Cuentos Reunidos

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Todo el brillo imperecedero del

autor de El gran Gatsby aparece en


estas cuarenta y tres obras
maestras, que incluyen clásicos
como «El extraño caso de Benjamin
Button» o «A tu edad». De los
primeros relatos que capturan la
atmósfera de los años veinte, hasta
los últimos, que pueden leerse
como una reflexión sobre los
excesos de su juventud. Por primera
vez en un único volumen, una
colección esencial, un monumento a
una de las grandes voces de la
literatura estadounidense.
Francis Scott Fitzgerald

Cuentos
reunidos
ePub r1.0
Titivillus 07.03.15
Título original: The Short Stories of F.
Scott Fitzgerald: A New Collection
Francis Scott Fitzgerald, 1995
Traducción e introducción: Justo Navarro
Edición y prólogo: Matthew J. Bruccoli

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Un español en el
mundo de Fitzgerald

Hay niños que no creen ser hijos de


sus padres, porque creen valer más que
sus padres, niños que se avergüenzan de
sus padres, es decir, de ser quienes son.
Es el pecado del que se acusa en el
confesionario Rudolph Miller, personaje
de un cuento de Francis Scott Fitzgerald.
El adolescente Miller, imagen joven del
gran Gatsby, en lo más hondo de sí
mismo sabe que no es Rudolph Miller,
sino el héroe Blatchford Sarnemington,
un triunfador que provoca admiración en
las calles: ¡Es Blatchford Sarnemington!
Dicen que Fitzgerald se avergonzaba de
sus padres, y quiso ser un héroe, y,
después de fracasar en el fútbol
universitario y perder la ocasión
memorable de la Primera Guerra
Mundial, a la que no llegó a ir, oficial
bailarín y enamoradizo en campamentos
de Kansas, Kentucky, Georgia y
Alabama, no le quedó más remedio que
convertirse en el escritor famoso
Francis Scott Fitzgerald.
En octubre de 1920 la novela más
solicitada en las bibliotecas públicas de
Estados Unidos era la primera novela de
Fitzgerald, A este lado del paraíso.
Fitzgerald tuvo veinte años en los años
veinte, cuando fue, más que un famoso
escritor de novelas, un famoso escritor
de cuentos para las mejores revistas
ilustradas, las de mayor difusión, que le
pagaban precios fabulosos. Dicen que se
hizo rico diciéndoles a sus lectores que
sentía lo mismo que ellos. Quien leía sus
cuentos oía dentro de sí una voz que
podía ser su propia voz, pero era la voz
de Fitzgerald, una voz que le contaba el
mundo o el sueño del mundo en que
vivía. Fitzgerald inventó una generación
y una época: la era del jazz.
Contaba el fervor de vivir aquellos
años: los campamentos de instrucción,
los amores de muchachos pobres con
niñas ricas que los rechazan, la pasión
de las fiestas, la mercadería de las
grandes ciudades en la euforia
económica de 1920, Europa como estafa
y paraíso infernal para americanos
adinerados, el matrimonio y la
infidelidad, la Depresión y la depresión,
las clínicas suizas, la ruina, el alcohol y
la locura, el manicomio, la pérdida del
talento, Hollywood. Los cuentos
copiaban la vida de Fitzgerald o, mejor,
eran la vida de Fitzgerald, que tenía el
genio de hacerle creer a quien lo leía
que le estaba contando su propia vida:
la vida del lector. Los cuentos de
Fitzgerald se confundían con la memoria
de sus lectores: a Fitzgerald le contaban
sus cuentos como si fueran episodios de
vidas reales, sin reparar en que le
estaban contando un cuento de
Fitzgerald.
Pero me parece que Fitzgerald nunca
quería ser quien era: le dolía no tener
éxito masivo como novelista y le dolía
ser un cuentista de éxito; quería triunfar
como escritor en el mundo de las
películas, pero detestaba escribir para
Hollywood. Y, siempre dolido o
incómodo, presumía de poseer una
excepcional facultad para ser feliz, tan
anormal como el periodo de
prosperidad que atravesó Estados
Unidos en los años veinte; también era
excepcional su capacidad para hundirse:
tan anormal, decía Fitzgerald, como la
desesperación que sepultó a Estados
Unidos al final de los años de opulencia.
Me da la impresión, mientras leo los
relatos de Fitzgerald, de que el dolor de
Fitzgerald fue siempre el dolor del
tiempo. Hay en los cuentos una mezcla
de descreimiento y emoción, como si la
vida fuera una comedia de señoritas
modernas que aspiran a ser mantenidas
por caballeretes modernos que tienen o
aspiran a tener mayordomo y criado
negro, pero una comedia que se
representa por última vez mientras los
operarios desmontan los decorados y el
teatro.
La sensación del tiempo en fuga es
pasión por el mundo, pasión por vivir.
Vivir es una demolición, pero, mientras
los martillos pegan y destruyen y
pulverizan, toca la orquesta y
resplandecen miles de luces, aunque
sean luces de luminosos que se funden
con los días. Tienen los mundos de
Fitzgerald un temblor de inestabilidad,
de felicidad que viene y va pero nunca
vuelve. Es el placer y el dolor de la
fugacidad de las cosas: qué se hizo de
los héroes de la guerra, de las mejores
fiestas, de las mujeres y sus trajes de
noche, de la belleza y del amor, de las
canciones de moda, de las casas y los
hoteles de lujo, del dinero y su brillo. El
dinero, esa fantasmagoría, moldeaba la
realidad: la nieve de 1929 no era real,
desaparecía si pagabas lo necesario. Así
lo contó Fitzgerald en Regreso
a Babilonia.
Hay una imagen fija y obsesiva en
los cuentos de Fitzgerald: el fulgor. El
fulgor es la luz, los neones de la
publicidad, los luminosos de los hoteles
y los bares, las gasolineras y los cines,
los faros de los coches, la luz en la
cabellera de las mujeres y en la pechera
y las solapas del esmoquin, la luz en los
cócteles de colores y la luna y el sol
sobre piscinas y mares y copas de
champán, la luz de las pistas de baile, el
fulgor del dinero, el brillo, el
resplandor, los destellos, una luz casi
sonora, una luz que tintinea en el oro y
las pulseras de las mujeres, la luz a
punto de apagarse. Dicen que Fitzgerald
copiaba sus luces de los anuncios de
lámparas eléctricas, y yo me acuerdo de
que cuando Juan Ramón Jiménez vio la
luna de Nueva York en viaje de novios
escribió en su diario: ¿Es la luna o es un
anuncio de la luna?
Mientras leía a Fitzgerald de la
manera más honda en que se puede leer
un libro, traduciéndolo, me acordaba del
mundo de los escritores españoles de
los años de Fitzgerald, Juan Ramón
Jiménez, Ramón Gómez de la Serna,
Pedro Salinas, Rafael Alberti, Federico
García Lorca, los poetas de la
Modernidad, esa sensación de que lo de
siempre se repite mortal en lo nuevo que
pasa rapidísimo, como el cine, hecho de
luz y pasar, según Gómez de la Serna.
En 1934, el año de Suave es la noche,
Ramón Gómez de la Serna publicó en la
selecta revista Cruz y raya su Ensayo
sobre lo cursi. Decía Gómez de la Serna
que existe una mala cursilería: la de
esos objetos lamentables que en sus
conferencias en América rompía con un
martillo para sacrificarle a Dios un
cordero de cursilería. Quería que Dios
lo librara del mal gusto y quería
enseñarles a los niños lo que hay que
romper, lección que nadie les da nunca.
Pero, contra la cursilería maligna,
propugnaba algo así como una cursilería
provechosa: lo cursi que nace de la
conformidad de vivir y morir en una
setentena de años y por eso se agarra al
alma humana y acierta con la intimidad
que hay que dar a cada cosa. Y concluía
Gómez de la Sema: sólo lo cursi de cada
momento histórico se salvará.
Yo creo que el genio del mejor
Fitzgerald consistía en esto: mostraba lo
cursi, la intimidad de su época, y a la
vez blandía el martillo que rompe la
cursilería deleznable. El martillo tenía
la liviandad y el peso del humor,
porque, con el correr de los años,
Fitzgerald se había fabricado, o así lo
confesó un día, una sonrisa canalla y
mundana de hotelero o modelo que posa
desnuda, de ascensorista negro o
director de escuela el día de los
premios. Me acuerdo de una página de
El gran Gatsby: el narrador, Nick
Carraway, oye las novelerías que le
cuenta Gatsby, héroe y millonario,
imaginario sobrino del kaiser
Guillermo, y sospecha que Gatsby repite
lo que ha leído en alguno de los cuentos
que publicaban esas revistas ilustradas
donde Francis Scott Fitzgerald era el
escritor estrella. Y me acuerdo de La
tarde de un escritor, un cuento de 1936
que no le hubiera servido a Gatsby,
porque Gatsby tenía otra manera de ver
el mundo y además ya estaba muerto, un
cuento donde el escritor inventa el
cuento ideal para las revistas y las
antologías, pero no ideal para el
escritor, que, mirando el color de una
casa, acaba de recordar una vieja capa
de su madre, una capa que era de
muchos colores y no era de ningún
color: sólo reflejaba la luz.
Durante casi dos años he viajado
por los cuentos de Fitzgerald, embebido
en sus páginas, que he leído para
volverlas a leer, los he pensado y les he
dado mil vueltas, me los he dicho con
las palabras de Fitzgerald para poder
decírmelos luego con mis palabras.
Traducir es tomar unas palabras y
convertirlas en palabras absolutamente
distintas que prodigiosamente han de
decir lo mismo que las primeras. No era
un viaje fácil: he recorrido un mundo
extraño, los Estados Unidos y la Europa
para americanos de la edad de
Fitzgerald, incluso parte de África,
ciudades desconocidas donde sonaban
canciones desconocidas, se jugaba a
raros deportes y se hablaba de
personajes célebres pero remotos. Y,
mientras traducía, procuraba no olvidar
que no se trataba de cambiar unas
palabras anglonorteamericanas por otras
españolas, sino de construir un mundo
hecho de voces: la voz de Fitzgerald. Mi
propósito ha sido que quien lea estos
cuentos traducidos por mí sienta la voz
única de Francis Scott Fitzgerald.

P. S. No era fácil el viaje, y debo


darles las gracias a cuantos me han
ayudado a iniciarlo y concluirlo: a Juan
Cruz, que me sugirió la idea de traducir
a Fitzgerald y aguantó con paciencia mi
lentitud y vacilaciones de traductor; a
Ramón Buenaventura, que me animó
metiéndome prisa amablemente; a
Amaya Elezcano, por su amistosa
paciencia; a Iñaki Abad, José Luis
Manjón, Gustavo Martín Garzo e Ignacio
Echevarría, que me prestaron anteriores
traducciones al español de algunos de
estos cuentos; a los autores de esas
traducciones que pude consultar y
comparar con la mía, en la complicidad
del riesgo compartido: Mariano Antolín
Rato, Marcelo Cohén, Poli Delano,
Antonio Desmonts, Ada Franzoni, Óscar
Luis Molina y Rafael Ruiz de la Cuesta;
a Antonio Muñoz Molina, que me ayudó
a conocer el mundo de Fitzgerald; a
Carmen Navarro, por estar cerca; a
Lidia Taillefer de Haya, que más de una
vez me sacó de dudas; a María Lourdes
Navarro, por su amor fraterno y su
ingenio; a Juan Manuel Villalba, por su
amistad y generosidad; y a Esther
Morillas, pues sin ella esta traducción
probablemente no existiría.
JUSTO NAVARRO
Prólogo de Matthew
J. Bruccoli

La mayoría de los
escritores nos repetimos: es
verdad. En nuestra vida
tenemos dos o tres
experiencias decisivas e
impresionantes, experiencias
tan decisivas e impresionantes
que en ese momento nos
parece imposible que nadie se
haya sentido jamás tan
afectado, hundido,
deslumbrado, asombrado,
vencido, roto, salvado,
iluminado, recompensado y
humillado.
Luego aprendemos el
oficio, mejor o peor, y
contamos dos o tres historias
—cada vez disfrazadas de una
manera— puede que diez
veces, o cien, tantas como la
gente quiera escucharlas.

«Cien salidas nulas»,


Saturday Evening Post (4 de
marzo de 1933).

Los relatos siguen siendo un aspecto


mal comprendido y poco valorado de la
trayectoria de Francis Scott Fitzgerald.
Han sido despreciados como trabajo de
segunda categoría y condenados por
entorpecer el desarrollo de su obra
seria. Es cierto que son desiguales; pero
los mejores cuentos de Fitzgerald están
entre lo mejor de la literatura
norteamericana[1].
Los relatos de Fitztgerald exigen hoy
dos aproximaciones. Cabría intentar
leerlos como la primera vez que vieron
la luz: por el placer de su estilo,
ingenio, calidez y versatilidad. Y
también podrían ser leídos por su lugar
en la obra de un gran escritor. Fitzgerald
sería en parte responsable por su
incapacidad permanente para apreciar
de forma adecuada sus relatos. Después
de un periodo inicial de euforia,
celebridad instantánea y dinero fácil, a
Fitzgerald empezó a pesarle escribir
cuentos, tanto por motivos económicos,
como por la energía creativa que
extraían de sus novelas. El menosprecio
de Fitzgerald por sus cuentos ha
persuadido a la crítica de que la
mayoría de ellos merece la clasificación
de literatura mediocre y fácil escrita
para ganar dinero. Pero la amargura de
Fitzgerald nació del esfuerzo —y no de
la facilidad— de escribir ficción para
las revistas de gran tirada. A mediados
de los años treinta, cuando a Fitzgerald
le costaba mucho satisfacer a este
mercado, escribió en sus Cuadernos:
«Les he pedido demasiado a mis
emociones: ciento veinte cuentos. El
precio era alto, como lo fue para
Kipling, porque había una gota de algo
que no era sangre, ni una lágrima, ni mi
semilla, sino algo mío más íntimo que
eso en cada cuento: algo “extra”, que era
mío. Ahora se ha ido y ya soy
exactamente igual que todos[2]». Durante
este periodo de desaliento explicó a su
agente, Harold Ober: «Concibo todos
mis relatos como si fueran novelas;
exigen una emoción especial, una
experiencia especial: así que mis
lectores, si los hay, saben que cada vez
encontrarán algo nuevo, no en la forma,
sino en la esencia (sería mejor para mí
si pudiera escribir cuentos de acuerdo
con un patrón convencional, pero el
lápiz no me responde…)[3]». Es
significativo que Fitzgerald valorara su
capacidad narrativa de acuerdo con las
exigencias emocionales del relato.
Además de fácil, Fitzgerald fue
tachado de trivial porque sus cuentos no
se ajustaban a lo que los críticos —
especialmente en los años treinta,
década de conciencia social—
consideraban significativo. Fitzgerald se
quejaba en 1934 en su introducción a la
reimpresión de El gran Gatsby, de la
Modern Library: «Últimamente algunos
críticos han pretendido hacerme creer
sin demasiado rigor que los materiales
de mi obra eran absolutamente
inservibles para tratar de personas
maduras en un mundo maduro. Pero,
Dios mío, eran los materiales de mi obra
y era lo único de lo que podía tratar».
No existen grados de valía literaria en
los materiales de una obra. Un escritor
es su material, y éste es tan literario
como pueda hacerlo el escritor.
Fitzgerald nunca intentó ni pretendió ser
un escritor experimental ni de
vanguardia.
Es necesario comprender la
situación económica de Fitzgerald para
valorar la influencia de sus cuentos en
su trayectoria. No ganó una fortuna. El
dinero de los cuentos debería haberle
supuesto tiempo para escribir novelas,
pero habitualmente vivía al día, cuento a
cuento. Fitzgerald nunca tuvo una novela
que fuera un éxito fulminante: ni siquiera
A este lado del paraíso, que vendió
52 000 ejemplares en su día., y le
proporcionó unos 15 000 dólares en
derechos de autor. Gatsby y Suave es la
noche fueron fracasos económicos. En
1929 ocho cuentos vendidos al Post le
reportaron a Fitzgerald 30 000 dólares,
mientras que los derechos de todos sus
libros ascendieron a 31,77 dólares
(incluyendo 5,10 dólares de Gatsby).
Pero es un error considerar los
cuentos de Fitzgerald como meramente
comerciales. Era un escritor profesional,
y todo lo que cobra un profesional es
trabajo comercial. Fitzgerald no era una
excepción al combinar la literatura con
los encargos que pagaban las revistas.
Antes de la época de los anticipos
suculentos y la venta de magníficos
derechos secundarios, importantes
novelistas completaban los ingresos de
sus libros con el trabajo en revistas. Los
escritores viven de vender palabras, y
Fitzgerald compitió con éxito en el
mercado literario más difícil de su
tiempo: las revistas ilustradas y de gran
difusión que pagaban muy bien. Se le
asociaba con el Saturday Evening Post,
en el que publicó 65 relatos —casi el
cuarenta por ciento del total de su
producción—, alcanzando su cotización
más alta en 1929: 4000 dólares[4].
Lectores para los que el antiguo Post ni
siquiera es un recuerdo se sorprenderían
con la lista de sus colaboradores, que
incluía a Willa Cather, Edith Wharton,
William Faulkner y Thomas Wolfe. El
Post fue la revista más leída de Estados
Unidos durante la década de los veinte
(2.750 000 ejemplares a la semana), y
bajo la dirección de George Horace
Lorimer intentó plasmar la imagen que
el país tenía de sí mismo[5]. Harold
Ober colocó también la obra de
Fitzgerald en la mayoría de las revistas
de gran difusión de la competencia: Red
Book, Liberty, Collier’s, Metropolitan y
McCall’s. Durante su vida Fitzgerald fue
mucho más conocido y leído como autor
de cuentos que de novelas.
Todas estas revistas estaban
dirigidas a un amplio público medio,
pero no hay pruebas que apoyen la
afirmación de Ernest Hemingway de que
Fitzgerald reconoció haber echado a
perder deliberadamente algunos cuentos
para hacerlos vendibles. Aunque
escribía sobre los temas que los
directores de las revistas esperaban de
él, sus cuentos rara vez obedecían a
fórmulas fijas: «En cuanto me doy
cuenta de que estoy escribiendo algo
barato, mi pluma se detiene y mi talento
se esfuma…»[6]. En su mejor momento
era capaz de escribir cuentos populares
que eran verdaderos cuentos de
Fitzgerald. Los finales no eran
necesariamente felices, y siempre
encontraba la manera de incluir «un
toque de desastre». A pesar de todo, dos
obras maestras como Primero de Mayo
(S.O.S.) y El diamante tan grande como
el Ritz eran demasiado «realistas» o
«difíciles» para las revistas ilustradas.
Muchos aspectos de la vida de
Fitzgerald tienen estructura novelesca,
como si el escritor estuviera viviendo
una de sus propias historias. Su
narrativa está obsesionada por el tiempo
y resulta irónicamente apropiado que su
carrera se desarrollara entre una década
de confianza y una década de pérdida.
Los cuentos de este volumen escritos
después de 1929 muestran la creciente
dificultad de Fitzgerald para provocar
las respuestas emocionales que las
revistas le exigían en una época de
catástrofe personal y nacional. Aunque
su producción fue disminuyendo año tras
año a partir de 1932, se esforzó por
continuar enviándoles cuentos al Post y
a otras revistas semejantes, mientras
experimentaba con formas nuevas y
nuevo material para el Esquire. Los
cuentos de Fitzgerald para el Esquire
eran muy breves, incluso apuntes, sin el
desarrollo de un cuento convencional, y
algunos difícilmente podían ser
considerados cuentos. Fundada en 1934,
Esquire era una revista mensual de
difusión limitada, con ambiciones
literarias y una línea editorial flexible;
se vendía al prohibitivo precio de 50
centavos. Su director, Arnold Gingrich,
admiraba la prosa de Fitzgerald y aceptó
casi todo lo que les mandó: pero
Esquire sólo le pagaba 250 dólares por
colaboración. Fitzgerald colaboró con
Esquire en cuarenta y cinco ocasiones,
incluyendo los ensayos de El crack-up.
A partir de 1937, año en que se trasladó
a Hollywood, Esquire adquirió sólo
cuentos de Fitzgerald fácilmente
vendibles.
La etiqueta «un cuento típico de
Fitzgerald» no sirve. Sus cuentos
gozaron de popularidad en su época
porque eran imaginativos y
sorprendentes, no porque fueran
predecibles. Si podemos afirmar que los
pacientes que leían el Post en la sala de
espera de un médico eran sensibles a la
prosa brillante y al dominio de la
narración, entonces eso es lo que
convirtió a Fitzgerald en un famoso
autor de cuentos para las revistas. Era
un cuentista por naturaleza; sus relatos
están contados por una voz narrativa que
se gana la confianza del lector. Aunque
la trama de sus cuentos sea artificiosa y
a veces recurra a finales con truco, su
principal función es crear un marco para
los personajes. Fitzgerald creó una
nueva figura americana: la mujer joven y
decidida. No la chica moderna de los
tebeos, sino la entusiasta, valiente,
atractiva y castamente independiente
joven que apuesta en la vida y en el
amor por el mejor de los premios: su
futuro. Fitzgerald trata a sus jóvenes
ambiciosos, hombres y mujeres, con
seriedad y los juzga con rigor. El
didactismo de sus cuentos es sincero, no
para comprar la benevolencia del
mercado de las revistas ilustradas. En
1939 le confesaba a su hija, Scottie:
«Algunas veces me gustaría ser uno de
ésos [autores de comedias musicales],
pero me temo que en el fondo soy
demasiado moralista y en realidad
prefiero sermonear a la gente de una
forma aceptable antes que
[7]
entretenerla ». Una de las estrategias
favoritas de Fitzgerald era terminar los
cuentos con un golpe de elocuencia o
ingenio que volviera sobre los temas del
relato y explicitara su intención.
Prueba del calibre de la prosa de
Fitzgerald son las alabanzas que ha
merecido de otros escritores que
reconocían la dificultad de lo que
Fitzgerald lograba que pareciera
espontáneo. Raymond Chandler
comentaba a propósito de la indefinible
cualidad del encanto: «Tenía una de las
más raras cualidades que pueden darse
en cualquier tipo de literatura… la
palabra es encanto: encanto en el sentido
en que Keats hubiera utilizado el
término. ¿Quién lo tiene hoy día? No se
trata de escribir de un modo preciosista,
o con un estilo sencillo. Es una especie
de magia tenue, controlada y exquisita,
algo así como lo que te ofrece un buen
cuarteto de cuerda[8]». Siempre
podemos percibir gran literatura. Hay
algo extraordinario —incluso milagroso
— en la prosa de Fitzgerald, palabra por
palabra. James Gould Cozzens fue el
que más se aproximó a explicar este
aspecto del genio de Fitzgerald: «Un
talento para decir no sólo lo justo, lo
exacto, lo vivo o lo emocionante, sino
aquello que, poseyendo todas estas
cualidades, trasciende de tal forma tus
expectativas razonables que te das
cuenta de que no es producto sólo de la
inteligencia, el oficio o el esfuerzo, sino
que, mucho más sencillo, ha surgido en
una especie de triunfal destello más allá
del proceso normal del pensamiento[9]».
En cada cuento había palabras que
lo marcaban como un cuento de
Fitzgerald.
Fitzgerald no siguió dos trayectorias,
mutuamente excluyentes, como
colaborador en revistas y escritor de
novelas. Se trataba de una única
trayectoria, en la que se integraba toda
su obra. Puesto que Fitzgerald se vio
obligado a escribir cuentos mientras
trabajaba en sus novelas, los cuentos
relacionados con éstas introducen o
experimentan temas, escenarios y
situaciones que serían desarrollados en
todas sus posibilidades en la novela.
«Saqueaba» rutinariamente pasajes de
un cuento para volver a usarlos en una
novela. Entre los cuentos aquí
recogidos, pertenecen claramente al
grupo de Gatsby: «Sueños de invierno»,
«Dados, nudillos de hierro y guitarra»,
«Absolución», «Lo más sensato» y «El
joven rico» (una obra posterior a
Gatsby). Los relatos de este volumen
que pertenecen a la gestación de Suave
es la noche son los siguientes: «Un viaje
al extranjero», «Regreso a Babilonia»,
«La boda», «Los nadadores», «La
escala de Jacob» y «La niña del hotel».
Charles Scribner’s Sons, la única
editorial que Fitzgerald tuvo en vida,
publicó después de cada novela un
volumen de cuentos: Flappers and
Philosophers (1920), Tales of the jazz
Age (1922), All the Sad Young Men
(1926) y Taps at Reveille (1935), un
total de cuarenta y cinco cuentos,
veintiuno de los cuales se incluyen aquí.
Es evidente que estas cuatro
recopilaciones representan la selección
que el propio Fitzgerald hizo de sus
mejores cuentos, pero su elección estuvo
limitada por los relatos de los que
disponía en aquel momento. No tenía
suficientes narraciones de peso para
Cuentos de la era del jazz, y tenía
demasiadas para Taps. Por otra parte, a
Fitzgerald le daba escrúpulo incluir en
libro un cuento que ya había saqueado
para alguna de sus novelas[10].
Distinguía entre publicar en una revista
y en un libro, y se empeñaba en que el
incluir un cuento en una de sus
recopilaciones le otorgaba
perdurabilidad y rango literario.
Después de haber incorporado material
de un cuento (frases o párrafos enteros)
a una novela, renunciaba a volver a
publicar ese cuento tal como había
aparecido originariamente. O reescribía
el pasaje saqueado o consideraba el
cuento «enterrado», no publicable. (Pero
véase «Corto viaje a casa» y «Regreso a
Babilonia»). En ningún caso se limitaba
a volver a publicar el texto tal como
había aparecido en revistas.
Desde que Scribner’s publicó en
1951 —año clave para la recuperación
de Fitzgerald— la edición de Malcolm
Cowley de Los cuentos de F. Scott
Fitzgerald, ésta ha sido la recopilación
modelo y ha influido en la valoración
crítica de la obra breve de Fitzgerald,
especialmente en las universidades.
Dentro de la limitación que supone
incluir sólo veintiocho cuentos, la
selección de Cowley es espléndida.
Desde entonces, el creciente interés por
Fitzgerald ha dado lugar a cinco
volúmenes de relatos que no habían sido
recogidos en libros[11]. Era necesaria
una recopilación más completa y
representativa. Los cuarenta y tres
relatos elegidos para este volumen
reúnen los relatos clásicos y
fundamentales de Fitzgerald con otros
que rebasan el alcance del material que
el escritor tenía entre manos. Así, la
extraordinaria versatilidad y el dominio
de Fitzgerald se ponen de manifiesto con
brillantez en los relatos fantásticos no
recogidos por Cowley: «El extraño caso
de Benjamin Button» (admirado por
William Faulkner), «Corto viaje a casa»
(admirado por James Thurber) y «Un
viaje al extranjero» (un relato esencial).
Esta recopilación podría estar
ordenada temáticamente: amor y dinero,
el Norte y el Sur, Norteamérica y
Europa, idealismo y desilusión, éxito y
fracaso, tiempo y mutabilidad.
Rechazamos semejante proyecto porque
los temas se superponen en los cuentos.
El orden cronológico permite al lector
seguir las colaboraciones de Fitzgerald
en revistas desde los días de entusiasmo
juvenil, a través de estados de ánimo
cada vez más sombríos. Más
provechoso es leer estos relatos en el
orden en que fueron publicados, pues
nos revela el delicado sentido histórico
que poseía Fitzgerald cuando evoca los
ritmos de la Era del Jazz y de la
Depresión. No era un escritor
testimonial; sin embargo, fue un brillante
historiador de la vida social por su
capacidad para expresar, gracias al
estilo y al punto de vista, el sentido del
tiempo y del espacio, la sensación de
estar allí. Y, así, aconsejaba a Scottie:
«Y cuando en un momento
extraordinario quieras transmitir la
verdad, no lo escandaloso, ni la estricta
relación de los hechos, sino la esencia
profunda de lo que sucedió en un baile
de la universidad o después, quizá
encuentres esa autenticidad, y entonces
comprenderás hasta qué punto es posible
lograr que incluso un triste lapón sienta
la importancia de una escapada a
Cartier[12]».
Literatura es lo que permanece. La
historia de la literatura demuestra que la
recepción crítica es un mal pronóstico
de valor perdurable. Los escritos que
llegan a ser literatura son con frecuencia
ignorados o atacados ferozmente en el
momento de su publicación. En los años
veinte la afirmación de que los cuentos
de Fitzgerald podían convertirse en
clásicos hubiera provocado
incredulidad e hilaridad. El proceso por
el que las obras literarias alcanzan al fin
el rango que les corresponde es
inexplicable. Los cuentos de Francis
Scott Fitzgerald nos dan esta lección:
todo lo que un genio escribe participa de
su genio. Y esperemos que exista una
lección más: el genio siempre acaba
imponiendo el reconocimiento que le
corresponde.
Cabeza y Hombros

Cabeza y Hombros fue el


primer cuento de Fitzgerald
que apareció en el Saturday
Evening Post (21 de febrero
de 1920), pero no fue el
primero que consiguió
vender: cinco cuentos para
The Smart Set lo habían
precedido. Más tarde le
escribiría a su agente Harold
Ober: «Yo tenía veintidós
años [en realidad tenía
veintitrés] cuando llegué a
Nueva York y me enteré de
que le había vendido Cabeza
y Hombros al Post. Me
hubiera gustado volver a
sentir una emoción
semejante, pero me figuro que
una cosa así sólo se da una
vez en la vida». Los
cuatrocientos dólares que le
pagaron suponían la décima
parte de lo que el Post
pagaría por un cuento de
Fitzgerald en 1929.
Titulado en un principio
Nest feathers, el cuento fue
uno de los que Fitzgerald
escribió en el otoño de 1919
después de que Scribner
aceptara su primera novela,
A este lado del paraíso. El
relato de Fitzgerald
anticipaba de manera curiosa
su propia vida: si el
matrimonio obliga a Horace
a abandonar sus estudios y
dedicarse al mundo del
espectáculo, su matrimonio
con Zelda Sayre, en abril de
1920, pronto obligaría al
autor de Cabeza y Hombros a
dedicarse a escribir y vender
literatura de evasión.
Fitzgerald incluyó
Cabeza y Hombros en
Flappers y filósofos, su
primer libro de cuentos,
publicado en 1920.

I.

En 1915 Horace Tarbox tenía trece


años. Por aquellas fechas hizo el examen
de ingreso en la Universidad de
Princeton y consiguió las más altas
calificaciones en materias como César,
Cicerón, Virgilio, Jenofonte, Hornero,
Algebra, Geometría Plana, Geometría
del Espacio y Química.
Dos años después, mientras George
M. Cohan escribía Over There, Horace
era, con diferencia, el primer estudiante
de segundo curso y pergeñaba un estudio
sobre El silogismo: forma obsoleta de
la Escolástica; la batalla de Château-
Thierry la pasó sentado a su escritorio,
reflexionando sobre si debía esperar a
cumplir los diecisiete para escribir su
libro de ensayos sobre la influencia del
pragmatismo en los nuevos realistas.
Entonces un vendedor de periódicos
le dijo que la guerra había terminado, y
Horace se alegró: aquello significaba
que la editorial Peat Brothers publicaría
una nueva edición del Tratado sobre la
reforma del entendimiento de Spinoza.
Las guerras tenían sus ventajas, pues les
daban a los jóvenes seguridad en sí
mismos o algo por el estilo, pero
Horace intuía que jamás le perdonaría al
rector haber autorizado que una banda
de música se pasara toda la noche del
falso armisticio tocando bajo su
ventana: por culpa de la música olvidó
incluir tres frases esenciales en su
estudio sobre el idealismo alemán.
Al curso siguiente fue a Yale, a
terminar Filosofía y Letras.
Acababa de cumplir diecisiete años,
era alto, delgado y miope, con los ojos
grises y un aire de no tener
absolutamente nada que ver con la
palabrería que brotaba de sus labios.
—Siempre me da la impresión de
estar hablando con otro —se quejó el
profesor Dillinger ante un colega
comprensivo—. Es como si hablara con
un representante o un apoderado suyo.
Siempre espero que me diga: «Muy
bien, hablaré conmigo y ya veremos».
Y entonces, como si Horace Tarbox
fuera don Filete el carnicero o don
Sombrero el sombrerero, con la misma
indiferencia, la vida lo alcanzó, lo
cogió, lo manoseó, lo estiró y desenrolló
como a una pieza de encaje irlandés en
las rebajas del sábado por la tarde.
Siguiendo la moda literaria, debería
decir que todo sucedió porque, cuando
en los lejanos días de la colonización
los intrépidos pioneros llegaron a
Connecticut, a un trozo de tierra pelada,
se preguntaron: «¿Y qué podemos
construir aquí?», y el más intrépido de
todos contestó: «¡Construyamos una
ciudad donde los empresarios teatrales
puedan montar comedias musicales!».
Cómo se fundó entonces, en aquella
tierra, la Universidad de Yale, para
montar comedias musicales, es una
historia que todo el mundo conoce. El
caso es que, cierto mes de diciembre, se
estrenó Home James en la sala Schubert,
y todos los estudiantes pidieron a gritos
que volviera a salir al escenario Marcia
Meadow, que cantaba en el primer acto
una canción sobre los putrefactos
patrioteros, y en el último bailaba una
danza cimbreante y estremecedora
celebrada por todos.
Marcia tenía diecinueve años. No
tenía alas, pero el público coincidía
unánimemente en que no las necesitaba.
Era rubia, sin tintes, y no usaba
maquillaje cuando salía a la calle a
plena luz del día. No era, por lo demás,
mejor que el resto de las mujeres.
Fue Charlie Moon quien le prometió
cinco mil Pall Malls si le hacía una
visita a Horace Tarbox, prodigio
extraordinario. Charlie estudiaba en
Sheffield el último curso de la carrera, y
era primo hermano de Horace. Se tenían
aprecio y se tenían lástima.
Horace estaba especialmente
ocupado aquella noche. La incapacidad
del francés Laurier para valorar el
significado de los nuevos realistas lo
sacaba de quicio. Así que su única
reacción al oír un golpe débil pero claro
en la puerta de su estudio fue reflexionar
sobre si un golpe tiene existencia real
sin un oído que lo oiga. Se creía a un
paso de caer en el pragmatismo. Pero,
en aquel instante, aunque no lo supiera,
estaba a un paso de caer con asombrosa
celeridad en algo absolutamente
diferente.
Se oyó el golpe y, tres segundos
después, el golpe se repitió.
—Pase —refunfuñó Horace
automáticamente.
Oyó cómo la puerta se abría y se
cerraba, pero, sumergido en el libro y en
el sillón, cerca de la estufa, no levantó
la vista.
—Déjela sobre la cama de la otra
habitación —dijo, abstraído.
—¿Qué tengo que dejar sobre la
cama?
La voz de Marcia Meadow
destacaba en sus canciones, pero, al
hablar, sonaba como las cuerdas graves
de un arpa.
—La ropa limpia.
—No puedo.
Horace se removió, incómodo, en su
sillón.
—¿Por qué no puede?
—Porque no la he traído.
—Muy bien —respondió de mal
humor—; pues vaya y tráigala.
Frente a la estufa, cerca de Horace,
había otro sillón. Tenía la costumbre de
sentarse allí por las tardes: por el gusto
de cambiar y hacer un poco de ejercicio.
A un sillón lo llamaba Berkeley, y al
otro, Hume. De pronto oyó una especie
de frufrú que producía una diáfana figura
al hundirse en Hume. Levantó la vista.
—Muy bien —dijo Marcia con la
sonrisa empalagosa que utilizaba en el
segundo acto («¡Ay, así que al duque le
gusta cómo bailo!»)—, muy bien, Ornar
Khayyam, aquí me tienes, a tu lado,
cantando en el desierto.
Horace se quedó mirándola con la
boca abierta, deslumbrado. Por un
instante tuvo la sospecha de que sólo era
un fantasma de su imaginación. Las
mujeres no suelen entrar en las
habitaciones de los hombres para
sentarse en el Hume de los hombres. Las
mujeres traen la ropa limpia, aceptan
que les cedas el asiento en el autobús y
se casan contigo cuando llegas a la edad
de las cadenas.
Esta mujer se había materializado,
no cabía duda, había nacido de Hume.
¡Incluso el vaporoso vestido de gasa
dorada era una emanación de los brazos
de piel de Hume! Si la miraba el tiempo
suficiente, vería a Hume a través de ella
y volvería a estar solo en la habitación.
Se restregó los ojos. Tenía que volver al
gimnasio y reanudar sus ejercicios en el
trapecio.
—¡Deja de mirarme así, por Dios!
—protestó la emanación, con simpatía
—. Siento como si desde tu pedestal
quisieras borrarme del mapa y no fuera
a quedar de mí sino una sombra en tus
ojos.
Horace tosió. Toser era uno de sus
dos tics. Cuando hablaba, olvidabas que
tenía cuerpo. Era como oír el disco de
un cantante que hubiera muerto hace
muchos años.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Quiero mis cartas —gimoteó
Marcia melodramáticamente—, las
cartas que usted le compró a mi abuelo
en 1881.
Horace se quedó pensativo.
—No tengo tus cartas —dijo sin
alterarse—. Sólo tengo diecisiete años.
Mi padre nació el 3 de marzo de 1879.
Es evidente que me has confundido con
otro.
—¿Sólo tienes diecisiete años? —
repitió Marcia con incredulidad.
—Sólo diecisiete.
—Yo conocía a una chica —dijo
Marcia, como si estuviera recordando—
que aparentaba veintiséis años y tenía
dieciséis. Tenía la manía de decir que
sólo tenía dieciséis y jamás decía que
tenía dieciséis años sin añadir el sólo.
La llamábamos Sólo Jessie. Y no
cambió: sólo empeoró. Decir sólo es
una mala costumbre, Omar. Suena a
excusa.
—No me llamo Ornar.
—Ya lo sé —asintió Marcia—. Te
llamas Horace. Te llamo Ornar por la
marca de cigarrillos: me recuerdas una
colilla.
—Y no tengo tus cartas. Dudo mucho
haber conocido a tu abuelo. Y considero
inverosímil que tú vivieras en 1881.
Marcia lo miró maravillada.
—¿Yo? ¿En 1881? ¡Claro que sí! Ya
bailaba en los escenarios cuando el
Sexteto Florodora todavía estaba con las
monjas. Fui la enfermera de la señora de
Sol Smith, Juliette. Yo, Ornar, cantaba
en una cantina en la guerra de 1812.
Entonces la inteligencia de Horace
hizo una pirueta afortunada, y Horace
sonrió.
—¿Te ha mandado Charlie Moon?
Marcia lo miró, imperturbable.
—¿Quién es Charlie Moon?
—Es bajo…, tiene una buena
nariz… y las orejas, grandes.
Marcia pareció crecer unos
centímetros y bostezó.
—No tengo la costumbre de fijarme
en la nariz de mis amigos.
—Así que ha sido Charlie, ¿eh?
Marcia se mordió los labios y
volvió a bostezar.
—Vamos a cambiar de tema, Ornar.
Estoy a punto de dormirme.
—Sí —respondió Horace, muy serio
—. A Hume se le ha tildado muchas
veces de soporífero.
—¿Quién es ése? ¿Un amigo? ¿Se
está muriendo?
Entonces Horace Tarbox se levantó
ágilmente y empezó a pasear por la
habitación con las manos en los
bolsillos. Éste era su segundo tic.
—No me importa —dijo como si
hablara consigo mismo—, en absoluto.
No me preocupa que estés aquí, no. Eres
preciosa, pero no me gusta que te haya
mandado Charlie Moon. ¿Es que soy un
caso de laboratorio con el que, no sólo
los químicos, sino también los conserjes
pueden hacer sus experimentos? ¿Es que
mi desarrollo intelectual es divertido?
¿Me parezco a las caricaturas del típico
jovencito de Boston que publican las
revistas de humor? ¿Tiene derecho ese
asno, ese niñato, Moon, que siempre
está contando historias sobre la semana
que pasó en París, tiene algún derecho
a…?
—No —lo interrumpió Marcia
categóricamente—. Eres encantador. Ven
y dame un beso.
Horace se detuvo en seco.
—¿Por qué quieres que te dé un
beso? —preguntó muy interesado—.
¿Vas por ahí repartiendo besos?
—Claro que sí —admitió Marcia,
sin inmutarse—. Eso es la vida: ir por
ahí repartiendo besos.
—Bien —replicó Horace
categóricamente—. He de decirte que
tus ideas son espantosamente limitadas y
confusas. En primer lugar, la vida no es
sólo eso, y, en segundo lugar, no quiero
besarte. Podría convertirse en una
costumbre, y soy incapaz de dejar mis
costumbres. Este año he tomado la
costumbre de quedarme en la cama hasta
las siete y media.
Marcia asintió, comprensiva.
—¿Nunca sales a divertirte? —
preguntó.
—¿Qué quieres decir con
«divertirte»?
—Mírame —dijo Marcia
terminantemente—. Me caes simpático,
Ornar, pero me gustaría que siguieras el
hilo de la conversación. Lo que dices
me suena como si hicieras gárgaras con
las palabras y perdieras una apuesta
cada vez que escupes unas pocas. Te he
preguntado si nunca sales a divertirte.
—Quizá más adelante —respondió
—. ¿Sabes? Soy un proyecto, un
experimento. No te digo que algunas
veces no me canse: me canso de ser un
experimento. Pero… ¡No te lo puedo
explicar! Y quizá no me divierta lo que
os divierte a Charlie Moon y a ti.
—Explícate, por favor.
Horace la miraba fijamente. Empezó
a hablar, pero, cambiando de idea,
reemprendió su paseo por la habitación.
Después de intentar averiguar
infructuosamente si Horace la estaba
mirando o no, Marcia le sonrió.
—Explícate, por favor.
Horace la miraba.
—Si te lo explico, ¿me prometes que
le dirás a Charlie Moon que no me has
encontrado?
—Hmmm.
—Muy bien, de acuerdo. Ésta es mi
historia: yo era un niño que preguntaba
mucho: «¿por qué?», «¿por qué?».
Quería saber cómo funcionaban las
cosas. Mi padre era un joven profesor
de Economía en Princeton. Me educó
con un método: contestaba siempre, lo
mejor que sabía, a cada una de mis
preguntas. Mi reacción le sugirió la idea
de hacer un experimento sobre
precocidad. Por contribuir a la
carnicería tuve problemas en el oído:
siete operaciones entre los nueve y los
doce años. Esto, por supuesto, me
separó de los otros chicos y me hizo
mayor. Y mientras mi generación se
afanaba en los cuentos del tío Remus, yo
disfrutaba sanamente de Catulo en latín.
Aprobé el ingreso en la Facultad.
Prefería relacionarme con los
profesores, y cada vez me sentía más
orgulloso, extraordinariamente orgulloso
de tener una gran inteligencia, pues, a
pesar de mis dotes excepcionales, era
absolutamente normal. Cuando cumplí
los dieciséis ya estaba cansado de ser un
fenómeno; llegué a la conclusión de que
alguien había cometido un terrible error.
Pero, a aquellas alturas, pensé que lo
mejor era terminar Filosofía. Lo que
más me interesa en la vida es el estudio
de la filosofía moderna. Soy un realista
de la escuela de Antón Laurier, con
reminiscencias bergsonianas, y cumpliré
dieciocho años dentro de dos meses.
Eso es todo.
—¡Vaya! —exclamó Marcia—. ¡Qué
barbaridad! Eres un experto manejando
las partes de la oración.
—¿Satisfecha?
—No, no me has dado un beso.
—No forma parte del programa —
objetó Horace—. Entiende que no
pretendo estar por encima de las
cuestiones físicas. Tienen su sitio,
pero…
—Por favor, no seas tan
condenadamente razonable.
—No puedo evitarlo.
—Odio a esas personas que hablan
como una máquina.
—Puedo asegurarte que yo… —
comenzó Horace.
—¡Cállate ya!
—Mi propia racionalidad…
—No he dicho nada sobre tu
nacionalidad. Eres el perfecto
norteamericano, ¿no?
—Sí.
—Bueno, ya somos dos. Me gustaría
verte hacer algo que no figure en tu
programa intelectual. Quiero ver si un
realista, o como se llame, con
reminiscencias brasileñas —eso que tú
dices que eres— puede ser un poco
humano.
Horace volvió a negar con la
cabeza.
—No quiero darte un beso.
—Mi vida es un desastre —murmuró
Marcia trágicamente—. Soy una mujer
destrozada. Iré por la vida sin saber lo
que es un beso con reminiscencias
brasileñas —suspiró—. ¿Y piensas ir a
mi función, Ornar?
—¿Qué función?
—Soy actriz picante en Home
James.
—¿Opereta?
—Exactamente. Uno de los
personajes es un brasileño, el dueño de
una plantación de arroz. Quizá te
interese.
—Yo vi una vez The Bohemian Girl
—reflexionó Horace en voz alta—. Me
gustó… hasta cierto punto.
—Entonces ¿vendrás?
—Bueno, tengo… Tengo que…
—Sí, ya sé, te vas a Brasil a pasar el
fin de semana.
—No, no. Me encantaría ir.
Marcia aplaudió.
—¡Será estupendo! Te mandaré la
entrada por correo. ¿El jueves por la
noche?
—Pues…
—¡Estupendo! El jueves por la
noche —se levantó, se acercó a Horace
y le puso las manos en los hombros—.
Me gustas, Ornar. Perdona que haya
intentado tomarte el pelo. Pensaba que
serías una especie de témpano, pero eres
un chico simpático.
Horace la miró burlonamente.
—Soy varios miles de generaciones
mayor que tú.
—Te conservas muy bien.
Se estrecharon las manos
solemnemente.
—Me llamo Marcia Meadow —dijo
ella con énfasis—. Que no se te olvide:
Marcia Meadow. Y no le diré a Charlie
Moon que te he visto.
Un instante después, cuando bajaba
de tres en tres el último tramo de
escalera, oyó una voz que la llamaba
desde arriba:
—¡Eh!
Marcia se detuvo y levantó la vista:
distinguió una vaga forma que se
asomaba a la baranda.
—¡Eh! —volvió a llamar el prodigio
—. ¿Me oyes?
—Recibido, Ornar.
—Espero no haberte dado la
impresión de que considero besarse algo
intrínsecamente irracional.
—¿Impresión? ¡Si ni siquiera me has
dado un beso! No te preocupes. Adiós.
Dos puertas se abrieron curiosas al
oír una voz femenina. Una tos insegura
se oyó en el piso de arriba.
Recogiéndose la falda, Marcia saltó
como una loca el último tramo de
escaleras y desapareció en el oscuro
aire de Connecticut.
En el piso de arriba, Horace se
paseaba preocupado por la habitación.
De vez en cuando le echaba una mirada
a Berkeley, que seguía allí, esperando,
con su suave respetabilidad color rojo
oscuro y un libro abierto, sugerente,
sobre los cojines. Y entonces se dio
cuenta de que el paseo por la habitación
lo acercaba cada vez más a Hume.
Había algo en Hume que era extraña e
inefablemente distinto. La figura diáfana
aún parecía flotar en el aire, cerca, y si
Horace se hubiera sentado, hubiera
tenido la impresión de estar sentándose
en el regazo de una mujer. Y, aunque
Horace era incapaz de señalar cuál era
la diferencia, alguna diferencia existía:
casi intangible para una inteligencia
especulativa, y, sin embargo, real. Hume
irradiaba algo que en sus doscientos
años de influencia no había irradiado
nunca.
Hume irradiaba esencia de rosas.

II.

El jueves por la noche Horace


Tarbox se hallaba sentado en una butaca
de pasillo en la quinta fila presenciando
Home James. Con bastante extrañeza
descubrió que se lo estaba pasando bien.
Sus sonoros comentarios sobre chistes
ya clásicos de la tradición de
Hammerstein irritaban a los cínicos
estudiantes que lo rodeaban. Pero
Horace esperaba con ansiedad a que
Marcia Meadow cantara su canción
sobre una banda de jazz de putrefactos
patrioteros. Cuando apareció, radiante,
bajo un sombrero rebosante de flores, lo
invadió una sensación de bienestar, y
cuando acabó la canción ni siquiera
pudo unirse al estallido de los aplausos.
Se había quedado de piedra.
En el intermedio después del
segundo acto, un acomodador se
materializó a su lado, le preguntó si era
el señor Tarbox y le entregó una nota
escrita con una letra redonda y
adolescente. Horace la leyó confundido,
avergonzado, mientras, con irónica
paciencia, el acomodador esperaba en el
pasillo.

«Querido Ornar: Después


de la función siempre me entra
un hambre terrible. Si quieres
satisfacerla en el Taft Grill, te
agradecería que le
comunicaras tu respuesta al
fornido acomodador que te ha
entregado esta nota.
Tu amiga,

Marcia Meadow».
—Dígale… —tosió—, dígale que sí,
que la esperaré delante del teatro.
El fornido acomodador sonrió con
arrogancia.
—Creo que ella preferiría que
estuviera en la salida de artistas.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
—Fuera. A la izquierda. En el
callejón.
—¿Cómo?
—Fuera. ¡Torciendo a la izquierda!
¡Al fondo del callejón!
Aquel individuo arrogante se retiró.
Un estudiante de primero se rió con
disimulo.
Media hora más tarde, sentado en el
restaurante frente a aquel cabello rubio
auténtico, el prodigio decía estupideces.
—¿Tienes que hacer ese baile en el
último acto? —le preguntaba muy serio
—. ¿Te despedirían si te negaras a
hacerlo?
Marcia sonrió burlona.
—Me divierto haciéndolo. Me gusta
hacerlo.
Y entonces Horace dio un paso en
falso.
—Creía que te resultaba
insoportable —señaló escuetamente. La
gente de la fila de atrás hacía
comentarios sobre tus pechos.
Marcia se puso coloradísima.
—No puedo evitarlo —se apresuró
a decir—. El baile para mí sólo es una
especie de ejercicio acrobático. Dios
mío, ¡es muy difícil! Todas las noches
tengo que darme masaje con linimento
en los hombros durante una hora.
—¿Te diviertes en el escenario?
—¡Claro! Estoy acostumbrada a que
la gente me mire, Ornar, y me gusta.
—¡Hum! —Horace se hundió en
negras cavilaciones.
—¿Y las reminiscencias brasileñas?
—¡Hum! —repitió Horace, y
después de una pausa dijo—: ¿A qué
ciudad vais cuando terminéis aquí?
—A Nueva York.
—¿Por cuánto tiempo?
—Depende. El invierno, quizá.
—Ah.
—Volviendo a mí, Ornar, ¿o no te
interesa? ¿Es que no te sientes cómodo
aquí, como en tu cuarto? Me gustaría
estar allí ahora.
—Aquí me siento un imbécil —
confesó Horace, mirando a su alrededor,
nervioso.
—Es una pena. Empezábamos a
congeniar.
En aquel instante la miró con tanta
tristeza que Marcia cambió el tono de
voz y le acarició la mano.
—¿Nunca habías invitado a cenar a
una actriz?
—No —dijo Horace, muy triste—, y
no volveré a hacerlo. No sé por qué he
venido esta noche. Ahí, con todos esos
focos y esa gente riendo y parloteando,
me he sentido completamente fuera de
mi mundo. No sé cómo explicártelo.
—Hablemos de mí. Ya hemos
hablado bastante de ti.
—Muy bien.
—Bueno, mi verdadero apellido es
Meadow, pero no me llamo Marcia: me
llamo Verónica. Tengo diecinueve años.
Pregunta: ¿Cómo saltó esta chica a las
candilejas? Respuesta: nació en Passaic,
Nueva Jersey, y hasta hace un año
sobrevivía como camarera del Salón de
Té Marcel, en Trenton. Empezó a salir
con un tal Robins, un cantante del cabaré
Trent House, y una tarde Robins la
invitó a cantar y bailar con él. Un mes
más tarde llenábamos la sala cada
noche. Entonces nos fuimos a Nueva
York con un saco de recomendaciones.
Tardamos dos días en encontrar trabajo
en el Divinerries', y un chico me enseñó
a bailar el shimmy en el Palais Royal.
Nos quedamos en el Divinerries' seis
meses, hasta que una noche Peter Boyce
Wendell, el columnista, fue a tomarse
allí su vaso de leche. A la mañana
siguiente un poema sobre la maravillosa
Marcia apareció en su periódico, y tres
días después teníamos tres ofertas para
trabajar en el vodevil y una prueba en el
Midnight Frolic. Le escribí a Wendell
una carta de agradecimiento, y la
reprodujo en su columna: dijo que el
estilo recordaba al de Carlyle, aunque
era más desigual, y que yo debería dejar
el baile y dedicarme a la literatura
norteamericana. Aquello me supuso dos
nuevas ofertas para trabajar en el
vodevil y la oportunidad de hacer el
papel de ingenua en un espectáculo
estable. La aproveché, y aquí estoy,
Ornar.
Cuando acabó, se quedaron un
momento en silencio, ella rebañando del
tenedor las últimas hebras de un conejo
de Gales y esperando a que Horace
hablara.
—Vamonos —dijo Horace de
pronto.
La mirada de Marcia se endureció.
—¿Qué pasa? ¿Te canso?
—No, pero no estoy a gusto. No me
gusta estar aquí contigo.
Sin más palabras, Marcia le hizo una
señal al camarero.
—¿Me da la cuenta? —pidió
bruscamente—. Mi parte: el conejo y
una gaseosa.
Horace la miraba atónito mientras el
camarero hacía la cuenta.
—Pero… —empezó— me gustaría
pagar también lo tuyo. Quiero invitarte.
Con un suspiro Marcia se levantó de
la mesa y salió del salón. Horace, con la
perplejidad pintada en el rostro, dejó un
billete y la siguió por las escaleras,
hasta el vestíbulo. La alcanzó en la
puerta del ascensor.
—Oye —repitió—, quería invitarte.
¿He dicho algo que te haya molestado?
La mirada de Marcia se suavizó tras
unos segundos de duda.
—Eres un maleducado —dijo
despacio—. ¿No te habías dado cuenta?
—No puedo evitarlo —dijo Horace,
con una franqueza que Marcia consideró
conciliadora—. Sabes que me gustas.
—Has dicho que no te gustaba estar
conmigo.
—No me gustaba.
—¿Porqué no?
Una llama brilló de repente en la
espesura gris de sus ojos.
—Porque no. Me he acostumbrado a
que me gustes. No puedo pensar en otra
cosa desde hace dos días.
—Bueno, si tú…
—Espera un poco —la interrumpió
—. Tengo que decirte una cosa. Es esto:
dentro de un mes y medio cumpliré
dieciocho años. Después de mi
cumpleaños iré a Nueva York a verte.
¿Hay algún sitio en Nueva York adonde
podamos ir y no haya una muchedumbre
alrededor?
—¡Claro! —sonrió Marcia—.
Puedes venir a mi apartamento. Y
dormir en el sofá, si quieres.
—No puedo dormir en los sofás —
dijo Horace secamente—. Pero quiero
hablar contigo.
—¡Claro! —repitió Marcia—.
Hablaremos en mi apartamento.
Horace, nervioso, se metió las
manos en los bolsillos.
—Muy bien, si puedo verte a solas.
Quiero hablar contigo como estuvimos
hablando en mi habitación.
—¡Querido! —exclamó Marcia,
riendo—, ¿es que quieres darme un
beso?
—Sí —Horace casi gritó—, si tú
quieres.
El ascensorista los miraba con ojos
de reproche. Marcia se dirigió hacia la
puerta del ascensor.
—Te mandaré una postal —dijo.
Los ojos de Horace echaban chispas.
—¡Mándame una postal! Yo iré a
principios de enero. Ya tendré dieciocho
años.
Y, mientras Marcia entraba en el
ascensor, Horace tosió enigmáticamente,
desafiante quizá, hacia el techo, y se fue
a toda prisa.

III.

Allí estaba de nuevo. Lo vio al echar


el primer vistazo al infatigable público
de Manhattan: abajo, en la primera fila,
con la cabeza un poco adelantada y los
ojos grises clavados en ella. Y se dio
cuenta de que, para él, los dos estaban
solos, juntos, en un mundo donde la fila
de rostros maquilladísimos de las
bailarinas y la queja a coro de los
violines eran tan imperceptibles como el
polvo sobre una Venus de mármol.
Experimentó una sensación instintiva de
rechazo.
—¡Tonto! —dijo entre dientes. Y
aquel día no repitió su número.
—No sé qué quieren por cien
dólares a la semana, ¿el movimiento
perpetuo? —refunfuñó entre bastidores.
—¿Qué pasa, Marcia?
—Hay un tipo que no me gusta en la
primera fila.
En el último acto, antes de su
número especial, sufrió un misterioso
ataque de miedo al público. Nunca le
había mandado a Horace la postal
prometida. La noche anterior había
fingido no verlo: había salido corriendo
del teatro inmediatamente después de su
número de baile para pasar una noche
sin dormir, en su apartamento, pensando
—como había hecho tantas veces el mes
anterior— en la palidez de su cara, casi
absorta, en su cuerpo delgado de
adolescente, y sobre todo en ese
despiadado y poco realista
ensimismamiento que a ella le
encantaba.
Y ahora que él había venido se
sentía vagamente preocupada: como si
hubiera recaído sobre ella una inusitada
responsabilidad.
—¡Niño prodigio! —dijo en voz
alta.
—¿Cómo? —preguntó un cómico
negro que estaba a su lado.
—Nada, hablaba conmigo misma.
En el escenario se sintió mejor. Era
su baile: siempre tenía la impresión de
que aquella manera de moverse era tan
indecente como, para ciertos hombres,
cualquier chica bonita. Fue espectacular.

Aquí y allí, por la ciudad,


gelatina en una cuchara,
después de la puesta del sol,
tiembla bajo la luna.

Ahora no la miraba. Se dio


perfectamente cuenta. Miraba con mucha
atención un castillo del telón de foro, y
ponía la misma cara que había puesto en
el restaurante. Una oleada de irritación
la invadió: otra vez se atrevía a
criticarla.

Me estremece esta sensación,


me gusta que me llene de
pasión,
aquí y allí, por la ciudad.
Y entonces sufrió una transformación
imprevista, invencible: de pronto fue
plena y terriblemente consciente de su
público, como no lo era desde la
primera vez que subió a un escenario.
¿La miraba maliciosamente aquella cara
pálida de la primera fila? ¿Tenían un
rictus de desagrado los labios de
aquella chica? Y aquellos hombros,
aquellos hombros que no paraban de
moverse, ¿eran sus hombros? ¿Eran
reales? ¡Pues no estaban hechos para
aquello!

Y os daréis cuenta al primer


vistazo
de que necesitaré enterradores
con el baile de San Vito
y el Día del Juicio me…

El contrabajo y dos chelos


desembocaron en el acorde final. Se
mantuvo un instante en equilibrio sobre
las puntas de los pies, con todos los
músculos en tensión, mirando con ojos
jóvenes y apagados al público, una
mirada, según diría después una chica,
«curiosa, confundida», y, luego, sin
reverencias, salió corriendo del
escenario. En el camerino, de prisa, se
quitó un vestido y se puso otro, y en la
calle cogió un taxi.
Su apartamento era muy acogedor:
pequeño, sí, con una fila de cuadros
convencionales y estantes con libros de
Kipling y O. Henry que un día le compró
a un vendedor de ojos azules, y que leía
de vez en cuando. Y había varias sillas
que hacían juego, aunque ninguna era
cómoda, y una lámpara con la pantalla
rosa y pájaros negros estampados, y una
atmósfera más bien sofocante, rosa por
todas partes. Había cosas bonitas: cosas
bonitas que implacablemente se
rechazaban entre sí, fruto de un gusto de
segunda mano, impaciente, ejercido en
los ratos perdidos. Lo peor de todo era
un cuadro inmenso, con marco de roble
de Passaic, un paisaje visto desde un
tren de la Erie Railroad Company. Era,
en conjunto, un intento desquiciado,
estrafalariamente lujoso y
estrafalariamente paupérrimo, de
conseguir una habitación agradable.
Marcia sabía que era un desastre.
En aquella habitación entró el
prodigio y le cogió las manos
torpemente.
—Esta vez te he seguido —dijo.
—Ah.
—Quiero casarme contigo —dijo.
Marcia lo abrazó. Lo besó en la
boca con una especie de pasión
saludable.
—¡Vaya!
—Te quiero —dijo Horace.
Volvió a besarlo y luego, con un
suspiro, se dejó caer en un sillón y se
medio tendió allí, sacudida por una risa
absurda.
—¡Mi niño prodigio! —exclamó.
—Vale, llámame así si quieres. Una
vez te dije que era diez mil años mayor
que tú, y es verdad.
Marcia volvió a reírse.
—No me gusta que me critiquen.
—Nadie volverá a criticarte jamás.
—Ornar —preguntó—, ¿por qué
quieres casarte conmigo?
El prodigio se levantó y se metió las
manos en los bolsillos.
—Porque te quiero, Marcia
Meadow.
Y, desde aquel momento, Marcia
dejó de llamarle Ornar.
—Mi querido niño —le dijo—,
sabes que yo también te quiero, a mi
manera. Hay algo en ti… no puedo decir
qué… que me encoge el corazón cada
vez que estás cerca. Pero, cariño… —se
interrumpió.
—¿Pero qué?
—Muchas cosas. Tú sólo tienes
dieciocho años, y yo casi veinte.
—¡Tonterías! —la interrumpió
Horace—. Míralo así: yo estoy viviendo
el año diecinueve de mi vida y tú tienes
diecinueve años. Eso nos acerca mucho,
sin contar los diez mil años que te he
dicho antes.
Marcia se echó a reír.
—Pero hay más peros. Tu familia…
—¡Mi familia! —exclamó el
prodigio, muy irritado—. Mi familia
quería convertirme en un monstruo —se
había puesto escarlata ante la enormidad
que iba a decir—. Mi familia puede
volver la grupa y sentarse en…
—¡Dios mío! —exclamó Marcia,
alarmada—. En un clavo, me imagino.
—Sí, en un clavo —asintió, furioso
—, o donde quieran. Cada vez que
pienso que querían convertirme en una
pequeña momia reseca…
—¿Qué te ha hecho pensar así? ¿Yo?
—Sí. Desde que te conocí, siento
celos de cada persona que me encuentro
en la calle. Siento celos porque supieron
antes que yo lo que era el amor. Yo lo
llamaba el impulso sexual. ¡Dios mío!
—Hay más peros —dijo Marcia.
—¿Cuáles?
—¿De qué vamos a vivir?
—Yo me las arreglaré.
—Tú estás estudiando.
—¿Crees que lo único que me
importa es el doctorado en Filosofía?
—Quieres ser doctor en mí, ¿eh?
—Sí. ¿Cómo? ¡Claro que no!
Marcia se rió y ágilmente se sentó en
sus piernas. Horace la abrazó con fuerza
y dejó el vestigio de un beso cerca de su
cuello.
—Me sugieres blancura… —
murmuró Marcia—, aunque no suene
muy lógico.
—¡No seas tan condenadamente
razonable!
—No puedo evitarlo —dijo Marcia.
—¡Odio a esa gente que habla como
una máquina!
—Pero nosotros…
—¡Cállate ya!
Y, como Marcia no podía hablar por
las orejas, tuvo que callar.

IV.

Horace y Marcia se casaron a


principios de febrero. La impresión en
los círculos académicos de Yale y
Princeton fue tremenda. Horace Tarbox,
que a los catorce años ya había dado
guerra en las páginas dominicales de los
periódicos de la ciudad, abandonaba su
carrera, la oportunidad de ser una
autoridad mundial en filosofía
norteamericana, para casarse con una
corista: consideraban a Marcia una
corista. Pero, como todos los cuentos
modernos, el asombro sólo duró dos
días y medio.
Alquilaron un piso en Harlem. Tras
dos semanas de búsqueda, durante las
que se desvaneció sin piedad su idea
sobre el valor del conocimiento
académico, Horace encontró un empleo
como oficinista en una compañía de
exportaciones suramericana: alguien le
había dicho que las exportaciones eran
el negocio del futuro. Marcia seguiría
trabajando en el teatro durante algunos
meses, hasta que él se abriera camino.
Ganaba, para empezar, ciento
veinticinco dólares, y aunque, por
supuesto, le dijeron que sólo en cuestión
de meses ganaría el doble, Marcia no
quiso ni plantearse renunciar a los
ciento cincuenta dólares semanales que
ganaba entonces.
—Nos llamaremos Cabeza y
Hombros, querido —dijo dulcemente—,
y los hombros tendrán que seguir
moviéndose hasta que la cabeza empiece
a funcionar.
—No me gusta —objetó, pesimista.
—Bueno —respondió Marcia,
rotunda—, con tu sueldo ni siquiera
podríamos pagar el alquiler. No creas
que me gusta ser un espectáculo, no. Me
gusta ser tuya. Pero sería tonta si me
sentara en un cuarto a contar los
girasoles del papel de la pared mientras
te espero. Cuando ganes trescientos
dólares al mes, dejaré el trabajo.
Y, por mucho que aquello hiriera su
amor propio, Horace hubo de admitir
que la opinión de Marcia era la más
razonable.
Marzo se fue endulzando hasta
convertirse en abril. Mayo impuso
luminosamente la paz en los parques y
fuentes de Manhattan, y Marcia y Horace
fueron muy felices. Horace, que carecía
de costumbres porque no tenía tiempo
para adquirirlas, demostró ser el más
adaptable de los maridos, y, como
Marcia carecía por completo de
opiniones sobre los asuntos que
absorbían su atención, apenas había
roces y encontronazos. Sus inteligencias
se movían en esferas distintas. Marcia
era el elemento práctico, y Horace vivía
entre su extraño mundo de abstracciones
y una especie de veneración y adoración
triunfalmente terrenales por su mujer.
Marcia era una continua fuente de
sorpresas por la vivacidad y
originalidad de su inteligencia, su
fuerza, su serenidad y dinamismo, y su
inagotable buen humor.
Y los compañeros de Marcia en la
función de las nueve, a la que había
trasladado sus atractivos, veían
impresionados lo extraordinariamente
orgullosa que estaba de las facultades
mentales de su marido. El Horace que
ellos conocían era sólo un joven muy
delgado, hermético e inmaduro, que
cada noche la esperaba para
acompañarla a casa.
—Horace —le dijo Marcia una
noche cuando se vieron a las once, como
siempre—, pareces un fantasma, ahí, de
pie, a la luz de las farolas. ¿Estás
perdiendo peso?
Negó con la cabeza, sin mucha
seguridad.
—No lo sé. Hoy me han subido el
sueldo a ciento treinta y cinco dólares,
y…
—No me importa —dijo Marcia,
muy seria—. Te estás matando,
quedándote a trabajar de noche. Lees
esos librotes de economía…
—Economía política —puntualizó
Horace.
—Bueno, te quedas leyendo hasta
mucho después de que yo me duerma. Y
otra vez estás empezando a andar
encorvado, como antes de que nos
casáramos.
—Pero, Marcia, tengo que…
—No, no tienes que hacer nada,
querido. Creo que ahora llevo yo el
negocio, y no permitiré que mi socio se
arruine la salud y la vista. Deberías
hacer ejercicio.
—Hago ejercicio. Todas las
mañanas…
—Ya, lo sé. Pero esas pesas que
usas ni siquiera le subirían la fiebre a un
tísico. Yo digo ejercicio de verdad.
Tienes que ir a un gimnasio. ¿Te
acuerdas de que me contaste que eras un
gimnasta tan endiablado que quisieron
seleccionarte para el equipo de la
universidad y no pudieron porque tenías
un compromiso con un tal Herb
Spencer?
—Me gustaba hacer gimnasia —
rumió Horace—, pero me quitaría
demasiado tiempo.
—Muy bien —dijo Marcia—, haré
un trato contigo. Tú vas al gimnasio y yo
leeré uno de esos libros que tienes en la
estantería.
—¿El Diario de Samuel Pepys? Sí,
te gustará. Es muy ameno.
—No creo: será como tragar vidrio.
Pero me has dicho tantas veces que la
lectura ampliaría mi visión de las
cosas… Bueno, tú vas a un gimnasio tres
noches a la semana y yo me tomaré una
dosis gigante de Sammy.
Horace dudaba.
—Bueno…
—¡Vamos, ahora mismo! Darás
algunas volteretas gigantes por mí y yo
me dedicaré un poco a la cultura por ti.
Horace aceptó por fin, y durante un
verano asfixiante pasó tres y a veces
cuatro noches a la semana haciendo
experimentos en el trapecio del
gimnasio Skipper. En agosto le confesó
a Marcia que la gimnasia nocturna
aumentaba su capacidad para el trabajo
intelectual durante el día.
—Mens sana in corpore sano —
dijo.
—No creas en esas cosas —contestó
Marcia—. Una vez probé una de esas
recetas médicas y resultó una tomadura
de pelo. Tú sigue con la gimnasia.
Una noche, a principios de
septiembre, mientras se contorsionaba
en las anillas del gimnasio casi desierto,
se dirigió a él un hombre gordo y
meditabundo que, según había advertido,
lo llevaba observando varias noches.
—Oye, muchacho, ¿puedes repetir el
ejercicio que hiciste anoche?
Horace sonrió desde su inestable
posición.
—Lo he inventado yo —dijo—. Me
dio la idea el cuarto postulado de
Euclides.
—¿En qué circo trabajaba ése?
—Ha muerto.
—Sí, debió romperse el cuello
ensayando ese ejercicio sensacional.
Anoche, mientras te miraba, estaba
seguro de que tú acabarías
rompiéndotelo.
—¡Así! —dijo Horace, y,
balanceándose en el trapecio, dio el
salto acrobático.
—¿No te duelen el cuello y los
músculos de los hombros?
—Al principio, sí, pero en menos de
una semana llegué al quod erat
demonstrandum del asunto.
—Hmmm.
Horace se balanceaba
distraídamente en el trapecio.
—¿No has pensado nunca en
dedicarte profesionalmente a la
acrobacia? —preguntó el gordo.
—No.
—Podrías ganar mucho dinero con
esos saltos.
—¡Otro! —gorjeó alegremente
Horace, y al gordo se le abrió la boca
de par en par cuando vio a aquel
Prometeo en camiseta rosa que
desafiaba de nuevo a los dioses y a
Isaac Newton.
A la noche siguiente, cuando Horace
volvió a casa después del trabajo,
encontró a Marcia muy pálida, tendida
en el sofá, esperándolo.
—Me he desmayado dos veces hoy
—comenzó, sin más prolegómenos.
—¿Qué?
—Estoy embarazada de cuatro
meses. El médico dice que debería
haber dejado el baile hace dos semanas.
Horace se sentó y empezó a darle
vueltas al asunto.
—Me alegro, claro —dijo—.
Quiero decir que me alegro de que
vayamos a tener un niño. Pero eso
significa muchos gastos.
—Tengo doscientos cincuenta en el
banco —dijo Marcia con ilusión—, y
me deben dos semanas de sueldo.
Horace hizo cuentas rápidamente.
—Incluyendo mi sueldo, tenemos
casi mil cuatrocientos dólares para los
próximos seis meses.
Marcia parecía triste.
—¿Eso es todo? Claro que puedo
conseguir este mes un trabajo de
cantante en alguna parte, y puedo volver
a trabajar en marzo.
—¡Nada de eso! —dijo Horace
terminantemente—. Tú te quedas aquí.
Veamos… Habrá que pagar la cuenta del
médico y la enfermera, y una criada. Así
que tenemos que conseguir más dinero.
—Bueno —dijo Marcia, cansada—,
no sé de dónde va a salir. Ahora le toca
a la cabeza: los hombros se han dado de
baja.
Horace se levantó y se puso el
abrigo.
—¿Adónde vas?
—Se me ha ocurrido una idea —
contestó—. Volveré enseguida.
Diez minutos después, mientras
bajaba la calle hacia el gimnasio
Skipper, se asombraba, casi con humor,
de lo que iba a hacer: semejante idea,
hace un año, lo hubiera dejado
boquiabierto. Hubiera dejado
boquiabiertos a todos. Pero, cuando la
vida llama a tu puerta y abres, dejas que
entren muchas cosas.
El gimnasio tenía todas las luces
encendidas, y cuando sus ojos se
acostumbraron al resplandor, descubrió
al gordo meditabundo sentado en un
montón de colchonetas de lona y
fumando un gran puro.
—Oiga —Horace fue al grano—,
¿anoche dijo en serio que podría ganar
dinero con mis ejercicios en el trapecio?
—Pues claro —dijo el gordo,
sorprendido.
—Bueno, he estado pensándolo, y
creo que me gustaría intentarlo. Podría
trabajar los sábados, tarde y noche, y
con regularidad si me pagan lo
suficiente.
El gordo miró el reloj.
—Muy bien —dijo—. Tenemos que
ver a Charlie Paulson. Te contratará en
cuanto te vea trabajar. No vendrá hoy,
pero yo me ocuparé de que venga
mañana por la noche.
El gordo cumplió su palabra.
Charlie Paulson fue la noche siguiente y
pasó una hora maravillosa viendo cómo
el prodigio volaba por los aires en
asombrosas parábolas, y al otro día, por
la noche, llegó con dos hombres
voluminosos que parecían haber nacido
fumando puros y hablando de dinero en
voz baja y apasionada. Y el sábado
siguiente el torso de Horace Tarbox hizo
su primera aparición profesional en una
exhibición gimnástica en los Coleman
Street Gardens. Y, a pesar de que el
público casi alcanzaba la cifra de cinco
mil personas, Horace no se puso
nervioso. Desde niño había dado
conferencias y había aprendido los
trucos para distanciarse del público.
—Marcia —diría alegremente más
tarde, aquella misma noche—, creo que
hemos superado el bache. Paulson cree
que puedo debutar en el Hipódromo, lo
que significaría un contrato para todo el
invierno. Ya sabes que el Hipódromo es
el mayor…
—Sí, creo que he oído hablar del
Hipódromo —lo interrumpió Marcia—,
pero me gustaría saber más de esos
ejercicios que haces. ¿No serán un
suicidio espectacular, no?
—Son una tontería —dijo Horace
tranquilamente—. Pero si se te ocurre
una manera más agradable de matarse
que arriesgándose por ti, dime la manera
y así moriré.
Marcia se le acercó y lo abrazó con
fuerza.
—Bésame —murmuró— y dime
Corazón. Me gusta que me digas
Corazón. Y dame un libro para leer
mañana. Estoy harta de Sam Pepys:
quiero algo insignificante y truculento.
Me vuelvo loca sin hacer nada todo el
día. Me gustaría escribir cartas, pero no
tengo a quién escribirle.
—Escríbeme a mí —dijo Horace—.
Leeré tus cartas.
—Ojalá pudiera —suspiró Marcia
—. Si conociera las palabras
suficientes, te escribiría la carta de amor
más larga del mundo, y nunca me
cansaría.
Y, durante los dos meses siguientes,
Marcia se cansó mucho, y noche tras
noche un atleta joven y angustiado y de
aspecto abatido apareció ante el público
del Hipódromo. Y dos días seguidos lo
sustituyó un joven que vestía camiseta
celeste en vez de blanca y consiguió muy
pocos aplausos. Pero, pasados aquellos
dos días, Horace reapareció, y quienes
se sentaban cerca del escenario notaron
una expresión de felicidad beatífica en
la cara del joven acróbata, incluso
cuando, jadeante, daba volteretas en el
aire sin dejar de contorsionar los
hombros de un modo original y
sorprendente. Después de la actuación,
dejó plantado al ascensorista, subió las
escaleras de cinco en cinco, y entró de
puntillas, con mucho cuidado, en el
dormitorio en silencio.
—Marcia —murmuró.
—¡Hola! —Marcia le sonreía
tristemente—. Horace, quiero que me
hagas un favor. Mira en el cajón
superior de mi mesa y encontrarás un
montón de folios. Es un libro, bueno,
algo así, Horace. Lo he escrito durante
estos tres meses mientras estaba en la
cama. Quiero que se lo lleves a Peter
Boyce Wendell, el periodista que
publicó mi carta. Te dirá si es un buen
libro. Lo he escrito como hablo, como
escribí la carta que le mandé a Wendell.
Sólo cuento muchas cosas que me han
pasado. ¿Puedes llevárselo, Horace?
—Sí, cariño.
Se inclinó sobre la cama, hasta que
su cabeza se apoyó en la almohada,
junto a la cabeza de Marcia, y empezó a
acariciar su pelo rubio.
—Queridísima Marcia —dijo con
ternura.
—No —murmuró ella—, llámame
como te he dicho que me llames.
—Corazón mío —susurró con
pasión—, corazón mío, queridísimo
corazón.
—¿Cómo la llamaremos?
—La llamaremos Marcia Hume
Tarbox —dijo de un tirón.
—¿Por qué Hume?
—Porque es el amigo que nos
presentó.
—¿Sí? —murmuró Marcia,
sorprendida y soñolienta—. Creía que
se llamaba Moon.
Se le cerraron los ojos, y, segundos
después, el lento y profundo subir y
bajar de las sábanas sobre su pecho
mostraba que se había dormido.
Horace se acercó de puntillas a la
mesa, abrió el cajón superior y encontró
un montón de páginas apretadamente
garabateadas a lápiz de arriba abajo.
Leyó la primera página:

SANDRA PEPYS, SINCOPADA


Por Marcia Tarbox
Sonrió. Así que Samuel Pepys le
había impresionado después de todo.
Pasó la página y empezó a leer. Se
agrandó su sonrisa. Siguió leyendo.
Media hora después se dio cuenta de
que Marcia se había despertado y lo
miraba desde la cama.
—Cariño —le llegó el murmullo.
—¿Qué, Marcia?
—¿Te gusta?
Horace tosió.
—No puedo dejar de leerlo. Es
estupendo.
—Llévaselo a Peter Boyce Wendell.
Dile que obtuviste las máximas
calificaciones en Princeton y que debes
saber cuándo es bueno un libro. Dile que
éste es una revolución.
—Muy bien, Marcia —dijo
dulcemente. Volvió a cerrar los ojos y
Horace se acercó y la besó en la frente,
y se quedó mirándola un instante con
piadosa ternura. Luego salió de la
habitación.
Toda la noche bailaron ante sus ojos
las letras desgarbadas, la puntuación
estrafalaria, un sinfín de errores
gramaticales y faltas de ortografía. Se
despertó varias veces de madrugada,
lleno siempre de solidaridad, una
solidaridad cada vez mayor, caótica,
hacia este íntimo anhelo de Marcia de
expresarse a través de las palabras. Para
él había algo infinitamente patético en
aquello, y por primera vez en muchos
meses le volvieron a la cabeza sus
propios sueños, casi olvidados.
Había pensado escribir varios libros
de divulgación que popularizaran el
nuevo realismo tal como Schopenhauer
había popularizado el pesimismo y
William James el pragmatismo.
Pero la vida había seguido otro
camino. La vida agarra a la gente y la
fuerza a hacer increíbles acrobacias. Se
rió al recordar aquella llamada a la
puerta, la diáfana sombra sobre Hume,
la amenaza del beso de Marcia.
—Y sigo siendo el mismo —dijo en
voz alta, en la cama, despierto y a
oscuras—. Yo soy el mismo que se
sentaba en Berkeley y temerariamente se
preguntaba si aquella llamada tendría
existencia real en el caso de que mi oído
no hubiera estado allí para oírla. Sigo
siendo el mismo, el mismo individuo.
Me podrían electrocutar por sus
crímenes. Pobres almas vaporosas que
intentamos expresarnos a través de algo
tangible: Marcia, a través del libro que
ha escrito; yo, a través de los libros que
no he escrito. Intentamos elegir nuestros
medios de expresión, y acabamos
tomando los que encontramos, y
quedamos contentos.
V.

Sandra Pepys, sincopada, con un


prólogo del periodista Peter Boyce
Wendell, apareció por entregas en
eljordan’s Magazine y, como libro, en
marzo. Desde la primera entrega atrajo
la atención de todo el mundo. Un tema
trillado —una chica de un pueblo de
Nueva Jersey que llega a Nueva York
para ser actriz de teatro—, tratado con
sencillez, con un estilo vivísimo y
singular y un cautivador poso de tristeza
en la insuficiencia de su vocabulario,
alcanzaba un encanto irresistible.
Peter Boyce Wendell, que abogaba
en aquel tiempo por el enriquecimiento
del idioma de Estados Unidos mediante
la adopción inmediata de palabras
vernáculas, vulgares y expresivas, fue su
principal padrino e impuso
atronadoramente su opinión por encima
del manso bromuro de los críticos
convencionales.
Marcia recibió trescientos dólares
como anticipo, y el dinero llegó en el
momento más oportuno, pues, aunque lo
que ganaba mensualmente Horace en el
Hipódromo superaba el sueldo más alto
de Marcia, la joven Marcia lanzaba ya
agudos chillidos que los padres
interpretaron como una petición de aire
puro. Así que, en los primeros días de
abril, alquilaron un bungalow en
Westchester, con jardín, garaje y sitio
para todo, incluido un inexpugnable
estudio a prueba de ruidos, en el que
Marcia prometió de buena fe al señor
Jordán que, en cuanto su hija moderara
sus exigencias, se encerraría a crear
literatura inmortalmente iletrada.
«No está nada mal», pensaba Horace
una noche mientras regresaba a casa
desde la estación. Iba sopesando varias
propuestas que había recibido, una
oferta para actuar cuatro meses como
estrella de un vodevil, y la posibilidad
de volver a Princeton para dirigir el
gimnasio. ¡Curioso! Había pensado
volver para dirigir el departamento de
Filosofía, y ahora ni siquiera lo había
impresionado la llegada a Nueva York
de Antón Laurier, su antiguo ídolo.
La grava crujía estrepitosamente
bajo sus zapatos. Vio la luz en el cuarto
de estar y vio un coche grande aparcado
en la calle. Probablemente sería el señor
Jordán, que había vuelto para convencer
a Marcia de que se pusiera por fin a
trabajar.
Marcia lo había oído llegar y su
silueta se dibujaba en la puerta
iluminada, como si hubiera salido a
recibirlo.
—Ha venido un francés, está ahí —
murmuró, nerviosa—. No sé cómo se
pronuncia su nombre, pero suena
terriblemente profundo. Tendrás que
hablar con él.
—¿Un francés?
—No me preguntes más. Llegó hace
una hora con el señor Jordán y dice que
quería conocer a Sandra Pepys y no sé
qué más cosas.
Dos hombres se levantaron cuando
Marcia y Horace entraron en la casa.
—Hola, Tarbox —dijo Jordán—.
Acabo de reunir a dos celebridades. He
venido con el señor Laurier. Señor
Laurier, me gustaría presentarle al señor
Tarbox, el marido de la señora Tarbox.
—¡El señor Laurier! —exclamó
Horacio.
—Pues sí. No podía dejar de venir.
He leído el libro de su mujer, y me ha
encantado —rebuscaba algo en el
bolsillo—. Ah, y también he leído algo
suyo. He leído su nombre en el
periódico de hoy.
Finalmente consiguió sacar el
recorte de una página de periódico.
—¡Léalo! —dijo impaciente—. Dice
algo sobre usted también.
Los ojos de Horace brincaron por la
página.
«Una inequívoca aportación a la
literatura en inglés norteamericano»,
decía. «No busca el tono literario: ahí
radica la verdadera calidad del libro,
como en Huckleberry Finn».
La mirada de Horace descendió
hasta otro párrafo, que leyó deprisa,
horrorizado:
«La relación de Marcia Tarbox con
el mundo del espectáculo no es
únicamente la de una espectadora: está
casada con un artista. El año pasado se
casó con Horace Tarbox, que cada tarde
deleita a los niños en el Hipódromo con
su maravilloso espectáculo de
volatinerías. Se dice que la joven pareja
se apodan a sí mismos Cabeza y
Hombros, refiriéndose sin duda al hecho
de que la señora Tarbox aporta las
cualidades intelectuales y literarias,
mientras los hombros flexibles y ágiles
de su marido contribuyen
equitativamente a la prosperidad
familiar. La señora Tarbox parece
merecer el tan manido título de prodigio.
Con sólo veinte años…».
Horace dejó de leer y, con una
expresión extraña en los ojos, miró
fijamente a Antón Laurier.
—Me gustaría darle un consejo —
empezó, con voz ronca.
—¿Cuál?
—Sobre las llamadas a la puerta.
¡No responda! No les haga caso. Ponga
una puerta acolchada.
Berenice se corta el
pelo

Berenice se corta el pelo


fue el cuarto cuento que
Fitzgerald publicó en el
Saturday Evening Post (1 de
mayo de 1920) y proporcionó
el motivo para la ilustración
de la cubierta cuando fue
incluido en Flappers y
filósofos. Ocupa una posición
importante en el canon de
Fitzgerald como temprano e
ingenioso tratamiento de un
tema característico sobre el
que Fitzgerald volvería más
tarde en un tono más serio: la
lucha por el éxito en sociedad
y la determinación con que sus
personajes —en especial, las
jóvenes— se entregan a ella.
El cuento se basa en el
detallado memorándum que
Fitzgerald le envió a su
hermana, Annabel,
aconsejándole cómo
conquistar la admiración de
los chicos: «Cultiva un
deliberado encanto físico».
(La carta completa se puede
leer en Correspondence of F.
Scott Fitzgerald, págs. 15-18).
Fitzgerald tuvo algunas
dificultades para darle a
Berenice una forma vendible;
cortó unas trescientas palabras
y volvió a escribir el cuento
para «intensificar el clímax».

I.

Los sábados, cuando se hacía de


noche, desde el primer tee del campo de
golf veías las ventanas del club de
campo como una línea amarilla sobre un
océano negrísimo y ondulante. Las olas
de ese océano, por así decirlo, eran las
cabezas de una multitud de caddies
curiosos, de algunos de los chóferes más
ingeniosos y de la hermana sorda del
instructor del campo de golf. Y solía
haber algunas olas despistadas y
tímidas, que, si hubieran querido,
hubieran podido entrar en el club. Eran
la galería.
Los palcos estaban dentro. Eran la
fila de sillas de mimbre que se
alineaban a lo largo de la pared de la
sala de reuniones y el salón de baile. En
aquellos bailes de las noches del sábado
predominaba el público femenino; un
inmenso babel de señoras maduras con
ojos impúdicos y el corazón de hielo
tras los impertinentes y la pechera
voluminosa. La función principal de los
palcos era criticar. Alguna vez
mostraban una admiración pesarosa,
pero jamás aprobación, pues es bien
sabido entre las señoras de más de
treinta y cinco años que cuando en el
verano los jóvenes organizan un baile lo
hacen con las peores intenciones del
mundo, y, si no fuese por el bombardeo
de miradas glaciales, alguna pareja
perdida bailaría misteriosos y bárbaros
interludios por los rincones, y las chicas
más solicitadas y peligrosas se dejarían
besar en los coches del aparcamiento,
propiedad de ricas viudas que nunca
sospechan nada.
Pero, al fin y al cabo, el círculo de
señoras aficionadas a la crítica no
estaba tan cerca del escenario como
para ver las caras de los actores y
captar los apartes más sutiles. No
podían hacer otra cosa que fruncir el
entrecejo y alargar el cuello, y preguntar
y extraer conclusiones satisfactorias de
su bagaje de prejuicios, como aquel que
dice que la vida de un joven con
patrimonio es semejante a la de una
perdiz acosada por los cazadores. No
entenderán nunca el drama del mundo de
la adolescencia, movedizo y casi cruel.
No. Los palcos, la orquesta, los actores
principales y los comparsas, todo se
resume en la turbamulta de rostros y
voces que giran al quejumbroso ritmo
africano de Dyer y su orquesta de baile.
Desde Otis Ormonde, de dieciséis
años, a quien le esperan dos años más
en el instituto, a G. Reece Stoddard, que
tiene colgado en casa, sobre su
escritorio, el título de licenciado en
Derecho por Harvard; desde la pequeña
Madeleine Hogue, peinada con un moño
raro y aparentemente incomodísimo, a
Bessie MacRae, que ha sido el alma de
las fiestas durante un periodo de tiempo
quizá demasiado largo —más de diez
años—, la turbamulta no sólo es el
centro del escenario, sino que contiene a
las únicas personas capaces de tener una
visión completa del conjunto.
Entonces, con un toque de trompeta y
un acorde seco y final, cesa la música.
Las parejas intercambian sonrisas
artificiales y desenvueltas, y repiten
chistosamente «la-di-da-da-dum-dum»,
e inmediatamente el estruendo de las
voces jóvenes, femeninas, se impone
sobre la salva de aplausos.
Algunos, solos y desilusionados,
sorprendidos en medio de la pista
cuando estaban a punto de invitar a
alguna de las chicas que bailaban,
volvían lánguidamente a su sitio junto a
la pared. No eran estas fiestas como los
bulliciosos bailes de Navidad: estas
juergas veraniegas sólo eran
agradablemente cálidas y emocionantes,
e incluso los matrimonios más jóvenes
se atrevían a bailar antiguos valses y
fox-trots terroríficos, entre el regocijo
condescendiente de sus hermanos y
hermanas más jóvenes.
Warren Mclntyre, que estudiaba en
Yale sin tomárselo muy en serio, era uno
de aquellos solitarios infelices. Buscó
un cigarrillo en el bolsillo del esmoquin
y salió a la amplia terraza medio a
oscuras, donde las parejas que se
dispersaban por las mesas llenaban la
noche, a la luz de los farolillos, de
palabras vagas y risas confusas. Saludó
con la cabeza aquí y allá a los menos
ensimismados y, al pasar junto a cada
pareja, le volvía a la memoria algún
fragmento ya casi olvidado de una
historia, porque la ciudad no era grande
y todos conocían a la perfección el
pasado de los otros. Allí estaban, por
ejemplo, Jim Strain y Ethel Demorest,
que, desde hacía tres años, eran novios
no oficiales. Todos sabían que en cuanto
Jim lograra conservar un trabajo ella se
casaría con él. Pero qué aburridos
parecían los dos, y con qué hastío
miraba Ethel a Jim algunas veces, como
si se preguntara por qué había dejado
crecer la vid de su cariño sobre aquel
álamo zarandeado por el viento.
Warren tenía diecinueve años y casi
le daban pena sus amigos que no habían
ido a alguna universidad del Este. Pero,
como la mayoría de los jóvenes,
presumía exageradamente de las chicas
de su ciudad cuando estaba fuera: chicas
como Genevieve Ormonde, que
regularmente asistía a todos los bailes,
fiestas familiares y partidos de fútbol en
Princeton, Yale, Williams y Cornell;
como Roberta Dillon, de ojos negros,
tan célebre entre su generación como
Hiram Johnson o Ty Cobb; y, desde
luego, como Marjorie Harvey, que
además de tener cara de hada y una labia
deslumbrante y desconcertante era ya
merecidamente famosa por haber
conseguido dar cinco volteretas
seguidas en el baile de New Haven.
Warren, que había crecido en la
misma calle que Marjorie, en la casa de
enfrente, llevaba mucho tiempo «loco
por ella». Y, aunque Marjorie algunas
veces parecía responder a sus
sentimientos con una leve gratitud, lo
había sometido a su particular prueba
infalible y, con la mayor seriedad, le
había informado que no lo quería. La
prueba era ésta: cuando estaba lejos de
él, lo olvidaba y tenía aventuras con
otros chicos. Y Warren se
descorazonaba, porque Marjorie llevaba
haciendo pequeños viajes todo el
verano, y, a la vuelta, durante los dos o
tres primeros días, Warren veía
montañas de cartas en la mesa del
recibidor de los Harvey, cartas dirigidas
a Marjorie, con distintas caligrafías
masculinas. Para empeorar la situación,
durante todo el mes de agosto tenía
como invitada a su prima Berenice, de
Eau Claire, y parecía imposible verla a
solas. Siempre había que buscar y
encontrar a alguien que quisiera
ocuparse de Berenice. Y, conforme
agosto pasaba, aquello era cada vez más
difícil.
Por mucho que Warren adorara a
Marjorie, tenía que admitir que la prima
Berenice era más bien sosa. Era bonita,
con el pelo negro y buen color, pero no
era divertida en las fiestas. Cada
sábado, por obligación, bailaba con ella
una interminable pieza para complacer a
Marjorie, pero lo único que conseguía
era aburrirse.
—Warren —una voz suave, muy
cerca, interrumpió sus pensamientos, y
Warren se volvió y vio a Marjorie,
ruborizada y radiante como siempre.
Marjorie le puso la mano en el hombro y
una grata calidez lo envolvió casi
imperceptiblemente.
—Warren —murmuró—, hazme un
favor: baila con Berenice. Lleva pegada
al pequeño Otis Ormonde desde hace
casi una hora.
Warren sintió que la calidez se
desvanecía.
—Ah… sí —respondió sin mucho
entusiasmo.
—No te importa, ¿verdad?
Procuraré que tú tampoco tengas que
aguantar demasiado.
—Vale, vale.
Marjorie sonrió: bastaba aquella
sonrisa para darle las gracias.
—Eres un ángel, y te lo deberé
siempre.
Con un suspiro el ángel miró hacia
la terraza, pero no vio a Berenice y a
Otis. Regresó al salón y allí, frente al
lavabo de señoras, encontró a Otis en el
centro de un grupo de muchachos que se
morían de risa. Otis blandía un palo que
había cogido de algún sitio y parloteaba
con energía.
—Ha ido a arreglarse el pelo —
anunció furibundo—. La estoy
esperando para bailar con ella otra hora.
Volvieron a reírse a carcajadas.
—Cuando haya cambio de pareja,
¿no podría alguno de vosotros
quitármela de encima? —se lamentó
Otis con resentimiento—. A ella le
gustaría más variedad.
—¿Por qué, Otis? —sugirió un
amigo—. Ahora que te estás
acostumbrando a ella…
—¿Y ese bastón de golf, Otis? —
preguntó Warren, sonriendo.
—¿El bastón? Ah, ¿esto? Es el
bastón adecuado. En cuanto salga, le doy
en la cabeza y la meto otra vez en el
agujero.
Warren se dejó caer en un sofá,
dando alaridos, con un ataque de risa.
—No te preocupes, Otis —consiguió
decir por fin—. Yo te sustituyo ahora.
Otis simuló un repentino
desvanecimiento y le entregó el palo a
Warren.
—Por si lo necesitas, viejo —dijo
con voz ronca.
Por bella y brillante que sea una
chica, la fama de que, en los cambios de
pareja, nadie te la quita de los brazos
mientras baila contigo arruina su
cotización en las fiestas. Los chicos
quizá prefieran su compañía a la de las
mariposillas con las que bailan una
docena de veces en una noche, pero los
jóvenes de esta generación alimentada
por el jazz son inquietos por
temperamento, y la idea de bailar más
de un fox-trot entero con la misma chica
les resulta desagradable, por no decir
odiosa. Y, si la cosa dura unos cuantos
bailes y varios intervalos entre canción
y canción, la chica puede estar segura de
que el joven, una vez libre, no volverá a
pisarle los dichosos pies.
Warren bailó toda la pieza siguiente
con Berenice, y por fin, aprovechando
una pausa, la acompañó a una mesa en la
terraza. Hubo un instante de silencio
mientras ella movía estúpidamente el
abanico.
—Hace aquí más calor que en Eau
Claire —dijo Berenice.
Warren sofocó un suspiro y bostezó.
Seguramente fuera cierto; ni lo sabía ni
le importaba. Se preguntó distraído si
Berenice tenía poca conversación
porque nadie le hacía caso, o si nadie le
hacía caso porque tenía poca
conversación.
—¿Vas a estar aquí mucho tiempo?
—le preguntó, y enseguida se puso
colorado. Berenice podía sospechar las
razones de su pregunta.
—Una semana más —respondió, y
lo miró como esperando abalanzarse
sobre la siguiente frase en cuanto saliese
de sus labios.
Warren empezó a ponerse nervioso.
Entonces, con un impulso inesperado y
caritativo, decidió probar con Berenice
una de sus especialidades. La miró a los
ojos.
—Tienes una boca terriblemente
besable —murmuró.
Era una frase que a veces decía a las
chicas en los bailes de la universidad
cuando charlaban así, a media luz.
Berenice se sobresaltó visiblemente.
Enrojeció de un modo muy poco
elegante y agitó con torpeza el abanico.
Nadie le había dicho jamás una frase
como aquélla.
—¡Fresco! —la palabra se le había
escapado sin darse cuenta; se mordió el
labio. Demasiado tarde, decidió ser
simpática y le dedicó una sonrisa
nerviosa.
Warren estaba enfadado. Aunque
habitualmente nadie se la tomaba en
serio, aquella frase provocaba
normalmente una carcajada o una
parrafada de tonterías sentimentales. Y
odiaba que le llamaran fresco, si no era
en tono de broma. El impulso caritativo
se desvaneció y Warren cambió de tema.
—Jim Strain y Ethel Demorest
siguen juntos, como siempre —comentó.
Eso estaba más en su línea, pero
Berenice sintió que una sombra de dolor
se mezclaba con el alivio de cambiar de
tema. Los hombres no hablaban de bocas
besables con ella, pero ella sabía que
les decían cosas así a las otras chicas.
—Ah, sí —dijo Berenice, y se rió
—. He oído que llevan años perdiendo
el tiempo, sin un céntimo. ¿No es una
imbecilidad?
La antipatía de Warren aumentó. Jim
Strain era buen amigo de su hermano, y,
en cualquier caso, consideraba de
pésimo gusto burlarse de la gente por no
tener dinero. Pero Berenice no tenía
intención de burlarse de nadie. Sólo
estaba nerviosa.

II.
Eran más de las doce cuando
Marjorie y Berenice llegaron a casa y se
desearon buenas noches en el rellano de
la escalera. Aunque primas, no eran
amigas íntimas. En realidad, Marjorie
no tenía amigas íntimas: consideraba
idiotas a las chicas. Berenice, por el
contrario, durante aquella visita
organizada por los padres, había
deseado intercambiar esas confidencias
sazonadas con risillas y lágrimas que
consideraba un factor indispensable en
cualquier relación entre mujeres. Pero, a
este respecto, encontraba a Marjorie
más bien fría; cuando hablaba con ella,
encontraba la misma dificultad que
cuando hablaba con los hombres. A
Marjorie nunca se le escapaba la risa
tonta, jamás se sobresaltaba, pocas
cosas le daban vergüenza, y, de hecho,
poseía muy pocas de las cualidades que
Berenice consideraba adecuada y
felizmente femeninas.
Aquella noche, ocupada con el
cepillo de dientes y el dentífrico,
Berenice se preguntó por centésima vez
por qué nadie le hacía caso cuando
estaba lejos de casa. Nunca se le ocurrió
pensar que, en su pueblo, los motivos de
su éxito en sociedad obedecieran a que
su familia era la más rica de Eau Claire,
a que su madre no parara de invitar a
gente y dar meriendas-cenas en honor de
su hija antes de cada baile y a que le
hubiera comprado un coche para que
diera vueltas por ahí. Como casi todas
las chicas, había crecido con la leche
caliente de Annie Fellows Johnston y
esas novelas en las que la mujer es
amada por ciertas virtudes femeninas,
misteriosas, siempre mencionadas pero
nunca explicadas con detalle.
Le dolía un poco no tener más éxito.
No sabía que, de no ser por las
maniobras de Marjorie, hubiera bailado
toda la noche con el mismo; pero sí
sabía que, incluso en Eau Claire, otras
chicas con peor posición social y menos
belleza estaban mucho más solicitadas.
Berenice lo atribuía a que aquellas
chicas, de cierta manera sutil, no tenían
escrúpulos. Nunca le había dado mayor
importancia al asunto, pero, si se la
hubiera dado, su madre le habría
asegurado que las otras chicas no se
valoraban a sí mismas y que los
hombres respetaban a las chicas como
Berenice.
Apagó la luz del cuarto de baño y,
de pronto, decidió ir a charlar un rato
con su tía Josephine, que aún tenía la luz
encendida. Las blandas zapatillas la
llevaron sin ruido sobre la alfombra del
corredor, pero, al sentir voces en la
habitación, se detuvo ante la puerta
entreabierta. Entonces oyó su propio
nombre y, sin una intención clara de
escuchar a escondidas, se quedó allí,
indecisa, mientras el hilo de la
conversación atravesaba su conciencia
como enhebrado en una aguja.
—¡Es un caso perdido! —era la voz
de Marjorie—. Sé lo que vas a decir:
¡Cuánta gente te ha dicho lo guapa y
dulce que es, y lo bien que guisa! Vale,
¿y qué? Se aburre como nadie. No les
gusta a los hombres.
—¿Y qué importancia tiene una
pizca de éxito barato?
La señora Harvey parecía enfadada.
—Es lo más importante cuando
tienes dieciocho años —respondió
Marjorie con énfasis—. Yo he hecho
cuanto he podido. He sido amable y he
convencido a unos cuantos para que
bailen con ella, pero no tienen ningún
interés en aburrirse. ¡Cuando pienso en
un cutis tan maravilloso desperdiciado
en semejante tonta, y pienso cómo lo
aprovecharía Martha Carey…!
—Ya no hay cortesía.
La voz de la señora Harvey dejó
entrever que las situaciones modernas
eran demasiado para ella. Cuando ella
era joven, todas las señoritas de buena
familia se lo pasaban divinamente.
—Bueno —dijo Marjorie—, ninguna
chica puede ayudar permanentemente a
una invitada patosa, porque en estos
tiempos cada una se vale por sí misma.
Incluso le he soltado alguna indirecta
sobre la ropa y esas cosas, y se ha
puesto furiosa. Me ha echado cada
mirada… Tiene la suficiente
sensibilidad como para darse cuenta de
que no le va demasiado bien, pero
apuesto a que se consuela pensando que
es virtuosa, y que yo soy demasiado
alegre y voluble y que voy a acabar mal.
Así piensan todas las chicas a las que
nadie hace caso. ¡Las uvas están verdes!
¡Sarah Hopkins dice que Genevieve,
Roberta y yo somos chicas gardenia,
adorno de un día! Apuesto a que daría
diez años de su vida y su educación
europea por ser una chica gardenia y
tener a tres o cuatro locos por ella, y que
se la arrebataran unos a otros de lo
brazos a los pocos pasos de baile.
—Creo —la interrumpió la señora
Harvey con tono de empezar a cansarse
de la conversación— que deberías
ayudar un poco a Berenice. Ya sé que no
es demasiado espabilada.
Marjorie gimió.
—¡Espabilada! ¡Dios mío! Jamás le
he oído decirle nada a un chico como no
sea que hace calor, o que hay mucha
gente bailando, o que el año que viene
se irá a estudiar a Nueva York. A veces
les pregunta qué coche tienen y les dice
la marca del suyo. ¡Apasionante!
Hubo un instante de silencio. Y
entonces la señora Harvey volvió a la
misma canción:
—Lo único que sé es que otras
chicas, ni la mitad de simpáticas y
guapas que ella, encuentran
acompañantes. Martha Carey, por
ejemplo, es gorda y maleducada, y tiene
una madre inconfundiblemente vulgar.
Roberta Dillon está tan delgada este año
como para recomendarle que pase una
temporada en Arizona. Y baila hasta
caerse muerta.
—Pero, mamá —objetó Marjorie
con impaciencia—, Martha es alegre y
terriblemente ingeniosa, y es
terriblemente seductora, y Roberta baila
de maravilla. ¡Todos las admiran desde
hace siglos!
La señora Harvey bostezó.
—Creo que la culpa de todo la tiene
esa disparatada sangre india que lleva
Berenice en las venas —continuó
Marjorie—. Quizá se deba a una
regresión a los orígenes. Las indias
están siempre sentadas y nunca dicen
una palabra.
—Vete a la cama, tontina —rió la
señora Harvey—. Si llego a saber que
ibas a andar recordándolo, no te lo
hubiera dicho. Y pienso que casi todas
tus ideas son una absoluta tontería —
concluyó, con sueño.
Hubo otro instante de silencio:
Marjorie se preguntaba si valía la pena
convencer a su madre. Es casi imposible
convencer de nada a una persona que ha
cumplido los cuarenta. A los dieciocho
años las convicciones son montañas
desde las que miramos; a los cuarenta y
cinco son cavernas en las que nos
escondemos.
Habiendo llegado a esa conclusión,
Marjorie le dio las buenas noches a su
madre. Cuando salió de la habitación el
pasillo estaba vacío.

III.

A la mañana siguiente, un poco


tarde, Marjorie estaba desayunando y
Berenice entró en la habitación con un
buenos días más bien frío, se sentó
frente a Marjorie, la miró fijamente y se
humedeció un poco los labios.
—¿Qué te pasa? —preguntó
Marjorie, desconcertada.
Berenice calló un momento antes de
lanzar la bomba.
—Oí lo que anoche hablaste de mí
con tu madre.
Marjorie se sorprendió, pero apenas
si se puso colorada y, cuando habló, su
voz no temblaba.
—¿Dónde estabas?
—En el pasillo. No quería
escuchar… al principio.
Después de una involuntaria mirada
de desprecio, Marjorie bajó la mirada y
demostró verdadero interés en hacer
equilibrios con un copo de maíz sobre el
dedo.
—Creo que sería mejor que volviera
a Eau Claire, si tanto te molesto —el
labio inferior le temblaba con violencia,
y Berenice prosiguió con voz indecisa
—: He intentado ser amable, y primero
nadie me ha hecho caso, y luego me han
insultado. Nunca he tratado así a mis
invitadas.
Marjorie callaba.
—Pero te fastidio, lo sé. Soy un
peso para ti. No les gusto a tus amigos
—hizo una pausa, y enseguida recordó
un nuevo agravio recibido—. Claro que
me enfadé cuando me insinuaste que
aquel vestido me sentaba mal. ¿Crees
que no sé vestirme sin ayuda de nadie?
—No —murmuró Marjorie, menos
que a media voz.
—¿Qué?
—Yo no te insinué nada —dijo
Marjorie escuetamente—. Dije, si no
recuerdo mal, que era preferible ponerse
tres veces un vestido que cae bien que
alternarlo con dos adefesios.
—¿Crees que es agradable decir una
cosa así?
—No quería ser agradable —y,
después de una pausa, añadió—:
¿Cuándo quieres irte?
Berenice suspiró violentamente.
—¡Ah! —fue casi un sollozo.
Marjorie levantó los ojos,
sorprendida.
—¿No me has dicho que te ibas?
—Sí, pero…
—Ah, ¡sólo estabas faroleando!
Se miraron fijamente a través de la
mesa del desayuno. Olas de niebla
pasaban ante los ojos de Berenice
mientras la cara de Marjorie mostraba
aquella expresión de cierta dureza que
solía tener cuando los estudiantes de
primero, un poco borrachos, tonteaban
con ella.
—Así que estabas faroleando —
repitió, como si fuera lo que ya se
esperaba.
Berenice lo confesó y se echó a
llorar. Los ojos de Marjorie tenían una
expresión de aburrimiento.
—Eres mi prima —sollozó Berenice
—. Soy tu invitada. Iba a quedarme un
mes, y si vuelvo a casa mi madre sabrá
que algo ha pasado y me… me
preguntará.
Marjorie esperó a que el torrente de
palabras entrecortadas se disolviera en
pequeños sorbetones.
—Te daré el dinero que me dan cada
mes —dijo fríamente—, para que pases
la semana que falta donde quieras. Hay
un hotel muy agradable…
Los sollozos de Berenice se
elevaron hasta alcanzar una nota
aflautada, y entonces se levantó y salió
corriendo del cuarto.
Una hora más tarde, mientras
Marjorie estaba en la biblioteca, absorta
en la redacción de una de esas cartas
maravillosamente evasivas y nada
comprometedoras que sólo una
adolescente es capaz de escribir,
Berenice volvió a aparecer, con los ojos
verdaderamente enrojecidos y
calculadoramente tranquila. Ni siquiera
miró a Marjorie: cogió al azar un libro
de la biblioteca y se sentó como si
estuviera leyendo. Marjorie parecía
absorta en su carta y siguió escribiendo.
Cuando dieron las doce, Berenice cerró
el libro con violencia.
—Creo que debería ir a la estación a
sacar el billete.
No era ése el principio del discurso
que había preparado en el piso de
arriba, pero, ya que Marjorie no le hacía
caso y no le decía que pensara mejor las
cosas, que todo había sido un
malentendido, ése era el mejor principio
que se le ocurría.
—Espera a que termine esta carta —
dijo Marjorie sin levantar la vista—.
Quiero que salga en el próximo correo.
Después de un minuto inacabable, en
el que se oía el arañar afanoso de la
pluma, Marjorie levantó la vista con el
aire relajado de quien dice: «Estoy a tu
disposición». Berenice tuvo que volver
a hablar.
—¿Quieres que me vaya?
—Bueno —dijo Marjorie,
reflexionando—, supongo que, si no te
lo pasas bien, sería mejor que te fueras.
Para qué vas a ser infeliz…
—¿No crees que la más elemental
consideración…?
—Ah, por favor, no cites Mujercitas
—gritó Marjorie con impaciencia—. No
está de moda.
—¿Tú crees?
—Por Dios, ¡sí! ¿Qué chica moderna
podría vivir como aquellas necias?
—Fueron los modelos de nuestras
madres.
Marjorie soltó una carcajada.
—¡No lo fueron jamás! Además,
nuestras madres fueron perfectas a su
manera, pero entienden poquísimo los
problemas de sus hijas.
Berenice se irguió.
—No hables de mi madre, por favor.
Marjorie se echó a reír.
—No creo haberla mencionado.
Berenice se dio cuenta de que
estaban alejándose del tema.
—¿Crees que me has tratado bien?
—He hecho todo lo posible. Tú eres
un material bastante difícil.
Los bordes de los párpados de
Berenice enrojecieron.
—Tú sí que eres difícil, dura y
egoísta. Creo que no tienes ninguna
cualidad femenina.
—¡Por Dios! —exclamó Marjorie,
desesperada—. Eres una idiota ridícula.
Las chicas como tú tienen la culpa de
todos esos matrimonios aburridos e
insípidos, de todas esas horribles taras
que pasan por cualidades femeninas.
Qué golpe debe de ser para un hombre
imaginativo casarse con un maravilloso
montón de vestidos en torno al cual ha
estado construyendo ideales y descubrir
que su mujer es sólo una débil, llorona y
cobarde montaña de remilgos.
Berenice estaba boquiabierta.
—¡La mujer femenina! —continuó
Marjorie—. Desperdicia la juventud
lloriqueando y criticando a las chicas
como yo, que saben divertirse de
verdad.
La mandíbula de Berenice bajaba
tanto como la voz de Marjorie subía.
—Las chicas feas que lloriquean
tienen alguna excusa. Si yo fuese
irremediablemente fea, nunca les
hubiera perdonado a mis padres que me
hubieran traído al mundo. Pero tú no
tienes ninguna desventaja —el pequeño
puño de Marjorie se cerró—. Si esperas
que me ponga a llorar contigo, te
llevarás una desilusión. Quédate o vete,
haz lo que te dé la gana —y, cogiendo
sus cartas, salió de la biblioteca.
Berenice pretextó un dolor de
cabeza y no apareció a la hora de comer.
Estaban invitadas a una fiesta aquella
tarde, pero, como el dolor de cabeza
continuaba, Marjorie tuvo que dar
explicaciones a un chico no demasiado
abatido. Sin embargo, cuando volvió a
última hora de la tarde, encontró a
Berenice esperándola en su dormitorio
con una expresión extrañamente
decidida.
—He pensado —dijo Berenice sin
mayores preliminares— que puede que
tengas razón o puede que no. Pero si me
dices por qué a tus amigos no… no les
intereso, a lo mejor hago lo que tú
quieras. Marjorie estaba ante el espejo,
cepillándose el pelo.
—¿Estás hablando en serio?
—Sí.
—¿Sin reservas mentales? ¿Harías
exactamente lo que yo dijera? —Bueno,
yo…
—¡Nada de tonterías! ¿Harás
exactamente lo que yo te diga?
—Si se trata de cosas razonables.
—¡No lo son! Tú ya no estás para
cosas razonables… —¿Me harás…?
¿Me aconsejarás…?
—Sí, todo. Si te aconsejo que
aprendas a boxear, me obedecerás.
Escribe a casa y dile a tu madre que te
vas a quedar dos semanas más. —
Vamos, dime…
—Muy bien. Te pondré, por el
momento, algunos ejemplos. Primero, te
falta naturalidad. ¿Por qué? Porque no
estás segura de tu aspecto. Cuando una
chica sabe que está perfectamente
arreglada y vestida, puede olvidarse de
su aspecto. Eso es encanto, gracia.
Cuantas más partes de ti puedes olvidar,
más encanto tienes. —¿No voy bien?
—No. Por ejemplo, nunca te
preocupas de tus cejas. Son negras y
lustrosas, pero, si te las dejas crecer
como salen, son un defecto. Serían
bellísimas si te las cuidases la décima
parte del tiempo que pierdes en no hacer
nada. Debes peinártelas para que
crezcan bien. Berenice enarcó las cejas
en cuestión.
—¿Quieres decir que los hombres se
fijan en las cejas?
—Sí, inconscientemente. Y, cuando
vuelvas a casa, debes hacer que te
enderecen un poco los dientes. Es casi
imperceptible, pero…
—Pero yo creía —la interrumpió
Berenice, perpleja— que tú
despreciabas esas pequeñas delicadezas
femeninas.
—Odio las mentes delicadas —
contestó Marjorie—. Pero una chica
debe ser la delicadeza en persona. Si
resplandece como un millón de dólares,
puede hablar de Rusia, de ping-pong o
de la Sociedad de Naciones, y quedar
estupendamente. —¿Hay más cosas?
—Ah, sólo estoy empezando. Está tu
manera de bailar. —¿No bailo bien?
—No, claro que no: te apoyas en los
hombres; sí, así es, aunque no se note
casi. Me di cuenta ayer, cuando
bailamos juntas. Y además bailas muy
erguida, en vez de pegarte un poco.
Seguramente alguna vieja señora muy
puesta en su sitio te haya dicho que así
pareces mucho más digna. Pero, a no ser
que seas una chica baja, bailar así cansa
mucho más al hombre, y el hombre es lo
único que cuenta.
—Sigue, sigue —a Berenice le daba
vueltas la cabeza.
—Vale. Debes aprender a ser
simpática con los pájaros solitarios.
Parece como si te hubieran insultado
cuando te saca a bailar alguien que no
sea uno de los chicos de moda. ¿Por
qué, Berenice, en cuanto empiezo a
bailar vienen a arrancarme de los brazos
de mi pareja? ¿Y quién viene casi
siempre? Pues uno de esos pájaros
solitarios. Ninguna chica puede
permitirse el lujo de despreciarlos. Son
mayoría en la fiesta. Los chicos más
tímidos, a quienes les da miedo hablar,
son la mejor práctica para la
conversación. Los chicos torpes son la
mejor práctica para el baile. Si
consigues llevarles la corriente y
parecer encantadora es que puedes
seguir a un tanque a través de una
alambrada más alta que un rascacielos.
Berenice suspiró profundamente,
pero Marjorie no había terminado.
—Si vas a una fiesta y se lo pasan
bien contigo, digamos, tres de esos
pájaros solitarios; si sabes darles
conversación para que olviden que quizá
llevan demasiado rato bailando contigo,
habrás conseguido algo: volverán la
próxima vez, y poco a poco tantos
pájaros solitarios bailarán contigo que
los chicos atractivos no tendrán miedo
de tener que pasarse la noche cargando
contigo, y entonces te sacarán a bailar.
—Sí —asintió Berenice, con voz
apenas perceptible—. Creo que estoy
empezando a comprender.
—Y, al final —concluyó Marjorie
—, naturalidad y fascinación vendrán
solas. Te despertarás una mañana
dándote cuenta de que las has
conquistado, y también se darán cuenta
los hombres.
Berenice se puso de pie.
—Has sido infinitamente amable,
pero nadie me había hablado antes así y
estoy un poco asustada.
Marjorie no respondió: observaba
pensativamente su propia imagen en el
espejo.
—Eres un tesoro, ayudándome.
Marjorie tampoco le respondió, y
Berenice pensó que estaba mostrando
demasiado agradecimiento.
—Sé que no te gustan los
sentimentalismos —dijo tímidamente.
Marjorie la miró de pronto.
—Ah, no pensaba en eso. Estaba
pensando si no sería mejor que te
cortáramos el pelo como un chico.
Berenice se desplomó de espaldas
en la cama.

IV.

La tarde del miércoles siguiente


había una fiesta en el club de campo.
Cuando entraron los invitados, Berenice
descubrió con fastidio el sitio donde
estaba la tarjeta con su nombre. Aunque
a su derecha se sentaba G. Reece
Stoddard, distinguido joven sin
compromiso, muy deseable, el
importantísimo puesto a su izquierda
estaba reservado a Charley Paulson.
Charley no era ni alto ni guapo ni
brillante en sociedad, y, a la luz de sus
nuevos conocimientos, Berenice se dijo
que su único mérito para ser su pareja
era que nunca la había sacado a bailar.
Pero el fastidio desapareció con la sopa
y recordó las detalladas instrucciones de
Marjorie. Tragándose el orgullo, se
volvió hacia Charley Paulson y se lanzó
en plancha.
—¿Cree que debería cortarme el
pelo como un chico, señor Charley
Paulson?
Charley levantó los ojos
sorprendido.
—¿Por qué?
—Porque lo estoy pensando. Es una
manera segura y fácil de llamar la
atención.
Charley sonrió, complacido. No
podía imaginarse que todo había sido
premeditado y ensayado. Contestó que
no sabía nada sobre cortes de pelo. Pero
Berenice estaba allí para informarle.
—Quiero ser una vampiresa de la
alta sociedad, ¿sabes? —anunció
Berenice fríamente, y continúo
informándolo de que el corte de pelo era
el preludio necesario. Añadió que
quería pedirle su opinión, porque le
habían dicho que era muy exigente en lo
que respecta a las chicas.
Charley, que sabía tanto de
psicología de las mujeres como de los
estados mentales de los monjes budistas,
se sintió vagamente halagado.
—Así que he decidido —continuó
Berenice, alzando un poco la voz— que
a principios de la próxima semana iré a
la barbería del Hotel Sevier, me sentaré
en el primer sillón y me cortaré el pelo
como un chico.
Titubeó al notar que la gente que
estaba cerca había dejado de hablar
para oírla, pero, tras un instante de
confusión, recordó los consejos de
Marjorie y acabó la frase dirigiéndose a
todos los que podían oírla.
—Cobro la entrada, desde luego,
pero si queréis venir a animarme, os
conseguiré pases para la primera fila.
Hubo unas cuantas risas de
aprobación, y, a su amparo, G. Reece
Stoddard se inclinó rápidamente y le
dijo al oído:
—Reservo un palco ahora mismo.
Berenice lo miró a los ojos y sonrió
como si hubiera dicho algo
excepcionalmente brillante.
—¿Estás de acuerdo con los pelados
a lo chico? —le preguntó G. Reece,
siempre en voz baja.
—Creo que son una inmoralidad —
afirmó Berenice, muy seria—. Pero,
claro, la gente espera que la entretengas,
le des de comer o la escandalices.
Marjorie había copiado la frase de
Oscar Wilde. Los hombres la recibieron
con risas y las chicas con miradas
rápidas y penetrantes. Y enseguida,
como si no hubiese dicho nada ingenioso
ni extraordinario, Berenice se volvió de
nuevo hacia Charley y le habló
confidencialmente al oído.
—Quiero saber tu opinión sobre
algunas personas. Creo que eres un
maravilloso juez de caracteres.
Charley se estremeció ligeramente, y
le dedicó un sutil cumplido: derramó un
vaso de agua.
Dos horas después, Warren Mclntyre
miraba desde fuera de la pista a los que
bailaban, y, mientras se preguntaba hacia
dónde y con quién había desaparecido
Marjorie, poco a poco, de modo
inconexo, empezó a tomar conciencia:
conciencia de que Berenice, la prima de
Marjorie, en los últimos cinco minutos
había cambiado de pareja otras tantas
veces. Cerró los ojos, los abrió y volvió
a mirar. Minutos antes, Berenice había
bailado con un chico que estaba de paso
en la ciudad, algo fácilmente explicable:
un chico de paso no conocía nada mejor.
Pero ahora bailaba con otro, y Charley
iba ya en su busca con una entusiasta
determinación en la mirada. Era curioso:
Charley rara vez bailaba en una fiesta
con más de tres chicas.
Warren estaba evidentemente
sorprendido: el cambio de pareja
acababa de realizarse, y el bailarín
sustituido resultó ser, nada más y nada
menos, el propio G. Reece Stoddard. Y
G. Reece no parecía en absoluto
contento de que lo hubieran relevado.
Cuando Berenice pasó cerca, bailando,
Warren la observó atentamente. Sí, era
guapa, verdaderamente guapa; y aquella
noche estaba francamente radiante. Tenía
esa expresión que ninguna mujer, aunque
sea una excelente actriz, puede fingir
con éxito: parecía estar divirtiéndose. A
Warren le gustaba cómo se había
peinado; se preguntaba si el cabello
brillaba así por la brillantina. Y el
vestido le sentaba muy bien: un rojo
oscuro que resaltaba el buen color de la
piel y las sombras de los ojos. Recordó
que le había parecido guapa cuando
llegó a la ciudad, antes de darse cuenta
de que era un aburrimiento. Qué pena
que fuera aburrida: las chicas aburridas
son insoportables. Pero, sí, era guapa.
Y su pensamiento volvió,
zigzagueando, a Marjorie. Aquella
desaparición sería como otras
desapariciones. Cuando reapareciera, le
preguntaría dónde había estado, y ella le
respondería terminantemente que no era
asunto suyo. Era una lástima que
estuviera tan segura de que lo tenía en su
poder. Marjorie disfrutaba pensando que
a él no le interesaba ninguna otra chica
de la ciudad; lo desafiaba a enamorarse
de Genevieve o Roberta.
Warren suspiró. El camino hacia el
corazón de Marjorie era, desde luego,
un laberinto. Levantó la vista. Berenice
bailaba otra vez con el chico que estaba
de paso. Casi inconscientemente, se
apartó de la fila de los que no bailaban,
en dirección a Berenice. Entonces
titubeó, y se dijo a sí mismo que sólo lo
hacía por caridad. Cuando avanzaba
hacia ella, tropezó de pronto con G.
Reece Stoddard.
—Perdona —dijo Warren.
Pero G. Reece no perdió el tiempo
en disculpas: ya bailaba otra vez con
Berenice.

Aquella noche, a la una, Marjorie,


con una mano en el interruptor de la
lámpara del recibidor, se volvió para
mirar por última vez los ojos
resplandecientes de Berenice.
—Así que funcionó, ¿no?
—Sí, Marjorie, ¡sí! —exclamó
Berenice.
—He visto que te lo pasabas
estupendamente.
—¡Es verdad! El único problema ha
sido que a medianoche casi me he
quedado sin temas de conversación. He
tenido que repetirme, con chicos
distintos, claro. Espero que no comparen
sus apuntes.
—Los chicos no suelen hacerlo —
dijo Marjorie, bostezando—, y daría lo
mismo, si lo hicieran: te encontrarían
aún más interesante.
Apagó la luz y, mientras subían las
escaleras, Berenice se apoyó con alivio
en el pasamanos. Era la primera vez en
su vida que estaba cansada de tanto
bailar.
—Ya has visto —dijo Marjorie—, si
un hombre ve que otro te invita a bailar
mientras aún estás bailando con él,
piensa que tienes que tener algo
especial. Bueno, estudiaremos otros
sistemas. Buenas noches.
—Buenas noches.
Mientras se deshacía el peinado,
pasó revista a aquella noche. Había
seguido las instrucciones al pie de la
letra. Incluso cuando Charley Paulson la
invitó a bailar por octava vez, simuló
placer, mostrándose a la vez interesada
y halagada. No había hablado del
tiempo, ni de Eau Claire, ni de coches,
ni de los estudios, sino que se había
ceñido a tres temas de conversación: yo,
tú, nosotros.
Y, pocos minutos antes de dormirse,
una idea rebelde le había pasado
soñolientamente por la cabeza: después
de todo, el mérito era suyo. Marjorie, es
verdad, le había sugerido los temas de
conversación, pero Marjorie extraía sus
temas de conversación de lo que leía.
Ella, Berenice, había comprado el traje
rojo, aunque no le gustara demasiado
antes de que Marjorie lo descolgara de
la percha… Y ella, con su voz, había
pronunciado las palabras, y había
sonreído con sus labios, y había bailado
con sus pies. Marjorie era simpática…
pero presumida… Simpática noche…
Chicos simpáticos… Como Warren…
Warren… Warren… cómo se llamaba…
Warren…
Se quedó dormida.

V.

La semana siguiente fue una


revelación para Berenice. A la
sensación de que la gente disfrutaba
mirándola y escuchándola, siguió el
fundamento de la confianza en sí misma.
Al principio, desde luego, cometió
numerosos errores. No sabía, por
ejemplo, que Draycott Deyo era
seminarista; no sabía que la había
invitado a bailar porque la creía una
chica discreta y reservada. Si lo hubiese
sabido, no hubiera aplicado la táctica de
empezar con un «¡Hola, bombazo!», ni
hubiera seguido con la historia de la
bañera: «No sabes el trabajo que me
cuesta peinarme en verano: tengo el pelo
muy largo; así que primero me peino,
luego me maquillo y me pongo el
sombrero, después me meto en la
bañera, y por fin me visto. ¿No te parece
el mejor sistema?».
Aunque Draycott Deyo estaba
sufriendo todas las angustias de un
bautismo por inmersión, y podía haber
encontrado alguna lógica en aquellas
palabras, hay que admitir que no la
encontró. Consideraba el baño femenino
como un asunto inmoral, y le expuso a
Berenice algunas de sus ideas sobre la
depravación de la sociedad moderna.
Pero, compensando aquel
desafortunado episodio, Berenice logró
numerosos y señalados éxitos que
aumentaron su fama. El pequeño Otis
Ormonde renunció a un viaje al Este
para seguirla con devoción de cachorro,
para diversión de sus amigos e irritación
de G. Reece Stoddard: Otis arruinaba
sus visitas vespertinas con la ternura
nauseabunda de las miradas que dirigía
a Berenice. Incluso le contó a Berenice
la historia del palo y el vestuario para
explicarle cómo, al principio, se habían
equivocado espantosamente él y todos al
juzgarla. Berenice se tomó a risa el
incidente, con una sombra de
abatimiento.
Quizá el más conocido y
universalmente celebrado entre los
temas de los que hablaba Berenice era
el asunto del corte de pelo.
—Berenice, ¿cuándo te vas a pelar
como un chico?
—Pasado mañana, quizá —
contestaba, riéndose—. ¿Irás a verme?
Ya sabes que cuento contigo.
—¡Claro que sí! A ver si te decides
de una vez.
Berenice, cuyas intenciones
peluqueriles eran rigurosamente
deshonrosas, volvía a reírse.
—Ya falta poco. Os llevaréis una
sorpresa.
Pero quizá el más significativo
símbolo de su éxito fue el coche gris del
hipercrítico Warren Mclntyre, que
aparcaba todos los días frente a la casa
de la familia Harvey. Al principio, la
criada se quedó realmente perpleja
cuando Warren preguntó por Berenice en
lugar de por Marjorie; una semana
después, le dijo a la cocinera que
Berenice le había birlado a Marjorie su
mejor pretendiente.
Y Berenice lo había hecho. Quizá
todo empezó porque Warren quería darle
celos a Marjorie; quizá tuvo la culpa el
sello familiar, aunque irreconocible, que
el estilo de Marjorie había dejado en las
conversaciones de Berenice; quizá
fueron ambas cosas y un poco de mutua
y sincera simpatía. Pero, de cualquier
modo, era opinión general entre los más
jóvenes, una semana más tarde, que el
más constante entre los pretendientes de
Marjorie había sufrido un cambio
imprevisible y se lanzaba al asalto de la
invitada de Marjorie. Warren llamaba
por teléfono a Berenice dos veces al
día, le mandaba cartitas, y se les veía
frecuentemente en el descapotable,
empeñados en una de esas tensas,
importantísimas conversaciones sobre si
Warren era sincero.
Marjorie, cuando le tomaban el pelo,
se limitaba a reír. Decía que estaba
contentísima de que Warren hubiese
encontrado por fin a alguien capaz de
comprenderlo. Así que los más jóvenes
también se reían, y creyeron que a
Marjorie no le importaba el asunto, y
dejaron de darle vueltas.
Una tarde, cuando sólo faltaban tres
días para que volviera a casa, Berenice
esperaba en el recibidor a Warren, con
quien iba a ir a jugar al bridge. Estaba
de un humor estupendo, y, cuando
Marjorie —invitada también al bridge
— apareció y, a su lado, empezó a
arreglarse con indiferencia el sombrero
ante el espejo, Berenice no estaba
preparada para una pelea. Marjorie, con
absoluta frialdad y concisión, sólo dijo
tres frases.
—Ya puedes quitarte a Warren de la
cabeza —dijo fríamente.
—¿Qué? —Berenice estaba
completamente estupefacta.
—Ya está bien de que hagas el
ridículo con Warren Mclntyre. No le
importas un pimiento.
Durante un momento de tensión se
miraron: Marjorie, desdeñosa y distante;
Berenice, estupefacta, entre la irritación
y el miedo. Entonces dos coches se
detuvieron frente a la casa con gran
estruendo de bocinas. Las dos se
sobresaltaron, dieron la vuelta y
salieron de prisa, juntas.
Mientras jugaba al bridge, Berenice
luchó en vano por dominar una creciente
inquietud. Había ofendido a Marjorie, la
esfinge de las esfinges. Con las
intenciones más honestas e inocentes del
mundo, había robado algo que
pertenecía a Marjorie. Se sintió
repentina y horriblemente culpable.
Después de la partida, cuando charlaban
entre amigos y todos participaban en la
conversación, la tormenta se fue
acercando poco a poco. El pequeño Otis
Ormonde la precipitó sin darse cuenta.
—¿Cuándo vuelves al jardín de la
infancia, Otis? —le había preguntado
alguien.
—¿Yo? El día que Berenice se corte
el pelo.
—Entonces ya has terminado los
estudios —dijo Marjorie rápidamente
—. Sólo era un farol de los suyos. Creía
que te habías dado cuenta.
—¿Es verdad? —preguntó Otis,
dedicándole a Berenice una mirada llena
de reproches.
A Berenice le ardían las orejas
mientras buscaba una respuesta eficaz.
Pero aquel ataque directo había
paralizado su imaginación.
—Los faroles abundan en el mundo
—continuó Marjorie, disfrutando como
nunca—. Creía que ya tenías edad para
saberlo, Otis.
—Bueno —dijo Otis—, quizá sea
así, pero ¡caramba!, con lo divertida que
es Berenice…
—¿Seguro? —bostezó Marjorie—.
¿Cuál es su último chiste?
Nadie parecía saberlo. Y, en
realidad, entretenida con el pretendiente
de su musa, últimamente no había dicho
nada memorable.
—¿De verdad era todo una broma?
—pregunto Roberta con curiosidad.
Berenice titubeó. Sabía que todos
esperaban un golpe de ingenio, pero,
bajo la mirada repentinamente fría de su
prima, se sentía absolutamente incapaz.
—No lo sé —evitó contestar
directamente.
—¡Pamplinas! —dijo Marjorie—.
¡Confiesa!
Berenice se dio cuenta de que
Warren había dejado de prestar atención
al ukelele con el que había estado
jugueteando y la miraba
interrogativamente.
—¡No lo sé! —repitió. Tenía las
mejillas encendidas.
—¡Pamplinas! —subrayó Marjorie.
—Vamos, Berenice —la animó Otis
—. Cállale la boca.
Berenice volvió a mirar alrededor:
parecía incapaz de evitar la mirada de
Warren.
—Me gusta el pelo cortado como un
chico —se apresuró a decir, como si le
hubieran hecho una pregunta— y así me
lo pienso cortar.
—¿Cuándo? —preguntó Marjorie.
—Cualquier día.
—Hoy es el mejor día —sugirió
Roberta.
Otis pegó un brinco.
—¡Estupendo! —exclamó—. Vamos
a organizar la fiesta del corte de pelo.
En la barbería del Hotel Sevier, creo
que dijiste.
Todos se habían puesto de pie. El
corazón de Berenice latía con violencia.
—¿Qué? —balbuceó.
Del grupo salió la voz de Marjorie,
muy clara y despectiva.
—No os preocupéis: ya se está
echando atrás.
—¡Adelante, Berenice! —exclamó
Otis, dirigiéndose hacia la puerta.
Cuatro ojos —los de Warren y los
de Marjorie— la miraban fijamente, la
juzgaban, la desafiaban. Titubeó,
espantada, un segundo más.
—Venga —dijo de pronto—, me
importa un bledo.
Al anochecer, una eternidad de
minutos más tarde, camino del centro en
el coche de Warren, al que seguía el
coche de Roberta con todo el grupo,
Berenice experimentó las mismas
sensaciones que María Antonieta cuando
la llevaban en un carro a la guillotina.
Se preguntaba confusamente por qué no
gritaba que todo era una equivocación.
Apenas si era capaz de dominarse: le
costaba no llevarse las manos al pelo
para defenderlo de aquel mundo
repentinamente hostil. No lo hizo. Ni
siquiera el recuerdo de su madre podía
ya detenerla. Ésta era la prueba suprema
de su deportividad: así conquistaba su
derecho indiscutible a pisar el paraíso
estrellado de las chicas admiradas por
todos.
Warren callaba, de mal humor, y,
cuando llegaron al hotel, frenó junto el
bordillo y con un gesto de la cabeza
invitó a Berenice a que lo precediera. El
coche de Roberta descargó una multitud
carcajeante en la barbería, que tenía dos
espléndidos escaparates.
Berenice, parada en el bordillo,
miraba el rótulo de la Barbería Sevier.
Sí, era la guillotina, y el verdugo era el
dueño de la barbería, que, con bata
blanca y fumando un cigarrillo, se
apoyaba indolentemente en el primer
sillón. Debía de haber oído hablar de
Berenice; debía de llevar esperándola
toda la semana, fumando eternos
cigarrillos junto a aquel portentoso,
demasiadas veces nombrado, sillón. ¿Le
vendaría los ojos? No, pero le pondría
una toalla blanca alrededor del cuello
para que la sangre —qué tonterías, el
pelo— no le cayera en el vestido.
—Ánimo, Berenice —dijo Warren.
Alzando el mentón, atravesó la
acera, empujó la puerta batiente y, sin
mirar a la turba bulliciosa, escandalosa,
que ocupaba el banco de espera, se
acercó al barbero.
—Quiero cortarme el pelo como un
chico.
Al barbero se le abrió poco a poco
la boca. El cigarrillo se le cayó al suelo.
—¿Eh?
—¡Que me corte el pelo como un
chico!
Harta de preámbulos, Berenice se
subió al sillón. Un tipo que ocupaba el
sillón de al lado se volvió hacia ella y
le echó un vistazo, entre la espuma y el
estupor. Un barbero se estremeció y
arruinó el corte de pelo mensual del
pequeño Willy Schuneman. El señor
O’Reilly, en el último sillón, gruñó y
maldijo musicalmente en antiguo
gaélico, mientras la navaja se hundía en
su mejilla. Dos limpiabotas abrieron los
ojos de par en par y se lanzaron hacia
los zapatos de Berenice. No, Berenice
no quería que se los limpiaran.
En la calle un transeúnte se detuvo a
mirar, asombrado; una pareja lo imitó;
media docena de narices de chico se
pegaron de pronto al cristal; fragmentos
de conversación llegaban a la barbería
arrastrados por la brisa veraniega.
—¡Mirad, un chico con el pelo
largo!
—¿Qué es esa cosa? Acaban de
afeitar a una mujer barbuda.
Pero Berenice no veía nada, no oía
nada. El único sentido que todavía le
funcionaba le decía que el hombre de la
bata blanca había cogido un peine de
carey y luego otro; que sus dedos
enredaban torpemente entre horquillas
poco familiares; que estaba a punto de
perder aquel pelo, aquel pelo
maravilloso: no volvería a sentir el peso
voluptuoso y largo cuando le caía por la
espalda en un resplandor castaño
oscuro. Estuvo a punto de rendirse, pero
inmediata y mecánicamente la imagen
que tenía ante sí volvió a aclararse: la
boca de Marjorie curvándose en una
leve sonrisa irónica, como si dijera:
—¡Ríndete y baja del sillón! Has
querido jugármela y yo he descubierto tu
engaño. Ya ves que no tienes nada que
hacer.
Y una última reserva de energía
brotó en Berenice, que apretó los puños
bajo la toalla blanca mientras sus ojos
se entrecerraban de una manera rara, de
la que Marjorie hablaría mucho tiempo.
Veinte minutos después, el barbero
giró el sillón hacia el espejo, y Berenice
se estremeció al ver el desastre en toda
su amplitud. Su pelo ya no era rizado:
ahora caía en bloques lacios y sin vida a
ambos lados de la cara, pálida de
repente. Era una cara fea como el
pecado. Ya lo sabía ella: que iba a estar
fea, más fea que el pecado. El mayor
atractivo de aquella cara había sido una
sencillez de Virgen María. Ahora que la
sencillez había desaparecido, Berenice
era… Bueno… Terriblemente mediocre.
Ni siquiera teatral, sólo ridícula: como
un intelectual del Greenwich Village que
se hubiese olvidado las gafas en casa.
Cuando se bajaba del sillón intentó
sonreír, y fracasó miserablemente. Vio
cómo dos de las chicas intercambiaban
miradas; notó que los labios de Marjorie
se curvaban en un gesto de burla
reprimida, que los ojos de Warren de
repente eran muy fríos.
—Ya lo veis —sus palabras cayeron
en un silencio incómodo—, lo he hecho.
—Sí, lo has… hecho —admitió
Warren.
—¿No os gusta?
Hubo dos o tres voces que de mala
gana soltaron un «claro que sí», y otro
silencio incómodo, y entonces Marjorie
se volvió hada Warren, rápida y tensa
como una serpiente.
—¿Me acompañas a la tintorería? —
preguntó—. No tengo más remedio que
recoger un vestido antes de la cena.
Roberta, que vuelve a casa, puede llevar
a los otros.
Warren miro absortó un punto en el
infinito a través del escaparate. Luego,
apenas un instante, sus ojos se
detuvieron fríamente en Berenice antes
de volverse hacia Marjorie.
—Encantado —dijo lentamente.

VI.

Berenice no se dio cuenta de la


perversidad de la trampa que le habían
tendido hasta que no vio la mirada
estupefacta de su tía antes de la cena.
—¡Berenice! ¡Por Dios!
—Me he pelado como un chico, tía
Josephine.
—Pero, hija mía…
—¿No te gusta?
—¡Por Dios, Berenice!
—Creo que te he impresionado.
—No. Pero ¿qué va a pensar mañana
por la noche la señora Deyo? Berenice,
deberías haber esperado hasta después
de la fiesta de los Deyo. Deberías haber
esperado, si querías hacer una cosa así.
—Se me ocurrió de pronto, tía
Josephine. Y, además, ¿por qué iba a
importarle especialmente a la señora
Deyo?
—¿Por qué, hija mía? —exclamó la
señora Harvey—. En la charla sobre
Las debilidades de la nueva generación
que dio en la última reunión del Club de
los Martes les dedicó quince minutos a
las chicas que se cortan el pelo como un
chico. Son su abominación preferida. ¡Y
el baile es en tu honor y en honor de
Marjorie! —Lo siento.
—Ay, Berenice, ¿qué dirá tu madre?
Pensará que yo te he dado permiso.
—Lo siento.
La cena fue una tortura. Había hecho
un desesperado intento con las tenacillas
de rizar, y se había quemado los dedos y
un buen puñado de pelo. Se daba cuenta
de que su tía estaba preocupada y
apenada a la vez, y de que su tío no
dejaba de repetir «¡Condenación!» una
vez y otra vez, en, un tono ofendido y
levemente hostil. Y Marjorie, muy
tranquila, se atrincheraba tras una vaga
sonrisa, una sonrisa vagamente burlona.
Pero la cena acabó. Tres chicos se
presentaron; Marjorie desapareció con
uno de ellos, y Berenice, después de
intentar sin gana ni éxito entretener a los
otros dos, suspiró de alivio cuando a las
diez y media subió las escaleras, hacia
su dormitorio. ¡Vaya día!
Cuando ya se había desnudado para
acostarse, la puerta se abrió y entró
Marjorie.
—Berenice —dijo—, siento mucho
lo de la fiesta de los Deyo. Te prometo
que se me había olvidado por completo.
—No importa —fue lo único que
respondió Berenice. De pie ante el
espejo, se pasaba lentamente el peine
por el pelo corto.
—Mañana te acompaño al centro —
continuó Marjorie—, y en la peluquería
te lo arreglarán. No creía que llegaras
hasta el final. Lo siento muchísimo, de
verdad.
—¡No importa!
—Bueno, será tu última noche aquí,
así que no creo que importe mucho.
Entonces Berenice hizo una mueca
de dolor, porque Marjorie balanceaba
los cabellos sobre sus hombros y los
anudaba muy despacio en dos largas
trenzas rubias, hasta que, vestida con
una combinación color crema, le
recordó el retrato delicado de una
princesa sajona. Fascinada, Berenice
observaba cómo crecían las trenzas.
Eran pesadas, opulentas, y se movían
entre los ágiles dedos como serpientes,
y a Berenice apenas le quedaban unas
reliquias, y las tenacillas de rizar, y
todas las miradas que la acecharían en
el futuro. Ya se imaginaba cómo G.
Reece Stoddard, a quien le gustaba, le
decía con modales de Harvard a su
vecina de mesa que a Berenice no le
deberían haber permitido ver tantas
películas; se imaginaba a Draycott Deyo
intercambiando miradas con su madre y
mostrándose luego concienzudamente
caritativo con ella. Pero quizá para
mañana las noticias ya habrían llegado a
la señora Deyo, que mandaría una fría
notita rogándole que no se presentara en
la fiesta. Y todos se reirían a sus
espaldas y sabrían que Marjorie le había
tomado el pelo; que sus posibilidades de
ser una belleza habían sido sacrificadas
al capricho celoso de una chica egoísta.
Se sentó ante el espejo, mordiéndose el
interior de las mejillas.
—Me gusta el pelo así —dijo con
esfuerzo—. Creo que me sienta bien.
Marjorie sonrió.
—Está muy bien. Por Dios, no te
preocupes más.
—No me preocupo.
—Buenas noches, Berenice.
Pero, mientras la puerta se cerraba,
algo estalló dentro de Berenice. Se puso
en pie de un salto, retorciéndose las
manos, y, rápida y silenciosa, fue y sacó
de debajo de la cama la maleta. Guardó
algunos artículos de tocador y una muda.
Luego vació en el baúl dos cajones de
ropa interior y vestidos de verano. Se
movía sin prisa, pero con absoluta
eficacia, y, tres cuartos de hora después,
el baúl tenía la llave echada y la correa
atada, y Berenice vestía el traje de viaje
que Marjorie le había ayudado a elegir.
Sentada al escritorio, escribió una
nota para la señora Harvey en la que
brevemente le explicaba los motivos de
su partida. Cerró el sobre, escribió el
nombre de la destinataria y lo dejó
sobre la almohada. Miró el reloj. El tren
salía a la una, y sabía que, andando
hasta el Hotel Marborough, a dos
manzanas de distancia, encontraría
fácilmente un taxi.
De pronto, aspiró con fuerza una
bocanada de aire y le relampagueó en
los ojos una expresión que un experto en
temperamentos habría relacionado
vagamente con el gesto de obstinación
inflexible que había mostrado en el
sillón del barbero: quizá era una fase
más desarrollada de aquel gesto.
Berenice nunca había mirado así, y
aquella mirada había de traer
consecuencias.
Se acercó sigilosamente al
escritorio, cogió algo que había allí, y,
apagando todas las luces, permaneció
inmóvil hasta que los ojos se
acostumbraron a la oscuridad. Abrió con
suavidad la puerta del dormitorio de
Marjorie. Oía la respiración tranquila y
regular de quien duerme con la
conciencia tranquila.
Ya estaba junto a la cabecera de la
cama, muy decidida, tranquila. Actuó
con rapidez. Inclinándose, tocó una de
las trenzas de Marjorie, la siguió con la
mano hasta llegar a la cabeza y luego,
despacio, para que la durmiente no
sintiera el tirón, preparó las tijeras y
cortó. Con la trenza en la mano, contuvo
la respiración. Marjorie había
murmurado algo en sueños. Berenice
amputó hábilmente la otra trenza, esperó
un instante y volvió, rápida y silenciosa,
a su dormitorio.
Una vez abajo, abrió la gran puerta
principal, la cerró con cuidado a sus
espaldas y, sintiéndose extrañamente
feliz y eufórica, salió del portal, a la luz
de la luna, balanceando la pesada maleta
como si fuera la bolsa de la compra.
Cuando llevaba andando un minuto, se
dio cuenta de que todavía llevaba en la
mano izquierda las dos trenzas rubias.
Se echó a reír inesperadamente. Hubo
de cerrar bien la boca para aguantar un
escandaloso ataque de risa. En aquel
momento pasaba por la casa de Warren,
e impulsivamente dejó el equipaje en el
suelo y, balanceando las trenzas como
trozos de cuerda, las lanzó hacia el
porche de madera, donde aterrizaron con
un leve ruido sordo. Volvió a reírse, sin
aguantarse más.
—¡Hau! —rió frenéticamente—. Yo
arrancar cuero cabelludo a esa cosa
egoísta.
Luego cogió la maleta y bajó casi
corriendo la calle iluminada por la luna.
El palacio de hielo

El palacio de hielo
apareció el 22 de mayo de
1920 en el Saturday Evening
Post y fue incluido en
Flappers y filósofos. Fue el
primero de una serie de
relatos en los que Fitzgerald
consideraba las diferencias,
tanto culturales como sociales,
entre el Norte y el Sur. «El
Sur es grotescamente
pintoresco, tal como pude
comprobar hace muchos años,
y tal como el señor Faulkner
ha demostrado hasta la
saciedad», comentó en 1940.
Fitzgerald era especialmente
consciente de la influencia del
Sur sobre sus heroínas,
reforzada por su matrimonio
con una belleza de Alabama.

I.

La luz del sol se derramaba sobre la


casa como pintura dorada sobre un
jarrón artístico, y las manchas de
sombra aquí y allá sólo intensificaban el
rigor del baño de luz. Las casas de los
Butterworth y de los Larkin, colindantes,
se atrincheraban tras árboles grandes y
pesados; sólo la casa de los Happer
recibía el sol de lleno, y durante todo el
día miraba hacia la calle polvorienta
con paciencia tolerante y amable. Era
una tarde de septiembre en la ciudad de
Tarleton, en el extremo más meridional
de Georgia.
En la ventana de su dormitorio, Sally
Carrol Happer apoyó la joven barbilla
de diecinueve años en el viejo alféizar
de cincuenta y dos años y observó cómo
el viejo Ford de Clark Darrow doblaba
la esquina. El coche estaba ardiendo,
porque al ser, en parte, de metal, retenía
todo el calor que absorbía y producía, y
Clark Darrow, sentado rígido al volante,
tenía una expresión dolorida y tensa,
como si se considerara a sí mismo una
pieza más con bastantes posibilidades
de sufrir una avería. Superó con
dificultad dos baches polvorientos y,
entre los chirridos de las ruedas
indignadas por el tropezón, con una
mueca terrorífica dio un último y
violento volantazo y dejó al coche y a sí
mismo aproximadamente frente a las
escaleras de los Happer. Se oyó un
rugido lastimero y agónico, un estertor
de muerte, seguido por un breve
silencio, y entonces un silbido
sobrecogedor rasgó el aire.
Sally Carrol miraba con ojos de
sueño. Empezó a bostezar, pero,
dándose cuenta de que era
absolutamente imposible a menos que
levantara la barbilla del alféizar, cambió
de idea y siguió mirando en silencio el
coche, donde el propietario seguía
sentado con rigidez militar, tan brillante
como rutinaria, en espera de una
respuesta a su señal. Un instante
después, el silbido volvió a herir el aire
polvoriento.
—Buenos días.
Con esfuerzo, Clark giró su largo
cuerpo y miró de reojo por la ventanilla.
—Ya es por la tarde, Sally Carrol.
—¿De verdad? ¿Estás seguro?
—¿Qué haces?
—Me estoy comiendo una manzana.
—¿Te vienes a nadar?
—Creo que sí.
—¿Puedes darte un poco de prisa?
—Claro.
Sally Carrol lanzó un enorme
suspiro y, superando una inercia casi
invencible, se levantó del suelo, donde
había pasado el rato deshaciendo en
pedazos una manzana y pintando
muñecas de papel para su hermana
pequeña. Se acercó a un espejo, observó
su aspecto con satisfecha y agradable
languidez, se dio dos toques de carmín
en los labios y una pizca de polvos en la
nariz, y se cubrió con un sombrero
atestado de rosas el pelo corto, de
chico, color maíz. Luego les dio una
patada a las acuarelas, dijo «Maldita
sea» y, sin recoger las pinturas, salió.
—¿Qué tal, Clark? —preguntaba un
minuto después, mientras se subía
ágilmente al coche.
—Mejor que bien, Sally Carrol.
—¿Adónde vamos a nadar?
—A la piscina Walley. Le he dicho a
Marilyn que iríamos a recogerlos a Joe
Ewing y a ella.
Clark era moreno y delgado, y tendía
a andar encorvado. Sus ojos eran
malignos y había algo de insolencia en
su expresión, salvo cuando los
iluminaba por sorpresa una de sus
frecuentes sonrisas. A Clark le habían
quedado unas rentas —apenas
suficientes para sobrevivir sin dificultad
y echarle gasolina al coche— y había
pasado aquellos dos años, desde que se
diplomó en la Escuela Técnica de
Georgia, vagando por las dormidas
calles de su ciudad natal y hablando de
la mejor manera de invertir su capital
para hacerse rico inmediatamente.
No era difícil dar vueltas sin hacer
nada; multitud de chiquillas se habían
hecho maravillosamente mujeres, la
sorprendente Sally Carrol mejor que
ninguna, y todas eran felices si las
invitabas a bailar y bailar y jugar al
amor en las tardes veraniegas llenas de
flores, y a todas les gustaba Clark
inmensamente. Y cuando empezabas a
cansarte de la compañía femenina, había
siempre media docena de muchachos
dispuestos a hacer cualquier cosa, y
siempre prontos a hacer con Clark unos
hoyos de golf, o a jugar una partida de
billar, o a beberse medio litro de
whisky. De vez en cuando uno de estos
coetáneos hacía una visita de despedida
antes de irse a Nueva York o Filadelfia
o Pittsburgh, para entrar en el mundo de
los negocios; pero, en su mayoría, se
contentaban con aquel lánguido paraíso
de cielos de ensueño, noches de
luciérnagas, ferias ruidosas llenas de
negros y, sobre todo, de chicas
preciosas de voz suave, educadas con
recuerdos más que con dinero.
Tras infundirle al Ford un soplo de
vida resentida y turbulenta, Clark y Sally
Carrol bajaron con gran estrépito por
Valley Avenue hasta Jefferson Street,
donde el polvo de la calle se convirtió
en asfalto; a través de la narcotizada
Millicent Place, donde había media
docena de mansiones prósperas e
imponentes, desembocaron por fin en el
centro de la ciudad. Allí conducir se
volvía peligroso, porque era la hora de
la compra: la gente vagaba sin meta por
las calles y una manada de bueyes que
mugían mansamente se resistía a dejarle
el camino libre a un plácido tranvía;
incluso las tiendas parecían abrir sus
puertas en un bostezo y parpadear con
sus escaparates frente a la luz del sol
antes de hundirse en un absoluto y
definitivo estado de coma.
—Sally Carrol —dijo Clark de
pronto—, ¿es verdad que tienes novio?
Sally lo miró fugazmente.
—¿Dónde has oído eso?
—Es verdad, ¿no? ¿Tienes novio?
—¡Bonita pregunta!
—Una chica me ha dicho que tienes
novio, un yanki que conociste en
Asheville el verano pasado.
Sally Carrol suspiró.
—No he visto un pueblo más cotilla
que éste.
—No te cases con un yanki, Sally
Carrol. Te necesitamos aquí.
Sally Carrol guardó silencio un
momento.
—Clark —preguntó de repente—,
¿con quién, Dios mío, podría casarme?
—Yo te ofrezco mis servicios.
—Cariño, tú no puedes mantener a
una esposa —respondió alegremente—.
Además, te conozco demasiado bien
para enamorarme de ti.
—Eso no significa que tengas que
casarte con un yanki —insistió.
—¿Y si me hubiera enamorado?
Clark negó con la cabeza.
—No. Tiene que ser totalmente
distinto de nosotros, en todos los
sentidos.
Se interrumpió. Había parado el
coche ante una casa destartalada y en
ruinas: Marilyn Wade y Joe Ewing
aparecieron en la puerta.
—Hola, Sally Carrol.
—Hola.
—¿Qué tal?
—Sally Carrol —preguntó Marilyn
en cuanto volvieron a ponerse en marcha
—, ¿es verdad que tienes novio?
—Santo Dios, ¿de dónde ha salido
esa historia? ¿No puedo mirar a un
hombre sin que digan que es mi novio?
Clark miraba al frente, los ojos fijos
en un tornillo del estridente parabrisas.
—Sally Carrol —dijo con curiosa
intensidad—, ¿te caemos bien?
—¿Cómo?
—Sí, nosotros, los de por aquí.
—Tú sabes que sí, Clark. Os adoro
a todos.
—Entonces, ¿por qué te has echado
un novio yanqui?
—Clark, no lo sé. No sé lo que haré,
pero… Sí, quiero viajar y conocer
gente. Quiero desarrollar mi
inteligencia. Quiero vivir donde rodo
sucede a gran escala.
—¿Qué quieres decir?
—Ay, Clark, te quiero, y quiero a
nuestro Joe, y a Ben Arrot, y a todos
vosotros, pero todos seréis… todos
seréis…
—¿Todos seremos un fracaso?
—Sí. Y no digo sólo un fracaso en lo
que se refiere al dinero, sino algo más,
algo torpe y triste, y… Ay, ¿cómo podría
explicártelo?
—¿Lo dices porque vivimos aquí, en
Tarleton?
—Sí, Clark; y porque os gusta vivir
así y jamás querréis cambiar las cosas,
ni pensar en ello, ni mejorar.
Clark asintió, y Sally le cogió la
mano.
—Clark —dijo con ternura—, no te
cambiaría por nadie en el mundo. Eres
un encanto tal como eres. Y amaré
siempre las cosas que hacen que
fracases: vivir en el pasado, tus noches
y días de pereza, y toda tu
despreocupación y generosidad.
—Pero ¿te vas?
—Sí, porque nunca podría casarme
contigo. Ocupas un lugar en mi corazón
que no ocupará nadie, pero si me
quedara aquí perdería la cabeza. Me
sentiría… desperdiciada. En mí hay dos
aspectos, ¿sabes? El pasado soñoliento
que a ti te gusta tanto, y una especie de
energía… un estado de ánimo que me
obliga a hacer las cosas más
disparatadas. Ésta es la parte de mí que
me servirá en cualquier parte, y que
durará incluso cuando yo ya no sea
guapa.
Calló de repente, con su brusquedad
característica, suspiró: «¡Ay, cariño!», y
ya había cambiado de estado de ánimo.
Con los ojos entrecerrados, echando
hacia atrás la cabeza, hasta apoyarla en
el respaldo del asiento, dejó que el aire
áspero le diera en los ojos y le enredara
los bucles de pelo corto y encrespado.
Habían llegado al campo y atravesaban
un bosquecillo de vegetación verde y
brillante, entre pastos y altos árboles
que derramaban follaje sobre la
carretera y les ofrecían una fresca
bienvenida. De vez en cuando pasaban
ante alguna maltrecha cabaña de negros,
y el más viejo de sus habitantes, con el
pelo ya blanco, fumaba a la puerta una
pipa hecha con una mazorca de maíz, y
enfrente, entre hierbajos, media docena
de chiquillos mal vestidos enseñaban
ostentosamente unos muñecos
andrajosos. A lo lejos se extendían
adormilados campos de algodón donde
hasta los braceros parecían sombras
intangibles añadidas por el sol a la
tierra, no para que se fatigaran, sino
para que cumplieran apaciblemente
alguna tradición antigua en los dorados
campos de septiembre. Y, en torno a
aquel paisaje pintoresco y amodorrado,
sobre los árboles y las chozas y los ríos
fangosos, fluía el calor, nunca hostil,
sólo reconfortante, como un seno grande,
tibio y nutritivo para la párvula tierra.
—Sally Carrol, ¡ya hemos llegado!
—La pobre duerme como un tronco.
—Cariño, ¿te has muerto por fin de
pura pereza?
—¡Agua, Sally Carrol! ¡El agua
fresca te está esperando!
Los ojos se le abrieron
soñolientamente.
—¡Ah! —murmuró, sonriendo.

