9 de Marzo de 1948 Zelda

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9 de marzo de 1948,

Asheville, Carolina del Norte.

Scott, estoy encerrada en este cuarto y en mis sentimientos. Hay una


ventana, la cálida luz del cielo en Asheville choca contra la madera del
piso, es mi pedacito de libertad, mi único refugio. Aquí el espacio es
reducido, la cama incómoda y el resto de los muebles, destartalados. No
me agrada esta habitación, no me agrada este lugar, ni esta vida; pero
conoces de sobra mi condición, entro y salgo del hospital porque de lo
contrario sufro alucinaciones, he llegado a charlar con Alejandro Magno y
Cleopatra; a veces tengo ideas delirantes, me imagino que vienes
conmigo y viajamos juntos a París, otras más sólo me golpea una tristeza
tremenda y permanezco así durante días. Debes saber que te echo de
menos, Scott. Es raro cómo las cosas adquieren un carácter nostálgico
con el tiempo, incluso los malos momentos. Me gustaba tu tristeza,
espero habértelo dicho alguna vez, es que me parecía tierna; no lamento
nuestras discusiones porque ahora siento que nos mantenían unidos, al
final de cada una, trataba de besarte y hacerte olvidar.

Seré sincera contigo, ser Zelda Fitzgerald no es fácil. A veces me


pregunto cómo habría sido la vida de seguir siendo Zelda Sayre, de
haber vivido en Alabama y casarme con uno de los jóvenes que
perseguían mis huellas. Llevar tu apellido es cargar con todos tus
demonios que, admito, desvelamos juntos. Ser Fitzgerald atrae
mucha atención, tú y yo reflejamos la mejor época del siglo, encarnamos
el sueño americano: una pareja de jóvenes genuinamente apasionados,
rubios y bellos, ambiciosos, encantadores, la pareja de moda en los 20 y
exitosos, por lo menos, en aquella época. Pero todo acaba, ¿o no, Scott?
Hay que admitirlo, todo muere: el romance, la fama, el glamour y las
personas. Junto a nuestra generación nos acercamos a la conclusión de
un delirio agitado, de licor, bailes y encanto. Nunca pensamos en que
aquellos años eran efímeros, en que el declive llegaría tan pronto para
algunos; quizá sea mejor morir a vivir con el peso del tiempo, enterrada
en la nostalgia.
¿Recuerdas cuando nos conocimos? Ya no estoy segura si te vi por
primera vez en aquel baile del club de campo, o si antes me había
encontrado contigo en la estación de tren. Debió ser la última porque
escribiste sobre ello en “El gran Gatsby”. Tú eras un joven escritor
amateur que fanfarroneaba de su talento, un lugarteniente que esperaba
la orden para ir a combatir a la primera guerra; yo era una muchacha
sureña, criada en la cuna de una familia de senadores, jueces y
concejales, impetuosa, alocada, codiciada entre los hombres del
condado, enfadada de la vida en la campiña. Estábamos condenados,
Scott, éramos tan soñadores y entusiastas, era inevitable sentirnos
atraídos. Sé que anotaste el 7 de septiembre de 1918 en esa libreta que
llevas a todas partes, fue el día que te enamoraste de mí, te gustará
saber qué yo hice lo propio. Cada uno encontró en el otro un cierto
sentido de vanidad que sólo había visto en sí mismo.

Por supuesto, yo no estaba segura de casarme con cualquier holgazán


que se llamara escritor, pero demostraste que no eras escritor ordinario.
¿Cuántos más pueden decirse símbolos de su generación? Eres una
luminaria en medio de ese círculo de borrachos que llamabas amigos.
Estoy segura que la gente seguirá leyendo tus novelas, aún después de
mucho tiempo. Eres un talento sublime, Scott, no tan bueno como
William Faulkner, pero sublime. En una de sus novelas, Ernest
Hemingway nos llama “La generación perdida”, dice que lo tomó de una
conversación con Gertrude Stein, y por más odioso que me parezca
Hemingway, debo darle la razón. Nosotros somos la generación perdida

