Educación Ambiental, Rumor de Claroscuros
Educación Ambiental, Rumor de Claroscuros
Educación Ambiental, Rumor de Claroscuros
J ugando con palabras de Eliseo Diego (1993), con las que se refiere a Rubén Darío,
podríamos afirmar que “más de tres décadas son tiempo suficiente para saber si una tendencia
educativa es capaz de resistir más de tres décadas. Y si lo es será por algo, a menos que nos haya
embaucado a todos, en cuyo caso merece por ilusionista un homenaje mayor, y nosotros también
el nuestro, el que corresponde a unos perfectísimos inocentes”. En este sentido, se puede decir
que en el intenso tráfico de la historia de la educación ha habido tendencias efímeras, no
obstante, entre éstas, la educación ambiental no ha deambulado como fugaz fantasma, pues
durante más de treinta años, ha mostrado, a mi entender, capacidad de resistencia, pero sobre
todo una naturaleza virtuosa, a pesar de sus muchos defectos, para jugar un papel fundamental
en el futuro. Millones de acontecimientos la han ido tallando trabajosamente a través de varias
décadas, aunque quizá todavía no posea una consistencia sólida ni cuente con una memoria
meticulosa sobre lo recorrido, sin embargo aquí sigue: como objeto de pensamiento, como
motivo para la acción.
Debemos aceptar que la educación ambiental subsiste no sólo por el mérito propio de afanarse
por obtener un lugar en la historia y por construir su porvenir, sino porque hoy el deterioro
ecológico es mucho más que un monstruo que se infiltra en las pesadillas colectivas y ha llegado a
ser una tiniebla real que nos asecha y que nos obliga a educarnos y a educar a otros para
enfrentarla, para no darle el carácter de sombra pasajera. En este contexto, la educación
ambiental sobrevive porque sigue siendo útil, dado que en ella no ha predominado la intención de
resolver problemas entonando lamentos ni jugando al pregonero de los horrores ecológicos, sino
que ha ido desplegando sentidos, ideas, instrumentos y la terquedad necesaria para enarbolar un
prolongado aliento abierto al futuro.
En este artículo, lejos de intentar una disección fina (o un involuntario destazamiento burdo)
sobre tales diferencias, señalo, desde una perspectiva personal, algunos puntos que caracterizan
y le dan identidad al campo de la educación ambiental. Lo aquí escrito es más el resultado de mis
observaciones personales y del enriquecimiento adquirido a partir del diálogo con educadores que
me han enseñado a ver a la educación ambiental no sólo como un campo de conocimiento, sino
como un territorio donde los sentimientos no son afónicos.
Sus progresos, por encima de los vaivenes, han evitado que hoy sea una escenografía educativa
sin sustancia; y a pesar de sus avances, quizá su capital actual no esté asentado sólo en las
respuestas que genera ni en su obstinación por orientar a las sociedades a otros intereses y
motivaciones, a otros referentes y escenarios; sino en el terco cuestionamiento sobre lo que
hemos hecho mal como sociedad para estar arañando la situación límite en lo ambiental. La
obstinación de la pregunta ha conducido a recapitulaciones críticas sobre el papel de la
educación en la trama de las crisis social y ecológica.
Contagiada por su propio espíritu positivo, la educación ambiental elude convertirse en tierra
baldía, por tal razón prefiere la incertidumbre del futuro que la reta (y que, por ende, le pone
frente a sí la posibilidad de renovar sus sentidos) por encima de las caricias que le brinda la
memoria por las huellas positivas impresas hasta ahora. Por esta razón, la EAbrinda la sensación
de que es más futuro que pasado.
Entre los méritos alcanzados está la convicción de que: i) resulta inconveniente la monogamia
entre la educación ambiental y las ciencias naturales, pues los enfoques complejos invitan a
visiones multidisciplinarias; ii) es indispensable superar la idea de que la EAse remite a adornar la
currícula con materias (por demás extirpables) vinculadas a lo ambiental; iii) las actividades
extraula son necesarias, pero resulta inútil agotar en ellas el acercamiento a la naturaleza; iv) las
dinámicas, los juegos y los materiales didácticos entretienen y pueden ser adornos seductores,
aunque no bastan para generar solidez pedagógica.
En este mismo sentido, la educación ambiental busca: i) enlazar la pluralidad en un solo aliento,
pero no para uniformarla sino para soplar más fuerte; ii) dar relevancia al gran valor de lo
pequeño, pues ahí descansa la base de la vida, y sin el aporte de lo más imperceptible lo más
conmovedor de las grandezas naturales y sociales no sería posible; iii) defender que lo viejo no es
un obstáculo para lo nuevo, ni en el terreno de los conocimientos (de ahí la revaloración de los
saberes ancestrales) ni en lo tecnológico (no se rechazan los avances de la técnica, sin embargo sí
se cuestiona el compulsivo afán por instrumentalizar todas las expresiones de la vida).
