Un Trago Antes de La Guerra - Dennis Lehane PDF

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Ésta

es una novela imprescindible por fin publicada en España. La premiada


opera prima de Dennis Lehane, uno de los grandes nombres de la última
novela negra. Con ella, dió a conocer a Patrick Kenzie y Angela Gennaro, la
pareja de detectives con la que iniciaría una de las más trayectorias literarias
más sugerentes de la última década. Un trago antes de la guerra es una
trepidante y violenta novela en la que Lehane enlaza batallas sangrientas
entre bandas callejeras, asesinatos, racismo, prostitución infantil y corrupción
política. Un bautizo literario lleno de talento, espléndido y sorprendente, tan
brutal como las oscuras calles de Boston. Patrick y Angela reciben un
encargo muy bien pagado, demasiado para un trabajo tan insignificante:
encontrar a una limpiadora negra que se ha llevado “documentos
importantes” de despachos oficiales del Estado de Massachussets. El rastro
de Jenna Angeline, sin embargo, se pierde entre bandas callejeras y la
certeza de que no se trata de un simple robo. Pero en Boston perseguir la
verdad es un mal negocio. Más aún si te persiguen, a la vez, políticos
desesperados, policías corruptos, pandillas criminales y un pasado cruel.

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Dennis Lehane

Un trago antes de la guerra


SERIE PATRICK KENZIE - ANGELA GENNARO​ - 1

ePUB v1.2
Indicosur 15.09.11

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Esta novela está dedicada a mis padres,
Michael y Ann Lehane, y a Lawrence Corcoran S. J.

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NOTA DEL AUTOR
La mayor parte de la acción de esta novela transcurre en Boston, pero me he
tomado ciertas libertades a la hora de retratar la ciudad y sus instituciones. Todo ello
de manera intencionada. El mundo que aquí aparece es ficticio, al igual que sus
hechos y personajes. Cualquier parecido con asuntos o personas reales, es pura
coincidencia.

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En mis primeros recuerdos aparece el fuego
Vi cómo ardían Watts, Detroit y Atlanta en el telediario de la noche, vi océanos de
manglares y frondas de palmeras fundidos por el napalm mientras Walter Cronkite
hablaba de desarme lateral y de una guerra que había perdido su lógica.
Mi padre, que era bombero, me despertaba a menudo de noche para que pudiera
ver las imágenes más recientes de los incendios que había combatido. Podía oler el
humo en él y el hollín, los pringosos aromas de la grasa y la gasolina, y la verdad es
que me resultaban de lo más agradables mientras me hallaba sentado en su regazo
sobre el viejo sillón de orejas. Se señalaba a sí mismo pasando ante la cámara, una
sombra fugaz iluminada de un rojo rabioso y un amarillo candente.
Los incendios crecieron conmigo, o eso me parecía, hasta que, no hace mucho,
ardió Los Angeles y el niño que aún habitaba en mi interior se preguntó qué
ocurriría a continuación, si las cenizas y el humo viajarían hacia el noreste para
instalarse en Boston y contaminar el aire.
Eso parecía que iba a suceder el pasado verano. El odio entró a raudales y lo
definimos de diferentes maneras —racismo, pedofilia, justicia, rectitud—, pero todas
esas palabras no eran más que los lazos y el papel de envolver de un regalo
envenenado que nadie quería abrir.
Murió gente el pasado verano. La mayoría, inocentes. Unos más culpables que
otros.
Y hubo gente que mató el pasado verano. Nadie era inocente. Lo sé. Yo era uno
de ellos. Me quedé contemplando el delgado cañón de una pistola, clavé la mirada
en unos ojos inyectados en miedo y odio, y vi mi propia imagen. Para hacerla
desaparecer, apreté el gatillo.
Escuché el eco de mis disparos, pude oler la cordita, y entre el humo seguí viendo
mi imagen reflejada, sabiendo que nunca se desvanecería.

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El bar del Ritz-Carlton tiene vistas a los Jardines Públicos y exige el uso de
corbata. Que conste que he podido contemplar varias veces, desde otros puntos de
vista no menos privilegiados, los Jardines Públicos sin corbata, y que nunca la he
echado de menos, pero igual los del Ritz saben algo que yo desconozco.
Mi manera habitual de vestir se limita a pantalones tejanos y camisas deportivas,
pero se trataba de un trabajo, con lo que el tiempo era suyo, no mío. Además, andaba
un tanto retrasado últimamente en cuestiones de lavandería, con lo que lo más
probable es que mis pantalones hubieran echado a andar solos hacia el metro antes de
que tuviera la menor oportunidad de ponérmelos. Así pues, saqué del armario un traje
cruzado de Armani —uno de varios que recibí de un cliente en lugar de dinero—,
encontré los zapatos apropiados, así como la camisa y la corbata, y en menos de lo
que se tarda en decir GQ ya había adquirido el aspecto adecuado para la comida.
Lo cierto es que me agradó mi reflejo en los cristales ahumados del bar mientras
cruzaba la calle Arlington. Había una ligereza en mi andar, un brillo en mis ojos y
una perfección en mi peinado que me llevaron a pensar que vivía en un mundo
estupendo.
Un portero joven, con unas mejillas tan suaves que parecía que se había saltado la
pubertad, me abrió la pesada puerta de metal y me dijo: «Bienvenido al Ritz-Carlton,
señor». Y parecía que lo decía en serio, pues su voz temblaba del orgullo que sentía
ante el hecho de que yo hubiera elegido su pintoresco hotelito. Extendió el brazo
haciendo una floritura, mostrándome el camino por si yo era incapaz de intuirlo por
mi cuenta, y antes de que pudiera darle las gracias la puerta se cerró a mi espalda y el
hombre se puso a parar el mejor taxi del mundo para alguna otra alma afortunada.
Mis zapatos sonaban con contundencia castrense sobre el suelo de mármol, y la
raya bien marcada de mis pantalones se reflejaba en los ceniceros de metal. Siempre
esperé ver a George Reeves, haciendo de Clark Kent, en la recepción del Ritz, o tal
vez a Bogey y Raymond Massey compartiendo un cigarrillo. El Ritz es uno de esos
hoteles que se empeña en mantener su opulencia y su solera: la moqueta es espesa, de
lo más oriental; los mostradores de recepción están hechos de roble lustroso; el salón
es como una agitada estación llena de gente poderosa que atesora sus planes para el
futuro en suaves maletines de cuero, así como de duquesas envueltas en abrigos de
piel que muestran un aire impaciente y el uso diario de los servicios de una manicura
y de una legión de sirvientes vestidos de azul marino que empujan carritos cargados
de equipaje a través de la frondosa moqueta haciendo el menor ruido posible con las
ruedas. Da igual lo que suceda en el exterior: si te quedas en el hall, puedes mirar a la
gente y creerte que en Londres continúa la guerra relámpago.
Sorteé al mozo instalado ante el bar y me abrí la puerta yo mismo. Si le molestó,

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no dio muestras de ello. Si estaba vivo, no se esforzó en demostrarlo. Me quedé
plantado en la mullida moqueta, mientras la pesada puerta se cerraba suavemente a
mi espalda, y les vi en una de las mesas de atrás, las que dan a los Jardines. Tres
hombres con las suficientes influencias políticas como para transportarnos con sus
tocomochos al siglo XXI.
El más joven de ellos, Jim Vurnan, se puso de pie y me sonrió al percatarse de mi
presencia. Jim es mi representante local, a eso se dedica. Atravesó la moqueta en tres
largas zancadas, con la mano tendida y su habitual sonrisa a lo Jack Kennedy. Se la
estreché.
—Hola, Jim —le dije.
—Patrick —repuso como si llevara todo el día esperando mi regreso desde un
campo de prisioneros de guerra—. Patrick —repitió—, me alegro de que hayas
podido venir.
Me dio una palmadita en el hombro y se me quedó mirando como si no nos
hubiésemos visto el día anterior.
—Tienes muy buen aspecto —sentenció.
—¿Me estás pidiendo que salga contigo?
Jim soltó una risotada ante este comentario, un tanto excesiva, la verdad. Luego
me condujo hasta la mesa.
—Patrick Kenzie —anunció—, el senador Sterling Mulkern y el senador Brian
Paulson.
Pronunció la palabra «senador» como algunos entonan el nombre de Hugh
Hefner. con una admiración que me resulta incomprensible.
Sterling Mulkern era un tipo robusto y congestionado, de esos que llevan su peso
como un arma, no como una condición física. Lucía una mata de pelo blanco en la
que se podía hacer aterrizar un DC-10 y te estrechaba la mano de una manera que
casi te la dejaba paralizada. Llevaba en su cargo de líder senatorial del estado desde
que acabó la guerra civil, más o menos, y no tenía la menor intención de jubilarse.
Me dijo:
—Pat, muchacho, qué alegría volverte a ver.
También exhibía un falso acento irlandés que había adquirido, no se sabe muy
bien cómo, mientras crecía en la zona sur de Boston.
Brian Paulson era de lo más delgado, tenía el cabello lacio y de un tono metálico
y daba la mano de manera asaz fofa y húmeda. Antes de sentarse esperó a que lo
hiciera Mulkern, y me pregunté si también le habría pedido permiso para dejarme la
mano sudada. Su forma de saludar se redujo a guiñar un ojo y asentir con la cabeza,
una manera muy propia de alguien cuya aparición de entre las sombras es sólo
momentánea. Pero decían que tenía una buena cabeza, conseguida durante todos sus
años como correveidile de Mulkern.

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Mulkern enarcó ligeramente las cejas y contempló a Paulson. Paulson alzó las
suyas y observó a Jim. Jim me obsequió con su propio arqueo de cejas. Esperé un
instante y les miré a todos aportando mis cejas levantadas.
—¿He sido admitido en el club? —pregunté.
Paulson pareció confuso. Jim sonrió. Levemente. Mulkern dijo:
—¿Cómo podríamos empezar?
Lancé un vistazo a la barra situada a mi espalda.
—¿Con un trago? —sugerí.
Mulkern soltó una carcajada, y Jim y Paulson se apuntaron al jolgorio.
Ahora sabía de dónde venía Jim. Por lo menos, tuvieron el detalle de no empezar
a darse palmadas en las rodillas.
—Por supuesto —dijo Mulkern—. Por supuesto.
Levantó el brazo y una chica jovencísima y guapísima, cuya chapa dorada la
identificaba como Rachel, se materializó a mi lado.
—¡Senador! ¿Qué puedo ofrecerle?
—Podrías traerle una copa a este muchacho. —La frase estaba a medio camino
entre la risa y el ladrido.
La sonrisa de Rachel se intensificó. Se inclinó ligeramente y se me quedó
mirando.
—Faltaría más —dijo—. ¿Qué le apetece, señor?
—Una cerveza. ¿Tienen de esas cosas aquí?
Se echó a reír. Los políticos también. Yo hice un esfuerzo para mantener la
seriedad. Hay que ver qué sitio tan alegre.
—Sí, señor —anunció la camarera—. Tenemos Heineken, Beck's, Molson, Sam
Adams, St. Pauli Girl, Corona, Lowenbrau, Dos Equis...
La interrumpí antes de que se nos hiciera de noche:
—Molson me va bien.
—Patrick —dijo Jim uniendo las manos e inclinándose hacia mí, pues parecía que
había llegado el momento de ponerse serio—. Tenemos un pequeño...
—Enigma —dijo Mulkern—. Un pequeño enigma en las manos. Y nos encantaría
resolverlo con discreción y olvidarnos de él.
Nadie abrió la boca durante unos segundos. Creo que todos estábamos de lo más
impresionados ante el uso de la palabra «enigma» en una conversación banal.
Fui el primero en sacudirme el asombro:
—¿Y en qué consiste exactamente ese enigma?
Mulkern se arrellanó en el asiento sin dejar de mirarme. Apareció Rachel y me
colocó delante un vaso helado, en el que escanció las dos terceras partes de la botella
de Molson. Los ojos negros de Mulkern no apartaban la vista de los míos. Rachel
dijo: «Que la disfrute». Y se fue.

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La mirada de Mulkern se mantenía impertérrita. Lo más probable es que hiciera
falta una explosión para que el hombre parpadease. Me dijo:
—Conocí a fondo a tu padre, chaval... Nunca me he cruzado con un hombre
mejor que él. Era todo un héroe.
—Él siempre hablaba con cariño de usted, senador.
Mulkern asintió, como si no esperara nada diferente.
—Es una pena que nos dejara tan pronto. —Se dio unos golpecitos en el pecho
con los nudillos—. Nunca te puedes fiar del corazón.
Mi padre había perdido una batalla de seis meses contra el cáncer de pulmón,
pero si Mulkern prefería creer que se había tratado de un infarto, ¿para qué llevarle la
contraria?
—Y ahora, míralo, aquí tenemos a su hijo —dijo—, que ya es casi un adulto.
—Casi —repuse—. El mes pasado hasta me afeité.
Jim puso cara de haberse tragado un sapo. Paulson dio un respingo.
Mulkern sonrió:
—De acuerdo, chaval, de acuerdo. Tienes razón —suspiró—. Pero te diré una
cosa, Pat, cuando se llega a mi edad todo el mundo te parece joven.
Asentí educadamente, sin saber adónde quería ir a parar.
Mulkern removió la bebida, sacó la cañita del vaso y la colocó suavemente sobre
una servilleta de papel.
—Por lo que hemos oído, cuando se trata de encontrar a alguien, nadie lo hace
mejor que tú. —Me señaló con una mano con la palma hacia arriba.
Yo asentí.
—Ya veo que no practicas la falsa modestia —dijo él.
Me encogí de hombros:
—Es mi trabajo. Más vale que lo haga bien.
Eché un trago de Molson, cuyo sabor agridulce se extendió por mi lengua. Me
entraron ganas de fumar, y no era la primera vez.
—Verás, chico, nuestro problema es el siguiente: vamos a debatir un asunto
bastante importante la semana que viene. Contamos con artillería pesada, pero para
recopilar la munición recurrimos a ciertos métodos y ciertos servicios que podrían
ser... mal interpretados.
—¿Como por ejemplo...?
Mulkern asintió y me sonrió como si le acabara de decir: «Qué grande eres».
—Mal interpretados —repitió.
Opté por seguirle la corriente:
—¿Y hay documentación o pruebas visibles de esos métodos y esos servicios?
—Es rápido el muchacho —les dijo a Jim y a Paulson—. Sí, señor, muy rápido.
—Se me quedó mirando—. Documentación —dijo—. De eso se trata exactamente,

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Pat.
Me pregunté si había llegado el momento de decirle lo mucho que detesto que me
llamen Pat. Tal vez debería empezar a llamarle Sterl, a ver si le daba lo mismo. Tomé
un sorbo de cerveza y le dije:
—Senador, yo encuentro personas, no cosas.
—Si puedo interrumpir —interrumpió Jim—, los documentos están en poder de
una persona que ha desaparecido recientemente. Se trata de...
—... una empleada supuestamente leal del Gobierno del Estado —dijo Mulkern.
El hombre había perfeccionado el truco de «la mano de hierro en guante de seda»
hasta elevarlo a la categoría de arte. No había nada en sus modales, en su
pronunciación o en el tono empleado que sugiriese un reproche, pero Jim ponía la
cara de alguien al que han pillado pateando al gato. Tomó un largo trago de whisky y
los cubitos de hielo golpearon ruidosamente el vaso. No creo que volviera a
interrumpir la conversación.
Mulkern miró a Paulson y éste echó mano a su maletín, de donde sacó un delgado
fajo de papeles que me entregó.
En la primera página había una fotografía con mucho grano. La ampliación de
una identificación del personal del gobierno del estado. En la foto se veía a una mujer
negra de mediana edad con los ojos cansados y una expresión de agotamiento en el
rostro. Tenía los labios levemente separados y torcidos, como si estuviera a punto de
manifestarle su impaciencia al fotógrafo. Pasé la página y me encontré con una
fotocopia de su carné de conducir en mitad de un folio en blanco. Se llamaba Jenna
Angeline. Tenía cuarenta y un años, pero aparentaba cincuenta. Su permiso de
conducir del estado de Massachusetts era de nivel tres, sin restricciones. Tenía los
ojos castaños y medía un metro sesenta y cinco. Vivía en el número 412 de la calle
Kenneth, en Dorchester. Su número de la seguridad social era el 042-51-6543.
Miré a los tres políticos y mis ojos acabaron clavados en el centro del grupo, en la
negra mirada de Mulkern.
—¿Y bien? —dije.
—Jenna era la señora de la limpieza de mi despacho. Y también del de Brian. —
Se encogió de hombros—. No lo hacía mal para tratarse de una morena.
Mulkern era de esa clase de tíos que usaban el término «morenos» cuando no
estaba seguro de que la gente con la que estaba encajaría bien lo de «negratas».
—Hasta que... —dije.
—Hasta que desapareció hace nueve días.
—¿Vacaciones sin avisar?
Mulkern me miró como si acabara de afirmar que los combates de boxeo nunca
están amañados.
—Cuando se tomó esas «vacaciones», Pat, se llevó esos documentos con ella.

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—Siempre apetece leer algo ligero en la playa, ¿no? —sugerí.
Paulson dio un manotazo en la mesa, delante de mí. Un buen golpe.
Vaya con Paulson.
—Esto no es una broma, Kenzie. ¿Lo entiende?
Contemplé su mano con ojos somnolientos.
Mulkern intervino:
—Brian...
Paulson retiró la mano para tentarse los vergajos en la espalda.
Yo me lo quedé mirando con los ojos aún somnolientos —ojos muertos, así los
define Angie— y me puse a hablar con Mulkern:
—¿Cómo sabe que ella se llevó los... documentos?
Paulson apartó su mirada de la mía y la volcó en su martini. Estaba sin estrenar y
así siguió. Igual esperaba que le dieran permiso para beber.
Dijo Mulkern:
—Lo comprobamos. Créeme. No hay ningún otro sospechoso lógico.
—¿Y por qué lo es ella?
—¿Qué?
—Que por qué es un sospechoso lógico.
Mulkern sonrió. Un poquito.
—Porque desapareció el mismo día que los documentos. ¿Quién sabe lo que le
pasa por la cabeza a esa gente?
—Ya... —dije.
—¿Nos la encontrarás, Pat?
Miré por la ventana. El portero estaba metiendo a alguien en un taxi a empujones.
En los Jardines, una pareja de mediana edad con la misma camiseta de Cheers no
paraba de hacerle fotos a la estatua de George Washington. Seguro que de regreso al
pueblo todo el mundo fliparía. En la acera, un vagabundo borracho intentaba
mantenerse de pie sin soltar la botella; con la otra mano, esperaba recaudar algo de
calderilla. No dejaban de pasar mujeres hermosas. A puñados.
—Soy caro —dije.
—Eso ya lo sé —repuso Mulkern—. Por eso no entiendo por qué sigues viviendo
en el viejo barrio.
Lo dijo como si pretendiera hacerme creer que su corazón también se había
quedado allí, como si para él la zona no fuera nada más que una ruta alternativa
cuando la autopista iba demasiado cargada.
Intenté concebir una respuesta. Algo relativo a las raíces, a saber de dónde eres,
pero acabé por decirle la verdad:
—Mi apartamento es de renta limitada.
Y eso pareció gustarle.

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El viejo barrio es la zona de Dorchester conocida como Edward Everett Square.
Está a algo menos de diez kilómetros del centro de Boston, una distancia que, si no
hay problemas, puede recorrerse en coche en cosa de media hora.
Mi despacho es el campanario de la iglesia de San Bartolomé. Nunca he
conseguido averiguar qué fue de la campana que solía estar allí, y las monjas que dan
clases en la escuela parroquial que tengo al lado no piensan decírmelo. Las más viejas
ni me contestan, y las más jóvenes parecen encontrar muy divertida mi curiosidad. En
cierta ocasión, la hermana Helen me dijo que la campana «había desaparecido por
milagro». Tal que así. La hermana Joyce, con la que crecimos juntos, dice que fue
«traspapelada», y lo afirma con una de esas sonrisas traviesas que, en teoría, les están
vedadas a las monjas. Soy un detective, pero las buenas hermanitas podrían enviar a
Sam Spade al manicomio.
Nada más conseguir mi licencia de investigador privado, el padre Drummond,
párroco de la iglesia, me preguntó si tendría algo en contra de aportar cierta seguridad
al recinto. Algunos paganazos se colaban a robar cálices y candelabros, cosa que
llevaba a pensar al padre Drummond, en sus propias palabras, que «Hay que acabar
con esta mierda». Me ofreció tres comidas diarias en la rectoría por mi primer caso,
así como el agradecimiento divino si me ponía al acecho en el campanario a la espera
del siguiente latrocinio. Yo le dije que no salía tan barato, y le pedí que me dejara
usar el campanario hasta que encontrara un despacho. Para ser un cura, aceptó con
bastante rapidez, cosa que dejó de sorprenderme cuando comprobé el estado de la
habitación, que llevaba sin usarse nueve años.
Angie y yo nos las arreglamos para meter dos escritorios ahí adentro. Y dos sillas.
Cuando nos dimos cuenta de que no había espacio para un archivador, me llevé a casa
todos los viejos informes. Nos hicimos con un ordenador, metimos en disquetes todo
lo que pudimos y apilamos algunos casos en marcha sobre las mesas. Eso casi
siempre consigue impresionar a los clientes y que no se fijen en el entorno. Casi
siempre.
Angie estaba sentada tras su escritorio cuando alcancé el último peldaño. Andaba
ocupada investigando la última columna de Ann Landers, así que entré
silenciosamente. Al principio no reparó en mí —así de absorbente debía de ser el
artículo—, con lo que aproveché la oportunidad para observarla en uno de sus raros
momentos de reposo.
Tenía los pies sobre la mesa, cubiertos por unas botas negras de cuero en las que
había introducido el bajo de los pantalones. Siguiendo sus largas piernas llegué hasta
una camiseta holgada de algodón blanco. El resto de ella estaba oculto por el
periódico, con la excepción de un poco de cabello espeso y negro, del color del

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alquitrán mojado, que resbalaba por sus brazos aceitunados. Bajo el diario había un
cuello delgado, que temblaba cada vez que ella hacía como que no se reía de alguno
de mis chistes, una mandíbula inflexible con una peca marrón casi microscópica en
un lado, una nariz aristocrática que no se correspondía en lo más mínimo con su
personalidad y unos ojos color caramelo derretido. Unos ojos en los que te
sumergirías sin pensarlo.
Pero no tuve la oportunidad de verlos. Dejó a un lado el diario y me contempló a
través de unas gafas de sol Wayfarer. Tuve la impresión de que no pensaba quitárselas
de inmediato.
—Hola, Patinazo —me dijo mientras pillaba un cigarrillo del paquete que tenía
encima de la mesa.
Angie es la única persona que me llama «Patinazo». Probablemente porque es
también la única persona que estaba conmigo la noche que pegué un patinazo con el
coche de mi padre y lo empotré contra una farola, trece años atrás.
—Hola, preciosa —le dije mientras me dejaba caer en mi silla. No creo ser el
único que la llama «preciosa», pero me he acostumbrado a hacerlo. Supongo que
porque lo es. Señalé de un cabezazo sus gafas de sol—. ¿Hubo juerga anoche?
Se encogió de hombros y miró por la ventana:
—Phil estuvo bebiendo.
Phil es el marido de Angie. Phil es un capullo.
Y no tengo nada más que añadir.
—Sí, bueno... —Levantó un extremo de la cortina y se dedicó a juguetear con él
—. ¿Qué piensas hacer, eh?
—Lo que ya he hecho anteriormente —dije—. Me encantará.
Angie inclinó la cabeza y las gafas se deslizaron hasta el puente de la nariz,
dejando al descubierto un moretón que iba del rabillo del ojo izquierdo a la sien.
—Y cuando acabes —me dijo—, él volverá a casa y conseguirá que esto parezca
un chupetón amoroso.
Volvió a colocarse las gafas sobre los ojos.
—Dime que me equivoco.
Su voz era intensa, pero dura como la luz de invierno. Odio esa voz.
—Haz lo que quieras —le dije.
—Eso haré.
Angie y Phil crecieron juntos. Angie y yo: los mejores amigos. Angie y Phil: los
mejores amantes. A veces las cosas van así. Según mi experiencia, no muy a menudo,
gracias a Dios, pero a veces sí. Hace unos años, Angie vino al despacho con las gafas
de sol y un par de bolas de billar negras donde solía tener los ojos. También mostraba
una bonita colección de morados en los brazos y en el cuello, así como un buen
chichón en la coronilla. Supongo que la expresión de mi rostro desveló mis

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intenciones, pues lo primero que me dijo fue: «Patrick, sé diplomático». Y no es que
fuera la primera vez, qué va. Pero era la peor, así que cuando encontré a Phil en el
Jimmy's Pub de Upham Corner nos tomamos unas copas con mucha diplomacia,
echamos una o dos diplomáticas partidas de billar y poco después saqué el tema. Su
respuesta fue algo así como: «¿Y por qué no te ocupas de tus putos asuntos,
Patrick?». Lo cual me llevó a zurrarle diplomáticamente la badana con un palo de
billar y dejarlo a un paso de la muerte.
Durante los días siguientes, me sentí bastante orgulloso de mí mismo. Puede ser,
aunque no lo recuerdo, que tuviese algunas fantasías en las que Angie y yo
compartíamos cierta felicidad doméstica. Luego, Phil salió del hospital y Angie
estuvo una semana sin aparecer por el trabajo. Cuando por fin apareció, se movía con
dificultad y se quejaba cada vez que tenía que sentarse o levantarse. La cara ni se la
tocó, pero el cuerpo se lo amorató por completo.
Angie no me dirigió la palabra en dos semanas. Y dos semanas es mucho tiempo.
Me puse a observarla mientras ella miraba por la ventana. Una vez más, me
pregunté por qué una mujer así —una mujer que no se dejaba pisar por nadie, una
mujer que le clavó dos balazos a un desgraciado llamado Bobby Royce cuando se
resistió a nuestros esfuerzos por echarlo en brazos del tipo que le había pagado la
fianza— permitía que su marido la tratara como a un saco de boxeador. Bobby Royce
nunca se levantó del suelo, y a veces me preguntaba cuándo le sucedería lo mismo a
Phil. Pero hasta ahora no había pasado nada.
Y podía oír la respuesta a mi pregunta en el tono suave y cansado que adoptaba
cuando hablaba de él. Le quería, así de fácil. Una parte de él, que yo ya no veía por
ningún lado, debía de manifestarse en la intimidad: cierta bondad de la que el tipo
aún debe de disponer y que debe de brillar como los ojos de Angie. De eso ha de
tratarse, porque no hay nada más en su relación que tenga la menor lógica, ni para mí
ni para nadie que la conozca.
Abrió la ventana y lanzó el cigarrillo al exterior. Una chica de ciudad hasta la
médula. Me quedé esperando los gritos de un estudiante veraniego, o que apareciera
berreando alguna monja con la ira de Dios en los ojos y una colilla encendida en la
mano, pero no ocurrió ni una cosa ni otra. Angie le dio la espalda a la ventana y la
fresca brisa del verano atravesó la habitación en una mezcla de olores: gasolina,
libertad y esos pétalos de lila que alfombraban el patio de la escuela.
—O sea —dijo arrellanándose en el asiento—, que volvemos a tener trabajo, ¿no?
—Pues sí: volvemos a tener trabajo.
—Estupendo —dijo—. Por cierto, bonito traje.
—Te da ganas de echarte en mis brazos de inmediato, ¿verdad?
Meneó la cabeza muy lentamente:
—Hum... No.

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—No sabes dónde he estado. ¿Es eso?
Volvió a negar con la cabeza:
—Sé exactamente dónde has estado, Patinazo, y ahí está el problema.
—Zorra —le dije.
—Pendón —repuso ella sacándome la lengua—. ¿De qué va el caso?
Saqué del bolsillo interior de la chaqueta la información sobre Jenna Angeline y
la dejé sobre su escritorio:
—Una búsqueda de lo más sencillita.
Angie hojeó el material.
—¿A quién puede importarle la desaparición de una señora de la limpieza de
mediana edad?
—Parece que con ella desaparecieron también ciertos documentos. Papeles del
gobierno del estado.
—¿Pertenecientes a...?
Me encogí de hombros.
—Ya conoces a los políticos. Todo es un secreto de alcance nuclear hasta que
alguien tira de la manta.
—¿Cómo saben que fue ella quien se llevó los documentos?
—Mira la foto.
—Ah, claro —dijo Angie asintiendo con la cabeza—, es negra.
—Para mucha gente, eso es prueba suficiente.
—¿También para el liberal de guardia en el senado?
—El liberal de guardia en el senado vuelve a ser un racista del sur en cuanto deja
su lugar de trabajo.
Le expliqué la reunión. Le hablé de Mulkern y su perro faldero, Paulson, y de las
empleadas del Ritz con sus sonrisas robóticas.
—Y el delegado James Vurnan... ¿qué tal se porta en compañía de semejantes
Amos del Estado?
—¿Has visto alguna vez esos dibujos animados con el perro grandote y el
chiquitín, cuando el pequeño va dando saltos junto al grande y le pregunta: «¿Adónde
vamos, Machote? ¿Adónde vamos, Machote?»
—Sí.
—Pues igualito.
Se puso a chupar un lápiz y luego lo usó para darse golpecitos en los dientes.
—Me has dado una versión superficial. ¿Qué pasó en realidad?
—Eso es todo, más o menos.
—¿Te fías de ellos?
—Ni hablar.
—¿Crees que hay más cosas de las que se ven, detective?

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Me encogí de hombros.
—Son gente elegida en votación. El día en que digan toda la verdad será el
mismo en que las putas trabajen gratis.
Sonrió:
—Como de costumbre, tus analogías son formidables. Cómo se nota que has
tenido una buena educación. —Su sonrisa se ensanchó mientras me contemplaba y el
lápiz seguía tamborileando sobre un diente ligeramente astillado—. Venga, ¿cuál es el
resto de la historia?
Aflojé la corbata lo justo para sacármela por la cabeza.
—Me has pillado —le dije.
—Menudo detective —concluyó ella.

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Al igual que yo, Jenna Angeline había nacido y crecido en Dorchester. Un
visitante ocasional de la ciudad podría pensar que eso constituía un bonito punto en
común entre Jenna y yo, un lazo —por mínimo que fuese— construido por el lugar
de origen: dos personas que iniciaron sus respectivas carreras de obstáculos en
marcas idénticas. Pero ese visitante ocasional se equivocaría. El Dorchester de Jenna
Angeline y el mío tienen tanto en común como la Georgia norteamericana y la rusa.
El Dorchester en que yo crecí era un barrio de clase trabajadora tradicional cuyos
vecindarios, por regla general, se habían ido construyendo en torno de las iglesias
católicas más cercanas. Los hombres eran carpinteros, maestros de obra, agentes de la
condicional, operarios de la telefónica o, en el caso de mi padre, bomberos. Las
mujeres eran amas de casa que trabajaban a tiempo parcial y que, a veces, hasta
tenían algún título universitario menor. Todos éramos irlandeses, polacos o algo
parecido. Todos éramos blancos. Y cuando tuvo lugar, en 1974, el final de la
segregación escolar, la mayoría de los hombres hacía horas extras, la mayoría de las
mujeres trabajaba a jornada completa y la mayoría de los niños acudía a institutos
católicos privados.
Ese Dorchester ha cambiado, claro está. El divorcio —algo de lo que apenas se
oía hablar en la generación de mi padre— es de lo más normal en la mía, y conozco a
muchos menos vecinos que antes. Pero aún tenemos acceso a trabajos sindicados y
solemos conocer a algún político local dispuesto a echarnos una mano. Hasta cierto
punto, tenemos contactos.
El Dorchester de Jenna Angeline es pobre. Los vecindarios, por regla general,
están delineados por los parques públicos y los centros comunitarios más cercanos.
Los hombres son estibadores y auxiliares de hospital, a veces empleados de correos, y
puede que haya algún que otro bombero. Las mujeres son sirvientas, cajeras de
supermercado, asistentas por horas, dependientas. También hay enfermeras, y polis, y
funcionarios, pero lo más probable es que quienes hayan alcanzado ese estatus ya no
vivan en Dorchester y se hayan trasladado a Dedham, a Framingham o a Brockton.
En mi Dorchester, te quedas por el peso de la comunidad y de la tradición, porque
te has construido una existencia confortable, aunque pobre, en la que casi nunca
cambia nada. Es una aldea.
En el Dorchester de Jenna Angeline, te quedas porque no hay más remedio.
Donde más difícil resulta intentar explicar las diferencias entre esos dos
Dorchester —el blanco y el negro— es en el Dorchester blanco. Eso resulta
especialmente cierto en mi barrio, porque somos uno de los vecindarios con más
solera. En el momento que atraviesas Edward Everett Square en dirección sur, este u
oeste, ya estás en el Dorchester negro. Y la gente de por aquí tiene muchos problemas

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para aceptar que las diferencias entre blancos y negros puedan ir más allá del color de
la piel. Un tipo con el que crecí me ofreció un día su teoría al respecto. «Mira,
Patrick», me dijo, «ya estoy harto de tanta chorrada. Yo crecí en Dorchester. Sin un
céntimo. Nadie me regaló nada. Mi padre se largó cuando yo era pequeño, igual que
les pasa a todos esos negratas del Bury. Nadie me suplicó que aprendiera a leer, que
consiguiera un empleo o que fuera alguien. Nadie me aplicó la discriminación
positiva para sacarme del hoyo, eso te lo aseguro. Pero a mí no me dio por hacerme
con un Uzi, unirme a una banda y empezar a dispararle a la gente desde el coche. Así
que ahórrame toda esa mierda: no tienen excusa alguna».
La gente del Dorchester blanco siempre se refiere al Dorchester negro como «el
Bury». Diminutivo de Roxbury, el área de Boston que empieza donde termina el
Dorchester negro y que es donde los chavales de color aparecen muertos dentro de
camiones de carne, a veces a una media de ocho cada fin de semana. El Dorchester
negro también sacrifica a sus jóvenes de manera habitual, con lo que los habitantes
del Dorchester blanco lo incluyen en el Bury. Simplemente, alguien se olvidó de
renovar los mapas.
Mi amigo llevaba razón, por simplista que fuese, y la verdad me aterra. Cuando
atravieso en coche mi vecindario, veo pobres, pero no pobreza.
Al entrar en el barrio de Jenna, vi un montón de pobreza. Vi un vecindario que era
como una cicatriz grande y fea llena de tiendas cubiertas de listones de madera.
Reparé en una que aún no había sido tapiada, pero que estaba igual de cerrada. El
escaparate, hecho añicos; las paredes, a modo de siniestro acné, cubiertas de balazos.
El interior se veía arrasado, hecho polvo, y el letrero que en tiempos anunció una
charcutería vietnamita estaba destrozado. Puede que los negocios de alimentación del
barrio ya no fuesen lo que eran, pero resultaba evidente que el del crack iba viento en
popa.
Giré por la avenida Blue Hill y enfilé una colina que no parecía haber sido
pavimentada desde los tiempos de Kennedy. El sol, de un color rojo sangre, se estaba
poniendo tras un abandonado jardín lleno de maleza que había en lo alto de la colina.
Una pandilla de lacónicos chavales negros cruzó la calle delante de mí, sin darse prisa
alguna, observando mi coche. Eran cuatro y uno de ellos llevaba un palo de escoba en
la mano. Se giró para verme y golpeó el asfalto con el palo de manera contundente.
Uno de sus colegas, que jugaba con una pelota de tenis, se echó a reír y apuntó hacia
mi parabrisas con un dedo acusador. Alcanzaron la acera y se perdieron por un
callejón asqueroso entre dos edificios de tres pisos. Yo seguí colina arriba, tras
obedecer un impulso primario que me obligaba a comprobar que seguía llevando la
pistola en la sobaquera.
Como diría Angie, mi revólver no es «para tomárselo en broma». Se trata de un
mágnum 44 automático —un «automag», como lo llaman alegremente en revistas

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como Soldier of fortune— y no lo compré por padecer envidia de pene, por admirar a
Clint Eastwood o porque quisiese poseer la puta pistola más grande que hubiera. Lo
compré por un motivo muy simple: tengo una puntería infame. Necesito saber que si
alguna vez tengo que usarlo, voy a darle a quien sea lo suficientemente fuerte como
para que no se vuelva a levantar. Hay gente a la que si le das en un brazo con un 32 se
cabrea; pero si les aciertas en el mismo sitio con el automag, claman por la presencia
de un cura.
Lo he disparado dos veces. La primera, cuando un sociópata descerebrado del
tamaño de Rhode Island intentó que le demostrara cuán duro era. Había salido de su
coche, lo tenía a dos metros de distancia y avanzaba a gran velocidad, así que le
pegué un tiro al motor de su vehículo. Se quedó mirando el Córdoba como si acabara
de cargarme a su perro, y un poco más y se echa a llorar. Pero el vapor que salía del
metal atravesado le convenció de que ciertas cosas eran más poderosas que él y yo
juntos.
La segunda vez fue con Bobby Royce. En esos momentos, estaba estrangulando a
Angie y yo le pegué un tiro en la pierna. Os diré algo sobre Bobby Royce: el tipo se
levantó del suelo. Alzó su arma en mi dirección y así se mantuvo incluso después de
que Angie le asestara dos balazos y su cuerpo sin vida se empotrara contra una boca
de incendios. Bobby Royce recorrió el camino hacia el rigor mortis apuntándome con
su pistola, y la verdad es que sus ojos muertos no eran muy diferentes de cuando el
hombre respiraba con normalidad.
Aparqué delante de la última dirección conocida de Jenna. Ese día llevaba una
chaqueta de lino de color gris perla bastante holgada y de una talla mayor, para poder
ocultar mejor el arma. Pero al grupo de adolescentes sentados sobre los coches
aparcados ante la casa de Jenna no había quien se la diera con queso. Mientras
cruzaba la calle en su dirección, uno de ellos dijo:
—¡Eh, madero! ¿Te has venido sin refuerzos?
La chica que estaba a su lado soltó una risita:
—Los lleva debajo de la chaqueta, Jerome.
Eran nueve en total. La mitad de ellos estaban sentados sobre el maletero de un
Chevy Malibu hecho caldo que lucía en una de las ruedas de delante un bonito cepo
de color amarillo, señal inequívoca de que su propietario no había tenido a bien pagar
sus multas de tráfico. Los demás estaban sentados sobre el motor del coche situado
detrás del Malibu, un Granada de color verde bilis. Dos chicos se deslizaron de los
coches y echaron a andar rápidamente calle arriba, con la cabeza baja y frotándose la
frente con las manos.
Me detuve junto a los coches.
—¿Está Jenna por aquí?
Jerome se echó a reír. Era delgado y musculoso, pero flotaba en una ropa que le

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venía grande: camiseta imperio de color púrpura, pantalones cortos blancos y unas
Air Jordans negras. Repuso:
—¿Está Jenna por aquí?
Usó un agudo falsete.
—Como si él y Jenna fueran viejos amigos.
Los demás se echaron a reír.
—No, tío, Jenna no volverá en todo el día. —Se me quedó mirando y se acarició
la barbilla—. Pero yo soy como su contestador automático, ¿sabes? ¿Por qué no me
dejas el mensaje?
Todos se troncharon con lo del «contestador automático».
A mí también me hizo gracia, pero se suponía que debía actuar con autoridad. Así
que le dije:
—O sea, ¿que le tengo que decir a mi agente que llame a su agente?
Jerome se me quedó mirando, pasmado.
—Pues sí, tío, algo así. Lo que tú digas.
Más risas. Muchas más.
Ése soy yo, Patrick Kenzie, el amigo de los jóvenes. Empecé a deslizarme entre
los dos coches, cosa realmente difícil cuando nadie se aparta, pero lo acabé
consiguiendo.
—Gracias por tu ayuda, Jerome.
—Faltaría más, tío, yo es que soy así de guay.
Enfilé los escalones de entrada al edificio de Jenna.
—Le hablaré bien de ti cuando la vea.
—Y yo también, blanquito —repuso Jerome mientras yo abría la puerta de la
calle.
Jenna vivía en el tercer piso. Recorrí los peldaños oliendo los aromas familiares
de todos los edificios de tres pisos del extrarradio: madera astillada y achicharrada
por el sol, pintura vieja, caca de gato, madera y linóleo que habían absorbido décadas
de nieve fundida, porquería de botas mojadas, cervezas y refrescos derramados y
cenizas de un millar de cigarrillos. Tuve la precaución de no tocar la barandilla: tenía
todo el aspecto de ir a desprenderse en cualquier momento.
Llegué al pasillo superior y me planté ante la puerta de Jenna, o lo que quedaba
de ella. Algo había hecho explotar la puerta por la cerradura, que estaba tirada en el
suelo entre una pila de astillas. Un rápido vistazo al corredor que tenía ante mí reveló
una delgada extensión de linóleo verde oscuro tapizada de patas de silla, cajones
rotos, ropa desgarrada, relleno de almohada y trocitos de transistor.
Saqué la pistola y me introduje en el apartamento, comprobando cada puerta con
la vista y el arma a la vez. La casa mostraba esa extraña quietud que sólo se produce
cuando en su interior no queda nada vivo, pero esa quietud ya me había gastado

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malas pasadas, como demuestra mi mandíbula recolocada.
Necesité diez minutos de laborioso y tenso registro para llegar a la conclusión de
que, efectivamente, el lugar estaba vacío. Para entonces, estaba cubierto de sudor, me
dolía la espalda y tenía los músculos de las manos y de los brazos más tiesos que la
mojama.
Bajé el arma y empecé a recorrer el apartamento con más tranquilidad, volviendo
a revisar las habitaciones y observándolo todo con mayor detalle. No hubo nada que
saliera de debajo de la cama y se pusiera a bailar bajo un letrero de neón con la
palabra ¡¡¡PISTA!!! Tampoco acaeció tal prodigio en el cuarto de baño. La cocina y
el salón se mostraron igual de renuentes. Todo lo que sabía era que alguien había
estado buscando algo y que la delicadeza no había sido una de sus prioridades. Todo
lo que podía romperse estaba roto, y todo lo que podía rasgarse había sido rasgado.
Salí al pasillo y oí un sonido a la derecha. Pegué un respingo y acabé apuntando
con la pistola a Jerome.
—¡Eh, eh, eh, eh! ¡No me dispares, coño!
—Joder —dije mientras sentía una capa de alivio extenderse sobre mi adrenalina
desatada.
—¡Hostia, tío! —Jerome adoptó un aire digno y, por motivos que se me escapan,
se puso a arreglarse la camiseta y los pantalones cortos—. ¿Para qué cojones llevas
ese chisme? Hace cantidad de tiempo que no veo ningún elefante por aquí.
Me encogí de hombros:
—¿Y tú qué coño haces aquí?
—Oye, desteñido, que yo vivo en este barrio, ¿vale? Me parece que eres tú el que
necesita una excusa. Y aparta esa mierda, joder.
Devolví el arma a su funda.
—A ver, Jerome, ¿qué ha pasado aquí?
—Ni idea —dijo él mientras entraba en el apartamento y echaba un vistazo al
desastre como si ya hubiera visto algo igual otras cien veces—. La vieja Jenna no ha
sido vista en cosa de una semana. Y esto lo hicieron durante el fin de semana. —
Adivinó mi siguiente pregunta—. Y no, tío, nadie ha visto nada.
—Eso no me sorprende —le dije.
—Sí, claro, como si los de tu barrio se pasaran la vida dando información a la
policía...
Le sonreí.
—Tampoco se matan.
—Ya —volvió a contemplar el desaguisado—. Esto debe de tener algo que ver
con Roland. Seguro.
—¿Quién es Roland?
La pregunta le hizo gracia. Se me quedó mirando.

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—Sí, claro...
—No, de verdad, ¿quién es Roland?
Se dio la vuelta y echó a andar:
—Vete a casa, desteñido.
Le seguí escaleras abajo.
—Jerome, ¿quién es Roland?
Se puso a negar con la cabeza y no dejó de hacerlo hasta llegar a la planta baja.
Cuando se plantó en el porche, donde sus amigos ocupaban los peldaños de entrada,
me señaló con el pulgar sin mirarme cuando yo salía al exterior.
—Pregunta que quién es Roland.
Sus amigos se echaron a reír. Probablemente, me consideraban el blanco más
gracioso que habían visto en días.
Bajando la escalerita, dije:
—Quiero saber quién es Roland.
Uno de los más grandullones me clavó el índice en el hombro:
—Roland es tu peor pesadilla, joder.
La chica añadió:
—Peor que tu mujer.
Todos rieron al unísono y yo eché a andar, colándome entre el Malibu azul y el
Granada verde.
—Mantente alejado de Roland —dijo Jerome—. Lo que sirve para matar
elefantes no funciona con Roland. Porque no es humano.
Me detuve, me di la vuelta y, con la mano apoyada en el Malibu, repuse:
—¿Y entonces qué es?
Jerome se encogió de hombros y cruzó los brazos a la altura del pecho:
—Es malo a secas. Lo peor que te puedas imaginar.

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4
Poco después de regresar a la oficina, encargué comida china para dos y Angie y
yo recapitulamos la jornada.
Ella se había dedicado al papeleo mientras yo realizaba el trabajo de campo. Le
expliqué lo que había descubierto, añadí los nombres «Jerome» y «Roland» a la
primera página del informe y metí ésta en el ordenador. También escribí «Asalto» y
«¿Motivo?», subrayando la segunda palabra.
Llegó la comida china y nos pusimos a trabajar mientras se nos colapsaban las
arterias y el corazón se veía obligado a currar el doble. Angie me explicó los
resultados del papeleo entre bocados de arroz con cerdo frito y chow mein. El día
siguiente a la desaparición de Jenna, Jim Vurnan se había dejado ver por los
restaurantes y las tiendas de la zona de la calle Beacon y del Gobierno del Estado
para ver si la mujer había andado por ahí recientemente. No dio con ella, pero en un
deli de Somerset se hizo con la copia de uno de sus recibos de la tarjeta de crédito,
que le fue facilitada por el dueño del establecimiento. Jenna había pagado con Visa
un bocadillo de jamón con pan de centeno y una coca-cola. Angie consiguió el recibo
y, utilizando un sistema de probada eficacia —«Hola, soy (aquí va el nombre del
titular del documento) y me temo que he perdido la tarjeta de crédito»—, descubrió
que Jenna sólo tenía una Visa, que su historial bancario era discutible (había tenido
problemas de pago en 1981) y que había usado su tarjeta por última vez el 19 de
junio, primer día de ausencia del trabajo, en la sucursal del Banco de Boston situada
en la esquina de Clarence y St. James, para sacar doscientos dólares en dinero
adelantado. Acto seguido, Angie llamó al Banco de Boston asegurando ser una
empleada de American Express: la señora Angeline había solicitado una tarjeta de
crédito, así que, ¿serían tan amables de verificar su cuenta?
¿Qué cuenta?
Obtuvo la misma respuesta en cuanta entidad consultó. Jenna Angeline carecía de
cuenta bancaria. Cosa que a mí, personalmente, me parece muy bien, pero la verdad
es que dificulta considerablemente dar con el paradero de alguien.
Empecé a preguntarle a Angie si se había dejado algún banco por consultar, pero
ella levantó el brazo y consiguió farfullar «Aún no he acabado» entre sus últimos
mordiscos a una costilla. Se secó la boca con una servilleta de papel y tragó. Luego le
dio un sorbo a su cerveza y dijo:
—¿Te acuerdas de Billy Hawkins?
—Por supuesto.
Billy estaría en el trullo si no llegamos a encontrarle una coartada.
—Bueno, pues Billy ahora trabaja para Western Union, en uno de esos sitios de
cobro rápido de cheques. —Se echó hacia atrás, satisfecha.

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—¿Y bien?
—¿Y bien, qué? —Se lo estaba pasando de miedo.
Me hice con una grasienta costilla e hice como que se la iba a tirar a la cara. Se la
cubrió con las manos.
—Vale, vale, Billy va a hacer algunas comprobaciones para nosotros, va a ver si
ella utilizó alguna de sus oficinas. No puede haber sobrevivido desde el día
diecinueve con doscientos dólares. Por lo menos, no en esta ciudad.
—¿Y cuándo piensa Billy decirnos algo?
—Hoy no podía hacer nada. Me dijo que el jefe sospecharía si se quedaba
rondando por ahí después de su turno, y su turno acababa cinco minutos después de
mi llamada. Tendrá que hacerlo mañana, pero dijo que nos llamaría a eso de
mediodía.
Asentí. Detrás de Angie, el cielo oscuro se veía rasgado por cuatro líneas
escarlatas, y la suave brisa le lanzaba a las mejillas los mechones de pelo colocados
tras las orejas. En la radio, Van Morrison le cantaba al «amor loco». Ahí estábamos,
en la abigarrada oficina, mirándonos el uno al otro mientras hacíamos la pesada
digestión de la comida china, mezclada con la humedad de la jornada y la satisfacción
de conocer el origen de nuestro próximo cheque. Angie sonrió, ligeramente
avergonzada, pero no apartó la vista y se puso a darse golpecitos de nuevo en el
diente mellado.
Dejé pasar unos buenos cinco minutos de placidez y luego le dije:
—Vente conmigo a casa.
Negó con la cabeza, sin dejar de sonreír, e hizo girar la silla levemente.
—Venga, mujer, veremos la tele un poquito, hablaremos de los viejos tiempos...
—Me querrás llevar a la cama. Lo veo venir.
—Sólo para dormir. Nos tumbaremos y... charlaremos.
Se echó a reír.
—Seguro que sí. ¿Y qué me dices de todas esas jovencitas adorables que suelen
llamarte por teléfono sin parar o acampar a la puerta de tu casa?
—¿A quién te refieres? —pregunté inocentemente.
—¿A quién? —repuso Angie—. Pues a Donna, a Beth, a Nelly, a Lauren, a la
culona...
—Perdona, ¿quién es «la culona»?
—Ya sabes de quién hablo. La italiana. La que dice cosas como —subió dos
octavas el tono de voz—: «Ooooh, Patrick, ¿por qué no nos damos un baño de
burbujas? ¡Venga!». A ésa me refiero.
—Gina.
Angie asintió con la cabeza.
—Gina. Exactamente.

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—Renunciaría a todas ellas por una noche con...
—Ya lo sé, Patrick. Y espero que no pienses que eso es algo de lo que estar
orgulloso.
—Va, mamá, porfa...
Sonrió.
—Patrick, el motivo principal por el que crees estar enamorado de mí es que
nunca me has visto desnuda...
—En...
—... en trece años —dijo apresuradamente—, y ambos estuvimos de acuerdo en
que ya estaba todo olvidado. Además, para ti trece años son una eternidad en lo que a
mujeres se refiere.
—Lo dices como si fuera algo malo.
Puso cara de irónico estupor.
—Bueno —dijo—, ¿qué nos toca mañana?
Me encogí de hombros y le eché un trago a la lata de cerveza. Era evidente que ya
había llegado el verano: sabía a té. Van ya no cantaba al «amor loco» y se internaba
«en el misticismo». Dije:
—Habrá que esperar la llamada de Bill o llamarle nosotros si no ha dicho nada
para el mediodía.
—Casi parece un plan. —Se acabó la cerveza y le lanzó una mirada de decepción
a la lata—. ¿Queda alguna fría?
Recurrí a la papelera, que ejercía temporalmente de nevera, y le pasé otra lata de
cerveza. La abrió y tomó un sorbo.
—¿Qué haremos cuando encontremos a la señora Angeline? —me preguntó.
—Ni idea. Habrá que improvisar.
—En eso eres todo un profesional.
Asentí.
—Por eso me dejan llevar un arma.
Ella lo vio antes que yo. Su sombra se extendió por el suelo, oscureciendo la
mejilla derecha de Angie. Phil. El Capullo.
No le había visto desde que le envié al hospital hace tres años. La verdad es que
ahora tenía mejor aspecto —ya no estaba tirado en el suelo, tentándose las costillas y
escupiendo sangre sobre el aserrín—, pero seguía pareciendo un capullo. Junto al ojo
izquierdo lucía una cicatriz del carajo, por cortesía de aquel taco de billar tan
diplomático. No podría asegurarlo, pero creo que me hizo mucha ilusión verla.
El tipo ni me miraba. Se concentraba en Angie.
—Llevo diez minutos ahí abajo dándole a la bocina, cariño. ¿No me has oído?
—Había mucho ruido afuera y... —Señaló el aparato de música, pero Phil no
desvió la mirada porque eso representaría tener que verme a mí.

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—¿Lista para salir? —preguntó.
Angie asintió y se puso de pie. Se acabó la cerveza de un largo trago. Cosa que no
pareció agradar a Phil. Aún le gustó menos que ella me lanzara la lata para que yo la
tirara a la papelera.
—Dos tantos —dijo Angie rodeando el escritorio—. Te veo mañana, Patinazo.
—Hasta mañana —repuse mientras ella le daba la mano a Phil y avanzaba hacia
la puerta.
Justo antes de llegar al umbral, Phil se dio la vuelta, sin soltar la mano de su
mujer, y se me quedó mirando. Sonrió.
Yo le soplé un beso.
Les escuché bajar por la estrecha y sinuosa escalera. Van había dejado de cantar y
el silencio resultaba triste y opresivo. Me senté en la silla de Angie y les vi en el
exterior. Phil estaba subiendo al coche, Angie estaba junto a la puerta del pasajero,
sosteniendo la manija. Tenía la cabeza baja y me dio la impresión de que estaba
haciendo un esfuerzo para no mirar hacia la ventana del despacho. Phil le abrió la
puerta del coche desde dentro, ella subió al vehículo y ambos desaparecieron entre el
tráfico.
Contemplé mi trasto de música y las casetes esparcidas a su alrededor. Consideré
la posibilidad de sustituir a Van por los Dire Straits. O tal vez por los Stones. No.
Puede que Jane's Addiction. ¿Springsteen? Mejor algo totalmente distinto. Ladysmith
Black Mambazo o los Chieftains. Les di una oportunidad a todos. Pensé en quién me
pondría de mejor humor. También pensé en agarrar el aparato y arrojarlo sobre el
punto exacto en que Phil se había dado la vuelta sin soltar la mano de Angie para
sonreírme.
Pero no lo hice. Se me pasaría.
Todo pasa. Tarde o temprano.

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5
Abandoné la iglesia unos minutos después. Nada me retenía allí. Atravesé el patio
vacío dándole patadas a una lata. Crucé el hueco abierto en la verja de alambre que
rodeaba el patio y atravesé la avenida en dirección a mi apartamento. Vivo justo
enfrente de la iglesia, en un edificio azul y blanco de tres pisos que, curiosamente,
había conseguido esquivar la dosis de aluminio que distinguía a casi todos sus
vecinos. Mi casero es un viejo granjero húngaro cuyo apellido no aprendería a
pronunciar ni que lo estudiara durante un año. Se pasa el día dando vueltas por el
patio y puede que me haya dicho un máximo de doscientas cincuenta palabras en los
cinco años que llevo viviendo aquí. Por lo general, siempre son las mismas y se
reducen a cinco: «¿Cuándo piensa pagarme el alquiler?». El tipo es un cabronazo de
lo más desagradable.
Entré en mi apartamento del segundo piso y arrojé las facturas que me esperaban
sobre la mesita de centro, para que hicieran compañía a las precedentes. No había
ninguna mujer acampando ante mi puerta, ni dentro ni fuera, pero tenía siete
mensajes en el contestador automático.
Tres eran de Gina, la del baño de burbujas. Cada uno de sus mensajes venía
envuelto en los gruñidos y suspiros procedentes del gimnasio en el que trabajaba. No
hay nada como un poco de sudor veraniego para poner en marcha los mecanismos de
la pasión.
Uno de los mensajes era de mi hermana, Erin, desde Seattle.
«¿Te mantienes alejado del peligro, chiquitín?» Mi hermana. Cuando tenga la
cara como una pasa y la dentadura metida en un vaso de agua, ella seguirá
llamándome «chiquitín». Otro correspondía a Bubba Rogowski, quien me proponía
tomar una cerveza y jugar un poco al billar. Bubba parecía estar borracho, lo cual
significaba que alguien iba a pringar esa misma noche. Opté por declinar su
invitación, cosa que hago a menudo. Alguien, creo que se trataba de Lauren, llamaba
prometiendo algo que incluía un par de tijeras oxidadas y mis genitales. Estaba
intentando recordar nuestra última cita, para verificar si mi conducta era merecedora
de medidas tan extremas, cuando la voz de Mulkern invadió la habitación y me olvidé
por completo de ella.
—Pat, muchacho, soy Sterling Mulkern. Supongo que andas por ahí ganándote el
sueldo, lo cual me parece estupendo, pero me pregunto si has visto el Tribune de hoy.
Colgan, ese gran chico, me ha vuelto a saltar a la yugular. Ése sería capaz de acusar a
tu padre de causar los incendios para poder apagarlos. Ese Richie Colgan es de la piel
de Satanás. Mira, Pat, me gustaría saber si podrías hablar con él y decirle que a ver si
le da un respiro a este pobre viejo, ¿sabes? Es una sugerencia. El sábado a la una
tenemos mesa reservada en el Copley, no lo olvides.

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La grabación terminó con un pitido, y la cinta empezó a rebobinarse.
Me quedé mirando el aparatejo. A Mulkern le gustaría saber si yo podría decirle
algo a Richie Colgan. Sólo era una sugerencia. Y, por si acaso, incluía una referencia
a mi difunto padre. El bombero heroico. El querido concejal. Mi padre.
Todo el mundo sabe que Richie Colgan y yo somos amigos. Por eso la gente me
trata con más precaución de la necesaria. Nos conocimos cuando ambos nos
estábamos licenciando en video-juegos de los de matar marcianitos, con un doctorado
en cogorzas de bar, en el Happy Harbor Campus de la universidad de Boston,
Massachusetts. Ahora Richie es el principal columnista del Trib, un cabrón
peligrosísimo para ti como te considere aquejado de uno de los tres grandes males de
este mundo: el elitismo, la intolerancia y la hipocresía. Dado que Sterling Mulkern
atesora todas esas gracias, Richie se lo merienda una o dos veces por semana.
Todo el mundo quería a Richie Colgan... hasta que pusieron su foto encima de la
firma. Un buen nombre irlandés. Un buen chico irlandés. Persiguiendo a los
corruptos, a los peces gordos del ayuntamiento y del gobierno estatal. Pero un buen
día apareció su foto y todo el mundo vio que su piel era más negra que el corazón del
coronel Kurtz, y de repente se convirtió en un «follonero». Pero ayuda a vender
periódicos, y su diana preferida siempre ha sido Sterling Mulkern. Entre los
apelativos sarcásticos que le ha aplicado al senador destacan: «El hermano malo de
Santa Claus», «Libra esterlina», «Zampabollos Mulkern» y «La ballena alegre».
Boston no es una ciudad para políticos sensibles.
Y ahora Mulkern quería saber «si yo podía hablar con él». El tipo se iba
creciendo. La próxima vez que le viera le diría que dejara de vivir de rentas y que no
metiera a mi padre en sus asuntos.
Mi padre, Edgar Kenzie, tuvo sus quince minutos de fama local hace casi veinte
años. Salió en portada de los dos diarios de la ciudad; su foto llegó a los cables y
acabó apareciendo en las últimas páginas del New York Times y del Washington Post.
Al fotógrafo casi le dan el Pulitzer.
Era una fotografía impresionante: mi padre, envuelto en los colores negro y
amarillo del Cuerpo de Bomberos de Boston, con un tanque de oxígeno atado a la
espalda y escalando un edificio de diez pisos con la ayuda de una cuerda hecha de
sábanas. Una mujer había descendido por esa cuerda unos minutos antes. Bueno, más
o menos. A medio camino, se soltó involuntariamente y se estrelló contra el suelo;
murió en el acto. El edificio era una vieja fábrica del diecinueve que alguien había
reciclado en inmueble. Estaba hecho de ladrillo rojo y madera barata, materiales que,
para el fuego, fue como si se tratara de tela y gasolina.
La mujer había dejado a sus hijos dentro y les había dicho, en un momento de
pánico, que la siguieran a ella en vez de tomar la dirección opuesta. Los críos vieron
lo que le ocurrió a su madre y se quedaron petrificados, tiesos ante la negra ventana y

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contemplando a esa muñeca rota de allí abajo mientras el humo los iba envolviendo.
La ventana daba a un aparcamiento y los bomberos esperaban la llegada de una grúa
que se llevara los coches para poder izar la escalera. Mi padre agarró un tanque de
oxígeno sin decir palabra, se acercó a las sábanas e inició la ascensión. Una ventana
del quinto piso le explotó en el pecho, y hay otra foto, ligeramente desenfocada, en la
que se le ve agitándose en el aire mientras su pesado uniforme negro rechaza las
esquirlas del vidrio. Consiguió llegar hasta el décimo piso, hacerse con los críos —un
niño de cuatro años y una niña de seis— y volver a bajar. No ha sido nada, dijo
después, encogiéndose de hombros.
Cuando se jubiló, cinco años después, la gente aún se acordaba de él, y no creo
que volviera a costearse una copa en lo que le quedaba de vida. Se presentó a
concejal, a sugerencia de Sterling Mulkern, y vivió una existencia regalada, hecha de
chanchullos y casas grandes, hasta que el cáncer se instaló en sus pulmones como el
humo en un armario y le devoró a él y a su dinero.
En casa, el Héroe era un hombre distinto. Se aseguraba de que la cena estuviera a
su hora a bofetadas. Se aseguraba de que los deberes se hicieran a bofetadas. Se
aseguraba de que todo funcionara como un reloj a bofetadas. Y si con eso no bastaba,
recurría al cinturón, a un par de puñetazos o a una vieja tabla de lavar. Lo que fuera
necesario para que en el mundo de Edgar Kenzie reinara el orden.
Nunca supe, y probablemente ya nunca sabré, si fue el trabajo lo que le convirtió
en alguien así —si es que reaccionaba de la única manera de la que era capaz ante
todos esos cuerpos achicharrados que encontraba en posición fetal dentro de los
armarios ardientes o debajo de las camas humeantes— o si es que, simplemente,
nació malo. Mi hermana asegura que no recuerda cómo era antes de que yo naciera,
pero también afirma, si se le pregunta, que las palizas no eran tan graves como para
que tuviéramos que faltar a clase. Mi madre acompañó al Héroe a la tumba seis
meses después, así que tampoco me dio tiempo a hacerle muchas preguntas. Pero
dudo mucho que me las hubiera respondido. Los progenitores irlandeses nunca se han
distinguido por hablar a sus hijos mal del cónyuge.
Me arrellané en el sofá de mi apartamento, pensando nuevamente en el Héroe y
repitiéndome que ésa sería la última vez. El fantasma había desaparecido. Pero me
estaba mintiendo y era consciente de ello. El Héroe me despertaba en plena noche. El
Héroe estaba agazapado: en la sombra, en los callejones, en los pasillos antisépticos
de mis sueños, en el tambor de mi revólver. Al igual que hizo en vida, haría lo que le
pasara por las narices.
Me levanté y fui hacia el teléfono. Fuera, de repente, algo se movió en el patio de
la escuela, al otro lado de la calle. Los gamberros locales habían aparecido para
acechar en la sombra, sentarse en los antepechos de piedra de las ventanas y fumarse
unos canutos y beberse unas cervezas. ¿Por qué no? Cuando yo era uno de los

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gamberros locales, hacía lo mismo. Yo, Phil, Bubba, Angie, Waldo, Hale, todo el
mundo.
Llamé al teléfono directo de Richie en el Trib, confiando en pillarle trabajando
hasta tarde, que era lo habitual en él. Su voz se materializó a través de la línea a mitad
de la primera llamada. «Sección de Local. Un momento». Una versión para ascensor
del tema de Los siete magníficos me llenó de melaza las orejas.
Entonces se apoderó de mí una de esas sensaciones modelo aquí hay algo que no
encaja, sin necesidad de haberme hecho previamente la pregunta. Del patio de la
escuela no llegaba el menor sonido musical. Por mucho que delate su presencia, los
gamberros no van a ninguna parte sin sus loros. No es de buena educación.
Miré a través de la cortina hacia el patio de la escuela. Ya no había movimientos
repentinos. Ni de ningún tipo. Nada de colillas chispeantes o de ruido de botellas.
Miré fijamente la zona en que había atisbado actividad. La escuela tenía forma de E,
pero sin el palo de en medio. Los dos extremos se extendían un buen par de metros
más que la sección intermedia. En esas esquinas, se formaban unas sombras muy
profundas en un ángulo de noventa grados. El movimiento se había producido en el
área situada a mi derecha.
Seguía esperando que se encendiera una cerilla. En las películas, cuando alguien
está siguiendo al detective, el muy idiota siempre enciende una cerilla para que el
héroe repare en su presencia. Entonces me di cuenta de lo tonto que era todo ese rollo
folletinesco. Lo más probable es que se tratara de un gato.
Pero me mantuve vigilante.
—Sección de Local —anunció Richie.
—Eso ya me lo has dicho.
—Pero si es el amigo Kenzie —dijo Richie—. ¿Cómo va eso?
—Va bien —repuse—. Me he enterado de que hoy has vuelto a cabrear a
Mulkern.
—Una de las alegrías de mi vida —dijo él—. A los hipopótamos que se disfrazan
de ballenas hay que arponearlos.
Estaba convencido de que tenía esa frase escrita en un tarjetón de los grandes
pegado al escritorio.
—¿Cuál es la ley más importante que se va a discutir en la próxima sesión?
—La ley más importante... —repitió mientras pensaba en ello—. Sin duda
alguna... la ley sobre el terrorismo callejero.
Algo se movió en el patio de la escuela.
—¿La ley de terrorismo callejero?
—Pues sí. Define a los miembros de pandillas como «terroristas callejeros», lo
cual implica que los puedes meter en la cárcel simplemente por ser lo que son. En
términos sencillos...

