Educación Ambiental, Rumor de Claroscuros

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Educación ambiental: rumor de claroscuros

Javier Reyes Ruiz

I. Educación ambiental: menos pasado que futuro

J ugando con palabras de Eliseo Diego (1993), con las que se refiere a Rubén Darío,

podríamos afirmar que “más de tres décadas son tiempo suficiente para saber si una tendencia
educativa es capaz de resistir más de tres décadas. Y si lo es será por algo, a menos que nos haya
embaucado a todos, en cuyo caso merece por ilusionista un homenaje mayor, y nosotros también
el nuestro, el que corresponde a unos perfectísimos inocentes”. En este sentido, se puede decir
que en el intenso tráfico de la historia de la educación ha habido tendencias efímeras, no
obstante, entre éstas, la educación ambiental no ha deambulado como fugaz fantasma, pues
durante más de treinta años, ha mostrado, a mi entender, capacidad de resistencia, pero sobre
todo una naturaleza virtuosa, a pesar de sus muchos defectos, para jugar un papel fundamental
en el futuro. Millones de acontecimientos la han ido tallando trabajosamente a través de varias
décadas, aunque quizá todavía no posea una consistencia sólida ni cuente con una memoria
meticulosa sobre lo recorrido, sin embargo aquí sigue: como objeto de pensamiento, como
motivo para la acción.

Debemos aceptar que la educación ambiental subsiste no sólo por el mérito propio de afanarse
por obtener un lugar en la historia y por construir su porvenir, sino porque hoy el deterioro
ecológico es mucho más que un monstruo que se infiltra en las pesadillas colectivas y ha llegado a
ser una tiniebla real que nos asecha y que nos obliga a educarnos y a educar a otros para
enfrentarla, para no darle el carácter de sombra pasajera. En este contexto, la educación
ambiental sobrevive porque sigue siendo útil, dado que en ella no ha predominado la intención de
resolver problemas entonando lamentos ni jugando al pregonero de los horrores ecológicos, sino
que ha ido desplegando sentidos, ideas, instrumentos y la terquedad necesaria para enarbolar un
prolongado aliento abierto al futuro.

Es decir, la educación ambiental ha superado, me parece, el peligro de convertirse en un cadáver


prematuro que sólo vio la luz en algunos eventos dignos de memoria; ha sobrepasado el riesgo de
sufrir el encapsulamiento académico o de ser tan inútil como un corazón sin cuerpo.

Como el inagotable, y a veces caprichoso, caleidoscopio social no es afecto a los esparcimientos


sencillos, la premisa de la que parte la educación ambiental (la necesidad de reeducarnos frente
a la naturaleza y frente a nosotros mismos) es interpretada de múltiples maneras, por lo que
brota una diáspora de i) explicaciones sobre el origen de los problemas, ii) de horizontes
deseables a los cuales llegar, iii) de rutas que deben transitarse. La divergencia,
ineludiblemente, implica disputas recurrentes (por lo demás legítimas y normales), al interior
del campo. Y las interpretaciones de tales forcejeos a veces abonan a la claridad y en ocasiones
hacen más vaga la imagen de lo que pasa en el terreno de la educación ambiental.

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Y si tal masa multicolor en la que se ha convertido la educación ambiental se viera en el espejo,
éste le devolvería una imagen de algo que sí existe, aunque sus contornos y confines serían
borrosos y le sustraerían nitidez al retrato, pues esta corriente educativa ambiental tiene un
semblante móvil, escurridizo, difuso, además de cargado de zurcidos y fisuras. Es un hecho que
en el espejo no habría silencio, y sí un intenso vaivén de acciones en ebullición, unas que se
esfuman otras que se vuelven huellas.

En este artículo, lejos de intentar una disección fina (o un involuntario destazamiento burdo)
sobre tales diferencias, señalo, desde una perspectiva personal, algunos puntos que caracterizan
y le dan identidad al campo de la educación ambiental. Lo aquí escrito es más el resultado de mis
observaciones personales y del enriquecimiento adquirido a partir del diálogo con educadores que
me han enseñado a ver a la educación ambiental no sólo como un campo de conocimiento, sino
como un territorio donde los sentimientos no son afónicos.

1. El espíritu de la educación ambiental


El acta de nacimiento de la educación ambiental no existe, porque las fechas no coinciden y hay
serias dudas sobre la paternidad (atribuible, para algunos, a la pulcra burocracia internacional;
para otros a un mestizaje impío entre la ciencia y algunas prácticas contraculturales). Sin
embargo, hay indicios de que comparte la sangre con el cansancio por los autoritarismos (burdos
o velados y de cualquier signo); con la resistencia a que el planeta calce botas militares; con el
rechazo a ese templo del fastidio y anfiteatro de la creatividad que es la escuela; con la
divulgación de la idea de que debajo de cualquier color de piel o de creencias el corazón humano
late igual en todos; con la defensa de que los altos sueños tengan sustratos libremente
diferentes.

Es decir, la educación ambiental, especialmente en América Latina, comparte el árbol


genealógico con los movimientos sociales que durante la segunda parte del siglo XX combatieron
contra la supresión de la esperanza, contra las pesadillas envueltas en confort y publicidad,
contra la monotonía social; movimientos que entreabrieron ventanas para señalar que el futuro
no podía restringirse a dos escenarios: el capitalismo salvaje o el socialismo bárbaro. La EAtiene,
entonces, una infancia ligada a los conjuros contra una inercia política, de izquierda y de
derecha, que le zurcía la boca y los párpados a la gente para asfixiarla de docilidad y
mansedumbre, por las buenas o las malas.

