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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO

Alfonso García Morales

E
l título de estas páginas remite obviamente al célebre “Pierre
Menard, autor del Quijote” (1939), casi un símbolo de la ma-
durez, de la largamente buscada madurez de Borges, en el
que éste planteó algunos de sus conceptos centrales y más fructífe-
ros sobre la literatura: lo que Rodríguez Monegal llamó su “poética
de la lectura”, lo que Genette llamó la “escritura como palimpsesto o
escritura en segundo grado”. Puede convenirse que toda la obra bor-
gesiana se inscribe bajo el signo de la interrogación, de la problemati-
zación permanente de las concepciones establecidas del mundo y el
hombre, del lenguaje y la literatura. Desde prácticamente sus inicios
Borges fue poniendo en entredicho el concepto simplista de autor co-
mo la personalidad privilegiada que crea, inventa o produce la obra,
el de lector como el que la consume pasivamente y el de la obra mis-
ma como texto cerrado e inalterable. “Pierre Menard” está construi-
do sobre la paradoja del escritor como lector y del lector como escri-
tor: leer es crear textos nuevos, crear es leer textos anteriores. Escribe
Borges:

La literatura no es agotable por la suficiente y simple razón de que


un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una re-
lación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de
otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser
leída” (Otras inquisiciones, OC 2: 125).

Variaciones Borges 10 (2000)


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30 ALFONSO GARCÍA MORALES

Y comenta Genette: “Ménard es el autor del Quijote por la razón


suficiente de que todo lector (todo verdadero lector) lo es” (210). Algo
que, como vamos a ver, es perfectamente extensible a nuestro caso.
“Borges, autor del Martín Fierro” también habrá traído inmediata-
mente a la memoria del lector dos cuentos espléndidos de ese mo-
mento de madurez, en los que Borges releyó, reescribió el libro de Jo-
sé Hernández: “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829–1874)”, publi-
cado en 1944 en la revista Sur, y “El fin”, publicado en 1953 en La Na-
ción, e incluidos respectivamente en El Aleph (1949) y en la segunda
edición de Ficciones (1956), dos cuentos en los que me centraré, tra-
tando de arrojar alguna nueva luz. Tampoco se puede dejar de recor-
dar una buena serie de textos –ensayos, prólogos, antologías, algunas
en colaboración, entrevistas– que Borges fue dedicando a la literatura
gauchesca a lo largo de su vida y a los que aludiré. Apenas es necesa-
rio advertir que, como cualquier otro motivo de Borges, su Martín
Fierro tiene profundas, múltiples implicaciones con la totalidad de su
peculiar obra, fragmentaria y unitaria, constante y cambiante, que
hace tan difícil cualquier interpretación terminante; una obra de la
que parece haberse dicho todo y que, sin embargo, no deja de intere-
sarnos, sobre la que necesitamos seguir pensando 1.

BORGES A VUELTAS CON EL MARTÍN FIERRO

En la biblioteca (en el universo) de Borges siempre hubo un lugar


para el Martín Fierro, como para su contrario, el Facundo de Sarmien-
to, el otro libro “clásico” argentino, y para sus “precursores” y “con-
tinuadores”, los demás escritores gauchescos. De hecho el Martín

1 Este trabajo es la reelaboración de una ponencia que presenté con el mismo título en

el homenaje “Borges, en el centenario” (Universidad de Sevilla, 22–24 de noviembre


1999). Durante su redacción definitiva descubrí, en principio “con humillación, con
terror”, como ciertos personajes de Borges, que el título ya había sido utilizado por
Jorgelina Corbatta en un artículo. Una vez leído, vino cierto “alivio” al comprobar que
sólo nos une, creo, el punto de partida: el tema y el enfoque intertextual. He decidido
conservar el título, pues no sólo me parece el más adecuado, sino un claro ejemplo de
los muchos riesgos que el crítico enfrentado a Borges y a su ingente bibliografía debe
resignarse a asumir. Por lo demás, y como enseñó Borges, todo lo escribimos entre to-
dos. Empiezo, pues, por remitir a algunos comentarios específicos sobre ambos cuen-
tos: el de Rodríguez Monegal (“El Martín Fierro...”), Santí, Rasi y al excelente de Barcia.
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 31

Fierro fue el eje en torno al que giró gran parte de su constante pre-
ocupación por la literatura y la identidad de su país. Estuvo en la
biblioteca de Palermo, junto a “los ilimitados libros ingleses”, pero
en varias ocasiones el escritor recordó que tuvo que empezar a leerlo
a hurtadillas, porque su madre, Leonor Acevedo, se lo había prohi-
bido: “El sentir de mi madre se basaba en el hecho de que Hernán-
dez había sido un partidario de Rosas, y por lo tanto, enemigo de
nuestros ancestros unitarios” (Ensayo autobiográfico 16). Y que para él
no fue más que un libro de aventuras: “los muchachos leían el Mar-
tín Fierro como ahora leen a Van Dine o a Emilio Salgari; a veces
clandestina y siempre furtiva, esa lectura era un placer y no el cum-
plimiento de una obligación pedagógica” (El Martín Fierro, OCC
513). El acercamiento prohibido pero placentero fue un signo de su
fascinación rechazada, de las problemáticas relaciones que en ade-
lante iba a mantener con la obra. Pues su descubrimiento vino, ade-
más, a coincidir con el redescubrimiento que a partir del Centenario
y de las lecturas de Leopoldo Lugones en El payador (1916) y de Ri-
cardo Rojas en su Historia de la literatura argentina (1917–1922), realiza-
ron los escritores cultos y que llevó a su canonización como poema
clásico de la Argentina y a la consagración del gaucho como mito
nacional. Desde entonces el gaucho Martín Fierro, obra y mito, se
convirtió en motivo de reflexiones y apropiaciones, identificaciones
y rechazos para quienes, desde muy diferentes posturas, hablaban
sobre o en nombre de la nación. Inevitablemente también para Bor-
ges, cuyo origen patricio le hizo sentir cierta autoridad para hablar
de la historia y la literatura patria como una historia íntima, familiar.
En su Ensayo autobiográfico cuenta también cómo a los diez años lo
llevaron a ver eso que él ya conocía como “la pampa” y “los gau-
chos”: “Siempre he llegado a las cosas después de pasar por los li-
bros” (18), dice con su aguda conciencia de las complejas relaciones
entre el mundo simbólico y el real. Y cómo antes de salir para Europa
incluso comenzó a escribir un poema sobre los gauchos bajo la in-
fluencia del gauchesco pero unitario, antirosista Hilario Ascasubi, ca-
si como un anticipo de futuras, incesantes reescrituras.
Al menos Ascasubi y Sarmiento siguieron estando en la políglota,
creciente biblioteca de Ginebra. Y Martín Fierro empezó a aparecer
como un referente constante a su vuelta a Buenos Aires, durante su
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32 ALFONSO GARCÍA MORALES

primera década de búsqueda como escritor, en los aún promisorios


años veinte. En su personal afirmación del criollismo, la mitología
de los arrabales de Buenos Aires quiso ser algo así como un equiva-
lente a la mitología de la pampa y los gauchos. Desde Inquisiciones
(1925) a Discusión (1932) aparecieron sus primeros ensayos sobre el
tema, que contienen ideas que con alguna rectificación puntual, ma-
tizaciones y ampliaciones desarrolló más tarde. En los ejercicios en-
sayístico–narrativos de los cada vez más “infames” años treinta, las
referencias directas a los gauchescos disminuyeron; sin embargo és-
tos no dejaron de gravitar sobre él. El propio Borges y sus biógrafos
han hablado del viaje, real y literario, que realizó en 1934 a la fronte-
ra entre Uruguay y Brasil, un mundo primitivo, gaucho, donde vio
cosas, incluido el asesinato de un hombre, que habría de transfor-
mar una y otra vez en sus ficciones a partir de los años cuarenta. Fue
entonces cuando el gaucho Martín Fierro reapareció con más fuerza.
Sólo cabe decir de momento que el inquisidor, discutidor Borges
hizo una lectura crítica como siempre interesada, parcial, personalí-
sima de la literatura gauchesca. Una lectura que desde el principio
se mostró heterodoxa frente a las versiones canónicas o académicas
de Lugones o Rojas; y que, desde finales de los treinta, adquirió un
carácter cada vez más polémico frente a ciertas interpretaciones re-
alistas y utilizaciones nacionalistas. En ella cabe al menos destacar
tres orientaciones básicas que nos servirán de marco2. En cuanto a

2 Queda fuera de los propósitos y límites de este artículo una sistematización completa

y detallada de las ideas y distintas formulaciones de Borges sobre la gauchesca y El Mar-


tín Fierro, si bien me baso aquí en sus principales ensayos hasta 1955: “Ascasubi”, de In-
quisiciones; “El Fausto criollo”, de El tamaño de mi esperanza (1926); Evaristo Carriego (1930,
2a. ed. 1955); “El coronel Ascasubi” y “El Martín Fierro”, publicados en los dos primeros
números de Sur (1931) e incluidos al año siguiente bajo el título de “La poesía gauches-
ca” en Discusión; “El escritor argentino y la tradición” (1951), en Discusión (2a. ed. 1956);
en colaboración con Margarita Guerrero El 'Martín Fierro' (1953), y con Bioy Casares la
antología Poesía gauchesca (1955). Esa deseable sistematización no podría dejar de tener
en cuenta toda la tradición crítica sobre el poema, de la que Borges fue muy consciente,
así como la compleja imbricación de ésta en los procesos históricos y culturales argenti-
nos. Ni la posición de Borges respecto a “continuadores” gauchescos como Eduardo Gu-
tiérrez, W. H. Hudson, Ricardo Güiraldes o, en menor medida, Pedro Leandro Ipuche y
Fernán Silva Valdés. Para adentrarse en las singulares prácticas críticas de Borges y en su
siempre problemática relación con la tradición literaria argentina véanse las interesantes
sugerencias de Sarlo (“Borges, crítica...” y Borges, un escritor...).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 33