Me gusta evocar los detalles de la vida que llevamos juntos porque me


hace sentir cuerda. Cuando se firmó el tratado con Alemania, fuiste
liberado de tus obligaciones con el ejército y estableciste tu residencia en
Nueva York, nos escribíamos a menudo mientras estábamos separados,
hasta que me enviaste la sortija de tu madre en marzo de 1920; recuerdo
que nos casamos el 3 de abril del mismo año, en la hermosa catedral de
San Patricio, sobre la mismísima Quita Avenida. Estábamos aturdidos
por la gloria, vivíamos en un frenesí erótico y artístico, esa emoción nos
condujo al matrimonio. Acababas de publicar tu primera novela “A este
lado del paraíso”, todo un éxito de ventas, se agotó en apenas tres días;
después de semejante resultado comercial, cualquiera hubiera esperado
que tus siguientes trabajos continuaran siendo fructíferos, pero pese a tu
indiscutible habilidad como novelista, tus textos nunca más fueron tan
rentables.

En tu novela, reescribiste a uno de los personajes para que se pareciera


a mí, incluso usaste trozos de mi diario personal en la elaboración del
libro. Soy más que una musa, Scott, soy parte y autora de toda tu
carrera, no existe Scott Fitzgerald sin Zelda Fitzgerald.

Juntos arrasamos con Nueva York, ahí empezó todo. Como escribió
Charles Dickens: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los
tiempos”. Un par de célebres novicios en medio de la ola de adrenalina
más grande que ha azotado américa, precoces y revoltosos.
Reinventamos la suntuosidad, la ciudad enmudeció ante la era del jazz,
hicimos del charlestón un estilo de vida. La prensa alardeaba de nuestras
historias, era comprensible, porque vaya que dimos material para las
imprentas, nosotros agotamos la tinta, Scott. Le mostramos al resto de
mundo lo que era la diversión, y cuáles eran los límites del escándalo,
brillamos con la luz de nuestra enardecida juventud; paseábamos sobre
los toldos de las taxis, y ofrecimos un brindis en la fuente de la plaza de
unión square. Nos vestíamos de una pareja dichosa en público, pero en
casa las discusiones se volvieron frecuentes.

Pese a las riñas, nuestro primer año de matrimonio nos dio un bonito
obsequio en el día de San Valentín de 1921: supe que estaba
embarazada. Viajamos a la casa de tus padres en Minnesota para tener
al bebé, Frances “Scottie” Fitzgerald nació en octubre. Después de todos
esos años de desenfreno, me aturde pensar que la más afectada haya
sido Scottie, aún con nuestras muchas aptitudes en distintas materias, no
fuimos los mejores padres. ¿Sabes qué otra cosa recuerdo? A mí
recuperándome de la anestesia después del parto, balbuceando palabras
sin sentido, algo sobre desear que Scottie se convirtiera en una
muchacha bonita y tonta, porque lo mejor que le puede pasar a una
mujer bonita es ser tonta. Tuviste el arrojo de ponerlo dentro de “El gran
Gatsby”, supongo que nuestra vida alimentó algunos de nuestros libros, y
los espectros de esta sociedad se asoman entre sus páginas. Muchos de
los personajes alrededor de Gatsby son, exactamente, bonitos, pero muy
tontos. Un esbozo de una clase social que arroja habladurías imbéciles,
arropados por su fortuna o su raza. Creo que en tu novela el personaje
Daisy Buchanan enmarca la marginación de la mujer, la simplificación de
su género a un adorno, igual que una alfombra en la sala, o una lámpara
art deco en la habitación. “El gran Gatsby” fue una gran novela, querido
Scott, cada vez que quiero revivir los 20 me pongo a leerla.

Debo admitir que nunca fui una buena ama de casa, teníamos
numerosos empleados a cargo de todo lo que no sabíamos hacer, uno
para la cocina, otro para la lavandería, o para cuidar a nuestra hija. El
año de 1922 fue devastador, yo quedé embarazada por segunda
ocasión, pero no estábamos listos para ser padres, ni la primera vez, ni la
que se avecinaba. Scottie siguió como hija única, pero una tristeza
profunda ensombreció mi amor como madre. Con el tiempo, las deudas
inundaron la casa, tu siguiente novela no había tenido suficiente impacto,
vencidos, tuvimos que ir a París.