Con el surgimiento de la educación ambiental se le dio carta de naturalización al rechazo de que


el alma y el cuerpo del planeta tengan dueño; nació con ella el aguafiestas del festival del
absurdo al que nos ha llevado una sociedad que, por presumir un espíritu moderno, roza algo tan
antiguo como el suicidio, gracias a la mecánica precisión con la que va metiendo a los
ecosistemas en graves riesgos que no sabemos ni nombrar. En su defensa por la vida, la ES ha
intentado detener el juego de las mutilaciones y deshacer una larga colección de pequeñas
muertes.

La educación ambiental en su andar se ha cuidado, no siempre con éxito, de no impregnarse del


color del desastre ecológico, sino que pretende exhalar un aliento de esperanza frente al incierto
horizonte del futuro; de no hacerlo así, habría empujado al precipicio el sentido más profundo de
la educación: que las transformaciones sociales son posibles.

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Por otro lado, la historia de la educación ambiental, a pesar de que su pasado camina con ella,
no es una hebra en la que se vayan ensartando capítulos consecutivos, pues no ha tenido, ni
tendrá, una evolución lineal y ascendente, aunque sí ha logrado transitar de un balbuceo modesto
a un discurso decidido.

Sus progresos, por encima de los vaivenes, han evitado que hoy sea una escenografía educativa
sin sustancia; y a pesar de sus avances, quizá su capital actual no esté asentado sólo en las
respuestas que genera ni en su obstinación por orientar a las sociedades a otros intereses y
motivaciones, a otros referentes y escenarios; sino en el terco cuestionamiento sobre lo que
hemos hecho mal como sociedad para estar arañando la situación límite en lo ambiental. La
obstinación de la pregunta ha conducido a recapitulaciones críticas sobre el papel de la
educación en la trama de las crisis social y ecológica.

Contagiada por su propio espíritu positivo, la educación ambiental elude convertirse en tierra
baldía, por tal razón prefiere la incertidumbre del futuro que la reta (y que, por ende, le pone
frente a sí la posibilidad de renovar sus sentidos) por encima de las caricias que le brinda la
memoria por las huellas positivas impresas hasta ahora. Por esta razón, la EAbrinda la sensación
de que es más futuro que pasado.

Entre los méritos alcanzados está la convicción de que: i) resulta inconveniente la monogamia
entre la educación ambiental y las ciencias naturales, pues los enfoques complejos invitan a
visiones multidisciplinarias; ii) es indispensable superar la idea de que la EAse remite a adornar la
currícula con materias (por demás extirpables) vinculadas a lo ambiental; iii) las actividades
extraula son necesarias, pero resulta inútil agotar en ellas el acercamiento a la naturaleza; iv) las
dinámicas, los juegos y los materiales didácticos entretienen y pueden ser adornos seductores,
aunque no bastan para generar solidez pedagógica.

En este mismo sentido, la educación ambiental busca: i) enlazar la pluralidad en un solo aliento,
pero no para uniformarla sino para soplar más fuerte; ii) dar relevancia al gran valor de lo
pequeño, pues ahí descansa la base de la vida, y sin el aporte de lo más imperceptible lo más
conmovedor de las grandezas naturales y sociales no sería posible; iii) defender que lo viejo no es
un obstáculo para lo nuevo, ni en el terreno de los conocimientos (de ahí la revaloración de los
saberes ancestrales) ni en lo tecnológico (no se rechazan los avances de la técnica, sin embargo sí
se cuestiona el compulsivo afán por instrumentalizar todas las expresiones de la vida).
El positivo espíritu de la educación ambiental expresado en el apartado anterior no ha podido
impedir vínculos con enfoques conservadores atrapados en la protección de los ecosistemas, en la
ingeniería social, en la escuela convencional, en la visión urbano-industrial, en la entronización
del positivismo, en la alta valoración al enciclopedismo o en el catastrofismo ecológico como
prédica rudimentaria.

2. Debilidades y contradicciones
Si bien la educación ambiental se ha preocupado, más en la actualidad en sus orígenes, por crear
sistemas de evaluación, considero que en este momento no hay lugar para la balanza exacta. Esto
no es obstáculo para señalar algunas de las deficiencias y confusiones que tienen peso
significativo en muchas de sus prácticas.

Y no es infrecuente que como consecuencia de estos raros maridajes de enfoques, de estas


extrañas mixturas de teorías de un lado y prácticas del otro y de tales contradicciones

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espectrales (no siempre producto de posiciones acomodaticias o mal intencionadas, sino fruto de
la ingenuidad de quienes impulsan proyectos), la educación ambiental termina pariendo
engendros de cara amable. Y derivado de ello, y que es lo más grave, esta corriente educativa
termina siendo una protesta tibia y no un himno de insurgencia y rebelión, es decir, se convierte
en una plataforma de discursos firmes y radicales, aunque prácticas débiles cargadas de bisutería
o reproductoras de las convenciones educativas predominantes. Comparto, en esta línea, el
señalamiento de Gutiérrez (2006) en el sentido de que destacan en los discursos y prácticas de la
EAalgunos rasgos de autismo, inocencia y filantropía; falta de perspicacia, débil capacidad de
presión, escasa credibilidad y capacidad de convicción.