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—Usa palabras fáciles para que te pueda entender.
—Por supuesto. Hablando claro, las bandas pasarían a ser consideradas como
grupos paramilitares cuyos intereses están en clara oposición a los del estado. Hay
que tratarlas como a un ejército invasor. Todo aquel que luzca colores
representativos, o que lleve según qué gorra de béisbol, si me apuras, es alguien que
está cometiendo traición. Con lo que va directo al trullo, sin rechistar.
—¿La aprobarán?
—Es posible. La verdad es que muy posible, teniendo en cuenta las ganas que
tiene todo el mundo de librarse de las bandas.
—¿Y?
—Y se quedará empantanada seis meses en algún juzgado. Una cosa es decir:
«Deberíamos instaurar la ley marcial para sacar a esos cabrones de la calle, y a la
mierda con los derechos civiles», y otra es llevarlo realmente a cabo, acercarse
peligrosamente al fascismo, convertir Roxbury y Dorchester en otro South Central,
con helicópteros y toda la pesca sobrevolando día y noche. ¿Por qué te interesa?
Intenté relacionar a Mulkern, Paulson o Vurnan con todo eso y la cosa no me
acababa de cuadrar. Mulkern, el liberal de guardia, nunca se sumaría públicamente a
algo así. Pero Mulkern, el pragmático, tampoco se mostraría partidario de las bandas.
Se limitaría a tomarse una semanita de vacaciones cuando hubiera que pronunciarse
sobre la ley de marras.
—¿Cuándo se va a proponer? —pregunté.
—El próximo lunes, tres de julio.
—¿Sabes de algo más que se vaya a discutir?
—No hay gran cosa. Es posible que salga adelante lo de la condena de siete años
para pedófilos.
Ya había oído hablar de eso. Siete años de prisión para cualquier acusado de
abusos sexuales a menores. Sin posibilidad de fianza. El único problema que me
planteaba esa medida es que la condena no fuese a cadena perpetua. Y que no se
hubiera previsto la obligación de que esa gente cumpliera la pena entre la población
reclusa en general, donde verían claramente que donde las dan las toman.
Richie me preguntó de nuevo:
—¿Por qué te interesa?
Recordé el mensaje de Mulkern: habla con Richie Colgan.
Neutralízalo. Por un breve instante, consideré la posibilidad de decírselo a Richie.
Eso le enseñaría a Mulkern a dejar de pedir favores. Pero sabía que Richie no tendría
más remedio que explicarlo en su próxima columna, bien clarito, y por lo que se
refiere a mi profesión, jugársela a Mulkern de esa manera equivalía a abrirme las
venas en la bañera.
—Ando metido en un caso —le dije a Richie—. De lo más secreto, por el

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momento.
—Ya me lo contarás algún día —dijo él.
—Algún día.
—Muy bien. —Richie no me presiona y yo no le presiono a él. Aceptamos un no
mutuamente, lo cual es uno de los motivos de nuestra amistad—. ¿Cómo está tu
socia?
—Se le sigue cayendo la baba.
—¿Sigue sin insinuársete? —bromeó Richie.
—Está casada —dije yo.
—Da igual. Tú ya has estado casado antes. Tiene que volverte loco, Patrick, una
mujer tan guapa dando vueltas a tu alrededor a diario y sin la menor intención de
tocarte la polla. El daño que debe de hacer eso... —Se echó a reír.
Richie se cree muy gracioso, a veces.
Le dije:
—Bueno, vale, tengo que colgar. —Algo se movió de nuevo en la zona oscura del
patio de la escuela—. A ver si nos tomamos unas cervezas un día de éstos.
—¿Traerás a Angie?
Tuve la impresión de que se estaba tronchando.
—A ver si le apetece.
—Trato hecho. Ya te enviaré unos informes sobre esas leyes.
—Gracias.
Richie colgó y yo me volví a sentar para seguir mirando por la ventana. Ya me
había familiarizado con las sombras y podía distinguir una forma voluminosa
agazapada entre ellas. Animal, vegetal o mineral, eso no lo sabía, pero allí había algo.
Pensé en llamar a Bubba: era muy eficaz en esas situaciones en las que no sabes muy
bien dónde te estás metiendo. Pero él me había llamado desde un bar, y eso no era
una buena señal. Aunque pudiera localizarle, se limitaría a eliminar el problema, no a
investigarlo. A Bubba había que utilizarlo esporádicamente y con mucha precaución.
Es como la nitroglicerina.
Opté por recurrir a los servicios de Harold.
Harold es un oso panda de peluche de dos metros que gané en la feria de
Mashfield hace unos años. En su momento, intenté regalárselo a Angie, ya que, a fin
cuentas, lo había ganado para ella. Pero mi socia se limitó a mirarme como si acabara
de encender un cigarrillo en la cama, en plena faena, una mirada asaz despectiva. No
entiendo cómo no podía desear tener un oso panda de peluche de dos metros, vestido
con unos calzones cortos amarillos, adornando su apartamento, pero como no pude
encontrar un cubo de basura lo suficientemente grande como para deshacerme de él,
le di la bienvenida a mi hogar.
Arrastré a Harold del dormitorio a la cocina a oscuras y lo senté en una silla

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frente a la ventana. La persiana estaba bajada, y al salir encendí la luz. Si alguien me
estaba mirando desde la penumbra, me confundiría con Harold, aunque mis orejas
son más pequeñas que las suyas.
Me deslicé hacia la parte trasera de la casa, descolgué mi Ithaca de detrás de la
puerta y empecé a bajar las escaleras. Para un inútil total en cuestiones de
armamento, sólo hay algo mejor que el automag, el naranjero Ithaca de doce
proyectiles con culata de pistola. Si no aciertas con eso, es que estás ciego.
Salí al jardín de atrás, considerando la posibilidad de que hubiera más de un
merodeador. Uno delante y otro detrás. Pero eso me parecía igual de improbable que
el mismo hecho de que hubiera alguien. Tenía que controlar mi paranoia.
Salté unas cuantas verjas hasta llegar a la avenida, con el Ithaca debajo de la
gabardina azul que me había puesto. Atravesé el cruce y dejé atrás la iglesia en su
lado sur. Hay una carretera que pasa por detrás de la iglesia y de la escuela, y la enfilé
en dirección norte. Por el camino me crucé con algunas personas que conocía y las
saludé con discretos cabezazos mientras usaba una mano para mantener cerrada la
gabardina: las armas son algo que no suele sentarle bien al vecindario.
Me colé en la parte trasera del patio escolar, sin hacer ruido gracias a mis bambas
Avia, y me pegué a la pared hasta llegar a la primera esquina. Me encontraba en el
extremo de la E y el tipo estaba a unos tres metros, en otro rincón, en la penumbra. Le
di vueltas a cómo acercarme. Pensé en caminar rápido hacia él, sin más, pero así es
como la diña la gente. Pensé en arrastrarme por el suelo como hacen en las películas,
pero ni siquiera estaba seguro de que allí hubiera alguien, y si chocaba contra un gato
o una pareja de chavales morreándose se me caería la cara de vergüenza.
Alguien tomó la decisión por mí.
No se trataba ni de un gato ni de dos tortolitos, sino de un tipo que sostenía un
Uzi. Emergió de la esquina que tenía delante con esa arma tan fea apuntándome al
esternón, y a mí se me olvidó cómo se respiraba.
Estaba de pie en la oscuridad y llevaba una gorra de béisbol de color azul oscuro,
como las que llevan en la Armada, con hojas doradas en el bordado lateral y una
inscripción en la parte delantera, también dorada. No pude ver lo que ponía, aunque
también es verdad que me costaba concentrarme.
Llevaba unas herméticas gafas de sol. No son el mejor adminículo para ver bien
cuando te quieres cargar a alguien a oscuras, pero la verdad es que a la distancia que
estaba, hasta Ray Charles podría enviarme a la tumba.
Era un negro vestido de negro, y eso es todo lo que puedo decir de él.
Iba a explicarle que este barrio no se distinguía por su cortesía hacia los
afroamericanos después de la puesta de sol cuando algo rápido y contundente me dio
en la boca; y algo más, igual de duro, me golpeó en la sien. Justo antes de perder el
conocimiento, recuerdo que pensé: Harold el Panda ya no da el pego.

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Mientras yo dormía el sueño de los idiotas, el Héroe vino de visita. Iba de
uniforme y llevaba un niño debajo de cada brazo. Tenía la cara cubierta de hollín y le
salía humo de los hombros. Los dos niños lloraban, pero el Héroe se reía. Me miró y
se rió. Sin parar. La risa se convirtió en un aullido justo antes de que empezara a
salirle de la boca un humo negro y yo me despertara.
Estaba tirado en una alfombra. Hasta ahí llegaba. Había un tío vestido de blanco
de rodillas junto a mí. O me habían entregado a domicilio o aquel hombre era un
enfermero. Tenía una bolsa a su lado y un estetoscopio colgando del cuello. Si no era
un enfermero, lo imitaba muy bien. Me dijo:
—¿Va a vomitar?
Negué con la cabeza y, acto seguido, vomité en la alfombra.
Alguien empezó a gritarme de manera incomprensible y en un tono muy agudo.
Entonces reconocí el idioma: gaélico. La mujer recordó en qué país estaba y se pasó a
un inglés con fuerte acento. Seguía sin entendérsela muy bien, pero, por lo menos,
ahora ya sabía dónde estaba.
La rectoría. El trasgo aullante era Delia, la asistenta del padre Drummond. De un
momento a otro, empezaría a pegarme con algo. El enfermero dijo: «¿Padre?», y
pude oír cómo el cura sacaba a Delia de la habitación a empellones. Dijo el
enfermero: «¿Ha terminado?». Parecía que tenía cosas mejores que hacer. Todo un
ángel de misericordia. Asentí y me puse de espaldas. Me senté. Más o menos. Me
abracé las rodillas y me quedé ahí, aguantando, con la cabeza dándome vueltas. Las
paredes ejecutaban una danza psicodélica frente a mí, y sentía la boca llena de
monedas ensangrentadas. «Ay», dije.
—Qué bien se expresa usted —dijo el enfermero—. Y por cierto, tiene una
contusión leve, algún que otro diente suelto, un labio partido y un pedazo de morado
creciéndole junto al ojo izquierdo.
Estupendo. Angie y yo tendríamos mucho en común a la mañana siguiente. Los
hermanos Ray Ban.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —sentenció el enfermero mientras metía el estetoscopio en la bolsa
—. Le pediría que me acompañara al hospital, pero como es de Dorchester, supongo
que es demasiado macho para eso.
—Mmmm —farfullé—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
A mi espalda, el padre Drummond dijo:
—Yo te encontré.
Se puso frente a mí, sosteniendo el naranjero y el mágnum. Dejó suavemente
ambas cosas en el sofá que teníamos delante.

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—Lamento lo de la alfombra —dije.
Y él señaló la vomitona.
—El padre Gabriel, cuando se pimplaba, solía hacer esto muy a menudo. Si no
recuerdo mal, la compramos de este color pensando en él. —Sonrió—. Delia te está
preparando una cama.
—Gracias, padre —dije—, pero creo que si puedo caminar hasta el dormitorio,
también puedo cruzar la calle y volver a casa.
—Puede que el ladrón siga por ahí.
El enfermero recogió su bolsa y me dijo:
—Que usted lo pase bien.
—Ha sido un placer —acerté a decir.
El enfermero hizo una mueca y nos saludó con la mano antes de abandonarnos.
Extendí el brazo para que el padre Drummond me ayudara a levantarme.
—No era un ladrón, padre —le dije.
Alzó las cejas.
—¿Un marido cabreado? —inquirió.
Me lo quedé mirando.
—Padre —le dije—. Por favor. Tiene que dejar de emocionarse con mi estilo de
vida. La cosa está relacionada con un caso en el que estoy metido. Eso creo. —No
estaba muy seguro—. Ha sido una advertencia.
Me ayudó a llegar hasta el sofá. La habitación estaba tan quieta como los
camarotes del Titanic.
—Pues menuda advertencia —dijo el sacerdote.
Asentí. Mal hecho. El Titanic zozobró y la habitación se puso de lado. La mano
del padre Drummond me empujó de nuevo hacia el respaldo del sofá.
—Sí —le dije—. Menuda advertencia. ¿Ha llamado usted a la policía?
Pareció sorprendido:
—¿Sabes que ni se me ocurrió?
—Bien. No quiero pasarme la noche rellenando papeles.
—Puede que Angela lo haya hecho.
—¿Llamó a Angie?
—Claro que me llamó —dijo la interesada.
Estaba de pie en el umbral. Tenía el pelo revuelto, con mechones cayéndole sobre
la frente, lo cual le daba un aire muy sexy, como de recién salida de la cama. Lucía
una chaqueta de cuero negro sobre un polo de color morado, pantalones grises de
chándal y bambas de las de practicar aerobic. Llevaba un bolso con capacidad para
varios listines telefónicos que dejó caer al suelo mientras se acercaba al sofá.
Se sentó a mi lado.
—Vaya pinta que tienes —dijo cogiéndome la barbilla y empujándola hacia arriba

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—. Por el amor de Dios, Patrick, ¿quién te ha hecho esto, un marido cabreado?
El padre Drummond soltó una risita. Un cura de sesenta años, tapándose la boca
con el puño. Qué gracia.
—Creo que era un pariente de Mike Tyson —dije.
Angie se me quedó mirando.
—¿Y tú qué? ¿No tienes manos?
Le aparté la suya.
—Tenía un Uzi, Angie. Que es, probablemente, con lo que me atizó.
—Lo siento —dijo ella—. Estoy un poco ansiosa. No pretendía pellizcarte. —Me
miró los labios—. Esto no te lo han hecho con un Uzi. Lo de la sien, es posible. Pero
lo de los labios no. Parece un golpe dado con una mano enguantada, por la manera en
que ha quemado la piel.
Angie, la experta en abrasiones físicas.
Se me acercó más y susurró:
—¿Conocías al tipo?
—No —susurré a mi vez.
—¿Nunca le habías visto antes?
—No.
—¿Estás seguro?
—Angie, si me apeteciera responder esta clase de preguntas, llamaría a la policía.
Se echó hacia atrás con las manos en alto.
—Vale, vale.
Miró a Drummond:
—¿Me lo puedo llevar a su casa, padre?
—A Delia le encantaría —contestó Drummond.
—Gracias, padre —dije yo.
Se cruzó de brazos, me guiñó un ojo y dijo:
—¡Qué seguro se siente uno contigo!
Me entraron ganas de darle una patada, aunque fuese un cura.
Angie recogió las armas y me ayudó a incorporarme con la mano que le quedaba
libre.
Miré al padre Drummond.
—'nas noches —acerté a farfullar.
—Dios os bendiga —repuso él desde la puerta.
Mientras bajábamos los peldaños hacia el patio de la escuela, Angie me dijo:
—¿Sabes por qué te ha pasado esto?
—No, ¿por qué?
—Porque ya no vas a misa.
—Ja, ja, ja.

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Me ayudó a cruzar la calle y a subir las escaleras. Mi malestar se iba evaporando
rápidamente al sentir el calor de su piel, y la sensación de la sangre que le corría por
el cuerpo consiguió reanimar mis sentidos.

Nos sentamos en la cocina. Eché a patadas de mi silla a Harold el Panda, y Angie


sirvió dos vasos de zumo de naranja. Antes de beberse el suyo, lo olisqueó.
—¿Qué le dijiste al Capullo? —le pregunté.
—Cuando le conté lo que te había pasado, estaba tan contento de que por fin
alguien te hubiese zurrado que me habría dejado fugarme a Atlantic City con todos
nuestros ahorros.
—Me alegro de que esto haya servido para algo bueno.
Angie puso su mano sobre la mía:
—¿Qué ha pasado?
Le hice un resumen de lo sucedido entre el momento en que ella dejó la oficina y
los últimos diez minutos.
—¿Lo reconocerías si lo volvieras a ver?
Me encogí de hombros.
—Puede que sí, puede que no.
Se echó hacia atrás, con una pierna levantada sobre el asiento y la otra doblada
debajo de ella. Se me quedó mirando un buen rato.
—Patrick —dijo finalmente.
—¿Qué?
Sonrió con tristeza y negó con la cabeza:
—Me temo que te va a costar ligar durante cierto tiempo.

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7
Al día siguiente, a eso de las doce, estábamos a punto de llamar a Billy Hawkins
cuando éste se presentó en la oficina. Como muchos de los que trabajan para Western
Union, Billy tiene pinta de acabar de salir de un centro de rehabilitación. Es de una
delgadez extrema y la piel muestra esa textura levemente amarillenta de los que se
pasan la vida metidos en habitaciones sin aire y llenas de humo. Su falta de peso la
acentúa llevando camisas y pantalones apretados, así como arremangándose hasta el
hombro como si tuviera bíceps. Parece que utilice un martillo de carpintero para
peinarse el negro cabello, y luce uno de esos mostachos caídos de bandido mexicano
que ya no lleva nadie, ni siquiera los bandidos mexicanos. En 1979, el mundo siguió
su curso, pero Billy no se dio por aludido.
Se dejó caer perezosamente en la silla situada frente a mi escritorio y dijo:
—Bueno, chavales, ¿cuándo pensáis pillar un despacho más grande?
—Cuando encuentre la campana —repuse.
Billy bizqueó. Lentamente, dijo:
—Ah, sí, claro.
Angie se dirigió a él:
—¿Qué tal estás, Billy?
Y la verdad es que parecía que le interesaba la respuesta. Billy se la quedó
mirando y se ruborizó.
—Estoy bien, Angie —dijo.
—Me alegra —concluyó ésta, con retranca.
Billy me miró a la cara.
—¿Y a ti qué te ha pasado?
—Me peleé con una monja.
—Pues más bien parece que te atropelló un camión —dijo Billy, pasando a
enfocar a Angie.
Angie soltó una risita y yo me quedé con las dudas de a quién quería tirar antes
por la ventana.
—¿Hiciste esa comprobación, Billy?
—Por supuesto, tío, claro que sí. Pedazo de favor que me vas a deber después de
esto.
Enarqué las cejas:
—Billy, recuerda con quien estás hablando.
Billy se puso a la labor. Pensé en los diez años de condena que estaría cumpliendo
en Walpole, consiguiéndole cigarrillos a su novio del momento, Rolf la Bestia, si no
le hubiéramos salvado el pellejo. Su piel amarillenta sufrió un blanqueo considerable
y me dijo:

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—Lo siento, tío. Tienes razón. Cuando tienes razón, tienes razón.
Recurrió al bolsillo trasero de sus tejanos y extrajo de él un papel grasiento y muy
arrugado que depositó sobre mi mesa.
—¿Y esto qué es, Billy?
—Las referencias de Jenna Angeline —dijo—. Pilladas de la oficina de Jamaica
Plain. Cobró un cheque ahí el martes.
Aunque grasiento y arrugado, ese papel valía su peso en oro. Jenna había anotado
cuatro referencias, todas ellas personales. A la pregunta sobre su trabajo había
respondido «trabajadora por cuenta propia» con una letra pequeña y ligera. Entre las
referencias personales, citaba a cuatro hermanas. Tres vivían en Alabama, en Mobile
o sus alrededores. La cuarta moraba en Wickham, Massachusetts, en el número 1254
de la avenida Merrimack, y atendía por Simone Angeline.
Billy me pasó otro trozo de papel: una fotocopia del cheque que Jenna había
cobrado. Estaba firmado por la tal Simone Angeline. Si Billy no llega a ser un tipo
tan asqueroso, creo que le habría besado.

Después de que se marchara, reuní por fin el valor necesario para contemplarme
en un espejo, algo que había evitado hacer durante la noche anterior y toda esa
mañana. Llevo el pelo lo bastante corto como para poder peinármelo con la mano,
por lo que, después de la ducha matutina, eso fue exactamente lo que hice. También
había omitido afeitarme, y aunque lucía una pelusilla, me dije que me daba un
aspecto muy enrollado, muy GQ.
Atravesé el despacho y entré en el minúsculo cubículo que algún optimista había
bautizado como «el cuarto de baño». Sí, vale, hay un retrete, pero es como de
miniatura, y cada vez que me siento en él y las rodillas me llegan a la barbilla, tengo
la impresión de ser un adulto atrapado en una guardería. Cerré la puerta a mi espalda,
levanté la cabeza de una pila diseñada para enanos y me contemplé en el espejo.
A duras penas conseguí reconocerme. Tenía los labios hinchados hasta el doble de
su volumen habitual y parecía que había estado morreándome con una máquina de
cortar césped. El ojo izquierdo estaba rodeado por un halo de color marrón oscuro y
la córnea lucía brillantes manchitas de roja sangre. La piel de la sien se había rasgado
cuando Gorra Azul me atizó con la culata del Uzi y, mientras dormía, la sangre se
había incrustado en algunos mechones de pelo. La parte derecha de la frente, donde
intuyo que me di al chocar contra el muro de la escuela, estaba arañada y en carne
viva. Si no llega a ser porque soy un detective muy machote, me hubiera echado a
llorar.
La vanidad es una debilidad. Ya lo sé. Se trata de una dependencia banal de la
imagen pública, de lo que uno parece en vez de lo que uno es. Me consta. Pero ya
tengo una cicatriz del tamaño y la textura de una medusa en el abdomen, y os

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sorprendería saber lo mucho que te cambia la impresión que tienes de ti mismo
cuando no te puedes quitar la camiseta en la playa. En mis momentos más privados,
me levanto la camisa, la miro y me digo que carece de importancia, pero cada vez
que una mujer la ha tocado de noche, ha pegado un respingo y me ha preguntado por
ella, he dado las explicaciones más sucintas posibles, he cerrado las puertas de mi
pasado lo más rápido que he podido, y nunca, ni siquiera cuando la que preguntaba
era Angie, he dicho la verdad. La vanidad y la falta de honradez puede que sean dos
vicios, pero también son las principales maneras de protegerse que conozco.
El Héroe siempre me arreaba una colleja cuando me pescaba mirándome al
espejo.
—Esas cosas las inventaron los hombres para que las mujeres tuviesen algo que
hacer —solía decir el Héroe, mi padre, el hombre del Renacimiento.
A los dieciséis años, yo tenía los ojos azules, una bonita sonrisa y poco más en lo
que confiar, teniendo en cuenta la presencia del Héroe. Y si aún tuviese dieciséis años
y siguiera ante el espejo reuniendo valor y diciéndome que esa misma noche,
definitivamente, le plantaría cara al Héroe, me sentiría de lo más perdido.
Pero ahora, maldita sea, tenía un auténtico caso que resolver, una Jenna Angeline
que localizar, una socia impaciente al otro lado de la puerta, una pistola en la
sobaquera, un carné de detective en la cartera y... una cara digna de un personaje de
Flannery O'Connor. Ay, la vanidad.

Cuando abrí la puerta, Angie estaba batallando con su bolso, en busca,


probablemente, de un coche o de un microondas que no aparecían por ninguna parte.
Levantó la vista: —¿Preparado?
—Preparado.
Sacó una pistola paralizante del bolso.
—¿Me vuelves a explicar la pinta que tenía el menda?
—Anoche llevaba una gorra azul y gafas oscuras, pero no sé si ése es su uniforme
habitual. —Abrí la puerta—. Angie, no necesitas ese chisme. Si lo ves, escóndete.
Sólo queremos verificar si sigue por aquí.
Angie se quedó mirando la pistola paralizante.
—No es para él —dijo—. Es para mí. Por si me quedo frita en el país de las
vacas.
Como Wickham está a cien kilómetros de Boston, Angie cree que ahí aún no ha
llegado el teléfono. Canturreé:
—Puedes sacar a la chica de la ciudad...
—Pero primero tendrás que dispararle —interrumpió mi frase hecha, y echó a
andar hacia las escaleras.
Se quedó en la iglesia, dándome un minuto de ventaja y contemplando el exterior

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a través de la apertura inferior de una ventana.
Yo crucé la calle en dirección a lo que denomino «el coche de la empresa». Se
trata de un Volare verde oscuro del 79, también conocido como la Bestia Rodante.
Tiene un aspecto infame, hace un ruido de cojones, se conduce que da pena y, por
regla general, resulta adecuado para todos los sitios en que me veo obligado a
trabajar. Abrí la puerta, medio esperando oír unos pasos apresurados a mi espalda,
seguidos por el impacto de un culatazo en la nuca. Es lo que tiene ser una víctima:
empiezas a pensar que lo que te ha sucedido una vez te sucederá a partir de entonces
con periodicidad. De repente, todo parece sospechoso, y cualquier luz que hayas
atisbado el día anterior desaparece entre las sombras. Y las sombras están por todas
partes. Consiste en convivir con tu propia vulnerabilidad, y eso es algo espantoso.
Pero esta vez no ocurrió nada. No vi a Gorra Azul en el retrovisor mientras daba
un giro y me dirigía a la autopista. También era verdad, reflexioné, que a no ser que
el hombre hubiese disfrutado del encuentro de la víspera, lo más probable es que no
volviera a verle: tendría que asumir que siempre estaría por ahí. Lancé la Bestia
Rodante avenida abajo, luego giré por la rampa del norte en dirección a la I-93 y me
dirigí hacia el centro.
Veinte minutos después, me hallaba en Storrow Drive, con el río Charles
emitiendo destellos cobrizos a mi derecha. Una pareja de enfermeras del Hospital
Central almorzaban en el césped; un hombre corría por uno de los puentes junto a un
mastodóntico perro Chow de color chocolate. Consideré la posibilidad de hacerme yo
también con uno: seguro que me defendía mejor que Harold el Panda. Pero entonces
recordé que no necesito un perro de ataque porque ya tengo a Bubba. Junto al
embarcadero había un grupo de estudiantes universitarios, varados en la ciudad todo
el verano, que se pasaban una botella de vino. ¡Qué alternativos! Seguro que tenían la
mochila llena de queso brie y galletitas crujientes.
Salí en la calle Beacon, di otro giro en una carretera secundaria y me puse
rápidamente a la derecha, hacia la calle Revere, y luego atravesé la calle Charles en
dirección a Beacon Hill. Nadie me seguía.
Volví a girar en la calle Myrtle, que es tan ancha como el hilo dental y consigue
que todas esas elevadas construcciones coloniales se ciernan sobre uno. Es imposible
seguir a alguien por Beacon Hill sin dar el cante. Las calles se construyeron antes de
los coches y, probablemente, antes de que existieran los seres humanos gordos o
demasiado altos.
Cuando Boston era ese mundo mítico poblado por felices enanos, Beacon Hill
debió de parecer un lugar espacioso. Pero ahora resulta estrecho y apretujado y tiene
bastante en común con los viejos pueblitos franceses, tan bonitos de ver y tan poco
prácticos. Si un camión de reparto hace un alto en la Colina, se crea un atasco de dos
kilómetros. Las calles son de dirección norte durante dos o tres manzanas, pero luego,

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de forma arbitraria, se convierten en calles de dirección sur. Esto es algo que siempre
coge por sorpresa al conductor desprevenido y le obliga a meterse por otra calle
estrecha en la que se encuentra con el mismo problema; y antes de que se dé cuenta,
el pobre está otra vez en Cambridge o en las calles Charles o Beacon, contemplando
la Colina, preguntándose cómo coño ha vuelto a acabar ahí y teniendo la impresión,
irracional pero efectiva, de que la Colina en persona se lo ha quitado de encima.
Para los esnobs, eso sí, es un paraíso. Las casas de ladrillo rojo son preciosas. Las
plazas de aparcamiento están vigiladas por la policía de Boston. Las recoletas
cafeterías y las tiendas están controladas por imperiosos propietarios que te cierran la
puerta en las narices si no te conocen. Y nadie puede localizar tu domicilio si no le
haces un mapa.
Miré por el retrovisor mientras recorría la Colina. La cúpula dorada del Gobierno
Estatal asomaba a través de la verja de hierro de un jardín situado en la azotea que
tenía delante. Dos manzanas a mi espalda, vi un coche que avanzaba lentamente
mientras el conductor miraba a uno y otro lado en busca de alguna dirección que no
le resultaba familiar.
Torcí a la izquierda en la calle Joy y recorrí las cuatro manzanas que me
separaban de la calle Cambridge. Mientras el semáforo cambiaba a verde y yo
atravesaba el cruce, vi el mismo coche de antes bajando la colina detrás de mí. En lo
más alto de la calle Joy, apareció otro vehículo: una ranchera con un maletero roto en
la capota. No podía ver al conductor, pero sabía que se trataba de Angie. Fue ella
quien, una mañana, se cargó el portamaletas a martillazos, confundiendo el metal
cutre con Phil.
Giré a la izquierda en la calle Cambridge y recorrí unas pocas manzanas hasta
llegar a la Charles Plaza. Me metí en el aparcamiento, recogí el ticket a la entrada —
sólo tres dólares cada media hora, ¡vaya chollo!— y recorrí el recinto hasta acabar
enfrente del Holiday Inn. Entré en el hotel como si tuviera algo que hacer ahí dentro,
pasé ante el mostrador de recepción sin detenerme y tomé el ascensor hasta el tercer
piso. Anduve por el pasillo hasta encontrar una ventana con vistas al aparcamiento.
Hoy Gorra Azul no llevaba una gorra azul. Lucía una gorrilla de ciclista con la
visera cubriéndole la frente. Pero aún llevaba puestas las herméticas gafas de sol,
completando el atuendo con una camiseta Nike de color blanco y unos pantalones
negros de chándal. Estaba de pie junto a su coche —un Nissan Pulsar blanco con
rayas negras—, apoyado en la puerta abierta, mientras decidía si tenía que seguirme o
no. Desde mi ángulo de observación, no podía leer los números de su matrícula, y
desde esa altura tampoco podía estar seguro de su edad, pero le eché de veinte a
veinticinco. Era alto —más de metro ochenta— y parecía ducho en el uso de las
máquinas de gimnasio.
En la calle Cambridge, mientras tanto, languidecía el coche de Angie, aparcado

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en doble fila.
Miré de nuevo a Gorra Azul, aunque no merecía la pena seguir haciéndolo. O me
seguiría al hotel o no. En cualquier caso, daba lo mismo.
Bajé por las escaleras hasta el sótano, abrí una puerta que daba a una entrada de
servicio que olía a gasolina y salté desde el muelle de carga. Pasé junto a un
contenedor que apestaba ligeramente a fruta podrida y regresé a la calle Blossom. Me
tomé mi tiempo, pero aun así me planté en un santiamén en la calle Cambridge.
Por todo Boston, en sitios que ni te imaginas, hay repartidos un montón de
garajes. No sirven para compensar a una ciudad cuyo espacio de aparcamiento es tan
escaso como en Moscú el papel higiénico, pero eso sí, los precios de alquiler de las
plazas son exorbitantes. Entré en uno que había en medio de una peluquería y de una
floristería, y estuve deambulando por el recinto hasta dar con la plaza de
aparcamiento número dieciocho, donde le quité la manta a mi churri.
Todos los niños necesitan un juguete. El mío es un Porsche Roadster descapotable
del 59. Es de color azul, el volante tiene acabados de madera y la carlinga da para dos
viajeros. Sí, ya lo sé, «carlinga» es un término que suele reservarse para los aviones,
pero siempre que he puesto esa cosita a más de doscientos por hora he tenido la
impresión de que de un momento a otro despegaría. La tapicería es de espléndido
cuero blanco. El cambio de marchas brilla como el peltre pulido. La bocina luce
como emblema un elegante corcel. La verdad es que le echo más horas de trabajo que
las que disfruto conduciéndolo, pues me dedico a mimarlo los fines de semana a base
de sacarle brillo y cambiarle las piezas. Pero me siento orgulloso de decir que nunca
he llegado al extremo de bautizarlo, según Angie porque carezco de imaginación para
los nombres.
Se puso en marcha con el rugido de un tigre de Bengala al primer giro de la llave.
Saqué una gorra de béisbol de debajo del asiento, me quité la chaqueta, me ajusté las
gafas de sol y abandoné el garaje.
Angie seguía aparcada en doble fila frente a la Charles Plaza, lo cual significaba
que Gorra Azul continuaba por la zona dedicado a sus cosas. La saludé y enfilé
Cambridge en dirección al río. Mi socia seguía a mi espalda cuando llegué a Storrow
Drive, pero para cuando accedí a la I-93, ya había conseguido dejarla mordiendo el
polvo. Porque podía hacerlo. O quizá, simplemente, porque soy de lo más inmaduro.
Una de dos.

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El camino a Wickham no resulta muy divertido. Tienes que cambiar de carril cada
cinco kilómetros, más o menos, y como te equivoques de salida acabas en New
Hampshire intentando extraer información de una pandilla de palurdos del este que
no se enteran de nada. Para acabarlo de arreglar, no hay nada que ver, como no sea el
inevitable parque industrial o, a medida que te acercas al cinturón de poblaciones que
se extiende a lo largo del río Merrimack, el río de marras. Que da asco verlo,
francamente. Lo más parecido al Merrimack es una cloaca llena de agua espesa y
sucia: es lo que tiene discurrir cerca de esa industria textil que tanto ha hecho por
New Hampshire y Massachusetts. Lo siguiente que atisbas al atravesar esa región son
las fábricas en sí, bajo un cielo teñido de hollín.
Tenía puesto en el casete del coche Exile on Main St., así que pasé bastante de
todo, y para cuando llegué a la avenida Merrimack, lo único que me preocupaba era
dejar el coche sin vigilancia.
Wickham no es una comunidad que progrese mucho. Es sucia y gris como sólo
una ciudad industrial puede serlo. Las calles son del color de una suela de zapato, y la
única manera de distinguir los bares de las casas es comprobando si tienen un rótulo
de neón. Las calzadas y las aceras son tal para cual, con el suelo rajado y descolorido.
La mayoría de la gente, sobre todo los obreros que se arrastran hacia sus domicilios
desde la fábrica mientras oscurece, luce el aspecto típico de los que llevan mucho
tiempo asumiendo que nadie se acuerda de ellos. Es un lugar en el que la gente
agradece el cambio de estación porque así, por lo menos, se da cuenta de que el
tiempo pasa.
La avenida Merrimack es la arteria principal. La dirección de Simone Angeline
estaba bastante alejada del centro: bares, gasolineras, fábricas y plantas textiles se
habían quedado ya muy atrás cuando llegué a la manzana correcta. Para entonces,
Angie volvía a aparecer en el retrovisor, y pasó junto a mí mientras yo aparcaba el
coche en un callejón. Puse el candado Chapman y extraje el radio-casete, que se apeó
del vehículo conmigo. Le eché un último vistazo al coche y confié en encontrar
pronto a Jenna. Muy pronto.
No gané el coche en una rifa ni me fue obsequiado por un cliente en exceso
munificente. Me dediqué a ahorrar y esperar, a seguir ahorrando y esperando.
Finalmente, lo vi anunciado y pedí un préstamo al banco. Tuve que aguantar una
entrevista insoportable a cargo de un burócrata perdonavidas que fue pasando revista,
como hacen todos esos seres marginales y amargados que contemplan su vida adulta
como la oportunidad de desquitarse de su adolescencia a base de tratar a patadas a
cualquiera susceptible de haberla tomado con él en la escuela. Afortunadamente, mi
trabajo prosperó, gané más dinero y pronto pude quitarme de encima a ese atorrante.

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Pero sigo pagando el precio de sufrir constantemente por la única posesión material
que me ha importado en la vida.
Me deslicé en el asiento del pasajero del coche de Angie y ella me dio la mano:
—Tranquilo, cariño, que no le va a pasar nada a tu tesorito. Te lo prometo.
Angie es tan divertida que a veces la mataría.
Le dije:
—Bueno, por lo menos, en este vecindario nadie pensará que está fuera de lugar.
—Brillante comentario —repuso—. ¿Nunca has pensado en dedicarte al
monólogo humorístico?
Así estaba el patio. Nos quedamos en el coche compartiendo una lata de Pepsi y
esperando que apareciera nuestra fuente de ingresos.
A eso de las seis estábamos entumecidos, hasta las narices el uno del otro y hartos
ambos de contemplar el 1254 de la avenida Merrimack. Era un edificio costroso que
en otros tiempos debió de ser de color rosa. Una familia puertorriqueña había entrado
hacía una hora, y un minuto después vimos cómo se apagaba una luz en el
apartamento del segundo piso. Con la excepción de esa segunda lata de Pepsi que
explotó contra el salpicadero, eso era lo más excitante que habíamos vivido en las
últimas cuatro horas.
Estaba yo revisando la pila de cintas que llevaba Angie en el coche, intentando
encontrar a un grupo del que hubiese oído hablar, cuando ella dijo: «Atención».
Una mujer negra —delgadísima, con un porte de una rigidez monárquica—
bajaba de un Honda Civic del 81 sosteniendo con el brazo derecho una bolsa de la
compra apoyada en la cadera. Se parecía mucho a Jenna, pero tendría unos siete u
ocho años menos. También mostraba mucha más energía que la mujer agotada de la
foto. Cerró de golpe la puerta del coche con la cadera libre: un movimiento duro y
eficaz, de esos capaces de tirar al suelo a un jugador de hockey sobre hielo. Echó a
andar hacia la entrada de la casa, deslizó la llave en la cerradura y desapareció en el
interior. Unos minutos después, la vimos convertida en una silueta en la ventana que
hablaba por teléfono. Angie dijo:
—¿Cómo quieres que lo hagamos?
—Espera —repuse yo.
Se revolvió en el asiento.
—Me temía que dijeras algo así. —Se sostenía el mentón con los dedos, que
utilizó para ejecutar unos giros de la cabeza—. ¿No piensas que Jenna esté ahí?
—No. Desde que desapareció, ha actuado con cierta cautela. Tiene que saber que
su apartamento ha sido puesto patas arriba. Y la paliza que me dio el tío del patio de
la escuela me dice que está metida en algo más que la chorrada por la que la
perseguimos. Con la gente que le va detrás (por no hablar del tal Roland), no creo que
se instale en casa de su hermana.

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Angie se medio encogió de hombros, medio asintió de esa manera tan especial
que tiene y encendió un cigarrillo. Sacó el brazo por la ventanilla y el humo gris
revoloteó por el retrovisor y luego, desmembrándose, se disolvió en el aire. Dijo:
—Si nosotros sabemos dónde buscarla, otros también lo sabrán. No podemos ser
los únicos que conocemos la existencia de la hermana.
Consideré la cuestión. Sonaba razonable. Si «ellos» me habían seguido con la
esperanza de dar con Jenna, seguro que también habían vigilado a Simone.
—Mierda —concluí.
—¿Y ahora qué quieres que hagamos?
—Espera —repetí, lo cual la hizo gruñir—. Seguimos a Simone en cuanto vaya a
alguna parte...
—Si es que va a alguna parte.
—Por favor, Angie, un poco de energía positiva. Cuando vaya a algún lado, la
seguimos; de momento, nos quedamos aquí a ver si aparece alguien más.
—¿Y si ese alguien más ya nos tiene clichados? ¿Y si nos están viendo en estos
mismos momentos y piensan igual que nosotros? ¿Entonces qué?
Resistí la tentación de ponerme a mirar a mi alrededor en busca de otros coches
con ocupantes inmóviles al acecho.
—Ya nos apañaremos —dije.
Se cabreó:
—Es lo que siempre dices cuando no sabes qué coño hacer.
—Nada de palabrotas.
A las siete y cuarto empezaron a pasar cosas.
Simone, que llevaba una sudadera azul marino, camiseta blanca, tejanos
desteñidos y bambas sin marca de color ostra, salió de la casa con aire decidido y
abrió la puerta del coche con la misma vehemencia. Me pregunté si es que todo lo
hacía así: poniendo esa cara de a-mí-no-me-toquéis-las-narices. ¿Conseguiría dormir
alguien tan tenso?
Salió pitando por Merrimack, así que le dimos unas manzanas de ventaja, en
vistas a comprobar si éramos los únicos interesados en ella. Eso es lo que parecía, y
aunque no fuera así, yo no pensaba perder mi única pista. Nos pusimos en marcha, y
tras lanzar un último vistazo a mis treinta y siete mil dólares de coche —el cálculo es
de la agencia de seguros, que conste—, seguimos a Simone a través de Wickham. Fue
directa al centro de la ciudad y se metió por la I-495. Yo estaba hasta el gorro del
encierro en el coche y esperaba por lo más sagrado que no tuviese a Jenna aparcada
en Canadá. Gracias a Dios, ése no parecía ser el caso, pues abandonó la autopista
unos kilómetros después en dirección a Lansington.
Aunque parezca imposible, Lansington es aún más feo que Wickham, pero de una
manera prácticamente imperceptible. En muchos aspectos, son idénticos. Lo que pasa

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es que Lansington parece más sucio.
Estábamos esperando ante un semáforo cerca del centro de la población, pero
cuando se puso verde, Simone no se movió. Noté cómo se me encogía el corazón
mientras Angie decía:
—Mierda. ¿Crees que nos ha descubierto?
—Dale a la bocina —le dije.
Me hizo caso y Simone levantó la mano a guisa de disculpa al darse cuenta de
que el semáforo había cambiado. Era la primera cosa espontánea que hacía desde que
la había visto, y eso me hizo pensar que íbamos por el buen camino.
A nuestro alrededor se alzaban edificios de dos pisos de finales del siglo XIX. Los
árboles eran escasos y podados de mala manera. Los semáforos eran vetustos, de los
redondos, sin señales de PASE/NO PASE ni figuras de neón para los que no
entendieran inglés. Crujían al cambiar de color, y mientras recorríamos la calzada de
dos carriles, yo me sentía como si estuviera en el mundo rural de Georgia o de
Virginia Occidental.
Por delante de nosotros, Simone encendió el intermitente izquierdo y, una
fracción de segundo después, salió del camino para meterse en un pequeño
aparcamiento de tierra ocupado por un montón de camionetas, un Winnebago, un par
de polvorientos coches deportivos de fabricación nacional y algunos Caminos, esas
perlas del mal gusto propio de Detroit. Dos de ellos. Un coche que no sabía si quería
ser un camión; un camión que no sabía si quería ser un coche... Un resultado
obscenamente híbrido.
Angie siguió adelante y cosa de un kilómetro después dimos la vuelta. El
aparcamiento pertenecía a un bar. Al igual que en Wickham, tampoco sabrías lo que
era si no llega a ser por el pequeño rótulo de neón de la cerveza Miller High Life que
había en cada ventana. Se trataba de un edificio bajo de dos pisos, un poco más
extenso que la mayoría de las casas, que ocupaba unos diez metros más de lo
habitual. Desde el interior se podía oír el ruido de los vasos, el fragor de las
carcajadas, el guirigay de las voces y una canción de Bon Jovi procedente de la
máquina de discos. Alterné la mirada entre el bar y las camionetas y no me hice
muchas ilusiones.
Dijo Angie:
—¿Tenemos que seguir esperando también aquí?
—No. Vamos a entrar.
—Chachi. —Observó el edificio y comprobó el cargador de su 38—. Gracias a
Dios que tengo permiso de armas.
—Vaya que sí —dije, saliendo del coche—. Lo mejor que puedes hacer nada más
entrar es dispararle a la máquina de discos.

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Cuando entramos, a Simone no se la veía por ningún lado. Eso resultaba evidente
porque nada más aparecer nosotros se interrumpió toda la actividad.
Yo llevaba tejanos, una camisa a juego y una gorra de béisbol. Mi cara mostraba
los efectos de una discusión con un perro de presa, y la prenda que cubría mi pistola
era una vieja chaqueta militar. O sea, que no desentonaba lo más mínimo.
Angie llevaba una chaqueta de rugby de color azul oscuro con mangas blancas de
cuero sobre una holgada camiseta de algodón blanco que caía sobre unas mallas.
¿A que no adivináis a quién de los dos estaban mirando?
Contemplé a Angie. New Bedford tampoco está tan lejos de aquí. El bar de Big
Dan está en New Bedford. Ahí es donde un montón de tíos tumbaron a una chica en
una mesa de billar y se lo pasaron bomba con ella mientras el resto de la clientela les
jaleaba. Observé a los parroquianos de este bar —una mezcla de paletos del este,
chusma blanca, obreros recién llegados del tercer mundo, algunos portugueses y un
par de negros—, todos ellos pobres, hostiles y con ganas de demostrar su mala leche.
Probablemente, venían aquí porque lo de Big Dan estaba cerrado. Volví a mirar a
Angie. No estaba preocupado por ella, pero me preguntaba qué sería de mi negocio si
mi socia les volaba los cojones a unos cuantos borrachos de Lansington. No podía
asegurarlo, pero algo me decía que no podríamos conservar el despacho en la iglesia.
El recinto era más grande de lo que parecía desde el exterior. A mi izquierda,
justo antes de la barra, había una angosta escalera de madera sin pulir. La barra,
situada a la izquierda del local, se extendía hasta casi el centro. Frente a ella había
unas cuantas mesas para dos personas pegadas a la pared. Pasada la barra, el lugar se
expandía, permitiendo atisbar máquinas de video y de millón a la izquierda y la
esquina de una mesa de billar a la derecha. Una mesa de billar. Impresionante.
El sitio estaba entre medio lleno y abarrotado. Todo el mundo llevaba una gorra
de béisbol, incluyendo a lo que quise creer que eran mujeres. Algunos tomaban
cócteles, pero la inmensa mayoría se dedicaba a la ingesta de cerveza Budweiser.
Nos acercamos a la barra y la gente volvió a sus asuntos, o lo simuló.
El camarero era un tipo joven, bien parecido y teñido de rubio, pero si estaba
trabajando allí es que era de la zona. Me dedicó una sonrisita. Acto seguido, obsequió
a mi socia con una sonrisa de tal calibre que, comparada con la mía, daba la
impresión de que le iban a explotar los labios.
—Hola. ¿Qué os pongo? —Se acodó en la barra y clavó sus ojos en los de Angie.
Dijo mi socia:
—Dos Budweiser.
—Será un placer —repuso Rubiales.
—No lo dudo —remató Angie, sonriendo.
Siempre hace esas cosas. Coquetea con todo el mundo menos conmigo. Si no
fuera porque soy de una entereza admirable, esa actitud me deprimiría.

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Pero esa noche, algo es algo, me sentía afortunado. Lo comprobé cuando se acabó
la canción de Bon Jovi. Mientras Rubiales iba a por las cervezas, me puse a mirar la
escalera. En lo que se entiende en los bares por un momento de silencio, pude oír a
gente que se movía por encima de mí.
Cuando Rubiales colocó las dos cervezas delante de Angie, yo le pregunté:
—¿Tenéis puerta trasera en este sitio?
Giró la cabeza lentamente en mi dirección, mirándome como si acabara de pisarle
un callo.
—Pues sí —dijo con extremada lentitud, y señaló con la cabeza en dirección a la
mesa de billar. Atravesando la cortina de humo que había al fondo, conseguí ver la
citada puerta. El tipo había vuelto a concentrarse en Angie, pero consiguió farfullar
por la comisura: «¿Qué, planeando pegar un palo en el local?»
—No —respondí mientras buscaba entre las tarjetas que llevaba en la cartera la
adecuada—. Lo que planeo es enviarte una citación judicial por quebrantar la ley de
edificios públicos, sopla-pollas.
Dejé sobre la barra la tarjeta que ponía «Lewis Prine, inspector municipal». El
pobre Lewis, en cierta ocasión, cometió el error de dejarme solo en su despacho.
Rubiales dejó de mirar a Angie, aunque era evidente que le costaba. Se apartó un
poco de la barra y contempló la tarjeta.
—Tíos, ¿vosotros no lleváis credenciales o algo así?
También tenía una de esas cosas. Lo bueno de las placas es que la mayoría
resultan idénticas a ojos de gente poco preparada, así que no tengo que ir por ahí con
cincuenta distintas. Se la enseñé brevemente y me la guardé de nuevo en el bolsillo.
—¿Sólo hay una puerta trasera? —le pregunté.
—Sí —respondió nervioso—. ¿Por qué?
—¿Que por qué? ¿Que por qué?¿Dónde está el dueño?
—¿Cómo?
—El dueño. Que dónde está el dueño.
—¿Bob? Ya se ha ido a casa.
Seguía estando de suerte. Le seguí apretando las tuercas:
—A ver, chaval, ¿cuántos pisos hay aquí?
Me miró como si le acabara de preguntar por la densidad atmosférica de Plutón.
—¿Pisos? Eh... dos. Tenemos dos. Lo de arriba son habitaciones.
—Dos —repetí mostrando en mi rostro un gran desagrado moral—. Dos pisos y
las únicas salidas están en el primero.
—Sí —concedió.
—¿Sí? ¿Y cómo se supone que van a salvar el pellejo los de arriba si hay un
incendio?
—¿Saltando por la ventana? —sugirió.

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—Saltando por la ventana. —Meneé la cabeza en señal de estupor ante su
desfachatez—. ¿Qué me dirías si te subo ahí arriba, abro una ventana y te tiro por ella
para ver en qué estado llegas al suelo? Saltando por la ventana... ¡Por el amor de
Dios!
Angie cruzó las piernas y se dedicó a disfrutar del espectáculo mientras seguía
dándole a la cerveza.
—Bueno... —entonó Rubiales.
—¿Bueno, qué?. —le interrumpí.
Miré a Angie en plan «prepárate». Ella alzó las cejas y se acabó la cerveza de un
trago.
—Muchacho —le dije al camarero—, hoy te vas a enterar de lo que vale un peine.
Atravesé el local hasta llegar a la pared, y una vez allí tiré de la alarma de
incendios.
Nadie salió corriendo al oírla. La verdad es que nadie se movió de su sitio. Se
limitaron a girar la cabeza y quedárseme mirando. A lo sumo, parecían un tanto
molestos.
Pero en el segundo piso nadie podía saber si había un incendio o no. Los bares
siempre huelen a humo.
Una mujer más bien corpulenta, con una sábana más bien pequeña sobre su
cuerpo desnudo, y un tío canijo aún más despelotado fueron los primeros en aparecer.
Apenas si observaron a la concurrencia antes de salir pitando por la puerta: parecían
conejos en plena temporada de caza.
Luego aparecieron dos chavales. De unos dieciséis años, con un poco de acné.
Seguro que se habían registrado como el señor y la señora Smith. Se quedaron
pegados a la pared en cuanto dejaron atrás las escaleras, mirándonos a todos con
expresión aterrorizada.
Y de repente, ahí estaba Simone, claramente irritada, en busca del responsable del
desaguisado. Sus ojos se plantaron en Rubiales, luego recorrieron la infame turba y,
finalmente, descansaron en mí. La miré, pero mi vista fue un poco más allá,
concentrándose en un punto que estaba justo encima de su hombro.
Descubriendo a Jenna Angeline.
Angie desapareció de mi lado y fue hasta la esquina, al lado opuesto de la pared.
Yo me quedé esperando, mirando fijamente a Jenna Angeline hasta que sus ojos,
finalmente, coincidieron con los míos. Esos ojos eran la viva imagen de la
resignación. Ojos viejos, muy viejos. Castaños y adormecidos, demasiado
maltratados como para expresar temor. O alegría. O vida. Por un instante, algo pasó a
través de ellos, y supe que me había reconocido. No a mí personalmente, sino a lo
que representaba. Yo no era más que otro modelo de poli, de inspector de hacienda,
de casero o de patrón. Yo era la autoridad, y estaba ahí para decidir algo que a ella le

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afectaría, tanto si le parecía bien como si no. Me reconoció nada más verme.
Angie había encontrado los cables principales, y el berrido de la sirena
desapareció en un segundo.
Ahora yo era el centro de atención, y sabía que iba a encontrar resistencia, por lo
menos entre las hermanas Angeline. Todo el mundo excepto ellas, el camarero y un
tipo tirando a gordo y con pinta de ex jugador de rugby situado a mi derecha,
desapareció tras una cortina de gasa. El ex jugador parecía estar tomando carrerilla y
Rubiales tenía la mano debajo del mostrador. Ninguna de las hermanas Angeline
parecía albergar la menor intención de salir de allí sin la ayuda de una grúa.
La voz me salió alta y rasposa cuando dije:
—Jenna, necesito hablar con usted.
Simone agarró a su hermana del brazo y le dijo:
—Venga, Jenna, vámonos.
Y empezó a tirar de ella hacia la salida.
Meneando la cabeza, me planté ante la puerta, con la mano ya metida en la
chaqueta, mientras el jugador de rugby se ponía en movimiento. Otro héroe. Con toda
probabilidad, bombero voluntario. Su mano derecha avanzaba hacia mi hombro y su
boca estaba abierta. De ella salía una voz grosera que decía: «Oye, capullo, a ver si
dejas en paz a esas mujeres». Antes de que me cayera el golpe, saqué la mano de la
chaqueta, le retorcí el brazo y le puse la pistola en la boca.
—¿Decía usted algo? —le pregunté mientras le apretaba el labio superior con el
cañón del arma.
Se quedó mirando el revólver y no dijo ni pío.
No moví la cabeza, seguía teniendo la vista clavada en el recinto, mirando a todo
aquel que me mirara a mí. Sentía a mi lado la presencia de Angie, con la pistola
dispuesta y la respiración entrecortada. Dijo:
—Jenna, Simone, quiero que suban al coche y se dirijan a su casa en Wickham.
Nosotros iremos justo detrás de ustedes, y si intentan despistarnos, les aseguro que
nuestro coche corre mucho más que el suyo y que podemos acabar conversando en
alguna cuneta.
Miré a Simone:
—Si quisiera hacerle daño, a estas horas ya estaría muerta.
Simone hizo algún gesto de esos que sólo una hermana puede reconocer, pues
Jenna le puso una mano en el brazo y le dijo:
—Hagamos lo que nos dicen, Simone.
Angie abrió la puerta a mi espalda. Jenna y Simone pasaron junto a mí y salieron
al exterior. Contemplé a Jugador de Rugby, le planté la pistola en la jeta y lo empujé
hacia atrás. Notaba el peso del arma en el brazo, los músculos que empezaban a
dolerme, la mano que se iba poniendo rígida y el sudor que me salía de todos los

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poros del cuerpo.
Jugador de Rugby se me quedó mirando y supe que estaba considerando la
posibilidad de volver a hacerse el héroe.
Esperé. Bajé el arma y dije:
—Adelante, hombre.
Intervino Angie:
—Déjalo ya. Vámonos.
Me agarró del codo y salimos del bar, de espaldas, hacia la noche.

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—Siéntate, Simone. Por favor.
Todo lo que Jenna decía adquiría un tono de súplica.
Llevábamos diez minutos en la casa, dedicados a lidiar con el ego de Simone.
Hasta el momento, ya había intentado echarme dos veces, y ahora se dirigía hacia el
teléfono.
—Nadie va a entrar en mi casa a decirme lo que tengo que hacer —le dijo a
Jenna, y luego miró a Angie—. Y nadie me va a disparar con los vecinos ahí arriba,
bien despiertos. —Empezaba a creérselo cuando llegó junto al teléfono.
—¿A quién va a llamar, Simone? —le dije—. ¿A la policía? Perfecto.
Jenna le dijo:
—Suelta el teléfono, Simone. Por favor.
Angie estaba aburrida e inquieta. La paciencia no es una de sus muchas virtudes.
Fue hasta la pared y desenchufó el cable del teléfono.
Yo cerré los ojos y los volví a abrir.
—Jenna, soy un investigador privado, y antes de que nadie decida nada tengo que
hablar con usted.
Simone contempló el teléfono, luego a Angie y a mí y, finalmente, a su hermana.
Le dijo: «Vete a la cama, muchacha», y se sentó en el sofá.
Angie se sentó a su lado.
—Tiene usted una casa muy bonita.
Era verdad. El apartamento era pequeño y no había mucho que ver en el exterior,
pero no se podía negar que Simone tenía buen gusto. El suelo tenía parqué y la
madera estaba reluciente. El sofá en el que reposaban Simone y Angie era de un
cremoso color claro y lucía un almohadón enorme que mi socia se moría de ganas de
abrazar. Jenna se sentó en una silla de caoba a la derecha del sofá y yo me apoyé en
una idéntica que había frente a ella. A algo más de un metro de las ventanas, el suelo
ascendía unos doce centímetros, creando un acogedor repecho en el que sentarse a
mirar la calle sobre unos almohadones. Al lado había un pequeño mueble de madera
para almacenar revistas, una maceta colgada en la pared y la mesita del teléfono. Una
estantería recorría la pared situada a la espalda de Jenna, donde pude atisbar
poemarios de Nikki Giovanni, Maya Angelou, Alice Walker y Amiri Baraka, así
como novelas de Baldwin, Wright, García Márquez, Toni Morrison, Pete Dexter,
Walker Percy y Charles Johnson.
Miré a Simone:
—¿A qué colegio fue?
—Tuskegee —me dijo, algo sorprendida.
—Buena escuela. —Un amigo mío estuvo ahí un año, jugando al rugby, hasta que

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se dio cuenta de que no era lo bastante bueno—. Bonita colección de libros.
—¿Le sorprende que los negratas sepan leer?
Suspiré:
—Ya está bien, Simone —le dije, y luego me dirigí a Jenna—. ¿Por qué abandonó
su trabajo?
—La gente lo hace a diario —repuso ella.
—Eso es cierto, ¿pero usted por qué dejó el suyo?
—Ya no quería seguir trabajando para ellos. Así de fácil.
—¿Tan fácil como saquear sus archivos?
Jenna pareció confusa. Igual que Simone. Puede que de verdad lo estuvieran, pero
también es verdad que si Jenna había robado los expedientes, lo mejor que podían
hacer era poner cara de no saber de qué se les estaba hablando. Eso hizo Simone a
continuación:
—¿De qué cojones está hablando?
Jenna me miraba con decisión mientras se iba retorciendo la tela de la falda.
Estaba dándole vueltas a algo y, por un momento, la inteligencia que iluminó sus ojos
barrió su preocupación como una ola a una barquilla. Duró poco.
—Simone —dijo—, me gustaría hablar unos minutos a solas con este señor.
A Simone no le gustó la sugerencia de su hermana, pero al cabo de un par de
minutos se fue con Angie a la cocina. Simone tenía una voz fuerte e infeliz, pero
Angie tiene mucha mano con los bocazas y los desgraciados. Es lo que tiene un
matrimonio lleno de ataques de ira arbitrarios, celos infundados y acusaciones
repentinas: aprendes a lidiar con la hostilidad ajena en espacios pequeños. A la hora
de tratar con quejicas o energúmenos de todo tipo —esos que siempre se ven a sí
mismos como víctimas de una amplia conspiración para amargarles la vida y que, una
de dos, o no son nada razonables o tienen una rabia de lo más previsible—, la mirada
de Angie pierde su brillo, la cabeza y el cuerpo se convierten en los de una estatua y
el quejica o el energúmeno de turno se desahoga hasta que esa mirada les obliga a
balbucear, a enflaquecer, a agotarse. O te apaciguas ante la calma del asunto, dándote
cuenta de que no te comportas como un adulto responsable, o te sublevas contra la
evidencia y te niegas a ti mismo, que es lo que hace Phil. Sé de lo que hablo: yo
también he sido el objetivo de esa mirada en un par de ocasiones.
En el salón, Jenna mantenía los ojos clavados en el suelo, y si seguía retorciendo
esa falda, el tejido empezaría a desintegrarse. Dijo:
—¿Por qué no me dice qué ha venido a buscar?
Consideré la situación. Ha habido gente que ha conseguido engañarme. Muchas
veces. Parto de la base de que todo el mundo miente hasta que se demuestre lo
contrario, y por regla general acierto. Pero de vez en cuando, me fío de alguien y
acabo descubriendo las patrañas al cabo de un tiempo, habitualmente de manera

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dolorosa. Jenna no me pareció una mentirosa. No parecía alguien que oculta algo,
pero a menudo esa gente acaba siendo más falsa que el beso de Judas.
—Hay ciertos documentos que obran en su poder —le dije extendiendo los brazos
con las palmas de las manos hacia arriba—. Me han contratado para recuperarlos. Así
de fácil.
—¿Unos documentos? —dijo como si escupiera—. Unos documentos. Maldita
sea.
Se levantó, empezó a dar vueltas por el apartamento y, de repente, pareció más
fuerte que su hermana y mucho más decidida. Ya no le resultaba difícil mirarme a la
cara. Tenía los ojos duros y enrojecidos; y me di cuenta, una vez más, de que la gente
no nace triste y maltratada, sino que se convierte en eso.
—Déjeme que le diga algo, señor Kenzie. —Me señaló con un dedo
absolutamente rígido—. Eso de «documentos» es una palabra de lo más divertida...
—Volvía a tener la cabeza baja y daba vueltas en círculo, como si sólo ella pudiera
ver los límites de su espacio—. Documentos —repitió—. Pues bueno, llámeles como
quiera. Sí, señor. Llámeles como se le antoje.
—¿Y usted cómo los llamaría, señora Angeline?
—No estoy casada.
—De acuerdo. ¿Cómo los llamaría usted, señorita Angeline?
Se me quedó mirando mientras todo su cuerpo empezaba a temblar de rabia. El
rojo de sus ojos se había oscurecido, y el mentón estaba lanzado hacia delante en
señal de desafío. Me dijo:
—Durante toda mi vida, nunca nadie me ha necesitado. ¿Sabe a qué me refiero?
Me encogí de hombros.
—Necesitar —dijo—. Nadie nunca me ha necesitado. Han necesitado de mis
servicios, eso sí. Durante unas horas, puede que una semana, la gente me dice:
«Jenna, limpia la habitación 105», o «Jenna, vigílame la tienda», o si se ponen tiernos
igual me dicen: «Jenna, cariño, ven aquí y hazme unas caricias». Pero luego, cuando
ya no me necesitan, vuelvo a ser parte del mobiliario. Les da lo mismo que esté o que
no esté. La gente siempre puede encontrar a alguien que les limpie, que les vigile el
negocio o que se acueste con ellos.
Volvió junto a su silla y se puso a rebuscar en el bolso hasta dar con un paquete
de cigarrillos.
—Llevaba diez años sin fumar... Me volví a enganchar hace unos días. —
Encendió un pitillo y lanzó una nube de humo que pareció invadir la pequeña
habitación—. No hay ningún documento, señor Kenzie. ¿Lo entiende? No hay
documentos de ningún tipo.
—¿Entonces qué...?
—Hay cosas. Lo que hay son cosas.

