por su valor propio. Pero el hilo conductor subyacente allí es la
doctrina del inconsciente según la cual el inconsciente pertenece al orden del
sentido, es un fenómeno de sentido, semántico. En su discurso inicial, Lacan
emplea el término de fenómeno a propósito del inconsciente, yo agrego el de
semántico.
S (¯─ ) s
Ese efecto metonímico se distingue del metafórico, inscrito de la misma
manera pero con un signo más, entre paréntesis, que indica la emergencia:
S(+)s
Lacan le acordó una fórmula a esta fractura, fórmula que en otros tiempos
me encargué de subrayar: el deseo viene del Otro; el goce se ubica del lado de la
Cosa, con una “C”. Esto quiere decir que el deseo remite al lenguaje como
fundamento y a aquello que, en el campo del lenguaje, allí donde es
comunicación, apela al Otro. La Cosa de la que se trata no es la verdad freudiana,
aquélla que dice: “Yo, la verdad, hablo”; la Cosa es lo real al que uno da sentido y
la conclusión a la cual llegó Lacan, más allá de su primera enseñanza, es que el
primer real que se distingue de la donación de sentido y sobre el cual se ejerce la
donación de sentido, es el goce.
Ese lado de la Cosa donde se inscribe el goce es el síntoma, es decir, lo que
queda cuando el análisis termina, en el sentido de Freud. Y es también lo que
queda después del pase de Lacan, esto es, después del desanudamiento del
sentido.
La metafísica de la acción del analista, esto es, lo que por mi parte vengo
situando como su ontología semántica, apunta al deseo como núcleo del ser, es
decir, a un sentido esencialmente designado por la aparición de una falta-en-ser,
aquélla que Lacan llama castración porque interpreta el término freudiano en el
marco de su ontología. Incluso cuando indicaba, en el momento de proponer el
pase, que ese núcleo podía llegar a ser anotado de otro modo, con la notación
positiva del a, es necesario subrayar que esa manera de inscribirlo sólo cumplía
para él su función a partir de la falta-en-ser, a título de un obturador de la falta-en-
ser, de modo que el pase está todavía dominado por la referencia a la falta-en-ser.
El pase está cortado, apartado, de la idea de reconocimiento, ya que a
partir del momento en que el deseo viene a quedar definido como una metonimia,
el reconocimiento del deseo pierde su valor: no puede haber reconocimiento del
deseo definido como una metonimia. Por lo tanto, en el lugar del reconocimiento,
de un deseo que adviene al registro del ser, Lacan instalaba con el pase el
reconocimiento de la falta-en-ser y especialmente, el de una falta-en-ser del
deseo. Por esa razón decía: notamos en el pase una deflación del deseo; es decir,
en el pase llegamos a discernir ese signo menos entre paréntesis y a acordarle
valor de castración, así como discernimos aquello que permitió hacer la soldadura
entre significante y significado: el objeto a. De modo que lo designado por Lacan
como el pase, incluso trabajado por tensiones, viene a quedar incluido en su
ontología, dominado por la noción del ser y de la falta-en-ser.
Es en el último tramo de su enseñanza donde tiene lugar una renuncia a
esta metafísica, a esta ontología y todo cuanto evoqué aquí, todo lo que procuré
reatrapar para poder avanzar más tarde, todo eso está dominado, de una u otra
manera, por las alternativas de la falta-en-ser, hasta el momento en que Lacan
atraviesa los límites de esa ontología.
4
- La construcción completa en francés de la expresión impersonal “Hay” supone como
único sujeto del verbo el pronombre “Il” (3ª persona masc. sing.): “Il y a”. La forma
utilizada por Lacan y evocada por JAM aquí es la reproducción fonética de su uso
coloquial. Otro tanto ocurre con el partitivo que introduce el complemento “Uno” = de
+ le, con valor de “un representante del universo del...” y cuyos componentes figuran
tal como los elide la fonética: d’ l’. (N. de la T.).
d’l’Un) es la repetición inútil de lo sostenido en “Función y campo de la palabra y
del lenguaje”, reducido a sus raíces, al hecho puro del significante considerado
como pensamiento, por fuera de los efectos de significado y por consiguiente, en
particular, pensamiento por fuera del sentido del ser.
Se trata así de algo enorme, puesto que todo cuanto aprendimos a
reconstituir con Lacan como la historia del sujeto, eran precisamente las
aventuras del sentido de su ser y eso no es algo que pueda evitarse. No estoy
planteando que haya un cortocircuito, que uno pueda abstenerse de pasar por allí
en la práctica, sino que, en el horizonte de los avatares del sentido del ser, existe
un hay (Y a), existe el primado del Uno, en tanto lo que habíamos creído aprender
de Lacan es el primado del Otro de la palabra, tan necesario para el
reconocimiento del sentido, ese Otro que ratifica el sentido de lo dicho y del
deseo. Pues bien, aquí el deseo pasa a un segundo plano, ya que el deseo es el
deseo del Otro y, en el fondo, la verdad que se desprende del pase de Lacan es
ésta, la verdad que da la clave de la deflación del deseo allí producida es que el
deseo no ha sido nunca sino el deseo del Otro. Es por ahí que ese Otro, siempre
supuesto, siempre imaginado, viene a ser evacuado junto a la consistencia del
deseo.
Ocurre algo muy diferente a partir de esa pequeña oración Hay de lo Uno,
porque el cuerpo aparece entonces como el Otro del significante, en tanto
marcado por él, en tanto el significante produce acontecimiento allí. Y ese
acontecimiento, ese acontecimiento de cuerpo que es el goce, aparece, vale como
la verdadera causa de la realidad psíquica. Empleo esta expresión no sin haberme
preguntado desde cuándo tenemos una realidad psíquica. De remontarnos a los
tiempos considerados por Lacan, precisamente cuando le acuerda sentido a su
Hay de lo Uno -aquellos que corresponden a Pitágoras, Platón, Plotino-, no resulta
para nada evidente que ellos tuviesen por entonces una realidad psíquica. Para
los escolásticos no existía en absoluto, como tampoco la idea de sujeto. En el
fondo, es sólo con Descartes, hablando con propiedad, que empezaron a existir las
ideas acerca del sujeto, a partir del momento en que él extendió la causalidad
hasta pensar de manera conjunta el ser y la existencia como equivalentes
respecto de la causalidad.
Pues bien, es precisamente por eso que entiendo es necesario retomar esa
causalidad, para dar un sentido a la realidad psíquica. Algo que deja pendiente la
definición del deseo del analista. Cuando lo evocaba, el deseo del analista era
para Lacan el de llevar, el de guiar el ser como inconsciente -es decir, aquello
reprimido- a su manifestación completa y acabada. Lo reprimido, a entender aquí
como aquello que quiere ser, en su condición de ser virtual, solamente en estado
de posible, convocaba al deseo del analista como x para venir a existir. Desde esa
perspectiva, podemos decir que el lugar del analista respecto del paciente
quedaba marcado, precisamente, por el hecho de sostener el deseo del Otro como
pregunta para hacerlo advenir.
La posición del analista, cuando se confronta a ese Hay de lo Uno en el más
allá del pase, ya no está marcada por el deseo del analista, sino por otra función,
que nos queda por elaborar, tarea a la que nos consagraremos más tarde.
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