La educación ambiental, por lo tanto, está habitada no sólo por experiencias y proyectos actuales
y de vanguardia, sino también por viejas visiones (las cuales no es que regresen, sino más bien es
que no se han ido) que poseen la cándida idea de seguir luchando contra contextos que se
extinguieron décadas atrás.

La renovación de la educación ambiental, que implica superar lo anterior, exige el ineludible


desarrollo de la praxis (articulación de la práctica con la reflexión); pero esto se ha dificultado
porque los intelectuales con frecuencia tratan a palos a las expresiones prácticas y como
respuesta quienes ejecutan proyectos de promoción descalifican a quienes elaboran teoría,
acusándolos de querer desatar nudos con abstracciones herméticas. Una consecuencia lógica de
este desencuentro es que los proyectos locales y prácticos se convierten en voces sintetizadas
incapaces de renovar discursos y estrategias operativas, y los teóricos acomodan las luces que
generan en lugares donde son inútiles; y más que un diálogo de sordos crece un silencio denso
que se clava en ambos lados.

En materia pedagógica, la EA ha sido terreno con frecuencia más abonado por las intuiciones que
por conocimientos indiscutibles sobre el proceso de enseñanza aprendizaje. Esto es debido a que
muchas experiencias de educación ambiental se retuercen sobre sí mismas, sin levantar la mirada
a otros campos de la educación y el conocimiento. Y con ello abordan el peligro de convertir al
campo en un punto ciego, en habitación sin ventanas ni resquicios. Y ninguna experiencia
educativa vuela sola; sin otras alas queda condenada al cautiverio. Sin embargo, abrir el diálogo
exige una seguridad y una madurez que la educación ambiental todavía no tiene a plenitud,
aunque tampoco la conseguirá sin éste.

Por otro lado, esta tendencia educativa también ha sido infectada por una mediocridad que no
duele, pero que vacía las horas, que hace fila frente a la banalidad y embota al campo; medianía
que impide traspasar los umbrales importantes que permiten que un campo de conocimiento se
consolide. Desde luego, ello no ha llevado al naufragio, si bien puede conducir a una navegación
sin faro y sin viento, y a extender las manchas de inmovilidad en el mapa del campo.

Una de las mayores debilidades de la educación ambiental, en mi perspectiva, es que aunque ha


extendido la sensibilización y el conocimiento sobre los problemas ecológicos ha sido poco capaz
de generar procesos sociales que culminen en la formulación de políticas públicas emanadas de
los actores locales. Sin la perspectiva del impacto político, la educación ambiental queda en el
territorio del encantamiento, de los buenos deseos y nobles ideales, de los hechizos que generan
transformaciones impensadas, pero no penetra la compleja realidad que debe enfrentarse. No se
trata de una debilidad escasamente abordada, sin embargo lo realizado hasta ahora para
superarla está lejos de responder al tamaño del lamento al respecto.

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3. La gente que hace la educación ambiental
Las educadoras y educadores ambientales son, en general, personas generosas a la hora de tejer
y destejer discursos, dispuestas a desplegar su capacidad, sin importar su nivel intelectual, para
debatir en el espeso olor de las ideas. Y muestran convicción para no doblar las alas frente a un
contexto abrumador, tanto en lo ecológico como en lo político-social. Es decir, son ciudadanos
que sudan para poder soñar, que se atarean en el presente para dibujar futuros más abiertos.
La experiencia, al menos la mía, muestra que el buen educador ambiental no es el que posee los
más altos grados académicos, sino quienes han acumulado un ancho caudal de vivencias
personales, de experiencias de apuración y gozo; que hablan usando visiones subjetivas y la
somnolienta conjugación impersonal; y lo hacen así porque han encarnado proyectos sembrados
con pasión en la vida real, lo cual los acerca más al esclarecimiento del mundo. Son individuos o
grupos que se mueven por la energía que les da el aprendizaje tanto de las experiencias
derrotadas como proyectos que son verdaderos destellos entre las sombras de la mediocridad o
de la inercia.

En el campo de la EA se percibe el aliento de una boca colectiva, proveniente de una comunidad


de educadores que con silenciosa terquedad y segura fibra defiende un principio básico que la
une: contribuir a que la vida sea, como dice Saramago, una orquesta que no deje de tocar. Estos
educadores ambientales entienden, hoy mejor que nunca, que ningún movimiento social puede
sobrevivir con las campanas enterradas y que se requiere darle a la EA visibilidad pública y
centralidad política.

Hay educadores ambientales monotemáticos y monodisciplinares cargados de voluntarismo


ingenuo, enredados en la autoereferencia, llenos de candor político, doctorados en discursos
catastrofistas, mezquinos como nadie, débiles sin necesidad, de insuficiente imaginación y de
desnutrida sagacidad; por ello no es una sorpresa, todo campo educativo no puede dejar de ser,
en cierta forma, un espejo de lo que somos como sociedad.

4. El futuro
En el futuro, como reflejo de los múltiples timbres de sus voces, la educación ambiental podrá
tener una esencia nómada, pero no errátil. No le corresponde ser una recolectora de éxitos, sino
un fabricante de puertas a la esperanza de mejores escenarios. Atisbar nuevos indicios,
explorarlos, enriquecer lo pasado para evitar que se muera, cabalgar con convicción aunque sea a
lomos de lo incierto es obligado destino para cualquier tendencia educativa que busque persistir.
Pero una de las muchas formas que adquiere el suicidio de una corriente de pensamiento es la de
acurrucarse en la inercia de la edad. Dormirse no es difícil o quedarse en un estado de
duermevela de los buenos deseos. En tal sentido, la EA debe cuidar mantenerse como emblema
de la terca lucha, como velero que fragua su propio viento.