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Asintió con la cabeza, como dándose la razón a sí misma, bajó el cigarrillo como
si estuviera rasgando el aire y volvió a dar vueltas.
Me adelanté un poco en el asiento, con la cabeza siguiendo a Jenna como si
estuviera en Wimbledon.
—¿Qué cosas, señorita Angeline?
—Mire, señor Kenzie —dijo como si no me hubiera oído—, de repente, todos me
buscan, contratan a gente como usted y, probablemente, a gente mucho peor que
usted, y todo el mundo intenta encontrar a Jenna, hablar con Jenna, hacerse con lo
que tiene Jenna. De repente, todo el mundo necesita a Jenna. —Atravesó la sala
rápidamente en dirección a mí, apretando los dientes y con el cigarrillo apuntando a
mi cabeza cual cuchillo de carnicero—. Nadie me va a quitar lo que tengo, señor
Kenzie. ¿Me oye? Nadie. Excepto aquel a quien yo decida dárselo. He tomado una
decisión. Conseguiré lo que quiero. Yo también puedo utilizar a los demás. Enviar a
alguien a la tienda en mi lugar, tal vez. Que la gente trabaje para mí, para variar. Ver
cómo se convierten en muebles cuando ya no los necesito para nada. —Me apuntó al
ojo con el cigarrillo ardiente—. Soy Jenna Angeline y yo decido. —Se echó un poco
hacia atrás y dio una calada al pitillo—. Y lo que tengo no está en venta.
—¿Entonces para qué lo quiere?
—Para que se haga justicia —declaró a través de un torrente de humo—. A lo
grande. Hay gente que lo va a pasar muy mal, señor Kenzie.
Le miré la mano, que temblaba tanto que el cigarrillo iba de arriba abajo cual
tabla de surf abandonada en el mar. Podía sentir la angustia en su voz —un sonido
rasgado, ligeramente hueco— y ver sus efectos en su rostro. Jenna Angeline estaba
hecha polvo. No era más que un corazón latiendo muy rápido dentro de un caparazón
disfrazado de cuerpo. Estaba asustada, cansada, enfadada y dispuesta a aullarle al
mundo, pero a diferencia de la mayor parte de la gente en una situación similar, era
peligrosa porque tenía algo que, por lo menos en lo que a ella respectaba, le
devolvería algo de todo lo que esta vida le había arrebatado. Pero la vida,
habitualmente, no funciona así, y las personas como Jenna son bombas de relojería:
puede que se lleven a unos cuantos por delante, pero también acaban en el infierno.
Yo no quería que le pasara nada malo a Jenna, pero al mismo tiempo estaba
convencido de que no me iba a dejar arrastrar por su autodestrucción. Le dije:
—Jenna, tengo un problema: a estos asuntos les llamamos «encontrar y llamar».
Para eso me pagan, para que la encuentre a usted, llame por teléfono a mi cliente y
pueda irme a casa con mi dinerito. Una vez he hecho la llamada, ya estoy fuera del
tema. Por lo general, el cliente recurre a la ley, soluciona la cosa en persona o lo que
sea. Pero yo no me quedo ahí para ver cómo acaba todo. Yo soy como...
—Como un perro —me interrumpió—. Usted va por ahí con la nariz pegada al
suelo, olisqueando entre los matojos y las cagadas calientes hasta que encuentra al

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zorro. Luego se aparta y deja que los cazadores lo maten. —Apagó el cigarrillo.
No era la analogía que yo hubiese escogido, pero no se alejaba mucho de la
realidad, aunque resultara ofensiva. Jenna se arrellanó en el asiento, me miró y yo le
sostuve esa mirada oscura. En sus ojos se apreciaba una mezcla de terror y coraje
propia de un gato acorralado. Era la mirada de alguien que no está seguro de estar a la
altura de las circunstancias, pero que ha decidido que la única vía de escape es hacia
delante. Es la mirada de un alma que se desmorona y trata de recuperarse para
exhalar su último y necesario suspiro. Nunca he visto esa mirada en los ojos de gente
como Sterling Mulkern, Jim Vurnan o Brian Paulson. Nunca la vi en el rostro del
Héroe, ni en el de un presidente o un empresario. Pero la he visto en la cara de
muchas otras personas.
—Jenna, ¿por qué no me dice lo que usted cree que debo hacer?
—¿Quién le contrató?
Negué con la cabeza.
—Da igual. O fue el senador Mulkern o fue Socia, y Socia le habría dicho que me
pegara un tiro, así que sólo puede tratarse de Mulkern.
¿Socia?
—¿Socia tiene alguna relación con Roland? —pregunté.
Podría haberle dado en toda la cabeza con un martillo pilón y no se habría
alterado tanto. Cerró un momento los ojos y su cuerpo se agitó.
—¿Qué sabe usted de Roland? —inquirió.
—Que es un mal bicho.
—Manténgase alejado de él —advirtió—. ¿Me ha oído? Ni se le acerque.
—Todo el mundo me dice lo mismo.
—Pues por algo será.
—¿Quién es Roland? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Vale. ¿Quién es Socia?
Otro cabezazo horizontal.
—Jenna, no puedo ayudarla si...
—No le estoy pidiendo ayuda —me interrumpió.
—Muy bien —dije.
Me levanté, caminé hacia el teléfono, lo volví a enchufar y empecé a marcar un
número.
—¿Qué está haciendo? —me preguntó Jenna.
—Llamar a mi cliente —repuse—. Hable usted con él. Yo ya he hecho lo que me
tocaba.
—Espere —me dijo.
Negué con la cabeza.

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—Con Sterling Mulkern, por favor.
Una voz grabada me estaba informando de la hora que era cuando Jenna
desenchufó de nuevo el teléfono. Me di la vuelta y me la quedé mirando.
—Tiene que confiar en mí —dijo.
—Ni hablar. Lo que puedo hacer es dejarla aquí y ponerme a buscar un teléfono
público.
—¿Y si...?
—¿Y si qué? Mire, señora, tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo
con usted. ¿Guarda un as en la manga? Pues sáquelo.
—¿Qué clase de documentos se supone que anda buscando? —preguntó.
¿Para qué mentir?
—Corresponden a una próxima ley.
—¿Ah, sí? Señor Kenzie, le informo de que le han engañado. Lo que obra en mi
poder no tiene nada que ver con las leyes, con la política o con el Gobierno del
Estado.
En esta ciudad, todo tiene algo que ver con la política, pero lo dejé pasar.
—¿Y entonces de qué...? A la mierda. ¿Qué es lo que obra en su poder, señorita
Angeline?
—Tengo ciertas cosas guardadas en una caja de seguridad en Boston. Si usted
quiere saber de qué van, venga conmigo, cuando estén abiertos los bancos, y a ver
qué me dice.
—¿Y por qué haría yo algo así? —pregunté—. ¿Por qué no debería llamar ahora
mismo a mi cliente?
Respondió:
—Creo que conozco muy bien a la gente, señor Kenzie. Puede que yo sea una
negra sin muchas habilidades, pero de ésa es la única de la que estoy segura. Y
usted... Bueno, puede que no le importe hacer de perro de vez en cuando, pero algo
me dice que no es ningún chico de los recados.

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10
Dijo Angie:
—¿Pero tú te has vuelto loco?
Fue un susurro de lo más ácido. Estábamos sentados en el antepecho de la
ventana, mirando a la calle. Jenna y Simone se encontraban en la cocina,
probablemente manteniendo una conversación similar.
—¿No te gusta la idea? —le pregunté.
—No —repuso—. No me gusta.
—Por doce horas más o menos no va a pasar nada.
—Y una mierda, Patrick, esto es de idiotas. Nos contrataron para encontrarla y
llamar a Mulkern. Pues vale, ya la hemos encontrado. Ahora deberíamos hacer
nuestra llamadita y marcharnos a casa.
—Yo creo que no.
—¿Tú crees que no? —siseó—. Mira qué bien. Pues resulta que tú no eres el
único elemento de esta ecuación. Somos socios.
—Ya lo sé, pero...
—¿Lo sabes? Yo también tengo una licencia, ¿recuerdas? Pude que tú empezaras
con la agencia, pero yo también le he echado horas. A mí también me han disparado y
me han pegado, y yo también me he chupado vigilancias de cuarenta y ocho horas.
Yo soy la que se trabajó al fiscal general para que empapelara a Bobby Royce. Yo
también tengo algo que decir aquí. Soy el cincuenta por ciento de la empresa.
—¿Y qué es lo que tienes que decir?
—Que todo esto es una chorrada. Que hay que hacer lo que nos pagaron para
hacer y largarnos a casa.
—Pues lo que yo tengo que decir... —Me corregí a tiempo—: Lo que yo te pido
es que confíes en mí y me des de tiempo hasta mañana. Joder, Angie, si no hay más
remedio que esperar. Mulkern no va a salir de la cama a estas horas de la noche para
venirse hasta Wickham.
Le dio vueltas a eso. Su piel aceitunada adoptaba un tono de color café, gracias a
la penumbra de la habitación, y sus labios formaban un pequeño mohín.
—Puede ser —dijo—. Puede ser.
—¿Entonces cuál es el problema? —dije empezando a levantarme.
Me agarró de la muñeca.
—No tan rápido, muchacho.
—¿Qué pasa?
—Tu lógica mola, Patinazo. El problema lo tengo con tus motivos.
—¿Qué motivos?
—Explícamelos tú.

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Me volví a sentar, suspirando. La miré y puse mi mejor cara de «a mí que me
registren».
—No creo que nos haga ningún daño averiguar todo lo que podamos si se nos
presenta la oportunidad. Ése es mi único motivo.
Meneó la cabeza lentamente, contemplándome con una mezcla de vehemencia y
tristeza. Se pasó una mano por el pelo, dejando que los mechones se le desplomaran
sobre la frente.
—Esa mujer no es un gatito abandonado bajo la lluvia, Patrick. Es una adulta que
ha cometido un delito.
—No estoy del todo seguro —apunté.
—En cualquier caso, eso es irrelevante. No somos asistentes sociales.
—¿Adónde quieres ir a parar, Angie? —Me estaba empezando a hartar.
—Creo que no estás siendo honesto contigo mismo. O conmigo. —Se levantó—.
Si insistes, haremos las cosas a tu manera. No creo que importe mucho. Pero ten
presente una cosa.
—¿A saber?
—Cuando Jim Vurnan nos pidió que aceptáramos el trabajo, fui yo quien quiso
rechazar la oferta. Y tú fuiste el que dijo que trabajar para Mulkern y para la gente de
su cuerda no representaría ningún problema.
—Y sigo pensando lo mismo —dije.
—Eso espero, Patrick, porque no nos va tan puñeteramente bien como para
cagarla en un asunto como éste.
Angie abandonó la habitación en dirección a la cocina.
Contemplé mi reflejo en el cristal de la ventana. Él tampoco parecía muy
satisfecho conmigo.

Aparqué delante de la casa, justo ante las ventanas, para poder vigilar el coche.
No habían robado, ni roto ni rayado nada, por lo que le di las gracias a la divinidad
que vela por el bienestar de los automóviles.
Angie salió de la cocina y llamó a Phil para decirle que pasaría la noche fuera, lo
cual dio origen a una bronca monumental por parte de éste, cuya voz clamaba a
través del receptor acerca de sus putas necesidades, joder. Angie adoptó una
expresión ausente, apoyó el teléfono en el regazo y cerró los ojos durante unos
instantes.
—¿Me necesitas? —preguntó.
Negué con la cabeza y repuse:
—Te veo mañana en el despacho, a eso de las diez.
Volvió a su conversación con una voz tan suave y lenitiva que me dieron náuseas.
Colgó poco después y se marchó.

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Comprobé que no hubiera ningún teléfono más y atranqué la puerta de atrás para
que nadie pudiese abrirla sin hacer ruido. Ocupé el asiento de la ventana y me puse a
escuchar la vida doméstica. A través de la pared del dormitorio, podía oír cómo Jenna
seguía intentando explicarle a su hermana el trato al que había llegado conmigo.
Un poco antes de eso, Simone había lanzado algunos graznidos relativos al
secuestro y otros delitos federales, aportando un montón de datos legales sacados de
La ley de Los Angeles. Parecía al borde del colapso mientras farfullaba sobre
«encarcelamiento a la fuerza» o alguna tontería semejante, así que le aseguré que la
alternativa a mi control de la situación consistiría en una eficaz ejecución legal de los
asuntos de su hermana a cargo de Sterling Mulkern y compañía. Eso la silenció.
Las voces en el dormitorio se apagaron, y unos minutos después oí abrirse la
puerta y vi aparecer el reflejo de Jenna en la ventana frente a la que yo me hallaba.
Llevaba una camiseta enorme y unos viejos pantalones de chándal de color gris, y se
había quitado el maquillaje de la cara. Sostenía en la mano dos latas de cerveza y,
cuando me di la vuelta, me dio una.
—Le prometí a mi hermana que compraría más —dijo.
—No lo dudo.
Jenna sonrió y se sentó frente a mí, junto a la ventana.
—Me dijo que le dijera que se mantuviera alejado de su nevera. No quiere que le
toque la comida.
—Lo comprendo. —Abrí la lata de cerveza—. Aunque igual, cuando ustedes se
duerman, me da por cambiar las cosas de sitio, sólo por joder.
Jenna tomó un sorbo de su lata.
—Simone es una buena chica. Está enfadada, eso es todo.
—¿Con quién?
—La lista es larga. Con el mundo en general, supongo. Y con los blancos en
particular.
—Me temo que no estoy haciendo gran cosa para mejorar su impresión.
—La verdad es que no.
Parecía casi serena sentada ahí, en la ventana, con la cabeza apoyada en el marco
y la cerveza en el regazo. Sin maquillaje, curiosamente, parecía más joven, menos
agotada. Puede, incluso, que alguna vez fuera una mujer atractiva, de esas que los
hombres observan con atención cuando se las cruzan por la calle. Intenté imaginarla
así —una Jenna Angeline joven, con la cara brillante de optimismo porque era joven
y se hacía la ilusión de que su juventud y su belleza le garantizaban un buen futuro—,
pero no lo logré. El tiempo había sido excesivamente cruel con ella.
—Su socia tampoco parecía muy contenta —dijo.
—No lo estaba. Si de ella dependiera, habríamos hecho nuestra llamada y ya
estaríamos en casa.

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Asintió y le dio otro trago a la cerveza. Meneó ligeramente la cabeza.
—Simone —dijo—. A veces no entiendo a esa chica.
—¿Qué es lo que hay que entender? —pregunté.
—Todo ese odio —repuso—. ¿Me explico?
—Hay mucho que odiar ahí afuera.
—Ya lo sé. Créame, lo sé. Hay tanto que no queda más reme dio que escoger.
Tienes que ganarte el odio. Pero Simone lo odia todo en general. Y a veces...
—¿A veces qué?
—A veces tengo la impresión de que se dedica a odiar porque no sabe hacer nada
más. Quiero decir, yo tengo buenos motivos para odiar lo que odio, créame. Pero
ella... No estoy segura de que...
—¿De que se lo haya ganado?
Asintió.
—Exactamente.
Le di unas vueltas al tema. No me veía capaz de llevarle la contraria. Desde que
empecé a trabajar en esto, he aprendido lo mío acerca de la capacidad de odiar.
Jenna tomó otro sorbo de cerveza.
—Yo creo que el mundo te va a dar un montón de motivos para estar enfadado, te
pongas como te pongas. Amargarse antes de comprobar en tus carnes lo que la vida
puede hacerte si se lo propone, me parece... Bueno, cosa de tontos.
—Tiene toda la razón —concluí llevándome la lata a los labios.
Jenna me dedicó una pequeña sonrisa, brindó por mí con su cerveza y me di
cuenta de algo que había descubierto nada más ver su foto: que me caía bien.
Se acabó la cerveza un par de minutos después y se fue a la cama tras despedirse
de mí con un discreto saludo.
La noche transcurrió con lentitud y yo me moví mucho en el asiento, deambulé un
poco por el salón y me dediqué a vigilar el coche. Angie estaba en casa a esas horas,
dando unos pasitos más de esa grotesca danza del dolor en que se había convertido su
matrimonio. Una palabra zafia, un par de bofetadas, unos cuantos reproches a gritos y
a la cama hasta el día siguiente. Cosas del amor. Volví a preguntarme qué hacía con
él, qué es lo que conseguía que una persona de su inteligencia y sus valores aguantara
toda esa mierda, pero estaba incurriendo en una absurda moralina, así que me puse la
mano en el abdomen, sobre la cicatriz, y eso me recordó una vez más el precio del
amor en su forma menos idealizada.
Gracias, papá.
Sentado en el callado y oscuro salón, recordé también mi propio matrimonio, que
duró cosa de un minuto y medio. Angie y Phil, por lo menos, se entregaban al amor
que compartían, por retorcido que fuera, algo que René y yo nunca hicimos. Lo único
que mi matrimonio me enseñó del amor es que se acaba. Y mientras contemplaba la

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calle vacía desde la ventana de Simone Angeline, me di cuenta de que si me va bien
en el trabajo es porque a las tres de la mañana, cuando todo el mundo duerme, yo sigo
trabajando porque no tengo nada mejor que hacer.
Hice unos solitarios y le dije a mi estómago que no estaba hambriento. Consideré
la posibilidad de asaltar el frigorífico de Simone, pero pensé que igual le había puesto
una trampa; bastaría con tocar un cable mientras buscaba la mostaza para que se me
clavara un dardo en la cabeza.
El alba llegó con una línea borrosa y levemente dorada que empezó a devorar el
negro manto de la noche. Luego sonó un despertador en la habitación contigua, y no
tardé mucho en escuchar el agua de la ducha. Me estiré hasta oír el satisfactorio
crujido de huesos y músculos, y acto seguido llevé a cabo mis cotidianos ejercicios
gimnásticos: cincuenta estiramientos y cincuenta flexiones. Para cuando acabé, ya
había tenido lugar el segundo turno en el cuarto de baño y las dos hermanas estaban
plantadas ante la puerta, dispuestas a salir.
Me preguntó Simone:
—¿Ha cogido algo de la nevera?
—No —repuse—, pero igual me he liado y la he confundido con el retrete. Estaba
muy cansado. ¿Suele usted guardar la verdura en el retrete?
Pasó de mí y se fue a la cocina. Jenna se me quedó mirando y meneó la cabeza.
—Seguro que era usted el gracioso de la clase —dijo.
—El sentido del humor se mantiene a cualquier edad — le aseguré, y ella apuntó
al techo con los ojos.
Simone tenía un trabajo, así que yo me había pasado la noche pensando en si
debería dejarla acudir a él. Al final llegué a la conclusión de que, como no había
observado en ella ningún tipo de tendencia homicida hacia su hermana, lo más
probable es que mantuviese la boca cerrada.
Mientras nos encontrábamos en el porche esperando que se fuera, le pregunté a
Jenna:
—¿Ese tal Socia sabe de la existencia de Simone?
Jenna se estaba poniendo un jersey ligero, aunque la temperatura se acercaba a los
treinta grados y sólo eran las ocho de la mañana.
—Se conocieron hace mucho tiempo, en Alabama.
—¿Cuánto hace que ella se vino para el norte?
Se encogió de hombros.
—Un par de meses —dijo.
—¿Y está usted segura de que Socia no sabe que está aquí?
Me miró como si yo estuviera drogado.
—Si Socia lo supiera, ya estaríamos muertas las dos.
Caminamos hasta mi coche y Jenna se dedicó a estudiarlo mientras yo abría la

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puerta.
—Usted nunca ha acabado de crecer del todo, ¿verdad, Kenzie?
Y yo que pensaba que el coche siempre conseguía impresionar a la gente...

El camino de regreso fue tan aburrido como el de ida. Tenía puesto en el


radiocasete el disco de Pearl Jam Ten, y si a Jenna le molestaba, no dijo nada al
respecto. Bueno, no dijo nada en general. Se limitó a mirar la carretera y a retorcerse
los bajos del jersey cuando no tenía los dedos ocupados con un cigarrillo.
A medida que nos acercábamos a la ciudad y los edificios Hancock y Prudential
se alzaban para darnos la bienvenida, empezó a hablar:
—Kenzie...
—¿Sí?
—¿Alguna vez siente que le necesitan?
Reflexioné unos instantes.
—Alguna que otra vez —dije.
—¿Y quién le necesita?
—Mi socia, Angie.
—¿Y usted la necesita a ella?
Asentí.
—A veces sí. Vaya que sí.
Miró por la ventana.
—Pues más le vale que no la suelte.

La hora punta alcanzaba su momento álgido cuando salimos de la 93 cerca de


Haymarket, por lo que tardamos casi media hora en recorrer el kilómetro y pico que
nos separaba de la calle Tremont.
La caja de seguridad de Jenna estaba en la sucursal del Banco de Boston de esa
arteria, frente al ayuntamiento, en la esquina de la calle del Parque. El ayuntamiento
ocupa un recinto de cemento situado detrás de dos edificios chaparros que ejercen de
entradas de las estaciones ferroviarias de la calle del Parque y que suelen estar
plagados de vendedores ambulantes, músicos callejeros, repartidores de prensa y
borrachos. Toneladas de hombres y mujeres de negocios y de políticos suben
ágilmente por los senderos en los que el ayuntamiento vuelve a ser verde y forma una
loma que conduce a los empinados peldaños que desembocan en la calle Beacon,
donde puede verse perfectamente el Gobierno Estatal con esa cúpula dorada en la que
se reflejan, a lo lejos, sus correveidiles.
Resulta imposible aparcar en Tremont o, incluso, detenerse ahí más de treinta
segundos. Un pelotón de controladoras de parquímetros, miembros, sin duda, de la

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sección femenina de las juventudes hitlerianas, importadas a Boston justo después de
la caída de Berlín, vigilan la calle, a pareja por manzana, apoyadas en las bombas de
riego y poniendo cara de perro, a la espera de alguien lo suficientemente estúpido
como para colapsar el tráfico. Si le deseas un buen día a alguna de ellas, llamará a
una grúa para que se te lleve el coche y se te quiten las ganas de hacerte el gracioso.
Giré en Hamilton Place, detrás del teatro Orpheum, y aparqué en una zona de carga y
descarga. Las dos manzanas que nos separaban del banco las recorrimos a pie. Dijo
Jenna:
—Una negra vieja yendo al banco con un blanco joven. ¿Qué van a pensar?
—¿Que soy su gigoló?
Negó con la cabeza:
—Lo que pensarán es que usted es la ley y ha pillado a una negra haciendo lo que
no debía. Como de costumbre.
Asentí:
—Pues vale.
—Mire, Kenzie —dijo Jenna—, no he llegado hasta aquí para escapar ahora de
usted. Anoche podría haber saltado por la ventana. Así pues, ¿por qué no me espera
en la acera de enfrente?
A veces hay que confiar en la gente.
Jenna entró sola en el banco y yo crucé Tremont y me quedé de pie junto a la
estación de la calle del Parque, en mitad del complejo, con la sombra de la aguja
blanca de la iglesia aledaña clavada en la cara.
No tardó mucho en aparecer.
Salió, me vio y me saludó. Esperó a que no pasaran coches para cruzar la calle.
Lo hizo dando zancadas y con el bolso bien apretado en la mano. Tenía los ojos más
brillantes, con llamitas marrones en el centro, y parecía mucho más joven que en la
foto que me habían proporcionado.
Se me acercó y dijo:
—Lo que tengo aquí es sólo una pequeña parte.
—Jenna...
—No, no, es importante, créame. Ya lo verá. —Echó un vistazo al Gobierno
Estatal y volvió a centrar su atención en mí—. Si me demuestra que está dispuesto a
ayudarme en esto, si prueba de qué lado está, le daré lo que falta. Le daré... —Sus
ojos perdieron el ardor y se apagaron, su voz sonó como un eco lejano—. Le daré... el
resto.
Apenas si hacía doce horas que la conocía, pero tuve la sensación de que ese
«resto» del que me hablaba, fuera lo que fuera, se ría algo malo. Algo que la estaba
haciendo añicos.
Jenna sonrió en ese momento, una sonrisa dulce y hermosa, y me tocó la cara con

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la mano. Dijo:
—Creo que todo va a salir bien, Kenzie. Puede que nosotros dos consigamos
hacer justicia. —La palabra «justicia» le salió de la boca como si intentara paladearla.
—Ya veremos, Jenna —concluí.
Rebuscó en el bolso y me pasó un sobre de papel Manila. Lo abrí y extraje una
fotografía en blanco y negro. Tenía algo de grano, como si estuviera sacada de otra
foto, pero se veía todo bien. En la imagen había dos hombres de pie ante una cómoda
con espejo. Sostenían sendas copas. Uno de ellos era negro; el otro, blanco. Al negro
no lo conocía de nada. El blanco sólo llevaba puestos unos calzoncillos modelo bóxer
y unos calcetines negros. Tenía el pelo de un color castaño que empezaba a hacerse
gris, proceso que se completaría en unos años. Lucía una sonrisa cansada, y la
fotografía parecía lo suficientemente antigua como para que en esos tiempos la gente
lo conociera únicamente como el congresista Paulson.
—¿Quién es el negro? —pregunté.
Me miró y pude ver que me estaba tomando las medidas. Estaba decidiendo a
contrarreloj si podía confiar en mí. Yo me sentía como si estuviéramos en una
cápsula: un torrente de personas pasaba a nuestro lado, pero era como si formaran
parte de una transparencia típica del cine antiguo.
Me dijo Jenna:
—¿Qué va a sacar usted de esto?
Estaba pensando en una respuesta adecuada cuando algo familiar se salió de la
pantalla a mi derecha, dirigiéndose a nuestra cápsula, y lo reconocí como si estuviera
debajo del agua gracias a esa gorra azul bordada en dorado.
—Al suelo —le dije a Jenna.
Tenía la mano en su hombro cuando Gorra Azul empezó a disparar y un ruido
metálico taladró el aire matutino. La primera ráfaga se estrelló contra el pecho de
Jenna y yo me tiré al suelo para esquivar la segunda. Seguía tirando de ella mientras
su cuerpo giraba en todas direcciones. Gorra Azul tenía el dedo clavado en el gatillo
y el arma en modo automático. Los casquillos iban cayendo al suelo mientras Jenna
se venía abajo. Se había organizado una estampida y, mientras yo sacaba la pistola de
su funda, alguien tropezó con mi tobillo. El cuerpo de Jenna se me vino encima, y del
suelo saltaron esquirlas de cemento que me fueron a parar a la cara. Ahora el tipo
disparaba de manera mucho más metódica, intentando esquivar el cuerpo de Jenna
para acertar en el mío. No tardaría mucho en disparar a través de ella, como si fuera
de papel, para que las balas alcanzaran su objetivo.
A través de la sangre que pugnaba por cegarme, pude ver cómo alzaba el
humeante Uzi por encima de la cabeza para poder apuntar mejor. Las balas trazaron
en el cemento un recorrido que terminó a escasa distancia de mi frente. El cargador
saltó del fusil, pero Gorra Azul ya había colocado otro antes de que el primero tocara

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el suelo. Hizo ademán de amartillar el arma, pero yo me asomé bajo el cuerpo de
Jenna y disparé antes que él.
El mágnum hizo un ruido impresionante, y Gorra Azul pegó un salto de lado
como si acabara de ser arrollado por un camión. Rebotó al tocar tierra y el arma le
salió despedida. Aparté a Jenna de mí, me limpié su sangre de los ojos y observé
cómo aquel tipo intentaba recuperar el Uzi. Estaba a tres metros de distancia, y el
hombre tenía serias dificultades para llegar hasta él porque el tobillo izquierdo le
había estallado prácticamente.
Me acerqué y le di una patada en la cara. Con fuerza. Lanzó un gruñido. Volví a
atizarle y perdió el conocimiento.
Regresé junto a Jenna y me senté en el suelo, sobre un charco de sangre. La
incorporé un poco y la sostuve entre mis brazos. Primero se había quedado sin pecho
y, acto seguido, sin vida. Nada de últimas palabras, sólo la muerte a secas. Ahí estaba,
tirada como una muñeca rota a dos pasos del ayuntamiento y al inicio de un nuevo
día. Tenía las piernas torcidas, y los buitres curiosos se acercaban a echarle un vistazo
ahora que ya había acabado el tiroteo.
Le puse las piernas bien y las recogí bajo su cuerpo. La miré a la cara, pero la
cara no me dijo nada. Una muerte más. Cuantas más cosas veo, menos entiendo.
Ya nadie necesitaba a Jenna Angeline.

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Al igual que el Héroe, también yo salí en portada de los dos diarios de la ciudad.
Cuando tuvo lugar el tiroteo, corría por la zona algún fotógrafo novato que, después
de hacérselo todo encima, regresó al lugar de los hechos.
Para entonces, yo ya estaba junto a Gorra Azul y me había hecho con el Uzi. Me
lo colgué del hombro y me agaché sobre él, con la cabeza baja y el mágnum en la
mano. Fue entonces cuando el fotógrafo apretó varias veces el disparador. No llegué a
percatarme de su presencia. En una de las fotos, se me veía junto a Gorra Azul, ante
un fondo con un poco de verde y el edificio del Gobierno Estatal. En el extremo
derecho de la imagen, allá atrás, casi del todo desenfocado, se veía el cadáver de
Jenna. Pero había que fijarse mucho.
El Trib la publicó en la parte inferior izquierda de su primera plana, pero el News
la imprimió a toda página, acompañada de un histérico titular en letras negras que se
extendía sobre el Gobierno Estatal: ¡¡UN DETECTIVE HEROICO PARA UN
TIROTEO MATUTINO!! El hecho de que fueran capaces de colocar la palabra
«héroe» sobre el cuerpo a la vista de Jenna era algo que me superaba. Intuyo que la
frase UN DETECTIVE CHAPUCERO SE LÍ A A TIROS no sonaba tan bien.
Cuando apareció la policía, se llevó al fotógrafo a empujones hasta situarlo detrás
de una barricada improvisada. Me quitaron la pistola y el Uzi, me ofrecieron un café
y nos pusimos a reconstruir los hechos. Una y otra vez.
Una hora después, yo seguía en la comisaría central de la calle Berkeley y ellos
aún no sabían si empapelarme o no. Mientras tomaban una decisión, me leyeron mis
derechos en inglés y en español.
Conozco a unos cuantos polis, pero ninguno de ellos había sido invitado a
participar en la investigación. Los dos tíos que me habían sido asignados parecían
Simon y Garfunkel en un mal día. Simon era el detective Geilston, un tipo bajito,
vestido correctamente con pantalones bien planchados y camisa azul claro a rayas
color crema. Llevaba una corbata morada con un sutil estampado de diamantes
azules. Tenía pinta de disponer de señora, niños y plan de pensiones. Era el Poli
Bueno.
El Poli Malo era Garfunkel, o detective Ferry, que era como se dirigían a él en la
comisaría. Era alto y flaco y llevaba un traje marrón algo cutre que le iba corto de
mangas y perneras. Lucía también una camisa blanca arrugada y una corbata de
ganchillo marrón oscuro. Don Elegante, vamos. Tenía el pelo rubio, aunque no le
quedaba mucho en la cocorota, y de las sienes le salían sendos matojos de aspecto
vagamente afro.
Ambos habían sido de lo más correctos en la escena del crimen —dándome café y
diciéndome que me tomara mi tiempo, que me relajara, sin prisas—, pero Ferry se iba

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cabreando cada vez más a medida que mis respuestas a sus preguntas se reducían a la
frase «No lo sé». Y acabó poniéndose muy desagradable cuando me negué a decirle
quién me había contratado o qué estaba haciendo yo exactamente con la difunta.
Como aún no me habían registrado, la fotografía que me dio Jenna estaba plegada y
escondida en la caña de una de mis botas. Intuía lo que sucedería si se la daba a la
policía: una investigación rutinaria y, tal vez, algunos detalles desagradables sobre la
vida de Paulson; o igual ni eso. Pero seguro que no se producían detenciones, no se
hacía justicia y nadie se preocupaba lo más mínimo por una asistenta muerta que sólo
quería que la necesitaran.
Si eres detective privado, te conviene ser amable con los polis. Ellos te echan una
mano de vez en cuando, tú también, y así es como vas haciendo contactos y logrando
que el negocio prospere. Pero yo soy de los que no llevan muy bien la presión,
especialmente cuando tengo la ropa impregnada de sangre ajena y no he comido ni
dormido en veinticuatro horas. Ferry estaba de pie a mi lado en la sala de
interrogatorios, con un pie en la silla contigua, informándome de lo que le iba a pasar
a mi licencia si no empezaba «a largar».
—¿A largar? —le dije—. ¿No se te ocurre un tópico mejor? ¿Cuál de vosotros es
el que le dice al otro «Empapélalo, colega»?
Por trigésima vez en lo que llevábamos de mañana, Ferry suspiró con fuerza y
preguntó:
—¿Qué estabas haciendo con Jenna Angeline?
Y yo, por quincuagésima vez esa mañana, repuse:
—Sin comentarios —y giré la cabeza para ver cómo cruzaba la puerta Cheswick
Hartman.
Cheswick es todo lo que puedes esperar de un abogado. Se trata de un tipo
extremadamente atractivo que se peina hacia atrás su poderosa mata de pelo castaño
claro. Lleva trajes de mil ochocientos dólares de la sastrería Louis y casi nunca le ves
dos veces con el mismo. Tiene una voz suave y profunda, cual whisky de malta de
doce años, y es muy bueno adoptando ese aire de intenso fastidio del que se inviste
antes de machacar a su oponente con un discurso inmaculado y plagado de latinajos.
No contento con eso, tiene un nombre que mola lo suyo.
En circunstancias normales, debería haber ganado la lotería para poder pagar la
minuta de Cheswick, pero hace unos años, justo cuando estaban a punto de
ascenderle a socio de la firma, su hermana Elise —que estudiaba en Yale— se
enganchó a la cocaína. Cheswick controlaba sus rentas, y cuando descubrió que la
adicción de Elise había alcanzado un consumo de ocho gramos diarios, la chica ya se
había pulido su asignación anual y le debía varios miles de dólares a cierta gente de
Connecticut. En vez de informar a Cheswick de la situación y arriesgarse a su
censura, Elise llegó a un acuerdo con los de Connecticut y se tomaron ciertas fotos.

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Un día Cheswick recibió una llamada telefónica. Su interlocutor describía en ella
las fotos y le prometía que aparecerían sobre la mesa del socio principal del bufete el
lunes siguiente si Cheswick no soltaba una elevada suma de dinero a finales de
semana. Cheswick se quedó lívido. No era el dinero lo que le preocupaba —disponía
de una gran fortuna familiar—, sino cómo se habían aprovechado tanto de los
problemas de su hermana como del afecto que él le profesaba. Estaba tan preocupado
por su hermana que ni una sola vez, durante nuestro primer encuentro, tuve la
impresión de que le importara su situación en la empresa, lo cual me causó
admiración.
Cheswick llegó hasta mí a través de un colega suyo, y me dio el dinero que debía
entregar con la exigencia explícita de que me hiciera con todas las fotos y negativos,
para tener la seguridad absoluta de que esto terminaría de una vez y para siempre.
Debía decirle a esa gente que con todo ese dinero quedaba saldada la deuda de Elise.
Por motivos que ya no recuerdo, me llevé conmigo a Bubba hasta Connecticut.
Tras descubrir que los chantajistas eran una pandilla de chorizos sin relaciones en las
altas esferas del crimen, sin auténtica fuerza y sin contactos con ningún político,
quedamos con dos de ellos en un rascacielos de Hartford. Bubba agarró a uno por los
tobillos y lo dejó colgando de la ventana de un piso doce mientras yo negociaba con
el otro socio. Para cuando la víctima de Bubba había arrojado hasta la primera
papilla, su colega había decidido que sí, que un dólar le parecía un salario muy
razonable. Le pagué en calderilla.
Desde entonces, Cheswick me devolvía el favor prestándome ayuda legal
gratuita.
Alzó las cejas nada más ver mi ropa manchada de sangre. Con mucha
tranquilidad, dijo:
—Me gustaría hablar un momento a solas con mi cliente, si son tan amables.
Ferry se cruzó de brazos y se inclinó sobre mí.
—¿Y a mí qué coño me importa? —dijo.
Cheswick le quitó la silla en la que apoyaba el pie.
—Abandone ahora mismo la puta sala, detective, o voy a empapelar a este
departamento con tanto arresto injustificado, acoso y todo lo que se me ocurra que va
a estar usted presentándose a juicio hasta después de la jubilación.
Se me quedó mirando:
—¿Te han leído tus derechos?
—Sí.
—¡Pues claro que le han leído sus derechos! —intervino Ferry.
—¿Pero todavía está usted aquí? —le cortó Cheswick mientras empezaba a abrir
el maletín.
Geilston dijo:

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—Vámonos, socio.
Pero Ferry insistía:
—Ni hablar. Sólo porque...
Cheswick los contemplaba a ambos sin expresión alguna, y Geilston ya tenía
puesta la mano en el brazo de Ferry, al que le decía:
—No nos compliquemos la vida.
Sentenció Ferry:
—Nos volveremos a ver.
Como el profesor Moriarty a Sherlock Holmes.
Sentenció Cheswick:
—En su interrogatorio, sin duda alguna. Empiece a ahorrar, detective, soy muy
caro.
Geilston dio un último tirón al brazo de Ferry y ambos abandonaron la habitación.
—¿Qué ocurre? —le pregunté a Cheswick creyendo que tenía algo confidencial
que decirme.
—Oh, nada —repuso él—. Sólo hago eso para demostrar quién manda. Me la
pone dura.
—Estupendo.
Contempló mi rostro, la sangre.
—No estás teniendo un buen día, ¿verdad?
Negué lentamente con la cabeza.
Su voz perdió el tono frívolo:
—¿Estás bien? ¿De verdad? Me han llegado voces de lo ocurrido, pero no gran
cosa.
—Sólo quiero irme a casa, Cheswick. Estoy cansado y cubierto de sangre, tengo
hambre y no estoy de muy buen humor.
Me dio un golpecito en el hombro.
—Bueno, pues que sepas que tengo buenas noticias del fiscal del distrito. Por lo
que he oído, no tienen nada de lo que acusarte. O sea, que te consideres un hombre
libre, aunque la investigación sigue abierta y no puedes abandonar abruptamente la
ciudad y bla, bla, bla.
—¿Y mi pistola?
—Me temo que se la quedan. Informes de balística y eso.
Asentí.
—Ya me lo olía. ¿Nos podemos ir?
—Ya nos hemos ido.

Me sacó por la puerta de atrás para esquivar a la prensa, y fue entonces cuando
me habló del fotógrafo:

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—Lo he confirmado con el capitán. El tipo te sacó fotos. Colabora con los dos
periódicos de la ciudad.
Le dije:
—Ya vi cómo lo sacaban de allí a patadas, pero no lo registré.
Atravesamos el aparcamiento hacia su coche. Tenía su mano en mi espalda, como
si estuviera a punto de denunciar la injerencia periodística o de impedir que yo
perdiera el equilibrio. Una de dos. No supe cuál. Me dijo:
—¿Te encuentras bien, Patrick? ¿No sería mejor que pasaras por el hospital a que
te echen un vistazo?
—Estoy bien. ¿Qué pasa con el fotógrafo?
—Saldrás en portada de la última edición del News, que saldrá en cualquier
momento. Creo que el Trib también ha pillado la foto. A los periódicos les encantan
estas cosas, ya sabes, el detective heroico y...
—Yo no soy un héroe —le interrumpí—. Ése era mi padre.

Recorrimos la ciudad en el Lexus de Cheswick. Todo se me antojaba muy


extraño: esa gente dedicada a sus asuntos... Casi había esperado que el tiempo se
detendría y que todo el mundo estaría congelado en su sitio, sin respirar, esperando
noticias. Pero la gente seguía almorzando, llamando por teléfono, cancelando visitas
al dentista, cortándose el pelo, haciendo planes para la cena y trabajando.
Cheswick y yo mantuvimos una discusión acerca de si podía conducir en mi
estado actual, pero al final me dejó en Hamilton Place y me dijo que le llamara a
cualquier hora del día o de la noche, a su línea privada, si necesitaba sus servicios.
Enfiló Tremont y yo me quedé al lado de mi coche, ignorando la multa en el
parabrisas y mirando hacia el ayuntamiento.
En las cuatro horas transcurridas desde el tiroteo, todo había vuelto a la
normalidad. Habían retirado las barricadas, se habían formulado todas las preguntas
posibles y anotado los nombres de todos los testigos. A Gorra Azul lo habían metido
en una ambulancia para llevárselo. A Jenna la habían insertado en una bolsa para
cadáveres y hala, a la morgue con ella.
Luego alguien regó el pavimento, para hacer desaparecer la sangre, hasta que
todo estuvo limpio de nuevo.
Lancé una última mirada, subí al coche y me fui a casa.

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Llamé a Angie nada más llegar a casa:
—¿Te has enterado?
—Sí. —Hablaba bajo y con suavidad—. Fui yo quien llamó a Cheswick Hartman.
¿Te ha...?
—Sí. Gracias. Mira, voy a darme una ducha, a ponerme ropa limpia y a comerme
un bocadillo. Eso será todo. ¿Alguna llamada?
—Montones —dijo Angie—. Pero que se esperen. Patrick, ¿estás bien?
—No, pero estoy en ello. Te veo en una hora.
El agua salía muy caliente y yo conseguí calentarla aún más. El chorro me
machacaba la cabeza y las gotas de agua martilleaban mi cráneo. Aunque no sea muy
practicante, sigo siendo bastante católico, con lo que mis reacciones al dolor y la
culpa siempre tienen algo que ver con términos como «escaldar», «purgar» o «arder».
Parece que he desarrollado una ecuación teológica particular según la cual el calor
equivale a la salvación.
Salí de la ducha al cabo de unos veinte minutos y me sequé lentamente. Mis fosas
nasales seguían impregnadas del olor viscoso de la sangre y el aroma amargo de la
cordita. Entre los vapores de la ducha me dije que encontraría la respuesta, el alivio,
la energía necesaria para seguir adelante y superar esto. Pero el vapor desapareció y
me quedé solo en el baño con el olor de algo que se quemaba.
Me anudé la toalla a la cintura, fui a la cocina y me topé con Angie, que estaba
achicharrando un bistec en una sartén. Angie cocina cada año bisiesto y sin el menor
éxito. Si de ella dependiera, cambiaría la cocina por un mostrador de comida para
llevar.
De manera instintiva, me subí la toalla para ocultar la cicatriz, me situé detrás de
Angie y esquivé su cintura para apagar el gas. Se dio la vuelta, con su pecho pegado
al mío, y para que veáis lo mal que me funcionaba el coco, me aparté para comprobar
el estado general de la cocina, que imaginaba seriamente dañada.
—¿Qué he hecho mal? —preguntó Angie.
—Creo que tu primer error fue abrir la espita del gas.
Me arreó una colleja.
—Es la última vez que cocino para ti.
—Para que luego digan que sólo hay una Navidad al año...
Me aparté de la cocina y vi cómo Angie me observaba como si vigilara a un niño
que retoza por el borde de una piscina.
—Gracias por el detalle —le dije—. De verdad.
Se encogió de hombros y siguió mirándome con esos ojos de color caramelo,
afectuosos y algo húmedos.

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—¿Necesitas un abrazo, Patrick?
—Vaya si lo necesito.
Qué gusto daba abrazarla. Era como los primeros calores de la primavera, como
esas tardes de sábado cuando tienes diez años, como esas primeras noches de verano
en la playa cuando la arena está fría y las olas cambian de color. Angie me abrazaba
con fuerza, con todo su suave cuerpo, y el corazón le latía apresuradamente contra mi
pecho desnudo. Olía a champú y era estupendo rozarle el cuello con la barbilla.
Me separé el primero.
—Bueno... —dije.
Ella se echó a reír.
—Bueno... —dijo—, aún estás mojado, Patinazo. Me has empapado la camisa. —
Dio un paso atrás.
—Es lo que tiene darse una ducha.
Retrocedió un paso más y miró al suelo.
—Sí, bueno... —siguió—, tienes un montón de mensajes. Y... —me esquivó, se
hizo con el bistec y se dirigió al cubo de la basura—, y... es evidente que sigo sin
saber cocinar.
—Angie...
Seguía de espaldas a mí. Dijo:
—Un poco más y hoy la palmas.
—Angie...
—Lo siento mucho por Jenna, pero tú casi te mueres.
—Sí.
—Me habría sentado... —Se le quebró la voz y pude oír cómo respiraba hondo
hasta recuperar el control—. Y me habría sentado de puta pena, Patrick. No me gusta
pensar en ello y me he puesto un poco... Bueno, basta.
Escuché la voz de Jenna dentro de mi cabeza cuando le dije que Angie me
necesitaba. «Pues agárrala fuerte», dijo, o algo así. Me acerqué a ella y le puse las
manos en los brazos.
Angie echó la cabeza hacia atrás para dejarla reposar en mi cuello.
Ni pasaba una gota de aire por la cocina ni nosotros, creo, éramos capaces de
respirar. Nos quedamos así, con los ojos cerrados, esperando que el miedo se
desvaneciera.
Pero no lo hizo.
La cabeza de Angie se despidió de mi barbilla.
—Superemos esto —dijo—. A trabajar. Todavía estamos contratados, ¿no?
La solté y dije:
—Sí, aún estamos contratados. Deja que me vista y nos ponemos a trabajar.
Aparecí al cabo de unos minutos envuelto en una sudadera enorme y unos

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tejanos.
Angie me plantificó delante un plato con un bocadillo.
—Creo que con los embutidos me apaño mejor.
—No has intentado guisarlo de ninguna manera, ¿verdad?
Me dedicó una de sus miradas especiales.
Entendí la advertencia y me hice con el bocadillo. Angie se sentó a la mesa, frente
a mí, mientras yo comía. Jamón y queso. Demasiada mostaza, pero aparte de eso,
todo bien.
—¿Quién ha llamado? —le pregunté.
—Del despacho de Sterling Mulkern. Tres veces. Del despacho de Jim Vurnan.
Richie Colgan. Dos veces. Doce o trece periodistas. Y Bubba.
—¿Qué quería?
—¿Seguro que lo quieres saber?
Por regla general, de Bubba lo mejor es no saber nada, pero esta vez tenía
curiosidad. Asentí.
—Dijo que le llames la próxima vez que «vayas a cazar conejos».
Ése es mi Bubba. Hitler podría haber ganado la guerra con un aliado como él.
—¿Alguien más? —pregunté.
—No, pero a la tercera llamada, los del despacho de Mulkern parecían bastante
cabreados.
Asentí y seguí zampando. Angie saltó:
—¿Piensas decirme en qué estamos metidos o te vas a quedar ahí imitando a la
perfección al tonto del pueblo?
Me encogí de hombros y mastiqué un poquito más hasta que ella me arrebató el
bocadillo.
—Creo que acabo de ser castigado —dije.
—Pueden pasarte cosas peores si no empiezas a hablar.
—Uy, qué chica tan dura. Maltrátame más —supliqué.
Se me quedó mirando.
—De acuerdo —dije—. Pero necesitaremos un poco de alcohol.
Serví un par de whiskies sin agua ni hielo. Angie tomó un sorbo del suyo y tiró el
resto al fregadero sin decir ni mu. Agarró una cerveza del frigorífico, se sentó y
arqueó una ceja.
Le dije:
—Puede que todo esto nos supere. Y mucho.
—Eso suponía. ¿Por qué?
—Que yo sepa, Jenna no tenía ningún tipo de documentos. Eso era una trola.
—Cosa que tú ya te olías.
—Así es, pero no pensaba que fuera algo muy diferente. No sé qué es lo que

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pensé que tenía Jenna, pero no se me ocurrió que pudiera tratarse de algo así. —Le
pasé la foto de Paulson en paños menores.
Angie alzó las cejas.
—Muy bien —dijo—, pero aun así, ¿qué? Esta foto es de hace siete u ocho años,
y lo único que muestra es a Paulson a medio vestir. Resulta desagradable, pero no es
ningún notición. No es algo por lo que matar.
—Puede que sí —continué—. Mira al tío que está con Paulson. No da la
impresión de ser de la misma clase social, ¿no crees?
Angie contempló al tipo en cuestión. Era delgado y llevaba un jersey azul de pico
y unos pantalones blancos. Lucía un montón de oro —en las muñecas, en el cuello—
y su cabello parecía al mismo tiempo aplastado y ondulante. Sus ojos estaban
cargados de reproche: eran los ojos típicos de los cabreados permanentes. Aparentaba
unos treinta y cinco años.
—No, yo diría que no. ¿Sabemos quién es?
Negué con la cabeza.
—Podría tratarse del tal Socia. Podría ser Roland. Y puede que no sea ninguno de
los dos. Pero de lo que no tiene pinta es de político.
—Tiene pinta de macarra.
—Eso también.
Le señalé la cómoda con espejo, en el que se reflejaba una cama sin hacer. Más
allá, la esquina de una puerta. En la puerta había dos trozos cuadrados de papel. No se
podía leer lo que había escrito en ellos, pero uno parecía el de las reglas del hotel, y el
más pequeño podría ser el recordatorio de la hora de desalojar la habitación. Del
pomo de la puerta colgaba un letrerito de «No molestar».
—Yo diría que se trata de...
—Un motel —me interrumpió Angie.
—Muy bien —la alabé—. Deberías dedicarte a detective.
—Y tú deberías dejar de imitar a los de verdad. —Le dio la vuelta a la fotografía
encima de la mesa—. Entonces, Sherlock, ¿qué significa todo esto?
—Dímelo tú, Watson.
Encendió un cigarrillo, echó un trago de cerveza y le dio vueltas al asunto.
—Puede que estas fotos sólo sean la punta del iceberg —dijo—. Puede que haya
más y que sean peores. Alguien, o Socia o Roland o, no sé si atreverme a decirlo,
alguien del engranaje político, se ha encargado de eliminar a Jenna porque sabía
demasiado de lo que sea. ¿Es eso lo que estás pensando?
—Exactamente eso.
—Bueno, pues o ellos son muy tontos o el tonto eres tú.
—¿Por qué?
—Jenna guardaba las fotografías en una caja de seguridad, ¿no?

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Asentí.
—Y cuando matan a alguien, la rutina policial consiste en conseguir una orden
judicial y abrir todas las cajas de gusanos que la víctima guardara en la despensa. Y te
aseguro que la caja de seguridad es una de esas gusaneras. Supongo que ya saben que
el banco es el último lugar en que Jenna puso los pies antes de...
—Morir —la interrumpí.
—Exacto. O sea que lo más que probable es que, mientras tú y yo estamos aquí
hablando, la poli esté de camino hacia allá. Y cualquiera con dos dedos de frente
habría previsto algo así.
—Igual pensaron que Jenna lo sacaría todo para dármelo a mí.
—Igual sí —concedió mi socia—. Pero eso es confiar mucho en la suerte, ¿no te
parece? A no ser que, de alguna manera, estuvieran seguros de que Jenna no iba a
dejar nada allí dentro.
—¿Y cómo iban a saberlo?
Se encogió de hombros.
—¿No eres detective? Pues detecta.
—Estoy en ello.
—Hay algo más —dijo Angie, dejando la cerveza sobre la mesa y estirándose en
el asiento.
—Suéltalo.
—¿Cómo sabían que ibais a estar ahí esta mañana?
Eso era algo en lo que no había pensado mucho.
—Gorra Azul —dije.
Angie negó con la cabeza.
—Gorra Azul lo perdimos ayer. Quiero decir... No sé tú, pero yo no creo que
anduviera deambulando por la interestatal esta mañana en espera de verte aparecer en
un coche que ni siquiera sabe que posees. ¿Y luego te siguió hasta el ayuntamiento?
No me lo trago.
—Sólo había dos personas que sabían adónde íbamos Jenna y yo esta mañana.
—Tienes toda la razón. Y yo soy una de ellas.

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Al otro lado de la cadena de la puerta, Simone Angeline mostraba unos ojos
enrojecidos y con restos de lágrimas. Tenía el cabello pegado a un lado del rostro y
parecía haberse saltado unas cuantas décadas, plantándose en los setenta cuando
nadie miraba. Los dientes le rechinaron al vernos.
—Largaos de aquí cagando leches.
—Vale —dije mientras abría la puerta a patadas.
Angie entró detrás de mí mientras Simone intentaba llegar a la mesita del
teléfono. Pero no era eso lo que buscaba. Su objetivo era el cajón del mueble, y
mientras ella lo abría, yo lo agarré y se lo tiré encima. El contenido del cajón —una
pequeña agenda telefónica de color rojo, unos cuantos bolígrafos y una pistola del
calibre 22— rebotó en su cabeza de camino al suelo. Envié el arma junto a la librería
de una patada, agarré a Simone de la pechera de la camisa y la arrastré hasta el sofá.
Angie cerró la puerta a su espalda.
Simone me escupió a la cara.
—Tú has matado a mi hermana.
La arrojé sobre el sofá y me limpié la saliva del mentón. Con mucha lentitud, le
dije:
—No conseguí proteger a tu hermana, que no es lo mismo. Fue otro quien apretó
el gatillo, y tú quien le puso el arma en las manos. ¿No es cierto?
Se propulsó hacia mí para intentar arañarme.
—¡No! Tú la mataste.
La empujé de nuevo y cayó de rodillas. Le susurré al oído:
—Las balas le desintegraron el pecho, Simone, como si nunca hubiera existido.
Le salía tanta sangre del cuerpo que la que yo recibí fue suficiente para que la policía
pensara que me habían alcanzado. Jenna murió gritando a plena luz del día, abierta de
patas para alegría de los mirones, y el hijo de puta que apretó el gatillo le vació el
cargador sin pestañear.
Simone intentaba darme cabezazos mientras se agitaba en el sofá bajo mis setenta
y dos kilos de peso:
—¡Eres un hijo de la gran puta!
—De acuerdo —le dije con la boca a un centímetro de su oreja—. Tienes razón,
Simone, soy un cabronazo. Tuve en mis brazos a tu hermana mientras se moría y no
podía hacer nada para impedirlo, con lo que me gané el derecho a ser un cabrón. Pero
tú no tienes excusa alguna. Tú elegiste el lugar de la ejecución y te quedaste aquí tan
tranquila, a cien kilómetros de distancia, mientras ella se iba al otro barrio berreando.
Tú les dijiste adónde iba tu hermana y dejaste que la mataran. ¿No es verdad,
Simone?

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Parpadeó.
—¿No es verdad? —grité.
Por un momento, pareció a punto de desmayarse, pero se limitó a dejar caer la
cabeza y a ponerse a llorar como si alguien le estuviera extrayendo las lágrimas con
fórceps. Me aparté porque ya no quedaba nada de ella. El gimoteo fue en aumento,
causándole claros dolores en el pecho. Adoptó una posición fetal y se puso a dar
puñetazos al sofá. Cada vez que parecía que el llanto remitía, acababa por volver a la
carga con más fuerza, como si cada respiración le doliera como una puñalada.
Angie me tomó del codo, pero la rechacé. Patrick Kenzie, ese gran detective,
insuperable a la hora de aterrorizar a una mujer histérica al borde de la catatonía. Qué
tío más grande. Después de esto, igual podría robarle el bolso a una monja.
Con los ojos cerrados y la boca medio hundida en el sofá, Simone dijo:
—Tú trabajabas para ellos. Le dije a Jenna que era una tonta si se fiaba de ti y de
esos políticos blancos sebosos. Ni uno de ellos ha hecho nunca nada por los negros, y
nunca lo harán. Supuse que así... así que consiguieras de ella lo que querías, la...
—La mataría —concluí.
Hundió la cabeza entre las manos y su voz sonó como un jadeo incomprensible.
Al cabo de unos minutos, dijo:
—Le llamé a él porque supuse que nadie...
—¿A quién llamaste? —intervino Angie—. ¿A Socia? ¿Fue a Socia?
Simone negó con la cabeza varias veces, para acabar asintiendo.
—Él... me dijo que se encargaría del asunto, que la convencería para que fuera
sensata. Eso es todo. Nunca pensé que alguien pudiera hacerle algo así... a su propia
esposa.
¿Su esposa?
Se me quedó mirando.
—Jenna nunca podría haber ganado la partida. No contra todos ellos.
Ella no. No... no podía.
Me senté en el suelo, junto al sofá, y le mostré la fotografía.
—¿Éste es Socia?
Contempló la imagen, asintió y volvió a hundir la cabeza en el sofá.
Angie le preguntó:
—Simone, ¿dónde está el resto? ¿En la caja de seguridad?
Y ella negó con la cabeza.
—Entonces, ¿dónde está? —pregunté yo.
—Ella nunca me informó. Se limitó a decir «en un lugar seguro». Me dijo que
sólo había puesto una foto en la caja de seguridad, para que se quedaran con un
palmo de narices si la seguían hasta el banco.
—¿Qué más hay, Simone? ¿Lo sabes?

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—Jenna me dijo que eran «cosas malas». Eso fue todo. Si yo insistía en
preguntar, se irritaba y me hacía callar. Fuera lo que fuese, era algo que le sacaba de
quicio cada vez que pensaba en ello. —Levantó la cabeza y miró detrás de mí como
si hubiera alguien allí; luego pronunció el nombre de su hermana y prorrumpió de
nuevo en sollozos.
Temblaba de una manera terrible y supe que ya no tenía nada más que añadir. Yo
había iniciado su derrumbe, y del resto del proceso se encargaría ella misma en los
días y años por venir. Así pues, me deshice de la rabia, la aparté de mi corazón y de
mi cuerpo hasta que todo lo que tuve ante mí fue un bulto humano temblando en un
sofá. Le puse la mano en el hombro y ella gritó:
—¡Quítame la puta mano de encima!
Obedecí.
—Lárgate de mi casa ahora mismo, blanco, y llévate a tu puta.
Angie dio un paso hacia ella al oír la palabra «puta», pero se detuvo, cerró los
ojos un segundo y los volvió a abrir. Me miró y yo asentí.
No había nada más que decir, así que nos fuimos.