No hacías otra cosa que escribir, no me justifico, pero tú, mejor que
nadie, entenderás mi íntimo arrebato francés. Conocí a Edouard Jozan
en el verano del 24, era apuesto, galante, y un piloto intrépido. Ya me
disculparas por decírtelo, Scott, pero me enamoré de él. Pasábamos las
tardes nadando en las playas o en las mesas de los casinos.
Desafortunadamente, confundí la naturaleza de mi affaire al pedirte el
divorcio, claro que tu manera de encarar las circunstancias tampoco fue
la más madura, me encerraste en la casa, Scott. Cuando Edouard se
enteró de su damisela atrapada, insistió en que lo nuestro no era serio, y
abandonó el mediterráneo. Mi aventura nos hizo perder todas las
esperanzas, era nuestra necesidad de drama, habíamos cosechado una
huerta de ilusiones falsas a través de los años y, de pronto, la realidad
nos golpeaba en el rostro. Ese mismo año comencé a pintar y tuve mi
primer intento de suicidio.

Cuando nos mudamos de la costa a París, salías mucho con


Hemingway, no voy a negar que los llegué a considerar homosexuales.
Nunca me ha agradado Ernest, me parece narcisista, soberbio e
hipócrita. Además de tu amistad con él, debo admitir que nuestra época
en París fue magnífica. Se filmarán películas y se escribirán libros al
respecto por décadas. La ciudad de la luz fue un hervidero de nuevos
artistas, aparecieron las vanguardias y el glamour en un mismo espacio.
Nunca habrá época más vivida y tan maldita. Una orgia longeva que
ocultó la depresión de los monstruos del arte, que acalló nuestras
consciencias. Te dije cosas horribles, Scott, lo siento. Te insulté para
someterte, cuando tú me engañaste los celos sumergieron toda razón.
Para llamar tu atención me lancé a esas escaleras de mármol, en plena
reunión, para dar de que hablar a todos nuestros conocidos. Poco a poco
nos convertimos en una pareja desagradable, nuestras reuniones ya eran
vulgares intentos de complacer a un círculo de por si falso.

LETRAS

La carta que pudo salvar a Zelda


Fitzgerald de la locura y la muerte
Por: Hugo Co
2 de marzo, 2017

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9 de marzo de 1948,
Asheville, Carolina del Norte.
Scott, estoy encerrada en este cuarto y en mis sentimientos. Hay una ventana,
la cálida luz del cielo en Asheville choca contra la madera del piso, es mi
pedacito de libertad, mi único refugio. Aquí el espacio es reducido, la cama
incómoda y el resto de los muebles, destartalados. No me agrada esta
habitación, no me agrada este lugar, ni esta vida; pero conoces de sobra mi
condición, entro y salgo del hospital porque de lo contrario sufro
alucinaciones, he llegado a charlar con Alejandro Magno y Cleopatra; a veces
tengo ideas delirantes, me imagino que vienes conmigo y viajamos juntos a
París, otras más sólo me golpea una tristeza tremenda y permanezco así
durante días. Debes saber que te echo de menos, Scott. Es raro cómo las cosas
adquieren un carácter nostálgico con el tiempo, incluso los malos momentos.
Me gustaba tu tristeza, espero habértelo dicho alguna vez, es que me parecía
tierna; no lamento nuestras discusiones porque ahora siento que nos
mantenían unidos, al final de cada una, trataba de besarte y hacerte olvidar.

Seré sincera contigo, ser Zelda Fitzgerald no es fácil. A veces me pregunto


cómo habría sido la vida de seguir siendo Zelda Sayre, de haber vivido en
Alabama y casarme con uno de los jóvenes que perseguían mis huellas. Llevar
tu apellido es cargar con todos tus demonios que, admito, desvelamos juntos.
Ser Fitzgerald atrae mucha atención, tú y yo reflejamos la mejor época del
siglo, encarnamos el sueño americano: una pareja de jóvenes genuinamente
apasionados, rubios y bellos, ambiciosos, encantadores, la pareja de moda en
los 20 y exitosos, por lo menos, en aquella época. Pero todo acaba, ¿o no,
Scott? Hay que admitirlo, todo muere: el romance, la fama, el glamour y las
personas. Junto a nuestra generación nos acercamos a la conclusión de un
delirio agitado, de licor, bailes y encanto. Nunca pensamos en que aquellos
años eran efímeros, en que el declive llegaría tan pronto para algunos; quizá
sea mejor morir a vivir con el peso del tiempo, enterrada en la nostalgia.