La educación ambiental espera extender sus raíces en la espesura de sus días futuros, aunque no
haya condiciones para prometer trazos precisos en el horizonte ni mucho menos un final feliz.

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II. ¿Educación ambiental o educación para el desarrollo sustentable?1

Esta pregunta sobrevuela a un campo de conocimiento y de práctica educativa que está en pleno
proceso de consolidación. Dicho sobrevuelo a veces resulta sólo una sombra, en ocasiones
aterriza y se planta en el debate y en otras es ignorado. ¿Será necesario darle continuidad al
esfuerzo por generar una respuesta? Depende, si el intercambio de ideas pone como horizonte el
enriquecimiento del campo y analizar las políticas de financiamiento, la continuidad del debate
será redituable; pero si la discusión gira solamente sobre un asunto nominal o se convierte en la
arena para ventilar antagonismos políticos o académicos, entonces los resultados serán
escasamente fértiles.

Es un hecho que la historia futura de la educación ambiental no estará determinada solamente


por el debate aludido, pero resulta indispensable que en él estén expresadas las distintas
posiciones políticas que existen en el campo. Así, frente a esta disputa me parece indispensable
señalar aquellos elementos que se han venido convirtiendo en principios centrales (con
frecuencia más de la teoría que de la práctica, pero no por ello dejan de aportar a la identidad
del campo) de la educación ambiental en América Latina2. Con ellos, como parte del capital
social de la EA hay que abordar la interlocución con otros enfoques.

Desde luego, considero que todos estaremos de acuerdo en que, por encima de la importancia de
tal debate, está la urgencia de dar respuesta a un mundo en crisis donde lo humano es motivo de
persecución y en el que, como diría Neruda, los bosques viven enlutados y el mar cae como gota
ardiendo.

5. La necesidad del debate


Todos sabemos que a un movimiento social se le conoce no sólo por su particular estilo de alzar la
voz en el mundo, por su trayectoria, por sus frutos y banderas; también se le identifica por su
manera específica de nombrar las cosas, pues a través de las palabras se construyen las
identidades y se toman opciones para explicarnos la realidad.

Como dice Grijelmo (2002), las palabras no sólo significan, también evocan. Por eso, el nombre
que le damos a nuestras prácticas no es asunto trivial, tiene que ver con los argumentos, con las
emociones, con la memoria, con las identidades. Cuando entran en juego las trayectorias
personales y colectivas, las experiencias y las huellas, las cargas sentimentales, las intenciones
finales, no puede ser indistinto llamarle a una práctica social de un modo o de otro.

En este contexto, resulta obvio que no es lo mismo nombrar de una o de otra manera a lo que
hacemos, es necesario sopesar distintos elementos para optar. Inclinarse por una o por otra
forma de asignar nombres no significa descalificar o vilipendiar lo otro, pero sí marcar
diferencias.

1
El debate sobre la conveniencia de hablar de educación ambiental o educación para el desarrollo
sustentable surge a mediados de los noventa a partir de los esfuerzos de la UNESCOpor impulsar el segundo
término. La cumbre de Johannesburgo acentúa la discusión. Para más elementos al respecto se recomienda
revisar el artículos de González Gaudiano (2005 y 2006), citados en la bibliografía.

2
Para tener un panorama general sobre la evolución y contribuciones de la educación ambiental en América
Latina puede revisarse el artículo de Esteva (2004) incluido en la bibliografía

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Las palabras, en este sentido, nos ayudan a delimitar el territorio socio-político del que nos
sentimos parte. Nos evocan, sin necesariamente explicitarlo, historias comunes, otras palabras
compartidas, aspiraciones colectivas. Es decir, las palabras tienden vínculos y nos dan identidad,
nos posicionan frente al mundo junto a unos individuos, y nos marcan cierta distancia con
respecto a otros.

Esto sea dicho con el afán de enfatizar que debatir si es mejor hablar de educación ambiental o
hablar de educación para el desarrollo sostenible, no es una muestra de pueril entretenimiento
académico (aunque bien podría quedar en ello); es más bien parte de una lucha social por
asignarle significado al sentido de la educación.

En mi opinión, debatir ambos términos debemos verlo como una oportunidad para evitar que las
visiones hegemónicas hagan crecer su latifundio en las formas de nombrar las prácticas sociales;
es una ocasión propicia para oponerse a la legitimación de los enfoques gerenciales de la
educación; es una circunstancia favorable para resistirse a que nuestros imaginarios se conviertan
en sucursales de las ínfulas cosmopolitas; es una posibilidad para negarse a ser tierra dócil a la
pretensión de imponer el monocultivo de los nombres y de las ideas.

Por ello es importante que esta discusión no se dé desde una visión elitista y sólo en la pompa
jabonosa del establishment académico. Tenemos que llevarla a otros ámbitos para discutir en el
marco de la pluralidad, cuál es el futuro de la educación ambiental que nos imaginamos
colectivamente.

Optar y defender un término no es un asunto de caprichos nominales, sino de una discusión sobre
las ideas que sustentan dichos términos. La intención es darle sustancia a los nombres, confrontar
las distintas posiciones y, más que un bautizo generalizado para nuestras prácticas, ubicar las
convergencias que hagan posible el desarrollo del campo.

