Por El Camino de Swann-Marcel Proust
Por El Camino de Swann-Marcel Proust
Por El Camino de Swann-Marcel Proust
MARCEL PROUST
1871
UNO
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había
apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para uso reiterado
del tiempo
decirme: «Ya me duermo». Y media hora después despertábame la idea de imperfecto
que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figu- (continuidad)
raba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sue-
ño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy parti-
cular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasa-
ba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la
Francisco I de
Francia vs rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos se-
Carlos V de
España. S. XIV
gundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gra-
vitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la
vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible,
lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido, los pensa-
mientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi perso-
nalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba
la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y
descansada para mis ojos, y aun más quizá para mi espíritu, al cual se apa-
recía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdadera-
mente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que,
más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un
pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por
donde un viandante marcha de prisa hacia la estación cercana; y el caminito
que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los
lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la des-
pedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxi-
ma del retorno.
Apoyaba blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de la al-
mohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas de nues-
tra niñez. Encendía una cerilla para mirar el reloj. Pronto serían las doce.
Este es el momento en que el enfermo que tuvo que salir de viaje y acostar-
se en una fonda desconocida, se despierta, sobrecogido por un dolor, y sien-
te alegría al ver una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de
día ya. Dentro de un momento los criados se levantarán, podrá llamar, ven-
drán a darle alivio. Y la esperanza de ser confortado le da valor para sufrir.
Sí, ya le parece que oye pasos, pasos que se acercan, que después se van
alejando. La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe.
Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y ha-
brá que estarse la noche enteró sufriendo sin remedio.
Me volvía a dormir, y a veces ya no me despertaba más que por breves
instantes, lo suficiente para oír los chasquidos orgánicos de la madera de los
muebles, para abrir los ojos y mirar al calidoscopio de la oscuridad, para
saborear, gracias a un momentáneo resplandor de conciencia, el sueño en
que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo aquel del que yo no era
más que una ínfima parte, el todo a cuya insensibilidad volvía yo muy pron-
to a sumarme. Otras veces, al dormirme, había retrocedido sin esfuerzo a <-
una época para siempre acabada de mi vida primitiva, me había encontrado RECUERDO
nuevamente con uno de mis miedos de niño, como aquel de que mi tío me
tirara de los bucles, y que se disipó —fecha que para mí señala una nueva
era— el día que me los cortaron. Este acontecimiento había yo olvidado du-
rante el sueño, y volvía a mi recuerdo tan pronto como acertaba a despertar-
me para escapar de las manos de mi tío: pero, por vía de precaución, me en-
volvía la cabeza con la almohada antes de tornar al mundo de los sueños.
Otras veces, así como Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía
mientras yo estaba durmiendo, de una mala postura de mi cadera. Y siendo
criatura hija del placer que y estaba a punto de disfrutar, se me figuraba que
era ella la que me lo ofrecía. Mi cuerpo sentía en el de ella su propio calor,
iba a buscarlo, y yo me despertaba. Todo el resto de los mortales se me apa-
recía como cosa muy borrosa junto a esta mujer, de la que me separara ha-
cía un instante: conservaba aún mi mejilla el calor de su beso y me sentía
dolorido por el peso de su cuerpo. Si, como sucedía algunas veces, se me
representaba con el semblante de una mujer que yo había conocido en la
vida real, yo iba a entregarme con todo mi ser a este único fin: encontrarla;
lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos
una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el
encanto de lo soñado. Poco a poco el recuerdo se disipaba; ya estaba olvida-
da la criatura de mi sueño.
Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de
las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta
instintivamente, y, en un segundo, lee el lugar de la tierra en que se halla, el
tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero estas ordenaciones pue-
den confundirse y quebrarse. Si después de un insomnio, en la madrugada,
lo sorprende el sueño mientras lee en una postura distinta de la que suele
tomar para dormir, le bastará con alzar el brazo para parar el Sol; para ha-
cerlo retroceder: y en el primer momento de su despertar no sabrá qué hora
es, se imaginará que acaba de acostarse. Si se adormila en una postura aún
menos usual y recogida, por ejemplo, sentado en un sillón después de co-
mer, entonces un trastorno profundo se introducirá en los mundos desorbita-
dos, la butaca mágica le hará recorrer a toda velocidad los caminos del
tiempo y del espacio, y en el momento de abrir los párpados se figurará que
se echó a dormir unos meses antes y en una tierra distinta. Pero a mí, aun-
que me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño pro-
fundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escaparse el
plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a mediano-
che, como no sabía en dónde me encontraba, en el primer momento tampo-
co sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la exis-
tencia en su sencillez, primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un
animal, y hallábame en mayor desnudez de todo que el hombre de las ca-
vernas; pero entonces el recuerdo —y todavía no era el recuerdo del lugar
en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en
donde podría estar— descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto
para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un
segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosa-
mente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello
vuelto, iban recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi
personalidad.
Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso es una cualidad que
nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas co-
sas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensa-
miento frente a ellas. El caso es que cuando yo me despertaba así, con el
espíritu en conmoción, para averiguar, sin llegar a lograrlo, en dónde estaba,
todo giraba en torno de mí, en la oscuridad: las cosas, los países, los años.
Mi cuerpo, demasiado torpe para moverse, intentaba, según fuera la forma
de su cansancio, determinar la posición de sus miembros para de ahí inducir
la dirección de la pared y el sitio de cada mueble, para reconstruir y dar
nombre a la morada que le abrigaba. Su memoria de los costados, de las ro-
dillas, de los hombros, le ofrecía sucesivamente las imágenes de las varias
alcobas en que durmiera, mientras que, a su alrededor, las paredes, invisi-
bles, cambiando de sitio, según la forma de la habitación imaginada, gira-
ban en las tinieblas. Y antes de que mi pensamiento, que vacilaba, en el um-
bral de los tiempos y de las formas, hubiese identificado, enlazado las diver-
sas circunstancias que se le ofrecían, el lugar de que se trataba, el otro, mi
cuerpo, se iba acordando para cada sitio de cómo era la cama, de dónde es-
taban las puertas, dé adónde daban las ventanas, de si había un pasillo, y,
además, de los pensamientos que al dormirme allí me preocupaban y que al
despertarme volvía a encontrar. El lado anquilosado de mi cuerpo, al inten-
tar adivinar su orientación, se creía, por ejemplo, estar echado de cara a la
RECUERDO
pared, en un gran lecho con dosel, y yo en seguida me decía: «Vaya, pues, <-
por fin me he dormido, aunque mamá no vino a decirme adiós», y es que
estaba en el campo, en casa de mi abuelo, muerto ya hacía tanto tiempo; y
mi cuerpo, aquel lado de mi cuerpo en que me apoyaba, fiel guardián de un
pasado que yo nunca debiera olvidar, me recordaba la llama de la lamparilla
de cristal de Bohemia, en forma de urna, que pendía del techo por leves ca-
denillas; la chimenea de mármol de Siena, en la alcoba de casa de mis abue-
los, en Combray; en aquellos días lejanos que yo me figuraba en aquel mo-
mento como actuales, pero sin representármelos con exactitud, y que habría
de ver mucho más claro un instante después, cuando me despertara, por
completo.
Luego, renacía el recuerdo de otra postura; la pared huía hacia otro lado:
estaba en el campo, en el cuarto a mí destinado en casa de la señora de
Saint-Loup. ¡Dios mío! Lo menos son las diez. Ya habrán acabado de cenar.
Debo de haber prolongado más de la cuenta esa siesta que me echo todas
las tardes al volver de mi paseo con la señora de Saint-Loup, antes de po-
nerme de frac para ir a cenar. Porque ya han transcurrido muchos años des-
de aquella época de Combray, cuando, en los días en que más tarde regresá-
bamos a casa, la luz que yo veía en las vidrieras de mi cuarto era el rojizo
reflejo crepuscular. Aquí, en Tansonville, en casa de la señora Saint-Loup,
hacemos un género de vida muy distinto y es de muy distinto género el pla-
cer que experimento en no salir más que de noche, en entregarme, a la luz
de la luna, al rumbo de esos caminos en donde antaño jugaba, a la luz del
sol; y esa habitación, donde me he quedado dormido olvidando que tenía
que vestirme para la cena, la veo desde lejos, cuando volvemos de paseo,
empapada en la luz de la lámpara, faro único de la noche.
Estas evocaciones voltarias y confusas nunca duraban más allá de unos
segundos; y a veces no me era posible distinguir por separado las diversas
suposiciones que formaban la trama de mi incertidumbre respecto al lugar
en que me hallaba, del mismo modo que al ver correr un caballo no pode-
mos aislar las posiciones sucesivas que nos muestra el kinetoscopio. Pero,
hoy una y mañana otra, yo iba viendo todas las alcobas que había habitado
durante mi vida, y acababa por acordarme de todas en las largas soñaciones
que seguían a mi despertar; cuartos de invierno, cuando nos acostamos en
ellos, la cabeza se acurruca en un nido formado por los más dispares obje-
tos: un rinconcito de la almohada, la extremidad de las mantas, la punta de
un mantón, el borde de la cama y un número de los Débats Roses, todo ello
junto y apretado en un solo bloque, según la técnica de los pájaros, a fuerza
de apoyarse indefinidamente encima de ello; cuarto de invierno, donde el
placer que se disfruta en los días helados es el de sentirse separado del exte-
rior (como la golondrina de mar que tiene el nido en el fondo de un subte-
rráneo, al calor de la tierra); cuartos en los cuales, como está encendida toda
la noche la lumbre de la chimenea, dormimos envueltos en un gran ropón
de aire cálido y humoso, herido por el resplandor de los tizones que se
reavivan, especie de alcoba impalpable, de cálida caverna abierta en el mis-
mo seno de la habitación, zona ardiente de móviles contornos térmicos,
oreadas por unas bocanadas de aire que nos refrescan la frente y que salen
de junto a las ventanas, de los rincones de la habitación que están más lejos
del fuego y que se enfriaron; cuartos estivales donde nos gusta no separar-
nos de la noche tibia, donde el rayo de luna, apoyándose en los entreabier-
tos postigos, lanza hasta el pie de la cama su escala encantada, donde dor-
mimos casi como al aire libre, igual que un abejaruco mecido por la brisa en
la punta de una rama; otras veces, la alcoba estilo Luis XVI, tan alegre que
ni siquiera la primera noche me sentía desconsolado, con sus columnitas
que sostenían levemente el techo y que se apartaban con tanta gracia para
señalar y guardar el sitio destinado al lecho; otra vez, aquella alcoba chiqui-
ta, tan alta de techo, que se alzaba en forma de pirámide ocupando la altura
de dos pisos, revestida en parte de caoba y en donde me sentí desde el pri-
mer momento moralmente envenenado por el olor nuevo, desconocido para
mí, moralmente la petiveria, y convencido de la hostilidad de las cortinas
moradas y de la insolente indiferencia del reloj de péndulo, que se pasaba
las horas chirriando, como si allí no hubiera nadie; cuarto en donde un ex-
traño e implacable espejo, sostenido en cuadradas patas, se atravesaba obli-
cuamente en uno de los rincones de la habitación, abriéndose a la fuerza, en
la dulce plenitud de mi campo visual acostumbrado, un lugar que no estaba
previsto y en donde mi pensamiento sufrió noches muy crueles afanándose
durante horas y horas por dislocarse, por estirarse hacia lo alto para poder
tomar cabalmente la forma de la habitación y llenar hasta arriba su gigan-
tesco embudo, mientras yo estaba echado en mi cama, con los ojos mirando
al techo, el oído avizor, las narices secas y el corazón palpitante; hasta que
la costumbre cambió el color de las cortinas, enseñó al reloj a ser silencioso
y al espejo, sesgado y cruel, a ser compasivo; disimuló, ya que no llegara a
borrarlo por completo, el olor de la petiveria, e introdujo notable disminu-
ción en la altura aparente del techo. ¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero
que trabaja muy despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro ánimo
durante semanas entras, en una instalación precaria, pero que, con todo y
con eso, nos llena de alegría al verla llegar, porque sin ella, y reducida a sus
propias fuerzas, el alma nunca lograría hacer habitable morada alguna!
Verdad que ahora ya estaba bien despierto, que mi cuerpo había dado el
último viraje y el ángel bueno de la certidumbre había inmovilizado todo lo
que me rodeaba; me había acostado, arropado en mis mantas, en mi alcoba;
había puesto, poco más o menos en su sitio, en medio de la oscuridad, mi
cómoda, mi mesa de escribir, la ventana que da a la calle y las dos puertas.
Pero era en vano que yo supiera que no estaba en esa morada en cuya pre-
sencia posible había yo creído por lo menos, ya que no se me presentara su
imagen distinta, en el primer momento de mi despertar; mi memoria ya ha-
bía recibido el impulso, y, por lo general, ya no intentaba volverme a dormir
en seguida; la mayor parte de la noche la pasaba en rememorar nuestra vida
de antaño en Combray, en casa de la hermana de mi abuela en Balbec, en
París, en Donzières, en Venecia, en otras partes más, y en recordar los luga-
res, las personas que allí conocí, lo que vi de ellas, lo que de ellas me
contaron.
En Combray, todos los días, desde que empezaba a caer la tarde y mucho
antes de que llegara el momento de meterme en la cama y estarme allí sin
dormir, separado de mi madre y de mi abuela, mi alcoba se convertía en el
punto céntrico, fijo y doloroso de mis preocupaciones. A mi familia se le
había ocurrido, para distraerme aquellas noches que me veían con aspecto
más tristón, regalarme una linterna mágica; y mientras llegaba la hora de
cenar, la instalábamos en la lámpara de mi cuarto; y la linterna, al modo de
los primitivos arquitectos y maestros vidrieros de la época gótica, substitui-
da la opacidad de las paredes por irisaciones impalpables, por sobrenatura-
les apariciones multicolores, donde se dibujaban las leyendas como en un
vitral fugaz y tembloroso. Pero con eso mi tristeza se acrecía más aún por-
que bastaba con el cambio de iluminación para destruir la costumbre que yo
ya tenía de mi cuarto, y gracias a la cual me era soportable la habitación,
excepto en el momento de acostarme. A la luz de la linterna no reconocía
mi alcoba, y me sentía desosegado, como en un cuarto de fonda o de «cha-
let» donde me hubiera alojado por vez primera al bajar del tren.
Al paso sofrenado de su caballo, Golo, dominado por un atroz designio,
salía del bosquecillo triangular que aterciopelaba con su sombrío verdor la
falda de una colina e iba adelantándose a saltitos hacia el castillo de Geno-
veva de Brabante. La silueta de este castillo se cortaba en una línea curva,
que no era otra cosa que el borde de uno de los óvalos de vidrio insertados
en el marco de madera que se introducía en la ranura de la linterna. No era,
pues, más que un lienzo de castillo que tenía delante una landa, donde Ge-
noveva, se entregaba a sus ensueños; llevaba Genoveva un ceñidor celeste.
El castillo y la landa eran amarillos, y yo no necesitaba esperar a verlos para
saber de qué color eran porque antes de que me lo mostraran los cristales de
la linterna ya me lo había anunciado con toda evidencia la áureo-rojiza so-
noridad del nombre de Brabante. Golo se paraba un momento para escuchar
contristado el discurso que mi tía leía en alta voz y que Golo daba muestras
de comprender muy bien, pues iba ajustando su actitud a las indicaciones
del texto, con docilidad no exenta de cierta majestad; y luego se marchaba
al mismo paso sofrenado con que llegó. Si movíamos la linterna, yo veía al
caballo de Golo, que seguía, avanzando por las cortinas del balcón, se abar-
quillaba al llegar a las arrugas de la tela y descendía en las aberturas. Tam-
bién el cuerpo de Golo era de una esencia tan sobrenatural como su montu-
ra, y se conformaba a todo obstáculo material, a cualquier objeto que se le
opusiera en su camino, tomándola como osamenta, e internándola dentro de
su propia forma, aunque fuera el botón de la puerta, al que se adaptaba en
seguida para quedar luego flotando en él su roja vestidura, o su rostro páli-
do, tan noble y melancólico siempre, y que no dejaba traslucir ninguna in-
quietud motivada por aquella transverberación.
Claro es que yo encontraba cierto encanto en estas brillantes proyeccio-
nes que parecían emanar de un pasado merovingio y paseaban por mi alre-
dedor tan arcaicos reflejos de historia. Pero, sin embargo, es indecible el
malestar que me causaba aquella intrusión de belleza y misterio en un cuar-
to que yo había acabado por llenar con mi personalidad, de tal modo, que
no le concedía más atención que a mi propia persona. Cesaba la influencia
anestésica de la costumbre, y me ponía a pensar y asentir, cosas ambas muy
tristes. Aquel botón de la puerta de mi cuarto, que para mí se diferenciaba
de todos los botones de puertas del mundo en que abría solo, sin que yo tu-
viese que darle vuelta, tan inconsciente había llegado a serme su manejo, le
veía ahora sirviendo de cuerpo astral a Golo. Y en cuanto oía la campanada
que llamaba a la cena me apresuraba a correr al comedor, donde la gran
lámpara colgante, que no sabía de Golo ni de Barba Azul, y que tanto sabía
de mis padres y de los platos de vaca rehogada, daba su luz de todas las no-
ches; y caía en brazos de mamá, a la que me hacían mirar con más cariño
los infortunios acaecidos a Genoveva, lo mismo que los crímenes de Golo
me movían a escudriñar mi conciencia con mayores escrúpulos.
Y después de cenar, ¡ay!, tenía que separarme de mamá, que se quedaba
hablando con los otros, en el jardín, si hacía buen tiempo, o en la salita,
donde todos se refugiaban si el tiempo era malo. Todos menos mi abuela,
que opinaba que «en el campo es una pena estarse encerrado», y sostenía
constantemente discusiones con mi padre, los días que llovía mucho, por-
que me mandaba a leer a mi cuarto en vez de dejarme estar afuera. «Lo que
es así nunca se le hará un niño fuerte y enérgico —decía tristemente—, y
más esta criatura, que tanto necesita ganar fuerzas y voluntad.» Mi padre se
encogía de hombros y se ponía a mirar el barómetro, porque le gustaba la
meteorología, y mientras, mi madre, cuidando de no hacer ruido para no
distraerlo, lo miraba con tierno respeto, pero sin excesiva fijeza, como sin
intención de penetrar en el misterio de su superioridad. Pero mi abuela, hi-
ciera el tiempo que hiciera, aun en los días en que la lluvia caía firme, cuan-
do Francisca entraba en casa precipitadamente los preciosos sillones de
mimbre, no fueran a mojarse, se dejaba ver en el jardín, desierto y azotado
por la lluvia, levantándose los mechones de cabello gris y desordenado para
que su frente se empapara más de la salubridad del viento y del agua. Decía:
«Por fin, respiramos», recorriendo las empapadas calles del jardín —calles
alineadas con excesiva simetría y según su gusto por el nuevo jardinero, que
carecía del sentimiento de la naturaleza, aquel jardinero a quien mi padre
preguntaba desde la mañana temprano si se arreglaría el tiempo— con su
menudo paso entusiasta y brusco, paso al que daban la norma los varios
movimientos que despertaban en su alma la embriaguez de la tormenta, la
fuerza de la higiene, la estupidez de mi educación y la simetría de los jardi-
nes, en grado mucho mayor que su inconsciente deseo de librar a su falda
color cereza de esas manchas de barro que la cubrían hasta una altura tal
que desesperaban a su doncella.
Cuando estas vueltas por el jardín las daba mi abuela, después de cenar,
una cosa había capaz de hacerla entrar en casa: y era que, en uno de esos
momentos en que la periódica revolución de sus paseos la traía como un in-
secto frente a las luces de la salita en donde estaban servidos los licores, en
la mesa de jugar, le gritara mi tía: «Matilde, ven y no dejes a tu marido que
beba coñac».
Como a mi abuelo le habían prohibido los licores, mi tía para hacerla ra-
biar (porque había llevado a la familia de mi padre un carácter tan diferente,
que todos le daban bromas y la atormentaban), le hacía beber unas gotas.
Mi abuela entraba a pedir vivamente a su marido que no probara el coñac;
enfadábase él y echaba su trago, sin hacer caso; entonces mi abuela tornaba
a salir, desanimada y triste, pero sonriente sin embargo, porque era tan bue-
na y de tan humilde corazón, que su cariño a los demás y la poca importan-
cia que a sí propia se daba se armonizaban dentro de sus ojos en una sonri-
sa, sonrisa que, al revés de las que vemos en muchos rostros humanos, no
encerraba ironía más que hacia su misma persona, y para nosotros era como imagen
el besar de unos ojos que no pueden mirar a una persona querida sin acari-
ciarla apasionadamente. Cosas son ésas como el suplicio que mi tía infligía
a mi abuela, como el espectáculo de las vanas súplicas de ésta, y de su debi-
lidad de carácter, ya rendida antes de luchar, para quitar a mi abuelo su vaso
de licor, a las que nos acostumbramos más tarde hasta el punto de llegar a
presenciarlas con risa y a ponernos de parte del perseguidor para persuadir-
nos a nosotros mismos de que no hay tal persecución; pero entonces me ins-
piraban tal horror, que de buena gana hubiera pegado a mi tía. Pero yo, en
cuanto oía la frase: «Matilde, ven y no dejes a tu marido que beba coñac»,
sintiéndome ya hombre por lo cobarde, hacía lo que hacemos todos cuando
somos mayores y presenciamos dolores e injusticias: no quería verlo, y me
subía a llorar a lo más alto de la casa, junto al tejado, a una habitacioncita
que estaba al lado de la sala de estudio, que olía a lirio y que estaba aroma-
da, además, por el perfume de un grosellero que crecía afuera, entre las pie-
dras del muro, y que introducía una rama por la entreabierta ventana. Este
cuarto, que estaba destinado a un uso más especial y vulgar, y desde el cual
se dominaba durante el día claro hasta el torreón de Roussainville-le-Pin,
me sirvió de refugio mucho tiempo, sin duda por ser el único donde podía
encerrarme con llave, para aquellas de mis ocupaciones que exigían una so-
ledad inviolable: la lectura, el ensueño, el llanto y la voluptuosidad. Lo que
yo ignoraba entonces es que mi falta de voluntad, mi frágil salud y la incer-
tidumbre que ambas cosas proyectaban sobre mi porvenir contribuían, en
mayor y más dolorosa proporción que las infracciones de régimen de su
marido, a las preocupaciones que ocupaban a mi abuela durante las incesan-
tes deambulaciones de por la tarde o por la noche, cuando la veíamos pasar
y repasar, alzado un poco oblicuamente hacia el cielo aquel hermoso rostro
suyo, de mejillas morenas y surcadas por unas arrugas que, al ir haciéndose
vieja, habían tomado un tono malva como las labores en tiempo de otoño;
arrugas, cruzadas, si tenía que salir, por las rayas de un velillo a medio al-
zar, y en las que siempre se estaba secando una lágrima involuntaria, caída
entre aquellos surcos por causa del frío o de un pensamiento penoso.
Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a
darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco
aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel mo-
mento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el
leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgan-
tes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Porque anunciaba el
instante que vendría después, cuando me dejara solo y volviera abajo. Y por
eso llegué a desear que ese adiós con que yo estaba tan encariñado viniera
lo más tarde posible y que se prolongara aquel espacio de tregua que prece-
día a la llegada de mamá. Muchas veces, cuando ya me había dado un beso
e iba a abrir la puerta para marcharse, quería llamarla, decirle que me diera
otro beso, pero ya sabía que pondría cara de enfado, porque aquella conce-
sión que mamá hacía a mi tristeza y a mi inquietud subiendo a decirme
adiós, molestaba a mi padre, a quien parecían absurdos estos ritos; y lo que
ella hubiera deseado es hacerme perder esa costumbre, muy al contrario de
dejarme tomar esa otra nueva de pedirle un beso cuando ya estaba en la
puerta. Y el verla enfadada destrozaba toda la calma que un momento antes
me traía al inclinar sobre mi lecho su rostro lleno de cariño, ofreciéndomelo
como una ostia para una comunión de paz, en la que mis labios saborearían
su presencia real y la posibilidad de dormir. Pero aun eran buenas esas no-
ches cuando mamá se estaba en mi cuarto tan poco rato, por comparación
con otras en que había invitados a cenar y mamá no podía subir. Por lo ge-
neral, el invitado era el señor Swann, que, aparte de los forasteros de paso
era la única visita que teníamos en Combray, unas noches para cenar, en su
calidad de vecino (con menos frecuencia desde que había hecho aquella
mala boda, porque mis padres no querían recibir a su mujer), y otras des-
pués de cenar, sin previo aviso. Algunas noches, cuando estábamos senta-
dos delante de la casa alrededor de la mesa de hierro, cobijados por el viejo
castaño, oíamos al extremo del jardín, no el cascabel chillón y profuso que
regaba y aturdía a su paso con un ruido ferruginoso, helado e inagotable, a
cualquier persona de casa que le pusiera en movimiento al entrar sin llamar,
sino el doble tintineo, tímido, oval y dorado de la campanilla, que anuncia-
ba a los de fuera; y en seguida todo el mundo se preguntaba: «Una visita.
¿Quién será?», aunque sabíamos muy bien que no podía ser nadie más que
el señor Swann; mi tía, hablando en voz alta, para predicar con el ejemplo,
y tono que quería ser natural, nos decía que no cuchicheáramos así, que no
hay nada más descortés que eso para el que llega, porque se figura que están
hablando de algo que él no debe oír, y mandábamos a la descubierta a mi
abuela, contenta siempre de tener un pretexto para dar otra vuelta por el jar-
dín, y que de paso se aprovechaba para arrancar subrepticiamente algunos
rodrigones de rosales, con objeto de que las rosas tuvieran un aspecto más
natural, igual que la madre que con sus dedos ahueca la cabellera de su hijo
porque el peluquero dejara el peinado liso por demás.
Nos quedamos todos pendientes de las noticias del enemigo que la abuela
nos iba a traer, como si dudáramos entre un gran número de posibles asal-
tantes, y en seguida mi abuelo decía: «Me parece la voz de Swann». En
efecto: sólo por la voz se lo reconocía; no se veía bien su rostro, de nariz
repulgada, ojos verdes y elevada frente rodeada de cabellos casi rojos, por-
que en el jardín teníamos la menos luz posible, para no atraer los mosqui-
tos; y yo iba, como el que no hace nada, a decir que trajeran los refrescos,
cosa muy importante a los ojos de mi abuela, que consideraba mucho más
amable que los refrescos estuvieran allí como por costumbre y no de modo
excepcional y para las visitas tan sólo. El señor Swann, aunque mucho más
joven, tenía mucha amistad con mi abuelo, que había sido uno de los mejo-
res amigos de su padre, hombre éste, según decían, excelente, pero muy
raro, y que, a veces, por una nadería atajaba bruscamente los impulsos de su
corazón o desviaba el curso de su pensamiento. Yo había oído contar a mi
abuelo, en la mesa, varias veces al año las mismas anécdotas sobre la acti-
tud del señor Swann, padre, a la muerte de su esposa, a quien había asistido
en su enfermedad, de día y de noche. Mi abuelo, que no lo había visto hacía
mucho tiempo, corrió a su lado, a la posesión que tenían los Swann al lado
de Combray; y con objeto de que no estuviera delante en el momento de po-
ner el cadáver en el ataúd, logró mi abuelo sacar al señor Swann de la cá-
mara mortuoria, todo lloroso. Anduvieron un poco por el jardín, donde ha-
bía algo de sol, y, de pronto, el señor Swann, agarrando a mi abuelo por el
brazo, exclamó «¡Ah, amigo mío, qué gusto da pasearse juntos con este
tiempo tan hermoso! ¿Qué, no es bonito todo esto, los árboles, los espinos,
el estanque? Por cierto que no me ha dicho usted si le agrada mi estanque.
¡Qué cara tan mustia tiene usted! Y de este airecito que corre, ¿qué me
dice? Nada, nada, amigo mío, digan lo que quieran hay muchas cosas bue-
nas en la vida». De pronto, volvía el recuerdo de su muerta; y pareciéndole
sin duda cosa harto complicada el averiguar cómo había podido dejarse lle-
var en semejantes instantes por un impulso de alegría, se contentaba con re-
currir a un ademán que le era familiar cada vez que se le presentaba una
cuestión ardua: pasarse la mano por la frente y secarse los ojos y los crista-
les de los lentes. No pudo consolarse de la pérdida de su mujer; pero en los
dos años que la sobrevivió, decía a mi abuelo: «¡Qué cosa tan rara! Pienso
muy a menudo en mi pobre mujer; pero mucho, mucho de una vez no puedo
pensar en ella». Y «a menudo, pero poquito de una vez, como el pobre
Swann», pasó a ser una de las frases favoritas de mi abuelo, que la decía a
propósito de muy distintas cosas. Y hubiera tenido por un monstruo a aquel
padre de Swann, si mi abuelo, que yo estimaba como mejor juez, y cuyo fa-
llo al formar jurisprudencia para mí me ha servido luego muchas veces para
absolver faltas que yo me hubiera inclinado a condenar, no hubiera gritado:
«Pero, ¿cómo? ¡Si era un corazón de oro!»
Durante muchos años, y a pesar de que el señor Swann iba con mucha
frecuencia, sobre todo antes de casarse, a ver a mis abuelos y a mi tía, en
Combray, no sospecharon los de casa que Swann ya no vivía en el mismo
medio social en que viviera su familia, y que, bajo aquella especie de incóg-
nito que entre nosotros le prestaba el nombre de Swann, recibían —con la
misma perfecta inocencia de un honrado hostelero que tuviera en su casa,
sin saberlo, a un bandido célebre— a uno de los más elegantes socios del
Jockey Club, amigo favorito del conde de París y del príncipe de Gales y
uno de los hombres más mimados en la alta sociedad del barrio de Saint-
Germain.
Nuestra ignorancia de esa brillante vida mundana que Swann hacía se ba-
saba, sin duda, en parte, en la reserva y discreción de su carácter; pero tam-
bién en la idea, un tanto india, que los burgueses de entonces se formaban
de la sociedad, considerándola como constituida por castas cerradas, en
donde cada cual, desde el instante de su nacimiento, encontrábase colocado
en el mismo rango que ocupaban sus padres, de donde nada, como no fue-
ran el azar de una carrera excepcional o de un matrimonio inesperado, po-
dría sacarle a uno para introducirle en una casta superior. El señor Swann,
padre, era agente de cambio; el «chico Swann» debía, pues, formar parte
para toda su vida de una casta en la cual las fortunas, lo mismo que en una
determinada categoría de contribuyentes, variaban entre tal y tal cantidad de
renta. Era cosa sabida con qué gente se trataba su padre; así que se sabía
también con quién se trataba el hijo y cuáles eran las personas con quienes
«podía rozarse». Y si tenía otros amigos serían amistades de juventud, de
esas ante las cuales los amigos viejos de su casa, como lo eran mis abuelos,
cerraban benévolamente los ojos; tanto más cuanto que, a pesar de estar ya
huérfano, seguía viniendo a vernos con toda fidelidad; pero podría apostarse
que esos amigos suyos que nosotros no conocíamos, Swann no se hubiera
atrevido a saludarlos si se los hubiera encontrado yendo con nosotros.
Y si alguien se hubiera empeñado en aplicar a Swann un coeficiente so-
cial que lo distinguiera entre los demás hijos de agentes de cambio de posi-
ción igual a la de sus padres, dicho coeficiente no hubiera sido de los más
altos, porque Swann, hombre de hábitos sencillos y que siempre tuvo «chi-
fladura» por las antigüedades y los cuadros, vivía ahora en un viejo Palacio,
donde iba amontonando sus colecciones, y que mi abuela estaba soñando
con visitar, pero situado en el muelle de Orleáns, en un barrio en el que era
denigrante habitar, según mi tía. «¿Pero entiende usted algo de eso? Se lo
pregunto por su propio interés, porque me parece que los comerciantes de
cuadros le deben meter muchos mamarrachos», le decía mi tía; no creía ella
que Swann tuviera competencia alguna en estas cosas, y, es más, no se for-
maba una gran idea, desde el punto de vista intelectual, de un hombre que
en la conversación evitaba los temas serios y mostraba una precisión muy
prosaica, no sólo cuando nos daba recetas de cocina, entrando en los más
mínimos detalles, sino también cuando las hermanas de mi abuela hablaban
de temas artísticos. Invitado por ellas a dar su opinión o a expresar su admi-
ración hacia un cuadro, guardaba un silencio que era casi descortesía, y, en
cambio, se desquitaba si le era posible dar una indicación material sobre el
Museo en que se hallaba o la fecha en que fue pintado. Pero, por lo general,
contentábase con procurar distraernos contándonos cada vez una cosa nueva
que le había sucedido con alguien escogido de entre las personas que noso-
tros conocíamos; con el boticario de Combray, con nuestra cocinera o nues-
tro cochero. Y es verdad que estos relatos hacían reír a mi tía, pero sin que
acertara a discernir si era por el papel ridículo con que Swann se presentaba
así propio en estos cuentos, o por el ingenio con que los contaba. Y le decía:
«Verdaderamente es usted un tipo único, señor Swann». Y como era la úni-
ca persona un poco vulgar de la familia nuestra, cuidábase mucho de hacer
notar a las personas de fuera cuando de Swann se hablaba, que, de quererlo,
podría vivir en el bulevar Haussmann o en la avenida de la Ópera, que era
hijo del señor Swann, del que debió heredar cuatro o cinco millones, pero
que aquello del muelle de Orleáns era un capricho suyo. Capricho que ella
miraba como una cosa tan divertida para los demás, que en París, cuando el
señor Swann iba el día primero de año a llevarle su saquito de marrons gla-
ces, nunca dejaba de decirle, si había gente: «¿Qué, Swann, sigue usted vi-
viendo junto a los depósitos de vino, para no perder el tren si tiene que ir
camino de Lyon?» Y miraba a los otros visitantes con el rabillo del ojo, por
encima de su lente.
Pero si hubieran dicho a mi tía que ese Swann —que como tal Swann
hijo estaba perfectamente «calificado» para entrar en los salones de toda la
«burguesía», de los notarios y procuradores más estimados (privilegio que
él abandonaba a la rama femenina de su familia)—, hacía una vida entera-
mente distinta, como a escondidas, y que, al salir de nuestra casa en París,
después de decirnos que iba a acostarse, volvía sobre sus pasos apenas do-
blaba la esquina para dirigirse a una reunión de tal calidad que nunca fuera
dado contemplarla a los ojos de ningún agente de cambio ni de socio de
agente, mi tía hubiera tenido una sorpresa tan grande como pudiera serlo la
de una dama más leída al pensar que era amiga personal de Aristeo, y que
Aristeo, después de hablar con ella, iba a hundirse en lo hondo de los reinos
de Tetis en un imperio oculto a los ojos de los mortales y en donde, según
Virgilio, le reciben a brazos abiertos; o —para servirnos de una imagen que
era más probable que acudiera a la mente de mi tía, porque la había visto
pintada en los platitos para dulces de Combray— que había tenido a cenar a
Alí Babá, ese Alí Babá que, cuando se sepa solo, entrará en una caverna
resplandeciente de tesoros nunca imaginados.
Un día en que, estando en París, vino de visita después de cenar, excusán-
dose porque iba de frac, Francisca nos comunicó, cuando Swann se hubo
marchado, que, según le había dicho su cochero, había cenado «en casa de
una princesa», mi tía contestó, encogiéndose de hombros y sin alzar los ojos
de su labor: «Sí, en casa de una princesa de cierta clase de mujeres habrá
sido».
Así que mi tía lo trataba de un modo altanero. Como creía que nuestras
invitaciones debían ser para él motivo de halago, le parecía muy natural que
nunca fuera a vernos cuando era verano sin llevar en la mano un cestito de
albaricoques o frambuesas de su jardín, y que de cada viaje que hacía a Ita-
lia me trajera fotografías de obras de arte célebres.
No teníamos escrúpulo en mandarlo llamar en cuanto se necesitaba una
receta de salsa gribiche, o de ensalada de piña, para comidas de etiqueta a
las cuales no se lo invitaba, por considerar que no tenía prestigio suficiente
para presentarle a personas de fuera que iban a casa por primera vez. Si la
conversación recaía sobre los príncipes de la Casa de Francia, mi tía habla-
ba de ellos diciendo: «Personas que ni usted ni yo conoceremos nunca, ni
falta que nos hace, ¿verdad?», y se dirigía a Swann, que quizá tenía en el
bolsillo una carta de Twickenham, y le mandaba correr al piano y volver la
hoja las noches en que cantaba la hermana de mi abuela, mostrando para
manejar a este Swann, tan solicitado en otras partes, la ingenua dureza de
un niño que juega con un cacharro de museo sin más precauciones que con
un juguete barato. Sin duda, el Swann que hacia la misma época trataran
tantos clubmen, no tenía nada que ver con el que creaba mi tía, con aquel
oscuro e incierto personaje, que a la noche, en el jardincillo de Combray, y
cuando habían sonado los dos vacilantes tintineos de la campanilla, se des-
tacaba sobre un fondo de tinieblas, identificable solamente por su voz, y al
que mi tía rellenaba y vivificaba con todo lo que sabía de la familia Swann.
Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de
la vida somos los hombres un todo materialmente constituido, idéntico para
todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condicio-
nes o de un testamento; no, nuestra personalidad social es una creación del
pensamiento de los demás. Y hasta ese acto tan sencillo que llamamos «ver
a una persona conocida» es, en parte, un acto intelectual. Llenamos la apa-
riencia física del ser que está ante nosotros con todas las nociones que res-
pecto a él tenemos, y el aspecto total que de una persona nos formamos está
integrado en su mayor parte por dichas nociones. Y ellas acaban por inflar
tan cabalmente las mejillas, por seguir con tan perfecta adherencia la línea
de la nariz, y por matizar tan delicadamente la sonoridad de la voz, como si
ésta no fuera más que una transparente envoltura, que cada vez que vemos
ese rostro y oímos esa voz, lo que se mira y lo que se oye son aquellas no-
ciones. Indudablemente, en el Swann que mis padres se habían formado
omitieron por ignorancia una multitud de particularidades de su vida mun-
dana, que eran justamente la causa de que otras personas, al mirarle, vieran
cómo todas las elegancias triunfaban en su rostro, y se detenían en su nariz
pellizcada, como en su frontera natural; pero, en cambio, pudieron acumular
en aquella cara despojada de su prestigio, vacante y espaciosa, y en lo hon-
do de aquellos ojos, preciados menos de lo justo, el vago y suave sedimento
—medio recuerdo y medio olvido— que dejaron las horas de ocio pasadas
en su compañía después de cada comida semanal alrededor de la mesita de
juego, o en el jardín, durante nuestra vida de amistosa vecindad campesina.
Con esto, y con algunos recuerdos relativos a sus padres, estaba tan bien re-
llena la envoltura corporal de nuestro amigo, que aquel Swann llegó a con-
vertirse en un ser completo y vivo, y que yo siento la impresión de separar-
me de una persona para ir hacia otra enteramente distinta, cuando en mi me-
moria pasó del Swann que más tarde conocí con exactitud a ese primer
Swann —a ese primer Swann en el que me encuentro con los errores ama-
bles de mi juventud, y que además se parece menos al otro. Swann de des-
pués que a las personas que yo conocía en la misma época, como si pasara
con nuestra vida lo que con un museo en donde todos los retratos de un mis-
mo tiempo tienen un aire de familia y una misma tonalidad—, a ese primer
Swann, imagen del ocio; perfumado por el olor del viejo castaño, de los
cestillos de frambuesas y de una brizna de estragón.
Y, sin embargo, un día que mi abuela tuvo que ir a pedir un favor a una
señora que había conocido en el Sagrado Corazón (y con la que no había
seguido tratándose, a pesar de una recíproca simpatía por aquella idea nues-
tra de las castas), la marquesa de Villeparisis, de la célebre familia de los
Bouillon, esta señora le dijo: «Creo que conoce usted mucho a un gran ami-
go de mis sobrinos los de Laumes, el señor Swann». Mi abuela volvió de su
visita entusiasmada por la casa, que daba a un jardín, y adonde la marquesa
le había aconsejado que se fuera a vivir, y entusiasmada también por un
chalequero y su hija, que tenían en el patio una tiendecita, donde entró mi
abuela a que le dieran una puntada en la falda que se le había roto en la es-
calera. A mi abuela le habían parecido gentes perfectas, y declaraba que la
muchacha era una perla y el chalequero el hombre mejor y más distinguido
que vio en su vida. Porque para ella la distinción era cosa absolutamente
independiente del rango social. Se extasiaba al pensar en una respuesta del
chalequero, y decía a mamá «Sevigné no lo hubiera dicho mejor»; y en
cambio contaba de un sobrino de la señora de Villeparisis que había encon-
trado en su casa: «¡Si vieras qué ordinario es, hija mía!»
Lo que dijo de Swann tuvo por resultado no el realzar a éste en la opinión
de mi tía, sino de rebajar a la señora de Villeparisis. Parecía que la conside-
ración que, fiados en mi abuela, teníamos a la señora de Villeparisis le im-
pusiera el deber de no hacer nada indigno de esa estima, y que había faltado
a ella al enterarse de que Swann existía y permitir a parientes suyos que le
trataran. «¿Conque conoce a Swann? ¿Una persona que se dice pariente del
mariscal de Mac-Mahon?» Esta opinión de mis padres respecto a las amis-
tades de Swann pareció confirmarse por su matrimonio con una mujer de
mala sociedad, una cocotte casi; Swann no intentó nunca presentárnosla, y
siguió viniendo a casa solo, cada vez más de tarde en tarde, y por esta mujer
se figuraban mis padres que podían juzgar del medio social, desconocido de
ellos; en que andaba Swann, y donde se imaginaban que la fue a encontrar.
Pero una vez mi abuelo leyó en un periódico que el señor Swann era uno
de los más fieles concurrentes a los almuerzos que daba los domingos el du-
que de X…, cuyo padre y cuyo tío figuraron entre los primeros estadistas
del reinado de Luis Felipe. Y como mi abuelo sentía gran curiosidad por
todas las menudas circunstancias que le ayudaban a penetrar con el pensa-
miento en la vida privada de hombres como Molé, el duque de Pasquier el
duque de Broglie, se alegró mucho al saber que Swann se trataba con perso-
nas que los habían conocido. Mi tía, por el contrario, interpretó esta noticia
desfavorablemente para Swann; la persona que buscaba sus amigos fuera de
la casta que nació, fuera de su «clase» social, sufría a sus ojos un descenso
social. Le parecía a mi tía que así se renunciaba de golpe a aquellas buenas
amistades con personas bien acomodadas, que las familias previsoras culti-
van y guardan dignamente para sus hijos (mi tía había dejado de visitarse
con el hijo de un notario amigo nuestro porque se casó con una alteza, des-
cendiendo así, para ella, del rango respetable de hijo de notario al de uno de
esos aventureros, ayuda de cámara o mozos de cuadra un día, de los que se
cuenta que gozaron caprichos de reina. Censuró el propósito que formara
mi abuelo de preguntar a Swann la primera noche que viniera a cenar a casa
cosas relativas a aquellos amigos que le descubríamos. Además, las dos her-
manas de mi abuela, solteronas que tenían el mismo natural noble que ella,
pero no su agudeza, declararon que no comprendían qué placer podía sacar
su cuñado de hablar de semejantes simplezas. Eran ambas personas de ele-
vadas miras e incapaces, precisamente por eso, de interesarse por lo que se
llama un chisme, aunque tuviese un interés histórico, ni, en general, por
nada, que no se refiriera directamente a un objeto estético o virtuoso. Tal era
el desinterés de su pensamiento respecto a aquellas cosas que de lejos o de
cerca pudieran referirse a la vida de sociedad, que su sentido auditivo —
acabando por comprender su inutilidad momentánea en cuanto en la mesa
tomaba la conversación un tono frívolo o sencillamente prosaico, sin que
las dos viejas señoritas pudieran encaminarla hacia los temas para ellas gra-
tos— dejaba descansar sus órganos, receptores, haciéndoles padecer un ver-
dadero comienzo de atrofia. Si mi abuelo necesitaba entonces llamar la
atención de alguna de las dos hermanas tenía que echar mano de esos avisos
a que recurren los alienistas para con algunos maníacos de la distracción, a
saber: varios golpes repetidos en un vaso con la hoja de un cuchillo, coinci-
diendo con una brusca interpelación de la voz y la mirada, medios violentos
que esos psiquiatras transportan a menudo, al trato corriente con personas
sanas, ya sea por costumbre profesional, ya porque consideren a todo el
mundo un poco loco.
Más se interesaron cuando la víspera del día en que Swann estaba invita-
do (y Swann les había enviado aquel día una caja de botellas de vino de
Asti), mi tía, en la mano un número de El Fígaro en el que se leía junto al
título de un cuadro que estaba en una Exposición de Corot, «de la colección
del señor Carlos Swann», nos dijo: «¿Habéis visto que Swann goza los ho-
nores de El Fígaro?» «Yo siempre os he dicho que tenía muy buen gusto»,
contestó mi abuela. «Naturalmente, tenías que ser tú, en cuanto se trata de
sustentar una opinión contraria a la nuestra», respondió mi tía; porque sabía
que mi abuela no compartía su opinión nunca, y como no estaba muy segu-
ra de que era a ella y no a mi abuela a quien dábamos siempre la razón, que-
ría arrancarnos una condena en bloque de las opiniones de mi abuela, tra-
tando, para ir contra ellas, de solidarizarnos por fuerza con las suyas. Pero
nosotros nos quedábamos callados. Como las hermanas de mi abuela mani-
festaran su intención de decir algo a Swann respecto a lo de El Fígaro, mi
tía las disuadió. Cada vez que veía a los demás ganar una ventaja, por pe-
queña que fuera, que no le tocaba a ella, se convencía de que no era tal ven-
taja, sino un inconveniente, y para no tener que envidiar a los otros, los
compadecía. «Creo que no le dará ningún gusto; a mí, por mi parte, me se-
ría muy desagradable ver mi nombre impreso así al natural en el periódico,
y no me halagaría nada que me vinieran a hablar de eso.» No tuvo que em-
peñarse en persuadir a las hermanas de mi abuela; porque éstas, por horror a
la vulgaridad, llevaban tan allá el arte de disimular bajo ingeniosas perífra-
sis una alusión personal, que muchas veces pasaba inadvertida aun de la
misma persona a quien iba dirigida. En cuanto a mi madre, su único pensa-
miento era lograr de mi padre que consintiera en hablar a Swann, no ya de
su mujer, sino de su hija, hija que Swann adoraba y que era, según decían,
la causa de que hubiera acabado por casarse. «Podías decirle unas palabras
nada más, preguntarle cómo está la niña.» Pero mi padre se enfadaba. «No,
eso es disparatado. Sería ridículo.»
Pero yo fui la única persona de casa para quien la visita de Swann llegó a
ser objeto de una penosa preocupación. Y es que las noches en que había
algún extraño, aunque sólo fuera el señor Swann, mamá no subía a mi cuar-
to. Yo no me sentaba a cenar a la mesa; acabada mi cena, me iba un rato al
jardín y luego me despedía y subía a acostarme. Cenaba aparte, antes que
los demás, e iba luego a sentarme a la mesa hasta las ocho, hora en que, con
arreglo a lo preceptuado, tenía que subir a acostarme; ese beso precioso y
frágil que de costumbre mamá me confiaba, cuando yo estaba ya en la
cama, había que transportarlo entonces desde el comedor a mi alcoba y
guardarle todo el rato que tardaba en desnudarme, sin que se quebrara su
dulzor, sin que su virtud volátil se difundiera y se evaporara, y justamente
aquellas noches en que yo deseaba recibirle con mayor precaución no me
cabía más remedio que cogerle, arrancarle, brusca y públicamente, sin tener
siquiera el tiempo y la libertad de ánimo necesarios para poner en aquello
que hacía esa atención de los maníacos que se afanan por no pensar en otra
cosa cuando están cerrando una puerta, con objeto de que cuando retorné la
enfermiza incertidumbre puedan oponerle victoriosamente el recuerdo del
momento en que cerraron. Estábamos todos en el jardín cuando sonaron los
dos vacilantes campanillazos. Sabíamos que era Swann; sin embargo, todos
nos miramos con aire de interrogación, y se mandó a mi abuela a la descu-
bierta. «No se os olvide darle las gracias de un modo inteligible por el vino;
es delicioso y la caja muy grande», recomendó mi abuelo a sus dos cuñadas.
«No empecéis a cuchichear», dijo mi tía. ¡Qué agradable es entrar en una
casa donde todo el mundo está hablando bajito! «¡Ah!, aquí está el señor
Swann. Vamos a preguntarle si le parece que mañana hará buen tiempo»,
dijo mi padre. Mi madre estaba pensando que una sola palabra suya podía
borrar todo el daño que en casa habíamos podido hacer a Swann desde que
se casó. Y se las compuso para llevarle un poco aparte. Pero yo fui detrás;
no podía decidirme a separarme ni un paso de ella al pensar que dentro de
un momento tendría que dejarla en el comedor y subir a mi alcoba, sin tener
el consuelo de que subiera a darme un beso como los demás días. «Vamos a
ver, señor Swann, cuénteme usted cosas de su hija; de seguro que ya tiene
afición a las cosas bonitas, como su padre.» «Pero vengan ustedes a sentarse
aquí en la galería con nosotros», dijo mi abuelo acercándose. Mi madre
tuvo que interrumpirse, pero hasta de aquel obstáculo sacó un pensamiento
delicado más, como los buenos poetas a quienes la tiranía de la rima obliga
a encontrar sus máximas bellezas. «Ya hablaremos de ello cuando estemos
los dos solos —dijo Swann a media voz—. Sólo una madre la puede enten-
der a usted. De seguro que la mamá de su niña opina como yo.» Nos senta-
mos todos alrededor de la mesa de hierro. Yo quería pensar en las horas de
angustia que aquella noche pasaría yo solo en mi cuarto sin poder dormir-
me; hacía por convencerme de que no tenían tanta importancia, puesto que
al día siguiente ya las habría olvidado, y trataba de agarrarme a ideas de
porvenir, esas ideas que hubieran debido llevarme, como por un puente,
hasta más allá del abismo cercano que me aterrorizaba. Pero mi espíritu, en
tensión por la preocupación, y convexo, como la mirada con que yo flecha-
ba a mi madre, no se dejaba penetrar por ninguna impresión extraña. Los
pensamientos entraban en él, sí, pero a condición de dejarse fuera cualquier
elemento de belleza o sencillamente de diversión que hubiera podido emo-
cionarme o distraerme.
Lo mismo que un enfermo, gracias a un anestésico, asiste con entera luci-
dez a la operación que le están haciendo, pero sin sentir nada, yo me recita-
ba versos que me gustaban, o me complacía en fijarme en los esfuerzos que
hacía mi abuelo para hablar a Swann del duque de Audiffret-Pasquier, sin
que éstos me inspiraran ningún regocijo ni aquéllos ninguna emoción. Los
esfuerzos fueron infructuosos. Apenas hubo mi abuelo hecho a Swann una
pregunta relativa a aquel orador, cuando una de las hermanas de mi abuela,
en cuyos oídos resonara la pregunta como una pausa profunda, pero intem-
pestiva, y que sería cortés romper, dijo, dirigiéndose a la otra: «Sabes; Celi-
na, he conocido a una maestra joven, de Suecia, que me ha contado detalles
interesantísimos sobre las cooperativas en los países escandinavos. Habrá
que invitarla una noche». «Ya lo creo —contestó su hermana Flora—; pero
yo tampoco he perdido el tiempo. Me he encontrado en casa del señor Vin-
teuil con un sabio muy viejo que conoce mucho a Maubant, el cual le ha ex-
plicado muy detalladamente lo que hace para preparar sus papeles. Es inter-
esantísimo. Es vecino del señor Vinteuil, yo no lo sabía; un hombre muy
amable.» «No es sólo el señor Vinteuil el que tiene vecinos amables», ex-
clamó mi tía Celina con voz que era fuerte, a causa de la timidez, y ficticia,
a causa de la premeditación, lanzando a Swann lo que ella llamaba una mi-
rada significativa. Al mismo tiempo, mi tía Flora, que comprendió que la
frase era el modo de dar las gracias por el vino de Asti, miró también a
Swann con un tanto de congratulación y otro tanto de ironía, ya fuera para
subrayar el rasgo de ingenio de su hermana, ya porque envidiara a Swann el
haberlo inspirado, ya porque no pudiera por menos de burlarse de él porque
le creía puesto en un brete. «Me parece que podremos lograr que venga a
cenar una noche —siguió Flora—; cuando se le da cuerda acerca de Mau-
bant o de la Materna se está hablando horas y horas.» «Debe de ser delicio-
so», dijo mi abuelo suspirando; porque la naturaleza se había olvidado de
poner en su alma la posibilidad de interesarse apasionadamente por las
cooperativas suecas o la preparación de los papeles de Maubant, tan com-
pletamente como se olvidó de proporcionar a las hermanas de mi abuela ese
granito de sal que tiene que poner uno mismo, para encontrarle sabor a un
relato acerca de la vida íntima de Molé o del conde de París. «Pues, mire
usted —dijo Swann a mi abuelo—: lo que le voy a decir tiene más relación
de lo que parece con lo que me preguntaba usted, porque en algunos respec-
tos las cosas no han cambiado mucho. Estaba yo esta mañana releyendo en
Saint-Simon una cosa que le hubiera a usted divertido. Es el tomo que trata
de cuando fue de embajador a España; no es uno de los mejores, no es casi
más que un diario, pero por lo menos es un diario maravillosamente escrito,
lo cual empieza ya a diferenciarle de esos cargantes diarios que nos creemos
en la obligación de leer ahora por la mañana y por la noche.» «No soy yo de
esa opinión: hay días en que la lectura de los diarios me parece muy agrada-
ble…», interrumpió mi tía Flora para hacer ver que había leído en El Fígaro
la frase relativa al Corot de Swann. «Sí, cuando hablan de cosas o de perso-
nas que nos interesan», realzó mi tía Celina. «No digo que no —replicó
Swann un poco sorprendido—. Lo que a mí me parece mal en los periódi-
cos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignifican-
tes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos
más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida. En el momento en que
rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas de-
bían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no sé qué, los… pensamientos
de Pascal, por ejemplo —y destacó esta palabra con un tono de énfasis iró-
nico, para no parecer pedante—; y, en cambio, en esos tomos de cantos do-
rados que no abrimos más que cada diez años es donde debiéramos leer que
la reina de Grecia ha salido para Cannes, o que la duquesa de León ha dado
un baile de trajes», añadió Swann dando muestra de ese desdén por las co-
sas mundanas que afectan algunos hombres de mundo. Pero lamentando ha-
berse inclinado a hablar de cosas serias, aunque las tratara ligeramente, dijo
con ironía: «Hermosa conversación tenemos; no sé por qué abordamos estas
cimas», y volviéndose hacia mi abuelo: «Pues cuenta Saint-Simon que
Maulevrier tuvo un día el valor de tender la mano a sus hijos. Ya sabe usted
que de ese Maulevrier es de quien dice: «Nunca vi en esa botella ordinaria
más que mal humor, grosería y estupideces.» «Ordinarias o no, ya sé yo de
botellas que tienen otra cosa», dijo vivamente Flora, que tenía interés en dar
las gracias ella también a Swann, porque el regalo era para las dos. Celina
se echó a reír. Swann, desconcertado, prosiguió: «Yo no sé si fue por pasar-
se de tonto o por pasarse de listo —escribe Saint-Simon— que quiso dar la
mano a mis hijos. Lo noté lo bastante a tiempo para impedírselo». Mi abue-
lo ya se estaba extasiando ante la locución; pero la señorita Celina, en cuya
persona el nombre de Saint-Simon —un literato— había impedido la anes-
tesia total de las facultades auditivas, se indignó: «¿Cómo? ¿Y admira usted
eso? Pues sí que tiene gracia. ¿Qué quiere decir eso? ¿Es que un hombre no
vale lo mismo que otro? ¿Qué más da que sea duque o cochero si es listo y
bueno? Buena manera tenía de educar a sus hijos su Saint-Simon de usted,
si no los enseñaba a dar la mano a todas las personas honradas. Es sencilla-
mente odioso. Y se atreve usted a citar eso». Y mi abuelo, afligido, y com-
prendiendo ante esta obstrucción la imposibilidad de intentar que Swann le
contara aquellas anécdotas que tanto le hubieran divertido, decía en voz
baja a mamá: «Recuérdame ese verso que me enseñaste y que me consuela
tanto en estos momentos. ¡Ah!, sí: Señor, cuántas virtudes nos has hecho tú
odiosas. ¡Qué bien está eso!
Yo no quitaba la vista de encima a mi madre; sabía bien que cuando estu-
viéramos a la mesa no me dejarían quedarme mientras durara toda la comi-
da, y que para no contrariar a mi padre, mamá no me permitiría que le diera
más de un beso delante de la gente, 40 como si fuera en mi cuarto. Así que
ya me estaba yo prometiendo para cuando, estando todos en el comedor,
empezaran a cenar ellos y sintiera yo que se acercaba la hora, sacar por anti-
cipado de aquel beso, que habría de ser tan corto y fugitivo, todo lo que yo
únicamente podía sacar de él: escoger con la mirada el sitio de la mejilla
que iba a besar, preparar el pensamiento para poder consagrar gracias a ese
comienzo mental del beso, el minuto entero que me concediera mi madre al
sentir su cara en mis labios, como un pintor que no puede lograr largas se-
siones de modelo prepara su paleta y hace por anticipado de memoria, con
arreglo a sus apuntes, todo aquello para lo cual puede en rigor prescindir del
modelo. Pero he aquí que, antes de que llamaran a cenar, mi abuelo tuvo la
ferocidad inconsciente de decir: «Parece que el niño está cansado, debería
subir a acostarse. Porque, además, esta noche cenamos tarde». Y mi padre,
que no guardaba con la misma escrupulosidad que mi muela y mi madre el
respeto a la fe jurada, dijo: «Sí, anda, ve a acostarte». Fui a besar a mamá y
en aquel momento sonó la campana para la cena. «No, no, deja a tu madre;
bastante os habéis dicho adiós ya; esas manifestaciones son ridículas. Anda,
sube.» Y tuve que marcharme sin viático, tuve que subir cada escalón lle-
vando la contra a mi corazón, ir subiendo contra mi corazón, que quería
volverse con mi madre, porque ésta no le había dado permiso para venirse
conmigo, como se le daba todas las noches con el beso. Aquella odiada es-
calera por la que siempre subí con tan triste ánimo echaba un olor a barniz
que en cierto modo absorbió y fijó aquella determinada especie de pena que
yo sentía todas las noches, contribuyendo a hacerla aún más cruel para mi
sensibilidad, porque bajo esa forma olfativa mi inteligencia no podía parti-
cipar de ella. Cuando estamos durmiendo y no nos damos cuenta de un do-
lor de muelas que nos asalta, sino bajo la forma de una muchacha que está
ahogándose y que intentamos sacar del agua doscientas veces seguidas, o de
un verso de Molière que nos repetimos sin cesar, nos alivia mucho desper-
tarnos y que nuestra inteligencia pueda separar la idea de dolor de muelas
de todo disfraz heroico o acompasado que adoptará. Lo contrario de este
consuelo es lo que yo sentía cuando la pena de subirme a mi cuarto penetra-
ba en mí de un modo infinitamente más rápido, casi instantáneo, insidioso y
brusco a la vez, por la inhalación —mucho más tóxica que la penetración
moral— del olor de barniz característico de la escalera. Ya en mi cuarto, ha-
bía que taparse todas las salidas, cerrar las maderas de la ventana, cavar mi
propia tumba, levantando el embozo de la sábana, y revestir el sudario de
mi camisa de dormir. Pero antes de enterrarme en la camita de hierro que
había puesto en mi cuarto, porque en el verano me daban mucho calor las
cortinas de creps de la cama grande, me rebelé, quise probar una argucia de
condenado. Escribí a mi madre rogándole que subiera para un asunto grave
del que no podía hablarle en mi carta. Mi temor era que Francisca, la coci-
nera de mi tía, que era la que se encargaba de cuidarme cuando yo estaba en
Combray, se negara a llevar mi cartita. Sospechaba yo que a Francisca le
parecía tan imposible dar un recado a mi madre cuando había gente de fue-
ra, como al portero de un teatro llevar una carta a un actor cuando está en
escena. Tenía Francisca, para juzgar de las cosas que deben o no deben ha-
cerse, un código imperioso, abundante, sutil e intransigente, con distincio-
nes inasequibles y ociosas (lo cual le asemejaba a esas leyes antiguas que,
junto a prescripciones feroces como la de degollar a los niños de pecho,
prohíben con exagerada delicadeza que se cueza un cabrito en la leche de su
madre, o que de un determinado animal se coma el nervio del muslo).
A juzgar por la repentina obstinación con que Francisca se oponía a lle-
var a cabo algunos encargos que le dábamos, este código parecía haber pre-
visto complejidades sociales y refinamientos mundanos de tal naturaleza,
que no había nada en el medio social de Francisca ni en su vida de criada de
pueblo que hubiera podido sugerírselos; y no teníamos más remedio que re-
conocer en su persona un pasado francés, muy antiguo, noble y mal com-
prendido, lo mismo que en esas ciudades industriales en las que los viejos
palacios dan testimonio de que allí hubo antaño vida de corte, y donde los
obreros de una fábrica de productos químicos trabajan rodeados por delica-
das esculturas que representan el milagro de San Teófilo o los cuatro hijos
de Aymon. En aquel caso mío el artículo del código por el cual era muy
poco probable que, excepto en caso de incendio, Francisca fuera a molestar
a mamá en presencia del señor. Swann por un personaje tan diminuto como
yo, expresaba sencillamente el respeto debido, no sólo a los padres —como
a los muertos, los curas y los reyes—, sino al extraño a quien se ofrece hos-
pitalidad, respeto que, visto y un libro, quizá me hubiera emocionado, pero
que en su boca me irritaba siempre, por el tono grave y tierno con que ha-
blaba de él, y mucho más esa noche en que precisamente el carácter sagrado
que atribuía a la comida daba por resultado el que se negara a turbar su ce-
remonial. Pero para ganarme una chispa más de éxito, no dudé en mentir y
decirle que no era ya a mí a quien se le había ocurrido escribir a mamá, sino
ella, la que al separarnos me recomendó que no dejara de contestarle res-
pecto a una cosa que yo tenía que buscar; y que se enfadaría mucho si no se
le entregaba la carta. Se me figura que Francisca no me creyó, porque, al
igual de los hombres primitivos, cuyos sentidos eran más potentes que los
nuestros, discernía inmediatamente, y por señales para nosotros inaprensi-
bles, cualquier verdad que quisiéramos ocultarle; se detuvo mirando el so-
bre cinco minutos, como si el examen del papel y la forma de la letra fueran
a enterarla de la naturaleza del contenido o a indicarle a qué artículo del có-
digo tenía que referirse. Luego salió con aspecto de resignación que al pare-
cer significaba: «¡Qué desgracia para unos padres tener un hijo así!» Volvió
al cabo de un momento a decirme que estaban todavía en el helado y que el
maestresala no podía dar la carta en ese instante delante de todo el mundo;
pero que cuando estuvieran terminando, ya buscaría la manera de entregar-
la. Inmediatamente mi ansiedad decayó; ahora ya no era como hacía un ins-
tante, ahora ya no me había separado de mi madre hasta mañana, puesto que
mi esquelita iba, enojándose sin duda (y más aún por esta artimaña me re-
vestiría de ridículo a los ojos de Swann), a hacerme penetrar, invisible y go-
zoso, en la misma habitación donde ella estaba, iba a hablarle de mí al oído;
puesto que ese comedor, vedado y hostil —en el cual no hacía aún más que
un momento hasta el helado y los postres me parecían encubrir placeres ma-
lignos y mortalmente tristes porque mamá los saboreaba lejos de mí— iba a
abrírseme como un fruto maduro que rompe su piel y dejaría brotar, para
lanzarla hasta mi embriagado corazón, la atención de mi madre al leer la
carta. Ya no estaba separado de ella; las barreras habían caído y nos enlaza-
ba un hilo deleitable. Y no se acababa todo ahí; mamá iba a venir, sin duda.
Yo me creía que si Swann hubiera leído mi carta y adivinado su finalidad
se habría reído de la angustia que yo sentía; por el contrario, como mucho
más tarde supe, una angustia semejante fue su tormento durante muchos
años de su vida, y quizá nadie me hubiera entendido mejor que él; esa an-
gustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de fiesta
donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a buscarlo, a él se la
enseñó el amor, a quien está predestinada esa pena, que la acaparará y la es-
pecializará; pero que cuando entra en nosotros, como a mí me sucedía, an-
tes de que el amor haya hecho su aparición en nuestra vida, flota esperándo-
lo, vaga y libre, sin atribución determinada, puesta hoy al servicio de un
sentimiento y mañana de otro, ya de la ternura filial, ya de la amistad por un
camarada. Y la alegría con que yo hice mi primer aprendizaje cuando Fran-
cisca volvió a decirme que entregarían mi carta, la conocía Swann muy
bien: alegría engañosa que nos da cualquier amigo, cualquier pariente de la
mujer amada cuando, al llegar al palacio o al teatro donde está ella, para ir
al baile, a la fiesta o al estreno donde la verá, nos descubre vagando por allí
fuera en desesperada espera de una ocasión para comunicarnos con la ama-
da. Nos reconoce, se acerca familiarmente a nosotros, nos pregunta qué es-
tábamos haciendo. Y como nosotros inventamos un recado urgente que te-
nemos que dar a su pariente o amiga, nos dice que no hay cosa más fácil,
que entremos en el vestíbulo y que él nos la mandará antes de que pasen
cinco minutos. ¡Cuánto queremos —como en ese momento quería yo a
Francisca— al intermediario bienintencionado que con una palabra nos con-
vierte en soportable, humana y casi propicia la fiesta inconcebible e infernal
en cuyas profundidades nos imaginábamos que había torbellinos enemigos,
deliciosos y perversos, que alejaban a la amada de nosotros, que le inspira-
ban risa hacia nuestra persona! A juzgar por él, por este pariente que nos ha
abordado y que es uno de los iniciados en esos misterios crueles, los demás
invitados de la fiesta no deben ser muy infernales. Y por una brecha inespe-
rada entramos en estas horas inaccesibles de suplicio, en que ella iba a gus-
tar de placeres desconocidos; y uno de los momentos, cuyo sucederse iba a
formar esas horas placenteras un momento tan real como los demás, aún
más importante para nosotros, porque nuestra amada tiene mayor participa-
ción en él, nos le representamos, le poseemos, le dominamos, le creamos
casi el momento en que le digan que estamos allí abajo esperando. Y sin
duda los demás instantes de la fiesta no deben de ser de una esencia muy
distinta a ése, no deben contener más delicias, ni ser motivo para hacernos
sufrir, porque el bondadoso amigo nos ha dicho: «¡Si le encantará bajar! ¡Le
gustará mucho más estar aquí hablando con usted que aburrirse allá arriba!»
Pero, ¡ay!, Swann lo sabía ya por experiencia, las buenas intenciones de un
tercero no tienen poder ninguno para con una mujer que se molesta al verse
perseguida hasta en una fiesta por un hombre a quien no quiere. Y muchas
veces el amigo vuelve a bajar él solo.
Mi madre no subió, y sin consideración alguna con mi amor propio (in-
teresado en que no fuera desmentida la fábula de aquel encargo que, según
yo inventé, me diera mamá de buscar una cosa), me mandó a decir con
Francisca: «No tiene nada que contestar», esas palabras que luego he oído
tantas veces en boca de porteros de «palaces» o lacayos de garitos, dirigidas
a una pobre muchacha que se extraña al oírlas: «¿Cómo, no ha dicho nada?
¡No es posible! ¿Y dice usted que le han dado mi carta? Bueno, esperaré un
poco». Y —lo mismo que la muchacha asegura invariablemente que no ne-
cesita esa otra luz suplementaria que el portero quiere encender en honor
suyo, y se está allí, sin oír más que las pocas frases sobre el tiempo que
hace, cambiadas entre el portero y un botones, botones al que envía de
pronto, al fijarse en la hora que es, a enfriar en hielo la bebida de un cliente
— así yo declinaba el ofrecimiento de Francisca de hacerme una taza de tilo
o estarse conmigo, la dejaba volver a su cocina, me acostaba y cerraba bien
los ojos, procurando no oír la voz de mis padres, que estaban en el jardín
tomando café. Pero al cabo de unos segundos me di cuenta de que al escri-
bir a mamá, al acercarme tanto a ella, aun a riesgo de enojarla, tanto que
creí tocar ya con el momento de volver a verla, me había cerrado a mí mis-
mo la posibilidad de dormirme sin haberla visto, y los latidos de mi corazón
me eran cada vez más dolorosos porque yo acrecía mi propia agitación pre-
dicándome una calma que no era sino la aceptación de mi desgracia. De re-
pente, mi ansiedad decayó y me sentí invadir por una gran felicidad, como
cuando una medicina muy fuerte empieza a hacer efecto y nos quita un do-
lor: es que acababa de decidirme a no probar a dormir sin haber visto a
mamá, de besarla, costase lo que costase, cuando subiera a acostarse, aun
con la seguridad de que luego estuviera enfadada conmigo mucho tiempo.
La calma que sucedió al acabarse de mis angustias me dio una alegría extra-
ordinaria, no menos que la espera, la sed y el temor al peligro. Abrí la ven-
tana sin hacer ruido y me senté a los pies de la cama; no me movía apenas
para que no me sintieran desde abajo. Afuera las cosas también parecían es-
tar inmóviles y en muda atención para no perturbar el claror de la luna, que
duplicaba y alejaba todo objeto al extender ante él su propio reflejo, más
denso y concreto que él mismo, y así adelgazaba y agrandaba a la par el
paisaje, como un plano doblado que se va desplegando. Movíase aquello
que debía moverse, el follaje de algún castaño. Pero su estremecimiento mi-
nucioso y total, ejecutado hasta los menores matices y las extremas delica-
dezas, no se vertía sobre lo demás, no se fundía con ello, permanecía cir-
cunscrito. Expuestos sobre aquel fondo de silencio que no absorbía nada,
los rumores más lejanos, que debían venir de jardines situados al otro extre-
mo del pueblo, percibíanse, detallados con tal «perfección», que ese efecto
de lejanía parecía que lo debían tan sólo a su pianissimo, como esos moti-
vos en sordina tan bien ejecutados por la orquesta del Conservatorio, que,
aunque no perdamos una sola nota de ellos, nos parece oírlos fuera de la
sala de conciertos, y que hacían a todos los abonados antiguos —y también
a las hermanas de mi abuela cuando Swann les daba sus billetes— aguzar el
oído como si oyeran el lejano avanzar de un ejército en marcha que aun no
había doblado la esquina de la calle de Trévise.
Yo sabía que aquel trance en que me colocaba era uno de los que podrían
acarrearme, por parte de mis padres, las más graves consecuencias, mucho
más graves en verdad de lo que hubiera podido suponer ningún extraño, y
que cualquier persona de fuera habría creído derivadas de faltas verdadera-
mente bochornosas. Pero en la educación que a mí me daban el orden de las
faltas no era el mismo que en la educación de los demás niños, y me habían
acostumbrado a poner en primera línea (sin duda por ser aquellas contra las
cuales necesitaba precaverme más cuidadosamente) esas faltas cuyo carác-
ter común era, según yo comprendo ahora, el que se incurre en ellas al ce-
der a un impulso nervioso. Pero entonces no se pronunciaba esa palabra, no
se declaraba ese origen que pudiera hacerme creer que el sucumbir tenía ex-
cusa y que era incapaz de resistencia. Pero yo conocía muy bien esas faltas
en la angustia que les precedía y en el rigor del castigo que llegaba después;
y bien sabía que la que acababa de cometer era de la misma familia que
otras, por la que fui severamente castigado, pero más grave aún. Cuando
fuera a ponerme delante de mi madre en el momento de subir ella a acostar-
se, y viera que me había estado levantado para decirle adiós, ya no me deja-
rían estar en casa, y al día siguiente me mandarían al colegio; era cosa segu-
ra. Pues bien; aunque tuviera que tirarme por la ventana cinco minutos más
tarde, prefería hacerlo. Lo que yo quería era mi madre, decirle adiós, y ya
había ido muy lejos por aquel camino que llevaba a la realización de mi de-
seo para volverme atrás.
Oí los pasos de mis padres, que acompañaban a Swann, y cuando el cas-
cabel de la puerta me indicó que acababa de marcharse, me puse a la venta-
na. Mamá estaba preguntando a mi padre si le había parecido bien la lan-
gosta y si el señor Swann había repetido del helado de café y del de pista-
cho. «Los dos me han parecido buenos —dijo mi madre—; otra vez proba-
remos con otra esencia.» «No os podéis figurar lo que me parece que cam-
bia Swann —dijo mi tía—; está viejísimo.» Mi tía tenía tal costumbre de
ver siempre en Swann al mismo adolescente, que se extrañaba al descubrir-
le de pronto más en años de los que ella le echaba. Mis padres, además, co-
menzaban a ver en él esa vejez anormal, excesiva, vergonzosa y merecida
de los solteros, de todas las personas para las cuales parece que el gran día
que no tiene día siguiente sea más largo que para los demás, porque para
ellos está vacío y los momentos van adicionándose desde la mañana sin lle-
gar a dividirse después entre los hijos. «Creo que le da muchos disgustos la
bribona de su mujer, que vive, como sabe todo Combray, con un tal señor
de Charlus. Es la irrisión de todo el inundo.» Mi madre nos hizo observar
que, sin embargo, desde hacía algún tiempo no estaba tan tristón. «Y ya no
hace tanto como antes el ademán ese de su padre de secarse los ojos y pa-
sarse la mano por la frente. Yo creo que en el fondo ya no quiere a esa mu-
jer.» «Claro que no la quiere —contestó mi abuelo—. Tuve ya hace tiempo
una carta suya, que por lo pronto no me convenció y que no deja lugar a
duda respecto a los sentimientos que abriga hacia su mujer, por lo menos al
amor que le tenga. ¡Ah!, y ya he visto que no le habéis dado las gracias por
el vino de Asti», añadió mi abuelo dirigiéndose a sus dos cuñadas. «¡Que no
le hemos dado las gracias! ¡Ya lo creo! Y me parece, aquí para entre noso-
tros, que nos ha salido muy bien», contestó mi tía Flora. «Sí, te salió perfec-
tamente; yo te admiré», dijo mi tía Celina. «Tú también se lo has dicho muy
bien.» «Sí, la verdad es que estoy bastante contenta de mi frase sobre los
vecinos amables.» «¿Y a eso lo llamáis dar las gracias? —exclamó mi abue-
lo—. Eso sí que lo he oído, pero ¿cómo me iba a figurar que se refería a
Swann? Podéis estar seguras de que él no se ha enterado.» «¡Ya lo creo,
Swann no es tonto, y no me cabe duda de que ha sabido apreciarlo! ¡No iba
a decirle cuántas eran las botellas y lo que costaban!»
Mis padres se quedaron solos, sentáronse un momento, y luego mi padre
dijo: «Bueno, pues si tú quieres subiremos a acostarnos». «Como quieras,
aunque yo no tengo pizca de sueño. Y no será ese anodino helado de café el
que me haya desvelado. Veo luz en la cocina, y ya que Francisca está levan-
tada esperándome, voy a decirle que me desabroche el corsé mientras qué tú
te desnudas.» Y mi madre abrió la puerta con celosía del vestíbulo, que
daba a la escalera. La oí que subía a cerrar su ventana. Sin hacer ruido salí
al pasillo; tan fuerte me latía el corazón, que me costaba trabajo andar; pero
ya no me latía de ansiedad, sino de espanto y de alegría.
Vi en el hueco de la escalera la luz que proyectaba la bujía de mamá. Por
fin la vi a ella y eché a correr hacia sus brazos. En el primer momento me
miró con asombro, sin darse cuenta de lo que pasaba. Luego, en su rostro se
pintó una expresión de cólera; no me decía ni una palabra; en efecto, por
cosas menos importantes que aquélla había estado sin dirigirme la palabra
varios días. Si mamá me hubiera hablado, eso habría sido reconocer que se
podía seguir hablando conmigo; y además me hubiese parecido aún más te-
rrible cosa, como señal de que ante la gravedad del castigo que me espera-
ba, el silencio y el enfado eran pueriles. Una palabra hubiera sido la tranqui-
lidad con que se contesta a un criado cuando ya está decidido el despedirlo;
el beso que se da a un hijo cuando se le manda sentar plaza, beso que se le
hubiera negado si todo se redujera a una desavenencia de dos días. Pero
mamá oyó a mi padre subir del tocador, en donde estaba desnudándose, y
para evitar el regaño que me echaría, me dijo con voz entrecortada por la
cólera: «Anda, corre; por lo menos, que no te vea aquí tu padre esperando
como un tonto». Pero yo seguía diciéndole: «Ven a la alcoba a darme un
beso», aterrorizado al ver cómo subía por la pared el reflejo de la bujía de
mi padre, pero utilizando su inminente aparición como un medio de intimi-
dación, en la esperanza de que mamá, para que mi padre no me encontrara
allí si ella seguía negándose, me dijera: «Vuelve a tu cuarto, que yo iré».
Pero ya era tarde. Mi padre estaba allí, delante de nosotros. Murmuré sin
querer estas palabras, que no oyó nadie: «Estoy perdido».
Pero no hubo nada de eso. Mi padre me negaba constantemente licencias
que se me consentían en los pactos más generosos otorgados por mi madre
y mi abuela, porque no daba importancia a los «principios» y para él no
existía el «derecho de gentes». Por un motivo contingente, o sin motivo al-
guno, me suprimía a última hora un paseo tan habitual ya, tan consagrado,
que no se me podía quitar, sin cometer dolo, o hacía lo que aquella noche,
decirme que me fuera a acostar sin más explicaciones. Pero precisamente
por carecer de principios (en el sentido que da a la palabra mi tía), tampoco
tenía intransigencia. Me miró un momento, con cara de extrañeza y de enfa-
do, y en cuanto mamá le explicó con unas cuantas frases embarulladas lo
que había pasado, le dijo: «Pues mira, ya que decías que no tenías sueño,
vete con él y estate un rato en su alcoba; yo no necesito nada». Pero el que
yo tenga o no sueño no tiene nada que ver. A este niño no se lo puede acos-
tumbrar a…» «Si no es acostumbrarlo a nada —dijo mi padre, encogiéndo-
se de hombros—; ya ves que el niño tiene pena, el pobre tiene un aspecto
atroz; no hay que ser verdugos. ¿Qué vas a sacar en limpio con que se te
ponga malo? Ya que hay dos camas en su cuarto, di a Francisca que te pre-
pare la grande, y por esta noche duerme en su alcoba. Vamos, buenas no-
ches. Yo, que no tengo tantos nervios como vosotros, voy a acostarme.»
No era posible dar las gracias a mi padre; lo que él llamaba sensiblerías
le hubiera irritado. Yo no me atrevía a moverme; allí estaba el padre aún de-
lante de nosotros, enorme, envuelto en su blanco traje de dormir y con el
pañuelo de cachemira que se ponía en la cabeza desde que padecía de ja-
quecas, con el mismo ademán con que Abrahán, en un grabado copia de Be-
nozzo Gozzoli, que me había regalado Swann, dice a Sara que tiene que se-
pararse de Isaac. Ya hace muchos años de esto. La pared de la escalera por
donde yo vi ascender el reflejo de la bujía, hace largo tiempo que ya no
existe. En mí también se han deshecho muchas que yo creí que durarían
siempre, y se han alzado otras nuevas, preñadas de penas y alegrías nuevas
que entonces no sabía prever, lo mismo que hoy me son difíciles de com-
prender muchas de las antiguas. Hace mucho tiempo que mi padre ya no
puede decir a mamá: «Vete con el niño». Para mí nunca volverán a ser posi-
bles horas semejantes. Pero desde que hace poco otra vez empiezo a perci-
bir, si escucho atentamente, los sollozos de aquella noche, los sollozos que
tuve valor para contener en presencia de mi padre, y que estallaron cuando
me vi a solas con mamá. En realidad, esos sollozos no cesaron nunca; y
porque la vida va callándose cada vez más en torno de mí, es por lo que los
vuelvo a oír, como esas campanitas de los conventos tan bien veladas du-
rante el día por el rumor de la ciudad, que parece que se pararon, pero que
tornan a tañer en el silencio de la noche.
Aquélla la pasó mamá en mi cuarto; en el mismo momento en que acaba-
ba de cometer una falta tan grande que ya esperaba que me echaran de casa,
mis padres me concedían mucho más de lo que hubiera logrado de ellos
como recompensa de una buena acción. Y hasta en aquella hora en que se
manifestaba de modo tan benéfico, el comportamiento de mi padre conmigo
conservaba algo de aquel carácter de cosa arbitraria e inmerecida que lo dis-
tinguía y que derivaba de que su conducta obedecía más bien a circunstan-
cias fortuitas que a un plan premeditado. Y puede ser que hasta aquello que
yo llamaba su severidad, cuando me mandaba a acostar, era menos digno de
ese nombre que la severidad de mi madre o mi abuela, porque su naturaleza,
mucho más distinta de la mía en ciertos puntos que la de mi mamá y mi
abuelita probablemente no había adivinado hasta entonces lo que yo sufría
todas las noches, cosas que ellas sabían muy bien; pero me querían lo bas-
tante para no consentir en ahorrarme esa pena, querían enseñarme a domi-
narla con objeto de disminuir mi sensibilidad nerviosa y dar fuerza a mi vo-
luntad. Mi padre, que sentía por mí un afecto de otro género, no sé si hubie-
ra tenido ese valor; pero una vez que comprendió que yo pasaba pena, dijo a
mi madre que fuera a consolarme. Mamá se quedó aquella noche en mi
cuarto, y como para no aguar con remordimiento alguno esas horas tan dis-
tintas de lo que yo lógicamente me esperaba, cuando Francisca preguntó, al
comprender que pasaba algo viendo a mamá sentada a mi lado, mi mano en
la suya y dejándome llorar sin reñirme, qué le sucedía al señorito que llora-
ba tanto, mamá contestó: «Ni él mismo lo sabe, está nervioso; prepáreme en
seguida la cama grande y suba usted a dormir». Y así, por vez primera, mi
pena no fue ya considerada como una falta punible, sino como un mal invo-
luntario que acababa de tener reconocimiento oficial, como un estado ner-
vioso del que yo no tenía la culpa; y me cupo el consuelo de no tener que
mezclar ningún escrúpulo a la amargura de mi llanto, de poder llorar sin pe-
car. Y no fue poco el orgullo que sentí delante de Francisca por esa vuelta
que habían dado las cosas humanas, que una hora después de aquella nega-
tiva de mamá de subir a mi cuarto y de su desdeñoso recado de mandarme a
dormir, me elevaba a la dignidad de persona mayor, y de un golpe me colo-
caba en una especie de pubertad de la pena, de emancipación de las lágri-
mas. Debía sentirme feliz y no lo era. Parecíame que mi madre acababa de
hacerme una concesión que debía costarle mucho, que era la primera abdi-
cación, por su parte, de un ideal que para mí concibiera, y que ella, tan vale-
rosa, se confesaba vencida por primera vez. Que si yo había ganado una
victoria, era a ella a quien se la gané; que había logrado, como pudieran ha-
berlo hecho la enfermedad, las penas o los años, aflojar su voluntad y que-
brantar su ánimo, y que aquella noche comenzaba una era nueva y sería una
triste fecha. De haberme atrevido, habría dicho a mamá: «No, no quiero que
te acuestes aquí». Pero conocía bien aquella práctica discreción suya, realis-
ta, diríamos hoy, que templaba en su persona la naturaleza ardientemente
idealista de mi abuela, y me daba cuenta de que ahora que el mal ya estaba
hecho, prefería dejarme saborear por lo menos el placer de la calma y no ir
a molestar a mi padre. Verdad que el hermoso rostro de mi madre tenía aún
el brillo de la juventud aquella noche en que me guardaba cogidas las ma-
nos intentando acabar con mi llanto; pero precisamente se me figuraba que
aquello no debía ser, y su cólera habría sido menos penosa para mí que
aquella dulzura nueva, desconocida de mi infancia; y que con una mano im-
pía y furtiva acababa de trazar en su alma la primera arruga y pintarle la pri-
mera cana. Esta idea me hizo llorar aún más, y entonces vi a mamá, que
conmigo no se dejaba nunca llevar por ningún enternecimiento, dejarse ga-
nar de pronto por el mío, y vi que refrenaba sus ganas de llorar. Como se
diera cuenta de que yo lo había notado, me dijo riendo: «Este gorrión, este
tontito, va a volver a su mamá tan boba como él, si seguimos así. Vamos a
ver, ya que ninguno de los dos tenemos sueño, en vez de estar aquí cansán-
donos los nervios, hagamos algo, vamos a coger un libro de los tuyos».
Pero yo no tenía allí ninguno. «¿No te disgustarías luego si te sacara ahora
los libros que te va a regalar la abuela el día de tu santo? Piénsalo bien, ¿no
vas luego a quejarte de que no te dan nada pasado mañana?» La proposición
me encantó, y mamá fue por un paquete de libros, que a través del papel
que los envolvía no me dejaron adivinar más que su forma apaisada, pero
que ya en este su primer aspecto, aunque sumario y velado, eclipsaban a la
caja de pinturas del día de Año Nuevo y a los gusanos de seda del año ante-
rior. Los libros eran: La Mar au Diable, François le Champi, La Petite Fa-
dette y Les Maîtres Sonneurs. Según supe más tarde, mi abuela había esco-
gido primeramente las poesías de Musset, un volumen de Rousseau e India-
na; que si juzgaba las lecturas frívolas tan dañinas como los bombones y los
dulces, no creía, en cambio, que los grandes hálitos del genio ejercieran so-
bre el ánimo, ni siquiera el de un niño, una influencia más peligrosa y me-
nos vivificante que el aire libre y el viento suelto. Pero como mi padre casi
la llamó loca al saber los libros que quería regalarme, volvió ella en persona
al librero de Jouy le Vicomte para que no me expusiera a quedarme sin re-
galo (hacía un día de fuego, y regresó tan mala, que el médico advirtió a mi
madre que no la dejara cansarse así) y cayó sobre las cuatro novelas cam-
pestres de Jorge Sand. «Hija mía —decía a mamá—, nunca podré decidirme
a regalar a este niño un libro mal escrito.»
En realidad, no se resignaba nunca a comprar nada de que no se pudiera
sacar un provecho intelectual, sobre todo ese que nos procuran las cosas bo-
nitas al enseñarnos a ir a buscar nuestros placeres en otra cosa que en las
satisfacciones del bienestar y de la vanidad. Hasta cuando tenía que hacer
un regalo de los llamados útiles, un sillón, unos cubiertos o un bastón, los
buscaba en las tiendas de objetos antiguos, como si, habiendo perdido su
carácter de utilidad con el prolongado desuso, parecieran ya más aptos para
contarnos cosas de la vida de antaño que para servir a nuestras necesidades
de la vida actual. Le hubiera gustado que yo tuviera en mi cuarto fotografías
de los monumentos y paisajes más hermosos. Pero en el momento de ir a
comprarlas, y aunque lo representado en la fotografía tuviera un valor esté-
tico, le parecía en seguida que la vulgaridad y la utilidad tenían intervención
excesiva en el modo mecánico de la representación en la fotografía. Y trata-
ba de ingeniárselas para disminuir, ya que no para eliminar totalmente, la
trivialidad comercial, de substituirla por alguna cosa artística más para su-
perponer como varias capas o «espesores» de arte; en vez de fotografías de
la catedral de Chartres, de las fuentes monumentales de Saint-Cloud o del
Vesubio, preguntaba a Swann si no había ningún artista que hubiera pintado
eso, y prefería regalarme fotografías de la catedral de Chantres, de Corot;
de las fuentes de Saint-Cloud, de Hubert Robert, y del Vesubio, de Turnen,
con lo cual alcanzaba un grado más de arte. Pero aunque el fotógrafo que-
dase así eliminado de la representación de la obra maestra o de la belleza
natural, sin embargo el fotógrafo volvía a recobrar sus derechos al reprodu-
cir aquella interpretación del artista. Llegada así al término fatal de la vul-
garidad, aun trataba mi abuela de defenderse. Y preguntaba a Swann si la
obra no había sido reproducida en grabado, prefiriendo, siempre que fuera
posible, los grabados antiguos y que tienen un interés más allá del grabado
mismo, como, por ejemplo, los que representan una obra célebre en un esta-
do en que hoy ya no la podemos contemplar (como el grabado hecho por
Morgen de la Cena, de Leonardo, antes de su deterioro). No hay que ocultar
que los resultados de esta manera de entender el regalo no siempre fueron
muy brillantes. La idea que yo me formé de Venecia en un dibujo del Ti-
ciano, que dice tener por fondo la laguna, era mucho menos exacta de la
que me hubiera formado con simples fotografías. En casa ya habíamos per-
dido la cuenta, cuando mi tía quería formular una requisitoria contra mi
abuela, de los sillones regalados por ella, a recién casados o a matrimonios
viejos que a la primera tentativa de utilización se habían venido a tierra ago-
biados por el peso de uno de los destinatarios. Pero mi abuela hubiera creí-
do mezquino el ocuparse demasiado de la solidez de una madera en la que
aun podía distinguirse una florecilla, una sonrisa y a veces un hermoso pen-
samiento de tiempos pasados. Hasta aquello que en esos muebles respondía
a una necesidad, como lo hacía de un modo al que ya no estamos acostum-
brados, le encantaba, lo mismo que esos viejos modos de decir en los que
discernimos una metáfora borrada en el lenguaje moderno por el roce de la
costumbre. Y precisamente las novelas campestres de Jorge Sand que me
regalaba el día de mi santo abundaban, como un mobiliario antiguo, de ex-
presiones caídas en desuso y convertidas en imágenes, de esas que ya no se
encuentran más que en el campo. Y mi abuela las había preferido lo mismo
que hubiera alquilado con más gusto una hacienda que tuviera un palomar
gótico o cualquier cosa de esas viejas que ejercen en nuestro ánimo una
buena influencia, inspirándole la nostalgia de imposibles viajes por los do-
minios del tiempo.
Mamá se sentó junto a mi cama; había cogido François le Champi, libro
que, por el color rojizo de su cubierta y su título incomprensible, tomaba a
mis ojos una personalidad definida y un misterioso atractivo. Yo nunca ha-
bía leído novelas de verdad. Oí decir que Jorge Sand era el prototipo del no-
velista. Y ya eso me predisponía a imaginar en François le Champi algo de
indefinible y delicioso. Los procedimientos narrativos destinados a excitar
la curiosidad o la emoción, y algunas expresiones que despiertan sentimien-
tos de inquietud o melancolía, y que un lector un poco culto reconoce como
comunes a muchas novelas, me parecían a mí únicos —porque yo conside-
raba un libro nuevo, no como una cosa de la que hay muchas semejantes,
sino como una persona única, sin razón de existir más que en sí misma— y
se me representaba como una emanación inquietante de la esencia particular
a François le Champi. Percibía yo por debajo de aquellos acontecimientos
tan corrientes, de aquellas cosas tan ordinarias y de aquellas palabras tan
usuales algo como una extraña entonación, como una acentuación rara. La
acción comenzaba a enredarse; y la encontraba oscura con tanto más motivo
que, por aquel tiempo, muchas veces, al estar leyendo, me ponía a pensar en
otra cosa por espacio de páginas enteras. Y a las lagunas que esta distrac-
ción abría en el relato, se añadía, cuando era mamá la que me leía alto, el
que se saltaba todas las escenas de amor. Y todos los raros cambios que su-
ceden en la actitud respectiva de la molinera y del muchacho, y que sólo se
explican por el avance de un amor que nace, se me aparecían teñidos de un
profundo misterio, que yo creía que tenía su origen en ese nombre descono-
cido y suave de «Champi», nombre que vertía, sin que yo supiera por qué,
sobre el niño que lo llevaba, su color vivo, purpúreo y encantador. Si mi
madre no era una lectora fiel, lo era en cambio admirable para aquellas
obras en que veía el acento de un sentimiento sincero, por el respeto y la
sencillez de la interpretación y por la hermosura y suavidad de su tono. En
la misma vida, cuando eran personas vivas y no obras de arte las que excita-
ban su ternura o su admiración, conmovía el ver con qué deferencias aparta-
ba de su voz, de sus ademanes o de su palabras el relámpago de alegría que
hubiera podido hacer daño a esa madre que perdió un hijo hacía tiempo; el
recuerdo de un día de cumpleaños o de santo que trajera a la mente de un
viejo sus muchos años, o la frase de asuntos domésticos acaso desagradable
para este joven sabio. Asimismo, cuando leía la prosa de Jorge Sand, que
respira siempre esa bondad y esa distinción moral que mi abuela enseñara, a
mi madre a considerar como superiores a todo en la vida, y que mucho más
tarde le enseñé yo a no considerar como superiores a todo en los libros,
atenta a desterrar de su voz toda pequeñez y afectación que pudieran poner
obstáculo a la ola potente del sentimiento, revestía de toda la natural ternura
y de toda la amplia suavidad que exigían a estas frases que parecían escritas
para su voz y que, por decirlo así, entraban cabalmente en el registro de su
sensibilidad. Para iniciarlas en el tono que es menester encontraba ese acen-
to cordial que existió antes que ellas y que las dictó, pero que las palabras
no indican; y gracias a ese acento amortiguaba al pasar toda crudeza en los
tiempos de los verbos, daba al imperfecto y al perfecto la dulzura que hay
en lo bondadoso y la melancolía que hay en la ternura, encaminaba la frase
que se estaba, acabando hacia la que iba a empezar, acelerando o contenien-
do la marcha de las sílabas para que entraran todas, aunque fueran de dife-
rente cantidad, en un ritmo uniforme, e infundía a esa prosa tan corriente
una especie de vida sentimental e incesante.
Mis remordimientos se calmaron y me entregué a la dulzura de aquella
noche que iba a pasar con mamá a mi lado. Sabía que una noche así no po-
dría volver; que el deseo para mí más fuerte del mundo, tener a mi madre en
mi alcoba durante estas horas nocturnas, estaba muy en pugna con las nece-
sidades de la vida, y el sentir de todos para que la realización, que aquella
noche le fue concedida, pasara de ser cosa facticia y excepcional. Al día si-
guiente, retornarían mis angustias, y ya no tendría allí a mamá. Pero cuando
esas angustias mías estaban en sosiego, ya no las comprendía; además, ma-
ñana estaba aún muy lejos, y yo me decía que ya tendría tiempo de hacer
ánimo, aunque no podría ser mucho, que se trataba de cosas que no depen-
dían de mi voluntad, y que si me parecían más evitables era por el espacio
que aún me separaba de ellas.
***
Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me acordaba
de Combray, nunca vi más que esa especie de sector luminoso, destacándo-
se sobre un fondo de indistintas tinieblas, como esos que el resplandor, de
una bengala o de una proyección eléctrica alumbran y seccionan en un edi-
ficio, cuyas restantes partes siguen sumidas en la oscuridad: en la base, muy
amplia; el saloncito, el comedor, el arranque del oscuro paseo de árboles
por donde llegaría el señor Swann, inconsciente causante de mis tristezas; el
vestíbulo por donde yo me dirigía hacia el primer escalón de la escalera, tan
duro de subir, que ella sola formaba el tronco estrecho de aquella pirámide
irregular, y en la cima mi alcoba con el pasillito, con puerta vidriera, para
que entrara mamá; todo ello visto siempre a la misma hora, aislado de lo
que hubiera alrededor y destacándose exclusivamente en la oscuridad, como
para formar la decoración estrictamente necesaria (igual que esas que se in-
dican al comienzo de las comedias antiguas para las representaciones de
provincias) al drama de desnudarme; como si Combray consistiera tan sólo
en dos pisos unidos por una estrecha escalera, y en una hora única: las siete
de la tarde. A decir verdad, yo hubiera podido contestar a quien me lo pre-
guntara que en Combray había otras cosas, y que Combray existía a otras
horas. Pero como lo que yo habría recordado de eso serían cosas venidas
por la memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que
ella da respecto al pasado no conservan de él nada, nunca tuve ganas de
pensar en todo lo demás de Combray. En realidad, aquello estaba muerto
para mí.
¿Por siempre, muerto por siempre? Era posible.
En esto entra el azar por mucho, y un segundo azar, el de nuestra muerte,
no nos deja muchas veces que esperemos pacientemente los favores del
primero.
Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres
perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un ani-
mal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día,
que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol,
o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se
estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio.
Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra
compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e
inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus domi-
nios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto
material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encon-
tremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encon-
tremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el es-
cenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al
volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara,
en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego,
sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos
bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen
por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por
el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico
por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echa-
do un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago,
con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en
algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me inva-
dió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisi-
tudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad
en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una
esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí,
es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De
dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba
unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho y no debía de ser
de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a
aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero;
luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, pa-
rece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad
que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe
cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez
con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero vol-
ver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para
llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma.
Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidum-
bre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que
busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva
para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una
cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla
en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no
trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de
su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? In-
tento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en
que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado,
sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga
otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque
con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña,
y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina.
Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo,
por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa,
a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por segunda vez, hago el
vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del pri-
mer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere
elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué,
pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor
de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el
recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a
mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo
neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se
agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete
posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su insepa-
rable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y
de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese ins-
tante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan
lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada,
se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde
lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que
inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo tra-
bajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que
me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en
mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de
magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión
de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domin-
gos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a
su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la
probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las paste-
lerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enla-
zarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiem-
po abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va des-
agregando!; las formas externas —también aquella tan grasamente sensual
de la concha, con sus dobleces severos y devotos—, adormecidas o anula-
das, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la con-
ciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han
muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vi-
vos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el
sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las
ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio
enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que
mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en
averiguar por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con
fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de tea-
tro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se
había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de
casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pue-
blo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza,
adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer
recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como
ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana
pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a
estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flo-
res, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las
flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del
Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la igle-
sia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va
tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
DOS
Combray, de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando
llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que re-
sumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías, y
que ya vista más de cerca mantenía bien apretadas, al abrigo de su gran
manto sombrío, en medio del campo y contra los vientos, como una pastora
a sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas, ceñidas acá y acullá
por un lienzo de muralla que trazaba un rasgo perfectamente curvo, como
en una menuda ciudad de un cuadro primitivo. Para vivir, Combray era un
poco triste, triste como sus calles, cuyas casas, construidas con piedra ne-
gruzca del país, con unos escalones a la entrada y con tejados acabados en
punta, que con sus aleros hacían gran sombra, eran tan oscuras que en cuan-
to el día empezaba a declinar era menester subir los visillos; calles con gra-
ves nombres de santos (algunos de ellos se referían a la historia de los pri-
meros señores de Combray), calle de San Hilarlo, calle de Santiago, donde
estaba la casa de mi tía; calle de Santa Hildegarda, con la que lindaba la
verja; calle del Espíritu Santo, a la que daba la puertecita lateral del jardín;
y esas calles de Cambray viven en un lugar tan recóndito de mi memoria,
pintado por colores tan distintos de los que ahora reviste para mí el mundo,
que en verdad me parecen todas, y la iglesia, que desde la plaza las señorea-
ba, aún más irreales que las proyecciones de la linterna mágica, y en algu-
nos momentos se me figura que poder cruzar todavía la calle San Hilarlo y
poder tomar un cuarto en la calle del Pájaro —en la vieja hostería del Pájaro
herido, de cuyos sótanos salía un olor de cocina que sube aún a veces, en mi
recuerdo tan intermitente y cálido como entonces— sería entrar en contacto
con el Más Allá de modo más maravillosamente sobrenatural que si me fue-
ra dado conocer a Golo y hablar con Genoveva de Brabante.
Mi tía, prima de mi abuelo, en cuya casa habitábamos, era la madre de
esa tía Leoncia que desde la muerte de su marido, mi tío Octavio, no quiso
salir de Combray primero, de su casa luego, y más tarde de su cuarto y de
su cama, que no bajaba nunca y se estaba siempre echada, en un estado in-
cierto de pena, debilidad física, enfermedad, manía y devoción. Sus habita-
ciones daban a la calle de Santiago, que terminaba un poco más abajo en el
Prado grande (por oposición al Prado chico, el cual extendía su verdor en
medio de la ciudad, entre tres calles), y que, uniforme y grisácea, con los
tres escalones de piedra delante de casi todas las puertas, parecía un desfila-
dero tallado por un imaginero gótico en la misma piedra en que esculpiera
un nacimiento y un calvario. Mi tía no habitaba en realidad más que dos ha-
bitaciones contiguas, y por la tarde se estaba en una de ellas mientras se
ventilaba la otra. Eran habitaciones de esas de provincias que —lo mismo
que en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar, iluminadas o per-
fumadas por infinidad de protozoarios que nosotros no vemos— nos encan-
tan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, el hábito,
toda una vida secreta e invisible, superabundante y moral que el aire tiene
en suspenso; olores naturales, sí, y con color de naturaleza, como los de los
campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados, ya, exquisita jalea
industriosa y limpia de todos los frutos del año, que fueron del huerto al ar-
mario; cada uno de su sazón, pero domésticos, móviles, que suavizan el pi-
cor de la escarcha con la suavidad del pan blanco, ociosos y puntuales como
reloj de pueblo, y a la vez corretones y sedentarios, descuidados y previso-
res, lenceros, madrugadores, devotos y felices, henchidos de una paz que
nos infunde una ansiedad más y de un prosaísmo que sirve de depósito
enorme de poesía para el que sin vivir entre ellos pasa por su lado. Estaba
aquel aire saturado por lo más exquisito de un silencio tan nutritivo y sucu-
lento, que yo andaba por allí casi con golosina, sobre todo en aquellas pri-
meras mañanas, frías aún, de la semana de Resurrección, en que lo saborea-
ba mejor porque estaba recién llegado; antes de entrar a dar los buenos días
a mi tía tenía que esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol,
de invierno todavía, estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre
los dos ladrillos y que estucaba toda la habitación con su olor de hollín,
convirtiéndola en uno de esos hogares de pueblo o en una de esas campanas
de chimenea de los castillos, cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera
estalle la lluvia, la nieve o hasta una catástrofe diluviana pasa acrecer el bie-
nestar de la reclusión con la poesía de lo invernal; daba unos paseos del re-
clinatorio a las butacas de espeso terciopelo, con sus cabeceras de crochet; y
la lumbre, cociendo, como si fueran una pasta, los apetitosos olores cuaja-
dos en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por
la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les
daba arrugas y volumen para hacer un invisible y palpable pastel provin-
ciano, inmensa torta de manzanas, una torta en cuyo seno yo iba, después
de ligeramente saboreados los aromas más cuscurrosos, finos y reputados,
pero más secos también, de la cómoda, de la alacena y del papel rameado
de la pared, a pegarme siempre con secreta codicia al olor mediocre, pega-
joso, indigesto, soso y frutal de la colcha de flores.
En el cuarto de al lado oía a mi tía hablar ella sola a media voz. Nunca
hablaba más que bajito, porque se figuraba que tenía algo roto y flotante
dentro de la cabeza, y que hablando fuerte podría moverse; pero nunca se
pasaba mucho rato, aunque estuviera sola, sin decir algo, porque creía que
eso, era sano para la garganta y que, impidiendo que la sangre se parara allí,
tendría menos ahogos y angustias de aquellos que la aquejaban; además, en
aquella absoluta inercia en que vivía atribuía a sus mínimas sensaciones una
importancia extraordinaria, dotándolas de una tal movilidad, que era impo-
sible que las retuviera dentro de sí; y a falta de confidente a quien comuni-
cárselas se las anunciaba a sí misma, en un perpetuo monólogo, que era su
única forma de actividad. Desdichadamente, como había contraído la cos-
tumbre de pensar en alta voz, ya no se fijaba en que hubiera alguien o no en
el cuarto de al lado, y muchas veces le oía decir, dirigiéndose a si misma:
«Tengo que acordarme bien de que no he dormido» (porque su pretensión
capital era que no dormía nunca, pretensión que en nuestras palabras se re-
flejaba con gran respeto; por la mañana Francisca no iba a «despertarla»,
sino que «entraba» en su alcoba; cuando quería echar un sueño durante el
día, decíamos que quería «reflexionar» o «descansar»; y cuando, a veces, se
descuidaba charlando hasta el punto de llegar a decir: «lo que me ha desper-
tado» o «soñé que…», se ponía encarnada y se corregía en seguida).
Al cabo de un momento entraba a darle un beso; Francisca estaba hacien-
do el té; y si mi tía se sentía nerviosa, pedía tilo en vez de té, y entonces yo
era el encargado de coger la bolsita de la farmacia y echar en un plato la
cantidad de tilo que luego había que verter en el agua hirviente. Los tallos
de la flor del tilo, al secarse, se curvaban, formando un caprichoso enrejado,
entre cuyos nudos se abrían las pálidas flores, como si un pintor las hubiera
colocado y dispuesto del modo más decorativo. Las hojas, al cambiar de as-
pecto, al perderlo totalmente, se asemejaban a cosas absurdas, al ala trans-
parente de una mosca, al revés de una etiqueta o a un pétalo de rosa, pero
que hubieran sido entretejidas como en la confección de un nido. Mil pe-
queños detalles inútiles —prodigalidad encantadora del boticario— que en
un preparado facticio se hubieran suprimido, me daban, lo mismo que un
libro donde nos maravillamos de ver el nombre de un conocido, el gozo de
comprender que eran aquellos verdaderos tallos de tilo, como los que yo
veía en el paseo de la Estación, y modificados precisamente, porque eran de
verdad y no copias, y habían envejecido. Y como cada rasgo característico
que ofrecían no era más que la metamorfosis de un rasgo antiguo, yo reco-
nocía en las bolitas grises los botones verdes que no cuajaron; pero, sobre
todo, el brillo rosado, lunar y suave, en el que se destacaban las flores, pen-
dientes de una frágil selva de tallos, como rositas de oro —señal, como ese
resplandor que aun revela en un muro el sitio en que estuvo un fresco borra-
do, de la diferencia entre las partes del árbol que habían tenido color y las
que no—, me indicaba que aquellos pétalos eran los mismos que, antes de
henchir la bolsita de la botica, habían aromado las noches de primavera.
Aquella llama rosa, de cirio, era todavía su coloración, pero medio apagada
y dormida en esa vida inferior que ahora llevaban, y que viene a ser el cre-
púsculo de las flores. Muy pronto podía mi tía mojar en la hirviente infu-
sión, cuyo sabor de hoja muerta y flor marchita saboreaba, una magdalenita,
y me daba un pedacito cuando ya estaba bien empapada.
A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de limonero,
mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar; junto a una es-
tatuita de la virgen y una botella de Vichy Célestins había libros de misa y
recetas del médico, todo lo necesario para seguir desde el lecho los oficios
religiosos y el régimen, y para que no se pasara la hora de la pepsina ni la
de vísperas. Al otro lado de la dama extendíase la ventana, y así tenía la ca-
lle a la vista, y podía leer desde la mañana hasta por la noche, para no abu-
rrirse, al modo de los príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial,
de Combray, crónica que luego comentaba con Francisca.
Apenas estaba cinco minutos con mi tía, me mandaba que me fuera, por
temor a cansarse. Ofrecía a mis labios su frente pálida y fría, que en aque-
llas horas tempranas aun no tenía puestos los postizos, y en la cual se trans-
parentaban los huesos como las puntas de una corona de espinas o las cuen-
tas de un rosario, y me decía: «Anda, hijo mío, ve a vestirte para ir a misa; y
si ves por ahí a Francisca dile que no se entretenga mucho con vosotros y
que suba pronto a ver si necesito algo».
Porque, en efecto, Francisca, que estaba a su servicio hacía muchos años,
y que no sospechaba entonces que algún día habría de pasar al nuestro, des-
cuidaba un poco a mi tía los meses que pasábamos allí. Hubo una época de
mi infancia, antes de que fuéramos a Combray, cuando mi tía pasaba los in-
viernos en París en casa de su madre, en que yo conocía a Francisca, tan va-
gamente, que el día primero de año, antes de entrar en casa de mi tía, mamá
me ponía en la mano un duro y me decía: «Y ten cuidado de no equivocarte.
Espera para dárselo a que me oigas decir: buenos días, Francisca, y al mis-
mo tiempo te daré un golpecito en el brazo». Apenas llegábamos al oscuro
recibimiento de mi tía, veíanse en la sombra, y bajo los cañones de una co-
fia brillante, tiesa y frágil, como si fuera de azúcar hilado, los remolinos
concéntricos de una sonrisa de gratitud anticipada. Era Francisca, de pie e
inmóvil en el marco de la puertecita del corredor como una estatua de un
santo en su hornacina. Conforme iba uno acostumbrándose a aquellas tinie-
blas de iglesia, leíanse en su rostro los sentimientos de amor desinteresado a
la Humanidad y de tierno respeto a las clases sociales acomodadas, exaltado
en las mejores regiones de su corazón por la esperanza del aguinaldo.
Mamá me pellizcaba violentamente en el brazo y decía con voz fuerte:
«Buenos días, Francisca». Y a esta señal yo soltaba el duro, que iba a caer
en una mano confusa, pero tendida. Pero desde que íbamos a Combray, a
nadie conocía yo mejor que a Francisca; nosotros éramos sus favoritos y le
inspirábamos, al menos los primeros años, tanta consideración como mi tía,
y más vivo agrado, porque añadíamos al prestigio de formar parte de la fa-
milia (y Francisca guardaba a los invisibles lazos que crea entre los indivi-
duos de una familia, la circulación de una misma sangre, tanto respeto
como un trágico griego) el encanto de no ser los amos de siempre. Y por
eso nos recibía con gran alegría, compadeciéndonos porque no hacía mejor
tiempo, la víspera de Pascua, día de nuestra llegada, en que a veces aun so-
plaba un viento glacial, y cuando mamá le preguntaba por su hija y sus so-
brinos, si su nieto era bueno y qué pensaban hacer de él, y si se parecía a su
abuela.
Y cuando ya no había gente delante, mamá, que sabía que Francisca llo-
raba todavía a sus padres, muertos hacía muchos años, le hablaba de ellos
bondadosamente, inquiriendo mil detalles sobre lo que hicieron en esa vida.
Mamá había adivinado que Francisca no quería a su yerno y que éste le
aguaba el placer que sentía en estar con su hija, porque cuando él estaba de-
lante no podían hablar con libertad. Así que cuando Francisca iba a verlos, a
unas leguas de Combray, mi madre le decía sonriendo: «¿Verdad, Francisca,
que si Julián ha tenido que salir y tiene usted a Margarita para usted sola
todo el día, lo sentirá usted mucho, pero acabará por resignarse?» y Francis-
ca respondía riéndose: «La señora lo sabe todo, es peor que los rayos X (y
decía X con una dificultad afectada y una sonrisa para burlarse de su igno-
rancia, que se atrevía a emplear ese término científico), que trajeron para la
señora Octave y que ven lo que tiene uno en el corazón»; y desaparecía tur-
bada porque hablaban de ella, acaso para que no la vieran llorar; mamá era
la primera persona que le daba la alegría de sentir que su vida, sus dichas y
sus disgustos de aldeana podían ofrecer interés y ser motivo de gozo o tris-
teza para otra persona además de ella. Mi tía se resignaba a prescindir un
poco de Francisca durante nuestra estancia, porque sabía cuánto apreciaba
mi madre los servicios de aquella criada tan inteligente y activa, que estaba
tan flamante, desde las cinco de la mañana, en la cocina, con su cofia, cuyo
encañonado, brillante y tieso, parecía de porcelana, como para ir a misa;
que lo hacía todo bien, trabajando como una caballería, estuviera buena o
no, y siempre sin meter ruido, como si no hiciera nada, y la única criada de
mi tía que cuando mamá pedía agua caliente o café puro los traía verdadera-
mente a punto de hervir; era una de esas criadas que en una casa son de las
que desagradan a primera vista a un extraño, quizá porque no se toman el
trabajo de conquistarlo ni lo agasajan, porque saben muy bien que no lo ne-
cesitan, y que antes de despedirla a ella dejarían de recibirlo; pero que, en
cambio, son las que se ganan mejor el apego de los amos que han puesto a
prueba su capacidad real y no se preocupan por esa simpatía superficial y
esa palabrería servil que impresionan favorablemente a un forastero, pero
que muchas veces sirven de capa a una ineducable inutilidad.
Cuando Francisca, después de cuidar que a mis padres no les faltara
nada, subía por primera vez al cuarto de mi tía para darle la pepsina y pre-
guntarle lo que iba a tomar de almuerzo, era muy raro que no fuera ya lla-
mada a dar su opinión o alguna explicación concerniente a un aconteci-
miento de importancia:
—Francisca, figúrese usted que la señora Goupil ha pasado a buscar a su
hermana un cuarto de hora más tarde que de costumbre; por poco que se re-
trase en el camino no me extrañará que llegue a la iglesia después de alzar.
—Sí, no tendría nada de particular —contestaba Francisca.
—Francisca, si llega usted a venir cinco minutos antes, ve usted pasar a
la señora de Imbert, con unos espárragos dos veces más gordos que los de la
tía Callot; a ver si por medio de su criada se entera usted de dónde los saca.
Porque usted, que este año nos pone espárragos en todas las salsas, podría
comprarlos de esos para nuestros huéspedes.
—No tendría nada de particular que fueran de casa del señor cura —de-
cía Francisca.
—No, Francisca, no pueden ser de casa del señor cura. Y sabe usted que
no cría más que unos malos esparraguillos de nada. Y los que yo digo eran
tan gruesos como el brazo. Es decir, no como un brazo de usted, claro, sino
como uno de estos pobres brazos míos que este año aun han adelgazado
más.
—Francisca, ¿no ha oído usted el demonio del repique ese que me estaba
partiendo la cabeza?
—No, señora.
—¡Ay, hija mía, ya puede usted decir que tiene una cabeza dura, y darle
gracias a Dios! Era la Maguelone que ha venido a buscar al doctor Pipe-
raud; salieron los dos en seguida y tomaron por la calle del Pájaro. Debe ha-
ber algún niño enfermo.
—¡Vaya por Dios! —suspiraba Francisca, que no podía oír hablar de una
desgracia sucedida a un desconocido, aunque fuera en la parte más remota
del mundo, sin empezar a lloriquear.
—Oiga, Francisca, ¿y por quién habrán tocado a muerto? ¡Ah, sí, Dios
mío, será por la señora de Rousseau! ¡Pues no me había olvidado que se
murió la otra noche! ¡Ay, ya es hora de que Dios se acuerde de mí; desde la
muerte de mi pobre Octavio no sé dónde tengo la cabeza! Pero le estoy ha-
ciendo a usted perder el tiempo.
—¡No, señora, no! Mi tiempo vale poco, y además, el que hizo el tiempo
no nos lo vendió. Lo que sí voy a ver es si no se me apaga la lumbre.
De este modo apreciaban Francisca y mi tía los primeros acontecimientos
del día en aquella sesión matinal. Pero algunas veces esos acontecimientos
revestían un carácter tan misterioso y grave que mi día no podía aguardar
hasta el momento que subiera Francisca, y entonces cuatro campanillazos
formidables resonaban en toda la casa.
—¡Pero, señora, no es todavía la hora de la pepsina! —deja Francisca—.
¿Es que ha tenido usted algún mareo?
—No, Francisca, es decir, sí; ya sabe usted que ahora raro es el momento
en que no siento mareos; un día me acabaré como la señora de Rousseau,
sin darme cuenta siquiera; pero no he llamado por eso. ¿Querrá usted creer
que acabo de ver, lo mismo que la estoy viendo a usted, a la señora Goupil,
con una chiquita que no sé quién es? Vaya usted a casa de Camus por diez
céntimos de sal, y seguramente Teodoro podrá decirnos quién es.
—Será la hija de Pupin —decía Francisca, que, como ya había ido dos
veces aquella mañana a casa de Camus, prefería atenerse a una explicación
inmediata.
—¡La hija de Pupin! Pero, Francisca, ¿se figura usted que no voy yo a
conocer a la hija de Pupin?
—No digo la mayor, señora; digo la pequeña, la que está interna en el co-
legio, en Jouy. Me pareció verla ya esta mañana.
—¡Ah, como no sea eso! —decía mi tía—. Tendría que haber venido para
la función. ¡Sí, eso es, no hay que pensar más, habrá venido para la función!
Entonces pronto veremos a la señora de Sazerat llamar a la puerta de su her-
mana, para almorzar con ella. Eso será. He visto al chiquillo de casa de Ga-
lopín pasar con una tarta. Verá usted cómo esa tarta era para casa de la se-
ñora de Goupil.
—Pues si la señora de Goupil tiene visita no tardará usted mucho en ver
entrar a sus invitados al almuerzo, porque ya empieza a hacerse tarde —de-
cía Francisca, que, como tenía prisa en bajar para ocuparse de sus guisos, se
alegraba ante la perspectiva de dejar a mi tía esta distracción.
—Sí, pero no vendrán antes de las doce —contestaba mi tía con tono re-
signado, echando al reloj una ojeada inquieta, pero furtiva, para no hacer
ver que ella, que ya había renunciado a todo, sacaba, de saber quién tendría
la señora de Goupil a almorzar, un placer tan vivo, y que desgraciadamente
se haría esperar aún lo menos media hora. «Y quizá lleguen mientras yo
esté almorzando», se decía bajito a sí misma. Su almuerzo le servía ya de
bastante distracción para que no necesitara tener otra al mismo tiempo. «No
se le olvide a usted traerme los huevos a la crema en un plato liso, ¡eh!»
Ésos eran los únicos platos decorados con monigotes, y mi tía se entretenía
en todas sus comidas en leer el letrero del plato en que le servían. Se calaba
sus gafas, e iba descifrando: Alí-Babá, o los cuarenta ladrones; Aladino, o
la lámpara maravillosa, y decía sonriente: «Muy bien, muy bien».
—¿Podría llegarme a casa de Camus? —decía Francisca, al ver que mi
tía ya no la iba a mandar.
—No, no merece la pena; seguramente es la chica de Pupin. Francisca,
siento mucho haberla hecho a usted subir en balde.
Pero mi tía sabía perfectamente que no la había llamado en balde, porque
en Combray «una persona desconocida» era un ser tan increíble como un
dios de la mitología, y no se recordaba que ninguna vez que una de aquellas
pasmosas apariciones habían ocurrido, fuera de la plaza, fuera de la calle
del Espíritu Santo una diligente investigación no hubiera terminado por re-
ducir el personaje fabuloso a las proporciones de una «persona conocida»,
ya personalmente, ya en abstracto, según su estado civil, y como pariente en
tal o cual grado de alguien de Combray. Así pasó con el hijo de la señora de
Sauton, al volver del servicio; con la sobrina del padre Perdreau, que salía
del convento, y con el hermano del cura, recaudador en Chateaudun, cuan-
do vino para la función o cuando pidió el retiro. Al verlos, cundió la emo-
ción de que había en Combray personas que no se sabía quiénes eran senci-
llamente, porque no fueron reconocidas o identificadas en seguida. Y, sin
embargo, tanto el cura como la señora de Sauton habían prevenido anticipa-
damente que esperaban a sus huéspedes. Cuando, al volver por la tarde,
subía yo a contar mi paseo a la tía, si cometía la imprudencia de decirle que
habíamos visto junto al Puente Viejo a un hombre que mi abuelo no cono-
cía, exclamaba: «¡Un hombre que el abuelo no conoce! No puede ser»,
pero, preocupada con la noticia, quería quitarse ese peso de encima y man-
daba llamar a mi abuelo.