¿Recuerdas cuando nos conocimos? Ya no estoy segura si te vi por primera


vez en aquel baile del club de campo, o si antes me había encontrado contigo
en la estación de tren. Debió ser la última porque escribiste sobre ello en “El
gran Gatsby”. Tú eras un joven escritor amateur que fanfarroneaba de su
talento, un lugarteniente que esperaba la orden para ir a combatir a la primera
guerra; yo era una muchacha sureña, criada en la cuna de una familia de
senadores, jueces y concejales, impetuosa, alocada, codiciada entre los
hombres del condado, enfadada de la vida en la campiña. Estábamos
condenados, Scott, éramos tan soñadores y entusiastas, era inevitable sentirnos
atraídos. Sé que anotaste el 7 de septiembre de 1918 en esa libreta que llevas a
todas partes, fue el día que te enamoraste de mí, te gustará saber qué yo hice
lo propio. Cada uno encontró en el otro un cierto sentido de vanidad que sólo
había visto en sí mismo.

Por supuesto, yo no estaba segura de casarme con cualquier holgazán que se


llamara escritor, pero demostraste que no eras escritor ordinario. ¿Cuántos
más pueden decirse símbolos de su generación? Eres una luminaria en medio
de ese círculo de borrachos que llamabas amigos. Estoy segura que la gente
seguirá leyendo tus novelas, aún después de mucho tiempo. Eres un talento
sublime, Scott, no tan bueno como William Faulkner, pero sublime. En una de
sus novelas, Ernest Hemingway nos llama “La generación perdida”, dice que
lo tomó de una conversación con Gertrude Stein, y por más odioso que me
parezca Hemingway, debo darle la razón. Nosotros somos la generación
perdida.

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Me gusta evocar los detalles de la vida que llevamos juntos porque me hace
sentir cuerda. Cuando se firmó el tratado con Alemania, fuiste liberado de tus
obligaciones con el ejército y estableciste tu residencia en Nueva York, nos
escribíamos a menudo mientras estábamos separados, hasta que me enviaste la
sortija de tu madre en marzo de 1920; recuerdo que nos casamos el 3 de abril
del mismo año, en la hermosa catedral de San Patricio, sobre la mismísima
Quita Avenida. Estábamos aturdidos por la gloria, vivíamos en un frenesí
erótico y artístico, esa emoción nos condujo al matrimonio. Acababas de
publicar tu primera novela “A este lado del paraíso”, todo un éxito de ventas,
se agotó en apenas tres días; después de semejante resultado comercial,
cualquiera hubiera esperado que tus siguientes trabajos continuaran siendo
fructíferos, pero pese a tu indiscutible habilidad como novelista, tus textos
nunca más fueron tan rentables.
En tu novela, reescribiste a uno de los personajes para que se pareciera a mí,
incluso usaste trozos de mi diario personal en la elaboración del libro. Soy
más que una musa, Scott, soy parte y autora de toda tu carrera, no existe Scott
Fitzgerald sin Zelda Fitzgerald.

Juntos arrasamos con Nueva York, ahí empezó todo. Como escribió Charles
Dickens: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Un par de
célebres novicios en medio de la ola de adrenalina más grande que ha azotado
américa, precoces y revoltosos. Reinventamos la suntuosidad, la ciudad
enmudeció ante la era del jazz, hicimos del charlestón un estilo de vida. La
prensa alardeaba de nuestras historias, era comprensible, porque vaya que
dimos material para las imprentas, nosotros agotamos la tinta, Scott. Le
mostramos al resto de mundo lo que era la diversión, y cuáles eran los límites del
escándalo, brillamos con la luz de nuestra enardecida juventud; paseábamos sobre los
toldos de las taxis, y ofrecimos un brindis en la fuente de la plaza de unión square. Nos
vestíamos de una pareja dichosa en público, pero en casa las discusiones se volvieron
frecuentes.

