Un Trago Antes de La Guerra - Dennis Lehane PDF
Un Trago Antes de La Guerra - Dennis Lehane PDF
Un Trago Antes de La Guerra - Dennis Lehane PDF
www.lectulandia.com - Página 2
Dennis Lehane
ePUB v1.2
Indicosur 15.09.11
www.lectulandia.com - Página 3
Esta novela está dedicada a mis padres,
Michael y Ann Lehane, y a Lawrence Corcoran S. J.
www.lectulandia.com - Página 4
NOTA DEL AUTOR
La mayor parte de la acción de esta novela transcurre en Boston, pero me he
tomado ciertas libertades a la hora de retratar la ciudad y sus instituciones. Todo ello
de manera intencionada. El mundo que aquí aparece es ficticio, al igual que sus
hechos y personajes. Cualquier parecido con asuntos o personas reales, es pura
coincidencia.
www.lectulandia.com - Página 5
En mis primeros recuerdos aparece el fuego
Vi cómo ardían Watts, Detroit y Atlanta en el telediario de la noche, vi océanos de
manglares y frondas de palmeras fundidos por el napalm mientras Walter Cronkite
hablaba de desarme lateral y de una guerra que había perdido su lógica.
Mi padre, que era bombero, me despertaba a menudo de noche para que pudiera
ver las imágenes más recientes de los incendios que había combatido. Podía oler el
humo en él y el hollín, los pringosos aromas de la grasa y la gasolina, y la verdad es
que me resultaban de lo más agradables mientras me hallaba sentado en su regazo
sobre el viejo sillón de orejas. Se señalaba a sí mismo pasando ante la cámara, una
sombra fugaz iluminada de un rojo rabioso y un amarillo candente.
Los incendios crecieron conmigo, o eso me parecía, hasta que, no hace mucho,
ardió Los Angeles y el niño que aún habitaba en mi interior se preguntó qué
ocurriría a continuación, si las cenizas y el humo viajarían hacia el noreste para
instalarse en Boston y contaminar el aire.
Eso parecía que iba a suceder el pasado verano. El odio entró a raudales y lo
definimos de diferentes maneras —racismo, pedofilia, justicia, rectitud—, pero todas
esas palabras no eran más que los lazos y el papel de envolver de un regalo
envenenado que nadie quería abrir.
Murió gente el pasado verano. La mayoría, inocentes. Unos más culpables que
otros.
Y hubo gente que mató el pasado verano. Nadie era inocente. Lo sé. Yo era uno
de ellos. Me quedé contemplando el delgado cañón de una pistola, clavé la mirada
en unos ojos inyectados en miedo y odio, y vi mi propia imagen. Para hacerla
desaparecer, apreté el gatillo.
Escuché el eco de mis disparos, pude oler la cordita, y entre el humo seguí viendo
mi imagen reflejada, sabiendo que nunca se desvanecería.
www.lectulandia.com - Página 6
1
El bar del Ritz-Carlton tiene vistas a los Jardines Públicos y exige el uso de
corbata. Que conste que he podido contemplar varias veces, desde otros puntos de
vista no menos privilegiados, los Jardines Públicos sin corbata, y que nunca la he
echado de menos, pero igual los del Ritz saben algo que yo desconozco.
Mi manera habitual de vestir se limita a pantalones tejanos y camisas deportivas,
pero se trataba de un trabajo, con lo que el tiempo era suyo, no mío. Además, andaba
un tanto retrasado últimamente en cuestiones de lavandería, con lo que lo más
probable es que mis pantalones hubieran echado a andar solos hacia el metro antes de
que tuviera la menor oportunidad de ponérmelos. Así pues, saqué del armario un traje
cruzado de Armani —uno de varios que recibí de un cliente en lugar de dinero—,
encontré los zapatos apropiados, así como la camisa y la corbata, y en menos de lo
que se tarda en decir GQ ya había adquirido el aspecto adecuado para la comida.
Lo cierto es que me agradó mi reflejo en los cristales ahumados del bar mientras
cruzaba la calle Arlington. Había una ligereza en mi andar, un brillo en mis ojos y
una perfección en mi peinado que me llevaron a pensar que vivía en un mundo
estupendo.
Un portero joven, con unas mejillas tan suaves que parecía que se había saltado la
pubertad, me abrió la pesada puerta de metal y me dijo: «Bienvenido al Ritz-Carlton,
señor». Y parecía que lo decía en serio, pues su voz temblaba del orgullo que sentía
ante el hecho de que yo hubiera elegido su pintoresco hotelito. Extendió el brazo
haciendo una floritura, mostrándome el camino por si yo era incapaz de intuirlo por
mi cuenta, y antes de que pudiera darle las gracias la puerta se cerró a mi espalda y el
hombre se puso a parar el mejor taxi del mundo para alguna otra alma afortunada.
Mis zapatos sonaban con contundencia castrense sobre el suelo de mármol, y la
raya bien marcada de mis pantalones se reflejaba en los ceniceros de metal. Siempre
esperé ver a George Reeves, haciendo de Clark Kent, en la recepción del Ritz, o tal
vez a Bogey y Raymond Massey compartiendo un cigarrillo. El Ritz es uno de esos
hoteles que se empeña en mantener su opulencia y su solera: la moqueta es espesa, de
lo más oriental; los mostradores de recepción están hechos de roble lustroso; el salón
es como una agitada estación llena de gente poderosa que atesora sus planes para el
futuro en suaves maletines de cuero, así como de duquesas envueltas en abrigos de
piel que muestran un aire impaciente y el uso diario de los servicios de una manicura
y de una legión de sirvientes vestidos de azul marino que empujan carritos cargados
de equipaje a través de la frondosa moqueta haciendo el menor ruido posible con las
ruedas. Da igual lo que suceda en el exterior: si te quedas en el hall, puedes mirar a la
gente y creerte que en Londres continúa la guerra relámpago.
Sorteé al mozo instalado ante el bar y me abrí la puerta yo mismo. Si le molestó,
www.lectulandia.com - Página 7
no dio muestras de ello. Si estaba vivo, no se esforzó en demostrarlo. Me quedé
plantado en la mullida moqueta, mientras la pesada puerta se cerraba suavemente a
mi espalda, y les vi en una de las mesas de atrás, las que dan a los Jardines. Tres
hombres con las suficientes influencias políticas como para transportarnos con sus
tocomochos al siglo XXI.
El más joven de ellos, Jim Vurnan, se puso de pie y me sonrió al percatarse de mi
presencia. Jim es mi representante local, a eso se dedica. Atravesó la moqueta en tres
largas zancadas, con la mano tendida y su habitual sonrisa a lo Jack Kennedy. Se la
estreché.
—Hola, Jim —le dije.
—Patrick —repuso como si llevara todo el día esperando mi regreso desde un
campo de prisioneros de guerra—. Patrick —repitió—, me alegro de que hayas
podido venir.
Me dio una palmadita en el hombro y se me quedó mirando como si no nos
hubiésemos visto el día anterior.
—Tienes muy buen aspecto —sentenció.
—¿Me estás pidiendo que salga contigo?
Jim soltó una risotada ante este comentario, un tanto excesiva, la verdad. Luego
me condujo hasta la mesa.
—Patrick Kenzie —anunció—, el senador Sterling Mulkern y el senador Brian
Paulson.
Pronunció la palabra «senador» como algunos entonan el nombre de Hugh
Hefner. con una admiración que me resulta incomprensible.
Sterling Mulkern era un tipo robusto y congestionado, de esos que llevan su peso
como un arma, no como una condición física. Lucía una mata de pelo blanco en la
que se podía hacer aterrizar un DC-10 y te estrechaba la mano de una manera que
casi te la dejaba paralizada. Llevaba en su cargo de líder senatorial del estado desde
que acabó la guerra civil, más o menos, y no tenía la menor intención de jubilarse.
Me dijo:
—Pat, muchacho, qué alegría volverte a ver.
También exhibía un falso acento irlandés que había adquirido, no se sabe muy
bien cómo, mientras crecía en la zona sur de Boston.
Brian Paulson era de lo más delgado, tenía el cabello lacio y de un tono metálico
y daba la mano de manera asaz fofa y húmeda. Antes de sentarse esperó a que lo
hiciera Mulkern, y me pregunté si también le habría pedido permiso para dejarme la
mano sudada. Su forma de saludar se redujo a guiñar un ojo y asentir con la cabeza,
una manera muy propia de alguien cuya aparición de entre las sombras es sólo
momentánea. Pero decían que tenía una buena cabeza, conseguida durante todos sus
años como correveidile de Mulkern.
www.lectulandia.com - Página 8
Mulkern enarcó ligeramente las cejas y contempló a Paulson. Paulson alzó las
suyas y observó a Jim. Jim me obsequió con su propio arqueo de cejas. Esperé un
instante y les miré a todos aportando mis cejas levantadas.
—¿He sido admitido en el club? —pregunté.
Paulson pareció confuso. Jim sonrió. Levemente. Mulkern dijo:
—¿Cómo podríamos empezar?
Lancé un vistazo a la barra situada a mi espalda.
—¿Con un trago? —sugerí.
Mulkern soltó una carcajada, y Jim y Paulson se apuntaron al jolgorio.
Ahora sabía de dónde venía Jim. Por lo menos, tuvieron el detalle de no empezar
a darse palmadas en las rodillas.
—Por supuesto —dijo Mulkern—. Por supuesto.
Levantó el brazo y una chica jovencísima y guapísima, cuya chapa dorada la
identificaba como Rachel, se materializó a mi lado.
—¡Senador! ¿Qué puedo ofrecerle?
—Podrías traerle una copa a este muchacho. —La frase estaba a medio camino
entre la risa y el ladrido.
La sonrisa de Rachel se intensificó. Se inclinó ligeramente y se me quedó
mirando.
—Faltaría más —dijo—. ¿Qué le apetece, señor?
—Una cerveza. ¿Tienen de esas cosas aquí?
Se echó a reír. Los políticos también. Yo hice un esfuerzo para mantener la
seriedad. Hay que ver qué sitio tan alegre.
—Sí, señor —anunció la camarera—. Tenemos Heineken, Beck's, Molson, Sam
Adams, St. Pauli Girl, Corona, Lowenbrau, Dos Equis...
La interrumpí antes de que se nos hiciera de noche:
—Molson me va bien.
—Patrick —dijo Jim uniendo las manos e inclinándose hacia mí, pues parecía que
había llegado el momento de ponerse serio—. Tenemos un pequeño...
—Enigma —dijo Mulkern—. Un pequeño enigma en las manos. Y nos encantaría
resolverlo con discreción y olvidarnos de él.
Nadie abrió la boca durante unos segundos. Creo que todos estábamos de lo más
impresionados ante el uso de la palabra «enigma» en una conversación banal.
Fui el primero en sacudirme el asombro:
—¿Y en qué consiste exactamente ese enigma?
Mulkern se arrellanó en el asiento sin dejar de mirarme. Apareció Rachel y me
colocó delante un vaso helado, en el que escanció las dos terceras partes de la botella
de Molson. Los ojos negros de Mulkern no apartaban la vista de los míos. Rachel
dijo: «Que la disfrute». Y se fue.
www.lectulandia.com - Página 9
La mirada de Mulkern se mantenía impertérrita. Lo más probable es que hiciera
falta una explosión para que el hombre parpadease. Me dijo:
—Conocí a fondo a tu padre, chaval... Nunca me he cruzado con un hombre
mejor que él. Era todo un héroe.
—Él siempre hablaba con cariño de usted, senador.
Mulkern asintió, como si no esperara nada diferente.
—Es una pena que nos dejara tan pronto. —Se dio unos golpecitos en el pecho
con los nudillos—. Nunca te puedes fiar del corazón.
Mi padre había perdido una batalla de seis meses contra el cáncer de pulmón,
pero si Mulkern prefería creer que se había tratado de un infarto, ¿para qué llevarle la
contraria?
—Y ahora, míralo, aquí tenemos a su hijo —dijo—, que ya es casi un adulto.
—Casi —repuse—. El mes pasado hasta me afeité.
Jim puso cara de haberse tragado un sapo. Paulson dio un respingo.
Mulkern sonrió:
—De acuerdo, chaval, de acuerdo. Tienes razón —suspiró—. Pero te diré una
cosa, Pat, cuando se llega a mi edad todo el mundo te parece joven.
Asentí educadamente, sin saber adónde quería ir a parar.
Mulkern removió la bebida, sacó la cañita del vaso y la colocó suavemente sobre
una servilleta de papel.
—Por lo que hemos oído, cuando se trata de encontrar a alguien, nadie lo hace
mejor que tú. —Me señaló con una mano con la palma hacia arriba.
Yo asentí.
—Ya veo que no practicas la falsa modestia —dijo él.
Me encogí de hombros:
—Es mi trabajo. Más vale que lo haga bien.
Eché un trago de Molson, cuyo sabor agridulce se extendió por mi lengua. Me
entraron ganas de fumar, y no era la primera vez.
—Verás, chico, nuestro problema es el siguiente: vamos a debatir un asunto
bastante importante la semana que viene. Contamos con artillería pesada, pero para
recopilar la munición recurrimos a ciertos métodos y ciertos servicios que podrían
ser... mal interpretados.
—¿Como por ejemplo...?
Mulkern asintió y me sonrió como si le acabara de decir: «Qué grande eres».
—Mal interpretados —repitió.
Opté por seguirle la corriente:
—¿Y hay documentación o pruebas visibles de esos métodos y esos servicios?
—Es rápido el muchacho —les dijo a Jim y a Paulson—. Sí, señor, muy rápido.
—Se me quedó mirando—. Documentación —dijo—. De eso se trata exactamente,
www.lectulandia.com - Página 10
Pat.
Me pregunté si había llegado el momento de decirle lo mucho que detesto que me
llamen Pat. Tal vez debería empezar a llamarle Sterl, a ver si le daba lo mismo. Tomé
un sorbo de cerveza y le dije:
—Senador, yo encuentro personas, no cosas.
—Si puedo interrumpir —interrumpió Jim—, los documentos están en poder de
una persona que ha desaparecido recientemente. Se trata de...
—... una empleada supuestamente leal del Gobierno del Estado —dijo Mulkern.
El hombre había perfeccionado el truco de «la mano de hierro en guante de seda»
hasta elevarlo a la categoría de arte. No había nada en sus modales, en su
pronunciación o en el tono empleado que sugiriese un reproche, pero Jim ponía la
cara de alguien al que han pillado pateando al gato. Tomó un largo trago de whisky y
los cubitos de hielo golpearon ruidosamente el vaso. No creo que volviera a
interrumpir la conversación.
Mulkern miró a Paulson y éste echó mano a su maletín, de donde sacó un delgado
fajo de papeles que me entregó.
En la primera página había una fotografía con mucho grano. La ampliación de
una identificación del personal del gobierno del estado. En la foto se veía a una mujer
negra de mediana edad con los ojos cansados y una expresión de agotamiento en el
rostro. Tenía los labios levemente separados y torcidos, como si estuviera a punto de
manifestarle su impaciencia al fotógrafo. Pasé la página y me encontré con una
fotocopia de su carné de conducir en mitad de un folio en blanco. Se llamaba Jenna
Angeline. Tenía cuarenta y un años, pero aparentaba cincuenta. Su permiso de
conducir del estado de Massachusetts era de nivel tres, sin restricciones. Tenía los
ojos castaños y medía un metro sesenta y cinco. Vivía en el número 412 de la calle
Kenneth, en Dorchester. Su número de la seguridad social era el 042-51-6543.
Miré a los tres políticos y mis ojos acabaron clavados en el centro del grupo, en la
negra mirada de Mulkern.
—¿Y bien? —dije.
—Jenna era la señora de la limpieza de mi despacho. Y también del de Brian. —
Se encogió de hombros—. No lo hacía mal para tratarse de una morena.
Mulkern era de esa clase de tíos que usaban el término «morenos» cuando no
estaba seguro de que la gente con la que estaba encajaría bien lo de «negratas».
—Hasta que... —dije.
—Hasta que desapareció hace nueve días.
—¿Vacaciones sin avisar?
Mulkern me miró como si acabara de afirmar que los combates de boxeo nunca
están amañados.
—Cuando se tomó esas «vacaciones», Pat, se llevó esos documentos con ella.
www.lectulandia.com - Página 11
—Siempre apetece leer algo ligero en la playa, ¿no? —sugerí.
Paulson dio un manotazo en la mesa, delante de mí. Un buen golpe.
Vaya con Paulson.
—Esto no es una broma, Kenzie. ¿Lo entiende?
Contemplé su mano con ojos somnolientos.
Mulkern intervino:
—Brian...
Paulson retiró la mano para tentarse los vergajos en la espalda.
Yo me lo quedé mirando con los ojos aún somnolientos —ojos muertos, así los
define Angie— y me puse a hablar con Mulkern:
—¿Cómo sabe que ella se llevó los... documentos?
Paulson apartó su mirada de la mía y la volcó en su martini. Estaba sin estrenar y
así siguió. Igual esperaba que le dieran permiso para beber.
Dijo Mulkern:
—Lo comprobamos. Créeme. No hay ningún otro sospechoso lógico.
—¿Y por qué lo es ella?
—¿Qué?
—Que por qué es un sospechoso lógico.
Mulkern sonrió. Un poquito.
—Porque desapareció el mismo día que los documentos. ¿Quién sabe lo que le
pasa por la cabeza a esa gente?
—Ya... —dije.
—¿Nos la encontrarás, Pat?
Miré por la ventana. El portero estaba metiendo a alguien en un taxi a empujones.
En los Jardines, una pareja de mediana edad con la misma camiseta de Cheers no
paraba de hacerle fotos a la estatua de George Washington. Seguro que de regreso al
pueblo todo el mundo fliparía. En la acera, un vagabundo borracho intentaba
mantenerse de pie sin soltar la botella; con la otra mano, esperaba recaudar algo de
calderilla. No dejaban de pasar mujeres hermosas. A puñados.
—Soy caro —dije.
—Eso ya lo sé —repuso Mulkern—. Por eso no entiendo por qué sigues viviendo
en el viejo barrio.
Lo dijo como si pretendiera hacerme creer que su corazón también se había
quedado allí, como si para él la zona no fuera nada más que una ruta alternativa
cuando la autopista iba demasiado cargada.
Intenté concebir una respuesta. Algo relativo a las raíces, a saber de dónde eres,
pero acabé por decirle la verdad:
—Mi apartamento es de renta limitada.
Y eso pareció gustarle.
www.lectulandia.com - Página 12
2
El viejo barrio es la zona de Dorchester conocida como Edward Everett Square.
Está a algo menos de diez kilómetros del centro de Boston, una distancia que, si no
hay problemas, puede recorrerse en coche en cosa de media hora.
Mi despacho es el campanario de la iglesia de San Bartolomé. Nunca he
conseguido averiguar qué fue de la campana que solía estar allí, y las monjas que dan
clases en la escuela parroquial que tengo al lado no piensan decírmelo. Las más viejas
ni me contestan, y las más jóvenes parecen encontrar muy divertida mi curiosidad. En
cierta ocasión, la hermana Helen me dijo que la campana «había desaparecido por
milagro». Tal que así. La hermana Joyce, con la que crecimos juntos, dice que fue
«traspapelada», y lo afirma con una de esas sonrisas traviesas que, en teoría, les están
vedadas a las monjas. Soy un detective, pero las buenas hermanitas podrían enviar a
Sam Spade al manicomio.
Nada más conseguir mi licencia de investigador privado, el padre Drummond,
párroco de la iglesia, me preguntó si tendría algo en contra de aportar cierta seguridad
al recinto. Algunos paganazos se colaban a robar cálices y candelabros, cosa que
llevaba a pensar al padre Drummond, en sus propias palabras, que «Hay que acabar
con esta mierda». Me ofreció tres comidas diarias en la rectoría por mi primer caso,
así como el agradecimiento divino si me ponía al acecho en el campanario a la espera
del siguiente latrocinio. Yo le dije que no salía tan barato, y le pedí que me dejara
usar el campanario hasta que encontrara un despacho. Para ser un cura, aceptó con
bastante rapidez, cosa que dejó de sorprenderme cuando comprobé el estado de la
habitación, que llevaba sin usarse nueve años.
Angie y yo nos las arreglamos para meter dos escritorios ahí adentro. Y dos sillas.
Cuando nos dimos cuenta de que no había espacio para un archivador, me llevé a casa
todos los viejos informes. Nos hicimos con un ordenador, metimos en disquetes todo
lo que pudimos y apilamos algunos casos en marcha sobre las mesas. Eso casi
siempre consigue impresionar a los clientes y que no se fijen en el entorno. Casi
siempre.
Angie estaba sentada tras su escritorio cuando alcancé el último peldaño. Andaba
ocupada investigando la última columna de Ann Landers, así que entré
silenciosamente. Al principio no reparó en mí —así de absorbente debía de ser el
artículo—, con lo que aproveché la oportunidad para observarla en uno de sus raros
momentos de reposo.
Tenía los pies sobre la mesa, cubiertos por unas botas negras de cuero en las que
había introducido el bajo de los pantalones. Siguiendo sus largas piernas llegué hasta
una camiseta holgada de algodón blanco. El resto de ella estaba oculto por el
periódico, con la excepción de un poco de cabello espeso y negro, del color del
www.lectulandia.com - Página 13
alquitrán mojado, que resbalaba por sus brazos aceitunados. Bajo el diario había un
cuello delgado, que temblaba cada vez que ella hacía como que no se reía de alguno
de mis chistes, una mandíbula inflexible con una peca marrón casi microscópica en
un lado, una nariz aristocrática que no se correspondía en lo más mínimo con su
personalidad y unos ojos color caramelo derretido. Unos ojos en los que te
sumergirías sin pensarlo.
Pero no tuve la oportunidad de verlos. Dejó a un lado el diario y me contempló a
través de unas gafas de sol Wayfarer. Tuve la impresión de que no pensaba quitárselas
de inmediato.
—Hola, Patinazo —me dijo mientras pillaba un cigarrillo del paquete que tenía
encima de la mesa.
Angie es la única persona que me llama «Patinazo». Probablemente porque es
también la única persona que estaba conmigo la noche que pegué un patinazo con el
coche de mi padre y lo empotré contra una farola, trece años atrás.
—Hola, preciosa —le dije mientras me dejaba caer en mi silla. No creo ser el
único que la llama «preciosa», pero me he acostumbrado a hacerlo. Supongo que
porque lo es. Señalé de un cabezazo sus gafas de sol—. ¿Hubo juerga anoche?
Se encogió de hombros y miró por la ventana:
—Phil estuvo bebiendo.
Phil es el marido de Angie. Phil es un capullo.
Y no tengo nada más que añadir.
—Sí, bueno... —Levantó un extremo de la cortina y se dedicó a juguetear con él
—. ¿Qué piensas hacer, eh?
—Lo que ya he hecho anteriormente —dije—. Me encantará.
Angie inclinó la cabeza y las gafas se deslizaron hasta el puente de la nariz,
dejando al descubierto un moretón que iba del rabillo del ojo izquierdo a la sien.
—Y cuando acabes —me dijo—, él volverá a casa y conseguirá que esto parezca
un chupetón amoroso.
Volvió a colocarse las gafas sobre los ojos.
—Dime que me equivoco.
Su voz era intensa, pero dura como la luz de invierno. Odio esa voz.
—Haz lo que quieras —le dije.
—Eso haré.
Angie y Phil crecieron juntos. Angie y yo: los mejores amigos. Angie y Phil: los
mejores amantes. A veces las cosas van así. Según mi experiencia, no muy a menudo,
gracias a Dios, pero a veces sí. Hace unos años, Angie vino al despacho con las gafas
de sol y un par de bolas de billar negras donde solía tener los ojos. También mostraba
una bonita colección de morados en los brazos y en el cuello, así como un buen
chichón en la coronilla. Supongo que la expresión de mi rostro desveló mis
www.lectulandia.com - Página 14
intenciones, pues lo primero que me dijo fue: «Patrick, sé diplomático». Y no es que
fuera la primera vez, qué va. Pero era la peor, así que cuando encontré a Phil en el
Jimmy's Pub de Upham Corner nos tomamos unas copas con mucha diplomacia,
echamos una o dos diplomáticas partidas de billar y poco después saqué el tema. Su
respuesta fue algo así como: «¿Y por qué no te ocupas de tus putos asuntos,
Patrick?». Lo cual me llevó a zurrarle diplomáticamente la badana con un palo de
billar y dejarlo a un paso de la muerte.
Durante los días siguientes, me sentí bastante orgulloso de mí mismo. Puede ser,
aunque no lo recuerdo, que tuviese algunas fantasías en las que Angie y yo
compartíamos cierta felicidad doméstica. Luego, Phil salió del hospital y Angie
estuvo una semana sin aparecer por el trabajo. Cuando por fin apareció, se movía con
dificultad y se quejaba cada vez que tenía que sentarse o levantarse. La cara ni se la
tocó, pero el cuerpo se lo amorató por completo.
Angie no me dirigió la palabra en dos semanas. Y dos semanas es mucho tiempo.
Me puse a observarla mientras ella miraba por la ventana. Una vez más, me
pregunté por qué una mujer así —una mujer que no se dejaba pisar por nadie, una
mujer que le clavó dos balazos a un desgraciado llamado Bobby Royce cuando se
resistió a nuestros esfuerzos por echarlo en brazos del tipo que le había pagado la
fianza— permitía que su marido la tratara como a un saco de boxeador. Bobby Royce
nunca se levantó del suelo, y a veces me preguntaba cuándo le sucedería lo mismo a
Phil. Pero hasta ahora no había pasado nada.
Y podía oír la respuesta a mi pregunta en el tono suave y cansado que adoptaba
cuando hablaba de él. Le quería, así de fácil. Una parte de él, que yo ya no veía por
ningún lado, debía de manifestarse en la intimidad: cierta bondad de la que el tipo
aún debe de disponer y que debe de brillar como los ojos de Angie. De eso ha de
tratarse, porque no hay nada más en su relación que tenga la menor lógica, ni para mí
ni para nadie que la conozca.
Abrió la ventana y lanzó el cigarrillo al exterior. Una chica de ciudad hasta la
médula. Me quedé esperando los gritos de un estudiante veraniego, o que apareciera
berreando alguna monja con la ira de Dios en los ojos y una colilla encendida en la
mano, pero no ocurrió ni una cosa ni otra. Angie le dio la espalda a la ventana y la
fresca brisa del verano atravesó la habitación en una mezcla de olores: gasolina,
libertad y esos pétalos de lila que alfombraban el patio de la escuela.
—O sea —dijo arrellanándose en el asiento—, que volvemos a tener trabajo, ¿no?
—Pues sí: volvemos a tener trabajo.
—Estupendo —dijo—. Por cierto, bonito traje.
—Te da ganas de echarte en mis brazos de inmediato, ¿verdad?
Meneó la cabeza muy lentamente:
—Hum... No.
www.lectulandia.com - Página 15
—No sabes dónde he estado. ¿Es eso?
Volvió a negar con la cabeza:
—Sé exactamente dónde has estado, Patinazo, y ahí está el problema.
—Zorra —le dije.
—Pendón —repuso ella sacándome la lengua—. ¿De qué va el caso?
Saqué del bolsillo interior de la chaqueta la información sobre Jenna Angeline y
la dejé sobre su escritorio:
—Una búsqueda de lo más sencillita.
Angie hojeó el material.
—¿A quién puede importarle la desaparición de una señora de la limpieza de
mediana edad?
—Parece que con ella desaparecieron también ciertos documentos. Papeles del
gobierno del estado.
—¿Pertenecientes a...?
Me encogí de hombros.
—Ya conoces a los políticos. Todo es un secreto de alcance nuclear hasta que
alguien tira de la manta.
—¿Cómo saben que fue ella quien se llevó los documentos?
—Mira la foto.
—Ah, claro —dijo Angie asintiendo con la cabeza—, es negra.
—Para mucha gente, eso es prueba suficiente.
—¿También para el liberal de guardia en el senado?
—El liberal de guardia en el senado vuelve a ser un racista del sur en cuanto deja
su lugar de trabajo.
Le expliqué la reunión. Le hablé de Mulkern y su perro faldero, Paulson, y de las
empleadas del Ritz con sus sonrisas robóticas.
—Y el delegado James Vurnan... ¿qué tal se porta en compañía de semejantes
Amos del Estado?
—¿Has visto alguna vez esos dibujos animados con el perro grandote y el
chiquitín, cuando el pequeño va dando saltos junto al grande y le pregunta: «¿Adónde
vamos, Machote? ¿Adónde vamos, Machote?»
—Sí.
—Pues igualito.
Se puso a chupar un lápiz y luego lo usó para darse golpecitos en los dientes.
—Me has dado una versión superficial. ¿Qué pasó en realidad?
—Eso es todo, más o menos.
—¿Te fías de ellos?
—Ni hablar.
—¿Crees que hay más cosas de las que se ven, detective?
www.lectulandia.com - Página 16
Me encogí de hombros.
—Son gente elegida en votación. El día en que digan toda la verdad será el
mismo en que las putas trabajen gratis.