El positivo espíritu de la educación ambiental expresado en el apartado anterior no ha podido
impedir vínculos con enfoques conservadores atrapados en la protección de los ecosistemas, en la
ingeniería social, en la escuela convencional, en la visión urbano-industrial, en la entronización
del positivismo, en la alta valoración al enciclopedismo o en el catastrofismo ecológico como
prédica rudimentaria.
2. Debilidades y contradicciones
Si bien la educación ambiental se ha preocupado, más en la actualidad en sus orígenes, por crear
sistemas de evaluación, considero que en este momento no hay lugar para la balanza exacta. Esto
no es obstáculo para señalar algunas de las deficiencias y confusiones que tienen peso
significativo en muchas de sus prácticas.
La educación ambiental, por lo tanto, está habitada no sólo por experiencias y proyectos actuales
y de vanguardia, sino también por viejas visiones (las cuales no es que regresen, sino más bien es
que no se han ido) que poseen la cándida idea de seguir luchando contra contextos que se
extinguieron décadas atrás.
En materia pedagógica, la EA ha sido terreno con frecuencia más abonado por las intuiciones que
por conocimientos indiscutibles sobre el proceso de enseñanza aprendizaje. Esto es debido a que
muchas experiencias de educación ambiental se retuercen sobre sí mismas, sin levantar la mirada
a otros campos de la educación y el conocimiento. Y con ello abordan el peligro de convertir al
campo en un punto ciego, en habitación sin ventanas ni resquicios. Y ninguna experiencia
educativa vuela sola; sin otras alas queda condenada al cautiverio. Sin embargo, abrir el diálogo
exige una seguridad y una madurez que la educación ambiental todavía no tiene a plenitud,
aunque tampoco la conseguirá sin éste.
Por otro lado, esta tendencia educativa también ha sido infectada por una mediocridad que no
duele, pero que vacía las horas, que hace fila frente a la banalidad y embota al campo; medianía
que impide traspasar los umbrales importantes que permiten que un campo de conocimiento se
consolide. Desde luego, ello no ha llevado al naufragio, si bien puede conducir a una navegación
sin faro y sin viento, y a extender las manchas de inmovilidad en el mapa del campo.
4. El futuro
En el futuro, como reflejo de los múltiples timbres de sus voces, la educación ambiental podrá
tener una esencia nómada, pero no errátil. No le corresponde ser una recolectora de éxitos, sino
un fabricante de puertas a la esperanza de mejores escenarios. Atisbar nuevos indicios,
explorarlos, enriquecer lo pasado para evitar que se muera, cabalgar con convicción aunque sea a
lomos de lo incierto es obligado destino para cualquier tendencia educativa que busque persistir.
Pero una de las muchas formas que adquiere el suicidio de una corriente de pensamiento es la de
acurrucarse en la inercia de la edad. Dormirse no es difícil o quedarse en un estado de
duermevela de los buenos deseos. En tal sentido, la EA debe cuidar mantenerse como emblema
de la terca lucha, como velero que fragua su propio viento.
La educación ambiental espera extender sus raíces en la espesura de sus días futuros, aunque no
haya condiciones para prometer trazos precisos en el horizonte ni mucho menos un final feliz.
Esta pregunta sobrevuela a un campo de conocimiento y de práctica educativa que está en pleno
proceso de consolidación. Dicho sobrevuelo a veces resulta sólo una sombra, en ocasiones
aterriza y se planta en el debate y en otras es ignorado. ¿Será necesario darle continuidad al
esfuerzo por generar una respuesta? Depende, si el intercambio de ideas pone como horizonte el
enriquecimiento del campo y analizar las políticas de financiamiento, la continuidad del debate
será redituable; pero si la discusión gira solamente sobre un asunto nominal o se convierte en la
arena para ventilar antagonismos políticos o académicos, entonces los resultados serán
escasamente fértiles.
Desde luego, considero que todos estaremos de acuerdo en que, por encima de la importancia de
tal debate, está la urgencia de dar respuesta a un mundo en crisis donde lo humano es motivo de
persecución y en el que, como diría Neruda, los bosques viven enlutados y el mar cae como gota
ardiendo.