II.

En noviembre Harry Bellamy, alto,


fuerte y dinámico, del Norte, llegó de su
ciudad para pasar cuatro días. Tenía la
intención de resolver un asunto que
había quedado pendiente desde que
Sally Carrol y él se conocieron en
Asheville, en Carolina del Norte, en
verano. Para resolverlo bastaron una
tarde tranquila y una noche frente a la
chimenea, porque Harry tenía todo lo
que Sally Carrol deseaba; y además
Sally lo quería: lo quería con esa parte
de sí misma que reservaba
especialmente para el amor. Sally
Carrol estaba dividida en partes
perfectamente definidas.
Paseaban durante su última tarde
juntos, y ella se dio cuenta de que, casi
inconscientemente, dirigía sus pasos
hacia uno de sus refugios preferidos, el
cementerio. Cuando estuvo ante sus
ojos, blanco grisáceo y verde dorado
bajo el alegre sol poniente, Sally se
detuvo, indecisa, ante la cancela.
—¿Eres una persona triste, Harry?
—preguntó con una sombra de sonrisa.
—¿Triste? Claro que no.
—Entremos entonces. Este sitio
deprime a mucha gente, pero a mí me
gusta.
Cruzaron la verja y siguieron un
sendero que corría a través de un
ondulado valle de tumbas: tumbas grises
de polvo y moho para los muertos de los
años cincuenta; esculpidas
caprichosamente con motivos florales y
ánforas para los muertos de los setenta;
excesivamente adornadas, horribles,
para los muertos de los años noventa,
con gordos querubines de mármol
sumergidos en un sueño profundo sobre
cojines de piedra, y una exuberante e
imposible vegetación de anónimas flores
de granito. De vez en cuando veían una
figura arrodillada que dejaba una
ofrenda de flores, pero sobre la mayoría
de las tumbas sólo había silencio y hojas
secas, y sólo la fragancia que sus
oscuros recuerdos podían despertar en
la imaginación de los vivos.
Alcanzaron la cima de una colina y
se encontraron frente a un lápida alta y
redonda, picoteada por manchas oscuras
de humedad y casi cubierta de hiedra.
—«Margery Lee» —leyó Sally—,
«1844-1873». Tuvo que ser bonita,
¿verdad? Murió a los veintinueve años.
Querida Margery Lee —añadió en voz
baja—. ¿Te la puedes imaginar, Harry?
—Sí, Sally Carrol.
Harry sintió una mano pequeña que
se metía dentro de la suya.
—Era morena, me parece; y llevaba
siempre un lazo en el pelo y
maravillosas faldas en forma de
campana, celestes y rosa.
—Sí.
—¡Era tan dulce, Harry! Y era de
esas chicas que nacieron para esperar a
los invitados en un porche inmenso, con
columnas. Me parece que muchos
hombres se fueron a la guerra pensando
volver junto a ella, y quizá ninguno
volvió.
Harry se acercó a la lápida, para
buscar una fecha de matrimonio.
—Aquí no dice nada.
—Claro que no. ¿Qué podría ser
más elocuente que el nombre, Margery
Lee, y la fecha?
Se acercó a Harry y él sintió un
inesperado nudo en la garganta cuando
ella le rozó la mejilla con su pelo rubio.
—La estás viendo, ¿verdad, Harry?
—La estoy viendo —asintió con
ternura—. La veo a través de tus ojos
preciosos. Estás maravillosa ahora
mismo: así tuvo que ser ella.
Estaban de pie, juntos y en silencio,
y Harry sentía cómo temblaban un poco
los hombros de Sally. Un airecillo
barrió la colina y agitó el ala de la
pamela de Sally.
—¡Bajemos!
Sally Carrol señalaba con el dedo
una llanura al otro lado de la colina: mil
cruces blancas, grisáceas, se extendían
sobre la hierba verde en ordenadas filas
interminables, como los fusiles de un
batallón.
—Son los confederados muertos —
dijo Sally escuetamente.
Iban paseando y leyendo las
inscripciones, siempre un nombre y una
fecha, a veces casi indescifrables.
—La última fila es la más triste…
Mira, en aquella zona. Cada cruz sólo
lleva una fecha y una palabra:
«Desconocido».
Lo miró y los ojos se le llenaron de
lágrimas.
—No puedo explicarte lo real que
todo esto es para mí, querido…, si ya no
lo sabes.
—Para mí es maravilloso lo que
sientes.
—No, no, no se trata de mí, sino de
ellos, de aquel tiempo pasado que yo
intento mantener vivo dentro de mí.
Fueron sólo hombres, sin importancia
evidentemente, o no serían
«desconocidos»; pero murieron por lo
más maravilloso del mundo: por el
muerto Sur. Ya sabes —añadió con la
voz aún velada y los ojos brillantes de
lágrimas—, la gente tiene sueños que la
ligan a las cosas, y yo he crecido con
este sueño. Ha sido fácil, porque son
cosas muertas que no podían
desilusionarme. Creo que he intentado
vivir, según los criterios de noblesse
oblige del pasado, pero sólo quedan los
últimos vestigios, ya sabes, como las
rosas de un antiguo jardín que murieran
a nuestro alrededor: el atisbo en algún
chico de una cortesía y una
caballerosidad extraordinarias, las
historias que me contaron muchas veces
algunos negros muy viejos y un soldado
confederado que vivía junto a mi casa.
Ay, Harry, ¡había algo verdadero en todo
eso! Nunca he sabido explicártelo bien,
pero había algo verdadero.
—Te entiendo —volvió a asegurarle
dulcemente.
Sally Carrol sonrió y se secó las
lágrimas con el pico del pañuelo que
asomaba del bolsillo superior de Harry.
—No estás triste, ¿verdad, amor
mío? Hasta cuando lloro, soy feliz aquí:
me da una especie de fuerza.
Dieron la vuelta y, de la mano, se
alejaron despacio. Encontraron hierba
blanda, y Sally hizo que Harry se sentara
a su lado, con la espalda apoyada en lo
que quedaba de un bajo muro en ruinas.
—Me gustaría que aquellas tres
viejas se largaran —se quejó Harry—.
Quiero besarte, Sally Carrol.
—Yo también.
Esperaron impacientes a que las tres
figuras encorvadas se alejaran, y
entonces Sally lo besó hasta que el cielo
pareció apagarse poco a poco, y todas
sus sonrisas y lágrimas se desvanecieron
en el éxtasis de un minuto eterno.
Luego regresaron lentamente,
mientras en las esquinas de la calle el
crepúsculo jugaba a las damas
soñolientamente, negras contra blancas,
con el final del día.
—Tienes que ir al Norte a mediados
de enero —dijo Harry—, y quedarte un
mes por lo menos. Será magnífico. Es el
carnaval de invierno, y, si no has visto
nunca la nieve, será como si estuvieras
en el país de las hadas. Habrá patinaje y
esquí, y toboganes y trineos, y desfiles y
cabalgatas a la luz de las antorchas con
raquetas para andar por la nieve. Hace
años que no se celebra el carnaval de
invierno, así que quieren montar lo
nunca visto.
—¿Pasaré frío, Harry? —preguntó
Sally de pronto.
—Claro que no. Quizá se te congele
la nariz, pero no tiritarás de frío. Es un
frío seco, ¿sabes?
—Creo que estoy hecha para el
verano. Jamás me ha gustado el frío.
Calló, y guardaron silencio un
instante.
—Sally Carrol —dijo Harry muy
despacio—, ¿qué te parecería marzo?
—Digo que te quiero.
—¿Marzo?
—Marzo, Harry.

III.

En el coche-cama hizo mucho frío


toda la noche. Sally llamó al revisor
para pedirle otra manta y, como no se la
pudieron dar, intentó en vano,
acurrucándose en el fondo de su litera y
doblando las mantas, dormir por lo
menos unas horas: quería estar
resplandeciente por la mañana.
Se levantó a las seis y, después de
vestirse con dificultad, fue dando
traspiés al vagón restaurante, a tomar un
café. La nieve se había filtrado en los
pasillos y cubría el suelo con una capa
resbaladiza. Era un misterio este frío
que invadía todos los rincones. El
aliento de Sally era perfectamente
visible, y lo lanzaba al aire con ingenuo
placer. Sentada en el vagón restaurante,
miraba a través de la ventanilla colinas
blancas y valles y pinos en los que cada
rama era una fuente verde para un frío
banquete de nieve. De vez en cuando una
granja solitaria pasaba rapidísima, fea,
inhóspita y desolada en la tierra blanca
y baldía; y cada casa le provocaba un
escalofrío de compasión por las
criaturas que, encerradas allí, esperaban
la primavera.
Cuando dejó el vagón restaurante y,
tambaleándose, volvió al coche-cama,
sintió una oleada de energía y se
preguntó si aquélla era la sensación del
aire vivificador del que Harry le había
hablado. Aquél era el Norte, el Norte:
ahora era su tierra.
—¡Soplen los vientos, evohé! /
Vagabunda seré —cantó exultante entre
dientes.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó
educadamente el mozo.
—He dicho: «Déjeme en paz».
Los largos cables del telégrafo se
duplicaron. Dos raíles corrían junto al
tren, luego tres, cuatro… Siguió una
sucesión de casas con el tejado blanco,
entre las que aparecía y desaparecía un
tranvía con las ventanas empañadas, y
calles, y más calles: la ciudad.
Se quedó inmóvil y aturdida un
momento, de pie en la estación cubierta
de escarcha, antes de ver a tres figuras
cubiertas de pieles que se le acercaban.
—¡Allí está!
—¡Eh, Sally Carrol!
Sally Carrol dejó caer la maleta.
—¡Eh, hola!
Un rostro vagamente familiar y frío
como el hielo la besó, y se vio de pronto
entre un grupo de caras que parecían
arrojar grandes nubes de humo pesado.
Estrechaba manos. Eran Gordon, un
hombre bajo y entusiasta, de unos treinta
años, que parecía una copia torpe e
imperfecta de Harry; y su mujer, Myra,
una señora lánguida con el pelo muy
rubio bajo una gorra de piel, de
automovilista. Casi inmediatamente
Sally Carrol pensó que tenía rasgos
vagamente escandinavos. Un alegre
chófer se hizo cargo de su maleta, y
entre un ir y venir de frases a medio
terminar, exclamaciones y superficiales
y lánguidos «querida mía» de Myra, se
fueron empujando unos a otros hacia la
salida de la estación.
Y ya atravesaban en coche una
tortuosa sucesión de calles nevadas en
las que docenas de chiquillos ataban
trineos a los coches y a las furgonetas de
reparto.
—¡Oh! —exclamó Sally Carrol—.
Yo también quiero hacerlo. ¿Podemos,
Harry?
—Eso es cosa de niños. Pero
podríamos…
—Esto parece un circo —dijo con
pena.
La casa era una construcción
irregular sobre un lecho de nieve, y allí
conoció a un hombre grande, de cabellos
blancos, que le cayó bien, y a una señora
que parecía un huevo, y que la besó:
eran los padres de Harry. Luego
transcurrió una hora indescriptible y sin
respiro, llena de frases a medias, agua
caliente, huevos con beicon y confusión;
y después se quedó sola con Harry en la
biblioteca, y le preguntó si podía fumar.
Era una amplia habitación con una
Virgen sobre la chimenea y filas y filas
de libros encuadernados en oro y oro
viejo y rojo brillante. Todas las sillas
tenían piezas de encaje sobre las que
apoyar la cabeza, y el sofá apenas si era
cómodo, y algunos libros, sólo algunos,
parecían haber sido leídos: Sally Carrol
volvió a ver por un instante la vieja y
maltrecha biblioteca de su casa, con los
enormes tomos sobre medicina de su
padre, y los retratos al óleo de sus tres
tías abuelas, y el viejo sofá que llevaba
aguantando con remiendos desde hacía
cuarenta y cinco años y seguía siendo
una maravilla para soñar echada en él.
De pronto le pareció que aquella
habitación no era ni agradable ni nada
en particular. Sólo era una habitación
con un montón de cosas caras que
parecían tener menos de quince años.
—¿Qué te parece todo esto? —
preguntó Harry con ansiedad—. ¿Te has
llevado una sorpresa? Quiero decir si
era lo que esperabas.
—Tú eres lo que yo esperaba, Harry
—respondió apaciblemente, y le tendió
los brazos.
Después de un beso breve, Harry se
empeñó en sacarle a la fuerza una
muestra de entusiasmo.
—La ciudad, digo. ¿No te gusta?
¿No sientes la energía en el aire?
—Ay, Harry —se rió—, dame
tiempo. No puedes acribillarme a
preguntas.
Aspiró el humo del cigarrillo con un
suspiro de satisfacción.
—Sólo quiero decirte una cosa —
comenzó él, casi con tono de excusa—:
vosotros, los del Sur, ponéis mucho
énfasis en la familia y en todas esas
cosas… No es que eso esté mal, pero
aquí encontrarás una pequeña diferencia.
Quiero decir que… descubrirás un
montón de cosas que te parecerán al
principio un alarde de vulgaridad, Sally
Carrol; pero recuerda que ésta es una
ciudad de sólo tres generaciones. Todos
tienen padre, y la mitad más o menos
tenemos abuelo. Pero no vamos más
allá.
—Por supuesto —murmuró Sally.
—Verás, nuestros abuelos fundaron
la ciudad y muchos de ellos hubieron de
adaptarse a los trabajos más insólitos
mientras la fundaban. Hay, por ejemplo,
una mujer que es el modelo de buenas
maneras para todos, y su padre fue el
primer basurero que tuvo la ciudad…
Cosas así pasan.
—Pero ¿cómo has creído —preguntó
Sally Carrol, perpleja— que yo iba a
andar por ahí criticando a la gente?
—No es eso —interrumpió Harry—;
ni estoy defendiendo a nadie. Sólo es
que… Bueno, el verano pasado vino una
chica del Sur y dijo algunas cosas poco
agradables, y… Bueno… sólo quería
decírtelo.
Sally Carrol se sintió de repente
indignada —como si hubiera sido
injustamente abofeteada—, pero
evidentemente Harry consideraba
terminado el asunto, pues continuaba con
el mayor entusiasmo:
—Estamos en carnaval, ya sabes: el
primero desde hace diez años. Y están
levantando un palacio de hielo, el
primero desde 1885. Lo están
construyendo con los bloques de hielo
más transparentes que han encontrado, y
es enorme.
Sally se levantó, se acercó a la
ventana, apartó los pesados cortinones y
miró a la calle.
—¡Ah! —exclamó de repente—.
¡Hay dos niños haciendo un muñeco de
nieve! Harry, ¿puedo salir a ayudarles?
—¡Estás soñando! Ven y dame un
beso.
Se apartó de la ventana a
regañadientes.
—No creo que este clima sea el
mejor para besarse, ¿no te parece? Vaya,
que no tienes ninguna gana de quedarte
quieto, sin hacer nada, ¿no?
—No vamos a quedarnos quietos.
Tengo libre la primera semana que vas a
pasar aquí, y esta noche vamos a ir a
cenar y a bailar.
—Ay, Harry —confesó, sentándose a
medias en sus piernas y en los cojines
—, me siento confundida, de verdad. No
tengo la menor idea de si me gustará este
sitio, y no sé lo que la gente espera de
mí, ni nada de nada. Tienes que
ayudarme, querido.
—Te ayudaré —dijo con ternura—,
si me dices que estás contenta de haber
venido.
—Claro que estoy contenta,
¡terriblemente contenta! —murmuró
Sally, introduciéndose entre sus brazos
como ella sólo sabía hacerlo—. Donde
tú estás, está mi casa, Harry.
Y, cuando lo dijo, tuvo la sensación,
quizá por primera vez en su vida, de que
estaba representando un papel.
Aquella noche, a la luz de los
candelabros, en una cena en la que los
hombres parecían llevar el peso de la
conversación, mientras las chicas
mantenían una arrogante frialdad, ni
siquiera la presencia de Harry, sentado a
su izquierda, consiguió que se sintiera
cómoda.
—Buena gente, ¿no te parece? —le
preguntó Harry—. Mira a tu alrededor:
aquél es Spud Hubbard, defensa del
equipo de Princeton el curso pasado, y
aquél es Junie Morton: el pelirrojo que
está a su lado y él han sido capitanes del
equipo de hockey de Yale; Junie es de
mi promoción. Sí, los mejores atletas
del mundo son de los Estados de por
aquí. Es una tierra de hombres, te lo
digo yo. ¡Acuérdate de JohnJ. Fishburn!
—¿De quién? —preguntó Sally
Carrol inocentemente.
—¿No lo conoces? —Lo he oído
nombrar.
—Es el mayor productor de trigo del
Noroeste y uno de los hombres de
negocios más importantes del país.
Sally se volvió de repente hacia una
voz que le hablaba a su derecha.
—Creo que han olvidado
presentarnos. Soy Roger Patton.
—Yo soy Sally Carrol Happer —
respondió, con simpatía.
—Sí, lo sé. Harry me dijo que ibas a
venir.
—¿Eres pariente suyo?
—No, soy su profesor.
—Ah —se rió.
—En la universidad. Tú eres del
Sur, ¿no? —Sí, de Tarleton, en Georgia.
Le gustaba: bigote entre castaño y
pelirrojo, y ojos celestes y húmedos que
tenían algo que les faltaba a otros ojos:
capacidad para apreciar las cosas.
Durante la cena intercambiaron de vez
en cuando alguna frase, y Sally se
propuso volver a verlo.
Después del café le presentaron a
muchos jóvenes bien parecidos que
bailaban con consciente afectación y
parecían dar por supuesto que ella no
quería hablar de otra cosa que no fuera
Harry.
«¡Dios mío! —pensó—, me tratan
como si el hecho de que tenga novio me
hiciera mayor que ellos, ¡como si fuera a
contarles a sus madres lo que me
dicen!».
En el Sur una chica con novio,
incluso una joven casada, espera las
mismas bromas y los mismos cumplidos
cariñosos que una debutante en
sociedad, pero allí eso parecía estar
prohibido. Un joven, que había
empezado a tomar los ojos de Sally
como tema de conversación, diciendo
que lo habían fascinado desde que llegó,
pareció terriblemente confundido en
cuanto supo que estaba invitada en casa
de los Bellamy y era la novia de Harry.
Parecía tener la sensación de haber
incurrido en una metedura de pata soez e
imperdonable, y adoptó inmediatamente
una actitud ceremoniosa y estirada, y, a
la primera oportunidad, la dejó sola.
Sally se sintió feliz cuando, en uno
de los cambios de pareja, mientras
bailaba con otro, Roger Patton le sugirió
que descansaran un rato.
—Bueno —preguntó con un alegre
guiño—, ¿qué tal está nuestra Carmen
del Sur?
—Mejor que bien. ¿Y qué tal… qué
tal está Dangerous Dan McGrew? Lo
siento, pero es el único nordista del que
sé algo.
Roger parecía divertido.
—Desde luego —confesó—, como
profesor de literatura no debería haber
leído nada de Dangerous Dan McGrew.
—¿Eres de aquí?
—No, soy de Filadelfia. Importado
de Harvard para enseñar francés. Pero
llevo aquí diez años.
—Nueve años y trescientos sesenta y
cuatro días más que yo.
—¿Te gusta el Norte?
—Pues… ¡Claro que sí!
—¿De verdad?
—Bueno, ¿por qué no? ¿No tengo
cara de estar pasándomelo bien?
—Te he visto mirar por la ventana
hace un minuto: estabas temblando.
—Sólo es mi imaginación —se rió
Sally Carrol—. Estoy acostumbrada a
ver que nada se mueve, y, a veces,
cuando miro por la ventana y veo los
copos de nieve, me parece como si algo
muerto se estuviera moviendo.
Él asintió, como si la entendiera.
—¿Nunca habías estado en el Norte?
—He pasado dos veces el mes de
julio en Asheville, en Carolina del
Norte.
—Es gente agradable, ¿no? —
sugirió Patton, señalando hacia el
remolino de la pista de baile.
Sally Carrol dudó. Era lo mismo que
Harry había dicho.
—¡Claro que sí! Son… caninos.
—¿Cómo?
Sally enrojeció.
—Perdona; lo que he dicho suena
peor de lo que yo quería. ¿Sabes?
Cuando pienso en las personas, las
divido en felinos y caninos, con
independencia de su sexo.
—¿Tú qué eres?
—Yo soy felina. Y tú también. Así
son la mayoría de los hombres del Sur y
la mayoría de esas chicas.
—¿Y Harry qué es?
—Harry es inconfundiblemente
canino. Todos los hombres que he
conocido esta noche parecen caninos.
—¿Qué implica ser canino? ¿Cierta
masculinidad deliberada, opuesta a la
sutileza?
—Puede que sí. Nunca lo he
analizado a fondo. Yo sólo observo a las
personas y digo de golpe: canino o
felino. Me figuro que es totalmente
absurdo.
—En absoluto. Me interesa. Yo tenía
una teoría sobre esta gente. Me parece
que están helándose.
—¿Qué?
—Creo que se están convirtiendo en
suecos… Ya sabes… ibsenianos. Poco a
poco se están volviendo pesimistas y
melancólicos. Es por estos inviernos tan
largos. ¿Nunca has leído a Ibsen?
Sally negó con la cabeza.
—Bueno, sus personajes tienen
cierta severidad taciturna. Son
virtuosos, intolerantes, sombríos, sin
demasiada capacidad para grandes
dolores ni grandes alegrías.
—¿Sin sonrisas ni lágrimas?
—Exactamente. Ésa es mi teoría.
Aquí, sabes, hay miles de suecos. Me
figuro que vienen porque el clima es
muy similar al suyo, y poco a poco se
van mezclando con los otros. Es
probable que esta noche, aquí, no
lleguen a la media docena, pero…
Hemos tenido cuatro gobernadores
suecos. ¿Te aburro?
—Me interesa mucho.
—Tu futura cuñada es medio sueca.
Personalmente, me cae bien, pero tengo
la teoría de que los suecos, en general,
ejercen una influencia negativa sobre
nosotros. Los escandinavos, no sé si lo
sabes, poseen el mayor porcentaje de
suicidios del mundo.
—¿Por qué vives aquí si es tan
deprimente el lugar?
—Ah, no me afecta. Llevo una vida
de ermitaño, y creo que los libros
significan para mí más que la gente.
—Pero todos los escritores dicen
que el Sur es trágico. Ya sabes:
señoritas españolas, pelo negro,
puñales y músicas embrujadoras.
Él negó con la cabeza.
—No, las razas nórdicas son las
razas trágicas: no se permiten el lujo
consolador de las lágrimas.
Sally Carrol se acordó del
cementerio: pensó que aquello era
vagamente lo que ella quería expresar
cuando decía que no la ponía triste.
Los italianos quizá sean el pueblo
más alegre del mundo…
Pero, bueno, es un tema aburrido —
se interrumpió—. De todas maneras,
quiero decirte que vas a casarte con un
hombre estupendo.
Sally Carrol sintió la tentación de
hacer confidencias.
Lo sé. Soy de esas personas que
necesitan que las cuiden un poco, y estoy
segura de que me van a cuidar.
—¿Bailamos? Es estimulante —
continuó mientras se ponían de pie—
encontrar a una chica que sabe por qué
se casa. Nueve de cada diez imagina el
matrimonio como una especie de
crepuscular paseo de película.
Sally se rió: lo encontraba
tremendamente simpático.
Dos horas después, camino de casa,
en el coche, se acurrucó junto a Harry en
el asiento de atrás.
—Ah, Harry —murmuró—, ¡qué frío
hace!
—Pero aquí estamos calientes,
cariño.
—Pero afuera hace frío; y, ay, ese
rugido del viento…
Sumergió la cara profundamente en
el abrigo de piel de Harry y, sin querer,
tembló cuando los labios fríos le
besaron el lóbulo de la oreja.
IV.

La primera semana de su visita pasó


como un torbellino. Un frío atardecer de
enero dio el paseo en trineo, tirado por
un coche, que le habían prometido.
Envuelta en pieles, pasó una mañana
lanzándose en trineo por la colina del
club de campo; incluso se empeñó,
mientras esquiaba, en flotar en el aire
durante un instante glorioso antes de
aterrizar, fardo risueño y revuelto, sobre
un blando montón de nieve. Todos los
deportes de invierno le gustaron,
excepto una tarde que pasó en un llano
deslumbrador, sobre raquetas de nieve,
bajo un sol amarillo pálido. Pero pronto
se dio cuenta de que estas cosas eran
para niños: que la mimaban para
complacerla, y que la alegría que la
rodeaba era sólo un reflejo de la suya.
Al principio la familia Bellamy la
desconcertaba. Los hombres eran leales
y le gustaban; el señor Bellamy,
especialmente, con su pelo color de
acero y su dignidad llena de energía:
Sally le tomó cariño inmediatamente
cuando supo que había nacido en
Kentucky; este detalle lo convirtió en un
vínculo entre la antigua vida y la nueva.
Pero hacia las mujeres sentía una clara
hostilidad. Myra, su futura cuñada,
parecía la esencia del convencionalismo
sin alma. Su conversación estaba tan
desprovista de personalidad que Sally
Carrol, que venía de una tierra en la que
cierto encanto y cierta desenvoltura casi
se les suponía a las mujeres, más bien la
despreciaba.
«Si estas mujeres no fueran guapas
—pensaba—, no serían nada. Se
desvanecen cuando las miras. Son como
criadas presuntuosas. Los hombres son
el centro de todas las reuniones».
Estaba, por fin, la señora Bellamy, a
quien Sally Carrol detestaba. La
impresión del primer día, la impresión
de haber visto un huevo, había sido
confirmada: un huevo de voz cascada e
insidiosa y andares de culibaja
regordeta y sin gracia que le hacían
pensar a Sally Carrol que, si alguna vez
se cayera, terminaría hecha una tortilla.
Además, la señora Bellamy parecía
personificar la hostilidad de la ciudad
hacia los forasteros. Llamaba «Sally» a
Sally Carrol, y no hubo manera de
convencerla de que el nombre
compuesto era algo más que un apodo
ridículo y fastidioso. Para Sally Carrol,
abreviar su nombre era como
presentarla medio desnuda ante la gente.
«Sally Carrol» le gustaba; «Sally» le
parecía detestable. Sabía también que la
madre de Harry desaprobaba que tuviera
cortado el pelo como un chico; y no se
había atrevido a fumar en la planta
principal desde el primer día, en que la
señora Bellamy había entrado en la
biblioteca olfateando agresivamente.
De todos los hombres que había
conocido prefería a Roger Patton, que
visitaba con frecuencia la casa. Nunca
volvió a aludir a las tendencias
ibsenianas del populacho, pero, cuando
un día entró y la encontró leyendo Peer
Gynt, se echó a reír y le dijo que
olvidara lo que le había dicho: sólo eran
tonterías.
Y, entonces, una tarde de la segunda
semana, Harry y ella bordearon
peligrosamente el filo de una arriscada
bronca. Sally Carrol consideraba que
Harry tenía toda la culpa, aunque Serbia
había sido, en aquella ocasión, un
desconocido que no se había planchado
los pantalones.
Volvían a casa entre montañas de
nieve y bajo un sol que Sally Carrol
apenas reconocía. Dejaron atrás a una
chiquilla tan envuelta en lana gris que
parecía un osito de peluche, y Sally
Carrol no pudo reprimir un comentario
maternal.
—¡Mira, Harry!
—¿Qué?
—Esa chica… ¿Le has visto la cara?
—Sí, ¿por qué?
—La tenía roja como una fresa. ¡Qué
linda!
—¿Sí? Pues tú tienes la cara casi
igual de roja. Aquí todos están sanos.
Nos da el aire frío en cuanto empezamos
a andar. ¡Un clima maravilloso!
Lo miró y tuvo que darle la razón.
Parecía completamente sano: como su
hermano. Y aquella misma mañana se
había dado cuenta del nuevo color de
sus mejillas.
Algo atrajo sus miradas de pronto, y
por un instante fijaron la vista en la
esquina de la calle: allí parado, había un
hombre con las rodillas flexionadas y
los ojos vueltos hacia arriba con una
expresión tensa, como si estuviera a
punto de saltar hacia el cielo helado. Y
entonces los dos estallaron en un ataque
de risa porque, al acercarse más,
descubrieron que se había tratado de una
absurda y momentánea ilusión óptica
producida por la exagerada holgura de
los pantalones abolsados del hombre.
—¡Vaya tipo! —rió Sally.
—Debe de ser del Sur, a juzgar por
sus pantalones —insinuó Harry con
malicia.
—¡Oye, Harry!
La mirada sorprendida de Sally
pareció irritarlo.
—¡Estos malditos sudistas!
Los ojos de Sally Carrol chispearon.
—¡No los llames así!
—Lo siento, querida —dijo Harry,
disculpándose, pero con malicia—, tú
ya sabes lo que pienso de ellos. Son una
especie de… de degenerados: no tienen
nada que ver con los antiguos sudistas.
Han vivido tanto tiempo allí abajo, con
todos esos negros, que se han vuelto
perezosos e inútiles.
—¡Cierra la boca, Harry! —gritó
Sally, furiosa—. No son así. Quizá sean
perezosos…, cualquiera lo sería en
aquel clima, pero son mis mejores
amigos y no soporto que los critiquen
así, tan tajantemente. Algunos son los
mejores hombres del mundo.
—Sí, lo sé. Son perfectos cuando
estudian en las universidades del Norte,
pero, de todos los individuos
mezquinos, mal vestidos y sucios que he
conocido en mi vida, los peores eran
una pandilla de pueblerinos del Sur.
Sally Carrol había cerrado los puños
enguantados y se mordía furiosamente el
labio.
—¡Cómo! —continuó Harry—.
Había uno en mi curso, en New Haven.
Todos creíamos haber encontrado por
fin un auténtico representante de la
aristocracia del Sur, pero resultó que no
era ni mucho menos un aristócrata: sólo
era el hijo de un politicastro del Norte,
dueño de casi todo el algodón de
Mobile y sus alrededores.
—Un hombre del Sur no hablaría
como tú estás hablando ahora —dijo
Sally sin alterarse.
—¡Le faltaría el coraje suficiente!
—U otra cosa.
—Lo siento, Sally Carrol, pero tú
misma has dicho que no te casarías con
uno del Sur…
—Eso es completamente distinto. Yo
te he dicho que no uniría mi vida a
ninguno de los chicos que dan vueltas
por Tarleton, pero nunca he hecho
generalizaciones tan tajantes.
Siguieron paseando en silencio.
—Quizá haya cargado demasiado las
tintas, Sally Carrol. Lo siento.
Asintió, pero no contestó. Cinco
minutos más tarde, ya en el recibidor de
la casa, de repente lo abrazó.
—Ay, Harry —exclamó, con los ojos
llenos de lágrimas—, casémonos la
semana que viene. Me dan miedo estas
peleas. Estoy asustada, Harry. Sería
distinto si estuviéramos casados.
Pero Harry, que tenía la culpa de la
discusión, todavía estaba enfadado.
—Sería una idiotez. Hemos decidido
que sea en marzo.
Las lágrimas desaparecieron de los
ojos de Sally; su expresión se endureció
levemente.
—Muy bien; supongo que no debería
haber dicho nada.
Harry se enterneció.
—¡Mi niña tonta! Ven, dame un beso,
y no le demos más vueltas.
Aquella misma noche, al final de un
espectáculo de variedades, la orquesta
tocó Dixie y Sally Carrol sintió muy
adentro algo más fuerte y perdurable que
las lágrimas y sonrisas de aquel día. Se
inclinó hacia delante, agarrándose a los
brazos del sillón con tal fuerza que su
cara se puso escarlata.
—¿Te has emocionado, querida? —
murmuró Harry.
Pero no lo oyó. Al vibrante brío de
los violines y al redoblar excitante de
los timbales desfilaban en la oscuridad
sus viejos fantasmas, y, mientras los
pífanos murmuraban y suspiraban,
parecían tan próximos, casi visibles, que
hubiera podido decirles adiós con la
mano.
¡Adelante, adelante,
adelante, hacia el Sur, a Dixie!
¡Adelante, adelante,
adelante, hacia el Sur, a Dixie!

V.

Era una noche especialmente fría. El


día anterior un deshielo imprevisto casi
había despejado las calles, pero ahora
volvía a invadirlas un polvoriento
fantasma de nieve que avanzaba en
líneas onduladas a los pies del viento y
llenaba las capas de aire más bajas de
una niebla de partículas impalpables.
No había cielo: sólo una carpa oscura y
amenazadora que se cernía sobre las
calles y que, en realidad, era un inmenso
ejército de copos de nieve en marcha,
mientras, por todas partes, helando el
reconfortante fulgor dorado y verde de
las ventanas iluminadas, y amortiguando
el trote uniforme del caballo que tiraba
del trineo, el viento del norte soplaba
interminablemente. La ciudad era tétrica,
pensaba Sally Carrol: tétrica.
A veces, durante la noche, había
tenido la impresión de que nadie la
habitaba: todos se habían ido hacía
mucho, dejando que las casas
iluminadas fueran cubiertas, al pasar el
tiempo, por sepulcrales montañas de
nieve. ¡Ah, si la nieve cubriera su
tumba! Permanecer bajo montañas de
nieve todo el invierno, donde su lápida
sería una sombra clara entre sombras
claras. Su tumba: una tumba que debería
estar llena de flores, lavada por el sol y
la lluvia.
Volvía a pensar en las granjas
aisladas que el tren había dejado atrás,
en cómo sería la vida allí durante el
largo invierno: mirar interminablemente
por la ventana, la costra de hielo sobre
los blandos montones de nieve, y, por
fin, el lento deshielo sin alegría y la
áspera primavera de la que le había
hablado Roger Patton. Su primavera…
Perder su primavera para siempre, con
sus lilas y la dulzura perezosa, que le
encendía el corazón. Estaba renunciando
a aquella primavera, y más tarde tendría
que renunciar a aquella dulzura.
Con una intensidad creciente, la
tormenta se fue desatando. Sally Carrol
sentía cómo una película de copos de
nieve se disolvía rápidamente sobre sus
cejas, y Harry alargó el brazo cubierto
de piel y le bajó la complicada capucha
de franela. Y entonces los copos
pequeños iniciaron una nueva
escaramuza y el caballo inclinó
pacientemente el cuello mientras una
capa transparente, blanca, aparecía
fugazmente sobre su manta.
—Tiene frío, Harry —dijo Sally
Carrol de pronto.
—¿Quién? ¿El caballo? No, no. ¡Le
gusta!
Diez minutos después doblaron una
esquina y avistaron su destino. Sobre
una alta colina que se dibujaba en un
verde intenso y deslumbrante contra el
cielo invernal, se alzaba el palacio de
hielo. Tenía tres pisos, con almenas y
troneras y estrechas ventanas de las que
coleaban carámbanos, y las
imnumerables lámparas eléctricas del
interior le daban al gran salón central
una transparencia maravillosa. Sally
Carrol apretó la mano de Harry bajo la
manta de piel.
—¡Es extraordinario! —exclamó
Harry con entusiasmo—. ¡Caramba! ¡Es
espléndido! ¡No construían uno igual
desde 1885!
Inexplicablemente, la idea de que no
hubiera existido otro igual desde 1885
le pareció angustiosa a Sally. El hielo
era un fantasma, y aquella mansión de
hielo estaría habitada seguramente por
los espectros del siglo pasado: rostros
lívidos y borrosas cabelleras de nieve.
—Vamos, querida —dijo Harry.
Salió tras él de mala gana y esperó a
que Harry atara el caballo. Un grupo de
cuatro personas —Gordon, Myra, Roger
Patton y otra chica— se detuvo junto a
ellos con un terrible tintinear de
campanillas. Se había ido congregando
una verdadera multitud, envuelta en
pieles o zamarras, que gritaba y voceaba
mientras avanzaba entre la nieve, tan
espesa ya que la gente apenas se
distinguía a pocos metros de distancia.
—¡Mide cincuenta metros de alto!
—le decía Harry a una figura embozada
que caminaba penosamente a su lado
hacia la entrada—; ocupa una superficie
de cinco mil quinientos metros
cuadrados.
Sally captaba fragmentos de
conversación: «Un salón principal…».
«Muros de medio metro o un metro de
espesor…». «Y la gruta de hielo tiene
casi kilómetro y medio de…». «El
canadiense que lo ha construido…».
Encontraron la entrada, y,
deslumbrada por la magia de los
grandes muros de cristal, Sally Carrol se
sorprendió repitiendo una y otra vez
unos versos de Kubla Khan:

Era un milagro de raro


artificio,
una cúpula de placer,
iluminada por el sol y con
grutas de hielo.

En la grande y resplandeciente
caverna, que negaba las tinieblas del
exterior, se sentó en un banco, y la
angustia de la noche se disipó. Harry
tenía razón: era precioso; y su mirada
recorrió la superficie suave de los
muros, los bloques de hielo elegidos por
su pureza y claridad con el fin de
obtener aquel efecto de opalescencia
translúcida.
—¡Mira! ¡Allá vamos, chicos! —
gritó Harry.
Una banda de música, en la esquina
más lejana, entonó «¡Bienvenidos,
bienvenidos, la banda ya está aquí!», y
los ecos de la música llegaron hasta
ellos frenética y confusamente, y
entonces se apagaron las luces: el
silencio parecía fluir por las paredes
heladas y derramarse sobre ellos. Sally
Carrol aún veía su aliento blanco en la
oscuridad, y, frente a ella, una fila
difuminada de rostros lívidos.
La música disminuyó hasta ser un
suspiro y una queja disuelta en los
cantos atronadores que llegaban del
exterior: el canto de los clubes que
desfilaban. Se fue haciendo más
poderoso, como el himno de una tribu
vikinga que atravesara un antigua tierra
virgen. Aumentó: se estaban acercando.
Entonces surgió una fila de antorchas, y
otra y otra y otra, y, marcando el paso,
una larga columna calzada con
mocasines y envuelta en capotes grises,
con raquetas de nieve a la espalda, entró
en la caverna, y las antorchas ardían y
las llamas se elevaban y parpadeaban
mientras las voces ascendían por las
paredes altas.
La columna gris terminó, y otra la
siguió, y ahora la luz fluía
misteriosamente sobre capuchas rojas de
esquiador y llameantes capotes
escarlata, y los recién llegados se
sumaron a la canción; entonces apareció
un regimiento con uniformes de color
azul, verde, blanco, marrón y amarillo.
—Los de blanco son el Club
Wacouta —murmuró Harry, emocionado
—; son los hombres que has ido
conociendo en las fiestas.
Crecía el volumen de las voces; la
gran cueva era una fantasmagoría de
antorchas ondulantes como lenguas de
fuego, de colores, al ritmo suave de los
pasos. La columna de cabeza giró y se
detuvo, pelotón frente a pelotón, hasta
que la procesión entera compuso una
extraordinaria bandera de llamas, y
entonces de millares de gargantas surgió
un grito poderoso que llenó el aire como
el fragor de un trueno e hizo temblar el
fuego de las antorchas. Era magnífico,
formidable. Era como si el Norte,
pensaba Sally Carrol, ofreciera un
sacrificio sobre un inmenso altar al Dios
de la Nieve, gris y pagano. Mientras el
grito se apagaba, la banda volvió a
tocar, y se sucedieron las canciones y
los resonantes vítores de los clubes.
Sally Carrol permanecía inmóvil, a la
escucha, mientras los gritos
intermitentes rompían el silencio; y
entonces se sobresaltó, porque se
produjo una lluvia de explosiones y
grandes nubes de humo inundaron la
cueva: las luces de magnesio de los
fotógrafos en plena tarea. Y la
ceremonia terminó. Con la banda a la
cabeza, los clubes, en formación,
reanudaron los cantos y desfilaron hacia
la salida.
—¡Vamos! —gritó Harry—.
Tenemos que ver el laberinto
subterráneo antes de que apaguen las
luces.
Se levantaron y se pusieron en
marcha hacia la rampa. Harry y Sally
Carrol iban en cabeza: la pequeña
manopla de Sally se hundía en el gran
guante de piel de Harry. Al final de la
rampa había una inmensa y vacía sala de
hielo con el techo tan bajo que tenían
que agacharse. Entonces sus manos se
separaron. Antes de que Sally se diera
cuenta de lo que él pensaba hacer, Harry
se había lanzado hacia uno de los seis
corredores resplandecientes que partían
de la sala y sólo era un mancha vaga y
huidiza contra el trémulo fulgor verde.
—¡Harry! —lo llamó.
—¡Vamos! —le contestó él.
Sally Carrol miró a su alrededor en
la sala vacía; era evidente que el resto
del grupo había decidido volver a casa:
ya estaría fuera, deslizándose por la
nieve. Titubeó un instante y echó a
correr tras Harry.
—¡Harry! —gritó.
Corrió nueve metros y llegó a una
encrucijada; le pareció que alguien
respondía, una voz apagada, casi
imperceptible, lejos, a la izquierda, y,
aguijoneada por el pánico, huyó en
aquella dirección, y pasó otra
encrucijada, otros dos largos
corredores.
—¡Harry!
No hubo respuesta. Echó a correr
hacia delante, pero inmediatamente,
como un rayo, dio media vuelta y se
lanzó en la misma dirección por donde
había venido, dominada por un terror
súbito y helado.
Alcanzó un recodo —¿era allí?—,
siguió a la izquierda y llegó a lo que
debería de haber sido la salida a la sala
grande y baja, pero sólo era otro
corredor reluciente que terminaba en la
oscuridad. Gritó otra vez, pero las
paredes le devolvieron un eco plano, sin
vida, sin resonancia. Volviendo sobre
sus pasos, dobló otra esquina y se
adentró en un ancho pasillo: era como
cruzar el pasadizo verde que abrieron
las aguas divididas del mar Rojo, como
una húmeda cripta que comunicara
tumbas vacías.
Empezaba a resbalarse al andar, por
el hielo que se había formado en la suela
de los chanclos; tenía que apoyar la
mano enguantada en la superficie
resbaladiza y viscosa de las paredes
para mantener el equilibrio.
—¡Harry!
Tampoco respondió nadie. Su voz
rebotó burlonamente al fondo del
corredor.
Un instante después, las luces se
apagaron y se quedó en la más completa
oscuridad. Se le escapó un gemido
asustado, y se dejó caer sobre un frío
montón de hielo. Se dio cuenta de que al
caer se había hecho algo en la rodilla
izquierda, pero apenas lo notó, porque
la invadía un terror profundo, mucho
más grande que el miedo a haberse
perdido. Estaba a solas con esa
presencia que emanaba del Norte, la
triste soledad que se alzaba de los
balleneros atrapados en los hielos del
océano Ártico, de las extensiones
baldías, sin una hoguera ni una huella,
donde yacen diseminados los
blanqueados huesos de la aventura.
Soplaba el helado aliento de la muerte;
venía hacia ella, bajo tierra, para
atraparla.
Con un ímpetu frenético y
desesperado, volvió a levantarse y se
adentró a ciegas en la oscuridad. Tenía
que salir. Podía perderse, estar perdida
durante días, morir congelada, y
permanecer en el hielo como esos
cadáveres que, según había leído, se
conservaban perfectamente hasta que se
derretía un glaciar. Harry seguramente
creería que había salido con los otros;
seguramente se había ido ya. Nadie
sabría nada hasta el día siguiente. Tocó
lastimosamente la pared: medio metro
de espesor, le habían dicho. ¡Medio
metro de espesor!
—¡Ay!
A ambos lados, por las paredes,
sentía cosas que se arrastraban, húmedas
almas que habitaban aquel palacio,
aquella ciudad, aquel Norte.
—¡Aquí! ¡Que venga alguien! —
gritó.
Clark Darrow se hubiera dado
cuenta de lo que pasaba; o Joe Ewing;
no la hubieran dejado allí, perdida para
siempre, hasta que se le congelaran el
corazón, el cuerpo y el alma. A ella, a
Sally Carrol, que era una criatura feliz,
una chiquilla alegre a la que le gustaban
el calor, el verano y el Sur. ¡Qué extraño
era todo, qué extraño!
«No llores —algo le hablaba en voz
alta—. No vuelvas a llorar. Tus lágrimas
se congelarán; ¡aquí se congelan todas
las lágrimas!».
Se derrumbó sobre el hielo.
—¡Ay, Dios mío! —se le quebró la
voz.
Pasaron, largos, los minutos, y, muy
cansada, sintió que los ojos se le
cerraban. Entonces tuvo la sensación de
que alguien se sentaba a su lado y con
manos cálidas y dulces le cogía la cara.
Levantó los ojos con gratitud.
—Ah, es Margery Lee —canturreó
en voz baja—. Sabía que vendrías.
Era verdad: era Margery Lee, tal y
como Sally Carrol había adivinado que
era, con una frente blanca y joven, y ojos
grandes y cariñosos, y una falda con
mucho vuelo, de un tejido suave sobre el
que daba gusto descansar.
—Margery Lee.
Todo se oscurecía, se oscurecía.
Todas aquellas tumbas necesitaban una
mano de pintura, claro que sí, pero la
pintura nueva las estropearía, sí.
Aunque, ¿sabes?, tendrías que verlas.
Y entonces, después de que los
minutos se sucedieran, primero con
rapidez y luego con lentitud, para
disolverse por fin en una multitud de
rayos borrosos que convergían en un sol
amarillo pálido, oyó un gran estrépito
que rompió la tranquilidad recién
encontrada.
Había sol, había luz: una antorcha, y
otra, y voces; una cara se materializó
bajo la antorcha, brazos fuertes la
levantaban, y sintió algo en la mejilla…
algo húmedo. Alguien la había cogido y
le frotaba la cara con nieve. ¡Qué
ridículo! ¡Con nieve!
—¡Sally Carrol! ¡Sally Carrol!
Era Dangerous Dan McGrew; y dos
rostros desconocidos.
—¡Chica, chica! ¡Te llevamos
buscando dos horas! ¡Harry está medio
loco!
Las cosas recuperaron su lugar
inmediatamente: las canciones, las
antorchas, el clamor de los clubes en
marcha. Sally Carrol se revolvió en los
brazos de Patton y emitió un gemido
bajo y prolongado.
—¡Quiero irme de aquí! ¡Quiero
volver al Sur! —su voz se elevó, se
convirtió en un grito que heló el corazón
de Harry, que llegaba a todo correr por
el pasillo vecino—. ¡Mañana! —gritó
Sally con pasión desenfrenada,
delirando—. ¡Mañana! ¡Mañana!
¡Mañana!

VI.

La luz del sol, abundante y dorada,


derramaba un calor enervante, aunque
singularmente confortador, sobre la casa
que todo el día miraba hacia el camino
polvoriento. Dos pájaros armaban un
tremendo alboroto en un rincón fresco
que habían encontrado entre las ramas
del árbol más cercano a la puerta, y
calle abajo una negra pregonaba fresas
melodiosamente. Era una tarde de abril.
Sally Carrol Happer, sentada con la
barbilla en el brazo, y el brazo en el
marco de la ventana vieja, miraba
soñolientamente entre el polvo de
lentejuelas brillantes del que, por
primera vez en aquella primavera, se
desprendía una oleada de calor. Miraba
cómo un Ford viejísimo tomaba una
curva peligrosa entre traqueteos y
quejidos y se detenía con una sacudida
al final de la calle. No dijo nada, y un
momento después un silbido estridente y
familiar atravesó el aire. Sally Carrol
sonrió y parpadeó.
—Buenos días.
Una cabeza surgió tortuosamente
bajo la capota del automóvil.
—Ya es por la tarde, Sally Carrol.
—¿Seguro? —dijo Sally con
afectada sorpresa—. Ya me lo parecía a
mí.
—¿Qué haces?
—Me estoy comiendo un melocotón
verde. Creo que me moriré dentro de un
minuto.
Clark hizo una última contorsión
imposible para poder verle la cara.
—El agua está caliente como si
hirviera en una olla. ¿Te vienes a nadar?
—Odio moverme —suspiró Sally
Carrol con pereza—, pero creo que iré.
El pirata de la costa

El pirata de la costa (29


de mayo de 1920) fue el
tercer cuento que Fitzgerald
publicó en el Saturday
Evening Post durante ese mes
y demuestra sus rápidos
progresos como versátil
narrador. Es el primer relato
en el que se desarrolla el
tema, recurrente en la obra
de Fitzgerald, de una heroína
conquistada por la
extraordinaria hazaña de su
enamorado.
El cuento terminaba, en
un principio, con la
explicación poco convincente
de que se trataba de un sueño
de Ardita. Fitzgerald volvió a
escribir el final para
subrayar la ficción de la
narración: «La última frase
convenció al señor Lorimer.
Es una de las mejores frases
que he escrito en mi vida». El
pirata de la costa fue
incluido en el volumen
Flappers y filósofos.
I.

Esta historia inverosímil empieza en


un mar que era como un sueño azul, de
un color tan vivo como el de unas
medias de seda azul, y bajo un cielo tan
azul como el iris de los ojos de los
niños. Desde la mitad oeste del cielo el
sol lanzaba pequeños discos dorados
sobre el mar: si mirabas con suficiente
atención, podías ver cómo saltaban de
ola en ola para unirse en un largo collar
de monedas de oro que confluían a un
kilómetro de distancia antes de
convertirse en un crepúsculo
deslumbrante. Entre la costa de Florida
y el collar de oro, fondeaba un flamante
y airoso yate blanco, y bajo la toldilla
de popa azul y blanca, tendida en una
tumbona de mimbre, una joven rubia leía
La rebelión de los ángeles de Anatole
France.
Tendría unos diecinueve años, y era
delgada y flexible, con seductores labios
de niña mimada y vivaces ojos grises
llenos de radiante curiosidad. Sin
calcetines, con un par de zapatillas de
raso azul que le servían más de adorno
que de calzado y le pendían
descuidadamente de la punta de los
dedos, apoyaba los pies en el brazo del
sillón vacío que tenía más cerca.
Mientras leía, se deleitaba de vez en
cuando pasándose por la lengua medio
limón que tenía en la mano. El otro
medio, chupado y seco, yacía en
cubierta, a sus pies, meciéndose
suavemente de acá para allá al ritmo
casi imperceptible de la marea.
La segunda mitad del limón estaba
casi exprimida y el collar de oro se
había dilatado asombrosamente, cuando,
de pronto, un rumor de pesadas pisadas
rompió el silencio soñoliento que
envolvía al yate, y un hombre maduro,
coronado por una cabellera gris y bien
cortada, que vestía un traje de franela
blanca, apareció por la escalera que
llevaba a los camarotes. Se detuvo un
momento, hasta que sus ojos se
acostumbraron al sol, y, cuando vio a la
chica bajo la toldilla, lanzó un largo
gruñido recriminatorio.
Si había querido producir algún tipo
de sobresalto, estaba condenado a la
decepción. La chica, sin inmutarse, pasó
dos páginas, retrocedió una, levantó el
limón mecánicamente a la distancia
requerida para saborearlo, y luego, muy
débilmente pero de modo inconfundible,
bostezó.
—¡Ardita! —dijo enfadado el
hombre del pelo gris.
Ardita emitió un ruidito que no
significaba nada.
—¡Ardita! —repitió—. ¡Ardita!
Ardita levantó lánguidamente el
limón y dejó que dos palabras se le
escaparan antes de lamerlo.
—Ay, cállate.
—¡Ardita!
—¿Qué?
—¿Quieres escucharme, o tengo que
llamar a un criado para que te sujete
mientras hablo contigo?
El limón descendió lenta y
desdeñosamente.
—Dímelo por escrito.
—¿Puedes tener la amabilidad de
cerrar ese libro abominable y dejar ese
repugnante limón un par de minutos?
—¿Puedes dejarme en paz un
segundo?
—Ardita, acabo de recibir una
llamada de la costa…
—¿Una llamada? —por primera vez
mostraba un leve interés.
—Sí, era…
—¿Quieres decir —lo interrumpió,
sorprendida— que han llamado desde la
costa?
—Sí, y precisamente ahora…
—¿Y los otros barcos también han
captado la llamada?
—No. Es una línea submarina. Hace
cinco minutos…
—¡Qué barbaridad! La ciencia es
oro, o algo por el estilo, ¿no?
—¿Quieres dejar que termine?
—¡Suéltalo!
—Bien, parece… He subido
porque… —hizo una pausa y tragó
saliva varias veces, como un loco—.
Ah, sí. Jovencita, el coronel Moreland
ha llamado otra vez para preguntarme si
era seguro que te llevaría a cenar. Su
hijo Toby ha venido desde Nueva York
para conocerte y ha invitado a otros
jóvenes. Por última vez, ¿quieres…?
—No —cortó Ardita—. No quiero.
He venido a esta maldita travesía con la
única idea de ir a Palm Beach, y tú lo
sabes, y me niego terminantemente a ver
a ningún maldito coronel ni a ningún
maldito muchacho, se llame Toby o
como se llame, y a poner el pie en
alguna otra maldita ciudad de este
Estado de locos. Así que, o me llevas a
Palm Beach, o te callas y te vas.
—Muy bien. ¡Es el colmo!
Encaprichándote de ese hombre, un
hombre famoso por sus excesos, un
hombre al que tu padre ni siquiera le
hubiera permitido pronunciar tu nombre,
te has dejado llevar por la mundanería
de medio pelo más que por los
ambientes en los que cabe presumir que
has crecido. Desde ahora…
—Ya lo sé —lo interrumpió Ardita
con ironía—. Desde ahora tú seguirás tu
camino y yo el mío. Ya he oído ese
cuento. Y sabes que es lo que más me
gustaría.
—De ahora en adelante —anunció
solemnemente— no eres mi sobrina.
Yo…
—¡Ahhhh! —el grito surgió de
Ardita con la agonía de un alma en pena
—. ¿Por qué no dejas de darme la lata?
¿Por qué no te vas? ¡Salta por la borda y
ahógate! ¿Quieres que te tire el libro a la
cabeza?
—¡Si te atreves a…!
¡Zas! La rebelión de los ángeles
surcó los aires, erró el blanco por un
pelo y se estrelló alegremente en
cubierta.
El hombre del pelo blanco dio
instintivamente un paso atrás y luego dos
pasos adelante con cautela. Ardita se
irguió sobre su metro setenta de estatura
y lo miró desafiante, echando chispas
por sus ojos grises.
—¡Lárgate!
—¿Cómo te atreves?
—¡Porque me da la gana!
—¡Te has vuelto insoportable!
Tienes un carácter…
—¡Vosotros me habéis hecho así!
Ningún niño tiene mal carácter si no es
por culpa de su familia. Si soy así, es
culpa vuestra.
Murmurando algo entre dientes, su
tío dio media vuelta, avanzó unos pasos
y ordenó a voces que sirvieran el
almuerzo. Luego volvió a la toldilla,
donde Ardita se había sentado de nuevo
para concentrarse en su limón.
—Voy a desembarcar —dijo el tío
lentamente—. Volveré esta noche, a las
nueve, y regresaremos a Nueva York. Te
devolveré a tu tía para que sigas tu vida
normal, o más bien anormal.
Calló un instante y la miró, y de
repente algo en el puro infantilismo de
su belleza pareció atravesar su rabia
como se pincha un neumático, y lo dejó
sin defensa, dubitativo, completamente
atontado.
—Ardita —dijo no sin amabilidad
—, no estoy loco. Sé lo que digo.
Conozco a los hombres, y, chiquilla, los
libertinos recalcitrantes no se reforman
hasta que se cansan, y entonces ya no
son ellos mismos, sino una sombra de lo
que fueron.
La miró como si esperara un signo
de asentimiento, pero, al no recibir ni
una mirada ni una palabra, prosiguió:
—Puede que ese hombre te quiera,
es posible. Ha querido a muchas
mujeres y querrá a muchas más. Hace
menos de un mes, un mes, Ardita,
mantenía una escandalosa relación con
esa pelirroja, Mimi Merril; le prometió
que le iba a regalar la pulsera que el zar
de Rusia le regaló a su madre. Ya
sabes… lees los periódicos.
—«Espeluznantes escándalos de un
tío angustiado» —bostezó Ardita—. Haz
una película. Depravado hombre de
mundo intenta seducir a una virtuosa
chica moderna. Chica moderna y
virtuosa engatusada completamente por
el terrible pasado de un hombre de
mundo. Cita en Palm Beach. El tío
angustiado frustra los planes.
—¿Puedes decirme por qué
demonios quieres casarte con él?
—Estoy segura de que no sabría
decírtelo —atajó Ardita—. Quizá
porque es el único hombre que conozco,
bueno o malo, que tiene imaginación y el
valor de mantener sus convicciones.
Quizá sea para escapar de esos niñatos
idiotas que malgastan su tiempo libre en
perseguirme por todo el país. En cuanto
a la famosa pulsera rusa, puedes estar
tranquilo: me la regalará a mí en Palm
Beach, si demuestras un poco de
inteligencia.
—¿Y la pelirroja?
—Hace seis meses que no la ve —
dijo con rabia—. ¿Crees que no tengo el
orgullo suficiente como para
preocuparme de esas cosas? ¿No te has
dado cuenta de que puedo hacer lo que
me dé la gana con el hombre que me dé
la gana?
Alzó la barbilla al aire como la
estatua de la libertad y estropeó un poco
la pose cuando volvió a levantar el
limón.
—¿Es la pulsera rusa lo que te
fascina?
—No, sólo estoy intentando darte el
tipo de explicaciones que convienen a tu
inteligencia. Y quiero que te largues —
dijo otra vez de mal humor—. Sabes que
nunca cambio de opinión. Llevas
fastidiándome tres días y me vas a
volver loca. ¡No quiero desembarcar!
¡No quiero! ¿Me has oído? ¡No quiero!
—Muy bien —dijo él—, tampoco
irás a Palm Beach. De todas las chicas
egoístas, mimadas, caprichosas,
imposibles y desagradables que he…
¡Paf! La mitad del limón le dio en el
cuello. Al mismo tiempo se oyó una voz:
—La mesa está servida, señor
Farnam.
Muy enfadado y con tantas cosas que
decir que no podía articular palabra, el
señor Farnam fulminó con la mirada a su
sobrina y, dando media vuelta,
desapareció rápidamente por la escala.

II.

Las cinco de la tarde cayeron desde


el sol y se hundieron silenciosamente en
el mar. El collar dorado creció hasta ser
una isla resplandeciente, y de repente
una canción llenó la débil brisa que
había estado jugueteando con los bordes
de la toldilla y balanceando una de las
zapatillas azules que colgaban de la
punta de los pies. Era un coro de
hombres en completa armonía y
perfectamente acompasados con el
sonido de los remos que surcaban las
aguas azules. Ardita levantó la cabeza y
escuchó:

Zanahorias y guisantes,
judías en las rodillas,
cerdos en los mares,
¡camaradas felices!
Moved la brisa,
moved la brisa,
moved la brisa
con vuestro rugido.

Las cejas de Ardita se fruncieron de


asombro. Se sentó y, muy quieta,
escuchó atentamente cuando el coro
empezó la segunda estrofa.

Cebollas y judías,
Mariscales y Deanes
Goldbergs y Greens
y Costellos.
Moved la brisa,
moved la brisa,
moved la brisa
con vuestro rugido.

Con una exclamación tiró el libro en


cubierta, donde rodó y se quedó abierto,
y corriendo se asomó por la borda. A
veinte metros de distancia se acercaba
un gran bote de remos con siete
hombres: seis remaban y uno, de pie en
la popa, marcaba el compás de la
canción con una batuta de director de
orquesta.

Ostras y rocas,
serrín y puñetazos,
¿quién puede hacer relojes
con violonchelos?

Los ojos del jefe se clavaron de


repente en Ardita, que se inclinaba
sobre la borda hechizada por la
curiosidad. El jefe hizo un rápido
movimiento con la batuta y la canción
cesó instantáneamente. Era el único
blanco en la barca: los seis remeros
eran negros.
—¡Ah del barco! ¡Ah del Narciso!
—llamó según las normas.
—¿A qué se debe toda esta
barahúnda? —preguntó Ardita
alegremente—. ¿Sois el equipo de remo
del manicomio local?
La barca rozaba ya el costado de
yate y un hombretón negro en la proa se
agarró a la escala de cuerda.
Inmediatamente, el jefe abandonó su
posición en la popa y, antes de que
Ardita se diera cuenta de sus
intenciones, había subido por la escala y
se había plantado, jadeante, en cubierta.
—¡Perdonaremos a las mujeres y a
los niños! —dijo enérgicamente—.
¡Ahogad sin contemplaciones a los niños
que lloren y echad dobles cadenas a los
hombres!
Hundiendo las manos en los
bolsillos de su vestido, Ardita lo miraba
fijamente. El asombro la había dejado
sin habla.
Era un joven con un gesto de desdén
en los labios y, en el rostro atezado y
atractivo, los ojos azules y vivos de un
niño saludable. Tenía el pelo negro
como la pez, mojado y ensortijado: el
pelo de una estatua griega que se hubiera
bronceado al sol. Tenía una constitución
armoniosa, iba armoniosamente vestido
y era garboso y ágil como un futbolista.
—¡Seré pasada por las armas! —
dijo atónita.
Se miraban fríamente.
—¿Rindes el barco?
—¿Es un golpe de ingenio? —
preguntó Ardita—. ¿Eres idiota o estás
haciendo las pruebas de ingreso en
alguna hermandad de estudiantes?
—Te he preguntado si rindes el
barco.
—Creía que la bebida estaba
prohibida por la ley —dijo Ardita con
desdén—. ¿Has estado bebiendo esmalte
de uñas? Será mejor que te largues del
yate.
—¿Cómo? —la voz del joven
mostraba incredulidad.
—¡Fuera del yate! ¡Ya me has oído!
La miró un instante como si
estuviera meditando lo que había dicho.
—No —dijo lentamente con aquella
expresión de desdén—; no, no me iré
del yate. Vete tú, si quieres.
Desde la barandilla dio una orden
seca e inmediatamente la tripulación de
la barca subió por la escalerilla y se
alineó frente a él; un negro como el
carbón y corpulento en un extremo, y en
el otro un mulato minúsculo de metro y
medio de estatura. Parecían llevar
uniforme, una especie de traje azul
adornado con polvo y barro, hecho
jirones; llevaban al hombro una pequeña
bolsa blanca que parecía pesada y bajo
el brazo grandes estuches negros con
aspecto de contener instrumentos
musicales.
—¡Firmes! —ordenó el joven,
entrechocando secamente los talones—.
¡Un paso al frente, Babe!
El negro más pequeño dio un paso al
frente y saludó.
—¡Sí, señor!
—Toma el mando, baja a la cabina,
haz prisionera a la tripulación y átalos a
todos menos al maquinista. Tráemelo.
Ah, y amontona las bolsas junto a la
borda.
—¡Sí, señor!
Babe volvió a saludar y dio media
vuelta empujado por los otros cinco que
se apiñaban a su alrededor. Luego,
después de un breve murmullo de
consulta, enfilaron ruidosamente el
camino de los camarotes.
—Ahora —dijo el joven
alegremente a Ardita, que había
presenciado esta última escena en un
silencio desdeñoso—, si juras por tu
honor de flapper o chica a la moda (lo
que seguramente no vale mucho) que
mantendrás cerrada esa boquita de niña
mimada durante las próximas cuarenta y
ocho horas, te dejaremos que remes
hasta la costa en nuestro bote.
—¿Y si no?
—Si no, tendrás que navegar.
Con un pequeño suspiro, como si
acabara de superar un mal momento, el
joven se acomodó en la silla que Ardita
acababa de dejar vacía y estiró los
brazos perezosamente. Las comisuras de
sus labios se aflojaron de manera
visible cuando miró a su alrededor y vio
la rica toldilla a rayas, el bruñido
bronce y el lujoso equipamiento de
cubierta. Entonces vio el libro y el
limón exprimido.
—Humm —dijo—, Stonewall
Jackson asegura que el zumo de limón le
aclara las ideas. ¿Tienes tus preciosas
ideas claras?
Ardita no se dignó contestar.
—Porque dentro de cinco minutos
tendrás que decidir si te vas o te quedas.
Cogió el libro y lo abrió con
curiosidad.
—La rebelión de los ángeles. Suena
de maravilla. Francés, ¿no? —ahora la
miraba con un nuevo interés—. ¿Eres
francesa?
—No.
—¿Cómo te llamas?
—Farnam.
—¿Farnam qué?
—Ardita Farnam.
—Muy bien, Ardita, no tienes por
qué quedarte ahí de pie, mordiéndote los
carrillos. Deberías terminar con esas
costumbres nerviosas ahora que todavía
eres joven. Ven aquí y siéntate.
Ardita sacó del bolsillo una pitillera
de jade tallado, extrajo un cigarrillo y lo
encendió con estudiada frialdad, aunque
sabía que le temblaba un poco la mano;
luego se acercó con sus andares
flexibles, contoneándose, y se sentó en
la otra tumbona lanzando una bocanada
de humo hacia la toldilla.
—Tú no puedes echarme de este
yate —dijo con serenidad—; y no debes
de ser muy inteligente si piensas que vas
a llegar lejos con él. Mi tío lleva
enviando mensajes radiofónicos desde
las seis y media a todos los puntos del
océano.
—Hum.
Ardita lo miró rápidamente a la cara
y captó un signo de ansiedad en la curva
de los labios, claramente más
pronunciada.
—Me da lo mismo —dijo,
encogiéndose de hombros—. El yate no
es mío. No me importa hacer una
travesía de dos horas. Incluso puedo
prestarte el libro para que tengas algo
que leer en el barco que te lleve a Sing
Sing. Se rió, desdeñoso.
—Te podías haber ahorrado el
consejo. Ni siquiera sabía que existía
este yate cuando preparé este plan. Si no
hubiera sido éste, hubiera sido el
siguiente que encontráramos anclado
cerca de la costa.
—¿Quién eres? —preguntó Ardita
de repente—. ¿A qué te dedicas?
—¿Has decidido no desembarcar?
—Ni siquiera se me ha ocurrido.
—Se nos conoce habitualmente —
dijo—, a los siete, como Curtis Carlyle
y sus Seis Compadres Negros, hasta
hace poco en el Winter Garden y el
Midnight Frolic.
—¿Sois cantantes?
—Lo éramos hasta hoy. En este
momento, por esas bolsas blancas que
ves ahí, somos fugitivos de la justicia, y
si la recompensa que ofrecen por nuestra
captura no ha alcanzado ya los veinte
mil dólares es que he perdido la
intuición.
—¿Qué hay en las bolsas? —
preguntó Ardita con curiosidad.
—Bueno, por el momento diremos
que… arena…, arena de Florida.

III.

Diez minutos después, tras la


conversación de Curtis Carlyle con un
aterrorizado maquinista, el yate Narciso
navegaba hacia el sur, en un atardecer
tropical y balsámico. El pequeño
mulato, Babe, que parecía gozar de la
absoluta confianza de Carlyle, había
tomado el mando. El criado y el
cocinero del señor Farnam, los únicos
miembros de la tripulación que, además
del maquinista, se encontraban a bordo,
después de haber opuesto resistencia
meditaban ahora, bien amarrados en sus
literas. Trombón Mose, el negro más
grande, se dedicaba con una lata de
pintura a borrar del casco el nombre
Narciso, sustituyéndolo por el nombre
Hula Hula, y los demás, reunidos en la
popa, jugaban a los dados con un interés
cada vez mayor.
Tras ordenar que prepararan y
sirvieran la cena en cubierta a las siete y
media, Carlyle se reunió con Ardita y,
repantingándose en la tumbona,
entrecerró los ojos y cayó en un estado
de profundo ensimismamiento.
Ardita lo observó con atención y lo
clasificó inmediatamente como
personaje romántico. Aparentaba una
imponente confianza en sí mismo,
cimentada sobre una base endeble: bajo
la superficie de cada una de sus
decisiones, Ardita descubría una
vacilación que estaba en acusado
contraste con el arrogante frunce de sus
labios.
«No es como yo», pensaba. «Hay
alguna diferencia».
Al ser una completa egoísta, Ardita
pensaba con frecuencia en sí misma;
como nadie le había recriminado su
egoísmo, lo consideraba algo
completamente natural, que no disminuía
su indiscutible encanto. Aunque tenía ya
diecinueve años, daba la impresión de
ser una niña precoz y animosa, y en el
presente esplendor de su juventud y
belleza todos los hombres y mujeres que
había conocido no eran sino maderas a
la deriva en la corriente de su carácter.
Había conocido a otros egoístas —y de
hecho consideraba a los egoístas mucho
menos aburridos que a quienes no lo
eran—, pero hasta entonces no había
habido ninguno que con el tiempo no
hubiera caído rendido a sus pies.
Pero, aunque reconocía a un egoísta
en la tumbona de al lado, no sentía en la
cabeza el acostumbrado cierre de
compuertas que significaba zafarrancho
de combate; por el contrario, su instinto
le decía que aquel hombre era
absolutamente vulnerable e inofensivo.
Si Ardita desafiaba las convenciones —
y últimamente éste había sido su
principal entretenimiento— era porque
deseaba intensamente ser ella misma, y
tenía la sensación de que a aquel
hombre, por el contrario, sólo le
preocupaba el desafío consigo mismo.
Estaba mucho más interesada por él
que por su propia situación, que la
afectaba de la manera que afecta a una
niña de diez años la perspectiva de ir al
cine. Tenía una confianza absoluta en su
capacidad para cuidar de sí misma en
cualquier circunstancia.
La noche se hizo más cerrada. Una
pálida luna nueva sonreía sobre el mar
con los ojos húmedos, y, mientras la
costa se desvanecía y nubes negras
volaban como hojarasca en el lejano
horizonte, una gran neblina de luz lunar
inundó de repente el yate y, a su paso
veloz, desplegó una avenida de malla
fulgurante. De vez en cuando brillaba la
llamarada de un fósforo cuando uno de
los dos encendía un cigarrillo, pero,
salvo el ruido de fondo de las máquinas
vibrantes y el chapoteo imperturbable de
las olas en la popa, el yate estaba en
silencio, como un barco que navegara en
un sueño a través de los cielos, rumbo a
una estrella. En torno a ellos fluía el
olor del mar nocturno, que traía consigo
una languidez infinita.
Carlyle rompió el silencio por fin.
—Eres una chica con suerte —
suspiró—; siempre he querido ser rico
para comprar toda esta belleza.
Ardita bostezó.
—Yo preferiría ser tú —dijo con
franqueza.
—Te gustaría… un día. Aunque
parece que tienes demasiado
temperamento para ser una flapper, una
chica a la moda.
—No me gusta que me llames así.
—Perdona.
—En cuanto a temperamento —
continuó despacio—, es la única
cualidad que tengo. No le temo a nada,
ni en el cielo ni en la tierra.
—Hum, yo sí.
—Para tener miedo —dijo Ardita—,
tienes que ser o muy grande y fuerte, o
un cobarde. Yo no soy ninguna de esas
cosas —se detuvo un momento, y la
impaciencia se insinuó en el tono de su
voz—. Pero me gustaría hablar de ti.
¿Qué diablos has hecho? ¿Y cómo lo
hiciste?
—¿Por qué? —preguntó cínicamente
—. ¿Vas a escribir un guión de cine
sobre mí?
—Adelante —lo animó Ardita—.
Cuéntame mentiras a la luz de la luna.
Invéntate una historia fabulosa.
Apareció un negro, encendió algunas
luces tenues bajo la toldilla y empezó a
poner la mesa para la cena. Y, mientras
cenaban pollo frío, ensalada, alcachofas
y mermelada de fresas de la nutrida
despensa del yate, Carlyle empezó a
hablar, vacilante al principio, pero con
ilusión cuando se dio cuenta de que
Ardita lo seguía con interés. Ardita
apenas probó la comida mirando aquella
cara joven y morena, hermosa, irónica,
sin afectación. Había sido un niño pobre
en un pueblo de Tennessee, le contó, tan
pobre que su familia era la única familia
blanca de su calle. No recordaba a
ningún niño blanco, pero había habido
una pandilla de niños negros que
inevitablemente seguían su estela,
admiradores apasionados que él llevaba
a remolque por la viveza de su
imaginación y la cantidad de líos en los
que siempre estaba metiéndolos y de los
que siempre los sacaba. Y parece que
estas amistades encauzaron por un
camino inusual unas dotes musicales
fuera de lo común.
Había habido una mujer negra,
llamada Belle Pope Calhoun, que tocaba
el piano en las fiestas de los niños
blancos, simpáticos niños blancos que
hubieran acuchillado a Curtis Carlyle.
Pero el harapiento «pobretón blanco»
solía sentarse junto al piano de Belle
una hora y se empeñaba en introducir un
solo de saxo con uno de esos kazoos con
los que los chicos tararean las
canciones. Antes de los trece años se
ganaba la vida extrayendo ragtimes de
un astroso violín en los cafetuchos de
los alrededores de Nashville. Ocho años
después la locura del ragtime se
apoderó del país, y Carlyle contrató a
seis negros para hacer una gira por salas
de fiestas. Cinco de aquellos negros
eran chicos con los que había crecido; el
sexto era el pequeño mulato, Babe
Divine, que trabajaba en los muelles de
Nueva York, y mucho tiempo antes había
sido bracero en una plantación de las
Bermudas, hasta que clavó un cuchillo
de veinte centímetros en la espalda de su
amo. Casi antes de darse cuenta de su
buena suerte, Carlyle estaba en
Broadway con contratos de todas clases
y más dinero del que había soñado
nunca.
Y entonces se empezó a operar un
cambio radical en su actitud, un cambio
más bien curioso, amargo. Fue cuando
se dio cuenta de que estaba dilapidando
los mejores años de su vida farfullando
en los escenarios con un puñado de
negros. Su espectáculo era bueno dentro
del género —tres trombones, tres
saxofones y la flauta de Carlyle—, y su
propio y peculiar sentido del ritmo
marcaba la diferencia; pero empezó a
volverse extremadamente susceptible
respecto a su trabajo, empezó a
aborrecer la idea de tener que aparecer
en el escenario y a temerlo cada día
más.
Estaban ganando dinero —y cada
contrato que firmaba era más alto—,
pero, cuando les dijo a los empresarios
que quería separarse del sexteto y
continuar su carrera como pianista, se
rieron en su cara y le dijeron que estaba
loco: aquello supondría un suicidio
artístico. Algún tiempo después se reiría
de aquella expresión: suicidio artístico.
Todos los empresarios la usaban.
Tocaron unas cuantas veces en
bailes, a tres mil dólares la noche, y
parecía como si en aquellas actuaciones
cristalizara toda su aversión por aquel
modo de vida. Tocaban en clubes y
casas en los que no lo hubieran dejado
entrar de día. Después de todo, sólo
representaba el papel del eterno mono
de la fiesta, una especie de cabaretero
sublimado. Lo ponía enfermo el olor de
los teatros, el olor a colorete y lápiz de
labios, el chismorreo de los camerinos y
el aplauso condescendiente de los
palcos. Ya no tenía fe en lo que estaba
haciendo. La idea de una lenta
aproximación al lujo del ocio lo volvía
loco. Se iba acercando a eso, desde
luego, pero, como un niño, se comía el
helado tan despacio que no podía
cogerle el gusto.
Quería tener montones de dinero y
mucho tiempo libre, la oportunidad de
leer y divertirse, y vivir como los
hombres y mujeres que lo rodeaban,
esos que, si hubieran pensado en él, lo
hubieran considerado despreciable; en
una palabra, deseaba todas aquellas
cosas que había empezado a agrupar
bajo el genérico rótulo de aristocracia,
una aristocracia que, según parecía, no
podía comprarse con dinero, a no ser
que fuera con dinero ganado como él lo
ganaba. Tenía entonces veinticinco años,
y no tenía familia, ni estudios, ni
posibilidad de abrirse camino en el
mundo de los negocios. Empezó a
invertir en especulaciones disparatadas,
y en tres semanas había perdido todo el
dinero que había ahorrado.
Entonces estalló la guerra. Se fue a
Plattsburg, pero incluso hasta allí lo
persiguió su profesión. Un teniente
coronel lo llamó a su despacho y le dijo
que podría servir mejor a su país como
director de una orquesta de baile. Así
que se pasó la guerra entreteniendo a
celebridades tras la línea de combate
con una orquesta del cuartel general. No
era tan malo, pero cuando la infantería
volvía sin fuerzas de las trincheras,
quería ser uno de aquellos soldados. El
sudor y el barro que los envolvía
parecían uno de aquellos inefables
símbolos de aristocracia que siempre
estaban escapándosele.
—Pero fueron los bailes en casas
particulares los que lo consiguieron.
Cuando volví de la guerra, otra vez
empezó la rutina de siempre. Teníamos
una oferta de una cadena de hoteles en
Florida. Sólo era cuestión de tiempo.
Se interrumpió y Ardita lo miró
expectante, pero entonces hizo un gesto
de negación con la cabeza.
—No —dijo—, no voy a seguir
contándotelo. Me lo estoy pasando
demasiado bien, y temo perder un poco
de esta alegría si la comparto con
alguien más. Quiero conservar estos
instantes heroicos, emocionantes, en que
he llegado a estar por encima de todos
ellos, y les he hecho saber que era más
que un maldito payaso que graznaba y
bailaba.
Desde proa les llegó de pronto el
runruneo de un canto. Los negros se
habían agrupado en cubierta y sus voces
se elevaban al unísono en una melodía
embrujada que ascendía hacia la luna,
armónica y conmovedora. Y Ardita
escuchaba, como bajo el influjo de un
encantamiento.

Al Sur…
al Sur.
Mami me quiere llevar al Sur,
por la Vía Láctea.
Al Sur…
al Sur.
Papi dice: mañana;
pero mami dice: hoy.
Sí, mami dice: hoy.

Carlyle suspiró, y durante un


momento se quedó en silencio, mirando
la multitud de estrellas que titilaban
como arcos voltaicos en el cielo
templado. El canto de los negros se
había apagado hasta ser un quejumbroso
tarareo y parecía como si minuto a
minuto el fulgor y el silencio inmenso
fueran aumentando, hasta que casi llegó
a oír cómo se arreglaban a medianoche
las sirenas, cuando se peinan los
chorreantes cabellos de plata a la luz de
la luna y cuchichean sobre los restos de
los naufragios que habitan en las verdes
y opalescentes avenidas de las
profundidades.
—Sí —dijo Carlyle en un susurro—,
ésta es la belleza que deseo. La belleza
debe ser asombrosa, sorprendente. Debe
arder dentro de ti como un sueño, como
los ojos preciosos de una chica.
Se volvió hacia Ardita, que callaba.
—Lo entiendes, ¿verdad, Ardita?
¿Verdad, Ardita?
No le contestó. Se había quedado
dormida.
IV.

En la tarde espesa e inundada de sol


del día siguiente, una lejana mancha en
el mar fue convirtiéndose en un islote
verde y gris, aparentemente formado por
un gran acantilado de granito en su
extremo norte, que declinaba hacia el
sur a través de poco más de un kilómetro
de vivido bosquecillo y prado hasta una
playa arenosa que se perdía
perezosamente entre las olas. Cuando
Ardita, que leía en su tumbona preferida,
llegó a la última página de La rebelión
de los ángeles, cerró el libro
ruidosamente, alzó la vista y vio el
paisaje, lanzó un grito de placer y llamó
a Carlyle, que estaba apoyado
melancólicamente en la baranda.
—¿Es ahí? ¿Es ahí adónde vamos?
Carlyle se encogió de hombros con
indiferencia.
—Me coges en blanco —dijo, y
alzando la voz llamó al capitán en
funciones—: Eh, Babe, ¿es ésa tu isla?
La minúscula cabeza del mulato
apareció en cubierta.
—Sí, señor; ésa es.
Carlyle se acercó a Ardita.
—Parece una buena playa, ¿no?
—Sí —asintió ella—; pero no
parece lo bastante grande para ser un
buen escondite.
—¿Sigues confiando en esos
mensajes por radio que tu tío se dedicó
a mandar?
—No —dijo Ardita con franqueza
—. Estoy de tu parte. Me gustaría mucho
ver cómo te escapas.
Carlyle se echó a reír.
—Tú eres nuestra Señora de la
Suerte. Me temo que, por el momento,
tendrás que quedarte con nosotros, así
que serás nuestra mascota.
—No te atreverías a pedirme que
volviera a nado —dijo Ardita con
frialdad—. Si lo hicieras, empezaría a
escribir novelas baratas basadas en la
interminable historia de tu vida que me
contaste anoche.
Carlyle se sonrojó: se había puesto
serio.
—Siento mucho que te aburrieras.
—No, no me aburrí… Hasta que, al
final, empezaste a contarme la rabia que
te daba no poder bailar con las señoras
para las que tocabas.
Se levantó, enfadado.
—Menuda lengüecita.
—Perdona —dijo, muerta de risa—,
pero no estoy acostumbrada a que los
hombres me entretengan contándome las
ambiciones de su vida: especialmente si
es una vida tan mortalmente platónica.
—¿Por qué? ¿Qué te cuentan los
hombres?
—Ah, me hablan de mí —bostezó—.
Me dicen que soy la quintaesencia de la
juventud y la belleza.
—¿Y tú qué les dices?
—Les doy la razón.
—¿Todos los hombres que has
conocido se te han declarado?
Ardita asintió.
—¿Y por qué no iban a declararse?
Toda la vida consiste en acercarse y
alejarse de una sola frase: Te quiero.
Carlyle se echó a reír y se sentó.
—Es verdad. No está mal, no. ¿Se te
ha ocurrido a ti?
—Sí… O a lo mejor lo leí en algún
sitio. No significa nada en especial.
Sólo es una frase inteligente.
—Es el tipo de comentario —dijo
muy serio— propio de tu clase.
—Ah —lo interrumpió, impaciente
—, no empieces otra vez con esa
perorata sobre la aristocracia. No me fío
de la gente que puede ser profunda a
esta hora de la mañana. Es una variedad
benigna de la locura, una especie de
resaca. La mañana es para dormir, nadar
y no preocuparse de nada.
Diez minutos más tarde habían
cambiado de rumbo, trazando un amplio
círculo, como si se acercaran a la isla
por el norte.
«Aquí hay gato encerrado», observó
Ardita, pensativamente; «no puede
pretender fondear al pie del acantilado».
Ahora se dirigían directamente a las
rocas, que debían de alcanzar más de
treinta metros de altura, y, hasta que no
estuvieron a unos cincuenta metros,
Ardita no descubrió el lugar hacia donde
se dirigían. Entonces aplaudió, alegre.
Había una abertura en el acantilado
completamente oculta por un extraño
pliegue de la roca, y a través de esta
abertura penetró el yate, y muy
lentamente atravesó un estrecho canal de
aguas cristalinas entre altas paredes
grises. Y luego echaron el ancla en un
mundo diminuto de oro y vegetación, una
bahía dorada, lisa como cristal y
rodeada de palmeras enanas. Parecía
uno de esos mundos que los niños
construyen con montones de arena,
espejos que son lagos y ramitas que son
árboles.
—¡No está mal, maldita sea! —
exclamó Carlyle, entusiasmado—. Creo
que ese negro sabe por dónde se anda en
esta zona del Atlántico.
Su euforia era contagiosa, y Ardita
también estaba exultante.
—¡Es un escondite absolutamente
seguro!
—¡Sí, por Dios! Es una isla de las
que salen en los cuentos.
Echaron el bote al lago dorado y
remaron hasta la costa.
—Adelante —dijo Carlyle cuando
desembarcaron en la arena blanda—,
vamos a explorar.
La franja de palmeras estaba
rodeada por un kilómetro y medio de
territorio plano y arenoso. La siguieron
hacia el sur y, dejando atrás una zona de
vegetación tropical, llegaron a una playa
virgen, gris perla, donde Ardita se quitó
las zapatillas de golf marrones —
parecía haber abandonado los calcetines
para siempre— y se mojó los pies.
Luego volvieron paseando hasta el yate,
donde el infatigable Babe ya les tenía
preparada la comida. Había apostado un
vigía en lo alto del acantilado, hacia el
norte, para que oteara el mar en todas
las direcciones, aunque dudaba que la
entrada a través del acantilado fuera
conocida: nunca había visto un mapa en
el que la isla estuviera señalada.
—¿Cómo se llama? —preguntó
Ardita—. La isla, ¿cómo se llama?
—No tiene nombre —masculló Babe
con una risilla—. A lo mejor se llama
simplemente isla, ¿no?
A la caída de la tarde se sentaron en
la parte más alta del acantilado, con la
espalda apoyada en grandes peñascos, y
Carlyle resumió sus confusos planes.
Estaba seguro de que en aquellos
instantes lo estaban buscando. El
producto total del golpe que había dado,
y sobre el que se negaba a informar a
Ardita, lo estimaba en algo menos de un
millón de dólares. Pensaba quedarse en
la isla varias semanas y después partir
hacia el sur, evitando las rutas
habituales, bordeando el cabo de
Hornos, rumbo al Callao, en Perú. Los
detalles del aprovisionamiento de
víveres y combustible quedaban
enteramente en manos de Babe, que,
según parecía, había navegado por
aquellos mares desempeñando los más
diversos menesteres, desde grumete en
un barco cafetero hasta primer oficial
sin serlo de un barco pirata brasileño, a
cuyo capitán habían ahorcado hacía
mucho tiempo.
—Si Babe hubiera sido blanco, sería
hace mucho rey del sur de América —
dijo Carlyle categóricamente—. En lo
que se refiere a inteligencia, a su lado
Booker T. Washington es un imbécil.
Posee la astucia de todas las razas y
nacionalidades de las que lleva sangre
en las venas, y, o yo soy un embustero, o
llegan a media docena. Me adora porque
soy el único que toca el ragtime mejor
que él. Nos sentábamos juntos en la
dársena del puerto de Nueva York, él
con un fagot y yo con un oboe, y
mezclábamos en tono menor milenarias
melodías africanas hasta que las ratas
escalaban los postes y se reunían a
nuestro alrededor gimiendo y chillando
como perros frente a un gramófono.
Ardita rugió.
—¿Cómo puedes contar esas cosas?
Carlyle sonrió.
—Te juro que…
—¿Qué vas a hacer cuando llegues
al Callao? —lo interrumpió.
—Me embarcaré rumbo a la India.
Quiero ser un raja. Lo digo en serio. Mi
plan es llegar a Afganistán, comprar un
palacio y una reputación, y dentro de
cinco años aparecer en Inglaterra con
acento extranjero y un misterioso
pasado. Pero primero iré a la India. Ya
sabes lo que dicen: que todo el oro del
mundo va a parar poco a poco a la India.
Es una historia fascinante. Y quiero
tener tiempo para leer, mucho, mucho.
—¿Y después?
—Después —respondió, desafiante
— viene la aristocracia. Ríete si
quieres, pero, por lo menos, tendrás que
admitir que sé lo que quiero, así que, me
imagino, ya sé más que tú.
—Al contrario —lo contradijo
Ardita, mientras buscaba en el bolsillo
la pitillera—. Cuando nos conocimos,
tenía absolutamente escandalizados a
mis amigos y parientes porque sabía
muy bien lo que quería.
—¿Qué era?
—Un hombre.
Carlyle se sobresaltó.
—¿Es que tienes novio?
—En cierto modo. Si no hubieras
subido a bordo, me habría escapado
ayer por la tarde…, parece que ha
pasado tanto tiempo…, y me habría
encontrado con él en Palm Beach. Me
está esperando con una pulsera que
perteneció a Catalina de Rusia. Y no
vayas ahora a refunfuñar cualquier cosa
sobre la aristocracia —añadió
rápidamente—. Simplemente me gustaba
porque tenía imaginación y un coraje
total para mantener sus convicciones.
—Pero tu familia no está de
acuerdo, ¿no?
—Mi familia son un tío tonto y una
tía aún más tonta. Parece que tuvo un lío
escandaloso con una pelirroja que se
llama Mimi no sé qué. Pero me ha dicho
que han exagerado espantosamente el
asunto, y a mí los hombres no me
mienten: y, además, no me importaría
que fuera verdad. Lo único que cuenta es
el futuro. Y del futuro me encargo yo.
Cuando un hombre se enamora de mí, se
olvida de otros entretenimientos. Le dije
que la soltara, como si fuera una patata
caliente, y lo hizo.
—Estoy un poco celoso —dijo
Carlyle, frunciendo el ceño, y se echó a
reír—. Creo que te quedarás con
nosotros hasta que lleguemos a Callao.
Entonces te daré el dinero necesario
para que vuelvas a Estados Unidos. Así
tendrás tiempo para pensarte un poco
más lo de ese hombre.
—¡No me hables así! —se enfureció
Ardita—. ¡No le tolero a nadie que se
ponga paternalista! ¿Entendido?
Se le escapó una risilla, pero se
contuvo, avergonzado: la cortante
irritación de Ardita parecía haberle
caído como un jarro de agua fría.
—Lo siento —dijo, indeciso.
—¡No pidas perdón! No soporto a
los hombres que piden perdón con ese
tono viril y reservado. ¡Cállate de una
vez!
Se produjo un instante de silencio,
un silencio que a Carlyle le resultó
bastante violento, pero que Ardita
parecía no advertir mientras disfrutaba
alegremente de su cigarrillo y miraba el
mar resplandeciente. Y entonces avanzó
a gatas por la roca, se tendió y, con la
cara en el filo, se asomó al fondo del
acantilado. Carlyle, observándola,
pensó que parecía imposible que Ardita
adoptara una postura que no fuera
airosa.
—¡Mira! —gritó—. ¡Hay arrecifes!
¡Grandes! ¡De todos los tamaños!
Carlyle se acercó, y juntos se
asomaron a la vertiginosa altura.
—¡Podemos ir a nadar esta noche!
—dijo Ardita, entusiasmada—. ¡A la luz
de la luna!
—¿No prefieres ir a la otra playa?
—No, no. Me gusta bucear. Puedes
usar el bañador de mi tío, aunque te
sentará como un saco, porque mi tío es
un hombre muy gordo. Mi bañador es
todo un acontecimiento, tiene
conmocionados a los nativos de la costa
del Atlántico desde Biddeford Pool
hasta San Agustín.
—Imagino que nadarás como un
tiburón. —Sí, soy una maravilla. Y estoy
estupenda. Un escultor de Rye me dijo el
verano pasado que mis pantorrillas
valían quinientos dólares.
No había nada que alegar, así que
Carlyle guardó silencio y sólo se
permitió una discreta sonrisa interior.

V.
Cuando la noche se insinuaba azul y
plata, se abrieron paso por el espejeante
canal en el bote, ataron el bote a una
roca y comenzaron a escalar el
acantilado. El primer saliente estaba a
unos tres metros de altura, era ancho y
servía de trampolín natural. Y allí, a la
brillante luz de la luna, se sentaron a
mirar el movimiento incesante y suave
de las olas casi inmóviles en la marea
baja.
—¿Eres feliz? —preguntó Carlyle
de repente.
Ardita asintió.
—Siempre soy feliz junto al mar.
¿Sabes? —continuó—, he estado
pensando todo el día que somos un poco
diferentes. Los dos somos rebeldes,
pero por diferentes razones. Hace dos
años, cuando yo tenía dieciocho y tú…
—Veinticinco.
—Sí… Hace dos años los dos
éramos dos triunfadores convencionales.
Yo era una chica absolutamente
irresistible que acababa de presentarse
en sociedad y tú eras un músico de éxito
al servicio del ejército…
—Caballero por decisión del
Congreso —añadió con ironía.
—Bueno, en cualquier caso, los dos
encajábamos. Si nuestros polos no
estaban desgastados por el uso, al menos
se atraían. Pero, muy dentro de nosotros,
había algo que nos obligaba a pedir más
felicidad. Yo no sabía lo que quería. Iba
de hombre en hombre, incansable,
impaciente, y pasaban los meses y cada
día me sentía menos conforme y más
insatisfecha. Me pasaba las horas
mordiéndome los carrillos: creía que me
estaba volviendo loca. Tenía una
espantosa sensación de que el tiempo se
me escapaba. Quería las cosas ya, al
momento, lo más rápido posible. Yo
era… preciosa. Lo soy, ¿no?
—Sí —asintió Carlyle, sin mucha
seguridad.
Ardita se levantó de repente.
—Espera un segundo. Quiero probar
el agua: parece que está estupenda.
Caminó hasta el filo del saliente y
saltó al mar, doblándose en el aire para
enderezarse luego y penetrar en el agua
como la hoja de un cuchillo en un
perfecto salto de carpa.
Y un minuto después Carlyle oía su
voz.
—¿Sabes? Me pasaba los días
leyendo, y las noches, casi. Empezó a
molestarme la vida en sociedad.
—Sube —la interrumpió—. ¿Qué
haces ahí?
—Estoy haciendo el muerto. Tardo
un minuto. Te voy a decir una cosa. Lo
único que me divertía era escandalizar a
la gente: ponerme el traje más imposible
y elegante para una fiesta de disfraces,
salir con los hombres más atrevidos de
Nueva York y meterme en los líos más
terribles que te puedas imaginar.
El chapoteo se mezclaba con sus
palabras, y luego Carlyle oyó su
respiración agitada mientras escalaba la
roca.
—¡Tírate! —gritó.
Se levantó y saltó, obediente.
Cuando volvió a la superficie,
chorreando, y empezó a subir, descubrió
que Ardita no estaba ya en el saliente,
pero, después de un instante de
preocupación, oyó su risa luminosa en
otra roca, tres metros más arriba. Se
reunió con ella y se sentaron juntos, con
los brazos alrededor de las rodillas,
jadeando un poco después de la
escalada.
—Mi familia estaba como loca —
dijo de pronto—. Intentaron casarme. Y,
cuando empezaba a pensar que la vida
no valía la pena, descubrí algo —elevó
los ojos al cielo jubilosamente—:
¡Descubrí algo!
Carlyle esperó y las palabras de
Ardita cayeron como un torrente.
—Coraje: eso es; coraje como regla
de vida, algo a lo que hay que
mantenerse fiel siempre. Empecé a
construir esta enorme fe en mí misma.
Empecé a darme cuenta de que, en todos
mis ídolos del pasado, lo que
inconscientemente me había atraído era
alguna prueba de coraje. Empecé a
separar el coraje de las otras cosas de la
vida. Todos los tipos de coraje: el
boxeador golpeado, ensangrentado, que
se levanta para seguir recibiendo
golpes… Solía pedirles a los hombres
que me llevaran al boxeo; la mujer en
desgracia que se pasea entre una
carnada de gatos y los mira como si
fueran el barro que pisa; disfrutar de lo
que siempre te ha gustado; el desprecio
absoluto de las opiniones ajenas: vivir
como quiero y morir a mi manera…
¿Has traído tabaco?
Le dio un cigarrillo y encendió un
fósforo sin decir una palabra.
—Pero los hombres —continuó
Ardita— seguían persiguiéndome,
viejos y jóvenes, y la mayoría eran
menos inteligentes y menos fuertes que
yo, y todos se volvían locos por
conquistarme, por robarme la fama de
orgullo imponente que me había labrado.
¿Me entiendes?
—Más o menos. ¿Nunca te han
hecho daño ni has tenido que pedir
perdón?
—¡Nunca!
Se acercó al borde de la roca,
extendió los brazos y, durante un
instante, pareció un crucificado contra el
cielo; luego, describiendo una
inesperada parábola, se hundió sin
salpicar entre dos ondas plateadas siete
metros más abajo.
Carlyle volvió a oír la voz de
Ardita.
—Y coraje significa sumergirme en
esa niebla gris y sucia que cubre la vida,
desdeñando no sólo a la gente y a las
circunstancias, sino también a la
desolación de vivir: una especie de
insistencia en el valor de la vida y en el
precio de las cosas transitorias.
Otra vez escalaba las rocas, y,
mientras pronunciaba la última frase, su
cabeza apareció a la altura de Carlyle,
el pelo rubio y mojado, perfectamente
liso, hacia atrás.
—Todo eso está muy bien —objetó
Carlyle—. Le puedes llamar coraje,
pero tu coraje sólo es orgullo de familia.
Te han educado para que tengas esa
actitud desafiante. En mi vida gris
incluso el coraje es una de las cosas que
son grises y sin fuerza.
Ardita se había sentado muy cerca
del borde, con los brazos alrededor de
las rodillas, y miraba ensimismada la
luna blanca; Carlyle estaba detrás, lejos,
cobijado como un dios ridículo en un
nicho de rocas.
—No quiero parecerte Pollyanna —
empezó—, pero todavía no me has
entendido. Mi coraje es fe, fe en mi
inagotable capacidad de adaptación: fe
en que la alegría volverá, y la esperanza
y la espontaneidad. Y creo que, mientras
me dure, tengo que mantener la boca
cerrada y la cabeza bien alta y los ojos
bien abiertos, y las sonrisas tontas
sobran. Sí, también he bajado al infierno
sin una lágrima muchas veces. Y el
infierno de las mujeres es mucho más
terrible que el de los hombres.
—¿Y si todo se acaba —sugirió
Carlyle— antes de que vuelvan la
alegría, la esperanza y la
espontaneidad?
Ardita se levantó y escaló con
alguna dificultad la roca, hasta alcanzar
otro saliente, tres o cuatro metros más
arriba.
—Pues entonces —exclamó— habré
ganado.
Carlyle se asomó a la roca, hasta
que pudo ver a Ardita.
—¡No saltes desde ahí! Te vas a
matar —se apresuró a decir.
Ardita se rió.
—¡Yo, no!
Abrió los brazos con lentitud, y se
quedó quieta: parecía un cisne, y su
juventud perfecta irradiaba un orgullo
que encendió un cálido resplandor en el
corazón de Carlyle.
—Atravesaremos el aire tenebroso
con los brazos abiertos —gritó— y los
pies extendidos como colas de delfines,
y creeremos que nunca llegaremos al
agua hasta que de repente nos rodee la
tibieza y las olas nos besen y acaricien.
Entonces saltó, y Carlyle, en un acto
reflejo, contuvo la respiración. No se
había dado cuenta de que era un salto de
más de quince metros. Pareció
transcurrir una eternidad antes de que
oyera el ruido breve y brusco que se
produjo cuando Ardita llegó al agua.
Y con un alegre suspiro de alivio
cuando su risa luminosa y húmeda llegó
por el acantilado a sus oídos
angustiados, se dio cuenta de que la
quería.

VI.
El tiempo, perdido el eje sobre el
que gira rutinariamente, derramó sobre
ellos tres días de atardeceres. Cuando el
sol iluminaba la portilla del camarote de
Ardita, una hora después del alba, se
levantaba feliz, se ponía el bañador y
subía a cubierta. Los negros dejaban el
trabajo cuando la veían y, riendo entre
dientes y murmurando, se apelotonaban
en la baranda mientras Ardita nadaba y
buceaba en el agua clara como un ágil
pececillo de estanque. Y por la tarde,
cuando refrescara, volvería a nadar, a
tumbarse y a fumar con Carlyle en el
acantilado; o se tumbarían en la arena de
la playa del sur, casi sin hablar, mirando
sólo cómo el día, multicolor y trágico,
se disolvía en la infinita languidez de
una noche tropical.
Y, a medida que pasaban las largas
horas de sol, Ardita dejó poco a poco de
concebirlas como un episodio
accidental, atolondrado, un brote de
amor en un desierto de realidad. Le daba
miedo el instante en que reemprendieran
camino hacia el sur; le daban miedo
todas las posibilidades que tenía ante sí;
pensar era una molestia y tomar
decisiones resultaba odioso. Si rezar
hubiera ocupado algún espacio en los
rituales paganos de su alma, sólo le
hubiera pedido a la vida que la dejaran
tranquila un tiempo, entregada
perezosamente a las ingenuas e
ingeniosas ocurrencias de Carlyle, a la
viveza de su imaginación adolescente, y
a la veta de monomanía que parecía
recorrer todo su carácter y dar color a
cada uno de sus actos.
Pero ésta no es la historia de una
pareja en una isla, ni tiene como tema
principal el amor que nace de la
soledad. Sólo es la presentación de dos
temperamentos, y su idílica localización
entre las palmeras de la Corriente del
Golfo es puramente accidental. Casi
todos nos contentamos con existir y
reproducirnos, y luchar por el derecho a
hacer ambas cosas, pero la idea
esencial, el intento condenado al fracaso
de controlar el propio destino, está
reservada a unos pocos afortunados o
desgraciados. Lo que más me interesa de
Ardita es el coraje, el coraje que se
empañará a la par que su juventud y su
belleza.
—Llévame contigo —dijo una
noche, echados perezosamente en la
hierba bajo las palmeras abiertas como
abanicos oscuros. Los negros habían
desembarcado sus instrumentos, y la
música del ragtime se propagaba
suavemente con la brisa templada de la
noche—. Me gustaría volver a aparecer
dentro de diez años transformada en una
fabulosa y riquísima princesa india.
Carlyle se apresuró a contestar.
—Ya sabes que puedes.
Ella se rió.
—¿Es una proposición de
matrimonio? ¡Edición especial! Ardita
Farnam se casa con un pirata. Chica de
la alta sociedad raptada por un jazzista
atracador de bancos.
—No fue un banco.
—¿Qué fue? ¿Por qué no me lo
cuentas?
—No quiero desilusionarte.
—Querido amigo, yo no me hago
ninguna ilusión contigo.
—Me refiero a las ilusiones que te
haces sobre ti misma.
Lo miró sorprendida.
—¡Sobre mí! ¿Qué diablos tengo yo
que ver con tus crímenes?
—Eso habría que verlo. Ardita se le
acercó y le acarició la mano.
—Querido señor Curtis Carlyle —
murmuró—, ¿estás enamorado de mí?
—Como si eso te importara.
—Claro que me importa: creo que
me he enamorado de ti. La miró con
ironía.
—Así la cuenta total de enero
asciende a media docena —sugirió—.
¿Te imaginas que me tomara en serio el
farol y te pidiera que te vinieras
conmigo a la India?
—¿Y si me fuera? Carlyle se
encogió de hombros. —Nos casaríamos
en Callao.
—¿Qué vida puedes ofrecerme? No
quiero molestarte, pero te lo pregunto en
serio: ¿Qué será de mí si te coge esa
gente que quiere la recompensa de
veinte mil dólares? —Creía que no
tenías miedo.
—Nunca tengo miedo. Pero no voy a
arruinar mi vida sólo por demostrarle a
un hombre que no tengo miedo.
—Ojalá hubieras sido pobre: sólo
una chica pobre que sueña sentada en
una cerca en una calurosa tierra de
vacas. —¿Te hubiera gustado?
—He sido feliz asombrándote,
viendo cómo se te abrían los ojos ante
las cosas. ¡Si pudieras desear las cosas!
¿Te das cuenta?
—Sí, te entiendo. Como las chicas
que miran embobadas los escaparates de
las joyerías.
—Sí… Y quieren el reloj ovalado
de platino ribeteado de diamantes.
Entonces tú decidirías que es demasiado
caro y elegirías uno de oro blanco que
vale cien dólares. Y yo diría: ¿Caro? No
me lo parece, Y entraríamos en la
joyería, e inmediatamente el reloj de
platino estaría brillando en tu muñeca.
—Suena muy agradable y muy
vulgar, y divertido, ¿no?, murmuró
Ardita.
—¿A que sí? ¿Nos imaginas
viajando por el mundo, gastando dinero
a manos llenas, venerados por porteros
y camareros? Ah, bienaventurados sean
los ricos puros, porque ellos poseerán la
tierra.
—Sinceramente: me gustaría que las
cosas fueran así.
—Te quiero, Ardita —dijo Carlyle
con ternura.
La cara de Ardita perdió su
expresión infantil un instante y se puso
extraordinariamente seria.
—Me gusta estar contigo —dijo—,
más que con ningún otro hombre de los
que he conocido. Y me gusta cómo me
miras y tu pelo negro, y cómo te asomas
por la borda cuando vamos a la playa.
La verdad es, Curtis Carlyle, que me
gusta todo lo que haces cuando te
comportas con absoluta naturalidad.
Creo que tienes temperamento, y ya
conoces mis ideas sobre el asunto.
Algunas veces, cuando te tengo cerca,
me dan ganas de besarte de pronto y
decirte que sólo eres un chico idealista
con un montón de tonterías inocentes en
la cabeza. A lo mejor, si yo fuera un
poco mayor y estuviera más aburrida,
me iría contigo. Tal como son las cosas,
creo que volveré y me casaré… con el
otro.
En el lago plateado las siluetas de
los negros se retorcían y contorsionaban
a la luz de la luna, como acróbatas que,
después de pasar un largo periodo de
inactividad, necesitaran derrochar en sus
volatinerías un exceso de energías.
Avanzaban en fila india, en círculos
concéntricos, echando la cabeza hacia
atrás o inclinándose sobre sus
instrumentos como faunos sobre sus
caramillos. Y del trombón y el saxofón
se derramaba sin cesar una melodía
armoniosa, a ratos alegre y
desenfrenada, y a ratos lastimera y
obsesionante como una danza de la
muerte en el corazón del Congo.
—¡Bailemos! —gritó Ardita—. No
me puedo estar quieta mientras suena
este jazz tan estupendo.
La cogió de la mano y la llevó hasta
una amplia extensión de arena
endurecida que la luna inundaba de
esplendor. Flotaban como mariposas que
se dejaran llevar por la intensa nube de
luz, y, mientras la sinfonía fantástica
gemía y ascendía y se debilitaba y
desaparecía, Ardita perdió el poco
sentido de la realidad que le quedaba y
abandono su imaginación al perfume de
ensueño de las flores tropicales y a los
aéreos e infinitos espacios estrellados, y
tenía la impresión de que si abría los
ojos se encontraría bailando con un
fantasma en un país creado por su
fantasía.
—Esto es lo que yo llamaría una
fiesta selecta y privada —murmuró
Carlyle.
—Creo que me he vuelto loca…
deliciosamente loca.
—Nos han hechizado. Las sombras
de innumerables generaciones de
caníbales nos vigilan desde la cima de
ese acantilado.
—Y apuesto lo que quieras a que las
caníbales están diciendo que bailamos
demasiado pegados, y que es una
vergüenza que no me haya puesto el
anillo en la nariz.
Se reían suavemente, y de pronto las
risas se apagaron porque, en la otra
orilla del lago, habían callado los
trombones en mitad de un compás, y los
saxofones emitían un gemido asustado y
dejaban poco a poco de oírse.
—¿Qué pasa? —gritó Carlyle.
Después de un instante de silencio
distinguieron la silueta oscura de un
hombre que rodeaba el lago corriendo.
Cuando estuvo más cerca, vieron que
era Babe en un estado de nerviosismo
insólito. Se acercó y les contó las
nuevas noticias, sofocado, comiéndose
las palabras.
—Un barco, un barco a menos de un
kilómetro, señor. Dios bendito, nos
vigila y ha echado el ancla.
—¿Un barco? ¿Qué tipo de barco?
—preguntó Carlyle angustiado.
Su voz denotaba inquietud, y a
Ardita se le encogió el corazón de
repente cuando le vio la cara
desencajada.
—No lo sé, señor.
—¿Han mandado un bote?
—No, señor.
—Vamos —dijo Carlyle.
Subieron la colina en silencio, la
mano de Ardita aún en la de Carlyle,
como cuando dejaron de bailar. Sentía
cómo él cerraba la mano de vez en
cuando, nervioso, como si no fuera
consciente del contacto, pero, aunque le
hacía daño, no intentó soltarse. Pareció
transcurrir una hora antes de que
alcanzaran la cima y reptaran
sigilosamente hasta el borde del
acantilado. Tras una breve ojeada,
Carlyle sofocó un grito involuntario. Se
trataba de un guardacostas con cañones
de seis pulgadas colocados de popa a
proa.
—¡Nos han descubierto! —dijo con
un suspiro—. ¡Nos han descubierto! Han
debido encontrar nuestro rastro en algún
sitio.
—¿Estás seguro de que han
descubierto el canal? Quizá sólo
esperan para echar un vistazo a la isla
por la mañana. Desde donde están no
pueden ver la abertura en el acantilado.
—Pueden verlo con los prismáticos
—dijo, sin esperanza. Miro el reloj—.
Ya casi son las dos. No podrán hacer
nada hasta que amanezca, eso está claro.
Y siempre existe la remota posibilidad
de que sólo estén esperando a otro
barco, o combustible.
—Creo que nosotros podemos
también quedarnos aquí.
Las horas pasaban. Estaban
tumbados, en silencio, juntos, las manos
en la mejilla, como niños que durmieran.
Detrás de ellos, encogidos, los negros,
pacientes, resignados, conformes,
proclamaban con sus sonoros ronquidos
que ni siquiera la presencia del peligro
podía domeñar su invencible ansia
africana de sueño.
Poco antes de las cinco de la
mañana Babe se acercó a Carlyle y le
dijo que había media docena de fusiles
en el Narciso. ¿Había decidido no
ofrecer resistencia? Babe creía que
podían montar una buena batalla si lo
planeaban bien.
Carlyle se echó a reír y negó con la
cabeza.
—Esto no es una película, Babe. Es
un guardacostas lo que nos espera. Sería
como enfrentarse con arco y flechas a
una ametralladora. Si quieres enterrar
las bolsas en alguna parte, para poder
recuperarlas más tarde, hazlo. Pero será
inútil: excavarán la isla de punta a
punta. Es una batalla perdida, Babe.
Babe agachó la cabeza en silencio y
se fue, y la voz de Carlyle era más ronca
cuando le dijo a Ardita:
—Es el mejor amigo que he tenido.
Daría la vida por mí, y estaría orgulloso
de poder hacerlo, si yo se lo pidiera.
—¿Te das por vencido?
—No tengo otra posibilidad. Es
verdad que siempre hay una salida, la
más segura, pero puede esperar. No
pienso perder la cabeza. No me perdería
mi propio juicio por nada del mundo:
así viviré la interesante experiencia de
ser famoso. «La señorita Farnam declara
que el comportamiento del pirata fue en
todo momento propio de un caballero».
—¡Cállate! Me da una pena horrible.
Cuando el color se diluyó en el cielo
y el azul apagado se convirtió en un gris
de plomo, percibieron un gran tumulto
en la cubierta del barco y divisaron a un
grupo de oficiales en uniforme blanco
reunidos junto a la borda. Tenían
prismáticos y examinaban el islote con
atención.
—Se acabó —sentenció Carlyle,
inexorable.
—¡Maldita sea! —dijo Ardita entre
dientes. Sentía cómo los ojos se le
llenaban de lágrimas.
—Volveremos al yate —dijo Carlyle
—. Prefiero que me encuentren allí a ser
cazado como una alimaña.
Abandonaron la cima y descendieron
por la colina, y, cuando llegaron al lago,
los remeros negros, silenciosos, los
llevaron al yate. Entonces, pálidos y
abatidos, se echaron en las tumbonas, a
esperar.
Media hora después, bajo la débil
luz gris, la proa del guardacostas
apareció en el canal y se detuvo: era
evidente que temían que la bahía fuera
demasiado poco profunda. Por la
apacible apariencia del yate, el hombre
y la chica en las tumbonas, y los negros
apoyados con curiosidad en la
barandilla, habían deducido que no
encontrarían resistencia, y lanzaron dos
botes: en uno iban un oficial y seis
policías, y en el otro cuatro remeros y, a
popa, dos hombres canosos con ropa
deportiva. Ardita y Carlyle se
levantaron y, casi sin pensarlo, se
miraron a los ojos. Entonces Carlyle se
metió la mano en el bolsillo y sacó un
objeto circular, fulgurante, y se lo dio.
—¿Qué es esto? —pregunto,
maravillada.
—No estoy muy seguro, pero, por
las palabras rusas que lleva grabadas en
el interior, creo que es la célebre
pulsera que te habían prometido.
—Pero… Pero… ¿De dónde
diablos…?
—Estaba en una de las bolsas. Ya
sabes: Curtís Carlyle y sus Seis
Compadres Negros, en plena actuación
en el salón de té de un hotel de Palm
Beach, cambiaron sus instrumentos por
pistolas automáticas y atracaron al
público. Yo le quité esta pulsera a una
preciosa pelirroja con demasiado
maquillaje encima.
Ardita frunció las cejas y sonrió.
—¡Así que eso fue lo que hiciste! Sí,
tienes temperamento.
Carlyle hizo una reverencia.
—Una conocida cualidad burguesa.
Entonces el amanecer avanzó
intrépidamente por la cubierta y obligó a
las sombras a retroceder hasta sus
esquinas grises. El rocío se evaporaba,
volviéndose niebla dorada, sutil como
un sueño, y los envolvía, y parecían de
gasa, vestigios de la noche, infinitamente
fugaces, a punto de disolverse. Durante
un instante mar y cielo dejaron de
respirar, y la aurora de dedos rosados
tocó los jóvenes labios de la vida…
Luego, de más allá del lago, llegó el
quejido de un bote y el crujir de los
remos.
De pronto, recortándose contra el
horno de oro que nacía en el este, dos
gráciles siluetas se fundieron en una y él
besó sus labios de niña mimada.
—Es como estar en la gloria —
murmuró Carlyle.
Ardita le sonrió.
—¿Eres feliz?
Suspiró, y aquel suspiro era una
bendición: la seguridad encantada de
que en aquel momento era más joven y
bella que nunca. Y la vida volvió a ser
radiante, y el tiempo era un fantasma, y
sus fuerzas eran eternas. Entonces hubo
una sacudida y un crujido al rozar el
bote el casco del yate.
Por la escalerilla subieron los dos
hombres de pelo gris, el oficial y dos
marineros que empuñaban revólveres.
El señor Farnam cruzó los brazos y miró
a su sobrina.
—Muy bien —dijo, asintiendo con
la cabeza lentamente. Ardita suspiró,
dejó de abrazar a Carlyle, y sus ojos,
transfigurados y ausentes, se posaron en
el pelotón de abordaje. Su tío observaba
cómo su labio superior poco a poco se
alzaba, en ese orgulloso puchero que él
conocía tan bien.
—Muy bien —repitió, furioso—.
Así que ésta es la idea que tienes del
amor: fugarte con un pirata.
Ardita lo miró con indiferencia.
—¡Qué tonto eres! —dijo, muy
tranquila.
—¿Eso es lo mejor que se te ocurre
decir?
—No —dijo, como si estuviera
reflexionando—. No, hay algo más: esa
frase que conoces tan bien, con la que he
terminado la mayoría de nuestras
conversaciones de los últimos años.
¡Cállate!
Y, dicho esto, les dedicó a los dos
vejestorios, al oficial y a los dos
marineros una breve mirada de
desprecio, dio media vuelta y
desapareció orgullosamente por la
escotilla que llevaba a los camarotes.
Pero, si hubiera esperado un poco,
hubiera oído algo bastante infrecuente en
las conversaciones con su tío: su tío
había estallado en carcajadas
incontrolables, a las que se había unido
el otro vejestorio.
Este último se dirigió con energía a
Carlyle, que había estado observando la
escena con un aire de misterioso
regocijo.
—Bien, Toby —dijo afablemente—,
caradura incurable, romántico
perseguidor de arcoiris, ¿has encontrado
por fin la mujer que buscabas?
Carlyle sonrió, muy seguro.
—Por supuesto —dijo—. Sabía que
sería así desde la primera vez que oí
hablar de sus correrías disparatadas.
Por eso le ordené a Babe que lanzara el
cohete de señales anoche.
—Me alegro —dijo el coronel
Moreland, serio—. Os seguíamos de
cerca por si teníais algún problema con
estos seis negros tan raros, pero no
esperábamos encontraros a los dos en
una situación tan comprometida —
suspiró—. Bueno, ¡manda a un loco a
cazar a un loco!
—Tu padre y yo —dijo el señor
Farnam— pasamos la noche en vela
esperando lo mejor, que quizá sea lo
peor. Bien sabe Dios que le has gustado
a Ardita, hijo mío. Me estaba volviendo
loco. ¿Le diste la pulsera rusa que el
detective que contraté consiguió de esa
tal Mimi?
Carlyle asintió.
—¡Shhh! —dijo—. Viene Ardita.
Ardita apareció en la escalerilla de
los camarotes, y los ojos se le fueron
involuntariamente a las muñecas de
Carlyle. Una expresión de perplejidad
se dibujó en su cara. Los negros
empezaron a cantar en la popa, y el lago,
frío con el fresco del amanecer,
devolvía serenamente el eco de sus
voces profundas.
—Ardita —dijo Carlyle,
tímidamente.
Ardita se acercó más.
—Ardita —repitió, con la
respiración entrecortada—. Tengo que
decirte… la verdad. Todo ha sido una
trampa, Ardita. No me llamo Carlyle.
Me llamo Moreland, Toby Moreland.
Toda la historia ha sido un invento,
Ardita, fruto del clima de Florida.
Lo miró fijamente: el asombro, la
perplejidad, la incredulidad y la rabia
se reflejaban sucesivamente en su cara.
Ninguno de los tres hombres se atrevía a
respirar. El señor Moreland dio un paso
hacia Ardita. La boca del señor Farnam
empezó a curvarse tristemente, a la
espera, presa del pánico, del previsible
estallido.
Pero no llegó. La cara de Ardita se
iluminó de repente, y con una risilla se
acercó de un salto al joven Moreland y
lo miró sin rastro de rabia en los ojos
grises.
—¿Me juras —dijo dulcemente—
que todo ha sido sólo producto de tu
imaginación?
—Lo juro —dijo el joven Moreland,
anhelante.
Ella atrajo su rostro y lo besó
suavemente.
—¡Qué imaginación! —dijo con
ternura y casi con envidia—. Quiero que
me mientas toda mi vida, con toda la
dulzura de que eres capaz.
Las voces de los negros llegaban
soñolientas desde la popa, mezcladas
con una melodía que Ardita ya les había
oído cantar:

El tiempo es un ladrón;
alegrías y penas
se van con las hojas
en otoño…

—¿Qué había en las bolsas? —


preguntó en voz baja.
—Arena de Florida. Es una de las
dos verdades que te he dicho.
—Tal vez yo pueda adivinar la otra
—dijo Ardita. Y, poniéndose de
puntillas, lo besó dulcemente… en la
ilustración.
Primero de Mayo
(S.O.S.)

Primero de Mayo (S.O.S.),


la primera gran novela corta
de Fitzgerald, publicada
durante su primer año de
escritor profesional, apareció
en julio de 1920. Es probable
que Fitzgerald se la vendiera a
los directores literarios de
Smart Set, H. L. Mencken y
Georgejean Nathan, sin
ofrecérsela antes al Post ni a
ninguna otra revista, porque el
material era demasiado
realista y fuerte. Primero de
Mayo (S.O.S.) fue la obra de
mayor éxito entre las que
inspiró el interés ocasional de
Fitzgerald por la escuela de
narrativa naturalista y
determinista. Aunque fue leída
por el público al que
Fitzgerald quería llegar, Smart
Set sólo le pagó 200 dólares
por esta obra maestra.
Primero de Mayo (S.O.S.)
se inspiró en la sensación de
fracaso de Fitzgerald durante
la primavera de 1919, cuando
trabajaba en una agencia de
publicidad de Nueva York.
Fitzgerald hizo este
comentario cuando el relato
fue incluido en Cuentos de la
era del jazz (1922):
«Este relato es un tanto
desagradable… Cuenta una
serie de acontecimientos que
tuvieron lugar en la
primavera del año pasado.
Los tres acontecimientos me
causaron una gran impresión.
No tuvieron relación entre sí
en la vida real, excepto por la
histeria general de aquella
primavera que inauguró la
Era del Jazz, pero en mi
relato he intentado, me temo
que sin éxito, darles forma
unitaria: una forma que
reprodujera el efecto de
aquellos meses en Nueva
York, tal como los vio un
miembro de la que entonces
era la generación más
joven».

Había habido una guerra, librada y


ganada, y arcos triunfales atravesaban la
gran ciudad de los vencedores,
impresionante, llena de flores blancas,
rojas y rosas que arrojaba la multitud.
Duranre aquellos largos días de
primavera, los soldados que regresaban
desfilaban por las calles principales
precedidos por el retumbar de los
tambores y el alegre y resonante
resoplar de la trompetería, mientras los
comerciantes y los oficinistas
abandonaban sus discusiones y sus
cuentas y, agolpándose muy serios en las
ventanas, volvían hacia los batallones
que desfilaban un ramillete de caras
blancas.
Jamás había habido en la gran
ciudad tanto esplendor, porque la guerra
victoriosa había traído consigo la
abundancia, y los comerciantes habían
acudido en tropel con sus familias desde
el Sur y el Oeste para disfrutar de los
suculentos banquetes y asistir a las
fastuosas diversiones programadas, y
para comprarles a sus esposas abrigos
de piel para el próximo invierno, y
bolsos de malla de oro, y zapatos de
baile de seda y plata, y raso rosa, y telas
doradas.
Los escritorzuelos y los poetas del
pueblo vencedor cantaban tan feliz y
ruidosamente la paz y la prosperidad
inminentes, que los derrochadores de
todas las provincias acudían en número
cada vez mayor a beber el vino del
entusiasmo, y los comerciantes vendían
cada vez con mayor rapidez sus
baratijas y sus zapatos de baile, hasta
que reclamaron a gritos más baratijas y
más zapatos para poder seguir
liquidándolos, de acuerdo con las
exigencias del público. Algunos alzaban
en vano los brazos al cielo y gritaban:
—¡Ay! ¡No me quedan zapatos! ¡Ni
baratijas! ¡Ayúdame, Dios mío, que no
sé qué hacer!
Pero nadie atendió sus quejas,
porque las multitudes tenían demasiadas
cosas que hacer. Día tras día, la
infantería desfilaba alegremente por la
avenida, y todos se regocijaban porque
los jóvenes que regresaban eran puros y
valientes, de dientes sanos y sonrosadas
mejillas, y las jóvenes del país eran
vírgenes, y hermosas de cara y cuerpo.
De modo que, en aquel tiempo,
sucedieron muchas aventuras en la gran
ciudad, y, de aquellas aventuras, algunas
—o acaso una sola— se consignan aquí.

I.

A las nueve de la mañana del 1 de


mayo de 1919 un joven se dirigió al
conserje del Hotel Biltmore y le
preguntó si el señor Philip Dean estaba
registrado en el hotel y, en caso de que
así fuera, si podría llamar por teléfono a
su habitación. El joven vestía un traje de
buen corte, ya raído. Era bajo, delgado,
de una belleza oscura; enmarcaban sus
ojos unas pestañas excepcionalmente
largas y el semicírculo azulado de la
mala salud: este último efecto era
intensificado por un brillo poco natural
que coloreaba su rostro como una
febrícula persistente.
El señor Dean estaba en el hotel. Le
señalaron un teléfono al joven.
Descolgaron un segundo después; en
algún sitio de los pisos superiores una
voz soñolienta dijo: «Diga».
—¿El señor Dean? —inquirió con
verdadera ansiedad—. Soy Gordon,
Phil. Gordon Sterrett. Estoy en la
recepción. He sabido que estabas en
Nueva York y me he imaginado que te
encontraría aquí.
La voz soñolienta se fue llenando de
entusiasmo. Bueno, ¿cómo estaba Gordy,
el querido y viejo amigo Gordy? ¡Qué
sorpresa! ¡Qué alegría! Que subiera
inmediatamente, ¡por todos los diablos!
Minutos después Philip Dean, en
pijama de seda azul, abría la puerta de
la habitación y los dos jóvenes se
saludaban con una euforia un poco
embarazosa. Tenían los dos 24 años y
eran licenciados por Yale desde el año
anterior a la guerra, pero aquí terminaba
bruscamente el parecido. Dean era
rubio, rubicundo y fuerte bajo el pijama
de tela fina. Irradiaba de pies a cabeza
buena salud, una perfecta forma física.
Sonreía con frecuencia, mostrando una
dentadura grande y prominente.
—Iba a llamarte —exclamó con
entusiasmo—. Me estoy tomando un par
de semanas de vacaciones. Siéntate un
momento, si no te importa, y enseguida
estoy contigo. Iba a ducharme.
Mientras desaparecía en el cuarto de
baño, los ojos oscuros del visitante
vagaron por la habitación, deteniéndose
un instante en una gran bolsa de viaje
inglesa que había en un rincón, y en un
juego de camisas de seda esparcidas por
las sillas entre corbatas impresionantes
y suaves calcetines de lana.
Gordon se levantó, cogió una de las
camisas y la examinó minuciosamente.
Era de seda pura, amarilla, con finas
rayas celestes: había casi una docena
iguales. Gordon miró involuntariamente
los puños de su camisa: tenían los
bordes rotos y deshilachados, grises de
suciedad. Soltó la camisa de seda y,
sujetándose las mangas de la chaqueta,
se subió los puños deshilachados de la
camisa hasta que no se vieron. Luego se
acercó al espejo y se miró con una
curiosidad desganada y triste. Su
corbata, que había conocido tiempos
mejores, estaba descolorida y arrugada:
ya no escondía los ojales desgastados
del cuello. Pensó, sin ninguna alegría,
que sólo tres años antes había sido
elegido por amplia mayoría, en las
elecciones de los estudiantes veteranos
de la universidad, el alumno más
elegante de su promoción.
Dean salió del baño frotándose el
cuerpo.
—Anoche vi a una vieja amiga tuya
—le comentó—. Me crucé con ella en
recepción y no pude acordarme del
nombre. Aquella chica con la que salías
durante el último curso en New Haven.
Gordon se sobresaltó.
—¿Edith Bradin? ¿Te refieres a
ella?
—Exactamente. Menuda belleza.
Todavía parece una muñequita… Ya
sabes lo que quiero decir: como si
fueras a mancharla con sólo tocarla.
Observó en el espejo, con placer, su
magnífica imagen, sonrió levemente y
dejó ver una parte de la dentadura.
—Debe de tener ya veintitrés años
—siguió hablando.
—Cumplió veintidós el mes pasado
—dijo Gordon, distraído.
—¿Qué? Ah, sí, el mes pasado.
Bueno, me figuro que habrá venido para
el baile del club Gamma Psi, el de las
estudiantes de Yale. ¿Sabes que esta
noche organizan un baile en el Hotel
Delmonico? Tienes que venir, Gordy.
Medio New Haven estará allí. Te puedo
conseguir una invitación.
Después de ponerse con desgana
ropa interior limpia, Dean encendió un
cigarro, se sentó junto a la ventana
abierta y se examinó los tobillos y las
rodillas a la luz del sol matutino que
inundaba la habitación.
—Siéntate, Gordon —dijo—, y
cuéntame todo lo que has hecho, y lo que
estás haciendo ahora, y todo eso.
Gordon se desplomó
inesperadamente en la cama: se quedó
inmóvil, inerte. Su boca, que se le abría
un poco cuando tenía la cara relajada,
adquirió de pronto una expresión
indefensa y patética.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Dean
enseguida.
—¡Dios mío!
—¿Qué te pasa?
—Lo más desastroso del mundo —
dijo rotundamente—. Estoy
absolutamente hecho pedazos, Phil. No
puedo más.
—¿Cómo?
—No puedo más —le temblaba la
voz.
Dean lo observó con mayor
atención, escrutándolo con sus ojos
azules.
—Parece que estás mal de verdad.
—Lo estoy. He arruinado mi vida —
hizo una pausa—… Pero sería mejor
empezar por el principio… ¿O te
aburro?
—En absoluto, cuéntame —lo dijo,
sin embargo, con cierto titubeo. Había
planeado el viaje al Este como unas
vacaciones, y encontrarse con Gordon
Sterrett lleno de problemas lo
exasperaba un poco—… Cuéntame —
repitió, y añadió entre dientes—:
Acabemos ya.
—Bueno —comenzó Gordon,
inseguro—, volví de Francia en febrero,
estuve un mes en casa, en Harrisburg, y
me vine a Nueva York a buscar trabajo.
Conseguí un empleo en una empresa de
exportaciones. Me echaron ayer.
—¿Te echaron?
—Ahora te lo explico, Phil. Quiero
hablarte con toda franqueza. Creo que
eres la única persona a la que puedo
recurrir en una situación como ésta. No
te molesta que te hable con franqueza,
¿verdad?
Dean se puso un poco más tenso. Los
golpecitos que se daba en las rodillas se
convirtieron en automáticos. Tenía la
vaga sensación de que lo obligaban
injustamente a cargar con el peso de una
responsabilidad; no estaba seguro, ni
mucho menos, de desear que Gordon le
contara nada. Aunque nunca le había
sorprendido encontrarlo en dificultades
de poca monta, había algo en la actual
desesperación de Gordon que le
repugnaba y lo volvía cruel, aunque
despertara su curiosidad.
—Cuéntame.
—Se trata de una chica.
—Vaya… —Dean decidió en aquel
momento que nada iba a estropearle las
vacaciones. Si Gordon iba a ser tan
deprimente, lo mejor sería verlo lo
menos posible.
—Se llama Jewel Hudson —
prosiguió la afligida voz desde la cama
—. Creo que fue «pura» hasta hace más
o menos un año. Vivía aquí, en Nueva
York; su familia era pobre. Sus padres
han muerto y ahora vive con una tía
mayor. Sabes, la época en que la conocí
fue cuando todos empezaron a volver de
Francia en oleadas, y yo no hacía otra
cosa que ir a recibir a los recién
llegados y participar en las fiestas en su
honor. Así comenzó todo, Phil, sólo
porque yo me alegraba de volver a ver a
la gente y ellos de verme a mí.
—Deberías haber tenido más sentido
común.
—Lo sé —Gordon hizo una pausa y
luego continuó sin mucho interés—.
Ahora vivo solo, soy independiente, ya
sabes, Phil, y no soporto la pobreza.
Entonces apareció esa maldita chica. Se
enamoró de mí, a su manera, por un
tiempo, y, aunque nunca tuve intención
de complicarme la vida con ella, me la
encontraba en todas partes. Puedes
imaginarte el tipo de trabajo que hacía
para aquellos exportadores. Claro que
siempre he pensado dedicarme al
dibujo, hacer ilustraciones para las
revistas. Da bastante dinero.
—¿Por qué no lo haces? Tienes que
ponerte a trabajar en serio, si quieres
salir adelante —le dijo Dean con frío
formalismo.
—Algo he intentado, pero mis
dibujos son torpes. Tengo talento, Phil,
pero no conozco la técnica. Debería ir a
alguna academia, pero no puedo
permitírmelo. Bueno, las cosas
alcanzaron un punto crítico hace más o
menos una semana. Justo cuando me
estaba quedando sin un dólar, esa chica
empezó a fastidiarme. Quiere dinero;
dice que puede causarme problemas si
no se lo doy.
—¿Puede?
—Me temo que sí. Ésa es una de las
razones por las que he perdido mi
trabajo: empezó a llamar a la oficina a
todas horas, y ésa ha sido la gota que ha
colmado el vaso. Ha escrito una carta
para mandársela a mi familia. Me tiene
bien cogido, está claro. Tengo que
encontrar dinero para dárselo.
Hubo un silencio embarazoso.
Gordon permanecía inmóvil, con los
puños apretados.
—No puedo más —continuó con voz
temblorosa—. Me estoy volviendo loco,
Phil. Creo que, si no me hubiera
enterado de que venías al Este, me
hubiera matado. Necesito que me prestes
300 dólares.
Las manos de Dean, que habían
estado acariciando sus rodillas, se
detuvieron de repente… y la curiosa
incertidumbre que había flotado entre
los dos hombres se convirtió en tensión,
en tirantez.
Un segundo después Gordon
continuó:
—He sangrado tanto a mi familia,
que me daría vergüenza pedirles un solo
céntimo más.
Dean siguió sin contestar.
—Jewel me ha dicho que quiere
doscientos dólares.
—Ya sabes adónde tienes que
mandarla.
—Sí, suena fácil, pero tiene un par
de cartas que le escribí estando
borracho. Y desgraciadamente no es el
tipo de mujer débil que uno se imagina.
Dean hizo una mueca de
repugnancia.
—No soporto a las mujeres así.
Tendrías que haberte mantenido a
distancia.
—Lo sé —admitió Gordon con tono
de cansancio.
—Hay que aceptar las cosas como
son. Si no tienes dinero, tienes que
trabajar y no andar con mujeres.
—Para ti es fácil decirlo —comenzó
Gordon, entrecerrando los ojos—.
Tienes dinero a espuertas.
—En absoluto. Mi familia controla
rigurosamente mis gastos. Precisamente
porque tengo cierta libertad para gastar,
tengo que tener un cuidado especial para
no abusar de ella —levantó la persiana
y entró un nuevo torrente de sol—. No
soy mojigato, bien lo sabe Dios —
continuó con decisión—. Me gusta
divertirme… Mucho más en vacaciones,
como ahora. Pero tienes… tienes una
pinta horrible. Nunca te había oído
hablar así. Parece que estás en
bancarrota… moral y económica.
—¿No van siempre juntas?
Dean movió la cabeza con
impaciencia.
—Tienes un halo permanente que no
puedo explicarme: es una especie de
maleficio.
—Es el halo de las preocupaciones,
la pobreza y las noches sin dormir —
dijo Gordon, casi desafiante.
—No lo sé.
—Sí, admito que soy deprimente.
Me deprimo a mí mismo. Pero, Dios
mío, Phil, una semana de descanso, un
traje nuevo y algunos billetes en el
bolsillo, y volvería… volvería a ser el
que fui. Phil, dibujo con facilidad, y lo
sabes. Pero no he tenido casi nunca el
dinero suficiente para comprar
materiales de buena calidad, y además
no puedo dibujar si estoy cansado,
desanimado, acabado. Con un poco de
dinero podría descansar unas semanas y
empezar a funcionar.
—¿Quién me dice que no te lo
gastarás con otra mujer?
—¿Hay que seguir machacando con
eso? —dijo Gordon en voz baja.
—No estoy machacando. Lamento
verte así.
—¿Me prestas el dinero, Phil?
—No puedo decidirlo
inmediatamente. Se trata de mucho
dinero y para mí va a ser un verdadero
sacrificio.
—Si no me lo prestas, me hundes. Sé
que estoy en plan llorón, y que todo es
culpa mía, pero eso no cambia las cosas.
—¿Cuándo podrías devolvérmelo?
Esas palabras eran esperanzadoras.
Gordon reflexionó. Quizá lo más
prudente era ser sincero.
—Podría prometerte, claro, que te lo
devolveré el mes que viene, pero… será
mejor decir tres meses. En cuanto
empiece a vender dibujos.
—¿Y cómo sé que vas a vender
algún dibujo?
Aquella nueva severidad en la voz
de Dean le provocó a Gordon un leve
estremecimiento de duda. ¿Era todavía
posible que no consiguiera el dinero?
—Creía que confiabas un poco en
mí.
—Y confiaba. Pero, cuando te veo
en ese estado, empiezo a dudar.
—¿Crees que si no estuviera en las
últimas hubiera acudido a ti en este
estado? ¿Crees que me resulta
agradable? —se interrumpió y se
mordió el labio, sintiendo que hubiese
sido mejor dominar la irritación
creciente en su tono de voz. A fin de
cuentas, era él el pedigüeño.
—Parece que te las ingenias muy
bien —dijo Dean irritado—. Has
conseguido ponerme en una situación en
la que, si no te presto el dinero, soy un
sinvergüenza. Sí, no digas que no. Y,
permite que te lo diga, no me es nada
fácil conseguir trescientos dólares. Mis
ingresos no son tan importantes como
para no notar semejante tajada.
Se levantó y empezó a vestirse,
eligiendo con cuidado la ropa. Gordon
alargó los brazos y se agarró a los
bordes de la cama, aguantándose las
ganas de llorar. La cabeza le dolía
terriblemente y le zumbaba, tenía la
boca seca y amarga y podía sentir la
fiebre en la sangre resolviéndose en
cifras constantes e innumerables como el
lento gotear de un tejado.
Dean se hizo el nudo de la corbata
con precisión, se peinó las cejas y se
quitó solemnemente de los dientes una
brizna de tabaco. A continuación llenó la
pitillera, lanzó pensativamente el
paquete vacío a la papelera y se metió el
estuche en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Has desayunado? —preguntó.
—No, nunca desayuno.
—Bueno, vamos afuera a tomar algo.
Luego decidiremos sobre el dinero.
Estoy cansado del asunto. He venido al
Este a divertirme. Vamos al club de Yale
—continuó, de mal humor. Y añadió con
un reproche implícito—: Has dejado el
trabajo. No tienes nada que hacer.
—Tendría muchas cosas que hacer si
dispusiera de algún dinero —dijo
Gordon intencionadamente.
—¡Por amor de Dios! ¿No puedes
hablar de otra cosa durante un minuto?
No vas a amargarme todas las
vacaciones. Aquí tienes, aquí tienes
algún dinero.
Sacó del monedero un billete de
cinco dólares y se lo arrojó a Gordon,
que lo dobló con cuidado y se lo guardó
en el bolsillo. Tenía un poco de color en
las mejillas, un nuevo brillo que no se
debía a la fiebre. Por un instante, antes
de salir, las miradas de los dos amigos
se encontraron, y en ese instante
descubrieron algo que los indujo a bajar
rápidamente la vista. En aquel instante
se odiaron rotunda y definitivamente.
II.

La Quinta Avenida y la calle 44 eran


un hervidero de gente al mediodía. El
sol opulento y feliz resplandecía como
oro fugaz a través de las gruesas
cristaleras de las tiendas de lujo,
iluminando bolsos de malla, monederos
y collares de perlas en estuches de
terciopelo gris, multicolores y
llamativos abanicos de plumas, encajes
y sedas de vestidos caros, malos
cuadros y delicados muebles antiguos en
las refinadas exposiciones de los
decoradores.
Jóvenes empleadas, en parejas,
grupos y enjambres, perdían el tiempo
ante aquellos escaparates, eligiendo su
futuro ajuar entre un surtido
resplandeciente que hasta incluía un
pijama de hombre, de seda, colocado
hogareñamente sobre la cama. Se
detenían frente a las joyerías y elegían
sus anillos de compromiso, y las
alianzas, y los relojes de platino, y luego
se dejaban arrastrar hacia los abanicos
de plumas y las capas para la ópera,
mientras digerían los bocadillos y
helados del almuerzo.
Aquí y allá, entre la multitud, había
hombres de uniforme, marineros de la
gran flota anclada en el Hudson,
soldados con insignias de las divisiones
estacionadas desde Massachussetts a
California, que deseaban febrilmente
llamar la atención y encontraban a la
gran ciudad absolutamente harta de
soldados, a no ser que estuvieran
agrupados en bellas formaciones,
incómodos bajo el peso de la mochila y
el fusil.
Dean y Gordon vagabundeaban entre
aquella mezcolanza: Dean, interesado y
entusiasmado por el espectáculo de una
humanidad en el colmo de su
superficialidad y garrulería; Gordon,
acordándose de cuántas veces había
formado parte de la multitud, cansado,
mal alimentado, agotado por el trabajo,
disoluto. Para Dean la lucha era
importante, joven, alegre; para Gordon
era triste, sin sentido ni fin.
En el club de Yale encontraron a un
grupo de compañeros de curso que
acogieron la llegada de Dean
clamorosamente. Sentados en
semicírculo en sofás y sillones, bebieron
whisky con hielo y soda.
A Gordon la conversación le pareció
aburrida e interminable. Comieron
juntos, en masse, templados por el
alcohol cuando apenas empezaba la
tarde. Todos iban a ir aquella noche al
baile del club de estudiantes Gamma
Psi: prometía ser la mejor fiesta desde
que acabó la guerra.
—Estará Edith Bradin —le dijo
alguien a Gordon—. ¿No fue tu novia un
tiempo? Los dos sois de Harrisburg,
¿no?
—Sí —trató de cambiar de tema—.
Veo a su hermano de vez en cuando. Es
una especie de socialista fanático.
Dirige un periódico o algo así, aquí, en
Nueva York.
—No se parece en nada a su
hermana, tan alegre, ¿verdad? —
continuó el vehemente informador—.
Bueno, Edith va al baile de esta noche
con un estudiante de primero o segundo
que se llama Peter Himmel.
Gordon se había citado con Jewel
Hudson a las ocho: le había prometido
llevarle algún dinero. Miró varias
veces, nervioso, el reloj. A las cuatro,
para alivio suyo, Dean se levantó y
anunció que iba a Rivers Brothers a
comprar cuellos y corbatas. Pero,
cuando salían del club, uno del grupo se
les unió, y Gordon se sintió consternado.
Dean estaba ahora de muy buen humor,
jovial, feliz, esperando la fiesta de
aquella noche, casi eufórico. En Rivers
compró una docena de corbatas,
eligiéndolas una a una después de largas
consultas con el otro amigo. ¿Creía que
habían vuelto a ponerse de moda las
corbatas estrechas? ¿No era una pena
que en Rivers ya no hubiera cuellos
Welsh Margotson? No existían cuellos
que pudieran compararse a los
Covington.
Gordon empezaba a sentir pánico.
Necesitaba el dinero en el acto. Y le
tentaba la idea de asistir al baile del
club de estudiantes Gamma Psi. Quería
ver a Edith: Edith, a la que no veía
desde aquella noche romántica en el
club de campo de Harrisburg, poco
antes de irse a Francia. El idilio se
había extinguido, ahogado en el tumulto
de la guerra y completamente olvidado
en el arabesco de aquellos tres meses,
pero una imagen de Edith, intensa,
elegante, inmersa en su charlatanería sin
importancia, le volvió a la mente de
improviso y trajo mil recuerdos con
ella. Era el rostro de Edith que él había
apreciado en la universidad con una
especie de admiración distanciada y
afectuosa. Le gustaba dibujarla: en las
paredes de su habitación había una
docena de bocetos de ella, mientras
jugaba al golf, mientras nadaba… y
podía dibujar con los ojos cerrados su
airoso y llamativo perfil.
Salieron de Rivers a las cinco y
media y se detuvieron un instante en la
acera.
—Bueno —dijo Dean afablemente
—, ya he terminado. Creo que volveré al
hotel, a que me afeiten, me pelen y me
den un masaje.
—Excelente —dijo el otro—. Creo
que iré contigo.
Gordon se preguntaba si después de
todo iba a salir derrotado. Tuvo que
hacer un esfuerzo para contenerse y no
gritarle al acompañante imprevisto:
«¡Vete de una vez, maldito seas!».
Sospechaba, desesperado, que Dean
había hablado con él y le había pedido
que se quedara para evitar una discusión
sobre el dinero.
Entraron en el Biltmore, un Biltmore
rebosante de muchachas, la mayoría del
Oeste y del Sur, debutantes estelares de
muchas ciudades, reunidas allí para el
baile de una famosa asociación de una
universidad famosa. Pero para Gordon
eran como rostros vistos en un sueño.
Reunió todas sus fuerzas para una última
súplica; ya iba a decir algo, no sabía
qué, cuando Dean, de pronto, le pidió
disculpas al otro y, tomando a Gordon
por el brazo, se lo llevó aparte.
—Gordy —dijo rápidamente—, he
estado pensando detenidamente en ese
asunto, y he decidido que no te puedo
prestar esa cantidad. Me gustaría hacerte
ese favor, pero no puedo. Me costaría un
mes de estrecheces.
Gordon, mirándolo sombríamente, se
preguntó cómo no se había dado cuenta
antes de cómo sobresalían los dientes
superiores de Dean.
—Lo siento muchísimo, Gordon —
continuó Dean—, pero las cosas son así
—sacó la billetera y contó
pausadamente setenta y cinco dólares en
billetes—. Aquí tienes —le dijo,
ofreciéndoselos—. Aquí hay setenta y
cinco; eso hace ochenta dólares en total.
Es todo lo que llevo en efectivo, además
de lo que tengo para los gastos de viaje.
Gordon levantó con gesto automático
la mano cerrada, la abrió como si fuera
unas tenazas y volvió a cerrarla en torno
al dinero.
—Te veré en el baile —añadió Dean
—. Tengo que ir a la barbería.
—Adiós —dijo Gordon, con voz
forzada y ronca.
—Adiós.
Dean empezó a sonreír, pero pareció
cambiar de idea. Inclinó enérgicamente
la cabeza y desapareció.
Gordon, en cambio, se quedó allí
quieto, su agradable semblante
demudado por la angustia, el fajo de
billetes apretado con fuerza en el puño.
Luego, cegado por repentinas lágrimas,
bajó torpemente las escaleras del
Biltmore.

III.