Sonrió:
—Como de costumbre, tus analogías son formidables. Cómo se nota que has
tenido una buena educación. —Su sonrisa se ensanchó mientras me contemplaba y el
lápiz seguía tamborileando sobre un diente ligeramente astillado—. Venga, ¿cuál es el
resto de la historia?
Aflojé la corbata lo justo para sacármela por la cabeza.
—Me has pillado —le dije.
—Menudo detective —concluyó ella.
www.lectulandia.com - Página 17
3
Al igual que yo, Jenna Angeline había nacido y crecido en Dorchester. Un
visitante ocasional de la ciudad podría pensar que eso constituía un bonito punto en
común entre Jenna y yo, un lazo —por mínimo que fuese— construido por el lugar
de origen: dos personas que iniciaron sus respectivas carreras de obstáculos en
marcas idénticas. Pero ese visitante ocasional se equivocaría. El Dorchester de Jenna
Angeline y el mío tienen tanto en común como la Georgia norteamericana y la rusa.
El Dorchester en que yo crecí era un barrio de clase trabajadora tradicional cuyos
vecindarios, por regla general, se habían ido construyendo en torno de las iglesias
católicas más cercanas. Los hombres eran carpinteros, maestros de obra, agentes de la
condicional, operarios de la telefónica o, en el caso de mi padre, bomberos. Las
mujeres eran amas de casa que trabajaban a tiempo parcial y que, a veces, hasta
tenían algún título universitario menor. Todos éramos irlandeses, polacos o algo
parecido. Todos éramos blancos. Y cuando tuvo lugar, en 1974, el final de la
segregación escolar, la mayoría de los hombres hacía horas extras, la mayoría de las
mujeres trabajaba a jornada completa y la mayoría de los niños acudía a institutos
católicos privados.
Ese Dorchester ha cambiado, claro está. El divorcio —algo de lo que apenas se
oía hablar en la generación de mi padre— es de lo más normal en la mía, y conozco a
muchos menos vecinos que antes. Pero aún tenemos acceso a trabajos sindicados y
solemos conocer a algún político local dispuesto a echarnos una mano. Hasta cierto
punto, tenemos contactos.
El Dorchester de Jenna Angeline es pobre. Los vecindarios, por regla general,
están delineados por los parques públicos y los centros comunitarios más cercanos.
Los hombres son estibadores y auxiliares de hospital, a veces empleados de correos, y
puede que haya algún que otro bombero. Las mujeres son sirvientas, cajeras de
supermercado, asistentas por horas, dependientas. También hay enfermeras, y polis, y
funcionarios, pero lo más probable es que quienes hayan alcanzado ese estatus ya no
vivan en Dorchester y se hayan trasladado a Dedham, a Framingham o a Brockton.
En mi Dorchester, te quedas por el peso de la comunidad y de la tradición, porque
te has construido una existencia confortable, aunque pobre, en la que casi nunca
cambia nada. Es una aldea.
En el Dorchester de Jenna Angeline, te quedas porque no hay más remedio.
Donde más difícil resulta intentar explicar las diferencias entre esos dos
Dorchester —el blanco y el negro— es en el Dorchester blanco. Eso resulta
especialmente cierto en mi barrio, porque somos uno de los vecindarios con más
solera. En el momento que atraviesas Edward Everett Square en dirección sur, este u
oeste, ya estás en el Dorchester negro. Y la gente de por aquí tiene muchos problemas
www.lectulandia.com - Página 18
para aceptar que las diferencias entre blancos y negros puedan ir más allá del color de
la piel. Un tipo con el que crecí me ofreció un día su teoría al respecto. «Mira,
Patrick», me dijo, «ya estoy harto de tanta chorrada. Yo crecí en Dorchester. Sin un
céntimo. Nadie me regaló nada. Mi padre se largó cuando yo era pequeño, igual que
les pasa a todos esos negratas del Bury. Nadie me suplicó que aprendiera a leer, que
consiguiera un empleo o que fuera alguien. Nadie me aplicó la discriminación
positiva para sacarme del hoyo, eso te lo aseguro. Pero a mí no me dio por hacerme
con un Uzi, unirme a una banda y empezar a dispararle a la gente desde el coche. Así
que ahórrame toda esa mierda: no tienen excusa alguna».
La gente del Dorchester blanco siempre se refiere al Dorchester negro como «el
Bury». Diminutivo de Roxbury, el área de Boston que empieza donde termina el
Dorchester negro y que es donde los chavales de color aparecen muertos dentro de
camiones de carne, a veces a una media de ocho cada fin de semana. El Dorchester
negro también sacrifica a sus jóvenes de manera habitual, con lo que los habitantes
del Dorchester blanco lo incluyen en el Bury. Simplemente, alguien se olvidó de
renovar los mapas.
Mi amigo llevaba razón, por simplista que fuese, y la verdad me aterra. Cuando
atravieso en coche mi vecindario, veo pobres, pero no pobreza.
Al entrar en el barrio de Jenna, vi un montón de pobreza. Vi un vecindario que era
como una cicatriz grande y fea llena de tiendas cubiertas de listones de madera.
Reparé en una que aún no había sido tapiada, pero que estaba igual de cerrada. El
escaparate, hecho añicos; las paredes, a modo de siniestro acné, cubiertas de balazos.
El interior se veía arrasado, hecho polvo, y el letrero que en tiempos anunció una
charcutería vietnamita estaba destrozado. Puede que los negocios de alimentación del
barrio ya no fuesen lo que eran, pero resultaba evidente que el del crack iba viento en
popa.
Giré por la avenida Blue Hill y enfilé una colina que no parecía haber sido
pavimentada desde los tiempos de Kennedy. El sol, de un color rojo sangre, se estaba
poniendo tras un abandonado jardín lleno de maleza que había en lo alto de la colina.
Una pandilla de lacónicos chavales negros cruzó la calle delante de mí, sin darse prisa
alguna, observando mi coche. Eran cuatro y uno de ellos llevaba un palo de escoba en
la mano. Se giró para verme y golpeó el asfalto con el palo de manera contundente.
Uno de sus colegas, que jugaba con una pelota de tenis, se echó a reír y apuntó hacia
mi parabrisas con un dedo acusador. Alcanzaron la acera y se perdieron por un
callejón asqueroso entre dos edificios de tres pisos. Yo seguí colina arriba, tras
obedecer un impulso primario que me obligaba a comprobar que seguía llevando la
pistola en la sobaquera.
Como diría Angie, mi revólver no es «para tomárselo en broma». Se trata de un
mágnum 44 automático —un «automag», como lo llaman alegremente en revistas
www.lectulandia.com - Página 19
como Soldier of fortune— y no lo compré por padecer envidia de pene, por admirar a
Clint Eastwood o porque quisiese poseer la puta pistola más grande que hubiera. Lo
compré por un motivo muy simple: tengo una puntería infame. Necesito saber que si
alguna vez tengo que usarlo, voy a darle a quien sea lo suficientemente fuerte como
para que no se vuelva a levantar. Hay gente a la que si le das en un brazo con un 32 se
cabrea; pero si les aciertas en el mismo sitio con el automag, claman por la presencia
de un cura.
Lo he disparado dos veces. La primera, cuando un sociópata descerebrado del
tamaño de Rhode Island intentó que le demostrara cuán duro era. Había salido de su
coche, lo tenía a dos metros de distancia y avanzaba a gran velocidad, así que le
pegué un tiro al motor de su vehículo. Se quedó mirando el Córdoba como si acabara
de cargarme a su perro, y un poco más y se echa a llorar. Pero el vapor que salía del
metal atravesado le convenció de que ciertas cosas eran más poderosas que él y yo
juntos.
La segunda vez fue con Bobby Royce. En esos momentos, estaba estrangulando a
Angie y yo le pegué un tiro en la pierna. Os diré algo sobre Bobby Royce: el tipo se
levantó del suelo. Alzó su arma en mi dirección y así se mantuvo incluso después de
que Angie le asestara dos balazos y su cuerpo sin vida se empotrara contra una boca
de incendios. Bobby Royce recorrió el camino hacia el rigor mortis apuntándome con
su pistola, y la verdad es que sus ojos muertos no eran muy diferentes de cuando el
hombre respiraba con normalidad.
Aparqué delante de la última dirección conocida de Jenna. Ese día llevaba una
chaqueta de lino de color gris perla bastante holgada y de una talla mayor, para poder
ocultar mejor el arma. Pero al grupo de adolescentes sentados sobre los coches
aparcados ante la casa de Jenna no había quien se la diera con queso. Mientras
cruzaba la calle en su dirección, uno de ellos dijo:
—¡Eh, madero! ¿Te has venido sin refuerzos?
La chica que estaba a su lado soltó una risita:
—Los lleva debajo de la chaqueta, Jerome.
Eran nueve en total. La mitad de ellos estaban sentados sobre el maletero de un
Chevy Malibu hecho caldo que lucía en una de las ruedas de delante un bonito cepo
de color amarillo, señal inequívoca de que su propietario no había tenido a bien pagar
sus multas de tráfico. Los demás estaban sentados sobre el motor del coche situado
detrás del Malibu, un Granada de color verde bilis. Dos chicos se deslizaron de los
coches y echaron a andar rápidamente calle arriba, con la cabeza baja y frotándose la
frente con las manos.
Me detuve junto a los coches.
—¿Está Jenna por aquí?
Jerome se echó a reír. Era delgado y musculoso, pero flotaba en una ropa que le
www.lectulandia.com - Página 20
venía grande: camiseta imperio de color púrpura, pantalones cortos blancos y unas
Air Jordans negras. Repuso:
—¿Está Jenna por aquí?
Usó un agudo falsete.
—Como si él y Jenna fueran viejos amigos.
Los demás se echaron a reír.
—No, tío, Jenna no volverá en todo el día. —Se me quedó mirando y se acarició
la barbilla—. Pero yo soy como su contestador automático, ¿sabes? ¿Por qué no me
dejas el mensaje?
Todos se troncharon con lo del «contestador automático».
A mí también me hizo gracia, pero se suponía que debía actuar con autoridad. Así
que le dije:
—O sea, ¿que le tengo que decir a mi agente que llame a su agente?
Jerome se me quedó mirando, pasmado.
—Pues sí, tío, algo así. Lo que tú digas.
Más risas. Muchas más.
Ése soy yo, Patrick Kenzie, el amigo de los jóvenes. Empecé a deslizarme entre
los dos coches, cosa realmente difícil cuando nadie se aparta, pero lo acabé
consiguiendo.
—Gracias por tu ayuda, Jerome.
—Faltaría más, tío, yo es que soy así de guay.
Enfilé los escalones de entrada al edificio de Jenna.
—Le hablaré bien de ti cuando la vea.
—Y yo también, blanquito —repuso Jerome mientras yo abría la puerta de la
calle.
Jenna vivía en el tercer piso. Recorrí los peldaños oliendo los aromas familiares
de todos los edificios de tres pisos del extrarradio: madera astillada y achicharrada
por el sol, pintura vieja, caca de gato, madera y linóleo que habían absorbido décadas
de nieve fundida, porquería de botas mojadas, cervezas y refrescos derramados y
cenizas de un millar de cigarrillos. Tuve la precaución de no tocar la barandilla: tenía
todo el aspecto de ir a desprenderse en cualquier momento.
Llegué al pasillo superior y me planté ante la puerta de Jenna, o lo que quedaba
de ella. Algo había hecho explotar la puerta por la cerradura, que estaba tirada en el
suelo entre una pila de astillas. Un rápido vistazo al corredor que tenía ante mí reveló
una delgada extensión de linóleo verde oscuro tapizada de patas de silla, cajones
rotos, ropa desgarrada, relleno de almohada y trocitos de transistor.
Saqué la pistola y me introduje en el apartamento, comprobando cada puerta con
la vista y el arma a la vez. La casa mostraba esa extraña quietud que sólo se produce
cuando en su interior no queda nada vivo, pero esa quietud ya me había gastado
www.lectulandia.com - Página 21
malas pasadas, como demuestra mi mandíbula recolocada.
Necesité diez minutos de laborioso y tenso registro para llegar a la conclusión de
que, efectivamente, el lugar estaba vacío. Para entonces, estaba cubierto de sudor, me
dolía la espalda y tenía los músculos de las manos y de los brazos más tiesos que la
mojama.
Bajé el arma y empecé a recorrer el apartamento con más tranquilidad, volviendo
a revisar las habitaciones y observándolo todo con mayor detalle. No hubo nada que
saliera de debajo de la cama y se pusiera a bailar bajo un letrero de neón con la
palabra ¡¡¡PISTA!!! Tampoco acaeció tal prodigio en el cuarto de baño. La cocina y
el salón se mostraron igual de renuentes. Todo lo que sabía era que alguien había
estado buscando algo y que la delicadeza no había sido una de sus prioridades. Todo
lo que podía romperse estaba roto, y todo lo que podía rasgarse había sido rasgado.
Salí al pasillo y oí un sonido a la derecha. Pegué un respingo y acabé apuntando
con la pistola a Jerome.
—¡Eh, eh, eh, eh! ¡No me dispares, coño!
—Joder —dije mientras sentía una capa de alivio extenderse sobre mi adrenalina
desatada.
—¡Hostia, tío! —Jerome adoptó un aire digno y, por motivos que se me escapan,
se puso a arreglarse la camiseta y los pantalones cortos—. ¿Para qué cojones llevas
ese chisme? Hace cantidad de tiempo que no veo ningún elefante por aquí.
Me encogí de hombros:
—¿Y tú qué coño haces aquí?
—Oye, desteñido, que yo vivo en este barrio, ¿vale? Me parece que eres tú el que
necesita una excusa. Y aparta esa mierda, joder.
Devolví el arma a su funda.
—A ver, Jerome, ¿qué ha pasado aquí?
—Ni idea —dijo él mientras entraba en el apartamento y echaba un vistazo al
desastre como si ya hubiera visto algo igual otras cien veces—. La vieja Jenna no ha
sido vista en cosa de una semana. Y esto lo hicieron durante el fin de semana. —
Adivinó mi siguiente pregunta—. Y no, tío, nadie ha visto nada.
—Eso no me sorprende —le dije.
—Sí, claro, como si los de tu barrio se pasaran la vida dando información a la
policía...
Le sonreí.
—Tampoco se matan.
—Ya —volvió a contemplar el desaguisado—. Esto debe de tener algo que ver
con Roland. Seguro.
—¿Quién es Roland?
La pregunta le hizo gracia. Se me quedó mirando.
www.lectulandia.com - Página 22
—Sí, claro...
—No, de verdad, ¿quién es Roland?
Se dio la vuelta y echó a andar:
—Vete a casa, desteñido.
Le seguí escaleras abajo.
—Jerome, ¿quién es Roland?
Se puso a negar con la cabeza y no dejó de hacerlo hasta llegar a la planta baja.
Cuando se plantó en el porche, donde sus amigos ocupaban los peldaños de entrada,
me señaló con el pulgar sin mirarme cuando yo salía al exterior.
—Pregunta que quién es Roland.
Sus amigos se echaron a reír. Probablemente, me consideraban el blanco más
gracioso que habían visto en días.
Bajando la escalerita, dije:
—Quiero saber quién es Roland.
Uno de los más grandullones me clavó el índice en el hombro:
—Roland es tu peor pesadilla, joder.
La chica añadió:
—Peor que tu mujer.
Todos rieron al unísono y yo eché a andar, colándome entre el Malibu azul y el
Granada verde.
—Mantente alejado de Roland —dijo Jerome—. Lo que sirve para matar
elefantes no funciona con Roland. Porque no es humano.
Me detuve, me di la vuelta y, con la mano apoyada en el Malibu, repuse:
—¿Y entonces qué es?
Jerome se encogió de hombros y cruzó los brazos a la altura del pecho:
—Es malo a secas. Lo peor que te puedas imaginar.
www.lectulandia.com - Página 23
4
Poco después de regresar a la oficina, encargué comida china para dos y Angie y
yo recapitulamos la jornada.
Ella se había dedicado al papeleo mientras yo realizaba el trabajo de campo. Le
expliqué lo que había descubierto, añadí los nombres «Jerome» y «Roland» a la
primera página del informe y metí ésta en el ordenador. También escribí «Asalto» y
«¿Motivo?», subrayando la segunda palabra.
Llegó la comida china y nos pusimos a trabajar mientras se nos colapsaban las
arterias y el corazón se veía obligado a currar el doble. Angie me explicó los
resultados del papeleo entre bocados de arroz con cerdo frito y chow mein. El día
siguiente a la desaparición de Jenna, Jim Vurnan se había dejado ver por los
restaurantes y las tiendas de la zona de la calle Beacon y del Gobierno del Estado
para ver si la mujer había andado por ahí recientemente. No dio con ella, pero en un
deli de Somerset se hizo con la copia de uno de sus recibos de la tarjeta de crédito,
que le fue facilitada por el dueño del establecimiento. Jenna había pagado con Visa
un bocadillo de jamón con pan de centeno y una coca-cola. Angie consiguió el recibo
y, utilizando un sistema de probada eficacia —«Hola, soy (aquí va el nombre del
titular del documento) y me temo que he perdido la tarjeta de crédito»—, descubrió
que Jenna sólo tenía una Visa, que su historial bancario era discutible (había tenido
problemas de pago en 1981) y que había usado su tarjeta por última vez el 19 de
junio, primer día de ausencia del trabajo, en la sucursal del Banco de Boston situada
en la esquina de Clarence y St. James, para sacar doscientos dólares en dinero
adelantado. Acto seguido, Angie llamó al Banco de Boston asegurando ser una
empleada de American Express: la señora Angeline había solicitado una tarjeta de
crédito, así que, ¿serían tan amables de verificar su cuenta?
¿Qué cuenta?
Obtuvo la misma respuesta en cuanta entidad consultó. Jenna Angeline carecía de
cuenta bancaria. Cosa que a mí, personalmente, me parece muy bien, pero la verdad
es que dificulta considerablemente dar con el paradero de alguien.
Empecé a preguntarle a Angie si se había dejado algún banco por consultar, pero
ella levantó el brazo y consiguió farfullar «Aún no he acabado» entre sus últimos
mordiscos a una costilla. Se secó la boca con una servilleta de papel y tragó. Luego le
dio un sorbo a su cerveza y dijo:
—¿Te acuerdas de Billy Hawkins?
—Por supuesto.
Billy estaría en el trullo si no llegamos a encontrarle una coartada.
—Bueno, pues Billy ahora trabaja para Western Union, en uno de esos sitios de
cobro rápido de cheques. —Se echó hacia atrás, satisfecha.
www.lectulandia.com - Página 24
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué? —Se lo estaba pasando de miedo.
Me hice con una grasienta costilla e hice como que se la iba a tirar a la cara. Se la
cubrió con las manos.
—Vale, vale, Billy va a hacer algunas comprobaciones para nosotros, va a ver si
ella utilizó alguna de sus oficinas. No puede haber sobrevivido desde el día
diecinueve con doscientos dólares. Por lo menos, no en esta ciudad.
—¿Y cuándo piensa Billy decirnos algo?
—Hoy no podía hacer nada. Me dijo que el jefe sospecharía si se quedaba
rondando por ahí después de su turno, y su turno acababa cinco minutos después de
mi llamada. Tendrá que hacerlo mañana, pero dijo que nos llamaría a eso de
mediodía.
Asentí. Detrás de Angie, el cielo oscuro se veía rasgado por cuatro líneas
escarlatas, y la suave brisa le lanzaba a las mejillas los mechones de pelo colocados
tras las orejas. En la radio, Van Morrison le cantaba al «amor loco». Ahí estábamos,
en la abigarrada oficina, mirándonos el uno al otro mientras hacíamos la pesada
digestión de la comida china, mezclada con la humedad de la jornada y la satisfacción
de conocer el origen de nuestro próximo cheque. Angie sonrió, ligeramente
avergonzada, pero no apartó la vista y se puso a darse golpecitos de nuevo en el
diente mellado.
Dejé pasar unos buenos cinco minutos de placidez y luego le dije:
—Vente conmigo a casa.
Negó con la cabeza, sin dejar de sonreír, e hizo girar la silla levemente.
—Venga, mujer, veremos la tele un poquito, hablaremos de los viejos tiempos...
—Me querrás llevar a la cama. Lo veo venir.
—Sólo para dormir. Nos tumbaremos y... charlaremos.
Se echó a reír.
—Seguro que sí. ¿Y qué me dices de todas esas jovencitas adorables que suelen
llamarte por teléfono sin parar o acampar a la puerta de tu casa?
—¿A quién te refieres? —pregunté inocentemente.
—¿A quién? —repuso Angie—. Pues a Donna, a Beth, a Nelly, a Lauren, a la
culona...
—Perdona, ¿quién es «la culona»?
—Ya sabes de quién hablo. La italiana. La que dice cosas como —subió dos
octavas el tono de voz—: «Ooooh, Patrick, ¿por qué no nos damos un baño de
burbujas? ¡Venga!». A ésa me refiero.
—Gina.
Angie asintió con la cabeza.
—Gina. Exactamente.
www.lectulandia.com - Página 25
—Renunciaría a todas ellas por una noche con...
—Ya lo sé, Patrick. Y espero que no pienses que eso es algo de lo que estar
orgulloso.
—Va, mamá, porfa...
Sonrió.
—Patrick, el motivo principal por el que crees estar enamorado de mí es que
nunca me has visto desnuda...
—En...
—... en trece años —dijo apresuradamente—, y ambos estuvimos de acuerdo en
que ya estaba todo olvidado. Además, para ti trece años son una eternidad en lo que a
mujeres se refiere.
—Lo dices como si fuera algo malo.
Puso cara de irónico estupor.
—Bueno —dijo—, ¿qué nos toca mañana?
Me encogí de hombros y le eché un trago a la lata de cerveza. Era evidente que ya
había llegado el verano: sabía a té. Van ya no cantaba al «amor loco» y se internaba
«en el misticismo». Dije:
—Habrá que esperar la llamada de Bill o llamarle nosotros si no ha dicho nada
para el mediodía.
—Casi parece un plan. —Se acabó la cerveza y le lanzó una mirada de decepción
a la lata—. ¿Queda alguna fría?
Recurrí a la papelera, que ejercía temporalmente de nevera, y le pasé otra lata de
cerveza. La abrió y tomó un sorbo.
—¿Qué haremos cuando encontremos a la señora Angeline? —me preguntó.
—Ni idea. Habrá que improvisar.
—En eso eres todo un profesional.
Asentí.
—Por eso me dejan llevar un arma.
Ella lo vio antes que yo. Su sombra se extendió por el suelo, oscureciendo la
mejilla derecha de Angie. Phil. El Capullo.
No le había visto desde que le envié al hospital hace tres años. La verdad es que
ahora tenía mejor aspecto —ya no estaba tirado en el suelo, tentándose las costillas y
escupiendo sangre sobre el aserrín—, pero seguía pareciendo un capullo. Junto al ojo
izquierdo lucía una cicatriz del carajo, por cortesía de aquel taco de billar tan
diplomático. No podría asegurarlo, pero creo que me hizo mucha ilusión verla.
El tipo ni me miraba. Se concentraba en Angie.
—Llevo diez minutos ahí abajo dándole a la bocina, cariño. ¿No me has oído?
—Había mucho ruido afuera y... —Señaló el aparato de música, pero Phil no
desvió la mirada porque eso representaría tener que verme a mí.
www.lectulandia.com - Página 26
—¿Lista para salir? —preguntó.
Angie asintió y se puso de pie. Se acabó la cerveza de un largo trago. Cosa que no
pareció agradar a Phil. Aún le gustó menos que ella me lanzara la lata para que yo la
tirara a la papelera.
—Dos tantos —dijo Angie rodeando el escritorio—. Te veo mañana, Patinazo.
—Hasta mañana —repuse mientras ella le daba la mano a Phil y avanzaba hacia
la puerta.
Justo antes de llegar al umbral, Phil se dio la vuelta, sin soltar la mano de su
mujer, y se me quedó mirando. Sonrió.
Yo le soplé un beso.
Les escuché bajar por la estrecha y sinuosa escalera. Van había dejado de cantar y
el silencio resultaba triste y opresivo. Me senté en la silla de Angie y les vi en el
exterior. Phil estaba subiendo al coche, Angie estaba junto a la puerta del pasajero,
sosteniendo la manija. Tenía la cabeza baja y me dio la impresión de que estaba
haciendo un esfuerzo para no mirar hacia la ventana del despacho. Phil le abrió la
puerta del coche desde dentro, ella subió al vehículo y ambos desaparecieron entre el
tráfico.
Contemplé mi trasto de música y las casetes esparcidas a su alrededor. Consideré
la posibilidad de sustituir a Van por los Dire Straits. O tal vez por los Stones. No.
Puede que Jane's Addiction. ¿Springsteen? Mejor algo totalmente distinto. Ladysmith
Black Mambazo o los Chieftains. Les di una oportunidad a todos. Pensé en quién me
pondría de mejor humor. También pensé en agarrar el aparato y arrojarlo sobre el
punto exacto en que Phil se había dado la vuelta sin soltar la mano de Angie para
sonreírme.
Pero no lo hice. Se me pasaría.
Todo pasa. Tarde o temprano.
www.lectulandia.com - Página 27
5
Abandoné la iglesia unos minutos después. Nada me retenía allí. Atravesé el patio
vacío dándole patadas a una lata. Crucé el hueco abierto en la verja de alambre que
rodeaba el patio y atravesé la avenida en dirección a mi apartamento. Vivo justo
enfrente de la iglesia, en un edificio azul y blanco de tres pisos que, curiosamente,
había conseguido esquivar la dosis de aluminio que distinguía a casi todos sus
vecinos. Mi casero es un viejo granjero húngaro cuyo apellido no aprendería a
pronunciar ni que lo estudiara durante un año. Se pasa el día dando vueltas por el
patio y puede que me haya dicho un máximo de doscientas cincuenta palabras en los
cinco años que llevo viviendo aquí. Por lo general, siempre son las mismas y se
reducen a cinco: «¿Cuándo piensa pagarme el alquiler?». El tipo es un cabronazo de
lo más desagradable.
Entré en mi apartamento del segundo piso y arrojé las facturas que me esperaban
sobre la mesita de centro, para que hicieran compañía a las precedentes. No había
ninguna mujer acampando ante mi puerta, ni dentro ni fuera, pero tenía siete
mensajes en el contestador automático.
Tres eran de Gina, la del baño de burbujas. Cada uno de sus mensajes venía
envuelto en los gruñidos y suspiros procedentes del gimnasio en el que trabajaba. No
hay nada como un poco de sudor veraniego para poner en marcha los mecanismos de
la pasión.
Uno de los mensajes era de mi hermana, Erin, desde Seattle.
«¿Te mantienes alejado del peligro, chiquitín?» Mi hermana. Cuando tenga la
cara como una pasa y la dentadura metida en un vaso de agua, ella seguirá
llamándome «chiquitín». Otro correspondía a Bubba Rogowski, quien me proponía
tomar una cerveza y jugar un poco al billar. Bubba parecía estar borracho, lo cual
significaba que alguien iba a pringar esa misma noche. Opté por declinar su
invitación, cosa que hago a menudo. Alguien, creo que se trataba de Lauren, llamaba
prometiendo algo que incluía un par de tijeras oxidadas y mis genitales. Estaba
intentando recordar nuestra última cita, para verificar si mi conducta era merecedora
de medidas tan extremas, cuando la voz de Mulkern invadió la habitación y me olvidé
por completo de ella.
—Pat, muchacho, soy Sterling Mulkern. Supongo que andas por ahí ganándote el
sueldo, lo cual me parece estupendo, pero me pregunto si has visto el Tribune de hoy.
Colgan, ese gran chico, me ha vuelto a saltar a la yugular. Ése sería capaz de acusar a
tu padre de causar los incendios para poder apagarlos. Ese Richie Colgan es de la piel
de Satanás. Mira, Pat, me gustaría saber si podrías hablar con él y decirle que a ver si
le da un respiro a este pobre viejo, ¿sabes? Es una sugerencia. El sábado a la una
tenemos mesa reservada en el Copley, no lo olvides.
www.lectulandia.com - Página 28
La grabación terminó con un pitido, y la cinta empezó a rebobinarse.
Me quedé mirando el aparatejo. A Mulkern le gustaría saber si yo podría decirle
algo a Richie Colgan. Sólo era una sugerencia. Y, por si acaso, incluía una referencia
a mi difunto padre. El bombero heroico. El querido concejal. Mi padre.
Todo el mundo sabe que Richie Colgan y yo somos amigos. Por eso la gente me
trata con más precaución de la necesaria. Nos conocimos cuando ambos nos
estábamos licenciando en video-juegos de los de matar marcianitos, con un doctorado
en cogorzas de bar, en el Happy Harbor Campus de la universidad de Boston,
Massachusetts. Ahora Richie es el principal columnista del Trib, un cabrón
peligrosísimo para ti como te considere aquejado de uno de los tres grandes males de
este mundo: el elitismo, la intolerancia y la hipocresía. Dado que Sterling Mulkern
atesora todas esas gracias, Richie se lo merienda una o dos veces por semana.