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Íbamos camino de Boston, evitando cualquier conversación sobre Simone
Angeline o lo sucedido en su apartamento, cuando Angie se incorporó
repentinamente en el asiento y dijo algo así como «aargggh». Clavó el dedo índice en
el botón de expulsión del radiocasete con tal fuerza que Exile on Main St. salió
propulsado como un misil, rebotó contra el asiento y fue a parar al suelo. Justo en
medio de «Shine a Light», ¡menudo sacrilegio!
—Recógela —le dije.
Obedeció y me dejó la cinta en el asiento, junto a la cadera.
—¿No tienes música nueva? —inquirió.
Música nueva, intuyo, es lo que hacen esos grupos que ella escucha. Grupos que
atienden por Depeche Mode o The Smiths y que a mí me suenan todos iguales: como
una pandilla de chicos británicos, flacuchos y raritos, pasados de drogas. Cuando
empezaron, los Stones también eran una pandilla de chicos británicos flacuchos y
raritos, pero nunca sonaron como si fueran pasados de vueltas. Aunque lo estuvieran.
Angie revisaba mi maletín de casetes.
—Pon la de Lou Reed —le dije—. Es más de tu estilo.
Después de poner New York y escucharlo durante cinco minutos, sentenció:
—Este disco está muy bien. Lo compraste por error, supongo.
Justo antes del límite de la ciudad, me detuve en una gasolinera para que Angie
comprara tabaco. Volvió con dos ejemplares de la última edición del News y me
entregó uno.
Fue así como descubrí que me había convertido en la segunda generación de
Kenzies que alcanzaba una especie de inmortalidad impresa. Siempre estaría allí,
congelado en el tiempo (y en blanco y negro), en ese 30 de junio, a disposición de
cualquiera con acceso a un archivo o a un microfilm. Y ese momento, el más personal
de todos —en cuclillas junto a Gorra Azul, con el cadáver de Jenna a la espalda, los
oídos zumbando y el cerebro intentando recolocarse en el cráneo—, ya no era mío
por completo. Había sido seleccionado para acompañar el desayuno de miles de
personas que no me conocían de nada. El que, probablemente, era el momento más
intensamente personal de mi existencia sería masticado y repensado por todo el
mundo, del beodo enganchado a una barra de la zona sur a los agentes de cambio y
bolsa atrapados en el ascensor de algún rascacielos del centro. Un claro ejemplo del
concepto de aldea global que no me hacía ninguna gracia.
Pero por fin descubrí cómo se llamaba Gorra Azul. Curtis Moore. Figuraba como
paciente en estado crítico del hospital Boston City, y parece que los médicos hacían
todo lo humanamente posible para salvarle el pellejo. Tenía dieciocho años y era un
miembro reputado de los Raven Saints, una banda procedente de los bloques de pisos

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del bulevar Raven, en Roxbury, muy devota del equipo de béisbol New Orleans
Saints, cuyas gorras y demás señas de identidad tenían en muy alta estima. Había una
foto de su madre en la página tres, en la que sostenía un retrato enmarcado de su
retoño a los diez años de edad. Decía la buena señora: «Curtis nunca ha estado en
ninguna banda. Nunca ha hecho nada malo». Exigía una investigación y aseguraba
que todo se debía a «motivos raciales». Evidentemente, se las apañó para comparar el
caso con el de Charles Stuart, en el que el fiscal del distrito, y prácticamente todo el
mundo, dio por buena la historia del tal Charles Stuart de que su mujer había sido
asesinada por un negro. La policía detuvo a un ciudadano de color y lo más probable
es que lo hubieran ejecutado si no llega a ser porque la póliza de seguros que Stuart
había contratado sobre su esposa despertó ciertas suspicacias. Y cuando Chuck Stuart
dio el salto del ángel al volante de su coche desde el puente del río Mystic, acabó
confirmando lo que muchos sospechaban desde el principio. Curtis Moore tenía tanto
que ver con Charles Stuart como la playa de Howard con las de Miami, pero no había
mucho que yo pudiera hacer al respecto.
Angie refunfuñó en voz alta y supe que estaba leyendo el mismo artículo que yo.
—Déjame que lo adivine —le dije—. Estás con lo de los «motivos raciales».
Asintió.
—Hay que ver de lo que eres capaz: mira que darle el Uzi a ese pobre muchacho
y obligarle a apretar el gatillo...
—A veces no sé qué es lo que se apodera de mí.
—Deberías haber intentado hablar con él, Patrick. Decirle que entendías
perfectamente que era su vida miserable lo que le había llevado a empuñar un arma.
—Desde luego, qué burro soy...
Lancé el periódico al asiento de atrás, me senté al volante y me dirigí a la ciudad.
Angie continuó leyendo el diario, pese a la escasa luz, y respirando frenéticamente
por la nariz. Finalmente, acabó por arrugar el periódico y tirarlo al suelo.
—Me pregunto cómo pueden mirarse al espejo —dijo.
—¿Quiénes?
—Los que dicen semejantes... chorradas. «Motivos raciales.» Por favor... «Curtis
nunca ha estado en ninguna banda.» —Miró al suelo, donde descansaba el diario, y le
habló a la foto de la madre de Curtis—. Pues mire, señora, seguro que no andaba por
ahí a las tres de la mañana con los boy scouts.
Le di una palmadita en el hombro.
—Tranquilízate.
—Es todo mentira.
—Es una madre. Dirá lo que haga falta para proteger a su hijo. No podemos
culparla.
—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué salir con lo del racismo si lo único que quiere es

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proteger a su retoño? ¿Qué será lo próximo? ¿Una vigilia a cargo del reverendo Al
Sharpton para rezar por el pie desintegrado de Curtis? ¿También tendrán la culpa los
blancos de la muerte de Jenna?
Estaba que trinaba. Ira blanca reaccionaria. Últimamente hay mucha. Mucha más
que antes. También yo he dicho a veces cosas semejantes. Se escuchan, sobre todo,
entre los pobres y la clase trabajadora. Oyes esos comentarios cuando algún
sociólogo descerebrado asegura que incidentes terribles como el asalto en Central
Park son el resultado de impulsos «incontrolables», o defiende los actos de un grupo
de animales con el argumento de que sólo estaban reaccionando ante veinte años de
opresión blanca. Y si se te ocurre señalar que esos animales tan bonitos y tan bien
alimentados —que casualmente son negros— hubieran podido controlar
perfectamente sus actos si llegan a saber que esa chica que había salido al parque a
correr disponía de un ejército de los suyos, entonces te cae el sambenito de racista.
Escuchas esos comentarios cuando una pandilla de blancos, probablemente cargados
de buena intención, se reúnen para hablar del asunto y acaban diciendo «Yo no soy
racista, pero...». Los oyes cuando esos jueces que acaban con la separación racial en
las escuelas matriculan a sus hijos en un colegio privado; o cuando, caso reciente, un
juez dijo que las bandas callejeras nunca le habían parecido más peligrosas que los
sindicatos obreros.
Cuando más escuchas cosas así es cuando políticos que viven en sitios como
Hyannis Port, Beacon Hill o Wellesley toman decisiones que afectan a gente que vive
en Dorchester, Roxbury o Jamaica Plain, y luego dan marcha atrás y aseguran que no
ha estallado ninguna guerra.
Estamos en guerra. Se desarrolla en los patios de juegos, no en los gimnasios. Se
combate en el cemento, no en el césped. Se lucha con tubos y botellas y, últimamente,
armas automáticas. Y mientras la batalla no atraviese las pesadas puertas de madera
de roble tras las que ciertos chorizos bien educados almuerzan con un par de dry
martinis, será como si no existiese.
La zona centro sur de Los Angeles podría tirarse una década ardiendo y la
mayoría de la gente no olería el humo a no ser que el fuego se extendiera hasta Rodeo
Drive.
Necesitaba hablar de todo eso. Ahora. Darle vueltas al asunto con Angie, en el
coche, hasta que nuestra posición en esta guerra quedase completamente clara, hasta
que supiésemos exactamente qué pensábamos de cada cosa, hasta que pudiéramos
mirarnos el corazón y quedarnos satisfechos con lo que veíamos. Pero esta necesidad
me entra a menudo, y todo acaba con un intercambio de vaguedades del que no saco
nada en claro.
—¿Qué se le va a hacer, no? —dije mientras aparcaba delante de la casa de
Angie.

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Se quedó mirando la portada del diario, el cuerpo de Jenna. Me dijo:
—Puedo decirle a Phil que trabajaremos hasta tarde.
—Estoy bien —le aseguré.
—No, no lo estás.
Casi me eché a reír.
—No, no lo estoy. Pero no me puedes acompañar en mis sueños y protegerme ahí.
Y además, puedo apañármelas solo.
Angie salió del coche, se apoyó en él y me besó en la mejilla.
—Recupérate, Patinazo.
Vi cómo subía los peldaños del porche, cómo buscaba la llave adecuada y cómo
abría la puerta. Antes de entrar en la casa, se encendió una luz en el salón y la cortina
se movió un poco. Saludé a Phil y la cortina volvió a cerrarse.
Angie entró en su casa y apagó la luz del pasillo.
Yo me largué.

En el campanario, la luz estaba encendida. Aparqué delante de la iglesia y la


rodeé hasta llegar a la puerta lateral, asumiendo tristemente que mi pistola se había
quedado en el almacén de pruebas de la comisaría. Al entrar encontré una nota en el
suelo: «No dispares. Si te cargas a dos negros el mismo día, tu reputación se
resentirá».
Richie.
Estaba sentado a mi escritorio, con los pies encima, una cinta de Peter Gabriel
sonando en mi loro, una botella de Glenlivet en la mesa y un vaso en la mano.
—¿Esa botella es mía? —le pregunté.
—Me temo que sí, hijo mío —repuso.
—Pues tómate un trago, hombre.
—Gracias —dijo sirviéndose otra copa—. Podrías tener hielo, ¿no?
Encontré un vaso en el cajón y me serví una ración doble. Le enseñé el periódico.
—¿Lo has visto?
—No leo esa birria —aseguró, pero enseguida rectificó—. Sí, lo he visto.
Richie no es uno de esos negros de Hollywood con la piel clara y unos ojos a lo
Denzel Washington. Es negro como el carbón y no precisamente atractivo. Tiene
exceso de peso, luce permanentemente una sombra de barba y permite que su mujer
le compre la ropa. Muchas veces, da la impresión de que la parienta experimenta con
él. Esa noche llevaba unos pantalones de algodón de color beige, una camisa azul
claro y una corbata de tonos pastel que hacía pensar en una explosión en un campo de
girasoles.
—Juraría que Sherilynn ha vuelto a ir de compras —le dije.
Se miró la corbata y suspiró.

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—Acertaste.
—¿Adónde ha ido? ¿Miami?
Agarró la corbata para inspeccionarla de cerca.
—Eso parece, ¿no? —Tomó un trago de whisky—. ¿Dónde está tu socia?
—Con su marido.
Asintió y, de manera simultánea, ambos dijimos:
—El Capullo.
—¿Cuándo piensa volarle la cabeza? —preguntó Richie.
—Cruza los dedos.
—Llámame cuando lo haga. Tengo en casa una botella de Moët para celebrarlo.
—Por ese día —brindamos—. A tu salud. Háblame de Curtis Moore.
—¿El Cojo? Así es como le llamamos ahora al bueno de Curtis. ¿A que da pena el
chaval? —Se arrellanó en el asiento.
—Una tragedia —resumí.
—Una gran desgracia —añadió Richie—. Pero no te lo tomes demasiado a la
ligera. Puede que los amigos de Curtis vengan a por ti, y son unos cabrones muy
rencorosos.
—¿Los Raven Saints son fuertes?
—No mucho para los niveles de Los Angeles —me dijo—, pero esto no es Los
Angeles. Yo diría que tienen unos setenta y cinco miembros a tiempo total y unos
sesenta a tiempo parcial.
—Lo que estás diciendo es que hay ciento treinta y cinco negros de los que me
tengo que mantener alejado.
Dejó el vaso sobre el escritorio.
—No conviertas esto en una «cosa de negros», Kenzie.
—Mis amigos me llaman Patrick.
—Cuando dices esas cosas no me considero amigo tuyo.
Yo estaba cabreado y muy cansado, por lo que necesitaba a alguien a quien
culpar. Las emociones me rozaban unas terminaciones nerviosas muy sensibles y
estaban a punto de abrirme la piel. Además, me estaba poniendo tozudo.
—Richie —le dije—. Si hubiera por ahí una banda de blancos con Uzis, también
les tendría miedo. Pero como no es así...
Richie pegó un puñetazo en la mesa.
—¿Y qué coño es la mafia, eh?
Se levantó y vi cómo le resaltaban las venas del cuello, que estaban casi más
tensas que las mías.
—Piensa en los Westies de Nueva York —me dijo—. Esos chavales encantadores,
tan irlandeses como tú, especializados en asesinatos, torturas y palizas a granel. ¿De
qué color eran? ¿Vas a tener las narices de decirme que mis hermanos de raza

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inventaron el crimen? ¿Pretendes que me trague esa mierda, Kenzie?
En la minúscula habitación, nuestras voces sonaban agrias. Parecían colarse a
través de las paredes cutres y volver a nosotros en forma de eco. Intenté hablar con
calma, pero la voz no me correspondía: sonaba grosera y algo distante. Le dije:
—Richie, un chaval es atropellado por un coche lleno de jóvenes hitlerianos que
le persiguen por la carretera hacia la playa de Howard...
—Ni se te ocurra hablar de eso.
—... y la cosa se presenta como una tragedia nacional. Que lo es, pero... un chico
blanco de Fenway recibe dieciocho puñaladas de manos de unos negros y nadie dice
nada. Nunca se invoca la «cuestión racial». Al día siguiente, la noticia ha
desaparecido de la primera plana y la policía considera el caso un simple homicidio.
No un incidente racial. A ver, Richie, ¿qué cojones pasa?
Me estaba mirando, con la mano alargada medio metro frente a él. Se la llevó a la
cabeza, se dio un masajito en el cuello y la apoyó sobre la mesa, donde se dedicó a
observarla sin saber muy bien qué hacer con ella. Empezó a hablar un par de veces.
Lo dejó. Al final, dijo tranquilamente, aunque casi en un siseo:
—Y esos tres chavales negros que mataron al blanco, ¿crees que se les va a caer
el pelo?
Ahí me pilló.
—¿Qué? —insistió—. Anda, dime la verdad.
—Por supuesto que pringarán. A no ser que tengan un buen abogado, van a...
—No. Nada de abogados. Nada de tecnicismos chorras. Si van a juicio y hay un
jurado, ¿los condenarán? ¿Acabarán cumpliendo entre veinte y la perpetua, o algo
peor?
—Sí —reconocí—. Claro que sí.
—Y si unos blancos se cargan a un negro y se supone que no fue un incidente
racial, o sea que no fue una tragedia, ¿entonces qué?
Asentí.
—¿Entonces qué?
—Pues tienen más oportunidades de librarse.
—Más razón que un santo —sentenció, y se dejó caer en la silla.
—Pero, Richie —le dije—, ese tipo de lógica va más allá de lo que piensa el
ciudadano medio, y tú lo sabes. Un tío de la zona sur ve cómo la muerte de un negro
se convierte en un caso de racismo, y luego ve cómo la muerte de un blanco se reduce
a un homicidio y piensa: «Oye, tú, eso no está bien. Es una hipocresía. Hay un doble
rasero». Oye hablar de Tawana Brawley, pierde su empleo por la discriminación
positiva y se cabrea —miré a Richie—. ¿Le culparás por ello?
Se pasó la mano por el pelo y suspiró.
—Joder, Patrick, no lo sé. —Se incorporó en el asiento—. No, ¿vale? No puedo

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culpar al menda. ¿Pero cuál es la alternativa?
Me serví otro trago.
—Yo no soy Louis Farrakhan.
—Ni yo David Duke —contraatacó Richie—. Vamos a ver, ¿qué tenemos que
hacer? ¿Pasar de la discriminación positiva, de la atención a las minorías, de los casos
de racismo?
Le mostré la botella y él me acercó su vaso.
—No —dije mientras le servía—, pero... Coño, yo qué sé.
Richie sonrió a medias y se echó atrás de nuevo en el asiento, mirando por la
ventana. La cinta de Peter Gabriel había concluido y de la calle llegaba el sonido de
algún que otro coche tragando aire mientras retumbaba en el asfalto. La brisa que se
colaba a través de la persiana era más fresca y aireaba la habitación. Noté cómo se
disipaba el peso de la atmósfera. Un poquito.
—¿Sabes cuál es la especialidad de los americanos? —preguntó Richie, que
seguía mirando por la ventana, empinando el codo y con el vaso a punto de rozarle
los labios.
Pude sentir cómo la ira de la habitación empezaba a mezclarse en mi sangre con
el flujo del whisky, disolviéndose en la corriente del licor.
—No, Rich —reconocí—. ¿Cuál es la especialidad de los americanos?
—Encontrar a alguien a quien echarle la culpa. —Tomó un trago—. De verdad.
¿Que estás trabajando en una obra y se te cae el martillo en el pie? Joder, pues
demanda a la empresa. Tu pie vale diez mil dólares. ¿Que eres blanco y no encuentras
trabajo? Achácalo a la discriminación positiva. ¿Que eres negro y tampoco
encuentras curro? Pues la culpa es de los blancos. O de los coreanos. Venga, tío,
échales la culpa a los japoneses, todo el mundo lo hace. Toda esta puta nación está
llena de gente desagradable, infeliz, confusa y cabreada, y ninguno de ellos tiene el
suficiente cerebro como para enfrentarse honestamente a su situación. Se dedican a
hablar de los viejos tiempos (antes del sida, del crack, de las bandas, de los grandes
medios de comunicación, de los satélites, de los aviones y del calentamiento global)
como si pudieran volver a ellos. Y como no logran entender por qué están tan
jodidos, la toman con alguien. Los negros, los judíos, los blancos, los chinos, los
árabes, los rusos, los que están a favor del aborto, los que están en contra...
Cualquiera vale.
No abrí la boca. No hay nada que añadir a la verdad.
Richie plantó los pies en el suelo y se levantó. Se puso a deambular por el cuarto.
Sus pasos eran algo inseguros, como si esperara resistencia después de cada uno de
ellos.
—Los blancos culpan a la gente como yo porque dicen que he llegado a donde
estoy gracias a las cuotas. La mitad de ellos no saben ni leer, pero creen que se

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merecen mi puesto de trabajo. Los jodidos políticos se sientan en sus sillones de
cuero junto a las ventanas con vistas al río Charles y se aseguran de que esos votantes
blancos y estúpidos crean que el motivo de su ira es que yo les estoy quitando la
comida de la boca a sus hijos. Los negros (mis hermanos) dicen que ya no soy negro
porque vivo en una calle de blancos de una barriada compuesta casi exclusivamente
de blancos. Dicen que me estoy infiltrando en la clase media. Como si por el hecho
de ser negro tuviera que irme a vivir a cualquier agujero asqueroso de la avenida
Humboldt, junto a gente que invierte el cheque del paro en crack. Infiltrándome —
insistió—. Qué mierda. Los heterosexuales odian a los homosexuales, y ahora los
homosexuales se preparan para «responder», aunque no sé qué coño significa eso.
Las lesbianas odian a los hombres, los hombres odian a las mujeres, los negros odian
a los blancos y los blancos a los negros, y... Y todo el mundo busca a alguien a quien
echarle la culpa. Quiero decir, joder, ¿para qué molestarse en mirarse al espejo
cuando hay por ahí tanta gente que sabes positivamente que es mucho peor que tú? —
Se me quedó mirando—. ¿Sabes a qué me refiero? ¿O está hablando la priva?
Me encogí de hombros:
—Por algún motivo, todo el mundo necesita a alguien a quien odiar.
—Todo el mundo es de lo más idiota.
Asentí.
—Y de lo más mezquino.
Se volvió a sentar.
—Maldita sea —sentenció.
—¿Y todo eso adónde nos lleva, Rich?
Levantó el vaso.
—A llorar en un vaso de whisky al final de la jornada.
La habitación se quedó en silencio unos instantes. Nos servimos otra copa sin
decir nada y nos la bebimos algo más lentamente. Al cabo de cinco minutos, Richie
dijo:
—¿Cómo te sientes después de lo que te ha pasado hoy? ¿Estás bien?
Todo el mundo me preguntaba lo mismo.
—Estoy perfectamente —le dije.
—¿De verdad?
—De verdad. O eso creo. —Le miré y, no sé por qué, deseé que hubiera llegado a
conocer a la difunta—. Jenna era decente. Una buena persona. Todo lo que quería era
que, por una vez en la vida, dejaran de pasar de ella.
Richie me miró y se inclinó hacia delante con el vaso extendido.
—Vas a hacer que alguien pague por esto, ¿no es cierto, Patrick?
Me incliné y choqué mi vaso con el suyo. Asentí.
—Lo van a tener muy negro —dije levantando la mano—. Y no te ofendas.

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Richie se fue un poco después de medianoche, y yo crucé la calle en dirección a
mi apartamento con la botella bajo el brazo. Ignoré el destello rojo del contestador
automático y puse la tele. Me desplomé en el sillón de cuero, bebí a morro, miré el
programa de David Letterman y traté de no ver la danza mortal de Jenna cada vez que
se me quedaban los párpados a media asta. Por lo general, no suelo abusar del
alcohol, pero esta vez le estaba dando un buen meneo al Glenlivet. Quería quedarme
frito y no soñar.
Richie había dicho que el tal Socia le sonaba de algo, pero que no podía situarlo
con exactitud. Yo había confirmado lo que ya intuía, que Curtis Moore era un
miembro de los Raven Saints. Y que se había cargado a Jenna, seguramente, por
encargo de alguien, siendo ese alguien, con toda probabilidad, Socia. Socia era el
marido de Jenna, o lo había sido. Socia era lo suficientemente amigo del senador
Brian Paulson como para hacerse fotos con él. Paulson había dado un puñetazo en la
mesa durante nuestro primer encuentro. «Esto no es ninguna broma», había dicho.
Pues no. Jenna estaba muerta. Y más de cien guerreros urbanos sin miedo a morir me
tenían ojeriza. De bromas, nada. Al día siguiente tenía que almorzar con Mulkern y
su pandilla. Estaba borracho. Igual era culpa mía, pero Letterman no conseguía
entretenerme. Jenna estaba muerta. Curtis había perdido un pie. Yo estaba borracho.
Detrás del televisor, un fantasma vestido de bombero acechaba entre las sombras.
Cada vez veía la imagen de la tele más borrosa. La botella estaba vacía.

El Héroe me apuntaba a la cabeza con un hacha y yo seguía sentado en el sillón.


Nevaba en la pantalla del televisor. Apliqué una visión borrosa a mi reloj de pulsera:
las cuatro y cuarto de la mañana. Noté que algo ardía por debajo del esternón. Todos
los nervios del cráneo estaban de punta ante el inminente impacto del hacha. Me
levanté y conseguí llegar al baño justo antes de vomitar todo el Glenlivet. Tiré de la
cadena y me tumbé sobre las frías baldosas: el cuarto apestaba a whisky, a miedo y a
muerte. Era la segunda vez en tres noches que vomitaba. Igual me había convertido
en bulímico.
Conseguí levantarme de nuevo y me estuve lavando los dientes durante cosa de
media hora. Entré en la ducha y abrí el grifo. Salí de la ducha, me quité la ropa y
volví a entrar. Para cuando acabé, ya casi era de día. Me tragué tres Tylenol y me
derrumbé en la cama, confiando en que lo que hubiera vomitado contuviese los
ingredientes que me asustaban y que me impedían conciliar el sueño.
Estuve dormitando durante las siguientes tres horas y, afortunadamente, no
apareció nadie. Ni Jenna, ni el Héroe ni el pie de Curtis Moore.

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A veces el mundo te deja en paz.

—Odio esto —dijo Angie—. Lo... odio.


—Tú también tienes muy mala pinta —afirmé.
Me miró mal y volvió a pelearse con el dobladillo de la falda. Nos encontrábamos
en el interior de un taxi.
Angie se pone faldas con la misma frecuencia con la que cocina, pero nunca me
decepciona. Y por mucho que se queje, no creo que le moleste tanto como aparenta.
Su atuendo estaba demasiado meditado como para que la reacción de cualquiera no
fuera de lo más entusiasta. Llevaba una blusa de seda oscura y una falda de cuero
negro. Lucía la melena peinada hacia atrás y recogida tras la oreja izquierda, aunque
algunos mechones le sombreaban el ojo. Cuando se me quedó mirando bajo esas
largas pestañas, casi me hizo daño. Llevaba la falda muy ceñida y no paraba de tirar
del dobladillo para estar más cómoda, meneándose en el asiento. La verdad es que
todo resultaba muy agradable de ver.
Yo llevaba un traje cruzado de color gris con un discreto entrelazado negro. La
chaqueta se me ceñía a las caderas dándome un aire cosmopolita, pero los modistos
suelen ser más tolerantes con los hombres que con las mujeres, así que me bastaba
con desabrochármela para estar más cómodo.
—Tienes muy buen aspecto —le dije a mi socia.
—Ya lo sé —repuso, sarcástica—. Me gustaría atrapar al tío que diseñó esta falda,
pues estoy convencida de que fue un hombre, y embutirle en ella, a ver si le cabría el
culo.
El taxi nos dejó en la esquina de enfrente de la iglesia de la Trinidad.
El portero nos abrió la puerta del hotel con la bonita frase «Bienvenidos al Copley
Plaza», y nosotros entramos. El Copley se parece bastante al Ritz: ambos existían
desde mucho antes de nacer yo y ambos seguirán ahí cuando yo ya no esté en este
mundo. Y si los empleados del Copley no resultan tan animosos como los del Ritz es
porque, probablemente, tienen menos motivos para ello: el Copley sigue intentando
abandonar su estatus de hotel más olvidado de la ciudad. Su última reforma
multimillonaria lo va a tener crudo para hacer olvidar a la gente esos pasillos antaño
lúgubres y esa atmósfera mortecina que lo caracterizaba. Empezaron por el bar, eso
sí, y la verdad es que han hecho un buen trabajo. En vez de George Reeves y Bogey,
ahí siempre espero ver a Burt Lancaster, en su papel de J. J. Hunsecker, dando
audiencia a la gente desde su mesa habitual mientras Tony Curtis le da la tabarra.
—¿Burt Lancaster como quién? —me preguntó Angie.
—Chantaje en Broadway —le informé.
—¿Qué?
—Calla, arpía.

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Esta vez, Jim Vurnan no se levantó para recibirme. Sterling Mulkern y él estaban
sentados juntos en la penumbra, con la vista protegida de las trivialidades del mundo
exterior por los listones de una persiana. A través de ella, se atisbaban fragmentos del
hotel Westin, pero a no ser que insistieras en verlos, ni reparabas en ellos. Lo cual me
parece de lo más normal, ya que el único hotel de esta ciudad que es más feo que el
Westin es el Lafayette; y si hay algo más feo que el Lafayette, aún está por construir.
Se percataron de nuestra presencia justo cuando llegamos ante su reservado. Jim hizo
amago de levantarse, pero yo alcé la mano y se limitó a moverse en el asiento para
dejarme sitio. Ojalá fabricaran perros y cónyuges tan amables y leales como los
representantes del pueblo.
Dije:
—Jim, ya conoces a Angie. Senador Mulkern, es mi socia, Angie Gennaro.
Angie extendió la mano.
—Encantada de conocerle, senador.
Mulkern tomó su mano, le besó los nudillos y se deslizó por el asiento sin soltar
la extremidad de mi socia.
—El placer es mío exclusivamente, señorita Gennaro.
Qué elegancia. Angie se sentó a su lado y él le soltó la mano. Luego se me quedó
mirando con una ceja arqueada.
—¿Sólo es una socia? —bromeó.
Jim le rió la gracia.
Yo me limité a dibujar una sonrisita y me senté junto a Jim.
—¿Dónde está el senador Paulson? —pregunté.
Mulkern le estaba sonriendo a Angie. Repuso:
—No he sido capaz de sacarlo del despacho, me temo.
—¿Un sábado?
Mulkern tomó un sorbo de su bebida.
—Bueno, cuéntame —le dijo a Angie—. ¿Dónde te ha tenido escondida el
pillastre de Pat?
Angie le dedicó una sonrisa luminosa, toda dientes.
—En un cajón.
—¿De verdad? —se sorprendió Mulkern. Otro trago—. Me cae bien, Pat, de
verdad.
—Es lo que suele suceder, senador.
Apareció el camarero, apuntó nuestras bebidas y desapareció silenciosamente,
reptando por la mullida alfombra. Mulkern había hablado de almorzar, pero en la
mesa no había más que vasos. Igual habían descubierto un menú a base de líquidos.
Jim me tocó el hombro.
—Menudo día tuviste ayer.

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Sterling Mulkern sostenía el Trib de la mañana.
—Ya eres un héroe como tu padre, muchacho. —Le propinó unos papirotazos al
diario—. ¿Lo has visto?
—Sólo leo la tira de Calvin y Hobbes —afirmé.
—Pues esto es una propaganda estupenda. Ideal para el negocio.
—Pero no para Jenna Angeline.
Mulkern se encogió de hombros.
—Quien a hierro mata...
—Era una señora de la limpieza. El arma más peligrosa que había visto en su vida
era un abridor de cartas, senador.
Volvió a encogerse de hombros y vi que no estaba dispuesto a cambiar de idea.
Los tipos como Mulkern suelen ver lo que les conviene, y luego pretenden que los
demás les demos la razón.
—Patrick y yo nos preguntábamos si la muerte de la señorita Angeline ponía fin a
nuestro trabajo para usted —dijo Angie.
—Me temo que no, querida, me temo que no —dijo el senador—. Contraté a Pat,
y también a ti, para encontrar ciertos documentos. A no ser que los hayáis traído,
seguís en nómina.
Angie sonrió.
—Patrick y yo trabajamos para nosotros, senador.
Jim me miró y luego clavó la vista en su bebida. La cara de Mulkern dejó de
moverse por unos instantes, y luego alzó las cejas, sorprendido.
—En ese caso, ¿por qué exactamente firmé el cheque a nombre de vuestra
agencia?
Angie no le dejaba pasar ni una.
—Por disfrutar de nuestra experiencia, senador. —Levantó la vista al acercarse el
camarero—. Ah, las bebidas. Gracias.
Me entraron ganas de besarla.
Dijo Mulkern:
—¿Tú también piensas eso, Pat?
—Más o menos. —Y le di un trago a mi cerveza.
—Una cosa, Pat —continuó Mulkern arrellanándose en el asiento, mientras le
daba vueltas a algo en la cabeza—. ¿Siempre es ella la que habla cuando estáis
juntos? ¿Es ella también la que hace todo el trabajo?
Intervino Angie:
—A ella no le gusta que se hable de ella en tercera persona cuando está presente,
senador.
Me tocaba hablar a mí:
—¿Cuántas copas lleva, senador?

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—Por favor —dijo Jim, y levantó la mano.
Si estuviéramos en un saloon del Oeste, el sitio ya se habría vaciado a esas
alturas. Cincuenta sillas haciendo ruido al apartarse de las mesas. Madera restallando
en la madera. Pero se trataba de un bar elegante de Boston, a media mañana de un
sábado, y Mulkern no tenía pinta de llevar encima una incómoda pistola. Demasiada
tripa. Pero también es verdad que, en Boston, las pistolas siempre han sido
reemplazadas por una buena firma o por el sarcasmo adecuado en el momento
oportuno.
Los negros ojos de Mulkern me contemplaban bajo unos pesados párpados. Era la
mirada de una serpiente cuyo nido ha sido invadido. La mirada de un borracho
violento a punto de liarse a puñetazos. Pronunció mi nombre y se inclinó hacia mí por
encima de la mesa. El pestazo a bourbon que exhalaba podría haberle prendido fuego
a una gasolinera.
—Patrick Kenzie —repitió—. Escúchame con atención. No pienso permitir que el
hijo de uno de mis lacayos me hable en ese tono. Tu padre, querido muchacho, era un
perro que saltaba cuando yo se lo decía. Y a ti, en esta ciudad, no te queda más
remedio que seguir su ejemplo. Porque —se me acercó más y, de repente, me agarró
por la muñeca, con fuerza— si no me muestras el respeto debido, mocoso, vas a tener
menos visitas que un local de Alcohólicos Anónimos el día de San Patricio. Una
palabra mía y estás en la ruina. Y por lo que respecta a tu novia... Pues mira, va a
tener más cosas de las que preocuparse que los ojos morados que le pone el inútil de
su marido.
Angie parecía a punto de decapitarle, pero le puse en la rodilla mi mano libre para
calmarla.
Acto seguido, recurrí al bolsillo interior de la chaqueta y extraje la fotocopia que
había hecho de la fotografía. La sostuve entre los dedos, a una prudente distancia de
Mulkern y Vurnan, y dibujé en mi rostro una sonrisita cruel, todo ello sin apartar los
ojos de los del senador. Me apoyé levemente en el respaldo del asiento, para alejarme
de su tóxica halitosis, y le dije:
—Senador, estoy de acuerdo en lo de que mi padre fue uno de sus lacayos. Nada
que objetar a eso. Pero es un dato que a mí, francamente, me suda la polla. Yo
detestaba a ese cabrón, así que no malgaste su etílico aliento apelando a mis
sentimientos. Angie es de la familia. Él no. Y usted tampoco. —Moví la muñeca para
liberarme de él. Antes de que retirara la mano, se la agarré con fuerza y añadí—:
Senador, como vuelva a amenazarme —dejé la fotocopia en la mesa, frente a él—, le
voy a joder la vida a conciencia.
Si se fijó en la fotocopia, no lo demostró. Seguía mirándome a los ojos, que se
iban haciendo pequeños hasta convertirse en puntitos cargados de odio.
Miré a Angie mientras soltaba la mano de Mulkern.

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—Eso es todo —dije levantándome. Le di a Jim una palmadita en el hombro—.
Siempre es un placer verte.
—Adiós, Jim —añadió Angie.
Y nos alejamos de la mesa.
Si llegábamos a la salida, como mucho en otoño estaría viviendo del paro. Si
llegábamos a la salida sería porque la foto no significaba nada más que unos
contactos turbios sin gran cosa que ocultar. Tendría que trasladarme a Montana, a
Kansas, a Iowa o a alguno de esos sitios tan aburridos que no tienen ni políticos
corruptos. Si llegábamos a la salida, estaríamos acabados en esta ciudad.
—Pat, muchacho...
Estábamos a unos tres metros de la puerta cuando recuperé la fe en la naturaleza
humana.
Angie me estrujó la mano y nos dimos la vuelta con cara de que teníamos cosas
mejores que hacer.
—Por favor —dijo Jim—. Sentaos de nuevo.
Nos acercamos a la mesa.
Mulkern extendió la mano.
—Suelo ser algo picajoso a estas horas del día. Parece que la gente no pilla mi
sentido del humor.
Le di la mano.
—Eso es algo que suele pasar.
Mulkern le tendió la mano a Angie:
—Señorita Gennaro, por favor, acepte las excusas de un viejo gruñón.
—Ya está olvidado, senador.
—Por favor —dijo éste—, llámame Sterling.
Sonrió afectuosamente y le dio unas palmaditas en la mano. Todo en él resultaba
de una sinceridad apabullante.
Si no fuera porque ya había vomitado lo mío, igual suelto la papilla allí mismo.
Jim señaló la fotocopia y me miró:
—¿De dónde has sacado esto?
—De Jenna Angeline.
—Es una copia.
—Pues sí, Jim, lo es.
—¿Y el original? —intervino Mulkern.
—Obra en mi poder.
—Pat —siguió Mulkern, con la sonrisa puesta—, te contratamos para que
recuperaras documentos, no fotocopias.
—Conservo el original de éste hasta que encuentre el resto.
—¿Por qué? —preguntó Jim.

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Le mostré la portada del periódico:
—Las cosas se han complicado. Y eso no me gusta. Angie, ¿a ti te gusta que las
cosas se compliquen?
—Para nada —repuso mi socia.
Miré a Vurnan y a Mulkern.
—Vaya, que no nos gusta. Conservar el original es nuestra manera de controlar el
follón hasta que sepamos de qué va.
—¿Podemos ayudarte, Pat?
—Por supuesto. Háblenme de Paulson y Socia.
—Se trata de una estúpida indiscreción por parte de Brian —dijo Mulkern.
—¿Cuán estúpida? —le preguntó Angie.
—Para una persona del montón, no mucho —repuso Mulkern—. Pero para un
personaje público, resulta de lo más estúpida.
Le hizo a Jim una señal con la cabeza.
Jim cruzó las manos sobre la mesa:
—El senador Paulson se embarcó en una velada de... de placer ilícito con una de
las prostitutas del señor Socia, hace seis años. No puedo restarle importancia, dadas
las circunstancias, pero la verdad es que todo se redujo a una noche de vino y
mujeres.
—Ninguna de las cuales era la señora Paulson —dijo Angie.
Mulkern negó con la cabeza.
—Eso es irrelevante. Se trata de la mujer de un político y es consciente de lo que
se espera de ella en un momento así. No, el problema surgiría si cualquier parte de
este asunto sale a la luz. Actualmente, Brian es una voz fuerte y silenciosa a favor de
la ley del terrorismo urbano. Cualquier relación con gente como... como el señor
Socia, resultaría funesta.
Me entraron ganas de preguntarle cómo se podía ser «una voz fuerte y silenciosa»
a la vez, pero supuse que eso revelaría mi falta de conocimientos políticos. Así pues,
busqué otro tema de conversación:
—¿Cuál es el nombre de pila de Socia?
—Marion —dijo Jim, y Mulkern le lanzó una mirada.
—Marion —repetí—. ¿Y qué pinta Jenna en todo esto? ¿Cómo consiguió hacerse
con esas fotos?
Jim miró a Mulkern antes de responder. No hay nada como la telepatía entre
politicastros. Dijo:
—Por lo que imaginamos, Socia envió las fotos como un intento de chantaje.
Brian se emborrachó mucho esa noche, como ya podéis suponer. Se quedó frito en el
sillón, con las fotos sobre el escritorio. Luego vino Jenna a limpiar, y suponemos...
Angie le interrumpió:

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—Un momento. ¿Está usted diciendo que Jenna sintió tal repulsión moral al ver
las fotos de Paulson con una prostituta que se las llevó? ¿Sabiendo que su vida no
valdría un céntimo si hacía algo así? —Creo que Angie aún se tragaba menos que yo
esa historia.
Jim se encogió de hombros.
Mulkern dijo:
—¿Quién sabe lo que piensa esa gente?
Intervine:
—¿Y para qué iba a matarla Socia? No me parece que tuviera mucho que perder
por el hecho de que las fotos de Paulson con la furcia salieran a la luz.
Antes de que Mulkern hablara, supe lo que iba a decir, y me pregunté para qué me
había molestado en sacar el tema.
—¿Quién sabe lo que piensa esa gente? —repitió.

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16
El resto del día fue un aburrimiento.
Regresamos a la oficina y yo me dediqué a flirtear con Angie mientras ella me
decía que me fuera a hacer gárgaras y el teléfono no sonaba y no aparecía ni Dios por
el campanario. Pedimos una pizza a domicilio, nos tomamos unas cervezas y yo me
entretuve recordando lo guapa que estaba Angie en el taxi, meneando el culo dentro
de aquella falda. Mi socia me miró un par de veces, intuyó el cariz de mis reflexiones
y me llamó pervertido. Aunque lo cierto es que en una de esas ocasiones estaba
teniendo unos pensamientos de lo más inocentes acerca de mi factura telefónica,
supongo que me lo merecía por las demás.
A Angie siempre le ha atraído la ventana que hay detrás de su escritorio. Se pasa
la vida mirando por ahí, mientras se muerde el labio inferior o se da golpecitos en los
dientes con un lápiz, perdida en su rico mundo interior. Pero hoy era como si se
proyectara ahí afuera una película que sólo ella pudiese ver. La mayoría de sus
respuestas a mis comentarios empezaban con un «¿qué?», y tuve la impresión de que
no compartíamos ni el mismo hemisferio. Supuse que tendría algo que ver con el
Capullo, así que no dije nada.
Mi pistola seguía en el cuartel general de la policía, y yo no tenía la menor
intención de pasear por la ciudad sin nada más a lo que agarrarme que mi propia polla
y una actitud optimista con respecto a las actividades que los Raven Saints me tenían
preparadas. Necesitaba un arma totalmente virgen, pues aquí tenemos reglas muy
estrictas sobre las pistolas no registradas. Angie también necesitaría una si nos
metíamos juntos en algún lío, así que recurrí a Bubba Rogowski y le encargué dos
pipas limpias de polvo y paja. Me dijo que por supuesto, que las tendría a eso de las
cinco. Era como pedir una pizza.
Luego llamé a Devin Amronklin. Devin está destinado en el nuevo Escuadrón
Anti Bandas del señor alcalde. Es bajito y fuerte, y quienes intentan hacerle daño lo
único que consiguen es cabrearle más de lo que ya está. Luce unas cicatrices de la
longitud de una carretera comarcal, pero es un tío muy agradable con el que pasar el
rato cuando no estás en una fiesta en Beacon Hill.
Me dijo:
—Encantado de hablar contigo, pero tengo cosas que hacer. Nos vemos mañana
en el funeral. Y diga lo que diga el capullo de Ferry, la verdad es que te has ganado
una medalla con lo de Curtis el Cojo.
Colgué y sentí cierta placidez en el pecho, como cuando te tomas un trago una
fría noche, antes de que te acabe sentando mal. Con Bubba y Devin por ahí, me sentía
más seguro que un condón en una convención de eunucos. Hasta que llegué a la
conclusión, como siempre me ocurre, de que cuando alguien te quiere matar, cuando

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lo desea de verdad, sólo la suerte te puede salvar. Ni Dios, ni un ejército ni, sobre
todo, tú mismo. Tenía que confiar en la estupidez de mis enemigos, o en que
carecieran de la memoria necesaria para acometer una venganza. Cosas así serían las
que me mantendrían alejado de la tumba.
Le eché un vistazo a Angie.
—¿Cómo va eso, guapa?
Y ella, claro está, dijo:
—¿Qué?
—Que cómo va eso, guapa.
El lápiz iba haciendo tap-tap-tap. Cruzó los tobillos sobre el marco de la ventana
y giró la silla ligeramente en mi dirección.
—Oye —dijo.
—¿Qué?
—No sigas por ahí, ¿vale?
—¿A qué te refieres?
Giró la cabeza, me miró a los ojos.
—Lo de «guapa» y tal. Déjalo. Ya.
Me hice el gracioso:
—Ay, mamá, porfa...
Le dio un empujón a la silla para quedarse cara a cara conmigo, lo que obligó a
sus piernas a despedirse de la ventana.
—Y eso tampoco me hace gracia. Eso de «ay, mamá»... Como si fueras inocente
del todo. No lo eres. —Miró por la ventana un instante y luego regresó a mí—. A
veces puedes ser muy gilipollas, Patrick. ¿Eres consciente de ello?
Dejé la cerveza en una esquina de la mesa.
—¿A qué viene esto?
—Simplemente... viene. ¿Vale? No es fácil... No es... Vengo aquí cada día desde
mi puta... casa, y lo único que quiero es... yo qué sé. Pero tengo que aguantarte a ti
con lo de «guapa», con tu ligoteo que ya parece un puto acto reflejo, con tus
miraditas y... Ya no puedo más.
Se frotó la cara con las manos, fuerte, y luego se las pasó por el pelo, gruñendo.
Le dije:
—Oye, Angie...
—Ni «oye» ni «olla», Patrick. Ya está bien. —Le dio una patada a uno de los
cajones de debajo de su escritorio—. Mira, entre ese cerdo seboso de Mulkern, Phil y
tú, ya no sé...
Me sentía como si tuviera un caniche alojado en la garganta, pero conseguí decir:
—¿Ya no sabes qué?
—¡Nada! —Hundió la cabeza entre las manos y, acto seguido, me miró de nuevo

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—. Ya no sé nada. —Se levantó con la suficiente fuerza como para darle una vuelta
completa a la silla y echó a andar hacia la puerta—. Y estoy hasta las narices de que
me hagan preguntas.
Se fue.
El sonido de sus tacones reverberó por los escalones como si fueran balas que
ascendieran por los peldaños hasta colarse en la habitación. Noté un agudo dolor
detrás de los ojos, como si alguien me estuviera clavando un punzón.
Dejé de oír los taconazos. Miré por la ventana, pero Angie no estaba en el
exterior. La pintura beige de su coche, algo rallada, brillaba apagadamente a la luz de
la farola.
Bajé los peldaños de tres en tres, a oscuras, arriesgándome a perder el equilibrio
en ese estrecho y sinuoso sendero. Angie estaba a escasos metros del último escalón,
apoyada en un confesionario. Tenía un cigarrillo encendido entre los labios y estaba
guardándose el mechero en el bolso cuando aparecí yo.
Me quedé inmóvil y esperé.
—¿Y bien? —dijo ella.
—¿Y bien qué? —dije yo.
—Esta conversación no promete mucho.
Le dije:
—Por favor, Angie, dame un respiro. Esto me cae totalmente por sorpresa. —
Recuperé el resuello mientras ella me miraba con ojos opacos, con una de esas
miradas que te dicen que algo ha pasado y que más vale que lo descubras
rápidamente—. Ya sé qué es lo que no funciona... en Mulkern, en Phil, en mí. Estás
rodeada de hombres gilipollas...
—De críos gilipollas —me interrumpió.
—Vale —reconocí—. En estos momentos, tu vida está llena de críos gilipollas.
Pero, Angie, ¿qué es lo que no funciona?
Se encogió de hombros y dejó caer la ceniza del pitillo sobre el suelo de mármol.
—Igual ardo en el infierno por esto.
Esperé.
—Nada funciona, Patrick. Nada. Cuando pensaba en ti, en que ayer casi te
mueres, me vinieron muchas más cosas. Quiero decir... Por el amor de Dios, ¿esto es
mi vida? ¿Phil? ¿Dorchester? —Recorrió la iglesia con el brazo—. ¿Esto? Vengo a
trabajar, te me quito de encima, tú te diviertes, yo vuelvo a casa, me zurran una o dos
veces al mes, y a veces después de eso me acuesto con el muy cabrón, y... ¿Y eso es
todo? ¿Eso es lo que soy?
—Nadie ha dicho que las cosas tengan que ser así.
—Ah, vale, Patrick. Me convertiré en neurocirujano.
—Yo puedo...

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—No. —Lanzó la colilla sobre el mármol y la pisoteó—. Para ti es un juego.
Seguro que te preguntas: «¿Qué tal debe de ser en el catre?». Y cuando lo sepas, a
otra cosa, mariposa. —Negó con la cabeza—. Esto es mi vida. No es ningún juego.
Asentí.
Angie sonrió con tristeza y, gracias a la lucecilla que brillaba a través del cristal
verde esmerilado que tenía a mi derecha, pude ver que tenía los ojos humedecidos.
Me dijo:
—¿Recuerdas cómo eran las cosas?
Asentí de nuevo. Hablaba de antes, de cuando no había límites. De antes, de
cuando este lugar era un sitio algo cutre y un tanto romántico y no una simple
realidad.
—¿Quién lo hubiera pensado, eh? —añadió—. Tiene gracia, ¿no?
—No —sentencié.

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17
Bubba nunca apareció por la oficina esa noche. Típico.
Se dejó caer por mi apartamento a la mañana siguiente mientras yo aún estaba
pensando en qué ponerme para el funeral de Jenna. Se sentó en la cama mientras yo
me hacía el nudo de la corbata y dijo:
—Con esa corbata pareces un marica.
—¿No estabas al corriente de lo mío? —dije, enviándole un beso.
Bubba metió un pie debajo de la cama.
—Ni una puta broma sobre eso, Kenzie.
Consideré la posibilidad de seguir en esa línea, al ver lo nervioso que le ponía.
Pero chinchar a Bubba es la mejor manera de que te suceda algo desagradable, así
que continué batallando con el nudo.
Bubba es un anacronismo total en los tiempos que corren. Odia a todo el mundo,
excepto a Angie y a mí, pero a diferencia de la mayoría de la gente de ese estilo, no
pierde el tiempo hablando de ello. No envía cartas al director ni amenaza de muerte al
presidente, no se integra en algún grupo u organiza manifestaciones, ni considera su
odio nada más que un aspecto de su mundo que es de lo más natural, como respirar o
beber alcohol. Bubba no piensa gran cosa de sí mismo, y aún les concede menos
importancia a los demás... a no ser que se crucen en su camino. Mide un metro
noventa, pesa noventa y cinco kilos y todo en él es una mezcla de adrenalina en
estado puro y rabia sicopática. Y mataría a cualquiera que me mirase mal.
Prefiero no pensar mucho en su lealtad, cosa que a él ya le está bien. Y en cuanto
a Angie, bueno, en cierta ocasión, Bubba se le ofreció para romperle a Phil todas las
costillas y volvérselas a colocar —al revés—, pero entre los dos conseguimos quitarle
esa idea de la cabeza. Le prometimos, de hecho lo juramos ante Dios, que ya nos
ocuparíamos algún día de ese asunto y que le llamaríamos para que se sumara al
festejo. El hombre insistió. Nos llamó fracasados, mamarrachos y todo lo que se os
pueda ocurrir en esa línea, pero por lo menos nos libramos de una acusación de
homicidio en primer grado.
Para Bubba, el mundo es muy sencillo: si se pone pesado, párale los pies. De la
manera que se te ocurra.
Se llevó la mano al interior de su gabardina de tela vaquera y sacó dos pistolas,
que lanzó sobre la cama.
—Lamento el retraso —dijo.
—No pasa nada.
—También tengo unos misiles que igual te van bien.
Revisé el nudo de la corbata y traté de que no se me acelerara el corazón.
—Misiles.

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—Pues sí. Tengo un par de ellos que pondrían en su sitio a esos basurillas.
Con suma lentitud, le dije:
—Pero, Bubba, ¿no podría ser que acabáramos volando medio barrio?
Consideró esa posibilidad durante cosa de un segundo.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó mientras cruzaba las manos en la nuca
y se tumbaba en la cama—, ¿Te interesan o qué?
—Igual más adelante.
Asintió.
—Vale —dijo.
Volvió a recurrir a la vestimenta, y yo me quedé a la espera de que sacara un
cañón antitanques o un par de bazucas, pero se limitó a depositar sobre la cama
cuatro granadas.
—Por si acaso —dijo.
—Claro que sí, igual resultan útiles.
—Ya verás como sí. —Se incorporó—. Supongo que piensas pagarme las
pistolas, ¿no?
Le miré en el espejo y asentí:
—Puedo pagarte esta misma tarde, si te urge.
—No. Ya sé dónde vives. —Sonrió, y la sonrisa de Bubba es de las que te pueden
provocar largos períodos de insomnio—. Llámame cuando necesites algo, de día o de
noche. —Se detuvo ante la puerta del dormitorio—. ¿Nos tomamos una cerveza un
día éstos?
—Por supuesto.
—Cojonudo.
Me hizo un saludo con el brazo y se marchó.
Me sentí como cada vez que pierdo de vista a Bubba: como si algo no hubiera
llegado a explotar.
Acabé con la corbata y me acerqué a la cama. Entre las granadas había dos
pistolas, una Smith del 38 y una Browning Hi-Power niquelada de nueve milímetros.
Me puse la chaqueta del traje y deslicé la Browning en la sobaquera. El 38 me lo
guardé en el bolsillo de la chaqueta, y luego me miré al espejo. Tenía la cara menos
hinchada y los labios a medio curar. La piel alrededor del ojo había adquirido un tono
amarillento, y los rasguños de la cara empezaban a volverse rosas. Seguía sin ser el
ligue ideal, pero ya no formaba parte del club de fans del Hombre Elefante. Podía
mostrarme en público sin que me señalaran con el dedo o prorrumpieran en risitas. Y
en caso de que alguien adoptara esa molesta actitud hacia mí, siempre podía volarle la
cabeza, que para eso iba armado.
Miré las granadas. No tenía la menor idea de qué hacer con ellas. Algo me decía
que si las dejaba en casa se caerían de la cama y harían saltar el edificio por los aires.

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Así que las cogí y las metí en el frigorífico. Si alguien intentaba robarme la cerveza,
vería con quién estaba tratando.

Angie estaba sentada en los escalones de entrada a su casa cuando aparecí yo.
Llevaba una blusa blanca y unos pantalones negros ceñidos en los tobillos. Ella sí que
era el ligue ideal, pero me abstuve de comentarlo.
Subió al coche y recorrimos parte del camino sin abrir la boca. Yo había puesto en
el radiocasete, con toda la intención, una cinta de Screaming Jay Hawkins, pero
Angie ni parpadeó, aunque Screaming Jay Hawkins le da casi más asco que la gente
que la llama «tía». Se fumó un cigarrillo y se quedó observando el paisaje de
Dorchester como si acabara de llegar.
Terminó la cinta cuando entrábamos en Mattapan, momento en que le dije:
—Nunca me canso de escuchar a este hombre, qué bueno es. No me importaría
cargarme el botón de eyección y escucharle hasta la eternidad.
Angie se mordisqueaba un padrastro.
Expulsé a Screaming Jay y lo sustituí por U2. Por regla general, esa cinta siempre
pone a Angie a bailar en el asiento, pero hoy era como si le hubiera puesto a Michael
Bolton: parecía que había desayunado litio.
Rodábamos por la autopista de Jamaica Plain y los chicos de Dublín atacaban
«Sunday bloody Sunday», cuando Angie dijo:
—Estoy dándole vueltas a algo. Dame un poco de tiempo.
—No me importa esperar.
Se giró en el asiento mientras se colocaba el pelo detrás de la oreja para
protegerlo del viento.
—Te agradecería que dejaras lo de «guapa» una temporadita, como lo de
invitarme a compartir la ducha y cosas así.
—Es difícil deshacerse de las viejas costumbres —me defendí.
—Yo no soy una vieja costumbre —afirmó ella.
Asentí.
—Tienes razón. ¿Quieres tomarte un tiempo libre, tal vez?
—Ni hablar. —Dobló la pierna izquierda bajo la derecha—. Me encanta este
trabajo. Pero necesito pensarme las cosas y que tú me apoyes, Patrick, no que te
dediques a coquetear conmigo.
Levanté la mano derecha como para un juramento.
—Cuenta conmigo.
Un poco más y añado «guapa», pero me callé a tiempo. Puede que mi madre diera
a luz a un merluzo, pero no a un suicida.
Angie me cogió la mano y me la apretó.
—¿Has visto a Bubba?

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—Pues sí. Y te ha traído un regalo. —Saqué del bolsillo el 38 y se lo pasé.
Lo sopesó.
—Qué hombre tan sentimental...
—Nos ha ofrecido un par de misiles, por si hay algún país que nos apetezca
conquistar.
—He oído que Costa Rica tiene unas playas magníficas.
—Pues a por Costa Rica. ¿Hablas español?
—Creía que tú lo hablabas.
—Suspendí en clase. Dos veces. Exámenes distintos.
—Pero hablas latín, ¿no?
—Muy bien: conquistaremos la antigua Roma.
Atisbamos el cementerio a la izquierda, y Angie dijo:
—Vaya por Dios.
Eché un vistazo mientras torcía hacia la carretera principal. Habíamos esperado el
funeral típico de una asistenta —algo ligeramente por encima del de un vagabundo—,
pero aquello estaba lleno de coches. Un montón de utilitarios baqueteados, un BMW
negro, un Mercedes plateado, un Maserati, un par de RX-7 y un escuadrón entero de
vehículos policiales, cuyos responsables se encontraban en el exterior contemplando
la tumba preparada para Jenna.
—¿No nos habremos equivocado de sitio? —preguntó Angie.
Me encogí de hombros y aparqué junto al césped, sumido en la más absoluta
confusión. Salimos del porche y cruzamos el terreno, deteniéndonos un par de veces
porque a Angie se le torcía el tacón en las zonas más blandas.
El reverendo, en un tono profundo, le estaba pidiendo al Señor que acogiera en su
seno a su hija, Jenna Angeline, y la condujera al Reino de los Cielos con el amor de
un padre hacia quien es carne de su carne y sangre de su sangre. Hablaba con la
cabeza baja, mirando el ataúd sostenido por unas barras metálicas sobre el profundo y
oscuro rectángulo. Pero era el único en hacerlo. El resto de los presentes estaban muy
ocupados observándose mutuamente.
El grupo situado al sur del féretro estaba presidido por Marion Socia. Era más alto
de lo que aparentaba en la fotografía y llevaba el pelo más corto, en forma de rizos
ceñidos a un cabezón importante. También se le veía más delgado, como si hubiera
gastado mucha adrenalina. Sus finas manos se movían sin parar junto a las piernas,
como si añoraran el gatillo de una pistola. Lucía un sencillo traje oscuro con camisa
blanca y corbata negra, pero el material era caro... Seda, supuse.
Los chicos a su espalda iban vestidos exactamente igual que él, pero la calidad de
los trajes se iba deteriorando a medida que sus propietarios se encontraban más
alejados de Socia y de la tumba. Había, por lo menos, unos cuarenta, todos muy
juntos, en perfecta formación detrás de su jefe. La cosa tenía un punto de devoción

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espartana. Ninguno de ellos, a excepción de Socia, parecía tener más de diecisiete
años, y algunos eran tan jóvenes que igual ni sabían lo que era una erección. Todos
miraban más allá de la fosa en la misma dirección que Socia, con los ojos
desprovistos de juventud, movimiento o emoción, unos ojos claros, atentos y carentes
de vida.
El objeto de su atención estaba al otro lado de la tumba, justo enfrente de su líder.
Se trataba de un chaval negro tan alto como Socia, pero más sólido, con uno de esos
cuerpos saludablemente duros que el macho de la especie sólo puede conseguir antes
de cumplir los veinticinco. Llevaba una gabardina negra sobre una camisa azul
oscuro abotonada hasta arriba y sin corbata. Sus pantalones estaban meticulosamente
planchados y lucían un discreto estampado de motitas azules. Un pendiente de oro
colgaba de su oreja izquierda, y su peinado consistía en una mata de pelo hacia arriba
en el cráneo y las sienes prácticamente afeitadas, con unas barras dibujadas en el
escaso cabello que ahí quedaba. El cogote también lo llevaba afeitado, y también ahí
habían esculpido algo. Desde mi punto de vista, aunque no podía estar seguro del
todo, yo diría que se trataba de un mapa de África. Sostenía un paraguas apuntando al
suelo, aunque en el cielo había menos nubes que en un vidrio recién soplado. Detrás
de él había otro ejército: unos treinta efectivos, todos jóvenes, todos más o menos
arreglados, pero ninguno con corbata.
El primer blanco al que vimos fue Devin Amronklin. Estaba detrás del segundo
grupo, a unos buenos quince metros de distancia, y conversaba con otros tres
detectives: los cuatro repartían su atención entre las dos bandas y los polis de la
carretera.
Atravesando todo este material humano, vi a los pies del ataúd a algunas mujeres
mayores, a dos hombres vestidos con ropa del personal sanitario del Gobierno Estatal
y a Simone. La cual ya nos estaba mirando cuando reparamos en su presencia, y nos
sostuvo la mirada durante un buen minuto hasta que decidió desplazarla hacia los
robustos olmos que circundaban el cementerio. Nada en ella permitía intuir que
tuviese la menor intención de invitarme a tomar el té y a mantener una conversación
positiva sobre la diversidad racial a la salida del funeral.
Angie me cogió de la mano y caminamos hacia donde estaba Devin, quien nos
dedicó un correcto cabezazo, pero no dijo nada.
El sacerdote concluyó su apología e inclinó la cabeza una vez más. Nadie siguió
su ejemplo. Había algo muy extraño en aquel silencio, algo peligrosamente falso que
pesaba como el plomo. Una paloma, gorda y gris, sobrevoló la quietud con el rápido
movimiento de sus pequeñas alas. Y lo siguiente en romper el silencio fue el sonido
mecánico del féretro internándose en el rectángulo negro.
Ambos grupos se movieron a la vez, doblándose ligeramente hacia delante cual
arbolillos en la tormenta. Devin se llevó la mano a la cadera, dejándola a un

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centímetro del arma, y los otros tres polis hicieron lo mismo. El aire del cementerio
pareció contraerse y desaparecer en su propio vórtice. Una corriente eléctrica ocupó
su lugar, y mis dientes parecieron convertirse en piezas de metal. Un engranaje del
mecanismo se cayó en algún rincón del agujero negro, pero el féretro siguió bajando.
En esos momentos de severa quietud, creo que si a alguien se le ocurre estornudar se
iba a ver obligado a pasarse el resto de la vida apilando cadáveres.
De repente, el muchacho de la gabardina dio un paso hacia la tumba. Socia hizo
lo mismo una milésima de segundo después, dando dos pasos para compensar el
retraso. Gabardina aceptó el desafío y ambos llegaron a la vez al límite de la fosa,
mostrando la misma actitud, erguidos e inmóviles.
Dijo Devin, en un susurro:
—Calma. Quieto todo el mundo. Calma.
Gabardina se puso en cuclillas y arrancó un lirio blanco de un ramillete que había
a sus pies. Socia hizo lo mismo. Se miraron el uno al otro mientras extendían los
brazos sobre la tumba. Los lirios no temblaron. Ambos tenían el brazo estirado, pero
ninguno de ellos soltaba la flor. Parecía una competición de la que sólo ellos
conocieran las reglas. No vi quién abría antes la mano, pero de repente, los lirios
cayeron en la tumba en intangible entrega.
Ambos se apartaron dos pasos de la tumba.
Ahora les tocaba a las bandas. Imitaron lo que acababan de hacer Socia y
Gabardina, dependiendo de su afiliación. Para cuando la cola había llegado a los
miembros de más bajo nivel de cada grupo, éstos ya estaban cogiendo lirios y
lanzándolos a la oscuridad a una velocidad récord, dedicando escasos momentos a
mirarse mutuamente a los ojos para demostrar que no tenían ningún miedo. A mi
espalda, pude oír cómo los polis volvían a respirar.
Socia se había trasladado al pie de la fosa con las manos enlazadas, sin mirar
hacia ningún punto en concreto. Gabardina estaba de pie en la cabecera de la difunta
con el paraguas en la mano y mirando a Socia.
—¿Ya podemos hablar? —le dije a Devin.
Se encogió de hombros.
—Pues claro.
Intervino Angie:
—¿Qué coño está pasando aquí, Devin?
Y el hombre sonrió. Su cara era un poquito más fría que ese agujero negro que la
gente estaba llenando de lirios.
—Lo que está pasando —dijo— es el comienzo de la mayor matanza que jamás
haya visto en esta ciudad. En comparación, el incendio de Coconut Grove parecerá
una excursión al campo.
Sentí como si una bola de hielo del tamaño de una pelota de béisbol me atizara en

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plena espina dorsal, y noté en la espalda un sudor frío. Giré la cabeza y mis ojos se
saltaron la tumba para clavarse en los de Socia. Estaba completamente inmóvil y me
contemplaba como si pudiera atravesarme.
—No parece muy amigable —le dije a Devin.
—Le amputaste el pie a su lugarteniente favorito —repuso éste—. Yo diría que
está que trina.
—¿Lo suficiente como para matarme?
No resultaba agradable, pero no podía dejar de atender esa mirada taciturna que
me informaba de que yo ya había dejado de existir.
—Oh, sin duda —sentenció Devin.
Qué gran chico este Devin. Todo corazón.
—¿Y qué puedo hacer? —le pregunté.
—Yo te sugeriría que te hagas con un billete de avión para Tánger. Te acabará
pillando igual, pero por lo menos habrás visto mundo. —Removió la hierba fuerte y
espesa que tenía delante—. Aunque si atendemos a lo que se dice en la calle, parece
que primero quiere hablar contigo. Cree que tienes algo que necesita. —Alzó la
pierna y se quitó la hierba de los zapatos a manotazos—. Me pregunto qué debe de
ser, Patrick.
Me encogí de hombros. No podía dejar de pensar en los ojos de Socia. He visto
lagos congelados que resultaban más cálidos.
—Ése no sabe lo que dice —afirmé.
—No te lo voy a discutir. En cualquier caso, el tío tiene buena puntería. Por lo
que he oído, le encanta apretar el gatillo y causar a sus víctimas heridas superficiales.
Ya sabes, le gusta tomarse su tiempo. Te tienes que tirar media hora suplicándole que
te aseste el tiro de gracia. De lo más humanitario, el tal Socia. —Cruzó las manos por
delante de él e hizo crujir los nudillos—. Así pues, Patrick, ¿por qué cree que tú
tienes algo que necesita?
Angie me apretó la mano y deslizó la otra bajo mi brazo. Un gesto tan entrañable
como agridulce para mí. Preguntó:
—¿Quién es el tío del paraguas?
—Creí que erais detectives —se mofó Devin.
Gabardina también se había dado la vuelta ya. Controlaba la mirada de Socia y
sus ojos acabaron posándose en mí. Me sentí como un pececillo en un tanque de
tiburones.
Saltó Angie:
—No, Devin, aún estamos estudiando. Así que, por favor... ¿Quién es el tío del
paraguas?
Devin volvió a crujirse los nudillos y suspiró con la tranquilidad de alguien que se
estuviera tomando una cerveza en una hamaca.

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—Es el hijo de Jenna —dijo.
—El hijo de Jenna —repetí yo.
—¿Lo pillas? El hijo de Jenna. Dirige a los Ángeles Vengadores.
La avenida Angel está en el corazón del Dorchester negro. Es uno de esos sitios
en los que no obedeces a los semáforos en rojo. Ni a plena luz del día.
—¿También le pongo caliente a ése?
—No que yo sepa.
Preguntó Angie:
—¿Socia es su padre?
Devin les miró a ellos dos, y luego a nosotros. Asintió.
—Pero creo que fue su madre la que le puso Roland.