Hacia las nueve de aquella misma


noche dos seres humanos salieron de un
restaurante barato de la Sexta Avenida.
Eran feos, estaban mal alimentados, sólo
poseían una inteligencia primaria y ni
siquiera tenían esa exuberancia animal
que por sí sola le da color a la vida;
habían sido, hacía poco, atacados por
los parásitos, el hambre y el frío en una
sucia ciudad de un país extranjero; eran
pobres, no tenían amigos; habían sido
zarandeados como madera a la deriva
desde su nacimiento y así seguirían hasta
la muerte. Vestían el uniforme de la
Marina de Estados Unidos, y en el
hombro llevaban la insignia de una
división de Nueva Jersey que había
desembarcado tres días antes.
El más alto de los dos se llamaba
Carrol Key: el nombre insinuaba que
por sus venas, aunque ligeramente
diluida por generaciones de
degeneración, corría sangre de cierta
valía. Pero uno podía escrutar hasta el
infinito aquel rostro alargado, de mentón
huidizo, aquellos ojos apagados y
húmedos y los pómulos pronunciados,
sin encontrar ni una sombra de valor
ancestral o de ingenio innato.
Su compañero era moreno, con las
piernas arqueadas, ojos de rata y una
nariz ganchuda y partida más de una vez.
Su aire de desafío era obviamente un
fraude, un arma de defensa cogida
prestada de aquel mundo de gruñidos y
grescas, de fanfarronadas y amenazas
físicas, en el que siempre había vivido.
Se llamaba Gus Rose.
Salieron del restaurante y pasearon
tranquilamente por la Sexta Avenida,
empuñando los palillos de dientes con
verdadero entusiasmo y absoluta
desenvoltura.
—¿Adónde vamos? —preguntó
Rose, y el tono daba a entender que no
se sorprendería si Key sugería las islas
de los Mares del Sur.
—¿Que te parecería conseguir algo
de beber?
Todavía no existía la Ley Seca. Pero
una ley que prohibía la venta de alcohol
a los soldados hacía audaz la propuesta.
Rose aceptó con entusiasmo.
—Tengo una idea —continuó Key
después de pensar un momento—; tengo
un hermano que anda por aquí.
—¿Por Nueva York?
—Sí, un viejo —quería decir que
era mayor que él—. Es camarero en una
casa de comidas.
—Tal vez pueda conseguirnos algo.
—¡Ya lo creo!
—Puedes creerme, mañana mismo
me quito de encima este maldito
uniforme. No pienso volver a ponérmelo
nunca más. Voy a conseguirme ropa
como debe ser.
—¡Eh!, ¿y yo qué?
Como sus fondos en común no
llegaban ni a cinco dólares, tal
propósito podía ser considerado en gran
medida como un divertido juego de
palabras, inofensivo y consolador.
Pareció gustarles a ambos porque lo
reforzaron con risillas y citas de
personajes importantes en los ambientes
bíblicos, acompañadas de
exclamaciones como «¡Vaya, vaya!»,
«¡Caramba!», «¡Ya lo creo!», repetidas
una y otra vez.
Todo el repertorio intelectual de
aquellos dos hombres consistía en
comentarios nasales y resentidos,
ampliados en el curso de los años,
contra aquellas instituciones —el
Ejército, la fábrica o el asilo— que les
daban de comer, y contra su inmediato
superior en la institución. Hasta aquella
misma mañana la institución había sido
el Gobierno y el superior inmediato
había sido el capitán; de los dos se
habían liberado y se encontraban ahora
en esa fase un poco incómoda que
precedía a una nueva esclavitud.
Estaban resentidos, inseguros,
disgustados. Lo ocultaban fingiendo un
enorme alivio por haber sido
licenciados, y asegurándose mutuamente
que la disciplina militar jamás volvería
a regir sus voluntades inquebrantables,
amantes de la independencia. Pero, en
realidad, se hubieran sentido mucho más
tranquilos en la cárcel que en esta
recobrada e incuestionable libertad.
De repente Key apretó el paso.
Rose, levantando los ojos y siguiendo la
dirección de su mirada, descubrió una
muchedumbre que se estaba
congregando en mitad de la calle, a
cincuenta metros de distancia. Key soltó
una risilla y empezó a correr hacia la
multitud; Rose también se rió, y sus
piernas cortas y en arco se movieron al
ritmo de las zancadas largas y torpes de
su compañero.
Llegaron hasta donde empezaba la
multitud e inmediatamente se
convirtieron en parte indistinguible de
un gentío formado por andrajosos
civiles algo ebrios y por soldados que
representaban a muchas divisiones y
muchos estados de la sobriedad, todos
apiñados alrededor de un pequeño judío
gesticulante de grandes bigotes negros,
que agitaba los brazos mientras
pronunciaba una encendida pero escueta
arenga. Key y Rose, después de colarse
hasta la primera fila, lo escrutaron con
viva sospecha mientras las palabras
penetraban en su pobre sentido común.
—¿Qué habéis sacado de la guerra?
—gritaba con furia—. ¡Mirad a vuestro
alrededor! ¡Mirad! ¿Sois ricos? ¿Os han
ofrecido grandes sumas de dinero? No.
Tenéis suerte si conserváis la vida y las
dos piernas; tenéis suerte si habéis
vuelto y habéis encontrado que vuestra
mujer no se ha ido con uno que tenía
dinero suficiente para comprar que no lo
mandaran a la guerra. ¡Ésa es vuestra
suerte! ¿Quiénes han sacado algo, que no
sean J. P. Morgan y John D.
Rockefeller?
En este punto el discurso del
pequeño judío fue interrumpido por el
impacto hostil de un puñetazo en su
mentón con perilla y retrocedió
tambaleándose hasta quedar tumbado
sobre la acera.
—¡Dios maldiga a los bolcheviques!
—exclamó el enorme soldado-herrero
que había lanzado el golpe. Hubo un
murmullo de aprobación y la
muchedumbre se hizo más compacta.
El judío se levantó haciendo eses, e
inmediatamente volvió a caer, golpeado
por cinco o seis puños. Esta vez
permaneció tumbado, respirando
pesadamente, sangrando por el labio
partido.
Estalló un tumulto de voces, y un
minuto después Rose y Key se
encontraban Sexta Avenida abajo,
arrastrados por la abigarrada multitud,
bajo el liderazgo de un civil delgado
que llevaba sombrero y del musculoso
soldado que tan sumariamente había
puesto fin al discurso. La multitud había
aumentado formidablemente hasta
alcanzar proporciones asombrosas, y un
río de ciudadanos menos dispuestos a
comprometerse la seguía desde las
aceras prestando su apoyo moral con
intermitentes gritos de ánimo.
—¿Adónde vamos? —le gritó Key
al hombre que tenía más cerca.
Su vecino señaló al líder del
sombrero.
—¡Ése sabe dónde hay más, muchos
más! ¡Vamos a darles una lección!
—¡Vamos a darles una lección! —le
susurró gozoso Key a Rose, y Rose,
entusiasmado, le repitió la frase al
hombre que tenía al lado.
La procesión avanzaba por la Sexta
Avenida, y aquí y allá se le unían
soldados y marines, y, de vez en cuando,
civiles que se sumaban al grito
inevitable de que también ellos
acababan de licenciarse, y era como si
presentaran la solicitud de ingreso en un
club social y deportivo recién fundado.
La manifestación se desvió
bruscamente por una calle transversal y
se dirigió hacia la Quinta Avenida, y
entre sus componentes corrió la voz de
que se dirigían a una reunión comunista
en el Tolliver Hall.
—¿Dónde está eso?
La pregunta llegó hasta la cabeza de
la manifestación y un momento después
la respuesta se propagaba, hacia atrás,
por todas las filas. El Tolliver estaba en
la calle 10. ¡Otro grupo de soldados
dispuestos a disolver la reunión ya se
encontraba allí!
Pero la calle 10 parecía muy lejana,
y al oír la noticia una queja general se
elevó de la multitud y una veintena de
personas se separó de la manifestación.
Entre ellas se encontraban Rose y Key,
que disminuyeron plácidamente el paso
y dejaron que los más entusiastas los
adelantaran en su avance inexorable.
—Preferiría encontrar algo de beber
—dijo Key nada más detenerse, antes de
dirigirse a la acera entre gritos de
«¡traidores!», «¡desertores!».
—¿Tu hermano trabaja por aquí? —
preguntó Rose, con el aire de quien pasa
de los asuntos superficiales a los
eternos.
—Debería —respondió Key—. No
lo veo desde hace un par de años, desde
que me fui a Pensilvania. Y a lo mejor
ya no trabaja en el turno de noche. Es
por aquí. Seguro que nos consigue algo
si no se ha ido.
Encontraron el local después de
patrullar durante algunos minutos por la
calle: era un mísero restaurante de
medio pelo entre la Quinta Avenida y
Broadway. Key entró a preguntar por su
hermano George, mientras Rose
esperaba en la acera.
—Ya no trabaja aquí —dijo Key al
salir—. Ahora es camarero en el
Delmonico.
Rose asintió con aire de sabiduría,
como si ya lo hubiera previsto. No es de
extrañar que un hombre capaz cambie de
trabajo de vez en cuando. Una vez
conoció a un camarero… Mientras
proseguían su camino, empezaron una
larga discusión sobre si los camareros
ganaban más con la paga o con las
propinas, y decidieron que dependía del
tono más o menos elegante del local
donde trabajaran. Después de
intercambiar gráficas descripciones de
millonarios que cenaban en el
Delmonico y arrojaban billetes de
cincuenta dólares tras la primera botella
de champán, los dos hombres meditaron
muy en secreto la posibilidad de hacerse
camareros. La estrecha frente de Key ya
escondía la resolución de pedirle a su
hermano que le buscara trabajo.
—Un camarero puede beberse todo
el champán que esos tipos dejan en las
botellas —sugirió Rose, casi
paladeando el sabor, y añadió como si
se le hubiera ocurrido de pronto—:
¡Vaya, vaya!
Cuando llegaron al Delmonico eran
ya las diez y media, y se asombraron de
ver la larga fila de taxis que, uno detrás
de otro, se detenían ante la entrada para
que descendieran maravillosas señoritas
sin sombrero, acompañada cada una por
un estirado caballerete en traje de
etiqueta.
—Hay una fiesta —dijo Rose, con
cierto temor reverencial—. Quizá sea
mejor que no entremos. Tendrá mucho
trabajo.
—No, no. Se pondrá contento.
Después de algunas dudas, entraron
por la puerta que les pareció menos
ostentosa y, dominados repentinamente
por la indecisión, se detuvieron
nerviosos en una esquina apenas visible
del pequeño comedor en el que se
encontraban. Se quitaron las gorras y
permanecieron con ellas en la mano.
Una sombra de tristeza los invadió, y se
sobresaltaron cuando una puerta se abrió
de repente en el extremo opuesto del
comedor para dejar pasar a un camarero
raudo como un cometa que atravesó la
sala y desapareció por otra puerta.
Tres veces se repitieron estas
apariciones relámpago, antes de que los
dos espectadores alcanzaran el grado de
lucidez necesario para dirigirse a un
camarero. Se volvió, los miró con
suspicacia, y luego se les acercó con
pasos suaves de gato, como si estuviera
preparado para, en cualquier momento,
dar media vuelta y huir.
—Oiga —empezó Key—, oiga,
¿conoce a mi hermano? Trabaja de
camarero aquí.
—Se apellida Key —añadió Rose.
Sí, el camarero conocía a Key. Creía
que estaba arriba. Había una gran fiesta
en el salón principal. Le avisaría.
Diez minutos más tarde George Key
apareció y saludó a su hermano con el
mayor recelo; lo primero y más natural
que se le ocurrió fue que venía a pedirle
dinero.
George era alto, con el mentón poco
pronunciado, pero ahí terminaba el
parecido con su hermano. Los ojos del
camarero no eran apagados, sino
despiertos y chispeantes, y sus modales
eran suaves, educados, con un leve aire
de superioridad. Intercambiaron los
saludos de costumbre. George estaba
casado y tenía tres hijos. Parecía
interesarle bastante la noticia de que
Carrol había estado en el extranjero, en
la Marina, aunque no le impresionaba.
Carrol se sintió desilusionado.
—George —dijo el hermano menor
en cuanto terminaron las formalidades
—, queremos comprar bebida, pero
nadie quiere vendérnosla. ¿Podrías
conseguirnos algo?
George reflexionó.
—Claro. Es posible. Aunque puede
llevar media hora.
—No importa —aceptó Carrol—,
esperaremos.
Entonces Rose fue a sentarse en una
cómoda silla, pero un grito de George,
indignado, lo obligó a quedarse de pie.
—¡Eh! ¡Ten cuidado! ¡No te puedes
sentar ahí! Esta sala está preparada para
un banquete que hay a las doce.
—No la iba a estropear —dijo Rose
con resentimiento—; me han despiojado.
—No importa —dijo George
terminantemente—. Si el camarero
mayor me viera aquí de charla, se iba a
divertir mucho conmigo.
—Ah.
La mención del camarero mayor fue
una explicación más que suficiente para
los otros dos; manoseaban la gorra
nerviosos y esperaban que George les
sugiriera algo.
—Oídme —dijo George tras un
breve silencio—, hay un sitio en el que
podríais esperarme. Venid conmigo.
Lo siguieron por la puerta más
lejana, atravesaron una despensa
desierta, subieron un par de oscuras
escaleras de caracol y llegaron por fin a
un cuartucho amueblado principalmente
con montones de cubos y cepillos,
iluminado por una única y sombría
bombilla. Allí los dejó George, después
de pedirles dos dólares y haber
prometido que volvería dentro de media
hora con una botella de whisky.
—Juraría que George está ganando
dinero —dijo Key melancólicamente
mientras se sentaba en un cubo invertido
—. Juraría que gana cincuenta dólares a
la semana.
Rose asintió y escupió.
—Yo también lo juraría.
—¿Quién dijo que daba el baile?
—Unas estudiantes, de la
Universidad de Yale.
Los dos asintieron con solemnidad.
—¿Adónde habrán ido a parar todos
aquellos soldados de la manifestación?
—No lo sé. Sólo sé que era una
caminata larguísima, demasiado larga
para mí.
—Y para mí. A mí no me cogen para
andar tanto. Diez minutos después
empezaron a impacientarse.
—Voy a ver lo que hay por ahí —
dijo Rose, dirigiéndose con cautela a la
otra puerta.
Era una puerta batiente, tapizada de
paño verde, y la empujó hasta abrirla
unos prudentes centímetros.
—¿Ves algo?
Como respuesta Rose aspiró con
fuerza.
—¡Maldición! ¡Aquí tiene que haber
bebida!
—¿Bebida?
Ya estaba Key en la puerta, con
Rose, y miraba con avidez.
—Hay licor, seguro —dijo después
de un instante de examen concentrado.
Era una habitación que doblaba en
tamaño a la habitación donde se
encontraban, y alguien había preparado
allí un maravilloso festín alcohólico.
Sobre dos mesas de blancos manteles se
elevaban dos altas paredes de botellas
variadas: whisky, ginebra, coñac,
vermut francés e italiano, y zumo de
naranja, para no hablar de una colección
imponente de sifones y de dos grandes
recipientes vacíos para el ponche. En la
habitación aún no había nadie.
—Es para el baile que acaba de
empezar —murmuró Key—: ¿Oyes los
violines? Oye, no me importaría
pegarme un baile.
Cerraron la puerta sin hacer ruido e
intercambiaron una mirada de mutuo
entendimiento. No necesitaban
adivinarse las intenciones.
—Me gustaría echarle el guante a un
par de botellas —dijo Rose con
decisión.
—Y a mí.
—¿Tú crees que se darían cuenta?
Key reflexionó.
—Puede que sea mejor esperar a
que empiecen a bebérselas. Las botellas
están en orden, y las habrán contado.
Discutieron sobre este punto unos
minutos. Rose quería echarle el guante a
una botella inmediatamente y
escondérsela bajo la chaqueta antes de
que llegara nadie. Pero Key aconsejaba
prudencia. Temía causarle problemas a
su hermano. Si esperaban a que abrieran
algunas botellas, podrían coger una sin
ningún peligro, y todos pensarían que
había sido alguno de la universidad.
Mientras seguían discutiendo,
George Key atravesó el cuarto
apresuradamente y, dedicándoles apenas
un gruñido, desapareció por la puerta de
paño verde. Un minuto después oyeron
saltar algunos corchos, y luego el sonido
del hielo picado y el correr del líquido.
George estaba preparando el ponche.
Los soldados intercambiaron
sonrisas de placer.
—¡Ah, chico! —murmuró Rose.
George volvió a aparecer.
—Un poco de paciencia, muchachos
—dijo, hablando de prisa—. Tendré
listo lo vuestro en cinco minutos.
Y desapareció por la puerta por
donde había llegado.
Tan pronto como sus pisadas se
perdieron escaleras abajo, Rose,
después de una ojeada precavida, se
precipitó en la habitación de las delicias
y reapareció con una botella en la mano.
—Esto es lo que yo digo —dijo,
mientras digerían, sentados y dichosos,
el primer trago—. Esperaremos a que
vuelva y le preguntaremos si podemos
quedarnos aquí, a bebemos lo que nos
traiga, ¿entiendes? Le diremos que no
tenemos un sitio donde beber,
¿entiendes? Luego podemos colarnos ahí
cuando no haya nadie y escondernos una
botella bajo la chaqueta. Tendremos por
lo menos para un par de días,
¿entiendes?
—Claro que sí —asintió Rose con
entusiasmo—. ¡Ah, chico! Y, si
quisiéramos, podríamos venderles
alguna botella a los soldados.
Callaron un instante mientras le
daban vueltas a esta idea prometedora.
Luego Key se llevó la mano al cuello de
la guerrera y se la desabrochó.
—Hace calor aquí, ¿no?
Rose asintió muy serio.
—Como en el infierno.

IV.

Seguía bastante enfadada cuando


salió del tocador y atravesó el salón
interior que daba al vestíbulo: enfadada
no tanto por lo que había ocurrido —que
sólo era, a fin de cuentas, un simple
lugar común en su vida social—, sino
por el hecho de que hubiera ocurrido
precisamente aquella noche. No estaba
disgustada consigo misma. Se había
comportado con aquella justa mezcla de
dignidad y reticente compasión que
empleaba siempre. Lo había rechazado
sucinta y hábilmente.
Había sucedido cuando salían del
Biltmore en un taxi y aún no se habían
alejado ni media manzana. Él había
levantado torpemente el brazo derecho
—ella estaba sentada a su derecha— y
había intentado apoyarlo cómodamente
sobre la capa escarlata ribeteada en piel
que ella llevaba. Esto ya constituía un
error. Era de todo punto más elegante,
para un joven que deseara abrazar a una
señorita de cuyo consentimiento no
estuviera seguro, intentar primero
rodearla con el brazo más alejado de
ella. Así se evita el desmañado gesto de
levantar el brazo más próximo.
El segundo faux pas había sido
inconsciente. Ella había pasado la tarde
en la peluquería. La idea de que pudiera
ocurrirle alguna calamidad a su pelo le
resultaba sumamente repugnante, y Peter,
al hacer su desgraciada tentativa, le
había rozado levemente el peinado con
el codo. Éste había sido su segundo faux
pas. Dos ya eran suficientes.
Peter había empezado a murmurarle
algo. Al primer susurro, ella ya había
resuelto que no era más que un simple
estudiante. Edith tenía veintidós años,
pero, no obstante, aquel baile, el
primero de ese tipo que se celebraba
después de la guerra, le recordaba, con
imágenes que se sucedían a ritmo
creciente, otra cosa… otro baile y otro
hombre, un hombre por el que había
sentido poco más que una ternura
adolescente de miradas tristes. Edith
Bradin se estaba enamorando del
recuerdo de Gordon Sterrett.
Así que salió del tocador del
Delmonico y permaneció un instante en
la puerta mirando por encima de los
hombros de un traje negro que se
interpuso en su camino a los grupos de
alumnos de Yale que revoloteaban como
majestuosas polillas negras en las
escaleras. La habitación de la que había
salido emanaba la pesada fragancia que
dejaba el ir y venir de muchas jóvenes
bellezas perfumadas: esencias
empalagosas y una vaga y evocadora
nube de fragantes polvos de tocador.
Este olor, derramándose, absorbía el
sabor fuerte y picante del humo de los
cigarrillos en el vestíbulo, y bajaba
sensualmente las escaleras e impregnaba
por fin la sala donde iba a tener lugar el
baile de la asociación Gamma Psi. Era
un olor que Edith conocía bien,
excitante, estimulante, inquietantemente
dulce: el olor de un baile a la moda.
Pensó en su propio aspecto. Se había
empolvado los brazos y los hombros
desnudos: blanco crema. Sabía que
parecían muy suaves y que brillarían
como leche contra el fondo de chaquetas
negras que aquella noche enmarcaría su
silueta. El peinado era un logro: la masa
de cabellos rojos había sido cardada,
moldeada, ondulada, hasta convertirse
en una arrogante maravilla de móviles
curvas. Se había pintado los labios
primorosamente con carmín oscuro; el
iris de sus ojos era de un azul frágil y
delicado, como de ojos de porcelana.
Era una criatura de absoluta belleza, una
belleza infinitamente delicada, perfecta,
que fluía armónicamente desde el
complicado peinado hasta los pies
pequeños y finos.
Pensaba en lo que diría aquella
noche de fiesta, ya vagamente encantada
por los ecos de risas altas y sofocadas,
el rumor de pasos furtivos y el ajetreo
de parejas escaleras arriba y abajo.
Hablaría como lo llevaba haciendo
desde hacía años —su especialidad: una
mezcla de frases hechas y jerga
periodística y estudiantil, una
mezcolanza muy personal, algo
descuidada, levemente provocativa,
delicadamente sentimental—. Esbozó
una sonrisa al oír que una muchacha,
sentada en las escaleras, a su lado,
decía:
—No te has enterado ni de la mitad,
querida.
Y, mientras sonreía, el enfado
desapareció por un instante, y, cerrando
los ojos, aspiró una profunda bocanada
de placer. Dejó caer los brazos hasta
rozar apenas la vaina lisa y brillante que
protegía e insinuaba su figura. No había
sentido nunca con tanta intensidad su
propia tersura, ni había disfrutado tanto
con la blancura de sus propios brazos.
«Huelo bien —se dijo candorosamente,
y entonces tuvo otra idea—: He nacido
para el amor».
Le gustó cómo sonaban estas
palabras y volvió a decirlas para sí; y
entonces, consecuencia inevitable, se
dejó llevar por las recientes fantasías
sobre Gordon. Aquel capricho de la
imaginación que, dos horas antes, le
había revelado un deseo imprevisto de
volverlo a ver, parecía haberla
conducido hasta este baile, a esta hora.
A pesar de su resplandeciente
belleza, Edith era una chica seria y
reflexiva. Tenía algo de aquel deseo de
pensar las cosas, de aquel idealismo
adolescente que había convertido a su
hermano en socialista y pacifista. Henry
Bradin había abandonado Cornell,
donde había sido profesor de Economía,
y se había ido a Nueva York para
recomendar efusivamente la ultimísima
panacea para males incurables desde las
columnas de un semanario radical.
Edith, menos fatua, se hubiera
contentado con curar a Gordon Sterrett.
Tenía Gordon cierta debilidad de
carácter de la que ella quería ocuparse;
existía en él cierta indefensión, y ella
quería protegerlo. Necesitaba además a
alguien que la conociese desde hacía
tiempo, alguien que la quisiera desde
hacía mucho. Estaba un poco cansada;
quería casarse. De un paquete de cartas,
de una docena de fotografías, de otros
tantos recuerdos y de su cansancio había
surgido la decisión de que la próxima
vez que viera a Gordon sus relaciones
iban a cambiar. Diría cualquier cosa con
tal de cambiarlas. Ahora tenía ante sí
aquella noche. Era su noche. Todas las
noches eran suyas.
Sus reflexiones fueron interrumpidas
por un solemne estudiante de primero
que, con aire ofendido, nervioso y
formal, se presentó ante Edith y la
saludó con insólita y excesiva
reverencia. Era el hombre con el que
había venido al baile, Peter Himmel.
Alto, divertido, con gafas de carey y un
aire de atractiva extravagancia. De
repente se dio cuenta de que aquel
hombre no le gustaba, quizá porque no
había conseguido besarla.
—Bueno —comenzó Edith—,
¿todavía estás enfadado conmigo?
—En absoluto.
Dio un paso y lo cogió del brazo.
—Lo siento —dijo con dulzura—.
No sé por qué te rechacé de esa manera.
Estoy de muy mal humor esta noche, no
sé por qué extraña razón. Lo siento.
—Vale —masculló—, no hablemos
más del asunto.
Se sentía desagradablemente
incómodo. ¿Le estaba restregando Edith
su reciente fracaso?
—Ha sido un error —continuó
Edith, siempre en aquel tono
deliberadamente dulce—. Los dos
debemos olvidarlo.
Peter la odió.
Minutos después se deslizaban sobre
la pista mientras, entre suspiros y
balanceos, los doce músicos de la
orquesta de jazz especialmente
contratada para la ocasión hacían saber
a la atestada sala de baile que «si un
saxofón y yo nos quedamos solos, no
importa: dos son compañía».
Un hombre con bigote relevó a su
pareja.
—Hola —saludó con tono de
reproche—. ¿No te acuerdas de mí?
—No puedo acordarme de tu nombre
—dijo Edith con desenvoltura—, pero te
conozco perfectamente.
—Te conocí en… —su voz se apagó
desconsolada cuando un hombre muy
rubio se la arrebató de los brazos. Edith
murmuró un convencional «gracias,
luego bailamos otra vez» a aquel
inconnu.
El hombre muy rubio insistió en que
se estrecharan la mano con entusiasmo.
Ella lo catalogó como uno de los
muchos Jim que conocía, el apellido era
un misterio. Recordó incluso que
bailaba con un ritmo particular y,
mientras daban los primeros pasos,
comprobó que tenía razón.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo?
—le susurró, confidencial.
Ella se separó un poco y lo miró.
—Un par de semanas.
—¿Dónde te alojas?
—En el Biltmore. Llámame algún
día.
—Por supuesto —le aseguró—. Te
llamaré. Iremos a merendar.
—Estupendo… Llámame.
Un hombre moreno la invitaba ahora
con suma formalidad.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad?
—dijo gravemente.
—Yo diría que sí. Te llamas Harlan.
—No, no. Barlow.
—Bueno, sabía que era un apellido
de dos sílabas. Eres el chico que tocó
tan bien el ukelele en la fiesta de
Howard Marshall.
—Yo tocaba, pero no…
Lo relevó un hombre de prominente
dentadura. Edith inhaló una ligera nube
de whisky. Le gustaba que los hombres
hubieran bebido: entonces eran mucho
más alegres, más atentos y lisonjeros, y
era más fácil hablar con ellos.
—Me llamo Dean, Philip Dean —
dijo alegremente—. Sé que no te
acuerdas de mí, pero venías mucho a
New Haven con mi compañero de
habitación en el último curso, Gordon
Sterrett. Edith alzó rápidamente los ojos.
—Sí, lo acompañé dos veces…, al
gran baile de los veteranos y al baile de
los novatos.
—Lo has visto, ¿no? —dijo Dean
despreocupadamente—. Está aquí esta
noche. Lo he visto hace un minuto.
Edith se sobresaltó, aunque sabía
perfectamente que Gordon estaría allí.
—No, no lo he visto…
Un pelirrojo gordo se la quitó de los
brazos a Dean.
—Hola, Edith —comenzó.
—Ah, sí, hola…
Edith resbaló, dio un ligero traspié.
—Lo siento, querido —murmuró
mecánicamente.
Había visto a Gordon, un Gordon
muy pálido, indiferente, apoyado en el
quicio de la puerta, fumando y mirando
hacia la sala de baile. Edith pudo
observar que tenía el rostro afilado y
pálido, que le temblaba la mano con que
se llevaba el cigarrillo a los labios.
Ahora bailaban muy cerca de él.
—Invitan a tantos que no son
compañeros, que ya no sabes… —
estaba diciendo aquel retaco.
—Hola, Gordon —saludó Edith por
encima del hombro de su pareja. El
corazón le latía con violencia.
Los grandes ojos negros de Gordon
estaban fijos en ella. Él dio un paso en
su dirección, pero en ese momento su
pareja la obligó a girar y Edith volvió a
escuchar su tono quejumbroso.
—Aunque la mitad no tiene pareja y
beben de más y se van pronto, así que…
Y entonces oyeron una voz, muy
baja, a su lado: —¿Me permites, por
favor?
De pronto estaba bailando con
Gordon: la rodeaba con un brazo; sentía
cómo la estrechaba espasmódicamente;
sentía en la espalda la mano abierta de
Gordon. La otra mano apretaba su mano,
que sostenía el pañuelo de encaje.
—Ah, Gordon.
—Hola, Edith.
Volvió a resbalar, y al intentar
bruscamente mantener el equilibrio su
cara rozó el tejido negro del esmoquin
de Gordon. Lo quería, sabía que lo
quería. Luego callaron durante un
minuto, y una extraña sensación de
inquietud la invadió. Algo no iba bien.
De repente el corazón le dio un
vuelco: se dio cuenta de lo que sucedía.
Gordon daba lástima, estaba triste, algo
borracho y terriblemente cansado.
—Oh… —gimió Edith
involuntariamente. Notó, mientras
Gordon la miraba, que tenía los ojos
inyectados en sangre, desorbitados.
—Gordon —murmuró—,
deberíamos sentarnos; quiero sentarme.
Estaban casi en el centro de la pista,
pero había visto a dos hombres que se le
acercaban desde puntos opuestos de la
sala, así que se detuvo, cogió la mano
sin vida de Gordon y lo guió a
trompicones a través de la multitud,
apretando fuerte los labios, pálida bajo
el maquillaje, los ojos temblorosos de
lágrimas.
Encontró un sitio en lo más alto de
las escaleras alfombradas, y Gordon se
sentó pesadamente a su lado.
—Bueno —empezó, mirándola con
ojos inseguros—, me alegro mucho de
verte, Edith.
Lo miró sin responderle. El efecto
que le producía aquello era
inconmensurable. A lo largo de los años
había visto a hombres en distintos
grados de embriaguez, desde familiares
honorables a chóferes, y sus
sentimientos habían variado desde la
risa a la repugnancia, pero ahora, por
primera vez, experimentaba una emoción
nueva: un horror indescriptible.
—Gordon —dijo con tono acusador,
casi llorando—, tienes una pinta
horrorosa.
Gordon asintió.
—He tenido problemas, Edith.
—¿Problemas?
—Problemas de todas clases. No le
cuentes nada a mi familia, pero estoy
hecho pedazos. Soy un desastre.
Le colgaba el labio inferior. Parecía
no verla.
—¿No puedes…? ¿No puedes…? —
Edith titubeaba—. ¿No puedes contarme
lo que te pasa, Gordon? Siempre me he
interesado por ti.
Se mordió el labio. Había intentado
decirle algo más profundo, pero
descubrió que no podía.
Gordon movió la cabeza
desmañadamente.
—No te lo puedo contar. Tú eres
buena. No le puedo contar lo que ha
pasado a una mujer buena.
—Tonterías —dijo Edith, desafiante
—. Considero un perfecto insulto llamar
a alguien mujer buena de ese modo. Es
una ofensa. Gordon, has estado
bebiendo.
—Gracias —inclinó la cabeza
solemnemente—. Gracias por la
información.
—¿Por qué bebes?
—Porque me siento totalmente
infeliz.
—¿Y piensas que bebiendo van a ir
mejor las cosas?
—¿Qué estás haciendo? ¿Intentando
reformarme?
—No; estoy intentando ayudarte,
Gordon. ¿No puedes contarme lo que te
pasa?
—Me he metido en un lío horrible.
Lo mejor para ti es hacer como si no me
conocieras.
—¿Por qué, Gordon?
—Siento haberte sacado a bailar. Ha
sido una deslealtad. Tú eres pura y todo
eso… Bueno, voy a buscar a alguno que
baile contigo.
Se puso de pie con dificultad, pero
Edith alargó la mano y lo obligó a
sentarse de nuevo a su lado en las
escaleras.
—Quédate aquí, Gordon, no seas
ridículo. Me estás haciendo daño. Te
comportas como… como un loco.
—Estoy de acuerdo. Soy un loco.
Tengo algo que no funciona, Edith. Hay
algo que he perdido. No importa.
—Sí que importa. Cuéntamelo.
—Sólo es eso. Siempre he sido raro,
un poco diferente de los otros chicos. En
la universidad todo iba bien, pero ahora
no. Algo se ha ido desprendiendo dentro
de mí desde hace cuatro meses, como
los broches de un vestido, y está a punto
de caerse en cuanto se suelten unos
broches más. Me estoy volviendo loco.
La miró a los ojos y se echó a reír, y
Edith se separó de él.
—¿Cuál es el problema?
—Soy yo —repitió—. Me estoy
volviendo loco. Es como si estuviera
soñando que estoy aquí: en el
Delmonico…
Mientras hablaba, Edith se dio
cuenta de que había cambiado por
completo. Ya no era ingenioso, alegre,
despreocupado: estaba aletargado,
dominado por la apatía y el desaliento.
Sintió repugnancia seguida por una vaga
y sorprendente impresión de
aburrimiento. La voz de Gordon parecía
surgir de un vacío inmenso.
—Edith —decía—, yo me creía
inteligente, con talento, un artista. Ahora
sé que no soy nada. No sé dibujar, Edith.
No sé por qué te cuento esto.
Edith asintió, ausente.
—No sé dibujar, no sé hacer nada.
Soy más pobre que las ratas —se reía
con fuerza y amargura—. Me he
convertido en un maldito mendigo, una
sanguijuela para mis amigos. Soy un
fracaso, pobre como el demonio.
El asco de Edith iba en aumento.
Apenas si asintió esta vez, esperando la
primera ocasión para levantarse.
De pronto los ojos de Gordon se
llenaron de lágrimas.
—Edith —dijo, volviéndose hacia
ella y haciendo todo lo posible por
dominarse—, no sabes lo que significa
para mí saber que hay alguien a quien
todavía le intereso.
Fue a acariciarle la mano, pero
Edith la retiró sin querer.
—Es muy noble de tu parte —
insistió Gordon.
—Bueno —dijo Edith lentamente,
mirándolo a los ojos—, es agradable
encontrarse con un viejo amigo, pero me
duele verte en este estado, Gordon.
Hubo un silencio mientras se
miraban, y la momentánea ilusión se
esfumó de los ojos de Gordon. Edith se
levantó y siguió mirándolo, sin
expresión alguna en el rostro.
—¿Bailamos? —sugirió fríamente.
«El amor es frágil —estaba
pensando Edith—, pero quizá se salvan
los pedazos, las cosas que se quedan en
los labios, que hubieran podido ser
dichas. Las nuevas palabras de amor, la
ternura que hemos aprendido, son
tesoros para el próximo amante».

V.

Peter Himmel, el acompañante de la


encantadora Edith, no estaba
acostumbrado a los desaires; si alguien
lo despreciaba, se sentía dolido y
desconcertado, y avergonzado de sí
mismo. Hacía un par de meses que
mantenía una relación muy especial con
Edith Bradin, y, sabiendo que la única
excusa y razón para ese tipo de
relaciones es su futura cotización como
relación sentimental, se había sentido
totalmente seguro del terreno que
pisaba. En vano buscaba el motivo de
por qué Edith había reaccionado de
aquella manera por culpa de un simple
beso.
Así que cuando, mientras bailaban,
el tipo del bigote le quitó a Edith de los
brazos, Peter salió al vestíbulo y,
formulando una frase, se la repitió a sí
mismo varias veces. Considerablemente
censurada, decía así:
«Bueno, si alguna vez ha existido
una chica que le haya ido dando
esperanzas a un hombre para luego
quitárselo de encima, ésa es Edith, así
que no se quejará mucho si me largo y
cojo una buena borrachera».
Atravesó el comedor y entró en una
sala contigua que había descubierto al
principio de la noche. En aquella
habitación había varias soperas para el
ponche flanqueadas por muchas botellas.
Se sentó junto a la mesa de las botellas.
Después del segundo whisky con
soda, el aburrimiento, el asco, la
monotonía del tiempo, la turbiedad de
los acontecimientos, todo se hundió en
un confuso trasfondo ante el que
brillaban telarañas. Las cosas,
reconciliadas consigo mismas,
permanecían tranquilas en los estantes;
los problemas de aquel día se alinearon
en perfecta formación y, obedeciendo
una brusca orden de Peter, rompieron
filas y desaparecieron. Y con el
alejamiento de las preocupaciones se
impuso una simbología luminosa y
cautivadora. Edith se convirtió en una
chica caprichosa, insignificante, a quien
no valía la pena tomarse en serio; daba
risa. Se adaptó, como una imagen de su
sueño, al mundo superficial que se había
formado a su alrededor. Y él mismo se
convirtió en un símbolo, una especie de
juerguista virtuoso, el brillante soñador
en acción.
Cuando se disolvió el estado de
ánimo simbólico, mientras se bebía el
tercer whisky con soda, su imaginación
se dejó llevar por aquel bienestar
cálido: se sentía como el que se hace el
muerto en aguas tranquilas. Fue entonces
cuando advirtió que, muy cerca, una
puerta tapizada de verde se abría unos
centímetros, y que a través de la rendija
lo miraban fijamente unos ojos.
—Humm —murmuró Peter
plácidamente.
La puerta verde se cerró, luego
volvió a abrirse: no más de dos
centímetros y medio esta vez.
—Cucú, cucú —murmuró Peter.
La puerta no se movió, y Peter
empezó a oír una serie de entrecortados
e intermitentes cuchicheos.
—Hay un tío.
—¿Qué hace?
—Nos está mirando.
—Pues seria mejor que se largara.
Tenemos que conseguir otra botellita.
Peter escuchaba mientras las
palabras calaban en su conciencia.
«Qué cosas más extrañas», pensaba.
Estaba animado. Estaba exultante.
Era como si hubiera descubierto un
misterio. Fingiendo una calculada
indiferencia, se levantó, dio una vuelta a
la mesa y, girando rápidamente, abrió de
improviso la puerta verde, y el soldado
Rose se precipitó en la habitación.
Peter lo saludó con mucha cortesía.
—¿Cómo está usted? —dijo.
El soldado Rose adelantó una
pierna, listo para pelear, huir o llegar a
un arreglo.
—¿Cómo está usted? —repitió Peter
amablemente.
—Muy bien.
—¿Quiere beber algo?
El soldado Rose lo observó con
perspicacia, sospechando un posible
sarcasmo.
—Estupendo —dijo por fin.
Peter le señaló una silla.
—Siéntese.
—Estoy con un amigo —dijo Rose
—; está ahí —señalaba hacia la puerta
verde.
—Pues que venga, ¡claro que sí!
Peter atravesó la habitación, abrió la
puerta y le dio la bienvenida al soldado
Key, que entró receloso, indeciso y con
aire de culpa.
Cogieron sillas y se sentaron
alrededor del recipiente del ponche.
Peter le dio a cada uno un whisky con
soda y les ofreció un cigarrillo.
Aceptaron con cierta timidez.
—Ahora —continuó Peter con
desenvoltura—, ¿puedo preguntarles,
señores, por qué prefieren pasar su
tiempo libre en un cuarto que, por lo que
puedo ver, sólo está amueblado con
escobas? Y, dado que la raza humana ha
progresado hasta el punto de fabricar
17 000 sillas al día, excepto los
domingos… —se interrumpió un
instante. Rose y Key lo miraban
boquiabiertos—. ¿Les importaría
decirme —continuó Peter— por qué han
decidido sentarse sobre objetos que
tienen como fin el transporte de agua de
un lugar a otro?
En este punto Rose contribuyó a la
conversación con un gruñido.
—Y, por último —concluyó Peter—,
¿podrían decirme por qué, si se
encuentran en un edificio
extraordinariamente engalanado con
enormes candelabros, prefieren pasar
las horas de la noche a la luz de una
anémica bombilla?
Rose miró a Key; Key miró a Rose.
Se echaron a reír, se morían de risa:
descubrieron que era imposible mirarse
sin reír. Pero no se reían con aquel
hombre, se reían de él. Creían que un
hombre que hablaba de aquella manera
sólo podía estar furiosamente borracho
o ser un loco furioso.
—Vosotros habéis estudiado en
Yale, supongo —dijo Peter, bebiéndose
el whisky y preparándose otro.
Volvieron a reír a carcajadas.
—¡Ca!
—¿No? Creía que habíais estudiado
en la sección inferior de la universidad,
en la Escuela Técnica Sheffíeld.
—¡Ca!
—Bueno, es una lástima. Seguro que
sois estudiantes de Harvard que queréis
manteneros de incógnito en este paraíso
azul violeta, como dicen los periódicos.
—¡Ca! —dijo Key desdeñosamente
—. Sólo estábamos aquí esperando a
uno.
—¡Ah! —exclamó Peter,
levantándose y llenándoles las copas—.
Muy interesante. Tenéis una cita con una
limpiadora, ¿no?
Lo negaron indignados.
—Vale, vale —los tranquilizó Peter
—, no os disculpéis. Una limpiadora
vale tanto como cualquier mujer. Kipling
lo dice: cualquier dama es igual que
Judy O’Grady bajo la piel.
—Evidentemente —dijo Key,
guiñándole el ojo a Rose sin disimulo.
—Mi caso, por ejemplo —continuó
Peter, vaciando el vaso—. Tengo arriba
una amiga que es una consentida. La
chica más consentida que conozco. No
quiere darme un beso, quién sabe por
qué. Ha hecho lo posible por hacerme
creer que le encantaría que la besara, y
luego… ¡zas! Me ha dejado. ¿Adónde va
a ir a parar la nueva generación?
—Eso es mala suerte —dijo Key—,
una mala suerte terrible.
—¡Vaya, vaya! —dijo Rose.
—¿Otra copa? —dijo Peter.
—Nos metimos en una especie de
pelea —dijo Key después de un
momento de silencio—, pero había que
ir muy lejos.
—¿Una pelea? ¡Eso está bien! —
dijo Peter, y volvió a sentarse
tambaleándose—. ¡Hay que pegarles a
todos! He estado en el ejército —Era
con un bolchevique.
—¡Eso está bien! —exclamó Peter
entusiasmado—. ¡Eso es lo que yo digo!
¡Hay que matar a los bolcheviques!
¡Exterminarlos!
—¡Somos americanos! —dijo Rose,
con vigoroso y desafiante patriotismo.
—Desde luego —dijo Peter—. La
mejor raza del mundo ¡Todos somos
americanos! Tomemos otra copa.
Se la tomaron.

VI.

A la una, una orquesta especial,


especial incluso en una noche de
orquestas especiales, llegó al
Delmonico, y sus miembros, sentándose
arrogantemente alrededor del piano,
asumieron la tarea de abastecer de
música al club de estudiantes Gamma
Psi. Estaban dirigidos por un famoso
flautista, célebre en toda Nueva York
por la proeza de bailar el shimmy
cabeza abajo, marcando el ritmo con los
hombros, mientras tocaba el jazz más de
moda con la flauta. Durante su actuación
apagaban las luces, exceptuando un foco
que iluminaba al flautista y un haz de luz
móvil que proyectaba sombras
parpadeantes y colores cambiantes y
caleidoscópicos sobre la multitud de
bailarines.
Edith había bailado hasta caer en ese
estado de cansancio y ensueño típico de
las debutantes en sociedad, un estado
equivalente a la sensación de bienestar
de un alma noble después de algunos
whiskys con soda. Sus pensamientos se
dejaban llevar por el calor de la música;
sus compañeros de baile se alternaban
con una irrealidad de fantasmas bajo la
oscuridad movediza y llena de color, y
en el estado de coma en que se
encontraba parecía que habían pasado
días y días desde el inicio del baile.
Había hablado de muchas cosas
fragmentarias con muchos hombres. La
habían besado una vez y se le habían
declarado seis veces. En las primeras
horas de la fiesta algunos estudiantes de
los primeros cursos habían bailado con
ella, pero ahora, como todas las chicas
más admiradas del baile, tenía su propio
círculo, es decir, media docena de
jóvenes galantes que bailaban sólo con
ella o alternaban sus encantos con los de
alguna otra belleza escogida. Se la
quitaban de los brazos unos a otros
constante e inevitablemente.
Había visto a Gordon varias veces:
había permanecido sentado mucho rato
en la escalera con la cabeza entre las
manos, los ojos vacíos y fijos en un
punto indeterminado de la pista de baile.
Parecía muy triste y muy borracho. Pero
Edith se apresuraba a mirar a otra parte.
Parecía que todo había pasado hacía
mucho; ahora su mente estaba inactiva,
sus sentidos se arrullaban en un trance
parecido al sueño; sólo bailaban sus
pies, y su voz continuaba diciendo cosas
sin importancia, brumosa y sentimental.
Pero Edith no estaba tan cansada
como para ser incapaz de sentir
indignación moral cuando Peter Himmel
le pidió a su pareja que se la cediera,
sublime y felizmente borracho. Lo miró
y exclamó con asombro.
—¡Pero Peter!
—Estoy un poco bebido, Edith.
—Eres un encanto, Peter, de verdad.
¿No te parece un modo repugnante de
comportarte cuando estás conmigo?
Entonces no tuvo más remedio que
sonreír, porque Peter la miraba con un
sentimentalismo solemne que alternaba
con sonrisas tontas y espasmódicas.
—Querida Edith —comenzó con la
mayor seriedad—, sabes que te quiero,
¿verdad?
—Suena bien.
—Te quiero, y sólo quisiera que me
besaras —añadió con tristeza.
Su turbación, su vergüenza, habían
desaparecido. Edith era la muchacha
más bella del mundo. La de ojos más
bellos, como las estrellas del cielo.
Quería pedirle perdón —primero, por
haber intentado besarla; segundo, por
haber bebido—, pero se había echado
atrás al pensar que Edith estaba
enfadada con él.
El gordo pelirrojo los separó, y le
dedicó a Edith una sonrisa radiante.
—¿Has venido con alguien? —le
preguntó Edith.
No. El gordo pelirrojo no tenía
pareja.
—Bien… ¿Te molestaría…? ¿No
sería un fastidio demasiado grande para
ti… acompañarme a casa esta noche? —
esta extrema timidez era una afectación
encantadora por parte de Edith: sabía
que el gordo pelirrojo se derretiría
inmediatamente en un paroxismo de
placer.
—¿Molestarme? Dios mío, será un
placer. Lo sabes, será un auténtico
placer.
—¡Millones de gracias! Eres
verdaderamente amable.
Miró rápidamente el reloj. Era la
una y media. Y, mientras se decía «la
una y media», le vino vagamente a la
memoria que su hermano le había dicho
en la comida que trabajaba en el
periódico hasta la una y media cada
noche.
Edith se volvió hacia su pareja
ocasional.
—¿A qué calle da el Delmonico?
—¿Calle? A la Quinta Avenida,
claro.
—Quiero decir a qué calle
transversal.
—Ah, sí, un momento… A la calle
44.
Era tal como había pensado. El
periódico de Henry debía de estar al
otro lado de la calle, a la vuelta de la
esquina, y se le ocurrió inmediatamente
que podría hacer una escapada y
sorprenderlo, aparecérsele de pronto,
trémula maravilla en su nueva capa
escarlata, y alegrarle un poco la noche.
Era exactamente el tipo de cosas que a
Edith le divertía hacer, algo
desenfadado y original. La idea cuajó y
absorbió Su imaginación, y, tras un
instante de duda, Edith se decidió.
—Mi peinado está a punto de
desmoronarse —dijo amable mente a su
pareja—. ¿Te importaría que fuera a
arreglarme un poco?
—En absoluto.
—Eres un encanto.
Pocos minutos después, envuelta en
la capa de seda escarlata, Edith bajaba
volando por la escalera de servicio, con
las mejillas encendidas por el
nerviosismo de la pequeña aventura.
Pasó junto a una pareja parada en la
puerta —un camarero de mentón huidizo
y una joven demasiado maquillada, que
discutían acaloradamente— y abriendo
la puerta de la calle se adentró en la
cálida noche de mayo.

VII.
La joven que usaba demasiado
maquillaje la siguió con una mirada
fugaz y resentida; luego se volvió hacia
el camarero de mentón huidizo y siguió
discutiendo.
—Debería subir y avisarle de que
estoy aquí —dijo en tono de desafío—;
si no, subiré yo misma.
—¡Usted no sube! —dijo George
con dureza.
La muchacha sonrió con aire burlón.
—¿Que no? ¿Que no subo? Déjeme
que le diga: conozco a muchos
estudiantes, y muchos más de los que
usted ha visto en su vida me conocen a
mí, y todos estarían contentísimos de
acompañarme a una fiesta.
—Puede ser…
—Puede ser… —lo interrumpió—.
Todo es perfecto para las que son como
esa que acaba de salir corriendo, sabe
Dios adónde; para esas que están
invitadas y pueden entrar y salir cuando
les dé la gana; pero si yo quiero hablar
con un amigo, entonces mandan a un
camarero de tres al cuarto, que lo mismo
corta jamón que te sirve un bollo, para
que no me deje entrar.
—Oiga —dijo el mayor de los Key
con indignación—, puedo perder mi
trabajo. Puede que ese tipo del que usted
habla no quiera verla.
—Claro que quiere verme.
—Además, ¿cómo podría yo
encontrarlo entre tanta gente?
—Lo encontrará —le aseguró, llena
de confianza—. Sólo tiene que
preguntarle a cualquiera por Gordon
Sterrett, y le dirán quién es. Esos tipos
se conocen todos entre sí —abrió el
bolso, sacó un dólar y se lo dio a
George—. Aquí tiene —dijo—, una
propina. Búsquelo y déle mi recado.
Dígale que si no está aquí dentro de
cinco minutos subiré yo.
George movió la cabeza con
pesimismo, reflexionó un momento
sobre el asunto, titubeó, desesperado, y
se fue.
Antes de que terminara el plazo
fijado, Gordon bajaba las escaleras.
Estaba más borracho que al principio de
la fiesta, y de un modo distinto. El
alcohol parecía haberse solidificado a
su alrededor como una costra. Se movía
pesadamente, tambaleándose, y hablaba
con poca coherencia.
—Hola, Jewel —dijo con voz
espesa—. He venido rápido. Jewel, no
he conseguido el dinero. He hecho lo
que he podido.
—¡Nada de dinero! —soltó
bruscamente—. No te has acercado a mí
desde hace diez días. ¿Qué pasa?
Gordon movió la cabeza lentamente.
—He estado muy deprimido, Jewel.
Enfermo.
—¿Por qué no me lo dijiste, si
estabas malo? Ese dinero no me importa
tanto. No empecé a fastidiarte con eso
hasta que tú empezaste a darme de lado.
Movió de nuevo la cabeza.
—No te he dado de lado, jamás.
—¡No me has dado de lado! No te
acercas a mí desde hace tres semanas, a
no ser que estuvieras tan borracho como
para no saber lo que hacías.
—He estado enfermo, Jewel —
repitió mirándola con ojos cansados.
—Estás lo bastante bien para venir a
divertirte con tus amigos de la alta
sociedad. Me dijiste que nos veríamos
para cenar, que tendrías algún dinero
para mí. Ni siquiera te has molestado en
llamarme por teléfono.
—No pude conseguir el dinero.
—¿No te he dicho que eso no
importa? Yo quería verte, Gordon, pero
parece que tú prefieres a otra.
Lo negó con amargura.
—Entonces coge tu sombrero y vente
conmigo —le propuso Jewel.
Gordon titubeó, pero Jewel se le
acercó de repente y le rodeó el cuello
con los brazos.
—Vente conmigo, Gordon —dijo,
casi en un susurro—. Vamos a beber
algo al Devineries, y luego podemos
subir a mi apartamento.
—No puedo, Jewel…
—Claro que puedes —dijo Jewel
con ardor.
—¡Estoy peor que un perro!
—Bueno, entonces no puedes
quedarte aquí a bailar.
Miró a su alrededor con una mezcla
de alivio y desesperación, titubeando;
entonces, de pronto, Jewel lo atrajo
hacia sí y lo besó con labios suaves,
carnosos.
—Vale —dijo de mala gana—, voy
por mi sombrero.

VIII.
Cuando Edith salió al azul claro de
la noche de mayo encontró la avenida
desierta. Los escaparates de los grandes
almacenes estaban apagados; cubrían las
puertas grandes máscaras de hierro que
las convertían en tumbas tenebrosas para
el esplendor de la última luz del día.
Mirando hacia la calle 42 vio el
multicolor contorno difuminado de los
anuncios luminosos de los restaurantes
abiertos durante toda la noche. Sobre la
Sexta Avenida el ferrocarril elevado,
una llamarada, atravesó la calle entre
los haces de luz paralelos de la estación
y se perdió en la fría oscuridad. Pero en
la calle 44 reinaba el silencio.
Abrigándose con la capa, Edith
cruzó corriendo la avenida. Se
estremeció espantada cuando un hombre
solo pasó a su lado y le dijo en un
susurro ronco: «¿Adónde corres, niña?».
Le recordó una noche de su niñez en que
había dado un paseo en pijama cerca de
casa y un perro le había aullado desde
un patio trasero grande y misterioso.
Un minuto después había alcanzado
su destino, un edificio de dos pisos,
relativamente viejo, en la calle 44: en
las ventanas superiores detectó con
alivio un destello de luz. Había
suficiente luz en la calle para que
pudiera leer el anuncio de la ventana: el
New York Trumpet. Se adentró en un
oscuro vestíbulo y un segundo después
vio las escaleras en un rincón.
Ahora estaba en una habitación
amplia y baja, amueblada con
escritorios, de cuyas paredes colgaban
páginas de periódico. Sólo había dos
personas. Estaban sentadas en extremos
opuestos de la habitación: llevaban
visera verde y escribían a la luz de una
solitaria lámpara de mesa.
Se quedó un momento indecisa en la
entrada, y luego los dos hombres se
volvieron simultáneamente y Edith
reconoció a su hermano.
—¡Edith!
Se levantó inmediatamente y se
acercó a ella sorprendido, quitándose la
visera. Era alto, delgado y moreno, con
ojos negros y penetrantes detrás de unas
gafas muy gruesas, unos ojos
extraviados que parecían siempre fijos
sobre la cabeza de la persona con quien
estaba hablando.
Le puso las manos en los brazos y la
besó en la mejilla.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, un
poco alarmado.
—Estaba en un baile aquí enfrente,
en el Delmonico, Henry —dijo, exaltada
—, y no he podido resistir la tentación
de escaparme un momento y venir a
verte.
—Me alegra que lo hayas hecho —
la alarma dejó paso enseguida a su
habitual aire distraído—. Pero no
deberías andar por ahí sola de noche,
¿no?
El hombre que había en el otro
extremo de la habitación los había
estado mirando con curiosidad, y se
acercó cuando Henry le hizo una señal.
Era gordo y fofo, con ojillos risueños, y,
después de quitarse el cuello de la
camisa y la corbata, daba la impresión
de ser un agricultor del Medio Oeste un
domingo por la tarde.
—Te presento a mi hermana —dijo
Henry—. Ha venido a hacerme una
visita.
—Encantado —dijo el gordo,
sonriendo—. Mi nombre es
Bartholomew, señorita Bradin. Sé que
su hermano lo olvidó hace tiempo.
Edith rió por cortesía.
—Bueno —continuó—, no tenemos
precisamente unas instalaciones
maravillosas, ¿no?
Edith observó la habitación.
—Parecen muy agradables —
contestó—. ¿Dónde guardan las
bombas?
—¿Las bombas? —repitió
Bartholomew, riendo—. Tiene gracia…
las bombas. ¿La has oído, Henry?
Quiere saber dónde guardamos las
bombas. Oye, tiene gracia.
Edith se sentó sobre un escritorio
vacío balanceando las piernas. Su
hermano cogió una silla, a su lado.
—Bueno —le preguntó con aire
distraído—, ¿qué te ha parecido Nueva
York esta vez?
—No está mal. Me quedaré en el
Biltmore con los Hoyt hasta el domingo.
¿Te vienes a comer mañana?
Henry lo pensó un momento.
—Tengo muchas cosas que hacer —
objetó—, y no soporto las reuniones de
mujeres.
—Vale —asintió Edith, sin
enfadarse—, podemos comer juntos, los
dos.
—Muy bien.
—Te recogeré a las doce.
Bartholomew quería evidentemente
volver a su mesa, pero, al parecer,
consideraba poco correcto irse sin una
despedida ingeniosa.
—Bueno… —empezó a decir,
torpemente.
Los dos se volvieron hacia él.
—Bueno, decía que… hemos pasado
un rato emocionante esta tarde.
Los dos hombres se miraron.
—Debería haber venido un poco
antes —prosiguió Bartholomew, más
animado—. Hemos tenido un auténtico
vodevil.
—¿De verdad?
—Una serenata —dijo Henry—. Un
montón de soldados se ha congregado en
la calle y ha comenzado a gritar contra
el periódico.
—¿Por qué? —preguntó Edith.
—Sólo era una masa —dijo Henry,
ensimismado—. Las masas tienen que
gritar. Es evidente que no los dirigía
nadie con un poco de iniciativa, si no,
con toda probabilidad, hubieran entrado
aquí por la fuerza y hubieran roto algo.
—Sí —dijo Bartholomew,
volviéndose hacia Edith—, debería
haber estado aquí.
Pareció pensar que esta intervención
valía como despedida, ya que dio
bruscamente media vuelta y volvió a su
escritorio.
—¿Los soldados están de verdad en
contra de los socialistas? —preguntó
Edith a su hermano—. Quiero decir si os
atacan con violencia y esas cosas.
Henry volvió a ponerse la visera
verde y bostezó.
—La humanidad ha progresado
mucho —dijo con indiferencia—, pero
la mayoría somos salvajes; los soldados
no saben lo que quieren, ni lo que odian,
ni lo que aprecian. Están acostumbrados
a actuar colectivamente, en gran número,
y parecen tener que hacer alguna
demostración de vez en cuando. Por eso
nos han atacado. Ha habido desórdenes
en toda la ciudad esta noche. Ya sabes
que es Primero de Mayo.
—El alboroto de aquí ¿ha sido algo
serio?
—No, nada —dijo con sarcasmo—.
Unos veinticinco soldados se pararon en
la calle a eso de las nueve, y empezaron
a aullarle a la luna.
—Ah —Edith cambió de tema—.
¿Te da alegría verme, Henry?
—Desde luego.
—No lo parece.
—Pues me da alegría.
—Me figuro que piensas que soy
una… una fresca. Una especie de
mariposona, la peor del mundo.
Henry se rió.
—Nada de eso. Diviértete mientras
seas joven. Pero… ¿Es que tengo cara
de ser el típico joven serio y mojigato?
—No… —Edith calló un momento
—. Pero, no sé por qué, he pensado qué
distinta es la fiesta en la que estaba de…
de todos tus objetivos. Parece algo…
algo incongruente, ¿no? Yo en un baile
como ése, y tú, aquí, trabajando por algo
que volvería imposibles para siempre
ese tipo de fiestas, si tus ideas
triunfaran.
—Yo no pienso así. Eres joven, te
comportas como te han enseñado a
comportarte. Venga… diviértete.
Los pies de Edith, que habían estado
balanceándose perezosamente, se
detuvieron y su voz bajó un tono.
—Me gustaría… me gustaría que
volvieras a Harrisburg, que tú también
te divirtieras. ¿Estás seguro de haber
elegido bien?
—Las medias que llevas son
preciosas —la interrumpió Henry—.
¿De qué diablos están hechas?
—Son bordadas —respondió Edith,
bajando la vista—. ¿No son preciosas?
—se levantó la falda y descubrió los
tobillos delgados y enfundados en seda
—. ¿O desapruebas las medias de seda?
Henry pareció perder un poco la
paciencia. La miró penetrantemente con
sus ojos negros.
—¿Estás sugiriendo que sólo pienso
en criticarte, Edith?
—No, claro que no.
Edith calló un momento. A
Bartholomew se le había escapado un
gruñido. Se volvió y vio que había
abandonado su mesa y que estaba junto a
la ventana.
—¿Qué pasa? —preguntó Henry.
—Hay gente —dijo Bartholomew, y
añadió enseguida—: A montones.
Vienen de la Sexta Avenida.
—¿Gente?
El gordo pegó la nariz al cristal.
—¡Soldados, por Dios! —dijo en
tono enérgico—. Ya me imaginaba que
volverían.
Edith saltó al suelo y fue corriendo a
la ventana donde estaba Bartholomew.
—¡Hay muchos! —exclamó,
excitada—. ¡Ven, Henry!
Henry se ajustó la visera, pero
siguió sentado.
—¿No es mejor que apaguemos la
luz? —sugirió Bartholomew.
—No. Se irán dentro de un minuto.
—No se irán —dijo Edith,
asomándose a la ventana—. Ni siquiera
piensan en la posibilidad de irse. Están
llegando más. Mira: una verdadera
multitud está doblando la esquina de la
Sexta Avenida.
Al resplandor amarillo y entre las
sombras azules de las farolas de la calle
podía ver que la acera se había llenado
de hombres. La mayoría llevaba
uniforme: algunos no habían bebido,
otros iban entusiásticamente borrachos,
y sobre todos se extendía un clamor
incoherente, un griterío.
Henry se levantó y, al acercarse a la
ventana, a la luz de las lámparas de
mesa, su sombra se proyectó como una
larga silueta. Inmediatamente el clamor
se convirtió en un aullido inacabable, y
una ruidosa descarga de pequeños
proyectiles, pastillas de tabaco,
paquetes de cigarrillos, e incluso
monedas, cayó contra la ventana. La
barahúnda empezó a ascender por las
escaleras a medida que iban abriendo
las puertas.
—¡Están subiendo! —gritó
Bartholomew.
Edith se volvió angustiada hacia
Henry.
—¡Están subiendo, Henry!
Los gritos que llegaban del portal se
oían ya con claridad.
—¡Malditos socialistas!
—¡Proalemanes! ¡Amigos de los
boches!
—¡Al segundo piso! ¡Venga!
—¡Vamos a cargarnos a esos hijos
de…!
Los cinco minutos siguientes pasaron
como en un sueño. Edith recordaba que
el clamor había estallado de golpe sobre
los tres como una nube cargada de
lluvia, que había un estruendo de
muchos pies en las escaleras, que Henry
la había cogido del brazo y la había
arrastrado al fondo de la oficina.
Después la puerta se abrió y una
avalancha de hombres irrumpió en la
habitación: no los dirigentes, sino
sencillamente aquellos que por
casualidad ocupaban las primeras filas.
—¡Muy buenas!
—Trabajáis hasta muy tarde, ¿no?
—Tú y tu novia, ¿eh, capullos?
Edith reparó en que dos soldados
muy borrachos habían sido arrastrados
hasta la primera fila, donde se
tambaleaban estúpidamente: uno de
ellos era moreno y de baja estatura, el
otro era alto, de mentón huidizo.
Henry dio un paso al frente y levantó
la mano.
—¡Amigos! —dijo.
El clamor se disolvió en una
momentánea tranquilidad, interrumpida
por algunos murmullos.
—¡Amigos! —repitió, y sus ojos
extraviados miraban más allá de las
cabezas de la multitud—. Sólo os hacéis
daño a vosotros mismos invadiendo este
local esta noche. ¿Tenemos pinta de ser
ricos? ¿Parecemos alemanes? Os pido
en nombre de la justicia…
—¡Cállate!
—¡Tienes pinta de alemán rico!
—Oye, ¿nos presentas a tu novia,
compadre?
Un hombre sin uniforme, que había
estado revolviendo los papeles de una
mesa, alzó de pronto un periódico.
—¡Aquí está! —gritó—. ¡Quieren
que los alemanes ganen la guerra!
Un nuevo tropel empujaba desde las
escaleras y de repente la habitación se
llenó de hombres que rodeaban al pálido
trío, que permanecía al fondo del cuarto.
Edith vio que el soldado alto, de mentón
huidizo aguantaba en primera fila. El
soldado bajo y moreno había
desaparecido.
Edith retrocedió un poco, y se
detuvo junto a la ventana abierta, por la
que entraba el soplo limpio del aire frío
de la noche.
Entonces la habitación se convirtió
en un caos. Se dio cuenta de que los
soldados se lanzaban hacia delante, y
vio al hombre gordo que blandía una
silla sobre la cabeza. De repente la luz
se fue, y sintió la presión de cuerpos
calientes bajo ropas ásperas, y sus oídos
se llenaron de gritos, pisadas y
respiraciones agitadas.
Una figura pasó como un rayo junto a
ella, como salida de ninguna parte, se
tambaleó, se abrió paso de lado, y de
repente desapareció irremediablemente
por la ventana abierta con un grito
aterrorizado y entrecortado que murió
staccato entre el clamor. A la débil luz
de las ventanas encendidas en el edificio
de enfrente, Edith tuvo la fugaz
impresión de que se trataba del soldado
alto, de mentón huidizo.
La ira la invadió de improviso.
Agitó los brazos frenéticamente y se
abrió paso a ciegas hacia donde la
refriega era más reñida. Oía gruñidos,
maldiciones, el impacto sordo de los
puñetazos.
—¡Henry! —gritó furiosa—. ¡Henry!
Luego, minutos más tarde, tuvo la
sensación de que había entrado en la
oficina más gente. Oyó una voz
profunda, intimidatoria, autoritaria; vio
haces de luz amarilla que barrían aquí y
allá entre la gresca. Los gritos se
hicieron más espaciados. La refriega
creció y al poco cesó.
De repente las luces se encendieron:
la habitación estaba llena de policías
que aporreaban a diestra y siniestra. La
voz profunda bramó:
—¡Vamos! ¡Desfilando!
La habitación parecía vaciarse como
un fregadero. Un policía, que tenía en un
rincón bien agarrada a su presa, la
arrojó sobre su adversario, un soldado,
y, de un empujón, lo lanzó contra la
puerta. La voz profunda insistía. Edith
descubrió que provenía de un capitán de
la policía con cuello de toro que estaba
cerca de la puerta.
—¡Desfilando! ¡Éstas no son
maneras! A uno de vuestros camaradas
lo han tirado por la ventana, y se ha
matado.
—¡Henry! —llamó Edith—. ¡Henry!
Golpeó furiosamente con los puños
en la espalda del hombre que tenía
delante; se escurrió entre otros dos;
peleó, chilló y, a golpes, se abrió paso
hasta una figura muy pálida sentada en el
suelo junto a un escritorio.
—¡Henry! —exclamó con pasión—.
¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¿Te han
herido?
Henry tenía los ojos cerrados.
Gimió, levantó la vista y dijo con asco:
—Me han roto la pierna. ¡Dios mío!
¡Qué imbéciles!
—¡Desfilando! —gritaba el capitán
de policía—. ¡Desfilando!
IX.

El restaurante Child, en la calle 59,


a las ocho de cualquier mañana ni
siquiera se diferencia de sus hermanos
por el espesor del mármol de las mesas
o el grado de limpieza de las sartenes.
Veréis allí a una muchedumbre de
pobres con los ojos llenos de sueño,
intentando clavar la mirada en el plato
de comida para no ver a los otros
pobres. Pero el Child de la calle 59,
cuatro horas antes, es completamente
distinto de cualquier otro restaurante
Child, desde Portland, en Oregón, a
Portland, en Maine. Entre sus paredes
descoloridas pero higiénicas, uno
encuentra un ruidoso revoltijo de
bailarinas, estudiantes de universidad,
debutantes en sociedad, calaveras y
filles de joie: una mezcla no poco
representativa de la gente más alegre de
Broadway, e incluso de la Quinta
Avenida.
En las primeras horas de la mañana
del 2 de mayo el restaurante estaba más
lleno que de costumbre. Sobre las mesas
de mármol se inclinaban las caras
excitadas de las chicas a la moda, las
flappers, hijas de los dueños de las
grandes mansiones. Devoraban con
avidez y placer galletas y huevos
revueltos, hazaña que de ninguna manera
hubieran sido capaces de repetir cuatro
horas más tarde en el mismo local.
Casi toda la clientela venía del baile
de estudiantes del club Gamma Psi en el
Delmonico, excepto algunas coristas de
una revista nocturna que, sentadas en una
mesa lateral, desearían haberse quitado
un poco más de maquillaje después de la
función. Aquí y allá, una figura triste,
como una rata, desesperadamente fuera
de lugar, miraba a tanta mariposa con
una curiosidad cansada y desconcertada.
Pero la figura triste era una excepción.
Era la mañana que seguía al Primero de
Mayo, y todavía duraba el aire de fiesta.
Gus Rose, sobrio ya, pero aún un
poco aturdido, debe ser considerado una
de esas figuras tristes. Apenas si podía
recordar cómo había llegado desde la
calle 44 a la 59 después de la
manifestación. Había visto cómo una
ambulancia se llevaba el cadáver de
Carrol Key, y se había encaminado hacia
el centro con otros dos o tres soldados.
En algún sitio, entre la calle 44 y la 59,
los otros soldados habían encontrado a
unas mujeres y habían desaparecido.
Rose había vagabundeado hasta
Columbus Circle y elegido las luces
resplandecientes del Child para
satisfacer su apetito de café y rosquillas.
Entró y se sentó.
A su alrededor flotaban un parloteo
insustancial e intrascendente y risas
chillonas. Al principio no conseguía
entender nada, pero, después de cinco
minutos de confusión, se dio cuenta de
que aquéllas eran las secuelas de alguna
alegre fiesta. De vez en cuando un joven
inquieto y divertido deambulaba
fraternal y familiarmente entre las
mesas, estrechando manos
indiscriminadamente y parándose de vez
en cuando para soltar algo chistoso,
mientras los camareros, irritados,
llevando en alto galletas y huevos, lo
maldecían entre dientes y lo empujaban
para quitárselo de en medio. A Rose,
sentado a la mesa menos visible y más
vacía, la escena le parecía un pintoresco
circo de belleza y placeres
desenfrenados.
Poco a poco, pasados los primeros
momentos, se fue dando cuenta de que la
pareja que se sentaba diagonalmente
frente a él, de espaldas a todos, no era la
menos interesante del local. El hombre
estaba borracho. Llevaba esmoquin, la
corbata torcida y la camisa arrugada y
desarreglada, con salpicaduras de vino y
agua. Los ojos, turbios e inyectados en
sangre, se movían sin parar de forma
antinatural. Le faltaba el aire.
«Ése ha estado de juerga», pensó
Rose.
La mujer no había bebido, o casi.
Era guapa, con los ojos negros y un
intenso color febril en las mejillas, y
mantenía los ojos vigilantes y fijos en su
pareja, alerta como un halcón. De vez en
cuando, se le acercaba y le murmuraba
algo con mucha concentración, y el
hombre contestaba con una pesada
inclinación de cabeza o un guiño
singularmente diabólico y repugnante.
Rose los observó detenidamente,
atontado, durante algunos minutos, hasta
que la mujer le echó una mirada
ofendida; dirigió entonces la vista a dos
de los noctámbulos que llamaban más la
atención por su alegría, que
peregrinaban sin fin de mesa en mesa.
Sorprendido, reconoció en uno de ellos
al joven que tanto, y de manera tan
ridícula, le había hecho reír en el
Delmonico. Y entonces se acordó de
Key con cierto sentimentalismo no
exento de respeto y temor. Key estaba
muerto. Se había caído desde una altura
de nueve metros y se había partido la
cabeza como un coco.
«Era un tipo auténtico —pensó Rose
funeralmente—. Era un tipo auténtico, sí.
Qué mala suerte ha tenido».
Los dos noctámbulos se acercaron y,
entre la mesa de Rose y la de al lado,
empezaron a hablarles a amigos y
extraños con jovial familiaridad. De
pronto Rose vio como el joven rubio de
dentadura prominente miraba
tambaleándose al hombre y a la chica
que tenía enfrente, y empezaba a mover
la cabeza con rotundo aire de
desaprobación.
El hombre de los ojos inyectados en
sangre lo miró.
—Gordy —dijo el noctámbulo de
prominente dentadura—, Gordy.
—Hola —dijo con voz espesa el
hombre de la camisa manchada de vino.
Dentadura Prominente movió el
dedo con aire pesimista frente a la
pareja y le echó a la mujer una fría
mirada de condena.
—¿Qué te había dicho, Gordy?
Gordon se estremeció en la silla.
—¡Vete al infierno! —dijo.
Dean seguía allí quieto, moviendo el
dedo. La mujer empezó a ponerse
furiosa.
—¡Lárgate! —gritó, muy irritada—.
¡Estás borracho, borracho perdido!
—Y él —indicó Dean, que seguía
moviendo el dedo y ahora señalaba a
Gordon.
Peter Himmel se acercó muy
despacio, solemne como un búho y
proclive a la retórica.
—Vamos a ver —empezó a decir,
como si lo hubieran llamado para poner
paz en una insignificante pelea de niños
—, ¿qué pasa aquí?
—Llévate a tu amigo —dijo Jewel
con aspereza—. Nos está molestando.
—¿Cómo dice?
—¡Ya me has oído! —respondió con
voz chillona—. He dicho que te lleves
al borracho de tu amigo.
Su voz estridente resonó entre el
ruido y la confusión del restaurante, y un
camarero se acercó corriendo.
—¡Hablen más bajo, oiga!
—Ese tío está borracho —exclamó
Jewel—. Nos está insultando.
—Ay, ay, Gordy —insistió el
acusado—. ¿Qué te había dicho? —se
volvió al camarero—. Gordy y yo
somos amigos. He intentado ayudarle,
¿no es así, Gordy?
—¿Ayudarme? ¡Un cuerno!
Jewel se levantó de repente y,
cogiendo a Gordon del brazo, lo ayudó a
ponerse de pie.
—Vamos, Gordy —dijo,
acercándose a él y hablándole casi en un
susurro—. Vamonos de aquí. Éste está
borracho de verdad.
Gordon dejó que le ayudaran a
ponerse de pie y se dirigió a la salida.
Jewel se volvió un instante y se dirigió
al que los obligaba a levantar el vuelo.
—¡Lo sé todo sobre ti! —dijo con
fiereza—. ¡Buen amigo estás tú hecho!
Gordon me lo ha contado todo.
Entonces se agarró al brazo de
Gordon, y juntos se abrieron paso entre
los curiosos, pagaron la cuenta y se
fueron.
—Tiene que sentarse —le dijo el
camarero a Peter en cuanto hubieron
salido.
—¿Cómo? ¿Sentarme?
—Sí, o váyase.
Peter se volvió hacia Dean.
—Venga —le propuso—, vamos a
darle una paliza a este camarero.
—Eso está hecho.
Avanzaron hacia él con expresión
amenazadora. El camarero retrocedió.
De pronto, Peter echó mano a un
plato que había en la mesa más próxima,
cogió un puñado de albóndigas y las
arrojó al aire. Las albóndigas cayeron
formando una lánguida parábola, como
copos de nieve, sobre la cabeza de los
que estaban cerca.
—¡Oiga! ¡Tenga cuidado!
—¡Fuera, fuera!
—¡Siéntate, Peter!
—¡Ya está bien!
Peter, riéndose a carcajadas, hizo
una reverencia.
—Gracias por sus amables aplausos,
damas y caballeros. Si alguien me da
algunas albóndigas más y un sombrero
de copa, continuaremos el espectáculo.
El forzudo encargado de la
seguridad del local llegó a toda prisa.
—¡Será mejor que se vaya! —le dijo
a Peter.
—¡Y un cuerno!
—¡Es mi amigo! —terció Dean,
indignado.
Se había congregado un grupo de
camareros.
—¡A la calle con él!
—Es mejor que nos vayamos, Peter.
Hubo un forcejeo y los dos fueron
arrastrados a empujones hasta la puerta.
—¡Tengo ahí el sombrero y el
abrigo! —gritó Peter.
—Venga, vaya a buscarlos, rápido.
El forzudo soltó a Peter, y éste,
asumiendo una ridícula expresión de
astucia extraordinaria, corrió
inmediatamente dos mesas más allá,
estalló en carcajadas y les hizo un corte
de mangas a los exasperados camareros.
—Creo que me voy a quedar un
poco más —anunció.
Comenzó la persecución. Los
camareros se dividieron: cuatro por un
lado y cuatro por el otro. Dean agarró a
dos por la chaqueta, y otra vez
forcejearon antes de reemprender la
caza de Peter; por fin lo atraparon,
después de que hubiera derramado un
azucarero y varias tazas de café. Hubo
una nueva discusión en la caja, donde
Peter quería que le vendieran una ración
de albóndigas para lanzárselas a los
policías.
Pero la conmoción de su salida fue
inmediatamente empequeñecida por otro
fenómeno que provocó miradas de
admiración y un largo e involuntario
«¡O-o-o-h-h!» en todos los presentes.
La gran cristalera del local era ahora
azul, un azul profundo y cremoso, como
un claro de luna pintado por Maxfield
Parrish: un azul que parecía hacer
presión sobre el cristal para penetrar a
la fuerza en el restaurante. Despuntaba
el alba en Columbus Circle, un alba
mágica, llena de expectación, que
perfilaba la gran estatua del inmortal
Cristóbal, y se confundía, misteriosa y
extraña, con las luces eléctricas
amarillas del interior, cada vez más
tenues.

X.
El señor Entrada y el señor Salida
no están en las listas del censo. Los
buscaréis en vano en el registro civil,
entre las partidas de nacimiento,
matrimonio y defunción, y tampoco los
encontraréis en la libreta donde lleva las
cuentas el tendero. El olvido se los ha
tragado y los testimonios sobre su
existencia son vagos, inconsistentes,
inadmisibles para los tribunales. Sin
embargo, sé de buena fuente que durante
un breve periodo de tiempo el señor
Entrada y el señor Salida vivieron,
respiraron, respondieron por su nombre
e irradiaron el vivísimo encanto de su
personalidad.
Durante el breve curso de su
existencia, recorrieron con sus
peculiares atuendos la gran autopista de
la gran nación: se rieron de ellos, los
maldijeron, los persiguieron. Después
desaparecieron y de ellos nunca más se
supo.
Iban tomando vagamente forma
cuando un taxi con la capota bajada
atravesó despreocupadamente
Broadway a la luz muy suave del
amanecer de mayo. En ese coche
viajaban las almas del señor Entrada y
del señor Salida, comentando con
estupor la luz azul que tan bruscamente
había coloreado el cielo tras la estatua
de Cristóbal Colón, comentando con
perplejidad las caras avejentadas y
grises de los primeros madrugadores
que apenas rozaban la calle como
papelillos al aire sobre un lago gris.
Estaban de acuerdo en todo: desde lo
absurdo del forzudo del Child hasta lo
absurdo del oficio de vivir. Los mareaba
la extrema y sensiblera felicidad que la
mañana había despertado en sus almas
entusiastas. Y tan nuevo e intenso era su
placer de vivir que sentían necesidad de
expresarlo con fuertes gritos.
—¡Hiuuuuu! —ululó Peter, formando
un megáfono con las manos, y Dean se
unió a él con un grito que, aun siendo tan
significativo y simbólico como el otro,
debía su resonancia a su absoluta falta
de articulación.
—¡Yuhuuuu! ¡Yu-baba!
La calle 53 fue un autobús que
transportaba a una belleza morena con el
pelo cortado como un chico; la calle 52
fue un barrendero que los esquivó,
escapó por los pelos y lanzó un alarido:
«¡Mira por dónde vas!», con voz
dolorida y acongojada. En la calle 50 un
grupo de hombres sobre una acera
blanquísima, ante un blanquísimo
edificio, se volvió hacia ellos y gritó:
—¡Menuda fiesta, chicos!
En la calle 49 Peter le dijo a Dean
en tono solemne, entornando sus ojos de
búho:
—Espléndida mañana.
—Seguramente.
—¿Desayunamos algo?
Dean estaba de acuerdo, aunque con
algún añadido.
—Desayuno y copa.
—Desayuno y copa —repitió Peter,
y se miraron, asintiendo—. Es lógico.
Y estallaron en grandes carcajadas.
—¡Desayuno y copa! ¡Cielo santo!
—No existe tal cosa —anunció
Peter.
—¿No sirven una cosa así? No
importa. Los obligaremos a que nos la
sirvan. Recurriremos a la fuerza.
—Recurriremos a la lógica.
El taxi abandonó Broadway de
improviso, se adentró en una calle
transversal y se detuvo en la Quinta
Avenida, ante un edificio que parecía un
mausoleo.
—¿Qué pasa?
El taxista los informó de que aquello
era el Delmonico.
Era incomprensible. Tuvieron que
concentrarse intensamente durante unos
minutos, pues si le habían dado aquella
dirección al taxista, algún motivo debía
de existir.
—Algo de un abrigo… —sugirió el
taxista.
Eso era. El abrigo y el sombrero de
Peter. Se los había dejado en el
Delmonico. Después de haber llegado a
tal conclusión, desembarcaron del taxi y
se encaminaron tranquilamente hacia la
entrada cogidos del brazo.
—¡Eh! —dijo el taxista.
—¿Eh?
—Tienen que pagarme.
Negaron con la cabeza,
escandalizados.
—Más tarde; ahora, no. Las órdenes
las damos nosotros. Espere.
El taxista protestó: quería su dinero
inmediatamente. Con el desdén y la
condescendencia de los hombres que
ejercen un tremendo esfuerzo para
dominarse, le pagaron.
Luego, a tientas, Peter buscó en vano
su abrigo y su sombrero en el oscuro y
desierto guardarropa del Delmonico.
—Me temo que han volado. Los
habrán robado.
—Algún estudiante de Sheffield.
—Con toda probabilidad.
—No importa —dijo Dean con
generosidad—. Dejo yo mi abrigo y mi
sombrero, y así iremos vestidos igual.
Se quitó el abrigo y el sombrero e
iba a dejarlos en la percha cuando dos
grandes rectángulos de cartón, colgados
de las dos puertas del guardarropa,
atraparon y atrajeron su mirada como un
imán. El de la puerta de la izquierda
lucía, en grandes letras negras, la
palabra «Entrada»; y el de la puerta de
la derecha ostentaba la no menos
contundente «Salida».
—¡Mira! —exclamó lleno de
felicidad.
Los ojos de Peter siguieron la
dirección que les señalaba el dedo de
Dean.
—¿Qué?
—Mira esos carteles. Vamos a
cogerlos.
—Buena idea.
—Seguro que, juntos, resultan
rarísimos y valiosos. Pueden servirnos.
Peter descolgó el cartel de la
izquierda e intentó escondérselo en
alguna parte: el asunto entrañaba cierta
dificultad porque el cartel era de
considerables proporciones. Entonces se
le ocurrió una idea, y con aire solemne y
misterioso se volvió de espaldas. Al
cabo de un instante giró sobre los
talones teatralmente y, extendiendo los
brazos, se exhibió ante el admirado
Dean. Se había prendido el cartel en el
chaleco, cubriendo por completo la
pechera de la camisa. Era como si la
palabra «Entrada» hubiera sido pintada
sobre la camisa con grandes letras
negras.
—¡Yuhuuu! —gritó con entusiasmo
Dean—. El señor Entrada.
Acto seguido, se colgó el cartel de
la misma manera.
—¡El señor Salida! —anunció
triunfalmente—. El señor Entrada tiene
el gusto de conocer al señor Salida.
Dieron un paso al frente y se
estrecharon las manos.
Y otra vez se retorcían
espasmódicamente vencidos por un
ataque de risa.
—¡Yuhuuu!
—Ahora vamos a pegarnos un buen
desayuno.
—Venga, vamos, al Commodore.
Cogidos del brazo salieron del
Delmonico con pasos decididos,
doblaron hacia el este en la calle 44 y se
dirigieron hacia el Commodore.
Cuando salían, un soldado bajo y
moreno, muy pálido y muy cansado, que
deambulaba apáticamente arriba y abajo
por la acera, se volvió para mirarlos.
Hizo ademán de dirigirles la
palabra, pero, como lo fulminaron
inmediatamente con la mirada que se
dirige a los desconocidos, esperó a que
se alejaran con pasos inseguros calle
abajo y los siguió a unos veinte metros
de distancia, riéndose para sus adentros
y repitiendo a media voz: «¡Vaya,
vaya!», con plácida expectación.
El señor Entrada y el señor Salida
intercambiaban chistes sobre sus futuros
proyectos.
—Queremos una copa; queremos
desayunar. No vale una cosa sin la otra.
Una e indivisible.
—¡Queremos las dos!
—¡Las dos!
Ya era completamente de día, y los
transeúntes empezaban a observar con
curiosidad a la pareja. Era evidente que
debatían asuntos que los divertían
enormemente, pues de cuando en cuando
los sacudía un ataque de risa tan
violento que, siempre cogidos del brazo,
se retorcían entre carcajadas.
Al llegar al Commodore
intercambiaron algunos epigramas
picantes con el portero, que tenía ojos
de sueño, navegaron con algún problema
a través de la puerta giratoria y luego
cruzaron el vestíbulo, entre un público
escaso y sorprendido, hasta el comedor,
donde un camarero perplejo les señaló
una oscura mesa en un rincón.
Estudiaron la carta sin entender
absolutamente nada, leyéndose uno al
otro los nombres de los platos con un
murmullo de perplejidad.
—¿No hay licores? —dijo Peter en
tono de reproche. El camarero dejó oír
su voz, pero era ininteligible.
—Le repito —continuó Peter con
paciente tolerancia— que en la carta
parece haber una inexplicable y
absolutamente repugnante ausencia de
licores.
—Oye —le dijo Dean, muy seguro
de sí mismo—, deja que yo me ocupe —
ahora se dirigía al camarero—:
Traiga… Tráiganos… —examinaba la
carta con ansiedad—. Tráiganos una
botella de champán y… podría ser… un
bocadillo de jamón. El camarero
parecía titubear.
—¡Sírvanos! —rugieron al unísono
el señor Entrada y el señor Salida.
El camarero tosió y desapareció.
Mientras esperaban, sin que se dieran
cuenta, el camarero mayor los sometía a
un atento examen. Entonces llegó el
champán y, en cuanto lo vieron, el señor
Entrada y el señor Salida se sintieron
llenos de júbilo.
—¿Te imaginas que se hubieran
negado a servirnos champán para
desayunar? ¿Te lo imaginas?
Intentaron imaginarse una
posibilidad tan espantosa, pero la
hazaña era excesiva para ellos. Era
imposible, aunque sumaran su poder de
imaginación, concebir un mundo en el
que estuviera prohibido desayunar
champán. El camarero descorchó la
botella con un enorme estruendo y en las
copas inmediatamente burbujeó la
espuma pálida y dorada.
—A su salud, señor Entrada.
—A la suya, señor Salida.
El camarero se retiró, los minutos
pasaron; el nivel del champán bajaba en
la botella.
—Es humillante —dijo Dean de
repente.
—¿Qué es humillante?
—La idea de que pudieran
prohibirnos desayunar champán.
—¿Humillante? —reflexionó Peter
—. Sí, ¡ésa es la palabra! Humillante.
Otra vez se morían de risa, ululaban,
se tronchaban de risa, se agitaban en sus
sillas, repetían la palabra «humillante»
una vez y otra vez, y cada repetición
parecía volverla más genial,
clamorosamente absurda.
Después de aquellos minutos de
diversión, decidieron pedir otra botella.
El camarero, angustiado, lo consultó a
su inmediato superior, y este juicioso
personaje dio órdenes terminantes de
que no se sirviera más champán. Les
llevaron la cuenta.
Cinco minutos después, cogidos del
brazo, abandonaban el Commodore y
proseguían su camino entre la multitud,
que los observaba con curiosidad, por la
calle 42 y la avenida Vanderbilt, hasta el
Hotel Biltmore. Allí, con inesperada
astucia, se pusieron a la altura de las
circunstancias y atravesaron el vestíbulo
a paso rápido y ceremoniosamente
erguidos.
Pero, ya en el comedor, repitieron su
actuación. Alternaban risotadas
intermitentes y convulsas con repentinas
e imprevisibles discusiones sobre
política, la universidad y su radiante
estado de ánimo. Según sus relojes eran
las nueve, y empezó a ocurríseles la
vaga idea de que estaban en una fiesta
memorable, una fiesta que recordarían
siempre. No se dieron prisa con la
segunda botella. Bastaba la sola
mención de la palabra «humillante» para
que los asfixiaran las carcajadas. El
comedor zumbaba y parecía moverse;
una curiosa claridad impregnaba y
enrarecía el aire pesado.
Pagaron la cuenta y volvieron al
vestíbulo.
En aquel preciso momento la puerta
principal del hotel giró por enésima vez
aquella mañana, dejando entrar a una
joven muy pálida, una belleza con ojeras
y un vestido de noche muy arrugado. La
acompañaba un hombre obeso y vulgar,
que evidentemente no era el
acompañante adecuado.
Esta pareja se encontró al final de
las escaleras con el señor Entrada y el
señor Salida.
—Edith —dijo el señor Entrada,
acercándosele lleno de alegría y
dedicándole una profunda reverencia—.
Buenos días, corazón.
El hombre obeso le echó a Edith una
mirada interrogativa, como si, pura y
simplemente, le pidiera permiso para
quitar de en medio sumariamente a aquel
individuo.
—Perdona el exceso de confianza —
añadió Peter, como si lo hubiera
pensado mejor—. Buenos días, Edith.
Cogiéndolo por el codo, obligó a
Dean a acercarse.
—Te presento al señor Entrada,
Edith: mi mejor amigo. Somos
inseparables: el señor Entrada y el
señor Salida.
El señor Salida dio un paso al frente
e hizo una reverencia: fue tan largo el
paso y tan profunda la reverencia que
estuvo a punto de acabar en el suelo, y,
para mantener el equilibrio, hubo de
apoyarse ligeramente en el hombro de
Edith.
—Soy el señor Salida, Edith —
murmuró muy amable—; el señor
Entrada y el señor Salida.
—El Señor Salidentrada —dijo
Peter con orgullo.
Pero Edith no los veía, miraba más
allá, fijos los ojos en algún punto de la
galería superior. Le hizo una señal con
la cabeza al hombre obeso, que avanzó
como un toro y, con un gesto enérgico y
brusco, apartó al señor Entrada y al
señor Salida, y Edith y él pasaron por el
espacio abierto entre los dos.
Pero diez pasos más allá Edith
volvió a detenerse: se detuvo y apuntó
con el dedo a un soldado moreno, bajo,
que miraba detenidamente a todo el
mundo, y, muy en particular, la escena
del señor Entrada y el señor Salida, con
una especie de terror asombrado y
hechizado.
—¡Allí! —exclamó Edith—. ¡Allí
está!
Su voz subió de tono y se volvió
algo chillona. El dedo acusador
temblaba un poco.
—Es el soldado que le ha roto la
pierna a mi hermano. Hubo algunas
exclamaciones. Un empleado con chaqué
abandonó su puesto en el mostrador de
recepción y avanzó en estado de alarma;
el hombre obeso se lanzó como un rayo
contra el soldado bajo y moreno, y todos
los que se hallaban en el vestíbulo
rodearon al grupo, impidiéndoles la
visión al señor Entrada y el señor
Salida.
Pero para el señor Entrada y el
señor Salida este incidente sólo era un
segmento especialmente iridiscente de
un mundo zumbante y giratorio.
Oyeron gritos, vieron cómo saltaba
el gordo, y de repente la escena se
volvió borrosa.
Poco después se encontraban en un
ascensor rumbo al cielo.
—¿A qué piso, por favor? —dijo el
ascensorista.
—A cualquiera —dijo el señor
Entrada.
—Al último piso —dijo el señor
Salida.
—Éste es el último piso —dijo el
ascensorista.
—Que pongan otro —dijo el señor
Salida.
—Más alto —dijo el señor Entrada.
—Al cielo —dijo el señor Salida.

XI.

En la habitación de un pequeño hotel


a pocos pasos de la Sexta Avenida
Gordon Sterrett se despertó con la nuca
dolorida y sintiendo en cada vena el
pulso de la fiebre. Observó las sombras
grises y crepusculares en los rincones de
la habitación y un agujero en un gran
sillón de piel que llevaba en aquella
esquina mucho tiempo. Miró la ropa,
revuelta, arrugada y tirada en el suelo, y
aspiró el olor rancio del humo de los
cigarrillos y el olor rancio del alcohol.
Las ventanas estaban herméticamente
cerradas. El sol, resplandeciente,
proyectaba un rayo de luz polvorienta
más allá del alféizar de la ventana, un
rayo que se partía en la cabecera de la
gran cama de madera donde había
dormido. Estaba inmóvil, casi en coma,
drogado, con los ojos
desmesuradamente abiertos, con la
mente golpeteando frenéticamente como
una máquina sin engrasar.
Debían de haber pasado treinta
segundos desde que percibió el rayo de
sol polvoriento y el agujero en el sillón
de piel, cuando tuvo la sensación de que
había algo vivo a su lado; y otros treinta
segundos pasaron antes de que se diera
cuenta de que estaba casado
irrevocablemente con Jewel Hudson.
Salió media hora después y compró
un revólver en una tienda de artículos de
deporte. Luego fue en taxi a la
habitación de la calle 27 Este donde
había vivido hasta entonces, y,
apoyándose en la mesa sobre la que
estaban sus materiales de dibujo, se
pegó un tiro en la cabeza justo detrás de
la sien.
El Gominola

El Gominola fue escrito


como continuación de El
palacio de hielo. Cuando el
Post lo rechazó, Fitzgerald
cambió los nombres, pero se
negó a darle un final feliz. El
cuento apareció en 1920 en el
número de octubre del
Metropolitan Magazine,
como parte de un acuerdo
para publicar seis relatos que
elevó la cotización de
Fitzgerald de 500 a 900
dólares por cuento.
Fitzgerald añadió este
comentario cuando incluyó
El Gominola en Cuentos de la
era del jazz:
«Ésta es una historia del
Sur, que se desarrolla en la
pequeña ciudad de Tarleton,
en Georgia. Siento un gran
afecto por Tarleton, pero, no
sé por qué, cada vez que
escribo un cuento sobre
Tarleton, recibo cartas de
todos los puntos del Sur
criticándome abiertamente.
El Gominola también mereció
una buena dosis de cartas
reprobatorias.
»Este cuento lo escribí en
circunstancias extrañas poco
después de que se publicara
mi primera novela y fue el
primer cuento para el que
conté con un colaborador.
Como vi que no era capaz de
resolver el episodio de los
dados, se lo pasea mi mujer,
quien, como sureña, era
presumiblemente una experta
en la técnica y la
terminología de ese gran
pasatiempo de la región».
I.
Jim Powell era un gominola. Por
mucho que yo quiera convertirlo en un
personaje atractivo, creo que sería poco
escrupuloso engañaros sobre este punto.
Testarudo, gominola de pura cepa en un
noventa y nueve y tres cuartos por
ciento, había crecido perezosamente
durante la estación de los gominolas,
que es cada estación, allá en el país de
los gominolas, muy al sur de la línea
Mason-Dixon.
Hoy día, si llamas gominola a un
hombre de Memphis, seguramente se
sacará del bolsillo posterior de los
pantalones una cuerda larga y resistente
para ahorcarte en el palo de telégrafo
más próximo. Si llamas gominola a un
hombre de Nueva Orleans, puede que
sonría burlón y te pregunte quién va a
llevar a tu chica al baile del Mardi
Gras. El trozo de tierra, tierra de
gominolas, que dio a luz al protagonista
de esta historia está situado más o
menos entre esas dos ciudades: una
pequeña ciudad de cuarenta mil
habitantes, que dormita profundamente
desde hace cuarenta mil años en el sur
de Georgia, agitándose entre sueños y
murmurando algo sobre una guerra que
tuvo lugar una vez, en algún lugar, y que
todo el mundo ha olvidado hace ya
mucho tiempo.
Jim era un gominola. Lo escribo otra
vez porque suena bien, casi como el
principio de un cuento de hadas, como si
Jim fuera encantador. En cierto modo, la
palabra me da su retrato: cara
redondeada y apetitosa, de caramelo con
forma de alubia, y hojas y verduras que
le rebosan fuera de la gorra. Pero Jim
era alto y delgado, y andaba inclinado
hacia delante, de tanto inclinarse sobre
las mesas de billar; y era lo que en el
Norte igualitario llamarían un gandul de
esquina. Gominola es el nombre que se
da en toda la irredenta Confederación a
quien pasa la vida conjugando el verbo
haraganear en primera persona del
singular: yo haraganeo, yo he
haraganeado, yo haraganearé.
Jim había nacido en una casa blanca
de una esquina verde. Tenía en la
fachada cuatro columnas deterioradas
por las inclemencias del tiempo, y en la
parte posterior, celosías y parras que
tejían un alegre fondo para un florido
césped bañado de sol. Originariamente,
los habitantes de la casa blanca habían
sido los propietarios del terreno
colindante, y del terreno que colindaba
con el colindante, y del terreno de más
allá, pero hacía tanto tiempo que incluso
el padre de Jim apenas si se acordaba.
De hecho, consideraba aquello un asunto
de tan mínima importancia que, cuando
se estaba muriendo, herido de bala en
una pelea, se olvidó incluso de
recordárselo al pequeño Jim, que tenía
cinco años y estaba terriblemente
asustado. La casa blanca se convirtió en
una pensión regida por una impenetrable
señora de Macón, a quien Jim llamaba
tía Mamie y odiaba con toda el alma.
A los quince años, Jim fue al
instituto; llevaba el pelo negro
desgreñado y le daban miedo las chicas.
Detestaba su casa, donde cuatro mujeres
y un viejo prolongaban, de un verano a
otro, una interminable charla acerca de
los terrenos que en sus orígenes
formaron la propiedad de los Powell, o
sobre de qué tipo de flores era el
tiempo. De vez en cuando los padres de
las chicas de la ciudad, acordándose de
la madre de Jim e imaginando un
parecido en los ojos y el pelo, lo
invitaban a fiestas, pero en las fiestas
descubría su timidez, y prefería sentarse
sobre el eje de un coche en el garaje de
Tilly, meciendo el esqueleto o
explorándose interminablemente la boca
con una largo palillo. Para conseguir
algún dinero hacía trabajos esporádicos,
y éste fue el motivo de que dejara de ir a
las fiestas. En la tercera fiesta la
pequeña Marjorie Haight había
murmurado indiscretamente, al alcance
de sus oídos, que Jim era el chico que a
veces traía las verduras. Así que, en vez
del two-step y la polca, Jim había
aprendido a lanzar los dados y conseguir
el número que quisiera, y conocía
sabrosas historias de todos los
jugadores de la región en los últimos
cincuenta años.
Cumplió los dieciocho. Estalló la
guerra, se alistó en la Marina y limpió
barcos en el arsenal de Charleston
durante un año. Después, por variar, se
fue al Norte y limpió barcos en el
arsenal de Brooklyn durante un año.
Cuando la guerra terminó, volvió a
casa. Tenía veintiún años, los pantalones
le quedaban demasiado cortos y
demasiado estrechos. Sus botines eran
largos y puntiagudos. Su corbata era una
alarmante conspiración de púrpura y
rosa maravillosamente combinados, y,
rematándolo todo, había dos ojos azules
desvaídos como trozos de algún viejo
tejido de buena calidad expuesto al sol
durante mucho tiempo.
Cierta tarde de abril, al anochecer,
cuando un gris suave se había
derramado sobre los campos de algodón
y sobre la ciudad sofocante, Jim era una
figura borrosa, apoyada contra una
empalizada, silbando y contemplando el
halo de la luna sobre las farolas de
Jackson Street. Su mente se afanaba
obstinadamente en un problema que
ocupaba su atención desde hacía una
hora. El Gominola había sido invitado a
una fiesta.
A la edad en que todos los chicos
odiaban a todas las chicas, Clark
Darrow y Jim se sentaban juntos en la
escuela. Pero, mientras las aspiraciones
sociales de Jim se habían extinguido en
el aire aceitoso del garaje, Clark se
había enamorado y desenamorado, había
ido a la Universidad, se había dado a la
bebida y la había dejado, y, para no
extendernos mucho, se había convertido
en uno de los galanes más solicitados en
la ciudad. No obstante, Clark y Jim
habían conservado una amistad que,
aunque se vieran poco, estaba fuera de
toda duda. Aquella tarde el viejo Ford
de Clark había aminorado su marcha al
pasar junto a Jim, que estaba en la acera,
y allí, en la calle, Clark lo había
invitado a una fiesta en el club de
campo. El impulso que lo había movido
a hacerlo no fue menos extraño que el
que movió a Jim a aceptar la invitación.
En el caso de este último,
probablemente fue un inconsciente
aburrimiento, un tímido espíritu de
aventura. Y ahora Jim reflexionaba
seriamente sobre el asunto.
Empezó a cantar, zapateando
perezosamente con su largo pie sobre un
adoquín de la acera, hasta que el
adoquín se balanceó al ritmo de la grave
y ronca tonada:
A un kilómetro de casa en la
ciudad de los gominolas
Vive Jeanne, la reina de los
gominolas.
Jeanne ama sus dados y sabe
tratarlos;
no hay dado que le lleve la
contraria.

Jim calló de repente y alborotó la


acera con un agitado galope.
—¡Rayos! —dijo entre dientes.
Estarían todos… Toda aquella gente,
la gente de toda la vida, a la que, por la
casa blanca, vendida hacía mucho
tiempo, y el retrato del oficial en
uniforme gris sobre la repisa de la
chimenea, Jim debería haber
pertenecido. Pero aquella gente había
crecido junta, en un grupo reducido que
se había ido cerrando a medida que las
faldas de las chicas se alargaban
centímetro a centímetro y los pantalones
de los chicos descendían repentinamente
hasta los tobillos. Y, para aquella
sociedad de mortecinos noviazgos
juveniles, en la que todos se llamaban
por su nombre de pila, Jim era un
intruso, uno que destacaba entre los
blancos que no tenían dinero. Casi todos
los hombres lo conocían, y lo miraban
con aire de superioridad; Jim se llevaba
una mano al sombrero para saludar a
tres o cuatro chicas. Eso era todo.
Cuando el crepúsculo se adensó
hasta convertirse en un telón azul para la
luna, Jim atravesó la ciudad calurosa,
agradablemente acre, hacia Jackson
Street. Las tiendas estaban cerrando y
los últimos compradores volvían a sus
casas, como arrastrados en la rotación
de un lento tiovivo soñado. Más lejos,
una feria ambulante formaba un
luminoso callejón de barracas
multicolores y ponía música variada a la
noche: una danza oriental brotaba de una
flauta, una corneta melancólica gemía
ante la barraca de los monstruos, un
organillo interpretaba una alegre versión
de Back Home in Tennessee.
El Gominola se paró en una tienda y
compró un cuello duro. Y luego se fue
dando un paseo hasta el bar de Sam,
donde encontró aparcados los
sempiternos tres o cuatro coches de las
tardes de verano y los niños negros de
siempre, correteando con helados de
frutas y limonadas.
—¡Hola, Jim!
La voz sonó a su lado: Joe Ewing, al
volante de un coche, con Marilyn Wade.
Nancy Lámar y un desconocido
ocupaban el asiento de atrás.
El Gominola se apresuró a tocarse el
sombrero.
—¡Hola!… —y luego, tras una
pausa casi imperceptible.
—¿Qué tal?
No se detuvo. Caminó sin prisa hasta
el garaje, donde tenía una habitación en
el piso de arriba. Le había dicho «¿Qué
tal?» a Nancy Lámar, con quien no
hablaba desde hacía quince años.
Nancy tenía una boca como el
recuerdo de un beso y ojos oscuros y
pelo negro azulado que había heredado
de su madre, nacida en Budapest. Jim se
la cruzaba a menudo por la calle: Nancy
andaba con las manos en los bolsillos,
como un chico, y Jim sabía que, en
compañía de su inseparable Sally Carrol
Hopper, había dejado una estela de
corazones destrozados desde Atlanta
hasta Nueva Orleans.
Por un instante, Jim deseó saber
bailar. Luego se echó a reír y, cuando
llegó a su puerta, empezó a canturrear
entre dientes:

Lanza los dados y te parte el


alma,
sus ojos son grandes y
marrones,
es la reina de las reinas de los
gominolas,
mi Jeanne de la ciudad de los
gominolas.

II.
A las nueve y media Jim y Clark se
encontraron frente al bar de Sam y se
encaminaron hacia el club de campo en
el Ford de Clark.
—Jim —preguntó Clark con tono
indiferente, mientras traqueteaban a
través de la noche perfumada de jazmín
—, ¿cómo te las arreglas para vivir?
El Gominola lo pensó, antes de
responder.
—Bueno —dijo por fin—, tengo una
habitación encima del garaje de Tilly.
Por las tardes le ayudo algo con los
coches, y él me la deja gratis. A veces
conduzco uno de sus taxis y gano algo.
Me estoy hartando de hacer siempre lo
mismo.
—¿Eso es todo?
—Bueno, cuando hay demasiado
trabajo le ayudo… los sábados,
generalmente… Y luego tengo una fuente
principal de ingresos de la que no suelo
hablar. Quizá no te acuerdes de que soy
algo así como el campeón de los
jugadores de dados de la ciudad. Ahora
me obligan a lanzarlos con un cubilete,
porque en cuanto toco un par de dados,
los dados me obedecen.
Clark sonrió con admiración.
—Yo nunca he podido aprender a
lanzarlos para que hagan lo que yo
quiero. Me gustaría verte jugar con
Nancy Lámar algún día y desplumarla.
Juega a los dados con los chicos y
pierde más de lo que su padre puede
darle. Me he enterado de que el mes
pasado vendió un anillo para pagar una
deuda de juego.
El Gominola no hizo ningún
comentario.
—¿La casa blanca de Elm Street
sigue siendo tuya?
Jim negó con la cabeza.
—Vendida. A bastante buen precio,
si consideramos que ya no está en un
buen sitio de la ciudad. El abogado me
dijo que invirtiera el dinero en deuda
pública. Pero la tía Mamie ha perdido la
cabeza, y todos los intereses se van en
pagar el sanatorio de Great Farms.
—Ah.
—Tengo un tío en el norte del
Estado, y me figuro que podría irme con
él si las cosas fueran muy mal. Tiene una
bonita granja, pero no los suficientes
negros para trabajarla. Me ha pedido
que vaya y le ayude, pero no creo que
me guste aquello. Demasiado aislado…
—calló de repente—. Clark, quiero
decirte que te agradezco tu invitación,
pero que preferiría que pararas ahora
mismo el coche y me dejaras volver a
pie a la ciudad.
—¡Mierda! —gruñó Clark—. ¿Por
qué te quieres ir? Piénsalo, hombre. No
tienes que bailar…, sólo moverte un
poco.
—¡Espera! —exclamó Jim,
incómodo—. No vayas a presentarme a
una chica y dejarme luego allí, solo,
para que tenga que bailar con ella.
Clark se echó a reír.
—Porque —continuó Jim,
desesperado—, si no me juras que no lo
harás, me bajo aquí mismo, y que mis
buenas piernas me lleven de vuelta a
Jackson Street.
Después de discutir un rato, llegaron
al acuerdo de que Jim, lejos de las
mujeres, vería el espectáculo desde un
sofá, en el rincón más apartado, donde
Clark se reuniría con él entre baile y
baile.
Así que, a las diez en punto, allí
estaba el Gominola: con una pierna
encima de la otra y los brazos
prudentemente cruzados, intentando
aparentar que se encontraba a sus anchas
y que, educadamente, los que bailaban
no le interesaban lo más mínimo. En el
fondo, se debatía dolorosamente entre
una arrolladora timidez y una intensa
curiosidad por todo lo que sucedía a su
alrededor. Vio a las chicas salir una a
una de los lavabos de señoras,
peinándose y atusándose las plumas
como pájaros llamativos, sonriendo por
encima del hombro empolvado a sus
insoportables madres y tías, lanzando
rápidas miradas que abarcaban todo el
salón y, al mismo tiempo, captaban la
reacción del salón ante su entrada, para
inmediatamente, pájaros de nuevo,
posarse y anidar en los brazos seguros
de sus pacientes acompañantes. Sally
Carrol Hopper, rubia de ojos lánguidos,
apareció vestida de su rosa preferido,
parpadeando como una rosa que acabara
de despertarse. Marjorie Haight,
Marilyn Wade, Harriet Cary, todas las
chicas que había visto perder el tiempo
por Jackson Street al mediodía, ahora,
con el pelo rizado, un toque de
brillantina y delicadamente teñidas por
la luz de las lámparas, eran raras y
prodigiosas figurillas de porcelana rosa
y azul y roja y oro, recién salidas del
almacén sin haberse acabado de secar.
Jim llevaba media hora en el sofá,
indiferente a las joviales visitas de
Clark, siempre acompañadas de un
«Qué, amigo, ¿cómo va eso?» y una
palmada en la rodilla. Una docena de
chicos había hablado con él o se había
parado un instante a su lado, pero Jim
sabía que se sorprendían de encontrarlo
allí, e incluso se le antojó que uno o dos
se sentían ligeramente molestos. Pero, a
las diez y media, la vergüenza y el
ensimismamiento desaparecieron de
repente. Lo que veía le cortó la
respiración: Nancy Lámar había salido
del lavabo de señoras.
Llevaba un vestido amarillo de
organdí, lleno de curvas y descaro, con
tres filas de volantes y un gran lazo a la
espalda: irradiaba un fulgor negro y
amarillo, una especie de resplandor
fosforecente. Los ojos del Gominola se
abrieron de par en par y se le hizo un
nudo en la garganta. Nancy permaneció
unos segundos en la puerta hasta que su
pareja se acercó de prisa. Jim lo
reconoció: era el desconocido que la
acompañaba aquella tarde en el coche
de Joe Ewing. La vio poner los brazos
en jarras y murmurar algo, y reírse. El
hombre rió también y Jim sintió una
punzada rápida, una clase nueva,
extraña, de dolor. Algo luminoso
brotaba entre la pareja, un rayo de
belleza que procedía de aquel sol que,
un momento antes, había calentado a
Jim. El Gominola se sintió de pronto
como mala hierba a la sombra.
Entonces Clark se le acercó, con
ojos brillantes, encendidos.
—Qué, amigo —gritó con cierta
falta de originalidad—. ¿Cómo va eso?
Jim respondió que como era de
esperar.
—Ven conmigo —ordenó Clark—.
Tengo algo que calentará la noche.
Jim lo siguió torpemente a través del
salón y subió hasta la despensa, donde
Clark le enseñó una botella, sin marca,
llena de un líquido amarillo.
—Auténtico whisky.
El ginger ale llegó en bandeja.
Aquel potente néctar, al que llamaban
«auténtico whisky», necesitaba algún
disfraz más fuerte que el agua de Seltz.
—Dime, chico —exclamó Clark sin
aliento—, ¿no te parece guapa Nancy
Lámar?
Jim asintió con la cabeza.
—Terriblemente guapa.
—Está toda emperifollada para
pasarlo en grande esta noche. ¿Te has
fijado en el tipo que está con ella?
—¿El grandullón de los pantalones
blancos?
—Ajá. Bueno, ése es Ogden Merritt,
de Savannah. Su padre fabrica las
cuchillas de afeitar Merritt. Ese tipo ha
perdido la cabeza por Nancy. Lleva
persiguiéndola todo el año… Está loca
—continuó Clark—, pero me gusta. Les
gusta a todos. Es verdad que hace
locuras. Suele escapar con vida, pero,
después de tantas aventuras, tiene la
reputación llena de cicatrices.
—¿Sí? —Jim le tendió el vaso—. Es
buen whisky.
—No está mal… Sí, está loca. ¡No
veas cómo tira los dados, chico! ¡Y
cómo le pega al whisky con soda! Le he
prometido uno.
—¿Y está enamorada de ese…
Merritt?
—Te juro que no tengo ni idea.
Parece como si las mejores chicas de
por aquí tuvieran que casarse con tipos
así y marcharse a otra parte.
Se sirvió otro vaso y,
meticulosamente, le puso el corcho a la
botella.
—Oye, Jim, voy a bailar. Te estaría
muy agradecido si te metieras el whisky
en el bolsillo mientras no bailas. Si se
dan cuenta de que he echado un trago,
vendrán y me pedirán, y antes de que me
dé cuenta, el whisky se habrá evaporado
y alguno estará pasándoselo bien a mi
costa.
Así que Nancy Lámar iba a casarse.
La chica más celebrada de la ciudad se
iba a convertir en propiedad privada de
un individuo con pantalones blancos, y
todo porque el padre del individuo con
pantalones blancos había fabricado una
cuchilla de afeitar mejor que la del
vecino: a Jim le pareció una idea
inexplicablemente deprimente mientras
bajaba las escaleras. Por primera vez en
su vida sintió un vago y romántico
anhelo. Una imagen iba tomando forma
en su imaginación: Nancy caminaba con
aires de chico por la calle, aceptaba una
naranja que, como un diezmo, le ofrecía
un devoto vendedor de frutas y luego
cargaba en su mítica cuenta del bar de
Sam alguna bebida prohibida antes de
reunir una escolta de pretendientes y
alejarse triunfalmente en coche hacia
una noche de música y despilfarro.
El Gominola salió al porche y eligió
una esquina desierta, a oscuras entre la
luna sobre el césped y la única puerta
iluminada del salón de baile. Encontró
una silla y, tras encender un cigarrillo,
se abandonó a sus ensoñaciones
habituales. Ahora era una ensoñación
sensual: la hacían sensual la noche y el
perfume cálido de las borlas de polvos
de tocador, húmedas, escondidas bajo
los grandes escotes de los vestidos,
destilando un millar de perfumes
finísimos que flotaban a través de la
puerta abierta. Y la música,
ensombrecida por las notas graves del
trombón, se iba volviendo tibia y
oscura, en lánguida armonía con el roce
de muchos zapatos de fiesta.
De repente una oscura figura
ensombreció el rectángulo de luz
amarilla de la puerta. Una chica había
salido de los lavabos de señoras y
estaba en el porche, a tres metros de
distancia. Jim oyó susurrar la palabra
«maldición», como un suspiro; luego la
chica se giró y lo vio. Era Nancy Lámar.
Jim enrojeció de pies a cabeza.
—¿Qué tal?
—Hola… —se detuvo, dudó y luego
se acercó—. ¡Ah, eres… Jim Powell!
Jim hizo una leve inclinación,
pensando qué decir.
—¿Tú crees que…? —se le adelantó
Nancy—. Quiero decir… ¿Tú sabes
algo de chicle?
—¿Qué?
—Tengo un chicle pegado en el
zapato. Algún redomado imbécil ha
tirado el chicle al suelo y, claro, lo he
pisado yo.
Jim se sonrojó, inoportunamente.
—¿Sabes cómo quitarlo? —preguntó
ella de mal humor—. He probado con un
cuchillo. He probado con todo lo que he
encontrado en los lavabos. He probado
con jabón y agua… e incluso con
perfume, y me he cargado mi borla para
los polvos intentando que se pegara al
chicle.
Jim, algo nervioso, estudió el asunto.
—Bueno… Quizá con gasolina.
Las palabras acababan de salir de su
boca cuando Nancy lo cogió de la mano
y lo arrastró, corriendo, fuera de la
terraza, pisando las flores, al galope,
hacia los coches aparcados a la luz de la
luna cerca del primer hoyo del campo de
golf.
—Abre el depósito de gasolina —le
ordenó, sin aliento.
—¿Qué?
—Para el chicle. Tengo que
quitármelo. No puedo bailar con un
chicle pegado en el zapato.
Jim, obediente, se acercó a los
coches y empezó a inspeccionarlos para
ver cómo conseguir el deseado
disolvente. Si Nancy le hubiera pedido
un cilindro, hubiera hecho todo lo
posible por arrancarlo.
—Aquí —dijo después de buscar un
momento—. Aquí hay uno que es fácil.
¿Tienes un pañuelo?
—Está arriba, mojado. Lo usé para
el jabón y el agua.
Jim exploró laboriosamente sus
bolsillos.
—Creo que yo no tengo.
—¡Maldita sea! Bueno, podemos
abrirlo y dejar que la gasolina se
derrame.
Jim abrió el conducto; la gasolina
empezó a gotear.
—¡Más!
Lo abrió por completo. El goteo se
convirtió en un chorro y formó un charco
aceitoso, reluciente, palpitante, que
reflejaba una docena de lunas trémulas.
—Ah —suspiró con satisfacción—.
Deja que salga toda la gasolina. Lo
único que puedo hacer es pisotearla.
Desesperado, Jim abrió
completamente el conducto y el charco
se volvió más profundo, esparciendo
chorros y ríos minúsculos en todas las
direcciones.
—Así está bien. Es lo que quería.
Levantándose la falda, lo pisoteó
con garbo.
—Sé que esto me quitará el chicle
—murmuró Nancy.
Jim sonrió.
—Hay muchos coches más.
Nancy salió delicadamente de la
gasolina y empezó a restregar los
zapatos, por el borde y la suela, en el
estribo del automóvil. El Gominola no
pudo contenerse más. Lanzó una
carcajada explosiva: se partía de risa. Y
Nancy se unió a las carcajadas.
—Has venido con Clark Darrow,
¿verdad? —preguntó cuando volvían a
la terraza.
—Sí.
—¿Sabes dónde está?
—Imagino que bailando.
—¡Demonios! Me prometió un
whisky.
—Bueno —dijo Jim—, me figuro
que estará de acuerdo. Tengo su botella
justamente en el bolsillo.
Nancy le sonrió radiante.
—Supongo que querrás ginger ale
—añadió él.
—Yo, no. Sólo la botella.
—¿Seguro?
Ella rió desdeñosamente.
—Ponme a prueba. Puedo beber lo
mismo que un hombre, cualquier cosa.
Vamos a sentarnos.
Nancy Lámar se encaramó en el
borde de una mesa y Jim se dejó caer en
una de las sillas de mimbre. Nancy
descorchó la botella y, apoyándola en
los labios, dio un gran trago. Jim la
miraba fascinado.
—¿Te gusta?
Nancy Lámar negó con la cabeza, sin
respiración.
—No, pero me gusta cómo me siento
después de beber. Creo que eso es lo
que le gusta a mucha gente.
Jim asintió.
—A mi padre le gustaba muchísimo.
Se envició.
—Los norteamericanos —dijo
Nancy, muy seria— no saben beber.
—¿Qué? —dijo Jim sorprendido.
—En realidad —continuó, con
despreocupación—, no saben hacer nada
a derechas. Lo único que lamento en mi
vida es no haber nacido en Inglaterra.
—¿En Inglaterra?
—Sí. Es lo único que lamento: no
haber nacido allí.
—¿Te gusta Inglaterra?
—Sí. Una barbaridad. Nunca he
estado en Inglaterra, pero he conocido a
muchos ingleses que estuvieron por aquí
cuando la guerra, en el ejército, hombres
de Oxford y Cambridge, ya sabes, como
aquí Sewanee y la Universidad de
Georgia, y, claro, he leído montones de
novelas inglesas.
Jim estaba interesado, atónito.
—¿Has oído alguna vez hablar de
lady Diana Manners? —le preguntó
Nancy con la mayor seriedad.
No, Jim no había oído hablar de
lady Diana.
—Bueno, me gustaría ser como ella.
Morena, ya sabes, como yo, y más loca
que un pecado. Es la chica que subió a
caballo las escaleras de una catedral o
una iglesia o algo por el estilo, y todos
los novelistas hacen que sus heroínas lo
repitan.
Jim asintió con la cabeza, por
educación. Ya no pisaba terreno
conocido.
—Pasa la botella —propuso Nancy
—. Voy a beber otro poco. Un traguito
no le haría daño ni a un niño… Verás —
continuó, otra vez sin respiración,
después de dar un trago—, la gente de
allí tiene estilo. Aquí nadie tiene estilo.
Quiero decir que no vale la pena
arreglarse o hacer algo sensacional por
los chicos de aquí. ¿No crees?
—Supongo que sí… Es decir,
supongo que no —murmuró Jim.
—Y me gustaría hacer algo
sensacional. La verdad es que soy la
única chica de la ciudad que tiene estilo
—Nancy estiró los brazos y bostezó con
mucho encanto—. Bonita noche.
—Sí que lo es —corroboró Jim.
—Me gustaría tener un barco —dijo
ella soñadoramente—. Me gustaría
navegar en un lago plateado, el Támesis,
por ejemplo. Y habría champán y
canapés de caviar. Seríamos unas ocho
personas. Y, para amenizar la fiesta, uno
de los hombres saltaría por la borda y se
ahogaría, como hizo una vez uno de los
acompañantes de lady Diana Manners.
—¿Lo hizo para complacerla?
—No quiero decir que se ahogara
para complacerla. Sólo quería saltar por
la borda y hacer reír a todos.
—Imagino que se murieron de risa
cuando se ahogó.
—Sí, supongo que se reirían un poco
—admitió Nancy—. Imagino que ella se
rió, por lo menos. Me figuro que lady
Diana es bastante dura, como yo.
—¿Tú eres dura?
—Como el acero —Nancy volvió a
bostezar y añadió—: Dame un poco más
de esa botella.
Jim dudó, pero ella alargó la mano,
desafiante.
—No me trates como a una chica —
le advirtió—. Yo no soy como las chicas
que conoces… —reflexionó—. Bueno,
quizá tengas razón. Tienes… tienes una
cabeza vieja sobre hombros jóvenes.
Nancy Lámar se puso en pie de un
salto y se dirigió hacia la puerta. El
Gominola se levantó también.
—¡Adiós! —dijo amablemente—,
adiós. Gracias, Gominola.
Y Nancy Lámar entró en la casa y
dejó a Jim en el porche, pasmado.

III.
A las doce una procesión de capas
salió en fila de a uno del tocador de
señoras, se fue emparejando cada una
con un galán en esmoquin, como
bailarines componiendo una figura de
cotillón, y se deslizaron hacia la puerta
entre alegres risas soñolientas, y, más
allá de la puerta, hacia la oscuridad,
donde los coches daban marcha atrás y
resoplaban, y los distintos grupos se
llamaban a voces y se reunían en torno
al depósito de agua.
Jim, sentado en la esquina, se
levantó para buscar a Clark. Lo había
visto a las once; luego Clark se había
ido a bailar. Así, buscándolo, dando
vueltas, Jim se acercó al puesto de
refrescos, que en otro tiempo había sido
un bar. La sala estaba desierta,
exceptuando a un negro soñoliento que
dormitaba tras la barra y dos chicos que
manoseaban perezosamente un par de
dados en una de las mesas. Jim estaba a
punto de irse cuando vio entrar a Clark.
En ese mismo instante Clark levantó los
ojos.
—¡Eh, Jim! —dijo, como quien da
una orden—. Ven y ayúdanos a terminar
la botella. Me temo que no queda
mucho, pero seguro que hay para otro
brindis.
Nancy, el hombre de Savannah,
Marilyn Wade y Joe Ewing se reían a la
entrada, recostados en la pared con
indolencia. Nancy cruzó una mirada con
Jim y le guiñó un ojo, divertida.
Como a la deriva, llegaron hasta una
mesa y se sentaron, a la espera de que el
camarero les trajera ginger ale. Jim, un
poco incómodo, miraba a Nancy, que
había ido a jugar una partida de dados
con los dos chicos de la mesa vecina,
con apuestas de cinco centavos.
—Diles que se vengan aquí —dijo
Clark. Joe miró a su alrededor.
—No hace falta atraer a una
multitud. Va contra las reglas del club.
—Aquí no hay nadie —insistió
Clark—, excepto el señor Taylor. Está
dando vueltas como un loco, tratando de
descubrir quién le ha vaciado la
gasolina del coche.
Se produjo una carcajada general.
—Apuesto un millón de dólares a
que a Nancy se le ha vuelto a pegar algo
en los zapatos. No puedes aparcar
cuando ella está cerca.
—¡Eh, Nancy, el señor Taylor te está
buscando!
Las mejillas de Nancy ardían con la
excitación del juego.
—Hace dos semanas que no he visto
su ridículo coche.
Jim notó el silencio repentino. Se
volvió: en la puerta había un señor de
mediana edad.
La voz de Clark acentuó la violencia
de la situación.
—¿Quiere sentarse con nosotros,
señor Taylor?
—Gracias.
El señor Taylor derramó sobre una
silla su molesta presencia.
—Me figuro que no tengo más
remedio. Estoy esperando a que me
traigan un poco de gasolina. Alguien se
ha estado divirtiendo con mi coche.
Entrecerró los ojos y los miró uno
por uno rápidamente. Jim se preguntó
qué habría oído desde la puerta, e
intentó recordar lo que habían dicho.
—¡Estoy en forma esta noche! —
gritó Nancy—. Y pongo un dólar en la
mesa.
—¡Acepto la apuesta! —saltó el
señor Taylor de improviso.
—¡Vaya, señor Taylor, no sabía que
jugara a los dados!
Nancy se alegró muchísimo al ver
que el señor Taylor se sentaba y cubría
inmediatamente la apuesta. Se tenían una
manifiesta antipatía desde la noche en
que Nancy acabó definitivamente con
una serie de insinuaciones más bien
atrevidas.
—¡Muy bien, pequeños, hacedlo por
vuestra mamaíta: sólo un siete, un siete!
Nancy estaba arrullando los dados.
Los agitó con un gesto hábil y poco
limpio, y los hizo rodar encima de la
mesa.
—¡Ah, me lo imaginaba! Y ahora
pongo otro dólar.
Cinco manos a favor de Nancy
revelaron que Taylor era un mal
perdedor. Ella se tomaba la partida
como una cuestión personal, y, tras cada
éxito, Jim veía cómo el triunfo
revoloteaba por su cara. Nancy doblaba
la apuesta en cada tirada: era difícil que
tanta suerte pudiera durarle.
—Tómatelo con calma —le
aconsejó Jim tímidamente.
—¡Eh, mira esto! —murmuró ella.
Había un ocho sobre la mesa, y Nancy
anunció su número.
—Pequeña Ada, esta vez nos vamos
al Sur.
Ada de Decatur rodó sobre la mesa.
Nancy estaba encendida, casi histérica,
pero su suerte se mantenía. Agitaba el
cubilete una y otra vez, incansable.
Taylor tamborileaba con los dedos sobre
la mesa, pero estaba decidido a seguir.
Entonces Nancy intentó sacar un
diez, y perdió los dados. Taylor los
cogió con avidez. Lanzaba sin decir
palabra, y, en el silencio de la emoción,
el ruido de los dados rodando sobre la
mesa era lo único que se oía.
Nancy había recuperado los dados,
pero no la suerte. Pasó una hora.
Ganaban y perdían. Taylor recuperaba
los dados una y otra vez. Iban empatados
y, por fin, Nancy perdió sus últimos
cinco dólares.
—¿Me acepta un cheque —se
apresuró a decir— de cincuenta dólares,
y nos lo jugamos todo?
La voz no era firme, y le temblaba la
mano que sostenía el cheque.
Clark intercambió una mirada de
incertidumbre y preocupación con Joe
Ewing. Taylor volvió a lanzar. El cheque
de Nancy fue suyo.
—¿Y otro cheque? —dijo Nancy,
frenética—. Cualquier banco lo hará
efectivo sin problemas.
Jim comprendió: era el «auténtico
whisky» que él le había ofrecido, y el
«auténtico whisky» que ella había
bebido por su cuenta. Deseó tener coraje
para intervenir: una chica de su edad y
de su posición difícilmente tendría dos
cuentas bancarias. Cuando el reloj dio
dos campanadas, no pudo contenerse
más.
—¿Podría…? ¿Me dejas que los tire
por ti? —propuso, con aquella voz
grave, perezosa, un poco forzada.
Repentinamente soñolienta y apática,
Nancy le arrojó los dados.
—¡De acuerdo, chico! Como diría
lady Diana Manners: «Lánzalos,
Gominola… La suerte me ha
abandonado».
—Señor Taylor —dijo Jim, con
despreocupación—, nos jugaremos uno
de estos cheques contra todo el dinero.
Media hora más tarde Nancy, a punto
de caerse de la silla, le daba palmadas
en la espalda.
—Me has robado la suerte —asintió
sabiamente con la cabeza. Jim recogió el
último cheque y, juntándolo con los
otros, los rompió en mil pedazos y los
esparció, como confetis, por el suelo.
Alguien empezó a cantar, y Nancy,
apartando de una patada la silla, se puso
en pie de un salto.
—Señoras y señores —anunció—.
Lo de señoras va por ti, Marilyn…
Quiero anunciar al mundo entero que el
señor Jim Powell, conocido gominola
de esta ciudad, es una excepción a la
gran regla «afortunado en el juego,
desafortunado en amores». Jim es
extraordinariamente afortunado en el
juego y yo… yo lo quiero. Señoras y
señores, yo, Nancy Lámar, célebre
belleza morena, presentada con
frecuencia en el Herald como uno de los
miembros más populares entre lo más
joven de la alta sociedad, como suele
ser normal en estos casos… yo deseo
anunciar… deseo anunciar, señores…
De repente se tambaleó. Clark la
sujetó y la ayudó a recuperar el
equilibrio.
—Ha sido culpa mía —prosiguió
Nancy, riendo—. Es que una tiene
tendencia a… tendencia a… De
cualquier modo… brindemos por el
Gominola… por el señor Jim Powell,
rey de los gominolas.
Minutos después, mientras Jim
esperaba a Clark con el sombrero en la
mano en la oscuridad del porche, en la
misma esquina donde la había
encontrado cuando andaba buscando
gasolina, Nancy apareció a su lado.
—Gominola —dijo—, ¿estás aquí,
Gominola? Creo que… —su ligera
inestabilidad parecía parte de un sueño
encantado—. Creo que mereces uno de
mis besos más dulces por lo que has
hecho, Gominola.
Durante unos segundos le rodeó el
cuello con los brazos y sus labios
apretaron la boca de Jim.
—En este mundo soy una pieza
desquiciada, Gominola, pero has hecho
una buena jugada por mí.
Salió del porche y se alejó por el
césped ruidoso de grillos. Jim vio cómo
Merritt salía por la puerta principal y le
decía algo a Nancy con rabia. La vio
reír, volverle la espalda y encaminarse
hacia el coche de Merritt, evitando
mirar a nadie. Marilyn y Joe los seguían,
canturreando una soñolienta canción que
hablaba de una niña apasionada por el
jazz.
Clark salió y alcanzó a Jim en la
escalera.
—Un buen lío, sospecho —bostezó
—. Merritt está de un humor terrible.
Seguro que ha discutido con Nancy.
Por el este, a lo largo del campo de
golf, una imprecisa alfombra gris se
extendió a los pies de la noche. La gente
del coche empezó a entonar el estribillo
mientras se calentaba el motor.
—¡Buenas noches a todos! —gritó
Clark.
—Buenas noches, Clark.
—Buenas noches.
Hubo un silencio, y después una voz
dulce y alegre añadió:
—Buenas noches, Gominola.
El coche partió entre un frenesí de
canciones. Un gallo quejumbroso y
solitario cantó desde una granja al otro
lado de la calle y, a sus espaldas, un
último camarero negro apagó las luces
del porche. Jim y Clark se encaminaron
al Ford. Sus zapatos rechinaban
estridentes en la gravilla.
—¡Chico! —suspiró Clark—.
¡Cómo lanzas los dados!
Había todavía demasiada oscuridad
para que pudiera ver el rubor de las
enjutas mejillas de Jim, o para que
pudiera darse cuenta de que el rubor se
debía a una vergüenza a la que Jim no
estaba acostumbrado.

IV.
El ruido y los bufidos del piso de
abajo y las canciones de los negros que
en la calle lavaban coches con una
manguera resonaban todo el día en el
inhóspito cuarto que había encima del
garaje de Tilly. Era un espacio sombrío
y cuadrado, ocupado por una cama y una
mesa maltrecha sobre la que había
desparramados unos cuantos libros:
Slow Train thru Arkansas, de Joe
Miller; Lucille, en una vieja edición
llena de anotaciones en una caligrafía
anticuada; The Eyes of the World, de
Harold Bell Wright, y un vetusto libro
de rezos de la Iglesia anglicana, con el
nombre de Alice Powell y la fecha de
1831 escritos en el forro.
El este, gris cuando el Gominola
entró en el garaje, adquirió un azul
brillante e intenso cuando encendió la
única bombilla. La volvió a apagar, se
acercó a la ventana, apoyó los codos en
el alféizar y se quedó contemplando
cómo se ahondaba la mañana. Se habían
despertado sus emociones, y su primera
percepción fue una sensación de
futilidad, un dolor sordo por la
mediocridad absoluta de su vida. Un
muro había crecido de golpe a su
alrededor, encerrándolo, un muro
tangible, tan real como las paredes
blancas y desnudas de su habitación. Y,
al percibir ese muro, todo lo que había
hecho que su vida pareciera novelesca,
el azar, la alegre despreocupación, la
milagrosa generosidad de su existencia,
se desvaneció. El Gominola que
vagabundeaba por Jackson Street
tarareando perezosamente una
cancioncilla, conocido en todas las
tiendas y todos los puestos callejeros,
regalando saludos y anécdotas
ingeniosas, triste a veces sólo por el
melancólico paso del tiempo… ese
Gominola se había desvanecido de
repente. Su mismo nombre era ya un
reproche, una vulgaridad. Y entonces
comprendió que Merritt lo despreciaba,
que hasta el beso de Nancy al amanecer
no habría despertado celos, sino sólo
desprecio hacia Nancy, que se había
rebajado tanto. Y, por su parte, el
Gominola se había servido, para
ayudarla, de un sucio subterfugio
aprendido en el garaje. Le había servido
a Nancy de lavandería moral; pero las
manchas eran suyas, de Jim.
Cuando el gris se volvía azul,
iluminando e inundando el cuarto, fue
hasta la cama y se arrojó sobre ella,
agarrando los bordes con fuerza.
—¡La quiero! —gritó—. ¡Dios mío!
Y, con el grito, algo se abrió paso en
su interior, como un nudo que se
deshiciera en su garganta. El aire se hizo
transparente y resplandeció con el alba,
y Jim, aplastando la cara contra la
almohada, empezó a sollozar.

Bajo el sol de las tres de la tarde,


Clark Darrow, que avanzaba lenta y
penosamente por Jackson Street, vio
cómo lo saludaba el Gominola desde la
acera, con los dedos en el bolsillo del
chaleco.
—¡Hola! —exclamó Clark, parando
el Ford a su lado con precisión pasmosa
—. ¿Te acabas de levantar?
El Gominola negó con la cabeza.
—No me he acostado. Sentía una
especie de desasosiego, así que esta
mañana me he ido a dar un largo paseo
por el campo. Acabo de volver a la
ciudad.
—Comprendo que estuvieras
nervioso. Yo también he estado así todo
el día…
—Estoy pensando en irme —
continuó el Gominola, absorto en sus
pensamientos—. He estado pensando en
irme a la granja y ayudarle un poco al
tío Dun. Me temo que he hecho el vago
demasiado tiempo.
Clark guardó silencio y el Gominola
continuó:
—Estoy pensando que, cuando se
muera mi tía Mamie, podría invertir mi
dinero en la granja y sacar algún
provecho. Mi familia procede de allí,
del norte del Estado. Tenía bastantes
tierras.
Clark lo miró con curiosidad.
—Tiene gracia —dijo—. Ese
desasosiego… Yo también he sentido
desasosiego.
El Gominola dudó.
—No sé —comenzó lentamente—,
pero algo… algo de lo que anoche dijo
aquella chica sobre una señora que se
llamaba Diana Manners, una dama
inglesa, me ha hecho pensar —se irguió
y miró a Clark de una manera extraña—.
Una vez tuve una familia —dijo
desafiante.
Clark asintió.
—Lo sé.
—Y yo soy el último de ellos —
continuó el Gominola, levantando
levemente la voz—, y no valgo un
pimiento. El apodo con que me llaman
lo dice todo: algo blandengue, flojo.
Gente que no era nadie cuando mi
familia lo era todo arrugan la nariz si se
cruzan conmigo por la calle.
De nuevo Clark guardó silencio.
—Así que abandono. Me voy hoy
mismo. Y, cuando regrese a esta ciudad,
seré un caballero.
Clark se sacó el pañuelo del bolsillo
y se secó la frente.
—Diría que no eres el único
impresionado por el asunto —admitió
lúgubremente—. Se tiene que acabar ya
eso de que las chicas se larguen por ahí
como vienen haciéndolo. Es terrible, y
todo el mundo debería verlo así.
—¿Quieres decir —preguntó Jim
asombrado— que se ha sabido lo de
anoche?
—¿Que si se ha sabido? ¿Cómo
demonios quieres que lo mantuvieran en
secreto? Lo publicarán los periódicos
esta noche. El doctor Lámar tiene que
salvar su reputación de alguna forma.
Jim se apoyó en el coche y apretó
sus largos dedos contra la carrocería.
—¿Quieres decir que Taylor ha
investigado los cheques?
Esta vez fue Clark quien se
sorprendió.
—Pero ¿no sabes lo que ha pasado?
Los ojos asombrados de Jim eran
suficiente respuesta.
—Bueno —dijo Clark teatralmente
—, esos cuatro consiguieron otra botella
de whisky, se emborracharon y
decidieron escandalizar a la ciudad…
Así que Nancy y ese Merritt se han
casado en Rockville esta mañana a las
siete.
Una muesca minúscula apareció en
la carrocería bajo los dedos de el
Gominola.
—¿Se han casado?
—¡Como te lo digo! A Nancy se le
pasó la borrachera y volvió corriendo a
la ciudad, llorando y muerta de miedo…
Decía que todo era una equivocación. Al
principio el doctor Lámar se puso
furioso, y quería matar a Merritt, pero al
final han llegado a un arreglo, no sé
cómo, y Nancy y Merritt han salido para
Savannah en el tren de las dos y media.
Jim cerró los ojos, y con un esfuerzo
superó un repentino malestar.
—Es terrible —dijo Clark
filosóficamente—. No el asunto de la
boda… Me figuro que no está mal,
aunque no creo que a Nancy le interese
nada ese Merritt. Pero es un crimen que
una chica guapa le haga daño a su
familia de esa forma.
El Gominola se separó del coche. Se
iba. Le pasaba algo extraño, muy
adentro, como una inexplicable reacción
química.
—¿Adónde vas? —le preguntó
Clark, desde lejos.
El Gominola se volvió: miraba a
Clark con ojos apagados, por encima del
hombro.
—Tengo que irme —murmuró—.
Llevo mucho rato de pie. Me encuentro
mal.
—¡Ah!

Hacía mucho calor a las tres de la


tarde, y hacía mucho más calor a las
cuatro; el polvo de abril parecía atrapar
al sol en una red, y soltarlo, y atraparlo
de nuevo, en una broma antigua como el
mundo, repetida por siempre en una
eternidad de tardes. Pero, a las cuatro y
media, la tranquilidad empezó a
asentarse, y las sombras se alargaron
bajo los toldos y el espeso follaje de los
árboles. En aquel calor nada tenía
importancia. Toda la vida era clima:
esperar, bajo aquel calor en el que los
hechos no tenían sentido, a que volviera
el frescor, acariciador y suave como una
mano de mujer sobre una frente cansada.
Allá en el Sur, en Georgia, existe la
convicción, quizá inconsciente, de que
ésta es la gran sabiduría del Sur. Y así,
un rato después, el Gominola llegó a
Jackson Street y entró en la sala de
billar, seguro de que encontraría a gente
como él, que repetiría las mismas
bromas de siempre, las que él conocía.
El extraño caso de
Benjamin Button

Fue difícil vender El


extraño caso de Benjamin
Button (aparecido en la
revista Collier el 21 de mayo
de 1922). Fitzgerald le
escribiría más tarde a su
agente Harold Ober: «Ya
seque las revistas sólo
quieren mis relatos sobre
chicas a la moda; los
problemas que has tenido
para vender Benjamin Button
y Un diamante tan grande
como el Ritz lo demuestran».
Benjamin Button fue su
segundo relato (le había
precedido The Cut-Glass
BowL en 1920) de corte
fantástico o superreal, un
estilo en el que escribió
algunos de sus cuentos más
brillantes y que quizá le
atraía por su tensión entre
romanticismo y realismo, por
el desafío que la fantasía
plantea: convertir lo
imposible en verosímil.
Fitzgerald explicó la génesis
de Benjamín Button cuando
lo incluyó en sus Cuentos de
la era del jazz:
«Me inspiró el cuento un
comentario de Mark Twain:
era una lástima que el mejor
tramo de nuestra vida
estuviera al principio y el
peor al final. He intentado
demostrar su tesis, haciendo
un experimento con un
hombre inserto en un
ambiente absolutamente
normal. Semanas después de
terminar el relato, descubrí
un argumento casi idéntico
en los cuadernos de Samuel
Butler».
I.

Hasta 1860 lo correcto era nacer en


tu propia casa. Hoy, según me dicen, los
grandes dioses de la medicina han
establecido que los primeros llantos del
recién nacido deben ser emitidos en la
atmósfera aséptica de un hospital,
preferiblemente en un hospital elegante.
Así que el señor y la señora Button se
adelantaron cincuenta años a la moda
cuando decidieron, un día de verano de
1860, que su primer hijo nacería en un
hospital. Nunca sabremos si este
anacronismo tuvo alguna influencia en la
asombrosa historia que estoy a punto de
referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré
que juzguen por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición
envidiable, tanto social como
económica, en el Baltimore de antes de
la guerra. Estaban emparentados con
Ésta o Aquella Familia, lo que, como
todo sureño sabía, les daba el derecho a
formar parte de la inmensa aristocracia
que habitaba la Confederación. Era su
primera experiencia en lo que atañe a la
antigua y encantadora costumbre de
tener hijos: naturalmente, el señor
Button estaba nervioso. Confiaba en que
fuera un niño, para poder mandarlo a la
Universidad de Yale, en Connecticut,
institución en la que el propio señor
Button había sido conocido durante
cuatro años con el apodo, más bien
obvio, de Cuello Duro.
La mañana de septiembre
consagrada al extraordinario
acontecimiento se levantó muy nervioso
a las seis, se vistió, se anudó una
impecable corbata y corrió por las
calles de Baltimore hasta el hospital,
donde averiguaría si la oscuridad de la
noche había traído en su seno una nueva
vida.
A unos cien metros de la Clínica
Maryland para Damas y Caballeros vio
al doctor Keene, el médico de cabecera,
que bajaba por la escalera principal
restregándose las manos como si se las
lavara —como todos los médicos están
obligados a hacer, de acuerdo con los
principios éticos, nunca escritos, de la
profesión—.
El señor Roger Button, presidente de
Roger Button & Company, Ferreteros
Mayoristas, echó a correr hacia el
doctor Keene con mucha menos dignidad
de lo que se esperaría de un caballero
del Sur, hijo de aquella época
pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh,
doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró
a esperarlo, mientras una expresión
extraña se iba dibujando en su severa
cara de médico a medida que el señor
Button se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el
señor Button, respirando con dificultad
después de su carrera—. ¿Cómo ha ido
todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un
niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?
—Serénese —dijo el doctor Keene
ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó
suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo… en cierto
modo —y volvió a lanzarle una extraña
mirada al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene
en el colmo de su irritación—. Le ruego
que lo vea usted mismo. ¡Es indignante!
—la última palabra cupo casi en una
sola sílaba. Luego el doctor Keene
murmuró—: ¿Usted cree que un caso
como éste mejorará mi reputación
profesional? Otro caso así sería mi
ruina… la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor
Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —
respondió el doctor, cortante—. Puede ir
a verlo usted mismo. Y buscarse otro
médico. Yo lo traje a usted al mundo,
joven, y he sido el médico de su familia
durante cuarenta años, pero he
terminado con usted. ¡No quiero verle ni
a usted ni a nadie de su familia nunca
más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir
palabra, subió a su faetón, que lo
esperaba en la calzada, y se alejó muy
serio.
El señor Button se quedó en la
acera, estupefacto y temblando de pies a
cabeza. ¿Qué horrible desgracia había
ocurrido? De repente había perdido el
más mínimo deseo de entrar en la
Clínica Maryland para Damas y
Caballeros. Pero, un instante después,
haciendo un terrible esfuerzo, se obligó
a subir las escaleras y cruzó la puerta
principal.
Había una enfermera sentada tras
una mesa en la penumbra opaca del
vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el
señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la
enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy… Soy el señor
Button.
Una expresión de horror se adueñó
del rostro de la chica, que se puso en pie
de un salto y pareció a punto de salir
volando del vestíbulo: se dominaba
gracias a un esfuerzo ímprobo y
evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el
señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó
histéricamente—. Arriba. Al final de las
escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y
el señor Button, bañado en sudor frío,
dio media vuelta, vacilante, y empezó a
subir las escaleras. En el vestíbulo de
arriba se dirigió a otra enfermera que se
le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió
articular—. Quiero ver a mi…
¡Clanc! La palangana se estrelló
contra el suelo y rodó hacia las
escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un
metódico descenso, como si participara
en el terror general que había desatado
aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor
Button casi gritaba. Estaba a punto de
sufrir un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a
la planta baja. La enfermera recuperó el
control de sí misma y lanzó al señor
Button una mirada de auténtico
desprecio.
—De acuerdo, señor Button —
concedió con voz sumisa—. Muy bien.
¡Pero si usted supiera cómo estábamos
todos esta mañana! ¡Es algo
sencillamente indignante! Esta clínica no
conservará ni sombra de su reputación
después de…
—¡Rápido! —gritó el señor Button,
con voz ronca—. ¡No puedo soportar
más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor
Button. Se arrastró penosamente tras
ella. Al final de un largo pasillo
llegaron a una sala de la que salía un
coro de aullidos, una sala que, de hecho,
sería conocida en el futuro como la
«sala de los lloros». Entraron.
Alineadas a lo largo de las pareces
había media docena de cunas con
ruedas, esmaltadas de blanco, cada una
con una etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button
—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron
la dirección que señalaba el dedo de la
enfermera, y esto es lo que vieron:
envuelto en una voluminosa manta
blanca, casi saliéndose de la cuna, había
sentado un anciano que aparentaba unos
setenta años. Sus escasos cabellos eran
casi blancos, y del mentón le caía una
larga barba color humo que ondeaba
absurdamente de acá para allá,
abanicada por la brisa que entraba por
la ventana. El anciano miró al señor
Button con ojos desvaídos y marchitos,
en los que acechaba una interrogación
que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor
Button, transformando su miedo en rabia
—. ¿O la clínica quiere gastarme una
broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna
broma —replicó la enfermera
severamente—. Y no sé si usted está
loco o no, pero lo que es absolutamente
seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente
del señor Button. Cerró los ojos, y
volvió a abrirlos, y miró. No era un
error: veía a un hombre de setenta años,
un recién nacido de setenta años, un
recién nacido al que las piernas se le
salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidamente al
caballero y a la enfermera durante un
instante, y de repente habló con voz
cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se
llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el
anciano quejumbrosamente—, me
gustaría que me sacaras de este sitio, o,
al menos, que hicieras que me trajeran
una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de
dónde has salido? ¿Quién eres tú? —
estalló el señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente
quién soy —replicó la voz quejumbrosa
—, porque sólo hace unas cuantas horas
que he nacido. Pero mi apellido es
Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente
hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo
recién nacido —se lamentó con voz
débil—. Dígale que se equivoca,
¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo
severamente la enfermera—. Éste es su
hijo. Debería asumir la situación de la
mejor manera posible. Nos vemos en la
obligación de pedirle que se lo lleve a
casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button
con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No
podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó
el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el
sitio ideal para albergar a un joven de
gustos tranquilos. Con todos estos
chillidos y llantos, no he podido pegar
ojo. He pedido algo de comer —aquí su
voz alcanzó una aguda nota de protesta
— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un
sillón junto a su hijo y escondió la cara
entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró,
aterrorizado—. ¿Qué va a decir la
gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —
insistió la enfermera—.
¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó
con tremenda nitidez ante los ojos del
hombre atormentado: una imagen de sí
mismo paseando por las abarrotadas
calles de la ciudad con aquella
espantosa aparición renqueando a su
lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —
gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y
¿qué iba a decirles? Tendría que
presentar a ese… a ese septuagenario:
«Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana
temprano». Y el anciano se acurrucaría
bajo la manta y seguirían su camino
penosamente, pasando por delante de las
tiendas atestadas y el mercado de
esclavos (durante un oscuro instante, el
señor Button deseó fervientemente que
su hijo fuera negro), por delante de las
lujosas casas de los barrios
residenciales y el asilo de ancianos…
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la
enfermera.
—Mire —anunció de repente el
anciano—, si cree usted que me voy a ir
casa con esta manta, se equivoca de
medio a medio.
—Los niños pequeños siempre
llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano
sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa
—. Mire lo que me han preparado.
—Los niños pequeños siempre
llevan eso —dijo la enfermera
remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues
este niño no va a llevar nada puesto
dentro de dos minutos. Esta manta pica.
Me podrían haber dado por los menos
una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se
apresuró a decir el señor Button. Se
volvió hacia la enfermera—. ¿Qué
hago?
—Vaya al centro y cómprele a su
hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor
Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un
bastón.
El señor Button salió dando un
terrible portazo.

II.

—Buenos días —dijo el señor


Button, nervioso, al dependiente de la
mercería Chesapeake—. Quisiera
comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor
Button, sin pensárselo dos veces.
—La sección de bebés está en la
parte de atrás. —Bueno, no creo… No
estoy seguro de lo que busco. Es… es un
niño extraordinariamente grande.
Excepcionalmente… excepcionalmente
grande.
—Allí puede encontrar tallas
grandes para bebés.
—¿Dónde está la sección de chicos?
—preguntó el señor Button, cambiando
desesperadamente de tema. Tenía la
impresión de que el dependiente se
había olido ya su vergonzoso secreto.
—Aquí mismo.
—Bueno… —el señor Button dudó.
Le repugnaba la idea de vestir a su hijo
con ropa de hombre. Si, por ejemplo,
pudiera encontrar un traje de chico
grande, muy grande, podría cortar
aquella larga y horrible barba y teñir las
canas: así conseguiría disimular los
peores detalles, y conservar algo de su
dignidad, por no mencionar su posición
social en Baltimore.
Pero la búsqueda afanosa por la
sección de chicos fue inútil: no encontró
ropa adecuada para el Button que
acababa de nacer. Roger Button le
echaba la culpa a la tienda, claro está…
En semejantes casos lo apropiado es
echarle la culpa a la tienda.
—¿Qué edad me ha dicho que tiene
su hijo? —preguntó el dependiente con
curiosidad.
—Tiene… dieciséis años.
—Ah, perdone. Había entendido seis
horas. Encontrará la sección de jóvenes
en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con aire
triste. De repente se paró, radiante, y
señaló con el dedo hacia un maniquí del
escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo
ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése
no es un traje para chicos. Podría
ponérselo un chico, sí, pero es un
disfraz. ¡También se lo podría poner
usted!
—Envuélvamelo —insistió el
cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependiente
obedeció.
De vuelta en la clínica, el señor
Button entró en la sala de los recién
nacidos y casi le lanzó el paquete a su
hijo.
—Aquí tienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y
examinó su contenido con mirada
burlona.
—Me parece un poco ridículo —se
quejó—. No quiero que me conviertan
en un mono de…
—¡Tú sí que me has convertido en
un mono! —estalló el señor Button,
feroz—. Es mejor que no pienses en lo
ridículo que pareces. Ponte la ropa…
o… o te pegaré.
Le costó pronunciar la última
palabra, aunque consideraba que era lo
que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una
grotesca simulación de respeto filial—.
Tú has vivido más, tú sabes más. Como
tú digas.
Como antes, el sonido de la palabra
«padre» estremeció violentamente al
señor Button.
—Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vestirse, el
señor Button lo miró desolado. El traje
se componía de calcetines de lunares,
leotardos rosa y una blusa con cinturón y
un amplio cuello blanco. Sobre el cuello
ondeaba la larga barba blanca, que casi
llegaba a la cintura. No producía buen
efecto.
—¡Espera!
El señor Button empuñó unas tijeras
de quirófano y con tres rápidos
tijeretazos cercenó gran parte de la
barba. Pero, a pesar de la mejora, el
conjunto distaba mucho de la perfección.
La greña enmarañada que aún quedaba,
los ojos acuosos, los dientes de viejo,
producían un raro contraste con aquel
traje tan alegre. El señor Button, sin
embargo, era obstinado. Alargó una
mano.
—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano
confiadamente.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —
preguntó con voz temblorosa cuando
salían de la sala de los recién nacidos
—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un
nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé —respondió agriamente—.
Creo que te llamaremos Matusalén.

III.
Incluso después de que al nuevo
miembro de la familia Button le cortaran
el pelo y se lo tiñeran de un negro
desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta
el punto de que le resplandeciera la
cara, y lo equiparan con ropa de
muchachito hecha a la medida por un
sastre estupefacto, era imposible que el
señor Button olvidara que su hijo era un
triste remedo de primogénito. Aunque
encorvado por la edad, Benjamín Button
—pues este nombre le pusieron, en vez
del más apropiado, aunque demasiado
pretencioso, de Matusalén— medía un
metro y setenta y cinco centímetros. La
ropa no disimulaba la estatura, ni la
depilación y el tinte de las cejas
ocultaban el hecho de que los ojos que
había debajo estaban apagados,
húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al
recién nacido, la niñera que los Button
habían contratado abandonó la casa,
sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su
propósito inamovible. Bejamin era un
niño, y como un niño había que tratarlo.
Al principio sentenció que, si a
Benjamín no le gustaba la leche
templada, se quedaría sin comer, pero,
por fin, cedió y dio permiso para que su
hijo tomara pan y mantequilla, e incluso,
tras un pacto, harina de avena. Un día
llevó a casa un sonajero y, dándoselo a
Benjamín, insistió, en términos que no
admitían réplica, en que debía jugar con
él; el anciano cogió el sonajero con
expresión de cansancio, y todo el día
pudieron oír cómo lo agitaba de vez en
cuando obedientemente.
Pero no había duda de que el
sonajero lo aburría, y de que disfrutaba
de otras diversiones más reconfortantes
cuando estaba solo. Por ejemplo, un día
el señor Button descubrió que la semana
anterior había fumado muchos más puros
de los que acostumbraba, fenómeno que
se aclaró días después cuando, al entrar
inesperadamente en el cuarto del niño,
lo encontró inmerso en una vaga
humareda azulada, mientras Benjamín,
con expresión culpable, trataba de
esconder los restos de un habano.
Aquello exigía, como es natural, una
buena paliza, pero el señor Button no se
sintió con fuerzas para administrarla. Se
limitó a advertirle a su hijo que el humo
frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo,
persistió en su actitud. Llevó a casa
soldaditos de plomo, llevó trenes de
juguete, llevó grandes y preciosos
animales de trapo y, para darle
veracidad a la ilusión que estaba
creando —al menos para sí mismo—,
preguntó con vehemencia al dependiente
de la juguetería si el pato rosa desteñiría
si el niño se lo metía en la boca. Pero, a
pesar de los esfuerzos paternos, a
Benjamín nada de aquello le interesaba.
Se escabullía por las escaleras de
servicio y volvía a su habitación con un
volumen de la Enciclopedia Británica,
ante el que podía pasar absorto una
tarde entera, mientras las vacas de trapo
y el arca de Noé yacían abandonadas en
el suelo. Contra una tozudez semejante,
los esfuerzos del señor Button sirvieron
de poco.
Fue enorme la sensación que, en un
primer momento, causó en Baltimore. Lo
que aquella desgracia podría haberles
costado a los Button y a sus parientes no
podemos calcularlo, porque el estallido
de la Guerra Civil dirigió la atención de
los ciudadanos hacia otros asuntos.
Hubo quienes, irreprochablemente
corteses, se devanaron los sesos para
felicitar a los padres; y al fin se les
ocurrió la ingeniosa estratagema de
decir que el niño se parecía a su abuelo,
lo que, dadas las condiciones de normal
decadencia comunes a todos los
hombres de setenta años, resultaba
innegable. A Roger Button y su esposa
no les agradó, y el abuelo de Benjamín
se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la
clínica, se tomó la vida como venía.
Invitaron a algunos niños para que
jugaran con él, y pasó una tarde
agotadora intentando encontrarles algún
interés al trompo y las canicas. Incluso
se las arregló para romper, casi sin
querer, una ventana de la cocina con un
tirachinas, hazaña que complació
secretamente a su padre. Desde entonces
Benjamín se las ingeniaba para romper
algo todos los días, pero hacía cosas así
porque era lo que esperaban de él, y
porque era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su
abuelo desapareció, Benjamín y aquel
caballero encontraron un enorme placer
en su mutua compañía. Tan alejados en
edad y experiencia, podían pasarse
horas y horas sentados, discutiendo
como viejos compinches, con monotonía
incansable, los lentos acontecimientos
de la jornada. Benjamín se sentía más a
sus anchas con su abuelo que con sus
padres, que parecían tenerle una especie
de temor invencible y reverencial, y, a
pesar de la autoridad dictatorial que
ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín estaba tan asombrado
como cualquiera por la avanzada edad
física y mental que aparentaba al nacer.
Leyó revistas de medicina, pero, por lo
que pudo ver, no se conocía ningún caso
semejante al suyo. Ante la insistencia de
su padre, hizo sinceros esfuerzos por
jugar con otros niños, y a menudo
participó en los juegos más pacíficos: el
fútbol lo trastornaba demasiado, y temía
que, en caso de fractura, sus huesos de
viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo
mandaron al parvulario, donde lo
iniciaron en el arte de pegar papel verde
sobre papel naranja, de hacer mantelitos
de colores y construir infinitas cenefas.
Tenía propensión a adormilarse, e
incluso a dormirse, en mitad de esas
tareas, costumbre que irritaba y asustaba
a su joven profesora. Para su alivio, la
profesora se quejó a sus padres y éstos
lo sacaron del colegio. Los Button
dijeron a sus amigos que el niño era
demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los
padres ya se habían habituado a su hijo.
La fuerza de la costumbre es tan
poderosa que ya no se daban cuenta de
que era diferente a todos los niños,
salvo cuando alguna anomalía curiosa
les recordaba el hecho. Pero un día,
pocas semanas después de su duodécimo
cumpleaños, mientras se miraba al
espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un
asombroso descubrimiento. ¿Lo
engañaba la vista, o le había cambiado
el pelo, del blanco a un gris acero, bajo
el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era
ahora menos pronunciada la red de
arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más
saludable y firme, incluso con algo del
buen color que da el invierno? No podía
decirlo. Sabía que ya no andaba
encorvado y que sus condiciones físicas
habían mejorado desde sus primeros
días de vida.
—¿Será que…? —pensó en lo más
hondo, o, más bien, apenas se atrevió a
pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con
determinación—. Quiero ponerme
pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé.
Catorce años es la edad adecuada para
ponerse pantalones largos, y tú sólo
tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó
Benjamin— que estoy muy grande para
la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo
entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —
dijo—. Yo era tan grande como tú a los
doce años.
No era verdad: aquella afirmación
formaba parte del pacto secreto que
Roger Button había hecho consigo
mismo para creer en la normalidad de su
hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo.
Benjamin continuaría tiñéndose el pelo,
pondría más empeño en jugar con los
chicos de su edad y no usaría las gafas
ni llevaría bastón por la calle. A cambio
de tales concesiones, recibió permiso
para su primer traje de pantalones
largos.

IV.

No me extenderé demasiado sobre la


vida de Benjamin Button entre los doce
y los veinte años. Baste recordar que
fueron años de normal decrecimiento.
Cuando Benjamin cumplió los dieciocho
estaba tan derecho como un hombre de
cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su
paso era firme, su voz había perdido el
temblor cascado: ahora era más baja, la
voz de un saludable barítono. Así que su
padre lo mandó a Connecticut para que
hiciera el examen de ingreso en la
Universidad de Yale. Benjamin superó
el examen y se convirtió en alumno de
primer curso.
Tres días después de matricularse
recibió una notificación del señor Hart,
secretario de la Universidad, que lo
citaba en su despacho para establecer el
plan de estudios. Benjamin se miró al
espejo: necesitaba volver a tintarse el
pelo. Pero, después de buscar
angustiosamente en el cajón de la
cómoda, descubrió que no estaba la
botella de tinte marrón. Se acordó
entonces: se le había terminado el día
anterior y la había tirado.
Estaba en apuros. Tenía que
presentarse en el despacho del
secretario dentro de cinco minutos. No
había solución: tenía que ir tal y como
estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el secretario
educadamente—. Habrá venido para
interesarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy
Button —empezó a decir Benjamin, pero
el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de conocerle, señor
Button. Estoy esperando a su hijo de un
momento a otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—.
Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el entrecejo y
echó una ojeada a una ficha que tenía
delante.
—Bueno, según mis datos, el señor
Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa edad tengo —corroboró
Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secretario lo miró con un gesto de
fastidio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gesto de
fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El secretario señaló con
determinación la puerta.
—Fuera —dijo—. Vayase de la
universidad y de la ciudad. Es usted un
lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un
hombre de su edad intentando
matricularse en primero. Tiene
dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy
dieciocho minutos para que abandone la
ciudad.
Benjamin Button salió con dignidad
del despacho, y media docena de
estudiantes que esperaban en el
vestíbulo lo siguieron intrigados con la
mirada. Cuando hubo recorrido unos
metros, se volvió y, enfrentándose al
enfurecido secretario, que aún
permanecía en la puerta, repitió con voz
firme:
—Tengo dieciocho años.
Entre un coro de risas disimuladas,
procedente del grupo de estudiantes,
Benjamin salió.
Pero no quería el destino que
escapara con tanta facilidad. En su
melancólico paseo hacia la estación de
ferrocarril se dio cuenta de que lo
seguía un grupo, luego un tropel y por fin
una muchedumbre de estudiantes. Se
había corrido la voz de que un lunático
había aprobado el examen de ingreso en
Yale y pretendía hacerse pasar por un
joven de dieciocho años. Una excitación
febril se apoderó de la universidad.
Hombres sin sombrero se precipitaban
fuera de las aulas, el equipo de fútbol
abandonó el entrenamiento y se unió a la
multitud, las esposas de los profesores,
con la cofia torcida y el polisón mal
puesto, corrían y gritaban tras la
comitiva, de la que procedía una serie
incesante de comentarios dirigidos a los
delicados sentimientos de Benjamin
Button.
—¡Debe ser el Judío Errante!
—¡A su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad al niño prodigio!
—¡Creería que esto era un asilo de
ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!
Benjamin aceleró el paso y pronto
echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a
Harvard, y se arrepentirían de aquellas
burlas irreflexivas!
A salvo en el tren de Baltimore, sacó
la cabeza por la ventanilla.
—¡Os arrepentiréis! —gritó.
—¡Ja, ja! —rieron los estudiantes—.
¡Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la
Universidad de Yale haya cometido en
su historia.
V.