Todo el mundo quería a Richie Colgan... hasta que pusieron su foto encima de la
firma. Un buen nombre irlandés. Un buen chico irlandés. Persiguiendo a los
corruptos, a los peces gordos del ayuntamiento y del gobierno estatal. Pero un buen
día apareció su foto y todo el mundo vio que su piel era más negra que el corazón del
coronel Kurtz, y de repente se convirtió en un «follonero». Pero ayuda a vender
periódicos, y su diana preferida siempre ha sido Sterling Mulkern. Entre los
apelativos sarcásticos que le ha aplicado al senador destacan: «El hermano malo de
Santa Claus», «Libra esterlina», «Zampabollos Mulkern» y «La ballena alegre».
Boston no es una ciudad para políticos sensibles.
Y ahora Mulkern quería saber «si yo podía hablar con él». El tipo se iba
creciendo. La próxima vez que le viera le diría que dejara de vivir de rentas y que no
metiera a mi padre en sus asuntos.
Mi padre, Edgar Kenzie, tuvo sus quince minutos de fama local hace casi veinte
años. Salió en portada de los dos diarios de la ciudad; su foto llegó a los cables y
acabó apareciendo en las últimas páginas del New York Times y del Washington Post.
Al fotógrafo casi le dan el Pulitzer.
Era una fotografía impresionante: mi padre, envuelto en los colores negro y
amarillo del Cuerpo de Bomberos de Boston, con un tanque de oxígeno atado a la
espalda y escalando un edificio de diez pisos con la ayuda de una cuerda hecha de
sábanas. Una mujer había descendido por esa cuerda unos minutos antes. Bueno, más
o menos. A medio camino, se soltó involuntariamente y se estrelló contra el suelo;
murió en el acto. El edificio era una vieja fábrica del diecinueve que alguien había
reciclado en inmueble. Estaba hecho de ladrillo rojo y madera barata, materiales que,
para el fuego, fue como si se tratara de tela y gasolina.
La mujer había dejado a sus hijos dentro y les había dicho, en un momento de
pánico, que la siguieran a ella en vez de tomar la dirección opuesta. Los críos vieron
lo que le ocurrió a su madre y se quedaron petrificados, tiesos ante la negra ventana y
www.lectulandia.com - Página 29
contemplando a esa muñeca rota de allí abajo mientras el humo los iba envolviendo.
La ventana daba a un aparcamiento y los bomberos esperaban la llegada de una grúa
que se llevara los coches para poder izar la escalera. Mi padre agarró un tanque de
oxígeno sin decir palabra, se acercó a las sábanas e inició la ascensión. Una ventana
del quinto piso le explotó en el pecho, y hay otra foto, ligeramente desenfocada, en la
que se le ve agitándose en el aire mientras su pesado uniforme negro rechaza las
esquirlas del vidrio. Consiguió llegar hasta el décimo piso, hacerse con los críos —un
niño de cuatro años y una niña de seis— y volver a bajar. No ha sido nada, dijo
después, encogiéndose de hombros.
Cuando se jubiló, cinco años después, la gente aún se acordaba de él, y no creo
que volviera a costearse una copa en lo que le quedaba de vida. Se presentó a
concejal, a sugerencia de Sterling Mulkern, y vivió una existencia regalada, hecha de
chanchullos y casas grandes, hasta que el cáncer se instaló en sus pulmones como el
humo en un armario y le devoró a él y a su dinero.
En casa, el Héroe era un hombre distinto. Se aseguraba de que la cena estuviera a
su hora a bofetadas. Se aseguraba de que los deberes se hicieran a bofetadas. Se
aseguraba de que todo funcionara como un reloj a bofetadas. Y si con eso no bastaba,
recurría al cinturón, a un par de puñetazos o a una vieja tabla de lavar. Lo que fuera
necesario para que en el mundo de Edgar Kenzie reinara el orden.
Nunca supe, y probablemente ya nunca sabré, si fue el trabajo lo que le convirtió
en alguien así —si es que reaccionaba de la única manera de la que era capaz ante
todos esos cuerpos achicharrados que encontraba en posición fetal dentro de los
armarios ardientes o debajo de las camas humeantes— o si es que, simplemente,
nació malo. Mi hermana asegura que no recuerda cómo era antes de que yo naciera,
pero también afirma, si se le pregunta, que las palizas no eran tan graves como para
que tuviéramos que faltar a clase. Mi madre acompañó al Héroe a la tumba seis
meses después, así que tampoco me dio tiempo a hacerle muchas preguntas. Pero
dudo mucho que me las hubiera respondido. Los progenitores irlandeses nunca se han
distinguido por hablar a sus hijos mal del cónyuge.
Me arrellané en el sofá de mi apartamento, pensando nuevamente en el Héroe y
repitiéndome que ésa sería la última vez. El fantasma había desaparecido. Pero me
estaba mintiendo y era consciente de ello. El Héroe me despertaba en plena noche. El
Héroe estaba agazapado: en la sombra, en los callejones, en los pasillos antisépticos
de mis sueños, en el tambor de mi revólver. Al igual que hizo en vida, haría lo que le
pasara por las narices.
Me levanté y fui hacia el teléfono. Fuera, de repente, algo se movió en el patio de
la escuela, al otro lado de la calle. Los gamberros locales habían aparecido para
acechar en la sombra, sentarse en los antepechos de piedra de las ventanas y fumarse
unos canutos y beberse unas cervezas. ¿Por qué no? Cuando yo era uno de los
www.lectulandia.com - Página 30
gamberros locales, hacía lo mismo. Yo, Phil, Bubba, Angie, Waldo, Hale, todo el
mundo.
Llamé al teléfono directo de Richie en el Trib, confiando en pillarle trabajando
hasta tarde, que era lo habitual en él. Su voz se materializó a través de la línea a mitad
de la primera llamada. «Sección de Local. Un momento». Una versión para ascensor
del tema de Los siete magníficos me llenó de melaza las orejas.
Entonces se apoderó de mí una de esas sensaciones modelo aquí hay algo que no
encaja, sin necesidad de haberme hecho previamente la pregunta. Del patio de la
escuela no llegaba el menor sonido musical. Por mucho que delate su presencia, los
gamberros no van a ninguna parte sin sus loros. No es de buena educación.
Miré a través de la cortina hacia el patio de la escuela. Ya no había movimientos
repentinos. Ni de ningún tipo. Nada de colillas chispeantes o de ruido de botellas.
Miré fijamente la zona en que había atisbado actividad. La escuela tenía forma de E,
pero sin el palo de en medio. Los dos extremos se extendían un buen par de metros
más que la sección intermedia. En esas esquinas, se formaban unas sombras muy
profundas en un ángulo de noventa grados. El movimiento se había producido en el
área situada a mi derecha.
Seguía esperando que se encendiera una cerilla. En las películas, cuando alguien
está siguiendo al detective, el muy idiota siempre enciende una cerilla para que el
héroe repare en su presencia. Entonces me di cuenta de lo tonto que era todo ese rollo
folletinesco. Lo más probable es que se tratara de un gato.
Pero me mantuve vigilante.
—Sección de Local —anunció Richie.
—Eso ya me lo has dicho.
—Pero si es el amigo Kenzie —dijo Richie—. ¿Cómo va eso?
—Va bien —repuse—. Me he enterado de que hoy has vuelto a cabrear a
Mulkern.
—Una de las alegrías de mi vida —dijo él—. A los hipopótamos que se disfrazan
de ballenas hay que arponearlos.
Estaba convencido de que tenía esa frase escrita en un tarjetón de los grandes
pegado al escritorio.
—¿Cuál es la ley más importante que se va a discutir en la próxima sesión?
—La ley más importante... —repitió mientras pensaba en ello—. Sin duda
alguna... la ley sobre el terrorismo callejero.
Algo se movió en el patio de la escuela.
—¿La ley de terrorismo callejero?
—Pues sí. Define a los miembros de pandillas como «terroristas callejeros», lo
cual implica que los puedes meter en la cárcel simplemente por ser lo que son. En
términos sencillos...
www.lectulandia.com - Página 31
—Usa palabras fáciles para que te pueda entender.
—Por supuesto. Hablando claro, las bandas pasarían a ser consideradas como
grupos paramilitares cuyos intereses están en clara oposición a los del estado. Hay
que tratarlas como a un ejército invasor. Todo aquel que luzca colores
representativos, o que lleve según qué gorra de béisbol, si me apuras, es alguien que
está cometiendo traición. Con lo que va directo al trullo, sin rechistar.
—¿La aprobarán?
—Es posible. La verdad es que muy posible, teniendo en cuenta las ganas que
tiene todo el mundo de librarse de las bandas.
—¿Y?
—Y se quedará empantanada seis meses en algún juzgado. Una cosa es decir:
«Deberíamos instaurar la ley marcial para sacar a esos cabrones de la calle, y a la
mierda con los derechos civiles», y otra es llevarlo realmente a cabo, acercarse
peligrosamente al fascismo, convertir Roxbury y Dorchester en otro South Central,
con helicópteros y toda la pesca sobrevolando día y noche. ¿Por qué te interesa?
Intenté relacionar a Mulkern, Paulson o Vurnan con todo eso y la cosa no me
acababa de cuadrar. Mulkern, el liberal de guardia, nunca se sumaría públicamente a
algo así. Pero Mulkern, el pragmático, tampoco se mostraría partidario de las bandas.
Se limitaría a tomarse una semanita de vacaciones cuando hubiera que pronunciarse
sobre la ley de marras.
—¿Cuándo se va a proponer? —pregunté.
—El próximo lunes, tres de julio.
—¿Sabes de algo más que se vaya a discutir?
—No hay gran cosa. Es posible que salga adelante lo de la condena de siete años
para pedófilos.
Ya había oído hablar de eso. Siete años de prisión para cualquier acusado de
abusos sexuales a menores. Sin posibilidad de fianza. El único problema que me
planteaba esa medida es que la condena no fuese a cadena perpetua. Y que no se
hubiera previsto la obligación de que esa gente cumpliera la pena entre la población
reclusa en general, donde verían claramente que donde las dan las toman.
Richie me preguntó de nuevo:
—¿Por qué te interesa?
Recordé el mensaje de Mulkern: habla con Richie Colgan.
Neutralízalo. Por un breve instante, consideré la posibilidad de decírselo a Richie.
Eso le enseñaría a Mulkern a dejar de pedir favores. Pero sabía que Richie no tendría
más remedio que explicarlo en su próxima columna, bien clarito, y por lo que se
refiere a mi profesión, jugársela a Mulkern de esa manera equivalía a abrirme las
venas en la bañera.
—Ando metido en un caso —le dije a Richie—. De lo más secreto, por el
www.lectulandia.com - Página 32
momento.
—Ya me lo contarás algún día —dijo él.
—Algún día.
—Muy bien. —Richie no me presiona y yo no le presiono a él. Aceptamos un no
mutuamente, lo cual es uno de los motivos de nuestra amistad—. ¿Cómo está tu
socia?
—Se le sigue cayendo la baba.
—¿Sigue sin insinuársete? —bromeó Richie.
—Está casada —dije yo.
—Da igual. Tú ya has estado casado antes. Tiene que volverte loco, Patrick, una
mujer tan guapa dando vueltas a tu alrededor a diario y sin la menor intención de
tocarte la polla. El daño que debe de hacer eso... —Se echó a reír.
Richie se cree muy gracioso, a veces.
Le dije:
—Bueno, vale, tengo que colgar. —Algo se movió de nuevo en la zona oscura del
patio de la escuela—. A ver si nos tomamos unas cervezas un día de éstos.
—¿Traerás a Angie?
Tuve la impresión de que se estaba tronchando.
—A ver si le apetece.
—Trato hecho. Ya te enviaré unos informes sobre esas leyes.
—Gracias.
Richie colgó y yo me volví a sentar para seguir mirando por la ventana. Ya me
había familiarizado con las sombras y podía distinguir una forma voluminosa
agazapada entre ellas. Animal, vegetal o mineral, eso no lo sabía, pero allí había algo.
Pensé en llamar a Bubba: era muy eficaz en esas situaciones en las que no sabes muy
bien dónde te estás metiendo. Pero él me había llamado desde un bar, y eso no era
una buena señal. Aunque pudiera localizarle, se limitaría a eliminar el problema, no a
investigarlo. A Bubba había que utilizarlo esporádicamente y con mucha precaución.
Es como la nitroglicerina.
Opté por recurrir a los servicios de Harold.
Harold es un oso panda de peluche de dos metros que gané en la feria de
Mashfield hace unos años. En su momento, intenté regalárselo a Angie, ya que, a fin
cuentas, lo había ganado para ella. Pero mi socia se limitó a mirarme como si acabara
de encender un cigarrillo en la cama, en plena faena, una mirada asaz despectiva. No
entiendo cómo no podía desear tener un oso panda de peluche de dos metros, vestido
con unos calzones cortos amarillos, adornando su apartamento, pero como no pude
encontrar un cubo de basura lo suficientemente grande como para deshacerme de él,
le di la bienvenida a mi hogar.
Arrastré a Harold del dormitorio a la cocina a oscuras y lo senté en una silla
www.lectulandia.com - Página 33
frente a la ventana. La persiana estaba bajada, y al salir encendí la luz. Si alguien me
estaba mirando desde la penumbra, me confundiría con Harold, aunque mis orejas
son más pequeñas que las suyas.
Me deslicé hacia la parte trasera de la casa, descolgué mi Ithaca de detrás de la
puerta y empecé a bajar las escaleras. Para un inútil total en cuestiones de
armamento, sólo hay algo mejor que el automag, el naranjero Ithaca de doce
proyectiles con culata de pistola. Si no aciertas con eso, es que estás ciego.
Salí al jardín de atrás, considerando la posibilidad de que hubiera más de un
merodeador. Uno delante y otro detrás. Pero eso me parecía igual de improbable que
el mismo hecho de que hubiera alguien. Tenía que controlar mi paranoia.
Salté unas cuantas verjas hasta llegar a la avenida, con el Ithaca debajo de la
gabardina azul que me había puesto. Atravesé el cruce y dejé atrás la iglesia en su
lado sur. Hay una carretera que pasa por detrás de la iglesia y de la escuela, y la enfilé
en dirección norte. Por el camino me crucé con algunas personas que conocía y las
saludé con discretos cabezazos mientras usaba una mano para mantener cerrada la
gabardina: las armas son algo que no suele sentarle bien al vecindario.
Me colé en la parte trasera del patio escolar, sin hacer ruido gracias a mis bambas
Avia, y me pegué a la pared hasta llegar a la primera esquina. Me encontraba en el
extremo de la E y el tipo estaba a unos tres metros, en otro rincón, en la penumbra. Le
di vueltas a cómo acercarme. Pensé en caminar rápido hacia él, sin más, pero así es
como la diña la gente. Pensé en arrastrarme por el suelo como hacen en las películas,
pero ni siquiera estaba seguro de que allí hubiera alguien, y si chocaba contra un gato
o una pareja de chavales morreándose se me caería la cara de vergüenza.
Alguien tomó la decisión por mí.
No se trataba ni de un gato ni de dos tortolitos, sino de un tipo que sostenía un
Uzi. Emergió de la esquina que tenía delante con esa arma tan fea apuntándome al
esternón, y a mí se me olvidó cómo se respiraba.
Estaba de pie en la oscuridad y llevaba una gorra de béisbol de color azul oscuro,
como las que llevan en la Armada, con hojas doradas en el bordado lateral y una
inscripción en la parte delantera, también dorada. No pude ver lo que ponía, aunque
también es verdad que me costaba concentrarme.
Llevaba unas herméticas gafas de sol. No son el mejor adminículo para ver bien
cuando te quieres cargar a alguien a oscuras, pero la verdad es que a la distancia que
estaba, hasta Ray Charles podría enviarme a la tumba.
Era un negro vestido de negro, y eso es todo lo que puedo decir de él.
Iba a explicarle que este barrio no se distinguía por su cortesía hacia los
afroamericanos después de la puesta de sol cuando algo rápido y contundente me dio
en la boca; y algo más, igual de duro, me golpeó en la sien. Justo antes de perder el
conocimiento, recuerdo que pensé: Harold el Panda ya no da el pego.
www.lectulandia.com - Página 34
6
Mientras yo dormía el sueño de los idiotas, el Héroe vino de visita. Iba de
uniforme y llevaba un niño debajo de cada brazo. Tenía la cara cubierta de hollín y le
salía humo de los hombros. Los dos niños lloraban, pero el Héroe se reía. Me miró y
se rió. Sin parar. La risa se convirtió en un aullido justo antes de que empezara a
salirle de la boca un humo negro y yo me despertara.
Estaba tirado en una alfombra. Hasta ahí llegaba. Había un tío vestido de blanco
de rodillas junto a mí. O me habían entregado a domicilio o aquel hombre era un
enfermero. Tenía una bolsa a su lado y un estetoscopio colgando del cuello. Si no era
un enfermero, lo imitaba muy bien. Me dijo:
—¿Va a vomitar?
Negué con la cabeza y, acto seguido, vomité en la alfombra.
Alguien empezó a gritarme de manera incomprensible y en un tono muy agudo.
Entonces reconocí el idioma: gaélico. La mujer recordó en qué país estaba y se pasó a
un inglés con fuerte acento. Seguía sin entendérsela muy bien, pero, por lo menos,
ahora ya sabía dónde estaba.
La rectoría. El trasgo aullante era Delia, la asistenta del padre Drummond. De un
momento a otro, empezaría a pegarme con algo. El enfermero dijo: «¿Padre?», y
pude oír cómo el cura sacaba a Delia de la habitación a empellones. Dijo el
enfermero: «¿Ha terminado?». Parecía que tenía cosas mejores que hacer. Todo un
ángel de misericordia. Asentí y me puse de espaldas. Me senté. Más o menos. Me
abracé las rodillas y me quedé ahí, aguantando, con la cabeza dándome vueltas. Las
paredes ejecutaban una danza psicodélica frente a mí, y sentía la boca llena de
monedas ensangrentadas. «Ay», dije.
—Qué bien se expresa usted —dijo el enfermero—. Y por cierto, tiene una
contusión leve, algún que otro diente suelto, un labio partido y un pedazo de morado
creciéndole junto al ojo izquierdo.
Estupendo. Angie y yo tendríamos mucho en común a la mañana siguiente. Los
hermanos Ray Ban.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —sentenció el enfermero mientras metía el estetoscopio en la bolsa
—. Le pediría que me acompañara al hospital, pero como es de Dorchester, supongo
que es demasiado macho para eso.
—Mmmm —farfullé—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
A mi espalda, el padre Drummond dijo:
—Yo te encontré.
Se puso frente a mí, sosteniendo el naranjero y el mágnum. Dejó suavemente
ambas cosas en el sofá que teníamos delante.
www.lectulandia.com - Página 35
—Lamento lo de la alfombra —dije.
Y él señaló la vomitona.
—El padre Gabriel, cuando se pimplaba, solía hacer esto muy a menudo. Si no
recuerdo mal, la compramos de este color pensando en él. —Sonrió—. Delia te está
preparando una cama.
—Gracias, padre —dije—, pero creo que si puedo caminar hasta el dormitorio,
también puedo cruzar la calle y volver a casa.
—Puede que el ladrón siga por ahí.
El enfermero recogió su bolsa y me dijo:
—Que usted lo pase bien.
—Ha sido un placer —acerté a decir.
El enfermero hizo una mueca y nos saludó con la mano antes de abandonarnos.
Extendí el brazo para que el padre Drummond me ayudara a levantarme.
—No era un ladrón, padre —le dije.
Alzó las cejas.
—¿Un marido cabreado? —inquirió.
Me lo quedé mirando.
—Padre —le dije—. Por favor. Tiene que dejar de emocionarse con mi estilo de
vida. La cosa está relacionada con un caso en el que estoy metido. Eso creo. —No
estaba muy seguro—. Ha sido una advertencia.
Me ayudó a llegar hasta el sofá. La habitación estaba tan quieta como los
camarotes del Titanic.
—Pues menuda advertencia —dijo el sacerdote.
Asentí. Mal hecho. El Titanic zozobró y la habitación se puso de lado. La mano
del padre Drummond me empujó de nuevo hacia el respaldo del sofá.
—Sí —le dije—. Menuda advertencia. ¿Ha llamado usted a la policía?
Pareció sorprendido:
—¿Sabes que ni se me ocurrió?
—Bien. No quiero pasarme la noche rellenando papeles.
—Puede que Angela lo haya hecho.
—¿Llamó a Angie?
—Claro que me llamó —dijo la interesada.
Estaba de pie en el umbral. Tenía el pelo revuelto, con mechones cayéndole sobre
la frente, lo cual le daba un aire muy sexy, como de recién salida de la cama. Lucía
una chaqueta de cuero negro sobre un polo de color morado, pantalones grises de
chándal y bambas de las de practicar aerobic. Llevaba un bolso con capacidad para
varios listines telefónicos que dejó caer al suelo mientras se acercaba al sofá.
Se sentó a mi lado.
—Vaya pinta que tienes —dijo cogiéndome la barbilla y empujándola hacia arriba
www.lectulandia.com - Página 36
—. Por el amor de Dios, Patrick, ¿quién te ha hecho esto, un marido cabreado?
El padre Drummond soltó una risita. Un cura de sesenta años, tapándose la boca
con el puño. Qué gracia.
—Creo que era un pariente de Mike Tyson —dije.
Angie se me quedó mirando.
—¿Y tú qué? ¿No tienes manos?
Le aparté la suya.
—Tenía un Uzi, Angie. Que es, probablemente, con lo que me atizó.
—Lo siento —dijo ella—. Estoy un poco ansiosa. No pretendía pellizcarte. —Me
miró los labios—. Esto no te lo han hecho con un Uzi. Lo de la sien, es posible. Pero
lo de los labios no. Parece un golpe dado con una mano enguantada, por la manera en
que ha quemado la piel.
Angie, la experta en abrasiones físicas.
Se me acercó más y susurró:
—¿Conocías al tipo?
—No —susurré a mi vez.
—¿Nunca le habías visto antes?
—No.
—¿Estás seguro?
—Angie, si me apeteciera responder esta clase de preguntas, llamaría a la policía.
Se echó hacia atrás con las manos en alto.
—Vale, vale.
Miró a Drummond:
—¿Me lo puedo llevar a su casa, padre?
—A Delia le encantaría —contestó Drummond.
—Gracias, padre —dije yo.
Se cruzó de brazos, me guiñó un ojo y dijo:
—¡Qué seguro se siente uno contigo!
Me entraron ganas de darle una patada, aunque fuese un cura.
Angie recogió las armas y me ayudó a incorporarme con la mano que le quedaba
libre.
Miré al padre Drummond.
—'nas noches —acerté a farfullar.
—Dios os bendiga —repuso él desde la puerta.
Mientras bajábamos los peldaños hacia el patio de la escuela, Angie me dijo:
—¿Sabes por qué te ha pasado esto?
—No, ¿por qué?
—Porque ya no vas a misa.
—Ja, ja, ja.
www.lectulandia.com - Página 37
Me ayudó a cruzar la calle y a subir las escaleras. Mi malestar se iba evaporando
rápidamente al sentir el calor de su piel, y la sensación de la sangre que le corría por
el cuerpo consiguió reanimar mis sentidos.
www.lectulandia.com - Página 38
7
Al día siguiente, a eso de las doce, estábamos a punto de llamar a Billy Hawkins
cuando éste se presentó en la oficina. Como muchos de los que trabajan para Western
Union, Billy tiene pinta de acabar de salir de un centro de rehabilitación. Es de una
delgadez extrema y la piel muestra esa textura levemente amarillenta de los que se
pasan la vida metidos en habitaciones sin aire y llenas de humo. Su falta de peso la
acentúa llevando camisas y pantalones apretados, así como arremangándose hasta el
hombro como si tuviera bíceps. Parece que utilice un martillo de carpintero para
peinarse el negro cabello, y luce uno de esos mostachos caídos de bandido mexicano
que ya no lleva nadie, ni siquiera los bandidos mexicanos. En 1979, el mundo siguió
su curso, pero Billy no se dio por aludido.
Se dejó caer perezosamente en la silla situada frente a mi escritorio y dijo:
—Bueno, chavales, ¿cuándo pensáis pillar un despacho más grande?
—Cuando encuentre la campana —repuse.
Billy bizqueó. Lentamente, dijo:
—Ah, sí, claro.
Angie se dirigió a él:
—¿Qué tal estás, Billy?
Y la verdad es que parecía que le interesaba la respuesta. Billy se la quedó
mirando y se ruborizó.
—Estoy bien, Angie —dijo.
—Me alegra —concluyó ésta, con retranca.
Billy me miró a la cara.
—¿Y a ti qué te ha pasado?
—Me peleé con una monja.
—Pues más bien parece que te atropelló un camión —dijo Billy, pasando a
enfocar a Angie.
Angie soltó una risita y yo me quedé con las dudas de a quién quería tirar antes
por la ventana.
—¿Hiciste esa comprobación, Billy?
—Por supuesto, tío, claro que sí. Pedazo de favor que me vas a deber después de
esto.
Enarqué las cejas:
—Billy, recuerda con quien estás hablando.
Billy se puso a la labor. Pensé en los diez años de condena que estaría cumpliendo
en Walpole, consiguiéndole cigarrillos a su novio del momento, Rolf la Bestia, si no
le hubiéramos salvado el pellejo. Su piel amarillenta sufrió un blanqueo considerable
y me dijo:
www.lectulandia.com - Página 39
—Lo siento, tío. Tienes razón. Cuando tienes razón, tienes razón.
Recurrió al bolsillo trasero de sus tejanos y extrajo de él un papel grasiento y muy
arrugado que depositó sobre mi mesa.
—¿Y esto qué es, Billy?
—Las referencias de Jenna Angeline —dijo—. Pilladas de la oficina de Jamaica
Plain. Cobró un cheque ahí el martes.
Aunque grasiento y arrugado, ese papel valía su peso en oro. Jenna había anotado
cuatro referencias, todas ellas personales. A la pregunta sobre su trabajo había
respondido «trabajadora por cuenta propia» con una letra pequeña y ligera. Entre las
referencias personales, citaba a cuatro hermanas. Tres vivían en Alabama, en Mobile
o sus alrededores. La cuarta moraba en Wickham, Massachusetts, en el número 1254
de la avenida Merrimack, y atendía por Simone Angeline.
Billy me pasó otro trozo de papel: una fotocopia del cheque que Jenna había
cobrado. Estaba firmado por la tal Simone Angeline. Si Billy no llega a ser un tipo
tan asqueroso, creo que le habría besado.
Después de que se marchara, reuní por fin el valor necesario para contemplarme
en un espejo, algo que había evitado hacer durante la noche anterior y toda esa
mañana. Llevo el pelo lo bastante corto como para poder peinármelo con la mano,
por lo que, después de la ducha matutina, eso fue exactamente lo que hice. También
había omitido afeitarme, y aunque lucía una pelusilla, me dije que me daba un
aspecto muy enrollado, muy GQ.
Atravesé el despacho y entré en el minúsculo cubículo que algún optimista había
bautizado como «el cuarto de baño». Sí, vale, hay un retrete, pero es como de
miniatura, y cada vez que me siento en él y las rodillas me llegan a la barbilla, tengo
la impresión de ser un adulto atrapado en una guardería. Cerré la puerta a mi espalda,
levanté la cabeza de una pila diseñada para enanos y me contemplé en el espejo.
A duras penas conseguí reconocerme. Tenía los labios hinchados hasta el doble de
su volumen habitual y parecía que había estado morreándome con una máquina de
cortar césped. El ojo izquierdo estaba rodeado por un halo de color marrón oscuro y
la córnea lucía brillantes manchitas de roja sangre. La piel de la sien se había rasgado
cuando Gorra Azul me atizó con la culata del Uzi y, mientras dormía, la sangre se
había incrustado en algunos mechones de pelo. La parte derecha de la frente, donde
intuyo que me di al chocar contra el muro de la escuela, estaba arañada y en carne
viva. Si no llega a ser porque soy un detective muy machote, me hubiera echado a
llorar.
La vanidad es una debilidad. Ya lo sé. Se trata de una dependencia banal de la
imagen pública, de lo que uno parece en vez de lo que uno es. Me consta. Pero ya
tengo una cicatriz del tamaño y la textura de una medusa en el abdomen, y os
www.lectulandia.com - Página 40
sorprendería saber lo mucho que te cambia la impresión que tienes de ti mismo
cuando no te puedes quitar la camiseta en la playa. En mis momentos más privados,
me levanto la camisa, la miro y me digo que carece de importancia, pero cada vez
que una mujer la ha tocado de noche, ha pegado un respingo y me ha preguntado por
ella, he dado las explicaciones más sucintas posibles, he cerrado las puertas de mi
pasado lo más rápido que he podido, y nunca, ni siquiera cuando la que preguntaba
era Angie, he dicho la verdad. La vanidad y la falta de honradez puede que sean dos
vicios, pero también son las principales maneras de protegerse que conozco.