Como dice Grijelmo (2002), las palabras no sólo significan, también evocan. Por eso, el nombre
que le damos a nuestras prácticas no es asunto trivial, tiene que ver con los argumentos, con las
emociones, con la memoria, con las identidades. Cuando entran en juego las trayectorias
personales y colectivas, las experiencias y las huellas, las cargas sentimentales, las intenciones
finales, no puede ser indistinto llamarle a una práctica social de un modo o de otro.
En este contexto, resulta obvio que no es lo mismo nombrar de una o de otra manera a lo que
hacemos, es necesario sopesar distintos elementos para optar. Inclinarse por una o por otra
forma de asignar nombres no significa descalificar o vilipendiar lo otro, pero sí marcar
diferencias.
1
El debate sobre la conveniencia de hablar de educación ambiental o educación para el desarrollo
sustentable surge a mediados de los noventa a partir de los esfuerzos de la UNESCOpor impulsar el segundo
término. La cumbre de Johannesburgo acentúa la discusión. Para más elementos al respecto se recomienda
revisar el artículos de González Gaudiano (2005 y 2006), citados en la bibliografía.
2
Para tener un panorama general sobre la evolución y contribuciones de la educación ambiental en América
Latina puede revisarse el artículo de Esteva (2004) incluido en la bibliografía
Esto sea dicho con el afán de enfatizar que debatir si es mejor hablar de educación ambiental o
hablar de educación para el desarrollo sostenible, no es una muestra de pueril entretenimiento
académico (aunque bien podría quedar en ello); es más bien parte de una lucha social por
asignarle significado al sentido de la educación.
En mi opinión, debatir ambos términos debemos verlo como una oportunidad para evitar que las
visiones hegemónicas hagan crecer su latifundio en las formas de nombrar las prácticas sociales;
es una ocasión propicia para oponerse a la legitimación de los enfoques gerenciales de la
educación; es una circunstancia favorable para resistirse a que nuestros imaginarios se conviertan
en sucursales de las ínfulas cosmopolitas; es una posibilidad para negarse a ser tierra dócil a la
pretensión de imponer el monocultivo de los nombres y de las ideas.
Por ello es importante que esta discusión no se dé desde una visión elitista y sólo en la pompa
jabonosa del establishment académico. Tenemos que llevarla a otros ámbitos para discutir en el
marco de la pluralidad, cuál es el futuro de la educación ambiental que nos imaginamos
colectivamente.
Optar y defender un término no es un asunto de caprichos nominales, sino de una discusión sobre
las ideas que sustentan dichos términos. La intención es darle sustancia a los nombres, confrontar
las distintas posiciones y, más que un bautizo generalizado para nuestras prácticas, ubicar las
convergencias que hagan posible el desarrollo del campo.
Hay algo que podemos afirmar, al menos por ahora: este debate que hoy vivimos no es un punto
de llegada, ni tampoco de quiebre, sino una oportunidad para repensar lo discutido y de
sacudirse la tentación de hacer de lo consensuado una doctrina.
Si esta discusión, que desde hace unos años se viene dando de manera intermitente, no es un
definitivo sitio de arribo ni un paraje de quiebre, debemos aprovecharla para posicionarnos
personal e institucionalmente, pues creo que lo que más daño le haría al campo es una
generalizada postura de oportunidad o una actitud alcahueta de que todo es válido a nombre de
la pluralidad.
En este artículo, pretendo ubicar cuáles son los principios que caracterizan y le dan esencia a una
educación ambiental que asume una perspectiva crítica. Con este intento, y cabe enfatizarlo,
evidentemente no busco construir una visión idílica, y mucho menos universal, de la EA, tampoco
crear una especie de prescripciones a seguir; lo que persigo es destacar aquellos principios que le
permitan a la educación ambiental dialogar con la educación para el desarrollo sostenible, o con
otros enfoques, desde una postura explícitamente definida para ubicar contrastes y
convergencias. Pretendo también abordar las preguntas: ¿cuáles son los principios que los
educadores ambientales deberíamos defender ante otros corrientes? ¿Qué elementos de nuestro
repertorio teórico y práctico no debemos estar dispuestos a perder en el diálogo con otras
tendencias y ante la posibilidad de otros posibles nombres?
Considero que buscar las respuestas a tales interrogantes nos permite impedir que el activismo
nos adormezca la memoria y que otras corrientes ejerzan una influencia que nos lleve a dibujar
lo construido en las décadas anteriores en la educación ambiental.
i) Dimensión política;
ii) Dimensión pedagógica;
iii) Dimensión ética;
iv) Dimensión sobre el paradigma de conocimiento.