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18
—Un niño cabreado, el tal Roland —decía Devin.
Tomé un sorbo de café:
—A mí no me pareció un niño.
Devin le pegó un bocado al donut y agarró la taza de café.
—Tiene dieciséis años —dijo.
—¿Dieciséis? —intervino Angie.
—Recién cumplidos —aseguró Devin—. El mes pasado.
Pensé en lo que había visto de él: un cuerpo alto y musculoso, la actitud de un
joven general, de pie junto a la tumba de su madre, con un paraguas en la mano.
Parecía conocer su lugar en el mundo, siempre en primera línea, con sus secuaces
detrás.
Cuando yo tenía dieciséis años, apenas sabía cuál era mi lugar en la cola del
almuerzo.
—¿Cómo puede un chico de dieciséis años controlar una organización como los
Vengadores? —pregunté.
—Con un pistolón —repuso Devin. Me miró y se encogió de hombros—. Ese
Roland es un chaval muy espabilado. Y tiene las pelotas del tamaño de las ruedas de
un camión. Cosa muy útil a la hora de dirigir una banda.
—¿Y Socia? —inquirió Angie.
—Mira, te voy a contar algo sobre Roland y su papá, Marion. Dicen que la única
fuerza de la naturaleza de esta ciudad que puede ser más peligrosa que Roland es su
padre. Y créetelo, pues he compartido el cuarto de los interrogatorios con él durante
siete horas: ese tío tiene un hueco donde debería estar el corazón.
—¿Y él y Roland se van a enfrentar?
—Eso parece —afirmó Devin—. No hay mucho cariño entre ellos, eso te lo
puedo asegurar. Hazme caso, Roland no está donde está porque su viejo le haya
echado una mano. Socia nació sin el menor sentimiento paterno. Los Vengadores
solían ser una banda hermana de los Santos. Pero hace cosa de tres meses, Roland
puso fin a esa situación y se alejó de la organización de su señor padre. Que nosotros
sepamos, Socia ha intentado cargarse a Roland cuatro veces, pero el chaval se resiste
a diñarla. Estos últimos meses, han aparecido montones de cadáveres en Mattapan y
el Bury, pero ninguno de ellos era el de Roland.
Dijo Angie:
—Pero tarde o temprano...
Devin asintió.
—La cosa tiene que estallar. Roland odia a su viejo con toda su alma. Nadie sabe
exactamente por qué, pero ahora, con Jenna muerta, yo diría que el chico tiene toda la

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motivación que le hace falta, ¿no?
—¿Estaban muy unidos? —pregunté.
Devin se encogió de hombros y mostró las palmas de las manos en un gesto
fatalista.
—No lo sé. Ella le visitaba a menudo cuando estaba en el reformatorio de
Wildwood, y hay quien dice que ahora Roland se dejaba caer por su apartamento de
vez en cuando, para pasarle algo de dinero. Pero vete a saber... En esto del amor,
Roland es como su padre.
—Estupendo —resumí—. Dos máquinas sin sentimientos.
—Oh, no, tienen muchos sentimientos —dijo Devin—. Pero todos giran en torno
al odio. —Llamó la atención de la camarera—. Más café.
Estábamos sentados en el Dunkin Donuts de la calle Morton.
En el exterior, unos cuantos tíos se pasaban una botella metida en una bolsa de
papel marrón, esperando tranquilamente a que el domingo se convirtiera en lunes. En
la acera de enfrente, cuatro gamberros deambulaban mirándolo todo y, de vez en
cuando, uno de ellos chocaba su puño con el de al lado: estaban llenos de odio y
dolor, y dispuestos a desmadrarse a la más mínima oportunidad. En la esquina, una
chica que empujaba un carrito empezó a cruzar la calle confiando en que ésos no la
vieran.
Dijo Devin:
—Mira, lo de Jenna es una desgracia. No es justo que una mujer así tenga que
vérselas con dos asesinos del calibre de Socia y Roland. ¡Joder, si lo más grave que
hizo esa mujer fue coleccionar multas de aparcamiento! Como todo el mundo en esta
ciudad. —Mojó su segundo donut en su tercer café; su voz se resistía a cambiar de
tono, como si se tratara de una tecla de piano pulsada una y otra vez—. Qué pena. —
Nos miró—. Anoche abrieron su caja de seguridad.
—¿Y? —le pregunté en un susurro.
—Nada —repuso mirándome—. Unos bonos del gobierno y cuatro joyas que no
valían ni el alquiler de la caja.
Sonó una explosión ahogada en el exterior, y el local vibró un poco. Miré por la
ventana y vi al grupo de gamberros. Uno de ellos nos estaba mirando. Se le marcaban
las venas del cuello y su rostro se había convertido en una máscara de guerra. Sus
ojos se engarzaron con los nuestros mientras seguía golpeando la ventana con la
mano. Una pareja de clientes se asustó, pero el vidrio resistía. Los amigos del vándalo
se reían, pero él no. Tenía los ojos enrojecidos, ardientes de rabia. Le dio a la ventana
una vez más, consiguió que otros clientes se asustaran y, acto seguido, sus amigos se
lo llevaron. Se estaba tronchando de camino a la esquina. Bonito mundo.
—¿Alguien sabe de dónde viene la manía que Roland le tiene a Socia? —
pregunté.

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—Podría ser cualquier cosa. Tú tampoco le tenías mucho cariño a tu viejo,
¿verdad, Kenzie?
Negué con la cabeza.
Devin se dirigió a Angie:
—¿Y tú?
—Mi padre y yo nos llevábamos bien. Cuando estaba en casa. Con mi madre ya
era otra cosa.
—Yo odiaba a mi padre —dijo Devin—. Convertía cada amanecer en una bronca
de viernes por la noche. Me hizo tragar tanta mierda de pequeño, que me juré que en
mi vida volvería a aguantar algo así, aunque eso significara morir joven. Puede que a
Roland le sucediera lo mismo. Su expediente como delincuente juvenil es una lista
inacabable de problemas con la autoridad, que se remontan a cuando estaba en
primaria y le abrió la cabeza al sustituto del profesor. Ah, también le pegó un
mordisco en la oreja.
En primaria. Madre de Dios.
Dijo Devin:
—También la emprendió con unos cuantos asistentes sociales, por no hablar de un
segundo profesor. En cierta ocasión, cuando lo llevaban al correccional, le empotró la
cabeza en el parabrisas a uno de los policías que lo custodiaban. Le rompió la nariz a
un médico de urgencias, aunque tenía una bala alojada junto al espinazo. Ahora que
lo pienso... Roland sólo les ha zurrado la badana a los hombres. No es que responda
positivamente a la autoridad femenina, pero no se pone violento y se limita a largarse.
—¿Y Socia?
—¿Qué pasa con él?
—¿De qué va? Quiero decir, ya sé que dirige a los Santos, pero aparte de eso...
—Marion es un genuino oportunista. Hasta hace cosa de diez años, era un
macarra de poca monta. Un macarra de poca monta muy cabrón, eso sí, pero no te
colapsaba el ordenador cuando escribías su nombre.
—¿Y qué pasó?
—Lo que pasó fue el crack. Socia sabía de qué iba la cosa mucho antes de que
Newsweek le dedicara la portada. Mató a la mula de uno de los sindicatos jamaicanos
y se quedó con su negocio. Todos pensamos que, después de eso, le quedaría una
semana de vida, como mucho, pero se fue a Kingston, informó al Jefazo de las
dimensiones de sus pelotas y le retó a tomar represalias. —Devin se encogió de
hombros—. A partir de ahí, si querías crack en esta ciudad, tu hombre era Marion
Socia. Eso fue al principio, pero incluso ahora, con toda la competencia que hay,
sigue siendo el mandamás. Dispone de un ejército de críos dispuestos a matar por él
sin hacer preguntas, y tiene una red de camellos tan bien organizada que aunque
detengas a uno de los de arriba, aún te quedan cuatro o cinco más hasta llegar a Socia.

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Nos quedamos en silencio unos instantes, dándole al café.
Angie dijo:
—¿Cómo espera Roland acabar con Socia?
Devin se encogió de hombros.
—Ahí me has pillado. Personalmente, yo he apostado cien pavos por Socia.
—¿Has apostado...?
Asintió:
—Por supuesto, en la porra del departamento, a ver quién gana la guerra de
bandas. Con lo mal que me pagan, me veo obligado a buscar otras fuentes de
ingresos. De momento, va ganando Roland por sesenta a uno.
—En el funeral me parecieron ambos muy igualados —dijo Angie.
—Las apariencias engañan. Roland es duro, es listo y tiene un buen grupito
trabajando para él en la avenida Ángel, pero no es su padre. Aún no. Marion es
despiadado y tiene siete vidas. No hay ni un miembro de los Santos que no esté
convencido de que el tío es Satanás en persona. Como la cagues lo más mínimo en la
organización de Socia, te vas al hoyo. De ahí no sale nadie y nadie pacta nada. Los
Santos se creen que están en una guerra santa.
—¿Y los Vengadores?
—Oh, se esfuerzan lo suyo, eso desde luego. Pero en cuanto pinten bastos y
empiecen a caer como moscas, se echarán para atrás. Roland va a perder. Podéis estar
seguros de ello. Si sobrevive un par de años las cosas pueden cambiar, pero de
momento el chico está muy verde. —Le echó un vistazo a su café frío e hizo una
mueca—. ¿Qué hora es?
Angie consultó su reloj de pulsera.
—Las once.
—Coño, en alguna parte tienen que ser las doce —dijo Devin—. Yo necesito
alcohol. —Se levantó y dejó caer unas monedas en la mesa—. Vamos, chicos.
—¿Adónde? —le pregunté mientras me ponía de pie.
—Hay un bar a la vuelta de la esquina. Permitidme que os invite a un trago antes
de la guerra.

El bar era pequeño, estaba abarrotado y el suelo de goma negra olía a cerveza
pasada, a escupitajos recientes y a sudor. Era una de esas paradojas que tanto se dan
en esta ciudad: un bar irlandés para blancos en un barrio negro. Los tipos que venían
aquí a beber llevaban décadas haciéndolo. Se encastillaban ahí dentro con sus cañas
de a dólar, sus huevos duros y su actitud hierática, y hacían como que el mundo
exterior no había cambiado. Eran obreros de la construcción que no se habían movido
de un radio de diez kilómetros en toda su vida laboral porque en Boston siempre se
estaba edificando algo; eran capataces de los muelles, de la planta de General

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Electric, de los almacenes Sears. A las once de la mañana, ya le estaban dando al
whisky barato y a la cerveza fría mientras seguían atentamente un video del partido
de Nochevieja entre el Notre Dame y el Colorado.
Cuando entramos, nos miraron lo suficiente como para comprobar que éramos
blancos y volvieron a sus asuntos. Uno de ellos estaba de rodillas sobre la barra,
señalando la pantalla y contando a los jugadores.
—Mirad —decía—. Ocho tíos sólo en la defensa. Ocho putos tíos. A ver qué
hacen los del Notre Dame.
El barman era un vejestorio con algunas cicatrices menos que Devin en la cara.
Tenía uno de esos rostros aburridos y opacos propios de alguien que ha visto de todo
y al que todo se la suda. Se plantó ante Devin y le dedicó un cansado arqueo de ceja.
—Hola, sargento, ¿qué puedo hacer por usted?
—Mierda, mierda, mierda —decía alguien junto al televisor—. Cuéntalos otra
vez.
Otro parroquiano le puso en su sitio:
—Que te den por culo con lo de que los cuente otra vez. Cuéntalos tú.
Habló Devin:
—¿De qué va la discusión intelectual del extremo de la barra?
El barman limpió la zona del mostrador ante la que nos estábamos sentando.
—Roy, el tío de la barra, dice que Notre Dame es el mejor equipo de los dos
porque tiene menos negros. Así que los están contando.
—Oye, Roy —berreó alguien—. El puto quarterback es un negrata. ¿Qué me
dices ahora del poderío irlandés?
Dijo Angie:
—Si no estuviera tan acostumbrada a esto, creo que me avergonzaría.
Apuntó Devin:
—La verdad es que podríamos matarlos a todos y hasta nos darían una medalla.
—¿Para qué malgastar munición? —dije yo.
El barman seguía ahí plantado. Devin le dijo:
—Oh, perdona, Tommy. Tres cervezas y un chupito.
Alguien que no le conociera podría haber llegado a la conclusión de que había
pedido para todos, pero conmigo no coló:
—Una cerveza para mí.
—Y otra para mí —añadió Angie.
Devin le dio unos golpecitos contra la muñeca a un paquete de cigarrillos por
estrenar y luego le arrancó el envoltorio. Cogió uno y nos ofreció. Angie se sirvió. Yo
me resistí. Con dificultad, como siempre.
En el otro extremo de la barra, Roy —con el pecho blanco y peludo asomándole
por una sudorosa camiseta— estaba dando golpecitos con el dedo al televisor como si

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enviara un mensaje en Morse desde un barco a medio hundir.
—Un negrata, dos, tres, cuatro, cinco..., seis, uno más y hacen siete, ocho, nueve.
Nueve y sólo en la ofensiva. Vaya mierda de equipo. Todo lleno de negros.
Alguien se rió. Ese tipo de gente abunda.
—No entiendo cómo esos capullos siguen vivos en el barrio —dije.
Devin le echó un vistazo al expositor de los huevos duros.
—Tengo una teoría al respecto.
Tommy le puso delante las tres cervezas, con el chupito al lado, y fue a buscar las
nuestras. El whisky le desapareció garganta abajo antes de que me diera tiempo a ver
cómo lo cogía. Acto seguido, Devin agarró una de las heladas jarras y se tragó la
mitad antes de volver a hablar.
—Bien fría —dijo—. Mi teoría es la siguiente. Con gente así, tienes dos
opciones: o los matas o los dejas en paz porque, total, nunca conseguirás que piensen
de otra manera. Supongo que los del barrio se habrán cansado de cargárselos.
Se zampó el resto de su primera cerveza. Le quedaba medio cigarrillo por fumar y
ya se había pulido dos de sus cuatro consumiciones.
Siempre que intento seguirle el ritmo a Devin en un bar, acabo sintiéndome como
un utilitario con una rueda pinchada tratando de alcanzar a un Porsche.
Tommy nos puso las cervezas delante a Angie y a mí, y le sirvió otro chupito a
Devin.
—Mi padre solía venir a este bar —dijo Angie.
Mientras yo parpadeaba, Devin se ventiló el segundo trago.
—¿Por qué dejó de hacerlo? —preguntó.
—Porque se murió.
Devin asintió:
—Un buen motivo. —Empezó con su segunda jarra de cerveza—. ¿Y tu viejo,
Kenzie, el bombero heroico, frecuentaba sitios así?
Negué con la cabeza.
—Él la pillaba en el Vaughn's de la avenida Dot. Sólo iba allí. Le gustaba decir:
«El hombre que no le es fiel a su bar, tampoco le será fiel a su mujer».
—Todo un señor, su padre —dijo Angie.
—Nunca le conocí —dijo Devin—. Pero le vi en una foto. La de los dos niños y
el piso ardiendo. —Lanzó un silbido y se bebió lo que quedaba de su segunda jarra—.
Te diré una cosa, Kenzie... Si le echas la mitad de cojones que tu viejo, igual sales
vivo de ésta.
Se oyó una risotada procedente del otro extremo de la barra. Roy estaba
señalando la pantalla del televisor e iba diciendo «Negrata, negrata, negrata, negrata,
negrata, negrata, negrata», mientras daba unos pasitos de baile de rodillas. En
cualquier momento, la selecta parroquia empezaría a hacer chistes sobre el sida.

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Pensé en lo que había dicho Devin.
—Me enternece lo mucho que te preocupas por mí —le dije.
Hizo una mueca y frunció el entrecejo mientras trasegaba la tercera jarra de
cerveza. Luego la dejó sobre la barra y se limpió la boca con una servilleta de papel.
—Tommy —dijo mientras agitaba el brazo cual árbitro con tarjeta roja.
Apareció Tommy con dos jarras más y le sirvió otro chupito. Devin empinó el
codo, se bebió el whisky y el barman le puso otro. Devin asintió y, después de que
Tommy se largara, se dio la vuelta hacia mí y dijo:
—¿Preocuparme? —Dejó escapar una risita—. ¿Sabes para qué sirve
preocuparse? Para nada. Me preocupa que esta ciudad sea puesta a sangre y fuego
este verano, pero eso no va a impedir que suceda. Me preocupa que haya tantos
chicos capaces de palmarla por unas bambas, una gorra o cinco pavos de cocaína de
la peor. ¿Pero sabes qué? Siguen muriéndose. Me preocupa que a gilipollas como ése
—señaló con el pulgar hacia el final de la barra— se les permita reproducirse y
fabricar otros gilipollas igual de idiotas que él, pero eso no impide que semejantes
cenutrios sigan follando como conejos. —Se bebió el whisky de un trago, y yo tuve la
impresión de que iba a tener que llevarle a casa. Estaba apoyado en la barra con el
codo derecho encima del izquierdo y fumando como si le fuera la vida en ello—.
Tengo cuarenta y tres años —dijo, y Angie suspiró en silencio—. Tengo cuarenta y
tres —repitió—. Y tengo una pistola y una placa y voy a zonas de bandas cada noche
haciendo como que hago algo útil, y mi preocupación no me lleva a ninguna parte.
Derribo puertas a mazazos en edificios que huelen a algo que no sabes ni identificar.
Atravieso puertas y la gente me dispara y los niños lloran y las madres gritan y
alguien acaba detenido o muerto. Y luego, después de eso, vuelvo a mi asqueroso
pisito, como algo que he metido en el microondas y me voy a dormir hasta que todo
vuelve a empezar de nuevo. Eso es mi vida.
Alcé las cejas en dirección a Angie y ella me sonrió discretamente, pues ambos
recordábamos lo que ella había dicho en la capilla la noche anterior: «¿Es esto mi
vida?». Mucha gente piensa en su existencia últimamente. Y viendo a Devin y a
Angie, no sé hasta qué punto es una buena idea.
Tronó una voz al otro extremo de la barra:
—¡Joder, cómo corre el puto negro!
Intervino Roy:
—Claro que corre, borrico. Lleva huyendo de la policía desde que tenía dos años.
Seguro que cree que lo que lleva debajo del brazo no es una pelota, sino una radio
robada.
Carcajadas entre la chusma. Cuánto ingenio suelto.
Devin los estaba mirando. Era la suya una mirada hueca parapetada tras el humo
del tabaco. Dio una calada al cigarrillo y la ceniza olvidada al final del cilindro se

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derrumbó sobre la barra. No se dio ni cuenta, pese a que la mitad le resbaló por el
antebrazo. Se acabó la cerveza que le quedaba, miró fijamente al grupo en cuestión y
yo intuí que ahí se iba a armar una buena.
Apagó el cigarrillo y se bajó del taburete. Yo extendí la mano y la dejé a un
centímetro de su pecho.
—Devin...
Me apartó el brazo como si fuera una puerta giratoria y empezó a recorrer la
barra.
Angie se giró en el asiento para no perderse nada.
—Menuda mañanita —dijo.
Devin había llegado al final de la barra. Uno a uno, todos se habían percatado de
su presencia y se habían dado la vuelta para encararle. El hombre estaba ahí plantado,
con las piernas ligeramente abiertas y los brazos colgando a los lados. Sus manos
ejecutaban unos movimientos pequeños y circulares.
—Por favor, sargento, aquí no —le dijo Tommy.
Devin habló, muy suavemente:
—Ven aquí, Roy.
Y Roy saltó de la barra al suelo.
—¿Yo? —preguntó.
Devin asintió.
Roy se acercó a él mientras se ponía bien la camiseta. En cuanto la soltó, la
prenda volvió a levantarse cual persiana desobediente.
—¿Qué pasa? —inquirió.
La mano de Devin volvía a estar colgando del flanco antes de que la mayoría de
nosotros se diera cuenta de que la acababa de utilizar. A Roy se le disparó la cabeza
hacia atrás, las piernas le flaquearon y, de repente, estaba tirado en el suelo con la
nariz rota y la cara llena de sangre, que no dejaba de manar.
Devin le echó un vistazo, le dio un golpecito en el pie y le dijo:
—Roy. —Nuevo golpe al pie, un poco más fuerte—. Que te estoy hablando, Roy.
Roy farfulló algo y trató de levantar la cabeza. Tenía las manos bañadas en
sangre.
Le dijo Devin:
—Un negrata amigo mío me pidió que te diera este recado. Dijo que ya sabrías de
qué iba.
Recorrió la barra de nuevo y recuperó su asiento. Se zampó otra jarra de cerveza
y encendió un cigarrillo más.
—Bueno, ¿qué pensáis? —nos preguntó—. ¿Creéis que Roy se preocupa ahora
más por la gente?

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19
Nos fuimos del bar al cabo de una hora, más o menos. Los amigos de Roy ya se
lo habían llevado, supongo que a la sala de urgencias de algún hospital. Mientras
arrastraban a su compadre, nos lanzaron duras miradas a Angie y a mí, pero evitaron
cruzar sus ojos con los de Devin, como si éste fuera el Anticristo.
Devin dejó sobre la barra una propina de veinte dólares para compensar a Tommy
por las molestias.
—Es usted un coñazo, sargento. ¿Piensa venir cada día a darme pasta para cubrir
las consumiciones perdidas de todos ésos?
Devin farfulló «Vale, vale, vale» y ejecutó un paseíllo de borracho hacia la salida.
Angie y yo le seguimos hasta la calle.
—Déjame que te lleve a casa, Dev —le dije.
Haciendo eses, Devin se plantó en el aparcamiento del Dunkin Donuts y repuso:
—Te lo agradezco, Kenzie, pero no puedo perder la práctica.
—¿La práctica de qué?
—Es por si tengo que volver a conducir bebido. Me vendrá bien recordar cómo
me las apañé la última vez. —Se dio la vuelta, empezó a caminar de espaldas y yo me
puse a esperar que se cayera.
Alcanzó su oxidado Camaro y sacó las llaves del bolsillo.
—Devin... —insistí mientras me acercaba a él para quitarle las llaves.
Me agarró por el cuello de la camisa, con los nudillos clavados en mi pobre nuez
de Adán, y me empujó un par de metros mientras su mirada se llenaba de fantasmas.
Iba diciendo «Kenzie, Kenzie» y empujándome hasta que me empotró contra un
coche. Con la otra mano, me daba golpecitos en la mejilla. El tío tiene las manos
grandes. Parecen bistecs con dedos.
«Kenzie», dijo de nuevo, y su mirada se endureció. Meneó la cabeza lentamente
de un lado a otro. «Conduzco yo, ¿vale?» Me soltó el cuello de la camisa y se puso a
aplanar las arrugas causadas en la prenda. Me sonrió sin vida alguna. «Eres un buen
tipo», me dijo. Luego se dirigió a su coche y le hizo una señal a Angie con la cabeza:
«Cuídate, chica dura». Abrió la puerta del coche y se introdujo en su interior. Tuvo
que darle a la llave un par de veces para que el motor se pusiera en marcha, el tubo de
escape expulsó un poco de humo y el coche recorrió la pequeña rampa de salida y se
plantó en la calle. Devin se sumó al tráfico de cualquier manera, se cruzó por delante
de un Volvo y desapareció tras una esquina.
Enarqué las cejas y emití un discreto silbido. Angie se encogió de hombros.
Nos encaminamos al centro y yo recuperé a la Bestia Rodante del aparcamiento
por algo menos de lo que me habría costado financiarle a un adolescente su paso por
la facultad de medicina. Conducía Angie, quien me siguió hasta el garaje para que yo

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pudiera reintegrar el Porsche a su feliz hogar, para subirme luego a su vehículo. Se
deslizó por el asiento y yo me puse a los mandos para dirigirnos hacia Cambridge.
Atravesamos el centro, dejando atrás la zona en que Cambridge se convierte en
Tremont, así como el lugar en que Jenna se derrumbó como una muñeca de trapo a
plena luz del día, y los restos de la vieja Zona de Combate, que moría de manera lenta
pero segura a manos de la especulación y del boom del video porno. ¿Para qué
meneártela en un cine piojoso cuando te la puedes cascar tranquilamente en tu
piojoso hogar?
Atravesamos la zona sur de Boston —Southie, como la llama cualquiera que no
sea un periodista o un turista—, viendo hileras de cutres edificios de tres pisos que
parecían ataúdes puestos de pie uno al lado de otro. Southie siempre me asombra. Un
buen porcentaje de esa parte de la ciudad se ve pobre, hacinado y descuidado hasta
decir basta. Los bloques de pisos de la calle D son tan tenebrosos como los del
Bronx: sucios, con poca luz, rebosantes de energúmenos cabreados con el pelo al uno
que recorren las calles con bates de béisbol en busca de sangre. Hace unos años,
durante el desfile del día de San Patricio, a un chaval de lo más irlandés (hasta lucía
un trébol en la camiseta) se le ocurrió acercarse por ahí. Se topó con una pandilla de
chicos no menos irlandeses que también llevaban tréboles en la pechera. La única
diferencia entre su camiseta y la de los otros chavales consistía en que la suya ponía
«Dorchester» encima del trébol, en letras verdes, mientras que en las de ellos se leía
«Southie». Los muchachos de la calle D resolvieron la controversia tirando de una
azotea al intruso.
Íbamos subiendo por Broadway, viendo niñas con rulos que empujaban
cochecitos de bebé, coches aparcados en doble y triple fila y la bonita frase «Negratas
fuera» pintada con aerosol en la persiana de una tienda. Cristales rotos brillaban en la
negrura de las sucias aceras y la basura salía flotando de debajo de los coches
aparcados. Pensé en bajarme del auto, reunir a veinte tíos de por aquí y preguntarles
por qué odiaban tanto a los «negratas». Lo más probable es que la mitad de ellos me
respondiera: «Porque no están orgullosos de sus comunidades, tío». O sea, que el
Broadway de Southie era igual que el Dudley de Roxbury, pero algo menos infame.
Llegamos a Dorchester, circundamos Columbia Park y alcanzamos nuestro barrio.
Aparqué delante de la iglesia, y mientras subíamos las escaleras escuchamos el
sonido del teléfono. Un día intenso. Descolgué a la décima llamada.
—Kenzie-Gennaro —anuncié.
Angie se dejó caer en su asiento mientras la voz al otro lado de la línea decía:
—No se retire. Hay alguien que quiere hablar con usted.
Una voz nueva ocupó la línea.
—¿Señor Kenzie?
—Quiero creer que sí.

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—¿Patrick Kenzie? —La voz mostraba la precaución de alguien poco
acostumbrado a tratar con graciosillos.
—Depende —dije—. ¿Quién llama?
—Sí que eres Kenzie —dijo la voz—. ¿Qué tal respiras?
Tragué aire de forma claramente audible, lo retuve unos instantes en los pulmones
y luego lo expulsé de manera acompasada.
—Bien —dije—. Mucho mejor que cuando fumaba, gracias.
—Ajá —dijo la voz con suma lentitud—. Pues mira, más vale que no te
acostumbres. Te deprimirás menos cuando dejes de hacerlo.
Era una voz espesa y suave a la vez, con un ligero acento sureño que había
conseguido sobrevivir a años de estancia en el norte.
Le pregunté:
—Socia, ¿tú siempre hablas así o es que hoy te ha dado por ponerte elíptico?
Angie se incorporó en el asiento y se inclinó hacia delante.
Repuso Socia:
—Mira, Kenzie, si sigues vivo es porque tengo cosas que comentarte. Y ahora
que lo pienso, podría enviarte a alguien que te jodiera el espinazo a martillazos, pues
lo único que necesito de ti es la boquita.
Me senté y me rasqué por la zona de la rabadilla.
—Envíame a quien quieras, Socia, que también le amputaré algo. Dentro de poco
vas a tener un ejército de tullidos. Los Cuervos Cojos.
—Es muy fácil hablar así desde la tranquilidad de tu despacho.
—Vale, Marion, lo que tú digas, pero aquí tenemos trabajo, ¿sabes?
—¿Estás sentado?
—Por supuesto.
—¿En la silla que hay al lado del aparato de música?
Me entró un sudor frío y sentí como si se me congelaran las arterias.
Siguió Socia:
—Si estás sentado en esa silla, yo de ti no me levantaría, a no ser que quieras
saltar por los aires y salir por la ventana con el culo por delante de la cabeza. —Soltó
una risita—. Ha sido un placer conocerte, Kenzie.
Colgó y yo me quedé mirando a Angie. Le dije «No te muevas», aunque el
problema no estaba en que ella se moviera.
—¿Qué ocurre? —preguntó poniéndose de pie.
La habitación no explotó, pero yo casi me desmayo. Bueno, por lo menos ya
sabíamos que no había una bomba debajo de la silla de mi socia, circunstancia que,
según el tipo con el que acababa de hablar, sí me afectaba a mí. Informé a Angie al
respecto:
—Socia ha dicho que hay una bomba bajo mi silla.

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Angie se quedó congelada a medio movimiento, cual estatua de sal. Es lo que
tiene la palabra «bomba». Respiró hondo.
—¿Llamo a los artificieros?
Intenté no respirar. Existía la posibilidad, o eso quería creer yo, de que el peso del
oxígeno en los pulmones pudiera añadir presión a mis extremidades inferiores y
detonar el explosivo. Pero enseguida inferí que eso era una memez, ya que la bomba
seguro que se activaba con la falta de presión, no con un exceso de ella. Así que nada
de exhalar. En cualquier caso, ahí no había quien respirara en paz.
—Sí, claro, llama a los artificieros —le dije a Angie. La voz me salía un poco rara
con eso de tener que hablar sin respirar: parecía el pato Donald resfriado. Cerré los
ojos y añadí—: Espera. Primero mira debajo de la silla.
Era un viejo mueble de madera, una silla de profesor.
Angie se apartó del teléfono y se arrodilló junto a la silla. Lo hizo con una
lentitud comprensible: a nadie le gusta meter la nariz en un explosivo. Metió la
cabeza bajo la silla y la oí respirar fuerte.
—Yo aquí no veo nada —dijo.
Empecé a respirar de nuevo, y volví a dejarlo estar. Lo más probable es que el
mecanismo estuviera insertado en la madera. Pregunté:
—¿Da la impresión de que alguien ha manipulado la silla?
—¿Cómo dices? No te he entendido.
Me arriesgué a expulsar el aire y repetí la pregunta.
Angie tardó cosa de seis o siete horas en contestar, o eso me pareció:
—No —dijo. Salió de debajo de la silla y se quedó sentada en el suelo—. No hay
ninguna bomba ahí abajo, Patrick.
—Estupendo —sonreí.
—¿Así pues?
—¿Así pues, qué?
—¿Piensas levantarte?
Recordé lo del culo saltando por delante de la cabeza.
—¿Qué prisa hay?
—Ninguna. ¿Quieres hacer el favor de levantarte?
—No se está nada mal aquí.
—Levántate —me dijo mientras ella hacía lo propio y extendía sus brazos hacia
mí.
—Estoy en ello.
—De pie —insistió Angie—. Ven con mamá.
Obedecí. Me apoyé en el asiento y me levanté. O eso creía, pues seguía sentado.
El cerebro se me había puesto en movimiento, pero el cuerpo era de otro parecer.
¿Cuán profesional sería la gente de Socia? ¿Eran capaces de incrustar una bomba en

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una silla de madera? Ni hablar. La gente se muere de un montón de maneras
diferentes, pero una bomba en una silla de madera de lo más enclenque nunca ha sido
una de ellas. Aunque, claro está, igual me habían reservado el honor del pionero.
—¿Patinazo?
—Presente.
—Cuando quieras.
—Vale. Vamos a ver...
Estreché las manos de Angie y ella me apartó de la silla de un tirón. Choqué con
mi socia, nos empotramos contra el escritorio y nada estalló. Angie se echó a reír,
aportando su propia explosión, y yo me di cuenta de que tampoco las había tenido
todas consigo. Pero me sacó del atolladero, eso sí.
—¡Por el amor de Dios! —dijo.
Yo también empecé a reírme, pero era la risa de alguien que no ha pegado ojo en
una semana, una risa algo siniestra. La abracé, con las manos apretando su cintura y
sus pechos subiendo y bajando contra el mío. Los dos estábamos bañados en sudor,
pero los ojos de Angie brillaban de una manera especial, sus grandes y oscuras
pupilas disfrutaban de ese momento que ya no era el último que vivíamos en este
planeta.
Le di un beso y ella me lo devolvió. Por un instante, todo se intensificó: el sonido
de un claxon cuatro pisos más abajo, el aroma del fresco aire estival mezclándose en
la pantalla de la ventana con el polvo primaveral, el olor salado del sudor reciente, el
ligero dolor de mi labio hinchado, el sabor de sus labios y su lengua, que aún
conservaba algo del frescor de la cerveza que habíamos consumido una hora antes...
Y entonces sonó el teléfono.
Angie se separó de mí plantándome las manos en el pecho. Sonreía, pero se
trataba de una sonrisa de circunstancias, y sus ojos ya empezaban a acusar el miedo y
el arrepentimiento ante lo que acababa de pasar. Sabe Dios qué aspecto tendrían los
míos.
—Dígame —le gruñí al auricular.
—¿Sigues sentado?
—No. Estoy mirando por la ventana, a ver si localizo mi culo.
—Ajá. Mira, Kenzie, ten esto muy presente: cualquiera puede eliminar a
cualquiera, y cualquiera te puede eliminar a ti.
—¿Qué puedo hacer por ti, Marion?
—Ven a verme y a charlar un ratito.
—¿Tú crees?
—Pues claro que sí —se rió por lo bajinis.
—Verás, Marion, el problema es que voy a estar muy ocupado hasta octubre. ¿Por
qué no lo vuelves a intentar hacia Halloween?

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Se limitó a responder:
—Calle Howe, número 205.
Y no tenía nada más que añadir, pues ésa era la dirección de Angie.
—¿Dónde y cuándo? —dije.
Soltó otra de sus risitas. Me había pillado y era consciente de ello, así como de
que yo también lo era.
—Quedemos en alguna zona concurrida para que puedas hacerte la ilusión de que
estás a salvo.
—Cuánta amabilidad...
—Downtown Crossing —dijo—. Dentro de dos horas. Delante de la librería
Barnes & Noble. Y más te vale que vengas solo si no quieres que me plante en esa
dirección que te he dado hace un momento.
—Downtown Crossing —repetí.
—Dentro de dos horas.
—Para hacerme la ilusión de que estoy a salvo.
Se rió de nuevo. Supuse que era una costumbre que tenía.
—Sí —dijo—. Para que te sientas seguro.
Y colgó.
Yo hice lo mismo y me quedé mirando a Angie. La sala seguía ocupada por el
recuerdo de nuestros besos, de mi mano en su cabello y de sus pechos agitándose
contra el mío.
Angie estaba en su silla, mirando por la ventana. No se dio la vuelta. Dijo:
—No voy a decir que no ha sido bonito, porque lo ha sido. Y no voy a echarte la
culpa porque yo también he participado. Pero lo que sí te digo es que no volverá a
suceder.
Un razonamiento impecable.

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20
Cogí el metro hasta Downtown Crossing, ascendí unas escaleras que no habían
sido limpiadas desde los tiempos de Nixon y salí a la calle Washington. Downtown
Crossing es la antigua zona comercial de la ciudad, de cuando no había grandes
centros de consumo ni arcadas plagadas de franquicias, de cuando las tiendas eran
tiendas, no boutiques. Había sido rediseñada a finales de los setenta y principios de
los ochenta, como la mayor parte de la urbe, y en cuanto abrieron algunas boutiques,
el negocio se reanimó. Sus principales propuestas iban dirigidas a los jóvenes, a esos
chicos que se aburren en los centros comerciales o que son demasiado urbanos o
demasiado enrollados como para dejarse ver por las zonas residenciales.
La calle Washington es peatonal a lo largo de las tres manzanas en las que se
concentra la mayoría de las tiendas, con lo que las aceras bullen de gente: gente que
va de compras, gente que ya ha comprado y, sobre todo, gente que deambula por ahí
sin nada concreto que hacer. La acera donde se alza Filene's lucía carritos para la
compra y estaba repleta de adolescentes, chicos y chicas, blancos y negros, pegados a
los escaparates o burlándose de los adultos que pasaban por allí. Algunas parejas se
besaban con la desesperación propia de quienes aún no han compartido el lecho. En
la acera de enfrente, ante La Esquina —un mini centro comercial con tiendas modelo
The Limited o Urban Outfitters, más una enorme zona de alimentación donde cada
día estallan tres o cuatro broncas—, un grupo de chavales negros controlaba una
radio. De unos altavoces del tamaño de una rueda de coche emergían los berridos de
Chuck D y de Public Enemy mientras los chicos se reclinaban donde podían y
miraban a la gente que pasaba a su lado. Contemplé todas esas caras negras que había
entre la multitud, preguntándome cuáles pertenecerían a miembros de la pandilla de
Socia, pero sin encontrar respuestas. Muchos de esos críos se limitaban a formar parte
de las masas consumidoras, pero muchos otros iban en grupo y, entre ellos, algunos
ofrecían ese aspecto perezoso y letal típico de los depredadores callejeros. Había un
montón de chicos blancos repartidos entre la multitud cuya pose era similar, pero
ahora no venía a cuento preocuparse por ellos. Aunque no conocía de nada a Socia,
algo me decía que no era alguien que creyera en la igualdad de oportunidades.
Enseguida me di cuenta de por qué había elegido Socia ese emplazamiento. Te
podías tirar diez minutos en el suelo, más muerto que Carracuca, hasta que alguien
tuviera el detalle de detenerse para ver con qué había tropezado. Los lugares
atiborrados de gente son tan sólo un poco más seguros que los almacenes
abandonados a la hora de quedar con alguien, con la diferencia de que en los
almacenes abandonados a veces hay más espacio para moverse.
Miré hacia la acera de enfrente, más allá de La Esquina, con los ojos saltando por
las cabezas de la gente, cual notas en una partitura, hasta que los detuve a la altura de

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Barnes Noble. Allí la masa disminuía y había menos adolescentes. Intuyo que las
librerías no son los sitios más adecuados para el ligoteo. Había llegado con diez
minutos de antelación, pero supuse que Socia y los suyos habrían aparecido veinte
minutos antes que yo. No le veía, pero tampoco esperaba verlo. Tenía la sensación de
que se manifestaría de repente a dos centímetros de mí para clavarme la pistola en la
espalda.
La verdad es que no me la puso en la espalda, sino entre la cadera izquierda y la
parte inferior de las costillas. Era grande, del calibre 45, y lo parecía aún más a causa
del desagradable silenciador que llevaba insertado en el cañón. No era Socia quien la
empuñaba, por cierto, sino un chaval de dieciséis o diecisiete años; o ésa fue la edad
que le eché, pues entre la gorra de cuero calada y las gafas de sol, el mocoso no daba
muchas facilidades. Chupaba una piruleta que se iba pasando de una comisura a otra
y sonreía como si acabara de perder la virginidad. Me dijo:
—¿A que ahora te sientes como un puto subnormal?
—¿Comparado con quién? —repuse.
Angie, recién salida de entre la multitud, acababa de plantificarle la pistola a
Piruleta en la entrepierna. Llevaba un sombrero de color crema con el pelo recogido
dentro, unas gafas de sol más grandes que las de aquel mostrenco y no paraba de
pasear el arma por las pelotas del muchacho.
—Hola —le dijo.
Piruleta se despidió de su sonrisita, que fue reemplazada por la mía.
—¿Te lo estás pasando bien?
A nuestro alrededor, la gente seguía moviéndose a un ritmo de escalera
automática, sin darse cuenta de nada. Miopía urbana. Dijo Angie:
—¿Y ahora qué hacemos?
Apareció Socia:
—Eso depende.
Estaba de pie junto a Angie, y por la manera en que a ésta se le tensaba el cuerpo,
deduje que ella también tenía ahora una pistola en la espalda.
—Esto empieza a ser ridículo —dije.
Cuatro personas aisladas en la multitud e interconectadas cual células sanguíneas
por enormes trozos de metal. Alguien me rozó el hombro al pasar y yo recé para que
nadie del grupito tuviera el gatillo suelto.
Socia me estaba mirando con una expresión benigna en su castigado rostro. Dijo:
—Si alguien dispara, yo seré el único que salga ileso. ¿Qué os parece?
La cosa era bastante verosímil: él se cargaría a Angie, Angie a Piruleta y Piruleta
a mí. Bastante verosímil, pero no del todo.
—Bueno, Marion —le dije—, como aquí hay más gente que en una convención
de japoneses, dudo mucho que nadie te encuentre a faltar. Mira hacia Barnes Noble.

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Giró la cabeza con lentitud, miró hacia la acera de enfrente y no vio nada que
consiguiera alarmarle.
—¿Y bien?
—La azotea, Marion. Mira la azotea.
Todo lo que pudo ver fue la mira telescópica y el cañón del rifle de Bubba.
Pedazo de mira telescópica. La única manera de fallar con semejante adminículo era
que se produjese un eclipse solar repentino. E incluso así, habría que tener suerte para
no diñarla.
—Estamos todos juntos en esto, Marion —le informé—. Me basta con hacer una
señal y estás muerto.
Dijo Socia:
—Me llevaré por delante a tu novia. Te lo aseguro.
Me encogí de hombros:
—No es mi novia.
—No te hagas el listo, Kenzie. A otro perro con ese...
Le interrumpí:
—Mira, Marion, puede que no estés acostumbrado a situaciones como ésta, pero
aquí estás en un callejón sin salida y no tienes mucho tiempo para salir del paso. —
Miré a Piruleta. No podía verle los ojos, pero tenía la frente perlada de sudor. No creo
que le resultara muy sencillo sostener el arma. Volví a mirar a Socia—. Es muy
probable que el tío del tejado empiece a pensar por su cuenta de un momento a otro.
Es muy capaz de apretar el gatillo dos veces, muy rápido —desvié la mirada un
segundo hacia Piruleta—, y acabar con vosotros antes de que se os ocurra disparar. O
antes de que yo haga nada. El hombre ya ha obedecido a sus voces interiores con
anterioridad. No es muy estable. ¿Me estás escuchando, Marion?
Socia se había refugiado en su mundo interior, o donde sea que la gente como él
se encierra para ocultar el miedo y las emociones. Miraba a su alrededor muy
despacio, calle Washington arriba, calle Washington abajo, pero en ningún momento
enfocó la azotea. Se tomó su tiempo y al final volvió a mirarme:
—¿Qué me das si me guardo la pistola en el bolsillo?
—Nada. Si quieres garantías, vete a Sears. Lo único que te puedo garantizar es
que si no lo haces morirás. —Miré a Piruleta—. E igual me cargo a este chaval con su
propia arma.
—Ni hablar, tío —dijo Piruleta, pero la voz le sonaba insegura, como si tuviera la
respiración retenida sobre el esófago.
Socia volvió a contemplar la calle y luego se encogió de hombros. Apartó la
mano de la espalda de Angie. Sostuvo el arma para que yo pudiera verla —una Bren
de nueve milímetros—, luego se separó de Angie y la guardó en el interior de su
chaqueta.

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—Aparta eso, Piruleta —dijo.
Al chico le llamaban exactamente así, Piruleta. Patrick Kenzie, el detective
adivino. Piruleta tenía el labio doblado hacia la nariz y respiraba con dificultad,
dando muestras de lo duro que era. Seguía clavándome la pistola, pero sin amartillar.
Menudo idiota. Parecía dispuesto a demostrar su hombría, pero no porque no
estuviera aterrorizado, sino porque lo estaba. Es lo que suele ocurrir. Pero estaba
demasiado ocupado mirándome a la cara, empeñado en mostrarme lo macho que era.
Hice un ligero quiebro de cadera, nada del otro jueves, y la pistola se puso a apuntar
al aire. Le agarré la mano, le aticé con la frente en el puente de la nariz, partiéndole
en dos las gafas de sol, y le clavé en el estómago la pistola que aún sostenía. La
amartillé.
—¿Quieres morir?
Intervino Socia:
—Kenzie, deja al chico en paz.
Dijo Piruleta:
—Si hay que morir, me muero.
Y se puso a hacer presión contra el arma mientras le caía la sangre a chorros de la
nariz. No parecía que lo de morirse le llenara de alegría, pero tampoco le hacía ascos
a esa posibilidad.
Le dije:
—La próxima vez que me apuntes con una pistola, Piruleta, ya puedes ir
encargando el féretro.
Bajé el percutor del arma, le puse el seguro y luego la arranqué de la mano
sudorosa de Piruleta y me la guardé en el bolsillo. Levanté la mano y el rifle de
Bubba desapareció de la vista.
Piruleta respiraba fuerte y seguía con los ojos clavados en los míos. Le había
quitado algo más que un arma. Le había arrebatado el orgullo, lo único que vale algo
en su mundo, y supe que me mataría en cuanto se le presentara la menor oportunidad.
La verdad es que últimamente todo el mundo me quería.
—Esfúmate, Piruleta —le dijo Socia—. Y diles a los demás que se retiren
también. Luego nos vemos.
Piruleta me echó una última mirada y se perdió entre la riada de gente que bajaba
por la calle en dirección a Jordan Marsh. Pero no iría a ninguna parte. De eso estaba
convencido. Tanto él como el resto de la pandilla, fuesen quienes fuesen y estuvieran
donde estuvieran, se quedarían rondando por allí, vigilando a su rey. Socia era
demasiado listo como para quedarse sin protección.
—Ven, vamos a sentarnos a... —dijo.
—Sentémonos ahí mismo —le corté.
—Se me ocurre un sitio mejor.

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Angie señaló con la cabeza la librería.
—No te queda más remedio, Socia —dijo.
Pasamos por delante de Filene's y nos sentamos en un banco de piedra a la
entrada de la pequeña galería comercial. El teleobjetivo volvió a aparecer en la
azotea, apuntando hacia donde estábamos. Socia también lo vio.
—Bueno, Marion —empecé—, dime por qué no te ejecuto aquí mismo.
Sonrió.
—Joder, ya tienes bastantes problemas con mi gente, ¿no crees? Para esos chicos
soy como un dios. Si quieres liarla y ser el objetivo de una guerra santa, por mí
adelante.
Me molesta que la gente tenga razón.
—Vale. Dime entonces por qué me permites seguir con vida.
—A veces soy así de bondadoso.
—Marion...
—Tu manía de llamarme Marion todo el rato me da ganas de matarte. —Se
acomodó en el banco, plantando un pie y agarrándose la rodilla. Parecía un tipo que
ha salido a que le dé el aire.
Dijo Angie:
—Bueno, Socia, ¿qué quieres de nosotros?
—Mira, nena, tú ni siquiera formas parte de esto. Igual hasta te dejamos seguir
con tu vida cuando todo acabe. —Me señaló con el dedo—. Pero éste ha metido la
nariz donde no debía, se ha cargado a uno de mis mejores hombres y anda en asuntos
que no le corresponden.
Le dijo Angie:
—Ésa es una queja común entre todos los hombres casados del barrio.
¡Qué cuajo tiene mi Angie!
—Bromea cuanto gustes —le dijo Socia. Y luego se dirigió a mí—. Pero tú eres
consciente de que esto no es un chiste, ¿verdad? Esto es el final de tu vida, Kenzie, lo
sabes.
Tenía ganas de decir algo ingenioso, pero no se me ocurría nada. Nada de nada.
—Vaya si lo sabes —dijo Socia, sonriendo—. El único motivo por el que sigues
vivo, de momento, es porque Jenna te entregó algo y te habló de algo más. A ver,
¿dónde está?
—En un lugar seguro —afirmé.
—En un lugar seguro —repitió él en un tono ligeramente nasal, como si estuviera
imitando a un blanco—. Muy bien. ¿Y por qué no me dices dónde está ese lugar
seguro?
—Porque no lo sé. Jenna nunca me lo dijo.
—Y una mierda —dijo Socia inclinándose hacia mí.

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—No pretendo que me creas, Marion. Sólo te lo digo para que cuando pongas
patas arriba mi casa y mi despacho y no encuentres nada, no te lleves una decepción.
—Igual llamo a unos amigos y te ponemos a ti patas arriba.
—Allá tú, pero más vale que elijas bien a tus amigos.
—¿Por qué? ¿Tan bueno te crees que eres, Kenzie?
Asentí.
—En esto sí. En esto soy muy bueno. Y Angie también. Incluso mejor que yo. Y
el tío del tejado..., ése ya es la hostia.
—Y no le caen muy bien los negros —intervino mi compañera.
—¿Así que los dos estáis muy orgullosos de vosotros mismos? ¿Qué sois, un
comando del Ku Klux Klan?
—Por favor, Socia —le dije—, esto no tiene nada que ver con la raza. Tú eres un
puto delincuente, una rata inmunda que utiliza a chavales para que le hagan el trabajo
sucio. Esto no va de blancos y negros. Y si intentas pararme los pies, es muy probable
que te salga bien y que yo la diñe. Pero a él no le vas a parar los pies. —Socia miró
hacia el tejado—. Vendrá a por ti y a por toda tu banda, se os cepillará a todos y lo
más probable es que, ya puestos, se lleve por delante a medio Bury. El tío almacena
tanta bondad como tú y aún es peor con las relaciones públicas.
Socia se echó a reír:
—¿Estás intentando asustarme?
Negué con la cabeza.
—Tú no te asustas, Marion. La gente como tú nunca se asusta. Pero os morís
igual. Y si yo la palmo, tú también. Eso es lo que hay.
Se arrellanó de nuevo en el banco. La gente seguía pasando a manadas y el
telescopio de Bubba no se movía. Socia volvió a inclinar la cabeza hacia delante.
—De acuerdo, Kenzie, tú ganas esta partida. Pero en cualquier caso, pase lo que
pase, pagarás por lo de Curtis.
Me encogí de hombros mientras notaba un peso detrás de los ojos.
—Tienes veinticuatro horas para encontrar lo que ambos andamos buscando. Si lo
encuentro antes que tú, o lo encuentras tú y no vienes corriendo a entregármelo, tu
vida no valdrá una mierda.
—Y la tuya tampoco.
Se puso de pie.
—Mira, blanquito, hay un montón de gente que se ha tirado los últimos años
intentando matarme. Y nadie ha dado hasta ahora con la manera adecuada de hacerlo.
Eso sí que es lo que hay.
Se dirigió hacia la muchedumbre mientras el potente telescopio de la azotea le
seguía meticulosamente.

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21
Nos encontramos con Bubba en el garaje de la calle Bromfield en el que Angie
había aparcado la Bestia Rodante. Nos estaba esperando en la puerta, mascando un
chicle del tamaño de un pollo y haciendo unos globos lo suficientemente grandes
como para la gente tuviera que apartarse. «Hola», dijo mientras nos acercábamos, y
siguió con sus globos. Qué verba tan amena tiene este Bubba.
—Hola —le dijo Angie con una voz profunda que imitaba la suya. Le abrazó por
la cintura y le pegó un pellizco—. Caramba, Bubba, ¿llevas un rifle de asalto ruso
debajo del chaquetón o es que te alegras de verme?
Bubba se ruborizó y su rostro orondo adquirió el tono propio de un escolar con
cara de querubín. Un escolar capaz de poner una bomba en los retretes, pero qué se le
va a hacer.
—Quítamela de encima, Kenzie —dijo.
Angie se puso de puntillas y le empezó a mordisquear el lóbulo de la oreja.
—Bubba, eres el hombre de mi vida —le dijo.
Y Bubba soltó una risita. Puede que fuera un gargantúa psicótico con muy malas
pulgas, pero lo único que hizo fue seguir riéndose mientras apartaba suavemente a
Angie. Siempre que hacía eso, recordaba al León Cobarde de El mago de Oz, por lo
que yo me quedaba esperando que dijera alguna frase de la película. Pero esta vez, lo
único que dijo fue: «Corta el rollo, golfa», y enseguida se quedó mirando a Angie
para ver si se había ofendido.
Ante la cara de profunda mortificación que adoptaba Bubba, a Angie no le quedó
más remedio que reírse a su vez, aunque tapándose la boca con la mano.
Ése es mi Bubba. Un sociópata encantador.
Enfilamos la subida del garaje y yo dije:
—Bubba, ¿puedes dedicar un poco de tu tiempo a vigilarnos a nosotros, simples
mortales?
—Pues claro que sí, tío. Para eso estoy. Lo que haga falta.
Me dio un golpecito cariñoso en el brazo. Tan cariñoso que me lo dejó fuera de
combate durante sus buenos diez minutos, que es lo que tardó en recuperar la
movilidad. Eso sí, los golpes de un Bubba cabreado eran mucho peores. Yo encajé
uno de ésos años atrás —la única vez que fui tan tonto como para discutir con él—, y
cuando recuperé el conocimiento, la cabeza me estuvo zumbando durante una
semana.
Llegamos hasta el coche y nos subimos a él. Mientras abandonábamos el garaje,
Bubba dijo:
—Parece que vamos a tener que enviar a África a esos tíos a base de hostias, ¿no?
Dijo Angie:

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—Verás, Bubba...
Más vale no cantarle a Bubba las excelencias de la convivencia entre razas, así
que me limité a decirle:
—No creo que sea necesario.
—Mierda —resumió él la situación, y se arrellanó en el asiento.
Pobre Bubba. Armado hasta los dientes y sin nadie a quien matar.

Dejamos a Bubba en el patio de juegos que hay cerca de su casa. Recorrió el


cemento, dejó atrás el gimnasio selvático y le dio una patada a una botella por el
camino, todo ello con la cabeza hundida entre los hombros. Pateó otra botella, que
fue a rebotar contra una mesa de picnic y acabó haciéndose añicos en la verja.
Algunos gamberros que rondaban por allí prefirieron mirar hacia otro lado. Nadie
quería captar su atención por error. Aunque él ni los había visto. Bubba siguió su
camino hacia la verja del final del patio, encontró el agujero que buscaba y se coló
por él. Atravesó unos hierbajos y desapareció en la esquina de la fábrica abandonada
en la que vive.
Bubba duerme en un colchón tirado en mitad del tercer piso, y aparte de eso, lo
único que hay es un par de cajas de Jack Daniel y un tocadiscos en el que únicamente
suena su colección de elepés de Aerosmith. En la segunda planta almacena el hombre
su arsenal y aloja a sus dos pitbulls, a los que llama, respectivamente, Belker y
Sargento Esterhaus. Un tercer perro, un rottweiler llamado Steve, vigila el patio
delantero. Por si todo esto, más el propio Bubba, no fuera suficiente para mantener a
distancia a los intrusos o a los agentes del gobierno, casi todos los tablones del suelo
del edificio ocultan una mina. Sólo Bubba sabe dónde hay que pisar para no diñarla.
En cierta ocasión, un suicida intentó robar sus pertenencias a punta de pistola. Y
durante todo el año siguiente, cada mes o dos, estuvieron apareciendo por la ciudad,
convenientemente desperdigadas, partes corporales del sujeto en cuestión.
Dijo Angie:
—Bubba debería haber nacido en una época en la que se encontrara más cómodo.
En la edad de bronce, por ejemplo.
Contemplé el único agujero de la verja y le dije:
—Por lo menos, habría conocido a alguien que compartiera su sensibilidad.
Regresamos a la oficina y, una vez dentro, nos pusimos a darle vueltas a los
posibles escondrijos de Jenna.
—¿La habitación de encima del bar? —propuso Angie.
Negué con la cabeza:
—Si así fuera, no habría dejado ahí los documentos cuando fuimos a por ella. Y
el sitio no me pareció precisamente a prueba de robos.
Angie asintió.

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—Muy bien. ¿Qué otro sitio se te ocurre?
—La caja de seguridad no, desde luego. Devin no mentiría al respecto. ¿La casa
de Simone?
No le pareció muy probable:
—Tú eres la primera persona a la que le enseñó algo, ¿no?
—De esa base partimos, sí.
—Pues eso significa que fuiste la primera persona en quien confió.
Probablemente, supuso que Simone era demasiado ingenua con respecto a Socia. Y
no se equivocaba.
—Si los documentos estuviesen en su apartamento de Mattapan, a estas alturas ya
los habría pillado alguien y no tendríamos que hacer nada.
—Pues ¿qué nos queda?
Nos tiramos diez minutos para no encontrar respuesta a esa pregunta.
—¡Mierda! —dijo Angie al cabo de ese lapso de tiempo.
—Correcto —dije yo—, pero no resulta de mucha ayuda.
Angie encendió un cigarrillo, puso los pies encima de la mesa y se quedó mirando
al techo. Cada día se parecía más a Sam Spade.
—¿Qué sabemos de Jenna? —preguntó.
—Que está muerta.
Asintió y dijo con lentitud:
—Aparte de eso.
—Sabemos que estuvo casada con Socia. O liada. Que estuvieron juntos, vamos.
—Y tuvieron un hijo. Roland.
—Y ella tiene tres hermanas en Alabama.
Angie se incorporó en el asiento, dejando caer los pies de golpe.
—Alabama —dijo—. Envió los documentos a Alabama.
Consideré esa posibilidad. ¿Hasta qué punto confiaría Jenna en sus hermanas?
¿Las conocería realmente a fondo? ¿Confiaría del todo en el servicio de correos?
Tenía la oportunidad de ser necesitada, de hacer un poco de «justicia», de hacerle a
alguien lo que la gente le había hecho a ella toda la vida. ¿Se arriesgaría a poner en
tránsito su principal instrumento de venganza?
—No lo creo —dije.
—¿Por qué no? —Todo parecía indicar que no le gustaba que se pusiera en duda
su idea.
Le expliqué mi razonamiento.
—Puede ser —dijo ella con una voz algo derrotada—. Pero no lo descartemos del
todo.
—De acuerdo.
No era una mala idea, y puede que tuviéramos que seguir considerándola, pero no

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me acababa de encajar.
Esto nos pasa muy a menudo. Nos quedamos sentados en el despacho,
lanzándonos ideas mutuamente en espera de la intervención divina. Cuando ésta no se
produce, descartamos las posibilidades una a una y, por regla general —no siempre,
pero sí a menudo—, acabamos dando con algo que debería habernos resultado
evidente desde el principio.
—Sabemos que hace años tuvo problemas de acreedores —dije.
—Ya —dijo Angie—. ¿Y?
—Estoy elucubrando, no produciendo perlas de sabiduría.
Frunció el entrecejo.
—No está fichada, ¿verdad?
—Sólo tiene un par de multas de aparcamiento.
Tiró el cigarrillo por la ventana.
Empecé a pensar en las cervezas que tenía en la nevera de mi apartamento. Oía
cómo me llamaban, solicitando mi compañía.
Dijo Angie:
—Bueno, si hay multas de aparcamiento tiene que haber un coche.
Nos miramos el uno al otro y dijimos al unísono: —¿Dónde está ese coche?

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22
Llamamos al Registro de Vehículos a Motor para hablar con George Higby.
Tuvimos que hacerlo quince veces porque comunicaban, y cuando por fin
conseguimos que alguien descolgara, resultó que era una grabación en la que se nos
informaba de que todas las líneas estaban ocupadas. Las llamadas se irían atendiendo
por orden de llegada y, por favor, no se retire. Tampoco tenía gran cosa que hacer
hasta finales de mes, así que me quedé pegado al auricular, esperando.
El silencio se interrumpió al cabo de unos quince minutos y escuché la llamada al
otro extremo de la línea: una vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Hasta que una voz
dijo: «Registro de Vehículos a Motor».
—¿Me pone con George Higby, del Archivo de Vehículos, por favor?
La voz no se dio por aludida:
—Ha llamado usted al Registro de Vehículos a Motor. Nuestras horas de oficina
son de nueve de la mañana a cinco de la tarde, de lunes a viernes. Si necesita más
ayuda y tiene un teléfono de teclas, pulse por favor el uno.
Un pitido me taladró la oreja mientras me daba cuenta de que era domingo. Si
pulsaba el «uno», me saldría otro ordenador que me conectaría gustoso a otro
ordenador y así sucesivamente, hasta que me entrara tal cabreo que acabaría lanzando
el teléfono por la ventana, momento en el que todos los ordenadores del Registro se
troncharían de risa.
Me encanta la puta tecnología moderna.
Colgué y dije:
—Es domingo.
Angie se me quedó mirando:
—Tienes razón. Ahora dime la fecha y serás mi ídolo.
—¿Tenemos el número de George por aquí?
—Posiblemente. ¿Quieres que lo busque?
—Te lo agradecería mucho.
Arrastró la silla hasta el ordenador y escribió su contraseña. Esperó un momento,
y sus dedos empezaron a recorrer el teclado a tal velocidad que el ordenador sufría
para seguirle el ritmo. Seguro que en sus días libres se iba de copas con sus colegas
del Registro.
—Lo tengo —dijo Angie.
—Pásamelo, nena.
George Higby es una de esas almas cándidas que atraviesan la vida confiando en
que todo el mundo sea tan buena persona como él. Como se despierta cada mañana
con ganas de hacer del mundo un sitio mejor, no entiende que haya gente que sólo
aspira a hacer sufrir a sus semejantes. Incluso cuando su hija se fugó con un

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guitarrista que le doblaba la edad y que la dejó tirada en un motel de Reno, incluso
cuando la niña entró en contacto con unos tipos muy desagradables y acabó
vendiendo su cuerpo en los callejones de Las Vegas, incluso cuando Angie y yo nos
fuimos para allá y la rescatamos de esa gentuza con la ayuda de la policía del estado
de Nevada, incluso cuando el angelito le echó la culpa de todos sus problemas a papá,
incluso después de todo eso... George sigue enfrentándose al mundo con la sonrisa
nerviosa de quien sólo sabe ser bueno y decente y confía en que, aunque sólo sea por
una vez, ese mundo actúe en consecuencia. George está hecho de esa pasta de la que
se nutren casi todas las religiones organizadas.
Descolgó a la primera llamada. Siempre lo hace. «Aquí George Higby», dijo, y
casi esperé que continuara: «¿Quieres ser amigo mío?».
—Hola, George, soy Patrick Kenzie.
—¡Patrick! —dijo, y debo admitir que ese entusiasmo me hizo sentir feliz de ser
quien soy. De repente, mi misión en el mundo era llamar a George el dos de julio para
hacerle feliz—. ¿Cómo estás?
—Estupendamente, George, ¿y tú?
—Muy bien, Patrick. Muy bien. No me puedo quejar.
George es de los que nunca se quejan.
—George, me temo que esta llamada no es estrictamente social. —Me di cuenta
de que nunca le había hecho una «llamada estrictamente social» y que,
probablemente, nunca lo haría, y eso me hizo sentir algo culpable.
—Bueno, Patrick, no pasa nada —dijo con la voz bajando una octava—. Eres un
hombre muy ocupado. ¿Qué puedo hacer por ti?
—¿Qué tal está Cindy? —me interesé.
—Bueno, ya sabes cómo son los adolescentes de hoy en día. En esta fase de su
vida, su padre no es precisamente lo que más le importa. Pero las cosas cambiarán,
seguro que sí.
—Por supuesto.
—Hay que dejarles crecer.
—Claro.
—Y luego los recuperas.
—Siempre ha sido así. —«O no», pensé.
—Pero basta ya de hablar de mí —dijo él—. Te vi en la prensa el otro día. ¿Te
encuentras bien?
—Muy bien, George. Los diarios lo exageraron todo bastante.
—Suelen hacerlo, pero... ¿qué haríamos sin ellos?
—George, te llamo porque necesito un número de matrícula y no puedo esperar a
mañana.
—¿No puedes conseguirlo a través de la policía?