—¿A quién os habéis encontrado junto al Puente Viejo? Dice éste que a
un hombre desconocido.
—No —contestaba mi abuelo—, era Próspero, el hermano del jardinero
de Bouilleboeuf.
—¡Ah!, ya —decía, tranquilizada y un poco encendida; y encogiéndose
de hombros con una sonrisa irónica, añadía—: ¡Y me decían que habían us-
tedes encontrado a un hombre que no sabían quién era!
Y entonces me recomendaban que otra vez fuera más circunspecto y que
no pusiera nerviosa a mi tía con palabras impremeditadas. Todo el mundo,
personas y animales, se conocía tan bien en Combray, que si mi tía veía por
casualidad pasar un perro «desconocido», no dejaba de pensar en eso y en
consagrar a aquel hecho incomprensible su talento inductivo y sus horas de
libertad.
—Debe de ser el perro de la señora de Sazerat —decía Francisca sin gran
convencimiento, con objeto de tranquilizarla y de que no se calentara más la
cabeza.
—¡Como que no voy yo a conocer al perro de la señora de Sazerat! —
contestaba mi tía, cuyo espíritu crítico no admitía un hecho con tanta
facilidad.
—¡Ah!, será el perro nuevo que Galopín ha traído de Lisieux.
—Como no sea eso…
—Dicen que es un animal muy bueno —añadía Francisca, que lo sabía
por Teodoro—, tan listo como una persona y siempre de buen humor y ama-
ble, un perro muy gracioso. Es raro que un animal tan pequeño sea manso.
Señora, voy a tener que bajarme, no tengo tiempo de distraerme, son ya las
diez y no está el horno encendido; además, tengo que pelar los espárragos.
—¡Pero más espárragos aún, Francisca! Tiene una manía por los espárra-
gos este año y va usted a cansar a nuestros parisienses.
—No, señora. Les gustan mucho los espárragos. Traerán apetito de la
iglesia y ya verá usted cómo no se los comen con el revés de la cuchara.
—Pero ya deben de estar en la iglesia. Sí, sí; no pierda usted tiempo.
Vaya usted a cuidar el almuerzo.
Mientras que mi tía estaba charlando así con Francisca, yo iba con mis
padres a misa. ¡Qué cariño tenía yo a la iglesia de Combray, y qué bien la
veo ahora! El viejo pórtico de entrada, negro y picado cual una espumadera,
estaba en las esquinas curvado y como rehundido (igual que la pila del agua
bendita a que conducía), lo mismo que si el suave roce de los mantos de las
campesinas, al entrar en la iglesia, y de sus dedos tímidos al tomar el agua
bendita, pudiera, al repetirse durante siglos, adquirir una fuerza destructora,
curvar la piedra y hacerle surcos como los que trazan las ruedas de los carri-
tos en el guardacantón donde tropiezan todos los días. Las laudas, bajo las
cuales el noble polvo de los abades de Combray, allí enterrados, daba al
coro un como pavimento espiritual, no eran ya tampoco de materia inerte y
dura porque el tiempo la había ablandado y la vertió, como miel fundida,
por fuera de los límites de su labra cuadrada, que por un lado, superaban en
dorada onda, arrastrando las blancas violetas de mármol; y que en otros lu-
gares se resorbía contrayendo aún más la elíptica inscripción latina, introdu-
ciendo una nueva fantasía en la disposición de los caracteres abreviados y
acercando dos letras de una palabra mientras que separaba desmesurada-
mente las demás. Las vidrieras nunca tornasolaban tanto como en los días
de poco sol, de modo que si afuera hacía mal tiempo, de seguro que en la
iglesia lo hacía hermoso; había una, llena en toda su tamaño por un solo
personaje que parecía un rey de baraja, y revivía allá, entre cielo y tierra,
bajo un dosel arquitectónico (y en el reflejo oblicuo y azulado que daba este
rey, veíase a veces, un día de entre semana, a mediodía, cuando ya no hay
misas —en uno de esos raros momentos en que la iglesia; ventilada, yacía,
más humanizada; lujosa, con el oro del sol en el mobiliario, parecía casi ha-
bitable como el hall de piedra tallada y vidrieras pintadas de un hotel estilo
medieval— a la señora de Sazerat, que se arrodillaba un instante, dejando
en el reclinatorio de al lado un paquetito muy bien atado de pastas que aca-
baba de comprar en la pastelería de enfrente y que llevaba a casa para pos-
tre); en otra vidriera, una montaña de rosada nieve, a cuya planta se libraba
un combate, parecía que había escarchado hasta la misma vidriera, hinchán-
dola con su turbio granillo, como un vidrio en donde aun quedaran copos de
nieve, pero copos iluminados por alguna luz de aurora (por la misma aurora
sin duda que coloreaba el retablo con tan frescos tonos, que más bien pare-
cían pintados allí por un resplandor venido de fuera y pronto a desvanecer-
se, que por colores adheridos para siempre a la piedra); y eran todas tan an-
tiguas, que se veía brillar acá y allá su plateada vejez con el polvo de los si-
glos, y que mostraban brillante y raída hasta la trama, la hilazón de su tapi-
cería de vidrio. Había una que era un alto compartimiento dividido en un
centenar de cristalitos rectangulares, en los que predominaba el azul, como
una gran baraja de aquellas que debían de distraer al rey Carlos VI; pero un
momento después, y ya fuera, porque brillaba un rayo de sol o porque mi
mirada al moverse paseaba por la vidriera, que se encendía y se apagaba, un
incendio móvil y precioso, tomaba el brillo mudable de una cola de pavo
real, y luego se estremecía y ondulaba formando una lluvia resplandeciente
y fantástica, que goteaba desde lo alto de la bóveda rocosa y sombría, a lo
largo de las húmedas paredes, como si yo fuera detrás de mis padres, que
llevaban su libro de misa en la mano, no por una iglesia, sino por la nave de
una gruta de irisadas estalactitas; un instante más tarde, los cristalitos en
rombo tomaban la profunda transparencia, la infrangible dureza de zafiros
que hubieran estado puestos en un inmenso pectoral, pero tras los cuales
sentíase más codiciada que sus riquezas, una momentánea sonrisa del sol;
un sol tan cognoscible en la ola azul y suave con que bañaba las pedrerías
como en los adoquines de la plaza o en la paja del mercado; y en los prime-
ros domingos de nuestra estancia, cuando llegábamos antes de Pascua, me
consolaba de la desnudez y negrura de la tierra, desplegando, como en una
primavera histórica y que datara de los sucesores de San Luis, el tapiz cega-
dor y dorado de miosotis de cristal.
Dos tapices de trama vertical representaban la coronación de Ester (la tra-
dición prestaba a Asuero los rasgos fisonómicos de un rey de Francia y a
Ester los de una dama de Guermantes, de la que estaba enamorado), y los
colores, al fundirse, habían añadido a los tapices expresión, relieve y clari-
dad; un poco de color de rosa flotaba en los labios de Ester saliéndose del
dibujo de su contorno, y el amarillo de su traje se ostentaba tan suntuosa-
mente, tan liberalmente, que venía a cobrar como una especie de consisten-
cia y triunfaba vivamente sobre la atmósfera vencida; y el follaje de los ár-
boles seguía verde en las partes bajas del paño de seda y lana, pero arriba se
había «pasado» y hacía destacarse con más palidez, por encima de los tron-
cos oscuros, las ramas altas, amarillentas, doradas y como medio borradas
por la brusca y oblicua claridad de un sol invisible. Todo esto y todavía más
los objetos preciosos donados a la iglesia por personajes que para mí eran
casi personajes de leyenda (la cruz de oro, trabajado, según decían, por San
Eloy, y regalada por Dagoberta; el sepulcro de los hijos de Luis el Germáni-
co, de pórfiro y cobre esmaltado), era motivo de que yo anduviera por la
iglesia para ir hacia nuestras sillas, como por un valle visitado por las hadas
y donde el campesino se maravilla de ver en una roca, en un árbol, en un
charco, huellas palpables de su sobrenatural paso; todo esto revestía a la
iglesia para mis ojos de un carácter enteramente distinto al resto de la ciu-
dad: el ser un edificio que ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro di-
mensiones —la cuarta era la del Tiempo— y que al desplegar a través de
los siglos su nave, de bóveda en bóveda y de capilla en capilla, parecía ven-
cer y franquear no sólo unos cuantos metros, sino épocas sucesivas, de las
que iba saliendo triunfante; que ocultaba el rudo y feroz siglo onceno en el
espesor de sus muros, de donde no surgía con sus pesados arcos de bóveda,
rellenos y cegados por groseros morrillos, más que en la profunda brecha
que abría junto al pórtico la escalera del campanario, y aun allí, disimulado
por los graciosos arcos góticos que se colocaban coquetamente delante de
él, como hermanas mayores que se colocan sonriendo delante de un herma-
nito zafio, grosero y mal vestido, para que no lo vea un extraño; que alzaba
al cielo, por encima de la plaza, su torre que viera a San Luis y que todavía
parecía estar viéndolo; y que se hundía con su cripta en una noche merovin-
gia por donde, guiándonos a tientas, bajo la bóveda sombría y fuertemente
nervuda, como la membrana de un inmenso murciélago de piedra, Teodoro
y su hermana nos alumbraban con una vela el sepulcro de la nieta de Sigi-
berto, en el que había una honda huella de valva de concha —como el rastro
de un fósil— que, según decían, procedía de «una lámpara de cristal, que la
noche del asesinato de la princesa franca se desprendió sola de las cadenas
de oro de que pendía en el mismo lugar que hoy ocupa el ábside, que sin
que se rompiese el cristal ni se apagara la llama, se hundió en la piedra, ha-
ciéndola ceder blandamente bajo su peso».
¿Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y
carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa!
Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba el ábside estaba más
en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin la-
brar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico;
las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba
muro de cárcel que de iglesia. Y claro que luego, pasado el tiempo, al acor-
darme de todos los gloriosos ábsides que había visto, no se me ocurrió nun-
ca compararlos con el ábside de Combray. Tan sólo un día, en un recodo de
una callejuela de provincia, vi, frente al cruce de tres calles, un muro rudo y
sobrealzado, con vidrieras abiertas en lo alto, con el mismo aspecto asimé-
trico del ábside de Combray, Y entonces no me admiré, como en Chartres o
en Reims, de la fuerza con que allí estaba expresado el sentimiento religio-
so, sino que exclamé sin querer: «¡La iglesia!».
¡La iglesia! Edificio familiar, medianero —en la calle de San Hilario,
adonde daba su puerta norte— de sus dos vecinos, la botica de Rapin y la
casa de la señora de Loiseau, con los que tocaba sin separación alguna, sim-
ple ciudadana de Combray, donde nos parecía que habría de pararse el car-
tero al hacer su reparto de la mañana, cuando salía de casa de Rapin y antes
de entrar en casa de la señora Loiseau, existía, sin embargo, entre ella y
todo lo demás, una demarcación que mi alma jamás pudo franquear. En
vano la señora Loiseau cultivaba en su balcón unas fucsias que tenían la
mala costumbre de dejar correr ciegamente a sus ramas y cuyas flores no
tenían cosa más urgente que hacer, cuando ya eran grandecitas, que ir a re-
frescarse las mejillas moradas, congestionadas, en la sombría fachada de la
iglesia: no por eso eran aquellas fucsias para mí sagradas; entre las flores y
la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis ojos no percibían nin-
gún intervalo, mi alma distinguía un abismo.
Reconocíase la torre del campanario de San Hilario desde muy lejos, ins-
cribiendo su fisonomía inolvidable en un horizonte donde todavía no aso-
maba Combray; cuando en la semana de Resurrección, la veía mi padre,
desde el tren que nos llevaba de París, corriendo por todos los surcos del
cielo y haciendo girar en todas direcciones su veleta, que era un gallo de
hierro, nos decía: «Vamos, coged las mantas, que ya hemos llegado». Y en
uno de los grandes paseos que dábamos estando en Combray, había un sitio
en que el estrecho camino iba a desembocar en una gran meseta cuyo hori-
zonte cerrábalo la dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos aso-
maba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosa-
da, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de
dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única in-
dicación humana. Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la torre cua-
drada y medio derruida, que menos alta que la del campanario, aun subsistía
junto a ella, sorprendía ante todo el tono sombrío y rojizo de la piedra; en
las brumosas mañanas de otoño, elevándose por encima del tormentoso co-
lor violeta de los viñedos, hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, del
color casi de la viña virgen.
Muchas veces, al pasar por la plaza, de vuelta del paseo, mi abuela me
hacía pararme para contemplar el campanario. De las ventanas de la torre,
colocadas de dos en dos, unas encima de otras, con esa justa y original pro-
porción en las distancias que no sólo da belleza y dignidad a los rostros hu-
manos, soltaba, dejaba caer a intervalos regulares bandadas de cuervos, que
durante un instante daban vueltas chillando, como si las viejas piedras que
los dejaban retozar sin verlos; al parecer, se hubieran tornado de pronto in-
habitables, y exhalando un germen de agitación infinita los hubieran pegado
y echado de allí. Y después de haber rayado en todas direcciones el tercio-
pelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la
torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plan-
tados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban, quizá, atrapando a
algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que gaviota quieta, in-
móvil, con la inmovilidad del pescador, en la cresta de una ola. Sin saber
muy bien porqué, mi abuela apreciaba en la torre de San Hilario esa falta de
vulgaridad, de pretensión y de mezquindad que la inclinaba a querer y a
considerar como ricos en benéfica influencia a la naturaleza —siempre que
la mano del hombre no la hubiera, como la de nuestro jardinero, empeque-
ñecido— y a las obras geniales. Indudablemente, la iglesia, vista por cual-
quier lado, se distinguía de los demás edificios en que tenía infusa como
una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar
conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable.
La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela
la cualidad que más apreciaba en este mundo: la naturalidad y la distinción.
Como no entendía de Arquitectura, decía: «Hijos míos, podéis reíros de mí;
no será hermosa conforme a los cánones, pero me gusta mucho esa forma
suya tan vieja y tan rara. Estoy convencida de que si tocara el piano tocaría
con «alma». Y, al mirarla, al seguir con la vista la suave tensión, la inclina-
ción ferviente de sus declives, de sus pendientes de piedra, que conforme se
alzaban iban acercándose como se juntan las manos para rezar, uníase tan
bien a la efusión de la aguja, que su mirada se lanzaba hacia arriba con ella;
y, al mismo tiempo, sonreía bondadosamente a las viejas piedras gastadas,
que ya sólo en el remate alumbraba el poniente, y que desde el momento en
que entraban en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mu-
cho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una
octava más alto.
Lo que en Combray daba forma, coronamiento y consagración a todos
los quehaceres, a todas las obras y a todas las perspectivas de la ciudad, era
el campanario. Desde mi cuarto sólo alcanzaba a ver su base, cubierta de
pizarra; los domingos, cuando veía en una cálida mañana aquellas pizarras
flameantes como un negro sol, me decía: «¡Dios mío!, las nueve. Tengo que
vestirme ya para ir a misa, si quiero que me quede tiempo para subir a dar
un beso a la tía Leoncia»; y ya veía exactamente el color que iba a tener el
sol en la plaza, y el calor y el polvo que haría en el mercado, y la sombra
del toldo de la tienda donde mamá entraría, quizá, antes de misa, atravesan-
do un olor de tela cruda, a comprar un pañuelo, pañuelo que le haría mos-
trar el amo, el cual se preparaba ya a cerrar y acababa de salir de la trastien-
da, con su americana de domingo y con las manos bien jabonadas, aquellas
manos que tenía por costumbre restregarse una con otra cada cinco minutos,
y aun en las más tristes circunstancias, con aire de audacia, de galantería y
de triunfo.
Cuando después de misa entrábamos a decir a Teodoro que nos mandara
un brioche mayor que de costumbre, porque nuestros primos, aprovechando
el buen tiempo, habían venido de Thiberzy a almorzar con nosotros, tenía-
mos enfrente el campanario, que, dorado y recocido como un gran brioche
bendito, con escamas y gotitas gomosas de sol, hundía su aguda punta en el
cielo azul. Y por la tarde, al volver de paseo, cuando ya pensaba yo en que
pronto tendría que despedirme de mamá y no volver a verla, mostrábase el
campanario tan suave en el acabar del día, que parecía colocado y hundido
como un almohadón de terciopelo pardo, en el cielo pálido, que había cedi-
do a su presión, ahondándose ligeramente para hacerle hueco, y refluyendo
en los bordes; y los chillidos de los pájaros que revoloteaban por alrededor
acrecían su silencio, daban más impulso a su aguja y lo revestían de inefa-
ble carácter.
Hasta cuando había que ir por las calles de detrás de la iglesia, donde no
se la veía, todo parecía ordenado con arreglo al campanario, que surgía aquí
o allá entre las casas, aun más impresionante por asomar así sin la iglesia.
Verdad que hay muchos otros campanarios mucho más hermosos vistos de
esa manera, y que guardo en mi memoria viñetas de torres asomando enci-
ma de los tejados, de un carácter más artístico que las que componían las
tristes calles de Combray. Nunca se me olvidarán, de una curiosa ciudad de
Normandía, próxima a Balbec, dos encantadores palacios del siglo XVIII,
que por muchos conceptos me son caros y venerables, y entre los cuales,
cuando se mira desde el hermoso jardín que baja de las escalinatas de los
palacios hacia el río, se eleva la aguja gótica de una iglesia, y parece como
que termina y corona sus fachadas; pero con un material tan distinto, tan
precioso, tan rizado, rosáceo y pulido, que se aprecia claramente que no for-
ma parte de ellos, como no forma parte de las dos hermosas guijas, entre las
que está presa en la playa, la flecha purpurina y dentada de una concha en
forma de huso, toda resplandeciente de esmalte. En el mismo París, en uno
de los barrios más feos de la ciudad, sé yo de una ventana por la que se ve,
después de un primero, un segundo y hasta un tercer término de tejados
amontonados de varias calles, una campana morada, a veces rojiza, y en
ocasiones, cuando la atmósfera tira una de sus mejores «pruebas», de un ne-
gro filtrado en gris, que no es más que la cúpula de San Agustín, y que da a
esa vista de París el carácter de algunas de Roma, por Piranesi. Pero como
en ninguno de aquellos grabados, por gustosamente que los ejecutara mi
memoria, pude poner lo que ya tenía perdido hacía tanto tiempo, es decir, el
sentimiento que nos mueve, no a mirar una cosa como un espectáculo, sino
a creer en ella como en un ser sin equivalente, ninguna de ellas señorea una
parte tan honda de mi vida como el recuerdo de aquellos aspectos del cam-
panario de Combray en las calles de detrás de la iglesia.
Unas veces, cuando a las cinco de la tarde íbamos al correo por las cartas,
se le veía a la izquierda, y unas casas más abajo de uno, elevando brusca-
mente con su aislada cima, la línea que dibujaban los tejados; otras, por el
contrario, cuando queríamos preguntar por la señora Sazerat, se seguía con
la vista dicha línea, que después de haberse elevado voluta a bajar en su otra
vertiente, sabiendo que había que torcer por la segunda bocacalle, pasado el
campanario; y si íbamos más allá, camino de la estación, se lo veía oblicua-
mente, mostrando de perfil aristas y superficies nuevas, como un sólido sor-
prendido en un aspecto desconocido de su revolución. Y desde las márgenes
del Vivona, el ábside, musculosamente recogido e hinchado por la perspec-
tiva, parecía nacido del esfuerzo que hacía el campanario para lanzar su
aguja hasta el mismo corazón del cielo; pero en cualquier forma que se lo
viera, a él era menester tornar siempre; a él, que lo dominaba todo, conmi-
nando a las casas con un inesperado pináculo que se alzaba ante mí como
un dedo inconfundible de Dios, aunque el Cuerpo Divino, oculto por la mu-
chedumbre humana, no se veía. Y hoy todavía, si en alguna gran ciudad de
provincias o en un barrio de París que no conozco bien, un transeúnte que
me ha «encaminado» me indica a lo lejos como punto de referencia la torre
de un hospital, o el campanario de un convento, que alzan su puntiagudo
bonete eclesiástico en la esquina de una calle por donde debo continuar, a
poco que mi memoria pueda encontrarle oscuramente algún rasgo de pare-
cido con la amada y desaparecida silueta, el transeúnte, si se vuelve a ver si
voy bien, puede, todo asombrado, verme, olvidado del paseo o del queha-
cer, allí parado delante del campanario horas y horas, probando a acordar-
me, y sintiendo en mi interior tierras reconquistadas al olvido que van que-
dando en seco y tomando forma; y en ese instante, y con mayor ansiedad
que el momento antes, cuando le pedía que me guiara, sigo buscando mi ca-
mino, doblo una calle…, pero todo sin salir de dentro de mi corazón.
Al volver de misa solíamos encontrarnos con el señor Legrandin, que,
obligado a vivir en París por su profesión de ingeniero, no podía, como no
fuera en vacaciones, venir a su finca de Cambray más que desde el sábado
por la noche hasta el lunes por la mañana. Era una de esas personas que
además de su carrera científica, en la que logran brillantes triunfos, tienen
una cultura enteramente distinta, artística o literaria, que no utiliza su espe-
cialización profesional, pero de la que beneficia su conversación. Más leí-
dos que muchos literatos (en aquella época no sabíamos que el señor Le-
grandin gozaba de cierta reputación como escritor, y nos extrañamos al ver
que un músico célebre había escrito una melodía con letra suya), y con más
«facilidad» que muchos pintores, se imaginan estas personas que la vida
que hacen en este mundo no es la apropiada para ellos, y ponen en sus ocu-
paciones positivas, ya una indiferencia medio caprichosa, ya una aplicación
constante y altiva, despectiva, amarga y concienzuda. Alto, bien formado,
de rostro fino y pensativo, con largos bigotes rubios, mirar azul y desenga-
ñado, de cortesía extremada y de conversación tan grata como nunca la oí-
mos, era a los ojos de mi familia, que le citaba siempre como dechado, el
tipo del hombre selecto, que tomaba la vida del modo más noble y delicado.
Lo único que le censuraba mi abuela era hablar un poco mejor de lo debido,
de un modo un tanto libresco, y de que su lenguaje careciera de la naturali-
dad que tenían sus chalinas siempre flotantes y su americana recta, casi de
estudiante. También le extrañaban los inflamados párrafos que a veces lan-
zaba contra la aristocracia, la vida mundana, y el snobismo, «que segura-
mente era el pecado en que pensaba San Pablo al hablar de un pecado que
no tiene remisión».
La ambición mundana era un sentimiento tan imposible de sentir y casi
de comprender para mi abuela, que le parecía gastar tanta pasión en difa-
marla. Además no le parecía cosa de muy buen gusto que el señor Legran-
din, que tenía una hermana casada, cerca de Balbec, con un hidalgo de la
Normandía Baja, se entregara a tan violentos ataques contra los nobles, lle-
gando casi hasta a reprochar a la Revolución el no haberlos guillotinado a
todos.
—Salud, amigos míos —decía viniendo a nuestro encuentro—. Felices
ustedes que pueden vivir mucho aquí. Yo, mañana, tengo que volverme a
París, a meterme en mi rincón.
¡Ah! —añadía con aquella sonrisa suavemente irónica y desencantada; un
tanto distraída, que le era peculiar—, cierto que tengo en casa toda clase de
cosas inútiles. Sólo me falta lo necesario, es decir, un gran espacio de cielo,
como aquí. Procura guardar siempre por encima de tu vida un buen espacio
de cielo, joven —añadía, volviéndose hacia mí—. Tienes un alma muy bue-
na, poco usual, y una naturaleza de artista, así que no consientas que le falte
lo que necesita.
Cuando, al regreso, mi tía nos mandaba preguntar si la señora de Goupil
había llegado tarde a misa, no podíamos informarle. En cambio, le dábamos
una preocupación más diciéndole que había en la iglesia un pintor copiando
la vidriera de Gilberto el Malo. Francisca, enviada inmediatamente por su
ama a la tienda de ultramarinos, volvía con las manos vacías, por culpa de
que no estuviera allí Teodoro, el cual, gracias a su doble profesión de cantor
de la iglesia, encargado en parte de su limpieza, y de dependiente de ultra-
marinos, tenía conocidos en todas partes y un saber enciclopédico.
—¡Ay! —suspiraba mi tía—, ¡ojalá fuera ya la hora de que venga Eula-
lia! Ella es la única que podrá informarme.
Eulalia era una muchacha coja y sorda, muy activa, que se había «retira-
do», a la muerte de la señora de la Bretonnerie, en cuya casa estaba coloca-
da desde niña, y que alquiló una habitación junto a la iglesia; y se pasaba el
día bajando y subiendo de su casa al templo, ya a las horas de los oficios, ya
fuera de ellas, para rezar un poquito o para echar una mano a Teodoro; lo
restante del tiempo lo consagraba a visitar enfermos, como mi tía Leoncia, a
los que contaba todo lo que había pasado en misa o en las vísperas. No des-
preciaba la ocasión de añadir algún pequeño ingreso a la parva renta que le
pasaba la familia de sus antiguos señores, yendo de cuando en cuando a cui-
dar de la lencería del señor cura o de otra personalidad notable del mundo
clerical de Combray. Llevaba un manto de paño negro y una papalina blan-
ca, casi de monja: una enfermedad de la piel dio a una parte de sus mejillas
y a su nariz corva los tonos de color rosa vivo de la balsamina. Sus visitas
eran la gran distracción de mi tía Leoncia, y las únicas que recibía, aparte
de las del señor cura. Mi tía había ido deshaciéndose poco a poco de los de-
más visitantes, porque a sus ojos incurrían todos en el defecto de pertenecer
a una de las dos categorías de personas que detestaba. Unas, las peores y
aquellas de quienes antes se deshizo, eran las que le aconsejaban que no «se
hiciera caso», y profesaban, aunque fuera negativamente y sin manifestarlo
más que con ciertos silencios de desaprobación o sonrisa incrédulas, la sub-
versiva doctrina de que un paseíto por el sol y un buen bistec echando san-
gre (¡a ella que conservaba catorce horas en el estómago dos malos tragos
de agua de Vichy!) le probarían más que la cama y los medicamentos. For-
maban la otra categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de
lo que estaba, o tan enferma como ella, aseguraba estar. Así que aquellas
personas a quienes se permitió subir, después de grandes vacilaciones y gra-
cias a las oficiosas instancias de Francisca, y que en el curso de su visita
mostraron cuán indignos eran del favor que se les había hecho, arriesgando
tímidamente un: «¿No le parece a usted que si anduviera un poco, cuando el
tiempo sea bueno…?», o que, por el contrario, al decirles ella: «Estoy muy
mal, muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí, cuando no se tiene salud.
Pero aun puede usted tirar así mucho tiempo», estaban seguros, tanto unos
como otros, de no ser recibidos nunca más. Y si Francisca se reía de la cara
de susto que ponía mi tía al ver venir, desde su cama, por la calle del Espíri-
tu Santo, a una de aquellas personas, o al oír un campanillazo, se reía toda-
vía más, como de una buena jugarreta, de las argucias siempre triunfantes
de mi tía para que se volvieran sin entrar y de la cara desconcertada del visi-
tante que se marchaba sin verla, y en el fondo admiraba a su ama, conside-
rándola superior a todas aquellas personas, puesto que no las quería recibir.
De modo que mi tía exigía al mismo tiempo que le aprobaran su régimen,
que la compadecieran por sus padecimientos y que la tranquilizaran respec-
to a su porvenir.
Y en esto Eulalia rayaba muy alto. Ya podía mi tía decirle veinte veces
por minuto: «Esto se acaba, Eulalia»; otras tantas veces respondía Eulalia:
«Conociendo su enfermedad como la conoce usted, llegará usted a los cien
años; eso mismo me decía ayer la señora de Sazerin». (Una de las más
arraigadas creencias de Eulalia, y en la que no pudo hacer mella el impo-
nente número de mentís que le dio la experiencia, era que la señora de Saze-
rat se llamaba la señora de Sazerin.)
—No pido tanto como llegar a los cien —contestaba mi tía, que prefería
no ver sus días contados con un límite concreto.
Y como, además de eso, Eulalia sabía distraer a mi tía sin cansarla, sus
visitas, que ocurrían regularmente todos los domingos, salvo impedimento
inopinado, constituían para mi tía un placer cuya perspectiva la mantenía
esos días en un estado agradable al principio, pero que acababa por ser do-
loroso, como la mucha hambre, a poco que Eulalia se retrasara. Cuando se
prolongaba excesivamente aquella voluptuosidad de esperar a Eulalia se
tornaba suplicio, y mi tía no hacía más que mirar el reloj, bostezar y sentirse
mareada. Y cuando el campanillazo de Eulalia sonaba al final del día, cuan-
do no se la esperaba ya, mi tía casi se ponía mala. En realidad, los domin-
gos no pensaba más que en la visita, y en cuanto se acababa el almuerzo,
Francisca sentía impaciencia porque nos marcháramos del comedor, para
poder subir a «entretener» a mi tía. Pero (sobre todo desde que el buen
tiempo se afirmaba en Combray) ya hacía rato que la altiva hora del medio-
día caía de la torre de San Hilarlo después de blasonarlo con los doce floro-
nes momentáneos de su corona, sonara alrededor de nuestra mesa, junto al
pan bendito, venido también él familiarmente de la iglesia, y aun seguíamos
sentados ante los platos historiados de las Mil y una noches, fatigados por el
calor y sobre todo por la comida. Porque al fondo permanente de huevos, de
chuletas, patatas, confituras y bizcochos, que ya ni siquiera nos anunciaba,
añadía Francisca, con arreglo a las labores de los campos y de los huertos,
el fruto de la pesca, los azares del comercio, las finezas de los vecinos y su
propio genio, de tal manera que la lista de nuestras comidas reflejaba en
cierto modo, como esas cuadrifolias esculpidas en el siglo XIII, en el pórti-
co de las catedrales, el ritmo de las estaciones y los episodios de la vida: un
mero, porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava,
porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville-le-Pin;
tuétano de cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de
carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta
los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albarico-
ques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días
ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor
Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín,
después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gus-
taba mucho antes; pastel de almendra, porque se había encargado la víspera,
y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerlo. Acabado todo esto, se
nos brindaba, hecha especialmente para nosotros, pero dedicada particular-
mente a mi padre, que le tenía mucha afición, una crema de chocolate, ins-
piración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de
circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. El que no hubiera
querido probarla, alegando que ya había terminado y que no tenía más ga-
nas, se hubiera humillado por este sencillo hecho al rango de uno de esos
groseros que hasta cuando un artista les regala una obra suya se fijan en el
peso y en la materia, cuando lo que vale en ella es la intención y la firma. Y
dejarse una gota en el plato hubiera significado una descortesía semejante a
la de levantarse, estando delante el compositor, antes de que se acabe el tro-
zo que están ejecutando.
Por fin, mi madre decía: «Vamos, no te estés más aquí, sube a tu cuarto,
si es que afuera tienes mucho calor; pero antes sal a tomar el aire un poco
para no leer en seguida de comer». Iba a sentarme junto a la bomba del
agua y el pilón, exornado éste muchas veces, como un fondo gótico, por
una salamandra, que esculpía sobre la ruda piedra el móvil relieve de su
cuerpo alegórico y ahusado, en un banco sin respaldo, sombreado por un
Tilo, en aquel rinconcito del jardín que daba, por una puerta de servicio, a la
calle del Espíritu Santo, y en cuyo mal cuidado terreno se elevaba, en altura
de dos escalones y formando saliente con la casa, como una construcción
independiente, la despensa; veía yo su pavimento rojo y brillante como el
pórfiro. Más que la guarida de Francisca, parecía un templecillo de Venus.
Rebosaba con las ofrendas del lechero, del frutero, de la verdulera, que ve-
nían muchas veces de lejanas aldeas a dedicarle las primicias de sus agros.
Y su tejado coronábalo siempre un arrullo de paloma.
Otras veces no me paraba en el bosquecillo consagrado que la rodeaba, y
antes de subirme a leer, entraba en el cuarto de descanso que mi tío Adolfo,
hermano de mi abuelo, militar que se retiró con el grado de comandante,
tenía en la planta baja, y que, aunque las ventanas abiertas dejaran pasar el
calor, ya que no los rayos solares, que no alcanzaban hasta allí, exhalaba sin
cesar ese olor fresco y oscuro, a la vez forestal y antiguo régimen, que ins-
pira largos años al olfato, cuando nos asalta al penetrar en un abandonado
pabellón de caza. Pero hacía muchos años que ya no entraba en el cuarto de
mi tío Adolfo, porque él ya no venía a Combray, con motivo de un disgusto
que tuvo con mi familia, por culpa mía y en las circunstancias que siguen:
En París me mandaban, una o dos veces por mes, a hacer una visita a mi
tío Adolfo, cuando estaba acabando de almorzar, vestido con la guerrera
sencilla y servido a la mesa por un criado en traje de faena, a rayas moradas
y blancas. Se quejaba, gruñendo, de que no había ido a verlo hacía mucho
tiempo y de que lo abandonaba; me daba un poco de mazapán o una naran-
ja; cruzábamos un salón, donde nunca nos parábamos, siempre sin lumbre,
con paredes adornadas por molduras doradas, techos pintados de azul, que-
riendo imitar el cielo, y muebles acolchados de satén, como en casa de mis
abuelos, pero aquí amarillos, y entrábamos en lo que él llamaba su «despa-
cho», donde había unos grabados que representaban, sobre un fondo negro,
una diosa rosada y carnosa guiando un carro, y subida en un globo o con
una estrella en la frente, de esas que gustaban en el segundo Imperio, por-
que parecían tener algo de pompeyano, que luego cayeron en aborrecimien-
to y que hoy empiezan a gustar otra vez, por la única razón, aunque se ale-
guen otras, de que tienen carácter Segundo Imperio. Y estaba con mi tío
hasta que su ayuda de cámara venía a preguntarle, de parte del cochero, a
qué hora tenía que enganchar. Mi tío sumíase entonces en una meditación
que jamás se hubiera atrevido a interrumpir con un solo movimiento su ma-
ravillado ayuda de cámara, que esperaba, siempre con curiosidad, el resulta-
do invariablemente idéntico. Por fin, después de una suprema vacilación, mi
tío pronunciaba infaliblemente estas palabras: «A las dos y cuarto»; pala-
bras que el criado repetía con sorpresa pero sin discutirlas: «A las dos y
cuarto? Muy bien… voy a decírselo».
Por aquel entonces poseíame la afición al teatro, afición platónica, porque
mis padres nunca me habían dejado ir, y se me representaban de un modo
tan inexacto los placeres que procuraba, que casi llegué a creer que cada es-
pectador miraba, lo mismo que en un estereoscopio, una decoración que era
para él solo aunque igual a las otras mil que se ofrecían, una a cada cual, al
resto de los espectadores.
Todas las mañanas corría a la columna anunciadora Moriss a ver las fun-
ciones que anunciaba. Nada más desinteresado y sonriente que los ensueños
que ofrecía a mi imaginación cada una de las obras anunciadas y que esta-
ban condicionados a la par, por las imágenes inseparables de las palabras
que componían sus títulos, y además por el color de los carteles, aún húme-
dos y con las arrugas recién hechas al pegarlos, en que esas letras se desta-
caban. A no ser una de aquellas obras tan extrañas, como el Testamento de
César Girodot y Edipo, rey, que figuraban, no en el cartel verde de la Ópera
Cómica, sino en el cartel dorado de la Comedia Francesa, nada me parecía
tan distinto del airón blanco y resplandeciente de Los Diamantes de la Co-
rona, como satén liso y misterioso de El Dominó Negro, y como mis padres
me habían dicho que cuando fuera al teatro por vez primera, tendría que es-
coger entre esas dos obras, intentando profundizar sucesivamente en el títu-
lo de cada cual; puesto que era lo único que de ellas conocía, para tratar de
aprender el placer que cada una podría darme y compararlo con el que la
otra encerraba, llegué a representarme con tanta fuerza, una obra deslum-
brante y altiva, por un lado, y por el otro una obra suave y aterciopelada que
me sentía incapaz de decidir cuál se llevaría mi preferencia, como si para el
postre me hubieran dado a elegir entre arroz a la emperatriz y crema de
chocolate.
Todas mis conversaciones con mis compañeros versaban sobre aquellos
actores cuyo arte, aunque me era aún desconocido, era la primera forma de
todas las que reviste, con que para mí se hacía presentir el Arte. Las dife-
rencias más insignificantes entre la manera que uno u otro tenían que decla-
mar o matizar un párrafo, me parecían de incalculable importancia. Y por lo
que había oído decir de ellos, los iba clasificando por orden de talento, en
una lista que me recitaba a mí mismo todo el día, y que acabaron por petrifi-
carse en mi cerebro y molestarlo con su inmovilidad.
Más adelante, cuando fui al colegio, cada vez que durante la clase volvía
el profesor la cabeza y yo hablaba con un nuevo amigo, lo primero que le
preguntaba era si había ido ya al teatro y si no creía que el mejor actor era
sin duda Got, el segundo Delaunay, etc. Y si opinaba que Febvre iba des-
pués de Thiron o Delaunay después de Coquelin, la repentina movilidad
que Coquelin, perdiendo la rigidez de la piedra, cobraba en mi espíritu para
ocupar el segundo lugar y la agilidad milagrosa y fecunda animación que
ganaba Delaunay para retroceder hasta el cuarto puesto, devolvían la sensa-
ción del reflorecer y del vivir a mi cerebro ya flexible y fértil.
Pero si tanto me preocupaban los actores, si el ver salir una tarde a Mau-
bant de la Comedia Francesa me causó el pasmo y el dolor que el amor ins-
pira, el nombre de una gran actriz que resplandecía en el anuncio de un tea-
tro, y la fugaz visión de un rostro de mujer, visto tras el cristal de la porte-
zuela de un coche que pasaba por la calle con sus caballos adornados de ro-
sas en la frente, y que yo me figuraba que sería el de una actriz, dejaban en
mí un rastro de más prolongada preocupación y de afán impotente y doloro-
so para representarme su vida. Clasificaba, por orden de talento, a las más
famosas: Sarah Bernhardt, la Berma, Bartet, Madeleine Brohan, Jeanne Sa-
mary, pero por todas me interesaba. Pues bien; mi tío conocía a muchas de
ellas y también a cocottes que yo no sabía distinguir claramente de las actri-
ces, y a quienes recibía en su casa. Y si teníamos días fijos para ir a verlo,
es que los demás días iban a su casa mujeres con las que su familia no debía
encontrarse, por lo menos según el parecer de la familia, porque el de mi
tío, al contrario, por su facilidad excesiva para hacer a viuditas lindas que
quizá nunca estuvieron casadas, y a condesas de nombre pomposo que no
era probablemente más que un nombre de guerra, la merced de presentarlas
a mi abuela, o hasta de regalarles alhajas de familia, le había traído ya más
de un disgusto con mi abuelo. A menudo, cuando el nombre de alguna ac-
triz salía en la conversación, yo oía que mi padre decía, sonriendo, a mamá:
«Es un amigo de tu tío»; y yo pensaba que mi tío, presentándome en su casa
a la actriz inasequible para tantos otros y que era íntima amiga suya, hubie-
ra podido dispensar a un chiquillo como yo, de la corte, que quizá años en-
teros habían hecho inútilmente a la puerta de aquella mujer hombres de ca-
lidad, cuyas cartas no contestaba y a quienes el portero de su palacio echaba
a la calle.
Con el pretexto de que una lección que fue menester cambiar de hora,
caía tan mal, que me impidió ir a ver a mi tío varias veces y seguiría impi-
diéndomelo, un día, que no era el reservado para las visitas que le hacía-
mos, aprovechándome de que mis padres habían almorzado temprano; salí a
la calle, y en vez de irme a mirar la cartelera, a lo que me dejaban ir solo,
me llegué corriendo hasta su casa. Vi parado a la puerta un coche de dos ca-
ballos, que llevaban en las anteojeras un clavel rojo, clavel que también lu-
cía el cochero en la solapa. Desde la escalera oí risa y hablar de mujer, y
cuando llamé, hubo, primero un silencio, y después, ruido de puertas que se
cierran. El ayuda de cámara que vino a abrirme pareció desconcertado al
verme, y me dijo que mi tío estaba muy ocupado y que probablemente no
podría verme; sin embargo, fue a pasarle aviso, y mientras tanto oí a la mis-
ma voz femenina de antes, que decía: «Sí: déjalo pasar, nada más que un
momento; me divertirá mucho. En la fotografía que tienes encima de tu
mesa de despacho se parece mucho a su mamá, a tu sobrina, ¿no?, la del re-
trato que está al lado. Sí, déjame que vea al chiquillo aunque no sea más
que un momento».
Oí que mi tío gruñía y se enfadaba, y, por fin, el ayuda de cámara me dijo
que pasara.
Encima de la mesa estaba, como de costumbre, el plato de mazapán, y mi
tío llevaba su guerrera de todos los días, pero enfrente de él había una seño-
ra joven, con traje de seda color rosa y un collar de perlas al cuello, que es-
taba acabando de comerse una mandarina. Las dudas en que me puso el no
saber si debía llamarla señora o señorita, me sacaron los colores al rostro y
me fui a dar un beso a mi tío sin atreverme a volver la cabeza hacia el lado
donde estaba ella, para no tener que hablarle. La señora me miró sonriente,
y mi tío le dijo: «Es mi sobrino», sin decirle a ella mi nombre ni a mí el
suyo, sin duda que desde los piques que había tenido con mi abuelo, procu-
raba evitar, dentro de lo posible, todo género de relación entre su familia y
aquellas amistades suyas.
—Cuánto se parece a su madre —dijo la señora.
—Pero usted no ha visto nunca a mi sobrina más que en retrato —contes-
tó vivamente mi tío en tono brusco.
—Perdone usted, amigo mío: me crucé un día con ella en la escalera, el
año pasado, cuando estuvo usted tan malo. Verdad es que no la vi más que
como un relámpago, y que su escalera de usted es muy oscura, pero tuve
bastante para admirarla. Este joven tiene los ojos como los de su madre, y
esto también —dijo la dama señalando con su dedo una línea en la parte in-
ferior de la frente—. ¿Lleva su sobrina el mismo apellido que usted? —pre-
guntó a mi tío.
—A quien más se parece es a su padre —refunfuñó mi tío, que, como no
tenía gana de hacer presentaciones de cerca, tampoco quería hacerlas de le-
jos, diciendo cómo se llamaba mi madre—. Es su padre en todo, y también
se parece algo a mi pobre madre.
—A su padre no lo conozco —dijo la señora del traje rosa—, y a su po-
bre madre de usted no llegué a conocerla nunca. Ya se acordará usted de
que nos conocimos poco después de su gran desgracia.
Yo sentí una leve decepción, porque aquella damita no se diferenciaba de
otras lindas mujeres que yo había visto en mi familia, especialmente de la
hija de un primo nuestro, a cuya casa íbamos siempre el día primero de año.
La amiga de mi tío iba mejor vestida, eso sí, pero tenía el mismo mirar ale-
gre y bondadoso, y el mismo franco y amable exterior. Nada encontraba en
ella del aspecto teatral que tanto admiraba en los retratos de las actrices, ni
la expresión diabólica que debía corresponder a una vida como sería la
suya. Me costaba trabajo creer que era una cocotte, y sobre todo, nunca, me
hubiera creído que era una cocotte elegante, a no haber visto el coche de
dos caballos, el traje de rosa y el collar de perlas, y de no saber que mi tío
no trataba más que a las de altos vuelos. Y me preguntaba qué placer podía
sacar el millonario que le pagaba hotel, coche y alhajas, de comerse su for-
tuna por una persona de modales tan sencillos y tan correctos. Y, sin embar-
go, al pensar en lo que debía ser su vida, la inmoralidad de la vida aquella
me turbaba mucho más que si se hubiera concretado ante mí en una aparien-
cia especial, por ser tan invisible como el secreto de una novela, por el es-
cándalo que debió de echarla de casa de sus padres, acomodados y entregar-
la a todo el mundo, dando pleno desarrollo a su belleza, y elevando hasta el
mundo galante y el halago de la notoriedad, a una mujer que, por sus gestos
y sus entonaciones de voz, tan semejantes a los que yo viera en otras damas;
se me representaba, sin querer, como a una muchacha de buena familia, que
ya no era de ninguna familia.
Habíamos pasado al despacho, y mi tío, un poco molesto por mi presen-
cia, le ofreció cigarrillos.
—No —dijo ella—, ya sabe usted que estoy acostumbrada a los que me
manda el gran duque. Ya le he dicho que esos cigarrillos le dan a usted en-
vidia. —Y sacó de una pitillera unos pitillos cubiertos de inscripciones do-
radas en letras extranjeras—. Pero me parece que sí, que he visto en casa de
usted al padre de este joven. ¿No es sobrino de usted? ¿Cómo lo voy a olvi-
dar si fue tan amable, tan exquisitamente fino conmigo? —dijo con tono
sencillo y tierno. Pero yo, pensando en cómo pudo haber sido la ruda acogi-
da, que ella decía exquisitamente fina de mi padre, cuya reserva y frialdad
me eran bien conocidas, me sentí molesto, como si fuera por una falta de
delicadeza en que mi padre hubiera incurrido, al apreciar la desigualdad
existente entre lo que debió ser por su escasa amabilidad y el generoso reco-
nocimiento que la dama le atribuía. Más tarde, me ha parecido que uno de
los aspectos conmovedores de la vida de esas mujeres ociosas y estudiosas
es el consagrar su generosidad, su talento, un ensueño siempre disponible
de belleza sentimental porque ellas, lo mismo que los artistas, no lo realizan
y no lo hacen inscribirse en el marco de la existencia común— y un dinero
que les cuesta muy poco, a enriquecer con un precioso engaste la vida tosca
y sin devastar de los hombres. Así aquélla, que en el cuarto donde estaba mi
tío, vestido con su cazadora sencilla, para recibirla, irradiaba la belleza de
su suave cuerpo, de su traje de seda, de sus perlas, y la elegancia que emana
de la amistad de un gran duque, cogió un día una frase insignificante de mi
padre, la trabajó delicadamente, la torneó, le puso una preciosa apelación
engastando en ella una de sus miradas de tan bellas aguas, coloreadas de
humildad y gratitud, ¡la devolvía ahora convertida en una alhaja de mano de
artista en algo «perfectamente exquisito».
—Vamos, ya es hora de que te marches —me dijo el tío.
Me levanté; tenía un irresistible deseo de besar la mano a la señora del
traje rosa; pero me parecía que aquello hubiera sido cosa tan atrevida como
un rapto. Y me latía fuertemente el corazón, mientras que me preguntaba a
mí mismo: ¿Lo hago? ¿No lo hago?; hasta que, por fin, para poder hacer
algo dejé de pensar en lo que iba a hacer. Y con ademán ciego e irreflexivo,
sin el apoyo de ninguna de las razones que hace un momento encontraba en
favor de este acto, me llevé a los labios la mano que ella me tendía.
—¡Ves qué amable! Es muy galante, y ya le llaman la atención a las mu-
jeres; sale a su tío. Será un perfecto gentleman —dijo apretando un poco los
dientes para dar a la frase un leve acento británico—. ¿No podría ir un día a
casa a tomar a cup of tea, como dicen nuestros vecinos los ingleses? No tie-
ne más qué mandarme un «continental» por la mañana.
Yo no sabía lo que era un «continental». No entendía la mitad de las pala-
bras que decía la señora; pero el temor de que envolvieran alguna pregunta
indirecta, que hubiera sido descortés no contestar, me impedía dejar de pres-
tarles oído atento, lo cual me cansaba mucho.
—No, no es posible —dijo mi tío, encogiéndose de hombros—, está muy
ocupado, tiene mucho trabajo. Se lleva todos los premios de su clase —aña-
dió, bajando la voz para que yo no oyera esa falsedad y no la desmintiera—.
¡Quién sabe!, acaso sea un pequeño Víctor Hugo, una especie de Vaulabe-
lle, ¿sabe usted?
—Siento adoración por los artistas —contestó la dama del traje rosa—;
sólo ellos saben entender a las mujeres… Ellos y, los escogidos… como us-
ted. Perdone usted mi ignorancia… ¿Quién era Vaulabelle? ¿Quizá esos to-
mos dorados que están en la librería pequeña de su tocador? Ya sabe usted
que ha prometido que me los prestaría; los cuidaré muy bien.
Mi tío, que no quería prestar sus libros, no contestó y vino a acompañar-
me hasta el recibimiento. Loco de amor por la señora del traje rosa, llené de
besos los carrillos de mi tío, que olían a tabaco, y mientras que él, bastante
azorado, me daba a entender que le gustaría que no contase nada a mis pa-
dres de aquella visita, yo le decía, con lágrimas en los ojos, que el recuerdo
de su amabilidad estaba tan profundamente grabado en mi corazón, que ya
llegaría día en que pudiera demostrarle mi gratitud. En efecto: tan profunda-
mente grabado estaba en mi corazón, que dos horas después, y luego de al-
gunas frases misteriosas, que me pareció que no lograban dar a mis padres
idea bastante clara de la nueva importancia que yo disfrutaba, consideré
más explícito contar con todo detalle la visita que acababa de hacer. Con
ello no creía causar molestia alguna a mi tío. ¿Y cómo iba a creerlo, si yo
no tenía intención de causársela? ¿Cómo iba yo a suponer que mis padres
vieran nada malo allí donde yo no lo veía? Nos sucede todos los días que un
amigo nos pide que no se nos olvide transmitir sus disculpas a una mujer a
quien no ha podido escribir, y que nosotros lo dejamos pasar descuidada-
mente, considerando que esa persona no puede conceder gran importancia a
un silencio que para nosotros no la tiene. Yo me creía, como todo el mundo,
que el cerebro de los demás era un receptáculo inerte y dócil, sin fuerza de
reacción específica sobre lo que en él depositamos; y no dudaba que al ver-
ter en el de mis padres la noticia de la nueva amistad que hiciera por medio
de mi tío, los transmitiría al mismo tiempo, como era mi deseo, el benévolo
juicio que a mí me había merecido aquella presentación.
Pero, por desdicha, mis padres se atuvieron a principios enteramente dis-
tintos de aquellos cuya adopción los sugería yo, para estimar el acto de mi
tío. Mi padre y mi abuelo tuvieron con él explicaciones violentas; yo me
enteré indirectamente. Y unos días más tarde, al cruzarme con mi tío, que
iba en coche abierto, sentí pena, gratitud y remordimiento, todo lo cual hu-
biera querido expresarle. Pero comparado con lo inmenso de estos senti-
mientos, me pareció que un sombrerazo sería cosa mezquina y podría hacer
pensar a mi tío que yo no me consideraba obligado, con respecto a su perso-
na, más que a una frívola cortesía. Decidí abstenerme de aquel ademán, tan
insuficientemente expresivo, y volví la cabeza a otro lado. Mi tío se imagi-
nó que aquella acción mía obedecía a órdenes de mis padres, y no se lo per-
donó nunca; murió muchos años después de esto, sin volver a hablarse con
ninguno de nosotros.
Por eso ya no entraba en el cuarto de descanso, cerrado, ahora, de mi tío
Adolfo, y después de vagar por los alrededores de la despensa, cuando
Francisca aparecía en la entrada, diciéndome: «Voy a dejar a la moza que
sirva el café y suba el agua caliente, porque yo tengo que escaparme al
cuarto de la tía», decídame yo a entrar en casa y suba derechamente a mi
habitación a leer. La moza era una persona moral, una institución perma-
nente, que por sus invariables atribuciones se aseguraba una especie de con-
tinuidad e identidad, a través de la sucesión de formas pasajeras en que se
encarnaba, porque nunca tuvimos la misma dos años seguidos. Aquel año
que comimos tantos espárragos, la moza usualmente encargada de «pelar-
los» era una pobre criatura enfermiza, embarazada ya de bastantes meses,
cuando llegamos para Pascua, y a la que nos extrañábamos que Francisca
dejara trabajar y corretear tanto, porque ya empezaba a serle difícil llevar
por delante el misterioso canastillo, cada día más lleno, cuya forma magnífi-
ca se adivinaba bajo sus toscos sayos. Sayos que recordaban las hopalandas
que visten algunas figuras simbólicas de Giotto, que el señor Swann me ha-
bía regalado en fotografía. El mismo nos lo había hecho notar, y para pre-
guntarnos por la moza, nos decía: «¿Qué tal va la Caridad, de Giotto?» Y,
en efecto, la pobre muchacha, muy gorda ahora por el embarazo, gruesa
hasta de cara y de carrillos, que caían cuadrados y fuertes, bastante a esas
vírgenes robustas y hombrunas, matronas más bien, que en La Arena sirven
de personificación a las virtudes. Y me doy cuenta ahora de que, además, se
parecía a ellas por otra cosa. Lo mismo que la figura de aquella moza se
agrandaba por la adición del símbolo que llevaba delante del vientre, sin
comprender su significación y sin que nada de su belleza y su sentido se
transparenten en su rostro como un simple fardo pesado, así, sin sospechar-
lo, encarna la robusta matrona que está representada en La Arena, encima
del nombre «Caritas», y cuya fotografía tenía yo colgada en mi cuarto de
estudio, la dicha virtud de la caridad, sin que ningún pensamiento caritativo
haya cruzado jamás por su rostro enérgico y vulgar. Por una hermosa idea
del pintor está pisoteando las riquezas terrenales; pero exactamente lo mis-
mo que si estuviera pisando uva para sacar el mosto, o como si se hubiera
subido encima de unos sacos para estar más en alto; tiende a Dios su cora-
zón inflamado; mejor dicho, se le «alarga», como una cocinera alarga un
sacacorchos a alguien que se lo pide desde la planta baja, por el respiradero
de la cocina.
La Envidia tenía ya más expresión de envidia. Pero también en ese fresco
ocupa tanto espacio el símbolo, y está representado de modo tan real, y es
tan gorda la serpiente que silba en labios de la Envidia y le llena tan com-
pletamente la boca, hasta el punto de tener distendidos los músculos de la
cara como un niño que está inflando una pelota, soplando, que la atención
de la Envidia, y con ella la nuestra, se concentra entera en lo que hacen las
labios, y no tiene casi tiempo de entregarse a pensamientos envidiosos.
A pesar de toda la admiración que profesaba el señor Swann por esas fi-
guras de Giotto, por mucho tiempo no me dio mucho gusto contemplar en
el cuarto de estudio, donde estaban colgadas unas copias que me trajo
Swann, aquella Caridad sin caridad; aquella Envidia, que parecía una lámi-
na de Tratado de Medicina para explicar la comprensión de la glotis o de la
campanilla por un tumor de la lengua o por el instrumento del operador, y
aquella Justicia, que tenía el mismo rostro grisáceo y pobremente propor-
cionado que en Combray caracterizaba a algunas burguesitas lindas, piado-
sas y secas que yo veía en misa, y que estaban ya algunas alistadas en las
milicias de reserva de la Injusticia. Pero más tarde comprendí que la seduc-
tora rareza y la hermosura especial de esos frescos consistía en el mucho
espacio que en ellos ocupaba el símbolo, y que el hecho de que estuviera
representado, no como símbolo, puesto que no estaba expresada la idea sim-
bolizada, sino como real, como efectivamente sufrido, o manejado material-
mente, daba a la significación de la obra un carácter más material y preciso,
y a su enseñanza algo de sorprendente y concreto. Y así, en la pobre moza
tampoco el peso que desde el vientre la tiraba llamaba la atención hacia él;
e igualmente, muy a menudo, el pensamiento de los moribundos se vuelve
hacia el lado efectivo, doloroso, oscuro y visceral, hacia el revés de la
muerte, que es cabalmente el lado que ésta les presenta y los hace sentir,
mucho más parecido a un fardo que los aplasta, a una dificultad de respirar
o a una sed muy grande, que a le que llamamos idea de la muerte.
Menester era que aquellos Vicios y Virtudes de Padua encerrasen una
gran realidad, puesto que se me representaban con tanta vida como la do-
méstica embarazada, y la criada a su vez no me parecía menos alegórica
que las pinturas. Y acaso esa no participación (aparentemente al menos) del
alma de un ser en la virtud que actúa por intermedio de su cuerpo, tiene,
además de su valor estético, una realidad, si no psicológica, fisonómica, por
lo menos. Cuando más tarde tuve ocasión de encontrar en el curso de mi
vida, en algún convento, por ejemplo, encarnaciones verdaderamente santas
de la caridad activa, tenían por lo general un porte alegre, positivo, indife-
rente y brusco de cirujano ocupado, y uno de esos rostros en que no se lee
conmiseración ni ternura algunas ante el sufrimiento humano, ni ningún te-
mor a herirle, ese rostro sin dulzura, antipático y sublime, que es el de la
bondad verdadera.
Mientras que la moza —haciendo resplandecer involuntariamente la su-
perioridad de Francisca, como el Error, por contraste, da mayor brillo al
triunfo de la Verdad— servía el café, que, según mamá, no era más que
agua caliente, y subía a las habitaciones agua caliente, que no era más que
agua templada, yo me echaba en mi cama, un libro en la mano, en mi cuar-
to, que protegía, temblando, su frescura transparente y frágil contra el sol de
la tarde, con la defensa de las persianas, casi cerradas, y en las que, sin em-
bargo, un reflejo de luz había hallado medio de abrir paso a sus alas amari-
llas, y se había quedado inmóvil en un rincón entre la madera y el cristal,
como una mariposa en reposo. Apenas si se veía a leer, y la sensación de la
esplendidez de la luz sólo la sentía por los golpes que en la calle de la Cure
estaba dando Camus (ya advertido por Francisca de que mi tía no «descan-
saba» y de que se podía hacer ruido) en unos cajones polvorientos, y que al
resonar en esa atmósfera sonora, propia de las temperaturas calurosas, pare-
cía que lanzaban a lo lejos estrellitas escarlata; y también por las moscas,
que estaban ejecutando en mi presencia, y en su reducido concierto, una
música, que era como la música de cámara del estío, y que no evoca el ve-
rano a la manera de una melodía humana que oímos una vez durante esa es-
tación, y que nos la recuerda en seguida, sino que está unida a él por un lazo
más necesario: porque nacida del seno de los días buenos, sin renacer más
que con ellos, y guardando algo de su esencia, no sólo despierta en nuestra
memoria la imagen de esos días, sino que atestigua su retorno, su presencia
efectiva, ambiente e inmediatamente accesible.
Aquel umbroso frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la
sombra es al rayo de sol, es decir, tan luminosa como él, y brindaba a mi
imaginación el total espectáculo del verano, que mis sentidos, si hubiera ido
a darme un paseo, no hubieran podido gozar más que fragmentariamente; y
así convenía muy bien a mi reposo, que —gracias a las aventuras relatadas
en los libros que venían a estremecerle— aguantaba; como una mano muer-
ta en medio de agua corriente, el choque y la animación de un torrente de
actividad.
Pero mi abuela, si el calor excesivo cesaba, si había tormenta o sólo un
chubasco, iba a pedirme que saliera. Y como yo no quería renunciar a mi
lectura, me marchaba a continuarla al jardín, debajo del castaño, a una casi-
lla de esparto y tela, en cuyas honduras me sentaba y me creía oculto a los
ojos de las visitas que pudieran tener mis padres.
¿Y acaso no era también mi pensamiento un refugio en cuyo hondo esta-
ba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba afuera? Cuando veía yo
un objeto externo, la conciencia de que lo estaba viendo flotaba entre él y
yo, y lo ceñía de una leve orla espiritual que no me dejaba llegar a tocar
nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que
entrara en contacto con ella, lo mismo que un cuerpo incandescente al acer-
carse a un objeto mojado no llega a tocar su humedad, porque siempre va
precedido de una zona de evaporación. En aquella especie de pantalla colo-
rada por diversos estados, que mientras que yo leía, iba desplegando, simul-
táneamente mi conciencia, y cuya escala empezaba en las aspiraciones más
hondamente ocultas en mi interior, y acababa en la visión totalmente exter-
na del horizonte que tenía al final del jardín, delante de los ojos, lo primero
y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño, siempre activo, que gobernaba
todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica y la belleza del libro
que estaba leyendo, y mi deseo de apropiármelas, de cualquier libro que se
tratara. Porque aunque lo hubiera comprado en Combray, al verlo en la tien-
da de Borange, muy separada de casa para que Francisca pudiera ir allí a
comprar, como iba a casa de Camus, pero mejor surtida en artículos de pa-
pelería y libros, sujeto con cintas en el mosaico de folletos y entregas que
revestían las dos hojas de la puerta, más misteriosas y más ricas en pensa-
miento que la puerta de una catedral, es porque me acordaba de haberlo
oído citar como obra notable al profesor o camarada que por aquel entonces
me parecía estar en el secreto de la verdad y de la belleza, medio presenti-
das y medro incomprensibles para mí meta borrosa, pero permanente, de mi
pensamiento.
Tras esta creencia central, que durante mi lectura ejecutaba incesantes
movimientos de adentro afuera, en busca de la verdad, venían las emocio-
nes que me inspiraba la acción en la que yo participaba, porque aquellas tar-
des estaban más henchidas de sucesos dramáticos que muchas vidas. Eran
los sucesos ocurridos en el libro que leía, aunque los personajes a quienes
afectaban no eran «reales», como decía Francisca. Pero ningún sentimiento
de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a
nosotros, si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia;
la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, como en el
conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial,
una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los per-
sonajes reales, significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profun-
damente que simpaticemos con él, lo percibimos en gran parte por medio de
nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso
muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar. Si le sucede una
desgracia, no podremos sentirla más que en una parte mínima de la noción
total que de sí tenga. La idea feliz del novelista es sustituir esas partes impe-
netrables para el alma por una cantidad equivalente de partes inmateriales,
es decir, asimilables para nuestro espíritu. Desde ese momento poco nos im-
porta que se nos aparezcan como verdaderos los actos y emociones de esos
seres de nuevo género, porque ya las hemos hecho nuestras, en nosotros se
producen, y ellas sojuzgan, mientras vamos volviendo febrilmente las pági-
nas del libro, la rapidez de nuestra respiración y la intensidad de nuestras
miradas. Y una vez que el novelista nos ha puesto en ese estado, en el cual,
como en todos los estados puramente interiores, toda emoción se decuplica,
y en el que su libro vendrá a inquietarnos como nos inquieta un sueño, pero
un sueño más claro que los que tenemos dormidos, y que nos durará más en
el recuerdo, entonces desencadena en nuestro seno, por una hora, todas las
dichas y desventuras posibles, de esas que en la vida tardaríamos muchos
años en conocer unas cuantas, y las más intensas de las cuales se nos esca-
parían, porque la lentitud con que se producen nos impide percibirlas (así
cambia nuestro corazón en la vida, y este es el más amargo de los dolores;
pero un dolor que sólo sentimos en la lectura e imaginativamente; porque
en la realidad se nos va mutando el corazón lo mismo que se producen cier-
tos fenómenos de la naturaleza, es decir, con tal lentitud, que aunque poda-
mos darnos cuenta de cada uno de sus distintos estados sucesivos, en cam-
bio se nos escapa la sensación misma de la mudanza).
Venía luego, proyectando a medias ante mí, y ya menos interior a mi
cuerpo que la vida de aquellos personajes, el paisaje que servía de fondo a
la acción y que influía sobre mi pensamiento más poderosamente que el
otro, aquel que yo tenía a la pista, cuando alzaba los ojos del libro. Así, du-
rante dos veranos, en el calor del jardín de Combray sentí, motivada por el
libro que entonces leía, la nostalgia de un país montañoso y fluviátil; en
donde habría muchas aserrerías, y en donde pedazos de madera irían pu-
driéndose, cubiertos de manojos de berros, en el fondo del agua transparen-
te; y no lejos de allí trepaban por los muros de poca altura racimos de flores
rojizas y moradas. Y como siempre tenía presente en el alma el ensueño de
una mujer que me quería, en aquellos veranos el sueño se empapaba en el
frescor de las aguas corrientes, y cualquier mujer que evocara se me apare-
cía con racimos de flores rojizas y moradas creciendo a su lado, como con
sus colores complementarios.
No se nos queda grabada eternamente una imagen con que soñamos por-
que se embellezca y mejore con el reflejo de los colores extraños que por
azar la rodeen en nuestros sueños, porque aquellos paisajes de los libros que
leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que
Combray me ponía delante y los análogos que me hubiera podido presentar.
Por la manera que había tenido el autor de escogerlos, y por la fe con que
mi pensamiento salía al encuentro de sus palabras, como si fueran una reve-
lación, me parecía que eran una parte real de la Naturaleza misma, merece-
dora de estudiarla y profundizarla, impresión que casi no me hacían los lu-
gares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín, frío producto de la
correcta fantasía del jardinero, objeto del desprecio de mi abuela.
Si cuando yo estaba leyendo un libro mis padres me hubieran dejado ir a
visitar la región que describía, me habría parecido que daba un gran paso
hacia la conquista de la verdad. Porque si bien tenemos siempre la sensa-
ción de que nuestra alma nos está cercando, no es que nos cerque como los
muros de una cárcel inmóvil, sino que más bien nos sentimos como arras-
trados con ella en un perpetuo impulso para sobrepasarla, para llegar al ex-
terior, medio descorazonados, y oyendo siempre a nuestro alrededor esa
idéntica sonoridad, que no es un eco de fuera, sino el resonar de una íntima
vibración. Querernos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el
reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al
ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamien-
to les prestaba la proximidad de ciertas ideas; y muchas veces convertimos
todas las fuerzas del alma en destreza y en esplendor, destinados a accionar,
sobre unos seres que sentimos perfectamente que están fuera de nosotros y
que no alcanzaremos nunca. Y por eso, si bien me imaginaba siempre alre-
dedor de la mujer amada los lugares que por entonces deseaba con mayor
ardor, y si bien hubiera querido que ella fuera la que me acompañara a visi-
tarlos y la que me abriese las puertas de un mundo desconocido, no se debía
aquello al azar de una sencilla asociación de ideas, no; es que mis sueños de
viaje y de amor no eran más que momentos —que hoy separo artificialmen-
te, como quien hace cortes a distintas alturas en un surtidor irisado y en apa-
riencia inmóvil— de un mismo e infatigable manar de las fuerzas todas de
mi vida.
En fin, al ir siguiendo de dentro afuera los estados simultáneamente yux-
tapuestos en mi conciencia, y antes de llegar al horizonte real que los envol-
vía, me encuentro con placeres de otra clase: sentirme cómodamente senta-
do, percibir el buen olor del aire; no verme molesto por ninguna visita, y
cuando daba la una en el campanario de San Hilario, ver caer trozo a trozo
aquella parte ya consumada de la tarde, hasta que oía la última campanada,
que me permitía hacer la suma de las horas; y con el largo silencio que se-
guía, parecía que empezaba en el cielo azul toda la parte que aun me era
dada para estar leyendo hasta la hora de la abundante cena que Francisca
preparaba y que me repondría de las fatigas que me tomaba en la lectura
para seguir al héroe. Y a cada hora que daba parecíame que no habían pasa-
do más que unos instantes desde que sonara la anterior; la más reciente ve-
nía a inscribirse en el cielo tan cerca de la otra, que me era imposible creer
que cupieran sesenta minutos en aquel arquito azul comprendido entre dos
rayas de oro. Y algunas veces, esa hora prematura sonaba con dos campana-
das más que la última; había, pues, una que se me escapó, y algo que había
ocurrido, no había ocurrido para mí; el interés de la lectura, mágico como
un profundo sueño, había engañado a mis alucinados oídos, borrando la áu-
rea campana de la azulada superficie del silencio. ¡Hermosas tardes de do-
mingo, pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo
arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia per-
sonal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones ex-
trañas, en el seno de una región regada por vivas aguas; todavía me evocáis
esa vida cuando pienso en vosotras; esa vida que en vosotras se contiene,
porque la fuisteis cercando y encerrando poco a poco —mientras que yo
progresaba en mi lectura e iba cayendo el calor del día— en el cristal suce-
sivo, de lentos cambiantes, y atravesado de follaje, de vuestras horas silen-
ciosas, sonoras, fragantes y limpias!
A veces, arrancábame de mi lectura, desde mediada la tarde, la hija del
jardinero, que corría como una loca, volcando la maceta del naranjo, hirién-
dose en un dedo, rompiéndose un diente, y chillando: «Ahí están, ahí
están», para que Francisca y yo acudiéramos y no perdiéramos nada del es-
pectáculo. Eran los días en que, con motivo de maniobras de guarnición, los
soldados pasaban por Combray, tomando generalmente por la calle de Santa
Hildegarda. Mientras que nuestros criados, sentados en fila en sus sillas,
fuera de la verja, contemplaban a los paseantes dominicales de Combray y
se ofrecían a su admiración, la hija del jardinero veía de pronto por el hueco
que quedaba entre las dos casas lejanas del paseo de la Estación, el brillar
de los cascos. Los criados entraban en seguida las sillas, porque cuando los
coraceros desfilaban por la calle de Santa Hildegarda la llenaban en toda su
anchura, y el galope de los caballos pasaba rasando las casas y sumergiendo
las aceras, como ribazos que ofrecen lecho escaso a un torrente
desencadenado.
—Pobres hijos míos —decía Francisca en cuanto llegaba a la verja, llo-
rando ya—. ¡Pobres muchachos! Los segarán como la hierba. Sólo al pen-
sarlo no sé qué siento —añadía poniéndose la mano en el corazón, que es
donde había sentido ese no sé qué.
—Da gusto, ¡eh!, señora Francisca, ver a esos mozos que no tienen apego
a la vida —decía el jardinero para sacarla de sus casillas.
Y no lo decía en vano:
—¡No tener apego a la vida! Entonces, ¿a qué se va a tener apego? La
vida es lo único que Dios no da dos veces. ¡Ay, Dios mío; pero sí que es
verdad que no le tienen aprecio! Los vi el año 70, y en esas malditas guerras
ya no tienen miedo a la muerte. Son locos; nada más que locos. Y no valen
un ochavo; no son hombres, son leones. (Para Francisca comparar un hom-
bre a un león, palabra que pronunciaba le-ón, no era nada halagüeño.)
La calle de Santa Hildegarda daba vuelta muy cerca de casa, y no se po-
día ver venir a los soldados desde lejos; de modo que por el hueco que ha-
bía entre las dos casas del paseo de la Estación es por donde se veían más y
mis cascos corriendo y brillando con el sol. El jardinero tenía curiosidad por
saber si quedaban muchos por pasar, y además sentía sed, porque el sol pe-
gaba de firme. Y entonces, de repente, su hija, lanzándose como quien se
lanza fuera de una plaza sitiada, hacía una salida, llegaba a la esquina próxi-
ma, y después de haber desafiado cien veces a la muerte, volvía a traernos
una jarra de refresco de coco y la noticia de que aun había por lo menos un
millar que venían en marcha por el camino de Thiberzy y de Méséglise.
Francisca y el jardinero, ya reconciliados, discutían sobre lo que había que
hacer en caso de guerra.
—Ve usted, Francisca —decía el jardinero—; mejor es la revolución,
porque cuando hay revolución no van más que los que quieren.
—¡Ah, ya lo creo! ¡Eso sí es más franco!
El jardinero creía que cuando se declaraba la guerra se interrumpía el
tránsito ferroviario.
—¡Claro! —decía Francisca—; para que los hombres no se puedan
escapar.
Y contestaba el jardinero: «¡Es más listo el Gobierno!», porque se aferra-
ba a la idea de que la guerra era una mala pasada trae el Gobierno jugaba al
pueblo, y que todo el que podía se escapaba.
Pero Francisca se volvía muy pronto con mi tía; yo tornaba a mi libro, y
las criadas otra vez se instalaban en la puerta a ver caer el polvo y la emo-
ción que levantaron los soldados. Aun largo rato después que se hiciera la
calma, una desusada ola de paseantes ennegrecía las calles de Combray. Y
delante de todas las casas, incluso de aquellas en que no era costumbre ha-
cerlo, los criados, y a veces los amos, festoneaban la entrada con una capri-
chosa orla, igual a ese festón de algas y conchas que, romo crespón y
adorno, deja una marea fuerte en la orilla, después de alejarse.
Excepto en aquellos días, de costumbre podía entregarme a la lectura con
toda tranquilidad. Pero la interrupción y el comentario que una visita de
Swann me trajo a la lectura que tenía empezada de un autor nuevo para mí,
Bergotte, tuvo por consecuencia que por mucho tiempo ya no fue sobre un
muro exornado con mazorcas de flores moradas donde yo vi destacarse la
imagen de una de las mujeres de mis sueños, sino sobre muy distinto fondo:
el pórtico de una catedral gótica.
La primera persona que me habló de Bergotte fue un compañero mío,
mayor que yo, y al que yo admiraba mucho: Bloch. Cuando le confesé la
admiración que sentía por la Noche de Octubre, soltó una carcajada chillona
como un clarín, y me dijo: «Desconfía de esa tu baja dilección por el tal
Musset. Es un tipo de lo más dañino; una bestia bastante lúgubre. No puedo
por menos de confesar que él, y hasta el llamado Racine, han hecho en su
vida un verso con bastante ritmo, y que tiene en su abono lo que para mí es
el mayor de los méritos: no significar absolutamente nada. El de Musset es
«La blanche Oloossone et la blanche Camire», y el de Racine, «La fille de
Minos et de Pasiphae». Los he visto citados, en descargo de esos dos ma-
landrines, en un artículo de mi muy querido maestro Lecomte de Lisle, gra-
to a los dioses inmortales. Y a propósito: aquí tienes un libro que yo no ten-
go tiempo de leer ahora, y que, según parece, recomienda ese inmenso hom-
brón. Me han dicho que considera a su autor como uno de los tíos más suti-
les de hoy; y aunque es verdad que a veces da pruebas de inexplicable blan-
dura, su palabra es para mí el oráculo de Delfos. Lee esas prosas líricas, y si
el gigantesco coleccionador de ritmos que ha escrito Baghavat y el Levrier
de Magnus dijo la verdad, por Apolo que saborearás, caro maestro, los nec-
táreos gozos del Olimpo. Me había pedido en tono sarcástico que lo llamara
«caro maestro», y así me llamaba él también; pero, en realidad, nos recreá-
bamos bastante con aquella broma, porque aun no estábamos muy lejos de
la edad en que nos figuramos que dar nombre es crear.
Desgraciadamente, no pude calmar, hablando con Bloch y pidiéndole ex-
plicaciones, la inquietud que me causara diciéndome que los buenos versos
(a mí que no les pedía nada menos que la revelación de la verdad) eran tan-
to mejores cuanto menos significaran. Porque no se volvió a invitar a Bloch
a venir a casa. Primero se le hizo una buena acogida. Mi abuelo sostenía
que cada vez que trababa con un compañero más íntima amistad que con los
demás y lo llevaba a casa, se trataba siempre de un judío, cosa que en un
principio no le hubiera desagradado —su amigo Swann también era de fa-
milia judía—, a no ser porque le parecía que, por lo general, yo no lo había
escogido entre los mejores. Así que cuando llevaba a casa algún amigo nue-
vo, casi siempre se ponía a tararear: «¡Oh Dios de nuestros padres, de la Ju-
día!» o «¡Israel, quebranta tus cadenas!», sin la letra, naturalmente (ti la lam
ta lam talim); pero yo siempre tenía miedo de que mi compañero conociera
la música y por ahí fuera a acordarse de la letra.
Antes de verlos, sólo al oír su nombre, que muchas veces no tenían nin-
guna característica israelita, adivinaba no ya sólo el origen judío de mis
amigos que en realidad lo eran, sino hasta los antecedentes desagradables
que pudiera haber en su familia.
—¿Y cómo se llama ese amigo tuyo que viene esta tarde?
—Dumont, abuelo.
—¿Dumont? No me fío…
Y se ponía a cantar:
Arqueros, velad bien,
velad, sin tregua y sin ruido.
Y después de hacernos, con la mayor habilidad, algunas preguntas más
concretas, exclamaba: «¡Alerta, alerta!», o si era el mismo paciente, el que,
obligado, sin darse cuenta, por medio de un disimulado interrogatorio, con-
fesaba su procedencia, entonces, para hacernos ver que ya no le cabía duda
alguna, se contentaba con mirarnos, tarareando imperceptiblemente:
¿Qué, que me traéis hasta aquí
a ese tímido israelita?,
o bien aquello de
¡Oh campos paternales, Hebrón, valle suave!,
o lo de
Sí, soy de la raza elegida.
Aquellas pequeñas manías de mi abuelo en ningún modo implicaban sen-
timientos de malevolencia hacia mis camaradas. Pero Bloch se hizo antipá-
tico a mis padres por otras razones. Comenzó por irritar a mi padre, que al
verlo un día todo mojado, le preguntó con interés:
—¿Pero qué tiempo hace, amigo Bloch; ha llovido? No lo entiendo, por-
que el barómetro estaba muy bien.
Y no obtuvo más respuesta que ésta:
—Me es absolutamente imposible decirle a usted si ha llovido o no, por-
que vivo tan apartado de las contingencias físicas, que mis sentidos ya no se
molestan en comunicármelas.
—Pero, hijo mío, tu amigo es idiota —me dijo mi padre, cuando Bloch se
hubo marchado—. De modo que ni siquiera sabe decir cómo está el tiempo,
con lo interesante que es eso. Es un majadero.
Bloch se hizo antipático a mi abuela porque como, después de, almorzar,
dijera que ella se sentía un poco mala, Bloch ahogó un sollozo y se secó
unas lágrimas.
—¿Cómo quieres que eso sea de verdad, si apenas me conoce? ¿O es que
está loco?
Y, por último, se hizo desagradable a los ojos de todos porque después de
llegar a almorzar con hora y media de retraso y todo lleno de barro, en vez
de excusarse, dijo:
—Yo nunca me dejo influir por las perturbaciones atmosféricas ni por las
divisiones convencionales del tiempo, y rehabilitaría con gusto el uso de la
pipa de opio y del kriss malayo; pero ignoro el empleo de esos instrumen-
tos, mucho más dañinos, y tan vulgares, que se llaman reloj y paraguas.
A pesar de todo, hubiera seguido viniendo a Combray. Verdad es que no
era el amigo que mis padres desearan para mí, acabaron por creer sinceras
las lágrimas que le arrancó la indisposición de mi abuela; pero el instinto o
la experiencia les había enseñado que los impulsos de nuestra sensibilidad
ejercen poco dominio sobre la continuidad de nuestras acciones y nuestra
conducta en la vida, y que el respeto a las obligaciones morales, la lealtad a
los amigos, la ejecución de una obra y la sujeción a un régimen tienen más
firme asiento en la ciega costumbre, que en aquellos momentáneos transpor-
tes fogosos y estériles. Mejor que a Bloch, hubieran querido para amigos
míos compañeros que no me dieran más que aquello que con arreglo al có-
digo de la moral burguesa debe darse a los amigos; que no me enviaran
inopinadamente una cesta de fruta tan sólo porque aquel día se habían acor-
dado de mí cariñosamente, y que, no sintiéndose capaces de inclinar en fa-
vor mío la justa balanza de los deberes y exigencias de la amistad, por un
sencillo impulso de su imaginación o de su sensibilidad, tampoco fueran
capaces de falsearla en daño mío. Ni siquiera nuestros errores hacen des-
viarse fácilmente del deber a naturalezas de esas de las que era mi abuela
dechado, ella que, reñida hacía muchos años con una sobrina con quien no
se trataba, no cambió el testamento en que le legaba toda su fortuna, porque
era su parienta más lejana y porque las cosas «debían ser así».
Pero yo quería a Bloch, mis padres deseaban darme gusto, y los insolu-
bles problemas que yo me planteaba a propósito de la belleza sin sentido de
la hija de Minos y de Pasifae me cansaban mucho más y me ponían más
mareado de lo que hubieran podido hacerlo nuevas conversaciones con
Bloch, por perniciosas que las considerara mi madre. Y se lo hubiera segui-
do recibiendo en casa, a no ser porque después de la comida aquella y luego
de hacerme saber —noticia llamada a ejercer gran influencia en mi vida, ha-
ciéndome feliz primero y desdichado más tarde— que todas las mujeres no
pensaban más que en el amor, y que no había una capaz de resistencia in-
vencible, afirmó haber oído decir con toda seguridad 129 que mi tía había
llevado una juventud borrascosa y había estado recluida, cosa sabida públi-
camente. No pude callármelo, se lo dije a mis padres; cuando volvió le die-
ron con la puerta en las narices, y un día que me acerqué a él en la calle, es-
tuvo muy frío conmigo.
Pero en lo que me dijo de Bergotte no mintió.
Los primeros días no vi clara aquella cualidad que tanto habría de gustar-
me en su estilo, como pasa con una melodía que aun no distinguimos bien y
que un día llegará a subyugarnos. No se me caía de la mano la novela suya
que estaba leyendo, pero yo me sentía interesado únicamente por el asunto,
como sucede en los primeros momentos del amor, cuando vamos todos los
días a una reunión o un espectáculo, para ver a una mujer, y nos creemos
que lo que allí nos lleva es el atractivo de la diversión. Luego, empecé a fi-
jarme en las expresiones raras, casi arcaicas, que le gustaba emplear en
aquellos momentos en que una oculta onda de armonía y un preludio in-
terno agitaban su estilo; en esos momentos es cuando se ponía a hablar del
«vano sueño de la vida», del «inagotable torrente de hermosas apariencias»,
del «tormento delicioso y estéril de comprender y amar», y de las conmove-
doras efigies que ennoblecen para siempre la fachada venerable y seductora
de las catedrales»; cuando daba expresión a toda una filosofía nueva para
mí, con imágenes maravillosas, imágenes que parecían despertar aquel can-
to con arpas que entonces se elevaba, y al que las metáforas servían de su-
blime acompañamiento. Uno de aquellos pasajes de Bergotte, el tercero o
cuarto que yo separé de entre los demás, me dio una alegría incomparable a
la que me diera el primero, gozo que sentí en una región más profunda de
mi ser, más lisa y más anchurosa, y de donde había desaparecido todo obs-
táculo y separación. Y es que, sin dejar de reconocer entonces su afición a
las expresiones raras, la misma efusión musical, la misma filosofía idealista,
que ya otras veces, y sin que yo me diera cuenta, habían sido causa de mi
placer, ya no tuve la impresión de estar frente a un trozo particular de un
determinado libro de Bergotte, que trazaba en la superficie de mi mente una
figura puramente lineal, sino ante un «trozo ideal» de Bergotte, común a to-
dos sus libros, y al cual todos los pasajes análogos que venían a confundirse
con él prestaban una especie de espesor y de volumen que ensanchaban el
espíritu.
No era yo el único admirador de Bergotte; también era el escritor favorito
de una amiga de mi madre, muy ilustrada, y los enfermos del doctor Du
Boulbon tenían que esperarse a que el doctor acabara la lectura del último
libro de Bergotte; y de su sala de consulta y de un parque cerca de Combray
salieron los primeros gérmenes de esa predilección por Bergotte, especie
tan rara entonces y hoy tan universalmente extendida, cuya flor ideal y vul-
gar se encuentra en todas partes de Europa y América, hasta en el pueblo
más insignificante. Lo que en los libros de Bergotte admiraba la amiga de
mi madre, y, según parece, el doctor Du Boulbon, era lo mismo que yo: la
abundancia melódica, las expresiones antiguas y otras más sencillas y vul-
gares, pero que, por el lugar en que las sacaba a la luz, revelaban un gusto
especial, y, por último, cierta sequedad, cierto acento, ronco casi, en los pa-
sajes tristes. También a él debían parecerle éstas sus mejores cualidades.
Porque en los libros que luego publicó, al encontrarse con una gran verdad,
o con el nombre de una catedral famosa, interrumpía el relato, y en una in-
vocación, en un apóstrofe o en una larga plegaria, daba libre curso a aque-
llos efluvios que en sus primeras obras se quedaban en lo profundo de su
prosa, delatados solamente por las ondulaciones de la superficie, y quizá
eran aún más armoniosos cuando estaban así velados, cuando no era posible
indicar de modo preciso dónde nacía ni dónde expiraba su murmullo. Aque-
llos trozos, en que tanto se recreaba, eran nuestros favoritos, y yo me los
sabía de memoria. Y sentía una decepción cuando reanudaba el relato. Cada
vez que hablaba de una cosa cuya belleza me había estado oculta hasta en-
tonces, de los pinares, del granizo, de Notre Dame de Paris, de Athalie; o de
Phèdre, esa belleza estallaba al contacto con una imagen suya, y llegaba
hasta mí. Y como me daba cuenta de cuántas eran las partes del universo
que mi flebe percepción no llegaría a distinguir si él no las ponía a mi alcan-
ce, hubiera deseado saber su opinión sobre todas las cosas, poseer una me-
táfora suya para cada cosa, especialmente para aquellas que yo tendría oca-
sión de ver, y más particularmente algunos monumentos franceses antiguos
y ciertos paisajes marítimos, que consideraba él, a juzgar por la insistencia
con que los citaba en sus libros, como ricos en significación y belleza. Des-
graciadamente, no conocía yo sus opiniones respecto a casi nada. Y estaba
seguro de que eran enteramente distintas de las mías, puesto que procedían
de un mundo incógnito, al que yo aspiraba a elevarme; persuadido de que
mis pensamientos habrían parecido simpleza pura a aquel espíritu perfecto,
llegué hasta hacer tabla rasa de todos, y cuando me encontraba en algún li-
bro suyo un pensamiento que ya se me había ocurrido a mí, se me dilataba
el corazón, como si un Dios lleno de bondad me lo hubiera devuelto y de-
clarado legítimo y bello. Sucedía a veces que una página suya venía a decir
lo mismo que yo escribía a mi madre y a mi abuela las noches que no podía
dormir, de tal modo que aquella página de Bergotte parecía una colección
de epígrafes destinados a mis cartas. Y más tarde, cuando empecé a escribir
un libro, ciertas frases, cuya cualidad no bastó para decidirme a seguir es-
cribiendo, me las encontré luego equivalentes en Bergotte. Pero yo no sabía
saborearlas más que leídas en sus obras; cuando era yo el que las escribía,
preocupado de que reflejasen exactamente lo que yo estaba viendo en mi
pensamiento, y temeroso de no «cogerlo parecido». No tenía tiempo para
preguntarme si lo que yo escribía era agradable o no. Pero, en realidad, sólo
esa clase de frases y de ideas me gustaba de verdad. Mis esfuerzos, descon-
tentadizos e inquietos, eran señal de amor, de amor sin placer, pero muy
hondo. De modo que cuando me encontraba con frases así en una obra aje-
na, es decir, sin tener ya escrúpulos ni severidad, sin necesidad de atormen-
tarme, me entregaba con deleite al gusto que hacia ellas me movía, como el
cocinero que por fin se acuerda de que tiene tiempo de ser goloso un día que
no tuvo que cocinar. Cierta vez, al encontrar en un libro de Bergotte una
burla referente a una criada vieja, mis irónica aún por lo magnífico y solem-
ne del lenguaje del escritor, pero igual a la que yo había dicho un día a mi
abuela hablando de Francisca, y otra ocasión en que vi como no juzgaba in-
digna de figurar en uno de aquellos espejos de la verdad, que eran sus obras,
una observación análoga a otra que yo había hecho respecto al señor Le-
grandin (observaciones, tanto la relativa a Francisca como la del señor Le-
grandin, que hubieran sido de las que más deliberadamente habría yo sacri-
ficado a Bergotte, convencido de que le parecerían insignificantes), me pa-
reció de repente que mi humilde vida y los reinos de la verdad no estaban
tan separados como yo pensaba, y que aun llegaban a coincidir en algunos
puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del escritor, como
en los brazos del padre vuelto a encontrar.
A través de sus libros me imaginaba yo a Bergotte como un viejecito en-
deble y desengañado, a quien se le habían muerto sus hijos, y que nunca se
consoló de su desgracia. Así que yo leía, cantaba interiormente su prosa,
más dolce y más lento quizá de cómo estaba escrita, y la frase más sencilla
venía hacia mí con una tierna entonación. Sobre todo, me gustaba su filoso-
fía, y a ella me entregué para siempre. Sentíame impaciente por llegar a la
edad de entrar en la clase del colegio, llamada de Filosofía. Me resistía a
pensar que allí se hiciera otra cosa que nutrirse exclusivamente del pensa-
miento de Bergotte, y si me hubieran dicho que los metafísicos que me iban
a atraer cuando entrara en esa clase no se le parecían en nada, habría sentido
desesperación análoga a la del enamorado que quiere amar por toda la vida
cuando le hablan de otras mujeres que querrá el día de mañana.
Un domingo estaba leyendo en el jardín, cuando me interrumpió Swann,
que venía a visitar a mis padres.
—¿Qué está usted leyendo? ¿Se puede ver? ¡Ah!, Bergotte. ¿Quién le ha
recomendado a usted sus obras?
Le dije que Bloch.
—¡Ah!, sí; el muchacho ese que vi aquí una vez y que se parece tan ex-
traordinariamente al retrato de Mahomet II, de Bellini. Es curioso: tiene las
mismas cejas circunflejas, igual nariz corva, y los pómulos salientes tam-
bién. Con una perilla sería exactamente el mismo hombre. Pues tiene buen
gusto, porque Bergotte, es un escritor delicioso… Y al ver lo mucho que yo
parecía admirar a Bergotte, Swann, que no hablaba jamás de las personas
que conocía, hizo una bondadosa excepción y me dijo:
—Lo conozco mucho. Si a usted le puede agradar que le ponga algo en el
ejemplar de usted, puedo pedírselo.
No me atrevía a aceptar, pero empecé a preguntar a Swann cosas de
Bergotte.
—¿Sabe usted cuál es su actor favorito?
—No, de los actores no sé. Pero me consta que no hay ningún actor que
él coloque al nivel de la Berma, que considera por encima de todo. ¿No la
ha oído usted?
—No, señor; mis padres no me dejan ir al teatro.
—Es lástima. Debía usted pedírmelo. La Berma, en Phèdre y en el Cid,
no es más que una actriz, cierto; pero, sabe usted, yo no creo mucho en eso
de la jerarquía de las artes. —Y observé, como ya había notado con sorpre-
sa en las conversaciones de Swann con las hermanas de mi abuela, que
cuando hablaba de una cosa seria y empleaba una expresión que parecía en-
volver una opinión sobre un asunto importante, se cuidaba mucho de aislar-
la dentro de una entonación especial, maquinal e irónica, como si la pusiera
entre comillas y no quisiera cargar con su responsabilidad: «La jerarquía,
sabe usted, como dicen las gentes ridículas», parecía dar a entender. Pero si
era ridículo decir jerarquía, ¿por qué lo decía? Un momento después aña-
dió: «Le daría a usted una emoción tan noble como cualquier obra maestra,
como, yo no sé, como… las reinas de Chantres», completó echándose a reír.
Hasta entonces aquel horror a expresar seriamente su opinión me había pa-
recida una cosa que debía de ser elegante y parisiense, por oposición al dog-
matismo provinciano de las hermanas de mi abuela; y también sospechaba
que pudiera ser una de las formas del ingenio dominante en la peña de
Swann, y que, por reacción contra el lirismo de las generaciones preceden-
tes, rehabilitaba hasta la exageración los detalles concretos, considerados
antes como vulgares, y proscribía las «frases». Pero ahora me chocaba un
poco esa actitud de Swann ante las cosas. Parecía como si no se atreviera a
tener opinión, y que no estaba tranquilo más que cuando podía dar detalles
precisos con toda minuciosidad. Pero entonces es que no se daba cuenta de
que era profesar una opinión el postular que la exactitud de los detalles era
cosa de importancia. Me acordé de aquella cena tan triste para mí; porque
mamá no iba a subir a mi alcoba, cuando dijo que los bailes de la princesa
de León carecían de toda importancia. Y, sin embargo, en ese género de di-
versiones empleaba él su vida. Y todo aquello me parecía contradictorio.
¿Para qué vida reservaba, pues, el decir, por fin, seriamente lo que opinaba
de las cosas, el formular juicios que no necesitaban comillas, y el no entre-
garse con puntillosa cortesía a placeres que consideraba al mismo tiempo
como ridículos? En el modo que tuvo Swann de hablarme de Bergotte noté,
en cambio, algo que no era particularmente suyo, sino, al contrario, común
por entonces a todos los admiradores del escritor, a la amiga de mi madre,
al doctor Boulbon. Y es que decían de Bergotte lo mismo que Swann: «Es
un escritor delicioso, tan personal, tiene una manera tan suya de decir las
cosas, un poco rebuscada, pero muy agradable». Y ninguno llegaba a decir:
«Es un gran escritor, tiene mucho talento». Y no lo decían porque no lo sa-
bían. Somos muy tardos en reconocer en la fisonomía particular de un escri-
tor ese modelo que en nuestro museo de ideas generales lleva el letrero de
«mucho talento». Precisamente porque esa fisonomía nos es nueva, no le
encontramos parecido con lo que llamamos talento. Preferimos hablar de
originalidad, gracia, delicadeza, fuerza, hasta que llega un día en que nos
damos cuenta de que todo eso es cabalmente el talento.
—¿Ha hablado Bergette de la Berma en alguna obra suya? —pregunté al
señor Swann.
—Me parece que en su folletito sobre Racine, pero debe de estar agotado.
Aunque no sé si han hecho una reimpresión; yo me enteraré. Además, pue-
do pedir a Bergotte todo lo que usted quiera; no se pasa una semana en el
año que no venga a cenar a casa. Es un gran amigo de mi hija. Van los dos a
visitar las ciudades viejas, las catedrales y los castillos.
Como yo no tenía noción alguna de la jerarquía social, ya hacía tiempo
que la imposibilidad que veía mi padre en que tratáramos a la señora de
Swann y a su hija había dado por resultado, al imaginarme las grandes dis-
tancias que debían separarnos, el revestirlas a mis ojos de gran prestigio.
Lamentaba yo que mi madre no se tiñera el pelo ni se pintara los labios de
encarnado, como, a lo dicho por la señora de Sazerat, hacía la mujer de
Swann para agradar no a su marido, sino al señor de Charlus, y me figuraba
que debía de despreciarnos, cosa que me apenaba, sobre todo por la hija de
Swann, que me habían dicho que era una muchacha muy linda, objeto muy
frecuente de mis ensueños, en los que le prestaba siempre el mismo rostro
seductor y arbitrario. Pero cuando supe aquel día que la señorita de Swann
era un ser de tan rara condición que se bañaba, como en su elemento natu-
ral, en tales privilegios; que cuando preguntaba si había alguien invitado a
cenar, recibía esas sílabas llenas de claridad, ese nombre de un invitado de
oro, que para ella no era más que un viejo amigo de casa, Bergotte, y que la
charla íntima en la mesa de su casa, lo que equivalía para mí a la conversa-
ción de mi tía, la componían palabras de Bergotte referentes a los temas que
no abordaba en sus libros, como oráculos; y, por último, juicios que yo ha-
bría escuchado que cuando ella iba a ver una ciudad, llevaba al lado a Ber-
gotte, desconocido y glorioso, como los dioses que descienden a mezclarse
con los mortales, entonces sentía, al mismo tiempo que el valor de un ser
como la señorita de Swann, cuán tosco e ignorante debía parecerle yo, y
eran tan vivos los sentimientos de la dicha y la imposibilidad que para mí
habría en ser su amigo, que a la vez me asaltaban el deseo y la desespera-
ción. Y ahora, cuando pensaba en ella, la veía por lo general ante el pórtico
de una catedral, explicándome la significación de las esculturas y presentán-
dome como amigo suyo, con una sonrisa, que hablaba muy bien de mí, a
Bergotte. Y siempre la delicia de las ideas que en mi despertaban las cate-
drales, las colinas de la isla de Francia y las llanuras de Normandía, proyec-
taba sus reflejos sobre la imagen que yo me formaba de la hija de Swann; es
decir, que ya estaba dispuesto a enamorarme de ella. Porque creer que una
persona participa de una vida incógnita, cuyas puertas nos abriría su cariño,
es todo lo que exige el amor para brotar, lo que más estima, y aquello por lo
que cede todo lo demás. Hasta las mujeres que sostienen que no juzgan a un
hombre más que por su físico, ven en ese físico las emanaciones de una
vida especial. Y por eso gustan de los militares y los bomberos: por el uni-
forme son menos exigentes para el rostro, se creen que bajo la coraza que
besan hay un corazón múltiple, aventurero y cariñoso; y un soberano joven,
un príncipe heredero, no necesita, para hacer las más halagüeñas conquistas
en un país extranjero, de la regularidad de perfil, indispensable quizá a un
corredor de Bolsa.
Mientras que yo estaba leyendo en el jardín, cosa que mi tía no compren-
día que se hiciera más que los domingos, porque ese día está prohibido ha-
cer nada serio, y ella no cosía (un día de trabajo me decía que cómo me en-
tretenía en leer, sin ser domingo, dando a la palabra entretenimiento el sen-
tido de niñería y pierde-tiempo), mi tía Leoncia charlaba con Francisca, es-
perando la hora de la visita de Eulalia. Le anunciaba que acababa de ver pa-
sar a la señora de Goupil, «sin paraguas y con el traje nuevo que se había
mandado hacer en Châteaudun. Como vaya muy lejos, antes de vísperas, no
será raro que se le moje».
—Quizá, quizá (lo cual significaba quizá no) —decía Francisca, para no
desechar definitivamente la posibilidad de una alternativa más favorable.
—¡Ah! —decía mi tía, dándose una palmada en la frente— ahora me
acuerdo de que no me enteré de si llegó esta mañana a la iglesia después de
alzar. A ver si no se me olvida preguntárselo a Eulalia… Francisca, mire
usted qué nube tan negra hay detrás del campanario, y que mal aspecto tie-
ne ese sol que da en la pizarra; de seguro que no se acabará el día sin agua.
No podía ser que el tiempo siguiera así, hace mucho calor. Y cuanto antes
sea, mejor, porque mientras no empiece la tormenta, no bajará esa agua de
Vichy que he tomado —añadía mi tía, cuyo anhelo de que bajara el agua de
Vichy podía mucho más que el temor de ver echado a perder el traje de la
señora de Goupil.
—Podría ser, podría ser.
—Y que cuando llueve, en la plaza no hay donde meterse.
—¿Cómo, las tres ya? —exclamaba de pronto mi tía, palideciendo—. En-
tonces ya han empezado las vísperas, y se me ha olvidado mi pepsina. Aho-
ra me explico por qué no se me quita del estómago el agua de Vichy.
Y, precipitándose sobre un libro de misa encuadernado de terciopelo ver-
de, del que con las prisas dejaba escapar unas estampitas de esas bordeadas
con una orla de encaje de papel amarillento, destinadas a marcar las páginas
de las fiestas, mi tía, al mismo tiempo que se tragaba las gotas, empezaba a
recitar rápidamente los textos sagrados, cuya significación se velaba ligera-
mente con la incertidumbre de saber si, ingerida tanto tiempo después del
agua de Vichy, llegaría la pepsina a tiempo de darle caza y obligarla a bajar.
«Las tres, es increíble lo de prisa fue pasa el tiempo.»
Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer
ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana de
arriba, y por fin, ese caer que se extiende; toma reglas, adopta un ritmo y se
hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve.
—Qué, Francisca, ¿no lo había yo dicho? Y cómo cae. Pero me parece
que he oído el cascabel de la puerta del jardín. Vaya usted a ver quién está
fuera de casa con este tiempo.
Francisca volvía:
—Es la señora (mi abuela), que dice que va a dar una vuelta. Pues está
lloviendo mucho.
—No me extraña —decía mi tía alzando los ojos al cielo—. Siempre dije
que no tenía la cabeza hecha como los demás. Pero, en fin, más vale que sea
ella y no yo la que se está mojando.
—La señora siempre es al revés de los demás —decía Francisca suave-
mente, reservándose, para el momento en que estuviera sola con los criados,
su opinión de que mi abuela estaba un coco «tocada».
—Pues ya han pasado las oraciones. Eulalia no vendrá —suspiraba mi tía
—; le habrá dado miedo el tiempo.
—Pero, señora, todavía no son las cinco, no son más que las cuatro y
media.
—¿Las cuatro y media? Y he tenido que levantar los visillos para que me
entre un rayo de luz. ¡A las cuatro y media y ocho días antes de las Roga-
ciones! ¡Ay, Francisca!, ¡muy incomodado debe estar Dios con nosotros! Sí,
es que la gente de hoy hace tantas cosas… Como decía mi pobre Octavio,
nos olvidamos de Dios, y Él se venga.
De pronto, un rojo vivo encendía las mejillas de mi tía: era Eulalia. Pero,
desdichadamente, apenas Francisca la había introducido, cuando tornaba a
entrar, y con sonrisa encaminada a ponerse al unísono con la alegría que,
según creía ella, causarían a mi tía sus palabras, y articulando las sílabas
para hacer ver fue, a pesar del estilo indirecto, repetía fielmente y como
buena criada las mismas palabras que se dignaba pronunciar el visitante,
decía:
—El señor cura tendría un placer, un gusto vivísimo en poder saludar a la
señora, si no está descansando. El señor cura no quiere molestar. Está abajo,
y lo hice entrar en la sala.
En realidad, las visitas del señor cura no daban a mi tía tanto gusto como
Francisca suponía, y el aspecto de júbilo que ésta se consideraba como obli-
gada a adoptar cada vez que tenía que anunciarlo no respondía por comple-
to a lo que sentía la enferma. El cura (hombre excelente, con quien lamento
no haber hablado más porque, aunque no entendía nada de arte, sabía mu-
chas etimologías), acostumbrado a dar a los visitantes notables noticias res-
pecto a la iglesia (hasta tenía el propósito de escribir un libro acerca de la
parroquia de Combray), la cansaba con explicaciones interminables y siem-
pre iguales.
Pero cuando llegaba al mismo tiempo que Eulalia, su visita era franca-
mente desagradable a mi tía. Hubiera preferido aprovecharse bien de Eula-
lia y no tener a dos personas a la vez; pero no se atrevía a negarse al cura, y
se limitaba a indicar a Eulalia con una seña que no se fuera con él y que se
quedara un rato con ella cuando el cura se hubiera marchado.
—Señor cura, me han dicho que un artista ha plantado su caballete en su
iglesia, para copiar una vidriera. Yo puedo asegurar que en todos mis años,
que ya son muchos, nunca oí hablar de semejante cosa. ¡Qué cosas va a
buscar la gente hoy en día! Y lo malo es que va a buscarlas a la iglesia.
—No diré yo tanto como que lo malo es eso, porque en San Hilarlo hay
cosas que valen la pena de verse. Hay otras muy viejas, en mi pobre basíli-
ca, la única sin restaurar de toda la diócesis. El pórtico es muy antiguo y
está muy sucio, pero tiene majestad; lo mismo pasa con los tapices de Ester,
por los que yo no daría dos perras, pero que, según los inteligentes, van en
mérito inmediatamente después de los de Sens. Claro es que reconozco que
junto a detalles demasiado realistas, ofrecen otros que denotan un verdadero
espíritu de observación. Pero de las vidrieras que no me digan. ¿Tiene senti-
do común eso de dejar unas ventanas que no dan bastante luz, y que hasta
engañan la vista con esos reflejos de color indefinible, en una iglesia donde
no hay dos losas al mismo nivel? Y no quieren poner otras losas so pretexto
de que éstas son las tumbas de los abades de Combray y los señores de
Guermantes, antiguos condes de Brabante. Es decir, los ascendientes direc-
tos del hoy duque de Guermantes y también de la duquesa, porque ella es
una Guermantes que se casó con su primo. (Mi abuela, que a fuerza de no
interesarse por las personas, acababa por confundir todos los nombres, sos-
tenía, cada vez que se pronunciaba ante ella el de la duquesa de Guerman-
tes, que era parienta de la señora de Villeparisis. Todos nos echábamos a
reír, y ella, para defenderse, alegaba cierta esquela de defunción: «Me pare-
ce que allí había un Guermantes». Y por esta vez yo también me ponía de
parte de los demás y en contra de ella, porque no podía creer que existiera
relación alguna entre su amiga de colegio y la descendiente de Genoveva de
Brabante.) «¿Ve usted?, Roussainville no es hoy en día más que una parro-
quia de campesinos, aunque en tiempos pasados tornara mucho impulso esa
localidad, gracias al comercio de sombreros de fieltro y de relojes. (Por
cierto que no estoy seguro de la etimología de Roussainville. Me inclino a
creer que su nombre primitivo era Rouville (Radulfi villa) como Château-
roux (Castrum Radulfi), pero ya hablaremos de eso otra vez.) Pues bien, en
su iglesia hay unas magníficas vidrieras, casi todas modernas, y una impo-
nente Entrada de Luis Felipe en Combray, que estaría mucho mejor aquí en
Combray, y que dicen que no desmerece de la famosa vidriera de Chartres.
Precisamente ayer hablaba con el hermano del doctor Percepied, que es afi-
cionado, y me decía que es un trabajo bellísimo.
Pero como le decía yo a ese artista, que, por lo demás, es un hombre muy
fino y, según parece, un virtuoso del pincel, «¿qué es lo que ve usted de no-
table en esa vidriera, que es aún un poco más oscura que las otras?»
—Pero estoy segura de que si se lo pidiera usted a Monseñor —decía in-
diferentemente mi tía, la cual ya estaba pensando que iba a cansarse— no le
negaría a usted una vidriera nueva.
—Desde luego, señora —contestaba el cura—. Pero es que precisamente
monseñor llamó la atención hacia esa desdichada vidriera, demostrando que
representa a Gilberto el Malo, señor de Guermantes, descendiente directo
de Genoveva de Brabante, que era una Guermantes, en el momento de reci-
bir la absolución de San Hilario.
—Pero yo no veo allí a San Hilario.
—Sí; ¿no se ha fijado usted nunca en una dama con traje amarillo que
está en una esquina de la vidriera? Pues es San Hilario (Saint-Hilaire), que
en otras provincias se llama Saint-Illiers, Saint-Hélier, y hasta Saint-Ylie, en
el Jura. Y estas corrupciones de sanctus Hilarius no son de las más raras que
ocurren con los nombres de los bienaventurados. La patrona de usted, ami-
ga Eulalia, sancta Eulalia, ¿sabe usted en lo que fue a parar en Borgoña?
Pues sencillamente en Saint-Eloi, se convirtió en santo. Qué, Eulalia, ¿se
imagina usted cambiada en hombre después de muerta? —El señor cura
siempre tiene ganas de broma—. Pues el hermano de Gilberto, Carlos el
Tartamudo, príncipe piadoso, pero que por habérsele muerto su padre, Pi-
pino el Insensato, muy joven, a consecuencia de una enfermedad mental,
carecía del freno de toda disciplina, en cuanto veía en un pueblo un indivi-
duo que no le era simpático, mandaba matar a todos los habitantes de aquel
lugar. Gilberto, para vengarse de Carlos, mandó quemar la iglesia de Com-
bray, la primitiva entonces, la que Teodoberto, al salir con su corte de su re-
sidencia de campo que tenía cerca de aquí en Thiberzy (Theoderberciacus),
para ir a luchar con los borgoñones, prometió labrar encima de la tumba de
San Hilario si el Todopoderoso le concedía la victoria. No queda más que la
cripta, que Teodoro le habrá enseñado a usted alguna vez, porque lo demás
lo quemó Gilberto. Y luego derrotó al desdichado Carlos, con el auxilio de
Guillermo el Conquistador (el cura pronunciaba Guilermo), y por eso vie-
nen tantos ingleses a ver la iglesia. Pero no supo conciliarse las simpatías de
los vecinos de Combray, que un día, al salir Gilberto de misa, se arrojaron
sobre él y le cortaron la cabeza. Teodoro tiene un librito donde se explica
todo eso.
Pero, indudablemente, lo más curioso de nuestra iglesia es la vista desde
el campanario, que es grandiosa. Claro que a usted, que no está muy fuerte,
no le aconsejaría yo que subiera los noventa y siete escalones, la mitad pre-
cisamente que en el célebre Duomo, de Milán. Hay para cansar a una perso-
na sana, mucho más teniendo en cuenta que hay que subir doblado para no
romperse la cabeza, y que va uno recogiendo con la ropa todas las telarañas
de la escalera. De todos modos, tendría usted que abrigarse bien, añadía (sin
observar la indignación que causaba a mi tía esa idea de suponerla capaz de
subir al campanario), porque arriba hay una corriente de aire tremenda. Hay
personas que dicen haber sentido allí el frío de la muerte. Pero los domin-
gos siempre vienen partidas de gente, a veces de muy lejos, para admirar la
belleza del panorama, y siempre vuelven encantados. Mire usted, precisa-
mente el domingo que viene encontraría usted gente, porque son las Roga-
ciones. Y hay que confesar que desde allá arriba hay un panorama mágico,
con unas vislumbres de la llanura a lo lejos, que tiene un carácter muy parti-
cular. Cuando hace un tiempo claro se puede distinguir hasta Verneuil. Y,
además, se dominan a un tiempo cosas que de otro modo no se pueden ver
más que separadamente; por ejemplo, el curso del Vivonne y los fosos de
Saint-Assise les Combray, que están separados del río por una cortina de
árboles muy grande, o los distintos canales de Jouy le Vicomte (Gaudiacus
vice comitis, como usted sabe). Cada vez que he ido a Jouy le Vicomte he
visto un trozo de canal, y al volver una calle veía otro, pero entonces ya
desaparecía el anterior, y aunque los reuniera con el pensamiento ya no hace
efecto. Desde el campanario de San Hilario ya es otra cosa: se los ve formar
como una red en que está cogida la localidad. Ahora, que no se distingue el
agua, y parecen grandes grietas que dividen el pueblo en varios trozos, tan
perfectamente como un brioche ya cortado, pero con los pedazos juntos.
Para verlo bien del todo habría que estar al mismo tiempo en el campanario
de San Hilario y en Jouy le Vicomte.
Tanto cansaba a mi tía el cura, que apenas se marchaba no tenía más re-
medio que despedir a Eulalia.
—Tenga usted, pobre Eulalia —decía con voz feble, sacando una moneda
de una bolsita que tenía al alcance de la mano—; tenga usted, para que no
me olvide en sus oraciones.
—Pero, señora, eso no está bien; ya sabe usted que no es por eso por lo
que vengo —decía Eulalia, siempre con el mismo vacilar y la misma timi-
dez que si fuera la primera vez, y con una apariencia de descontento que di-
vertía a mi tía y no le parecía mal, porque si algún día Eulalia, al tomar el
dinero, presentaba semblante menos contrariado que de costumbre, mi tía
decía:
—No sé lo que tenía Eulalia; yo le he dado lo mismo que siempre y pare-
ce que no estaba contenta.
—Pues no puede quejarse —suspiraba Francisca, que tendía a considerar
como calderilla todo lo que mi tía le daba para ella o para sus hijos, y como
tesoros derrochados locamente por una ingrata las piezas depositadas todos
los domingos en la mano de Eulalia, con tanta discreción, que Francisca no
llegó a verlas nunca—. Y no es que ella ambicionara el dinero que mi tía
daba a Eulalia. Ya gozaba bastante del caudal de mi tía, al saber que las ri-
quezas del ama ensalzan y hermosean al mismo tiempo a la sirvienta; y que
ella, Francisca, era persona insigne y glorificada en Combray, Jouy le Vi-
comte y otros lugares, por lo numeroso de las haciendas de mi tía, la fre-
cuencia y duración de las visitas del cura y la gran cantidad de botellas de
agua de Vichy que se consumía. Era avara por mi tía, y de haber administra-
do su fortuna, lo cual era su sueño, la habría defendido de los ataques aje-
nos con ferocidad maternal. No le hubiera parecido mal que mi tía, cuya in-
curable generosidad conocía, se alargara a dar, siempre que fuera a personas
ricas. Quizá pensaba que los ricos, como no tenían necesidad de los regalos
de mi tía, no podían ser sospechosos de quererla por sus dádivas. Además,
estas dádivas, hechas a personas de gran posición económica, como la seño-
ra de Sazerat, Swann, Legrandin, o la señora de Goupil, entre personas del
«mismo rango» que mi tía y que «podían codearse», se le representaban
como un aspecto de los usos de aquella vida extraña y brillante de los ricos
que dan bailes y se visitan, vida que Francisca admiraba sonriente. Pero ya
no era lo mismo si los beneficiarios de la generosidad de mi tía eran de
aquellos que Francisca llamaba «gente como yo, gente que no es más que
yo», y que le inspiraban desprecio, a no ser que la llamasen «señora Fran-
cisca», y se consideraran «menos que ella». Y cuando vio que, a pesar de
sus consejos, mi tía hacía su voluntad, y nada más, y tiraba el dinero —por
lo menos Francisca así se lo creía— con seres indignos, empezaron a pare-
cerle muy parvos los regalos que su ama le hacía, comparados con las canti-
dades imaginarias prodigadas a Eulalia. Y para Francisca no había en los
alrededores de Combray hacienda lo bastante considerable para que no la
pudiera adquirir Eulalia con el producto de sus visitas. Cierto que Eulalia
hacía la misma evaluación de las riquezas inmensas y ocultas de Francisca.
Por lo general, en cuanto Eulalia se iba comenzaba Francisca a hacer malé-
volas profecías a cuenta de ella. Odiábala, pero le tenía miedo y se conside-
raba obligada mientras estuviera en casa a «ponerle buena cara». Pero cuan-
do se había marchado, se cobraba, sin nombrarla nunca, a decir verdad,
pero profiriendo oráculos sibilinos o sentencias de un carácter general,
como las del Eclesiastés, pero cuya aplicación no podía escapar a mi tía.
Después de mirar por un rincón del visillo si ya había cerrado la puerta Eu-
lalia, decía: «Los aduladores siempre saben caer a punto y recoger las pepi-
tas, pero paciencia, que ya los castigará Dios algún día»; y lo decía con el
mismo mirar de lado y la misma insinuación de Joas, cuando, pensando ex-
clusivamente en Atalia, dice:
Le bonheur des méchants comme un torrent s’écoule.
Pero cuando el cura había estado también de visita, tan interminable que
agotaba las fuerzas de mi tía, Francisca se marchaba del cuarto detrás de
Eulalia, diciendo:
—Señora, voy a dejarla a usted descansar, porque tiene usted aspecto de
hallarse fatigada.
Mi tía ni siquiera contestaba, exhalando un suspiro que parecía el último,
con los ojos cerrados y como muerta. Pero apenas había llegado abajo Fran-
cisca, sonaban por toda la casa cuatro campanillazos violentísimos, y mi tía,
sentada en la cama, gritaba:
—¿Se ha ido ya Eulalia? ¿No le parece a usted que se me ha olvidado
preguntar si la señora de Goupil llegó a misa después de alzar? Corra usted
a ver si la alcanza.
Pero Francisca volvía sin haberlo logrado.
—¡Qué fastidio! —decía mi tía sacudiendo la cabeza—. Lo único impor-
tante que le tenía que preguntar.
Y así se iba pasando la vida para mi tía Leoncia, siempre idéntica en la
dulce uniformidad de lo que ella llamaba con desdén fingido y profunda ter-
nura su «rutina». Guardada por todo el mundo, no sólo en casa, donde to-
dos, después de haber comprobado la inutilidad de darle un consejo de me-
jorar de higiene, se habían resignado a respetarla, sino en el pueblo, donde,
a tres calles de distancia, el embalador, antes de ponerse a clavetear, manda-
ba preguntar a Francisca si mi tía no «estaba descansando», aquella rutina
se vio quebrantada por una vez ese año. Y fue porque, lo mismo que un fru-
to escondido llega a sazón sin que nadie se dé cuenta, y se desprende espon-
táneamente, la moza una noche salió de su cuidado. Pero sufrió dolores in-
tolerables, y como en Combray no había comadrona, Francisca tuvo que ir
por una a Thiberzy antes de que amaneciera. Los gritos de la moza no deja-
ron dormir a mi tía, y como Francisca volvió muy tarde, a pesar de lo corto
de la distancia, la echó mucho de menos. Así que mi madre me dijo por la
mañana: «Sube a ver si tu tía necesita algo». Entré en la primera habitación,
y por la puerta abierta vi a mi tía durmiendo echada de lado; la vi que ron-
caba ligeramente. Ya iba a marcharme muy despacito, pero sin duda el rui-
do que hice se entremetió en su sueño y le «cambió de velocidad», como
dicen de los automóviles, porque la música de los ronquidos se interrumpió
un instante, y siguió luego un tono más bajo, hasta que por fin se despertó,
volviendo a medias la cara, que entonces pude ver; pintábase en ella algo
como terror; sin duda había tenido un sueño terrible; tal como estaba colo-
cada no podía verme, y yo me estuve allí sin saber qué hacer, si adelantarme
o salir; pero ya mi tía parecía volver al sentimiento de la realidad, y haber
reconocido lo falaz de las visiones que la asustaran; una sonrisa de gozo, de
piadosa, gratitud al Creador, que deja que la vida sea menos cruel que los
sueños, iluminó débilmente su rostro, y con aquélla su costumbre de hablar-
se a sí misma a media voz, cuando creía que estaba sola, murmuró: «¡Ala-
bado sea Dios! No tenemos más preocupación que ésta del parto de la
moza. ¿Pues no había soñado que mi pobre Octavio resucitaba y quería ha-
cerme dar un paseo diario?». Tendió la mano hacia el rosario, que estaba en
la mesita; pero el sueño que tornaba no le dejó fuerzas para cogerle, y vol-
vió a dormirse tranquila; entonces salí a paso de lobo del cuarto, sin que ella
ni nadie haya sabido nunca lo que yo acababa de oír.
Al decir que aparte de los sucesos muy raros, como aquel alumbramiento, la
rutina de mi tía no sufría jamás variación alguna, no cuento las que, por re-
petirse siempre idénticas y con intervalos regulares, no producían en el seno
de la uniformidad más que una especie de uniformidad secundaria. Así, to-
dos los sábados, como Francisca tenía que ir por la tarde al mercado de
Roussainville le Pin, se adelantaba una hora el almuerzo, para todos. Y mi
tía se acostumbró tan perfectamente a esta derogación semanal de sus hábi-
tos, que tenía tanto apego a esta costumbre como a las demás. Y tanto se
había «arrutinado», como decía Francisca, que si algún sábado hubiera teni-
do que esperar la hora habitual del almuerzo, aquello la habría «sacado de
sus casillas» tanto como el tener que adelantar su almuerzo a la hora del sá-
bado en otro día cualquiera. Este adelanto del almuerzo prestaba al sábado,
para nosotros todos, una fisonomía particular, indulgente y muy simpática.