En 1880 Benjamin Button tenía


veinte años, y celebró su cumpleaños
comenzando a trabajar en la empresa de
su padre, Roger Button & Company,
Ferreteros Mayoristas. Aquel año
también empezó a alternar en sociedad:
es decir, su padre se empeñó en llevarlo
a algunos bailes elegantes. Roger Button
tenía entonces cincuenta años, y él y su
hijo se entendían cada vez mejor. De
hecho, desde que Benjamin había dejado
de tintarse el pelo, todavía canoso,
parecían más o menos de la misma edad,
y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agosto salieron en el
faetón vestidos de etiqueta, camino de
un baile en la casa de campo de los
Shevlin, justo a la salida de Baltimore.
Era una noche magnífica. La luna llena
bañaba la carretera con un apagado
color platino, y, en el aire inmóvil, la
cosecha de flores tardías exhalaba
aromas que eran como risas suaves, con
sordina. Los campos, alfombrados de
trigo reluciente, brillaban como si fuera
de día. Era casi imposible no
emocionarse ante la belleza del cielo,
casi imposible.
—El negocio de la mercería tiene un
gran futuro —estaba diciendo Roger
Button. No era un hombre espiritual: su
sentido de la estética era rudimentario
—. Los viejos ya tenemos poco que
aprender —observó profundamente—.
Sois vosotros, los jóvenes con energía y
vitalidad, los que tenéis un gran futuro
por delante.
Las luces de la casa de campo de los
Shevlin surgieron al final del camino.
Ahora les llegaba un rumor, como un
suspiro inacabable: podía ser la queja
de los violines o el susurro del trigo
plateado bajo la luna.
Se detuvieron tras un distinguido
carruaje cuyos pasajeros se apeaban
ante la puerta. Bajó una dama, la siguió
un caballero de mediana edad, y por fin
apareció otra dama, una joven bella
como el pecado. Benjamin se
sobresaltó: fue como si una
transformación química disolviera y
recompusiera cada partícula de su
cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez,
la sangre le afluyó a las mejillas y a la
frente, y sintió en los oídos el palpitar
constante de la sangre. Era el primer
amor.
La chica era frágil y delgada, de
cabellos cenicientos a la luz de la luna y
color miel bajo las chisporroteantes
lámparas del pórtico. Llevaba echada
sobre los hombros una mantilla española
del amarillo más pálido, con bordados
en negro; sus pies eran relucientes
capullos que asomaban bajo el traje con
polisón.
Roger Button se acercó
confidencialmente a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven
Hildegarde Moncrief, la hija del general
Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con
indiferencia. Pero, en cuanto el criado
negro se hubo llevado el carruaje,
añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la
señorita Moncrief era el centro.
Educada según las viejas tradiciones, se
inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería
un baile. Benjamín le dio las gracias y
se alejó Se alejó tambaleándose.
La espera hasta que llegara su turno
se hizo interminablemente larga.
Benjamin se quedó cerca de la pared,
callado, inescrutable, mirando con ojos
asesinos a los aristocráticos jóvenes de
Baltimore que mariposeaban alrededor
de Hildegarde Moncrief con caras de
apasionada admiración. ¡Qué
detestables le parecían a Benjamin; qué
intolerablemente sonrosados! Aquellas
barbas morenas y rizadas le provocaban
una sensación parecida a la indigestión.
Pero cuando llegó su turno, y se
deslizaba con ella por la movediza pista
de baile al compás del último vals de
París, la angustia y los celos se
derritieron como un manto de nieve.
Ciego de placer, hechizado, sintió que la
vida acababa de empezar.
—Usted y su hermano llegaron
cuando llegábamos nosotros, ¿verdad?
—preguntó Hildegarde, mirándolo con
ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo
tomaba por el hermano de su padre,
¿debía aclarar la confusión? Recordó su
experiencia en Yale, y decidió no
hacerlo. Sería una descortesía
contradecir a una dama; sería un crimen
echar a perder aquella exquisita
oportunidad con la grotesca historia de
su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que
asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me gustan los hombres de su edad
—decía Hildegarde—. Los jóvenes son
tan tontos… Me cuentan cuánto champán
bebieron en la universidad, y cuánto
dinero perdieron jugando a las cartas.
Los hombres de su edad saben apreciar
a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto
de declararse. Dominó la tentación con
esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica
—continuó Hildegarde—. Cincuenta
años. A los veinticinco los hombres son
demasiado mundanos; a los treinta están
atosigados por el exceso de trabajo. Los
cuarenta son la edad de las historias
largas: para contarlas se necesita un
puro entero; los sesenta… Ah, los
sesenta están demasiado cerca de los
setenta, pero los cincuenta son la edad
de la madurez. Me encantan los
cincuenta.
Los cincuenta le parecieron a
Benjamin una edad gloriosa. Deseó
apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó
Hildegarde—: prefiero casarme con un
hombre de cincuenta años y que me
cuide, a casarme con uno de treinta y
cuidar de él.
Para Benjamin el resto de la velada
estuvo bañado por una neblina color
miel. Hildegarde le concedió dos bailes
más, y descubrieron que estaban
maravillosamente de acuerdo en todos
los temas de actualidad. Darían un paseo
en calesa el domingo, y hablarían más
detenidamente.
Volviendo a casa en el faetón, justo
antes de romper el alba, cuando
empezaban a zumbar las primeras abejas
y la luna consumida brillaba débilmente
en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta
vagamente de que su padre estaba
hablando de ferretería al por mayor.
—¿Qué asunto propones que
tratemos, además de los clavos y los
martillos? —decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin,
distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger
Button—. ¡Pero si acabo de hablar de
pesos y básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el
cielo, hacia el este, reventó de luz, y una
oropéndola bostezó entre los árboles
que pasaban veloces…

VI.

Cuando, seis meses después, se supo


la noticia del enlace entre la señorita
Hildegarde Moncrief y el señor
Benjamín Button (y digo «se supo la
noticia» porque el general Moncrief
declaró que prefería arrojarse sobre su
espada antes que anunciarlo), la
conmoción de la alta sociedad de
Baltimore alcanzó niveles febriles. La
casi olvidada historia del nacimiento de
Benjamín fue recordada y propalada
escandalosamente a los cuatro vientos
de los modos más picarescos e
increíbles. Se dijo que, en realidad,
Benjamin era el padre de Roger Button,
que era un hermano que había pasado
cuarenta años en la cárcel, que era el
mismísimo John Wilkes Booth
disfrazado… y que dos cuernecillos
despuntaban en su cabeza.
Los suplementos dominicales de los
periódicos de Nueva York explotaron el
caso con fascinantes ilustraciones que
mostraban la cabeza de Benjamin Button
acoplada al cuerpo de un pez o de una
serpiente, o rematando una estatua de
bronce. Llegó a ser conocido en el
mundo periodístico como El Misterioso
Hombre de Maryland. Pero la verdadera
historia, como suele ser normal, apenas
tuvo difusión.
Como quiera que fuera, todos
coincidieron con el general Moncrief:
era un crimen que una chica
encantadora, que podía haberse casado
con el mejor galán de Baltimore, se
arrojara en brazos de un hombre que
tenía por lo menos cincuenta años. Fue
inútil que el señor Roger Button
publicara el certificado de nacimiento
de su hijo en grandes caracteres en el
Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó.
Bastaba tener ojos en la cara y mirar a
Benjamin.
Por lo que se refiere a las dos
personas a quienes más concernía el
asunto, no hubo vacilación alguna.
Circulaban tantas historias falsas acerca
de su prometido, que Hildegarde se negó
terminantemente a creer la verdadera.
Fue inútil que el general Moncrief le
señalara el alto índice de mortalidad
entre los hombres de cincuenta años, o,
al menos, entre los hombres que
aparentaban cincuenta años; e inútil que
le hablara de la inestabilidad del
negocio de la ferretería al por mayor.
Hildegarde eligió casarse con la
madurez… y se casó.

VII.

En una cosa, al menos, los amigos de


Hildegarde Moncrief se equivocaron. El
negocio de ferretería al por mayor
prosperó de manera asombrosa. En los
quince años que transcurrieron entre la
boda de Benjamin Button, en 1880, y la
jubilación de su padre, en 1895, la
fortuna familiar se había duplicado,
gracias en gran medida al miembro más
joven de la firma.
No hay que decir que Baltimore
acabó acogiendo a la pareja en su seno.
Incluso el anciano general Moncrief
llegó a reconciliarse con su yerno
cuando Benjamin le dio el dinero
necesario para sacar a la luz su Historia
de la Guerra Civil en treinta volúmenes,
que había sido rechazada por nueve
destacados editores.
Quince años provocaron muchos
cambios en el propio Benjamin. Le
parecía que la sangre le corría con
nuevo vigor por las venas. Empezó a
gustarle levantarse por la mañana,
caminar con paso enérgico por la calle
concurrida y soleada, trabajar
incansablemente en sus envíos de
martillos y sus cargamentos de clavos.
Fue en 1890 cuando logró su mayor
éxito en los negocios: lanzó la famosa
idea de que todos los clavos usados
para clavar cajas destinadas al
transporte de clavos son propiedad del
transportista, propuesta que, con rango
de proyecto de ley, fue aprobada por el
presidente del Tribunal Supremo, el
señor Fossile, y ahorró a Roger Button
& Company, Ferreteros Mayoristas, más
de seiscientos clavos anuales.
Y Benjamin descubrió que lo atraía
cada vez más el lado alegre de la vida.
Típico de su creciente entusiasmo por el
placer fue el hecho de que se convirtiera
en el primer hombre de la ciudad de
Baltimore que poseyó y condujo un
automóvil. Cuando se lo encontraban
por la calle, sus coetáneos lo miraban
con envidia, tal era su imagen de salud y
vitalidad.
—Parece que está más joven cada
día —observaban. Y, si el viejo Roger
Button, ahora de sesenta y cinco años,
no había sabido darle a su hijo una
bienvenida adecuada, acabó reparando
su falta colmándolo de atenciones que
rozaban la adulación.
Llegamos a un asunto desagradable
sobre el que pasaremos lo más
rápidamente posible. Sólo una cosa
preocupaba a Benjamin Button: su mujer
había dejado de atraerle.
En aquel tiempo Hildegarde era una
mujer de treinta y cinco años, con un
hijo, Roscoe, de catorce. En los
primeros días de su matrimonio
Benjamín había sentido adoración por
ella. Pero, con los años su cabellera
color miel se volvió castaña, vulgar, y el
esmalte azul de sus ojos adquirió el
aspecto de la loza barata. Además, y por
encima de todo, Hildegarde había ido
moderando sus costumbres, demasiado
plácida, demasiado satisfecha,
demasiado anémica en sus
manifestaciones de entusiasmo: sus
gustos eran demasiado sobrios. Cuando
eran novios ella era la que arrastraba a
Benjamín a bailes y cenas; pero ahora
era al contrario. Hildegarde lo
acompañaba siempre en sociedad, pero
sin entusiasmo, consumida ya por esa
sempiterna inercia que viene a vivir un
día con nosotros y se queda a nuestro
lado hasta el final.
La insatisfacción de Benjamín se
hizo cada vez más profunda. Cuando
estalló la Guerra Hispano-
Norteamericana en 1898, su casa le
ofrecía tan pocos atractivos que decidió
alistarse en el ejército. Gracias a su
influencia en el campo de los negocios,
obtuvo el grado de capitán, y demostró
tanta eficacia que fue ascendido a mayor
y por fin a teniente coronel, justo a
tiempo para participar en la famoso
carga contra la colina de San Juan. Fue
herido levemente y mereció una
medalla.
Benjamin estaba tan apegado a las
actividades y las emociones del ejército,
que lamentó tener que licenciarse, pero
los negocios exigían su atención, así que
renunció a los galones y volvió a su
ciudad. Una banda de música lo recibió
en la estación y lo escoltó hasta su casa.
VIII.

Hildegarde, ondeando una gran


bandera de seda, lo recibió en el porche,
y en el momento preciso de besarla
Benjamin sintió que el corazón le daba
un vuelco: aquellos tres años habían
tenido un precio. HÜdelgarde era ahora
una mujer de cuarenta años, y una tenue
sombra gris se insinuaba ya en su pelo.
El descubrimiento lo entristeció.
Cuando llegó a su habitación, se
miró en el espejo: se acercó más y
examinó su cara con ansiedad,
comparándola con una foto en la que
aparecía en uniforme, una foto de antes
de la guerra.
—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El
proceso continuaba. No había la más
mínima duda: ahora aparentaba tener
treinta años. En vez de alegrarse, se
preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta
entonces había creído que, cuando
alcanzara una edad corporal equivalente
a su edad en años, cesaría el fenómeno
grotesco que había caracterizado su
nacimiento. Se estremeció. Su destino le
pareció horrible, increíble.
Volvió a la planta principal.
Hildegarde lo estaba esperando: parecía
enfadada, y Benjamin se preguntó si
habría descubierto al fin que pasaba
algo malo. E, intentado aliviar la
tensión, abordó el asunto durante la
comida, de la manera más delicada que
se le ocurrió.
—Bueno —observó en tono
desenfadado—, todos dicen que parezco
más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y
sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que
presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró
Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un
instante después—: Creía que tendrías
el suficiente amor propio como para
acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —
replicó su mujer—. Pero hay una manera
apropiada de hacer las cosas y una
manera equivocada. Si tú has decidido
ser distinto a todos, me figuro que no
puedo impedírtelo, pero la verdad es
que no me parece muy considerado por
tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo
hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un
cabezón, sólo eso. Estás convencido de
que tienes que ser distinto. Has sido
siempre así y lo seguirás siendo. Pero
piensa, sólo un momento, qué pasaría si
todos compartieran tu manera de ver las
cosas… ¿Cómo sería el mundo?
Se trababa de una discusión estéril,
sin solución, así que Benjamín no
contestó, y desde aquel instante un
abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y
Benjamín se preguntaba qué fascinación
podía haber ejercido Hildegarde sobre
él en otro tiempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamín
se dio cuenta de que, a medida que el
nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su
sed de diversiones. No había fiesta en
Baltimore en la que no se le viera bailar
con las casadas más hermosas y charlar
con las debutantes más solicitadas,
disfrutando de los encantos de su
compañía, mientras su mujer, como una
viuda de mal agüero, se sentaba entre
las madres y las tías vigilantes, para
observarlo con altiva desaprobación, o
seguirlo con ojos solemnes, perplejos y
acusadores.
—¡Mira! —comentaba la gente—.
¡Qué lástima! Un joven de esa edad
casado con una mujer de cuarenta y
cinco años. Debe de tener por lo menos
veinte años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gente
olvida inevitablemente— que ya en
1880 sus papas y mamas también habían
hecho comentarios sobre aquel
matrimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas
aficiones compensaba la creciente
infelicidad hogareña de Benjamín.
Descubrió el golf, y obtuvo grandes
éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era
un experto en el Boston, y en 1908 era
considerado un experto del maxixe,
mientras que en 1909 su castle walk fue
la envidia de todos los jóvenes de la
ciudad.
Su vida social, naturalmente, se
mezcló hasta cierto punto con sus
negocios, pero ya llevaba veinticinco
años dedicado en cuerpo y alma a la
ferretería al por mayor y pensó que iba
siendo hora de que se hiciera cargo del
negocio su hijo Roscoe, que había
terminado sus estudios en Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a
Benjamín con su hijo. Semejante
confusión agradaba a Benjamín, que
olvidó pronto el miedo insidioso que lo
había invadido a su regreso de la Guerra
Hispano-Norteamericana: su aspecto le
producía ahora un placer ingenuo. Sólo
tenía una contraindicación aquel
delicioso ungüento: detestaba aparecer
en público con su mujer. Hildegarde
tenía casi cincuenta años, y, cuando la
veía, se sentía completamente absurdo.

IX.
Un día de septiembre de 1910 —
pocos años después de que el joven
Roscoe Button se hiciera cargo de la
Roger Button & Company, Ferreteros
Mayoristas— un hombre que aparentaba
unos veinte años se matriculó como
alumno de primer curso en la
Universidad de Harvard, en Cambridge.
No cometió el error de anunciar que
nunca volvería a cumplir los cincuenta,
ni mencionó el hecho de que su hijo
había obtenido su licenciatura en la
misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer
día, alcanzó una relevante posición en su
curso, en parte porque parecía un poco
mayor que los otros estudiantes de
primero, cuya media de edad rondaba
los dieciocho años.
Pero su éxito se debió
fundamentalmente al hecho de que en el
partido de fútbol contra Yale jugó de
forma tan brillante, con tanto brío y tanta
furia fría e implacable, que marcó siete
touchdowns y catorce goles de campo a
favor de Harvard, y consiguió que los
once hombres de Yale fueran sacados
uno a uno del campo, inconscientes. Se
convirtió en el hombre más célebre de la
universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso
apenas si fue capaz de formar parte del
equipo. Los entrenadores dijeron que
había perdido peso, y los más
observadores repararon en que no era
tan alto como antes. Ya no marcaba
touchdowns. Lo mantenían en el equipo
con la esperanza de que su enorme
reputación sembrara el terror y la
desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo
incluyeron en el equipo. Se había vuelto
tan delgado y frágil que un día unos
estudiantes de segundo lo confundieron
con un novato, incidente que lo humilló
profundamente. Empezó a ser conocido
como una especie de prodigio —un
alumno de los últimos cursos que quizá
no tenía más de dieciséis años— y a
menudo lo escandalizaba la mundanería
de algunos de sus compañeros. Los
estudios le parecían más difíciles,
demasiado avanzados. Había oído a sus
compañeros hablar del San Midas,
famoso colegio preuniversitario, en el
que muchos de ellos se habían
preparado para la Universidad, y
decidió que, cuando acabara la
licenciatura, se matricularía en el San
Midas, donde, entre chicos de su
complexión, estaría más protegido y la
vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y
volvió a su casa, a Baltimore, con el
título de Harvard en el bolsillo.
Hildegarde residía ahora en Italia, así
que Benjamin se fue a vivir con su hijo,
Roscoe. Pero, aunque fue recibido como
de costumbre, era evidente que el afecto
de su hijo se había enfriado: incluso
manifestaba cierta tendencia a
considerar un estorbo a Benjamin,
cuando vagaba por la casa presa de
melancolías de adolescente. Roscoe se
había casado, ocupaba un lugar
prominente en la vida social de
Baltimore, y no deseaba que en torno a
su familia se suscitara el menor
escándalo.
Benjamin ya no era persona grata
entre las debutantes y los universitarios
más jóvenes, y se sentía abandonado,
muy solo, con la única compañía de tres
o cuatro chicos de la vecindad, de
catorce o quince años. Recordó el
proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—,
¿cuántas veces tengo que decirte que
quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —
abrevió Roscoe. El asunto le
desagradaba, y deseaba evitar la
discusión.
—No puedo ir solo —dijo
Benjamin, vulnerable—. Tienes que
matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró
Roscoe con brusquedad. Entrecerró los
ojos y miró preocupado a su padre—. El
caso es —añadió— que ya está bien:
podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor…
—se interrumpió, y su cara se volvió
roja mientras buscaba las palabras—.
Tienes que dar un giro de ciento ochenta
grados: empezar de nuevo, pero en
dirección contraria. Esto ya ha ido
demasiado lejos para ser una broma. Ya
no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que
te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las
lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—:
cuando haya visitas en casa, quiero que
me llames tío, no Roscoe, sino tío,
¿comprendes? Parece absurdo que un
niño de quince años me llame por mi
nombre de pila. Quizá harías bien en
llamarme tío siempre, así te
acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su
padre, Roscoe le dio la espalda.

X.

Cuando terminó esta discusión,


Benjamin, muy triste, subió a su
dormitorio y se miró al espejo. No se
afeitaba desde hacía tres meses, pero
apenas si se descubría en la cara una
pelusilla incolora, que no valía la pena
tocar. La primera vez que, en
vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe
se había atrevido a sugerirle que debería
llevar gafas y una barba postiza pegada
a las mejillas: por un momento pareció
que iba a repetirse la farsa de sus
primeros años. Pero la barba le picaba,
y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y
Roscoe había acabado cediendo a
regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos
para niños, Los boy scouts en la bahía
de Bimini, y comenzó a leer. Pero no
podía quitarse de la cabeza la guerra.
Hacía un mes que Estados Unidos se
había unido a la causa aliada, y
Benjamin quería alistarse, pero, ay,
dieciséis años eran la edad mínima, y
Benjamin no parecía tenerlos. De
cualquier modo, su verdadera edad,
cincuenta y cinco años, también lo
inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el
mayordomo apareció con una carta con
gran membrete oficial en una esquina,
dirigida al señor Benjamin Button.
Benjamin la abrió, rasgando el sobre
con impaciencia, y leyó la misiva con
deleite: muchos militares de alta
graduación, actualmente en la reserva,
que habían prestado servicio durante la
guerra con España, estaban siendo
llamados al servicio con un rango
superior. Con la carta se adjuntaba su
nombramiento como general de brigada
del ejército de Estados Unidos y la
orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto,
casi temblando de entusiasmo. Aquello
era lo que había deseado. Cogió su
gorra y diez minutos después entraba en
una gran sastrería de Charles Street y,
con insegura voz de tiple, ordenaba que
le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados,
niño? —preguntó un dependiente, con
indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo
que yo quiera! —replicó con rabia—.
Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon
Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente,
titubeando—, por lo menos sé quién es
su padre.
Le tomaron las medidas, y una
semana después estuvo listo el uniforme.
Tuvo algunos problemas para conseguir
los galones e insignias de general
porque el comerciante insistía en que
una bonita insignia de la Asociación de
Jóvenes Cristianas quedaría igual de
bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin
salió de casa una noche y se trasladó en
tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur,
donde debía asumir el mando de una
brigada de infantería. En un sofocante
día de abril Benjamin llegó a las puertas
del campamento, pagó el taxi que lo
había llevado hasta allí desde la
estación y se dirigió al centinela de
guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje!
—dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adónde vas
disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra
Hispano-Norteamericana, se volvió
hacia el soldado echando chispas por
los ojos, pero, por desgracia, con voz
aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con
voz de trueno; hizo una pausa para
recobrar el aliento, e inmediatamente
vio cómo el centinela entrechocaba los
talones y presentaba armas. Benjamin
disimuló una sonrisa de satisfacción,
pero cuando miró a su alrededor la
sonrisa se le heló en los labios. No
había sido él la causa de aquel gesto de
obediencia, sino un imponente coronel
de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con
voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las
riendas y lo miró fríamente desde lo
alto, con un extraño centelleo en los
ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu
padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —
contestó Benjamin con voz fiera—.
¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin
exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su
nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le
salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —
preguntó, metiéndose el documento en su
bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno,
como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel,
con una mirada extraña—. Vamos al
puesto de mando, allí hablaremos.
Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al
paso, hacia el puesto de mando. Y
Benjamin no tuvo más remedio que
seguirlo con toda la dignidad de la que
era capaz: prometiéndose, mientras
tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a
materializarse. Se materializó, Hos días
después, su hijo Roscoe, que llegó de
Baltimore, acalorado y de mal humor
por el viaje inesperado, y escoltó al
lloroso general, sans uniforme, de vuelta
a casa.
XI.

En 1920 nació el primer hijo de


Roscoe Button. Durante las fiestas de
rigor, a nadie se le ocurrió mencionar
que el chiquillo mugriento que
aparentaba unos diez años de edad y
jugueteaba por la casa con soldaditos de
plomo y un circo en miniatura era el
mismísimo abuelo del recién nacido.
A nadie molestaba aquel chiquillo
de cara fresca y alegre en la que a veces
se adivinaba una sombra de tristeza,
pero para Roscoe Button su presencia
era una fuente de preocupaciones. En el
idioma de su generación, Roscoe no
consideraba que el asunto reportara la
menor utilidad. Le parecía que su padre,
negándose a parecer un anciano de
sesenta años, no se comportaba como un
«hombre de pelo en pecho» —ésta era
la expresión preferida de Roscoe—,
sino de un modo perverso y estrafalario.
Pensar en aquel asunto más de media
hora lo ponía al borde de la locura.
Roscoe creía que los «hombres con
nervios de acero» debían mantenerse
jóvenes, pero llevar las cosas a tal
extremo… no reportaba ninguna
utilidad. Y en este punto Roscoe
interrumpía sus pensamientos.
Cinco años más tarde, el hijo de
Roscoe había crecido lo suficiente para
jugar con el pequeño Benjamín bajo la
supervisión de la misma niñera. Roscoe
los llevó a los dos al parvulario el
mismo día y Benjamín descubrió que
jugar con tiras de papel de colores, y
hacer mantelitos y cenefas y curiosos y
bonitos dibujos, era el juego más
fascinante del mundo. Una vez se portó
mal y tuvo que quedarse en un rincón, y
lloró, pero casi siempre las horas
transcurrían felices en aquella
habitación alegre, donde la luz del sol
entraba por las ventanas y la amable
mano de la señorita Bailey de vez en
cuando se posaba sobre su pelo
despeinado.
Un año después el hijo de Roscoe
pasó a primer grado, pero Benjamín
siguió en el parvulario. Era muy feliz.
Algunas veces, cuando otros niños
hablaban de lo que harían cuando fueran
mayores, una sombra cruzaba su carita
como si de un modo vago, pueril, se
diera cuenta de que eran cosas que él
nunca compartiría.
Los días pasaban con alegre
monotonía. Volvió por tercer año al
parvulario, pero ya era demasiado
pequeño para entender para qué servían
las brillantes y llamativas tiras de papel.
Lloraba porque los otros niños eran
mayores y le daban miedo. La maestra
habló con él, pero, aunque intentó
comprender, no comprendió nada.
Lo sacaron del parvulario. Su
niñera, Nana, con su uniforme
almidonado, pasó a ser el centro de su
minúsculo mundo. Los días de sol iban
de paseo al parque; Nana le señalaba
con el dedo un gran monstruo gris y
decía «elefante», y Benjamín debía
repetir la palabra, y aquella noche,
mientras lo desnudaran para acostarlo,
la repetiría una y otra vez en voz alta:
«lefante, lefante, lefante». Algunas veces
Nana le permitía saltar en la cama, y
entonces se lo pasaba muy bien, porque,
si te sentabas exactamente como debías,
rebotabas, y si decías «ah» durante
mucho tiempo mientras dabas saltos,
conseguías un efecto vocal intermitente
muy agradable.
Le gustaba mucho coger del
perchero un gran bastón y andar de acá
para allá golpeando sillas y mesas, y
diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si
había visita, las señoras mayores
chasqueaban la lengua a su paso, lo que
le llamaba la atención, y las jóvenes
intentaban besarlo, a lo que él se
sometía con un ligero fastidio. Y, cuando
el largo día acababa, a las cinco en
punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a
cucharadas harina de avena y unas
papillas estupendas.
No había malos recuerdos en su
sueño infantil: no le quedaban recuerdos
de sus magníficos días universitarios ni
de los años espléndidos en que rompía
el corazón de tantas chicas. Sólo
existían las blancas, seguras paredes de
su cuna, y Nana y un hombre que venía a
verlo de vez en cuando, y una inmensa
esfera anaranjada, que Nana le señalaba
un segundo antes del crepúsculo y la
hora de dormir, a la que Nana llamaba el
sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos
de Benjamin se cerraban, soñolientos…
Y no había sueños, ningún sueño venía a
perturbarlo.
El pasado: la salvaje carga al frente
de sus hombres contra la colina de San
Juan; los primeros años de su
matrimonio, cuando se quedaba
trabajando hasta muy tarde en los
anocheceres veraniegos de la ciudad
presurosa, trabajando por la joven
Hildegarde, a la que quería; y, antes,
aquellos días en que se sentaba a fumar
con su abuelo hasta bien entrada la
noche en la vieja y lóbrega casa de los
Button, en Monroe Street… Todo se
había desvanecido como un sueño
inconsistente, pura imaginación, como si
nunca hubiera existido.
No se acordaba de nada. No
recordaba con claridad si la leche de su
última comida estaba templada o fría; ni
el paso de los días… Sólo existían su
cuna y la presencia familiar de Nana. Y,
aparte de eso, no se acordaba de nada.
Cuando tenía hambre lloraba, eso era
todo. Durante las tardes y las noches
respiraba, y lo envolvían suaves
murmullos y susurros que apenas oía, y
olores casi indistinguibles, y luz y
oscuridad.
Luego fue todo oscuridad, y su
blanca cuna y los rostros confusos que
se movían por encima de él, y el tibio y
dulce aroma de la leche, acabaron de
desvanecerse.
El diamante tan
grande como el Ritz

El diamante tan grande


como el Ritz apareció por
primera vez en la revista The
Smart Set, en junio de 1922.
Titulado primero El diamante
en el cielo, este clásico de la
novela breve fue rechazado
por el Post y por otras
revistas de gran circulación,
incluso después de que
Fitzgerald eliminara entre
cuatro y cinco mil palabras.
(Los fragmentos eliminados
se han perdido). Comprimiría
aún más el relato,
suprimiendo ochocientas
palabras más, al corregirlo
para su publicación en el
volumen Cuentos de la era
del jazz. Los responsables de
las revistas consideraron el
cuento incomprensible,
blasfemo, o una desagradable
sátira contra los ricos. The
Smart Set sólo le pagó a
Fitzgerald 300 dólares,
aunque entonces su
cotización en el Post
ascendía a 1500 dólares por
un relato largo. Fitzgerald se
desanimó por la reacción de
las revistas ante su cuento,
«en el que he invertido tres
semanas de verdadero
entusiasmo… Pero, por Dios
y Lorimer, me haré rico a
pesar de los pesares».
Cuando lo incluyó en
Cuentos de la era del jazz,
Fitzgerald explicó que El
diamante…
«… lo escribí
exclusivamente para mi
propio placer. Mi estado de
ánimo se caracterizaba
entonces por una absoluta
ansia de lujo, y el relato se
me ocurrió como un intento
de saciar aquella ansia con
manjares imaginarios.
» Un conocido crítico ha
tenido el gusto de considerar
esta extravagancia lo mejor
que he escrito. Yo prefiero El
pirata de la costa».

I.

John T. Unger descendía de una


familia notable, desde hacía varias
generaciones, en Hades, pequeña ciudad
en la ribera del Misisipí. El padre de
John había conservado el título de
campeón de golf aficionado en
numerosas y reñidas competiciones; la
señora Unger era conocida en los antros
del vicio y la corrupción, como decían
en el pueblo, por sus arengas políticas; y
el joven John T. Unger, que apenas había
cumplido los dieciséis años, sabía
bailar todos los bailes a la moda de
Nueva York antes de ponerse pantalones
largos. Ahora tenía que pasar algún
tiempo lejos de casa. El respeto por la
educación impartida en Nueva
Inglaterra, verdadero azote de todas las
ciudades de provincia, a las que
arrebata cada año los jóvenes más
prometedores, había alcanzado a sus
padres. Lo único que podía satisfacerlos
era que estudiara en el colegio de San
Midas, cerca de Boston. Hades era
demasiado pequeña para su querido e
inteligente hijo.
Pero en Hades —como bien sabe
cualquiera que haya estado allí— los
nombres de los más elegantes colegios
preuniversitarios y las más elegantes
universidades significan muy poco. Sus
habitantes llevan tanto tiempo alejados
del mundo que, aunque presumen de
estar al día en moda, costumbres y
literatura, dependen en gran medida de
lo que les llega de oídas, y una
ceremonia que en Hades se consideraría
perfecta sería juzgada «quizá un poco
cursi» por la hija del rey de las
carnicerías de Chicago.
Era la víspera de la partida de John
T. Unger. Mientras la señora Unger, con
maternal fatuidad, le llenaba las maletas
de trajes de lino y ventiladores
eléctricos, el señor Unger le regaló a su
hijo una billetera de asbesto atiborrada
de dinero.
—Acuérdate de que aquí siempre
serás bien recibido —le dijo—. Puedes
estar seguro, hijo, de que mantendremos
viva la llama del hogar.
—Lo sé —contestó John con voz
ronca.
—No olvides quién eres y de dónde
vienes —continuó su padre con orgullo
—, y no hagas nada de lo que te puedas
avergonzar. Eres un Unger… de Hades.
Y el viejo y el joven se estrecharon
la mano, y John se alejó llorando a
mares. Diez minutos después, en cuanto
cruzó los límites de la ciudad, se detuvo
para mirarla por última vez. El
anticuado lema Victoriano inscrito sobre
las puertas le pareció extrañamente
atractivo. Su padre había intentado
muchas veces cambiarlo por algo con
más garra y brío, aleo como «Hades: tu
oportunidad», o incluso un simple
«Bienvenidos» estampado sobre un
caluroso apretón de manos dibujado con
luces eléctricas El viejo lema era un
poco deprimente, pero en aquel
momento…
Así que John miró por última vez la
ciudad y luego, con resolución, se
encaró a su destino. Y, mientras se
alejaba, las luces de Hades contra el
cielo parecían llenas de una cálida y
apasionada belleza.

El Colegio Preuniversitario de San


Midas está a medía hora de Boston en un
automóvil Rolls-Pierce. Nunca se sabrá
la distancia real, porque nadie, excepto
John T. Unger, ha llegado hasta allí
como no sea en un Rolls-Pierce, y
probablemente un caso como el de
Unger no volverá a repetirse. San Midas
es el colegio preuniversitario masculino
más caro y selecto del mundo.
Los dos primeros cursos
transcurrieron apaciblemente. Todos los
alumnos eran hijos de reyes de las altas
finanzas, y John pasó los dos veranos
invitado en alguna playa de moda.
Aunque apreciaba mucho a los amigos
que lo invitaban, los padres le
sorprendían porque todos parecían
cortados por el mismo patrón, y, desde
su juvenil punto de vista, a veces se
maravillaba de su excesiva similitud.
Cuando les decía dónde vivía, le
preguntaban despreocupadamente:
«Hace calor allí, ¿no?», y John se veía
obligado a añadirle a la respuesta una
débil sonrisa: «Desde luego que sí».
Habría respondido con mayor
cordialidad si todos no repitieran
siempre el mismo chiste, a veces con
una variante que no le parecía menos
odiosa: «Allí no te quejarás del frío,
¿no?».
A mediados del segundo curso,
pusieron en la clase de John a un chico
tranquilo y atractivo que se llamaba
Percy Washington. El recién llegado
tenía modales agradables y vestía
extraordinariamente bien, incluso para
San Midas, pero, a pesar de todo, quién
sabe por qué, se mantenía al margen de
los otros chicos. El único con quien hizo
amistad fue John T. Unger, pero ni
siquiera con John hablaba abiertamente
de su casa y su familia. No había
ninguna duda de que era rico, pero,
aparte de lo poco que podía deducir,
John no sabía casi nada de su amigo, así
que, cuando Percy lo invitó a pasar el
verano en su casa del Este, fue como si
le prometieran un banquete para saciar
su curiosidad. Aceptó sin vacilar.
Ya en el tren, Percy se volvió, por
primera vez, más comunicativo. Y un
día, mientras comían en el vagón-
restaurante y hablaban de los defectos
de algunos de sus compañeros de
colegio, Percy cambió de repente de
tono e hizo una observación inesperada:
—Mi padre —dijo— es, con mucho,
el hombre más rico del mundo.
—Ah —respondió John cortésmente.
No sabía qué contestar a semejante
confidencia. Pensó contestar: «Es
magnífico», pero le sonaba a hueco; y
estuvo a punto de decir: «¿De verdad?»,
pero se contuvo, porque hubiera
parecido que dudaba de la afirmación de
Percy. Y una afirmación tan asombrosa
como aquélla no admitía dudas.
—El más rico, con mucho —repitió
Percy.
—He leído en el Almanaque
Mundial —empezó a decir John— que
en Estados Unidos hay uno que gana más
de cinco millones al año, y cuatro que
ganan más de tres millones, y…
—Ah, eso no es nada —la boca de
Percy se curvó en una mueca de
desprecio—. Capitalistas de cuatro
cuartos, financieros de poca monta,
pequeños comerciantes y prestamistas.
Mi padre podría comprarles todo lo que
tienen y ni siquiera lo notaría.
—Pero ¿cómo…?
—¿Que cómo no figura en las listas
de Hacienda? Porque no paga
impuestos. Si acaso, paga un poco, pero
no de acuerdo con sus ingresos reales.
—Debe de ser muy rico —se limitó
a decir John—. Me alegro. Me gusta la
gente muy rica. Cuanto más rica es la
gente, más me gusta —había un brillo de
apasionada franqueza en su cara morena
—. En Semana Santa me invitaron los
Schnlitzer-Murphy. Vivian Schnlitzer-
Murphy tenía rubíes tan grandes como
huevos, y zafiros que parecían bombillas
encendidas.
—Me encantan las joyas —asintió
Percy con entusiasmo—. Prefiero que en
el colegio nadie lo sepa, claro, pero yo
tengo una buena colección. Colecciono
joyas como otros coleccionan sellos.
—Y diamantes —dijo John con
pasión—. Los Schnlitzer-Murphy tenían
diamantes como nueces…
—Eso no es nada —Percy se le
acercó y bajó la voz, que ahora sólo era
un susurro—. Eso no es nada. Mi padre
tiene un diamante más grande que el
Hotel Ritz-Carlton.

II.

El crepúsculo de Montana se
extendía entre dos montañas como una
moradura gigantesca de la que se
derramaran sobre un cielo envenenado
arterias oscuras. A una distancia
inmensa, bajo el cielo, se agazapaba la
aldea de Fish, diminuta, tétrica y
olvidada. Vivían doce hombres, o eso se
decía, en la aldea de Fish, doce almas
sombrías e inexplicables que mamaban
la leche escasa de las rocas casi
literalmente desnudas sobre las que los
había engendrado una misteriosa energía
repobladora. Se habían convertido en
una raza aparte, estos doce hombres de
Fish, como una de esas especies
surgidas de un remoto capricho de la
naturaleza: una naturaleza que, tras
pensárselo dos veces, los hubiera
abandonado a la lucha y al exterminio.
Más allá de la moradura azul y
negra, en la distancia, se deslizaba por
la desolación del paisaje una larga fila
de luces en movimiento, y los doce
hombres de Fish se reunieron como
espectros en la mísera estación para ver
pasar el tren de las siete, el Expreso
Transcontinental de Chicago. Seis veces
al año, más o menos, el Expreso
Transcontinental, por orden de alguna
autoridad inconcebible, paraba en la
aldea de Fish; cuando esto sucedía,
descendían del tren uno o dos bultos,
montaban en una calesa que siempre
surgía del ocaso y se alejaban hacia el
crepúsculo amoratado. La observación
de este fenómeno ridículo y absurdo se
había convertido en una especie de rito
entre los hombres de Fish. Observar:
eso era todo. No quedaba en ellos nada
de esa cualidad vital que es la ilusión,
necesaria para sorprenderse o pensar; si
algo hubiera quedado, aquellas visitas
misteriosas hubieran podido dar lugar a
una religión. Pero los hombres de Fish
estaban por encima de toda religión —
los más descarnados y salvajes dogmas
del cristianismo no hubieran podido
arraigar en aquella roca estéril—, y en
Fish no existían altar, sacerdote ni
sacrificio; sólo, a las siete de la tarde, la
reunión silenciosa en la estación
miserable, una congregación de la que
se elevaba una oración de tenue y
anémica maravilla.
Aquella tarde de junio, el Gran
Encargado de los Frenos, a quien, en
caso de haber deificado a alguien, los
hombres de Fish podrían haber elegido
perfectamente su héroe celeste, había
ordenado que el tren de las siete dejara
en Fish su carga humana (o inhumana). A
las siete y dos minutos Percy Washington
y John T. Unger descendieron del
expreso, pasaron de prisa ante los ojos
embelesados, desmesurados,
espantosos, de los doce hombres de
Fish, montaron en una calesa que
evidentemente había surgido de la nada
y se alejaron.
Media hora más tarde, cuando el
crepúsculo se coagulaba en la
oscuridad, el negro silencioso que
conducía la calesa gritó en dirección a
un cuerpo opaco que les había salido al
paso en las tinieblas. En respuesta al
grito, proyectaron sobre ellos un disco
luminoso que los miraba como un ojo
maligno desde la noche insondable.
Cuando estuvieron más cerca, John vio
que era la luz trasera de un automóvil
inmenso, el más grande y magnífico que
había visto en su vida. La carrocería era
de metal resplandeciente, más brillante
que el níquel y más rutilante que la
plata, y los tapacubos de las ruedas
estaban adornados con figuras
geométricas, iridiscentes, amarillas y
verdes: John no se atrevió a preguntarse
si eran de cristal o de piedras preciosas.
Dos negros, con libreas relucientes
como las que se ven en los cortejos
reales londinenses de las películas,
esperaban firmes junto al coche, y,
cuando los jóvenes bajaron de la calesa,
los saludaron en una lengua que el
invitado no pudo entender, pero que
parecía ser una degeneración extrema
del dialecto de los negros del Sur.
—Ven —le dijo Percy a su amigo,
mientras colocaban las maletas en el
techo de ébano de la limusina—. Siento
que hayas tenido que hacer un viaje tan
largo en la calesa, pero es preferible
que no vean este coche los viajeros del
tren y esos tipos de Fish dejados de la
mano de Dios.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué coche!
Esta exclamación fue provocada por
el interior del vehículo. John vio que la
tapicería estaba formada por mil
minúsculas piezas de seda, entretejidas
con piedras preciosas y bordados, y
montadas sobre un paño de oro. Los
brazos de los asientos en los que los
chicos se habían hundido
voluptuosamente estaban cubiertos por
una tela semejante al terciopelo, pero
que parecía fabricada en los
innumerables colores del extremo de las
plumas de las avestruces.
—¡Vaya coche! —exclamó John una
vez más, maravillado.
—¿Qué? ¿Esto? —Percy se echó a
reír—. Pero si es sólo un trasto viejo
que usamos como furgoneta.
Se deslizaban silenciosamente a
través de la oscuridad hacia una
abertura entre las dos montañas.
—Llegaremos dentro de hora y
media —dijo Percy, mirando el reloj—.
Será mejor que te diga que vas a ver
cosas que no has visto nunca.
Si el coche era un indicio de lo que
John iba a ver, estaba preparado para
maravillarse. El primer mandamiento de
la sencilla religión que impera en Hades
ordena adorar y venerar las riquezas: si
John no hubiera sentido ante ellas una
radiante humildad, sus padres hubieran
vuelto la cara, horrorizados por la
blasfemia.
Habían llegado al paso entre las dos
montañas, y en cuanto empezaron a
atravesarlo el camino se hizo mucho más
escabroso.
—Si la luz de la luna llegara hasta
aquí, verías que estamos en un gran
barranco —dijo Percy, intentado ver
algo por la ventanilla Dijo unas palabras
por el teléfono interior e inmediatamente
el lacayo encendió un reflector y
recorrió las colinas con un inmenso haz
de luz.
—Rocas, ya ves. Un coche normal
se haría pedazos en media hora. La
verdad es que se necesitaría un tanque
para viajar por aquí, si no conoces el
camino. Habrás notado que vamos
cuesta arriba.
Estaban subiendo, sí, y pocos
minutos después el coche coronó una
cima, desde donde vislumbraron a lo
lejos una luna pálida que acababa de
salir. El coche se paró de repente y, a su
alrededor, tomaron forma numerosas
figuras que salían de la oscuridad:
también eran negros. Volvieron a saludar
a los jóvenes en el mismo dialecto
vagamente reconocible. Entonces los
negros se pusieron manos a la obra:
engancharon cuatro inmensos cables que
caían de lo alto a los tapacubos de las
ruedas llenos de joyas. Y, a la voz
resonante de «¡Hey-yah!», John notó que
el coche se elevaba del suelo, más y
más, por encima de las rocas que lo
flanqueaban, más y más alto, hasta que
pudo divisar un valle ondulado, a la luz
de la luna, que se extendía ante él en
neto contraste con el tremedal de rocas
que acababan de abandonar. Sólo a uno
de los lados se veían aún rocas, y
enseguida, de repente, no quedaron
rocas, ni cerca de ellos ni en ninguna
otra parte.
Era evidente que habían superado un
inmenso saliente de piedra, como
cortada a cuchillo, perpendicular en el
aire. Y entonces empezaron a descender
y por fin, con un choque suave, se
posaron sobre un terreno llano.
—Lo peor ya ha pasado —dijo
Percy, echando un vistazo por la ventana
—. Sólo faltan ocho kilómetros, por
nuestra carretera: es como una tapicería
de adoquines. Todo es nuestro. Mi padre
dice que aquí termina Estados Unidos.
—¿Estamos en Canadá?
—No. Estamos en las Montañas
Rocosas. Pero estás ahora mismo en los
únicos ocho kilómetros cuadrados del
país que no aparecen en ningún registro.
—¿Por qué? ¿Se les ha olvidado?
—No —dijo Percy, sonriendo—.
Han intentado hacerlo tres veces. La
primera vez mi abuelo corrompió a un
departamento completo del Registro
Oficial de la Propiedad; la segunda,
consiguió que cambiaran los mapas
oficiales de Estados Unidos… Así
retrasó quince años el asunto. La última
vez fue más difícil. Mi padre se las
arregló para que sus brújulas se
encontraran en el mayor campo
magnético que jamás ha sido creado
artificialmente. Consiguió un equipo
completo de instrumentos de planimetría
y topografía levemente defectuosos,
incapaces de registrar este territorio, y
los sustituyó por los que iban a ser
usados. Luego desvió un río y construyó
en la ribera una aldea ficticia, para que
la vieran y la confundieran con un
pueblo del valle, quince kilómetros más
arriba. Mi padre sólo le teme a una cosa
—concluyó—: el único medio en el
mundo capaz de descubrirnos.
—¿Cuál es?
Percy bajó la voz: su voz se
convirtió en un murmullo.
—Los aviones —susurró—.
Tenemos media docena de cañones
antiaéreos, y nos las vamos arreglando;
pero ya ha habido algunas muertes y
muchos prisioneros. No es que eso nos
preocupe a mi padre y a mí, ya sabes,
pero mi madre y las chicas se asustan, y
existe la posibilidad de que alguna vez
no podamos solucionar el problema.
Fragmentos y jirones de chinchilla,
nubes galantes en el cielo de verde luna,
pasaban ante la luna como preciosos
tejidos de Oriente exhibidos ante los
ojos de algún kan tártaro. A John le
parecía que era de día, y que veía
aviadores que navegaban por el aire y
dejaban caer una lluvia de folletos
publicitarios y prospectos medicinales
con mensajes de esperanza para los
desesperados caseríos perdidos en la
montaña. Le parecía que miraban a
través de las nubes y veían… veían todo
lo que había que ver allí adonde él se
dirigía. ¿Qué pasaría entonces? Serían
obligados a aterrizar por algún artefacto
maligno, y encerrados entre muros lejos
de los prospectos medicinales y
publicitarios hasta el día del Juicio; o,
en caso de burlar la trampa, los
derribaría una rápida humareda y la
terrible onda expansiva de la explosión
de una granada, que asustaría a la madre
y las hermanas de Percy. John negó con
la cabeza y el fantasma de una sonrisa
irónica se insinuó en sus labios
entreabiertos. ¿Qué negocio
desesperado se escondía en aquel lugar?
¿Qué astucia moral de algún excéntrico
Creso? ¿Qué misterio dorado y terrible?
Las nubes de chinchilla se
amontonaban a lo lejos y, fuera del
automóvil, la noche de Montana era
clara como el día. Aquella carretera que
era como una alfombra de adoquines
pasaba suavemente bajo los grandes
neumáticos mientras bordeaban un lago
tranquilo e iluminado por la luna;
atravesaron una zona de oscuridad
durante un instante, un bosque de pinos
aromático y fresco, y desembocaron en
una amplia avenida de césped, y la
exclamación de placer de John coincidió
con las palabras taciturnas de Percy:
—Hemos llegado a casa.
Magnífico a la luz de las estrellas,
un primoroso castillo se levantaba a
orillas del lago, irguiéndose con el
esplendor de sus mármoles hasta la
mitad de la altura de un monte vecino,
para fundirse al fin, con simetría
perfecta y transparente languidez
femenina, con las densas tinieblas de un
bosque de pinos. Las torres
innumerables, las esbeltas tracerías de
los parapetos inclinados, el cincelado
prodigioso de un millar de ventanas
amarillas, con sus rectángulos,
octógonos y triángulos de luz dorada, la
pasmosa suavidad con que se cruzaban
el resplandor de las estrellas y las
sombras azules, vibraron en el alma de
John como la cuerda de un instrumento
musical. En la cima de una de las torres,
la más alta, la que tenía la base más
negra, un juego de luces exteriores
creaba una especie de país de ensueño
flotante. Y cuando John miraba hacia
arriba en un estado de encantamiento
entusiasta, un tenue y amortiguado
sonido de violines descendió y lo
envolvió en una armonía rococó nunca
jamás oída. Y, casi inmediatamente, el
automóvil se detuvo ante una escalinata
de mármol, ancha y alta, a la que el aire
de la noche llevaba la fragancia de
millares de flores. Al final de la
escalinata dos grandes puertas se
abrieron silenciosas y una luz ambarina
se derramó en la oscuridad, perfilando
la figura de una dama elegantísima, de
cabellos negros, con un alto peinado,
una dama que les tendía los brazos.
—Madre —estaba diciendo Percy
—, éste es mi amigo John Unger, de
Hades.
Más tarde John recordaría aquella
primera noche como un
deslumbramiento de muchos colores,
sensaciones fugaces, música dulce como
una voz enamorada: deslumbramiento
ante la belleza de las cosas, luces y
sombras, gestos y rostros. Había un
hombre con el pelo blanco que, de pie,
bebía un licor de múltiples matices en
una copa de cristal con el pie de oro.
Había una chica, con la cara como una
flor, vestida como Titania, con sartas de
zafiros entre el pelo. Había una
habitación en la que el oro macizo y
suave de las paredes cedía a la presión
de la mano, y otra habitación que era
como la idea platónica del prisma
definitivo[13]: estaba, del techo al suelo,
recubierta por una masa inagotable de
diamantes, diamantes de todas las
formas y tamaños, de tal manera que,
iluminada desde los ángulos por altas
lámparas violáceas, deslumbraba con
una claridad que sólo en sí misma podía
encontrar parangón, más allá de los
deseos o los sueños humanos.
Los dos chicos vagabundearon por
aquel laberinto de habitaciones. A veces
el suelo que pisaban llameaba con
brillantes dibujos de fulgor interior,
dibujos de colores mezclados en
bárbaros contrastes, o dibujos que tenían
la delicadeza del pastel, o el blancor
más puro, o mosaicos sutiles y
complejos, procedentes sin duda de
alguna mezquita del mar Adriático. A
veces, bajo losas de espeso cristal, John
veía un torbellino de aguas celestes o
verdes, pobladas de peces exóticos y
una vegetación que mezclaba todos los
colores del arco iris. Y pudieron andar
sobre pieles de todas las texturas y
colores, o a través de corredores del
más pálido marfil, inacabables, como si
hubieran sido excavados en los
gigantescos colmillos de los dinosaurios
extinguidos antes de la era del hombre.
Hay luego un intervalo confuso en la
memoria, y ya estaban cenando: cada
plato estaba hecho con dos capas casi
indistinguibles de puro diamante entre
las que habían insertado con extraña
labor una filigrana de esmeraldas, casi
filamentos de puro aire, verdes e
intangibles. Una música quejumbrosa y
discreta fluía a través de lejanos
corredores: la silla, de plumas e
insidiosamente curvada en torno a su
espalda, parecía tragárselo y
aprisionarlo mientras se bebía la
primera copa de oporto. Intentó
soñolientamente contestar a una pregunta
que acababan de hacerle, pero el lujo
melifluo que oprimía su cuerpo
intensificó el espejismo del sueño:
joyas, tejidos, vinos y metales se
desdibujaban ante sus ojos en una dulce
niebla…
—Sí —contestó con esfuerzo, por
cortesía—, allí paso calor de sobra.
Consiguió añadir a sus palabras una
risa espectral; luego, sin un movimiento,
sin ofrecer resistencia, le pareció flotar
a la deriva, alejarse flotando, dejando
atrás el postre, un helado que era rosa
como un sueño… Se durmió.
Cuando despertó, supo que habían
pasado horas. Estaba en una habitación
grande y silenciosa, con paredes de
ébano y una iluminación desvaída,
demasiado débil, demasiado sutil para
poder ser llamada luz. Su joven anfitrión
se inclinaba sobre él.
—Te has quedado dormido mientras
cenábamos —le decía Percy—. Yo
estuve a punto de dormirme también: era
tan agradable sentirse cómodo después
de un año de colegio. Los criados te han
desnudado y lavado mientras dormías.
—¿Esto es una cama o una nube? —
suspiró John—. Percy, Percy, antes de
que te vayas, quisiera pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Por haber dudado de ti cuando
dijiste que tenías un diamante tan grande
como el Hotel Ritz-Carlton.
Percy sonrió.
—Sabía que no me creías. Es esta
montaña, ¿sabes?
—¿Qué montaña?
—La montaña sobre la que está
construido el castillo. No es demasiado
alta para ser una montaña. Pero, aparte
de unos quince metros de hierba y grava,
es un diamante puro. Un diamante único
en el mundo, un diamante de unos 1500
metros cúbicos, sin un solo defecto. ¿Me
estás escuchando? Oye…
Pero John T. Unger había vuelto a
quedarse dormido.

III.

Era por la mañana. Mientras se


despertaba, percibió entre sueños que la
habitación se iba llenando de luz solar.
Los paneles de ébano de una de las
paredes, deslizándose por una especie
de raíles, habían entreabierto la
habitación para que entrara la luz del
día. Un negro voluminoso, en uniforme
blanco, estaba de pie junto a la cama.
—Buenas noches —murmuró John,
ordenándole a su propia mente que
volviera de las regiones de la
insensatez.
—Buenos días, señor. ¿Desea darse
un baño, señor? Por favor, no se levante.
Yo lo llevaré. Basta con que se
desabotone el pijama… así. Gracias,
señor.
John permaneció tranquilamente en
la cama mientras le quitaban el pijama:
aquello le divertía y le gustaba.
Esperaba que lo cogieran como a un
niño los brazos de aquel negro
Gargantúa que lo atendía, pero no
sucedió nada parecido; sintió que la
cama se inclinaba hacia un lado, y John
empezó a desplazarse, sorprendido al
principio, hacia la pared, pero, cuando
iba a tocarla, las cortinas se abrieron y,
deslizándose por un blando plano
inclinado que no llegaba a los dos
metros de longitud, se hundió
suavemente en agua que estaba a la
misma temperatura que su cuerpo.
Miró alrededor. La pasarela o el
tobogán que lo había conducido al agua
se había plegado lenta y
automáticamente. Había sido proyectado
a otra habitación y estaba sentado en una
bañera empotrada en el suelo: su cabeza
quedaba exactamente por encima del
nivel del suelo. Todo a su alrededor, las
paredes de la habitación y el fondo de la
bañera, formaba parte de un acuario
azul, y, mirando a través de la superficie
de cristal en la que estaba sentado,
podía ver cómo nadaban los peces entre
luces ambarinas, deslizándose sin
ninguna curiosidad junto a los dedos de
sus pies, separados sólo por la espesura
del cristal. Desde lo alto, la luz del sol
se filtraba a través de un vidrio
verdemar.
—He pensado, señor, que esta
mañana preferiría agua de rosas caliente
con espuma de jabón y, para terminar,
quizá agua salada fría.
El negro seguía a su lado.
—Sí —asintió John, sonriendo como
un tonto—. Como usted quiera.
La sola idea de ordenar aquel baño
hubiera resultado, de acuerdo con su
pobre nivel de vida, presuntuosa e
incluso perversa.
El negro apretó un botón y una ducha
templada empezó a caer, en apariencia
desde arriba, pero en realidad, según
pudo descubrir John muy pronto, de una
especie de fuente que había junto a la
bañera. El agua tomó un color rosa
pálido, y chorros de jabón líquido
brotaron de cuatro cabezas de morsa en
miniatura situadas en los ángulos de la
bañera. Y, en un instante, doce
minúsculas ruedas hidráulicas, fijadas a
los lados, habían agitado y convertido la
mezcla en un radiante arco iris de
espuma rosa que envolvía a John en una
delicia de suavidad y ligereza y
estallaba a su alrededor por todas partes
en burbujas resplandecientes y rosa.
—¿Conecto el proyector de cine,
señor? —sugirió el negro
respetuosamente—. Hoy hay preparada
una buena comedia de un solo rollo,
pero puedo poner una película más
seria, si así lo prefiere.
—No, gracias —contestó John con
educación y firmeza. Disfrutaba
demasiado del baño como para desear
otra distracción. Pero llegó la
distracción: ahora oía, procedente del
exterior, una música de flautas, flautas
que derramaban una melodía semejante
a una cascada, tan fresca y verde como
aquella habitación, y acompañaban a un
volátil octavín, más frágil que el encaje
de espuma que lo envolvía y fascinaba.
Tras una ducha de agua salada y fría,
salió de la bañera en un albornoz con
tacto de lana y, sobre un diván tapizado
con el mismo tejido, recibió un masaje
de aceite, alcohol y perfumes. Luego se
sentó en una voluptuosa silla para que lo
afeitaran y le recortaran un poco el pelo.
—El señor Percy lo espera en su
salón —dijo el negro, cuando acabaron
estas operaciones—. Me llamo Gygsum,
señor Unger. Todas las mañanas estaré
al servicio del señor Unger.
John encontró lleno de sol el cuarto
de estar, donde el desayuno lo esperaba,
y a Percy, resplandeciente en pantalones
de golf blancos de piel de cabra,
fumando cómodamente sentado.

IV.

Ésta es la historia de la familia


Washington, tal como Percy se la
resumió a John durante el desayuno.
El padre del actual señor
Washington había nacido en Virginia,
descendiente directo de George
Washington y lord Baltimore. Cuando
terminó la Guerra Civil era un coronel
de veinticinco años, propietario de una
plantación destruida y unos mil dólares
de oro.
Fitz-Norman Culpepper Washington,
pues ése era el nombre del joven
coronel, decidió regalarle a su hermano
menor la propiedad de Virginia e irse al
Oeste. Eligió a veinticuatro de sus
negros más fieles, que, por supuesto, lo
adoraban, y compró veinticinco billetes
de tren para el Oeste, donde pensaba
obtener concesiones de tierra a nombre
de los veinticinco y montar un rancho de
ovejas y vacas.
Cuando llevaba en Montana menos
de un mes y las cosas le iban
verdaderamente mal, se topó con su
extraordinario descubrimiento. Se había
perdido cabalgando por las colinas, y
después de un día sin comer, empezó a
sentir hambre. Como no tenía rifle, se
vio forzado a perseguir a una ardilla, y
en el curso de la persecución se dio
cuenta de que la ardilla llevaba algo
brillante en la boca. Cuando ya
desaparecía en su madriguera —la
Providencia no quiso que aquella ardilla
aplacase el hambre de Fitz-Norman
Washington—, el animal soltó su carga.
Al sentarse para considerar la situación,
Fitz-Norman vislumbró un fulgor entre
la hierba, muy cerca. Diez segundos
después, había perdido completamente
el apetito y ganado cien mil dólares. La
ardilla, que había evitado con irritante
obstinación convertirse en comida, le
había regalado un diamante perfecto y
descomunal.
Más tarde, aquella misma noche,
Washington encontró el camino hasta el
campamento, y doce horas después
todos sus negros de sexo masculino
ocupaban los alrededores de la
madriguera de la ardilla y cavaban con
furia en la falda de la montaña. Les dijo
que había descubierto una mina de
cuarzo y, dado que sólo uno o dos
negros habían visto antes algo parecido
a un diamante, lo creyeron sin ningún
género de dudas. Cuando estuvo seguro
de la magnitud de su descubrimiento, se
encontró en un verdadero aprieto. Toda
la montaña era un diamante: sólo era,
literalmente, un diamante puro. Llenó
cuatro sacos de muestras rutilantes y
partió a lomos de su caballo hacia Saint
Paul; allí consiguió vender media
docena de piedras pequeñas. Cuando
intentó vender una piedra más grande, un
tendero se desmayó y Fitz-Norman fue
detenido por escándalo público. Se
escapó de la cárcel y tomó el tren de
Nueva York, donde vendió algunos
diamantes de tamaño mediano y recibió
a cambio doscientos mil dólares de oro.
Pero no se atrevió a mostrar ninguna
gema excepcional. Y, de hecho,
abandonó Nueva York en el momento
oportuno. Una tremenda conmoción se
había producido en los ambientes
próximos a los joyeros, no tanto por el
tamaño de los diamantes, como por su
aparición en la ciudad, sin que nadie
conociera su misteriosa procedencia.
Empezaron a correr estrafalarios
rumores de que la mina había sido
descubierta en los montes Catskill, en la
costa de Jersey, en Long Island, bajo
Washington Square. Trenes especiales,
llenos de hombres con picos y palas,
empezaron a salir de Nueva York rumbo
a distintos y cercanos Eldorados. Pero,
para entonces, el joven Fitz-Norman
viajaba ya camino de Montana.
Quince días después, había
calculado que el diamante de la montaña
equivalía aproximadamente a todos los
diamantes que, por lo que se sabe,
existen en el mundo. No habría sido
posible, sin embargo, valorarlo con
exactitud, pues se trataba de un único
diamante purísimo, y si hubiese sido
puesto a la venta, no sólo hubiese
provocado el hundimiento del mercado,
sino que, si, de acuerdo con la
costumbre, el valor varía según el
tamaño en progresión aritmética, no
hubiera habido oro en el mundo para
comprar la décima parte. Y, además,
¿qué se podía hacer con un diamante de
semejantes dimensiones?
Era una situación difícil y
extraordinaria. Era, en cierto sentido, el
hombre más rico de todos los tiempos,
pero ¿le valía de algo? Si su secreto
llegaba a saberse, quién sabe a qué
medidas tendría que recurrir el
Gobierno para evitar el pánico, tanto en
el mercado del oro como en el de las
piedras preciosas. Incluso podrían
expropiar el diamante y crear un
monopolio.
No le cabía otra alternativa: tenía
que explotar la montaña en secreto. Fitz-
Norman recurrió a su hermano menor,
que se encontraba en el Sur, y le confió
el mando de su séquito de negros,
pobres negros que no se habían dado
cuenta de que la esclavitud había sido
abolida. Para mayor seguridad, les leyó
una proclama que él mismo había
redactado, en la que se anunciaba que el
general Forrest había reorganizado los
destrozados ejércitos del Sur y
derrotado a los nordistas en una batalla
campal. Los negros lo creyeron sin
reservas, e inmediatamente lo
celebraron con alegría y ceremonias
religiosas.
Fitz-Norman partió hacia países
extranjeros con cien mil dólares y dos
baúles llenos de diamantes sin pulir de
todos los tamaños. Navegó rumbo a
Rusia en un junco chino, y, seis meses
después de salir de Montana, llegó a San
Petersburgo. Encontró un oscuro
alojamiento y fue a ver al joyero de la
Corte para anunciarle que tenía un
diamante para el zar. Se quedó en San
Petersburgo dos semanas, en constante
peligro de ser asesinado, cambiando sin
cesar de alojamiento, con miedo de
abrir más de tres o cuatro veces sus
baúles durante aquellos quince días.
Después de prometer que volvería
un año más tarde con piedras más
grandes y más bellas, recibió permiso
para zarpar rumbo a la India. Pero, antes
de que partiera, los tesoreros de la
Corte le habían depositado en bancos
americanos, en cuentas abiertas bajo
cuatro diferentes nombres supuestos, la
suma de quince millones de dólares.
Volvió a Estados Unidos en 1868,
después de una ausencia de algo más de
dos años. Había visitado las capitales
de veintidós países y hablado con cinco
emperadores, once reyes, tres príncipes,
un sah, un kan y un sultán. En aquel
momento Fitz-Norman calculaba su
fortuna en mil millones de dólares. Un
factor contribuía decisivamente al
mantenimiento del secreto: ninguno de
sus diamantes de mayor tamaño
permanecía a la vista del público más
de una semana sin que inmediatamente le
atribuyeran una historia tan rica en
desgracias, amores, revoluciones y
guerras, que forzosamente había de
remontarse a los días del primer imperio
babilonio.
Desde 1870 hasta su muerte en 1900,
la historia de Fitz-Norman Washington
fue una larga epopeya del oro. Hubo
también asuntos secundarios, claro:
consiguió eludir a los registradores de
la propiedad, se casó con una dama de
Virginia, de la que tuvo un único hijo, y
se vio obligado, por una serie de
desafortunadas complicaciones, a matar
a su hermano, que tenía la desdichada
costumbre de emborracharse hasta caer
en un estupor indiscreto que muchas
veces había puesto en peligro la
seguridad de todos. Pero pocos
asesinatos más turbaron aquellos felices
años de progreso y expansión.
No mucho antes de morir, adoptó una
nueva política, e invirtiendo sólo
algunos millones de dólares de su
patrimonio líquido, adquirió grandes
cantidades de metales preciosos y los
depositó en las cámaras acorazadas de
bancos de todo el mundo como si fueran
antigüedades. Su hijo, Braddock
Tarleton Washington, siguió, a escala
aún mayor, la misma política. Los
metales preciosos fueron sustituidos por
el más raro de todos los elementos, el
radio: el equivalente en radio a mil
millones de dólares de oro cabe en un
recipiente no más grande que una caja
de puros.
Tres días después de la muerte de
Fitz-Norman, su hijo Braddock decidió
que los negocios habían ido demasiado
lejos. La cuantía de las riquezas que su
padre y él habían extraído de la montaña
estaba por encima de todo cálculo.
Registró en un dietario, en clave, la
cantidad aproximada de radio
depositada en cada uno de los mil
bancos de Ios que era cliente, y los
nombres falsos que poseían la
titularidad de w cuentas. Luego hizo una
cosa muy sencilla: cerró la mina.
Cerró la mina. Lo que ya habían
extraído mantendría, con lujo sin
precedentes, durante generaciones, a
todos los Washington que pudieran
nacer. Su única preocupación sería
guardar el secreto, para Le el previsible
pánico que causaría su revelación no lo
redujera a la Aseria absoluta, junto con
todos los capitalistas del mundo.
Aquélla era la familia con la que se
encontraba John T. Unger. Ésta fue la
historia que le contaron en el cuarto de
estar de paredes de plata la mañana
después de su llegada.
V.

Después del desayuno, John se


dirigió hacia la gran entrada de mármol,
desde donde contempló con curiosidad
el panorama que se ofrecía a su vista.
Todo el valle, desde la montaña de
diamante hasta el abrupto precipicio de
granito ocho kilómetros más allá, aún
despedía un hálito dorado que flotaba
perezosamente sobre la magnífica
extensión de prados, lagos y jardines.
Aquí y allí, grupos de olmos formaban
delicados bosquecillos de sombra, en
extraño contraste con las duras masas de
los pinos que se agarraban a las colinas
como puños de un verde azulado y
oscuro. Vio a tres cervatos que, con
pasos ligeros, salieron en fila de entre
unas matas, a menos de un kilómetro de
distancia, y desaparecieron con
desmañada vivacidad en la penumbra
veteada de negro de otras matas. John no
se hubiera sorprendido si hubiera visto a
un fauno tocar la flauta a su paso entre
los árboles, o si hubiera vislumbrado
una piel rosa de ninfa y una cabellera
rubia flotando al viento entre las más
verdes de las hojas verdes.
Con aquella remota esperanza
descendió los peldaños de mármol,
perturbando ligeramente el sueño de dos
sedosos perros lobos rusos al pie de la
escalinata, y se puso en camino a través
de un paseo de losas azules y blancas
que parecía no llevar a ningún sitio
preciso.
Disfrutaba cuanto podía. La
felicidad de la juventud, así como su
insuficiencia, estriba en que los jóvenes
no pueden vivir en el presente, sino que
siempre deben comparar el día que pasa
con el futuro, imaginado con esplendor:
flores y oro, chicas y estrellas, sólo son
premoniciones y profecías del
incomparable e inalcanzable sueño
juvenil.
John siguió una suave curva donde
los macizos de rosas llenaban el aire de
intensos aromas y, a través de un parque,
se dirigió hacia un claro de musgo a la
sombra de unos árboles. Nunca se había
tendido sobre el musgo y quería
comprobar si de verdad era tan blando
como para justificar que su nombre fuera
utilizado para designar la blandura.
Entonces vio a una chica que se
acercaba por el prado. Era la criatura
más bella que había visto en su vida.
Vestía una falda corta, blanca, que
apenas le tapaba las rodillas, y le ceñía
el pelo una guirnalda de resedas unidas
con pasadores de zafiros azules. Sus
desnudos pies rosados salpicaban rocío
conforme se iba acercando. Era más
joven que John: no tenía más de
dieciséis años.
—Hola —exclamó con voz suave—,
soy Kismine.
Ya era, para John, mucho más.
Avanzó hacia la chica, y, cuando estuvo
más cerca, casi ni se atrevía a dar un
paso, por temor a pisarle los pies
desnudos.
—No nos conocíamos —dijo con
aquella voz suave. Y sus ojos azules
añadieron: «¡Y te has perdido
muchísimo!»—. Anoche conociste a mi
hermana Jasmine. Yo estaba mala: me
había sentado mal la lechuga —
prosiguió la voz suave, y los ojos
añadieron: «Y soy muy dulce cuando
estoy mala… Y cuando estoy bien».
«Me has causado una enorme
impresión», dijeron los ojos de John, «y
yo no soy tan fácil». —¿Cómo estás? —
dijo su voz—. Espero que te encuentres
mejor esta mañana —y sus ojos
añadieron, tímidos: «Querida».
John se dio cuenta de que estaban
paseando por el prado. Kismine propuso
que se sentaran en el musgo: John había
olvidado probar su blandura.
Era muy exigente con las mujeres.
Un simple defecto —unos tobillos
gruesos, una voz ronca, una mirada fría
— bastaba para que dejaran de
interesarle. Y he aquí que, por primera
vez en su vida, estaba con una chica que
le parecía la encarnación de la
perfección física.
—¿Eres del Este? —le preguntó
Kismine con un interés encantador.
—No —respondió John con
sencillez—. Soy de Hades.
O nunca había oído hablar de Hades,
o no se le ocurrió ningún comentario
amable, porque no volvió a nombrar
aquel sitio.
—Este otoño voy a ir a un colegio
del Este —dijo Kismine—. ¿Crees que
me lo pasaré bien? Iré a Nueva York, al
colegio de la señorita Bulge. Es un
colegio muy severo, pero ¿sabes?, los
fines de semana los pasaré con mi
familia en nuestra casa de Nueva York,
porque papá se ha enterado de que las
alumnas tienen que pasear de dos en
dos, en fila.
—Tu padre quiere que tengas
orgullo —observó John.
—Somos orgullosas —contestó, y
los ojos le brillaban de dignidad—.
Jamás nos han castigado. Papá dice que
jamás debemos ser castigadas. Una vez,
mi hermana Jasmine, cuando era
pequeña, lo empujó escaleras abajo, y
papá sólo se levantó y se fue
cojeando… Mamá se quedó… —
continuó Kismine—, bueno, un poco
sorprendida cuando oyó que eras de…,
ya sabes, de ese sitio de donde eres.
Dice que, cuando era joven… Pero es
que, ya sabes, es española y anticuada.
—¿Pasas mucho tiempo aquí? —
preguntó John, para disimular que
aquellas palabras lo habían molestado.
Parecían una alusión poco amable a su
provincianismo.
—Percy, Jasmine y yo venimos
todos los veranos, pero el verano que
viene Jasmine irá a Newport. El año que
viene irá a Londres para ser presentada
en sociedad ante la Corte.
—¿Sabes —comenzó John indeciso
— que eres mucho más sofisticada de lo
que me había imaginado al verte?
—No, no, qué va —se apresuró a
responder Kismine—. Kft pensarlo.
Creo que los jóvenes que son
sofisticados son terriblemente vulgares,
¿no te parece? Yo no lo soy, en absoluto,
de verdad. Si me dices que soy
sofisticada, me echaré a llorar.
Estaba tan dolida que le temblaba el
labio. John se vio obligado a declarar:
—No creo que seas sofisticada; sólo
lo he dicho para hacerte rabiar.
—Porque, si lo fuese, no me
importaría —insistía ella—, pero no lo
soy. Soy muy inocente y muy niña.
Nunca fumo ni bebo y sólo leo poesías.
Casi no sé nada de matemáticas o
química. Me visto con mucha sencillez.
La verdad es que casi no me visto. Lo
último que puedes decir de mí es que
soy sofisticada. Creo que las chicas
deben disfrutar la juventud de un modo
saludable.
—Yo también lo creo —dijo John
sinceramente.
Kismine estaba otra vez alegre. Le
sonreía, y una lágrima que nacía sin vida
se escurrió por la comisura de un ojo
azul.
—Me caes simpático —le murmuró
en tono íntimo—. ¿Vas a pasar todo el
tiempo con Percy mientras estés aquí, o
serás simpático conmigo? Piénsalo…
Soy un territorio absolutamente virgen.
Nunca he tenido novio. Nunca me han
dejado estar sola con chicos… salvo
con Percy. He venido al bosque porque
quería verte sin tener a toda la familia
alrededor.
Profundamente halagado, John hizo
una reverencia, tal como le habían
enseñado en la academia de baile de
Hades.
—Es mejor que nos vayamos —dijo
Kismine con dulzura—. He quedado con
mamá a las once. Todavía no me has
pedido que te dé un beso. Creía que era
lo que hacían los chicos de hoy.
John hinchó el pecho, lleno de
orgullo.
—Algunos lo hacen —contestó—,
pero yo no. Las chicas no hacen esas
cosas… en Hades.
Volvieron juntos a la casa.
VI.

John estaba frente al señor Braddock


Washington, a pleno sol. Era un hombre
de unos cuarenta años, con un semblante
orgulloso e inexpresivo, mirada
inteligente y complexión robusta. Por la
mañana le gustaban los caballos, los
mejores caballos. Se apoyaba en un
sencillo bastón de paseo, de abedul, con
un gran ópalo en el puño. Le enseñaba,
con Percy, el lugar a John.
—Las viviendas de los esclavos
están allí —el bastón de paseo señalaba,
a la izquierda, un claustro de mármol
que, con la gracia del estilo gótico, se
extendía al pie de la montaña—. Cuando
yo era joven, un periodo de absurdo
idealismo me apartó de la vida real.
Durante aquel tiempo, los esclavos
vivieron en el lujo. Por ejemplo, hice
que cada uno tuviera baño en sus
habitaciones.
—Me figuro —se aventuró a decir
John, con una sonrisa zalamera— que
usarían las bañeras para guardar el
carbón. El señor Schnlitzer-Murphy me
contó que una vez…
—Las opiniones del señor
Schnlitzer-Murphy no deben de tener
demasiada importancia —lo interrumpió
Braddock Washington con frialdad—.
Mis esclavos no usaban las bañeras
como carboneras. Tenían órdenes de
bañarse cada día, y obedecían. Si no lo
hubieran hecho, yo hubiera podido
ordenar que se lavaran la cabeza con
ácido sulfúrico. Interrumpí los baños
por otra razón. Varios se resfriaron y
murieron. El agua no es buena para
ciertas razas, si no es para beber.
John se rió, e inmediatamente
decidió limitarse a asentir escuetamente
con la cabeza. Braddock Washington lo
hacía sentirse incómodo.
—Todos esos negros son
descendientes de los que mi padre se
trajo del Norte. Ahora debe de haber
unos doscientos cincuenta. Te habrás
dado cuenta de que han vivido tanto
tiempo al margen del mundo que su
dialecto nativo se ha convertido en una
jerga casi ininteligible. A algunos les
hemos enseñado a hablar inglés: a mi
secretario y a dos o tres criados de la
casa. Éste es el campo de golf —
continuó, mientras paseaban por el
césped verde, invernal—. Ya ves que
todo lo ocupa el green: aquí no hay
fairway, ni rough, ni riesgos.
Le sonreía cordialmente a John.
—¿Hay muchos hombres en la jaula,
padre?
Braddock Washington tropezó, y se
le escapó una maldición.
—Uno menos de los que debería
haber —exclamó sombríamente, y
añadió un instante después—: Hemos
tenido problemas.
—Mamá me lo había dicho —
exclamó Percy—; aquel profesor
italiano…
—Un terrible error —dijo Braddock
Washington, muy enfadado—. Pero,
desde luego, hay muchas posibilidades
de que lo encontremos. Puede que haya
caído en alguna parte del bosque, o que
se haya precipitado por un barranco. Y
siempre existirá la posibilidad de que,
si consigue huir, nadie crea su historia.
De cualquier modo, he mandado dos
docenas de hombres para que lo busquen
por las aldeas de los alrededores.
—¿Y no ha habido resultados?
—Alguno. Catorce hombres le han
dicho a mi agente que habían matado a
un individuo que respondía a la
descripción, pero puede ser, desde
luego, que sólo quisieran cobrar la
recompensa.
Se interrumpió. Se habían acercado
a una gran cavidad en el suelo, un
círculo más o menos del tamaño de un
tiovivo, cubierto por una fuerte reja de
acero. Braddock Washington le hizo
señas a John y apuntó el bastón hacia la
profundidad, a través de la reja. John se
acercó al agujero y miró, y de repente le
hirió los oídos una desenfrenada gritería
que surgía de las profundidades.
—¡Baja al infierno!
—¡Eh, chico! ¿Cómo es el aire ahí
arriba?
—¡Eh, échanos una cuerda!
—¿No tendrás un bollo duro, hijo, o
un par de bocadillos de segunda mano?
—Oye, amigo, si le empujas al tipo
ese que está contigo, te haremos una
demostración del arte de la desaparición
súbita.
—Dale una paliza de mi parte,
¿vale?
Había demasiada oscuridad para ver
con claridad en el interior del foso,
pero, por el rudo optimismo y la brava
vitalidad de aquellas frases y voces,
John hubiera dicho que pertenecían a
norteamericanos de clase media y del
tipo más atrevido. Entonces el señor
Washington alargó el bastón y oprimió
un botón que había entre la hierba, y el
foso se iluminó de repente.
—Son marineros, aventureros que
han tenido la desgracia de encontrar
Eldorado —señaló.
Había aparecido a sus pies, en la
tierra, un gran agujero que tenía la forma
del interior de un tazón. Las paredes
eran empinadas, y parecían de vidrio
pulido, y sobre el fondo ligeramente
cóncavo había, de pie, dos docenas de
hombres en uniforme de aviador,
mezclando ropa militar y civil. Sus
rostros, vueltos hacia arriba, encendidos
por la cólera, el rencor, la
desesperación, el cinismo, estaban
cubiertos por largas barbas, pero,
excepto unos pocos que se consumían a
ojos vistas, parecían bien alimentados,
sanos.
Braddock Washington acercó una
silla de jardín al filo del foso y se sentó.
—Bueno, ¿cómo estáis, muchachos?
—preguntó afablemente.
Un coro de abominaciones, en el que
participaron todos, menos los que
estaban demasiado abatidos para gritar,
se elevó hasta el aire soleado, pero
Braddock Washington lo oyó con
imperturbable serenidad. Cuando el
último eco se apagó, habló de nuevo.
—¿Habéis encontrado alguna salida
para vuestros problemas?
De aquí y allá brotaron algunas
respuestas.
—¡Hemos decidido quedarnos aquí
por gusto!
—¡Súbenos y verás qué pronto
encontramos la salida!
Braddock Washington esperó a que
volvieran a callar. Entonces dijo:
—Ya os he explicado la situación.
No quisiera que estuvierais aquí. Le
pido a Dios no haberos visto nunca.
Vuestra propia curiosidad os trajo aquí,
y en cuanto se os ocurra una salida que
nos salvaguarde a mí y a mis intereses,
estaré encantado de tomarla en
consideración. Pero mientras limitéis
vuestro esfuerzos a excavar túneles —sí,
ya estoy al corriente del último que
habéis empezado— no llegaréis muy
lejos. Esto no es tan duro como queréis
hacer creer, con todos vuestros alaridos,
a los seres queridos de mi casa. Si
hubierais sido el tipo de personas que se
preocupa por los seres queridos, jamás
os hubierais dedicado a la aviación.
Un hombre alto se separó de los
demás y levantó una mano para llamar la
atención.
—¡Permítame hacerle algunas
preguntas! —gritó—. Usted pretende ser
un hombre equitativo.
—Qué absurdo. ¿Cómo puede un
hombre de mi posición ser equitativo
con vosotros? ¿Por qué no pides que un
perro cazador sea equitativo con un
pedazo de carne?
Ante esta observación despiadada,
las caras de las dos docenas de pedazos
de carne acusaron el golpe, pero el
hombre alto continuó:
—¡Muy bien! —gritó—. Ya hemos
discutido antes estas cosas. Usted no es
humanitario, ni equitativo, pero es
humano, o al menos dice serlo, y será
capaz de ponerse en nuestro lugar y
entender hasta qué punto… Hasta qué
punto…
—¿Hasta qué punto, qué? —
preguntó Washington fríamente.
—Hasta qué punto es innecesario…
—Para mí, no.
—Bueno, hasta qué punto es cruel…
—Eso ya lo hemos hablado. No
existe crueldad cuando está en juego la
propia conservación. Habéis sido
soldados, lo sabéis. Busca otro
argumento.
—Bueno, entonces, hasta qué punto
es una estupidez.
—Bien —admitió Washington—,
eso lo reconozco. Pero intentad pensar
una alternativa. Me he ofrecido a
ejecutaros sin dolor a todos, o a quien
quiera, cuando lo deseéis. Me he
ofrecido a secuestrar a vuestras mujeres,
novias, hijos y madres, para traéroslos
hasta aquí. Ampliaremos vuestro
alojamiento en la fosa, y os
alimentaremos y vestiremos durante el
resto de vuestras vidas. Si hubiera algún
método que produjera amnesia
permanente, os lo hubiera aplicado a
todos y os hubiera liberado de
inmediato, lejos de mis propiedades.
Pero no se me ocurre otra cosa.
—¿Y si te fiaras de que no te íbamos
a delatar? —gritó alguien.
—No lo dices en serio —dijo
Washington con sarcasmo—. Dejé salir
a uno para que le enseñara italiano a mi
hija. Huyó la semana pasada.
Un grito salvaje de júbilo salió de
repente de dos docenas de gargantas y le
siguió un estallido de alegría. Los
prisioneros bailaron y aplaudieron con
entusiasmo, cantaron a la tirolesa y
lucharon entre sí en un repentino e
increíble ataque de optimismo animal.
Incluso treparon por las paredes de
vidrio del agujero, hasta donde
pudieron, y resbalaron otra vez hasta el
fondo, sobre el cojín natural de sus
cuerpos. El hombre alto empezó una
canción que todos corearon:

Sí, colgaremos al Kaiser


de un manzano ácido.

Braddock Washington guardó un


silencio inescrutable hasta que la
canción terminó.
—Ya veis —observó, en cuanto
consiguió un mínimo de atención—. No
os guardo rencor. No me gusta veros
tristes. Por eso no os había contado todo
de golpe. Ese tipo… ¿Cómo se llamaba?
¿Crichtichiello? Uno de mis agentes le
disparó y acertó en catorce puntos
distintos.
Los prisioneros no sospechaban que
los puntos a los que se refería eran
catorce ciudades diferentes: las ruidosas
manifestaciones de alegría cesaron
inmediatamente.
—De todas maneras —exclamó
Washington con cierta rabia—, intentó
huir. ¿Pretendéis que vuelva a
arriesgarme con vosotros después de
una experiencia semejante?
Se repitieron las imprecaciones y
los gritos.
—¡Claro!
—¿Quiere aprender chino tu hija?
—¡Eh! ¡Yo hablo italiano! Mi madre
era italiana.
—¡Lo mismo quiere aprender a
hablar como en Nueva York!
—¡Si es la chica de los ojos azules,
puedo enseñarle cosas mucho mejores
que hablar italiano!
—Yo sé canciones irlandesas, y, si
hace falta, sé batir el cobre.
El señor Washington alargó
repentinamente el bastón y pulsó el
botón entre la hierba, y la escena del
foso desapareció al instante y sólo
quedó la gran boca oscura, cubierta
tristemente por los dientes negros de la
reja.
—¡Eh! —gritó una voz desde el
fondo—, ¿te vas a ir sin bendecirnos?
Pero el señor Washington, seguido
por los dos chicos, se encaminaba ya a
grandes pasos hacia el agujero número
nueve del campo, como si el foso y todo
lo que contenía sólo fuera un obstáculo
más que hubiera superado con facilidad
su hábil palo de golf.
VII.

Julio, al abrigo de la montaña de


diamante, fue un mes de noches frescas y
días cálidos, esplendorosos. John y
Kismine estaban enamorados. John no
sabía que el pequeño balón de fútbol de
oro (con la inscripción Pro deo et
patria et St. Mida) que le había
regalado a Kismine descansaba sobre el
pecho de la chica, colgado de una
cadena de platino. Pero así era. Y
Kismine no sabía que John guardaba con
ternura en su joyero un gran zafiro que
un día se había desprendido de su
sencillo peinado.
Una tarde, cuando reinaba el
silencio en la sala de música de rubíes y
armiño, pasaron una hora juntos. John le
cogió la mano y Kismine lo miró de tal
manera que él murmuró su nombre.
Kismine se inclinó hacia él y luego
titubeó.
—¿Has dicho Kismine? —preguntó
suavemente—. O…
Quería estar segura. Pensaba que
quizá se estaba equivocando.
Ninguno de los dos sabía lo que era
un beso, pero una hora después parece
que las cosas eran un poco diferentes.
Se fue yendo la tarde. Aquella
noche, cuando un último soplo de
música descendió desde la torre más
alta, soñaban despiertos con cada uno de
los minutos del día. Habían decidido
casarse tan pronto como fuera posible.

VIII.

Todos los días el señor Washington y


los dos jóvenes iban a cazar o a pescar a
lo más hondo del bosque, o a jugar al
golf en el campo soñoliento —partidas
en las que diplomáticamente John dejaba
ganar a su anfitrión—, o a nadar en la
frescura montañosa del lago. El señor
Washington le parecía a John un hombre
de carácter un tanto riguroso: indiferente
por completo a otras ideas y opiniones
que no fueran las suyas. La señora
Washignton era siempre distante y
reservada. Parecía despreocuparse
absolutamente de sus dos hijas y
dedicarse por completo a su hijo Percy,
con quien mantenía durante la comida
conversaciones interminables en un
español fluido.
Jasmine, la hija mayor, se parecía a
Kismine a primera vista —salvo que
tenía las piernas un poco arqueadas, y
las manos y los pies demasiado grandes
—, pero poseía un temperamento
completamente distinto. Sus libros
preferidos trataban de chicas pobres que
cuidaban la casa de su padre viudo.
Kismine le contó a John que Jasmine no
se había podido recuperar del impacto y
la decepción producidos por el fin de la
guerra mundial, cuando estaba a punto
de partir hacia Europa para servir en las
cantinas militares. Incluso había pasado
algún tiempo muy triste, y Braddock
Washington había dado algunos pasos
para provocar una nueva guerra en los
Balcanes, pero Jasmine vio la foto de
unos soldados serbios heridos y perdió
el interés por todo lo que se refiriera a
aquel asunto. Sin embargo, Percy y
Kismine parecían haber heredado la
arrogancia de su padre, en toda su cruel
magnificencia. Un egoísmo casto y
consecuente moldeaba todas y cada una
de sus ideas.
A John le encantaban las maravillas
del castillo y del valle. Braddock
Washington, según le contó Percy, había
mandado secuestrar a un diseñador de
jardines, un arquitecto, un escenógrafo y
un poeta del decadentismo francés
superviviente del siglo pasado. Puso a
su disposición toda la fuerza de sus
negros y les procuró los materiales más
preciosos y raros que existen en el
mundo, dejándoles libertad para que
llevaran a cabo algunas de sus ideas.
Pero uno tras otro habían demostrado su
incapacidad. El poeta decadentista
enseguida empezó a quejarse de estar
lejos de los bulevares en primavera:
hizo algunas vagas observaciones sobre
especias, monos y marfiles, pero no dijo
nada que tuviese valor práctico. El
escenógrafo, por su parte, quería
convertir el valle en una sucesión de
trucos y efectos sensacionales: algo de
lo que los Washington se hubieran
cansado pronto. En cuanto al arquitecto
y al diseñador de jardines, sólo
pensaban en términos convencionales.
Querían hacer esto según este modelo, y
aquello según aquel otro.
Pero por lo menos resolvieron el
problema de lo que cabía hacer con
ellos: enloquecieron una mañana
temprano, después de pasar toda la
noche reunidos, intentando ponerse de
acuerdo sobre dónde colocar una fuente,
y ahora estaban internados cómodamente
en un manicomio de Westport, en
Connecticut.
—Pero —preguntó John con
curiosidad— ¿quién proyectó vuestros
maravillosos salones, los vestíbulos, los
accesos al castillo y los cuartos de
baño?
—Bueno —contestó Percy—, me da
vergüenza decírtelo, pero fue uno que
hace películas, la única persona que
encontramos acostumbrada a manejar
cantidades ilimitadas de dinero, aunque
comía vorazmente con la servilleta atada
al cuello y no sabía leer ni escribir.
Agosto se acababa, y John empezó a
sentir pena: pronto debería volver al
colegio. Kismine y él habían decidido
fugarse juntos en junio del año siguiente.
—Sería más bonito casarnos aquí —
confesó Kismine—, pero la verdad es
que mi padre no me daría nunca permiso
para casarme contigo. Y, además,
prefiero la fuga. Es terrible para los
ricos casarse en Estados Unidos en estos
tiempos: tienen que mandar
comunicados a la prensa anunciando que
la boda se celebrará con sobras, cuando
lo que quieren decir es que se casarán
con un puñado de perlas de segunda
mano y algún encaje que una vez llevó la
emperatriz Eugenia.
—Lo sé —asintió John
vehementemente—. Cuando fui a casa de
los Schnlitzer-Murphy, la hija mayor,
Gwendolyn, se casó con el hijo del
dueño de media Virginia. Escribió a
casa diciendo lo difícil que era
arreglárselas con el sueldo del marido,
empleado de banco. Y terminaba
diciendo: «Gracias a Dios, tengo cuatro
criadas, y eso me ayuda un poco».
—Es absurdo —comentó Kismine
—. Creo que hay millones y millones de
personas, trabajadores y gente así, que
se las arreglan con sólo dos criadas.
Una tarde de finales de agosto, unas
palabras casuales de Kismine cambiaron
la situación por completo y sumieron a
John en un estado de terror.
Estaban en su bosquecillo preferido,
y entre besos John se abandonaba a
románticos presentimientos que creía
que añadían patetismo a sus relaciones.
—A veces pienso que nunca nos
casaremos —dijo con tristeza—. Tú
eres demasiado rica, demasiado
suntuosa. Una persona tan rica como tú
no puede ser como las otras chicas.
Tendré que casarme con la hija de
cualquier acomodado ferretero al por
mayor de Omaha o Sioux City, y
contentarme con medio millón de
dólares de dote.
—Yo conocí una vez a la hija de un
ferretero —señaló Kismine. No creo
que te hubieses sentido a gusto con ella.
Era amiga de mi hermana. Estuvo aquí.
—Ah, ¿habéis tenido otros
invitados? —exclamó John sorprendido.
Kismine pareció arrepentirse de lo
que había dicho.
—Bueno, sí —se apresuró a decir
—; hemos tenido algunos.
—Pero… ¿No temíais…? ¿No temía
tu padre que lo contaran todo cuando se
fueran?
—Hasta cierto punto, ¿no? Hasta
cierto punto —contestó—. ¿Por qué no
hablamos de algo más agradable?
Pero aquello había despertado la
curiosidad de John.
—¡Algo más agradable! —exclamó
—. ¿Es que esto no es agradable? ¿No
eran simpáticas aquellas chicas?
Para su gran sorpresa, Kismine se
echó a llorar.
—Sí… Y ése… Ése es precisamente
el problema. Me había hecho muy amiga
de algunas. Y Jasmine, también, pero
seguía invitando a otras. No puedo
entenderlo.
Una oscura sospecha nació en el
corazón de John.
—¿Quieres decir que hablaron y que
tu padre las… eliminó?
—Peor —murmuró Kismine, y se le
quebraba la voz—. Mi padre no corrió
ningún riesgo. Y Jasmine seguía
escribiéndoles para que vinieran… ¡Y
se lo pasaban tan bien!
Kismine estaba deshecha de dolor.
Perplejo por el horror de esta
revelación, John la miraba con la boca
abierta, sintiendo los nervios agitarse
como si muchos gorriones se hubieran
posado en su espina dorsal.
—Ya te lo he dicho, y no debería
haberlo hecho —dijo Kismine,
tranquilizándose de golpe y secándose
sus ojos azul oscuro.
—¿Quieres decir que tu padre las
asesinó antes de que se fueran?
Kismine asintió.
—Normalmente en agosto, o a
principios de septiembre. Es natural que
antes quisiéramos disfrutar de su
compañía todo lo que pudiéramos.
—¡Es abominable! Dios mío, debo
de estar volviéndome loco. ¿Has dicho
en serio que…?
—Sí —lo interrumpió Kismine,
encogiéndose de hombros—. No
podíamos encerrarlas como a los
aviadores: nos hubiera estado
remordiendo la conciencia todo el día.
Y siempre han tenido cuidado de que a
Jasmine y a mí no nos resultara muy
difícil: papá daba la orden antes de lo
que esperábamos. Así evitábamos las
escenas de despedida…
—¡Así que las asesinasteis! —gritó
John.
—Fue de una manera muy agradable.
Las drogaron mientras dormían. Y a las
familias les dijimos que habían muerto
de escarlatina en Butte.
—Pero… ¡No entiendo cómo
seguisteis invitando a otras!
—Yo, no —estalló Kismine—. Yo
nunca he invitado a nadie. Fue Jasmine.
Y siempre se lo han pasado muy bien.
En los últimos días Jasmine les hacía
los regalos más maravillosos.
Seguramente yo también invitaré a
alguna amiga. Me acostumbraré a esas
cosas. No permitiremos que algo tan
inevitable como la muerte nos impida
disfrutar la vida mientras podamos.
Piensa qué sólo estaría el castillo si
nunca pudiéramos invitar a nadie. Y
papá y mamá han sacrificado a algunos
de sus mejores amigos, como nosotros.
—Y así… —exclamó John
acusadoramente—. Así has dejado que
me enamorara de ti y has fingido que me
correspondías, hablando de matrimonio
y sabiendo perfectamente que nunca iba
a salir vivo de aquí…
—No —protesto Kismine con
pasión—. Ya, no; sólo al principio.
Estabas aquí. No podía evitarlo, y pensé
que tus últimos días podían ser
agradables para los dos. Pero me
enamoré de ti y… Ahora siento
sinceramente que tengas que…
desaparecer. Aunque prefiero que
desaparezcas a que alguna vez beses a
otra chica.
—¿Sí? ¿Lo prefieres? —gritó John
ferozmente.
—Desde luego que sí. Además,
siempre he oído que las chicas se lo
pasan mejor con los hombres con los
que saben que no se casarán nunca. Ay,
¿por qué te lo he contado? Seguramente
te he echado a perder los buenos ratos
que nos quedaban: lo hemos pasado
verdaderamente bien cuando no sabías
nada. Ya sabía yo que te ibas a deprimir
un poco.
—¿Lo sabías? ¿De verdad lo
sabías? —la voz de John temblaba de
ira—. Ya he oído bastante. Si tienes tan
poco orgullo y tan poca decencia como
para flirtear con alguien que sabes que
es poco más que un cadáver, no quiero
tener nada que ver contigo.
—¡Tú no eres un cadáver! —
protestó horrorizada—. No eres un
cadáver. ¡No quiero que digas que he
besado a un cadáver!
—¡No he dicho nada parecido!
—¡Sí! ¡Has dicho que he besado a
un cadáver!
—¡No!
Las voces habían ido elevándose,
pero una imprevista irrupción los obligó
a callar en el acto. Unas pisadas se
acercaban por el sendero, y un instante
después las ramas del rosal se abrieron
y apareció Braddock Washington: sus
inteligentes ojos, engastados en un rostro
hermoso e inexpresivo, estudiaban a
John y a Kismine.
—¿Quién ha besado a un cadáver?
—preguntó con evidente disgusto.
—Nadie —contestó Kismine
rápidamente—. Estábamos bromeando.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —
preguntó de mal humor—. Kismine,
tendrías que estar leyendo o jugando al
golf con tu hermana. Vamos, ¡a leer! ¡A
jugar al golf! ¡No quiero encontrarte
aquí cuando vuelva!
Después saludó cortésmente a John
con la cabeza y siguió su paseo.
—¿Has visto? —dijo Kismine,
enfadada, cuando ya no podía oírla—.
Lo has estropeado todo. No podremos
vernos nunca más. Mi padre no me
dejará verte. Mandaría envenenarte si
supiera que estamos enamorados.
—¡Ya no estamos enamorados! —
exclamó John con rabia—. Tu padre
puede estar tranquilo. Y no te creas que
voy a quedarme aquí. Dentro de seis
horas habré cruzado las montañas y
estaré camino del Este, aunque tenga que
cavar un túnel con los dientes.
Se habían puesto de pie y, tras estas
palabras, Kismine se le acercó y lo
cogió del brazo.
—Yo también voy.
—Debes de haberte vuelto loca…
—Ya lo creo que voy —lo
interrumpió con impaciencia.
—Desde luego que no. Tú…
—Muy bien —dijo con calma—.
Buscaremos a mi padre y hablaremos
con él.
Derrotado, John consiguió esbozar
una sonrisa forzada.
—Muy bien, amor mío —asintió,
con apagada y poco convincente ternura
—; iremos juntos.
El amor por Kismine volvía a
asentarse plácidamente en su corazón.
Kismine era suya… Lo acompañaría y
correría los mismos peligros que él. La
abrazó y la besó con pasión. A pesar de
todo, Kismine lo quería. En realidad, lo
había salvado.
Hablando de la fuga, volvieron
despacio al castillo. Decidieron que,
puesto que Braddock Washington los
había visto juntos, sería mejor huir
aquella misma noche. Pero, a la hora de
la cena, John tenía la boca insólitamente
seca y, nervioso, tragó de tal manera una
gran cucharada de consomé de pavo real
que acabó en su pulmón izquierdo. Lo
tuvieron que llevar a la sala de juego
decorada con turquesas y pieles de
marta, para que uno de los ayudantes del
mayordomo le golpeara en la espalda. A
Percy le divirtió mucho la escena.
IX.

Mucho después de medianoche, un


estremecimiento nervioso recorrió el
cuerpo de John, que se irguió de golpe,
sentándose muy derecho en la cama,
mirando a través de los velos de
somnolencia que tapizaban la
habitación. Por los rectángulos de
tiniebla azul que eran las ventanas
abiertas, había oído un sonido débil y
lejano que murió bajo un capa de viento
antes de que su memoria lo reconociera
entre nubarrones de malos sueños. Pero
el ruido penetrante había continuado, se
acercaba, estaba ya al otro lado de las
paredes de su habitación: el sonido del
picaporte de una puerta, un paso, un
murmullo, no sabría decir qué; sentía un
pellizco en la boca del estómago y le
dolía todo el cuerpo en el esfuerzo
desesperado para oír. Entonces uno de
los velos pareció disolverse y vio una
figura confusa junto a la puerta, de pie,
una figura esbozada y esculpida
débilmente en la oscuridad, confundida
de tal manera con los pliegues de las
cortinas que parecía deformada, como
un reflejo sobre un cristal empañado.
Con un movimiento imprevisto de
miedo o de resolución, John oprimió el
botón que había junto a la cama y, en un
segundo, estaba sentado en la bañera de
la habitación vecina, bien despierto,
gracias al choque del agua fría.
Saltó afuera y, con el pijama mojado
que dejaba un rastro de agua tras sus
pasos, corrió hacia la puerta de
aguamarina que, como sabía, daba al
vestíbulo de marfil del segundo piso. La
puerta se abrió sin ruido. Una sola
lámpara escarlata, que ardía en la gran
cúpula, iluminaba con profunda belleza
la magnífica curva de la escalinata
esculpida. Durante un instante John
titubeó, aterrado por el inmenso y
silencioso esplendor que lo rodeaba
como si quisiera envolver entre sus
pliegues gigantescos a la figurilla
solitaria y empapada que tiritaba en el
vestíbulo de marfil. Entonces sucedieron
dos cosas a un mismo tiempo. La puerta
de su propio salón se abrió y tres negros
desnudos se precipitaron en el pasillo, y,
cuando John se lanzaba loco de terror
hacia las escaleras, otra puerta se abrió
en la pared, en el otro extremo del
pasillo, y John vio a Braddock
Washington, de pie en el ascensor
iluminado, con una pelliza y botas de
montar que le llegaban a las rodillas y
relucían sobre el brillo de un pijama
rosa.
En aquel instante, los tres negros —
John no los había visto antes y le pasó
por la cabeza, como un rayo, la idea de
que debían de ser verdugos
profesionales— dejaron de correr hacia
él y se volvieron expectantes hacia el
hombre del ascensor, que lanzó una
orden imperiosa:
—¡Aquí, adentro! ¡Los tres!
¡Rápidos como el demonio!
Entonces los tres negros salieron
disparados hacia el ascensor, el
rectángulo de luz desapareció mientras
las puertas del ascensor se cerraban
suavemente, y John se quedó solo en el
vestíbulo. Se dejó caer sin fuerzas en un
peldaño de marfil.
Era evidente que algo portentoso
había ocurrido, algo que, por el
momento al menos, había aplazado su
propio e insignificante desastre. ¿Qué
había sucedido? ¿Se habían rebelado los
negros? ¿Los aviadores habían forzado
los barrotes de hierro de sus rejas? ¿O
los hombres de Fish se habían abierto
paso, torpe, ciegamente, a través de las
montañas y contemplaban con ojos
desesperanzados y sin alegría el valle
espectacular? John no lo sabía. Oía un
tenue zumbido de aire mientras el
ascensor volvía a subir y, poco después,
mientras descendía. Era probable que
Percy se hubiera apresurado a ayudar a
su padre, y se le ocurrió a John que
aquélla era la ocasión para reunirse con
Kismine y planear una fuga inmediata.
Esperó hasta que el ascensor
permaneció en silencio unos minutos;
tiritando un poco, porque sentía el frío
de la noche a través del pijama mojado,
volvió a su habitación y se vistió de
prisa. Luego subió un largo tramo de
escaleras y siguió el pasillo alfombrado
con piel de marta rusa que llevaba a las
habitaciones de Kismine.
La puerta del salón de Kismine
estaba abierta y las lámparas
encendidas. Kismine, en kimono de
angora, estaba levantada, cerca de la
ventana, como a la escucha, y, cuando
John entró silenciosamente, se volvió
hacia él.
—¡Ah, eres tú! —murmuró, mientras
cruzaba la habitación—. ¿Lo has oído?
—He oído que los esclavos de tu
padre entraban en mi…
—No —lo interrumpió nerviosa—.
¡Aviones!
—¿Aviones? Quizá fuera eso el
ruido que me despertó.
—Había por lo menos una docena.
He visto uno, hace unos minutos,
exactamente delante de la luna. El
centinela del desfiladero disparó su fusil
y eso es lo que ha despertado a papá.
Abriremos fuego inmediatamente contra
ellos.
—¿Han venido a propósito?
—Sí. Ha sido ese italiano que se
escapó…
Al tiempo que pronunciaba la última
palabra, una sucesión de explosiones
secas penetró en la habitación a través
de la ventana abierta. Kismine sofocó un
grito, con dedos temblorosos cogió una
moneda de una caja que había sobre el
tocador, y se acercó corriendo a una de
las lámparas eléctricas. En un instante
todo el castillo estaba a oscuras:
Kismine había hecho saltar los fusibles.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Vamos a la
azotea a ver los aviones desde allí!
Se echó una capa, le cogió la mano y
salieron a tientas. Sólo un paso los
separaba del ascensor de la torre, y,
cuando Kismine apretó el botón para
que subiera, John la abrazó en la
oscuridad y la besó en la boca. Por fin
John Unger estaba viviendo una aventura
de novela romántica. Un minuto después
salieron a la terraza blanca. Arriba, bajo
la luna brumosa, entrando y saliendo a
través de las manchas de niebla que se
arremolinaban bajo la luna, en incesante
trayectoria circular flotaban una docena
de negras máquinas aladas. Aquí y allá,
en el valle, ráfagas de fuego ascendían
hacia los aeroplanos, seguidas por secas
detonaciones. Kismine aplaudió con
alegría, una alegría que, un instante
después, se convertía en desesperación
cuando los aviones, a una señal
convenida, comenzaron a lanzar sus
bombas y todo el valle se transformó en
un paisaje de estallidos resonantes y
espeluznantes llamaradas.
Pronto la puntería de los atacantes se
concentró sobre los puntos donde
estaban situadas las baterías antiaéreas,
y uno de los cañones fue casi
inmediatamente convertido en un ascua
gigantesca que se consumía despacio
sobre un jardín de rosas.
—Kismine —dijo John—, te
alegrará saber que el ataque ha
empezado un momento antes de mi
asesinato. Si no hubiese oído el disparo
del centinela, ahora estaría muerto…
—¡No te oigo! —gritó Kismine,
atenta a lo que ocurría ante sus ojos—.
¡Habla más fuerte!
—¡Sólo he dicho —gritó John— que
sería mejor que saliéramos antes de que
empiecen a bombardear el castillo!
De repente el pórtico de las
viviendas de los negros saltó hecho
pedazos, un géiser de llamas entró en
erupción bajo las columnas y grandes
fragmentos de mármol triturado fueron
lanzados a tanta distancia que
alcanzaron las orillas del lago.
—Ahí van cincuenta mil dólares en
esclavos —exclamó Kismine— según
los precios de antes de la guerra. Muy
pocos norteamericanos respetan la
propiedad privada.
John renovó sus esfuerzos para
convencerla de que debían salir. La
puntería de los aviones se volvía cada
vez más precisa, y sólo dos antiaéreos
seguían respondiendo al ataque. Parecía
evidente que la guarnición, sitiada por el
fuego, no podría resistir mucho tiempo.
—¡Vamos! —gritó John, tirando del
brazo de Kismine—. Tenemos que irnos.
¿No te das cuenta de que los aviadores
te matarían sin dudarlo si te
encontraran?
Kismine cedió de mala gana.
—¡Tenemos que despertar a
Jasmine! —dijo, y corrieron hacia el
ascensor. Y Kismine añadió con una
especie de felicidad infantil—: Vamos a
ser pobres, ¿verdad? Como los
personajes de los libros. Seré huérfana y
completamente libre. ¡Libre y pobre!
¡Qué divertido!
Se detuvo y unió sus labios a los de
John en un beso feliz.
—Es imposible ser las dos cosas a
la vez —dijo John con crudeza—. La
gente se ha dado cuenta. Y yo, entre las
dos cosas, elegiría ser libre. Como
precaución extra, sería mejor que te
echaras al bolsillo lo que tengas en el
joyero.
Diez minutos después, las dos chicas
se reunieron con John en el pasillo
oscuro y bajaron al piso principal del
castillo. Recorrían por última vez la
suntuosidad de los espléndidos salones,
y salieron un instante a la terraza para
ver cómo ardían las viviendas de los
negros y las ascuas llameantes de dos
aviones que habían caído al otro lado
del lago. Un solitario cañón antiaéreo
aún resistía con tenaces detonaciones, y
los atacantes parecían tener miedo de
descender más y seguían lanzando
estruendosos fuegos de artificio, hasta
que una bomba aniquiló a la dotación
etíope del cañón antiaéreo.
John y las dos hermanas bajaron la
escalinata de mármol, giraron
abruptamente a la izquierda y empezaron
a ascender por un estrecho sendero que
rodeaba como una cinta la montaña de
diamante. Kismine conocía una zona
muy boscosa a medio camino, donde
podrían esconderse y descansar mientras
veían la terrible noche en el valle… Y,
cuando fuera necesario, podrían huir por
fin a través de un camino secreto, entre
las rocas de un barranco.

X.

Eran las tres de la mañana cuando


llegaron a su destino. La amable y
flemática Jasmine se quedó dormida
inmediatamente, apoyada en el tronco de
un gran árbol; John y Kismine se
sentaron, abrazados, a mirar el
desesperado flujo y reflujo de la batalla,
que agonizaba entre las ruinas de aquel
paisaje qué, hasta aquella misma
mañana, había sido un vergel. Poco
después de las cuatro, un estruendo
metálico surgió del último cañón que
seguía disparando: quedó fuera de
servicio entre una repentina lengua de
humo rojo. Aunque la luna estaba muy
baja, vieron cómo las máquinas
voladoras giraban cada vez más cerca
de tierra. Cuando estuvieran seguros de
que los sitiados habían agotado sus
recursos, los aviones aterrizarían y
habría concluido el oscuro y
esplendoroso reinado de los
Washington.
Con el cese del fuego, el valle quedó
en silencio. Las cenizas de los dos
aviones derribados fulguraban como los
ojos de un monstruo acurrucado en la
hierba. El castillo se elevaba silencioso
en la tiniebla, bello sin luz como bello
había sido bajo el sol, mientras las
carracas de Némesis llenaban el aire
con un lamento que iba expandiéndose y
disminuyendo. Entonces John se dio
cuenta de que Kismine, como su
hermana, se había quedado dormida.
Eran más de las cuatro cuando oyó
pasos en el sendero que acababan de
recorrer, y esperó, aguantando la
respiración, sin hacer ruido, a que los
dueños de aquellas pisadas dejaran atrás
el lugar estratégico donde se encontraba.
Algo flotaba en el aire, algo que no era
de origen humano, y el rocío era frío;
John pensó que pronto amanecería.
Esperó a que los pasos estuvieran a una
distancia segura, montaña arriba, y
dejaran de oírse. Entonces los siguió. A
medio camino de aquella cumbre, los
árboles desaparecían y un abrupto
collado de roca se extendía sobre el
diamante enterrado. Poco antes de
alcanzar este punto, John disminuyó el
paso: un instinto animal le había
advertido que algo vivo le precedía,
muy cerca. Cuando llegó a una gran
piedra, levantó poco a poco la vista
sobre el borde. Su curiosidad quedó
satisfecha. He aquí lo que vio:
Allí estaba Braddock Washington, de
pie, inmóvil, perfilado contra el cielo
gris, silencioso, sin un signo de vida. El
amanecer, que desde el este le daba a la
tierra un matiz verde y frío, hacía que la
figura solitaria pareciera insignificante a
la luz del nuevo día.
Mientras John lo observaba, su
anfitrión permaneció un instante absorto
en insondables meditaciones; luego les
hizo una señal a dos negros acurrucados
a sus pies para que cogieran el fardo que
se encontraba entre ellos. Mientras se
levantaban trabajosamente, el primer
rayo de sol amarillo se refractó en los
prismas innumerables de un inmenso
diamante exquisitamente tallado, y un
resplandor blanco fulguró en el aire
como un fragmento del lucero del alba.
Los porteadores se tambalearon un
instante bajo su peso; luego, sus
músculos vibrantes se tensaron y
endurecieron bajo el brillo húmedo de
la piel y las tres figuras volvieron a
inmovilizarse en un gesto de desafiante
impotencia frente a los cielos.
Un instante después, el hombre
blanco levantó la cabeza y lentamente
alzó los brazos para reclamar atención,
como quien exige ser oído por una gran
muchedumbre: pero no había ninguna
muchedumbre, sólo el vasto silencio de
la montaña y el cielo, roto por el tenue
canto de los pájaros en los árboles. La
figura, sobre la roca, empezó a hablar,
enfáticamente, con un inextinguible
orgullo.
—¡Eh, tú! —gritó con voz
temblorosa—. ¡Eh, tú, ahí!
Calló, con los brazos todavía
extendidos hacia lo alto, la cabeza
levantada, a la escucha, como si
esperara respuesta. John aguzó la vista
para ver si alguien bajaba de la
montaña, pero en la montaña no había
rastro de vida humana: sólo el cielo y el
silbido burlón del viento entre las copas
de los árboles. ¿Estaría rezando
Washington? John se lo preguntó un
instante. Pero la ilusión duró poco: en la
actitud de aquel hombre había algo que
era la antítesis de una plegaria.
—¡Eh! ¡Tú! ¡Ahí, arriba!
La voz era ahora más fuerte, más
segura. No se trataba de una súplica
desesperada. Si algo caracterizaba a
aquella voz, era un tono de monstruosa
condescendencia.
Las palabras, pronunciadas con
demasiada rapidez para ser
comprendidas, se disolvían unas en
otras. John escuchaba aguantando la
respiración, captando alguna frase
suelta, mientras la voz se interrumpía,
volvía a empezar y volvía a
interrumpirse, ahora fuerte y porfiada,
ahora coloreada por una impaciencia
asombrada y contenida. Y entonces el
único que la oía empezó a comprender, y
mientras la certeza lo invadía, la sangre
fluyó más rápida por sus venas.
¡Braddock Washington estaba tratando
de sobornar a Dios!
Se trataba de eso: no había duda. El
diamante que sostenían sus esclavos
sólo era una muestra, una promesa de lo
que vendría después.
John comprendió por fin que aquél
era el hilo conductor de las frases.
Prometeo Enriquecido invocaba el
testimonio de antiguos sacrificios
olvidados, ritos olvidados, plegarias
obsoletas desde antes del nacimiento de
Cristo. De repente su discurso tomó la
forma de un recordatorio: le recordaba a
Dios esta o aquella ofrenda que la
divinidad se había dignado aceptar de
los hombres: grandes iglesias si había
salvado ciudades de la peste, ofrendas
de oro, incienso y mirra, vidas humanas
y bellas mujeres y ejércitos prisioneros,
niños y reinas, animales del bosque y
del campo, ovejas y cabras, cosechas y
ciudades, territorios conquistados,
ofrendados con codicia y derramamiento
de sangre para aplacar a Dios, para
comprar el apaciguamiento de la ira
divina. Y ahora, Braddock Washington,
Emperador de los Diamantes, rey y
sacerdote de la edad de oro, arbitro del
esplendor y el lujo, iba a ofrendarle un
tesoro que ninguno de los príncipes que
lo habían precedido hubiera podido
soñar, y no lo ofrecía suplicante, sino
con orgullo. Le daría a Dios, continuó,
descendiendo a los detalles, el mayor
diamante del mundo. Ese diamante sería
tallado con miles y miles de facetas,
muchas más de cuantas hojas tiene un
árbol, y, sin embargo, tendría la
perfección de una piedra no mayor que
una mosca. Muchos hombres lo pulirían
durante muchos años. Sería montado en
una gran cúpula de oro
maravillosamente labrada, con puertas
de ópalo e incrustaciones de zafiro. En
su centro sería excavada una capilla
presidida por un altar de radio
iridiscente, desintegrándose, siempre
cambiante, capaz de quemar los ojos de
cualquier fiel que levantara la cabeza
durante la oración. Y sobre este altar,
para Su regocijo, se inmolaría a la
víctima que el Divino Benefactor
eligiera, aunque fuera el hombre más
grande y poderoso de la tierra.
A cambio sólo pedía una cosa, una
cosa que para Dios sería absurdamente
fácil: sólo pedía que la situación
volviera a ser como el día antes a la
misma hora, y que así se quedase para
siempre. ¡Era extraordinariamente fácil!
Que abriera los cielos, para que se
tragaran a aquellos hombres y aquellos
aviones, y los cerrara de nuevo. Que le
devolviera a sus esclavos, vivos, sanos
y salvos.
Jamás había necesitado tratar o
pactar con ningún otro ser.
Sólo tenía una duda: si el soborno
que ofrecía era lo suficientemente
grande. Dios tenía Su precio, desde
luego. Dios estaba hecho a imagen del
hombre, así estaba escrito: tenía un
precio, podía ser comprado. Y el precio
había de ser excepcional: ninguna
catedral edificada a lo largo de muchos
años, ninguna pirámide construida por
diez mil esclavos, podrían igualar a esta
catedral y esta pirámide.
Calló un instante. Ésta era su
propuesta. Todo se llevaría a cabo según
su descripción, y no había nada
caprichoso en su afirmación de que
pedía muy poco a cambio. Estaba dando
a entender que la Providencia podía
tomarlo o dejarlo.
Sus frases, conforme terminaba de
hablar, se volvieron entrecortadas,
breves y confusas, y su cuerpo pareció
ponerse en tensión, como si se esforzara
para captar en el aire el más leve
contacto o rumor que transmitiera un
signo de vida. El pelo se le había ido
poniendo blanco mientras hablaba, y
ahora elevaba la cabeza hacia el cielo
como un antiguo profeta,
majestuosamente loco.
Entonces, mientras lo miraba con
obnubilada fascinación, a John le
pareció que un fenómeno curioso tenía
lugar a su alrededor. Era como si el
cielo se hubiera oscurecido un instante,
como si se hubiera oído un murmullo
imprevisto en una ráfaga de viento, un
sonido de trompetas lejanas, un suspiro
semejante al frufrú de una inmensa
túnica de seda; durante un instante la
naturaleza entera participó de esta
oscuridad: el canto de los pájaros cesó;
las ramas de los árboles permanecieron
inmóviles, y a lo lejos, en las montañas,
retumbó un trueno sordo y amenazante.
Y nada más. El viento se extinguió
sobre las hierbas altas del valle. El
amanecer y el día recuperaron su lugar
en el tiempo, y el sol naciente irradió
cálidas ondas de niebla amarilla que
iban iluminándole su propio camino. Las
hojas reían al sol, y su risa agitó los
árboles, hasta que cada rama pareció un
colegio de niñas en el país de las hadas.
Dios había rechazado el soborno.
John contempló el triunfo del día
unos segundos más. Luego, al volverse,
vio un dorado aleteo junto al lago, y otro
aleteo, y otro más, como una danza de
ángeles de oro que descendieran de las
nubes. Los aviones habían aterrizado.
Se deslizó resbalando por la roca y
corrió por la ladera de la montaña hacia
la arboleda donde las dos chicas se
habían despertado y lo esperaban.
Kismine se levantó de un salto, con las
joyas tintineando en sus bolsillos y una
pregunta en sus labios entrabiertos, pero
el instinto le dijo a John que no había
tiempo para palabras. Debían abandonar
la montaña sin perder un minuto. Les dio
la mano a las chicas y, en silencio, se
abrieron paso entre los árboles, bañados
ahora por la luz y la niebla que se iba
levantando. Ningún ruido llegaba del
valle, a sus espaldas, salvo el lejano
lamento de los pavos reales y el
murmurar suave de la mañana.
Cuando llevaban recorrido casi un
kilómetro, evitaron los jardines y
siguieron un estrecho sendero que
conducía a la elevación de terreno más
cercana. En el punto más alto se
detuvieron y volvieron la vista atrás.
Sus ojos se posaron en la ladera que
habían abandonado. Los oprimía la
sensación de una oscura y trágica
amenaza.
Perfilado nítidamente contra el
cielo, un hombre abatido, con el pelo
blanco, descendía despacio la ladera
escarpada, seguido por dos negros
gigantescos e impasibles, cargados con
un bulto que aún resplandecía y
fulguraba al sol. A mitad de la cuesta,
otras dos figuras se les unieron: John
pudo ver que eran la señora Washington
y su hijo, en cuyo brazo se apoyaba. Los
aviadores habían descendido de sus
máquinas en el majestuoso prado que
había ante el castillo y, en patrullas,
empuñando sus armas, empezaban a
ascender por la montaña de diamante.
Pero el reducido grupo de cinco
personas que se había formado en la
ladera y sobre el que se concentraba la
atención de todos se había detenido
sobre un saliente de la roca. Los negros
se agacharon y abrieron lo que parecía
ser una trampilla en la falda de la
montaña. Por allí desaparecieron, el
hombre de pelo blanco en primer lugar,
y luego su mujer y su hijo, y por fin los
dos negros: las relucientes puntas de sus
gorros enjoyados reflejaron el sol un
segundo, antes de que la trampilla
descendiera y se los tragara a todos.
Kismine apretó el brazo de John.
—Ah —exclamó con desesperación
—, ¿adónde vamos? ¿Qué vamos a
hacer?
—Debe de haber algún túnel por
donde podamos escapar…
Los gritos de las dos chicas
interrumpieron su frase.
—¿No te has dado cuenta? —
exclamó Kismine, histérica—. La
montaña está electrificada.
Mientras hablaba, John se llevó la
mano a los ojos para protegerlos. La
superficie de la montaña había virado de
improviso a un amarillo deslumbrador e
incandescente, que resaltaba a través de
la capa de hierba como la luz a través de
la mano de un hombre. El insoportable
resplandor duró un instante y, luego,
como un filamento que se apaga,
desapareció, revelando un negro yermo
del que surgía un humo lento y azul, que
arrastraba consigo cuanto quedaba de
vegetación y carne humana. De los
aviadores no quedó ni sangre ni huesos:
fueron consumidos completamente,
como las cinco criaturas que habían
desaparecido en el interior de la
montaña.
Simultáneamente, y con inmensa
conmoción, el castillo saltó literalmente
por los aires, estalló en encendidos
fragmentos mientras se elevaba, y luego
cayó sobre sí mismo en una imponente
masa humeante que sobresalía entre las
aguas del lago. No hubo fuego: el humo
se disipó, mezclándose con la luz del
sol, y durante algunos minutos una nube
de polvo de mármol se elevó de la masa
informe que había sido la mansión de las
joyas. No se oía nada y los tres jóvenes
estaban solos en el valle.

XI.

Al atardecer, John y sus dos


compañeras alcanzaron la cumbre del
desfiladero que había señalado los
confines de los dominios de los
Washington, y, volviéndose a mirar
atrás, encontraron el valle hermoso y
apacible a la luz del crepúsculo. Se
sentaron a terminar la comida que
Jasmine llevaba en una cesta.
—¡Aquí! —dijo. Y extendió el
mantel y colocó los bocadillos en un
pulcro montón—. ¿No tienen buena
pinta? Siempre he pensado que la
comida sabe mejor al aire libre.
—Con esta frase —señaló Kismine
— Jasmine acaba de ingresar en la clase
media.
—Y ahora —dijo John impaciente—
vacía los bolsillos y enséñanos qué
joyas te has traído. Si has hecho una
buena selección, los tres podremos vivir
cómodamente el resto de nuestras vidas.
Obedientemente, Kismine metió la
mano en el bolsillo y esparció ante John
dos puñados de piedras
resplandecientes.
—No está mal —exclamó John con
entusiasmo—. No son muy grandes,
pero… ¡Eh!
Su expresión cambió mientras
exponía una de las piedras a la luz del
sol poniente.
—¡No son diamantes! ¡Ha tenido que
pasar algo!
—¡Dios mío! —exclamó Kismine,
con ojos espantados—. ¡Qué idiota soy!
—¡Son bisutería! —gritó John.
—Lo sé —se echó a reír—. Me he
equivocado de cajón. Eran del vestido
de una de las invitadas de Jasmine. Se
las cambié por diamantes. Yo sólo había
visto piedras preciosas.
—¿Y esto es lo que te has traído?
—Me temo que sí —removió con un
dedo, pensativamente, los diamantes
falsos—. Creo que prefiero éstos. Estoy
un poco cansada de diamantes.
—Muy bien —dijo John con tristeza
—. Tendremos que vivir en Hades. Y
envejecerás contándoles a mujeres
incrédulas que te equivocaste de cajón.
Por desgracia, los talonarios de cheques
de tu padre se han consumido con él.
—Bueno, ¿qué tiene de malo Hades?
—Si a mi edad vuelvo a casa
casado, es muy fácil que mi padre me
desherede y me deje un poco de carbón
caliente, como dicen allí en el Sur.
Jasmine se animó a hablar.
—A mí me gusta lavar la ropa —
dijo en voz baja—. Siempre me he
lavado mis pañuelos. Lavaré ropa para
la calle y os mantendré a los dos.
—¿Hay lavanderas en Hades? —
preguntó Kismine inocentemente.
—Claro que sí —respondió John—.
Como en cualquier parte.
—Yo pensaba que hacía demasiado
calor y la gente no llevaba ropa.
John se rió.
—Prueba tú —le sugirió—. Echarán
a correr detrás de ti antes de que
empieces a desnudarte.
—¿Estará allí papá? —preguntó
Kismine.
John la miró asombrado.
—Tu padre ha muerto —contestó
sombríamente—. ¿Por qué iba a ir a
Hades? Has confundido Hades con otro
lugar clausurado hace mucho tiempo.
Después de cenar, recogieron el
mantel y extendieron las mantas para
pasar la noche.
—Qué sueño tan raro —suspiró
Kismine, mirando las estrellas—. ¡Qué
extraño me resulta estar aquí con un solo
vestido y un novio sin dinero…! Bajo
las estrellas —repitió—: Nunca me
había fijado en las estrellas. Siempre me
las he imaginado como grandes
diamantes que tenían un dueño. Ahora
me dan miedo. Me dan la sensación de
que todo ha sido un sueño, toda mi
juventud.
—Ha sido un sueño —dijo John en
voz baja—. La juventud siempre es un
sueño, una forma de locura química.
—¡Pues es agradable estar loco!
—Eso me han dicho —murmuró
John con tristeza—; y no sé mucho más.
Pero podemos querernos algún tiempo,
tú y yo, un año o así. Es una forma de
embriaguez divina al alcance de
cualquiera. Sólo hay diamantes en el
mundo, diamantes y quizá el miserable
don de la desilusión. Bueno, yo lo tengo
ya, pero, como es normal, no sabré
aprovecharlo —se estremeció. Y añadió
—: Álzate el cuello del abrigo,
chiquilla, la noche es fría y vas a pillar
una pulmonía. Quien descubrió la
consciencia cometió un pecado mortal.
Perdámosla unas horas.
Se envolvió en su manta y se durmió.
Sueños de invierno

Sueños de invierno
apareció por primera vez en
Metropolitan Magazine
(diciembre de 1922) y fue
incluido en All the Sad Young
Men (1926). Escrito mientras
Fitzgerald ideaba su tercera
novela, El gran Gatsby, es el
más convincente de los
cuentos que guardan relación
con el mundo de Gatsby.
Trata, como la novela, de un
joven cuyas ambiciones
acaban identificándose con
la conquista de una
muchacha rica y egoísta. Es
evidente que Fitzgerald
eliminó del cuento publicado
en la revista la reacción de
Dexter Green ante la casa de
Judy Jones para incluirla en
la novela convertida en la
reacción de Jay Gatsby ante
la casa de Daisy Fay.
Los cuatro últimos
párrafos del relato destacan
por la compleja explicación
que Fitzgerald ofrece sobre
la sensación de
transitoriedad de Dexter, que
se duele por haber perdido la
capacidad de sentir dolor.

I.

Algunos de los caddies del campo


de golf eran más pobres que las ratas y
vivían en casas de una sola habitación
con una vaca neurasténica en el patio,
pero el padre de Dexter Green era el
dueño de la segunda droguería de Black
Bear —la mejor era El Cubo, que
contaba entre sus clientes a los más
ricos de Sherry Island—, y Dexter era
caddie sólo por ganar algún dinero para
sus gastos.
En otoño, cuando los días se volvían
crudos y grises, y el largo invierno de
Minnesota caía como la blanca tapadera
de una caja, los esquís de Dexter se
deslizaban sobre la nieve que ocultaba
las calles del campo de golf. En días así
el campo le producía una sensación de
profunda melancolía: le dolía que los
campos se vieran condenados al
abandono, invadidos durante la larga
estación por gorriones harapientos. Y
era triste que en los tees, donde en
verano ondeaban los alegres colores de
las banderolas, sólo hubiera ahora
desolados cajones de arena medio
incrustados en el hielo. Cuando Dexter
cruzaba las colinas el viento soplaba
helado como la desdicha, y, si brillaba
el sol, Dexter caminaba y entrecerraba
los ojos frente a aquel resplandor duro y
desmesurado.
En abril el invierno acababa de
repente. La nieve se derretía y fluía
hacia el lago Black Bear, sin esperar
apenas a que los primeros jugadores de
golf desafiaran a la estación con pelotas
rojas y negras. Sin alegría, sin un
instante intermedio de húmeda gloria, el
frío se iba.
Dexter adivinaba algo lúgubre en
aquella primavera nórdica, como intuía
en el otoño algo maravilloso. El otoño
lo obligaba a frotarse las manos, a
tiritar, a repetirse a sí mismo frases
estúpidas, a dirigir bruscos y enérgicos
ademanes de mando a públicos y
ejércitos imaginarios. Octubre lo
colmaba de esperanzas que noviembre
elevaba a una especie de éxtasis y
triunfo, y, en aquel estado de ánimo, se
alimentaba de las efímeras y brillantes
impresiones del verano en Sherry Island.
Conquistaba el campeonato de golf y
derrotaba al señor T. A. Hedrick en una
magnífica partida jugada cien veces en
los campos de golf de su imaginación,
una partida de la que Dexter cambiaba
los detalles sin cansarse nunca: a veces
vencía con una facilidad casi ridícula, a
veces remontaba una desventaja
extraordinaria. Y, apeándose de un
automóvil Pierce-Arrow, como el señor
Mortimer Jones, entraba glacialmente en
los salones del Club de Golf de Sherry
Island, o quizá, rodeado por una multitud
de admiradores, ofrecía una exhibición
de fantásticos saltos de trampolín en la
piscina del club. Entre quienes lo
miraban boquiabiertos y maravillados
estaba el señor Mortimer Jones.
Y sucedió un buen día que el señor
Jones —el mismísimo señor Jones y no
su sombra— se acercó a Dexter con
lágrimas en los ojos y le dijo que Dexter
era, maldita sea, el mejor caddie del
club, y seguro que no le importaba
seguir siéndolo si el señor Jones le
pagaba como se merecía, porque todos
los caddies del club, sin excepción,
maldita sea, le perdían una pelota en
cada agujero.
—No, señor —respondió Dexter con
decisión—. No quiero seguir siendo
caddie —y añadió tras un instante de
silencio—: Ya soy demasiado mayor.
—Sólo tienes catorce años. ¿Por qué
diablos has decidido precisamente esta
mañana que te quieres ir? Habías
prometido que la semana próxima me
acompañarías al torneo del Estado.
—He pensado que ya soy demasiado
mayor.
Dexter devolvió su insignia de
caddie de primera categoría, recibió del
jefe de caddies el dinero que le debían y
regresó andando a su casa, en Black
Bear.
—¡El mejor caddie que he visto en
mi vida, maldita sea! —gritaba aquella
tarde el señor Mortimer Jones mientras
se tomaba una copa—. ¡Jamás perdía
una pelota! ¡Voluntarioso! ¡Inteligente!
¡Tranquilo! ¡Honrado! ¡Agradecido!
La responsable de todo era una chica
de once años: era maravillosamente fea,
como suelen serlo todas las chiquillas
destinadas a ser, pocos años después,
indeciblemente bellas, y a causar
desdichas sin fin a un número incontable
de hombres. Pero la chispa ya era
perceptible. Había algo pecaminoso en
el modo en que descendían las
comisuras de sus labios cuando sonreía,
y —¡Dios nos asista!— en el brillo, casi
apasionado, de sus ojos. La vitalidad
nace antes en este tipo de mujeres. Ya
era evidente: fulguraba a través de su
cuerpo delgado como una especie de
resplandor.
Había llegado impaciente al campo
a las nueve con una niñera de uniforme
blanco y cinco pequeños bastones de
golf en una bolsa de lona blanca que
llevaba la niñera. Dexter la vio por
primera vez cerca del vestuario de los
caddies; estaba nerviosa e intentaba
disimularlo manteniendo con la niñera
una conversación evidentemente poco
espontánea, que aderezaba con muecas
sorprendentes que no venían a cuento.
—Bueno, hace un día
verdaderamente espléndido, Hilda —la
oyó decir Dexter. Descendieron las
comisuras de sus labios, sonrió, miró
furtivamente a su alrededor, y la mirada,
de paso, se detuvo un instante en Dexter.
Entonces dijo a la niñera:
—Bueno, me temo que no hay mucha
gente esta mañana.
Y volvió a sonreír: la misma
sonrisa, radiante, descaradamente
artificial, convincente.
—No sé qué vamos a hacer —dijo
la niñera sin mirar hacia ningún sitio en
particular.
—Ah, no te preocupes. Ya decidiré
yo.
Dexter permanecía absolutamente
inmóvil, con la boca entreabierta. Sabía
que si daba un paso adelante ella se
daría cuenta de cómo la miraba, y si
retrocedía dejaría de verle la cara. No
se había dado cuenta inmediatamente de
lo joven que era la chica. Ahora se
acordaba de que la había visto varias
veces el año anterior: llevaba
pantalones.
De pronto, sin querer, Dexter se rió
—una risa breve y brusca—, y luego,
sorprendiéndose a sí mismo, dio media
vuelta y empezó a alejarse de prisa.
—¡Chico!
Dexter se detuvo.
—¡Chico!
No había duda: lo estaba llamando.
Y no era sólo eso: le dedicaba aquella
absurda sonrisa, aquella sonrisa
insensata que muchos hombres
recordarían cuando dejaran de ser
jóvenes.
—Chico, ¿sabes dónde está el
profesor de golf?
—Está dando clase.
—¿Sabes dónde está el caddie
mayor?
—No ha venido esta mañana.
—Ah —aquella noticia pareció
desconcertarla. Se apoyaba
alternativamente en el pie derecho y en
el pie izquierdo.
—Nos gustaría conseguir un caddie
—dijo la niñera—. La señora de
Mortimer Jones nos ha mandado a jugar
al golf, y no sabemos cómo vamos a
jugar si no encontramos un caddie.
La interrumpió una mirada ominosa
de la señorita Jones, a la que siguió
inmediatamente una sonrisa.
—El único caddie que hay soy yo —
dijo Dexter a la niñera—, y no puedo
moverme de aquí hasta que no vuelva el
jefe.
—Ah.
La señorita Jones y su séquito se
alejaron entonces, y, cuando estuvieron a
una distancia conveniente de Dexter, se
enredaron en una acalorada
conversación que terminó cuando la
señorita Jones empuñó uno de los palos
de golf y golpeó el suelo con violencia.
Para poner más énfasis, volvió a
empuñarlo, y estaba a punto de
descargarlo sobre el pecho de la niñera,
cuando la niñera agarró el palo y se lo
quitó de las manos.
—¡Maldito vejestorio asqueroso! —
gritó la señorita Jones con rabia.
Se desató una nueva discusión.
Dexter, que apreciaba los aspectos
cómicos de la escena, estuvo varias
veces a punto de echarse a reír, pero
aguantó las carcajadas antes de que
llegaran a ser audibles No podía
resistirse al convencimiento monstruoso
de que la chiquilla tenía motivos para
pegarle a la niñera.
La aparición fortuita del caddie
mayor resolvió la situación: la niñera lo
llamó inmediatamente.
—La señorita Jones necesita un
caddie, y ese muchacho dice que no
puede acompañarnos.
—El señor McKenna me dijo que
esperara aquí hasta que usted llegara —
se apresuró a decir Dexter.
—Pues ya ha llegado —la señorita
Jones sonrió alegremente al jefe de los
caddies, dejó caer la bolsa y se dirigió
con pasos remilgados y arrogantes hacia
el primer tee.
—¿Y bien? —el jefe de los caddies
se volvió hacia Dexter—. ¿Qué haces
ahí parado como un maniquí? Coge los
palos de la señorita.
—Me parece que hoy no voy a
trabajar.
—¿Cómo?
—Creo que voy a dejar el trabajo.
La enormidad de la decisión lo
asustó. Era uno de los caddies
preferidos por los jugadores, y en
ningún otro sitio de la zona del lago
conseguiría los treinta dólares
mensuales que ganaba durante el verano.
Pero había sufrido un choque emocional
demasiado fuerte, y estaba tan
perturbado que necesitaba desahogarse
violenta e inmediatamente.
Y había algo más. Como tantas veces
ocurriría en el futuro, Dexter se había
dejado llevar inconscientemente por sus
sueños de invierno.

II.

Con el tiempo, como es natural,


variaron las características y la
intensidad de aquellos sueños
invernales, pero no cambió su esencia.
Algunos años más tarde, los sueños
convencieron a Dexter para que
renunciara a un curso de Economía en la
universidad del Estado su padre, que
había prosperado, le habría pagado los
estudios a cambio de la dudosa ventaja
de estudiar en una universidad del Este,
más antigua y famosa, donde pasó
verdaderos apuros con el dinero. Pero
no hay que ceder a la impresión de que,
puesto que sus primeros sueños
invernales solían girar en torno a los
ricos, el muchacho era un vulgar caso de
esnobismo. No deseaba relacionarse con
cosas fulgurantes y personas fulgurantes:
deseaba el fulgor. A menudo perseguía
lo mejor sin saber por qué, y a veces
tropezaba con las misteriosas negativas
y prohibiciones que la vida se permite.
De una de aquellas negativas, y no de la
carrera de Dexter, trata esta historia.
Ganó dinero: de un modo
asombroso. Cuando terminó los estudios
universitarios, se fue a la ciudad de
donde procedían los ricos clientes del
lago Black Bear. Sólo tenía veintitrés
años y sólo llevaba en la ciudad dos, y
ya les gustaba decir a algunos: «Este
chico sí que vale». A su alrededor los
hijos de los ricos jugaban a la bolsa
precariamente, o invertían
precariamente sus patrimonios, o
perseveraban en los innumerables
volúmenes del Curso Comercial George
Washington, pero Dexter, con el aval de
su título universitario y de su labia
segura de sí misma, consiguió un
préstamo de mil dólares y compró una
participación en una lavandería.
Era una lavandería pequeña cuando
entró en el negocio, pero Dexter se
especializó en aprender cómo los
ingleses lavaban los calcetines de golf
sin que encogieran, y un año después
ofrecía sus servicios a los usuarios de
prendas deportivas. Los hombres
exigían que llevaran sus calcetines y
jerséis de lana a la lavandería de
Dexter, como habían exigido un caddie
capaz de encontrar las pelotas. Y no
tardó mucho en ocuparse también de la
lencería de sus mujeres y abrir cinco
sucursales en diferentes puntos de la
ciudad. Antes de cumplir veintisiete
años poseía la más importante cadena de
lavanderías de la región. Fue entonces
cuando lo vendió todo y se fue a Nueva
York. Pero la parte de la historia que
nos interesa se remonta a los días en que
Dexter logró su primer gran éxito.
Cuando tenía veintitrés años, el
señor Hart —uno de aquellos señores de
pelo cano a quienes gustaba decir: «Este
chico sí que vale»— lo invitó a pasar un
fin de semana en el Club de Golf de
Sherry Island. Así que una mañana
estampó su firma en el registro y pasó la
tarde jugando al golf por parejas con los
señores Hart, Sandwood y T A.
Hedrick. No le pareció necesario
comentar que una vez, en aquel mismo
campo de golf, le había llevado los
palos al señor Hart, y que conocía cada
dificultad y cada pendiente con los ojos
cerrados, pero se sorprendió
observando de reojo a los cuatro
caddies que los seguían, intentando
descubrir una mirada o un gesto que le
recordara a sí mismo y disminuyera el
vacío que se extendía entre el presente y
el pasado.
Fue un día raro, salpicado de
impresiones inesperadas, huidizas,
familiares. De pronto tenía la sensación
de ser un intruso, y, apenas unos
segundos después, se sentía
infinitamente superior al aburrido señor
T. A. Hedrick, que además no sabía
jugar al golf.
Entonces el señor Hart perdió una
pelota cerca del green número diecisiete
y sucedió algo extraordinario. Mientras
buscaban entre la hierba áspera del
rough, oyeron gritar con claridad, desde
una colina a sus espaldas: «¡Cuidado!».
Y cuando, interrumpiendo bruscamente
la búsqueda, los cuatro se volvían, salió
disparada de la colina una pelota nueva
y reluciente que golpeó al señor T. A.
Hedrick en el abdomen.
—¡Dios santo! —gritó el señor T. A.
Hedrick—. ¡Deberían expulsar a todas
esas locas del campo! Es una vergüenza.
Una cabeza y una voz surgieron en la
colina.
—¿Les importa que continuemos?
—¡Me ha golpeado en el estómago!
—protestó el señor Hedrick, furioso.
—¿De verdad? —la joven se acercó
al grupo—. Lo siento. He gritado
«Cuidado».
Fue mirando, con indiferencia, a
cada uno de los hombres. Luego
escudriñó la calle, buscando la pelota.
—¿Ha caído entre malas hierbas?
Era imposible saber si la pregunta
era ingenua o maliciosa. Pero
inmediatamente la joven resolvió todas
las dudas, porque, al aparecer su
compañera de juego en la colina, gritó
alegremente:
—¡Estoy aquí! Iba directa al green si
no hubiera tropezado con algo.
Mientras la joven se disponía a
golpear la pelota con el hierro número
cinco, Dexter la miró con atención.
Llevaba un vestido de algodón azul, con
un ribete blanco en el cuello y en las
mangas cortas que acentuaba su
bronceado. Ya no existía aquel rasgo de
exageración, de delgadez, que a los once
años volvía absurdos los ojos
apasionados y la curva descendente de
los labios. Era impresionantemente
bella. El color de las mejillas era
perfecto, como el color de un cuadro: no
un color subido, sino una especie de
calidez fluctuante y febril, un color tan
esfumado que se diría que en cualquier
momento iba a disminuir, a desaparecer.
Este color y la movilidad de la boca
daban una sensación incesante de
cambio continuo, de vida intensa, de
apasionada vitalidad, equilibrada sólo
en parte por el fulgor triste de los ojos.
Impaciente, sin interés, blandió el
hierro número cinco y lanzó la pelota a
la fosa de arena, más allá del green. Y,
con una sonrisa rápida y falsa y un
despreocupado «Gracias», la siguió.
—¡Esta Judy Jones! —observó el
señor Hedrick en el siguiente tee,
mientras esperaban a que la joven se
alejara—. Lo único que necesita es que
le estén dando azotazos en el culo seis
meses y luego la casen con un capitán de
caballería de los de antes.
—Dios mío, ¡es guapísima! —dijo
el señor Sandwood, que apenas tenía
treinta años.
—¡Guapísima! —exclamó el señor
Hedrick con desprecio—. ¡Parece como
si siempre estuviera deseando que la
besaran, encandilando con ojos de vaca
a cualquier ternero de la ciudad!
Era dudoso que el señor Hedrick se
refiriera al instinto maternal.
—Si se lo propusiera, jugaría muy
bien al golf —dijo el señor Sandwood.
—No tiene estilo —dijo el señor
Hedrick solemnemente.
—Tiene un tipo precioso —dijo el
señor Sandwood.
—Agradezcámosle a Dios que no
golpee la pelota con más fuerza —dijo
el señor Hart, guiñándole un ojo a
Dexter.
Aquella tarde el sol se puso entre un
bullicioso torbellino de oro y azules y
escarlatas, y le sucedió la seca,
susurrante noche de los veranos
occidentales. Dexter miraba desde la
terraza del club de golf, miraba cómo la
brisa rizaba las aguas, melaza de plata
bajo la luna llena. Y entonces la luna se
llevó un dedo a los labios y el lago se
transformó en una piscina clara, pálida y
tranquila. Dexter se puso el bañador y
nadó hasta el trampolín más lejano, y
allí se tendió, goteando, sobre la lona
mojada de la palanca.
Saltaba un pez y una estrella brillaba
y resplandecían las luces alrededor del
lago. Lejos, en una oscura península, un
piano tocaba las canciones del último
verano y de los veranos recientes,
canciones de comedias musicales como
Chin-chin, El conde de Luxemburgo y
El soldado de chocolate, y, porque el
sonido de un piano resonando en una
superficie de agua siempre le había
parecido maravilloso, Dexter
permaneció absolutamente inmóvil, a la
escucha.
La melodía que el piano estaba
tocando había sido alegre y nueva cinco
años antes, cuando Dexter estudiaba
segundo curso en la universidad. La
habían tocado una vez en uno de los
bailes que organizaban en el gimnasio,
cuando no podía permitirse el lujo de
los bailes, y se había quedado fuera de
la fiesta, oyendo. La melodía le
provocaba una especie de éxtasis, y en
aquel éxtasis veía lo que le estaba
sucediendo en aquel instante: era un
estado de percepción intensísima, la
sensación de hallarse, por una vez, en
extraordinaria armonía con la vida, la
sensación de que todo irradiaba a su
alrededor una claridad y un esplendor
que jamás volvería a conocer.
Una forma baja, alargada, pálida,
surgió de repente de la oscuridad de la
isla, escupiendo el reverberante sonido
del motor de una lancha de carreras.
Tras la barca se desplegaron dos
serpentinas blancas de agua hendida y,
casi al instante, la barca estuvo junto a
él, sofocando los cálidos acordes del
piano con el zumbido monótono de su
espuma. Dexter se levantó un poco,
apoyándose en los brazos, y vislumbró
una figura en el timón, dos ojos oscuros
que lo miraban por encima de la
superficie, cada vez más extensa, de
agua. La lancha se había alejado y
trazaba un inmenso e inútil círculo de
espuma en el centro del lago.
Apartándose uniformemente del centro,
uno de los círculos se dilató,
dirigiéndose hacia el trampolín.
—¿Quién está ahí? —gritó una
joven, apagando el motor. Estaba tan
cerca ahora, que Dexter podía adivinar
un bañador rosa.
La proa de la lancha chocó contra el
trampolín, que se inclinó
peligrosamente: Dexter se precipitó
hacia la muchacha. Se reconocieron, con
diferente grado de interés.
—¿No eres uno de los que jugaban
al golf esta tarde? —le preguntó.
Lo era.
—Bueno, ¿sabes pilotar una lancha?
Es que me gustaría coger la tabla de
surf. Soy Judy Jones —le dedicó una
absurda sonrisa o, mejor, lo que
intentaba ser una sonrisa: con la boca
exageradamente torcida, no era grotesca,
sino simplemente bella—, y vivo en una
casa en la Isla, y en esa casa me está
esperando un hombre. En cuanto su
coche ha llegado a la puerta, he cogido
la lancha y me he ido, porque dice que
soy su mujer ideal.
Saltaba un pez y una estrella brillaba
y resplandecían las luces alrededor del
lago. Dexter se sentó junto a Judy Jones,
que le explicó cómo se conducía la
lancha. Y al poco estaba Judy en el agua,
nadando hacia la tabla de surf con un
sinuoso estilo crol. Los ojos no se
cansaban de mirarla: era como mirar una
rama que tiembla al viento o una gaviota
que vuela. Sus brazos, bronceados,
color de aceite de nueces, se movían
sinuosamente entre las ondas de platino
apagado, el codo aparecía primero al
echar hacia atrás el antebrazo con un
ritmo de agua que cae, extendiéndose y
recogiéndose, como sables que fueran
abriendo camino.
Se dirigieron al centro del lago;
volviéndose, Dexter vio que se había
arrodillado en la parte posterior de la
tabla inclinada.
—Acelera —grito—, acelera todo
lo que puedas.
Dexter, obediente, movió la palanca
y la espuma alcanzó la altura de la proa.
Cuando volvió a mirarla, la chica estaba
de pie sobre la tabla en movimiento, a la
máxima velocidad, con los brazos
extendidos al aire, mirando a la luna.
—¡Qué frío más espantoso! —gritó
—. ¿Cómo te llamas?
Se lo dijo.
—Bueno, ¿por qué no vienes a cenar
mañana?
El corazón de Dexter giró como el
volante de la lancha y, por segunda vez,
un capricho de Judy cambió el rumbo de
su vida.
III.

La tarde siguiente, mientras esperaba


a que Judy bajara, Dexter imaginó el
porche, la galena y el gran recibidor
invadidos por todos los hombres que
habían querido a Judy Jones. Sabía qué
tipo de hombres eran: los mismos que,
cuando empezó a ir a la universidad,
habían llegado de los grandes colegios
privados con trajes elegantes y el
bronceado profundo de los veranos
saludables. Se había dado cuenta de que,
en cierto sentido, él era mejor que
aquellos hombres. Era más nuevo, más
fuerte. Aunque se confesara a sí mismo
que deseaba que sus hijos fueran como
ellos, reconocía que él era el sólido
material en bruto del que ellos surgirían
eternamente.
Cuando le llegó el momento de
vestir buenos trajes, sabía quiénes eran
los mejores sastres de Estados Unidos, y
los mejores sastres de Estados Unidos
habían hecho el traje que llevaba
aquella tarde. Había adquirido esa
escrupulosa circunspección típica de su
universidad, que tanto la distinguía de
las demás universidades. Se daba cuenta
de la importancia de aquel peculiar
amaneramiento y lo había hecho suyo;
sabía que el descuido en las maneras y
el vestir exigía mayor confianza en uno
mismo que el ser cuidadoso. Sus hijos
podrían permitirse ser descuidados. El
apellido de su madre había sido
Krimslich. Era una campesina de
Bohemia que sólo había chapurreado el
inglés hasta el fin de sus días. Su hijo
debía atenerse a inflexibles modelos de
comportamiento. Judy Jones bajó poco
después de las siete. Llevaba un sencillo
vestido de seda azul, y Dexter se sintió
desilusionado porque no se hubiera
puesto algo más elegante. Esta sensación
se acentuó cuando, después de un breve
saludo, Judy se acercó a la puerta de la
cocina y, abriéndola, dijo: «Puedes
servir la cena, Martha». Dexter esperaba
que un mayordomo anunciara la cena,
que hubieran tomado un cóctel. Pero
olvidó estas reflexiones cuando se
sentaron en un sofá y se miraron.
—Papá y mamá no están en casa —
dijo, pensativa.
Dexter recordaba la última vez que
había visto al padre de Judy, y se
alegraba de que los padres no estuvieran
en casa aquella noche: se hubieran
preguntado quién era aquel Dexter.
Había nacido en Keeble, una aldea de
Minnesota ochenta kilómetros más al
norte, y siempre decía que había vivido
en Keeble, y no en Black Bear. Los
pueblos del interior quedaban muy bien
como lugar de procedencia, siempre que
no fueran demasiado conocidos y usados
como apeadero próximo a algún lago de
moda.
Hablaron de la universidad donde
Dexter había estudiado, y que Judy había
visitado con frecuencia durante los dos
últimos años; y hablaron de la ciudad
vecina, que abastecía a Sherry Island de
clientes, y donde al día siguiente
esperaban a Dexter sus prósperas
lavanderías.
Durante la cena Judy fue cayendo en
una especie de abatimiento que le hacía
sentirse incómodo. Le molestaban las
impertinencias que Judy soltaba con su
voz ronca. Y, aunque Judy sonriera —a
él, a un higadillo de pollo, a nada—, lo
turbaba que aquella sonrisa no hundiera
sus raíces en la alegría, o, por lo menos,
en algún instante de diversión. Cuando
las comisuras escarlata de sus labios se
curvaban hacia abajo, era menos una
sonrisa que una invitación a los besos.
Después de la cena, lo llevó a la
galería en penumbra y deliberadamente
cambió la atmósfera.
—¿Te importa que llore un poco? —
dijo.
—Temo que te estoy aburriendo —
respondió Dexter.
—No. Me caes simpático. Pero ha
sido una tarde terrible. Me interesaba un
hombre, y esta tarde me ha dicho de
buenas a primeras que es pobre como
una rata. Antes ni siquiera me lo había
insinuado. ¿No te parece horriblemente
vulgar?
—Le daría miedo decírtelo.
—Eso me figuro —contestó—. No
lo hizo bien desde el principio. Mira, si
yo hubiera sabido que era pobre… He
perdido la cabeza por montones de
hombres pobres y siempre he tenido la
intención de casarme con ellos. Pero, en
este caso, no se me había ocurrido una
cosa así, y mi interés no era tan fuerte
como para sobrevivir al golpe. Es como
si una chica le dijera tranquilamente a su
chico que era viuda. No es que el chico
tuviera nada contra las viudas, pero…
Vamos a empezar bien las cosas —se
interrumpió de pronto—. ¿Tú qué eres?
Dexter titubeó un instante. Luego
dijo:
—No soy nadie. Mi carrera es, en
gran medida, cuestión de futuro.
—¿Eres pobre?
—No —dijo francamente—.
Posiblemente estoy ganando más dinero
que cualquiera de mi edad en el
Noroeste. Sé que es una afirmación
despreciable, pero me has aconsejado
que empiece bien las cosas.
Callaron un instante. Luego Judy
sonrió y las comisuras de sus labios se
curvaron y un balanceo casi
imperceptible la acercó a Dexter. Lo
miraba a los ojos. Dexter sentía un nudo
en la garganta y esperó, aguantando la
respiración, el experimento: probar el
compuesto imprevisible formado
misteriosamente con los elementos de
los labios de Judy. Y lo probó. Judy le
transmitía su excitación, pródigamente,
profundamente, con besos que no eran
una promesa, sino un cumplimiento. No
le provocaban una ansiosa necesidad de
renovarlos, sino una saciedad que exigía
más saciedad: besos que, como la
caridad, producían deseo porque no
obtenían nada a cambio.
No necesitó muchas horas para
admitir que deseaba a Judy Jones desde
que era un chiquillo orgulloso y
ambicioso.
IV.