los orígenes de esta literatura, deslindó claramente la poesía gau-


chesca de la de los gauchos y subrayó que la primera fue obra de
autores cultos de ciudad más o menos identificados con los hombres
del campo, una creación tan artificial como cualquier otra. Respecto
a la tradición gauchesca propiamente dicha, rescató a algunos de los
para él mal llamados “precursores”, sacrificados a mayor gloria de
Hernández, como Ascasubi, del que admiraba la dura y feliz exalta-
ción del coraje, o Estanislao del Campo, otro conocido de sus mayo-
res, en cuyos diálogos percibía el placer de la amistad. Valor y amis-
tad que Borges sintió como las dos auténticas “pasiones argentinas”.
También rescató al oriental Antonio Lussich, el ignorado y verdade-
ro “precursor”, cuyos diálogos prefiguraron a Hernández, y que –de
acuerdo a su concepción paradójica de la historia literaria– creó a
éste y fue creado por él. Por último, al Martín Fierro lo valoró, excep-
tuando alguna declaración juvenil aislada, como una obra máxima,
pero desconfió de su clasificación oficial como obra “clásica”, por lo
que este adjetivo reverencial tiene de institucionalización y neutrali-
zación literaria y hasta de instrumentalización ideológica. No lo
consideró una epopeya, según la opinión de Lugones, sino como
una novela, a pesar de estar escrita en verso. Más que como un sím-
bolo de los orígenes históricos de Argentina, prefirió verlo como la
historia particular de un gaucho cuchillero del último tercio del XIX.
Opinaba que no había que confundir su indudable virtud estética con
las dudosas virtudes morales del ambiguo protagonista. Aunque –
eso sí– terminaba siempre confesando que era su carácter “épico”, de
nuevo no en un sentido “clásico”, sino en el más general y directo de
culto al coraje, al valor personal, lo que más le agradaba de él. Creía,
en fin, que como otros grandes libros, había sobrepasado las inmedia-
tas intenciones políticas, incluso las capacidades de su autor, que en
sus páginas habían entrado los temas eternos del destino y el mal, y
que sobreviviría transformándose en la memoria de los hombres,
tendiendo siempre hacia un más allá de sentido.
He dicho que el Martín Fierro cobró especial fuerza y significación
para Borges en torno a los años cuarenta, en la etapa de sus grandes
cuentos y ensayos, pero también –no puede olvidarse– de sus más
directas preocupaciones políticas. Aun a riesgo de simplificar grose-
ramente cuestiones complejas, cabe decir que durante la Segunda
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34 ALFONSO GARCÍA MORALES

Guerra Mundial Borges, coincidiendo con la orientación general de


la revista Sur, adoptó una actitud abiertamente aliadófila, en contra
de la neutralidad oficial de la Argentina y de la simpatía hacia Ale-
mania de sectores militares y nacionalistas. Sus temores hacia una
extensión a su país del totalitarismo, concretamente del nazismo, se
vieron confirmados con el golpe militar de junio de 1943 y con el
creciente poder del coronel Juan Domingo Perón, que fue preparan-
do su acceso a la presidencia, a la que llegó en 1946. Aunque la in-
terpretación de Borges pueda ser discutida histórica o políticamente,
de hecho lo ha sido y mucho, lo cierto es que él vivió este proceso
hacia el peronismo como un retroceso al caos y al caudillismo. Su
rechazo del populista Perón, que en gran medida confiscó el senti-
miento nacional, fue total e irrevocable: lo vio como un imitador au-
tóctono de los nazis y sobre todo como una reencarnación del tirano
“gaucho” Juan Manuel de Rosas. Interpretó la situación de su país
como una lucha dramática entre civilización y barbarie, según la vie-
ja fórmula de Sarmiento; y en lo que él llamaría “las discordias de su
sangre” (“El Sur”, OC 1: 525), reafirmó su linaje liberal unitario3.
En este punto hay que volver a recordar su importante “Poema
conjetural”, publicado exactamente un mes después del cuartelazo
de 1943. Importante desde el punto de vista literario, porque es uno
de los pocos poemas que escribió en estos años, a través del cual fue
encontrando su propia voz poética, y porque en él se condensan te-

3 Para la posición política de Borges en estos años, cfr., entre otros, Rodríguez Monegal

Borges. Una biografía 308–389 y “Borges y la política”; King 78–206; Zuleta, Louis; Laffor-
gue. Conviene, en todo caso, advertir que sus opiniones personales hay que entenderlas
sobre el fondo más amplio de las discusiones en la Argentina de la época entre la histo-
riografía liberal o tradicional y la historiografía nacionalista o revisionista, de las discu-
siones sobre el pasado y especialmente sobre la figura de Rosas, que tenían un marcado
carácter ideológico. En textos de los años 20 Borges había presentado a Rosas como una
encarnación del auténtico criollo. A partir del peronismo lo ve como un tirano sin palia-
tivos, incluso como un cobarde. Así su conciliador poema “Rosas”, de Fervor de Buenos
Aires (1923), aparece hoy en las Obras completas con la siguiente nota: “Al escribir este
poema, yo no ignoraba que un abuelo de mis abuelos era antepasado de Rosas. El hecho
nada tiene de singular, si consideramos la escasez de la población y el carácter casi inces-
tuoso de nuestra historia”. “Hacia 1922 nadie presentía el revisionismo. Este pasatiempo
consiste en 'revisar' la historia argentina, no para indagar la verdad sino para arribar a
una conclusión de antemano resuelta: la justificación de Rosas o de cualquier otro déspo-
ta disponible. Sigo siendo, como se ve, un salvaje unitario” (1: 52).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 35

mas, símbolos y procedimientos ya presentes en toda su obra, por


ejemplo y como vamos a ver, en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”.
Pero también importante en el sentido político que estamos dicien-
do, algo que varios críticos han discutido o soslayado (cfr. Carilla,
Gertel 128–130), pero que el propio Borges subrayó en ocasiones
(Diálogos 23–29). Él incluyó “Poema conjetural” al final de la colec-
ción Poemas (1922–1943), que se publicó este mismo año y más tarde
en El otro, el mismo (1964), título que le cuadra tan bien. Como es sa-
bido, el poema narra en principio otro destino o el momento culmi-
nante de otro destino: el de su antepasado, el doctor Francisco La-
prida, que había sido presidente del Congreso de Tucumán, en el
que se declaró la Independencia argentina, en el momento previo a
morir en 1829, degollado según la versión tradicional, ya que su ca-
dáver nunca fue encontrado, a manos de las montoneras gauchas. El
poema, en forma de monólogo, empieza con la derrota (“Vencen los
bárbaros, los gauchos vencen”), la huida hacia el Sur, la frontera
simbólica del Sur, y el recuerdo, a su vez, de otro nuevo destino: La-
prida es “Como aquel capitán del Purgatorio/ que, huyendo a pie y
ensangrentando el llano,/ fue cegado y tumbado por la muerte”
(OC 2: 245). El propio Borges aclaró que se refiere al capitán gibelino
Buonconte da Montefeltro, muerto en las guerras con los güelfos en
1289 (es sorprendente la correspondencia e inversión de fechas: La-
prida 1829, Buonconte 1289), cuyo cadáver nunca apareció y cuya
alma habla en el Purgatorio de la para Borges tan importante, queri-
dísima Divina Comedia. Tampoco tuvo problema en confesar su “pla-
gio”: el endecasílabo “huyendo a pie y ensangrentando el llano” es
una traducción directa de Dante, de quien –diría después– aprendió
a “presentar un momento como cifra de una vida” (Siete noches, OC
3: 213), que es lo que hace él aquí y en tantos textos. Transcribo la
segunda estrofa, apretadísima de símbolos y resonancias culturales –
el laberinto y el círculo, la clave y la letra, el espejo y el rostro– que
Borges asimiló hasta hacerlos inconfundiblemente suyos:

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre


de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
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36 ALFONSO GARCÍA MORALES

con mi destino sudamericano.


A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio,
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea

El poema termina con “el íntimo cuchillo en la garganta” de Lapri-


da, trayendo también a la memoria la brutalidad de La refalosa, el
poema de Ascasubi sobre la mazorca rosista. Borges ha hablado de
otro, de Laprida, que es él mismo en 1943: el intelectual que se enfren-
ta a su “destino sudamericano”, al mundo bárbaro, violento que lo
amenaza, que él rechaza y que sin embargo parece no dejar de
atraerle. Pues lo “inexplicable” –tal como se declara en el propio
poema– es ese “júbilo secreto” que hincha el pecho del hablante poé-
tico. Para entenderlo hay que acudir a la irracional, a veces reprimi-
da, rechazada, pero siempre presente nostalgia épica de Borges, a la
añoranza de este hombre de letras por el otro destino que le estuvo
vedado, el de las armas, el del universo de la acción, del coraje, de la
muerte romántica, que expresó de muy diferentes formas, a través
de compadritos, gauchos cuchilleros, antepasados heroicos o héroes
nórdicos. En 1943 lamentaba que volviesen los tiempos bárbaros,
pero profundamente le alegraba que eso le diera la ocasión de pro-
bar, al menos de soñar con poner a prueba su valor, como habían
hecho sus mayores. En “Poema conjetural” Borges escribió “casi” un
poema político (Rodríguez Monegal Borges. Una biografía 338), pero
dentro de una indagación –como siempre compleja, ambigua– sobre
la identidad personal.
Exactamente al mismo tiempo estaba redactando un texto sobre el
que quiero llamar la atención y citar por extenso: un prólogo a Re-
cuerdos de provincia de Sarmiento, un libro en el que también se habla
de Laprida, del que hay huellas concretas en el poema que acabo de
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 37

citar. Allí Borges hace una declaración, que es al mismo tiempo lite-
raria y política, y que se corresponde con su visión del mundo y de
la Argentina del momento, con el “Vencen los bárbaros, los gauchos
vencen”:

El decurso del tiempo cambia los libros; Recuerdos de provincia, releí-


do y revisado en los términos de 1943, no es ciertamente el libro que
yo recorrí hace veinte años. El insípido mundo, en esa fecha, parecía
irreversiblemente alejado de toda violencia; Ricardo Güiraldes evo-
caba con nostalgia (y exageraba épicamente) las durezas de la vida
de los troperos; nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad
de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perse-
guía con vana tenacidad, con afán literario, los últimos rastros de los
cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan irreparablemente pacífico
nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplo-
rábamos ‘el tiempo de lobos, tiempo de espadas’ (Edda Mayor, I, 37)
que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos
de provincia, entonces, era el documento de un pasado irrecuperable
y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudie-
ran regresar y alcanzarnos (...). La peligrosa realidad que describe
Sarmiento era, entonces, lejana e inconcebible; ahora es contemporá-
nea. (Corroboran mi aserto los telegramas europeos y asiáticos). La
sola diferencia es que la barbarie, antes impremeditada, instintiva,
ahora es aplicada y consciente, y dispone de medios más coercitivos
que la lanza montonera de Quiroga o los filos mellados de la mazorca.
He hablado de crueldad; el examen de este libro demuestra que la
crueldad no fue el mayor mal de esa época sombría. El mayor mal
fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del
odio, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras. (OC 4: 121)

En 1945 Borges pronunció en Montevideo la conferencia “Aspec-


tos de la literatura gauchesca”, publicada cinco años después, en la
que repitió, adaptándolas, las mismas palabras: “los poemas gau-
chescos eran, entonces, documentos de un pasado irrecuperable y,
por lo mismo grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran
regresar y alcanzarnos” etc. La conferencia terminó con “Poema con-
jetural”, del que se explicaba la génesis política: “Comprendí que
otra vez nos encarábamos con la sombra y la aventura. Pensé que el
trágico año veinte volvía, pensé que los varones que se midieron con
su barbarie, también sintieron estupor ante el rostro de un inespera-
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38 ALFONSO GARCÍA MORALES

do destino que, sin embargo, no rehuyeron. En esos días escribí este


poema” (Aspectos 35).