Pese a las riñas, nuestro primer año de matrimonio nos dio un bonito obsequio
en el día de San Valentín de 1921: supe que estaba embarazada. Viajamos a la
casa de tus padres en Minnesota para tener al bebé, Frances “Scottie”
Fitzgerald nació en octubre. Después de todos esos años de desenfreno, me
aturde pensar que la más afectada haya sido Scottie, aún con nuestras muchas
aptitudes en distintas materias, no fuimos los mejores padres. ¿Sabes qué otra
cosa recuerdo? A mí recuperándome de la anestesia después del parto,
balbuceando palabras sin sentido, algo sobre desear que Scottie se convirtiera
en una muchacha bonita y tonta, porque lo mejor que le puede pasar a una
mujer bonita es ser tonta. Tuviste el arrojo de ponerlo dentro de “El gran
Gatsby”, supongo que nuestra vida alimentó algunos de nuestros libros, y los
espectros de esta sociedad se asoman entre sus páginas. Muchos de los
personajes alrededor de Gatsby son, exactamente, bonitos, pero muy tontos.
Un esbozo de una clase social que arroja habladurías imbéciles, arropados por
su fortuna o su raza. Creo que en tu novela el personaje Daisy Buchanan
enmarca la marginación de la mujer, la simplificación de su género a un
adorno, igual que una alfombra en la sala, o una lámpara art deco en la
habitación. “El gran Gatsby” fue una gran novela, querido Scott, cada vez que
quiero revivir los 20 me pongo a leerla.
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Debo admitir que nunca fui una buena ama de casa, teníamos numerosos
empleados a cargo de todo lo que no sabíamos hacer, uno para la cocina, otro
para la lavandería, o para cuidar a nuestra hija. El año de 1922 fue devastador,
yo quedé embarazada por segunda ocasión, pero no estábamos listos para ser
padres, ni la primera vez, ni la que se avecinaba. Scottie siguió como hija
única, pero una tristeza profunda ensombreció mi amor como madre. Con el
tiempo, las deudas inundaron la casa, tu siguiente novela no había tenido
suficiente impacto, vencidos, tuvimos que ir a París.

No hacías otra cosa que escribir, no me justifico, pero tú, mejor que nadie,
entenderás mi íntimo arrebato francés. Conocí a Edouard Jozan en el verano
del 24, era apuesto, galante, y un piloto intrépido. Ya me disculparas por
decírtelo, Scott, pero me enamoré de él. Pasábamos las tardes nadando en las
playas o en las mesas de los casinos. Desafortunadamente, confundí la
naturaleza de mi affaire al pedirte el divorcio, claro que tu manera de encarar
las circunstancias tampoco fue la más madura, me encerraste en la casa, Scott.
Cuando Edouard se enteró de su damisela atrapada, insistió en que lo nuestro
no era serio, y abandonó el mediterráneo. Mi aventura nos hizo perder todas
las esperanzas, era nuestra necesidad de drama, habíamos cosechado una
huerta de ilusiones falsas a través de los años y, de pronto, la realidad nos
golpeaba en el rostro. Ese mismo año comencé a pintar y tuve mi primer
intento de suicidio.

Cuando nos mudamos de la costa a París, salías mucho con Hemingway, no


voy a negar que los llegué a considerar homosexuales. Nunca me ha agradado
Ernest, me parece narcisista, soberbio e hipócrita. Además de tu amistad con
él, debo admitir que nuestra época en París fue magnífica. Se filmarán
películas y se escribirán libros al respecto por décadas. La ciudad de la luz fue
un hervidero de nuevos artistas, aparecieron las vanguardias y el glamour en
un mismo espacio. Nunca habrá época más vivida y tan maldita. Una orgia
longeva que ocultó la depresión de los monstruos del arte, que acalló nuestras
consciencias. Te dije cosas horribles, Scott, lo siento. Te insulté para
someterte, cuando tú me engañaste los celos sumergieron toda razón. Para
llamar tu atención me lancé a esas escaleras de mármol, en plena reunión, para
dar de que hablar a todos nuestros conocidos. Poco a poco nos convertimos en
una pareja desagradable, nuestras reuniones ya eran vulgares intentos de
complacer a un círculo de por si falso.

Quise aprender ballet, ya había sido una estupenda bailarina en mi infancia.


Tenía la gracia, el físico e incluso ¡la disciplina, Scott! Llegué a practicar ocho
horas diarias. ¿Habías visto tanta entrega de mí hacia algo? Pero a ti no te
gustaba la idea, y los demás decían que me estaba autodestruyendo, quizá
era cierto, pero preferiría morir como una artista que como ebria en alguna
noche lasciva.