En ese momento, en que por lo general nos queda aún una hora que vivir
antes del descanso de la comida, sabíamos que iban a llegar a los pocos se-
gundos unas escarolas precoces, una tortilla de favor y un bistec inmereci-
do. El retorno de aquel sábado asimétrico era uno de esos menudos aconte-
cimientos interiores, locales, casi cívicos, que en las vidas tranquilas y las
sociedades fuertes crean como un lazo nacional, llegan a tema favorito de
las conversaciones, de las bromas y de los relatos, deliberadamente exage-
rados; y hubiera sido núcleo apto para un ciclo legendario de tener alguno
de nosotros la testa épica. Ya por la mañana, antes de vestirnos, sin ningún
motivo y sólo por el gusto de poner a prueba la fuerza de solidaridad, nos
decíamos unos a otros, con buen humor, cordialmente, patrióticamente:
«Hoy no tenemos que descuidarnos, es sábado», mientras que mi tía, confe-
renciando con Francisca, y al pensar que el día sería más largo que de cos-
tumbre, decía: «Hoy, como es sábado, podría usted hacerles un buen guiso
de ternera.» Si a las diez y media sacaba alguno, distraído, el reloj, dicien-
do: «Todavía falta una hora y media para el almuerzo», todos nos alegrába-
mos de poder recordarle: «¿Pero en qué está usted pensando: no ve que es
sábado?»; y todavía nos duraba la risa un cuarto de hora después, y nos pro-
metíamos subir a contárselo a mi tía para distraerla. Hasta el cielo parecía
otro. Después del almuerzo, el sol, consciente de que era sábado, se paseaba
una hora más por lo alto del cielo, y cuando uno de nosotros, que creía que
ya se hacía tarde para el paseo, exclamaba: «¡Cómo! ¡Las dos nada más!»,
al ver pasar las dos campanadas de la torre de San Hilarlo (que ya están
acostumbradas a encontrarse los caminos desiertos, por mor de la comida o
de la siesta, a lo largo del río, claro y corretón, abandonado hasta del pesca-
dor, y que pasan solitarias por el cielo vacante, donde no quedan más que
unas nubecillas perezosas), todo el mundo le respondía a coro: «Lo que lo
despista a usted es que hemos almorzado una hora antes; ¿no ve usted que
es sábado?». La sorpresa de un bárbaro (así llamábamos a toda persona ig-
norante del carácter particular del sábado), que venía a ver a papá a las once
y nos encontraba sentados a la mesa, era una de las cosas que más divertían
a Francisca en este mundo. Pero por mucho que la regocijara el hecho de
que el desconcertado visitante ignorara que los sábados almorzábamos an-
tes, aun le parecía más cómico (simpatizando en el fondo con esa estrecha
patriotería) que a mi padre no se le ocurriera que el bárbaro podía ignorarlo,
y contestara, sin más explicaciones, a su asombro, al vernos ya sentados a la
mesa: «¡Pero, hombre, es sábado!» Y cuando Francisca llegaba a este punto
del relato, tenía que secarse lágrimas de risa, y para acrecer su regocijo,
prolongaba el diálogo, inventaba una respuesta del visitante a quien aquella
del «sábado» no decía nada. Y muy lejos de quejarnos de sus adicciones,
todavía nos sabían a poco, y le decíamos: «Me parece que dijo algo más. La
primera vez que lo contó usted era más largo». Y hasta mi tía dejaba su la-
bor, y alzando la cabeza, miraba por encima de sus lentes.
Tenía además el sábado otra cosa de notable, y es que en el mes de mayo
los sábados íbamos, después de cenar, al «mes de María».
Como allí solíamos encontrarnos al señor Vinteuil, muy severo para con
«esa lamentable casta de jóvenes descuidados, con ideas de la época
actual», mi madre se cuidaba mucho de que nada flaqueara en mi porte ex-
terior, y nos marchábamos a la iglesia. Recuerdo que fue en el mes de María
cuando empecé a tomar cariño a las flores de espino. En la iglesia, tan santa,
pero donde teníamos derecho a entrar, no sólo estaban posadas en los alta-
res, inseparables de los misterios en cuya celebración participaban, sino que
dejaban correr entre las luces y los floreros santos sus ramas atadas horizon-
talmente unas a otras, en aparato de fiesta, y embellecidas aún más por los
festones de las hojas, entre las que lucían, profusamente sembrados, como
en la cola de un traje de novia, los ramitos de capullos blanquísimos. Pero
sin atreverme a mirarlas más que a hurtadillas, bien sentía que aquellos
pomposos atavíos vivían y que la misma Naturaleza era la que, al recortar
aquellos festones en las hojas y añadirles la suprema gala de los blancos ca-
pullos, elevaba aquella decoración al rango de cosa digna de lo que era re-
gocijo popular y solemnidad mística a la vez. Más arriba abríanse las coro-
las, aquí y allá, con desafectada gracia, reteniendo con negligencia suma,
como último y vaporoso adorno, el ramito de estambres, tan finos como hi-
los de la Virgen, y que les prestaban una suave veladura; y cuando yo quería
seguir e imitar en lo hondo de mi ser el movimiento de su fluorescencia, lo
imaginaba como el cabeceo rápido y voluble de una muchacha blanca, dis-
traída y vivaz, con mirar de coquetería y pupilas diminutas. El señor Vin-
teuil venía a sentarse con su hija a nuestro lado. Persona de buena familia,
había sido profesor de piano de las hermanas de mi abuela, y cuando murió
su mujer, aprovechando una herencia que tuvo, se retiró a vivir cerca de
Combray, e iba a casa de visita con frecuencia. Pero como era excesivamen-
te pudibundo, dejó de ir a casa para no encontrarse con Swann, que había
hecho, a su parecer, «una boda que no le correspondía, de esas de hoy día».
Mi madre, al saber que componía música, le dijo por amabilidad que cuan-
do ella fuera a su casa tenía que tocar alguna composición de las suyas.
Cosa que hubiera agradado mucho al señor Vinteuil; pero llevaba la cortesía
y la bondad a tal punto de escrúpulo, que se colocaba siempre en el lugar de
los demás y tenía miedo de aburrirlos y parecer egoísta si seguía, o si senci-
llamente dejaba adivinar sus deseos. Mis padres me llevaron con ellos el día
que fueron a verlo, y me permitieron que me quedara en el jardín; como la
casa del señor Vinteuil, Montjouvain, tenía por la parte de atrás un montícu-
lo breñoso, me fui a esconder allí, y me encontré con que estaba a la altura
de la sala del segundo piso y a una distancia de medio metro de la ventana.
Cuando entraron a anunciar a mis padres, vi que el señor Vinteuil se daba
prisa a colocar en el piano de modo que fuera bien visible un papel de músi-
ca. Pero cuando pasaron mis padres lo quitó de allí y lo puso en un rincón.
Sin duda temía inspirar a mis padres la sospecha de que se alegraba de ver-
los sólo por tocar una obra suya. Y cada vez que durante la visita volvió mi
madre a la carga, repetía: «Pero yo no sé quién puso eso en el piano, porque
no es su sitio»; y desviaba la conversación hacia otros temas, precisamente
porque ésos le interesaban menos. Su pasión era su hija, la cual, con sus
modales de chico, tenía tal apariencia de robustez, que no podía uno por
menos de sonreír al ver las precauciones que su padre tomaba con ella, y
cómo tenía siempre a mano chales suplementarios para abrigarle los hom-
bros. Mi abuela nos había hecho notar la expresión bondadosa, delicada y
tímida casi que cruzaba muy a menudo por la mirada de aquella niña tan
ruda, y que tenía el rostro lleno de pecas. Cuando acababa de pronunciar
una palabra, oíala con la mente de la persona a quien iba a dirigida, se alar-
maba por las malas interpretaciones que pudieran dársele, y bajo la figura
hombruna de aquel «diablo», se alumbraban y se recortaban, como por
transparencia, los finos rasgos de una muchacha llorosa.
Cuando, antes de salir de la iglesia, me arrodillaba delante del altar, al
levantarme sentía de pronto que se escapaba de las flores de espino un
amargo y suave olor de almendras, y advertía entonces en las flores unas
manchitas rubias, que, según me figuraba yo, debían de esconder ese olor,
lo mismo que se oculta el sabor de un franchipán bajo la capa tostada, o el
de las mejillas de la hija de Vinteuil detrás de sus pecas. A pesar de la calla-
da quietud de las flores de espino, ese olor intermitente era como un mur-
mullo de intensa vida, la cual prestaba al altar vibraciones semejantes a las
de un seto salvaje, sembrado de vivas antenas, cuya imagen nos la traían al
pensamiento algunos estambres casi rojos que parecían conservar aún la vi-
rulencia primaveral y el poder irritante de insectos metamorfoseados ahora
en flores.
Al salir de la iglesia hablábamos un momento con el señor Vinteuil de-
lante del pórtico. Mediaba entre los chiquillos que se estaban peleando en la
placa, defendía a los pequeños y sermoneaba a los mayores. Si su hija nos
decía con su vozarrón que se alegraba mucho de vernos, en seguida parecía
que en su misma persona otra hermana más sensible se ruborizaba por estas
palabras de muchacho irreflexivo, que quizá podrían hacernos creer que
quería que la invitáramos a casa. Su padre le echaba una capa por los hom-
bros, y ambos montaban en un cochecito que guiaba la chica, y se volvían a
Montjouvain. A nosotros, como al día siguiente era domingo y nos levanta-
ríamos tarde para la hora de misa mayor, cuando había luna y el tiempo es-
taba templado, en vez de volver derecho a casa, mi padre, enamorado de la
gloria, nos llevaba a dar un paseo por el Calvario, paseo que, por la escasa
aptitud de mi madre para orientarse y saber por dónde iba, consideraba papá
como hazaña de su genio estratégico. Llegábamos a veces hasta el viaducto,
cuyas zancadas de piedra empezaban en la estación y representaban para mí
el destierro y la desolación que reinaban más allá del mundo civilizado, por-
que todos los años, al venir de París, nos recomendaban estuviéramos alerta
al aproximarnos a Combray, y que no dejáramos pasar la estación, prepa-
rándonos bien porque el tren no paraba más que dos minutos y se marchaba
en seguida por el viaducto, saliéndose de las tierras de cristianos, cuyo ex-
tremo límite marcaba para mí Combray. Volvíamos por el paseo de la esta-
ción, donde estaban los hoteles más bonitos del lugar. La luna iba sembran-
do en los jardines, como Hubert Robert, un pedazo de marmórea escalinata,
un surtidor y una verja entreabierta. Su luz había destruido la oficina de Te-
légrafos. No quedaba más que una columna tronchada, pero bella como una
ruina inmortal. Yo iba a rastras, me caía de sueño, y el olor de los tilos que
embalsamaba el aire se me aparecía como una recompensa que sólo se logra
a costa de grandes fatigas, y que no vale la pena lo que cuesta. De cuando
en cuando, detrás de las verjas, perros que despertábamos con nuestros pa-
sos solitarios daban alternos ladridos, de esos que todavía oigo algunas ve-
ces; y en el seno de esos ladridos debió de ir a refugiarse el paseo de la esta-
ción (cuando se construyó en su emplazamiento el parque público de Com-
bray), porque dondequiera que me encuentre, en cuanto empiezan a oírse, lo
veo, con sus tilos y sus aceras iluminadas por la luna.
De pronto, mi padre nos paraba y preguntaba a mamá: «¿Dónde
estamos?». Rendida por el paseo, pero orgullosa de su esposo, mi madre re-
conocía cariñosamente que lo ignoraba en absoluto. Entonces él se encogía
de hombros, riéndose. Y como si se la extrajera del bolsillo de la americana
al sacar la llave, nos mostraba, allí, en pie y delante de nosotros, la puerteci-
ta trasera de nuestro jardín, que había venido, con la esquina de la calle del
Espíritu Santo, a esperarnos al cabo de los caminos desconocidos. Mi ma-
dre, admirada, le decía: «Eres el demonio». Y desde aquel instante ya no
necesitaba yo andar, el suelo andaba por mí en aquel jardín donde hacía tan-
to tiempo que la atención voluntaria había dejado de acompañar a mis ac-
tos: la Costumbre acababa de cogerme en brazos y me llevaba a la cama
como a un niño pequeño.
Aunque el sábado, que empezaba una hora antes, y en que no tenía a
Francisca, transcurría más despacio que otro día cualquiera para mi tía, sin
embargo, esperaba su retorno semanal impacientemente desde que comen-
zaba la semana, porque en el sábado se contenía toda la novedad y la dis-
tracción que su debilitada y maníaca naturaleza eran aún capaces de sopor-
tar. Y no es que a veces no aspirara a un gran cambio, que su vida careciera
de esas horas excepcionales en que sentimos sed de algo distinto de lo exis-
tente, cuando las personas, que por falta de energía o imaginación no saben
sacar de sí mismas un principio de renovación, piden al minuto que llega, al
cartero que está llamando, que les traigan algo nuevo, aunque sea malo, un
dolor, una emoción; cuando la sensibilidad, que la dicha hizo callar como
arpa ociosa, quiere una mano que la haga resonar, aunque sea brutal, aunque
la rompa; cuando la voluntad, que tan difícilmente conquistó el derecho de
entregarse libremente a sus deseos y a sus penas, desea echar las riendas en
manos de ocurrencias imperiosas, por crueles que sean. Indudablemente,
como las fuerzas de mi tía se extinguían al menor esfuerzo, sólo gota a gota
volvían al seno de su reposo, el depósito tardaba mucho en llenarse, y pasa-
ban meses antes de que ella tuviera ese pequeño colmo que otros seres deri-
van hacia la acción y que ella no sabía cómo decidirse a usar. No me cabe
duda de que entonces, así como del placer mismo que le causaba el retorno
diario del puré, siempre de su gusto, nacía al cabo de algún tiempo el deseo
de substituirle por patatas bechamel, sacaba de la acumulación de tantos
días monótonos, a que tan apegada era, la esperanza de un cataclismo do-
méstico, limitado a la duración de un instante, pero que la obligaría, de una
vez para siempre, a uno de esos cambios que le serían saludables; ella lo re-
conocía, pero por sí sola no podía decidirse a emprender. Nos quería de ver-
dad, y le hubiera gustado llorarnos; y de llegar en una ocasión en que se en-
contrara ella bien y sin sudar, la noticia de que la casa estaba ardiendo, de
que ya habíamos perecido todos y de que pronto no quedaría ni una piedra
en pie, aunque ella podría salvarse sin prisa, con tal de que se levantara in-
mediatamente, debió alimentar muchas veces sus esperanzas, porque reunía
a las ventajas secundarias de hacerle saborear en un sentimiento único todo
su cariño a nosotros, y de causar el pasmo del pueblo, presidiendo el duelo,
abrumada y valerosa, moribunda, pero en pie, la más preciosa ventaja de
obligarla en el momento oportuno, y sin perder tiempo, y sin posibilidad de
dudas molestas, a irse a pasar el verano a su hermosa hacienda de Mirou-
grain, que tenía una cascada y todo. Como nunca ocurrió ningún caso de
éstos, cuyo perfecto éxito meditaba, sin duda, cuando estaba sola, absorta
en uno de sus innumerables solitarios (y que la hubiera desesperado al pri-
mer comienzo de realización, al primero de esos detalles imprevistos, de esa
palabra que anuncia una mala noticia, y cuyo tono no se olvida jamás, de
todo lo que lleva la huella de la muerte verdadera, muy distinta de su posi-
bilidad lógica y abstracta), se resarcía, para dar de cuando en cuando mayor
interés a su vida, introduciendo en ella peripecias imaginarias a cuyo
desarrollo atendía apasionadamente. Gozábase en suponer de pronto que
Francisca le robaba, que ella recurría a la astucia para averiguarlo, y que la
cogía con las manos en la masa; acostumbrada, cuando jugaba ella sola a
las cartas, a jugar con su juego y el riel adversario, se pronunciaba a sí mis-
ma las excusas tímidas de Francisca, y contestaba a ellas con tal fuego e in-
dignación, que si uno de nosotros entraba en ese momento, la encontraba
bañada en sudor, con los ojos echando chispas y los postizos caídos, dejan-
do al descubierto su calva frente. Francisca quizá oyera alguna vez, desde la
habitación de al lado, corrosivos sarcasmos a ella dirigidos, y cuya inven-
ción no hubiera servido da bastante alivio a mi tía, de haber quedado en es-
tado puramente inmaterial, y si no les hubiera dado realidad murmurándolos
a media voz. A veces, ese «espectáculo desde la cama» no parecía bastante
a mi tía, y quería ver representadas sus comedias. Entonces, un domingo
después de cerrar misteriosamente las puertas, confiaba a Eulalia sus dudas
respecto a la probidad de Francisca, y su intención de despedirla, y otras ve-
ces era a Francisca a quien participaba sus sospechas de la deslealtad de Eu-
lalia, a quien muy pronto cerraría la puerta; y al cabo de unos días ya estaba
cansada de su confidenta de ayer, se arreglaba con la otra, y los papeles se
cambiaban para la próxima representación. Pero las sospechas que Eulalia
le inspiraba a veces eran fuego de virutas, pronto extinguido sin tener en
qué alimentarse, porque Eulalia no vivía en la casa. Pero no ocurría lo mis-
mo con las despertadas por Francisca, a quien sentía mi tía vivir constante-
mente bajo el mismo techo, sin atreverse, por miedo a coger frío si salía de
la cama, a bajar a la cocina y enterarse de si eran o no sospechas fundadas.
Poco a poco llegó a no tener otra ocupación mental que adivinar lo que po-
día estar haciendo Francisca en cada momento, y si quería ocultárselo. Se
fijaba en los más furtivos gestos de Francisca, en cualquier contradicción
entre sus dichos, en un deseo que al parecer quería disimular. Y hacíale ver
que la había desenmascarado con una sola palabra, que hacía palidecer a
Francisca, y que mi tía hundía en el corazón de la desdichada, aparentemen-
te, con cruel regocijo, y al otro domingo una revelación de Eulalia —como
esos descubrimientos que de repente abren un campo insospechado a una
ciencia que nace y que hasta entonces arrastraba una vida lánguida— proba-
ba a mi tía que sus sospechas aun estaban muy por bajo de la realidad.
«Francisca es la que lo debe saber ahora que le da usted coche». «¡Qué yo
le doy coche!», exclamaba mi tía. «¡Ah!, yo no sé, creía que… La he visto
pasar en carruaje, con más orgullo que Artabán, camino del mercado de
Roussainville. Y creí que era la señora la que…». Poco a poco Francisca y
mi tía, como el cazador y la pieza, no hacían más que ponerse en guardia
contra sus recíprocas argucias. Mi madre tenía miedo de que Francisca lle-
gara a tomar verdadero odio a mi tía, que la ofendía con la mayor dureza
posible. El caso era que Francisca se fijaba cada día con mayor atención en
los menores ademanes y más insignificantes de palabras mi tía. Cuando
tema que preguntarle algo, vacilaba mucho, pensando en el modo como lo
haría. Y cuando ya había proferido su demanda, observaba a mi tía a hurta-
dillas, para adivinar por el aspecto de su rostro lo que pensaba y lo que de-
cidiría. Y así, mientras un artista que lee memorias del siglo XVII y quiere
acercarse al Rey Sol cree tomar el buen camino, forjándose una genealogía
que le haga descendiente de una familia histórica, o manteniendo corres-
pondencia con un soberano europeo de su tiempo, y al hacerlo vuelve la es-
palda precisamente a aquello que erróneamente busca bajo formas idénti-
cas, y por consiguiente sin vida, una vieja señora provinciana, que no era
más que la fiel servidora de irresistibles manías, y de una malevolencia hija
de la ociosidad, veía, sin hacer pensado nunca en Luis XIV, que las ocupa-
ciones más insignificantes de su jornada, relativas al momento de levantar-
se, a su almuerzo, a sus horas de descanso, cobraban por su despótica singu-
laridad una parte del interés de aquello que Saint-Simon llamaba la «mecá-
nica» de la vida en Versalles, y podía imaginarse ella también que su silen-
cio, una nube de buen humor, o de altanería en su rostro, eran comentados
por parte de Francisca con la misma pasión y temor que el silencio, el buen
humor o la altanería del Rey cuando un cortesano, o hasta un gran señor, le
habían entregado un memorial en un rincón de una alameda de Versalles.
Un domingo que mi tía tuvo la visita del cura y de Eulalia al mismo tiem-
po, y se echó luego a descansar, subimos todos a despedirnos, y mamá le
dijo cuánto lamentaba aquella mala suerte que reunía a todas sus visitas a la
misma hora.
—Ya sé que las cosas no se han arreglado muy bien esta tarde, Leoncia
—le decía cariñosamente—. Todo el mundo ha venido al mismo tiempo.
A eso interrumpía la tía mayor con un «por mucho trigo…», porque des-
de que su hija estaba mala creía deber suyo animarla presentándole siempre
las cosas por el lado bueno. Pero mi padre tomaba la palabra:
—Ya que toda la familia está reunida, voy a aprovecharme para contaros
una cosa, sin tener que repetírsela a cada cual. Me temo que Legrandin esté
enfadado con nosotros; apenas si me saludó esta mañana.
Yo no me quedé a oír a mi padre, porque precisamente estaba con él
aquella mañana cuando se encontró con Legrandin, y bajé a la cocina a en-
terarme de lo que teníamos de cena, cosa que me distraía todos los días
como las noticias del periódico, y me excitaba como un programa de fiestas.
Al pasar el señor Legrandin junto a nosotros, saliendo de misa, y al lado de
una dama propietaria de un castillo de allí cerca, y a quien sólo conocíamos
de vista, mi padre lo saludó reservada y amistosamente a la vez, sin pararse;
Legrandin apenas si contestó, un poco extrañado, como si no nos conociera,
y con esa perspectiva de la mirada propia de las personas que no quieren ser
amables, y que desde allá, desde el fondo súbitamente prolongado de sus
ojos, parece que lo ven a uno al final de un camino interminable, y a tanta
distancia, que se contentan con hacernos un minúsculo saludo con la cabeza
para que guarde proporción con nuestra dimensión de marioneta.
Como la dama que Legrandin acompañaba era persona virtuosa y bien
considerada, no podía pensarse que Legrandin disfrutara de sus favores y
que le molestara que los vieran juntos; así que mi padre se preguntaba qué
había hecho él para incomodar a Legrandin. «Sentiría mucho saber que está
enfadado —dijo mi padre—, porque resalta junto a toda esa gente endomin-
gada, con su americana recta, su corbata floja, tan desafectado, con esa sen-
cillez tan de verdad y tan ingenua que se hace muy simpática.» Pero el con-
sejo de familia opinó unánimemente que lo del enfado era una figuración de
mi padre, y que Legrandin debía de ir en aquel momento pensando en algu-
na cosa y distraído. Por lo demás, el temor de mi padre se disipó al día si-
guiente por la tarde. Volvíamos de dar un gran paseo cuando vimos junto al
Puente Viejo a Legrandin, que con motivo de las fiestas pasaba unos días en
Combray. Vino hacia nosotros tendiéndonos la mano: «Señor lector, me
preguntó, ¿conoce usted este verso de Paul Desjardins?:
Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo.
«¿No es verdad que el verso da muy bien la nota de esta hora? Puede que
no haya usted leído nunca a Paul Desjardins. Léalo, hijo mío; hoy se está
cambiando en sermoneador, pero ha sido por mucho tiempo un límpido
acuarelista…
Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo…
«¡Ojalá siga el cielo siempre azul para usted!, amiguito mío; hasta en esa
hora que para mí ya va llegando, cuando el bosque está sombrío y cae la no-
che, se consolará usted mirando al cielo.» Sacó un cigarrillo y se estuvo un
rato con la vista puesta en el horizonte. «¡Bueno, adiós, amigos!», —dijo de
pronto, y se marchó.
A la hora en que yo bajaba a la cocina a enterarme, la cena ya estaba em-
pezada, y Francisca señoreaba las fuerzas de la naturaleza convertidas en
auxiliares suyas, como en esas comedias de magia donde los gigantes hacen
de cocineros; meneaba el carbón, entregaba al vapor unas patatas para esto-
fadas, y daba punto, valiéndose del fuego, a maravillas culinarias, prepara-
das previamente en recipientes de ceramista desde las tinas, las marmitas, el
caldero, las besugueras, a las ollitas para la caza, los moldes de repostería y
los tarritos para natillas: pasando por una colección completa de cacerolas
de todas dimensiones. Me paraba a mirar encima de la mesa, donde acababa
de mondarlos la moza, los guisantes alineados y contados, como verdes bo-
litas de un juego; pero mi pasmo era ante los espárragos empapados de azul
ultramar y de rosa, y cuyo tallo, mordisqueado de azul malva, iba rebaján-
dose insensiblemente hasta la base —sucia aún por el suelo de su planta—,
con irisaciones de belleza supraterrena. Parecía que aquellos matices celes-
tes delataban a las deliciosas criaturas que se entretuvieron en metamorfo-
searse en verduras, y que, a través del disfraz de su firme carne comestible,
transparentaban con sus colores de aurora naciente sus intentos de arco iris
y su languidez de noches azules, una esencia preciosa, perceptible para mí
aun cuando, durante toda la noche que seguía a una comida donde hubo es-
párragos, se divertían en sus farsas poéticas y groseras, como fantasía sha-
kespeariana, en trocar mi vaso de noche en copa de perfume.
La pobre Caridad de Giotto, como Swann la llamaba, encargada por
Francisca de «recortarlos», los tenía al lado en una cesta, con cara de pena,
como si estuviera sintiendo todo el dolor de la madre tierra; y las leves co-
ronas azules que ceñían a los espárragos por cima de sus túnicas rosas, se
dibujaban tan finamente, estrella por estrella, como se dibuja en el fresco de
Padua las flores ceñidas en la frente de la Virtud o prendidas en su canasti-
lla. Y entre tanto, Francisca daba vueltas en el asador a uno de aquellos po-
llos, asados como ella sola sabía hacerlo, que difundieron por todo Com-
bray el olor de sus méritos, y que cuando no los servía a la mesa hacían
triunfar la bondad en mi concepción especial de su carácter, porque el aro-
ma de esa carne que ella convertía en tan tierna y untuosa, era para mí el
perfume mismo de una de sus virtudes.
Pero el día que bajé a la cocina mientras mi padre consultaba al consejo
de familia respecto a su encuentro con Legrandin, era uno de aquellos en
que la Caridad de Giotto, bastante mal aún por su reciente parto, no podía
levantarse; y Francisca, como no tenía ayuda, estaba retrasada en su trabajo.
Cuando bajé la vi en la despensa, que daba al corral, matando un pollo, que
con su resistencia desesperada y tan natural, acompañada por los gritos de
Francisca, que, fuera de sí, al mismo tiempo que trataba de abrirle el cuello
por debajo de la oreja, chillaba «¡Mal bicho, mal bicho!», ponía la santa
dulzura y la unción de nuestra doméstica un poco menos en evidencia de lo
que hubiera puesto el pobre animal en el almuerzo del día siguiente, con su
pellejo bordado en oro como una casulla, y su grasa preciosa, que parecía ir
goteando de un ropón. Cuando ya murió, Francisca recogió la sangre, que
iba corriendo sin sofocar su rencor, y aun tuvo un acceso de cólera, y miran-
do el cadáver de su enemigo, dijo por última vez: «Mal bicho». Volví a su-
bir, todo trémulo; mi deseo hubiera sido que echaran en seguida a Francis-
ca. Pero entonces, ¿quién me haría unas albóndigas tan calentitas, un café
tan perfumado… y aquellos pollos…? Y en realidad, ese cobarde cálculo lo
hemos hecho todos, como lo hice yo entonces. Porque mi tía Leoncia sabía
—cosa que ignoraba yo— que Francisca, que habría dado su vida sin una
queja por su hija o por sus sobrinos, era para los demás seres extraordinaria-
mente dura de corazón. A pesar de eso, mi tía la tenía en casa porque, aun-
que conocía su crueldad, estimaba mucho su buen servicio. Poco a poco fui
advirtiendo que el cariño, la compunción y las virtudes de Francisca oculta-
ban tragedias de cocina, lo mismo que descubre la Historia que los reinados
de esos reyes y reinas representados orando en las vidrieras de las iglesias
se señalaron por sangrientos episodios. Me di cuenta de que, exceptuando a
sus parientes, los humanos excitaban tanto más su compasión con sus infor-
tunios cuanto más lejos estaban de ella. Los torrentes de lágrimas que llora-
ba al leer el periódico, sobre las desgracias de gente desconocida, se seca-
ban prestamente si podía representarse a la víctima de manera un poco con-
creta. Una de las noches siguientes al parto de la moza, viose ésta aquejada
por un fuerte cólico; mamá la oyó quejarse, se levantó y despertó a Francis-
ca, que declaró, con gran insensibilidad, que todos aquellos gritos eran una
comedia, y que quería «hacerse la señorita». El médico, que ya temiera esos
dolores, nos había puesto una señal en un libro de medicina que teníamos,
en la página en que se describen esos dolores, y nos indicó que acudiéramos
al libro para saber lo que debía hacerse en los primeros momentos. Mi ma-
dre mandó a Francisca por el libro, recomendándole que no dejara caer el
cordoncito que servía de señal. Pasó una hora, y Francisca sin volver; mi
madre, indignada, creyó que había vuelto a acostarse, y me mandó a mí a la
biblioteca. Allí estaba Francisca, que quiso mirar lo que indicaba la señal, y
al leer la descripción clínica de los dolores, sollozaba, ahora que se trataba
de un enfermo-tipo, desconocido para ella. A cada síntoma doloroso citado
por el autor del libro, exclamaba: «Por Dios, Virgen Santa, ¿es posible que
Dios quiera hacer sufrir tanto a una desgraciada criatura? ¡Pobrecilla,
pobrecilla!».
Pero en cuanto la llamé y volvió junto a la cama de la Caridad de Giotto,
sus lágrimas cesaron, ya no pudo sentir ni aquella agradable compasión y
ternura que le era desconocida, y que muchas veces le proporcionaba la lec-
tura de los periódicos, ni ningún placer de ese linaje, y molesta e irritada
por haberse levantado a medianoche por la moza, al ver los sufrimientos
mismos cuya descripción la hacía llorar, no se le ocurrieron más que gruñi-
dos de mal humor, y hasta horribles sarcasmos, diciendo, cuando se creyó
que nos habíamos ido y que ya no la oíamos: «No tenía más que haber he-
cho lo que se necesita para eso; y bien que le gustó; ahora que no se venga
con mimos. También hace falta que un hombre esté dejado de la mano de
Dios para cargar con eso. Ya lo decían en la lengua de mi pobre madre:
Del trasero de un perro se enamorica,
y llega a parecerle cosa bonica.»
Cuando su nieto tenía un leve constipado de cabeza, por la noche, en vez
de acostarse y aunque no estuviera bien, se marchaba a ver si necesitaba
algo, y andaba cuatro leguas, para volver antes de amanecer a la hora de su
faena; pero ese mismo amor a los suyos y el deseo de asegurar la futura
grandeza de su casa se traducía, en su política con los otros criados, por una
máxima constante, que consistió en no dejarlos introducirse en el cuarto de
mi tía, al que no dejaba acercarse a nadie, muy orgullosamente, llegando
hasta levantarse cuando estaba mala, para dar el agua de Vichy a mi tía, an-
tes que permitir a la moza el acceso al cuarto de su ama. Y como ese hime-
nóptero observado por Fabre, la abeja excavadora, que para que sus peque-
ñuelos tengan carne fresca que comer después de su muerte, apela a la
anatomía en socorro de su crueldad, y hiere a los gorgojos y arañas captura-
dos, con gran saber y habilidad, en el centro nervioso que rige el movimien-
to de las patas, sin dañar otra función vital, de modo que el insecto paraliza-
do, junto al cual pone sus huevos, ofrezca a las larvas que vengan carne dó-
cil, inofensiva, incapaz de huir o resistirse, y completamente fresca, Fran-
cisca hallaba, para servir su permanente voluntad de hacer la casa imposible
a todo criado, agudezas tan sabias e implacables, que muchos años más tar-
de nos enteramos de que si comimos aquel verano espárragos casi a diario,
fue porque el olor de ellos ocasionaba a la pobre moza encargada de pelar-
los ataques de asma tan fuertes, que tuvo que acabar por marcharse.
Pero, desgraciadamente, la opinión que nos merecía Legrandin tenía que
cambiar mucho. Uno de los domingos siguientes a aquel encuentro en el
Puente Viejo, que sacó a mi padre de su error, al acabar la misa, cuando con
el sol y el rumor de fuera entraba en la iglesia una cosa tan poco sagrada
que la señora de Goupil, la señora de Percepied (todas las personas, que al
llegar yo momentos antes, después de empezada la misa, siguieron absortas
en su rezo, los ojos bajos, y yo habría creído que no me veían si no hubieran
empujado con el pie el banquito que me estorbaba el paso a mi silla), empe-
zaban a hablar con nosotros en alta voz, como si estuviéramos ya en la pla-
za, vimos en el deslumbrante umbral del pórtico, y dominando el abigarrado
tumulto del mercado, a Legrandin; el marido de la señora con quien lo vié-
ramos aquel otro día estaba presentándole en aquel momento a la mujer de
otro rico terrateniente de allí cerca. En la cara de Legrandin pintábanse ani-
mación y fervor extraordinarios; hizo un profundo saludo, seguido de una
inclinación secundaria hacia atrás, que llevó bruscamente su busto más atrás
de lo que estaba en la posición inicial del saludo, y que sin duda había
aprendido del marido de su hermana, el señor de Cambremer. Ese rápido
enderezarse hizo refluir, a modo de ola musculosa, las ancas de Legrandin,
que yo no suponía tan llenas; y no sé por qué aquella ondulación de pura
materia, sin ninguna expresión de espiritualidad, y azotada tempestuosa-
mente por una baja solicitud, despertaron de pronto en mi ánimo la posibili-
dad de un Legrandin muy distinto del que conocíamos. La señora aquella le
mandó decir un recado al cochero, y mientras que se llegaba al coche per-
sistió en su rostro aquella huella de tímido y servicial gozo que la presenta-
ción en él marcara. Sonriente, como hechizado y soñando, volvió apresura-
damente hacia la señora, y como andaba más de prisa que de ordinario, sus
hombros oscilaban a derecha e izquierda ridículamente, y tanto era su des-
cuido al andar y su despreocupación por el resto del mundo, que parecía el
juguete inerte y mecánico de la felicidad. Entre tanto, salimos del pórtico y
fuimos a pasar a su lado; Legrandin era lo bastante educado para no volver
la cabeza; pero puso su vista, impregnada de hondo meditar, en un punto tan
lejano del horizonte, que no pudo vernos, y así no tuvo que saludarnos. Y
allí quedó tan ingenuo su rostro rematando una americana suelta y recta,
que parecía un poco descarriada, sin quererlo, en medio de aquel detestado
lujo. Y la chalina de pintas, agitada por el viento de la plaza, seguía flotando
por delante de Legrandin, como estandarte de su altivo aislamiento y de su
noble independencia. En el momento en que llegábamos a casa notó mamá
que se nos había olvidado la tarta, y rogó a mi padre que volviéramos a de-
cir que la llevaran en seguida. Cerca de la iglesia nos cruzamos con Legran-
din, que venía en dirección opuesta a la nuestra, acompañando a la señora
de antes al coche. Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y
nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no
salía de los párpados; y que, como no interesaba los músculos de su rostro,
pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, querien-
do compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que
circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que
nos concedía toda la vivacidad de su gracejo, que, pasando de la jovialidad,
frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños
de la connivencia, de las medias palabras, de lo supuesto, hasta los miste-
rios de la complicidad, y que, finalmente, exaltó las garantías de amistad
hasta las protestas de ternura, hasta la declaración amorosa, e iluminó en-
tonces a la dama con secreta e invisible languidez, sólo perceptible para no-
sotros, enamorada pupila en rostro de hielo.
Precisamente el día antes había pedido a mis padres que me dejaran ir
aquella noche a cenar con él: «Venga usted a hacer un rato de compañía a su
viejo amigo —me dijo—. Y como ese ramo que un viajero nos manda des-
de un país a donde nunca hemos de volver, hágame respirar, desde la lejanía
de su adolescencia, esas flores primaverales, por entre las que yo crucé tam-
bién un día. Venga a casa y tráigame flores, primaveras, barbas de capuchi-
nos, achicorias silvestres, cuencos de oro; tráigame la flor de sedum, con
que se forma el ramo dilecto de la flora balzacciana; la flor del Domingo de
Resurrección, margaritas y bolas de nieve de esas que empiezan a aromar el
jardín de su tía cuando no se han fundido aún las bolas de nieve de verdad
que trajeron las tormentillas de Pascua. Y tráigame la gloriosa vestidura de
seda de la azucena, digna de Salomón, y el policromo esmalte de los pensa-
mientos; pero, ante todo, no se olvide de traerme el airecillo aún fresco de
las últimas heladas que entreabrirá para esas dos mariposas que están espe-
rando a la puerta desde esta mañana, la primera rosa de Jerusalén.»
Dudaban en casa si, a pesar de todo, debían mandarme a cenar con el se-
ñor Legrandin. Pero mi abuela se negó a admitir que hubiera estado grosero
con nosotros. «Ya sabéis perfectamente que viene aquí con toda sencillez,
sin nada de hombre de mundo.» Y declaró que de cualquier forma, y aun
poniéndonos en lo peor, si en realidad estuvo grosero, más valía que hicié-
ramos como que no lo notamos. A decir verdad, hasta mi padre, que era el
más enfadado con Legrandin, por su actitud, abrigaba aún algunas dudas
sobre lo que podía significar. Era una de esas actitudes o actos que revelaba
el carácter más hondo y oculto de un ser; no se eslabona con sus palabras
anteriores, no nos la puede confirmar el testimonio del culpable, que no ha
de confesar; y no tenemos otro testimonio que el de nuestros sentidos, que
muchas veces, enfrentados con ese recuerdo aislado e incoherente, parecen
haber sido juguete de una ilusión; de modo que esa actitudes, que son las
únicas importantes, nos dejan muy a menudo en la duda.
Cené con Legrandin, en su terraza; había luna. «¡Qué hermosa calidad de
silencio hay esta noche! —me dijo—. Para los corazones heridos como el
mío, dice un novelista que ya leerá usted algún día lo único adecuado es la
sombra y el silencio Y, sabe usted, hijo mío, llega una hora en esta vida, aun
está usted muy lejos de ella, en que los ojos fatigados ya no toleran más que
una luz, ésta que una noche como la presente prepara y destila en la oscuri-
dad, y cuando el oído no percibe otra música que la que toca la luna en el
caramillo del silencio.» Prestaba oídos a lo que decía el señor Legrandin,
que siempre me parecía agradable; pero preocupado por el recuerdo de una
mujer que había visto por vez primera recientemente, y al pensar que Le-
grandin trataba a varias personalidades aristocráticas de las cercanías, se me
ocurrió que quizá la conociera, y sacando fuerzas de flaqueza, le dije: «¿Co-
noce quizá a las señoras del castillo de Guermantes?» ; y sentía una especie
de felicidad, porque al pronunciar aquel nombre adquiría como una especie
de dominio sobre él, por el solo hecho de extraerlo de mis sueños y darle
una vida objetiva y sonora.
Pero ante aquel nombre de Guermantes vi abrirse en los ojos azules de
nuestro amigo una pequeña muesca oscura, como si los acabara de atravesar
una punta invisible, mientras que el resto de la pupila reaccionaba segregan-
do oleadas azules. Sus ojeras se ennegrecieron y se agrandaron. Y la boca,
plegada en una amarga arruga, se recobró antes, sonrió, mientras que el mi-
rar seguía doliente, como el de un hermoso mártir que tuviera el cuerpo eri-
zado de flechas. «No, no las conozco», dijo; pero, en vez de dar a un detalle
tan sencillo y a una respuesta tan poco sorprendente el tono corriente y na-
tural que convenía, la pronunció apoyándose en las palabras, inclinándose,
saludando con la cabeza, y a la vez con la insistencia que se da, para mere-
cer crédito, a una afirmación inverosímil —como si eso de no conocer a los
Guermantes fuera sólo efecto de una rara casualidad—, y al mismo tiempo
con el énfasis de una persona que, como no puede ocultar una cosa que le es
molesta, prefiere proclamarla, para dar a los demás la impresión de que la
confesión que está haciendo no le fastidia, y es fácil, agradable y espontá-
nea, y que la cosa misma —el no conocer a los Guermantes— puede muy
bien ser algo no impuesto, sino voluntario, derivado de alguna tradición fa-
miliar, principio de moral o voto místico que le prohibiera expresamente el
trato ton los Guermantes. «No —continuó explicando con las mismas pala-
bras la entonación que les daba—; no las conozco; nunca he querido cono-
cerlas, siempre quise guardar a salvo mi independencia; en el fondo, ya
sabe usted que soy un jacobino. Muchas personas me lo han vuelto a decir,
que hacía mal en no ir a Guermantes, que iba a pasar por un grosero, por un
oso. Pero esta reputación no me da miedo, porque es verdad. En el fondo,
de este mundo sólo me gustan unas pocas iglesias, dos o tres libros, pocos
cuadros más, y la luna, siempre que esa brisa de su juventud de usted me
traiga el perfume de los jardines que ya no pueden distinguir mis cansadas
pupilas.» Yo no acababa de comprender por qué había que alardear de inde-
pendencia para no ir a casa de gentes desconocidas, y por qué eso podía
dale a uno tinte de salvaje o de oso. Pero sí entendía que Legrandin no era
del todo verídico cuando decía que no le gustaban más que las iglesias, la
luna y la juventud; también le gustaban, y mucho, los señores de los casti-
llos, y tan sobrecogido se hallaba en su compañía por el temor de desagra-
darlos, que no se atrevía a lucir ante ellos su amistad con gentes de clase
media, con hijos de notarios o de agentes de cambio, y prefería, si alguna
vez llegaba a descubrirse la verdad, que fuera cuando él no estaba delante,
«por defecto»; en suma, era un snob. Cierto que nunca confesaba nada de
eso, con el lenguaje aquel que tanto nos gustaba a mis padres y a mí. Y
cuando yo preguntaba si conocía a los Guermantes, Legrandin, el maestro
de la conversación, contestaba: «No, nunca he querido conocerlos». Pero
desgraciadamente lo decía ya tarde, porque otro Legrandin que él ocultaba
celosamente en el fondo de sí mismo, y que no enseñaba nunca, porque ése
estaba enterado de muchas cosas del Legrandin nuestro, de historias com-
prometidas, de su snobismo; ese otro Legrandin ya había contestado con la
muesca abierta en la mirada, con el rictus de la boca, con la exagerada se-
riedad de tono de la respuesta, con las mil flechas que ponían a nuestro Le-
grandin, acribillado y desfalleciente, como a un San Sebastián del snobis-
mo: «¡Ay, qué daño me hace usted! No, no conozco a los Guermantes. Ha
ido usted a tocar en la llaga más dolorosa de mi vida». Y como aunque
aquel Legrandin, indiscreto y acusón, carecía del hermoso hablar del otro,
tenía, en cambio, la palabra mucho más rápida, compuesta de eso que se lla-
ma «reflejos», cuando el Legrandin, maestro de conversación, quería impo-
nerle silencio, el otro ya había hablado, y en vano nuestro amigo se deses-
peraba por la mala impresión que las revelaciones de su alter ego debieron
de causar; lo único que podía hacer eran atenuarlas.
Claro que eso no quería decir que Legrandin no era sincero cuando trona-
ba contra los snobs. No podía saber, al menos por sí mismo, que lo era, por-
que no nos es dado conocer más que las pasiones ajenas, y lo que llegamos
a conocer de las nuestras lo sabemos por los demás. Nuestras pasiones no
accionan sobre nosotros más que en segundo lugar, por medio de la imagi-
nación, que coloca en lugar de los móviles primeros, morales de relevo que
son más decentes. Jamás el snobismo de Legrandin le aconsejó ir a visitar a
menudo a una duquesa. Lo que hacía era encargar a la imaginación de Le-
grandin que le representase a tal duquesa ceñida de torsos los atractivos. Y
Legrandin iba hacia la duquesa creyendo ceder a la seducción del ingenio y
la virtud, ignorada de esos infames snobs. Los demás eran los únicos que
sabían que también él lo era; porque, gracias a la incapacidad en que esta-
ban de comprender el trabajo intermediario de su imaginación, veían, una
enfrente de otra, la actividad mundana de Legrandin y su causa primera.
Ahora, en casa ya, no nos hacíamos ilusiones respecto al señor Legrandin
y se espaciaron mucho nuestras relaciones. Mamá se regocijaba grandemen-
te cada vez que sorprendía a Legrandin en flagrante delito de aquel pecado
que no confesaba y que seguía llamando el pecado sin remisión, el snobis-
mo. A mi padre, en cambio, le costaba trabajo tomar los desdenes de Le-
grandin con tal desprendimiento y buen humor; y un año en que pensó mi
familia en mandarme a pasar las vacaciones del verano a Balbec, acompa-
ñado de mi abuela, dijo: «Tengo que decir sin falta a Legrandin que vais a ir
a Balbec, a ver si se ofrece a presentaron a su hermana. Ya no debe de acor-
darse de que nos dijo que su hermana vive a dos kilómetros de allí». Mi
abuela, que opinaba que en los baños de mar hay que estarse todo el día en
la playa husmeando la sal, y que más vale no conocer a nadie, porque las
visitas y los paseos son otros tantos robos de aire de mar, pedía por el con-
trario, que no habláramos de nuestro proyecto a Legrandin, porque ya esta-
ba viendo a su hermana, aquella señora de Cambremer, bajando del coche
en el hotel en el momento que íbamos a salir a pescar, y obligándonos a
quedarnos en casa para hacerle los honores. Pero mamá se reía de esos te-
mores, pensando en su fuero interno que el peligro no era muy amenazador,
y que Legrandin no se daría tanta prisa en ponernos en relación con su her-
mana. Pues bien; sin necesidad de sacarle la conversación de Balbec, el
mismo Legrandin, muy ajeno a que hubiéramos tenido nunca propósito de
ir por allí, vino a enredarse en el lazo una tarde que lo encontramos por la
orilla del río.
—Hay en las nubes de esta tarde violetas y azules muy hermosos, ¿ver-
dad, compañeros? —dijo a mi padre—; un azul, sobre todo, más floreal que
aéreo, el azul de la cineraria, que choca mucho visto en el cielo. Y también
esa nubecilla rosa tiene un tinte de flor, de clavel o de hidrangea. Sólo en el
canal de la Mancha, entre Normandía y Bretaña, he podido hacer observa-
ciones más copiosas sobre esta especie de reino vegetal de la atmósfera.
Allí, junto a Balbec, junto a esos lugares tan salvajes, hay una ensenada de
suavidad encantadora, donde la puesta de sol de esa tierra de Auge, esa
puesta de rojo y oro, que, por lo demás, aprecio mucho, no tiene ningún ca-
rácter, es insignificante; pero en esa atmósfera suave y húmeda se abren por
la tarde, en unos pocos momentos, ramos de ésos, celeste y rosa, incompa-
rables, y que a veces tardan horas en marchitarse. Hay otros que se deshojan
en seguida, y aun es más hermoso el espectáculo de un cielo todo cubierto
por el dispersarse de innumerables pétalos azafranados y rosa. En esa ense-
nada, que parece de ópalo, todavía son más femeninas las playas doradas,
porque están atadas, como rubias Andrómedas, a las terribles peñas de las
costas próximas, a esa fúnebre costa, célebre por sus numerosos naufragios,
y donde todos los inviernos sucumben tantas barcas al peligro del mar. Bal-
bec es la osatura geológica más vieja de nuestro suelo; es, verdaderamente,
Ar-Mor, el mar, el Finisterre, la región maldita que ese brujo de Anatole
France, que nuestro joven amigo debe de leer, ha descrito tan bien, oculta
en sus brumas eternas, como el verdadero país de los Cimerios, de la Odi-
sea. Sobre todo desde Balbec, donde ya están haciéndose hoteles, encima de
esa tierra antigua y amable, que en nada alteran, es una delicia hacer excur-
siones cortas por esas regiones primitivas tan hermosas.
—¡Ah!, ¿tendrá usted conocidos en Balbec? —dijo mi padre—. Precisa-
mente este niño va a ir allí a pasar dos meses con su abuela, y quizá con mi
mujer.
Legrandin, cogido de improviso por la pregunta en momento en que tenía
la mirada fija en mi padre, no pudo desviarla; pero hundiéndola con mayor
intensidad a cada segundo —al mismo tiempo que sonreía tristemente— en
los ojos de su interlocutor, con aire de amistad, de franqueza y de no tener
miedo de mirar cara a cara, pareció que le atravesaba el rostro, hecho de
pronto transparente, y que allá, detrás de él, contemplaba en aquel momento
una nube de vivos colores que le servía de coartada mental, permitiéndole
asegurar que, en el momento que le preguntaron si conocía a alguien en
Balbec, estaba pensando en otra cosa y no había oído la pregunta. Por lo ge-
neral, miradas de éstas arrancan del interlocutor un: «¿En qué está usted
pensando?»; pero mi padre, irritado, curioso y cruel, volvió a decir:
—Pues conoce usted muy bien esa región. ¿Es que tiene usted amigos
por allá?
En un postrer y desesperado esfuerzo, la sonriente mirada de Legrandin
llegó al máximum de ternura, de vaguedad, de sinceridad y de distracción;
pero comprendiendo, sin duda, que no tenía más remedio que contestar, nos
dijo:
—Yo tengo amigos por doquiera que haya rebaños de árboles heridos,
pero que no se dejan vencer, y que se agrupan para implorar juntos, con pa-
tética obstinación, a un cielo inclemente que no se compadece de ellos.
—No me refería a eso —dijo mi padre, tan terco como los árboles y tan
implacable como el cielo—. Lo decía por si acaso ocurriera algo a mi sue-
gra, para que no se sintiera tan sola.
—Allí, como en todas partes, conozco a todo el mundo, sin conocer a na-
die —respondió Legrandin, que no se rendía fácilmente—; conozco mucho
las cosas y poco a las personas. Pero allí las cosas también parecen perso-
nas, seres raros, de delicada esencia, engañados por la vida. Muchas veces
se encuentra uno con un castillo, encaramado en la costa, junto al camino,
parado allí para confrontar su pena con la noche rosada, por donde va su-
biendo una luna de oro, mientras que las barcas vuelven estriando las aguas
jaspeadas, izada en los palos la llama de la luna y arbolados los colores lu-
nares; otras, es una sencilla casa solitaria, feúcha, de aspecto tímido, pero
novelesco, que oculta a todas las miradas un inmarcesible secreto de felici-
dad y desencanto. Ese país inverosímil —añadió con maquiavélica delica-
deza—, ese país de ficción no es buena lectura para un niño, y no es el que
yo escogería para mi amiguito, ya tan dado a la tristeza y con el corazón tan
predispuesto. Los climas de confidencia amorosa y de nostalgia inútil acaso
convengan a los viejos desengañados como yo, pero siempre son malsanos
para un temperamento sin formar. Créame usted —repitió con insistencia
—; las aguas de esa bahía, casi bretona ya, quizá ejerzan una influencia se-
dante en un corazón que ya no, está intacto como el mío y cuya herida no
tiene compensación. Pero a su edad, mocito, están contraindicadas. Buenas
noches, vecinos —añadió con aquella sequedad evasiva en él usual, y vol-
viéndose hacia nosotros, con el dedo tieso y admonitorio del médico, resu-
mió su consulta—: Sobre todo, nada de Balbec antes de los cincuenta años,
y eso según esté el corazón —nos gritó.
Mi padre volvió a hablarle del asunto en ulteriores encuentros; lo ator-
mentó a preguntas, pero todo fue inútil: lo mismo que aquel erudito estafa-
dor que empleaba en la confección de palimpsestos falsos un trabajo y un
saber tales que sólo con la centésima parte se hubiera ganado una posición
más lucrativa, pero honrada, Legrandin, de haber seguido nosotros insis-
tiendo, hubiera sido capaz de construir toda una ética del paisaje y una geo-
grafía celeste de la Normandía baja antes que confesar que a dos kilómetros
de Balbec vivía una hermana suya, y tener que darnos una carta de presen-
tación, cosa que no le habría asustado tanto si hubiera estado segura —
como debía estarlo, dada su experiencia del carácter de mi abuela— de que
no la íbamos a utilizar.
***
Siempre volvíamos temprano de paseo para poder subir a la habitación de
mi tía Leoncia antes de cenar.
Al principio de la temporada, cuando las días se acaban temprano, al lle-
gar a la calle del Espíritu Santo todavía se veía un reflejo del sol poniente en
los cristales de casa, y una banda purpúrea en el fondo de los bosques del
Calvario, que, más lejos, iba a reflejarse en el estanque; y esta púrpura, que
coincidía a veces con un fresco muy vivo, asociábase en mi mente a la púr-
pura del fuego donde estaba asándose un pollo, que me traería, después del
placer poético del paseo, el placer de la golosina, del calor y del descanso.
En el verano, en cambio, cuando volvíamos aun no se había puesto el sol, y
mientras estábamos en el cuarto de la tía Leoncia, su luz, que descendía y
tocaba la ventana, se paraba entre los cortinones y las abrazaderas, dividida,
ramificada, filtrada, incrustando trocitos de oro en la madera del limonero
de la cómoda, e iluminada oblicuamente la habitación con la misma delica-
deza que toma en el bosque, bajo los árboles. Pero algunos días, muy pocos,
al volver ya hacía tiempo que perdiera la cómoda sus momentáneas incrus-
taciones; no quedaba, cuando llegábamos a la calle del Espíritu Santo, nin-
gún resol en los cristales, y el estanque que está al pie del Calvario se había
quedado sin púrpura, y a veces era ya de un color opalino, y un prolongado
rayo de luna, que iba ensanchándose y estriándose con todas las arrugas del
agua, le cruzaba de lado a lado. Y entonces, al llegar cerca de casa, veíamos
a alguien en el umbral de la puerta, y mamá me decía:
—¡Dios mío! Francisca está esperándonos; la tía está alarmada: es que
volvemos muy tarde.
Y sin tomarnos siquiera el tiempo necesario para quitarnos abrigos y
sombreros, subíamos en seguida a ver a la tía Leoncia para tranquilizarla, y
que viera que, al contrario de lo que ella pensaba, nada nos había ocurrido,
sino que habíamos ido «por el lado de Guermantes», y, ¡caramba!, cuando
se da ese paseo ya sabía mi tía que no había hora segura para la vuelta.
—Ve usted, Francisca —exclamaba mi tía—; ya le decía yo a usted que
habrían ido por el lado de Guermantes, ¡Dios mío!; deben tener gana, y la
pierna de cordero se habrá secado con lo que ha tenido que esperar. Es que
éstas no son horas de volver; ¡claro, habéis ido por el lado de Guermantes!
—Yo creí que ya lo sabía usted, Leoncia —decía mamá—. Creí que
Francisca nos había visto salir por la puertecita del huerto.
Porque alrededor de Combray había dos «lados» para ir de paseo, y tan
opuestos, que teníamos que salir de casa por distinta puerta, según quisiéra-
mos ir por uno u otro: el lado de Méséglise la Vineuse, que llamábamos
también el camino de Swann, porque yendo por allí se pasaba por delante
de la posesión del señor Swann, y el lado de Guermantes. De Méséglise la
Vineuse, a decir verdad, no conocí nunca otra cosa que el «lado» y una gen-
te que los domingos iba de paseo a Combray: gente que esta vez ni nosotros
ni siquiera mi tía «conocíamos», y que por eso eran consideradas como
«gente que habrá venido de Méséglise». En cuanto a Guermantes, vendría
un día en que trabara más conocimiento con él, pero tenía que pasar tiempo;
y durante toda mi adolescencia, si Méséglise era para mí una cosa tan inac-
cesible como aquel horizonte siempre oculto a la vista, por lejos que se fue-
ra, por los repliegues de un terreno distinto ya del de Combray, Guermantes
sólo se me aparecía como el término, mucho más ideal que real, de su pro-
pio «lado», especie de expresión geográfica abstracta, como la línea ecuato-
rial, el Polo o el Oriente. Así que «tirar por Guermantes» para ir a Méségli-
se, o al contrario, se me figuraba expresión tan desprovista de sentido como
tirar por el Este para ir al Oeste. Como mi padre siempre hablaba, del lado
de Méséglise, considerándolo como el más hermoso panorama de llanura
que conocía, y del lado de Guermantes como el típico paisaje del río, dába-
les yo, al concebirlos como dos entidades, esa cohesión y unidad propias
sólo de las creaciones de nuestra mente; la mínima parcela de ellos me pare-
cía preciosa y expresiva de su particular excelencia, y, comparados con
ellos, los caminos puramente materiales que había para llegar al suelo sa-
grado de cualquiera de ambos, y en medio de cuyos caminos estaban posa-
dos en calidad de ideal de panorama de llanura e ideal de paisaje de río, no
merecían la pena de ser mirados con mayor atención que la que pone el es-
pectador enamorado de dramas en las calles que llevan al teatro. Pero, sobre
todo, interponía yo entre uno y otro algo más que sus distancias kilométri-
cas: la distancia existente entre las dos partes de mi cerebro con que pensa-
ba en ellos, una de esas distancias de dentro del espíritu, que no sólo alejan,
sino que separan y colocan en distinto plano. Y esa demarcación era más
absoluta todavía, porque nuestra costumbre de no ir nunca en un mismo día
por los dos lados en un solo paseo, sino una vez por el lado de Méséglise y
otra por el lado de Guermantes, los encerraba, por así decirlo, lejos uno de
otro, y sin poderse conocer, en los vasos herméticos e incomunicables de
tardes distintas.
Cuando queríamos ir por el lado de Méséglise, salíamos (no muy tem-
prano, y aunque estuviera nublado, porque el paseo no era muy largo y no
nos llevaba muy lejos), como para ir a cualquier parte, por la puerta princi-
pal de la casa de mi tía, a la calle del Espíritu Santo. El armero nos daba las
buenas tardes, echábamos las cartas al buzón, decíamos de paso a Teodoro,
de parte de Francisca, que ya no le quedaba aceite o café, y salíamos del
pueblo por el camino que va a lo largo de la valla blanca del parque del se-
ñor Swann. Antes de llegar allí, nos encontrábamos, porque salía al encuen-
tro de los extraños, el olor de las lilas. Y luego, las mismas lilas, de entre
los verdes corazoncitos de sus hojas, alzaban curiosamente, por encima de
la valla del parque, sus penachos de plumas malvas o blancas, abrillantadas,
aun en la sombra, por el sol en que se habían bañado. Algunas, medio ocul-
tas por la casita con techumbre de tejas, llamada casa de los Arqueros, y
que servía de vivienda al jardinero, asomaban por encima del gótico pinácu-
lo su minarete de rosa. Las ninfas de la primavera parecían vulgares puestas
junto a estas huríes, que en un jardín francés conservaban los tonos brillan-
tes y puros de las miniaturas persas. A pesar de mi deseo de abrazar su fle-
xible cintura y acercar a mi rostro los estrellados bucles de sus cabecitas
fragantes, pasábamos sin pararnos, porque mis padres no iban a Tansonville
desde la boda de Swann, y para que no pareciera que queríamos curiosear,
en vez de tomar el camino que bordea la valla y que sube derechamente al
campo, tomábamos otro que sale al campo también pero oblicuamente, y
que nos hacía desembocar mucho más allá. Un día mi abuelo dijo a mi
padre:
—Ya os acordaréis de que Swann dijo que como su mujer y su hija se
iban a Reims, iba a aprovecharse para pasar veinticuatro horas en París. De
modo que, ya que las señoras no están ahí, podemos ir por junto al parque.
Y así cortaríamos.
Nos paramos un momento junto a la valla. El tiempo de las lilas tocaba a
su fin; algunas había aún que expandían en altas arañas malvas las delicadas
burbujas de sus flores; pero en mucha parte del follaje, donde una semana
antes reventaba su embalsamado musgo, ahora se marchitaba, empequeñe-
cida y negruzca, una hueca espuma, seca y sin aroma. Mi abuelo enseñaba a
mi padre lo que en aquellos sitios había cambiado y lo que estaba igual,
desde el paseo aquel que dio con el señor Swann padre, el día de la muerte
de su mujer, y aprovechaba la ocasión para volver a contar otra vez aquel
paseo.
Ante nosotros un camino, con dos filas de capuchinas a los lados, subía
en pleno sol hacia el castillo. A la derecha el parque, por el contrario, se di-
lataba en terreno llano. Sombreado por los añosos árboles que lo rodeaban,
había un estanque, que mandaron hacer los padres de Swann; pero en sus
más ficticias creaciones el hombre trabaja siempre sobre la base de la Natu-
raleza: hay lugares que siempre imponen en torno de ellos su particular im-
perio, y arbolan sus inmemoriales insignias en medio de un parque, como
las arbolarían, lejos de toda intervención humana, en una soledad que tam-
bién viene hasta aquí a rodearlos, surgida de la necesidad de su exposición y
superpuesta a la obra del hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el
estanque artificial, se formó con dos bandas tejidas con flores de miosotis y
vincapervincas, la corona natural, delicada y azul que ciñe la frente en cla-
roscuro, de las aguas; y así también el gladiolo, dejando doblegarse sus es-
padas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y del ra-
núnculo los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.
La marcha de la hija de Swann, que a mí —al quitarme la terrible posibi-
lidad de que la chiquilla privilegiada que tenía amistad con Bergotte e iba
con él a ver catedrales asomara por un paseo, me conociera y me desprecia-
ra— me hacía mirar indiferentemente a Tansonville, aquella primera vez en
que me era dado contemplarlo con libertad, parecía, por el contrario, como
que añadiera a aquella posesión, a los ojos de mi abuelo y de mi padre, cier-
tas comodidades, cierto atractivo pasajero, y llenando el papel que en una
excursión de montaña cumple la falta de nubes, convertía aquel día en ex-
cepcionalmente propicio para un paseo por aquel lado; hubiera sido mi de-
seo que fracasaran sus cálculos, que un milagro trajera a la señorita de
Swann y a su padre, tan cerca de nosotros, que no pudiéramos evadirnos y
nos presentaran sin poderlo remediar. Así que cuando de repente vi en la
hierba, como síntoma de su posible presencia, un capacito olvidado junto a
una caña de pescar, cuyo corcho flotaba en el agua, me apresuré a desviar
hacia otro lado las miradas de mi padre y de mi abuelo. Aunque como
Swann nos había dicho que no estaba muy bien que él se fuera, porque tenía
parientes suyos invitados en casa, muy bien podía ser la caña de alguno de
los invitados. No se oía por los paseos ningún rumor de pasos. A media al-
tura de un árbol indeterminado, un pájaro invisible, ingeniándose en hacer
más corto el día, exploraba con una prolongada nota la soledad circundante,
pero dábale ésta una réplica tan unánime, le devolvía un golpe tan redobla-
do de silencio e inmovilidad, que se hubiera dicho como si no lograra más
que detener para siempre aquel mismo instante que intentaba hacer más rá-
pidamente pasajero. La luz caía tan implacablemente de un cielo inmovili-
zado, que hubiéramos deseado sustraernos a su atención, y hasta el agua
dormida, cuyo sueño se veía constantemente irritado por los insectos, al so-
ñar sin duda en un Maelstrom imaginario, contribuía a aumentar el descon-
cierto que me inspiró el ver el flotador de la caña, porque parecía arrastrar-
lo, al parecer velozmente, por la silenciosa extensión del cielo reflejado en
ella; estaba ya casi vertical y como si fuera a hundirse, y ya me preguntaba
si no sería mi deber, prescindiendo del deseo y el miedo de conocerla que
yo tenía, avisar a la hija de Swann que el pez picaba, cuando tuve que salir
corriendo para alcanzar a mi padre y a mi abuelo, que me llamaban, extra-
ñados de que no los hubiera seguido por el caminito que sube hacia el cam-
po, y por donde ya iban ellos. En el caminito susurraba el aroma de los espi-
nos blancos. El seto formaba como una serie de capillitas, casi cubiertas por
montones de flores que se agrupaban, formando a modo de altarcitos de
mayo; y abajo, el sol extendía por el suelo un cuadriculado de luz y sombra,
como si llegara a través de una vidriera; el olor difundíase tan untuosamen-
te, tan delimitado en su forma, como si me encontrara delante del altar de la
Virgen, y las flores así ataviadas sostenían, con distraído ademán, su brillan-
te ramo de estambres, finas y radiantes molduras de estilo florido, como las
que en la iglesia calaban la rampa del coro o los bastidores de las vidrieras,
abriendo su blanca carne de flor de fresa. ¡Qué aldeanotes y sencillos ha-
brían de parecer a su lado los escaramujos que, unas semanas más tarde, su-
birían también por aquel rústico cansino, a pleno sol, con sus rojos corpiños
de seda lisa, que se deshacen con un soplo!
Pero de nada me servía quedarme parado delante de los espinos, respiran-
do su olor invisible y fijo, presentándosele a mi pensamiento, que no sabía
que hacer con él, perdiéndolo y volviendo a encontrarlo, entregándome al
ritmo que lanzaba sus flores, ya a un lado, ya a otro, con gozo juvenil e in-
tervalos inesperados, como algunos intervalos musicales: ofrecíame indefi-
nidamente la misma seducción, con profusión inagotable; pero sin dejarme
ahondar más adentro, como esas melodías que se cantan y se cantan sin pe-
netrar nunca su secreto. Íbame de su lado un momento para tornar a ellas
con fuerzas frescas. Perseguía en el talud, que por detrás del seto sube casi
vertical hacia el campo, a alguna amapola extraviada, a algún aciano reza-
gado, que decoraban la escarpa con sus flores como la orla de un tapiz don-
de aparece diseminado el tema rústico, que luego triunfará en todo el paño;
unas cuantas sólo, espaciadas como esas casas aisladas que ya anuncian la
proximidad de un poblado, me anunciaban la vasta extensión donde estallan
los trigos y se rizan las nubes, y una sola amapola, que izaba en lo alto de
sus jarcias y entregaba al azote del viento su lama roja, por encima de su
boya negra y grasa, me aceleraba el latir del corazón, como el viajero que
divisa un terreno bajo la primera barca varada que está arreglando un cala-
fate, grita: «¡El mar!», antes de ver el agua.
Luego me volvía a los espinos, como se vuelven a esas obras maestras,
creyendo que se las va a ver mejor después de estar un rato sin mirarlas;
pero de nada me servía hacerme una pantalla con las manos, para no ver
otra cosa, porque el sentimiento que en mí despertaban seguía siendo oscu-
ro e indefinido, sin poderse desprender de mí para ir a unirse a las flores.
Las cuales no me ayudaban a aclarar mi sentimiento, sin que yo pudiera pe-
dir a otras flores que lo satisficieran. Entonces, entregándome a esa alegría
que se siente al ver una obra de nuestro pintor favorito que difiere de las que
conocemos, o cuando nos ponen delante un cuadro que sólo habíamos visto
antes esbozado en lápiz, o si un trozo oído en piano se nos aparece revestido
de la coloración orquestal, mi abuelo me llamaba, y señalándome el seto de
Tansonville, me decía: «Mira, tú, que tanto te gustan los espinos; mira ese
espino rosa qué bonito es». Y, en efecto, era un espino, pero éste de color
rosa y aún más hermoso que los blancos. También estaba vestido de fiesta
—de fiesta religiosa, las únicas festividades verdaderas, porque no hay un
capricho contingente que las aplique como las fiestas mundanas a un día
cualquiera, que no está especialmente consagrado a ellas, y que nada tiene
de esencialmente festivo—, pero más ricamente vestido, porque las flores
pegadas a la rama, unas encima de otras, sin dejar ningún hueco sin decorar,
como los pompones que adornan los cayados de estilo rococó, eran de «co-
lor» y, por consiguiente, de calidad superior, según la estética de Combray,
y a juzgar por la escala de precios de la «tienda» de la plaza, o la casa de
Camus, donde los dulces de color de rosa costaban más caros. También a mí
me gustaba más el queso de crema de color rosa, en el que me dejaban mez-
clar fresas. Y precisamente aquellas flores habían ido a escoger uno de esos
tonos de cosa comestible, o de tierno realce de un traje para fiesta mayor,
colores que se presentan a los niños con la razón de superioridad, y por eso
les imponen con mayor evidencia su belleza, conservando siempre para los
ojos infantiles algo más vivo y natural que los demás colores, aunque ya ha-
yan comprendido que no prometían nada a su golosina, y que no los había
escogido para ellos la modista. Y yo, en verdad, en seguida, tuve la sensa-
ción, lo mismo que delante de los espinos blancos, pero aún con mayor
asombro, de que la intención de festividad no estaba traducida en aquellas
flores de modo ficticio; y por un arte de industria humana, sino que era la
Naturaleza misma la que espontáneamente le había dado expresión con la
sencillez de una comerciante de pueblo que trabaja en un altarcito del Cor-
pus, recargando el arbusto con sus rositas sobremanera tiernas y de un ca-
rácter de Pompadour de provincia. En lo alto de las ramas, como otros tan-
tos tiestecillos de rosales revestidos de papel picado, de esos que en las fies-
tas mayores adornaban el altar con sus delgados husos, pululaban mil capu-
llitos de tono más pálido, que, entreabriéndose, dejaban ver, como en el fon-
do de una copa de mármol rosa, ágatas sangrientas, y delataban aún más
claramente que las flores la esencia particular e irresistible del espino, que
dondequiera que eche brote o florezca, no sabía hacerlo más que con color
de rosa. Intercalado en el seto, pero diferenciándose de él, como una joven-
cita en traje de fiesta entre personas desaseadas que se quedarán en casa, ya
preparado para el mes de María, del que parecía estar participando, brillaba
sonriente, con su fresco vestido rosa, el arbusto católico y delicioso.
El seto dejaba ver en el interior del parque un paseo que tenía a los lados
jazmines, pensamientos y verbenas entremezcladas con alhelíes que abrían
su fresca boca, de un rosa fragante y pasado como cuero de Córdoba; en la
arena del centro del paseo una manga de riego, pintada de verde, iba serpen-
teando, y en los sitios donde tenía agujeros lanzaba por encima de las flores,
cuyo aroma impregnaba con su frescura, el abanico vertical y prismático de
sus gotillas multicolores. De repente me fiaré, sin poder moverme, como
sucede cuando vemos algo que no sólo va dirigido a nuestro mirar, sino que
requiere más profundas percepciones y se adueña de nuestro ser entero. Una
chica de un rubio rojizo, que, al parecer, volvía de paseo, y que llevaba en la
mano una azada de jardín, nos miraba, alzando el rostro, salpicado de man-
chitas de color de rosa. Le brillaban mucho los negros ojos, y como yo no
sabía entonces, ni he llegado luego a saberlo, reducir a sus elementos objeti-
vos una impresión fuerte, como no tenía bastante de eso que se llama «espí-
ritu de observación» para poder aislar la noción de su color, por mucho
tiempo, cuando pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos se me pre-
sentaba como de vivísimo azul, porque era rubia; de modo que quizá si no
hubiera tenido ojos tan negros —cosa que tanto sorprendía al verla por vez
primera— no me hubieran enamorado en ella tanto como me enamoraron, y
más que nada sus ojos azules.
La miré primero con esa mirada que es algo que el verbo de los ojos,
ventana a que se asoman todos los sentidos, ansiosos y petrificados; mirada
que querría tocar, capturar, llevarse el cuerpo que está mirando, y con él el
alma; y luego, por el miedo que tenía de que de un momento a otro mi
abuelo y mi padre vieran a la chica y me mandaran apartarme, y correr un
poco delante de ellos, la miré con una mirada inconscientemente suplicante,
que aspiraba a obligarla a que se fijara en mí, a que me conociera. Dirigió
ella sus pupilas delante de ella primero, y luego hacia un lado, para enterar-
se de las personas de mi padre y mi abuelo, y sin duda sacó de su observa-
ción la idea de que éramos ridículos, porque se volvió, y con aspecto de in-
diferencia y desdén, se puso de lado, para que su rostro no siguiera en el
campo visual donde ellos estaban; y mientras que sin haberla visto, siguie-
ron andando dejándome atrás, ella dejó que su mirada se escapara hacia
donde yo estaba, sin ninguna expresión determinada, como si no me viera,
pero con una fijeza y una sonrisa disimulada, que yo no pude interpretar,
con arreglo a las nociones que me habían dado de lo que es la buena educa-
ción, más que como prueba de un humillante desprecio; y al mismo tiempo
esbozó con la mano un ademán burlón, que cuando se dirigía públicamente
a una persona desconocida, no tenía en el pequeño diccionario de buenas
maneras que yo llevaba conmigo más que una sola significación: la de inso-
lencia deliberada.
—Vamos, Gilberta, ven aquí; qué es lo que estás haciendo —gritó con
voz penetrante y autoritaria una señora de blanco, que yo no había visto, y
que tenía detrás, a alguna distancia, a un señor con traje de dril, para mí
desconocido, el cual me miraba con ojos saltones; y la chica dejó de son-
reír; bruscamente, cogió su azada y se marchó, sin volverse hacia mí, con
semblante dócil impenetrable y solapado.
Y así pasó junto a mí ese nombre de Gilberta, dado como un talismán,
con el que algún día quizá podría encontrar a aquel ser, que por gracia suya
ya se había convertido en persona, cuando un momento antes no era más
que una vaga imagen. Y así pasó, pronunciado por encima de los jazmines y
de los alhelíes, agrio y fresco como las gotas de agua de la manga verde;
impregnando, irisando la zona de aire que atravesó —y que había aislado—
con todo el misterio de la vida de la que lo llevaba, ese nombre que servía
para que la llamaran los felices mortales que vivían y viajaban con ella; y
desplegó bajo la planta del espino rosa, y a la altura de mi hombro, la quin-
taesencia de su familiaridad, para mí dolorosa, con su vida, con la parte des-
conocida de su vida, en donde yo no podía penetrar.
Por un instante, mientras nos íbamos alejando, y mi abuelo murmuraba:
«Ese infeliz de Swann, ¡qué papel le hacen representar!: se arreglan para
que se vaya y pueda ella quedarse sola con su Charlus, porque es él,
¿sabes?, lo he reconocido. ¡Y esa niña, viéndolo todo!», la impresión que en
mí dejara el tono despótico con que habló a Gilberta su madre, sin que ella
replicara, me la mostró como obligada a obedecer a alguien, no siendo ya
superior a todo, y calmó mi pena, me tornó la esperanza y disminuyó mi
amor. Pero pronto ese amor volvió a elevarse de nuevo dentro de mí como
reacción con que mi humillado corazón quería ponerse al nivel de Gilberta
o rebajarla a ella hasta mi corazón. La quería, lamentaba no haber tenido
tiempo e inspiración para ofenderla, para hacerle daño, para obligarla a que
se acordara de mí. Me parecía tan bonita, que con gusto hubiera vuelto so-
bre mis pasos para gritarle, encogiéndome de hombros: «Es usted feísima,
ridícula, repulsiva». Y entre tanto me iba alejando, llevándome para siem-
pre como tipo primero de la felicidad inaccesible a los niños de mi clase,
por leyes naturales, imposibles de violar, la imagen de una chiquilla rubia,
con el cutis lleno de manchitas rosas, que tenía una azada en la mano y se
reía, dejando escaparse hacia mí prolongadas miradas inexpresivas y sola-
padas. Y ya el encanto con que su nombre había aromado aquel lugar junto
a las plantas de espino rosa, en que lo oímos ella y yo al mismo tiempo, iba
a ganar, a impregnar, a perfumar todo lo que la rodeaba: sus abuelos, que
los míos tuvieron la dicha inefable de tratar; la sublime profesión de agente
de cambio, y el penoso barrio de los Campos Elíseos, donde ella vivía en
París.
—Leoncia —dijo mi abuelo al volver—, me hubiera gustado que estuvie-
ras con nosotros hace un momento. No conocerías Tansonville. Si me hu-
biera atrevido te habría cortado una rama de espino rosa, de esos que te gus-
taban tanto.
Mi abuelo siempre contaba nuestros paseos a mi tía Leoncia, en parte
para distraerla, y en parte porque no había perdido toda la esperanza de que
llegara a salir alguna vez. Le gustaba mucho en tiempos esa posesión y,
además, las visitas de Swann fueron de las últimas que recibiera cuando ya
tenía cerrada la puerta a todo el mundo. Y lo mismo que cuando Swann ve-
nía ahora a preguntar por ella (porque ella era la única persona de casa a
quien Swann quería seguir viendo) le mandaba decir que estaba cansada,
pero que lo dejaría subir otro día, así aquella noche contestó: «Sí, un día
que haga bueno iré en coche hasta la puerta del parque». Y lo decía sincera-
mente. Le hubiera gustado ver a Swann, y ver a Tansonville; pero con sólo
el deseo se le agotaban las fuerzas, y ya no le quedaban para llevarlo a reali-
zación. A veces, el buen tiempo la reanimaba un poco, se levantaba, se ves-
tía; pero el cansancio llegaba antes de que hubiera salido a la otra habita-
ción, y pedía de nuevo la cama. Y es que para ella ya había empezado —
más pronto de lo que suele llegar— ese gran abandono de la vejez, que está
preparándose a morir, que se envuelve en su crisálida, dejación que se pue-
de advertir allá al fin de las vidas que se prolongan mucho, hasta entre
amantes que se quisieron profundamente, entre amigos que estuvieron uni-
dos por los más generosos lazos, y que al llegar un año dejan ya de hacer el
viaje o la salida necesarios para verse, no se escriben y saben que no volve-
rán a comunicarse en este mundo. Mi tía sabía muy bien, sin duda, que nun-
ca más vería a Swann, que no volvería a salir de su casa; pero esa reclusión
definitiva hacíasela cómoda la misma razón que, según nosotros, debiera
serle más dolorosa; y es que aquella reclusión se la imponía la disminución,
perceptible para ella cada día que pasaba, de sus fuerzas, y que al convertir
todo acto y movimiento en cansancio o en sufrimiento, revestía a la inac-
ción, al aislamiento y al silencio de la suavidad reparadora y bendita del
descanso.
Mi tía no fue a ver el seto de espino rosa; pero yo preguntaba a cada mo-
mento a mis padres si no iba a ir, si antes iba a menudo a Tansonville, para
hacerlos hablar de los padres y los abuelos de la señorita de Swann, que me
parecían seres enormes, como los dioses. Ansiaba oír ese nombre, para mí
casi mitológico, de Swann, cuando hablaba con mis padres, y no me atrevía
a pronunciarlo yo, pero arrastraba a mis padres a temas de conversación
concernientes a Gilberto y a su familia, referentes a ella, y que no me deja-
ban muy aislado de ella; y de pronto obligaba a mi padre, haciendo como
que me creía que el cargo que tuvo mi abuelo ya lo había tenido otra perso-
na de la familia, o que el seto de espino rosa, que quería ver la tía Leoncia,
estaba en terrenos comunales, a rectificarme, diciéndome como espontánea-
mente y para corregirme: «No, no, ese cargo lo tenía el padre de Swann; el
seto es del padre de Swann». Y entonces yo volvía a respirar, porque ese
nombre, que en el momento de oírlo me parecía más lleno que ninguno,
porque tenía la pesantez de las muchas veces que yo lo había pronunciado
antes mentalmente, al posarse en el lugar de mi alma, en que siempre estaba
escrito, pesaba hasta ahogarme. Causábame un placer que me daba vergüen-
za haberme atrevido a solícitas de mis padres, porque era un placer tan
grande, que, sin duda, debió de costarles mucha pena el dármelo, y eso sin
ninguna compensación, porque para ellos no era placer alguno. Así que, por
discreción, desviaba la conversación. Y también por escrúpulo de concien-
cia. Todas las raras seducciones que para mí adornaban el nombre de Swann
las encontraba en ese nombre cuando ellos lo pronunciaban. Y entonces se
me figuraba de pronto que mis padres no podían por menos de sentir tam-
bién esas seducciones, que se colocaban en mi punto de vista; que a su vez
advertían mis sueños, los absorbían, los hacían suyos, y me sentía tan ape-
nado como si hubiera vencido y depravado a mis padres.
Aquel año, cuando mis padres, un poco antes que de costumbre, decidie-
ron la fecha de vuelta a París, la mañana del día de salida me rizaron el pelo
para retratarme, pusiéronme con mucho cuidado un sombrero nuevo y me
vistieron una casaca de terciopelo; mi madre estuvo buscándome por todas
partes, y, por fin, me encontró llorando a lágrima viva en el atajo que va a
Tansonville, despidiéndome de los espinos, abrazando sus punzantes ramas
y pisoteando mis papillotes y mi sombrero nuevo, como una princesa de tra-
gedia a quien pesaran sus vanos atavíos, sin la menor gratitud para la perso-
na que con tanto cuidado me había hecho los lazos y me había arreglado el
peinado. Mi llanto no conmovió a mi madre; pero no pudo retener un grito
al ver mi sombrero aplastado y mi casaquita estropeada. Yo no la oía. «¡Po-
bres espinitos míos! —decía yo llorando—, vosotros no queréis que yo esté
triste; no queréis que me vaya, ¿verdad? Nunca me habéis hecho nada malo.
Os querré mucho siempre.» Y secándome las lágrimas, les prometía para
cuando fuera mayor no imitar la insensata vida de los demás hombres, y al
llegar los días de primavera, aunque estuviera en París, salir al campo a ver
los primeros espinos, en vez de hacer visitas y escuchar tonterías.
Ya en el campo, no nos separábamos de los espinos en todo el resto del
paseo, cuando íbamos por el lado de Méséglise. Recorríalos constantemen-
te, invisible caminante, el viento, que para mí era el genio particular de
Combray. Todos los años el día que llegábamos, yo, para tener la sensación
cabal de estar en Combray, subía a verlo correr por entre los sayos y a co-
rrer tras de él. Siempre llevábamos el viento al Méséglise, por aquella com-
bada plana, donde se pasan leguas y leguas sin que el terreno se quiebre
nunca. Sabía yo que la hija de Swann iba a menudo a Laon a pasar unos
días, y aunque Laon se hallaba a bastantes leguas, como la distancia estaba
compensada por la falta de obstáculos, cuando en aquellas cálidas tardes
veía venir un soplo de viento del extremo horizonte inclinando los trigales
más distantes, propagándose como una ola por aquella vasta extensión, y
yendo a morir a mis pies, tibio y murmurante, entre los tréboles y los pipiri-
gallos, aquella llanura que a los dos nos era común parecía como que nos
acercaba y nos unía, y yo me figuraba que aquel soplo de viento la había
rozado; que el murmullo de la brisa que yo no podía entender, era un men-
saje suyo, y besaba el aire al pasar. A la izquierda había un pueblo llamado
Champieu (Campus Pagani, según el cura). A la derecha veíanse, asomando
por encima de los trigales, los dos campanarios rústicos y cincelados de San
Andrés del Campo, afilados, escamosos, torneados, amarillos, grumosos,
alveolados como dos espigas más.
A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su
follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manza-
nos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos
de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde ob-
servé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra
soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las
hojas del árbol, y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bas-
tón, pero sin desviar nunca sus hilos.
Muchas veces, por el cielo de la tarde cruzaba la luna, blanca como una
nube, furtiva, sin brillo, igual que una actriz cuya hora de trabajar no llegó
aún, y que en traje de calle mira desde la sala a sus compañeras, sin llamar
la atención, deseando que nadie se fije en ella. Me gustaba encontrar su
imagen en los libros y en los cuadros, pero esas obras de arte diferían mu-
cho —por lo menos durante, los primeros años, antes de que Bloch acos-
tumbrara mi vista y mi pensamiento a más sutiles armonías— de esas en
que hoy me parecería bella la luna, y que entonces no me decían nada.
Era, por ejemplo, en una novela de Saintine, en un paisaje de Gleyre,
donde dibuja limpiamente en el cielo su hoz de plata, en obras de esas inge-
nuamente incompletas, coma lo eran mis propias impresiones, obras que
indignaba a las hermanas de mi abuela el que yo admirara. Creían ellas que
deben presentarse a los niños obras de arte de las que admiramos definitiva-
mente cuando somos hombres maduros, y que los niños demuestran buen
gusto si las encuentran agradables desde un principio. Y es porque, sin
duda, se representaban los méritos estéticos como objetos materiales, que
unos ojos abiertos no tienen más remedio que percibir, sin necesidad de ha-
ber ido madurando lentamente sus equivalentes dentro del propio corazón.
Por el lado de Méséglise, en Montjouvain, casa situada junto a una gran
charca y al abrigo de una escarpa llena de matorrales, vivía el señor Vin-
teuil. Así que muchas veces nos cruzábamos en el camino con su hija, que
iba, a todo correr, en un cochecito guiado por ella. Desde un cierto año ya
no nos la encontrábamos a ella sola, sino acompañada por una amiga mayor
que ella, que tenía mala fama en aquellas tierras y que acabó por irse a vivir
definitivamente a Montjouvain. La gente decía: «Ese pobre señor Vinteuil
tiene que estar cegado por el cariño para no enterarse de lo que se murmura
y dejar a su hija, él que se escandaliza por una palabra mal dicha, que meta
en casa a una mujer así. Y dice que es una mujer excepcional, de gran cora-
zón y con muchas disposiciones para la música, si las hubiera cultivado.
Pero que tenga por seguro que no es a la música a lo que se dedica con su
hija». El señor Vinteuil lo decía, y, en efecto, es cosa digna de notarse la ad-
miración que despierta una persona por sus cualidades morales en los pa-
dres de otra persona cualquiera con quien tenga relaciones carnales. El
amor físico, tan injustamente difamado, obliga de tal modo a un ser a poner
de manifiesto hasta las menores partículas de bondad y de desprendimiento
que en sí lleve, que estas virtudes acaban por resplandecer a los ojos de las
personas que más de cerca la rodean. El doctor Percepied, que por su voza-
rrón y sus espesas cejas podía representar cuando quería el papel de hombre
pérfido, para el que no tenía disposiciones, sin que eso comprometiera en
nada su reputación inquebrantable e inmerecida de fiera bondadosa, se las
arreglaba para hacer llorar de risa al cura y a todo el mundo, diciendo con
topo rudo: «Sí, sí; parece que se dedica a la música la niña de Vinteuil con
su amiga. Parece que eso les extraña a ustedes. Yo no sé, su padre es el que
me lo ha dicha ayer. Después de todo, ¿por qué no va a gustarle la música a
esa joven? Yo no puedo contrariar las vocaciones artísticas de los mucha-
chos. Y Vinteuil se conoce que tampoco. Y también él se dedica a la música
con la amiga de su hija. ¡Caramba!, todo es música en esa casa. ¿Pero de
qué se ríen ustedes?, ¿de qué ya es mucha música? El otro día me encontré
al buen Vinteuil junto al cementerio, y no se podía tener de pie».
Pero los que como nosotros vieron en aquella época al señor Vinteuil huir
de los conocidos, irse por otro lado cuando veía a alguno, envejecer en unos
meses, absorberse en su pena, incapaz de todo esfuerzo que no tuviera
como objeto inmediato la felicidad de su hija, y pasar días enteros junto a la
tumba de su mujer, era muy difícil que no comprendiera la pena que estaba
matando a Vinteuil, y que supusieran que no se enteraba de las hablillas que
corrían. Se enteraba y, probablemente, les daba crédito. No hay nadie, por
muy virtuoso que sea, que por causa de la complejidad de las circunstancias
no pueda llegar algún día a vivir en familiaridad con el vicio que más rigu-
rosamente condena —sin que, por lo demás, le reconozca por completo bajo
ese disfraz de hechos particulares que reviste para entrar en contacto con
uno y hacerlo padecer—: palabras raras, aptitud inexplicable tal noche de
un ser a quien se quiere por tantos motivos. Pero un hombre como el señor
Vinteuil debía de sufrir mucho al tener que resignarse a una de esas situa-
ciones que erróneamente se consideran exclusivas del mundo de la bohe-
mia, y que, en realidad, se producen siempre que un vicio —que la misma
naturaleza humana desarrolló en un niño, a veces sólo con mezclar las cua-
lidades de su padre y de su madre, como el color de los ojos— busca el lu-
gar seguro que necesita para vivir. Pero no porque el señor Vinteuil se diera
cuenta de la conducta de su hija disminuyó en nada su cariño hacia ella. Los
hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no
les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constan-
temente sin debilitarlas, y un alud de desgracia o enfermedades que una tras
otra padece una familia, no le hace dudar de la bondad de su Dios ni de la
pericia de su médico. Pero cuando Vinteuil pensaba en él y en su hija, desde
el punto de vista de la gente; cuando quería colocarse con ella en el rango
que ocupaban en la pública estimación, entonces aquel juicio de orden so-
cial lo formulaba él mismo, como lo haría el vecino de Combray que más lo
odiara, y se veía con su hija caído hasta lo último; por eso sus modales to-
maron desde hacía poco esa humildad y respeto hacia las personas que esta-
ban por encima de él, y a quienes miraba desde abajo (aunque en otra época
los considerara muy inferiores), esa tendencia a subir hasta ellas, que es re-
sultado casi mecánico del venir a menos. Un día en que íbamos con Swann
por una, calle de Combray, desembocaba por otra el señor Vinteuil, que se
vio frente a nosotros de pronto, cuando ya era tarde para irse por otro lado;
Swann, con la orgullosa caridad del hombre, de mundo, que, rodeado por la
disolución de todos los prejuicios morales, no ve en la infamia de otra per-
sona más que un motivo para demostrarle su benevolencia, con pruebas que
halagan más el amor propio del que las da, porque le parecen preciosas al
que las recibe, habló mucho con Vinteuil, a quien antes no dirigía la pala-
bra, y antes de despedirse le dijo que por qué no mandaba a su hija a jugar
un día a Tansonville. Esa invitación hubiera indignado a Vinteuil dos años
antes; pero ahora lo llenó de tan sentida gratitud, que se creyó obligado a no
cometer la indiscreción de aceptar. Parecíale que la amabilidad de Swann
para con su hija era por sí sola un apoyo tan honroso, tan grato, que más va-
lía no utilizarlo para tener la platónica dulzura de conservarlo.
—¡Qué hombre más fino! —nos dijo cuando se hubo marchado Swann,
con la misma entusiasta veneración de esas muchachitas de la clase media
que miran respetuosas y admiradas a una duquesa, por más horrible y estú-
pida que sea—. ¡Qué hombre tan fino! ¡Lástima que haya hecho una boda
tan desdichada!
Y entonces, y para que se vea cómo hasta los seres más sinceros tienen
algo de hipócritas, y al hablar con una persona se deshacen de la opinión
que han formado de ella, para volver a decirla en cuanto se va, mis padres
se unieron a las lamentaciones de Vinteuil por el matrimonio de Swann, en
nombre de unos principios y conveniencias que (por el hecho mismo de in-
vocarlos en común con él, como gentes de la misma clase) parecían sobren-
tender todos que eran respetados en Montjouvain. Vinteuil no mandó a su
hija a casa de Swann. Éste lo sintió mucho, porque cada vez que se separa-
ba de Vinteuil, se acordaba de que tenía que preguntarle hacía tiempo por
una persona de su mismo apellido, pariente suyo según creía. Y aquella vez
se había prometido no olvidarse de esto cuando Vinteuil mandara a su hija a
Tansonville.
Como el paseo, por el lado de Méséglise, era el más corto de los que dá-
bamos por los alrededores de Combray, lo reservábamos para el tiempo in-
seguro; solía llover a menudo por aquel lado de Méséglise, y nunca perdía-
mos de vista el lindero de los bosques de Roussainville; cuya espesura po-
dría servirnos de abrigo.
A veces el sol iba a esconderse tras una nube que deformaba su óvalo y
se orlaba de amarillo. Quedábase el campo sin brillo, pero no sin luz, y toda
la vida parecía en suspenso, mientras que el pueblecillo de Roussainville
esculpía en el cielo el relieve de sus blancas aristas, con limpidez y perfec-
ción maravillosas. Un soplo de viento hacía levantar el vuelo a algún cuervo
que iba a caer allá lejos, y sobre el fondo del cielo blancuzco la lejanía de
bosques parecía más azul aún, como si estuviera pintada en uno de esos ca-
mafeos que decoran los entrepaños de las viejas casas.
Pero otras veces empezaba a llover y se cumplía la amenaza del capu-
chino que tenía el óptico en su escaparate; las gotas de agua, como los pája-
ros migratorios que se echan a volar todos juntos, bajaban del cielo en apre-
tadas filas. No se separan, no van a la ventura en esa rápida travesía, cada
una guarda el puesto que le corresponde, llama junto a ella a la que sigue, y
el cielo se ennegrece más que cuando parten las golondrinas. Nos refugiá-
bamos en el bosque. Ya su viaje parecía cumplido, y todavía seguían llegan-
do algunas más débiles y calmosas. Pero salíamos de nuestro refugio, por-
que el follaje agrada mucho a las gotas, y ya estaba la tierra casi seca cuan-
do todavía más de una se rezagaba jugando con las molduras de una hoja, y
colgada de su punta, descansaba, brillando al sol; de pronto, se dejaba desli-
zar desde lo alto de la rama y nos caía en la nariz.
Otras veces, íbamos a refugiarnos al pórtico de San Andrés del Campo,
revueltas con los santos y patriarcas de piedra. ¡Qué francesa era la iglesia
aquella! Encima de la puerta estaban representados en piedra santos, reyes
caballeros con una flor de lis en la mano, escenas de bodas y funerales, lo
mismo que podían estar grabados en el alma de Francisca. El escultor había
narrado también algunas anécdotas referentes a Aristóteles y Virgilio, del
mismo modo que Francisca hablaba en la cocina de San Luis, como si lo
hubiera conocido personalmente, y, por lo general, para avergonzar con la
comparación a mis abuelos, que no eran tan «justos». Veíase que las nocio-
nes que tenía el artista medieval y la campesina medieval (superviviente en
el siglo XIX) de la historia antigua, pagana y cristiana, y tan característica
por su exactitud como por su simplicidad, procedían no de los libros, sino
de una tradición, antigua y directa a la par, ininterrumpida, oral, deformada,
incognoscible y viva. Otra persona de Combray, a quien yo descubría, vir-
tual y profetizada, en las esculturas góticas de San Andrés del Campo, era el
mozo Teodoro, dependiente de casa de Camus. Francisca lo consideraba tan
de su tiempo y de su tierra, que cuando la tía Leoncia estaba muy enferma
para que Francisca sola pudiera volverla en la cama, llevarla al sillón, antes
que dejar subir a la moza de la cocina para «lucirse» ante mi tía, llamaba a
Teodoro. Y ese muchacho, que pasaba con razón por ser un mal sujeto, tan
henchido estaba de aquella alma que inspiró la decoración de San Andrés
del Campo, y especialmente de los sentimientos de respeto que Francisca
creía debidos a los «pobres enfermos», a su «pobre ama», que al alzar la ca-
beza, de mi tía sobre la almohada ponía la cara cándida y solícita de los an-
gelitos de los bajorrelieves, que rodean con un cirio en la mano a la Virgen
desfallecida, como si los rostros de piedra esculpida, grisácea y desnuda,
igual que los bosques en invierno, estuvieran sólo adormilados y en reserva,
prontos a florecer de nuevo a la vida, en innúmeros rostros populares, reve-
rentes y sagaces, como el de Teodoro, e iluminados con el fresco rubor de
una manzana madura. Y había una santa no ya pegada a la piedra como los
angelitos, sino separada de la portada, de estatura mayor que la natural, de
pie en un pedestal como en un taburete que la salvara del contacto de la tie-
rra húmeda, con mejillas bien llenas, seno firme que se dilataba bajo su cor-
piño como un racimo maduro en un saco de crin, frente estrecha, nariz corta
y dura, pupilas hundidas, y ese aspecto de utilidad, de insensibilidad y de
valor que tienen las mujeres de aquella tierra. Esa semejanza que insinuaba
en la estatua una ternura que yo no había ido a buscar en ella, certificábala
muchas veces alguna muchacha del campo que venía a resguardarse al pór-
tico, como nosotros, y cuya presencia, igual que la de esa hojarasca parásita
que crece junto a las hojarascas esculpidas, parece destinada a juzgar de la
veracidad de la obra de arte, cotejándola con la naturaleza. Allá, delante de
nosotros, Roussainville, tierra de promisión o de maldición; Roussainville,
donde nunca llegué penetrar, cuando ya la lluvia había parado donde noso-
tros estábamos, seguía castigado como un poblado de la Biblia por las lan-
zas de la tormenta, que flagelaban oblicuamente las moradas de sus habitan-
tes, o bien recibía el perdón de Dios Padre, que mandaba hasta él los desfle-
cados tallos de oro de un sol renaciente, tallos desiguales como los rayos de
un viril en el altar.
A veces, el tiempo echábase a perder por completo; teníamos que volver
y estarnos encerrados en casa. Aquí y allá, en el campo, que con la oscuri-
dad y la humedad se parecía al mar, casitas aisladas, puestas en la falda de
una colina, brillaban como barquitas que replegaron sus velas y se están
quietas al largo toda la noche. Pero ¡qué importaban la lluvia y la tormenta!
En verano el mal tiempo no es más que un enfado pasajero y superficial del
buen tiempo subyacente y fijo, muy distinto del buen tiempo del invierno,
instable y fluido, y que, al contrario de éste, se instala en la tierra, se solidi-
fica en densas capas de hojarasca, por donde el agua puede ir resbalando sin
comprometer la resistencia de su permanente alegría, y que iza por toda la
temporada en las calles del pueblo, en los muros de las casas y de los jardi-
nes sus banderolas de seda violeta o blanca. Sentado en la salita, donde es-
peraba leyendo que llegara la hora de cenar, oía cómo chorreaba el agua por
los castaños; pero bien sabía que el chaparrón no haría otra cosa más que
barnizar sus hojas, y que prometían ellos estarse allí, como firmes garantías
del estío, toda la noche lluviosa, asegurando la continuidad del buen tiem-
po; llovía, sí, pero al día siguiente seguirían ondulando como antes, por en-
cima de la blanca valló de Tansonville, las hojitas en forma de corazón; y
sin ninguna tristeza miraba yo cómo el chopo de la calle de Perchamps diri-
gía a la tormenta súplicas y saludos desesperados, y sin ninguna tristeza oía
en lo hondo del jardín los postreros tableteos del trueno, como un arrullo
entre las lilas.
Si el tiempo estaba malo, ya desde por la mañana mis padres renunciaban
al paseo, y yo me quedaba sin salir. Pero luego me acostumbré a irme yo
solo aquellos días por el lado de Méséglise la Vineuse, en el otoño que fui-
mos a Combray con motivo de la testamentaría de mi tía Leoncia; porque
mi tía Leoncia había muerto al fin, dando la razón lo mismo a los que soste-
nían que su régimen debilitante acabaría por matarla, que a los que sostu-
vieron siempre que padecía una enfermedad orgánica nada imaginaria, y
que tendría que rendirse a la evidencia de los escépticos cuando llegara a
acabar con ella; su muerte no ocasionó gran pena más que a una persona;
pero a ésa, tremenda, eso sí. Durante los quince días que duró la última en-
fermedad de mi tía, Francisca, no la abandonó un instante; no se desnudó,
no permitió que la atendiera nadie más que ella, y sólo se separó del cadá-
ver cuando recibió sepultura. Comprendimos entonces que aquella especie
de terror en que Francisca viviera a las malas palabras, a las sospechas y, a
los arrebatos de cólera de mi tía, determinó en ella un sentimiento, que no-
sotros creíamos ser de odio, y en realidad era de amor y veneración. Su ama
verdadera, la de las decisiones imposibles de prever, la de las argucias tan
difíciles de evitar, la del bondadoso corazón que fácilmente se ablandaba, su
soberana, su misterioso todopoderoso monarca, ya no existía. Y junto a ella,
nosotros éramos muy poca cosa. Ya estaba lejos aquel tiempo, cuando em-
pezamos a pasar los veranos en Combray, en que para Francisca poseíamos
igual prestigio que mi tía. Aquel otoño se pasó todo en cumplir las formali-
dades indispensables, en conferencias con notarios y arrendadores, y mis
padres no tenían ocio para salir, además de que el tiempo se prestaba poco a
ello, y se acostumbraron a dejarme ir solo por el lado de Méséglise la Vi-
neuse, arropado en un gran plaid, que me resguardaba del agua y que me
echaba por los hombros con mayor gusto, porque sabía que sus rayas esco-
cesas escandalizaban a Francisca, a quien nadie podría meter en la cabeza
que el color de los vestidos no tiene nada que ver con el luto, y que, ade-
más, no estaba contenta con el género de pena que teníamos por la muerte
de mi tía, porque no dimos banquete fúnebre, no adoptamos un tono de voz
especial para hablar de ella, y porque yo hasta canturreaba alguna vez. Es-
toy seguro de que en un libro —y en esto me parecía a Francisca— esa con-
cepción del luto «conforme al cantar de Roldán y a la portada de San An-
drés del Campo, me hubiera parecido simpática. Pero en cuanto tenía al
lado a Francisca me entraba un diabólico deseo de que montara en cólera, y
aprovechaba el menor pretexto para decirle que yo sentía a mi tía porque
era una buena persona, a pesar de sus manías, pero no porque fuera mi tía, y
que siendo tía mía hubiera podido serme odiosa y no causarme ninguna
pena su muerte, frases todas que en un libro me parecerían tontas.
Si Francisca entonces, henchida como un poeta por una oleada de confu-
sos pensamientos sobre la pena y los recuerdos de familia, se excusaba por
no saber contestar a mis teorías, diciendo: «Yo no sé explicarme», me glori-
ficaba de su confesión con un buen sentido irónico y brutal, propio del doc-
tor Percepied; y si añadía: «Pues a pesar de todo tenía paréntesis (quería de-
cir parentesco) con usted, y siempre hay que tener respeto a ese paréntesis»,
encogíame yo de hombros, y me decía: «También soy yo un tonto en discu-
tir con una ignorante que habla así»; y de ese modo adoptaba, para juzgar a
Francisca, el mezquino punto de vista de esos hombres que son objeto del
gran desprecio de algunas personas en la imparcialidad de la meditación,
aunque luego esas personas se porten como ellos en una de las escenas vul-
gares de la vida.
Aquel otoño mis paseos fueron más agradables, porque los daba después
de muchas horas de lectura. Cuando me cansaba de haber estado leyendo
toda la mañana en la sala, me echaba el plaid por los hombros y salía; mi
cuerpo, forzado por mucho rato a la inmovilidad, pero que se había ido car-
gando mientras, inmóvil de animación y velocidad acumuladas, necesitaba
luego, como un peón al soltarse, gastarlas en todas direcciones. Las paredes
de las casas, el seto de Tansonville, los árboles del bosque de Roussainville
y los matorrales a que se adosaba Montjouvain llevaban paraguazos y bas-
tonazos de mi mano, y oían mis gritos de gozo, que no eran, tanto unos
como otros, más que ideas confusas que me exaltaban y que no lograban el
descanso de la claridad, porque preferían, a un lento y difícil aclararse, el
placer de una derivación más cómoda hacia un escape inmediato. La mayor
parte de esas llamadas traducciones de nuestros sentimientos no hacen otra
cosa que quitárnoslos de encima, expulsándolos de nuestro interior en una
forma indistinta que no nos enseña a conocerlos. Cuando echo cuentas de lo
que debo al lado de los Méséglise, de los humildes descubrimientos a que
sirvió de fortuito marco o de necesario inspirador, me acuerdo que en ese
otoño, en uno de aquellos paseos, junto a la escarpa llena de maleza de
Montjouvain, es donde por primera vez me sorprendió el desacuerdo entre
nuestras impresiones y el modo habitual de expresarlas. Después de una
hora de agua y de aire, con las que luché muy contento, al llegar a la orilla
de la charca de Montjouvain ante una chocilla tejada, donde guardaba sus
útiles de jardinería el jardinero del señor Vinteuil, el sol volvió a salir, y sus
dorados, que lavó el chaparrón, lucían nuevamente en el cielo, en los árbo-
les, en las paredes de la chocilla, en las tejas todavía mojadas, por cuyo ca-
ballete se estaba paseando una gallina. El aire que hacía tiraba horizontal-
mente de las hierbecillas que crecían entre los ladrillos de la pared, y del
plumón de la gallina, que se dejaban ir unas y otro a la voluntad del viento,
estirándose todo lo que podían, con el abandono de cosas inertes y ligeras.
Las tejas daban a la charca, que con el sol reflejaba de nuevo, un tono de
mármol rosa en que nunca me había fijado. Y al ver en el agua y en la pared
una sonrisa pálida, que respondía a la sonrisa del cielo, exclamé: «¡Atiza,
atiza, atiza!», blandiendo mi cerrado paraguas. Pero al mismo tiempo com-
prendí que mi deber hubiera sido no limitarme a esas palabras y aspirar a
ver un poco más claramente en mi asombro.
Y también en aquel momento, y gracias a un campesino que por allí pa-
saba, con facha ya bastante malhumorada, que se le puso más aún cuando
por poco le doy en la cara con el paraguas, y que respondió fríamente a mi:
«Buen tiempo para andar, ¡eh!», aprendí que las mismas emociones no se
producen simultáneamente, con arreglo a un orden preestablecido en el áni-
mo de todos los hombres. Más tarde, siempre que una prolongada lectura
me daba ganas de conversación, el camarada a quien yo estaba deseando
hablar acababa de entregarse al placer de la charla, y quería que ahora lo
dejaran leer en paz. Y si acababa de pensar cariñosamente en mis padres y
adoptar las decisiones más prudentes y propias para darles gusto, mientras,
estaba llegando a su conocimiento algún pecadillo mío, del que ya no me
acordaba, y que ellos me echaban en cara en el instante mismo de ir a darles
un beso.
Muchas veces, a la exaltación causada por la soledad, venía a unirse otra,
que yo no sabía separar claramente de aquélla, motivada por el deseo de ver
surgir ante mí una moza del campo que yo pudiera estrechar entre mis bra-
zos. Nacía bruscamente, sin que yo tuviera tiempo de referirlo a su causa,
entre muy distintos pensamientos, y el placer que lo acompañaba no se me
representaba sino un grado superior al placer que me ofrecían aquellos pen-
samientos. Y agradecía a todo lo que en aquel momento vivía en mi ánimo:
al reflejo rosado de las tejas, a las hierbas salvajes, al pueblo de Roussainvi-
lle, donde hacía tanto tiempo que quería ir; a los árboles de su bosque, al
campanario de su iglesia, esa emoción nueva que me representaba todas
aquellas cosas como más codiciadoras, porque yo me creía que era todo
aquello lo que provocaba esa emoción que me empujaba más rápidamente
hacia allí, cuando inflaba mi vela con su brisa, potente, nueva y propicia.
Pero si ese deseo de que se me apareciese una mujer añadía a los encantos
de la Naturaleza un punto más de exaltación, en cambio, los encantos de la
Naturaleza daban amplitud a lo que hubiera podido tener de mezquino el
encanto de la mujer. Parecíame que la belleza de los árboles era su belleza,
y, que con su beso me revelaría el alma de esos horizontes, del pueblo de
Roussainville, de los libros que estaba leyendo aquel año, y como mi imagi-
nación cobraba fuerzas al contado con mi sensualidad, y mi sensualidad se
difundía por todos los dominios de la imaginación, resultaba que mi deseo
no tenía límites.
Y era también que —como sucede en esos momentos de ensoñación que
tenemos en el campo, cuando la acción de la costumbre está en suspenso, y
nuestras nociones abstractas de las cosas, apartadas a un lado, y creemos
con profunda fe en la originalidad, en la vida individual del lugar en que es-
tamos— la moza que pasaba y excitaba mi deseo parecíame que era no un
ejemplar cualquiera de ese tipo general, la mujer, sino un producto necesa-
rio y natural del suelo aquel. Porque en aquella época toda lo que no era yo
mismo, la tierra y los seres se me figuraba más precioso y más importante,
dotado de más veraz existencia que a un hombre ya hecho. Y no separaba
las personas de la tierra. Sentía deseo por una moza de Méséglise o de
Roussainville, por una pescadora de Balbec, como sentía deseo por Mésé-
glise y por Balbec. Y no hubiera creído ya en el placer que podrían darme,
no me hubiera parecido tan cierto ese placer, si hubiera modificado a mi an-
tojo las condiciones en que se ofrecía. En París, una pescadora de Balbec o
una moza de Méséglise eran una concha que yo no había visto en la playa, y
un helecho que yo no cogí en el bosque; y conocerlas allí hubiera sido qui-
tar del placer que me diera la mujer todos aquellos con que la envolviera mi
imaginación. Pero vagar así por los bosques de Roussainville, sin una moza
a quien besar, era no conocer el tesoro oculto de ese bosque, su más honda
belleza. Esa muchacha que yo me representaba siempre rodeada de verdor
era también como una planta local de más elevada especie que las demás, y
cuya estructura me dejaría sentir, mucho más de cerca que en las otras, el
sabor profundo de la tierra aquella. Me lo creía con más facilidad (como me
creía que las caricias con que me revelara ese sabor serían de una clase es-
pecial, cuyo placer sólo ella podía procurarme) porque estaba todavía en esa
edad en que aun no hemos abstraído el gozo de poseer a las mujeres de las
personas que nos le ofrecieron, y aun no se lo ha reducido a una noción ge-
neral que nos haga considerar desde entonces a las mujeres como los instru-
mentos intercambiables de un placer siempre idéntico. Ni siquiera existe,
aislado, separado o formulado en la mente, como la finalidad que se persi-
gue al acercarse a una mujer y como causa de la turbación previa que se
siente. Apenas si pensamos en él como en un placer que ha de venir y le lla-
mamos el encanto de esa mujer, el encanto suyo, porque no pensamos en
nosotros, sino sólo en salir de nosotros. Esperado oscuramente, inmanente,
oculto, lleva a tal grado de paroxismo en el momento en que se cumplen los
demás placeres que nos causaron las miradas cariñosas y los besos del ser
que está a nuestro lado, que se nos representa el placer ese como una espe-
cie de transporte de gratitud nuestra por la bondad de nuestra compañera y
por su predilección por nosotros, que medimos por los beneficios y la dicha
con que nos abruma.
Pero en vano imploraba al torreón de Roussainville, y le pedía que me
trajera a alguna niña de allí, como al único confidente que tuve pie mis pri-
meros deseos, cuando desde lo más alto de nuestra casa de Combray, en
aquel cuartito que olía a lirios, no veía en el cuadrado marco de la ventana
entreabierta otra cosa que su torre, mientras que con las vacilaciones heroi-
cas del viajero que emprende una exploración o del desesperado que va a
suicidarse, desfallecido, iba abriendo en el interior de mi propio ser un ca-
mino desconocido, y que yo creía mortal, hasta el momento en que una se-
ñal de vida natural, como un caracol, se superponía a las hojas del groselle-
ro salvaje que llegaban hasta donde yo estaba. En vano le suplicaba ahora.
En vano, recogiendo la llanura en mi campo visual, la registraba con mis
ojos, que querían traerse de allí a una mujer. Me llegaba hasta del pórtico de
San Andrés del Campo: nunca estaba allí esa moza que hubiera estado de
haber ido yo con mi abuelo, y en la imposibilidad, por consiguiente, de tra-
bar conversación con ella. Miraba tercamente el tronco de un árbol lejano,
detrás del cual podría surgir la moza para venir a donde yo estaba: el hori-
zonte escrutado seguía desierto; caía la noche, y sin esperanza ya fijaba yo
mi atención como para aspirar, las criaturas que pudiere ocultar, en ese sue-
lo estéril, en esa tierra exhausta; y ahora pegaba no de gozo, sino de rabia, a
los árboles del bosque de Roussainville, aquellos árboles que no servían de
refugio a ningún ser vivo, como si fueran árboles pintados en un panorama;
porque sin poder resignarme a volver a casa antes de abrazar a la mujer de
mis deseos, no tenía más remedio que emprender el camino de vuelta a
Combray, diciéndome a mí mismo que cada vez disminuían las probabilida-
des de que la casualidad me la pusiera al paso. ¿Y me habría atrevido acaso
a hablarle si la hubiera encontrado? Creo que me habría tomado por un
loco; yo no creo que existieran verdaderamente fuera de mí los deseos que
formaba durante aquellos paseos, y que no lograban realización, ni creía
que los demás pudieran participar de ellos. Se me aparecían tan sólo como
creaciones puramente subjetivas, impotentes e ilusorias de mi temperamen-
to. Ningún lazo las unía con la Naturaleza ni con la realidad, que desde ese
momento perdía todo encanto y significación, y ya no era para mi vida más
que un marco convencional, como es para la ficción de una novela el asien-
to del vagón donde la va leyendo el viajero para matar el tiempo.
Quizá de una impresión que tuve acerca de Montjouvain, unos años más
tarde, impresión que entonces no vi clara, proceda la idea que más tarde me
he formado del sadismo. Se verá más adelante que, por otras razones, el re-
cuerdo de esa impresión está llamado a jugar importante papel en mi vida.
Hacía un tiempo muy caluroso; mis padres tuvieron que marcharse de casa
por todo el día, y me dijeron que volviera a la hora que yo quisiera; fui has-
ta la charca de Montjouvain, porque me gustaba mirar cómo se reflejaba en
ella el tejado de la chocita; me tumbé a la sombra, y me dormí entre los ma-
torrales del talud que domina la casa, en aquel mismo sitio donde estuve es-
perando a mis padres el día que fueron a visitar al señor Vinteuil. Cuando
desperté era casi de noche, e iba ya a levantarme cuando vi a la señorita de
Vinteuil (apenas si la reconocí, porque en Combray la había visto sólo unas
cuantas veces, y cuando era niña, mientras que ahora era una muchachita),
que, sin duda, acababa de volver a casa, a unos centímetros de donde yo es-
taba, en la misma habitación en que su padre recibiera al mío, y que ahora
era la salita de ella. La ventana estaba entreabierta y la lámpara encendida,
de modo que yo veía todo lo que hacía sin que me viera ella, pero si me
marchaba podía oír el ruido de mis pasos entre los matorrales, y quizá supu-
siera que me había escondido allí para espiarla.
Estaba de riguroso luto, porque hacía poco que había muerto su padre.
No habíamos ido a darle el pésame; no quiso mi madre, a causa de una vir-
tud que en ella, era lo único que limitaba los efectos de la bondad: el pudor;
pero compadecíala profundamente. Se acordaba mi madre del triste final de
la vida del señor Vinteuil absorbido primero por las funciones de madre y
de niñera que cumplía con su hija, y luego por lo que ella le hizo sufrir, reía
el torturado rostro del viejo en aquellos último tiempos; sabía que tuvo que
renunciar para siempre a acabar de transcribir en limpio todas sus obras de
los últimos años, pobres obras de un viejo profesor de piano, de un ex orga-
nista de pueblo, que considerábamos de poco valor intrínseco, pero sin des-
preciarlas, porque para él valían mucho y fueron su razón de vivir antes de
que las sacrificara, a su hija, y que en su mayor parte ni siquiera estaban
transcritas, retenidas sólo en la memoria, y algunas apuntadas en hojas suel-
tas, ilegibles, y que se quedarían ignoradas de todos; y mi madre pensaba en
aquella otra renuncia, aun más dura, a que tuvo que ceder el señor Vinteuil:
renunciar a un porvenir de honradez y respeto para su hija; y cuando evoca-
ba aquella suprema aflicción del viejo maestro de piano de mis tías, sentía
pena de verdad y pensaba con terror en esa otra pena, mucho más amarga
que debía de tener la hija de Vinteuil, unida al remordimiento de haber ido
matando poco a poco a su padre. «Pobre señor Vinteuil —decía mamá—:
vivió y murió por su hija, que no le dio ningún pago. Veremos si se lo da
después de muerto y en qué forma. Sólo ella puede hacerlo.»
Al fondo de la salita de la señorita de Vinteuil, encima de la chimenea,
había un pequeño retrato de su padre, y en el momento en que oyó ella el
ruido de un coche que venía por la carretera, se levantó, cogió la fotografía,
se echó en el sofá y acercó junto a sí una mesita en la que puso el retrato, lo
mismo que en otra ocasión había acercado el señor Vinteuil aquella obra
que deseaba dar a conocer a mis padres. Pronto entró su amiga. La hija de
Vinteuil no se levantó a recibirla, y con las dos manos enlazadas por detrás
de la cabeza se retiró hacia el extremo opuesto del sofá como para dejarle
un hueco. Pero en seguida se dio cuenta de que eso era como imponerle una
actitud que quizá le era molesta. Acaso a su amiga le gustaría más ir a sen-
tarse en una silla más apartada; y se cogió en pecado de indiscreción, y la
delicadeza de su corazón se asustó; volvió a ocupar el sofá entero y empezó
a bostezar, como indicando que se había echado porque tenía sueño, y nada
más. A pesar de la familiaridad ruda e imperativa que tenía con su amiga,
reconocía ya los ademanes obsequiosos y reticentes de su padre, los mismos
repentinos escrúpulos.
Al poco se levantó, hizo como que quería cerrar la ventana y que no
podía.
—Déjala abierta, yo tengo calor —dijo su amiga.
—Pero es muy molesto que nos vean —contestó la señorita de Vinteuil.
Y debió de adivinar que su amiga se creería que no había dicho aquellas
palabras más que para provocarla a contestar con otras que estaba deseando
oír, pero cuya iniciativa dejaba por discreción a la otra. Y su mirada tomó,
sin duda, porque yo no podía distinguirla, aquella expresión que tanto gus-
taba a mi abuela, al pronunciar estas palabras:
—Cuando digo que nos vean, me refiero a que nos vean leer: es que por
insignificante que sea lo que una está haciendo, siempre molesta que haya
unos ojos que nos estén mirando.
Por generosidad instintiva y por involuntaria cortesía, se callaba las pala-
bras premeditadas que había juzgado indispensables para la realización de
su deseo. Y a cada momento, en el fondo de sí misma, una virgen tímida y
suplicante imploraba y hacía retroceder a un soldadote rudo y triunfante.
—Sí, es muy probable que nos estén mirando a esta hora en un campo tan
solo como éste —dijo irónicamente su amiga—. Y si nos miran, ¿qué? —
añadió, creyendo que debía acompañar con un guiño malicioso y tierno
aquellas palabras que recitaba por bondad, como un texto agradable a la se-
ñorita de Vinteuil, y con un tono que quería ser cínico—, y ¿qué? Si nos
ven, mejor.
La hija de Vinteuil se estremeció y se levantó de su asiento. Aquel cora-
zón suyo escrupuloso y sensible, ignoraba cuáles palabras debían venir es-
pontáneamente a adaptarse a la situación que sus sentidos estaban pidiendo.
Iba a buscar lo más lejos que podía de su verdadera naturaleza moral el len-
guaje propio de la muchacha viciosa que ella quería ser, pero las palabras
que en aquella boca le hubieran parecido sinceramente dichas le sonaban a
falso en la suya. Y las pocas que decía le salían en un tono afectado, en el
cual sus hábitos de timidez paralizaban sus intentos de audacia, y todo sal-
picado de «¿tienes frío, tienes calor, tienes ganas de quedarte sola y leer?».
—La señorita me parece que tiene esta noche ideas muy lúbricas —dijo,
por fin, como si repitiera una frase oída otras veces a su amiga.
La señorita de Vinteuil sintió que su amiga arrancaba un beso del escote
de su corpiño de crespón, lanzó un chillido, escapó, y las dos se persiguie-
ron saltando, con sus largas mangas revoloteando como alas, cacareando y
piando como dos pajarillos enamorados. Por fin, la hija de Venteuil acabó,
por caer en el sofá, cubierta por el cuerpo de su amiga. Pero como ésta esta-
ba de espaldas a la mesita donde se hallaba el retrato del viejo profesor de
piano, la señorita de Vinteuil comprendió que no lo iba a ver si no le llama-
ba la atención, y le dijo, como si acabara de fijarse en el retrato:
—Y ese retrato de mi padre, siempre mirándonos; yo no sé quién lo ha
puesto ahí; ya he dicho veinte veces que no es su sitio.
Me acordé de que esas palabras eran las palabras que Vinteuil dijo a mi
padre, refiriéndose a la obra musical. Sin duda se servían de aquel retrato
para profanaciones rituales, porque su amiga le contestó con esta frase que
debía de formar parte de las respuestas litúrgicas:
—Déjale donde está, ya no nos puede dar la lata. Y que no gemiría y te
echaría chales encima si te viera así, con la ventana abierta, el tío
orangután.