Hay algo que podemos afirmar, al menos por ahora: este debate que hoy vivimos no es un punto
de llegada, ni tampoco de quiebre, sino una oportunidad para repensar lo discutido y de
sacudirse la tentación de hacer de lo consensuado una doctrina.

Si esta discusión, que desde hace unos años se viene dando de manera intermitente, no es un
definitivo sitio de arribo ni un paraje de quiebre, debemos aprovecharla para posicionarnos
personal e institucionalmente, pues creo que lo que más daño le haría al campo es una
generalizada postura de oportunidad o una actitud alcahueta de que todo es válido a nombre de
la pluralidad.

6. Educación ambiental: diversidad y esencia


Existen recuentos sobre la historia de la educación ambiental en América Latina (dos buenos
ejemplos son González Gaudiano, 1999; y Esteva, 2004) en los que se reconoce que existen
múltiples enfoques discursivos y una considerable diversidad de prácticas. Desde luego, esta
diversidad no es privativa de Latinoamérica y la relación con tendencias de otras latitudes han
enriquecido el panorama de la EAde nuestra región geográfica; en tal sentido cabe reconocer la
significativa variedad de enfoques en este campo, como lo señala Sauvé (2005) y de todas las
posibilidades que la pluralidad deja abierta para el futuro. En este contexto, se ha llegado a
señalar que no existe una sino varias educaciones ambientales. Pero tal pluralidad, convertida

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muchas veces en dispersión, no ha impedido que haya una búsqueda intencionada por construir
ideas-fuerza que le den identidad, al menos teórica, a este campo.

En este artículo, pretendo ubicar cuáles son los principios que caracterizan y le dan esencia a una
educación ambiental que asume una perspectiva crítica. Con este intento, y cabe enfatizarlo,
evidentemente no busco construir una visión idílica, y mucho menos universal, de la EA, tampoco
crear una especie de prescripciones a seguir; lo que persigo es destacar aquellos principios que le
permitan a la educación ambiental dialogar con la educación para el desarrollo sostenible, o con
otros enfoques, desde una postura explícitamente definida para ubicar contrastes y
convergencias. Pretendo también abordar las preguntas: ¿cuáles son los principios que los
educadores ambientales deberíamos defender ante otros corrientes? ¿Qué elementos de nuestro
repertorio teórico y práctico no debemos estar dispuestos a perder en el diálogo con otras
tendencias y ante la posibilidad de otros posibles nombres?

Considero que buscar las respuestas a tales interrogantes nos permite impedir que el activismo
nos adormezca la memoria y que otras corrientes ejerzan una influencia que nos lleve a dibujar
lo construido en las décadas anteriores en la educación ambiental.

Para organizar la presentación de tales ideas-fuerza o principios los he aglutinado en cuatro


categorías:

i) Dimensión política;
ii) Dimensión pedagógica;
iii) Dimensión ética;
iv) Dimensión sobre el paradigma de conocimiento.

De más está decir que tales principios no han surgido como resultado de la espontaneidad o de las
ocurrencias; son producto del esfuerzo que han realizado en el campo de la educación ambiental
organizaciones de base, grupos civiles e intelectuales, quienes al conformar un movimiento social
han aportado prácticas y reflexiones al campo y se han resistido a adoptar acríticamente
corrientes pedagógicas que se muestran, a la vez, vestidas con encajes cosmopolitas y desnudas
de realidad.

Hoy, frente al temor de presenciar un proceso de despolitización y de pérdida de fuerza en la


perspectiva crítica de la educación ambiental, conviene recordar algunos planteamientos
defendidos en buena parte de la literatura técnica y en los discursos de muchos educadores
ambientales latinoamericanos.

Los principios que a continuación menciono los he obtenido de la revisión de literatura


relacionada con: la educación popular ambiental, la ecopedagogía o pedagogía de la Tierra, el
ambientalismo crítico, la ecología política, y de autores como Augusto Ángel (2002), Joaquín
Esteva (1997, 2004), Enrique Leff (1994, 2000, 2002), Moaccir Gadotti (2002), González Gaudiano
(1999, 2000, 2003), Eloísa Tréllez (2000, 2002), entre otros. Se trata de 10 postulados que
pretenden condensar parte medular de que se afirma como el ideal de la educación ambiental;
obviamente la lista de principios puede ser muy amplia (obtuve más de treinta en una primera
revisión), pero resultaría poco funcional, para los objetivos de este artículo, incluir un largo
elenco. Es evidente que entre dichos autores y corrientes hay diferencias teóricas y políticas,
pero considero que comparten una posición fundamentadamente crítica sobre la educación.

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Cabe reiterar que los principios que a continuación se enumeran no necesariamente se están
llevando a cabalidad y con éxito a la práctica, afirmar lo contrario sería una ingenuidad, pero son
elementos de orientación relevantes para muchos proyectos. Y como referentes que nos han dado
identidad cabe, al menos esa es mi postura, destacarlos y defenderlos. Más que hacer una
descripción de cada principio, señalo algunas consecuencias de que se diluya la perspectiva
crítica con la que fueron construidos cada uno de ellos. De esta manera en el artículo se trata de
definir también hacia dónde iría la educación ambiental si se da un proceso de debilitamiento
teórico y político como resultado de la influencia de otros enfoques.