Así empezó, y así continuó, con


distintos grados de intensidad, en el
mismo tono, hasta el desenlace. Dexter
entregó una parte de sí mismo a la
persona más abierta y con menos
principios que jamás había conocido.
Judy conseguía, gracias al poder de su
encanto, cualquier cosa que pudiera
desear. Y no recurría a distintas
estrategias y maniobras para conseguir
posiciones o efectos premeditados: en
sus asuntos amorosos contaba muy poco
el aspecto racional. Sólo se preocupaba
de que los hombres fueran conscientes
del alto grado de su belleza física.
Dexter no quería que Judy cambiara.
Una energía apasionada superaba todos
sus defectos, trascendiéndolos y
justificándolos.
Cuando, apoyando la cabeza en el
hombro de Dexter, aquella primera
noche murmuró: «No sé qué me pasa.
Anoche creía que estaba enamorada de
un hombre y esta noche creo que estoy
enamorada de ti», a él le parecieron
palabras hermosas y románticas. Dexter
aún podía dominar aquella emotividad
deliciosa. Pero una semana después no
tuvo más remedio que mirar de manera
distinta la misma cualidad. Judy lo llevó
en su descapotable a una comida en el
campo, y después de la comida
desapareció con otro en el mismo
descapotable. Dexter, de muy mal
humor, apenas si fue capaz de tratar con
un mínimo de educación a los demás
invitados. Y, cuando Judy le aseguró que
no había besado al otro, supo que
mentía, pero le alegró que se molestara
en mentirle.
Era, como descubrió antes de que el
verano acabara, uno de los muchos que
daban vueltas alrededor de Judy. Todos
habían sido alguna vez el favorito, y la
mitad todavía se consolaba con
ocasionales renacimientos
sentimentales. Si alguno daba señales de
retirarse tras un largo periodo de
indiferencia, Judy le dedicaba una hora
escasa de ternura que lo animaba a
resistir un año o mucho más. Semejantes
incursiones contra los indefensos y
derrotados las emprendía sin malicia y,
desde luego, sin apenas darse cuenta de
que había algo perverso en lo que hacía.
Cuando aparecía en la ciudad un
hombre nuevo, se olvidaba de todos:
todas las citas eran canceladas
automáticamente.
Era inútil pretender hacer algo al
respecto, porque Judy lo hacía todo. No
era una chica que pudiera ser
conquistada, en el sentido cinético del
término: estaba hecha a prueba de
astucias y hechizos; si alguno se lanzaba
al asalto con demasiado ímpetu, Judy
resolvía inmediatamente el asunto en el
plano físico, y bajo la magia de su
esplendor físico tanto los impetuosos
como los avispados acababan aceptando
plenamente su juego. Sólo se divertía
satisfaciendo sus deseos y ejercitando
sus encantos. Puede que, asediada por
tanto amor juvenil y tantos jóvenes
enamorados, hubiera terminado, en
defensa propia, alimentándose
exclusivamente de sí misma.
A la euforia inicial de Dexter
siguieron el desasosiego y el disgusto.
El éxtasis, irremediable, de perderse en
Judy era más un opiáceo que un tónico.
Fue una suerte para su trabajo durante el
invierno que fueran raros aquellos
momentos de éxtasis. Cuando se
conocieron, en los primeros días,
parecía existir una profunda atracción
recíproca: aquel primer agosto, por
ejemplo, tres días de largos anocheceres
en la terraza, a oscuras, y aquellos besos
tristes y extraños, a la caída de la tarde,
en rincones sombríos, o en el jardín, tras
el emparrado del cenador, y mañanas en
las que era fresca como un sueño y casi
tímida, cuando se encontraban en la
claridad del nuevo día. Vivían el éxtasis
de un noviazgo, un éxtasis fortalecido
por la consciencia de que no era un
noviazgo. Por primera vez, durante
aquellos tres días, Dexter le pidió que
se casara con él. Ella dijo: «Quizá algún
día», ella dijo: «Bésame», ella dijo:
«Me gustaría casarme contigo», ella
dijo: «Te quiero»…, ella dijo… nada.
Aquellos tres días fueron
interrumpidos por la llegada de un tipo
de Nueva York, invitado a pasar la
mitad de septiembre en casa de Judy.
Corrió el rumor de que eran novios,
para dolor de Dexter. Era el hijo del
presidente de una gran empresa. Pero a
final de mes se decía que Judy
bostezaba. En un baile pasó la noche
sentada en una motora con un galán
local, mientras el neoyorquino la
buscaba frenéticamente por el club. Judy
le dijo al galán local que su invitado la
aburría, y dos días después el invitado
se fue. Los vieron juntos en la estación,
y se decía que el neoyorquino tenía un
aspecto verdaderamente lastimoso.
Así acabó el verano. Dexter tenía
veinticuatro años y cada vez se sentía
más capaz de conseguir todo lo que se
propusiera. Se había hecho socio de dos
clubes de la ciudad y vivía en uno de
ellos. Aunque no formaba parte de los
grupos de hombres sin pareja, procuraba
asistir a los bailes en los que era
probable que apareciera Judy Jones.
Hubiera podido brillar en sociedad
cuanto hubiera querido: ya era un soltero
cotizado y apreciado por los padres de
las mejores familias de la ciudad. Su
confesada devoción por Judy Jones
había contribuido a solidificar su
posición. Pero no tenía aspiraciones
sociales y despreciaba a los fanáticos
del baile, siempre listos para la fiesta
del jueves y el sábado, y para llenar un
hueco en las cenas con las parejas más
jóvenes de recién casados. Le estaba
dando vueltas a la idea de irse al Este o
a Nueva York. Y quería llevarse a Judy
Jones. Ninguna desilusión procedente
del mundo en el que Judy había crecido
podría curarle la ilusión que le causaba
su atractivo.
Conviene recordarlo, porque sólo a
esta luz es comprensible lo que hizo por
ella.
Dieciocho meses después de haber
conocido a Judy Jones, se comprometió
con otra chica. Se llamaba Irene
Sheerer, y su padre era de los que
siempre habían creído en Dexter. Irene
tenía el pelo claro y era dulce y honesta,
y un poco gorda, y tenía dos
pretendientes a los que delicadamente
abandonó cuando Dexter le pidió
formalmente que se casara con él.
Un verano, un otoño, un invierno,
una primavera, otro verano y otro otoño:
así de grande era el trozo de vida plena
que había entregado a los incorregibles
labios de Judy Jones. Judy lo había
tratado con interés, aprobación, malicia,
indiferencia, desprecio. Le había
infligido los innumerables desaires y
afrentas que suelen darse en semejantes
casos: como si quisiera vengarse de
haberle tenido cariño. Lo había atraído,
se había aburrido, lo había vuelto a
atraer, y Dexter, muchas veces, había
respondido con amargura y malas caras.
Judy le había dado una arrebatada
felicidad y una angustia intolerable.
Había sido causa de molestias
indecibles y de no pocos problemas. Lo
había insultado y pisoteado, había
contrapuesto el interés por ella al interés
por su trabajo sólo por divertirse. Le
había hecho todo tipo de cosas, excepto
hablar mal de él —nunca lo hizo—,
porque, según Dexter, aquello hubiera
manchado la absoluta indiferencia que le
demostraba y que sinceramente sentía.
Cuando pasó el segundo otoño,
Dexter reconoció que jamás conquistaría
a Judy Jones. Tuvo que metérselo a la
fuerza en la cabeza, pero por fin acabó
convenciéndose. Una noche, antes de
dormirse, reflexionó. Recordó los
problemas y el dolor que le había
causado, y enumeró sus evidentes
defectos como esposa. Luego se dijo que
la quería, y se durmió. Durante una
semana, para no imaginarse su voz ronca
al teléfono o sus ojos frente a él
mientras comían juntos, trabajó mucho,
hasta muy tarde, y de noche iba a su
despacho y planeaba el futuro.
Y, cuando llegó el fin de semana, fue
a una fiesta y la invitó a bailar cuando
hubo cambio de pareja. Puede que fuera
la primera vez desde que se conocían
que no le pidió que salieran a la terraza
ni le dijo que estaba preciosa. Le dolió
que Judy ni se diera cuenta, pero no
sintió nada más. No se puso celoso
cuando vio que aquella noche iba con un
nuevo acompañante. Hacía tiempo que
era inmune a los celos.
Se quedó en el baile hasta muy tarde.
Pasó una hora con Irene Sheerer,
hablando de libros y música. Dexter
entendía poco de esas cosas. Pero ahora
empezaba a ser dueño de su tiempo, y se
le ocurrió la idea, un poco pedante, de
que él —el joven y ya fabulosamente
próspero Dexter Green— debería
entender un poco de semejantes asuntos.
Fue en octubre, cuando tenía
veinticinco años. En enero Dexter e
Irene se hicieron novios. El compromiso
se haría público en junio, y tres meses
después se casarían.
El invierno de Minnesota se alargó
interminablemente, y casi era mayo
cuando por fin los vientos se
apaciguaron y la nieve se derritió en el
lago Black Bear. Por primera vez, desde
hacía más de un año, Dexter disfrutaba
de cierta paz de espíritu. Judy Jones
había estado en Florida, y en Hot
Springs, y en algún sitio se había
prometido, y en algún sitio había roto el
compromiso. Al principio, cuando había
renunciado definitivamente a ella, lo
entristecía que la gente creyera que
todavía estaban enamorados y le
preguntara por Judy, pero, cuando
empezaron a sentarlo en las comidas
junto a Irene, dejaron de preguntarle por
Judy: ahora le contaban cosas de Judy.
Dexter había, dejado de ser una
autoridad en la materia.
Y llegó mayo. Dexter paseaba de
noche por las calles, cuando la
oscuridad era húmeda como la lluvia,
maravillándose de que una pasión tan
grande lo hubiera abandonado tan
pronto, sin demasiado esfuerzo. Mayo,
el año anterior; había estado marcado
por la turbulencia arrebatadora,
inolvidable pero olvidada, de Judy:
había sido uno de esos raros periodos en
que Judy imaginaba que podía quererlo.
Dexter había cambiado aquellas
monedas de felicidad pasada por un
poco de paz. Sabía que Irene sólo sería
unos visillos que se cierran, una mano
que se mueve entre relucientes tazas de
té, una voz que llama a los niños: la
pasión y la belleza se habían ido para
siempre, la magia de las noches y la
maravilla incesante de las horas y las
estaciones. Labios suaves, curvados,
posándose en sus labios y
transportándolo al paraíso de las
miradas: todo lo llevaba muy adentro. Y
Dexter era demasiado fuerte y estaba
demasiado vivo para que aquello
muriera sin más.
A mediados de mayo, cuando el
clima se estabilizó durante unos días en
el puente inconsistente que conducía al
corazón del verano, Dexter llegó una
noche a casa de Irene. Su compromiso
sería anunciado dentro de una semana, y
no sorprendería a nadie. Aquella noche,
sentados juntos en el salón del Club
Universitario, pasarían una hora
mirando a las parejas que bailaban.
Estar con Irene le daba una sensación de
solidez: todos la admiraban tanto, era
tan intensamente grande.
Subió las escaleras de la casa de
piedra oscura y entró.
—Irene —llamó.
La señora Sheerer salió del cuarto
de estar para recibirlo.
—Dexter —dijo—, Irene se ha
subido a su cuarto con un dolor de
cabeza terrible. Quería salir contigo,
pero la he mandado a la cama.
—Espero que no sea nada
importante…
—Claro que no. Mañana jugaréis al
golf. Puedes pasar sin ella una noche,
¿no, Dexter?
Su sonrisa era agradable. Se tenían
simpatía. Charlaron un rato en la sala de
estar antes de que Dexter se despidiera.
Volvió al Club Universitario, donde
tenía un apartamento, y se entretuvo un
rato en la entrada, mirando a las parejas
que bailaban. Se apoyó en el quicio de
la puerta, saludó con la cabeza a un par
de conocidos, bostezó.
—Hola, querido.
La voz familiar, a su lado, lo
sobresaltó. Judy Jones había dejado a su
acompañante y había atravesado el salón
para acercarse a Dexter: Judy Jones,
delgada muñeca de porcelana vestida de
oro: dorada la cinta del pelo, dorados
los zapatos que asomaban bajo el traje
de noche. El fulgor frágil de su cara
pareció alcanzar la plenitud cuando le
sonrió a Dexter. Una brisa cálida y
luminosa sopló en el salón de baile. Las
manos de Dexter se cerraron
espasmódicamente en el bolsillo del
esmoquin. Se había emocionado de
repente.
—¿Cuando has vuelto? —preguntó
con naturalidad.
—Ven y te lo diré.
La siguió. Había estado lejos:
Dexter tenía ganas de llorar por la
maravilla de que hubiera regresado.
Había recorrido calles encantadas,
había hecho cosas que eran como una
música excitante. Todo misterio y toda
esperanza renovadora y vivificante se
habían ido con ella, y con ella acababan
de volver.
Se detuvo a la salida.
—¿Tienes aquí el coche? Si no, yo
he traído el mío —dijo Judy.
—Tengo el descapotable.
Subió al coche con un frufrú de tela
dorada. Dexter cerró la puerta. A
cuántos coches habría subido… como
éste… como ahora… la espalda contra
el cuero… así… el codo descansando
en la puerta… a la espera. Hacía mucho
que estaría manchada si algo que no
fuera ella misma hubiera podido
mancharla, pero aquellos gestos sólo
eran una efusiva manifestación de su
personalidad.
Con esfuerzo, se obligó a arrancar el
coche y salir del aparcamiento. Debía
recordar que aquello no significaba
nada. Judy ya había hecho lo mismo
otras veces, pero Dexter no se lo tenía
en cuenta, como si hubiera tachado un
error en sus libros de contabilidad.
Condujo hacia el centro, despacio, y,
haciéndose el distraído, atravesó las
calles desiertas de los barrios
comerciales: había gente que salía de un
cine, jóvenes tísicos o fuertes como
boxeadores perdían el tiempo ante las
salas de billar. El tintineo de los vasos y
el ruido de las palmadas sobre el
mostrador escapaba de los bares,
claustros de vidrio esmerilado y luz
amarilla y sucia.
Judy lo miraba con atención y el
silencio era embarazoso, pero Dexter no
logró encontrar una sola palabra que
profanara aquel instante. Dio la vuelta
donde pudo, en un zigzag, para volver al
Club Universitario.
—¿Me has echado de menos? —
preguntó Judy de pronto—. Todos te
hemos echado de menos.
Dexter se preguntó si conocía a Irene
Sheerer. Había vuelto hacía apenas un
día: su ausencia casi había coincidido
con su noviazgo.
—¡Vaya respuesta! —Judy reía
tristemente, pero sin melancolía. Lo
miraba con ojos escrutadores. Dexter se
concentró en el cuadro de mandos.
—Estás más guapo que antes —dijo
pensativamente—. Dexter, tienes unos
ojos inolvidables.
Dexter se podría haber echado a
reír, pero no se rió: cosas así les decían
a los alumnos de segundo. Fue como una
puñalada.
—Estoy terriblemente cansada de
todo, querido —les llamaba querido a
todos, repartiendo la palabra cariñosa
con camaradería despreocupada, muy
personal—. Quiero que te cases
conmigo.
Tanta franqueza lo desarmó. Tendría
que haberle dicho que iba a casarse con
otra, pero no fue capaz. Y hubiera
podido jurar, con la misma facilidad,
que no la había querido nunca.
—Creo que no nos llevaríamos mal
—continuó Judy en el mismo tono—,
aunque quizá me hayas olvidado y te
hayas enamorado de otra.
Su seguridad era, evidentemente,
extraordinaria. Había dicho, en realidad,
que le parecía increíble una cosa así, y
que, si fuera verdad, Dexter había
cometido una imprudencia infantil,
probablemente por despecho. Lo
perdonaría, porque sólo habría sido un
desliz, al que no había que darle la
menor importancia.
—Claro que no podrías querer a
nadie sino a mí —continuó—. Me gusta
cómo me quieres. Ay, Dexter, ¿ya no te
acuerdas del año pasado?
—Sí, me acuerdo.
—¡Yo también me acuerdo!
¿Estaba verdaderamente
conmovida… o se dejaba llevar por la
fuerza de su interpretación?
—Me gustaría que todo volviera a
ser igual —dijo, y Dexter se vio
obligado a contestar:
—No creo que sea posible.
—Me lo figuro… Me han dicho que
te dedicas a perseguir a Irene Sheerer.
Pronunció el nombre de Irene sin el
menor énfasis, pero Dexter sintió
vergüenza de repente.
—¡Llévame a casa! —exclamó Judy
de improviso—. No quiero volver a ese
baile idiota, con esos niñatos.
Y entonces, mientras enfilaban la
calle que subía hasta el barrio
residencial, Judy empezó a llorar,
tranquila, en silencio, para sí misma.
Nunca la había visto llorar.
La calle oscura se iluminó: las casas
de los ricos surgieron a su alrededor, y
Dexter detuvo el descapotable frente a
la casa, blanca e inmensa, de Mortimer
Jones, soñolienta, suntuosa, sumergida
en la claridad húmeda de la luna llena.
Lo sorprendió su solidez. Los muros
consistentes, el acero de las vigas, su
magnitud, fortaleza y magnificencia sólo
servían para resaltar el contraste con la
belleza juvenil que tenía al lado. Y era
difícil subrayar su fragilidad: como lo
hubiera sido señalar qué corriente de
aire generaría el ala de una mariposa.
Dexter permanecía completamente
inmóvil en su asiento, con los nervios
crispados, temiendo que, si se movía, se
la encontraría irresistiblemente entre los
brazos. Dos lágrimas habían resbalado
por la cara de Judy y le temblaban en el
labio superior.
—Soy más guapa que nadie —dijo
de repente—. ¿Por qué no puedo ser
feliz? —sus ojos húmedos quebrantaban
la firmeza de Dexter; una tristeza honda
le curvaba poco a poco los labios—:
Me gustaría casarme contigo si me
quisieras, Dexter. Me figuro que no me
consideras digna, pero por ti sería la
más bella, Dexter.
Un millón de frases de indignación,
orgullo, pasión, odio y ternura pugnaron
por salir de los labios de Dexter. Y
entonces lo atravesó una oleada de
emoción, que arrastró un sedimento de
sabiduría, convenciones, dudas y sentido
del honor. Era su chica la que le
hablaba, toda suya, su belleza, su
orgullo.
—¿No quieres entrar?
A Dexter le pareció percibir un
sollozo.
Ella estaba esperando.
—De acuerdo —le temblaba la voz
—, entraré.
V.

Fue extraño: Dexter nunca se


arrepintió de aquella noche, ni cuando
todo acabó, ni mucho tiempo después.
Viendo las cosas desde la perspectiva
que dan diez años, parecía insignificante
que el arrebato que Judy sintió por él
apenas durara un mes. Tampoco
importaba que con su docilidad se
hubiera infligido a sí mismo el más
profundo dolor y hubiera ofendido
gravemente a Irene Sheerer y a sus
padres, que le habían ofrecido su afecto.
No había habido detalles
suficientemente gráficos en la aflicción
de Irene para que se le grabaran en la
memoria.
Dexter era en el fondo testarudo. La
actitud de la ciudad ante su acción no le
importaba, y no porque pensara irse de
la ciudad, sino porque cualquier actitud
ajena sobre la situación parecía
superficial. La opinión pública le era
indiferente por completo. Ni siquiera
cuando se dio cuenta de que todo era
inútil, que de que no poseía la fuerza
suficiente para conmover de verdad a
Judy Jones, para retenerla, le guardó
rencor. La quería, y la hubiera querido
hasta el día en que fuese demasiado
viejo para querer, pero no podía
poseerla. Así saboreó el dolor profundo
que está reservado a los fuertes, como
había saboreado por un momento la más
profunda felicidad.
Ni siquiera la falsedad absoluta de
los motivos por los que Judy acabó con
el noviazgo, porque «no quería
quitárselo a Irene». —Judy, que no había
deseado otra cosa—, le pareció
repugnante. Estaba más allá de toda
repulsión y de toda burla.
Se fue al Este en febrero con la
intención de vender las lavanderías y
establecerse en Nueva York, pero
Estados Unidos entró en la guerra en
marzo y cambiaron todos sus proyectos.
Volvió al Oeste, le confió la dirección
de los negocios a su socio, y a finales de
abril ingresó en el primer campo de
instrucción para oficiales. Fue uno de
los miles de jóvenes que recibieron la
guerra con cierto alivio, agradeciendo
que los liberara de las telarañas de los
sentimientos enmarañados.

VI.

Conviene recordar que esta historia


no es su biografía, aunque en ella se
deslicen anécdotas que no tienen nada
que ver con sus sueños juveniles. Y
poco queda que contar de Dexter y sus
sueños: apenas un episodio que sucedió
siete años después.
Tuvo lugar en Nueva York, donde a
Dexter le iba bien, tan bien que para él
no existían barreras demasiado altas.
Había cumplido treinta y dos años, y,
con excepción de un viaje en avión
recién acabada la guerra, hacía siete
años que no había vuelto al Oeste. Un tal
Devlin, de Detroit, lo visitó en su
despacho por asuntos de negocios, y allí
y entonces ocurrió el episodio que
cerró, por así decirlo, este capítulo de
su vida.
—Así que eres del Medio Oeste —
dijo el tal Devlin con despreocupada
curiosidad—. Tiene gracia: creía que
los hombres como tú sólo podían nacer
y crecer en Wall Street. ¿Sabes? La
mujer de uno de mis mejores amigos de
Detroit es de tu ciudad. Fui testigo en la
boda.
Dexter esperó, sin ponerse en
guardia, lo que venía a continuación.
—Judy Simms —dijo Devlin sin
especial interés—; de soltera se llamaba
Judy Jones.
—Sí, la conocí.
Una impaciencia subterránea se iba
apoderando de Dexter. Ya sabía, desde
luego, que se había casado, pero, quizá
deliberadamente, no había llegado a
saber más.
—Una chica terriblemente simpática
—meditó Devlin en voz alta,
irreflexivamente—. Me da un poco de
pena.
—¿Por qué? —algo en Dexter se
había despertado, alerta, receptivo.
—Ah, yo diría que Lud Simms no va
por muy buen camino. No digo que la
trate mal, pero bebe y sale mucho.
—¿Ella no sale?
—No. Se queda en casa con los
niños.
—Ah.
—Quizá sea demasiado mayor para
él —dijo Devlin.
—¡Demasiado mayor! —exclamó
Dexter—. Pero, hombre, sólo tiene
veintisiete años.
Sentía un deseo intensísimo de
correr a tomar el tren a Detroit. No pudo
dominarse: se puso de pie.
—Me figuro que estás ocupado —se
disculpó Devlin—. No me había dado
cuenta…
—No, no estoy ocupado —dijo
Dexter, intentando mantener firme la voz
—. No tengo absolutamente nada que
hacer. Nada. ¿Has dicho que tenía…
veintisiete años? No. Lo he dicho yo.
—Sí, has sido tú —asintió Devlin,
cortante.
—Sigue, entonces. Sigue.
—¿Cómo?
—Sigue hablándome de Judy Jones.
Devlin lo miró indeciso.
—Bueno, es… No hay mucho más
que decir. La trata fatal. No, no se
divorciarán ni nada por el estilo.
Cuando Lud es especialmente
aborrecible, Judy lo perdona. La verdad
es que me inclino a pensar que lo quiere.
Era mona cuando llegó a Detroit.
¡Mona! A Dexter la expresión le
pareció ridícula.
—¿Ya no es… mona?
—Ah, no está mal.
—Mira —dijo Dexter, sentándose de
pronto—, no te entiendo. Has dicho que
era mona y ahora dices que no está mal.
No te entiendo: Judy Jones no era mona,
en absoluto. Era una belleza. Yo la
conocí, la conocí. Era…
Devlin se echó a reír amablemente.
—No quiero llevarte la contraria —
dijo—. Creo que Judy es simpática, y la
aprecio. No puedo entender cómo un
hombre como Lud Simms pudo
enamorarse perdidamente de ella, pero
así fue —y añadió—: Le cae simpática a
casi todas las mujeres.
Dexter miró fijamente a Devlin,
pensando, insensatamente, que debía de
tener alguna razón para hablar de
aquella manera, una insensibilidad
innata o algún rencor secreto.
—Montones de mujeres se marchitan
así —Devlin chasqueó los dedos—. Tú
mismo lo habrás comprobado. Tal vez
he olvidado lo guapa que estaba en la
boda. Después la he visto demasiado,
¿sabes? Tiene los ojos bonitos.
Una especie de torpeza, de flojedad,
envolvía a Dexter. Por primera vez en su
vida le entraron ganas de emborracharse
de verdad. Se dio cuenta de que se reía
a carcajadas de algo que Devlin había
dicho, pero no sabía qué había dicho ni
por qué tenía tanta gracia. Cuando,
minutos después, Devlin se fue, se echó
en el diván y contempló a través de la
ventana el horizonte de los edificios de
Nueva York, donde el sol se hundía
entre pálidas, hermosas tonalidades rosa
y oro.
Había creído que, al no quedarle
nada más que perder, por fin era
invulnerable: pero ahora sabía que
acababa de perder algo más, tan cierto
como si se hubiera casado con Judy
Jones y la hubiera visto marchitarse día
a día.
El sueño había terminado. Algo le
había sido arrebatado. Con algo
parecido al pánico se apretó los ojos
con las manos e intentó rescatar una
imagen de las aguas que lamían Sherry
Island, y la terraza a la luz de la luna, y
los trajes de algodón en los campos de
golf, y el sol árido y el color dorado de
la delicada nuca de Judy. Y los labios de
Judy húmedos de sus besos, y sus ojos
doloridos de melancolía, y su frescor,
por la mañana, como de sábanas de lino
finas y nuevas. ¡Todo aquello ya no
formaba parte del mundo! Había
existido y ya no existía.
Por primera vez en muchos años se
le saltaban las lágrimas. Pero ahora
lloraba por él. No le importaban los
labios, los ojos, las manos que
acarician. Quería que le importaran,
pero no le importaban. Porque se había
ido de aquel mundo, y no podría volver
jamás. Las puertas se habían cerrado, el
sol se había puesto, y la única belleza
que quedaba era la belleza gris del
acero que resiste al tiempo. Incluso el
dolor que podía haber sentido había
quedado atrás, en el país de las
ilusiones, de la juventud, de la plenitud
de la vida, donde habían florecido sus
sueños de invierno.
—Hace mucho, mucho tiempo —
dijo—, existía algo en mí, y ahora eso
ha desaparecido. Ahora eso ha
desaparecido, eso ha desaparecido. No
puedo llorar. No puedo lamentarlo. Ha
desaparecido y no volverá nunca.
Dados, nudillos de
hierro y guitarra

Dados, nudillos de hierro


y guitarra apareció en la
revista Hearst’s International,
en mayo de 1923, y fue el
primer cuento de Fitzgerald
que contrataron las revistas de
Hearst. Dados… es
evidentemente uno de los
cuentos en los que Fitzgerald
experimentó con ideas que
desarrollaría con mayor
profundidad en El gran
Gatsby. Aquí el tema de la
insensibilidad de los ricos es
tratado en clave de humor,
pero la declaración de
Amanthis al forastero
indeseable —«Tú eres mejor
que todos esos juntos, Jim»—
anticipa el juicio de Nick
Carraway sobre Gatsby, que
es «mejor que toda esa
maldita pandilla junta».
Dados… expresa, también
desde un punto de vista
humorístico, las impresiones
de Fitzgerald sobre las
diferencias culturales y
sociales entre el Sur y el
Norte.

Zonas enteras de Nueva Jersey,


como todo el mundo sabe, se encuentran
bajo el agua, y otras se encuentran bajo
la vigilancia permanente de las
autoridades. Pero aún sobreviven,
desperdigadas aquí y allá, extensiones
de huertos salpicadas de anticuadas
casonas con amplias galerías sombrías y
un columpio rojo en el jardín. Y quizá,
en la galería más sombría y más amplia,
haya incluso una hamaca abandonada
desde los días de las hamacas,
meciéndose suavemente al viento
Victoriano de hace medio siglo.
Cuando los turistas llegan a tales
hitos del pasado paran sus coches, miran
un rato y enseguida murmuran: «Bueno,
gracias a Dios, nuestra época tiene
antecedentes»; o dicen: «Bueno, es
verdad que en esta casa sólo hay salones
inmensos, cientos de ratas y un solo
baño, pero hay también cierta
atmósfera…».
El turista no se queda mucho tiempo.
Dirige su coche a su villa isabelina de
cartón piedra, a su carnicería normanda
y antigua o a su palomar medieval e
italiano, porque éste es el siglo XX y las
casas victorianas están tan pasadas de
moda como las novelas de la señora
Humphry Ward.
No puede ver la hamaca desde la
carretera, pero algunas veces en la
hamaca hay una chica. Aquella tarde
había una. Estaba dormida y no parecía
darse cuenta de los horrores estéticos
que la rodeaban, la estatua de piedra de
Diana, por ejemplo, que en el jardín, a
la luz del sol, sonreía como una
estúpida.
Todo era extraordinariamente
amarillo: aquella luz del sol, por
ejemplo, era amarilla, y la hamaca era
de ese detestable color amarillo que
sólo poseen las hamacas, y el pelo rubio
de la chica se desparramaba sobre la
hamaca en una especie de comparación
envidiosa.
Dormía con la boca cerrada y las
manos unidas bajo la cabeza, como
suelen dormir las jóvenes. Su pecho
subía y bajaba suavemente, sin mayor
énfasis que el balanceo de la hamaca.
Su nombre, Amanthis, estaba tan
pasado de moda como la casa donde
vivía. Lamento decir que sus raíces
victorianas se interrumpían tajantemente
en este punto.
Ahora, si esto fuera una película
(como, por supuesto, espero que lo sea
algún día), rodaría de la chica tantos
miles de metros de celuloide como me
permitieran, y acercaría la cámara y
mostraría el amarillo de su nuca, donde
el pelo termina, y el color cálido de sus
mejillas y brazos, porque me gusta
imaginármela mientras duerme en la
hamaca, como cualquiera habrá dormido
alguna vez cuando era joven. Luego
contrataría a un tal Israel Glucosa para
que escribiera alguna frase de
transición, alguna tontería, y empalmaría
con otra escena que sucedería lejos, en
algún lugar de la carretera.
En un impresionante automóvil
viajaba con su criado un caballero del
Sur. Podríamos decir que se dirigía a
Nueva York, pero tenía un pequeño
problema: la parte superior y la parte
inferior del automóvil no coincidían
exactamente. De hecho, de vez en
cuando, los dos viajeros se apeaban del
coche, arrimaban el hombro al chasis,
hacían coincidir esquina con esquina, y
proseguían su camino, vibrando
levemente en involuntaria armonía con
el motor.
El coche, al que le faltaba la puerta
trasera, podía haber sido construido en
los inicios de la era mecánica. Lo cubría
el barro de ocho Estados, y, en la parte
delantera, un taxímetro enorme y difunto
le servía de adorno; en la parte de atrás
hondeaba un roñoso banderín con la
inscripción «Tarleton, Georgia». En el
pasado ignoto alguien había empezado a
pintar el capó de amarillo, pero por
desgracia, a mitad de la faena, había
tenido que atender otros asuntos.
Cuando el caballero y su criado
pasaban frente a la casa donde Amanthis
dormía maravillosamente en la hamaca,
sucedió un imprevisto: se desprendió la
carrocería del coche. Sólo tengo una
disculpa para decirlo tan bruscamente:
sucedió bruscamente. Cuando el
estruendo se apagó y el polvo se disipó,
amo y criado se apearon e
inspeccionaron las dos mitades.
—Fíjate —dijo el caballero, de mal
humor—, el maldito trasto se ha
dividido esta vez por completo.
—Se ha partido en dos —asintió el
criado.
—Hugo —dijo el caballero después
de reflexionar—, tenemos que conseguir
martillo y clavos, y clavarlo.
Contemplaron la mansión victoriana.
La rodeaban campos ligeramente
irregulares que se perdían en un
horizonte desolado y ligeramente
irregular. No cabía elección, así que el
negro Hugo abrió la cancela y siguió a
su amo por el camino de grava, y apenas
si echó un vistazo, con ojos resabiados
de inveterado viajero, al columpio rojo
y a la estatua de Diana, que les lanzó una
mirada de loca furiosa.
En el momento preciso en que
llegaron al porche, Amanthis se
despertó, se incorporó en la hamaca y
los miró de arriba abajo.
El caballero era joven, quizá tuviera
veinticuatro años. Se llamaba Jim
Powell. Llevaba un traje barato,
polvoriento y estrecho, y era evidente
que temía que el traje se le escapara en
el momento menos pensado: iba cerrado
por una hilera de seis botones ridículos.
También en las mangas abundaban
los botones inútiles, y Amanthis no pudo
evitarlo: comprobó si también llevaban
botones las perneras del pantalón. Pero
los pantalones sólo se distinguían por su
forma: eran acampanados. El corte del
chaleco, muy bajo, apenas impedía que
la asombrosa corbata ondeara al viento.
El caballero hizo una reverencia,
sacudiéndose el polvo de las rodillas
con un sombrero de paja, y
simultáneamente sonrió, entornando los
ojos azules, de un azul desvaído, y
exhibiendo una dentadura blanca y
perfectamente simétrica.
—Muy buenas —dijo con
descuidado acento de Georgia—. Mi
coche ha sufrido un accidente poco más
allá de su puerta. No sé si sería mucho
pedir que me prestara un momento un
martillo y unas cuantas tachuelas…
Algunos clavos.
Amanthis se echó a reír. No podía
parar de reír, y el señor Jim Powell rió
también con educación y
agradecimiento. Sólo el criado, sumido
en su angustia de adolescente negro,
conservó una solemne gravedad.
—Quizá sea mejor que me presente
—dijo el forastero—. Me llamo Powell.
Vivo en Tarleton, Georgia. El negro es
Hugo, mi chico.
—¡Es su hijo! —la joven miró a uno
y a otro con exagerada fascinación.
—No, es mi chico, mi criado. Allí
llamamos chicos a los negros.
Ante esta referencia a las mejores
costumbres de su tierra natal, el chico,
Hugo, cruzó las manos a la espalda y
miró misteriosamente la hierba con aire
de suficiencia.
—Sí, señora —murmuró—, soy un
criado.
—¿Adónde iban en el coche? —
preguntó Amanthis.
—Vamos al Norte, a pasar el verano.
—¿Adónde?
El turista movió la mano en el aire
despreocupadamente, como señalando
los montes Adirondacks, las Mil Islas o
Newport, pero dijo:
—Queremos llegar a Nueva York.
—¿Lo conoce?
—No, no he ido nunca. Pero he
estado muchas veces en Atlanta. Y en
este viaje hemos pasado por toda clase
de ciudades. ¡Dios mío!
Silbó para expresar la extraordinaria
espectacularidad de sus últimos viajes.
—Oiga —dijo Amanthis muy
decidida—, deberían comer algo.
Dígale a su… a su criado que vaya a la
puerta de servicio y le pida a la
cocinera que nos traiga bocadillos y
limonada. O tal vez usted no beba
limonada… Ya no la bebe casi nadie.
Con un dedo, trazando un círculo, el
señor Powell mandó a Hugo a cumplir
la misión. Luego se sentó con mucho
tiento en una mecedora y empezó a darle
vueltas rápidamente al sombrero de
paja.
—De verdad que es usted muy
amable —dijo—. Y, si quisiera algo más
fuerte que la limonada, llevo en el coche
una buena botella de whisky de maíz.
Me la he traído porque me imaginaba
que el whisky de por aquí sería
imbebible.
—Oiga —dijo Amanthis—, yo
también me llamo Powell. Amanthis
Powell.
—¿De verdad? —se rió, admirado
—. A lo mejor somos parientes. Yo
procedo de muy buena familia —
continuó—, aunque pobre. Tengo algún
dinero que mi tía destinaba a pagar los
gastos del sanatorio donde vivió hasta
su muerte —calló unos segundos,
presumiblemente por consideración
hacia su tía difunta, y concluyó con
llamativa indiferencia—: No me ha
tocado la parte principal, pero recibí de
golpe una buena cantidad de dinero y se
me ocurrió pasar el verano en el Norte.
Hugo volvió a aparecer entonces en
los escalones del porche y dejó oír su
voz:
—La señora blanca de la puerta de
atrás me ha preguntado si yo también
quiero comer algo. ¿Qué le digo?
—Dile: «Sí, señora, si es usted tan
amable» —ordenó el amo; y, cuando
Hugo se fue, le habló a Amanthis con
absoluta confianza—: Ese chico no es
muy listo, no. No da un paso sin que yo
le dé permiso. Yo lo he educado —
añadió, no sin orgullo.
Cuando llegaron los bocadillos, el
señor Powell se levantó. No estaba
acostumbrado a ver criados blancos y
evidentemente esperaba que se los
presentaran.
—¿Está usted casada? —le preguntó
a Amanthis cuando la criada se fue.
—No —contestó, y añadió con la
seguridad de sus dieciocho años—: Soy
una vieja solterona.
El señor Powell volvió a reírse muy
educadamente.
—Quiere decir que es una señorita
de la alta sociedad.
Negó con la cabeza. El señor Powell
advirtió con turbación y entusiasmo el
especial tono amarillo de su pelo rubio.
—¿Esta casa vieja tiene pinta de
eso? —dijo alegremente Amanthis—.
Tiene usted delante a una auténtica
campesina. Color de la piel: cien por
cien natural las veinticuatro horas del
día. Pretendientes: barberos del pueblo
vecino, jóvenes y prometedores, con
pelos del último cliente en la manga.
—Su padre no debería dejarla salir
con barberos de pueblo —protestó el
turista. Y añadió con aire meditabundo
—: Usted debería ser una chica de la
alta sociedad de Nueva York.
—No —Amanthis, triste, negaba con
la cabeza—. Soy demasiado guapa. Para
ser una chica de la alta sociedad de
Nueva York hay que tener una nariz
larga, dientes prominentes y vestir como
las actrices vestían hace tres años.
Jim empezó a golpear rítmicamente
el suelo del porche con el pie, e
inmediatamente Amanthis se dio cuenta
de que, sin querer, estaba haciendo lo
mismo.
—¡Pare! —ordenó—. No me haga
hacer esto.
Jim se miró el pie.
—Perdone —dijo con humildad—.
No sé… Tengo esa costumbre.
Esta interesante discusión fue
interrumpida por la aparición de Hugo
en la escalera, con un martillo y un
puñado de clavos.
El señor Powell se levantó de mala
gana y miró su reloj.
—Maldita sea, tenemos que irnos —
dijo frunciendo el entrecejo—. Oiga, ¿le
gustaría ser una chica de la alta
sociedad de Nueva York e ir a todos
esos bailes que salen en las revistas,
donde lanzan monedas de oro?
Lo miró con expresión de
curiosidad.
—¿Su familia no conoce a nadie de
la alta sociedad? —continuó el señor
Powell.
—Sólo tengo a papá. Y es juez,
¿sabe?
—Eso sí que es una pena.
Amanthis se levantó como pudo de
la hamaca y, juntos, se dirigieron a la
carretera.
—Bueno, estaré atento y ya le haré
saber —insistió Jim—. Una chica tan
guapa como usted debería entrar en
sociedad. A lo mejor somos parientes,
¿sabe? Los Powell debemos
mantenernos unidos.
—¿Qué va a hacer usted en Nueva
York?
Estaban llegando a la cancela y el
turista señaló con el dedo a las dos
tristes partes de su automóvil.
—Seré taxista. Aquí lo tiene: éste es
mi taxi. El único problema es que no
para de partirse por la mitad.
—¿Y va a conducir ese trasto en
Nueva York?
Jim la miró confundido. Una chica
tan guapa debería controlar la costumbre
de decir no con la cabeza continuamente,
sin motivo.
—Sí, señora —dijo con dignidad.
Amanthis observó cómo colocaban
la parte superior del coche sobre la
inferior y la clavaban con fuerza.
Entonces el señor Powell empuñó el
volante y su criado se sentó junto a él.
—Verdaderamente le estoy muy
agradecido por su hospitalidad. Presente
mis respetos a su padre.
—De su parte —le garantizó
Amanthis—. Vuelva a verme, si no le
importa que haya barberos en la casa.
Jim Powell espantó tan desagradable
idea con un gesto.
—Su compañía será siempre un
placer —arrancó el coche, quizá para
sofocar la temeridad de su frase de
despedida—: Es usted la muchacha más
guapa que he visto en el Norte. Con
mucho.
Y el señor Powell, del sur de
Georgia, entre crujidos y traqueteos, en
su propio coche y con su criado
personal y sus propias ambiciones y su
propia y personal nube de polvo,
continuó su viaje hacia el Norte, a pasar
el verano.
Amanthis pensó que no volvería a
verlo. Tumbada en la hamaca, delgada y
preciosa, abrió un poco el ojo izquierdo
para ver cómo se presentaba junio, y de
nuevo se refugió en sus sueños.
Pero un día, cuando las parras del
verano habían trepado por el precario
columpio rojo del jardín, el señor Jim
Powell, de Tarleton, Georgia, volvió a
entrar vibrantemente en su vida. Se
sentaron en la amplia galería, como la
primera vez.
—Tengo un gran proyecto —dijo.
—¿Condujo su taxi, tal como decía?
—Sí, señora, pero el negocio no fue
muy bien. Esperaba a las puertas de los
hoteles y teatros, pero no se subía nadie.
—¿Nadie?
—Bueno, una noche se subieron
unos borrachos, pero el coche se partió
por la mitad cuando estaba
arrancándolo. Y otra noche estaba
lloviendo, y no había otro taxi, y una
señora se subió porque decía que tenía
que ir lejísimos. Pero antes de que
llegáramos me ordenó parar y se bajó.
Parecía una loca: se fue andando bajo la
lluvia. Nueva York está llena de gente
demasiado orgullosa.
—Así que vuelve usted a casa, ¿eh?
—dijo Amanthis, compasiva.
—No, señora. Tengo una idea —
entornó los ojos azules—. ¿Ha venido
por aquí el barbero… el de los pelos en
la manga?
—No. Se ha ido de la ciudad.
—Bien, entonces, en primer lugar,
me gustaría dejarle el coche aquí, si le
parece bien. No está pintado como
debería estarlo un taxi. A cambio, me
gustaría que lo usara usted siempre que
quiera. No le pasará nada malo, si tiene
a mano martillo y clavos.
—Yo cuidaré el coche —lo
interrumpió Amanthis—. Pero ¿adónde
va usted?
—A Southampton. Es uno de los
abrevaderos…, perdón, de los
balnearios más aristocráticos que hay
por aquí. Así que allí voy.
Amanthis se incorporó, estupefacta.
—¿Y qué va a hacer allí?
—Oiga —se le acercó con aire
confidencial—, ¿me dijo en serio que le
gustaría ser una chica de la alta
sociedad neoyorquina?
—Absolutamente en serio.
—Eso es todo lo que quería saber
—dijo Jim enigmáticamente—. Espere
en este porche un par de semanas y…
duerma. Y si algún barbero con pelos en
la manga viene a verla, dígale que tiene
demasiado sueño para atenderlo.
—¿Y después?
—Tendrá noticias mías. Dígale a su
papá que puede celebrar todos los
juicios que quiera, pero que usted se va
a bailar un poco. Señora —prosiguió
con decisión—, ¡habla usted de la alta
sociedad! Antes de que pase un mes, yo
la introduciré en la más alta sociedad
que pueda imaginarse.
Y no dijo más. Su modo de
comportarse sugería que arrastraría a
Amanthis al filo de una piscina de
diversiones y la empujaría con violencia
mientras le preguntaba: «¿Se divierte,
señora? ¿Desea la señora un poco más
de emoción?».
—Bueno —respondió por fin
Amanthis, perezosamente—, hay muy
pocas cosas por las que renunciaría al
lujo de pasar durmiendo julio y agosto,
pero si me escribe, iré… Iré corriendo a
Southampton.
Jim chasqueó los dedos
entusiasmado.
—La más alta sociedad que pueda
imaginarse.
Tres días después, un joven con un
sombrero que podría haber sido cortado
del techo de paja de una casita de campo
inglesa llamaba a la puerta de la enorme
y maravillosa mansión de Madison
Harlan, en Southampton. Preguntó al
mayordomo si había alguien en la casa
entre los dieciséis y los veinte años. Se
le contestó que la señorita Genevieve
Harlan y el señor Ronald Harlan
respondían a tal descripción y, acto
seguido, el joven del sombrero entregó
al mayordomo una tarjeta muy particular
y le rogó con seductor acento georgiano
que la sometiera a la atención del señor
y la señorita.
De suerte que pasó cerca de una
hora encerrado con el señor Ronald
Harlan (alumno del colegio Hillkiss) y
la señorita Genevieve Harlan (que no
era precisamente una desconocida en los
bailes de Southampton). Cuando se fue,
llevaba una nota de puño y letra de la
señorita Harlan que presentó, junto con
su tarjeta, tan particular, en la mansión
vecina. Resultó ser la de Clifton
Garneus, donde, como por arte de
magia, se le concedió la misma
audiencia.
No descansó. Era un día caluroso, y
algunos hombres que ya se habían
rendido iban por la carretera con la
chaqueta al hombro, pero Jim, natural
del Sur más profundo, de Georgia,
estaba tan fresco como al principio
cuando llegó a la última casa. Aquel día
visitó diez casas. Si alguien lo hubiera
seguido en su recorrido, hubiera podido
tomarlo por un vendedor de libros
excepcionalmente eficaz y con
codiciados volúmenes en su catálogo.
Había algo en su inesperada
pregunta sobre los miembros
adolescentes de la familia que hacía que
los inflexibles mayordomos perdieran su
perspicacia. Un observador atento
hubiera podido advertir que, cuando
abandonaba una casa, miradas de
fascinación lo seguían hasta la puerta y
voces nerviosas cuchicheaban acerca de
un próximo encuentro.
El segundo día visitó doce casas.
Southampton había crecido
extraordinariamente —Jim Powell
podría haber prolongado su gira una
semana sin ver dos veces al mismo
mayordomo—, pero sólo le interesaban
las casas suntuosas, las mansiones
deslumbrantes.
El tercer día hizo algo que a muchos
ha sido aconsejado, pero que pocos han
hecho: alquiló una sala. Quizá se lo
habían sugerido los chicos entre
dieciséis y veinte años de las casas
inmensas. La sala que alquiló había sido
en otro tiempo el Gimnasio Privado para
Caballeros del Señor Snorkey. Estaba
situada sobre un garaje en el extremo sur
de Southampton y en los días de
prosperidad había sido, lamento decirlo,
un lugar donde los caballeros podían,
bajo la dirección del señor Snorkey,
aliviar los efectos de la noche anterior.
Ahora estaba abandonada: el señor
Snorkey se había rendido, se había ido y
se había muerto.
Ahora nos saltaremos tres semanas
durante las que suponemos que siguió
adelante el proyecto relacionado con el
alquiler de la sala y la visita a las casas
más imponentes de Southampton.
Saltaremos al día de julio en que el
señor James Powell envió un telegrama
a la señorita Amanthis Powell para
decirle que, si todavía aspiraba a los
placeres de la más alta sociedad, tomara
el primer tren para Southampton. Iría a
esperarla a la estación.
Jim no era ya un hombre con tiempo
libre, así que se preocupó cuando
Amanthis no llegó a la hora que le había
prometido en un telegrama. Se figuró
que llegaría en el siguiente tren y,
cuando volvía a su… a su proyecto, se
la encontró en la calle, a la entrada de la
estación.
—Pero… ¿Cómo…?
—Ah —dijo Amanthis—, he llegado
esta mañana y no quería molestarle, así
que me he buscado una pensión
respetable, por no decir aburrida, en el
paseo marítimo.
Le pareció muy distinta a la
Amanthis indolente de la hamaca en el
porche. Llevaba un traje azul claro y un
sombrero elegante y juvenil con una
pluma rizada: vestía igual que las
señoritas entre dieciséis y veinte años
que últimamente acaparaban la atención
de Jim Powell. Sí, no desentonaba en
absoluto.
Jim hizo una profunda reverencia al
abrirle el taxi y se sentó a su lado.
—¿No es hora de que me cuente su
proyecto? —sugirió Amanthis.
—Bueno, tiene que ver con las
chicas de la alta sociedad de aquí —
agitó la mano en el aire como quitándole
importancia al asunto—. Las conozco a
todas.
—¿Dónde están?
—Precisamente, en este momento,
están con Hugo. Recordará que es mi
criado.
—¡Con Hugo! —Amanthis abrió
mucho los ojos—. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Bueno, he montado una especie de
academia, creo que se le puede llamar
así.
—¿Una academia?
—Es una especie de academia. Y yo
soy el director. Es una idea mía.
De repente sacó de su maletín una
tarjeta con el gesto con que se baja un
termómetro.
—Mire.
Amanthis cogió la tarjeta. En
grandes letras anunciaba:
JAMES POWELL, P.J.
Dados, nudillos de hierro y guitarra

Lo miraba con asombro.


—¿Dados, nudillos de hierro y
guitarra? —repitió con respeto y temor.
—Sí, señora.
—¿Qué quiere decir? ¿Los vende
usted?
—No, señora, doy clases. Es una
profesión como otra cualquiera.
—¿Dados, nudillos de hierro y
guitarra? ¿Y qué significa P. J.?
—Profesor de Jazz.
—Pero ¿qué es eso? ¿En qué
consiste?
—Bueno, mire, se trata más o menos
de lo siguiente. Una noche, en Nueva
York, entablé conversación con un
borracho, un cliente del taxi. Había
llevado a no sé dónde a una chica de la
alta sociedad y la había perdido.
—¿La había perdido?
—Sí, señora. Me figuro que se le
olvidó en algún sitio. Y estaba muy
preocupado. Bueno, me puse a pensar
que estas chicas de hoy día, las chicas
de la alta sociedad, llevan una vida
bastante peligrosa, y mi curso les ofrece
métodos de protección contra
semejantes peligros.
—¿Usted les enseña a usar los
nudillos de hierro?
—Sí, señora, cuando es necesario.
Fíjese. Figúrese que una chica entra en
un café poco conveniente. Pues bien, su
acompañante bebe demasiado, se
duerme, y entonces llega otro y le dice:
«Hola, encanto», o lo que digan esos
moscones del Norte. ¿Qué hace la
chica? No puede gritar, porque ninguna
señora de verdad gritaría hoy día. No.
Sólo busca en el bolsillo, mete los
dedos en los Nudillos de Hierro Powell,
Especiales para Defensa, talla de
debutante en sociedad, ejecuta lo que yo
llamo un Gancho Alta Sociedad, y, ¡zas!,
el matón va a parar a la bodega.
—Sí, sí. ¿Y para qué sirve la
guitarra? —murmuró Amanthis, asustada
—. ¿Tienen que darle a alguien un
guitarrazo?
—¡No, señora! —exclamó Jim,
horrorizado—. No, señora. En mi curso
jamás enseñaría a ninguna dama a
levantar una guitarra contra nadie. Les
enseño a tocar. ¡Dios bendito! Debería
oírlas. En cuanto les doy dos clases,
algunas parecen negras.
—¿Y los dados?
—¿Los dados? Los llevo en la
sangre. Mi abuelo fue jugador. Las
preparo para que los dados las
obedezcan. Protejo al bolsillo y al
individuo.
—¿Tiene… tiene muchas alumnas?
—Señora, tengo a toda la gente rica
y simpática de la ciudad. Y no le he
contado todo. Les enseño muchas cosas.
Les enseño los nuevos ritmos, el
Jellyroll y el Mississippi Sunrise. Y una
chica me pidió que le enseñara a
chasquear los dedos. Quiero decir a
chasquear los dedos como Dios manda.
Me dijo que siempre, desde pequeña,
había querido aprender a chasquear los
dedos. Le di dos clases y… ¡zas! Su
padre dice que se va a ir de casa.
—¿Cuándo son las clases? —
preguntó Amanthis, pasmada y rendida.
—Tres veces a la semana. Ahora
vamos hacia allí.
—¿Y yo qué tengo que hacer?
—Será una alumna más. He dicho
que proviene de una familia muy
distinguida de Nueva Jersey. No les he
contado que su padre es juez. Les he
dicho que es el dueño de la patente de
los terrones de azúcar.
Amanthis sofocó un grito de
asombro.
—Lo único que tiene que hacer —
continuó Jim— es aparentar que nunca
ha visto a un barbero.
Habían llegado al extremo sur de la
ciudad y Amanthis vio una fila de
coches aparcados ante un edificio de
dos plantas. Todos los coches eran
bajos, largos, elegantes, de colores
vivos. Era el tipo de coches que se
fabrican para resolver el problema de
los millonarios el día en que sus hijos
cumplen dieciocho años.
Y ahora Amanthis subía la estrecha
escalera que conducía a la segunda
planta. Allí, en una puerta a través de la
que se oía música y risas, estaban
escritas las siguientes palabras:

JAMES POWELL, P.J.


Dados, nudillos de hierro y guitarra
Lunes-Miércoles-Viernes
De 3 a 5 de la tarde

—Y ahora, si es tan amable de


pasar… —dijo el director abriendo la
puerta.
Amanthis se encontró en una sala
amplia y luminosa, llena de chicas y
chicos aproximadamente de su edad. La
escena le pareció al principio una
especie de merienda muy animada, pero
muy pronto empezó a percibir, aquí y
allá, que los movimientos obedecían a
ciertas pautas y razones.
Los alumnos estaban divididos en
grupos, sentados, de rodillas y de pie,
pero todos prestaban una ávida atención
a sus asignaturas. De un círculo de seis
señoritas reunidas alrededor de unos
objetos inindistinguibles surgía una
mezcolanza de gritos e imprecaciones:
quejumbrosas, suplicantes, implorantes
y lastimeras, las voces destacaban como
una voz tenor sobre un fondo de
misteriosos martillazos.
Cerca de este grupo, cuatro jóvenes
rodeaban a un adolescente negro que
resultó ser el mismísimo criado del
señor Powell. Los jóvenes le gritaban a
Hugo frases aparentemente inconexas,
que expresaban una amplia gama de
emociones. Las voces se elevaban hasta
convertirse en una especie de clamor, e
inmediatamente sonaban suaves y
amables, dulcemente cómplices. Hugo
les respondía de vez en cuando con
palabras de aprobación, o corrigiendo o
señalando algún error.
—¿Qué están haciendo? —le susurró
Amanthis a Jim.
—Un curso de acento sureño.
Muchos jóvenes de aquí quieren
aprender a hablar con acento del Sur, el
acento de Georgia, Florida, Alabama, la
Costa Este y el virginiano antiguo.
Nosotros les enseñarnos. Algunos
quieren aprender el auténtico acento
negro, para dedicarse a la canción.
Paseaban entre los grupos. Unas
chicas, con nudillos de hierro,
golpeaban con furia dos sacos de
pugilista en los que habían pintado la
cara impúdica de un moscón que les
guiñaba un ojo. Chicos y chicas, al ritmo
de tantán de un banjo, tocaban
armónicos acordes a la guitarra. Había
parejas que bailaban torpemente en un
rincón al compás de un disco de la
Rastus Muldoon’s Savannah Band. Y
había parejas que ensayaban
solemnemente los pasos de un lento
bailable de Chicago a la manera del
sideswoop de Memphis.
—¿Hay reglas?
Jim reflexionó un instante.
—Bueno —respondió por fin—.
Sólo pueden fumar los mayores de
dieciséis años, los alumnos no pueden
usar dados cargados y está prohibido
traer bebidas alcohólicas a la academia.
—Ya.
—Y ahora, señorita Powell, si está
preparada, le pediría que se quitara el
sombrero y se uniera a la señorita
Genevieve Harlan en el saco de arena
de aquella esquina —alzó la voz—:
Hugo —llamó— acaba de llegar una
nueva alumna. Dale un par de Nudillos
de Hierro Powell, Especiales para
Defensa, talla de debutante en sociedad.
Lamento decir que nunca vi en
acción a la famosa Academia de Jazz de
Jim Powell ni emprendí, bajo su guía
personal, el viaje a través de los
misterios de los dados, los nudillos de
hierro y la guitarra. Así que sólo puedo
darles algunos detalles tal como me los
reveló uno de sus entusiastas alumnos. A
pesar de todas las polémicas, nadie negó
su enorme éxito y ningún alumno
lamentó haber recibido su título de
Diplomado en Jazz.
Los padres imaginaron
inocentemente que era una especie de
academia de música y baile, pero la
agencia de noticias subterránea que une
a la llamada nueva generación difundió
su verdadero plan de estudios desde
Santa Bárbara a Biddeford Pool. Las
invitaciones para visitar Southampton
eran muy solicitadas, aunque para los
jóvenes Southampton resulte casi tan
aburrido como Newport.
Una reducida pero exquisita
orquesta de jazz ensanchó el campo de
operaciones de la academia.
—No me atrevo a decirlo —le
confesó Jim a Amanthis—, pero me
gustaría traer de Savannah a la Rastus
Muldoon’s Band. Es la orquesta que
siempre he deseado dirigir.
Estaba ganando dinero. Sus precios
no eran exorbitantes —sus alumnos, por
regla general, no nadaban en la
abundancia—, pero pudo dejar la
pensión y mudarse a una suite del Hotel
Casino, donde Hugo le servía el
desayuno en la cama.
La aceptación de Amanthis entre los
jóvenes de la alta sociedad de
Southampton fue más fácil de lo que Jim
esperaba. Antes de que acabara la
semana, todos la conocían por su
nombre. La señorita Genevieve Harlan
le tomó tanto cariño que la invitó a un
baile para chicas que todavía no se
habían vestido de largo. El baile fue en
casa de los Harlan, y es evidente que
Amanthis se portó con discreción, pues
desde entonces la invitaron a casi todas
las fiestas de Southampton.
Jim la veía menos de lo que le
hubiera gustado. No es que Amanthis
hubiera cambiado —estaba siempre
dispuesta a oír sus proyectos, y
paseaban juntos por la mañana—, pero
desde que la absorbía la gente elegante,
sus noches parecían haber sido
monopolizadas. Varias veces fue a
buscarla a la pensión y se la encontró
sin aliento, como si acabara de llegar
corriendo de alguna fiesta a la que él no
había sido invitado.
Así que, conforme se acababa el
verano, se dio cuenta de que le faltaba
algo para culminar el éxito de su
empresa. A pesar de la hospitalidad con
que habían acogido a Amanthis, las
puertas de Southampton se habían
cerrado ante él. Por amables o, más
bien, fascinados que se mostraran sus
alumnos de tres a cinco de la tarde,
pasada esa hora penetraban en otro
mundo.
Estaba en la misma situación que el
profesor de golf que, aunque puede
confraternizar con los jugadores e
incluso darles órdenes, al ponerse el sol
pierde sus privilegios. Puede mirar por
la ventana del club, pero no puede
bailar. Del mismo modo, a Jim no le
estaba permitido ver los resultados de
sus enseñanzas. Podía oír los
chismorreos de la mañana siguiente.
Nada más.
Pero, mientras el profesor de golf se
siente, por ser inglés, orgullosamente
por encima de sus jefes, Jim Powell,
«que venía de una excelente pero pobre
familia de por allí abajo», pasaba
muchas noches despierto, oyendo en la
cama del hotel la música que entraba
por la ventana, desde la casa de los
Katzby o el Club Marítimo, y daba
vueltas y más vueltas entre las sábanas,
y se preguntaba qué era lo que fallaba.
En sus primeros días de éxito se había
comprado un esmoquin, pensando que
muy pronto tendría oportunidad de
ponérselo, pero el esmoquin seguía
intacto en la caja de la sastrería.
Quizá, pensaba, existía una distancia
real que lo separaba de los demás.
Aquello le preocupaba. Un chico en
especial, Martin van Vleck, hijo del
famoso Van Vleck rey de los cubos de
basura, le hizo tomar conciencia de esa
distancia. Van Vleck tenía veintiún años,
y, típico producto de colegios de pago,
todavía esperaba que lo admitieran en
Yale. Jim había podido oír más de una
vez sus comentarios en voz baja: sobre
el traje de muchos botones o sobre la
puntera de los zapatos de Jim. Jim no le
había hecho caso.
Sabía que Van Vleck frecuentaba la
academia principalmente para
monopolizar el tiempo de la pequeña
Martha Katzby, que sólo tenía dieciséis
años y era demasiado joven para hacerle
caso a un chico de veintiuno,
especialmente a un chico como Van
Vleck, que estaba tan agotado y vacío a
causa de sus fracasos en los estudios
que pretendía aprovecharse de la
inocencia de los dieciséis años, todavía
por agotar.
Terminaba septiembre, y faltaban
dos días para la fiesta en casa de los
Harlan, que sería la última y la más
importante del verano para aquellos
jóvenes. A Jim, como de costumbre, no
lo habían invitado. Tenía esperanza de
que lo invitaran. Los hermanos Harlan,
Ronald y Genevieve, habían sido sus
primeros clientes cuando llegó a
Southampton, y Genevieve le había
tomado mucho cariño a Amanthis.
Asistir a aquella fiesta —la más
fantástica de todas las fiestas— hubiera
culminado y confirmado el éxito del
verano que acababa.
Sus alumnos, reunidos aquella tarde,
vivían ya por anticipado ruidosamente,
el jolgorio del día siguiente, sin
prestarle a Jim mayor atención que al
mayordomo de la familia. Hugo, a su
lado, se echó a reír de repente y señaló:
—Mire a ese Van Vleck. No puede
dar un paso. Lleva bebiendo whisky del
bueno toda la tarde.
Jim se volvió y miró con atención a
Van Vleck, que había cogido del brazo a
la pequeña Martha Katzby y le decía
algo al oído. Jim se dio cuenta de que
Martha intentaba apartarse.
Se llevó el silbato a los labios y
sopló.
—Muy bien —gritó—. ¡Vamos! El
grupo uno, a lanzar las baquetas bien
alto y en zigzag; grupo dos, a ensayar
con las armónicas el Riverfront Shuffle.
¡Que resulte meloso! ¡Aquí, el pelotón
de los torpes! ¡Que la orquesta toque el
Florida Drag-Out a ritmo de marcha
fúnebre! Había en su voz una aspereza
inusitada y los ejercicios empezaron con
un murmullo de divertida protesta.
Quemándole dentro la irritación
contra Van Vleck, Jim iba de aquí para
allá, de un grupo a otro, cuando Hugo le
tocó de repente el brazo. Miró
alrededor. Dos alumnos se habían
apartado del conjunto de armónicas: uno
era Van Vleck, y le estaba ofreciendo un
trago de su petaca a Ronald Harlan, que
tenía quince años.
Jim atravesó la sala a grandes
zancadas. Van Vleck se volvió
desafiante, esperándolo.
—Muy bien —dijo Jim, temblando
de rabia—, ya conoces las reglas.
¡Fuera de aquí!
La música se apagó despacio y
enseguida la gente se fue acercando a la
pelea. Alguien se rió con disimulo. Se
había creado instantáneamente una
atmósfera de expectación. A pesar de
que todos apreciaban a Jim, las
simpatías estaban divididas: Van Vleck
era uno de los suyos.
—¡Vete! —repitió Jim, ya más
tranquilo.
—¿Me estás hablando a mí? —
preguntó fríamente Van Vleck.
—Sí.
—Entonces será mejor que me
llames «señor».
—Jamás llamaré «señor» a alguien
que le da whisky a un chiquillo.
—¡Hombre! —dijo Van Vleck,
furioso—. Ahora sí que te estás
metiendo en lo que no te importa.
Conozco a Ronald desde que tenía dos
años. Pregúntale si quiere que le digas
lo que debe hacer.
Ronald Harlan, herido en su
dignidad, creció de repente dos años y
miró a Jim con arrogancia.
—¡Métete en tus cosas! —dijo
insolentemente, aunque con algo de
culpabilidad.
—¿Te has enterado? —preguntó Van
Vleck—. Pero, Dios mío, ¿no te das
cuenta de que sólo eres un criado?
Ronald te invitaría a su fiesta tanto como
invitaría al que le vende el whisky de
contrabando.
—¡Largo de aquí! —gritó Jim. No le
salían las palabras.
Van Vleck no se movió. Jim se le
echó encima de repente, le agarró la
muñeca, le torció el brazo detrás de la
espalda, hasta que Van Vleck se dobló
de dolor. Jim se agachó y con la mano
libre recogió del suelo la petaca de
whisky. Luego le hizo a Hugo una señal
para que abriera la puerta, profirió un
abrupto «¡Andando!», arrastró a su
indefenso prisionero hasta el vestíbulo
y, literalmente, lo lanzó de cabeza
escaleras abajo, un ovillo que rebotaba
en la pared y la baranda. Y tras él lanzó
la petaca.
Cuando volvió a entrar en la
academia, cerró la puerta y apoyó la
espalda en ella.
—Hay… Hay una regla que dice que
en esta academia no se bebe.
Hizo una pausa, y fue mirándolos a
todos a la cara, y encontró simpatía,
miedo, desaprobación, sentimientos
contradictorios. Estaban muy nerviosos.
Creyó ver en los ojos de Amanthis una
señal casi imperceptible de aliento y,
casi con esfuerzo, continuó:
—Sabéis que no he tenido más
remedio que echar a ese individuo —y
mostró por fin, aunque era evidente que
fingía, un desprecio absoluto hacia aquel
asunto sin importancia—. ¡Muy bien,
adelante! ¡Orquesta!
Pero nadie tenía precisamente ganas
de seguir. La espontaneidad de los
ensayos había sido violentamente
dañada. Alguien tocó unos acordes a la
guitarra y varias chicas empezaron a
golpear ruidosamente sobre la sonrisa
maliciosa pintada en los sacos de arena,
pero Ronald Harlan y otros dos chicos
cogieron sus sombreros y se fueron en
silencio.
Jim y Hugo paseaban entre los
grupos como de costumbre, y
consiguieron restablecer algo de la
rutina de todos los días, pero el
entusiasmo era irrecuperable y Jim,
nervioso y desanimado, pensó en
suspender las clases aquel día. Pero no
se atrevió. Si se iban a casa en aquel
estado de ánimo, lo más seguro es que
no volvieran. Aquel negocio dependía
del estado de ánimo. Debía volver a
crear el estado de ánimo adecuado,
pensó frenéticamente: ahora mismo, ya.
Pero, aunque lo intentó en la medida
de sus posibilidades, apenas halló
respuesta. Ni siquiera él estaba
contento, así que no podía transmitirles
su alegría a los alumnos: observaban sus
esfuerzos con indiferencia y —pensó
Jim— con un cierto desprecio.
Entonces la tensión estalló: la puerta
se abrió de repente e irrumpieron en la
sala dos señoras hechas un basilisco.
Nadie mayor de veintiún años había
entrado antes en la academia, pero Van
Vleck había recurrido directamente al
Alto Mando. Aquellas mujeres eran la
señora de Clifton Garneau y la señora
de Poindexter Katzby, dos de las
mujeres más elegantes y, en aquel
momento, más irritadas de Southampton.
Iban a buscar a sus hijas, como en
nuestros días hacen tantas madres.
El asunto acabó en tres minutos.
—Y, en cuanto a usted —grito la
señora de Clifton Garneau con una voz
que daba miedo—, ¡se le ha ocurrido
montar un bar y un fumadero de opio
infantil! Es usted maligno, horrible,
incalificable. ¡Puedo oler los vapores de
la morfina! Y no me diga que no huelo
los vapores de la morfina. ¡Huelo los
vapores de la morfina!
—Y —prosiguió la señora de
Poindexter Katzby— se junta con
negros. ¡Tiene chicas negras escondidas!
¡Voy a llamar a la policía!
No contentas con llevarse a sus hijas
como si fueran ovejas, se empeñaron en
provocar el éxodo de las amigas de sus
hijas. Jim ni siquiera se emocionó
cuando algunas —incluida la pequeña
Martha Katzby, antes de ser secuestrada
por su madre— se le acercaron y le
estrecharon la mano. Pero todas se
fueron, con arrogancia o pesar, o entre
murmullos avergonzados de disculpa.
—Adiós —les dijo con tristeza—.
Mañana por la mañana os devolveré el
dinero que os debo.
Y, después de todo, no les daba pena
irse. En la calle, el ruido de los motores
al arrancar, el triunfante rugido de los
tubos de escape que taladraba el aire
templado de septiembre, era un ruido de
alegría: ruido de juventud y esperanzas
tan altas como el sol. Corrían hacia el
mar, hacia las olas, para olvidarse de él
y del malestar de haber presenciado su
humillación.
Se fueron, y se quedó solo, con
Hugo. Se sentó de pronto, con la cara
entre las manos.
—Hugo —dijo con voz ronca—, no
nos quieren aquí.
—No te preocupes —dijo una voz.
Levantó la vista y vio a Amanthis, de
pie, a su lado.
—Es mejor que se vaya con ellos —
dijo Jim—. Es mejor que no la vean
conmigo.
—¿Por qué?
—Porque ahora pertenece a la alta
sociedad, y para esa gente yo no valgo
más que un criado. Usted forma parte de
la alta sociedad: ése era mi plan. Es
mejor que se vaya, o no la invitarán a
sus fiestas.
—No iban a invitarme, Jim —dijo
Amanthis con ternura—. No me han
invitado a la fiesta de mañana.
Jim la miró indignado.
—¿No la han invitado?
Amanthis negó con la cabeza.
—¡Los obligaré! —dijo Jim, furioso
—. ¡Les diré que la inviten! Les…
Les…
Se le acercó. Le brillaban los ojos.
—No te preocupes, Jim —lo
tranquilizó—. No te preocupes. No me
importan. Mañana celebraremos una
fiesta, tú y yo, solos.
—Soy de buena familia —dijo Jim,
desafiante—, aunque pobre.
Amanthis le apoyó suavemente la
mano en el hombro.
—Te entiendo. Eres mejor que todos
ellos juntos, Jim.
Jim se levantó, se acercó a la
ventana y miró tristemente la caída de la
tarde.
—Creo que debería haber dejado
que siguieras durmiendo en aquella
hamaca.
Amanthis se echó a reír.
—Estoy contentísima de que no lo
hicieras.
Jim se volvió y miró la sala, y se le
ensombreció el semblante.
—Barre y cierra, Hugo —dijo; la
voz le temblaba—. Se acabó el verano y
nos vamos a casa.
El otoño había llegado pronto.
Cuando Jim Powell se despertó a la
mañana siguiente encontró fría la
habitación, y el fenómeno de su aliento
helado en septiembre absorbió su
atención un instante, borrando el día
anterior. Y entonces la desdicha le
deformó la cara, porque recordó la
humillación que había puesto fin al
alegre esplendor del verano. Lo único
que le quedaba era volver a donde lo
conocían, donde a los blancos no les
decían por las buenas cosas como las
que a él le habían dicho allí.
Después del desayuno recuperó algo
de su chispeante buen humor. Era un hijo
del Sur: obsesionarse con un problema
era impropio de su temperamento. Sólo
podía recordar una ofensa un número
limitado de veces antes de que se
disolviera en el gran vacío del pasado.
Pero cuando, por la fuerza de la
costumbre, se dirigió a su negocio
inexistente, ya tan obsoleto como el
desaparecido gimnasio de Snorkey, el
corazón volvió a llenársele de
melancolía. Allí estaba Hugo, espectro
de la desesperación, sumido en la pena
negra, a la sombra de las esperanzas
rotas de su amo.
Normalmente unas palabras de Jim
bastaban para provocarle un arrebato
inexplicable, pero aquella mañana no
había palabras que decir. Durante los
dos últimos meses Hugo había vivido en
una cima hasta entonces imposible de
imaginar. Había disfrutado de un trabajo
apasionante y sencillo: llegaba antes de
hora a la academia y, cuando salían los
alumnos del señor Powell, nunca se
decidía a irse.
El día se transformaba muy despacio
en una noche no demasiado halagüeña.
Amanthis no apareció y Jim se preguntó,
con sensación de desamparo, si no se
habría arrepentido de cenar con él
aquella noche. Quizá sería mejor que no
los vieran juntos. Pero, reflexionó con
tristeza, era imposible que los vieran:
todos iban al gran baile en casa de los
Harlan.
Cuando el crepúsculo llenó de
sombras insoportables la academia,
cerró por última vez, quitó el cartel de
«James Powell, P. J., Dados, Nudillos
de Hierro y Guitarra» y volvió al hotel.
Al repasar sus cuentas descubrió entre
garabatos y borrones que debía un mes
de alquiler y algunas facturas de
ventanas rotas y los materiales que
apenas había usado. Jim había vivido
lujosamente, y ahora advertía que, desde
el punto de vista de las finanzas, no iba
a sacarle provecho alguno al verano.
Cuando terminó, desempaquetó el
esmoquin y lo examinó, pasando la mano
por el satén de las solapas y el forro. El
traje, por lo menos, era suyo, y quizá en
Tarleton lo invitaran a alguna fiesta
donde poder lucirlo.
—¡Dios bendito! —dijo con sorna
—. A fin de cuentas, sólo era un desastre
de academia y un mal negocio.
Cualquiera de esos chicos que rondan
por el garaje de casa se las hubiera
apañado mejor que yo.
Silbando Jeanne de la ciudad de los
gominolas con un ritmo más bien
animado, Jim se puso el primer
esmoquin de su vida y se dirigió al
centro del pueblo.
—Orquídeas —dijo al dependiente.
Examinó su compra con orgullo. Sabía
que ninguna chica en el baile de los
Harlan luciría algo más hermoso que
aquellas flores exóticas que
languidecían sobre helechos verdes.
Fue a la pensión de Amanthis en un
taxi cuidadosamente elegido para que
pareciera un coche particular. Amanthis
bajó con un traje de noche rosa en el que
las orquídeas se fundieron como los
colores de un atardecer.
—Creo que podríamos ir al Hotel
Casino —sugirió Jim—; a menos que
prefieras otro sitio.
En la mesa, mirando el mar oscuro,
empezó a sentir una tristeza contenida.
El frío había obligado a cerrar las
ventanas, pero la orquesta tocaba Kalula
y Luna de los mares del Sur, y, por un
instante, ante la belleza juvenil de
Amanthis, tuvo la sensación de ser un
personaje romántico de la vida que lo
rodeaba. No bailaron, y lo prefería así:
se hubiera acordado de otra fiesta más
alegre y animada, a la que no estaban
invitados.
Después de cenar, tomaron un taxi y
durante una hora recorrieron los
caminos de arena, mirando a través de
los árboles el mar estrellado.
Quiero darte las gracias —dijo
Amanthis— por todo lo que has hecho
por mí, Jim.
—No hay de qué: los Powell
debemos estar unidos.
—¿Qué piensas hacer?
—Mañana me voy a Tarleton.
—Lo siento —dijo en voz baja—.
¿Vas en coche?
—Sí. Tengo que ir en mi coche
porque, si lo vendiera, no me pagarían
lo que vale. No estarás pensando en que
lo hayan robado de tu granero, ¿verdad?
—preguntó, alarmado de repente.
Amanthis reprimió una sonrisa.
—No.
—Siento mucho todo esto… por ti
—continuó Jim, con voz ronca—. Y…
me hubiera gustado ir a una sola de sus
fiestas. No deberías haberte quedado
conmigo ayer: quizá por eso no te han
invitado.
—Jim —sugirió con ilusión—,
vamos a oír la música desde fuera de la
casa.
—Saldrán —objetó él.
—No, hace demasiado frío. Y,
además, no pueden hacerte más de lo
que ya te han hecho.
Amanthis le dio al taxista la
dirección y, minutos después, se
detuvieron frente a la adusta belleza
decimonónica de la mansión de los
Harlan: se derramaba su alegría por las
ventanas, manchando de luz el césped.
Se oían risas dentro de la casa, y el
sonido quejumbroso de los modernos
instrumentos de viento, y el incesante,
lento y misterioso roce de los pasos de
baile.
—Vamos a acercarnos —murmuró
Amanthis, extasiada—. Quiero oír.
Caminaron hacia la casa, a la
sombra de los grandes árboles. Jim
avanzaba con miedo. De repente se
detuvo y cogió a Amanthis del brazo.
—¡Dios mío! —exclamó, con un
susurro emocionado—. ¿Sabes qué es
eso?
—¿El vigilante nocturno? —
Amanthis lanzó a su alrededor una
mirada asustada.
—¡Es la Rastus Muldoon’s Band, de
Savannah! Los oí una vez, y los conozco.
¡Es la Rastus Muldoon’s Band!
Se acercaron más, hasta que
pudieron ver, primero, peinados a la
Pompadour, y, luego, descollantes
cabezas masculinas, y altos moños, y
hasta cabezas de chicas peladas como
chicos, apoyadas en la pechera de un
esmoquin, bajo pajaritas negras. Podían
distinguir conversaciones entre las risas
inacabables. Dos siluetas aparecieron en
el porche, bebieron rápidamente un
trago de sus petacas y volvieron al
interior. Pero la música había embrujado
a Jim Powell. Tenía la mirada fija y
movía los pies como un ciego.
Apretados, muy juntos, detrás de
unos arbustos oscuros, escuchaban. La
canción acabó. Soplaba una brisa
marina y Jim se estremeció. Entonces
murmuró con tristeza:
—Siempre he querido dirigir esa
orquesta, aunque sólo fuera una vez —su
voz se apagó—. Venga, vámonos. Sé que
aquí estoy de sobra.
Le tendió la mano, pero Amanthis,
en lugar de tomarla, salió de repente de
los arbustos, a la luz que se derramaba
por las ventanas.
—Vamos, Jim —dijo de pronto—.
Vamos a entrar.
—¿Cómo?
Lo cogió del brazo y, aunque
retrocedía, horrorizado y estupefacto
ante su audacia, Amanthis insistió, lo
empujó hacia la gran puerta principal.
—¡Ten cuidado! —dijo con voz
entrecortada—. Van a salir de la casa y
nos van a ver.
—No, Jim —dijo Amanthis con
firmeza—. Nadie va a salir de la casa,
pero dos personas van a entrar.
—¿Por qué? —preguntó
aterrorizado, a la luz deslumbradora de
las lámparas de la entrada—. ¿Por qué?
—¿Por qué? —se burló Amanthis—.
Pues porque este baile es en mi honor.
Jim pensó que se había vuelto loca.
—Vamonos a casa antes de que nos
vean —le suplicó.
Las grandes puertas se abrieron y un
caballero apareció en el porche. Jim,
horrorizado, reconoció a Madison
Harlan. Hizo un movimiento que sugería
que iba a echar a correr y emprender la
huida. Pero el hombre bajó las escaleras
y tendió los brazos a Amanthis.
—Bienvenida, por fin —exclamó—.
¿Dónde diablos os habíais metido?
Prima Amanthis… —la besó y se dirigió
amablemente a Jim—. En cuanto a usted,
señor Powell —continuó—, tendrá que
prometernos, por haber llegado tarde,
que dirigirá una canción de la orquesta.
Hacía buen tiempo en Nueva Jersey,
excepto en las zonas que cubría el agua,
cuestión que sólo incumbe a los peces.
Los turistas que recorrían kilómetros y
kilómetros de verdor detenían sus
coches frente a una gran casa de campo
destartalada y anticuada, y miraban el
columpio rojo en el jardín y el porche
amplio y sombrío, y suspiraban y
continuaban su camino, desviándose un
poco para no atropellar a un criado
negro como el azabache. El criado, en la
carretera, se afanaba con martillo y
clavos en un armatoste destrozado que
ostentaba en la parte trasera la leyenda
«Tarleton, Georgia».
Una chica rubia, con la piel tostada,
estaba tumbada en una hamaca, como si
fuera a quedarse dormida en cualquier
momento. A su lado se sentaba un
caballero que vestía un traje
extraordinariamente estrecho. El día
antes habían vuelto juntos de las playas
de moda de Southampton.
—Cuando apareciste por primera
vez —explicaba la chica—, creí que no
volvería a verte, así que me inventé la
historia del barbero y todo eso. La
verdad es que nunca he salido mucho,
con o sin nudillos de hierro. Este otoño
saldré.
—Reconozco que tengo mucho que
aprender.
—¿Sabes? —continuó Amanthis,
mirándolo un poco nerviosa—, Mis
primos me habían invitado a ir a
Southampton, y, cuando me dijiste que
ibas allí, sentí curiosidad. Siempre
duermo en casa de los Harlan, pero
alquilé una habitación en la pensión para
que no me descubrieras. No llegué en el
tren que te había dicho porque salí antes
para advertirles a todos que fingieran no
conocerme.
Jim se levantó. Asentía con la
cabeza en señal de comprensión.
—Creo que es mejor que Hugo y yo
nos vayamos ya. Tengo que llegar a
Baltimore esta noche.
—Está lejos.
—Esta noche quiero dormir en el
Sur —se limitó a decir.
Recorrieron juntos el sendero y
pasaron frente la estúpida estatua de
Diana.
—¿Sabes? —dijo Amanthis con
ternura—. No hay que ser más rico que
en Georgia para… para andar por aquí
—se interrumpió de repente—.
¿Volverás el año que viene para montar
otra academia?
—No, señora, no. Ese señor Harlan
me dijo que siguiera con la que tenía y
le dije que no.
—¿Tienes…? ¿Has ganado dinero?
—No, señora —contestó—. Todavía
me queda algo de lo que tenía, lo
suficiente para volver a casa. Ni
siquiera recuperé lo que invertí. Llegó a
sobrarme el dinero, pero vivía a lo
grande, y tenía que pagar el alquiler y
los instrumentos y los músicos, y
además tuve que devolverles a los
alumnos lo que me habían adelantado
por las clases.
—¡No tenías por qué hacerlo! —
exclamó Amanthis, indignada.
—No querían aceptar el dinero, pero
los obligué a aceptarlo.
No consideró necesario mencionar
que el señor Harlan había intentado
darle un cheque.
Llegaron al coche cuando Hugo
clavaba el último clavo. Jim sacó de la
guantera una botella sin etiqueta que
contenía un líquido entre amarillo y
blancuzco.
—Me gustaría hacerle un regalo —
dijo tímidamente, pero se me acabó el
dinero antes de comprarlo, así que ya le
mandaré algo desde Georgia. Esto es
sólo un recuerdo personal. No es para
que se lo beba, pero, cuando se vista
usted de largo, quizá pueda enseñar les a
esos chicos cómo sabe el auténtico
whisky.
Amanthis cogió la botella.
—Gracias, Jim.
—No hay de qué —se volvió hacia
Hugo—. Creo que nos vamos ya.
Devuélvele a la señora el martillo.
—Ah, puedes quedarte el martillo
—dijo Amanthis, llorando—. ¿Me
prometes que volverás?
—Algún día, quizá.
Miró un instante el pelo rubio y los
ojos azules nublados de sueño y
lágrimas. Entonces subió al coche y,
cuando los pies encontraron los pedales,
su comportamiento cambió de repente.
—Debo decirle adiós, señora —
anunció con impresionante dignidad—.
Nos vamos a pasar el invierno al Sur.
Su sombrero de paja apuntaba hacia
Palm Beach, San Agustín, Miami. El
criado giró la manivela de arranque,
ocupó su asiento y se integró en la
intensa vibración que sacudió al
automóvil.
—A pasar el invierno al Sur —
repitió Jim, y añadió dulcemente—:
Eres la chica más bonita que he
conocido. Vuelve a tu hamaca, y duerme,
duerme…
Era casi una nana, tal como
pronunciaba las palabras. Se inclinó
ante Amanthis, solemne, profundamente,
y todo el Norte participó del esplendor
de su reverencia.
Y se fueron carretera abajo entre una
ridícula nube de polvo. Antes de que
llegaran a la primera curva Amanthis los
vio frenar en seco, apearse y clavar la
parte de arriba en la parte de abajo del
coche. Volvieron a sus asientos sin mirar
a su alrededor. Luego tomaron la curva y
se perdieron de vista, dejando, como
única señal de su paso, una neblina
dorada.
Absolución

Absolución apareció en
junio de 1924 en la nueva
revista de H. L. Mencken, The
American Mercury, y fue
recogido en All the Sad Young
Men. Se ha especulado sin
fundamento sobre su relación
con El gran Gatsby. Escrito en
junio de 1923, Absolución
formaba parte de un primer
borrador perdido de la
novela, pero no figuraba en la
última versión manuscrita de
Gatsby. Fitzgerald se lo
explicó así a Maxwell
Perkins, director de la
editorial Scribner: «Como
sabes, tenía que haber sido el
prólogo de la novela, pero
rompía la armonía del
proyecto». Rudolph Miller
debe ser considerado como
una prefiguración del
personaje que se transformaría
en James Gatz, y no del joven
Gatsby.

I.
Érase una vez un sacerdote de ojos
fríos y húmedos que, en el silencio de la
noche, derramaba frías lágrimas.
Lloraba porque las tardes eran cálidas y
largas y era incapaz de conseguir una
absoluta unión mística con Nuestro
Señor. A veces, hacia las cuatro, bajo su
ventana, se oía un rumor de chicas
suecas en el sendero, y en sus risas
estridentes descubría una terrible
disonancia que lo empujaba a rezar en
voz alta para que cayera pronto la tarde.
Al atardecer las risas y las voces se
apaciguaban, pero más de una vez había
pasado por la tienda de Romberg cuando
ya era casi de noche y las luces
amarillas brillaban en el interior y
resplandecían los grifos de níquel del
agua de Seltz, y el perfume en el aire del
jabón de tocador barato le había
parecido desesperadamente dulce.
Pasaba por allí cuando volvía de
confesar a los fieles los sábados por la
tarde, hasta que tomó la precaución de
cruzar a la otra acera de la calle, para
que el perfume del jabón se disolviera
en el aire, flotando como incienso hacia
la luna de verano, antes de llegarle a la
nariz.
Pero era imposible eludir la
vehemente locura de las cuatro de la
tarde. Desde la ventana, hasta donde
alcanzaba a ver, el trigo de Dakota
cubría el valle del río Rojo. Era terrible
la visión del trigo, y el dibujo de la
alfombra, a la que, angustiado, bajaba
los ojos, transportaba su imaginación
melancólica a través de laberintos
grotescos, siempre abiertos al sol
inevitable.
Una tarde, cuando había llegado al
punto en que la mente se para como un
reloj viejo, el ama de llaves acompañó a
su estudio a un hermoso y perspicaz
chico de once años llamado Rudolph
Miller. El chiquillo se sentó en una
mancha de sol, y el sacerdote, en su
escritorio de nogal, fingió estar muy
ocupado: quería disimular el alivio de
que alguien entrara en su habitación
embrujada.
Cuando se volvió, se sorprendió al
clavar la vista en aquellos dos ojos
enormes, un poco separados, iluminados
por chispas de luz color cobalto.
Aquella mirada lo asustó al principio,
pero enseguida se dio cuenta de que su
visitante tenía miedo, un miedo abyecto.
—Te tiemblan los labios —dijo el
padre Schwartz con voz cansada.
El niño se tapó con la mano la boca
temblorosa.
—¿Te ha pasado algo? —preguntó el
padre Schwartz con brusquedad—.
Quítate la mano de la boca y cuéntame
qué te pasa.
El chico —el padre Schwartz lo
reconoció entonces: era el hijo de uno
de sus feligreses, el señor Miller, el
transportista— se quitó de mala gana la
mano de la boca y empezó a hablar, con
un murmullo desesperado.
—Padre Schwartz, he cometido un
pecado terrible.
—¿Un pecado contra la pureza?
—No, padre… Peor.
El padre Schwartz se estremeció
visiblemente.
—¿Has matado a alguien?
—No, pero tengo miedo de que… —
la voz subió hasta convertirse en un
gemido agudo.
—¿Quieres confesarte?
El niño, apesadumbrado, negó con la
cabeza. El padre Schwartz se aclaró la
garganta para que la voz sonara dulce
cuando dijera algo agradable y
consolador. En aquel instante debía
olvidar su propio dolor e intentar actuar
como Dios. Repitió mentalmente una
jaculatoria, esperando que, en
correspondencia, Dios lo ayudara a
comportarse como debía.
—Cuéntame lo que has hecho —dijo
con su nueva y dulce voz.
El niño lo miró a través de las
lágrimas, reconfortado por la impresión
de flexibilidad moral que había
conseguido transmitirle el turbado
sacerdote. Poniéndose, cuanto era capaz,
en manos de aquel hombre, Rudolph
Miller empezó a contar su historia.
—El sábado, hace tres días, mi
padre me dijo que tenía que confesarme
porque llevaba un mes sin hacerlo, y mi
familia se confiesa todas las semanas, y
yo no me había confesado. Pero yo no
fui a confesarme, me daba lo mismo. Lo
dejé para después de cenar porque
estaba jugando con mis amigos, y mi
padre me preguntó si había ido, y le dije
que no, y me cogió por el cuello y me
dijo que fuera inmediatamente, y yo le
dije que muy bien, y fui a la iglesia. Y
mi padre me gritó: «No vuelvas hasta
que no te hayas confesado»…
II.

El sábado, tres días antes

Volvieron a caer los pliegues


tenebrosos de la cortina del
confesionario, dejando sólo a la vista la
suela del zapato viejo de un hombre
viejo. Detrás de la cortina, un alma
inmortal estaba a solas con Dios y con
el reverendo Adolphus Schwartz, el
párroco. Empezó a oírse un bisbiseo
laborioso, sibilante y discreto,
interrumpido de vez en cuando por la
voz del sacerdote, que hacía preguntas
perfectamente audibles.
Rudolph Miller se arrodilló en el
reclinatorio, junto al confesionario, y
esperó, nervioso, esforzándose en
escuchar, y también en no escuchar, lo
que se decía en el confesionario. El
hecho de que la voz del sacerdote fuera
audible lo alarmó. Llegaba su turno, y
las tres o cuatro personas que esperaban
podrían oír sin ningún escrúpulo cómo
admitía haber violado el sexto y el
noveno mandamientos.
Rudolph nunca había cometido
adulterio, ni había deseado a la mujer
del prójimo, pero le resultaba
particularmente difícil confesar otros
pecados más o menos relacionados con
aquéllos. Saboreaba, por contraste, las
faltas menos vergonzosas: formaban un
fondo gris que atenuaba la marca de
ébano que los pecados sexuales
imprimían en su alma.
Se tapaba los oídos con las manos,
con la esperanza de que los demás
notaran su negativa a oír y, por cortesía,
hicieran con él lo mismo, cuando un
brusco movimiento del penitente en el
confesionario lo empujó a esconder
precipitadamente la cara en el hueco del
brazo. El miedo tomó una forma sólida,
acomodándose a la fuerza entre su
corazón y sus pulmones. Ahora ponía los
cinco sentidos en arrepentirse de sus
pecados, no porque tuviera miedo, sino
porque había ofendido a Dios. Debía
convencer a Dios de que estaba
arrepentido y, para conseguirlo, primero
debería convencerse a sí mismo.
Después de una violenta lucha con sus
emociones, llegó a sentir una tímida
compasión de sí mismo y decidió que ya
estaba preparado. Si impedía que
cualquier otro pensamiento penetrara en
su mente, y conseguía conservar intacta
aquella emoción hasta el momento de
entrar en el gran ataúd vertical, habría
sobrevivido a una nueva crisis de su
vida religiosa.
Por un instante, sin embargo, una
idea diabólica casi se apoderó de él.
Podría volver a casa ahora, antes de que
le tocara el turno, y decirle a su madre
que había llegado demasiado tarde,
cuando el sacerdote ya se había ido. Una
cosa así implicaba, por desgracia, el
riesgo de que descubrieran la mentira.
También podía decir, y era otra
alternativa que se había confesado, pero,
en tal caso, hubiera tenido que evitar
comulgar al día siguiente, porque la
hostia consagrada, recibida por un alma
impura, se hubiera convertido en veneno
en su boca y él se hubiera desplomado
en el comulgatorio, exánime y
condenado para siempre.
Otra vez se oía la voz del padre
Schwartz:
—Y por los tuyos…
Las palabras se confundieron en un
ronco murmullo, y Rudolph, nervioso, se
puso de pie. Le parecía imposible
confesarse aquella tarde. Estaba
indeciso, tenso. Entonces brotaron del
confesionario un golpe seco, un crujido
y un frufrú sostenido. La celosía se abrió
y la cortina tembló: la tentación había
llegado demasiado tarde.
—Ave María Purísima. Déme su
bendición, padre, porque he pecado…
Yo, pecador, me confieso a Dios
todopoderoso y a usted, padre, porque
he pecado… Hace un mes y tres días
que me confesé por última vez… Me
acuso de… de haber tomado el nombre
de Dios en vano…
Éste era un pecado venial. Sus
blasfemias sólo habían sido
fanfarronerías, y confesarlas era poco
menos que una bravata.
—… de haberme portado mal con
una anciana.
La sombra triste se movió
ligeramente al otro lado de la celosía.
—¿Cómo, hijo mío?
—Fue la señora Swenson —el
murmullo de Rudoph se elevó con júbilo
—. Nos había quitado la pelota de
béisbol porque había golpeado en su
ventana, y no quería devolvérnosla, y
entonces estuvimos gritándole toda la
tarde: «Fuera, fuera». Y, a eso de las
cinco, le dio un ataque y tuvieron que
llevarla al médico.
—Sigue, hijo mío.
—Me acuso de no creer que soy hijo
de mis padres.
—¿Cómo? —la pregunta demostraba
verdadera perplejidad.
—De no creer que soy hijo de mis
padres.
—¿Porqué?
—Ah, por orgullo nada más —
respondió el penitente sin darle
importancia al asunto.
—¿Quieres decir que piensas que
eres demasiado bueno para ser hijo de
tus padres?
—Sí, padre —las palabras sonaban
ahora con menos júbilo.
—Sigue.
—Me acuso de ser desobediente y
de ponerle motes a mi madre. De hablar
mal de la gente. De haber fumado…
Ya se le habían acabado los pecados
veniales y se estaba acercando a los
pecados que le dolía confesar. Se
oprimía la cara con los dedos, como si
fueran rejas entre las que debía exprimir
la vergüenza de su corazón.
—De decir palabras feas y tener
malos pensamientos y deseos impuros
—musitó en voz muy baja.
—¿Cuántas veces?
—No lo sé.
—¿Una vez a la semana? ¿Dos
veces?
—Dos veces a la semana.
—¿Has cedido a esos deseos?
—No, padre.
—¿Estabas solo cuando los tuviste?
—No, padre. Estaba con dos chicos
y una chica.
—¿No sabes, hijo mío, que debes
evitar las ocasiones de pecado tanto
como el pecado mismo? Las malas
compañías conducen a los deseos
impuros; y los deseos impuros, a las
acciones impuras. ¿Dónde estabas?
—En un granero detrás de…
—No quiero oír nombres —lo
interrumpió bruscamente el sacerdote.
—Bueno, estábamos en el pajar, y
esta chica y…, bueno, un amigo, decían
cosas… cosas impuras… Y yo me
quedé.
—Deberías haberte ido… Deberías
haberle dicho a la chica que se fuera.
¡Debería haberse ido! No podía
contarle al padre Schwartz cómo le
había latido el pulso, qué rara y
romántica excitación lo había poseído al
oír aquellas cosas extrañas. Quizá en los
reformatorios, entre las chicas
incorregibles de mirada dura e
idiotizada, se encuentran aquéllas por
las que ha ardido el fuego más puro.
—¿Tienes algo más que contarme?
—Creo que no, padre.
Rudoph sintió un gran alivio. Le
sudaban las manos, entrelazadas con
fuerza.
—¿No has dicho mentiras?
La pregunta lo sobresaltó. Como
todos los que mienten por costumbre e
instinto, sentía un respeto inmenso, un
temor reverencial por la verdad. Algo
casi ajeno a él le dictó una respuesta
rápida y ofendida.
—No, no, padre. Jamás digo
mentiras.
Durante unos segundos, como el
plebeyo en el trono del rey, saboreó con
orgullo la situación. Y entonces,
mientras el sacerdote empezaba a
murmurar convencionales consejos, se
dio cuenta de que, al negar heroicamente
haber dicho mentiras, había cometido un
pecado terrible: había mentido bajo
confesión.
Obedeciendo automáticamente al
padre Schwartz, que le pedía que se
arrepintiera de sus pecados, empezó a
rezar en voz alta sin darse mucha cuenta
de lo que decía:
—Señor mío y Dios mío, me
arrepiento de todo corazón de haberos
ofendido…
Tenía que arreglar aquello
inmediatamente: era un pecado grave;
pero, mientras sus labios se cerraban
tras las últimas palabras de la oración,
se oyó un golpe sordo. La rejilla del
confesionario también se había cerrado.
Un instante después, a la luz del
crepúsculo, el alivio de salir de la
iglesia bochornosa y respirar el aire
libre del mundo de trigo y cielo aplazó
la plena conciencia de lo que había
hecho. En lugar de preocuparse, aspiró
profundamente el aire vigorizante y
repitió entre dientes una y otra vez las
palabras «¡Blatchford Sarnemington!
¡Blatchford Sarnemington!».
Blatchford Sarnemington era él
mismo, y aquellas palabras eran como
un poema o una canción. Cuando se
convertía en Blatchford Sarnemington
emanaba de él una amable nobleza.
Blatchford Sarnemington vivía de triunfo
en triunfo, triunfos extraordinarios y
dramáticos. Cuando Rudolph entornaba
los ojos significaba que Blatchford se
había apoderado de él, y a su paso se
oían murmullos de envidia: «¡Blatchford
Sarnemington! ¡Por ahí va Blatchford
Sarnemington!».
Ahora, por un instante, era
Blatchford, mientras volvía a casa por el
camino lleno de baches, pero cuando el
camino se cubrió de asfalto y se
convirtió en la calle principal de
Ludwig, la euforia de Rudolph se
desvaneció: tenía la cabeza fría, le
horrorizaba su mentira. Dios, por
supuesto, ya la conocía. Pero Rudolph
se reservaba un rincón de su mente
donde estaba a salvo de Dios, donde
planeaba los subterfugios con los que a
menudo engañaba a Dios. Escondido en
aquel rincón, ahora reflexionaba sobre
la mejor manera de evitar las
consecuencias de su mentira.
Tenía que arreglárselas como fuera
para no comulgar al día siguiente. Era
demasiado grande el riesgo de ofender a
Dios hasta tal punto. Podría beber agua
por descuido a la mañana siguiente, y
así, de acuerdo con las leyes de la
Iglesia, no podría comulgar aquel día. A
pesar de su poca consistencia, éste fue
el subterfugio más factible que se le
ocurrió. Tras reconocer los riesgos que
implicaba, se estaba concentrando en la
mejor manera de llevarlo a la práctica,
cuando dobló la esquina de la tienda de
Romberg y apareció la casa de su padre.

III.

El padre de Rudolph, el transportista


local, había llegado con la segunda
oleada de emigrantes alemanes e
irlandeses a la región de Minnesota y
Dakota. En teoría, en aquel tiempo y
lugar un joven emprendedor disponía de
grandes oportunidades, pero Carl Miller
había sido incapaz de labrarse, entre sus
superiores y subalternos, la reputación
de casi absoluta imperturbabilidad que
es esencial para tener éxito en los
negocios basados en la jerarquía.
Aunque algo tosco, no era, sin embargo,
lo suficientemente testarudo, ni sabía
aceptar como indiscutibles ciertas
relaciones fundamentales, y esta
incapacidad lo hacía ser desconfiado y
estar permanentemente inquieto y
descontento.
Mantenía dos vínculos con la alegría
de vivir: su fe en la Iglesia católica
romana y una veneración mística por
James J. Hill, constructor del Empire.
Hill era la apoteosis de aquella cualidad
que le faltaba a Miller: el sentido de la
realidad, la intuición, la capacidad de
presentir la lluvia en el aire que te da en
la cara. La inteligencia de Miller se
malgastaba en decisiones que ya habían
tomado otros, y nunca en su vida tuvo la
sensación de que de sus manos dependía
el equilibrio de algo, aunque fuera la
cosa más simple. Su cuerpo cansado,
lleno aún de energía, más pequeño de lo
normal, envejecía a la sombra
gigantesca de Hill. Llevaba veinte años
viviendo en el nombre de Hill y Dios.
Nada mancillaba la paz de aquel
domingo cuando Carl Miller se despertó
a las seis de la mañana. Arrodillado
junto a la cama, inclinó sobre la
almohada la cabeza canosa y amarillenta
y los bigotes de color indefinido, y rezó
unos minutos. Luego se quitó el camisón
—como todos los de su generación,
nunca había soportado los pijamas— y
embutió su cuerpo delgado, pálido, sin
vello, en la ropa interior de lana.
Se afeitó. Silencio en el dormitorio
donde su mujer dormía inquieta; silencio
en el rincón del pasillo donde, aislada
por una cortina, estaba la cama de su
hijo y donde su hijo dormía entre los
libros de Alger, su colección de vitolas
de puro, sus banderines apolillados
—«Cornell», «Hamlin», «Recuerdos de
Pueblo, Nuevo México»— y otros
tesoros de su vida privada. Miller podía
oír los pájaros que chillaban fuera de la
casa, el revolotear de las gallinas y,
como ruido de fondo, débil,
acercándose, más fuerte, el traqueteo del
tren de las seis y cuarto, directo a
Montana y las verdes costas. Entonces,
mientras el agua fría goteaba de la toalla
que tenía en la mano, levantó la cabeza
de repente: había oído un ruido furtivo,
abajo, en la cocina.
Secó rápidamente la navaja de
afeitar, se puso los tirantes y escuchó.
Alguien andaba por la cocina y, por las
pisadas ligeras, adivinaba que no era su
mujer. Con la boca entreabierta, bajó
corriendo las escaleras y abrió la puerta
de la cocina.
En el fregadero, con una mano en el
grifo que todavía goteaba y un vaso de
agua en la otra, estaba su hijo. Los ojos
del chico, todavía bajo el peso del
sueño, de una belleza asustada y llena de
reproches, se encontraron con los del
padre. El chico estaba descalzo, y se
había remangado la camisa y los
pantalones del pijama.
Se quedaron inmóviles un instante:
las cejas de Carl Miller bajaron, y se
alzaron las de su hijo, como si quisieran
encontrar un equilibrio entre las
emociones opuestas que los
embargaban. Entonces el bigote del
padre descendió portentosamente hasta
ensombrecerle la boca. El padre echó un
vistazo alrededor para comprobar si
todo seguía en su sitio.
La luz del sol aureolaba la cocina,
se estrellaba en las cacerolas y daba a la
madera lisa del suelo y a la mesa un
color amarillo y limpio, de trigo. La
cocina era el centro de la casa, con el
fuego encendido y los cazos encajados
en cazos como si fueran juguetes, y el
silbido permanente del vapor, y una
suave tonalidad pastel. Nada había sido
cambiado de sitio, no habían tocado
nada, excepto el grifo en el que seguían
formándose gotas de agua que caían en
la pila con un instantáneo fulgor blanco.
—¿Qué haces?
—Tenía mucha sed y se me ha
ocurrido bajar a…
—Creía que ibas a comulgar.
Una expresión de vehemente
asombro se dibujó en la cara de su hijo.
—Se me había olvidado.
—¿Has bebido agua?
—No…
En el mismo instante en que la
palabra se le escapó de los labios
Rudolph se dio cuenta de que se había
equivocado al responder, pero los ojos
apagados e indignados que lo miraban
habían dictado la verdad antes de que
interviniera la voluntad del chico. Ahora
comprendía además que ni siquiera
tendría que haber bajado a la cocina;
por una vaga necesidad de verosimilitud
había querido dejar un vaso mojado,
como prueba, en el fregadero. Lo había
traicionado la honradez de su
imaginación.
—¡Tira el agua! —ordenó el padre.
Rudolph volcó el vaso con
desesperación.
—¿Se puede saber qué te pasa? —
preguntó Miller, de mal humor.
—Nada.
—¿Fuiste ayer a confesarte?
—Sí.
—¿Por qué ibas a beber agua
entonces?
—No lo sé. Se me había olvidado.
—Puede que te importe más pasar un
poco de sed que tu religión.
—Se me había olvidado —Rudolph
sentía cómo se le saltaban las lágrimas.
—Ésa no es manera de responder.
—Bueno, es lo que me ha pasado.
—¡Pues ten más cuidado! —la voz
del padre era aguda, insistente,
inquisitiva—: Si eres tan desmemoriado
que hasta puedes olvidar tu religión,
habrá que tomar medidas.
Rudolph llenó un opresivo instante
de silencio diciendo:
—La recuerdo perfectamente.
—Primero descuidas tu religión —
gritó su padre, atizando su propia rabia
—, luego empiezas a mentir y a robar, y
el siguiente paso es el reformatorio.
Ni siquiera esta amenaza, ya
familiar, hizo más hondo el abismo que
Rudolph veía ante sí. O lo confesaba
todo inmediatamente, exponiéndose a
que, con toda seguridad, su cuerpo
recibiera una paliza feroz, o atraía sobre
sí los truenos del infierno al recibir el
Cuerpo y la Sangre de Cristo con un
sacrilegio en el alma. Y, de las dos
posibilidades, la primera le parecía más
terrible: no temía tanto a los golpes
como a la rabia salvaje, desahogo de
hombre inútil, que se escondía tras
ellos.
—¡Deja ese vaso, sube y vístete! —
ordenó el padre—. Y cuando vayamos a
la iglesia, antes de comulgar, deberías
arrodillarte para pedirle a Dios perdón
por tu descuido.
Cierto énfasis involuntario en las
palabras del padre actuó como
catalizador sobre la confusión y el
miedo de Rudolph. Una furia
incontrolada y orgullosa se apoderó de
él, y arrojó con rabia el vaso al
fregadero.
Su padre emitió un ruido ronco,
forzado, y se lanzó sobre él. Rudolph lo
esquivó, tropezó con una silla y trató de
pasar al otro lado de la mesa. Gritó
cuando una mano le agarró el pijama,
por el hombro, y sintió el impacto seco
de un puño en la sien, y golpes de
refilón en el pecho y la espalda.
Mientras intentaba ponerse fuera del
alcance de su padre, que lo arrastraba
por el suelo o lo levantaba cuando
instintivamente le sujetaba el brazo,
Rudolph, consciente de la humillación y
de los golpes, no abrió la boca, excepto
para reírse histéricamente alguna vez.
Entonces, en menos de un minuto, las
bofetadas cesaron de repente. El padre
agarraba a Rudolh con fuerza, y padre e
hijo temblaban y farfullaban,
comiéndose la mitad de las sílabas,
palabras sin sentido, hasta que Carl
Miller obligó a su hijo a subir las
escaleras entre empellones y amenazas.
—¡Vístete!
Rudolph estaba histérico y helado.
Le dolía la cabeza, y tenía en el cuello
un arañazo largo y superficial, una
marca de las uñas del padre, y sollozaba
y temblaba mientras se vestía. Sabía que
su madre esperaba en la puerta, en bata,
arrugando la cara arrugada, que se
comprimía y se deformaba, y del cuello
a la frente se cubría de un remolino de
arrugas nuevas. Despreciando la
impotencia asustada de la madre, y
rechazándola sin miramientos cuando
intentó untarle una pomada en el cuello,
se lavó de prisa, entre sollozos. Luego
salió de casa con su padre, camino de la
iglesia católica.

IV.
Andaban sin hablar, salvo cuando
Carl Miller reconocía maquinalmente a
aquéllos con quienes se cruzaban. Sólo
la respiración entrecortada de Rudolph
rompía el silencio cálido del domingo.
El padre se detuvo con resolución
ante la puerta de la iglesia.
—He decidido que lo mejor es que
vuelvas a confesarte. Dile al padre
Schwartz lo que has hecho y pídele
perdón a Dios.
—¡Tú también has perdido los
nervios! —se apresuró a contestar
Rudolph.
Carl Miller dio un paso hacia su
hijo, que, prudentemente, retrocedió.
—Vale, me confesaré.
—¿Vas a hacer lo que te he dicho?
—preguntó el padre con un murmullo
ronco.
—Sí, sí.
Rudolph entró en la iglesia y, por
segunda vez en dos días, se acercó al
confesionario y se arrodilló. La celosía
se abrió casi instantáneamente.
—Me acuso de no haber rezado al
despertarme.
—¿Nada más?
—Nada más.
Sintió júbilo y ganas de llorar.
Nunca más volvería a anteponer con
tanta facilidad una abstracción a las
necesidades de su tranquilidad y su
orgullo. Había traspasado una línea
invisible: era plenamente consciente de
su soledad, consciente de que la soledad
afectaba a los momentos en que era
Blatchford Sarnemington, pero también a
toda su vida íntima. Hasta entonces,
fenómenos como sus ambiciones
disparatadas y su mezquina timidez y sus
miedos mezquinos sólo habían sido
rincones privados, secretos, no
reconocidos ante el trono de su alma
oficial. Ahora sabía, inconscientemente,
que aquellos rincones privados eran su
propio yo, él mismo, y que todo lo
demás era una fachada vistosa y una
bandera convencional. La presión del
ambiente lo había empujado al camino
secreto y solitario de la adolescencia.
Se arrodilló en el banco, al lado de
su padre. Empezó la misa. Mantenía la
espalda erguida —cuando estaba solo,
apoyaba el trasero en el banco— y
saboreaba la idea de venganza, una
venganza dolorosa y sutil. A su lado, su
padre le pedía a Dios que perdonara a
Rudolph, y también pedía perdón por su
arrebato de ira. Miró de reojo a su hijo,
y se sintió más tranquilo al ver que ya no
tenía la cara tensa, de rabia, y que había
dejado de sollozar. La gracia de Dios,
inherente al Sacramento, haría el resto, y
quizá, después de la misa, todo iría
mejor. En su corazón estaba orgulloso
de Rudolph, y empezaba a sentirse
sinceramente arrepentido, no sólo
formalmente, de lo que había hecho.
Habitualmente el paso de la bandeja
para la colecta era para Rudolph un
momento muy importante de la misa. Si,
como sucedía a menudo, no tenía dinero,
se sentía avergonzado e irritado, e
inclinaba la cabeza y fingía no ver la
bandeja, para que Jeanne Brady, en el
banco vecino, no se diera cuenta y no
sospechara un caso grave de indigencia
familiar. Pero aquel día miró fríamente
la bandeja mientras pasaba ante sus
ojos, casi rozándolo, y advirtió con
momentáneo interés que contenía
muchísimas monedas.
Pero, cuando tintineó la campanilla
para la comunión, se estremeció. No
existía ningún motivo para que Dios no
le parara el corazón. Durante las últimas
doce horas había cometido una serie de
pecados mortales, a cual más grave, y
ahora iba a rematar la serie con un
sacrilegio blasfemo.
—Domine, non sum dignum; ut
interés sub tectum rneum; sed tantum dic
verbum, et sanabitur anima mea.
Hubo un rumor, movimiento en los
bancos, y los comulgantes desfilaron
hacia el altar con los ojos bajos y las
manos juntas. Los más piadosos unían
las puntas de los dedos para formar
pequeñas cúpulas. Entre ellos estaba
Carl Miller. Rudolph lo siguió hasta el
comulgatorio y se arrodilló, apoyando,
sin darse cuenta, la barbilla en el mantel
blanco. La campanilla tintineó con
fuerza y el sacerdote se volvió hacia los
comulgantes sosteniendo la Hostia
blanca sobre el copón:
—Corpus Domini nostri Jesu
Christi custodiat animam tuam in vitam
aeternam.
Un sudor frío cubrió la frente de
Rudolph cuando empezó la comunión. El
padre Schwartz avanzaba por la fila, y
Rudolph, que cada vez tenía más ganas
de vomitar, sintió cómo las válvulas de
su corazón desfallecían por voluntad de
Dios. Le pareció que la iglesia se
oscurecía y que la cubría un gran
silencio, roto sólo por el confuso
murmullo que anunciaba que se iba
acercando el Creador del Cielo y de la
Tierra. Hundió la cabeza entre los
hombros y esperó el golpe.
Entonces sintió un fuerte codazo en
el costado. Su padre le daba con el codo
para que se mantuviera derecho y no se
apoyara en el comulgatorio; faltaban dos
personas para que llegara el sacerdote.
—Corpus Domini nostri Jesu
Christi custodiat animam tuam in vitam
aeternam.
Rudolph abrió la boca. Sintió sobre
la lengua el pegajoso sabor a cera de la
hostia. Permaneció inmóvil durante un
periodo de tiempo le pareció
interminable, con la cara todavía
levantada y la Hostia intacta en la boca,
sin disolverse. Y otra vez lo espabiló el
codo de su paje y vio que la gente se
alejaba del altar, como hojarasca, y, con
los ojos bajos, sin mirar a ninguna parte,
volvía a los bancos, a solas con Dios.
Rudolph estaba a solas consigo
mismo, empapado en sudor, hundido en
el pecado mortal. Mientras volvía a su
sitio, sus pezuñas de demonio resonaron
con fuerza contra el suelo de la iglesia, y
supo que llevaba en el corazón un
veneno negro.
V.

Sagitta Volante in Dei

El precioso chiquillo de ojos como


piedras azules y pestañas que se abrían
como pétalos había terminado de
confesarle al padre Schwartz su pecado,
y el rectángulo de sol en el que se
sentaba había recorrido en la habitación
el espacio de media hora. Ya estaba
menos asustado: se había librado del
peso de su historia, y lo notaba. Sabía
que mientras estuviera en aquella
habitación, con aquel sacerdote, Dios no
le pararía el corazón, así que suspiró y
permaneció sentado, en silencio, a la
espera de que el sacerdote hablara.
Los ojos fríos y húmedos del padre
Schwartz seguían fijos en los dibujos de
la alfombra, donde el sol resaltaba las
esvásticas y los pámpanos muertos y
estériles y la pálida copia de unas
flores. El tictac del reloj del recibidor
sonaba con insistencia camino del
atardecer, y la habitación oscurecida y
la tarde tras los cristales traían una
monotonía irremediable, rota de vez en
cuando por los golpes lejanos de un
martillo, que resonaban en el aire seco.
Los nervios del sacerdote estaban
tensos, a punto de saltar, y las cuentas de
su rosario se arrastraban y retorcían
como serpientes sobre el paño verde del
escritorio. No recordaba lo que tenía
que decir.
Más allá de cuanto existía en aquella
perdida ciudad sueca, era consciente de
los ojos de aquel chiquillo: unos ojos
preciosos, de pestañas que parecían
nacer sin ganas, curvándose hacia atrás
como si quisieran volver a los ojos.
El silencio persistía, y Rudolph
esperaba, y el sacerdote se esforzaba en
recordar algo que se le iba, se le iba
cada vez más lejos, y el tictac del reloj
resonaba en la casa triste. Entonces el
padre Schwartz miró fijamente al chico
y, con una voz rara, dijo:
—Cuando mucha gente se reúne en
los sitios mejores, las cosas
resplandecen.
Rudolph se sobresaltó y miró al
padre Schwartz.
—Digo que… —empezó a hablar el
sacerdote, y se interrumpió para
escuchar algo—. ¿Oyes el martillo y el
tictac del reloj y las abejas? Bueno, eso
no significa nada. Lo importante es
reunir a mucha gente en el centro del
mundo, dondequiera que esté el centro
del mundo. Entonces —y sus ojos
húmedos se dilataron maliciosamente—
las cosas resplandecen.
—Sí, padre —asintió Rudolph,
sintiendo un poco de miedo.
—¿Qué vas a ser cuando seas
mayor?
—Bueno, antes quería ser jugador de
béisbol —respondió Rudolph, nervioso
—, pero no creo que eso sea demasiado
ambicioso, así que quiero ser actor u
oficial de marina.
El sacerdote volvía a mirarlo
fijamente.
—Sé exactamente lo que quieres
decir —dijo con aire feroz.
Rudolph no quería decir nada en
particular y las palabras del sacerdote
lo hicieron sentirse más incómodo.
«Este hombre está loco», pensó, «y
me da miedo. Quiere que lo ayude, no sé
cómo, pero yo no quiero».
—Por tu aspecto, se diría que las
cosas relucen —exclamó el padre
Schwartz incoherentemente—. ¿Has ido
alguna vez a una fiesta?
—Sí, padre.
—¿Te diste cuenta de que todo el
mundo iba bien vestido? Eso es lo que
quiero decir. Cuando llegaste a la fiesta,
seguro que todos iban bien vestidos. Y a
lo mejor dos niñas esperaban en la
puerta y algunos chicos se apoyaban en
el pasamanos de la escalera, y había
jarrones llenos de flores.
—He ido a muchas fiestas —dijo
Rudolph, aliviado por el rumbo que
tomaba la conversación.
—Claro que sí —continuó el padre
Schwartz con aire triunfal—. Sé que
estás de acuerdo conmigo. Pero mi
teoría es que, cuando mucha gente
coincide en los sitios mejores, las cosas
resplandecen sin cesar.
Rudolph se dio cuenta de que estaba
pensando en Blatchford Sarnemington.
—Por favor, ¡escúchame! —ordenó
el sacerdote con impaciencia—. Deja de
preocuparte por lo que pasó el sábado.
Sólo en el supuesto de que existiera una
fe absoluta, la apostasía implicaría la
absoluta condenación. ¿Está claro?
Rudolph no tenía la menor idea de lo
que el padre Schwartz quería decir, pero
asintió, y el sacerdote asintió también y
volvió a su misteriosa preocupación.
—Sí —exclamó—, hoy existen
luminosos tan grandes como las
estrellas, ¿te das cuenta? Me han
contado que en París, o en otro sitio, hay
un luminoso tan grande como una
estrella. Lo ha visto mucha gente, mucha
gente feliz. Hoy día hay cosas que ni
siquiera has soñado. Mira —se acercó
más a Rudolph, pero el chico retrocedió,
y el padre Schwartz volvió a retreparse
en su sillón, con los ojos secos y
ardientes—. ¿Has visto alguna vez un
parque de atracciones?
—No, padre.
—Bueno, ve a ver un parque de
atracciones —el sacerdote movió
vagamente la mano—. Es parecido a una
feria, sólo que con muchas más luces. Ve
de noche a un parque de atracciones y
obsérvalo a distancia desde la
oscuridad, bajo los árboles oscuros.
Verás una gran rueda hecha de luces que
gira en el aire, y un tobogán inmenso por
donde se deslizan barcas hasta el agua.
Y en algún sitio está tocando una
orquesta, y hay un olor a almendras
garrapiñadas… Y todo brilla. Y,
¿sabes?, no te recordará a nada. Flotará
en la noche como un globo de colores,
como un gran farol amarillo colgado de
un mástil.
El padre Schwartz frunció el
entrecejo mientras, de repente, se le
ocurría algo.
—Pero no te acerques demasiado —
le advirtió—, porque, si te acercas
demasiado, sólo sentirás el calor, el
sudor y la vida.
Todas aquellas palabras le parecían
a Rudolph extraordinariamente raras y
terribles porque aquel hombre era un
sacerdote. Allí estaba, sentado, medio
muerto de miedo, mirando fijamente con
los ojos muy abiertos, preciosos, al
padre Schwartz. Pero, bajo el miedo,
sentía que sus más íntimas convicciones
habían sido confirmadas. En alguna
parte existía algo inefablemente
maravilloso que no tenía nada que ver
con Dios. Ya no creía que Dios
estuviera disgustado con él por su
primera mentira, porque Dios habría
comprendido que Rudolph había
mentido para hacer la confesión más
interesante, añadiendo a la nimiedad de
sus pecados algo radiante, un poco de
orgullo. Y, en el preciso instante en que
proclamaba su honor inmaculado, un
estandarte de plata ondeaba al viento en
algún sitio, entre el crujir del cuero y el
fulgor de las espuelas de plata, y una
tropa de caballeros esperaba el
amanecer en una colina verde. El sol
encendía estrellas de luz en sus
armaduras como en el cuadro de los
coraceros alemanes en Sedán que había
en su casa.
Pero ahora el sacerdote murmuraba
palabras ininteligibles, doloridas, y el
chico empezó a sentir un miedo
incontrolable. El miedo entró de pronto
por la ventana abierta y la atmósfera de
la habitación cambió. El padre Schwartz
cayó bruscamente de rodillas,
desplomado, y ahora apoyaba la espalda
contra una silla.
—Dios mío —gritó, con una voz
extraña, antes de derrumbarse.
Y de las ropas gastadas del
sacerdote se desprendió una opresión
humana, y se mezcló con el leve olor de
la comida que se pudría en los rincones.
Rudolph lanzó un grito y abandonó el
lugar corriendo, aterrorizado, mientras
el hombre yacía inmóvil, llenando la
sala, llenándola de voces y rostros, una
multitud de voces, pura ecolalia, hasta
que estalló una carcajada aguda e
inacabable.
Al otro lado de la ventana el siroco
azul temblaba sobre el trigo, y chicas
rubias paseaban sensualmente por los
caminos que unían los campos,
gritándoles frases inocentes y excitantes
a los muchachos que trabajaban en los
trigales. Bajo los vestidos de algodón se
adivinaba la forma de las piernas, y el
borde de los escotes estaba tibio y
húmedo. Hacía ya cinco horas que la
vida fértil y caliente ardía en la tarde.
Dentro de tres horas sería de noche, y en
toda la región aquellas rubias nórdicas y
aquellos altos muchachos de las granjas
se tenderían junto al trigo, bajo la luna.
Rags Martin-Jones y
el Príncipe de Gales

Rags Martin-Jones y el
Príncipe de Gales fue
publicado en Mc-Call’s (julio
de 1924) e incluido en All the
Sad Young Man. Aparte de su
calidad como relato, es
interesante como recreación
de El pirata de la costa.
Ambos relatos tratan en clave
humorística un tema central en
la obra de Fitzgerald: la
capacidad de la imaginación
para transformar la realidad.

I.

El Majestic entró suave y


silenciosamente en el puerto de Nueva
York una mañana de abril. Despreció a
los remolcadores y a los
transbordadores lentos como tortugas,
hizo un guiño a una pequeña
embarcación joven y llamativa, y apartó
de su camino a un barco de ganado con
el estridente silbido de un chorro de
vapor. Luego atracó en su dársena
particular con los aspavientos de una
señora gorda al sentarse y anunció
complacido que acababa de llegar de
Cherburgo y Southampton con los
pasajeros más distinguidos del mundo.
Los pasajeros más distinguidos del
mundo permanecían en cubierta y
saludaban estúpidamente con la mano a
los pobres familiares que esperaban en
el muelle unos guantes traídos de París.
Hacía mucho que una gran pasarela
había conectado el Majestic con
Norteamérica cuando el transatlántico
empezó a vomitar a los pasajeros más
distinguidos del mundo, que resultaron
ser Gloria Swanson, dos empleados del
departamento de compras de Lord &
Taylor, el ministro de Hacienda de
Graustark con una propuesta para
financiar la deuda, y un rey africano que
llevaba todo el invierno intentando
desembarcar en algún sitio y sentía un
mareo horroroso.
Los fotógrafos trabajaban
febrilmente mientras el río de pasajeros
desembocaba en el muelle. Se produjo
un estallido de aplausos y vítores
cuando aparecieron en sendas camillas
dos individuos del Medio Oeste que la
noche anterior habían estado bebiendo
hasta perder el sentido.
Poco a poco el muelle se fue
quedando vacío, pero, cuando la última
botella de Benedictine alcanzó la orilla,
los fotógrafos aún permanecían en sus
puestos. Y el oficial encargado del
desembarco seguía al pie de la pasarela,
y consultaba su reloj y echaba un vistazo
a cubierta como si una parte importante
del pasaje continuara a bordo. Por fin
los mirones del muelle lanzaron una
interminable exclamación de asombro
cuando un numeroso séquito empezó a
descender de la cubierta B.
Abrían la marcha dos criadas
francesas que llevaban en brazos dos
perritos pelirrojos, seguidas por un
regimiento de mozos, ciegos e invisibles
bajo innumerables ramos de flores, otra
criada con un huerfanito de ojos tristes
al gusto francés y, pegado a sus talones,
el segundo oficial arrastrando tres
perros lobos neurasténicos con gran
desgana de unos y otro.
Una pausa. Y entonces el capitán, sir
Howard George Witchcraft, apareció en
la borda, acompañado de lo que bien
podía ser un montón de magníficas
pieles de zorro plateado.
¡Rags Martin-Jones, después de
cinco años en las capitales de Europa,
volvía a su tierra natal!
Rags Martin-Jones no era un perro.
Era una mezcla de chica y flor, y, al
estrechar la mano del capitán sir
Howard George Witchcraft, sonrió como
si acabaran de contarle el más reciente y
picante chiste del mundo. La gente que
aún no había abandonado el muelle
sintió el temblor de aquella sonrisa en el
aire de abril y se volvió a mirarla.
Descendió despacio por la pasarela.
Llevaba el sombrero, un experimento
caro e incomprensible, aplastado bajo el
brazo, así que su corto pelo de chico,
pelo de presidiaría, intentaba en vano
ondear al viento del puerto. Su cara era
como una mañana de boda, salvo por un
detalle: un ridículo monóculo le cubría
un ojo claro, azul, infantil. A cada paso
las pestañas, muy largas, le arrancaban
el monóculo, y ella reía, con una risa
feliz y aburrida, y se ponía el monóculo
arrogante en el otro ojo.
¡Top! Sus cuarenta y siete kilos de
peso llegaron al muelle, que pareció
tambalearse e inclinarse ante la
impresión de su belleza. Algunos
estibadores perdieron el conocimiento.
Un tiburón grande y sentimental que
había seguido al transatlántico saltó
desesperado para volver a verla antes
de zambullirse con el corazón roto, de
retorno a las profundidades marinas.
Rags Martin-Jones acababa de regresar
a casa.
Ningún miembro de su familia había
ido a esperarla, por la sencilla razón de
que ella era el único miembro de su
familia que seguía vivo. En 1913 sus
padres habían preferido hundirse juntos
en el Titanic antes que separarse, y una
niña de diez años había heredado el
patrimonio de los Martin-Jones. Fue lo
que se dice una pena.
A Rags Martin-Jones (todo el mundo
había olvidado su verdadero nombre
hacía años) la estaban fotografiando
ahora desde todos los ángulos. El
monóculo insistía en caérsele, y ella
seguía riendo y bostezando y poniéndose
otra vez el monóculo, así que era
imposible obtener una imagen clara,
excepto las que filmaba una cámara de
cine. Entre los fotógrafos había un joven
guapo y despistado, con la llama casi
voraz del amor ardiéndole en los ojos,
que había ido a esperarla al muelle. Se
llamaba John M. Chestnut, ya había
escrito la historia de su triunfo en los
negocios para el American Magazine, y
estaba enamorado sin esperanza de Rags
desde los días en que ella, como las
mareas, había caído bajo la influencia
de la luna de verano.
Cuando por fin Rags se dio cuenta
de su presencia, camino de la salida del
puerto, lo miró sin inmutarse, como si no
lo hubiera visto en su vida.
—Rags —empezó él—, Rags…
—¿Eres John M. Chestnut? —
preguntó, examinándolo con gran interés.
—¡Por supuesto! —exclamó,
enfadado—. ¿Estás intentando aparentar
que no me conoces? ¿No me has escrito
para pedirme que venga a esperarte?
Ella se echó a reír. Un chófer había
aparecido a su lado, y Rags se quitaba el
abrigo entre contorsiones, dejando al
descubierto un vestido a cuadros
grandes y llamativos, azules y grises. Se
agitó como un pájaro mojado.
—Tengo un montón de porquerías
que declarar —comentó distraídamente.
—Yo, también —dijo Chestnut,
angustiado—, y lo primero que quiero
declarar es que te he querido, Rags,
cada minuto desde que te fuiste.
Rags lo detuvo con un gruñido.
—¡Por favor! Había algunos chicos
norteamericanos en el barco. Ese tema
ya me aburre.
—¡Dios mío! —exclamó Chestnut—.
¿Quieres decir que le das a mi amor la
misma importancia que a lo que te hayan
podido decir en un barco?
Había elevado la voz, y alguna gente
se volvió para mirar.
—Shhh —le regañó ella—. No
quiero montar un espectáculo. Si quieres
que salga contigo mientras esté aquí,
tendrás que ser menos violento.
Pero John M. Chestnut parecía
incapaz de controlar su voz.
—¿Quieres decir —la voz le
temblaba, y seguía elevándose— que
has olvidado lo que me dijiste en este
mismo muelle un jueves, hace
exactamente cinco años?
La mitad de los pasajeros del
transatlántico miraba ahora la escena en
el muelle, y otro pequeño remolino de
curiosos se asomaba a la puerta de la
aduana.
—John —su indignación iba en
aumento—, si vuelves a levantarme la
voz, me ocuparé de que no te falten
oportunidades de enfriar tu ánimo. Voy
al Hotel Ritz. Recógeme allí esta tarde.
—Pero… ¡Rags! —protestó con la
voz quebrada—. ¡Escucha! Hace cinco
años…
Entonces los mirones del muelle
tuvieron el gusto de presenciar un
curioso espectáculo: una dama
bellísima, con un vestido a cuadros
grises y azules, dio un decidido paso al
frente para agarrar a un joven muy
nervioso que tenía al alcance de la
mano.
El joven emprendió la retirada y
buscó instintivamente donde apoyar el
pie, pero, encontrando el vacío,
descendió apaciblemente los diez
metros de altura del dique y se hundió
con estruendo, no sin dar una voltereta
poco airosa, en las aguas del río
Hudson.
Sonó un grito de alarma, y hubo un
tumulto en el muelle hasta que su cabeza
salió a flote. Nadaba con facilidad, y,
dándose cuenta de esto, la joven que, al
parecer, había sido la causa del
accidente se inclinó sobre la dársena y
formó un megáfono con las manos.
—Estaré en el hotel a las cuatro y
media —gritó.
Y con un alegre movimiento de la
mano, que el caballero hundido no pudo
devolver, se ajustó el monóculo, lanzó
una mirada arrogante a la multitud y
abandonó el lugar de los hechos con
absoluta tranquilidad.

II.
Los cinco perros, las tres criadas y
el huérfano francés estaban instalados en
la mayor suite del Ritz, y Rags retozaba
perezosamente en una bañera vaporosa,
fragante de hierbas, donde dormitó casi
una hora. Acabada aquella tarea,
celebró varias entrevistas de negocios:
recibió al masajista, a la manicura y a un
peluquero de París que le devolvió al
corte de pelo su longitud propia de
criminales. Cuando John M. Chetsnut
llegó a las cuatro se encontró con media
docena de abogados y banqueros, los
administradores del fideicomiso de los
Martin-Jones, que esperaban en el
vestíbulo. Llevaban allí desde la una y
media, y habían alcanzado un estado de
nerviosismo evidente.
Tras ser sometido a un riguroso
examen por una de las criadas, quizá
para asegurarse de que estaba
absolutamente sobrio, John fue
conducido inmediatamente a presencia
de mademoiselle. Mademoiselle estaba
en su dormitorio, tumbada en la chaise-
longue entre dos docenas de
almohadones de seda que la
acompañaban a todas partes. John entró
en la habitación algo cohibido y la
saludó con una ceremoniosa reverencia.
—Tienes mejor aspecto —dijo
Rags, incorporándose entre los
almohadones y observándolo con ojos
escrutadores—. Has recuperado el
color.
John le agradeció fríamente el
cumplido.
—Deberías salir todas las
mañanas… —y luego,
intempestivamente, anunció—: Mañana
vuelvo a París.
John Chestnut respiraba con
dificultad.
—Ya te escribí que no pensaba
quedarme en ningún caso más de una
semana —añadió.
—Pero, Rags…
—¿Y por qué iba a quedarme? En
Nueva York no conozco a nadie que sea
divertido.
—Pero, Rags, ¿no puedes darme una
oportunidad? ¿No te podrías quedar…
diez días, por ejemplo, para conocerme
un poco?
—¡Conocerte! —su tono daba a
entender que John era ya un libro abierto
y muy manoseado—. Me gustaría
encontrar un hombre capaz de tener un
gesto de valor, de galantería.
—¿Quieres decir que te gustaría que
me convirtiera en una pantomima?
Rags dejó escapar un suspiro de
disgusto.
—Quiero decir que no tienes ni
chispa de imaginación —Je explicó con
paciencia—. Los norteamericanos no
tienen imaginación París es la única gran
ciudad donde puede respirar una mujer
civilizada.
—¿No me tienes ningún cariño?
—No hubiera atravesado el
Atlántico para verte si no te lo tuviera.
Pero en cuanto les eché un vistazo a los
norteamericanos que viajaban en el
barco, me di cuenta de que no podría
casarme con un norteamericano.
Acabaría detestándote, John, y la única
alegría que encontraría en el matrimonio
sería la alegría de destrozarte el
corazón.
Empezó a serpentear entre los
cojines hasta casi desaparecer de su
vista.
—He perdido el monóculo —
explicó.
Después de buscar infructuosamente
en las profundidades de seda, descubrió
el cristal fugitivo, colgándole del cuello,
a su espalda.
—Quisiera querer a alguien, estar
enamorada —continuó, volviéndose a
colocar el monóculo en el ojo de niña
—. En Sorrento, la primavera pasada,
estuve a punto de fugarme con un raja
indio, pero era demasiado moreno, y una
de sus otras mujeres me caía
terriblemente antipática.
—¡No digas más tonterías! —gritó
John, ocultando la cara entre las manos.
—Bueno, no me casé con él —
protestó Rags—. Pero tenía mucho que
ofrecerme. Era la tercera fortuna del
Imperio Británico. Por cierto, ¿eres
rico?
—No tan rico como tú.
—Eso es verdad. ¿Qué puedes
ofrecerme?
—Amor.
—¡Amor! —volvió a desaparecer
entre los cojines—. Mira, John, para mí
la vida es una serie de tiendas
resplandecientes con un vendedor a la
puerta frotándose las manos y diciendo:
«Utilice nuestros servicios. Somos la
mejor tienda del mundo». Y yo entro a
comprar con mi monedero lleno de
belleza, dinero y juventud. «¿Qué vende
usted?», le pregunto, y el comerciante se
frota las manos y dice: «Bueno,
mademoiselle, hoy tenemos un amor
absolutamente maravilloso». A veces no
le queda en el almacén, pero, en cuanto
se da cuenta de que me sobra el dinero,
manda a buscarlo a donde sea. Ah,
siempre me da amor antes de que me
vaya, y gratis. Ésa es mi única venganza.
John Chestnut se levantó
desesperado y dio un paso hacia la
ventana.
—No te tires —exclamó Rags
inmediatamente.
—Como quieras —lanzó el
cigarrillo a la avenida Madison.
—Tú no tienes la culpa —dijo Rags
con voz más dulce—. Aunque seas
aburrido y soso, te tengo más cariño del
que me gusta reconocer. Pero la vida
sigue. Y nunca pasa nada.
—Pasan muchas cosas —insistió
John—. Hoy se ha producido un
asesinato intelectual en Hoboken y un
suicidio por poderes en Maine. El
Congreso debate una ley para esterilizar
a los agnósticos…
—El humor no me interesa —
respondió Rags—, pero por el amor y
las aventuras siento una predilección
casi atávica. Mira, John, el mes pasado,
durante una cena, en mi misma mesa, dos
hombres se jugaron a cara o cruz el
reino de Schwartzberg-Rhineminster. En
París conocí a un tal Blutchdak que
había sido el auténtico provocador de la
guerra mundial y tenía planeada otra
para dentro de dos años.
—Bueno, aunque sólo sea para darte
un respiro, sal conmigo esta noche —
dijo John, tenaz.
—¿Adónde? —preguntó Rags con
desdén—. ¿Crees que todavía me hacen
ilusión una sala de fiestas y una botella
de algún licor azucarado? Prefiero mis
propios sueños en colores.
—Te llevaré al sitio más excitante
de la ciudad.
—¿Sí? ¿Qué tiene de especial?
Dime qué tiene de especial.
Entonces John Chestnut expulsó una
gran bocanada de aire y miró con
cautela a su alrededor, como si temiera
que pudiesen oírlo.
—Bueno, para serte sincero —dijo
en voz baja, preocupado—, si alguien se
enterara, podría ocurrirme algo terrible.
Rags se incorporó y los
almohadones cayeron a su alrededor
como hojas.
—¿Estás insinuando que hay algo
turbio en tu vida? —exclamó, a punto de
echarse a reír—. ¿Esperas que me lo
crea? No, John, diviértete tú haciendo
siempre las mismas cosas trilladas,
siempre las mismas.
Su boca, una rosa insolente y
pequeña, dejó caer las palabras como si
fueran espinas. John cogió de la silla el
sombrero, el abrigo y el bastón.
—Por última vez, ¿quieres salir
conmigo esta noche y ver… lo que haya
que ver?
—¿Qué voy a ver? ¿A quién hay que
ver? ¿Hay alguien en este país a quien
merezca la pena ver?
—Bueno —dijo flemáticamente—,
por ejemplo, al príncipe de Gales.
—¿Ha vuelto a Nueva York? —
abandonó de un salto la chaise-longue.
—Llega esta noche. ¿Te gustaría
verlo?
—¿Que si me gustaría? Nunca lo he
visto. No he coincidido con él en ningún
sitio. Daría un año de mi vida por verlo
una hora —le temblaba la voz de
emoción.
—Ha estado en Canadá. Llega de
incógnito esta tarde para asistir al gran
campeonato de boxeo. Y resulta que sé
adónde va a ir esta noche.
Rags lanzó un grito agudo,
arrebatado:
—¡Dominic! ¡Louise! ¡Germaine!
Las tres criadas entraron a la
carrera. La habitación se llenó de pronto
de vibraciones de una luz exagerada y
frenética.
—¡Dominic, el coche! —gritó Rags
en francés—. Perfume Saint Raphael, y
mi vestido dorado y los zapatos con los
tacones de oro auténtico. También las
perlas grandes, todas las perlas, y ese
diamante que es como un huevo, y las
medias con bordados de zafiros.
Germaine, llama al salón de belleza
inmediatamente. Preparad el baño otra
vez, más frío que el hielo y con mucha
leche de almendras. Dominic, vuela a
Tiffany, como un rayo, antes de que
cierren. Búscame un prendedor, un
medallón, una diadema, cualquier cosa,
lo que sea, con el escudo de armas de
los Windsor.
Manoseaba torpemente los botones
del vestido, que le resbaló por los
hombros en el instante en que John daba
rápidamente media vuelta, camino de la
salida.
—¡Orquídeas! —exclamó Rags—.
¡Orquídeas, por amor de Dios! Cuatro
docenas, para que pueda elegir cuatro.
Y las criadas revoloteaban por la
habitación como pájaros asustados.
—Perfume, Saint Raphael, abre la
maleta de los perfumes; trae mis martas
rosa, y mis ligas de diamantes, y el
aceite de oliva para las manos. Dame
eso. ¡Eso también, y eso, ah, y eso!
Digno y pudoroso, John Chestnut
cerró la puerta a sus espaldas. Los seis
fideicomisarios aún atestaban el
recibidor, adoptando distintas posturas
de cansancio, aburrimiento, resignación
y desesperación.
—Caballeros —anunció John
Chestnut—, me temo que la señorita
Martin-Jones está demasiado cansada
después del viaje para hablar con
ustedes esta tarde.

III.

—Este lugar se llama, por ninguna


razón especial, el Agujero del Cielo.
Rags miró a su alrededor. Estaban en
una terraza completamente abierta a la
noche de abril. Sobre sus cabezas
titilaban heladas las auténticas estrellas
y, a occidente, la luna era una astilla de
hielo en la oscuridad. Pero hacía tanto
calor como en junio, y las parejas
cenaban o bailaban sobre la pista de
cristal opaco indiferentes a las
inclemencias del cielo.
—¿Por qué hace calor? —murmuró
Rags, camino de una mesa.
—Es un invento nuevo para
mantener el aire caliente. No sé cómo lo
consiguen, pero me consta que
mantienen la misma temperatura que
ahora incluso en pleno invierno.
—¿Dónde está el príncipe de Gales?
—preguntó, inquieta.
John miró alrededor.
—No ha llegado todavía. Llegará
dentro de una media hora.
Rags suspiró profundamente.
—Es la primera vez que me pongo
nerviosa desde hace cuatro años.
Cuatro años: un año menos que el
tiempo que él llevaba queriéndola. John
se preguntaba si Rags, a los dieciséis
años, una niña preciosa y alocada que
pasaba las noches en restaurantes con
oficiales que tenían que partir hacia
Brest al día siguiente, perdiendo el
hechizo de la vida demasiado pronto en
los viejos, tristes y patéticos días de la
guerra, había sido tan adorable como en
aquel momento, bajo aquellas luces
ambarinas y aquel cielo oscuro. Desde
los ojos expectantes a los tacones de sus
minúsculos zapatos, adornados con tiras
de plata y oro de ley, era como uno de
esos transatlánticos maravillosos que se
construyen pieza a pieza dentro de una
botella. Había sido acabada con el
mismo cuidado, como si un especialista
de la fragilidad hubiera dedicado su
vida a construirla. John Chestnut quería
cogerla, tenerla en la mano, darle
vueltas, examinar la punta de un zapato o
el filo de una oreja o mirar de cerca el
material mágico con el que habían sido
hechas sus pestañas.
—¿Quién es ése? —Rags señaló con
el dedo a un apuesto latino que ocupaba
una de las mesas.
—Es Roderigo Minerlino, la estrella
de cine, el de los anuncios de crema
facial. Quizá baile luego un rato.
Rags advirtió de repente el sonido
de los violines y los tambores, pero la
música parecía venir de muy lejos:
parecía flotar sobre la noche vigorizante
y sobre la pista, lejana como un sueño.
—La orquesta toca en otra terraza —
explicó John—. Es una idea nueva.
Mira, empieza el espectáculo.
Por una entrada oculta, una chica
negra, delgada como un junco, emergió
de repente en un círculo de luz barbárica
y chillona: descendió
sobrecogedoramente la música a un
enloquecido tono menor, y la chica
empezó a cantar una canción rítmica y
trágica. Su cuerpo de junco pareció
quebrarse bruscamente, e inició unos
pasos de baile lentos e inacabables, sin
destino y sin esperanza, como el fracaso
de un sueño salvaje y desbaratado.
Había perdido a Papa Jack, se quejaba y
quejaba con histérica monotonía,
desconsolada pero sin resignación. Uno
por uno, los estrepitosos instrumentos de
metal intentaban arrancarla del
persistente ritmo de locura, pero sólo
oía el rumor de los tambores que la
aislaban en algún lugar perdido en el
tiempo, entre miles de años olvidados.
Cuando cesó el flautín, volvió a
reducirse a una finísima línea morena,
gimió con terrible y cortante intensidad,
y se desvaneció en la oscuridad súbita.
—Si vivieras en Nueva York,
sabrías perfectamente quién es —dijo
John cuando volvió a brillar la luz
ambarina—. Ahora actúa Sheik B.
Smith, uno de esos humoristas necios y
charlatanes que…
Calló. En el instante en que las luces
se desvanecían para el segundo número,
Rags había suspirado profundamente,
inclinándose hacia delante en su silla.
Sus ojos estaban inmóviles como los de
un pointer, y John comprobó que se
habían fijado en un grupo que acababa
de entrar por una puerta lateral y elegía
una mesa en la penumbra.
Las palmeras resguardaban la mesa,
y al principio Rags sólo vislumbró tres
formas confusas. Luego distinguió una
cuarta figura que parecía estar situada a
propósito tras las otras tres: el óvalo
pálido de un rostro coronado por un
tenue resplandor de pelo rubio.
—¡Mira! —exclamó John—. Ahí
está Su Majestad.
La respiración de Rags pareció
extinguirse en la garganta con un
susurro. Apenas si veía al humorista
que, en un fulgor de luz blanca en la
pista de baile, acababa de hablar;
apenas si oía el constante rumor de risas
que llenaba el aire. Pero sus ojos
continuaban inmóviles, encantados.
Había visto cómo uno de los miembros
del grupo se inclinaba y murmuraba algo
a otro, y, tras el humilde resplandor de
una cerilla, el ascua de un cigarrillo
brilló en la penumbra, al fondo. Perdió
la noción del tiempo. Entonces algo se
interpuso ante sus ojos, algo blanco,
algo terriblemente urgente, y fue como si
la sacudieran, y bruscamente se encontró
bajo la luz de un foco, en el centro de un
reducido círculo de luz. Empezó a ser
consciente de que le hablaban desde
alguna parte, de que una rápida estela de
risas se extendía por la terraza, pero la
luz la cegaba, e instintivamente hizo
ademán de levantarse de la silla.
—Quédate sentada —le cuchicheó
John a través de la mesa… Eligen a
alguien cada noche para este número.
Entonces se dio cuenta: era el
humorista, Sheik B. Smith. Le hablaba,
le explicaba algo que parecía
increíblemente gracioso a todo el
mundo, pero que para sus oídos sólo era
un rumor impreciso, confuso.
Instintivamente había controlado la
expresión de su cara al primer impacto
de la luz y ahora sonreía: era una
demostración de su extraordinario
dominio de sí misma. Insinuaba con
aquella sonrisa una enorme indiferencia,
como si no tuviera conciencia de la luz
ni de los esfuerzos del humorista por
aprovecharse de su belleza, pero como
si se riera de ese individuo,
infinitamente lejano, que con el mismo
éxito podría haber lanzado sus dardos a
la luna. Ya no era una dama: una dama
hubiera reaccionado de manera violenta,
lamentable o ridícula; Rags se limitó a
ser absolutamente consciente de su
propia belleza impenetrable, sentada
allí, resplandeciente, hasta que el
cómico empezó a sentirse solo, más solo
que nunca. Hizo una señal y el foco se
apagó de repente. El instante había
acabado.
El instante había acabado. El cómico
abandonó la pista y volvió la música
lejana. John se inclinó hacia ella.
—Lo siento. No se podía hacer
nada. Has estado maravillosa.
Rags dio por concluido el incidente
con una risa despreocupada, y de pronto
se sobresaltó: ahora sólo había dos
hombres sentados a la mesa del otro
lado de la pista.
—¡Se ha ido! —exclamó, con
repentina angustia.
—No te preocupes: volverá. Tiene
que ser terriblemente precavido, ya
sabes, seguramente estará esperando
fuera con alguno de sus asistentes hasta
que vuelvan a apagar las luces.
—¿Por qué tiene que ser precavido?
—Porque nadie sabe que está en
Nueva York. Incluso utiliza los apellidos
de una rama poco conocida de la
familia.
Otra vez las luces se hicieron más
tenues, y casi inmediatamente un hombre
alto surgió de la oscuridad y se acercó a
la mesa.
—¿Permiten que me presente? —se
dirigió a John con un arrogante acento
británico—. Lord Charles Este, del
séquito del barón Marchbank.
Miró atentamente a John, como si
quisiera cerciorarse de que apreciaba en
su justo valor lo que significaba aquel
nombre.
John asintió.
—Es confidencial, ya me entiende.
—Por supuesto.
Rags buscó a tientas su copa de
champán, intacta, y la vació de un trago.
—El barón Marchbank solicita que
su acompañante se sume a su séquito
durante el próximo número.
Los dos hombres miraron a Rags.
Hubo un instante de silencio.
—Muy bien —dijo ella, y lanzó una
mirada interrogativa a John, que volvió
a asentir. Se levantó y, con el corazón
latiéndole con fuerza, se abrió paso
entre las mesas de la sala; luego se
esfumó, delgada figura trémula de oro,
entre las mesas en penumbra.

IV.
El número se acercaba a su fin, y
John Chestnut, solo en su mesa, agitaba
la copa de champán en busca de nuevas
burbujas. Y entonces, un segundo antes
de que se encendieran las luces, se oyó
un suave frufrú de ropa dorada, y Rags,
ruborizada, respirando con dificultad, se
sentó a su lado. Las lágrimas le
brillaban en los ojos.
John la miró melancólicamente.
—Bueno, ¿qué ha dicho?
—Estaba muy callado.
—¿No ha dicho una palabra?
A Rags le temblaba la mano cuando
cogió la copa de champán.
—Sólo me miraba en la oscuridad.
Y ha dicho unas cuantas cosas
convencionales. Era como sale en las
fotos, pero parece muy aburrido y
cansado. Ni siquiera me ha preguntado
mi nombre.
—¿Se va de Nueva York esta noche?
—Dentro de media hora. Los está
esperando un coche a la puerta, y
esperan cruzar la frontera antes de que
amanezca.
—¿Te ha parecido… fascinante?
Dudó unos segundos; luego,
despacio, asintió con la cabeza.
—Es lo que dice todo el mundo —
admitió John, taciturno—. ¿Esperan que
vuelvas?
—No lo sé.
Miró indecisa a través de la pista,
pero el célebre personaje había vuelto a
abandonar su mesa, hacia algún refugio
en el exterior. Dejó de mirar, y entonces
un desconocido que llevaba un rato en la
entrada principal se les acercó. Era un
individuo mortalmente pálido, con un
traje arrugado y poco apropiado. Apoyó
una mano temblorosa en el hombro de
John Chestnut.
—¡Monte! —exclamó John, y se
incorporó tan bruscamente que derramó
su champán—. ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
—¡Han encontrado pruebas! —dijo
el joven en un susurro inquietante. Miró
alrededor—. Tengo que hablar contigo a
solas.
John Chestnut se puso en pie de un
salto, y Rags notó que tenía la cara
blanca como la servilleta que llevaba en
la mano. Se disculpó y se retiraron a una
mesa vacía, a un metro de distancia.
Rags los miró con curiosidad un
instante, y luego siguió vigilando la
mesa del otro lado de la pista. ¿Le
habían pedido que esperara? El príncipe
sólo se había levantado, había hecho una
reverencia y se había ido Quizá debería
haber esperado hasta su regreso, pero,
aunque seguía algo tensa por la emoción,
había vuelto a ser, en gran medida, Rags
Martin-Jones. Había satisfecho su
curiosidad, y no tenía ningún otro deseo.
Se preguntaba si lo que ella había
sentido era una verdadera atracción, y se
preguntaba especialmente si el príncipe
había sido sensible a su belleza.
El individuo pálido que se llamaba
Monte desapareció y John volvió a la
mesa. Rags se asustó al descubrir que
había sufrido un cambio extraordinario.
Se derrumbó en la silla como un
borracho.
—¡John! ¿Qué pasa?
En vez de responder, buscó la
botella de champán, pero la mano le
temblaba de tal manera que el líquido
derramado formó un círculo húmedo y
amarillo alrededor de la copa.
—¿Estás bien?
—Rags —dijo, titubeante—, estoy
completamente acabado. —¿Qué quieres
decir?
—Te digo que estoy completamente
acabado —se empeñó en sonreír de un
modo enfermizo—. Se ha dictado una
orden de busca y captura contra mí hace
una hora.
—¿Qué has hecho? —preguntó con
miedo en la voz—. ¿Por qué han dictado
una orden de busca y captura?
Las luces se apagaron para el
siguiente número, y John se derrumbó
sobre la mesa.
—¿Por qué? —insistía ella, cada
vez más preocupada mientras se
inclinaba hacia John, que respondió con
palabras apenas inteligibles—…
¿Asesinato? —Rags sentía cómo se iba
quedando helada como la nieve.
John asintió. Rags lo cogió por los
brazos e intentó reanimarlo,
sacudiéndolo como si fuera una
chaqueta. A John los ojos se le salían de
las órbitas.
—¿Es verdad? ¿Tienen pruebas?
Volvió a asentir con gestos de borracho.
—¡Entonces tienes que salir del país
inmediatamente! ¿Entiendes, John?
Tienes que irte inmediatamente, antes de
que vengan a buscarte —lanzó hacia la
entrada una enloquecida mirada de
terror—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por
qué no haces algo? —miraba a todas
partes con desesperación, y de repente
clavó la mirada en un punto. Tomó aire,
indecisa, y luego murmuró al oído de
John febrilmente—: Si yo lo arreglo, ¿te
irás a Canadá esta noche?
—¿Cómo?
—Yo lo arreglaré, si te tranquilizas
un poco. Te lo dice Rags. ¿De acuerdo,
John? Quiero que te quedes ahí sentado
y no te muevas hasta que yo vuelva.
Un minuto después cruzaba la sala al
amparo de la oscuridad.
—Barón Marchbank —murmuró
suavemente, de pie detrás de una silla.
El barón le indicó con la mano que
se sentara.
—¿Hay sitio en su coche para dos
pasajeros más?
Uno de sus hombres de confianza
reaccionó inmediatamente.
—El coche de Su Señoría está lleno
—dijo escuetamente.
—Es muy urgente —a Rags le
temblaba la voz.
—Bueno, no sé… —dijo el
príncipe, dubitativo.
Lord Charles Este miró al príncipe y
negó con la cabeza.
—No lo considero prudente. Se
trata, en cualquier caso, de un asunto
delicado, y tenemos órdenes en sentido
contrario. Estábamos de acuerdo, como
sabéis perfectamente, en que
evitaríamos complicaciones.
El príncipe frunció el entrecejo.
—No es ninguna complicación —
objetó.
Este se dirigió a Rags sin rodeos.
—¿Por qué es urgente?
Rags titubeó.
—¿Por qué? —se ruborizó—. Es
una fuga, una boda secreta.
El príncipe se echó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó—. No hay
más que decir. Este se limita a cumplir
con su deber. Vaya a buscar a su amigo,
deprisa. Salimos inmediatamente, ¿no es
así?
Este miró su reloj.
—¡Ahora mismo!
Rags salió como un rayo. Quería que
el grupo abandonara la terraza mientras
las luces seguían apagadas.
—¡Deprisa! —dijo al oído de John
—. Vamos a cruzar la frontera… con el
príncipe de Gales. Por la mañana
estarás a salvo.
John la miró con ojos deslumbrados.
Rags pagó la cuenta a toda prisa y,
cogiéndolo del brazo, lo guió con la
mayor discreción posible a la otra mesa,
donde lo presentó con pocas palabras.
El príncipe reconoció su presencia con
un apretón de manos. Sus hombres de
confianza inclinaron la cabeza,
disimulando a duras penas su disgusto.
—Será mejor que nos pongamos en
marcha —dijo Este, mirando con
impaciencia el reloj.
Se estaban levantando, cuando, de
pronto, se produjo una exclamación
general: dos policías y un hombre
pelirrojo, de paisano, acababan de
aparecer en la puerta principal.
—Salgamos —dijo en voz baja Este,
empujando al grupo hacia una salida
lateral—. Parece que aquí va a haber
jaleo.
Blasfemó: otros dos policías
vigilaban aquella puerta. Se detuvieron
indecisos. El hombre de paisano había
empezado una cuidadosa inspección del
público de las mesas.
Este miró severamente a Rags y
luego a John, que buscaban la protección
de las palmeras.
—¿Ese tipo los está buscando a
ustedes? —preguntó Este.
—No —murmuró Rags—. Va a
haber problemas. ¿No podemos salir por
aquella puerta?
El príncipe, con creciente
impaciencia, volvió a sentarse.
—Avisadme cuando estéis
preparados para partir —le sonrió a
Rags—: Creo que todos nos hemos
metido en problemas por culpa de su
cara bonita.
Entonces se encendieron todas las
luces. El hombre de paisano, que no
paraba de dar vueltas, saltó al centro de
la pista de baile.
—¡Que nadie abandone la sala! —
gritó—. ¡Que se siente aquel grupo que
está detrás de las palmeras! ¿Está en la
sala John M. Chestnut?
A Rags se le escapó un grito.
—Allí —ordenó el inspector al
policía de uniforme que lo seguía—.
Échele una ojeada a aquella alegre
pandilla. ¡Manos arriba! ¡Vamos!
—¡Dios mío! —murmuró Este—.
¡Tenemos que salir de aquí! —se volvió
hacia el príncipe—. Es intolerable, Ted.
No es conveniente que te vean aquí. Los
entretendré mientras llegas al coche.
Dio un paso hacia la puerta lateral.
—¡Manos arriba! —gritó el hombre
de paisano—. Y cuando digo manos
arriba, lo digo en serio. ¿Quién de
ustedes es Chesnuts?
—¡Usted ha perdido la cabeza! —
exclamó Este—. Somos súbditos
británicos. No tenemos nada que ver con
este asunto.
Una mujer gritó en algún sitio, y
hubo un movimiento general hacia el
ascensor, un movimiento que se detuvo
en seco ante las bocas de dos pistolas
automáticas. Una chica se derrumbó sin
sentido en la pista de baile, muy cerca
de Rags, y en aquel preciso momento la
música empezó a sonar en otra terraza.
—¡Que pare la música! —vociferó
el hombre de paisano—• ¡Y, rápido,
ponedle las esposas a toda esa pandilla!
Dos policías avanzaron hacia el
grupo y, al mismo tiempo, Este y los
hombres del séquito del príncipe
sacaron sus revólveres, y, protegiendo al
príncipe como mejor pudieron,
comenzaron a abrirse paso poco a poco
hacia uno de los lados de la sala. Sonó
un disparo, y luego otro, seguidos por un
estruendo de plata y porcelana rota:
media docena de comensales habían
volcado sus mesas para agazaparse
rápidamente tras ellas.
Cundió el pánico. Se sucedieron tres
disparos, e inmediatamente estalló una
descarga cerrada. Rags vio cómo Este
disparaba fríamente sobre las ocho luces
amarillas del techo. Una densa humareda
gris empezó a llenar el aire. Como una
extraña y suave música de fondo para
los disparos y los gritos, se oía el
clamor incesante de la lejana orquesta
de jazz.
Entonces, en un minuto, todo acabó.
Un silbido agudo sonó en la terraza, y a
través del humo Rags vio a John
Chestnut que avanzaba hacia el hombre
de paisano, con los brazos extendidos en
señal de rendición. Hubo un último
grito, nervioso, un estruendo
escalofriante como si alguien caminara
por descuido sobre un montón de platos,
y luego un pesado silencio se apoderó
de la terraza, e incluso la música de la
orquesta pareció desvanecerse.
—¡Todo ha terminado! —la voz de
John Chestnut resonó con fuerza en el
aire de la noche—. La fiesta ha
terminado. ¡Todo aquel que quiera,
puede irse a casa!
Continuaba el silencio. Rags pensó
que era el silencio del miedo. El peso
de la culpa había enloquecido a John
Chestnut.
—Ha sido un gran espectáculo —
gritaba—. Quiero daros las gracias a
todos. Si podéis encontrar alguna mesa
que siga en pie, se os servirá todo el
champán que seáis capaces de beberos.
A Rags le pareció que la terraza y
las altas estrellas empezaban de repente
a girar y girar. Vio cómo John cogía la
mano del inspector de policía y la
estrechaba con fuerza, y vio cómo el
inspector sonreía y se guardaba la
pistola en el bolsillo. Volvía a sonar la
música, y la chica que se había
desmayado bailaba ahora con lord
Charles Este en una esquina. John corría
de un lado para otro dándole palmadas
en la espalda a la gente, riendo y
estrechando manos. Luego se acercó a
Rags, alegre e inocente como un niño.
—¿No ha sido maravilloso? —
exclamó.
Rags sintió que la abandonaban las
fuerzas. Buscaba a tientas, a su espalda,
una silla.
—¿Qué ha sido todo esto? —
exclamó, aturdida—. ¿Estoy soñando?
—¡Ni mucho menos! Estás
completamente despierta. Lo he
organizado yo, Rags, ¿no te das cuenta?
¡Me lo he inventado yo! Lo único real
era mi nombre.
Rags se derrumbó sobre John,
aferrándose a las solapas de su
chaqueta, y se hubiera caído al suelo si
John no la hubiera cogido rápidamente
entre sus brazos.
—¡Champán, rápido! —pidió, y
luego le gritó al príncipe de Gales, que
estaba cerca—: ¡Pide mi coche! La
señorita Martin-Jones se ha desmayado
de la emoción.
V.