La hija de Vinteuil contestó con unas palabras de cariñosa censura que
delataban su bondadosa índole; no porque las dictara la indignación que pu-
diera causarle aquel modo de hablar de su padre (evidentemente, estaba ya
acostumbrada, y quién sabe con ayuda de qué sofismas, a sofocar ese senti-
miento), sino porque eran como un freno que para no mostrarse egoísta po-
nía ella misma al placer que su amiga estaba deseando procurarle. Y ade-
más, esa moderación sonriente para contestar a tales blasfemias, aquel re-
proche cariñoso e hipócrita, se aparecían quizá a su naturaleza franca y bue-
na como una forma particularmente infame, como una forma dulzarrona de
aquella perversidad que estaba intentando asimilarse. Pero no pudo resistir a
la seducción del placer que sentiría al verse tratada con cariño por una per-
sona tan implacable con los muertos sin defensa; saltó a las rodillas de su
amiga y le ofreció castamente la frente, como si hubiera sido su hija, sin-
tiendo con deleite que las dos llegaban al extremo límite de la crueldad, ro-
bando hasta en la tumba su paternidad al señor Vinteuil. Su amiga le cogió
la cabeza con las manos y le dio un beso en la frente, con docilidad, que le
era muy fácil por el gran afecto que tenía a la señorita de Vinteuil y por el
deseo de llevar alguna distracción a la vida tan triste de la huérfana.
—¿Sabes lo que me dan ganas de hacerle a ese mamarracho? —dijo co-
giendo el retrato.
Y murmuró al oído de la hija de Vinteuil algo que yo no pude oír.
—No, no te atreves.
—¿Que no me atrevo yo a escupir en esto, en esto? —dijo la amiga con
brutalidad voluntaria.
Y no oí nada más, porque la señorita de Vinteuil, con aspecto lánguido,
torpe, atareado, honrado y triste, se levantó para cerrar las maderas y los
cristales de la ventana. Pero ahora ya sabía yo el pago que después de muer-
to recibía Vinteuil de su hija por todas las penas que en la vida le hizo pasar.
Y, sin embargo, he pensado luego que si el señor Vinteuil hubiera podido
presenciar esa escena, quizá no habría perdido toda su fe en el buen corazón
de su hija, en lo cual, acaso, no estuviera del todo equivocado. Claro que en
el proceder de la señorita de Vinteuil la apariencia de la perversidad era tan
cabal, que no podía darse realizada con tal grado de perfección a no ser en
una naturaleza de sádica; es más verosímil vista a la luz de las candilejas de
un teatro del bulevar que no a la de la lámpara de una casa de campo esa
escena de cómo una muchacha hace que su amiga escupa al retrato de un
padre que vivió consagrado a ella; y casi únicamente el sadismo puede ser-
vir de fundamento en la vida a la estética del melodrama. En la realidad, y
salvo los casos de sadismo, una muchacha acaso puede cometer faltas tan
atroces como las de la hija de Vinteuil contra la memoria y la voluntad de
su difunto padre, pero no las resumiría tan expresamente en un acto de sim-
bolismo rudimentario y cándido como aquél; y la perversidad de su conduc-
ta estaría más velada para los ojos de la gente y aun para los de ella, que ha-
ría esa maldad sin confesarlo. Pero poniéndonos más allá de las apariencias,
la maldad, por lo menos al principio, no debió de dominar exclusivamente
en el corazón de la señorita de Vinteuil. Una sádica como ella es una artista
del mal, cosa que no podría ser una criatura mala del todo, porque ésta con-
sideraría la maldad como algo interior a ella, le parecería muy natural y ni
siquiera sabría distinguirla en su propia personalidad y no sacaría un sacrí-
lego gusto en profanar la virtud, el respeto a los muertos y el cariño filial,
porque nunca habría sabido guardarles culto. Los sádicos de la especie de la
hija de Vinteuil son seres tan ingenuamente sentimentales, tan virtuosos por
naturaleza, que hasta el placer sensual les parece una cosa mala, un privile-
gio de los malos. Y cuando se permiten entregarse un momento a él hacen
como si quisieran entrar en el pellejo de los malos y meter también a su
cómplice, de modo que por un momento los posea la ilusión de que se eva-
dieron de su alma tierna y escrupulosa hacia el mundo inhumano del placer.
Y al ver cuán difícil le era lograrlo, me figuraba yo con cuánto ardor lo de-
bía desear. En el momento en que quería ser tan distinta de su padre, me es-
taba recordando las maneras de pensar y de hablar del viejo profesor de
piano. Lo que profanaba, lo que utilizaba para su placer y que se interponía
entre ese placer y ella, impidiéndole saborearlo directamente, era, más que
el retrato, aquel parecido de cara, los ojos azules de la madre de él, que le
transmitió como una joya de familia, y los ademanes de amabilidad que en-
tremetían entre el vicio de la señorita de Vinteuil y ella una fraseología y
una mentalidad que no eran propias de ese vicio y que le impedían que lo
sintiera como cosa muy distinta de los numerosos deberes de cortesía a que
se consagraba de ordinario. Y no es que le pareciera agradable la perversi-
dad que le daba la idea del placer, sino el placer lo que le parecía cosa mala.
Y como siempre que a él se entregaba acompañábalo de esos malos pensa-
mientos que el resto del tiempo no asomaban en su alma virtuosa, acababa
por ver en el placer una cosa diabólica, por identificarla con lo malo. Acaso
se daba cuenta la hija de Vinteuil de que su amiga no era del todo mala, que
no hablaba con sinceridad cuando profería aquellas blasfemias. Pero, por lo
menos, tenía gusto en besar en su rostro sonrisas y miradas, acaso fingidas
pero análogas en su expresión viciosa y baja, las que hubieran sido propias
de un ser no de bondad y de resignación, sino de crueldad y de placer. Qui-
zá podía imaginarse por un momento que estaba jugando de verdad los fue-
gos que, con una cómplice tan desnaturalizada, habría podido jugar una mu-
chacha que realmente sintiera aquellos sentimientos bárbaros hacia su pa-
dre. Pero puede que no hubiera considerado la maldad como un estado tan
raro, tan extraordinario, que tan bien lo arrastraba a uno y donde tan grato
era emigrar, de haber sabido discernir en su amiga, como en todo el mundo,
esa indiferencia a los sufrimientos que ocasionamos, y que, llámese cómo
se quiera, es la terrible y permanente forma de la crueldad.
Si era muy sencillo ir por el lado de Méséglise, ir por el lado de Guer-
mantes era otra cosa, porque el paseo era largo y había que tener confianza
en el tiempo. Parecía que empezaba una serie de días buenos: Francisca, de-
sesperada de que no cayera ni una gota para las «pobres sementeras», al ver
tan sólo unas cuantas nubes blancas vagando por la superficie tranquila y
azulada del cielo, exclamaba lloriqueando: «No parece sino que allá arriba
no hay más que unos perros de mar jugando y enseñando los hocicos. ¡Sí
que están pensando en mandar agua a los pobres labradores! Y luego, cuan-
do ya esté crecido el trigo, empezará a llover, y vena y vena, sin saber el
agua de dónde cae, como si cayera en el mar». El jardinero y el barómetro
daban invariablemente a mi padre la misma favorable respuesta, y entonces
aquella noche, en la mesa, se decía: «Mañana, si el tiempo sigue así, iremos
por el lado de Guermantes». Salíamos, en seguida de almorzar, por la puer-
tecita del jardín, e íbamos a parar a la calle de Perchamps, estrecha y en
brusco recodo, llena de gramíneas, por entre las cuales dos o tres avispas se
pasaban el día herborizando, calle tan rara como su nombre, al cual atribuía
yo el origen de sus curiosas particularidades y de su áspera personalidad; en
vano se la buscaría en el Combray de hoy, porque en el lugar que ocupaba
se alza ahora la escuela. Pero mi imaginación (igual que esos arquitectos de
la escuela de Viollet le Duc, que al imaginarse que se encuentran detrás de
un coro Renacimiento, o de un altar del siglo XVII, rastros de un coro ro-
mánico, vuelven el edificio al mismo estado en que debía de estar en el si-
glo XII) no deja en pie una sola piedra del nuevo edificio, hace cala y re-
constituye la calle de los Perchamps. Claro que dispone para estas reconsti-
tuciones de datos más precisos que los que suelen tener los restauradores:
unas imágenes conservadas en la memoria, las últimas quizá que actual-
mente existan, y que pronto dejarán de existir, de lo que era el Combray de
mi infancia: y como fue Combray mismo el que las dibujó en mi imagina-
ción antes de desaparecer, tienen la emoción —en lo que cabe comparar un
pobre retrato a esas efigies gloriosas cuyas reproducciones le gustaba rega-
larme a mi abuela— de los grabados antiguos de la Cena o de un cuadro de
Gentile Bellini, donde se ven, en el estado en que ya no existen, la obra
maestra de Vinci o la portada de San Marcos.
Pasábamos por la calle del Pájaro, delante de la Hostería del Pájaro He-
rid, con su gran patio, en el que entraban almas veces allá en el siglo XVII,
las carrozas de las duquesas de Montpensier, de Guermantes y de Montmo-
rency, cuando las señoras tenían que ir a Combray con motivo de alguna
diferencia con un arrendador o de una cuestión de homenaje. Salíamos al
patio, y por entre los árboles se veía asomar el campanario de San Hilario.
De buena gana me habría sentado allí para estarme toda la tarde leyendo y
oyendo las campanas: porque estaba aquello tan hermoso, tan tranquilo, que
el sonar de las horas no rompía la calma del día, sino que extraía su conteni-
do, y el campanario, con la indolente y celosa exactitud de una persona que
no tiene más quehacer que ése, apretaba en el momento justo la plenitud del
silencio para exprimir y dejar caer las gotas de oro que el calor había ido
amontonando en su seno, lenta y naturalmente.
El principal atractivo del lado de Guermantes es que íbamos casi todo el
tiempo junto al Vivonne. Lo atravesábamos primeramente, a diez minutos
de casa, por la pasarela llamada el Puente Viejo. Al día siguiente de llegar,
el día de Pascua, si hacía buen tiempo, después del sermón me llegaba yo
hasta allí, a ver, en medio de aquel desorden de mañana de festividad gran-
de, cuando los preparativos suntuosos acrecientan la sordidez de los cacha-
rros caseros que andan rodando, como se paseaba el río, vestido de azul ce-
leste, por entre tierras negras y desnudas, sin otra compañía que una banda-
da de cucos prematuros y otra de primaveras adelantadas, mientras que de
cuando en cuando una violeta de azulado pico doblaba su tallo al peso de la
gotita de aroma encerrada en su cucurucho. El Puente Viejo desembocaba
en un sendero de sirgar, que en aquel lugar estaba tapizado cuando era ve-
rano por el azulado follaje de un avellano; a la sombra del árbol había echa-
do raíces un pescador con sombrero de paja. En Combray sabía yo que per-
sonalidad de herrero o de chico de la tienda se disimulaba bajo el uniforme
del suizo o la sobrepelliz del monaguillo, pero jamás llegué a descubrir la
identidad de aquel pescador. Debía conocer a mis padres, porque al pasar
nosotros saludaba con el sombrero; entonces yo iba a preguntar quién era,
pero me hacía señas de que me callara para no asustar a los peces. Seguía-
mos por la senda de sirga que domina la corriente con una escarpa de varios
pies de alto; al otro lado la orilla era baja, y se dilataba en extensos prados
hasta el pueblo y hasta la estación, que estaba distante del poblado. Por
aquellas tierras quedaban diseminados, medio hundidos en la hierba, restos
del castillo de los antiguos condes de Combray, que en la Edad Media tenía
el río como defensa, por este lado, contra los ataques de los señores de
Guermantes y de los abades de Martinville. Ya no había más que unos frag-
mentos de torres que alzaban sus gibas, apenas aparentes en la pradera, y
unas almenas, desde las cuales lanzaba antaño sus piedras el ballestero, o
vigilaba el atalaya Novepont, Clairefontaine, Martinville le Sec, Bailleau le
Exempt, tierras todas vasallas de Guermantes, y entre las cuales estaba en-
clavado Combray; hoy esas ruinas, al ras de la hierba, las dominaban los
chicos de la escuela de los frailes que iban allí a estudiarse la lección, o de
recreo, a jugar; pasado casi hundido en la tierra, echado a la orilla del agua
como un paseante que toma el fresco, pero que inspira muchos sueños a mi
imaginación, porque en el nombre de Combray me hacía superponer al pue-
blo de hoy una ciudad muy distinta: pasado que atraía mis pensamientos
con su rostro añejo e incomprensible, medio oculto por esas florecillas lla-
madas botones de oro. Había muchos en aquel sitio, escogido por ellos, para
jugar entre las hierbas; aislados los unos en parejas o en grupos otros, ama-
rillos como la yema de huevo, y tanto más brillantes, porque como me pare-
cía que no podía derivar hacia ningún intento de degustación el placer que
me causaba el verlos, lo iba acumulando en su dorada superficie, hasta que
llegaba a tal intensidad que producía una belleza inútil, y eso desde mi pri-
mera infancia, cuando desde la senda de sirga tendía yo los brazos hacia
ellos sin poder pronunciar todavía bien su precioso nombre de Príncipes de
cuento de hadas francés, llegados acaso hacía muchos siglos del Asia, pero
afincados para siempre en el pueblo, contentos del modesto horizonte, satis-
fechos del sol y de la orilla del río, fieles a la vista de la estación, y que con-
servaban, sin embargo, en su simplicidad popular, como algunas de nuestras
viejas telas pintadas, un poético resplandor oriental.
Entreteníame en mirar las garrafas que ponían los chicos en el río para
coger pececillos, y que, llenas de agua del río, que a su vez las envuelve a
ellas, son al mismo tiempo «continente» de transparentes flancos, como
agua endurecida, y «contenido» encerrado en un continente mayor de cristal
líquido y corriente; y me evocaban la imagen de la frescura de manera más
deleitable e irritante que si estuvieran en una mesa puesta, porque me la
mostraban fugitiva siempre en aquella perpetua aliteración entre el agua sin
consistencia, donde las manos no podían cogerla, y el cristal sin fluidez,
donde no podía gozarse el paladar. Yo me prometía ir más adelante a aquel
sitio, con cañas de pescar; lograba que sacaran un poco del pan de la me-
rienda, y lanzaba al río unas bolitas, que parecía como que bastaban para
determinar en él un fenómeno de sobresaturación, porque el agua se solidi-
ficaba en seguida, alrededor de las bolillas, en racimos ovoideos de ham-
brientos renacuajos, que sin duda tenía hasta entonces en disolución, invisi-
bles, y ya casi en vía de cristalizar.
En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Pri-
mero había algunas aisladas, como aquel nenúfar atravesado en la corriente
y tan desdichadamente colocado que no paraba un momento, como una bar-
ca movida mecánicamente, y que apenas abordaba una de las márgenes
cuando se volvía a la otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma tra-
vesía. Su pedúnculo, empujado hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se
estiraba en el último límite de su tensión hasta la ribera, en que le volvía a
coger la corriente, replegando el verde cordaje, y se llevaba a la pobre plan-
ta a aquel que con mayor razón podía llamarse su punto de partida, porque
no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo la misma manio-
bra. Yo la veía en todos nuestros paseos, y me traía a la imaginación a algu-
nos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a la tía Leoncia, que durante
años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres raras,
creyéndose siempre que las van a desterrar al día siguiente, y sin perderlas
jamás, cogidos en el engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos
que hacen inútilmente para escapar contribuyen únicamente a asegurar el
funcionamiento y el resorte de su dietética extraña, ineludible y funesta. Y
así aquel nenúfar, parecido también a uno de los infelices cuyo singular tor-
mento, repetida indefinidamente por toda la eternidad, excitaba la curiosi-
dad del Dante, que hubiera querido oírle contar al mismo paciente los deta-
lles y la causa del suplicio, pero que no podía porque Virgilio se marchaba a
grandes zancadas y tenía que alcanzarlo, como me pasaba a mí con mis
padres.
Más allá, el río modera su anchura y cruza una finca abierta al público, y
cuyo amo se había divertido en tareas de horticultura acuática, criando en
los reducidos estanques que allí forma el Vivonne verdaderos jardines de
ninfeas. Como por aquel sitio había en las orillas mucho arbolado, la som-
bra de los árboles daba al agua un fondo, por lo general, de verde sombrío,
pero que algunas veces, al volver nosotros en una tarde tranquila, después
de un tiempo tormentoso, veía yo de color azul claro y crudo tirando a vio-
leta, tono de interior, de gusto japonés. Aquí y allá, en la superficie, enroje-
cía como uña fresa una flor de ninfea escarlata con los bordes blancos. Un
poco más lejos comenzaban a abundar las flores, ya no tan lisas, más páli-
das, graneadas y rizosas, y dispuestas por el azar en lazos tan graciosos, que
parecía que iban flotando a la deriva, tras el melancólico desfallecer de una
fiesta galante, desatadas guirnaldas de rosas de espuma. Luego, había un
rincón reservado a las especies vulgares que ostentaban el blanco y el rosa,
propios de la juliana, lavadas con celo doméstico como la porcelana, y un
pico más allá se apretaban unas contra otras, formando un verdadero maci-
zo flotante, igual que pensamientos de un vergel, que habían venido a posar
como mariposas sus alas azuladas y feas en la oblicuidad transparente de
aquel torrente de agua; de aquel parterre, también celeste, porque ofrecía a
las flores un suelo de más precioso color, más tierno aún que el color de las
mismas flores; y ya hiciera chispear en las primeras horas de la tarde, bajo
las ninfeas, el calidoscopio de una felicidad recogida, silenciosa y móvil, y
ya se llenara hacia el anochecer de las rosas y los oros del Poniente, como
un puerto lejano cambiaba incesantemente para estar siempre concorde, al-
rededor de las corolas que mantenían los tonos más fijos, con lo más pro-
fundo, fugitivo y misterioso de cada hora, con lo infinito de cada hora, y así
parecía que las hizo florecer en pleno cielo.
Al salir de ese parque, el Vivonne corría de nuevo. ¡Y cuántas veces he
visto, haciendo propósito de imitarlo cuando pudiera vivir a mi gusto, al pa-
seante que suelta su remo, se echa boca arriba, con la cabeza caída en el
fondo de su barca, dejándola flotar a la deriva, sin ver más que el cielo que
va marchando perezosamente allá en lo alto, a ese paseante que muestra en
el rostro los anticipados sabores de, la dicha y de la paz!
Nos sentábamos entre los lirios, a la orilla del agua. Por el cielo feriado,
se paseaba lentamente una nube ociosa. De cuando en cuando una carpa
aburrida se asomaba fuera del agua, aspirando ansiosamente. Era la hora de
merendar. Antes de volver a marchar, comíamos fruta, pan y chocolate, sen-
tados allí en la hierba, hasta donde venían horizontales, débiles, pero aun
densos y metálicos, los toques de la campana de San Hilario, que no se
mezclaban con el aire, que hacía tanto tiempo estaban atravesando, y que,
alargados por la palpitación sucesiva de todas sus líneas sonoras, vibraban a
nuestros pies, rozando las flores.
Muchas veces, a la orilla del río y entre árboles, nos encontrábamos una
casita de las llamadas de recreo, aislada, perdida, sin ver otra cosa del mun-
do más que la corriente que bañaba sus pies. Una mujer joven, de rostro
pensativo y velos elegantes, raros en aquellas tierras, y que indudablemente
había ido allí a «enterrarse», según la expresión popular, a saborear el amar-
go placer de que allí nadie supiera su nombre, y sobre todo el nombre de
aquel ser cuyo corazón perdió, se asomaba a la ventana cuyo horizonte aca-
baba en la barca amarrada a la puerta. Alzaba, distraída, sus ojos al oír por
detrás de los árboles de la orilla voces de paseantes, que, aun antes de ver-
los, estaba ella segura de que nunca conocieron ni conocerían al infiel, de
que nada tuvieron que ver con él en el pasado ni tendrían que ver en el por-
venir. Sentíase que en su gran renunciar había cambiado voluntariamente
unos lugares donde al menos hubiera podido ver de lejos al amado, por és-
tos que nunca pisara él. Y yo la veía, al volver de un paseo, en caminos por
los que sabía ella muy bien que nunca habría de pasar el ausente, quitarse
de las manos resignadas unos guantes muy largos de desaprovechada
gracia.
En los paseos, por el lado de Guermantes, nunca llegamos hasta el naci-
miento del Vivonne, en el que yo pensaba muy a menudo, y que tenía para
mí una existencia tan ideal y abstracta, que me llevé igual sorpresa cuando
me dijeron que estaba en la provincia y a determinada distancia kilométrica
de Combray que el día en que me enteré de que existía otro lugar concreto
de la tierra donde estaba situada en la antigüedad la entrada de los infiernos.
Nunca pudimos llegar tampoco hasta ese término que con tanto ardor desea-
ba yo: Guermantes. Sabía que allí vivían los dueños del castillo, el duque y
la duquesa de Guermantes; sabía que eran personas de verdad con existen-
cia actual; pero cuando pensaba en ellos me los representaba, ora en un ta-
piz, como la condesa de Guermantes de la «Coronación de Ester» de nues-
tra iglesia, ora con matices cambiantes, como Gilberto el Malo en la vidrie-
ra, cuando pasaba del verde lechuga al azul ciruela, según lo mirara mien-
tras estaba tomando agua bendita o desde nuestras sillas, ora impalpable del
todo, como aquella imagen de Genoveva de Brabante, antepasada de la fa-
milia de Guermantes, que la linterna mágica paseaba por las cortinas de mi
cuarto o subía hasta el techo; en fin, envueltos siempre en un misterio de
tiempos merovingios y bañándose como en una puesta de sol en la anaran-
jada luz que emana del final de su nombre, de esas dos sílabas: «antes».
Pero si a pesar de eso ergo para mí como tal duque y duquesa seres reales,
aunque extraños, en cambio, su persona ducal se distendía desmesurada-
mente, se inmaterializaba, para abarcar a ese Guermantes de su título, a
todo ese «lado de Guermantes» tan soleado: al curso del río, a sus ninfeas y
sus añosos árboles, a tantas tardes hermosas. Yo sabía que no sólo llevaban
el título de duque y duquesa de Guermantes, sino que desde el siglo XIV,
después de haber intentado vencer a sus antiguos señores, se aliaron con
ellos por enlaces matrimoniales y eran condes de Combray; por consiguien-
te, los primeros ciudadanos de Combray, y, sin embargo, los únicos ciuda-
danos que no vivían en el pueblo. Condes de Combray, que tenían a Com-
bray en medio de su nombre y de su persona, que indudablemente participa-
ban también de un modo efectivo de aquella tristeza piadosa y extraña, ca-
racterística de Combray; propietarios de la ciudad, pero no de una casa par-
ticular, y que debían vivir afuera, en la calle, entre cielo y tierra, como aquel
Gilberto de Guermantes, que yo veía por su revés de laca negra, cuando, al
ir por sal a casa de Camus, alzaba los ojos hacia las vidrieras del ábside.
Sucedía que por el lado de Guermantes pasábamos a veces por delante de
pequeños cercados, húmedos, en donde asomaban racimos de sombrías flo-
res. Me paraba, como si estuviera apoderándome de una noción preciosa,
porque no se me figuraba tener delante un trozo de aquella región fluviátil,
que con tanto ardor quise conocer desde que la viera descrita por uno de
mis autores favoritos. Y con esa región, con su suelo, con su suelo cruzado
por riachuelos espumeantes, identifiqué a Guermantes, que así cambió de
aspecto en mi imaginación, al oír cómo nos hablaba el doctor Percepied de
las flores y del agua que corría por el parque del castillo. Soñaba que la se-
ñora de Guermantes me invitaba a ir por allí, llevada por una repentina sim-
patía hacia mí; todo el día estaba pescando truchas conmigo al lado. Al ano-
checer me cogía de la mano, me pasaba por delante de los jardincillos de
sus vasallos, iba mostrándome a lo largo de las cercas las flores que allí
apoyaban sus mazorcas violetas o rojas, y me decía cómo se llamaban. Me
hacía contarle el asunto de las poesías que tenía yo intención de escribir. Y
esos sueños me avisaban de que puesto que yo quería ser escritor, ya era
hora de ir pensando lo que iba a escribir. Pero en cuanto me hacía yo esta
pregunta, y trataba de encontrar un asunto en que cupiera una significación
filosófica infinita, mi espíritu dejaba de funcionar, no veía más que un vacío
delante de mi atención, me daba cuenta de que yo no tenía cualidad genial,
o acaso que una enfermedad cerebral las impedía desarrollarse. Muchas ve-
ces contaba con mi padre para arreglarlo. Tenía tanta influencia y estaba tan
bienquisto con personajes de importancia, que gracias a eso pudimos violar
unas leyes que Francisca me había enseñado a considerar como más inelu-
dibles que las de la vida y la muerte; por ejemplo, logró retrasar todo un año
las obras de revoco de nuestra casa, la única que escapó de todo el barrio, y
logró del ministro una autorización para que el hijo de la señora de Sazerat,
que quería ir a los baños, sufriera, el examen de bachiller dos meses antes,
en la serie de matriculados, cuyo apellido empezaba con A, en lugar de es-
perar el turno de la S. Si hubiera caído gravemente enfermo, o me hubieran
capturado unos bandidos, convencido yo de que mi padre tenía mucho trato
con los poderes supremos, e irresistibles cartas de recomendación dirigidas
a Dios, para que mi enfermedad o mi cautiverio pudieran ser otra cosa que
unos simulacros sin peligro para mi persona, habría esperado tranquilo la
hora del retorno a la buena realidad, la hora de la libertad o de la curación; y
quizá esa falta de genio, ese negro vacío que se abría en mi espíritu cuando
buscaba asuntos para mis futuras obras, era también una ilusión sin consis-
tencia que cesaría por la intervención de mi padre, el cual ya debía de tener
convenido con el Gobierno y con la Providencia que yo sería el primer es-
critor de mi tiempo. Pero otras veces, mientras que mis padres se impacien-
taban al ver que yo me quedaba atrás y no los seguía, mi vida actual, en vez
de parecerme una creación artificial de mi padre, modificable a su antojo, se
me representaba, por el contrario, como comprendida dentro de una reali-
dad que no había sido hecha para mí, contra la que no valía ningún recurso,
sin ningún aliado mío en su seco, y detrás de la cual nada se ocultaba. Me
parecía entonces que existía como los demás humanos, que al igual de ellos
envejecería y moriría, y que entre los hombres pertenecía yo a aquel género
de los que no tienen disposiciones para escribir. Y descorazonado renuncia-
ba por siempre a la literatura, a pesar de los ánimos que Bloch me había
dado. Aquel sentimiento íntimo, inmediato, que yo tenía del vacío de mi
pensamiento, prevalecía contra todas las palabras halagüeñas que me pudie-
ran prodigar, lo mismo que en el alma del malo, cuyas buenas acciones ala-
ba la gente, prevalecen los remordimientos, de su conciencia.
Un día me dijo mi madre: «Tú, que estás siempre hablando de la señora
de Guermantes, entérate que cómo el doctor Percepied la trató muy bien
cuando estuvo mala hace cuatro años, pues ahora va a venir a Combray para
asistir a la boda de la hija del médico. Podrás verla en la ceremonia». Al
doctor Percepied era la persona a quien yo oí hablar más de la duquesa de
Guermantes, y hasta nos había enseñado un número de una revista ilustrada
donde estaba retratada la duquesa con el disfraz que llevó a un baile de tra-
jes dado por la princesa de León.
De pronto, durante la misa nupcial, un movimiento que hizo el pertiguero
al cambiar de sitio, me descubrió sentada en una capilla a una dama de nariz
grande, ojos azules y penetrantes, con una chalina hueca de seda color mal-
va, y un granito a un lado de la nariz. Como en la superficie de su rostro en-
carnado, cual si estuviera acalorada, distinguí yo diluidas y apenas percepti-
bles parcelas de analogía con el retrato que me habían enseñado, y, sobre
todo, como los rasgos particulares que yo notaba en ella, al tratar de enun-
ciarlos se formulaban cabalmente en los mismos términos: nariz grande,
ojos azules, que había empleado el doctor Percepied para describir a la du-
quesa de Guermantes, me dije yo que aquella dama se parecía a la señora de
Guermantes; además, la capilla desde donde oía misa era la de Gilberto el
Malo, en cuyas lisas tumbas, deformadas y doradas como alvéolos de miel,
descansaban los antiguos condes de Brabante, y que me habían dicho estaba
reservada a la familia de Guermantes cuando alguno de sus individuos iba a
Combray a alguna ceremonia; verosímilmente no podía haber más que una
mujer que se pareciese al retrato de la duquesa que estuviese allí aquel día,
un día, precisamente, en que tenía que ir a Combray, y en aquella capilla: sí,
era ella. Muy grande fue mi desencanto. Nacía éste de que yo nunca me ha-
bía fijado, cuando pensaba en la señora de Guermantes, en que me la repre-
sentaba con los colores de un tapiz o de una vidriera en otro siglo, y de ma-
teria distinta al resto de los mortales. Nunca se me ocurrió que pudiera tener
una cara encarnada y una chalina malva, como la señora de Sazerat, y el
óvalo de su rostro me recordó a tantas personas visitas de casa, que me rozó
la sospecha, enseguida disipada, de que aquella dama, en su principio gene-
rador y en todas sus moléculas, quizá no era sustancialmente la duquesa de
Guermantes, sino que su cuerpo, ignorante del nombre que le daban, perte-
necía a cierto tipo femenino que abarcaba igualmente a mujeres de médico
y de tendero. «Y ésa, nada más que ésa es la duquesa de Guermantes», de-
cía la cara atenta y asombrada que ponía yo para contemplar aquella imagen
que, naturalmente, no tenía nada que ver con la otra, que, bajo el nombre de
la duquesa de Guermantes, se había aparecido tantas veces en mis sueños,
porque esta cara no la había yo formado arbitrariamente, sino que me había
saltado a los ojos por vez primera un momento antes en la iglesia; que no
era de la misma naturaleza, coloreable a voluntad como aquélla, que se de-
jaba empapar en el tinte anaranjado de una sílaba, sino que era tan real, que
todo, hasta el granito que se inflamaba en un lado de su nariz, atestiguaba su
sujeción a las leyes de la vida, como en una apoteosis de teatro una arruga
del traje de hada o un temblor de su dedo meñique delatan la presencia ma-
terial de una actriz viva allí donde dudábamos si teníamos delante tan sólo
una proyección luminosa.
Pero al mismo tiempo a aquella imagen clavada por su nariz saliente y su
mirada penetrante en mis ojos (quizá porque mis ojos fueron los primeros
que la descubrieron, los que antes la penetraron, antes de que se me pudiera
ocurrir que la mujer que tenía delante pudiera ser la duquesa de Guerman-
tes), a aquella imagen reciente, inconmovible, intenté aplicar la idea de que
era la señora de Guermantes, sin lograr otra cosa que hacerla girar enfrente
de la imagen, como dos discos separados por un intervalo. Pero al ver ahora
que aquella señora de Guermantes con la que tanto había soñado existía
realmente, fuera de mí, cobró mayor dominio aún en mi imaginación, que,
paralizada un momento al contacto de una realidad tan distinta de la que es-
peraba, empezó a reaccionar y a decirme: «Ya cubiertos de gloria antes de
Carlomagno, los Guermantes tenían derecho de vida y muerte sobre sus va-
sallos; la duquesa de Guermantes es una descendiente de Genoveva de Bra-
bante. No conoce, no condescendería a conocer a ninguna de las personas
que aquí están».
Y —¡oh maravillosa independencia de las miradas humanas sujetas al
rostro por un cordón tan largo, tan suelto, tan extensible, que pueden pa-
searse ellas solas muy lejos de él!— mientras que la señora de Guermantes
estábase sentada en la capilla encima de las tumbas de sus antepasados
muertos, su mirada vagaba y allá, subía por los pilares, y hasta se posaba en
mí como un rayo de sol que errara por la nave, pero rayo de sol que me pa-
recía consciente en el momento de acariciarme. En cuanto a la propia seño-
ra de Guermantes, como quiera que estaba inmóvil, sentada a modo de ma-
dre, que hace como que no ve las audaces travesuras y los indiscretos atre-
vimientos de sus niños que juegan y hablan con personas desconocidas, me
fue imposible saber si aprobaba o censuraba, en el ocio de su espíritu, la
errabundez de aquellas miradas.
Tenía interés en que no se marchara antes de que yo la hubiera podido
mirar bastante, porque me acordaba que desde años antes consideraba el
verla cosa muy codiciada; y no apartaba la vista de ella, como si cada una
de mis miradas tuviera poder para llevarse materialmente a mi interior, y
dejarlo allí en reserva, el recuerdo de la nariz saliente, de las mejillas encar-
nadas, de las particularidades todas que se me representaban como otros
tantos preciosos datos auténticos y singulares respecto a su rostro. Ahora
que la embellecía con todos los pensamientos a ella relativos, y sobre todo,
acaso con el deseo que siempre tenemos de no sufrir un desencanto, forma
del instinto de conservación de lo mejor de nuestro ser, y volvía a colocarla
(puesto que ella y la duquesa de Guermantes, que yo hasta entonces había
evocado, eran una misma persona) en lugar aparte de los demás mortales,
con los que la confundiera un momento, al ver pura y simplemente su cuer-
po, me irritaba el oír a mi alrededor: «Es más guapa que la mujer de Saze-
rat, es más guapa que la hija de Vinteuil», como si se las pudiera comparar.
Y mis miradas se posaban en su pelo rubio, en sus ojos azules, en el arran-
que de su cuello, y omitía los rasgos que hubieran podido recordarme otras
fisonomías, hasta que yo acababa por exclamar, ante aquel croquis volunta-
riamente incompleto: «¡Cuánta nobleza! Cómo se ve que tengo delante a
una altiva Guermantes, a una descendiente de Genoveva de Brabante». Y la
atención con que yo iluminaba su rostro la aislaba de tal modo, que cuando
hoy me pongo a pensar en esa ceremonia, me es imposible ver a ninguno de
los asistentes a ella, exceptuando a la duquesa y al pertiguero, que contestó
afirmativamente a mi pregunta de si aquella dama era la señora de Guer-
mantes. Y la veo, sobre todo en el momento del desfile por la sacristía,
alumbrada por el sol intermitente y cálido de un día huracanado y tormento-
so; estaba la señora de Guermantes rodeada por toda aquella gente de Com-
bray, de la que ni siquiera sabía los nombres, pero cuya inferioridad procla-
maba demasiado alto la supremacía suya, para no inspirarle una sincera be-
nevolencia hacia aquellas personas, a las que pensaba imponerse afín más a
fuerza de sencillez y buena gracia. Y como no podía omitir esas miradas
voluntarias, cargadas de un significado preciso, que se dirigen a un conoci-
do, dejaba a sus distraídos pensamientos escaparse incesantemente por de-
lante de ella en un torrente de luz azulada imposible de contener, y que no
quería que molestara o pareciese despectivo a aquellas buenas gentes que
encontraba a su paso y que rozaba a cada instante. Todavía estoy viendo,
allá encima de su chalina malva, hueca y sedosa, el cándido asombro de sus
ojos, al que añadía, sin atreverse a destinarla a nadie determinado, pero para
que todos participaran de ella, una sonrisa vagamente tímida de señora feu-
dal, que parece como que se disculpa ante sus vasallos y les indica su cari-
ño. Aquella sonrisa se posó en mí, que estaba sin quitar ojo de la duquesa.
Entonces, acordándome de la mirada que en mí puso durante la misa, azul
como un rayo de sol que atravesara la vidriera de Gilberto el Malo, me dije:
«No cabe duda de que se fija en mí». Creí que yo le gustaba, que seguiría
pensando en mí después de salir de la iglesia, y que acaso por causa mía se
sintiera melancólica aquella tarde en Guermantes. Y en seguida la quise,
porque si algunas veces basta para que nos enamoremos de una mujer con
que nos mire despectivamente, como a mí se me figuraba que me miró la
hija de Swann, y con pensar que jamás será nuestra, también otras veces no
requiere el enamorarse más que una mirada bondadosa, como la de la seño-
ra de Guermantes, y la idea de que acaso esa mujer sea nuestra algún día.
Sus ojos azuleaban como una vincapervinca imposible de coger, pero que,
sin embargo, era para mí; y el sol, amenazado por un nubarrón, pero asae-
teando aún con toda su fuerza la plaza y la sacristía, daba una coloración de
geranio a la alfombra roja puesta para la solemnidad, y por encima de la
cual avanzaba sonriente la duquesa de Guermantes, y añadía a su lana un
vello rosado, una epidermis de luz, esa especie de ternura, de seria dulzura
en la pompa y en el gozo, características de algunas páginas de Lohengrin y
de ciertas pinturas de Carpaccio, y que explican por qué Baudelaire pudo
aplicar al sonido de la corneta el epíteto de delicioso.
Desde aquel día, en mis paseos por el lado de Guermantes sentí con ma-
yor pena que nunca carecer de disposiciones para escribir y tener que re-
nunciar para siempre a ser un escritor famoso. La pena que sentía, mientras
que me quedaba solo soñando a un lado del camino, era tan fuerte; que para
no padecerla, mi alma, espontáneamente, por una especie de inhibición ante
el dolor, dejaba por completo de pensar en versos y en novelas, en un por-
venir poético que mi falta de talento me vedaba esperar. Entonces, y muy
aparte de aquellas preocupaciones literarias; sin tener nada que ver con
ellas, de pronto un tejado, un reflejo de sol en una piedra, el olor del ca-
mino, hacíanme pararme por el placer particular que me causaban y además
porque me parecía que ocultaban por detrás de lo visible una cosa que me
invitaban a ir a coger, pero que, a pesar de mis esfuerzos, no lograba descu-
brir. Como me daba cuenta de que ese algo misterioso se encerraba en ellos,
me quedaba parado, inmóvil, mirando, anheloso, intentando atravesar con
mi pensamiento la imagen o el olor. Y si tenía que echar a correr detrás de
mi abuelo para seguir el paseo, hacíalo cerrando los ojos, empeñado en
acordarme exactamente de la silueta del tejado o del matiz de la piedra, que
sin que yo supiera por qué, me parecieron llenas de algo, casi a punto de
abrirse y entregarme aquello de que no eran ellas más que vestidura. Claro
que impresiones de esa clase no iban a restituirme la perdida esperanza de
poder ser algún día escritor y poeta porque siempre se referían a un objeto
particular sin valor intelectual y sin relación con ninguna verdad abstracta.
Pero al menos proporcionábanme un placer irreflexivo, la ilusión de algo
parecido a la fecundidad, y así me distraían de mi tristeza, de la sensación
de impotencia que experimentaba cada vez que me ponía a buscar un asunto
filosófico para una magna obra literaria. Pero el deber de conciencia que me
imponían esas impresiones de forma, de perfume y de color —intentar dis-
cernir lo que tras de ellas se ocultaba— era tan arduo, que en seguida me
daba excusas a mí mismo para poder sustraerme a esos esfuerzos y ahorrar-
me ese cansancio. Por fortuna, entonces me llamaban mis padres, y yo veía
que en aquel momento carecía de la tranquilidad necesaria para proseguir
mi rebusca, y que más valía no pensar en eso hasta que volviera a casa, y no
cansarme inútilmente por adelantado. Y ya no me preocupaba de aquella
cosa desconocida que se envolvía en una forma o en un aroma, y que ahora
estaba muy quieta porque la llevaba a casa protegida con una capa de imá-
genes, y luego me la encontraría viva, como los peces que traía cuando me
dejaban ir de pesca, en mi cestito, bien cubiertos de hierba, que los conser-
vaba frescos. Una vez en casa, me ponía a pensar en otra cosa, y así iban
amontonándose en mi espíritu (como se acumulaban en mi cuarto las flores
cogidas en mis paseos y los regalos que me habían hecho) una piedra por la
que corría un reflejo, un tejado, una campanada, el olor de unas hojas, imá-
genes distintas que cubren el cadáver de aquella realidad presentida que no
llegué a descubrir por falta de voluntad. Hubo un día, sin embargo, en que
tuve una sensación de ésas y no la abandoné sin haberla profundizado un
poco: nuestro paseo se había prolongado mucho más de lo ordinario, y a la
mitad del camino de vuelta nos alegramos mucho de encontrarnos con el
doctor Percepied, que pasaba en su carruaje a rienda suelta y nos conoció y
nos hizo subir a su coche. A mí me pusieron junto al cochero; corríamos
como el viento, porque el doctor tenía aún que hacer una visita en Martinvi-
lle le Sec; nosotros quedamos, en esperarlo a la puerta de la casa del enfer-
mo. A la vuelta de un camino sentí de pronto ese placer especial, y que no
tenía parecido con ningún otro, al ver los dos campanarios de Martinville
iluminados por el sol poniente y que con el movimiento de nuestro coche y
los zigzags del camino cambiaban de sitio, y luego el de Vieuxvicq, que,
aunque estaba separado de los otros dos por una colina y un valle y coloca-
da en una meseta más alta de la lejanía, parecía estar al lado de los de
Martinville.
Al fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en lo
soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo hondo de
mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella claridad, había
algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la vez.
Parecía que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acer-
cábamos muy despacio, de modo que cuando unos instantes después para-
mos delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba yo
el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se me hacía muy
cansada la obligación de tener que descubrir dicho porqué; ganas me esta-
ban dando de guardarme en reserva en la cabeza aquellas líneas que se mo-
vían al sol, y no pensar más en ellas por el momento. Y es muy posible que
de haberlo hecho, ambos campanarios se hubieran ido para siempre a parar
al mismo sitio donde fueran tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que
distinguí de los demás por el placer que me procuraron y que luego no supe
profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis padres.
Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes, y volví la
cabeza para ver una vez más los campanarios, que un instante después tor-
naron a aparecerse en un recodo del camino. Como el cochero parecía no
tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve
más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a
acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies
soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza;
algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía
para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabe-
za, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan des-
mesuradamente, que dominado por una especie de borrachera, ya no pude
pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de
Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se
había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momen-
tos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.
Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville
debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había apare-
cido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doc-
tor, y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia
y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré
un día, y en el que apenas he modificado nada:
«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos
en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campana-
rios de Martinville. Pronto se vieron tres; porque un campanario rezagado,
el de Vieuxvicq, los alcanzó, y con una atrevida vuelta se plantó frente a
ellos. Los minutos pasaban; íbamos aprisa, y, sin embargo, los tres campa-
narios estaban allá lejos, delante de nosotros, como tres pájaros al sol, in-
móviles, en la llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándo-
se, y los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la
luz del poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír en el
declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos, que estaba yo
pensando en lo que aún nos faltaría para llegar, cuando de pronto el coche
dobló un recodo y nos depositó al pie de las torres, las cuales se habían lan-
zado tan bruscamente hacia el carruaje, que tuvimos el tiempo justo para
parar y no toparnos con el pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que
habíamos salido de Martinville, después que el pueblecillo nos había acom-
pañado unos minutos, y aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el
de Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus soleados
remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para que los otros
dos pudieran vernos un momento más; pero el camino cambió de dirección,
y ellos, virando en la luz como tres pivotes de oro, se ocultaron a mi vista.
Un poco más tarde, cuando estábamos cerca de Combray y ya puesto el sol,
los vi por última vez desde muy lejos: ya no eran más que tres flores pinta-
das en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imagi-
nación tres niñas de leyenda, perdidas en una soledad, cuando va iba cayen-
do la noche: mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímida-
mente, apelotonarse, ocultarse unas tras otra hasta no formar en el cielo ro-
sado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer
en la oscuridad.»
No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel mo-
mento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del
doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussainville la
acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campana-
rios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y aca-
bara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.
Durante el día, en aquellos paseos no pensaba más que en lo grato que
sería tener amistad con la duquesa de Guermantes, pescar truchas, pasearme
en barca por el Vivonne, y ávido de felicidad, sólo pedía a la vida en aque-
llos momentos que se compusiera de una serie de tardes felices. Pero cuan-
do en el camino de vuelta veía a la izquierda una alquería bastante separada
de otras dos, que, por el contrario, estaban muy juntas, y desde la cual, para
entrar en Combray, no había más que seguir una alameda de robles que te-
nía a un lado prados con sus cercas; plantados a distancias iguales de man-
zanos que a la hora del poniente ponían por tierra el dibujo japonés de sus
sombras, mi corazón comenzaba de pronto a latir apresuradamente porque
sabía que antes de media hora estaríamos en casa, y que como era regla-
mentario, los días que se iba por el lado de Guermantes y se cenaba más tar-
de a mí me mandarían a acostarme en cuanto tomara la sopa, de modo que
mi madre, retenida en el comedor como si hubiera invitados, no subiría a
decirme adiós a mi cuarto. La zona de tristeza en que acababa de penetrar,
se distinguía tan perfectamente de la zona a la que en un momento antes me
lanzaba yo alegremente, como en algunos cielos hay una línea que separa
una banda de color rosa de otra verde o negra. Y vemos a un pájaro volando
por el espacio rosa, que va a llegar a su límite, que lo toca ya, que entra en
la zona negra. Los deseos que hacía un instante me asaltaban de ir a Guer-
mantes, de viajar y ser feliz, me eran ahora tan ajenos, que su cumplimiento
no me hubiera dado gozo alguno. ¡Con qué gusto hubiera cambiado todo
eso por poder estarme llorando toda la noche en brazos de mamá! Sentía
escalofríos, no apartaba mis angustiadas miradas del rostro de mi madre, del
rostro que aquella noche no aparecería por la alcoba donde yo me estaba
viendo ya con el pensamiento; y deseaba la muerte. Y aquello duraría hasta
la mañana siguiente, cuando los rayos del sol matinal apoyaran sus barras,
como el jardinero, en el muro cubierto de capuchinas que trepaban hasta mi
ventana, y saltara yo de la cama para bajar corriendo al jardín, sin acordar-
me ya de que la noche volvería a traer consigo la hora de separarme de
mamá. Y de ese modo, por el lado de Guermantes, he aprendido a distinguir
esos estados que se suceden en mi ánimo, durante ciertos períodos, y que se
reparten cada uno de mis días, llegando uno de ellos a echar al otro con la
puntualidad de la fiebre; estados contiguos, pero tan ajenos entre sí, tan fal-
tos de todo medio de intercomunicación, que cuando me domina uno de
ellos no puedo comprender, ni siquiera representarme, lo que deseé, temí o
hice cuando me poseía el otro.
Así, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, para mí, están unidos
a muchos menudos acontecimientos de esa vida, que es la más rica en peri-
pecias y en episodios de todas las que paralelamente vivimos, de la vida in-
telectual. Claro es que va progresando en nosotros insensiblemente, y el
descubrimiento de las verdades que nos la cambian de significación y de
aspecto y nos abren rutas nuevas, se prepara en nuestro interior muy lenta-
mente, pero de modo inconsciente; así que, para nosotros, datan del día, del
minuto en que se nos hicieron visibles. Y las flores, que entonces estaban
jugando en la hierba; el agua que corría al sol, el paisaje entero que rodeó
su aparición, siguen acompañándolas en el recuerdo con su rostro incons-
ciente o distraído; y ese rincón de campo, ese trozo de jardín, no podían
imaginarse cuando los estaba contemplando un niño soñador, un transeúnte
humilde —como un memorialista confundido con la multitud que admira a
un rey—, que gracias a él estaban llamados a sobrevivir hasta en lo más efí-
mero de sus particularidades; y, sin embargo, a ese perfume de espino que
merodea a lo largo de un seto donde pronto vendrá a sucederle el escaramu-
jo, a ese ruido de pasos sin eco en la arena de un paseo, a la burbuja forma-
da en una planta acuática por el agua del río y que estalla en seguida, mi
exaltación las ha llevado a través de muchos años sucesivos, se los ha hecho
franquear a salvo, mientras que por alrededor los caminos se han ido bo-
rrando, han muerto las gentes que los pisaban. Muchas veces, ese trozo de
paisaje que así llega hasta mí, se destaca tan aislado de todo lo que flota va-
gamente en mi pensamiento, como una florida Delos, sin que me sea posi-
ble decir de qué país, de qué época —quizá de qué sueño, sencillamente—
me viene. Pero el poder pensar en el lado de Guermantes y en el de Mésé-
glise, se lo debo a esos yacimientos profundos de mi suelo mental, a esos
firmes terrenos en que todavía me apoyo. Como creía en las cosas y en las
personas cuando andaba por aquellos caminos, las cosas y las personas que
ellos me dieron a conocer son los únicos que tomo aún en serio y que me
dan alegría. Ya sea porque en mí se ha cegado fe creadora, o sea porque la
realidad no se forme más que en la memoria, ello es que las flores que hoy
me enseñan por vez primera no me parecen flores de verdad. El lado de Mé-
séglise, con sus lilas, sus espinos blancos, sus acianos, sus amapolas y sus
manzanos, el lado de Guermantes, con el río lleno de renacuajos, sus nin-
feas y sus botones de oro, forman para siempre jamás la fisonomía de la tie-
rra donde quisiera vivir, y a la que exijo, ante todo, que en ella se pueda ir a
pescar, pasearse en barca, ver ruinas de fortificaciones góticas, y encontrar-
se en medio de los trigales, como San Andrés del Campo estaba, una iglesia
monumental, rústica y dorada como un almiar; y los acianos, los espinos,
los manzanos con que a veces me encuentro en los campos cuando viajo, se
ponen inmediatamente en comunicación con mi corazón, porque están a la
misma profundidad al mismo nivel de mi rasado. Y, sin embargo, como to-
dos los sitios tienen algo de individual, cuando me asalta el deseo de ver
otra vez el lado de Guermantes, no se satisfaría con que me llevaran a la
orilla de un río donde hubiera ninfeas tan hermosas o más hermosas que en
el Vivonne, como por la noche al volver a casa —a la hora en que desperta-
ba dentro de mí esa angustia que más tarde emigra al amor y puede hacerse
inseparable de este sentimiento amoroso—, no hubiera yo querido que
subiera a decirme adiós una madre más hermosa y más inteligente que la
mía. No; lo mismo que lo que yo necesitaba para dormirme feliz y con esa
paz imperturbable que ninguna mujer me ha podido dar luego, porque hasta
el momento de creer en ellas se duda de ellas, y nunca nos dan el corazón,
como me daba mi madre el suyo, en un beso entero y sin ninguna reserva,
sin sombra de una intención que no fuera dirigida a mí —lo mismo que lo
que yo necesitaba— es que fuera ella la que inclinara hacia mí aquel rostro
que tenía junto a un ojo un defecto, según decían, pero que a mí me gustaba
tanto como lo demás, así lo que yo quiero ver es el lado de Guermantes que
conocí yo, con la alquería separada de las otras dos que están juntas, apreta-
das una contra otra, al principio de la alameda de robles; son esas praderas
donde se reflejan, cuando el sol las pone lustrosas como una charca, las ho-
jas del manzano; es ese paisaje cuya individualidad viene a veces durante la
noche en mis sueños a sobrecogerme con una fuerza casi fantástica, imposi-
ble de encontrar luego cuando me despierto. Indudablemente, el lado de
Méséglise o el lado de Guermantes me han expuesto luego a muchas decep-
ciones y a muchas faltas, porque unieron dentro de mí indisolublemente im-
presiones distintas que no tenían otro lazo que el haberlas sentido allí al
mismo tiempo. Porque muchas veces he tenido deseos de ver a una persona
sin darme cuenta de que era sencillamente porque me recordaba un seto de
espinos, y he llegado a creer y a hacer creer en un retoñar del cariño donde
no había más que deseo de viaje. Por eso mismo también, como están pre-
sentes en aquellas de mis impresiones actuales con que tienen relación, les
dan cimiento y profundidad, una dimensión más que a las otras. Y de ese
modo les infunden un encanto y una significación que sólo yo puedo gozar.
Cuando en las noches estivales, el cielo armonioso gruñe como una fiera y
todo el mundo se enfada con la tormenta que llega, si yo me quedo solo, ex-
tático, respirando a través del rumor de la lluvia el olor de unas lilas invisi-
bles y persistentes, al lado de Méséglise se lo debo.
***
Y así me estaba muchas veces, hasta que amanecía, pensando en la época
de Combray, en mis noches de insomnio, en tantos días cuya imagen me
trajo recientemente el sabor —el «perfume» hubieran dicho en Combray—
de una taza de té, y por asociación de recuerdos en unos amores que tuvo
Swann antes de que yo naciera, y de los cuales me enteré años después de
salir de Combray, con esa precisión de detalles más fácil de obtener a veces
tratándose de la vida de personas ya muertas hace siglos, que de la vida de
nuestro mejor amigo, y que parece cosa imposible, como lo parece el que se
pueda hablar de ciudad a ciudad, mientras ignoramos el rodeo que se ha
dado para salvar la imposibilidad. Todos esos recuerdos, añadidos unos a
otros, no formaban más que una masa, pero podían distinguirse entre ellos
—entre los más antiguos y los más recientes, nacidos de un perfume, y
otros que eran los recuerdos de una persona que me los comunicó a mi— ya
que no fisuras y grietas de verdad, por lo menos ese veteado, esa mezcolan-
za de coloración que en algunas rocas y mármoles indican diferencias de
origen, de edad y de «formación».
Claro es que cuando se acercaba el día ya hacía rato que estaba disipada
la incertidumbre de mi sueño. Sabía en qué alcoba me encontraba realmen-
te, la había ido reconstruyendo a mi alrededor en la oscuridad y —ya orien-
tándome por la memoria tan sólo, y ayudándome con un pálido resplandor,
debajo del dial ponía yo los cortinones del balcón— la reconstruía y la
amueblaba toda entera, como un arquitecto y un tapicero que respetan los
huecos primitivos de las ventanas y las puertas; colocaba los espejos y po-
nía la cómoda en su sitio de siempre. Pero apenas la luz del día —y no ese
reflejo de una última brasa en una barra de cobre que yo confundiera antes
con el día— trazaba en la oscuridad, como con yeso, su primera raya blanca
y rectificativa, la ventana con sus visillos se marchaba del marco de la puer-
ta en donde ya la había colocado erróneamente, mientras que la mesa, insta-
lada en aquel lugar por mi torpe memoria huía a toda velocidad para hacer
hueco a la ventana, llevándose por delante la chimenea y apartando la pared
del pasillo; un patinillo triunfaba en donde un instante antes se extendía el
tocador, y la morada que yo reconstruyera en las tinieblas se iba en busca de
las moradas entrevistas en el torbellino del despertar, puesta en fuga por ese
pálido signo que trazó por encima de sus cortinas el dedo tieso de la luz del
día.
SEGUNDA PARTE:
O00000000
000000000
Para figurar en el «cogollito», en el clan, en el «grupito» de los Verdurin, 000000000
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bastaba con una condición, pero ésta era indispensable: prestar tácita adhe- 000000000
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sión a un credo cuyo primer artículo rezaba que el pianista, protegido aquel 000000000
año por la señora de Verdurin, aquel pianista de quien decía ella: «No debía 000000000
00009HHH
permitirse tocar a Wagner tan bien», se «cargaba» a la vez a Planté y a Ru- HHHHHHH
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binstein, y que el doctor Cottard tenía más diagnóstico que Potain. Todo
«recluta nuevo» que no se dejaba convencer por los Verdurin de que las
reuniones que daban las personas que no iban a su casa eran más aburridas
que el ver llover, era inmediatamente excluido. Como las mujeres se revela-
ban a este respecto más que los hombres a deponer toda curiosidad munda-
na y a renunciar al deseo de enterarse por sí mismas de los atractivos de
otros salones, y como los Verdurin se daban cuenta de que ese espíritu críti-
co podía, al contagiarse, ser fatal para la ortodoxia de la pequeña iglesia
suya, poco a poco fueron echando a todos los fieles del sexo femenino.
Aparte de la mujer del doctor, una señora joven, aquel año estaban casi
reducidos (aunque la señora de Verdurin era muy virtuosa y pertenecía a
una riquísima familia de la clase media, con la que había ido cesando poco
a poco todo trato) a una persona casi perteneciente al mundo galante; la se-
ñora de Crécy, a la que llamaba la señora de Verdurin por su nombre de
pila, Odette, y la consideraba como un «encanto», y a la tía del pianista, que
debía estar muy al tanto de las costumbres de portal y escalera; personas
ambas que no sabían nada del gran mundo, y de tanta candidez, que fue
muy fácil convencerlas de que la princesa de Sagan y la duquesa de Guer-
mantes tenían que pagar a unos cuantos infelices para no tener desiertas sus
mesas, tanto que si aquellas dos grandes señoras hubieran invitado a la ex
portera y a la demimondaine habrían recibido una desdeñosa negativa.
Los Verdurin no daban comidas: siempre había en su casa «cubierto
puesto». No se hacían programas para la reunión de después de cenar. El
pianista tocaba, pero sólo si «le daba por ahí», porque allí no se obligaba a
nadie; ya lo decía el señor Verdurin: «¡Todo por los amigos, vivan los cama-
radas!». Si el pianista quería tocar la cabalgata de La Walkyria o el preludio
de Tristán, la señora de Verdurin protestaba, no porque esa música le des-
agradara, sino porque al contrario, la impresionaba demasiado. «¿Es que se
empeña usted en que tenga jaqueca? Ya sabe usted que cada vez que toca
eso pasa lo mismo. Mañana, cuando quiera levantarme, se acabó, ya no soy
nada.» Si no se tocaba el piano, había charla, y algún amigo, por lo general
el pintor favorito de tanda, «soltaba», como decía Verdurin, «una paparru-
cha fenomenal que retorcía a todos de risa», sobre todo a la señora de Ver-
durin —tan aficionada a tomar en sentido propio las expresiones figuradas
de sus emociones— que una vez el doctor Cottard (entonces joven princi-
piante) tuvo que ponerle en su sitio una mandíbula que se le había desenca-
jado a fuerza de reír.
Estaba prohibido el frac, porque allí todos eran «camaradas», y para no
parecerse en nada a los «pelmas», a los que se tenía más miedo que a la pes-
te, y que eran invitados tan sólo a grandes reuniones, que daban los Verdu-
rin muy de tarde en tarde, y tan sólo cuando podían servir para entreteni-
miento del pintor para dar a conocer al pianista. El resto del tiempo se con-
tentaban con representar charadas, cenar vestidos con los disfraces, pero en
la intimidad, y sin introducir ningún extraño al «cogollito».
Pero a medida que los «camaradas» iban tomando más importancia en la
vida de la señora de Verdurin, el dictado de pelma y de réprobo lo aplicaba
a todo lo que impedía a los amigos que fueran a su casa, a lo que los llama-
ba a otra parte; a la madre de éste, a la profesión de aquél o a la casa de
campo y salud delicada de un tercero. Cuando el doctor Cottard se levanta-
ba de la mesa y consideraba imprescindible salir para ir a ver un enfermo
grave, le decía la señora de Verdurin: «¡Quién sabe!, quizá le siente mejor
que no vaya usted esta noche a molestarlo; pasará muy bien la noche sin us-
ted, y mañana va usted tempranito y se lo encuentra bueno». En cuanto en-
traba diciembre se ponía mala de pensar en que los fieles «desertarían» el
día de Navidad y el de Año Nuevo. La tía del pianista exigía que la familia
cenara aquella noche en la intimidad, en casa de la madre de ella.
—Y se le figura a usted que se va a morir su madre —exclamaba áspera-
mente la señora de Verdurin—, si no va usted a cenar con ella la noche de
Año Nuevo, como hacen en provincias.
Esas inquietudes retornaban para Semana Santa.
—Doctor, supongo que usted, un sabio, un hombre sin prejuicios, ¿ven-
drá el Viernes Santo como un día cualquiera? —dijo a Cottard el primer
año, con tono tranquilo, como el que está seguro de lo que le van a contes-
tar. Pero esperaba la respuesta temblando, porque si no iba el doctor, corría
peligro de estarse sola aquella noche.
—Sí, sí, vendré el Viernes Santo a despedirme, porque nos vamos a pasar
la Pascua de Resurrección a Auvernia.
—¿A Auvernia? Para dar de comer a pulgas y piojos. ¡Que les haga buen
provecho!
Y tras un momento de silencio:
—Por lo menos, si nos lo hubiera usted dicho, habría podido organizarse
algo y hacer el viaje juntos y con más comodidad.
Igualmente, cuando alguno de los «fieles» tenía un amigo, o una «parro-
quiana», un flirt, que podían ser causa de «deserción», los Verdurin, que no
se asustaban de que una mujer tuviera un amante con tal de que hablaran de
su casa y de que la amiga no lo antepusiera a ellos, decían: «Pues bueno,
traiga usted a ese amigo». Y se lo llevaba a prueba, para ver si era capaz de
no guardar ningún secreto a la señora de Verdurin y si se lo podía agregar al
clan. En caso desfavorable, se llamaba aparte al fiel que lo había presenta-
do, y se le hacía el favor de mal quistarlo con su amigo o su querida. Y en
caso favorable, el «nuevo» pasaba a ser «fiel». Así que cuando aquel año la
demimondaine contó al señor Verdurin que había conocido a un hombre en-
cantador, un señor Swann, e insinuó que él tendría mucho gusto en poder ir
a aquellas reuniones, Verdurin transmitió acto continuo la petición a su es-
posa. (Nunca opinaba hasta que ella había opinado, y su misión particular
era poner en ejecución los deseos de su mujer y los de los fieles, con gran
riqueza de ingenio.)
—Aquí tienes a la señora de Crécy, que te quiere pedir una cosa. Le gus-
taría presentarte a un amigo suyo, al señor Swann. ¿Qué te parece?
—Pero vamos a ver, ¿se puede negar algo a una preciosidad como ésta?
Sí, preciosidad; usted cállese, no se le pregunta su opinión.
—Bueno, como usted quiera —contestó Odette, en tono de discreteo—,
ya sabe usted que yo no ando fishing for compliments.
—Bueno, pues traiga usted a su amigo, si es simpático.
Claro que el «cogollito» no guardaba ninguna relación con la clase social
en que se movía Swann, y un puro hombre de mundo hubiera considerado
que no valía la pena de gozar una posición excepcional, como la de Swann,
para ir luego a que lo presentaran en casa de los Verdurin. Pero a Swann le
gustaban tanto las mujeres, que cuando trató a casi todas las de la aristocra-
cia y las conoció bien, ya no consideró aquellas cartas de naturalización,
casi títulos de nobleza, que le había otorgado el barrio de Saint-Germain,
más que como una especie de valor de cambio, de letra de crédito, que por
sí no valía nada, pero gracias a la cual podía ser recibido muy bien en un
rinconcillo de Provincias o en un oscuro círculo social de París, donde había
una chica del hidalgo del pueblo o del escribano, que le gustaba. Porque el
amor o el deseo le infundían entonces un sentimiento de vanidad que no te-
nía en su vida de costumbre (aunque ese sentimiento debió de ser el que an-
taño lo empujara hacia esa carrera de vida elegante donde malgastó en frí-
volos placeres las dotes de su espíritu y puso su erudición en materias de
arte a la disposición de damas de alcurnia que querían comprar cuadros o
amueblar sus hoteles), y que lo inspiraba el deseo de brillar a los ojos de
una desconocida que le cautivara con mayor elegancia de la que implicaba
el solo nombre de Swann. Lo deseaba, especialmente, cuando la desconoci-
da era de condición humilde. Lo mismo que un hombre inteligente no tiene
miedo de parecer tonto a otro hombre inteligente, el hombre elegante no
teme que su elegancia pase inadvertida para el gran señor, sino para el rústi-
co. Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y las mentiras de vani-
dad que, rebajándose, prodigaron desde que el mundo es mundo los hom-
bres, van dedicadas a gente inferior. Y Swann, que con una duquesa era
descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado ante
una criada.
No era de esas personas que por pereza o por resignado sentimiento de la
obligación, que crea la grandeza social de estarse siempre amarrado a cierta
orilla, se abstienen de los placeres que les ofrece la vida fuera de la posición
social en que viven confinados hasta su muerte, y acaban por contentarse
cuando se acostumbran, y a falta de cosa mejor, con llamar placeres a las
mediocres diversiones y los aburrimientos soportables que esa vida encie-
rra. Swann no hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que pasa-
ba el tiempo, sino que hacía por pasar el tiempo con las mujeres que le ha-
bían parecido bonitas. Y muchas veces eran mujeres de belleza bastante
vulgar: porque las cualidades físicas que buscaba estaban, sin darse cuenta
él, en oposición completa con las que admiraba en los tipos de mujer de sus
pintores o escultores favoritos. La profundidad y la melancolía de expresión
eran un jarro de agua para su sensualidad, que despertaba, en cambio, ante
una carne sana, abundante y rosada.
Si en un viaje se encontraba con una familia, con la que habría sido más
elegante no trabar relación, pero en la que alguna mujer se le aparecía re-
vestida de un encanto nuevo, guardar el decoro, engañar el deseo que ella
inspiró, sustituir con un placer distinto el que habría podido sacar de esa
mujer escribiendo a una antigua querida suya para que fuera a reunírsele, le
hubiera parecido una abdicación tan cobarde ante la vida, una renuncia tan
estúpida a un placer nuevo, como si en vez de viajar se estuviera encerrado
en su cuarto viendo vistas de París. No se encerraba en el edificio de sus re-
laciones, sino que había hecho de él, para poder alzarlo de nuevo desde su
base y a costa de nuevas fatigas, en cualquier parte donde hubiera una mu-
jer que le gustaba, una tienda desmontable como las que llevan los explora-
dores. Y consideraba sin valor, por envidiable que a otros pareciera, todo lo
que tenía traducción o cambio a un placer nuevo y con un placer nuevo.
Muchas veces su crédito con una duquesa, formado de los muchos deseos
que la dama había tenido durante años y años de serle agradable, sin encon-
trar nunca la ocasión, se venía abajo de un golpe, porque Swann le pedía, en
un indiscreto telegrama, una recomendación telegráfica que inmediatamente
lo pusiera en relación con un intendente suyo, que tenía una hija que había
llamado la atención de Swann en el campo, comportamiento semejante al
de un hambriento que da un diamante por un pedazo de pan. Y aquello, des-
pués de hecho, le divertía muchas veces, porque tenía Swann, contrapesada
por sutiles delicadezas, cierta cazurrería. Pertenecía a esa clase de hombres
inteligentes que viven sin hacer nada, en ociosidad, y buscan consuelo y
acaso excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas
tan dignos de interés como el arte o el estudio, y que la «vida» contiene si-
tuaciones más interesantes y novelescas que todas las novelas. Y así se lo
aseguraba, y convencía de ello a sus más finos amigos, especialmente al ba-
rón de Charlus, al cual divertía mucho contándole aventuras picantes que le
habían ocurrido; por ejemplo, que se encontraba en el tren a una mujer, que
luego llevaba a su casa, y que resultaba ser la hermana de un rey que por
entonces tenía en sus manos todos los hilos de la política europea, de la cual
venía él a enterarse perfectamente y de un modo sumamente grato; o que,
por un raro juego de circunstancias, dependía de la elección de Papa que
hiciera el cónclave el que se ganara o no los favores de una cocinera.
Y no sólo ponía Swann cínicamente en el trance de servirle de terceros a
la brillante falange de viudas, generales y académicos con quienes tenía
particular amistad. Todos sus amigos solían recibir, de cuando en cuando,
cartas suyas, pidiendo una esquela de recomendación o de presentación, con
una habilidad diplomática tal, que, mantenida a través de sucesivos amores
y pretextos distintos, revelaba, mucho mejor que lo hubieran revelado repe-
tidas torpezas, un carácter permanente y una identidad de objetivos. Mu-
chos años después, cuando empecé a interesarme por su carácter, a causa de
las semejanzas que en otros aspectos ofrecía con el mío, me gustaba oír
contar que cuando escribía Swann a mi abuelo (que todavía no lo era, por-
que los grandes amores de Swann comenzaron hacia el tiempo en que yo
nací, y vinieron a cortar esas prácticas, éste, al ver en el sobre la letra de su
amigo, exclamaba: «Este Swann ya va a pedir algo, ¡ojo!» y ya fuera por
desconfianza, ya por ese sentimiento inconscientemente diabólico que nos
impulsa a ofrecer una cosa tan sólo a las gentes que no tienen ganas de ella,
mis abuelos oponían siempre una negativa absoluta a las suplicas más sen-
cillas de satisfacer que Swann les dirigía, como presentarle a una muchacha
que cenaba todos los domingos en casa; y tenían que fingir, cada vez que
Swann les hablaba de ella, que apenas si la veían, cuando la verdad era que
toda la semana habían estado pensando en la persona a quien podría invitar-
se el día que iba a casa esa muchacha, sin dar muchas veces con el invitado
apropiado, todo por no querer hacer una seña, al que tanto lo estaba
deseando.
Muchas veces, un matrimonio amigo de mis abuelos, que hasta entonces
se habían estado quejando de que Swann nunca iba a verlos, anunciaba con
satisfacción, y quizá con cierto deseo de inspirar envidia, que Swann estaba
ahora amabilísimo y no se separaba nunca de ellos.
Mi abuelo no quería aguarles la fiesta; pero miraba a mi abuela,
tarareando:
¿Qué misterio es éste?
Yo no entiendo nada.
o
Visión fugitiva…
o
En casos semejantes
Más vale no ver nada.
Unos cuantos meses después, cuando mi abuelo preguntaba al nuevo
amigo de Swann si seguía viendo a éste tan a menudo, al interlocutor se le
alargaba la cara. «Nunca pronuncie usted su nombre en mi presencia.»
«Pero si yo creía que eran ustedes…» De ese modo fue íntimo durante unos
meses de unos primos de mi abuela, y cenaba casi a diario en su casa. Pero
de pronto dejó de ir sin decir una palabra. Ya creyeron que estaba malo, y la
prima de mi abuela iba a mandar preguntar por él, cuando se encontró en la
despensa una carta que por equivocación había ido a parar al libro de cuen-
tas de la cocinera. En esa carta notificaba a aquella mujer que se marchaba
de París y no podría ya ir nunca por allí. Y es que ella era querida suya, y en
el momento de romper estimó que a ella sola debía avisar.
Cuando su querida del momento era, por el contrario, persona del gran
mundo, o por lo menos que tenía abiertas sus puertas, aunque fuera de ex-
tracción humilde o de posición algo equívoca, Swann entonces volvía a
aquel ambiente, pero sólo a la órbita particular en que ella se movía, a don-
de él la llevara. «Esta noche no hay que contar con Swann —se decían—;
es la noche de ópera de su dama americana.» Y lograba que la invitaran a
casas aristocráticas de muy difícil acceso, donde él tenía sus costumbres he-
chas, su comida un día a la semana y su póker; todas las noches, después
que un leve rizado en su espeso pelo rojo templaba con cierta suavidad el
ardor de sus ojos verdes, escogía una flor para el ojal y se iba a cenar a casa
de tal o cual señora de sus amistades, donde estaría su querida; y entonces,
al pensar en las pruebas de admiración y de amistad que todas aquellas ele-
gantes personas que por allí habría, y que lo miraban a él como árbitro de la
elegancia, le iban a prodigar en presencia de la mujer querida, aun encontra-
ba su encanto a esta vida mundana, de la que ya estaba hastiado, sí, pero
que en cuanto incorporaba a ella un amor nuevo se le aparecía bella y pre-
ciosa, porque la materia de esa vida se impregnaba y se coloraba con una
llama latente y retozona.
Pero mientras que todas estas relaciones o flirts fueron realización más o
menos completa del sueño inspirado por un rostro o un cuerpo que a Swann
le parecieran espontáneamente y sin esforzarse muy bonitos, en cambio,
cuando un día, en el teatro, le presentó a Odette de Crécy uno de sus amigos
de antaño, que le habló de ella como de una mujer encantadora, de la que
acaso se pudiera lograr algo, pero presentándola como más difícil de lo que
en realidad era con objeto de dar aún mayor valor de amabilidad al hecho
de la presentación, Odette pareció a Swann, no fea, pero de un género de
belleza que nada le decía, que no le inspiraba el menor deseo, que llegaba a
causarle una especie de repulsión física: una de esas mujeres corno las que
tiene todo el mundo, diferentes para cada cual, y que son todo lo contrario
de lo que demanda nuestra sensualidad. Tenía un perfil excesivamente acu-
sado, un cutis harto frágil, los pómulos demasiado salientes y los rasgos fi-
sonómicos muy forzados para que a Swann le pudiera gustar. Los ojos eran
hermosos, pero grandísimos, tanto, que dejándose vencer por su propia
masa, cansaban el resto de la fisonomía y parecía que Odette tenía siempre
mal humor o mala cara. Poco después de aquella presentación en el teatro,
le escribió pidiéndole que le mostrara sus colecciones, que tanto le interesa-
ban a «ella, ignorante, pero muy aficionada a las cosas bonitas», diciendo
que así se imaginaría ella que le conocía mejor, después de haberlo visto en
su «home», que ella se figuraba «muy cómodo, con su té y sus libros»; si
bien no ocultó Odette su asombro de que Swann viviera, en un barrio que
debía de ser tan triste «y tan poco smart para un hombre tan smart». Odette
fue a casa de Swann, y al marcharse le dijo que sentía haber estado tan poco
tiempo en una casa que tanto se alegró de conocer; y hablaba de Swann
como si para ella fuera algo más que el resto de los humanos que conocía,
el cual parecía crear entre ambos una especie de lazo romántico, que a él le
arrancó una sonrisa. Pero a la edad en que frisaba Swann, cuando ya se está
un tanto desengañado y sabemos contentarnos con estar enamorados por el
gusto de estarlo, sin exigir gran reciprocidad, ese acercarse de los corazo-
nes, aunque ya no sea como en la primera juventud la meta necesaria del
amor, en cambio sigue unido a él por una asociación de ideas tan sólida, que
puede llegar a ser origen de amor si se presenta antes que él. Antes soñába-
mos con poseer el corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante
nos basta para enamorarnos con sentir que se es dueño del corazón de una
mujer. Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor
un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la
atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el
amor —el amor más físico— sin tener previamente y como base el deseo.
En esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces, y no evo-
luciona él solo, con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante
de nuestro corazón pasivo y maravillado. Lo ayudamos nosotros, lo falsea-
mos con la memoria y la sugestión. Al reconocer uno de sus síntomas, nos
acordamos de los demás, los volvemos a la vida. Como ya tenemos su tona-
da grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la
empiece a cantar por el principio —admirados ante su belleza— para poder
seguir. Y si empieza por en medio —allí donde los corazones se van acer-
cando y se habla de no vivir más que el uno para el otro—, ya estamos bas-
tante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compa-
ñera de canto en la frase donde ella nos espera.
Odette de Crécy volvió a ver a Swann, y menudeó sus visitas; a cada una
de ellas se renovaba para Swann la decepción que sufría al ver de nuevo
aquel rostro, cuyas particularidades se le habían olvidado un poco desde la
última vez, y que en el recuerdo no era ni tan expresivo, ni tan ajado, a pe-
sar de su juventud; y mientras estaba hablando con ella, lamentaba que su
gran hermosura no fuera de aquellas que a él le gustaban espontáneamente.
También es verdad que el rostro de Odette parecía más saliente y enjuto,
porque esa superficie unida y llana que forman la frente y la parte superior
de las mejillas estaba cubierta por una masa de pelo, como se llevaba enton-
ces, prolongada y realzada con rizados que se extendían en mechones suel-
tos junto a las orejas, y su cuerpo, que era admirable, no podía admirarse en
toda su continuidad (a causa de las modas de la época, y aunque era una de
las mujeres que mejor vestían en París) porque el corpiño avanzaba en sa-
liente, como por encima de un vientre imaginario, y acababa en punta,
mientras que por debajo comenzaba la inflazón de la doble falda, y así la
mujer parecía que estaba hecha de piezas diferentes y mal encajadas unas
en otras; y los plegados, los volantes, el justillo seguían con toda indepen-
dencia y según el capricho del dibujo o la consistencia de la tela la línea que
los llevaba a los lazos, a los afollados de encaje, a los flecos de azabache, o
que los encaminaba a lo largo de la ballena central del cuerpo, pero sin
adaptarse nunca al ser vivo, que parecía como envarado o como nadando en
ellos, según que la arquitectura de esos adornos se acercara más o menos a
la de su cuerpo.
Pero luego Swann se sonreía, cuando ya se había ido Odette, al pensar en
lo que ella le había dicho, de lo largo que le iba a parecer el tiempo hasta
que Swann la dejara volver; y se acordaba del semblante inquieto y tímido
que puso para rogarle que no tardara mucho, y de sus miradas de aquel ins-
tante, clavadas en él con temerosa súplica, y que le llenaban de ternura el
rostro, a la sombra del ramo de pensamientos artificiales colocado en la par-
te anterior del sombrero redondo, de paja blanca, con brillo de terciopelo
negro que llevaba Odette. «¿Y usted no va a venir nunca a casa a tomar el
té?» Alegó trabajos que tenía entre manos, un estudio —en realidad aban-
donado hacía años— sobre Ver Meer de Delft. «Claro que yo no soy nada,
infeliz de mí, junto a los sabios como usted —contestó ella—. La rana ante
el areópago. Y, sin embargo, me gustaría mucho ilustrarme, saber cosas, es-
tar iniciada. ¡Qué divertido debe ser andar entre libros, meter las narices en
papeles viejos! —añadió con ese aire de satisfecha de sí misma que adopta
una mujer elegante cuando asegura que su gozo sería entregarse sin miedo a
mancharse, a un trabajo puerco, como guisar, «poniendo las manos en la
masa»—. No se ría usted de mí porque le pregunte quién es ese pintor que
no lo deja a usted ir a mi casa (se refería a Ver Meer); nunca he oído hablar
de él. ¿Vive? ¿Pueden verse obras suyas en París? Porque me gustaría re-
presentarme los gustos de usted, y adivinar algo de lo que encierra esa fren-
te que tanto trabaja y esa cabeza que se ve que está reflexionando siempre;
así podría decirme: ¡Ah!, en eso es en lo que está pensando. ¡Qué alegría
poder participar de su trabajo!». Swann se excusó con su miedo a las amis-
tades nuevas, a lo que llamaba, por galantería, su miedo a perder la felici-
dad. «¿Ah! ¿Con que le da a usted miedo encariñarse con alguien? ¡Qué
raro! Yo es lo único que busco, y daría mi vida por encontrar un cariño —
dijo con voz tan natural y convencida, que conmovió a Swann—. Ha debido
usted de sufrir mucho por una mujer, y se cree que todas son iguales. No lo
entendió a usted. Y es que es usted un ser excepcional. Es lo que me ha
atraído hacia usted; en seguida vi que usted no era como todo el mundo.»
«Además —dijo él—, usted también tendrá que hacer; yo sé lo que son las
mujeres; dispondrá usted de poco tiempo.» «Yo nunca tengo nada que ha-
cer. Siempre estoy libre; y para usted lo estaré siempre. A cualquier hora del
día o de la noche que le sea cómoda para verme, búsqueme, y yo contentísi-
ma. ¿Lo hará usted? Lo que estaría muy bien es que le presentaran a usted a
la señora de Verdurin, porque yo voy a su casa todas las noches. ¡Figúrese
usted si nos encontráramos por allí, y me pudiera yo imaginar que usted iba
a esa casa un poquito por estar yo allí!».
Indudablemente, al recordar de ese modo sus conversaciones cuando es-
taba solo y se ponía a pensar en ella, no hacía más que mover su imagen en-
tre otras muchas imágenes femeninas, en románticos torbellinos; pero si
gracias a una circunstancia cualquiera (o sin ella, porque muchas veces la
circunstancia que se presenta en el momento en que un estado, hasta enton-
ces latente, se declara; puede no tener influencia alguna en él), la imagen de
Odette de Crécy llegaba a absorber todos sus ensueños, y éstos eran ya inse-
parables de su recuerdo, entonces la imperfección de su cuerpo ya no tenía
ninguna importancia, ni el que fuera más o menos que otro cuerpo cualquie-
ra del gusto de Swann, porque convertido en la forma corporal de la mujer
querida, de allí en adelante sería el único capaz de inspirarle gozos y
tormentos.
Mi abuelo conoció, precisamente, cosa que no podía decirse de ninguno
de sus amigos actuales, a la familia de esos Verdurin. Pero había dejado de
tratarse con el que llamaba el «Verdurin joven», y lo juzgaba, sin gran fun-
damento, caído entre bohemia y gentuza, aunque tuviera aún muchos millo-
nes. Un día recibió una carta de Swann preguntándole si podría ponerlo en
relación con los Verdurin. «¡Ojo, ojo! —exclamó mi abuelo—, no me extra-
ña nada: por ahí tenía que acabar Swann. Buena gente. Y además no puedo
acceder a lo que me pide, porque yo ya no conozco a ese caballero. Ade-
más, detrás de eso debe haber una historia de faldas, y yo no me quiero me-
ter en esas cosas. ¡Ah!, va a ser divertido si a Swann le da ahora por los
Verdurin.»
Ante la contestación negativa de mi abuelo, la misma Odette llevó a
Swann a casa de los Verdurin.
El día que Swann hizo su presentación, estaban invitados a cenar el doc-
tor Cottard y su señora, el pianista joven y su tía y el pintor por entonces
favorito de los Verdurin; después de la cena acudieron algunos otros fieles.
El doctor Cottard nunca sabía de modo exacto en qué tono tenía que con-
testarle a uno, y si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y por si aca-
so, añadía a todos sus gestos la oferta de una sonrisa condicional y previso-
ra, cuya expectante agudeza le serviría de disculpa en caso de que la frase
que le dirigían fuera chistosa y se le pudiera tachar de cándido. Pero como
tenía que afrontar la hipótesis opuesta, no dejaba que la sonrisa se afirmara
claramente en su cara, por la que flotaba perpetuamente una incertidumbre
donde podía leerse la pregunta que él no se atrevía a formular: «¿Lo dice
usted en serio?» Y lo mismo que no sabía exactamente la actitud que había
que adoptar en una reunión, tampoco estaba muy seguro del comportamien-
to adecuado en la calle y en la vida en general; de modo que oponía a los
transeúntes, a los coches, a los acontecimientos, una maliciosa sonrisa, que
por anticipado quitaba a su actitud toda la tacha de importunidad, porque
con ella probaba si no convenía al caso, que lo sabía muy bien y que sonreía
por broma.
Sin embargo, en todos aquellos casos en que una pregunta franca le pare-
cía justificada, el doctor no dejaba de esforzarse por achicar el campo de sus
dudas y completar su instrucción.
Así, siguiendo el consejo que su previsora madre le dio al salir él de su
provincia natal, no dejaba pasar una locución o un nombre propio que no
conociera sin intentar documentarse respecto a esas palabras.
Nunca se saciaba de datos relativos a las locuciones, porque como les
atribuía a veces un sentido más preciso del que tienen, le hubiera gustado
saber lo que significaban exactamente muchas de las que oía usar más a me-
nudo: «guapo como un diablo», «sangre azul», «vida de perros», «el cuarto
de hora de Rabelais», «ser un príncipe de elegancia», «dar carta blanca»;
«quedarse chafado», etc., como asimismo en qué determinados casos podría
él encajarlas en sus frases. Y a falta de locuciones, decía los chistes que le
enseñaban. En cuanto a los apellidos nuevos que pronunciaban delante de
él, se contentaba con repetirlos en tono de interrogación, lo cual considera-
ba suficiente para merecer explicaciones sin que pareciera que las pedía.
Como carecía del sentido crítico que él creía aplicar a todo, ese refina-
miento de cortesía que consiste en afirmar a una persona a la que hacemos
un favor, que los favorecidos somos nosotros, pero sin aspirar a que se lo
crean, era con él trabajo perdido, porque todo lo tomaba al pie de la letra. A
pesar de la ceguera que por él tenía la señora de Verdurin, acabó por moles-
tarle, aunque el doctor seguía pareciéndole muy fino, el que cuando lo invi-
taba a un palco proscenio para ver a Sarah Bernhardt, y le decía en colmo
de atención: «Doctor, le agradezco mucho que haya venido, y más porque
aquí estamos muy cerca del escenario, y usted ya debe de haber visto mu-
chas veces a Sara Bernhardt», el doctor Cottard, el cual había entrado en el
palco con una sonrisa que para precisarse o desaparecer aguardaba a que
alguien autorizado le informara del valor del espectáculo, le respondiera:
«Es verdad, estamos demasiado cerca, y además ya empieza uno a cansarse
de Sara Bernhardt. Pero usted me dijo que le gustaría verme por aquí, y sus
deseos son órdenes. Estoy encantado de hacerle a usted ese favor. Por una
persona tan buena, ¡qué no haría uno!» y añadía: «Sara Bernhardt es la que
llaman Voz de Oro, ¿no? Muchas veces he leído que cuando trabaja arden
las tablas. Es rara la frase, ¿eh?»; y esperaba un comentario que no llegaba.
—¿Sabes? —dijo la señora de Verdurin a su marido—. Me parece que es
un error el dar poca importancia, por modestia, a los regalos que hacemos al
doctor. Es un sabio que vive aparte del mando práctico, sin conocer el valor
de las cosas, y las juzga por lo que le decimos.
—Yo no me había atrevido a decírtelo, pero ya lo había notado —contes-
tó el marido. Y para el Año Nuevo siguiente, en vez de mandarle al doctor
Cottard un rubí de 3.000 francos, diciéndole que no valía nada, le enviaron
fina piedra reconstituida dándole a entender que no lo había mejor.
Cuando la señora de Verdurin anunció que aquella noche iría Swann, el
doctor exclamó: «¿Swann?», con sorpresa rayana en la brutalidad, porque la
novedad más insignificante cogía siempre más desprevenido que a nadie a
aquel hombre, que se figuraba estar perpetuamente preparado a todo. Y al
ver que no le contestaban, vociferó: «Swann, ¿qué es eso de Swann?», en
un colmo de ansiedad que se extinguió de pronto cuando le dijo la señora de
Verdurin: «Es ese amigo de que nos ha hablado Odette». «¡Ah, ya, ya!, está
bien», contestó el doctor, ya tranquilo. El pintor se alegró de la presentación
de Swann, porque lo suponía enamorado de Odette y a él le gustaba mucho
favorecer relaciones. «No hay nada que me distraiga tanto como casar a la
gente —confió al doctor Cottard, al oído—; ya he logrado muchos éxitos,
hasta entre mujeres.»
Al decir a los Verdurin que Swann era muy smart, Odette les hizo temer
que fuera un pelma. Pero, al contrario, produjo una excelente impresión,
que tenía sin duda como la de sus causas indirectas, y sin que lo notaran
ellos, la costumbre de Swann de pisar casas elegantes. Porque Swann tenía,
en efecto sobre los hombres que no habían frecuentado la alta sociedad, por
inteligentes que fueran, esa superioridad que da el conocer el mundo, y que
estriba en no transfigurarlo con el horror o la atracción que nos inspira, sino
en no darle importancia alguna. Su amabilidad, exenta de todo snobismo y
del temor de aparecer demasiado amable, era desahogada, y tenía la soltura
y la gracia de movimientos de esas personas ágiles cuyos ejercitados miem-
bros ejecutan precisamente lo que quieren, sin torpe ni indiscreta participa-
ción del resto del cuerpo. La sencilla gimnasia elemental del hombre de
mundo, que tiende la mano amablemente cuando le presentan a un joven-
zuelo desconocido, y que, en cambio, se inclina con reserva cuando le pre-
sentan a un embajador, había acabado por infiltrarse, sin que él lo advirtiera,
en toda la actitud social de Swann, que con gentes de medio inferior al
suyo, como los Verdurin y sus amigos, instintivamente tuvo tales atenciones
y se mostró tan solícito, que, según los Verdurin indicaban, no era un «pel-
ma». Sólo estuvo frío un momento con el doctor Cottard; al ver que le hacía
un guiño y que le sonreía con aire ambiguo, antes de que llegaran a hablarse
(mímica que Cottard llamaba «dejar llegar»), Swann, creyó que quizá el
doctor lo conocía por haber estado juntos en cualquier sitio alegre, aunque
él no solía frecuentarlos, porque no le gustaba el ambiente de juerga. La
alusión le pareció de mal gusto, sobre todo estando delante Odette, que po-
dría formarse un mal concepto de él, y adoptó una actitud glacial. Pero
cuando le dijeron que una dama que estaba muy cerca era la señora del doc-
tor, pensó que un marido tan joven no habría intentado aludir, estando pre-
sente su mujer, a ese género de diversiones, y ya no atribuyó a aquel aspec-
to de estar en el secreto, propio del doctor, la significación que temía. El
pintor invitó en seguida a Swann a que fuera con Odette a su estudio; a
Swann le pareció agradable. «Quizá a usted le favorezca más que a mí —
dijo la señora de Verdurin, con tono de fingido enojo—, y le enseñen el re-
trato de Cottard (el pintor lo hacía por encargo de ella). No se le escape a
usted, «señor» Biche —dijo al pintor, al que por broma consagrada llama-
ban afectadamente «señor»—, la mirada, el rinconcito fino y regocijado de
la mirada. Lo que quiero tener es, ante todo, su sonrisa, y lo que le pido a
usted es un retrato de su sonrisa.» Como esta frase le pareció muy notable,
la repitió muy alto para seguridad de que la habían oído otros invitados, y
hasta hizo que se acercaran unos cuantos con cualquier pretexto. Swann
manifestó deseos de que le presentaran a todo el mundo, hasta a un viejo
amigo de los Verdurin, llamado Saniette, que por su timidez, sus sencillos
modales y su bondad, había perdido la consideración que merecía por su
mucho saber de archivero, su gran fortuna y la buena familia a que pertene-
cía. Al hablar parecía que tenía sopas en la boca; cosa adorable, porque de-
lataba, mucho más que un defecto del habla, una cualidad de su ánimo,
como un resto de la inocencia de la edad primera, que nunca había perdido.
Y todas las consonantes que no podía pronunciar eran como otras tantas
crueldades que no se decidía a cometer. Cuando pidió que le presentaran al
señor Saniette, le pareció a la señora de Verdurin que Swann no guardaba
las distancias (tanto, que dijo insistiendo en la diferencia: «Señor Swann,
¿tiene usted la bondad de permitirme que le presente a nuestro amigo Sa-
niette?»); Swann inspiró a Saniette una viva simpatía, que los Verdurin no
revelaron nunca a Swann, porque Saniette les molestaba un poco y no que-
rían proporcionarle amigos. Pero en cambio, Swann les llegó al alma cuan-
do luego pidió que le presentaran a la tía del pianista. La cual estaba de ne-
gro, como siempre, porque creía que de negro siempre se está bien, y que
esto es lo más distinguido, y tenía la cara muy encarnada, como siempre le
pasaba al acabar de comer. Hizo a Swann un saludo, que empezó con respe-
to y acabó con majestad. Como era muy ignorante y tenía miedo de no ha-
blar bien, pronunciaba a propósito de una manera confusa, creyendo que así
si soltaba alguna palabra mal pronunciada, iría difuminada en tal vaguedad,
que no se distinguiría claramente; de modo que su conversación no pasaba
de un indistinto gargajeo, de donde surgían de vez en cuando las pocas pala-
bras en que tenía confianza. Swann creyó que no había inconveniente en
burlarse un poco de ella al hablar con el señor Verdurin, que se picó.
—Es una mujer excelente —contestó—. Desde luego que no asombra;
pero es muy agradable cuando se habla un rato con ella sola.
—No lo dudo —dijo Swann en seguida—. Quería decir que no me pare-
cía una «eminencia» —añadió subrayando con la voz ese sustantivo—; pero
eso, en realidad es un cumplido.
—Pues mire usted: aunque le extrañe, le diré que escribe deliciosamente.
¿No ha oído usted nunca a su sobrino? Es admirable, ¿verdad, doctor?
¿Quiere usted que le pida que toque algo, señor Swann?
—Tendría un placer infinito… —empezó a decir Swann; pero el doctor lo
interrumpió con aire de guasa. Porque había oído decir que en la conversa-
ción el énfasis y la solemnidad de formas estaban anticuados, y en cuanto
oía una palabra grave dicha en serio, como ese «infinito», juzgaba que el
que la había dicho pecaba de pedantería. Y si además esa palabra daba la
casualidad que figuraba en lo que él llamaba un lugar común, por corriente
que fuera la palabra, el doctor suponía que la frase iniciada era ridícula y la
remataba irónicamente con el lugar común aquel, cual si lanzara sobre su
interlocutor la acusación de haber querido colocarlo en la conversación,
cuando, en realidad, no había nada de eso.
—Infinito, como los cielos y los mares —exclamó con malicia, alzando
los brazos enfáticamente.
El señor Verdurin no pudo contener la risa.
—¿Qué pasa ahí, que se están riendo todos esos señores? Parece que en
ese rincón no se cría la melancolía —exclamó la señora de Verdurin—.
Pues yo no estoy muy divertida, aquí, castigada a estar sola —añadió en
tono de despecho y echándoselas de niña.
Estaba sentada en un alto taburete sueco, de madera de pino encerada,
regalo de un violinista de aquel país, y que ella conservaba, aunque por su
forma recordaba a un escabel, y no casaba bien con los magníficos muebles
antiguos de la casa; pero le gustaba tener siempre a la vista los regalos que
solían hacerle los fieles de cuando en cuando, para que así, cuando los do-
nantes fueran a verla, tuvieran el gusto de reconocer aquellos objetos. Por
eso trataba de convencer a los amigos de que se limitaran a las flores y a los
bombones, que, por lo menos, no se conservan; pero como no lo lograba,
tenía la casa llena de calientapiés, almohadones, relojes, biombos, baróme-
tros, cacharros de China, amontonados y repetidos, y toda clase de regalos
de aguinaldo completamente dispares.
Desde aquel elevado sitial participaba animadamente en la conversación
de los fieles, y se sonreía de sus «camelos»; pero desde el accidente de la
mandíbula, renunció a tomarse el trabajo de desternillarse de verdad, y en
su lugar entregábase a una mímica convencional, que significaba, sin nin-
gún riesgo ni fatiga para su persona, que lloraba de risa. Al menor chiste de
uno de los íntimos contra un pelma o un ex íntimo relegado al campo de los
pelmas —con gran desesperación del señor Verdurin, el cual tuvo mucho
tiempo la pretensión de ser tan amable como ella, pero que como se reía de
veras, se quedaba en seguida sin aliento, distanciado y vencido por aquella
artimaña de hilaridad incesante y ficticia—, lanzaba un chillido, cerraba sus
ojos de pájaro, que ya empezaba a velar una nube, y bruscamente, como si
no tuviera más que el tiempo justo para ocultar un espectáculo indecente, o
para evitar un mortal ataque, hundía la cara entre las manos, y con el rostro
así oculto y tapado, parecía que se esforzaba en reprimir y ahogar una risa,
que sin aquel freno hubiera acabado por un desmayo. Y así, embriagada por
la jovialidad de los fieles, borracha de familiaridad, de maledicencia y de
asentimiento, la señora de Verdurin, encaramada en su percha como un pá-
jaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad.
Entre tanto, el señor Verdurin, después de pedir permiso a Swann para
encender su pipa («aquí no gastamos etiqueta, somos todos amigos») roga-
ba al pianista que se sentara al piano.
—Pero no le des la lata; no viene aquí a que lo atormentemos —aclamó
la señora de la casa—; yo no quiero que se le atormente.
—Pero eso no es darle la lata —dijo Verdurin—. Quizá el señor Swann
no conozca la sonata en fa sostenido que hemos descubierto; puede tocar el
arreglo de piano.
—No, no; mi sonata, no —vociferó la señora de Verdurin—; no tengo
ganas de cargar con un catarro de cabeza y neuralgia facial, a fuerza de llo-
rar corno la última vez. Gracias por el regalito; pero no quiero volver a em-
pezar. Buenos están ustedes; ya se ve que no son ustedes los que se tendrán
que estar luego ocho días en la cama.
Aquella pequeña comedia, que se repetía siempre que el pianista iba a
tocar, encantaba a los fieles corno si fuera nueva, y les parecía prueba de la
seductora originalidad del «ama» de y su sensibilidad musical. Los que es-
taban a su lado hacían señas a los que más lejos fumaban o jugaban a las
cartas, de que se acercaran, de que ocurría algo, y les decían, como se dice
en el Reichstag en los momentos interesantes: «Oiga, oiga». Y al día si-
guiente se daba el pésame a los que no pudieron presenciarlo, diciéndoles
que la escena fue más divertida aún que de costumbre.
—Bueno, pues ya está, no tocará más que el andante.
—¡Eh, eh!, el andante, pues no vas tú poco aprisa —exclamó la señora
—. Pues el andante es precisamente el que me deshace de brazos y piernas.
¡Sí que tiene unas cosas el amo! Es como si nos dijera, hablando de la «no-
vena», que sólo tocaran el final, o de Los Maestros Cantores, la obertura
nada más.
El doctor, entre tanto, animaba a la señora de Verdurin para que dejara
tocar al pianista, no porque creyera que eran de mentira las perturbaciones
que le causaba la música —las consideraba como estados neurasténicos—,
sino por este hábito tan frecuente en muchos médicos de aflojar inmediata-
mente la severidad de sus órdenes en cuanto hay en juego, cosa que les pa-
rece mucho más importante, alguna reunión mundana en donde ellos están,
y que tiene como factor esencial a una persona a quien aconsejan que por
aquella noche no se acuerde de su dispepsia o su gripe.
—No, esta vez no le pasará nada, ya lo verá —dijo intentando sugestio-
narla con la mirada—. Y si le pasa algo, ya la curaremos.
—¿De veras? —contestó la señora de Verdurin, como si ante la esperanza
de tal favor ya no cupiera más recurso que capitular. También, quizá a fuer-
za de decir que se iba a poner mala, había momentos en que ya no se acor-
daba que era mentira y estaba mentalmente enferma. Y hay enfermos que,
cansados de tener que estar siempre imponiéndose privaciones para evitar
un ataque de su enfermedad, se dan a la ilusión de que podrán hacer impu-
nemente lo que les gusta, y de ordinario les sienta mal, a condición de en-
tregarse en manos de un ser poderoso que, sin que tengan ellos que moles-
tarse nada, con una píldora o una palabra los pongan buenos.
Odette había ido a sentarse en un canapé forrado de tapices de Beauvais,
al lado del piano.
—Yo ya tengo mi sitio —dijo a la señora de Verdurin, la cual, viendo que
Swann se sentó en una silla, lo hizo levantarse.
—Ahí no está usted bien, siéntese usted junto a Odette. ¿Verdad que hará
usted un huequecito al señor Swann, Odette?
—Bonito tapiz —dijo Swann al ir a sentarse, en su deseo de mostrarse
cumplido.
—¡Ah!, me alegro de que sepa usted apreciar mi canapé —respondió la
señora de Verdurin—. No se moleste usted en buscar otro tan hermoso, por-
que no lo hay. Nunca han hecho nada mejor que esto. Las sillitas también
son un prodigio; las verá usted. Cada adorno de bronce es un atributo co-
rrespondiente al asunto tratado en el dibujo del asiento; ha y con qué entre-
tenerse, ¿sabe usted?; pasará usted un buen rato viéndolo. Hasta los dibujos
de los galones son bonitos; mire usted esa vid sobre fondo rojo, la del oso y
las uvas. Vaya un dibujo, ¡eh! ¿Qué le parece? Eso era dibujar y entender de
dibujo. Y qué apetitosa es la tal parra. Mi marido sostiene que a mí no me
gusta la fruta porque como menos que él. Y, sin embargo, soy más golosa
de fruta que ninguno de ustedes; sólo que no tengo necesidad de metérmela
en la boca y la saboreo con la mirada ¿De qué se ríen ustedes? Que les diga
el doctor si no es verdad que esas uvas me purgan. Hay quien hace su trata-
miento de Fontainebleau y yo lo hago de Beauvais. Pero, señor Swann, no
se vaya usted sin tocar los bronces del respaldo. ¿Le parece suave la pátina?
Pero tóquelos bien, no así, con la punta de los dedos.
—¡Ah!, si la señora de Verdurin empieza a sobar los bronces me parece
que esta noche no hay música —dijo el pintor.
—Cállese usted, tonto. Bien mirado —dijo ella—, a nosotras las mujeres
nos están prohibidas cosas menos voluptuosas que ésta. No hay carne que
se pueda comparar con esto. Cuando mi marido me hacía el honor de tener
celos… Vamos, no digas que no los tuviste alguna vez, aunque no sea más
que por cortesía…
—Pero si yo no he dicho nada. Doctor, usted es testigo, ¿verdad que yo
no he dicho nada?
Swann palpaba los bronces por cumplir, y no se atrevía a dar por termina-
da la operación.
—Vamos, luego los acariciará usted, porque ahora va usted a ser acaricia-
do, acariciado por el oído; creo que le gustará a usted; este joven se va a en-
cargar de esa misión.
Cuando el pianista acabó de tocar, Swann estuvo con él más amable que
con nadie, debido a lo siguiente:
El año antes había oído en una reunión una obra para piano y violín. Pri-
meramente sólo saboreó la calidad material de los sonidos segregados por
los instrumentos. Le gustó ya mucho ver cómo de pronto, por bajo la línea
del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba, como en líquido
tumulto, la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entre-
cortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada y bemolada por
la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente
un contorno, ni dar un nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, qui-
so coger una frase o una armonía —no sabía exactamente lo que era—, que
al pasar le ensanchó el alma, lo mismo que algunos perfumes de rosa que
rondan por la húmeda atmósfera de la noche tienen la virtud de dilatarnos la
nariz. Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan
confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musica-
les, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden
cualquiera de impresiones. Y una de estas impresiones del instante es, por
decirlo así, sine materia. Indudablemente, las notas que estamos oyendo en
ese momento aspiran ya, según su altura y cantidad, a cubrir, delante de
nuestra mirada, superficies de dimensiones variadas, a trazar arabescos y
darnos sensaciones de amplitud, de tenuidad, de estabilidad y de capricho.
Pero las notas se desvanecen antes de que esas sensaciones estén lo bastante
formadas en nuestra alma para librarnos de que nos sumerjan las nuevas
sensaciones que ya están provocando dos notas siguientes o simultáneas. Y
esa impresión seguiría envolviendo con su liquidez y su «esfumado» los
motivos que de cuando en cuando surgen, apenas discernibles para hundirse
en seguida y desaparecer, tan sólo percibidos por el placer particular que
nos dan, imposibles de describir, de recordar, de nombrar, inefables, si no
fuera porque la memoria, como un obrero que se esfuerza en asentar dura-
deros cimientos en medio de las olas, fabricó para nosotros facsímiles de
esas frases fugitivas, y nos permite que las comparemos con las siguientes y
notemos sus diferencias. Y así, apenas expiró la deliciosa sensación de
Swann, su memoria le ofreció, acto continuo, una trascripción sumaria y
provisional de la frase, pero en la que tuvo los ojos clavados mientras que
seguía desarrollándose la música, de tal modo, que cuando aquella impre-
sión retornó ya no era inaprensible. Se representaba su extensión, los grupos
simétricos, su grafía y su valor expresivo; y lo que tenía ante los ojos no era
ya música pura: era dibujo, arquitectura, pensamiento, todo lo que hace po-
sible que nos acordemos de la música. Aquella vez distinguió claramente
una frase que se elevó unos momentos por encima de las ondas sonoras. Y
en seguida la frase esa le brindó voluptuosidades especiales, que nunca se le
ocurrieron hacia antes de haberla oído, que sólo ella podía inspirarle, y sin-
tió hacia ella un amor nuevo.
Con su lento ritmo lo encaminaba, ora por un lado ora por otro: hacia una
felicidad noble, ininteligible y concreta. Y de repente, al llegar a cierto pun-
to, cuando él se disponía a seguirla, hubo un momento de pausa y brusca-
mente cambió de rumbo, y con un movimiento nuevo, más rápido, menudo,
melancólico, incesante y suave, lo arrastró con ella hacia desconocidas
perspectivas. Luego, desapareció. Anheló con toda el alma volverla a ver
por tercera vez. Y salió, efectivamente, pero ya no le habló con mayor clari-
dad, y la voluptuosidad fue esta vez menos intensa. Pero cuando volvió a
casa sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer
entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la ima-
gen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor aun más grande,
sin saber siquiera ni cómo se llama la desconocida ni si la volverá a ver
nunca.
Aquel amor por la frase musical pareció por un instante que prendía en la
vida de Swann una posibilidad de rejuvenecimiento. Hacía tanto tiempo que
renunció a aplicar su vida a un ideal, limitándola al logro de las satisfaccio-
nes de cada día, que llegó a creer, sin confesárselo nunca, formalmente, que
así habría de seguir hasta el fin de su existencia; es más: como no sentía en
el ánimo elevados ideales, dejó de creer en su realidad, aunque sin poder
negarla del todo. Y tomó la costumbre de refugiarse en pensamientos sin
importancia, con lo cual podía dejar a un lado el fondo de las cosas. E igual
que no se planteaba la cuestión de que acaso lo mejor sería no ir a sociedad,
pero, en cambio, sabía exactamente que no se debe faltar a un convite acep-
tado, y que si después no se hace la visita de cortesía, hay que dejar tarjetas,
lo mismo en la conversación se esforzaba por no expresar nunca con fe una
opinión íntima respecto a las cosas, sino en proporcionar muchos detalles
materiales, que en cierto modo tuvieran un valor intrínseco, y que le servían
para no dar el pecho. Ponía una extremada precisión en los datos de una re-
ceta de cocina, en la exactitud de la, fecha del nacimiento o muerte de un
pintor, o en los títulos de sus obras. Y algunas veces llegaba, a pesar de
todo, hasta formular un juicio sobre una obra, o sobre un modo de tomar la
vida, pero con tono irónico; como si no estuviera muy convencido de lo que
decía. Pues bien; como esos valetudinarios que de pronto, por haber cam-
biado de clima, por un régimen nuevo, o a veces por una evolución orgánica
espontánea y misteriosa, parecen tan mejorados de su dolencia, que empie-
zan a entrever la posibilidad inesperada de empezar a sus años una vida en-
teramente distinta, Swann descubrió en el recuerdo de la frase aquella, en
otras sonatas que pidió que le tocaran para ver si daba con ella, la presencia
de una de esas realidades invisibles en las que ya no creía, pero que, como
si la música tuviera una especie de influencia electiva sobre su sequedad
moral, le atraían de nuevo con deseo y casi con fuerzas de consagrar a ella
su vida. Pero como no llegó a enterarse de quién era la obra que había oído,
no se la pudo procurar y acabó por olvidarla. Aquella semana se encontró a
algunas personas que estaban también en la reunión y les preguntó; pero
unos habían llegado después de la música, otros se marcharon antes; y de
los que estuvieron allí durante la ejecución, los hubo que se fueron a charlar
a otra sala, y los hubo que escucharon, pero quedándose tan en ayunas
como los primeros. Los amos de la casa sabían que era una obra nueva, es-
cogida a gusto de los músicos que tocaron aquella noche; los cuales se ha-
bían ido a dar conciertos por provincias; de modo que Swann no pudo ente-
rarse de más. Tenía muchos amigos músicos; pero, aunque se acordaba per-
fectamente del placer especial e intraducible que le causaba la frase, y veía
las formas que dibujaba, era incapaz de entonarla. Y ya dejó de preocuparle.
Pues bien; apenas hacía unos minutos que el joven pianista de los Verdu-
rin empezó a tocar, cuando, de pronto, tras una nota alta, largamente soste-
nida durante dos compases, reconoció, vio acercarse, escapando de detrás
de aquella sonoridad prolongada y tendida como una cortina sonora para
ocultar el misterio de su incubación, toda secreta, susurrante y fragmentada,
la frase aérea y perfumada que le enamoraba. Tan especial era, tan indivi-
dual e insustituible su encanto, que para Swann aquello fue como si se hu-
biera encontrado en una casa amiga con una persona que admiró en la calle
y que ya no tenía esperanza de volver a ver. Por fin se marchó, diligente,
guiadora, entre las ramificaciones de su fragancia y dejó en el rostro de
Swann el reflejo de su sonrisa. Pero ahora ya podía preguntar el nombre de
su desconocida (le dijeron que era el andante de la sonata para piano y vio-
lín, de Vinteuil), le había echado mano, podría llevársela a casa cuando qui-
siera, probar a descifrar su lenguaje y su misterio.
Así, cuando el pianista acabó, Swann le dio las gracias tan cordialmente,
que eso le agradó mucho a la señora de Verdurin.
—¿Es un mago, verdad? —dijo Swann—. ¡Qué modo tiene de compren-
der la sonata el muy bribón! ¿No sabía que el piano pudiera llegar a tanto,
eh? Es todo, menos piano. Siempre caigo en el lazo y me parece que estoy
oyendo una orquesta, más completo.
El joven pianista hizo una inclinación, y dijo sonriente y subrayando las
palabras, como si fueran muy ingeniosas:
—Es usted muy indulgente conmigo.
Y mientras que la señora de Verdurin decía a su marido que diera al jo-
ven pianista una naranjada, porque se la tenía muy merecida, Swann estaba
contando a Odette como se enamoró de aquella frase musical. Y cuando la
señora de Verdurin dijo desde lejos: «Parece que le están diciendo a usted
cosas bonitas, Odette», ésta contestó. Sí, muy hermosas» y a Swann lo de-
leitó esta sencillez. Pidió detalles relativos a Vinteuil, a sus obras, la época
en que vivió y a la significación que él podría dar a la frase, que es lo que
más le interesaba.
Pero ninguna de aquellas personas que, al parecer, profesaban gran admi-
ración al autor de la sonata (cuando Swann dijo que la sonata le parecía
muy hermosa, la señora de Verdurin exclamó: «Vaya si es hermosa. Pero no
debe uno confesar que no ha oído la sonata de Vinteuil, no hay derecho a no
conocerla», a lo que añadió el pintor: «Es una cosa enorme, verdad. No es
la cosa de público bonita y tal, no; Pero para los artistas es de una emoción
grande»), supo contestar a sus preguntas, sin duda porque nunca se las ha-
bían hecho ellos.
Y cuando Swann hizo una o dos observaciones concretas sobre la frase
que le gustaba, dijo la señora de Verdurin: «Pues, mire usted, nunca me ha-
bía fijado; bien es verdad que a mí no me gusta meterme en camisa de once
varas ni extraviarme en la punta de una aguja; aquí no perdemos el tiempo
en pedir peras al olmo, no somos así»; mientras que el doctor Cottard la mi-
raba desenvolverse entre aquel torrente de locuciones con admiración beatí-
fica y estudioso fervor. Por lo demás, él y su mujer, con ese buen sentido
propio de algunas lentes del pueblo, se guardaban mucho de dar una opi-
nión o de fingir admiración cuando se trataba de una música que para ellos,
según se confesaba luego mutuamente el matrimonio al volver a casa, era
tan incomprensible como la pintura del señor Biche. Y es que como la gra-
cia, lo atractivo, las formas de la naturaleza, no llegan al público más que a
través de los lugares comunes de un arte lentamente asimilado, lugares co-
munes que todo artista original empieza por desechar, los Cottard, imagen
en esto del público, no veían ni en la sonata de Vinteuil ni en los retratos del
pintor lo que para ellos era armonía en música y belleza en pintura. Cuando
el pianista tocaba les parecía que iba sacando al azar del piano notas que no
estaban enlazadas por las formas que ellos tenían costumbre de oír, y que el
pintor echaba los colores caprichosamente en el lienzo. Si alguna vez reco-
nocían una forma en un cuadro del pintor la juzgaban pesada y vulgar (es
decir, sin la elegancia consagrada por la escuela de pintura, con cuyos ante-
ojos veían hasta a la gente que andaba por la calle) y sin ninguna veracidad,
como si Biche no hubiera sabido cómo era un hombre o ignorara que las
mujeres no tienen el pelo color malva.
Los fieles se dispersaron, y el doctor creyó la ocasión propicia, y, mien-
tras la señora de Verdurin decía su última frase sobre la sonata de Vinteuil,
lo mismo que un nadador principiante que se tira al agua para aprender,
pero escoge un momento en que no lo pueda ver mucha gente, exclamó con
brusca resolución:
—Entonces es lo que se llama un músico de primo cartello.
Todo lo que pudo averiguar Swann fue que la aparición reciente de la so-
nata de Vinteuil causó gran impresión en una escuela musical muy avanza-
da, pero era enteramente desconocida del gran público.
—Yo conozco a un Vinteuil —dijo Swann, acordándose del profesor de
piano de las hermanas de mi abuela.
—¡Ah!, quizá sea ése el de la sonata —exclamó la señora de Verdurin.
—No, no —dijo Swann riéndose—, si usted lo hubiera visto, aunque sólo
fuera dos minutos, no se plantearía esa cuestión.
—Entonces, plantear la cuestión, es resolverla —dijo el doctor.
—Puede que sea pariente suyo —continuó Swann—; sería lamentable;
pero, al fin y al cabo, un hombre genial puede muy bien tener un primo que
sea un viejo estúpido. Si así fuera, yo confieso que pasaría por cualquier tor-
mento con tal de que el viejo estúpido me presentara al autor de la sonata, y,
en primer lugar, por el tormento de tratar al viejo, que debe de ser atroz.
El pintor dijo que Vinteuil estaba por aquel entonces muy malo, y que el
doctor Potain creía que no se podía salvar.
—¿Pero hay todavía gente que llama a Potain? —dijo la señora de
Verdurin.
—Señora —dijo Cottard, con tono de afectada discreción—, tenga en
cuenta que está usted hablando de un compañero mío, mejor dicho, de uno
de mis maestros.
Al pintor le habían dicho que Vinteuil estaba amenazado de locura. Y
afirmaba que eso podía advertirse en determinados pasajes de la sonata. A
Swann no le pareció disparatada la observación, pero le perturbó mucho;
porque como en una obra de música pura no se da ninguna de esas relacio-
nes lógicas que cuando faltan en el habla de una persona indican que no
está en su juicio, la locura, vista en una sonata, le parecía tan misteriosa
como la locura de una perra o de un caballo, de las que suelen darse caso, a
pesar de su rareza.
—Vaya usted a paseo, con lo de los maestros; usted sabe diez veces más
que él contestó la señora de Verdurin a Cottard, con el tono de una persona
que sabe defender lo que dice y hace frente valerosamente a los que no opi-
nan como ella. Por lo menos, usted no mata a sus enfermos.
—Pero, señora, observe usted que es académico —replicó el doctor iróni-
camente—, y hay enfermos que prefieren morir a manos de un príncipe de
la ciencia… Es muy elegante eso de poder decir que lo asiste a uno Potain.
—¡Ah, sí!, ¿conque es más elegante? ¿De modo que ahora entra en las
enfermedades eso de la elegancia? No lo sabía. ¡Qué divertido es usted! —
exclamó de pronto, tapándose la cara con las manos—. Y yo, tonta de mí,
que estaba discutiendo seriamente sin notar que me la estaba usted dando
con queso.
Al señor Verdurin le pareció un poco cansado echarse a reír por tan poca
cosa, y se limitó a echar una bocanada de humo; pensando tristemente que
nunca podría rivalizar con su esposa en el terreno de la amabilidad.
—¿Sabe usted que su amigo nos ha sido muy simpático? —dijo la señora
de Verdurin a Odette, cuando ésta se despedía—. Es muy sencillo y muy
agradable. Si todos los amigos que nos presente usted son así, puede traer-
los cuando quiera.
El señor Verdurin observó que Swann no había sabido apreciar a la tía del
pianista.
—Es que todavía no estaba en su centro —respondió su mujer—. ¿Cómo
quieres que la primera vez tenga ya el tono de la casa, como Cottard, que es
de nuestro clan hace ya años? La primera vez no se cuenta, es para hacer
dedos. Odette, hemos quedado en que mañana irá a buscarnos al Chatelet.
¿Por qué no va usted a recogerlo a su casa?
—No, no quiere.
—Bueno, lo que usted disponga. Pero no vaya a desertar a última hora.
Con gran sorpresa de la señora de Verdurin, Swann no desertó nunca. Iba
a buscarlos a cualquier parte, hasta a los restaurantes de las afueras, algunas
veces aunque no muchas, porque aun no era la temporada, y, sobre todo, al
teatro, que gustaba mucho a la señora de Verdurin; un día, en casa, dijo la
señora que les sería muy útil para las noches de estreno y de funciones de
gala un pase de libre circulación para el coche, y que le echaron mucho de
menos el día del entierro de Gambetta. Swann, que nunca aludía a sus amis-
tades de lustre, sino tan sólo a aquellas de poco precio, que le hubiera pare-
cido poco delicado ocultar, y entre las cuales contaba, por haberse acostum-
brado a juzgarlas así en los salones del barrio de Saint-Germain, sus amista-
des con personajes oficiales, contestó:
—Yo le traeré a usted uno a tiempo para la reprise de los Denicheff, por-
que precisamente mañana almuerzo en el Elíseo y allí veré al prefecto de
Policía.
—¿Cómo en el Elíseo? —gritó el doctor Cottard con voz tonante.
—Sí, estoy convidado por Grévy —contestó Swann un poco azorado por
el efecto que hizo su frase.
Y el pintor dijo a Cottard en tono de broma:
—¿Le da a usted eso muy a menudo?
Generalmente, después que le habían explicado la cosa. Cottard decía:
«¡Ah!, ya, ya; está bien», y no daba más muestras de emoción.
Pero aquella vez las últimas palabras de Swann, en vez de calmarlo,
como de costumbre, llevaron al colmo su asombro de que una persona que
cenaba a su lado, que no tenía cargo oficial, ni brillo social ninguno, se co-
deara con el presidente de la República.
—¿Cómo Grévy, conoce usted Grévy? —dijo a Swann con la cara estúpi-
da e incrédula de un municipal cuando un desconocido se le acerca dicién-
dole que quiere ver al presidente de la República, y que al comprender por
estas palabras «cuál era la clase de persona que tenía delante», como dicen
los periódicos asegura al loco que lo van a recibir en seguida y lo lleva a la
enfermería especial de la prevención.
—Sí, lo trato un poco. Conozco a algún amigo suyo (y no se atrevió a de-
cir que era el príncipe de Gales) y además allí se invita a mucha gente; no
tienen nada de divertido esos almuerzos, no crea usted, son muy sencillos y
no suele haber más de ocho comensales —respondió Swann, que quería bo-
rrar lo deslumbrante de aquella impresión que hizo en su interlocutor el que
él se tratara con el presidente de la República.
Y en seguida Cottard, tomando a pie juntillas lo que dijo Swann, adoptó
la cosa muy corriente opinión de que ser invitado por Grévy era cosa muy
corriente y nada apetecible. Y ya no se extrañó de que Swann, ni otra perso-
na cualquiera, fuera al Elíseo, y hasta lo compadecía por ir a aquellos al-
muerzos que, según propia confesión del invitado, eran aburridos.
—Ya, ya; está bien —dijo con el tono de un aduanero que desconfiaba un
momento antes y que después de las explicaciones de uno, pone el visto y le
deja a uno pasar sin abrir los baúles.
—Ya lo creo que deben ser aburridos los tales almuerzos; ya necesita us-
ted ánimo para ir —dijo la señora de Verdurin; porque el presidente de la
República se le figuraba un pelma especialmente temible, que si llegara a
emplear los medios de seducción y apremio que tenía a su disposición, con
los fieles de los Verdurin, quizá los hubiera hecho desertar—. Dicen que es
más sordo que una tapia y que come con los dedos.
En efecto, no se debe usted divertir mucho —dijo el doctor con una som-
bra de conmiseración en la voz; y acordándose de que los invitados no eran
más que ocho, preguntó vivamente, más bien movido por celo de lingüista
que por curiosidad de mirón—: Esos son almuerzos íntimos, ¿no?
Pero el prestigio que a sus ojos tenía el presidente de la República acabó
por triunfar de la humildad de Swann y de la malevolencia de la señora Ver-
durin, y no se pasaba comida sin que Cottard preguntara con mucho interés:
«¿Vendrá esta noche el señor Swann? Es amigo personal de Grévy. Es lo
que se llama un gentleman, ¿no?» Y hasta le ofreció una tarjeta de entrada a
la Exposición de Odontología.