LA CARA Y EL NOMBRE DEL SARGENTO CRUZ

En 1944, seguramente mientras volvía sobre la gauchesca y prepara-


ba la conferencia para Montevideo, Borges publicó “Biografía de
Tadeo Isidoro Cruz (1829–1874)”4. En el epílogo a El Aleph, de
acuerdo a su concepción de la literatura, declaró su fuente y subrayó
su condición no de inventor, sino de simple lector y comentarista de
la historia: “es una glosa al Martín Fierro” (OC 1: 629). Concreta-
mente y como es sabido, se trata de una glosa a uno de los momen-
tos clave de la obra, cuando en el canto IX de la primera parte, el
protagonista, convertido en un gaucho matrero, asesino de dos
hombres, es perseguido por una partida policial, cuyo sargento,
Cruz, en el momento más comprometido de la pelea se pasa inespe-
radamente a su lado gritando: “Cruz no consiente/ que se cometa el
delito/ de matar ansí un valiente” (I, 1624–6).
Lo primero que habría que volver a señalar o encarecer en este,
como en tantos cuentos de Borges, es el tenso y logrado equilibrio
entre lo ajeno y lo propio, la narración y el ensayo, lo histórico y lo
ficticio, lo argentino y lo universal; la estructura controlada hasta en
los menores detalles, la prosa densísima y en apariencia transparen-
te, la trama que incorpora en su tejido múltiples referencias y simbo-
lismos activadores del desciframiento y la interpretación. En fin y
para decirlo con palabras del autor, el “juego preciso de vigilancias,
ecos y afinidades” (“El arte narrativo y la magia”, OC 1: 231). Un
juego que es aquí primordialmente intertextual, como siempre “es-
timulante” y para mí, puesto que los críticos borgesianos parecen
obligados a pronunciarse en este punto, “trascendente”. Como dice
Robin Lefere en un reciente libro dedicado a discutir los poderes de
la literatura de Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” “no sólo
estimula una meditación acerca de las ideas de destino y libertad, de

4 En adelante las citas de este cuento y de “El fin” se seguirán haciendo según Obras

completas, OC 1: 561–563 y OC 1: 519–521 respectivamente, pero sin dar más la pagina-


ción en el texto.
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 39

esencia y existencia, sino que impulsa a poner en cuestión la visión


común; con un doble efecto: desestabilizador y emancipador” (196–
7). Aunque no es estrictamente necesario, para participar plenamen-
te en el juego y apreciar su maestría, habría que conocer el texto
primero del cual se deriva. Así podría verse que nada queda exclui-
do y que la partida comienza desde los mismos elementos paratex-
tuales. En principio el título “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829–
1874)” parece inscribir el texto dentro del género biografico; un lec-
tor desprevenido puede creerse ante un ensayo o reseña de algún
libro histórico o enciclopedia que trata sobre una persona descono-
cida. Sabemos la desconfianza de Borges por las obras que preten-
den reflejar, resumir o clasificar lo insondable de una vida o del
mundo: historias y biografías, diccionarios y enciclopedias, modelos
paródicos para algunas de sus obras. Pero tras el título, lo que se en-
cuentra es una ficción sobre la vida de un personaje, si se quiere real,
pero desde luego no histórico, sino literario. En concreto sobre un
personaje del Martín Fierro que resulta ser muy conocido: el sargento
Cruz, algo que sin embargo no se hará totalmente claro hasta final,
hasta las últimas palabras del cuento. Borges dosifica sinuosamente
la información, conscientemente elude y alude:

(…) the reader familiar with the poem would not realize until the very
end that he was being told something he already knew. (...) I have,
however, left certain tracks and hints in my version in order to pre-
vent the story from concluding on a mere trick (“Commentaries” 70).

De hecho el título, aparentemente declarativo, convencional, di-


gamos inofensivo, esconde ya una sutil trampa: más que revelar,
“enmas–cara” el nombre del protagonista (veremos que la cara y el
nombre son las metáforas centrales y entrelazadas del cuento); más
que orientar, desorienta al lector informado. Un conocedor del Mar-
tín Fierro sabe que el único personaje del libro que tiene nombre
completo es el protagonista homónimo. Los demás se conocen por
alusiones o apodos (el Hijo Mayor, Menor, Vizcacha, Picardía o el
Moreno), el compañero de Fierro sólo como el sargento Cruz, nunca
por el nombre “Tadeo Isidoro”, que es invención de Borges, aunque
se podrían buscar sus razones. Más allá del convincente tono arcaico
o criollo, este nombre doble/propio apuntaría de manera cifrada al
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40 ALFONSO GARCÍA MORALES

destino y al carácter del personaje, enriqueciendo la carga simbólica


que viene dada por el apellido “Cruz”. Así Pedro Luis Barcia señaló
atinadamente:

“Tadeo” es nombre que figura como el segundo de uno de los dos Ju-
das. Judas Iscariote, traidor, y Judas Tadeo, cuya traducción es “valien-
te”. Este último, según la tradición, era pariente de Jesús y parecido a
Él en la figura y expresión del rostro. Caben, entonces, dos alusiones:
Cruz, “Tadeo”, “valiente”, estará signado desde su nombre por el
destino de la valentía y del coraje; la semejanza entre Jesús y Tadeo
puede extenderse –extensiones de planteos o alusiones religiosas a
otros planos, sólitas en Borges– a la relación Fierro y Cruz (211).

Se puede añadir que los cuentos publicados inmediatamente antes


por Borges en Sur habían sido precisamente “Tema del traidor y del
héroe” (febrero 1944) y “Tres versiones de Judas” (agosto 1944),
otras dos meditaciones sobre la identidad personal que terminan
tocando los asuntos, tan sensibles para él, del valor y la lealtad. En
cuanto a “Isidoro” era uno de los nombres del propio Borges, un
nombre de pila no usado socialmente y frecuente entre sus antepa-
sados maternos, a los que volveremos enseguida. También las fechas
del título son invenciones suyas, aunque se adecuan a la época en
que se sitúa la acción del Martín Fierro: 1829, año de la subida al po-
der de Rosas y de la muerte de Laprida, y 1874, el de la muerte del
abuelo paterno, el coronel Francisco Borges, dos años después de la
primera parte del poema y medio siglo antes del propio cuento; en
total 45 años, curiosamente –si se me permite un cálculo un tanto
cabalístico– los que tenía Borges en el momento de la escritura5.
Además, éste va a repartir otras fechas, antropónimos y topónimos,
bastantes dada la brevedad del cuento y por contraste con la par-
quedad que de ellos hay en el libro de Hernández, y entre los que

5 En cualquier caso estos “desciframientos” vienen propiciados por los mismos cuen-

tos de Borges, que especialmente en estos años tienen un fuerte carácter “cifrado”. Así
por ejemplo James Woodall observó cómo “La forma de la espada” (1942) y el citado
“Tema del traidor y del héroe” se desarrollan “en Irlanda, el primero en 1922 y el se-
gundo en 1824; Borges disfrutaba de la inútil simetría de los aniversarios: ‘La forma de
la espada’ narra un hecho ocurrido exactamente veinte años antes de ser relatado; ‘El
traidor’, un hecho ocurrido exactamente cien años antes” (197).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 41

deslizará varios de marcada significación familiar para él. Búsqueda


de verosimilitud histórica, velada proyección autobiográfica y, en
suma, expresión de una manera genealógica de entender la historia
argentina6.
Más orientador sobre el fondo del cuento es el siguiente elemento
paratextual, el epígrafe en inglés, con el que Borges comienza su ca-
racterística trama de textos, sus alusiones promiscuas, “palimpses-
tuosas”. Se trata de dos versos del poeta irlandés William Butler
Yeats –“I’m looking for the face I had/ before the world was made”–,
plenos de resonancias esotéricas, platónicas, que adelantan elementos
esenciales que se van a desarrollar en torno al tema de la identidad: el
motivo de la búsqueda y la imagen del rostro, más precisamente el
proceso de recuperación de lo perdido y del rostro verdadero, la
anamnesis y el mundo primigenio de los arquetipos7.
En el primero de los cuatro calculados párrafos del cuento se na-
rra algo que, desde luego, tampoco está en el libro original (¿origi-
nal?): los oscuros orígenes, la azarosa noche de violencia, situada en
las guerras civiles, en la que Tadeo Isidoro Cruz fue concebido por
un montonero desconocido, perseguido por el ejército, en medio de
una “pesadilla tenaz”. “Nadie sabe lo que soñó” –se dice– porque