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—No, tengo que trabajar yo solo un poquito antes de recurrir a ellos.
—Muy bien, Patrick —dijo mientras consideraba el asunto—. Muy bien —
repitió, ya un poco más animado—. Sí, podemos conseguirlo. Dame unos diez
minutos para que pueda acceder a los ordenadores de allí. ¿Te va bien? ¿Puedes
esperar tanto?
—Me estás haciendo un favor, George. Tómate el tiempo que quieras. —Le di los
datos de Jenna: nombre, número de carné de conducir y dirección.
—Muy bien. En quince minutos, máximo, lo tienes. Te llamo.
—¿Tienes mi número?
—Por supuesto —afirmó como si todos conserváramos el número de teléfono de
alguien al que vimos dos veces un par de años atrás.
—Gracias, George —le dije, y colgué antes de que tuviera tiempo de darme las
gracias a mí.
Esperamos. Angie me lanzó una pelotita por encima del aparato de música y yo se
la devolví. Y así sucesivamente. Angie tiene un buen saque, pero no le extrae todo su
rendimiento. Se reclinó en el asiento y tiró una bola muy alta. Mientras la recogía, me
preguntó:
—¿Vamos a incluir a Devin en esto?
Le devolví la pelotita de goma.
—Ni hablar —sentencié.
—¿Y por qué no, exactamente? —Volvió a lanzarme la bola.
—Porque no. A ver si sacas un poco mejor.
Se dedicó a tirar la bola al techo y a verla rebotar.
—Ése no es el procedimiento habitual —canturreó.
—¿Procedimiento habitual? ¿Acaso somos el ejército?
—No —dijo mientras la bola resbalaba entre sus dedos, recorría su pierna y se
perdía por el suelo—. Somos unos detectives con muy buenas relaciones con la
policía, y me pregunto para qué poner eso en riesgo al ocultarles pruebas de una
investigación de homicidio en primer grado.
—¿De qué pruebas hablas? —Me puse a mirar el suelo en busca de la pelotita.
—De la foto de Socia y Paulson.
—Eso no demuestra nada.
—Que lo decidan ellos. En cualquier caso, es lo último que te dio la víctima del
crimen antes de que la mataran. Eso convierte la foto de marras en algo de interés
policial.
—¿Y?
—Pues que esto debería ser una investigación a dos bandas. Deberíamos decirles
que andamos buscando el coche de Jenna. Deberíamos pedirles a ellos el número de
matrícula, en vez de hacer que el pobre George se cuele en el ordenador del Registro.

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—¿Y si encuentran antes que nosotros las pruebas que nuestros clientes nos
encargaron buscar?
—En ese caso, cuando acaben con ellas, nos las pasarán.
—¿Así de fácil?
—Así de fácil.
—¿Y si son incriminatorias? ¿Y si va en contra de los intereses de nuestros
clientes que la policía las vea? ¿Entonces qué? ¿Para qué servimos nosotros? Si
Mulkern quisiera que la policía buscara esos «documentos», ya se habría puesto en
contacto con ellos. Pero en vez de eso nos contrató a nosotros. Y nosotros no somos
un cuerpo policial, Angie, si no investigadores privados.
—Ya lo sé, Sherlock, pero...
—¿Pero qué? ¿A qué coño viene todo esto? Hablas como una novicia.
—No soy una puta novicia, Patinazo, sólo creo que deberías comentarle tus
motivos a tu socia.
—Mis motivos. ¿Y cuáles son mis motivos, Angie?
—Tú no quieres que la policía tome cartas en el asunto porque tengas miedo de lo
que puedan hacer. De lo que tienes miedo es de que no hagan nada al respecto. De lo
que tienes miedo es de que la cosa sea tan mala como dijo Jenna y de que alguien del
Gobierno Estatal haga una llamada y las pruebas desaparezcan.
Me hice con la pelotita de goma.
—¿Estás sugiriendo que mis motivos van en contra de los intereses de nuestros
clientes?
—Lo estoy afirmando. Si esos «documentos» son tan graves como dijo Jenna, si
inculpan a Paulson o a Mulkern, ¿qué vas a hacer entonces, eh?
—Ya veremos.
—Y una mierda ya veremos. Y una mierda. Este trabajo debería haber concluido
media hora después de dar con Jenna en Wickham. Pero tú querías ver qué pasaba,
convertirte en un maldito asistente social. Somos investigadores privados,
¿recuerdas? No unos moralistas. Nuestra misión consiste en entregar aquello que nos
pagan por encontrar. Y si echan tierra al asunto o sobornan a la policía, pues muy
bien. Porque nosotros ya estamos fuera del asunto. Nosotros hacemos nuestro trabajo
y lo cobramos. Y si...
—Espera un momento...
—... no lo haces así, si conviertes esto en una especie de cruzada personal para
vengarte de tu padre a través de Mulkern, ya nos podemos ir despidiendo de esta
sociedad y de este oficio.
Me eché hacia delante en la silla, con la cara a medio metro de la suya.
—¿Mi padre? ¿Mi puñetero padre? ¿Y él que pinta aquí?
—Siempre ha estado presente. Es Mulkern, es Paulson, es cualquier político que

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hayas conocido y que te ha dado una mano mientras te apuñalaba en la espalda con la
otra. Es...
—Deja de hablar de mi padre, Angie.
—Está muerto —gritó—. Muerto. Y lamento mucho tener que decírtelo, pero el
cáncer se lo llevó por delante antes de que pudieras hacerlo tú.
Me acerqué un poco más a ella.
—¿Ahora eres mi psiquiatra, Angie?
Me ardía la cara y notaba cómo la sangre me recorría los antebrazos hasta
hacerme cosquillas en los dedos.
—No, Patrick, no soy tu puñetera psiquiatra, pero... ¿Por qué no dejas de joderte?
No me moví. Se me estaba acentuando el calentón y me quedé mirando a mi socia
a los ojos. Le iban de un lado a otro con arrebatos de ira. Dije:
—No, Angie, deja tú de joder y métete por donde te quepan tus chorradas
psicoanalíticas y tus reflexiones sobre mi padre. Si lo haces, igual yo también dejo de
analizar tu relación con ese Marido del Año que te trata tan bien.
Sonó el teléfono.
Ninguno de los dos se movió. Ninguno de los dos lo miró. Ninguno de los dos se
calmó o dio marcha atrás.
Dos timbrazos más.
—Patrick.
—¿Qué?
Otra llamada.
—Puede que sea George.
Sentí cómo la mandíbula se me relajaba un poco y, tras darme la vuelta,
descolgué el auricular.
—Patrick Kenzie.
—Hola, Patrick, soy George.
—Hombre, George —entoné aparentando alegría.
—¿Tienes un boli a mano?
—Los detectives siempre tenemos bolis a mano, George.
—Por supuesto. El coche de Jenna Angeline es un Chevy Malibu del setenta y
nueve. Azul claro. Número de matrícula, DRW-479. Y tiene una orden de
inmovilización con fecha del tres de junio.
Noté un subidón de adrenalina desde el fondo del estómago y un torrente de
sangre azotándome el corazón.
—¿Una orden de inmovilización?
—Pues sí —declaró George—. El famoso cepo. Parece que a la señorita Angeline
no le gustaba pagar las multas de aparcamiento.
El jodido cepo. Esa cosa amarilla e inamovible. El Malibu azul en el que estaban

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sentados los amigos de Jerome cuando me presenté en casa de Jenna. Aparcado justo
delante. Sin intención de irse a ningún lado.
—Eres el más grande, George —le alabé—. Lo juro por Dios.
—¿Te he sido útil?
—Te aseguro que sí.
—Oye, ¿por qué no nos tomamos unas cervezas un día de éstos?
Miré a Angie. Ella estaba observando algo en su regazo, con el pelo caído sobre
la cara, pero en la habitación seguía planeando la rabia cual humo de coche.
—Me encantaría —le dije a George—. ¿Por qué no me llamas a finales de la
semana que viene? Para entonces, ya debería haber acabado con esto. —O habría
muerto en el intento.
—Así lo haré —dijo él—. Cuenta con ello.
—Cuídate, George.
Colgué y contemplé a mi socia. Ya estaba dándose en los dientes con el lápiz una
vez más, mirándome con esos ojos ausentes e impersonales. Casi tanto como su voz.
—Me he pasado —dijo.
—Igual no. Puede que yo aún no esté preparado para afrontar esa parte de mi
psique.
—Puede que nunca lo estés.
—Puede ser —repliqué—. ¿Pero qué hay de lo tuyo?
—¿Lo del Capullo, como le llamas cariñosamente?
—A ése me refiero, sí.
—Todo llegará —dijo—. Todo llegará.
—¿Qué quieres hacer con el caso?
Se encogió de hombros.
—Ya sabes lo que quiero hacer. Pero no fui yo la que vio morir a Jenna, así que tú
mandas. Pero recuerda que me debes una. Asentí y levanté la mano en señal de paz.
—¿Amigos?
Hizo una mueca y chocamos las palmas. —¿Cuándo hemos dejado de serlo? —
Hace cosa de cinco minutos —me reí. Ella siguió mi ejemplo. —Ah, sí.

Aparcamos en lo alto de la colina, con vistas al edificio de tres pisos de Jenna y el


Malibu azul aparcado delante. El cepo amarillo se distinguía perfectamente pese a la
escasa luz. Los habitantes de Boston coleccionan multas de tráfico y citaciones
judiciales con una entereza que muchos equipos deportivos profesionales envidiarían.
También suelen esperar a que haya que renovar el carné de conducir para prestarles la
más mínima atención. Los del ayuntamiento tardaron un poco en darse cuenta de ello,
pero acabaron encontrando la manera de financiar los colegios de sus hijos y la
segunda residencia gracias a un invento colosal: el cepo. Lo idearon en Denver y

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encaja a la perfección en el neumático, de manera que no hay quien mueva el
vehículo hasta que han sido abonadas las multas. Manipularlo es un delito grave,
punible con penas de cárcel o pasta gansa. Pero eso no retrae tanto a nadie como la
evidencia de que el maldito artefacto es más difícil de arrancar que un viejo cinturón
de castidad. Un amigo mío lo consiguió en cierta ocasión con la ayuda de un martillo,
un cincel y un leñazo en el lugar adecuado. Pero el cepo debía de ser defectuoso,
porque nunca más logró repetir la hazaña. Se deprimió mucho, pues podría haber
encontrado el trabajo de su vida: destructor de cepos por encargo. Habría podido
ganar más dinero que Michael Jackson.
Si Jenna había escondido algo en el coche, la cosa tendría una lógica de lo más
perversa. Es cierto que, en Boston, cualquier coche dejado a la buena de Dios durante
más de cuatro o cinco minutos acaba quedándose sin la radio y sin los altavoces, y lo
más probable es que sin todo lo demás. Pero el mercado negro de Chevies con quince
años de antigüedad ya no es lo que era, y ningún ladrón de coches que se respete va a
perder el tiempo batallando con un cepo. Así pues, a no ser que Jenna guardara lo
suyo en el radiocasete, lo más probable es que siguiese allí. Si es que realmente había
escondido algo en el coche, lo cual ya era mucho suponer.
Nos quedamos mirando el vehículo, esperando a que se hiciera de noche. El sol
ya se había puesto, pero el cielo aún conservaba su calidez y era como un lienzo de
color beige con rayitas anaranjadas. En algún lugar, delante o detrás de nosotros —en
un árbol, en una azotea o en un matorral, siempre en comunión con el mundo urbano
natural—, Bubba estaba agazapado y a la espera, clavando sus ojos constantes y
carentes de emoción en lo que le rodeaba.
No teníamos puesta la música porque la Bestia Rodante carece de radio, y eso me
estaba matando. Sabe Dios cómo conseguía mantener la gente su cordura antes del
rock and roll. Pensaba en lo que había dicho Angie acerca de mis motivos, acerca de
mi padre, acerca de cómo estaba yo desplazando la ira hacia Mulkern y sus
compadres, esa ira hacia un mundo que le había ajustado las cuentas a mi progenitor
antes de que pudiera hacerlo yo. Si ella estaba equivocada, ya lo averiguaríamos
cuando le echáramos el guante a las pruebas y yo las cambiara por otro cheque y, a
ser posible, una bonificación. Si mi socia estaba en lo cierto, también lo
descubriríamos. En cualquier caso, no tenía ganas de pensar en eso.
Ahora que lo pienso, últimamente estaban sucediendo muchas cosas que
requerían pausas introspectivas. Algo que nunca me importó gran cosa: me encanta
investigar mientras no forme parte de las pesquisas. Pero de repente, se daban todas
esas confrontaciones con gente de mi entorno: Richie, Mulkern, Angie. De repente,
se me exigía que me definiese en términos de racismo, de política y del Héroe. Mis
tres temas menos preferidos. Un poco más de introspección y acabaría dejándome
una larga barba blanca, llevando una camisola no menos blanca y leyendo manuales

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sobre las virtudes curativas del ajo. Igual me trasladaba al Tíbet, a escalar una
montaña junto al Dalai Lama, o me iba a París a vestirme de negro, dejarme perilla y
pasarme el día hablando de jazz.
O igual haría lo que hago siempre: esperar a ver qué pasa. Los fatalistas somos
así.
—¿Qué piensas? —me preguntó Angie.
El cielo se estaba poniendo negro como la tinta y no había un semáforo que
funcionara en varios kilómetros a la redonda.
—Que está llegando la hora del allanamiento de morada.
No había nadie en la calle cuando bajamos de la colina, pero eso era algo que no
duraría mucho en una húmeda noche de domingo. El barrio no era de esos en los que
la gente emigra a su segunda residencia para celebrar allí la fiesta nacional. Teníamos
que entrar en el coche, encontrar lo que estuviéramos buscando y salir pitando. La
gente que no posee gran cosa suele proteger lo poco que tiene con uñas y dientes. Y
da lo mismo que la pistola la dispare un Bobby Royce o una ancianita encantadora: el
daño acostumbra a ser similar.
Angie sacó de debajo de la chaqueta una fina palanca de camino hacia el coche, y
antes de lo que se tarda en decir «robo en vehículo», ya la había deslizado por el
hueco de la ventanilla y levantado el cerrojo. Yo no tenía ni idea de cómo tendría
Jenna la casa —la única vez que la había visto, alguien la había arrasado cual huracán
—, pero el coche lo mantenía en perfecto estado. Angie se ocupó del asiento trasero,
buscando por detrás y por debajo, levantando las esterillas, buscando arrugas
reveladoras en el suelo.
Yo hice más o menos lo mismo con el asiento delantero. Abrí del todo el
cenicero, rebosante de colillas de Marlboro, y lo volví a dejar cerrado. Cogí de la
guantera lo que me parecieron garantías, papelotes del mecánico y un manual del
usuario y lo metí todo en la bolsa de plástico que me había traído. Sería más fácil
revisarlo todo en otro sitio. Miré debajo del salpicadero, pasé la mano por ahí y no
encontré nada enganchado. Nada de nada. Le apliqué el destornillador al asiento del
pasajero: puede que Jenna hubiese visto The french connection. Lo extraje: creo que
no llegó a ver esa película.
Angie estaba haciendo lo mismo con el panel del asiento del conductor. Cuando
logró extraerlo no gritó «Eureka», así que supuse que tampoco había encontrado
nada. Nos dirigíamos velozmente hacia el fracaso cuando alguien dijo:
—Mira qué monos.
Me incorporé en el asiento, llevándome la mano a la pistola, y vi a la chica que
había estado sentada en los escalones de la entrada la última vez que yo estuve ahí.
Jerome se alzaba de pie a su lado y le daba la manita. Me soltó:
—¿Ya has conocido a Roland?

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—Aún no he tenido el placer.
Jerome observó a Angie de manera fija, mostrándose levemente interesado en
ella, aunque sin exagerar.
—¿Qué coño estás haciendo en el coche de su madre, tío? —me preguntó.
—Trabajar.
La novia de Jerome encendió un cigarrillo. Le dio una calada y me echó el humo
encima. El blanco filtro del pitillo lucía un bonito círculo de carmín rojo. Dijo:
—Éste es el tío que estaba con Jenna cuando Curtis la liquidó.
—Joder, Sheila, eso ya lo sé —dijo Jerome.
Me miró:
—Tú eres detective, ¿no?
Volví a mirar el cigarrillo de Sheila. Había algo ahí que me intrigaba, pero no
conseguía deducir de qué se trataba.
—Si, Jerome —le dije—. Hasta tengo una placa y toda la pesca.
—Es mejor que tener que trabajar, ¿no?
Sheila le dio otra calada al cigarrillo y dibujó otro círculo un poco por encima del
anterior.
Angie se puso cómoda en el asiento y también empezó a fumar. Qué ciudad más
cancerosa.
Miré a Sheila y luego a Angie.
—Angie —le dije.
—¿Sí?
—¿Jenna llevaba los labios pintados?
Jerome nos estaba estudiando atentamente, con los brazos cruzados ante el pecho.
Angie pensó en lo que le acababa yo de preguntar. Le dio unas cuantas caladas más al
pitillo, lanzando el humo en lentas exhalaciones. Me dijo:
—Sí. Ahora que lo pienso, sí. El color era de lo más discreto, un rosa muy suave,
pero sí.
Volví a abrir el cenicero.
—¿Te acuerdas de qué marca fumaba?
—Algo light, creo. O Vantage, igual. En cualquier caso, el filtro era blanco.
—Pero acababa de recaer —dije recordando lo que había dicho Jenna de que
llevaba diez años sin fumar y que había vuelto por culpa de lo ocurrido en las últimas
semanas.
Las colillas del cenicero tenían filtros de color marrón claro y sin rastros de
carmín. Saqué el cenicero de su sitio y puse los pies en el suelo.
—Retrocede un poco, Jerome, por favor.
—Sí, bwana, lo que usted diga.
—Te lo he pedido por favor, Jerome.

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El chico y su novia dieron dos pasos atrás. Vacié el cenicero en la acera y Jerome
se ofendió:
—Oye, tío, que nosotros vivimos aquí.
Capté un destello metálico entre la ceniza. Me agaché, aparté lo que no necesitaba
y encontré una llave.
—Ya tenemos lo que vinimos a buscar —dije.
—Chachi —añadió Angie mientras bajaba del coche.
—Enhorabuena —intervino Jerome—. Ahora recoge esa mierda, tío.
Puse el cenicero en la acera y metí dentro toda la ceniza que pude. Lo dejé encima
del asiento y salí del coche.
—Todo tuyo, Jerome —le dije.
—Gracias —repuso él—. Hacer feliz al hombre blanco también me hace feliz a
mí.
Le sonreí y empezamos a escalar la colina.

Era la llave de una taquilla, la número 506. La taquilla en cuestión podía estar en
el aeropuerto Logan, en la estación de autobuses Greyhound de Park Square o en la
terminal ferroviaria de la Estación Sur. O en cualquier parada principal de autobús de
Springfield, Lowell, New Hampshire, Connecticut, Maine o vaya usted a saber
dónde.
Dijo Angie:
—Bueno, ¿qué quieres que hagamos? ¿Revisarlas todas?
—No se me ocurre nada más.
—Son un montón de sitios.
—Míralo por el lado bueno.
—¿A saber?
—Si cobráramos por horas, nos forraríamos.
Me dio un bofetón, pero no tan fuerte como me temía.

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23
Decidimos empezar a la mañana siguiente. El estado estaba lleno de taquillas e
íbamos a necesitar toda nuestra energía: ahora mismo, estábamos para el arrastre.
Angie se fue a casa y Bubba hizo lo propio. Yo me quedé a dormir en la oficina
porque su acceso era más complicado que el de mi apartamento: los pasos de quien
fuera resonarían en la iglesia vacía como cañonazos.
Mientras dormía, se me hizo un nudo en el cogote del tamaño de una pelota de
golf, y las piernas se me agarrotaron por intentar descansar en un catre junto a la
pared.
Y en algún momento de mi duermevela estalló la guerra.
Curtis Moore fue el primero en caer cumpliendo con su deber. Poco después de
medianoche, se produjo un incendio en la zona de la enfermera de guardia en el
hospital de la cárcel. Los dos polis que vigilaban a Curtis se acercaron a echar un
vistazo. El fuego no era gran cosa. Todo consistía en un trapo empapado en alcohol
lanzado a la papelera y una cerilla para producir la combustión. Los dos polis y la
enfermera se hicieron con un extintor y sofocaron el conato de incendio. Los polis no
tardaron mucho en encontrarle un motivo. Para cuando regresaron a la habitación de
Curtis, éste lucía en la garganta un agujero del tamaño de una mano, y alguien le
había trazado en la frente con un cuchillo las iniciales J. A.
Los siguientes en alcanzar la gloria fueron tres miembros de los Raven Saints.
Volviendo de un juego tardío en el parque Fenway, aprovechando el trayecto en metro
para hacer un poco el animal, salieron a la calle en la estación de Ruggles y se
tragaron todo el plomo salido de un AK-47 disparado desde un coche. Uno de ellos,
un chaval de dieciséis años llamado Gerard Mullins, encajó sus balas en los muslos y
en el abdomen, pero no murió. Se hizo el muerto en la oscuridad hasta que el coche
se alejó, y luego empezó a arrastrarse hacia la avenida Colón. Estaba a medio camino
entre la estación de metro y la esquina cuando volvieron los del coche y lo
acribillaron a balazos de la oreja al tobillo.
Socia estaba saliendo de un bar de la zona sur de Huntington, con dos de sus
soldados a un metro detrás de él, cuando James Tyrone, de quince años de edad y
miembro de los Ángeles Vengadores, salió de detrás de una furgoneta con un 45
apuntándole a la nariz. Apretó el gatillo, pero el arma se atrancó, y para cuando los
guardaespaldas de Socia dejaron de disparar, el chico estaba en mitad de la calzada,
tiñendo de rojo oscuro la línea divisoria de color amarillo.
Acto seguido, tres Vengadores cayeron en el parque Franklin. Luego, otros dos
Santos fueron abatidos en Intervale. Se produjo otro ciclo de represalias; y cuando se
hizo de día, la peor noche en la historia de las bandas de Boston arrojaba un saldo de
veintiséis heridos y doce muertos.

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Mi teléfono empezó a sonar a las ocho. Conseguí descolgarlo a la cuarta llamada,
aproximadamente.
—¿Sí? —dije.
—¿Te has enterado? —Era Devin.
—No —repuse, e intenté volverme a la cama.
—La pareja de padre e hijo más famosa de Boston se ha ido a la guerra.
La cabeza se me salió del catre.
—Oh, no.
—Oh, sí.
Mi interlocutor me hizo un resumen de la situación.
—¿Doce muertos? —me sorprendí—. Dios mío.
Puede que esa cifra fuera normal en Nueva York, pero aquí resultaba astronómica.
—Doce por el momento —dijo Devin—. Probablemente, hay cinco o seis en
estado crítico que no tardarán mucho en palmarla. Qué mundo tan maravilloso,
¿verdad?
—¿Por qué me llamas a las ocho para contármelo, Dev?
—Porque te quiero aquí dentro de una hora.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Porque fuiste la última persona que habló con Jenna Angeline, cuyas iniciales
resulta que alguien grabó a navajazos en la cabeza de Curtis Moore. Porque viste a
Socia ayer y no me lo dijiste. Porque ha corrido la voz de que tú tienes algo por lo
que tanto Socia como Roland están dispuestos a matar. Y porque estoy harto de
esperar a que tengas a bien abrirme tu corazón, Kenzie. Parece que lo de mentir se te
da muy bien, pero no te resultará tan sencillo en un cuarto de interrogatorios. Así que
mueve el culo y tráete también a tu socia.
—Creo que incluiré en el grupito a Cheswick Hartman.
—Haz lo que quieras, Patrick. Me encantará acusarte de obstrucción a la justicia y
hacerte pasar la noche en la cárcel. Para cuando Cheswick te saque, te habrán dado
por culo todos los Santos y Vengadores detenidos anoche.
—Estaré ahí en una hora —le aseguré.
—Cincuenta minutos —contraatacó él—. El reloj empezó a correr cuando
descolgaste el auricular.
Y me colgó.
Llamé a Angie y le dije que estaría listo en veinte minutos.
No llamé a Cheswick.
Llamé a Richie a casa, pero ya estaba en el trabajo. Lo intenté ahí.
—¿Cuánto sabes? —me preguntó.
—No más que vosotros.

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—Y una mierda. Tu nombre no para de salir por todas partes, Patrick. Y en el
Gobierno Estatal están pasando cosas muy raras.
Estaba intentando ponerme una camisa, pero me quedé tieso, con el brazo
derecho hacia arriba, congelado, como si lo tuviera enyesado.
—¿De qué cosas raras me hablas? —le pregunté a Richie.
—De la ley de terrorismo callejero.
—¿Qué le pasa?
—Se suponía que la iban a debatir hoy. A primera hora. Para que todo el mundo
pudiera irse de fin de semana.
—¿Y?
—Pues que ahí no hay nadie. El Gobierno Estatal está vacío. Doce chicos la
palman anoche a causa de la violencia de las bandas; y a la mañana siguiente, cuando
se ha de discutir una ley para acabar con toda esa mierda, resulta que no hay nadie
interesado en el asunto.
—Me tengo que ir.
Podría haber enviado el teléfono a Rhode Island por correo aéreo y seguiría
oyendo la voz de Richie:
—¿Se puede saber qué cojones sabes de todo esto?
—Nada de nada. Tengo que dejarte.
—No me pidas más favores, Patrick. Ni uno más.
—Me encanta cuando me pones verde —le dije.
Y colgué.

Estaba yo ante la iglesia, esperando, cuando apareció Angie al volante de esa cosa
marrón a la que ella llama coche. Durante los fines de semana y las vacaciones, Phil
no lo necesita, pues se limita a aprovisionarse de Budweiser y a tirarse en el sofá para
tragarse lo que echen en la televisión. ¿Quién necesita un coche cuando Gilligan
sigue sin conseguir abandonar la isla? Angie se hace con el vehículo en cuanto puede
para poder escuchar sus cintas; también mantiene que conduzco fatal mi Bestia
Rodante porque me importa un rábano lo que le pueda pasar. Cosa que no es del todo
cierta: me preocuparía si algo le sucediese, pero aún me preocuparía más porque la
compañía aseguradora corriera con los gastos.
El trayecto desde la calle Berkeley lo recorrió Angie en menos de diez minutos.
La ciudad estaba vacía. Los que se habían ido al Cabo desaparecieron el jueves o el
viernes. Los que iban a la Explanada para el concierto de mañana, más los
correspondientes fuegos artificiales, aún no habían plantado la tienda de campaña.
Todo el mundo se había tomado el día libre. Por el camino, vimos algo que muy
pocos habitantes de esta ciudad suelen ver: plazas de aparcamiento libres. No paré de
pedirle a Angie que se detuviera en cada una de ellas y que nos dedicáramos a entrar

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y salir de todas, para ver qué se sentía.
En la zona alta de Berkeley, junto al cuartel general de la policía, la situación era
muy distinta. La manzana estaba acordonada con vallas. Un agente más bien obeso
nos obligó a dar la vuelta. Pudimos ver furgonetas con antenas de plato en el techo,
cables recorriendo la calle cual serpientes con exceso de peso, camiones blancos de la
tele aparcados en la acera y los Crown Victoria negros de los jefazos policiales
colocados de tres en fondo.
Fuimos hasta St. James y aparcamos con facilidad. Luego regresamos a la parte
de atrás del edificio. Un poli, joven y negro, estaba plantado ante la puerta con las
manos cruzadas a la espalda y las piernas separadas al estilo castrense. Nos lanzó una
mirada.
—La prensa, por la puerta principal.
—No somos periodistas —nos identificamos—. Tenemos una cita con el
detective Amronklin.
El poli asintió.
—Cojan esas escaleras. Quinto piso, a la derecha. Ahí le encontrarán.
Y así fue. Estaba sentado a una mesa, al final de un largo pasillo, junto a su
compañero de fatigas, Oscar Lee. Oscar es grandote, negro y con tan mala leche
como Devin. Habla un poco menos que él, pero bebe más. Son compañeros desde
hace tanto tiempo que hasta obtuvieron su respectivo divorcio el mismo día. Cada
uno de ellos se ha llevado una bala dirigida al otro, y penetrar en su relación, aunque
sólo sea de manera superficial, es tan difícil como intentar cavar un túnel en el
cemento con una cuchara de plástico. Nos vieron al mismo tiempo y levantaron la
cabeza, cansados y quejosos, como si estuvieran preparados a partirle la cara a
cualquiera que no les proporcionara lo que andaban buscando. Ambos lucían
salpicaduras de sangre en la camisa y una taza de café en la mano.
Entramos en el despacho y saludamos:
—Hola.
Ellos se limitaron a asentir con la cabeza. Parecían hermanos siameses.
—Tomad asiento, chicos —dijo Oscar.
Había una mesa cascada en mitad de la sala, con un teléfono y una grabadora
encima. Nos sentamos en el lado más cercano a la pared. Devin se sentó junto a mí, al
lado del teléfono, y Oscar lo hizo a la izquierda de Angie, junto a la grabadora. Devin
encendió un cigarrillo y Oscar puso en marcha el aparato. Una voz dijo: «Grabación
efectuada el seis de agosto de 1993. Archivada con el número 5756798. Sala de
pruebas, cuartel general de la policía de Boston, comisaría nueve, calle Berkeley
154».
—Sube un poco el volumen —dijo Devin.
Oscar obedeció, y pasaron quince o veinte segundos de eso que en el argot

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radiofónico se conoce como «aire muerto». Luego oímos un suave rugido y un
montón de ruidos metálicos, como si en el transcurso de una cena todo el mundo se
hubiera puesto a frotar los cuchillos y los tenedores. Una voz dijo: «Vuelve a rajarle».
Devin me miró.
La voz parecía la de Socia.
Otra voz: «¿Dónde?».
Socia: «¿Y a mí qué coño me importa? Ten un poco de imaginación. Esa rodilla
promete».
Hubo un momento en el que sólo se oía correr el agua. Acto seguido, alguien
gritó de manera contundente, larga y aguda.
Socia se echó a reír:
—Ahora te voy a sacar un ojo. ¿Por qué no hablas de una vez y acabamos con
esto?
La otra voz:
—Acabemos con esto, Anton, que la cosa no va en broma.
—Yo nunca bromeo, Anton, deberías saberlo.
Un sonido apagado como un suspiro. Un gimoteo.
Socia:
—Ese ojo te llora mucho. Voy a tener que sacártelo.
Me incorporé en el asiento.
La otra voz dijo:
—¿Cómo?
—¿Acaso tartamudeo? Te lo voy a sacar.
Se produjo un ruido blando y desagradable, el sonido que hace un zapato al pisar
una babosa.
Y luego llegó el aullido. De una agudeza imposible. Una mezcla de dolor
insoportable y terror inaceptable.
Socia:
—Lo tienes en el suelo, Anton, ante tus narices. Dame ese nombre, joder. ¿Quién
te compró?
Los berridos aún no habían terminado. Seguían sonando claramente y revelando
un dolor tremendo.
—¿Quién te compró? Y deja de chillar.
El sonido de carne contra carne. El aullido subió de volumen.
—¿Quién coño te compró?
Ahora el grito era desafiante, un aullido airado.
—¿Quién co...? ¡A la mierda! Sácale el otro. No, con eso no. Pilla una puta
cuchara, tío.
Se oyeron unos pasos, que se iban perdiendo a medida que se alejaban de donde

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estuviera el micrófono.
Los gritos se convirtieron en susurros.
Socia, en voz muy baja y suave:
—¿Quién te compró, Anton? Así que me lo digas, esto se acaba.
El susurro pronunció algo ininteligible.
Dijo Socia:
—Te lo prometo. Todo esto acabará cuando me lo digas. Tu muerte será rápida e
indolora.
Un gemido, una respiración dificultosa en busca de aire, un gimoteo que se alargó
durante casi un minuto.
—Vamos. Dímelo.
Entre sollozos:
—No... Yo...
—Pásame la puta cuchara.
—Devin. ¡El poli! ¡Devin! —Parecía que le habían extraído las palabras a través
de un agujero en el cuerpo.
Devin apagó la grabadora. Y yo me di cuenta de que me había quedado rígido en
la silla, sentado en un extremo, con el espinazo doblado. Miré a Angie. Se había
quedado lívida, con los puños en torno a los brazos del asiento.
Oscar parecía aburrido mientras miraba al techo. Nos informó:
—Anton Meriweather. Dieciséis años. Devin y yo lo recluíamos en diciembre
para que nos pasara información sobre Socia. Era un soldado de los Santos. Y sí, está
muerto.
—Tenéis la cinta —dije—. ¿Por qué sigue libre Socia?
Tomó la palabra Devin:
—¿Alguna vez has visto que un jurado tome una decisión basándose en la
identificación de voz? ¿Sabes cuántas personas puede reunir un abogado defensor que
suenen igual que el tío de la cinta?
¿Acaso has oído que alguien se dirigiera a Socia por su nombre?
Negué con la cabeza.
—Sólo quiero que sepáis con qué estáis lidiando, chavales. Después de que Anton
soltara mi nombre, se estuvieron entreteniendo con él durante una hora y media.
Noventa minutos. Es mucho tiempo para alguien al que le acaban de arrancar un ojo.
Cuando lo encontramos, al cabo de tres días, ni le reconocí. Ni su madre lo reconoció.
Tuvimos que pedir un informe dental para cerciorarnos de que se trataba de él.
Angie se aclaró la garganta:
—¿Cómo conseguisteis esa grabación?
Respondió Oscar:
—Anton llevaba el micrófono. Entre las piernas. Sabía que lo estaba grabando

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todo y que lo único que tenía que hacer era pronunciar el nombre de Socia, pero se le
congeló el cerebro y se olvidó. Una lástima. —Miró a Devin y luego a mí—. Señor
Kenzie, no voy a convertir esto en el numerito del poli bueno y el poli malo, pero
Devin es amigo suyo y yo no. Pero Anton me caía la mar de bien. Así que quiero
saber qué sabe usted de todo lo que está pasando y lo quiero saber ya. Si quiere
hacerlo de manera que no comprometa a sus clientes, por mí de acuerdo. Pero si no
encuentra esa manera, me lo va a largar igual. Porque estamos cansados de recoger
cadáveres de la calle.
Le creí.
—Haga sus preguntas.
Dijo Devin:
—¿De qué hablaste ayer con Socia?
—Él cree que tengo pruebas que lo incriminan, cosas que me dio Jenna Angeline.
Quiere intercambiar esas pruebas por mi vida. Le dije que si yo la diñaba, él también.
—Por cortesía de Bubba Rogowski —añadió Devin.
Enarqué levemente las cejas y luego asentí.
Siguió Devin:
—¿Qué tipo de pruebas tienes contra Socia?
—Nada...
—Y una mierda —intervino Oscar.
—De verdad. No tengo nada que pueda enviar al trullo a Socia.
Dijo Angie:
—Jenna Angeline nos prometió que había ciertas cosas a las que ella tenía
acceso, pero murió antes de poder decirnos qué eran o dónde estaban.
—Corre el rumor de que Jenna os dio algo justo antes de que Curtis Moore se la
cargara —dijo Oscar.
Miré a Angie y ella asintió. Eché mano al bolsillo y saqué otra fotocopia de la
foto. Se la pasé a Devin.
—Esto es lo que me dio Jenna.
Devin contempló la imagen, clavó la vista en Paulson y se la pasó a Oscar.
—¿Dónde está lo que falta?
—Eso es todo lo que hay.
Oscar miró la foto y luego a Devin. Éste asintió y me miró a mí.
—Estás jodiendo a quien no debes —dijo—. Acabarás en la trena.
—Es todo lo que tengo.
Le pegó un buen golpe a la mesa con una mano digna de un oso:
—¿Dónde está el original? ¿Dónde están las que faltan?
—No sé dónde están y el original obra en mi poder —dije—. Y no os lo voy a
dar. Metedme en la cárcel. Encerradme en una celda con un par de Santos. Haced lo

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que os dé la gana. Me da igual. Porque tengo más oportunidades de seguir vivo en ese
agujero con la foto escondida en alguna parte que en la calle sin ella.
—¿Crees que no podemos protegerte? —preguntó Devin.
—No, chicos, no creo que podáis. No tengo nada en contra de Socia, pero él cree
que sí. Y mientras lo siga creyendo, yo continuaré con vida. En cuanto se dé cuenta
de que lo mío es un farol, se acordará de Curtis Moore y acabaré como Anton.
Pensar en Anton me daba náuseas.
Dijo Oscar:
—Socia tiene mucho de lo que preocuparse como para acordarse de ti.
—¿Se supone que eso debe animarme? ¿Cuánto me queda hasta que ponga orden
en sus asuntos y se acuerde de mí? ¿Una semana? No, gracias. ¿Queréis oír lo que
pienso de esto o preferís seguir dando la tabarra con lo de la foto?
Se miraron el uno al otro, comunicándose de esa manera que sólo gente como
ellos controla. Dijo Devin:
—De acuerdo. Dinos lo que crees que está pasando.
—Entre Socia y Roland... no tengo ni idea. De verdad. —Recogí la fotocopia de
la mesa y la sostuve en alto para que ambos pudieran verla—. Pero sí sé que la ley del
terrorismo callejero iba a ser debatida en el senado estatal esta mañana.
—¿Y?
—Pues que no ha sido así. Precisamente hoy, todos se comportan como si el
problema hubiese desaparecido.
Devin observó la fotocopia y levantó una ceja. Descolgó el teléfono que tenía
delante, marcó unos cuantos números y se quedó a la espera.
—Ponme con el jefe Willis, de la policía del Gobierno Estatal.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa sin dejar de mirar la fotocopia. Me la
quitó de las manos, se la puso delante y la contempló un poco más. Como los demás
no teníamos nada mejor que hacer, también nos dedicamos a estudiar la imagen.
—¿John?... Soy Devin Amronklin... Sí, estoy hasta el cuello... ¿Cómo?... Sí, creo
que habrá más. Muchos más... Oye, John... Tengo algo que preguntarte. ¿Ha
aparecido algún político hoy? —Se quedó a la escucha—. Bueno, el gobernador
claro, ¿qué quieres que haga? Y... Sí, sí. ¿Y esa ley que tenían que... ? Ajá... ¿Y quién
fue?... Sí, claro, tómate tu tiempo. —Dejó que el auricular se le deslizara hasta el
cuello y tamborileó un poco más. Se volvió a pegar el teléfono a la oreja—. Sí, sigo
aquí... Muy bien, John. Te lo agradezco mucho... No, por nada, de verdad. Simple
curiosidad. Gracias de nuevo. —Nos miró a los tres—. El viernes, alguien consiguió
que todos pudieran disfrutar del largo fin de semana, como todo el mundo.
—¿Quién era ese alguien? —preguntó Angie.
Devin le dio unos golpecitos a la fotocopia.
—El senador Brian Paulson —dijo—. ¿Os suena?

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Me lo quedé mirando.
—Te aseguro que no hay cámaras ni micros en las paredes —dijo.
Le eché un vistazo a la fotocopia.
—No puedo revelar la identidad de mis clientes.
Devin asintió. Oscar sonrió. Eso les había gustado. Acababa de decirles justo lo
que querían saber. Dijo Devin:
—Esto es muy gordo, ¿no?
Me encogí de hombros. Otra confirmación.
Devin miró a Oscar.
—¿Tienes algo más que decir?
Oscar negó con la cabeza. Los ojos le brillaban.
Anunció Devin:
—Pues vamos a soltarlos. ¿Le parece bien, detective Lee?
Cuando salíamos por la puerta de atrás, Oscar le dijo al poli joven que fuera a por
una taza de café. Le dio la mano a Angie, luego a mí, y dijo:
—Depende de lo lejos que llegue esto, podríamos perder la placa.
—Lo sé —repuse.
Devin echó un vistazo a su alrededor.
—Emprenderla con el ayuntamiento es una cosa, pero con el Gobierno Estatal
todo se complica.
Asentí. Dijo Oscar: —Vine.
Y miró a Devin. Devin suspiró. —No me jodas.
—¿Vine? —preguntó Angie.
—Chris Vine —dijo Oscar—. Estaba en antivicio hace unos años. Juró que tenía
pruebas contra un senador, e insinuó que la cosa llegaba hasta más arriba.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Alguien encontró dos kilos de heroína en su taquilla —dijo Devin.
—Y una caja de jeringuillas —añadió Oscar.
Devin asintió:
—Dos semanas después, se tragó el cañón de la pistola.
Oscar le lanzó otra mirada a Devin. Había algo extraño en los ojos de ambos.
Igual era miedo. Dijo Oscar:
—Tened mucho cuidado, los dos. Ya hablaremos.
—De acuerdo.
Dijo Devin:
—Si aún estás a buenas con Richie Colgan, creo que éste es un buen momento
para utilizarle.
—Todavía no.
Oscar y Devin volvieron a intercambiar miradas y resoplaron con fuerza.

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Oscar miró al cielo.
—Un día de éstos caerá una buena tormenta de mierda.
Y Angie dijo:
—Y nosotros cuatro, sin paraguas.
Todos soltamos una risotada. Pero duró poco. Como las risas en los entierros.

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24
Cogimos Boylston en dirección a Arlington y dimos la vuelta a la manzana para
llegar a la estación de autobuses Greyhound. Atravesamos un mar de putas, chulos,
timadores y demás fauna propia de las terminales y acabamos plantados ante la
extensión verde y metálica de taquillas. El número 506 estaba en la parte alta, por lo
que tuve que estirarme un poco para insertar la llave.
No entró. Una menos.
Lo intentamos en un par de sitios más pequeños. Nada.
Nos fuimos al aeropuerto. El Logan tiene cinco terminales, que van de la A a la E.
La Terminal B no tenía taquillas. La C no llegaba hasta la 506, por lo menos en la
zona de Llegadas. Bajamos a Salidas. Como el resto de la ciudad, aquello parecía un
pueblo fantasma: el suelo encerado brillaba por la falta de uso y reflejaba las
brillantes luces fluorescentes del techo. Encontramos la taquilla 506, respiramos
hondo y exhalamos cuando la llave no encajó.
Lo mismo ocurrió en la D y en la E.
Intentamos algunos lugares en la zona este de Boston, en Chelsea, en Revere...
Nada de nada.
Hicimos un alto en un bar de bocadillos de Everett, ocupando unos asientos junto
a la ventana. La mañana ya la había palmado y el cielo, endurecido, lucía un tono
grisáceo más propio del papel de periódico. No es que hubiera muchas nubes, sino
que no se veía ni un rayo de sol. Un Mustang rojo aparcó en la acera de enfrente, y el
conductor se quedó mirando la tienda de discos que tenía delante, como si estuviera
esperando a alguien.
Dijo Angie:
—¿Crees que es el único que hay?
Negué con la cabeza y le pegué un mordisco al bocadillo de rosbif:
—Es el más importante.
Le echamos un vistazo. Estaba aparcado a unos buenos cuarenta metros, y su
cabeza negra y estilizada estaba tan bien rasurada que hasta brillaba. Ni hablar de
gafas de sol. Probablemente, no quería que nada obstruyera su visión cuando se le
presentara la oportunidad de pegarme un tiro.
—¿Dónde crees que estará Bubba? —pregunté.
—Si pudiéramos verlo, no estaría haciendo bien su trabajo.
Asentí.
—De todos modos —dije—, estaría bien que lanzara una bengala de vez en
cuando, aunque sólo fuera para mi tranquilidad.
—Él es tu tranquilidad, Patinazo.
La verdad es indiscutible.

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Tuvimos el Mustang pegado a la espalda por todo Somerville, y ahí siguió, en la
93, mientras nos dirigíamos a la ciudad. Salimos en la Estación Sur y aparcamos en la
calle Summer. El Mustang nos pasó de largo, a nosotros y al edificio de Correos. Giró
a la izquierda mientras salíamos del coche y nos encaminábamos hacia la entrada
principal.
La Estación Sur era un decorado ideal para una película de gángsters. Es inmensa
y tiene unos techos altísimos de porte catedralicio y unos suelos de mármol que
parecen extenderse hacia el infinito. En otros tiempos, todo ese espacio sólo se veía
alterado por un quiosco de madera, un puesto de limpiabotas y algunos bancos
circulares de caoba oscura francamente confortables. Era el sitio perfecto para llevar
trajes caros de lana azul con sombrero a juego y sentarse a vigilar a la gente tras un
periódico. Pero vinieron los malos tiempos, ya olvidados, y el mármol se ensució y
resquebrajó, el quiosco pedía a gritos que le dieran una mano de pintura o que lo
demolieran y el limpiabotas desapareció para nunca volver. Hace unos años, llegaron
las reformas. Ahora hay un sitio de pizzas y frankfurts con un neón amarillo, un
establecimiento de la franquicia Au Bon Pain, con sombrillas por cortesía de Cinzano
y mesas de hierro, y un quiosco nuevo que es como una mezcla de bar y librería.
Todo el lugar parece más pequeño. La tenue y agradable luz que se colaba entre las
sombras se ha visto reemplazada por una iluminación chillona y un ambiente de falsa
felicidad. Ya te puedes dejar una pasta en ambientar, que no vas a conseguir que una
estación ferroviaria deje de ser un sitio en el que la gente espera, por lo general sin
mucha alegría, que aparezca ese tren que les saque de allí.
Las taquillas están en la parte de atrás, cerca de los servicios. Mientras nos
encaminábamos hacia allá, un viejo con el pelo blanco y tieso y un megáfono en vez
de cuerdas vocales anunció: «El Embajador con destino a Providence, Hartford, New
Haven y Nueva York está estacionado en la vía treinta y dos». Si ese canijo llega a
utilizar algún sistema de ampliación, me hubiera reventado el tímpano.
Recorrimos un oscuro pasillo y volvimos al pasado. Ni fluorescentes ni diseño
vanguardista, sólo mármol y lámparas amarillentas que daban algo más de luz que
una vela. Observamos como pudimos las filas de taquillas, intentando discernir en la
penumbra los números medio borrados y hechos polvo, hasta que Angie dijo:
«Aquí».
Me di unos golpecitos en los bolsillos:
—La llave la tienes tú, ¿no?
Angie se me quedó mirando.
—Patrick...
—¿Cuándo fue la última vez que la usamos?
—Patrick... —repitió, sólo que esta vez le rechinaban los dientes.

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Le mostré la llave:
—Veo que ya no sabes encajar una broma.
Me la arrancó de la mano, la deslizó en la cerradura y la hizo girar.
Creo que ella se quedó más sorprendida aún que yo.
Dentro había una bolsa de plástico azul. La palabra GAP estaba escrita en letras
blancas en la zona central. Angie me la pasó. Miramos dentro de la taquilla y
recorrimos su interior con la mano. No había nada más. Angie dejó abierta la puerta
de la taquilla, yo me hice con la bolsa y ambos emprendimos el camino de regreso
por el pasillo, sintiendo los pies mucho más ligeros que antes. Hora de cobrar.
O quizás hora de palmar, según cómo lo vieras.
El chaval calvo que iba a bordo del Mustang atravesaba la estación corriendo en
nuestra dirección. Se llevó una sorpresa al vernos e hizo ademán de alejarse. Pero
entonces reparó en la bolsa. Realmente, había estado de lo más brillante al llevarla a
la vista. Calvito levantó la mano derecha por encima de la cabeza y se llevó la
izquierda al interior de la chaqueta.
Dos chicos que estaban en la barra del Au Bon Pain abandonaron su puesto, y una
cuarta persona —un tipo mayor que los otros tres— se lanzó hacia nosotros desde la
entrada.
Calvito ya tenía la pistola a la vista, pegada al muslo, caminando tan tranquilo sin
dejar de mirarnos. La estación estaba abarrotada, pero toda esa gente que se
interponía entre Calvito y nosotros ignoraba la situación mientras, café y periódico en
ristre, se encaminaba hacia su vía. Calvito estaba empezando a sonreír, pues sólo le
separaban de nosotros veinte metros llenos de gente. Yo ya tenía la pistola en la
mano, detrás de la bolsa. Angie había metido la suya en el bolsillo y ambos
caminábamos lentamente hacia delante, esquivando a la multitud e intercambiando
con ella algún que otro codazo. Calvito se movía con la misma lentitud, pero con más
confianza, como si sus movimientos hubieran sido coreografiados. Lucía una amplia
sonrisa, típica del yonqui en pleno subidón, que se alimentaba de la tensión.
Estábamos a quince metros y Calvito empezaba a caminar ligeramente inclinado
hacia delante, como si se muriera de ganas de llegar hasta nosotros.
En ese momento, Bubba destacó entre la multitud y le voló la cabeza con una
escopeta de cañones recortados.
El chico pegó un salto con los brazos abiertos y el pecho hacia delante, como si se
estuviera lanzando a una piscina, y se dio con el suelo en plena cara. La masa se
dispersó, todo el mundo echó a correr, tropezaron unos con otros, nadie sabía muy
bien adónde iba, pero había que alejarse del cadáver lo antes posible, como palomas
sin alas, tropezando y resbalando, intentando salir del mármol antes de pegar un
resbalón que podía resultar fatal. El tío que estaba a nuestra izquierda nos apuntó con
un Uzi que sostenía con una sola mano. Caímos de rodillas mientras empezaba a

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disparar y el rebote de las balas arrancaba esquirlas de la pared que teníamos detrás.
Volvió a sonar la escopeta de Bubba, y el tipo en cuestión pegó un salto en el aire
como si acabara de abrir el paracaídas. Se estrelló contra una ventana, pero el cristal
sólo se rompió a medias. El hombre se quedó ahí colgado, con medio cuerpo fuera y
medio cuerpo dentro.
Apunté a los otros dos chavales mientras Bubba sacaba los cartuchos usados de la
escopeta y metía otros dos nuevos. Apreté el gatillo tres veces y los chicos se
parapetaron tras las negras mesas de hierro. Era imposible apuntar en condiciones con
toda esa gente por ahí en medio, así que Angie y yo disparamos hacia las mesas, que
es donde se estrellaron las balas. Uno de los chicos le apuntó a Bubba cuando éste
miró en su dirección. Disparó una bala del 357 y le dio a Bubba en el pecho. La
escopeta de nuestro amigo hizo añicos los cristales situados un par de metros por
encima de su atacante, y Bubba se desplomó.
Un coche de policía se subió a la acera y se detuvo justo antes de atravesar las
puertas de cristal. Lo que quedaba de la muchedumbre parecía haber recuperado la
cordura al unísono: todos estaban tumbados boca abajo en el suelo de mármol, con
las manos protegiendo la cabeza y utilizando las maletas a modo de improvisada
barricada de cuero. Los dos chicos se tambalearon entre las mesas y se encaminaron
hacia los andenes, disparándonos desde el otro lado de las ventanas.
Eché a andar hacia el centro de la estación, hacia Bubba, pero apareció un
segundo coche de policía. Los primeros dos agentes ya estaban dentro,
intercambiando disparos con los chavales junto a las vías. Angie me cogió del brazo y
corrimos hacia el pasillo. La ventana situada a mi izquierda se hizo añicos: el marco
saltó y se creó una cascada blanca. Los polis estaban cada vez más cerca y cada vez
apuntaban mejor. Los dos chicos tropezaban entre ellos mientras intentaban
dispararnos. Justo antes de que llegáramos al pasillo, uno de ellos giró
repentinamente sobre sí mismo y acabó sentado en el suelo. Parecía confuso
mientras, a su alrededor, los cristales que caían recordaban una nevada.
Angie disparó la alarma de la puerta de atrás y el aullido de la sirena se expandió
por la terminal hasta llegar a la calle, mientras corríamos hacia la esquina parapetados
tras una hilera de camiones. Atravesamos el tráfico, dimos la vuelta a la manzana y
subimos hacia Atlantic. Nos detuvimos en la esquina, respiramos hondo un par de
veces y contuvimos la respiración mientras nos pasaban por delante dos coches más
de la policía. Esperamos, con la cara empapada en sudor, a que cambiara el semáforo.
Cuando se puso rojo, trotamos hacia Atlantic, a través del arco del dragón rojo, y
entramos en Chinatown. Subimos por la calle Beach y nos cruzamos con unos tíos
que ponían el pescado en hielo, con una mujer que vaciaba un barril de agua fétida
procedente de un pequeño muelle de carga y con una pareja de ancianos vietnamitas
vestidos como cuando la ocupación francesa. Un tipo bajito en camiseta blanca

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discutía con un robusto camionero italiano. El camionero insistía: «Cada día igual,
joder. Aprende inglés de una puta vez, maldita sea»; y el bajito replicaba: «No hablar
inglés. Tú demasiado caro, maldita sea». Mientras pasábamos junto a ellos, el
camionero dijo: «Lo de "demasiado caro" sí que lo he entendido». El bajito parecía
dispuesto a matarle.
Cogimos un taxi en la esquina de Beach con Harrison y le dijimos al conductor
iraní adónde nos dirigíamos. Nos miró por el retrovisor:
—¿Un día duro?
Da igual de dónde vengas: «día duro» y «demasiado caro» parecen formar parte
de un idioma universal. Le devolví la mirada y asentí.
—Un día duro —reconocí.
Se encogió de hombros.
—Yo también —dijo mientras enfilaba la autovía.
Angie apoyó la cabeza en mi hombro.
—¿Y Bubba? —preguntó con voz fuerte y áspera.
—No lo sé —repuse mientras observaba la bolsa de GAP que tenía en el regazo.
Ella me cogió la mano y yo se la estreché con fuerza.

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25
Me senté en uno de los bancos de delante de la iglesia de San Bartolomé y vi
cómo Angie encendía una vela para Bubba. Se quedó encima de ella unos instantes,
protegiendo el fuego con las manos hasta que la llama amarilla creció amparada en el
oxígeno. Luego se arrodilló e inclinó la cabeza.
Yo empecé a bajar la mía, pero me quedé a medio camino, que es lo que me pasa
siempre.
Creo en Dios. Puede que no en el Dios de los católicos, ni siquiera en el de los
cristianos en general, pues no acabo de entender que un dios practique el elitismo.
También me cuesta lo mío creer que algo que ha creado la lluvia, los bosques, los
mares y un universo infinito sea capaz, al mismo tiempo, de crear a su propia
semejanza algo tan poco natural como la humanidad. Creo en Dios, pero no como
hombre, mujer o cosa, sino como algo que desafía mi habilidad para entender el
mundo dentro del penoso marco de referencias que tengo a mano.
Dejé de rezar —o de bajar la cabeza, más bien— hace mucho tiempo, más o
menos cuando mis plegarias se convirtieron en susurros encaminados a acabar con el
Héroe y a reunir el valor necesario para encargarme personalmente del asunto. Nunca
reuní ese valor, y el hombre se fue apagando lentamente ante la impotencia de las
emociones que me quedaban a su respecto. Después de eso, él mundo siguió adelante
y cualquier contrato entre Dios y un servidor se dio por anulado y fue a parar al
mismo agujero que mi padre.
Angie se puso de pie, se santiguó y abandonó el alfombrado altar para acercarse
al banco en el que yo me hallaba. Se quedó ahí erguida, mirando hacia la bolsa de
GAP que estaba en el suelo, junto a mí, y esperó.
Bubba estaba muerto, o moribundo, o gravemente herido por culpa de esa bolsa
de aspecto inofensivo. Jenna también estaba muerta. Al igual que Curtis Moore, dos o
tres tíos en la estación y unos doce chavales anónimos que, probablemente, ya se
sentían muertos desde hacía mucho tiempo. Para cuando todo esto acabara, también
Socia o yo pasaríamos a engrosar las estadísticas. Puede que ambos. Puede que
también Angie. Y Roland.
¡Cuánto dolor en una simple bolsa de plástico!
—Pronto estarán aquí —dijo Angie—. Ábrela.
Se refería a la policía. Devin y Oscar no tardarían mucho en identificar al Varón
Blanco Desconocido y a la Hembra Blanca Desconocida que participaron en el
tiroteo de la estación contra pandilleros, ayudados por un notorio pistolero llamado
Bubba Rogowski.
Aflojé la cuerda colocada en la parte de arriba de la bolsa, introduje la mano en el
interior y encontré una carpeta con un grosor de medio centímetro, aproximadamente.

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La saqué y la abrí. Más fotografías.
Me incorporé y las repartí por el banco. Había veintiuna en total, y la superficie
de las fotos reflejaba los triángulos de luces y sombras proyectadas por las
polvorientas ventanas. Ni una de ellas contenía nada que me apeteciera ver, pero en
todas había cosas en las que debía fijarme.
Estaban hechas por la misma cámara y tomadas en el mismo sitio que la
fotografía que Jenna me había proporcionado. Paulson salía en la mayoría de ellas,
Socia sólo en algunas. La misma sórdida habitación de motel, la misma textura
granulosa del negativo, el mismo encuadre elevado: todo ello me llevaba a la
conclusión de que las imágenes pertenecían a una cinta de video, grabada desde una
altura de entre dos y tres metros, probablemente desde el otro lado de un espejo de
doble uso.
En la mayoría de las fotos, Paulson se había quitado los calzoncillos pero
conservaba los calcetines negros. Parecía estar pasándoselo muy bien en esa camita
de sábanas sucias y arrugadas.
No se podía decir lo mismo de la persona con quien compartía el lecho. El
destinatario del afecto de Paulson —si a eso se le podía llamar afecto— era un niño.
Un crío negro y muy flaco que no tendría más de diez u once años y que no llevaba
calcetines. No llevaba nada y no parecía estarse divirtiendo tanto como Paulson.
Más bien parecía estar sufriendo mucho.
Dieciséis de las veintiuna fotografías recogían el acto sexual en sí. En algunas de
ellas, Socia se colaba en el encuadre como para darle instrucciones a Paulson. En una,
Socia empujaba al crío, poniéndole la mano en el cogote, hacia el pecho de Paulson,
cual jinete controlando el caballo. A Paulson o le daba lo mismo o ni se enteraba: los
ojos le brillaban y los labios se le fruncían de placer.
El chico era plenamente consciente de lo que estaba pasando.
De las cinco fotografías restantes, cuatro eran de Paulson y Socia bebiendo un
líquido oscuro en vasos de cuarto de baño, charlando, apoyados en la cómoda,
pasando un rato estupendo. En una de esas imágenes, se distinguía una de las
piernillas del crío, desenfocada y enredada en una sábana sucia.
—Oh, Dios mío —dijo Angie con una voz aguda y quebrada que parecía
pertenecer a otra persona.
Tenía los nudillos en la boca y la piel de gallina. Estaba a punto de echarse a
llorar. El aire caliente y estancado de la iglesia me impregnó durante unos segundos y
sentí un peso en el pecho que a punto estuvo de provocarme un desmayo. Volví a
contemplar las fotografías y de nuevo noté esas náuseas en la boca del estómago.
Me obligué a mantener la vista sobre esas imágenes, a no apartar los ojos de ellas;
y muy pronto, la mirada se concentró en la foto número veintiuno de la misma
manera en que se vería monopolizada por una sola llamita en el extremo de una

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pantalla oscura. Lo supe de inmediato: ésa era la foto que ya se había abierto camino
entre mis sueños y mis sombras hasta llegar a esa parte de la mente sobre la que no
ejerzo el menor control. Seguiría viendo esa imagen, en toda su imposible crueldad,
durante el resto de mi vida; especialmente, cuando más desprevenido me encontrara.
La foto no había sido tomada durante el acto, sino después. El chico estaba sentado
en la cama, desnudo y ausente, obsesionado con la imagen espectral de aquello que
ya había dejado de ser. En esos ojos sólo se veían esperanzas muertas y puertas
cerradas. Eran los ojos de un cerebro y un alma aplastados por una sobrecarga
sensorial. Los ojos de un muerto viviente que aún no era plenamente consciente de su
desgracia y de su desnudez.
Volví a hacer una pila con las fotos y cerré la carpeta. Empezaba a recuperar la
serenidad y a controlar el flujo de horror e indignación. Miré a Angie y vi cómo se
enfrentaba al mismo proceso. Ya no temblaba y se mantenía inmóvil. No era una
reacción agradable, y puede que resultara contraproducente a la larga, pero de
momento era absolutamente necesaria.
Angie levantó la vista. Tenía los ojos enrojecidos, pero secos. Señaló hacia la
carpeta.
—Pase lo que pase, nos los llevamos por delante.
Asentí:
—Tendremos que dárselas a la policía.
Angie se encogió de hombros y se acodó en la pila bautismal.
—Muy bien.
Extraje una foto de la carpeta —una de las que mostraba el acto sexual—, en la
que se veía al chico, a Socia y el cuerpo de Paulson sin la cabeza. Puede que Socia
fuera cosa de Devin, pero Paulson era asunto mío. Llevé la carpeta hasta uno de los
confesionarios de atrás, me colé en su interior y me arrodillé en el suelo. Le apliqué
la navaja a una baldosa de mármol que llevaba bailando desde mis tiempos de
monaguillo. La desplacé a un lado y metí la carpeta en el hueco. Angie estaba detrás
de mí y yo le extendí la mano. Colocó en ella su 38, que deposité en el agujero junto
a mi 9 milímetros, y luego volví a poner la baldosa en su sitio. No se notaba nada
raro, así que me felicité por mi dominio en el uso de esa gran tradición católica: los
escondrijos.
Salí del confesionario y echamos a andar por el pasillo central. Junto a la puerta,
Angie se mojó los dedos con agua bendita y se persignó. Pensé en seguir su ejemplo,
consciente de que iba a necesitar toda la ayuda posible y más, pero recordé que si hay
algo que odie más que la hipocresía es la beatería. Empujamos las pesadas puertas de
madera de roble y salimos a la luz del atardecer.
Devin y Oscar estaban aparcados ahí delante, apoyados en el capó del Camaro de
Devin, frente a unos cuantos productos McDonald's. Ni se tomaron la molestia de

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mirarnos antes de que Devin, mientras se zampaba un Big Mac, dijera:
—Tenéis derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que digáis puede ser
usada en vuestra contra ante un tribunal. Pásame las patatas, socio. Tenéis derecho a
un abogado...

Nos estuvieron dando la tabarra hasta bien avanzada la mañana siguiente.