El rascacielos se alzaba
voluminosamente a lo largo de treinta
pisos de ventanas antes de estrecharse
en un airoso pan de azúcar de
resplandeciente blancura. Luego seguía
ascendiendo treinta metros más
transformándose, para su última y frágil
ascensión hacia el cielo, en una sencilla
torre afilada. En la más alta de sus altas
ventanas Rags Martin-Jones se exponía
a la fuerte brisa mientras contemplaba la
ciudad.
—El señor Chestnut la espera en su
despacho. Obedientemente, sus
pequeños pies atravesaron la alfombra
de una habitación fría y alta que
dominaba el puerto y el ancho mar.
John Chestnut esperaba, sentado a su
escritorio, y Rags se acercó a él y le
echó el brazo por encima del hombros.
—¿Estás seguro de que eres real? —
preguntó, anhelante—. ¿Estás
completamente seguro?
—Sólo me escribiste una semana
antes de llegar —protestó John
humildemente—; si hubiera tenido más
tiempo, habría montado una revolución.
—¿Todo aquello era sólo por mí? —
preguntó Rags—. Todo aquel montaje
absolutamente inútil, maravilloso, ¿fue
sólo por mí?
—¿Inútil? —meditó John—. Bueno,
al principio sí. A última hora invité al
dueño de un gran restaurante, y mientras
tú estabas en la mesa del príncipe le
vendí la idea de la sala de fiestas. John
miró su reloj.
—Resuelvo un último asunto… y
luego tendremos el tiempo justo para
casarnos antes de comer —descolgó el
teléfono—. ¿Jackson? Manda un
telegrama por triplicado a París, Berlín
y Budapest: que localicen en la frontera
polaca a los dos duques falsos que se
jugaban a cara o cruz el reino de
Swartzberg-Rhineminster. Ah, si no baja
la cotización, rebaja el tipo de cambio
al triple cero dos. Otra cosa, ese idiota
de Blutchdak está otra vez en los
Balcanes, intentando desencadenar una
nueva guerra. Dile que tome el primer
barco que salga para Nueva York o
enciérralo en una cárcel griega.
Colgó y se volvió hacia la
sorprendida cosmopolita con una
carcajada.
—La próxima parada es en el
Ayuntamiento. Luego, si quieres, nos
vamos a París.
—John —preguntó Rags con interés
—, ¿quién era el príncipe de Gales?
John esperó a estar en el ascensor,
descendiendo veinte pisos de golpe.
Entonces tocó al ascensorista en el
hombro.
—No tan rápido, Cedric. La señora
no está acostumbrada a descender de las
alturas.
El ascensorista se volvió, sonriendo.
Su cara era pálida, ovalada, enmarcada
en pelo rubio. A Rags se le encendió el
rostro.
—Cedric es de Wessex —explicó
John—. El parecido es, sin exagerar,
asombroso. Los príncipes no son
precisamente discretos, y sospecho que
Cedric pertenece a alguna rama
morganática de la familia real.
Rags se quitó el monóculo del cuello
y pasó el cordón por la cabeza de
Cedric.
—Gracias —dijo Rags— por la
segunda mayor emoción de mi vida.
John Chestnut empezó a frotarse las
manos con ademanes de comerciante.
—Utilice nuestros servicios, señora
—le suplicaba a Rags—. ¡Somos la
mejor tienda de la ciudad!
—¿Qué vende usted?
—Bueno, mademoiselle, hoy
tenemos amor, un amor maravilloso,
maravilloso.
—Envuélvamelo, señor comerciante
—exclamó Rags Martin-Jones—. Me
parece una ganga.
Lo más sensato

Lo más sensato fue


publicado en Liberty el 15 de
julio de 1924 y recogido en
All the Sad Young Men.
Durante 1923 y 1924 Harold
Ober había estado ofreciendo
los cuentos de Fitzgerald a
distintas revistas de gran
difusión con el fin de elevar la
cotización del escritor. Lo más
sensato alcanzó una cotización
de 1750 dólares. Se trata de
un cuento extraordinariamente
logrado perteneciente al grupo
de Gatsby; su tema es el amor
y su pérdida. George O’Kelly
recupera a su amada; pero el
relato termina con la
aceptación de que el amor es
irrepetible, a diferencia de la
creencia de Jay Gatsby de que
podría repetir el pasado. (Los
personajes masculinos de
Fitzgerald son más fieles que
los objetos de su devoción).
Como en muchos cuentos de
Fitzgerald —Sueños de
invierno, por ejemplo—, en
Lo más sensato sucede un
rápido cambio de fortuna que
refleja las experiencias de
Fitzgerald entre 1919 y 1920,
cuando consiguió sus primeros
éxitos y reconquistó a Zelda.

I.

A la hora de la comida, Hora


Fundamental en Estados Unidos, el
joven George O’Kelly ordenó su
escritorio pausadamente y con fingido
aire de interés. Nadie en la oficina debía
notar que tenía prisa, porque el éxito es
cuestión de atmósfera y no conviene
airear que tienes la cabeza a mil
kilómetros de tu trabajo.
Pero, en cuanto salió del edificio,
apretó los dientes y echó a correr,
lanzando una mirada, de vez en cuando y
el alegre mediodía que anunciaba ya la
primavera en Times Square, suspendido
a menos de tres metros por encima de la
multitud. La multitud alzaba un poco la
vista y respiraba profundamente el aire
de marzo, y el sol los deslumbraba, así
que apenas si podían verse unos a otros:
sólo veían su reflejo en el cielo.
George O’Kelly, con la imaginación
a más de mil kilómetros de distancia,
pensó que era horrible cuanto había bajo
el sol. Se precipitó hacia el metro, y
durante noventa y cinco calles mantuvo
la mirada perdida en un cartel
publicitario que mostraba con la mayor
crudeza que sólo existía una posibilidad
entre cinco de que conservara la
dentadura diez años. En la calle 137
interrumpió su estudio del arte
publicitario, salió del metro y echó a
correr de nuevo. Emprendió una carrera
incansable, angustiada, que lo condujo
esta vez a su casa: una única habitación
en un alto y horrible edificio de
apartamentos en el centro de la nada.
Allí estaba, sobre el escritorio, la
carta, escrita con tinta sagrada sobre
papel bendito: en toda la ciudad, la
gente, de haber prestado atención,
hubiera podido oír los latidos del
corazón de George O’Kelly. Leyó las
comas, los borrones y la huella sucia de
un dedo en el margen: entonces se arrojó
desesperado sobre la cama.
Estaba en un aprieto, uno de esos
terroríficos problemas que son
acontecimientos normales en la vida de
los pobres, que siguen a la pobreza
como aves de rapiña. Los pobres salen a
flote o se hunden, acaban mal o incluso
se las apañan como pueden, siempre a la
manera de los pobres, pero George
O’Kelly tenía tan poca experiencia en la
pobreza que si alguien le hubiera dicho
que su caso no era único, se hubiera
quedado estupefacto.
Hacía menos de dos años que había
terminado sus estudios con las máximas
calificaciones en el Instituto de
Tecnología de Massachusetts y había
encontrado empleo en una empresa del
ramo de la construcción del sur de
Tennessee. Durante toda su vida había
pensado en términos de túneles,
rascacielos, grandes diques y altos
puentes de tres torres como una fila de
bailarinas cogidas de la mano, con las
faldas de cable de acero y la cabeza tan
alta como una ciudad. A George O’Kelly
le parecía romántico cambiar el curso
de los ríos y la forma de las montañas
para que la vida floreciera en las malas
tierras del mundo donde jamás había
arraigado nada. Amaba el acero, y
soñaba con el acero fundido, acero en
lingotes, y en bloques, y en vigas, y en
informes masas plásticas, esperándolo,
como si fuera óleo y lienzo para la mano
de un pintor: acero inagotable, para que
el fuego de su imaginación lo convirtiera
en austera belleza.
Ahora trabajaba como empleado en
una agencia de seguros, por cuarenta
dólares a la semana, y sus sueños iban
quedando vertiginosamente atrás. La
chica morena que lo había metido en
aquel aprieto, aquel terrible e
intolerable aprieto, esperaba en una
ciudad de Tennessee a que George
O’Kelly la llamara a su lado.
Un cuarto de hora más tarde, la
mujer que le había realquilado la
habitación llamó a la puerta y le
preguntó con desesperante cortesía si, ya
que estaba en casa, comería alguna cosa.
George O’Kelly negó con la cabeza,
pero aquella interrupción lo espabiló, y,
levantándose de la cama, redactó un
telegrama: «Carta deprimente. Has
perdido los nervios. Estás loca y
trastornada al pensar en romper sólo
porque no me puedo casar
inmediatamente. Seguro que podremos
arreglarlo todo…».
Titubeó un minuto, un minuto de
desesperación, y luego añadió con una
letra que nadie reconocería como suya:
«En cualquier caso llegaré mañana a las
seis».
Cuando acabó, salió corriendo del
apartamento, hacia la oficina de
telégrafos que había junto a la parada
del metro. Sólo tenía cien dólares, pero
la carta decía que ella estaba «nerviosa»
y no le quedaba por tanto otra elección.
Sabía lo que significaba «nerviosa»: que
estaba deprimida, que la perspectiva de
casarse para llevar una vida de pobreza
y lucha sometía a su amor a una presión
demasiado fuerte.
George O’Kelly llegó a la agencia
de seguros corriendo como siempre:
correr sin parar se había convertido en
su segunda naturaleza, y parecía la
mejor expresión de la tensión bajo la
que vivía. Fue directamente al despacho
del director.
—Quisiera hablar con usted, señor
Chambers —anunció sin aliento.
—¿Sí? —dos ojos, dos ojos como
dos ventanas en invierno, lo miraron sin
piedad, indiferentes.
—Necesito cuatro días de permiso.
—¡Cómo! ¡Pidió permiso hace dos
semanas! —dijo el señor Chambers,
sorprendido.
—Es verdad —admitió el joven,
desencajado—, pero necesito otro.
—¿Adónde fue la otra vez? ¿A su
casa?
—No, fui a… a una ciudad de
Tennessee.
—Bueno, ¿adónde necesita ir ahora?
—Necesito ir a… a una ciudad de
Tennessee.
—Por lo menos, es usted
consecuente —dijo el director, muy sec0
—. Pero no sabía que lo hubiéramos
contratado como viajante.
—No, no —exclamó George con
desesperación—, pero tengo que ir.
—Estupendo —asintió el señor
Chambers—, pero no vuelva. ¡No se le
ocurra volver!
—No volveré.
Y con no menos sorpresa para él
mismo que para el propio señor
Chambers, George enrojeció de alegría.
Se sentía feliz, exultante: por primera
vez en seis meses era completamente
libre. Lágrimas de agradecimiento le
vinieron a los ojos, y le estrechó la
mano al señor Chambers calurosamente.
—Muchas gracias —dijo en un
arrebato de emoción—. No pienso
volver. Creo que hubiera perdido la
cabeza si llega a decirme que podía
volver. ¿Sabe? No tenía valor para
despedirme yo, así que le agradezco que
me haya despedido.
Saludó con la mano, magnánimo, y
gritó:
—¡Me debe el salario de tres días,
pero puede quedárselo!
Salió corriendo del despacho. El
señor Chambers llamó a su secretaria y
le preguntó si O’Kelly había mostrado
signos de locura en los últimos tiempos.
Había despedido a mucha gente a lo
largo de su vida profesional, y se lo
habían tomado de mil formas distintas,
pero aquélla era la primera vez que le
daban las gracias.

II.

Se llamaba Jonquil Cary, y George


O’Kelly jamás había visto nada tan
fresco y pálido como su cara cuando lo
vio y corrió a su encuentro, ilusionada,
en el andén de la estación. Ya había
tendido los brazos hacia George, había
entreabierto la boca para el beso,
cuando de repente lo detuvo con apenas
un gesto y, un poco turbada, volvió la
cabeza. Dos chicos, algo más jóvenes
que George, se mantenían en segundo
plano.
—El señor Craddock y el señor Holt
—anunció alegremente—. Ya los
conociste cuando estuviste aquí.
Preocupado por la manera en que el
beso se había convertido en una
presentación, y con la sospecha de que
aquello tuviera algún significado oculto,
George se sintió aún más confundido
cuando se dio cuenta de que el coche
que los iba a llevar a casa de Jonquil
pertenecía a uno de los dos jóvenes: le
pareció que aquel detalle lo ponía en
desventaja. Durante el trayecto Jonquil
animó la conversación entre los asientos
delantero y trasero, y cuando George, al
amparo del crepúsculo, intentó pasarle
el brazo por los hombros, lo obligó con
un rápido movimiento a que se
contentara con cogerle la mano.
—¿Por aquí se va a tu casa? —
murmuró George—. No reconozco la
calle.
—Es la avenida nueva. Jerry estrena
coche y quería probarlo conmigo antes
de llevarnos a casa.
Cuando, veinte minutos después, se
apearon en casa de Jonquil, George
sintió que la intrusión del paseo en
coche había disipado la primera
felicidad del encuentro, la alegría, que
con tanta seguridad había reconocido en
los ojos de Jonquil en la estación. Algo
en lo que había pensado con verdadera
ilusión se había perdido casi con
indiferencia, y a esto le daba vueltas
melancólicamente cuando se despidió
con frialdad de los dos jóvenes. Luego
su mal humor se fue desvaneciendo
mientras Jonquil lo abrazaba como
siempre en el recibidor a media luz y le
decía de diez maneras distintas, y la
mejor era sin palabras, cuánto lo había
echado de menos. La emoción de
Jonquil le devolvió la seguridad: le
prometía al corazón angustiado que todo
iría bien.
Se sentaron juntos en el sofá,
rendidos los dos ante la presencia del
otro, lejos de todo, menos de su ternura
vacilante. A la hora de la cena
aparecieron los padres de Jonquil: se
alegraban de ver a George. Lo querían y
habían seguido con interés su carrera de
ingeniero cuando llegó a Tennessee
hacía más de un año. Habían sentido
mucho que renunciara a su carrera y se
fuera a Nueva York en busca de otro
trabajo más provechoso a corto plazo;
pero, aunque lamentaban que hubiera
abandonado su carrera, lo comprendían
y estaban dispuestos a aceptar el
compromiso con su hija. Durante la cena
le preguntaron cómo le iban las cosas en
Nueva York.
—Muy bien —dijo con entusiasmo
—. Me han ascendido. Gano más.
Se sintió despreciable al pronunciar
aquellas palabras, pero los veía tan
contentos…
—Seguro que te aprecian —dijo la
señora Cary—, seguro, o no te hubieran
dado dos permisos en tres semanas.
—Les he dicho que tenían que darme
permiso —se apresuró a explicar
George—. Les he dicho que, si no me lo
daban, no volvería a trabajar para ellos.
—Pero deberías ahorrar —le regañó
cariñosamente la señora Cary—, y no
gastarte todo el dinero en estos viajes
tan caros.
Acabó la cena. Jonquil y George
estaban otra vez solos, abrazándose.
—Qué contenta estoy de que hayas
venido —suspiró Jonquil—. Me gustaría
que no te fueras nunca, cariño.
—¿Me has echado de menos?
—Mucho, mucho.
—¿Vienen a verte otros a menudo,
como esos dos chicos?
La pregunta la sorprendió. Los ojos
negros, aterciopelados, lo miraban
fijamente.
—Pues claro que vienen. Todos los
días. Te lo he contado en las cartas,
cariño.
Era verdad. Cuando se fue a Nueva
York ya la rondaban una docena de
chicos que respondían a su fragilidad
singular con adoración de adolescentes,
pero sólo unos pocos se daban cuenta de
que sus hermosos ojos eran también
comprensivos y bondadosos.
—¿Qué quieres? ¿Que no salga? —
preguntó Jonquil, retrepándose en los
cojines del sofá hasta que pareció que lo
miraba a muchos kilómetros de distancia
—. ¿Que me quede sentada aquí,
cruzada de brazos, para siempre?
—¿Qué quieres decir? —estalló
George, presa del pánico—. ¿Qué nunca
tendré bastante dinero para casarme
contigo?
—No saques conclusiones
apresuradas, George.
—No estoy sacando conclusiones.
Es lo que tú has dicho.
Entonces George se dio cuenta de
que estaba pisando terreno peligroso.
No deseaba que la noche se estropeara.
Intentó volver a abrazarla, pero Jonquil
se resistió inesperadamente, diciendo:
—Hace calor. Voy a poner el
ventilador.
Puso el ventilador, y volvieron a
sentarse juntos, pero George estaba muy
susceptible y, sin querer, se adentró en
el terreno que había querido evitar.
—¿Cuándo vas a casarte conmigo?
—¿Puedes casarte conmigo?
Entonces perdió los nervios y se
levantó de un salto.
—Apaga ese maldito ventilador —
gritó—. Va a volverme loco. Es como el
tictac de un reloj que no parara de sonar
todo el tiempo que estoy contigo. He
venido para ser feliz y olvidarme de
Nueva York y del tiempo.
Volvió a sentarse en el sofá tan
repentinamente como se había
levantado. Jonquil apagó el ventilador y,
apoyando la cabeza de George en su
regazo, empezó a acariciarle el pelo.
—Quedémonos así —dijo con
ternura—, así, callados; yo te dormiré.
Estás muy cansado, y nervioso, y tu
amor te va a cuidar.
—Pero yo no quiero quedarme así
—protestó George, levantándose de
repente—. No quiero quedarme así, de
ninguna manera. Quiero besarte. Eso es
lo único que me descansa. Y no estoy
nervioso… Tú eres la que está nerviosa.
Yo no estoy nervioso, en absoluto. Para
demostrar que no estaba nervioso, se
levantó del sofá y se dejó caer
pesadamente en una silla en la otra punta
de la habitación.
—Precisamente cuando puedo
casarme contigo, me escribes cartas
nerviosísimas, como si tú ya no
quisieras casarte, y tengo que venir
corriendo…
—No tienes que venir si no quieres.
—¡Pero yo quiero! —insistió
George.
Le parecía que estaba
comportándose de una manera
perfectamente fría y razonable, y que era
ella la que lo empujaba deliberadamente
a la discusión. Cada palabra los
separaba más y más, pero era incapaz de
detenerse, incapaz de que la
preocupación y el sufrimiento no se
transparentaran en su voz.
Y, un minuto después, Jonquil
empezó a llorar con verdadera pena, y
George volvió al sofá y la abrazó.
Ahora tenía que consolarla, la hacía
apoyar la cabeza en su hombro,
susurrándole palabras repetidas muchas
veces, hasta que se tranquilizó y sólo
temblaba de vez en cuando, y se
estremecía, en sus brazos. Una hora
permanecieron así, mientras los pianos
del atardecer derramaban en la calle sus
últimos compases. George no se movía,
ni pensaba, ni esperaba nada,
adormecido P insensibilizado por el
presentimiento del desastre. El tictac del
reloj Continuaría sonando hasta después
de las once, hasta después de las doce y
entonces la señora Cary les avisaría
cariñosamente desde la baranda de la
escalera; fuera de eso, sólo veía el
mañana y la desesperación.

III.

La ruptura tuvo lugar a la hora más


calurosa del día siguiente. Los dos
habían adivinado toda la verdad sobre
el otro, pero, de los dos, Jonquil era la
más decidida a reconocer la situación.
—Es inútil seguir —dijo, abatida—,
sabes que detestas la compañía de
seguros y que nunca llegarás a nada.
—No es eso —insistió George,
tercamente—; no soporto seguir solo. Si
te casaras conmigo, y te vinieras
conmigo, y te arriesgaras conmigo,
podría salir adelante en lo que fuera,
pero no puedo si tengo que preocuparme
de lo que tú estarás haciendo aquí.
Jonquil guardó un largo silencio
antes de contestar; no estaba pensando
—porque ya conocía la conclusión—,
sólo esperaba. Sabía que cada palabra
sería más cruel que la anterior. Habló
por fin:
—George, te quiero con toda mi
alma y no me imagino queriendo a otro.
Si hace dos meses hubieras estado
dispuesto, me hubiera casado contigo.
Ahora no puedo, porque no me parece lo
más sensato.
George hizo acusaciones
disparatadas: había otro, le estaba
ocultando algo.
—No, no hay otro.
Era verdad. Pero, como reacción a
las tensiones de su relación con George,
había encontrado alivio en la compañía
de jóvenes como Jerry Holt, que tenía la
ventaja de que no significaba
absolutamente nada en su vida.
George no supo afrontar la situación.
La abrazó e intentó, literalmente a fuerza
de besos, convencerla de que se casaran
inmediatamente. Cuando fracasó en su
intento, se enfrascó en un largo
monólogo que rebosaba lástima de sí
mismo y sólo acabó cuando se dio
cuenta de que se estaba mostrando
despreciable a los ojos de Jonquil.
Amenazó con irse, aunque no tenía
ninguna intención de hacerlo, y se negó a
irse cuando Jonquil le dijo que, dadas
las circunstancias, era mejor que se
fuera.
Al principio estaba dolida, luego
sólo trataba de ser amable.
—Es mejor que te vayas —gritó por
fin, tan alto que la señora Cary bajó las
escaleras asustada.
—¿Ha pasado algo?
—Me voy, señora Cary —dijo
George, con palabras entrecortadas.
Jonquil había salido de la habitación.
—No te lo tomes así, George —la
señora Cary le hacía un gesto de inútil
solidaridad: lamentaba lo ocurrido y, a
la vez, se alegraba de que aquella
pequeña tragedia casi hubiera terminado
—. Si yo fuera tú, iría a pasar una
semana con mi madre. Quizá, después de
todo, sea lo más sensato.
—Por favor, ¡calle! —gritó—. ¡No
me diga nada!
Jonquil entró de nuevo en la
habitación: había escondido el dolor y
el nerviosismo bajo pintura de labios,
maquillaje y un sombrero.
—He llamado a un taxi —dijo con
voz impersonal—. Podemos dar un
paseo hasta que salga el tren.
Y ya estaba Jonquil en el porche.
George se puso el abrigo y el sombrero
y permaneció un instante, como si
estuviera muy cansado, en el recibidor:
apenas había comido un bocado desde
que salió de Nueva York. La señora
Cary se acercó, lo obligó a bajar la
cabeza y lo besó en la mejilla, y George
se sintió absolutamente ridículo y poco
convincente porque sabía que la escena
había sido ridícula y poco convincente.
Si se hubiera ido la noche antes, se
hubiera despedido por última vez con un
mínimo de orgullo.
El taxi había llegado, y durante una
hora aquellos dos que habían sido
novios atravesaron las calles menos
frecuentadas. George le había cogido la
mano a Jonquil y, a la luz del sol, se
tranquilizó un poco. Se daba cuenta
demasiado tarde de que no había nada
más que decir o hacer.
—Volveré —dijo.
—Sé que volverás —contestó
Jonquil, esforzándose para que su voz
sonara confiada y alegre—. Y nos
escribiremos de vez en cuando.
—No. No nos escribiremos. No lo
soportaría. Algún día volveré.
—Nunca te olvidaré, George.
Llegaron a la estación, y Jonquil lo
acompañó a comprar el billete.
—¡Mira! ¡George O’Kelly y Jonquil
Cary!
Era una pareja a la que George había
conocido cuando trabajaba en la ciudad,
y Jonquil pareció recibir su presencia
con alivio. Durante cinco interminables
minutos estuvieron charlando; luego el
tren empezó a rugir en la estación y, con
cara de sufrimiento mal disimulado,
George le tendió los brazos a Jonquil.
Ella dio un paso indeciso hacia él, dudó
y le estrechó rápidamente la mano, como
si se despidiera de un amigo ocasional.
—Adiós, George —le decía—. Que
tengas buen viaje.
—Adiós, George. Nos veremos de
nuevo cuando regreses.
Mudo, casi cegado por el dolor,
cogió la maleta y, aturdido, consiguió
subir al tren.
Cruzaron traqueteantes pasos a
nivel, ganando velocidad a través de
interminables zonas suburbiales, hacia
el ocaso. Quizá también ella mirara el
ocaso, quizá se hubiera detenido un
momento, recordando, antes de que él,
con la noche y el sueño, se desvaneciera
en el pasado. La oscuridad de aquella
noche había cubierto para siempre el
sol, los árboles, las flores y las risas de
la juventud.

IV.
Una tarde húmeda de septiembre, un
año después, se apeó del tren en una
ciudad de Tennessee un joven con el
rostro tan quemado por el sol que
parecía tener un brillo de cobre. Miró
alrededor con impaciencia y pareció
aliviado cuando comprobó que nadie lo
esperaba. Un taxi lo llevó al mejor hotel
de la ciudad, donde, con cierta
satisfacción, se presentó como George
O’Kelly, de Cuzco, Perú.
En su habitación se sentó unos
minutos a mirar por la ventana aquellas
calles familiares. Luego, con un leve
temblor en la mano, descolgó el teléfono
y pidió a la telefonista que lo pusiera
con un número de la ciudad.
—¿Está la señorita Jonquil?
—Soy yo.
—Ah… —la voz estuvo a punto de
quebrársele, pero superó aquel
brevísimo instante y continuó con
amigable formalidad—. Soy George
O’Kelly. ¿Has recibido mi carta?
—Sí. Creía que llegabas hoy.
Su voz, fría e impasible, lo turbó,
pero no tanto como esperaba. Era la voz
de una extraña, indiferente, que
amablemente se alegraba de oírlo: nada
más. Le hubiera gustado colgar el
teléfono y recuperar el aliento.
—No te veo desde hace… mucho
tiempo —consiguió que la frase
pareciera improvisada—. Más de un
año.
Sabía exactamente desde cuándo:
había contado los días.
—Me encantará volver a charlar
contigo.
—Estaré allí dentro de una hora.
Colgó. Durante cuatro largas
estaciones, la esperanza de llegar a
aquel momento había colmado cada una
de sus horas de descanso, y por fin el
momento había llegado. Había pensado
que la encontraría casada, prometida,
enamorada: pero jamás había pensado
que su regreso pudiera dejarla
indiferente.
Sabía que no volvería a vivir diez
meses como los que acababa de dejar
atrás. Había obtenido un reconocido
éxito, más notable por ser un ingeniero
joven: se le habían presentado dos
oportunidades excepcionales, una en
Perú, de donde acababa de regresar, y
otra, consecuencia de la primera, en
Nueva York, adonde se dirigía. En aquel
breve espacio de tiempo había pasado
de la pobreza a una posición que le
ofrecía posibilidades ilimitadas.
Se miró en el espejo del lavabo.
Estaba casi negro, muy bronceado, pero
era un bronceado romántico que, según
había descubierto en los últimos días,
cuando había tenido tiempo para pensar
en cosas así, le gustaba. También
apreció con una especie de fascinación
la fortaleza de su cuerpo. Había perdido
en algún sitio parte de una ceja, y
todavía llevaba una venda elástica en la
rodilla, pero era demasiado joven para
no haberse dado cuenta de cómo muchas
mujeres lo miraban en el barco con
admiración e inusitado interés.
El traje, por supuesto, era horrible.
Se lo había hecho en dos días un sastre
griego de Lima. Era también lo bastante
joven para haberle explicado a Jonquil
este problema de vestuario en una nota,
por otra parte, lacónica. El único detalle
que añadía era el ruego de que no se le
ocurriera ir a esperarlo a la estación.
George O’Kelly, de Cuzco, Perú,
esperó en el hotel una hora y media,
hasta que el sol recorrió en el cielo,
para ser exactos, la mitad de su camino.
Entonces, recién afeitado, después de
que los polvos de talco le dieran un
color de piel más caucásico, porque en
el último instante la vanidad se había
impuesto sobre el romanticismo, llamó a
un taxi y se dirigió a la casa que conocía
tan bien.
Le costaba respirar, y se dio cuenta,
pero se dijo que era nerviosismo, no
emoción. Había vuelto; ella no se había
casado: con esto le bastaba. Ni siquiera
estaba seguro de lo que iba a decirle.
Pero tenía la sensación de que éste era
el momento más imprescindible de su
vida. A fin de cuentas, no existía el
triunfo sin una mujer, y, si no ponía sus
tesoros a los pies de Jonquil, podría al
menos ponerlos ante sus ojos un instante
fugaz.
La casa apareció de repente, y lo
primero que pensó fue que se había
vuelto extrañamente irreal. Nada había
cambiado, pero había cambiado todo.
Era más pequeña y parecía más pobre y
descuidada que antes: ninguna nube
mágica flotaba sobre el tejado ni salía
de las ventanas del último piso. Tocó al
timbre y abrió una criada negra que no
conocía. La señorita Jonquil bajaría
enseguida. Se humedeció los labios,
nervioso, y paseó por el cuarto de estar,
y la sensación de irrealidad aumentó.
Sólo era, a pesar de todo, una
habitación, y no la cámara encantada
donde había pasado horas
conmovedoras. Se sentó en una silla,
asombrado de que sólo fuera una silla:
se daba cuenta de que su imaginación
había distorsionado y coloreado
aquellos sencillos objetos familiares.
Entonces se abrió la puerta y entró
Jonquil: fue como si todo se nublara de
repente ante sus ojos. No recordaba lo
hermosa que era, y sentía cómo se le iba
el color y la voz le fallaba y se
convertía en un pobre suspiro.
Llevaba un vestido verde pálido, y
un lazo dorado le recogía como una
corona el pelo negro y liso. Los ojos
aterciopelados, que conocía tan bien, se
clavaron en sus ojos cuando cruzó la
puerta, y lo traspasó un estremecimiento
de miedo ante el poder de infligir dolor
que tenía su belleza.
George dijo «Hola», y se acercaron
unos pasos y se estrecharon la mano.
Luego se sentaron, muy separados, y se
miraron a través Je la habitación.
—Has vuelto —dijo ella.
Y George contestó una trivialidad:
—Pasaba por aquí y se me ha
ocurrido parar un momento a verte.
Intentó neutralizar el temblor de la
voz, mirando a cualquier parte que no
fuera la cara de Jonquil. Era suya la
responsabilidad de mantener la
conversación, pero, a no ser que
empezara a vanagloriarse de sus éxitos,
parecía que no había nada que decir. Su
antigua relación nunca había caído en la
banalidad, y parecía imposible que dos
personas en su situación hablaran del
tiempo.
—Es ridículo —estalló de repente
George, desconcertado—. No sé qué
hacer. ¿Te molesta que haya venido?
—No —la respuesta era reticente y,
a la vez, impersonalmente triste. Lo
desanimaba.
—¿Tienes novio?
—No.
—¿Estás enamorada?
Negó con la cabeza.
—Ah —se retrepó en la silla.
Ya habían agotado otro tema de
conversación: la entrevista no seguía el
curso que había previsto.
—Jonquil —comenzó, ahora en un
tono más suave—, después de todo lo
que nos ha pasado, quería volver y
verte. Haga lo que haga en el futuro,
nunca querré a nadie como te he querido
a ti.
Era una de las frases que llevaba
preparadas. En el barco le había
parecido que la frase tenía el tono
adecuado: una alusión a la ternura que
siempre había sentido por ella,
combinada con una muestra poco
comprometedora de su actual estado de
ánimo. En aquella habitación, con el
pasado a su alrededor, cerca, el pasado
que cada vez pesaba más en la
atmósfera, la frase le pareció teatral y
rancia.
Jonquil no contestó, inmóvil en su
silla, mirándolo con una expresión que
podía significar todo o nada.
—Ya no me quieres, ¿verdad? —
preguntó George, con voz segura.
—No.
Cuando un minuto después entró la
señora Cary y comentó su éxito —el
periódico local había publicado media
columna al res pecto—, George
experimentó una mezcla de emociones:
ya sabía que aún deseaba a aquella
chica, y también sabía que algunas veces
el pasado vuelve. Eso era todo. Por lo
demás, debía ser fuerte y estar en
guardia, a la expectativa.
—Y ahora —decía la señora Cary—
me gustaría que fuerais a visitar a la
señora de los crisantemos. Me ha dicho
que quiere conocerte porque ha leído lo
que publica el periódico sobre ti.
Fueron a ver a la señora de los
crisantemos. Iban andando por la calle,
y George recordó con una especie de
emoción que los pasos de Jonquil, más
cortos, se cruzaban siempre con los
suyos. La señora se desvivió por ser
amable y los crisantemos eran enormes y
extraordinariamente hermosos. Los
jardines de la señora estaban llenos de
crisantemos, blancos, rosa y amarillos:
estar entre aquellas flores era como
haber vuelto al corazón del verano.
Había dos jardines llenos, separados
por una verja. Y la señora fue la primera
en atravesarla cuando entraban en el
segundo jardín.
Entonces sucedió algo raro. George
se apartó para que Jonquil pasara, pero
Jonquil, en vez de entrar, se quedó
inmóvil, mirándolo fijamente: no fue
tanto la expresión, que no era una
sonrisa, como el instante de silencio. Se
vieron en los ojos del otro, y aspiraron
una breve y apresurada bocanada de
aire, y entraron en el segundo jardín, y
nada más.
La tarde declinó. Le dieron las
gracias a la señora y volvieron a casa
despacio, pensativos, juntos. También
durante la cena permanecieron en
silencio. George le contó al señor Cary
algo de lo ocurrido en América del Sur
y se las arregló para dejar claro que en
el futuro todo le seguiría yendo viento en
popa.
Entonces terminó la cena, y Jonquil y
George se quedaron solos en la
habitación donde su amor había
empezado y había acabado. A George le
parecía que todo había sucedido hacía
mucho tiempo, que todo era
indeciblemente triste. Nunca se había
sentido tan débil, tan cansado, tan
infeliz, tan pobre. Porque sabía que
aquel chico de hacía quince meses tenía
algo, confianza, afecto, que se había ido
para siempre. Lo más sensato: habían
hecho lo más sensato. Había canjeado su
primera juventud por fortaleza, y la
desesperación había sido el material con
que había construido su éxito. Y con la
juventud la vida se había llevado la
frescura de su amor.
—No quieres casarte conmigo,
¿verdad? —dijo, tranquilo.
Jonquil negó con la cabeza.
—No pienso casarme —contestó.
George asintió.
—Mañana por la mañana me voy a
Washington —dijo.
—Ah…
—Me tengo que ir. Tengo que estar
en Nueva York a primeros de mes y
quiero pasar por Washington.
—¡Negocios!
—No —dijo, como sin ganas—. Me
gustaría ver a alguien que se portó bien
conmigo cuando yo estaba tan… tan
hundido.
Se lo estaba inventando. No tenía
que ver a nadie en Washington, pero
observaba a Jonquil con toda la atención
de que era capaz, y estaba seguro de que
se había estremecido, había cerrado los
ojos y los había vuelto a abrir
desmesuradamente.
—Pero me gustaría antes de irme,
contarte todo lo que ha pasado desde
que te vi por última vez, y, como quizá
no volvamos a vernos, me pregunto si…
si no te gustaría sentarte en mi regazo
como hacíamos entonces. No te lo
pediría si no estuviéramos solos, pero,
bueno… Quizá sea una tontería.
Jonquil asintió y se sentó en su
regazo como tantas veces en aquella
primavera perdida. La sensación de su
cabeza en el hombro, de su cuerpo bien
conocido, lo emocionó. Los brazos
querían estrecharla, y George se retrepó
en la silla y, meditabundo, empezó a
hablarle al aire.
Le contaba las dos semanas de
desesperación en Nueva York, que
acabaron con un interesante, aunque
poco lucrativo, trabajo en una obra de
Jersey City. Cuando se le presentó la
oportunidad de trabajar en Perú, no
parecía nada extraordinario: era un
puesto de tercer ayudante del ingeniero
de la expedición. Pero sólo diez
estadounidenses, entre ellos ocho
topógrafos, habían llegado a Cuzco.
Diez días más tarde el jefe de la
expedición moría de fiebre amarilla. Y
así se le había presentado su
oportunidad, una oportunidad que
incluso un tonto hubiera aprovechado,
una oportunidad maravillosa.
—¿Un tonto? —lo interrumpió
Jonquil inocentemente.
—Incluso un tonto —continuó—.
Era maravilloso. Entonces mandé un
telegrama a Nueva York…
—Y entonces… —volvió a
interrumpirlo—, ¿te contestaron que
podías aprovechar la oportunidad?
—¿Que podía? —exclamó,
apoyándose en el respaldo de la silla—.
¡Que tenía que hacerlo! No había
tiempo…
—¿Ni siquiera un minuto?
—Ni un minuto.
—Ni siquiera un minuto para… —
calló.
—¿Para qué?
—Mira.
George inclinó la cabeza de repente,
y en el mismo instante Jonquil se le
acercó, los labios entreabiertos como
una flor.
—Sí —le susurraba George en la
boca—. Todo el tiempo del mundo…
Todo el tiempo del mundo: la vida
de él y la vida de ella Pero, por un
momento, mientras la besaba,
comprendió que, aunque buscara durante
toda la eternidad, nunca encontraría
aquel abril perdido. Podía abrazarla
hasta que le dolieran los músculos:
Jonquil era algo extraño, deseable, por
lo que había luchado, que le había
pertenecido, pero nunca volvería a ser
un susurro intangible en la oscuridad, en
la brisa nocturna…
«Bueno, se acabó», pensaba. «Se
acabó abril, se acabó. Existen en el
mundo amores de todas las clases, pero
nunca el mismo amor dos veces».
Amor en la noche

Amor en la noche apareció


en el Saturday Evening Post el
14 de marzo de 1925. Escrito
en la Riviera en noviembre de
1924, después de entregar El
gran Gatsby a Scribner, es el
primer cuento de Fitzgerald
cuya acción transcurre en el
extranjero. Amor en la noche
es el primero de un grupo de
relatos en los que Fitzgerald
compara Estados Unidos y
Europa. Parte del material que
se refiere a la Riviera en este
cuento —por ejemplo, la
evocación de la colonia rusa
prerrevolucionaria— sería
recuperado en Suave es la
noche.

I.

Aquellas palabras conmovieron a


Val. Le habían venido a la cabeza de
pronto, aquella tarde de abril fresca y
dorada, y se las repetía una y otra vez:
«Amor en la noche; amor en la noche».
Las pronunció en tres idiomas —ruso,
francés e inglés—, y decidió que
sonaban mejor en inglés. En cada idioma
significaban un tipo diferente de amor y
un tipo diferente de noche: la noche
inglesa parecía la más cálida y suave,
con la lluvia de estrellas más diáfana y
cristalina. El amor inglés parecía el más
frágil y romántico: un vestido blanco y
una cara en penumbra y unos ojos que
eran remansos de luz. Y, si añado que en
realidad Val pensaba en una noche
francesa, comprendo que debo
retroceder y empezar desde el principio.
Val era mitad ruso y mitad
norteamericano. Su madre era hija de
aquel Morris Hasylton que fue uno de
los patrocinadores de la Feria
Internacional de Chicago de 1892, y su
padre —véase el Almanaque de Gotha,
edición de 1910— era el príncipe Pablo
Sergio Boris Rostoff, hijo del príncipe
Vladimir Rostoff, nieto de un gran duque
—conocido como Sergio el Charlatán
—, y primo tercero y distanciado del
zar. Era, como se ve, impresionante:
casa en San Petersburgo, un pabellón de
caza cerca de Riga, y una lujosísima
villa, más bien un palacio, con vistas al
Mediterráneo. En aquella villa de
Cannes pasaban el invierno los Rostoff,
y lo último que se le podía recordar a la
princesa Rostoff era que aquella villa de
la Riviera, desde la fuente de mármol —
estilo Bernini— hasta las doradas copas
de licor —estilo sobremesa—, había
sido pagada con oro americano.
Los rusos, por supuesto, vivían
alegres en Europa en los días festivos de
antes de la guerra. De las tres razas que
usaban el mediodía francés como parque
de atracciones eran, con mucho, los más
distinguidos. Los ingleses eran
demasiado pragmáticos, y los
americanos, aunque gastaran con
generosidad, no tenían una tradición de
comportamiento romántico. Pero los
rusos… Eran tan galantes como los
latinos y además eran ricos. Cuando los
Rostoff llegaban a Cannes a finales de
enero, los dueños de restaurantes
telegrafiaban al norte para que pegaran
en las botellas de champán las etiquetas
de las marcas favoritas del príncipe, y
los joyeros apartaban las piezas más
increíbles y maravillosas para
mostrárselas al príncipe —pero no a la
princesa—, y barrían y adornaban la
iglesia rusa por si al príncipe se le
ocurría pedir ortodoxamente perdón por
sus pecados. Y hasta el Mediterráneo
tomaba en su honor un intenso color de
vino en las tardes de primavera, y los
barcos de pesca, con las velas hinchadas
como el pecho de un petirrojo
holgazaneaban primorosamente a poca
distancia de la costa.
El joven Val se daba cuenta
vagamente de que todo aquello se
organizaba en beneficio suyo y de su
familia. Aquella ciudad pequeña y
blanca, a orillas del mar, era un
privilegio y un paraíso donde tenía
libertad para hacer lo que quisiera
porque era rico y joven y la sangre de
Pedro el Grande corría azul por sus
venas. Sólo tenía diecisiete años en
1914, cuando comienza esta historia,
aunque ya se había batido en duelo con
un joven cuatro años mayor que él, y,
como prueba, tenía una pequeña cicatriz
sin pelo en su preciosa coronilla.
Pero el asunto del amor en la noche
era lo que más le llegaba al corazón. Era
un sueño vago y agradable, algo que le
sucedería alguna vez, único e
incomparable. Lo único que podía decir
sobre aquel asunto era que aparecería
una chica maravillosa y desconocida y
que tendría lugar bajo la luna de la
Riviera.
Lo raro no fue que abrigara aquella
esperanza amorosa, desbordante y a la
vez casi espiritual, pues todos los chicos
con algo de imaginación abrigan
esperanzas semejantes: lo raro fue que
se cumpliera. Y, cuando aquello sucedió,
sucedió de improviso: fue tal la
confusión de sensaciones y emociones,
de frases sorprendentes que acudían a
sus labios, de visiones y ruidos, de
momentos que llegaban, y se perdían, y
ya eran pasado, que apenas entendió
nada. Y quizá la misma inmaterialidad
de aquellos instantes los grabó para
siempre en su corazón y su memoria.
Aquella primavera el amor estaba en
el aire, a su alrededor: los amoríos de
su padre, por ejemplo, que eran muchos
e indiscretos, y de los que Val se fue
enterando poco a poco por los
chismorreos de los criados, y
definitivamente cuando una tarde
descubrió a su madre, la americana,
tronando histéricamente contra el retrato
de su padre que presidía el salón. En el
cuadro su padre vestía uniforme blanco
con dolmán de piel y miraba impasible a
su mujer como si dijera: «¿Creías,
querida, que te habías casado para
formar parte de una familia de
clérigos?».
Val se alejó de puntillas,
sorprendido, confuso y turbado. No se
escandalizó, como se hubiera
escandalizado un chico norteamericano
de su edad. Sabía, desde hacía años,
cómo era la vida de los europeos ricos,
y lo único que le censuraba a su padre
era que hiciera llorar a su madre.
El amor lo envolvía: el amor sin
tacha y el amor ilícito. Deambulando
por el paseo marítimo, a las nueve de la
noche, cuando brillaban tanto las
estrellas que rivalizaban con las farolas
eléctricas, adivinaba el amor en todas
partes. De las terrazas de los cafés,
animadas por los vestidos a la última
moda de París, llegaba un olor dulce y
picante a flores y chartreuse, a café
recién hecho y cigarrillos, y
entremezclado con aquel olor percibía
otro aroma, el aroma misterioso y
excitante del amor. Manos acariciaban
manos rutilantes de joyas sobre las
mesas blancas. Los alegres vestidos y
las pecheras blancas de las camisas
vibraban al unísono, y las llamas de los
fósforos temblaban un poco, antes de
encender lentamente los cigarrillos. Al
otro lado del bulevar, enamorados
menos elegantes, jóvenes franceses que
trabajaban en las tiendas de Cannes,
paseaban con sus novias a la sombra de
los árboles, pero los ojos jóvenes de Val
rara vez miraban hacia allí. El esplendor
de la música y los colores vivos y las
palabras en voz baja eran su sueño.
Eran, en esencia, las galas del amor en
la noche.
Aunque adoptaba, en la medida de
sus posibilidades, la expresión feroz
propia de un joven caballero ruso que
recorre solo las calles, Val empezaba a
sentirse desgraciado. El crepúsculo de
abril había sucedido al crepúsculo de
marzo, la primavera casi había
Terminado, y aún no había descubierto
qué hacer en las tardes cálidas de
primavera. Las chicas de dieciséis y
diecisiete años que conocía estaban
perfectamente vigiladas por sus madres
y parientes desde que anochecía hasta
que se iban a la cama —recordad que
era antes de la guerra—, y las que
hubieran paseado gustosamente con él
ofendían su deseo romántico. Y así
pasaba abril: una, dos, tres semanas…
Había estado jugando al tenis hasta
las siete, y se quedó vagabundeando por
las pistas otra hora, así que eran las
ocho y media cuando el cansado caballo
del coche de alquiler llegó a la cima de
la colina sobre la que resplandecía la
fachada de la villa de los Rostoff. Los
faros de la limusina de su madre
brillaban amarillos en el camino, y la
princesa, abotonándose los guantes,
cruzaba en aquel momento la cancela
reluciente. Val le lanzó dos francos al
cochero y fue a besar a su madre.
—No me toques —se apresuró a
decir la madre—. Has estado tocando
dinero.
—Pero no con la boca, madre —
protestó, en tono festivo.
La princesa lo miró con
impaciencia.
—Estoy de mal humor —dijo—.
¿Precisamente tenías que llegar tarde
esta noche? Estamos invitados a cenar
en un yate, y tú tenías que venir.
—¿Un yate?
—Sí, de unos americanos —siempre
había en su voz una sutil ironía cuando
mencionaba su tierra natal. Su América
era el Chicago de los años noventa, que
todavía imaginaba como la inmensa
escalera de una carnicería. Ni siquiera
los despropósitos del príncipe Pablo
eran un precio demasiado alto para su
fuga.
—Dos yates —prosiguió—. La
verdad es que no sabernos muy bien qué
yate es. La nota era poco precisa, muy
poco formal.
Americanos. La madre de Val le
había enseñado a mirar por encima del
hombro a los americanos, pero no había
conseguido que le desagradaran. Los
americanos se daban cuenta de que
existías, aunque tuvieras diecisiete años.
Los americanos le caían simpáticos. Era
totalmente ruso, pero no era
inmaculadamente ruso: la proporción
exacta como la de un jabón famoso, era
de un noventa y nueve y tres cuartos por
ciento.
—Quiero ir —dijo—. Me daré
prisa, madre, me daré…
—Ya es tarde —la princesa se
volvió cuando su marido apareció en la
cancela—. Val dice ahora que quiere
venir.
—Pues no puede —dijo el príncipe
Pablo, tajante—. Ha llegado
escandalosamente tarde.
Val asintió. Los aristócratas rusos,
por indulgentes que fueran consigo
mismos, siempre eran admirablemente
espartanos con sus hijos. Era imposible
discutir.
—Lo siento —dijo.
El príncipe Pablo gruñó. El lacayo,
de librea roja y plata, abrió la puerta de
la limusina. Pero el gruñido había
decidido la cuestión a favor de Val,
porque la princesa Rostoff, en aquel día
y hora precisos, tenía ciertas quejas
contra su marido que le daban el
dominio de la situación doméstica.
—Lo he pensado mejor: es mejor
que vengas, Val —anunció la princesa
con poco entusiasmo—. Ya es tarde,
pero ven después de la cena. El yate es
el Minnehaha o el Privateer —entró en
la limusina—. El que esté más animado.
Me figuro que el yate de los Jackson…
—Encontrar requiere sentido común
—murmuró el príncipe crípticamente,
dando a entender que Val encontraría el
yate si tenía algún sentido común—. Que
mi ayuda de cámara te eche un vistazo
antes de salir. Ponte una corbata mía en
lugar de ese escandaloso lazo que
llevabas en Viena. Ya es hora de que te
portes como un hombre.
Mientras la limusina se arrastraba
crepitando por el camino de grava, la
cara de Val ardía.
II.

Había oscurecido en el puerto de


Cannes, o parecía a oscuras tras el
esplendor del paseo que Val acababa de
dejar atrás. Tres faros mortecinos y
débiles rutilaban en la dársena sobre los
innumerables barcos de pesca que se
amontonaban como conchas en la playa.
En el agua, más lejos, había más luces,
allí donde una flota de yates esbeltos
surcaba la corriente con lenta dignidad,
y, más lejos aún, una luna llena y en su
punto convertía la superficie del agua en
una brillante pista de baile. De vez en
cuando se oía un crujido, un chirrido, un
gotear, cuando un bote de remos
avanzaba por las aguas poco profundas y
su silueta borrosa atravesaba el
laberinto oscilante de lanchas y barcas
de pesca. Val, que descendía por la
aterciopelada pendiente de arena,
tropezó con un marinero dormido y
percibió un olor rancio a ajo y vino
barato. Cogió al hombre por los
hombros y el hombre abrió los ojos,
asustado.
—¿Sabe dónde están fondeados el
Minnehaha y el Privateer?
Mientras se deslizaban por la bahía
se tumbó en la popa: miraba con algo
parecido a la insatisfacción la luna de la
Riviera. No había duda: era la luna
ideal, perfecta. Frecuentemente, cinco
de cada siete noches, la luna era la
ideal. Y la brisa era suave, tan
encantadora que hacía daño, y sonaba la
música, acordes mezclados de muchas
orquestas, la música que venía de la
playa. Hacia el este se extendía el
oscuro cabo de Antibes, y Niza, y más
allá Montecarlo, donde la noche
tintineaba rebosante de oro. Algún día
disfrutaría de todo aquello, conocería
sus placeres y triunfos: cuando fuera
demasiado viejo y juicioso para que le
importara.
Pero aquella noche… aquella noche,
la corriente de plata que se rizaba como
un gran tirabuzón hacia la luna, las luces
tenues y románticas de Cannes a su
espalda, el amor en el aire, irresistible e
inefable…, aquella noche, todo aquello,
iba a desperdiciarse para siempre.
—¿Cuál es? —preguntó de pronto el
barquero.
—¿Qué? —preguntó Val,
levantándose.
—¿Cuál es el barco?
Señaló con el dedo. Val se volvió.
Por encima de él se levantaba la proa
gris de un yate, como una espada. En el
espacio de tiempo que había durado el
ansia insistente de su deseo habían
recorrido casi un kilómetro.
Leyó las letras de bronce, sobre su
cabeza. Era el Privateer, pero sólo
había a bordo luces débiles, ni música
ni voces, sólo el murmullo, el chapoteo
intermitente de las olas mansas que
lamían los costados del yate.
—El otro —dijo Val—, el
Minnehaha.
—No os vayáis todavía.
Val se asustó. La voz, baja y suave,
descendía desde las tinieblas de
cubierta.
—¿Es que tenéis prisa? —dijo la
voz suave—. Había creído que alguien
venía a verme y he sufrido una
desilusión terrible.
El barquero levantó los remos y
miró, indeciso, a Val. Pero Val callaba,
así que el hombre hundió los remos en el
agua y dirigió majestuosamente la barca
hacia la luz de la luna.
—¡Espere un momento! —gritó Val
entonces.
—Adiós —dijo la voz—. Volved
cuando os podáis quedar más tiempo.
—Me quedo ahora —contestó Val,
jadeante.
Dio las órdenes precisas y la barca
viró y volvió al pie de la escala de
cuerda. Alguien joven, alguien con un
vestido blanco y vaporoso, alguien que
hablaba en voz baja, con una voz
preciosa, lo llamaba desde la oscuridad
de terciopelo. «¡Si le viera los ojos!»,
se dijo. Le gustaba el sonido romántico
de aquellas palabras y las repitió con un
suspiro: «¡Si le viera los ojos!».
—¿Quién eres? —ahora estaba
cerca, sobre él. Lo miraba desde
cubierta y Val la miraba desde la escala,
mientras subía, y, cuando sus ojos se
encontraron, los dos se echaron a reír.
Era muy joven, delgada, casi frágil,
y el vestido, sencillo y blanco,
acentuaba su juventud. Dos manchas
oscuras y tenues en las mejillas
señalaban dónde brillaba el color a la
luz del día.
—¿Quién eres? —repitió,
retrocediendo y riendo de nuevo cuando
la cabeza de Val apareció en cubierta—.
Tengo miedo y quiero saber quién eres.
—Soy un caballero —dijo Val, e
hizo una reverencia.
—¿Qué clase de caballero? Hay
muchas clases de caballeros. Había
un… un caballero negro en la mesa de al
lado en París, así que… —se
interrumpió de pronto—. No eres
americano, ¿verdad?
—Soy ruso —dijo Val, como
hubiera anunciado que era un arcángel.
Y, sin pensarlo demasiado, añadió—: Y
soy el más afortunado de los rusos. Todo
el día, toda la primavera, he estado
soñando con enamorarme en una noche
así, y ahora el cielo te ha enviado.
—¡Un momento! —dijo ella,
dominándose para no gritar—. Ahora
estoy segura de que esta visita es una
equivocación. No estoy para cosas así.
¡Por favor!
—Te ruego que me perdones —la
miró perplejo, sin darse cuenta de que
había dado por sentadas demasiadas
cosas. Y se puso muy derecho,
ceremoniosamente—. Me he
equivocado. Si me lo permite, me
retiraré.
Dio media vuelta. Tenía la mano en
la barandilla.
—Espera —dijo ella, apartándose
de los ojos un mechón de pelo
descontrolado—. Pensándolo mejor,
puedes decir todas las tonterías que
quieras, pero no te vayas. Estoy muy
triste y no me quiero quedar sola.
Val titubeó; había algo que no
acababa de entender. Había dado por
supuesto que si una chica llamaba a un
desconocido de noche, aunque fuera
desde la cubierta de un yate, era que, sin
duda alguna, estaba abierta al amor. Y
deseaba con todas sus fuerzas quedarse.
Entonces recordó que aquél era uno de
los dos yates que había estado buscando.
—Me figuro que la cena será en el
otro barco —dijo.
—¿La cena? Ah, sí, es en el
Minnehaha. ¿Ibas allí?
—Iba allí… hace mucho.
—¿Cómo te llamas?
Estaba a punto de decírselo, pero
hizo una pregunta.
—¿Y tú? ¿Por qué no has ido a la
fiesta?
—Porque he preferido quedarme
aquí. La señora Jackson dijo que iban a
ir rusos… Me imagino que lo diría por
ti —lo miraba con interés—. Eres muy
joven, ¿no?
—Soy bastante mayor de lo que
parezco —dijo Val, muy estirado—. La
gente siempre lo comenta. Es algo
extraordinario.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno —mintió.
Ella se echó a reír.
—¡Qué tontería! No tienes más de
diecinueve.
El disgusto de Val era tan evidente
que la chica se apresuró a tranquilizarlo.
—¡Anímate! Yo sólo tengo
diecisiete. Hubiera ido a la fiesta si
hubiera sabido que iba a ir alguien con
menos de cincuenta años.
Val se alegró de que cambiara de
conversación.
—Prefieres quedarte aquí, a soñar a
la luz de la luna.
—He estado pensando en las
equivocaciones —se sentaron juntos, en
sillas de lona—. Es un tema muy
absorbente, el tema de las
equivocaciones. Las mujeres piensan
poco en las equivocaciones. Tienen más
ansia de olvidar que los hombres. Pero
cuando se obsesionan…
—¿Has cometido alguna
equivocación? —preguntó Val.
Asintió.
—¿No tiene arreglo?
—Creo que no —respondió—. No
estoy segura. En eso pensaba cuando
llegaste.
—Quizá yo pueda ayudarte en algo
—dijo Val—. Quizá no sea una
equivocación irreparable.
—No puedes ayudarme —dijo, triste
—. Así que no le demos más vueltas.
Estoy harta de mi equivocación y me
gustaría que me contaras las cosas
alegres y divertidas que están pasando
en Cannes esta noche.
Miraban hacia la línea de luces
misteriosas y fascinantes de la costa, los
grandes bloques de juguete con velas
encendidas que eran en realidad los
grandes hoteles de moda, el reloj
iluminado de la ciudad vieja, el fulgor
empañado del Café de París, y, como
alfilerazos de luz, las ventanas de las
villas que ascendían por colinas suaves
hacia la negrura del cielo.
—¿Qué hace allí todo el mundo? —
murmuró la chica. Parece que está
sucediendo algo maravilloso, pero no
sabría decir qué.
—Allí todo el mundo hace el amor
—dijo Val, en voz baja.
—¿Eso? —lo miró un instante muy
largo, con una expresión extraña en los
ojos—. Entonces quiero volver a
Estados Unidos —dijo—. Aquí hay
demasiado amor. Quiero volver a casa
mañana.
—¿Tienes miedo de enamorarte?
Negó con la cabeza.
—No es eso. Es que aquí… yo no
tengo amor.
—Yo, tampoco —añadió Val en un
susurro—. Es triste que estemos en un
sitio tan adorable, en una noche tan
adorable, y no tengamos… nada.
Se acercaba a ella, con ojos
románticos, ojos inspirados y castos, y
ella se apartaba.
—Habíame más de ti —se apresuró
a preguntarle—. Si eres ruso, ¿dónde
has aprendido a hablar inglés tan bien?
—Mi madre es norteamericana —
reconoció—. Mi abuelo también era
norteamericano, así que mi madre no
tuvo elección.
—¡Entonces tú también eres
norteamericano!
—Yo soy ruso —dijo Val con
orgullo.
Lo miró a los ojos, sonrió y no quiso
discutir.
—Bueno, entonces —dijo con
diplomacia—, me figuro que tendrás un
nombre ruso.
Pero Val no tenía intención de
decirle su nombre todavía. Un nombre,
incluso el apellido de los Rostoff,
hubiera profanado la noche. Eran dos
voces que hablaban muy bajo, dos caras
blancas, y era bastante. Estaba seguro,
sin ninguna razón para estar seguro, sólo
por instinto, una especie de instinto que
susurraba triunfalmente en su interior,
estaba seguro de que en un instante, un
minuto o una hora, iba a conocer por fin
la vida del amor. Su nombre no existía,
en comparación con lo que se agitaba en
su corazón.
—Eres preciosa —dijo de repente.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la luz de la luna es la luz
más cruel para las mujeres.
—¿Soy guapa a la luz de la luna?
—Eres lo más precioso que he visto
en mi vida.
—Ah —reflexionaba sobre aquellas
palabras—. No pensaba dejarte subir a
bordo. Debería haber imaginado de qué
íbamos a hablar con esta luna. Pero no
puedo quedarme aquí toda la vida,
mirando a la costa. Soy demasiado
joven, ¿no te parece?
—Demasiado joven —asintió Val
solemnemente.
Y de pronto oyeron una música
nueva, cerca, al alcance de la mano, una
música que parecía surgir del agua, a
menos de cien metros de distancia.
—¡Escucha! —exclamó ella—. Es
en el Minnehaha. Han acabado de cenar.
Escuchaban en silencio.
—Gracias —dijo Val de pronto.
—¿Por qué?
Casi ni se había dado cuenta de que
había hablado. Les daba las gracias a
los instrumentos de metal por sonar en la
brisa, bajos y profundos; al mar por su
murmullo cálido y quejumbroso contra
la proa; a la luz débil y lechosa de las
estrellas por derramarse sobre ellos y
bañarlos, hasta que sintió que flotaba en
una sustancia más densa que el aire.
—Es precioso —murmuró ella.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Tenemos que hacer algo?
Podríamos quedarnos aquí y disfrutar…
—No, no piensas eso —la
interrumpió Val, a media voz—. Sabes
que hay algo que debemos hacer. Voy a
ofrecerte mi amor, y te alegrarás.
—No puedo —dijo ella con un hilo
de voz. Quería reírse, decir algo
insustancial y gracioso, algo que
devolviera la situación a las aguas
seguras de un coqueteo sin importancia.
Pero ya era demasiado tarde. Val sabía
que la música había completado lo que
había empezado la luna.
—Te diré la verdad —dijo—. Eres
mi primer amor. Sólo tengo diecisiete
años, como tú.
Había algo absolutamente
encantador en el hecho de que tuvieran
la misma edad, algo que la desarmaba
ante el destino que los había reunido.
Las sillas crujieron y Val tuvo
conciencia de un débil perfume, irreal,
mientras caían, de repente, como niños,
el uno en brazos del otro.

III.

No podría recordar más tarde si la


besó una o varias veces aunque quizá
pasaran una hora allí sentados, muy
juntos y cogidos de la mano. Lo que más
le sorprendió del amor fue que no
parecía contener ninguno de los
elementos de la pasión desaforada —
remordimiento, deseo y desesperación
—, sino una delirante promesa de
felicidad, para la vida, para el mundo,
como no había conocido nunca. El
primer amor: ¡sólo era el primer amor!
¡Qué sería el amor en toda su plenitud,
en toda su perfección! No sabía que lo
que estaba experimentando entonces,
aquella mezcla irreal de paz y éxtasis,
limpia de deseo, era irrecuperable para
siempre.
Hacía un rato que la música había
cesado, cuando el ruido de una barca de
remos rompió aquel silencio lleno de
murmullos, perturbando las aguas
tranquilas. Ella se levantó de un salto y
miró hacia la bahía como un centinela.
—¡Oye! —dijo deprisa—. Quiero
que me digas tu nombre.
—No.
—Por favor —le rogó—. Me voy
mañana.
Val no contestó.
—No quiero que me olvides —dijo
ella—. Me llamo…
—No te olvidaré. Te prometo que te
recordaré siempre. A quienquiera que
ame siempre la compararé contigo, mi
primer amor. Mientras viva, siempre
conservarás la misma lozanía en mi
corazón.
—Quiero que te acuerdes de mí —
murmuró con palabras entrecortadas—.
Ay, esto ha significado para mí más que
para ti, mucho más.
Estaba tan cerca que Val sentía su
respiración joven y cálida en la cara.
Volvieron a abrazarse. Val apretaba sus
manos, sus muñecas, entre las suyas,
como parecía que había que hacer, y le
besó los labios. Era el beso ideal,
pensó, el beso romántico: ni muy corto
ni muy largo. Pero contenía una especie
de promesa, promesa de otros besos que
podría haber gozado, y, con un leve peso
en el corazón, oyó cómo se acercaba la
barca al yate, y comprendió que había
vuelto la familia de la chica. Había
acabado la noche.
«Y esto es sólo el principio», se
dijo. «Toda mi vida será como esta
noche».
Ella le decía algo en voz baja,
deprisa, y él escuchaba en tensión.
—Quiero que sepas una cosa: estoy
casada. Desde hace tres meses. Ésa era
la equivocación en que estaba pensando
cuando apareciste a la luz de la luna.
Enseguida lo entenderás.
Calló de repente cuando la barca
chocó contra la escala y una voz de
hombre surgió de la oscuridad.
—¿Eres tú, querida?
—Sí.
—Hay un bote de remos esperando.
¿A quién espera?
—Uno de los invitados del
señorJackson ha venido por
equivocación y le he pedido que se
quedara y me hiciera compañía un rato.
Y el pelo escaso y canoso y la cara
cansada de un hombre de sesenta años
apareció en cubierta. Y Val se dio cuenta
demasiado tarde de cuánto le afectaba
aquello.

IV.

En mayo, cuando terminó la


temporada en la Riviera, los Rostoff y el
resto de los rusos cerraron sus villas y
se fueron al norte a pasar el verano. Y
cerraron la iglesia ortodoxa rusa y los
barriles de los vinos más selectos, y
guardaron en el trastero, por decirlo así,
para otro año la elegante luz de la luna
primaveral, en espera de su regreso.
—Volveremos la temporada que
viene —repitieron como todos los años.
Pero se apresuraron al decirlo,
porque no volverían jamás. Los pocos
que volvieron a dispersarse por el sur
después de cinco años de tragedia se
alegraban de encontrar trabajo como
camareras y valets de chambre en los
grandes hoteles donde habían comido en
otro tiempo. Muchos, por supuesto,
murieron en la guerra o en la revolución,
y muchos desaparecieron en las grandes
ciudades, convertidos en sablistas o
timadores, y no pocos acabaron sus
vidas en la desesperación y el
embrutecimiento.
Cuando el gobierno de Kerensky
cayó en 1917, Val era teniente en el
frente oriental, e intentaba
desesperadamente que su compañía
acatara una autoridad de la que, desde
hacía mucho, ya no quedaba ni el menor
vestigio. Aún lo estaba intentando
cuando el príncipe Pablo Rostoff y su
esposa ofrendaron sus vidas una mañana
de lluvia para expiar las meteduras de
pata de los Romanoff: la envidiable
carrera de la hija de Morris Hasylton
acabó en una ciudad que se parecía a
una carnicería mucho más incluso que el
Chicago de 1892.
Y Val combatió en el ejército de
Denikin hasta que se dio cuenta de que
estaba participando en una farsa: la
gloria de la Rusia imperial había
terminado. Entonces se fue a Francia,
donde inmediatamente hubo de
enfrentarse al increíble problema de
cómo mantener unidos el cuerpo y el
alma.
Era perfectamente natural que
pensara en irse a Estados Unidos. Dos
tías lejanas, con quienes su madre se
había peleado hacía muchos años,
seguían viviendo allí con cierto lujo.
Pero la idea repugnaba a los prejuicios
que su madre le había inculcado y
además no le quedaba dinero para pagar
el pasaje. Tendría que ganarse la vida en
Francia como pudiera hasta que una
posible contrarrevolución le restituyera
las propiedades rusas de los Rostoff.
Así que se fue a la ciudad que mejor
conocía. Se fue a Cannes. Compró un
billete de tercera con sus últimos
trescientos francos y, cuando llegó,
entregó el esmoquin a una sociedad
benéfica que se ocupaba de semejantes
asuntos y recibió a cambio dinero para
comida y alojamiento. Más tarde se
arrepentiría de haber vendido el
esmoquin, porque podría haberle
ayudado a conseguir un puesto de
camarero. Pero encontró trabajo como
taxista, y se sintió igual de feliz o,
mejor, igual de desgraciado.
A veces llevaba a norteamericanos a
ver villas en alquiler, y, cuando estaba
abierto el cristal que separaba el asiento
del chófer alcanzaba a oír curiosos
fragmentos de conversación.
—Me han dicho que ese tipo era un
príncipe ruso… Calla… No, ése, el
chófer… ¡Calla, Esther! —y aguantaban
la risa.
Cuando el coche se detenía, los
pasajeros lo rodeaban para mirarlo. Al
principio se sentía desesperadamente
desdichado si lo miraban las chicas,
pero luego dejó de importarle. Una vez
un americano alegremente borracho le
preguntó si aquella historia era verdad y
lo invitó a comer, y otra vez una mujer
ya mayor le cogió la mano al bajar del
taxi, la apretó con violencia y lo obligó
a coger un billete de cien francos.
—Bueno, Florence, ya puedo contar,
cuando vuelva a casa, que le he dado la
mano a un príncipe ruso.
El americano ebrio que lo invitó a
comer creía al principio que Val era hijo
del zar, y Val tuvo que explicarle que ser
príncipe en Rusia sólo era como ser lord
en Inglaterra. Pero no acababa de
entender el norteamericano cómo un
hombre con la personalidad de Val no se
dedicaba a ganar dinero de verdad.
—Esto es Europa —dijo Val muy
serio—. Aquí no se gana el dinero. Aquí
se hereda, o se ahorra lentamente
durante largos años, y a lo mejor al cabo
de tres generaciones una familia puede
mejorar su posición social.
—Piense en algo que necesite la
gente, como hacemos nosotros.
—Eso es porque en Estados Unidos
hay más dinero para necesidades. Todo
lo que necesita la gente de aquí lleva
pensado mucho tiempo.
Pero, un año después, gracias a la
ayuda de un joven inglés con quien había
jugado al tenis antes de la guerra, Val
consiguió un empleo en la sucursal en
Cannes de un banco inglés. Se encargaba
del correo, compraba billetes de tren y
organizaba excursiones para turistas
impacientes. Algunas veces una cara
familiar se acercaba a su ventanilla; si
reconocía a Val, se estrechaban la mano;
si no, Val callaba. Y, dos años más
tarde, ni siquiera lo señalaban con el
dedo por haber sido príncipe: los rusos
eran ya una vieja historia. El esplendor
de los Rostoff y compañía estaba
olvidado.
Se mezclaba muy poco con la gente.
Daba un paseo por las tardes, se bebía
una lenta cerveza en un café y se
acostaba temprano Casi nunca lo
invitaban a ningún sitio porque
consideraban que su ex presión triste y
ensimismada era deprimente, y, si lo
invitaban, jamás aceptaba una
invitación. Vestía trajes franceses y
baratos en vez de las franelas caras e
inglesas que encargaba con su padre. En
cuanto a las mujeres, no conocía a
ninguna. A los diecisiete años había
estado seguro de muchas cosas, y de lo
que había estado más seguro había sido
de esto: habría muchos amores en su
vida. Ahora, ocho años después, sabía
que no era así. Nunca había tenido
tiempo para el amor: la guerra la
revolución y ahora la pobreza habían
conspirado contra su corazón lleno de
ilusiones. El manantial de emoción que
brotó por primera vez una noche de abril
se había secado inmediatamente y ahora
sólo manaba gota a gota.
Su juventud feliz había acabado
antes de empezar. Ya se veía cada día
más viejo y más pobre, viviendo
siempre, más y más, de los recuerdos de
la adolescencia maravillosa. Se
volvería ridículo: sacaría un viejo reloj,
una reliquia de familia, y se lo enseñaría
a los compañeros de la oficina, que,
divertidos, oirían entre guiños sus
historias sobre el apellido Rostoff.
Sumido en estos pensamientos tristes
paseaba a orillas del mar una noche de
abril de 1922 y contemplaba la magia
inalterable del despertar de las luces
eléctricas. Aquella magia ya no estaba a
su disposición, pero seguía existiendo, y
Val se alegraba de que fuera así. Al día
siguiente se iría de vacaciones a un hotel
barato de la costa donde podría bañarse,
descansar y leer, y luego volvería a la
ciudad y al trabajo. Todos los años,
desde hacía tres, se iba de vacaciones
las dos últimas semanas de abril, quizá
porque entonces sentía mayor necesidad
de recordar. Fue en abril cuando lo que
estaba destinado a ser lo mejor de su
vida había alcanzado su punto
culminante a la romántica luz de la luna.
Aquello era sagrado para él: lo que
había creído una iniciación y un
principio había resultado ser el final.
Se detuvo un instante frente al Café
des Étrangers, e inmediatamente, como
arrastrado por un impulso, cruzó la calle
y bajó a la playa. Una docena de yates,
que viraban hacia un precioso color
plata, fondeaban en la bahía. Los había
visto aquella tarde y, por costumbre,
había leído los nombres pintados en la
proa. Llevaba haciéndolo tres años, y ya
era casi una función natural de sus ojos.
—Un beau soir —comentaron a su
lado, en francés. Era un barquero, que
muchas veces había visto a Val por allí
—. ¿A monsieur le parece hermoso el
mar?
—Muy hermoso.
—A mí, también. Pero, fuera de
temporada, deja poco para vivir. Menos
mal que la semana que viene tengo un
encargo especial. Me pagan por
quedarme aquí, esperando, sin hacer
otra cosa, desde las ocho de la tarde
hasta medianoche.
—Es estupendo —dijo Val, por
cortesía.
Es una señora viuda, muy guapa, una
americana. Su yate siempre fondea en el
puerto las dos últimas semanas de abril.
Este año será el tercero, si el Privateer
llega mañana.
V.

Val no pegó un ojo en toda la noche,


no porque se preguntara qué debía hacer,
sino porque sus emociones, adormecidas
durante mucho tiempo, de repente
despertaron y revivieron. Estaba claro
que no debía verla —él, un pobre
fracasado, con un apellido que ya sólo
era una sombra—, pero siempre lo haría
un poco más feliz saber que ella lo
recordaba. Aquello añadía una nueva
dimensión a sus propios recuerdos: los
resaltaba, como esas lentes
estereoscópicas que, sobre un papel
liso, dan fondo y relieve a las imágenes.
Le hacía sentirse seguro de que no se
había engañado: una vez había sido
encantador con una mujer preciosa, y
ella no lo olvidaba.
Al día siguiente, una hora antes de la
salida del tren, ya estaba en la estación
con su equipaje: quería evitar cualquier
posibilidad de un encuentro en la calle.
Buscó un asiento en el vagón de tercera
clase.
Y, en cuanto se sentó, empezó a ver
la vida de manera diferente: con una
especie de esperanza, débil e ilusoria,
desconocida veinticuatro horas antes.
Quizá existiera algún modo de que
volvieran a encontrarse en los próximos
años: si trabajaba de verdad,
aprovechando con pasión cualquier
oportunidad que se le presentara. Sabía
de dos rusos que vivían en Cannes, que
habían vuelto a empezar desde cero,
sólo con buena educación e ingenio, a
quienes ahora les iba sorprendentemente
bien. La sangre de Morris Hasylton
comenzaba a latir débilmente en las
sienes de Val para recordarle algo que
nunca había querido recordar: Morris
Hasylton, que había construido un
palacio en San Petersburgo para su hija,
había empezado desde la más absoluta
miseria.
Y otra emoción, simultánea, se
apoderó de él, menos extraña, menos
dinámica, pero también americana: la
emoción de la curiosidad. En el caso de
que volviera a… Bueno, en el caso de
que la vida hiciera posible que volviera
a encontrar a la chica, por lo menos se
enteraría de su nombre.
Se puso en pie de un salto, consiguió
abrir con mucha torpeza, muy nervioso,
la puerta del vagón y saltó del tren. Y,
tras lanzar la maleta a la consigna, echó
a correr hacia el consulado de Estados
Unidos.
—Esta mañana ha llegado un yate —
dijo con prisa al funcionario—, un yate
norteamericano, el Privateer. Quisiera
saber quién es el dueño.
—Espere un momento —dijo el
funcionario, mirándolo con curiosidad
—. Voy a ver si puedo informarme…
Volvió al cabo de lo que a Val le
pareció un espacio de tiempo
interminable.
—Espere un momento, por favor —
repitió, inseguro—, al… Parece que
vamos a poder informarnos…
—¿Ha llegado el yate?
Ah, sí, perfectamente. O eso creo yo.
Siéntese un momento, por favor.
Diez minutos después, Val miró su
reloj, impaciente. Si no se daban prisa,
perdería el tren. Hizo un gesto nervioso,
como si fuera a levantarse de la silla.
—¡Estése quieto, por favor! —dijo
el funcionario, echándole una ojeada
desde el escritorio—. Se lo ruego,
siéntese.
Val lo miraba fijamente. ¿Qué podía
importarle al funcionario que esperara o
no esperara?
—Voy a perder el tren —dijo con
impaciencia—. Siento haberle
molestado.
—¡Por favor, quédese donde está!
Nos alegraría mucho quitarnos este
asunto de encima. ¿Sabe? Llevamos
esperando su pregunta… tres años.
Val se levantó de un salto y se
encasquetó el sombrero.
—¿Por qué no me lo ha dicho? —
preguntó de mal humor.
—Porque teníamos que avisar a… a
nuestro cliente. No se vaya, por favor.
Es… Es demasiado tarde.
Val dio media vuelta. Un criatura
delicada y radiante, de ojos negros y
asustados, se perfilaba contra la luz del
sol, en la puerta.
—Cómo…
Los labios de Val se entreabrieron,
pero no le salieron las palabras. Ella
dio un paso hacia él.
—Yo… —lo miraba a través de las
lágrimas, desvalida—. Sólo quería
saludarte —murmuró—. He vuelto tres
años seguidos porque quería saludarte.
Val callaba.
—Podrías contestar —dijo con
impaciencia—. Podrías contestar… Ya
pensaba que habías muerto en la guerra
—entonces se dirigió al funcionario—:
Por favor, preséntenos —exclamó—.
¿Sabe? No puedo saludarlo porque ni
siquiera sabemos cómo nos llamamos.

Es cierto que se suele desconfiar de


estos matrimonios internacionales.
Según la tradición norteamericana
siempre acaban mal, y estamos
acostumbrados a titulares como éstos:
«Cambiaría el título por un verdadero
amor americano, dice la duquesa» o «El
conde Mendicant torturaba a su esposa».
Nunca aparecen titulares que digan: «El
castillo joven rico es un nido de amor,
afirma una antigua belleza de Georgia»
o «El duque y la hija del empaquetador
celebran sus bodas de oro».
Hasta el momento los jóvenes
Rostoff no han aparecido en ningún
titular. El príncipe Val está demasiado
ocupado en la cadena de taxis color azul
claro de luna que dirige con inusitada
eficacia, y no concede entrevistas. El
príncipe y su esposa sólo abandonan
Nueva York una vez al año, y todavía
existe un barquero que se alegra cuando
el Privateer entra en el puerto de
Cannes una noche de mediados de abril.
El joven rico

El joven rico es la novela


corta de Fitzgerald más
importante y contiene su
frase más errónea y
promiscuamente citada: «Son
diferentes de nosotros». La
escribió en Capri, dividida en
tres partes, mientras
esperaba la publicación de El
gran Gatsby, y la revisó en
París, dividiéndola en dos
partes que aparecieron en
Red Book (enero y febrero de
1926).
El personaje de Anson
Hunter está basado en
Ludlow Fowler, amigo de
Fitzgerald desde los años del
colegio:
«He escrito un relato de
quince mil palabras sobre ti
llamado El joven rico: está
todo tan disfrazado que
nadie, excepto tú y yo y quizá
dos de las chicas implicadas,
podría reconocerte, a menos
que tú lo contaras, pero se
trata en gran medida de la
historia de tu vida, retocada
aquí y allá y simplificada. Y
hay bastantes partes que son
fruto de mi imaginación. Es
franco, generoso pero
comprensivo, y creo que te
gustará. Es de lo mejor que
he escrito».
Dos anécdotas sobre
Hunter, que aparecían en la
versión publicada en revista,
fueron suprimidas a petición
de Fowler cuando El joven
rico fue incluido en el
volumen All the sad young
men. Recuperamos entre
corchetes esos fragmentos.
A Fitzgerald le
preocupaba la afirmación de
su amigo Ring Lardner de
que podría haber alargado El
joven rico hasta convertirlo
en una novela; él mismo
explicó a Maxwell Perkins:
«Me habría sido
absolutamente imposible
estirar El joven rico más allá
de la extensión de una novela
corta».

I.

Empieza con un individuo y, antes de


que te des cuenta, te encontrarás con que
has creado un tipo; empieza con un tipo
y te encontrarás con que has creado…
nada, absolutamente nada. Y es que
todos somos bichos raros, mucho más
raros tras nuestras caras y nuestras
voces que lo que dejamos que los otros
adivinen, o de lo que nosotros mismos
sabemos. Cuando oigo a uno que se
proclama a sí mismo «un hombre
normal, leal y honrado» estoy
completamente seguro de que padece
alguna precisa y quizá terrible
anormalidad que intenta disimular, y que
su declaración de que es normal, leal y
honrado es una manera de recordarse a
sí mismo sus imperfecciones.
No existen tipos, ni identidades
colectivas. Existe un joven rico, y ésta
es su historia, no la de sus iguales. Toda
mi vida he vivido entre sus iguales, pero
éste ha sido mi amigo. Y, si yo
escribiera sobre sus iguales, debería
empezar rebatiendo todas las mentiras
que los pobres han dicho sobre los ricos
y que los ricos han dicho sobre sí
mismos: es tan disparatada la estructura
que han erigido que, cuando abrimos un
libro sobre los ricos, algún instinto nos
predispone a la irrealidad. Incluso
inteligentes y desapasionados cronistas
de sociedad han convertido el país de
los ricos en algo tan irreal como el país
de las hadas.
Permitidme que os hable de quienes
son riquísimos. Son diferentes a
nosotros. Poseen y disfrutan desde sus
primeros años, y esto influye en su
carácter: los hace blandos cuando
nosotros somos duros, cínicos cuando
somos crédulos, de manera que, a no ser
que hayas nacido rico, es difícil que los
comprendas. Piensan, en lo más
profundo de sus corazones, que son
mejores que nosotros, porque nosotros
hemos tenido que descubrir por nuestra
cuenta las recompensas y artimañas de
la vida. Incluso cuando penetran en lo
más hondo de nuestro mundo, o caen
más bajo que nosotros, siguen pensando
que son mejores. Son diferentes. El
único modo para lograr describir al
joven Anson Hunter será acercarme a él
como si fuera un extraño y aferrarme
tenazmente a mi punto de vista. Si
aceptara el suyo un solo instante estaría
perdido: sólo conseguiría una película
absurda.

II.

Anson era el mayor de seis


hermanos que algún día se repartirían un
patrimonio de quince millones de
dólares y habían alcanzado el uso de
razón —¿se alcanza a los siete años?—
a principios de siglo cuando ya se
deslizaban por la Quinta Avenida chicas
audaces en vehículos eléctricos. En
aquellos días Anson y su hermano tenían
una institutriz inglesa que hablaba el
idioma a la perfección, con claridad y
concisión, así que los dos chicos
aprendieron a hablar como ella: sus
palabras y frases eran concisas y claras,
jamás confusas y atropelladas como las
nuestras. No hablaban exactamente como
los niños ingleses, pero adquirieron ese
acento que es característico de la gente
distinguida de Nueva York.
En verano los seis niños dejaban la
casa de la calle 71 y se mudaban a una
gran finca al norte de Connecticut. No
era una localidad de moda: el padre de
Anson quería que sus hijos conocieran
lo más tarde posible la vida de la gente
distinguida. Era un hombre por encima
de su clase —la alta sociedad de Nueva
York— y su época —la Edad de Oro de
la vulgaridad esnob y etiquetera—, y
quería que sus hijos cultivaran la
inteligencia, y crecieran sanos y fuertes,
y se convirtieran en honrados hombres
prósperos. Su mujer y él procuraron no
quitarles un ojo de encima hasta que los
dos mayores empezaron a ir al colegio,
pero una cosa así es difícil en las casas
inmensas: era mucho más sencillo en
aquellas casas pequeñas o medianas en
las que transcurrió mi juventud. Nunca
estuve fuera del alcance de la voz de mi
madre, o de la sensación de su
presencia, su aprobación o
desaprobación.
Anson empezó a tomar conciencia de
su superioridad cuando se dio cuenta de
la deferencia desganada, típica de los
americanos, con que lo trataban en
aquella aldea de Connecticut. Los
padres de los chicos con quienes jugaba
siempre le preguntaban por sus padres, y
parecían vagamente nerviosos cuando
invitaban a sus hijos a que fueran a casa
de los Hunter. Anson aceptaba este
estado de cosas como natural, y durante
toda su vida conservó una especie de
impaciencia hacia aquellos grupos en
los que no era el centro, por su dinero,
su posición social y su autoridad. No se
dignaba luchar con otros chicos por
sobresalir: esperaba que su supremacía
fuese reconocida libremente, y, si no era
así, se refugiaba en su familia. Le
bastaba su familia, porque en el Este el
dinero es todavía algo feudal, algo que
forma clanes. En el vanidoso Oeste el
dinero divide a las familias en
camarillas.
A los dieciocho años, cuando se
trasladó a New Haven, Alson era alto y
fuerte, de cutis limpio y color saludable
gracias a la vida ordenada que había
llevado en el colegio. El pelo rubio le
crecía de una manera cómica, y tenía la
nariz aguileña —estos dos detalles le
impedían ser guapo—, pero era
encantador, y estaba seguro de serlo, y
tenía estilo, cierta elegancia brusca, y
las personas de elevada condición
social con las que coincidía se daban
cuenta inmediatamente, sin que nadie les
dijera nada, de que era un joven rico
educado en los mejores colegios. Sin
embargo, su propia superioridad le
impedía tener éxito en la universidad: su
independencia fue tomada por
egocentrismo, y su negativa a aceptar las
reglas de Yale con el adecuado respeto
reverencial parecía empequeñecer a
quienes las acataban. Así, mucho antes
de terminar sus estudios, empezó a hacer
de Nueva York el centro de su vida.
En Nueva York se sentía a sus
anchas: en Nueva York tenía una casa
con «el tipo de servidumbre que hoy ya
no se encuentra»; en Nueva York vivía
su familia, de la que, gracias a su buen
humor y cierta habilidad para conseguir
que las cosas funcionaran, rápidamente
se estaba convirtiendo en el centro; en
Nueva York se celebraban las fiestas de
presentación en sociedad, y Nueva York
le ofrecía el viril y correcto mundo de
los clubes reservados a los hombres, y
las juergas desaforadas y ocasionales
con chicas galantes que en New Haven
sólo veías desde la fila quinta. Sus
aspiraciones eran bastante
convencionales: hasta incluían la
irreprochable sombra de una futura
esposa, pero diferían de las
aspiraciones de la mayoría de los
jóvenes en que no las empañaba ninguna
nube, ninguna de esas cualidades a las
que se suele conocer por idealismo o
ilusión. Anson aceptaba sin reservas el
mundo de las altas finanzas y de la
extrema extravagancia, del divorcio y la
disolución, del esnobismo y los
privilegios. Nuestras vidas suelen
terminar en un compromiso: la suya
empezó con un compromiso.
Nos conocimos al final del verano
de 1917, cuando Anson acababa de salir
de Yale y, como todos, estaba a punto de
dejarse arrastrar por el bien urdido
histerismo de la guerra. Con el uniforme
azul verdoso de los aviadores de la
Marina llegó a Pensacola, donde las
orquestas de los hoteles interpretaban
Lo siento, querida, y nosotros, jóvenes
oficiales, bailábamos con las chicas. A
todos les caía bien, y, aunque andaba
con bebedores y no era precisamente un
buen piloto, incluso los instructores lo
trataban con cierto respeto. Solía
mantener largas y frecuentes
conversaciones con ellos, con aquella
voz lógica y segura de sí misma:
conversaciones que terminaban cuando
conseguía resolver algún problema
acuciante, suyo o, con mayor frecuencia,
de otro oficial. Era sociable, picante,
insaciablemente ávido de placeres, y
nos sorprendió a todos cuando se
enamoró de una chica convencional y un
tanto relamida.
Se llamaba Paula Legendre, una
belleza morena, seria, de no sé qué lugar
de California. Su familia pasaba los
inviernos en una casa muy próxima a la
ciudad, y, a pesar de su gazmoñería,
Paula tenía muchísimo éxito con los
chicos: existe cierta clase de hombres,
muy numerosa, cuyo egocentrismo no
soporta que una mujer tenga sentido del
humor. Pero Anson no era de ésos, y no
consigo explicarme la atracción que la
«sinceridad» —ésta era la cualidad que
podía reconocérsele— de Paula ejerció
sobre una inteligencia aguda e irónica
como la suya.
Pero se enamoraron, y según las
condiciones que imponía Paula. Anson
dejó de frecuentar las reuniones en el
Bar De Sota a la caída de la tarde, y
siempre que se les veía juntos estaban
enfrascados en un largo y serio diálogo
que se prolongaba durante semanas.
Mucho después me contaría que aquellas
conversaciones no trataban de nada en
especial, sino que, por ambas partes, se
alimentaban de frases inmaduras e
incluso sin sentido: el contenido
emotivo que poco a poco iba llenando la
conversación no nacía de las palabras,
sino de la extraordinaria seriedad con
que eran pronunciadas. Era una especie
de hipnosis. A veces se interrumpía,
cediendo su lugar a ese humorismo
castrado al que llamamos bromear;
cuando estaban solos volvía a empezar,
solemne, como un bajo, afinado para
darles una sensación de armonía de
sentimientos y pensamientos. Se
enfadaban si los interrumpían, acabaron
por ser insensibles a los chistes sobre la
vida, e incluso al cinismo amable de sus
contemporáneos. Sólo eran felices
cuando el diálogo se reanudaba, cuando
la seriedad los bañaba como el
resplandor ámbar de una hoguera. Hacia
el final, hubo una interrupción que no les
molestó: la pasión empezó a interrumpir
el diálogo.
Aunque parezca extraño, Anson
estaba tan absorto en aquellas
conversaciones como Paula, y tan
profundamente afectado, pero al mismo
tiempo era consciente de que, por su
parte, había mucho de insinceridad,
como, por parte de Paula, había mucho
de simple ingenuidad. Al principio,
despreciaba la ingenuidad emotiva de
Paula, pero, gracias a su amor, el
carácter de Paula se hizo más profundo y
maduró: ya no podía despreciarla.
Sentía que sería feliz si lograba entrar
en la cálida y protegida existencia de
Paula. Aquellas largas conversaciones
allanaron el camino, derribaron todos
los obstáculos: Anson le enseñó algo de
lo que había aprendido con mujeres más
atrevidas, y Paula respondió con una
intensidad arrebatada y sagrada. Una
noche, después de un baile, decidieron
casarse, y Anson le escribió a su madre
una larga carta sobre Paula. Al día
siguiente Paula le dijo que era rica, que
su patrimonio personal ascendía a casi
un millón de dólares.
III.

Era exactamente como si hubieran


podido decir: «Ninguno de los dos tiene
nada: compartiremos nuestra pobreza».
Compartir la riqueza era igual de
maravilloso: les daba la misma
sensación de compartir una aventura.
Pero, cuando en abril Anson consiguió
un permiso, y Paula y su madre lo
acompañaron al Norte, la posición
social de su familia y su tren de vida en
Nueva York impresionaron a Paula.
Cuando por primera vez se quedó sola
con Anson en la habitación donde había
jugado cuando era un muchacho sintió
que la embargaba una emoción
agradable, como si verdaderamente
estuviera segura y protegida. Las fotos
de Anson con la gorra de su primer
colegio, de Anson a caballo con la novia
de un verano misterioso y olvidado, de
Anson entre un alegre grupo de damas
de honor y testigos de una boda, le
hicieron sentir celos de su vida pasada,
lejos de ella; y con tal grado de
perfección parecía la figura autoritaria
de Anson resumir y simbolizar todas
aquellas antiguas posesiones, que, en un
momento de inspiración, se le ocurrió
casarse inmediatamente y volver a
Pensacola convertida en su mujer.
Pero nadie había hablado de la
posibilidad de una boda inmediata, e
incluso el compromiso se guardaba en
secreto hasta que acabara la guerra.
Cuando Paula se dio cuenta de que a
Anson sólo le quedaban dos días de
permiso, su descontento cristalizó en la
intención de conseguir que él tampoco
quisiera esperar. Estaban invitados a
cenar en el campo, y Paula decidió
forzar una decisión aquella noche.
Estaba con ellos en el Ritz una prima
de Paula, una chica seca y resentida que
quería a Paula, pero un poco celosa de
aquel impresionante compromiso
matrimonial, y, mientras Paula acababa
de vestirse, la prima, que no iba a la
cena, recibió a Anson en el vestíbulo de
la suite.
Anson se había encontrado con
algunos amigos a las cinco y con ellos
había estado bebiendo sin medida ni
discreción durante una hora. Había
abandonado el Club de Yale a la hora
conveniente, y había ordenado al chófer
de su madre que lo llevara al Ritz, pero
no estaba en la plenitud de sus
facultades y la calefacción del salón le
provocó un mareo repentino. Al notarlo,
se sintió alegre y arrepentido a la vez.
La prima de Paula tenía veinticinco
años, pero era excepcionalmente
ingenua, y al principio no se dio cuenta
de lo que sucedía. Era la primera vez
que veía a Anson, y se sorprendió
cuando masculló alguna frase sin sentido
y estuvo a punto de caerse de la silla,
pero hasta que apareció Paula no se le
ocurrió que lo que había tomado por el
olor de un uniforme recién salido de la
tintorería era en realidad olor a whisky.
Paula se dio cuenta inmediatamente, y su
único pensamiento fue quitar de en
medio a Anson antes de que su madre lo
viera y, por su mirada, su prima
comprendió lo que pasaba.
Cuando Paula y Anson bajaron,
encontraron dentro del coche a dos
hombres dormidos; eran los amigos con
quienes Anson había estado bebiendo en
el Club de Yale, invitados también a la
cena. Anson había olvidado por
completo que estaban en el coche. Se
despertaron camino de Hempstead y se
pusieron a cantar. Eran picantes algunas
de sus canciones, y Paula, aunque
intentaba resignarse al hecho de que
Anson tuviera pocas inhibiciones
verbales, apretó los labios avergonzada
y disgustada.
Y en el hotel la prima, confundida y
nerviosa, tras reflexionar sobre el
incidente, entró en la habitación de la
señora Legendre y le dijo:
—¿No es gracioso?
—¿Quién es gracioso?
—¿Quién? El señor Hunter. Me ha
parecido muy gracioso.
La señora Legendre la miró con
severidad.
—¿Por qué es gracioso?
—Me ha dicho que es francés. No
sabía que era francés.
—Es absurdo. Seguro que no has
entendido bien —sonrió—. Te ha
tomado el pelo.
La prima negó con la cabeza,
obstinada.
—No, me ha dicho que se ha criado
en Francia. Ha dicho que no sabía inglés
y que no podía hablar conmigo. ¡Y es
verdad que no podía hablar!
La señora Legendre desvió la
mirada con impaciencia en el preciso
instante en que la prima, saliendo de la
habitación, añadía:
—Sería por lo borracho que estaba.
El extraño episodio era verdad.
Anson, advirtiendo que la lengua se le
trababa sin remedio, había recurrido a
un subterfugio insólito: había dicho que
no sabía inglés. Años después solía
contar la anécdota, e invariablemente
contagiaba a todos la risa incontenible
que le provocaba aquel recuerdo.
En la hora siguiente, cinco veces
intentó la señora Legendre hablar por
teléfono con Hempstead. Cuando por fin
lo consiguió, hubo de esperar diez
minutos más antes de oír la voz de Paula
en el auricular.
—La prima Jo me ha dicho que
Anson estaba borracho.
—Ah, no…
—Ah, sí. La prima Jo dice que
estaba borracho. Le dijo que era francés,
y se cayó de la silla y se portó como si
estuviera muy borracho. No quiero que
vuelvas aquí con él.
—¡Mamá! Está perfectamente. No te
preocupes, por favor…
—Pues claro que me preocupo. ¡Qué
horror! Quiero que me prometas que no
volverás con él…
—Eso es cosa mía, mamá…
—No quiero que vuelvas con él.
—Muy bien, mamá. Adiós.
—Recuerda lo que te he dicho,
Paula. Pídele a alguien que te acompañe.
Paula retiró muy decidida el
auricular de su oído y colgó. Estaba roja
de irritación e impotencia. Anson
dormía a pierna suelta en un dormitorio
del piso de arriba, y abajo la cena se
acercaba penosamente al final.
El viaje en coche, que duró una hora,
lo había espabilado un poco —la
llegada sólo fue motivo de risas—, y
Paula tenía la esperanza de que, a pesar
de todo, no se estropeara la noche, pero
dos imprudentes cócteles antes de la
cena completaron el desastre. Anson se
dirigió a los invitados ruidosamente, un
poco agresivo, durante quince minutos y
luego se desplomó silenciosamente bajo
la mesa, como en un grabado antiguo,
pero, a diferencia del grabado antiguo,
la escena resultó espantosa sin ser en
absoluto pintoresca. Ninguna de las
jóvenes presentes comentó el incidente:
parecía merecer únicamente silencio. Su
tío y dos más lo subieron por las
escaleras, e inmediatamente después
Paula había hablado por teléfono con su
madre.
Una hora más tarde Anson se
despertó entre nubes de dolor y angustia,
y entre nubes distinguió al cabo de unos
segundos la figura de su tío Robert junto
a la puerta.
—Digo que si te sientes mejor.
—¿Cómo?
—¿Te sientes mejor, amigo?
—Fatal —dijo Anson.
—Voy a darte otro calmante. Te
ayudará a dormir, si no lo vomitas.
Con esfuerzo, Anson apoyó los pies
en el suelo y se levantó.
—Estoy perfectamente —dijo con
voz apagada.
—Despacio, despacio.
—Creo que si me das una copa de
coñac podré bajar las escaleras.
—Ah, no.
—Sí, es lo único que necesito. Ya
estoy bien. Me figuro que me estarán
poniendo verde.
—Saben que te has pasado un poco
de rosca —dijo el tío con
desaprobación—. Pero no te preocupes.
Schuyler ni siquiera ha podido venir.
Perdió el conocimiento en el vestuario
del club de golf.
Indiferente a todas las opiniones,
excepto a la de Paula, Anson estaba
decidido a salvar lo que pudiera entre
los escombros de la noche, pero,
cuando, después de un baño frío,
apareció, casi todos los invitados se
habían ido. Paula se levantó
inmediatamente para volver al hotel.
En el coche reanudaron el diálogo
serio y antiguo. Paula sabía que le
gustaba beber, pero nunca se hubiera
imaginado algo como aquello: tenía la
impresión de que quizá, después de
todo, no estaban hechos el uno para el
otro. Sus ideas sobre la vida eran
demasiado diferentes, y así
sucesivamente. Cuando acabó de hablar,
Anson tomó la palabra, absolutamente
sobrio. Luego Paula dijo que tenía que
pensarlo, que no podía tomar una
decisión aquella noche; no estaba
enfadada, sino terriblemente dolida. Ni
siquiera le dejó entrar en el hotel con
ella, pero cuando salía del coche se
inclinó y le dio un beso triste en la
mejilla.
La tarde siguiente Anson mantuvo
una larga conversación con la señora
Legendre mientras Paula escuchaba en
silencio. Llegaron al acuerdo de que
Paula meditaría sobre el incidente
durante un periodo razonable y que
luego, si madre e hija lo consideraban
oportuno, se reunirían con Anson en
Pensacola. Anson, por su parte, pidió
perdón con sinceridad y dignidad: eso
fue todo. Con todas las cartas a su favor,
la señora Legendre fue incapaz de
obtener ninguna ventaja sobre Anson.
Anson no prometió nada, no demostró
ninguna humildad, y se limitó a hacer
algún sensato comentario sobre la vida,
que al final le dio cierto aire de
superioridad moral. Cuando regresaron
al Sur tres semanas después, ni Anson,
satisfecho, ni Paula, aliviada porque
volvían a encontrarse, se dieron cuenta
de que el momento psicológico había
pasado para siempre.
IV.

Anson la dominaba y atraía, y al


mismo tiempo la llenaba de angustia.
Confundida por aquella mezcla de
fortaleza y disipación, de sensibilidad y
cinismo —incongruencias que su
mentalidad tradicional era incapaz de
entender—, Paula empezó a pensar que
Anson tenía dos personalidades que se
alternaban. Cuando se veían a solas o en
una fiesta, o, por casualidad, en
compañía de alguien inferior a él, se
sentía verdaderamente orgullosa de su
fuerte y atractiva personalidad, de su
gran inteligencia, paternal y
comprensiva. Pero en compañía de otros
se sentía incómoda cuando lo que había
sido una refinada impermeabilidad al
simple formalismo de las buenas
maneras mostraba su otra cara. La otra
cara era ordinaria, burlona, indiferente a
todo lo que no fuera diversión.
Entonces, por un tiempo, trataba de
quitarse a Anson de la cabeza, e incluso
emprendió un breve y furtivo
experimento con un antiguo admirador,
pero fue inútil: después de cuatro meses
bajo la influencia de la envolvente
vitalidad de Anson, todos los hombres
le parecían de una palidez anémica.
En julio Anson fue destinado al
extranjero. La ternura y el deseo
aumentaron. Paula pensó en un
matrimonio de última hora, y se
arrepintió porque Anson siempre olía a
cóctel, pero la despedida la puso
enferma, físicamente enferma de tristeza.
Tras la partida le escribió largas cartas,
doliéndose por los días de amor que,
esperando, habían perdido. En agosto el
avión de Anson cayó al mar del Norte.
Fue rescatado por un destructor después
de pasar una noche en el agua y fue
internado en un hospital, con pulmonía.
El armisticio se firmó antes de que
Anson fuera repatriado por fin.
Entonces, cuando volvían a
presentárseles todas las oportunidades,
sin ningún obstáculo material que
superar, los secretos velos de sus
temperamentos se interpusieron entre
ellos: secaron sus besos y sus lágrimas,
hicieron que sus voces se apagaran entre
sí, sofocaron la conversación íntima de
sus corazones hasta que la antigua
comunicación sólo fue posible por carta,
a distancia. Una tarde un periodista,
cronista de sociedad, esperó dos horas
en casa de los Hunter la confirmación de
su compromiso. Anson desmintió la
noticia, a pesar de que una edición
anterior la había publicado con grandes
titulares: se les había visto
«constantemente juntos en Southampton,
Hot Springs y Tuxedo Park». Pero el
diálogo serio y antiguo había
desembocado de repente en una pelea
interminable, y el amor se acababa.
Anson se emborrachó escandalosamente
y no acudió a una cita, y Paula le
reprochó su comportamiento. La
desesperación cedió ante su orgullo y su
dominio de sí mismo: el compromiso se
rompió definitivamente.
«Corazón mío», decían entonces las
cartas de Anson y Paula «corazón,
corazón mío, cuando me despierto a
medianoche y pienso en lo que, después
de todo, nunca será, me dan ganas de
morirme. No puedo seguir viviendo.
Quizá cuando nos veamos este verano
podamos hablar más despacio y decidir
otra cosa. Estábamos tan nerviosos y tan
tristes aquel día… Sé que no podré vivir
la vida entera sin ti. Hablas de otras
personas. ¿No sabes que no existe nadie
para mí, que sólo existes tú?».
Y, aunque alguna vez Paula, en sus
vagabundeos por el Este con ánimo de
llamar su atención mencionara lo mucho
que se divertía, Anson era demasiado
perspicaz para inquietarse. Cuando en
sus cartas encontraba el nombre de
algún hombre se sentía más seguro que
nunca de los sentimientos de Paula y un
poco desdeñoso: siempre había estado
por encima de aquellas cosas. Pero
seguía teniendo esperanzas: algún día se
casarían.
Y, mientras, se sumergió de lleno en
el tumulto y el esplendor del Nueva
York de después de la guerra, empezó a
trabajar en la Bolsa, se hizo socio de
media docena de clubes, bailaba hasta
muy tarde y vivía en tres mundos
diferentes: su propio mundo, el mundo
de los jóvenes licenciados de Yale y esa
zona del submundo que tiene una de sus
fronteras en Broadway. Pero siempre
respetó ocho horas completas e
intocables que dedicaba a su trabajo en
Wall Street, donde la combinación de
sus influyentes contactos familiares, su
aguda inteligencia y su exuberante
energía física lo llevaron casi
inmediatamente a lo más alto. Poseía
una de esas inteligencias,
incalculablemente valiosas, que se
dividen en compartimentos. Alguna vez
apareció en su despacho después de
dormir menos de una hora, pero no era
un caso frecuente. Así que, ya en 1920,
sus ingresos, entre sueldo y comisiones,
superaban los doce mil dólares.
A medida que la tradición de Yale se
perdía en el pasado, en Nueva York
Anson se iba convirtiendo en una figura
cada vez más conocida y admirada entre
sus compañeros de curso, mucho más de
lo que lo había sido en la universidad.
Vivía en una casa suntuosa, y contaba
con los medios necesarios para
introducir a los jóvenes en otras casas
suntuosas. Parecía, además, tener la vida
asegurada, mientras que los demás, en su
mayoría, sólo habían llegado a un nuevo
y precario punto de partida. Empezaron
a tomarlo como referencia para sus
diversiones y escapadas, y Anson
siempre respondía de buena gana, y
disfrutaba ayudando a la gente y
resolviéndole sus asuntos.
Ya no hablaban de hombres las
cartas de Paula: ahora resonaba en ellas
una nota de ternura que antes no existía.
Por diversas fuentes sabía que tenía un
pretendiente fijo, Lowell Thayer, un
bostoniano rico y de alta posición
social, y, aunque estaba seguro de que
aún lo quería, le inquietaba pensar que,
a pesar de todo, podía perderla. Salvo
un día, que fue una desilusión, Paula
llevaba casi cinco meses sin aparecer
por Nueva York, y, a medida que los
rumores aumentaban, sentía más ganas
de verla. En febrero se tomó unas
vacaciones y fue a Florida.
Palm Beach se extendía saludable y
opulenta entre el zafiro rutilante del lago
Worth, manchado aquí y allá por los
yates anclados, y la inmensa franja
celeste del océano Atlántico. Las moles
imponentes del Hotel Breakers y del
Hotel Royal Ponciana se erguían como
dos panzas gemelas sobre la luminosa
línea de arena, y alrededor se
arracimaban el Dancing Glade, el casino
y una docena de tiendas de modas tres
veces más caras que las tiendas de
Nueva York. En la terraza del Hotel
Breakers doscientas mujeres daban un
paso a la derecha, un paso a la
izquierda, giraban y se entregaban a la
célebre gimnasia conocida como
double-shuffle, mientras, a
contratiempo, doscientas pulseras
tintineaban, arriba y abajo, en
doscientos brazos.
En el Club Everglades, ya de noche,
Paula, Lowell Thayer, Anson y un cuarto
jugador ocasional jugaban al bridge con
buenas cartas. La cara de Paula, seria y
agradable, le parecía a Anson pálida y
cansada: Paula llevaba dando vueltas
cuatro, cinco años. Hacía tres años que
la conocía.
—Dos picas.
—¿Un cigarrillo? Ah, perdón. Me
toca a mí.
—Doblaré tres picas.
Había una docena de mesas de juego
en la sala, que iba llenándose de humo.
Los ojos de Anson y Paula se
encontraron, se miraron con insistencia,
incluso cuando la mirada de Thayer se
interpuso.
—¿Cuál es la apuesta? —preguntó
Thayer, distraído.

Rosa de Washington Square


—cantaban los más jóvenes en un
rincón—

Me estoy marchitando
en este aire de sótano…

El humo se espesaba como niebla y,


al abrirse una puerta, la corriente de aire
llenó la habitación de remolinos de
ectoplasma. Ojitos Brillantes pasó como
un rayo entre las mesas buscando al
señor Conan Doyle entre los ingleses
que en el vestíbulo del hotel
representaban el papel de ingleses.
—Se podría cortar con un cuchillo.
—… cortar con un cuchillo.
—… con un cuchillo.
Cuando acabó la partida, Paula se
levantó de repente y le dijo algo a
Anson, en voz baja, nerviosa. Casi sin
dignarse mirar a Lowell Thayer,
cruzaron la puerta y bajaron una larga
escalera de peldaños de piedra, y pronto
paseaban por la playa, cogidos de la
mano, a la luz de la luna.
—Corazón, corazón…
Se abrazaban en las sombras, con
pasión, imprudentemente Entonces Paula
separó la cara para que los labios de
Anson pudieran decir lo que quería oír:
sentía cómo las palabras iban
formándose mientras se besaban de
nuevo… De nuevo se separó, a la
escucha, pero, mientras Anson volvía a
acercársele, se dio cuenta de que no
había dicho nada, sólo «Corazón,
corazón…», con aquel susurro profundo,
triste, que siempre la había hecho llorar.
Humildemente, obedientemente, sus
sentimientos se rendían ante él, y las
lágrimas le corrían por la cara, pero el
corazón seguía exclamando: «Pídemelo,
Anson, amor mío, pídemelo».
—Paula… Paula…
Las palabras le oprimían el corazón
como unas manos, y Anson, al sentirla
temblar, supo que aquella emoción ya
era bastante. No era necesario que
dijera nada más, que hiciera depender
sus destinos de un enigma poco práctico.
¿Para qué iba a hacerlo, si podía tenerla
así, mientras ganaba tiempo, otro año,
siempre? Pensaba en los dos, y más en
ella que en sí mismo. Por un instante,
cuando Paula dijo de repente que debía
volver al hotel, dudó, y pensó primero:
«Ha llegado el momento», e
inmediatamente: «No. Esperaremos. Es
mía».
Olvidaba que las tensiones de
aquellos tres años también habían
consumido íntimamente a Paula: los
sentimientos de Paula cambiaron para
siempre aquella noche.
A la mañana siguiente Anson volvió
a Nueva York, nervioso e insatisfecho.
[Coincidió en el tren con una preciosa
debutante y comieron juntos un par de
días. Al principio le contó algo de Paula
e inventó una misteriosa
incompatibilidad que los separaba
irremediablemente. La chica tenía un
temperamento impulsivo, desenfrenado,
y las confidencias de Anson la
halagaron. Como el soldado de Kipling,
Anson podría haber conseguido lo mejor
de ella antes de llegar a Nueva York,
pero por fortuna estaba sobrio y se
dominó.] A finales de abril, sin previo
aviso, recibió un telegrama desde Bar
Harbor en el que Paula le decía que se
había prometido con Lowell Thayer y
que se casarían inmediatamente en
Boston. Lo que jamás había creído que
pudiera suceder, por fin había sucedido.
Aquella mañana se empapó de
whisky, se fue al despacho trabajó sin
descanso, como si temiera que pasara
algo si se detenía. Al atardecer salió
como siempre, sin decir una palabra
sobre lo ocurrido. Parecía afectuoso, de
buen humor, atento. Pero había algo que
no podía evitar: durante tres días, donde
estuviera y con quien estuviera, de
repente hundía la cabeza entre las manos
y se echaba a llorar como un niño.

V.
En 1922, cuando Anson acompañó al
extranjero al socio menos antiguo de la
empresa para estudiar ciertos créditos
en Londres, el viaje fue un signo de que
iba a ser aceptado como socio en la
empresa. Ya tenía veintisiete años y
había ganado peso, aunque no era gordo,
y se comportaba como si tuviera más
edad. Viejos y jóvenes lo apreciaban y
confiaban en él, y las madres se sentían
tranquilas cuando le encomendaban a
sus hijas, porque tenía un modo muy
particular, cuando entraba en un salón,
de ponerse a la altura de las personas de
más edad y más conservadoras.
«Ustedes y yo», parecía decir, «somos
personas sólidas. Entendemos el
mundo».
Tenía un conocimiento instintivo y
piadoso de las debilidades de hombres y
mujeres y, como un sacerdote, por esta
circunstancia, se preocupaba mucho de
respetar las apariencias. Solía dar
clases de catequesis los domingos por la
mañana en una conocida iglesia
episcopal, aunque sólo una ducha fría y
un rápido cambio de chaqueta lo
separaba de una noche desenfrenada.
[Un día, como obedeciendo a un impulso
compartido, algunos chicos se
levantaron de la primera fila y se
pasaron a la última. Contaba con
frecuencia esta anécdota, que usualmente
era recibida con alegres carcajadas.]
Después de la muerte de su padre, se
había convertido en cabeza de familia, y,
en efecto, dirigía los destinos de los
hijos más jóvenes. A causa de una
complicación legal, su autoridad no
alcanzaba al patrimonio paterno,
administrado por el tío Robert, el
miembro de la familia aficionado a los
caballos, hombre bueno, excelente
bebedor, miembro de la camarilla que
tiene su centro en Wheatley Hills.
El tío Robert y su mujer, Edna,
habían sido grandes amigos del joven
Anson, y el tío se sintió desilusionado
cuando la superioridad del sobrino no
desembocó en un gusto por las carreras
de caballos parecido al suyo. Lo avaló
para que ingresara en un club de la
ciudad, el club de América donde el
ingreso era más difícil, abierto sólo a
miembros de las familias que hubieran
contribuido a construir Nueva York (o,
con otras palabras, que fueran ricas
antes de 1880), y cuando Anson, tras ser
aceptado en el club, renunció para darse
de alta en el Club de Yale, el no Robert
le dijo algunas palabras sobre el asunto.
Y, cuando, como remate, Anson renunció
a ser socio de la agencia de Bolsa de
Robert Hunter, agencia conservadora y
algo abandonada, la relación terminó de
enfriarse. Como un maestro de escuela
que ha enseñado todo lo que sabe, el tío
Robert desapareció de la vida de Anson.
Había tantos amigos en la vida de
Anson… Y era difícil hablar de uno sólo
al que no le hubiese hecho algún favor
extraordinario, o al que no hubiera
puesto alguna vez en apuros con sus
ordinarieces o con su costumbre de
emborracharse donde y como quisiera.
No soportaba que los demás metieran la
pata, pero sus patochadas siempre le
divertían. Le sucedían las cosas más
extrañas, y luego las contaba entre
carcajadas contagiosas.
Yo trabajaba en Nueva York aquella
primavera y solía comer con él en el
Club de Yale, porque nuestra
universidad usaba sus instalaciones
mientras terminaban nuestro local. Yo
había leído la noticia del matrimonio de
Paula y una tarde, cuando le hablé de
ella, algo lo empujó a contarme la
historia. A partir de entonces me invitó a
cenar frecuentemente en su casa y se
comportó como si entre nosotros
existiera una relación especial, como si,
con sus confidencias, me hubiera
traspasado una parte de aquellos
recuerdos obsesivos.
Me di cuenta de que, a pesar de la
confianza de las madres, su actitud con
las jóvenes no era indiscriminadamente
protectora. Dependía de la chica: si
mostraba cierta inclinación a la vida
fácil, era mejor que se cuidara de sí
misma, incluso con Anson.
—La vida —me explicaría alguna
vez— me ha vuelto un cínico.
Cuando decía la vida, quería decir
Paula. A veces, sobre todo cuando
bebía, perdía un poco la cabeza, y
pensaba que Paula lo había abandonado
cruelmente.
El «cinismo», o, mejor, la
constatación de que no valía la pena
dejar escapar a las chicas ligeras por
naturaleza, lo condujo a su relación con
Dolly Karger. No fue la única relación
que mantuvo en aquel tiempo, pero
estuvo a punto de afectarle
profundamente y ejerció una influencia
trascendental en su actitud hacia la vida.
Dolly era la hija de un conocido
publicista que se había casado con una
representante de la alta sociedad. Se
había educado en los mejores colegios,
había sido presentada en sociedad en el
Hotel Plaza y frecuentaba el Assembly;
y sólo unas pocas familias antiguas,
como los Hunter, podían discutir que
perteneciera a su mundo, pues su
fotografía aparecía frecuentemente en
los periódicos y recibía una atención
envidiable, más atención que muchas
chicas sobre las que no cabía discusión
posible. Tenía el pelo oscuro, labios de
carmín y un cutis perfecto, encendido,
que, durante el año siguiente a su puesta
de largo, escondió bajo polvos de una
tonalidad gris y rosa, porque no estaba
de moda aquel color encendido: se
llevaba una palidez decimonónica.
Vestía de negro, con estilo severo, y, de
pie, se metía las manos en los bolsillos,
inclinándose un poco hacia adelante con
una cómica expresión de d minio de sí
misma. Bailaba primorosamente: bailar
era lo que más le gustaba, si
exceptuamos flirtear. Desde que tenía
diez años había estad enamorada, casi
siempre de algún chico que no quería
saber nada de ella. Quienes se
enamoraban de ella —y eran muchos—
la aburrían después del primer
encuentro, pero reservaba para sus
fracasos el lugar más cálido de su
corazón, y, cuando volvía a encontrarlos
siempre lo in tentaba de nuevo: alguna
vez tuvo éxito, pero fracasaba casi
siempre.
Jamás se le pasó por la cabeza a esta
gitana de lo inalcanzable que aquéllos
que se negaban a quererla tenían cierto
rasgo en común: compartían una aguda
intuición que descubría la falta de
carácter de Dolly no para los
sentimientos, sino para encauzar su vida.
Anson lo notó el mismo día que la
conoció, menos de un mes después de la
boda de Paula Entonces estaba bebiendo
mucho y durante una semana simuló que
se estaba enamorando de ella. Y luego la
abandonó de repente y la olvidó:
inmediatamente Anson alcanzó la
posición dominante en su corazón.
Como muchas de las chicas de aquel
tiempo, Dolly era poco sería e
indiscretamente rebelde. La falta de
convencionalismo de la generación
anterior sólo había sido uno de los
aspectos del movimiento de posguerra
empeñado en desacreditar costumbres
anticuadas: la falta de convencionalismo
de Dolly era a la vez más vieja y más
pobre, y hallaba en Anson los dos
extremos que atraen a las mujeres
incapaces de sentir emociones
verdaderas: cierto abandono o
complacencia indulgente que alternaba
con su fuerza protectora. Descubría en el
carácter de Anson al sibarita y a la roca
firme, y los dos rasgos satisfacían todo
lo que su naturaleza necesitaba.
Dolly presentía que la relación iba a
ser difícil, pero se equivocaba en los
motivos: creía que Anson y su familia
esperaban una boda más espectacular,
pero intuyó inmediatamente que la
tendencia de Anson a beber demasiado
le concedía alguna ventaja.
Se veían en las grandes fiestas de
presentación en sociedad, y, conforme
crecía el encaprichamiento de Dolly,
procuraron encontrarse cada vez con
mayor frecuencia. Como la mayoría de
las madres, la señora Karger creía que
Anson era excepcionalmente digno de la
máxima confianza, así que le permitía a
Dolly acompañarlo a lejanos clubes de
campo y a casas de las afueras sin
preguntar demasiado y sin dudar de las
explicaciones de su hija cuando llegaban
tarde. Al principio tales explicaciones
quizá fueran verdad, pero los mundanos
planes de Dolly para conquistar a Anson
pronto cedieron ante la creciente marea
de los sentimientos. Los besos en coche
y en el asiento trasero de los taxis ya no
bastaban, y entonces dieron un paso
inesperado.
Durante cierto tiempo abandonaron
su mundo y se crearon otro un poco
inferior en el que se notaran y
comentaran menos las borracheras de
Anson y los horarios irregulares de
Dolly. Formaban este mundo varios
elementos: algunos amigos de los
tiempos de Yale y sus mujeres, dos o
tres jóvenes corredores y agentes de
Bolsa y un puñado de jóvenes sin
compromiso, recién salidos de la
universidad, con dinero y propensos a la
disipación. Lo mezquino y mediocre de
este mundo les concedía, en
compensación, una libertad que ni
siquiera se permitía a sí mismo. Y
además giraba a su alrededor, y le
permitía a Dolly el placer de una leve
condescendencia, un placer que Anson
no podía compartir, pues su vida entera,
desde la niñez sin incertidumbres,
estaba hecha de condescendencia.
No estaba enamorado de Dolly, y en
el invierno largo y febril que duró su
relación se lo dijo muchas veces. En
primavera estaba cansado: necesitaba
renovar su vida, beber de otras fuentes,
y comprendió que o rompía
inmediatamente con ella o aceptaba la
responsabilidad de una seducción
definitiva. La actitud alentadora de la
familia de Dolly precipitó su decisión:
una noche, cuando el señor Karger llamó
discretamente a la puerta de la
biblioteca para decirle que había dejado
una botella de buen brandy en el
comedor, Anson sintió que la vida lo
estaba acorralando. Aquella misma
noche escribió una breve carta a Dolly
en la que le decía que se iba de
vacaciones y que, dadas las
circunstancias, sería mejor que no
volvieran a verse.
Era el mes de junio. Como su familia
había cerrado la casa y se había ido al
campo, Anson vivía transitoriamente en
el Club de Yale. Me había mantenido al
día de sus relaciones con Dolly —me
contaba aquello con humor, porque
despreciaba a las mujeres inestables y
no les concedía ningún lugar en el
edificio social en el que creía—, y,
cuando aquella noche me contó que se
había peleado definitivamente con ella,
me alegré. Yo había visto a Dolly
algunas veces, y siempre me había dado
lástima su empeño inútil, y me había
dado vergüenza saber, sin ningún
derecho, tantas cosas sobre ella. Era eso
que llaman una criatura preciosa, pero
demostraba cierta temeridad que me
fascinaba. Su dedicación a la diosa de la
disipación hubiera sido menos evidente
si Dolly hubiera sido menos animosa:
seguramente acabaría dilapidándose a sí
misma, así que me alegró saber que yo
no sería testigo del sacrificio.
Anson iba a dejar la carta de
despedida en la casa de Dolly a la
mañana siguiente. Era una de las pocas
casas que permanecían abiertas en la
zona de la Quinta Avenida, y sabía que
la familia Karger, siguiendo las
informaciones equivocadas de Dolly,
había suspendido un viaje al extranjero
para facilitarle las cosas a su hija.
Cuando salía del Club de Yale camino
de la avenida Madison, Anson vio llegar
al cartero y lo siguió. La primera carta
que había atraído su mirada llevaba en
el sobre la letra de Dolly. Se imaginaba
la carta: un monólogo ensimismado y
trágico lleno de los reproches que ya
conocía, de recuerdos de recuerdos, de
«JVfe pregunto si…», de todas las
intimidades inmemoriales que él mismo
va le había escrito a Paula Legendre en
lo que parecía ser otra época. Apartó
algunos sobres con facturas y abrió la
carta de Dolly. Para su sorpresa era una
nota breve, más bien protocolaria, que
decía que Dolly no podía acompañarlo a
pasar el fin de semana en el campo
porque Perry Hull de Chicago, había
llegado inesperadamente a la ciudad. La
carta añadía que Anson se lo había
merecido: «Si supiera que me quieres
como yo, me iría contigo a cualquier
sitio y en cualquier momento, pero Perry
es tan simpático y tiene tantas ganas de
que me case con él…».
Anson sonrió con desprecio: ya tenía
experiencia en este tipo de cartas
mentirosas. Sabía además que Dolly
habría preparado su plan
cuidadosamente, y habría llamado
seguramente al fiel Perry, calculando la
hora de su llegada; sabía que habría
pensado mucho la carta, para que lo
pusiera celoso sin espantarlo. Como la
mayoría de las soluciones intermedias,
la carta no expresaba ni fuerza ni
vitalidad, sólo miedo y desesperación.
Se había puesto de mal humor. Se
sentó en el vestíbulo y volvió a leer la
carta. Luego llamó a Dolly por teléfono
y le dijo con voz clara y autoritaria que
había recibido su nota y que la recogería
a las cinco como habían planeado. Casi
ni se entretuvo en oír la fingida
incertidumbre de su respuesta: «A lo
mejor puedo estar contigo una hora».
Colgó y se fue al despacho. Por la calle
rompió su carta de despedida, y fue
tirando al suelo los pedazos.
No estaba celoso —Dolly no
significaba nada—, pero, ante aquella
patética artimaña, salieron a flote todo
su orgullo y cabezonería. No podía
pasar por alto la arrogancia de alguien
inferior en inteligencia. Si Dolly quería
saber a quién pertenecía, iba a enterarse.
A las cinco y cuarto estaba en la
puerta de la casa. Dolly se había
arreglado para salir, y Anson oyó en
silencio la frase que ella había
empezado a decirle por teléfono: «Sólo
puedo estar contigo una hora».
—Ponte el sombrero, Dolly —dijo
—. Vamos a dar un paseo. Paseaban por
la avenida Madison y la Quinta Avenida,
mientras la camisa se empapaba de
sudor sobre el cuerpo ancho de Anson:
hacía mucho calor. Anson habló poco,
regañándole, sin palabras de amor, y,
antes de dejar atrás seis manzanas de
casas, otra vez era suya. Se disculpaba
por la carta: prometía, como penitencia,
no ver a Perry. Le daría lo que quisiera.
Creía que había venido porque había
empezado a quererla.
—Tengo calor —dijo Anson cuando
llegaron a la calle 71—. Llevo un traje
de invierno. ¿Te importaría esperarme
un momento si voy a casa a cambiarme?
Sólo tardaré un minuto.
Dolly era feliz: la intimidad de que
tuviera calor, como cualquier aspecto
físico de Anson, la excitaba. Cuando
llegaron a la cancela y Anson sacó la
llave sintió una especie de placer.
La planta principal estaba a oscuras
y, mientras Anson subía en el ascensor,
Dolly descorrió una cortina y miró a
través de visillos opacos las casas de
enfrente. Oyó cómo se detenía el
ascensor y, con la idea de gastarle una
broma a Anson, apretó el botón para que
volviera a bajar. Entonces, obedeciendo
a algo que era más que un impulso, entró
en el ascensor y subió al piso que
pensaba que era el de Anson.
—Anson —llamó, riéndose un poco.
—Un momento —contestó desde el
dormitorio. Y un instante después—: Ya
puedes entrar.
Se había cambiado y estaba
abotonándose el chaleco.
—Ésta es mi habitación —dijo
despreocupadamente—. ¿Te gusta?
Dolly vio la foto de Paula en la
pared y la miró fascinada, como Paula,
cinco años antes, había mirado las fotos
de las novias infantiles de Anson. Sabía
algo de Paula: lo poco que sabía la
había atormentado más de una vez.
De repente se acercó a Anson,
tendiéndole los brazos. Se abrazaron. En
la ventana temblaba ya el crepúsculo,
artificial y suave, aunque el sol aún
lucía sobre el tejado de enfrente. Dentro
de media hora la habitación estaría
completamente a oscuras. La ocasión
imprevista les turbaba, les cortaba la
respiración: se abrazaron con más
fuerza. Era inminente, inevitable.
Abrazándose todavía, levantaron la
cabeza, y sus miradas se posaron juntas
sobre la foto de Paula, que los
observaba desde la pared.
Entonces Anson dejó caer los brazos
y, sentándose al escritorio, trató de abrir
el cajón con un manojo de llaves.
—¿Quieres beber algo? —preguntó
con voz ronca.
—No, Anson.
Se llenó medio vaso de whisky, se lo
bebió y abrió la puerta que daba al
pasillo.
—Vamos —dijo.
Dolly dudó.
—Anson… He decidido que me voy
al campo contigo esta noche. ¿Lo
entiendes?
—Claro que sí —respondió con
brusquedad.
Se dirigieron a Long Island en el
coche de Dolly, más unidos
sentimentalmente que nunca. Sabían qué
iba a suceder, sin la cara de Paula
recordándoles que faltaba algo: nada les
importaría cuando estuvieran solos en la
tranquila y calurosa noche de Long
Island.
La casa de Port Washington donde
pensaban pasar el fin de semana era de
una prima de Anson que se había casado
con un comisionista del cobre de
Montana. En la casa del guarda
empezaba un ca mino interminable que
serpenteaba bajo álamos recién
trasplantado hasta llegar a una villa de
estilo español, enorme y rosa. Anson la
visitaba con frecuencia.
Después de cenar fueron a bailar al
Club Linx. Poco después de medianoche
Anson se aseguró de que sus primos no
volverían antes de las dos. Entonces
dijo que Dolly estaba cansada, que iba a
llevarla a la casa y que después volvería
al club. Casi temblando de excitación se
fueron en un coche prestado, camino de
Port Washington. Cuando llegaron a la
casa del guarda, Anson paró y habló con
el vigilante nocturno.
—¿Cuándo haces la próxima ronda,
Cari?
—Ahora.
—¿Te quedarás hasta que vuelvan
todos?
—Sí, señor.
—Estupendo. Oye, si algún coche,
sea el que sea, se dirige a la casa, llama
por teléfono inmediatamente —puso un
billete de cinco dólares en la mano de
Cari—. ¿Está claro?
—Sí, señor Anson —natural del
Viejo Continente, no hizo ningún guiño
ni sonrió. Mientras, Dolly miraba hacia
otra parte.
Anson tenía llave. Dentro de la casa,
preparó unas bebidas —Dolly no tocó la
suya—, comprobó dónde estaba el
teléfono y se aseguró de que podía oírlo
desde sus habitaciones, que estaban en
el primer piso.
Cinco minutos más tarde llamó a la
puerta de la habitación de Dolly.
—¿Anson?
Entró y cerró la puerta. Dolly estaba
acostada, esperando nerviosa, con los
codos en la almohada. Se sentó a su lado
y la abrazó.
—Anson, querido.
No respondió.
—Anson… Anson… Te quiero.
Dime que me quieres. Dímelo ahora.
¿No puedes? ¿Aunque no sea verdad?
No la escuchaba. Mirando por
encima de su cabeza, le pareció ver el
retrato de Paula colgado en la pared.
Se levantó y se acercó: el marco
resplandecía débilmente con el triple
reflejo de la luz de la luna: enmarcaba la
vaga sombra de una cara que no
conocía. Casi sollozando, se volvió y
miró fijamente, con odio, a la figurilla
que estaba en la cama.
—Esto es absurdo —dijo con voz
apagada—. No sé en que estaba
pensando. No te quiero: es mejor que
esperes a otro que te quiera. Yo no te
quiero ni poco ni mucho, ¿no lo
entiendes?
Se le quebró la voz, y salió
rápidamente. Bebía una copa en el
salón, le temblaba la mano, cuando la
puerta de la casa se abrió de repente y
entró su prima.
—Ah, me he enterado de que Dolly
se sentía mal —dijo con preocupación
—. Me he enterado de que se sentía
mal…
—No es nada —la interrumpió,
elevando la voz para que también se
oyera en la habitación de Dolly—.
Estaba un poco cansada. Se ha acostado.
Desde entonces, durante mucho
tiempo, Anson creyó que un Dios
protector interviene algunas veces en los
asuntos humanos. Pero Dolly Karger,
que no podía dormirse, con los ojos
fijos en el techo, no volvió a creer en
nada.

VI.

Cuando Dolly se casó durante el


otoño siguiente, Anson estaba en
Londres en viaje de negocios. Como la
boda de Paula, fue algo imprevisto, pero
le afectó de otra manera. Al principio le
pareció gracioso, y le daban ganas de
reír cuando se acordaba. Pero luego
empezó a desanimarse: la noticia le
hacía sentirse viejo.
Parecía que las cosas se repetían,
aunque Paula y Dolly pertenecían a
generaciones distintas. Tuvo un anticipo
de la sensación de un hombre de
cuarenta años que se entera de la boda
de la hija de un antiguo amor. Mandó un
telegrama de felicitación y, no como en
el caso de Paula, el telegrama era
sincero: jamás había creído de verdad
que Paula pudiera ser feliz.
Cuando volvió a Nueva York se
convirtió en socio de la empresa donde
trabajaba, y, conforme aumentaban sus
responsabilidades, le fue quedando
menos tiempo libre. La negativa de una
compañía de seguros a hacerle un seguro
de vida le impresionó tanto que dejó de
beber un año, y presumía de sentirse
mucho mejor físicamente, aunque yo
creo que echaba de menos contar
alegremente aquellas aventuras
cellinianas que, en los primeros años de
la veintena, habían ocupado una parte
muy importante de su vida. Pero nunca
abandonó el Club de Yale. Era una
figura en el club, una personalidad, y la
tendencia de sus antiguos compañeros
de curso —ya hacía siete años que
habían dejado la universidad— a
frecuentar lugares más serios era
frenada por su presencia.
Nunca tenía la agenda demasiado
llena, ni la mente demasiado cansada
para prestarle ayuda a quien se la
pidiera. Lo que al principio hacía por
orgullo y por convicción de su propia
superioridad, se había convertido en
costumbre y pasión. Y siempre había
algo: uno de sus hermanos menores con
problemas en New Haven; un amigo que
se había peleado con la mujer y quería
arreglarlo; conseguirle trabajo a uno y
aconsejarle a otro cierta inversión. Pero
la especialidad de Anson era resolver
los problemas de los matrimonios
jóvenes. Los matrimonios jóvenes lo
fascinaban, sus apartamentos le parecían
casi sagrados: conocía la historia de sus
noviazgos, les aconsejaba dónde y cómo
vivir, y recordaba el nombre de sus
hijos. Hacia las jóvenes esposas
mantenía una actitud circunspecta: jamás
se aprovechaba de la confianza que sus
maridos depositaban en él, algo
verdaderamente extraño si se tienen en
cuenta sus confesadas aventuras.
Llegó a sentir como suyos los
placeres de los matrimonios felices, y
una agradable melancolía cuando alguno
se estropeaba. No había temporada en
que no le tocara ser testigo del fracaso
de una unión que quizá él mismo había
apadrinado. Cuando Paula se divorció y
casi inmediatamente volvió a casarse
con otro de Boston pasó una tarde entera
hablándome de ella. Nunca quiso a
nadie como había querido a Paula, pero
insistía en que le era indiferente desde
hacía mucho tiempo.
—Jamás me casaré —llegó a decir
—. He visto muchas bodas, y sé que un
matrimonio feliz es una cosa rarísima. Y
ya soy demasiado viejo.
Pero creía en el matrimonio. Como
todos los nacidos de un matrimonio
afortunado y feliz creía apasionadamente
en el matrimonio, y como, viera lo que
viera, nada podía minar su fe, su
cinismo se disolvía como humo. Pero
creía de verdad que era demasiado
viejo. A los veintiocho años empezó a
admitir con ecuanimidad la perspectiva
de un matrimonio sin amor; eligió a una
joven de Nueva York perteneciente a su
misma clase social, una chica agradable,
inteligente, compatible con él,
irreprochable, e hizo lo posible por
enamorarse. Las cosas que le había
dicho a Paula con sinceridad, y con
elegancia a las demás, ya no sabía
decirlas sin una sonrisa, ni con el calor
necesario para que resultaran
convincentes.
—A los cuarenta años —dijo a sus
amigos— alcanzaré la madurez. Me
enamoraré de alguna corista, como
todos.
Pero perseveró en su intento. Su
madre quería verlo casado, y Anson
podía permitirse sin problemas una
boda: era agente de Bolsa y ganaba
25 000 dólares al año. La idea era
agradable: cuando sus amigos —pasaba
casi todo su tiempo con el grupo que se
había creado alrededor de Dolly y él—
se encerraban por la noche tras las
paredes del hogar, Anson no conseguía
disfrutar de la libertad. Y llegaba a
preguntarse si no debería haberse
casado con Dolly. Ni siquiera Paula lo
había querido más que ella, y empezaba
a darse cuenta de lo raro que resulta
encontrar, en el transcurso de una vida,
emociones sinceras.
Empezaba a dejarse dominar por
aquel estado de ánimo, cuando llegó a
sus oídos una historia inquietante. Su tía
Edna, que ya había cumplido los
cuarenta, mantenía sin esconderse una
aventura con un joven disoluto y
bebedor llamado Cary Sloane. Todo el
mundo lo sabía, menos el tío de Anson,
Robert, que, seguro de la fidelidad de su
mujer, fanfarroneaba en todos los clubes
desde hacía quince años.
Anson oyó la historia una y otra vez
con creciente irritación. Recuperó algo
del viejo afecto que había sentido por su
tío, un sentimiento que rebasaba lo
estrictamente personal: era un salto atrás
una vuelta a la solidaridad familiar en la
que se basaba su orgullo. Su intuición
supo distinguir el elemento esencial del
problema: que su tío no sufriera. Era su
primera experiencia en un caso en el que
nadie había pedido su intervención,
pero, conociendo el carácter de Edna
creía que podía ocuparse del asunto
mejor que su tío y mejor que un juez.
Su tío estaba en Hot Springs. Anson
investigó y comprobó las fuentes del
escándalo para que no existiera
posibilidad de error llamó a Edna y la
invitó a comer en el Plaza al día
siguiente. Algo en el tono de su voz
debió de asustarla, y se mostró poco
dispuesta a aceptar, pero Anson insistió,
proponiendo retrasar la cita, hasta que
no le quedaron excusas.
Se encontraron a la hora fijada en el
vestíbulo del Plaza: era una rubia de
ojos grises, encantadora, marchita, con
un abrigo de marta rusa. Cinco enormes
anillos, fríos de diamantes y esmeraldas,
brillaban en sus manos finísimas. Se le
ocurrió a Anson que la inteligencia de su
padre, y no la de su tío, había ganado lo
necesario para pagar las pieles y las
piedras preciosas, el rico fulgor que
mantenía a flote la perdida belleza de
Edna.
Aunque Edna percibía la hostilidad
de Anson, no se esperaba la franqueza
con que abordó la cuestión.
—Edna, me sorprende lo que estás
haciendo —le dijo con voz firme—. Al
principio, no podía creerlo.
—¿Creer qué? —preguntó con
aspereza.
—No hace falta que finjas, Edna. Te
estoy hablando de Cary Sloane. Al
margen de otras consideraciones, no
creía que pudieras tratar a tío Robert…
—Oye, Anson —empezó a decir,
irritada, pero la voz perentoria de Anson
se impuso.
—… ni a tus hijos de esa manera.
Llevas casada dieciocho años y tienes
ya edad para saber mejor lo que haces.
—¡No tienes derecho a hablarme
así! Tú…
—Sí, tengo derecho. Tío Robert ha
sido siempre mi mejor amigo.
Estaba muy emocionado. Sentía
verdadera pena por su tío y sus tres
primos.
Edna se levantó. No había probado
el cóctel de mariscos.
—Esto es lo más ridículo…
—Muy bien, si no quieres
escucharme le contaré a tío Robert toda
la historia. Tarde o temprano se va a
enterar. Y luego iré a ver al viejo Moses
Sloane.
Edna se derrumbó en su silla.
—No hables tan alto —le rogó. Las
lágrimas le empañaban los ojos—. No
sabes cómo suena tu voz. Deberías
haber elegido un lugar más reservado
para hacerme todas esas acusaciones
disparatadas.
Anson no respondió.
—Sí, nunca te he caído bien, lo sé
—continuó—. Aprovechas cualquier
chisme ridículo para intentar romper la
única amistad interesante que he tenido.
¿Qué te he hecho yo para que me
aborrezcas así?
Anson siguió esperando, en silencio.
Ahora Edna apelaría a su
caballerosidad, a su compasión y, por
fin, a su elegante superioridad, y cuando
Anson se hubiera abierto paso a
empujones entre esas tres barreras
vendrían las confesiones y habría de
luchar a brazo partido con ella.
Callando, impenetrable, volviendo
constantemente a su mejor arma, que
eran sus sentimientos, la intimidó, la
sacó de quicio, la fue desesperando
conforme pasaba la hora de la comida.
A las dos Edna sacó un espejo y un
pañuelo, borró la huella de sus lágrimas
y se empolvó los pliegues delicados
donde se habían depositado. Estaba de
acuerdo: esperaría a Anson a las cinco
en su casa.
Cuando Anson llegó, estaba tendida
en un diván, cubierto por la cretona de
los veranos, y las lágrimas que Anson
había provocado durante la comida
parecían seguir en sus ojos. Entonces
advirtió la presencia sombría y
angustiada de Cary Sloane junto a la
chimenea apagada.
—¿Qué es lo que quieres? —estalló
Sloane inmediatamente—. Tengo
entendido que invitaste a Edna a comer y
la amenazaste fundándote en calumnias
vulgares.
Anson se sentó.
—No tengo razones para pensar que
sean calumnias.
—He oído que vas a ir con el cuento
a Robert Hunter y a mi padre.
Anson asintió.
—O acabáis con esto, o lo haré yo
—dijo.
—¿Y a ti qué mierda te importa,
Hunter?
—No pierdas el control, Cary —
dijo Edna, nerviosa—. Sólo se trata de
demostrarle lo absurdo que…
—En primer lugar, está en juego mi
apellido —interrumpió Anson—. Eso es
lo único que tienes que tener en cuenta,
Cary.
—Edna no pertenece a tu familia.
—¡Claro que sí! —su indignación
aumentó—. ¡Pero si le debe esta casa y
los anillos que lleva a la inteligencia de
mi padre! Cuando se casó con tío Robert
no tenía ni un céntimo.
Todos miraron los anillos como si
tuvieran una importancia decisiva en la
situación. Edna hizo ademán de
quitárselos.
—Me figuro que no son los únicos
anillos que existen en el mundo —dijo
Sloane.
—Ah, es absurdo —exclamó Edna
—. Anson, ¿puedes escucharme? He
descubierto cómo han empezado todos
estos chismes. Ha sido una criada a la
que despedí, contratada por los
Chilicheff: todos estos rusos les tiran de
la lengua a las criadas, y luego no
entienden bien lo que les han dicho —
dio un puñetazo en la mesa, con rabia.
Y eso que Robert les prestó la
limusina un mes entero cuando nos
fuimos al Sur el invierno pasado.
—¿Te das cuenta? —se apresuró a
intervenir Sloane—. Esa criada ha
causado todo el equívoco. Sabía que
Edna y yo éramos amigos, y ha ido con
el cuento a los Chilicheff. En Rusia dan
por supuesto que si un hombre y una
mujer…
Convirtió el asunto en una larga
disquisición sobre las relaciones
sociales en el Cáucaso.
—Si se trata de eso, es mejor que tío
Robert se entere —dijo Anson, seco—;
así, cuando le lleguen los rumores, sabrá
que son mentira.
Adoptando el método que había
utilizado con Edna durante el almuerzo
dejó que siguieran dándole
explicaciones. Sabía que eran culpables
y que muy pronto cruzarían el límite
entre las explicaciones y las
justificaciones para condenarse a sí
mismos mucho más terminantemente de
lo que él hubiera sido capaz. A las siete
tomaron la desesperada decisión de
decirle la verdad: la indiferencia de
Robert Hunter, la vida vacía de Edna, el
flirteo sin trascendencia que había
encendido la pasión. Pero, como tantas
historias verdaderas, su historia tenía la
desgracia de sonar a vieja, y su débil
argumentación se estrelló contra la
armadura de la voluntad de Anson. La
amenaza de recurrir al padre de Sloane
acabó de sumirlos en la impotencia,
porque el señor Sloane, comisionista de
algodón en Alabama, ya retirado de los
negocios, era un conocido
fundamentalista que dominaba a su hijo
asignándole una estricta cantidad
mensual fija y asegurándole que, a la
próxima extravagancia, la paga se
acabaría para siempre.
Cenaron en un pequeño restaurante
francés, y la discusión continuó. En
cierto momento Sloane recurrió a las
amenazas físicas, pero, unos minutos
después, la pareja suplicaba a Anson
que les concediera un poco de tiempo.
Anson fue inflexible. Se había dado
cuenta de que Edna empezaba a
derrumbarse, de que no convenía
ofrecerle la oportunidad de recuperar el
ánimo gracias a un renacimiento de la
pasión.
A las dos de la mañana, en un
pequeño club nocturno de la calle 53,
Edna perdió los nervios y pidió que la
llevaran a casa. Sloane no había dejado
de beber en toda la noche, y estaba a
punto de deshacerse en lágrimas: se
apoyaba en la mesa y lloriqueaba con la
cara entre las manos. Anson aprovechó
para imponerles sus condiciones. Sloane
pasaría seis meses fuera de la ciudad,
que abandonaría en un plazo de cuarenta
y ocho horas. Cuando volviera, la
relación no sería reanudada, pero,
dentro de un año, Edna, si así lo
deseaba, podría decirle a Robert Hunter
que quería divorciarse e iniciar los
trámites necesarios.
Anson se interrumpió un momento,
pero la expresión de sus caras lo animó
a pronunciar la última palabra.
—Ah, hay otra cosa que podríais
hacer —dijo lentamente—: si Edna
quiere abandonar a sus hijos, no puedo
impediros que os escapéis juntos.
—¡Quiero volver a casa! —repitió
Edna—. ¿No te parece que ya es
bastante por hoy?
Era una noche oscura, aunque desde
el fondo de la calle llegaba el
resplandor borroso de la Sexta Avenida.
A aquella luz, los dos que habían sido
amantes se miraron por última vez, y
vieron en sus caras trágicas que entre
los dos no reunían la juventud ni la
fuerza suficientes para impedir la
separación eterna. Entonces Sloane se
perdió calle abajo y Anson golpeó el
brazo de un taxista medio dormido.
Eran casi las cuatro. El agua de las
bocas de riego fluía pacientemente por
las aceras fantasmales de la Quinta
Avenida y las sombras de dos mujeres
de la noche aparecieron y
desaparecieron en la fachada oscura de
la iglesia de Santo Tomás. Y surgieron
los desolados arbustos de Central Park,
donde Anson había jugado tantas veces
cuando era un niño, y los números cada
vez más altos, significativos como
nombres, de las calles que atravesaban.
Ésta era su ciudad, pensaba, donde su
apellido había sido lucido con orgullo a
lo largo de cinco generaciones. Ningún
cambio podría alterar la solidez de su
posición en la ciudad, porque el cambio
era el sustrato esencial sobre el que él y
los que llevaban su apellido se
identificaban con el espíritu de Nueva
York. La capacidad de iniciativa y el
poder de la voluntad —pues sus
amenazas, en manos más débiles,
hubieran sido menos que nada— habían
limpiado el polvo que se acumulaba
sobre el nombre de su tío, el nombre de
la familia e incluso el nombre de la
figura temblorosa que iba sentada a su
lado, en el taxi.
El cadáver de Cary Sloane fue
encontrado a la mañana siguiente al pie
de uno de los pilares del puente de
Queensboro. En la oscuridad, en su
estado nervioso, Cary había pensado
que el agua corría a sus pies, pero,
apenas un segundo después, la
diferencia resultó insignificante, a no ser
que Cary hubiera planeado dedicarle un
último pensamiento a Edna y repetir su
nombre mientras se debatía débilmente
en el agua.