El Héroe siempre me arreaba una colleja cuando me pescaba mirándome al
espejo.
—Esas cosas las inventaron los hombres para que las mujeres tuviesen algo que
hacer —solía decir el Héroe, mi padre, el hombre del Renacimiento.
A los dieciséis años, yo tenía los ojos azules, una bonita sonrisa y poco más en lo
que confiar, teniendo en cuenta la presencia del Héroe. Y si aún tuviese dieciséis años
y siguiera ante el espejo reuniendo valor y diciéndome que esa misma noche,
definitivamente, le plantaría cara al Héroe, me sentiría de lo más perdido.
Pero ahora, maldita sea, tenía un auténtico caso que resolver, una Jenna Angeline
que localizar, una socia impaciente al otro lado de la puerta, una pistola en la
sobaquera, un carné de detective en la cartera y... una cara digna de un personaje de
Flannery O'Connor. Ay, la vanidad.
www.lectulandia.com - Página 41
a través de la apertura inferior de una ventana.
Yo crucé la calle en dirección a lo que denomino «el coche de la empresa». Se
trata de un Volare verde oscuro del 79, también conocido como la Bestia Rodante.
Tiene un aspecto infame, hace un ruido de cojones, se conduce que da pena y, por
regla general, resulta adecuado para todos los sitios en que me veo obligado a
trabajar. Abrí la puerta, medio esperando oír unos pasos apresurados a mi espalda,
seguidos por el impacto de un culatazo en la nuca. Es lo que tiene ser una víctima:
empiezas a pensar que lo que te ha sucedido una vez te sucederá a partir de entonces
con periodicidad. De repente, todo parece sospechoso, y cualquier luz que hayas
atisbado el día anterior desaparece entre las sombras. Y las sombras están por todas
partes. Consiste en convivir con tu propia vulnerabilidad, y eso es algo espantoso.
Pero esta vez no ocurrió nada. No vi a Gorra Azul en el retrovisor mientras daba
un giro y me dirigía a la autopista. También era verdad, reflexioné, que a no ser que
el hombre hubiese disfrutado del encuentro de la víspera, lo más probable es que no
volviera a verle: tendría que asumir que siempre estaría por ahí. Lancé la Bestia
Rodante avenida abajo, luego giré por la rampa del norte en dirección a la I-93 y me
dirigí hacia el centro.
Veinte minutos después, me hallaba en Storrow Drive, con el río Charles
emitiendo destellos cobrizos a mi derecha. Una pareja de enfermeras del Hospital
Central almorzaban en el césped; un hombre corría por uno de los puentes junto a un
mastodóntico perro Chow de color chocolate. Consideré la posibilidad de hacerme yo
también con uno: seguro que me defendía mejor que Harold el Panda. Pero entonces
recordé que no necesito un perro de ataque porque ya tengo a Bubba. Junto al
embarcadero había un grupo de estudiantes universitarios, varados en la ciudad todo
el verano, que se pasaban una botella de vino. ¡Qué alternativos! Seguro que tenían la
mochila llena de queso brie y galletitas crujientes.
Salí en la calle Beacon, di otro giro en una carretera secundaria y me puse
rápidamente a la derecha, hacia la calle Revere, y luego atravesé la calle Charles en
dirección a Beacon Hill. Nadie me seguía.
Volví a girar en la calle Myrtle, que es tan ancha como el hilo dental y consigue
que todas esas elevadas construcciones coloniales se ciernan sobre uno. Es imposible
seguir a alguien por Beacon Hill sin dar el cante. Las calles se construyeron antes de
los coches y, probablemente, antes de que existieran los seres humanos gordos o
demasiado altos.
Cuando Boston era ese mundo mítico poblado por felices enanos, Beacon Hill
debió de parecer un lugar espacioso. Pero ahora resulta estrecho y apretujado y tiene
bastante en común con los viejos pueblitos franceses, tan bonitos de ver y tan poco
prácticos. Si un camión de reparto hace un alto en la Colina, se crea un atasco de dos
kilómetros. Las calles son de dirección norte durante dos o tres manzanas, pero luego,
www.lectulandia.com - Página 42
de forma arbitraria, se convierten en calles de dirección sur. Esto es algo que siempre
coge por sorpresa al conductor desprevenido y le obliga a meterse por otra calle
estrecha en la que se encuentra con el mismo problema; y antes de que se dé cuenta,
el pobre está otra vez en Cambridge o en las calles Charles o Beacon, contemplando
la Colina, preguntándose cómo coño ha vuelto a acabar ahí y teniendo la impresión,
irracional pero efectiva, de que la Colina en persona se lo ha quitado de encima.
Para los esnobs, eso sí, es un paraíso. Las casas de ladrillo rojo son preciosas. Las
plazas de aparcamiento están vigiladas por la policía de Boston. Las recoletas
cafeterías y las tiendas están controladas por imperiosos propietarios que te cierran la
puerta en las narices si no te conocen. Y nadie puede localizar tu domicilio si no le
haces un mapa.
Miré por el retrovisor mientras recorría la Colina. La cúpula dorada del Gobierno
Estatal asomaba a través de la verja de hierro de un jardín situado en la azotea que
tenía delante. Dos manzanas a mi espalda, vi un coche que avanzaba lentamente
mientras el conductor miraba a uno y otro lado en busca de alguna dirección que no
le resultaba familiar.
Torcí a la izquierda en la calle Joy y recorrí las cuatro manzanas que me
separaban de la calle Cambridge. Mientras el semáforo cambiaba a verde y yo
atravesaba el cruce, vi el mismo coche de antes bajando la colina detrás de mí. En lo
más alto de la calle Joy, apareció otro vehículo: una ranchera con un maletero roto en
la capota. No podía ver al conductor, pero sabía que se trataba de Angie. Fue ella
quien, una mañana, se cargó el portamaletas a martillazos, confundiendo el metal
cutre con Phil.
Giré a la izquierda en la calle Cambridge y recorrí unas pocas manzanas hasta
llegar a la Charles Plaza. Me metí en el aparcamiento, recogí el ticket a la entrada —
sólo tres dólares cada media hora, ¡vaya chollo!— y recorrí el recinto hasta acabar
enfrente del Holiday Inn. Entré en el hotel como si tuviera algo que hacer ahí dentro,
pasé ante el mostrador de recepción sin detenerme y tomé el ascensor hasta el tercer
piso. Anduve por el pasillo hasta encontrar una ventana con vistas al aparcamiento.
Hoy Gorra Azul no llevaba una gorra azul. Lucía una gorrilla de ciclista con la
visera cubriéndole la frente. Pero aún llevaba puestas las herméticas gafas de sol,
completando el atuendo con una camiseta Nike de color blanco y unos pantalones
negros de chándal. Estaba de pie junto a su coche —un Nissan Pulsar blanco con
rayas negras—, apoyado en la puerta abierta, mientras decidía si tenía que seguirme o
no. Desde mi ángulo de observación, no podía leer los números de su matrícula, y
desde esa altura tampoco podía estar seguro de su edad, pero le eché de veinte a
veinticinco. Era alto —más de metro ochenta— y parecía ducho en el uso de las
máquinas de gimnasio.
En la calle Cambridge, mientras tanto, languidecía el coche de Angie, aparcado
www.lectulandia.com - Página 43
en doble fila.
Miré de nuevo a Gorra Azul, aunque no merecía la pena seguir haciéndolo. O me
seguiría al hotel o no. En cualquier caso, daba lo mismo.
Bajé por las escaleras hasta el sótano, abrí una puerta que daba a una entrada de
servicio que olía a gasolina y salté desde el muelle de carga. Pasé junto a un
contenedor que apestaba ligeramente a fruta podrida y regresé a la calle Blossom. Me
tomé mi tiempo, pero aun así me planté en un santiamén en la calle Cambridge.
Por todo Boston, en sitios que ni te imaginas, hay repartidos un montón de
garajes. No sirven para compensar a una ciudad cuyo espacio de aparcamiento es tan
escaso como en Moscú el papel higiénico, pero eso sí, los precios de alquiler de las
plazas son exorbitantes. Entré en uno que había en medio de una peluquería y de una
floristería, y estuve deambulando por el recinto hasta dar con la plaza de
aparcamiento número dieciocho, donde le quité la manta a mi churri.
Todos los niños necesitan un juguete. El mío es un Porsche Roadster descapotable
del 59. Es de color azul, el volante tiene acabados de madera y la carlinga da para dos
viajeros. Sí, ya lo sé, «carlinga» es un término que suele reservarse para los aviones,
pero siempre que he puesto esa cosita a más de doscientos por hora he tenido la
impresión de que de un momento a otro despegaría. La tapicería es de espléndido
cuero blanco. El cambio de marchas brilla como el peltre pulido. La bocina luce
como emblema un elegante corcel. La verdad es que le echo más horas de trabajo que
las que disfruto conduciéndolo, pues me dedico a mimarlo los fines de semana a base
de sacarle brillo y cambiarle las piezas. Pero me siento orgulloso de decir que nunca
he llegado al extremo de bautizarlo, según Angie porque carezco de imaginación para
los nombres.
Se puso en marcha con el rugido de un tigre de Bengala al primer giro de la llave.
Saqué una gorra de béisbol de debajo del asiento, me quité la chaqueta, me ajusté las
gafas de sol y abandoné el garaje.
Angie seguía aparcada en doble fila frente a la Charles Plaza, lo cual significaba
que Gorra Azul continuaba por la zona dedicado a sus cosas. La saludé y enfilé
Cambridge en dirección al río. Mi socia seguía a mi espalda cuando llegué a Storrow
Drive, pero para cuando accedí a la I-93, ya había conseguido dejarla mordiendo el
polvo. Porque podía hacerlo. O quizá, simplemente, porque soy de lo más inmaduro.
Una de dos.
www.lectulandia.com - Página 44
8
El camino a Wickham no resulta muy divertido. Tienes que cambiar de carril cada
cinco kilómetros, más o menos, y como te equivoques de salida acabas en New
Hampshire intentando extraer información de una pandilla de palurdos del este que
no se enteran de nada. Para acabarlo de arreglar, no hay nada que ver, como no sea el
inevitable parque industrial o, a medida que te acercas al cinturón de poblaciones que
se extiende a lo largo del río Merrimack, el río de marras. Que da asco verlo,
francamente. Lo más parecido al Merrimack es una cloaca llena de agua espesa y
sucia: es lo que tiene discurrir cerca de esa industria textil que tanto ha hecho por
New Hampshire y Massachusetts. Lo siguiente que atisbas al atravesar esa región son
las fábricas en sí, bajo un cielo teñido de hollín.
Tenía puesto en el casete del coche Exile on Main St., así que pasé bastante de
todo, y para cuando llegué a la avenida Merrimack, lo único que me preocupaba era
dejar el coche sin vigilancia.
Wickham no es una comunidad que progrese mucho. Es sucia y gris como sólo
una ciudad industrial puede serlo. Las calles son del color de una suela de zapato, y la
única manera de distinguir los bares de las casas es comprobando si tienen un rótulo
de neón. Las calzadas y las aceras son tal para cual, con el suelo rajado y descolorido.
La mayoría de la gente, sobre todo los obreros que se arrastran hacia sus domicilios
desde la fábrica mientras oscurece, luce el aspecto típico de los que llevan mucho
tiempo asumiendo que nadie se acuerda de ellos. Es un lugar en el que la gente
agradece el cambio de estación porque así, por lo menos, se da cuenta de que el
tiempo pasa.
La avenida Merrimack es la arteria principal. La dirección de Simone Angeline
estaba bastante alejada del centro: bares, gasolineras, fábricas y plantas textiles se
habían quedado ya muy atrás cuando llegué a la manzana correcta. Para entonces,
Angie volvía a aparecer en el retrovisor, y pasó junto a mí mientras yo aparcaba el
coche en un callejón. Puse el candado Chapman y extraje el radio-casete, que se apeó
del vehículo conmigo. Le eché un último vistazo al coche y confié en encontrar
pronto a Jenna. Muy pronto.
No gané el coche en una rifa ni me fue obsequiado por un cliente en exceso
munificente. Me dediqué a ahorrar y esperar, a seguir ahorrando y esperando.
Finalmente, lo vi anunciado y pedí un préstamo al banco. Tuve que aguantar una
entrevista insoportable a cargo de un burócrata perdonavidas que fue pasando revista,
como hacen todos esos seres marginales y amargados que contemplan su vida adulta
como la oportunidad de desquitarse de su adolescencia a base de tratar a patadas a
cualquiera susceptible de haberla tomado con él en la escuela. Afortunadamente, mi
trabajo prosperó, gané más dinero y pronto pude quitarme de encima a ese atorrante.
www.lectulandia.com - Página 45
Pero sigo pagando el precio de sufrir constantemente por la única posesión material
que me ha importado en la vida.
Me deslicé en el asiento del pasajero del coche de Angie y ella me dio la mano:
—Tranquilo, cariño, que no le va a pasar nada a tu tesorito. Te lo prometo.
Angie es tan divertida que a veces la mataría.
Le dije:
—Bueno, por lo menos, en este vecindario nadie pensará que está fuera de lugar.
—Brillante comentario —repuso—. ¿Nunca has pensado en dedicarte al
monólogo humorístico?
Así estaba el patio. Nos quedamos en el coche compartiendo una lata de Pepsi y
esperando que apareciera nuestra fuente de ingresos.
A eso de las seis estábamos entumecidos, hasta las narices el uno del otro y hartos
ambos de contemplar el 1254 de la avenida Merrimack. Era un edificio costroso que
en otros tiempos debió de ser de color rosa. Una familia puertorriqueña había entrado
hacía una hora, y un minuto después vimos cómo se apagaba una luz en el
apartamento del segundo piso. Con la excepción de esa segunda lata de Pepsi que
explotó contra el salpicadero, eso era lo más excitante que habíamos vivido en las
últimas cuatro horas.
Estaba yo revisando la pila de cintas que llevaba Angie en el coche, intentando
encontrar a un grupo del que hubiese oído hablar, cuando ella dijo: «Atención».
Una mujer negra —delgadísima, con un porte de una rigidez monárquica—
bajaba de un Honda Civic del 81 sosteniendo con el brazo derecho una bolsa de la
compra apoyada en la cadera. Se parecía mucho a Jenna, pero tendría unos siete u
ocho años menos. También mostraba mucha más energía que la mujer agotada de la
foto. Cerró de golpe la puerta del coche con la cadera libre: un movimiento duro y
eficaz, de esos capaces de tirar al suelo a un jugador de hockey sobre hielo. Echó a
andar hacia la entrada de la casa, deslizó la llave en la cerradura y desapareció en el
interior. Unos minutos después, la vimos convertida en una silueta en la ventana que
hablaba por teléfono. Angie dijo:
—¿Cómo quieres que lo hagamos?
—Espera —repuse yo.
Se revolvió en el asiento.
—Me temía que dijeras algo así. —Se sostenía el mentón con los dedos, que
utilizó para ejecutar unos giros de la cabeza—. ¿No piensas que Jenna esté ahí?
—No. Desde que desapareció, ha actuado con cierta cautela. Tiene que saber que
su apartamento ha sido puesto patas arriba. Y la paliza que me dio el tío del patio de
la escuela me dice que está metida en algo más que la chorrada por la que la
perseguimos. Con la gente que le va detrás (por no hablar del tal Roland), no creo que
se instale en casa de su hermana.
www.lectulandia.com - Página 46
Angie se medio encogió de hombros, medio asintió de esa manera tan especial
que tiene y encendió un cigarrillo. Sacó el brazo por la ventanilla y el humo gris
revoloteó por el retrovisor y luego, desmembrándose, se disolvió en el aire. Dijo:
—Si nosotros sabemos dónde buscarla, otros también lo sabrán. No podemos ser
los únicos que conocemos la existencia de la hermana.
Consideré la cuestión. Sonaba razonable. Si «ellos» me habían seguido con la
esperanza de dar con Jenna, seguro que también habían vigilado a Simone.
—Mierda —concluí.
—¿Y ahora qué quieres que hagamos?
—Espera —repetí, lo cual la hizo gruñir—. Seguimos a Simone en cuanto vaya a
alguna parte...
—Si es que va a alguna parte.
—Por favor, Angie, un poco de energía positiva. Cuando vaya a algún lado, la
seguimos; de momento, nos quedamos aquí a ver si aparece alguien más.
—¿Y si ese alguien más ya nos tiene clichados? ¿Y si nos están viendo en estos
mismos momentos y piensan igual que nosotros? ¿Entonces qué?
Resistí la tentación de ponerme a mirar a mi alrededor en busca de otros coches
con ocupantes inmóviles al acecho.
—Ya nos apañaremos —dije.
Se cabreó:
—Es lo que siempre dices cuando no sabes qué coño hacer.
—Nada de palabrotas.
A las siete y cuarto empezaron a pasar cosas.
Simone, que llevaba una sudadera azul marino, camiseta blanca, tejanos
desteñidos y bambas sin marca de color ostra, salió de la casa con aire decidido y
abrió la puerta del coche con la misma vehemencia. Me pregunté si es que todo lo
hacía así: poniendo esa cara de a-mí-no-me-toquéis-las-narices. ¿Conseguiría dormir
alguien tan tenso?
Salió pitando por Merrimack, así que le dimos unas manzanas de ventaja, en
vistas a comprobar si éramos los únicos interesados en ella. Eso es lo que parecía, y
aunque no fuera así, yo no pensaba perder mi única pista. Nos pusimos en marcha, y
tras lanzar un último vistazo a mis treinta y siete mil dólares de coche —el cálculo es
de la agencia de seguros, que conste—, seguimos a Simone a través de Wickham. Fue
directa al centro de la ciudad y se metió por la I-495. Yo estaba hasta el gorro del
encierro en el coche y esperaba por lo más sagrado que no tuviese a Jenna aparcada
en Canadá. Gracias a Dios, ése no parecía ser el caso, pues abandonó la autopista
unos kilómetros después en dirección a Lansington.
Aunque parezca imposible, Lansington es aún más feo que Wickham, pero de una
manera prácticamente imperceptible. En muchos aspectos, son idénticos. Lo que pasa
www.lectulandia.com - Página 47
es que Lansington parece más sucio.
Estábamos esperando ante un semáforo cerca del centro de la población, pero
cuando se puso verde, Simone no se movió. Noté cómo se me encogía el corazón
mientras Angie decía:
—Mierda. ¿Crees que nos ha descubierto?
—Dale a la bocina —le dije.
Me hizo caso y Simone levantó la mano a guisa de disculpa al darse cuenta de
que el semáforo había cambiado. Era la primera cosa espontánea que hacía desde que
la había visto, y eso me hizo pensar que íbamos por el buen camino.
A nuestro alrededor se alzaban edificios de dos pisos de finales del siglo XIX. Los
árboles eran escasos y podados de mala manera. Los semáforos eran vetustos, de los
redondos, sin señales de PASE/NO PASE ni figuras de neón para los que no
entendieran inglés. Crujían al cambiar de color, y mientras recorríamos la calzada de
dos carriles, yo me sentía como si estuviera en el mundo rural de Georgia o de
Virginia Occidental.
Por delante de nosotros, Simone encendió el intermitente izquierdo y, una
fracción de segundo después, salió del camino para meterse en un pequeño
aparcamiento de tierra ocupado por un montón de camionetas, un Winnebago, un par
de polvorientos coches deportivos de fabricación nacional y algunos Caminos, esas
perlas del mal gusto propio de Detroit. Dos de ellos. Un coche que no sabía si quería
ser un camión; un camión que no sabía si quería ser un coche... Un resultado
obscenamente híbrido.
Angie siguió adelante y cosa de un kilómetro después dimos la vuelta. El
aparcamiento pertenecía a un bar. Al igual que en Wickham, tampoco sabrías lo que
era si no llega a ser por el pequeño rótulo de neón de la cerveza Miller High Life que
había en cada ventana. Se trataba de un edificio bajo de dos pisos, un poco más
extenso que la mayoría de las casas, que ocupaba unos diez metros más de lo
habitual. Desde el interior se podía oír el ruido de los vasos, el fragor de las
carcajadas, el guirigay de las voces y una canción de Bon Jovi procedente de la
máquina de discos. Alterné la mirada entre el bar y las camionetas y no me hice
muchas ilusiones.
Dijo Angie:
—¿Tenemos que seguir esperando también aquí?
—No. Vamos a entrar.
—Chachi. —Observó el edificio y comprobó el cargador de su 38—. Gracias a
Dios que tengo permiso de armas.
—Vaya que sí —dije, saliendo del coche—. Lo mejor que puedes hacer nada más
entrar es dispararle a la máquina de discos.
www.lectulandia.com - Página 48
Cuando entramos, a Simone no se la veía por ningún lado. Eso resultaba evidente
porque nada más aparecer nosotros se interrumpió toda la actividad.
Yo llevaba tejanos, una camisa a juego y una gorra de béisbol. Mi cara mostraba
los efectos de una discusión con un perro de presa, y la prenda que cubría mi pistola
era una vieja chaqueta militar. O sea, que no desentonaba lo más mínimo.
Angie llevaba una chaqueta de rugby de color azul oscuro con mangas blancas de
cuero sobre una holgada camiseta de algodón blanco que caía sobre unas mallas.
¿A que no adivináis a quién de los dos estaban mirando?
Contemplé a Angie. New Bedford tampoco está tan lejos de aquí. El bar de Big
Dan está en New Bedford. Ahí es donde un montón de tíos tumbaron a una chica en
una mesa de billar y se lo pasaron bomba con ella mientras el resto de la clientela les
jaleaba. Observé a los parroquianos de este bar —una mezcla de paletos del este,
chusma blanca, obreros recién llegados del tercer mundo, algunos portugueses y un
par de negros—, todos ellos pobres, hostiles y con ganas de demostrar su mala leche.
Probablemente, venían aquí porque lo de Big Dan estaba cerrado. Volví a mirar a
Angie. No estaba preocupado por ella, pero me preguntaba qué sería de mi negocio si
mi socia les volaba los cojones a unos cuantos borrachos de Lansington. No podía
asegurarlo, pero algo me decía que no podríamos conservar el despacho en la iglesia.
El recinto era más grande de lo que parecía desde el exterior. A mi izquierda,
justo antes de la barra, había una angosta escalera de madera sin pulir. La barra,
situada a la izquierda del local, se extendía hasta casi el centro. Frente a ella había
unas cuantas mesas para dos personas pegadas a la pared. Pasada la barra, el lugar se
expandía, permitiendo atisbar máquinas de video y de millón a la izquierda y la
esquina de una mesa de billar a la derecha. Una mesa de billar. Impresionante.
El sitio estaba entre medio lleno y abarrotado. Todo el mundo llevaba una gorra
de béisbol, incluyendo a lo que quise creer que eran mujeres. Algunos tomaban
cócteles, pero la inmensa mayoría se dedicaba a la ingesta de cerveza Budweiser.
Nos acercamos a la barra y la gente volvió a sus asuntos, o lo simuló.
El camarero era un tipo joven, bien parecido y teñido de rubio, pero si estaba
trabajando allí es que era de la zona. Me dedicó una sonrisita. Acto seguido, obsequió
a mi socia con una sonrisa de tal calibre que, comparada con la mía, daba la
impresión de que le iban a explotar los labios.
—Hola. ¿Qué os pongo? —Se acodó en la barra y clavó sus ojos en los de Angie.
Dijo mi socia:
—Dos Budweiser.
—Será un placer —repuso Rubiales.
—No lo dudo —remató Angie, sonriendo.
Siempre hace esas cosas. Coquetea con todo el mundo menos conmigo. Si no
fuera porque soy de una entereza admirable, esa actitud me deprimiría.
www.lectulandia.com - Página 49
Pero esa noche, algo es algo, me sentía afortunado. Lo comprobé cuando se acabó
la canción de Bon Jovi. Mientras Rubiales iba a por las cervezas, me puse a mirar la
escalera. En lo que se entiende en los bares por un momento de silencio, pude oír a
gente que se movía por encima de mí.
Cuando Rubiales colocó las dos cervezas delante de Angie, yo le pregunté:
—¿Tenéis puerta trasera en este sitio?
Giró la cabeza lentamente en mi dirección, mirándome como si acabara de pisarle
un callo.
—Pues sí —dijo con extremada lentitud, y señaló con la cabeza en dirección a la
mesa de billar. Atravesando la cortina de humo que había al fondo, conseguí ver la
citada puerta. El tipo había vuelto a concentrarse en Angie, pero consiguió farfullar
por la comisura: «¿Qué, planeando pegar un palo en el local?»
—No —respondí mientras buscaba entre las tarjetas que llevaba en la cartera la
adecuada—. Lo que planeo es enviarte una citación judicial por quebrantar la ley de
edificios públicos, sopla-pollas.
Dejé sobre la barra la tarjeta que ponía «Lewis Prine, inspector municipal». El
pobre Lewis, en cierta ocasión, cometió el error de dejarme solo en su despacho.
Rubiales dejó de mirar a Angie, aunque era evidente que le costaba. Se apartó un
poco de la barra y contempló la tarjeta.
—Tíos, ¿vosotros no lleváis credenciales o algo así?
También tenía una de esas cosas. Lo bueno de las placas es que la mayoría
resultan idénticas a ojos de gente poco preparada, así que no tengo que ir por ahí con
cincuenta distintas. Se la enseñé brevemente y me la guardé de nuevo en el bolsillo.
—¿Sólo hay una puerta trasera? —le pregunté.
—Sí —respondió nervioso—. ¿Por qué?
—¿Que por qué? ¿Que por qué?¿Dónde está el dueño?
—¿Cómo?
—El dueño. Que dónde está el dueño.
—¿Bob? Ya se ha ido a casa.
Seguía estando de suerte. Le seguí apretando las tuercas:
—A ver, chaval, ¿cuántos pisos hay aquí?
Me miró como si le acabara de preguntar por la densidad atmosférica de Plutón.
—¿Pisos? Eh... dos. Tenemos dos. Lo de arriba son habitaciones.
—Dos —repetí mostrando en mi rostro un gran desagrado moral—. Dos pisos y
las únicas salidas están en el primero.
—Sí —concedió.
—¿Sí? ¿Y cómo se supone que van a salvar el pellejo los de arriba si hay un
incendio?
—¿Saltando por la ventana? —sugirió.
www.lectulandia.com - Página 50
—Saltando por la ventana. —Meneé la cabeza en señal de estupor ante su
desfachatez—. ¿Qué me dirías si te subo ahí arriba, abro una ventana y te tiro por ella
para ver en qué estado llegas al suelo? Saltando por la ventana... ¡Por el amor de
Dios!
Angie cruzó las piernas y se dedicó a disfrutar del espectáculo mientras seguía
dándole a la cerveza.
—Bueno... —entonó Rubiales.
—¿Bueno, qué?. —le interrumpí.
Miré a Angie en plan «prepárate». Ella alzó las cejas y se acabó la cerveza de un
trago.
—Muchacho —le dije al camarero—, hoy te vas a enterar de lo que vale un peine.
Atravesé el local hasta llegar a la pared, y una vez allí tiré de la alarma de
incendios.
Nadie salió corriendo al oírla. La verdad es que nadie se movió de su sitio. Se
limitaron a girar la cabeza y quedárseme mirando. A lo sumo, parecían un tanto
molestos.
Pero en el segundo piso nadie podía saber si había un incendio o no. Los bares
siempre huelen a humo.
Una mujer más bien corpulenta, con una sábana más bien pequeña sobre su
cuerpo desnudo, y un tío canijo aún más despelotado fueron los primeros en aparecer.
Apenas si observaron a la concurrencia antes de salir pitando por la puerta: parecían
conejos en plena temporada de caza.
Luego aparecieron dos chavales. De unos dieciséis años, con un poco de acné.
Seguro que se habían registrado como el señor y la señora Smith. Se quedaron
pegados a la pared en cuanto dejaron atrás las escaleras, mirándonos a todos con
expresión aterrorizada.
Y de repente, ahí estaba Simone, claramente irritada, en busca del responsable del
desaguisado. Sus ojos se plantaron en Rubiales, luego recorrieron la infame turba y,
finalmente, descansaron en mí. La miré, pero mi vista fue un poco más allá,
concentrándose en un punto que estaba justo encima de su hombro.
Descubriendo a Jenna Angeline.
Angie desapareció de mi lado y fue hasta la esquina, al lado opuesto de la pared.
Yo me quedé esperando, mirando fijamente a Jenna Angeline hasta que sus ojos,
finalmente, coincidieron con los míos. Esos ojos eran la viva imagen de la
resignación. Ojos viejos, muy viejos. Castaños y adormecidos, demasiado
maltratados como para expresar temor. O alegría. O vida. Por un instante, algo pasó a
través de ellos, y supe que me había reconocido. No a mí personalmente, sino a lo
que representaba. Yo no era más que otro modelo de poli, de inspector de hacienda,
de casero o de patrón. Yo era la autoridad, y estaba ahí para decidir algo que a ella le
www.lectulandia.com - Página 51
afectaría, tanto si le parecía bien como si no. Me reconoció nada más verme.