6 En distintas ocasiones Borges trató de explicar y generalizar este sentimiento arrai-

gado en él por su ascendencia patricia. En Evaristo Carriego: “Yo afirmo –sin remilgado
temor ni novelero amor a la paradoja– que solamente los pueblos nuevos tienen pasa-
do; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva” (OC 1: 107).
En “El escritor argentino y la tradición”: “En lo que se refiere a la historia argentina,
creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, por-
que está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las
batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está, en el tiempo y
en la tradición familiar, muy cerca de nosotros” (OC 1: 272).
7 Los versos pertenecen al poema “Before the World Was Made”, la sección II de “A

Woman Young and Old”, de The Winding Stair and Other Poems, 1933 (Yeats 202). Aun-
que algo descontextualizados, Borges retiene el símbolo clave del poema: el rostro. No
deja de ser interesante que en “Nota sobre Walt Whitman”, al comentar la búsqueda
literaria de lo absoluto, “la ambición de construir un libro absoluto, un libro de los li-
bros que incluya a todos como un arquetipo platónico, un objeto cuya virtud no amino-
ren los años” (OC 1: 249), cite, entre otros, este caso: “Yeats, hacia el año de mil nove-
cientos, buscó lo absoluto en el manejo de símbolos que despertaran la memoria gené-
rica, o gran Memoria, que late bajo las mentes individuales; cabría comparar esos sím-
bolos con los ulteriores arquetipos de Jung” (OC 1: 249).
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42 ALFONSO GARCÍA MORALES

murió al día siguiente a manos de “la caballería de Suárez”, “en una


zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del
Brasil”. Este Suárez es otro fantasma familiar: el bisabuelo materno,
el coronel Isidoro Suárez (es indicativo que en el constante juego de
identidades ahora se silencie el nombre), que había luchado en Junín
con Bolívar y contra los federales y Rosas (pese a que éste era su
primo segundo), el dueño de ese sable del Perú y del Brasil conser-
vado en casa de los Borges. Un militar y una espada a los que el es-
critor dedicó varias composiciones, entre ellas “Página para recordar
al coronel Suárez, vencedor en Junín” (1953), un nuevo poema histó-
rico–político de oposición a Perón, también inspirado por la idea del
momento decisivo y justificativo de una vida: “Qué importa el
tiempo sucesivo si en él/ hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde”
(OC 2: 250). Y entre cuyos versos figura éste: “y aquel muerto sin ca-
ra porque la pisó y la borró la batalla...” (OC 2: 250). El padre de
Cruz es el hombre “borrado”, sin nombre y sin cara, el origen per-
dido, un misterio que va a seguir actuando en la vida del hijo pós-
tumo. La frase “nadie sabe lo que soñó” puede interpretarse sim-
plemente como una manifestación del sentimiento, reiterado en la
obra de Borges, del enigma del hombre, de todos y cada uno de los
hombres, y de la pérdida irreparable, de la clausura definitiva de ese
enigma que acarrea la muerte, el común olvido. Pero también, como
observa Daniel Balderston (31–36), es el tipo de “detalle inexplica-
do” que, en Borges y en su “precursor” Robert L. Stevenson, trata de
activar al lector, excitando su imaginación, haciéndolo preguntarse y
hasta inventar historias secundarias. ¿Profetizó el padre en el mo-
mento de morir el destino de su hijo?, ¿buscará cumplir Cruz lo que
aquél no pudo?, ¿es su vida un sueño, tal vez un sueño compensato-
rio?... Lo cierto es que en las dos noches decisivas que se narran a
continuación se repiten, insinuando su esencial identidad, los mis-
mos elementos que ahora: la persecución y el grito, los pajonales ló-
bregos y el momento incierto del alba, la unión de vida y muerte.
El segundo párrafo comienza con una intervención directa del na-
rrador, que expone su propósito, paradójicamente contrario a lo
anunciado en el título: “Mi propósito no es repetir su historia”; y sus
intereses: “De los días y noches que la componen, sólo me interesa
una noche: del resto no referiré sino lo indispensable para que esa
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 43

noche se entienda”. Y aclara las razones que tiene para actuar así,
aludiendo pero sin nombrarlo al Martín Fierro, cuya índole se expli-
ca: “La aventura consta en un libro insigne; es decir, un libro cuya
materia puede ser todo para todos (I Corintios 9: 22), pues es capaz
de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”. Este co-
mentario y la cita del Apóstol Pablo a los Corintios (“Me he hecho
todo para todos”), liga directamente el cuento a una serie de ensayos
escritos por Borges a partir de estos años e incluidos especialmente en
Otras inquisiciones, donde se exponen algunas de sus ideas más famo-
sas sobre la literatura y los libros, sobre los límites y posibilidades de
la creación y de la lectura.

La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica am-


bigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que de-
clara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo. (“El pri-
mer Wells”, OC 2: 76)

El número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación


de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pue-
den ser todo para todos, como el Apóstol. (OC 2: 153)

Hemos visto que para Borges el Martín Fierro es importante por ser
un libro cuya carga mitopoética lo hace perdurable, inagotable, no
tanto por ser el “clásico” reconocido de la literatura argentina, una
“superstición” de la que nos enseñó a desconfiar (cfr. “Sobre los clási-
cos”, OC 2: 150–1). El cuento que leemos se presenta como una más –
aunque para nosotros muy concreta– entre las “repeticiones, versio-
nes, perversiones” que ese libro es capaz de suscitar; Borges es uno
más, aunque desde luego inconfundible, entre esos “comentaristas”
(palabra cargada de sentidos bíblicos y clásicos) a los que alude sin
citar: Lugones y Rojas sobre todo, también Unamuno, Calixto Oyuela,
todavía no Ezequiel Martínez Estrada, etc. De hecho, al abordar pro-
piamente la figura de Cruz, él empieza por distanciarse de ciertas
concepciones muy extendidas: “Quienes han comentado, y son mu-
chos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura so-
bre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en
las selváticas riberas de Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso
sí, en un mundo de barbarie monótona”. Frase que parece apuntar a
las ideas, desarrolladas en sus ensayos, de que el gaucho fue más
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44 ALFONSO GARCÍA MORALES

que un tipo étnico, un tipo social, propio de una sociedad de gana-


dería primitiva (Poesía gauchesca 1: VIII), y de que, por otra parte, su
estilo vital no fue suficiente para explicar su literaturización:

Quienes han estudiado las causas de la poesía gaucha se han limita-


do, generalmente, a una: la vida pastoril que hasta el siglo XX fue tí-
pica de la pampa y de las cuchillas. Esta causa, apta sin duda para la
digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica en
muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile,
pero estos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de
redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan pues el duro pastor y el
desierto (El “Martín Fierro”, OCC 515).

Fueron necesarios otros factores de orden social e histórico: los


hombres de ciudad identificados con los de la campaña durante las
guerras de la Independencia, la guerra con el Brasil y las guerras ci-
viles. Sin embargo, discusiones como éstas sobre el origen de los
gauchos y de los gauchos literarios están lógicamente sumergidas
bajo la superficie del cuento, que sigue la ficción de presentar a Cruz
como un personaje histórico y no libresco. En cualquier caso lo im-
portante no es tanto su pertenencia a la llanura, a lo que se llama –
para Borges algo literariamente– “la pampa”, como a la barbarie y,
por contraste, su rechazo a la ciudad, a la civilización. Si se confron-
ta aquí el personaje borgesiano con el que imaginó Hernández se
observa la labor de recreación. Borges selecciona algún dato: por
ejemplo adelanta que “murió de una viruela negra”, tal como se
cuenta en el Martín Fierro (II, 803–876); faltaría decir –aunque eso
sería demasiado evidente– que murió entre los indios. Pero sobre
todo inventa. Le inventa un viaje a Buenos Aires en 1849, a los vein-
te años, con una tropa de Francisco Xavier Acevedo, que es otro de
aquellos antepasados maternos a quienes dedicó en Elogio de la som-
bra, después del poema “Los gauchos”, el titulado “Acevedo”, que
comienza: “Campos de mis abuelos y que guardan/todavía su
nombre de Acevedo” (OC 2: 381). En Buenos Aires lo imagina “rece-
loso” y “taciturno”, recluido en una fonda, porque –y esto cobrará
nuevo sentido al final– “comprendió (más allá de las palabras y aun
del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad”. Una
idea que Borges desarrolló en “Historias de jinetes”, historias de
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 45

desconfianza y hostilidad de hombres a caballo –gauchos, pero tam-


bién beduinos, hunos, sajones, mogoles– ante la ciudad que final-
mente habría de vencerlos y eliminarlos. Y atribuye a Cruz la muer-
te a cuchillo de un peón que se burló de él, con lo que trastoca y sin-
tetiza las dos muertes que el personaje relata en el libro: la del asis-
tente de un comandante, después de que éste le arrebatase su mujer,
y la de un gaucho cantor que por ello también se había reído de él. A
lo que sigue la huida, la persecución y el enfrentamiento con la poli-
cía. Lo más significativo es precisamente esto: la manipulación, la
inversión que realiza Borges al narrar la pelea nocturna entre la par-
tida y Cruz exactamente con los mismos detalles que en la obra ori-
ginal se narra la pelea entre la partida y Martín Fierro. Aquí las mar-
cas del palimpsesto parecen más transparentes que nunca. Cuando
un lector del Martín Fierro lee: “Prófugo, hubo de guarecerse en un
fachinal; noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había
cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le es-
torbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entre-
garse”, etc., inevitablemente recuerda los versos del canto IX, sobre
los prolegómenos de la pelea, cuando Fierro dice:

Me encontraba, como digo,


en aquella soledá,
entre tanta escuridá,
echando al viento mis quejas,
cuando el grito del chajá
me hizo parar las orejas
(...)
Me refalé las espuelas
para no peliar con grillos;
me arremangué el calzoncillo
y me ajusté bien la faja,
y en una mata de paja
probé el filo del cuchillo (I, 1469–1474 y 1499–1504).