VII.
Anson nunca sintió remordimientos
por su intervención en este asunto: no
era responsable de la situación que la
había provocado Pero el justo sufre por
el injusto, y se encontró con que su
amistad más antigua y, en cierta manera,
más preciosa, había terminado. Jamás
llegaron a sus oídos las falsedades que
fue contando Edna, pero su tío no volvió
a recibirlo en su casa.
Poco antes de Navidad la señora
Hunter se retiró al más distinguido de
los cielos episcopalianos, y Anson se
convirtió oficialmente en el cabeza de
familia. Una tía soltera que desde hacía
muchos años vivía con ellos llevaba la
casa e intentaba con lamentable
ineficacia proteger y vigilar a las chicas
más jóvenes. Todos los Hunter tenían
menos confianza en sí mismos que
Anson, y eran más convencionales tanto
en lo que se refiere a las virtudes como
a los defectos. La muerte de la señora
Hunter había aplazado la presentación
en sociedad de una de las hijas y la boda
de otra, y les había arrebatado a todos
algo absolutamente esencial, porque con
su desaparición llegó a su fin la discreta
y costosa superioridad de los Hunter.
En primer lugar, el patrimonio
familiar, considerablemente disminuido
por los impuestos de sucesión y
destinado a ser dividido entre seis hijos,
no era ninguna fortuna considerable.
Anson se dio cuenta de que sus
hermanas pequeñas solían hablar con
bastante respeto de familias que ni
siquiera existían hacía veinte años. Su
sentido de preeminencia no encontraba
eco en sus hermanas, que, a lo sumo, a
veces eran convencionalmente esnobs.
En segundo lugar, aquél era el último
verano que pasarían en la casa de
Connecticut. El clamor contra la casa
había crecido demasiado: ¿quién quería
perder los mejores meses del año
encerrado en aquel pueblo sin vida?
Anson cedió de mala gana: la casa sería
puesta a la venta en otoño, y en el
próximo verano alquilarían una casa
más pequeña en el condado de
Westchester. Significaba descender un
peldaño de la costosa sencillez que su
padre había concebido y, aunque
comprendía la rebelión, no podía evitar
sentirse disgustado. En vida de su madre
no pasaba más de un fin de semana sin ir
a la casa, incluso en los veranos más
animados.
También a él le afectaba aquel
cambio, y, gracias a su extraordinario
instinto vital, no se había sumado,
cuando tenía poco más de veinte años, a
las exequias vanas de aquella clase
malograda y ociosa, pero no era
plenamente consciente: aún creía que
existía una norma, un modelo de
sociedad, aunque no existiera ninguna
norma, y era dudoso que hubiera
existido alguna vez en Nueva York. Los
pocos que todavía pagaban y luchaban
por entrar en un grupo restringido
cuando lo conseguían se encontraban
con que no funcionaba como sociedad, o
con que, y eso era aún más alarmante, la
Bohemia de la que habían huido se
sentaba a la mesa con ellos, pero en
mejor sitio.
A los veintinueve años la principal
preocupación de Anson era su soledad,
cada vez mayor. Era evidente que nunca
se casaría. Eran incontables las bodas a
las que había asistido como testigo o
invitado: tenía en su casa un cajón
rebosante de corbatas usadas en tal o
cual fiesta nupcial, corbatas que
simbolizaban amores que ni siquiera
habían durado un año, parejas que
habían desaparecido completamente de
su vida. Pillacorbatas, portaminas de
oro, gemelos, regalos de una generación
entera de novios habían pasado por su
joyero y se habían perdido, y en cada
ceremonia nupcial cada vez era menos
capaz de imaginarse en el lugar del
novio. La felicidad que había deseado
de corazón a todos aquellos matrimonios
ocultaba la desesperación por su
matrimonio nunca celebrado.
Y, cerca de la treintena, empezaron a
dolerle las bajas que el matrimonio,
especialmente en los últimos tiempos,
causaba entre sus amistades. Los grupos
de amigos tenían una desconcertante
tendencia a disolverse y desaparecer.
Sus antiguos compañeros de universidad
—a quienes precisamente había
dedicado la mayor parte de su tiempo y
afecto— eran los más esquivos de
todos. La mayoría se había retirado a lo
más profundo del ambiente hogareño,
dos habían muerto, uno vivía en el
extranjero y otro estaba en Hollywood y
escribía guiones de películas que Anson
iba a ver fielmente.
Casi todos, sin embargo, estaban en
permanente viaje de las afueras al
centro, con una complicada vida de
familia centrada en algún lejano club de
campo: este distanciamiento era el que
más le dolía.
En los primeros tiempos de su vida
matrimonial todos lo habían necesitado.
Les había aconsejado sobre su frágil
situación económica, como un adivino
exorcizaba dudas sobre la oportunidad
de traer al mundo un niño en dos
habitaciones con baño, y sobre todo era
el representante del mundo ancho y
ajeno. Pero ahora los problemas
económicos pertenecían al pasado y el
niño esperado con temor se había
convertido en una familia absorbente.
Siempre se alegraban de ver a su viejo
amigo Anson, pero se ponían para
recibirlo el traje de los domingos,
intentaban impresionarlo con su nueva
relevancia social, y ya no le contaban
sus problemas. Ya no lo necesitaban.
Pocas semanas antes de cumplir
treinta años se casó el último de sus más
viejos e íntimos amigos. Anson
desempeñó su acostumbrado papel de
padrino, le regaló el acostumbrado
juego de té de plata y fue a despedir a
los novios, que se iban de viaje en el
barco acostumbrado. Era una tarde
calurosa de mayo, un viernes, y cuando
se alejaba del puerto recordó que había
empezado el fin de semana y no tenía
nada que hacer hasta la mañana del
lunes.
«¿Adónde puedo ir?», se preguntó a
sí mismo. Al Club de Yale,
naturalmente: bridge hasta la hora de la
cena, cuatro o cinco cócteles secos en la
habitación de algún conocido y una
noche agradable y confusa. Lamentaba
que no pudiera acompañarlo el recién
casado: siempre habían sabido
aprovechar al máximo noches como
aquélla. Conocían el modo de conquistar
a las mujeres y el modo de
desembarazarse de ellas, sabían la
cantidad exacta de atención que su
inteligente hedonismo debía prestarle a
una chica. Una fiesta era algo
perfectamente organizado: llevabas a
ciertas chicas a ciertos locales, gastabas
exactamente lo que merecían que
gastaras para que se lo pasaran bien;
bebías un poco más, no mucho, de lo
debido, y, por la mañana, a la hora
exacta, te levantabas y decías que te ibas
a casa. Evitabas a los estudiantes, a los
gorrones, los compromisos para el
futuro, las peleas, el sentimentalismo y
las indiscreciones. Así era como debía
ser. Lo demás era disipación.
A la mañana siguiente nunca te
sentías profundamente arrepentido: no
habías tomado decisiones irreversibles,
pero si habías exagerado y se resentía el
corazón, dejabas de beber unos días sin
decírselo a nadie y esperabas hasta que
la acumulación de aburrimiento te
arrastrara a otra fiesta.
El vestíbulo del Club de Yale estaba
vacío. En el bar tres estudiantes muy
jóvenes lo miraron un segundo, sin
curiosidad.
—Hola, Oscar —le dijo al camarero
—. ¿Ha venido el señor Cahill esta
tarde?
—El señor Cahill ha ido a New
Haven.
—¿Y eso?
—Ha ido al fútbol. Ha ido mucha
gente.
Anson echó otra ojeada al vestíbulo,
se quedó pensativo un momento y se
dirigió a la Quinta Avenida. Desde el
ventanal de uno de los clubes a los que
pertenecía —un club en el que quizá no
entraba desde hacía cinco años— lo
miró un hombre de cabellos grises y
ojos húmedos. Anson miró a otra parte:
aquella figura, sumida en una
resignación vacía, en una arrogante
soledad, le parecía deprimente. Se
detuvo y, volviendo sobre sus pasos,
atravesó la calle 47, hacia el
apartamento de Teak Warden. Teak y su
mujer habían sido sus amigos más
íntimos: Dolly Karger y Anson solían ir
a su casa cuando salían juntos. Pero
Teak se había aficionado a la bebida y
su mujer había comentado públicamente
que Anson era una mala compañía para
su marido. El comentario había llegado,
muy exagerado, a oídos de Anson, y;
cuando por fin se aclararon las cosas, el
hechizo de la intimidad se había roto
para siempre y sin remedio.
—¿Está el señor Warden? —
preguntó.
—Se han ido al campo.
La noticia le dolió de manera
inesperada. Se habían ido al campo y él
no lo sabía. Dos años antes hubiera
sabido la fecha, la hora, les hubiera
hecho una visita en el último momento
para beber la última copa, y hubieran
planeado la próxima cita. Ahora se
habían ido sin decirle una palabra.
Anson miró su reloj y pensó en la
posibilidad de pasar el fin de semana
con su familia, pero el único tren era un
tren de cercanías, tres horas de traqueteo
y calor agobiante. Y tendría que pasar el
sábado en el campo, y el domingo: no
estaba de humor para jugar al bridge en
la terraza con educados estudiantes de
último curso, ni para bailar después de
la cena en un hotel de carretera, una
caricatura de la alegría que tanto había
apreciado su padre.
«No», se dijo. «No».
Era un hombre serio, imponente,
joven, un poco gordo ya, pero, por lo
demás, sin ningún signo de disipación.
Hubiera podido ser tomado por el pilar
de algo —en ciertos momentos se tenía
la certeza de que no podía tratarse de la
sociedad; en otros, de que no podía
tratarse de otra cosa—, el pilar de la ley
o de la Iglesia. Durante unos instantes
permaneció inmóvil en la acera, ante un
edificio de apartamentos de la calle 47:
quizá era la primera vez en su vida que
no tenía absolutamente nada que hacer.
Entonces echó a andar rápidamente
por la Quinta Avenida, como si acabara
de recordar una cita importante. La
necesidad de disimular es una de las
pocas características que tenemos en
común con los perros, y me imagino a
Anson, aquel día, como un perro de raza
bien adiestrado que ha visto cómo le
cerraban sin motivo una puerta
conocida. Anson iba a ver a Nick,
barman de moda en otro tiempo,
solicitadísimo en todas las fiestas
privadas, empleado ahora en las
bodegas laberínticas del Hotel Plaza,
donde se ocupaba de que se mantuviera
frío el champán sin alcohol.
—Nick —dijo—, ¿qué ha pasado
con todo?
—Está muerto —dijo Nick.
—Prepárame un whisky con limón
—Anson le pasó una botella de medio
litro por encima del mostrador—. Nick,
las mujeres han cambiado; tenía una
novia en Brooklyn y se casó la semana
pasada sin decirme una palabra.
—¿En serio? ¡Ja, ja, ja! —respondió
Nick con diplomacia—. Pues le ha
jugado una mala pasada.
—Absolutamente —dijo Anson—. Y
habíamos salido juntos la noche antes.
—¡Ja, ja, ja! —respondió Nick—.
¡Ja, ja, ja!
—¿Te acuerdas, Nick, de aquella
boda en Hot Springs, cuando les obligué
a cantar a los camareros y a la orquesta
Dios salve al rey?
—¿Dónde fue aquello, señor
Hunter? —Nick se concentraba,
dubitativo—. Si no me equivoco, fue
en…
—En la boda siguiente quisieron
repetir, y empecé a preguntarme cuánto
les había pagado la vez anterior —
prosiguió Anson.
—Me parece que fue en la boda del
señor Trenholm.
—No conozco a ése —dijo Anson,
muy decidido. Le ofendía que un nombre
extraño se entrometiera en sus
recuerdos. Nick lo notó.
—No, no —admitió—. No sé cómo
he podido equivocarme. Era uno del
grupo de ustedes… Brakins… Baker…
—Bicker Baker —dijo Anson con
entusiasmo—. Me montaron en un coche
fúnebre, me cubrieron de flores y me
sacaron de la boda.
—Ja, ja, ja —respondió Nick—. Ja,
ja, ja.
Fue perdiendo fuerza la actuación de
Nick en el papel de viejo criado de la
familia, y Anson subió al vestíbulo.
Miró alrededor: su mirada se cruzó con
la mirada del recepcionista, a quien no
conocía, se posó en una flor de la boda
que se había celebrado por la mañana,
una flor en el filo de una escupidera de
bronce, a punto de caer dentro. Salió del
hotel y siguió la dirección del sol, rojo
de sangre, por Columbus Circle. Y de
pronto volvió sobre sus pasos, otra vez
hacia el Plaza, y se encerró en una
cabina telefónica.
Luego me contaría que me había
llamado tres veces aquella tarde, y que
había llamado a todos los que podían
estar en Nueva York: hombres y mujeres
a quienes no veía desde hacía años; una
modelo de los tiempos de la universidad
cuyo número todavía estaba, borroso, en
su agenda, aunque en la central
telefónica le dijeron que ni siquiera
existía la línea desde hacía años. Por fin
la búsqueda se dirigió hacia el campo, y
mantuvo breves conversaciones
decepcionantes con criadas y
mayordomos presuntuosos. Fulano no
estaba en casa, estaba montando a
caballo, nadando, jugando al golf, había
zarpado hacia Europa la semana pasada.
¿De parte de quién?
Era intolerable tener que pasar la
noche solo: el tiempo libre que planeas
dedicar a estar a solas contigo mismo
pierde todo su atractivo cuando la
soledad es forzosa. Siempre puedes
recurrir a ciertas mujeres, pero las que
conocía parecían haberse evaporado, y
ni se le ocurrió pagar por una noche en
Nueva York en compañía de una
extraña: le hubiera parecido algo
vergonzoso y clandestino, la diversión
de un viajante de comercio de paso por
una ciudad desconocida.
Anson abonó las llamadas —la
telefonista intentó en vano bromear
sobre el importe desmesurado— y por
segunda vez aquella tarde se dispuso a
salir del Hotel Plaza para ir a no sabía
dónde. Junto a la puerta giratoria la
silueta de una mujer, evidentemente
encinta, se perfilaba contra la luz: un
ligero echarpe ocre le temblaba en los
hombros cuando la puerta giraba, y
entonces ella miraba con impaciencia
hacia la puerta, como si estuviera
cansada de esperar. En cuanto la vio se
apoderó de él una violenta y nerviosa
sensación de familiaridad, pero hasta
que no la tuvo a un metro de distancia no
se dio cuenta de que era Paula.
—¡Pero si es Anson Hunter!
Le dio un vuelco el corazón.
—Paula…
—Es maravilloso. No me lo puedo
creer, Anson.
Paula le cogió las manos, y la
libertad de aquel gesto le hizo
comprender que Paula podía recordarlo
sin angustia. Pero a él no le ocurría lo
mismo: sentía cómo lo iba dominando
aquel bien conocido estado de ánimo
que Paula le provocaba, aquella dulzura
con la que siempre había acogido el
optimismo de Paula, como si temiera
empañarlo.
—Estamos pasando el verano en
Rye. Pete tenía que venir al Este en viaje
de negocios… Sabrás, claro, que me
casé con Peter Hagerty… Así que hemos
alquilado una casa y nos hemos traído a
los niños. Tienes que venir a vernos.
—¿Cuándo te parece? —preguntó
sin rodeos.
—Cuando quieras. Ahí está Pete.
La puerta volvió a girar y entró un
hombre alto y agradable, de unos treinta
años, con la cara bronceada y un bigote
bien cuidado. Su impecable forma física
contrastaba con el creciente volumen de
Anson, evidente bajo un traje
ligeramente entallado.
—No deberías estar de pie —dijo
Hagerty a su mujer—. ¿Por qué no nos
sentamos ahí?
Señalaba las sillas del vestíbulo,
pero Paula no parecía muy decidida.
—Tengo que volver pronto a casa —
dijo—. Anson, ¿por qué no te vienes y
cenas con nosotros esta noche? Todavía
está todo un poco desordenado, pero si
no te importa…
Hagerty reiteró la invitación con
cordialidad.
—Sí, ven y quédate a dormir en
casa.
El coche los estaba esperando ante
el hotel, y Paula, con gesto cansado, se
echó en unos cojines de seda.
—Me gustaría contarte tantas cosas
—dijo—. Me va a ser imposible.
—Quiero que me hables de ti. Estoy
deseando saber cómo te va —Ay —le
sonrió a Hagerty—, eso también me
llevaría mucho tiempo. Tengo tres hijos
de mi primer matrimonio. Tienen cinco,
cuatro y tres años —volvió a sonreír—.
No he perdido el tiempo, ¿verdad?
—¿Son niños?
—Un niño y dos niñas. Y han
ocurrido un sinfín de cosas y hace un
año me divorcié en París y me casé con
Pete. Y nada más aparte de que soy
inmensamente feliz.
En Rye se detuvieron ante una gran
casa cerca del Club Marítimo, de la que
surgieron de repente tres niños
delgados, de pelo oscuro, que se
escaparon de su niñera inglesa y se
acercaron entre gritos esotéricos.
Como distraída, con trabajo, Paula
los fue cogiendo en brazos, caricia que
los niños aceptaban con cierta rigidez,
porque evidentemente les habían dicho
que tuvieran cuidado de no darle un
golpe a mamá. Ni siquiera junto a sus
caras frescas el cutis de Paula revelaba
el paso del tiempo: a pesar del
cansancio, parecía más joven que la
última vez que Anson la había visto,
hacía siete años, en Palm Beach.
Parecía, durante la cena, preocupada
por algo, y después, mientras rendían
homenaje a la radio, se echó en el sofá
con los ojos cerrados, y Anson llegó a
preguntarse si su presencia en aquel
momento no sería una molestia. Pero a
las nueve, cuando Hagerty se levantó y
dijo amablemente que iba a dejarlos
solos un rato, Paula empezó a hablar
despacio, a hablar de sí misma y del
pasado.
—La primera niña —dijo—, la que
llamamos Darling, la mayor… Quería
morirme cuando supe que me había
quedado embarazada, porque Lowell era
como un desconocido. No podía creer
que la niña pudiera ser mía. Te escribí
una carta, pero la rompí. Ay, qué mal te
portaste conmigo, Anson.
Era el diálogo, que volvía a
empezar, con sus claroscuros y altibajos.
Anson sintió cómo revivían los
recuerdos.
—Estuviste a punto de casarte, ¿no?
—le preguntó Paula—. ¿Con una tal
Dolly?
—Nunca he estado a punto de
casarme. Lo he intentado, pero nunca he
querido a nadie, excepto a ti.
—Ah —dijo. Y un segundo después
—: El niño que estoy esperando es el
primero que deseo de verdad. Ya ves,
ahora estoy enamorada, por fin.
Anson no contestó, dolorido por la
traición que suponían aquellas palabras.
Y Paula debió de darse cuenta de que
aquel «por fin» le había hecho daño,
porque añadió:
—Estaba loca por ti, Anson: podrías
haber conseguido lo que hubieras
querido. Pero no hubiéramos sido
felices. No soy suficientemente
inteligente para ti. No me gustan las
cosas complicadas como a ti —hizo una
pausa—. Tú eres incapaz de casarte.
La frase fue como un golpe a
traición: quizá era la única acusación
que nunca había merecido.
—Me casaría si las mujeres fueran
diferentes —dijo—. Si no las conociera
demasiado, si las mujeres no lo dejaran
a uno inservible para el resto de las
mujeres, si tuvieran un poco de orgullo.
¡Si pudiera dormirme un instante y
despertarme en un hogar que fuera
realmente mío! Porque es para lo que
estoy hecho, Paula, y es exactamente eso
lo que las mujeres ven, lo que les gusta
de mí. Lo único que pasa es que no
soporto los requisitos previos que hay
que cumplir.
Hagerty volvió poco antes de las
once; después de beber un whisky, Paula
se levantó y anunció que se iba a la
cama. Se acercó a su marido.
—¿Dónde has estado, querido? —
preguntó.
—He estado tomando una copa con
Ed Saunders.
—Estaba preocupada. Ya creía que
me habías abandonado —apoyó la
cabeza en el pecho de Hagerty—. Es
maravilloso, ¿verdad, Anson? —
preguntó.
—¡Desde luego! —dijo Anson,
echándose a reír.
Paula levantó la cara hacia su
marido.
—Bueno, estoy lista —dijo. Se
volvió hacia Anson—: ¿Quieres ver las
acrobacias gimnásticas de la familia?
—Sí —dijo con curiosidad.
—Muy bien. ¡Adelante!
Hagerty la cogió en brazos sin
esfuerzo.
—Éstas son las acrobacias
gimnásticas de la familia —dijo Paula
—. Me sube en brazos las escaleras.
¿No es maravilloso?
—Sí —dijo Anson.
Hagerty inclinó la cabeza, y su cara
rozó la de Paula.
—Y lo quiero —dijo Paula—. Ya te
lo había dicho, ¿no, Anson?
—Sí.
—Es el ser más adorable del mundo,
¿verdad, mi vida? Venga, buenas noches.
Allá vamos. Tiene fuerza, ¿eh?
—Sí —dijo Anson.
—Encima de la cama tienes un
pijama de Pete. Que duermas bien. Nos
veremos en el desayuno.
—Sí —dijo Anson.

VIII.

Los socios más antiguos de la


empresa se empeñaron en que Anson
pasara el verano en el extranjero.
Decían que llevaba casi siete años sin
vacaciones. Estaba cansado y necesitaba
cambiar de aires Anson se resistía.
—Si me voy —dijo—, no volveré.
—Es absurdo, hombre. Volverás
dentro de tres meses y habrás olvidado
todos los problemas. Estarás como
nuevo.
—No —negó con la cabeza,
testarudo—. Si lo dejo, no volveré al
trabajo. Si lo dejo, significa que me he
rendido: se acabó.
—Estamos dispuestos a correr ese
riesgo. Quédate fuera seis meses, si
quieres. No tememos que nos
abandones. Te sentirías un desgraciado
si no trabajaras.
Le reservaron el pasaje. Querían a
Anson —todos querían a Anson— y el
cambio que había sufrido había caído
como una mortaja sobre el despacho. El
entusiasmo que siempre había
caracterizado su trabajo, el respeto
hacia iguales e inferiores, su vitalidad y
energía: en los últimos cuatro meses un
intenso agotamiento nervioso había
transformado todas aquellas cualidades
en el quisquilloso pesimismo de un
hombre de cuarenta años. En todos los
asuntos en los que intervenía resultaba
un peso muerto y un obstáculo.
—Si me voy, no vuelvo —decía.
Tres días antes de zarpar, supo que
Paula Legendre Hagerty había muerto al
dar a luz. En aquella época pasábamos
mucho tiempo juntos, porque íbamos a
viajar juntos, pero, por primera vez
desde que nos conocíamos, no me dijo
ni una palabra sobre sus sentimientos, ni
vi el menor signo de emoción. Su mayor
preocupación era que ya había cumplido
los treinta: siempre llevaba la
conversación hasta el punto en que
podía recordártelo y luego se sumía en
el silencio, como si estuviera
convencido de que aquella afirmación
podía desencadenar una serie de
pensamientos autosuficientes. Me
sorprendía, como a sus socios, el
cambio que había experimentado, y me
alegré cuando nuestro barco, el París, se
adentró en el húmedo espacio que
separa dos mundos, dejando atrás el
reino de Anson.
—¿Tomamos una copa? —sugirió.
Entramos en el bar con ese estado de
ánimo desafiante que caracteriza el día
de la partida y pedimos cuatro martinis.
Tras el primer cóctel cambió de repente:
se echó hacia delante y me palmeó la
rodilla, el primer gesto alegre que le
había visto desde hacía meses.
—¿Has visto a la chica de la boina
roja? —pregunte—. ¿Esa muy
maquillada que se trajo a dos perros
policías para que la despidieran?
—Es guapa —admití.
—Me he informado en la oficina del
barco: viaja sola. Voy a hablar con el
camarero. Esta noche cenaremos con
ella.
Y se fue, y una hora después paseaba
con ella, arriba y abajo, por la cubierta,
hablándole con su voz clara y potente.
La boina roja destacaba como una
mancha brillante de color sobre el verde
metálico del mar, y de vez en cuando la
muchacha levantaba la vista con una
relampagueante sacudida de la cabeza y
sonreía divertida, interesada, curiosa.
Bebimos champán en la cena, y
estábamos verdaderamente alegres, y
Anson jugó al billar con un entusiasmo
contagioso, y varias personas que me
habían visto con él me preguntaron quién
era. Y Anson y la joven charlaban y
reían juntos en un sofá del bar cuando
me fui a la cama.
Durante el viaje lo vi menos de lo
que me esperaba. Incluso me buscó
pareja, pero no había nadie disponible,
y sólo lo veía en las comidas. A veces
iba al bar, a beber un cóctel, y me
hablaba de la chica de la boina roja y de
sus aventuras con ella, describiéndolas
siempre, como sólo él sabía hacerlo, de
manera extravagante y divertida, y me
alegró que volviera a ser el de antes o,
al menos, aquél que yo había conocido y
con el que me sentía cómodo. No creo
que pudiera ser feliz a menos que alguna
mujer estuviera enamorada de él,
obedeciéndolo como las limaduras de
hierro obedecen al imán, ayudándolo a
entenderse a sí mismo, prometiéndole
alguna cosa. No sé qué. Quizá le
prometieran que habría siempre mujeres
en el mundo que perderían sus horas más
brillantes, vivas y extraordinarias
acunando y protegiendo aquella
superioridad que abrigaba en su
corazón.
La escala de Jacob

La escala de Jacob
apareció en el Saturday
Evening Post el 20 de agosto
de 1927 y entusiasmó a la
dirección de la revista:
alcanzó una cotización de
3000 dólares. El relato guarda
estrechos vínculos con Suave
es la noche, pues tanto la
relación entre Jacob y Jenny,
como la de Dick y Rosemary,
se basaban en el interés de
Fitzgerald por Lois Moran, la
joven actriz de cine a la que
había conocido en 1927. Parte
de La escala de Jacob sería
incorporada a Suave es la
noche.

I.

Era un juicio por asesinato, un juicio


sórdido y vil, y Jacob Booth, sentado
entre el público, sufriendo en silencio,
sentía que, como un niño, había
devorado ávidamente algo sin tener
hambre, sólo porque estaba al alcance
de la mano. Los periódicos habían
humanizado el caso, convirtiendo en un
barato e ingenioso drama de tesis lo que
no era sino un asunto propio de la
jungla, así que era difícil conseguir un
pase para entrar en la sala del juzgado.
La noche anterior le habían ofrecido
uno.
Jacob miraba hacia la entrada,
donde un centenar de personas,
inhalando y exhalando aire con
dificultad, generaban un clima de
emoción con la impaciencia y el ansia
de huir de sus propias vidas. Hacía
calor, y el sudor empapaba a la
muchedumbre, un sudor visible, grandes
gotas como de rocío que caerían sobre
Jacob si se abría paso hasta la salida.
Alguien, detrás de él, aventuró que el
jurado no tardaría ni media hora en
volver a la sala con un veredicto.
Con la inevitabilidad de una brújula
giró la cabeza hacia la mesa de la
acusada y volvió a mirar fijamente la
cara enorme e inexpresiva de la asesina,
adornada por unos ojos que parecían
dos botones rojos. Era la señora
Choynski, de soltera Delehanty, y el
destino había dispuesto que un día
agarrara un hacha de carnicero y
partiera en dos a su amante, un marinero.
Las manos hinchadas que habían
blandido el arma no dejaban de darle
vueltas a un tintero; varias veces miró
hacia el público con una sonrisa
nerviosa.
Jacob frunció el entrecejo y echó un
vistazo a su alrededor: había encontrado
una cara que le gustaba, pero había
vuelto a perderla. La cara se había
colado de refilón en su conciencia,
mientras se concentraba en una imagen
mental de la señora Choynski en acción;
ahora había vuelto a desvanecerse en el
anonimato de la multitud. Era la cara de
una santa morena, de ojos dulces y
luminosos, con el cutis pálido y
perfecto. La buscó dos veces por la sala,
antes de olvidarla, mientras esperaba
sentado, rígido e incómodo.
El jurado pronunció un veredicto de
asesinato en primer grado; la señora
Choynski chilló: «¡Dios mío!». La
sentencia fue aplazada hasta el día
siguiente. Balanceándose lenta y
rítmicamente, el público salió a
empujones a la tarde de agosto.
Jacob volvió a ver la cara, y
comprendió por qué no la había visto
antes. Pertenecía a una joven que estaba
junto a la mesa de la acusada: la había
tapado la cabeza, de luna llena de la
señora Choynski. Ahora los ojos claros
y luminosos brillaban llenos de
lágrimas, y un joven impaciente con la
nariz aplastada intentaba llamar su
atención tocándole el hombro.
—¡Váyase! —dijo la chica,
perdiendo la paciencia, quitándose la
mano de encima—. ¿Quiere dejarme en
paz? Mierda, déjeme en paz.
El hombre suspiró profundamente y
retrocedió. La chica se abrazó a la
aturdida señora Choynski, y un
individuo que tampoco terminaba de irse
le comentó a Jacob que eran hermanas.
Entonces sacaron a la señora Choynski
de la sala —su expresión sugería
absurdamente que acudía a una cita
importante— y la chica se sentó a la
mesa de los acusados y empezó a
empolvarse la cara. Jacob esperaba; y
esperaba el joven de la nariz aplastada.
El oficial del juzgado apareció con cara
de pocos amigos y Jacob le dio cinco
dólares.
—¡Mierda! —gritó la chica al joven
—. ¿No me puede dejar en paz? —se
levantó. Su presencia, las vibraciones
oscuras de su exasperación, llenaban el
juzgado—. ¡Todos los días lo mismo!
Jacob se acercó. El otro hombre
hablaba muy deprisa:
—Señorita Delehanty, hemos sido
más que generosos con usted y su
hermana y sólo le pido que cumpla su
parte en el contrato. Nuestro periódico
entra en prensa a las…
La señorita Delehanty se volvió
desesperada hacia Jacob.
—¿No es increíble? —preguntó—.
Ahora quiere una foto de mi madre y mi
hermana cuando era niña.
—Su madre no saldrá en el
periódico.
—Quiero la foto de mi madre. Es la
única que tengo.
—Le prometo que le devolveré la
foto mañana.
—Ah, me pone mala todo esto —
volvía a hablar con Jacob, pero sólo lo
veía como parte del público indistinto y
omnipresente—. ¡Es insoportable!
Chasqueó la lengua, y en aquel ruido
se concentró la esencia del desprecio
humano.
—Tengo el coche fuera, señorita
Delehanty —dijo Jacob
inesperadamente—. ¿Quiere que la
acompañe a casa?
—Muy bien —respondió con
indiferencia.
El periodista imaginó que ya se
conocían; empezó a decir algo entre
dientes mientras los tres se dirigían a la
salida.
—¡Todos los días es igual! —dijo la
señorita Delehanty con amargura—.
¡Estos periodistas!
En la calle Jacob le hizo una seña al
chófer para que acercara el coche, un
descapotable grande y reluciente. Y,
mientras el chófer saltaba del
descapotable y abría la puerta, el
periodista, a punto de echarse a llorar,
veía cómo se quedaba sin foto y soltaba
una letanía de súplicas.
—¡Tírate al río! —dijo la señorita
Delehanty, sentándose en el coche de
Jacob—. ¡Tírate-al-río!
Era tan extraordinaria la fuerza de su
consejo, que Jacob lamentó que su
vocabulario fuera tan limitado. Aquellas
palabras no sólo sugerían una imagen
del pobre periodista lanzándose al
Hudson, sino que convencieron a Jacob
de que aquélla era la única manera
adecuada y digna de deshacerse de
aquel individuo. Dejándolo a merced de
su destino acuoso, el coche se alejó
calle abajo.
—Usted sabe perfectamente cómo
tratar a ese hombre —dijo Jacob.
—No faltaba más —admitió—. Me
enfado enseguida y entonces sé cómo
tratar a quien se me ponga delante, sea
quien sea. ¿Cuántos años me echa usted?
—¿Cuántos tiene?
—Dieciséis.
Lo miraba muy seria, esperando su
sorpresa. Su cara, la cara de una santa,
una pequeña Virgen ardiente, se elevaba
frágilmente sobre el polvo mortal de la
tarde. La respiración no alteraba la línea
pura de sus labios, y Jacob nunca había
visto una textura tan pálida e inmaculada
como su piel, nada tan vivo y luminoso
como sus ojos. Su propio aspecto, muy
cuidado siempre, por primera vez en su
vida le parecía vulgar y pobre mientras
caía de rodillas ante el corazón de la
lozanía.
—¿Dónde vive? —preguntó Jacob.
En el Bronx, tal vez en Yonkers, en
Albany, o en Baffin’s Bay… No le
hubiera importado dar la vuelta al
mundo, viajar eternamente.
Aquel instante se desvaneció en un
segundo, porque la joven empezó a
hablar. Las palabras sin importancia
cobraban vida en su voz.
—En la calle 133 Este. Vivo con una
amiga.
Esperaban a que cambiara el
semáforo, y la chica intercambió una
mirada arrogante con un individuo que
asomaba la cara colorada por la
ventanilla de un taxi. El hombre se quitó
el sombrero alegremente.
—Debe de ser la secretaria —
exclamó—. ¡Menuda secretaria!
Un brazo y una mano aparecieron en
la ventanilla del taxi y lo devolvieron a
la oscuridad del vehículo.
La señorita Delehanty miró a Jacob:
una arruga se insinuaba entre sus cejas,
como la sombra de un cabello.
—Me conoce mucha gente —dijo—.
Hemos salido mucho en los periódicos.
—Lamento que las cosas hayan ido
tan mal.
Parecía que, por primera vez desde
hacía media hora, la chica recordaba lo
que había pasado aquella tarde.
—Era su destino, señor. Jamás tuvo
una oportunidad. Pero nunca han
mandado a una mujer a la silla eléctrica
en el estado de Nueva York.
—No; eso es verdad.
—Se salvará.
Era como si hablara otra persona: su
expresión de tranquilidad conseguía que
las palabras, tan pronto como las
pronunciaba, asumieran una existencia
propia, al margen de ella.
—¿Vivían juntas?
—¿Yo? ¡Oiga, lea los periódicos! Ni
siquiera sabía que era mi hermana hasta
que me lo dijeron. No la veía desde niña
—de pronto señaló hacia uno de los
mayores grandes almacenes del mundo
—. Ahí trabajo. Pasado mañana vuelvo
a coger el pico y la pala.
—Va a hacer calor esta noche —dijo
Jacob—. ¿Por qué no vamos a cenar al
campo?
La joven lo miró. Su mirada era
educada y amable.
—Estupendo —dijo.
Jacob tenía treinta y tres años. Había
poseído una prometedora voz de tenor,
pero, hacía diez años, una laringitis se la
había quitado en una semana de fiebre.
En un estado de desesperación bajo el
que se ocultaba cierto alivio compró una
finca en Florida e invirtió cinco años en
convertirla en un campo de golf. Cuando
en 1924 subió escandalosamente el
precio de los terrenos vendió su
propiedad por ochocientos mil dólares.
Las cosas, como a tantos
americanos, le interesaban menos que el
valor de las cosas. Su apatía no era
miedo a la vida ni afectación: era la
violencia de su raza, pero exhausta. Era
una apatía cómica. Aunque no
necesitaba dinero, durante un año y
medio había puesto todo su empeño,
todo, en casarse con una de las mujeres
más ricas de Estados Unidos. Si la
hubiera querido, o hubiera fingido
quererla, podría haberse casado; pero
nunca había sido capaz de sentir la
menor emoción, de ir más allá de las
mentiras protocolarias.
Era bajo, elegante y guapo. Y, salvo
cuando sufría un terrible ataque de
apatía, era extraordinariamente
encantador. Salía con un grupo de
amigos que estaban seguros de ser los
mejores de Nueva York y los que mejor
se lo pasaban. Durante sus terribles
ataques de apatía era como un pajarraco
malhumorado, con las plumas de punta,
fastidiado, y despreciaba al género
humano con todas sus fuerzas.
Apreciaba al género humano aquella
noche, a la luz de la luna, en los jardines
Borghese. La luna era un huevo radiante,
suave y luminoso como la cara de Jenny
Delehanty, al otro lado de la mesa. Un
airecillo salobre soplaba sobre las
grandes casas y recogía en los jardines
los aromas de las flores para llevarlos a
la terraza del hotel de carretera. Los
camareros saltaban de un sitio a otro
como duendes en la noche de verano:
sus espaldas negras desaparecían en las
sombras y sus pecheras blancas
brillaban llamativamente cuando surgían
de la oscuridad inexplorada.
Bebieron champán, y Jacob le contó
a Jenny Delehanty una historia.
—Eres lo más precioso que he visto
en mi vida —dijo—, pero resulta que no
eres mi tipo, así que no me mueve
ningún interés oculto. Pero no puedes
volver a los grandes almacenes. Mañana
te voy a concertar una cita con Billy
Farrelly, que está dirigiendo una
película en Long Island. No sé si sabrá
apreciar lo maravillosa que eres, porque
nunca le he presentado a nadie antes.
La expresión de Jenny permaneció
inmutable, aunque una sombra de ironía
cruzó por sus ojos. Ya le habían dicho
cosas parecidas, pero el director de cine
nunca había podido recibirla al día
siguiente. O ella había sido lo
suficientemente discreta para no
recordarles a los hombres lo que le
habían prometido la noche anterior.
—No sólo eres maravillosa —
continuó Jacob—; eres algo fuera de lo
común, superior. Todo lo que haces…
sí, coger la copa, fingir ser tímida o
fingir que no te fías de mí… surte efecto.
Si alguien es lo bastante inteligente para
darse cuenta quizá llegues a ser actriz.
—Mi preferida es Norma Shearer.
En el coche, en el viaje de regreso a
través de la noche suave, ella ofreció la
cara en silencio para ser besada.
Reteniéndola en el hueco de su brazo,
Jacob rozó su mejilla contra la suavidad
de la mejilla de Jenny y luego la miró un
largo instante.
—Qué criatura tan hermosa —dijo
muy serio.
Jenny le sonrió. Sus manos jugaban
convencionalmente con las solapas de su
chaqueta.
—Me lo he pasado
maravillosamente —murmuró—.
¡Mierda! Espero no tener que volver
nunca más al juzgado.
—Espero que no.
—¿Vas a darme un beso de buenas
noches?
—Estamos pasando por Great Neck.
Muchas estrellas de cine viven aquí.
—Tienes gracia, guapo.
—¿Por qué?
Jenny negaba con la cabeza y
sonreía.
—Tienes gracia.
Se había dado cuenta de que Jacob
no era como la gente que había
conocido. Y a Jacob, sin sentirse
halagado, le sorprendía que lo
considerara gracioso. Jenny se daba
cuenta de que, fueran cuales fueran sus
intenciones finales, en aquel momento no
quería nada de ella. Jenny Delehanty
aprendía deprisa. Dejó que la noche le
contagiara si solemnidad, dulzura y
quietud, y, cuando entraron en la ciudad
por el puente de Queensboro, iba medio
dormida, echada en el hombro de Jacob.

II.

Llamó a Billy Farrelly al día


siguiente.
—Quiero verte —le dijo—. He
descubierto a una chica y me gustaría
que le echaras un vistazo.
—¡Santo Dios! —dijo Farrelly—.
Eres el tercero que me llama hoy.
—Pero no el tercero que te ofrece lo
mismo.
—Muy bien. Si es blanca, puede ser
la protagonista de la película que
empiezo el viernes.
—Bromas aparte, ¿puedes hacerle
una prueba?
—No estoy bromeando. Puede ser la
protagonista, ya te lo he dicho. Estoy
harto de estas horribles actrices. Me voy
a California el mes que viene. Prefiero
ser el botones de Constance Talmadge
que el dueño de la mayoría de estas
jóvenes… —el mal humor irlandés le
daba un tono de amargura a su voz—. Sí,
Jake, tráemela. Le echaré un vistazo.
Cuatro días después, mientras la
señora Choynski, acompañada por dos
ayudantes del sheriff, se iba a pasar el
resto de su vida a la cárcel de Auburn,
Jenny cruzaba, en el coche de Jacob, el
puente que lleva a Astoria, en Long
Island.
—Tienes que cambiarte el nombre
—dijo Jacob—; y recuerda que nunca
has tenido una hermana.
—Ya lo había pensado —contestó
—. Y también había pensado un nombre:
Tootsie Defoe.
—Es malísimo —Jacob se reía—,
malísimo.
—Bueno, piensa tú uno, ya que eres
tan listo.
—Algo como… Jenny… Jenny…
Vamos a ver… ¿Jenny Prince?
—Estupendo, guapo.
Jenny Prince subió las escaleras de
los estudios cinematográficos, y Billy
Farrelly, con su mal humor irlandés,
harto de sí mismo y de su profesión, la
contrató para uno de los tres papeles
principales de la película.
—Todas son iguales —le dijo a
Jacob—. ¡Qué mierda! Las sacas del
arroyo hoy y mañana quieren una vajilla
de oro. Prefiero ser el botones de
Constance Talmadge antes que el dueño
de un harén de actrices así.
—¿Te gusta la chica?
—Está bien. Tiene un buen perfil.
Pero todas son iguales.
Jacob le compró a Jenny un traje de
noche de ciento ochenta dólares y la
llevó aquella noche al Lido. Estaba
satisfecho de sí mismo y emocionado.
Se rieron mucho. Estaban contentos.
—¿Puedes creer que vas a hacer una
película? —preguntó.
—Lo más seguro es que mañana me
echen a patadas. Ha sido demasiado
fácil.
—No, no ha sido fácil. Hemos
aprovechado un buen momento
psicológico: el humor de Billy Farrelly
era exactamente…
—Me cae simpático.
—No es mala persona —coincidió
Jacob. Pero se estaba acordando de que
ya había otro que también ayudaba a
Jenny a abrir las puertas del éxito—. Es
un irlandés disparatado, ten cuidado.
—Ya lo sé. Una sabe cuándo un tipo
se la quiere llevar a la cama.
—¿Cómo?
—No digo que me quiera llevar a la
cama, guapo, pero tiene toda la pinta,
¿entiendes lo que te digo? —una sonrisa
de sabelotodo le deformó la cara
preciosa—. Le gusta eso; se le nota a
primera vista.
Bebían una botella de zumo de uva
altamente alcohólico.
El jefe de camareros se acercó a la
mesa.
—Te presento a la señorita Jenny
Prince —dijo Jacob—. La vas a ver con
mucha frecuencia, Lorenzo, porque
acaba de firmar un importante contrato
para rodar películas. Trátala siempre
con el mayor respeto.
Cuando Lorenzo se fue, Jenny dijo:
—Tienes los ojos más bonitos que
he visto —le costaba decir aquello, lo
mejor que podía ocurrírsele. Estaba
seria, triste—. De verdad —murmuró—,
los ojos más bonitos que he visto. A
cualquier chica le gustaría tener unos
ojos así.
Jacob se rió, pero estaba
conmovido. Apoyó suavemente la mano
en el brazo de Jenny.
—Trabaja de verdad y estaré
orgulloso de ti, y juntos lo pasaremos
bien de vez en cuando.
—Siempre me lo paso bien contigo
—sus ojos se habían clavado en él, se
agarraban a él como manos—. De
verdad, no bromeo con tus ojos.
Siempre crees que estoy de broma.
Quiero darte las gracias por todo lo que
has hecho por mí.
—No he hecho nada, estás loca. Vi
tu cara y… me encantó. Le encantaría a
cualquiera.
Apareció la orquesta y los ojos de
Jenny, ávidos, se alejaron de Jacob.
Era tan joven… Jacob nunca se
había dado cuenta, como en aquel
instante, de lo que era la juventud.
Siempre se había considerado joven,
hasta aquella noche.
Poco después, en la gruta oscura del
taxi, entre la fragancia del perfume que
le había comprado aquella tarde, Jenny
se acercó, se aferró a Jacob. La besó sin
placer. No había ni sombra de pasión en
los ojos de Jenny, ni en sus labios; el
aliento le olía débilmente a champán. Se
abrazó con más fuerza,
desesperadamente, y Jacob le cogió las
manos. Las puso en el regazo de Jenny.
Jenny se separó, ofendida.
—¿Qué pasa? ¿No te gusto?
—No debería haberte dejado beber
tanto champán.
—¿Por qué no? Estoy acostumbrada
a beber. Una vez me emborraché.
—Debería darte vergüenza. Y, si me
entero de que vuelves a beber, me vas a
oír.
—Te crees muy duro, ¿no?
—¿Qué pretendes? ¿Que cualquier
camarero del café de la esquina te ponga
como un trapo siempre que quiera?
—¡Cállate!
Se quedaron en silencio durante un
instante. Y entonces la mano de Jenny se
deslizó poco a poco hasta encontrar la
de Jacob.
—Me gustas más que todos los tipos
que he conocido, y no puedo evitarlo, no
puedo.
—Querida, pequeña Jenny —volvió
a abrazarla.
Indeciso, inseguro, la besó, y volvió
a dejarlo helado la inocencia con que
besaba, los ojos que en el momento del
contacto parecían mirar más allá, hacia
la oscuridad de la noche, hacia la
oscuridad del mundo. Jenny no sabía aún
que el esplendor está en el corazón;
cuando se diera cuenta y se dejara
arrastrar por la pasión del universo,
podría hacerla suya sin dudas ni
remordimientos.
—Te aprecio mucho —dijo—, más
que a nadie. Y te repito lo que te he
dicho sobre la bebida. No debes beber.
—Haré todo lo que tú quieras —dijo
Jenny, y lo repitió mirándolo a los ojos
—. Todo.
El coche se detuvo ante el edificio
donde vivía Jenny, y Jacob le dio un
beso de buenas noches.
Se alejó exultante, viviendo la
juventud y el futuro de Jenny con la
intensidad con que no vivía su propia
vida desde hacía años. Así, apoyándose
un poco en el bastón, rico, joven y feliz,
se perdió en las calles oscuras, deprisa,
hacia un futuro impredecible.
III.

Un mes después, una noche, Jacob y


Farrelly tomaban un taxi juntos. Jacob le
dio al taxista la dirección del cineasta.
—Así que te has enamorado de esa
chica —dijo Farrelly, de buen humor—.
Muy bien, me quitaré de en medio.
Jacob se sintió molesto.
—No estoy enamorado de ella —
dijo con calma—. Billy, me gustaría que
la dejaras en paz.
—¡No faltaría más! La dejaré en paz
—asintió inmediatamente—. No sabía
que te interesara. Ella me dijo que no
había podido seducirte.
—Lo importante es que a ti tampoco
te interese —dijo Jacob—. Si pensara
que de verdad os importáis, ¿crees que
estoy tan loco como para inmiscuirme en
el asunto? Pero Jenny no te importa en
absoluto, y ella sólo está impresionada y
un poco fascinada.
—Estoy de acuerdo —asintió
Farrelly, ya un poco cansado—. No se
me ocurriría tocarla.
Jacob se echó a reír.
—Claro que la tocarías, aunque sólo
fuera por no quedarte quieto. Y eso es lo
que me molesta: que por tontear le
pasara algo.
—Te entiendo. La dejaré en paz.
Jacob tuvo que contentarse con eso.
No confiaba en Billy Farrelly, pero
creía que Farrelly lo estimaba y lo
respetaría, a no ser que hubiera por
medio sentimientos más fuertes. Pero
que se cogieran las manos bajo la mesa
aquella noche le había molestado. Jenny
le mintió cuando se lo reprochó: le dijo
que, si quería, la llevara a casa, que no
volvería a hablar con Farrelly en toda la
noche. Y Jacob se había sentido
ridículo, como un tonto. Hubiera sido
más fácil que, cuando Farrelly le dijo
que estaba enamorado, hubiera sido
capaz de responder simplemente: «Sí».
Pero no estaba enamorado. La
apreciaba más de lo que nunca hubiera
podido imaginar. Asistía, observándola,
a la formación de un carácter muy
personal. A Jenny le gustaban las cosas
tranquilas y sencillas. Poco a poco
desarrollaba su capacidad de
discernimiento, y excluía de su vida lo
trivial y lo superfluo. Había intentado
que leyera, pero prudentemente se había
dado por vencido y la había puesto en
contacto con distintos tipos de hombres.
Provocaba situaciones y luego se las
explicaba, y se sentía satisfecho cuando
ante sus ojos crecía el buen gusto y la
buena educación de Jenny. Y también
sabía apreciar la absoluta confianza que
tenía en él y el detalle de que lo usara
como punto de referencia para juzgar a
otros hombres.
Antes del estreno de la película de
Farrelly, a Jenny le ofrecieron un
contrato de dos años por la fuerza de su
interpretación: cuatrocientos dólares a
la semana los seis primeros meses, y
aumentos sucesivos hasta el final del
contrato. Pero tendría que irse a
California.
—¿No prefieres que espere? —dijo,
una tarde que volvían del campo—. ¿No
prefieres que me quede aquí, en Nueva
York, cerca de ti?
—Debes ir a donde exija tu trabajo,
y ser capaz de arreglártelas sola. Tienes
diecisiete años.
Diecisiete años… Era tan vieja
como él; no tenía edad. Sus ojos negros,
bajo el sombrero de paja, seguían llenos
de futuro, como si no acabara de ofrecer
la posibilidad de tirar el futuro por la
borda. Entonces dijo:
—Me pregunto si, de no haber
aparecido tú, algún otro me hubiera…
Me hubiera ayudado a hacer algo de
provecho.
—Lo hubieras hecho sola. Quítate de
la cabeza que dependes de mí.
—Dependo de ti. Te lo debo todo.
—No, en absoluto —dijo
rotundamente, y no dio más razones. Le
gustaba que Jenny creyera lo que
acababa de decirle.
—No sé qué voy a hacer sin ti. Eres
mi único amigo —y añadió—: el único
que me interesa. ¿Me oyes? ¿Entiendes
lo que quiero decir?
Se rió de ella: le divertía adivinar el
nacimiento de una fuerte personalidad en
aquel anhelo de ser comprendida.
Aquella tarde estaba más hermosa que
nunca, frágil, deslumbrante y, para él,
más allá del deseo. Pero algunas veces
Jacob se preguntaba si aquella ausencia
de sexualidad no sería una faceta que,
quizá a propósito, ella reservaba para
él, sólo para él. Jenny se lo pasaba
mejor con hombres más jóvenes, aunque
fingiera despreciarlos. Billy Farrelly,
amablemente, la había dejado en paz, y a
ella le había dado un poco de pena.
—¿Cuando vendrás a Hollywood?
—Pronto —prometió Jacob—. Y tú
volverás a Nueva York.
Jenny estaba llorando.
—¡Te voy a echar tanto de menos!
¡Te voy a echar tanto de menos! —
lagrimones de dolor le corrían por las
mejillas de marfil tibio—. ¡Mierda! —
se quejó, susurrando—. ¡Has sido bueno
conmigo! ¿Dónde está tu mano? ¿Dónde
está tu mano? Has sido el mejor amigo
del mundo. ¿Dónde voy a encontrar un
amigo como tú?
Estaba representando un papel, pero
a Jacob se le hizo un nudo en la garganta
y, durante un instante, le dio vueltas a
una idea disparatada, como un ciego que
tropezara contra muebles pesados:
casarse con ella. Sabía que, con sólo
sugerírselo, Jenny se pegaría a él y no
conocería a nadie más, porque él la
comprendería siempre.
En la estación, al día siguiente,
disfrutaba con las flores, con el
compartimento del tren y la perspectiva
del viaje más largo que había hecho
nunca. Cuando, para despedirse, lo
besó, sus ojos profundos buscaron los
suyos y se apretó contra él como si se
rebelara contra la separación. Otra vez
lloraba, pero Jacob sabía que aquellas
lágrimas ocultaban la alegría de la
aventura por territorios desconocidos.
Cuando abandonó la estación, Nueva
York estaba extrañamente vacía. Había
vuelto a ver, a través de los ojos de
Jenny, los colores de otro tiempo: ahora
se desvanecían en el tapiz gris del
pasado. Al día siguiente, en un alto
edificio de Park Avenue, visitó la
consulta de un especialista a quien no
veía desde hacía una década.
—Quiero que vuelva a verme la
laringe —dijo—. Aunque no haya
muchas esperanzas, quizá haya
cambiado la situación.
Se tragó un complicado sistema de
espejos. Tomó y expulsó aire, emitió
sonidos graves y agudos, tosió cuando
se lo ordenaron. El especialista tocaba
aquí y allá con mucha ceremonia. Luego
se sentó y se quitó la lente con que lo
había estado reconociendo.
—Todo sigue igual —dijo—. Las
cuerdas vocales están sanas, pero
gastadas por el uso. No hay tratamiento
para eso.
—Es lo que yo pensaba —dijo
Jacob, humildemente, como si hubiera
cometido una impertinencia—. Es
prácticamente lo mismo que me dijo
hace años. No estaba seguro de que
fuera definitivo.
Había perdido algo cuando salió del
edificio de Park Avenue: casi la
esperanza, amado fruto del deseo, de
que algún día…
«Nueva York desolada —telegrafió
a Jenny—. Cerradas todas las salas de
fiestas. Crespones negros en la estatua
de la Virtud Cívica. Por favor, trabaja
mucho y sé inmensamente feliz».
«Querido Jacob —decía el
telegrama de respuesta—, te echo mucho
de menos. Eres el hombre más adorable
que he conocido, de verdad, querido. No
me olvides, por favor. Con cariño,
Jenny».
Llegó el invierno. Se estrenó la
película que Jenny había rodado en el
Este, y aparecieron entrevistas y
reportajes en las revistas de cine. Jacob
no salía de su cuarto, ponía una y otra
vez la Sonata a Kreutzer en su nuevo
gramófono, y leía sus cartas, escasas y
afectadas pero cariñosas, y los artículos
que decían que era un descubrimiento de
Billy Farrelly. En febrero Jacob se
prometió en matrimonio con una vieja
amiga, una viuda.
Fueron a Florida, y de repente
estaban discutiendo en los pasillos del
hotel y en las partidas de bridge, así que
decidieron no seguir adelante con
aquello. En primavera Jacob reservó un
camarote en el París, pero tres días
antes de zarpar anuló la reserva y se fue
a California.

IV.
Jenny lo esperaba en la estación. Lo
besó y, durante el trayecto en coche
hasta el Hotel Ambassador, no se soltó
de su brazo.
—Bien, el hombre ha venido —
exclamó—. Creía que nunca lo iba a
convencer, nunca.
El tono de su voz la traicionaba:
revelaba el esfuerzo que hacía para
controlarse. Había desaparecido el
categórico «¡Mierda!», con todo el
asombro, horror, repugnancia o
admiración que era capaz de expresar, y
no lo habían reemplazado palabras más
suaves, como «estupendo» o
«magnífico». Si su estado de ánimo
exigía alguna expresión extraordinaria
no incluida en su repertorio, Jenny
guardaba silencio.
Pero a los diecisiete, los meses son
años, y Jacob se dio cuenta de que había
cambiado: ya no era una niña. Ahora
tenía ideas consistentes: nada de
nociones vagas y confusas, pues, por
instinto, era demasiado educada para
eso, sino ideas. Los estudios de cine
habían dejado de ser una casualidad
divertida, divina, maravillosa; ya no
decía: «Daría cinco centavos por no ir
mañana a trabajar». El trabajo era parte
de su vida. Las circunstancias eran cada
vez más duras en una carrera que
avanzaba sin respetar sus horas libres.
—Si esta película es tan buena como
la otra, es decir, si vuelvo a tener éxito,
Hecksher romperá el contrato. Todos los
que han visto los copiones dicen que es
la primera vez que tengo sex appeal.
—¿Qué son los copiones?
—Lo que se rodó el día anterior.
Dicen que es la primera vez que tengo
sex appeal.
—No lo había notado —Jacob le
tomaba el pelo.
—Tú no lo has notado, pero tengo.
—Ya lo sé —y, movido por un
impulso irreflexivo, le cogió la mano.
Jenny lo miró. Jacob sonreía, medio
segundo demasiado tarde. Entonces
Jenny sonrió, y su entusiasmo y afecto
deslumbrantes disimularon el error de
Jacob.
—Jake —exclamó—, ¡podría
ponerme a dar gritos! ¡Estoy tan contenta
de que estés aquí! Te he reservado una
habitación en el Hotel Ambassador.
Estaba completo, pero han echado a no
sé quién porque yo les he dicho que
quería una habitación. Te mandaré el
coche dentro de media hora. Es
estupendo que hayas llegado el domingo
porque tengo el día libre.
Almorzaron en el apartamento
amueblado que Jenny había alquilado
para el invierno. Era de estilo morisco,
muy a la moda de 1920, y estaba tal
como lo había dejado alguna querida
caída en desgracia. Un día que Jenny
bromeaba sobre la decoración, alguien
le había dicho que era horroroso, pero,
cuando insistió sobre el asunto,
descubrió que Jenny ni se había dado
cuenta.
—Me gustaría que hubiera más
hombres simpáticos por aquí —dijo
mientras comían—. Es verdad que hay
muchos hombres simpáticos, pero me
refiero a hombres que… Ah, ya sabes,
como en Nueva York: hombres que
saben más que una chica, como tú.
Después de la comida, Jacob se
enteró de que estaban invitados a tomar
el té.
—Hoy, no —objetó—. Quiero estar
contigo, solos.
—Muy bien —asintió Jenny,
dudando—. Me imagino que podré
llamar por teléfono. Creía que… Es una
señora que escribe en muchísimos
periódicos y, hasta ahora, nunca me
había invitado. Pero, si tú no quieres…
Se le había ensombrecido la cara, y
Jacob le aseguró que le apetecía mucho
ir. Y poco a poco se fue enterando de
que no irían a una fiesta, sino a tres.
—Creo que es parte de mi trabajo
—le explicó Jenny—. Si no vas,
terminas encontrándote sólo con la gente
del trabajo de todos los días, y es un
círculo muy reducido.
Jacob sonrió.
—Y además —concluyó Jenny—,
sabelotodo, es lo que hace todo el
mundo los domingos por la tarde.
En la primera fiesta Jacob se dio
cuenta de que había muchas más mujeres
que hombres, y más gente de segunda
fila —periodistas, hijas de cámaras,
mujeres de montadores— que personas
importantes. Un joven de rasgos latinos,
un tal Raffino, apareció un momento,
habló con Jenny y se fue; varias estrellas
llegaron y se fueron, interesándose por
la salud de los niños con una
familiaridad un tanto arrolladura. Otro
grupo de celebridades se plantó en una
esquina, inmóviles como estatuas. Había
un escritor un poco borracho, muy
nervioso, que, según parecía, intentaba
quedar con todas las chicas. Conforme
la tarde languidecía aumentaba el
número de personas ligeramente
borrachas. Y el tono de voz de la
reunión era más agudo y había subido de
volumen cuando Jacob y Jenny se
fueron.
En la segunda fiesta el joven Raffino
—era un actor, uno de los innumerables
aspirantes a Rodolfo Valentino— volvió
a aparecer un instante, habló un poco
más con Jenny, un poco más afectuoso, y
se fue. Jacob dedujo que aquella fiesta
no era tan elegante como la otra. Había
más gente alrededor de la mesa de las
bebidas. Y había más gente sentada.
Se fijó en que Jenny sólo bebía
limonada. Le sorprendían y agradaban
su distinción y buenos modales. Hablaba
con una sola persona, no con todos los
que tenía alrededor; y escuchaba, sin
caer en la tentación de mirar a todas
partes a la vez. Consciente o
inconscientemente, en las dos fiestas,
antes o después, acababa hablando con
el invitado más importante. Su seriedad,
el aspecto de estar pensando: «Ésta es
mi oportunidad de aprender algo», atraía
irremediablemente la vanidad de los
hombres.
Cuando cogieron el coche camino de
la última fiesta, una cena fría, ya era de
noche, y los anuncios luminosos de las
agencias inmobiliarias brillaban con
algún vago propósito sobre Beverly
Hills. A las puertas del Teatro Grauman,
bajo la lluvia suave y cálida, se había
congregado una muchedumbre.
—¡Mira, mira! —estrenaban la
película que había terminado hacía un
mes.
Pasaron de largo ante el Rialto, en
Hollywood Boulevard, y se adentraron
en las sombras de una callejuela. Jacob
le pasó el brazo por el hombro y la
besó.
—Querido Jake —le sonreía Jenny.
—Eres tan preciosa. No sabía que
eras tan preciosa.
Jenny miraba al frente, con
expresión dulce y tranquila, y Jacob
sintió una oleada de irritación, y la
atrajo hacia él, apremiante, en el
momento en que el coche se detenía ante
una puerta iluminada.
Entraron en un bungalow lleno de
gente y humo. El ímpetu de las
formalidades con que había empezado la
tarde se había extinguido hacía mucho;
todo era a la vez confuso y estridente.
—Así es Hollywood —explicaba
una señora pizpireta y locuaz, a quien
habían visto en las tres fiestas—. Nada
de arreglarse demasiado los domingos
por la tarde —decía a la anfitriona—:
Sólo es una chica normal, sencilla y
simpática —elevó la voz—: ¿No te
parece, querida, sólo una chica normal,
sencilla y simpática?
La anfitriona respondió:
—Sí. ¿Quién es?
Y la informante de Jacob volvió a
bajar la voz:
—Pero tu chiquilla es la más sensata
de todas.
Todos los cócteles que Jacob se
había bebido empezaban a hacerle
efecto agradablemente, pero, aunque no
dejaba de buscarlo, se le escapaba el
secreto de la fiesta, la clave para
sentirse cómodo y tranquilo. Había algo
violento en la atmósfera, un clima de
competencia, de inseguridad. Las
conversaciones entre hombres eran
vacías y falsamente juveniles o se iban
apagando en un clima de recelo. Las
mujeres eran más agradables. A las
once, en la cocina, se dio cuenta de que
llevaba una hora sin ver a Jenny. Al
volver al salón, la vio entrar: era
evidente que venía de la calle, pues se
quitó un impermeable que llevaba sobre
los hombros. Estaba con Raffino.
Cuando se acercó, Jacob se dio cuenta
de que le faltaba la respiración y le
brillaban los ojos. Raffíno le sonrió a
Jacob amablemente, sin prestarle mucha
atención; y, poco después, cuando se
iba, se inclinó y murmuró algo al oído
de Jenny y ella, sin sonreír, le dijo
adiós.
—Tengo que estar en los estudios a
las ocho —le dijo a Jacob de pronto—.
Mañana pareceré un paraguas viejo si
no me voy a casa. ¿Te importa, querido?
—¡No, por Dios!
El coche cruzaba una de las
distancias interminables de la extensa y
casi desierta ciudad.
—Jenny —dijo Jacob—, nunca te
había visto así, como esta noche. Apoya
la cabeza en mi hombro.
—Sí. Estoy cansada.
—¿Sabes que te has puesto
guapísima?
—Soy igual que antes.
—No, no —su voz se volvió un
murmullo, y temblaba de emoción—.
Jenny, me he enamorado de ti.
—Jacob, no seas tonto.
—Me he enamorado de ti. ¿No es
extraño, Jenny? Eso es lo que pasa.
—No te has enamorado de mí.
—Quieres decir que no te interesa
—sentía una punzada de miedo.
Jenny se sentó muy derecha,
liberándose de su brazo.
—Claro que me interesa; sabes que
eres lo que más me importa del mundo.
—¿Más que el señor Raffino?
—¡Dios mío! —protestó
desdeñosamente—. Raffino sólo es un
crío.
—Te quiero, Jenny.
—No, no me quieres.
Jacob la apretó con fuerza. ¿Era su
imaginación o había una resistencia
débil, instintiva, en el cuerpo de Jenny?
Pero ella se le acercó y él la besó.
—Sabes que lo de Raffino es una
tontería.
—Me figuro que estoy celoso.
Intuía que estaba insistiendo
demasiado, que casi era desagradable, y
la soltó. Pero la punzada de miedo se
había convertido en dolor. Aunque sabía
que estaba cansada y extrañada por sus
nuevos sentimientos, no podía detenerse.
—No me había dado cuenta de hasta
qué punto eras parte de mi vida. No
sabía qué era lo que me faltaba, pero
ahora lo sé. Necesito que estés conmigo.
—Y aquí estoy.
Jacob tomó sus palabras por una
invitación, pero esta vez Jenny se dejó
caer fatigosamente en sus brazos. Así la
llevó el resto del trayecto, con los ojos
cerrados, y el pelo corto echado hacia
atrás, como una ahogada.
—El coche te llevará al hotel —dijo
Jenny cuando llegaron a su casa—.
Acuérdate de que mañana comemos
juntos en los estudios.
Entonces se pusieron a discutir, casi
a pelear, sobre si era demasiado tarde
para que Jacob entrara en la casa.
Todavía no eran capaces de apreciar el
cambio que la declaración de Jacob
había provocado en ellos. De pronto se
habían convertido en otras personas, y
Jacob intentaba desesperadamente
atrasar el reloj, volver a una noche de
hacía seis meses, en Nueva York, y
Jenny observaba cómo los nuevos
sentimientos de Jacob, algo más que
celos y menos que amor, sofocaban, una
a una, las cualidades de Jacob que ella
conocía tan bien, el respeto y la
comprensión que tanto la animaban.
—Pero yo no te quiero así, como tú
quieres —exclamó—. ¿Cómo puedes
aparecer de repente y pedirme que te
quiera así?
—¡A Raffino sí lo quieres así!
—¡Te juro que no! ¡Ni siquiera le he
dado un beso!
—Hmmm —ahora era un pajarraco
malhumorado. Casi no se creía su propia
antipatía, pero algo tan ilógico como el
amor propio lo obligaba a continuar—.
¡Un actor!
—¡Jake! —gritó Jenny—. Deja que
me vaya. Nunca me he sentido tan mal ni
tan ofendida.
—Me voy yo —dijo él de repente—.
No sé lo que me pasa, salvo que estoy
tan loco por ti que no sé lo que digo. Te
quiero y tú no me quieres. Me quisiste, o
creías que me querías, pero está claro
que ya no.
—Pero te quiero —se quedó un
instante pensativa; el resplandor rojo y
verde de una gasolinera cercana
iluminaba la lucha interior que
expresaba su cara—. Si me quieres
tanto, me casaré contigo mañana.
—¡Te casarás! —exclamó Jacob.
Jenny estaba tan ensimismada en lo que
acababa de decir que no lo oyó.
—Me casaré contigo mañana —
repitió—. Me gustas más que nadie en el
mundo y creo que te querré como tú
quieres —casi se le escapó un sollozo
—. Pero… No sabía que iba a pasar
esto. Déjame sola esta noche, por favor.
Jacob no durmió. Hubo música en la
terraza del Ambassador hasta muy tarde
y una cadena de chicas recién salidas
del trabajo rodeó la salida de coches
para ver salir a sus ídolos. Luego, una
pelea interminable entre un hombre y
una mujer empezó en el pasillo, se
trasladó a la habitación vecina y
continuó como un profundo susurro a
dos voces a través de la puerta que
comunicaba las dos habitaciones. Se
asomó a la ventana hacia las tres de la
madrugada y miró el fulgor claro de la
noche de California. La belleza de Jenny
se extendía sobre la hierba, en los
tejados húmedos y relucientes de los
bungalows, alrededor de él, por todas
partes, y crecía como una música
nocturna. Estaba dentro de la habitación,
en la almohada blanca, movía
ligeramente las cortinas como un
fantasma. Su deseo volvía a crearla:
perdía los rasgos de la antigua Jenny,
incluso de la chica que había ido a
esperarlo a la estación aquella mañana.
Silenciosamente, mientras pasaban las
horas de la noche, la moldeaba hasta
hacer de ella una imagen del amor —una
imagen que duraría tanto como el amor,
y quizá más—, y que no se desvanecería
hasta que pudiera decir: «Nunca la he
querido de verdad». Lentamente la iba
creando con esta y aquella ilusión de su
juventud, este y aquel deseo antiguo y
triste, hasta que apareció ante él, y de sí
misma sólo conservaba el nombre.
Más tarde, cuando cayó en un sueño
de pocas horas, la imagen que había
forjado siguió a su lado, demorándose
en la habitación, unida a su corazón en
místico matrimonio.

V.

—Sólo me casaré contigo si me


quieres —dijo Jacob en el coche,
cuando volvían de los estudios. Jenny
esperaba, con las manos entrelazadas en
el regazo—. ¿Crees que me gustaría
estar contigo si fueras desgraciada y no
me correspondieras, Jenny, sabiendo
siempre que no me quieres?
—Te quiero, pero de otra manera.
—¿A qué manera te refieres?
Jenny titubeó, con la mirada perdida.
—No haces… no haces que me
estremezca, Jake. No sé… Ha habido
hombres que me han producido esa
especie de estremecimiento cuando me
tocaban, o cuando bailaban conmigo…
Ya sé que es una tontería, pero…
—¿Y Raffino hace que te
estremezcas?
—Algo así, pero no mucho.
—¿Y yo, no? ¿Nada?
—Cuando estoy contigo sólo me
siento a gusto, feliz.
Entonces debería haber puesto todo
su empeño en convencerla de que
aquello era lo ideal, pero no pudo, ya
fuera una vieja verdad o una vieja
mentira.
—Pero te he dicho que me casaría
contigo; quizá algún día hagas que me
estremezca.
Jacob se echó a reír, y de pronto
calló.
—Y, si no te estremecía, como tú
dices, ¿por qué me demostrabas tanto
cariño el verano pasado?
—No lo sé. Creo que era demasiado
joven. Nunca se sabe lo que se sentía en
el pasado, ¿no?
Se había vuelto esquiva, con esa
habilidad para eludir las respuestas que
les da un significado oculto a las
palabras más insignificantes. Y, con las
torpes herramientas del deseo y los
celos, Jacob intentaba crear ese hechizo
que es etéreo y delicado como el polvo
del ala de una mariposa.
—Oye, Jake —dijo ella, de repente
—. El abogado de mi hermana, ese tal
Scharnhorst, ha llamado a los estudios
esta tarde.
—Tu hermana está bien —dijo,
ausente, y añadió—: Así que muchos
hombres te estremecen.
—Bueno, si siento lo mismo con
muchos hombres, no tendrá nada que ver
con el amor de verdad, ¿no? —dijo con
cierta ilusión.
—Pero tú tienes la teoría de que el
amor no existe sin ese estremecimiento.
—Yo no tengo teorías ni nada por el
estilo. Sólo te he dicho lo que siento. Tú
sabes muchas más cosas que yo. —Yo
no sé nada en absoluto.
Un hombre los esperaba en el
vestíbulo del edificio de apartamentos.
Jenny se le acercó y habló con él unos
segundos; después se volvió hacia Jake
y le dijo en voz baja:
—Es Scharnhorst. ¿Te importaría
esperar abajo mientras habla conmigo?
Dice que no tardará más de media hora.
Esperó, fumando un sinfín de
cigarrillos. Pasaron diez minutos y la
telefonista lo llamó.
—¡Oiga, oiga! —dijo—. La señorita
Prince lo llama. La voz de Jenny
transparentaba tensión y miedo.
—Que no se vaya Scharnhorst —
dijo—. Debe de estar bajando por las
escaleras, o en el ascensor quizá. Dile
que vuelva a mi apartamento.
Colgaba el teléfono, cuando el
ascensor se detuvo con un chasquido.
Jacob se colocó frente a la puerta,
cerrándole la salida al hombre que
llegaba en el ascensor.
—¿El señor Scharnhorst?
—¿Sí? —tenía una expresión
suspicaz, desconfiada.
—¿Puede volver al apartamento de
la señorita Prince? Ha olvidado decirle
algo.
—Ya la veré otro día —intentó
apartar a Jacob, que, agarrándolo de los
hombros, lo empujó a la cabina, cerró
con violencia la puerta y apretó el botón
del octavo piso—. ¡Lo denunciaré a la
policía! —señaló Scharnhorst—.
¡Conseguiré que lo metan en la cárcel
por agresión!
Jacob le sujetaba los brazos con
firmeza. Arriba, Jenny, con mirada de
pánico, esperaba con la puerta abierta.
Después de un forcejeo, el abogado
entró.
—¿Qué pasa? —preguntó Jacob.
—Digáselo —dijo Jenny—. Jake,
¡quiere veinte mil dólares! —¿Para qué?
—Para que vuelvan a juzgar a mi
hermana.
—¡Pero si no tiene ninguna
posibilidad! —exclamó Jacob, antes de
dirigirse a Scharnhorst—: Usted debería
saber que no tiene ninguna posibilidad.
—Hay ciertos detalles técnicos —
dijo el abogado, incómodo—, cosas que
sólo puede entender un abogado. Es muy
desgraciada en la cárcel, y su hermana
es muy rica y tiene mucho éxito… La
señora Choynski cree que merece otra
oportunidad.
—Ha ido usted a calentarle la
cabeza, ¿no?
—La señora Choynski me mandó
llamar.
—Pero la idea del chantaje se le ha
ocurrido a usted. Me figuro que si a la
señorita Prince no le apetece pagarle
veinte mil dólares por sus servicios se
sabrá que es hermana de la célebre
asesina.
Jenny asintió:
—Eso me ha dicho.
—Espere un minuto —John se
dirigió al teléfono—. Por favor,
póngame con la Western Union. Quisiera
poner un telegrama —dio el nombre y la
dirección en Nueva York de un
personaje de la política—. El texto del
telegrama es éste:
«La presidiaría Choynski amenaza a
su hermana, conocida actriz de cine, con
descubrir su parentesco. Stop. Ruego
consiga que el director de la cárcel le
suspenda las visitas hasta que yo pueda
volver al Este para explicar la situación.
Stop. Telegrafíeme si dos testigos de
intento de chantaje son suficientes para
suspender en el ejercicio de su
profesión a un abogado de Nueva York
si los cargos proceden de un bufete
como Read, Van Tyne, Biggs &
Company, o de mi tío y apoderado. Stop.
Hotel Ambassador, Los Angeles».
Jacob C. K. Booth»
Esperó hasta que el empleado le
repitió el texto.
—Ahora, señor Scharnhorst —dijo
—, los intereses artísticos seguirán su
curso a pesar de semejantes alarmas e
intromisiones. La señorita Prince, como
usted sabe, está muy impresionada:
mañana se notará en su trabajo y un
millón de personas se sentirán un poco
desilusionadas. Así que no le pediremos
a la señorita Prince que tome ninguna
decisión. Y usted y yo nos iremos de Los
Angeles esta noche, en el mismo tren.

VI.

Pasó el verano. Jacob prosiguió su


vida sin objeto: lo ayudaba saber que
Jenny volvería al Este en otoño.
Imaginaba que, cuando llegara otoño, ya
habría habido muchos Raffinos, y Jenny
se habría dado cuenta de que el
estremecimiento que le producían las
manos, los ojos —y los labios— de
todos era muy parecido. Era el
equivalente, en otro mundo, de los
amores de las fiestas universitarias, de
los amores estudiantiles de los veranos.
Y si aún era verdad que lo que sentía
por él no tenía nada que ver con el amor,
la aceptaría igual, y dejaría que el amor
viniera después del matrimonio, como
—según había oído muchas veces— les
ha ocurrido a tantas esposas.
Sus cartas lo fascinaban y lo
desconcertaban. Entre la incapacidad
para expresarse vislumbraba destellos
de emoción: el agradecimiento
omnipresente, la nostalgia de sus
conversaciones, y una inmediata y casi
asustada reacción que la empujaba a
buscarlo —quizá sólo eran
imaginaciones suyas— después de
conocer a otro hombre. En agosto Jenny
se fue a rodar exteriores: Jacob sólo
recibió alguna postal desde algún
perdido desierto de Arizona, y luego,
durante semanas, nada, nada de nada. Y
aquella interrupción lo alegró. Había
estado pensando en todo lo que podía
espantar a Jenny: las sospechas, los
celos, su evidente desdicha. Ahora sería
diferente. Controlaría la situación. Por
lo menos, Jenny volvería a sentir
admiración por él; lo vería como el
ejemplo sin igual de una vida digna y
organizada.
Dos noches antes de que llegara,
Jacob fue a ver su última película en una
inmensa y nocturna sala de Broadway.
Era una historia de estudiantes. Jenny
salía con el pelo recogido en una coleta
—un símbolo familiar de falta de
elegancia—, empujaba al héroe a
realizar una hazaña deportiva y
desaparecía, siempre en segundo plano,
en las sombras de la tribuna de las
animadoras. Pero había algo nuevo en su
interpretación: por primera vez aquella
cualidad impresionante que, hacía un
año, Jacob había percibido en su voz,
empezaba a notarse en la pantalla. Cada
uno de sus movimientos, el menor gesto,
era conmovedor, relevante. Y parte del
público también se daba cuenta. Lo
intuía por cierto cambio en la
respiración de los espectadores, por el
reflejo de la clara expresión de Jenny en
los rostros despreocupados,
indiferentes. Y los críticos también lo
descubrieron, aunque la mayoría fueran
incapaces de definir con precisión un
temperamento.
Pero por primera vez tomó
conciencia de la existencia pública de
Jenny cuando observó la actitud de los
viajeros que descendieron del tren con
ella. Ocupados como estaban con el
equipaje y los amigos que habían ido a
recibirlos encontraron tiempo para
mirarla detenidamente, para llamar la
atención de sus amigos, para repetir su
nombre.
Jenny estaba radiante. Una alegría
contagiosa emanaba de ella y de todo lo
que la rodeaba, como si su perfumista
hubiera conseguido encerrar el éxtasis
en una botella. Era, una vez más, una
transfusión mística, y la sangre volvió a
correr de nuevo por las venas
endurecidas de Nueva York: era el
placer del chófer de Jacob porque Jenny
recordaba su nombre, el respetuoso
nerviosismo juguetón de los botones del
Hotel Plaza, la emoción del maître en el
restaurante donde cenaron. Pero Jacob
había aprendido a controlarse. Se
mostraba gentil, considerado, educado,
como lo era por naturaleza, aunque
ahora todo formaba parte de un plan. Sus
modales prometían y sugerían habilidad
para ocuparse de ella, voluntad para
servirle de sostén.
Después de la cena el rincón donde
estaban se fue quedando vacío poco a
poco, la gente que iba al teatro se fue
yendo, y empezaron a sentir que estaban
solos. Se habían puesto serios, habían
bajado la voz.
—Hace cinco meses que no te veo
—Jacob se miraba las manos, pensativo
—. No he cambiado, Jenny. Te quiero
con todo mi corazón. Quiero tu cara, tus
defectos, tu inteligencia: te quiero toda.
Lo único que deseo en el mundo es
hacerte feliz.
—Lo sé —murmuró—. ¡Dios mío, lo
sé!
—No sé si todavía me tienes cariño.
Si te casas conmigo, creo que te darás
cuenta de que lo demás vendrá solo,
llegará antes de que te des cuenta, y ese
estremecimiento del que hablas te
parecerá una broma, porque la vida no
está hecha para chicos y chicas, sino
para hombres y mujeres.
—Jacob —murmuró—, no tienes
que decírmelo. Lo sé.
Por primera vez Jacob la miró.
—¿Qué quieres decir… con que lo
sabes?
—Quiero decir que te entiendo. ¡Es
terrible! Jacob, escúchame. Tengo que
decírtelo. Escúchame, querido. No me
mires. Escúchame, Jacob, me he
enamorado.
—¿Cómo? —preguntó sin entender.
—Me he enamorado. Por eso te
entiendo cuando dices que eso del
estremecimiento es una tontería.
—¿Quieres decir que te has
enamorado de mí?
—No.
El espantoso monosílabo se quedó
flotando entre ellos, danzando, vibrando
sobre la mesa: «¡No-no-no-no!».
—¡Es horrible! —exclamó Jenny—.
Me he enamorado de un hombre a quien
conocí este verano mientras rodábamos
exteriores No quería… Intenté evitarlo,
pero inmediatamente me di cuenta de
que me había enamorado y de que,
aunque pusiera toda mi voluntad no
podía evitarlo. Te escribí para pedirte
que fueras, pero no te mandé la carta, y
allí me tenías, loca por ese hombre y sin
atreverme a decirle una palabra y
hartándome de llorar por las noches.
—¿Es un actor? —Jacob oyó sus
propias palabras, apagadas como si no
tuvieran sentido—. ¿Es Raffino?
—¡No, no! Espera un momento, deja
que te lo cuente. Aquella situación duró
tres semanas y, de verdad, quería
matarme, Jake. La vida no valía la pena
si no podía estar con él. Y una noche,
por casualidad, nos quedamos solos en
un coche, y consiguió que le dijera que
lo quería. Él lo sabía, claro, era
imposible que no lo supiera.
—Aquello… te arrastró —dijo
Jacob, juicioso—. Lo entiendo.
—¡Sabía que lo entenderías, Jake!
Tú lo comprendes todo. Eres la mejor
persona del mundo, Jake. ¿Acaso no lo
sé?
—¿Te vas a casar con él?
Asintió con la cabeza, despacio.
—Le dije que antes tenía que venir
al Este, a verte —a medida que su
miedo menguaba, Jenny percibía con
mayor claridad el grado de dolor de
Jacob, y los ojos se le llenaron de
lágrimas—. Algo así, Jake, sólo pasa
una vez. Era lo que tenía metido en la
cabeza todas aquellas semanas, cuando
me era imposible decirle una palabra: si
pierdes una cosa así, la pierdes para
siempre, y, entonces, ¿para qué quieres
vivir? Era el director de la película, y
sentía lo mismo que yo.
—Entiendo.
Como ya había ocurrido una vez, sus
ojos se agarraban a él como manos.
—¡Ay Jake!
Con aquel repentino canturreo de
piedad, profundo e íntimo como una
canción, pasó la primera fuerza del
golpe. Jacob apretó los dientes una vez
más e intentó disimular su desdicha.
Consiguió adoptar una expresión
irónica, y pidió la cuenta. Parecía haber
transcurrido una hora cuando tomaron un
taxi para el Hotel Plaza.
Jenny lo abrazó.
—Jake, dime que está bien. Dime
que lo entiendes. Querido Jake, mi
mejor amigo, mi único amigo, ¡dime que
lo entiendes!
—Claro que sí, Jenny —le palmeaba
la espalda como un autómata.
—Ay, Jake, te sientes fatal, ¿verdad?
—Sobreviviré.
—¡Ay Jake!
Llegaron al hotel. Antes de apearse
del taxi Jenny se miró en el espejo de la
polvera y se subió el cuello del abrigo
de pieles. En el vestíbulo Jacob tropezó
con varias personas y pidió disculpas
con una voz forzada y poco convincente.
El ascensor esperaba. Jenny, con la cara
llena de lágrimas, entró y extendió una
mano hacia él con el puño cerrado, en un
gesto de impotencia.
—Jake —dijo otra vez.
—Buenas noches, Jenny.
Jenny volvió la cara hacia la pared
metálica del ascensor. La puerta se cerró
con un chasquido.
«¡Espera!», estuvo apunto de decir
Jacob. «¿Te das cuenta de lo que haces?
¿Te das cuenta del viaje que vas a
emprender?».
Dio media vuelta y salió a la calle a
ciegas.
—La he perdido —murmuraba,
aterrorizado—. La he perdido.
Subió por la calle 59 hasta
Columbus Circle y luego bajó por
Broadway. No tenía cigarrillos —se los
había dejado en el restaurante—, así que
entró en un estanco. Hubo una
equivocación con el cambio y alguien se
echó a reír.
Cuando salió del estanco se detuvo,
confundido, unos segundos. Entonces la
marea de la conciencia de lo que
acababa de pasar se abalanzó sobre él y
lo arrastró, dejándolo aturdido y
exhausto. Y volvió a abalanzarse sobre
él y a arrastrarlo. Como cuando uno
vuelve a leer una historia trágica con la
insolente esperanza de que termine de
otra manera, así volvía a aquella
mañana, al principio de todo, al año
anterior. Pero la marea regresaba,
imponente, con la certidumbre de que en
una habitación del Hotel Plaza Jenny lo
había abandonado para siempre.
Bajó por Broadway. Con letras
grandes, sobre la entrada del Teatro
Capítol, cinco palabras resplandecían en
la noche: «Cari Barbour y Jenny
Prince».
El nombre lo sobresaltó, como si lo
hubiera pronunciado alguien que pasaba
por la calle. Se detuvo a mirarlo. Otras
miradas se elevaban hacia aquel
anuncio, y la gente pasaba deprisa a su
lado y desaparecía.
Jenny Prince.
Ahora que ella no le pertenecía, el
nombre adquiría un significado
absolutamente propio.
Allí estaba, en la cartelera, frío e
impenetrable, en la noche, un desafío, un
reto.
Jenny Prince.
«Ven y descansa en mi belleza —
decía—. Haz realidad durante una hora
tus sueños secretos de casarte conmigo».
Jenny Prince.
Era falso: ella estaba en el Hotel
Plaza, enamorada de otro Pero el
nombre, con su luminosa insistencia,
dominaba la noche.
«Adoro a mi querido público. Todos
son muy buenos conmigo».
La ola apareció en la lejanía, fue
aumentando, espumeando rodó hacia él
con la fuerza del dolor, lo alcanzó.
«Nunca más. Nunca más». Rompió
sobre él, lo derribó, le machacó los
oídos con martillos de dolor. Orgulloso
e impenetrable, el nombre desafiaba la
noche desde la cartelera.
Jenny Prince.
¡Estaba allí! Toda ella, lo mejor de
ella: el esfuerzo, el poder, el triunfo, la
belleza. Jacob se adelantó entre la gente
y sacó una entrada en la taquilla.
Confuso, miró a su alrededor en el
vestíbulo inmenso. Entonces vio una
puerta y entró, y ocupó una butaca en la
vibrante oscuridad.
Corto viaje a casa

Corto viaje a casa


apareció en el Saturday
Evening Post el 17 de
diciembre de 1927 y fue
incluido en Taps at Reveille
(1935). Fitzgeraldlo describía
como su «primer cuento de
fantasmas auténtico»,
distinguiéndolo del género
fantástico. El tema del cuento
disgustó al Post; «pero el
relato está tan bien escrito que
no hemos podido rechazarlo».
Este cuento olvidado es uno
de los relatos en los que
Fitzgerald trató con mayor
eficacia el tema de la
corrupción sexual, en este
caso vinculada a la muerte.

I.

Yo estaba cerca de ella porque me


había rezagado a propósito para
acompañarla a dar un breve paseo:
desde el cuarto de estar a la puerta de la
calle. Ya era bastante, pues ella había
florecido de repente y yo, a pesar de ser
un hombre y un año mayor, no había
florecido en absoluto, y apenas si me
había atrevido a acercarme a ella en la
semana que habíamos pasado en casa.
No pensaba decirle nada en aquel paseo
de tres metros, ni tocarla; pero tenía la
vaga esperanza de que ella hiciera algo,
organizara una pequeña y alegre
escaramuza del tipo que fuera, en cuanto
nos quedáramos solos.
De repente era capaz de hechizarte
con ese centelleo de cabellos cortos en
la nuca, con esa tajante confianza en sí
misma que alrededor de los dieciocho
años empieza a intensificarse, a hacerse
notar en cualquier chica guapa
americana. La luz de la lámpara se
abastecía en sus trenzas rubias.
Y ahora se deslizaba hacia otro
mundo: el mundo de Joe Jelke y Jim
Cathcart, que nos esperaban en el coche.
Dentro de un año se olvidaría de mí
para siempre.
Mientras esperaba y oía a los otros
en la calle, en la noche de nieve,
sintiendo la emoción de la Navidad y la
emoción de que Ellen estuviera allí, sin
dejar nunca de florecer, llenando la
habitación de sex appeal —expresión
despreciable para designar algo
absolutamente distinto—, una criada
salió del comedor, le dijo en voz baja
algo a Ellen y le entregó una nota. Ellen
la leyó y sus ojos perdieron el brillo,
como cuando la electricidad baja de
tensión en las zonas rurales, sin llegar a
apagarse. Luego me dirigió una mirada
extraña —aunque probablemente ni me
veía— y, sin una palabra, siguió a la
criada hacia el comedor y las
profundidades de la casa. Yo me senté a
hojear una revista durante un cuarto de
hora.
Joe Jelke entró con la cara roja de
frío y la bufanda blanca de seda
reluciendo en el cuello de su abrigo de
piel. Estaba en el último curso en New
Haven, donde yo estudiaba segundo. Era
todo un personaje, miembro de la más
prestigiosa hermandad de estudiantes, y,
a mi modo de ver, guapo y elegantísimo.
—¿No viene Ellen?
—No lo sé —respondí con
prudencia—. Estaba lista.
—¡Ellen! —llamó—. ¡Ellen!
Jelke había dejado la puerta de la
calle abierta y una gran nube de aire
helado penetraba en la casa. Subió la
mitad de las escaleras —era de
confianza— y volvió a llamar a Ellen,
hasta que la señora Baker se asomó a la
baranda y dijo que Ellen estaba abajo.
Entonces la criada, un poco nerviosa,
apareció en la puerta del comedor.
—Señor Jelke —llamó en voz baja.
La cara de Jelke se ensombreció
cuando se volvió hacia la criada,
presintiendo malas noticias.
—La señorita Ellen dice que se vaya
usted a la fiesta. Ella irá más tarde.
—¿Qué pasa?
—No puede ir ahora. Irá más tarde.
Jelke titubeó, confuso. Era el último
gran baile de las vacaciones, y estaba
loco por Ellen. Había querido regalarle
un anillo en Navidad, y, como no había
sido posible, logró que aceptara un
bolso de malla dorada que le había
costado doscientos dólares. Jelke no era
el único —había tres o cuatro en el
mismo estado de desesperación, y eso
que Ellen sólo llevaba diez días en casa
—, pero él era el que tenía mayores
posibilidades, pues era rico y amable y,
en aquel momento, el chico más
deseable de Saint Paul. Para mí era
imposible que Ellen pudiera preferir a
otro, pero se rumoreaba que Ellen
consideraba a Joe demasiado perfecto.
Me figuro que Ellen lo encontraba falto
de misterio, y cuando a un hombre se le
presenta semejante problema con una
chica que todavía no piensa en los
aspectos prácticos del matrimonio… En
fin…
—Está en la cocina —dijo Joe,
enfadado.
—No, no está —la criada, un poco
asustada, se comportaba de un modo
insolente.
—Está.
—Ha salido por la puerta de
servicio, señor Jelke.
—Voy a ver.
Lo seguí. Las criadas suecas que
lavaban platos levantaron los ojos
cuando nos acercamos y un estruendo de
cacerolas acompañó nuestro paso por la
cocina. La puerta abierta, sin el pestillo,
se agitaba al viento, y cuando salimos al
patio nevado vimos las luces traseras de
un coche que doblaba la esquina al
fondo del callejón.
—La voy a seguir —dijo Joe con
calma—. No entiendo lo que pasa.
Yo estaba demasiado horrorizado
por el desastre para discutir. Corrimos
al coche y emprendimos un infructuoso y
desesperado viaje zigzagueante a través
de la zona residencial, mirando dentro
de cada coche que encontrábamos por
las calles. Joe tardó media hora en
empezar a sospechar la futilidad del
empeño —Saint Paul es una ciudad de
cerca de trescientos mil habitantes—, y
Jim Cathcart le recordó que había que
recoger a otra chica. Como un animal
herido, se hundió en una melancólica
masa de piel en un rincón, y de vez en
cuando se erguía de golpe y se
balanceaba adelante y atrás,
desesperado e irritado.
La chica de Jim estaba lista e
impaciente, pero después de lo que
había sucedido su impaciencia no
parecía importante. Y estaba
encantadora. Las vacaciones de Navidad
tienen algo especial: una sensación
excitante de crecimiento y cambio y
aventuras exóticas que transforma a la
gente que conoces de toda la vida. A Joe
Jelke, que era demasiado educado para
mostrar su aturdimiento ante la chica, le
dio un ataque de risa —carcajadas
cortas, ruidosas y estridentes fueron toda
su conversación—, y continuamos en
coche hacia el hotel.
El chófer se equivocó de dirección
al acercarse al hotel —tomó la
dirección contraria al aparcamiento para
invitados— y, gracias a esto, nos vimos
de repente frente a Ellen Baker, que se
apeaba de un pequeño coche de dos
puertas. Incluso antes de que nos
detuviéramos, Joe Jelke, nerviosísimo,
saltó del coche.
Ellen nos dirigió una mirada
ligeramente inquieta —quizá de
sorpresa, pero nunca de alarma—; de
hecho, no parecía demasiado consciente
de que fuéramos nosotros. Joe se le
acercó con una dura, digna, ofendida y, a
mi juicio, absolutamente justificada
expresión de reproche. Yo lo seguí.
Sentado en el coche —no se había
apeado para ayudar a salir a Ellen—
había un hombre de cara afilada,
endurecida, de unos treinta y cinco años,
con aire de hombre marcado, una
cicatriz y una leve sonrisa siniestra. Sus
ojos eran una especie de insulto burlón
al género humano: eran los ojos de un
animal, soñolientos e indiferentes a la
presencia de otras especies. Era una
mirada de desamparo, pero brutal;
desesperanzada, pero confiada. Era
como si los ojos se consideraran a sí
mismos impotentes para desarrollar una
actividad propia, pero infinitamente
capaces para aprovecharse del menor
gesto de debilidad ajeno.
Vagamente lo catalogué dentro de
esa clase de hombres que desde el
principio de mi juventud me habían
parecido haraganes, ésos que apoyan el
codo en los mostradores de los estancos
y observan, aunque Dios sabe a través
de qué resquicio de la mente, a la gente
que entra y sale deprisa. Cerca de los
garajes, donde hacen en voz baja
oscuros negocios, cerca de las barberías
y las entradas de los teatros: en lugares
así situaba al tipo de hombres, si era un
tipo, que aquel individuo me recordaba.
De vez en cuando su cara aparecía
inesperadamente en uno de los tebeos
más escalofriantes, y siempre, desde el
principio de mi juventud, he lanzado una
mirada nerviosa a la turbia zona
fronteriza donde vive el personaje, y he
visto cómo me observaba con desprecio.
Una vez, en un sueño, dio unos pasos
hacia mí, echando hacia atrás la cabeza
con un movimiento brusco y
murmurando: «Mira, chaval», con lo que
intentaba ser una voz tranquilizadora, y
yo huí aterrorizado. Era de ese tipo de
hombres.
Joe y Ellen se miraron en silencio;
ella parecía, como ya he dicho, estar
aturdida. Hacía frío, pero no se había
dado cuenta de que el viento le abría el
abrigo. Joe alargó la mano y se lo cerró,
y automáticamente Ellen se lo sujetó con
la mano.
De pronto el hombre del coche de
dos puertas, que había estado
observándolos en silencio, se echó a
reír. Era una risa descarnada, pura
respiración, apenas un gesto ruidoso con
la cabeza, pero era un insulto —si
alguna vez yo había oído un insulto—
claro y categórico, imposible de pasar
por alto. Así que no me sorprendió que
Joe, que tenía el genio vivo, se volviera
hacia él con rabia y dijera:
—¿Pasa algo?
El hombre esperó un instante,
moviendo los ojos, pero con la mirada
fija, al acecho. Y entonces volvió a
reírse de la misma manera. Ellen
parecía nerviosa, incómoda.
—¿Quién es ese… ese…? —la voz
de Joe temblaba de irritación.
—Ten cuidado —dijo el hombre
muy despacio.
Joe se volvió hacia mí.
—Eddie, llévate a Ellen y a
Catherine, ¿quieres? —se apresuró a
decir—. Ellen, vete con Eddie.
—Ten cuidado —repitió el hombre.
Ellen hizo un ruidillo con la lengua y
los dientes, pero no se resistió cuando la
cogí del brazo y la empujé hacia la
puerta trasera del hotel. Y me chocó que
fuera tan dócil, que incluso llegara a
consentir, con su silencio, la pelea
inminente.
—¡Vamonos, Joe! —grité, volviendo
la cabeza por encima del hombro—.
¡Entra en el hotel!
Ellen, apretándose contra mi brazo,
me obligaba a andar de prisa. Cuando
nos tragó la puerta giratoria tuve la
impresión de que el hombre se estaba
apeando del coche.
Diez minutos después, mientras yo
esperaba a las chicas en la puerta de los
lavabos de señoras, Joe Jelke y Jim
Cathcart salieron del ascensor. Joe
estaba muy pálido, tenía la mirada turbia
y vidriosa, y gotas de sangre oscura en
la frente y en la bufanda blanca. Jim
llevaba los sombreros de los dos en la
mano.
—Le pegó a Joe con unos nudillos
de hierro —dijo Jim en voz baja—. Joe
perdió el conocimiento unos minutos.
Haz el favor de pedirle al botones
esparadrapo y desinfectante.
Era tarde y el vestíbulo estaba
desierto; ráfagas de música de viento
nos llegaban desde la fiesta en el piso
de abajo como si corrieran y
descorrieran pesados cortinajes. Cuando
Ellen salió de los lavabos la llevé
directamente hacia las escaleras.
Bajamos, eludimos la entrada a la sala
de baile y nos metimos en una habitación
sombría adornada con palmeras donde
las parejas descansaban entre pieza y
pieza; allí le conté lo que había
sucedido.
—La culpa la tiene Joe —dijo,
sorprendentemente—. Le advertí que no
se inmiscuyera.
No era verdad. Ellen no había dicho
nada, sólo había chasqueado la lengua
con impaciencia.
—Saliste corriendo por la puerta de
servicio y estuviste perdida casi una
hora —protesté—. Y luego apareciste
con un tipo de aspecto patibulario que se
rió de Joe en su cara.
—Un tipo patibulario —repitió,
como si paladeara las palabras.
—¿Qué? ¿No lo es? ¿Dónde diablos
lo has encontrado, Ellen?
—En el tren —contestó.
Inmediatamente pareció arrepentirse de
esta confesión—. Es mejor que no te
metas en lo que no te importa, Eddie. Ya
has visto lo que le ha pasado a Joe.
Me dejó sin habla, literalmente:
verla, sentada a mi lado, inmaculada y
radiante, mientras su cuerpo emitía
ondas de lozanía y fragilidad, y oírla
hablar así.
—¡Pero ese hombre es un criminal!
—exclamé—. Ninguna chica estaría a
salvo en su compañía. Le ha pegado a
Joe con unos nudillos de hierro: ¡unos
nudillos de hierro!
—¿Eso es muy malo?
Hizo la pregunta como podría
haberla hecho unos años antes. Me miró
por fin, y realmente esperaba una
respuesta: fue como si, por un momento,
intentara recobrar una actitud que casi
ya no existía, e inmediatamente volvió a
endurecerse. Digo «endurecerse», pues
empecé a darme cuenta de que cuando
pensaba en aquel hombre sus párpados
se cerraban un poco, impidiéndole ver
otras cosas: todo lo demás.
Me figuro que en aquel momento yo
hubiera podido decirle algo, pero, a
pesar de todo, para mí era inexpugnable.
Yo estaba muy por debajo de su
fascinación, de su belleza, de su éxito.
Incluso se me ocurrió alguna excusa
para su conducta: quizá aquel hombre no
fuera lo que aparentaba; o quizá, algo
mucho más romántico, ella tenía un lío
con él para proteger a alguien, contra su
voluntad. Entonces la gente empezó a
entrar en la habitación y a
interrumpirnos. No pudimos seguir
hablando, así que nos metimos en el
baile, saludando a las señoras mayores
que vigilaban a las parejas. Luego dejé
que se entregara al mar turbulento y
luminoso del baile, donde irrumpió
como un remolino entre la viva
admiración de quienes seguían la fiesta
desde las mesas, islotes plácidos, y los
aires del Sur de los indumentos de metal
que gemían a través de la sala. Un
instante después vi a Joe Jelke sentado
en un rincón con un esparadrapo en la
frente: miraba a Ellen como si ella
misma le hubiera golpeado en la calle.
No me acerqué a él. Me sentía raro
como cuando me despierto después de
dormir una larga siesta: extraño y
maravillado, como si algo hubiera
ocurrido mientras yo dormía, algo que
hubiera cambiado el valor de todas las
cosas, algo que yo no he podido ver.
La noche fue decayendo mientras se
sucedían los bocinazos con trompetas de
cartón, las actuaciones de aficionados y
los flashes de las fotos para los
periódicos del día siguiente. Luego llegó
el gran desfile, y la cena, y, a eso de las
dos, algunos de los organizadores
disfrazados de inspectores de Hacienda
irrumpieron en la fiesta y les sacaron el
dinero a los asistentes, y repartieron un
periódico humorístico que parodiaba los
acontecimientos de la velada. Y, durante
toda la noche, por el rabillo del ojo, no
dejé de mirar la orquídea que
resplandecía en el hombro de Ellen,
mientras se movía por la sala como la
pluma de un príncipe. Miraba la
orquídea, y era como un presentimiento.
Y entonces los últimos grupos
soñolientos llenaron los ascensores y,
envueltos hasta los ojos en grandes e
informes abrigos de pieles, se dejaron
arrastrar hacia la noche clara y seca de
Minnesota.

II.
En nuestra ciudad hay una zona en
pendiente, entre el barrio residencial, en
la colina, y la zona comercial, a orillas
del río. Es una zona de la ciudad poco
definida, atravesada por cuestas que
forman triángulos y figuras extrañas y
llevan nombres como Siete Esquinas, y
no creo que mucha gente sea capaz de
dibujar un plano exacto de la zona,
aunque todo el mundo la cruza en
tranvía, coche o zapato de piel dos
veces al día. Y aunque era un barrio muy
ajetreado, me sería difícil recordar el
nombre de los negocios que abrían sus
puertas en aquellas calles. Siempre
había interminables filas de tranvías que
esperaban partir hacia alguna parte;
había un gran cine y muchos cines
pequeños con carteles de Hoot Gibson y
los Perros Fabulosos y los Caballos
Fabulosos; había tienduchas con Old
King Brady y The Liberty Boys of ’76 en
los escaparates, y canicas, cigarrillos y
caramelos; y, por fin, un lugar concreto,
un fantástico sastre al que todos
visitábamos por lo menos una vez al
año. Y en mi juventud llegó a mis oídos
que en cierta calle oscura había
burdeles, y por todo el barrio había
casas de empeños, joyerías baratas,
minúsculos clubes de atletismo y
gimnasios y bares que alardeaban de su
decadencia.
A la mañana siguiente del Cotillón
me desperté tarde y sin ganas de hacer
nada, con la sensación feliz de que,
durante un par de días más, no habría
que ir a la iglesia, ni a clase: nada que
hacer, salvo esperar la noche y otra
fiesta. Era un día cristalino, luminoso,
uno de esos días en que no te acuerdas
del frío hasta que se te congela la cara, y
los acontecimientos de la noche anterior
me parecían borrosos y lejanos.
Después de comer fui al centro dando un
paseo, bajo una suave y agradable
nevada de copos menudos que
seguramente caería durante toda la tarde,
y estaba más o menos en el centro de ese
barrio de la ciudad —hasta donde puedo
acordarme, aquel barrio no tenía nombre
—, cuando de repente cualquier idea
ociosa que en aquel momento me pasara
por la cabeza voló como un sombrero y
empecé a pensar en Ellen Baker.
Empecé a preocuparme por ella como
nunca me había preocupado por nadie,
salvo por mí mismo. Empecé a dar
vueltas, con ganas de volver a subir la
colina para buscarla y hablar con ella;
entonces recordé que había ido a una
merienda, y seguí mi camino, pero
pensando en ella, más intensamente que
nunca. Comenzaba otra vez aquel asunto.
Ya he dicho que estaba nevando, y
eran las cuatro de una tarde de
diciembre, cuando hay una promesa de
oscuridad en el aire y las farolas
empiezan a encenderse. Pasaba ante una
especie de billares y restaurante
mezclados, con un hornillo lleno de
perritos calientes en el escaparate, y
unos cuantos haraganes rondando por la
puerta. Las luces del local estaban
encendidas: no eran luces vivas, sólo
unas pocas bombillas pálidas y
amarillentas que colgaban del techo, y el
resplandor que emitían y llegaba al
crepúsculo helado no era lo
suficientemente vivo para tentarte a que
miraras con detenimiento hacia el
interior. Cuando pasé, sin dejar de
pensar en Ellen, miré de reojo al
cuarteto de gandules que había en la
puerta. No había dado tres pasos calle
abajo cuando uno de ellos me llamó, no
por mi nombre sino de una manera que
sólo podía estar dirigida a mis oídos.
Pensé que merecía aquel honor por mi
abrigo de mapache, y no hice caso, pero
inmediatamente quienquiera que fuera
me llamó otra vez con voz imperiosa.
Me molestó y me volví. Allí, entre el
grupo, a menos de tres metros de
distancia, mirándome con esa media
sonrisa de desprecio con la que había
mirado a Joe Jelke, estaba el hombre de
la cicatriz y la cara afilada de la noche
anterior.
Llevaba un estrafalario abrigo negro,
abotonado hasta el cuello como si
tuviera frío. Sus manos se hundían en los
bolsillos y usaba sombrero hongo y
botines altos. Yo estaba asustado y
titubeé unos segundos, pero sobre todo
estaba furioso, y sabiendo que yo era
más rápido con los puños que Joe Jelke
di un paso indeciso hacia él. Los otros
hombres ni me miraban —no creo que se
hubieran fijado en mí—, pero sabía que
el de la cicatriz me había reconocido; su
mirada no era fortuita, estaba claro.
«Aquí me tienes. ¿Cómo te las vas a
arreglar?», parecían decir sus ojos.
Di otro paso hacia él y se echó a
reír, una risa que no se oía pero estaba
llena de vigoroso desprecio, y se reunió
con el grupo. Yo lo seguí. Iba a hablar
con él. No estaba seguro de lo que iba a
decirle, pero cuando le planté cara había
cambiado de opinión y había dado
marcha atrás, o quería que lo siguiera al
interior del local, pues se había largado
y los tres hombres observaban sin
curiosidad cómo me acercaba. Eran del
mismo tipo: unos golfos, pero, a
diferencia del otro, más tranquilos que
agresivos; no encontré ninguna
animadversión personal en su mirada
colectiva.
—¿Ha entrado?
Se miraron de aquella manera
cautelosa; se guiñaron el ojo unos a
otros, y, después de un perceptible
instante de silencio, uno dijo:
—¿Quién ha entrado?
—No sé cómo se llama.
Volvieron a guiñarse el ojo. Irritado
y decidido, los dejé y entré en los
billares. Había unos cuantos comiendo
en el mostrador y otros cuantos jugando
al billar, pero aquel individuo no se
encontraba entre ellos.
Volví a titubear. Si su intención era
llevarme hacia alguna parte oscura del
local —había al fondo algunas puertas
entornadas—, yo quería guardarme las
espaldas. Hablé con el hombre de la
caja.
—¿Dónde se ha metido el tipo que
acaba de entrar?
Se puso inmediatamente en guardia,
¿o era mi imaginación?
—¿Qué tipo?
—Uno con la cara afilada y
sombrero hongo.
—¿Cuánto hace que entró?
—Ah, unos segundos.
Volvió a negar con la cabeza.
—No lo he visto —dijo.
Esperé. Los tres de la puerta
entraron y se alinearon junto a mí en el
mostrador. Me di cuenta de que los tres
me miraban de una manera extraña.
Sintiéndome indefenso y cada vez más
incómodo, de pronto di media vuelta y
me fui. Apenas había empezado a bajar
la calle cuando me volví y me fijé bien
en el sitio: quería recordarlo, para
poder volver. En la primera esquina
eché a correr sin pensarlo dos veces.
Tomé un taxi frente al hotel y me llevó
de nuevo colina arriba.

Ellen no estaba en casa. La señora


Baker bajó las escaleras y me lo dijo.
Parecía completamente satisfecha y
orgullosa de la belleza de Ellen, e
ignoraba que hubiera sucedido algo
malo o inusitado la noche anterior. Se
alegraba de que las vacaciones
estuvieran terminando: suponían un
esfuerzo y Ellen no era demasiado
fuerte. Y dijo algo que me tranquilizó
enormemente. Se alegraba de que yo
hubiera vuelto, porque Ellen, por
supuesto, querría verme, y ya quedaba
muy poco tiempo. Ellen se iba a las
ocho y media, aquella misma noche.
—¡Esta noche! —exclamé—. Creí
que se iba pasado mañana.
—Va a Chicago, a ver a los Brokaw
—dijo la señora Baker—. La han
invitado a una fiesta. Lo hemos decidido
hoy: se irá con las hijas de los Ingersoll
esta noche.
Me puse tan contento que apenas
pude dominar las ganas de estrecharle la
mano a la señora Baker. Ellen estaba a
salvo. Todo aquello sólo había sido una
aventura sin importancia. Me sentía
como un idiota, pero me daba cuenta de
lo mucho que me importaba Ellen y de
lo poco que podía soportar que le
sucediera algo malo.
—¿Tardará en venir?
—Menos de un minuto. Acaba de
llamar por teléfono desde el club
universitario.
Dije que volvería más tarde: yo
vivía prácticamente en la casa de al lado
y necesitaba estar solo. Entonces, ya en
el jardín, recordé que no tenía llave, así
que seguí el camino de entrada de la
casa de los Baker para tomar el antiguo
atajo que usábamos cuando éramos
niños, cruzando el patio. Todavía
nevaba, pero ahora los copos eran más
grandes y había oscurecido, e intentando
encontrar el antiguo pasadizo me di
cuenta de que la puerta trasera de la
casa de los Baker estaba entornada. No
sé muy bien por qué volví y entré en
aquella cocina. Hubo un tiempo en que
me sabía el nombre de las criadas de los
Baker. Ya no era así, pero ellas me
conocían, y me di cuenta de que cuando
llegué se produjo un repentino silencio;
no sólo dejaron de hablar: hubo un
cambio de estado de ánimo, se creó una
especie de expectación. Las tres se
pusieron a trabajar demasiado deprisa;
hacían movimientos innecesarios, daban
voces. La camarera me miraba como con
miedo, y de repente intuí que quería
decirme algo. Le hice señas para que
entrara en la despensa.
—Estoy enterado de todo —dije—.
Es un asunto muy serio. Si no cierra esa
puerta y le echa la llave, iré ahora
mismo a hablar con la señora Baker.
—¡No le diga nada, señor Stinson!
—Pues que nadie moleste a la
señorita Ellen. Y me enteraré, si alguien
la molesta.
Hice alguna ultrajante amenaza de ir
a todas las agencias de empleo y
ocuparme de que no volviera a encontrar
trabajo en la ciudad. Estaba
absolutamente amedrentada cuando me
fui. Le había echado la llave y el cerrojo
a la puerta de servicio.
Y entonces oí que llegaba un coche
grande a la puerta principal, el crujido
de las cadenas en la nieve blanda: traía
a Ellen a casa y fui a despedirme.
Joe Jelke y otros dos chicos estaban
allí, y ninguno de los tres podía dejar de
mirarla, ni siquiera para saludarme.
Ellen tenía uno de esos cutis rosa y
perfectos que son frecuentes en nuestra
región, preciosos hasta que las venillas
empiezan a romperse a eso de los
cuarenta años; ahora, encendido por el
frío, era todo un alarde de rosas
adorablemente delicados, como ciertos
claveles. Joe y ella habían llegado a una
especie de reconciliación, o él estaba
tan enamorado que ya no se acordaba de
la noche anterior; pero me di cuenta de
que, aunque Ellen no paraba de reírse,
no les hacía ningún caso ni a Joe ni a los
otros. Quería que se fueran: esperaba
recibir un mensaje de la cocina, pero yo
sabía que el mensaje no iba a llegar, que
Ellen estaba a salvo. Hablamos del
baile de New Haven y del baile de
Princeton, y luego, de distinto humor, los
cuatro chicos nos fuimos y nos
separamos rápidamente en la calle.
Volví a casa un poco deprimido y pasé
una hora en el agua caliente de la bañera
pensando que mis vacaciones ya habían
terminado porque Ellen se iba;
sintiendo, incluso con mayor intensidad
que el día anterior, que ella no formaba
parte de mi vida.
Algo se me escapaba, algo que tenía
que hacer, algo que había perdido entre
los acontecimientos de la tarde, y me
prometía a mí mismo volver y buscar
hasta encontrar lo que se me escapaba.
Lo asociaba vagamente con la señora
Baker, y ahora creía recordar que algo
había estado flotando en el aire mientras
hablábamos. Una vez tranquilo por la
partida de Ellen, había olvidado
preguntarle a su madre algo referente lo
que me había dicho.
Eso era: la familia —los Brokaw—
que había invitado a Ellen. Yo conocía
bien a Bill Brokaw; estábamos en el
mismo curso en Yale. Y entonces me
acordé —y me incorporé de un salto en
la bañera— de que los Brokaw no
pasaban en Chicago las navidades.
¡Estaban en Palm Beach!
Salí inmediatamente, goteando, de la
bañera, me puse algo de ropa interior y
llamé enseguida por teléfono desde mi
cuarto. Pude hablar pronto con la casa
de los Baker, pero la señorita Ellen ya
había salido hacia la estación.
Por fortuna nuestro coche estaba en
casa, y mientras me introducía, todavía
mojado, en la ropa, el chófer lo trajo a
la puerta. La noche era fría y seca, y
hacía buen tiempo para ser invierno, a
pesar de la nieve endurecida y helada.
Incómodo e inseguro al ponerme en
camino, me sentí un poco más confiado
cuando la estación, nueva y luminosa,
surgió de la noche fría. Durante
cincuenta años mi familia había sido
propietaria del terreno en el que había
sido construida, y aquel detalle parecía
justificar mi temeridad. Puede que yo
estuviera pisando terreno prohibido,
pero la sensación de tener en el pasado
un sostén sólido me empujaba a desear
ponerme en ridículo. Todo aquel asunto
era un disparate, una terrible
equivocación. La idea de que el asunto
era inofensivo caía por su base. Pero,
entre Ellen y una catástrofe imprecisa e
inevitable estaba yo, o la policía y un
escándalo. No soy un moralista: había
algo más, un elemento oscuro y
aterrador, y no quería que Ellen lo
afrontara sola.
Había tres trenes de Saint Paul a
Chicago que salían pocos minutos
después de las ocho y media. El de
Ellen era el de la compañía Burlington,
y, corriendo por la estación, vi cómo el
tren se ponía en marcha. Pero yo sabía
que Ellen viajaba con las hermanas
Ingersoll, porque su madre me había
dicho que había comprado los billetes,
así que estaba, literalmente hablando,
bien protegida y abrigada hasta el día
siguiente.
La entrada al andén del siguiente
tren para Chicago estaba en el otro
extremo de la estación, y hacia allí corrí
a toda velocidad para coger el tren y lo
conseguí. Pero había olvidado una cosa,
suficiente para quitarme el sueño y
tenerme preocupado casi toda la noche:
mi tren llegaba a Chicago diez minutos
después que el otro. Ellen tendría
tiempo de sobra para desaparecer en una
de las ciudades más grandes del mundo.
Le di al revisor un telegrama para
que se lo enviara desde Milwaukee a mi
familia, y, a la mañana siguiente, a las
ocho, me abrí paso a empujones a través
de una inacabable fila de pasajeros que
hablaban a voces entre las maletas que
llenaban el pasillo y salí disparado por
la puerta, casi saltando por encima del
revisor. Por un instante la confusión de
una gran estación —los ruidos y los
ecos ensordecedores, las campanadas de
aviso y el humo— me impresionó y
anonadó. Pero inmediatamente me
precipité hacia la salida, hacia la única
posibilidad de encontrarla que se me
había ocurrido.
No me había equivocado. Estaba en
el mostrador de telégrafos, poniéndole
un telegrama a su madre para contarle
Dios sabe qué mentira podrida, y su
expresión al verme fue una mezcla de
sorpresa y terror. También había algo de
astucia. Pensaba deprisa: le hubiera
gustado alejarse de mí como si yo no
existiera, para continuar ocupándose de
sus asuntos, pero no podía. Yo le servía
para muchas cosas. Así que nos
quedamos mirándonos en silencio,
pensando.
—Los Brokaw están en Florida —
dije un momento después.
—Ha sido un detalle por tu parte
hacer un viaje tan largo para decírmelo.
—¿No has pensado, desde que
saliste, que sería mejor que te fueras al
colegio?
—Por favor, Eddie, déjame en paz
—dijo.
—Te acompañaré hasta Nueva York,
ni más ni menos. Y tengo pensado volver
pronto a casa.
—Lo mejor que puedes hacer es
dejarme en paz.
Entornó los ojos preciosos y adoptó
una expresión de resistencia animal:
hacía un visible esfuerzo, en el que latía
la astucia. Y de repente, en lugar de
aquella expresión, lucía una sonrisa
tranquilizadora, capaz de todo, excepto
de convencerme.
—Eddy, tonto, ¿no crees que ya
tengo edad para cuidarme sola?
No respondí.
—Ya sabes, he quedado con un
hombre. Lo único que quiero es verlo
hoy. Tengo billete para el Este en el tren
de las cinco. Lo llevo en el bolso, si no
me crees.
—Te creo.
—No lo conoces, y… francamente,
me parece que estás siendo insoportable
y terriblemente impertinente.
—Conozco a ese hombre.
Volvió a perder el control de la cara.
Recuperó aquella expresión terrible y
me dijo casi con un gruñido:
—Lo mejor que puedes hacer es
dejarme en paz.
Le quité el impreso de la mano y
redacté un telegrama aclaratorio para su
madre. Y le dije con cierta aspereza:
—Tomaremos juntos el tren de las
cinco para el Este. Y, mientras,
pasaremos el día juntos.
El sonido de mi voz al pronunciar
estas palabras bastó para darme valor, y
hasta creí que la había impresionado;
pareció resignarse en cierta medida —
por un instante, al menos—, y me
acompañó sin protestar mientras sacaba
mi billete.
Cuando trato de juntar los
fragmentos de aquel día, me siento
confundido, como si mi memoria se
negara a aceptar todo aquello, o mi
conciencia no pudiera asimilarlo. Fue
una mañana luminosa, intensa, durante la
que nos paseamos en taxi y fuimos a
unos grandes almacenes porque Ellen
dijo que quería comprar algo, y donde
intentó escabullirse por una puerta
trasera. Durante una hora tuve la
sensación de que alguien nos seguía en
un taxi por la avenida que bordea el
lago, e intenté sorprenderlo mirando por
el espejo retrovisor o volviendo la
cabeza deprisa, pero no descubrí a
nadie, y entonces vi cómo la cara de
Ellen se deformaba en una risa perversa
y sin alegría.
Durante toda la mañana vino del
lago un viento fuerte y desapacible, pero
cuando fuimos a comer al Hotel
Blackstone una nieve menuda caía tras
las ventanas, y hablamos casi con
naturalidad de nuestros amigos y de
cosas sin importancia. De repente
cambió el tono de Ellen; se puso seria y
me miró a los ojos con expresión de
sinceridad.
—Eddie, eres el amigo más antiguo
que tengo —dijo—, y no debería ser
demasiado difícil para ti confiar en mí.
Si te prometo, bajo palabra de honor,
que tomaré el tren de las cinco, ¿me
dejarás sola unas horas después de
comer?
—¿Por qué?
—Bueno —titubeó y bajó un poco la
cabeza—, me figuro que todo el mundo
tiene derecho a… a despedirse.
—Y tú te quieres despedir de ese…
—Sí, sí —dijo con impaciencia—;
sólo unas horas, Eddie, y te prometo que
tomaré el tren.
—Bueno, no creo que en dos horas
se pueda hacer mucho daño. Si de
verdad quieres despedirte…
La miré, y sorprendí aquella mirada
de tensa astucia que ya me había
asustado antes. Había fruncido los
labios, y sus ojos eran otra vez como
hendiduras; no había en su cara la menor
huella de hermosura ni sinceridad.
Discutimos. La discusión fue vaga
por su parte y un poco áspera y reticente
por la mía. No me iba a dejar engatusar
de nuevo, no iba a dar señales de
debilidad ni me iba a dejar corromper
por nada: se respiraba en el aire el mal
contagioso. Ellen intentaba insinuar —
sin ofrecer ninguna prueba convincente
— que no había ningún problema.
Aunque aquello, aquella cosa, fuera lo
que fuera, la dominaba de tal modo que
era incapaz de decir una sola verdad, y
buscaba afanosamente, para sacarle el
máximo provecho, alguna idea creíble y
reconfortante que me pudiera
impresionar. Me hacía una sugerencia
tranquilizadora y me miraba con
impaciencia, como si esperara que yo
lanzara una agradable charla moral y la
adornara, para rematarla, con la
acostumbrada guinda, que en este caso
sería su libertad. Pero empezaba a minar
su resistencia. En dos o tres ocasiones
hubiera bastado un poco más de presión
para ponerla al borde de las lágrimas,
que era, desde luego, lo que yo quería.
No pude. Casi la tenía —casi había
adivinado qué propósitos escondía—,
cuando se me escapó.
A eso de las cuatro la metí sin
piedad en un taxi y partimos hacia la
estación. El viento volvía a soplar con
fuerza, con ráfagas de nieve, y la gente
en la calle, esperando autobuses o
tranvías demasiado pequeños para
acogerlos a todos, parecía tiritar de frío,
inquieta y desdichada. Intenté pensar en
la suerte que teníamos de no estar entre
ellos, de estar cómodos y protegidos,
pero el mundo cálido y respetable del
que yo había formado parte hasta hacía
veinticuatro horas se hallaba lejos de
mí. Ahora nos acompañaba algo que era
el enemigo, lo antagónico a todo
aquello; iba dentro del taxi, a nuestro
lado, y estaba en las calles que
atravesábamos. Con una sombra de
pánico me pregunté si no me estaba
deslizando casi imperceptiblemente
hacia la actitud moral de Ellen. La
columna de viajeros que esperaba para
tomar el tren me pareció tan remota
como los habitantes de otro mundo, pero
era yo quien se alejaba a la deriva y los
dejaba atrás.
Mi litera estaba en el mismo vagón
que el compartimento de Ellen. Era un
vagón anticuado, de luces turbias y
alfombras y tapicerías llenas del polvo
de otra generación. Había media docena
de viajeros más, pero no me causaron
ninguna impresión especial, si no fuera
porque formaban parte de la irrealidad
que yo empezaba a sentir a mi alrededor,
por todas partes. Nos metimos en el
compartimento de Ellen, cerramos la
puerta y nos sentamos.
De repente la rodeé con mis brazos y
la atraje hacia mí con tanta ternura como
era capaz, como si fuera una chiquilla. Y
lo era. Se resistió un poco, pero pronto
se rindió y se quedó tensa y rígida entre
mis brazos.
—Ellen —dije, indeciso—, me has
pedido que confíe en ti. Tú tienes
muchas más razones para confiar en mí.
¿No te ayudaría a librarte de todo esto si
me contaras un poco lo que te pasa?
—No puedo —dijo en voz muy baja
—. Quiero decir que no tengo nada que
contar.
—Conociste a ese hombre en el tren,
cuando volvías a casa, y te enamoraste
de él, ¿no es verdad?
—No lo sé.
—Cuéntamelo, Ellen. ¿Te
enamoraste de él?
—No lo sé. Por favor, déjame en
paz.
—Llámalo como quieras —continué
—. Ese hombre ejerce algún tipo de
influencia sobre ti. Está intentando
aprovecharse de ti; está intentando
conseguir algo de ti. No te quiere.
—¿Y qué importa? —dijo con un
hilo de voz.
—Importa. En lugar de intentar
luchar contra esta situación estás
intentando luchar conmigo. Y yo te
quiero, Ellen. ¿Me oyes? Te lo digo de
golpe, pero no es nada nuevo. Te quiero.
Me miró, tan dulce como siempre,
con sarcasmo; era una expresión que yo
había visto en hombres que estaban
borrachos y no querían volver a casa.
Pero era una expresión humana. Me
estaba acercando a Ellen, casi
imperceptiblemente, remotamente, pero
más que antes.
—Ellen, me gustaría hacerte una
pregunta. ¿Está en este tren?
Titubeó y un momento después, negó
con la cabeza.
—Ten cuidado, Ellen. Ahora te voy
a preguntar otra cosa, y me gustaría que
pensaras bien la respuesta. Cuando
volvías a casa desde el Este, ¿dónde
tomó ese hombre el tren?
—No lo sé —dijo con esfuerzo.
Y en aquel momento fui consciente,
con el indiscutible conocimiento que
reservamos para lo que es real, de que
el hombre estaba exactamente al otro
lado de la puerta. Ellen también lo
sabía; se puso pálida, y aquella
expresión de animalesca perspicacia
volvió a insinuarse. Hundí la cabeza
entre las manos e intenté pensar.
Debimos quedarnos allí, sin
pronunciar apenas palabra, una hora
larga. Era consciente de que las luces de
Chicago, y las de Englewood y las de
suburbios inacabables iban pasando,
hasta que no hubo luces y atravesamos la
llanura oscura de Illinois. El tren
parecía replegarse sobre sí mismo;
cuajaba una atmósfera de paz. El revisor
llamó a la puerta y preguntó si
preparaba la litera, pero dije que no, y
se fue.
Un instante después me convencí a
mí mismo de que la lucha que
inevitablemente se acercaba no estaba
por encima de lo que quedaba de mi
sensatez, de mi fe en la bondad esencial
de las personas y las cosas. Que las
intenciones de aquel individuo fueran lo
que nosotros llamamos «criminales», lo
daba por sentado, pero no había por qué
atribuirle una inteligencia que
perteneciera a un plano superior de la
capacidad humana, e incluso inhumana.
Yo seguía considerándolo un hombre, e
intentaba descubrir su esencia, su
egoísmo: qué tenía en vez de un corazón
comprensible. Pero creo que yo sabía de
sobra lo que iba a encontrarme cuando
abriera la puerta.
Cuando me puse de pie, Ellen ni
siquiera parecía verme. Estaba
encorvada en una esquina, mirando
hacia un punto fijo, con una especie de
velo en los ojos, como si se encontrara
en un estado de muerte aparente del
cuerpo y el alma. La incorporé, le puse
dos almohadas bajo la cabeza, y le eché
mi abrigo de piel sobre las piernas.
Luego me arrodillé ante ella y le besé
las manos, abrí la puerta y salí al
pasillo.
Cerré la puerta a mis espaldas y me
quedé allí un momento, apoyado en la
puerta. El vagón estaba a oscuras, salvo
por las luces del pasillo y las salidas.
No había ningún ruido que no fuera el
crujir de los enganches, el uniforme
click-clack de los raíles y la respiración
ruidosa de alguien que dormía al fondo
del vagón. Y un instante después empecé
a ser consciente de que había un hombre
parado junto al refrigerador del agua, a
la puerta del compartimento de
fumadores, con un sombrero hongo en la
cabeza, el cuello del abrigo subido
como si tuviera frío, las manos en los
bolsillos del abrigo. Cuando lo miré, se
volvió y entró en el compartimento de
fumadores y lo seguí. Estaba sentado en
el último rincón del largo banco de
cuero; yo me senté en un sillón junto a la
puerta.
Cuando entré, lo saludé con la
cabeza y él reconoció mi presencia con
una de sus terribles risas sin ruido. Pero
esta vez fue prolongada, parecía no
acabar nunca, y, principalmente para
cortarla en seco, pregunté, con una voz
que intentaba ser despreocupada:
—¿De dónde es usted?
Dejó de reír y me miró con los ojos
entornados, preguntándose cuál sería mi
juego. Cuando decidió contestarme, su
voz sonó apagada, como si hablara a
través de un pañuelo de seda, y parecía
venir de muy lejos.
—Soy de Saint Paul, Jack.
—¿De viaje a casa?
Asintió. Luego respiró hondo y
habló con una voz áspera y
amenazadora:
—Es mejor que te bajes del tren en
Fort Wayne, Jack.
Estaba muerto. Estaba tan muerto
como el demonio. Había estado muerto
desde el principio, pero la fuerza que
había fluido a través de él, como sangre
en las venas, ida y vuelta a Saint Paul, lo
estaba abandonado. Un nuevo perfil —
su perfil de muerto— iba apareciendo a
través de la figura palpable que había
derribado a Joe Jelke.
Habló de nuevo con una especie de
esfuerzo, como a sacudidas.
—Te bajas en Fort Wayne, Jack, o te
borro del mapa.
Movió la mano dentro del bolsillo
del abrigo y me enseñó el bulto de un
revólver.
Negué con la cabeza.
—No puedes tocarme —contesté—.
Lo sé, ya lo ves.
Sus ojos terribles me miraron de
arriba abajo rápidamente, intentando
averiguar si yo sabía o no. Entonces
lanzó un gruñido, e hizo ademán de
levantarse de un salto.
—Si no sales volando, me las
pagarás —exclamó con voz ronca.
El tren iba reduciendo la velocidad
para entrar en Fort Wayne y su voz
sonaba con más fuerza en aquella calma
nueva, pero no se movió de su sitio —
pensé que estaba demasiado débil—, y
permanecimos sentados, mirándonos
fijamente, mientras obreros iban y
venían al otro lado de la ventanilla
golpeando en frenos y ruedas, y la
locomotora emitía jadeos ruidosos y
lastimeros. Nadie entró en nuestro
vagón. Un instante después el revisor
cerró las puertas, y pasó de largo por el
pasillo, y salimos suavemente de la luz
turbia y amarilla de la estación y
penetramos en la oscuridad
interminable.
Lo que recuerdo que sucedió
después debe de haberse prolongado
durante cinco o seis horas, aunque me
vuelve a la memoria como algo sin
existencia en el tiempo: algo que podría
haber durado cinco minutos o un año.
Inició un ataque lento y premeditado
contra mí, terrible, sin palabras. Sentía
lo que sólo puedo llamar una extrañeza
que iba poseyéndome poco a poco,
semejante a la extrañeza que había
sentido toda la tarde, pero más intensa y
profunda. A lo que más se parecía era a
la sensación de dejarse llevar por una
corriente, y me agarraba
convulsivamente a los brazos del sillón,
como si me aferrara a un pedazo del
mundo de los vivos. A veces me daba
cuenta de que cedía ante una acometida,
y encontraba casi un alivio cálido, una
sensación de liberación; entonces, con
un violento esfuerzo de voluntad,
lograba mantenerme en el
compartimento.
De pronto me di cuenta de que,
desde hacía un rato, había dejado de
odiarlo, había dejado de sentirme
violentamente ajeno a él, y, al darme
cuenta, sentí frío y la frente se me llenó
de sudor. Se estaba apoderando de mi
aborrecimiento, como se había
apoderado de Ellen cuando volvía del
Este en tren; y era precisamente aquella
fuerza que extraía de sus víctimas la que
lo había empujado a un acto concreto de
violencia en Saint Paul, y la que,
desvaneciéndose y apagándose, todavía
le daba fuerzas para luchar. Debía de
haber percibido aquel desfallecimiento
de mi corazón porque habló
inmediatamente en voz baja, casi
amable:
—Es mejor que te vayas.
—No, no me voy —contesté
haciendo un esfuerzo.
—Como quieras, Jack.
Daba a entender que era mi amigo.
Sabía cómo me afectaba aquella
situación y quería ayudarme. Se
compadecía de mí. Sería mejor que
saliera del compartimento antes de fuera
demasiado tarde. El ritmo de su ataque
era dulce como una canción: Sería mejor
que me fuera… y dejara a Ellen en su
poder. Sofocando un grito, me incorporé
de golpe.
—¿Qué quieres de esa chica? —
dije, y la voz se me quebraba—.
¿Convertir su vida en una especie de
infierno ambulante?
Su mirada adquirió un aire de
estúpida sorpresa, como si yo estuviera
castigando a un animal por una falta de
la que no era consciente. Titubeé un
instante; y enseguida continué a ciegas:
—La has perdido. Ella confía en mí.
La maldad le ensombreció el
semblante, y con una voz que era como
unas manos frías gritó:
—¡Eres un mentiroso!
—Ella confía en mí —dije—. Está
fuera de tu alcance. Está a salvo.
Se controló. Su cara se suavizó, y
sentí que aquella extraña debilidad e
indiferencia volvían a apoderarse de mí.
¿Qué finalidad tenían? ¿Qué finalidad?
—No te queda mucho tiempo —me
obligué a decir, y entonces, en un
destello de intuición, averigüé la verdad
—. ¡Estás muerto, o te asesinaron no
muy lejos de aquí! —entonces vi algo
que no había visto antes: su frente estaba
perforada por un pequeño agujero
redondo, como el que deja el clavo de
un cuadro muy grande cuando se arranca
de una pared de yeso—. Y ahora te estás
apagando. Sólo tenías unas horas. ¡El
viaje a casa ha terminado!
Su rostro se deformó, perdida toda
apariencia de humanidad, viva o muerta.
Simultáneamente la habitación se llenó
de aire frío y, con un ruido que estaba
entre un paroxismo de toses y un frenesí
de horribles carcajadas, se puso de pie,
apestando a deshonra y blasfemia.
—¡Ven y mira! —gritó—. ¡Te voy a
enseñar…!
Dio un paso hacia mí, luego otro, y
era exactamente como si una puerta
permaneciera abierta a sus espaldas, una
puerta que se abría a un inconcebible
abismo de oscuridad y corrupción. Se
oyó un grito de agonía, de muerte, suyo o
de alguien que había a sus espaldas, y de
repente el vigor se le fue en un suspiro
largo y ronco y se derrumbó en el
suelo…
Cuánto tiempo estuve allí, aturdido
por el terror y la extenuación, no lo sé.
Lo siguiente que recuerdo es al
soñoliento revisor que iba limpiando
zapatos de una parte a otra del vagón, y
a través de la ventana los altos hornos
de Pittsburg, que rompían la uniformidad
del paisaje, y… algo demasiado débil
para ser un hombre, demasiado pesado
para ser una sombra, algo nocturno.
Había algo extendido en el banco. E
incluso mientras lo miraba seguía
desvaneciéndose.
Pocos minutos después abrí la puerta
del compartimento de Ellen. Seguía
durmiendo donde yo la había dejado.
Sus preciosas mejillas estaban pálidas,
pero descansaba plácidamente: las
manos relajadas y la respiración regular
y tranquila. Lo que la había poseído
había salido de ella, dejándola exhausta,
pero otra vez dueña de su querida
identidad.
La puse en una postura más cómoda,
la arropé con una manta, apagué la luz y
salí.

III.

Cuando volví a casa para las


vacaciones de Semana Santa, casi lo
primero que hice fue ir los billares que
había cerca de las Siete Esquinas. El
hombre de la caja registradora, como
cabía esperar, no recordaba mi
apresurada visita de tres meses antes.
—Estoy buscando a un individuo
que, según creo, venía mucho por aquí
hace algún tiempo.
Describí al hombre lo más fielmente
que pude, y, cuando terminé, el cajero
llamó a un tipo con pinta de yóquey que
se sentaba a la barra con aire de tener
que hacer algo muy importante que no
podía recordar con exactitud.
—Eh, Shorty, ¿quieres hablar con
éste? Creo que está buscando a Joe
Varland.
El hombrecillo me lanzó una mirada
tribal, de recelo. Fui y me senté a su
lado.
—Joe Varland está muerto, tío —
dijo, de mala gana—. Murió el invierno
pasado.
Volví a describirlo: el abrigo, la
risa, la expresión habitual de sus ojos.
—No hay duda: estás buscando a
Joe Varland, pero está muerto.
—Me gustaría saber algunos detalles
sobre él.
—¿Qué te gustaría saber?
—A qué se dedicaba, por ejemplo.
—¿Y yo cómo voy a saberlo?
—Oye, no soy policía. Sólo busco
alguna información sobre sus
costumbres. Está muerto, así que eso no
puede hacerle daño. Y no diré una
palabra.
—Bueno —titubeó, mirándome de
arriba abajo—, era un experto en trenes.
Se metió en un lío en la estación de
Pittsburg y un detective lo cazó.
Asentí. Las piezas separadas del
rompecabezas empezaban a juntarse.
—¿Por qué viajaba tanto en tren?
—¿Y yo cómo voy a saberlo, tío?
—Si no te vienen mal diez dólares,
me gustaría que me contaras cualquier
cosa que hayas oído sobre el asunto.
—Bueno —dijo Shorty a
regañadientes—, todo lo que sé es que
decían que se dedicaba a los trenes.
—¿A los trenes?
—Había inventado una estafa sobre
la que nunca dio muchos detalles. Se
dedicaba a las chicas que viajaban solas
en los trenes. Nadie sabía mucho del
asunto… era un tipo que armaba poco
ruido… pero algunas veces apareció por
aquí con un montón de pasta y se
preocupó de que nos enteráramos de que
la sacaba de las tías.
Le di las gracias y diez dólares y me
fui, pensativo, sin mencionar que una
parte de Joe Varland había hecho su
último viaje a casa.
Ellen no vino al Oeste durante la
Semana Santa, e incluso si hubiera
venido no le hubiera contado nada: la he
visto casi a diario este verano y hemos
conseguido hablar sobre todo lo demás.
Pero a veces Ellen calla sin motivo y
entonces quiere estar muy cerca de mí, y
sé lo que está pensando.
Es verdad que ella se presenta en
sociedad este otoño, y a mí me quedan
dos cursos en New Haven; pero las
cosas no parecen tan imposibles como
hace pocos meses. Me pertenece de
alguna manera: incluso si la perdiera,
me pertenecería. ¿Quién sabe? De todas
formas, siempre podrá contar conmigo.
El estadio

El estadio (Saturday
Evening Post, 21 de enero de
1928) fue concebido como
«un sofisticado cuento sobre
fútbol en dos partes», que
Fitzgerald intentó terminar a
tiempo para su publicación
durante la temporada
futbolística de 1927. Era un
relato difícil, y lo abandonó
para escribir Corto viaje a
casa. Cuando el director
literario del Post, Thomas
Costain, leyó El estadio, le
dijo a Harold Ober que
Fitzgerald «había captado el
espíritu del fútbol como nadie
hasta entonces». Aunque
Fitzgerald se sintió toda la
vida desilusionado por su
ineptitud para jugar al fútbol
en el equipo de Princeton, El
estadio es su único cuento
sobre fútbol aparecido en una
publicación comercial, si
excluimos algunos fragmentos
de la serie de Basil.
I.

Había uno en mi curso, en Princeton,


que nunca iba al fútbol. Pasaba las
tardes de los sábados investigando
minucias sobre los deportes en Grecia y
los combates frecuentemente amañados
entre cristianos y fieras salvajes bajo el
imperio de los Antoninos.
Recientemente —años después de la
universidad— ha descubierto a los
futbolistas, de quienes hace aguafuertes
a la manera del George Bellows de la
última época. Pero hubo un tiempo en
que era insensible a todo espectáculo,
por grande que fuera, que pasara ante su
puerta, y dudo de la originalidad de sus
juicios sobre lo que es bello, singular y
divertido.
A mí me encantaba el fútbol, como
espectador, especialista en estadísticas
por afición y jugador frustrado. Jugué en
el colegio, y la revista del colegio
publicó una vez un titular que decía:
«Deering y Mullins destacan en
durísimo partido contra Taft». Cuando
entré en el comedor después de la
contienda, todo el colegio se levantó y
me aplaudió, y el entrenador del equipo
visitante me estrechó la mano y me
profetizó —erróneamente— que se oiría
hablar mucho de mí. Guardo el episodio
entre lo más agradable de mi pasado:
lavanda que lo perfuma. Aquel año me
puse muy alto y muy delgado, y, cuando
en Princeton, al otoño siguiente, lleno de
ansiedad, les eché un vistazo a los
estudiantes de primer curso candidatos a
jugadores y capté la educada
indiferencia con que me devolvían la
mirada, comprendí que aquel ambicioso
sueño había terminado. Keene dijo que
él podía convertirme en un aceptable
saltador de pértiga —y lo hizo—, pero
aquello era un pobre sucedáneo; y la
terrible desilusión de no poder
convertirme en un gran futbolista fue
probablemente la base de mi amistad
con Dolly Harlan. Quisiera empezar este
relato sobre Dolly con un breve refrito
de la final contra Yale, en New Haven,
cuando estudiábamos segundo curso.
Dolly había empezado a jugar de
medio o corredor; aquél era su primer
gran partido. Compartíamos habitación,
y yo había percibido algo extraño en su
estado de ánimo, así que no le quité ojo
de encima durante el primer tiempo.
Podía ver con los prismáticos la
expresión de su cara: era la misma
expresión de incredulidad y tensión que
había tenido el día de la muerte de su
padre, y no cambió, aunque había habido
tiempo de sobra para dominar los
nervios. Pensé que se sentía mal y me
preguntaba cómo Keene no se daba
cuenta y lo sustituía; y hasta mucho
después no descubrí cuál era el
problema.
Era el estadio de Yale. El tamaño o
la forma cerrada o la altura de los
graderíos había empezado a poner
nervioso a Dolly desde la víspera, en
los entrenamientos del equipo. Durante
el entrenamiento falló un par de ensayos,
casi por primera vez en su vida, y
empezó a pensar que el estadio tenía la
culpa.
Hay una nueva enfermedad llamada
agorafobia —miedo a las multitudes— y
otra llamada siderodromofobia —miedo
a los viajes en tren—, y mi amigo el
doctor Glock, afamado psicoanalista,
seguramente podría describir sin
ninguna dificultad el estado de ánimo de
Dolly. Pero he aquí lo que Dolly me
contó más tarde:
—El equipo de Yale golpeó el balón
y miré hacia arriba. Mientras miraba
hacia arriba, las gradas de aquella
maldita olla parecieron salir disparadas
también. Luego, cuando la pelota
comenzó a caer, las gradas se inclinaron
y se me echaron encima hasta que pude
ver a la gente de las localidades más
altas gritándome y amenazándome con
los puños. Al final no veía la pelota,
sino sólo el estadio. Todas la veces que
conseguí hacerme con la pelota, fue
cuestión de suerte: yo estaba debajo.
Volvamos al partido. Yo estaba entre
los hinchas, y tenía una buena localidad
a la altura de la línea de cuarenta
yardas: buena hasta que un antiguo
alumno absolutamente despistado, que
había perdido a sus amigos y el
sombrero, empezó a levantarse de vez
en cuando para gritar: «¡Hurra Ted
Coy!», como si creyera que estábamos
viendo un partido de hacía una docena
de años. Cuando se dio cuenta por fin de
que resultaba gracioso, empezó a actuar
para la galería, y provocó un coro de
silbidos y pateos hasta que, contra su
voluntad, acabó bajo la tribuna. Fue un
buen partido: lo que en las revistas de la
universidad se conoce como un partido
histórico. Hay colgada en todas las
barberías de Princeton una fotografía del
equipo que jugó aquel partido, con
Gottlieb, el capitán, en el centro,
vistiendo el jersey blanco, signo de
haber ganado un campeonato. Yale
llevaba una temporada mediocre, pero
dominó durante el primer cuarto, que
acabó con una ventaja de tres a cero a su
favor.
En los descansos yo observaba a
Dolly. Se paseaba, jadeando y bebiendo
agua de una botella, siempre con aquella
expresión tensa, de aturdimiento. Más
tarde me diría que no paraba de
repetirse: «Tengo que decírselo a Roper.
Se lo diré en cuanto termine la primera
mitad. Le diré que ya no puedo más». Ya
había sentido varias veces el impulso
casi irresistible de encogerse de
hombros y salir del terreno de juego,
pues no se trataba únicamente del miedo
inesperado que le infundía el estadio: la
verdad era que Dolly detestaba el fútbol
con todas sus fuerzas, amargamente.
Detestaba el largo y aburrido
periodo de entrenamiento, lo que el
fútbol tiene de enfrentamiento personal,
cómo le robaba el tiempo, la monotonía,
la rutina y la angustiosa sensación de
desastre cuando el partido estaba a
punto de acabar. A veces imaginaba que
todos aborrecían el fútbol tanto como él,
y, como él, reprimían su aversión, y la
llevaban dentro como un cáncer que
temieran reconocer. A veces imaginaba
que un buen día alguien se arrancaba la
máscara y decía: «Dolly, ¿tú odias tanto
como yo este juego asqueroso?».
Aquella sensación se remontaba al
colegio de Saint Regis, y Dolly había
llegado a Princeton con la idea de que el
fútbol se había terminado para siempre.
Pero los alumnos mayores que
procedían de Saint Regis lo paraban en
la universidad para preguntarle cuánto
pesaba, y en nuestro curso fue elegido
vicedelegado de la clase por su
extraordinaria fama como atleta: era
otoño, y se olía ya el triunfo en el aire.
Una tarde llegó casi por casualidad
hasta donde se entrenaban los
estudiantes de primero, sintiéndose
extrañamente perdido e insatisfecho, y
olió el césped y olió la pasión del
campeonato. Y media hora después se
estaba atando un par de botas prestadas,
y dos semanas más tarde era el capitán
del equipo de primero.
Y, cuando ya se había
comprometido, se dio cuenta de que
había cometido un error; incluso pensó
en dejar la universidad. Porque, con la
decisión de jugar, Dolly asumía una
responsabilidad moral, personal. Perder
o defraudar a alguien, o ser defraudado,
simplemente le resultaba intolerable.
Ofendía su sentido del despilfarro, muy
escocés. ¿De qué valía sudar sangre
durante una hora si al final te
derrotaban?
Quizá lo peor de todo era que ni
siquiera llegaba a ser un fuera de serie.
Ningún equipo del país lo hubiera
desechado, pero era incapaz de hacer
nada superlativamente bien, nada
espectacular, ni corriendo, ni pasando,
ni pateando. Medía un metro y ochenta
centímetros y pesaba poco más de
setenta y dos kilos; buen corredor y
defensa, seguro a la hora de interceptar
pases, placaba y pateaba bien. Nunca
perdía la pelota ni cometía fallos; su
sangre fría, su constante y segura
agresividad, producía un efecto decisivo
sobre los otros jugadores. Era el líder
moral de todos los equipos en los que
jugaba y por eso Roper había dedicado
tanto tiempo durante toda la temporada a
mejorar la potencia de su patada: lo
necesitaba en el equipo.
En el segundo cuarto Yale empezó a
venirse abajo. Era un equipo mediocre,
prepotente, mal conjuntado por el
sistema de insultos y amenazas de
cambio al que recurrían sus
entrenadores. El quarterback, Josh
Logan, había sido un fenómeno en Exeter
—puedo atestiguarlo—, donde la furia y
la confianza en sí mismo de un solo
hombre pueden decidir un partido. Pero
el altísimo nivel de organización de los
equipos universitarios descarta tales
ingenuidades infantiles y hace que se
recuperen con menor facilidad de
pérdidas de pelota y errores estratégicos
detrás de la línea.
Así, sin escatimar energías, con
mucho esfuerzo, apretando los dientes,
Princeton empezó a adueñarse del
campo. Las cosas se precipitaron en la
línea de veinte yardas de Yale.
Interceptaron un pase de Princeton, y el
jugador de Yale, nervioso por su propio
acierto, perdió la pelota, que lenta y
sorprendentemente tomó el camino de la
línea de gol de Yale. Jack Devlin y
Dolly Harlan, de Princeton, y un jugador
—no recuerdo quién era— de Yale,
estaban más o menos a la misma
distancia de la pelota. Lo que Dolly hizo
en el segundo que duró la disputa sólo
obedeció al instinto: no tenía ningún
problema. Era un atleta por naturaleza, y
en situaciones críticas su sistema
nervioso decidía por él. Podría haber
echado a correr para adelantar a los
otros dos en la disputa por el balón;
pero, en lugar de eso, bloqueó con
violenta precisión al jugador de Yale
mientras Devlin robaba el balón, corría
diez yardas y lograba un touchdown.
En aquel tiempo los comentaristas
deportivos aún veían los partidos con
los ojos de Ralph Henry Barbour. Las
cabinas de prensa estaban exactamente
detrás de mí, y cuando Princeton se
disponía a pasar el balón entre los dos
postes oí que el comentarista
radiofónico preguntaba:
—¿Quién es el número veintidós?
—Harlan.
—Harlan va a patear la pelota.
Devlin, autor del touchdown, procede
del colegio de Lawrenceville. Tiene
veinte años. ¡El balón ha pasado
limpiamente entre los palos de la
portería!
En el descanso, cuando Dolly se
sentó en el vestuario temblando de
fatiga, Little, uno de los ayudantes del
entrenador, se sentó a su lado y dijo:
—Cuando se te echen encima los
alas agarra bien el balón. Ese
grandullón, Havemeyer, puede
arrancártelo de las manos.
Era la ocasión de decirle: «Me
gustaría que le dijeras a Bill que…»;
pero las palabras se deformaron hasta
convertirse en una pregunta trivial
acerca del viento. Necesitaba explicar
lo que sentía, y no había tiempo. Lo que
él pudiera sentir no importaba mucho en
aquel vestuario saturado por la
respiración jadeante de cansancio, el
esfuerzo definitivo, la extenuación de
sus diez compañeros. Sintió vergüenza
cuando estalló una violenta discusión
entre un ala y un tackle; le molestó la
presencia de antiguos jugadores en el
vestuario, especialmente la del capitán
de hacía dos temporadas, que estaba un
poco borracho y protestaba con
vehemencia excesiva contra el
favoritismo del arbitro. Parecía
inadmisible añadir una pizca más de
tensión e irritación. Pero hubiera
acabado con aquello de todas formas si
Little no le hubiera dicho en voz baja:
«¡Qué bloqueo, Dolly! ¡Espléndido!», y
si la mano de Little no se hubiera
quedado allí, apoyada en su hombro.

II.
En el tercer cuarto Joe Dougherty
pateó desde la línea de veinte yardas,
logró con facilidad pasar la pelota entre
los dos palos de la portería y nos
sentimos seguros, hasta que, cuando ya
anochecía, gracias a una serie de
ataques desesperados, Yale acortó
distancias en el marcador. Pero Josh
Logan había dilapidado sus recursos en
pura bravuconería y la defensa había
conseguido anularlo. Cuando los
suplentes saltaron al campo, Princeton
volvió a adueñarse del terreno de juego.
Entonces, de pronto, el partido acabó y
la multitud saltó al campo, y Gottlieb,
abrazado a la pelota, fue lanzado al aire.
Por un momento todo fue confusión,
locura y alegría; vi cómo algunos
estudiantes de primero intentaban coger
a hombros a Dolly, pero les faltó
decisión y Dolly se escabulló.
Todos sentíamos una gran euforia.
Hacía tres años que no derrotábamos a
Yale: ahora las cosas volvían a estar en
su sitio. Aquello significaba un buen
invierno en la universidad, algo
agradable y ligero que recordar en los
días fríos y húmedos después de las
navidades, cuando una sensación
desoladora de futilidad se apodera de la
ciudad universitaria. En el terreno de
juego un equipo improvisado y
escandaloso jugaba al fútbol con un
sombrero hongo, hasta que una serpiente
humana, saltando y bailando, los
envolvió y los hizo desaparecer. Fuera
del estadio vi a dos alumnos de Yale,
terriblemente abatidos y disgustados,
meterse en un taxi y decirle al taxista
con un tono de fatal resignación: «A
Nueva York». No encontrabas a nadie de
Yale: como suelen hacer los derrotados,
se habían esfumado silenciosamente.
Empiezo la historia de Dolly con
mis recuerdos de aquel partido porque
aquella tarde apareció la chica. Era
amiga de Josephine Pickman: íbamos a
ir los cuatro a Nueva York, al Midnight
Frolic. Cuando le insinué a Dolly que
quizá se encontrara demasiado cansado
se echó a reír: aquella noche iría a
cualquier parte para quitarse de la
cabeza la angustia y la tensión del
fútbol. Entró en el recibidor de la casa
de Josephine a la seis y media, y parecía
haber pasado el día en la peluquería, si
no fuera por un pequeño y atractivo
esparadrapo en una ceja. Era uno de los
hombres más guapos que he visto nunca;
la ropa de calle resaltaba su altura y
delgadez, tenía el pelo oscuro, y los ojos
marrones, grandes y penetrantes, y la
nariz aguileña le daban, como el resto
de sus facciones, cierto aire romántico.
Entonces no podía ocurrírseme, pero
supongo que era bastante vanidoso —no
engreído, sino vanidoso—, pues siempre
vestía de marrón o gris perla, con
corbatas negras, y la gente no elige la
ropa con tanto cuidado, tan a tono, por
casualidad.
Sonreía ligeramente, satisfecho de sí
mismo, cuando entró. Me estrechó la
mano con entusiasmo y bromeó:
—Vaya, qué sorpresa encontrarlo
aquí, señor Deering. Entonces descubrió
a las dos chicas al fondo del recibidor,
una morena radiante, como él, y otra con
el pelo dorado, burbujeante y espumoso
a la luz de la chimenea, y dijo con la voz
más alegre que le había oído nunca:
—¿Cuál es la mía?
—Me figuro que la que tú quieras.
—En serio, ¿quién es Pickman?
—La rubia.
—Entonces la mía es la otra. ¿No
era ése el plan?
—Creo que será mejor que las
prevenga de cómo te encuentras.
La señorita Thorne, pequeña,
ruborizada y encantadora, estaba de pie
junto a la chimenea. Dolly se dirigió
directamente a ella.
—Eres mía —dijo—, me
perteneces.
Ella lo miró sin alterarse,
examinándolo; de pronto, le gustó y
sonrió. Pero Dolly no estaba satisfecho:
quería hacer algo increíblemente tonto o
sorprendente para expresar el júbilo
fabuloso de ser libre.
—Te quiero —dijo. Le cogió la
mano; sus ojos de terciopelo marrón la
miraban con ternura, deslumbrados,
convincentes—. Te quiero.
Por un momento se curvaron las
comisuras de los labios de la chica,
como si le pesara haber encontrado a
alguien más fuerte, más seguro de sí
mismo, más desafiante que ella.
Entonces Dolly, mientras la señorita
Thorne se retraía visiblemente, le soltó
la mano: había acabado la escena en la
que había liberado la tensión de la tarde.
Era una noche fría y clara de
noviembre, y las ráfagas de aire contra
el descapotable nos producían una vaga
excitación, la sensación de que nos
dirigíamos a toda velocidad hacia un
destino extraordinario. Las carreteras
estaban llenas de coches que confluían
en largos e inexplicables atascos
mientras los policías, cegados por los
faros, iban y venían entre la hilera de
vehículos impartiendo confusas órdenes.
No llevábamos una hora de viaje cuando
Nueva York empezó a perfilarse contra
el cielo: un distante resplandor brumoso.
Josephine me dijo que la señorita
Thorne era de Washington, y, después de
pasar unos días en Boston, acababa de
llegar.
—¿Para el partido?
—No. No ha ido al partido.
—Es una pena. Si me lo hubieras
dicho, le hubiera conseguido una
entrada.
—No hubiera ido. Vienna nunca va
al fútbol —me acordé entonces de que
ni siquiera le había dado la enhorabuena
convencional a Dolly—. Detesta el
fútbol. A su hermano lo mataron el año
pasado en un partido del campeonato
preuniversitario. No pensaba traerla esta
noche, pero cuando volvimos a casa
después del partido me di cuenta de que
había pasado la tarde con un libro
abierto siempre por la misma página. Ya
te puedes figurar: era un chico
maravilloso, y su familia estaba en el
partido, y es natural que no hayan
podido sobreponerse.
—¿Le molesta estar con Dolly?
—Claro que no. No le hace el menor
caso al fútbol. Si alguien lo menciona,
ella cambia de tema.
Me alegré de que fuera Dolly y no
Jack Devlin, por ejemplo, quien la
acompañara en el asiento trasero. Y lo
sentí un poco por Dolly. Por sólidos que
fueran sus sentimientos sobre el fútbol,
habría esperado algún reconocimiento a
su innegable esfuerzo.
Quizá consideraba aquel silencio
una sutil muestra de respeto, pero,
mientras las imágenes de la tarde
relampagueaban en su memoria, hubiera
recibido con agrado algún elogio al que
responder: «¡Tonterías!». Desdeñadas
por completo, las imágenes amenazaban
volverse insistentes y molestas.
Miré hacia el asiento trasero y me
sobresaltó un poco encontrar a la
señorita Thorne en los brazos de Dolly.
Rápidamente volví la cara y decidí
dejar que se preocuparan de sí mismos.
Mientras esperábamos en un
semáforo de Broadway vi los titulares
de un periódico con el resultado del
partido. Aquella página era más real que
la propia tarde: sucinta, condensada y
clara:

PRINCETON DERROTA A YALE


10-3
LOS TIGRES ESQUILAN A LOS
BULLDOGS ANTE SETENTA
MIL ESPECTADORES
DEVLIN APROVECHA UN
ERROR DE YALE

Si la tarde había sido desordenada,


confusa, fragmentaria e inconexa, ahora
los hechos se ordenaban apaciblemente
en el molde del pasado:

PRINCETON, 10; YALE, 3

Pensé lo curioso que era el éxito. Y


Dolly era en gran medida responsable
de que se me ocurriera aquello. Me
preguntaba si todo lo que vociferaban
los titulares respondía exclusivamente a
una elección caprichosa. Como si la
gente preguntara:
—¿A qué se parece esto?
—A un gato.
—Pues entonces lo llamaremos gato.
Mi imaginación, avivada por las
luces callejeras y el alegre tumulto,
admitió de repente que cualquier éxito
era cuestión de énfasis: meter en un
molde, darle forma a la confusión de la
vida.
Josephine se detuvo frente al Teatro
New Amsterdam, donde nos esperaba su
chófer para recoger el coche.
Llegábamos demasiado pronto, pero se
produjo un pequeño brote de entusiasmo
entre los estudiantes que aguardaban en
el vestíbulo —«Es Dolly Harlan»—, y
cuando nos dirigíamos al ascensor
algunos conocidos se acercaron a
estrecharle la mano. Aparentemente
ajena a tales ceremonias, la señorita
Thorne me sorprendió mirándola y
sonrió. Yo la miraba con curiosidad.
Josephine nos había facilitado la
información, más bien asombrosa, de
que sólo tenía dieciséis años. Me figuro
que la sonrisa que le devolví era un
poco protectora, pero inmediatamente
me di cuenta de que una sonrisa así no
venía a cuento. A pesar de que su rostro
transparentaba delicadeza y afecto, a
pesar de su tipo, que me recordaba a una
bailarina exquisita y romántica, tenía
cierta cualidad, cierta dureza de acero.
Se había educado en Roma, Viena y
Madrid, con estancias relámpago en
Washington; su padre era uno de esos
embajadores norteamericanos llenos de
encanto, que, con admirable obstinación,
intentan recrear el Viejo Mundo en sus
hijos, procurando que su educación sea
más regia que la de un príncipe. La
señorita Thorne era sofisticada. A pesar
del desparpajo y libertad de la juventud
norteamericana, la sofisticación sigue
siendo un monopolio del viejo
continente.
Entramos en la sala durante un
número en el que coristas vestidas de
naranja y negro cabalgaban a lomos de
caballos de madera contra coristas
vestidas con el color azul de Yale.
Cuando se encendieron las luces, Dolly
fue reconocido y algunos estudiantes de
Princeton organizaron en su honor un
escándalo con los martillos de madera
que les habían dado para mostrar su
aprobación; Dolly desplazó
discretamente la silla hacia la sombra.
Casi inmediatamente apareció ante
nuestra mesa un joven con la cara
encarnada, muy abatido. En mejor forma
habría resultado extremadamente
atractivo; le dedicó a Dolly una sonrisa
instantánea, deslumbrante y simpática,
como si le pidiera permiso para hablar
con la señorita Thorne, y dijo:
—Creía que no ibas a venir a Nueva
York esta noche.
—Hola, Carl —lo miraba con
frialdad.
—Hola, Vienna. Como debe ser:
«Hola, Viena; hola, Cari». Bueno, dime,
creía que no ibas a venir a Nueva York
esta noche.
La señorita Thorne no hizo ademán
de presentarnos al recién llegado, que,
como todos podíamos apreciar, iba
elevando la voz.
—Creía que me habías prometido
que no ibas a venir.
—No pensaba venir, hijo. He salido
de Boston esta mañana.
—¿Con quién has estado en Boston?
¿Con el fascinante Tunti?
—No he estado con nadie, hijo.
—Ah, claro que sí. Estuviste con el
fascinante Tunti, y hablasteis de vivir en
la Riviera —la señorita Thorne no
respondió—. ¿Por qué eres tan falsa,
Vienna? ¿Por qué me dijiste por teléfono
que…?
—Nadie me va a dar lecciones —
dijo ella, y su voz había cambiado de
repente—. Te dije que si te tomabas otra
copa habíamos terminado. Soy persona
de palabra y me alegraría mucho si te
fueras.
—¡Vienna! —exclamó el joven, con
la voz quebrada.
En aquel momento me levanté para
bailar con Josephine. Cuando volvimos
había gente en la mesa: los conocidos
con los que pensábamos dejar a
Josephine y la señorita Thorne, pues yo
había previsto que Dolly se sentiría
cansado, y algunos más. Uno de ellos
era Al Ratoni, el compositor, que al
parecer había estado invitado en la
embajada de Madrid. Dolly Harlan
había apartado su silla y miraba a las
parejas que bailaban. Y, cuando las
luces se apagaron para un nuevo
número, un hombre salió de la
oscuridad, se inclinó sobre la señorita
Thorne y le murmuró algo al oído. Ella
se sobresaltó e hizo ademán de
levantarse, pero el hombre le puso la
mano en el hombro y la obligó a
sentarse. Empezaron a hablar entre ellos
en voz baja y nerviosa.
Estaban muy juntas las mesas en el
viejo Frolic. Un hombre se había
reunido con los de la mesa de al lado y
no pude evitar oír lo que decía:
—Un tipo ha intentado matarse en el
lavabo. Se ha pegado un tiro en el
hombro, pero le han quitado la pistola…
Y volví a oírlo hablar:
—Dicen que se llama Carl
Sanderson.
Cuando el número terminó, miré
alrededor. Vienna Thorne no apartaba la
vista de Lillian Lorraine, a quien
elevaban hacia el techo como una
muñeca gigante. El hombre que había
hablado con ella se había ido, y era
evidente que nadie sabía lo que acababa
de suceder. Le sugerí a Dolly que sería
mejor que nos fuéramos, y, tras echarle a
Vienna una ojeada en la que se
mezclaban desgana, cansancio y
resignación, Dolly aceptó. Camino del
hotel, le conté lo que había sucedido.
—Sólo es un borracho —señaló tras
unos segundos de fatigada reflexión—.
Seguramente lo único que quería era dar
un poco de pena. Me figuro que una
chica verdaderamente atractiva está
harta de aguantar cosas así.
No era ésa mi opinión. Podía
imaginarme la pechera de la camisa
blanca, estropeada, empapada de sangre
jovencísima, pero no discutí. Y un
momento después Dolly dijo:
—Quizá sea brutal lo que voy a
decir, pero ¿no te parece una debilidad,
una blandenguería? A lo mejor es mi
estado de ánimo esta noche.
Cuando Dolly se desnudó, vi que
estaba lleno de contusiones y
cardenales, pero me aseguró que
ninguno le quitaría el sueño. Entonces le
conté por qué la señorita Thorne no
había hablado del partido, y Dolly se
incorporó en la cama: le había vuelto a
los ojos el brillo de siempre.
—Ah, era eso. Ahora me lo explico.
Creía que a lo mejor le habías dicho que
no me hablara de fútbol.
Más tarde, cuando la luz llevaba
apagada media hora, dijo de pronto en
voz alta y clara.
—Ahora lo entiendo.
No sé si estaba despierto o dormido.