Angie había encontrado los cables principales, y el berrido de la sirena
desapareció en un segundo.
Ahora yo era el centro de atención, y sabía que iba a encontrar resistencia, por lo
menos entre las hermanas Angeline. Todo el mundo excepto ellas, el camarero y un
tipo tirando a gordo y con pinta de ex jugador de rugby situado a mi derecha,
desapareció tras una cortina de gasa. El ex jugador parecía estar tomando carrerilla y
Rubiales tenía la mano debajo del mostrador. Ninguna de las hermanas Angeline
parecía albergar la menor intención de salir de allí sin la ayuda de una grúa.
La voz me salió alta y rasposa cuando dije:
—Jenna, necesito hablar con usted.
Simone agarró a su hermana del brazo y le dijo:
—Venga, Jenna, vámonos.
Y empezó a tirar de ella hacia la salida.
Meneando la cabeza, me planté ante la puerta, con la mano ya metida en la
chaqueta, mientras el jugador de rugby se ponía en movimiento. Otro héroe. Con toda
probabilidad, bombero voluntario. Su mano derecha avanzaba hacia mi hombro y su
boca estaba abierta. De ella salía una voz grosera que decía: «Oye, capullo, a ver si
dejas en paz a esas mujeres». Antes de que me cayera el golpe, saqué la mano de la
chaqueta, le retorcí el brazo y le puse la pistola en la boca.
—¿Decía usted algo? —le pregunté mientras le apretaba el labio superior con el
cañón del arma.
Se quedó mirando el revólver y no dijo ni pío.
No moví la cabeza, seguía teniendo la vista clavada en el recinto, mirando a todo
aquel que me mirara a mí. Sentía a mi lado la presencia de Angie, con la pistola
dispuesta y la respiración entrecortada. Dijo:
—Jenna, Simone, quiero que suban al coche y se dirijan a su casa en Wickham.
Nosotros iremos justo detrás de ustedes, y si intentan despistarnos, les aseguro que
nuestro coche corre mucho más que el suyo y que podemos acabar conversando en
alguna cuneta.
Miré a Simone:
—Si quisiera hacerle daño, a estas horas ya estaría muerta.
Simone hizo algún gesto de esos que sólo una hermana puede reconocer, pues
Jenna le puso una mano en el brazo y le dijo:
—Hagamos lo que nos dicen, Simone.
Angie abrió la puerta a mi espalda. Jenna y Simone pasaron junto a mí y salieron
al exterior. Contemplé a Jugador de Rugby, le planté la pistola en la jeta y lo empujé
hacia atrás. Notaba el peso del arma en el brazo, los músculos que empezaban a
dolerme, la mano que se iba poniendo rígida y el sudor que me salía de todos los
www.lectulandia.com - Página 52
poros del cuerpo.
Jugador de Rugby se me quedó mirando y supe que estaba considerando la
posibilidad de volver a hacerse el héroe.
Esperé. Bajé el arma y dije:
—Adelante, hombre.
Intervino Angie:
—Déjalo ya. Vámonos.
Me agarró del codo y salimos del bar, de espaldas, hacia la noche.
www.lectulandia.com - Página 53
9
—Siéntate, Simone. Por favor.
Todo lo que Jenna decía adquiría un tono de súplica.
Llevábamos diez minutos en la casa, dedicados a lidiar con el ego de Simone.
Hasta el momento, ya había intentado echarme dos veces, y ahora se dirigía hacia el
teléfono.
—Nadie va a entrar en mi casa a decirme lo que tengo que hacer —le dijo a
Jenna, y luego miró a Angie—. Y nadie me va a disparar con los vecinos ahí arriba,
bien despiertos. —Empezaba a creérselo cuando llegó junto al teléfono.
—¿A quién va a llamar, Simone? —le dije—. ¿A la policía? Perfecto.
Jenna le dijo:
—Suelta el teléfono, Simone. Por favor.
Angie estaba aburrida e inquieta. La paciencia no es una de sus muchas virtudes.
Fue hasta la pared y desenchufó el cable del teléfono.
Yo cerré los ojos y los volví a abrir.
—Jenna, soy un investigador privado, y antes de que nadie decida nada tengo que
hablar con usted.
Simone contempló el teléfono, luego a Angie y a mí y, finalmente, a su hermana.
Le dijo: «Vete a la cama, muchacha», y se sentó en el sofá.
Angie se sentó a su lado.
—Tiene usted una casa muy bonita.
Era verdad. El apartamento era pequeño y no había mucho que ver en el exterior,
pero no se podía negar que Simone tenía buen gusto. El suelo tenía parqué y la
madera estaba reluciente. El sofá en el que reposaban Simone y Angie era de un
cremoso color claro y lucía un almohadón enorme que mi socia se moría de ganas de
abrazar. Jenna se sentó en una silla de caoba a la derecha del sofá y yo me apoyé en
una idéntica que había frente a ella. A algo más de un metro de las ventanas, el suelo
ascendía unos doce centímetros, creando un acogedor repecho en el que sentarse a
mirar la calle sobre unos almohadones. Al lado había un pequeño mueble de madera
para almacenar revistas, una maceta colgada en la pared y la mesita del teléfono. Una
estantería recorría la pared situada a la espalda de Jenna, donde pude atisbar
poemarios de Nikki Giovanni, Maya Angelou, Alice Walker y Amiri Baraka, así
como novelas de Baldwin, Wright, García Márquez, Toni Morrison, Pete Dexter,
Walker Percy y Charles Johnson.
Miré a Simone:
—¿A qué colegio fue?
—Tuskegee —me dijo, algo sorprendida.
—Buena escuela. —Un amigo mío estuvo ahí un año, jugando al rugby, hasta que
www.lectulandia.com - Página 54
se dio cuenta de que no era lo bastante bueno—. Bonita colección de libros.
—¿Le sorprende que los negratas sepan leer?
Suspiré:
—Ya está bien, Simone —le dije, y luego me dirigí a Jenna—. ¿Por qué abandonó
su trabajo?
—La gente lo hace a diario —repuso ella.
—Eso es cierto, ¿pero usted por qué dejó el suyo?
—Ya no quería seguir trabajando para ellos. Así de fácil.
—¿Tan fácil como saquear sus archivos?
Jenna pareció confusa. Igual que Simone. Puede que de verdad lo estuvieran, pero
también es verdad que si Jenna había robado los expedientes, lo mejor que podían
hacer era poner cara de no saber de qué se les estaba hablando. Eso hizo Simone a
continuación:
—¿De qué cojones está hablando?
Jenna me miraba con decisión mientras se iba retorciendo la tela de la falda.
Estaba dándole vueltas a algo y, por un momento, la inteligencia que iluminó sus ojos
barrió su preocupación como una ola a una barquilla. Duró poco.
—Simone —dijo—, me gustaría hablar unos minutos a solas con este señor.
A Simone no le gustó la sugerencia de su hermana, pero al cabo de un par de
minutos se fue con Angie a la cocina. Simone tenía una voz fuerte e infeliz, pero
Angie tiene mucha mano con los bocazas y los desgraciados. Es lo que tiene un
matrimonio lleno de ataques de ira arbitrarios, celos infundados y acusaciones
repentinas: aprendes a lidiar con la hostilidad ajena en espacios pequeños. A la hora
de tratar con quejicas o energúmenos de todo tipo —esos que siempre se ven a sí
mismos como víctimas de una amplia conspiración para amargarles la vida y que, una
de dos, o no son nada razonables o tienen una rabia de lo más previsible—, la mirada
de Angie pierde su brillo, la cabeza y el cuerpo se convierten en los de una estatua y
el quejica o el energúmeno de turno se desahoga hasta que esa mirada les obliga a
balbucear, a enflaquecer, a agotarse. O te apaciguas ante la calma del asunto, dándote
cuenta de que no te comportas como un adulto responsable, o te sublevas contra la
evidencia y te niegas a ti mismo, que es lo que hace Phil. Sé de lo que hablo: yo
también he sido el objetivo de esa mirada en un par de ocasiones.
En el salón, Jenna mantenía los ojos clavados en el suelo, y si seguía retorciendo
esa falda, el tejido empezaría a desintegrarse. Dijo:
—¿Por qué no me dice qué ha venido a buscar?
Consideré la situación. Ha habido gente que ha conseguido engañarme. Muchas
veces. Parto de la base de que todo el mundo miente hasta que se demuestre lo
contrario, y por regla general acierto. Pero de vez en cuando, me fío de alguien y
acabo descubriendo las patrañas al cabo de un tiempo, habitualmente de manera
www.lectulandia.com - Página 55
dolorosa. Jenna no me pareció una mentirosa. No parecía alguien que oculta algo,
pero a menudo esa gente acaba siendo más falsa que el beso de Judas.
—Hay ciertos documentos que obran en su poder —le dije extendiendo los brazos
con las palmas de las manos hacia arriba—. Me han contratado para recuperarlos. Así
de fácil.
—¿Unos documentos? —dijo como si escupiera—. Unos documentos. Maldita
sea.
Se levantó, empezó a dar vueltas por el apartamento y, de repente, pareció más
fuerte que su hermana y mucho más decidida. Ya no le resultaba difícil mirarme a la
cara. Tenía los ojos duros y enrojecidos; y me di cuenta, una vez más, de que la gente
no nace triste y maltratada, sino que se convierte en eso.
—Déjeme que le diga algo, señor Kenzie. —Me señaló con un dedo
absolutamente rígido—. Eso de «documentos» es una palabra de lo más divertida...
—Volvía a tener la cabeza baja y daba vueltas en círculo, como si sólo ella pudiera
ver los límites de su espacio—. Documentos —repitió—. Pues bueno, llámeles como
quiera. Sí, señor. Llámeles como se le antoje.
—¿Y usted cómo los llamaría, señora Angeline?
—No estoy casada.
—De acuerdo. ¿Cómo los llamaría usted, señorita Angeline?
Se me quedó mirando mientras todo su cuerpo empezaba a temblar de rabia. El
rojo de sus ojos se había oscurecido, y el mentón estaba lanzado hacia delante en
señal de desafío. Me dijo:
—Durante toda mi vida, nunca nadie me ha necesitado. ¿Sabe a qué me refiero?
Me encogí de hombros.
—Necesitar —dijo—. Nadie nunca me ha necesitado. Han necesitado de mis
servicios, eso sí. Durante unas horas, puede que una semana, la gente me dice:
«Jenna, limpia la habitación 105», o «Jenna, vigílame la tienda», o si se ponen tiernos
igual me dicen: «Jenna, cariño, ven aquí y hazme unas caricias». Pero luego, cuando
ya no me necesitan, vuelvo a ser parte del mobiliario. Les da lo mismo que esté o que
no esté. La gente siempre puede encontrar a alguien que les limpie, que les vigile el
negocio o que se acueste con ellos.
Volvió junto a su silla y se puso a rebuscar en el bolso hasta dar con un paquete
de cigarrillos.
—Llevaba diez años sin fumar... Me volví a enganchar hace unos días. —
Encendió un pitillo y lanzó una nube de humo que pareció invadir la pequeña
habitación—. No hay ningún documento, señor Kenzie. ¿Lo entiende? No hay
documentos de ningún tipo.
—¿Entonces qué...?
—Hay cosas. Lo que hay son cosas.
www.lectulandia.com - Página 56
Asintió con la cabeza, como dándose la razón a sí misma, bajó el cigarrillo como
si estuviera rasgando el aire y volvió a dar vueltas.
Me adelanté un poco en el asiento, con la cabeza siguiendo a Jenna como si
estuviera en Wimbledon.
—¿Qué cosas, señorita Angeline?
—Mire, señor Kenzie —dijo como si no me hubiera oído—, de repente, todos me
buscan, contratan a gente como usted y, probablemente, a gente mucho peor que
usted, y todo el mundo intenta encontrar a Jenna, hablar con Jenna, hacerse con lo
que tiene Jenna. De repente, todo el mundo necesita a Jenna. —Atravesó la sala
rápidamente en dirección a mí, apretando los dientes y con el cigarrillo apuntando a
mi cabeza cual cuchillo de carnicero—. Nadie me va a quitar lo que tengo, señor
Kenzie. ¿Me oye? Nadie. Excepto aquel a quien yo decida dárselo. He tomado una
decisión. Conseguiré lo que quiero. Yo también puedo utilizar a los demás. Enviar a
alguien a la tienda en mi lugar, tal vez. Que la gente trabaje para mí, para variar. Ver
cómo se convierten en muebles cuando ya no los necesito para nada. —Me apuntó al
ojo con el cigarrillo ardiente—. Soy Jenna Angeline y yo decido. —Se echó un poco
hacia atrás y dio una calada al pitillo—. Y lo que tengo no está en venta.
—¿Entonces para qué lo quiere?
—Para que se haga justicia —declaró a través de un torrente de humo—. A lo
grande. Hay gente que lo va a pasar muy mal, señor Kenzie.
Le miré la mano, que temblaba tanto que el cigarrillo iba de arriba abajo cual
tabla de surf abandonada en el mar. Podía sentir la angustia en su voz —un sonido
rasgado, ligeramente hueco— y ver sus efectos en su rostro. Jenna Angeline estaba
hecha polvo. No era más que un corazón latiendo muy rápido dentro de un caparazón
disfrazado de cuerpo. Estaba asustada, cansada, enfadada y dispuesta a aullarle al
mundo, pero a diferencia de la mayor parte de la gente en una situación similar, era
peligrosa porque tenía algo que, por lo menos en lo que a ella respectaba, le
devolvería algo de todo lo que esta vida le había arrebatado. Pero la vida,
habitualmente, no funciona así, y las personas como Jenna son bombas de relojería:
puede que se lleven a unos cuantos por delante, pero también acaban en el infierno.
Yo no quería que le pasara nada malo a Jenna, pero al mismo tiempo estaba
convencido de que no me iba a dejar arrastrar por su autodestrucción. Le dije:
—Jenna, tengo un problema: a estos asuntos les llamamos «encontrar y llamar».
Para eso me pagan, para que la encuentre a usted, llame por teléfono a mi cliente y
pueda irme a casa con mi dinerito. Una vez he hecho la llamada, ya estoy fuera del
tema. Por lo general, el cliente recurre a la ley, soluciona la cosa en persona o lo que
sea. Pero yo no me quedo ahí para ver cómo acaba todo. Yo soy como...
—Como un perro —me interrumpió—. Usted va por ahí con la nariz pegada al
suelo, olisqueando entre los matojos y las cagadas calientes hasta que encuentra al
www.lectulandia.com - Página 57
zorro. Luego se aparta y deja que los cazadores lo maten. —Apagó el cigarrillo.
No era la analogía que yo hubiese escogido, pero no se alejaba mucho de la
realidad, aunque resultara ofensiva. Jenna se arrellanó en el asiento, me miró y yo le
sostuve esa mirada oscura. En sus ojos se apreciaba una mezcla de terror y coraje
propia de un gato acorralado. Era la mirada de alguien que no está seguro de estar a la
altura de las circunstancias, pero que ha decidido que la única vía de escape es hacia
delante. Es la mirada de un alma que se desmorona y trata de recuperarse para
exhalar su último y necesario suspiro. Nunca he visto esa mirada en los ojos de gente
como Sterling Mulkern, Jim Vurnan o Brian Paulson. Nunca la vi en el rostro del
Héroe, ni en el de un presidente o un empresario. Pero la he visto en la cara de
muchas otras personas.
—Jenna, ¿por qué no me dice lo que usted cree que debo hacer?
—¿Quién le contrató?
Negué con la cabeza.
—Da igual. O fue el senador Mulkern o fue Socia, y Socia le habría dicho que me
pegara un tiro, así que sólo puede tratarse de Mulkern.
¿Socia?
—¿Socia tiene alguna relación con Roland? —pregunté.
Podría haberle dado en toda la cabeza con un martillo pilón y no se habría
alterado tanto. Cerró un momento los ojos y su cuerpo se agitó.
—¿Qué sabe usted de Roland? —inquirió.
—Que es un mal bicho.
—Manténgase alejado de él —advirtió—. ¿Me ha oído? Ni se le acerque.
—Todo el mundo me dice lo mismo.
—Pues por algo será.
—¿Quién es Roland? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Vale. ¿Quién es Socia?
Otro cabezazo horizontal.
—Jenna, no puedo ayudarla si...
—No le estoy pidiendo ayuda —me interrumpió.
—Muy bien —dije.
Me levanté, caminé hacia el teléfono, lo volví a enchufar y empecé a marcar un
número.
—¿Qué está haciendo? —me preguntó Jenna.
—Llamar a mi cliente —repuse—. Hable usted con él. Yo ya he hecho lo que me
tocaba.
—Espere —me dijo.
Negué con la cabeza.
www.lectulandia.com - Página 58
—Con Sterling Mulkern, por favor.
Una voz grabada me estaba informando de la hora que era cuando Jenna
desenchufó de nuevo el teléfono. Me di la vuelta y me la quedé mirando.
—Tiene que confiar en mí —dijo.
—Ni hablar. Lo que puedo hacer es dejarla aquí y ponerme a buscar un teléfono
público.
—¿Y si...?
—¿Y si qué? Mire, señora, tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo
con usted. ¿Guarda un as en la manga? Pues sáquelo.
—¿Qué clase de documentos se supone que anda buscando? —preguntó.
¿Para qué mentir?
—Corresponden a una próxima ley.
—¿Ah, sí? Señor Kenzie, le informo de que le han engañado. Lo que obra en mi
poder no tiene nada que ver con las leyes, con la política o con el Gobierno del
Estado.
En esta ciudad, todo tiene algo que ver con la política, pero lo dejé pasar.
—¿Y entonces de qué...? A la mierda. ¿Qué es lo que obra en su poder, señorita
Angeline?
—Tengo ciertas cosas guardadas en una caja de seguridad en Boston. Si usted
quiere saber de qué van, venga conmigo, cuando estén abiertos los bancos, y a ver
qué me dice.
—¿Y por qué haría yo algo así? —pregunté—. ¿Por qué no debería llamar ahora
mismo a mi cliente?
Respondió:
—Creo que conozco muy bien a la gente, señor Kenzie. Puede que yo sea una
negra sin muchas habilidades, pero de ésa es la única de la que estoy segura. Y
usted... Bueno, puede que no le importe hacer de perro de vez en cuando, pero algo
me dice que no es ningún chico de los recados.
www.lectulandia.com - Página 59
10
Dijo Angie:
—¿Pero tú te has vuelto loco?
Fue un susurro de lo más ácido. Estábamos sentados en el antepecho de la
ventana, mirando a la calle. Jenna y Simone se encontraban en la cocina,
probablemente manteniendo una conversación similar.
—¿No te gusta la idea? —le pregunté.
—No —repuso—. No me gusta.
—Por doce horas más o menos no va a pasar nada.
—Y una mierda, Patrick, esto es de idiotas. Nos contrataron para encontrarla y
llamar a Mulkern. Pues vale, ya la hemos encontrado. Ahora deberíamos hacer
nuestra llamadita y marcharnos a casa.
—Yo creo que no.
—¿Tú crees que no? —siseó—. Mira qué bien. Pues resulta que tú no eres el
único elemento de esta ecuación. Somos socios.
—Ya lo sé, pero...
—¿Lo sabes? Yo también tengo una licencia, ¿recuerdas? Pude que tú empezaras
con la agencia, pero yo también le he echado horas. A mí también me han disparado y
me han pegado, y yo también me he chupado vigilancias de cuarenta y ocho horas.
Yo soy la que se trabajó al fiscal general para que empapelara a Bobby Royce. Yo
también tengo algo que decir aquí. Soy el cincuenta por ciento de la empresa.
—¿Y qué es lo que tienes que decir?
—Que todo esto es una chorrada. Que hay que hacer lo que nos pagaron para
hacer y largarnos a casa.
—Pues lo que yo tengo que decir... —Me corregí a tiempo—: Lo que yo te pido
es que confíes en mí y me des de tiempo hasta mañana. Joder, Angie, si no hay más
remedio que esperar. Mulkern no va a salir de la cama a estas horas de la noche para
venirse hasta Wickham.
Le dio vueltas a eso. Su piel aceitunada adoptaba un tono de color café, gracias a
la penumbra de la habitación, y sus labios formaban un pequeño mohín.
—Puede ser —dijo—. Puede ser.
—¿Entonces cuál es el problema? —dije empezando a levantarme.
Me agarró de la muñeca.
—No tan rápido, muchacho.
—¿Qué pasa?
—Tu lógica mola, Patinazo. El problema lo tengo con tus motivos.
—¿Qué motivos?
—Explícamelos tú.
www.lectulandia.com - Página 60
Me volví a sentar, suspirando. La miré y puse mi mejor cara de «a mí que me
registren».
—No creo que nos haga ningún daño averiguar todo lo que podamos si se nos
presenta la oportunidad. Ése es mi único motivo.
Meneó la cabeza lentamente, contemplándome con una mezcla de vehemencia y
tristeza. Se pasó una mano por el pelo, dejando que los mechones se le desplomaran
sobre la frente.
—Esa mujer no es un gatito abandonado bajo la lluvia, Patrick. Es una adulta que
ha cometido un delito.
—No estoy del todo seguro —apunté.
—En cualquier caso, eso es irrelevante. No somos asistentes sociales.
—¿Adónde quieres ir a parar, Angie? —Me estaba empezando a hartar.
—Creo que no estás siendo honesto contigo mismo. O conmigo. —Se levantó—.
Si insistes, haremos las cosas a tu manera. No creo que importe mucho. Pero ten
presente una cosa.
—¿A saber?
—Cuando Jim Vurnan nos pidió que aceptáramos el trabajo, fui yo quien quiso
rechazar la oferta. Y tú fuiste el que dijo que trabajar para Mulkern y para la gente de
su cuerda no representaría ningún problema.
—Y sigo pensando lo mismo —dije.
—Eso espero, Patrick, porque no nos va tan puñeteramente bien como para
cagarla en un asunto como éste.
Angie abandonó la habitación en dirección a la cocina.
Contemplé mi reflejo en el cristal de la ventana. Él tampoco parecía muy
satisfecho conmigo.
Aparqué delante de la casa, justo ante las ventanas, para poder vigilar el coche.
No habían robado, ni roto ni rayado nada, por lo que le di las gracias a la divinidad
que vela por el bienestar de los automóviles.
Angie salió de la cocina y llamó a Phil para decirle que pasaría la noche fuera, lo
cual dio origen a una bronca monumental por parte de éste, cuya voz clamaba a
través del receptor acerca de sus putas necesidades, joder. Angie adoptó una
expresión ausente, apoyó el teléfono en el regazo y cerró los ojos durante unos
instantes.
—¿Me necesitas? —preguntó.
Negué con la cabeza y repuse:
—Te veo mañana en el despacho, a eso de las diez.
Volvió a su conversación con una voz tan suave y lenitiva que me dieron náuseas.
Colgó poco después y se marchó.
www.lectulandia.com - Página 61
Comprobé que no hubiera ningún teléfono más y atranqué la puerta de atrás para
que nadie pudiese abrirla sin hacer ruido. Ocupé el asiento de la ventana y me puse a
escuchar la vida doméstica. A través de la pared del dormitorio, podía oír cómo Jenna
seguía intentando explicarle a su hermana el trato al que había llegado conmigo.
Un poco antes de eso, Simone había lanzado algunos graznidos relativos al
secuestro y otros delitos federales, aportando un montón de datos legales sacados de
La ley de Los Angeles. Parecía al borde del colapso mientras farfullaba sobre
«encarcelamiento a la fuerza» o alguna tontería semejante, así que le aseguré que la
alternativa a mi control de la situación consistiría en una eficaz ejecución legal de los
asuntos de su hermana a cargo de Sterling Mulkern y compañía. Eso la silenció.
Las voces en el dormitorio se apagaron, y unos minutos después oí abrirse la
puerta y vi aparecer el reflejo de Jenna en la ventana frente a la que yo me hallaba.
Llevaba una camiseta enorme y unos viejos pantalones de chándal de color gris, y se
había quitado el maquillaje de la cara. Sostenía en la mano dos latas de cerveza y,
cuando me di la vuelta, me dio una.
—Le prometí a mi hermana que compraría más —dijo.
—No lo dudo.
Jenna sonrió y se sentó frente a mí, junto a la ventana.
—Me dijo que le dijera que se mantuviera alejado de su nevera. No quiere que le
toque la comida.
—Lo comprendo. —Abrí la lata de cerveza—. Aunque igual, cuando ustedes se
duerman, me da por cambiar las cosas de sitio, sólo por joder.
Jenna tomó un sorbo de su lata.
—Simone es una buena chica. Está enfadada, eso es todo.
—¿Con quién?
—La lista es larga. Con el mundo en general, supongo. Y con los blancos en
particular.
—Me temo que no estoy haciendo gran cosa para mejorar su impresión.
—La verdad es que no.
Parecía casi serena sentada ahí, en la ventana, con la cabeza apoyada en el marco
y la cerveza en el regazo. Sin maquillaje, curiosamente, parecía más joven, menos
agotada. Puede, incluso, que alguna vez fuera una mujer atractiva, de esas que los
hombres observan con atención cuando se las cruzan por la calle. Intenté imaginarla
así —una Jenna Angeline joven, con la cara brillante de optimismo porque era joven
y se hacía la ilusión de que su juventud y su belleza le garantizaban un buen futuro—,
pero no lo logré. El tiempo había sido excesivamente cruel con ella.
—Su socia tampoco parecía muy contenta —dijo.
—No lo estaba. Si de ella dependiera, habríamos hecho nuestra llamada y ya
estaríamos en casa.
www.lectulandia.com - Página 62
Asintió y le dio otro trago a la cerveza. Meneó ligeramente la cabeza.
—Simone —dijo—. A veces no entiendo a esa chica.
—¿Qué es lo que hay que entender? —pregunté.
—Todo ese odio —repuso—. ¿Me explico?
—Hay mucho que odiar ahí afuera.
—Ya lo sé. Créame, lo sé. Hay tanto que no queda más reme dio que escoger.
Tienes que ganarte el odio. Pero Simone lo odia todo en general. Y a veces...
—¿A veces qué?
—A veces tengo la impresión de que se dedica a odiar porque no sabe hacer nada
más. Quiero decir, yo tengo buenos motivos para odiar lo que odio, créame. Pero
ella... No estoy segura de que...
—¿De que se lo haya ganado?
Asintió.
—Exactamente.
Le di unas vueltas al tema. No me veía capaz de llevarle la contraria. Desde que
empecé a trabajar en esto, he aprendido lo mío acerca de la capacidad de odiar.
Jenna tomó otro sorbo de cerveza.
—Yo creo que el mundo te va a dar un montón de motivos para estar enfadado, te
pongas como te pongas. Amargarse antes de comprobar en tus carnes lo que la vida
puede hacerte si se lo propone, me parece... Bueno, cosa de tontos.
—Tiene toda la razón —concluí llevándome la lata a los labios.
Jenna me dedicó una pequeña sonrisa, brindó por mí con su cerveza y me di
cuenta de algo que había descubierto nada más ver su foto: que me caía bien.
Se acabó la cerveza un par de minutos después y se fue a la cama tras despedirse
de mí con un discreto saludo.
La noche transcurrió con lentitud y yo me moví mucho en el asiento, deambulé un
poco por el salón y me dediqué a vigilar el coche. Angie estaba en casa a esas horas,
dando unos pasitos más de esa grotesca danza del dolor en que se había convertido su
matrimonio. Una palabra zafia, un par de bofetadas, unos cuantos reproches a gritos y
a la cama hasta el día siguiente. Cosas del amor. Volví a preguntarme qué hacía con
él, qué es lo que conseguía que una persona de su inteligencia y sus valores aguantara
toda esa mierda, pero estaba incurriendo en una absurda moralina, así que me puse la
mano en el abdomen, sobre la cicatriz, y eso me recordó una vez más el precio del
amor en su forma menos idealizada.
Gracias, papá.
Sentado en el callado y oscuro salón, recordé también mi propio matrimonio, que
duró cosa de un minuto y medio. Angie y Phil, por lo menos, se entregaban al amor
que compartían, por retorcido que fuera, algo que René y yo nunca hicimos. Lo único
que mi matrimonio me enseñó del amor es que se acaba. Y mientras contemplaba la
www.lectulandia.com - Página 63
calle vacía desde la ventana de Simone Angeline, me di cuenta de que si me va bien
en el trabajo es porque a las tres de la mañana, cuando todo el mundo duerme, yo sigo
trabajando porque no tengo nada mejor que hacer.
Hice unos solitarios y le dije a mi estómago que no estaba hambriento. Consideré
la posibilidad de asaltar el frigorífico de Simone, pero pensé que igual le había puesto
una trampa; bastaría con tocar un cable mientras buscaba la mostaza para que se me
clavara un dardo en la cabeza.