—Puede entrar usted y las personas que lo acompañen, pero no dejan pa-
sar perros. Ya comprenderá usted que se lo digo porque tengo amigos que
no lo sabían y que luego se tiraban de los pelos.
El señor Verdurin notó que a su mujer le había sentado muy mal el descu-
brimiento de aquellas amistades elevadas que tenía Swann y de las que no
hablaba nunca.
Swann se reunía con el cogollito en casa de los Verdurin, a no ser que hu-
biera dispuesta alguna diversión fuera de casa; pero no iba más que por la
noche, y casi nunca aceptaba convites para la cena, a pesar de los ruegos de
Odette.
—Si usted quiere, podemos cenar solos, si así le gusta más —decía ella.
—Y la señora de Verdurin, ¿qué va a decir?
—Eso es muy sencillo. Diré que no me han preparado el traje a tiempo o
que mi cab ha llegado tarde. Ya nos arreglaremos.
—Es usted muy buena.
Pero Swann pensaba que, no consintiendo en verla hasta después de ce-
nar, haría ver a Odette que existían para él otros placeres preferibles al de
estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiempo la simpatía que inspira-
ba a Odétte. Además, prefería con mucho a la de Odette, la belleza de una
chiquita de oficio, fresca y rolliza como una rosa, de la que estaba por en-
tonces enamorado, y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la
noche, porque estaba seguro de que luego vería a Odette. Por lo mismo, no
quería nunca que Odette fuera a buscarlo para ir a casa de los Verdurin. La
obrerita esperaba a Swann cerca de su casa, en una esquina que ya conocía
Rémi, el cochero; subía al coche y se estaba en los brazos de Swann hasta
que el coche se paraba ante la casa de los Verdurin. Al entrar, la señora le
enseñaba unas rosas qué él mandó aquella mañana, diciéndole que lo iba a
regañar, y le indicaba un sitio junto a Odette, mientras el pianista tocaba,
dedicándosela a ellos dos, la frase de Vinteuil, que era como el himno na-
cional de sus amores. La frase empezaba por un sostenido de trémolos en el
violín, que duraban unos cuantos compases y ocupaban el primer término,
hasta que, de pronto, parecía que se apartaban, y como en un cuadro de Pie-
ter de Hooch, donde la perspectiva se ahonda a lo lejos por el marco de una
puerta abierta, allá en el fondo, con color distinto y a través de la aterciope-
lada suavidad de una luz intermedia, aparecía la frase, bailarina, pastoril,
intercalada, episódica, como cosa de otro mundo distinto. Pasaba sembran-
do por todas partes los dones de su gracia; los pliegues de su túnica eran
sencillos e inmortales, y llevaba en los labios la misma sonrisa de siempre;
pero en ella parecía que Swann percibía ahora un matiz de desencanto,
como si la frase conociera lo vano de la felicidad, cuyo camino mostraba a
los hombres. En su gracia ligera había algo ya consumado, algo como la in-
diferencia que sigue a la pena. Pero poco le importaba, porque no la consi-
deraba en sí misma en lo que podía expresar para un músico que ignorara la
existencia de Swann y de Odette cuando la creó, para todos los que la ha-
brían de oír en siglos futuros, sino como una prenda y recuerdo de su amor,
que hasta al pianista y a los Verdurin les hacía pensar en Odette, al mismo
tiempo que en él, y que les servía de lazo; hasta tal punto que, cediendo al
capricho de Odette, renunció a su proyecto de pedir a un músico que le to-
cara la sonata: entera, y siguió sin conocer más que aquel tiempo «¿Qué ne-
cesidad tiene usted de lo demás? —le había dicho Odette—. El trozo nues-
tro es ése.» Sufría al pensar que la frase, cuando pasaba tan cerca y tan por
lo infinito al mismo tiempo, aunque era para él y para Odette, no los reco-
nocía y lamentaba que tuviera una significación y belleza intrínseca y extra-
ña a ellos, lo mismo que sentimos que el agua de una gema que regalamos,
o los vocablos de una carta de la mujer amada, sean algo más que la esencia
de un amor fugaz o de un ser determinado.
Sucedía muchas veces que Swann se entretenía demasiado con la obrerita
antes de ir a casa de los Verdurin, y cuando llegaba, apenas el pianista toca-
ba la frase suya, se daba cuenta de que ya pronto llegaría la hora de mar-
charse. Acompañaba a Odette hasta la puerta de su hotelito de la calle de La
Perousse, detrás del Arco de Triunfo. Y quizá por eso, para no pedirle todos
los favores de una vez, sacrificaba el placer, para él menos necesario, de
verla un poco antes y llegar cuando ella a casa de los Verdurin, al ejercicio
de este derecho que ella le reconocía a marcharse juntos, y que Swann esti-
maba más, porque, gracias a él, se hacía la ilusión de que ya nadie la veía ni
se interponía entre ellos, de que ya nadie era obstáculo para que Odette si-
guiera con él, aun después de haberse separado.
Así, que volvían en el coche de Swann; una noche, cuando Odette acaba-
ba de bajar y estaba diciéndole adiós, cogió precipitadamente del jardincillo
que precedía a la casa uno de los últimos crisantemos del año, y se lo dio a
Swann, que se iba. Durante todo el camino, de vuelta a casa, lo tuvo apreta-
do contra sus labios, y cuando, al cabo de unos días; se marchitó la flor, la
guardó cuidadosamente en su secreter.
Pero nunca entraba en su casa. Sólo dos veces fue por la tarde a participar
en aquella operación, para ella capital, de «tomar el té». Lo retirado y soli-
tario de aquellas callecitas cortas (formadas casi todas por hotelitos conti-
guos, cuya monotonía se rompía de pronto con una casucha siniestra, testi-
monio histórico, sórdida ruina de una época en que esos barrios aun tenían
mala fama), la nieve que todavía quedaba en el jardín y en los árboles, el
desaliño con que se presenta el invierno y la cercanía del campo, aun daban
mayor misterio al calor y las flores que al entrar en la casa le salían a uno al
paso.
En el piso bajo, de nivel superior al de la calle, se dejaba a la izquierda la
alcoba de Odette, que daba a una callecita paralela de la parte de atrás, y
una escalera recta, con paredes pintadas en tono sombrío, adornadas con te-
las orientales, hilos de rosarios turcos y un gran farol japonés pendiente de
un cordoncito de seda (pero que para no privar a los visitantes de las como-
didades más recientes de la civilización occidental, ocultaba un mechero de
gas), llevaba a la sala y a la salita. Precedía a estas habitaciones un estrecho
recibimiento, con la pared cuadriculada por un enrejado de jardín, pero do-
rado, y que tenía por todo alrededor unos cajones rectangulares, donde aun
florecían, lo mismo que en un invernadero, filas de esos grandes crisante-
mos, en aquella época muy notables, pero que no llegaban, ni con mucho, a
los que más adelante lograrían obtener los horticultores. A Swann le moles-
taba que estuvieran de moda aquellas flores desde el año antes; pero esta
vez le agradó ver la penumbra de la habitación de rosa, de naranja y de
blanco, rayada cual piel de cebra, por los fragrantes resplandores de esos
astros efímeros que se encienden en los días grises. Odette lo recibió vestida
con una bata color rosa, con el cuello y los brazos al aire. Lo invitó a sentar-
se a su lado; en uno de los muchos misteriosos retiros dispuestos en los hue-
cos y rincones del salón, protegidos por grandes palmeras, colocadas en ma-
ceteras chinas, o por biombos, adornados con retratos, lazos y abanicos. Le
dijo: «Así no está usted bien; yo lo acomodaré»; y con una risita vanidosa,
como si se le hubiera ocurrido una invención notable, colocó tras la cabeza
de Swann, y a sus pies, almohadones de seda japonesa, apretujándolos con
la mano, como prodigando aquellas riquezas e indiferente a su valor. Pero
cuando el ayuda de cámara fue trayendo sucesivamente numerosas lámpa-
ras que, contenidas casi todas en cacharros de China, ardían sueltas o por
parejas en distintos muebles, como en otros tantos altares, y que en el cre-
púsculo, ya casi noche, de aquella tarde de invierno, reavivaron una puesta
de sol más rosada, duradera y humana que la otra —y quizá en la calle ha-
cían pararse a algún enamorado soñando en el misterio que delataban y ce-
laban a la vez las encendidas vidrieras—, Odette no dejó de mirar al criado
con el rabillo del ojo, para ver si las colocaba exactamente en su sitio consa-
grado. Se imaginaba que poniendo una lámpara en el lugar que no le corres-
pondía, el efecto de conjunto de su salón se habría deshecho; su retrato, co-
locado en un caballete oblicuo y encuadrado con peluche, no tendría buena
luz. Siguió febrilmente con la mirada las idas y venidas de aquel hombre
ordinario, y lo regañó ásperamente por pasar muy cerca de dos jardineras
que no tocaba nadie más que ella, por miedo a que se las rompieran; jardi-
neras que fue a examinar en seguida, para ver si el criado les había hecho
algo. Todas las formas de sus cacharritos chinos le parecían «graciosas», y
lo mismo las orquídeas y las catleyas, que eran con los crisantemos sus flo-
res favoritas, porque tenían el raro mérito de no parecer flores, sino cosa de
seda y satén. «Esta parece que está hecha del forro de mi abrigo», dijo a
Swann, enseñándole una orquídea, y con una inflexión de cariño hacia esa
flor tan chic, hacia esa hermana elegante e imprevista que la naturaleza le
daba, tan lejos de ella en la escala de los seres y, sin embargo, tan refinada y
mucho más digna que tantas mujeres de tener un sitio en su salón. Le fue
enseñando quimeras con lenguas de fuego, pintadas en un cacharro o borda-
das en una pantalla de chimenea; las corolas de un ramo de orquídeas; un
dromedario de plata nielada, con los ojos incrustados de rubíes, que en la
chimenea era vecino de un sapo de jade; y afectaba, ya temor a la maldad
de los monstruos o risa por su fealdad, ya rubor por la indecencia de las flo-
res, ya irresistible deseo de besar al dromedario y al sapo, a los que llamaba
«ricos». Contrastaban esos fingimientos con lo sincero de algunas devocio-
nes suyas, especialmente la que tenía a Nuestra Señora del Laghet, que ha-
cía mucho tiempo, cuando ella vivía en Niza, la salvó de una enfermedad
mortal; y llevaba siempre encima una medalla de oro con la imagen de esa
virgen, a la que atribuía un poder sin límites. Odette hizo a Swann «su» té, y
le preguntó: «¿Con limón, o con leche?»; y cuando él contestó que con le-
che, ella replicó: «Una nube, ¿eh?». Swann dijo que el té estaba muy bueno,
y ella entonces: «¿Ve usted cómo yo sé lo que le gusta?» En efecto, aquel té
le pareció a Swann, lo mismo que a ella, una cosa exquisita, y tal es la nece-
sidad que el amor tiene de encontrar justificación y garantía de duración en
placeres, que, por el contrario, sin él no lo serían y que terminan donde él
acaba, que cuando Swann se marchó a su casa, a las siete, para vestirse, du-
rante todo el camino que recorrió el coche no pudo contener la alegría que
había recibido aquella tarde, e iba repitiéndose: «¡Qué agradable debe de
ser tener una persona así, que le pueda dar a uno en su casa esa cosa tan rara
que es un buen té!» Una hora más tarde recibió una esquela de Odette; co-
noció en seguida aquella letra grande, que, con su afectación de rigidez bri-
tánica, imponía una apariencia de disciplina a caracteres informes, donde
unos ojos menos apasionados quizá hubieran visto desorden de ideas, insu-
ficiencia de educación y falta de franqueza y de carácter. Swann se había
dejado la pitillera en casa de Odette. «¡Ah! ¡Si se hubiera usted dejado el
corazón! Entonces no se lo habría devuelto.»
Todavía fue más importante una segunda visita que Swann hizo a Odette.
Al ir aquel día a su casa, se la iba representando con la imaginación, como
acostumbraba hacer siempre que tenía que verla; y aquella necesidad en que
se veía para que su cara le pudiera parecer bonita, de limitarla a los pómulos
frescos y rosados, a las mejillas, que a menudo tenía amarillentas y cansa-
das, y que salpicaban unas manchitas encarnadas, lo afligía como prueba de
lo inasequible del ideal y lo mediocre de la felicidad. Aquel día lo llevaba
un grabado que Odette quería ver. Estaba un poco indispuesta y lo recibió
en bata de crespón de China color malva; y con una rica tela bordada que le
cubría el pecho a modo de abrigo. De pie, junto a él, dejando resbalar por
sus mejillas el pelo que llevaba suelto, con una pierna doblada en actitud
levemente danzarina, para poder inclinarse sin molestia hacia el grabado
que estaba mirando; la cabeza inclinada, con sus grandes ojos tan cansados
y ásperos si no les prestaba su brillo la animación, chocó a Swann por el pa-
recido que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fres-
co de la Sixtina. Swann siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los
grandes pintores, no sólo los caracteres generales de la realidad que nos ro-
dea, sino aquello que, por el contrario, parece menos susceptible de genera-
lidad, es decir, los rasgos fisonómicos individuales de personas conocidas
nuestras; y así, reconocía en la materia de un busto del dux Loredano, de
Antonio Rizzo, los pómulos salientes, las cejas oblicuas de su cochero
Rémi, con asombroso parecido; veía la nariz del señor de Palancy con colo-
res de Ghirlandaio; y en un retrato del Tintoreto, el carrillo invadido por los
primeros pelos de las patillas, la desviación de la nariz, el mirar penetrante
y los párpados congestionados del doctor du Boulbon le saltaban a los ojos.
Quizá, como tuvo siempre remordimientos de haber limitado su vida a las
relaciones mundanas y a la conversación, veía como una especie de indul-
gente perdón que le concedían los grandes artistas en el hecho de que tam-
bién ellos contemplaron con gusto e introdujeron en sus cuadros esas caras
que prestan a su obra tan singular testimonio de realidad y de vida, un sabor
moderno; o quizá era que estaba tan dominado por la frivolidad mundana,
que sentía la necesidad de buscar en una obra antigua esas alusiones antici-
padas, rejuvenecedoras, a nombres propios de hoy. O, por el contrario, aca-
so tenía bastante temperamento de artista para que aquellas características
individuales le agradaran por adquirir más amplia significación, en cuanto
las contemplaba libres y sueltas, en el parecido de un retrato antiguo con un
original que no aspiraba a representar. Sea como fuere, y quizá porque la
plenitud de impresiones que desde algún tiempo gozaba, aunque le llegó
por amor de la música, acreció también su afición a la pintura, encontró un
placer profundísimo y llamado a tener en su vida duradera influencia, en el
parecido de Odette con la Céfora de ese Sandro di Mariano, que ya no nos
gusta llamar con su popular apodo de Botticelli, desde que este nombre evo-
ca, en lugar de la verdadera obra del artista, la idea falsa y superficial que el
vulgo tiene de él. Ya no estimó la cara de Odette por la mejor o peor cuali-
dad de sus mejillas, y por la suavidad puramente carnosa que creía Swann
que iba a encontrar en ellas al tocarlas con sus labios, si alguna vez se atre-
vía a besarla, sino que la consideró como un ovillo de sutiles y hermosas
líneas que él devanaba con la mirada, siguiendo las curvas en que se arrolla-
ban, enlazando la cadencia de la nuca con la efusión del pelo y la flexión de
los párpados, como lo haría en un retrato de ella, en que su tipo se hiciera
inteligible y claro.
La miraba; en su rostro, en su cuerpo, se aparecía un fragmento del fresco
de Botticelli, y ya siempre iba a buscarlo allí, ora estuviera con Odette, ora
pensara en ella, y aunque no le gustaba evidentemente el fresco florentino
más que por parecerse a Odette, sin embargo, este parecido la revestía a ella
de mayor y más valiosa belleza. A Swann le remordió el haber desconocido
por un momento el valor de un ser que el gran Sandro habría adorado, y se
felicitó de que el placer que sentía al ver a Odette tuviera justificación en su
propia cultura estética. Se dijo que al asociar la idea de Odette a sus ilusio-
nes de dicha, no se resignaba por falta de otra mejor a una cosa tan imper-
fecta como hasta entonces creyera, puesto que en ella encerraba su más refi-
nado gusto artístico. Olvidábase de que no por eso era Odette mujer más
conforme a su deseo, porque precisamente su deseo siempre estuvo orienta-
do en dirección opuesta a sus aficiones estéticas. Aquellas dos palabras,
«obra florentina», hicieron a Swann un gran favor. Ellas abrieron para Odet-
te, como un título nobiliario, las puertas de un mundo de sueños, que hasta
entonces le estaba cerrado, y donde se revistió de nobleza. Y mientras que
la visión puramente camal que hasta entonces tuviera de aquella mujer, al
renovar perpetuamente sus dudas sobre la calidad de su rostro y de su cuer-
po, de su total belleza, debilitaban su amor a ella, se disiparon esas dudas y
se afirmó aquel amor cuando tuvo por base los datos de una estética concre-
ta, sin contar con que el beso y la Posesión, que parecían cosas naturales y
mediocres, si eran don de una carne marchita, cuando eran corona que re-
mataba la contemplación de una obra de museo, debían ser placer sobrena-
tural y delicioso.
Y cuando se inclinaba a lamentar que hacía meses no tenía más ocupa-
ción que ver a Odette, decíase que era cosa lógica dedicar mucho tiempo a
una inestimable obra maestra, fundida por esta vez en material distinto, y
particularmente sabroso, en un rarísimo ejemplar que él contemplaba ya con
humildad, espiritualismo y desinterés de artista, ya con orgullo, egoísmo y
sensualidad de coleccionista.
Colocó, encima de su mesa de trabajo, una reproducción de la Céfora,
como si fuera una fotografía de Odette. Admiraba los ojos grandes, el rostro
delicado, donde se adivinaba la imperfección del cutis, los maravillosos bu-
cles en que caía el pelo por las cansadas mejillas, y adaptando lo que hasta
entonces le parecía hermoso de modo estético a la idea de una mujer de ver-
dad, lo transformaba en méritos físicos que se felicitaba de encontrar todos
juntos en un ser que podía ser suyo. Esa vaga simpatía que nos atrae hacia
la obra maestra que estamos mirando, ahora que él conocía el original de
carne de la Céfora, se convertía en deseo, que suplía al que no supo inspi-
rarle al principio el cuerpo de Odette. Cuando se estaba mucho rato mirando
al Botticelli, pensaba luego en el Botticelli suyo, que le parecía aún más
hermoso, y al apretar contra el pecho la fotografía de Céfora, se le figuraba
que abrazaba a Odette.
Y no sólo era el posible cansancio de Odette el que Swann se ingeniaba
en prevenir, sino el propio cansancio suyo; sentía que desde que Odette po-
día verlo con toda clase de facilidades, ya no tenía tantas cosas que decirle
como antes, y tenía miedo de que sus modales, un tanto insignificantes y
monótonos, sin movilidad ya, que ahora adoptaba Odette cuando estaban
juntos, no acabaran por matar en él esa esperanza romántica de un día en
que ella le declarara su pasión, esperanza que era el motivo y la razón de
existencia de su amar. Y para renovar algo el aspecto moral, harto parado,
de Odette, y que tenía miedo que lo cansara, de pronto le escribía una carta
llena de fingidas desilusiones y de cóleras simuladas, y se la mandaba antes
de la cena. Sabía Swann que Odette se asustaría, que iba a contestar, y espe-
raba que de aquella, contracción que sufriría el alma de Odette, por miedo a
perderlo, brotarían palabras que nunca le había dicho; y, en efecto, así es
como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas, aquella que le
mandó Odette desde la «Maison Dorée» (precisamente el día de la fiesta Pa-
rís-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de
Murcia), y que empezaba por estas palabras: «Amigo, me tiembla tanto la
mano, que apenas si puedo escribir», carta que guardó Swann en el mismo
cajón que el crisantemo seco. Y si no había tenido tiempo de escribirle al
llegar aquella noche a casa de los Verdurin, le saldría al encuentro en segui-
da, para decirle: «Tenemos que hablar»; y mientras, él contemplaría ávida-
mente en su rostro y en sus palabras algo no visto hasta entonces, un escon-
drijo de su corazón que hasta entonces le había ocultado.
Ya al acercarse a casa de los Verdurin, cuando veía las grandes ventanas
iluminadas por la luz de las lámparas —no se cerraban nunca, las maderas
—, se enternecía al pensar en aquel ser encantador que iba a ver en medio
de esa luz dorada. A veces, las sombras de los invitados se destacaban ne-
gras, esbeltas, recortadas, al pasar por delante de las lámparas, como esos
grabaditos intercalados en la tela transparente de una pantalla. Buscaba la
silueta de Odette. Y en cuanto llegaba, sin darse cuenta, se le encendía la
mirada con tal alegría, que el señor Verdurin decía al pintor: «Amigo, esto
está que arde». Y, en efecto, la presencia de Odette daba para Swann a la
casa de los Verdurin una cosa que no podía hallar en ninguna de las demás a
dónde iba: una especie de aparato sensitivo, de sistema nervioso que se ra-
mificaba por todas las habitaciones y lanzaba constantes excitaciones hasta
su corazón.
Así, el sencillo funcionamiento de aquel organismo social que era el
«clan» de los Verdurin, proporcionaba a Swann citas diarias con Odette, y
gracias a él podía fingir que le era indiferente el verla, o que no quería verla,
sin que esto le expusiera a grave riesgo, porque aunque le escribiera durante
el día, siempre estaba seguro de verla por la noche en casa, de los Verdurin
y acompañarla a casa.
Pero un día en que pensó sin gusto en aquel inevitable retorno con ella,
llevó hasta el bosque de Boulogne a su obrerita para retrasar el momento de
ir a casa de los Verdurin, y llegó allí tan tarde que Odette, creyendo que
aquella noche ya no iría Swann; se había marchado. Cuando vio que no es-
taba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse pri-
vado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera porque hasta
entonces había estado seguro de tenerle cuando quisiera, cosa ésta que no
nos deja apreciar nunca lo que vale un placer.
—¿Has visto la cara que puso cuando vio que Odette no estaba? —dijo
Verdurin a su mujer—. Me parece que está cogido.
—¿La cara que ha puesto? —preguntó bruscamente el doctor Cottard,
que no sabía de quién estaban hablando, porque había salido un momento
para ver a un enfermo, y que ahora volvía a recoger a su mujer.
—¿Cómo, no se ha encontrado usted en la puerta a un Swann magnífico?
—No. ¿Ha venido el señor Swann?
—Sí, pero un momento nada más; un Swann muy agitado y muy nervio-
so. Es que ya se había marchado Odette, ¿sabe usted?
—Quiere usted decir que están a partir un piñón y que ella le ha enseñado
lo que es la hora del pastor, ¿eh? —dijo el doctor probando prudentemente
el sentido de esas locuciones.
—No; yo creo que no hay nada entre ellos, y me parece que Odette hace
mal y se está portando como lo que es, como un alma de cántaro.
—¡Bah, bah, bah! —dijo el señor Verdurin—, ¡qué sabes tú si hay o no
hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.
—Es que me lo habría dicho Odette —replicó orgullosamente la señora
de Verdurin—. Me cuenta todas sus historias. Como en este momento no
tiene a nadie, yo le he aconsejado que duerman juntos. Pero dice que no
puede, que Swann le gusta, pero que está muy corto con ella y eso la azora
a ella también; además, dice que ella no lo quiere de esa manera, que es un
ser ideal, que tiene miedo a desflorar su cariño por Swann, en fin, yo no sé
cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de todo, que es lo que le conviene.
—Yo no soy enteramente de tu misma opinión; no me acaba de gustar ese
caballero: me parece que le gusta darse tono.
La señora de Verdurin se quedó muy quieta y adoptó una expresión iner-
te, como si se hubiera cambiado en estatua, ficción con la que dio a enten-
der que no había oído aquella frase insoportable de «darse tono», frase que
parecía implicar que era posible «darse tono» con ellos, es decir, que había
alguien que era más que ellos.
—Pues si no hay nada, no creo que sea porque ese señor se imagine que
ella es una virtud —dijo irónicamente el señor Verdurin—. Después de
todo, ¡quién sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra
noche todo lo que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo
quiero a Odette con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de es-
tética, hay que estar un poco tonto.
—Bueno, bueno; que no se hable mal de Odette —dijo la señora, echán-
doselas de niña—. Es simpatiquísima.
—Pero si eso no tiene que ver para que sea simpatiquísima; no estamos
hablando mal de ella: decimos que no es ninguna virtud ni ningún talento, y
nada más. En el fondo —dijo al pintor—, ¿qué le importa a uno que sea o
no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.
En el descansillo de la escalera alcanzó a Swann el maestresala, que no
estaba en casa cuando llegó Swann, y al que Odette diera encargo —pero ya
hacía lo menos una hora— de decir a Swann que ella iría probablemente a
casa de Prévost a tomar chocolate antes de recogerse. Swann marchó en se-
guida a casa de Prévost, pero a cada paso su coche tenía que pararse para
dejar paso a otros carruajes o a los transeúntes, obstáculos odiosos que
Swann no habría respetado a no ser porque luego, si los atropellaba, el guar-
dia le entretendría más tomando el número. Contaba el tiempo que tardaba,
añadiendo unos cuantos segundos a cada minuto para estar seguro de que
no los hacía muy cortos, cosa que le habría podido inspirar la ilusión de que
sus probabilidades para llegar a tiempo y encontrar a Odette eran mayores
que la que realmente tenía. Y hubo un momento en que Swann, de pronto,
lo mismo que un enfermo con fiebre que acaba de dormir y se da cuenta de
las absurdas pesadillas que rumiaba sin separarlas claramente de su persona,
vio en su interior los extraños pensamientos que le dominaban desde que le
habían dicho en casa de los Verdurin que Odette ya se había marchado, y
sintió lo nuevo de aquel dolor en el corazón, que sufría ya hacía rato, pero
que tan sólo percibió ahora como si acabara de desesperarse. ¿Y qué?, no
era toda aquella agitación porque no iba a ver a Odette hasta el otro día, lo
que él había deseado hace una hora, cuando se encaminaba ya tan tarde a
casa de los Verdurin. Y no tuvo más remedio que confesarse que en ese
mismo coche que lo llevaba a Prévost ya no iba la misma persona, ya no
estaba solo, tenía al lado, pegado, amalgamado a él, a un ser nuevo, que no
podría quitarse de encima nunca, y al que tendría que tratar con los mimos
que a un amo o a un enfermo. Y, sin embargo, desde aquel instante en que
sintió que una nueva persona se había superpuesto a él, su vida le pareció
más atractiva. Y ya casi no se decía que aquel posible encuentro en casa de
Prévost (cuya esperanza aniquilaba hasta tal punto todos los momentos que
la precedían, que no quedaba idea ni recuerdo donde Swann pudiera ir a
descansar su espíritu), caso de ocurrir, sería, muy probablemente, como
cualquiera de los demás, es decir, poca cosa. Como todas las noches, en
cuanto estuviera con Odette lanzaría una mirada furtiva sobre su móvil ros-
tro, mirada que huiría en seguida por miedo a que Odette leyera en ella la
insinuación de un deseo y no creyera ya en su desinterés, y en seguida deja-
ría de pensar en Odette, todo preocupado en buscar pretextos para que no se
marchara tan pronto y en asegurarse sin aparentar mucho interés de que al
otro día podría verla en casa de los Verdurin, es decir, preocupado en pro-
longar por un instante y en renovar por un día más la decepción y la tortura
que le traía la vana presencia de esa mujer a quien se acercaba tanto sin
atreverse a abrazarla.
No estaba en casa de Prévost; Swann quiso buscar en los demás restau-
rantes de los bulevares. Y para ganar tiempo, mientras él recorría unos
cuantos, mandó a visitar otros a su cochero Rémi (el dux Loredano de Riz-
zo); no encontró Swann nada, y fue a esperar a su cochero en el lugar que le
había indicado. El coche no volvía y Swann se representaba el momento
que iba a llegar, ya como aquel en que su cochero le diría: «Aquí está la se-
ñora», o ya, como otro en que oiría decir a Rémi: «No he encontrado a esa
señora en ningún café». Y así, veía delante de él el final de su noche, uno y
doble a la vez, precedido, ya por el encuentro de Odette, ya por la obligada
renuncia a encontrarla y la conformidad con volverse a casa sin haberla
visto.
Volvió el cochero, pero en el momento de parar delante de Swann éste no
le preguntó «¿Has encontrado a esa señora?», sino que le dijo: «No se te ol-
vide recordarme mañana que tengo que encargar leña, porque me parece
que ya queda poca». Acaso se decía que si Rémi había encontrado a Odette
en algún café donde estaba esperándolo, el fin de la noche nefasta quedaba
ya borrado porque empezaba la realización del fin de la noche feliz, y que,
por consiguiente, no tenía prisa por llegar a una felicidad capturada ya y a
buen recaudo que no se había de escapar. Pero también lo hizo por fuerza de
inercia; su alma tenía esa falta de agilidad que se da en muchos cuerpos, de
esas gentes que para evitar un golpe, para quitarse una llama de encima o
para hacer un movimiento urgente necesitan tomarse tiempo y quedarse un
segundo en la posición en que estaban antes del acontecimiento, como para
encontrar un punto de apoyo y poder tomar impulso. E indudablemente si el
cochero lo hubiera interrumpido diciéndole que la señora estaba allí, él ha-
bría contestado: «¡Ah!, sí, el encargo ese que te había dado; pues me extra-
ña», para seguir luego hablando de la leña, porque de ese modo ocultaba la
emoción que sentía y se daba a sí mismo tiempo para romper con la inquie-
tud y sonreír a la felicidad.
Pero el cochero le dijo que no la había encontrado en ninguna parte, y
añadió a modo de consejo y, en su calidad de criado antiguo:
—Lo mejor es que el señor se vaya a casa.
Pero la indiferencia que Swann fingía fácilmente cuando Rémi no podía
alterar en nada el tenor de la respuesta que le traía, decayó ahora al ver
cómo intentaba hacerle renunciar a su esperanza y a su rebusca.
—No, no es posible —exclamó—, tenemos que encontrar a esa señora,
no hay más remedio. Hay un asunto que lo requiere, y si no, podría
ofenderse.
—No sé cómo se va a dar por ofendida —respondió Rémi—, porque ella
es la que se ha marchado sin esperar al señor, diciendo que iba a casa de
Prévost, y luego no ha ido.
Ya empezaban a apagar en todas partes. Por debajo de los árboles del bu-
levar, en una misteriosa oscuridad, erraban los pocos transeúntes, apenas
discernibles. De cuando en cuando, una sombra femenina se acercaba a
Swann, le decía unas palabras al oído, y le pedía que la acompañara a casa,
Swann se estremecía. Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros
como si por el reino de las sombras, entre mortuorias fantasmas, fuera bus-
cando a Eurídice.
De todas las maneras de producirse el amor, y de todos los agentes de di-
seminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran torbe-
llino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echa-
da, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía, se convertirá en el
ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo
que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en ex-
clusiva. Y esa condición se realiza cuando —al echarlo de menos— en no-
sotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos pro-
porciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una
necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfa-
cer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa
persona.
Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más
que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no ocultaba su
agitación, ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su co-
chero una recompensa si la encontraba, como si así, inspirándole el deseo
de dar con ella, que vendría a acumularse al suyo propio, fuera posible que
Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bule-
var. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin ha-
berla encontrado, del Café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en
busca del coche que lo esperaba en la esquina del bulevar de los Italianos,
cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria
a la suya: Odette; más tarde le explicó ella que, no habiendo encontrado si-
tio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann
no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. Él
había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encon-
trarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella ale-
gría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche, le pareció aún
mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creer-
la verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para
dársela a Odette —sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyecta-
ba hacia él— aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el te-
mido aislamiento, y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño
de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orillas
del Mediterráneo, se olvida de que existen los países que acaba de atravesar,
y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él
lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochera que fuera
detrás.
Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo del pa-
ñuelo de encaje que le cubría la cabeza, que llevaba en el pelo flores de la
misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas de cisne. Tocada de
mantilla, llevaba un traje de terciopelo negro, que se recogía oblicuamente
en la parte inferior para dejar asomar un trozo de falda de faya blanca; tam-
bién por debajo del terciopelo asomaba otro paño de faya blanca en el cor-
piño, donde se abría el escote, en el cual se hundían otras cuantas catleyas.
Apenas se había repuesto del susto que tuvo al toparse con Swann, cuando
el caballo se encontró con un obstáculo y dio una huida. Llevaron una gran
sacudida, y Odette lanzó un grito y se quedó sin aliento, toda palpitante.
—No es nada —dijo él—, no se asuste.
Y la cogió por el hombro, apoyándola contra su cuerpo para sostenerla;
luego dijo:
—No hable usted, no se canse más, contésteme por señas. ¿Me permite
usted que le vuelva a poner bien las flores esas del escote que casi se caen
con la sacudida? Tengo miedo de que las pierda usted, voy a meterlas un
poco más.
Odette, que no estaba acostumbrada a que los hombres usaran tantos ro-
deos con ella, le dijo:
—Sí, sí, hágalo.
Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había
hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso por-
que él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:
—Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la en-
tiendo. ¿De veras me deja usted…? Mire, aquí hay un poco de…, creo que
es polen que se ha desprendido de las flores; si me permite se lo voy a qui-
tar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que
no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más re-
medio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más… ¿De ve-
ras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen per-
fume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.
Ella, sonriente, se encogió de hombres como diciendo «¡Qué tonto es us-
ted, pues no ve que me gusta!»
Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró
fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro
florentino que, según Swann, se le parecían: los ojos rasgados, finos, bri-
llantes, como los de las figuras botticelescas, se asomaban al borde de los
párpados como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello
como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como
en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se
cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le
sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su
rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann
fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su
cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensa-
miento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto
tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a
un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triun-
fos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni si-
quiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha
con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.
Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó,
como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a
ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya por-
que le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa
que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello
es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas
prendidas en el pecho, decía: «¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están
bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una
que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen
más que las del otro día?» Y si no llevaba: «¡Ah! Esta noche no hay catle-
yas: no puedo dedicarme a mis mañas». De modo que durante algún tiempo
no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de
dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciar-
se; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de conven-
ción) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora «hacer catle-
ya», convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para
significar la posesión física —en la cual posesión, por cierto, no se posee
nada—, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella cos-
tumbre perdida. Y acaso esa manera especial de decir una cosa no significa-
ba lo mismo que sus sinónimos. Por muy cansado que se esté de las muje-
res, aunque se considere la posesión de distintas mujeres como la misma
cosa, ya sabida de antemano, cuando se trata de conquistas difíciles o que
nosotros consideramos como tales, se convierte en un placer nuevo, y en-
tonces nos creemos obligados a figurarnos que esa posesión nació de un
episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como fue el episodio de
las catleyas para Swann. Aquella noche esperaba temblando (y se decía que
si lograba engañar a Odette, ella nunca lo adivinaría) que de entre los largos
pétalos color malva de las flores saldría la posesión de aquella mujer; y el
placer que sentía, y que, según pensaba él, toleraba Odette, porque no sabía
de lo que se trataba, le pareció cabalmente por eso algo como el que debió
sentir el primer hombre al saborearlo entre las flores del Paraíso Terrenal:
un placer que antes no existía, un placer que él iba creando, un placer —
como siempre trascendía del nombre especial que le dio— totalmente parti-
cular y nuevo.
Ahora, todas las noches, cuando la llevaba hasta su casa, Odette lo hacía
entrar, y muchas veces salía luego en bata a acompañarlo hasta el coche, y
lo besaba delante del cochero, diciendo: «¿Y a mí qué? ¿Qué me importa la
gente?». Las noches que Swann no iba a casa de los Verdurin (cosa más fre-
cuente desde que tenía más facilidad para verla). Odette le rogaba que pasa-
ra por su casa antes de recogerse, sea la hora que fuere. Por entonces era
primavera, una primavera helada y pura. Al salir de alguna reunión munda-
na, Swann montaba en su victoria, se echaba una manta por las piernas,
contestaba a los amigos que lo invitaban a marchar juntos que no iba por el
mismo camino, y el cochero, que ya sabía adónde tenía que ir, arrancaba a
gran trote. Los amigos se extrañaban, y, en efecto, Swann ya no era el mis-
mo. Ahora no se recibían cartas suyas pidiendo que le presentaran a una
mujer. No se fijaba en ninguna, y ya no iba por los sitios donde suelen verse
mujeres. En un restaurante del campo, su actitud era ahora precisamente la
contraria de aquella que antes lo daba a conocer, y que todos creían que le
duraría siempre. Y es que una pasión acciona sobre nosotros como un ca-
rácter momentáneo y diferente, que reemplaza al nuestro verdadero y supri-
me aquellas señales externas con que se exteriorizaba. En cambio, era ahora
cosa invariable que Swann, en cualquier parte que estuviera, no dejaba de ir
a ver Odette. Recorría inevitablemente el espacio que lo separaba de ella;
espacio que era como la pendiente misma, irresistible y rápida, de su vida.
Realmente, muchas veces se entretenía hasta tarde en alguna casa aristocrá-
tica, y habría preferido volver derecho a su casa sin dar aquel largo rodeo y
no ver a Odette hasta el otro día; pero el hecho de tener que molestarse a
una hora anormal por causa de ella, de adivinar que los amigos, cuando se
separaba de ellos, decían: «Siempre tiene que hacer; debe haber una mujer
que lo haga ir a su casa a todas horas», le daba la sensación de que estaba
viviendo la vida de los hombres que tienen un amor en su existencia, y que
por el sacrificio que hacen de su tranquilidad y sus intereses a un voluptuo-
so ensueño, reciben, en cambio, una íntima delectación. Además, sin que él
se diera cuenta, la certidumbre de que Odette lo esperaba, de que no estaba
con otras personas, que no volvería sin verla, neutralizaba aquella angustia,
olvidada ya, pero siempre latente, que sintió la noche que le dijeron que ya
se había marchado de casa de los Verdurin: angustia tan apaciguada ahora,
que casi podía llamarse felicidad. Quizá a esa angustia se debía la importan-
cia que había tomado Odette para Swann.
La mayoría de las personas que conocemos no nos inspiran más que indi-
ferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades
de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro
mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura,
donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa.
Swann no podía por menos de inquietarse cuando se preguntaba lo que
Odette sería para él en el porvenir. Muchas veces, al ver desde su victoria,
en aquellas hermosa y frías noches; la luz de la luna que difundía su clari-
dad entre sus ojos y las calles desiertas, pensaba en aquel rostro claro, leve-
mente rosado, como el de la luna; que surgió un día ante su alma, y que des-
de entonces, proyectaba sobre el mundo la luz misteriosa en que aparecía
envuelto. Si llegaba cuando Odette ya había mandado acostarse a sus cria-
dos, en vez de llamar a la puerta del jardín, iba primero a la callecita trasera,
a la que daba, entre las demás ventanas iguales, pero oscuras, de los hoteli-
tos contiguos, la ventana, la única iluminada, de la alcoba de Odette, en el
piso bajo. Daba un golpecito, en el cristal, y ella, que ya estaba sobre aviso,
contestaba y salía a esperarlo a la puerta de entrada del otro lado. Encima
del piano estaban abiertas algunas de las obras musicales favoritas de Odet-
te: el Vals de las Rosas y Pobre loco, de Tagliafico (obra que debía tocarse
en su entierro, según decía en su testamento); pero Swann le pedía que toca-
ra, en vez de estas cosas, la frase de la sonata de Vinteuil, aunque Odette
tocaba muy mal; pero muchas veces la visión más hermosa que nos queda
de una obra es la que se alzó por encima de unos sonidos falsos que unos
torpes dedos iban arrancando a un piano desafinado. Para Swann la frase
continuaba espiritualmente asociada a su amor por Odette. Bien sabía él que
ese amor no correspondía a nada externo que los demás pudieran percibir, y
se daba cuenta de que las cualidades de Odette no justificaban el valor que
concedía a los ratos que pasaba a su lado. Y más de una vez, cuando domi-
naba en Swann la inteligencia positiva, quería dejar de sacrificar tantos in-
tereses intelectuales y sociales a ese placer imaginario. Pero la frase, en
cuanto la oía, sabía ganarse en el espíritu de Swann el espacio que necesita-
ba, y ya las proporciones de su alma se cambiaban; y quedaba en ella mar-
gen para un gozo que tampoco correspondía a ningún objeto exterior, y que,
sin embargo, en vez de ser puramente individual como el del amor, se impo-
nía a Swann con realidad superior a la de las cosas concretas. La frase des-
pertaba en él la sed de una ilusión desconocida; pero no le daba nada para
saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Swann en donde la frase-
cita iba borrando la preocupación por los intereses materiales, por las consi-
deraciones humanas y corrientes, se quedaban vacías, en blanco, y Swann
podía inscribir en ellas el nombre de Odette. Además, la frase infundía su
misteriosa esencia en aquello que podía tener de falaz y de pobre el afecto
de Odette. Y al mirar el rostro que ponía Swann, cuando la oía, hubiérase
dicho que estaba absorbiendo un anestésico que le ensanchaba la respira-
ción. Y, en efecto, el placer que le proporcionaba la música, y que pronto
sería en él verdadera necesidad, se parecía en aquellos momentos al placer
que habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mun-
do que no está hecho para nosotros, que nos parece informe porque no lo
ven nuestros ojos, y sin significación porque escapa a nuestra inteligencia y
sólo lo percibimos por un sentido único. Gran descanso, misteriosa renova-
ción para Swann —que en sus ojos, aunque eran delicados, gustadores de la
pintura, y en su ánimo, aunque era fino observador de costumbres, llevaba
indeleblemente marcada la sequedad de su vida— el sentirse transformado
en criatura extraña a la Humanidad, ciega, sin facultades lógicas, casi en un
fantástico unicornio, en un ser quimérico, que sólo percibía el mundo por el
oído. Y como, sin embargo, buscaba en la frase de Vinteuil una significa-
ción hasta cuya hondura no podía descender su inteligencia, sentía una rara
embriaguez en despojar a lo más íntimo de su alma de todas las ayudas del
razonar, y en hacerla pasar a ella sola por el colador, por el filtro oscuro del
sonido.
Empezaba a darse cuenta de todo el dolor, quizá de toda la secreta inquie-
tud, que había en el fondo de la dulzura de la frase, pero no sufría. ¿Qué im-
portaba que la frase fuera a decirle que el amor es frágil, si el suyo era muy
fuerte? Y jugaba con la tristeza que difundían los sonidos, sentía que le ro-
zaba, pero como una caricia, que aun profundizaba y endulzaba más la sen-
sación que tenía Swann de su felicidad. Pedía a Odette que la tocara diez,
veinte veces, exigiendo al mismo tiempo que no dejara de besarlo. Cada
beso llama a otro beso. ¡Con qué naturalidad nacen los besos en eso tiem-
pos primeros del amor! Acuden apretándose unos contra otros; y tan difícil
sería contar los besos que se dan en una hora, como las flores de un campo
en el mes de mayo. Entonces ella hacía como que se iba a parar, diciendo:
«¿Cómo quieres que toque si me tienes cogida? No puedo hacer las dos co-
sas a un tiempo; dime lo que hago: ¿o tocar, o acariciarte?»; y él se enfada-
ba, y Odette entonces rompía en una risa que acababa por cambiarse en llu-
via de besos y caía sobre Swann. O lo miraba con semblante huraño, y
Swann veía entonces una cara digna de figurar en la Vida de Moisés, de
Botticelli; y colocaba el rostro de Odette en la pintura aquella, daba al cue-
llo de Odette la inclinación requerida, y cuando ya la tenía pintada perfecta-
mente al temple, en el siglo XV, en la pared de la Sixtina, la idea de que, no
obstante, seguía estando allí junto al piano, en el momento actual, y que la
podía besar y poseer, la idea de su materialidad y de su vida, lo embriagaba
con tal fuerza, que con la mirada extraviada y las mandíbulas extendidas, se
lanzaba hacia aquella virgen de Botticelli y empezaba a pellizcarle los carri-
llos. Luego, cuando ya se marchaba, no sin volver desde la puerta para darle
otro beso, porque se le había olvidado llevarse en el recuerdo alguna parti-
cularidad de su perfume o de su fisonomía, volvía en su victoria, bendicien-
do a Odette porque consentía en aquellas visitas diarias, que, sin duda, no
debían de ser gran alegría para ella, pero que, resguardándolo a él del tor-
mento de los celos —y quitándole la ocasión de padecer otra vez aquel mal
que en él se declaró la noche que no estaba Odette en casa de los Verdurin
—, le ayudaban a gozar hasta lo último, sin más ataques, como aquel prime-
ro tan doloroso, y que acaso fuera único, de aquellas horas únicas de su
vida, horas casi de encanto, como aquella en que iba atravesando París a la
luz de la Luna. Y como notara durante su trayecto de vuelta, que ahora el
astro ya no ocupaba, con respecto a él, el mismo lugar que antes, y estaba
casi caído en el límite del horizonte, sintió que su amor obedecía también a
leyes naturales e inmutables, y se preguntó si el período en que acababa de
entrar duraría aún mucho, y si su alma no vería pronto aquel rostro amado,
ya caído y a lo lejos, a punto de no ser ya fuente de ilusión. Porque Swann,
desde que estaba enamorado, encontraba una ilusión en las cosas, como en
la época de su adolescencia, cuando se creía artista; pero ya no era la misma
ilusión; porque ésta era Odette quien únicamente se la daba. Sentía remo-
zarse las inspiraciones de su juventud, disipadas por su frívolo vivir; pero
ahora llevaban todas el reflejo y la marca de un ser determinado; y en las
largas horas que se complacía con delicado deleite en pasar en casa, a solas
con su alma convaleciente, iba volviendo a ser el mismo Swann de la juven-
tud; pero no ya de Swann, sino de Odette.
No iba a casa de Odette más que por la noche, y nada sabía de lo que ha-
cía en todo el día, como nada sabía de su pasado, y hasta le faltaba ese in-
significante dato inicial que nos permite imaginarnos lo que no sabemos y
nos entra en ganas de saberlo. Así, que no se preguntaba lo que hacía ni lo
que fuera su vida pasada. Tan sólo algunas veces se sonreía al pensar que
unos años antes, cuando aún no la conocía, le habían hablado de una mujer
que, si no recordaba mal, era la misma, como de una ramera, como de una
entretenida, una de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque
entonces aun tenía poco mundo, el carácter completa y fundamentalmente
perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas. Y se
decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones que
forma la gente para juzgar exactamente a una persona; porque a aquel ca-
rácter que la gente atribuía a Odette oponía él una Odette buena, ingenua,
enamorada del ideal, y casi tan incapaz de mentir, que, como una noche le
rogara, con objeto de poder cenar solos, que escribiera a los Verdurin di-
ciendo que estaba mala, al otro día la vio ruborizarse y balbucear cuando la
señora de Verdurin le preguntó si estaba mejor, y reflejar, a pesar suyo, en la
cara, la pena y el suplicio que le costaba mentir; y mientras que en su res-
puesta iba multiplicando los detalles imaginarios de su falsa enfermedad del
día antes, por lo desolado de la voz y lo suplicante de la mirada, parecía que
pedía perdón de su embuste.
Algunas aunque pocas tardes Odette iba a casa de Swann a interrumpirlo
en sus ensueños o en aquel estudio sobre Ver Meer, en el que trabajaba aho-
ra de nuevo. Le decían que la señora de Crécy estaba esperando en la sala.
Swann iba en seguida a recibirla, y en cuanto abría la puerta, aparecía en el
rostro de Odette una sonrisa que transformaba la forma de su boca, el modo
de mirar y el modelado de las mejillas. Swann luego, a solas, volvía a ver
esa sonrisa, o la del día antes, o aquella con que lo acogió en tal ocasión, o
la que sirvió de respuesta la noche que Swann le preguntó si le permitía que
arreglara las catleyas del escote; y así como no conocía otra cosa de la vida
de Odette, su existencia se le aparecía en innumerables sonrisas sobre un
fondo neutro y sin color, igual que una de esas hojas de estudio de Watteau,
sembradas de bocas que sonríen, dibujadas con lápices de tres colores en
papel agamuzado. Pero muchas veces, en un rincón de esa vida que Swann
veía tan vacía, aunque su razón le indicaba que en realidad no era así, por-
que no podía imaginársela de otro modo; algún amigo que sospechaba sus
relaciones, y que por eso no se arriesgaba a decirle de Odette más que una
cosa insignificante, le contaba que vio a Odette aquella mañana subiendo a
pie la calle Abatucci, con una manteleta guarnecida de pieles de skunks, un
sombrero a lo Rembrandt y un ramo de violetas prendido en el pecho.
Aquella sencilla descripción trastornaba a Swann, porque le revelaba de
pronto que la vida de Odette no era enteramente suya; ansiaba saber a quién
quería agradar Odette con aquella toilette que él no conocía; y se prometió
preguntarle adónde iba cuando la vio aquel amigo, como si en toda la vida
incolora —casi inexistente, porque para él era invisible— de su querida, no
hubiera más que dos cosas: las sonrisas que a él le dedicaba y aquella visión
de Odette, con su sombrero a lo Rembrandt y su ramo de violetas en el
pecho.
Excepto cuando le pedía la frase de Vinteuil en vez del Vals de las Rosas,
Swann nunca le hacía tocar las cosas que le gustaban a él, y ni en música ni
en literatura intentaba corregir su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que
no era inteligente. Cuando le decía que a ella le gustaba mucho que le ha-
blaran de los grandes poetas, es porque se imaginaba que inmediatamente
iba a oír coplas heroicas y románticas del género de las del vizconde Bore-
lli, pero más emocionantes aún. Le preguntó si Ver Meer de Delft había su-
frido por amor a una mujer, y si era una mujer la que le había inspirado sus
obras; y cuando Swann le confesó que no se lo podía decir, Odette ya perdió
todo interés por aquel pintor. Solía decir: «Sí, la poesía, ya lo creo; nada se-
ría más hermoso si fuera de verdad, y si los poetas creyeran en todo lo que
dicen. Pero algunas veces son más interesados que nadie. Que me lo digan a
mí. Tenía yo una amiga que estuvo en relación con un poetilla. En sus ver-
sos, todo se volvía hablar del amor, del cielo y de las estrellas. Pero buen
chasco le dio. Se le comió más de trescientos mil francos». Si Swann enton-
ces intentaba enseñarle lo que era la belleza artística, y cómo había que ad-
mirar los versos o los cuadros, ella, al cabo de un momento, dejaba de aten-
der y decía: «Sí… pues yo no me lo figuraba así». Y Swann notaba en ella
tal decepción, que prefería mentir, decirle que todo aquello no era nada,
fruslerías nada más, que no tenía tiempo para abordar lo fundamental, que
todavía había otra cosa. Y entonces ella lo interrumpía: «¿Otra cosa? ¿El
qué…? Entonces, dímelo»; pero él se guardaba de decirlo porque ya sabía
que lo que dijera le había de parecer insignificante y distinto de lo que se
esperaba, mucho menos sensacional y conmovedor, y temía Swann que, al
perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo, la ilusión
del amor.
En efecto; Swann le parecía intelectualmente inferior a lo que ella se ha-
bía imaginado. «Nunca pierdes la sangre fría, no puedo definirte.» Y lo que
más la maravillaba era la indiferencia con que miraba al dinero, su amabili-
dad para todo el mundo y su delicadeza. Ocurre muchas veces, en efecto; y
con personas de más valía que Swann, con un sabio, con un artista, cuando
su familia y sus amigos saben estimar lo que vale, que el sentimiento que
demuestra que la superioridad de su inteligencia se impuso a ellos, no es un
sentimiento de admiración por sus ideas, porque no las entienden, sino de
respeto a su bondad. A Odette le inspiraba también respeto la posición que
ocupaba Swann en la sociedad aristocrática, pero nunca deseó que su aman-
te probara a introducirla en aquel ambiente. Pensaba que además, tenía mie-
do de que sólo con hablar de ella provocara revelaciones temibles. Ello es
que le había arrancado la promesa de no pronunciar nunca su nombre. Le
dijo que el motivo que tenía para no hacer vida de saciedad era que, hace
muchos años, regañó con una amiga; la cual, para vengarse, había ido ha-
blando mal de ella. Swann objetaba: «Pero tu amiga no conoce a todo el
mundo». «Sí, esas cosas se corren como una mancha de aceite y la gente es
tan mala…». Por un lado, Swann no entendió bien esta historia; pero, por
otro, sabía que esas proposiciones: «La gente es tan mala» y «La calumnia
se extiende como una mancha de aceite», se consideran generalmente como
verdaderas; así, pues, debía de haber casos en que se aplicaran concreta-
mente. ¿Era el de Odette uno de ellos? Y esta pregunta le preocupaba, pero
no por mucho tiempo, por que padecía también Swann de aquella pesadez
de espíritu que aquejaba a su padre cuando se planteaba un problema difícil.
Además, aquella sociedad que daba tanto miedo a Odette no le inspiraba
grandes deseos, porque estaba demasiado lejos de la que ella conocía, para
que se la pudiera representar bien. Sin embargo, a pesar de que en algunas
cosas conservaba hábitos de verdadera sencillez —seguía su amistad con
una modista retirada del oficio, y subía casi a diario la escalera pina, oscura
y fétida de la casa donde vivía su amiga—, se moría por lo chic, aunque su
concepto de lo chic era muy distinto del de las gentes verdaderamente aris-
tocráticas. Para éstas, el chic es una emanación de unas cuantas personas
que lo proyectan en un radio bastante amplio —y con mayor o menor fuer-
za, según lo que se diste de su intimidad— sobre el grupo de sus amigos o
de los amigos de sus amigos, cuyos nombres forman una especie de reperto-
rio. Este repertorio lo guardan en la memoria las gentes del gran mundo, y
tienen respecto a estas materias una erudición de la que sacan un modo de
gusto y de tacto especiales; así que Swann, sin necesidad de apelar a su
ciencia del mundo, al leer en un periódico los nombres de los invitados a
una comida, podía decir inmediatamente hasta qué punto había sido chic, lo
mismo que un hombre culto aprecia por la simple lectura de una frase la ca-
lidad literaria de su autor. Pero Odette era de esas personas —muy numero-
sas, aunque las gentes de la alta sociedad no lo crean, y que se dan en todas
las clases sociales que como no poseen esas nociones, se imaginan lo chic
de modo enteramente distinto, revestido de diversos aspectos, según el me-
dio a que pertenezcan, pero teniendo por carácter determinante— ya fuera
el chic con que soñaba Odette, ya fuera el chic ante el cual se inclinaba res-
petuosamente la señora de Cottarde— de ser directamente accesible a cual-
quiera. El otro, el de las gentes de la alta sociedad, también lo era, pero a
fuerza de tiempo. Odette decía hablando de una persona:
—No va más que a los sitios chic.
Y cuando Swann le preguntaba qué es lo que quería decir con eso, ella
respondía con cierto desdén:
—Pues, caramba, los sitios chic. Si a tus años voy a tener que enseñarte
lo que son los sitios chic… ¡Qué sé yo! Por ejemplo, los domingos por la
mañana, la avenida de la Emperatriz; el paseo de coches del Lago, a las cin-
co; los jueves, el teatro Edén; los viernes, el Hipódromo, los bailes.
—¿Pero qué bailes?
—Pues los bailes que se dan en París; vamos, los bailes chic quiero decir.
Ahí tienes ese Herbinger, ese que está con un bolsista, sí, debes conocerlo,
es uno de los hombres que más se ven en París, un muchacho rubio, muy
snob, que lleva siempre una flor en el ojal y una raya atrás, y que gasta abri-
gos claros; sí, está liado con esa vieja pintada que lleva a todos los estrenos.
Bueno, pues ése dio un baile la otra noche, donde fue toda la gente chic de
París. ¡Cuánto me hubiera gustado ir! Pero había que presentar la invitación
a la puerta, y no pude lograr ninguna. Bueno; en el fondo, lo mismo me da
porque la gente creo que se mataba de tanta que había. Y todo para poder
decir que estaban en casa de Herbinger. Y a mí esas cosas, sabes, no me di-
cen nada. Además, puedes asegurar que de cada cien de las que digan que
estaban, la mitad de ellas mienten. Pero me extraña que tú, tan pschutt, no
estuvieras.
Swann nunca intentaba hacerle modificar su concepto del chic; pensaba
que el suyo no valía mucho más y era tan tonto y tan insignificante como el
otro: así que ningún interés tenía en enseñárselo a su querida; tanto, que
cuando ya llevaban meses de relaciones, ella sólo se interesaba por las
amistades de Swann, en cuanto que podían servirle para tener tarjetas de en-
trada al pesaje de las carreras, a los concursos hípicos, o billetes para los
estrenos. Le gustaba que cultivara amistades tan útiles, pero se inclinaba a
considerarlas como chic, desde que un día vio por la calle a la marquesa de
Villeparisis, con un traje de lana negro y una capota con bridas.
—Pero sí parece una acomodadora, una portera vieja, darling. ¡Y es mar-
quesa! Yo no soy marquesa, pero me tendrían que dar mucho dinero para
salir disfrazada de ese modo.
No comprendía por qué vivía Swann en la casona del muelle de Orleáns,
que le parecía indigna de él.
Tenía la pretensión de que le gustaban las antigüedades, y tomaba una
expresión de finura y arrobo cuando decía que le agradaba pasarse todo un
día «revolviendo cacharros», buscando «baratillos» y cosas «antiguas».
Aunque se empeñaba, como haciéndolo cuestión de honor (y como si obe-
deciera a un precepto de familia), en no contestar nunca cuando Swann le
preguntaba lo que había hecho, y en no «dar cuentas» de cómo gastaba el
tiempo, una vez habló a Swann de una amiga suya que la había invitado y
que tenía una casa amueblada toda con muebles de «época». Swann no
pudo averiguar qué época era aquélla. Después de pensarlo un poco, dijo
Odette que era «allá de la Edad Media». Con eso quería decir que las pare-
des tenían entabladuras. Poco después volvió a hablarle de su amiga, y aña-
dió con el tono vacilante y de estar enterado con que se citan palabras de
una persona que estuvo cenando con uno la noche antes y cuyo nombre era
desconocido, pero al que los anfitriones consideraban como persona tan cé-
lebre que se da por supuesto que el interlocutor sabe perfectamente de quién
se trata: «Tiene un comedor del… del dieciocho». Comedor que por lo de-
más le parecía horroroso, pobre como si la casa no estuviese acabada que
sentaba muy mal a las mujeres, y que nunca se pondría de moda. Y volvió a
hablar por tercera vez de aquel comedor, mostrando a Swann las señas del
artista que lo hilo, diciéndole que de buena gana lo llamaría, cuando tuviera
dinero, para ver si podía hacerle, no uno como aquel de su amiga, sino el
que ella soñaba, y que por desgracia no casaba con las proporciones de su
hotelito, con altos aparadores, muebles Renacimiento y chimeneas como las
del castillo de Blois. Aquel día se le escapó delante de Swann lo que opina-
ba de su casa del muelle de Orleáns; como Swann criticara que a la amiga
de Odette le diera, no por el estilo Luis XVI, porque ese estilo, aunque se ve
poco, puede ser delicioso, sino por la falsificación de lo antiguo, ella le dijo:
«Pero no querrás que viva como tú, entre muebles rotos y alfombras
viejas», porque en Odette aun no podía más la aburguesada respetabilidad
que el diletantismo de la cocotte.
Consideraba como una minoría superior al resto de la humanidad a los
seres que tenían afición a los cacharros, figurillas artísticas y a versos, que
despreciaban los cálculos mezquinos y soñaban con cosas de amores y de
pundonor. No le importaba que en realidad tuvieran o no esos gustos, con
tal de que los pregonaran, y volvía diciendo de un hombre que le contó que
le gustaba vagar, ensuciarse las manos en tiendas viejas, y que creía que
nunca sabría apreciarle este siglo de comerciantes, porque no le preocupa-
ban sus intereses y era un hombre de otra época: «Es un espíritu adorable.
¡Qué sensibilidad! Pues nunca lo sospeché»; y sentía hacia aquel hombre
una amistad enorme y súbita. Pero, por el contrario, las personas que, como
Swann, tenían de verdad esos gustos, pero sin hablar de ellos, no le decían
nada. Claro que no tenía más remedio que confesar que Swann no era inter-
esado; pero luego añadía con aire burlón: «En él no es lo mismo»; y en
efecto, lo que seducía a la imaginación de Odette no era la práctica del de-
sinterés, sino su vocabulario.
Se daba cuenta de que muchas veces no podía él realizar los sueños de
Odette, y por lo menos hacía porque no se aburriera con él, y no contrariaba
sus ideas vulgares y aquel mal gusto que tenía en todo, y que a Swann tam-
bién le estaba como cualquier cosa que de ella viniera, que hasta le encanta-
ba, como rasgos particulares, gracias a los cuales se le hacía visible y apa-
rente la esencia de aquella mujer. Así que cuando estaba contenta porque
iba a ir a la Reina Topacio, o se le ponía el mirar serio, preocupado y volun-
tarioso, porque tenía miedo de perder la batalla de flores, o sencillamente la
hora del té con muffins y toasts del «Té de la rue Royale», al que creía in-
dispensable asistir para consagrar la reputación de elegancia de una mujer,
Swann, arrebatado como si estuviera ante la naturalidad de un niño o la fi-
delidad de un retrato que parece que va a hablar, veía el alma de su querida
afluir tan claramente a su rostro, que no podía resistir a la tentación de ir a
tocarla con los labios. «¡Ah, conque quiere que la llevemos a la batalla de
flores esta joven Odette, ¿eh? Quiere que la admiren. Bueno, pues la lleva-
remos. No hay más que hablar.» Como Swann era un poco corto de vista,
tuvo que resignarse a gastar lentes, para estar en casa, y a adoptar, para
afuera, el monóculo, que lo desfiguraba menos. La primera vez que se lo
vio puesto, Odette no pudo contener su alegría: «Para un hombre, digan lo
que quieran, no hay nada más chic. ¡Qué bien estás así, pareces un verdade-
ro gentleman! No le falta más que un título», añadió con cierto pesar. Y a
Swann le gustaba que Odette fuera así; lo mismo que si se hubiera enamora-
do de una bretona, se habría alegrado de verla con su cofia y de oírle decir
que creía en los fantasmas. Hasta entonces, como ocurre a muchos hombres
en quienes la afición al arte se desarrolla independientemente de su sensua-
lidad, había reinado una extraña disparidad entre la manera de satisfacer
ambas cosas, y gozaba en la compañía de mujeres de lo más grosero, las se-
ducciones de obras de lo más refinado, llevando, por ejemplo, a una criadita
a un palco con celosía para ver representar una obra decadente que tenía
unas de oír o una exposición de pintura impresionista, convencido, por lo
demás, de que una mujer aristocrática y culta no se hubiera enterado más
que la chiquilla aquella, pero no hubiera sabido callarse con tanta gracia.
Ahora, al contrario, desde que quería a Odette, le era tan grato simpatizar
con ella y aspirar a no tener más que un alma para los dos, que se esforzaba
por encontrar agradables las cosas que a ella le gustaban, y se complacía
tanto más profundamente, no sólo en imitar sus costumbres, sino en adoptar
sus opiniones, cuanto que, como no tenían base alguna en su propia inteli-
gencia, le recordaban su amor como único motivo de que le gustaran esas
cosas. Si iba dos veces a Sergio Panine, o buscaba las ocasiones de oír
como dirigía Olivier Métra, era por el placer de iniciarse en todos los con-
ceptos de Odette y sentirse partícipe de todos sus gustos. Y aquel hechizo,
para acercar su alma a la de Odette, que tenían las obras o los sitios que le
gustaban, llegó a parecerle más misterioso que el que contienen obras mu-
cho más hermosas, pero que no le recordaban a Odette. Además, como ha-
bía ido dejando que flaquearan las creencias intelectuales de su juventud, y
como su escepticismo de hombre elegante se había extendida hasta ellas,
inconscientemente, creía —o por lo menos así lo había creído por tanto
tiempo que aún lo decía— que los objetos sobre que versan nuestros gustos
artísticos no tienen en sí valor absoluto, sino que todo es cuestión de época
y lugar, y depende de las modas, las más vulgares de las cuales valen lo
mismo que las que pasan por más distinguidas. Y como juzgaba que la im-
portancia que Odette atribuía a tener entrada para el barnizado de los cua-
dros de la Exposición no era en sí misma más ridícula que el placer que sen-
tía él en otro tiempo, cuando almorzaba con el príncipe de Gales, parecíale
que la admiración que profesaba Odette por Montecarlo o por el Righi no
era más absurda que la afición suya a Holanda, que Odette se figuraba como
un país muy feo, o a Versalles, que a Odette se le antojaba muy triste. Y se
abstenía de ir a esos sitios, porque le gustaba decirse que lo hacía por ella y
que no quería sentir ni querer más que con ella lo que ella sintiera y amara.
Le gustaba, como todo lo que rodeaba a Odette, la casa de los Verdurin,
que no era en cierta manera más que un modo de verla y hablarla. Allí,
como en el fondo de todas las diversiones, comidas, música, juegos, cenas
con disfraz, días de campo, noches de teatro, y hasta en las pocas noches de
gran gala de la casa, estaba presente Odette, veía a Odette, hablaba con
Odette, don inestimable que los Verdurin hacían a Swann al invitarlo; y se
encontraba mejor que en parte alguna en el «cogollito», al que hacía por
atribuir méritos reales, porque así se imaginaba que formaría parte de el por
gusto toda su vida. Y como no se atrevía a decirse que querría a Odette eter-
namente, por lo menos le gustaba suponer que se trataría siempre con los
Verdurin —proposición ésta que a priori despertaba menos objeciones por
parte de su inteligencia— y de ese modo se figuraba un porvenir en el que
veía a Odette a diario; lo cual no era exactamente lo mismo que quererla
siempre; pero, por el momento, y mientras que la quería, creer que no se
quedaría un día sin verla era ya bastante para él. «¡Qué ambiente tan deli-
cioso! —se decía Swann—. Esa, esa es la vida de verdad, la que se hace en
esa casa; hay allí más talento y más amor al arte que en las grandes casas
aristocráticas. ¡Y cuánto y qué sinceramente le gustan a la señora de Verdu-
rin la música y la pintura! Claro que, a veces, exagera de un modo un tanto
ridículo; ¡pero siente tal pasión por las obras de arte, y hace tanto por agra-
dar a los artistas! ¡No tiene idea de lo que es la gente de la aristocracia, pero
también es verdad que los aristócratas se forman igualmente una idea muy
falsa de los ambientes artísticos! Y quizá sea porque yo no voy a buscar en
la conversación satisfacción de grandes necesidades intelectuales; pero el
caso es que paso buenos ratos con Cottard, aunque haga unos chistes estúpi-
dos. El pintor, cuando se pone presuntuoso y quiere deslumbrar a la gente,
es desagradable; pero como talento es de los mejores que yo conozco. Y,
además, hay allí mucha libertad, cada cual hace lo que quiere sin la menor
sujeción, sin ninguna etiqueta. ¡Y el derroche de buen humor que se gasta a
diario en esa casa! Decididamente, creo que, a no ser en casos muy raros,
no iré más que allí. Y me iré formando mis costumbres y mi vida en ese
ambiente.»
Y como las cualidades que Swann consideraba intrínsecas de los Verdu-
rin no eran más que el reflejo que proyectaban sobre sus personas los place-
res que disfrutó Swann en aquella casa durante sus amores con Odette, re-
sultaba que, cuanto más vivos, más profundos y más serios eran aquellos
placeres, más serias, más profundas y más vivas eran las prendas con que
adornaba Swann a los Verdurin. La señora de Verdurin dio muchas veces a
Swann lo único que él llamaba felicidad; una noche se sentía agitado e irri-
tado con Odette, porque su querida había hablado con cual invitado más que
con tal otro, no se atrevía a ser él quien tomara la iniciativa de preguntar a
Odette si saldrían juntos, y entonces la señora de Verdurin era portadora de
paz y alegría, diciendo espontáneamente: «¿Odette, usted se marcha con el
señor Swann, verdad?»; tenía miedo al verano que se acercaba, muy preo-
cupado por si Odette se marchaba a veranear ella sola, y no podía verla a
diario, y la señora de Verdurin iba a invitar a los dos a irse al campo con
ellos; de modo que por todas estas cosas Swann fue dejando que el interés y
la gratitud se infiltraran en su inteligencia e influyeran en sus ideas, y llegó
hasta a proclamar que la señora de Verdurin era un gran corazón. Un anti-
guo compañero suyo de la Escuela del Louvre le hablaba de una persona
exquisita o de gran mérito, y Swann respondía «Prefiero mil veces los Ver-
durin». Y con solemnidad, en el nueva, decía: «Son seres magnánimos, y en
este mundo, en el fondo, lo único que importa y que nos distingue es la
magnanimidad. Sabes, para mí, ya no hay más que dos clases de personas:
los magnánimos y los que no lo son; he llegado ya a una edad en que hay
que abanderarse y decidir para siempre a quiénes vamos a querer y a quié-
nes vamos a desdeñar, y atenerse a los que queremos sin separarse nunca de
ellos para compensar el tiempo que hemos malgastado con los demás. Pues
yo añadía con esa leve emoción que sentimos, en cierto modo, sin darnos
cuenta, al decir una cosa, no porque sea verdad, sino porque nos gusta de-
cirla, y escuchamos nuestra propia voz como si no saliera de nosotros mis-
mos— pues yo ya he echado mi suerte y me he decidido por los corazones
magnánimos y por vivir siempre en su compañía. ¿Que si es realmente inte-
ligente la señora de Verdurin? A mí me ha dado tales pruebas de nobleza y
de elevación de sentimientos, que, ¡qué quieres!, no se conciben sin una
gran elevación de ideas. Tiene una profunda comprensión del arte. Pero, en
ella, lo más admirable no es eso: hay cositas exquisitas, ingeniosamente
buenas, que ha hecho por mí: una atención genial, un ademán de sublime
familiaridad, que revelan una comprensión de la vida mucho más honda que
todos los tratados de filosofía».
Swann, sin embargo, hubiera debido reconocer que había antiguos ami-
gos de sus padres, tan sencillos como los Verdurin, compañeros de sus años
juveniles, que sentían el arte tanto como ellos, y que conocía a otras perso-
nas de una gran bondad, y que, sin embargo, desde que había optado por la
sencillez, por el arte y por la grandeza de alma, ya nunca iba a verlos. Y es
que esas personas no conocían a Odette, y aunque la hubieran conocido, no
se habrían preocupado de acercársele.
Así que, en el grupo de los Verdurin, no había indudablemente un solo
fiel que los quisiera o que creyera quererlos tanto como Swann. Y, sin em-
bargo, aquella vez que dijo el señor Verdurin que Swann no acababa de gus-
tarle, no sólo expresó su propia opinión, sino que se anticipó a la de su mu-
jer. El cariño que sentía Swann por Odette era muy particular, y no tuvo la
atención de tomar a la señora de Verdurin como confidente diario de sus
amores; la discreción con que Swann tomaba la hospitalidad de los Verdurin
era muy grande, y muchas veces no aceptaba cuando lo invitaban a cenar,
por un motivo de delicadeza que ellos no sospechaban, y creían que lo hacía
por no perder una invitación en casa de algún pelma; además, y no obstante
todo lo que hizo Swann por ocultársela, se habían ido enterando poco a
poco de la gran posición de Swann en el mundo aristocrático; y todo eso
contribuía a fomentar en los Verdurin una antipatía hacia Swann. Pero la
verdadera razón era muy otra. Y es que se dieron cuenta en seguida de que
en Swann había un espacio impenetrable y reservado, y que allí dentro se-
guía profesando para sí que la princesa de Sagan no era grotesca, y que las
bromas de Cottard no eran graciosas; en suma, y aunque Swann jamás
abandonara su amabilidad ni se revolviera contra sus dogmas, que existía
una imposibilidad de imponérselos, de convertirlo por completo, tan fuerte
como nunca la vieran en nadie. Hubieran pasado por alto que tratara a pel-
mas —a los cuales Swann prefería mil veces en el fondo de su corazón los
Verdurin y su cogollito—, con tal de que hubiera consentido, para dar buen
ejemplo, en renegar de ellos delante de los fieles. Pero era ésta una abjura-
ción que comprendieron muy bien que no habían de arrancarle nunca.
¡Qué diferencia con un «nuevo», invitado a ruegos de Odette, aunque
sólo había hablado con él unas cuantas veces, y en el que fundaban los Ver-
durin grandes esperanzas: el conde de Forcheville! (Resultó que era cuñado
de Saniette, cosa que sorprendió grandemente a los fieles porque el anciano
archivero era de tan humildes modales que siempre lo estimaron como de
inferior categoría social, y les extrañó el ver que pertenecía a una clase so-
cial rica y de relativa aristocracia.) Forcheville, desde luego, era grosera-
mente snob, mientras que Swann, no; y distaba mucho de estimar la casa de
los Verdurin por encima de cualquier otra, como hacía Swann. Pero carecía
de esa delicadeza de temperamento que a Swann le impedía asociarse a las
críticas, positivamente falsas, que la señora de Verdurin lanzaba contra co-
nocidos suyos. Y ante las parrafadas presuntuosas y vulgares que el pintor
soltaba algunas veces, y ante las bromas de viajante que Cottard arriesgaba,
y que Swann, que quería a los dos, excusaba fácilmente, pero no tenía valor
e hipocresía suficiente para aplaudir, Forcheville, por el contrario, era de un
nivel intelectual que podía adoptar un fingido asombro ante las primeras,
aunque sin entenderlas, y un gran regocijo ante las segundas. Precisamente,
la primera comida de los Verdurin a que asistió Forcheville puso de relieve
todas esas diferencias, hizo resaltar sus cualidades y precipitó la desgracia
de Swann.
Asistía a aquella comida, además de los invitados de costumbre, un pro-
fesor de la Sorbona, Brichot, que conoció a los Verdurin en un balneario, y
que de no estar tan ocupado por sus funciones universitarias y sus trabajos
de erudición, habría ido a su casa muy gustoso con mayor frecuencia. Por-
que sentía esa curiosidad, esa superstición de la vida que, al unirse con un
cierto escepticismo relativo al objeto de sus estudios, da a algunos hombres
inteligentes, cualquiera que sea su profesión, al médico que no cree en la
medicina, al profesor de Instituto que no cree en el latín, fama de amplitud,
de brillantez y hasta de superioridad de espíritu. En casa de los Verdurin
iba, afectadamente, a buscar términos de comparación en cosas de lo más
actual, siempre que hablaba de filosofía o de historia, en primer término,
porque consideraba ambas ciencias como una preparación para la vida, y se
figuraba que estaba viendo vivo y en acción, allí en el clan, lo que hasta en-
tonces sólo por los libros conocía; y, además, porque, como antaño le incul-
caron un gran respeto a ciertos temas, respeto que, sin saberlo, conservaba,
le parecía que se desnudaba de su personalidad de universitario, tomándose
con esos temas libertades que precisamente le parecían libertades tan sólo
porque seguía tan universitario como antes.
Apenas empezó la comida, el conde de Forcheville, sentado a la derecha
de la señora de Verdurin, que aquella noche se había puesto de veinticinco
alfileres en honor al «nuevo», le dijo: «Muy original esa túnica blanca»; y el
doctor Cottard, que no le quitaba ojo, por la gran curiosidad que tenía de
ver cómo era un «de», según su fraseología, y que andaba esperando el mo-
mento de llamarle la atención y entrar más en contacto con él, cogió al vue-
lo la palabra «blanca», y sin levantar la nariz del plato, dijo: «¿Blanca?, será
Blanca de Castilla», y luego, sin mover la cabeza lanzó furtivamente a dere-
cha e izquierda miradas indecisas y sonrientes. Mientras que Swann denotó
con el esfuerzo penoso e inútil que hizo para sonreírse que juzgaba el chiste
estúpido, Forcheville dio muestra de que apreciaba la finura de la frase, y al
propio tiempo, de que estaba muy bien educado, porque supo contener en
sus justos límites una jovialidad tan franca que sedujo a la señora de
Verdurin.
—¿Qué? ¿Qué me dice usted de un sabio así? —preguntó a Forcheville
—. No se puede hablar seriamente con él dos minutos seguidos. ¿También
en su hospital las gasta usted así? Porque entonces —decía volviéndose ha-
cia el doctor— aquello no debe de ser muy aburrido y tendré que pedir que
me admitan.
—Creo que el doctor hablaba de ese vejestorio antipático llamado Blanca
de Castilla, y perdónenme que así hable. ¿No es verdad, señora? —preguntó
Brichot a la dueña de la casa, que cerró los ojos, medio desmayada, y hun-
dió la cara en las manos, dejando escapar unos gritos de reprimida risa.
—¡Por Dios, señora! No quisiera yo ofender a las almas virtuosas, si es
que las hay aquí en esta mesa sub rosa… Reconozco que nuestra inefable
república ateniense —pero ateniense del todo— podría honrar en esa Cape-
to oscurantista al primer prefecto de Policía que supo pegar. Sí, mi querido
anfitrión, sí —prosiguió con su bien timbrada voz, que destacaba claramen-
te cada sílaba, en respuesta a una objeción del señor Verdurin—, nos lo dice
de un modo muy explícito la crónica de San Dionisio, de una autenticidad
de información absoluta. Ninguna patrona mejor para el proletariado anti-
clerical que aquella madre de un santo; por cierto que al santo también le
hizo pasar las negras —eso de las negras lo dice Suger y San Bernardo—,
porque tenía para todos.
—¿Quién es ese señor? —preguntó Forcheville a la señora de Verdurin
—. Parece hombre muy enterado.
—¿Cómo? ¿No conoce usted al célebre Brichot? Tiene fama europea.
—¡Ah!, es Brichot —exclamó Forcheville, que no habla oído bien—.
¿Qué me dice usted? —añadió, mirando al hombre célebre con ojos desme-
suradamente abiertos—. Siempre es agradable cenar con una persona famo-
sa. ¿Pero ustedes no invitan más que a gente de primera fila? ¡No se aburre
uno aquí, no!
—Sabe usted, sobre todo, lo que pasa —dijo modestamente la señora de
Verdurin—: es que aquí todo el mundo está en confianza. Cada cual habla
de lo que quiere, y la conversación echa chispas. ¡Ya ve usted! Brichot esta
noche no es gran cosa; yo lo he visto algunas veces arrebatador, para arrodi-
llarse delante de él; pues, bueno, en otras casas ya no es la misma persona;
se le acaba el ingenio, hay que sacarle las palabras del cuerpo, y hasta es
pesado.
—¡Sí que es curioso! —dijo Forcheville, extrañado.
Un ingenio como el de Brichot hubiera sido considerado como absoluta-
mente estúpido en el círculo de gentes donde transcurrió la juventud de
Swann, aunque realmente es compatible con una inteligencia de verdad. Y
la del profesor, inteligencia vigorosa y nutrida, probablemente hubiera podi-
do inspirar envidia a muchas de las gentes aristocráticas que Swann consi-
deraba ingeniosas. Pero estas gentes habían acabado por inculcar tan perfec-
tamente a Swann sus gustos y sus antipatías, por lo menos en lo relativo a la
vida de sociedad y alguna de sus partes anejas, que, en realidad, debía estar
bajo el dominio de la inteligencia, es decir, la conversación, que a Swann le
parecieron las bromas de Brichot pedantes, vulgares y groseras al extremo.
Además, le chocaba, por lo acostumbrado que estaba, los buenos modales,
el tono rudo y militar con que hablaba a todo el mundo el revoltoso univer-
sitario. Y, sobre todo, y eso era lo principal, aquella noche se sentía mucho
menos indulgente al ver la amabilidad que desplegaba la señora de Verdurin
con el señor Forcheville, ese que Odette tuvo la rara ocurrencia de llevar a
la casa. Un poco azorado con Swann, le preguntó al llegar.
—¿Qué le parece a usted mi convidado?
Y él, dándose cuenta por primera vez de que Forcheville, conocido suyo
hacía tiempo, podía gustar a una mujer, y era bastante buen mozo, contestó:
«Inmundo». Claro que no se le ocurría tener celos de Odette; pero no se
sentía tan a gusto como de costumbre, y cuando Brichot empezó a contar la
historia de la madre de Blanca de Castilla, que «había estado con Enrique
Plantagenet muchos años antes de casarse», y quiso que Enrique le pidiera
que siguiera su relato, diciéndole: «¿Verdad, señor Swann?», con el tono
marcial que se adopta para ponerse a tono con un hombre del campo o para
dar ánimo a un soldado, Swann cortó el efecto a Brichot, con gran cólera
del ama de casa, contestando que lo excusaran por haberse interesado tan
poco por Blanca de Castilla y que en aquel momento estaba preguntando al
pintor una cosa que le interesaba. En efecto: el pintor había estado aquella
tarde viendo la exposición de un artista amigo de los Verdurin que había
muerto hacía poco, y Swann quería enterarse por él —porque estimaba su
buen gusto— de si, en realidad, en las últimas obras de aquel pintor había
algo más que el pasmoso virtuosismo de las precedentes.
—Desde ese punto de vista es extraordinario; pero esta clase de arte no
me parece muy «encumbrado», como dice la gente —dijo Swann
sonriendo.
—Encumbrado a las cimas de la gloria —interrumpió Cottard, alzando
los brazos con fingida gravedad.
Toda la mesa se echó a reír.
—Ya le decía yo a usted que no se puede estar serio con él —dijo la se-
ñora de Verdurin a Forcheville—. Cuando menos se lo espera una, sale con
una gansada.
Pero observó que Swann era el único que no se había reído. No le hacía
mucha gracia que Cottard bromeara a costa suya delante de Forcheville.
Pera el pintor, en vez de responder de una manera agradable a Swann, como
le habría respondido seguramente de haber estado solos, optó por asombrar
a los invitados colocando un parrafito sobre la destreza del pintor maestro
muerto.
—Me acerqué —dijo— y metí la nariz en las cuadras para ver cómo esta-
ba hecho aquello. Pues ¡ca!, no hay manera; no se sabe si está hecho con
cola, con rubíes, con jabón, con bronce, con sol o con caca.
—¡Ka, ele, eme! —exclamó el doctor, pero ya tarde y sin que nadie se
fijara en su interrupción.
—Parece que no está hecho con nada —prosiguió el pintor—, y no es po-
sible dar con el truco, como pasa con la Ronda o los Regentes; y de garra es
tan fuerte como pueda serlo Rembrandt o Hals. Lo tiene todo, se lo aseguro
a ustedes.
Y lo mismo que esos cantantes que, cuando llegan a la nota más alta que
puedan dar, siguen luego en voz de falsete piano, el pintor se contentó con
murmurar, riendo, como si el cuadro, a fuerza de ser hermoso, resultara ya
risible:
—Huele bien, lo marea a uno, le corta la respiración, le hace cosquillas, y
no hay modo de enterarse cómo está hecho aquello. Es cosa de magia, una
picardía, un milagro —y echándose a reír—, un timo, ¡vaya! —Y entonces
se detuvo, enderezó gravemente la cabeza, y adoptando un tono de bajo
profundo, que procuró que le saliera armonioso, añadió—: ¡Y qué honrado!
Excepto en el momento en que dijo «más fuerte que la Ronda», blasfemia
que provocó una protesta de la señora de Verdurin, la cual consideraba a la
Ronda como la mejor obra del universo, sólo comparable a la Novena y a la
Samotracia, y cuando dijo aquello otro de «hecho con caca», que hizo lan-
zar a Forcheville una mirada alrededor de la mesa para ver si la palabra pa-
saba, y al ver que sí, arrancó a sus labios una sonrisa mojigata y conciliado-
ra, todos los invitados, menos Swann tenían los ojos clavados en el pintor y
fascinados por sus palabras.
—¡Lo que me divierte cuando se entusiasma así! —exclamó la señora de
Verdurin, encantada de que la conversación marchara tan bien la primera
noche que tenían al conde de Forcheville—. Y tú, ¿qué haces con la boca
abierta como un bobo? —dijo a su marido—. Ya sabes que habla muy bien;
no parece sino que es la primera vez que lo oyes. ¡Si usted lo hubiera visto
mientras estaba usted hablando! ¡Se lo comía con los ojos! Y mañana nos
recitará todo lo que ha dicho usted, sin quitar una coma.
—¡No, no, lo digo en serio! —repuso el pintor, encantado de su éxito—.
Parece que se creen ustedes que estoy hablando para la galería, y que todo
es charlatanismo; yo los llevaré a ustedes a que lo vean y a que me digan si
he exagerado algo; me juego la entrada a que vuelven más entusiasmados
que yo.
—No, si no le decimos a usted que exagera; lo que queremos es que
coma usted y que coma mi marido también; sirva usted otra vez lenguado al
señor; ¿no ve que se le ha enfriado el que tenía? No nos corre nadie; está
usted sirviendo como si hubiera fuego en la casa. Espere, espere un poco
para la ensalada.
La señora de Cottard era modesta, pero no carecía del aplomo requerido
cuando, por una feliz inspiración, daba con una frase acertada. Veía que ten-
dría éxito; aquello le inspiraba confianza, y la lanzaba, más que por sobresa-
lir ella, para ayudar a subir a su marido. Así que no dejó escapar la palabra
ensalada que acababa de pronunciar la señora de Verdurin.
—¿Es la ensalada japonesa? —dijo a media voz, volviéndose a Odette. Y
contenta y azorada por la oportunidad y el atrevimiento con que supo hacer
una alusión discreta, pero clara, a la nueva y discutida obra de Dumas, se
echó a reír con risa de ingenua, poco chillona, pero tan irresistible, que no
pudo dominarla, en unos instantes.
—¿Quién es esa señora? —dijo Forcheville—. Tiene gracia.
—No, no es ensalada japonesa; pero si vienen todos ustedes a cenar el
viernes, se la haremos.
—Le voy a parecer a usted muy paleta, caballero —dijo a Swann la seño-
ra del doctor—; pero confieso que aun no he visto esa famosa Francillon,
que es la comidilla de todo el mundo. El doctor ya ha ido a verla (recuerdo
que me dijo cuánto se alegró de encontrarlo a usted allí y gozar de su com-
pañía), y luego no he querido que volviera a tomar billetes para ir conmigo.
Claro que en el teatro Francés nunca pasa uno la noche aburrida, y además
trabajan todos los cómicos muy bien; pero como tenemos unos amigos muy
amables —la Señora de Cottard rara vez pronunciaba un nombre propio y
se limitaba a decir: «unos amigos nuestros», una «amiga mía», por «distin-
ción», y con un tono falso, como dando a entender que ella no nombraba
más que a quien quería—, que tienen palco muy a menudo y se les ocurre la
feliz idea de llevarnos con ellos a todas las novedades que lo merecen, estoy
segura de ver Francillon, un poco antes o un poco después, y de poder for-
marme opinión. Ahora, que no sabe una qué decir, porque en todas las casas
adonde voy de visita no se habla más que de esa maldita ensalada japonesa.
Ya empieza a ser un poco cansador —añadió al ver que Swann no parecía
acoger con mucho interés aquella candente actualidad—. Pero muchas ve-
ces da pie a ideas muy divertidas. Tengo yo una amiga muy ocurrente y
muy guapa; que está muy al tanto de la moda, y dice que el otro día mandó
hacer en su casa esa ensalada japonesa, pero con todo lo que dice Alejandro
Dumas, hijo, en su obra. Había invitado a unas cuantas amigas; y yo no fui
de las elegidas. Y según me dijo, el día que recibe, aquello era detestable.
Nos hizo llorar de risa. Claro que también hace mucho la manera de contar
—añadió viendo que Swann seguía serio.
Y creyéndose que tal vez sería porque no le gustaba Francillon:
—Creo que sufriré una desilusión. Nunca valdrá tanto como Sergio Pani-
ne, el ídolo de Odette. Esas obras sí que tienen fondo, son asuntos que ha-
cen pensar; pero ¡mire usted que ir a dar recetas de cocina en el teatro Fran-
cés! Sergio Panine es otra cosa. Como todo lo de Jorge Onhet, por supuesto,
siempre está también escrito. No sé si conoce usted el Maestro Herrero; a
mí aun me gusta más que Sergio Panine.
—Yo, señora, confieso —dijo Swann con cierta ironía— que tan poca ad-
miración me inspira una como otra.
—¿De veras? ¿Qué les encuentra usted de malo? ¿Les tiene usted antipa-
tía? Quizá le parece un poco triste, ¿eh? Pero yo digo siempre que no se
debe discutir de novelas ni de obras de teatro. Cada cual tiene su modo de
ver, y a lo mejor, lo que yo prefiero le parece a usted detestable.
Se vio interrumpida por Forcheville, que se dirigía a Swann. En efecto:
mientras la señora del doctor había estado hablando de Francillon, Forche-
ville se dedicó a expresar a la señora de Verdurin su admiración por el pe-
queño speeck del pintor, según él lo llamó.
—¡Qué memoria y qué facilidad de palabra tiene —dijo a la señora de
Verdurin, cuando hubo acabado el pintor—: he visto pocas parecidas! Ca-
ramba, ya las quisiera yo para mí. Él y el señor Brichot son dos números de
primera; pero como lengua me parece que esto daría quince y raya al profe-
sor. Es más natural, menos rebuscado. Claro que se le escapan alguna pala-
bras harto realistas, pero ahora gusta eso, y pocas veces he visto tener la
sartén por el mango en una conversación tan diestramente, como decíamos
en mi regimiento; precisamente en el regimiento tenía yo un compañero que
este señor me recuerda un poco. Se estaba hablando horas y horas de cual-
quier cosa, de este vaso, ¡pero qué de este vaso, eso es una tontería, de la
batalla de Waterloo, de lo que usted quiera!, y a todo eso soltándonos ocu-
rrencias graciosísimas. Swann debió conocerlo, porque estaba en el mismo
regimiento.
—¿Ve usted muy a menudo al señor Swann? —inquirió la señora de
Verdurin.
—No —contestó Forcheville; y como quería congraciarse con Swann
para poder acercarse a Odette más fácilmente, quiso aprovechar la ocasión
que se le ofrecía de halagarlo hablando de sus buenas relaciones, pero en
tono de hombre de mundo y como en son de crítica, sin nada que pareciera
felicitación por un éxito inesperado—. No, nos vemos muy poco, ¿verdad,
Swann? ¡Cómo nos vamos a ver! Este tonto está metido en casa de los La
Trémoille, de los Laumes, de toda esa gente. Imputación completamente
falsa, porque hacía un año que Swann no iba más que a casa de los Verdu-
rin. Pero el mero hecho de nombrar a personas no conocidas en la casa se
acogía entre los Verdurin con un silencio condenatorio. Verdurin, temeroso
de la mala impresión que aquellos nombres de «pelmas», lanzados así a la
faz de todos los fieles, debieron causar a su mujer, la miró a hurtadillas, con
mirar henchido de inquieta solicitud. Y vio su resolución de no darse por
enterada, de no tomar en consideración la noticia que acababan de comuni-
carle y de permanecer, no sólo muda, sino sorda, como solemos fingir cuan-
do un amigo indiscreto desliza en la conversación una excusa de tal natura-
leza que sólo el oírla sin protesta sería darla por buena, o pronuncia el nom-
bre execrado de un ingrato delante de nosotros; y la señora de Verdurin,
para que su silencio no pareciera un consentimiento, sino ese gran silencio
que todo lo ignora de las cosas inanimadas, borró de su rostro todo rasgo de
vida y de motilidad; su frente combada se convirtió en un hermoso estudio
de relieve, que ofreció invencible resistencia a dejar entrar el nombre de
esos La Trémoille, tan amigos de Swann; la nariz se frunció levemente en
una arruguita que parecía de verdad. Ya no fue más que un busto de cera,
una máscara de yeso, un modelo para monumento, un busto para el palacio
de la Industria, que el público se pararía a contemplar, admirando la destre-
za con que supo el escultor expresar la imprescriptible dignidad con que
afirman los Verdurin, frente a los La Trémoille y los Laumes, que ni ellos ni
todos los pelmas del mundo están por encima de los Verdurin, y la rigidez y
la blancura casi papales que supo dar a la piedra. Pero el mármol acabó por
animarse, habló y dijo que hacía falta no tener estómago para ir a casa de
gente así, porque la mujer siempre estaba borracha, y el marido era tan ig-
norante, que decía pesillo por pasillo.
—Por todo el oro del mundo no dejaría yo entrar en mi casa a esa gente
—concluyó la señora Verdurin, mirando a Swann con aspecto imperativo.
Indudablemente, no esperaba que la sumisión de Swann llegara al extre-
mo de santa simplicidad de la tía del pianista, que acababa de exclamar:
—Pero es posible? Lo que me extraña es que haya personas que se traten
con ellos; yo tendría miedo, porque le pueden dar a una un golpe. ¡Y toda-
vía hay tontos que les hacen la corte!
Pero por lo menos habría podido decir como Forcheville: «Sí, pero es una
duquesa, y hay gente todavía que se deja alucinar por esas cosas», lo cual
habría dado ocasión a la señora de Verdurin para decir: «Pues buen prove-
cho les haga». Pero no, ni eso siquiera; Swann se limitó a una risita que sig-
nificaba que no podía tomar en serio semejante disparate. Verdurin seguía
lanzando a su esposa miradas furtivas, y veía tristemente, explicándoselo
muy bien, que a su mujer la dominaba una cólera de inquisidor que no logra
extirpar la herejía, y para ver si arrancaba a Swann una retractación, como
el valor de sostener las propias opiniones parece siempre una cobardía y un
cálculo a aquellos contra quienes las sostenemos, Verdurin le dijo:
—Díganos usted francamente lo que piensa; no iremos luego a
contárselo.
A lo cual respondió Swann:
—No, si no es que tenga miedo de la duquesa (si es que se refieren uste-
des a los La Trémoille). A todo el mundo le gusta su trato. No digo que sea
muy «profunda» (pronunció profunda como si hubiera sido una palabra ri-
dícula, porque su lenguaje aun conservaba trazas de ciertas modalidades es-
pirituales, con las que dio al traste aquella renovación sonada por el amor a
la música, y ahora expresaba sus opiniones con viveza), pero de veras que
es inteligente y su marido es un hombre cultísimo. ¡Es una gente deliciosa!
Tanto, que la señora de Verdurin, dándose cuenta de que aquel solo infiel
le impediría realizar la unidad moral del cogollito, rabiosa contra aquel ca-
bezota que no veía, el daño que le estaba haciendo con sus palabras, no
pudo menos que gritar:
—¡Bueno!, opine usted así si le parece, pero por lo menos no nos lo diga:
—Todo depende de lo que usted llame inteligencia —dijo Forcheville,
que quería sobresalir él también—. Vamos a ver, Swann, ¿qué entiende us-
ted por inteligencia?
—Eso, eso —exclamó Odette—, esas son las cosas que yo quiero que me
diga, pero él nunca cede.
—Pero si… —protestó Swann.
—Nada, nada —dijo Odette.
—El que nada no se ahoga —interrumpió el doctor.
—¿Llama usted inteligencia a la facundia locuaz de los salones, a esas
personas que saben meterse en todo?
—Acabe usted con los entremeses para que le puedan cambiar el plato —
dijo la señora de Verdurin con tono agrio dirigiéndose a Saniette, que absor-
to en sus reflexiones se había olvidado de comer. Y quizá un poco avergon-
zada por el tono con que lo dijera, añadió—: Vamos, lo mismo da, tiene us-
ted tiempo; yo lo digo por los demás, para que no esperen.
—Ese buen anarquista de Fenelón —dijo Brichot marcando las sílabas—
da una definición muy curiosa de la inteligencia…
—Oigan, oigan —dijo la señora de Verdurin a Forcheville y al doctor—,
eso de la definición de Fenelón no todos los días se le presenta a uno oca-
sión de oírlo.
Pero Brichot esperaba a que Swann diera la definición suya. Y como
Swann hurtó el bulto y no contestó, fracasó aquella brillante justa que la se-
ñora de Verdurin ofrecía tan regocijada a Forcheville.
—¡Claro!, hace lo que conmigo —dijo Odette enfurruñada—; me alegro
de ver que no soy yo sola la que le parezco poco.
—Esos de La Trémoille que nos pinta esta señora de modo tan poco reco-
mendable —preguntó Brichot articulando con mucha fuerza— ¿son quizá
descendientes de aquellos cuya amistad tenía en tanto la marquesa de Se-
vigné, porque la realzaba mucho a los ojos de sus vasallos? Verdad es que la
marquesa tenía otra razón, que debía ser la verdadera, porque como era lite-
rata hasta la médula de los huesos nunca decía las cosas de primeras. Y es
que en el diario que mandaba a su hija periódicamente, la señora de La Tré-
moille, perfectamente documentada por lo bien emparentada que estaba, era
la que escribía sobre la política extranjera.
—No, me parece que no es la misma familia —dijo a todo trance la seño-
ra de Verdurin.
Saniette, que después de haber dado al maestresala su plato, lleno aún, se
hundió de nuevo en un silencio meditativo, salió por fin de su mutismo para
contar, riéndose, que una vez había cenado con el duque de La Trémoille, y
que resultaba que el duque ignoraba que Jorge Sand era seudónimo de una
mujer. Swann, como Saniette le era simpático, creyó oportuno darle unos
cuantos detalles sobre la cultura del duque, que demostraban la imposibili-
dad de tal confusión; pero se paró de pronto porque acababa de comprender
que Saniette no necesitaba esas pruebas, y sabía que la historia era falsa por
la sencilla razón de que la había inventado en aquel instante. Aquel hombre
excelente sufría al ver que los Verdurin lo tomaban por un pelma; y como se
daba cuenta de que aquella noche había estado más soso que nunca, quería
decir algo gracioso antes de que se acabara la cena. Capituló tan pronto,
puso una cara tan lastimera por su fracaso, y respondió a Swann tan cobar-
demente para que no se encarnizara en una refutación inútil: «Bueno,
bueno; de todos modos, equivocarse no es un crimen, me parece», que
Swann se habría alegrado de poder decirle que la historia era cierta y gra-
ciosísima. El doctor había estado escuchando, y se le ocurrió que en aquel
caso sería oportuno un Se non é vero…; pero, como no estaba muy seguro
de las palabras, tuvo miedo de enredarse y no dijo nada.
Acabada la cena, Forcheville buscó al doctor.
—No ha debido de ser fea, ¿eh?, la señora de Verdurin, y además es una
mujer con la que puede uno hablar, y para mí eso es todo. Claro que ya em-
pieza a amorcillarse un poco. La que parece muy lista es la señora de Crécy;
ya, lo creo, tiene vista de águila. Estábamos hablando de la señora de Crécy
—dijo a Verdurin, que se acercó con su pipa en la boca—. Debe de tener un
cuerpo…
—Mejor me gustaría encontrármela entre las sábanas que no al diablo —
dijo precipitadamente Cottard, que estaba esperando hacía un momento a
que Forcheville tomara aliento para colocar aquel chiste viejo, temeroso de
que se pasara la oportunidad si la conversación tomaba otro rumbo; chiste
que soltó con esa naturalidad y aplomo exagerados que sirven para ocultar
la frialdad y la inquietud del que está recitando. Forcheville, que conocía el
chiste, lo entendió y se rio mucho. Verdurin tampoco regateó su regocijo,
porque hacía poco que había dado con un símbolo para expresarlo distinto
del de su mujer, pero tan sencillo y tan claro como el de ella. Apenas inicia-
ba los movimientos de cabeza y hombros propios de la persona que se des-
ternilla de risa, se ponía a toser como si se hubiera tragado el humo de la
pipa por reírse con mucha fuerza. Y, sin quitarse la pipa de la boca, prolon-
gaba indefinidamente ese simulacro de hilaridad y de ahogo. Él y su mujer,
que estaba enfrente oyendo contar una historia al pintor, y que en aquel mo-
mento cerraba los ojos, e iba a hundir el rostro en las manos, parecían dos
caretas de teatro que expresaban de modo distinto el mismo sentimiento de
jovialidad.
Verdurin hizo muy bien en no quitarse la pipa de la boca, porque Cottard,
que sintió necesidad de salir un momento, dijo a media voz una frasecita
que había aprendido hacía poco y que repetía siempre que tenía que ir al
mismo sitio: «Tengo que ir a dar un recadito al duque de Aumale», de modo
que el acceso de tos volvió a empezar.
—¡Pero, hombre, quítate la pipa de la boca, te vas a ahogar por querer
contener la risa! —le dijo la señora, que se acercó al grupo para ofrecer
licores.
—Su marido es un hombre delicioso, tiene un ingenio que vale por cuatro
—declaró Forcheville a la señora de Cottard—. Gracias, señora; un soldado
viejo nunca dice que no a un trago.
—Al señor de Forcheville le parece Odette encantadora —dijo Verdurin a
su esposa.
—Pues precisamente ella tendría mucho gusto en almorzar un día con us-
ted. A ver cómo lo combinamos, pero sin que se entere Swann, porque tiene
un carácter que lo enfría todo. Claro que eso no quita para que venga usted
a cenar, naturalmente; esperamos que nos favorezca usted a menudo. Ahora,
como ya viene el buen tiempo, vamos muchas veces a comer en sitio descu-
bierto. ¿No le desagradan las comidas en el Bosque? Muy bien, pues eso.
Pero, ¿eh?, se ha olvidado usted de su oficio —gritó al joven pianista para
hacer ostentación al mismo tiempo, y delante de un «nuevo» tan importante
como Forcheville, de su ingenio y de su dominio tiránico sobre los fieles.
—El señor de Forcheville me estaba hablando mal de ti —dijo la señora
de Cottard a su marido cuando éste volvió al salón.
Y el doctor, siempre con la obsesión de la nobleza de Forcheville, que le
preocupaba desde que empezó la cena, le dijo:
—Ahora estoy asistiendo a una baronesa, la baronesa de Putbus; parece
que los Putbus estuvieron en las Cruzadas, ¿no? Tienen en Pomerania un
lago donde caben diez plazas de la Concordia. Le estoy asistiendo una artri-
tis seca. Es una mujer simpática. Creo que la señora de Verdurin la conoce.
Con eso dio pie a que Forcheville, cuando se vio solo un momento des-
pués con la señora de Cottard, completara el favorable juicio que del doctor
tenía formado:
—Es muy simpático, y se ve que conoce gente. Claro, los médicos lo sa-
ben todo.
—Voy a tocar el scherzo de la sonata de Vinteuil, para el señor Swann —
dijo el pianista.
—¡Caramba!, conque una sonata de escuerzos, ¿eh? —preguntó Forche-
ville para dárselas de gracioso.
Pero el doctor, que no conocía ese chiste, no lo entendió, y creyó que
Forcheville se había equivocado. Se acercó en seguida a rectificarlo:
—No, no se dice escuerzo, se dice scherzo —aclaró con tono solícito, im-
paciente y radiante.
Forcheville le explicó el chiste, y el doctor se puso encarnado.
—¿Reconocerá usted que tiene gracia, doctor?
—Sí, ya lo conocía hace tiempo —contestó Cottard.
Pero se callaron; por debajo de la agitación de los trémulos del violín que
la protegían con su vestidura temblorosa, a dos octavas de distancia, lo mis-
mo que en una región montañosa vemos por detrás de la inmovilidad apa-
rente y vertiginosa de una cascada, allá doscientos pies más abajo, la minús-
cula figurilla de una mujer que se va paseando, surgió la frasecita lejana,
graciosa, protegida por el amplio chorrear de la cortina transparente, ince-
sante y sonora. Y Swann corrió hacia ella, desde lo más hondo de su cora-
zón, como a una confidente de sus amores, corno a una amiga de Odette,
que debía decirle que no hiciera caso a ese Forcheville.
—Llega usted tarde —dijo la señora de Verdurin a un fiel, invitado tan
sólo en calidad de «mondadientes»—, Brichot esta noche ha estado incom-
parable, elocuentísimo. Pero se ha marchado ya. ¿Verdad, señor Swann?
Por cierto, creo que es la primera vez que hablaba usted con él, ¿no? —aña-
dió para hacer resaltar que lo conocía gracias a ella—. ¿Verdad que Brichot
ha estado delicioso?
Swann se inclinó cortésmente.
—¿Pero no le ha interesado a usted? —preguntó secamente la señora.
—Sí, señora, mucho me ha encantado. Quizá es un tanto precipitado y
jovial, a veces, para mi gusto, y le sentaría bien un poco más de calma y de
suavidad; pero se ve que sabe mucho y que es una excelente persona.
Todo el mundo se retiró muy tarde. Lo primero que dijo Cottard a su mu-
jer fue:
—Pocas veces he visto a la señora de Verdurin tan animada como esta
noche.
—¿Qué es lo que viene a ser exactamente esta señora de Verdurin; una
virtud de entre dos aguas? —dijo Forcheville al pintor, al que propuse que
se marcharan juntos.
Odette sintió mucho ver marcharse a Forcheville; no se atrevió a no vol-
ver a casa con Swann, pero en el coche estuvo de muy mal humor, y cuando
Swann le preguntó si quería que entrara en su casa, le contestó, encogiéndo-
se de hombros y con impaciencia: «¡Pues claro!». Cuando ya se marcharon
todos los invitados, la señora de Verdurin dijo a su marido:
—¿Has visto qué risa tan tonta la de Swann cuando estábamos hablando
de la señora de La Trémoille?
Había observado que cuando pronunciaban este nombre, Swann y For-
cheville algunas veces suprimían la partícula. Y no dudando que lo hicieran
para demostrar que a ellos no les asustaban los títulos, quiso imitar su orgu-
llo, pero no había sabido coger bien la forma gramatical con que se tradu-
cía. Y como su defectuosa manera de hablar podía más que su intransigen-
cia republicana, seguía diciendo los señores de La Trémoille, o mejor dicho,
con esa abreviatura usual en la letra de los couplets, y los pies de las carica-
turas con que se disimula los de, d’La Trémoille, y luego se resarcía dicien-
do sencillamente: «La señora La Trémoille». «La duquesa, como dice
Swann» añadió irónicamente, con una sonrisa que indicaba que estaba ci-
tando palabras ajenas y que ella no cargaba con una denominación tan inge-
nua y tan ridícula.
—Yo te diré que esta noche lo he encontrado muy estúpido.
Su marido le respondió:
—No es un hombre franco, es un caballero muy cauteloso que siempre
está nadando entre dos aguas. Quiere estar bien con todos. ¡Qué diferencia
entre él y Forcheville! Ese hombre, por lo menos, te dice claramente lo que
piensa, te agrade o no te agrade. No es como el otro, que no es ni carne ni
pescado. Por supuesto, a Odette parece que le gusta más Forcheville, y yo le
alabo el gusto. Y, además, ya que Swann viene echándoselas de hombre de
mundo y de campeón de duquesas, el otro, por lo menos, tiene su título, y es
conde de Forcheville —añadió con delicada entonación, como si estuviera
muy al corriente de la historia de ese condado y sopesara minuciosamente
su valor particular.
—Yo te diré —repuso la señora— que esta noche ha lanzado contra Bri-
chot unas cuantas indirectas venenosas y ridículas. Claro, como ha visto que
Brichot caía bien en la casa, esa era una manera de herirnos y de minarnos
la cena. Se ve muy claro al joven amigo que te desollará a la salida.
—Yo ya te lo dije —contestó él—, es un fracasado, un envidiosillo de
todo lo que sea grande.
En realidad, no había fiel menos maldiciente que Swann; pero todos los
demás tenían la precaución de sazonar sus chismes con chistes baratos, con
una chispa de emoción y de cordialidad; mientras que la menor reserva que
Swann se permitía sin emplear fórmulas convencionales, como «Esto no es
hablar mal; pero…», porque lo consideraba una bajeza, parecía una perfidia.
Hay autores originales que con la más mínima novedad excitan la ira del
público, sencillamente porque antes no halagaron sus gustos, atiborrándolo
de esos lugares comunes a que está acostumbrado; y así indignaba Swann al
señor Verdurin. Y en el caso de Swann, como en el de ellos, la novedad de
su lenguaje es lo que inducía a creer en lo negro de sus intenciones.
Swann estaba aún ignorante de la desgracia que lo amenazaba en casa de
los Verdurin, y seguía viendo sus ridículos de color de rosa, a través de su
amor por Odette.
Ahora, por lo general, sólo se daba cita con su querida por la noche; de
día tenía miedo de cansarla yendo mucho a su casa, pero le gustaba estar
siempre presente en la imaginación de Odette, y buscaba las ocasiones de
insinuarse hasta el pensamiento de su amiga de una manera agradable. Si
veía en el escaparate de una tienda de flores, o de una joyería, alguna planta
o alguna alhaja que le gustaran mucho, pensaba en seguida en enviárselas a
Odette, imaginándose que aquel placer que había sentido él al ver la flor o
la piedra preciosa, lo sentiría ella también, y vendría a acrecer su cariño; y
las mandaba llevar inmediatamente a la calle La Perouse, para no retardar el
instante aquel en que, por recibir Odette una cosa suya, parecía que estaban
más cerca. Quería, sobre todo, que llegara el regalo antes de que ella saliera,
para ganarse, por el agradecimiento que ella sintiera, una acogida más cari-
ñosa aquella noche en casa de los Verdurin, acaso una carta que ella envia-
ría antes de ir a cenar, y ¡quién sabe si hasta una visita de la propia Odette!,
una visita suplementaria a casa de Swann para darle las gracias. Como en
otra época, cuando experimentaba en el temperamento de Odette los efectos
del despecho, ahora probaba, por medio de las reacciones de la gratitud, a
extraer de su querida parcelas íntimas de sentimiento que aun no le había
revelado.
Muchas veces, Odette tenía apuros de dinero, y en caso de alguna deuda
urgente, pedía a Swann que la ayudara. Y él se alegraba mucho, como de
todo lo que pudiera inspirar a Odette un gran concepto del amor que le te-
nía, o sencillamente de su influencia y de lo útil que podía serle. Indudable-
mente, si al principio le hubieran dicho: «Lo que le gusta es tu posición so-
cial», ahora: «Si te quiere es por tu dinero», Swann no lo hubiera creído;
pero no le dolería mucho que las gentes se figurasen a Odette unida a él —
es decir, que se viera que estaban unidos el uno al otro— por un lazo tan
fuerte como el esnobismo o el dinero. Y hasta si hubiera llegado a creérselo,
quizá su pena no habría sido muy grande al descubrir en el amor de Odette
ese estado más duradero que el basado en los atractivos o prendas persona-
les de su amigo: el interés, que no dejaría llegar nunca el día en que ella sin-
tiera ganas de no volverlo a ver. Por el momento, colmándola de regalos y
haciéndole favores, podía descansar confiadamente en estas mercedes, exte-
riores a su persona y a su inteligencia, del agotador cuidado de agradarle
por sí mismo. Y aquella voluptuosidad de estar enamorado, de no vivir más
que de amor, que muchas veces dudaba que fuera verdad, aumentaba aún de
valor por el precio que, como dilettante de sensaciones inmateriales, le cos-
taba —lo mismo que se ve a personas dudosas de si el espectáculo del mar
y el ruido de las olas son cosa deliciosa, convencerse de que sí y de que
ellos tienen un gusto exquisito en cuanto tienen que pagar cien francos dia-
rios por la habitación de la fonda donde podrán gozar del mar y sus delicias.
Un día, reflexiones de éstas le trajeron a la memoria aquella época en que
le hablaran de Odette como de una «mujer entretenida», y una vez más se
divirtió oponiendo a esa personalidad extraña, la mujer entretenida —amal-
gama tornasolada de elementos desconocidos y diabólicos, engastada, como
una aparición de Gustavo Moreau, en flores venenosas entrelazadas en alha-
jas magníficas—, la otra Odette por cuyo rostro viera pasar los mismos sen-
timientos de compasión por el desgraciado, de protestas contra la injusticia,
y de gratitud por un beneficio, que había visto cruzar por el alma de su ma-
dre o de sus amigos; esa Odette, que hablaba muchas veces de las cosas que
a él le eran más familiares que a ella, de su cuarto, de su viejo criado, del
banquero a quien tenía confiados sus títulos; y esta última imagen del ban-
quero le recordó que tenía que pedir dinero. En efecto, si aquel mes ayuda-
ba a Odette en sus dificultades materiales con menos largueza que el ante-
rior, en que le dio 5000 francos, o no le regalaba un collar de diamantes que
ella quería, no reavivaría en su querida aquella admiración por su generosi-
dad, aquella gratitud que tan feliz lo hacían, y hasta corría el riesgo de que
Odette pensara que su amor disminuía al ver reducidas las manifestaciones
con que aquel cariño se expresaba. Y entonces se preguntó de pronto si
aquello que estaba haciendo no era cabalmente «entretenerla» —como si en
efecto, esta noción de «entretener» pudiera extraerse, no de elementos mis-
teriosos ni perversos, sino pertenecientes al fondo diario y privado de su
vida, lo mismo que ese billete de 1000 francos, roto y repegado, doméstico
y familiar, que su ayuda de cámara le ponía en el cajón de la mesa, después
de pagar la casa y las cuentas, y que él mandaba a Odette con cuatro más—,
y si no se podía aplicar a Odette, desde que él la conocía —porque no se le
pasó por las mientes que antes de conocerlo a él hubiera podido recibir di-
nero de nadie— ese dictado que tan incompatible con ella se figuraba
Swann de «mujer entretenida». Pero no pudo ahondar en esa idea, porque
un acceso de pereza de espíritu, que en él eran congénitos, intermitentes y
providenciales, llegó en aquel momento y apagó todas las luminarias de su
inteligencia, tan bruscamente, como andando el tiempo, cuando hubiera luz
eléctrica, podría dejarse una casa a oscuras en un momento. Su pensamiento
anduvo a tientas un instante por las tinieblas; se quitó los lentes, limpió sus
cristales, se pasó las manos por los ojos, y no volvió a vislumbrar la luz has-
ta que tuvo delante una idea completamente distinta, a saber: que el mes
próximo convendría mandar a Odette 6000 o 7000 francos en vez de 5000,
por la sorpresa y la alegría que con eso iba a darle.
La noche que no estaba en casa esperando que llegara la hora de ver a
Odette en casa de los Verdurin, o en uno de los restaurantes de verano del
Bosque o de Saint-Cloud, donde les gustaba mucho ir, se marchaba a cenar
a alguna de aquellas elegantes casas donde, antes era asiduo convidado. No
quería romper el contacto con personas que quién sabe si podían ser útiles a
Odette algún día, y a quienes ahora utilizaba a veces para alguna cosa que le
pedía Odette. Además, estaba muy acostumbrado desde hacía tiempo a la
vida aristocrática y al lujo, y aunque había aprendido con la costumbre a
despreciar una y otro, sin embargo, los necesitaba; de modo que en cuanto
se le aparecieron exactamente en el mismo plano las casas más modestas y
las mansiones ducales, tan habituados estaban sus sentidos a los palacios,
que sentía necesidad de no estar siempre en moradas modestas. Le merecían
la misma consideración —con tal identidad, que hubiera parecido increíble
— las familias de clase media que daban bailes en su quinto piso, escalera
D, puerta de la derecha, que la princesa de Parma, en cuyo palacio se cele-
braban las fiestas más lucidas de París; pero no tenía la sensación de hallar-
se en un baile cuando se estaba con la gente seria en la alcoba del ama de
casa; y al ver los tocadores tapados con toallas, las camas transformadas en
guardarropa y los cubrepiés llenos de gabanes y sombreros, le causaba la
misma sensación de ahogo que puede causar hoy a personas acostumbradas
a veinte años de luz eléctrica el olor de un quinqué o el humo de una lampa-
rilla. El día que cenaba fuera mandaba enganchar para las siete y media; se
vestía pensando en Odette, y así no estaba solo, porque el pensar constante-
mente en Odette alumbraba los momentos en que ella estaba lejos con la
misma encantadora luz de los instantes que pasaban juntos. Subía al coche,
pero sentía que aquel pensamiento saltaba al carruaje al mismo tiempo que
él, se le ponía en las rodillas como un animal favorito que llevamos a todas
partes y que seguiría con él en la mesa, sin que lo supieran los invitados. Y
aquel animalito le acariciaba, le daba calor; y Swann sentía una especie de
lánguida dejadez, y se rendía a un leve estremecimiento que le crispaba el
cuello y la nariz, cosa nueva en él, mientras iba poniéndose en el ojal el ra-
mito de ancolias. Sentíase melancólico y malucho hacía algún tiempo, sobre
todo desde que Odette presentó a Forcheville en casa de los Verdurin, y por
su gusto se habría ido al campo a descansar. Pero no tenía valor para mar-
charse de París, ni siquiera por un día, mientras que Odette estuviera allí.
Había una atmósfera cálida, y eran aquellos los días más hermosos de la
primavera. Y aunque iba atravesando una ciudad de piedras para meterse en
un hotel cerrado, lo que tenía siempre en la imaginación era un parque suyo,
junto a Combray; allí, en cuanto eran las cuatro, antes de llegar al plantado
de espárragos, gracias al aire que viene por el lado de Méséglise, podía dis-
frutarse, a la sombra de las plantas, tanto frescor como en la orilla del estan-
que, cercado de miosotis y espadañas, y cenaba en una mesa rodeada por
guirnaldas de rosas y de grosella, que le arreglaba su jardinero.
Acabada la cena, si estaban citados temprano en el Bosque o en Saint-
Cloud, se marchaba tan pronto —sobre todo si amenazaba lluvia y podían
los fieles recogerse antes— que una vez que cenaron muy tarde en casa de
la princesa de Laumes, y que Swann se marchó sin esperar el café, para ir a
buscar a los Verdurin a la isla del Bosque, la princesa dijo:
—Realmente, si Swann tuviera treinta años más y una enfermedad de la
vejiga, se comprendería que escapara de esa manera; pero esto ya es burlar-
se de la gente.
Decíase Swann que aquel encanto de la primavera, que no podía ir a dis-
frutar, lo encontraría, al menos, en la isla de los Cisnes o en Saint-Cloud.
Pero como no podía pensar en nada más que en Odette, ni siquiera sabía si
las hojas olían bien o si hacía luna; acogíale la frasecilla de la sonata de
Vinteuil, tocada en el piano del jardín del restaurante. Si no había piano
abajo, los Verdurin hacían todo lo posible porque bajaran uno de un cuarto
de arriba o del comedor. Y no es que Swann hubiera vuelto a su favor, no;
pero la idea de preparar a cualquiera, aunque fuera a una persona poco esti-
mada, un obsequio ingenioso, inspiraba a los Verdurin, durante los momen-
tos de los preparativos, sentimientos ocasionales y efímeros de simpatía y
de cordialidad. Muchas veces se decía Swann que aquella noche era una no-
che de primavera más que estaba pasando, y se prometía fijarse en los árbo-
les y en el cielo. Pero la agitación que le sobrecogía al ver a Odette, como
asimismo cierto febril malestar que lo aquejaba, sin descanso, hacía algún
tiempo, le robaban la calma y el bienestar, que son fondo indispensable para
las impresiones que inspira la Naturaleza.
*
Una de las noches que aceptó Swann la invitación de los Verdurin, dijo,
cuando estaban cenando, que a la noche siguiente se reuniría en banquete
con unos compañeros suyos, y Odette, allí en plena mesa, le contestó, de-
lante de Forcheville que ahora era uno de los fieles; delante del pintor, de-
lante de Cottard:
—Sí, ya sé que tiene usted banquete; así que no lo veré hasta que pase
usted por casa. No vaya muy tarde, ¿eh?