7. Dimensión política
En lo político, de acuerdo con las orientaciones y los autores citados, la educación ambiental
debe intencionadamente buscar ser:

1) Transformadora y emancipadora
2) Cuestionadora, explícita y discrepante
3) Constructora de ciudadanía política

Estos postulados, que se confrontan a las visiones conservacionistas y tecnócratas, se


fundamentan en un cuestionamiento de fondo al modelo social prevaleciente. Pero cuando se
diluye esta perspectiva crítica, se corre el riesgo de impulsar una educación ambiental que en
lugar de asumirse discrepante frente al orden establecido, plantee cambios sin radicalidad social,
donde el discurso gire alrededor de las graves consecuencias del deterioro ecológico o de algún
elemento parcial, pero sin cuestionar en su integridad el modelo de desarrollo prevaleciente ni
darle el mismo peso a la sustentabilidad social que a la ecológica.

Sin la crítica política la educación ambiental terminaría aceptando la imposibilidad de construir


sociedades distintas a las actuales, y asumiría una posición determinista que le negaría a las
fuerzas sociales contestatarias la viabilidad de detener el predominante espíritu de los tiempos.
Con ello, obviamente, ablandaría sus demandas de cambio social para asumir un idealismo frívolo
que acotaría las aspiraciones de transformación a una serie de reacomodos en el marco del
predominante modelo económico que adquiriría, bajo esta lógica, el carácter de único e
invencible.

Otra posible consecuencia, muy distinta por lo demás, que se deriva de la dilución de la crítica
política, es que los discursos educativos se llenarían de un romanticismo estéril que promueve la
fantasía de un espectacular cambio social a partir de las transformaciones personales, y se
olvidan, o al menos quieren hacerlo, de la existencia de la profunda injusticia social y las
marcadas inequidades económicas. En tal sentido, el discurso educativo anuncia el advenimiento
de un paraíso verde construido bajo la conducción de las fundaciones empresariales y los gestos
sociales de buena voluntad. Con una perspectiva política empobrecida, la educación ambiental
aspiraría a convertirse en una especie de “teletón para los ecosistemas”, es decir, en un masivo
ejercicio de caridad y no en un esfuerzo por cambiar la realidad en un sentido más integral.

Una educación ambiental que asuma una débil crítica política perdería también la capacidad y el
interés por desmontar públicamente la justificación ideológica del poder establecido; ocultaría
las responsabilidades diferenciadas de la depredación; y promovería la idea perversa de que urge
modificar los comportamientos sociales con respecto a los ecosistemas, pero sin alterar de
manera sustantiva la estructura del poder. En lugar de disruptiva, la EA quedaría en una postura
simplemente discrepante absorta en una inconformidad trivial.

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Una educación ambiental así, tendería a deslizarse hacia la ambigüedad semántica; terminaría
haciendo un llamado a la banalidad discursiva y práctica; y se anquilosaría en lo políticamente
correcto, arrellanándose en la comodidad institucional y acicalando la idea de que el ciudadano
ideal es el que consume responsablemente y no el que se organiza para demandar, ante el
excesivo poder del mercado por un lado y del Estado por otro, el derecho a un ambiente sano.

8. Dimensión ética
Entre múltiples principios éticos, ubicados en los autores y la literatura revisada, hay dos que
destacan; en ellos se establece que la educación ambiental debe ser:
4) Generadora de iniciativas solidarias y de responsabilidad compartida.
5) Promotora de la vida para que sea considerada como primer valor.

Con el segundo enunciado se plantea que la educación ambiental tiene que ampliar los márgenes
de la responsabilidad humana, y generar un compromiso de respeto hacia la naturaleza; con ello
se asume que nuestra especie no debe desvincularse de las otras si pretende preservarse en el
largo plazo. Esto le exige hacer de lo ambiental una parte sustantiva de la cultura y ver al
territorio no sólo como un objeto de propiedad, sino como un espacio vital de interacción
ecológica.

Ambos principios comparten una posición antifatalista; el apocalipsis ambiental no es destino


ineludible. Todavía es posible despojar a la vida de la visión instrumental a la que ha sido
sometida y construir una renovada visión en la que sea una festiva diáspora de posibilidades, no
limitadas a lo económico.

Pero si en esta dimensión ética la educación ambiental diluye o pierde la perspectiva crítica,
favorecería un simulacro en el que se circunscriba el ensanchamiento de la responsabilidad
humana a la relación con los ecosistemas (muchas veces restringido a la naturaleza espectacular),
dejando fuera o en segundo lugar la necesaria renovación profunda del sujeto moderno para que
éste priorice tanto el cuidado de la vida como las transformaciones de la estructura social en
busca de la solidaridad humana y la justicia, es decir, que se convierta en un “agente moral”
(Sosa, 2001) capaz de prever la consecuencia de las acciones, formular juicios de valor y elegir en
entre diferentes vías de acción ambiental.

Por lo anterior, la extensión de los márgenes de la responsabilidad social exige una revisión
amplia que rebasa a una ética cómoda y de oportunidad caracterizada por expresiones de
conmiseración o lástima hacia las demás formas de vida.

Sin una ética ambiental construida con una perspectiva crítica, la educación ambiental sería sólo
un instrumento de divulgación de las campañas glamorosas, astutas e hipócritas que han puesto
de moda los mecenazgos y “el marketing con causa verde”, como lo ha señalado, entre otros,
Vicente Verdú (2003). Sin una perspectiva crítica, la EA terminará promoviendo, siguiendo las
ideas de Baudrillard (2000), esa forma de cinismo fundamental que es la voluntad del espectáculo
y la ilusión, en el que más que las sustancias de las nuevas causas y de los hechos signoficativos
importa la mágia del efecto, el éxtasis de la simulación.