De más está decir que tales principios no han surgido como resultado de la espontaneidad o de las
ocurrencias; son producto del esfuerzo que han realizado en el campo de la educación ambiental
organizaciones de base, grupos civiles e intelectuales, quienes al conformar un movimiento social
han aportado prácticas y reflexiones al campo y se han resistido a adoptar acríticamente
corrientes pedagógicas que se muestran, a la vez, vestidas con encajes cosmopolitas y desnudas
de realidad.
7. Dimensión política
En lo político, de acuerdo con las orientaciones y los autores citados, la educación ambiental
debe intencionadamente buscar ser:
1) Transformadora y emancipadora
2) Cuestionadora, explícita y discrepante
3) Constructora de ciudadanía política
Otra posible consecuencia, muy distinta por lo demás, que se deriva de la dilución de la crítica
política, es que los discursos educativos se llenarían de un romanticismo estéril que promueve la
fantasía de un espectacular cambio social a partir de las transformaciones personales, y se
olvidan, o al menos quieren hacerlo, de la existencia de la profunda injusticia social y las
marcadas inequidades económicas. En tal sentido, el discurso educativo anuncia el advenimiento
de un paraíso verde construido bajo la conducción de las fundaciones empresariales y los gestos
sociales de buena voluntad. Con una perspectiva política empobrecida, la educación ambiental
aspiraría a convertirse en una especie de “teletón para los ecosistemas”, es decir, en un masivo
ejercicio de caridad y no en un esfuerzo por cambiar la realidad en un sentido más integral.
Una educación ambiental que asuma una débil crítica política perdería también la capacidad y el
interés por desmontar públicamente la justificación ideológica del poder establecido; ocultaría
las responsabilidades diferenciadas de la depredación; y promovería la idea perversa de que urge
modificar los comportamientos sociales con respecto a los ecosistemas, pero sin alterar de
manera sustantiva la estructura del poder. En lugar de disruptiva, la EA quedaría en una postura
simplemente discrepante absorta en una inconformidad trivial.
8. Dimensión ética
Entre múltiples principios éticos, ubicados en los autores y la literatura revisada, hay dos que
destacan; en ellos se establece que la educación ambiental debe ser:
4) Generadora de iniciativas solidarias y de responsabilidad compartida.
5) Promotora de la vida para que sea considerada como primer valor.
Con el segundo enunciado se plantea que la educación ambiental tiene que ampliar los márgenes
de la responsabilidad humana, y generar un compromiso de respeto hacia la naturaleza; con ello
se asume que nuestra especie no debe desvincularse de las otras si pretende preservarse en el
largo plazo. Esto le exige hacer de lo ambiental una parte sustantiva de la cultura y ver al
territorio no sólo como un objeto de propiedad, sino como un espacio vital de interacción
ecológica.
Pero si en esta dimensión ética la educación ambiental diluye o pierde la perspectiva crítica,
favorecería un simulacro en el que se circunscriba el ensanchamiento de la responsabilidad
humana a la relación con los ecosistemas (muchas veces restringido a la naturaleza espectacular),
dejando fuera o en segundo lugar la necesaria renovación profunda del sujeto moderno para que
éste priorice tanto el cuidado de la vida como las transformaciones de la estructura social en
busca de la solidaridad humana y la justicia, es decir, que se convierta en un “agente moral”
(Sosa, 2001) capaz de prever la consecuencia de las acciones, formular juicios de valor y elegir en
entre diferentes vías de acción ambiental.
Por lo anterior, la extensión de los márgenes de la responsabilidad social exige una revisión
amplia que rebasa a una ética cómoda y de oportunidad caracterizada por expresiones de
conmiseración o lástima hacia las demás formas de vida.
Sin una ética ambiental construida con una perspectiva crítica, la educación ambiental sería sólo
un instrumento de divulgación de las campañas glamorosas, astutas e hipócritas que han puesto
de moda los mecenazgos y “el marketing con causa verde”, como lo ha señalado, entre otros,
Vicente Verdú (2003). Sin una perspectiva crítica, la EA terminará promoviendo, siguiendo las
ideas de Baudrillard (2000), esa forma de cinismo fundamental que es la voluntad del espectáculo
y la ilusión, en el que más que las sustancias de las nuevas causas y de los hechos signoficativos
importa la mágia del efecto, el éxtasis de la simulación.