Aunque Swann nunca tuvo envidia seriamente de las pruebas de, amistad
que daba Odette a uno u a otro de los fieles, sintió una gran dulzura al oírla
confesar así, delante de todos y con tan tranquilo impudor, sus citas diarias
de por la noche, la posición privilegiada que gozaba en casa de Odette y la
preferencia que eso implicaba hacia él. Verdad es que Swann había pensado
muchas veces que Odette no era, en ningún modo, una mujer que llamara la
atención, y la supremacía suya sobre un ser tan inferior a él no era cosa para
sentirse halagado, cuando se la pregonaba a la faz de los fieles; pero desde
que se fijó que Odette era para muchos hombres una mujer encantadora, y
codiciable el atractivo que para ellos ofrecía su cuerpo, despertó en Swann
un deseo doloroso de dominarla enteramente, hasta en las más recónditas
partes de su corazón. Y cuando acabó la cena, la llevó aparte, le dio las gra-
cias efusivamente, intentando hacerle comprender, según los grados de la
gratitud que le demostraba, la escala de placeres que Odette podía darle, y
que el más alto de ellos era garantizarlo y hacerlo invulnerable, mientras su
amor durara, contra las embestidas de los celos.
A la noche siguiente, cuando salió del banquete estaba lloviendo mucho,
y como él tenía coche abierto, un amigo se ofreció a llevarlo a su casa en
cupé; Swann, como Odette le había dicho el día antes que fuera a su casa,
estaba seguro de que su querida no esperaba a nadie aquella noche, y de
buena gana, mejor que echar a andar en la victoria con aquel chaparrón; se
habría ido a acostar tranquilo y contento. Pero quizá si veía Odette que no
siempre tenía el mismo interés en pasar con ella sus últimas horas, ya no se
preocuparía de reservárselas y podrían faltarle un día que las necesitara más
que nunca.
Llegó a casa de Odette pasadas las once; se excusó por haber ido tan tar-
de, y ella se quejó de que, en efecto, era muy tarde, de que la tormenta la
había puesto un poco mala y de que le dolía la cabeza, y le previno que iba
a tenerlo a su lado media hora nada más y que a las doce lo echaría; al poco
rato dio muestras de cansancio y de sueño.
—¿Entonces esta noche no hay catleyas? —dijo Swann—. ¡Yo que espe-
raba una buena catleya…!
Odette le contestó un poco huraña y nerviosa:
—No, amiguito, ¿no ves que estoy mala? Esta noche no hay catleyas.
—Bueno, no insisto; aunque yo creo que te sentaría bien.
Odette rogó a Swann que apagara la luz antes de irse; él mismo echó las
cortinas de la cama y se marchó. Pero volvió a su casa y, de repente, se le
ocurrió que quizá Odette estaba esperando a alguien aquella noche, que lo
del cansancio era fingido, que si le pidió que apagara la luz fue para hacerle
creer que iba a dormirse, y que en cuanto Swann se fue, Odette volvió a en-
cender y abrió la puerta al hombre que iba a pasar la noche con ella. Miró
qué hora era. Hacía una hora y media que se habían separado; salió a la ca-
lle, tomó un simón y mandó parar muy cerca de la casa de Odette, en una
callecita perpendicular a aquella otra a la que daba la parte trasera del hotel
y la ventana donde él llamaba muchas noches para que Odette saliera a
abrirle. Bajó del coche; a su alrededor, en aquel barrio, todo era soledad y
negrura; dio unos cuantos pasos y desembocó delante de la casa. Entre la
oscuridad de todas las ventanas de la calle, apagadas ya hacía rato, vio una
única ventana que derramaba, por entre los postigos que prensaban su pulpa
misteriosa y dorada, la luz de la habitación, esa luz que, así como otras no-
ches, al verla desde lejos, al llegar a la callecita, le anunciaba «Aquí está
Odette esperándote», ahora lo torturaba y le decía «Aquí está Odette con el
hombre que esperaba». Quiso saber quién era; se deslizó a lo largo de la pa-
red hasta llegar debajo de la ventana, pero entre las maderas oblicuas de los
postigos no se podía ver nada; sólo oyó en el silencio de la noche el murmu-
llo de una conversación. Sufría al ver aquella luz, en cuya dorada atmósfera
se movía, tras las maderas, la invisible y odiada pareja; sufría al oír aquel
murmullo que revelaba la presencia del hombre que llegó cuando él se fue,
la falsía de Odette y la dicha que con ese hombre iba a disfrutar.
Y, sin embargo, se alegraba de haber ido; el tormento que lo echó de su
casa, al precisarse, perdió en intensidad, ahora que la otra vida de Odette, la
que él sospechó de un modo brusco e impotente en aquel pasado momento,
estaba allí, iluminada de lleno por la lámpara, prisionera, sin saberlo, en
aquella habitación en donde él podía entrar cuando se le antojara a sorpren-
derla y capturarla; aunque quizá sería mejor llamar a los cristales como so-
lía hacerlo cuando era muy tarde; así Odette se enteraría de que Swann lo
sabía todo, había visto la luz y oído la conversación, y él, que hace un mo-
mento se la representaba como riéndose de sus ilusiones con el otro, los
veía ahora a los dos, confiados en su error, engañados por Swann, al que
creían muy lejos, y que estaba allí e iba a llamar a los cristales. Y quizá la
sensación casi agradable que tuvo en aquel momento provenía de algo más
que de haberse aplacado su duda y su pena: de un placer de la inteligencia.
Si desde que estaba enamorado las cosas habían recobrado para él algo de
su interés delicioso de otras veces, pero sólo cuando las alumbraba el re-
cuerdo de Odette, ahora sus celos estaban reanimando otra facultad de su
juventud estudiosa, la pasión de la verdad, pero de una verdad interpuesta
también entre él y su querida; sin más luz que la que ella le prestaba, verdad
absolutamente individual, que tenía por objeto único, de precio infinito y de
belleza desinteresada, los actos de Odette, sus relaciones, sus proyectos y su
pasado. En cualquier otro período de su vida, las menudencias y acciones
corrientes de una persona no tenían para Swann valor alguno; si venían a
contárselas le parecían insignificantes y no les prestaba más que la parte
más vulgar de su atención; en aquel momento se sentía muy mediocre. Pero
en ese extraño período de amor lo individual arraiga tan profundamente,
que esa curiosidad que Swann sentía ahora por las menores ocupaciones de
una mujer, era la misma que antaño le inspiraba la Historia. Y cosas que
hasta entonces lo habrían abochornado: espiar al pie de una ventana, quién
sabe si mañana sonsacar diestramente a los indiferentes, sobornar a los cria-
dos, escuchar detrás de las puertas, le parecían ahora métodos de investiga-
ción científica de tan alto valor intelectual y tan apropiados al descubri-
miento de la verdad como descifrar textos, comparar testimonios e interpre-
tar monumentos.
Ya a punto de llamar a los cristales, tuvo un momento de rubor al pensar
que Odette iba a enterarse de que había tenido sospechas, de que había
vuelto a apostarse allí en la calle. Muchas veces le había hablado Odette del
horror que tenía a los celosos y a los amantes que se dedican a espiar. Lo
que iba a hacer era muy torpe y se ganaría su malquerencia de allí en ade-
lante, mientras que, en aquel momento, en tanto que no llamara, ella todavía
lo quería acaso, aunque lo estaba engañando. ¡Y sacrificamos tantas veces a
la impaciencia de un placer inmediato la realización de muchas posibles
venturas!
Pero el deseo de averiguar la verdad era más fuerte, y le parecía más no-
ble. Sabía que la realidad de las circunstancias, que él habría podido recons-
tituir exactamente, aun a costa de su vida, era legible detrás de aquella ven-
tana, estriada de luz, como la cubierta iluminada de oro de uno de esos ma-
nuscritos preciosos de tanta belleza artística, que seduce hasta al erudito que
los consulta. Y sentía una gran voluptuosidad en aprender la verdad, que le
apasionaba en aquel ejemplar, único, efímero y precioso, de una materia
translúcida, tan cálida y tan bella. Y, además, la superioridad que sentía —
que necesitaba sentir— con respecto a ella, más que de estar enterado era de
poder mostrar que lo estaba. Se empinó y dio un golpe. No oyeron, y enton-
ces volvió a llamar, y la conversación cesó. Se oyó una voz de hombre, y
Swann se fijó en ella, por si distinguía de qué amigo de Odette era, que
preguntó:
—¿Quién es?
No estaba seguro de reconocer la voz. Volvió a llamar, y se abrieron los
cristales, y luego los postigos. Ahora ya no había posibilidad de retroceder,
y puesto que lo iba a saber todo, para no presentarse con aspecto de infeliz
y de celoso con curiosidad, se limitó a gritar con voz alegre e indiferente:
—No, no se molesten; al pasar por ahí he visto luz, y se me ha ocurrido
preguntar si estaba usted ya mejor.
Alzó los ojos. Se habían asomado a la ventana dos caballeros viejos, uno
de ellos con una lámpara en la mano; a la luz de la lámpara vio, dentro, una
habitación que le era desconocida. Y es que, como tenía la costumbre, si iba
a ver a Odette muy tarde de reconocer su ventana por ser la única que esta-
ba encendida, se había equivocado, y llamó en una ventana de la casa de al
lado. Pidió perdón, se marchó y se fue a su casa, contento de que la satisfac-
ción de su curiosidad hubiera dejado su amor intacto, y de que, después de
haber estado simulando hacia Odette una especie de indiferencia, no hubie-
ra logrado, con sus celos, aquella prueba demasiado ansiada que entre dos
amantes dispensa a que la posee de querer mucho al otro. Nunca le habló de
aquella desdichada aventura, ni él se acordó mucho de esa noche. Pero, a
menudo, un giro de su pensamiento tropezaba con aquel recuerdo, sin que-
rer, porque no la había visto; se le hundía en el alma más y más, y Swann
sentía un repentino y hondo dolor. Y lo mismo que si se tratara de un dolor
físico, los pensamientos de Swann no podían aliviarle nada; pero, por lo
menos, con el dolor físico para que, como es independiente del pensamien-
to, este pensamiento puede posarse en él, comprobar que disminuye, que
cesa momentáneamente. Pero aquel otro dolor, el pensamiento, sólo con
acordarse de él le volvía a dar vida. No querer pensar en aquello, era pensar
más, sufrir más. Y cuando estaba charlando con unos amigos, sin acordarse
ya de su dolor, de pronto, una palabra le demudaba el rostro, como le pasa a
un herido cuando una persona torpe le toca sin precaución el miembro dolo-
rido. Al separarse de Odette, sentíase feliz y tranquilo, recordaba las sonri-
sas suyas, burlonas al hablar de otros y cariñosas para con él; pero el peso
de su cabeza, cuando la apartaba de su eje para dejarla caer casi involunta-
riamente en los labios de Swann, lo mismo que hizo la primera noche; las
miradas desfallecientes que le lanzaba mientras él la tenía entre sus brazos,
al mismo tiempo que apretaba, temblorosa, su cabeza contra el hombro de
Swann.
Pero, en seguida, sus celos, como si fueran la sombra de su amor, se com-
plementaban con el duplicado de la sonrisa de aquella noche —pero que
ahora se burlaba de Swann y se henchía de amor hacia otro hombre— de la
inclinación de su cabeza, pero vuelta hacia otros labios, con todas las de-
mostraciones de cariño que a él le había dado, pero ofrecidas a otro. Y to-
dos los recuerdos voluptuosos que se llevaba de casa de Odette, eran para
Swann como «bocetos» o proyectos semejantes a esos que enseñan los de-
coradores, y gracias a los cuales Swann podía formarse idea de las actitudes
de ardor o de abandono que Odette podía tener con otros hombres. De
modo que llegaron a darle pena todo placer que con ella disfrutaba, toda ca-
ricia inventada, cuya exquisitez señalaba él a su querida; todo nuevo encan-
to que en ella descubría, porque sabía que, unos momentos después, todo
eso vendría a enriquecer su suplicio con nuevos instrumentos.
Y este suplicio era todavía más cruel cuando Swann recordaba una mira-
da que había sorprendido hacía algunos días por vez primera en los ojos de
Odette. Fue en casa de los Verdurin, después de cenar. Forcheville había
visto que su cuñado Saniette no gozaba de ningún favor en la casa; ya fuera
porque quiso tomarlo como cabeza de turco y brillar a costa suya, ya porque
le molestara una frase torpe que Saniette le dijo y que pasó inadvertida para
todos los invitados, que no podían sospechar la alusión desagradable que
encerraba, aunque sin malicia por parte de Saniette, ya porque tuviera ganas
de echar de la casa a una persona que lo conocía demasiado y que sabía que
era lo bastante delicada para no sentirse muy a gusto en su presencia, ello es
que Forcheville contestó a aquella frase de Saniette, con tal grosería, insul-
tándolo y envalentonándose más y más mientras seguía vociferando, con el
susto, la pena y los ruegos del otro, que el infeliz preguntó a la señora de
Verdurin si debía seguir en aquella casa, y, al no recibir contestación, se
marchó balbuceando y con las lágrimas en los ojos. Odette asistió impasible
a la escena; pero cuando Saniette se hubo retirado, relajó en algunos grados
de dignidad la expresión habitual de su rostro, para poder ponerse al mismo
nivel que Forcheville, e hizo rebrillar en sus pupilas una sonrisa de enhora-
buena por la valentía del ejecutor y de burla por la víctima; fue una mirada
de complicidad en lo malo, que quería decir tan claramente. «Eso es una
ejecución bien hecha, o yo no entiendo de eso. ¡Qué corrido estaba! ¡casi
lloraba!», que Forcheville, al encontrarse con esa mirada, perdió toda la ira
verdadera o falsa que aún lo encendía, se sonrió y contestó:
—No tenía más que haber sido más amable, y seguiría aquí. Pero una lec-
ción siempre conviene aunque se sea viejo.
Un día, Swann salió a media tarde para hacer una visita, y, como no esta-
ba la persona que buscaba, se le ocurrió ir a casa de Odette, a esa hora en
que nunca solía hacerlo, pero en que sabía muy bien que ella estaba en casa
escribiendo cartas o echando la siesta hasta que llegara el momento del té,
hora en que le sería grato verla sin servirle de molestia. El portero le dijo
que creía que la señora estaba en casa; llamó, le pareció oír ruido y pasos,
pero no abrieron. Ansioso e irritado, se fue a la callecita adonde daba la par-
te de atrás del hotel, y se colocó delante de la ventana de la alcoba de Odet-
te; los visillos no le dejaban ver nada, dio un golpe a los cristales, llamó, y
nadie vino a abrir. Vio que unos vecinos estaban mirándolo. Se marchó,
pensando que, después de todo, quizá se equivocara al creer oír pasos; pero
se quedó tan preocupado, que no pudo apartar su pensamiento de aquello.
Volvió una hora después; estaba en casa; le dijo que antes, cuando él llamó,
también estaba, pero durmiendo; que el campanillazo la despertó, y adivi-
nando que era Swann, corrió a abrirle, pero él ya se había ido. Había oído
muy bien los golpes en los cristales. Swann reconoció en el relato algunos
de esos fragmentos de un hecho exacto que los embusteros, en un aprieto,
se consuelan incrustando en la composición de la mentira que inventan, cre-
yendo que así ganan algo y disimulan las apariencias de la verdad. Claro
que, cuando Odette hacía algo que no quería que se supiese, lo guardaba
muy bien el fondo de su alma. Pero en cuanto se veía delante de la persona
a quien quería engañar, se azoraba, se le borraban todas las ideas, paralizá-
banse todas sus facultades de invención y raciocinio, no encontraba en su
cabeza más que un gran vacío, y como, sin embargo, había que decir algo,
no encontraba a su alcance más que la cosa misma que quería ocultar, y
que, por ser la única verdadera, era la que estaba allí inmutable. Y de ella
arrancaba un trocito, sin importancia en sí mismo, diciéndose que, después
de todo; más valía hacer aquello, porque era un detalle de verdad, sin los
riesgos de un detalle falso. «Eso, por lo menos, es verdad —pensaba—, y
eso se lleva ya ganado; que se informe y verá que es verdad; eso no es lo
que me venderá.» Se equivocaba, porque eso era cabalmente lo que la ven-
día, y no se daba cuenta de que ese detalle de verdad tenía entrantes y sa-
lientes que no podían encajarse más que en los detalles contiguos del hecho
cierto del que Odette lo recortó, y que cualquiera que fueran los detalles in-
ventados de que lo rodeaba, siempre revelarían, por lo que faltaba o lo que
sobraba, que no casaba con ellos. «Confiesa que me oyó llamar, y luego dar
en el cristal, y que se figuró que era yo, y dice que tenía ganas de verme.
Pero eso no pega con el hecho de que no haya mandado abrir.»
Pero no le hizo notar esta contradicción, porque creía que Odette, aban-
donada a sí misma, soltaría quizá alguna mentira que sería indicio, aunque
débil, de la verdad; hablaba ella, y Swann no la interrumpía; recogía con
ávida y dolorosa devoción las palabras de Odette, sintiendo —precisamente
porque tras ellas la ocultaba al hablar— que sus frases, como un velo sagra-
do, guardaban vagamente el relieve y dibujaban el indeciso modelado de
esta realidad infinitamente preciosa y, por desgracia, inasequible: lo que es-
taba haciendo un rato antes, a las tres, cuando él llegó, realidad que nunca
poseería más que en aquellos ilegibles y divinos vestigios de las mentiras, y
que sólo existía ya en el recuerdo encubridor de aquel ser que la contempla-
ba sin saber lo preciosa que era y que no la entregaría nunca. Claro que, a
ratos, sospechaba que los actos de Odette no eran en sí mismos de arrebata-
dor interés, y que las relaciones que Odette pudiera tener con otros hombres
no exhalaban, naturalmente, del modo universal, y para todo ser pensante,
una tristeza mórbida e inspiradora de la fiebre del suicidio. Y se daba cuenta
de que tal interés y tal tristeza eran en él como una enfermedad, y que cuan-
do se curara de ella, los actos de Odette, los besos que diera a otros hombres
se le aparecerían tan inofensivos como los de cualquier otra mujer. Pero el
que la curiosidad dolorosa que ahora le inspiraban a Swann tuvieran una
causa puramente subjetiva, no bastaba para que llegara a considerar que era
absurda la importancia dada a esa curiosidad, y lo que hacía para satisfacer-
la. Y es que Swann había llegado a una edad cuya filosofía —ayudada por
la de la época aquella, por la del medio, donde tanto tiempo viviera Swann,
el grupo de la princesa de Laumes, donde se convenía que una persona era
tanto más inteligente cuanto más dudaba de todo, y no se respetaban, como
cosas reales e indiscutibles, más que los gustos personales— no es ya la fi-
losofía de la juventud, sino una filosofía positiva, médica casi, de hombres
que, en vez de exteriorizar los objetos de sus aspiraciones, hacen por sacar
de sus años pasados un residuo fijo de costumbres y pasiones que puedan
considerar como características y permanentes, y cuya satisfacción busquen
deliberadamente, ante todo al adoptar un determinado género de vida.
Swann se resignaba a aceptar la pena que sentía por ignorar lo que había
hecho Odette, lo mismo que aceptaba la recrudescencia que un clima húme-
do originaba a su eczema; y le gustaba calcular en su presupuesto una suma
disponible para obtener datos relativos a lo que hacía Odette, sin los cuales
padecería mucho, lo mismo que se reservaba dinero para otros gustos que le
procuraban un placer, por lo menos antes de enamorarse, como el de sus co-
lecciones o el de la buena cocina.
Cuando fue a despedirse de Odette, le pidió ella que se quedara un rato
más, y hasta lo cogió del brazo para que no se fuera, cuando ya estaba
abriendo la puerta. Pero él no se fijó, porque entre los muchos ademanes,
frases e incidentes que constituyen la trama de una conversación, es inevita-
ble que pasemos sin fijarnos junto a aquellos que ocultan esa verdad que
nuestras sospechas andan buscando a ciegas, y que, por el contrario, nos de-
tengamos en aquellos que nada celan. Le decía a cada momento: «¡Qué lás-
tima que para un día que has venido por la tarde, cuando nunca vienes, no te
haya podido ver!». Swann sabía muy bien que Odette no estaba bastante
enamorada de él para que aquel sentimiento tan vivo, por no haber podido
recibirlo, fuera sincero; pero como era buena y le gustada complacerlo, y
muchas veces se entristecía cuando le causaba una contrariedad, le pareció
muy natural que ahora se entristeciera también por haberlo privado de ese
placer de pasar un rato juntos, muy grande para él, aunque no para Odette.
Sin embargo, la cosa era tan fútil, que acabó por extrañarle aquel aire dolo-
roso con que seguía hablando Odette. Le recordaba ahora más que de cos-
tumbre a las mujeres del pintor de la Primavera. Tenía una cara de abati-
miento y de pena, cual rendida al peso de un dolor imposible de sobrellevar,
la misma cara que ponen esas figuras de Botticelli para una cosa tan sencilla
como dejar al Niño Jesús jugar con una granada, o ver cómo echa Moisés
agua a la pila. Ya conocía Swann aquella expresión de tristeza, pero no re-
cordaba exactamente cuándo se la había visto a Odette; de pronto se acordó;
fue aquella vez que Odette mintió al hablar con la señora de Verdurin, al día
siguiente a la comida a que dejó de asistir Odette con el pretexto de que es-
taba mala, pero, en realidad, para poder estar con Swann. Claro que ni la
mujer más escrupulosa hubiera podido sentir remordimientos por una men-
tira tan inocente. Pero las que echaba generalmente Odette eran ya menos
inocentes, y servían para evitar que descubrieran ciertas cosas que habrían
podido crearle dificultades con éste o con aquél. Así que, cuando mentía,
sobrecogida de terror, sintiéndose poco armada para defenderse y sin con-
fianza en el éxito, le daban unas de llorar por cansancio, como a los niños
que no han dormido. Además, sabía que su mentira, por lo general, dañaba
gravemente al hombre a quien se la decía, y que si mentía mal se ponía a
merced suya. Por eso se sentía ante él humilde y culpable al mismo tiempo.
Y cuando tenía que decir una mentirilla mundana, por asociación de ideas y
de recuerdos, sentíase como mala de cansancio y como pesarosa por una
acción fea.
¿Qué mentira tan grande debía de estar diciéndole Odette, cuando ponía
aquella mirada de dolor y aquella voz de queja, que parecían rendirse al
peso del esfuerzo que costaban, y demandar gracia? Se le ocurrió que, no
sólo estaba esforzándose por ocultarle la verdad respecto al incidente de la
tarde, sino alguna cosa más actual, que quizá no había ocurrido y que iba a
ocurrir de un momento a otro, sirviendo acaso para aclarar lo demás. En
aquel instante oyó un campanillazo. Odette siguió hablando, pero su voz era
un gemido, y su sentimiento por no haber visto a Swann esa tarde, por no
haberle abierto, rayó en la desesperación.
Se oyó la puerta de entrada al volver a cerrarse, y el ruido de un coche,
como si se marchara la persona que no debía encontrarse con Swann, y a la
que debieron de decir que Odette había salido. Y entonces, al pensar que
sólo con ir un día, a una hora que no era la de siempre, había estorbado tan-
tas cosas de las que Odette no quería que se enterara, se sintió descorazona-
do, desesperado casi. Pero como quería a Odette, como tenía la costumbre
de orientar hacia ella todos sus pensamientos, aquella compasión que él se
inspiraba a sí mismo, se la consagró a ella, y murmuró: «¡Pobrecilla mía!»
Al marcharse, Odette cogió unas cartas que tenía en la mesa, y le preguntó
si quería echárselas al correo. Se las llevó, pero al volver a su casa se dio
cuenta de que tenía aún las cartas encima. Volvió hasta el correo, las sacó
del bolsillo, y antes de echarlas miró a quién iban dirigidas. Todas eran para
tiendas, menos una, que era para Forcheville. La tenía en la mano, diciéndo-
se: «Si viera lo que hay dentro, me enteraría de cómo lo llama, del tono en
que le habla, de si hay algo entre ellos. Quizá si no la miro cometa una in-
delicadeza con Odette, porque ésa es la única manera de quitarme de enci-
ma una sospecha, acaso calumniosa para ella, y que de todos modos siem-
pre la hará sufrir, y será indestructible si dejo pasar esta carta sin verla».
Del correo se fue a casa; pero se había quedado con esa carta. Como no
se atrevió a abrirla, encendió una bujía y acercó el sobre a la luz. Al princi-
pio no pudo leer nada; pero el sobre era fino, y apretándolo contra la tarjeta
dura que iba dentro, pude leer al trasluz las últimas palabras. Era una fór-
mula de despedida muy fría. Si en vez de ser él el que estaba mirando una
carta dirigida a Forcheville, hubiera sido Forcheville el que mirara una carta
dirigida a Swann, de seguro que habría leído palabras más cariñosas. Tuvo
la tarjeta inmóvil un instante, y luego, como el sobre le venía muy ancho,
empujó con el pulgar de modo que fueran pasando los distintos renglones
por la parte no forrada del sobre, que era la única que se transparentaba.
Pero no acababa de distinguir bien. Daba lo mismo, porque ya había visto
lo bastante para comprender que se trataba de un hecho sin importancia, y
que de ninguna manera se refería a sus relaciones, algo referente a un tío de
Odette. Swann había leído el principio del renglón: «Hice bien en…»; pero
no sabía en qué había hecho bien Odette, cuando, de pronto, una palabra
que al principio no pudo descifrar le aclaró el sentido de la frase: «He hecho
bien en no abrir, porque era mi tío». ¡No abrir! ¡De modo que Forcheville
estaba en la casa cuando llamó Swann, y ella lo había hecho salir, y por eso
se había oído ruido!
Entonces leyó toda la carta; al final, Odette se excusara porque no había
tenido más remedio que hacerlo marcharse precipitadamente, y le decía que
se había dejado en su casa la pitillera, con la misma frase que escribió
Swann una de las primeras veces que éste la visitó. Pero al escribir a Swann
había añadido: «¡Ojalá se hubiera usted dejado también el corazón, pero ése
no se lo habría devuelto!». Nada de eso decía a Forcheville, y, en realidad,
no se hacía en la carta alusión alguna que permitiera sospechar entre ellos
ningún lío. Y, además, mirándolo bien, en todo eso, el verdadero engañado
era Forcheville, puesto que Odette le escribía para hacerle creer que el visi-
tante era su tío. Total, que él, Swann, era el hombre a quien Odette daba
más importancia, el hombre por quien echó al otro. Y, sin embargo, si no
había nada entre Forcheville y ella, ¿por qué no abrió en seguida, y por qué
dijo?: «He hecho bien en no abrir, era mi tío»; si en aquel momento no esta-
ba haciendo nada malo, ¿cómo habría podido explicarse el mismo Forchevi-
lle que no abriera? Y allí estaba Swann, desolado, confuso, pero feliz al
mismo tiempo, delante de aquel sobre que Odette le entregara confiadamen-
te por lo segura que estaba de su delicadeza, y que a través de transparentes
cristales le dejaba ver, con el secreto de un incidente, que nunca hubiera
creído posible averiguar, un poco de la vida de Odette, lo mismo que una
estrecha sección luminosa abierta a lo desconocido. Y sus celos recibían
con regocijo, como si tuvieran una vitalidad independiente, egoísta y voraz,
todo lo que servía para alimentarlos, aunque fuera a costa suya. Ahora ya
tenían algo donde ir a alimentarse y Swann podría preocuparse todos los
días por las visitas que Odette tenía a las cinco, e intentaría averiguar en
dónde estaba Forcheville a esa hora. Porque el cariño de Swann conservaba
el mismo carácter que desde el principio le imprimieron dos cosas: el igno-
rar lo que hacía Odette durante el día y la pereza cerebral que le impedía
suplir esa ignorancia con su imaginación. Y al principio no tuve celos de
toda la vida de Odette, sino tan sólo de aquellos momentos en los que podía
suponer, acaso por una circunstancia final interpretada, que Odette lo había
engañado. Sus celos, como un pulpo que echa primero una amarra, y luego
otra, y luego otra; se ataron sólidamente en ese momento de las cinco de la
tarde, y luego a otra hora del día, y después a un instante determinado. Pero
Swann no sabía inventar sus tormentos; no eran más que perpetuación y re-
cuerdo de un tormento que le vino de afuera.
Y de afuera le llegaban muchas angustias. Quiso separar a Odette de For-
cheville y llevársela unos días al Mediodía. Pero se figuraba que Odette ins-
piraba deseos a todos los hombres que había en el hotel, y que ella, a su vez,
los deseaba. Así, que ese Swann que antes, cuando viajaba, iba buscando
las caras nuevas y las reuniones numerosas, huía ahora como un salvaje del
trato de gentes, como si la sociedad humana lo molestara profundamente.
¿Y cómo no iba a ser misántropo si en todo hombre veía un amante posible
de Odette? Y así, los celos aun contribuyeron mucho más que el deseo vo-
luptuoso y riente que al principio le inspiró Odette a alterar el carácter de
Swann y a cambiar de arriba abajo a los ojos de los demás, hasta el aspecto
de los signos exteriores con que se manifestaba ese carácter.
Había pasado un mes desde que Swann leyó la carta de Odette a Forche-
ville, cuando una noche fue a una cena que los Verdurin daban en el Bos-
que. Cuando se iba a marchar se fijó en los conciliábulos de la señora de
Verdurin y algunos de los invitados, y le pareció entender que estaban di-
ciendo al pianista fue no se le olvidara ir, al día siguiente, a una reunión que
habían preparado en Chatou, reunión a la cual no invitaron a Swann.
Los Verdurin hablaron a media voz y en términos vagos, pero el pintor,
distraído, sin duda, exclamó:
—Y no hará falta ninguna luz: que toque la sonata Claro de luna en la os-
curidad, y así se verá todo más claro.
La señora de Verdurin, al ver que Swann estaba a dos pasos de allí, adop-
tó esa expresión fisonómica en la que el deseo de hacer callar al que habla y
de poner una cara inocente para el que escucha se neutraliza en una intensa
nulidad de la mirada, esa expresión que disimula la serial de inteligencia del
cómplice bajo la sonrisa del ingenuo, propia de todos los que notan que al-
guien se ha tirado una plancha, y que precisamente sirve para revelarla ins-
tantáneamente, si no al autor de ella, por lo menos a la víctima. Odette
puso, de pronto, una cara de desesperada que renuncia a luchar contra las
dificultades aplastantes de la vida, y Swann contó ansiosamente los minutos
que le faltaban para salir del restaurante y marcharse con ella, porque, du-
rante el camino de vuelta, podría pedirle explicaciones y lograr, o bien que
no fuera ella a Chatou, o que se arreglara para que lo invitaran a él, y luego
aplicaría en sus brazos la angustia que lo dominaba. Por fin, pidieron los co-
ches. La señora de Verdurin dijo a Swann:
—Entonces, adiós; hasta pronto, ¿eh?
Y la mirada amable y la sonrisa forzada que puso tenían por objeto que a
Swann no se le ocurriera preguntar por qué no le decía como antes:
—Hasta mañana, en Chatou, y pasado mañana, en casa, ¿eh?
Los Verdurin hicieron subir en su coche a Forcheville; detrás estaba el
carruaje de Swann, el cual estaba esperando que se fueran los Verdurin para
decir a Odette que subiera.
—Odette, usted se viene con nosotros, ¿verdad? —dijo la señora de Ver-
durin—; aquí le hemos hecho a usted un huequecito al lado del señor
Forcheville.
—Sí, señora —respondió Odette.
—Pero cómo es eso, yo creí que venía usted conmigo —exclamó Swann,
con las palabras justas y sin ningún disimulo, porque la portezuela estaba
abierta, los segundos eran contados y él no podía volverse a casa así, en
aquel estado, sin Odette.
—Es que la señora de Verdurin me ha invitado…
—Vamos, por esta noche puede usted volverse solo, ya se la hemos deja-
do a usted muchas veces —dijo la señora de Verdurin.
—Es que tenía que decir a Odette una cosa importante.
—Pues se la escribe usted luego…
—Adiós —le dijo Odette tendiéndole la mano.
Swann hizo por sonreír, pero tenía cara de terror.
—¿Has visto los modales que gasta ahora Swann con nosotros? —dijo la
señora de Verdurin a su marido, cuando estuvieron en casa—. Creí que me
iba a comer porque nos llevamos a Odette. ¡Qué indecencia! ¡Que nos diga
claramente que tenemos una casa de citas! No comprendo cómo Odette
puede aguantar esos modales. Parece que le está diciendo: «Usted me perte-
nece». Yo le diré a Odette lo que pienso, y me parece que comprenderá lo
que quiero decir.
Y pasado un instante, añadió colérica:
—Vamos, ¿se habrá visto animalucho?
Y sin darse cuenta empleaba las mismas palabras que arrancan los últi-
mos desesperados movimientos de agonía de un animal inofensivo al cam-
pesino que lo aplasta, y obedecía, acaso, a la misma oscura necesidad de
justificación, como Francisca en Combray, cuando la gallina se resistía a
morir.
Cuando arrancó el coche de los Verdurin y se adelantó el de Swann, el
cochero, al verlo, le preguntó si estaba malo o si le había ocurrido algo.
Swann despidió el coche. Quería andar y volvió a París a pie, atravesan-
do el Bosque. Iba hablando solo, y en voz alta, con el mismo tono un tanto
falso que hasta entonces adoptaba para enumerar los atractivos del cogollito
y para exaltar la grandeza de ánimo de los Verdurin. Pero así como las fra-
ses, las sonrisas y los besos de Odette se le hacían tan odiosos cuando iban
dedicados a otros, como dulces le eran cuando se dirigían a él, asimismo el
salón de los Verdurin, que hace un instante le parecía entretenido, con cierta
afición al arte y hasta una especie de nobleza moral, ahora que Odette se iba
a encontrar allí, y a hablar de amor libremente con un hombre que no era él,
se le revelaba con todas sus ridiculeces, su majadería y su ignominia.
Representábase con asco la reunión del día siguiente en Chatou. «En pri-
mer término, ¡esa idea de ir a Chatou! Como unos tenderos que acaban de
cerrar el establecimiento. ¡Verdaderamente, esas gentes son una cursilería
burguesa realmente sublime! No existen; se han escapado de una obra de
Labiche.»
De seguro irían los Cottard, y acaso Brichot. «¡Qué grotesca es esa vida
de gentecillas que no pueden pasarse unos sin otros, y que se considerarían
perdidos si mañana no se vieran todos en Chatou! Y también iría el pintor,
ese pintor tan aficionado a «casar a la gente», y que invitaría a Forcheville a
que fuera con Odette a su estudio. Y veía a Odette vestida de modo excesi-
vamente llamativo para un día de campo, «porque es tan ordinaria, y, sobre
todo, ¡es la pobrecilla tan tonta!».
Oyó las bromitas que gastaría la señora Verdurin, después de cenar; bro-
mitas que, cualquiera que fuera el invitado que tenía como blanco, divertían
siempre a Swann, porque veía a Odette reírse, reírse con él, casi en él. Y
ahora sentía que, probablemente, iban a hacer reír a Odette a costa suya.
«¡Qué jovialidad tan asquerosa!», decía, imprimiendo a su boca una expre-
sión de asco tan intensa, que tenía la sensación muscular de su gesto hasta
en su intensa, que repelía el cuello de la camisa. ¿Y cómo habrá criaturas
hechas a imagen y semejanza de Dios que encuentren gracia en esas bromas
nauseabundas? Cualquier nariz un poco delicada se volverá con asco para
que no la perturben esos olores. ¡Es increíble pensar que un ser humano no
pueda comprender que al permitirse una sonrisa hacia una persona que le ha
tendido lealmente la mano, se degrada hasta tal bajeza, que nunca podrá sa-
carlo de allí la mejor voluntad del mundo! Yo vivo muchos miles de metros
más arriba de esos bajos fondos donde se agitan y chillan esos chismosos,
para que me puedan salpicar las bromas de una Verdurin —exclamó, alzan-
do la cabeza y sacando el pecho—. ¡Dios me es testigo de que he querido
sacar a Odette de allí con toda sinceridad y elevarla a una atmósfera más
noble y pura! Pero la paciencia humana tiene sus límites, y la mía ya se ha
agotado», dijo, como si esa misión de arrancar a Odette de una atmósfera de
sarcasmos no fuera una cosa que se le había ocurrido hacía unos minutos, y
como si no se hubiera impuesto esa tarea tan sólo en cuanto se le ocurrió
que él sería el blanco de esos sarcasmos, que no teman más objeto que sepa-
rarlo de Odette.
Ya veía al pianista dispuesto a tocar la sonata Claro de luna, y los gestos
de la señora de Verdurin, asustada de lo mal que le iba a sentar la música de
Beethoven para los nervios. «¡Farsante, imbécil! ¡Y esa mujer se cree que le
gusta el Arte!» Y diría a Odette, después de haber deslizado unas frases elo-
giosas para Forcheville, lo mismo que había hecho con él muchas veces:
«Odette, haga usted un sitio, a su lado, para el señor de Forcheville». «¡En
la oscuridad! ¡Celestina, alcahueta!». Y «alcahueta» llamaba también a la
música, que los incitaría a calarse, a soñar juntos, a mirarse y a cogerse la
mano. Y le parecía razonable la severidad que contra las artes mostraron
Platón, Bossuet y la vieja educación francesa.
En fin, la vida que se hacía en casa de los Verdurin, la que él denominaba
antes «verdadera vida», le parecía ahora la peor oída imaginable, y aquel
ambiente el más abyecto de todos. «Verdaderamente, no puede darse nada
más bajo en la escala social: es el último círculo dantesco. Indudablemente,
el texto augusto se refería a los Verdurin. ¡Qué talento demuestran las gen-
tes de la aristocracia, que, aunque tengan también sus cosas censurables,
nunca son como esas cuadrillas de golfos, en no querer conocerlos siquiera,
ni ensuciarse con su contacto la punta de los dedos! Ese Noli me tangere del
barrio de Saint-Germain es una profunda adivinación.» Ya hacía rato que
había salido del Bosque, estaba cerca de su casa, y borracho aún con aquella
embriaguez de su dolor, y con la sonoridad artificial y las entonaciones en-
gañosas que tomaba su voz, inspirada por un numen no muy sincero, aun
seguía perorando en voz alta, rompiendo el silencio de la noche. «La aristo-
cracia tiene sus defectos, y yo soy el primero en reconocerlos; pero es gente
con la que no le pueden a uno pasar ciertas cosas. He conocido a mujeres
elegantes que no eran perfectas, pero con un fondo de delicadeza y de recti-
tud en la conducta que las hace incapaces de una felonía, y que abre un
abismo entre ellas y arpías como la Verdurin. ¡Verdurin! ¡Vaya un nombre!
No les falta nada, son perfectos en su género. ¡A Dios gracias, ya iba siendo
hora de que se acabara mi condescendencia en tratar a esas gentes, en esa
promiscuidad con esas basuras!».
Pero así como las virtudes que un momento antes atribuía a los Verdurin
no hubieran sido suficientes, sin la protección y el favor que los Verdurin
prestaban a sus amores con Odette, para provocar en Swann aquella embria-
guez y aquel enternecimiento por sus personas, que, en realidad, le eran ins-
pirados por Odette, aunque a través de otros seres, lo mismo ahora la inmo-
ralidad, por cierta que fuera, que veía en los Verdurin, no habría sido lo bas-
tante fuerte a desencadenar su indignación y arrancarle la condenación de
sus «infamias», si los Verdurin no hubieran invitado a Forcheville y a él no.
E indudablemente la voz de Swann veía más claro que él, cuando se negaba
a pronunciar aquellas palabras de asco hacia el círculo Verdurin, y de ale-
gría por haber roto con él, como no fuera en tono un poco falso y más bien
con objeto de apaciguar su ira que de expresar sus ideas. En efecto, mien-
tras que Swann se entregaba a esas invectivas, su pensamiento debía de es-
tar, sin que él se diera cuenta, preocupado con otra cosa completamente dis-
tinta, porque apenas llegó a su casa y cerró la gran puerta de la calle, se dio
una palmada en la frente, y abriendo otra vez, volvió a salir, exclamando
con voz que ya era natural: «Me parece que he dado con el medio de que
me inviten mañana a la cena de Chatou». Pero el medio no debía de ser
muy eficaz, porque Swann no asistió a la cena; el doctor Cottard, que había
sido llamado a provincias para un caso grave, y por eso no iba a casa de los
Verdurin hacía unos días y no pudo asistir a la reunión de Chatou, dijo al
día siguiente de dicha cena, al sentarse a la mesa en casa de los Verdurin:
—¡Qué! ¿No vemos esta noche al señor Swann? Es amigo personal de…
—No, no, tengo esperanza de que no —exclamó la señora de Verdurin—.
Dios nos libre; es un hombre muy cargante, un tonto mal educado.
Cottard, al oír estas palabras, manifestó a un mismo tiempo su asombro y
su sumisión, como ante una verdad opuesta a todo lo que oyera antes, pero
de irresistible evidencia sin embargo; bajó la nariz, intimidado y sorprendi-
do, hasta su plato, y se limitó a contestar: «¡Ah, ah, ah, ah, ah!», atravesan-
do a reculones en aquel repliegue en buen orden, que hizo hasta el fondo de
sí mismo por una gama descendente, por todos los registros de su voz. Y ya
no se habló más de Swann en casa de los Verdurin.
Y entonces, aquella casa, que había servido para unir a Swann y a Odette,
se convirtió en un obstáculo a sus citas. Ya no le decía Odette, como en los
primeros tiempos de sus amores: «De todos modos, nos veremos mañana
por la noche, porque hay comida en casa de los Verdurin», sino: «Mañana
no podremos vernos, porque hay comida en casa de los Verdurin». Otra vez,
era que los Verdurin convidaban a Odette a la Ópera Cómica a ver Una no-
che de Cleopatra, y Swann leía, en los ojos de su querida, el miedo a que él
le rogara que no fuera, esa expresión de temor, que antes habría besado al
verla cruzar por el rostro de Odette, pero que ahora lo exasperaba. «Y no es
que yo sienta rabia —se decía a sí mismo— al ver las ganas que tiene de ir
a picotear en esa música de estercolero. Es pena, por ella y no por mí; pena
de ver que después de estar seis meses tratándome a diario, no ha sabido
cambiar lo bastante para eliminar espontáneamente a Víctor Massé. Y, sobre
todo, porque no ha llegado a comprender que hay noches en que un ser de
esencia algo delicada debe saber renunciar a un placer, cuando se lo piden.
Y ella ya debía saber decir «no iré», aunque no fuera más que por inteligen-
cia, porque esa respuesta es la que nos dará la medida de la calidad de su
alma.» Y como se persuadía a sí mismo de que si deseaba que Odette no
fuera aquella noche a la Opera Cómica y se quedara con él era sólo para po-
der formar un juicio más favorable del valor espiritual de Odette, se lo decía
a ella con el mismo grado de insinceridad que a sí mismo, y acaso con un
poco más, porque entonces obedecía al deseo de cogerla por el amor propio.
«Te juro —le decía unos momentos antes de que se marchara al teatro—
que aunque te estoy pidiendo que no salgas, mi deseo, si yo fuera egoísta,
sería que me lo negaras, porque esta noche tengo mil cosas que hacer y me
cogería los dedos con la puerta si, en contra de todo lo que espero, me dije-
ras que no ibas. Pero mis quehaceres y mis gustos no son todo, y también
tengo que pensar en ti. Puede llegar un día en que tengas derecho a censu-
rarme, al ver que me despego de ti por no haberte avisado en esos momen-
tos decisivos en que he formado de ti unos juicios tan severos que ningún
amor los sobrevive mucho tiempo. ¿Tú ves? Una noche de Cleopatra (¡qué
título!) no tiene nada que ver con nuestro asunto. Lo que hay que aclarar es
si tú eres uno de esos seres de la última categoría del espíritu y hasta de la
belleza, de esos miserables que no saben renunciar a un placer. Y si así fue-
ra, ¿cómo va a ser posible amarte si ni siquiera eres una persona, una criatu-
ra definida, imperfecta, pero, por lo menos, perfectible? Eres un agua infor-
me que corre según sea el declive que se le ofrece, un pez sin memoria y sin
reflexión; mientras que viva en su pecera, se tropezará cien veces al día con
el cristal creyéndose que es el agua. ¿No comprendes que tu respuesta, aun-
que no de por resultado que yo te deje de querer inmediatamente, eso, desde
luego, te hará perder, a mis ojos muchos de tus atractivos, al ver que no eres
una persona que estás por debajo de todas las cosas y no sabes hacerte supe-
rior a ninguna? Hubiera preferido pedirte que no fueras a Una noche de
Cleopatra (no tengo más remedio que ensuciarme los labios con ese nombre
abyecto), como una cosa sin importancia, convencido, sin embargo, de que
ibas a ir. Pero ya que me he echado estas cuentas, y he sacados esas conse-
cuencias de tu respuesta, me parece lo más honrado avisarte.»
Hacía un momento que Odette daba señales de emoción y de incertidum-
bre. Ya que no la significación de ese discurso comprendía, al menos, que
podía calificársele en el género corriente de los laius, y escenas de repro-
ches y súplicas, y la experiencia que tenía de los hombres le permitía dedu-
cir, sin fijarse mucho en el detalle de las palabras, que no las dirían si no es-
tuvieran enamorados, y que desde el momento que estaban enamorados no
había por qué obedecerlos, y aun sentirían más amor después. Y habría es-
cuchado a Swann con gran calma de no haber visto que se pasaba la hora, y
que por poco que siguiera hablando, iba, como se lo dijo con sonrisa cariño-
sa, testaruda y confusa, «a acabar por perder la obertura».
Otras veces, Swann le decía que el motivo principal para que dejara de
quererla sería su obstinación en no renunciar a mentir. «Hasta mirándolo
por el lado de la coquetería, ¿no comprendes lo que pierdes de tus atracti-
vos, rebajándote a mentir así? ¡Cuántas faltas te serían perdonadas por una
confesión! Realmente, eres menos lista de lo que yo me figuraba.» Pero era
inútil que Swann le expusiera todas las razones que había para que no min-
tiera; esas razones quizá habrían dado al traste con un sistema general de la
mentira; pero Odette no poseía tal sistema y se limitaba, en cada caso parti-
cular en que deseaba que Swann no supiera una cosa, a ocultársela. Así que,
para ella, el embuste era un expediente de orden particular; y lo único que la
decidía a mentir o no, era también una razón de orden particular, la probabi-
lidad, más o menos grande, de que Swann descubriera que no había dicho la
verdad.
Físicamente, estaba atravesando una mala fase; engordaba, y el encanto
doliente y expresivo, y las miradas de asombro y de ensueño de antes, se
iban, al parecer, con su primera juventud. De modo que había llegado a ser
tan preciosa para Swann, precisamente en el momento en que menos bonita
le parecía. La miraba mucho, para ver si podía captar aquella seducción que
él le conocía, y que no encontraba ya. Pero al saber que, bajo aquella nueva
crisálida, seguía viviendo Odette, seguía latiendo la misma voluntad fugaz,
inaprensible y solapada, era bastante para que Swann continuara poniendo
el mismo ardor en la tarea de apoderarse de ella. Miraba fotografías de ha-
cía dos años, y se acordaba de lo deliciosa que estaba entonces. Y eso lo
consolaba un poco de lo que padecía por ella.
Cuando los Verdurin la llevaban a Saint-Germain, a Chatou, a Meulan,
muchas veces, si hacía buen tiempo, proponían que se quedaran todos a
dormir allí, para volver al otro día. La señora de Verdurin procuraba aplacar
los escrúpulos del pianista, que se había dejado a su tía en París.
—No, si se alegrará mucho de pasar un día sin verlo. ¿Cómo se va a alar-
mar si sabe que está usted con nosotros? Además, yo cargo con la
responsabilidad.
Pero si no lo lograba, el señor Verdurin se marchaba por, aquellos cam-
pos en busca de una oficina de telégrafos o de un chico de recados, después
de preguntar quiénes eran los fieles que tenían que avisar a sus casas. Odet-
te le daba las gracias, y le decía que no tenía que telegrafiar a nadie, porque
ya tenía dicho a Swann, de una vez para siempre, que telegrafiándole así, a
la vista de todos, se comprometía. A veces, la ausencia duraba varios días, y
los Verdurin la llevaban a ver los sepulcros de Dreux, o a Compiègne, a ad-
mirar, por consejo del pintor, las puestas del sol en el bosque, y se alargaban
hasta el castillo de Pierrefonds.
«¡Pensar que podría visitar monumentos de verdad conmigo que me he
pasado diez años estudiando arquitectura, y que recibo a cada momento sú-
plicas para acompañar, en una visita a Beauvais o a Saint-Loup-de-Naud, a,
personas de primer orden, sin hacer el menor caso, y que en cambio iría por
ella con mucho gusto! ¡Y se va con animales de lo peor, a extasiarse sucesi-
vamente ante las deyecciones de Luis Felipe y de Viollet le Duc! Para eso
no hay que ser artista, y no se requiere un olfato especial para no ir a vera-
near en esas letrinas, como no sea por ganas de oler excrementos.»
Pero cuando Odette se marchaba a Dreux o a Pierrefonds —sin permitirle
que él fuera por otro lado, porque eso haría «muy mal efecto», según decía
Odette—, hundíase Swann en la más embriagadora novela de amores, la
guía de ferrocarriles, que le enseñaba los medios de que disponía para co-
rrer a su lado, por la tarde, por la noche, hasta aquella misma mañana, y de
la que sacaba algo más que los medios disponibles para ir hasta Odette: la
autorización de hacerlo. Porque, al fin y al cabo, ni la guía ni los trenes se
habían hecho para los perros. Si se ponía en conocimiento del público por
medio de impresos que a las ocho salía un tren que llegaba a Pierrefonds a
las diez, es porque el acto de ir a Pierrefonds era perfectamente lícito, y no
requería el permiso de Odette; y era también un acto que podía tener otro
objeto distinto del deseo de encontrar a Odette, puesto que muchas gentes,
que no conocían a Odette, lo hacían a diario, y en número bastante para que
valiera la pena encender las calderas de la máquina.
De modo que, en fin de cuentas, si a él le daba la gana de ir a Pierrefonds,
no iba a ser Odette quien se lo impidiera. Y, justamente, aquel día tenía ga-
nas de ir, y habría ido de seguro, aunque Odette no existiera. Hacía mucho
tiempo que deseaba formarse una idea concreta de los trabajos de restaura-
ción de Viollet le Duc. Y con aquel tiempo tan hermoso, sentía un imperio-
so deseo de pasearse por el bosque de Compiègne.
Y era tener mala suerte el que Odette le hubiera vedado precisamente el
sitio que lo tentaba hoy. ¡Hoy! Si se decidía a ir, a pesar de su prohibición,
la vería hoy mismo. Pero mientras que si se hubiera encontrado en Pierre-
fonds con una persona indiferente, Odette le habría dicho alegremente:
«¡Ah, conque usted por aquí!», invitándolo a ir a verla al hotel en donde se
alojaba con los Verdurin; en cambio, si lo veía a él, a Swann, se molestaría,
creyendo que la había seguido, lo querría menos, quién sabe si no volvería
la cabeza al verlo. «De modo que ni viajar puedo», le diría a la vuelta, cuan-
do, en realidad, él era el que ni siquiera podía viajar.
Para poder ir a Compiègne y a Pierrefonds, sin que pareciera que iba en
busca de Odette, se le ocurrió por un momento hacer que lo llevara un ami-
go suyo que tenía un castillo allí cerca, el marqués de Forestelle. Se lo dijo,
sin contarle el motivo, y el amigo no cabía en su pellejo de alegría, porque
al cabo de quince años había Swann consentido, por fin, en ir a su posesión;
y aunque le dijo Swann no quería detenerse mucho, por lo menos le prome-
tió que harían excursiones y darían paseos juntos durante unos días. Swann
ya se veía allí con su amigo. Y antes de ver a Odette, hasta si no lograba
verla, con sólo pisar aquella tierra lo inundaría una gran felicidad, porque,
aunque no supiera, en un momento dado, cuál era el lugar exacto que dis-
frutaba de la presencia de Odette, sin embargo, sentiría palpitar en torno la
posibilidad de su súbita aparición: en el patio del castillo, que ahora se le
representaba hermoseado porque iría a verlo a causa de Odette; en todas las
calles del pueblo, que se le aparecían llenas de poesía; en todos los senderos
del bosque, bañado por la luz profunda y tierna del Poniente —asilos innu-
merables y alternativos donde iba a refugiarse simultáneamente, en la inde-
cisa ubicuidad de sus esperanzas, el corazón de Swann, vagabundo, dichoso
y múltiple. «Sobre todo —diría a su amigo Forestelle— hay que tener cui-
dado en no tropezarnos con Odette y con los Verdurin; me acaban de decir
que hoy precisamente están en Pierrefonds. Ya sobra tiempo para verlos en
París, y parece que no podemos dar un paso los unos sin los otros.» Y su
amigo no comprendería por qué cambiaba Swann veinte veces de proyec-
tos, por qué recorría todos los comedores de los hoteles de Compiègne sin
decidirse a quedarse en ninguno, aunque los Verdurin no asomaban por nin-
guna parte, como buscando aquello de que decía huir; y, en realidad, para
huirles en cuanto los encontrara, porque si hubiera dado con el grupito de
seguro se habría ido ostensiblemente por otro lado, satisfecho de haber visto
a Odette y de que ella lo hubiera visto, sobre todo de que hubiera visto de
que no le hacía caso. Pero ya adivinaría que había ido allí detrás de ella. Y
cuando el marqués de Forestelle iba a buscarlo para que se marcharan,
Swann le respondía: «No, no puedo ir hoy a Pierrefonds; Odette está allí
pasando el día». Y Swann se daba por feliz, a pesar de todo, al sentir que si
entre todos los mortales él era el único que no tenía derecho a ir ese día a
Pierrefonds, aquello se debía a que él era para Odette distinto de los demás,
su amante, y esa restricción que él sufría del derecho de libre circulación
era una forma más de la esclavitud y de ese amor que tanto gozaba. Real-
mente, más valía no correr el riesgo de enfadarse con ella, tener paciencia y
esperar que volviera. Y pasaba los días inclinado sobre un mapa del bosque
de Compiègne, como si fuera el famoso mapa del Cariño, rodeado de foto-
grafías del castillo de Pierrefonds. En cuanto llegaba el día de su posible
retorno, volvía a coger la guía, calculaba el tren que debió de tomar, y si
perdía ése, los que le quedaban luego. No salía por miedo a que llegara un
telegrama mientras estaba fuera de casa, no se acostaba por si acaso Odette
volvía tarde y se le ocurría sorprenderlo yendo a visitarlo a medianoche.
Precisamente, oía que llamaban a la puerta de la calle, le parecía que tarda-
ban mucho en abrir, iba ya a despertar al portero, se asomaba a la ventana
para llamar a Odette, si es que era ella, porque tenía miedo, a pesar de que
había bajado diez veces en persona a decirlo, que le contestaran que no es-
taba el señor en casa. Resultaba ser un criado que llegaba a acostarse. Se
fijaba en el incesante rodar de los coches que pasaban, y que antes no le lla-
maban la atención. Los oía a lo lejos, sentía cómo se iban acercando, cómo
pasaban luego delante de la puerta, portadores de un mensaje sin pararse
por parte y no era para él. Y esperaba toda la noche iba a otra e inútilmente,
porque los Verdurin habían adelantado su viaje y Odette estaba en París
desde el mediodía; no se le había ocurrido avisar a Swann, sin saber qué ha-
cer se había ido ella sola a un teatro, se había vuelto a casa temprano y aho-
ra estaba durmiendo.
Y es que ni siquiera se había acordado de Swann. Y esos momentos, en
que se olvidaba hasta de la existencia de su querido, hacían más servicio a
Odette, y eran de mayor eficacia para asegurarle el amor de Swann, que to-
das las artes de su coquetería. Porque así, Swann vivía en esa dolorosa exci-
tación que tuvo fuerza bastante para hacer estallar su amor aquella noche
que no encontró a Odette en casa de los Verdurin y se pasó horas buscándo-
la. Y Swann no pasaba días felices, como yo en Combray, durante los cua-
les se olvidan las penas que revivirán a la noche. Swann no veía a Odette de
día, y a ratos pensaba que dejar a una mujer tan bonita salir tan sola por Pa-
rís era imprudente demencia, como colocar un estuche repleto de alhajas en
medio del arroyo. Entonces las gentes que andaban por las calles, como si
indignaban todas las fueran ladrones. Pero como su rostro colectivo e infor-
me escapaba a las garras de su imaginación, no servía para alimentar sus
celos. Y cansaba el cerebro a Swann, que pasándose la mano por los ojos,
exclamaba: «¡Sea lo que Dios quiera!», al modo de esas personas que, des-
pués de encarnizarse en abarcar el problema de la realidad del mundo exte-
rior o de la inmortalidad del alma, conceden a su fatigado cerebro el respiro
de un acto de fe. Pero el recuerdo de la ausente estaba siempre indisoluble-
mente unido hasta a los actos más fútiles de la vida de Swann —almorzar,
recibir sus cartas, salir, acostarse—, precisamente por el lazo de la tristeza
que sentía al tener que ejecutarlos sin Odette, lo mismo que esas iniciales de
Filiberto el Hermoso, que Margarita de Austria, para expresar su melancolía
mandó entretejer con las iniciales suyas en todos los rincones de la iglesia
de Brou. Muchos días, en lugar de comer en casa, se iba a almorzar a un
restaurante de allí cerca, que antes apreciaba mucho por su buena cocina, y
al que ahora iba únicamente por una de esas razones, místicas y ridículas a
la vez, que suelen denominarse románticas; y era que ese restaurante (que
aun existe) se llamaba lo mismo que la calle donde vivía Odette: Laperous-
se. Algunas veces, cuando hacía una excursión corta, no se preocupaba de
comunicarle que había vuelto a París hasta unos días después. Y decía sen-
cillamente, sin la precaución de resguardarse, por si acaso, tras un trocito de
verdad, que acababa de llegar en el tren de aquella mañana. Las palabras
aquellas no eran verdad; al menos, para Odette eran embustes sin consisten-
cia, sin punto de apoyo, como lo habrían tenido a ser verdaderas, en el re-
cuerdo de su llegada a la estación; hasta era incapaz de representárselas en
el momento de pronunciarlas, porque lo impedía la imagen contradictoria
de la cosa enteramente distinta que estuvo haciendo en el mismo momento
en que ella decía que estaba bajando del tren. Pero, por el contrario, en el
ánimo de Swann se incrustaban aquellas palabras sin, encontrar obstáculo
alguno y adquirían la inmovilidad de una verdad tan indudable, que si un
amigo le decía que él llegó también en ese tren y que no había visto a Odet-
te, se quedaba Swann tan convencido de que su amigo se equivocaba de día
o de hora, porque sus palabras no coincidían con las de Odette. Éstas sólo le
habrían parecido falsas en el caso de haber desconfiado anticipadamente de
que eran verdad. Para que Swann creyera que su querida mentía, se requería
como condición necesaria la sospecha previa. Entonces, todo lo que decía
Odette le parecía sospechoso. Si le oía citar un nombre, es que era segura-
mente el de uno de sus amantes; y, forjada esta suposición, pasaba semanas
enteras desesperado, y una vez hasta anduvo en tratos con una agencia poli-
cíaca para enterarse de las señas, idas y venidas de aquel desconocido que
no la dejaría vivir hasta que se marchara de París, y que resultó ser un tío de
Odette, que hacía más de veinte años que había muerto.
Aunque Odette no le permitía que fuera a buscarla a sitios públicos, por-
que decía que eso daría que hablar, ocurría que, a veces, se encontraban en
una reunión adonde estaban invitados los dos, en casa de Forcheville, en
casa del pintor o en un baile benéfico dado en algún Ministerio. La veía,
pero no se atrevía a quedarse, por miedo a irritarla y a que se creyera que
estaba espiando los placeres que disfrutaba al lado de otras personas, place-
res que —mientras que volvía él sola e iba a acostarse con la misma ansie-
dad que yo sentiría años después en Combray, cuando él estaba invitado a
cenar en casa— se le figuraban ilimitados porque no los había visto acabar.
Y una o dos veces le fue dado conocer en aquellas noches alegrías que nos
sentiríamos llamados a calificar, a no ser por el choque que causa el brusco
cese de la inquietud, de alegrías tranquilas, porque se fundan en gran sosie-
go; había pasado un momento en una reunión en casa del pintor, y ya se dis-
ponía a marcharse; allí se dejaba a Odette, convertida en una brillante des-
conocida, en medio de hombres a quien Odette parecía que hablaba, con
miradas y alegrías que no eran para él, para Swann, de otra voluptuosidad
que habrían de saborear luego allí o en otra parte (acaso en el baile de los
Incoherentes, donde temía él que fuera su querida), y que daba a Swann aún
más celos que la unión carnal, porque se la imaginaba más difícilmente; ya
estaba en la puerta del estudio, cuando oyó que lo llamaban unas palabras
(que al despojar a la fiesta de aquel final que lo espantaba, la revestían de
retrospectiva inocencia; palabras que convertían la vuelta de Odette a su
casa, no en cosa inconcebible y aterradora, sino grata y sabida, que cabría
junto a él, como un detalle de su vida diaria, allí en el coche, palabras que
quitaban a Odette su apariencia harto brillante y alegre, indicando que no
era más que momentáneo disfraz que se puso un instante sin pensar en mis-
teriosos placeres, y del que ya estaba cansada); unas palabras que le lanzó
Odette cuando llegaba él ya a la misma puerta: «¿No quiere usted esperar-
me cinco minutos? Voy a marcharme, podemos salir juntos y me dejará us-
ted en casa».
Es cierto que un día Forcheville quiso volver con ellos, y como al llegar a
casa de Odette cuando pidiera permiso para entrar él también, Odette le
contestó señalando a Swann: «¡Ah, lo que este señor diga, pregúnteselo us-
ted! Vamos, entre usted un momento si quiere, pero no mucho, porque le
prevengo que le gusta hablar muy despacio conmigo, y no le agradan las
visitas cuando está en casa. ¡Ah!, si usted conociera a este hombre como lo
conozco yo…, ¿verdad, my love, que nadie lo conoce a usted como yo?».
Y a Swann aun le conmovió más el ver que le dirigía delante de Forche-
ville, no sólo esas palabras cariñosas y de predilección, sino también algu-
nas críticas, como: «Estoy segura de que todavía no ha contestado usted
nada a sus amigos respecto a la cena del domingo. No vaya, si no quiere;
pero, por lo menos, cumpla usted»; o «¿Se ha dejado usted aquí el ensayo
sobre Ver Meer para poder adelantarlo un poco mañana? ¡Qué perezoso! Yo
lo haré trabajar, ya lo creo»; con las cuales demostraba que estaba al co-
rriente de sus invitaciones y de sus estudios de arte, que los dos tenían una
vida suya aparte. Y al decir esas cosas, le lanzaba una sonrisa, allá en cuyo
fondo veía él que Odette era suya, enteramente suya.
Y entonces, en esos momentos, mientras ella le estaba haciendo una na-
ranjada, de pronto, lo mismo que pasa cuando una lámpara mal manejada
pasea por alrededor de un objeto, y por las paredes, grandes sombras fantás-
ticas que van luego a replegarse y a aniquilarse dentro de ella, todas las te-
rribles y tornadizas ideas que Odette le había inspirado se desvanecían, se
refugiaban en aquel cuerpo encantador que tenía delante. Le asaltaba la re-
pentina sospecha de que esa hora que pasaba en casa de Odette, junto a la
lámpara, no era una hora artificial, para uso suyo (destinada a enmascarar
esa cosa terrible y deliciosa, en la que pensaba siempre, sin poder imaginár-
sela bien nunca: una hora de la vida de Odette, cuando él no estaba allí),
con accesorios de teatro y frutas de cartón, sino que quizá era una hora se-
ria, de verdad en la vida de Odette, y que si él no hubiera estado allí, Odette
habría ofrecido el mismo sillón a Forcheville, sirviéndole, no un brebaje
desconocido, sino aquella naranjada precisamente; que el mundo donde vi-
vía Odette no era ese orbe espantoso y sobrenatural donde él se entretenía
en situarla, y que acaso no existía más que en su imaginación, sino el uni-
verso real, que no difundía ninguna melancolía particular, que abarcaba esa
mesa donde él podría escribir, y esa bebida que le sería dado paladear; todos
esos objetos que contemplaba con tanta curiosidad y admiración como gra-
titud, porque absorbían sus sueño, liberándole de ellos; pero, en cambio, se
enriquecían; al absolverlas con esas soñaciones, se las mostraban realizadas
palpablemente, le seducían el alma, tomando relieve delante de sus ojos, y
al mismo tiempo le tranquilizaban el corazón. ¡Ah, si el destino hubiera
querido que Odette y él no tuvieran más que una sola morada; que Swann,
al estar en su casa, estuviera también en la de ella; que al preguntar al cria-
do lo que iban a almorzar, hubiera recibido como respuesta al menú confec-
cionado por Odette; que si Odette quería ir a dar una vuelta por la mañana a
la avenida del Bosque de Boulogne, su deber de buen marido le hubiera
obligado, aunque no tuviera él ganas de salir a acompañarla, a cargar con el
abrigo de ella si hacía mucho calor, y si por la noche, después de cenar,
cuando Odette no sintiera deseo de salir y se quedara en casa, no hubiera
tenido él más remedio que estarse con ella y hacer su voluntad! Entonces,
todas las futesas de la vida de Swann, tan tristes ahora, cobrarían, por el
contrario, al entrar a formar parte de la vida de Odette, y hasta las más fami-
liares, una especie de superabundante dulzura y de misteriosa densidad,
como esa lámpara, esa naranjada y ese sillón que encarnaban tantos sueños
v contenían tantos deseos.
Sin embargo, dudaba mucho Swann de que lo que así echaba de menos
fuera una paz, una calma que quizá no serían atmósfera muy favorable a su
amor. Cuando Odette dejara de ser para él una criatura siempre ausente,
deseada, imaginaria: cuando el sentimiento que Odette le inspiraba no fuese
ya del mismo linaje de misteriosa inquietud que le cansaba la frase de la so-
nata, sino afecto y reconocimiento; cuando se crearan entre ellos lazos nor-
males que acabaran con su locura y su tristeza, entonces los actos de la vida
de Odette ya le parecerían de escaso interés en sí mismos, como sospechara
ya varias veces que en realidad lo eran; por ejemplo, el día que leyó al tras-
luz la carta a Forcheville. Juzgaba su enfermedad con la misma sagacidad
que si se la hubiera inoculado para estudiarla, y se decía que, una vez cura-
do, todos los actos de Odette le serían indiferentes. Y desde el fondo de su
mórbido estado, temía, en realidad, tanto como la muerte semejante cura-
ción, porque habría sido, en efecto, la muerte de todo lo que él era en ese
momento.
Después de aquellas noches de calma, las sospechas de Swann se aplaca-
ban; bendecía a Odette, y, a la mañana siguiente, le mandaba magníficas al-
hajas, porque sus atenciones de la noche antes habían excitado su gratitud o
acaso el deseo de que se repitieran, o bien un paroxismo de amor que tenía
necesidad de desahogarse.
Pero otros ratos volvía su dolor, se imaginaba que Odette era querida de
Forcheville, y que cuando los dos lo vieron aquella noche, en el bosque,
desde el fondo del landó de los Verdurin, suplicarle inútilmente, con aquel
aire de desesperación que notó hasta su cochero, que volviera con él, para
tener luego que irse solo y vencido por otro lado, Odette debió de lanzar a
Forcheville, mientras le decía: «Qué rabioso está, ¿eh?», las mismas mira-
das brillantes, maliciosas, bajas y solapadas que el día en que Forcheville
echó a Saniette de casa de los Verdurin.
Y entonces Swann la detestaba. «También soy yo tonto en estar pagando
con mi dinero el placer de los demás. Pues que no se fíe y que tenga cuida-
do en no tirar mucho de la cuerda, porque pudiera darse el caso de que no
soltara un céntimo. Por lo pronto, voy a renunciar provisionalmente a los
regalos suplementarios. ¡Pensar que ayer mismo, porque me dijo que tenía
ganas de ir a la temporada de Bayreuth, cometí la majadería de ofrecerle
alquilar uno de los castillos del rey de Baviera para nosotros dos, allí cerca!
¡Y no la ha emocionado mucho, no dijo que sí ni que no, ojalá diga que no:
¡Qué divertido debe ser estarse quince días oyendo música de Wagner con
ella, que le importa Wagner lo mismo que a un pez una castaña!». Y como
su odio, al igual que su amar, necesitaba manifestarse, hacer algo, se com-
placía en llevar cada vez más lejos sus malas figuraciones, porque, gracias a
las perfidias que atribuía a Odette, la detestaba más, y podría, si —cosa que
le agradaba pensar— fueran ciertas, tener ocasión de castigarla y de saciar y
en ella su creciente cólera. Llegó hasta suponer que Odette iba a escribirle
pidiéndole dinero para alquilar el castillo ese junto a Bayreuth, pero avisán-
dole que Swann no podría acompañarla, porque había prometido invitar a
Forcheville y a los Verdurin. ¡Cuánto se habría alegrado de que Odette tu-
viera semejante atrevimiento! ¡Qué alegría en negarse, en redactar la con-
testación vindicatoria! Y se complacía en escoger los términos de la res-
puesta, en enunciarlos en alta voz, como si en efecto ya hubiera recibido la
carta de Odette.
Pues eso mismo es lo que ocurrió al otro día. Odette le escribía que los
Verdurin y sus amigos manifestaron deseos de asistir a las representaciones
wagnerianas, y que si Swann le mandaba dinero, podría tener el gusto de
invitarlos, correspondiendo así a sus muchas y frecuentes atenciones. De
Swann, ni una palabra; se sobrentendía que la presencia de los Verdurin ex-
cluía la suya.
De modo que iba a tener el gozo de mandarle aquella terrible respuesta que
había redactado, palabra por palabra, el día antes, sin esperanza de tener que
utilizarla nunca. Claro que sabía Swann que Odette, con el dinero que tenía,
o que se procuraría fácilmente, podía alquilar una casa en Bayreuth, ya que
así lo deseaba, ella que no era capaz de distinguir entre Bach y Clapisson.
Pero, en todo caso, tendría que vivir con más estrechez. Y no tendría medio
de organizar, como las habría organizado si él mandaba unos cuantos bille-
tes de mil francos, a diario, en un castillo, esas cenas elegantes que acaso le
diera el capricho de rematar —capricho que quizá nunca se le había ocurri-
do— cayendo en brazos de Forcheville. No, no sería Swann el que pagara
ese viaje odioso. ¡Ah, cuánto daría por estorbar el viaje, porque Odette se
dislocara un pie antes de marcharse, por lograr, a cualquier costo, sobornar
al cochero que había de conducirla a la estación para que la llevara a un si-
tio retirado, donde tenerla secuestrada, a aquella mujer pérfida, de ojos bri-
llantes, con una sonrisa de complicidad, dedicada a Forcheville, que era la
forma con que Swann veía a Odette hacía cuarenta y ocho horas!
Pero esa apariencia odiosa no duraba mucho, al cabo de unos días, el mi-
rar brillante y falso iba perdiendo lustre y doblez, y la execrada imagen de
una Odette que decía a Forcheville: «¡Qué rabioso está!», palidecía y se iba
borrando. Entonces reaparecía, iba elevándose progresivamente, con suave
brillar, el rostro de la otra Odette, de la que sonreía también a Forcheville,
sí, pero con sonrisa cargada de cariño a Swann, mientras decía: «No esté
usted mucho rato, porque a este señor no le gustan mucho las visitas cuando
tiene ganas de estar conmigo. ¡Ah, si usted conociera a este hombre como
yo lo conozco…!»; la misma sonrisa que tomaba para dar a Swann las gra-
cias por algún rasgo de delicadeza muy apreciado por ella, o por algún con-
sejo que le había pedido en una de aquellas circunstancias graves que sólo a
él confiaba.
Y entonces se preguntaba cómo había podido escribir a esa Odette una
carta insultante, que hasta aquel día no debió Odette creerlo capaz de firmar,
y que, indudablemente, lo destronaría del lugar elevado y único que su bon-
dad y su lealtad le habían ganado en la estima de Odette. Lo iba a querer
menos, porque lo quería precisamente a causa de esas cualidades que no en-
contraba ni en Forcheville ni en ningún otro hombre. Y por esas prendas
mostrábale Odette, a veces, bondades que se le olvidaban cuando estaba ce-
loso, porque no eran señal de deseo y denotaban más bien afecto que amor,
pero que Swann juzgaba de nuevo muy importantes, a medida que el espon-
táneo desvanecerse de sus sospechas, acentuado muchas veces por la dis-
tracción que le proporcionaba una lectura sobre arte o la conversación con
un amigo, hacía a su amor menos exigente en punto a reciprocidades.
Ahora, cuando, después de aquella oscilación, había vuelto Odette al sitio
de donde la apartaran momentáneamente los celos de Swann, al sector don-
de se le aparecía llena de seducción, Swann la veía llena de cariño, con una
mirada de consentimiento, tan bonita, que no podía por menos de tender los
labios hacia ella, como si estuviera allí y pudiera besarla; y le guardaba tan-
ta gratitud por aquella mirada de bondad y de encanto, como si Odette lo
hubiera mirado realmente así, como si aquella sonrisa no fuera pintura de su
imaginación para dar gusto a su deseo.
¡Qué disgusto debía de haberle causado! Claro que encontraba razones
válidas para aquel resentimiento hacia Odette; pero no le habrían inspirado
resentimiento esas razones a no haberla querido tanto. También había tenido
quejas graves de otras mujeres, a las que, sin embargo, hoy haría un favor,
porque, como ya no las quería, no le inspiraban cólera. Si llegaba un día en
que se encontrara con respecto a Odette en el mismo estado de indiferencia,
comprendería entonces que sólo sus celos revistieron con aquel carácter de
cosa imperdonable y atroz aquel deseo, tan natural en el fondo, de origen
tan pueril, y en cierto modo de espiritual delicadeza, de poder corresponder
cuando la ocasión se presentaba a las finezas de los Verdurin y jugar al ama
de casa.
Volvía a ese punto de vista —opuesto al de su amor y de sus celos, y en
que se colocaba por una a modo de equidad intelectual y para dar lo suyo a
todas las probabilidades—, y desde allí probaba a juzgar a Odette, como si
no la quisiera, como si fuera para él una mujer como otra cualquiera, como
si la vida de Odette, en cuanto él no estaba delante, no se tramara y no se
urdiera, ocultamente, en contra suya.
¿Para qué creer que allí, iba a gozar con Forcheville, o con otro hombre,
placeres embriagadores que con él no sentía, y que eran únicamente invento
de sus celos? Y tanto en Bayreuth como en París, cuando Forcheville pensa-
ra en él, no tendría más remedio que considerarlo como persona a quien te-
nía que ceder su puesto cuando los dos se encontraban en casa de ella. Si
Forcheville y ella miraban como un triunfo el estar allá en Bayreuth en con-
tra de su voluntad, él lo habría querido, oponiéndose inútilmente al viaje,
mientras que si aprobaba el proyecto, que era defendible, parecería que
Odette iba allí por consejo suyo, se sentiría enviada, alojada por él, y el pla-
cer que recibiera en dar albergue a unos amigos, a quienes tantos favores
debía, tendría que agradecérselo a Swann.
Mientras que así, iba a marcharse enfadada con él, sin volver a verlo; en
cambio, si Swann le mandaba aquellos dineros, la animaba al viaje y procu-
raba hacérselo agradable, Odette correría hacia su amante, reconocida y sa-
tisfecha, y él tendría esa gran alegría de verla; alegría de la que estaba pri-
vado hacía casi una semana y que no admitía sustitución por otro placer al-
guno. Porque en cuanto Swann podía representarse a Odette sin horror le-
yendo la bondad de su sonrisa y sin que los celos superpusieran a su amor el
deseo de quitársela a otro, ese amor tomaba preferentemente la forma de
deleite ante las sensaciones que le daba la persona de Odette, y ante el pla-
cer de admirar como un espectáculo, o interrogar como un fenómeno, su
modo de alzar los ojos, el formarse de una sonrisa suya o la emisión de una
entonación de su voz. Y ese placer, distinto a cualquier otro, acabó por crear
en él una necesidad que sólo ella podía saciar con su presencia o con sus
cartas; necesidad casi tan desinteresada, tan artística, tan perversa, como esa
otra que caracterizaba el período nuevo de la vida de Swann, en que, a la
sequedad y depresión de años anteriores, sucedió una especie de superabun-
dancia espiritual, sin que él supiera el porqué —como no sabe un enfermo
por qué de pronto empieza a fortificarse y a engordar, camino de una total
curación—; esa otra necesidad, que se desarrollaba también, aparte del
mundo real: la de oír música y conocer música.
Así, con aquella alquimia de su enfermedad, una vez que había hecho ce-
los con su amor, se ponía a fabricar cariño y compasión hacia Odette. Ya era
otra vez Odette la buena, la amable Odette. Tenía remordimientos de haber-
la tratado con dureza. Deseaba que se acercara a él; pero antes quería darle
algún gusto, para ver cómo la gratitud se pintaba en su cara y modelaba su
sonrisa.
Y por eso, Odette, segura de que Swann volvería al cabo de unos días tan
cariñoso y sumiso como antes, a pedirle que hicieran las paces, se acostum-
bró a no tener ya miedo a desagradarlo, hasta irritarlo, y cuando le parecía
bien le negaba los favores que más en estima tenía él.
Quizá no se daba cuenta Odette de lo sincero que Swann era con ella
cuando regañaban, y cuando le dijo que no le mandaría más dinero y que
procuraría hacerle daño. Quizá tampoco sabía cuán sincero era, si no con
Odette, por lo menos consigo mismo, en otros casos en que, mirando por el
porvenir de sus relaciones, para mostrar a Odette que podía pasarse sin ella
y que siempre era posible la ruptura, decidía quedarse algún tiempo sin ir
por su casa.
Muchas veces hacía eso Swann, tras unos días en los que Odette no le ha-
bía dado ningún disgusto nuevo; y como sabía que de las visitas próximas
que le hiciera no habría de sacar ninguna gran alegría, sino más probable-
mente alguna pena que acabaría con la calma actual, le escribía que estaba
muy ocupado y que no iba a poder verla en ninguno de los días convenidos.
Y precisamente, una carta de ella se cruzaba con la suya: Odette le suplica-
ba que aplazaran una cita. Se preguntaba Swann el motivo; volvían la pena
y las sospechas. En aquel nuevo estado de agitación que lo dominaba, no
podía cumplir el compromiso que él mismo se había impuesto en un estado
anterior de calma relativa, y corría a su casa para exigir que se vieran todos
los días. Y aunque ella no le escribiera la primera, sólo con que contestara,
eso bastaba para que no pudiera pasarse más sin verla. Porque, al contrario
de lo que Swann calculaba, el consentimiento de Odette lo trastornaba todo
en su alma. Como hacen todos los que están en posesión de una cosa, para
saber lo que ocurriría si se quedaran sin ella por un momento, se quitaba esa
cosa del espíritu, dejando todo lo demás en el mismo estado que cuando la
cosa estaba allí. Y la falta de una cosa no sólo consiste en que no la tenga-
mos, no es un defecto parcial, sino un trastorno de todo, un estado nuevo,
que nunca pudo preverse en el estado anterior.
Pero otras veces, por el contrario —cuando Odette estaba a punto de ha-
cer un viaje—, Swann escogía un pretexto para una ligera disputa, y se re-
solvía, después de ella, a no escribirle y a no verla hasta que volviera, dando
así las apariencias y las ventajas de una riña seria, que quizá creyera Odette
definitiva, a una separación que en su mayor parte era consecuencia inevita-
ble del viaje y que Swann no hacía más que anticipar un poco. Y se figuraba
a Odette preocupada, afligida por no recibir ni visita ni carta suya, y esa
imagen calmaba sus celos y le hacía más fácil el perder la costumbre de
verla. Indudablemente, allá en el fondo, acariciaba con gusto la idea de vol-
ver a ver a Odette; pero esa idea estaba en las profundidades de su alma,
arrinconada por su resolución y por toda la interpuesta longitud de las tres
semanas de separación aceptada, y con tan poca impaciencia, que ya empe-
zaba a preguntarse si no duplicaría voluntariamente la duración de una abs-
tinencia tan fácil. Y esa abstinencia no tenía más que tres días de vida, me-
nos tiempo del que a veces se le pasaba sin ver a Odette, y sin haberlo pre-
meditado como ahora. Pero, de pronto, una ligera contrariedad o un males-
tar físico —induciéndole a considerar el momento presente como excepcio-
nal y fuera de toda regla, como momento en que hasta la misma prudencia
aceptaría el sosiego que trae consigo un placer; y licenciaría hasta el retorno
útil del esfuerzo, a la voluntad— suspendía la acción de esa facultad que
dejaba ya de ejercer su comprensión; o aún menos que eso, si se le ponía en
la cabeza una cosa que se le olvidó preguntar a Odette; por ejemplo, si ha-
bía decidido de qué color quería que le pintaran el coche, o cuando se trata-
ba de unos valores bursátiles, si quería acciones ordinarias o privilegiadas
(porque era muy bonito hacerle ver que podía pasarse sin ella; pero si des-
pués había que volver a pintar el coche o las acciones no daban dividendo,
no habría adelantado nada), entonces, como una goma estirada que se suel-
ta, o como el aire que se escapa de una máquina neumática entreabierta, la
idea de volver a verla, de las lejanas tierras donde ella se hallaba, tornaba de
un salto al campo del presente y de las posibilidades inmediatas.
Tornaba sin encontrar resistencia, y tan irresistible, que a Swann le dolía
menos sentir cómo iban pasando uno a uno los quince días que tenía que
estar separado de Odette, que los diez minutos que esperaba mientras su co-
chero enganchaba el coche que lo llevaría a casa de Odette; y le daban arre-
batos de impaciencia y de alegría, y acariciaba mil veces con pródigo cariño
esa idea de ver a Odette, que con un brusco giro se había plantado de nuevo
a su lado, en su más próxima conciencia, cuando él creía que estaba allá,
muy lejos. Y es que había desaparecido ese obstáculo del deseo de intentar
resistir inmediatamente, porque Swann se había demostrado a sí mismo que
era muy capaz de resistir y pasarse sin verla, y ya no veía inconveniente en
aplazar un ensayo de separación que podría poner en práctica en cuanto qui-
siera. Además, ocurría que esa idea de verla retornaba con una seducción y
novedad, con una virulencia que, embotadas un poco por la costumbre, co-
braron nuevo temple con aquella privación no de tres días, sino de quince
(porque lo que dura la renuncia a un placer, debe calcularse por anticipado,
con arreglo al plazo fijado), privación que transformaba un placer esperado,
que se sacrifica fácilmente, en una felicidad inesperada, a la que no pode-
mos resistirnos. Y a más de eso, tornaba esa idea embellecida por la igno-
rancia en que estaba Swann de lo que pudo pensar, y quizá hacer Odette, al
ver que su amante no daba señales de vida, así que iba a encontrarse con la
arrebatadora revelación de una Odette casi desconocida.
Pero Odette, que consideraba únicamente como una finta su negativa a
dar dinero, tampoco consideraba más que como un pretexto ese detalle que
Swann le iba a preguntar, del color del coche o de la clase de acciones. Por-
que Odette no sabía reconstituir las diversas fases de las crisis que atravesa-
ba su amante, y en la idea que de ellas se formaba se le olvidaba incluir su
mecanismo, y no creía más que en el final, ya conocido de antemano, nece-
sario, infalible y siempre idéntico. Idea incompleta —y quizá aún más pro-
funda— si se la miraba desde el punto de vista de Swann, a quien debía de
parecerle que Odette no lo entendía, como un morfinómano o un tubercu-
loso convencido, el primero de que un acontecimiento externo vino a dete-
nerlo en el preciso momento en que iba ya a libertarse de su vicio invetera-
do, el segundo de que una indisposición accidental le impidió su restableci-
miento o cuando ya estaba a punto de curarse, y que se sienten incompren-
didos por el médico, el cual no concede la misma importancia que ellos a
esas llamadas continencias, que no son en opinión del facultativo más que
disfraces que reviste, para presentarse más sensiblemente a los enfermos, el
vicio y el estado mórbido que no han dejado de pesar, incurablemente, so-
bre ellos hasta en ese momento en que acariciaban sueños de curación y de
buena conducta. Y, en realidad, el amor de Swann había llegado ya a ese
punto en que el médico, y en ciertas enfermedades hasta el más atrevido ci-
rujano, dudan de si es posible y conveniente privar a un enfermo de su vicio
n quitarle su enfermedad.
Claro que Swann no tenía conciencia directa de lo grande de ese amor.
Cuando quería medirlo le parecía a veces empequeñecido, casi reducido a la
nada; por ejemplo, lo poco que le atraían, casi la repulsión que le inspira-
ban, los rasgos fisonómicos de Odette antes de que se enamorara de ella, y
que volvía a sentir algunos días. «Verdaderamente, voy progresando —de-
cía—; ayer no sacaba ningún gusto de estar en su cama, es curioso; y hasta
me parecía fea.» Y era sincero, sí; pero su amor iba bastante más allá de las
regiones del deseo físico. Y no entraba en él, por mucho, la persona de
Odette. Cuando sus miradas tropezaban con la fotografía de Odette que te-
nía encima de la mesa, o cuando la propia Odette iba a verlo, le costaba tra-
bajo identificar la figura de carne o de cartulina con la preocupación doloro-
sa y constante que en su seno sentía. Exclamaba con asombro: «¡Es ella!»;
como si de repente nos mostraran exteriorizada, ahí delante de nosotros, una
enfermedad que padecemos, y no la encontráramos parecida a la nuestra.
«¡Ella!» Swann se preguntaba qué era eso de «¡ella!»; porque guarda mucha
mayor semejanza con el amor y con la muerte que esas cosas que tanto se
repiten, el interrogar, cada vez más, por miedo a que se nos escape, el mis-
terio de la personalidad. Y aquella enfermedad amorosa de Swann se había
multiplicado tanto, se enlazó tan íntimamente a todas las costumbres de
Swann, a sus actos, a su pensamiento, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo
que deseaba para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo
con él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para decirlo en
términos de cirugía, su amor ya no era operable.
Su amor lo había desprendido de tal manera de todo interés, que ahora,
cuando por casualidad iba a alguna reunión aristocrática, diciéndose que sus
buenas relaciones, igual que una montura elegante que él no sabía estimar
bien, podían revestirlo de mayor valor a los ojos de Odette (cosa que no era
cierta, porque esas relaciones se envilecían con ese amor mismo que, para
Odette, rebajaba el valor de todas las cosas, al tocarla, y les quitaba su pre-
cio), sentía, además de la pena de encontrarse en lugares y entre gentes que
ella no conocía, el placer desinteresado, propio de la lectura de una novela,
o la contemplación de un cuadro donde se presentan las diversiones de una
clase social ociosa; lo mismo que se complacía en considerar el funciona-
miento de su vida doméstica, la elegancia de su guardarropa, la excelente
colocación de su dinero, igual que en leer en Saint-Simón, uno de sus auto-
res favoritos, la mecánica de los días y la composición de las comidas de la
señora de Maintenon, o la cauta avaricia y la opulencia de Lulli. Y en la
corta parte en que no era absoluto su desprendimiento de las cosas del gran
mundo, el motivo de ese placer nuevo que sentía Swann era poder emigrar
por un momento a los pocos rincones de sí mismo, donde casi no había en-
trado el amor y la pena. Y así, la personalidad que le atribuía mi tía, de «el
hijo de Swann», distinta de su personalidad más individual de Carlos
Swann, le era más grata que ninguna, ahora. Un día, el de los cumpleaños
de la princesa de Parma (porque esta dama podía ser indirectamente útil a
Odette, proporcionándole billetes para fiestas de gala, jubileo, etc.), quiso
regalarle fruta, y no sabiendo donde comprarla, rogó que le hiciera este en-
cargo a una prima de su madre, que, encantada por esta confianza, le escri-
bió dándole cuenta de su misión, y diciendo que no había comprado toda la
fruta en el mismo sitio, sino las uvas en casa de Crapote, que tiene la espe-
cialidad; las fresas en Jauret, las peras en la tienda de Chevet, donde son
más hermosas que en ninguna parte, etc.; y «las frutas han pasado por mi
mano una a una». En efecto, a juzgar por el agradecimiento de la princesa,
las fresas tenían mucho aroma, y las peras eran muy jugosas. Pero el «las
frutas han pasado por mi mano una a una» lo alivió a Swann grandemente
de su pena, porque le llevó el pensamiento a una región donde casi nunca
iba, a pesar de que le pertenecía como heredero de una familia ricamente
acomodada, donde se conservaban tradicionalmente, y siempre dispuesta a
ser utilizada en cuanto él lo requería, las señas de las «buenas tiendas» y el
arte de hacer un buen encargo.
Claro es que tenía tan olvidado que él era «el hijo de Swann», que, el re-
cobrar por un momento esa personalidad, le proporcionaba un placer más
hondo que los habituales, que ya lo hartaban; y aunque la amabilidad de las
familias de clase media, que lo consideraban bajo ese aspecto del «hijo de
Swann», era menos visible que la de los aristócratas (si bien más halagüeña,
porque, en esa clase de gentes, la amabilidad implica siempre considera-
ción), una carta firmada por una alteza, donde lo invitaban a alguna fiesta de
príncipes, no le era tan grata como una misiva convidándolo a una boda o
pidiéndole que fuera testigo de ella, firmada por amigos viejos de sus pa-
dres, algunos de los cuales seguían tratándolo —como mi abuelo, que lo in-
vitó el año antes al casamiento de mi madre—, y otros, no lo conocían casi,
pero se consideraban ligados por deberes de cortesía con el hijo y el digno
sucesor del difunto señor Swann.
Pero también le parecía que formaban parte de su casa, de su hogar y de
su familia las gentes de la aristocracia, por las íntimas y viejas amistades
que tenía con algunos de ellos. Y al pensar en sus brillantes relaciones, sen-
tía el mismo apoyo externo, el mismo bienestar que cuando contemplaba las
ricas tierras; la hermosa plata y la excelente lencería de mesa que había he-
redado de los suyos. Y la idea de que si le daba un ataque, su criado correría
espontáneamente a avisar al duque de Chartres, al príncipe de Reuss, al du-
que de Luxemburgo y al barón de Charlus; le servía de gran consuelo, como
a nuestra vieja Francisca la consolaba saber que la enterrarían envuelta en
sábanas suyas, limpias, marcadas con sus iniciales, sin ningún zurcido (o
tan bien zurcidas, que aun aumentaba su valor, haciendo pensar en la habili-
dad de la zurcidora), y sacaba de la imagen frecuente de esa mortaja una
cierta satisfacción, ya que no de bienestar, por lo menos de amor propio.
Pero, sobre todo, en aquella idea, como en todos sus actos y pensamientos
que se referían a Odette, Swann iba siempre dominado y dirigido por el sen-
timiento secreto de que a Odette, aunque no por eso lo quería menos, le
agradaba más ver a una persona cualquiera, al más pelma de los fieles de los
Verdurin, que a él, y cuando se trasladaba a un mundo donde se lo conside-
raba como el hombre exquisito por excelencia, que todos querían atraerse y
ver a menudo, volvía a creer en la existencia de una vida más feliz, casi a
apetecerla, como ocurre a un enfermo que lleva en cama, y a dieta, dos me-
ses, al leer en un periódico el menú de un banquete oficial o el anuncio de
una excursión por Sicilia.
Tenía que dar excusas a la gente de la aristocracia por no ir a visitarlos, y
en cambio, se excusaba ante Odette por ir a visitarla a ella. Y eso que las
pagaba bien (preguntándose, a fin de mes, por poco que hubiera abusado de
la paciencia de Odette, yendo a verla con frecuencia, si era bastante man-
darle cuatro mil francos), y para cada una de ellas buscaba un pretexto, el
llevarle un regalo, darle una contestación de algo que le interesaba, o haber-
se encontrado en la calle con el barón de Charlus, que iba a casa de Odette,
y que exigió a Swann que lo acompañara. Y cuando no tenía ningún pretex-
to, rogaba a su amigo Charlus que fuera a su casa, y que le dijera, como es-
pontáneamente, en el curso de la conversación, que se le había olvidado de-
cir una cosa a Swann, y que hiciera Odette el favor de avisarle para que pa-
sara en seguida por casa de ella, y poder decírselo; pero, por lo general,
Swann se cansaba de esperar, y Charlus le decía, por la noche, que su estra-
tagema no había resultado. De modo que, ahora, Odette, además de hacer
frecuentes viajes, aun cuando estuviera en París, apenas si veía a Swann, y
ella que cuando estaba enamorada le decía: «Siempre estoy desocupada» y
«¿Qué me importa a mí la gente?», invocaba las conveniencias o pretextaba
un quehacer siempre que Swann quería verla. Cuando hablaba de ir a una
fiesta de beneficencia, a una exposición, a un estreno, donde iría ella, Odette
replicaba que eso sería querer pregonar sus relaciones y tratarla como a una
mujerzuela. Hasta tal punto que, para no estar privado en absoluto de verla,
Swann, sabedor de que Odette conocía y apreciaba mucho a mi tío Adolfo,
que era amigo suyo, fue un día a visitarlo a su casa de la calle de Bellechas-
se, para pedirle que ejerciera su influencia sobre el ánimo de Odette en fa-
vor suyo. Como Odette, siempre que hablaba a Swann de mi tío, lo hacía en
un tono romántico, diciendo: «¡Ah!, él no es como tú. Me tiene una amistad
tan hermosa, tan pura, tan grande… No me menospreciaría él hasta ese pun-
to de pedirme que lo acompañara a sitios públicos»; Swann estaba un poco
azorado, y no sabía en qué diapasón tenía que ponerse para hablar a mi tío
de Odette. Empezó por la excelencia apriorística de Odette, el axioma de su
superhumanidad seráfica y la revelación de sus virtudes indemostrables, y
que no podían conocerse por la mera experiencia: «Quiero hablar con usted;
usted ya sabe qué clase de mujer es Odette, que está por encima de cual-
quier otra mujer, que es un ser adorable, un ángel. Pero ya conoce la vida de
París. No todo el mundo la mira con los mismos ojos que usted y que yo. Y
hay personas que dicen que yo hago el ridículo, porque ella ni siquiera pue-
de pasar porque la vea fuera de casa, en el teatro. Ella tiene mucha confian-
za en usted. ¿Por qué no le dice usted unas palabras en favor mío, y le ase-
gura que exagera cuando se imagina que, con solo un saludo, la
perjudico?».
Mi tío aconsejó a Swann que dejara de ver a Odette por un poco de tiem-
po, con lo cual ella le querría más aún, y a Odette que permitiera a Swann
hablar con ella en donde él quisiera. Algunos días después, Odette dijo a
Swann que había tenido una decepción: mi tío era un hombre como los de-
más, y había intentado poseerla a la fuerza. Odette quitó de la cabeza a
Swann la idea, que se le ocurrió en el primer momento, de ir a desafiar a mi
tío; pero, de allí en adelante, Swann se negó a darle la mano. Lamentó mu-
cho esta ruptura con mi tío Adolfo, porque tenía la esperanza, si hubieran
podido verse más a menudo y hablar con intimidad, de hacer puesto en cla-
ro ciertos rumores referentes a la vida de Odette, hacía años, en Niza, donde
mi tío pasaba los inviernos, y Swann creía que quizá se habían conocido
allí. Unas pocas palabras que se le escaparon un día a uno, y que aludían a
un hombre que fue querido de Odette, trastornaron totalmente a Swann.
Pero aquellas cosas, que antes de sabidas le parecían las más terribles de oír,
las menos fáciles de creer, una vez que eran ya sabidas, se incorporaban por
siempre a sus tristezas, las admitía y no podía imaginarse que no hubieran
existido antes. Cada uno de esos rumores retocaba la idea que se forjaba
Swann de su querida con una pincelada imborrable. Hasta creyó oír una vez
que esa ligereza de costumbres de Odette, ni siquiera sospechada por él, era
muy conocida, y que en Bade y en Niza, donde pasaba antes algunas tempo-
radas, disfrutó una especie de notoriedad galante. Hizo por reunirse con al-
gunos calaveras conocidos suyos, aficionados a la vida alegre, para sonsa-
carles algo; pero ellos ya sabían que Swann conocía a Odette, y, además, él
temía recordársela y ponerlos sobre su pista. Pero Swann, que hasta enton-
ces consideraba la cosa más fastidiosa del mundo todo lo referente a la vida
cosmopolita de Bade o de Niza, al saber que Odette, en otro tiempo, había
hecho una vida bastante libre en esas ciudades de placer, sin poder averi-
guar si la hacía tan sólo para satisfacer necesidades económicas, que al pre-
sente, gracias a él, ya no sentía, o cediendo a caprichos que podían volver
ahora, se inclinaba con impotente, ciega y vertiginosa angustia sobre el
abismo insondable donde fueron a parar aquellas años del Septenado de
Mac-Mahón, cuando era uso pasar el invierno en el Paseo de los Ingleses,
de Niza, y el verano a la sombra de los tilos badenses, y los veía dolorosa,
magníficamente profundos como los hubiera pintado un poeta; y habría em-
peñado en la tarea de reconstituir todas las menudencias de la crónica mun-
dana de aquella Costa Azul de entonces, siempre que pudieran ayudarle a
comprender algo de la sonrisa o de la mirada —tan sencillas y tan honradas,
a pesar de todo— de Odette, mayor pasión que el estudiante de estética que
interroga apasionadamente los documentos que nos quedan sobre la Floren-
cia del siglo XV, para penetrar más profundamente en el alma de la Prima-
vera, de la bella Vanna, o de la Venus, de Botticelli. Muchas veces la mira-
ba, soñando, sin decirla nada; y ella decía: «¡Qué triste estás!». Aún no ha-
cía mucho tiempo que de la idea de una Odette buena, igual o mejor que
otras criaturas que él conocía, pasó a la idea de una Odette mujer entreteni-
da; ahora, por el contrario, le había sucedido que de la Odette de Crécy, qui-
zá muy conocida de la gente juerguista, de los mujeriegos, había retornado a
aquel rostro de expresión tan suave a veces, a aquel temperamento tan hu-
mano. Se decía: «Qué significa eso de que en Niza todo el mundo sepa
quién es Odette de Crécy? Esas reputaciones, por ciertas que sean, las han
formado las ideas ajenas»; y creía que tal leyenda —aunque fuera auténtica
— era algo externo a Odette; no era como una personalidad suya, irreducti-
ble y dañina; que la criatura que acaso se vio en la necesidad de obrar mal
era una mujer de mirar bondadoso, de corazón compasivo para con los que
sufren, de cuerpo dócil, que él había tenido en sus brazos, que él había ma-
nejado, una mujer que acaso podría llegar algún día a ser enteramente suya,
si lograba hacérsela indispensable.
Allí estaba, cansada muchas veces, con el rostro libre de esas desconoci-
das cosas que tanto hacían sufrir a Swann; se apartaba el pelo de la frente
con la mano; su frente y su cara parecían agrandarse, y entonces, de pronto,
un pensamiento sencillamente humano, un buen sentimiento de esos que
tienen todas las criaturas cuando se abandonan a sí mismas en un instante
de descanso o de recogimiento, brotaba de sus ojos como un rayo amarillo.
Y en seguida, todo su rostro se iluminaba como una gris campiña, cuando
las nubes que cubren el cielo se apartan, para el momento de la transfigura-
ción, en la hora del poniente. Swann habría podido compartir la vida que en
aquel momento latía en Odette, el porvenir que ella entreveía como un sue-
ño; en el fondo de esa vida y de ese futuro, ninguna cosa mala había dejado
su residuo. Aquellos momentos, aunque muy raros, no fueron inútiles. Con
el recuerdo, Swann iba ensamblando aquellas parcelas, suprimía los interva-
los; moldeaba, como en oro, una Odette bondadosa y tranquila, por la que
hizo más adelante —como se verá en la segunda parte de esta obra— sacri-
ficios que nunca habría logrado la otra Odette. Pero ¡qué escasos eran esos
instantes y qué de tarde en tarde la veía! Ni siquiera en las citas nocturnas,
pues ahora Odette aguardaba al último minuto para decirle si podría verla o
no por la noche, porque Odette, como sabía que siempre contaba con
Swann, quería estar segura, antes de decirle que fuera, que no había ninguna
otra persona que solicitara lo mismo. Alegaba que no tenía más remedio
que esperar una contestación importantísima para ella, y a veces, después de
haber hecho ir a Swann, si algunos amigos la invitaban, cuando ya había
comenzado la noche, a ir con ellos al teatro o a cenar, Odette daba un brinco
de alegría y se ponía a vestirse en seguida. Conforme iba adelantando, en su
atavío, cada uno de sus movimientos acercaba a Swann a aquel momento en
que tendría que separarse, en que ella se escaparía con irresistible arranque;
y cuando ya, vestida, hundía por última vez en el espejo sus miradas tensas,
iluminadas por la atención, se daba un poco de carmín en los labios y se
arreglaba un mechón de pelo en la frente, esperando que le trajeran su abri-
go de noche, azul celeste, con borlas de oro, Swann ponía una cara tan tris-
te, que Odette no podía reprimir un ademán de impaciencia, y le decía:
«¡Vaya una manera de darme las gracias por haberte dejado estar conmigo
hasta el último momento! ¡Yo que creía que me había portado bien contigo!
¡Bueno es saberlo para otra vez!». Otras veces, aun a riesgo de que ella se
enfadara, Swann se prometía averiguar adónde había ido su querida, y soña-
ba en una alianza con Forcheville, que quizá le habría podido contar algo.
Cuando sabía con quién salía Odette por la noche, era muy raro que Swann
no pudiera encontrar, entre todos sus amigos, alguno que conociera, aunque
fuese indirectamente, al hombre que la había acompañado y que pudiera pe-
dirle detalles. Y cuando se ponía a escribir a un amigo para aclarar este o el
otro extremo, sentía el reposo de no hacerse ya preguntas que no tenían res-
puesta, y de transferir a otra persona la fatiga de interrogar. Cierto que
Swann no adelantaba mucho cuando lograba los datos pedidos. No por sa-
ber una cosa se la puede impedir; pero siquiera las cosas que averiguamos,
las tenemos, si no entre las manos, por lo menos en el pensamiento, y allí
están a nuestra disposición, lo cual nos inspira la ilusión de gozar sobre
ellas una especie de dominio. Swann tenía una gran tranquilidad siempre
que el que estaba con Odette era el barón de Charlus. Sabía que entre Odet-
te y el barón de Charlus no podía haber nada, y que cuando su amigo salía
con ella por dar gusto a Swann, le contaría luego, sin ninguna dificultad, lo
que había hecho. Muchas veces Odette declaraba tan categóricamente a
Swann que no podía verlo en una noche determinada, o parecía tener tal in-
terés en salir, que Swann consideraba importantísimo que Charlus no tuvie-
ra nada que hacer aquella noche, y quisiera acompañarla. Al otro día, sin
atreverse a hacer muchas preguntas a su amigo, le obligaba, haciendo como
que no entendía bien sus primeras respuestas, a decirle más cosas, con las
cuales sentía un gran alivio, porque resultaba que Odette había pasado la
noche entregada a los más inocentes placeres. «Como Memé, no entiendo
bien… ¿entonces no fuisteis al salir de su casa al museo de Grévin? ¿No?
¡Ah!, fuisteis antes. ¡Tiene gracia! No sabes la gracia que me haces, Memé.
Vaya una ocurrencia irse luego al Gato Negro; eso se ve que salió de la ca-
beza de Odette ¿No? ¿Fue cosa tuya? Es raro. Pero, después de todo, no
ibas descaminado, porque Odette debió encontrarse allí con muchos conoci-
dos. ¡Ah!, ¿conque no habló con nadie? Es rarísimo. Parece que os estoy
viendo desde aquí, los dos solitos, muy serios. Bueno, Memé, eres muy
buen muchacho, ¿sabes?, te quiero mucho.» Y ya Swann se sentía aliviado.
Porque para él, que muchas veces, al hablar con personas indiferentes, a
quienes apenas si escuchaba, había oído frases como «Ayer vi a la de Crécy
con un señor desconocido»; frases que en el corazón de Swann pasaban in-
mediatamente al estado sólido, endurecidas como una incrustación, y lo
desbarraban, y nunca se iban de allí, eran dulcísimas esas otras palabras:
«No conocía a nadie, no habló con nadie»; palabras que, circulaban holga-
damente por su alma, palabras fluidas, fáciles, respirables. Y luego pensaba
que Odette debía considerarlo como persona muy aburrida, para que prefi-
riera a su compañía aquellos placeres, cuya insignificancia lo tranquilizaba,
pero le daba pena al mismo tiempo, como una traición.
Cuando no podía saber adónde iba su querida, habríale bastado para cal-
mar la angustia que sentía al quedarse solo, y contra la cual no había más
específico que la presencia de Odette, la felicidad de estar con ella (específi-
co que, a la larga, agravaba el mal como muchas medicinas, pero que por el
momento calmaba el dolor); habríale bastado que ella lo dejara estarse en su
casa, esperarla hasta la hora de la vuelta, porque en el sosiego de aquella
hora se habrían fundido aquellas otras que consideraba él distintas de las
demás, como maléficas y encantadas. Pero Odette no quería; Swann se vol-
vía a casa, por el camino iba forjando proyectos y casi no pensaba en Odet-
te; llegaba, y mientras se estaba desnudando seguía con ideas alegres y con-
tento porque al día siguiente iba a ver alguna obra de arte admirable, se me-
tía en la cama y apagaba la luz; pero en cuanto se disponía a dormir y deja-
ba de ejercer sobre su ánimo aquella violencia, inconsciente por lo habitual
que era, volvía a sobrecogerlo un escalofrío terrible, y empezaba a sollozar.
No quería preguntarse el porqué; secábase los ojos, y decía riendo: «Bonita
cosa, me estoy volviendo neurótico». Y le cansaba, muchísimo el pensar
que al otro día habría que averiguar de nuevo lo que Odette había hecho,
buscar influencias para poder verla. Tan cruel le era aquella necesidad de
una actividad sin tregua, sin variedad, sin resultados, que un día, al verse un
bulto en el vientre, sintió una gran alegría, pensando que quizá era un tumor
mortal, y que ya no tendría que ocuparse en nada, porque la enfermedad lo
gobernaría, lo tomaría por juguete hasta que llegara el próximo final de
todo. Y, en efecto, si en aquella época se le ocurrió muchas veces desear la
muerte, más que por huir de sus penas, era por escapar a la monotonía de
sus esfuerzos.
Sin embargo, le habría gustado vivir hasta la época en que ya no la qui-
siera, cuando Odette ya no tuviera necesidad de decirle mentiras, cuando
lograra por fin enterarse de si aquella tarde que fue a visitarla estaba o no
acostada con Forcheville. A veces, llegaban unos cuantos días en que la
sospecha de que Odette quería a otro hombre, le quitaba de la cabeza aque-
lla pregunta referente a Forcheville, la despojaba de todo interés, como esas
formas nuevas de un mismo estado morboso que se nos figura que nos li-
bran de las precedentes. Hasta había días que no lo atormentaba sospecha
alguna. Se creía que ya estaba curado. Pero al otro día, al despertarse, sentía
el mismo dolor en el mismo sitio, aquel dolor cuya sensación diluyó el día
antes en un torrente de impresiones distintas, pero que no había cambiado
de sitio. Y precisamente, la fuerza del dolor es lo que había despertado a
Swann.
Como Odette no le daba ningún detalle de aquellas ocupaciones tan im-
portantes de cada día (aunque él había vivido ya lo bastante para saber que
no hay otras ocupaciones que los placeres), no tenía Swann bastante base
para poder imaginárselas, y su cerebro funcionaba en el vacío; entonces se
pasaba los dedos por los cansados párpados, como si limpiara los cristales
de sus lentes, y no pensaba en nada. Sin embargo, en aquella vaguedad so-
brenadaban algunos quehaceres de Odette que asomaban de vez en cuando,
y que ella refería a obligaciones con parientes lejanos o con amigos de anta-
ño, los cuales quehaceres, por ser los únicos que Odette citaba expresamen-
te como obstáculo a sus citas, formaban para Swann el marco fijo y necesa-
rio de la vida de Odette. De cuando en cuando, Odette le decía en un tono
de voz especial: «Hoy voy con mi amiga al Hipódromo»; y si Swann se
sentía un día un poco malo y pensaba que quizá Odette quisiera ir a verlo,
de pronto se acordaba de que aquel día era cabalmente el de la amiga, y se
decía: «No, no vale la pena molestarse en pedirle que venga; se me debía
haber ocurrido que hoy es el día que va al Hipódromo con su amiga. Hay
que reservarse para las cosas posibles, y no perder el tiempo en pedir lo que
ya sabemos que nos van a negar». Y no sólo le parecía ineludible aquel de-
ber que a Odette incumbía, y ante el cual se inclinaba Swann, de ir al Hipó-
dromo, sino que ese carácter de necesidad que lo distinguía y legitimaba,
hacía plausible todo lo que con el tal deber se refiriera de cerca o de lejos.
Si por la calle se encontraba con un hombre que saludaba a Odette, desper-
tando así los celos de Swann, Odette no tenía más que responder a las pre-
guntas de su querido, relacionando la existencia del desconocido con una de
las dos o tres grandes obligaciones conocidas de Swann, diciendo, por
ejemplo: «Es un caballero que estaba en el palco de mi amiga el otro día en
el Hipódromo», explicación que calmaba las sospechas de Swann, porque,
en efecto, no se podía evitar que la amiga invitara a su palco a otras perso-
nas además de Odette, personas que Swann nunca intentaba o lograba ima-
ginarse. ¡Cuánto se habría alegrado de conocer a aquella amiga, de que lo
invitara a ir con ellas al Hipódromo! Hubiera cambiado todas sus amistades
por la de cualquier persona que tuviera costumbre de ver a Odette, aunque
fuera una manicura o la dependienta de una tienda. Las habría obsequiado
como a reinas. Porque le habrían dado el mejor calmante para sus penas al
ofrecerle aquello en que ellas participaban de la vida de Odette. ¡Qué ale-
gremente habría corrido a pasar el día en casa de aquellas gentes humildes,
que Odette seguía tratando, ya fuera por interés, ya por sencilla naturalidad!
De buena gana se iría a vivir para siempre a un quinto piso de una casa sór-
dida, donde Odette no lo llevaba nunca; pasaría por amante de la modistilla,
y viviría con ella, con tal de recibir casi a diario la visita de Odette. Y ha-
bría aceptado una vida modesta, abyecta, pero dulcísima, preñada de calma
y de felicidad, en uno de esos barrios.
Sucedía a veces que, estando con Odette, se acercaba a ella algún hombre
que Swann no conocía, y entonces podía observarse en el rostro de Odette
la misma tristeza que aquel día que fue a verla su querido cuando Forchevi-
lle estaba en su casa. Pero era cosa rara; porque los días que, a pesar de sus
quehaceres y del temor de lo que pensara la gente, accedía a ver a Swann, lo
que dominaba en su porte era una gran seguridad; contraste, acaso revancha
inconsciente o reacción natural, de la emoción miedosa que en los primeros
tiempos sentía a su lado, cuando empezaba una carta, diciendo: «Amigo
mío: me tiembla tanto la mano que apenas si puedo escribir» (por lo menos,
ella sostenía que la sentía, y alguna verdad debía de haber en aquella emo-
ción para que a Odette le entraran ganas de exagerarla). Entonces le gustaba
Swann. Y nunca temblamos más que por nosotros mismos o por los seres
amados. Cuando muestra felicidad ya no está en sus manos, nos sentimos a
su lado muy a gusto, tranquilos y sin miedo. Al hablarle y al escribirle, ya
no empleaba aquellas palabras que antes servían a Odette para hacerse la
ilusión de que Swann era suyo, buscando las ocasiones de decir mi y mío al
nombrar a su querido: «Es usted mi tesoro, yo guardo el perfume de nuestra
amistad», y ya no hablaba del porvenir, de la muerte, como de una cosa que
compartirían. En aquel tiempo, ella contestaba admirada a todo lo que decía
Swann: «Usted nunca será como los demás»; y miraba aquella cabeza de su
querido, alargada, un tanto calva (la cabeza que hacía decir a los amigos,
enterados de los éxitos de Swann; «No es lo que se dice guapo; pero con su
tupé, su monóculo y su sonrisa, es muy chic), quizá con más curiosidad de
saber cómo era Swann que deseo de llegar a ser su querida, y diciendo:
—¡Ojalá pudiera yo ver lo que hay detrás de esa frente!
Ahora, a todas las palabras de Swann respondía Odette, ya con tono de
irritación, ya de indulgencia:
—No, lo que es tú siempre serás al revés de los demás.
Y decía, mirando aquella cabeza un poco aviejada por la pena (que ahora
hacía pensar a todo el mundo, en virtud de esa aptitud que permite adivinar
las intenciones de un poema sinfónico, cuando se lee su explicación en el
programa, y la cara de un niño cuando se conoce a sus padres: «No es lo
que se dice feo; pero con esa sonrisa, ese tupé y ese monóculo, es ridículo»,
trazando en la sugestionada imaginación la demarcación inmaterial que se-
para, a unos meses de distancia, la cabeza de un hombre querido de verdad
y la cabeza de un cornudo):
—¡Ah, si pudiera yo cambiar lo que hay en esa cabeza, darle un poco de
juicio!
Y Swann, siempre dispuesto a creer en la verdad de lo que deseaba, en
cuanto la conducta de Odette permitía la más leve duda, se lanzaba ávida-
mente sobre esa frase:
—Si quieres, vaya si puedes —le decía.
Y hacía por demostrarle que la tarea de calmar su ánimo, de dirigirlo, de
hacerlo trabajar, era una labor nobilísima, que estaban deseando tomar en
sus manos otras mujeres, si bien esa que él llamaba noble labor, de haber
caído en otras manos que en las de Odette, le había parecido una indiscreta
e insoportable usurpación de su libertad. «Si no me quisiera un poco, no le
entrarían ganas de verme cambiado. Y para hacerme cambiar tendrá que
verme más a menudo.» Y el reproche de Odette venía a parecerle una prue-
ba de interés y quizá de amor; y, en efecto, tan escasas eran las que ahora le
daba, que no tenía más remedio que tomar como tales las prohibiciones que
ella le ponía a esto o a aquello. Un día le dijo que no le gustaba el cochero
de Swann, que debía de hablarle mal de ella, y que de todos modos no se
portaba con la exactitud y deferencia debidas a su amo. Odette se daba
cuenta de que Swann estaba deseando que le dijera: «No lo traigas cuando
vengas a casa», lo mismo que habría deseado un beso. Y aquel día estaba de
buen humor, y se lo dijo, con gran enternecimiento de Swann. Por la noche;
charlando con el barón de Charlus, como con él podía entregarse al placer
de hablar abiertamente de Odette (porque todas sus palabras, aun dirigidas a
personas que no la conocían, se referían en cierto modo a ella), le dijo:
—A mí me parece que me quiere, es muy buena conmigo, y se interesa
mucho por lo que hago».
Y si al ir a casa de Odette algún amigo, que iba a dejar por el camino, le
decía al subir al coche: «Hombre, ese cochero no es Loredán», Swann le
contestaba con melancólica alegría:
—¡Quita, hombre, quita! Te diré que no puedo llevar a Loredán cuando
voy a la calle de la Pérousse, porque no le gusta a Odette. Se le figura que
no está lo bastante bien para mí. Ya sabes lo que son las mujeres, y como
eso la disgustaría… Ya lo creo, si lo llego a llevar, ¡tenemos una buena!
Swann padecía con esos modales nuevos de Odette, tan distraídos, indife-
rentes e irritables, pero no se daba cuenta de que sufría con ellos; como
Odette se había ido poniendo fría con él progresivamente, día a día, sólo
comparando lo que era hoy con lo que había sido al principio habría podido
Swann medir la profundidad de la mudanza. Y como esa mudanza era su
herida secreta y honda, la que le dolía día y noche, en cuanto sentía que sus
ideas se acercaban mucho a ella, se apresuraba a encaminarlas hacia otro
lado para no sufrir aún más. Y se decía de un modo abstracto: «En un tiem-
po, Odette me quería más»; pero nunca se representaba el tiempo aquel. Y
así, como en su gabinete había una cómoda que él hacía por no mirar, dando
un rodeo al entrar y al salir para evitarla, porque, en uno de sus cajones, es-
taban guardados el crisantemo que le dio la primera noche que la había
acompañado y las cartas donde le decía: «Si se hubiera usted dejado el cora-
zón, no se lo habría devuelto», o «A cualquier hora del día o de la noche, no
tiene más que llamarme y disponer de mi vida», así había dentro de él un
lugar al que nunca dejaba acercarse a su alma, obligándola, si era menester,
a dar el rodeo de una larga argumentación para no pasar por delante: el lu-
gar donde latía el recuerdo de días felices.
Pero toda la previsora providencia se vio burlada una noche que asistió a
una reunión aristocrática.
Era en casa de la marquesa de Saint-Euverte, en la última de aquellas
reuniones donde la marquesa daba a conocer a los artistas que luego le ser-
vían para sus conciertos de beneficencia. Swann, que había hecho intención
de ir a todas las precedentes, sin decidirse a última hora, recibió, cuando se
estaba vistiendo para ir a aquélla, la visita del barón de Charlus, que se brin-
dó a ir con él a casa de la marquesa, si su compañía le hacía la noche menos
aburrida y triste. Pero Swann le contestó:
—Ya sabe usted el placer tan grande que tengo siempre en que estemos
juntos. Pero el favor mayor que usted puede hacerme es ir a ver a Odette.
Ya sabe usted que Odette le hace mucho caso. Esta noche me parece que no
saldrá más que para ir a casa de su ex modista, y aun entonces se alegrará
mucho de que la acompañe usted. Distráigala y procure traerla al buen ca-
mino. A ver si podemos arreglar para mañana alguna cosa que sea de su
agrado, y a la que podamos ir los tres. Y a ver si lanza usted algo para el ve-
rano que viene, si ella tiene gana de alguna cosa, quizá de un viaje por mar,
que podríamos hacer los tres juntos; en fin, cualquier cosa. Esta noche ya no
cuento con verla; pero claro que si ella lo quisiera, o usted encontrara oca-
sión de lograrlo, no tiene más que mandarme un recado a casa de la mar-
quesa, hasta las doce, y después a mi casa. Y muchas gracias por todo lo
que está usted haciendo por mí; ya sabe usted que lo quiero de verdad.
El barón le prometió ir a hacer la visita que Swann deseaba, y lo acompa-
ñó hasta la puerta del palacio de la marquesa, donde Swann llegó muy tran-
quilo, porque sabía que Charlus pasaría aquellas horas en casa de Odette;
pero en un estado de melancólica indiferencia hacia todas las cosas que no
tocaban a su querida, y en particular, hacia las cosas del mundo elegante,
que se le aparecían con el encanto que tienen por sí mismas, cuando ya no
son un fin para nuestra voluntad. En cuanto bajó del coche, en aquel primer
plano del ficticio resumen de su vida doméstica, que a las amas de casa les
gusta ofrecer a sus invitados los días de ceremonia, aspirando a respetar la
propiedad de los trajes y del decorado, Swann vio con agrado a los herede-
ros de los «tigres» de Balzac, a los grooms encargados de seguir a sus amos
en el paseo, y que con sus sombreros y sus grandes botas permanecían fuera
del palacio, en la avenida central o en la puerta de las cuadras, como jardi-
neros colocados a la entrada de sus parterres. Esa predisposición que siem-
pre tuvo Swann a encontrar analogías entre los seres vivos y los retratos de
los museos, seguía activa, y aun más general y constante que nunca, porque
ahora que se había despegado de la vida del mundo elegante, toda ella se le
representaba como una serie de cuadros. Al entrar en el vestíbulo donde an-
tes, cuando era hombre de mundo asiduo, penetraba envuelto en su abrigo,
para salir de frac, pero sin saber lo que allí pasaba, porque en los pocos mi-
nutos que transcurrían allí estaba con el pensamiento o en la fiesta donde
iba a entrar, o en la fiesta de la que acababa de salir, notó por primera vez, al
verla despertar ante la inopinada llegada de un invitado, la ociosa y magnífi-
ca jauría de lacayos que dormían acá y allá en banquetas y en arcas, y que,
irguiendo sus nobles y agudos perfiles de lebreles, se alzaron y se formaron
en círculo a su alrededor.