El alba llegó con una línea borrosa y levemente dorada que empezó a devorar el
negro manto de la noche. Luego sonó un despertador en la habitación contigua, y no
tardé mucho en escuchar el agua de la ducha. Me estiré hasta oír el satisfactorio
crujido de huesos y músculos, y acto seguido llevé a cabo mis cotidianos ejercicios
gimnásticos: cincuenta estiramientos y cincuenta flexiones. Para cuando acabé, ya
había tenido lugar el segundo turno en el cuarto de baño y las dos hermanas estaban
plantadas ante la puerta, dispuestas a salir.
Me preguntó Simone:
—¿Ha cogido algo de la nevera?
—No —repuse—, pero igual me he liado y la he confundido con el retrete. Estaba
muy cansado. ¿Suele usted guardar la verdura en el retrete?
Pasó de mí y se fue a la cocina. Jenna se me quedó mirando y meneó la cabeza.
—Seguro que era usted el gracioso de la clase —dijo.
—El sentido del humor se mantiene a cualquier edad — le aseguré, y ella apuntó
al techo con los ojos.
Simone tenía un trabajo, así que yo me había pasado la noche pensando en si
debería dejarla acudir a él. Al final llegué a la conclusión de que, como no había
observado en ella ningún tipo de tendencia homicida hacia su hermana, lo más
probable es que mantuviese la boca cerrada.
Mientras nos encontrábamos en el porche esperando que se fuera, le pregunté a
Jenna:
—¿Ese tal Socia sabe de la existencia de Simone?
Jenna se estaba poniendo un jersey ligero, aunque la temperatura se acercaba a los
treinta grados y sólo eran las ocho de la mañana.
—Se conocieron hace mucho tiempo, en Alabama.
—¿Cuánto hace que ella se vino para el norte?
Se encogió de hombros.
—Un par de meses —dijo.
—¿Y está usted segura de que Socia no sabe que está aquí?
Me miró como si yo estuviera drogado.
—Si Socia lo supiera, ya estaríamos muertas las dos.
Caminamos hasta mi coche y Jenna se dedicó a estudiarlo mientras yo abría la
www.lectulandia.com - Página 64
puerta.
—Usted nunca ha acabado de crecer del todo, ¿verdad, Kenzie?
Y yo que pensaba que el coche siempre conseguía impresionar a la gente...
www.lectulandia.com - Página 65
sección femenina de las juventudes hitlerianas, importadas a Boston justo después de
la caída de Berlín, vigilan la calle, a pareja por manzana, apoyadas en las bombas de
riego y poniendo cara de perro, a la espera de alguien lo suficientemente estúpido
como para colapsar el tráfico. Si le deseas un buen día a alguna de ellas, llamará a
una grúa para que se te lleve el coche y se te quiten las ganas de hacerte el gracioso.
Giré en Hamilton Place, detrás del teatro Orpheum, y aparqué en una zona de carga y
descarga. Las dos manzanas que nos separaban del banco las recorrimos a pie. Dijo
Jenna:
—Una negra vieja yendo al banco con un blanco joven. ¿Qué van a pensar?
—¿Que soy su gigoló?
Negó con la cabeza:
—Lo que pensarán es que usted es la ley y ha pillado a una negra haciendo lo que
no debía. Como de costumbre.
Asentí:
—Pues vale.
—Mire, Kenzie —dijo Jenna—, no he llegado hasta aquí para escapar ahora de
usted. Anoche podría haber saltado por la ventana. Así pues, ¿por qué no me espera
en la acera de enfrente?
A veces hay que confiar en la gente.
Jenna entró sola en el banco y yo crucé Tremont y me quedé de pie junto a la
estación de la calle del Parque, en mitad del complejo, con la sombra de la aguja
blanca de la iglesia aledaña clavada en la cara.
No tardó mucho en aparecer.
Salió, me vio y me saludó. Esperó a que no pasaran coches para cruzar la calle.
Lo hizo dando zancadas y con el bolso bien apretado en la mano. Tenía los ojos más
brillantes, con llamitas marrones en el centro, y parecía mucho más joven que en la
foto que me habían proporcionado.
Se me acercó y dijo:
—Lo que tengo aquí es sólo una pequeña parte.
—Jenna...
—No, no, es importante, créame. Ya lo verá. —Echó un vistazo al Gobierno
Estatal y volvió a centrar su atención en mí—. Si me demuestra que está dispuesto a
ayudarme en esto, si prueba de qué lado está, le daré lo que falta. Le daré... —Sus
ojos perdieron el ardor y se apagaron, su voz sonó como un eco lejano—. Le daré... el
resto.
Apenas si hacía doce horas que la conocía, pero tuve la sensación de que ese
«resto» del que me hablaba, fuera lo que fuera, se ría algo malo. Algo que la estaba
haciendo añicos.
Jenna sonrió en ese momento, una sonrisa dulce y hermosa, y me tocó la cara con
www.lectulandia.com - Página 66
la mano. Dijo:
—Creo que todo va a salir bien, Kenzie. Puede que nosotros dos consigamos
hacer justicia. —La palabra «justicia» le salió de la boca como si intentara paladearla.
—Ya veremos, Jenna —concluí.
Rebuscó en el bolso y me pasó un sobre de papel Manila. Lo abrí y extraje una
fotografía en blanco y negro. Tenía algo de grano, como si estuviera sacada de otra
foto, pero se veía todo bien. En la imagen había dos hombres de pie ante una cómoda
con espejo. Sostenían sendas copas. Uno de ellos era negro; el otro, blanco. Al negro
no lo conocía de nada. El blanco sólo llevaba puestos unos calzoncillos modelo bóxer
y unos calcetines negros. Tenía el pelo de un color castaño que empezaba a hacerse
gris, proceso que se completaría en unos años. Lucía una sonrisa cansada, y la
fotografía parecía lo suficientemente antigua como para que en esos tiempos la gente
lo conociera únicamente como el congresista Paulson.
—¿Quién es el negro? —pregunté.
Me miró y pude ver que me estaba tomando las medidas. Estaba decidiendo a
contrarreloj si podía confiar en mí. Yo me sentía como si estuviéramos en una
cápsula: un torrente de personas pasaba a nuestro lado, pero era como si formaran
parte de una transparencia típica del cine antiguo.
Me dijo Jenna:
—¿Qué va a sacar usted de esto?
Estaba pensando en una respuesta adecuada cuando algo familiar se salió de la
pantalla a mi derecha, dirigiéndose a nuestra cápsula, y lo reconocí como si estuviera
debajo del agua gracias a esa gorra azul bordada en dorado.
—Al suelo —le dije a Jenna.
Tenía la mano en su hombro cuando Gorra Azul empezó a disparar y un ruido
metálico taladró el aire matutino. La primera ráfaga se estrelló contra el pecho de
Jenna y yo me tiré al suelo para esquivar la segunda. Seguía tirando de ella mientras
su cuerpo giraba en todas direcciones. Gorra Azul tenía el dedo clavado en el gatillo
y el arma en modo automático. Los casquillos iban cayendo al suelo mientras Jenna
se venía abajo. Se había organizado una estampida y, mientras yo sacaba la pistola de
su funda, alguien tropezó con mi tobillo. El cuerpo de Jenna se me vino encima, y del
suelo saltaron esquirlas de cemento que me fueron a parar a la cara. Ahora el tipo
disparaba de manera mucho más metódica, intentando esquivar el cuerpo de Jenna
para acertar en el mío. No tardaría mucho en disparar a través de ella, como si fuera
de papel, para que las balas alcanzaran su objetivo.
A través de la sangre que pugnaba por cegarme, pude ver cómo alzaba el
humeante Uzi por encima de la cabeza para poder apuntar mejor. Las balas trazaron
en el cemento un recorrido que terminó a escasa distancia de mi frente. El cargador
saltó del fusil, pero Gorra Azul ya había colocado otro antes de que el primero tocara
www.lectulandia.com - Página 67
el suelo. Hizo ademán de amartillar el arma, pero yo me asomé bajo el cuerpo de
Jenna y disparé antes que él.
El mágnum hizo un ruido impresionante, y Gorra Azul pegó un salto de lado
como si acabara de ser arrollado por un camión. Rebotó al tocar tierra y el arma le
salió despedida. Aparté a Jenna de mí, me limpié su sangre de los ojos y observé
cómo aquel tipo intentaba recuperar el Uzi. Estaba a tres metros de distancia, y el
hombre tenía serias dificultades para llegar hasta él porque el tobillo izquierdo le
había estallado prácticamente.
Me acerqué y le di una patada en la cara. Con fuerza. Lanzó un gruñido. Volví a
atizarle y perdió el conocimiento.
Regresé junto a Jenna y me senté en el suelo, sobre un charco de sangre. La
incorporé un poco y la sostuve entre mis brazos. Primero se había quedado sin pecho
y, acto seguido, sin vida. Nada de últimas palabras, sólo la muerte a secas. Ahí estaba,
tirada como una muñeca rota a dos pasos del ayuntamiento y al inicio de un nuevo
día. Tenía las piernas torcidas, y los buitres curiosos se acercaban a echarle un vistazo
ahora que ya había acabado el tiroteo.
Le puse las piernas bien y las recogí bajo su cuerpo. La miré a la cara, pero la
cara no me dijo nada. Una muerte más. Cuantas más cosas veo, menos entiendo.
Ya nadie necesitaba a Jenna Angeline.
www.lectulandia.com - Página 68
11
Al igual que el Héroe, también yo salí en portada de los dos diarios de la ciudad.
Cuando tuvo lugar el tiroteo, corría por la zona algún fotógrafo novato que, después
de hacérselo todo encima, regresó al lugar de los hechos.
Para entonces, yo ya estaba junto a Gorra Azul y me había hecho con el Uzi. Me
lo colgué del hombro y me agaché sobre él, con la cabeza baja y el mágnum en la
mano. Fue entonces cuando el fotógrafo apretó varias veces el disparador. No llegué a
percatarme de su presencia. En una de las fotos, se me veía junto a Gorra Azul, ante
un fondo con un poco de verde y el edificio del Gobierno Estatal. En el extremo
derecho de la imagen, allá atrás, casi del todo desenfocado, se veía el cadáver de
Jenna. Pero había que fijarse mucho.
El Trib la publicó en la parte inferior izquierda de su primera plana, pero el News
la imprimió a toda página, acompañada de un histérico titular en letras negras que se
extendía sobre el Gobierno Estatal: ¡¡UN DETECTIVE HEROICO PARA UN
TIROTEO MATUTINO!! El hecho de que fueran capaces de colocar la palabra
«héroe» sobre el cuerpo a la vista de Jenna era algo que me superaba. Intuyo que la
frase UN DETECTIVE CHAPUCERO SE LÍ A A TIROS no sonaba tan bien.
Cuando apareció la policía, se llevó al fotógrafo a empujones hasta situarlo detrás
de una barricada improvisada. Me quitaron la pistola y el Uzi, me ofrecieron un café
y nos pusimos a reconstruir los hechos. Una y otra vez.
Una hora después, yo seguía en la comisaría central de la calle Berkeley y ellos
aún no sabían si empapelarme o no. Mientras tomaban una decisión, me leyeron mis
derechos en inglés y en español.
Conozco a unos cuantos polis, pero ninguno de ellos había sido invitado a
participar en la investigación. Los dos tíos que me habían sido asignados parecían
Simon y Garfunkel en un mal día. Simon era el detective Geilston, un tipo bajito,
vestido correctamente con pantalones bien planchados y camisa azul claro a rayas
color crema. Llevaba una corbata morada con un sutil estampado de diamantes
azules. Tenía pinta de disponer de señora, niños y plan de pensiones. Era el Poli
Bueno.
El Poli Malo era Garfunkel, o detective Ferry, que era como se dirigían a él en la
comisaría. Era alto y flaco y llevaba un traje marrón algo cutre que le iba corto de
mangas y perneras. Lucía también una camisa blanca arrugada y una corbata de
ganchillo marrón oscuro. Don Elegante, vamos. Tenía el pelo rubio, aunque no le
quedaba mucho en la cocorota, y de las sienes le salían sendos matojos de aspecto
vagamente afro.
Ambos habían sido de lo más correctos en la escena del crimen —dándome café y
diciéndome que me tomara mi tiempo, que me relajara, sin prisas—, pero Ferry se iba
www.lectulandia.com - Página 69
cabreando cada vez más a medida que mis respuestas a sus preguntas se reducían a la
frase «No lo sé». Y acabó poniéndose muy desagradable cuando me negué a decirle
quién me había contratado o qué estaba haciendo yo exactamente con la difunta.
Como aún no me habían registrado, la fotografía que me dio Jenna estaba plegada y
escondida en la caña de una de mis botas. Intuía lo que sucedería si se la daba a la
policía: una investigación rutinaria y, tal vez, algunos detalles desagradables sobre la
vida de Paulson; o igual ni eso. Pero seguro que no se producían detenciones, no se
hacía justicia y nadie se preocupaba lo más mínimo por una asistenta muerta que sólo
quería que la necesitaran.
Si eres detective privado, te conviene ser amable con los polis. Ellos te echan una
mano de vez en cuando, tú también, y así es como vas haciendo contactos y logrando
que el negocio prospere. Pero yo soy de los que no llevan muy bien la presión,
especialmente cuando tengo la ropa impregnada de sangre ajena y no he comido ni
dormido en veinticuatro horas. Ferry estaba de pie a mi lado en la sala de
interrogatorios, con un pie en la silla contigua, informándome de lo que le iba a pasar
a mi licencia si no empezaba «a largar».
—¿A largar? —le dije—. ¿No se te ocurre un tópico mejor? ¿Cuál de vosotros es
el que le dice al otro «Empapélalo, colega»?
Por trigésima vez en lo que llevábamos de mañana, Ferry suspiró con fuerza y
preguntó:
—¿Qué estabas haciendo con Jenna Angeline?
Y yo, por quincuagésima vez esa mañana, repuse:
—Sin comentarios —y giré la cabeza para ver cómo cruzaba la puerta Cheswick
Hartman.
Cheswick es todo lo que puedes esperar de un abogado. Se trata de un tipo
extremadamente atractivo que se peina hacia atrás su poderosa mata de pelo castaño
claro. Lleva trajes de mil ochocientos dólares de la sastrería Louis y casi nunca le ves
dos veces con el mismo. Tiene una voz suave y profunda, cual whisky de malta de
doce años, y es muy bueno adoptando ese aire de intenso fastidio del que se inviste
antes de machacar a su oponente con un discurso inmaculado y plagado de latinajos.
No contento con eso, tiene un nombre que mola lo suyo.
En circunstancias normales, debería haber ganado la lotería para poder pagar la
minuta de Cheswick, pero hace unos años, justo cuando estaban a punto de
ascenderle a socio de la firma, su hermana Elise —que estudiaba en Yale— se
enganchó a la cocaína. Cheswick controlaba sus rentas, y cuando descubrió que la
adicción de Elise había alcanzado un consumo de ocho gramos diarios, la chica ya se
había pulido su asignación anual y le debía varios miles de dólares a cierta gente de
Connecticut. En vez de informar a Cheswick de la situación y arriesgarse a su
censura, Elise llegó a un acuerdo con los de Connecticut y se tomaron ciertas fotos.
www.lectulandia.com - Página 70
Un día Cheswick recibió una llamada telefónica. Su interlocutor describía en ella
las fotos y le prometía que aparecerían sobre la mesa del socio principal del bufete el
lunes siguiente si Cheswick no soltaba una elevada suma de dinero a finales de
semana. Cheswick se quedó lívido. No era el dinero lo que le preocupaba —disponía
de una gran fortuna familiar—, sino cómo se habían aprovechado tanto de los
problemas de su hermana como del afecto que él le profesaba. Estaba tan preocupado
por su hermana que ni una sola vez, durante nuestro primer encuentro, tuve la
impresión de que le importara su situación en la empresa, lo cual me causó
admiración.
Cheswick llegó hasta mí a través de un colega suyo, y me dio el dinero que debía
entregar con la exigencia explícita de que me hiciera con todas las fotos y negativos,
para tener la seguridad absoluta de que esto terminaría de una vez y para siempre.
Debía decirle a esa gente que con todo ese dinero quedaba saldada la deuda de Elise.
Por motivos que ya no recuerdo, me llevé conmigo a Bubba hasta Connecticut.
Tras descubrir que los chantajistas eran una pandilla de chorizos sin relaciones en las
altas esferas del crimen, sin auténtica fuerza y sin contactos con ningún político,
quedamos con dos de ellos en un rascacielos de Hartford. Bubba agarró a uno por los
tobillos y lo dejó colgando de la ventana de un piso doce mientras yo negociaba con
el otro socio. Para cuando la víctima de Bubba había arrojado hasta la primera
papilla, su colega había decidido que sí, que un dólar le parecía un salario muy
razonable. Le pagué en calderilla.
Desde entonces, Cheswick me devolvía el favor prestándome ayuda legal
gratuita.
Alzó las cejas nada más ver mi ropa manchada de sangre. Con mucha
tranquilidad, dijo:
—Me gustaría hablar un momento a solas con mi cliente, si son tan amables.
Ferry se cruzó de brazos y se inclinó sobre mí.
—¿Y a mí qué coño me importa? —dijo.
Cheswick le quitó la silla en la que apoyaba el pie.
—Abandone ahora mismo la puta sala, detective, o voy a empapelar a este
departamento con tanto arresto injustificado, acoso y todo lo que se me ocurra que va
a estar usted presentándose a juicio hasta después de la jubilación.
Se me quedó mirando:
—¿Te han leído tus derechos?
—Sí.
—¡Pues claro que le han leído sus derechos! —intervino Ferry.
—¿Pero todavía está usted aquí? —le cortó Cheswick mientras empezaba a abrir
el maletín.
Geilston dijo:
www.lectulandia.com - Página 71
—Vámonos, socio.
Pero Ferry insistía:
—Ni hablar. Sólo porque...
Cheswick los contemplaba a ambos sin expresión alguna, y Geilston ya tenía
puesta la mano en el brazo de Ferry, al que le decía:
—No nos compliquemos la vida.
Sentenció Ferry:
—Nos volveremos a ver.
Como el profesor Moriarty a Sherlock Holmes.
Sentenció Cheswick:
—En su interrogatorio, sin duda alguna. Empiece a ahorrar, detective, soy muy
caro.
Geilston dio un último tirón al brazo de Ferry y ambos abandonaron la habitación.
—¿Qué ocurre? —le pregunté a Cheswick creyendo que tenía algo confidencial
que decirme.
—Oh, nada —repuso él—. Sólo hago eso para demostrar quién manda. Me la
pone dura.
—Estupendo.
Contempló mi rostro, la sangre.
—No estás teniendo un buen día, ¿verdad?
Negué lentamente con la cabeza.
Su voz perdió el tono frívolo:
—¿Estás bien? ¿De verdad? Me han llegado voces de lo ocurrido, pero no gran
cosa.
—Sólo quiero irme a casa, Cheswick. Estoy cansado y cubierto de sangre, tengo
hambre y no estoy de muy buen humor.
Me dio un golpecito en el hombro.
—Bueno, pues que sepas que tengo buenas noticias del fiscal del distrito. Por lo
que he oído, no tienen nada de lo que acusarte. O sea, que te consideres un hombre
libre, aunque la investigación sigue abierta y no puedes abandonar abruptamente la
ciudad y bla, bla, bla.
—¿Y mi pistola?
—Me temo que se la quedan. Informes de balística y eso.
Asentí.
—Ya me lo olía. ¿Nos podemos ir?
—Ya nos hemos ido.
Me sacó por la puerta de atrás para esquivar a la prensa, y fue entonces cuando
me habló del fotógrafo:
www.lectulandia.com - Página 72
—Lo he confirmado con el capitán. El tipo te sacó fotos. Colabora con los dos
periódicos de la ciudad.
Le dije:
—Ya vi cómo lo sacaban de allí a patadas, pero no lo registré.
Atravesamos el aparcamiento hacia su coche. Tenía su mano en mi espalda, como
si estuviera a punto de denunciar la injerencia periodística o de impedir que yo
perdiera el equilibrio. Una de dos. No supe cuál. Me dijo:
—¿Te encuentras bien, Patrick? ¿No sería mejor que pasaras por el hospital a que
te echen un vistazo?
—Estoy bien. ¿Qué pasa con el fotógrafo?
—Saldrás en portada de la última edición del News, que saldrá en cualquier
momento. Creo que el Trib también ha pillado la foto. A los periódicos les encantan
estas cosas, ya sabes, el detective heroico y...
—Yo no soy un héroe —le interrumpí—. Ése era mi padre.
www.lectulandia.com - Página 73
12
Llamé a Angie nada más llegar a casa:
—¿Te has enterado?
—Sí. —Hablaba bajo y con suavidad—. Fui yo quien llamó a Cheswick Hartman.
¿Te ha...?
—Sí. Gracias. Mira, voy a darme una ducha, a ponerme ropa limpia y a comerme
un bocadillo. Eso será todo. ¿Alguna llamada?
—Montones —dijo Angie—. Pero que se esperen. Patrick, ¿estás bien?
—No, pero estoy en ello. Te veo en una hora.
El agua salía muy caliente y yo conseguí calentarla aún más. El chorro me
machacaba la cabeza y las gotas de agua martilleaban mi cráneo. Aunque no sea muy
practicante, sigo siendo bastante católico, con lo que mis reacciones al dolor y la
culpa siempre tienen algo que ver con términos como «escaldar», «purgar» o «arder».
Parece que he desarrollado una ecuación teológica particular según la cual el calor
equivale a la salvación.
Salí de la ducha al cabo de unos veinte minutos y me sequé lentamente. Mis fosas
nasales seguían impregnadas del olor viscoso de la sangre y el aroma amargo de la
cordita. Entre los vapores de la ducha me dije que encontraría la respuesta, el alivio,
la energía necesaria para seguir adelante y superar esto. Pero el vapor desapareció y
me quedé solo en el baño con el olor de algo que se quemaba.
Me anudé la toalla a la cintura, fui a la cocina y me topé con Angie, que estaba
achicharrando un bistec en una sartén. Angie cocina cada año bisiesto y sin el menor
éxito. Si de ella dependiera, cambiaría la cocina por un mostrador de comida para
llevar.
De manera instintiva, me subí la toalla para ocultar la cicatriz, me situé detrás de
Angie y esquivé su cintura para apagar el gas. Se dio la vuelta, con su pecho pegado
al mío, y para que veáis lo mal que me funcionaba el coco, me aparté para comprobar
el estado general de la cocina, que imaginaba seriamente dañada.
—¿Qué he hecho mal? —preguntó Angie.
—Creo que tu primer error fue abrir la espita del gas.
Me arreó una colleja.
—Es la última vez que cocino para ti.
—Para que luego digan que sólo hay una Navidad al año...
Me aparté de la cocina y vi cómo Angie me observaba como si vigilara a un niño
que retoza por el borde de una piscina.
—Gracias por el detalle —le dije—. De verdad.
Se encogió de hombros y siguió mirándome con esos ojos de color caramelo,
afectuosos y algo húmedos.
www.lectulandia.com - Página 74
—¿Necesitas un abrazo, Patrick?
—Vaya si lo necesito.
Qué gusto daba abrazarla. Era como los primeros calores de la primavera, como
esas tardes de sábado cuando tienes diez años, como esas primeras noches de verano
en la playa cuando la arena está fría y las olas cambian de color. Angie me abrazaba
con fuerza, con todo su suave cuerpo, y el corazón le latía apresuradamente contra mi
pecho desnudo. Olía a champú y era estupendo rozarle el cuello con la barbilla.
Me separé el primero.
—Bueno... —dije.
Ella se echó a reír.
—Bueno... —dijo—, aún estás mojado, Patinazo. Me has empapado la camisa. —
Dio un paso atrás.
—Es lo que tiene darse una ducha.
Retrocedió un paso más y miró al suelo.
—Sí, bueno... —siguió—, tienes un montón de mensajes. Y... —me esquivó, se
hizo con el bistec y se dirigió al cubo de la basura—, y... es evidente que sigo sin
saber cocinar.
—Angie...
Seguía de espaldas a mí. Dijo:
—Un poco más y hoy la palmas.
—Angie...
—Lo siento mucho por Jenna, pero tú casi te mueres.
—Sí.
—Me habría sentado... —Se le quebró la voz y pude oír cómo respiraba hondo
hasta recuperar el control—. Y me habría sentado de puta pena, Patrick. No me gusta
pensar en ello y me he puesto un poco... Bueno, basta.
Escuché la voz de Jenna dentro de mi cabeza cuando le dije que Angie me
necesitaba. «Pues agárrala fuerte», dijo, o algo así. Me acerqué a ella y le puse las
manos en los brazos.
Angie echó la cabeza hacia atrás para dejarla reposar en mi cuello.
Ni pasaba una gota de aire por la cocina ni nosotros, creo, éramos capaces de
respirar. Nos quedamos así, con los ojos cerrados, esperando que el miedo se
desvaneciera.
Pero no lo hizo.
La cabeza de Angie se despidió de mi barbilla.
—Superemos esto —dijo—. A trabajar. Todavía estamos contratados, ¿no?
La solté y dije:
—Sí, aún estamos contratados. Deja que me vista y nos ponemos a trabajar.
Aparecí al cabo de unos minutos envuelto en una sudadera enorme y unos
www.lectulandia.com - Página 75
tejanos.
Angie me plantificó delante un plato con un bocadillo.
—Creo que con los embutidos me apaño mejor.
—No has intentado guisarlo de ninguna manera, ¿verdad?
Me dedicó una de sus miradas especiales.
Entendí la advertencia y me hice con el bocadillo. Angie se sentó a la mesa, frente
a mí, mientras yo comía. Jamón y queso. Demasiada mostaza, pero aparte de eso,
todo bien.
—¿Quién ha llamado? —le pregunté.
—Del despacho de Sterling Mulkern. Tres veces. Del despacho de Jim Vurnan.
Richie Colgan. Dos veces. Doce o trece periodistas. Y Bubba.
—¿Qué quería?
—¿Seguro que lo quieres saber?
Por regla general, de Bubba lo mejor es no saber nada, pero esta vez tenía
curiosidad. Asentí.
—Dijo que le llames la próxima vez que «vayas a cazar conejos».
Ése es mi Bubba. Hitler podría haber ganado la guerra con un aliado como él.
—¿Alguien más? —pregunté.
—No, pero a la tercera llamada, los del despacho de Mulkern parecían bastante
cabreados.
Asentí y seguí zampando. Angie saltó:
—¿Piensas decirme en qué estamos metidos o te vas a quedar ahí imitando a la
perfección al tonto del pueblo?
Me encogí de hombros y mastiqué un poquito más hasta que ella me arrebató el
bocadillo.
—Creo que acabo de ser castigado —dije.
—Pueden pasarte cosas peores si no empiezas a hablar.
—Uy, qué chica tan dura. Maltrátame más —supliqué.
Se me quedó mirando.
—De acuerdo —dije—. Pero necesitaremos un poco de alcohol.
Serví un par de whiskies sin agua ni hielo. Angie tomó un sorbo del suyo y tiró el
resto al fregadero sin decir ni mu. Agarró una cerveza del frigorífico, se sentó y
arqueó una ceja.
Le dije:
—Puede que todo esto nos supere. Y mucho.
—Eso suponía. ¿Por qué?
—Que yo sepa, Jenna no tenía ningún tipo de documentos. Eso era una trola.
—Cosa que tú ya te olías.
—Así es, pero no pensaba que fuera algo muy diferente. No sé qué es lo que
www.lectulandia.com - Página 76
pensé que tenía Jenna, pero no se me ocurrió que pudiera tratarse de algo así. —Le
pasé la foto de Paulson en paños menores.
Angie alzó las cejas.
—Muy bien —dijo—, pero aun así, ¿qué? Esta foto es de hace siete u ocho años,
y lo único que muestra es a Paulson a medio vestir. Resulta desagradable, pero no es
ningún notición. No es algo por lo que matar.
—Puede que sí —continué—. Mira al tío que está con Paulson. No da la
impresión de ser de la misma clase social, ¿no crees?
Angie contempló al tipo en cuestión. Era delgado y llevaba un jersey azul de pico
y unos pantalones blancos. Lucía un montón de oro —en las muñecas, en el cuello—
y su cabello parecía al mismo tiempo aplastado y ondulante. Sus ojos estaban
cargados de reproche: eran los ojos típicos de los cabreados permanentes. Aparentaba
unos treinta y cinco años.
—No, yo diría que no. ¿Sabemos quién es?
Negué con la cabeza.
—Podría tratarse del tal Socia. Podría ser Roland. Y puede que no sea ninguno de
los dos. Pero de lo que no tiene pinta es de político.
—Tiene pinta de macarra.
—Eso también.
Le señalé la cómoda con espejo, en el que se reflejaba una cama sin hacer. Más
allá, la esquina de una puerta. En la puerta había dos trozos cuadrados de papel. No se
podía leer lo que había escrito en ellos, pero uno parecía el de las reglas del hotel, y el
más pequeño podría ser el recordatorio de la hora de desalojar la habitación. Del
pomo de la puerta colgaba un letrerito de «No molestar».
—Yo diría que se trata de...
—Un motel —me interrumpió Angie.
—Muy bien —la alabé—. Deberías dedicarte a detective.