Resultaba evidente que Devin y Oscar estaban soportando mucha presión. Los
tiroteos entre bandas en Roxbury o Mattapan son una cosa, pero cuando el
desbarajuste se desplaza hasta el centro de la ciudad, cuando los buenos burgueses
tienen que parapetarse tras sus maletas de Louis Vuitton para que no los acribillen,
entonces sí que hay un problema. Nos esposaron. Nos ficharon. Devin me arrebató la
foto sin decir ni una palabra antes incluso de llegar a la comisaría, y el resto me lo
quitaron una vez allí.
Compartí una rueda de sospechosos con cuatro pasmas que no se me parecían en
nada y lo hice con la vista clavada en una luz blanca. Más allá de la luz oí decir a un
poli: «Tómese su tiempo. Fíjese bien»; seguido de la voz de una mujer: «La verdad es
que no lo pude ver bien. Sólo me fijé en el negro grandote».
Qué suerte la mía. Siempre que hay un tiroteo, la gente sólo ve al negro de turno.
Angie y yo nos volvimos a ver más tarde, cuando nos sentaron en un banco junto
a un borracho astroso llamado Terrance. El tío olía fatal, pero le daba lo mismo. Me
explicó gustoso, mientras se limpiaba los dientes con el dedo índice, sus teorías
acerca del descontrol reinante en el mundo. Urano. Los buenazos de color verde que
viven en ese planeta carecen de la tecnología necesaria para construir ciudades
modernas; según Terrance, tienen unas granjas que nos harían la boca agua, pero los
rascacielos les superan. «Pero les gustaría tenerlos, ¿saben ustedes?» Por
consiguiente, como nosotros disfrutamos de rascacielos, los habitantes de Urano se
han decidido a invadirnos. Resulta que han mezclado su orina con la lluvia y que
ahora el agua que sale de nuestros grifos contiene una droga que incita a la violencia.
En cosa de diez años, según tuvo a bien informarnos el tal Terrance, nos habremos
matado todos unos a otros y nuestras ciudades acabarán en manos de los alienígenas.
¡Menuda fiesta celebrarán esos tíos de color verde en la torre Sears!
Le pregunté a Terrance dónde estaría él cuando sucediera tal cosa, pero Angie me
propinó un codazo en las costillas por darle ánimos.
Terrance dejó de cepillarse los dientes por un instante y se me quedó mirando:
—Habré vuelto a Urano, por supuesto.
Se me acercó un poco más y casi me desmayo del pestazo:
—Soy uno de ellos.
—Evidentemente —le aseguré.
Unos minutos después se llevaron a Terrance, no sé si a su nave espacial o a un

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encuentro secreto con el gobierno. A nosotros nos dejaron donde estábamos. Devin y
Oscar aparecieron por allí unas cuantas veces, pero ni nos miraron. Muchos otros
polis hicieron lo mismo, por no hablar de algunas putas, de un ejército de agentes de
fianzas, de un montón de abogaduchos con maletines cutres y de toda esa gente que
no tiene tiempo ni para comer. A medida que oscurecía y que se iba haciendo de
noche, una pila de tíos de aspecto duro y una constitución similar a la de Devin —o
sea, ejemplares corpulentos y achaparrados— enfiló el camino de los ascensores
luciendo chalecos antibalas por debajo de sus cazadoras azules, todo ello sin soltar el
M-16 que llevaban en las manos. El Equipo Antibandas. Mantuvieron abiertos los
ascensores hasta que se les unieron Devin y Oscar, y luego todos desaparecieron.
Nunca nos ofrecieron la posibilidad de llamar por teléfono. Nos lo permitirían
justo antes del interrogatorio o cuando lleváramos conversando cinco minutos.
Alguien diría: «¿Cómo? ¿Que nadie os ha dicho que podíais hacer una llamada
telefónica? Cáspita. Seguro que todas las líneas estaban ocupadas».
Un chico vestido de patrullero nos trajo unos cafés tibios de la máquina. El
madero viejo que nos había tomado las huellas digitales se mantenía frente a
nosotros, parapetado tras su escritorio. Iba pegando tamponazos en papeles, respondía
al teléfono con frecuencia y si se acordaba de nosotros, la verdad es que lo
disimulaba muy bien. En un momento dado, cuando me levanté para estirarme un
poco, me lanzó una miradita de reojo y yo vi de refilón a otro poli que apareció en el
pasillo situado a mi izquierda. Eché un trago de agua de la fuente que había por allí
—cosa nada fácil cuando estás esposado— y me volví a sentar.
Dijo Angie:
—¿Crees que nos dirán algo sobre Bubba?
Negué con la cabeza:
—Si preguntamos por él, eso nos sitúa en la escena del crimen. Si nos informan
antes de que saquemos el tema, lo pierden todo y se quedan sin nada.
—Justo lo que yo pensaba.
Angie dormitó un ratito con la cabeza en mi hombro y las rodillas pegadas al
pecho. Puede que el peso de su cuerpo me acabara tensando un músculo al cabo de un
rato, pero igual ya no me quedaba ninguno por tensar. Tras nueve o diez horas en ese
banco, el más mínimo estiramiento habría resultado orgásmico.
Me habían quitado el reloj, pero empezaban a salir las primeras luces del alba
cuando regresaron Devin y Oscar. Supuse que serían aproximadamente las cinco de la
mañana. Devin se dirigió a mí:
—Síguenos, Kenzie —dijo al pasar.
Nos desenganchamos del banco y nos arrastramos por el pasillo detrás de ellos.
Las piernas se me resistían a desplegarse del todo y el estado de mi rabadilla me
hacía pensar en si me habría tragado un martillo. Nos condujeron a la misma sala de

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interrogatorios donde habíamos estado veinte horas antes y, ya puestos, me dieron
con la puerta en las narices cuando me disponía a entrar. La empujé con las manos
esposadas y tanto Angie como yo pusimos en práctica nuestra acreditada imitación
del inolvidable Quasimodo.
—¿Habéis oído hablar del respeto a los derechos humanos? —les dije.
Devin arrojó un walki-talkie sobre la mesa, al que siguió un pesado llavero.
Luego tomó asiento y se dedicó a contemplarnos. Tenía los ojos enrojecidos y
cascados, pero brillantes, como si le hubiera estado dando a las anfetaminas. Oscar
lucía el mismo aspecto. Probablemente, llevaban cuarenta y ocho horas sin dormir.
Algún día, cuando todo esto hubiera pasado y ambos dedicaran los domingos a ver
partidos desde el sillón de orejas, el corazón les reventaría, les haría lo que ninguna
bala había conseguido hacerles. Y conociéndolos, seguro que la diñaban al unísono.
Extendí los brazos:
—¿Pensáis quitarme esto?
Devin observó mis muñecas y luego me miró a la cara. Su cabeza dijo que no.
—Eres un capullo —le espetó Angie.
—Lo soy —reconoció Devin.
Me senté.
Dijo Oscar:
—Caso de que os interese, esta noche han subido el listón de la contienda.
Alguien lanzó una granada por la ventana de una casa de crack de los Santos. Se
cargó a casi todos los que había dentro, incluyendo a dos bebés, el mayor de los
cuales no tendría más de nueve meses de edad. Aún no estamos seguros de ello, pero
creemos que dos de los difuntos podrían ser universitarios blancos que estaban allí de
compras. Igual es lo mejor que podía pasar. Igual ahora se interesa alguien por el
asunto.
—¿Qué habéis hecho con la foto? —pregunté.
—Archivarla —repuso Devin—. A Socia ya se le busca para hacerle unas
preguntas relativas a siete de los muertos de las dos últimas noches. Si llegamos a
pillarlo, esa fotografía será una prueba más a la hora de empapelarlo. El blanco de la
foto, el que está encima del crío... Si alguien me dice quién es, igual podemos hacer
algo al respecto.
—Igual si se me permitiera volver a la calle podría hacer cosas que a vosotros os
resultan imposibles.
—¿Como liarse a tiros en otra estación? —se guaseó Devin.
Dijo Oscar:
—Tú ya no durarías ni cinco minutos en la calle, Kenzie.
—¿Se puede saber por qué? —intervino Angie.
—Porque Socia sabe que tienes pruebas que lo incriminan. Pruebas contundentes.

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Porque tu principal protección, Patrick, ya está fuera de juego y todo el mundo lo
sabe. Porque tu vida no vale un pimiento mientras Socia ande suelto.
—Bueno, ¿de qué se nos acusa? —inquirí.
—¿Acusar?
—¿De qué se nos acusa, Devin?
Oscar dijo:
—¿Acusar?
Menudo par de loros.
—Devin...
—Señor Kenzie, no tengo nada contra usted. Mi socio y yo teníamos la impresión
de que usted igual se había visto involucrado en cierto desagradable incidente
acaecido en la Estación Sur a primeras horas de la tarde de ayer. Pero como no hay
ningún testigo que le sitúe en ese lugar, pues ¿qué quiere que le diga? La cagamos. Y
lo lamentamos mucho, créame.
Dijo Angie:
—Quítanos las esposas.
—Si es que encontramos las llaves —bromeó Devin.
—Quítanos las putas esposas, Devin —insistió ella.
—¿Oscar? —canturreó Devin.
Y Oscar se puso a registrarse los bolsillos.
—Oscar tampoco las tiene. Habrá que buscar a alguien más.
Oscar se puso de pie:
—Voy a echar un vistazo, a ver qué encuentro.
Se marchó y nos dejó allí, en la agradable compañía de Devin. Nos miramos
mutuamente. Devin dijo:
—Piensa en custodia protectiva.
Negué con la cabeza.
—Patrick... —entonó él de una manera que me recordaba a mi madre—. Lo de
ahí afuera es un campo de batalla. No llegarás vivo al amanecer. Y si estás con él,
Angie, tú tampoco.
Angie empujó la silla hacia atrás y me mostró su bello y preocupado rostro. Dijo:
—A mí nadie me devuelve la pistola y me dice que huya.
Igual que James Coburn en Los siete magníficos. Con la boca bien abierta. Mi
sonrisa interior era espectacular. En ese momento creí saber lo que era el amor.
Miramos a Devin y él suspiró:
—Yo también he visto la peli. Y al final Coburn se muere.
—Siempre hay una segunda oportunidad —dije.
—Ahí afuera no.
Reapareció Oscar y, sosteniendo un pequeño llavero, dijo:

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—Mirad lo que he encontrado.
—¿Dónde? —le preguntó Devin.
Oscar arrojó el llavero sobre la mesa, delante de mí.
—Exactamente donde lo había dejado. Qué cosas pasan, ¿eh?
Devin nos señaló y le dijo a su compañero:
—Se creen un par de vaqueros.
Oscar se dejó caer pesadamente en su silla y concluyó:
—Pues los enterraremos con las botas puestas.

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26
No podíamos volver a casa. Devin tenía razón. A mí ya no me quedaban cartas
con las que jugar y Socia no tenía nada que ganar mientras yo siguiera con vida.
Nos quedamos por allí un par de horas más, mientras acababan con el papeleo, y
luego nos sacaron por una salida lateral y nos llevaron en coche hasta el hotel Lenox,
que estaba a unas pocas manzanas de la comisaría.
Mientras bajábamos del coche, Oscar se dirigió a Devin:
—Ten corazón. Díselo.
Nos quedamos de pie en la acera, esperando.
Dijo Devin:
—Rogowski tiene roto un hueso del cuello y ha perdido la hostia de sangre, pero
está estabilizado.
Angie se apoyó en mí por un instante.
—Ha sido un placer conoceros —dijo Devin antes de poner el coche en marcha.
Los empleados del Lenox no parecían muy contentos ante el hecho de que nos
hubiéramos decantado por su establecimiento a las ocho de la mañana y sin equipaje.
La ropa que llevábamos, como no podía ser de otra manera, revelaba que habíamos
pasado la noche sentados en un banco, y yo aún lucía en el pelo algunas esquirlas de
mármol procedentes del tiroteo en la Estación Sur. Les mostré la tarjeta Visa Oro,
pero me exigieron otra identificación. Mientras el recepcionista copiaba en un
cuaderno los números de mi carné de conducir, la chica que se encargaba de las
reservas llamó a Visa en busca de autorización. Hay gente a la que es imposible
caerle bien.
Tras cerciorarse de que yo era quien decía ser y de que lo más probable era que
nos limitáramos a robar las sábanas y las toallas, nos dieron la llave de la habitación.
Tras firmar en el registro, me quedé mirando a la empleada de las reservas.
—La tele del cuarto... ¿está enganchada con fuerza a la pared o es fácil de trincar?
Me dedicó una sonrisita forzada y no dijo nada.
La habitación estaba en el noveno piso, con vistas a la calle Boylston. Una buena
vista. Justo debajo de nosotros, no es que hubiera gran cosa —un Store 24, un
Dunkin' Donuts—, pero un poco más allá se extendía una bonita hilera de edificios de
piedra marrón, algunos de ellos con jardincillo en la azotea, y aún más allá, el oscuro
y agitado río Charles corría bajo un cielo pálido y gris.
El sol estaba saliendo con decisión. Yo estaba hecho polvo, pero necesitaba una
ducha aún más que dormir. Lástima que Angie fuese más rápida que yo. Me senté en
una silla y puse la tele. Clavada a la pared, evidentemente. El noticiario matutino
ofrecía un comentario sobre la violencia pandillera de ayer en la Estación Sur. El
locutor, ancho de espaldas y con unos colmillos que parecían afilados a navaja, se

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agitaba presa de la ira de los justos. La violencia de las bandas, decía, ha llegado por
fin a la puerta de nuestras casas y algo habrá que hacer al respecto, ¿verdad?
Todo se convierte en un problema cuando llega «a la puerta de nuestras casas».
Mientras la cosa se mantenga confinada en los callejones durante décadas, aquí no
pasa nada.
Apagué el televisor y me metí en el cuarto de baño cuando Angie salió de él.
Para cuando terminé, ella ya estaba dormida, boca abajo, con una mano en torno
al auricular del teléfono y la otra sosteniendo la parte superior de la toalla que llevaba
puesta. Tenía la espalda mojada y sus finos hombros subían y bajaban con cada
respiración. Me sequé y me fui a la cama. Le quité a Angie la manta sobre la que se
había quedado frita y ella gruñó un poquito y se llevó la pierna izquierda un poco más
cerca del pecho. Le tiré la manta por encima y apagué la luz.
Tumbado en el lado derecho de la cama, a medio metro de ella, recé para que no
se me viniera encima dormida. Si su cuerpo tocaba el mío, creo que me fundiría en él.
Y que no lo lamentaría.
Como ése era el principal problema al que me enfrentaba en esos momentos, me
puse de costado, de cara a la pared, y esperé la llegada del sueño.

En algún momento, poco antes de despertar, vi al chico de las fotos. El Héroe lo


llevaba a cuestas y ambos estaban envueltos en vapor de agua. El agua goteaba
repetidamente del techo. Le grité algo al crío porque le conocía. Le reconocí en ese
pasillo húmedo mientras iba dando patadas para liberarse de mi padre. Parecía muy
pequeño en comparación con él, tal vez porque estaba desnudo. Le llamé y mi padre
se volvió: la cara que apareció bajo el casco era la de Sterling Mulkern. Me dijo: «Si
tuvieras la mitad de huevos que tenía tu padre...», con la voz de Devin. El chico
también me miró, asomando bajo el codo de mi padre y luciendo una expresión
aburrida y ausente, aunque no dejara de agitar las piernas. Sus ojos estaban vacíos,
como los de un muñeco, y sentí que las piernas me flaqueaban al darme cuenta de que
ya nada volvería a sorprenderle o asustarle.
Desperté junto a Angie, arrodillada y con las manos en mis hombros.
—No pasa nada —susurró.
Fui muy consciente de que sus piernas desnudas rozaban las mías cuando le dije:
—¿Qué?
—No pasa nada —repitió ella—. Sólo ha sido un sueño.
La habitación estaba completamente a oscuras, pero se intuía una explosión de luz
tras las tupidas cortinas.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
Se puso de pie, todavía envuelta en la toalla, y fue hacia la ventana.
—Las ocho —dijo—. De la tarde. —Abrió la cortina—. Del cuatro de julio.

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El cielo era un lienzo en el que explotaban los colores. Blanco, rojo, azul, hasta
naranja y amarillo. Un trueno agitó la habitación y un chorro de estrellas azules y
blancas encendió el firmamento. Una roja estrella fugaz atravesó el espacio y se
desangró sobre el azul y el blanco. El espectáculo alcanzó su punto álgido y terminó
de manera súbita, con los colores emprendiendo la caída en una cascada de ascuas
moribundas. Angie abrió las ventanas y escuchó a los Boston Pops atacando la quinta
de Beethoven como si los tuviéramos dentro del cuarto.
—¿Hemos dormido catorce horas? —le pregunté.
Asintió:
—Es lo que tienen los tiroteos y los interrogatorios.
—Eso parece.
Regresó al lecho y se sentó en un extremo.
—Muchacho, tienes unas pesadillas del copón.
Me froté la cara.
—Lamento haberte despertado —me disculpé.
—En algún momento tenía que levantarme. Y por cierto, ¿tenemos algún plan?
—Hay que encontrar a Paulson y a Socia.
—Eso es un objetivo, no un plan.
—Necesitamos recuperar las pistolas.
—Tienes más razón que un santo.
—Y no va a ser muy fácil con la gente de Socia rondando por ahí.
—Habrá que recurrir al ingenio.

Cogimos un taxi de regreso al barrio y le dimos al conductor una dirección que


estaba a un kilómetro de la iglesia. No vi a nadie acechando en la sombra cuando
pasamos por delante de ella, pero eso es lo habitual: para eso está la sombra y para
eso acecha uno. Algunos chavales —no tendrían más de diez o doce años— tiraban
cohetes a los coches que pasaban y hacían estallar petardos en mitad de la avenida. El
vehículo que llevábamos detrás encajó el impacto justo en el parabrisas y se detuvo
rechinando. El conductor salió del coche a la carrera, pero los críos ya se habían dado
a la fuga antes de que él llegara a la acera: saltaron ágilmente las verjas y se perdieron
en su propia jungla de patios traseros.
Angie y yo le pagamos al taxista y echamos a andar por el patio de la escuela
pública de gramática —el colegio del «bloque», como le llamábamos de pequeños
porque a él sólo acudían los críos de los bloques de apartamentos protegidos. En la
parte trasera del patio de la escuela, deambulando en torno a la salida de incendios,
había una veintena de los chicos más mayores del barrio bebiendo cerveza y fumando
porros con el loro conectado a la emisora WBCN. Cuando nos vieron, uno de ellos
subió el volumen del trasto. Sonaba «Whammer Jammer», de la J. Geils Band, lo que

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a mí ya me parecía bien. Ya habían llegado a la conclusión de que no éramos pasmas,
y ahora estaban deliberando acerca de lo mal que debían portarse para demostrarnos
lo idiotas que éramos por colarnos en su madriguera.
De repente, al pasar bajo una farola, algunos de ellos nos reconocieron y
parecieron deprimirse: no hay quien asuste a alguien que conoce a tus padres.
Reconocí de inmediato al jefe, un tal Colin. El hijo de Bobby Shefton, un chaval bien
parecido, aunque con una de esas caras irlandesas que remiten a la hambruna de la
patata: alto, corpulento y con el pelo rubio muy corto sobre una cabeza bien
cincelada. Llevaba una camiseta imperio blanquiverde y unos pantalones cortos a
cuadros.
—¿Qué tal, señor Kenzie? —dijo.
Todos saludaron a Angie con la cabeza y a distancia. Nadie quiere acercarse
mucho a una mujer cuyo marido es famoso por la violencia de sus ataques de celos.
Le dije a Colin:
—¿Qué me diríais de ganaros cincuenta pavos antes de que cierre la licorería?
Se le iluminaron los ojos durante un instante, hasta que recordó lo enrollado que
era.
—¿Entran ustedes y nos compran la mierda? —preguntó.
—Por supuesto —repuse.
Le dieron vueltas a la idea durante cosa de un segundo y medio.
—Trato hecho. ¿Qué necesitan?
—Algo que tiene que ver con joder a gente que puede ir armada.
Colin se encogió de hombros.
—Los negratas ya no son los únicos que llevan pipa, señor Kenzie. —Sacó la
suya de debajo de la camiseta, y otros dos chicos siguieron su ejemplo—. Desde que
intentaron apoderarse de la cancha Ryan hace un par de meses, hemos tomado
medidas.
Por un momento, volví a mis tiempos en esta salida de incendios con el bate de
béisbol en la mano. Cuando apenas se veían navajas. Pero ahora hasta las navajas se
habían convertido en antiguallas.
Mi plan consistía en que nos rodearan mientras caminábamos de regreso a la
iglesia. A oscuras, con una gorra bien calada, igual podíamos pasar por un par de
chavales más; y para cuando Socia se percatara de la superchería, nosotros ya
estaríamos en la iglesia y armados. No era un plan especialmente brillante. Y ahora
me daba cuenta de cómo mi racismo me había hecho ignorar lo evidente: si los chicos
negros tenían armas, los chicos blancos también las tendrían.
Le dije a Colin:
—Espera un momento. He cambiado de idea. Te daré cien pavos, más la priva, a
cambio de tres cosas.

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—¿A saber?
—Alquiladnos dos de vuestras pistolas. —Le lancé las llaves del coche—. Y
aparcadme el vehículo delante de mi casa.
—Eso son dos cosas.
—Tres —insistí—. Dos armas y un coche. ¿Pero qué os enseñan en el colegio?
Uno de los chicos se echó a reír.
—Primero hay que ir al colegio —dijo.
—¿Sólo quieren alquilar las pistolas? —preguntó Colin—. ¿Seguro que nos las
devolverán?
—Probablemente. Y si no, os daremos la pasta suficiente para que os compréis
otras.
Colin me pasó su arma con la culata por delante. Un 357 con el cañón algo
arañado, pero bien engrasado. Le dio en el hombro a un colega, y éste le pasó su
revólver a Angie. Un 38. Su favorito. Luego, Colin miró al colega:
—Vamos a por el coche del señor Kenzie.
Mientras lo hacían, nosotros cruzamos la calle, entramos en la licorería e hicimos
nuestro pedido: cinco cajas de Bud, dos litros de vodka, un poco de zumo de naranja
y un poco de ginebra. Volvimos a cruzar la calle, y les acabábamos de pasar el alijo a
los chavales cuando apareció la Bestia Rodante, rugiendo por la avenida y quemando
neumático. Colin y su compadre se bajaron del coche sin parar el motor.
—Arreando, señor Kenzie —me dijo Colin—. Que ya están aquí.
Subimos al coche a toda prisa y salimos de allí pitando porque ya teníamos
encima unos faros grandes y malévolos. Había dos juegos de ellos y nos pisaban los
talones. Se distinguían tres siluetas en cada coche. Empezaron a disparar a media
manzana de la escuela, pero las balas rebotaron sobre la Bestia Rodante. Me metí en
dirección contraria, saltándome la línea divisoria para entrar en la plaza Edward
Everett. Tiré a la derecha junto a una taberna y apreté el freno cuando me encontré en
una calle pequeña y llena de vehículos. Por el retrovisor, pude ver al primer coche
dando la vuelta a la esquina y acercándose decidido. El segundo no tuvo tanta suerte.
Se empotró contra un Dodge que le partió en dos el parachoques, que fue a parar al
suelo.
Los del primer coche seguían disparando y nosotros seguíamos con la cabeza
baja, sin saber muy bien qué explosiones procedían de nuestros atacantes y cuáles de
los fuegos artificiales que se veían en el cielo. Si seguíamos así, no lo íbamos a poder
contar. Un Yugo corría más que la Bestia Rodante, y las calles cada vez eran más
estrechas, tenían más coches aparcados y ofrecían menos refugios.
La ventana de atrás estalló cuando entrábamos en Roxbury. Me cayeron tantos
cristales en el cuello que pensé que me habían dado, y Angie tenía un corte en la
frente del que manaba un espeso río de sangre que le recorría la mejilla izquierda.

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—¿Estás bien? —le pregunté.
Asintió, asustada pero también cabreada.
—La madre que los parió —dijo.
Se dio la vuelta en el asiento y apuntó por el hueco dejado por el vidrio hecho
añicos. Disparó dos veces y casi me explota una oreja.
Angie tiene una puntería de la hostia. El parabrisas del otro coche se convirtió en
un par de telas de araña. El conductor perdió el control y el vehículo colisionó contra
un camión, rebotó y acabó cruzado en mitad de la calle.
No me paré a comprobar que nada les hubiese pasado a sus ocupantes. La Bestia
Rodante se metió por un tramo especialmente mal pavimentado del camino y nos
dedicamos a darnos cabezazos contra el techo. Giré el volante a la derecha y me pasé
a una calle que no estaba en mucho mejor estado. Alguien nos pegó unos berridos al
pasar, y una botella se estrelló contra el maletero.
El lado izquierdo de la calle era un enorme aparcamiento abandonado lleno de
malas hierbas que asomaban entre la grava, los ladrillos y las cenizas. A nuestra
derecha, unas casas que deberían haber sido derruidas hace medio siglo seguían
pegadas a la tierra, soportando el peso de la pobreza y de la desidia hasta que se
derrumbaran unas encima de otras como piezas de dominó. En ese momento, ambos
lados de la calle resultarían idénticos. Los porches estaban abarrotados, y nadie
parecía alegrarse de la presencia de esos blancos que atravesaban su calle en un
bólido de mierda. Nos cayeron encima unas cuantas botellas más, así como algún que
otro petardo.
Llegué hasta el final de la calle y, justo cuando vi aparecer el otro coche una
manzana atrás, giré a la izquierda. Fui a parar a una calle peor, un sendero olvidado y
deprimente entre la maleza y los restos de edificios abandonados. Unos cuantos críos
estaban junto a un cubo de basura ardiendo y le lanzaban petardos. Detrás de ellos, un
par de borrachos discutían por lo que quedaba de un frasco de matarratas. Algo más
allá, los edificios llamados a desaparecer próximamente mostraban sus ladrillos
resquebrajados y esas ventanas sin cristales y ennegrecidas por algún incendio del
que ya nadie se acordaba.
Angie dijo:
—Ay, Dios, Patrick...
La calle terminaba a unos veinte metros y no había ninguna salida posible. Un
sólido bloque de cemento, así como años de maleza y porquería acumulada, se
interponía en el camino. Miré hacia detrás, mientras empezaba a darle a los pedales, y
vi cómo el otro coche doblaba la esquina y se dirigía hacia nosotros. Los chicos se
estaban alejando del barril, oliéndose la escaramuza, y se apartaban de la línea de
fuego. Seguí dándole al pedal, pero la Bestia Rodante emitió un gruñido de respuesta
que podía traducirse como «que te den por culo». El metal chocó con más metal: me

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sentía como en el coche de los Picapiedra. Pero el trasto consiguió una última
erupción de energía justo antes de que lo empotrara contra el muro.
La cabeza me rebotó contra el salpicadero, y el impacto vino acompañado de un
sabor metálico en la boca. Angie se había preparado algo mejor. Dio un salto hacia
delante, pero no se le soltó el cinturón de seguridad.
Apenas si intercambiamos una mirada antes de salir pitando del coche. Atravesé
el capó mientras oía las ruedas del otro coche rechinando en el asfalto. Angie corría
como un atleta olímpico entre la maleza, la porquería y los cristales rotos, con el
pecho hacia delante y la cabeza recta. Me llevaba unos buenos diez metros de
distancia cuando por fin me puse en marcha. Me dispararon desde el coche y las balas
cayeron cerca, en lo que quedaba de tierra desprovista de basura.
Angie había llegado al primer edificio. Me estaba mirando, haciéndome señales
con el brazo para que corriera más y con la pistola apuntada en mi dirección,
estirando la cabeza para ver mejor. No me gustó el tono de su mirada. Entonces
reparé en los haces de luz que subían y bajaban delante de mí, iluminando el edificio,
perdiendo fuelle donde mi cuerpo los bloqueaba. Seguían dentro del coche.
Exactamente lo que yo había temido. Tiempo atrás, entre toda esa grava y todos esos
hierbajos, antes de que esta zona estuviera lista para el derribo, ahí hubo un camino.
Y esos miserables lo habían encontrado.
Una ráfaga se incrustó en un murete de ladrillos mientras yo lo saltaba y me
dirigía hacia el primer edificio. Angie y yo entramos en él a la carrera, y seguimos
corriendo sin pensarlo mucho, pues el edificio en cuestión carecía de la pared de
detrás. Se habría derrumbado tiempo atrás, por lo que seguíamos tan al descubierto
como antes.
El coche apareció en medio del edificio, derribando una vieja puerta de metal que
teníamos ahí delante. Apunté porque no había nada tras lo que guarecerse. El pasajero
de delante y el tío del asiento trasero asomaban sus negras armas por la ventanilla.
Disparé dos cartuchos que se incrustaron en la puerta delantera antes de que ellos
empezaran a acribillarme. Angie pegó un salto hacia la izquierda y aterrizó tras una
bañera patas arriba. Yo me aparté como pude, sin ningún sitio en el que esconderme,
y una bala me atravesó el bíceps izquierdo. Me caí al suelo y disparé de nuevo, pero
el coche ya estaba dando la vuelta para darnos otro repaso.
—Vamos —dijo Angie.
Me incorporé y vi hacia dónde se dirigía mi socia. A unos veinte metros de
nosotros se alzaban otras dos torres de apartamentos, al parecer intactas, una al lado
de la otra. Entre ellas había un callejón oscuro vagamente iluminado por una farola de
luz amarillenta. Lo principal es que el callejón de marras era demasiado estrecho
como para permitir el paso de un vehículo. Entre las dos torres, masas de metal
inidentificables destacaban entre las sombras.

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Corrí a través del terreno mientras oía el motor del coche a la izquierda y me caía
la sangre por el brazo como si fuera sopa caliente. Me habían disparado. Me habían
dado. Volví a ver sus rostros en el momento del ataque, y no tardé en escuchar una
voz —que resulta que era la mía— diciendo una y otra vez «putos negros, putos
negros».
Alcanzamos el callejón. Miré a mi espalda. El coche se había quedado atrapado
en la grava, pero tal como le estaban arreando al pedal, no creo que se quedaran
mucho tiempo ahí.
—Sigue adelante —le dije a Angie.
—¿Por qué? Nos los podemos ir cargando a medida que vengan.
—¿Cuántas balas te quedan?
—No lo sé.
—Pues de eso se trata. Nos podríamos quedar sin mientras intentamos
cargárnoslos. —Pasé por encima de un contenedor volcado—. Confía en mí.
Una vez llegados al final del callejón, volví a mirar hacia atrás y vi los faros
enfocados hacia la izquierda, moviéndose de nuevo, buscándonos. El camino al
extremo del callejón era de adoquines amarillentos. Lo enfilamos mientras el motor
del coche sonaba cada vez más cerca. La farola que habíamos visto era la única en
dos manzanas. Angie revisó su arma:
—Tengo cuatro balas.
A mí me quedaban tres. Y ella tenía mejor puntería.
—La farola —le dije.
Disparó y se echó hacia atrás mientras los cristales caían al suelo. Atravesé la
calle y fui a dar a un matorral marrón. Angie se parapetó tras un coche incendiado
que estaba justo delante de mí. Asomó los ojos sobre el chamuscado capó y me miró.
Nuestras respectivas cabezas dijeron que sí mientras la adrenalina nos subía de mala
manera.
El coche apareció por la esquina, dando tumbos sobre el maltrecho adoquinado y
con el conductor sacando la cabeza por la ventanilla para ver si nos localizaba. A
medida que se acercaba, el vehículo empezó a aminorar la velocidad, como si
estuviera intentando averiguar dónde nos habíamos metido. El que iba al lado del
conductor miró hacia la derecha, observó el coche destrozado y no vio nada. Giró la
cabeza y empezó a decirle algo a su compañero.
Angie se puso de pie, apuntó por encima del ennegrecido capó y le disparó dos
veces a la cara. El tipo cayó de lado, con la cabeza contra el hombro, y el conductor
se lo quedó mirando un instante. Cuando miró hacia el otro lado, yo estaba corriendo
hacia la ventanilla con la pistola por delante. «¡Espera!», dijo. Y sus ojos se hicieron
más grandes y más blancos justo antes de que yo apretara el gatillo y se los encajara
al fondo de la cabeza.

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El coche giró a la izquierda, tropezó con un viejo carrito de la compra de camino
hacia la acera y la recorrió a saltitos antes de chocar contra un poste de teléfonos que
lanzó a una altura de dos metros. El tío del asiento trasero hizo añicos la ventanilla
con la cabeza. El poste telefónico ondeó un instante en la suave brisa veraniega, se
vino abajo y destrozó el vehículo por el lado del conductor.
Nos acercamos lentamente, con las pistolas apuntando hacia el agujero dejado por
el cristal de atrás. Estábamos a cosa de un metro, uno al lado del otro, cuando se abrió
la puerta del coche y la parte de abajo rozó la acera. Respiré hondo y esperé a que
apareciera una cabeza. Y así fue, seguida de un cuerpo que se desplomó en el
pavimento cubierto de sangre y vidrio.
Estaba vivo. Tenía el brazo izquierdo torcido a su espalda en un ángulo imposible
y le faltaba una buena parte de la piel de la frente, pero no por eso dejaba de intentar
arrastrarse. Recorrió casi un metro antes de quedarse ahí tirado, de espaldas,
resoplando.
Roland.
Escupió algo de sangre en la acera y abrió un ojo para mirarme. El otro empezaba
a hincharse bajo la máscara de sangre.
—Te mataré —me dijo.
Negué con la cabeza.
Consiguió incorporarse un poco, apoyado en el brazo bueno. Insistió:
—Te mataré. Y a la puta también.
Angie le arreó una patada en las costillas.
Pese al dolor que experimentaba, Roland esbozó una reverencia y le dijo a Angie:
—Usted perdone.
Le dije:
—Roland, lo has entendido todo al revés. Tu problema no somos nosotros, sino
Socia.
—Socia está muerto —repuso entre unos cuantos dientes rotos—. Pero aún no lo
sabe. La mayoría de los Santos se vendrá conmigo. Me cargaré a Socia un día de
éstos. Ha perdido la guerra. Sólo falta elegir su ataúd.
Consiguió abrir los dos ojos, aunque sólo por un momento, y entonces comprendí
por qué me quería ver muerto.
Él era el chico de las fotografías.
—Tú eres...
Me soltó un aullido y la sangre empezó a caerle a borbotones de la boca, intentó
lanzarse a por mí aunque no podía ni levantarse del suelo. Pataleó y golpeó la tierra
con los puños, clavándose probablemente más cristales de los que ya tenía alojados
en la piel y en los huesos. Su aullido se hizo más potente.
—Te mataré, cabrón —gritaba—. Te mataré, hijo de puta.

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Angie me miró:
—Si le dejamos vivir, nos eliminará a los dos.
Consideré esa posibilidad. Un disparo y adiós a los problemas. Nadie oiría nada
en esta máxima expresión de la tierra baldía. Un disparo y se acabó lo de preocuparse
por Roland. Y en cuanto le ajustáramos las cuentas a Socia, podríamos volver a la
vida normal. Le eché un vistazo a Roland mientras arqueaba la espalda y hacía
esfuerzos ímprobos por incorporarse. Parecía un pez ensangrentado encima de un
periódico. Tanto esfuerzo me daba pavor. Roland pasaba olímpicamente del miedo y
del dolor: lo suyo era pura decisión. Le observé atentamente, pensando en ello, y
entre toda esa masa de ira, violencia y odio vislumbré al niño desnudo de los ojos sin
vida.
—Ya está muerto —le dije a Angie.
Angie se lo quedó mirando a su vez. Con la pistola apuntándole. Amartillada.
Roland la miró y ella le devolvió una mirada vacía. Pero tampoco ella se veía capaz
de hacerlo, por mucho rato que se tirara contemplándole. Se encogió de hombros y le
dijo:
—Que tengas un buen día.
Y echamos a andar hacia el bulevar Melnea Cass, que, a cuatro manzanas de
distancia, brillaba como si fuera el colmo de la civilización.

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27
Paramos un autobús y nos subimos. Allí no había más que negros, y nada más
vernos —esa ropa rota y ensangrentada—, la mayoría de ellos inventó alguna excusa
para trasladarse a la parte de atrás del vehículo. El conductor cerró la puerta,
haciendo un ruido de lo más suave, y siguió su camino.
Nos sentamos cerca de él, y yo me dediqué a observar a la gente que iba en el
autobús. La mayoría eran mayores. Había dos que parecían estudiantes. Una pareja
joven sostenía a un niño pequeño y nos miraba con una mezcla de miedo, desagrado
y hasta odio. Pero yo ya era consciente de cómo debe de sentirse una pareja de negros
jóvenes tomando el metro en Southie o en el Dorchester blanco: no muy a gusto.
Me puse cómodo y contemplé por la ventana los fuegos artificiales que
iluminaban el cielo oscuro. Ya eran menos espectaculares y coloridos. Escuché el eco
de mi propia voz cuando era perseguido por un coche lleno de asesinos que se
dedicaban a dispararme por un terreno baldío, cuando el odio y el miedo me llevaron
al racismo. «Putos negros», había dicho una y otra vez. Cerré los ojos. Pero, aunque
estuviese oscuro, seguían percatándose de la luz que estallaba en el firmamento.
El Día de la Independencia.

El autobús nos dejó en la esquina de la avenida Massachusetts con Columbia.


Acompañé a Angie a su casa, y cuando llegamos a la puerta me tocó el hombro:
—¿Irás a que le echen un vistazo?
Aunque dolía lo suyo, cuando me lo miré en el autobús me di cuenta de que la
bala sólo me había rozado, me había arrancado la piel como habría hecho una navaja,
y la herida no era para nada mortal. Necesitaba que la limpiaran y dolía lo suyo, pero
un proceso quirúrgico en una sala de urgencias abarrotadas no parecía de recibo.
—Mañana —le dije a Angie.
Se movió un poco la cortina del salón de su casa: Phil, haciéndose el detective.
Le dije a mi socia:
—Más vale que entres.
La perspectiva no parecía atraerle en exceso, pero repuso:
—Sí, supongo que sí.
Miré la sangre de su rostro y el corte en la frente.
—Será mejor que tú también te limpies eso —le dije—. Pareces un extra de La
noche de los muertos vivientes.
—Siempre tienes a mano el comentario más adecuado —dijo Angie mientras se
encaminaba hacia el interior de la casa. Se fijó en el hueco de la cortina y me miró
enfurruñada. Durante casi un minuto. Con unos ojos grandes y tristes—. Era un buen

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chico, ¿te acuerdas?
Sí, me acordaba. En algún momento de su vida, Phil había sido un tipo estupendo.
Antes de que se le acumularan las facturas y se quedara sin trabajo, antes de que el
futuro se convirtiera en una broma de mal gusto en la que sólo aparecían cosas que él
nunca tendría. Phil no siempre había sido el Capullo. Sólo se había convertido en él.
—Buenas noches —dije.
Angie cruzó el porche y entró en casa.
Yo eché a andar hacia la avenida en dirección a la iglesia. Hice un alto en la
licorería y me compré un paquete de seis latas de cerveza. El tío del mostrador me
miró como si pensara que la iba a diñar pronto: algo menos de una hora antes —una
hora que parecía un siglo— le había comprado alcohol en cantidad suficiente como
para abrir mi propio negocio, y ya estaba de vuelta a por más.
—Es lo que tiene esto del cuatro de julio —le dije.
El hombre estudió atentamente el brazo ensangrentado y la cara sucia.
—Cuénteselo a su hígado —sentenció.
Me bebí una cerveza mientras recorría la avenida, pensando en Roland y Socia,
en Angie y Phil, en el Héroe y yo. Parejas unidas por el dolor. Relaciones infernales.
Durante dieciocho años, fui el mozo de azotes de mi padre y nunca me revolví.
Seguía creyendo, insistía en creerlo, que las cosas cambiarían y él mejoraría. Cuando
quieres a alguien, es muy difícil darle con la puerta en las narices a la esperanza.
Lo de Angie y Phil era muy parecido. Se habían conocido cuando él era el tío más
guapo del barrio, un tipo encantador, un líder natural, el que contaba los chistes más
graciosos y las historias más enternecedoras. Todo el mundo lo idolatraba. Un gran
muchacho. Angie aún veía esas cualidades, rezaba por ellas, confiaba sin motivo
alguno —da igual el cinismo con que se enfrentaba al resto del mundo— en que, a
veces, la gente cambia a mejor. Phil tenía que ser una de esas personas que lo
consiguen, porque si no..., ¿qué sentido tenía todo?
Y luego estaba Roland... Todo el odio, la fealdad y la depravación que le habían
sido infligidos en la niñez lo regurgitaba y lo vomitaba sobre el mundo que le
rodeaba. Creía que ganarle la guerra a su padre le devolvería la paz de espíritu. Pero
no sería así. Las cosas nunca son así. Cuando la fealdad se ha incrustado en ti, se te
diluye en la sangre, corre hasta el corazón y vuelta a empezar, ensuciándolo todo en
su recorrido. Hagas lo que hagas, la fealdad nunca desaparece, nunca se disuelve.
Quien piense lo contrario es un ingenuo. A lo único que puedes aspirar es a
controlarla, a recluirla en un lugar seguro y dejarla allí como un peso constante que
hay que vigilar.
Subí al campanario —siempre menos peligroso que mi apartamento— y ahí me
metí. Me senté a la mesa, me bebí la cerveza. Ya no había nada en el cielo, pues se
habían acabado las celebraciones. El Cuatro pronto se convertiría en cinco, y seguro

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que ya había dado comienzo la peregrinación de regreso desde Cape Cod y Martha's
Vineyard. El día siguiente a una fiesta es como el de después de tu cumpleaños: todo
parece viejo y oxidado.
Puse los pies en la mesa y me arrellané en el asiento. El brazo aún me ardía, así
que lo extendí y lo bauticé con media cerveza. Anestesia doméstica. El corte era
grande pero superficial. En unos meses, la cicatriz pasaría de un rojo desvaído a un
blanco aún más desvaído. Apenas si llamaría la atención.
Me levanté la camisa, observé la medusa en el abdomen, la cicatriz que nunca se
borraría y que nunca sería confundida con una herida inocente ni con nada que no
fuera lo que realmente era: una marca de ganado dejada por la violencia y la más
depravada indiferencia. El legado del Héroe, su huella en el mundo, su conato de
inmortalidad. Mientras yo viviera y mantuviera esa medusa en el estómago, también
él viviría.
Cuando yo era pequeño, el miedo de mi padre a las llamas crecía en proporción
directa a su habilidad para combatirlas. Para cuando ascendió a teniente, ya había
convertido el apartamento en el que vivíamos en una zona de guerra contra los
incendios. En la nevera había no una, sino tres cajas de bicarbonato. Había otras dos
en la alacena de debajo del fregadero y una más encima del horno. En casa de mi
padre no había mantas eléctricas ni conexiones poco fiables. La tostadora era revisada
dos veces al año. Todos los relojes eran mecánicos. Los cables eléctricos eran
revisados cada quince días por si la goma se resquebrajaba. Se sometía a
investigación a los enchufes cada seis semanas. Cuando cumplí diez años, mi padre lo
desenchufaba todo de noche para prevenir cualquier actividad malévola por parte de
la electricidad.
A los once, una noche, ya muy tarde, encontré a mi padre sentado a la mesa de la
cocina y contemplando una vela que había colocado delante suyo. Tenía la mano
encima de la llama, rozándola en ocasiones, y los ojos fijos en las emanaciones azules
y amarillas de la cera quemada, como si pudieran decirle algo. Cuando me vio, se le
agrandaron los ojos, se le iluminó el rostro y dijo: «Se le puede dominar. Vaya que
sí». Y yo me quedé de piedra al intuir cierta inseguridad bajo el profundo timbre de
su voz.
Como el turno de mi padre empezaba a las tres de la tarde y mi madre trabajaba
de noche como cajera en un supermercado, mi hermana, Erin, y yo fuimos niños
abandonados a su suerte mucho antes de que eso se pusiera de moda. Una noche,
intentamos freír un pescado, algo que habíamos comido el pasado verano durante una
excursión a Cape Cod.
Le echamos cuanta especia pudimos encontrar, y en cuestión de minutos la cocina
estaba llena de humo. Yo abrí las ventanas mientras mi hermana dejaba entornadas la
puerta de delante y la de atrás. Para cuando nos acordamos de la procedencia del

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humo, la sartén ya estaba ardiendo.
Alcancé el horno justo cuando el primer paracaídas de llamas azules flotaba sobre
una cortina blanca. Recordé el tono de voz amedrentado de mi progenitor. «Se puede
controlar». Erin sacó la sartén del fuego y una grasa marrón le salpicó el brazo. Dejó
caer el utensilio y su contenido se desparramó sobre la parte superior del horno como
si fuera napalm.
Pensé en la reacción de mi padre cuando descubriera el desaguisado que
habíamos organizado en su mansión, en lo avergonzado que se sentiría de nosotros y
en la ira que provocaría esa vergüenza. Una ira que espesaría la sangre de sus manos
hasta que se convirtieran en puños enfocados hacia mí.
Me entró pánico.
Con seis cajas de bicarbonato a mano, no se me ocurrió nada mejor que agarrar el
primer líquido que encontré en la nevera y arrojarlo sobre el grasiento fuego.
Lamentablemente, ese líquido era vodka.
Una décima de segundo después, me di cuenta de lo que iba a suceder y me lancé
encima de mi hermana justo antes de que la parte superior de la cocina explotara. Nos
quedamos tirados en el suelo, viendo asombrados cómo el papel de la pared por
encima del horno se desenganchaba mientras una nube azul, amarilla y negra se
extendía por el techo y un centenar de luciérnagas se estrellaban contra el frigorífico.
Mi hermana salió de allí a gatas y volvió con el extintor que había en el pasillo.
Yo saqué uno de la despensa y, como si los últimos cinco minutos nunca hubieran
existido, como si fuéramos los audaces hijos de un ilustre bombero, nos quedamos en
el centro de la cocina regando el horno, la pared, el techo, la nevera y la cortina. En
cosa de un minuto, estábamos bañados en una espuma blanquinegra que parecía
mierda de pájaro.
Cuando nos bajó la adrenalina y dejamos de temblar, nos sentamos en el centro de
nuestra destrozada cocina y nos quedamos mirando la puerta principal del piso, por
donde aparecía mi padre cada noche a eso de las once y media. La estuvimos mirando
hasta que nos echamos a llorar. Y seguimos haciéndolo cuando ya no nos quedaban
lágrimas.
Para cuando mi madre volvió del trabajo, ya habíamos sacado el humo de la casa,
limpiado las manchas del frigorífico y del horno y tirado a la basura las tiras del papel
pintado chamuscado y los restos de la cortina. Mi madre contempló la nube negra que
le había quemado el techo y la pared despedazada. Se sentó a la mesa de la cocina y
plantó una mirada ida en la despensa durante cosa de cinco minutos.
—¿Mamá?... —entonó Erin.
Y mi madre parpadeó. Miró a mi hermana, luego a mí y, finalmente, a la botella
de vodka que había en el mostrador. La señaló con un movimiento de la cabeza y nos
miró de nuevo a los dos.

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—¿Quién de vosotros...?
Yo no podía hablar, así que me señalé con el dedo.
Mi madre se acercó a la despensa. Para ser una mujer delgada y bajita, se movía
como si estuviera obesa, con unos pasos lentos y pesados. Volvió con la plancha y la
tabla de planchar y las colocó en medio de la cocina. En momentos de crisis, mi
madre siempre se refugiaba en la rutina, y ya tocaba planchar los uniformes de mi
padre. Abrió la ventana y los recogió de la cuerda de secar. Dándonos la espalda,
dijo:
—Marchaos a vuestras habitaciones. Veré si puedo hablar con vuestro padre.
Me quedé sentado en una esquina de la cama, con las manos en el regazo y de
cara a la puerta. Dejé las luces apagadas y cerré los ojos en la oscuridad, con las
manos muy apretadas.
Cuando mi padre llegó a casa, no se produjeron sus habituales ruiditos en la
cocina: la caja del almuerzo sobre la mesa, el tintineo de los cubos de hielo en el
vaso, la pesada caída en la silla antes de servirse el trago. Esa noche, el silencio en el
apartamento fue el más largo, espeso y preñado de temor que jamás hubiera
experimentado en toda mi vida.
Dijo mi madre:
—Un error, nada más que eso.
—Un error —dijo mi padre.
—Edgar...
—Un error —repitió mi padre.
—Tiene once años. Le entró miedo.
—Ya.
Todo lo que sucedió después pareció desplegarse en esa extraña compresión
temporal que experimenta la gente justo antes de sufrir un accidente de tráfico o de
caerse por las escaleras: todo se acelera y todo se ralentiza. En cosa de un segundo,
transcurre una vida detallada al minuto.
Mi madre gritó:
—¡No!
Y escuché cómo la tabla de planchar se desplomaba sobre el linóleo de la cocina
y cómo los pasos de mi padre retumbaban en el parqué mientras avanzaba hacia mi
habitación. Traté de mantener los ojos cerrados, pero cuando él abrió la puerta de un
empujón me saltó una esquirla de madera a la mejilla, y lo primero que vi fue la
plancha en la mano de mi padre, sin rastro del cable ni del enchufe. Me pegó un
rodillazo en el hombro y reboté contra la cama.
—¿Tantas ganas tienes de saber lo que se siente, muchacho? —me dijo.
Le miré a los ojos porque no quería ver la plancha, y lo que vi en esas pupilas fue
una mezcla desconcertante de ira y miedo y odio y salvajismo y, sí, también amor, o

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una versión perversa del amor.
Y a eso me agarré, a eso recurrí, a eso recé mientras mi padre me rasgaba la
camisa y me clavaba la plancha en el estómago.

Angie dijo en cierta ocasión:


—Igual en eso consiste el amor..., en contar las tiritas hasta que alguien dice
basta.
Puede ser.
Sentado ante mi escritorio, cerré los ojos, consciente de que nunca conseguiría
dormir con tanta adrenalina en la sangre. Y cuando desperté una hora después, el
teléfono estaba sonando.
Logré farfullar «Patr...» antes de que la voz de Angie retumbara a través de la
línea.
—Patrick, ven, por favor.
Me hice con la pistola:
—¿Qué ocurre?
—Creo que me acabo de divorciar.

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28
Cuando llegué, ya había un coche de policía aparcado en doble fila ante la casa.
Justo detrás de él descansaba el Camaro de Devin. El hombre estaba de pie en el
porche junto a Oscar, hablando con un poli muy joven. Cada vez había más maderos
con pinta de crío, pensé mientras ascendía los peldaños de la entrada.
A sus pies había un gurruño de carne al que el poli adolescente le aplicaba unas
sales. El gurruño en cuestión era Phil, y lo primero que pensé fue: «Ay, Dios, ésa se
lo ha cargado».
Devin me miró y enarcó las cejas mientras se le dibujaba en el rostro una sonrisa
del tamaño del estado de Kansas. Me dijo:
—Atendimos la llamada porque habíamos dado instrucciones de que nos pasaran
todo lo que tuviera que ver con ella o contigo.
Le echó un vistazo a Phil, a esas contusiones que tenía en la cara; parecía que se
la hubieran abrasado. Luego volvió a dirigirse a mí:
—Un día feliz, ¿eh?
Angie llevaba una camiseta blanca por encima de unos pantalones cortos de un
desvaído color cobalto. Lucía una hinchazón rojiza en el labio inferior y el maquillaje
se le había corrido por toda la cara. El cabello le cubría los ojos mientras salía
descalza al porche. Me vio y se lanzó a mis brazos. La apreté con fuerza mientras se
le clavaban los dientes en mi hombro. Lloraba de forma muy queda.
—¿Qué has hecho? —le pregunté tratando de que no se notara mi alegría, aunque
me temo que no lo logré.
Ella negó con la cabeza y siguió apretada a mí.
Devin se apoyaba en Oscar, y a ambos se les veía tan felices como el día en que
dejaron de pasarle la pensión a la parienta.
—¿Quieres saber qué ha hecho? —preguntó Devin.
—Le ha hecho suplicar —respondió Oscar.
Devin echó mano al bolsillo, entre risitas, y sacó una pistola Taser que sostuvo
ante mi cara.
—Esto es lo que ha hecho.
—Dos veces —añadió Oscar.
—¡Dos veces! —repitió Devin alborozado—. Suerte ha tenido el tío de que no le
diera un infarto.
—Y luego —siguió Oscar— le ha dado una buena paliza.
—¡Se le fue la olla! —dijo Devin—. ¡Por completo! Le ha atizado en la cabeza,
en las costillas y hasta en el cielo de la boca. ¡Joder, míralo!
Nunca había visto a Devin tan animado.
Miré. Phil estaba volviendo en sí, pero en cuanto notara todo ese dolor, seguro

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que prefería seguir durmiendo. Tenía los dos ojos hinchados y los labios negros. Los
moratones le cubrían, tirando por lo bajo, el setenta y cinco por ciento de la cara. Si
lo que Curtis Moore me había hecho a mí me dio aspecto de víctima de accidente de
tráfico, lo sucedido a Phil lo había convertido en un superviviente de catástrofe aérea.
Lo primero que dijo al despertar fue:
—La detendréis, ¿no?
—Por supuesto, caballero, por supuesto —repuso Devin.
Angie se separó de mí y contempló a su marido.
Oscar le preguntó a éste:
—¿Piensa presentar una denuncia, señor?
Phil se agarró a la barandilla para incorporarse. Se agarraba a ella como si pensara
que iba a salir corriendo en cualquier momento. Empezó a decir algo, pero acabó
apoyado en la barandilla, vomitando en el jardín.
—Muy bonito —sentenció Devin.
Oscar se acercó a Phil y le puso una mano en la espalda mientras éste seguía
arrojando. Le habló en un tono muy suave, como si aquí no hubiera pasado nada,
como si estuviera acostumbrado a conversar con gente que solía vomitar en su propio
patio.
—Verá usted, caballero, si le pregunto si piensa presentar una denuncia es porque
hay gente a la que no le gusta hacerlo en este tipo de situaciones.
Phil escupió unas cuantas veces más y se limpió la boca con la camisa, pues para
algo era todo un señor.
—¿A qué se refiere con lo de «este tipo de situaciones»? —preguntó.
Le informó Devin:
—Este tipo de situaciones se da cuando a un tío duro como usted le zurra la
badana una mujer que no pesa ni sesenta kilos. Es ese tipo de situación de la que se
suele acabar hablando en los bares del vecindario. Ya sabe..., es ese tipo de situación
que convierte al que ha encajado la paliza en un pedazo de maricón.
Me tapé la boca con la mano para no reírme.
Intervino Oscar:
—No será para tanto, señor. Usted limítese a presentarse ante el juez y a decirle
que su mujer suele atizarle con cierta frecuencia, para que no se desmadre. Algo así.
No creo que el juez insista en comprobar si usted lleva bragas o algo parecido. —Le
dio unas palmaditas en el lomo. No tan fuerte como para derribarlo, pero casi—. ¿Se
encuentra mejor?
Phil se quedó mirando a Angie.
—Cabrona —le espetó.
Nadie agarró a Angie porque a nadie le apetecía. Mi socia recorrió el porche en
dos zancadas mientras Oscar se hacía a un lado y Phil apenas si conseguía alzar un

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brazo antes de que ella le atizara en la sien. Acto seguido, Oscar consideró que ya
podía interponerse.
—Phillip —decía Angie—, te mataré como vuelvas a acercarte a mí.
Phil se llevó la mano a la sien. Parecía estar al borde del llanto.
—¿Habéis visto eso? —se indignó.
—¿Ver qué? —le preguntó Oscar.
—Yo de ti me tomaría en serio lo que dice la señora, Phillip —intervino Devin—.
Teniendo en cuenta que posee un arma y el preceptivo permiso para usarla, es un
milagro que sigas respirando.
Oscar soltó a Angie, quien volvió junto a mí y Devin. Me pareció que le salía
humo de las orejas. Dijo Oscar:
—¿Vas a presentar una denuncia o no, Phillip?
Phil se tomó unos segundos para considerarlo. Pensó en los bares por los que no
podría volver a aparecer. Todos los del barrio, para empezar. Pensó en los silbidos y
en los chistes de mariquitas que le perseguirían hasta la tumba, en los sujetadores y
las bragas que se materializarían en su buzón a ritmo regular.
—No, no voy a presentar una denuncia —dijo.
Oscar le dio unas palmaditas en la mejilla:
—Así me gusta, Phillip, eres todo un hombre.
El poli juvenil salió de la casa con la maleta de Angie y se la puso delante.
—Gracias —le dijo ella.
Escuchamos un sonido como de gato lamiéndose las heridas y, cuando miramos,
resultó que Phil estaba gimoteando con el rostro entre las manos.
Angie lo miró con tal asco y desprecio que la temperatura del porche debió de
descender unos diez grados. Cogió la maleta y echó a andar hacia el coche de Devin.
Oscar le dio a Phil un golpecito en la cadera y éste apartó la cara de las manos.
Contempló el rostro orondo de Oscar, quien le advirtió:
—Como le suceda algo a Angie mientras Devin y yo estemos vivos... Cualquier
cosa, como que le parta un rayo o que se estrelle el avión en que va y se le rompa una
uña... Cualquier cosa... Vendremos a jugar contigo, Phillip. ¿Lo pillas?
Phil asintió. Acto seguido, le volvieron las convulsiones y empezó a sollozar de
nuevo. Le dio un puñetazo a la barandilla, se secó los ojos y los plantó en mí.
—Bubba te echa mucho de menos, Phil —le dije.
Y empezó a temblar.
Me di la vuelta y, mientras bajaba los escalones, oí decir a Devin:
—Esto de las represalias es un coñazo, ¿eh?
Phil se dio la vuelta y vomitó de nuevo. Echamos a andar hacia el coche de Devin
y yo ocupé el asiento de atrás en compañía de Angie. Los Camaros resultan muy
espaciosos si eres un enano, pero esa noche no pensaba pronunciar ninguna queja al

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respecto. Devin puso el vehículo en marcha y miró varias veces a Angie por el
retrovisor.
—Igual nos hemos pasado un poco, ¿no? —le preguntó a Oscar.
Pero éste, tras mirar a Angie, repuso:
—Ni lo más mínimo, Dev, ni lo más mínimo.

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Dijo Devin:
—Definitivamente, Socia ha perdido la guerra. Lleva dos días escondido y la
mitad de sus tropas se han pasado a los Vengadores. Nadie pensó que Roland fuera un
estratega tan fino. —Nos miró—. Marion no pasará de esta semana. Tienes suerte,
¿eh, Kenzie?
—Pues sí —dije mientras pensaba que aún me quedaba Roland.
—Yo no tengo tanta suerte —dijo Devin—. He perdido cien pavos en la puta
porra.
—Deberías haber apostado por Roland —le dijo Oscar.
—A buenas horas mangas verdes.
Nos dejaron a la entrada de mi apartamento.
—Pondremos un coche a dar la vuelta al edificio cada quince minutos —me dijo
Devin—. Estaréis a salvo.
Nos dimos las buenas noches y subimos a mi piso. En el contestador automático
había ocho mensajes, pero los ignoré.
—¿Café o cerveza? —le ofrecí a mi socia.
—Café —repuso ella.
Puse un poco en el filtro y enchufé la cafetera. Cogí una cerveza del frigorífico y
regresé al salón. Angie estaba ovillada en un extremo del sofá y parecía más pequeña
de lo habitual. Me senté frente a ella en un sillón y esperé pacientemente. Se puso un
cenicero en el muslo y encendió un cigarrillo con una mano temblorosa.
—Menudo Día de la Independencia, ¿verdad? —dijo.
—Pedazo de cuatro de julio —afirmé.
—Cuando llegué a casa no me encontraba bien.
—Lo supongo.
—Quiero decir... Me acababa de cargar a alguien, joder. —La mano le temblaba
de tal manera que la ceniza del cigarrillo se le cayó en el sofá. Angie la barrió hacia el
cenicero—. Así que llego y ahí está él, quejándose de que el coche sigue aparcado en
la Estación Sur y de que anoche no aparecí por casa y preguntándome si... No,
preguntando no, afirmando que había estado follando contigo. Y entonces me dije:
acabo de cruzar esa puerta, estoy viva de milagro, tengo la cara cubierta de sangre...
¿Y lo único que se le ocurre decir a ese mostrenco es que me estoy tirando a Pat
Kenzie? Por el amor de Dios... —Se pasó la mano por la frente y se apartó el pelo de
la cara—. Así que le dije: «Vete a la mierda, Phillip», o algo parecido, y empecé a
alejarme de él, momento en el que me suelta: «Cuando acabe contigo, guapa, sólo
podrás follarte a ti misma». —Le dio una calada al cigarrillo—. Bonito, ¿eh? Me
agarra por el brazo, pero yo meto la mano en el bolso, saco el Taser y le aplico una

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descarga. Se derrumba, luego hace como que se levanta y yo le arreo una patada.
Pierde el equilibrio y sale tambaleándose por la puerta hacia el porche. Le aplico otra
descarga. Luego me lo quedo mirando y se me va la olla. Quiero decir... En ese
momento, cualquier afecto que pudiera aún sentir por él desapareció, y lo único que
veía era a ese trozo de mierda que llevaba abusando de mí doce años, y... ya te digo,
se me fue la olla.
Me permití poner en duda lo del afecto. Volvería. Siempre vuelve, habitualmente
cuando menos lo esperas. Sabía que, probablemente, Angie nunca volvería a amarle,
pero la emoción nunca desaparecería del todo: las penas y alegrías sentidas a lo largo
del matrimonio seguirían reverberando durante mucho tiempo. Puedes abandonar un
dormitorio, pero la cama se queda contigo.
No le dije nada de esto: no tardaría mucho en descubrirlo por su cuenta.
—A juzgar por lo que yo vi —le dije—, se te fue mucho la olla.
Sonrió un poquito y dejó que el cabello volviera a ocultarle los ojos.
—Sí, supongo que sí. Es lo que tiene aguantar tanto.
—No te lo voy a discutir.
—¿Pat?
Angie es la única persona que puede llamarme así sin que me dé grima. En las
raras ocasiones en que lo hace, hasta me suena bien y se me antoja un diminutivo
cariñoso.
—¿Sí?
—Cuando le miraba, luego, seguía pensando en nosotros dos en aquel callejón,
con el coche que se nos venía encima. Y créeme, entonces estaba aterrorizada, pero ni
la mitad de lo que habría podido estarlo porque te tenía a mi lado. Y cuando estamos
juntos parece que nos salvamos de todo. Cuando estoy contigo, dudo menos de las
cosas, ¿sabes?
—Lo sé perfectamente.
Sonrió. Mechones de pelo le cubrían los ojos. Tenía la cabeza baja. Empezó a
decir algo.
Y entonces sonó el teléfono. Me entraron ganas de pegarle un tiro.
Me levanté y descolgué el auricular.
—Dígame.
—Kenzie, soy Socia.
—Enhorabuena —le dije.
—Kenzie, tenemos que vernos.
—Yo no tengo por qué verte.
—Joder, Kenzie, si no me ayudas soy hombre muerto.
—No sé si eres consciente de lo que acabas de decir.
Angie me miró y yo asentí. La suavidad se retiraba de su rostro como el agua del

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arrecife.
—Muy bien, Kenzie, ya sé lo que piensas, ahí sentado, a salvo, diciéndote «Soria
está acabado». Pero no lo estoy. Todavía no. Y si tengo que palmarla, iré a por ti y te
arrastraré conmigo a la tumba. Tú tienes lo que yo necesito para seguir vivo y me lo
vas a dar.
Consideré esa posibilidad.
—Intenta eliminarme, Socia.
—Estoy a un kilómetro de tu casa.
Eso me inquietó, pero le dije:
—Pues vente para aquí. Te invitaré a una cerveza antes de matarte.
—Kenzie... —dijo con una voz repentinamente preocupada—. Puedo llegar hasta
ti y también hasta tu compañera, ésa a la que miras como si conociera todos los
misterios de la existencia. Ya no tienes a ese psicópata que te protege con todo su
armamento. No me hagas ir a buscarte.
Cualquiera puede acabar con cualquiera. Si Socia convertía en su único objetivo
lo de asegurarse de que mi funeral se celebrara unos días o unas horas antes que el
suyo, podía conseguirlo.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Las putas fotos, tío. Nos salvarán la vida a los dos. Le diré a Roland que como
nos mate a mí o a ti, esas fotos saldrán a la luz. Y eso es exactamente lo que él no
quiere, que la gente diga que a Roland le dieron por donde amargan los pepinos.
Qué gran señor. El Padre del Año.
—¿Dónde y cuándo? —inquirí.
—¿Sabes dónde está la rampa de la autovía, junto a la estación de Columbia?
A dos manzanas de distancia.
—Sí.
—Te veo allí en media hora. Debajo.
—¿Y así os perderé de vista a los dos?
—Te lo juro por lo más sagrado. Y tú y yo podremos seguir respirando durante un
tiempo más. —En media hora.