Los principios éticos, si la educación ambiental debilita su perspectiva crítica, muy


probablemente se limitarían al ámbito de lo privado y de lo individual y sólo al plano de lo
deseable. Ello provocaría el grave error de desligar a la ética de la política, dejando a la primera,

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como afirma Villoro, en lo abstracto y sin referencia a las fuerzas reales. Con ello se renuncia a
incidir en una realidad marcada por lo social, y nos llevaría a una educación ambiental tipo “new
age” que le da la espalda a los conflictos políticos y reduce su quehacer a la, importante pero
insuficiente, dimensión de la psicosfera. Es decir, las dimensiones comunitaria y de especie son
indispensables para la ética, pues como señalan Ángel y Ángel (2002), es la cultura y el contexto
social más que las actitudes personales lo que provoca los problemas ambientales, aunque es en
el comportamiento individual donde se da el soporte de la ética.

Desde la perspectiva de una educación ambiental crítica, la ética debe tener sus fundamentos en
una clara postura de disrupción en muchos de los campos de la actividad humana; por lo tanto,
esto también exige promover las evaluaciones morales sobre la ciencia y la tecnología, lo cual las
haría perder su falsa calidad de expresiones neutrales del desarrollo humano. Un precepto
central en una ética ambiental crítica es, aceptando la necesaria transformación de los
ecosistemas por los humanos, ponerle límites culturales a la intervención humana en los
ecosistemas; límites que no se fundamenten sólo en los criterios de la ciencia y la tecnología, y
consideren también la sustentabilidad social y el repertorio de valores ambientales.

Frente a la idea generalizada de que estamos huérfanos de un proyecto de futuro y


sobreprotegidos por los placebos de la modernidad (o hipnotizados por ellos), la ética ambiental
se constituye en un referente central para la renovación. Y cuando la ética se liga con la
educación, ésta debe ser no sólo un espacio de exhortaciones abstractas para un buen
comportamiento ambiental, sino que también debe sentirse interpelada y en consecuencia
repensarse críticamente tanto en sus aspectos pedagógicos como en sus fines últimos.

9. Dimensión del paradigma del conocimiento


Dos principios que en el terreno del paradigma del conocimiento se asumen por las expresiones
críticas de la educación ambiental, señalan que ésta debe ser:

6) Impulsora de la reforma del pensamiento


7) Constructora del enfoque de la complejidad y de un modelo de conocimiento relacional y
dinámico.

Estos dos postulados parten de la necesidad de la deconstrucción del conocimiento predominante


y la consecuente construcción de conocimientos que respondan a los muy complejos contextos
problemáticos a los que se busca dar respuesta. Tanto lo primero como lo segundo no será posible
si la educación ambiental elude una postura crítica que alimente ambos procesos.

La pérdida o el debilitamiento de tal postura, conduciría a considerar la crisis del pensamiento


exclusivamente como un asunto de la epistemología y de la metodología de construcción del
saber ambiental. Con ello atenuaría el cuestionamiento a la autoridad social de la ciencia (y a su
aplicación hegemónica), se abandonaría la crítica profunda a la que debe someterse al “espíritu
científico” por su visión instrumental para favorecer la explotación de la naturaleza y de las
mayorías sociales, y se haría una separación ingenua entre saber y poder.

En este sentido, también dejaría de cuestionarse de manera explícita la contribución que las
ciencias sociales hacen al mantenimiento del status quo al explicarlo y justificarlo con
frecuencia, en lugar de asumir un mayor compromiso por remediarlo, como señalaba Bourdieu.

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Por otro lado, una educación ambiental acrítica dejaría de enfatizar la necesidad de que la
ciencia y la tecnología busquen menos el conocimiento de las leyes básicas de la naturaleza para
incrementar el dominio humano sobre ésta y explore, en el sentido de una estrategia adaptativa
(Ángel y Ángel, op. cit.), las formas de fortalecer los equilibrios dinámicos que los ecosistemas
poseen.

En otra línea, una educación ambiental políticamente displicente no se opondría a que los
sectores dominantes se apropien, para su beneficio político y económico, de los resultados de un
nuevo saber ambiental fundamentado en el diálogo de saberes. Porque la construcción dialógica,
participativa y horizontal del conocimiento no garantiza, sin la justicia social, la equidad
económica y la democracia política. Y en este marco los nuevos saberes pueden convertirse en
otro instrumento para la legitimación y el lucro de quienes hoy dominan en las sociedades. El
saber ambiental puede llegar a ser el producto de la confluencia de la pluralidad de
cosmovisiones que habitan el planeta, pero con una educación ambiental sin una perspectiva
crítica se facilitaría que tal pluralidad juegue sólo el papel de insumo, pero no de copartícipe del
usufructo del saber construido.

10. Dimensión pedagógica


La educación ambiental con una perspectiva crítica asume como principios:
8) Colaborar en la reconversión del sistema educativo y en la regeneración de los procesos de
enseñanza aprendizaje
9) Propulsar la transdisciplina y la vinculación de lo ambiental con otros asuntos globales
(población, paz, derechos humanos, género).
10) Articular la espiritualidad, el diálogo intersubjetivo y las emociones a los procesos educativos.

Pero si la educación ambiental pierde la perspectiva crítica en esta categoría, terminaría


reduciendo lo pedagógico a la teoría de la enseñanza y le quitaría el carácter profundo de campo
de reflexión sobre la visión teleológica de la educación y sobre el tipo de sociedad, de estado, de
ciencia que se desea construir.