—Y tú deberías dejar de imitar a los de verdad. —Le dio la vuelta a la fotografía
encima de la mesa—. Entonces, Sherlock, ¿qué significa todo esto?
—Dímelo tú, Watson.
Encendió un cigarrillo, echó un trago de cerveza y le dio vueltas al asunto.
—Puede que estas fotos sólo sean la punta del iceberg —dijo—. Puede que haya
más y que sean peores. Alguien, o Socia o Roland o, no sé si atreverme a decirlo,
alguien del engranaje político, se ha encargado de eliminar a Jenna porque sabía
demasiado de lo que sea. ¿Es eso lo que estás pensando?
—Exactamente eso.
—Bueno, pues o ellos son muy tontos o el tonto eres tú.
—¿Por qué?
—Jenna guardaba las fotografías en una caja de seguridad, ¿no?
www.lectulandia.com - Página 77
Asentí.
—Y cuando matan a alguien, la rutina policial consiste en conseguir una orden
judicial y abrir todas las cajas de gusanos que la víctima guardara en la despensa. Y te
aseguro que la caja de seguridad es una de esas gusaneras. Supongo que ya saben que
el banco es el último lugar en que Jenna puso los pies antes de...
—Morir —la interrumpí.
—Exacto. O sea que lo más que probable es que, mientras tú y yo estamos aquí
hablando, la poli esté de camino hacia allá. Y cualquiera con dos dedos de frente
habría previsto algo así.
—Igual pensaron que Jenna lo sacaría todo para dármelo a mí.
—Igual sí —concedió mi socia—. Pero eso es confiar mucho en la suerte, ¿no te
parece? A no ser que, de alguna manera, estuvieran seguros de que Jenna no iba a
dejar nada allí dentro.
—¿Y cómo iban a saberlo?
Se encogió de hombros.
—¿No eres detective? Pues detecta.
—Estoy en ello.
—Hay algo más —dijo Angie, dejando la cerveza sobre la mesa y estirándose en
el asiento.
—Suéltalo.
—¿Cómo sabían que ibais a estar ahí esta mañana?
Eso era algo en lo que no había pensado mucho.
—Gorra Azul —dije.
Angie negó con la cabeza.
—Gorra Azul lo perdimos ayer. Quiero decir... No sé tú, pero yo no creo que
anduviera deambulando por la interestatal esta mañana en espera de verte aparecer en
un coche que ni siquiera sabe que posees. ¿Y luego te siguió hasta el ayuntamiento?
No me lo trago.
—Sólo había dos personas que sabían adónde íbamos Jenna y yo esta mañana.
—Tienes toda la razón. Y yo soy una de ellas.
www.lectulandia.com - Página 78
13
Al otro lado de la cadena de la puerta, Simone Angeline mostraba unos ojos
enrojecidos y con restos de lágrimas. Tenía el cabello pegado a un lado del rostro y
parecía haberse saltado unas cuantas décadas, plantándose en los setenta cuando
nadie miraba. Los dientes le rechinaron al vernos.
—Largaos de aquí cagando leches.
—Vale —dije mientras abría la puerta a patadas.
Angie entró detrás de mí mientras Simone intentaba llegar a la mesita del
teléfono. Pero no era eso lo que buscaba. Su objetivo era el cajón del mueble, y
mientras ella lo abría, yo lo agarré y se lo tiré encima. El contenido del cajón —una
pequeña agenda telefónica de color rojo, unos cuantos bolígrafos y una pistola del
calibre 22— rebotó en su cabeza de camino al suelo. Envié el arma junto a la librería
de una patada, agarré a Simone de la pechera de la camisa y la arrastré hasta el sofá.
Angie cerró la puerta a su espalda.
Simone me escupió a la cara.
—Tú has matado a mi hermana.
La arrojé sobre el sofá y me limpié la saliva del mentón. Con mucha lentitud, le
dije:
—No conseguí proteger a tu hermana, que no es lo mismo. Fue otro quien apretó
el gatillo, y tú quien le puso el arma en las manos. ¿No es cierto?
Se propulsó hacia mí para intentar arañarme.
—¡No! Tú la mataste.
La empujé de nuevo y cayó de rodillas. Le susurré al oído:
—Las balas le desintegraron el pecho, Simone, como si nunca hubiera existido.
Le salía tanta sangre del cuerpo que la que yo recibí fue suficiente para que la policía
pensara que me habían alcanzado. Jenna murió gritando a plena luz del día, abierta de
patas para alegría de los mirones, y el hijo de puta que apretó el gatillo le vació el
cargador sin pestañear.
Simone intentaba darme cabezazos mientras se agitaba en el sofá bajo mis setenta
y dos kilos de peso:
—¡Eres un hijo de la gran puta!
—De acuerdo —le dije con la boca a un centímetro de su oreja—. Tienes razón,
Simone, soy un cabronazo. Tuve en mis brazos a tu hermana mientras se moría y no
podía hacer nada para impedirlo, con lo que me gané el derecho a ser un cabrón. Pero
tú no tienes excusa alguna. Tú elegiste el lugar de la ejecución y te quedaste aquí tan
tranquila, a cien kilómetros de distancia, mientras ella se iba al otro barrio berreando.
Tú les dijiste adónde iba tu hermana y dejaste que la mataran. ¿No es verdad,
Simone?
www.lectulandia.com - Página 79
Parpadeó.
—¿No es verdad? —grité.
Por un momento, pareció a punto de desmayarse, pero se limitó a dejar caer la
cabeza y a ponerse a llorar como si alguien le estuviera extrayendo las lágrimas con
fórceps. Me aparté porque ya no quedaba nada de ella. El gimoteo fue en aumento,
causándole claros dolores en el pecho. Adoptó una posición fetal y se puso a dar
puñetazos al sofá. Cada vez que parecía que el llanto remitía, acababa por volver a la
carga con más fuerza, como si cada respiración le doliera como una puñalada.
Angie me tomó del codo, pero la rechacé. Patrick Kenzie, ese gran detective,
insuperable a la hora de aterrorizar a una mujer histérica al borde de la catatonía. Qué
tío más grande. Después de esto, igual podría robarle el bolso a una monja.
Con los ojos cerrados y la boca medio hundida en el sofá, Simone dijo:
—Tú trabajabas para ellos. Le dije a Jenna que era una tonta si se fiaba de ti y de
esos políticos blancos sebosos. Ni uno de ellos ha hecho nunca nada por los negros, y
nunca lo harán. Supuse que así... así que consiguieras de ella lo que querías, la...
—La mataría —concluí.
Hundió la cabeza entre las manos y su voz sonó como un jadeo incomprensible.
Al cabo de unos minutos, dijo:
—Le llamé a él porque supuse que nadie...
—¿A quién llamaste? —intervino Angie—. ¿A Socia? ¿Fue a Socia?
Simone negó con la cabeza varias veces, para acabar asintiendo.
—Él... me dijo que se encargaría del asunto, que la convencería para que fuera
sensata. Eso es todo. Nunca pensé que alguien pudiera hacerle algo así... a su propia
esposa.
¿Su esposa?
Se me quedó mirando.
—Jenna nunca podría haber ganado la partida. No contra todos ellos.
Ella no. No... no podía.
Me senté en el suelo, junto al sofá, y le mostré la fotografía.
—¿Éste es Socia?
Contempló la imagen, asintió y volvió a hundir la cabeza en el sofá.
Angie le preguntó:
—Simone, ¿dónde está el resto? ¿En la caja de seguridad?
Y ella negó con la cabeza.
—Entonces, ¿dónde está? —pregunté yo.
—Ella nunca me informó. Se limitó a decir «en un lugar seguro». Me dijo que
sólo había puesto una foto en la caja de seguridad, para que se quedaran con un
palmo de narices si la seguían hasta el banco.
—¿Qué más hay, Simone? ¿Lo sabes?
www.lectulandia.com - Página 80
—Jenna me dijo que eran «cosas malas». Eso fue todo. Si yo insistía en
preguntar, se irritaba y me hacía callar. Fuera lo que fuese, era algo que le sacaba de
quicio cada vez que pensaba en ello. —Levantó la cabeza y miró detrás de mí como
si hubiera alguien allí; luego pronunció el nombre de su hermana y prorrumpió de
nuevo en sollozos.
Temblaba de una manera terrible y supe que ya no tenía nada más que añadir. Yo
había iniciado su derrumbe, y del resto del proceso se encargaría ella misma en los
días y años por venir. Así pues, me deshice de la rabia, la aparté de mi corazón y de
mi cuerpo hasta que todo lo que tuve ante mí fue un bulto humano temblando en un
sofá. Le puse la mano en el hombro y ella gritó:
—¡Quítame la puta mano de encima!
Obedecí.
—Lárgate de mi casa ahora mismo, blanco, y llévate a tu puta.
Angie dio un paso hacia ella al oír la palabra «puta», pero se detuvo, cerró los
ojos un segundo y los volvió a abrir. Me miró y yo asentí.
No había nada más que decir, así que nos fuimos.
www.lectulandia.com - Página 81
14
Íbamos camino de Boston, evitando cualquier conversación sobre Simone
Angeline o lo sucedido en su apartamento, cuando Angie se incorporó
repentinamente en el asiento y dijo algo así como «aargggh». Clavó el dedo índice en
el botón de expulsión del radiocasete con tal fuerza que Exile on Main St. salió
propulsado como un misil, rebotó contra el asiento y fue a parar al suelo. Justo en
medio de «Shine a Light», ¡menudo sacrilegio!
—Recógela —le dije.
Obedeció y me dejó la cinta en el asiento, junto a la cadera.
—¿No tienes música nueva? —inquirió.
Música nueva, intuyo, es lo que hacen esos grupos que ella escucha. Grupos que
atienden por Depeche Mode o The Smiths y que a mí me suenan todos iguales: como
una pandilla de chicos británicos, flacuchos y raritos, pasados de drogas. Cuando
empezaron, los Stones también eran una pandilla de chicos británicos flacuchos y
raritos, pero nunca sonaron como si fueran pasados de vueltas. Aunque lo estuvieran.
Angie revisaba mi maletín de casetes.
—Pon la de Lou Reed —le dije—. Es más de tu estilo.
Después de poner New York y escucharlo durante cinco minutos, sentenció:
—Este disco está muy bien. Lo compraste por error, supongo.
Justo antes del límite de la ciudad, me detuve en una gasolinera para que Angie
comprara tabaco. Volvió con dos ejemplares de la última edición del News y me
entregó uno.
Fue así como descubrí que me había convertido en la segunda generación de
Kenzies que alcanzaba una especie de inmortalidad impresa. Siempre estaría allí,
congelado en el tiempo (y en blanco y negro), en ese 30 de junio, a disposición de
cualquiera con acceso a un archivo o a un microfilm. Y ese momento, el más personal
de todos —en cuclillas junto a Gorra Azul, con el cadáver de Jenna a la espalda, los
oídos zumbando y el cerebro intentando recolocarse en el cráneo—, ya no era mío
por completo. Había sido seleccionado para acompañar el desayuno de miles de
personas que no me conocían de nada. El que, probablemente, era el momento más
intensamente personal de mi existencia sería masticado y repensado por todo el
mundo, del beodo enganchado a una barra de la zona sur a los agentes de cambio y
bolsa atrapados en el ascensor de algún rascacielos del centro. Un claro ejemplo del
concepto de aldea global que no me hacía ninguna gracia.
Pero por fin descubrí cómo se llamaba Gorra Azul. Curtis Moore. Figuraba como
paciente en estado crítico del hospital Boston City, y parece que los médicos hacían
todo lo humanamente posible para salvarle el pellejo. Tenía dieciocho años y era un
miembro reputado de los Raven Saints, una banda procedente de los bloques de pisos
www.lectulandia.com - Página 82
del bulevar Raven, en Roxbury, muy devota del equipo de béisbol New Orleans
Saints, cuyas gorras y demás señas de identidad tenían en muy alta estima. Había una
foto de su madre en la página tres, en la que sostenía un retrato enmarcado de su
retoño a los diez años de edad. Decía la buena señora: «Curtis nunca ha estado en
ninguna banda. Nunca ha hecho nada malo». Exigía una investigación y aseguraba
que todo se debía a «motivos raciales». Evidentemente, se las apañó para comparar el
caso con el de Charles Stuart, en el que el fiscal del distrito, y prácticamente todo el
mundo, dio por buena la historia del tal Charles Stuart de que su mujer había sido
asesinada por un negro. La policía detuvo a un ciudadano de color y lo más probable
es que lo hubieran ejecutado si no llega a ser porque la póliza de seguros que Stuart
había contratado sobre su esposa despertó ciertas suspicacias. Y cuando Chuck Stuart
dio el salto del ángel al volante de su coche desde el puente del río Mystic, acabó
confirmando lo que muchos sospechaban desde el principio. Curtis Moore tenía tanto
que ver con Charles Stuart como la playa de Howard con las de Miami, pero no había
mucho que yo pudiera hacer al respecto.
Angie refunfuñó en voz alta y supe que estaba leyendo el mismo artículo que yo.
—Déjame que lo adivine —le dije—. Estás con lo de los «motivos raciales».
Asintió.
—Hay que ver de lo que eres capaz: mira que darle el Uzi a ese pobre muchacho
y obligarle a apretar el gatillo...
—A veces no sé qué es lo que se apodera de mí.
—Deberías haber intentado hablar con él, Patrick. Decirle que entendías
perfectamente que era su vida miserable lo que le había llevado a empuñar un arma.
—Desde luego, qué burro soy...
Lancé el periódico al asiento de atrás, me senté al volante y me dirigí a la ciudad.
Angie continuó leyendo el diario, pese a la escasa luz, y respirando frenéticamente
por la nariz. Finalmente, acabó por arrugar el periódico y tirarlo al suelo.
—Me pregunto cómo pueden mirarse al espejo —dijo.
—¿Quiénes?
—Los que dicen semejantes... chorradas. «Motivos raciales.» Por favor... «Curtis
nunca ha estado en ninguna banda.» —Miró al suelo, donde descansaba el diario, y le
habló a la foto de la madre de Curtis—. Pues mire, señora, seguro que no andaba por
ahí a las tres de la mañana con los boy scouts.
Le di una palmadita en el hombro.
—Tranquilízate.
—Es todo mentira.
—Es una madre. Dirá lo que haga falta para proteger a su hijo. No podemos
culparla.
—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué salir con lo del racismo si lo único que quiere es
www.lectulandia.com - Página 83
proteger a su retoño? ¿Qué será lo próximo? ¿Una vigilia a cargo del reverendo Al
Sharpton para rezar por el pie desintegrado de Curtis? ¿También tendrán la culpa los
blancos de la muerte de Jenna?
Estaba que trinaba. Ira blanca reaccionaria. Últimamente hay mucha. Mucha más
que antes. También yo he dicho a veces cosas semejantes. Se escuchan, sobre todo,
entre los pobres y la clase trabajadora. Oyes esos comentarios cuando algún
sociólogo descerebrado asegura que incidentes terribles como el asalto en Central
Park son el resultado de impulsos «incontrolables», o defiende los actos de un grupo
de animales con el argumento de que sólo estaban reaccionando ante veinte años de
opresión blanca. Y si se te ocurre señalar que esos animales tan bonitos y tan bien
alimentados —que casualmente son negros— hubieran podido controlar
perfectamente sus actos si llegan a saber que esa chica que había salido al parque a
correr disponía de un ejército de los suyos, entonces te cae el sambenito de racista.
Escuchas esos comentarios cuando una pandilla de blancos, probablemente cargados
de buena intención, se reúnen para hablar del asunto y acaban diciendo «Yo no soy
racista, pero...». Los oyes cuando esos jueces que acaban con la separación racial en
las escuelas matriculan a sus hijos en un colegio privado; o cuando, caso reciente, un
juez dijo que las bandas callejeras nunca le habían parecido más peligrosas que los
sindicatos obreros.
Cuando más escuchas cosas así es cuando políticos que viven en sitios como
Hyannis Port, Beacon Hill o Wellesley toman decisiones que afectan a gente que vive
en Dorchester, Roxbury o Jamaica Plain, y luego dan marcha atrás y aseguran que no
ha estallado ninguna guerra.
Estamos en guerra. Se desarrolla en los patios de juegos, no en los gimnasios. Se
combate en el cemento, no en el césped. Se lucha con tubos y botellas y, últimamente,
armas automáticas. Y mientras la batalla no atraviese las pesadas puertas de madera
de roble tras las que ciertos chorizos bien educados almuerzan con un par de dry
martinis, será como si no existiese.
La zona centro sur de Los Angeles podría tirarse una década ardiendo y la
mayoría de la gente no olería el humo a no ser que el fuego se extendiera hasta Rodeo
Drive.
Necesitaba hablar de todo eso. Ahora. Darle vueltas al asunto con Angie, en el
coche, hasta que nuestra posición en esta guerra quedase completamente clara, hasta
que supiésemos exactamente qué pensábamos de cada cosa, hasta que pudiéramos
mirarnos el corazón y quedarnos satisfechos con lo que veíamos. Pero esta necesidad
me entra a menudo, y todo acaba con un intercambio de vaguedades del que no saco
nada en claro.
—¿Qué se le va a hacer, no? —dije mientras aparcaba delante de la casa de
Angie.
www.lectulandia.com - Página 84
Se quedó mirando la portada del diario, el cuerpo de Jenna. Me dijo:
—Puedo decirle a Phil que trabajaremos hasta tarde.
—Estoy bien —le aseguré.
—No, no lo estás.
Casi me eché a reír.
—No, no lo estoy. Pero no me puedes acompañar en mis sueños y protegerme ahí.
Y además, puedo apañármelas solo.
Angie salió del coche, se apoyó en él y me besó en la mejilla.
—Recupérate, Patinazo.
Vi cómo subía los peldaños del porche, cómo buscaba la llave adecuada y cómo
abría la puerta. Antes de entrar en la casa, se encendió una luz en el salón y la cortina
se movió un poco. Saludé a Phil y la cortina volvió a cerrarse.
Angie entró en su casa y apagó la luz del pasillo.
Yo me largué.
www.lectulandia.com - Página 85
—Acertaste.
—¿Adónde ha ido? ¿Miami?
Agarró la corbata para inspeccionarla de cerca.
—Eso parece, ¿no? —Tomó un trago de whisky—. ¿Dónde está tu socia?
—Con su marido.
Asintió y, de manera simultánea, ambos dijimos:
—El Capullo.
—¿Cuándo piensa volarle la cabeza? —preguntó Richie.
—Cruza los dedos.
—Llámame cuando lo haga. Tengo en casa una botella de Moët para celebrarlo.
—Por ese día —brindamos—. A tu salud. Háblame de Curtis Moore.
—¿El Cojo? Así es como le llamamos ahora al bueno de Curtis. ¿A que da pena el
chaval? —Se arrellanó en el asiento.
—Una tragedia —resumí.
—Una gran desgracia —añadió Richie—. Pero no te lo tomes demasiado a la
ligera. Puede que los amigos de Curtis vengan a por ti, y son unos cabrones muy
rencorosos.
—¿Los Raven Saints son fuertes?
—No mucho para los niveles de Los Angeles —me dijo—, pero esto no es Los
Angeles. Yo diría que tienen unos setenta y cinco miembros a tiempo total y unos
sesenta a tiempo parcial.
—Lo que estás diciendo es que hay ciento treinta y cinco negros de los que me
tengo que mantener alejado.
Dejó el vaso sobre el escritorio.
—No conviertas esto en una «cosa de negros», Kenzie.
—Mis amigos me llaman Patrick.
—Cuando dices esas cosas no me considero amigo tuyo.
Yo estaba cabreado y muy cansado, por lo que necesitaba a alguien a quien
culpar. Las emociones me rozaban unas terminaciones nerviosas muy sensibles y
estaban a punto de abrirme la piel. Además, me estaba poniendo tozudo.
—Richie —le dije—. Si hubiera por ahí una banda de blancos con Uzis, también
les tendría miedo. Pero como no es así...
Richie pegó un puñetazo en la mesa.
—¿Y qué coño es la mafia, eh?
Se levantó y vi cómo le resaltaban las venas del cuello, que estaban casi más
tensas que las mías.
—Piensa en los Westies de Nueva York —me dijo—. Esos chavales encantadores,
tan irlandeses como tú, especializados en asesinatos, torturas y palizas a granel. ¿De
qué color eran? ¿Vas a tener las narices de decirme que mis hermanos de raza
www.lectulandia.com - Página 86
inventaron el crimen? ¿Pretendes que me trague esa mierda, Kenzie?
En la minúscula habitación, nuestras voces sonaban agrias. Parecían colarse a
través de las paredes cutres y volver a nosotros en forma de eco. Intenté hablar con
calma, pero la voz no me correspondía: sonaba grosera y algo distante. Le dije:
—Richie, un chaval es atropellado por un coche lleno de jóvenes hitlerianos que
le persiguen por la carretera hacia la playa de Howard...
—Ni se te ocurra hablar de eso.
—... y la cosa se presenta como una tragedia nacional. Que lo es, pero... un chico
blanco de Fenway recibe dieciocho puñaladas de manos de unos negros y nadie dice
nada. Nunca se invoca la «cuestión racial». Al día siguiente, la noticia ha
desaparecido de la primera plana y la policía considera el caso un simple homicidio.
No un incidente racial. A ver, Richie, ¿qué cojones pasa?
Me estaba mirando, con la mano alargada medio metro frente a él. Se la llevó a la
cabeza, se dio un masajito en el cuello y la apoyó sobre la mesa, donde se dedicó a
observarla sin saber muy bien qué hacer con ella. Empezó a hablar un par de veces.
Lo dejó. Al final, dijo tranquilamente, aunque casi en un siseo:
—Y esos tres chavales negros que mataron al blanco, ¿crees que se les va a caer
el pelo?
Ahí me pilló.
—¿Qué? —insistió—. Anda, dime la verdad.
—Por supuesto que pringarán. A no ser que tengan un buen abogado, van a...
—No. Nada de abogados. Nada de tecnicismos chorras. Si van a juicio y hay un
jurado, ¿los condenarán? ¿Acabarán cumpliendo entre veinte y la perpetua, o algo
peor?
—Sí —reconocí—. Claro que sí.
—Y si unos blancos se cargan a un negro y se supone que no fue un incidente
racial, o sea que no fue una tragedia, ¿entonces qué?
Asentí.
—¿Entonces qué?
—Pues tienen más oportunidades de librarse.
—Más razón que un santo —sentenció, y se dejó caer en la silla.
—Pero, Richie —le dije—, ese tipo de lógica va más allá de lo que piensa el
ciudadano medio, y tú lo sabes. Un tío de la zona sur ve cómo la muerte de un negro
se convierte en un caso de racismo, y luego ve cómo la muerte de un blanco se reduce
a un homicidio y piensa: «Oye, tú, eso no está bien. Es una hipocresía. Hay un doble
rasero». Oye hablar de Tawana Brawley, pierde su empleo por la discriminación
positiva y se cabrea —miré a Richie—. ¿Le culparás por ello?
Se pasó la mano por el pelo y suspiró.
—Joder, Patrick, no lo sé. —Se incorporó en el asiento—. No, ¿vale? No puedo
www.lectulandia.com - Página 87
culpar al menda. ¿Pero cuál es la alternativa?
Me serví otro trago.
—Yo no soy Louis Farrakhan.
—Ni yo David Duke —contraatacó Richie—. Vamos a ver, ¿qué tenemos que
hacer? ¿Pasar de la discriminación positiva, de la atención a las minorías, de los casos
de racismo?
Le mostré la botella y él me acercó su vaso.
—No —dije mientras le servía—, pero... Coño, yo qué sé.
Richie sonrió a medias y se echó atrás de nuevo en el asiento, mirando por la
ventana. La cinta de Peter Gabriel había concluido y de la calle llegaba el sonido de
algún que otro coche tragando aire mientras retumbaba en el asfalto. La brisa que se
colaba a través de la persiana era más fresca y aireaba la habitación. Noté cómo se
disipaba el peso de la atmósfera. Un poquito.
—¿Sabes cuál es la especialidad de los americanos? —preguntó Richie, que
seguía mirando por la ventana, empinando el codo y con el vaso a punto de rozarle
los labios.
Pude sentir cómo la ira de la habitación empezaba a mezclarse en mi sangre con
el flujo del whisky, disolviéndose en la corriente del licor.
—No, Rich —reconocí—. ¿Cuál es la especialidad de los americanos?
—Encontrar a alguien a quien echarle la culpa. —Tomó un trago—. De verdad.
¿Que estás trabajando en una obra y se te cae el martillo en el pie? Joder, pues
demanda a la empresa. Tu pie vale diez mil dólares. ¿Que eres blanco y no encuentras
trabajo? Achácalo a la discriminación positiva. ¿Que eres negro y tampoco
encuentras curro? Pues la culpa es de los blancos. O de los coreanos. Venga, tío,
échales la culpa a los japoneses, todo el mundo lo hace. Toda esta puta nación está
llena de gente desagradable, infeliz, confusa y cabreada, y ninguno de ellos tiene el
suficiente cerebro como para enfrentarse honestamente a su situación. Se dedican a
hablar de los viejos tiempos (antes del sida, del crack, de las bandas, de los grandes
medios de comunicación, de los satélites, de los aviones y del calentamiento global)
como si pudieran volver a ellos. Y como no logran entender por qué están tan
jodidos, la toman con alguien. Los negros, los judíos, los blancos, los chinos, los
árabes, los rusos, los que están a favor del aborto, los que están en contra...
Cualquiera vale.
No abrí la boca. No hay nada que añadir a la verdad.
Richie plantó los pies en el suelo y se levantó. Se puso a deambular por el cuarto.
Sus pasos eran algo inseguros, como si esperara resistencia después de cada uno de
ellos.
—Los blancos culpan a la gente como yo porque dicen que he llegado a donde
estoy gracias a las cuotas. La mitad de ellos no saben ni leer, pero creen que se
www.lectulandia.com - Página 88
merecen mi puesto de trabajo. Los jodidos políticos se sientan en sus sillones de
cuero junto a las ventanas con vistas al río Charles y se aseguran de que esos votantes
blancos y estúpidos crean que el motivo de su ira es que yo les estoy quitando la
comida de la boca a sus hijos. Los negros (mis hermanos) dicen que ya no soy negro
porque vivo en una calle de blancos de una barriada compuesta casi exclusivamente
de blancos. Dicen que me estoy infiltrando en la clase media. Como si por el hecho
de ser negro tuviera que irme a vivir a cualquier agujero asqueroso de la avenida
Humboldt, junto a gente que invierte el cheque del paro en crack. Infiltrándome —
insistió—. Qué mierda. Los heterosexuales odian a los homosexuales, y ahora los
homosexuales se preparan para «responder», aunque no sé qué coño significa eso.
Las lesbianas odian a los hombres, los hombres odian a las mujeres, los negros odian
a los blancos y los blancos a los negros, y... Y todo el mundo busca a alguien a quien
echarle la culpa. Quiero decir, joder, ¿para qué molestarse en mirarse al espejo
cuando hay por ahí tanta gente que sabes positivamente que es mucho peor que tú? —
Se me quedó mirando—. ¿Sabes a qué me refiero? ¿O está hablando la priva?
Me encogí de hombros:
—Por algún motivo, todo el mundo necesita a alguien a quien odiar.
—Todo el mundo es de lo más idiota.
Asentí.
—Y de lo más mezquino.
Se volvió a sentar.
—Maldita sea —sentenció.
—¿Y todo eso adónde nos lleva, Rich?
Levantó el vaso.
—A llorar en un vaso de whisky al final de la jornada.
La habitación se quedó en silencio unos instantes. Nos servimos otra copa sin
decir nada y nos la bebimos algo más lentamente. Al cabo de cinco minutos, Richie
dijo:
—¿Cómo te sientes después de lo que te ha pasado hoy? ¿Estás bien?
Todo el mundo me preguntaba lo mismo.
—Estoy perfectamente —le dije.
—¿De verdad?
—De verdad. O eso creo. —Le miré y, no sé por qué, deseé que hubiera llegado a
conocer a la difunta—. Jenna era decente. Una buena persona. Todo lo que quería era
que, por una vez en la vida, dejaran de pasar de ella.
Richie me miró y se inclinó hacia delante con el vaso extendido.
—Vas a hacer que alguien pague por esto, ¿no es cierto, Patrick?
Me incliné y choqué mi vaso con el suyo. Asentí.
—Lo van a tener muy negro —dije levantando la mano—. Y no te ofendas.
www.lectulandia.com - Página 89
15
Richie se fue un poco después de medianoche, y yo crucé la calle en dirección a
mi apartamento con la botella bajo el brazo. Ignoré el destello rojo del contestador
automático y puse la tele. Me desplomé en el sillón de cuero, bebí a morro, miré el
programa de David Letterman y traté de no ver la danza mortal de Jenna cada vez que
se me quedaban los párpados a media asta. Por lo general, no suelo abusar del
alcohol, pero esta vez le estaba dando un buen meneo al Glenlivet. Quería quedarme
frito y no soñar.
