Este documento narra la historia de una anciana viuda de 80 años que vive con su hijo y nuera luego de enviudar. Su hijo se molesta por las dificultades de la anciana para comer y la relega a comer sola en una mesita en un rincón oscuro. Su nieta construye una mesita para que su padre y abuela tengan dónde comer cuando sean viejos, haciendo que el hijo se dé cuenta de que no estaba tratando bien a su madre.
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Este documento narra la historia de una anciana viuda de 80 años que vive con su hijo y nuera luego de enviudar. Su hijo se molesta por las dificultades de la anciana para comer y la relega a comer sola en una mesita en un rincón oscuro. Su nieta construye una mesita para que su padre y abuela tengan dónde comer cuando sean viejos, haciendo que el hijo se dé cuenta de que no estaba tratando bien a su madre.
Este documento narra la historia de una anciana viuda de 80 años que vive con su hijo y nuera luego de enviudar. Su hijo se molesta por las dificultades de la anciana para comer y la relega a comer sola en una mesita en un rincón oscuro. Su nieta construye una mesita para que su padre y abuela tengan dónde comer cuando sean viejos, haciendo que el hijo se dé cuenta de que no estaba tratando bien a su madre.
Este documento narra la historia de una anciana viuda de 80 años que vive con su hijo y nuera luego de enviudar. Su hijo se molesta por las dificultades de la anciana para comer y la relega a comer sola en una mesita en un rincón oscuro. Su nieta construye una mesita para que su padre y abuela tengan dónde comer cuando sean viejos, haciendo que el hijo se dé cuenta de que no estaba tratando bien a su madre.
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EL BAILE DE LOS RECAUDADORES
¡No puede ser que no haya una sola persona
honrada en este reino! –decìa el sultán, preocupado. Durante todo el año habìa probado a muchos, muchísimos, (¡demasidados!) recaudadores de impuestos. El asunto siempre terminaba igual: Se robaban el dinero. “Claro”, pensaba èl “con todo lo que recaudamos ¡Còmo no van a robar!”. -Yo tengo una solución –le dijo un dìa su consejero. Solo anuncie que necesita un nuevo recaudador... yo me encargarè del resto. Asì fue. Al dìa siguiente, todos los candidatos estaban en el recibidor del palacio, vistiendo sus màs hermosos y lujosos trajes. Se miraban entre ellos arquendo las cejas con desconfianza. Tambièn habìa allì un hombrecito tìmido que no llevaba traje elegante y por eso intentaba no llamar la atención. En esas estaban cuando apareció el consejero. -Vengan por aquì –dijo, y todos lo siguieron hasta la entrada de un corredor tan oscuro que no sabìa si tenìa piso o techo. Habìa que caminar a tientas... Al final del corredor estaba el sultán, esperando a los candidatos. -Ahora dìgales que bailen –le dijo en consejero al oìdo. “Què pedido tan raro”, pensò el sultán, pero habìa prometido hacerle caso. -El que baila màs bonito serà mi nuevo recaudador –dijo. Y mientras el consejero acompañana con las palmas, los candidatos arrancaron con los pasos de baile. ¡Y que mal bailaban! Además de no tener ritmo paracìa que las ropas les pesaban. El ùnico que bailaba con cierto decoro era el hombre pobre. Y de pronto ploc, ploc, empezaron a caer piedras preciosas de los bolsillos de los otros candidatos. Ellos no sabìa còmo disimular la vergüenza. -¡Ahì està el nuevo recaudador! –dijo feliz el consejero, señalando al hombre pobre-. Esparcì por el corredor muchas piedras preciosas, pero el ùnico que no se las llevò al bolsillo fue èl. Asì fue como el sultàn encontrò a su nuevo recaudador. Por fin un hombre honrado. LA MESITA DE LA ABUELITA Justo cuando iba a cumplir ochenta años, una señora se quedo viuda. Luego del velorio y del entierro, sus hijos se reunieron. ¿Què iba a hacer ahora? ¿Con quièn se irìa a vivir la anciana? Cada hijo tenìa su propia familia. Además viviàn en lugares distintos y, en el fondo, no querìan llevar a su madre con ellos. ¡Què fastidio tener una anciana en la casa! Asì que discutìan y discutían, pero ninguno decía que ya, que mamá venga conmigo. -¡Yo quiero que la abuelita viva con nosotros! – dijo de pronto la pequeña Sandra. Era la hijita del menor de los hijos y quería mucho a la anciana. Corriendo, Sandra se acercó a la pobre señora. La abrazó. “¡Rayos!”, pensó el hijo, muy molesto (pero mantenía la sonrisa, para que su mamá no pensara mal de él). La señora, sin dientes, sonreía, todos dijeron que ya, que mamá vaya a vivir con él. Desde la muerte de su esposo, el ánimo de la señora había decaído mucho y su salud no era buena. No veía bien, no oía bien y las manos le temblaban como si estuvieran siguiendo el compás de una polca. Para colmo, cuando comía, los arroces, fiuuu, salían volando de su plato y caían sobre la cabeza de alguien. A ella le daba vergüenza, pero no podía evitarlo. -¿Qué, cómo, cuándo? – decía la señora que cada vez que su hijo le hablaba. Entonces, el hijo se molestaba y se iba. ¡Qué vieja tan inútil! Ni él ni su esposa le tenían paciencia. A veces hasta le gritaban. Harto de esta situación. El hijo compró una mesita. La colocó en un rincón oscuro del comedor, junto con las escobas y los trapos, y le dijo a la anciana que a partir de este momento iba a comer allí. - Mamá, no me gusta ver como botas la comida fuera del plato. Quédate en el rincón y así estarás lejos de mi vista. La señora, snif, empezó a almorzar en la mesita, lejos de su familia. De este modo, los arroces, fiuuu, salían volando, pero el hijo ya no tenía que verlos. Un día llegando del trabajo, el hijo vio a la pequeña Sandra. Estaba tratando de construir algo con unos bloques de madera de juguete. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, la chiquita contestó: - Estoy construyendo una mesita para que tú y mamá tengan dónde comer cuando sean viejos. ¿Y qué crees? El hijo se dio cuenta de que estaba en falta. La abuela volvió a tener su lugar en la mesa y fue tratada por todos con respeto que se merecía.