Con una educación ambiental así, se privilegiaría una visión “educacionista”, la cual asegura que
la educación es el motor del cambio social y que entonces basta educar bien para que la sociedad
cambie, perdiendo de vista, muchas veces de manera dolosa, las condicionantes económicas,
políticas y sociales.

Sin la perspectiva crítica la educación ambiental diluiría el enfoque complejo de lo ambiental y lo


reducirá, como hoy sucede, a una problemática derivada de la tecnología, de los
comportamientos individuales y del crecimiento demográfico. Se darían procesos de
adoctrinamiento más que de construcción de caminos distintos para entender la sustentabilidad,
en los que la pluralidad política y la diversidad cultural tuvieran derecho de piso.

Asimismo, la incorporación de la espiritualidad y las emociones al proceso educativo (además,


como sugiere Leff <2002>, del conocimiento singular, subjetivo y personal), sin perspectiva una
crítica, terminarían como elementos insustanciales de una rígida institucionalización y de una
mística vacía de contenido social.

En el terreno específico de la educación formal, el debilitamiento de la perspectiva crítica,


acarrearía la permanencia de lo ambiental ligado a las ciencias naturales y no como un discurso
de interpelación a todas las áreas de conocimiento, y también al arte, para hacerlas partícipes en

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la edificación de formas más creativas y menos belicosas de abordar al mundo. Sin crítica se
dificultaría aún más el sufrido tránsito hacia la incorporación en los diseños curriculares del
pensamiento y los métodos de la complejidad.

Sin una perspectiva crítica la educación ambiental puede quedar atrapada en una propuesta
pedagógica innovadora en sus contenidos y en su instrumental didáctico, pero incapaz de avanzar
hacia una currícula que impida la aceptación y el refuerzo de las desigualdades sociales
existentes. En este sentido, se ha llegado al absurdo de pensar que los colegios y universidades
de elite son los que mejor educación ambiental hacen porque sus estudiantes tienen un
“decente” comportamiento ecológico, aunque la “pedagogía ambiental” con la que se impulsa
éste no vincule en absoluto la sustentabilidad con las dimensiones sociales y políticas.

Una educación ambiental acrítica asumiría, por ejemplo, un constructivismo insulso que lejos de
promover una relación estrecha entre la transformación del medio sociocultural y ambiental, por
un lado, y los procesos de aprendizaje, por otro; impulse a los sujetos de la educación a aprender
a adaptarse al medio, con sus inequidades predominantes, más que a buscar la transformación.

11. Conclusiones
1. Desde mi perspectiva, y considerando la historia de otras corrientes educativas (como la
educación permanente, la educación de adultos, la educación para el consumo), emanadas de los
organismos internacionales el surgimiento de la educación para el desarrollo sostenible puede
significar, en el mejor de los casos, un complemento funcional, o en el peor de los mismos, un
contrapeso a la visión más progresista de la educación ambiental en América Latina.

Lo segundo, fundamentalmente, porqué existe el peligro de que la EAS neutraliza o diluya el


sentido de movimiento social que la EA viene construyendo y se quede en un enfoque educativo,
que provoque, en los hechos, la burocratización en la atención a los problemas, la centralización
y una institucionalidad acartonada, como ya se dijo.

Con lo anterior no significa, para nada, que yo asuma una visión complaciente de lo que sucede
hoy en materia de educación ambiental en América Latina, de hecho en el apartado 2 apunto
algunas de las debilidades que ésta posee. Pero tales deficiencias pasarían a ser asunto menor si
además se llega a imponer una perspectiva en la que el carácter crítico se diluya o se pierda.
Basta esto último para que, como traté de explicarlo, se deriven una serie de consecuencias
negativas en lo político, lo ético, lo paradigmático y lo pedagógico en la teoría y en la práctica de
la educación ambiental.

Espero que sean los educadores ambientales, no sólo sus ideólogos más destacados, quienes
contribuyan a establecer, con mayor claridad y profundidad que este apretado ejercicio, lo que
debemos defender, lo que debemos negarnos a ceder en la educación ambiental que hemos
construido; de tal manera que reafirmemos nuestras posturas y demostremos que no damos giros
caprichosos por el sólo hecho de que cambien los vientos institucionales, por las novedades
nominales o por el vaivén de las modas discursivas.

2. No hay necesidad de esfuerzo ni originalidad para ser pesimista en estos días, el extravío
ambiental y una especie de paisaje de los escombros ecológicos nos envuelven hasta sin salir de
casa. Pero en medio de las aprensiones existen movimientos que nos invitan a sonar alarmas, a
romper inercias, a recuperar sentidos y a abrirle pasos al futuro. Entre éstos se encuentra la

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educación ambiental que, como hemos visto, lejos de enarbolar un discurso utilitario (“separa la
basura”, “ahorra agua”) se inscribe en la construcción de opciones sociales que parten de una
crítica profunda a un estilo de vida empujado por la violenta locomotora de la irracionalidad
capitalista y la seductora melodía del consumismo compulsivo. La trayectoria de la educación
ambiental muestra que ésta es de carne y hueso, por ello posee claroscuros derivados de las
virtudes y las limitaciones de los mundanos actores sociales que la han venido construyendo, pero
su espíritu y futuro es algo más que la suma de los esfuerzos, es un llamado a entretejer lazos
vitales, a la perseverancia y a la sabiduría, al talento humano para imaginar mejores futuros.

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