De esta manera se está sugiriendo lo que se declarará al final: que


ambos personajes son el mismo. Algo que el propio Fierro de alguna
manera intuye y expresa toscamente en el libro, al acabar de oír el
relato de su nuevo compañero: “Ya veo que somos los dos/ astillas
del mesmo palo” (I, 2143–2144). Pero cuidado con las transparencias
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46 ALFONSO GARCÍA MORALES

de Borges: la estudiosa Silvia Molloy (185–6) descubrió –no sé si la


primera– que en la escena del enfrentamiento entre Cruz y la parti-
da, la frase “cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con
más coraje que nunca” es una traducción casi directa de un pasaje
de la obra del místico inglés John Bunyan Pilgrim’s Progress: “and
when the blood ran through my fingers, I fought with most coura-
ge”. Un nuevo hilo, casi invisible, entra en la trama. Lo seguimos y
entrevemos dibujos insospechados: la historia de un gaucho parece
trazar un camino (profano) de salvación. En su enfrentamiento con
la partida, Cruz es vencido, desarmado. Como aquélla en la que fue
concebido, esta noche significa, aunque a nivel simbólico, una nueva
muerte o pérdida que va a estar seguida de una oscura voluntad de
resurrección o recuperación. Es una caída, condena o destierro: “El
ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue desti-
nado a un fortín de la frontera Norte”. Y el comienzo de una vida
errante: “Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces
combatió por su provincia natal, a veces en contra”; frase que, ade-
más de responder a una realidad histórica, las confusas guerras civi-
les de la época, la falta de sentido político o de identidad nacional de
los gauchos, subraya la desorientación y adelanta la disposición al
cambio, a la paradójicamente heroica traición final, en la que Cruz
peleará por un motivo personal y no por una causa abstracta. “No
murieron por esa cosa abstracta, la patria, sino por un patrón casual,
una ira o la invitación de un peligro” (“Los gauchos”, OC 2: 380).
Esta noche es, en fin, para Cruz el comienzo de una vida integrada
en la civilización –Borges incluso lo hace pelear y caer heroicamente
herido contra los indios, junto a su también antepasado, el sargento
mayor Eusebio Laprida–, pero inauténtica. Una vida “valerosa”, se
dice en el siguiente párrafo, pero también “oscura”, tal vez en el sen-
tido directo de anónima y en el más amplio de vivir a ciegas, bus-
cando ver la luz.
Borges sigue inventando y/o tergiversando. En este párrafo cen-
tral, que cumple una función de bisagra, casi elude lo que en el libro
tiene más desarrollo y a través del narrador dice falsamente que en
la vida del personaje “abundan los hiatos”, si bien lo sabemos “ca-
sado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de
campo”. Falsamente porque lo que Cruz narra de sí mismo en el
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 47

Martín Fierro es sobre todo esto: la pérdida de su mujer, con la que


comenzó su historia de marginación; aunque resulta una omisión
adecuada a la concepción borgesiana del papel secundario de la mu-
jer en el mundo de los gauchos, de los hombres de acción. También
calla el nombre del hijo, Picardía. Y no sólo para proseguir el juego,
evitando la identificación total, sino porque en realidad son hechos
sin importancia ante lo fundamental, ante la “lúcida noche funda-
mental” que se va a narrar a continuación. Antes está la culminación
de la vida falsa, a los cuarenta años: “En 1869 fue nombrado sargen-
to de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo
debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era”. Cruz
vive, como se dice en otro sentido en Evaristo Carriego, “la tragedia
opaca de un alma que no ve su destino” (OC 1: 125). Entonces, exac-
tamente en medio del cuento, otra pausa, una nueva intervención
directa del narrador en la que se adelanta y explica la importancia y
significado de esa noche:

(Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental:


la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin
escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; me-
jor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los
actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complica-
do que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en
que el hombre sabe para siempre quién es.

Obsérvese el uso expresivo del paréntesis que encierra gráfica-


mente el secreto de Cruz, su momento decisivo, los símbolos parale-
los de la cara y el nombre. Así como la sentencia que contiene, “o
finge contener” como diría Borges, quien habló de “la sentencia que
puede simular la sabiduría” (OC 3: 471), una verdad general sobre el
destino del hombre. Imágenes e ideas a las que, desde luego, cabe
encontrar correspondencias y fuentes en otros muchos textos suyos8.

8 Por ejemplo, en las adiciones de 1950 a Evaristo Carriego: “Yo he sospechado alguna

vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de
un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” (OC 1: 158). Y
en Literaturas germánicas medievales (1966): “Hay pocos argumentos posibles; uno de ellos
es el del hombre que da con su destino” (OCC 874). Como quedó apuntado, Borges atri-
buyó el hallazgo del “momento como cifra de una vida” o “instante revelador” a Dante:
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48 ALFONSO GARCÍA MORALES

Y que aquí son reforzados con ejemplos que dan a la historia de


Cruz un sentido universal, con relaciones y contrastes que introdu-
cen, a su vez, nuevas perspectivas:

“Una novela contemporánea requiere quinientas o seiscientas páginas para hacernos


conocer a alguien, si es que lo conocemos. A Dante le basta un solo momento. En ese
momento el personaje está definido para siempre. Dante busca ese momento central in-
conscientemente. Yo he querido hacer lo mismo en muchos cuentos” (OC 3: 213). Y al
comentar los destinos de Paolo y Francesca en la Comedia: “Cada uno se define para
siempre en un solo instante de su vida, un momento en el que un hombre se encuentra
para siempre consigo mismo” (OC 3: 216). Pero Roberto Paoli (191) ha señalado junto a la
inspiración dantesca la igualmente decisiva de Schopenhauer, pues la sentencia del cuen-
to “parece contener más de un eco de uno de los más impresionantes pensamientos del
filósofo alemán, cuando afirma en Neue Paralipomena: ‘¿Para qué sirve la vida? Para qué
sirve esta farsa en la cual todo lo esencial está predeterminado firme e irrevocablemente?
Ello acontece para que el hombre se reconozca, para que él vea lo que es, lo que quiere
ser, lo que ha querido y por tanto quiere y es: este conocimiento debe venirle desde afue-
ra. La vida es para el hombre, o sea para la voluntad, precisamente lo que los reactivos
químicos son para el cuerpo: sólo a través de ellos él revela lo que es, y sólo en la medida
en que se revela es’“. En cuanto al rostro y al nombre como metáforas del destino, la iden-
tidad, el misterio o la verdad –oculta o revelada, perdida o hallada– del hombre, su pre-
sencia es constante en textos de Borges. Además del citado “Poema conjetural”, donde
rostro y nombre aparecen conjuntados, cabe proponer, a título simplemente de ejemplo, el
poema “Lucas, XXIII”, sobre el enigma de Cristo: “gentil o hebreo o simplemente un
hombre/ cuya cara en el tiempo se ha perdido;/ ya no rescataremos del olvido/ las si-
lenciosas letras de su nombre” (OC 2: 218). Por su calidad de metáforas “verdaderas”,
esenciales o eternas, pues han existido siempre y no cabe inventarlas (OC 2: 48), Borges
pudo encontrarlas en fuentes muy diversas, en su propio interior. Interesa al menos re-
cordar su ensayo “El espejo de los enigmas”, que trata sobre el versículo de San Pablo (I,
Corintios, XIII, 12): “Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem.
Nunc cognosco ex parte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum” (“Ahora vemos por
espejo en la oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas
entonces conoceré como soy conocido”). Y sobre las distintas glosas que de este versículo
realizó Leon Bloy, entre ellas ésta que tanto lo impresionaba: “No hay en la tierra un ser
humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer
a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, y cuál es su
nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz...” (OC 2: 98–100).
Volveremos a ver que para Borges ciertas experiencias privilegiadas, como la artística,
son una “promesa” de revelación, un intento de (re)encontrar los nombres, los rostros
verdaderos. Recordemos ahora de El hacedor “Arte poética”: “El arte debe ser como ese
espejo / que nos revela nuestra propia cara” (OC 2: 221). Y el todavía más famoso epílo-
go, en el que el arte aparece como destino, autoconstrucción y autoconocimiento, donde
el hombre que ha tratado de dibujar el mundo “poco antes de morir, descubre que ese
paciente laberintos de líneas traza la imagen de su cara” (OC 2: 232).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 49

Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de


hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la
de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conoci-
miento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entre-
vero y un hombre.

Desde la propia construcción quiasmática (Alejandro–Aquiles,


Carlos XII–Alejandro) el texto plantea la idea de destinos que se re-
piten y que acaso son parte de una trama o serie infinita, y apunta a
las complejas interrelaciones entre realidad y mito, vida y literatura:
cuenta Plutarco en Vidas paralelas (un libro clásico cuyo título ahora
–tal es el poder de intervención de Borges en nuestras lecturas–
también nos parece borgesiano) que Alejandro Magno leyó la Ilíada
de Homero, en cuyo héroe Aquiles vio el arquetipo guerrero al que
trató de acercarse; siglos después Carlos XII de Suecia leyó Vidas pa-
ralelas, de cuyo personaje Alejandro hizo su modelo 9. Pero en este
evidente juego especular hay un eje tal vez inadvertido y no es otro
que el sintagma “vio reflejado su futuro de hierro”. Para Alejandro y
Carlos XII es tanto su destino irrevocablemente fijado, ya escrito,
como gloriosamente militar, que inspirará a otros y volverá a ser es-
crito. Para Cruz es esto y, al mismo tiempo, su “futuro de Fierro”, el
nombre, la cara, el momento secreto y verdadero de su historia.
Hasta aquí los antecedentes, explicaciones y ejemplos que sirven
para preparar al lector, no sólo para crearle expectación, sino para
darle instrucción suficiente con la que interpretar en todo su alcance