Sacamos las fotografías y las pistolas del confesionario. Fotocopiamos las


imágenes en la máquina del sótano que el padre Drummond usa para imprimir sus
hojas del bingo, devolvimos los originales a su emplazamiento y regresamos a mi
apartamento.
Angie se bebió una taza enorme de café solo y yo revisé nuestra munición.
Teníamos el 357, al que le quedaban dos balas, el 38 que nos había dado Colin y el
otro 38 que Bubba nos había comprado, más el 45 que le había quitado yo a Piruleta,
silenciador incluido. También teníamos cuatro granadas en el refrigerador. Y el Ithaca

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de doce cartuchos.
Me puse la gabardina y Angie la chaqueta de cuero. Nos lo llevamos todo, a
excepción de las granadas. Nunca se es lo suficientemente prudente con gentuza
como Socia.
—Menudo cuatro de julio —dije, y salimos del piso.
Parte de la I-93 llega hasta el barrio. Debajo de ella, la ciudad ha situado tres
depósitos —de arena, de sal y de grava— para emergencias. Esos tres conos tienen
una altura de casi siete metros y unos fundamentos de una anchura de cinco.
Estábamos en verano, así que no resultaban de mucha utilidad. Aunque en Boston
siempre hay que estar alerta. A veces, la madre naturaleza nos gasta alguna broma y
es capaz de lanzar una tormenta de nieve a principios de octubre para que no le
perdamos el respeto.
Se puede acceder a esa área desde la avenida o desde la entrada trasera de la
estación de metro Columbia/JFK; o también desde la calle Mosley si no te importa
tropezar con algunos arbustos y caminar sobre un terreno inclinado.
Nosotros optamos por los arbustos y la inclinación, pateando nubes de tierra
marrón hasta que llegamos abajo. Sorteamos una viga verde de las de refuerzo y
aparecimos en medio de los tres conos.
Y ahí estaba Socia, donde las bases coincidían en una especie de triángulo. A su
lado había un chico bajito. Unos pómulos a medio hacer y cierta grasa infantil
revelaban su edad, por mucho que él creyera que esas gafas oscuras enormes y esa
gorra que llevaba le hacían lo suficientemente mayor como para que le vendieran una
botella de whisky.
Socia tenía los brazos colgando a los lados, pero el chico se guardaba las manos
en los bolsillos de una chaqueta deportiva, todo ello sin dejar de moverlas sobre las
caderas hacia delante y hacia atrás. Le dije:
—Sácate las manos de los bolsillos.
El chico miró a Socia y yo le apunté a él con el 45.
—¿No me has oído?
Socia asintió:
—Sácalas, Eugene.
Las manos de Eugene salieron de la chaqueta con lentitud, vacía la izquierda,
sosteniendo la derecha un 38 el doble de grande que la mano. La lanzó a la pila de sal
sin que yo se lo pidiera, y luego hizo ademán de volver a meterse las manos en los
bolsillos, pero a medio camino cambió de idea y acabó poniéndolas delante de él y
mirándolas como si no las hubiera visto nunca. Acabó cruzando los brazos sobre el
pecho y poniéndose de puntillas. Tampoco parecía saber muy bien qué hacer con la
cabeza. Con rápidos y pequeños movimientos más propios de un roedor, me miró a
mí, luego a Angie, después a Socia, acto seguido a donde había tirado el arma y,

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finalmente, a esa zona de color verde oscuro que se extendía por debajo de la autovía.
Pese a toda la sal, los gases de los coches y el olor a vino barato que impregnaba
el lugar, el pestazo del miedo que tenía aquel crío flotaba en el aire como una nube
rolliza.
Angie me miró y yo asentí. Desapareció tras el cono que teníamos a la izquierda
mientras yo vigilaba a Socia y a Eugene. Sabíamos que no había nadie deambulando
por la autovía porque lo habíamos comprobado cuando bajábamos por Mosley.
Tampoco nadie en la azotea de la estación de metro: le habíamos echado un vistazo al
bajar la colina.
Dijo Socia:
—Sólo estamos Eugene y yo. No hay nadie más.
No encontré ningún motivo para no creerle. En tres días, Socia había envejecido
más que el presidente Carter durante sus cuatro años en la Casa Blanca. Tenía el pelo
revuelto. La ropa le colgaba como colgaría de una percha, y se veían manchas de
comida sobre el lino. Tenía los ojos de color rosa, unos ojos de adicto al crack, de
alguien que rebosa adrenalina porque no se fía ni de su sombra. Las muñecas le
temblaban y su piel tenía la palidez propia de un cadáver embalsamado. Se le acababa
el tiempo y era consciente de que ya estaba prácticamente en la prórroga.
Viéndole así, experimenté algo parecido a la piedad, pero ese sentimiento no duró
mucho. Recordé las fotos que llevaba en la cartera, al chaval flaco que había matado,
a ese robot amargado que había surgido de las cenizas del crío y se parecía a él y
hablaba como él, pero no era él, pues el auténtico se había dejado el alma en una
habitación de motel con las sábanas sucias. Recordé aquella cinta en la que Socia le
sacaba un ojo a Anton. Vi a su mujer acribillada a balazos una suave mañana de
verano, con los ojos velados en muestra de eterna resignación. Pensé en su ejército de
Eugenes, dispuestos a morir por él con los ojos cerrados, a inhalar su «producto» y a
exhalar el alma. Contemplé a Marion Socia y lo que vi no fue «algo negro» o «algo
blanco», sino algo humano. Sólo con ser consciente de su existencia, ya odiaba la
naturaleza de este mundo.
Señaló a Eugene con la cabeza:
—¿Te gusta mi guardaespaldas, Kenzie? Parece que estoy llegando al fondo del
barril, ¿verdad?
Miré al chaval y pensé en lo mal que le habrían sentado esas palabras.
—Socia —le dije—, eres un cerdo asqueroso.
—Sí, claro, claro... —Se llevó la mano al bolsillo y yo le apoyé el 45 en la
garganta.
Observó el silenciador que tenía clavado en la nuez.
—¿Tú te crees que soy idiota? —Sacó una pipa de pequeño tamaño del bolsillo
—. Sólo voy a echar unas caladitas.

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Di un paso atrás y él extrajo una piedra de droga del otro bolsillo y la insertó en la
pipa. La encendió y le dio una fuerte chupada, cerrando los ojos. Con una extraña voz
de rana, me dijo:
—¿Has traído lo que necesito?
Abrió los ojos y las pupilas se le agitaron como un televisor estropeado.
Angie se situó a mi lado y ambos nos quedamos mirándole.
Expulsó el humo de los pulmones de una andanada y sonrió. Le pasó la pipa a
Eugene.
—¿Se puede saber qué estáis mirando? No sois más que unos críos blancos
reprimidos que se escandalizan ante el gran demonio negro —se guaseó.
—Rebaja tu autoestima, Socia —le dijo Angie—. Tú no llegas a demonio. No
eres más que una serpiente de jardín. Joder, ni siquiera eres negro.
—¿Entonces qué soy, desgraciada?
—Una aberración —le dijo Angie lanzándole el cigarrillo al pecho.
Socia se encogió de hombros y se barrió la ceniza de la chaqueta.
Eugene chupaba la pipa como si fuera una caña que le permitiera respirar bajo el
agua. Se la devolvió a Socia y echó la cabeza hacia atrás.
Socia se me acercó y me dio una palmada en el hombro:
—Venga, hombre, dame lo que he venido a buscar. Que así nos salvaremos los
dos de ese perro rabioso.
—¿Perro rabioso? Socia, tú lo creaste. Cuando tenía diez años, lo destruiste y lo
llenaste de odio.
Eugene dio unos saltitos, mirando a Socia.
Socia le pegó otro viaje a la pipa. Soltaba el humo lentamente por las comisuras.
—¿Qué sabrás tú de nada, blanquito? ¿Eh? Hace siete años, esa zorra me quitó al
chaval, se puso a hablarle de Jesús y le enseñó a portarse bien con los blancos, como
si así fuera a tener alguna oportunidad. No era más que un negrito del gueto. Y
encima, la tía va y me endilga una orden de alejamiento. A mí. Con la intención de
mantenerme apartado de mi propio hijo para que ella le pudiera llenar la cabeza con
la mierda esa del sueño americano. Hay que joderse. Para un negro, el sueño
americano es como el desplegable de una tía en bolas para un presidiario. En este
mundo, un negro no pinta nada a no ser que sepa cantar o bailar, que juegue al
baloncesto o que se las apañe como pueda para haceros felices a los blancos. —Le
dio otra calada a la pipa—. Sólo os gusta mirar a un negro cuando formáis parte del
público. Y la puerca de Jenna se empeña en soltarle toda esa mierda a lo tío Tom a mi
chaval, pues ya se sabe que Dios proveerá. Y una mierda. En este mundo, uno hace lo
que tiene que hacer y ya está. No hay nadie ahí arriba tomando notas, digan lo que
digan los curas. —Golpeó con fuerza la pipa contra la pierna, para deshacerse de la
ceniza y de la resina, y el rostro se le iluminó—. Venga, Kenzie, dame esa mierda y te

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quitas de encima a Roland. Y a mí.
Sobre eso tenía mis dudas. Socia me dejaría en paz hasta que volviera a sentirse
seguro, si es que eso llegaba a suceder. Luego empezaría a preocuparse por la gente
que le podía perjudicar y que le había visto suplicar. Y nos eliminaría a todos para
preservar la imagen que tenía de sí mismo.
Me lo quedé mirando, dándole vueltas aún a si tenía más opciones que la que él
me ofrecía. Me miró a su vez. Eugene se apartó un poco de él, un pasito, y se puso a
rascarse la espalda con la mano derecha.
—Vamos. Dámelo.
No tenía elección. Roland me quitaría de en medio si no hacía lo que Socia me
pedía. Metí la mano libre en el bolsillo y saqué el sobre de papel Manila.
Socia se inclinó ligeramente hacia delante. Eugene seguía rascándose la espalda
mientras daba pataditas en el suelo con un pie. Le pasé el sobre a Socia. Eugene se
puso a picar más rápido en el suelo.
Socia abrió el sobre y se situó bajo la farola para estudiar su contenido.
—Copias —dijo.
—Sí, señor. Los originales me los quedo yo.
Me miró, se dio cuenta de que la cosa era innegociable y se encogió de hombros.
Contempló las imágenes una a una, tomándose su tiempo, como si se tratara de
postales antiguas. En un par de ocasiones, soltó una risita.
—Socia —le interpelé—, hay algo que no entiendo.
Me dedicó una sonrisa espectral:
—Hay muchas cosas que tú no entiendes, blanquito.
—Me refiero a una cosa en concreto.
—¿A saber?
—¿Las fotos proceden de una cinta de video?
Negó con la cabeza:
—Negativo de ocho milímetros. Se rodó con una cámara doméstica.
—Entonces, si tienes la película original, ¿por qué ha tenido que morir tanta
gente?
Sonrió de nuevo:
—No tengo el original. —Se encogió de hombros—. El primer sitio que atacaron
los muchachos de Roland fue un piso que tengo en Warren. Lo volaron confiando que
yo estuviera dentro, pero no estaba.
—¿Y la película sí?
Asintió y siguió mirando las fotocopias.
Eugene se inclinaba hacia delante, estirando el cuello para poder mirar por
encima del hombro de Socia. Tenía la mano derecha detrás de la espalda y con la
izquierda se rascaba frenéticamente la cadera. Se le agitaba el cuerpecillo y se oía un

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murmullo que le salía de la boca, un siseo del que probablemente no era consciente.
No sé qué pretendía hacer, pero estaba a punto de hacerlo.
Di un paso adelante mientras se me entrecortaba la respiración.
Dijo Socia:
—Bueno, ¿qué te parece? Ese chico podría haber sido una estrella de cine,
¿verdad, Eugene?
Eugene se puso en movimiento. Dio un salto hacia delante, casi un tropezón, y la
mano abandonó su espalda sosteniendo una pistola. Levantó el brazo, pero topó con
el codo de Socia. Socia estaba perdiendo el equilibrio cuando me abalancé sobre el
chico, le agarré de la muñeca y me coloqué con la espalda contra su pecho. El tobillo
de Socia se quebró contra el pavimento. Se derrumbó y el arma atronó dos veces en el
apacible y húmedo aire. Le di un codazo a Eugene en la cara y oí el sonido de huesos
rotos.
Socia rebotó con el pavimento y fue a parar al cono de sal, con las fotocopias
saltando por los aires. Eugene dejó caer la pistola. Yo le solté la muñeca y se fue
directo al suelo: la cabeza hizo un ruido suave al chocar contra el cemento.
Recogí el arma y miré a Angie. Estaba de pie, en pose de tiradora, con el brazo
rígido mientras el 38 recorría el camino entre Socia y Eugene.
Eugene se había sentado en el suelo, con las manos sobre las piernas, y le manaba
sangre de la nariz rota.
Socia estaba tirado en la pila de sal, con el cuerpo a la sombra de la autovía.
Esperé unos segundos, pero no se movió.
Angie se acercó a él para echarle un vistazo. Le cogió de la muñeca y le dio la
vuelta. Socia nos miró y se echó a reír con una carcajada explosiva. Le miramos
mientras intentaba controlar su hilaridad, pero la cosa le superaba. Intentó sentarse,
pero el movimiento hizo que la sal que tenía por encima se deslizara sobre él. Lo que
aún le dio más risa. Se dejó caer en el montón de sal como un borracho en una cama
de agua, y su risa impregnó la atmósfera y hasta se impuso momentáneamente al
rumor de los coches que pasaban por ahí arriba.
Acabó consiguiendo sentarse, sin dejar de sujetarse el estómago.
—Joder, muchacho, ya no te puedes fiar de nadie en este mundo, ¿eh? —Soltó
una risita y contempló al chico—. Oye, Eugene, ¿cuánto te ha pagado Roland por
traicionarme?
Eugene no pareció oírle. Su piel había adquirido el tono insalubre de quien intenta
combatir las náuseas. Respiraba hondo y se llevaba la mano al corazón. No parecía
ser consciente de que le habían roto la nariz, pero tenía los ojos muy abiertos, como si
le hubiera afectado la enormidad de lo que acababa de intentar. Brillaba el terror en
su mirada, y me di cuenta de que su cerebro trataba de ignorarlo mientras recurría al
alma en busca del valor necesario para resignarse.

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Socia se puso de pie y barrió la sal que tenía repartida por el traje. Meneó la
cabeza lentamente y luego se agachó para recoger las desperdigadas fotocopias.
—Ay, ay, ay. No hay en el mundo un agujero suficientemente profundo para
esconderte, chaval, ni país lo bastante grande. Con Roland o sin Roland, tú estás
muerto.
Eugene contempló sus gafas rotas, tiradas en el suelo a su lado, y vomitó en su
propio regazo.
Le dijo Socia:
—Sigue arrojando, chaval, que no te va a servir de nada.
Me notaba el cogote y la parte inferior de las orejas muy calientes, la sangre
bullía justo por debajo de la piel. Por encima de nosotros, la barandilla de la autovía
repiqueteaba al paso de un camión cargado de coches y creaba un estrépito
inaguantable.
Miré al muchacho y me sentí cansado —horrendamente cansado— de toda esa
muerte, todo ese odio mezquino, toda esa ignorancia y toda esa imbecilidad que me
había caído encima como un chaparrón a lo largo de la última semana. Estaba harto
de todos esos debates cutres: los blancos contra los negros, los ricos contra los
pobres, los miserables contra los inocentes... Harto de la inquina, de la insensibilidad,
de Marion Socia y su absurda crueldad. Demasiado harto como para pensar en
implicaciones morales o políticas, o en cualquier cosa que no fuese la mirada perdida
de ese chico tirado en el suelo que ya ni sabía llorar. Estaba hasta las narices de los
Socias y los Paulsons, de los Rolands y los Mulkerns de este mundo, y los fantasmas
de todas sus víctimas me susurraban al oído sus plegarias para que acabara de una vez
por todas con esto.
Socia registraba las sombras que se dibujaban entre los conos.
—Oye, Kenzie, ¿cuántas fotos había?
Amartillé el 45 mientras, ahí arriba, las ruedas de los camiones azotaban el suelo
de la autovía con furia implacable, rugiendo hacia un destino que tanto podía estar a
miles de kilómetros como a la vuelta de la esquina.
Miré la nariz que acababa de romper. ¿En qué momento se olvidó de llorar ese
crío?
—Kenzie, ¿se puede saber cuántas putas fotos hay?
Angie me estaba mirando, y fui consciente de que los ruidos de arriba también le
estaban afectando.
Socia recogió otra fotografía del suelo:
—Joder, tío, espero que ésta sea la última.
Pasó el último camión, pero el chirrido continuó, como si intentara reventarme los
tímpanos.
Eugene soltó un quejido y se tocó la nariz.

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Angie observaba a Socia mientras éste seguía reptando por el suelo como un
cangrejo. Me lanzó una mirada y yo asentí.
Socia se incorporó y se puso a la luz de la farola con las fotocopias en la mano.
—¿Cuántos más harán falta, Socia? —le pregunté.
—¿Qué? —repuso mientras planchaba las arrugas de las fotocopias.
—¿A cuántos más te cargarás antes de quedarte satisfecho? ¿Cuántos hacen falta
para que hasta tú te canses de todo esto?
Dijo Angie:
—Hazlo, Patrick. Ya.
Socia le lanzó una mirada perdida y luego desplazó la vista hacia mí. No creo que
comprendiera el significado de mis preguntas. Se me quedó mirando fijamente, a ver
si se lo explicaba. Al cabo de un minuto, más o menos, puso las fotocopias en alto.
En la primera del fajo, su pulgar se había quedado entre los muslos desnudos de
Roland.
—Kenzie —me dijo—. ¿Es esto todo o no?
—Sí, Socia, eso es lo que hay.
Levanté el arma y le disparé en el pecho.
Dejó caer las fotocopias y se llevó la mano al orificio, tambaleándose sin llegar a
caer. Miraba el orificio y la mano ensangrentada. Parecía sorprendido y, por un
momento, terriblemente asustado.
—¿Por qué cojones lo has hecho? —dijo entre toses.
Amartillé el arma de nuevo.
Se me quedó mirando y el miedo se esfumó de sus ojos. Las pupilas se animaron
con fría satisfacción y oscuro conocimiento. Sonrió.
Le disparé a la cabeza. También Angie apretó el gatillo. Las balas lo arrojaron a la
pila de sal, de donde se deslizó hasta dar con el cemento.
Angie temblaba un poco, pero su voz sonaba con firmeza:
—Me temo que Devin tenía razón.
—¿En qué? —le pregunté mirando a Socia.
—En lo de que hay gente que o la matas o la dejas en paz, porque nunca
aprenderá nada.
Me acuclillé y empecé a recoger las fotocopias.
Angie se arrodilló junto a Eugene y le limpió la nariz y la cara con un pañuelo.
Ante lo sucedido, el muchacho no mostraba sorpresa, ni disgusto ni alegría. Tenía los
ojos perdidos, descentrados.
—¿Puedes andar? —le preguntó Angie.
—Sí —repuso incorporándose con dificultad; cerró los ojos unos segundos y
exhaló lentamente.
Encontré la fotocopia que andaba buscando, la sequé con un poco de grava y se la

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metí en la chaqueta a Socia. Eugene ya se aguantaba perfectamente de pie. Me lo
quedé mirando y le dije:
—Vete a casa.
Me dijo que sí con la cabeza y se fue sin decir palabra. Escaló el desnivel y
desapareció al otro lado de los matorrales.
Un minuto después, Angie y yo tomamos el mismo camino, y mientras nos
dirigíamos hacia mi apartamento, deslicé el brazo por su cintura tratando de no
pensar en lo que estaba haciendo.

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30
En su última semana de vida, mi padre, que medía más de un metro ochenta,
pesaba cuarenta y cinco kilos. A las tres de la mañana, en su habitación del hospital,
yo oía como el pecho le crujía cual cristales rotos en una olla. La respiración le
sonaba como si tuviera que atravesar capas y capas de gasa. En las comisuras se le
acumulaba la saliva seca.
Cuando abrió los ojos, sus verdes pupilas parecían nadar, como barcos sin ancla
en la inmensidad del mar. Giró la cabeza en mi dirección. «Patrick.»
Me incliné sobre la cama, precavido aún mi niño interior, vigilando todavía sus
manos, preparado a echarse atrás ante un movimiento repentino.
Me sonrió. «Tu madre me quiere.»
Asentí.
Eso es algo que... —Tosió, y el esfuerzo le hizo curvar el pecho y le clavó la
cabeza en la almohada. Hizo unas muecas. Tragó saliva—. Eso es algo que me
llevaré conmigo. Al otro mundo», dijo mientras los ojos se escondían en algún lugar
del cráneo desde donde pudiera atisbar el lugar al que se encaminaba.
Le dije: «Eso es muy bonito, Edgar»
Me agarró con toda la fuerza que le permitía su debilitada mano. «Aún me odias,
¿verdad?»
Miré esas pupilas desquiciadas y asentí.
«¿Y toda esa mierda que te enseñaron las monjas? Todo eso del perdón.» Enarcó
una ceja cansada y sarcástica.
«Tú acabaste con todo, Edgar. Hace mucho tiempo.»
La débil mano volvió a la carga, plantándose en mi abdomen.
«¿Todavía estás cabreado por esa cicatriz de nada?.»
Me quedé mirándole, sin darle nada, diciéndole que ya no me podía hacer ningún
daño aunque tuviera la fuerza suficiente para ello.
Agitó la mano como urgiéndome a que me marchara. «Pues que te den por culo.»
Cerró los ojos. «¿Para qué has venido?»
Me recliné en el asiento y contemplé su cuerpo consumido, a la espera de que
dejara de ejercer el menor efecto sobre mí, a la espera de que ese fluido ponzoñoso
de amor y odio dejara de correr por mi cuerpo.
«Para verte morir», le dije.
Sonrió sin abrir los ojos. «Ah —dijo—, menudo buitre estás hecho. De tal palo,
tal astilla, ¿no?»
Se quedó dormido un rato y yo lo estuve contemplando, escuchando el rumor de
esos cristales rotos que tenía en el pecho. Supe entonces que cualquier explicación
que hubiera podido esperar durante toda la vida estaba sellada tras esa carcasa

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destrozada, dentro de ese cerebro podrido, y nunca iba a salir a la luz. Mi padre se la
llevaría consigo en su siniestro viaje hacia ese lugar que veía cuando los ojos se le
retraían. Todo ese oscuro conocimiento le pertenecía exclusivamente a él, y se lo
llevaría puesto para entretenerse durante el recorrido.
A las cinco y media, mi padre abrió los ojos y me señaló con el dedo. Dijo: «Algo
se está quemando. Algo se está quemando». Sus ojos se ensancharon y su boca se
abrió como si se dispusiera a aullar.
Y murió.
Y yo le vi morir, aún a la espera.

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31
Era la una y media de la mañana del cinco de julio cuando quedamos con Sterling
Mulkern y Jim Vurnan en el bar del Hyatt Regency de Cambridge. El bar de ese hotel
es un salón giratorio que da vueltas lentamente. Desde ahí, se ven las luces de la
ciudad, y los puentes de piedra del río Charles rebosan belleza y solera. Desde allí,
hasta los muros cubiertos de hiedra de Harvard dejan de ser ofensivos.
Mulkern llevaba un traje gris y una camisa blanca sin corbata. Jim lucía un jersey
de angora de pico y unos pantalones de algodón de color crudo. Ninguno de los dos
parecía muy contento.
Angie y yo íbamos de trapillo y nos daba lo mismo.
Dijo Mulkern:
—Espero que tengas un buen motivo para sacarnos de casa a estas horas,
muchacho.
—Por supuesto —afirmé—. Si no os importa, recordadme el trato que teníamos.
—Venga, hombre, ¿a qué viene esto? —inquirió Mulkern.
—Repítame los términos de nuestro contrato —repuse.
Mulkern miró a Jim y se encogió de hombros. Jim dijo:
—Patrick, sabes perfectamente que nos avinimos a pagarte tu tarifa diaria más
gastos.
—¿Más?
—Más una bonificación de siete mil dólares si nos entregabas los documentos
robados por Jenna.
Jim era un tipo irritable. Puede que su rubia y estirada esposa, la del peinado a lo
Ivana Trump, le tuviera durmiendo en el sofá de nuevo. O tal vez había interrumpido
su polvo quincenal.
Yo a lo mío:
—Me disteis un anticipo de dos mil dólares. He trabajado en esto siete días. Si
quisiera ponerme picajoso, os recordaría que estamos en la mañana del octavo día,
pero no os voy a agobiar. Ahí va la cuenta.
Se la entregué a Mulkern, quien apenas la miró.
—Me parece una cifra exorbitante, pero te contratamos porque se suponía que
estabas a la altura de tus tarifas.
Me recliné en el asiento:
—¿Quién me echó encima a Curtis Moore? ¿Vosotros o Paulson?
—¿De qué cojones estás hablando? —dijo Jim—. Curtis Moore trabajaba para
Socia.
—Pero se las apañó para pegarse a mis talones a los cinco minutos de nuestro
primer encuentro —dije mirando a Mulkern—. Qué casualidad, ¿no?

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No se podía leer nada en los ojos de Mulkern, un tipo capaz de encajar sin
inmutarse todo tipo de suposiciones, por lógicas que fueran, mientras no hubiese
pruebas que las sustentaran. Y si las había, siempre podía alegar que no se acordaba
de nada.
Tomé un sorbo de mi cerveza.
—¿Hasta qué punto conocía usted a mi padre? —le pregunté.
—Lo conocía muy bien, chaval. Ve al grano —consultó su reloj.
—¿Sabía que pegaba a su mujer y abusaba de sus hijos?
Mulkern se encogió de hombros.
—Eso no era asunto mío.
—Patrick —intervino Jim—, tu historia personal resulta irrelevante en estos
momentos.
—Aquí alguien tiene que dar explicaciones —dije mirando a Mulkern—. Si
conocía tan bien a mi padre, senador, usted, como servidor del pueblo, ¿por qué no
hizo nada al respecto?
—Te lo acabo de decir, muchacho..., no era asunto mío.
—¿Y qué es asunto suyo, senador?
—Los documentos, Pat.
—¿Qué es lo que a usted le preocupa, senador? —insistí.
—El bien común, por supuesto. —Se echó a reír—. Pat, me encantaría quedarme
para explicarte el concepto de utilidad, pero no tengo tiempo. Unas cuantas collejas a
manos de tu viejo no son algo que cause alarma social, ¿no crees?
Unas cuantas collejas. Dos hospitalizaciones durante mis primeros doce años de
vida.
—¿Sabía lo de Paulson? —le pregunté—. Me refiero a todo lo de Paulson.
—Venga ya, muchacho. Cumple tu parte del contrato y adiós muy buenas. —
Tenía el labio superior bañado en sudor.
—¿Qué sabía usted? ¿Sabía que se follaba a niños?
—No hace falta utilizar ese lenguaje —dijo Mulkern, sonriendo, paseando la
mirada por el salón.
Dijo Angie:
—Díganos qué tipo de lenguaje le parece adecuado y ya veremos si resulta igual
de adecuado para el abuso infantil, la prostitución, la extorsión y el crimen.
—¿Y ahora de qué estáis hablando? —protestó Mulkern—. No oigo más que
chorradas. Chorradas. Dame los documentos, Pat.
—¿Senador?
—¿Sí, Pat?
—No me llame Pat. Eso es un nombre de perro, no de persona.
Mulkern se echó para atrás y puso cara de fastidio ante lo que consideraba, sin

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duda alguna, las exigencias de un pelanas.
—Mira, chaval...
—¿Hasta qué punto estaba usted al corriente, senador? ¿Hasta qué punto? Su
edecán se lo hace con críos y la gente empieza a caer como moscas porque él y Socia
rodaron unas peliculitas domésticas para su propio esparcimiento y las cosas se
desmadraron. ¿O no? ¿Chantajeaba Socia a Paulson para que retirara su apoyo a la
ley del terrorismo callejero? Y Paulson, mientras se toma unas copas para lamentar la
pérdida de la inocencia, protagoniza unas fotos que, mire usted por dónde, acaban en
manos de Jenna. ¿Qué debió de pensar esa mujer cuando encontró fotos de su hijo
violado por el tipo para el que trabajaba? Y usted, senador, ¿qué sabía de todo esto?
Se me quedó mirando.
—Y yo era el cebo —le dije—. ¿No es así? —Miré a Jim y él me aguantó la
mirada sin mover un músculo de la cara—. Se suponía que tenía que llevar a Socia y
a Paulson hasta Jenna y ayudarle a resolver el desaguisado. ¿Verdad, senador?
Su única respuesta a mi ira y mi indignación fue una sonrisa. Sabía que no tenía
pruebas en su contra, sólo preguntas y suposiciones. Sabía que eso era siempre lo que
tenía la gente contra él, y sus ojos se endurecieron en señal de victoria. Cuanto más le
preguntara, menos le sacaría. Así son las cosas.
—Dame los documentos, Pat —me dijo.
—Déjame ver el cheque, Sterl —dije yo, tuteándole.
Puso la mano y Jim le pasó un talón. Jim me miraba como si lleváramos años
jugando a eso y se acabara de dar cuenta de que yo nunca había entendido las reglas
del juego. Meneó la cabeza lentamente, en plan gallina clueca. Jim habría sido una
monja estupenda, la alegría del convento.
Mulkern escribió lo que venía a continuación de «páguese a», pero dejó en blanco
la línea donde debía anotar la suma de dinero.
—Los documentos, Pat —insistió.
Le pasé el sobre de papel Manila. Lo abrió, sacó las fotos y las mantuvo pegadas
al regazo.
—Esta vez no son copias —dijo—. Estoy muy orgulloso de ti, Pat.
—Firme el cheque, senador.
Hojeó el resto de las fotos, sonrió con tristeza ante una de ellas y las volvió a
guardar todas en el sobre. Volvió a coger el bolígrafo y le dio unos ligeros golpecitos
contra el tablero de la mesa. Dijo:
—Pat, creo que necesitas mejorar tu actitud. Sí. Por consiguiente, te voy a
recortar la bonificación a la mitad. ¿Qué te parece?
—He hecho copias.
—Las copias no sirven para nada en un juzgado.
—Pero pueden hacer mucho daño.

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Me miró, me caló en un segundo y meneó la cabeza. Se inclinó sobre el talón. Yo
le dije:
—Llame a Paulson y pregúntele por la foto que falta.
El bolígrafo se detuvo.
—¿La que falta? —preguntó Mulkern.
—¿La que falta? —repitió Jim.
—¿La que falta? —entonó también Angie, sólo por joder.
Asentí:
—La que falta. Paulson le dirá que había un total de veintidós. Y en ese sobre hay
veintiuna.
—¿Y dónde puede estar la que falta? —preguntó Mulkern.
—Firma el cheque y averígualo, soplapollas.
Creo que a Mulkern nunca le habían llamado «soplapollas» en toda su vida. No
parecía gustarle mucho ese epíteto, pero igual acababa acostumbrándose.
—Dámela —dijo.
—Firme ese cheque, sin «recortes por actitud», y le diré dónde está.
Intervino Jim:
—No lo firme, senador.
—Cállate, Jim —le cortó éste.
—Sí, Jim, cállate —añadí yo—. Tírale un hueso al senador, haz algo.
Mulkern se me quedó mirando fijamente. Parecía que ése era su principal método
de intimidación, pero resultaba inútil con alguien que llevaba varios días esquivando
balazos. Necesitó unos cuantos minutos para llegar a esa conclusión, pero acabó por
entenderlo.
—Ocurra lo que ocurra —me amenazó—, acabaré contigo.
Firmó el cheque por la cantidad estipulada y me lo entregó.
—Muchas gracias —le dije.
—Dame la fotografía.
—Le dije que le diría dónde está, senador. Nunca le dije que se la daría en mano.
Mulkern cerró los ojos un instante y respiró intensamente por la nariz.
—Muy bien. ¿Dónde está?
—Justo ahí —dijo Angie, señalando hacia un extremo del bar.
Richie Colgan asomaba la cabeza por detrás de un helecho decorativo.
Nos saludó con el brazo y luego miró a Mulkern y le sonrió. Una sonrisa enorme.
Las comisuras casi le llegaban hasta los párpados.
—No —dijo Mulkern.
—Sí —le dijo Angie mientras le daba una palmadita en el brazo.
Le dije a Mulkern:
—Tómatelo por el lado bueno, Sterl... No has tenido que firmarle un cheque a

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Richie. Ése te ha jodido gratis.
Nos levantamos de la mesa.
—Estás acabado en esta ciudad —me informó Mulkern—. No conseguirás ni
apuntarte al paro.
—¿De verdad? —contraataqué—. Pues entonces, ya puestos, creo que le diré a
Richie que usted me dio este talón por ayudarle a ocultar su implicación en todo este
asunto.
—¿Y qué conseguirías con eso? —inquirió Mulkern.
—Pues ponerle a usted en la misma situación en la que pretende ponerme a mí. Y
no vea lo feliz que me haría eso. —Cogí la cerveza y me la terminé—. ¿Todavía
insiste en hundirme, Sterl?
Mulkern seguía con el sobre en la mano. Me dijo:
—Brian Paulson es un buen hombre. Y un buen político. Estas fotos son de hace
casi siete años. ¿Por qué sacarlas a la luz ahora? Es una noticia vieja.
Le sonreí y me permití citarle:
—A mi edad, todo me parece joven, senador.
Le di un codazo a Jim:
—¿Acaso no le sucede a todo el mundo?

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32
Intentamos mantener con Richie una conversación en el aparcamiento, pero era
como hablar con alguien que pasa por ahí a los mandos de un avión. No paraba de
mover los pies y no dejaba de interrumpir. «Espera un momento, ¿quieres?», decía. Y
acto seguido le susurraba algo a su grabadora. Lo más probable es que escribiera la
mayor parte de su columna de pie en el aparcamiento del Hyatt Regency.
Nos dimos las buenas noches y él salió pitando hacia su coche. Puede que
nosotros nos hubiéramos cargado a Socia, pero Richie pensaba enterrar a Paulson.
Tomamos un taxi de regreso al hogar. Las calles inmóviles estaban alfombradas
de petardos usados. Soplaba en el viento un amargo sabor a pólvora. El subidón de
acabar ante Mulkern con su mozo de azotes empezaba a disiparse, deslizándose por
las rendijas del taxi hacia esas calles desoladas, perdiéndose entre las sombras que se
cernían sobre nosotros entre semáforo y semáforo.
Cuando llegamos a mi casa, Angie se fue directa al frigorífico y sacó una botella
de vino de la puerta. También se hizo con un vaso, pero después de ver cómo se lo
bebía llegué a la conclusión de que era un sistema inútil: el vino le hubiera sentado
mucho mejor aplicado de manera intravenosa. Cogí un par de cervezas y nos
sentamos en el salón, con las ventanas abiertas, escuchando cómo la brisa empujaba
una lata de cerveza avenida abajo, golpeándola contra el asfalto, lanzándola
hábilmente hacia una esquina.
Sabía que en cosa de un par de semanas recordaría con gusto todo esto, saborearía
la expresión de Mulkern cuando se dio cuenta de que me acababa de pagar un pastón
por joderle la vida. De alguna manera, me las había apañado para conseguir una
hazaña insólita: que alguien del Gobierno Estatal pringara. En cosa de un par de
semanas, eso me sentaría muy bien. Pero ahora no. Ahora nos enfrentábamos a algo
completamente distinto, y el aire cargaba con el peso de nuestra conciencia.
Angie iba por la mitad de la botella cuando me dijo:
—¿Qué pasa?
Se puso de pie, dándose golpecitos en el muslo con esa botella que sostenía de
forma insegura entre los dedos índice y medio.
Me levanté a mi vez, no del todo convencido de poder enfrentarme a eso. Pillé
otras dos cervezas, volví al salón y dije:
—Hemos matado a alguien.
Sonaba muy fácil.
—A sangre fría —declaró Angie.
—A sangre fría —abrí una cerveza y dejé la otra en el suelo, junto al sillón.
Angie apuró el vaso y se sirvió más vino:
—No representaba ningún peligro.

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—No, en ese momento no.
—Pero nos lo cargamos igual.
—Nos lo cargamos igual —reconocí.
Esta conversación resultaba fría y repetitiva, pero yo tenía la sensación de que
ambos intentábamos describir con exactitud lo que habíamos hecho, sin ambages, con
la intención de evitar mentiras que volvieran a aparecer en el futuro para
atormentarnos.
—¿Por qué? —preguntó Angie.
—Porque nos repugnaba. Moralmente. —Eché un trago de cerveza, que podría
haber sido agua para el caso que le estaba haciendo.
—Hay mucha gente que nos repugna moralmente —dijo mi socia—. ¿Los vamos
a matar a todos?
—No creo.
—¿Por qué no?
—No hay balas suficientes.
—No quiero bromear sobre esto, Patrick. Ahora no.
Tenía razón.
—Lo siento —me disculpé.
—Pero, en una situación similar, lo volveríamos a hacer.
Pensé en Socia sosteniendo en alto la foto, pasando el dedo entre las piernas de su
hijo.
—Sí, lo volveríamos a hacer —reconocí.
—Era un depredador —dijo Angie.
Asentí.
—Dejó que violaran a su hijo por dinero. Por eso le matamos.
Bebió un poco más de vino, saboreándolo algo más que hasta entonces. Estaba de
pie en mitad del salón, balanceándose lentamente sobre el pie izquierdo de vez en
cuando, con la botella oscilando entre los dedos como un péndulo.
—Eso es lo que hay —dije.
—Paulson hizo cosas parecidas —atacó Angie—. Abusó de ese crío y,
probablemente, de muchos más. Lo sabemos. Y no lo hemos matado.
—Matar a Socia fue un impulso. Cuando quedamos con él no sabíamos que lo
íbamos a hacer.
Soltó una risita amarga.
—¿Que no lo sabíamos? Y entonces, ¿para qué nos trajimos el silenciador?
Intenté dejar esa pregunta sin respuesta, confiando en que se muriera sola. Pero
acabé diciendo:
—Puede que acudiéramos a la cita sabiendo que lo mataríamos en cuanto nos
diera la menor excusa para ello. Se lo merecía.

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—Igual que Paulson. Y ése sigue vivo.
—Acabaríamos entre rejas si nos lo cargamos. Socia no le importaba a nadie.
Achacarán su muerte a la guerra de bandas y se alegrarán de no volver a verle.
—Lo cual nos resulta muy conveniente.
Me levanté y fui hacia ella. Le puse las manos en los hombros para que dejara de
moverse.
—Matamos a Socia obedeciendo a un impulso. —Si insistía en ello, acabaría por
ser verdad—. No podíamos llegar hasta Paulson. Está demasiado protegido. Pero ya
nos hemos encargado de él.
—De una manera muy civilizada —pronunció la palabra «civilizada» con el
mismo tono que otra gente dice «impuestos».
—Sí —concedí.
—O sea, que nos hemos ocupado de Socia según la ley de la selva y de Paulson
según la ley de la civilización.
—Exactamente.
Me miró a los ojos desde unas cuencas que rebosaban alcohol, cansancio y
fantasmas. Me dijo:
—Parece que la civilización es algo a lo que recurrimos cuando nos conviene.
No había nada que objetar a ese razonamiento. Un macarra negro estaba muerto y
un violador de niños se dedicaba a redactar un comunicado de prensa mientras se
tomaba un Chivas, aunque ambos fueran igualmente culpables.
La gente como Paulson siempre conseguiría escudarse tras el poder. Puede que
acabaran pringando de algún modo, que incluso cumplieran una condena de seis
meses en una prisión de lujo y se enfrentaran a la vergüenza pública, pero seguirían
respirando. Paulson era muy capaz hasta de salir con bien de esto. Hace unos años,
fue reelegido un congresista que había admitido relaciones sexuales con un chico de
quince años. Intuyo que, para cierta gente, hasta la violación es algo relativo.
La gente como Socia podía ir tirando durante un tiempo, puede que largo. Esa
gentuza podía matar, mutilar y hacerles la vida imposible a quienes les rodeaban,
pero tarde o temprano acababan como el tal Socia: con los sesos desparramados por
debajo de una autovía. Acababan en la página trece de la sección de Local y los polis
se encogían de hombros y no se mataban precisamente buscando a sus asesinos.
Uno hundido y el otro muerto. Uno respirando y el otro criando malvas. Un
blanco y un difunto.
Me pasé la mano por el pelo y noté el polvo y la gasolina del día anterior; olí en
los dedos la basura y la podredumbre. En ese momento, odiaba profundamente el
mundo y todo lo que en él había.
Arde Los Angeles, y otras ciudades tienen un fuego latente, esperando que
aparezca la manguera que arroje gasolina sobre las brasas. Escuchamos a políticos

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que alientan nuestro odio y nuestros mezquinos puntos de vista y nos dicen que hay
que volver a lo fundamental mientras toman el sol en sus casas de la playa
escuchando el ruido de las olas que silencia los gritos de los ahogados.
Nos dicen que es una cuestión racial y nos lo creemos. Al sistema le llaman
«democracia» y nosotros asentimos con la cabeza, encantados de habernos conocido.
Culpamos de todo a los Socias, a veces hasta miramos mal a los Paulsons, pero
siempre acabamos votando a los Mulkerns. Y en nuestros escasos momentos de
semilucidez, nos preguntamos por qué no nos respetan los Mulkerns de este mundo.
No nos respetan porque somos los niños que violan. Nos joden por la mañana, por
la tarde y por la noche, pero mientras sigan metiéndonos en la cama con un besito,
mientras sigan diciéndonos al oído que papá nos quiere y siempre se ocupará de
nosotros, continuaremos cerrando los ojos y durmiéndonos, entregando el cuerpo y el
alma a cambio de un bonito barniz de «civilización» y de «seguridad», los falsos
ídolos de nuestros sueños húmedos del siglo XX.
Y la confianza en ese sueño es de lo que dependen los Mulkerns, los Paulsons, los
Socias, los Phils y los Héroes de este mundo. Así es su siniestra sabiduría. Así es
como triunfan.
Le dediqué a Angie una débil sonrisa.
—Estoy cansado —le dije.
—Yo también.
Me ofreció su triste sonrisa.
—Agotada —añadió.
Se acercó al sofá y desplegó la sábana que yo había dejado encima.
—Algún día encontraremos la solución, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, algún día —le dije mientras me encaminaba al dormitorio—. Seguro que sí.

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33
La fotografía que le habíamos entregado a Richie mostraba al senador Paulson en
toda su gloria. Y quedaba muy claro cuál era su manera favorita de acceder a dicha
gloria. El cuerpo de Roland ocupaba una tercera parte del cuadro y se podía deducir
fácilmente su edad, lo joven que era el chaval que estaba debajo de Paulson. Y no
quedaba la menor duda sobre el sexo al que pertenecía. Pero a diferencia de casi
todas las demás imágenes, no se podía ver el rostro de Roland, sólo la cabeza y las
orejitas. Socia estaba de pie en el dormitorio, fumando un cigarrillo con expresión de
aburrimiento.
El Trib publicó la foto de manera discreta y con barras negras en las zonas que
cualquiera puede imaginarse. Junto a esa fotografía, había otra: una de Socia tumbado
de espaldas en la grava, con el cuerpo parecido al de una muñeca hinchable que
alguien se había olvidado de inflar. Tenía la cabeza echada hacia atrás y aún sostenía
en la mano la pequeña pipa. Sobre la foto se podía leer: AMIGO DE PAULSON
ASESINADO EN PLAN BANDA.
Además de en su columna, la firma de Richie aparecía también en el artículo
sobre la muerte de Socia. Decía que la policía aún no tenía sospechosos del crimen y
que cualquier huella digital podría haber desaparecido si el asesino hubiese tenido la
intuición de frotarse las manos con la grava antes de tocar nada. Y eso era
exactamente lo que el asesino había hecho. Richie mencionaba que la fotocopia de la
foto de Paulson había sido encontrada en la ensangrentada chaqueta de lino de Socia.
También hacía referencia al seudomatrimonio de éste con Jenna Angeline, la misma
Jenna Angeline que había trabajado como señora de la limpieza para, entre otros, los
senadores Paulson y Mulkern. Reproducían de nuevo la foto de su muerte con el
edificio del Gobierno Estatal de fondo.
Fue el escándalo local más grande desde que el fiscal del distrito echó a perder el
caso de Charles Stuart. Puede que más grande incluso. Habría que esperar a que todo
saliera a la luz.
Quien nunca saldría a la luz sería Roland. Dudo mucho que Paulson conociera la
identidad del crío con el que había pasado ese día. Estoy convencido de que, a lo
largo de los siguientes años, hubo muchos más. Y si sabía quién era, no creo que se
dedicara a proclamarlo. Socia ya no estaba para muchos discursos, y Angie y yo no
pensábamos intervenir en el asunto.
Richie era un pedazo de periodista. Antes de llegar al tercer párrafo, ya había
relacionado a Paulson con Socia y a éste con Jenna Angeline. Luego apuntó que
Paulson se había tomado el día libre precisamente cuando tocaba discutir la ley de
terrorismo urbano. Richie nunca insinuaba nada y nunca acusaba directamente. Se
limitaba a exponer los hechos y a dejar que los lectores sacaran sus propias

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conclusiones.
Yo tenía mis dudas acerca de la perspicacia de muchos de ellos, pero quise creer
que habría bastantes que entenderían lo que había ocurrido.
Se suponía que Paulson estaba de vacaciones en la residencia familiar de
Marblehead, pero cuando puse las noticias matutinas en la tele, ahí estaban Devin y
Oscar frente a las cámaras desplazadas a esa localidad. Decía Oscar: «El senador
Paulson tiene una hora para presentarse en el Departamento de Policía de Marblehead
si no quiere que vayamos a por él».
Devin no decía nada. Se mantenía junto a su compañero, visiblemente satisfecho,
mientras se fumaba un habano del tamaño de un Boeing.
El reportero le dijo a Oscar:
—Sargento Lee, a su compañero se le ve de lo más contento.
A lo que él repuso:
—Está de un contento que te cagas y...
Y le cortaron para emitir un anuncio.
Zapeé un poco y me topé con Sterling Mulkern en el Canal Siete.
Bajaba los escalones de entrada del Gobierno Estatal con un montón de gente
trotando tras él mientras Jim Vurnan intentaba mantener el ritmo de los demás.
Mulkern se deslizó entre la selva de micrófonos cual remo en un mar muerto y de sus
labios salió la típica expresión «Sin comentarios». Esperaba que me regalara también
algún que otro «No me acuerdo», para romper la monotonía, pero intuyo que
complacerme era algo que no encabezaba su lista de prioridades para la jornada.
Angie llevaba unos minutos despierta, con la cabeza apoyada en el brazo del sofá
en el que había pasado la noche. Tenía los ojos hinchados de sueño, pero estaba
alerta.
—Hay momentos, Patinazo —me dijo—, en los que este trabajo no está nada mal.
Yo estaba sentado en el suelo, a los pies del sofá. Levanté la vista:
—¿Siempre tienes el pelo de punta por las mañanas?
No era precisamente el comentario más adecuado cuando se está junto al pie de
alguien. Lo siguiente que dije fue «¡Ay!».
Angie se levantó, me echó la sábana por encima de la cabeza y preguntó:
—¿Café?
—Me encantaría —dije apartando la sábana de la cara.
—Pues entonces haz suficiente para los dos, ¿vale?
Se fue dando tumbos hacia el cuarto de baño y abrió los grifos de la ducha.
En el Canal Cinco, sus dos madrugadores locutores prometían quedarse conmigo
hasta que se supieran todos los hechos. Me hubiese gustado poder decirles que se
iban a pasar los siguientes diez años encargando pizzas a domicilio si no deponían su
actitud, pero qué se le iba a hacer: ya lo descubrirían por sus propios medios.

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Ken Mitchum, en el Canal Siete, decía que estábamos, posiblemente, ante el
mayor escándalo desde los tiempos de Nixon.
El Canal Seis lo comparaba con el asunto de Charles Stuart y establecía
similitudes entre las excusas raciales que habían teñido ambos casos. Ward sonreía
mientras decía esto, pero ya se sabe que Ward siempre sonríe. Por otra parte, Laura
parecía cabreada. Pero Laura es negra, así que no se lo tuve en cuenta.
Angie volvió de la ducha vestida con unos pantalones cortos míos y un polo
blanco. El polo también era mío, pero la verdad es que a ella le quedaba muchísimo
mejor que a mí.
—¿Dónde está mi café? —inquirió.
—En el mismo sitio que la cafetera. Avísame cuando lo encuentres todo.
Puso mala cara mientras se peinaba con el pelo caído hacia un lado.
La fotografía del cadáver de Socia apareció un segundo en la pantalla. Angie dejó
momentáneamente de respirar.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté.
Señaló el televisor con la cabeza:
—Bien, a condición de no pensar en ello. Venga, salgamos de aquí.
—¿Para ir adónde?
—Bueno, chaval, tú no sé, pero yo quiero gastarme algo de la bonificación. Y —
dijo estirándose y echándose la melena hacia atrás— tenemos que visitar a Bubba.
—¿Has considerado la posibilidad de que esté enfadado con nosotros?
Se encogió de hombros.
—Algún día hay que morir, ¿no?
Le compré a Bubba la Gameboy de Nintendo y unos cuantos juegos de matar
comunistas. Angie se hizo con un muñeco de Freddy Krueger y cinco revistas porno.
Había un policía montando guardia ante la puerta de su habitación, pero después
de hacer algunas llamadas nos dejó entrar. Bubba estaba leyendo un ejemplar hecho
polvo de El libro de cocina del anarquista, aprendiendo todo tipo de cosas útiles a la
hora de fabricar una bomba de hidrógeno. Levantó la vista hacia nosotros y, durante
lo que no dudo en calificar como el segundo más largo de mi vida, no supe si estaba
enfadado o no.
—Ya era hora de que apareciera alguien que me cayese bien —dijo.
Respiré aliviado.
Bubba estaba más pálido que nunca y tenía enyesada la parte izquierda del pecho,
así como un brazo, pero si me olvidaba del yeso, la verdad es que había visto a gente
resfriada que tenía peor aspecto. Angie se inclinó para besarle en la frente y, de
repente, apoyó la cabeza en su pecho y la mantuvo ahí unos segundos, con los ojos
cerrados.
—Me tenías preocupada, maníaco —le dijo.

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—Lo que no mata engorda.
Bubba. Siempre tan profundo.
—¡Un muñeco de Freddy Krueger! ¡Cojonudo! —dijo. Luego me miró—: ¿Y tú
qué me has traído, chavalote?

Nos marchamos al cabo de una media hora. Al principio, los médicos habían
dicho que tendrían a Bubba en cuidados intensivos una semana, por lo menos, pero
ahora ya hablaban de darle el alta en un par de días. Se enfrentaba a una acusación,
ciertamente, pero como él nos dijo: «¿Qué es un testigo? De verdad que nunca he
conocido a ninguno. ¿Se trata de esa gente que siempre sufre un ataque de amnesia
justo antes de que me lleven a juicio?».
Bajamos por la calle Charles hasta Back Bay. A Angie le ardía la tarjeta de
crédito que llevaba en la cartera. Los almacenes Bonwit Teller no pudieron evitar el
saqueo. Mi socia atacó con la fuerza de un ciclón y, para cuando nos fuimos de allí,
llevábamos encima la mitad de la primera planta metida en bolsas de papel.
Yo me tiré media horita de compras en Eddie Bauer y otros veinte minutos en el
Banana Republic de Copley Place, el centro comercial. Se me empezaba a remover
ligeramente el estómago en ese sitio, con esas cascadas de mármol de cuatro niveles,
esas vitrinas enmarcadas en oro puro y esos escaparates que ofrecían calcetines de
hilo a ochenta y cinco dólares el par. Copley Place es, probablemente, lo más
parecido a lo que deja Donald Trump en el retrete después de vomitar.
Salimos de allí por la parte de atrás, que era la mejor zona para encontrar un taxi
libre a media tarde. Intentábamos decidir adónde iríamos a comer cuando vi a Roland
al final de la escalera mecánica, con toda su corpulencia extendida a lo largo de la
salida y con un brazo en cabestrillo. Nos miraba fijamente con el ojo que no tenía
completamente cerrado.
Me llevé la mano al cinturón y agarré con fuerza el nueve milímetros, que me
enfriaba el estómago pero me calentaba dicha extremidad.
Roland dio un paso atrás.
—Quiero hablar.
Mantuve la mano en la empuñadura del arma.
—Pues habla —le dijo Angie.
—Demos un paseo.
Se dio la vuelta y cruzó la puerta giratoria.
No sé muy bien por qué le seguimos, pero eso fue lo que hicimos. El sol brillaba
con intensidad. El aire era cálido, pero no demasiado húmedo, mientras subíamos por
Dartmouth y nos alejábamos de los elegantes hoteles y las pintorescas tiendas. Los
yuppies sorbían sus capuchinos mientras se hacían la ilusión de vivir en plena
civilización. Atravesamos la avenida Colón y bajamos por el South End, donde los

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edificios restaurados cedían esporádicamente el espacio a algunos de peor aspecto
que aún no habían sido pasto de los consumidores de Perrier. Seguimos adelante, en
perfecto silencio, hasta acercarnos a Roxbury. En cuanto cruzamos la frontera,
Roland dijo: «Sólo quiero hablar un minuto con vosotros».
Miré a mi alrededor y no vi nada que me resultara tranquilizador, pero, sin
embargo, confié en él. Tras echarle un vistazo al cabestrillo y comprobar que no
ocultaba ningún arma, ya tenía un buen motivo para hacerlo. Pero eso no era todo.
Por lo que sabía de él, Roland no era como su padre. Él no te atraía hacia la muerte
con cuatro palabras pronunciadas en el tono de voz propio de un hipnotizador. Ése era
de los que se te venía encima directamente y te enviaba al ataúd.
También me daba cuenta de otra cosa, claro está...: el chico era enorme. Nunca
había estado tan cerca de él cuando se tenía de pie, y la cosa resultaba asombrosa.
Medía más de metro noventa, y cada centímetro de la piel que cubría su cuerpo se
tensaba a causa de los músculos. Yo mido casi un metro ochenta y me sentía como un
enano a su lado.
Se detuvo en un terreno hecho polvo, uno de esos sitios a la espera de que alguien
construya algo en él, uno de esos lugares que acabarán en manos de los especuladores
para que puedan seguir especulando, tirando de Roxbury hacia el este y el oeste hasta
que se convierta en otro South End, en otra zona para tomar copas y escuchar música
más o menos alternativa. También su gente tendría que desplazarse al este y al oeste
mientras los políticos cortaban cintas inaugurales, estrechaban la mano de los
constructores, hablaban del progreso y señalaban, henchidos de orgullo, la caída de la
criminalidad en el área (ignorando, por supuesto, cómo se disparaba la delincuencia
en los barrios donde se habían instalado los desplazados). Roxbury volvería a ser una
palabra bonita, mientras Dedham o Randolph se convertirían en vocablos
desagradables. Y otro barrio quedaría disuelto.
—Vosotros matasteis a Marion —dijo Roland.
Y nosotros nos quedamos callados.
—¿Pensasteis que eso... me gustaría? ¿Que eso me mantendría alejado de vuestra
puerta?
—No —repuse—. En ese momento, la cosa no tenía mucho que ver contigo,
Roland. Nos tocó los cojones. Eso fue todo.
Me miró. Luego llevó la vista hasta más allá del terreno en el que nos
encontrábamos. No estábamos demasiado lejos de los decrépitos bloques de
apartamentos por los que nos había perseguido la noche anterior. A nuestro alrededor,
sólo había edificios perjudicados y tierra baldía en la que construir. Estábamos a un
tiro de piedra de la colina Beacon.
Pareció leerme el pensamiento:
—Es cierto. Estamos sentados prácticamente en vuestra puerta.

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Miré hacia atrás y vi la línea de los rascacielos brillando encima de nosotros al sol
de media tarde, tan cercana que parecía que podías besarla. Me pregunté cómo sería
vivir aquí, tan cerca de la riqueza, sabiendo que nunca llegarías a olería. Por lo
menos, gratis no. Separado de ella por cuatro kilómetros y todo un mundo.
—¿Y qué? —dije.
—No podéis hacer eso eternamente —afirmó Roland—. No podréis detenernos.
—Mira, Roland —entoné—, nosotros no te creamos. No intentes echarle la culpa
de lo tuyo al hombre blanco. Entre tu padre y tú fabricasteis al tipo que tenemos
delante.
—¿Y quién es ese tipo? —preguntó.
—Una máquina de matar de dieciséis años.
—Tienes razón —dijo—. Tienes mucha razón.
Escupió en el suelo, a la izquierda de mi pie, y añadió:
—Pero no siempre fui así.
Pensé en el chaval flacucho de las fotografías, intenté imaginar qué pensamientos
benévolos, qué esperanzas albergaba en el cerebro antes de que alguien se lo hiciera
fosfatina y le quemara los circuitos de tal modo que el bien desapareciera para dejarle
todo el espacio al mal. Contemplé al hombre de dieciséis años que tenía delante, ese
mamotreto fabricado en un gimnasio que lucía un ojo hecho polvo y un brazo
enyesado. Fui incapaz de relacionarlos, aunque lo intenté.
Le dije:
—Vale, de acuerdo, todos fuimos pequeños alguna vez, Roland —miré a Angie
—. O pequeñas.
—Los blancos...
Angie dejó caer sus compras y le interrumpió:
—Roland, no pensamos escuchar esa tabarra de «los blancos». Lo sabemos todo
de ellos. Sabemos que tienen el poder y que los negros no. Sabemos cómo funciona el
mundo y que ese funcionamiento da asco. Ya sabemos todo eso. Tampoco estamos
muy orgullosos de nosotros mismos, pero eso es lo que hay. Y puede que si tuvieras
alguna sugerencia para mejorar las cosas fuese un placer hablar contigo. Pero tú
matas gente, Roland, y vendes crack. No esperes nuestra compasión.
Roland sonrió a Angie. No era la sonrisa más afectuosa del mundo —el
muchacho tenía la calidez propia de un casquete polar—, pero tampoco resultaba del
todo desagradable.
—Puede ser, puede ser —dijo mientras se rascaba la piel que rozaba contra el
yeso—. Mantuvisteis... eso alejado de los periódicos, así que pensaréis que debo
estaros agradecido. —Nos miró—. Pero no lo estoy. Yo no le debo nada a nadie
porque nunca pido favores. —Se frotó la piel de al lado del ojo malo—. Pero también
es verdad que no le veo la lógica a mataros.

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Había que pensar que el muchacho tenía dieciséis años.
—Roland —le dije—, permíteme que te pregunte una cosa.
Frunció el entrecejo. De repente, parecía aburrido.
—Adelante.
—Todo ese odio que hay en ti, toda esa rabia..., ¿disminuyó cuando supiste que tu
padre había muerto?
Derribó una pila de carbonilla con el pie y se encogió de hombros.
—No. Igual si hubiese sido yo el que apretara el gatillo...
Negué con la cabeza:
—Las cosas no van así.
Le dio una patada a otro montón de carbonilla.
—No —reconoció—. Me temo que no.
Miró más allá de los matorrales y de los edificios que había al otro extremo del
terreno, más allá de esos bloques de ladrillo cascado con revestimientos de metal que
se habían desenganchado y ondeaban al viento como banderas.
Su imperio.
—Os podéis ir a casa —dijo—. Y olvidaos de mí.
—Trato hecho —afirmé, aunque tenía la impresión de que yo nunca olvidaría a
Roland, ni siquiera después de leer su esquela.
El chaval asintió, más para sí mismo que para nosotros, y echó a andar.
Acababa de escalar una pequeña loma hecha de desechos industriales cuando se
detuvo de espaldas a nosotros. En alguna parte, no muy lejos de allí, sonaba una
sirena hueca. Dijo:
—Mi madre estaba bien. Era una buena persona.
Le di la mano a Angie.
—Lo era —dije—. Pero nunca nadie la necesitó.
Se le movieron un poco los hombros. Tal vez fue un simple encogimiento, tal vez
algo más.
—La verdad es que no —dijo.
Y se puso nuevamente en marcha. Atravesó el terreno bajo nuestra mirada,
empequeñeciéndose lentamente a medida que se acercaba a los edificios. Un príncipe
solitario camino del trono, preguntándose por qué no era todo tan agradable como
debería ser.
Le vimos desaparecer a través de un pasillo oscuro mientras una brisa —fresca
para esta época del verano— venía del océano y soplaba más allá de los bloques de
apartamentos y más allá de nosotros, rozándonos con unos dedos helados que nos
revolvían el pelo y nos despejaban la mirada antes de internarse en el corazón de la
urbe. La cálida mano de Angie se cerraba en torno a la mía mientras dábamos media
vuelta y, esquivando los escombros, seguíamos el camino de la brisa en dirección a

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nuestra parte de la ciudad.

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AGRADECIMIENTOS
Durante la redacción de esta novela, las siguientes personas aportaron consejos,
críticas, ánimos y entusiasmo, motivo por el que siempre les estaré más agradecido de
lo que ellas puedan suponer: John Dempsey, Mal Ellenburg, Ruth Greenstein, Tupi
Constan, Gerard Lehane, Chris Mullen, Courtnay Pelech, Ann Riley, Ann Rittenberg,
Claire Wachtel y Sterling Watson.

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