En los 30 me admitieron en un sanatorio, y estuve al cuidado de los más


brillantes médicos de Europa. Cuando regresamos a América por la muerte de
papá, tú comenzaste a trabajar en Hollywood, no demerito el oficio, Scott,
pero seré sincera, ¡qué forma de desperdiciar tu talento! Como sea, nos hacía
ganar dinero y solventar nuestros gastos. Fueron años terribles, querido, no
sólo para nosotros. Tal cual fuimos la representación del esplendor
norteamericano, nuestra caída fue tan abrupta como la caída de la bolsa de
Wall Street, y la subsecuente depresión económica.
En mi tiempo, internada en Baltimore, logré escribir una novela: “Save
me the waltz”. Aún creo que la reacción enfadada que tuviste cuando
supiste del libro fue muy exagerada, sé que gran parte del argumento
revela parte de nuestra vida íntima, pero tú planeabas hacer lo mismo en
tu siguiente libro, y el que golpea primero, Scott, golpea dos veces.
Lamento que “Save me the waltz” no haya sido bien recibida por la
crítica, ¿pero cuándo han sabido ellos algo de arte?

En mi tiempo alojadada en el Hospital Highland de Asheville, empezaste


un amorío a mis espaldas; fue con esa periodista escandalosa, Sheilah
Graham. Te aseguro que ni en nuestros peores momentos fuiste tan
infeliz. Cuando en Highland organizaron una excursión a Cuba, tú y yo
decidimos ir por nuestra cuenta, otro fatal error, Scott. El viaje fue, en su
descripción más favorecedora, desmoralizador. Hubo riñas, tú te
intoxicaste y acabaste en una clínica al volver a Estados Unidos,
después de eso, no nos vimos de nuevo. Tú regresaste con tu amante y
yo al hospital. Nunca perdimos la comunicación, si es que a aquello le
podemos llamar así. Compartimos correspondencia los siguientes años,
pero tú te esforzaste por alejarte, de manera eventual empezaste a
culparme por tus fracaso, ante tus ojos, la razón de tu declive era yo.
Pero, Scott, nosotros mitificamos el apellido “Fitzgerald”, no habrías
escrito esos grandes libros sin mí, y la sombra de Zelda te acompañará
siempre, aún en la eternidad.

Moriste hace ocho años a causa de un ataque al corazón, vivías en el


departamento de Sheilah Graham. Scottie dice que tuviste un buen
funeral, ella ya tenía 19 años, y confío en su palabra. Me fue imposible
acudir al sepelio, eras mi vida, ¿cómo acude alguien al entierro de su
vida? Ahora me parece vacía la existencia, me encuentro en un sueño
etéreo, como si hubiera un velo entre la realidad y tú.

Ahora Scottie es toda una mujer, me hace sentir orgullosa. Hizo colocar
tus restos en Maryland, pretendía depositarlos en la parcela de tu familia
en la iglesia, pero no se lo permitieron, dijeron que eras impuro por haber
vivido con más alcohol que sangre; aun así, dice que hará que la iglesia
cambie de parecer, ya veremos.

Mis problemas ahora, Scott, son: la primera, permanecer aquí; y la


segunda, salir de este lugar de una buena vez. Los doctores y yo
seguimos trabajando en ambas. Tengo programada una terapia de
electroshock, me aterra, pero me atemoriza más esta maldita
enfermedad. La esperanza con la que sobrevivimos es diminuta, como la
buena fortuna, la notoriedad y las riquezas es perecedera, pero a
diferencia de ellas, vale su costo.

Se acerca el ocaso, la luz del sol se apaga junto conmigo. Pienso en ti y


en mí, juntos, viviendo en el sur, en una casa a lado de a algún valle que
retoñe y rejuvenezca con la primavera, cubierto de flores, cuya fragancia
evoque los mejores recuerdos. Sé que no sucederá, el viaje al que has
partido es muy largo. Será en otra vida, Scott.

Con cariño, Zelda Fitzgerald.

La noche del 20 de diciembre de 1940, el escritor F. Scott Fitzgerald asistió junto a


Sheilah Graham a la premiere de la cinta This Thing Called Love, en un cine de Los
Ángeles. La película trataba sobre unos recién casados que deciden posponer el sexo
por tres meses para fortalecer su relación, lo que alarmó a la iglesia católica por ir en
contra de las buenas costumbres, justo como lo hizo Scott Fitzgerald y su vida de
excesos.