9 Borges volvió en distintos momentos sobre las figuras de Alejandro y Carlos XII. N.

A. Solórzano (242–3) advirtió que el mencionado “sueño” del padre de Cruz podría rela-
cionarse con el sueño que, según Plutarco, tuvo Filipo de Macedonia: antes de que nacie-
ra su hijo Alejandro, soñó que sellaba el vientre de su mujer con un sello que tenía la
imagen de un león, símbolo del impulso o la pasión. Además de este tipo de premoni-
ción, característico de muchas vidas heroicas, se podría añadir que a Alejandro le estuvo
reservado realizar verdaderamente el destino ambicionado por Filipo. También que el
griego Alejandro fue un hombre fascinado por lo otro, por Oriente, como el nórdico Car-
los XII lo fue por el Sur y el sargento Cruz por la barbarie. Y una nueva coincidencia sor-
prendente: el rey Carlos murió con el cráneo destrozado por una bala, como el padre de
Cruz por un sable. Borges lo imaginó en el soneto “Carlos XII”: “Supiste que vencer o ser
vencido/ son caras de un Azar indiferente,/ que no hay otra virtud que ser valiente / y
que el mármol, al fin, será el olvido./ Ardes glacial, más solo que el desierto; / nadie
llegó a tu alma y ya estás muerto” (OC 2: 286).
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50 ALFONSO GARCÍA MORALES

la noche final. Los hechos dispuestos en el último párrafo comien-


zan significativamente con la orden recibida por el sargento de apre-
sar a un criminal, un mandato impersonal, de un Estado no sólo abs-
tracto, sino contrario a lo más profundo de su sangre y que por ello
no podrá acatar. Las alusiones al Martín Fierro, a su protagonista –
“un malevo que debía dos muertes a la justicia”, “un desertor”– son
cada vez más transparentes, pero también hay leves modificaciones
que eluden la identificación y que pueden hacer vacilar al lector.
Sustituciones mínimas como la palabra “lupanar”, más concreta que
la palabra “pulpería” empleada por Hernández para situar el asesi-
nato del moreno, y “vecino”, más vaga que la expresión “gaucho
guapo”, la segunda víctima. Inserciones como la del coronel Benito
Machado, el partido de Rojas y la Laguna Colorada, el lugar de
donde se hace proceder al criminal y donde había muerto el padre
de Cruz. Se repite con una mínima variación una frase del comien-
zo del cuento: “de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que
pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas
del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado ese nombre; con leve pero
inexplicable inquietud lo reconoció...”. En el personaje (también en
el lector) actúa la reminiscencia, el reconocimiento que precede al
conocimiento pleno. A continuación viene la noche literalmente cru-
cial, en la que se decide y resume el destino de Cruz: “El criminal,
acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas
y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de
julio”. El momento de la revelación, del encuentro y el conocimien-
to, de la anagnórisis y la autognosis, de la comprensión y la auto-
rrealización, el momento en suma de “trascendencia profana” en el
que se unen la fatalidad y la libertad y mediante el que se logra el
acceso al centro secreto del laberinto, a la experiencia “poética” o
plena del destino, se expresa a través de un final condensadísimo de
símbolos de carácter iniciático, religioso o místico. Comienza con el
acercamiento de Cruz, todavía parte de la partida, pero ya en acti-
tud de respeto y hasta de humillación, al misterio profundo, a lo
otro, al otro: “La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos,
cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura tré-
mula acechaba o dormía el hombre secreto”. Sigue una nueva remi-
niscencia: “Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 51

haber vivido ya ese momento”. Y efectivamente lo había vivido


veinte años antes. Es sabido el interés de Borges por estas experien-
cias de anulación del tiempo y de la personalidad, como posibles
vías a otras dimensiones de la realidad. Entre el grito del chajá y el
grito final de Cruz tiene lugar el enfrentamiento de éste con el des-
conocido u olvidado, consigo mismo. Barcia (211) advirtió que la
única variante de importancia entre la versión hemerográfica del
cuento y la definitiva es esta frase: “Cruz lo entrevió terrible; la cre-
cida melena y la barba gris parecían comerle la cara”, que me parece
un leve subrayado y una sutil variación en el leitmotiv inicial del ros-
tro. La cara que entrevé Cruz es en realidad la de un lobo y en ella,
como se dirá enseguida, está su destino. Ya en el Martín Fierro se lee
“y el Cruz era como lobo / que defiende su guarida” (II, 1631–32), y
Borges ha ido seleccionando cuidadosamente las referencias al cri-
minal (“acosado”, “acorralado”, “acechante”) antes de hacerlo tam-
bién salir “de la guarida para pelearlos”, de presentarlo como un lo-
bo. Una breve intervención del narrador enfría algo la escena: “Un
motivo notorio me veda referir la pelea” dice, porque efectivamente
ya está contada en el Martín Fierro, ya está contada dos párrafos an-
tes y, en último extremo, está en la memoria de todos 10. Así se centra
en el misterioso proceso de Cruz, en su toma gradual de conciencia,
que se corresponde simbólicamente con el paso al amanecer:

Éste, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo comba-


tía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un des-
tino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que
lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estor-

10 Es significativo que Borges vuelva a emplear varios elementos prácticamente litera-

les de esta escena al recrear la figura de Facundo Quiroga inventada por Sarmiento,
prototípica del salvajismo y de la valentía. En “Diálogo de muertos”, en que Facundo
conversa con su asesino, el cobarde Rosas, lo presenta: “la melena revuelta y la barba
lóbrega parecían comerle la cara” (OC 2: 169). El poema “La tentación”, sobre la muerte
del personaje, termina con un eco de “un motivo notorio me veda referir la pelea”: “¿A
qué concluir la historia que ya ha sido/ contada para siempre? La galera/ toma el ca-
mino de Barranca Yaco” (OC 2: 500) , porque ya está contada por Sarmiento, por él
mismo en su juvenil “El general Quiroga va en coche al muere”, y porque también vive
en la memoria colectiva.
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52 ALFONSO GARCÍA MORALES

baban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario;


comprendió que el otro era él.

La narración se sustituye por la glosa y la lucha no contada se


transfiere al interior del personaje y también al lenguaje. El uso de la
repetición y la anáfora remite a otros momentos epifánicos de los
cuentos de Borges, especialmente a “Historia del guerrero y la cau-
tiva” (Sur, mayo 1949, y situado inmediatamente antes que “Biogra-
fía” en El Aleph), donde se reescribe la historia del bárbaro Droctulft,
quien al atacar la ciudad de Ravena –exactamente igual pero a la in-
versa que Cruz, quien “comprendió (más allá de las palabras y aun
del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad”–, ve:
“Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple
sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de
templos, de jardines (...). Quizá le basta ver un solo arco, con una
incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente
lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”, “abandona a los
suyos y pelea por Ravena” (OC 1: 558). Como a la cautiva inglesa,
como también a Cruz, “a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un
ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que
no hubieran sabido justificar” (OC 1: 560). El desdoblamiento que
provoca el despertar de la conciencia –“mientras combatía en la os-
curidad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a
comprender”– culmina en el “comprendió que el otro era él”. Como
es habitual en Borges, la indagación sobre la identidad–alteridad se
asocia al motivo eterno del doble (cfr. Huici). Cuando termina de
emerger el hombre oculto (Mr. Hyde), Cruz se ve en él como en un
espejo. Descubrimos finalmente que Martín Fierro es la cara de Cruz.
Y el doble se asocia, a su vez, al muy borgesiano e igualmente
paradójico motivo de la traición heroica: Cruz es dos, un traidor y
un héroe. En la anterior pelea termina vencido e integrado a una
vida falsa, en ésta realiza lo que entonces no pudo y se deshace el
resultado de aquélla. “Amanecía en la desaforada llanura”: Lefere
(198) ha observado bien que además del significado físico de
desmesurado, el adjetivo “desaforado” conserva el originariamente
legal de “sin ley, sin fuero”. El “dueño de una fracción de campo”
vuelve a la llanura sin límites, el sargento no “acata” la orden
recibida, sino el destino que lleva dentro, rechaza y arroja los
símbolos de civilización y autoridad, que son sentidos como disfraz
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 53

ción y autoridad, que son sentidos como disfraz (jinetas, uniforme) o


máscara (quepis). “Cruz, con el gesto, se desnuda, se des–cubre, gra-
fica con eso el fin del proceso de develación de su naturaleza íntima
y original” (Barcia 217); “entra definitivamente en el orden de lo
prohibido social (traidor) pero asume su destino (héroe)” (Solórzano
242). Borges reproduce el de por sí paradójico grito de Cruz en el
Martín Fierro, aunque lo hace en estilo indirecto, con lo que elude
toda palabra, todo rasgo discursivo del personaje y acentúa lo pu-
ramente gestual, el acto mismo: “gritó que no iba a consentir el deli-
to de que se matara a un valiente”. Cruz no sólo se aparta de la par-
tida, sino que pelea contra ella, igual que el otro, hecho ya un deser-
tor “junto al desertor Martín Fierro”. El cuento consiste, pues, en un
proceso de revelación, de “identificación” que afecta tanto al perso-
naje como al lector. Se cierra con el nombre secreto y sería de todo
punto innecesario decir nada más. Borges sabía que el destino de los
gauchos fue un destino de soledad y finalmente de derrota y olvido,
y que su salvación estuvo en un libro o un mito romántico, algo que
ellos ni siquiera sospechaban. Resuenan los versos citados de “Poe-
ma conjetural” (“En el espejo de esta noche alcanzo/ mi insospe-
chado rostro eterno...”) y cobra todo su sentido el epígrafe de Yeats:
“I’m looking for the face I had/ before the world was made”. Una
noche, un acto de valor es el símbolo de Cruz, su verdadero rostro y
nombre, lo único que –a través del Martín Fierro– perdura de él en la
memoria de los hombres.
Dejo aquí la glosa para añadir: sería un disparate querer deducir
directamente del cuento una motivación o significado político que, a
diferencia de “Poema conjetural”, creo que no tiene. Sin embargo
Borges no tardó en identificarse, también paradójicamente, con el
gesto rebelde, individualista de Cruz que Hernández y él mismo
habían escrito. En febrero de 1946 Perón fue elegido presidente. Fi-
nalmente la “pesadilla” de Borges se había concretado e iba a durar
casi diez años. Es bien conocido que algunos burócratas del régimen
trataron de humillarle promoviéndolo de su pequeño puesto de bi-
bliotecario municipal al de inspector de Aves –de “gallinas y conejos”
subrayó Rodríguez Monegal (Borges. Una biografía 348–353)– y que él
dignamente renunció. Este hombre tímido y orgulloso, a decir de sus
allegados, iba a mantener su particular duelo más o menos imagina-
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54 ALFONSO GARCÍA MORALES

rio con el tirano. Intelectuales de diversas tendencias organizaron un


“Desagravio a Borges”, quien lo agradeció en una declaración en la
que utilizó los mismos conceptos que en su citado prólogo a Recuer-
dos de provincia, durante un acto en el que él, que vivió tan literaria-
mente, sintió el peligro, el valor y la amistad de la noche de Cruz:

las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el ser-


vilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el
hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperati-
vos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados
de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el
lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los
muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a los lectores de Mar-
tín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud
argentina? Quiero también decirles mi orgullo por esta noche nume-
rosa y por esta activa amistad (“Palabras” 114).