Desde la perspectiva de una educación ambiental crítica, la ética debe tener sus fundamentos en
una clara postura de disrupción en muchos de los campos de la actividad humana; por lo tanto,
esto también exige promover las evaluaciones morales sobre la ciencia y la tecnología, lo cual las
haría perder su falsa calidad de expresiones neutrales del desarrollo humano. Un precepto
central en una ética ambiental crítica es, aceptando la necesaria transformación de los
ecosistemas por los humanos, ponerle límites culturales a la intervención humana en los
ecosistemas; límites que no se fundamenten sólo en los criterios de la ciencia y la tecnología, y
consideren también la sustentabilidad social y el repertorio de valores ambientales.
En este sentido, también dejaría de cuestionarse de manera explícita la contribución que las
ciencias sociales hacen al mantenimiento del status quo al explicarlo y justificarlo con
frecuencia, en lugar de asumir un mayor compromiso por remediarlo, como señalaba Bourdieu.
En otra línea, una educación ambiental políticamente displicente no se opondría a que los
sectores dominantes se apropien, para su beneficio político y económico, de los resultados de un
nuevo saber ambiental fundamentado en el diálogo de saberes. Porque la construcción dialógica,
participativa y horizontal del conocimiento no garantiza, sin la justicia social, la equidad
económica y la democracia política. Y en este marco los nuevos saberes pueden convertirse en
otro instrumento para la legitimación y el lucro de quienes hoy dominan en las sociedades. El
saber ambiental puede llegar a ser el producto de la confluencia de la pluralidad de
cosmovisiones que habitan el planeta, pero con una educación ambiental sin una perspectiva
crítica se facilitaría que tal pluralidad juegue sólo el papel de insumo, pero no de copartícipe del
usufructo del saber construido.
Con una educación ambiental así, se privilegiaría una visión “educacionista”, la cual asegura que
la educación es el motor del cambio social y que entonces basta educar bien para que la sociedad
cambie, perdiendo de vista, muchas veces de manera dolosa, las condicionantes económicas,
políticas y sociales.
Sin una perspectiva crítica la educación ambiental puede quedar atrapada en una propuesta
pedagógica innovadora en sus contenidos y en su instrumental didáctico, pero incapaz de avanzar
hacia una currícula que impida la aceptación y el refuerzo de las desigualdades sociales
existentes. En este sentido, se ha llegado al absurdo de pensar que los colegios y universidades
de elite son los que mejor educación ambiental hacen porque sus estudiantes tienen un
“decente” comportamiento ecológico, aunque la “pedagogía ambiental” con la que se impulsa
éste no vincule en absoluto la sustentabilidad con las dimensiones sociales y políticas.
Una educación ambiental acrítica asumiría, por ejemplo, un constructivismo insulso que lejos de
promover una relación estrecha entre la transformación del medio sociocultural y ambiental, por
un lado, y los procesos de aprendizaje, por otro; impulse a los sujetos de la educación a aprender
a adaptarse al medio, con sus inequidades predominantes, más que a buscar la transformación.
11. Conclusiones
1. Desde mi perspectiva, y considerando la historia de otras corrientes educativas (como la
educación permanente, la educación de adultos, la educación para el consumo), emanadas de los
organismos internacionales el surgimiento de la educación para el desarrollo sostenible puede
significar, en el mejor de los casos, un complemento funcional, o en el peor de los mismos, un
contrapeso a la visión más progresista de la educación ambiental en América Latina.
Con lo anterior no significa, para nada, que yo asuma una visión complaciente de lo que sucede
hoy en materia de educación ambiental en América Latina, de hecho en el apartado 2 apunto
algunas de las debilidades que ésta posee. Pero tales deficiencias pasarían a ser asunto menor si
además se llega a imponer una perspectiva en la que el carácter crítico se diluya o se pierda.
Basta esto último para que, como traté de explicarlo, se deriven una serie de consecuencias
negativas en lo político, lo ético, lo paradigmático y lo pedagógico en la teoría y en la práctica de
la educación ambiental.
Espero que sean los educadores ambientales, no sólo sus ideólogos más destacados, quienes
contribuyan a establecer, con mayor claridad y profundidad que este apretado ejercicio, lo que
debemos defender, lo que debemos negarnos a ceder en la educación ambiental que hemos
construido; de tal manera que reafirmemos nuestras posturas y demostremos que no damos giros
caprichosos por el sólo hecho de que cambien los vientos institucionales, por las novedades
nominales o por el vaivén de las modas discursivas.
2. No hay necesidad de esfuerzo ni originalidad para ser pesimista en estos días, el extravío
ambiental y una especie de paisaje de los escombros ecológicos nos envuelven hasta sin salir de
casa. Pero en medio de las aprensiones existen movimientos que nos invitan a sonar alarmas, a
romper inercias, a recuperar sentidos y a abrirle pasos al futuro. Entre éstos se encuentra la
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