Después de la función, Fitzgerald empezó a sentir un malestar. Miró al suelo y sintió


que el mundo le daba vueltas y que una hormiga le mordía el corazón. Confundido al
acercarse a su auto, tropezó con la banqueta y estuvo a punto de caer mientras abría
la puerta del copiloto. Una serie de risitas contenidas, sobretodo de mujeres galantes,
se escucharon, y a la espalda del escritor, una metralla de comentarios asociados al
inocultable alcoholismo del escritor. Humillado, volteó a Sheilah, su amante y le
preguntó:

—¿Piensan que estoy borracho, verdad?


Lo que pensaban los espectadores a la brutalidad causada por el alcohol del célebre
autor norteamericano no se basaba en prejuicios. Tampoco en la observación del
involuntario desliz del escritor, sino su largo y ventilado historial médico: una especie
de sombra infiltrada en la élite hollywoodense donde Scott, contra viento y marea se
mantenía: dos infartos sufridos a mediado de los 30, tuberculosis severa y una
consuetudinaria afición por la ginebra. Siempre en la cresta de la ola y siempre
escribiendo.
Al día siguiente, Scott y Sheila pasaban la
tarde escuchando música clásica. Scott leía el Los Ángeles Times mientras predecía
que Estados Unidos entraría a la segunda guerra mundial luego de la alianza que
hacían Italia y Alemania, pero unos golpes en la puerta de madera de su casa le
hicieron dejar el periódico, el vaso con Gin Rickey y atender el llamado del cartero
que, como cada semana, llevaba a Fitzgerald la revista Princeton Alumni Weekly.

Sheilah estaba frente a la chimenea y su hombre decidió colocarse en el mismo lugar,


considerando que diciembre en Hollywood no era un clima benévolo a los achaques
de un bebedor empedernido que no rebasaba los 50 años de edad. Pero esa tarde de
frío, con la revista en el bolsillo Scott consideró proporcionarle a su estómago algo
ajeno al líquido catalizador que bebía y tomó una barra de chocolate. Pero en cuanto
se sentó junto a su mujer, Fitzgerald pareció rebotar del sillón: se levantó recto,
flechado y sin hablar. Con los ojos a punto de botarle de la cabeza y amenazando con
impactar el rostro de Sheila, el autor de El gran Gatsby se desplomó. Rojo como la
nochebuena y frío como la nieve, Fitzgerald cayó a los pies de su mujer. El ataque al
corazón del hombre de apenas 44 años, siempre aspirante a vivir la cultura
norteamericana de élite fue, como dicen los médicos, fulminante. Fulminante, fue,
también aquello que sucedió antes de su muerte y después de sus libros: Francis
Scott Key Fitzgerald vivió de la misma manera que los personajes creados para sus
historias: un genio y un alcohólico, un renegado de la clase privilegiada.

Fitzgerald no sólo vivió paralelo a sus novelas; su muerte significó lo que el final de su
novela más famosa, El gran Gatsby: la caída de un hombre exitoso. En sus últimos
días de vida vendió guiones de cine. Cansado y enfermo, alcanzó a escribir una última
novela, El Último Magnate. A su funeral asistieron pocos amigos y familiares. Fue un
día oscuro, lluvioso y desolado. Apenas una decena de personas llegaron, entre ellas
la escritora Dorothy Parker, con quien sostuvo un breve romance en los años veinte.
En su vestido luctuoso, la señora Parker se deslizó al ataúd y cerca del rostro de
Fitzgerald, como quien busca dar revancha a alguien desprotegido, habló:

—Pobre bastardo —le dijo en susurros mientras observaba al que fuera el prototipo
de la Generación perdida.

Y aunque Scott no pudo escuchar las palabras que la irónica señora Parker citaba del
funeral del protagonista Jay Gatsby, en la novela de El gran Gatsby, este pequeño
homenaje era testimonio del camino recorrido que Fitzgerald finalizó cuando dejaba
de existir.

En El gran Gatsby, el propio Fitzgerald escribió: «de esta manera seguimos


avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia
el pasado».

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