Había uno de aspecto particularmente feroz, muy parecido al verdugo de
algunos cuadros del Renacimiento, donde se representan suplicios, que se
adelantó hacia él con aspecto implacable para coger su abrigo y su sombre-
ro. Pero la dureza de su mirada de acero se compensaba con la suavidad de
sus guantes de piel, de tal modo, que al acercarse a Swann parecía que des-
preciaba a la persona y que guardaba todas sus consideraciones para el som-
brero. Lo cogió con un cuidado minucioso, por lo justo de su guante, y deli-
cado por el aparato de su fuerza. Y se lo dio a uno de sus ayudantes, novel y
tímido, que expresaba el susto que lo embargaba paseando miradas furiosas
en todas direcciones con la agitación de una fiera cautiva en las primeras
horas de su domesticidad.
Unos pasos más allá, un mozarrón de librea soñaba, inmóvil, estatuario,
inútil, como ese guerrero puramente decorativo que en los cuadros más tu-
multuosos de Mantegna está meditando, apoyado en su escudo, mientras
que a su lado se desarrollan escenas de carnicería; apartado del grupo que
atendía a Swann, parecía terminantemente decidido a no interesarse en
aquella escena, que iba siguiendo vagamente con la mirada, como si fuera
la Degollación de los Inocentes o el Martirio de Santiago. Se daba mucho
aire a los individuos de esa raza desaparecida —o que acaso nunca existió
más que en el retablo de San Zenón o en los frescos de los Eremitani, donde
Swann se encontró con ella, y donde sigue entregada aún a sus sueños—
que parece salida de la cópula de una estatua antigua con un modelo pa-
duano del maestro, o con un sajón de Alberto Durero. Los mechones de su
pelo rojizo que la naturaleza rizó, pero que la brillantina alisaba, estaban
tratados muy ampliamente, como en la escultura griega, que estudiaba sin
cesar el maestro de Mantua y que, aunque no toma de la creación otro mo-
delo que el hombre, sabe sacar de sus simples formas riquezas variadas, co-
gidas a toda la naturaleza viva, de modo que una cabellera con sus bucles
lisos y puntiagudos, o con la superposición de su triple diadema floreciente,
parece, al mismo tiempo, un montón de algas, una nidada de palomas, una
guirnalda de jacintos y una franja de serpientes.
Aún había otros lacayos, colosales también, a los lados de la monumental
escalera, que, gracias a su decorativa presencia y a su inmovilidad marmó-
rea, habría podido recibir el nombre de «Escalera de los Gigantes», como la
del palacio de los Dux; por allí subió Swann, triste, al pensar que Odette
nunca había pisado aquellos escalones. En cambio, ¡con qué gusto hubiera
trepado por los escalones negros, malolientes y escurridizos de la modistilla
retirada, con qué gusto habría pagado más caro que un proscenio abonado el
derecho de pasar en aquel quinto piso los ratos que Odette iba allí, y aun los
ratos en que no iba, para poder hablar de ella, vivir con personas que ella
trataba, sin que Swann las conociera, y que precisamente por eso le parecía
que guardaban una parte real, inaccesible y misteriosa de la vida de su
amante! Mientras que en aquella pestilente y deseada escalera de la modis-
ta, por no haber en la casa otra escalera de servicio, se veían todas las no-
ches, a la puerta de cada cuarto, encima del felpudo, sendas botellas sucias
y vacías para el lechero, en la escalera magnífica y desdeñada que Swann
iba subiendo había a uno y a otro lado, a distintas alturas, ante la anfractuo-
sidad que formaba en el muro la ventana del portero o la puerta de una habi-
tación, representando el servicio interior a ellos encomendado, y rindiendo
pleitesía a los invitados, un portero, un mayordomo, un tesorero (buenos
hombres, que vivían todo el resto de la semana muy independientes, cada
uno en sus habitaciones propias, comiendo allí y todo, como tenderos mo-
destos, y que quizá pasarían el día de mañana a servir a un médico o a un
industrial), muy atentos a las instrucciones que les habían dado antes de en-
dosarse la librea, que rara vez se ponían, y que no les venía muy ancha;
manteníanse tiesos, cada uno bajo el arco de una puerta o ventana, con una
brillante pompa, entibiada por la simplicidad popular, como santos en sus
hornacinas; y un enorme pertiguero, como los de las iglesias, golpeaba las
losas con su bastón al paso de cada invitado. Al llegar al final de la escalera,
por donde lo había ido siguiendo un criado de rostro descolorido, con una
corta coleta recogida en una redecilla, igual que un sacristán de Goya o un
escribano, Swann pasó por delante de un pupitre, donde había unos criados
sentados, como notarios delante de grandes registros, que se levantaron e
inscribieron su nombre. Atravesó entonces una pequeña antecámara que —
al igual de esas habitaciones famosas de rebuscada desnudez, destinadas a
albergar una sola obra de arte magistral, y en las que no hay nada más que
la obra maestra— exhibía a la entrada, al modo de preciosa efigie de Benve-
nuto Cellini, representando una atalaya, un lacayo mozo, con el cuerpo le-
vemente inclinado hacia adelante, alzando por encima de su altísimo cuello
encarnado una cara más encarnada aún, de la que escapaban torrentes de
fuego de timidez y de solicitud; el cual atravesaba con su mirada impetuosa,
vigilante y frenética, los tapices de Aubusson, que pendían a la puerta del
salón, donde ya se oía la música y parecía espiar, con impasibilidad militar
o fe sobrenatural, un ángel o vigía desde la torre de un castillo o de una ca-
tedral, la aparición del enemigo o el advenimiento de la hora del juicio, en-
carnación de la vigilante espera, monumento del alerta, alegoría de la alar-
ma. Y a Swann ya no le quedaba más que entrar en la sala del concierto, cu-
yas puertas le abría un ujier de cámara, cargado de collares, inclinándose
como para entregarle las llaves de una ciudad. Pero Swann iba pensando en
aquella casa donde él podría estar ahora, si Odette lo hubiera dejado, y el
entrevisto recuerdo de una botella de leche vacía, encima de un felpudo, le
oprimió el corazón.
Swann volvió a encontrarse de nuevo con el sentimiento de la fealdad
masculina, cuando pasada la cortina de tapices, sucedió al espectáculo de la
servidumbre el espectáculo de los invitados. Pero aquella fealdad de las ca-
ras, aunque muy bien conocidas por él, se le aparecía como cosa nueva,
porque los rasgos fisonómicos —en lugar de servirle de signos para identifi-
car a tal persona, que hasta entonces se le representaba como un haz de se-
ducciones que perseguir, de aburrimientos que evitar o de cortesías que ren-
dir— vivían ahora en perfecta autonomía de líneas, sin más coordinación
que la de sus relaciones estéticas. Y hasta los monóculos que llevaban mu-
chos de aquellos hombres entre los cuales estaba Swann encerrado (y que
en otra ocasión, lo más que hubieran sugerido a Swann, es la idea de que
llevaban monóculo), ahora, desligados de significar una costumbre, idéntica
para todos, se le aparecían cada uno con su individualidad. Quizá por no
mirar al general de Froberville y al marqués de Bréauté, que estaban char-
lando a la entrada, más que como a dos personajes de un cuadro, mientras
que por mucho tiempo fueron para él útiles amigos, que lo presentaron en el
Jockey Club y le sirvieron de testigos en duelos, se explicaba que el mo-
nóculo del general, incrustado entre sus párpados como un casco de granada
en aquel rostro ordinario, lleno de cicatrices y de triunfo, ojo único de un
cíclope en medio de la frente, pareciera a Swann herida monstruosa que car-
gaba de gloria al herido, pero que no se debía enseriar; mientras que el mo-
nóculo que el marqués de Bréauté añadía —en serial de fiesta, a los guantes
gris perla, a la corbata blanca y a la «bimba», reemplazando con él sus len-
tes, cuando iba a fiestas aristocráticas, lo mismo que hacía Swann— tenía
pegado al otro lado del cristal, como una preparación de historia natural en
un microscopio, una mirada infinitesimal, llena de amabilidad, que sonreía
incesantemente por todo, por lo alto de los techos, lo magnífico de la fiesta,
lo interesante del programa y la excelente calidad de los refrescos.
—¡Caramba, ya era hora! Hacía siglos que no le echábamos a usted la
vista encima —dijo el general; y al observar sus cansadas facciones, creyó
que lo que lo alejaba de los salones era una enfermedad grave, y añadió—:
¡Pues tiene usted buena cara, sabe!, —mientras el marqués preguntaba:
«¿Qué hace usted por aquí, amigo mío?», a un novelista mundano que aca-
baba de calarse el monóculo, su único órgano de investigación psicológica y
de implacable análisis, que respondió con aire importante y misterioso
arrastrando la r: «Estoy observando…»
El monóculo del marqués de Forestelle era minúsculo, no tenía reborde y
obligaba al ojo en que iba incrustado a una crispación dolorosa y constante,
como un cartílago superfluo de inexorable presencia y rebuscada materia,
con la cual el rostro del marqués tomaba una expresión de melancólica deli-
cadeza que hacía creer a las mujeres que el marqués era capaz de sufrir mu-
cho por ellas. Pero el del señor de Saint-Candé, ceñido, como Saturno, por
un enorme anillo, era el centro de gravedad de un rostro que se gobernaba
por la pauta del monóculo y la nariz roja y temblona, y los labios abultados
y sarcásticos aspiraban con sus gestos a ponerse a la altura del brillante fue-
go graneado que lanzaba el disco de cristal, fuego preferido a las miradas
más bonitas del mundo, por jovencitas snobs y depravadas, en las que des-
pertaba ideas de artificiales delicias y de refinamientos de voluptuosidad;
entre tanto, detrás de su monóculo correspondiente, el señor de Palancy, que
paseaba lentamente por todas la fiestas su cabezota de carpa, con ojos re-
dondos, y que, de cuando en cuando, alargaba las mandíbulas como para
buscar su orientación, parecía que llevaba consigo tan sólo un fragmento
accidental y acaso puramente simbólico del cristal de su pecera, fragmento
destinado a representar el todo, y que recordé a Swann gran admirador de
los Vicios y Virtudes, del Giotto en Padua, aquella Injusticia junto a la cual
se ve un ramo frondoso que evoca las selvas donde tiene su guarida.
Swann se adelantó, a ruegos de la marquesa de Saint-Euverte, para oír un
aria de Orfeo que tocaba un flautista, y se colocó en un rincón donde, por
desgracia, no disfrutaba otra perspectiva que la de dos damas, ya de edad
madura, sentadas una al lado de otra, la marquesa de Cambremer y la viz-
condesa de Franquetot, que, como eran primas, se pasaban el tiempo en to-
das las reuniones, con sus bolsos en la mano y con sus hijas detrás, buscán-
dose como si estuvieran perdidas en una estación y sin tranquilidad hasta
que encontraban dos sillas juntas y las marcaban con su abanico o con su
pañuelo; como la señora de Cambremer tenía muy pocas relaciones, se ale-
graba mucho de tener por compañera a la vizcondesa de Franquetot, que,
por el contrario, estaba muy bien relacionada, y le parecía de muy buen y
tono muy original mostrar a todas sus encumbradas amistades prefería a su
compañía la de una dama poco brillante que le traía recuerdos de su juven-
tud. Swann, lleno de irónica melancolía, estaba viendo cómo escuchaban el
intermedio de piano («San Francisco hablando a los pájaros», de Liszt), que
vino después del aria de flauta, y como iban siguiendo el vertiginoso estilo
del pianista, la vizcondesa de Franquetot, con ansia, con ojos espantados,
como si las teclas por donde el virtuoso iba corriendo ágilmente fueran una
serie de trapecios a ochenta metros de altura, de los cuales podía caer a tie-
rra, lanzando al mismo tiempo a su compañera miradas de asombro y de de-
negación que significaban: «Es increíble, nunca creí que un mortal pudiera
hacer eso»; y la marquesa de Cambremer, como mujer que recibió sólida
educación musical, llevando el compás con la cabeza, transformada en vo-
lante de metrónomo, con oscilaciones tan rápidas y amplias de hombro a
hombro, que (con esa especie de extravío y abandono en la mirada propia
de los dolores imposibles de retener y dominar, y que dicen: «¡Qué le va-
mos a hacer!»), a cada momento enganchaba con sus solitarios las tiras de
su corpiño, y tenía que enderezar el negro racimo que llevaba en el pelo, sin
dejar por eso de acelerar el movimiento. Al otro lado de la vizcondesa de
Franquetot, un poco más adelante, estaba la marquesa de Gallardos, preocu-
pada con su idea favorita, su parentesco con los Guermantes, del que sacaba
para sí y para la gente mucha gloria y algo de vergüenza, porque las figuras
preeminentes de la familia la tenían un poco de lado, quizá porque era muy
pesada, porque era mala, o porque venía de una rama inferior, o quién sabe
sin razón alguna. Cuando estaba al lado de una persona desconocida, como
en ese momento era la vizcondesa de Franquetot, padecía porque la con-
ciencia que ella tenía de su parentesco con los Guermantes no pudiera ma-
nifestarse externamente en caracteres visibles, como esos que en los mosai-
cos de las iglesias bizantinas están colocados unos juntos a otros y represen-
tan en una columna vertical, junto a un Santo Personaje, las palabras cuya
pronunciación se le atribuye. Estaba pensando que en los seis años que lle-
vaba, de casada su joven prima, la princesa de los Laumes, no la había invi-
tado ni había ido a verla una sola vez. Esa idea la llenaba de cólera y al mis-
mo tiempo de orgullo, porque a fuerza de decir a la gente que se extrañaba
por no verla en casa de la princesa de los Laumes, que no iba allí para no
encontrarse con la princesa Matilde —cosa que su ultralegitimista familia
no le habría perdonado nunca—, acabó por creerse que ése era, en efecto, el
motivo que le impedía ir a casa de su prima.
Sin embargo, recordaba, pero de un modo confuso, haber preguntado más
de una vez a la princesa de los Laumes cómo podrían arreglarse para verse;
pero a ese recuerdo humillante lo neutralizaba, y con mucho, murmurando:
«A mí no me toca dar los primeros pasos, porque tengo veinte años más que
ella». Gracias a la virtud de estas palabras interiores echaba altivamente
atrás los hombros, despegándolos del busto; y como tenía la cabeza inclina-
da hacia a un lado, casi horizontal, recordaba la cabeza «añadida» de un fai-
sán orgulloso que se sirve a la mesa con todo su plumaje. Era, por naturale-
za, pequeña, hombruna y regordeta; pero los desaires le habían dado tiesura,
como esos árboles que, nacidos en mala postura al borde de un precipicio,
no tienen más remedio que crecer hacia atrás para guardar el equilibrio. Y
obligada, para consolarse así de no ser tanto como los demás de Guerman-
tes, a decirse siempre que si los trataba poco era por intransigencia de prin-
cipios y por orgullo, aquella idea llegó a modelar su cuerpo, prestándole una
especie de majestuoso porte que, para las gentes de clase media, parecía un
signo de su alta estirpe, y que, de cuando en cuando, encendía, con fugitivo
deseo, el apagado mirar de los calaveras de casino. Si se hubiera sometido
la conversación de la marquesa de Gallardon a esos análisis, que, buscando
la frecuencia mayor o menor con que se repite una palabra, nos llevan a
descubrir la clave de un lenguaje cifrado, se habría visto que ninguna frase,
ni siquiera la más usual, se daba tanto en sus labios como «en casa de mis
primos los de Guermantes», «en casa de mi tía la de Guermantes», «la salud
de Elzear de Guermantes», «el baño de mi prima la de Guermantes». Cuan-
do le hablaban de un personaje famoso, respondía que, aunque no lo cono-
cía personalmente, lo había visto muchas veces en casa de su tía la duquesa
de Guermantes, pero con tono tan glacial y voz tan sorda, que se veía muy
claro que no lo conocía personalmente, porque se lo impedían los principios
arraigados y firmísimos que le empujaban los hombros hacia atrás, dándole,
semejanza con uno de esos aparatos que hay en los gimnasios para desarro-
llar el tórax.
Y precisamente la princesa de los Laumes, que nadie creía que fuera a
casa de la marquesa de Saint-Euverte, llegó en aquel momento. Para mos-
trar que no intentaba hacer pesar la superioridad de su rango en una casa a
la que iba por mera condescendencia, entró encogiendo los hombros, aun-
que no había ninguna multitud apiñada que atravesar ni nadie a quien dejar
paso, y se quedó expresamente en un rincón, como si aquél fuera el sitio
apropiado para ella, igual que un rey que hace cola en un teatro mientras
que las autoridades no se enteran de su presencia; y limitando su mirada —
para que no pareciera que se hacía ver y que pedía el adecuado tratamiento
— al dibujo de la alfombra o de su falda, se estuvo de pie en el sitio que
más modesto le pareció (y adonde sabía que iría a sacarla con una exclama-
ción de arrobo la marquesa de Saint-Euverte en cuanto la viera), junto a la
marquesa de Cambremer, a quien no conocía. Observaba la mímica de su
vecina, melómana ella también, pero no la imitaba. Y no es que no deseara
la princesa, para cinco minutos que iba a pasar en casa de la Saint-Euverte,
y para que el favor que así le hacía valiera aún más, mostrarse amabilísima.
Pero sentía un horror instintivo a lo que ella llamaba «exageraciones», y
deseaba mostrar que ella no tenía por qué entregarse a manifestaciones que
no concordaban bien con el «estilo» del grupo de sus íntimos, pero que no
dejaban de hacerle efecto, gracias a ese espíritu de imitación que el ambien-
te nuevo, aunque sea inferior, desarrolla hasta en las personas más seguras
de sí mismas. Empezó a preguntarse si no sería aquella gesticulación cosa
requerida por lo que estaban tocando, obra que no entraba en el marco de la
música a que ella estaba acostumbrada, y si el abstenerse de aquellos balan-
ceos no sería dar prueba de incomprensión de la obra y de desconsideración
al ama de casa; de modo que para expresar por un «corte de cuentas» sus
contradictorios sentimientos, ya se limitaba a subirse los tirantes de su traje,
o a afirmar en su rubio pelo las bolitas de coral o de esmalte rosa, escarcha-
das de diamantes, que realzaban la sencillez y gracia de su peinado, mien-
tras examinaba con fría curiosidad a su fogosa vecina, ya seguía la música
por unos momentos, con su abanico, pero fuera de compás, para no abdicar
su independencia. El pianista acabó con Liszt y empezó a tocar un preludio
de Chopin, y la marquesa de Cambremer lanzó a la vizcondesa de Franque-
tot una cariñosa sonrisa de satisfacción de competencia y de alusión al pasa-
do. Allá, cuando joven, había aprendido a acariciar el largo cuello sinuoso y
desmesurado de las frases chopinianas, libres, táctiles, flexibles, que empie-
zan por buscarse su sitio por camino muy remoto y apartado del que toma-
ron al salir, muy lejos del punto donde esperábamos su contacto, pero que si
se entregan a este retozo de su fantasía es para volver más deliberadamente
—con retorno más premeditado y preciso, como dando en un cristal que re-
suene hasta arrancar gritos— a herirnos en el corazón.
Como vivió de joven en el seno de una familia provinciana con muy po-
cas relaciones, y no iba casi nunca a bailes, allá, en la soledad de su man-
sión, se embriagó, moderando o precipitando las danzas de estas imagina-
rias parejas, desgranándolas como flores, y abandonando un momento el
baile imaginario para oír cómo soplaba el viento a la orilla del lago, entre
los pinos, mientras que se adelantaba hacia ella, distinto de como se figuran
las mujeres a los amantes de este mundo, un mancebo esbelto, de voz canta-
rina, extraña y falsa, calzados los guantes blancos. Pero hoy, la belleza de
esa música pasada de moda parece muy ajada. Sin gozar ya de la estima de
los inteligentes, perdió honor y gracia, y ni siquiera las personas de mal
gusto disfrutan en ella más que placeres mediocres y callados. La marquesa
de Cambremer echó hacia atrás una mirada furtiva. Sabía que su nuera
(muy respetuosa con su nueva familia en todo menos en lo tocante a las co-
sas de la inteligencia, porque en este campo tenía ideas propias por haber
aprendido hasta armonía y griego) despreciaba a Chopin y sufría oír música
suya. Pero como esa wagneriana estaba lejos, con un grupo de muchachas
jóvenes, la marquesa de Cambremer se entregó a sus deliciosas impresio-
nes. También las sentía así la princesa de los Laumes. Aunque no tenía
grandes prendas naturales para la música, desde los quince años le dio lec-
ciones una profesora de piano del barrio de Saint-Germain, mujer de genio
que al final de su vida, se vio en la miseria y a los setenta años tuvo que vol-
ver a dar lecciones a las hijas y a las nietas de sus primeras discípulas. Ya
había muerto. Pero su método y su excelente sonido revivían a menudo en
sus discípulas, aun en aquellas convertidas para siempre a la mediocridad,
que abandonaron la música y nunca abrían un piano. Así que la princesa
pudo mover la cabeza con pleno conocimiento de causa y sabiendo apreciar
exactamente el modo como tocaba el pianista aquel preludio que ella se sa-
bía de memoria. Murmuró: «siempre será delicioso»; y lo hizo frunciendo
los labios románticamente como una flor bonita, y armonizó con ellos su
mirada, que se cargó en aquel momento de vaguedad y sentimentalismo.
Mientras tanto, la marquesa de Gallardon pensaba que sentía mucho no ver
con más frecuencia a la princesa de los Laumes, porque estaba deseando
darle una lección no contestando a su saludo. No sabía que tenía muy cerca
a su prima. Un movimiento de cabeza de la vizcondesa de Franquetot des-
cubrió a la princesa. E inmediatamente la Gallardon se precipitó hacia ella,
molestando a todo el mundo; pero como no quería perder aquel porte altivo
y glacial, que recordaba a todos que no deseaba mucho trato con una perso-
na en cuyos salones podía encontrarse a la princesa Matilde, y a la que ella
no debía ir a saludar primero, porque «no era de su tiempo», quiso compen-
sar aquel porte de reserva y orgullo con algunas palabras que justificaran su
saludo y obligaran a la princesa a entrar en conversación; así que en cuanto
se vio cerca de su prima, con rostro seco y tendiendo la mano como una
carta forzada, le dijo: «¿Qué tal está tu marido?», con el mismo tono de
preocupación que si el príncipe estuviera gravemente enfermo. La princesa
se echó a reír con una risa muy suya, que quería indicar a los demás que se
estaba riendo de una persona y que al mismo tiempo la embellecía, concen-
trando los rasgos de su rostro en torno a su animada boca y a sus ojos bri-
llantes, y le respondió:
—¡Pero si está divinamente!
Y todavía siguió riéndose. Sin embargo, la marquesa de Gallardon, ende-
rezando el busto y con el rostro ya más frío, aunque todavía preocupado por
el estado de salud del príncipe, dijo a su prima:
—Oriana (y aquí la princesa miró asombrada y risueña a un invisible ter-
cer personaje, al que tomaba por testigo de que nunca autorizó a la marque-
sa para que la llamara por su nombre de pila), tengo mucho interés en que
vayas mañana a casa a oír un quinteto con clarinete de Mozart. Me gustaría
saber tu opinión.
Y parecía, no que estaba haciendo una invitación, sino que pedía un fa-
vor, que necesitaba el parecer de la princesa sobre el cuarteto de Mozart,
como si fuera el plato original de una nueva cocinera y deseara saber lo que
opinaba un entendido de sus méritos culinarios.
—Conozco el quinteto, y te puedo decir ahora mismo lo que me parece.
—Sabes, mi marido no está muy bien del hígado… se alegrará mucho de
verte —replicó la Gallardon, que ahora imponía a la princesa la asistencia a
su fiesta como un deber de caridad.
A la princesa no le gustaba decir a una persona que no quería ir a su casa.
Y todos los días escribía cartas lamentándose de no haber podido ir, por una
inopinada visita de su suegra, por una invitación de su cuñado, por la ópera
o por haberse marchado al campo, a una reunión a la que nunca tuvo inten-
ción de asistir. Y así daba a mucha gente la alegría de suponer que estaba en
muy buenas relaciones con ellos, que de buena gana habría ido a su casa, a
no ser por aquellos contratiempos principescos, que tanto halagaban a sus
amigos ver en competencia con su invitación. Además, como formaba parte
de aquel ingenioso grupo de los Guermantes —donde sobrevivía algo de la
gracia viva, sin lugares comunes ni sentimientos convencionales, que des-
ciende de Merimée, y halla su última expresión en el teatro de Meilhac y
Halévy—, adaptaba esa gracia al trato social, la trasponía hasta en su corte-
sía, que aspiraba a que fuese precisa, positiva, muy cercana a la humilde
verdad. No exponía ampliamente a una señora cuán grandes eran sus deseos
de asistir a una reunión en su casa; le parecía más amable enumerarle unas
cuantas menudencias de las que dependía que pudiera ir o no.
—Mira, te diré —contestó a la marquesa de Gallardon—; mañana tengo
que ir a casa de una amiga que me tiene comprometida hace ya mucho
tiempo. Si nos lleva al teatro no me será posible, con toda mi mejor volun-
tad, ir a tu casa; pero si no salimos, como sé que estaremos solos, podré
marcharme antes.
—¿Has visto a tu amigo Swann?
—No, no sabía que estuviera aquí esa alhaja de Swann; voy a hacer por-
que me vea.
—Es raro que venga aquí, a casa de la vieja Saint-Euverte —dijo la mar-
quesa—. Ya sé que es hombre listo —añadió; queriendo dar a entender que
era intrigante—; pero, de todos modos, es extraño ver a un judío en casa de
una mujer que tiene un hermano y un cuñado arzobispos.
—Yo confieso con rubor que no me parece nada extraño —contestó la
princesa de los Laumes.
—Ya sé que se ha convertido desde sus padres y sus abuelos. Pero dicen
que los que abjuran su religión siguen tan apegados a ella como los demás,
y que eso de la conversión es una farsa. ¿No lo sabes tú?
—Carezco de toda ilustración en ese punto.
El pianista, que tenía que tocar dos cosas de Chopin, una vez acabado el
preludio, empezó una polonesa. Pero, en cuanto la marquesa de Gallardon
indicó a su prima que Swann estaba allí, Chopin redivivo habría podido to-
car todas sus obras sin ganarse la atención de la princesa de los Laumes.
Hay dos clases de personas: unas que se sienten atraídas con gran curiosi-
dad por las gentes que no conocen, y otras que sólo tienen interés por los
conocidos; la princesa de los Laumes era de éstas. Le sucedía, como a mu-
chas damas del barrio de Saint-Germain, que la presencia en un sitio donde
ella estuviera de una persona de su grupo, a la que por lo demás no tenía
nada de particular que decir, acaparaba exclusivamente su atención, a costa
de todo lo restante. Desde aquel instante, con la esperanza de que Swann la
viera, la princesa, como una rata blanca cuando le acercan un terrón de azú-
car y luego se lo quitan, no hizo más que volver la cara, con mil gestos de
connivencia, sin relación alguna con el sentimiento de la polonesa de Cho-
pin, hacia donde Swann estaba, y si éste mudaba de sitio desplazábase para-
lelamente la imantada sonrisa de la princesa.
—Oriana, no te enfades, ¿eh? —dijo la marquesa de Gallardon, que no
podía resistirse a sacrificar sus mayores esperanzas sociales y su deseo de
deslumbrar a la gente, por el gusto oscuro inmediato y privado de decir una
cosa desagradable—; pero hay quien dice que ese Swann es persona que no
puede entrar en una casa decente. ¿Es cierto?
—Ya sabes muy bien que es verdad —contestó la princesa—, porque tú
lo has invitado cincuenta veces y nunca ha ido a tu casa.
Y se marchó del lado de su mortificada prima, rompiendo de nuevo en
una risa que escandalizó a los que escuchaban la música, pero que llamó la
atención de la marquesa de Saint-Euverte, que por cortesía estaba cerca del
piano, y que hasta entonces no había visto a la princesa. Se alegró mucho de
verla, porque creía que aún seguía en Guermantes asistiendo a su suegro,
que estaba enfermo.
—¿Pero estaba usted ahí, princesa?
—Sí, estaba en un rincón. He oído cosas muy bonitas.
—¡Ah! ¿Pero hace ya rato que está usted ahí?
—Sí, hace un rato largo, que se me ha hecho muy corto. Largo nada más
que porque no la veía a usted.
La marquesa de Saint-Euverte quiso ceder su sillón a la princesa, que
respondió:
—De ninguna manera. Yo estoy bien en cualquier parte.
Y fijándose intencionadamente, para manifestar más clara aún su senci-
llez de gran señora, en un pequeño asiento sin respaldo, dijo:
—Mire, con ese pouf tengo bastante. Así me estaré derecha. ¡Huy! Estoy
metiendo ruido; me van a sisear.
Mientras tanto, el pianista, duplicando la velocidad, llevaba a su colmo la
emoción musical, y un criado iba pasando refrescos en una bandeja, hacien-
do tintinear las cucharillas, sin ver las señas que, como todas las semanas, le
hacía la señora para que se marchara. Una joven recién casada, a la que ha-
bían dicho que una mujer joven debe tener siempre la fisonomía animada,
sonreía complacida y buscaba con los ojos a la señora de la casa para darle
las gracias con su mirada por haberse acordado de invitarla. Sin embargo,
iba siguiendo intranquila la música, no tan intranquila como la vizcondesa
de Franquetot, pero con cierta preocupación, la cual tenía por objeto, no el
pianista, sino el piano, porque había en él una bujía que temblaba a cada
fortissimo, amenazando con prender fuego a la pantalla, o por lo menos con
manchar de esperma el palosanto. Al fin, sin poder contenerse, subió los dos
escalones del estrado donde estaba el piano y se precipitó a quitar la arande-
la. Pero cuando ya la iban a tocar sus manos sonó un último acorde, se aca-
bó la polonesa y el pianista se levantó. Sin embargo, la atrevida decisión de
aquella joven y la corta promiscuidad que resultó entre ella y el pianista
produjeron una impresión más favorable que otra cosa.
—¿Se ha fijado usted en lo que ha hecho esa joven, princesa? —dijo el
general de Froberville, que había ido a saludar a la princesa de los Laumes,
abandonada un instante por la señora de la casa—. Es curioso. ¿Será una
artista?
—No, es una de las pequeñas Cambremer —contestó ligeramente la prin-
cesa, y añadió en seguida—: Vamos, eso es lo que he oído decir, porque yo
no tengo idea de quién pueda ser. Detrás de mí dijeron que eran vecinos de
campo de la marquesa de Saint-Euverte; pero me parece que no los conoce
nadie. Deben ser gente del campo. Además, yo no sé si usted está muy ente-
rado de la brillante sociedad que aquí se congrega, pero yo no conozco ni de
nombre a ninguna de estas gentes tan raras. ¿A qué dedicarán su vida, fuera
de las reuniones de la marquesa de Saint-Euverte? Se conoce que las ha al-
quilado, con los músicos, las sillas y los refrescos. Reconocerá usted que
esos invitados de «casa de Belloir» son espléndidos. ¿Tendrá valor para al-
quilar esos comparsas todas las semanas? ¡No es posible!
—Pero Cambremer es un nombre auténtico y muy antiguo —repuso el
general.
—No veo inconveniente en que sea antiguo —respondió secamente la
princesa—; pero, en todo caso, no es eufónico —añadió, pronunciando la
palabra eufónico como si estuviera entre comillas, afectación de habla muy
peculiar al grupo Guermantes
—Quizá. Es realmente muy bonita; está para comérsela —dijo el general,
que no perdía de vista a la joven Cambremer—. ¿No es usted de mi opi-
nión, princesa?
—Me parece que se hace ver mucho, y no sé si eso es siempre agradable
en una mujer tan joven, porque se me figura que no es de mi tiempo —con-
testó la señora de los Laumes (esa expresión «de mi tiempo» era rasgo co-
mún a los Gallardon y a los Guermantes).
Pero la princesa, al ver que el general seguía mirando a la damita, añadió,
un tanto por malevolencia hacia ella como por amabilidad hacia el general:
«No es siempre agradable… para el marido. Siento mucho no conocerla; ya
que tanto le gusta a usted, se la habría presentado —dijo la princesa, que
probablemente no hubiera hecho lo que decía de haber conocido a la joven
Cambremer—. Pero voy a decirle a usted adiós porque es hoy el santo de
una amiga mía y tengo que ir a darle los días», dijo con tono modesto y sin-
cero, reduciendo la reunión mundana a donde iba a ir, a la sencillez de una
ceremonia aburrida, pero a la que era menester asistir por obligación y deli-
cadeza. «Además, tengo que ver allí a Basin, que mientras que estaba yo
aquí ha ido a visitar a unos amigos suyos; creo que usted los conoce, tienen
nombre de puente, los Jena».
—Fue primero un nombre de victoria, princesa —dijo el general—. ¡Qué
quiere usted!, para un soldado viejo como yo —añadió, quitándose el mo-
nóculo para limpiarlo, como el que se cambia de vendaje, mientras que la
princesa miraba instintivamente a otro lado—, esa nobleza del Imperio es
otra cosa, claro, pero en su género vale algo; son gentes que después de
todo se han batido como héroes.
—No; si yo tengo un gran respeto a los héroes —dijo la princesa con
tono levemente irónico—; si no voy con Basin a casa de esa princesa de
Jena no es por nada de eso, sino porque no los conozco, nada más. Basin los
conoce y los quiere mucho. No; no es lo que usted se imagina, no hay nin-
gún flirt, yo no tengo por qué oponerme. Y, además, ¿para qué me sirve
oponerme? —añadió con melancólica voz, porque todo el mundo sabía que
el príncipe de los Laumes engañaba constantemente a su encantadora prima
desde el día mismo que se casó con ella—. Pero, bueno; ahora no es ése el
caso. Son conocidos suyos hace mucho tiempo, y hace muy buenas migas
con ellos, con mucho gusto por mi parte. Claro que su casa, por lo que me
ha dicho Basin, no… Figúrese usted que todos sus muebles son estilo
«Imperio».
—Pero, princesa, es muy natural, es el mobiliario de sus abuelos.
—No digo que no; pero por eso no deja de ser feo. Comprendo perfecta-
mente que no todo el mundo puede tener cosas bonitas; pero, por lo menos,
que no se tengan cosas ridículas. ¡Qué quiere usted!; no conozco nada más
académico y más burgués que ese horrible estilo, con unas cómodas que tie-
nen cabezas de cisne, como las pilas de baño.
—Pero, si no me equivoco, creo que hasta tienen cosas de valor; me pare-
ce que en su casa está la famosa mesa de mosaico donde se firmó el tratado
de…
—¡Ah!, yo no digo que no tengan cosas interesantes desde el punto de
vista histórico. Pero por eso no va a ser bonito… si es horrible. Yo también
tengo cosas de esas que Basin ha heredado de los Montesquieu. Pero las
guardo en las buhardillas de Guermantes para que no las vea nadie. Y, ade-
más, ya le digo a usted que tampoco es por eso; me precipitaría a ir a su
casa con Basin, iría allí en medio de sus esfinges y sus cobres si los cono-
ciera, pero… no los conozco. Y desde pequeña me tienen dicho que no está
bien ir a casa de personas que uno no conoce —dijo con tono pueril—. Y
hago lo que me enseñaron. ¿Qué harían esas buenas gentes al ver entrar en
su casa a una persona desconocida? Quizá me recibieran muy mal.
Y, por coquetería, añadió a la sonrisa que la inspiraba esta hipótesis, y
para embellecerla más, una expresión soñadora y dulce de la mirarla, que
tenía fija en el general.
—Demasiado sabe usted, princesa, que no cabrían en su pellejo de
alegría…
—No, ¿por qué? —le preguntó la princesa con extrema vivacidad, ya
para aparentar que no se daba cuenta de que el general lo decía porque ella
era una de las primeras damas de Francia, ya porque le gustara oírselo decir
—. ¿Por qué, usted qué sabe? Quizá les desagradar mucho. Yo no sé, pero si
juzgo por mí, ya me molesta tanto a veces ver a la gente que conozco, que
si tuviera que ir a ver también a los que no conozco, por muy «heroicos»
que fueran, sería cosa de volverse loca. Además, salvo en el caso claro de
amigos viejos, como usted, a quienes no tratamos por eso sólo, yo no sé si
eso del heroísmo se puede llevar muy bien en sociedad. A mí me es bastan-
te cargante tener que dar comidas; pero figúrese usted si tuviera que dar el
brazo a Espartaco para ir a la mesa… No, no; si nos juntamos trece no seré
yo quien llame a Vercingitoris para que haga el catorce. Lo reservaría para
las reuniones de gran gala. Y como en mi casa no las hay…
—¡Ah!, princesa, no en balde es usted una Guermantes. Bien claro se le
ve el ingenio de la casa.
—Pero siempre se habla del ingenio de los Guermantes, yo no sé por qué.
Como si les quedara algo a los demás, ¿verdad? —añadió soltando una car-
cajada alegre y ruidosa y recogiendo y juntando los rasgos fisonómicos to-
dos en la red de su animación, con los ojos chispeantes, encendidos en un
flamear radiante de alegría, que sólo podían prender las palabras, aunque
fuera la misma princesa la que las decía, de alabanza a su ingenio o su be-
lleza—. Ahí tiene usted a Swann, que está saludando a su Cambremer, ahí,
junto a la vieja Saint-Euverte, ¿no lo ve? Pídale que lo presente, pero dese
prisa, porque me parece que se va.
—¿Se ha fijado usted que mala cara tiene? —dijo el general.
—Vamos, Carlitos. Por fin viene. Ya empezaba a creer que no quería
verme.»
Swann estimaba mucho a la princesa de los Laumes, y además, al verla,
se acordaba de Guermantes, tierra cercana a Combray, región toda aquella
que le gustaba muchísimo, y donde no iba ahora por no separarse de Odette.
Y empleando unas formas medio artísticas, medio galantes, con las que se
hacía grato a la princesa, y que se le ocurrían espontáneamente en cuanto
volvía a tocar en aquel su ambiente de antes, y deseoso, además, de expre-
sarse a sí mismo la nostalgia que sentía del campo, dijo, como entre basti-
dores, de modo que lo oyeran a la vez la marquesa de Saint-Euverte, con
quien estaba hablando, y la princesa de los Laumes, para quien estaba
hablando:
—¡Ah!, ahí está la princesa bonita. Mire usted, ha venido expresamente
de Guermantes para oír el San Francisco de Asís, de Liszt, y como es un
abejaruco lindo que ha venido volando, no ha tenido tiempo más que de pi-
cotear unas cerecillas de pájaro y unas flores de espino y ponérselas en la
cabeza; todavía tienen unas gotitas de rocío y de esa escarcha que tanto
miedo debe de dar a la duquesa. Es precioso, princesa.
—Pero, cómo, ¿conque la princesa ha venido expresamente de Guerman-
tes? Eso es ya demasiado, no lo sabía; verdaderamente, no sé cómo darle las
gracias —exclamó la Saint-Euverte, ingenuamente, poco hecha al modo de
hablar de Swann. Y fijándose en el peinado de la princesa—: Es verdad,
imita como si fuera castañitas, pero no, eso no… es una idea deliciosa. ¿Y
cómo conocía la princesa el programa? Ni siquiera a mí me lo habían dicho
los músicos.
Swann, que siempre que veía una dama con la que tenía costumbre de
hablar en tono de galantería, le decía alguna cosa delicada que pasaba inad-
vertida para muchas de las gentes del gran mundo, no se dignó explicar a la
marquesa de Saint-Euverte que había hablado en pura metáfora. La princesa
se echó a reír a carcajadas, porque en su círculo de íntimos se tenía en gran
estima la gracia de Swann, y además, porque no podía oír ningún cumplido
dirigido a ella sin que le pareciera muy fino y gracioso.
—Encantada, Carlos, de que le gusten a usted mis florecillas de espino.
¿Cómo es que estaba usted saludando a esa Cambremer? ¿También es veci-
na de campo suya?
La marquesa de Saint-Euverte, viendo que la princesa estaba muy a gusto
charlando con Swann, se había ido.
—También lo es de usted, princesa.
—¡Mía! Pero esa gente en todas partes tiene tierras. ¡Qué envidia me
dan!
—No son los Cambremer, sino los padres de ella; es una señorita Legran-
din que iba a Combray. Yo no sé si usted se acuerda de que es condesa de
Combray y de que el cabildo le debe a usted un censo.
—Lo que me debe el cabildo no lo sé, pero lo que sé es que el cura me
saca todos los años cien francos, cosa que no me hace ninguna gracia. En
fin, esos Cambremer tienen un nombre bastante chocante. Menos mal que
acaba a tiempo, pero acaba mal —dijo riéndose.
—Pues no empieza mucho mejor —contestó Swann.
—En efecto, es una abreviatura doble.
—Sin duda fue alguien muy irritado y muy fino que no se atrevió a apu-
rar la primera palabra.
—Pero, ya que no pudo por menos de empezar la segunda, debía haber
rematado la primera, para acabar de una vez. Carlitos, estamos haciendo
unos chistes deliciosos, pero es muy fastidioso eso de no verlo a usted —
añadió con tono zalamero—, porque me gusta mucho que hablemos un rato.
¿Querrá usted creer que no he podido meter en la cabeza a ese idiota de
Froberville que el nombre de Cambremer era chocante? La vida es una cosa
horrible; hasta que no lo veo a usted, no dejo de aburrirme.
Indudablemente, esto no era absolutamente cierto. Pero Swann y la prin-
cesa tenían un mismo modo de juzgar las cosas menudas, que daba como
resultado —efecto, a no ser que fuera la causa de ello— una gran analogía
en la manera de expresarse y hasta en la pronunciación. Esa semejanza no
llamaba la atención, porque sus voces eran muy diferentes. Pero si se logra-
ba quitar a las frases de Swann la sonoridad que las envolvía y los bigotes
por entre los cuales brotaban, se veía muy claro que eran las mismas frases
e inflexiones de voz, el estilo del grupo Guermantes. Respecto a las cosas
importantes, las ideas de Swann y de la princesa no coincidían en ningún
punto. Pero desde que Swann se sentía tan triste, siempre con aquel escalo-
frío que no sobrecoge cuando vamos a echarnos a llorar, experimentaba el
imperioso deseo de hablar de su pena, como un asesino de su crimen. Al oír
lo que le dijo la princesa, de que la vida era una cosa horrible, sintió una
impresión tan dulce como si le hubiera hablado de Odette.
—Sí, la vida es una cosa horrible. A ver si nos vemos a menudo, mi que-
rida princesa. Lo agradable que tiene el pasar un rato con usted es que usted
no está alegre. Podríamos vernos una de estas noches.
—¿Y por qué no viene usted a Guermantes? Mi madre política se alegra-
ría mucho. La gente dice que aquello es feo, pero a mí no me disgusta nada.
Tengo horror a las regiones pintorescas.
—Ya lo creo, es una tierra admirable —contestó Swann—, demasiado
hermosa, con demasiada vida para mí en este momento; es una tierra para
ser feliz. Quizá sea porque yo he vivido allí, pero todas las cosas de ese país
me dicen algo. En cuanto se levanta un soplo de viento y los trigales empie-
zan a agitarse, me parece que va a llegar alguien, que voy a recibir una noti-
cia. Y las casitas que hay a la orilla del río… no, me sentiría muy
desgraciado…
—Cuidado, cuidado, Carlitos; ahí está la terrible Rampillon, que me ha
visto; tápeme usted, recuérdeme qué es lo que le ha pasado, se ha casado su
hija o su querido, yo no sé, o los dos, me parece que los dos, eso es, su que-
rido con su hija. No, ahora recuerdo, es que la ha repudiado su príncipe.
Haga usted como que me está hablando, para que esa Berenice no venga a
invitarme a cenar. Digo, ya me voy. Oiga, Carlitos, y ya que nos vemos, me
dejará usted que me lo lleve a casa de la princesa de Parma, que se alegrará
mucho de verlo, y lo mismo Basin, que me está esperando allí. Si no fuera
porque Memé nos da noticias suyas… Es que ahora no se lo ve a usted
nunca.
Swann no quiso aceptar; había dicho a Charlus que volvería directamente
a casa después de la fiesta de la marquesa, y no quería arriesgarse, por ir a
casa de la princesa de Parma, a perderse una esquelita que estuvo toda la
noche esperando que le entregara un criado en el concierto, y que quizá
ahora, al volver a casa, le daría el portero. «Ese pobre Swann —dijo aquella
noche la princesa a su marido— sigue tan simpático como siempre, pero
tiene un aire tristísimo. Ya lo verás, porque ha dicho que va a venir a cenar
una noche. En el fondo, me parece ridículo que un hombre de su inteligen-
cia sufra por una persona de esa clase, y que, además, no tiene ningún inte-
rés, porque dicen que es idiota», añadió con esa prudencia de las gentes que
no están enamoradas y que se imaginan que un hombre listo no debe sufrir
de amor más que por una mujer que valga la pena; que es lo mismo que si
nos asombráramos de que una persona se digne padecer del cólera por un
ser tan insignificante como el bacilo vírgula.
Swann ya iba a marcharse; pero en el momento de escapar, el general de
Froberville le pidió que lo presentara a la damita de Cambremer, y tuvo que
volver a entrar en el salón para buscarla.
—Yo digo, Swann, que preferiría ser el marido de esa señora a que me
asesinaran los salvajes, ¡eh!, ¿a usted qué le parece?
Esas palabras de «que me asesinaran los salvajes» hirieron a Swann en el
corazón; y en seguida sintió deseo de continuar hablando de eso con el
general:
—¡Ah!, pero ha habido muchas vidas notables que han acabado así. Ese
navegante, cuyas cenizas trajo Dumont d’Urville… La Pérousse… (y con
eso Swann se tenía por tan feliz como si hubiera hablado de Odette). Ese
tipo de La Pérousse es muy simpático, a mí me atrae mucho —añadió
melancólicamente.
—¡Ah, sí!… La Pérousse… —dijo el general—. Sí, es un hombre cono-
cido. Creo que tiene su calle.
—¿Conoce usted a alguien en esa calle? —preguntó Swann un poco
inquieto.
—No conozco más que a la señora de Chalinvault, la hermana de ese
buen Chanssepierre. El otro día nos dio en su casa una función de teatro
muy bonita. Es una casa que llegará a ser muy elegante, ya lo verá usted.
—¡Ah!, con que vive en la calle de La Pérousse. Es una calle simpática,
muy bonita, muy triste.
—No, triste no; lo que pasa es que hace mucho tiempo que no va usted
por allí; pero aquello ya no está triste, han empezado a edificar por todo
aquel barrio.
Cuando, por fin, presentó Swann al general a la damita de Cambremer,
aunque era la primera vez que ella oía el nombre del general, esbozó la mis-
ma sonrisa de alegría y sorpresa que si ese nombre le hubiera sido conocidí-
simo, porque, como no conocía a las amistades de su nueva familia, siempre
que le presentaban a alguien suponía que era amigo de los suyos, y creyen-
do dar prueba de tacto aparentando que había oído hablar mucho de esa per-
sona desde que estaba casada, ofrecía su mano con ademán vaciante, que
tenía por objeto mostrar que su espontánea simpatía triunfaba sobre la
aprendida reserva. Así que sus suegros, a los fue consideraba ella como las
personas más ilustres de Francia, la miraban como a un ángel; entre otras
cosas, porque así parecía que al casarla con su hijo lo hicieron más bien ga-
nados por sus gracias personales que por su gran fortuna.
—Señora, ya se ve que es usted música de corazón —dijo el general, ha-
ciendo una alusión inconsciente al episodio de la arandela.
Pero el concierto se reanudó, y Swann comprendió que ya no podía irse
hasta que se acabara aquel número. Le dolía verse encerrado en medio de
aquellas gentes, cuyas tonterías y ridiculeces se le representaban más dolo-
rosamente, porque como ignoraban su pasión, y aunque la hubieran conoci-
do no habrían sido capaces de otra cosa que de sonreír, como de una niñe-
ría, o deplorarla, como una locura, ponían a Swann en el trance de conside-
rar su amor como estado subjetivo, que sólo existía para él, sin nada externo
que le afirmara su realidad; sufría muchísimo, y hasta el sonido de los ins-
trumentos le daba ganas de gritar, de prolongar su destierro en aquel sitio,
donde Odette no entraría nunca, donde no había nadie que la conociera, de
donde estaba totalmente ausente.
Pero, de pronto, fue como si Odette entrara, y esa aparición le dolió tanto,
que tuvo que llevarse la mano al corazón. Es que el violín había subido a
unas notas altas y se quedaba en ellas esperando, con una espera que se pro-
longaba sin que él dejara de sostener las notas, exaltado por la esperanza de
ver ya acercarse al objeto de su espera, esforzándose desesperadamente para
durar hasta que llegara, para acogerlo antes de expirar, para ofrecerle el ca-
mino abierto un momento más con sus fuerzas postreras, de modo que pu-
diera pasar, igual que se sostiene una puerta que se va a caer. Y antes de que
Swann tuviera tiempo de comprender y de decirse que era la frase de la so-
nata de Vinteuil y que no había que escuchar, todos los recuerdos del tiem-
po en que Odette estaba enamorada de él, que hasta aquel día lograra man-
tener invisibles en lo más hondo de su ser, engañados por aquel brusco rayo
del tiempo del amor y creyéndose que había tornado, se despertaron, se re-
montaron de un vuelo, cantándole locamente, sin compasión para su infor-
tunio de entonces, las olvidadas letrillas de la felicidad.
Y en vez de las expresiones abstractas «época en que yo era feliz»,
«cuando me querían», que pronunciaba sin mucho dolor porque todo lo que
en ellas encerraba del tiempo pasado eran falsos extractos sin contenido, se
encontró con aquello mismo que dio eterna fijeza al elemento específico y
volátil de la dicha perdida; lo vio todo, los pétalos nevados y rizosos del cri-
santemo que ella le tiró al coche, y que él fue besando todo el camino, el
membrete en relieve de la Maison Dorée, en aquella carta donde decía: «Me
tiembla tanto la mano al escribir»; el fruncirse de sus cejas cuando le dijo
en tono suplicante: «¿Tardará usted mucho en decirme que vuelva?»; perci-
bió el olor de las tenacillas con que el peluquero le rizaba su «cepillo»,
mientras que Loredan iba en busca de la obrerita; las lluvias tormentosas
que cayeron aquella primavera, la vuelta a casa en coche abierto, a la luz de
la luna; todas y cada una de las mallas de costumbres mentales, de impre-
siones periódicas, de creaciones cutáneas que tejieron en el espacio de unas
semanas esa red uniforme, en la que volvía a sentirse preso su cuerpo. En
aquellos momentos pasados satisfacía la voluptuosa curiosidad de conocer
los placeres de los que viven de amor. Y creyó que podría no pasar de ahí,
que no iba a tener que aprender las penas de los que viven de amor; y ahora,
el encanto de Odette no era nada comparado con ese formidable terror que
lo prolongaba a modo de inquieto halo, con esa inmensa angustia de no sa-
ber minuto por minuto lo que hacía, por no poseerla para siempre y en todas
partes. Se acordó del tono con que ella dijo: «Podremos vernos siempre, yo
no tengo nada que hacer»; ella, que ahora siempre tenía que hacer; del inte-
rés y la curiosidad que le inspiraban la vida de Swann, el deseo ardiente de
que él le hiciera, el favor —cosa que Swann temía entonces como posible
causa de molestias— de dejarla penetrar en esa vida; cuánto tuvo que rogar-
le para que se dejara llevar a casa de los Verdurin; y en aquella época, en
que la invitaba a ir a su casa una vez al mes, lo mucho que tuvo que repetir-
le ella, antes de que Swann cediera, «¡qué delicia tan agrande, sería el verse
a diario!», delicia que entonces era el sueño de Odette, y a Swann le parecía
un fastidio, y que luego fue cansándola a ella hasta romper definitivamente
con la costumbre, mientras que para Swann se convertía en dolorosa e in-
vencible necesidad. Y ya no sabía si era verdad que la tercera vez que se
vieron cuando ella le preguntó: «¿Por qué no me deja usted venir más a me-
nudo?», le contestó él, sonriendo y por galantería: «Es que tengo miedo a
sufrir». Ahora le escribía también desde un restaurante o desde un hotel en
cartas con membrete, pero las letras del nombre le quemaban como si fue-
ran de fuego. «Escribe desde el hotel Vouillemont. ¿Qué ha ido a hacer
allí?, ¿y con quién? ¿Qué habrá pasado?». Se acordó de los faroles aquellos
que iban apagando en el bulevar de los Italianos, cuando se la encontró con-
tra toda esperanza entre las erráticas sombras de aquella noche, que le pare-
ció sobrenatural, y que, en efecto —noche en que no tenía que preguntarse
si le iba a contrariar que la buscara, porque estaba seguro de que la mayor
alegría de ella, sería verlo y volver con él—, pertenecía a un mundo miste-
rioso en el que nunca se puede tornar a penetrar una vez que se nos cierran
sus puertas. Y Swann vio, inmóvil, frente a aquella dicha rediviva, a un des-
graciado que le dio lástima primero porque no lo conocía; tanta lástima, que
tuvo que bajar la vista para que no se le vieran las lágrimas. Era él mismo.
Cuando lo hubo comprendido, cesó su compasión, pero sintió celos de su
otro yo que Odette había querido, sintió celos de todos aquellos hombres, a
los que miraba antes, diciendo: «Quizá los quiere», sin gran pena, mientras
que ahora había cambiado la idea vaga de amar, en la que no hay amor, por
los pétalos del crisantemo y el membrete de la Maison Dorée, que estaban
llenos de amor. Y como su dolor iba siendo muy agudo, se pasó la mano por
la frente, dejó caer el monóculo y limpió el cristal. Indudablemente, si en
aquel momento se hubiera visto a sí mismo, habría añadido a su anterior co-
lección de monóculos ese que se quitaba de la cabeza cual un pensamiento
importuno y de cuya empañada superficie quería borrar las penas con su
pañuelo.
Tiene el violín —cuando no se ve el instrumento y no se puede relacio-
narlo que se oye con su imagen, cosa que modifica su sonoridad— acentos
semejantes a algunas voces de contralto que llegan a dar la ilusión de que
hay una cantante. Alzamos la vista sin ver otra cosa que las cajas de los vio-
lines, preciosas como estuches chinos, y, sin embargo, por un momento aún,
nos engaña la falsa llamada de la sirena; otras veces, se nos figura que en el
fondo de la docta caja se oye a un genio cautivo que está luchando allá den-
tro, embrujado y frenético, como un demonio en una pila de agua bendita;
cuando no, se nos representa un ser sobrenatural y puro que cruza por el
aire difundiendo su invisible mensaje.
Como si los instrumentistas estuvieran, más que tocando la frase; proce-
diendo a los ritos indispensables a su aparición y ejecutando los sortilegios
necesarios para obtener y prolongar por unos instantes el prodigio de su
evocación, Swann, que ya no podía verla, como si perteneciera a un mundo
ultravioleta, y que saboreaba igual que la frescura de una metamorfosis esa
momentánea ceguera que lo aquejaba al acercarse a ella; Swann sentía su
presencia, como una diosa protectora y confidente de su amor, que para po-
der llegar hasta él delante de todo el mundo y hablarle un poco aparte se ha-
bía endosado el disfraz de esas apariencia sonora. Y mientras pasaba ligera,
calmante, murmurada, como un perfume, diciéndole todo lo que le tenía
que decir, todas las palabras que Swann escrutaba con avidez, lamentando
que huyeran tan pronto, sin querer hacía con los labios el movimiento de
besar al paso su cuerpo armonioso y fugitivo. Ya no se sentía desterrado, y
sólo porque la frase se dirigía a él, le hallaba a media voz de Odette. Porque
ya no tenía aquella vieja idea de que la frase no los conocía. ¡Había sido
testigo tantas veces de sus alegrías! Verdad que también les había avisado
de la fragilidad de aquellos goces. Y mientras que en aquellos tiempos adi-
vinaba un dolor en su sonrisa, en su entonación límpida y desencantada,
ahora más bien le veía la gracia de una resignación alegre casi. Y de esas
penas, de las que antes le hablaba la frase sin que lo alanzaran a él, de esas
penas que iba arrastrando sonriente en un curso rápido y sinuoso, de esas
penas que ahora eran suyas, sin esperanza de librarse jamás de ellas, le de-
cía ahora la frase lo mismo que antaño le dijo de la felicidad: «¿Y qué es
eso? Eso no es nada». Por primera vez el pensamiento de Swann saltó en un
arranque de piedad y cariño hacia aquel Vinteuil, aquel hermano sublime
que tanto debió de sufrir. ¿Cómo sería su vida? ¿De qué dolores debió sacar
aquella fuerza de Dios, aquella ilimitada potencia de crear? Y cuando era la
frase la que le hablaba de la vanidad de su pena, Swann sentía muy suave
esa misma juiciosa prudencia que le pareció intolerable cuando leída en el
rostro de los indiferentes, que juzgaban su amor como una divagación sin
importancia. Y es que la frase, por el contrario, y cualquiera que fuese la
opinión que tuviera sobre la brevedad de esos estados de ánimo, veía en
ellos, no como las gentes, una cosa menos seria que la vida positiva, sino
algo muy superior a ella: lo único que valía la pena de expresarse. Aquellas
seducciones de la íntima tristeza es lo que ella intentaba imitar, volver a
crear, y hasta su misma esencia, que está en ser incomunicable y aparecer
como frívola a toda persona que no la sienta, la captó y la hizo visible la
frase. De modo que todos aquellos oyentes —por poco músicos que fueran
— confesaban su valor y saboreaban su divina dulzura, aunque luego en la
vida ya no lo reconocieran en cada caso particular de amor que brotara a su
lado. Sin duda, la forma en que la sonata había codificado esos sentimientos
no podía resolverse en razonamientos. Pero, desde hacía más de un año que
le revelaba a Swann muchas riquezas de su alma, le había brotado el amor a
la música, al menos por algún tiempo, y consideraba él los motivos musica-
les como verdaderas ideas de otro mundo, de otro orden, ideas veladas por
tinieblas desconocidas, imposibles de penetrar por la inteligencia, pero per-
fectamente distintas unas de otras, desiguales en cuanto a valor y significa-
ción. Cuando, después de la reunión de los Verdurin, hizo que le tocaran esa
frase, quiso averiguar, porque lo circunvenía, lo rodeaba, al modo de un
perfume o de una caricia, y se dio cuenta de que la poca distancia entre las
cinco notas que la componían y la vuelta constante de dos de ellas eran ori-
gen de aquella impresión de dulzura encogida y temblorosa; pero, en reali-
dad, sabía que estaba razonando, no sobre la frase misma, sino sobre senci-
llos valores, que, para mayor comodidad de la inteligencia ponía en lugar de
esa entidad misteriosa, que ya percibió, antes de conocer a los Verdurin, en
aquella reunión donde oyó la sonata por vez primera. Sabía que hasta el re-
cuerdo del piano falseaba el plano en que veía las cosas de la música, por-
que el campo que se le abre al pianista no es un mezquino teclado de siete
notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo,
donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido
descubiertas algunos millones de las teclas de ternura, de coraje, de pasión,
de serenidad que lo componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro
mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, des-
pertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de
mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos
cuenta, en esa noche enorme, impenetrada y descorazonadora de nuestra
alma, que consideramos como el vacío y la nada. Vinteuil fue uno de esos
músicos. En su frase, aunque presentara a la razón una superficie oscura, se
sentía un contenido tan consistente, tan explícito, tan lleno de fuerza nueva
y original, que los que la habían oído la guardaban en la memoria en el mis-
mo plano que las ideas del entendimiento. Swann se refería a ella como a
una concepción de la felicidad y del amor, cuya particularidad apreciaba tan
perfectamente como la de la «Princesa de Clèves» o la de «René» en cuanto
esos nombres se presentaban a su recuerdo. Hasta cuando no pensaba en la
frase seguía latente en su ánimo, lo mismo que esas otras nociones sin equi-
valente, como la de la luz, el sonido, el relieve, la voluptuosidad física, etc.,
que son los ricos dominios en que se diversifica y se exalta nuestro reino
interior. Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada;
pero mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conoci-
dos, como no nos queda otro remedio con los objetos materiales, y como no
podemos, por ejemplo, dudar de la lámpara encendida ante los objetos me-
tamorfoseados de nuestro cuarto, de que pone en fuga hasta el recuerdo de
la oscuridad. Por eso la frase de Vinteuil, lo mismo que algunos temas de
Tristán, por ejemplo, que representan para nosotros una cierta adquisición
sentimental, participaba de nuestra condición mortal, cobraba un carácter
humano muy emocionante. Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la
realidad de nuestra alma, y era uno de sus más particulares y característicos
adornos. Acaso la nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño;
pero entonces esas frases musicales, esas nociones que en relación a la nada
existen, tampoco tendrán realidad. Pereceremos; pero nos llevamos en rehe-
nes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con
ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.
Así que Swann no iba muy equivocado al creer que la frase de la sonata
existía en realidad. Aunque, desde ese punto de vista, era humana, pertene-
cía a una clase de criaturas sobrenaturales que nunca hemos visto, pero que,
sin embargo, reconocemos extáticos cuando algún explorador de lo invisi-
ble captura una de ellas, y la trae de ese mundo divino, donde le es dado pe-
netrar para que brille unos momentos encima de nuestro mundo. Eso había
hecho Vinteuil con la frasecita. Sentía Swann que el compositor se limitó
con sus instrumentos de música a quitarle su velo, a hacerla visible, siguien-
do y respetando su dibujo con mano tan delicada, prudente, cariñosa y segu-
ra que el sonido se alteraba a cada momento, difuminándose para indicar
una sombra y cobrando vigor cuando tenía que seguir detrás de un perfil
más atrevido. Y una prueba de que Swann no se equivocaba, al creer en la
existencia real de esa frase, es que cualquier aficionado listo se habría dado
cuenta en seguida de la impostura si Vinteuil, a falta de potencia para ver y
traducir las formas de la frase, hubiera intentado disimular, añadiendo de
cuando en cuando cosas de su cosecha, las lagunas de su visión olas debili-
dades de su mano.
Ya había desaparecido. Swann sabía que volvería a salir en el último
tiempo, después de un largo trozo que el pianista de los Verdurin se saltaba
siempre. En el cual había admirables ideas, que Swann no distinguió en la
primera audición y que ahora veía, como si en el estuario de su memoria se
hubieran quitado el disfraz uniforme de la novedad. Swann escuchaba los
temas sueltos que iban a entrar en la composición de la frase, como las pre-
misas en la conclusión necesaria, y asistía a su génesis. «¡Qué genial auda-
cia! —se decía—, tan genial como la de un Lavoisier o un Ampère, la de
Vinteuil, experimentando y descubriendo las secretas leyes de una fuerza
desconocida, llevando a través de lo inexplorado, hacia la única meta posi-
ble, ese admirable carro invisible al que va fiado y que nunca verá.» ¡Qué
hermoso diálogo oyó Swann entre el piano y el violín al comienzo del últi-
mo tiempo! La supresión de la palabra humana, lejos de dejar el campo li-
bre a la fantasía, como se habría podido creer, la eliminó; nunca el lenguaje
hablado fue tan inflexiblemente justo ni conoció aquella pertinencia en las
preguntas y aquella evidencia en las respuestas. Primero, el piano solo se
quejaba como un pájaro abandonado por su pareja; el violín lo oyó y le dio
respuesta como encaramado en un árbol cercano. Era cual si el mundo estu-
viera empezando a ser, como si hasta entonces no hubiera otra cosa que
ellos dos en la tierra, o por mejor decir, en ese mundo inaccesible a todo lo
demás, construido por la lógica de un creador, donde no habría nunca más
que ellos dos: el mundo de esa sonata. ¿Es un pájaro, es el alma aun incom-
pleta de la frase, o es un hada invisible y sollozante cuya queja repite en se-
guida, cariñosamente, el piano? Sus gritos eran tan repentinos, que el violi-
nista tenía que precipitarse sobre el arco para recogerlos. El violinista que-
ría encantar a aquel maravilloso pájaro, amansarlo, llegar a cogerlo. Ya se le
había metido en el alma, ya la frase evocada agitaba el cuerpo verdadera-
mente poseso del violinista, como el de un médium. Swann sabía que la fra-
se hablaría aún otra vez. Y estaba tan bien desdoblada su alma, que la espe-
ra del instante inminente en que iba a volver a tener delante la frase lo sacu-
dió con uno de esos sollozos que un verso bonito o una noticia triste nos
arrancan, no cuando estamos solos, sino cuando se lo decimos a un amigo,
en cuya probable emoción nos vemos nosotros reflejados como un tercero.
Reapareció, pero sólo para quedarse colgada en el aire, recreándose un ins-
tante, como inmóvil, y expirando en seguida. Por eso Swann no perdió nada
de aquel espacio tan corto en que se prorrogaba. Todavía estaba allí como
una irisada burbuja flotante. Así, el arco iris brilla, se debilita, decrece, alza-
se de nuevo, y antes de apagarse se exalta por un instante como nunca; a los
dos colores que hasta entonces mostró añadió otros tonos opalinos, todos
los del prisma, y los hizo cantar. Swann no se atrevía a moverse, y habría
querido obligar a los demás a que se estuvieran quietos, como si el menor
movimiento pudiera comprometer el sobrenatural prestigio, frágil delicioso,
y que estaba ya a punto de desvanecerse. En verdad, nadie pensaba en ha-
blar. La palabra inefable de un solo ausente, de un muerto quizá (Swann no
sabía si Vinteuil vivía o no), exhalándose por sobre los ritos de los ofician-
tes, bastaba para mantener viva la atención de trescientas personas, y con-
vertía aquel estrado en donde se estaba evocando un alma en uno de los más
nobles altares que darse puedan para una ceremonia sobrenatural. De modo
que, cuando, por fin, la frase se deshizo, flotando hecha jirones en los temas
siguientes, aunque Swann en el primer momento se sintió irritado al ver a la
condesa de Monteriender, famosa por sus ingenuidades, inclinarse hacia él
para confiarle sus impresiones antes de que la sonata acabara, no pudo por
menos de sonreír y de encontrar un profundo sentido, que ella no veía, en
las palabras que le dijo Maravillada por el virtuosismo de los ejecutantes, la
condesa exclamó, dirigiéndose a Swann: «Es prodigioso, nunca he visto
nada tan emocionante». Pero, por escrúpulo de exactitud, corrigió esta pri-
mera aserción con una reserva: «Nada tan emocionante… desde los velado-
res que dan vueltas».
Desde aquella noche Swann comprendió que nunca volvería a renacer el
cariño que le tuvo Odette, y que jamás se realizarían sus esperanzas de feli-
cidad. Y los días en que por casualidad, era buena y cariñosa, y tenía alguna
atención con él, Swann anotaba esos síntomas aparentes y engañosos de un
insignificante retorno de su amor, con la solicitud tierna y escéptica, con esa
alegría desesperanzada de los que están asistiendo a un amiga, en los últi-
mos días de una enfermedad incurable, y relatan como hechos valiosísimos:
«Ayer él mismo hizo sus cuentas, y se fijó en que nos habíamos equivocado
en una suma; se ha comido un huevo con mucho gusto; si lo digiere bien,
probaremos a darle una chuleta»; aunque saben que todo eso no significa
nada en vísperas de una muerte inevitable. Indudablemente, Swann estaba
seguro de que si ahora viviera separado de su querida, Odette acabaría por
hacérsele indiferente, de modo que se hubiera alegrado mucho de que ella
se fuera de París para siempre; a Swann, aunque no tenía coraje para irse,
no le habría faltado valor para quedarse.
Se le había ocurrido hacerlo muchas veces. Ahora que había vuelto a su
trabajo sobre Ver Meer, necesitaba ir, al menos por unos días, a La Haya, a
Dresde y a Brunswick. Estaba convencido de que una «Diana vistiéndose»,
que compró el Mauritshuits en la venta de la colección Goldschmidt, atri-
buido a Nicolás Maes, era en realidad un Ver Meer. Y habría deseado estu-
diar el cuadro de cerca, para afirmar su convicción. Pero marcharse de París
cuando Odette estaba allí, o aunque hubiera salido —como en lugares nue-
vos, donde las sensaciones no están amortiguadas por la costumbre, se
reaviva y se anima el dolor—, era un proyecto tan duro para él, que si podía
estar siempre pensando en él, es porque sabía que nunca lo iba a llevar a
cabo. Pero ocurría que en sueños la intención del viaje retornaba, sin acor-
darse de que tal viaje era imposible, y llegaba a realización. Una noche soñó
que salía de París para un año; inclinado en la portezuela del vagón, hacia
un joven que estaba en el andén, diciéndole adiós, lloroso, Swann intentaba
convencerlo de que se fuera con él. Al arrancar el tren, lo despertó la angus-
tia, y se acordó de que iba a ver a Odette aquella noche, al día siguiente,
casi a diario. Y entonces, bajo la impresión del sueño, bendijo las circuns-
tancias particulares que le aseguraban la independencia de su vida, que le
permitían estar siempre cerca de Odette, y gracias a las cuales podía lograr
que consintiera en verlo alguna vez que otra; recapitulando todas esas ven-
tajas: su posición, su fortuna a la que Odette tenía que recurrir lo bastante a
menudo para hacerla vacilar ante una ruptura (hasta había quien decía que
abrigaba la idea de llegar a casarse con él), su amistad con el barón de
Charlus, que, a decir verdad, nunca había sacado a Odette grandes cosas en
favor de Swann, pero que le daba la dulzura de sentir que ella oía hablar de
su amante de un modo muy halagüeño a ese amigo de ambos, a quien tanto
estimaba Odette, y hasta su inteligencia puesta, casi enteramente, a la labor
de combinar cada día una nueva intriga para que su presencia fuera necesa-
ria, ya que no agradable a Odette; y pensó en lo que habría sido de él si le
hubiera faltado todo eso, que de ser pobre, humilde y necesitado, teniendo
que trabajar forzosamente, atado a unos padres o a una esposa acaso, no ha-
bría tenido otro remedio que separarse de Odette, y que ese sueño que aca-
baba de asustarlo, sería cierto. Y se dijo: «Nunca sabemos lo felices que so-
mos. Por muy desgraciados que nos creamos, nunca es verdad». Pero calcu-
ló que esa existencia duraba ya unos años, que lo más que podía esperar es
que durara toda la vida, que iba a sacrificar su trabajos, sus placeres, sus
amigos, su vida entera, a la esperanza diaria de una cita que no le daba nin-
guna felicidad; se preguntó si no estaba equivocado, si lo que favoreció sus
relaciones e impidió la ruptura no había perjudicado a su destino, y si no era
el acontecimiento que debía desearse, ese de que tanto se alegraba, al ver
que no pasaba de un sueño: la marcha; y se dijo que nunca sabemos lo des-
graciados que somos, que por muy felices que nos creamos, nunca es
verdad.
Algunas veces tenía la esperanza de que Odette muriera sin sufrir, por un
accidente cualquiera, ella que estaba siempre correteando por calles y cami-
nos todo el día. Cuando la veía volver sana y salva, se admiraba de que el
cuerpo humano fuera tan ágil y tan fuerte, de que pudiera desafiar y evitar
tantos peligros como lo rodean (y que a Swann le parecían innumerables, en
cuanto los calculó a medida de su deseo), permitiendo así a los seres huma-
nos que se entregaran a diario y casi impunemente a su falaz tarea de con-
quistar el placer. Y Swann se sentía muy cerca de aquel Mahomet II, cuyo
retrato, hecho por Bellini, le gustaba tanto, que al darse cuenta de que se ha-
bía enamorado locamente de una de sus mujeres, la apuñaló, para, según
dice ingenuamente su biógrafo veneciano, recobrar su libertad de espíritu.
Y luego se indignaba de no pensar más que en sí mismo, y los sufrimientos
suyos le parecían apenas dignos de compasión, porque tenía tan en tan poco
la vida de Odette.
Ya que no podía separarse de ella sin volver, al menos si la hubiera visto
ininterrumpidamente, quizá su dolor habría acabado por calmarse, y su
amor por desaparecer. Y desde el momento que ella no quería marcharse de
París, Swann deseaba que no saliera nunca de París. Como sabía que su
gran viaje de todos los años era el de agosto y septiembre, Swann tenía es-
pacio para ir disolviendo con varios meses de anticipo esa idea en todo el
tiempo por venir, que, ya llevaba dentro de sí por anticipación, y que como
estaba compuesto de días homogéneos con los actuales, circulaba frío y
transparente por su ánimo, aumentando su tristeza, pero sin hacerle sufrir
mucho. Pero, de pronto, aquel porvenir interior, aquel río incoloro y libre,
por virtud de una sola palabra de Odette, que le alcanzaba a través de
Swann, se inmovilizaba, endurecíase su fluidez como un pedazo de hielo, se
helaba todo él; Swann sentía de repente, dentro de sí, uña masa enorme e
infrangible que pesaba sobre las paredes interiores de su ser hasta romper-
las; y es que Odette le había dicho con una mirada sonriente y solapada, que
lo estaba observando: «Forcheville va a hacer un viaje muy bonito para Pas-
cua de Resurrección; va a Egipto», y Swann había comprendido en seguida
que eso significaba: «Para Pascua de Resurrección me voy a Egipto con
Forcheville». Y, en efecto; cuando algunos días después Swann le decía:
«¿Y qué hay de ese viaje que me dijiste que ibas a hacer con Forcheville?»,
ella le respondía atolondradamente: «Sí, hijo mío, nos vamos el 19; te man-
daremos una tarjeta desde las Pirámides». Y entonces Swann quería enterar-
se de si era o no querida de Forcheville, preguntárselo a ella. Sabía que era
supersticiosa y que ciertos Juramentos no los haría en falso, y, además, el
miedo que hasta entonces lo contuvo de irritar a Odette, de inspirarle odio,
ya no existía, porque había perdido toda esperanza de que lo volviera a
querer.
Un día recibió un anónimo diciéndole que Odette había sido querida de
muchísimos hombres (entre otros Forcheville, Bréauté y el pintor), de algu-
nas mujeres, y que iba mucho a casas de compromisos. Lo atormentó extra-
ordinariamente el pensar que entre sus amigos había uno capaz de escribirle
esa carta (porque la carta denotaba por algunos detalles un conocimiento
íntimo de la vida de Swann). Reflexionó en quién podría ser. Pero Swann
nunca sabía sospechar de los actos desconocidos de una persona, de esos
actos que no tienen concatenación visible con sus palabras. Y cuando quiso
saber si debía revestir la región desconocida donde nació esa acción innoble
con el carácter aparente del barón de Charlus, del príncipe de los Laumes,
del marqués de Orsan, como ninguno de ellos había hablado bien delante de
él de los anónimos, y, al contrario de sus palabras había deducido muchas
veces que los reprobaban, no encontró razón alguna para atribuir esa infa-
mia a la índole de ninguno. Charlus era un poco chiflado, pero muy cariño-
so y bueno. El príncipe, aunque seco, tenía un modo de ser sano y recto. Y
Swann nunca había visto a una persona que fuera hacia él, hasta en las más
tristes circunstancias, con unas palabras más sentidas y un ademán más ade-
cuado y discreto que Orsan. Tanto que no podía comprender el papel poco
delicado que se atribuía a Orsan en las relaciones que tenía con una mujer
muy rica, y cada vez que pensaba en él, Swann dejaba a un lado esa mala
reputación inconciliable con tantas pruebas de delicadeza. Un momento
después sintió que se le oscurecía la inteligencia y se puso a pensar en otra
cosa para recobrar su lucidez. Luego tuvo el valor de volver sobre esas re-
flexiones. Pero antes no podía sospechar de nadie, y ahora sospechaba de
todo el mundo. Después de todo, Charlus lo quería, tenía buen corazón, sí;
pero era un neurótico, y aunque quizá el día de mañana se echaría a llorar si
le decían que Swann estaba malo, hoy, por celos, por rabia, por cualquier
idea repentina, podía haber deseado hacerle daño. En el fondo, esta clase de
hombres es la peor de todas. Claro que el príncipe de los Laumes no quería
a Swann tanto como Charlus, ni mucho menos. Pero precisamente por eso
no tenía con él las mismas susceptibilidades, y aunque era un temperamento
frío, tan incapaz era de grandes acciones como de villanías. Swann se arre-
pentía de no haber dado la preferencia en la vida a seres así. Pensaba des-
pués que lo que impide a los hombres hacer daño es la bondad, y que en el
fondo él no podía responder más que de naturalezas análogas a la suya,
como era, en cuanto a los sentimientos, la del barón de Charlus. Sólo la idea
de hacer daño a Swann lo habría sublevado. Pero con un hombre insensible,
de otro genio, como el príncipe de los Laumes, era imposible prever a qué
actos podían arrastrarlo diversos móviles. Lo principal es tener buen cora-
zón, y Charlus lo tenía. Tampoco le faltaba a Orsan, y sus relaciones cordia-
les, aunque poco íntimas con Swann, se basaban, ante todo, en el gusto que
tenían al ver cómo coincidían sus pensamientos en hablar juntos, y más se
acercaban a un afecto tranquilo que el cariño de Charlus, capaz de entregar-
se a actos de pasión buenos o malos. Si había una persona que Swann com-
prendió que lo entendía y lo quería delicadamente, era Orsan. Sí; pero ¿y
esa vida tan poco decente que hacía? Swann lamentó no haber tenido eso en
cuenta, y haber confesado muchas veces en broma que nunca sentía simpa-
tía y estima tan vivas como tratándose con un canalla. Por algo se decía
ahora, los hombres han juzgado siempre a sus prójimos por sus actos. Eso
es lo único que significa algo, y no lo que pensamos o lo que decimos.
Charlus y el príncipe tendrán los defectos que se quiera, pero son personas
honradas. Orsan no tiene ningún defecto, pero no es un hombre decente. Y
quizá haya hecho una felonía más. Luego sospechó de su cochero Rémi,
que no pudo haber hecho otra cosa que inspirar la carta; es cierto, y esa pis-
ta le pareció un momento la verdadera. En primer término, Loredan tenía
motivos para aborrecer a Odette. Además, no podía por menos de suponer
que, como los criados viven en una situación inferior a la nuestra, y añaden
a nuestra fortuna y a nuestros defectos riquezas y vicios imaginarios, causa
de que nos envidien y nos desprecien, tienen que obrar fatalmente por mó-
viles distintos que los caballeros. También sospechó de mi abuelo. ¿Acaso
no le había negado todos los favores que le pidió Swann? Además, con sus
estrechas ideas burguesas quizá creyera que así le hacía un bien a Swann.
Sospechó luego de Bergotte, del pintor, de los Verdurin, y al paso rindió un
tributo de admiración a las gentes de la aristocracia, por no querer codearse
con esas gentes de los círculos llamados artísticos, donde son posibles ac-
ciones tan innobles, y hasta se las bautiza de bromas graciosas; pero enton-
ces se acordaba de los rasgos de rectitud de aquellos bohemios, y los com-
paraba con la vida de argucias y habilidades, casi de estafas, a que se veían
llevados muchas veces los aristócratas por la falta de dinero y por la necesi-
dad de lujos y placeres. En suma: ese anónimo le demostraba que conocía a
un ser capaz de semejante villanía, pero no veía razón alguna para decidir si
ese malvado se ocultaba en el fondo, inexplorado hasta entonces, del carác-
ter del hombre cariñoso o del hombre frío, del artista o del burgués, del gran
señor o del lacayo. ¿Qué criterio adoptar para juzgar a los hombres? En el
fondo, acaso no conocía a una sola persona que no fuera capaz de una infa-
mia. ¿Había que dejar de tratarse con todos? Su ánimo se llenó de bruma; se
pasó la mano dos o tres veces por la frente, limpió con su pañuelo los crista-
les de los lentes, y pensando que, después de todo, gentes que valían tanto
como él, trataban al barón de Charlus, al príncipe y a los demás amigos su-
yos, se dijo que eso significaba no que eran incapaces de una infamia, sino
que en esta vida tenemos que someternos a la necesidad de tratar a gentes
que no sabemos si son capaces o no de cometer una felonía. Y continuó es-
trechando la mano de todos los amigos de quienes sospechara, únicamente
con la reserva, de pura forma, de que acaso habían querido hacerle daño. El
fondo de la carta no le preocupó siquiera, porque ni una de las acusaciones
formuladas contra Odette tenía sombra de verosimilitud. Swann era de esas
personas tan numerosas que tienen el espíritu tardo y carecen de la facultad
de invención. Sabía perfectamente, como verdad de orden general, que la
vida de las personas está llena de contrastes, pero para cada ser, en particu-
lar, se imaginaba que la parte desconocida de su existencia era idéntica a la
parte de ella que él conocía. Cuando estaba con Odette y hablaban de algu-
na acción o sentimiento indelicados de otra persona, ella los censuraba en
nombre de los mismos principios que Swann oyera de boca de sus padres y
a los que se mantuvo fiel; luego arreglaba sus flores en jarrón, bebía un sor-
bo de té y preguntaba a Swann cómo iban sus trabajos. Y Swann extendía
esas costumbres a todo el resto de la vida de Odette, y repetía esos adema-
nes cuando quería representarse esa parte de la vida de ella que no veía. Si
se la hubieran pintado portándose con otro hombre tal como se portaba o se
había portado con él, habría sufrido, porque la imagen le parecería verosí-
mil. Pero eso de que fuera a casa de alcahuetas, de que se entregara a orgías
con mujeres y que hiciera la vida crapulosa de una criatura abyecta, era una
divagación insensata, y los tes sucesivos, los crisantemos imaginados y las
virtuosas indignaciones no dejaban pensar, a Dios gracias, en la posibilidad
de tales cosas. Tan sólo de vez en cuando daba a entender a Odette que con
mala intención le contaban todo lo que ella hacía; y utilizando hábilmente
un detalle insignificante, pero cierto, que había llegado a su conocimiento
por casualidad, y que era el único cabo que dejaba él pasar de esa reconsti-
tución de la vida de Odette que llevaba dentro, le hacía suponer que estaba
enterado de cosas que ni sabía ni sospechaba siquiera; y si muchas veces
conjuraba a Odette a que le confesara la verdad, era consciente o incons-
cientemente, para que ella le dijera todo lo que hacía. Indudablemente
Swann no mentía al decir a Odette que le gustaba la sinceridad, pero le gus-
taba como una proxeneta que podía tenerlo al corriente de lo que hacía su
querida. Y como su amor a la sinceridad no era desinteresado, no le servía
de nada bueno. La verdad que ansiaba era la que le iba a decir Odette; pero,
para lograrla, no temía, recurrir a la mentira, a aquella mentira que describía
siempre a Odette como camino seguro a la degradación de toda criatura hu-
mana. Y, en suma, venía a mentir tanto como Odette, porque era más infeliz
que ella y no menos egoísta. Y Odette, al oír a Swann contarle cosas que
ella misma había hecho, lo miraba con desconfianza, y por si acaso, con un
poco de enfado, para que no pareciera que se humillaba y que tenía ver-
güenza de sus actos.
Un día, cuando estaba en uno de los períodos de calma más largos que
pudo atravesar sin que lo atormentaran los celos, aceptó un convite al teatro
que le hizo la princesa de los Laumes. Abrió un periódico para ver lo que
daban, y al leer el título de la obra, Las muchachas de mármol, de Teodoro
Barriere, sintió una impresión tan dolorosa que se hizo para atrás y volvió la
cabeza a otro lado. Y es que la palabra «mármol», que ya no le hacía ningu-
na sensación por lo acostumbrado que a ella estaba, en aquel sitio nuevo en
que figuraba, en aquel título, como iluminada por la luz de las candilejas, se
le representó visiblemente y le trajo a la memoria el recuerdo de una cosa
que le había contado Odette: y era que en una visita que hicieron al Palacio
de la Industria ella y la señora de Verdurin, ésta le había dicho: «Ten cuida-
do, tú no eres de mármol, ya sabré yo deshelarte». Odette le aseguró que era
broma, y él no hizo caso. Pero en aquella época tenía más confianza en
Odette que ahora. Y cabalmente en el anónimo se aludía a amores de esa
especie. Sin atreverse a alzar la vista hacia el periódico, lo desdobló para
volver una hoja y no ver ya esa frase: «Las muchachas de mármol», y se
puso a leer maquinalmente las noticias de provincias. Había habido una tor-
menta en la región del canal de la Mancha; señalábanse destrozos en Diep-
pe, Cabourg y Beuzeval. Y otra vez se hizo atrás.
Porque, al leer Beuzeval, se acordó de otro pueblo de aquella región,
Beuzeville. El cual se escribe en los mapas unido por un guion a Bréauté,
cosa que él había visto muchas veces, pero sin caer nunca en que ese Bréau-
té era el mismo nombre que el del amigo que en el anónimo se daba como
uno de los amantes de Odette. Después de todo, la acusación en lo que a
Bréauté se refería, no era completamente inverosímil; pero en lo relativo a
la Verdurin era en absoluto inadmisible. Del hecho de que Odette mintiera
algunas veces no podía deducirse que jamás decía verdad; en aquellas pala-
bras que cruzó con la Verdurin, y que luego le contó a Swann, veía éste muy
claro una de esas bromas inútiles y peligrosas que por ignorancia del vicio e
inexperiencia de la vida gastan a veces, revelando así su inocencia, mujeres
que, como por ejemplo Odette, distan mucho de sentir hacia otra mujer una
exaltada pasión. Al contrario, la indignación con que rechaza Odette las
sospechas que por un instante despertó su relato en Swann cuadraban muy
bien con las aficiones y el temperamento de su querida, tal como él los co-
nocía. Pero en aquel momento, por una inspiración de hombre celoso, como
esas que dan al poeta o al sabio, que no tenían más que una rima o una ob-
servación, la idea o la ley que les ha de ganar la fama, Swann se acordó por
vez primera de una frase que le dijo Odette hacía dos años: «Sabes, para la
señora de Verdurin, ahora no hay nada más que yo; soy un encanto; me
besa, quiere que vaya con ella de compras, me pide que la trate de tú». Muy
lejos de considerar que esa frase tenía relación con las palabras absurdas del
día del Palacio de la Industria, que un día le contó Odette, la estimó como
prueba de calurosa amistad. Pero ahora, bruscamente, el recuerdo de aquel
cariño de la Verdurin venía a superponerse al recuerdo de aquella conversa-
ción de mal gusto. No podía separarlos en su ánimo y los veía enlazados
también en la realidad, porque el cariño de la Verdurin daba un tono de se-
riedad e importancia a aquellas bromas que ya parecían menos inocentes.
Fue a casa de Odette. Se sentó a distancia de ella. No se atrevía a besarla
por no saber si con su beso despertaría afecto o enfado. Se callaba e iba
viendo morir su amor. De pronto adoptó una resolución.
—Mira, Odette —le dijo—, yo ya sé que te soy odioso, pero no tengo
más remedio que hacerte una pregunta. ¿Te acuerdas de aquella cosa que se
me ocurrió a propósito de ti y de la señora de Verdurin? Dime si es verdad,
o con ella o con otra.
Sacudió la cabeza, frunciendo los labios, con ese gesto que ponen, a ve-
ces, algunas personas cuando al preguntarles si van a ir a ver la cabalgata, o
si asistirán a la revista, contestan que no irán, que eso las aburre. Pero ese
movimiento de cabeza, que por lo general se emplea tratándose de una cosa
por venir, cuando se usa para denegar un hecho pasado, da a esa negativa
muy poca seguridad. Y, además, con él parece que se evocan más bien razo-
nes de conveniencia personal que de reprobación o de imposibilidad moral.
Y al ver que Odette hacía el gesto de que no era verdad, Swann comprendió
que quizá era verdad.
—Ya te lo dije, lo sabes muy bien —añadió irritada y triste.
—Sí; ya, ya; pero, ¿estás segura? No me digas «ya te lo dije», dime
«nunca he hecho esas cosas con ninguna mujer».
Ella repitió como chica de escuela, con tono irónico y para quitárselo de
encima:
—Nunca he hecho esas cosas con ninguna mujer.
—Quieres jurármelo por tu medalla de Nuestra Señora de Laghet?
Swann sabía que no se atrevería a jurar en falso:
—Calla, no sabes lo que me haces sufrir —exclamó, escapándose con un
brusco movimiento del aprieto de la pregunta—. ¿Acabarás de una vez? No
sé qué es lo que tienes; por lo visto, has resuelto que te odie y te aborrezca.
Mira, ahora que quería yo volver contigo a los buenos tiempos, igual que
antes, me das las gracias así.
Pero él no la soltó, como cirujano que espera que acabe el espasmo para
seguir su operación, sin renunciar a hacerla.
—Estás muy equivocada si te figuras que por eso voy a tomarte el menor
odio, Odette —le dijo con embustera y persuasiva suavidad—, yo nunca te
hablo más que de lo que sé, y siempre me callo más que lo que digo. Pero
tú, confesando, endulzarás eso que cuando me lo cuentan otros me inspira
aborrecimiento hacia ti. Si me enfado contigo no es por tus actos, que te los
perdono porque te quiero, sino por tu falsía, por esa absurda falsía que em-
pleas en negar cosas que yo sé. ¿Cómo quieres que siga queriéndote cuando
veo que me sostienes y me juras una cosa que me consta que es falsa? Odet-
te, ¿para qué prolongas este martirio para los dos? Si tú quieres, en un mi-
nuto se acaba y te quedas libre. Júrame por tu medalla si has hecho o no
eso:
—Y yo qué sé —respondió ella colérica—; quizá allá hace mucho tiem-
po, dos o tres veces, sin darme cuenta de lo que hacía.
Swann ya había previsto todas las posibilidades. Pero, indudablemente,
entre la realidad y las posibilidades hay la misma relación que entre recibir
una puñalada y ver cómo pasan las nubes levemente por encima de nuestras
cabezas, porque esas palabras «dos o tres veces» se le grabaron como una
cruz en pleno corazón. ¡Qué cosa tan rara eso de que unas palabras «dos o
tres veces», sólo una frase, unas cosas que se dan al aire, así, a distancia,
puedan desgarrar el corazón como si lo tocaran, y envenenar como un tóxi-
co que se ha ingerido! Swann pensó, sin querer, en aquello que oyó en la
reunión de la marquesa de Saint-Euverte: «Desde lo de los veladores que
dan vueltas no había visto nada tan emocionante». El dolor que sentía no
tenía parangón con nada de lo que se había figurado. No sólo porque en tus
horas de más desconfianza no había llegado tan lejos en sus figuraciones de
cosas malas, sino porque aquella cosa, si llegó alguna vez a su imaginación,
era de modo vago e incierto, sin el horror particular que se desprendía de
esas palabras «dos o tres veces», sin esa específica crueldad tan distinta de
todo lo conocido antes como un mal que se padece por vez primera. Y, sin
embargo, a esa Odette, origen de tales dolores, no por eso la quería menos,
sino que érale, por el contrario, más preciosa, como si, a medida que iba
acreciéndose su dolor, aumentara el valor del calmante, del contraveneno
que sólo ella poseía. Y aun sentía más deseos de cuidarla, como pasa con
una enfermedad cuando descubrimos que es más grave de lo que se creía.
Deseaba que aquella cosa atroz que Odette le dijo haber hecho «dos o tres
veces» no se volviera a repetir. Y para eso tenía que velar sobre Odette. Se
suele decir que revelando a un amigo los defectos de su querida sólo se lo-
gra unirlo más a ella, porque él no da crédito a lo que le dicen, pero si lo
cree, se une aún más a ella. Pero, ¿cómo protegerla de una manera eficaz?,
se preguntaba Swann. Podría defenderla de una determinada mujer, pero
quedaban aún centenares de mujeres, y Swann comprendió la locura aquella
que lo asaltó cuando, la noche que no encontró a Odette en casa de los Ver-
durin, empezó a desear la posesión de otro ser, que es siempre cosa imposi-
ble. Afortunadamente para Swann, debajo de aquellas penas nuevas que se
le habían entrado en el alma como horda de invasores, existía un fondo de
carácter más antiguo, más suave, trabajador silencioso, como las células de
un órgano herido que en seguida se ponen a rehacer los tejidos lesionados o
como los músculos de un miembro paralizado que tienden a recobrar el mo-
vimiento. Esos habitantes de su alma, los más antiguos y los más autócto-
nos, se entregaron con todas sus fuerzas a ese trabajo oscuramente repara-
dor que da la ilusión del descanso a un convaleciente, a un operado. Esta
vez, al contrario de lo usual, esa quietud por agotamiento se produjo más
bien en el corazón de Swann que en su cerebro. Pero todas las cosas de la
vida que tuvieron existencia tienden a renacer, y lo mismo que un animal
moribundo se agita otra vez a impulso de una convulsión que va se creía
acabada, el mismo dolor volvió a trazar la misma cruz en el corazón de
Swann, que ya parecía salvado. Acordóse de aquellas noches de luna, cuan-
do reclinado en su victoria, que lo llevaba a la calle de La Pérouse iba culti-
vando voluptuosamente en su propio ser las emociones del enamorado, sin
saber el envenenado fruto que fatalmente habrían de producir. Pero todos
esos pensamientos duraron un secundo, el tiempo de llevarse la mano al co-
razón, de recobrar el aliento y de sonreír para disimulo de su tortura. Y vol-
vió a las preguntas. Porque a sus celos, que se habían tomado más trabajo
que aquel de que habría sido capaz un enemigo suyo, para darle el golpe y
causarle el dolor más grande que sintiera, a sus celos no les parecía, aunque
había sufrido bastante y querían herirlo más hondo. Y cual perversa divini-
dad, los celos, inspiraban a Swann y lo empujaban a su ruina. Si al principio
su suplicio no se agravó, no fue por su culpa, sino de Odette.
—Bueno, amiga mía, ya se acabó —le dijo—. ¿Era con una persona que
yo conozco?
—No, no, te lo juro; y, además, me parece que he exagerado; yo no he
llegado a eso.
Swann, sonriente, prosiguió:
—¡Qué quieres!, es poca cosa eso, pero siento que no me puedas decir el
nombre. Si pudiera representarme a la persona ya no volvería a acordarme
de nada. Lo digo por ti, porque así ya no te molestaría. ¡Me calma tanto eso
de representarme las cosas!… Lo horrible es lo que no se puede imaginar.
Pero demasiado buena has sido ya, no quiero cansarte. Muchas gracias por
todo el bien que me has hecho. Se acabó. Mira, una cosa nada más: ¿cuánto
tiempo hace de eso?
—Pero, Carlos, ¿no ves que me estás haciendo un daño mortal? Es viejí-
simo. No había vuelto a pensar en eso; parece que tú me lo quieres recordar.
Poco saldrías ganando —añadió por maldad voluntaria o estupidez
inconsciente.
—Lo único que quería saber es si te conocía yo ya. Hubiera sido muy na-
tural que ocurriera aquí mismo… ¿No podrías acordarte de una noche deter-
minada? Es para que yo me pueda representar lo que hacía yo aquella no-
che… Ya ves, Odette, vida mía, no es posible que no te acuerdes de con
quién era.
—Yo no sé, creo que fue en el Bosque, una noche que tu viniste a buscar-
nos a la isla. Creo que habías cenado en casa de la princesa de los Laumes
—dijo ella contenta por poder dar un detalle concreto, que demostraba la
veracidad de sus palabras—. En una mesa de al lado estaba una mujer, a la
que yo no veía hacía mucho tiempo. Me dijo: «Vamos a ver el efecto de la
luna en el agua, allí, detrás de aquella roca». Yo, a lo primero, bostecé, y
respondí: «Estoy cansada, no quiero moverme de aquí». Pero ella decía que
nunca se vio tan hermosa luna. Y yo le dije que no me la daba, que ya sabía
yo adónde iba a parar.
Odette contó todo aquello medio riendo, ya porque le pareciera muy na-
tural, ya porque así creyera que atenuaba la importancia de los hechos, o
para no aparecer como humillada. Pero al ver la cara de Swann, cambió de
tono:
—Eres un miserable, te complaces en torturarme, en hacerme decir men-
tiras que tengo que inventar para que me dejes en paz.
Ese segundo golpe fue aún más cruel que el primero, para Swann. Nunca
supuso que fuera una cosa tan reciente, oculta sin que sus miradas hubieran
sabido descubrirla, no en un pasado desconocido, sino en noches que recor-
daba perfectamente que había vivido con Odette, que él se figuraba conocer
muy bien y que ahora, retrospectivamente, le parecieron atroces y falsas; de
repente, entre ellos, abríase un vacío terrible, ese momento en la isla del
Bosque. Odette, aunque no era inteligente, tenía el encanto de la naturali-
dad. Contó aquella escena con voz y ademanes tan sencillos que Swann, an-
helante, lo iba viendo todo, el bostezo de Odette, la roca. La oía contestar
con tono alegre: «¡Ay!, a mí no me la das». Se dio cuenta de que aquella no-
che ya no le sonsacaría nada más, que no debía esperar ninguna nueva reve-
lación, se calló y le dijo:
—¡Pobrecilla mía, ya sé que te he hecho sufrir mucho! Ya se acabó, ya
no me volveré a acordar de eso.
Pero Odette vio que se quedaba Swann con la mirada fija en las cosas que
no sabía, en aquel pasado de su amor, que se presentaba a su memoria mo-
nótono y dulce porque era muy indeciso, y que ahora desgarró ella como
una herida con la evocación de aquel minuto en la isla del Bosque, a la luz
de la luna, la noche de la cena en casa de la princesa de los Laumes. Pero
tan acostumbrado estaba Swann a considerar la vida como una cosa inter-
esante y a admirar los curiosos descubrimientos que en su campo se hacen,
que aun sufriendo hasta el punto de imaginarse que no podía resistir dolor
tan grande, se decía: «Realmente, la vida es asombrosa y nos guarda sorpre-
sas bonitas; el vicio está mucho más extendido de lo que la gente se figura.
Aquí está esa mujer, en la que yo tenía confianza, tan sencilla y honrada, al
parecer, normal y sana en sus gustos, aunque un poquito ligera, y por una
delación absurda la interrogo y lo poco que me confiesa revela muchas co-
sas más de las que se podían suponer». Claro es que no podía limitarse a
estas desinteresadas reflexiones. Aspiraba a juzgar exactamente la impor-
tancia de lo que Odette le contara, para ver si podía deducir si esas cosas las
había hecho muchas veces, y si era probable que se repitieran. Rumiaba las
frases de ella: «Yo sabía adónde iba a parar»; «Dos o tres veces»; «A mí no
me la das»; pero estas frases, al reaparecer en la memoria de Swann, ya no
iban desarmadas como antes: cada una llevaba su cuchillo y le asestaba
nueva puñalada. Estuvo un rato, como un enfermo que no puede por menos
de ejecutar a cada instante el movimiento que le da el dolor, repitiéndose:
«No me quiero mover de aquí», «A mí no me la das»; pero tan fuerte era el
sufrimiento que tenía que pararse. Se maravillaba de que unas cosas que an-
tes juzgaba él con ligereza y buen humor, se le aparecieron ahora tan graves
como una enfermedad que puede matar. Claro que conocía a muchas muje-
res a quienes podría haber encargado que vigilaran a Odette. Pero acaso no
se colocaran en el mismo punto de vista con que él miraba esos actos y si-
guieran opinando de ellos lo mismo que Swann opinaba antes, en todo el
voluptuoso curso de su vida; quizá le dijeran, riéndose: «Mira el tonto celo-
so que quiere privar de un gusto a los demás». ¿Por qué misterioso escoti-
llón, abierto de repente a sus pies, cayó él (que antes sólo sacaba del amor
de Odette delicados placeres) en ese nuevo círculo infernal, cuya salida no
veía por parte alguna? ¡Pobre Odette! No le guardaba rencor por eso; la cul-
pa no la tenía ella. ¿Acaso no decía todo el mundo que fue su propia madre
la que la echó en brazos de un inglés riquísimo, en Niza, cuando ella era
aún una chiquilla? Y estimaba lo dolorosamente exacto de esas palabras del
Diario de un Poeta, de Alfredo de Vigny, que antes leía con indiferencia:
«Cuando se enamora uno de una mujer hay que preguntarse: ¿Qué seres la
rodean? ¿Qué vida hace? Y en esto descansa toda la felicidad de la existen-
cia». Asombrábase Swann de que simples frases que iba deletreando men-
talmente: «Yo ya sabía adónde iba a parar» y «A mí no me la das», pudieran
hacerle tanto daño. Aunque comprendía que lo que él llamaba simples fra-
ses no eran más que piezas de la armadura donde se encerraba, para volver
a herirlo, el dolor que sintió cuando el relato de Odette. Porque ese dolor es
el que volvía a sentir. En vano sabía ya el daño que encerraban esas pala-
bras; en vano sabía que, andando el tiempo, las olvidara un poco y las per-
donara, porque en el momento de repetírselas el dolor lo colocaba de nuevo
en el estado en que estaba antes de que hablase Odette, confiado y sin saber
nada; y sus celos, para que pudiera herirlo bien la confesión de Odette, vol-
vían a ponerlo en la posición del que no sabe, y al cabo de unos meses
aquella historia ya vieja, lo trastornaba como una nueva revelación. Admi-
rábase de la terrible potencia reproductora de su memorial Sólo podía espe-
rar que se calmara su tortura por la progresiva debilidad de esa generadora
que va perdiendo fecundidad con los años. Y cuando ya parecía que la po-
tencia dañina de unas de las palabras de Odette se iba agotando, llegaba una
de aquellas en que apenas se fijara Swann, una palabra casi nueva, a rele-
varla, a herirlo con un vigor fresco. Lo más penoso era el recuerdo de la no-
che que cenó en casa de la princesa de los Laumes; pero ese punto sólo era
el centro de su enfermedad, la cual irradiaba confusamente por todo su alre-
dedor en los días anteriores y posteriores a aquél. Y cuando quería tocar a
cualquier recuerdo de Odette, era la temporada entera en que los Verdurin
iban a cenar a la isla del Bosque lo que le hacía daño. Tanto que, poco a
poco, la curiosidad que en él despertaban los celos se fue neutralizando por
temor a las nuevas torturas que se infligiría al satisfacerlas. Se daba cuenta
de que la vida de Odette, antes de que se conocieran, período que Swann
nunca había intentado representarse, no era la abstracta extensión que vaga-
mente entreveía, sino una trama de años determinados, tejida con incidentes
concretos. Pero temía que, si se enteraba de esos hechos, aquel pasado inco-
loro, fluido y soportable no tomara un cuerpo tangible e inmundo, un rostro
diabólico e individual. Y no hacía ningún intento para representárselo, no
ya por pereza de pensar, sino por miedo a sufrir. Tenía la esperanza de que
ya vendría un día en que pudiera oír el nombre de la isla del Bosque, el de
la princesa de los Laumes, sin que le doliera la herida antigua, y le parecía
imprudente provocar a Odette a que le diera palabras nuevas, nombres de
sitios y de circunstancias distintos, que, apenas calmada su angustia, la
reavivaran bajo otra forma.
Pero ocurría que las cosas desconocidas, las cosas que tenía miedo a co-
nocer se las revelaba Odette misma espontáneamente y sin darse cuenta; es
que Odette ignoraba lo grande que era la distancia que el vicio creaba entre
su vida real y la vida de relativa inocencia que Swann creyó, y a veces se-
guía creyendo; que hacía su querida: un ser vicioso, como aparenta siempre
la misma virtud delante de las personas que no quiere que se enteren de sus
vicios, carece de conciencia para darse cuenta exacta de cómo esos vicios,
que van creciendo de modo continuo e insensible para él, lo arrastran fuera
del modo usual de vivir. Como todos los recuerdos cohabitaban en lo hondo
del alma de Odette, aquellos recuerdos de las acciones que ocultaba a
Swann daban sus reflejos a otros, los contagiaban, sin que ella les encontra-
ra nada raro, sin que desentonaran en medio de aquel ambiente particular
que dentro de su alma los rodeaba; pero, al contárselos a su querido, Swann
se asustaba por el ambiente terrible que dejaban transparentar. Un día quiso
preguntarle, sin herir su susceptibilidad, si había estado alguna vez en casa
de una alcahueta. Estaba convencido Swann de que no; el anónimo introdu-
jo en su mente aquella suposición, pero de un modo puramente mecánico,
sin encontrar ningún crédito; pero, sin embargo, allí estaba, y Swann, para
librarse de la presencia puramente material, pero molesta siempre, de la sos-
pecha, deseaba que se la extirpara Odette:
—No; y sabes, no será porque no me persigan —añadió, revelando con
su sonrisa una satisfacción vanidosa, sin ocurrírsele que tal sentimiento po-
dría parecer a Swann poco legítimo—. Una hay que se estuvo aquí esperán-
dome dos horas, y me ofrecía el dinero que yo pidiera. Según parece, la
mandaba un embajador que le había dicho: «Si no viene, me suicido». Le
dijeron que yo no estaba en casa, pero no tuve más remedio que salir a ha-
blar con ella yo misma para que se marchara. Me habría alegrado que hu-
bieras visto cómo la recibí. Mi doncella, que estaba en el cuarto de al lado,
cuenta que yo decía a grito pelado: «¿No le he dicho a usted que no quiero?
Me parece que estoy en edad de hacer lo que me dé la gana. Si necesitara
dinero, lo comprendo…». El portero ya tiene orden de no dejarla entrar y
decirle que estoy en el campo. ¡Cuánto me habría alegrado de que hubieras
estado oyéndolo desde cualquier rincón! Me parece que te habrías quedado
satisfecho. ¡Ya ves si tiene algo bueno tu Odette, aunque haya alguien que
la encuentre detestable!
Por lo demás, aquellas confesiones que Odette hacía de las cosas que se
figuraba descubiertas por su querido, más que dar remate a las dudas viejas,
servían de punto de partida a nuevas sospechas. Porque las confesiones
nunca guardan proporción con las dudas. Aunque Odette quitara lo más
esencial, siempre quedaba en lo accesorio algún detalle que Swann no había
imaginado, que venía a abrumarlo con su novedad y con el cual podría cam-
biar los términos del problema de sus celos. Y ya nunca olvidaba aquellas
confesiones. Como cadáveres flotaban por su ánimo, las rechazaba, las me-
cía. Y se le iba envenenando el alma.
Una vez Odette le habló de una visita que le había hecho Forcheville el
día de la fiesta París-Murcia. «¿Pero lo conocías ya? ¡Ah sí, es verdad! —
dijo, corrigiéndose para que no pareciera que lo ignoraba—». Y de pronto
se echó a temblar, porque se le ocurrió que aquel día de la fiesta, precisa-
mente cuando ella le escribió la carta que Swann guardaba como una alhaja,
quizá había estado almorzando con Forcheville en la Maison Dorée. Ella
juró que no. «Pues, sin embargo, hay algo de la Maison Dorée que tú me
contaste y que luego he averiguado que no era verdad», le dijo para asustar-
la. «Sí, claro que no estuve allí la noche aquella que tú me buscaste en Pré-
vost, cuando te dije yo que salía de la Maison Dorée», le respondió ella
(creyendo que Swann lo sabía) con decisión, que más que cinismo revelaba
timidez, miedo de contrariar a Swann, aunque esto lo quería ocultar por
amor propio, y deseo de hacerle ver que era capaz de franqueza. De modo
que el golpe tuvo la precisión y el vigor que si fuera de mano de verdugo, y
lo asestó Odette sin ninguna crueldad, porque no tenía conciencia del daño
que hacía a Swann; hasta se echó a reír, para no tener cara de humillación y
azoramiento. «Sí, es verdad que no estuve en la Maison Dorée, salía de casa
de Forcheville. Había estado en Prévost, eso es lo cierto, y allí me lo encon-
tré y me invitó a que subiera a ver sus grabados. Pero entonces llegó una
visita. Te dije que salía de la Maison Dorée, por si lo otro no te gustaba. Ya
ves que lo hacía con buena intención. Quizá me equivoqué, pero al menos
te lo digo francamente. ¿De modo que qué interés podría tener en no decirte
que había almorzado con él el día de la fiesta París-Murcia si hubiera sido
verdad? Además, entonces aún no nos conocíamos mucho tú y yo, ¿verdad,
Carlos?» Y él sonrió con la cobardía propia de ese ser sin fuerza en que lo
convirtieron las palabras aplastantes de Odette. ¡Así que hasta en aquellos
meses que nunca se atrevía a recordar, porque eran los de la felicidad, hasta
en aquellos meses, cuando Odette lo quería, era falsa con él! Y como aquel
momento (la noche de las primeras catleyas), en que ella le contó que salía
de la Maison Dorée, debía de haber otros muchos encubriendo cada uno de
ellos una mentira que Swann no sospechaba. Se acordó de que un día le
dijo: «No tengo más que decir a la señora de Verdurin que no me tuvieron el
vestido a tiempo, o que mi cab vino muy tarde. Ya me las arreglaré yo».
También a él debió de ocultarle muchas veces, sin que Swann se diera cuen-
ta, tras las palabras con que explicaba un retraso o justificaba el cambio de
hora de una cita, algún compromiso con otro, un otro al que habría dicho:
«No tendré más que decir a Swann que no me trajeron el vestido a tiempo o
que mi cab vino muy tarde. Ya me las arreglaré yo». Y por debajo de los
más dulces recuerdos de Swann, de las palabras, más sencillas que Odette le
decía, y que se creía él como un Evangelio, de las ocupaciones de cada día
que ella le contaba, de los lugares que más frecuentaba, la casa de la modis-
ta, la avenida del Bosque, el Hipódromo, sentía insinuarse (disimulada en
ese sobrante de tiempo, que hasta en la más detallada jornada deja espacio y
lugar para esconder algunos hechos) la presencia invisible y subterránea de
mentiras que tenían la propiedad de manchar de ignominia las cosas más
caras que le quedaban, sus noches mejores, hasta la calle de La Pérousse,
por donde Odette habría pasado a horas distintas de las que decía Swann; y
sentía que circulaba por todas partes aquel soplo de horror que lo azotó al
oír lo de la Maison Dorée, y que iba, como las bestias inmundas de la De-
solación de Nínive, desmoronando piedra a piedra el edifico de su pasado.
Y si ahora sentía pena al oír el nombre de la Maison Dorée, no era como le
había ocurrido en casa de la marquesa de Saint-Euverte, porque le recorda-
ba una felicidad perdida hacía mucho tiempo, sino porque le traía a la me-
moria una desgracia recién sabida. Luego aquel nombre de la Maison Dorée
fue poco a poco haciendo menos daño a Swann. Porque lo que nosotros lla-
mamos nuestro amor y nuestros celos no son en realidad una pasión conti-
nua e indivisible; se componen de una infinidad de amores sucesivos y de
celos distintos, efímeros todos, pero que por ser muchos e ininterrumpidos,
dan una impresión de continuidad y una ilusión de cosa única. La vida del
amor de Swann y la fidelidad de sus celos estaban formados por la muerte
de innumerables deseos y por la infidelidad de innumerables sospechas, que
tenían todos por objeto a Odette. Si hubiera pasado mucho tiempo sin verla,
los deseos muertos no habrían tenido sustitutos. Pero la presencia de Odette
seguía sembrando en el corazón de Swann cuándo cariño, cuándo
sospechas.
Alunas noches estaba con Swann amabilísima, y le advertía duramente
que debía aprovecharse de aquella buena disposición, so pena de que no
volviera a repetirse en años; era menester volver en seguida a casa en busca
de «la catleya», y el deseo que Swann le inspiraba era tan repentino, inex-
plicable e imperioso, tan demostrativas e insólitas las caricias que le prodi-
gaba luego, que aquel brutal e inverosímil cariño daba a Swann tanta pena
como una mentira o una ruindad. Una noche que, cediendo a las órdenes de
Odette, volvieron juntos a su casa, cuando ella entretejía en sus besos pala-
bras de apasionado amor, tan en contraste con su sequedad de ordinario, a
Swann le pareció de pronto que oía ruido; se levantó, buscó por todas par-
tes, sin encontrar a nadie; pero ya no tuvo valor para volver junto a Odette,
que, entonces, en el colmo de la rabia, rompió un jarrón y le dijo: «Contigo
no se puede hacer nada». Y a él le quedó la duda de si su querida tenía a al-
guien oculto para hacerlo sufrir de celos o para excitar su sensualidad.
Algunas veces iba a las casas de citas con la esperanza de enterarse de
algo relativo a Odette, aunque no se atrevía a nombrarla: «Tengo una chi-
quita que le va a gustar», le decía el ama y Swann se pasaba una hora ha-
blando tristemente con una pobre muchacha, toda asombrada de que no hi-
ciera más que hablar. Hubo una muy joven y muy guapa que le dijo un día:
«Lo que yo quisiera es encontrar un amigo, porque podría estar seguro de
que no iría con nadie más». «¿Crees tú de verdad que una mujer agradece
que la quieran y no engañe nunca?», le preguntó Swann ansiosamente.
«¡Ah!, claro, eso va en caracteres». Swann no podía por menos de decir a
estas chicas las mismas cosas que agradaban a la princesa de los Laumes. A
esa que buscaba un amigo le dijo: «Muy bien; hoy has traído ojos azules,
del mismo color de tu cinturón». «También usted lleva puños azules.» «Bo-
nita conversación para un sitio como éste. Quizá te esté yo molestando y
tengas que hacer.» «No, nada. Si me aburriera usted, se lo habría dicho. Al
contrario, me gusta mucho oírlo hablar.» «Muchas gracias. ¿Verdad que es-
tamos hablando muy formalitos?», dijo al ama de casa, que acababa de en-
trar. «Esto estaba yo pensando precisamente. ¡Qué serios! Y es que ahora la
gente viene aquí a hablar. El príncipe decía el otro día que se está aquí me-
jor que en su casa. Y es que, según parece, la gente aristócrata tiene ahora
unos modos… Dicen que es un escándalo. Pero, me voy, no quiero moles-
tar.» Y dejó a Swann con la muchacha de ojos azules. Pero él, al poco rato
se levantó y se despidió; la chica le era indiferente porque no conocía a
Odette.
El pintor estuvo muy malo, y Cottard le recomendó un viaje por mar; al-
gunos fieles se animaron a marcharse con él, y los Verdurin, que no se po-
dían acostumbrar a estar solos, alquilaron un yate que luego acabaron por
comprar; así que Odette hacía frecuentemente viajes por mar. Desde hacía
un poco tiempo, cada, vez que Odette se marchaba, Swann sentía que su
querida le iba siendo más indiferente; pero, como si esa distancia moral es-
tuviera en proporción con la material, en cuanto sabía que Odette estaba de
vuelta ya no podía pasarse sin verla. Una vez se marcharon para un mes; así
lo creían Swann y Odette; pero ya porque en el viaje les fuera entrando en
ganas, ya porque Verdurin hubiera arreglado las cosas así de antemano, para
dar gusto a su mujer, sin decir nada a los fieles, más que poco a poco, ello
es que de Argel fueron a Túnez, y luego a Italia, a Grecia, Constantinopla y
Asia menor. El viaje duraba ya casi un año. Y Swann estaba muy tranquilo
y se sentía casi feliz. Aunque la señora de Verdurin intentó convencer al
pianista y al doctor Cottard de que ni la tía del uno ni los enfermos del otro
los necesitaban para nada, y que no era prudente dejar volver a París a la
señora del doctor, que, según aseguraba la Verdurin, no se hallaba en su es-
tado normal, no tuvo más remedio que darles libertad en Constantinopla.
Un día, poco después de la vuelta de aquellos tres viajeros, Swann vio pasar
un ómnibus que iba al Luxemburgo, donde él tenía precisamente que hacer;
lo tomó, y, al entrar, se encontró enfrente de la señora de Cottard, que esta-
ba haciendo sus visitas de «día de recibir», en traje de gran gala, pluma en
el sombrero, manguito, paraguas, tarjetero y guantes blancos recién limpios.
Cuando revestía esas insignias, si el tiempo no era lluvioso, iba a pie de una
a otra casa, dentro del mismo barrio, y para pasar de un barrio a otro utiliza-
ba el ómnibus con billete de correspondencia. En los primeros momentos,
antes de que la nativa bondad de la mujer atravesara la almidonada pechera
de la burguesa presuntuosa, habló a Swann, naturalmente con voz lenta, tor-
pe y suave, que muchas veces sumergía con su trueno el rodar del ómnibus,
de las mismas cosas que oía y repetía en las veinticinco casas cuyas escale-
ras trepaba al cabo de un día:
—Ni que decir tiene que un hombre tan al corriente como usted, habrá
visto en los Mirlitons el retrato de Machard, que está de moda en París.
¿Qué le parece? ¿Es usted de los que aprueba o de los que censuran? En
ninguna reunión se habla de otra cosa, y para ser chic, puro y enterado, hay
que opinar algo del tal retrato.
Swann respondió que no lo había visto, y entonces la señora de Cottard
temió que le hubiera molestado tener que confesarlo.
—¡Ah!, muy bien, usted por lo menos lo dice francamente, y no cree que
sea una deshonra el no haber visto el retrato de Machard. Creo que hace us-
ted muy bien. Yo sí que lo he visto, y los pareceres están muy divididos.
Hay quienes opinan que es muy lamidito, muy de manteca; pero a mí me
parece ideal. Claro que no se parece nada a esas mujeres azules y amarillas
que pinta nuestro amigo Biche. Pero yo, si le digo a usted la verdad, y a
riesgo de pasar por poco moderna, no los entiendo. Sí que reconozco las co-
sas buenas que hay en el retrato de mi marido, es menos extravagante de lo
que suelen ser sus obras; pero, de todos modos, ha ido a pintarle un bigote
azul. Y, en cambio, precisamente el marido de esta amiga que voy ahora a
visitar (y que me da el gusto de disfrutar un rato de su compañía de usted)
le ha prometido que cuando sea académico (es un compañero de mi marido)
hará que lo retrate Machard. ¡Para mí es un sueño! Otra amiga dice que le
gusta más Leloir. Yo no entiendo de pintura, y quizá en cuanto a ciencia
valga más Leloir. Pero, en mi opinión, el primer mérito de un retrato, sobre
todo cuando cuesta cien mil francos, es que sea parecido y de un parecido
agradable.
Después de aquellas frases inspiradas por su alta pluma, las iniciales de
oro de su tarjetero, el numerito puesto en sus guantes por el tintorero que
los limpió, y lo molesto que le era hablar a Swann de los Verdurin, la esposa
del doctor vio que aún faltaba mucho para la calle Bonaparte, donde había
mandado parar al conductor, e hizo caso a su corazón que le aconsejaba
otras palabras.
—Le han debido de sonar a usted mucho los oídos durante este viaje que
hemos hecho con los señores de Verdurin —le dijo—. No se hablaba más
que de usted.
A Swann le extrañó mucho, porque suponía que su nombre no se pronun-
ciaba nunca delante de los Verdurin.
—Claro, Odette estaba allí, y con eso ya se ha dicho todo.
—Odette no puede pasarse mucho tiempo sin hablar de usted, esté don-
dequiera. Y ya puede usted calcular que no es para hablar mal. ¿Qué, lo
duda usted? —dijo al ver que Swann hacía un gesto de escepticismo.