Al menos el individualismo era una virtud en ese momento, tal


como repitió en “Nuestro pobre individualismo”, una diatriba, tam-
bién del 46, contra el nacionalismo y el totalitarismo:

El argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos


los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la
circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o
al hecho de que el Estado es una inconcebible abstracción, lo cierto
es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. (OC 2: 36)

Y después de recordar al Quijote liberando a los galeotes, dice:


“Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina:
esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó
que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se
puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro”
(OC 2: 36; lo mismo con variaciones en “Historia del tango” OC 1:
162–3). De igual manera que Cruz tenía dos caras (era un infame y
un valiente), el símbolo del gaucho podía prestarse a utilizaciones
políticas a la vez negativas (la barbarie) y positivas (el individualis-
mo rebelde).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 55

MÁS ALLÁ DEL MARTÍN FIERRO, MÁS ALLÁ DE “EL FIN”

Borges publicó en 1953, en colaboración con Margarita Guerrero, el


libro El ‘Martín Fierro’, otra reactualización del tema, la más completa
que realizó, con fines divulgativos. Si bien al comentar el “increíble”
acto de Cruz, se limitó a repetir la anterior explicación de orden so-
ciohistórico:

Su decisión se debe a que en estas tierras el individuo nunca se sintió


identificado con el Estado. Tal individualismo puede ser una heren-
cia española. Recordemos aquel significativo capítulo del Quijote en
el que éste da libertad a los presidiarios. (OCC 538)

Y solamente al referirse al relato que Cruz hace a Fierro tras la pe-


lea, insinuó la idea sobre la identidad de ambos personajes que
había desarrollado en el cuento, para –en un gesto muy característi-
co– atribuírsela a otro: “Cruz le cuenta su historia, que (según ob-
servó Juan María Torres) es la misma de Fierro” (OCC 539). Mayor
atención dedicó a la escena final de la payada entre Fierro y el Mo-
reno, hermano del asesinado por aquél en la primera parte, “uno de
los episodios más dramáticos y complejos de la obra que estudia-
mos. Hay en todo él una singular gravedad y está como cargado de
destino” (OCC 552). Un episodio en el que vio, desde su óptica pecu-
liar, capaz de descubrir siempre nuevas perspectivas, una de “las
magias parciales” del Martín Fierro, la mise en abyme de una payada
contenida dentro de otra payada:

Trátase de una payada de contrapunto, porque así como el escenario


de Hamlet encierra otro escenario, y el largo sueño de Las Mil y Una
Noches, otros sueños menores, el Martín Fierro, que es una payada,
encierra otras. Ésta, de todas, es la más memorable. (OCC 552–3)

También la mejor prueba de la diferencia existente y siempre seña-


lada por él entre la poesía de los gauchescos, que versificaron sobre
temas rústicos en un lenguaje deliberadamente plebeyo, y la de los
payadores, que, convencidos de que ejecutaban algo importante, re-
huyeron las voces populares y buscaron motivos y giros altisonantes:

El poema entero está escrito en un lenguaje rústico, o que estudio-


samente quiere ser rústico; en los últimos cantos, el autor nos pre-
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56 ALFONSO GARCÍA MORALES

senta una payada en una pulpería y los dos payadores olvidan el


pobre mundo pastoril que los rodea y abordan con inocencia o teme-
ridad grandes temas abstractos: el tiempo, la eternidad, el canto de la
noche, el canto del mar, el peso y la medida. Es como si el mayor de
los poetas gauchescos hubiera querido mostrarnos la diferencia que
separa su trabajo deliberado de las irresponsables improvisaciones
de los payadores. (OCC 515)

Y por último y sobre todo vio en el episodio algo que no se cum-


ple, que no está del todo dicho y que nos lleva imaginativamente
fuera de los límites del libro:

El desafío del moreno incluye otro, cuya gravitación creciente senti-


mos, y prepara o prefigura otra cosa, que luego no sucede o que su-
cede más allá del poema”, “esta payada, que puede ser el principio
de una pelea”. (OCC 553–4)

Para finalmente añadir entre paréntesis: “(Podemos imaginar una


pelea más allá del poema, en la que el moreno venga la muerte de su
hermano)”, que es lo que sin duda él ya estaba imaginando, como
demuestra “El fin”, publicado sólo tres meses después.
“El fin” es otra reescritura, menos, si se quiere, manierista que el
cuento anterior, de una complejidad más sencilla, pero igualmente
profunda y acaso más arriesgada. Aquí Borges completa y con ello
corrige el final de La vuelta de Martín Fierro. Sin tener para nada en
cuenta su espíritu conciliador añade un epílogo infiel, lo reescribe
desde la ética del coraje que predominaba en la primera parte, desde
lo que creo que para él constituía la base del mito de Martín Fierro,
lo que pese a todo atraía a los lectores, a los argentinos, a él mismo.
En “El fin” está el duelo a cuchillo entre el Moreno y Fierro y la
muerte de éste que no se nos da, que Hernández no nos quiso dar en
el poema. Para ello Borges inventa un personaje, Recabarren, que
parece ser el dueño de la pulpería donde se había desarrollado la
payada, un hombre inmóvil y mudo por la parálisis, tendido en un
catre, junto a una ventana que da a la llanura, desde cuya perspecti-
va se focaliza el relato.
“El fin” fue incluido, como dije, en la segunda edición de Ficciones,
junto a “El Sur”, también del 53. Las palabras de Borges en el prólo-
go son conocidas e indicativas de su modesto orgullo, de su con-
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 57

ciencia de haber llegado a un altísimo punto de madurez. Sobre “El


fin” dice: “Fuera de un personaje –Recabarren–, cuya inmovilidad y
pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía
(...); todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he
sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo” (OC
1: 483). Sobre “El Sur” hace la famosa declaración “es acaso mi mejor
cuento”, y la advertencia: “es posible leerlo como directa narración
de hechos novelescos y también de otro modo” (OC 1: 483). Como se
sabe, “El Sur”, donde la presencia del Martín Fierro (libro y mito) es
importantísima, es una de las cifras más perfectas de la compleja
personalidad de Borges, también de la etapa histórica y literaria que
estaba acabando de vivir. Entre las múltiples interpretaciones que
suscitan su personaje doble y su estructura desdoblada, no hay que
descartar la del duelo, realizado o soñado, temido o deseado, entre
el “salvaje unitario” Borges–Dalhman y la barbarie rosista–
peronista: “El Sur”como una reescritura (también política) de toda la
tradición literaria argentina decimonónica, empezando por El mata-
dero de Esteban Echeverría. Vuelvo sobre todo esto para subrayar
cierto paralelismo. “El fin” también está escrito con la ambigüedad
que “El Sur” lleva al extremo; también puede leerse como un relato
lineal o como un sueño de Recabarren. Así lo indica, desde el prin-
cipio, la situación y el carácter de este testigo poco fiable; la acumu-
lación de detalles e insinuaciones que dan irrealidad a la escena (el
momento de la duermevela y del atardecer, el sonido evocador de la
guitarra, la llanura infinita); el estilo que Barrenechea (188–201) bau-
tizó como “de la duda y la conjetura”, con reflejos sintácticos y léxi-
cos: puntos suspensivos, paréntesis, adjetivación de lo borroso, ad-
verbios y repeticiones que corrigen lo asertivo o aminoran el énfasis;
lo que Borges llamó “simular pequeñas incertidumbres”, “narrar los
hechos como si no los entendiera del todo” (OC 2: 353). No sólo esto.
Como trataré de mostrar, en Recabarren se podría ver una proyec-
ción de la figura del lector, del propio Borges; y en su visión, el sueño
creador concebido por el Borges lector/autor del Martín Fierro, que
descubre/ inventa una pelea más allá del poema.
La forma de “El fin”, tan nítida como misteriosa, consta de tres
momentos diferenciados –presentación, diálogo y duelo–, que respe-
tan los elementos mínimos señalados por Borges para cualquier cuen-
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58 ALFONSO GARCÍA MORALES

to: “la economía y un principio, medio y fin claramente señalados”


(Ensayo autobiográfico 75)11. Y que al mismo tiempo parecen corres-
ponderse con sus descripciones del proceso creador como un “sueño
dirigido”12. La presentación comienza cuando Recabarren, situado
entre el sueño y la realidad, el interior y el exterior, parece despertar
(¿recordar?) y percibe “un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrí-
simo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente...”. Una ten-
tativa de definición de la música que puede ya recordar al lector otras
tentativas de Borges de definir la poesía “que es inmortal y pobre. La
poesía/ vuelve como la aurora y el ocaso” (“Arte poética”, OC 2:
221). A continuación el personaje logra localizar un cencerro al pie de
la cama y lo agita; entonces la guitarra se atribuye a un negro cantor,
del que enseguida se dirá que “parecía buscar algo” en el instrumen-
to, y se introduce el imborrable recuerdo de la payada entre éste y un
forastero, figuras aún no identificadas como personajes del Martín
Fierro. Los datos que se dan sobre el postrado y sufrido Recabarren,
ayudado por “un chico de rasgos aindiados (hijo suyo tal vez)”, pro-
pician las analogías con el ciego, estoico y asistido Borges. La primera
parte termina: “El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda
jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder”. Y a conti-
nuación: “La llanura bajo el último sol era casi abstracta, como vista
en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un
jinete, que venía, o parecía venir, a la casa”. Como si ejerciera un poder,
¿qué poder?: el de llamar –para eso sirve el cencerro–, el de evocar los
sueños. A continuación Martín Fierro se va concretando. Entendemos
que de alguna manera el libro Martín Fierro es la guitarra y el cence-
rro del cuento: un “pobrísimo laberinto”, un texto humilde pero ca-

11 Para un análisis estructural del relato, según el modelo de Roland Barthes en S/Z,

minucioso aunque poco interpretativo, véase Velazco.