Richie había dicho que el tal Socia le sonaba de algo, pero que no podía situarlo
con exactitud. Yo había confirmado lo que ya intuía, que Curtis Moore era un
miembro de los Raven Saints. Y que se había cargado a Jenna, seguramente, por
encargo de alguien, siendo ese alguien, con toda probabilidad, Socia. Socia era el
marido de Jenna, o lo había sido. Socia era lo suficientemente amigo del senador
Brian Paulson como para hacerse fotos con él. Paulson había dado un puñetazo en la
mesa durante nuestro primer encuentro. «Esto no es ninguna broma», había dicho.
Pues no. Jenna estaba muerta. Y más de cien guerreros urbanos sin miedo a morir me
tenían ojeriza. De bromas, nada. Al día siguiente tenía que almorzar con Mulkern y
su pandilla. Estaba borracho. Igual era culpa mía, pero Letterman no conseguía
entretenerme. Jenna estaba muerta. Curtis había perdido un pie. Yo estaba borracho.
Detrás del televisor, un fantasma vestido de bombero acechaba entre las sombras.
Cada vez veía la imagen de la tele más borrosa. La botella estaba vacía.
www.lectulandia.com - Página 90
A veces el mundo te deja en paz.
www.lectulandia.com - Página 91
Esta vez, Jim Vurnan no se levantó para recibirme. Sterling Mulkern y él estaban
sentados juntos en la penumbra, con la vista protegida de las trivialidades del mundo
exterior por los listones de una persiana. A través de ella, se atisbaban fragmentos del
hotel Westin, pero a no ser que insistieras en verlos, ni reparabas en ellos. Lo cual me
parece de lo más normal, ya que el único hotel de esta ciudad que es más feo que el
Westin es el Lafayette; y si hay algo más feo que el Lafayette, aún está por construir.
Se percataron de nuestra presencia justo cuando llegamos ante su reservado. Jim hizo
amago de levantarse, pero yo alcé la mano y se limitó a moverse en el asiento para
dejarme sitio. Ojalá fabricaran perros y cónyuges tan amables y leales como los
representantes del pueblo.
Dije:
—Jim, ya conoces a Angie. Senador Mulkern, es mi socia, Angie Gennaro.
Angie extendió la mano.
—Encantada de conocerle, senador.
Mulkern tomó su mano, le besó los nudillos y se deslizó por el asiento sin soltar
la extremidad de mi socia.
—El placer es mío exclusivamente, señorita Gennaro.
Qué elegancia. Angie se sentó a su lado y él le soltó la mano. Luego se me quedó
mirando con una ceja arqueada.
—¿Sólo es una socia? —bromeó.
Jim le rió la gracia.
Yo me limité a dibujar una sonrisita y me senté junto a Jim.
—¿Dónde está el senador Paulson? —pregunté.
Mulkern le estaba sonriendo a Angie. Repuso:
—No he sido capaz de sacarlo del despacho, me temo.
—¿Un sábado?
Mulkern tomó un sorbo de su bebida.
—Bueno, cuéntame —le dijo a Angie—. ¿Dónde te ha tenido escondida el
pillastre de Pat?
Angie le dedicó una sonrisa luminosa, toda dientes.
—En un cajón.
—¿De verdad? —se sorprendió Mulkern. Otro trago—. Me cae bien, Pat, de
verdad.
—Es lo que suele suceder, senador.
Apareció el camarero, apuntó nuestras bebidas y desapareció silenciosamente,
reptando por la mullida alfombra. Mulkern había hablado de almorzar, pero en la
mesa no había más que vasos. Igual habían descubierto un menú a base de líquidos.
Jim me tocó el hombro.
—Menudo día tuviste ayer.
www.lectulandia.com - Página 92
Sterling Mulkern sostenía el Trib de la mañana.
—Ya eres un héroe como tu padre, muchacho. —Le propinó unos papirotazos al
diario—. ¿Lo has visto?
—Sólo leo la tira de Calvin y Hobbes —afirmé.
—Pues esto es una propaganda estupenda. Ideal para el negocio.
—Pero no para Jenna Angeline.
Mulkern se encogió de hombros.
—Quien a hierro mata...
—Era una señora de la limpieza. El arma más peligrosa que había visto en su vida
era un abridor de cartas, senador.
Volvió a encogerse de hombros y vi que no estaba dispuesto a cambiar de idea.
Los tipos como Mulkern suelen ver lo que les conviene, y luego pretenden que los
demás les demos la razón.
—Patrick y yo nos preguntábamos si la muerte de la señorita Angeline ponía fin a
nuestro trabajo para usted —dijo Angie.
—Me temo que no, querida, me temo que no —dijo el senador—. Contraté a Pat,
y también a ti, para encontrar ciertos documentos. A no ser que los hayáis traído,
seguís en nómina.
Angie sonrió.
—Patrick y yo trabajamos para nosotros, senador.
Jim me miró y luego clavó la vista en su bebida. La cara de Mulkern dejó de
moverse por unos instantes, y luego alzó las cejas, sorprendido.
—En ese caso, ¿por qué exactamente firmé el cheque a nombre de vuestra
agencia?
Angie no le dejaba pasar ni una.
—Por disfrutar de nuestra experiencia, senador. —Levantó la vista al acercarse el
camarero—. Ah, las bebidas. Gracias.
Me entraron ganas de besarla.
Dijo Mulkern:
—¿Tú también piensas eso, Pat?
—Más o menos. —Y le di un trago a mi cerveza.
—Una cosa, Pat —continuó Mulkern arrellanándose en el asiento, mientras le
daba vueltas a algo en la cabeza—. ¿Siempre es ella la que habla cuando estáis
juntos? ¿Es ella también la que hace todo el trabajo?
Intervino Angie:
—A ella no le gusta que se hable de ella en tercera persona cuando está presente,
senador.
Me tocaba hablar a mí:
—¿Cuántas copas lleva, senador?
www.lectulandia.com - Página 93
—Por favor —dijo Jim, y levantó la mano.
Si estuviéramos en un saloon del Oeste, el sitio ya se habría vaciado a esas
alturas. Cincuenta sillas haciendo ruido al apartarse de las mesas. Madera restallando
en la madera. Pero se trataba de un bar elegante de Boston, a media mañana de un
sábado, y Mulkern no tenía pinta de llevar encima una incómoda pistola. Demasiada
tripa. Pero también es verdad que, en Boston, las pistolas siempre han sido
reemplazadas por una buena firma o por el sarcasmo adecuado en el momento
oportuno.
Los negros ojos de Mulkern me contemplaban bajo unos pesados párpados. Era la
mirada de una serpiente cuyo nido ha sido invadido. La mirada de un borracho
violento a punto de liarse a puñetazos. Pronunció mi nombre y se inclinó hacia mí por
encima de la mesa. El pestazo a bourbon que exhalaba podría haberle prendido fuego
a una gasolinera.
—Patrick Kenzie —repitió—. Escúchame con atención. No pienso permitir que el
hijo de uno de mis lacayos me hable en ese tono. Tu padre, querido muchacho, era un
perro que saltaba cuando yo se lo decía. Y a ti, en esta ciudad, no te queda más
remedio que seguir su ejemplo. Porque —se me acercó más y, de repente, me agarró
por la muñeca, con fuerza— si no me muestras el respeto debido, mocoso, vas a tener
menos visitas que un local de Alcohólicos Anónimos el día de San Patricio. Una
palabra mía y estás en la ruina. Y por lo que respecta a tu novia... Pues mira, va a
tener más cosas de las que preocuparse que los ojos morados que le pone el inútil de
su marido.
Angie parecía a punto de decapitarle, pero le puse en la rodilla mi mano libre para
calmarla.
Acto seguido, recurrí al bolsillo interior de la chaqueta y extraje la fotocopia que
había hecho de la fotografía. La sostuve entre los dedos, a una prudente distancia de
Mulkern y Vurnan, y dibujé en mi rostro una sonrisita cruel, todo ello sin apartar los
ojos de los del senador. Me apoyé levemente en el respaldo del asiento, para alejarme
de su tóxica halitosis, y le dije:
—Senador, estoy de acuerdo en lo de que mi padre fue uno de sus lacayos. Nada
que objetar a eso. Pero es un dato que a mí, francamente, me suda la polla. Yo
detestaba a ese cabrón, así que no malgaste su etílico aliento apelando a mis
sentimientos. Angie es de la familia. Él no. Y usted tampoco. —Moví la muñeca para
liberarme de él. Antes de que retirara la mano, se la agarré con fuerza y añadí—:
Senador, como vuelva a amenazarme —dejé la fotocopia en la mesa, frente a él—, le
voy a joder la vida a conciencia.
Si se fijó en la fotocopia, no lo demostró. Seguía mirándome a los ojos, que se
iban haciendo pequeños hasta convertirse en puntitos cargados de odio.
Miré a Angie mientras soltaba la mano de Mulkern.
www.lectulandia.com - Página 94
—Eso es todo —dije levantándome. Le di a Jim una palmadita en el hombro—.
Siempre es un placer verte.
—Adiós, Jim —añadió Angie.
Y nos alejamos de la mesa.
Si llegábamos a la salida, como mucho en otoño estaría viviendo del paro. Si
llegábamos a la salida sería porque la foto no significaba nada más que unos
contactos turbios sin gran cosa que ocultar. Tendría que trasladarme a Montana, a
Kansas, a Iowa o a alguno de esos sitios tan aburridos que no tienen ni políticos
corruptos. Si llegábamos a la salida, estaríamos acabados en esta ciudad.
—Pat, muchacho...
Estábamos a unos tres metros de la puerta cuando recuperé la fe en la naturaleza
humana.
Angie me estrujó la mano y nos dimos la vuelta con cara de que teníamos cosas
mejores que hacer.
—Por favor —dijo Jim—. Sentaos de nuevo.
Nos acercamos a la mesa.
Mulkern extendió la mano.
—Suelo ser algo picajoso a estas horas del día. Parece que la gente no pilla mi
sentido del humor.
Le di la mano.
—Eso es algo que suele pasar.
Mulkern le tendió la mano a Angie:
—Señorita Gennaro, por favor, acepte las excusas de un viejo gruñón.
—Ya está olvidado, senador.
—Por favor —dijo éste—, llámame Sterling.
Sonrió afectuosamente y le dio unas palmaditas en la mano. Todo en él resultaba
de una sinceridad apabullante.
Si no fuera porque ya había vomitado lo mío, igual suelto la papilla allí mismo.
Jim señaló la fotocopia y me miró:
—¿De dónde has sacado esto?
—De Jenna Angeline.
—Es una copia.
—Pues sí, Jim, lo es.
—¿Y el original? —intervino Mulkern.
—Obra en mi poder.
—Pat —siguió Mulkern, con la sonrisa puesta—, te contratamos para que
recuperaras documentos, no fotocopias.
—Conservo el original de éste hasta que encuentre el resto.
—¿Por qué? —preguntó Jim.
www.lectulandia.com - Página 95
Le mostré la portada del periódico:
—Las cosas se han complicado. Y eso no me gusta. Angie, ¿a ti te gusta que las
cosas se compliquen?
—Para nada —repuso mi socia.
Miré a Vurnan y a Mulkern.
—Vaya, que no nos gusta. Conservar el original es nuestra manera de controlar el
follón hasta que sepamos de qué va.
—¿Podemos ayudarte, Pat?
—Por supuesto. Háblenme de Paulson y Socia.
—Se trata de una estúpida indiscreción por parte de Brian —dijo Mulkern.
—¿Cuán estúpida? —le preguntó Angie.
—Para una persona del montón, no mucho —repuso Mulkern—. Pero para un
personaje público, resulta de lo más estúpida.
Le hizo a Jim una señal con la cabeza.
Jim cruzó las manos sobre la mesa:
—El senador Paulson se embarcó en una velada de... de placer ilícito con una de
las prostitutas del señor Socia, hace seis años. No puedo restarle importancia, dadas
las circunstancias, pero la verdad es que todo se redujo a una noche de vino y
mujeres.
—Ninguna de las cuales era la señora Paulson —dijo Angie.
Mulkern negó con la cabeza.
—Eso es irrelevante. Se trata de la mujer de un político y es consciente de lo que
se espera de ella en un momento así. No, el problema surgiría si cualquier parte de
este asunto sale a la luz. Actualmente, Brian es una voz fuerte y silenciosa a favor de
la ley del terrorismo urbano. Cualquier relación con gente como... como el señor
Socia, resultaría funesta.
Me entraron ganas de preguntarle cómo se podía ser «una voz fuerte y silenciosa»
a la vez, pero supuse que eso revelaría mi falta de conocimientos políticos. Así pues,
busqué otro tema de conversación:
—¿Cuál es el nombre de pila de Socia?
—Marion —dijo Jim, y Mulkern le lanzó una mirada.
—Marion —repetí—. ¿Y qué pinta Jenna en todo esto? ¿Cómo consiguió hacerse
con esas fotos?
Jim miró a Mulkern antes de responder. No hay nada como la telepatía entre
politicastros. Dijo:
—Por lo que imaginamos, Socia envió las fotos como un intento de chantaje.
Brian se emborrachó mucho esa noche, como ya podéis suponer. Se quedó frito en el
sillón, con las fotos sobre el escritorio. Luego vino Jenna a limpiar, y suponemos...
Angie le interrumpió:
www.lectulandia.com - Página 96
—Un momento. ¿Está usted diciendo que Jenna sintió tal repulsión moral al ver
las fotos de Paulson con una prostituta que se las llevó? ¿Sabiendo que su vida no
valdría un céntimo si hacía algo así? —Creo que Angie aún se tragaba menos que yo
esa historia.
Jim se encogió de hombros.
Mulkern dijo:
—¿Quién sabe lo que piensa esa gente?
Intervine:
—¿Y para qué iba a matarla Socia? No me parece que tuviera mucho que perder
por el hecho de que las fotos de Paulson con la furcia salieran a la luz.
Antes de que Mulkern hablara, supe lo que iba a decir, y me pregunté para qué me
había molestado en sacar el tema.
—¿Quién sabe lo que piensa esa gente? —repitió.
www.lectulandia.com - Página 97
16
El resto del día fue un aburrimiento.
Regresamos a la oficina y yo me dediqué a flirtear con Angie mientras ella me
decía que me fuera a hacer gárgaras y el teléfono no sonaba y no aparecía ni Dios por
el campanario. Pedimos una pizza a domicilio, nos tomamos unas cervezas y yo me
entretuve recordando lo guapa que estaba Angie en el taxi, meneando el culo dentro
de aquella falda. Mi socia me miró un par de veces, intuyó el cariz de mis reflexiones
y me llamó pervertido. Aunque lo cierto es que en una de esas ocasiones estaba
teniendo unos pensamientos de lo más inocentes acerca de mi factura telefónica,
supongo que me lo merecía por las demás.
A Angie siempre le ha atraído la ventana que hay detrás de su escritorio. Se pasa
la vida mirando por ahí, mientras se muerde el labio inferior o se da golpecitos en los
dientes con un lápiz, perdida en su rico mundo interior. Pero hoy era como si se
proyectara ahí afuera una película que sólo ella pudiese ver. La mayoría de sus
respuestas a mis comentarios empezaban con un «¿qué?», y tuve la impresión de que
no compartíamos ni el mismo hemisferio. Supuse que tendría algo que ver con el
Capullo, así que no dije nada.
Mi pistola seguía en el cuartel general de la policía, y yo no tenía la menor
intención de pasear por la ciudad sin nada más a lo que agarrarme que mi propia polla
y una actitud optimista con respecto a las actividades que los Raven Saints me tenían
preparadas. Necesitaba un arma totalmente virgen, pues aquí tenemos reglas muy
estrictas sobre las pistolas no registradas. Angie también necesitaría una si nos
metíamos juntos en algún lío, así que recurrí a Bubba Rogowski y le encargué dos
pipas limpias de polvo y paja. Me dijo que por supuesto, que las tendría a eso de las
cinco. Era como pedir una pizza.
Luego llamé a Devin Amronklin. Devin está destinado en el nuevo Escuadrón
Anti Bandas del señor alcalde. Es bajito y fuerte, y quienes intentan hacerle daño lo
único que consiguen es cabrearle más de lo que ya está. Luce unas cicatrices de la
longitud de una carretera comarcal, pero es un tío muy agradable con el que pasar el
rato cuando no estás en una fiesta en Beacon Hill.
Me dijo:
—Encantado de hablar contigo, pero tengo cosas que hacer. Nos vemos mañana
en el funeral. Y diga lo que diga el capullo de Ferry, la verdad es que te has ganado
una medalla con lo de Curtis el Cojo.
Colgué y sentí cierta placidez en el pecho, como cuando te tomas un trago una
fría noche, antes de que te acabe sentando mal. Con Bubba y Devin por ahí, me sentía
más seguro que un condón en una convención de eunucos. Hasta que llegué a la
conclusión, como siempre me ocurre, de que cuando alguien te quiere matar, cuando
www.lectulandia.com - Página 98
lo desea de verdad, sólo la suerte te puede salvar. Ni Dios, ni un ejército ni, sobre
todo, tú mismo. Tenía que confiar en la estupidez de mis enemigos, o en que
carecieran de la memoria necesaria para acometer una venganza. Cosas así serían las
que me mantendrían alejado de la tumba.
Le eché un vistazo a Angie.
—¿Cómo va eso, guapa?
Y ella, claro está, dijo:
—¿Qué?
—Que cómo va eso, guapa.
El lápiz iba haciendo tap-tap-tap. Cruzó los tobillos sobre el marco de la ventana
y giró la silla ligeramente en mi dirección.
—Oye —dijo.
—¿Qué?
—No sigas por ahí, ¿vale?
—¿A qué te refieres?
Giró la cabeza, me miró a los ojos.
—Lo de «guapa» y tal. Déjalo. Ya.
Me hice el gracioso:
—Ay, mamá, porfa...
Le dio un empujón a la silla para quedarse cara a cara conmigo, lo que obligó a
sus piernas a despedirse de la ventana.
—Y eso tampoco me hace gracia. Eso de «ay, mamá»... Como si fueras inocente
del todo. No lo eres. —Miró por la ventana un instante y luego regresó a mí—. A
veces puedes ser muy gilipollas, Patrick. ¿Eres consciente de ello?
Dejé la cerveza en una esquina de la mesa.
—¿A qué viene esto?
—Simplemente... viene. ¿Vale? No es fácil... No es... Vengo aquí cada día desde
mi puta... casa, y lo único que quiero es... yo qué sé. Pero tengo que aguantarte a ti
con lo de «guapa», con tu ligoteo que ya parece un puto acto reflejo, con tus
miraditas y... Ya no puedo más.
Se frotó la cara con las manos, fuerte, y luego se las pasó por el pelo, gruñendo.
Le dije:
—Oye, Angie...
—Ni «oye» ni «olla», Patrick. Ya está bien. —Le dio una patada a uno de los
cajones de debajo de su escritorio—. Mira, entre ese cerdo seboso de Mulkern, Phil y
tú, ya no sé...
Me sentía como si tuviera un caniche alojado en la garganta, pero conseguí decir:
—¿Ya no sabes qué?
—¡Nada! —Hundió la cabeza entre las manos y, acto seguido, me miró de nuevo
www.lectulandia.com - Página 99
—. Ya no sé nada. —Se levantó con la suficiente fuerza como para darle una vuelta
completa a la silla y echó a andar hacia la puerta—. Y estoy hasta las narices de que
me hagan preguntas.
Se fue.
El sonido de sus tacones reverberó por los escalones como si fueran balas que
ascendieran por los peldaños hasta colarse en la habitación. Noté un agudo dolor
detrás de los ojos, como si alguien me estuviera clavando un punzón.
Dejé de oír los taconazos. Miré por la ventana, pero Angie no estaba en el
exterior. La pintura beige de su coche, algo rallada, brillaba apagadamente a la luz de
la farola.
Bajé los peldaños de tres en tres, a oscuras, arriesgándome a perder el equilibrio
en ese estrecho y sinuoso sendero. Angie estaba a escasos metros del último escalón,
apoyada en un confesionario. Tenía un cigarrillo encendido entre los labios y estaba
guardándose el mechero en el bolso cuando aparecí yo.
Me quedé inmóvil y esperé.
—¿Y bien? —dijo ella.
—¿Y bien qué? —dije yo.
—Esta conversación no promete mucho.
Le dije:
—Por favor, Angie, dame un respiro. Esto me cae totalmente por sorpresa. —
Recuperé el resuello mientras ella me miraba con ojos opacos, con una de esas
miradas que te dicen que algo ha pasado y que más vale que lo descubras
rápidamente—. Ya sé qué es lo que no funciona... en Mulkern, en Phil, en mí. Estás
rodeada de hombres gilipollas...
—De críos gilipollas —me interrumpió.
—Vale —reconocí—. En estos momentos, tu vida está llena de críos gilipollas.
Pero, Angie, ¿qué es lo que no funciona?
Se encogió de hombros y dejó caer la ceniza del pitillo sobre el suelo de mármol.
—Igual ardo en el infierno por esto.
Esperé.
—Nada funciona, Patrick. Nada. Cuando pensaba en ti, en que ayer casi te
mueres, me vinieron muchas más cosas. Quiero decir... Por el amor de Dios, ¿esto es
mi vida? ¿Phil? ¿Dorchester? —Recorrió la iglesia con el brazo—. ¿Esto? Vengo a
trabajar, te me quito de encima, tú te diviertes, yo vuelvo a casa, me zurran una o dos
veces al mes, y a veces después de eso me acuesto con el muy cabrón, y... ¿Y eso es
todo? ¿Eso es lo que soy?
—Nadie ha dicho que las cosas tengan que ser así.
—Ah, vale, Patrick. Me convertiré en neurocirujano.
—Yo puedo...
Angie estaba sentada en los escalones de entrada a su casa cuando aparecí yo.
Llevaba una blusa blanca y unos pantalones negros ceñidos en los tobillos. Ella sí que
era el ligue ideal, pero me abstuve de comentarlo.
Subió al coche y recorrimos parte del camino sin abrir la boca. Yo había puesto en
el radiocasete, con toda la intención, una cinta de Screaming Jay Hawkins, pero
Angie ni parpadeó, aunque Screaming Jay Hawkins le da casi más asco que la gente
que la llama «tía». Se fumó un cigarrillo y se quedó observando el paisaje de
Dorchester como si acabara de llegar.
Terminó la cinta cuando entrábamos en Mattapan, momento en que le dije:
—Nunca me canso de escuchar a este hombre, qué bueno es. No me importaría
cargarme el botón de eyección y escucharle hasta la eternidad.
Angie se mordisqueaba un padrastro.
Expulsé a Screaming Jay y lo sustituí por U2. Por regla general, esa cinta siempre
pone a Angie a bailar en el asiento, pero hoy era como si le hubiera puesto a Michael
Bolton: parecía que había desayunado litio.
Rodábamos por la autopista de Jamaica Plain y los chicos de Dublín atacaban
«Sunday bloody Sunday», cuando Angie dijo:
—Estoy dándole vueltas a algo. Dame un poco de tiempo.
—No me importa esperar.
Se giró en el asiento mientras se colocaba el pelo detrás de la oreja para
protegerlo del viento.
—Te agradecería que dejaras lo de «guapa» una temporadita, como lo de
invitarme a compartir la ducha y cosas así.
—Es difícil deshacerse de las viejas costumbres —me defendí.
—Yo no soy una vieja costumbre —afirmó ella.
Asentí.
—Tienes razón. ¿Quieres tomarte un tiempo libre, tal vez?
—Ni hablar. —Dobló la pierna izquierda bajo la derecha—. Me encanta este
trabajo. Pero necesito pensarme las cosas y que tú me apoyes, Patrick, no que te
dediques a coquetear conmigo.
Levanté la mano derecha como para un juramento.
—Cuenta conmigo.
Un poco más y añado «guapa», pero me callé a tiempo. Puede que mi madre diera
a luz a un merluzo, pero no a un suicida.
Angie me cogió la mano y me la apretó.
—¿Has visto a Bubba?
El bar era pequeño, estaba abarrotado y el suelo de goma negra olía a cerveza
pasada, a escupitajos recientes y a sudor. Era una de esas paradojas que tanto se dan
en esta ciudad: un bar irlandés para blancos en un barrio negro. Los tipos que venían
aquí a beber llevaban décadas haciéndolo. Se encastillaban ahí dentro con sus cañas
de a dólar, sus huevos duros y su actitud hierática, y hacían como que el mundo
exterior no había cambiado. Eran obreros de la construcción que no se habían movido
de un radio de diez kilómetros en toda su vida laboral porque en Boston siempre se
estaba edificando algo; eran capataces de los muelles, de la planta de General
Era la llave de una taquilla, la número 506. La taquilla en cuestión podía estar en
el aeropuerto Logan, en la estación de autobuses Greyhound de Park Square o en la
terminal ferroviaria de la Estación Sur. O en cualquier parada principal de autobús de
Springfield, Lowell, New Hampshire, Connecticut, Maine o vaya usted a saber
dónde.
Dijo Angie:
—Bueno, ¿qué quieres que hagamos? ¿Revisarlas todas?
—No se me ocurre nada más.
—Son un montón de sitios.
—Míralo por el lado bueno.
—¿A saber?
—Si cobráramos por horas, nos forraríamos.
Me dio un bofetón, pero no tan fuerte como me temía.
Estaba yo ante la iglesia, esperando, cuando apareció Angie al volante de esa cosa
marrón a la que ella llama coche. Durante los fines de semana y las vacaciones, Phil
no lo necesita, pues se limita a aprovisionarse de Budweiser y a tirarse en el sofá para
tragarse lo que echen en la televisión. ¿Quién necesita un coche cuando Gilligan
sigue sin conseguir abandonar la isla? Angie se hace con el vehículo en cuanto puede
para poder escuchar sus cintas; también mantiene que conduzco fatal mi Bestia
Rodante porque me importa un rábano lo que le pueda pasar. Cosa que no es del todo
cierta: me preocuparía si algo le sucediese, pero aún me preocuparía más porque la
compañía aseguradora corriera con los gastos.
El trayecto desde la calle Berkeley lo recorrió Angie en menos de diez minutos.
La ciudad estaba vacía. Los que se habían ido al Cabo desaparecieron el jueves o el
viernes. Los que iban a la Explanada para el concierto de mañana, más los
correspondientes fuegos artificiales, aún no habían plantado la tienda de campaña.
Todo el mundo se había tomado el día libre. Por el camino, vimos algo que muy
pocos habitantes de esta ciudad suelen ver: plazas de aparcamiento libres. No paré de
pedirle a Angie que se detuviera en cada una de ellas y que nos dedicáramos a entrar
Nos marchamos al cabo de una media hora. Al principio, los médicos habían
dicho que tendrían a Bubba en cuidados intensivos una semana, por lo menos, pero
ahora ya hablaban de darle el alta en un par de días. Se enfrentaba a una acusación,
ciertamente, pero como él nos dijo: «¿Qué es un testigo? De verdad que nunca he
conocido a ninguno. ¿Se trata de esa gente que siempre sufre un ataque de amnesia
justo antes de que me lleven a juicio?».
Bajamos por la calle Charles hasta Back Bay. A Angie le ardía la tarjeta de
crédito que llevaba en la cartera. Los almacenes Bonwit Teller no pudieron evitar el
saqueo. Mi socia atacó con la fuerza de un ciclón y, para cuando nos fuimos de allí,
llevábamos encima la mitad de la primera planta metida en bolsas de papel.
Yo me tiré media horita de compras en Eddie Bauer y otros veinte minutos en el
Banana Republic de Copley Place, el centro comercial. Se me empezaba a remover
ligeramente el estómago en ese sitio, con esas cascadas de mármol de cuatro niveles,
esas vitrinas enmarcadas en oro puro y esos escaparates que ofrecían calcetines de
hilo a ochenta y cinco dólares el par. Copley Place es, probablemente, lo más
parecido a lo que deja Donald Trump en el retrete después de vomitar.
Salimos de allí por la parte de atrás, que era la mejor zona para encontrar un taxi
libre a media tarde. Intentábamos decidir adónde iríamos a comer cuando vi a Roland
al final de la escalera mecánica, con toda su corpulencia extendida a lo largo de la
salida y con un brazo en cabestrillo. Nos miraba fijamente con el ojo que no tenía
completamente cerrado.
Me llevé la mano al cinturón y agarré con fuerza el nueve milímetros, que me
enfriaba el estómago pero me calentaba dicha extremidad.
Roland dio un paso atrás.
—Quiero hablar.
Mantuve la mano en la empuñadura del arma.
—Pues habla —le dijo Angie.
—Demos un paseo.
Se dio la vuelta y cruzó la puerta giratoria.
No sé muy bien por qué le seguimos, pero eso fue lo que hicimos. El sol brillaba
con intensidad. El aire era cálido, pero no demasiado húmedo, mientras subíamos por
Dartmouth y nos alejábamos de los elegantes hoteles y las pintorescas tiendas. Los
yuppies sorbían sus capuchinos mientras se hacían la ilusión de vivir en plena
civilización. Atravesamos la avenida Colón y bajamos por el South End, donde los