Y, arrastrada por lo sincero de su convicción, y sin poner ninguna mala
intención en aquellas palabras que tomaba sólo en el sentido que se emplea
para hablar del afecto que se tienen dos amigos, dijo:
—Le adora a usted. Claro que eso no se podría decir delante de ella,
¡buena la haríamos! Pero por cualquier cosa; por ejemplo, al ver un cuadro,
decía: «Si él estuviera aquí, ya les diría si es auténtico o no. Para eso nadie
como él». Y a cada momento preguntaba: «¿Qué estará haciendo ahora? ¡Si
trabajara un poco! Lástima que un hombre de tanto talento sea tan perezoso.
(Usted me dispensará que hable textualmente.) Lo estoy viendo en este mo-
mento: está pensando en nosotros, se pregunta por dónde andaremos». Y
tuvo una frase que a mí me gustó mucho; la señora de Verdurin le dijo:
«¿Cómo es posible que vea usted lo que está haciendo en este momento, si
estamos a ochocientas leguas de él?». Y Odette respondió: «Para la mirada
de una amiga no hay imposibles». No se lo juro a usted, no se lo digo para
halagarlo, tiene usted en Odette una amiga como hay pocas. Y además, es
usted el único, se lo digo por si no lo sabe. El otro día, cuando nos íbamos a
separar, me lo decía la señora de Verdurin (porque ya sabe usted que cuando
nos vamos a separar se habla con más confianza): «No es esto decir que
Odette no nos quiera; pero todo lo que le digamos nosotros no pesa nada
junto a cualquier cosa que le diga Swann.» ¡Ay!, ya para el conductor. Char-
lando con usted iba a pasarme de la calle Bonaparte… ¿Quiere usted hacer-
me el favor de decirme si mi pluma no está caída?
Y la señora del doctor sacó de su manguito, para ofrecérsela a Swann,
una mano de la que se escapaba un billete de correspondencia, una visión
de vida elegante que se difundió por todo el ómnibus, y un olor de tintore-
ría. Y Swann sintió hacia aquella dama una simpatía desbordante, y lo mis-
mo por la señora de Verdurin (y casi casi por Odette, porque el sentimiento
que ésta le inspiraba ahora, como ya no iba teñido de dolor, no era amor),
mientras que desde la plataforma la vio entrarse valerosamente por la calle
Bonaparte con la pluma del sombrero bien tiesa, recogiéndose la falda con
una mano, llevando en la otra el paraguas y el tarjetero de modo que se vie-
ran bien las iniciales, mientras dejaba balancearse el manguito.
Para competir con los sentimientos enfermizos que Odette inspiraba a
Swann, la esposa del doctor, con terapéutica superior a la de su marido, in-
jertó en Swann otros sentimientos normales, de gratitud y amistad, que en el
ánimo de Swann transformaban a Odette en un ser mucho más humano
(más parecido a las demás mujeres porque ese sentimiento lo inspiraban
otras mujeres también), y que aceleraba su transformación definitiva en
aquella Odette amada con tranquilo afecto, que una noche, después de la
fiesta del pintor, lo llevó a su casa a beber un vaso de naranjada con Forche-
ville, cuando Swann entrevió que podía vivir feliz a su lado.
Antaño pensaba con terror en que acaso llegara un día en que ya no estu-
viera enamorado de Odette, y se prometía estar avizor, para retener su amor
y aferrarse a él, en cuanto sintiera que iba a escapársele. Pero ahora, confor-
me su amor iba debilitándose, se debilitaba simultáneamente su deseo de
seguir enamorado. Porque cuando cambiamos y nos convertimos en un ser
distinto, no podemos seguir obedeciendo a los sentimientos de nuestro yo
anterior. A veces, sentía celos al leer en un periódico el nombre de uno de
los hombres que pudieron haber sido amantes de Odette. Pero eran unos ce-
los muy ligeros, y como le probaban que aún no había salido por completo
de aquellas tierras donde tanto sufrió —pero dónde hallara también volup-
tuosas maneras de sentir—, y que los zigzags del camino le dejarían todavía
entrever de lejos y furtivamente las bellezas pasadas, le excitaban agrada-
blemente, como le pasa al melancólico parisiense que sale de Venecia para
volver a Francia cuando el último mosquito le demuestra que no están muy
lejos aún el estío e Italia. Pero, por lo general, cuando se esforzaba en fijarse
en aquel tiempo tan particular de su vida, de donde salía ahora, si no para
seguir allí, por lo menos para verlo claramente antes de que ya fuera tarde,
su esfuerzo era estéril; habríale agradado mirar aquel amor, de donde acaba-
ba de salir, como se mira un paisaje que va desapareciendo; pero es muy di-
fícil desdoblarse así y darse el espectáculo de un sentimiento que ya no está
dentro del corazón; en seguida se le entenebrecía el cerebro, no veía nada,
renunciaba a mirar, se quitaba los lentes y limpiaba los cristales, y pensando
que más valía descansar un poco, que dentro de un rato tendría aún tiempo,
volvía a hundirse en su rincón, con esa falta de curiosidad y ese embota-
miento del viajero adormilado que se baja el ala del sombrero para poder
dormir en el vagón que lo va arrastrando cada vez más rápido, lejos de ese
país donde vivió tanto tiempo, de ese país que él se prometía no dejar huir
sin darle un último adiós. Y como ese viajero que se despierta ya en Fran-
cia, cuando Swann obtuvo casualmente la prueba de que Forcheville había
sido querido de Odette, notó que ya no sentía ningún dolor, que el amor es-
taba ya muy lejos, y lamentó mucho no haberse dado cuenta del momento
en que salió para siempre de sus dominios. Y lo mismo que antes de dar a
Odette el primer beso, quiso grabar en su memoria el rostro con que ella se
le apareció hasta entonces, y que con el recuerdo de este beso iba a transfor-
marse, ahora habría querido, por lo menos en pensamiento, despedirse,
mientras que aún estaba viva, de aquella Odette que le inspiró amor y celos,
de aquella Odette que lo hacía sufrir y que ya no volvería a ver nunca. Se
equivocaba. Aún la vio otra vez, unas semanas después. Fue durmiendo, en
el crepúsculo de un sueño. Paseaba él con la señora de Verdurin, con el doc-
tor Cottard, con un joven que llevaba un fez en la cabeza y al que no pudo
identificar. Con Odette, con Napoleón III y con mi abuelo; iban por un ca-
mino paralelo al mar y cortado a pico, unas veces a mucha altura y otras
sólo a algunos metros, de modo que no hacían más que subir y bajar cues-
tas; los paseantes que iban subiendo una cuesta no veían ya a los que esta-
ban bajando por la siguiente; amenguaba la poca luz del día, y parecía que
se iba a echar encima una negra noche. A trechos las olas saltaban la orilla,
y Swann sentía que le salpicaban las mejillas gotas de agua helada. Odette
le decía que se las secara, pero él no podía, y eso lo colocaba, respecto a
Odette, en una situación de azoramiento como si estuviera vestido con ca-
misa de dormir. Tenía la esperanza de que con la oscuridad nadie se fijaría;
pero la señora de Verdurin lo miró fijamente, con asombrados ojos, durante
un largo rato, mientras que se le iba deformando la figura, se le alargaba la
nariz y le brotaban enormes bigotes. Se volvió a mirar a Odette; tenía las
mejillas pálidas, con unas manchitas rojas; estaba muy ojerosa y con las
facciones muy cansadas; pero lo miraba con mirar lleno de ternura, con ojos
que parecía que iban a desprenderse, igual que dos lágrimas, para caer sobre
él; y Swann la quiso tanto, que habría deseado llevársela en seguida. De
pronto Odette volvió la muñeca, miró un relojito y dijo: «Tengo que mar-
charme»; y se fue despidiendo de todos de la misma manera, sin llevar
aparte a Swann, ni decirle dónde se verían aquella noche o al día siguiente.
No se atrevió a preguntárselo, y aunque su deseo habría sido irse detrás,
tuvo que contestar, sin poder volver la cabeza, a una pregunta de la señora
de Verdurin; pero el corazón le daba vuelcos, y sentía odio a Odette y ganas
de saltarle los ojos, que tanto le gustaban un momento antes, y de aplastarle
las marchitas mejillas. Siguió subiendo en compañía de la señora de Verdu-
rin, separándose, a cada paso que daba, de Odette, la cual iba bajando en
dirección contraria. Al cabo de un segundo hacía ya muchas horas que ella
se había marchado. El pintor le llamó la atención sobre el hecho de que Na-
poleón III se hubiera eclipsado apenas desapareció Odette. «Debían estar de
acuerdo —añadió—; se reunirían ahí al bajar la cuesta; no han querido des-
pedirse por el qué dirán. Odette es su querida.» El joven desconocido se
echó a llorar. Swann se puso a consolarlo: «Después de todo, tiene razón —
le dijo secándole las lágrimas y quitándole el fez para que estuviera más có-
modo—. Yo se lo he aconsejado más de diez veces. No hay motivo para
apenarse tanto. Ese es el hombre que la comprenderá». Y de ese modo se
hablaba Swann a sí mismo, porque aquel joven, que al principio no recono-
cía, era él; como hacen algunos novelistas, había repartido su personalidad
en dos personajes: el que soñaba y el que veía delante de él con un fez en la
cabeza.
En cuanto a Napoleón III, era Forcheville: le dio ese nombre por una
vaga asociación de ideas, por cierta modificación de la fisonomía habitual
del conde y por el cordón de la Legión de Honor que llevaba en bandolera;
pero, en realidad, por todo lo que el tal personaje representaba y recordaba
en el sueño, se trataba, indudablemente, de Forcheville. Porque Swann,
cuando estaba dormido, sacaba de imágenes incompletas y mudables de-
ducciones falsas, y, momentáneamente, tenía tal potencia creadora que se
reproducía por simple división, como algunos organismo inferiores; con el
calor que sentía en la palma de la mano modelaba el hueco de otra mano
que se figuraba estar estrechando, y de sentimientos e impresiones incons-
cientes iba sacando peripecias que, lógicamente encadenadas, acabarían por
traer a un punto determinado del sueño de Swann el personaje necesario
para recibir su amor o para despertarlo. De pronto, se hizo una noche negrí-
sima, se oyó tocar a rebato, pasó gente corriendo, huyendo de las casas que
estaban en llamas; Swann oyó el ruido de las olas que saltaban, y su cora-
zón, que le latía en el pecho con la misma violencia. De pronto, las palpita-
ciones se aceleraron, sintió un dolor y una náusea inexplicables, y un cam-
pesino, lleno de quemaduras, le dijo al pasar: «Vaya usted a preguntar a
Charlas dónde acabó la noche Odette con su camarada; Charlus ha estado
con ella hace tiempo, y Odette se lo dice todo. Ellos son los que han prendi-
do fuego». Era su ayuda de cámara, que acababa de despertarlo, diciendo:
—Señor, son las ocho; ha venido el peluquero, y le he dicho que vuelva
dentro de una hora.
Pero esas palabras, al penetrar en las ondas del sueño de Swann, llegaron
a su conciencia, después de esa desviación en virtud de la cual un rayo de
sol en el fondo del agua parece un sol, lo mismo que un momento antes el
ruido de la campanilla de la puerta, que en el fondo de los abismos del sue-
ño tomó sonoridades de rebato, engendró el episodio del fuego. Entre tanto,
la decoración que tenía delante fue deshaciéndose en polvo; abrió los ojos y
oyó, por última vez, el ruido de una ola que iba alejándose. Se tocó la cara.
Estaba seca. Sin embargo, se acordaba de la sensación del agua fría y del
sabor de sal. Se levantó y se vistió. Había mandado ir temprano al barbero
porque el día anterior escribió Swann a mi abuelo que por la tarde iría a
Combray. Se había enterado de que la señora de Cambremer, la antigua se-
ñorita Legrandin, iba a pasar allí unes días, y asociando en su recuerdo la
gracia de aquel rostro joven y de la campiña que hacía tanto tiempo que no
había visto, se decidió a salir de París arrastrado por el atractivo de la dama
y del campo. Como las distintas circunstancias casuales que nos ponen de-
lante de una persona no coinciden con el tiempo de nuestro amor, sino que
unas veces ocurren antes de que nazca, y otras se repiten después que ha
terminado, esas primeras apariciones que hace en nuestra vida un ser, desti-
nado a gustarnos más adelante, toman, retrospectivamente, a nuestros ojos
un valor de presagio y aviso. De esa manera había Swann pensado muchas
veces en la imagen de Odette cuando la vio por vez primera en el teatro, sin
ocurrírsele que la iba a volver a ver, y lo mismo se acordaba ahora de la
reunión de la marquesa de Saint-Euverte, donde presentó al general de Fro-
berville a la señora de Cambremer. Son tan múltiples los intereses de nues-
tra vida, que no es raro que en una misma circunstancia una felicidad que
no existe aún coloque sus jalones junto a la agravación de un mal efectivo
que padecemos. Y eso quizá, le habría ocurrido a Swann en cualquier parte
que no hubiera sido la reunión de la marquesa de Saint-Euverte. ¡Quién
sabe si en el caso de no haber asistido a ella, de haber estado en otra parte,
no le hubieran acaecido otras dichas u otras penas, que después se le ha-
brían representado como inevitables! Pero lo que le parecía inevitable es lo
que había ocurrido, y casi veía un elemento providencial en el hecho de ha-
ber ido a la reunión de la marquesa, porque su espíritu, deseoso de admirar
la riqueza de invención de la vida, e incapaz de sostener por mucho tiempo
una pregunta difícil; como la de saber qué es lo que habría sido mejor, con-
sideraba los sufrimientos de aquella noche y los placeres aún insospechados
que en su fondo germinaban —y que no se sabía cuáles pesaban más—,
como ligados por una especie de necesario encadenamiento.
Luego, una hora después de despertarse, mientras daba instrucciones al
peluquero, para que su peinado no se deshiciera con el traqueteo del tren, se
volvió a acordar de su sueño vio, tan cerca como los sentía antes, el cutis
pálido de Odette, las mejillas secas, las facciones descompuestas, los ojos
cansados, todo aquello que, en el curso de sucesivas ternuras, que convirtie-
ron su duradero amor a Odette en un largo olvido de la imagen primera que
de ella tuvo, había ido dejando de notar desde los primeros días de sus rela-
ciones, y cuya sensación exacta fue a buscar, sin duda, su memoria mientras
estaba durmiendo. Y con esa cazurrería intermitente que le volvía en cuanto
ya no se sentía desgraciado, y que rebajaba el nivel de su moralidad, se dijo
para sí: «¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi
vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi exis-
tencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».
TERCERA PARTE:
De todas las habitaciones cuya imagen solía yo evocar en mis noches de
insomnio, ninguna distaba más en parecido de las habitaciones de Combray,
espolvoreadas con una atmósfera granulosa, polinizada, comestible y devo-
ta, que aquella del Gran Hotel de la Playa, de Balbec, que contenía entre sus
paredes pintadas al esmalte, brillante como el interior de una piscina donde
azuleara el agua, un aire puro, azulado y salino. El mueblista bávaro, encar-
gado de amueblar el hotel, había variado la decoración de las habitaciones,
y por tres de los lados de aquel cuarto puso, a lo largo de la pared, estante-
rías bajas, rematadas con vitrinas de cristales, en los cuales, según el sitio
que ocuparan y por un efecto imprevisto, se reflejaba este o aquel cuadro
fugitivo del mar, desarrollando así un friso de claras marinas, interrumpido
únicamente por los listones de la armadura de madera. Así que el cuarto pa-
recía uno de esos dormitorios que se presentan en las exposiciones modern
stile de mobiliario, adornados con obras de arte que se supone alegrarán la
vista de la persona que allí duerma, y que tienen por asunto temas en conso-
nancia con el sitio en donde esté la habitación.
Pero también tenía muy poco parecido con el Balbec de verdad, aquel
que yo me imaginaba los días de tempestad, cuando hacía un aire tan fuerte
que Francisca, al llevarme a jugar a los Campos Elíseos, me decía que no
me acercara mucho a las paredes para que no me cayera una teja en la cabe-
za, mientras que gimoteaba, hablando de los siniestros y naufragios que
contaban los periódicos. Mi más ardiente deseo era ver una tempestad en el
mar, y más que como un espectáculo hermoso, como un momento de reve-
lación de la vida real de la naturaleza; mejor dicho, es que para mí no eran
espectáculos hermosos más que los que yo sabía que no estaban preparados
artificialmente para placer mío, sino que eran necesarios e inmutables: la
belleza de los paisajes o de las obras de arte. Las cosas que me inspiraban
curiosidad y avidez eran las que consideraba yo como más verdaderas que
mi propio ser, las que tenían valor por mostrarme algo del pensamiento de
un gran genio, de la fuerza o la gracia de la naturaleza tal como se manifies-
ta entregada a sí misma, sin intervención humana. Lo mismo que no nos
consolaríamos de la muerte de nuestra madre, oyendo su voz reproducida
aisladamente en un gramófono, igual una tempestad reproducida mecánica-
mente me habría dejado tan frío como las fuentes luminosas de la exposi-
ción. Quería yo también, para que la tempestad fuera de verdad en todos sus
puntos, que la costa fuera natural y no un dique creado recientemente por
los buenos oficios del Ayuntamiento. Y es que la naturaleza, por los senti-
mientos que en mí despertaba, me parecía la cosa más opuesta a las produc-
ciones mecánicas de los hombres. Cuanto menos marcada estuviera por la
mano del hombre, mayor espacio ofrecía a la expansión de mi corazón. Y
yo había conservado en la memoria el nombre de Balbec, que nos citó Le-
grandin como el de una playa cercana a «esas costas famosas por tantos
naufragios y que durante seis meses del año están envueltas en la mortaja de RECUERDO
las nieblas y la espuma de las olas. DE DICHOS DE
OTRAS
«Al andar por allí se siente —decía Legrandin— aun más que el mismo PERSONAS
Finisterre (aunque ahora haya hoteles superpuestos a aquel suelo sin que
modifiquen lo más mínimo la antigua osamenta de la tierra), el verdadero
final de la tierra francesa, europea, de la Tierra de los antiguos. Es el último
campamento de pescadores, pescadores de esos como los que vivieron des-
de que el mundo existe, cara a cara del reino eterno de las nieblas marinas y
de las sombras.» Un día que hablé yo de Balbec delante de Swann, para
averiguar si, en efecto, desde aquel sitio era desde donde mejor se veían las
grandes tempestades, me dijo: «Ya lo creo que conozco a Balbec. Tiene una
iglesia del XII y el XIII, medio románica, que es el ejemplo más curioso de
gótico normando, tan rara, que parece una cosa persa». Y me dio una gran
alegría ver que aquellos lugares, que hasta entonces me parecían tan sólo
naturaleza inmemorial, contemporánea de los grandes fenómenos geológi-
cos, y tan aparte de la historia humana como el Océano o la Osa Mayor, con
sus pescadores salvajes, para los cuales, como para las ballenas, no había
habido Edad Media, entraban de pronto en la serie de los siglos, y conocían
la época románica, y enterarme de que el gótico trébol fue también a exor-
nar aquellas rocas salvajes a la hora debida, como esas frágiles y vigorosas
plantas que en la primavera salpican la nieve de las regiones polares. Y si el
gótico prestaba a aquellos hombres y lugares una determinación que antes
no tenían, también seres y tierras conferían, en cambio, al gótico una con-
creción de que carecía antes. Hacía por representarme cómo fue la vida de
aquellos pescadores, los tímidos e insospechados ensayos de relaciones so-
ciales que intentaron durante la Edad Media, allí apretados en un lugar de la
costa infernal, al pie de los acantilados de la muerte; y parecíame el gótico
cosa más viva, porque, separado de las ciudades, donde siempre lo imagina-
ba hasta entonces, érame dado ver cómo podía brotar y florecer, como caso
particular, entre rocas salvajes, en la finura de una torre. Me llevaron a ver
reproducciones de las esculturas más famosas de Balbec, los apóstoles en-
crespados y chatos, la Virgen del pórtico, y me quedé sin aliento de alegría
al pensar que iba a poder verlos modelarse en relieve sobre el fondo de la
bruma eterna y salada. Entonces, en las noches tempestuosas y tibias de fe-
brero, el viento, que soplaba en mi corazón y estremecía con idénticas sacu-
didas la chimenea de mi cuarto y el proyecto de un viaje a Balbec, juntaba
en mi pecho el anhelo de la arquitectura gótica y el de una tempestad en el
mar.
Al día siguiente me habría gustado coger aquel hermoso y generoso tren
de la una y veintidós, y cuando veía anunciada su hora de salida en los car-
teles de viajes circulares de la Compañía de Ferrocarriles, me palpitaba el
corazón con más fuerza; esa hora parecíame que abría en la tarde una deli-
ciosa brecha, una señal misteriosa, iniciadora de que, de allí en adelante, las
horas tomaban un nuevo rumbo, y seguían llevándonos, sí, a la noche y a la
mañana del día siguiente, pero noche y mañana que no ocurrían en París,
sino en uno de aquellos pueblos por donde pasaba el tren, el que nosotros
quisiéramos escoger, porque paraba en Bayeux, Coutances, Vitré, Questam-
bert, Pontorson, Balbec, Lannion, Lamballe, Benodet, Pont Aven y Quim-
perlé, e iba avanzando con esa magnífica carga de nombres que me ofrecía,
y de los cuales no sabía yo elegir porque me era imposible sacrificar nin-
guno. Sin esperar siquiera aquel tren, dándome prisa a vestirme, habría po-
dido coger el de la noche, si mis padres me hubieran dejado, para llegar a
Balbec a la hora de iniciarse el alba sobre aquel furioso mar, contra cuyas
espumeantes salpicaduras habría buscado refugio en la iglesia de estilo per-
sa. Pero, al acercarse las vacaciones de primavera, mis padres me prometie-
ron llevarme a pasarlas en Italia, y en lugar de aquellas ilusiones de tempes-
tad que me henchían el ánimo, sin más deseos que ver las olas precipitarse
por todas partes, encaramado cada vez más arriba, en la parte más salvaje
de la costa, junto a iglesias escarpadas y rugosas, como acantilados con to-
rres, donde chillarían aves de mar, me invadió, borrando las otras, despoján-
dolas de todo su atractivo, excluyéndolas, porque eran opuestas y sólo ser-
virían para quitar fuerza a esta nueva ilusión contraria, la de una primavera
delicadísima, no como la de Combray, que aún picaba ásperamente con las
agujillas de la escarcha, sino esa que estaba cubriendo de lirios y de anémo-
nas los campos de Fiesole, y deslumbraba a Florencia con fondos de oro
como los del Angélico. Desde entonces, sólo aprecié rayos de luz, perfumes
y colores, porque la alternativa de las imágenes produjo en mí un cambio de
frente del deseo y un cambio total de tono, casi tan brusco como los que
suele haber en música, en mi sensibilidad. Y luego ya me ocurría que basta-
ba con una simple variación atmosférica para provocar en mí esa modali-
dad, sin necesidad de que tornara de nuevo determinada estación del año.
Porque muchas veces, en tal tiempo del año, se encuentra un día extraviado,
que pertenece a otra estación distinta, y que tiene la propiedad de hacernos
vivir en esa época, evocando sus placeres, haciéndonoslos desear, y que vie-
ne a interrumpir las ilusiones que nos estábamos forjando, colocando fuera
de su sitio, más acá o más allá, esa hoja arrancada de otro capítulo, en el ca-
lendario interpolado de la Felicidad. Pero muy pronto, lo mismo que esos
fenómenos naturales de los que nuestra comodidad o nuestra salud saca be-
neficios accidentales y pareos hasta el día que la ciencia se apodera de ellos,
los produce a voluntad y pone en nuestras manos la posibilidad de su apari-
ción, substrayéndola de la tutela y capricho del azar, así la producción de
esos sueños del Atlántico y de Italia escapó al exclusivo dominio de los
cambios de estaciones y de tiempo. Y para hacerlos revivir, bastábame con
pronunciar esos nombres: Balbec, Venecia, Florencia, en cuyo interior aca-
bé por acumular todos los deseos que me inspiraron los lugares que desig-
naban. Aunque fuera en primavera, el encontrarme en un libro con el nom-
bre de Balbec bastaba para darme apetencia del gótico normando y de las
tempestades; y aunque hiciera un día de tormenta, el nombre de Florencia o
de Venecia me entraba en deseos de sol, de lirios, del Palacio de los Dux y
de Santa María de las Flores.
Pero si esos nombres absorbieron para siempre la imagen que yo tenía de
esas ciudades, fue a costa de transformarlas, de someter su reaparición en
mí a sus leyes propias; de modo que esa imagen ganó en belleza, pero tam-
bién se alejó mucho de lo que en realidad eran esas ciudades de Normandía
o de la Toscana, y así, aumentando los arbitrarios goces de mi imaginación,
agravaron la decepción futura de mis viajes. Exaltaron la idea que yo me
formaba de ciertos lugares de la tierra, dándoles mayor precisión y, por lo
tanto, mayor realidad. No me representaba yo entonces ciudades, paisajes y
monumentos, como cuadros, más o menos agradables, recortados aquí o
allá y todos de la misma materia, sino que cada cual se me aparecía como
un desconocido esencialmente diferente de los demás, anhelado por mi
alma, que sacaría gran provecho de conocerlo bien. ¡Y qué individualidad
aun más marcada torearon al ser designados con nombres, con nombres que
eran para ellos solos, con nombres como los de las personas! Lo que las pa-
labras nos dan de una cosa es una imagen clara y usual como esas que hay
colgadas en las escuelas para que sirvan de ejemplo a los niños de lo qué es
un banco, un pájaro, un hormiguero, y que se conciben como semejantes a
todas las cosas de su clase. Pero lo que nos presentan los nombres de las
personas —y de las ciudades que nos habituamos a considerar individuales
y únicas como personas— es una imagen confusa que extrae de ellas, de su
sonoridad brillante o sombría, el color que uniformemente las distingue,
como uno de esos carteles enteramente azules o rojos en los que, ya sea por
capricho del decorador, o por limitaciones del procedimiento, son azules y
rojos, no sólo el mar y el cielo, sino las barcas, la iglesia y las personas. El
nombre de Parma, una de las ciudades donde más deseos tenía de ir, desde
que había leído La Cartuja, se me aparecía compacto liso, malva, suave, y si
me hablaban de alguna casa de Parma, donde yo podría ir, ya me daba gusto
verme vivir en una casa compacta, lisa, malva y suave, que no tenía rela-
ción alguna con las demás casas de Italia, porque yo me la imaginaba única-
mente gracias a la ayuda de esa sílaba pesada del nombre de Parma, por
donde no circula ningún aire, y que yo empapé de dulzura stendhana y de
reflejos de violetas. Si pensaba en Florencia, veíala como una ciudad de mi-
lagrosa fragancia y semejante a una corola, porque se llamaba la ciudad de
las azucenas y su catedral la bautizaron con el nombre de Santa María de
las Flores. Por lo que hace a Balbec, era uno de esos nombres en los que se
veía pintarse aún, como un viejo cacharro normando que conserva el color
de la tierra con que lo hicieron, la representación de una costumbre abolida,
de un derecho feudal, de un antiguo inventario, de un modo anticuado de
pronunciar que formó sus heteróclitas sílabas, y que yo estaba seguro de ad-
vertir hasta en el fondista que me serviría el café con leche a mi llegada, y
me llevaría a ver el desatado mar delante de la iglesia, fondista que me re-
presentaba yo con el aspecto porfiado, solemne y medieval de un personaje
de fabliau.
Si mi salud hubiera ido afirmándose y lograra permiso de mis padres, ya
que no para ir a vivir a Balbec, por lo menos para tomar una vez el tren de
la una y veintidós, que tantas veces tomé en la imaginación, y trabar conoci-
miento con la arquitectura y los paisajes de Normandía o de Bretaña, me
habría gustado pararme en los pueblos más hermosos; pero era inútil que
los comparara, e imposible escoger entre ellos, como entre seres individua-
les, que no se pueden trocar uno por otro. ¿Cómo decidirse por uno de esos
nombres? Bayeux, tan alto, con su noble encaje rojizo y la cima iluminada
por el oro viejo de su última sílaba; Vitré, cuyo acento agudo dibujaba rom-
bos de negra madera en la vidriera antigua; el suave Lamballe, que en su
blancura tiene matices que van del amarillo de huevo al gris perla; Coutan-
ces, catedral normanda, coronada con una torre de manteca por su diptongo
final, grasiento y amarillo; Lannion, silencio pueblerino, roto por el ruido de
la galera escoltada de moscas; Questambert, Pontorson, sencillotes y risi-
bles, plumas blancas, picos amarillos, diseminados en el camino de aquellas
tierras fluviátiles y poéticas; Benodet, nombre aguantado por una leve ama-
rra, que parece que se lo va a llevar el río entre sus algas; Pont Aven, revue-
lo blanco y rosa del ala de un leve sombrero que se refleja temblando en las
aguas verdinosas del canal; Quimperlé, muy bien amarrado, que está desde
la Edad Media entre arroyuelos, todo murmurante, de color perla como esa
grisalla que dibujan a través de las telas de araña de las vidrieras los rayos
del sol convertidos en enmohecidas puntas de plata parda.
Había otra razón para que aquellas imágenes fueran falsas, y es que, for-
zosamente, estaban muy simplificadas; indudablemente, había yo encerrado
en el refugio de unos nombres esas aspiraciones de mi imaginación, que mis
sentidos percibían sólo a medias y sin ningún placer en el presente, y como
en ellos fui acumulando ilusiones, eran imán para mis deseos; pero como
los nombres no son muy grandes, todo lo más que yo podía guardar en ellos
eran las dos o tres «curiosidades» principales del pueblo, que se yuxtapo-
nían sin intermedio; y en el nombre de Balbec, veía yo, como en esos crista-
litos de aumento que hay en la punta de los portaplumas que se venden
como recuerdo de una playa, alborotadas olas, alrededor de una iglesia per-
sa. Acaso la simplificación de estas imágenes fue motivo del imperio que
sobre mí tomaron. Cuando mi padre decidió un año que fuéramos a pasar
las vacaciones de Pascua de Resurrección a Florencia y a Venecia, como no
me quedaba sitio para meter en el nombre de Florencia los elementos que,
por lo general, componen una ciudad, no tuve otro remedio que inventar
una villa sobrenatural nacida de la fecundación de lo que yo creía ser esen-
cialmente el genio de Giotto, por algunos perfumes primaverales. A lo
sumo —y como en un nombre no cabe más tiempo que espacio—, el nom-
bre de Florencia, lo mismo que algunos cuadros de Giotto que muestran a
un mismo personaje en dos momentos distintos de la acción, aquí acostado
en su cama, allí preparándose a montar a caballo, se me aparecía dividido
en dos compartimientos. En uno, bajo un arquitectónico dosel, contemplá-
base un fresco; y una cortina de sol matinal, polvoriento, oblicuo y progre-
sivo, parcialmente superpuesta a la pintura; en el otro (porque como para mí
los nombres no eran un ideal inaccesible, sino un ambiente real donde yo
iba a hundirme, la vida intacta y pura que en ellos me figuraba daba a los
placeres más materiales y a las más sencillas escenas la seducción que tie-
nen en los cuadros primitivos), iba yo atravesando rápidamente —en busca,
del almuerzo que me esperaba, con frutas y vino de Chianti— el Ponte-Vec-
chio, todo lleno de junquillos, de narcisos y de anémonas. Y, aun estando en
París, eso es lo que yo veía, y no las cosas que tenía a mi alrededor. Hasta si
se mira desde un simple punto de vista realista, ocupan más espacio en
nuestra vida las tierras que a cada momento deseamos, que aquella en que
realmente vivimos. Evidentemente, si yo me hubiera fijado más en lo que
había en mi pensamiento cuando yo pronunciaba las palabras «ir a Floren-
cia, a Parma, a Pisa, a Venecia», me habría dado cuenta de que lo que yo
veía no era una ciudad, sino algo tan diferente de todo lo que yo conocía,
tan delicioso como podría ser para una humanidad, cuya, vida se desarrolla-
ra siempre en anocheceres de invierno, la desconocida maravilla de una ma-
ñana de primavera. Esas imágenes irreales, fijas, las mismas siempre, que
llenaban mis días y mis noches, diferenciaron aquel período de mi vida de
los que lo precedieron (y que habría podido ser confundido con ellos por un
observador que no viera las cosas más que desde fuera, esto es, que no viera
nada), lo mismo que en una ópera introduce una novedad un motivo meló-
dico, que no se podría sospechar si nos limitáramos a leer el libreto, y me-
nos aún si nos estuviéramos fuera del teatro contando los cuartos de hora
que transcurren. Y ni siquiera desde el punto de vista de la simple cantidad
son iguales los días de nuestra vida. Las naturalezas un poco nerviosas,
como era la mía, tienen a su disposición, para recorrer los días, «velocida-
des» diferentes como los automóviles. Hay días montuosos, difíciles, y tar-
damos mucho en trepar por ellos; y hay otros cuesta abajo, por donde pode-
mos bajar a toda marcha, cantando. Durante aquellos meses —en que yo
volvía, como sobre una melodía, sin hartarme sobre aquellas imágenes de
Florencia, de Venecia y de Pisa, que despertaban en mí un deseo tan honda-
mente individual, como si hubiera sido un amor, amor a una persona— yo
no dejé de creer, por un momento, que dichas imágenes correspondieran a
una realidad independiente de mí, y me hicieron sentir esperanzas tan her-
mosas como la que pudo tener un cristiano de los tiempos primitivos en vís-
peras de entrar en el paraíso. Así, sin preocuparme de la contradicción que
había en el hecho de querer mirar y tocar can los órganos de los sentidos, lo
que fue obra de las ilusiones, lo que los sentidos no percibieron —y por eso
era más tentador para ellos, más diferente de lo que conocían—, todo lo que
me recordaba la realidad de esas imágenes inflamaba mi deseo, porque era
como una promesa de que sería satisfecho. Y aunque mi exaltación tenía
como motivo básico el deseo de gozar placeres artísticos, mejor aún que
con los libros de estética, se alimentaba con las guías, y todavía más con los
itinerarios de ferrocarriles. Me emocionaba pensar que aquella Florencia,
que yo veía tan cerca, pero tan inaccesible en mi imaginación, distaba de
mí, dentro de mí mismo, un espacio que no se podía recorrer, pero que, en
cambio, podría llegar a ella dando una vuelta, por un rodeo, es decir, toman-
do la «vía de tierra». Claro que cuando yo me repetía, dando así gran valor
a lo que iba a ver, que Venecia era «la escuela de Giorgione, la casa del Ti-
ciano, el museo más completo de arquitectura doméstica en la Edad
Media», me sentía feliz. Pero lo era aún más cuando, al salir a un recado,
yendo de prisa, porque el tiempo, tras unos días de primavera, era otra vez
invernal (como el que nos encontrábamos muchas veces en Combray para
Semana Santa), veía los castaños de los bulevares que, aunque hundidos en
un aire glacial y líquido como agua, invitados puntuales, vestidos ya, y que
no se desaniman por el tiempo, empezaban a redondear y cincelar en sus
congelados bloques el irresistible verdor que el frío lograría contrariar con
su poder abortivo, pero sin llegar nunca a detener su progresivo empuje, y
pensaba que el Ponte Vecchio estaría ya rebosante de jacintos y anémonas,
y que el sol primaveral teñiría las ondas del Gran Canal con azul tan som-
brío y esmeraldas tan nobles, que, al ir a estrellarse a los pies de los cuadros
del Ticiano, rivalizarían con ellos en riqueza de colorido. Y no pude conte-
ner mi alegría al ver que mi padre, aunque consultaba el barómetro y se
quejaba del frío, empezó a pensar cuál sería el mejor tren; cuando compren-
dí que, penetrando, después de almorzar, en el laboratorio negruzco de car-
bón, en la cámara mágica encargada de operar la transmutación a su alrede-
dor, podría despertarme al otro día en la ciudad de oro y mármol, «adornada
con jaspes, empedrada de esmeraldas». De modo que ella, Venecia, y la ciu-
dad de las azucenas, no eran únicamente ficticios cuadros que se colocaran
a nuestro antojo delante de la imaginación, sino que existían a una determi-
nada distancia de París, que no había otro remedio que salvar si se las que-
ría ver, en un determinado lugar de la tierra, y no en ningún otro; en una pa-
labra, que eran perfectamente reales. Y todavía lo fueron más para mí cuan-
do papá, diciéndome: «Así que podéis estar en Venecia del 20 al 29 de abril
y llegar a Florencia el día de Resurrección», las sacó a las dos, no ya sólo
del Espacio abstracto, sino de ese Tiempo imaginario, donde situamos algo
más que un viaje único, muchos viajes simultáneos, y sin gran emoción,
porque sabemos que son posibles —de ese Tiempo que se rehace tan bien
que podemos pasarlo en una ciudad cuando ya lo hemos pasado en otra—, y
consagró a ambas ciudades días particulares que son el certificado de auten-
ticidad de los objetos en que se emplean, porque esos días únicos se consu-
men con el uso, no retornan y no se los puede vivir aquí, cuando ya se los
vivió allá; y sentí dos Ciudades Reinas, cuyas torres y domos me sería dable
inscribir, gracias a una prodigiosa geometría en el plano de mi propia vida,
salían del tiempo ideal, donde no existían, dirigiéndose para ser absorbidas
por él a un tiempo determinado, a la semana que empezaba con el lunes en
que quedó la planchadora en traerme el chaleco blanco, que me había man-
chado de tinta. Pero ése no era más que el primer paso hacia el último grado
de la alegría; que, por fin, llegó cuando oí decir a mi padre: «Puede que
haga frío aún en el Gran Canal; por si acaso, debes meter en el baúl tu abri-
go de invierno y tu americana gruesa»; porque entonces tuve la súbita reve-
lación de que en la semana próxima, la víspera de Resurrección, por las ca-
lles de Venecia, donde chapoteaba el agua, enrojecida con el reflejo de los
frescos de Giorgione, ya no andarían, como me imaginé por tanto tiempo, y
a pesar de repetidas advertencias, hombres «majestuosos y terribles como el
mar, cubiertas las armaduras de broncíneos reflejos con sangrientos
mantos», sino que acaso fuera yo ese personaje minúsculo que, en una gran
fotografía de San Marcos, que me prestaron, puso el ilustrador delante del
pórtico, con su sombrero hongo. Esas palabras de mi padre me exaltaron a
una especie de arrobamiento, sentí que iba a entrar entre aquellas «rocas de
amatista, como un arrecife del mar de las Indias», cosa que hasta entonces
me parecía imposible; y con esfuerzo supremo y muy superior a mis fuer-
zas, me despojé, como de un caparazón sin objeto, del aire que en mi cuarto
me rodeaba, substituyéndolo por partes iguales de aire veneciano, de esa
atmósfera marina indecible y particular como la de los sueños que yo ence-
rraba en el nombre de Venecia, y sintiendo que en mí se operaba una mila-
grosa desencarnación; a la cual vino a unirse en seguida ese vago deseo de
arrojar que se siente cuando hemos cogido un fuerte catarro de garganta; y
me tuve que meter en la cama, con una fiebre tan persistente, que el médico
dijo que no sólo había que renunciar al viaje a Florencia y a Venecia, sino
que era menester evitarme, cuando estuviera restablecido, todo motivo de
agitación, y abstenerse de cualquier proyecto de viaje, por lo menos durante
un año.
Y, por desgracia, prohibió igualmente, de modo terminante, que me deja-
ran ir al teatro a oír a la Berma; aquella artista sublime, que Bergote consi-
deraba genial, quizá me habría consolado de no haber ido a Florencia y a
Venecia, y de no ir a Balbec, dándome emociones, acaso tan bellas e impor-
tantes como las del viaje. Era menester limitarse a mandarme todos los días
a los Campos Elíseos, bajo la guarda de alguien que no me dejara cansarme:
para este oficio se designó a Francisca, que había entrado a servir en casa
después de muerta mi tía Leoncia. Ir a los Campos Elíseos me era muy car-
gante. Si, por lo menos, Bergotte los hubiera descrito en alguno de sus li-
bros, me habrían entrado deseos de conocerlos, como me pasaba con todas
las cosas cuyo «duplicado» empezaron por meterme en la imaginación. Dá-
bales ésta aliento y calor de la vida, les prestaba personalidad y yo deseaba
ya verla, en la realidad; pero en aquel jardín público mis sueños no tenían
adónde acogerse.
Un día, como estaba muy aburrido, en nuestro sitio de siempre, junto al
tiovivo, Francisca me llevó a una excursión al otro lado de la frontera —que
defendían separados por espacios iguales los bastiones de los vendedores de
barritas de azúcar—, a aquellas regiones vecinas, pero extranjeras, donde se
ven cara desconocidas y por donde pasa el coche de las cabritas; luego vol-
vió a recoger los bártulos, que había dejado en su silla junto a un macizo de
laureles; estaba esperándola paseando por la pradera de raquítico y corto
césped, amarillenta por el sol, y que tenía, al final, un estanque dominado
por una estatua, cuando salió del paseo, dirigiéndose a una muchachita de
pelo rojizo que estaba jugando al volante enfrente del estanque, otra que se
iba poniendo el abrigo y guardando su raqueta, y que le gritó con voz breve:
«Adiós, Gilberta, me voy: no se te olvide que esta noche, después de cenar,
vamos a tu casa». Aquel nombre de Gilberta pasó junto a mí, y evocó con
gran fuerza la existencia de la persona que designaba, porque no se limitó a
nombrarla como a una ausente de la que se está hablando, sino que se diri-
gía a ella misma; pasó junto a mí, por decirlo así, en acción, con fuerza real-
zada por la trayectoria de la voz en el aire y por lo próximo de su objetivo
—llevando a bordo la amistad y las nociones que tenía de la persona a
quien la voz se encaminaba, no yo, sino la amiga que la llamaba, todo lo
que al gritar veía o, al menos, poseía en su memoria la muchacha, de su dia-
ria intimidad, de sus mutuas visitas, de la vida, desconocida, aun más inac-
cesible y dolorosa para mí, por ser tan familiar y manejable para aquella fe-
liz criatura, que me rozaba con todas esas cosas sin que yo pudiera penetrar
en ellas, lanzándolas en un grito a pleno aire—, dejando ya flotar en el aire
la deliciosa emanación que desprendió la voz al tocarlos con suma preci-
sión, de unos cuantos puntos invisibles de la vida de la señorita de Swann,
de cómo sería la noche esa en su casa después de cenar —formando, celeste
pasajera por un mundo de niños y criadas, una nubecilla de precioso color,
como esa que está, toda bombeada, flotando sobre un hermoso jardín de
Poussin, y que refleja minuciosamente, como nube de ópera, llena de carros
y caballos, una apariencia de la vida de los dioses—; y, en fin, echando so-
bre aquella pelada hierba, en el sitio donde ella estaba (un trozo de césped
marchito y un momento de la tarde de la rubia jugadora de volante, que no
dejó de lanzarlo y recogerlo hasta que la llamó una institutriz con unas plu-
mas verdes en el sombrero), una franjita maravillosa, de color de heliotro-
po, impalpable como un reflejo, y superpuesta como una alfombra, que yo
no me cansé de pisar en paseos lentos, nostálgicos y profanadores, mientras
que Francisca no me gritó: «Vamos, échese los botones de su abrigo, que
nos largamos», cuando advertí yo, por primera vez y con enojo, que Fran-
cisca hablaba muy vulgarmente y no llevaba sombrero con plumas.
¿Volvería Gilberta a los Campos Elíseos? Al otro día no estaba, pero la vi
los días siguientes; me pasaba el tiempo dando vueltas alrededor del sitio
donde estaba ella jugando con sus amigas, así que, una vez que no eran bas-
tantes para jugar a justicias y ladrones, me mandó preguntar si quería com-
pletar su bando, y desde entonces jugué con ella siempre que iba. Cosa que
no ocurría todos los días; porque muchas se lo impedían sus clases, el cate-
cismo, una merienda, toda esa vida separada de la mía, que ya había sentido
pasar tan dolorosamente cerca de mí condensada con el nombre de Gilberta,
por dos veces: en el atajo de Combray y en la pradera artificial de los Cam-
pos Elíseos. Esos días anunciaba ella de antemano que no iría; si era por sus
estudios, decía: «¡Qué lata, mañana no puedo venir, vais a jugar y yo no es-
taré aquí!», con aire de pena que me consolaba un poco; pero, en cambio,
cuando estaba invitada a alguna casa, y yo sin saberlo le preguntaba si ven-
dría a jugar al día siguiente, me contestaba: «Confío en que no. Creo que
mamá me dejará ir a casa de mi amiga». Por lo menos esos días ya sabía
que no iba a verla, mientras que otras veces su madre se la llevaba de im-
proviso a hacer compras, y al otro día decía Gilberta: «¡Ah!, sí; salí con
mamá», como si eso fuera una cosa tan natural y no la mayor desgracia po-
sible para cierta persona. También había que contar los días de mal tiempo,
cuando su institutriz, que tenía miedo al agua, no la llevaba a los Campos
Elíseos.
Así que, cuando el cielo estaba dudoso, yo, desde la mañana, no dejaba
de mirar arriba y me fijaba en todos los presagios. Si veía a la señora de en-
frente junto a la ventana poniéndose el sombrero, me decía yo: «Esa señora
va a salir, de modo que hace tiempo de salir; ¿por qué no va a hacer Gilber-
ta lo que esta señora?». Pero cada vez se ponía más nublado, y mi madre
decía que, aunque todavía podía arreglarse el tiempo, si salía un poco el sol,
lo más probable era que lloviese; y si llovía, ¿para qué ir a los Campos Elí-
seos? En cuanto acabábamos de almorzar, yo no separaba mis ansiosas mi-
radas del cielo, anubarrado e incierto. Seguía nublado. Por detrás de los
cristales veíase un balcón gris. Y de pronto, en su tristón piso de piedra, ob-
servaba yo no un color menos frío, sino un esfuerzo por lograr un color me-
nos frío, la pulsación de un rayo de sol, vacilante, que quería dar libertad a
su luz. Un instante después la piedra palidecía, espejeando como un agua
matinal, y mil reflejos de los hierros de la baranda venían a posarse en el
suelo. Dispersábalos un soplo de viento y se ennegrecía otra vez la piedra;
pero, como si estuvieran domesticados, retornaban los reflejos; la superficie
pétrea empezaba otra vez a blanquearse imperceptiblemente, y con uno de
esos crescendos continuos de la música que al final de una obertura condu-
cen una nota hasta el fortísimo supremo, haciéndola pasar rápidamente por
todos los grados intermedios, veía yo cómo la piedra llegaba al oro inaltera-
ble, fijo, de los días buenos, oro en el que se destacaba la recordada sombra
del adorno historiado de la balaustrada, en negro como una vegetación ca-
prichosa, con tal tenuidad en la delineación de los menores detalles, que de-
lataba la satisfacción de un artista que ha trabajado a conciencia, y con tal
relieve y tal densidad en sus masas sombrías, tranquilas y descansadas, que
en realidad aquellos reflejos, largos y floridos, que reposaban en el lago de
sol, parecía como si tuvieran conciencia de que eran garantía de calma y de
felicidad.
Yedra instantánea, flora parasitaria y fugitiva, la más incolora, la más tris-
te, y con mucho de todas las que pueden trepar por una pared o adornar una
ventana; yedra para mí más cara que todas desde que apareció en el balcón
como la sombra misma de Gilberta, que quizá estaba ya en los Campos Elí-
seos, que me diría en cuanto yo llegara: «Vamos a empezar a jugar a justi-
cias y ladrones; usted está en mi bando»; yedra frágil, que un soplo arranca-
ba, pero que no dependía de la estación del año, sino de la hora; promesa de
la felicidad inmediata que el día niega o concede, de la felicidad inmediata
por excelencia, de la felicidad del amor; yedra más suave y más cálida allí
en la piedra que el fino musgo; yedra viva que con un rayo de sol nace y da
alegría hasta en el mismo corazón del invierno.
Y aún en aquellos días en que desaparece toda la demás vegetación,
cuando el hermoso cuero verde que sirve de funda a los árboles viejos está
oculto por la nieve, si dejaba de nevar, el sol solía asomar de pronto, entre-
tejiendo hilos de oro y bordando reflejos negros en el manto de nieve del
balcón, y aunque el tiempo seguía muy nublado, y no era de esperar que
Gilberta saliese, mi madre me decía: «Ya hace bueno otra vez; podías pro-
bar a ir un poco a los Campos Elíseos». Y aquel día no encontrábamos a na-
die, o sólo a una niña que ya iba a marcharse y que me aseguraba que Gil-
berta no salía. Las sillas, abandonadas por el conclave imponente, pero frio-
lero, de las institutrices, estaban vacías. Sólo había sentada, junto al césped,
una dama de cierta edad, que iba al jardín, hiciera el tiempo que hiciera,
vestida siempre del mismo modo magnífico y sombrío, habría yo sacrifica-
do por trabar conocimiento con tal dama las mejores cosas de mi vida futu-
ra, si el trato hubiera sido posible. Porque Gilberta iba a saludarla todos los
días; la señora preguntaba a Gilberta cómo estaba su «encanto de mamá»; y
se me figuraba que si yo la hubiera conocido sería ya para Gilberta un ser
distinto, un ser que conocía a los amigos de sus padres. Mientras que sus
nietos andaban por allí jugando, ella leía los Debates, que llamaba mis De-
bates, y por dejo aristocrático, al hablar de la cobradora de las sillas o del
guarda, decía: «Mi antiguo amigo el guarda» o «Ya somos viejas amigas la
de las sillas y yo».
Francisca sentía mucho frío para poder estarse quieta, y nos llegábamos
hasta el puente de la Concordia a ver el Sena helado; todo el mundo se acer-
caba al río, fasta los mismos niños, sin ningún miedo, como a una gran ba-
llena encallada y sin defensa que van a descuartizar. Volvíamos a los Cam-
pos Elíseos; yo me arrastraba lánguidamente, dolorido, entre el tiovivo y la
pradera artificial, toda blanca, cogida en la red de los paseos, que ya habían
limpiado de nieve, y con su estatua, que ahora tenía en la mano una varilla
de hielo, con la que parecía justificar su actitud. La señora anciana dobló
sus Debates, preguntó qué hora era a una niñera que pasaba por allí, y le dio
las gracias «por su gran amabilidad», y luego suplicó al barrendero que di-
jera a sus nietos que volvieran porque la abuelita tenía frío, y añadió: «Se lo
agradeceré infinito. Y dispénseme que me atreva a molestarlo». De pronto,
rasgóse el aire y en el hermoseado horizonte, entre el circo y el teatro gui-
ñol, asomó el verde plumero de la institutriz, destacándose sobre el cielo,
que empezaba a abrir. Y Gilberta venía a todo correr hacia mí, radiante, en-
carnada, con su cuadrada gorra de piel, excitada por el frío, por el retraso y
por el deseo de jugar. Un poco antes de llegar, dejó que sus pies se desliza-
ran por el helado suelo, y ya fuera para guardar mejor el equilibrio, ya por-
que le pareciera gracioso o por afectar la actitud de una patinadora, avanzó
hacia mí sonriendo, con los brazos abiertos, corno si quisiera recibirme en
ellos. «¡Bravo, bravo!, eso está muy bien; si yo no fuera de otra época, del
antiguo régimen, diría eso que dicen ustedes, que es muy chic, muy valien-
te, el venir sin miedo a la nieve», dijo la señora anciana, tomando la palabra
en nombre de los silenciosos Campos Elíseos, para dar las gracias a Gilber-
ta por haber ido sin dejarse atemorizar por el tiempo. «Usted es tan fiel
como yo a los Campos Elíseos; somos dos atrevidas. ¿Sabe usted? A mí me
gustan así, con nieve y todo. Aunque se ría usted de mí, yo le confieso que
esa nieve me parece armiño.» Y la dama se echó a reír.
El primero de aquellos días —que con la nieve, imagen de las potencias
que podían privarme de ver a Gilberta, tomaba la tristeza de un día de sepa-
ración y casi el aspecto de un día de partida, porque cambiaba la fisonomía
y hasta estorbaba el uso de los habituales lugares de nuestras entrevistas,
ahora todo transformado, con sus fundas blancas— hizo dar a mi amor un
paso adelante porque fue como una primera pena que ella compartió conmi-
go. De nuestro bando no había nadie más que nosotros dos, y ser el único
que estaba con ella era algo más que un principio de intimidad: era como si
Gilberta hubiera venido para mí solamente; salir de la casa con ese tiempo
me parecía tan digno de gratitud como si una de esas tardes que estaba invi-
tada hubiera renunciado a la invitación para ir a buscarme a los campos Elí-
seos; cobraba yo mayor confianza en la vitalidad y en el porvenir de nuestra
amistad, que seguía viva y despierta en medio de aquel adormecimiento de
las cosas que nos rodeaban, y mientras que ella me echaba bolas de nieve
por el suelo, sonreía yo cariñosamente a aquel acto suyo de venir, que me
parecía a la vez una predilección que me mostraba tolerándome como com-
pañero de viaje por aquel país invernal y nuevo, y una fidelidad que me
guardó en los días de infortunio. Una tras otra fueron llegando por la nieve,
como tímidos gorriones, todas sus amigas. Empezamos a jugar, y estaba
visto que aquel día que empezó tan tristemente tenía que rematar con gozo,
porque al acercarme, antes de empezar el juego, a aquella amiga de voz bre-
ve que el primer día me hizo oír el nombre de Gilberta, me dijo: «No, no;
ya sabemos que le gusta a usted más estar en el bando de Gilberta, y mire
usted: ya lo está ella llamando». Y, en efecto, me llamaba para que fuese a
jugar a la pradera de nieve a su campo, que el sol convertía, dándole con sus
rosados reflejos el metálico desgaste de los brocados antiguos, en un campo
de oro.
Y aquel día tan temido fue de los únicos en que no me sentí desdichado.
Porque, para mí, que no pensaba más que en no pasarme un día sin ver a
Gilberta (tanto, que una vez que la abuela no volvió a la hora de almorzar,
no pude por menos de pensar que si la había cogido un coche tendría yo que
dejar de ir, por un poco tiempo, a los Campos Elíseos; y es que cuando se
quiere a una persona, ya no se quiere a nadie), sin embargo, esos momentos
que pasaba junto a ella, tan impacientemente esperados desde el día antes,
que me habían hecho temblar, por los que lo habría sacrificado todo, no
eran, en ningún modo, momentos felices; de lo cual me daba cuenta perfec-
tamente, porque eran los únicos momentos de mi vida a los que yo aplicaba
una atención minuciosa y encarnizada, sin descubrir ni un átomo de placer
en ellos.
El tiempo que pasaba lejos de Gilberta, sentía deseos de verla, porque, a
fuerza de intentar continuamente representarme su imagen, acababa por fra-
casar en mi empeño y por no saber exactamente a qué figura correspondía
mi amor. Además, ella no me había dicho nunca aún que me quería. Por el
contrario, sostenía muchas veces que tenía amigos mejores, que yo era un
buen camarada con quien le gustaba jugar, a pesar de ser un poco distraído
y no estar muchas veces en el juego; y varias veces me había dado muestras
aparentes de frialdad, que quizá habrían quebrantado mi creencia de que yo
era para Gilberta un ser distinto de los demás, caso de haber considerado,
como fuente de esta creencia, un posible amor de Gilberta a mí, y cuando,
en realidad, yo sabía que no tenía otro fundamento que el amor que yo sen-
tía por Gilberta; con lo cual era mucho más resistente, porque así dependía
de aquel modo forzoso, que, por una necesidad interior, tenía yo de pensar
en Gilberta. Pero todavía no le había yo declarado lo que sentía por ella.
Cierto que no me cansaba de escribir en todas las hojas de mis cuadernos su
nombre y sus señas; pero al ver aquellos vagos rasgos que trazaba mi mano,
sin que por eso Gilberta se acordara de mí, y que, al parecer, me servían
para introducirla en mi existencia, aunque en realidad Gilberta siguiera tan
ajena a mi vida como antes, me descorazonaba, porque esos rasgos no me
hablaban de Gilberta, que ni siquiera habría de verlos, sino de mi propio de-
seo, y me lo mostraban como cosa puramente personal, irreal, enojosa e im-
potente. Lo que corría más prisa era que Gilberta y yo pudiéramos vernos y
confesarnos recíprocamente nuestro amor, que hasta entonces no comenza-
ría, por decirlo así. Indudablemente, los motivos que me inspiraban tanta
impaciencia por verla, habrían tenido menor imperio sobre un hombre ma-
duro. Porque ya más entrados en la vida, nos ocurre que tenemos mayor ha-
bilidad para cultivar nuestros placeres, y nos contentamos con el placer de
pensar en una mujer tal como yo pensaba en Gilberta, sin preocuparnos en
averiguar si esa imagen corresponde o no a la realidad, y con el de amarla
sin necesidad de estar seguro de que ella nos ama; o renunciamos al placer
de confesarle la inclinación que hacia ella sentimos con objeto de mantener
más viva la inclinación que ella siente hacia nosotros, a imitación de esos
jardineros japoneses que, para obtener una flor más hermosa, sacrifican
otras varias. Pero en aquella época en que estaba enamorado de Gilberta
creía yo que el amor existe realmente fuera de nosotros, y que sin permitir-
nos, a lo sumo, otra cosa que apartar unos cuantos obstáculos, ofrecía sus
venturas en orden que nosotros no podíamos cambiar en lo más mínimo; y
me parecía que de habérseme ocurrido sustituir la dulzura de la confesión
por la simulación de la indiferencia, no sólo me habría privado de una de las
alegrías que más me ilusionaron, sino que me fabricaría a mi antojo un
amor ficticio y sin valor, sin comunicación con la verdad, y cuyos misterio-
sos y preexistentes senderos no me atraerían.
Pero al llegar a los Campos Elíseos —y pensando que iba ya a poder con-
frontar mi amor para imponerle las rectificaciones exigidas por su causa
viva e independiente de mí—, en cuanto me hallaba delante de esa Gilberta
Swann, con cuya viva estampa contaba yo para refrescar las imágenes que
mi cansada memoria no podía ya encontrar; de esa Gilberta Swann, con la
que jugué la víspera y a la que acababa de conocer y de saludar, gracias a un
instinto ciego como el que al andar nos pone un pie delante del otro antes de
tener tiempo de pensarlo, en seguida ocurría todo como si ella y la chiquilla
objeto de mis sueños fueran dos personas distintas. Por ejemplo, si desde el
día antes llevaba yo en la memoria unos ojos fogosos en unas rejillas llenas
y brillantes, el rostro de Gilberta ofrecíame ahora insistentemente algo de lo
que precisamente no me acordé, un agudo afilarse de la nariz, que iba a aso-
ciarse inmediatamente a otros rasgos fisonómicos, y lograba la importancia
de esos caracteres que en historia natural definen una especie, cambiándola
en una muchacha que podría incluirse en el género de las de hocico puntia-
gudo. Mientras que me disponía a aprovecharme de ese ansiado momento
para entregarme con aquella imagen de Gilberta que antes de llegar tenía ya
preparada y que ahora no sabía encontrar en mi cabeza, a las rectificaciones,
gracias a las cuales luego, en las largas horas de la soledad, podría estar ab-
solutamente seguro de que la que yo recordaba era exactamente la Gilberta
real, y de que mi amor a ella era lo que yo iba agrandando poco a poco
como una obra que estamos componiendo. Gilberta me daba una pelota; y
lo mismo que el filósofo idealista que con su cuerpo se fija en el mundo ex-
terior sin que su inteligencia crea que existe realmente, el mismo yo que me
obligara a saludarla antes de haberla reconocido se apresuraba a hacerme
coger la pelota que me tendía ella (como si Gilberta fuera un compañero
con quien venía yo a jugar y no un alma hermana con la que venía a unir-
me), y me hacía hablarle, por educación, de mil cosas amables e insignifi-
cantes, impidiéndome, de ese modo, que guardara el silencio que acaso me
habría permitido llegar a coger la imagen urgente y extraviada, o que le di-
jera las palabras que serían paso definitivo para nuestro amor y con las que
ya no podía contar hasta la tarde siguiente. Sin embargo, el amor nuestro
daba algunos pasos adelante. Un día fuimos con Gilberta hasta el puesto de
nuestra vendedora, que estaba siempre muy amable con nosotros —porque
a ella le compraba siempre el señor Swann su pan de especias, que consu-
mía, por razón de higiene, en gran cantidad, por padecer de una eczema
congénita y el estreñimiento de los profetas—, y Gilberta me enseñó, rién-
dose, dos chiquillos que venían a ser el chico colorista y el chico naturalista
de los libros infantiles. Porque uno de ellos no quería una barrita de carame-
lo encarnada por la razón de que a él le gustaba el color violeta, y el otro,
saliéndosele las lágrimas, se negaba a aceptar una ciruela que su niñera que-
ría comprarle, porque, según dijo con mucho empeño, «le gustaba más la
otra porque tenía gusano». Yo compré dos bolitas de a perra chica. Y mira-
ba, todo admirado, las bolitas de color de ágata, luminosas y cautivas en un
plato especial, que me parecían valiosísimas, porque eran rubias y sonrien-
tes como chiquillas y porque costaban a dos reales la pieza. Gilberta, que
siempre llevaba más dinero que yo, me preguntó cuál me gustaba más. Te-
nían la transparencia y el matiz de cosas vivas. Mi gusto hubiera sido que
no sacrificara a ninguna, que hubiera podido comprarlas y liberarlas a todas.
Pero al cabo le indiqué una del mismo color que sus ojos. Gilberta la cogió,
buscó su reflejo dorado, la acarició, pagó el precio del rescate, y en seguida
me entregó su cautiva, diciéndome: «Tenga usted, para usted, se la doy
como recuerdo».
Otra vez, preocupado siempre con el deseo de oír a la Berma en una obra
clásica, le pregunté si no tenía un folleto donde Bergotte hablaba de Racine,
y que no estaba a la venta. Me pidió que le recordara el título exacto, y
aquella misma noche le mandé una carta telegrama y escribí en un sobre el
nombre de Gilberta Swann, que tantas veces había trazado en mis cuader-
nos. Al día siguiente me trajo en un paquete, atado con cintas de color mal-
va y lacrado con lacre blanco, el folleto que había mandado buscar. «Ya ve
usted que es lo que usted me ha pedido», dijo, sacando de su manguito la
cartita mía. Pero en la dirección de aquella carta telegrama —que ayer no
era nada, no era más que un neumático que escribí yo, y que en cuanto el
telegrafista lo entregó al portero de Gilberta y un criado lo llevó a su cuarto
se convirtió en ese objeto precioso: una de las cartas telegramas que ella re-
cibió aquel día— me costó trabajo reconocer los renglones vanos y solita-
rios de mi letra, debajo de los círculos impresos del correo, y de las inscrip-
ciones hechas a lápiz por el cartero, signos de realización efectiva, sellos
del mundo exterior, simbólicos cinturones morados de la vida, que por vez
primera vinieron a maridarse con mis ilusiones, a sostenerlas, a animarlas, a
infundirles alegría.
Otro día me dijo: «Sabe usted, puede llamarme Gilberta; yo, por lo me-
nos, lo voy a llamar a usted por su nombre de pila, porque es más cómodo».
Sin embargo, siguió aún por un momento tratándome de «usted», y cuando
yo le dije que no cumplía su promesa, sonrió y compuso una frase como
esas que ponen en las gramáticas extranjeras sin más finalidad que hacernos
emplear una palabra nueva, y la remató con mi nombre de pila. Y, acordán-
dome luego de lo que entonces sentí, he discernido en ello una impresión
como de haber estado yo mismo por un instante contenido en su boca, des-
nudo, sin ninguna de las modalidades sociales que pertenecían, no sólo a
mí, sino a otros camaradas suyos, y cuando me llamaba por mi apellido a
mis padres, modalidades que me quitó y me arrancó con sus labios —en ese
esfuerzo que hacía, parecido al de su padre, para articular las palabras—
como se pela una fruta de la que sólo hay que comer la pulpa, mientras que
su mirada, poniéndose en el mismo nuevo grado de intimidad que tomaba
su palabra, llegó hasta mí más directamente, no sin dar testimonio de la
conciencia, el placer y hasta la gratitud que sentía haciéndose acompañar
por una sonrisa.
Pero no me fue dable apreciar el valor de estos placeres nuevos en el mo-
mento mismo. No venían esos placeres de la muchacha que yo quería, para
mí que la quería, sino de la otra, de la chiquilla con quien yo jugaba, y eran
para ese otro yo que no estaba en posesión del recuerdo de la verdadera Gil-
berta, y que no tenía aquel corazón que hubiera podido apreciar el valor de
la felicidad, por lo mucho que la deseaba. Ni siquiera, ya vuelto a casa, los
saboreaba, porque ocurría todos los días que la esperanza fatal y necesaria,
de que al otro día podría contemplar tranquilamente, exactamente; feliz-
mente a Gilberta, de que me confesaría su amor explicándome las razones
que tuvo para ocultármelo hasta entonces, me obligaba a considerar el pasa-
do como inexistente, o no mirar más que por delante de mí, y a estimar las
pequeñas diferencias que me tenía dadas, no en sí mismas y con valor sufi-
ciente por sí, sino como escalones nuevos donde ponerle el pie, que me per-
mitirían dar un paso más hacia adelante y alcanzar, por fin, la felicidad, has-
ta entonces no lograda.
Si bien algunas veces me daba pruebas de amistad, otras me hacía sufrir
porque parecía que no le gustaba verme; y eso sucedía muy a menudo, pre-
cisamente en aquellos días con que más contaba yo para el logro de mis es-
peranzas. Cuando —ya al entrar por la mañana en la sala, a besar a mamá,
que estaba arreglada, con la torre de sus negros cabellos, perfectamente
construida y sus manos finas y torneadas, oliendo aún a jabón— me entera-
ba, al ver una columna de polvo, que se sostenía ella sola en el aire, por en-
cima del piano, y al oír un organillo que tocaba al pie de la ventana La vuel-
ta de la revista, de que el invierno recibiría por todo el día la visita inopina-
da y radiante de un tiempo primaveral, tenía la seguridad de que Gilberta
iría a los Campos Elíseos y sentía un gozo que parecía mera anticipación de
una mayor felicidad. Mientras estábamos almorzando, la señora de enfrente,
al abrir su ventana, hacía largarse bruscamente de junto a mi silla —de un
salto, que atravesaba nuestro comedor en toda su anchura— al rayo de sol
que estaba allí durmiendo la siesta, y que pronto reanudaba su sueño. En el
colegio, en la clase de la una, languidecía de impaciencia y de aburrimiento
al ver cómo el sol arrastraba hasta mi pupitre un dorado resplandor, invita-
ción a esa fiesta, a la que yo no iba a poder llegar antes de las tres, porque a
esa hora venía Francisca a buscarme a la salida y nos encaminábamos hacia
los Campos Elíseos por calles decoradas de luminosidad, llenas de gente,
donde había casas con balcones vaporosos, abiertos por el sol y que flotaban
delante de las casas como nubes de oro. Llegábamos a los Campos Elíseos;
Gilberta no estaba; no había ido aún. Me quedaba quieto en la pradera, que
cobraba vigor nuevo con un sol invisible que hacía rebrillar de cuando en
cuando la punta de una hierbecilla, y en la que estaban posados unos picho-
nes, como esculturas antiguas que el jardinero desenterrara con su azada;
me quedaba quieto, con los ojos clavados en el horizonte, en la esperanza
de ver aparecer, de un momento a otro, la imagen de Gilberta con su institu-
triz por detrás de la estatua, que aquel día parecía ofrecer el niño que lleva-
ba en brazos y chorreaba todo luz, a la bendición del sol. La señora que leía
los Debates, sentada en un sillón, en el sitio de siempre, saludaba a un guar-
da con ademán amistoso, y le decía: «Vaya un tiempo más hermoso, ¿eh?».
Y cuando la mujer de las sillas se acercó para cobrarle su asiento, la señora
hizo mil tonterías, colocando el billetito de perra gorda en la abertura de su
guante, como si fuera un ramillete que deseaba poner, por atención hacia el
donante, en el sitio que más le pudiera halagar. Y cuando ya estaba el reci-
bito alojado, la dama imponía a su cuello una evolución circular, se arregla-
ba bien el boa y lanzaba a la de las sillas, al mismo tiempo que le mostraba
el pico de papel amarillo que sumaba en su muñeca, la hermosa sonrisa con
que una mujer indica a un joven que mire el ramo que lleva en el pecho, di-
ciéndole: «¿Qué, conoce usted mis rosas?».
Yo me llevaba a Francisca hacia el Arco de Triunfo, para salir al encuen-
tro de Gilberta, pero no la encontrábamos, y me volvía hacia la pradera,
convencido de que ya no vendría, cuando al llegar a los caballitos, la chi-
quilla de la voz breve se lanzaba sobre mí: «Vamos, vamos, Gilberta hace
ya más de un cuarto de hora que está aquí. Se va a marchar en seguida y le
estamos a usted esperando para empezar la partida». Mientras subía yo por
la Avenida de los Campos Elíseos, Gilberta había llegado por la calle de
Boissy d’Anglas, porque la institutriz había aprovechado el buen tiempo
para hacer unas compras; el señor Swann iba a ir a buscar a su hija. De
modo que la culpa era mía; yo hice mal en alejarme de la pradera, porque
nunca se sabía porque lado iba a llegar Gilberta, si vendría un poco antes o
un poco después; y con esa espera era mucho más grande la emoción de que
se revestían no sólo los Campos Elíseos enteros y el espacio de la tarde,
como vasta extensión de tiempo, que a cualquier momento podría revelar-
me, en un punto cualquiera de ella, la aparición de la imagen de Gilberta,
sino esta misma imagen, porque detrás de ella veía yo oculta la razón de
que viniera a herirme en pleno corazón a las cuatro en vez de a las dos y
media, con sombrero de visita y con boina de juego, por delante de los
«Embajadores», y no por entre los «guiñols» y adivinaba yo allí escondida
una de esas preocupaciones en que no me era dable acompañar a Gilberta,
que la obligaban a salir o a quedarse en casa, y me ponía así en contacto con
su vida desconocida. Ese mismo misterio me preocupaba cuando, al echar
yo a correr, por orden de la chiquilla de voz breve, para llegar en seguida y
empezar la partida, veía a Gilberta, tan brusca y viva con nosotros, haciendo
una reverencia a la dama de los Debates (que le decía: «Vaya un sol hermo-
so, parece fuego»), hablándole con tímida sonrisa y aire muy modoso que
me evocaba la muchachita distinta que Gilberta debía ser con sus padres,
con los amigos de sus padres, de visita, en toda aquella vida suya que a mí
se me escapaba. Pero nadie me daba una impresión tan clara de esa existen-
cia como el señor Swann, que iba un poco más tarde a buscar a su hija. Tan-
to él como su señora —por vivir Gilberta en su casa, por depender de ellos
sus estudios, sus juegos y sus amistades— se me representaban, más aún
que la misma Gilberta, con inaccesible incógnito y dolorosa seducción, que
parecía tener su fuente en marido y mujer. Todo lo que a ellos se refería me
preocupaba constantemente, y los días como aquel en que el señor Swann
(que antes, cuando era amigo de mi familia, veía tan frecuentemente sin que
me llamara la atención) iba a buscar a su hija a los Campos Elíseos, cuando
ya se había calmado el acelerado latir del corazón, que me entraba al ver de
lejos su sombrero gris y su abrigo con esclavina, su aspecto seguía impre-
sionándome como el de un personaje histórico sobre el que hemos leído
muchos libros y que nos interesa en sus menores detalles. Su amistad con el
conde de París, de la que yo oía hablar en Combray, sin la mínima emoción,
me parecía ahora maravillosa, como si nadie hubiera conocido nunca a los
Orleáns más que él, y lo hacía destacarse vivamente sobre el fondo vulgar
de los paseantes de distintas clases, que llenaban aquel paseo de los Campos
Elíseos, admirándome yo de que consintiera en pasearse por entre aquellas
gentes, sin reclamar de ellas honores especiales, que a nadie se le ocurría
tributarle por el profundo incógnito en que se envolvía.
Respondía cortésmente a los saludos de los compañeros de Gilberta, tam-
bién al mío, porque aunque estaba regañado con mi familia, hacía como que
no sabía quién era yo. (Lo cual me hace pensar que ya me había visto mu-
chas veces en el campo; yo me acordaba de ello, pero mantenía ese recuer-
do en la sombra, porque, desde que había vuelto a ver a Gilberta, Swann era
para mí su padre, ante todo, y no el Swann de Combray; como las ideas con
que yo entroncaba ahora su nombre eran muy otras de aquellas que forma-
ban la red donde antes se encerraba, y que ahora ya no utilizaba nunca
cuando tenía que pensar en él, se había convertido en un personaje nuevo;
seguía enlazándole, sin embargo, por una línea artificial, transversal y se-
cundaria a nuestro invitado de antaño; y como ahora todo lo valoraba en
cuanto que podía serme o no provechoso a mi amor, sentí tristeza y ver-
güenza por no poder borrarlos, al encontrarme con aquellos años en que
debí aparecerme a los ojos de aquel Swann que ahora estaba delante de mí
en los Campos Elíseos, y a quien quizá afortunadamente no habría dicho
Gilberta cómo me llamaba, tan ridículo por mandar recado a mamá de que
subiera a mi cuarto a darme un beso mientras que estaba tomando el café
con él, con mis padres y con mis abuelos en la mesita del jardín.) Decía a
Gilberta que la dejaba jugar otra partida y quedarse un cuarto de hora más;
se sentaba, como todo el mundo, en su silla de hierro, y pagaba el ticket con
la misma mano que Felipe VII había estrechado tantas veces; mientras, no-
sotros empezábamos a jugar en la pradera, espantando a las palomas, cuyos
irisados cuerpos tienen forma de un corazón, que son como las lilas del
reino animal, y que volaban a refugiarse, como en otros tantos lugares de
asilo, una en el vaso de piedra, que parecía tener por destino ofrecerle copia
de frutas y de granos, porque el pájaro metía allí el pico, como para picotear
algo, y otra en la frente de la estatua, que coronaba, cual uno de los objetos
de esmalte que con su policromía dan variedad en obras antiguas a la mono-
tonía de la piedra, como atributo que, al posarse sobre la figura de una dio-
sa, hace que los hombres le den un epíteto particular, y la convierte, como
un apellido a una mujer mortal, en una divinidad distinta.
Uno de aquellos días de sol en que no tuvieron realidad mis esperanzas,
me faltaron fuerzas para ocultar mi decepción a Gilberta.
—Precisamente hoy tenía muchas cosas que preguntarle —le dije—. Este
día me parecía a mí que iba a ser muy importante para nuestra amistad. Y
apenas he llegado me dice usted que ya se va a marchar. ¿Si pudiera usted
venir mañana temprano para poder hablar con usted?
Con cara resplandeciente y saltando de alegría, me contestó:
—Amiguito: esté usted tranquilo, porque mañana, no vengo; estoy convi-
dada a una merienda magnífica; pasado mañana tampoco, porque voy a casa
de una amiga, a ver la entrada del rey Teodosio, que será muy bonita, y al
otro día iré a Miguel Strogoff; además, pronto llegará la Navidad y las vaca-
ciones de Año Nuevo. Es posible que me lleven al Mediodía; yo me alegra-
ría mucho, aunque entonces me perdería un árbol de Navidad. De todas ma-
neras, aunque me quede en París, no vendré aquí, porque iré con mamá a
hacer visitas. Bueno, adiós; me llama mi papá.
Volví a casa con Francisca; las calles seguían empavesadas por el sol,
como si ese día hubiera habido una fiesta y quedaran puestas aún las bande-
rolas. Apenas si podía arrastrar las piernas.
—No tiene nada de particular —dijo Francisca—; este tiempo no es natu-
ral, hace casi calor. Tiene que haber mucha gente enferma; allá en el cielo
deben de andar con la cabeza un poco trastornada.
Yo iba diciéndome para mí las palabras con que Gilberta expresó su ra-
diante júbilo por dejar de ir a los Campos Elíseos, y contenía los sollozos.
Pero ya el encanto que por simple mecanismo de funcionamiento llenaba mi
ánimo en cuanto éste se ponía a pensar en Gilberta, la posición particular y
única —aunque fuera triste— en que me colocaba con respecto a Gilberta,
el esfuerzo interno de reconcentrar mi mente, empezó a teñir aquella señal
de indiferencia con un romántico colorido, y en medio de mis lágrimas se
inició una sonrisa que era esbozo tímido de un beso. Y cuando llegó la hora
del correo, me dije como todas las noches: Voy a recibir una carta de Gil-
berta; me dirá que no ha dejado de quererme un momento, explicándome
las razones que haya tenido para ocultármelo hasta aquí, y por qué ha fingi-
do que se alegraba de no verme, y cuál motivo tuvo para adoptar la aparien-
cia de la Gilberta camarada de juego.
Todas las noches me complacía en imaginarme la carta esa; se me figura-
ba que la estaba leyendo, me la recitaba frase a frase. De pronto me paré
asustado. Acababa de ocurrírseme que si tenía carta de Gilberta no podía ser
jamás aquella que yo me recitaba, porque ésa era una invención mía. Y des-
de entonces procuré desviar mi pensamiento de las palabras que me habría
gustado que me escribiera, temeroso de que esas frases, que eran cabalmen-
te las más deseadas, las más queridas de todas, se vieran excluidas del cam-
po de las realizaciones posibles, por haberlas enunciado yo. Y si, con vero-
símil coincidencia, esa carta que yo había compuesto hubiera sido la que
Gilberta me escribiera, al reconocer mi propia obra, no habría tenido la im-
presión de recibir una cosa que no salía de mí, real, nueva, una dicha exte-
rior a mi espíritu, independiente de mi voluntad, don verdadero del amor.
Entre tanto, leía y releía una página que, aunque no era de Gilberta, llegó
a mí por su conducto, la página de Bergotte sobre la belleza de los antiguos
mitos en que se inspiró Racine, que tenía siempre a mano, al lado de la boli-
ta de ágata. Me enternecía pensar en la bondad de mi amiga, que había
mandado buscar el libro para mí; y como todo el mundo necesita encontrar
razones a su amor, hasta tener la alegría de reconocer en el ser amado cuali-
dades que, según aprendieron en conversaciones o en libros, son dignas de
excitar el amor, y asimilárselas por imitación y convertirlas en nuevos moti-
vos de amor, aunque esas cualidades sean de lo más opuestas a las que bus-
caba el amor cuando era espontáneo —lo mismo que le sucedía antaño a
Swann con el carácter estético de la belleza de Odette—, yo que, al princi-
pio, desde Combray, quise a Gilberta por toda la parte desconocida de su
vida, en la que habría deseado precipitarme, encarnarme, arrojando mi pro-
pia vida, que ya no me importaba nada, pensaba ahora que Gilberta podría
llegar a ser un día la humilde sirvienta, la cómoda y adecuada colaboradora
de esa vida mía tan desdeñada y tan conocida, y que por la noche me ayuda-
ría en mi trabajo coleccionando folletos.
Por lo que hace a Bergotte, a aquel viejo infinitamente sabio y casi di-
vino, que primero fue causa de que quisiera a Gilberta antes de haberla vis-
to, ahora si lo quería era por causa de Gilberta. Miraba con tanta compla-
cencia como sus páginas sobre Racine el papel con los sellos de lacre blan-
co, atado con muchas cintas de color malva, en que ella me trajo envuelto el
libro. Daba besos a la bolita de ágata, que era lo mejor del corazón de mi
amiga, la parte no frívola, la parte fiel, y que, aunque estaba adornada con el
hechizo misterioso de la vida de Gilberta, vivía conmigo en mi cuarto, y
dormía en mi cama. Pero me daba yo cuenta de que tanto la belleza de
aquella piedra como la de las páginas de Bergotte, que asociaba yo con gus-
to a la idea de mi amor a Gilberta, para dar a este amor una especie de con-
sistencia en los momentos en que se me aparecía como borroso e inexisten-
te; eran anteriores a mi enamoramiento, no se le parecían en nada, que sus
elementos se congregaron gracias al talento o a las leyes mineralógicas, an-
tes de que Gilberta me hubiera conocido, de que en el libro y en la piedra no
habría cambiado nada si Gilberta no me hubiera querido, y que, por consi-
guiente, nada me autorizaba a leer en uno ni en otra un mensaje de felici-
dad. Y mientras que mi amor, esperando sin cesar del otro día la confesión
del de Gilberta, anulaba y deshacía todas las noches el trabajo mal hecho de
la jornada, en la sombra de mí mismo, una desconocida obrera no dejaba
que se desperdiciaran los hilos que yo había arrancado, y los disponía, sin
preocuparse por darme gusto ni por trabajar en pro de mi felicidad, en otro
orden distinto, el que solía dar siempre a todas sus obras. Como ella no te-
nía ningún interés particular por mi amor, y no empezaba por decidir que
me querían, recogía las acciones de Gilberta, que a mí me parecieron inex-
plicables, y los defectos que yo le había dispensado. Y entonces, esos defec-
tos y acciones cobraban una significación. Y aquel nuevo orden parecía de-
cirme: «Te equivocas si piensas que cuando Gilberta deja de ir a los Cam-
pos Elíseos por una reunión o por unas compras con la institutriz, o cuando
se prepara a un viaje de vacaciones de Año Nuevo, lo hace por frivolidad o
por obediencia». Porque de haberme querido, no habría sido ni frívola ni
dócil, y caso de haberse visto forzada a obedecer, habríalo hecho con la
misma desesperación que yo sentía los días que le me pasaban sin verla.
Decíame también ese orden nuevo que yo debía saber lo que era amar,
puesto que amaba a Gilberta; llamábame la atención sobre mi perpetua
preocupación por hacerme valer a los ojos de Gilberta (motivo de que qui-
siera yo convencer a mi madre para que comprara a Francisca un im-
permeable y un sombrero con plumas azules, y mejor todavía para que no
me mandara a los Campos Elíseos con aquella criada que me avergonzaba;
a lo cual respondía mi madre que era un ingrato con Francisca, tan buena
mujer y que tanto nos quería), y sobre mi imperiosa necesidad de ver a Gil-
berta, por la cual me pasaba meses y meses procurando enterarme de en qué
época del año se iría de París y adónde, y me parecía un destierro cualquier
lugar delicioso donde ella no estuviera, sin desear salir de París mientras
pudiera verla en los Campos Elíseos; y no le costaba mucho trabajo conven-
cerme de que en los actos de Gilberta nunca descubriría yo análogo deseo ni
preocupación semejante. Gilberta, por el contrario, apreciaba mucho a su
institutriz, sin preocuparse de lo que yo opinara de ella. Y le parecía muy
natural no ir a los Campos Elíseos cuando tenía que hacer compras con la
institutriz, y muy agradable tener que salir con su madre. Y aun suponiendo
que me hubiera permitido ir a pasar las vacaciones al mismo sitio donde
ella, la habrían decidido para la elección de ese sitio el deseo de sus padres
y las mil diversiones que allí podría hallar, pero en ningún modo la inten-
ción que mi familia tuviera de mandarme a mí allí. Cuando, a veces, me
afirmaba que me quería menos que a otro amigo suyo, que me quería menos
que el día antes, porque por un descuido mío había perdido la partida, yo le
pedía perdón, le preguntaba lo que tenía que hacer para que me quisiera tan-
to como antes, y más que a los demás amigos; deseaba que me dijera Gil-
berta que ya estaba todo arreglado, se lo suplicaba lo mismo que si ella pu-
diera modificar su afecto hacia mí, con arreglo a su voluntad o a la mía, por
darme gusto, sólo con unas palabras que ella dijera, y según mi mala o bue-
na conducta. ¿No sabía yo que el sentimiento que Gilberta me inspiraba en
nada dependía de ella ni de mí, de sus acciones o de mi voluntad?
Y aquel orden nuevo que dibujaba la obrera invisible me decía, por fin,
que aunque deseemos que las acciones que no nos agradan en una persona
no sean genuinamente suyas, sin embargo, se presentan con tan coherente
claridad, que nuestro deseo nada puede contra ella, y esa claridad nos indica
lo que habrán de ser las acciones de esa persona el día de mañana, aunque
sean contrarias a nuestros deseos.
Mi amor oía claramente esas palabras; lo convencían de que el día si-
guiente sería como los demás, de que el sentimiento que yo inspiraba a Gil-
berta, ya harto viejo para poder cambiar, era la indiferencia; que en mi
amistad con Gilberta, todo el cariño lo ponía yo. «Es verdad —decía mi
amor—, de esa amistad no se puede sacar nada, no cambiará.» Y entonces,
al otro día (si no esperaba a un día de esos que no son como los demás, el
de Año Nuevo, el de una fiesta, el de un cumpleaños, días en que el tiempo
vuelve a empezar, con pasos primeros, rechazando la herencia del pasado,
sin aceptar de él otro legado que el de sus tristezas), pedía a Gilberta que
renunciáramos a nuestra amistad de antes y echáramos los cimientos de una
nueva amistad.
Yo siempre tenía a la mano un plano de París, que me parecía un tesoro,
porque en él podía distinguirse la calle donde habitaban los señores de
Swann. Y por gusto, y por una especie de caballeresca fidelidad, a poco que
viniera a cuento, pronunciaba el nombre de esa calle, tanto que mi padre,
que no estaba enterado de mi amor, como mi abuela y mi madre, me
preguntó:
—Yo no sé por qué estás siempre hablando de esa calle, no tiene nada de
particular. Se debe de vivir bien allí, porque está a dos pasos del Bosque,
pero también hay otras que les pasa lo mismo.
Yo me las arreglaba para hacer pronunciar a mis padres, a cualquier pro-
pósito, el nombre de Swann; claro que mentalmente yo no dejaba de repetír-
melo un momento, pero además necesitaba oír su deliciosa sonoridad y ha-
cer que me tocaran esa música, con cuya muda lectura no me satisfacía. Ese
nombre de Swann, aunque lo conocía yo de antiguo, era para mí ahora un
nombre nuevo, como sucede a los afásicos con las palabras más usuales. Y
mi alma, aunque siempre lo tenía presente, no podía acostumbrarse a él. Yo
lo descomponía, lo deletreaba; su ortografía era para mí una sorpresa. Y al
mismo tiempo que dejó de ser familiar para mí, dejó también de ser inocen-
te. Me parecía tan culpable el gozo que sentía yo al oírlo, que muchas ve-
ces, cuando yo intentaba hacérselo pronunciar a mis padres, se me figuraba
que me adivinaban el pensamiento y que desviaban la conversación. Enton-
ces yo hacía recaer la charla sobre temas referentes a Gilberta, machacaba
sobre idénticas palabras, porque aunque sabía muy bien que no eran más
que palabras —palabras pronunciadas allí, lejos de ella, que ella no oía; pa-
labras sin virtud alguna que repetían lo que era, pero sin poder modificarlo
—, sin embargo, se me antojaba que, a fuerza de manejar y de revolver todo
lo que tocaba a Gilberta, quizá saldría de allí una chispa de felicidad. Conta-
ba y recontaba a mis padres que Gilberta quería mucho a su institutriz;
como si esta proposición, al ser enunciada por centésima vez, tuviera la vir-
tud de hacer entrar a Gilberta y traerla a vivir para siempre con nosotros.
Tornaba a mis elogios de la señora anciana que leía los Debates (yo insinué
a mis padres que debía de ser la esposa de algún diplomático, quizá una al-
teza), celebraba su hermosura, su magnificencia y su nobleza, hasta un día
que yo dije que Gilberta delante de mí la llamó señora Blatin.
—¡Ah, ya sé quién es! ¡Alerta! ¡Alerta!, como decía el abuelo —exclamó
mi madre, mientras yo me ponía muy encarnado—. ¿Y a eso llamas tú ser
guapa? Es horrible y siempre lo fue. Es viuda de un alguacil. ¿No te acuer-
das tú, cuando eras pequeño, de las combinaciones que hacía yo en el gim-
nasio para huir de ella? Venía a hablarme sin conocerme, con el pretexto de
decirme que eras demasiado guapo para niño. Ha tenido siempre la manía
de conocer gente y debe de estar un poco loca, si es que se trata con la seño-
ra Swann. Porque, aunque es de una familia muy ordinaria, nunca ha dado
que hablar. Pero siempre está haciendo amistades. Es una mujer horrible,
vulgarísima y, además; muy cargante.
Quería yo parecerme a Swann, y me pasaba, todo el tiempo que estaba en
la mesa, tirándose de la nariz y restregándome los ojos. Mi padre decía:
«Este niño es tonto, se va a poner horrible». Mi gran deseo hubiera sido te-
ner la calva de Swann. Parecíame un ser extraordinario, y juzgaba maravi-
lloso el que lo conocieran otras personas a quienes trataba yo, y que fuera
posible encontrárselo en las casuales incidencias de un día cualquiera. Y
una vez que mi madre nos estaba contando, como solía hacer todas las no-
ches, durante la cena, sus compras y quehaceres de aquella tarde, hizo bro-
tar en medio de su relato, tan árido para mí, una flor misteriosa, sólo con
estas palabras: «¿Y sabéis a quién me he encontrado en «Los Tres Barrios»,
en la sección de paraguas?: a Swann». ¡Con qué voluptuosa melancolía me
enteré de que aquella tarde, destacando entre la muchedumbre su forma so-
brenatural, Swann había ido a comprar un paraguas! Entre los demás acon-
tecimientos grandes y chicos, que me dejaban todos indiferentes; aquel te-
nía la propiedad de despertar en mí esas particulares vibraciones caracterís-
ticas que hacían temblar constantemente a mi amor por Gilberta. Mi padre
decía que a mí no me interesaba nada, porque no prestaba atención cuando
se hablaba de las consecuencias políticas que podría acarrear la visita del
rey Teodosio, en aquel momento huésped de Francia, y aliado suyo, según
se contaba. Pero, en cambio, tenía unas ganas atroces de enterarme de si
Swann llevaba aquella tarde su abrigo con esclavina.
—¿Os habéis saludado? —pregunté yo.
—Naturalmente —contestó mi madre, siempre temerosa de confesar que
estábamos en relaciones muy frías con Swann, por si acaso intentaba al-
guien reconciliarnos, cosa que no le agradaba porque no quería conocer a la
mujer de Swann—. Él ha sido quien vino a saludarme; yo no lo había visto.
—¿Entonces, no estáis regañados?
—¡Regañados! ¿Y por qué vamos a estar regañados? —contestó en se-
guida, como si yo hubiera atentado a la ficción de sus buenas relaciones con
Swann, con ánimo de trabajar por una «reconciliación».
—Podría estar enfadado, porque ya no lo invitas a cenar.
—Pero no hay obligación de invitar a todos los amigos. ¿Me invita él a
mí? Yo no conozco a su mujer.
—Pero cuando estábamos en Combray sí que iba a casa…
—Sí, en Combray, sí; pero en París tiene más cosas que hacer, y yo tam-
bién. Pero te aseguro que no parecía ni en lo más mínimo que estuviéramos
enfadados. Hemos estado hablando un momento, mientras él esperaba que
le trajeran su paquete. Me ha preguntado por ti, me ha dicho que jugabas
con su hija —añadió mi madre—, maravillándome ante aquel prodigio de
ver que yo existía en la mente de Swann, y de modo tan completo, que
cuando yo temblaba de amor delante de él, en los Campos Elíseos, sabía mi
nombre, quién era mi madre, y podía amalgamar a mi calidad de camarada
de su hija detalles relativos a mis abuelos y a su familia, al sitio donde vi-
víamos, particularidades de nuestra vida de antaño que quizá yo no conocía.
Pero mi madre parecía que no había encontrado un encanto especial a esa
sección de «Los Tres Barrios», donde se apareció a los ojos de Swann como
una persona definida, que le recordaba cosas de otro tiempo comunes a am-
bos, recuerdo que motivó aquel movimiento de Swann de acercarse a ella y
saludarla.
Y ni ella ni mi padre encontraban, al parecer, placer extremo en hablar de
los abuelos de Swann, del título de agente de Bolsa honorario. Mi imagina-
ción había aislado y consagrado en el París social una determinada familia,
lo mismo que en el París de piedra hizo con una determinada casa, y rodeó
la puerta de entrada de esa casa con preciosas esculturas, y llenó sus balco-
nes de valiosos adornos. Pero yo era el único que veía tales ornamentos. Lo
mismo que para mi padre y mi madre, la casa donde vivía Swann era seme-
jante a las demás casas hechas por la misma época en el barrio del Bosque;
también la familia de Swann les parecía de la misma clase que otras muchas
familias de agentes de Bolsa. Juzgábanla más o menos favorablemente, se-
gún el grado en que participó de los méritos comunes al resto de los morta-
les, sin ver en ella ninguna cualidad única. Lo que apreciaban ellos en la fa-
milia de Swann podían encontrarlo, en igual o mayor grado, en otra parte. Y
por eso, después de decir que la casa estaba muy bien situada, hablaban de
otra que aun era mejor, pero que nada tenía que ver con Gilberta, o de bol-
sistas de más categoría que su abuelo; y si por un momento pareció que opi-
naban lo mismo que yo, debíase a una mala interpretación que pronto se di-
sipaba. Y es que mis padres carecían de aquel sentido suplementario y mo-
mentáneo con que a mí me dotó el amor para percibir, en todo lo que a Gil-
berta rodeaba, esa cualidad desconocida, análoga, en el mundo de las emo-
ciones, a lo que es quizá en el de los colores el infrarrojo.
Los días que ya me había anunciado Gilberta que no iría a los Campos
Elíseos procuraba yo dar paseos que me acercaran un poco a ella. A veces
llevaba a Francisca en peregrinación hasta delante de la casa donde vivían
los Swann. Siempre le estaba haciendo que me repitiera lo que la institutriz
le había contado de la señora de Swann. «Parece que tiene mucha fe en unas
medallas. No sale nunca de viaje cuando oye cantar a un mochuelo, o si se
le figura que ha oído en la pared un tictac como el del reloj, o cuando ve un
gato a medianoche u oye crujir la madera de un mueble. Es una persona
muy religiosa.» Tan enamorado estaba yo de Gilberta, que si nos encontrá-
bamos en el camino a su viejo maestresala, que sacaba de paseo a un perro,
me tenía que parar de emoción y clavaba en las blancas patillas del criado
miradas de fuego.
—¿Qué le pasa a usted? —me decía Francisca.
Seguíamos andando hasta que, al llegar delante de la puerta principal de
la casa, donde había un portero diferente de todos los demás porteros, em-
papado hasta en los galones de su librea de la misma dolorosa seducción
que sentí yo en el nombre de Gilberta; el cual portero parecía saber que yo
era uno de esos seres que por indignidad original no podrían entrar nunca en
la misteriosa vida cuya guarda le estaba confiada, vida que ocultaba las ven-
tanas del entresuelo, como si tuvieran conciencia de que servían para eso; y
esas ventanas, con las nobles caídas de sus cortinas de muselina, se parecían
mucho más que a otras ventanas cualesquiera a las miradas de Gilberta.
Otras veces íbamos por los bulevares, y yo me colocaba a la entrada de la
calle Duphot, porque me habían dicho que Swann solía pasar mucho por allí
cuando iba a casa de su dentista; y mi imaginación diferenciaba de tal modo
al padre de Gilberta del resto de los humanos, y tanta maravilla vertía su
presencia en el mundo real, que antes de llegar a la Magdalena ya iba emo-
cionado al pensar que me acercaba a una calle donde inopinadamente po-
dría ocurrir la sobrenatural aparición.
Pero lo más frecuente —cuando no tenía que ver a Gilberta—, como yo
estaba enterado de que la señora de Swann paseaba a diario por el paseo de
las Acacias, alrededor del lago grande, y por el paseo de la Reina Margarita,
es que encaminara a Francisca hacia, el Bosque de Boulogne. Era para mí el
bosque uno de esos jardines zoológicos donde se encuentra uno reunidas
flores diversas y paisajes contrarios; después de una colina hay una gruta;
luego, un prado, y rocas, y un río, y un foso y un collado y una charca; pero
sin que nosotros ignoremos que están allí para dar ambiente adecuado o
pintoresco marco al retozar del hipopótamo, de las cebras, de los cocodri-
los, de los conejos rusos, de los osos y de la garza real; y el Bosque, tan
complejo, asilo de pequeños mundos distintos y separados —una hacienda
plantada de rojos robles americanos, igual que una explotación agrícola de
la Virginia; un bosque de abetos a la orilla de un lago, un oquedal por donde
asoma de pronto, envuelta en finas hieles, una paseante de agudo y bello
mirar animal, andando muy de prisa—, era asimismo el Jardín de las Muje-
res; y el paseo de las Acacias, plantado para ellas de árboles de una sola es-
pecie —como el paseo de los Mirtos en la Eneida—, era favorito de las be-
llezas más famosas. Lo mismo que el asomar a lo lejos de la roca desde
donde se echa la otaria al agua, arrebata de alegría a los niños; porque saben
que van a ver muy pronto al bicho, ya antes de llegar al paseo de las Aca-
cias, se me aceleraba el latir del corazón: porque de las acacias irradiaba un
perfume delator, ya a distancia, de una blanda individualidad vegetal, cerca-
na y extraña; porque luego, al acercarme, veía ya lo más alto de su travieso
y ligero follaje, de esas hojas fácilmente elegantes, de corte coquetón y teji-
do fino, donde fueron a posarse centenares de flores como colonias aladas y
vibrátiles de parásitos preciosos, y porque tenían un nombre femenino,
ocioso y suave; y el deseo que así me aceleraba el latir del corazón era un
deseo mundano, como esos valses que sólo nos evocan los nombres de her-
mosas invitadas que va anunciando el criado a la entrada del salón de baile.
Me habían dicho que en aquel paseo podría ver a muchas elegantes, que
aunque no eran todas casadas, solían nombrarse cuando se nombraba a la
señora Swann; pero, por lo general, con su nombre de guerra; sus nuevos
nombres, cuando los tenían, no eran más que una especie de incógnito que
los que hablaban de ellas tenían buen cuidado de quitarles para que se su-
piera a quién se referían. Imaginándome que lo bello —en el orden de las
elegancias femeninas— regíase por leyes ocultas al conocimiento y en las
que estaban iniciadas las elegantes, que además, tenían poder para realizar-
las, aceptaba de antemano, como una revelación, la aparición de su toilette,
de su carruaje, de otros mil detalles, en cuyo seno ponía yo toda mi fe como
un alma interior que daba a aquel conjunto efímero y movible la cohesión
de una obra maestra. Pero a quien yo quería ver era a la señora de Swann, y
esperaba su paso, emocionado, como si se tratara de Gilberta, porque sus
padres, impregnados, como todo lo que la rodeaba, del encanto suyo, me
inspiraban tanto amor como ella, y una turbación aun más dolorosa (porque
su punto de contacto con Gilberta estaba en esa parte de su vida, que yo no
conocía), y además (porque pronto me enteré, como se verá, de que no les
gustaba que jugase yo con Gilberta), esa veneración que siempre guardamos
a los que poseen sin freno alguno la posibilidad de hacernos daño.
Para mí, la sencillez se ganaba el primer lugar en el orden de los méritos
estéticos y de las grandezas mundanas el día que veía a la señora de Swann
a pie, con una polonesa de paño, una gorra adornada con un ala de lofóforo
en la cabeza y un ramo de violetas en el pecho, atravesar aprisa el paseo de
las Acacias, como si fuera el camino más corto para ir a su casa, respon-
diendo con una ojeada a los señores de coches que, al reconocer de lejos su
silueta, la saludaban, diciéndose que no había mujer con más chic. Pero,
otras veces, no era la sencillez, sino el fausto, el que se ganaba el primer
puesto de mi preferencia, aquellos días en que después de obligar a Francis-
ca, que ya no podía más y que se quejaba de que sus piernas «se hundían»,
a andar arriba y abajo más de una hora, veía yo, por fin, desembocar por el
paseo que viene de la Porte Dauphine —imagen para mí de un prestigio
real, de una llegada de reina, como ninguna reina de verdad me la ofreció
más adelante, porque la idea que de su poder tenía era menos vaga y más
experimental— la victoria arrastrada por el volar de dos caballos fogosos,
delgados y bien perfilados, como esos de los dibujos de Constantino Guys,
sustentando en su pescante un enorme cochero, tan abrigado como un cosa-
co, y un menudo groom, que recordaba al «tigre» del «difunto Baudenord»,
cuando yo veía —por mejor decir, sentía su forma imprimirse en mi cora-
zón, haciéndome una herida cortante y agotadora— una incomparable vic-
toria, un poco alta, de propósito y transparentando, a través de su lujo, «a la
última», alusiones a las formas de antiguos coches, y en el fondo de la vic-
toria a la señora de Swann, con su pelo, rubio ahora sin más que un mechón
gris, ceñido por una franja de flores, por lo general violetas, de donde caían
largas velos, con una sombrilla color malva en la mano, y en los labios, mis
sonrisa ambigua, que a mí me parecía benevolencia de majestad, y que, en
realidad, era provocación de cocotte, sonrisa que ella inclinaba dulcemente
hacia las personas que la saludaban. Esa sonrisa, en realidad, decía a los
unos: «Me acuerdo muy bien, era exquisito»; a dos otros: «Me habría gusta-
do mucho, pero hemos tenido mala suerte», o «Como usted quiera, voy a
seguir en la fila un momento, y en cuanto pueda me saldré». Cuando los que
pasaban eran desconocidos, sin embargo, dejaba flotar alrededor de sus la-
bios una sonrisa ociosa, sonrisa que parecía esperar a una amiga o acordarse
de otro, y que arrancaba exclamaciones de «¡Qué hermosa es!». Y sólo para
algunos hombres ponía una sonrisa forzada, tímida y fría, que significaba:
«Sí, bichejo, ya sé que tienes lengua de víbora y que no sabes callar. ¿Digo
yo algo de ti?». Coquelin pasaba perorando con un grupo de amigos y salu-
daba a la gente de los coches con ademán ampuloso y teatral. Pero yo no
pensaba más que en la señora de Swann, y hacía como si no la hubiera vis-
to, porque sabía perfectamente que en cuanto llegara a la altura del Tiro de
Pichón mandaría a su cochero salirse de la fila y parar, con objeto de bajar
el paseo a pie. Y los días que me sentía con valor para pasar a su lado arras-
traba a Francisca hacia allí. Y, en efecto, negaba un momento en que por el
paseo, de a pie y en dirección contraria a la nuestra, veía yo a la señora de
Swann, que ostentaba desdeñosamente la larga cola de su traje color malva,
vestida como el pueblo se imagina que van las reinas, con telas y ricos ata-
víos que no llevan las demás mujeres, inclinada la mirada sobre el puño de
su sombrilla, sin fijarse en la gente que pasaba, como si su ocupación capi-
tal fuera hacer ejercicio, sin acordarse de que todo el mundo la veía y de
que todas las miradas convergían hacia ella. Pero, de cuando en cuando, se
volvía para llamar a su lebrel y lanzaba en torno de ella una imperceptible
ojeada circular.
Hasta los que no la conocían sentían una impresión rara y excesiva —
quizá una radiación telepática como las que desencadenaban en la ignorante
multitud tempestades de aplausos en los momentos sublimes de la Berma
—, aviso de que aquella mujer debía de ser una persona conocida. Se pre-
guntaban «¿quién será?», interrogaban a alguno que pasaba por allí, o se
fijaban en el modo como iba vestida, para con ese punto de referencia ir a
preguntar a otros amigos más enterados. Los había que se paraban y decían:
—¿No sabe usted quién es? La señora de Swann. ¿No cae usted? Odette
de Crécy.
—¡Ah!, sí, ya decía yo; esos ojos tristes… Pero, oiga usted, ya no debe
estar en la primera juventud. Me acuerdo que dormí con ella el día que di-
mitió Mac Mahon.
—Será prudente que no se lo recuerde usted. Ahora es la señora de
Swann la mujer de un socio del Jockey Club, de un amigo del príncipe de
Gales. Y aún está magnífica.
—Sí, pero si la hubiera usted visto, entonces sí que estaba bonita. Vivía
en un hotelito muy raro, con cacharros chinos. Me acuerdo de que nos mo-
lestaban mucho los vendedores de periódicos que iban voceando y acabó
por hacerme levantar.
Yo, sin fijarme en lo que decían, percibía en torno de ella el vago murmu-
llo de la celebridad. Mi corazón latía de impaciencia, porque aun tenía que
pasar un momento antes de que todas aquellas gentes, entre las cuales no
estaba, con harto sentimiento mío, un banquero mulato que a mí me parecía
que me despreciaba, vieran que aquel jovenzuelo desconocido, en el que no
se fijaba nadie, saludaba (sin conocerla, a decir verdad, pero creyéndome
autorizado a hacerlo, porque mis padres conocían a su marido, y yo jugaba
con su hija) a esa mujer, reputada universalmente por su elegancia, su belle-
za y su mala conducta. Pero la señora de Swann ya estaba encima, y yo me
quitaba el sombrero con ademán tan exagerado y tan prolongado, que ella
no podía por menos de sonreír. Había personas que se reían. Por lo que a
ella hace, nunca me había visto con Gilberta, no sabía cómo me llamaba;
pero me tomaba —como a los guardas del Bosque, al barquero, a aquellos
patos del lago a los que echaba pan— por uno de esos personajes secunda-
rios, familiares, anónimos de sus paseos por el Bosque, tan desprovisto de
caracteres individuales como un «papel» de teatro. Algunos días no la veía
en el paseo de las Acacias, y solía encontrarla en el de la Reina Margarita,
donde van las mujeres que quieren estar sola o que aparentan quererlo estar;
no pasaba allí mucho rato, porque en seguida se le reunía algún amigo, para
mí desconocido muchas veces; con «tubo» gris, que charlaba largamente
con ella, mientras que los dos coches los iban siguiendo.
He vuelto a encontrar esa complejidad del Bosque de Boulogne, por vir-
tud de la cual es un sitio artificial, un jardín, en el sentido zoológico o mito-
lógico de la palabra, este año, cuando lo atravesaba camino del Trianón, una
de las primeras mañanas de noviembre; porque ese mes, en París y en las
casas donde se siente uno privado y tan cerca del espectáculo del otoño que
agoniza, sin que asistamos a su acabamiento, inspira una nostalgia de hojas
muertas, una verdadera fiebre, que llega hasta quitar el sueño. Allí, en mi
cuarto, cerrado, esas hojas muertas se interponían hacía un mes, evocadas
por mi deseo de verlas, entre mi pensamiento y cualquier objeto en que me
fijara, revoloteando en torbellinos, como esas manchitas amarillas que, a
veces, se nos ponen delante de los ojos, miremos a lo que miremos. Y aque-
lla mañana, al no oír la lluvia de los días anteriores, y al ver sonreír al buen
tiempo en una comisura de las cerradas cortinas, como en la comisura de
una boca cerrada que deja escaparse el secreto de su felicidad, sentí que me
sería dable ver aquellas hojas amarillas atravesadas por la luz, en plena be-
lleza; y sin poder por menos de irme a ver los árboles, coma antaño cuando
oía el viento soplar en la chimenea, no podía por menos de marcharme a
orillas del mar, salí hacia el Trianón, atravesando el Bosque de Boulogne.
Era la estación y la hora en que el Bosque parece más múltiple, no sólo por-
que esté subdividido, sino porque lo está de otra manera. Hasta en las partes
descubiertas donde se abarca un gran espacio, acá y acullá, frente a las som-
brías masas de árboles sin hojas o aún con las hojas estivales, había una do-
ble fila de castaños, que parecía, como en un cuadro recién comenzado, ser
lo único pintado aún por el decorador, que no había puesto color en todo lo
demás, y tendía su paseo en plena luz para el episódico vagar de unos per-
sonajes que serían pintados más tarde.
Más allá, entre todos los árboles que estaban todavía revestidos de hojas
verdes, había uno achaparrado, sin mocha, testarudo, sacudiendo su fea ca-
bellera roja. En otras partes cumplíase como el primer despertar de aquel
mes de mayo de las flores, y había un ampelopsis maravilloso y sonriente,
igual que un espino rosa de invierno, florecido desde aquella mañana. Y el
Bosque presentaba el aspecto provisorio y artificial de unos viveros o de un
parque donde, ya por interés botánico, ya para preparar una fiesta, se acaba-
ran de instalar, entre los árboles de especie común que aun quedaban por
arrancar, dos o tres clases de arbustos de precioso género, con follaje fantás-
tico, y que a su alrededor parecían reservarse un vacío, abrirse espacio y
crear claridad. Así era esa estación del año cuando el Bosque de Boulogne
deja transparentar más diversas esencias y yuxtapone los elementos más
dispares en una bien compuesta trabazón. Y así era también la hora del día.
En aquellos sitios donde había aún árboles con hojas, el follaje parecía su-
frir como una alteración de su materia desde el momento que lo tocaba la
luz del sol; tan horizontal ahora por la mañana como lo estaría horas más
tarde, cuando empezara el crepúsculo vespertino, que se enciende como una
lámpara y proyecta a distancia sobre el follaje un reflejo artificial y cálido,
haciendo llamear las hojas más altas de un árbol, que no es ya más que el
candelabro incombustible y sin brillo donde arde el cirio de su encendida
punta. En unos sitios la luz era espesa, como masa de ladrillos, y cimentaba
toscamente contra el cielo las hojas de los castaños, como un lienzo de fá-
brica persa con dibujos azules, mientras que en otras partes las destacaba
contra el firmamento, hacia el cual tendían ellas sus crispados dedos de oro.
Hacia la mitad de un tronco de árbol revestido de viña loca, la luz hizo un
injerto, del cual arrancaba, imposible de distinguir claramente por el exceso
de luz, un gran ramo de flores rojizas, quizá una variedad de clavel. Las di-
ferentes partes del Bosque, confundidas durante el estío por el espesor y la
monotonía del follaje, se destacaban ahora separadamente. Había claros que
indicaban las separaciones; otras veces, un suntuoso follaje designaba como
una oriflama un lugar determinado. Y podían distinguirse, como en un
plano de colores, Armenonville, el Prado Catalán, Madrid, las orillas del
layo y el Hipódromo. De cuando en cuando se apartaban los árboles, y entre
ellos asomaba alguna construcción inútil, una gruta artificial, un molino,
plantados en la muelle plataforma de una pradera. Veíase claro que el Bos-
que no era un bosque, que respondía a una finalidad muy distinta de la vida
de los árboles; la exaltación que yo sentía no tenía por fuente tan sólo la ad-
miración del otoño, sino un deseo. ¡Manantial de alegría, que el alma perci-
be primeramente sin conocer su causa, sin comprender qué cosa externa la
motiva! Y así miraba yo a los árboles, penetrado de infinita ternura, que iba
mucho más allá de ellos, que se encaminaba, sin darme yo cuenta, hacia esa
maravilla de las mujeres hermosas que se pasean por entre la arboleda unas
horas cada día. Iba camino del paseo de las Acacias. Atravesaba oquedales
donde la luz matinal, que les imponía divisiones nuevas, podaba árboles,
juntaba tallos distintos y componía ramilletes. Hábilmente agarraba dos ár-
boles, y sirviéndose de las poderosas tijeras del sol y de la sombra, cortaba
a cada uno la mitad de su tronco y de sus ramas, y ligando las dos mitades
que quedaban, formaba con ellas, ya un pilar de sombra delimitado por el
sol de alrededor, ya un fantasma de claridad, cuyo contorno artificioso y tré-
mulo se encerraba en una red de sombra. Cuando un rayo de sol doraba las
ramas más altas, parecía que, empapadas en brillante humedad, surgían
ellas solas, de la atmósfera líquida color de esmeralda, donde estaba sumer-
gido, como en el mar, el oquedal entero. Porque los árboles seguían vivien-
do su vida propia, que cuando no tenían hojas brillaba aún mejor en la vaina
de terciopelo verde que envolvía sus troncos, o en el blanco esmalte de las
esferitas de muérdago, sembradas en lo alto de los álamos, y redondas como
el sol y la luna de la Creación miguelangesca. Pero como hacía tanto tiempo
que, por un a modo de injerto, tenían que vivir en relación con las mujeres,
me evocaban la dríada, la damita elegante, esquiva y coloreada, que ellos
abrigan con sus ramas, haciéndoles sentir, como ellos la sienten, la fuerza
de la primavera o del otoño; me recordaban los felices tiempos de mi crédu-
la juventud, cuando yo iba a esos lugares donde maravillosas obras de arte
femenino tomaban forma pasajera entre las hojas inconscientes y encubri-
doras. Pero la belleza, cuyo deseo me inspiraban los abetos y las acacias del
Bosque de Boulogne, era más inquietante que la de los castaños y las lilas
del Trianón, adonde yo me dirigía, porque esa belleza no estaba plasmada
fuera de mí en recuerdos de una época histórica, en obras de arte, en un
templo consagrado al amor, que tenía a sus pies montones de hojas estriadas
de oro. Pasé por la orilla del lago, y fui hasta el Tiro de Pichón. La idea de
perfección que en mí se encerraba la ponía ahora en una victoria un poco
alta, en la delgadez de unos caballos furiosos y rápidos como avispas, con
los ojos inyectados en sangre, cual los crueles caballos de Diómedes; y aho-
ra, arrastrado por un deseo de volver a ver lo que amé un día, tan fuerte
como el que antes me empujaba hacia esos lugares, habría querido tener de-
lante aquellas bestias, en aquel momento en que el enorme cochero de la
señora de Swann, guardado por un menudo groom, que abultaba lo que el
puño, y tan infantil como un San Jorge, intentaba dominar sus alas de acero,
palpitantes y espantadas. Pero, ¡ay!, que ahora ya no se veían más que auto-
móviles, guiados por mecánicos bigotudos, con grandes lacayos al lado.
Hubiera querido tener allí, al alcance de mis ojos corporales, aquellos som-
breritos de mujer, tan chicos y tan bajos, que parecían una corona, para ver
si a ellos les parecían tan bonitos como a los ojos de mi memoria. Pero aho-
ra los sombreros eran enormes, todos cubiertos de flores, de frutas, de varia-
dos pájaros. En vez de aquellos espléndidos trajes de la señora de Swann,
unas túnicas grecosajonas ennoblecían, con arrugas tanagrinas o de estilo
Directorio, a las telas Liberty, sembradas de florecillas, como los papeles
pintados. Los señores que antaño habrían podido pasearse con la señora de
Swann por el paseo de la Reina Margarita, no llevaban en la cabeza el som-
brero gris de otros tiempos, ni sombrero de ninguna clase: iban descubier-
tos. Y a mí ya no me quedaba fe o creencia alguna que infundir en todas es-
tas partes del espectáculo, para darle consistencia, unidad y vida; pasaban
dispersas por delante de mí, al azar, sin verdad, sin llevar centro ninguna
belleza que mis ojos hubieran podido trabajar, como antaño. Eran unas mu-
jeres cualesquiera; yo no tenía fe en su elegancia, y sus trajes me parecían
insignificantes. Pero cuando desaparece una creencia, la sobrevive —y con
mayor vida, para ocultar la falta de esa fuerza que teníamos para infundir
realidad a las cosas nuevas— un apego fetichista a las cosas antiguas, que
ella animaba, como si acaso lo divino residiera en las creencias y no en no-
sotros, y como si nuestra incredulidad actual tuviera por causa contingente
la muerte de los dioses.
Y yo me decía: ¡Qué horror! ¿Cómo es posible que estos automóviles
puedan parecer tan elegantes como los antiguos trenes? Será que he enveje-
cido mucho; pero ello es que no nací para un mundo donde las mujeres van
atadas en trajes que ni siquiera son de paño. ¿Para qué venir aquí, a la som-
bra de estos árboles amarillentos, cuando en lugar de las cosas exquisitas
que servían de marco se han colocado la vulgaridad y la insensatez? Mi
consuelo, hoy que ya no existe la elegancia, es pensar en las mujeres que
conocí. Pero, ¿cómo van a sentir el encanto que era ver a la señora de
Swann con su sencilla toca de color malva, o con un sombrerito sin otro
adorno que un lirio muy derecho, esas gentes que se complacen en contem-
plar a unas criaturas horribles que llevan en el sombrero una pajarera o un
huerto? ¿Cómo hacerles comprender la emoción que yo sentía, las mañanas
de invierno, cuando me encontraba con la señora de Swann, a pie, con su
capillo de nutria, y una sencilla gorra con dos cuchillos de plumas de per-
diz, pero que evocaba toda la artificiosa tibieza de su cuarto, sólo por el ra-
mito de violetas prendido en el pecho, que con su florecer vivo y azulado
frente al cielo gris, frente al aire helado, frente a los árboles sin hojas, tenía
el encanto de no considerar la estación y el tiempo más que como un marco
y de vivir en una atmósfera humana, en la atmósfera de esa mujer, la misma
que envolvía en los jarrones y las jardineras de su salón, junto al fuego en-
cendido, delante del sofá de seda, a otras flores que miraban cómo caía la
nieve por detrás de los cristales? Además, no me habría bastado con que las
modas fueran como entonces. Porque, como existe una gran solidaridad en-
tre las distintas partes de un recuerdo, y nuestra memoria las mantiene jun-
tas en un equilibrio que no se puede alterar ni quitarle nada, lo que yo ha-
bría querido es ir a pasar el final de la tarde en casa de una de esas mujeres,
delante de una taza de té, en una habitación con las paredes pintadas de to-
nos sombríos, como era la de la señora de Swann (el año siguiente a aquel
en que termina la primera parte de este relato), donde brillaran los anaranja-
dos fuegos, la roja combustión, la llama rosa y blanca de los crisantemos en
el crepúsculo de noviembre, en unos momentos semejantes a aquellos en
que (como luego se verá) no supe descubrir los placeres que deseaba. Pero
ya no había más que cuartos de estilo Luis XVI, todos de blanco, esmalta-
dos de hortensias azules. Además, ahora se volvía a París muy tarde. Y si
hubiera pedido a la señora de Swann que reconstituyera para mí los elemen-
tos de ese recuerdo que estaba amarrado a un año lejano, a una fecha a la
que no podría remontarme, me habría contestado que no volvía hasta febre-
ro, cuando ya había pasado, con mucho, el tiempo de los crisantemos; por-
que los elementos de ese deseo eran tan inaccesibles como el placer que an-
taño perseguí en vano. Y habría sido menester igualmente que fueran las
mismas mujeres, aquellas cuyos trajes me interesaban, porque en aquel
tiempo en que todavía seguía yo creyendo, mi imaginación las individuali-
zó, las rodeó de sendas leyendas. Y ¡ay!, en el paseo de las Acacias, en el
paseo de los Mirtos aun vi algunas, ya muy viejas, sombras terribles de lo
que fueron, errantes, buscando desesperadamente yo no sé qué en los bos-
quecillos virgilianos. Acabaron por desaparecer, porque yo me estuve mu-
cho rato interrogando en vano los caminos desiertos. El sol se había puesto.
La Naturaleza tornaba a señorearse del Bosque, y huyó volando la idea de
que era el Jardín Elíseo de la mujer; por encima del molino falso había un
cielo gris de verdad; el viento rizaba el lago grande con onditas pequeñas,
como un lago de veras; grandes pájaros cruzaban por encima del Bosque,
como por encima de un bosque, y lanzando chillidos penetrantes se posaban
uno tras otro en los robles añosos, que con su druídica corona y su majestad
dodeneana, parecían pregonar el inhumano vacío de la selva sin empleo, y
me ayudaban a comprender la contradicción que hay en buscar en la reali-
dad los cuadros de la memoria, porque siempre les faltaría ese encanto que
tiene el recuerdo y todo lo que no se percibe por los sentidos. La realidad
que yo conocí ya no existía. Bastaba con que la señora de Swann no llegara
exactamente igual que antes, y en el mismo momento que entonces, para
que la Avenida fuera otra cosa. Los sitios que hemos conocido no pertene-
cen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facili-
dad. Y no eran más que una delgada capa, entre otras muchas, de las impre-
siones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada
imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los
caminos, los paseos, desgraciadamente, son tan fugitivos como los años.