12 “En lo que me concierne, el proceso es más o menos invariable. Empiezo por divi-

sar una forma, una isla remota, que será después un relato o una poesía. Veo el fin y
veo el principio, no lo que se halla entre los dos. Esto gradualmente me es revelado,
cuando los astros o el azar son propicios” (La rosa profunda, OC 3: 77). “Cuando yo es-
cribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé
más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero
no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación de que dependan de mi arbi-
trio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas”
(“La poesía”, Siete noches, OC 3: 257).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 59

paz de ser tejido y destejido infinitamente, un instrumento inagotable


en el que el lector puede buscar, agitar y jugar para hacerlo revivir o
despertar, generando o convocando nuevos sentidos. Por otra parte,
la situación de Recabarren hace que pueda retardarse algo el efecto
sorpresa del cuento, ocultando nuevamente la identidad de Fierro, ya
que cuando se acerca –otro rasgo onírico– aún no se le ve la cara.
El centro del relato está ocupado por la conversación oída por Re-
cabarren. Lacónica, irónica, hecha de enviones cortos acompañados
de acordes de guitarra, tal como Borges imaginaba la auténtica en-
tonación criolla (“he comprobado que saber cómo habla un persona-
je es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sin-
taxis peculiar, es haber descubierto un destino”, “La poesía gau-
chesca”, OC 1: 181), la conversación termina con la revelación de la
identidad de Fierro y el Moreno. De las palabras de los antagonistas
y de las acotaciones mínimas del narrador, el lector puede deducir
toda la tensión contenida. Tras la dulzura, la lentitud, la paciencia, la
aparente humildad del negro que le habla al otro, como en un susu-
rro, de señor, de usted, hay una firme determinación y odio. Tras la
firmeza de movimientos, la aparente desenvoltura de Fierro que ríe
de buena gana y bebe y se dirige al otro como “vos, moreno”, tras la
aspereza y el cinismo de sus palabras que desmienten lo que había
dicho a sus hijos en la obra, se percibe su indecisión, su resignación,
su cansancio, su seriedad.
El final de Fierro está narrado en un solo párrafo. Su primera frase
marca la transición e impresiona por el tono lírico y meditativo. El
empleo de la persona del plural aproxima e implica al lector:

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca
lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo
entendemos pero es intraducible como una música...

Nos devuelve al comienzo, al pobre e infinito laberinto de la gui-


tarra, y nuevamente a los intentos de Borges de explicar al misterio
poético como una promesa de conocimiento, plenitud o sentido, si-
milar a la que se siente en algunos sueños. “Como las letras de los
sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan” se dice
en “El inmortal” (OC 1: 538). Y de forma aun más parecida en “La
muralla y los libros”:
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60 ALFONSO GARCÍA MORALES

La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas


por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos
algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por
decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce es,
quizá, el hecho estético (OC 2: 13).

En la conclusión se vuelven a poner en juego, aunque de forma


más contenida que en el cuento anterior, procedimientos intertex-
tuales y reflexiones sobre la identidad. La pelea reproduce la de Fie-
rro y el moreno de la primera parte del libro. Hay repeticiones. Fra-
ses como “Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el
odio. Su sangre lo sintió como un acicate” son una versión de
“Había estao juntando rabia/ el moreno dende ajuera” (I, 1171–2),
“Me hirbió la sangre en las venas/ y me le afirmé al moreno” (I,
1227–8). Pero sobre todo hay inversiones. La arremetida del negro –
“Y ya me hizo relumbrar/ por los ojos el cuchillo, / alcansando con
la punta/ a cortarme en un carrillo” (I, 1222–6)– se atribuye aquí a
Fierro: “Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del
negro”. Y la agonía y las acciones posteriores se transfieren de un
personaje a otro: “Nunca me puedo olvidar/ de la agonía de aquel
negro” (I, 1237–8), “Limpié el facón en los pastos/ desaté mi redo-
món,/ monté despacio y salí/ al tranco pa el cañadón” (I, 1249–52);
“Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el fa-
cón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin
mirar para atrás”. El negro sale victorioso pero en realidad ha libe-
rado a Martín Fierro de su culpa, para encerrarse a sí mismo en ella:
“Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el
otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”13.

13 El motivo del doble vuelve a insinuarse. En realidad es una de las posibilidades in-

terpretativas contenidas en el poema. El asesinato del moreno de la primera parte había


quedado como una herida abierta en la conciencia del protagonista. Al final del libro,
cuando han trascurrido unos siete años y todo parece estar dicho, aparece el misterioso
Moreno –”era fantástico el negro” (II, 3904)–, desafía a Fierro y termina identificándose
como el hermano del asesinado. El lector puede pensar en él como la encarnación de “la
Sombra” o de “la Conciencia”, formas del doble. Lo curioso es que en su ensayo sobre el
Martín Fierro Borges no se muestra del todo dispuesto a aceptar esta interpretación, plan-
teada por su siempre objetado Ricardo Rojas: “Rojas ha interpretado literalmente la pala-
bra fantástico y ha visto en el moreno algo así como la voz de la conciencia. Entiendo que
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 61

De esta manera se proyecta el cuento más allá. Un lector–escritor


podría seguir imaginando otras venganzas (Fierro dejó hijos), otros
duelos, otras muertes, nuevos episodios de un mismo rito cainita.
Como advirtió Pedro Luis Barcia, “El fin” en realidad no tiene fin:

“El fin” no es tal, es un título falaz. Hernández había dejado una po-
sibilidad potencial de agregar un episodio que continuara y conclu-
yera, con los días del protagonista: “Hasta el fin he de seguir:/ To-
dos tienen que cumplir/ Con la ley de su destino” (II, 4484–6). Esa
posibilidad es aprovechada por Borges, pero “El fin” no es cierre de-
finitivo. Fierro mata a un hombre y su hermano mata a Fierro, con-
virtiéndose entonces en victimario, cosa que no es una simple
circunstancia, sino una forma de destino. Se eslabona así una cadena
de victimario–víctima, sin que se vea su clausura. (Podría postularse
–pese a los consejos del padre– que alguno de los hijos de Fierro
haga justicia por su mano con el Moreno...). El negro se trasmuta en
Fierro al final del relato. “El fin” es un relato de final abierto que
plantea un infinito prospectivo (229–230).

En 1955 Perón cayó. La pesadilla terminó para Borges de momen-


to. Subrayo: para Borges, de momento. Su reconocimiento, sobre to-
do en el extranjero, creció imparable; la polémica, sobre todo en Ar-
gentina, nunca cesó. Él continuó con sus hábitos, reescribiéndose.
Incluyendo el hábito de releer–reescribir el Martín Fierro. Me inter-
esa terminar recordando la prosa breve “Martín Fierro”, publicada
en Sur en 1957 e incluida tres años después en El Hacedor, donde to-
do lo que hemos visto aparece reducido a lo esencial 14. En ella alude,

esta conjetura es errónea, pero el hecho de que haya sido formulada es una prueba de la
tensión dramática del pasaje” (OCC 553).
14 Por entonces Borges, y en concreto su interpretación del Martín Fierro, ya recibían las

críticas del “nacionalismo popular”, según la expresión de Lafforgue, quien recoge, bajo
el título “La imagen colonizada de la Argentina: Borges y el Martín Fierro” (147–167), los
ataques que realizó el peronista Juan José Hernández Arregui en Imperialismo y cultura.
La política de la inteligencia argentina (1957): el Borges heredero de la oligarquía europeísta
trató de desvalorizar el contenido social e histórico del poema y reducirlo a mera expre-
sión estética. Es a críticas como ésta a las que parece referirse con cierta displicencia el
propio escritor en alguna de sus declaraciones: “Ahora mucha gente ha dicho que yo
escribí ese cuento (“El fin”) en contra de Hernández, lo cual es absurdo. Creo que ese
cuento lo habría aprobado el artífice de Martín Fierro; salvo que como soy un mal versifi-
cador no me animé a escribirlo en verso” (Alifano 75). Para una interesante, aunque tal
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62 ALFONSO GARCÍA MORALES

sin nombrarlos, a ciertos hechos claves de la historia y de la literatu-


ra argentina: a las guerras de independencia y tal vez a Ascasubi, el
“precursor” de Hernández; a dos tiranías (Rosas y Perón); a “un
hombre que sabía todas las palabras” (Lugones, el “redescubridor”
de Hernández). Y en cada caso va repitiendo lo mismo: “Estas cosas,
ahora, son como si no hubieran sido” (OC 2: 175). Termina aludien-
do a José Hernández, a su modesta obra –mucho más modesta sin
duda que la de Lugones, quien, pese a conocer todas las palabras, tal
vez nunca llegó a escribir “la palabra”–, a su modesto pero trascen-
dente sueño, que pervive en la memoria y la imaginación, en el espa-
cio del mito:

También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comu-


nes y de algún modo eternas que son la materia del arte. Estas cosas,
ahora, son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel,
hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea.
Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de
huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, des-
ata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto
que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se
fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte
de la memoria de todos (OC 2: 175).

Más tarde Borges volvería a lamentar una y otra vez que los ar-
gentinos hubieran escogido como libro “clásico”, en el sentido de
ejemplar, al bárbaro Martín Fierro y no al civilizador Facundo 15. Sin

vez algo forzada, interpretación política de la antología Poesía gauchesca, compilada en


1955 por Borges y Bioy Casares, véase Demaria.
15 La queja, insinuada en el tan citado ensayo El “Martín Fierro”, Borges la repite en

adelante con absoluta constancia cada vez que se refiere al tema. Puede comprobarse
en su conferencia “El libro”, al hablar nuevamente de los clásicos: “Nosotros hubiéra-
mos podido elegir el Facundo, de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con
nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la cróni-
ca de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro” (Borges oral, OC 4: 169). Y en los pró-
logos –recogidos en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975, OC 4)– a la antología El
matrero, a los mismos Martín Fierro y Facundo, y al citado Recuerdos de provincia, que
aparece en Obras completas con una “Posdata de 1974”: “Sarmiento sigue formulando la
alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar
de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra
historia y mejor” (4: 124).
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JORGE LUIS BORGES, AUTOR DEL MARTÍN FIERRO 63

embargo, el sueño que él siempre soñó, que le tocó soñar y final-


mente se le impuso literariamente fue el de Hernández. Él revivió
con tal fuerza su obra que –como decíamos al principio– demostró
que la tradición también se puede cambiar. Después de Borges, el
Martín Fierro es otro.
Alfonso García Morales
Universidad de Sevilla.

OBRAS CITADAS

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