III.

He transcrito en estas páginas, lo


mejor que he podido, cuanto recuerdo
del día en que se conocieron Dolly y la
señorita Vienna Thorne. Al releerlas,
todo parece fortuito e insignificante,
pero fortuito e insignificante parece todo
lo que ocurrió aquella noche, para
siempre a la sombra del partido. Vienna
volvió a Europa casi inmediatamente, y
durante quince meses desapareció de la
vida de Dolly.
Fue un buen año: y así perdura
todavía en mi memoria. El segundo
curso es el más dramático en Princeton,
como el primer año lo es en Yale. No
sólo tienen lugar las elecciones para los
clubes de estudiantes de los cursos
superiores, sino que empieza a labrarse
el destino de cada uno. Puedes decir
perfectamente quiénes saldrán adelante,
no sólo por sus éxitos inmediatos, sino
por la manera en que sobreviven a los
fracasos. No faltaba nada en mi vida.
Me comportaba como un típico alumno
de Princeton, un incendio destruyó en
Dayton la casa de mi familia, me peleé
estúpidamente a puñetazos en el
gimnasio con un tipo que más tarde se
convertiría en uno de mis mejores
amigos, y en marzo Dolly y yo
ingresamos en el club de estudiantes al
que siempre habíamos querido
pertenecer. También me enamoré, pero
sería una impertinencia hablar de eso
ahora.
Llegó abril y el auténtico clima de
Princeton, las tardes perezosas, verdes y
doradas, y las noches vivas y
apasionantes, hechizadas por las
canciones de los alumnos de los últimos
cursos. Yo era feliz, y Dolly hubiera
sido feliz si no fuera porque se acercaba
la nueva temporada de fútbol. Jugaba al
béisbol, lo que lo libraba de los
entrenamientos de primavera, pero las
bandas de música empezaban a oírse
débilmente a lo lejos. En el verano
alcanzaron el nivel de concierto, y Dolly
tenía que contestar veinte veces al día la
misma pregunta: «¿Volverás pronto al
fútbol?». A mediados de septiembre ya
se arrastraba por el polvo y el calor del
final del verano de Princeton, andaba a
cuatro patas por el césped, trotaba al
ritmo de la rutina de siempre para
convertirse en esa clase de espécimen
que yo soñaba ser: hubiera dado diez
años de mi vida por serlo.
Dolly odiaba todo aquello, de
principio a fin, incansablemente. Jugó
contra Yale en otoño, cuando sólo
pesaba menos de setenta y cinco kilos,
aunque en el acta del partido constara
otro peso, y Joe McDonald y él fueron
los únicos que jugaron completo aquel
desastroso partido. Hubiera sido capitán
del equipo con sólo mover un dedo,
pero en ese asunto hay cuestiones que
conozco confidencialmente y no puedo
revelar: le daba pánico la posibilidad
de que, por alguna casualidad, tuviera
que aceptar la capitanía del equipo.
¡Dos temporadas! Ni siquiera hablaba
de aquello. Se iba de la habitación o del
club cuando la conversación se desviaba
hacia el fútbol. Dejó de comentarme que
no iba a aguantar el fútbol mucho
tiempo. Y hasta Navidad no se le fue la
tristeza de la mirada.
Y entonces la señorita Vienna
Thorne volvió de Madrid para Año
Nuevo, y en febrero un tal Case la invitó
a la fiesta de los alumnos de último
curso.

IV.
Incluso era más preciosa que antes,
más suave, al menos por fuera, y tuvo un
éxito extraordinario. La gente que
pasaba a su lado en la calle volvía la
cabeza para mirarla. Y la miraban con
miedo, como si se dieran cuenta de que
casi habían perdido algo. Me dijo que
por el momento estaba cansada de los
europeos, dándome a entender que había
existido alguna especie de desdichado
asunto amoroso. Se vestiría de largo el
próximo otoño, en Washington.
Vienna y Dolly. Desaparecieron
juntos durante dos horas la noche de la
fiesta, y Harold Case estaba
desesperado. Cuando volvieron a
medianoche, pensé que formaban la
pareja más atractiva que había visto
nunca. Brillaban con esa luminosidad
especial que envuelve algunas veces a
quienes son morenos. Harold Case los
miró de arriba abajo y arrogantemente
se fue a casa.
Vienna volvió una semana después,
sólo para ver a Dolly. Aquella noche
tuve que ir al club, que estaba vacío, a
recoger un libro, y me llamaron desde la
terraza, abierta al estadio fantasmal y a
la noche desolada. Era la hora del
deshielo, y el aire cálido traía ecos de
primavera y, donde había luz suficiente,
podías ver gotas que relucían y caían.
Podías sentir cómo el frío se derretía y
goteaba de las estrellas y los árboles
desnudos y los arbustos y fluía hacia
Stony Brook, brillando en la oscuridad.
Vienna y Dolly estaban sentados en
un banco de mimbre, ebrios de sí
mismos, románticos y felices.
—Teníamos que contárselo a alguien
—dijeron.
—¿Me puedo ir ya?
—No, Jeff —insistieron—. Quédate
aquí y envídianos. Estamos en un
momento en que necesitamos que nos
envidien. ¿Crees que hacemos una buena
pareja?
¿Qué podía decirles?
—Dolly termina los estudios el año
que viene —continuó Vienna—, pero lo
haremos público el próximo otoño, en
Washington, cuando acabe la temporada.
Me sentí más tranquilo cuando me
enteré de que iba a ser un largo
noviazgo.
—Me caes bien, Jeff —dijo Vienna
—. Me gustaría que Dolly tuviera más
amigos como tú. Tú lo animas: tienes
ideas propias. Le he dicho a Dolly que
seguro que encuentra otros como tú si
busca en su curso.
Dolly y yo nos sentimos ligeramente
violentos.
—Vienna no quiere que me convierta
en un Babbitt —dijo Dolly alegremente.
—Dolly es perfecto —afirmó Vienna
—. Es lo más precioso que ha existido
nunca, y ya te darás cuenta, Jeff, de que
soy lo mejor para él. Ya le he ayudado a
tomar una decisión importante —me
imaginé lo que iba a decirme—. Lo van
a oír como el próximo otoño empiecen a
darle la lata con el fútbol. ¿Verdad,
hijo?
—Nadie me va a dar la lata —dijo
Dolly, incómodo—. Tampoco es eso.
—Bueno, tratarán de presionarte
moralmente.
—No, no —respondió—. No se trata
de eso. Es mejor que hablemos de otra
cosa, Vienna. ¡Hace una noche tan
espléndida!
¡Una noche tan espléndida! Cuando
pienso en mis propios episodios
amorosos en Princeton, siempre
recuerdo aquella noche de Dolly, como
si hubiera sido yo quien estaba allí, con
la juventud, la esperanza y la belleza
entre los brazos.
La madre de Dolly alquiló una casa
en Ram’s Point, en Long Island, para el
verano, y a finales de agosto fui al Este
a pasar unos días con él. Vienna había
llegado una semana antes, y mis
impresiones fueron éstas: primera, Dolly
estaba muy enamorado; y, segunda,
aquélla era la fiesta de Vienna. Curiosos
de todas las especies solían presentarse
inesperadamente para verla. Ahora que
soy más sofisticado no me extraña, pero
entonces me parecían un fastidio: nos
estropeaban el verano. Todos eran un
poco famosos por una u otra cosa, y era
cosa tuya descubrir por qué. Se hablaba
mucho, y sobre todo se discutía mucho,
sobre la personalidad de Vienna.
Siempre que me quedaba a solas con
otro invitado hablábamos de la vivísima
personalidad de Vienna. Todos me
consideraban un aburrimiento, y la
mayoría consideraba a Dolly un
aburrimiento. Dolly era, a su estilo,
mejor que cualquiera de ellos en el
suyo, pero el estilo de Dolly era la única
variedad de la que jamás se hablaba. Yo
tenía, sin embargo, la vaga sensación de
que me estaba refinando, y al año
siguiente me jactaba de conocer a todas
aquellas personalidades y me molestaba
que la gente ni siquiera hubiera oído sus
nombres.
El día antes de mi partida Dolly se
torció el tobillo jugando al tenis, lo que
más tarde le permitiría hacerme, con
humor negro, algún comentario jocoso.
—Una fractura me hubiera facilitado
las cosas. Si me lo hubiera torcido
medio centímetro más, se hubiera roto
algún hueso. A propósito, mira.
Me lanzó una carta. Era una
convocatoria por la que debía
presentarse en Princeton el quince de
septiembre para los entrenamientos y en
la que se le recordaba que debía
mantenerse en buena forma física.
—¿No vas a jugar este otoño?
Negó con la cabeza.
—No. Ya no soy un niño. He jugado
dos temporadas y este año quiero
tenerlo libre. Aguantar otro año sería un
caso de cobardía moral.
—No te lo discuto, pero… ¿hubieras
adoptado la misma actitud si no
estuviera Vienna?
—Por supuesto. Si permitiera que
me presionaran otra vez, sería incapaz
de volver a mirarme a la cara.
Dos semanas más tarde recibí la
siguiente carta:

»Querido Jeff:
»Cuando leas esta carta
quizá te lleves una sorpresa.
Ahora sí que me he roto de
verdad el tobillo jugando al
tenis. Ni siquiera puedo andar
con muletas. Lo tengo en una
silla, frente a mí, hinchado y
vendado, grande como una
casa, mientras te escribo.
Nadie, ni siquiera Vienna,
conoce nuestra conversación
del verano sobre el mismo
asunto, así que olvidémosla
por completo. Una cosa: es
condenadamente difícil
romperse un tobillo, aunque
yo no lo he sabido hasta hace
poco.
»Hace años que no me
sentía tan feliz: nada de
entrenamientos de
pretemporada, nada de sudor
ni sufrimiento, un poco de
incomodidad y molestias a
cambio de ser libre. Me
parece que he sido más listo
que muchos, pero eso sólo le
interesa a tu maquiavélico
(sic) amigo,

»DOLLY

»P S. Te ruego que rompas


esta carta».
No parecía una carta de Dolly.

V.

Cuando llegué a Princeton le


pregunté a Franz Kane —que tiene una
tienda de artículos deportivos en la calle
Nassau y puede decirte sin pensarlo dos
veces el nombre del quaterback
suplente en 1901— cuál era el problema
del equipo que capitaneaba Bob Tatnall.
—Lesiones y mala suerte —dijo—.
Y no sudaban la camiseta en los partidos
difíciles. Fíjate en Joe McDonald, por
ejemplo, el mejor tackle de Estados
Unidos en la temporada pasada; era
lento y estaba acabado, pero lo sabía y
no le importaba. Es un milagro que Bill
consiguiera que el equipo terminara la
temporada.
Iba con Dolly a los partidos, y vimos
cómo el equipo ganaba a Lehigh por tres
a cero y empataba con Bucknell por
chiripa. A la semana siguiente Notre
Dame nos machacó por catorce a cero.
El día del partido con Notre Dame,
Dolly estaba en Washington con Vienna,
pero cuando volvió al día siguiente
mostró una terrible curiosidad por
aquella derrota. Había reunido las
páginas deportivas de todos los
periódicos, y, mientras las leía, negaba
con la cabeza. De repente las tiró todas
juntas a la papelera.
—El fútbol es una locura en esta
universidad —proclamó—. ¿Sabes que
los equipos ingleses ni siquiera se
entrenan?
No me lo pasaba demasiado bien
con Dolly en aquel tiempo. No estaba
acostumbrado a verlo desocupado. Por
primera vez en su vida pasaba el día
dando vueltas sin rumbo fijo —por la
habitación, por el club, con el primer
grupo de gente que encontrara—, él, que
siempre, con dinámica indolencia, iba
camino de algún sitio. Entonces, a su
paso, se creaban grupos, grupos de
compañeros de curso que querían estar
con él, o de alumnos de los cursos
superiores que lo seguían con la mirada
como se sigue a una imagen sagrada.
Ahora se había vuelto democrático, se
mezclaba con todos, pero algo fallaba.
Explicaba que quería conocer mejor a
los compañeros de su curso.
Pero la gente desea que sus ídolos
estén un poco por encima de ellos, y
Dolly había sido una especie de ídolo
íntimo, especial. Empezó a detestar la
soledad, y yo, desde luego, lo noté. Si
yo iba a salir y él no le estaba
escribiendo a Vienna, me preguntaba,
angustiado, adonde iba, e inventaba una
excusa para pegarse a mí como una lapa.
—¿Te alegras de lo que hiciste,
Dolly? —le pregunté un día de
improviso.
Me miró con ojos desafiantes que
ocultaban algo de reproche.
—Claro que me alegro.
—De todas formas, me gustaría
verte otra vez en el campo de fútbol.
—¿Para qué? La temporada se
decidirá en el estadio de Yale. Me
echarían a patadas con toda seguridad.
La semana del partido con la Marina
volvió de repente a los entrenamientos.
Estaba preocupado. Aquel terrible
sentido de la responsabilidad no lo
dejaba en paz. Si una vez había odiado
oír hablar de fútbol, ahora no pensaba ni
hablaba de otra cosa. La noche anterior
al partido con la Marina me levanté
varias veces y siempre encontré
encendida la luz de su habitación.
Perdimos siete a tres por un balón de
la Marina que, en el último minuto, pasó
sobre la cabeza de Devlin. Al final del
segundo tiempo Dolly bajó de la tribuna
y se sentó con los jugadores en el
campo. Cuando más tarde volvió a
reunirse conmigo, tenía la cara
manchada, sucia, como si hubiera estado
llorando.
El partido con la Marina se disputó
aquel año en Baltimore. Dolly y yo
íbamos a pasar la noche en Washington
con Vienna, que había organizado una
fiesta. Emprendimos el viaje en un clima
de malhumor sombrío y fue todo lo que
pude hacer para evitar que Dolly se
lanzara contra dos oficiales de la
Marina que estaban colgándonos del
coche una jubilosa esquela mortuoria.
A su baile Vienna lo llamaba su
segunda presentación en sociedad. Sólo
invitaría esta vez a las personas que le
caían simpáticas. Resultaron ser de
importación en su mayor parte,
concretamente de Nueva York: no
podían faltar los músicos, los
dramaturgos, los comparsas del mundo
artístico que entraban y salían en la casa
de Dolly en Ram’s Point. Pero Dolly,
liberado de sus obligaciones como
anfitrión, aquella noche no se empeñó
torpemente en hablar su lengua.
Apoyado en la pared, de mal humor,
había recuperado algo del antiguo aire
de superioridad que me había dado
ganas de conocerlo. Más tarde, camino
de la cama, pasé ante el cuarto de
Vienna, que me pidió que entrara. Dolly
y ella, un poco pálidos, estaban sentados
en rincones opuestos de la habitación, y
la atmósfera estaba cargada de tensión.
—Siéntate, Jeff —dijo Vienna,
cansada—. Quiero que seas testigo de
un derrumbamiento: de cómo un hombre
se convierte en un colegial —me senté
de mala gana—. Dolly ha cambiado de
idea —continuó—. El fútbol le interesa
más que yo.
—No es eso —dijo Dolly,
imperturbable.
—No entiendo de qué habláis —
respondí—. Dolly no puede jugar al
fútbol.
—Él cree que puede. Jeff, por si
piensas que soy una cabezona, quiero
contarte algo. Hace tres años, la primera
vez que volvimos a Estados Unidos, mi
padre matriculó a mi hermano en un
colegio. Una tarde fuimos todos a verlo
jugar al fútbol. Nada más empezar el
partido se lesionó, pero mi padre dijo:
«No os preocupéis, se levantará en un
minuto. Cosas así pasan en todos los
partidos». Pero, Jeff, no se levantó.
Estaba allí, sobre el césped, y por fin lo
sacaron del campo en brazos y le
echaron una manta encima. Cuando
bajamos de la tribuna estaba muerto.
Nos miró a los dos y empezó a
sollozar convulsivamente. Dolly se le
acercó, frunciendo el entrecejo, y le
echó el brazo por encima del hombro.
—Ay, Dolly —exclamó Vienna—,
¿no puedes hacerlo por mí? ¿No puedes
hacer por mí algo tan insignificante?
Dolly negó con la cabeza, hundido.
—Lo he intentado, pero no puedo —
dijo—. Es lo mío, lo que mejor sé hacer.
¿No lo entiendes, Vienna? La gente
debería dedicarse a lo que mejor sabe
hacer.
Vienna se había puesto de pie y ante
un espejo se empolvaba la cara para
disimular las lágrimas. Se volvió como
un rayo, furiosa.
—Así que me equivocaba cuando
daba por supuesto que teníamos los
mismos sentimientos.
—Ya está bien. Estoy cansado de
hablar, Vienna; me cansa mi propia voz.
Creo que toda la gente que conozco lo
único que hace es hablar y hablar.
—Gracias. Me figuro que te refieres
a mí.
—Me parece que tus amigos hablan
muchísimo. Jamás había oído tanta
palabrería como esta noche. ¿Te repugna
la idea de que alguien se dedique de
verdad a algo, Vienna?
—Depende de si vale la pena a lo
que se dedique. —Bueno, para mí esto
vale la pena.
—Sé cuál es tu problema, Dolly —
dijo con amargura—. Eres débil y
necesitas que te admiren. Este curso no
has tenido a un montón de niñatos
revoloteando a tu alrededor como si
fueras Jack Dempsey, y eso ha estado a
punto de partirte el corazón. Te gusta
exhibirte, montar tu número, oír los
aplausos.
A Dolly se le escapó una carcajada.
—Si ésa es la idea que tienes de lo
que siente un futbolista…
—¿Tienes decidido jugar? —lo
interrumpió Vienna.
—Si puedo serle útil al equipo, sí.
—Entonces creo que los dos
estamos perdiendo el tiempo.
Sus palabras no admitían réplica,
pero Dolly se negó a aceptar que Vienna
hablara en serio. Cuando salí de la
habitación todavía intentaba «que fuera
razonable», y al día siguiente, en el tren,
me dijo que Vienna «se había puesto un
poco nerviosa». Estaba profundamente
enamorado de ella y era incapaz de
imaginarse que pudiera perderla;
todavía estaba bajo el dominio de la
emoción repentina que le producía su
decisión de volver a jugar, y la
confusión y el agotamiento nervioso le
hacían creer vanidosamente que nada
había cambiado. Pero yo había visto la
misma expresión en la cara de Vienna la
noche que habló con el señor Carl
Sanderson en el Frolic, hacía dos años.
Dolly no se bajó del tren en la
parada de Princeton, sino que siguió
hasta Nueva York. Visitó a dos
especialistas en ortopedia y uno de ellos
le preparó un vendaje con una férula que
debía llevar noche y día. Con toda
probabilidad el vendaje se caería al
primer choque fuerte, pero le permitiría
correr y usar ese pie como punto de
apoyo cuando pateara la pelota. Al día
siguiente se presentó en el campo de
fútbol de la universidad, equipado para
el entrenamiento.
Su aparición causó sensación. Yo
estaba en la tribuna viendo el
entrenamiento con Harold Case y la
joven Daisy Cary. Daisy empezaba
entonces a ser famosa, y no sé quién
provocaba mayor expectación, si ella o
Dolly. En aquel tiempo todavía era un
atrevimiento ir con una actriz de cine; si
aquella misma damisela visitara hoy
Princeton seguramente la recibirían en la
estación con una banda de música.
Dolly dio un par de vueltas cojeando
y todos dijeron: «¡Cojea!». Pateó el
balón, y todos dijeron: «¡No está mal!».
El primer equipo descansaba después
del duro partido con la Marina y los
espectadores estuvieron pendientes de
Dolly toda la tarde. Lo llamé cuando
acabó el entrenamiento, y se acercó y
nos estrechamos la mano. Daisy le
preguntó si le gustaría participar en una
película sobre fútbol que iba a rodar.
Sólo era hablar por hablar, pero Dolly
me miró con una lacónica sonrisa.
Cuando llegó a la habitación tenía el
tobillo hinchado, grueso como el tubo-
chimenea de una estufa, y al día
siguiente Keene y él arreglaron el
vendaje para que pudiera aflojarse y
apretarse, amoldándose a los distintos
tamaños del tobillo. Lo llamábamos el
globo. El hueso estaba prácticamente
soldado, pero, en cuanto los forzaba, los
tendones dañados volvían a resentirse.
Vio el partido con Swarthmore desde el
banquillo, y al lunes siguiente peleaba
en el segundo equipo titular contra los
suplentes.
Algunas tardes le escribía a Vienna.
Mantenía la teoría de que aún eran
novios, pero intentaba no preocuparse
por el asunto, y creo, incluso, que le
ayudaba el dolor, tan intenso que no lo
dejaba dormir. Cuando terminara la
temporada iría a verla.
Jugamos contra Harvard y perdimos
por siete a tres. Jack Devlin se rompió
la clavícula y, lesionado para el resto de
la temporada, hizo casi inevitable que
Dolly volviera al primer equipo. Entre
los rumores y temores de mediados de
noviembre la noticia provocó una chispa
de esperanza en la comunidad
estudiantil, por lo demás pesimista:
esperanza que no guardaba proporción
con la forma física de Dolly. Volvió al
dormitorio el jueves anterior al partido
con cara de cansancio, ojeroso.
—Me van a incluir en el equipo, y
quieren que juegue de punter… Si
supieran…
—¿Por qué no hablas con Bill?
Negó con la cabeza, y entonces
sospeché que se estaba castigando a sí
mismo por el «accidente» que había
sufrido en agosto. Se echó en el sofá, en
silencio, mientras yo le preparaba la
maleta para el viaje con el equipo.
El día del partido era —siempre lo
ha sido— como un sueño: irreal,
extraordinario, con una multitud de
amigos y parientes y la pompa superflua
de un gigantesco espectáculo. Los once
hombres que, empequeñecidos, saltaron
por fin al terreno de juego parecían
figuras hechizadas de otro mundo, un
mundo extraño e infinitamente
romántico, figuras diluidas en una nube
vibrante de gente y ruido. Sufrimos
intolerablemente cuando ellos sufren,
temblamos cuando se enardecen, pero
ellos no mantienen ningún trato con
nosotros, más allá de cualquier ayuda,
gloriosos e inalcanzables, vagamente
sagrados.
El césped está en perfecto estado,
terminan los prolegómenos del partido y
los equipos ocupan sus posiciones. Los
jugadores se ponen los cascos, dan
palmadas, cada uno ensimismado en una
breve danza solitaria. El público sigue
hablando a tu alrededor, buscando sus
localidades, pero tú guardas silencio, y
tu mirada va de jugador en jugador. Ahí
están: Jack Whitehead, alumno del
último curso, ala; Joe McDonald,
voluminoso y tranquilizador, tackle;
Toole, de segundo, guardia derecho; Red
Hopman, central; el guardia izquierdo es
alguien a quien no puedes identificar,
probablemente Bunker; ahora se vuelve
y ves su número: Bunker; Bean Gile, que
parece anormalmente solemne e
importante, es el otro tackle; Poore, otro
de segundo curso, ala; detrás de ellos
está Wash Sampson, quarter. ¡Imagínate
como se siente! Pero va de un lado a
otro, a paso ligero, hablando con éste y
con aquél, intentado transmitirles su
ímpetu y su espíritu de victoria. Dolly
Harlan no se mueve, con las manos en
las caderas, observando cómo el
pateador de Yale coloca el balón para el
saque; a su lado está el capitán, Bob
Tatnall.
¡Suena el silbato! La línea del
equipo de Yale se agita pesadamente y
una décima de segundo después oímos el
golpe en el balón. El terreno de juego es
un flujo de rápidas figuras en
movimiento y todo el estadio se tensa
como sacudido por la corriente de una
silla eléctrica.
Creo que peleamos el primer balón
con todas las de la ley.
Tatnall recoge el balón, retrocede
diez yardas, es rodeado, desaparece.
Spears avanza tres yardas por el centro.
Sampson consigue pasar en corto a
Tatnall, pero no ganamos terreno. Harlan
pasa con el pie hacia Devereaux, que es
cazado en plena carrera en la línea de
cuarenta yardas de Yale.
Y ahora veamos lo que ellos
hicieron.
Inmediatamente se demostró que
tenían un gran conjunto. Gracias a un
efectivo cruce y a un pase en corto al
centro ganaron cuarenta y cuatro yardas
y llevaron el balón hasta la línea de seis
yardas de Princeton, donde lo perdieron,
para que lo recuperara Red Hopman.
Después de un intercambio de pases con
el pie, Yale inició otro ataque, esta vez
hasta la línea de quince yardas, donde,
tras cuatro espeluznantes pases
adelantados, dos de ellos cortados por
Dolly, el balón terminó tras nuestra línea
de gol. Pero Yale aún tenía fuerzas, y
con un tercera embestida la línea más
débil de Princeton comenzó a ceder
terreno. Inmediatamente después del
comienzo del segundo cuarto, Devereaux
no culminó un touchdmvn y la primera
mitad acabó con el balón en posesión de
Yale, a la altura de nuestra línea de diez
yardas. El resultado era: Yale, 7;
Princeton, 0.
No teníamos la menor posibilidad.
El equipo se estaba superando, estaba
jugando el mejor partido de la
temporada, pero no bastaba. Si no fuera
el partido de Yale —en el que cualquier
cosa puede suceder—, ya hubiera
sucedido todo, y hubiera sido más densa
la atmósfera de pesimismo, que entre los
hinchas se podía cortar con un cuchillo.
En los primeros minutos del
encuentro Dolly Harlan no había
atrapado un balón pateado por
Devereaux, pero pudo recuperarlo sin
ganar terreno; hacia el final de la
primera mitad otro balón enviado con el
pie se le había escapado entre los
dedos, pero lo había recogido
rápidamente y, a pesar de que tenía
cerca al ala, retrocedió doce yardas. En
el descanso le dijo a Roper que era
incapaz de controlar la pelota, pero lo
mantuvieron en su puesto. Estaba
pateando bien y era esencial en el único
esquema de ataque en el que confiaban
para marcar.
Cojeaba ligeramente desde la
primera jugada del partido, y, para
disimularlo, se movía lo menos posible.
Pero yo sabía de fútbol lo suficiente
para darme cuenta de que participaba en
todas las jugadas: arrancaba con su
peculiar paso más bien lento y terminaba
con una rápida embestida lateral que
casi siempre lo libraba de su marcador.
Ningún ataque de Yale había terminado
en su zona, pero hacia el final del tercer
cuarto se le escapó de las manos otro
balón, retrocedió entre un confuso grupo
de jugadores, y lo recuperó en la línea
de cinco yardas, justo a tiempo para
evitar un nuevo touchdmvn. Era ya la
tercera vez, y vio que Ed Kimball
comenzaba a calentar en la banda.
Entonces nuestra suerte empezó a
cambiar. Con el equipo en posición,
Dolly pateó la pelota desde detrás de
nuestra portería y Howard Bement, que
había sustituido a Wash Sampson en el
puesto de quarter, recogió el balón en el
centro, burló a la segunda línea
defensiva y avanzó veintiséis yardas
antes de ser derribado. Tasker, el
capitán de Yale, se había retirado con
una lesión en la rodilla, y Princeton
empezó a cargar el juego sobre su
sustituto, entre Bean Gile y Hopman, con
George Spears y a veces Bob Tatnall
avanzando con el balón. Llegamos hasta
la línea de cuarenta yardas de Yale,
perdimos el balón en una melé y lo
recuperamos en otra en el momento en
que acababa el tercer cuarto. Una oleada
de entusiasmo recorrió las filas de los
seguidores de Princeton. Por primera
vez habíamos llevado el balón a su
terreno, con posibilidades de conseguir
un touchdown y acortar distancias en el
marcador. Podías oír crecer la tensión a
tu alrededor, a la espera de que
continuara el juego; la tensión se
reflejaba en los movimientos nerviosos
de los cabecillas de la hinchada y en el
incontrolable murmullo, como una
marea, que surgía de la multitud, al que
se iban agregando voces y voces, hasta
convertirse poco a poco en un rugido
indisciplinado.
Vi cómo Kimball saltaba
precipitadamente al terreno de juego y le
decía algo al arbitro, y pensé que por fin
Dolly iba a ser sustituido, y me alegré,
pero el sustituido fue Bob Tatnall, que
sollozaba mientras lo aclamaba la
hinchada de Princeton.
Con la primera jugada el
pandemónium se desencadenó y continuó
hasta el final del partido. De vez en
cuando el clamor se desvanecía hasta
convertirse en un zumbido quejoso; e
inmediatamente alcanzaba la intensidad
del viento, la lluvia y el trueno, y
vibraba en el atardecer, de un extremo a
otro del estadio, como una queja de
almas en pena que se filtrara por algún
hueco del espacio.
Los jugadores ocuparon sus puestos
en la línea de cuarenta yardas de Yale, y
Spears ganó seis yardas antes de ser
placado por un contrario. Spears
recuperó la pelota —era un sureño
bravo y aborrecible con algún momento
de inspiración— y aprovechó la brecha
que había abierto para avanzar cinco
yardas más. Dolly ganó dos más,
esquivando a sus marcadores, y Spears
apareció por el centro. Era el tercer
intento, la última oportunidad: el balón
estaba en la línea de veintinueve yardas
de Yale, a ocho de la línea de gol.
Algo pasaba a mis espaldas; hubo
empujones, gritos: un espectador se
había puesto enfermo o se había
desmayado. Nunca me enteré de quién
fue. Entonces todo el mundo se puso de
pie y durante un instante me impidió ver,
y luego todo fue una locura. Los
suplentes saltaban alrededor del campo,
ondeando sus toallas; el aire se llenó de
sombreros, almohadillas, abrigos, y un
rugido ensordecedor. Dolly Harlan, que
pocas veces había avanzado con el
balón en toda su carrera en Princeton,
había recogido en el aire un pase largo
de Kimball y, arrastrando a un tackle,
forcejeó cinco yardas hasta traspasar la
línea de gol de Yale.
VI.

Y el partido terminó. Pasamos un


momento difícil cuando Yale inició un
nuevo ataque infructuoso, y el once de
Bob Tatnall había salvado una
temporada mediocre empatando con un
equipo de Yale claramente superior.
Para nosotros aquel empate tenía el
sabor de una victoria, la emoción, si no
la alegría, del triunfo, y los seguidores
de Yale salían del estadio con cara de
derrota. Sería un buen año, después de
todo, una lucha ejemplar que perduraría
en la tradición, un ejemplo para futuros
equipos. Nuestra promoción —aquéllos
a los que nos importaban estas cosas—
se iría de Princeton sin el sabor final de
la derrota. El símbolo permanecía en
pie, como nos lo habíamos encontrado;
las banderas ondeaban orgullosamente
al viento. ¿Son niñerías? Díganme otras
palabras para celebrar el triunfo.
Esperé a Dolly en la puerta de los
vestuarios hasta que hubieron salido
casi todos; entonces, ya que no salía
nunca, entré. Le habían dado un poco de
coñac y, como no solía beber, se le
había subido a la cabeza.
—Coge una silla, Jeff —sonreía,
jovial y feliz—. Rubber, Tony, traedle
una silla a nuestro distinguido invitado.
Es un intelectual y quiere entrevistar a
algún atleta tonto. Tony, te presento al
señor Deering. En el estadio de Yale hay
de todo, menos sillones. Tiene gracia
este estadio. Adoro el estadio de Yale.
Voy a hacerme una casa aquí.
Calló, mientras pensaba en algo
alegre. Estaba contento. Lo convencí
para que se vistiera: había gente
esperándonos. Entonces insistió en
volver al terreno de juego, ahora, a
oscuras, y sentir bajo sus zapatos el
césped machacado.
Cogió un puñado de tierra y la dejó
caer, se echó a reír, pareció quedarse
ensimismado unos segundos y abandonó
el terreno de juego.
Con Tad Davis, Daisy Cary y otra
chica, nos fuimos a Nueva York en
coche. Se sentó al lado de Daisy,
atractivo, un poco absurdo, seductor.
Por primera vez desde que yo lo
conocía, hablaba del partido con
naturalidad, incluso con una pizca de
vanidad.
—Hace dos años yo era bastante
bueno y siempre me mencionaban al
final de la crónica, en la alineación del
equipo. Este año he desperdiciado tres
pases y he estropeado todas las jugadas
hasta que Bob Tatnall empezó a
chillarme: «¡No entiendo por qué no te
sustituyen!», pero me cayó en las manos
un balón que ni siquiera estaba dirigido
a mí y mañana saldré en los titulares.
Se echó a reír. Alguien le rozó el
pie; Dolly hizo una mueca de dolor y
palideció.
—¿Cómo te lesionaste? —preguntó
Daisy—. ¿Jugando al fútbol?
—Me lesioné el verano pasado —
respondió lacónicamente.
—Debe de haber sido terrible jugar
así.
—Sí.
—Me figuro que no tienes más
remedio.
—Eso es.
Se entendían. Los dos eran
trabajadores; sana o enferma, había
cosas que Daisy no tenía más remedio
que hacer. Nos contó cómo, con un
resfriado terrible, había tenido que
lanzarse a un lago el invierno pasado, en
Hollywood.
—Seis veces, con cuarenta grados
de fiebre, pero al productor le costaba
diez mil dólares un día de rodaje.
—¿No podían haber usado una
doble?
—La usan cuando pueden. Era
imprescindible que aquellas escenas las
rodara yo.
Tenía dieciocho años y yo
comparaba su fondo de coraje,
independencia y éxitos, de corrección
basada en la necesidad de colaboración,
con la de la mayoría de las chicas de la
alta sociedad que yo conocía. La mirara
como la mirara, era incomparablemente
superior a ellas. Si ella me hubiera
mirado… Pero sólo miraba los ojos
aterciopelados y brillantes de Dolly.
—¿Quieres salir conmigo esta
noche? —oí que le preguntaba a Dolly.
Lo sentía mucho, pero no podía
aceptar. Vienna estaba en Nueva York;
había ido a verlo. Yo no sabía, y Dolly
tampoco, si para reconciliarse o
despedirse definitivamente.
Cuando Daisy nos dejó a Dolly y a
mí en el Ritz, a los dos se les notaba el
pesar en los ojos, un pesar verdadero y
persistente.
—Es una chica maravillosa —dijo
Dolly, y yo asentí—. Voy a subir a ver a
Vienna. ¿Por qué no reservas para
nosotros una habitación en el Madison?
Así lo dejé. No sé qué sucedió entre
Vienna y él; nunca ha hablado de eso.
Pero lo que sucedió más tarde, aquella
noche, lo he sabido por varios testigos
de los hechos, sorprendidos e incluso
indignados.
Dolly llegó al Hotel Ambassador
hacia las diez y preguntó en recepción
por la habitación de la señorita Cary.
Había una muchedumbre en recepción,
entre la que se contaban estudiantes de
Yale o Princeton que volvían de ver el
partido. Algunos habían estado
celebrándolo y evidentemente uno
conocía a Daisy y había intentado
llamarla por teléfono a la habitación.
Dolly iba ensimismado y debió de
abrirse paso entre ellos de una manera
un tanto brusca para pedir que lo
pusieran con la habitación de la señorita
Cary.
Un joven retrocedió, lo miró con
desagrado y dijo:
—Parece que tienes mucha prisa.
¿Quién te crees que eres?
Hubo un instante de silencio, y los
que estaban cerca de recepción se
volvieron para ver qué pasaba. Algo
cambió dentro de Dolly; tuvo la
impresión de que la vida había
preparado esta escena, le había
reservado este papel, para llegar a esta
precisa pregunta, una pregunta que no
tenía más remedio que contestar. El
silencio se prolongaba. El público
esperaba.
—Soy Dolly Harlan —dijo
lentamente—. ¿Qué te parece?
Fue un verdadero escándalo. Hubo
un silencio y luego un repentino frenesí,
un griterío:
—¡Dolly Harlan! ¿Cómo? ¿Qué ha
dicho?
El recepcionista había oído su
nombre; lo repitió cuando descolgaron
en la habitación de la señorita Cary.
—Puede subir cuando lo desee,
señor Harlan.
Dolly dio media vuelta, a solas con
su éxito, que conquistaba por una vez su
corazón. Descubrió de repente que no le
pertenecería tan íntimamente durante
mucho tiempo; el recuerdo sobreviviría
al triunfo e incluso el triunfo
sobreviviría a aquel calor que sentía en
el corazón y que era lo mejor de todo.
Alto, con la cabeza bien alta, imagen de
la victoria y el orgullo, atravesó el
vestíbulo, ajeno al destino que lo
esperaba y a los murmullos que dejaba a
su espalda.
La sombra atrapada

Los cuentos que tienen a


Basil Duke Lee como
protagonista fueron la serie
de Fitzgerald que alcanzó
mayor éxito: la vendió por un
total de 31 300 dólares. Los
ocho cuentos aparecieron en
el Saturday Evening Post
entre 1928 y 1929, y tratan de
la adolescencia de Basil en el
Medio Oeste y sus estudios
en un colegio del Este antes
de ingresar en Yale. La
sombra atrapada, quinta
entrega de la serie, fue
publicada en el número del
29 de diciembre de 1928.
Estos cuentos se diferencian
en un aspecto de la mayoría
de los relatos sobre
adolescentes de la época:
Fitzgerald traza la figura de
Basil desde un punto de vista
serio; no es un personaje
cómico. Basil es,
evidentemente, un personaje
autobiográfico, y los
acontecimientos de la serie
están basados en
experiencias de Fitzgerald.
En 1912, cuando tenía quince
años, escribió y dirigió en
Saint Paul una comedia
titulada La sombra atrapada.
Fitzgerald rechazó el
proyecto de publicar los
cuentos de Basil en forma de
libro. En 1930 le escribía a
Harold Ober, su agente:
«Estos cuentos para el Post
por lo menos no son,
publicados en el Post, una
mancha en mi reputación:
son sinceros, y aunque su
forma resulte estereotipada,
la gente sabe lo que busca
cuando coge el Post. Una
novela es otra cosa. Si
después de cuatro años
publicara un libro con los
cuentos de Basil, ya podría ir
sacando los billetes para
Hollywood». Pero en 1934
pensó en publicar un volumen
con los cuentos de Basil y
Josephine (véase La primera
herida y Bancarrota
emocional), junto a nuevos
relatos que reunirían a los
dos personajes. El proyecto
fue abandonado.
I.

Basil Duke Lee cerró la puerta de la


calle a sus espaldas y encendió la luz
del comedor. La voz de su madre le
llegó soñolienta a través de las
escaleras.
—Basil, ¿eres tú?
—No, mamá, es un ladrón.
—No creo que las doce sean horas
de volver a casa para un chico de quince
años.
—Hemos ido a Smith, a tomar un
refresco.
Cuando una nueva responsabilidad
recaía sobre Basil, entonces era «un
chico de casi dieciséis años», pero,
cuando se le discutía algún privilegio,
sólo era «un chico de quince años».
Se oyeron pasos arriba, y la señora
Lee, en kimono, bajó al rellano del
primer piso.
—¿Os ha gustado el teatro a Riply y
a ti?
—Sí, mucho.
—¿De qué trataba la obra?
—Bueno, trataba de un hombre. Era
una obra vulgar y corriente.
—¿No tenía nombre?
—¿Es usted masón?
—Ah —titubeó, observando con
avidez la cara alerta e impaciente de
Basil, impidiéndole que se fuera—. ¿No
te vas a la cama?
—Voy a comer algo.
—¿Más todavía?
No respondió inmediatamente.
Estaba de pie ante una biblioteca con
puertas de cristal que había en el cuarto
de estar y examinaba los anaqueles con
una mirada que también era vidriosa.
—Vamos a montar una obra de teatro
—dijo de pronto—. La voy a escribir
yo.
—Bueno… me parece magnífico.
Pero, por favor, acuéstate pronto. Ayer
también te acostaste tarde, y tienes
ojeras.
Basil extrajo de la biblioteca el
volumen Van Bibber y Otros, que leyó
mientras se comía un gran plato de
cereales ablandados con un cuarto de
litro de leche. Volvió al cuarto de estar y
se sentó unos minutos al piano, mientras
hacía la digestión y admiraba la cubierta
en colores de la partitura de una de las
canciones de Los Hijos de la
Medianoche. Se veía a tres hombres con
traje de etiqueta y sombreros de copa,
que paseaban alegremente por
Broadway, sobre el fondo
resplandeciente de Times Square.
Basil hubiera negado, incrédulo, la
sugerencia de que aquélla fuese entonces
su obra de arte preferida. Pero lo era.
Subió las escaleras. De un cajón de
su escritorio sacó un cuaderno y lo
abrió.

BASIL DUKE LEE


COLEGIO ST. REGIS
EASTCHESTER, CONN.
QUINTO CURSO DE FRANCÉS

y en la página siguiente, bajo el


título de Verbos Irregulares:

PRESENTE
Je connais nous con
tu connais
il connait

Pasó otra página.


EL SEÑOR WASHINGTON SQUARE
Comedia musical de
BASIL DUKE LEE
Música de Victor Herbert

ACTO I
Entrada del Club de los Millonarios,
cerca de Nueva York, Coro Inicial,
LEILIA y DEBUTANTES:

No cantamos ni bajo ni alto,


pues nadie oye nunca el coro
inicial.
Somos la más alegre de las
comparsas,
pero nadie oye nunca el coro
inicial.
Sólo somos una comparsa de
debutantes,
tan alegres como podemos,
nada nos aburre jamás.
Somos las más chistosas, somos
las más bonitas
de la sociedad,
pero nadie oye nunca el coro
inicial.

LEILIA (dando un paso adelante):


Hola, chicas, ¿ha estado hoy por aquí el
señor Washington Square?
Basil pasó otra página. Nadie había
respondido a la pregunta de Leilia. Pero
había un nuevo encabezamiento en letras
mayúsculas:

¡HIC! ¡HIC! ¡HIC!


Farsa cómica en un acto
De
BASIL DUKE LEE

ESCENA

(Un elegante apartamento cerca de


Broadway, en Nueva York. Casi es
medianoche. Al alzarse el telón llaman
a la puerta, que segundos después se
abre para que entre un hombre apuesto,
en traje de etiqueta, con un
acompañante. Es evidente que ha
bebido, pues tiene la voz pastosa, la
nariz roja, y apenas se tiene en pie.
Enciende la luz y ocupa el centro del
escenario).

STUYVESANT: ¡Hic! ¡Hic! ¡Hic!


O'HARA (el acompañante): Ya está
bien, no has dicho otra cosa en toda la
noche.

Basil pasó la página, y luego otra,


leyendo deprisa, pero no sin interés.

PROFESOR CALABAZA: Ahora, si es


usted un hombre culto, como pretende,
quizá pueda decirme cómo se dice en
latín «Este».
STUYVESANT: ¡Hic! ¡Hic! ¡Hic!
PROFESOR CALABAZA: Muy bien.
Excelente, desde luego. Yo…

Aquí se terminaba ¡Hic! ¡Hic! ¡Hic!,


a mitad de la frase. En la página
siguiente, con mano decidida, como si
las dos obras anteriores no se hubieran
malogrado en el camino, aparecía,
subrayado con grueso trazo, un nuevo
principio:

LA SOMBRA ATRAPADA
Farsa melodramática en tres actos
de BASIL DUKE LEE
ESCENA

(Los tres actos tienen lugar en la


biblioteca de la mansión de los Van
Baker, en Nueva York. Está bien
amueblada, con una lámpara roja en un
lateral, y lanzas cruzadas y cascos, y
cosas por el estilo, y un diván, y
ambiente de gabinete oriental.
Al alzarse el telón, la señorita
Saunders, Leilia van Baker y Estella
Carrage están sentadas a la mesa. La
señorita Saunders es una solterona de
unos cuarenta años, muy coqueta.
Leilia es bonita, morena. Estella es
rubia. Forman una combinación muy
llamativa).
La sombra atrapada ocupaba el
resto del cuaderno y continuaba en
varias hojas sueltas. Cuando terminó de
leer lo que llevaba escrito, Basil se
quedó pensativo. Las comedias
policiacas habían dominado la
temporada en Nueva York, y la
impresión, el ritmo, las imágenes
precisas y vivas de las dos que había
visto persistían en su memoria, en
primer plano. Le habían parecido
extraordinariamente sugestivas: lo
habían introducido en un mundo mucho
más rico y brillante que ellas mismas, un
mundo que existía más allá de las
butacas y las puertas del teatro, y era
este mundo sugerido, más que el deseo
consciente de imitar Agente 666, la
inspiración de la obra que tenía ante sí.
Trazó con letras de imprenta ACTO II en
la primera página de un cuaderno nuevo
y empezó a escribir.
Pasó una hora. Había recurrido
varias veces a una colección de libros
de chistes y a una vieja Antología del
ingenio y del humor, que conservaba
embalsamadas las bromas marchitas y
victorianas del obispo Wilberforce y de
Sydney Smith. En el instante en que en
su obra una puerta se abría lentamente,
oyó un fuerte crujido en las escaleras.
Se levantó de un salto, temblando
horrorizado, pero nada se movía; sólo
una polilla chocaba y volvía a chocar
contra la pantalla de la lámpara, un reloj
daba la media en algún sitio de la
ciudad, un pájaro aleteaba ruidosamente
en algún árbol.
A las cuatro y media hizo una visita
al cuarto de baño, y se llevó un susto
cuando vio el azul de la mañana en la
ventana. No se había acostado en toda la
noche. Recordó que la gente que no se
acuesta de noche se vuelve loca, y,
completamente paralizado en el pasillo,
intentó angustiado pensar en sí mismo,
sentir si se estaba volviendo loco. Las
cosas le parecían irreales y
preternaturales, y corriendo
frenéticamente a su dormitorio empezó a
arrancarse la ropa, persiguiendo a la
noche que se desvanecía. Ya desnudo,
lanzó una última mirada de pesar a su
manuscrito: tenía toda la escena
siguiente en la cabeza. Como si quisiera
llegar a un acuerdo con la incipiente
locura, se acostó, y escribió en la cama
una hora más.
A la mañana siguiente, lo despertó
una de las implacables hermanas
escandinavas que, en teoría, eran las
criadas de la familia Lee.
—¡Las once! —gritó—. ¡Y cinco!
—Déjame —dijo entre dientes Basil
—. ¿Por qué me despiertas?
—Te esperan abajo —Basil abrió
los ojos—. Anoche te bebiste toda la
leche —continuó Hilda—. No queda
leche para el café de tu madre.
—¡Toda la leche! —exclamó—.
Pero si había más.
—Estaba agria.
—Es terrible —exclamó, sentándose
en la cama—. ¡Terrible!
Hilda disfrutó de la desesperación
de Basil un instante. Luego dijo:
—Riply Buckner está abajo —y se
fue, cerrando la puerta.
—¡Dile que suba! —le gritó Basil
—. Hilda, ¿no puedes hacerme caso ni
siquiera un minuto? ¿He recibido alguna
carta?
No hubo respuesta. Un momento
después entraba Riply.
—Dios mío, ¿todavía estás en la
cama?
—Me he pasado la noche
escribiendo la obra. Casi he terminado
el segundo acto —señaló hacia su mesa.
—De eso quería hablarte —dijo
Riply—. Mi madre dice que deberíamos
llamar a la señorita Halliburton.
—¿Para qué?
—Pues para que eche un vistazo.
Aunque la señorita Halliburton era
una profesora agradable que alternaba
las obligaciones de profesora de francés
con las de profesora de bridge, carabina
oficiosa y amiga de los niños, Basil
intuía que su supervisión le daría al
proyecto un tono poco profesional.
—No se metería en nada —
prosiguió Riply, que evidentemente
repetía las palabras de su madre—. Yo
seré el empresario y tú dirigirás la obra,
tal como acordamos, pero sería bueno
que ella fuera la apuntadora y
mantuviera el orden en los ensayos. A
las madres de las chicas les gustaría.
—Muy bien —aceptó Basil de mala
gana—. Bueno, vamos a ver el reparto.
Primero, el protagonista, ese ladrón de
guante blanco a quien llaman La
Sombra, aunque al final se descubre que
en realidad es un joven que había hecho
una apuesta, y no un ladrón de verdad.
—Ese papel es tuyo.
—No, tuyo.
—Venga, tú eres el mejor actor —
protestó Riply.
—No, yo haré un pequeño papel; así
puedo dirigir.
—Bueno, ¿no tengo yo que ser el
empresario? Elegir a las actrices,
teniendo en cuenta que todas querrían
actuar, resultó un asunto difícil.
Decidieron por fin que Imogene Bissel
fuera la actriz principal; Margaret
Torrence, su amiga, y Connie Davies,
«la señorita Saunders, una solterona muy
coqueta».
Cuando Riply sugirió que a algunas
chicas les disgustaría no participar,
Basil introdujo una criada y una
cocinera, «que podrían asomarse, o algo
así, desde la cocina». Rechazó
terminantemente otra propuesta de Riply
de que hubiera dos o tres criadas más,
«una especie de costurera» y una
enfermera diplomada. En una casa con
tantas mujeres estorbando, hasta al más
fantasmal de los ladrones de guante
blanco le hubiera resultado difícil
moverse.
—Te voy a decir dos que no van a
actuar —dijo Basil, meditabundo—: Joe
Gorman y Hubert Blair.
—Yo me iría si actuara Hubert Blair
—afirmó Riply.
—Y yo.
Gracias a los éxitos casi milagrosos
de Hubert Blair con las chicas, Basil y
Riply conocían de sobra el tormento de
los celos.
Empezaron a llamar por teléfono a
los futuros intérpretes e inmediatamente
el proyecto recibió el primer golpe.
Imogene Bissel se iba a Rochester, en
Minnesota, para operarse de apendicitis,
y no volvería hasta dentro de tres
semanas.
Estudiaron el asunto.
—¿Qué te parece Margaret
Torrence?
Basil negó con la cabeza. Imaginaba
a Leilia van Baker más extraordinaria y
animosa que Margaret Torrence. No es
que Leilia tuviera mucho carácter, ni
siquiera para Basil: menos que las
chicas de Harrison Fisher que tenía
clavadas en la pared de su cuarto, en el
colegio. Pero no era Margaret Torrence.
No era nadie a quien pudieras ver sin el
menor problema con sólo llamarla por
teléfono media hora antes.
Descartó candidata tras candidata.
Hasta que una cara empezó a
relampaguear ante sus ojos, como una
interferencia, pero tan insistente que
Basil por fin pronunció el nombre:
—Evelyn Beebe.
—¿Quién?
Aunque Evelyn Beebe sólo tenía
dieciséis años, sus precoces encantos la
habían permitido ascender a la pandilla
de las mayores, y a Basil le parecía de
la misma generación que su heroína,
Leilia van Baker. Era casi como requerir
los servicios de Sarah Bernhardt, pero,
en cuanto se le ocurrió su nombre,
palidecieron las otras posibilidades.
A mediodía tocaban el timbre de la
casa de los Beebe. La turbación los
paralizó cuando la propia Evelyn les
abrió la puerta y, con una cortesía que
disimulaba cierta sorpresa, los invitó a
entrar.
De repente, a través de la puerta del
cuarto de estar, Basil vio y reconoció a
un joven en pantalones de golf.
—Creo que es mejor que no
entremos —dijo rápidamente.
—Vendremos en otro momento —
añadió Riply.
Se precipitaron hacia la puerta, pero
Evelyn les cortó el paso.
—No seáis tontos —insistió—. Sólo
es Andy Lockheart.
Sólo Andy Lockheart: ganador del
campeonato de golf del Oeste a los
dieciocho años, capitán del equipo de
béisbol de la universidad, guapo,
afortunado en todo lo que emprendía,
símbolo viviente del espléndido y
fascinante mundo de Yale. Basil llevaba
un año imitando su manera de andar e
intentaba sin éxito tocar el piano de
oído, como Andy Lockheart.
Ni siquiera fueron capaces de huir,
así que acabaron dentro del salón. Su
proyecto parecía de repente presuntuoso
y absurdo.
Evelyn, que se dio cuenta de cómo
se sentían, intentó tranquilizarlos con
una broma amable.
—Ya era hora de que vinieras a
verme —le dijo a Basil—. Me he
pasado las tardes esperándote. Llevo sin
salir…'desde la fiesta de los Davies.
¿Por qué no has venido antes?
La miró sin entender, incapaz hasta
de sonreír, y murmuró entre dientes:
—Seguro que has estado
esperándome.
—Pues sí. Siéntate y dime por qué te
has olvidado de mí. Me imagino que los
dos habéis estado persiguiendo a la
maravillosa Imogene Bissel.
—Bueno, creo que… —dijo Basil
—. He oído que ha ido a que le hagan…
una especie de apendicitis… Quiero
decir…
Su voz se fue apagando hasta
hacerse inaudible, mientras Andy
Lockheart comenzaba a tocar al piano
una serie de reconcentrados acordes que
acabaron convirtiéndose en una
machicha, hijastra excéntrica del tango.
Evelyn apartó la alfombra de un
puntapié, se levantó un poco la falda y
se puso a taconear y dar vueltas con
mucha soltura.
Se sentaron en el sofá a mirarla,
inmóviles como cojines. Era casi
preciosa, de rasgos más bien
pronunciados y una piel clara y fresca
tras la que su corazón parecía temblar un
poco de risa. Su voz y su cuerpo ágil
siempre estaban imitando,
caricaturizando cada sonido y cada
gesto de quien anduviera cerca, e
incluso aquéllos a los que no les caía
simpática reconocían que «Evelyn
siempre te hace reír». Remató su danza
con un falso traspié, agarrándose al
piano con expresión de horror, y Basil y
Riply soltaron una risilla. Viendo que ya
estaban menos nerviosos, se sentó a su
lado, y volvieron a reírse cuando dijo:
—Perdonad que haya perdido el
control.
—¿Quieres ser la protagonista de
una comedia que vamos a representar?
—preguntó Basil en un arrebato de
desesperación—. Será en el colegio
Martindale, a beneficio de los niños
pobres.
—Basil, me coge tan de sorpresa…
Andy Lockheart los miró desde el
piano.
—¿Qué vais a representar, un
espectáculo musical?
—No, una comedia policiaca que se
llama La sombra atrapada. La señorita
Halliburton será la directora —de
pronto se había dado cuenta de que era
conveniente escudarse detrás de aquel
nombre.
—¿Por qué no montáis algo como la
secretaria particular? —lo interrumpió
Andy—. Para vosotros estaría bien. La
representamos en el colegio el último
curso.
—No, no, ya lo hemos decidido —
dijo Basil rápidamente—. Vamos a
montar esa obra que he escrito yo.
—¿La has escrito tú? —exclamó
Evelyn.
—Sí.
—¡Dios mío! —dijo Andy. Y
empezó a tocar otra vez.
—Mira, Evelyn —dijo Basil—, sólo
serán tres semanas, y tú serás la
protagonista.
Evelyn se echó a reír.
—No, no puedo. ¿Por qué no habláis
con Imogene?
—Ya te he dicho que está mala.
Oye…
—¿Y Margaret Torrence?
—Sólo quiero que seas tú.
La rotundidad de la propuesta la
conmovió, y titubeó un instante. Pero el
héroe del Campeonato de Golf del Oeste
los miraba desde el piano con una
sonrisa burlona, y Evelyn dijo que no
con la cabeza.
—No puedo, Basil. Tengo que ir al
Este con mis padres.
Basil y Ripley se levantaron de mala
gana.
—Dios mío, Evelyn, ojalá pudieras
ser la protagonista.
—Qué más quisiera yo.
A Basil le costaba irse; pensaba
deprisa, deseaba a Evelyn más que
nunca: sin Evelyn parecía que no valía
la pena representar la obra. Entonces un
último recurso desesperado tomó forma
en sus labios:
—Estarías maravillosa. ¿Sabes? El
protagonista será Hubert Blair.
La miraba conteniendo la
respiración: veía que estaba dudando.
—Adiós —dijo entonces Basil.
Los acompañó a la puerta y salió
con ellos al porche, un poco
preocupada.
—¿Cuánto has dicho que durarían
los ensayos? —preguntó pensativa.

II.

Una tarde de agosto, tres días más


tarde, Basil leía la comedia a los
actores en el porche de la señorita
Halliburton. Estaba nervioso y al
principio lo hubieron de interrumpir con
algún «Más alto» y «No vayas tan
deprisa». Pero, cuando su auditorio
empezaba a divertirse con el
intercambio de agudezas y chistes entre
los dos ladrones —agudezas y chistes
que ya les habían sido útiles a Weber y
Fields—, lo interrumpió Hubert Blair,
que llegó tarde.
Hubert tenía quince años y era un
muchacho más bien superficial, al
margen de dos o tres virtudes que poseía
en grado extraordinario. Pero una
cualidad excepcional sugiere la
presencia de otras, y las chicas siempre
acababan cediendo a sus caprichos más
insospechados, soportando la
inconstancia de su corazón, sin
convencerse jamás de que su profunda
indiferencia era invencible. Las
deslumbraba su escandalosa seguridad
en sí mismo, su ingenuidad de querubín,
que ocultaba un astuto talento para
ganarse a la gente, y su extraordinario
encanto físico. De piernas largas,
maravillosamente proporcionado, tenía
ese equilibrio de acróbata que suele
caracterizar a los cortos de talla. Nunca
se estaba quieto, y era una delicia
mirarlo. Evelyn Beebe no era la única
chica mayor que había descubierto en él
una misteriosa promesa y lo observaba
desde hacía tiempo con algo más que
curiosidad.
Se quedó en la entrada con una
expresión de afectada reverencia en la
cara redonda e impertinente.
—Perdón —dijo—. ¿Es ésta la
Primera Iglesia Metodista Episcopal?
—todos se rieron, hasta Basil—. No
estoy seguro. Puede que esté en la
iglesia que busco, pero a lo mejor me he
equivocado de banco.
Volvieron a reírse, pero con menos
gana. Basil esperó a que Hubert se
sentara al lado de Evelyn Beebe. Luego
reanudó la lectura, mientras los demás,
fascinados, miraban cómo Hubert hacía
equilibrios para mantener la silla sólo
sobre las patas traseras. Este chirriante
experimento se convirtió en el ruido de
fondo de la lectura. Hasta el
desesperado «Aquí entras tú, Hube» de
Basil, no volvieron a prestar atención a
la comedia.
Basil leyó durante más de una hora.
Cuando por fin cerró el cuaderno y
levantó tímidamente la vista, estallaron
espontáneos los aplausos. Había imitado
escrupulosamente a sus modelos y, a
pesar de los muchos detalles grotescos,
el resultado final era interesante: era una
verdadera obra de teatro. Después de
charlar un rato con la señora
Halliburton, volvió a casa radiante de
emoción, y repitiendo en voz baja las
mejores frases en la noche de agosto.
La primera semana de ensayos Basil
no hizo otra cosa que ir y venir de la
sala al escenario, gritando: «¡No!
¡Fíjate, Connie; tienes que entrar así!».
Entonces empezaron a ocurrir ciertas
cosas. La señora Van Schellinger fue al
ensayo un día, y aguantó hasta el final
para anunciar que no podía permitir que
Gladys saliera en «una obra de
criminales». Su teoría era que esta
circunstancia podía ser eliminada; por
ejemplo, los dos ladrones cómicos
podrían convertirse en «dos divertidos
labradores».
Basil la oyó horrorizado. En cuanto
se fue, le aseguró a la señorita
Halliburton que no cambiaría ni una
letra. Por fortuna Gladys hacía de
cocinera, un papel añadido a última hora
que podía ser suprimido sin problemas,
pero su ausencia se notó por otras
razones. Era tranquila y dócil, «la chica
mejor educada de la ciudad», y con su
retirada el desorden hizo acto de
presencia en los ensayos. Los que sólo
tenían frases como «Se lo preguntaré a
la señora Van Baker, señor», en el
primer acto, y «No, señora», en el
tercero, mostraron cierta tendencia a
ponerse nerviosos entre una y otra
intervención. Ahora se oían cosas así:
—¡Por favor, sujeta al perro o
llévatelo a casa!
O también:
—¿Dónde está la criada? ¡Despierta,
Margaret, por amor de Dios!
O:
—¿De qué mierda os reís tanto?
Pero el principal problema era cómo
manejar con tacto a Hubert Blair.
Dejando aparte su poca disposición a
aprenderse el papel, era un protagonista
satisfactorio, pero fuera del escenario se
convertía en un verdadero incordio. No
dejaba de montar números, funciones
privadas, para Evelyn Beebe, como
perseguirla amorosamente por la sala o
lanzar cacahuetes por encima del
hombro para que aterrizaran
misteriosamente en el escenario. Si se le
llamaba al orden, refunfuñaba: «Anda,
cállate tú», lo suficientemente alto para
que Basil sospechara lo que había
dicho, pero no lo oyera.
Pero Evelyn Beebe era todo lo que
Basil había esperado. Cuando subía al
escenario atraía de tal manera la
atención que no se oía ni respirar, y
Basil lo advirtió y alargó su papel.
Envidiaba cómo Hubert y ella
aprovechaban las escenas que tenían
juntos para divertirse en plan romántico,
y sentía unos celos vagos, impersonales,
cuando después del ensayo, casi todas
las noches, se iban juntos en el coche de
Hubert.
Una tarde, cuando ya llevaban
ensayando quince días, Hubert llegó una
hora tarde, no dio golpe durante el
primer acto y luego le dijo a la señorita
Halliburton que se iba a casa.
—¿Por qué? —preguntó Basil.
—Tengo cosas que hacer.
—¿Son importantes?
—¿Y a ti qué?
—¡Cómo que a mí qué! —dijo Basil
indignado, de modo que tuvo que
intervenir la señorita Halliburton.
—No hay motivos para enfadarse.
Lo que Basil quiere decir, Hubert, es
que si se trata de algo sin importancia…
Ya sabes, todos estamos renunciando a
alguna cosa para que la obra sea un
éxito.
Hubert la escuchaba con evidente
aburrimiento.
—Tengo que recoger con el coche a
mi padre en el centro.
Miró a Basil con descaro, como si
lo desafiara a rechazar esta explicación.
—Entonces ¿por qué has llegado con
una hora de retraso? —preguntó Basil.
—Porque tuve que hacerle un recado
a mi madre.
Se había ido formando un grupo, y
Hubert miró a su alrededor con aire de
triunfo. Era una excusa sagrada, y sólo
Basil se daba cuenta de que era una
mentira.
—¡Tonterías! —dijo.
—Eso lo dices tú… Tirano.
Basil dio un paso hacia él, con los
ojos brillantes.
—¿Qué has dicho?
—He dicho «Tirano». ¿No te llaman
así en el colegio?
Era verdad. Y también en casa. A la
vez que palidecía de rabia, iba sintiendo
una impotencia absoluta: se estaba
dando cuenta de que el pasado siempre
merodeaba cerca, al acecho. Las caras
del colegio lo rodeaban, mirándolo,
burlándose. Hubert se echó a reír.
—Vete —dijo Basil forzando la voz
—. ¡Vamos! ¡Vete ahora mismo!
Hubert volvió a reírse, pero, cuando
Basil dio un paso hacia él, retrocedió.
—De todas formas, no quiero actuar
en tu obra. Nunca he tenido intención de
actuar.
—Pues vete ya de esta sala.
—¡Vamos, Basil! —la señorita
Halliburton se interponía entre los dos,
angustiada. Hubert se rió de nuevo
mientras buscaba su gorra.
—Ni se me ocurriría actuar en tu
ridícula función —dijo. Se volvió
despacio, airosamente, y se dirigió a la
puerta con toda la tranquilidad del
mundo.
Riply Buckner leyó el papel de
Hubert aquella tarde, pero una sombra
planeaba sobre el ensayo. A la
interpretación de la señorita Beebe le
faltó la fuerza de costumbre, y los demás
se dedicaban a formar corrillos y
murmurar, y se callaban en cuanto Basil
se acercaba. Después del ensayo, la
señorita Halliburton, Riply y Basil se
reunieron para considerar la situación.
Como Basil se negara terminante a hacer
el papel principal, decidieron reclutar a
un tal Mayall de Bec, a quien Riply
conocía superficialmente, que había
conseguido cierto renombre en las
funciones teatrales del instituto.
Pero al día siguiente llegó el golpe
irreparable. Evelyn, ruborizada y
nerviosa, les dijo a Basil y a la señorita
Halliburton que los planes de su familia
habían cambiado: se irían al Este la
próxima semana y no podría actuar en la
obra. Basil comprendió: sólo había
aguantado tanto tiempo por la presencia
de Hubert.
—Adiós —dijo con tristeza.
Ante su ostensible desesperación,
Evelyn se sintió avergonzada y trató de
disculparse.
—No puedo hacer nada. ¡Ay, Basil,
me da tanta pena!
—¿No te podrías quedar conmigo
una semana cuando se vaya tu familia?
—preguntó inocentemente la señorita
Halliburton.
—Es imposible. Papá quiere que
vayamos todos. Por eso me voy; si no,
me quedaría.
—Muy bien —dijo Basil—. Adiós.
—Basil, no te has enfadado,
¿verdad? —se dejaba llevar por una
oleada de remordimiento—. Os ayudaré.
Vendré a los ensayos esta semana, hasta
que encontréis a otra chica, y procuraré
ayudarla en lo que pueda. Pero papá ha
dicho que tenemos que irnos.
Riply intentó en vano elevar la
moral de Basil después del ensayo de
aquella tarde, sugiriéndole nombres que
Basil desechó desdeñosamente.
¿Margaret Torrence? ¿Connie Davies?
Ni siquiera podían con sus papeles. A
Basil le parecía que el proyecto se
derrumbaba ante sus ojos.
Era todavía temprano cuando volvió
a casa. Desanimado, se sentó junto a la
ventana de su dormitorio a mirar cómo
jugaba solo en el jardín de la casa de al
lado el hijo pequeño de los Barnfield.
Su madre llegó a las cinco, e
inmediatamente se dio cuenta de su
abatimiento.
—Teddy Barnfield tiene paperas —
dijo, intentando distraerlo—. Por eso
está ahí jugando solo.
—¿Paperas? —respondió con
indiferencia.
—No son peligrosas, pero sí muy
contagiosas. Tú las pasaste a los siete
años.
—Hum…
Su madre titubeaba.
—¿Estás preocupado con la obra?
¿Ha pasado algo?
—No, mamá. Es que necesito estar
solo.
Un rato después, salió a tomar un
batido en la heladería de la esquina. Se
le había ocurrido la vaga idea de hablar
con el señor Beebe para preguntarle si
no podía aplazar el viaje al Este. Pero ni
siquiera estaba seguro de que Evelyn no
le hubiera mentido.
La aparición del hermano de Evelyn,
un niño de nueve años, que venía por la
calle, interrumpió sus pensamientos.
—Hola, Ham. Me han dicho que os
vais de viaje.
Ham asintió.
—La semana que viene. Nos vamos
a la playa.
Basil lo miraba con aire pensativo,
como si por su proximidad a Evelyn
poseyera la clave para dominarla.
—¿Adónde vas ahora? —preguntó.
—Voy a jugar con Teddy Barnfield.
—¿Cómo? —exclamó Basil—. ¿No
sabes que…?
Calló. Se le había ocurrido una idea
criminal, disparatada. Recordaba las
palabras de su madre: «No son
peligrosas, pero sí muy contagiosas». Si
el pequeño Ham Beebe cogiera las
paperas, y Evelyn no pudiera irse…
Tomo una rápida y fría decisión.
—Teddy está jugando en el jardín
trasero —dijo—. Si quieres verlo sin
pasar por su casa, puedes seguir esta
calle y torcer luego por el callejón.
—Estupendo, gracias —dijo Ham
confiadamente.
Basil se quedó mirándolo un
instante, hasta que dobló la esquina del
callejón: era perfectamente consciente
de que aquello era lo peor que había
hecho en su vida.

III.

Una semana después la señora Lee


preparó la cena antes de lo habitual —
todos los platos preferidos de Basil:
picadillo de ternera, patatas fritas a la
francesa, melocotón con nata y tarta de
chocolate.
Cada dos o tres minutos Basil decía:
«¡Dios mío! ¿Qué hora será ya?», y salía
al recibidor a mirar el reloj. Y, con
repentina sospecha, preguntaba: «¿Ese
reloj funciona?». Era la primera vez que
se interesaba por semejante asunto.
—Perfectamente. Si comes tan
deprisa, tendrás una indigestión y no
podrás hacer bien el papel.
—¿Qué te parece el programa? —
preguntó por tercera vez—. «Riply
Buckner, hijo, presenta la comedia de
Basil Duke Lee La sombra atrapada».
—Me parece precioso.
—En realidad, Riply no la presenta.
—Pero suena muy bien.
—¿Qué hora será ya? —preguntó.
—Acabas de decir que eran las seis
y diez.
—Bueno, creo que será mejor que
me vaya.
—Cómete los melocotones, Basil. Si
no comes, no podrás actuar.
—Yo no tengo que actuar —dijo con
paciencia—. Mi papel es muy corto, y
daría lo mismo… —era demasiada
molestia dar explicaciones.
—Por favor, mamá, no me sonrías
cuando salga al escenario —suplicó—.
Haz como si no me conocieras.
—¿No puedo ni siquiera decir:
«Encantada de conocerle»?
—¿Qué?
Había perdido el sentido del humor.
Se despidió. Esforzándose en digerir, no
la comida, sino su corazón, que parecía
habérsele bajado al estómago, se
encaminó hacia el colegio Martindale.
Cuando las ventanas amarillas del
colegio surgieron en la noche, el
nerviosismo se hizo insoportable: aquel
edificio no era el mismo en el que
llevaba entrando con absoluta
indiferencia tres semanas. Sus pasos
resonaron simbólicamente,
prodigiosamente, en el vestíbulo
desierto; arriba sólo estaba el conserje,
que colocaba las sillas en fila, y Basil
esperó, dando vueltas por el escenario
vacío, a que llegara alguien.
Fue Mayall de Bec, el joven alto,
inteligente y no demasiado simpático
que habían importado de la avenida de
Lower Crest para que hiciera el papel
principal. Mayall, lejos de estar
nervioso, trató de entablar alguna trivial
conversación con Basil. Le gustaría
saber si, según Basil, a Evelyn Beebe le
importaría que fuera a verla de vez en
cuando después de la función. Basil
suponía que no. Mayall dijo que el
padre de un amigo suyo tenía una fábrica
de cerveza y un coche de doce cilindros.
—¡Caramba! —dijo Basil.
A las siete menos cuarto empezaron
a llegar los actores y los colaboradores:
Riply Buckner, con seis chicos que
había buscado para que hicieran de
porteros y acomodadores; la señorita
Halliburton, que trataba de aparentar
calma y seguridad; Evelyn Beebe, que
llegó como si estuviera haciéndole a
alguien un gran favor, y que parecía
decirle a Basil con los ojos:
—Bueno, parece que voy a hacerlo,
después de todo.
Mayall de Bec iba a maquillar a los
chicos y la señorita Halliburton a las
chicas. Basil llegó inmediatamente a la
conclusión de que la señorita
Halliburton no tenía la menor idea sobre
maquillaje, pero consideró diplomático,
dado el estado de nervios de la dama, no
decir una palabra: llevaría a cada chica
a que Mayall la retocara, una vez que
terminara la señorita Halliburton.
Una exclamación de Bill Kampf, que
miraba a la sala por una rendija del
telón, hizo que Basil corriera a su lado.
Había llegado un hombre alto y calvo,
con gafas; lo habían acomodado en un
asiento del centro de la sala, donde
examinaba el programa. Era el público.
Tras aquellos ojos expectantes, de
repente insondables y misteriosos, se
hallaba el secreto del fracaso o el éxito
de la obra. Acabó de leer el programa,
se quitó las gafas y miró a su alrededor.
Entraron dos señoras de edad y dos
niños, inmediatamente seguidos por una
docena más.
—Eh, Riply —dijo Basil en voz
baja—. Diles que pongan a los niños en
las primeras filas.
Riply, que se debatía dentro de su
uniforme de policía, miró hacia el
escenario, y en el labio superior le
tembló de indignación el largo bigote
negro.
—Ya había pensado en eso.
La sala se iba llenando rápidamente
y cobraba vida con el rumor de las
conversaciones. Los niños de las
primeras filas daban saltos en los
asientos, y todo el mundo charlaba, y
todos se llamaban y saludaban, menos
las criadas y las cocineras, repartidas en
parejas por la sala, calladas y muy
tiesas.
Entonces, de pronto, todo estuvo
listo. Era increíble. «¡Un momento! ¡Un
momento!», hubiera querido decir Basil.
«Es imposible que esté todo en su punto.
Debe faltar algo… Siempre ha faltado
algo», pero la sala a oscuras, y el piano
y el violín de la Orquesta Geyer
interpretando Te espero en las sombras,
desmentían aquellas palabras. La
señorita Saunders, Leilia van Baker y la
amiga de Leilia, Estella Carrage,
estaban ya en escena, y la señorita
Halliburton, la apuntadora, se
encontraba entre bastidores con la obra
en la mano. De pronto cesó la música y
el parloteo de las primeras filas se
apagó.
«Dios mío», pensó Basil. «Ay, Dios
mío».
Se levantó el telón. Una voz clara
salió de alguna parte. ¿Provenía de
aquel extraño grupo que ocupaba el
escenario?

—Lo leeré, señorita Saunders. ¡Le


digo que lo leeré!
—Pero, señorita Leilia, no
considero lectura apropiada para una
señorita los periódicos de hoy día.
—No me importa. Quiero leer lo que
dicen sobre ese maravilloso ladrón de
guante blanco a quien llaman La
Sombra.
Era verdad: había empezado la
función. Casi antes de que se diera
cuenta, se oyeron risas entre el público
cuando Evelyn imitó a sus espaldas a la
señorita Saunders.
—Prepárate, Basil —susurró la
señora Halliburton.
Basil y Bill Kampf, los ladrones,
cogían por los brazos a Victor van
Baker, el disoluto primogénito, para
ayudarlo a cruzar la puerta de la casa.
Era extraño y natural estar en el
escenario con todos aquellos ojos que
miraban alentadores. El rostro de su
madre pasó como flotando, entre otros
rostros que reconocía y recordaba.
Bill Kampf se equivocó en una frase,
pero Basil respondió inmediatamente y
continuó.
SEÑORITA SAUNDERS: Así que usted
es concejal del sexto distrito.
SIMMONS EL CONEJO: Sí, señora.
SEÑORITA SAUNDERS (moviendo la
cabeza con coquetería): ¿Qué es un
concejal exactamente?
RUDD EL CHINO: Un concejal es un
cruce de político y pirata.

Era una de las frases de las que


Basil estaba más orgulloso, pero el
público no se inmutó, ni siquiera hubo
una sonrisa. Un instante después Bill
Kampf, distraído, se secó la frente con
el pañuelo, y miró sorprendido el
pañuelo, asustado por las manchas rojas
del maquillaje, y el público rió a
carcajadas. El teatro era así.

SEÑORITA SAUNDERS: Entonces


usted cree en los espíritus, señor Rudd.
RUDD EL CHINO: Sí, señora, creo
firmemente en las bebidas espirituosas.
¿Tiene?

Y llegó la primera gran escena. En el


escenario a oscuras se abría lentamente
una ventana y por ella se deslizaba
Mayall de Bec, «en estricto traje de
etiqueta». Atravesaba de puntillas el
escenario, cauteloso, y entonces entraba
Leilia Van Baker. Parecía asustarse,
pero enseguida el caballero la
convencía de que era un amigo de su
hermano Victor. Charlaban. Leilia le
contaba ingenuamente, con emoción, que
admiraba a La Sombra: había leído sus
hazañas en los periódicos. Pero
esperaba que La Sombra no se
presentara aquella noche, pues aquella
caja fuerte, a la derecha, guardaba las
joyas de la familia.
El desconocido tenía hambre. Se le
había hecho tarde para la cena y no
había comido nada aquella noche. Si
pudiera tomar un poco de leche con
galletas… Sería estupendo. No había
terminado Leilia de salir de la
habitación, y ya estaba el desconocido
arrodillado ante la caja fuerte, tanteando
la cerradura, sin dejarse desanimar por
la palabra tan poco prometedora que
habían escrito en la puerta de la caja:
Pasteles. Ya se abría cuando oyó pasos,
y volvió a cerrarla en el preciso instante
en que Leilia volvía con la leche y las
galletas.
No se decidían a separarse porque,
estaba claro, se atraían mutuamente.
Entonces entraba la señorita Saunders,
muy coqueta, y tenían lugar las
presentaciones. Evelyn volvió a imitarla
a sus espaldas y el público rió a
carcajadas. Aparecían otros habitantes
de la casa y todos eran presentados al
desconocido.
¿Qué es eso? Se oye un portazo, y
Mulligan, un policía, irrumpe en escena.

—Acabamos de recibir un mensaje


de la comisaría central: ¡La famosa
Sombra ha sido vista cuando entraba por
la ventana! ¡Nadie puede abandonar la
casa esta noche!

Cayó el telón. Las primeras filas —


los hermanos pequeños de los
intérpretes— derrocharon entusiasmo.
Los actores hicieron una reverencia.
Y entonces Basil se encontró a solas
con Evelyn Beebe en el escenario.
Parecía, apoyada en una mesa, una
muñeca maquillada y cansada.
—¡Ay, Basil! —dijo.
No acababa de perdonarle que la
hubiera obligado a cumplir su promesa
después de que las paperas de su
hermano aplazaran el viaje al Este, y
Basil la había rehuido con tacto, pero
ahora los unía la emoción y el éxito, esa
amable sensación.
—Has estado maravillosa —dijo—.
¡Maravillosa!
Se quedó con ella un instante. No le
gustaría nunca a Evelyn, porque Evelyn
necesitaba a alguien que fuera como
ella, alguien que le entrara por los
sentidos, como Hubert Blair. Su
intuición le decía que Basil era un poco
imprevisible; y, además, sus incansables
intentos de obligar a la gente a pensar y
a tener opiniones la molestaban y
aburrían. Pero, de pronto, con las
emociones de la noche, se besaron
apaciblemente, y, a partir de aquel
momento, puesto que no tenían nada en
común sobre lo que pelearse, fueron
amigos para toda la vida.
Cuando el telón se levantó para el
segundo acto, Basil bajó unas escaleras,
subió otras y apareció al fondo de la
sala, desde donde se puso a ver la
representación en la oscuridad. Se reía
en silencio cuando el público se reía,
divirtiéndose como si fuera una comedia
que jamás hubiera visto.
Había dos escenas, en el segundo y
el tercer acto, que eran muy parecidas:
La Sombra, solo en el escenario, era
interrumpido por la señorita Saunders.
Mayall de Bec, que sólo había ensayado
diez días, solía confundir las dos
escenas, pero Basil no se esperaba lo
que ocurrió. Entró en escena Connie, y
Mayall dijo la frase del tercer acto, y
Connie, sin darse cuenta de lo que
pasaba, contestó como si estuvieran en
el tercer acto.
Los que iban apareciendo en escena
se dejaban llevar por el nerviosismo y
la confusión, y, de pronto, todos estaban
representando el tercer acto en medio
del segundo. Sucedió tan rápidamente
que, durante un instante, Basil sólo tuvo
una confusa impresión de que algo no
funcionaba. E inmediatamente se lanzó
escaleras abajo y escaleras arriba hasta
gritar entre bastidores:
—¡Bajad el telón! ¡Bajad el telón!
Los chicos que estaban allí tiraron
asustados de la cuerda. Y, segundo
después, Basil, jadeante, se dirigía al
público.
—Damas y caballeros —dijo—, ha
habido cambios en el reparto, y hemos
cometido un error en la última escena.
Si nos lo permiten, la repetiríamos con
mucho gusto.
Se retiró entre bastidores
acompañado por un clamor de risas y
aplausos.
—Muy bien, Mayall —gritó,
excitado—. Estás solo en el escenario y
dices: «Sólo quiero comprobar si las
joyas están a salvo». Y Connie te
responde: «Adelante, no se preocupe
por mí». ¡Venga! ¡Arriba el telón!
Y en un momento las cosas se
arreglaron solas. Alguien le llevó un
vaso de agua a la señorita Halliburton,
que estaba a punto de sufrir un colapso,
y, al terminar el acto, tuvieron que
volver a saludar. Veinte minutos
después, acabó la representación. El
héroe abrazaba a Leilia y le confesaba
que era La Sombra, «una Sombra
atrapada ya». El telón subió y bajó, y
volvió a subir y bajar. La señorita
Halliburton fue sacada a rastras al
escenario y los acomodadores
aparecieron por el pasillo cargados de
flores. Y entonces las cosas volvieron a
ser familiares, sin ceremonia, y los
actores se mezclaron con el público,
muy contentos, riéndose, importantes,
mientras los felicitaba todo el mundo.
Un anciano a quien Basil no conocía se
le acercó y le estrechó la mano,
diciendo: «Eres un joven que dará que
hablar algún día», y un periodista local
le preguntó si era verdad que sólo tenía
quince años. Lo que podría haber sido
un auténtico desastre, desmoralizador,
ya había pasado. Cuando la gente se
dispersó y los pocos que habían ido
quedando se despidieron con pocas
palabras, sintió un gran vacío en el
corazón. Ya había acabado todo, ya
había pasado: tanto trabajo, interés y
dedicación. Aquel vacío se parecía al
miedo.
—Buenas noches, señorita
Halliburton. Buenas noches, Evelyn.
—Buenas noches, Basil.
Enhorabuena, Basil. Buenas noches.
—¿Dónde está mi abrigo? Buenas
noches, Basil.
—Dejad los trajes en el escenario,
por favor. Tenemos que devolverlos
mañana.
Fue casi el último en irse: había
subido un momento al escenario, a mirar
la sala desierta. Su madre lo estaba
esperando y volvieron juntos a casa,
dando un paseo. Fue la primera noche
fría del año.
—Bueno, creo que ha salido muy
bien. ¿Estás contento? —Basil no
respondía—. ¿No estás contento de
cómo ha salido?
—Sí —dijo, y volvió la cara.
—¿Qué te pasa?
—Nada —calló un momento—. La
verdad es que a nadie le importa, ¿no?
—¿Qué es lo que no les importa?
—Nada.
—A cada uno le importan cosas
diferentes. A mí me importas tú, por
ejemplo.
Instintivamente se apartó de la mano
que iba a acariciarlo.
—No, por favor. No pensaba en eso.
—Lo que pasa es que estás cansado
de tantas emociones, cariño.
—No estoy cansado. Es como si
estuviera triste.
—No deberías estar triste. ¿Sabes?
Después de la función todos me han
dicho que…
—Bueno, ya ha terminado. No me
hables de eso… No vuelvas a hablarme
de eso.
—Pero ¿por qué estás triste?
—Por un niño.
—¿Un niño?
—Sí, por Ham… No puedes
entenderlo.
—Cuando lleguemos a casa te voy a
preparar un baño caliente para que te
tranquilices.
—Muy bien.
Pero cuando llegó a casa se quedó
profundamente dormido en el sofá. Su
madre no sabía si despertarlo. Lo tapó
con una manta y un edredón, le puso una
almohada bajo la cabeza, que se
resistió, y subió a su dormitorio.
Estuvo arrodillada junto a la cama
mucho rato.
—Dios mío, ayúdalo, ayúdalo —
rezaba—, porque la ayuda que necesita
yo ya no puedo dársela.
Basil y Cleopatra

Basil y Cleopatra
(Saturday Evening Post, 21 de
abril de 1929) fue el último
relato de la serie dedicada a
Basil Duke Lee. Fitzgerald no
lo incluyó en Taps at Reveille
aunque es uno de los cuentos
dedicados a Basil más
convincentes. Quizá pensaba
que daba una imagen
demasiado edulcorada de la
juventud de Basil; al final del
relato Basil, al contrario que
Marco Antonio, antepone la
disciplina al amor.

I.

Cualquier sitio donde ella estuviera,


para Basil se convertía en un lugar
precioso y encantado, aunque él no lo
considerara así. Pensaba que la
fascinación era inherente al lugar, y
mucho tiempo después la calle más
corriente o el simple nombre de una
ciudad destilarían un brillo especial,
ciertas resonancias que encontraban
alerta a su alma y la colmaban de goce.
Pero, en su presencia, estaba demasiado
absorto para percibir el paisaje; así que
su ausencia no dejaba los lugares
vacíos, sino que, más bien, lo obligaba a
buscarla a través de habitaciones
hechizadas y jardines que en realidad no
había visto antes.
Esta vez, como siempre, sólo veía la
expresión de su cara, los labios, que
ofrecían una sugestiva traducción de
cada emoción que sentía o fingía sentir
—ah, labios impagables—, y todo lo
demás, toda ella, nueva como un
melocotón y vieja como sus dieciséis
años. Basil apenas se daba cuenta de
que estaban en una estación de
ferrocarril y no se daba cuenta en
absoluto de que ella acababa de echar
una mirada por encima del hombro de
Basil y se había enamorado de otro
chico. Cuando dio media vuelta con los
demás, camino del coche, ya estaba
actuando para el desconocido, aunque
modulara la voz para Basil y se pegara a
él, apretándole el brazo.
Si Basil se hubiera fijado en el otro
chico que acababa de apearse del tren,
sólo le hubiera dado lástima, como le
daban lástima todos los desgraciados de
los pueblos por los que pasaba el tren y
todos sus compañeros de viaje, que no
iban a ingresar en Yale dentro de dos
semanas ni iban a pasar tres días en la
misma ciudad que la señorita Erminie
Gilberte Labouisse Bibble. Todos
compartían la misma torpeza, el mismo
desamparo un poco despreciable.
Estaba en aquella ciudad porque en
aquella ciudad estaba Erminie Bibble.
En el Oeste, en su ciudad natal, un mes
antes, en los días tristes que precedieron
a la partida de Erminie, ella le había
dicho con una voz apremiante en la que
cabían todas las promesas imaginables:
—¿No conoces a algún chico en
Mobile que te invite mientras yo estoy
allí?
Siguió su sugerencia. Y ahora, con la
suave y desconocida ciudad del Sur
agitándose de verdad a su alrededor, su
excitación le hizo creer que el coche de
Fat Gaspar se elevaba en el aire cuando
se montaron. Los sorprendió una voz
desde la acera:
—Eh, Bessie Belle. Hola, William.
¿Qué tal?
El recién llegado era alto y flaco y
tendría un año más que Basil. Vestía un
traje de hilo blanco y un panamá bajo el
que ardían unos ojos sureños, feroces e
indomables.
—¡Littleboy Le Moyne! —exclamó
la señorita Cheever—. ¿Cuándo has
vuelto?
—Acabo de llegar, Bessie Belle.
Estás tan guapa que he vuelto para verte
más de cerca.
Le presentaron a Minnie y a Basil.
—¿Te dejo en alguna parte,
Littleboy? —preguntó Fat, que en su
pueblo se llamaba William.
—Pues… —Le Moyne dudaba—.
Eres muy amable, pero ya debería estar
aquí mi chófer.
—Móntate.
Le Moyne dejó caer su maleta
encima de Basil y con ceremoniosa
cortesía se sentó a su lado en el asiento
trasero. Basil intercambió una mirada
con Minnie, que le devolvió una sonrisa
como si dijera: «Esto es insoportable,
pero acabará pronto».
—¿Es usted por casualidad de
Nueva Orleans, señorita Bibble? —
preguntó Le Moyne.
—Sí.
—Es que acabo de llegar de allí y
me dijeron que una de sus más famosas
rompecorazones pasaba unos días aquí,
y mientras sus admiradores andaban a
tiros por toda la ciudad. Es verdad: yo
ayudaba a levantar los cadáveres cuando
se amontonaban en las calles.
«Eso de la izquierda debe de ser la
bahía de Mobile», pensaba Basil; «allí
abajo está Mobile», y la luna del Sur y
los estibadores negros, cantando. Las
casas, a uno y otro lado de la calle, se
desmoronaban apaciblemente tras
emparrados altivos y protectores; una
vez hubo miriñaques en aquellos
balcones, y guitarras nocturnas en los
jardines abandonados.
Hacía tanto calor… Las voces
estaban tan seguras de que tendrían
tiempo para decirlo todo… Hasta la voz
de Minnie, cuando contestaba a las
bromas del joven que tenía aquel apodo
tan raro, parecía más lenta, más
perezosa. Antes apenas había pensado
en que era una chica del Sur. Se
detuvieron ante una gran cancela:
destellos de una casa amarilla se
vislumbraban entre árboles frondosos.
Le Moyne se apeó del coche.
—Espero que os divirtáis durante
vuestra visita. Si me lo permitís, me
pasaré a veros por si puedo hacer algo
para que os divirtáis —se caló el
panamá—. Que tengáis un buen día.
Cuando el coche reanudó la marcha,
Bessie Belle se volvió y le sonrió a
Minnie.
—¿No te lo había dicho? —
preguntó.
—Me lo imaginé en la estación,
antes de que subiera al coche —dijo
Minnie—. Me figuré que era él.
—¿Te ha parecido guapo?
—Es divino —dijo Minnie.
—Pero siempre va con chicos
mayores.
Esta conversación interminable le
parecía a Basil un poco fuera de lugar.
Después de todo, aquel joven sólo era
un lugareño del Sur que vivía allí; si a
eso se sumaba que salía con chicos
mayores, parecía que le prestaban
demasiada atención a su existencia.
Pero Minnie se volvió hacia él y se
contoneó de modo provocador y unió las
manos de una manera suplicante y
humilde que invariablemente causaba un
alboroto en su corazón.
—Basil, me encantaban tus cartas —
dijo.
—Podrías haberme contestado.
—No he tenido ni un momento,
Basil. Pasé unos días en Chicago y luego
en Nashville. Ni siquiera he estado en
casa —bajó la voz—. Mis padres van a
divorciarse, Basil. ¿No es terrible?
Aquello lo impresionó. E
inmediatamente unió aquella idea a
Minnie, que se volvió doblemente
conmovedora; y, a causa de su romántica
conexión con ella, la idea del divorcio
jamás volvería a escandalizarlo.
—Por eso no te he escrito. Pero me
he acordado mucho de ti. Eres mi mejor
amigo, Basil. Siempre eres
comprensivo.
No: decididamente aquél no era el
tono con el que se habían despedido en
Saint Paul. Un rumor espantoso que no
había pensado mencionar le vino a los
labios.
—¿Quién es ese tal Bailey que
conociste en Lake Forest? —preguntó de
pasada.
—¡Buzz Bailey! —sus grandes ojos
se abrieron con sorpresa—. Es muy
atractivo, y baila, pero sólo somos
amigos —arrugó el entrecejo—. Seguro
que Connie Davies ha ido
chismorreando por Saint Paul. De
verdad, estoy harta de chicas que, por
envidia o porque no tienen nada mejor
que hacer, se dedican a criticarte si te lo
pasas bien.
Ahora estaba convencido de que
había pasado algo en Lake Forest, pero
disimuló ante Minnie la punzada de
dolor.
—Y, además, tú no puedes hablar —
sonrió de repente—. Me figuro que todo
el mundo sabe lo voluble que es usted,
señor Basil Duke Lee.
Generalmente una alusión así se
considera un halago, pero la ligereza,
casi la indiferencia, con que ella
hablaba alarmó aún más a Basil, y
entonces, de pronto, la bomba estalló.
—No tienes que preocuparte por
Buzz Bailey. Por ahora tengo el corazón
absolutamente intacto y sin compromiso.
Antes de que Basil llegara a asimilar
la enormidad que acababa de soltar, se
detuvieron ante la puerta de Bessie
Belle Cheever y las dos chicas subieron
corriendo las escaleras, volviéndose
para decir:
—Hasta esta tarde.
Mecánicamente Basil se sentó en el
asiento delantero, junto a su anfitrión.
—¿Vas a jugar en el equipo de fútbol
de primero, Basil? —preguntó William.
—¿Cómo? Ah, sí, desde luego. Si se
cumplen ciertas condiciones.
Pero su corazón no ponía
condiciones: jugar al fútbol era la mayor
ambición de su vida.
—Creo que no te costará mucho
entrar en el equipo de primero. Ese tipo
que acabas de conocer, Littleboy Le
Moyne, va este año a la Universidad de
Princeton. Jugaba de ala en el equipo de
su colegio, la Escuela Militar de
Virginia.
—¿Quién le ha puesto ese nombre
absurdo?
—Bueno, su familia siempre lo ha
llamado así y se le pegó a todo el mundo
—y añadió, un momento después—: Las
ha invitado al baile de esta noche en el
Club de Campo.
—¿Cuándo las ha invitado? —
preguntó Basil, sorprendido.
—Hace un momento. Era de lo que
estaban hablando. Yo pensaba invitarlas,
y estaba preparando el terreno poco a
poco, pero se me adelantó antes de que
se me presentara la ocasión —suspiró,
echándose la culpa—. Bueno, ya las
veremos en el baile.
—Claro que sí; no importa —dijo
Basil.
Pero ¿se trataba de un fallo de Fat?
¿No podría haber dicho Minnie: «Basil
ha venido a verme y tengo que salir con
él la primera noche que pasa aquí»?
¿Qué había sucedido? Hacía un mes,
en la estación de ferrocarril de Saint
Paul, brumosa y ensordecedora, detrás
de un furgón de equipajes, Basil la había
besado, y ella le había dicho con la
mirada: «Otra vez». Hasta el final, hasta
que desapareció entre un remolino de
vapor en la ventanilla del tren, había
sido suya: y no eran cosas que uno se
imaginara, eran cosas que se sabían.
Estaba desconcertado. Minnie no era
así: a pesar de su deslumbrante éxito
entre los chicos, siempre era amable.
Trató de recordar alguna cosa que
hubiera podido molestarla en sus cartas,
trató de encontrarse nuevos defectos.
Quizá no le había gustado aquella
mañana. La alegría con que había
llegado se iba desvaneciendo en el aire.
Parecía la de siempre mientras
jugaba al tenis aquella tarde. Ella
admiró sus golpes y una vez, cuando se
acercaron a la red, le tocó la mano de
repente. Pero, más tarde, bebiendo
limonada en la galería amplia y
sombreada de los Cheever, tuvo la
impresión de que no podría quedarse a
solas con ella ni un minuto. ¿Fue una
casualidad que, en el coche, al volver de
la pista de tenis, se sentara delante con
Fat? En el verano Minnie había buscado
las ocasiones para quedarse a solas con
él, incluso en los momentos más
difíciles. En un estado que presagiaba
algún terrible descubrimiento, Basil se
arregló para el baile del Club de
Campo.
El club estaba en un pequeño valle,
casi oculto entre sauces, y a través de
las siluetas negras de los árboles, en
manchas y masas irregulares, goteaba la
luz de una inmensa luna otoñal. Mientras
aparcaban el coche, la canción preferida
de Basil, Chinatown, surgía de las
ventanas y se disolvía en notas que
corrían en tropel como duendes por el
claro del bosque. Su corazón se aceleró:
lo ahogaba; la oscuridad tropical,
palpitante, contenía una promesa de
aventuras amorosas tal como había
soñado; pero, frente a aquella promesa,
se sintió demasiado pequeño e
impotente para alcanzar la felicidad que
anhelaba. Cuando bailaba con Minnie,
se avergonzaba de imponerle su
presencia de simple mortal en aquel país
de las hadas donde figuras
excepcionales alcanzaban proporciones
altísimas de magnificencia y belleza.
Para hacerlo rey de aquel país, tendría
que haberlo abrazado, atraerlo con
suaves palabras; pero sólo dijo:
—¿No es maravilloso, Basil? ¿Te lo
has pasado mejor alguna vez en tu vida?
Cuando, entre baile y baile, habló un
rato con Le Moyne, Basil se comportó
con asombrosa timidez, celoso y
titubeante. Le molestaba aquella larga
figura que se cernía ávidamente sobre
Minnie mientras bailaban, pero le
resultaba imposible cogerle antipatía o
no reírse con las bromas que, muy serio,
les gastaba a las chicas. Basil y William
Gasper eran los más jóvenes de la
fiesta, y Bessie Belle y Minnie eran las
más jóvenes, y por primera vez en su
vida deseó apasionadamente tener más
años, y ser menos impresionable, menos
sensible. Estremeciéndose ante cada
aroma, cada imagen, cada melodía,
quería estar ya de vuelta de todo,
tranquilo. Desesperado, sentía cómo
aquel mundo de belleza se derramaba
sobre él como luz lunar, oprimiéndolo,
convirtiendo su respiración en un
suspiro, entrecortado, asfixiado,
mientras nadaba indefenso en una
superabundancia de juventud por la que
el centenar de adultos presentes
hubieran dado años de vida.
Al día siguiente, al encontrársela en
un mundo que había vuelto a reducirse a
la realidad, las cosas eran más
naturales, pero algo había desaparecido
y no tenía ánimo para ser ingenioso y
alegre. Hubiera sido como ser valiente
después de la batalla. Tendría que
haberlo sido la noche anterior. Fueron al
centro los cuatro, sin formar parejas, y
recogieron unas fotografías de Minnie. A
Basil le gustó una prueba que no le
gustaba a nadie —tenía algo que le
recordaba a Minnie tal como era cuando
estuvo en Saint Paul—, y encargó dos
copias, una para que la guardara ella y
otra para que se la mandaran a Yale.
Toda la tarde estuvo como ida,
canturreando distraídamente, pero,
cuando volvieron a casa de los Cheever,
subió corriendo las escaleras al oír
sonar el teléfono. Diez minutos después
apareció, molesta, de mal humor, y Basil
pudo oír cómo las chicas
intercambiaban rápidamente algunas
frases:
—No ha tenido más remedio.
—Lástima.
—Vuelve el viernes.
Sólo podía ser Le Moyne quien se
había ido, y a Minnie le importaba.
Entonces, incapaz de soportar la
decepción de Minnie, se levantó,
destrozado, y le sugirió a William que se
fueran a casa. Para su sorpresa, lo
detuvo la mano de Minnie en su brazo.
—No te vayas, Basil. Parece como
si no nos hubiéramos visto ni un
momento desde que llegaste.
Basil rió con tristeza.
—Como si eso te importara.
—Basil, no seas tonto —se mordió
el labio como si la hubiera ofendido—.
Vamos al columpio.
Y Basil, de repente, estaba radiante
de felicidad y esperanza. La tierna
sonrisa de Minnie, que parecía brotar de
la pura lozanía, lo tranquilizó: se bebió
sus mentiras a sorbos agradecidos como
si fueran agua fresca. Los últimos rayos
de sol le dieron a sus mejillas aquel
resplandor misterioso que él ya había
visto otras veces, mientras Minnie le
contaba que no había querido aceptar la
invitación de Le Moyne, y cuánto le
había sorprendido y dolido que no se le
hubiera acercado la noche anterior.
—Entonces haz una cosa, Minnie —
imploró—. ¿Me dejas besarte una vez,
sólo una vez?
—Pero no aquí —exclamó Minnie
—. ¡Pareces tonto!
—Vamos al cenador, sólo un
momento.
—No puedo, Basil. Bessie Belle y
William están en el porche. Quizá en
otra ocasión.
La miró confundido, incapaz de
creerla o no creerla, y Minnie cambió de
tema rápidamente.
—Voy a ir al colegio de la señorita
Beecher, Basil. Sólo está a pocas horas
de New Haven. Puedes venir a verme
este otoño. Pero dicen que las visitas
son en locutorios separados por un
cristal. ¿No es terrible?
—Terrible —asintió Basil
apasionadamente.
William y Bessie Belle habían
abandonado la galería y estaban en la
entrada, hablando con los ocupantes de
un coche.
—Minnie, vamos al cenador, sólo un
momento. Ahora están muy lejos.
Minnie, sin querer, puso mala cara.
—No puedo, Basil. ¿No te das
cuenta?
—¿Por qué no? Mañana me voy.
—No, por favor.
—Me tengo que ir. Sólo me quedan
cuatro días para preparar los exámenes.
Minnie…
Basil le cogió la mano, que descansó
tranquila en la suya, pero cuando intentó
tirar de ella para que se levantara,
Minnie se soltó con brusquedad. El
columpio se movió con el forcejeo y
Basil lo detuvo con el pie. Era terrible
columpiarse estando en desventaja.
Minnie le puso la mano rescatada en
la rodilla.
—Ya no doy besos, Basil. De
verdad. Soy demasiado mayor. Cumpliré
en mayo diecisiete años.
—Apuesto a que besaste a Le Moyne
—dijo Basil con amargura.
—Eres un fresco…
Basil dejó el columpio.
—Me voy.
Levantando la vista, Minnie lo juzgó
desapasionadamente, como nunca lo
había hecho: su físico fuerte y
agraciado, el color vivo y cálido que se
adivinaba bajo la piel bronceada, el
pelo negro y brillante que alguna vez le
había parecido tan romántico. Y se daba
cuenta —como se daban cuenta incluso
aquéllos a quienes no les caía simpático
— de que había algo más en su rostro:
una marca, un signo de destino, una
perseverancia que era algo más que
voluntad, que era más bien una
necesidad de imponerle al mundo sus
propias pautas, de lograr sus propósitos.
Que muy probablemente triunfaría en
Yale, que sería agradable ir a verlo a
Yale como su chica, no significaba nada
para ella. Nunca había sido calculadora:
no le hacía falta. Indecisa,
alternativamente se imaginaba
aceptándolo y rechazándolo. Había
tantos hombres y la deseaban tanto… Si
Le Moyne hubiera estado allí, al alcance
de la mano, no hubiera dudado en
absoluto, pues nada podía empañar el
incipiente y misterioso esplendor de
aquella aventura; pero Le Moyne iba a
estar de viaje tres días, y le costaba
dejar que Basil se fuera.
—Quédate hasta el miércoles y
haré… haré lo que quieras —dijo.
—No puedo. Tengo que preparar los
exámenes. Me debería haber ido esta
tarde.
—Estudia en el tren.
Minnie se contoneó, unió las manos
en el regazo y le sonrió. Cogiéndole la
mano de repente, Basil la obligó a
levantarse e ir hacia el cenador, a la
sombra fresca de la parra.

II.

Basil llegó a New Haven el viernes


siguiente y se puso a liquidar en dos
días el trabajo de cinco. No había
estudiado en el tren; en vez de estudiar,
había entrado en trance, concentrado en
Minnie, preguntándose qué sucedería
ahora que Le Moyne había vuelto.
Minnie había mantenido su promesa,
pero sólo literalmente: lo besó una vez
en el teatro, una vez, de mala gana, la
segunda noche; pero el día de su partida
había recibido un telegrama de Le
Moyne, y ni siquiera se atrevió a darle
un beso de despedida delante de Bessie
Belle. A manera de compensación, le
había dado permiso para que fuera a
verla el primer día de visitas al colegio
de la señorita Beecher.
Empezó el curso universitario
compartiendo con Brick Wales y George
Dorsey un apartamento de dos
dormitorios y un estudio en Wrigth Hall.
Hasta que no se publicaran las notas de
su examen de trigonometría no podía
formar parte del equipo de fútbol, pero,
viendo en el campo de Yale los
entrenamientos de los alumnos de
primero, se dio cuenta de que el puesto
de quaterback se lo disputaban Cullum,
capitán del equipo de Andover el curso
anterior, y un tal Danziger, de un instituto
de New Bedford. Se rumoreaba que
Cullum iba a jugar de medio o corredor.
Los demás quaterbacks no parecían
nada del otro mundo y a Basil lo
devoraba la impaciencia por estar sobre
el mullido césped, dirigiendo al equipo.
Estaba seguro de que por lo menos
jugaría algún partido.
Como una luz que se transparentaba
a través de todas las cosas, estaba la
imagen de Minnie: la vería dentro de
una semana, de tres días, mañana. En
vísperas de la ocasión se encontró con
Fat Gaspar, que estaba en Sheff, junto a
Haugthon Hall. Con el ajetreo de las
primeras semanas, apenas se habían
visto. Pasearon un rato juntos.
—Nos vinimos todos juntos al Norte
—dijo Fat—. Fue una lástima que no
estuvieras. Tuvimos algún jaleo. Minnie
y Littleboy Le Moyne se metieron en un
aprieto.
A Basil se le heló la sangre.
—Después nos hacía gracia, pero
Minnie pasó un verdadero susto —
continuó Fat—. Iba en un compartimento
con Bessie Belle, pero Littleboy y ella
querían estar solos, así que por la tarde
Bessie Belle se vino a jugar a las cartas
con nosotros. Bueno, unas dos horas
después Bessie Belle y yo volvimos a su
compartimento y nos encontramos a
Minnie y Littleboy en el pasillo
hablando con el revisor. Minnie estaba
blanca como la pared. Parece que le
echaron el cerrojo a la puerta y
corrieron las cortinas, y me figuro que
estarían besuqueándose. Cuando el
revisor pasó a pedir los billetes y llamó
a la puerta, pensaron que éramos
nosotros que les queríamos gastar una
broma, y no le abrieron inmediatamente,
y, cuando le abrieron, el revisor estaba
verdaderamente irritado. Le preguntó a
Littleboy si aquél era su compartimento,
y, puesto que cerraban la puerta, si
Minnie y él estaban casados, y Littleboy
perdió los nervios intentando explicar
que no habían hecho nada malo. Decía
que el revisor había insultado a Minnie
y quería pegarle. Pero aquel revisor
podría habernos dado un disgusto y,
créeme, me costó trabajo arreglarlo
todo.
Con cada detalle imaginado, con las
variedades más refinadas de los celos
martilleándole en el cerebro, incluyendo
la envidia por la desgracia compartida
en aquel pasillo del tren, Basil fue al día
siguiente al colegio de la señorita
Beecher. Radiante y luminosa, más
misteriosamente deseable que nunca,
adornada por sus propios pecados,
como si fueran estrellas, bajó a su
encuentro en su sencillo uniforme
blanco, y la bondad de su mirada
provocó un vuelco en el corazón de
Basil.
—Eres maravilloso por haber
venido, Basil. Estoy tan emocionada por
que haya venido a verme tan pronto un
pretendiente. Todas me tienen envidia.
Las puertas de cristal giraron sobre
sus goznes como postigos: estaban
encerrados. Hacía calor. Tres
compartimentos más allá Basil pudo ver
a otra pareja —una chica con su
hermano, dijo Minnie— que de vez en
cuando se movía y gesticulaba sin ruido,
tan irreales en aquellos minúsculos
invernaderos humanos como el jarrón de
flores de papel que había sobre la mesa.
Basil paseaba arriba y abajo, nervioso.
—Minnie, quiero ser algún día un
hombre importante y quiero hacerlo todo
por ti. Creo que te has cansado de mí.
No sé cómo ha sucedido, pero se ha
cruzado otra persona… No importa. No
hay prisa. Sólo quisiera que… que te
acordaras de mí de un modo diferente.
Intenta pensar en mí como antes, no
como en uno más al que has
abandonado. Quizá sería mejor que no
me vieras durante algún tiempo… en el
baile de este otoño, quiero decir. Espera
hasta que yo realice alguna acción
importante, una hazaña, ya sabes, y
pueda brindártela y decirte que todo lo
he hecho por ti.
Eran palabras totalmente fútiles,
adolescentes, tristes. Hubo un momento
en que, dejándose llevar por lo trágico
que era todo, casi se echó a llorar, pero
logró controlarse hasta cierto punto.
Tenía la frente llena de sudor. Se sentó
en un extremo de la habitación, frente a
Minnie, que, sentada en el sofá, miraba
al suelo y repetía:
—¿No podemos ser amigos, Basil?
Siempre te he considerado uno de mis
mejores amigos.
Por fin se levantó pacientemente.
—¿Quieres ver la capilla?
Subieron las escaleras, y Basil se
asomó, muy triste, a un pequeño espacio
oscuro, con la viva presencia de Minnie,
con su suave aroma a pocos centímetros
de su hombro. Casi se alegró cuando
terminó aquel asunto fúnebre y salió del
colegio, al aire fresco de otoño.
Cuando volvió a New Haven
encontró dos cartas en su escritorio. Una
era una nota del secretario
comunicándole que había suspendido el
examen de trigonometría y no podía
formar parte del equipo de fútbol. La
otra era una fotografía de Minnie: la foto
que le había gustado, de la que había
encargado dos copias en Mobile. Al
principio no entendió la dedicatoria:
«Para L.L., de E.G.L.B. Los trenes son
malos para el corazón». De repente se
dio cuenta de lo que había pasado, y se
echó en la cama, retorciéndose de risa.

III.

Tres semanas después, tras solicitar


y aprobar un examen extraordinario de
trigonometría, Basil empezó a mirar a su
alrededor melancólicamente para ver si
la vida aún le reservaba algo. Desde su
desgraciado primer año en el colegio,
no había pasado un periodo de
desgracias como aquél; sólo ahora, por
primera vez, empezó a conocer Yale de
verdad. Su capacidad de especulación
romántica volvió a despertar y,
apáticamente al principio, luego con
creciente determinación, se fundió con
el espíritu que había alimentado sus
sueños tanto tiempo.
«Quiero ser director del News o del
Record», pensaba una mañana de
octubre, volviendo a ser el de antes, «y
quiero formar parte del equipo de fútbol
y que me admitan en el club Calaveras y
Tibias».
Y siempre que le venía la visión de
Minnie y Le Moyne en el tren, repetía
aquellas palabras como un conjuro. Se
arrepentía y avergonzaba de haberse
quedado en Mobile, y cada vez pasaba
más horas sin apenas pensar
dolorosamente en ella.
Se había perdido media temporada
de fútbol, y con pocas esperanzas se
unió al equipo en el campo de
entrenamiento de Yale. Con la camiseta
blanquinegra de Saint Regis, entre los
muchos colores de cuarenta colegios,
miraba con envidia a los veinticuatro
que lucían con orgullo la camiseta azul
de Yale. Cuatro días después, cuando
trataba de acostumbrarse a la oscuridad
para el resto de la temporada, la voz de
Carson, ayudante del entrenador, lo
escogió de improviso entre una multitud
de suplentes.
—¿Quién ha dado esos pases?
—He sido yo, señor.
—Es la primera vez que te veo, ¿no?
—Hasta ahora no tenía permiso para
jugar.
—¿Te sabes las señales?
—Sí, señor.
—Vale. Forma este equipo: alas,
Krutch y Bispam; tackles…
Y un momento después, oía su
propia voz que, enérgica y rápida,
gritaba a los cuatro vientos:
—Treinta y dos, sesenta y cinco,
sesenta y siete, veintidós…
Se oyeron risillas.
—¡Espera un momento! ¿Dónde has
aprendido a gritar las señales así? —
dijo Carson.
—Nuestro entrenador era de
Harvard, señor.
—Pues olvida el énfasis del sistema
Haughton. Nos vas a poner demasiado
nerviosos.
Pocos minutos más tarde les dijeron
que cogieran el casco.
—¿Dónde está Waite? —preguntó
Carson—. ¿En un examen? Bueno, tú,
¿cómo te llamas? Tú, el de la camiseta
blanca y negra.
—Lee.
—Tú darás las señales. Vamos a ver
si sabes mover al equipo. Algunos, los
guardas y los tackles, tenéis cuerpo para
jugar el campeonato. No los dejes que
se duerman, tú… ¿cómo te llamas?
—Lee.
Se alinearon en posición del balón
en la línea de veinte yardas del equipo
de primer curso. Les permitieron que
hicieran cuantos intentos quisieron, pero
cuando, una docena de jugadas después,
seguían aproximadamente en el mismo
sitio, le dieron el balón al equipo titular.
«Se acabó», pensó Basil. «Estoy
quemado».
Pero, una hora después, al bajar del
autobús, Carson le dijo:
—¿Te has pesado esta tarde?
—Sí. Ochenta y dos kilos.
—Permíteme que te dé un consejo.
Sigues jugando fútbol de colegio.
Todavía te contentas con frenar al
contrario. Aquí la idea es que si los
derribas con suficiente fuerza acabas
liquidándolos. ¿Sabes patear?
—No, señor.
—Es una pena que no te hayan
dejado jugar hasta ahora.
Una semana más tarde su nombre
estaba en la lista de los que viajaban a
Andover. Dos quaterbacks eran mejores
que él, Danziger y un tal Appleton,
pequeño y duro como una pelota de
goma, y Basil vio el partido desde la
banda, pero cuando, el martes siguiente,
Danziger se fracturó el brazo
entrenando, Basil recibió la orden de
presentarse en el partido de
entrenamiento.
En vísperas del partido con el
equipo de primer curso de Princeton el
campus se quedó casi desierto: todos
iban al partido. El otoño estaba en su
apogeo, y zumbaba el viento del oeste, y,
camino de su cuarto después del último
entrenamiento de los suplentes, Basil
sintió cómo se apoderaban de él las
viejas ansias de gloria. Le Moyne
jugaba de extremo en el equipo de
Princeton y era probable que Minnie
estuviera en las gradas, pero ahora,
frente a Osborne, mientras corría por el
césped mullido, esquivando imaginarios
placajes, ese detalle parecía menos
importante que el partido. Como la
mayoría de los americanos, rara vez era
capaz de comprender verdaderamente el
instante que estaba viviendo, de decir:
«Ésta, para mí, es la ecuación que dará
la medida de todas las cosas; ésta es la
ocasión de oro». Pero, por una vez, el
presente bastaba. Iba a pasar dos horas
en un país en el que la vida transcurría a
la velocidad que él le exigía.
Fue un día frío y agradable; un
público desapasionado, en su mayoría
gente de la ciudad, se dispersaba por los
graderíos. El equipo de primer curso de
Princeton parecía fuerte y sólido bajo
las camisetas a rayas diagonales, y Basil
se fijó especialmente en Le Moyne,
advirtiendo con frialdad que era
excepcionalmente rápido, y más
corpulento de lo que parecía en ropa de
calle. Impulsivamente, Basil se volvió y
buscó a Minnie entre el público, pero no
la encontró. Un instante después sonó el
silbato. Desde el banquillo, junto al
entrenador, se concentró en el partido
con los cinco sentidos.
La primera mitad se jugó entre las
líneas de treinta yardas. A Basil le
parecieron demasiado simples los
principios tácticos fundamentales del
ataque de Yale, menos eficaces que los
fragmentos del sistema Haughton que
había aprendido en el colegio, mientras
que las tácticas de Princeton aún se
desarrollaban a la sombra de Sam White
y se basaban en los lanzamientos con el
pie, al acecho de una oportunidad.
Cuando se presentó la oportunidad, fue
para Yale. Al principio de la segunda
mitad Princeton perdió el balón y
Appleton lo pateó desde la línea de
treinta yardas.
Fue lo último que hizo aquel día. Se
lesionó en el siguiente saque y, entre las
ruidosas aclamaciones de los hinchas de
primer curso, hubieron de ayudarlo a
salir del campo.
Con el corazón en la boca, Basil
saltó al terreno de juego. Tenía una
abrumadora sensación de extrañeza, y
era alguien que estaba dentro de su piel
quien dio las primeras señales e inició
una jugada fallida a través de la línea.
Cuando trataba de tomarle poco a poco
las medidas al campo, su mirada
encontró a Le Moyne, y Le Moyne le
sonrió, burlón. Basil dio la señal para
un pase corto sobre la línea, lanzando la
pelota para ganar siete yardas. Pasó a
Cullum, que evitó el bloqueo y ganó tres
más. En el segundo intento, en la línea
de cuarenta yardas, con más libertad, su
mente empezó a funcionar con seguridad
y fluidez. Sus pases cortos preocupaban
al corredor de Princeton, y, en
consecuencia, estaban ganando cuatro
yardas en lugar de dos, por término
medio, en cada carrera.
En la línea de cuarenta yardas de
Princeton, retrocedió a la formación
para patear e intentó avanzar por el ala
de Le Moyne, pero Le Moyne pasó bajo
el medio que lo cubría y agarró a Basil
por un pie. Con furia Basil se liberó de
un tirón, pero demasiado tarde: el medio
lo derribó. Le Moyne volvió a dedicarle
una sonrisa que a Basil le pareció
detestable. Dio la señal para cargar
sobre el mismo ala y, con Cullum
llevando el balón, avanzaron seis yardas
más allá de Le Moyne, hasta la línea de
treinta y dos yardas de Princeton. Ahora
era más lento Le Moyne, ¿no? ¡Había
que forzarlo más, destrozarlo!
Tácticamente era aconsejable un pase,
pero se oyó a sí mismo dando la señal
para cargar de nuevo sobre el ala.
Corrió paralelo a la línea, vio cómo se
esfumaba el jugador que le salió al paso
y vio cómo Le Moyne, apretando los
dientes, se le echaba encima. En vez de
buscar el choque, Basil giró ciento
ochenta grados e intentó rectificar la
jugada. Cuando lo cazaron había
perdido quince yardas.
Pocos minutos después el balón
cambió de dueño y Basil volvió a la
posición de defensa pensando: «Ya me
hubieran sustituido si tuvieran a alguien
a quien poner en mi lugar».
Y de pronto despertó el equipo de
Princeton. Ganó treinta yardas con un
pase largo. Un nuevo corredor,
rapidísimo, acertó a abrirse camino de
un modo increíble hasta la línea de gol.
Yale estaba a la defensiva, pero, antes
de que se dieran cuenta, se produjo el
desastre. Basil iba a recurrir a una
jugada ensayada, y vio demasiado tarde
que el balón salía disparado de la melé
hacia un ala desmarcado, y vio, mientras
lo bloqueaban limpiamente, cómo los
suplentes de Princeton saltaban
enloquecidos, ondeando las toallas.
Princeton había marcado.
Cuando se levantó, tenía una sombra
en el corazón, pero la cabeza fría. Las
meteduras de pata podrían ser
expiadas… si no lo quitaban del equipo.
Sonó el silbato para que empezara el
último tramo del partido, y, cuando se
acuclilló en la hierba con el equipo, muy
cansado ya, se hizo creer a sí mismo que
no había perdido la confianza, tensos los
músculos de la cara, firmes, sin evitar la
mirada de nadie. Aquel día ya había
cometido todos los errores posibles.
En el saque consiguió que el balón
llegara a la línea de treinta y cinco
yardas, y así empezó un avance
constante e imparable. Pases cortos, un
punto débil en el placaje, el ala que
cubría Le Moyne. Le Moyne ya estaba
cansado. Se le notaba en la cara el
cansancio, el empecinamiento, cuando
chocaba a ciegas con el jugador que le
salía al paso. El jugador que avanzaba
con el balón siempre lo esquivaba, fuera
Basil u otro.
Treinta yardas, veinte, para alcanzar
la línea de gol, siempre insistiendo
sobre el flanco que cubría Le Moyne.
Liberándose de la melé de jugadores,
Basil encontró la mirada llena de
cansancio del sureño y lo insultó con
aspereza:
—Te has rajado, Littleboy. Deberían
sustituirte.
Y empezó la siguiente jugada
cargando sobre Le Moyne y, cuando Le
Moyne, furioso, le salió al encuentro,
Basil pasó el balón por encima de su
cabeza, hacia la línea de gol. Yale, 10;
Princeton, 7.
Y otra vez cruzar el terreno de juego,
y Basil más fresco según pasaban los
minutos y la línea de gol a la vista, y de
repente había acabado el partido.
Al abandonar renqueante el campo,
la mirada de Basil recorrió las gradas,
pero no vio a Minnie.
«Me pregunto si sabe que me he
portado como un canalla», pensaba; y,
luego, con amargura: «Si yo no se lo
digo, ya se lo dirá él».
Ya oía cómo Le Moyne le contaba
todo con aquel suave acento del Sur, con
la voz que tan persuasivamente había
querido conquistarla aquella tarde en el
tren. Cuando una hora después salió del
vestuario del equipo visitante, se
tropezó con Le Moyne, que salía de la
puerta de al lado. Miró a Basil con una
mezcla de duda y rabia.
—Hola, Lee —y, después de titubear
un instante, añadió—: Buen trabajo.
—Hola, Le Moyne —masculló
Basil.
Le Moyne hizo ademán de irse, pero
volvió.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Dónde
quieres ir a parar?
Basil no respondió. La cara
amoratada y la mano vendada mitigaban
algo su odio, pero no le salían las
palabras. El partido había terminado, y
ahora Le Moyne se reuniría con Minnie
en alguna parte, y conseguiría que la
victoria de la noche hiciera
despreciable la derrota.
—Si es por Minnie, pierdes el
tiempo enfadándote —estalló Le Moyne
—. La invité al partido, pero no ha
venido.
—¿No ha venido? —Basil estaba
sorprendido.
—Así que era eso. No estaba
seguro. Creía que sólo querías sacarme
de quicio en el campo —entornó los
ojos—. La señorita me dio la patada
hace un mes.
—¿Te dio la patada?
—Me dejó. Estaba un poco harta de
mí. No le duran mucho las cosas.
Basil se dio cuenta de que Le Moyne
parecía muy desdichado.
—¿Con quién sale ahora? —
preguntó en un tono más conciliador.
—Parece que es uno de tu curso, un
tal Jubal, un verdadero pájaro, si me lo
preguntas. Minnie lo conoció en Nueva
York el día antes de empezar el colegio,
y me han dicho que la cosa va en serio.
Minnie va esta noche al baile del Club
Hípico.
IV.

Basil había cenado en el Taft con


Jobena Dorsey y su hermano George. El
equipo había ganado en Princeton y en la
universidad reinaban el júbilo y el
entusiasmo; cuando entraron, saludaron
a Basil desde una mesa de alumnos de
primero que había cerca de la puerta.
—Te estás volviendo muy
importante —dijo Jobena.
Basil había creído durante algunas
semanas, hacía un año, que estaba
enamorado de Jobena; pero cuando
volvieron a verse se dio cuenta de que
no lo estaba.
—¿Por qué? —le preguntaba ahora,
mientras bailaban—. ¿Por qué se me
pasó tan rápido?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Porque yo quise que se te pasara.
—¿Tú quisiste? —repitió Basil—.
¡Eso me gusta!
—Llegué a la conclusión de que eras
demasiado joven.
—¿No fue cosa mía?
Jobena negó con la cabeza.
—Es lo que dice Bernard Shaw —
admitió Basil, pensativo—. Pero yo
creía que sólo lo decía por la gente
mayor. Así que sois vosotras las que
cazáis a los hombres.
—¡No, por favor! —indignada, se
puso tensa entre los brazos de Basil—.
Los hombres están ahí, y la chica les
guiña un ojo o algo por el estilo. Es algo
instintivo.
—¿Puede un hombre conseguir que
una chica se enamore de él?
—Algunos pueden: los hombres a
quienes en el fondo les da lo mismo.
Basil reflexionó un instante sobre
aquel hecho terrible y lo dejó para
estudiarlo en el futuro. Camino del Club
Hípico se le ocurrieron nuevas
preguntas. Si una chica que había estado
loca por un chico de repente se
encaprichara por otro, ¿qué debería
hacer el primero?
—Dejarla —dijo Jobena.
—Suponiendo que no quisiera
dejarla, ¿qué debería hacer?
—No hay nada que hacer.
—Vale. ¿Qué sería lo mejor que
podría hacer?
Riendo, Jobena apoyó la cabeza en
su hombro.
—Pobre Basil —dijo—. Imagínate
que soy Laura Jean Libbey y cuéntame
toda la historia.
Basil le resumió su aventura.
—Ya ves —concluyó—, si fuera
otra cualquiera, podría superarlo, por
mucho que la quisiera. Pero no es
cualquiera: es la chica que tiene más
éxito, la más guapa que he visto en mi
vida. Quiero decir que es como
Mesalina, Cleopatra, Salomé y
compañía.
—Más alto —pidió George desde el
asiento delantero.
—Es una especie de mujer inmortal
—continuó Basil, bajando la voz—. Ya
sabes, como Madame du Barry y ese
tipo de mujeres. No es como…
—No es como yo.
—No. Bueno, sí, tú eres del mismo
tipo: todas las chicas que me han
interesado son más o menos del mismo
tipo. Ay, Jobena, ya sabes lo que quiero
decir.
Cuando surgieron las luces del Club
Hípico de New Haven, Jobena empezó a
hablarle con cariño, muy seria.
—No hay nada que hacer. Estoy
segura. Ella es más sofisticada que tú.
Lo organizó todo desde el principio,
incluso cuando creías que era cosa tuya.
No sé por qué se cansó, pero
evidentemente se ha cansado, y, aunque
quisiera, no podría volver al principio,
ni tú tampoco porque estás…
—Sigue. ¿Por qué?
—Porque estás demasiado
enamorado. Lo único que puedes hacer
es aparentar ante ella que no te importa.
Cualquier chica detesta perder un buen
pretendiente; incluso puede que te
sonría. Pero no vuelvas. Se acabó.
En los aseos, mientras se peinaba,
Basil pensaba. Todo había terminado.
Las palabras de Jobena le habían
quitado las pocas esperanzas que le
quedaban y, después del esfuerzo y la
tensión de aquella tarde, se echó a llorar
cuando tomó conciencia de que todo
había terminado. Llenó deprisa el
lavabo y se enjuagó la cara. Alguien
entró y le palmeó la espalda.
—Has jugado estupendamente, Lee.
—Gracias, pero he jugado fatal.
—Has hecho un partido
extraordinario. Vaya final de partido…
Entró en la sala de baile. La vio
inmediatamente, y se sintió aturdido y
trastornado por la emoción. Un reguero
de hombres la perseguían allá adonde
fuera, y a todos y cada uno de ellos los
miraba con los ojos brillantes y la
sonrisa apasionada que Basil conocía
tan bien. Entonces descubrió a su
acompañante, y advirtió indignado que
era un caradura insignificante, un niñato
que venía de la Hill School, en quien ya
se había fijado y que le había parecido
insoportable. ¿Qué cualidad se ocultaba
detrás de aquellos ojos lagrimosos?
¿Por qué le gustaba? ¿Cómo podía un
temperamento tan grosero entender que
Minnie era una de las sirenas inmortales
que hay en el mundo?
Habiendo examinado sin esperanza e
infructuosamente al señor Jubal, tratando
de hallar respuesta a sus preguntas,
aprovechó un cambio de pareja para
bailar veinte pasos con ella, sonriéndole
con cínica melancolía cuando dijo:
—Me siento orgullosa de conocerte,
Basil. Todo el mundo dice que has
estado maravilloso esta tarde.
Pero aquellas palabras tenían para él
un valor incalculable, y permaneció
mucho rato apoyado en la pared,
repitiéndoselas, descomponiéndolas en
partes, intentando extraerles algún
significado oculto. Si mucha gente lo
elogiaba, quizá aquello ejerciera alguna
influencia sobre Minnie. «Me siento
orgullosa de conocerte, Basil. Todos
dicen que has estado maravilloso esta
tarde».
Se produjo un revuelo en la puerta y
alguien dijo: —¡Caramba! ¡Han
conseguido colarse!
—¿Quiénes?
—Unos de Princeton, de primer
curso. Se les ha acabado la temporada
de fútbol, y tres o cuatro se han
escapado del campo de entrenamiento.
Y entonces, de repente, el curioso
espectro de un joven surgió de aquel
revuelo, como un defensa atraviesa una
línea de jugadores, y, desembarazándose
limpiamente de un miembro del comité
organizador de la fiesta, irrumpió en la
pista dando traspiés. Aunque vestía
esmoquin, le faltaba el cuello de la
camisa, y hacía mucho que la pechera
había perdido los botones, y llevaba el
pelo revuelto y la locura en los ojos.
Miró alrededor un instante, como
cegado por las luces, y entonces vio a
Minnie Bibble y el amor, inconfundible,
le iluminó la cara. Incluso antes de
llegar a donde estaba, empezó a gritar su
nombre con voz forzada, conmovedora,
del Sur.
Basil se lanzó hacia él, pero otros
llegaron antes, y Littleboy Le Moyne,
luchando con todas sus fuerza,
desapareció en los lavabos entre un
revuelo de piernas y brazos, muchos de
los cuales no le pertenecían. Basil, en la
puerta, se dio cuenta de que una
monstruosa solidaridad mitigaba su
repugnancia, pues Le Moyne, cada vez
que su cabeza emergía de debajo del
grifo, hablaba con desesperación de su
amor rechazado.
Pero cuando volvió a bailar con
Minnie, la encontró asustada y
disgustada, tanto que parecía buscar
apoyo en Basil, a quien pidió que se
sentaran.
—¿No está loco? —exclamó, muy
nerviosa—. Cosas así arruinan la
reputación de una chica. Tendrían que
meterlo en la cárcel.
—No sabía lo que hacía. Ha jugado
un partido muy difícil y todavía no se ha
recuperado, eso es todo.
Pero los ojos de Minnie se llenaron
de lágrimas.
—Basil —se quejó—, ¿tan horrible
soy? Nunca he querido hacerle daño a
nadie; las cosas son así.
Quería abrazarla y decirle que era la
persona más romántica del mundo, pero
en sus ojos descubrió que ni siquiera lo
veía: él era un maniquí, y ella podría
estarle contando las mismas cosas a una
amiga. Recordó lo que Jobena le había
dicho: no había nada que hacer, salvo
escapar con el orgullo intacto.
—Tú tienes más sentido común —su
voz dulce lo envolvía como un río
encantado—. Sabes que cuando dos
personas ya no… ya no están locamente
enamoradas, lo mejor es ser sensatos.
—Claro —dijo Basil, y, haciendo un
esfuerzo, añadió como sin darle
importancia—: Cuando algo se termina,
se termina.
—Ay, Basil, siempre sabes lo que
hay que hacer. Siempre eres
comprensivo.
Y en aquel instante, de repente, por
primera vez en meses, estaba pensando
en él: sería una persona inestimable en
la vida de cualquier chica, pensaba, si
usaba su inteligencia, a veces tan
fastidiosa, para ser tan comprensivo.
Basil miraba cómo bailaba Jobena, y
Minnie siguió su mirada.
—Has traído a una chica, ¿no? Es
preciosa.
—No tanto como tú.
—Basil.
Se negó resueltamente a mirarla:
sospechaba que se había contoneado y
había unido las manos en el regazo. Y,
mientras se dominaba, sucedió algo
extraordinario: el mundo, al margen de
Minnie, se iluminó un poco. Ahora se le
acercarían más estudiantes de primero
para felicitarlo por el partido, y aquello
le gustaría: las palabras y el elogio en
sus miradas. Tenía bastantes
posibilidades de jugar contra Harvard la
próxima semana.
—¡Basil!
El corazón le dio un brinco
vertiginoso en el pecho. Casi veía, de
reojo, cómo Minnie lo miraba,
esperándolo. ¿Estaba arrepentida?
¿Debería aprovechar la oportunidad, y
mirarla, y rogarle: «Minnie, dile a ese
idiota que se tire al río, y vuelve a mí»?
Dudaba, pero le volvió a la cabeza una
idea que le había ayudado aquella tarde:
Aquel día ya había cometido todos los
errores posibles. En lo más hondo de
Basil el ruego expiró lentamente.
Jubal el insoportable se acercó con
aire posesivo, y el corazón de Basil se
fue girando por la pista de baile vestido
de seda rosa. Perdido de nuevo en una
nube de indecisión, salió a la terraza. El
aire presagiaba las primeras nieves y las
estrellas parecían heladas. Pero,
mirándolas, vio que eran sus estrellas de
siempre: símbolos de ambición, lucha y
gloria. El viento soplaba a través de
ellas, trompeteando esa nota limpia y
aguda que siempre oía, y desfilaban las
nubes sutiles, sin peso, listas para la
batalla. La escena era de una brillantez y
magnificencia incomparables, y sólo la
mirada experta del capitán descubrió
que faltaba una estrella.
La última belleza

Se puede decir que en La


última belleza (Saturday
Evening Post, 2 de marzo de
1929). Fitzgerald se ocupó
por última vez de la
protagonista de El palacio de
hielo (1920). Como indica su
título, La última belleza
pertenece al grupo de cuentos
que Fitzgerald escribió al
final de los años veinte para
hacer examen y balance del
pasado: como si, igual que
Andy, estuviera «buscando mi
juventud en una tabla, unos
restos de techumbre o una lata
de tomate oxidada».
Fitzgerald seleccionó La
última belleza para Taps at
Reveille, y es uno de sus
cuentos más incluidos en
antologías.

I.

Después de la exquisita y teatral


interpretación de los encantos del Sur
que nos ofreció Atlanta, todos
menospreciábamos Tarleton. Era un
poco más caluroso que cualquiera de los
sitios donde habíamos estado —una
docena de reclutas se desmayó el primer
día bajo el sol de Georgia—, y cuando
veías manadas de vacas desfilar por las
calles del centro arreadas por boyeros
negros, la luz caliente te iba
hipnotizando y querías mover una mano
o un pie para asegurarte de que seguías
vivo.
Así que me quedaba en el
campamento y el teniente Warren me
hablaba de mujeres. Hace ya quince
años de aquello, y he olvidado qué
sentía entonces, aparte de que los días
pasaban, uno tras otro, mejor que ahora,
y que tenía el corazón desolado, porque
en el Norte se casaba aquélla de cuya
leyenda yo había estado enamorado tres
años. Había visto recortes y fotografías
de periódicos. Era una «romántica boda
de guerra», muy suntuosa y muy triste.
Sentía en carne viva la oscura
luminosidad del cielo bajo el que se
celebraría la ceremonia y, como joven
esnob, sentía menos dolor que envidia.
Y un día que fui a Tarleton a
cortarme el pelo me encontré a un tal
Bill Knowles, un antiguo compañero de
Harvard, muy simpático. Había formado
parte de la división de la Guardia
Nacional que nos había precedido en el
campamento; a última hora se había
pasado a la aviación y se había quedado
en Tarleton.
—Me alegro de verte, Andy —dijo
con excesiva seriedad—. Te pasaré toda
la información que tengo antes de irme a
Texas. Sabes, en realidad aquí sólo hay
tres chicas…
Me interesaba el asunto: era algo
místico que sólo hubiese tres chicas.
—… y ahora mismo vas a conocer a
una.
Estábamos frente a una heladería, y
entramos y me presentó a una señora que
inmediatamente me pareció detestable.
—Las otras dos son Ailie Calhoun y
Sally Carrol Happer.
Supuse, por cómo había pronunciado
el nombre, que le interesaba Ailie
Calhoun. Le preocupaba lo que la chica
haría cuando él se fuera: quería que
llevara una vida tranquila y aburrida.
A mi edad no me duele confesar que
acudió a mi mente un tropel de imágenes
absolutamente poco caballerosas de
Ailie Calhoun, nombre adorable. A los
veintitrés años no se reconocen los
derechos adquiridos, por decirlo así,
sobre una belleza; pero, si Bill me lo
hubiera pedido, me habría
comprometido sin vacilación y con total
sinceridad a cuidar de Ailie como si
fuera mi hermana. No me lo pidió: sólo
se quejaba de tener que irse. Tres días
después me dijo por teléfono que se iba
a la mañana siguiente, que lo
acompañara aquella noche a casa de
Ailie.
Nos encontramos en el hotel y
fuimos dando un paseo hacia la zona
residencial al calor de un atardecer que
olía a flores. Las cuatro columnas
blancas de la casa de los Calhoun
miraban hacia la calle, y, protegida por
las columnas, la galería era oscura como
una gruta por donde trepaba y se
enredaba una parra.
Cuando cruzábamos el jardín, una
chica vestida de blanco salió corriendo
de la casa, gritando:
—¡Perdón por llegar tarde! —y, al
vernos, añadió—: Ay, me había
parecido oíros llegar hace diez minutos.
Calló de repente cuando crujió una
silla y un hombre, un aviador del
aeródromo Harry Lee, emergió de las
sombras de la galería.
—¡Canby! —exclamó la chica—.
¿Cómo estás? El aviador y Bill Knowles
esperaban, tensos como enemigos
declarados.
—Canby, tengo que decirte un
secreto, cariño —dijo Ailie
inmediatamente—. Perdónanos, Bill.
Se apartaron. Y unos segundos
después el teniente Canby, terriblemente
disgustado, dijo con voz torva:
—Entonces lo dejamos para el
jueves, pero en serio. Apenas si nos
saludó con un gesto, y se alejó por el
jardín, y las espuelas, con las que
presumiblemente espoleaba el avión,
brillaban a la luz de las farolas.
—Entrad. Todavía no sé cómo te
llamas. Allí estaba: la mujer del Sur en
toda su pureza. Hubiera reconocido a
Ailie Calhoun aunque nunca hubiese
oído hablar de Ruth Draper ni hubiese
leído a Marse Chan. Poseía
desenvoltura, pero esa desenvoltura
dulcificada con encanto y enérgica
sencillez; un halo que sugería una
historia de padres devotos, hermanos y
admiradores, que hundía sus raíces en la
época heroica del Sur; la infalible
imperturbabilidad adquirida en la lucha
sin fin contra el calor. Había en su voz
notas que gobernaban a esclavos y
fulminaban a capitanes yankis, pero
también suaves notas mimosas que se
disolvían en la noche con belleza sin
igual.
Apenas si la veía en la oscuridad,
pero cuando me levanté para irme —
estaba claro que no debía quedarme
mucho tiempo— se paró bajo la luz
naranja de la puerta. Era pequeña y muy
rubia; llevaba demasiado colorete en la
cara, acentuado por una nariz empolvada
de blanco, de payaso, pero, a través del
maquillaje, brillaba como una estrella.
—Cuando Bill se vaya, pasaré las
noches sentada aquí, sola, noche tras
noche. Quizá puedas llevarme a las
fiestas del Club de Campo —la patética
profecía hizo reír a Bill—. Espera un
minuto —murmuró Ailie—. Tienes la
insignia torcida.
Me arregló la insignia del cuello,
mirándome a la cara un segundo con
algo más que curiosidad. Fue una mirada
indagatoria, como si preguntara: «¿Serás
tú?». Como el teniente Canby, me
adentré de mala gana en la noche que, de
pronto, parecía demasiado corta.
Y dos semanas más tarde estaba
sentado con ella en la misma galería, o,
mejor, ella descansaba a medias entre
mis brazos, aunque apenas si me tocaba:
no recuerdo cómo lo conseguía. Yo, sin
éxito, estaba intentando besarla: llevaba
intentándolo casi una hora.
Bromeábamos, o algo así, sobre mi poca
sinceridad. Mi teoría era que, si me
dejaba besarla, me enamoraría de ella.
Ailie sostenía que, estaba claro, yo no
era sincero.
Durante una tregua entre dos de estas
batallas me habló de su hermano, que
había muerto en Yale, en el último curso.
Me enseñó la foto —era guapo, serio,
con un bucle al estilo Leyendecker— y
me dijo que, cuando encontrara a alguien
a la altura de su hermano, se casaría.
Aquel idealismo de familia me pareció
desalentador; incluso mi descarada
confianza en mí mismo no podía
competir con los muertos.
Así pasaron aquella y otras tardes,
que acababan cuando volvía al
campamento con el recuerdo del aroma
de las magnolias y una vaga
insatisfacción. Nunca la besé. Fuimos al
vodevil y al Club de Campo los sábados
por la noche, donde Ailie rara vez
conseguía bailar diez pasos seguidos
con el mismo hombre, y me invitaba a
barbacoas al aire libre y ruidosas
meriendas con sandía, y nunca se le
ocurrió que valiera la pena cambiar por
amor lo que yo sentía por ella. Ahora me
doy cuenta de que no hubiera sido
difícil, pero Ailie, a sus diecinueve
años, era sabia y debió de comprender
que, en lo que se refiere a los
sentimientos, éramos incompatibles. Y
así me convertí en su confidente.
Hablamos de Bill Knowles. Pensaba
en la posibilidad de casarse con él;
porque, aunque no quisiera admitirlo, un
invierno en un colegio de Nueva York y
un baile estudiantil en Yale habían
conseguido que mirara hacia el Norte.
Me dijo que no creía que se casara con
un sureño. Y poco a poco me di cuenta
de que era, consciente y
voluntariamente, distinta de aquellas
chicas que cantaban canciones de negros
y jugaban a los dados en el bar del Club
de Campo. Por eso nos atraía a Bill, a
mí, a tantos. Nos resultaba familiar.
Durante junio y julio, mientras el
rumor de las batallas y los terrores de
Europa nos llegaba debilitado, estéril,
las miradas de Ailie revoloteaban por la
pista de baile, buscando entre los
jóvenes oficiales. Conquistó a varios,
eligiéndolos con infalible perspicacia
—salvo en el caso del teniente Canby, a
quien aseguraba despreciar, aunque se
citara con él de vez en cuando, «porque
era sincero»—, y pasamos el verano
repartiéndonos sus tardes.
Un día canceló todas las citas: Bill
Knowles estaba de permiso y volvía.
Hablamos del acontecimiento con
científica impersonalidad. ¿La obligaría
Bill a tomar una decisión? El teniente
Canby, por el contrario, no se tomó el
asunto de un modo impersonal: se
convirtió en un fastidio. Le dijo que si
se casaba con Knowles ascendería dos
mil metros en su aeroplano y apagaría el
motor. La asustó. Tuve que cederle a
Canby mi última cita con Ailie antes de
que Bill volviera.
El sábado por la noche Ailie y Bill
Knowles fueron al Club de Campo.
Formaban una espléndida pareja y yo
volví a sentir envidia y tristeza.
Mientras bailaban en la pista, los tres
músicos de la orquesta tocaban Cuando
te hayas ido de una manera imperfecta y
conmovedora que me parece estar
oyendo ahora mismo, como si de cada
compás brotara un precioso minuto de
aquel tiempo. Entonces me di cuenta de
que le había tomado cariño a Tarleton, y
miré a mi alrededor casi temiendo
descubrir que algún rostro venía a
buscarme desde la oscuridad cálida y
musical de la terraza, donde se
fraguaban sin cesar parejas de organdí y
verde oliva. Era una época de juventud y
guerra, y nunca hubo tanto amor como
entonces.
Cuando bailaba con Ailie, me
sugirió súbitamente que fuéramos al
coche. Quería saber por qué aquella
noche no la sacaban a bailar. ¿Es que
creían que ya se había casado?
—¿Te vas a casar?
—No lo sé, Andy. A veces, cuando
Bill me trata como si fuera una diosa,
me emociono —hablaba en voz muy
baja, lejana—. Y entonces…
Se echó a reír. Me rozaba con su
cuerpo, tan frágil y suave, levantaba la
cara hacia mí, y allí, de pronto, con Bill
Knowles a cinco metros, por fin hubiera
podido besarla. Nuestros labios se
rozaban experimentalmente. Entonces un
oficial de aviación apareció en la
esquina de la galería más próxima a
nosotros y se asomó, dudando, a la
oscuridad.
—Ailie.
—Sí.
—¿Te has enterado de lo que ha
pasado esta tarde?
—¿Qué? —se inclinó hacia delante,
y ya se le notaba la inquietud en la voz.
—Horace Canby se ha estrellado.
Ha muerto en el acto.
Se levantó despacio y bajó del
coche.
—¿Estás diciendo que se ha matado?
—dijo.
—Sí. No se sabe qué ha podido
fallar. El motor…
Ahhh —un murmullo ronco brotó
entre las manos con las que de repente
se había cubierto la cara. La mirábamos
sin poder hacer nada mientras apoyaba
la cabeza en el coche, sofocando un
llanto sin lágrimas. Un instante después
fui a buscar a Bill, que, entre los
hombres sin pareja, miraba a todas
partes para ver por dónde andaba Ailie,
y le dije que Ailie quería volver a casa.
Me senté en los escalones de la
entrada. Canby nunca me había caído
simpático, pero su muerte terrible y sin
sentido me pareció más real entonces
que los miles de muertos por los que
cada día doblaban las campanas en
Francia. Ailie y Bill se fueron
enseguida. Ailie gimoteaba, pero,
cuando me vio, se me acercó
rápidamente.
—Andy… —hablaba de prisa, en
voz baja—, nunca le digas a nadie lo
que te conté sobre Canby ayer por la
tarde. Me refiero a lo que me había
dicho.
—Claro que no.
Me miró durante un segundo muy
largo, como si quisiera estar segura. Y
por fin estuvo segura. Entonces suspiró
de una manera tan singular que yo no
podía dar crédito a mis oídos y enarcó
las cejas en un gesto que sólo podría ser
descrito como una parodia de la
desesperación.
—¡Andy!
Miré al suelo, incómodo, consciente
de que quería llamar mi atención sobre
los efectos desastrosos que
involuntariamente causaba en los
hombres.
—¡Buenas noches, Andy! —gritó
Bill cuando se metían en un taxi.
—Buenas noches —dije yo, y estuve
a punto de añadir—: Pobre tonto.

II.

Es evidente que debería haber


tomado una de esas magníficas
decisiones morales que la gente toma en
los libros, y despreciarla. Pero, por el
contrario, no me cabe la menor duda de
que Ailie me hubiera tenido a sus pies
con sólo mover un dedo.
Pocos días más tarde, lo arregló
todo diciendo tristemente:
—Ya sé que piensas que fue terrible
que pensara en mí misma en una
situación semejante, pero me pareció
una coincidencia tan espantosa…
A los veintitrés años yo no estaba
convencido de nada, excepto de que
algunas personas eran fuertes y
atractivas y podían hacer lo que
quisieran, y otras habían nacido para la
vergüenza, sin remedio. Yo esperaba ser
de las primeras. Estaba seguro de que
Ailie lo era.
Tuve que rectificar algunas de mis
ideas sobre ella. En el curso de una
larga discusión con alguna chica sobre
los besos —en aquellos días la gente
todavía empleaba más tiempo en hablar
de los besos que en besarse—, le
mencioné el hecho de que Ailie sólo
había besado a dos o tres hombres, y
sólo cuando creía estar enamorada. Para
mi mayor desconcierto la chica, por
hablar figuradamente, se cayó al suelo
de risa.
—Pues es verdad —le aseguré, y en
aquel mismo instante supe que no lo era
—. Me lo ha dicho ella.
—¡Ailie Calhoun! ¡Dios mío! Pero
si el año pasado, en la fiesta de
primavera de la Escuela Técnica…
Eso fue en septiembre. Cualquier día
podíamos embarcar hacia Europa, y
para sumarse a nuestro regimiento llegó
del cuarto campamento de instrucción
una nueva hornada de oficiales. El
cuarto campamento no era como los
otros tres: los aspirantes a oficiales
provenían de la tropa, incluso de las
divisiones de nuevos reclutas. Tenían
extravagantes apellidos sin vocales, y,
excepto algunos miembros jóvenes de la
Guardia Nacional, era dudoso que
hubieran recibido la menor formación. A
nuestra compañía se sumó el teniente
Earl Schoen, de New Bedford, en
Massachusetts. Era, físicamente, el
mejor ejemplar que he visto en mi vida.
Medía un metro noventa, tenía el pelo
negro, buen color y los ojos oscuros y
vivos. No era muy inteligente y era
claramente un analfabeto, pero era un
buen oficial, con firmeza y dotes de
mando, y con esa pizca justa de vanidad
que sienta bien a los militares. Yo tenía
la idea de que New Bedford era una
aldea en el campo, y a eso atribuía sus
cualidades y su engreimiento.
En los barracones tuvimos que
dormir de dos en dos, y Schoen y yo
compartimos dormitorio. Antes de que
hubiera pasado una semana, había
clavado brutalmente en la pared la foto
de una chica de Tarleton.
—No es una cualquiera. Es una
chica de la alta sociedad: se junta con lo
mejor de la ciudad.
El domingo siguiente, por la tarde,
conocí a la señorita en una piscina de
las afueras. Cuando Ailie y yo llegamos,
el cuerpo musculoso de Schoen se salía
del bañador en el otro extremo de la
piscina.
—¡Hola, teniente!
Cuando le devolví el saludo, me
sonrió y guiñó un ojo, señalándome con
la cabeza a la chica que estaba a su
lado. Y luego, dándole un codazo en las
costillas, también me señaló a mí con la
cabeza. Era una manera de presentarnos.
—¿Quién es ése que está con Kitty
Preston? —preguntó Ailie, y, cuando se
lo dije, me respondió que parecía un
tranviario y fingió buscar su billete.
Un momento después Schoen
atravesaba la piscina nadando con
fuerza y estilo, y salió del agua donde
nosotros estábamos. Se lo presenté a
Ailie.
—¿Qué le parece mi chica, teniente?
—preguntó—. Ya le había dicho que era
estupenda, ¿no? —señaló con la cabeza
a Ailie, esta vez para indicar que su
chica y Ailie frecuentaban los mismos
ambientes—. ¿Qué tal si comemos
juntos en el hotel una de estas noches?
Los dejé solos un momento después,
divertido, porque me daba cuenta de que
Ailie había decidido ostensiblemente
que aquél no era, en ningún caso, su
ideal. Pero no era posible deshacerse
del teniente Earl Schoen con tanta
facilidad. Recorrió con la mirada,
alegremente, sin ofender, la figura
delgada, preciosa, de Ailie, y decidió
que incluso estaba mejor que la otra.
Diez minutos más tarde los vi juntos en
el agua: Ailie huía nadando con su estilo
mecánico y remilgado, y Schoen
alborotaba ruidosamente a su alrededor,
y la alcanzaba, y a veces se detenía para
mirarla, fascinado, como un niño miraría
a una muñeca nadadora.
Pasó toda la tarde con ella. Por fin
Ailie se me acercó y me dijo al oído:
—Me está siguiendo. Piensa que no
he pagado el billete del tranvía.
Se volvió con rapidez. La señorita
Kitty Preston, con evidentes signos de
nerviosismo, estaba frente a nosotros.
—Ailie Calhoun, no te creía capaz
de quitarle deliberadamente el hombre a
otra —una expresión de angustia ante la
escena inminente revoloteó por la cara
de Ailie—. Creía que te considerabas
por encima de esas cosas.
La voz de la señorita Preston era
baja, pero tenía esa tensión que, más que
oírse, se percibe a distancia, y vi cómo
los ojos limpios y preciosos de Ailie
miraban aquí y allá, aterrorizados. Pero,
por suerte, el propio Earl se acercaba
ya, despacio, alegre e inocente, hacia
nosotros.
—Si te gusta, no deberías rebajarte
delante de él —dijo Ailie como un
relámpago, con la cabeza bien alta.
Era, frente a la ingenua y feroz ansia
posesiva de Kitty, la familiaridad de
Ailie con los modos tradicionales de
comportamiento, o, si se prefiere, la
educación de Ailie frente a la
vulgaridad de la otra. Ailie dio media
vuelta para irse.
—¡Espera un momento, niña! —
exclamó Earl Schoen—. ¿No me das tu
dirección? A lo mejor se me ocurre
llamarte por teléfono.
Lo miró de una manera que debía
hacerle entender a Kitty que Earl no le
interesaba lo más mínimo.
—Tengo mucho trabajo este mes en
la Cruz Roja —dijo, con una voz tan fría
como su cabellera rubia—. Adiós.
Camino de casa se reía. Se había
esfumado aquel aire de haberse visto
envuelta sin querer en un episodio
lamentable.
—No va a conservar a ese chico —
dijo—. Él quiere una nueva.
—Parece que quiere a Ailie
Calhoun.
Mi sugerencia le hizo gracia.
—Podría regalarme, como si fuera
la insignia de un club, el aparato para
picar los billetes. ¡Es ridículo! Si mamá
viera a alguien así en casa se moriría de
repente.
Y, para no desmentir a Ailie,
pasaron quince días antes de que Schoen
fuera a su casa, aunque fue él quien
insistió y le metió prisa, y, en el
siguiente baile del Club de Campo,
Ailie fingía sentirse molesta.
—Es un verdadero cabezón, Andy
—me susurró—. Pero es tan sincero…
Usaba la palabra cabezón sin el tono
de crítica que hubiera contenido si
Schoen fuera un joven del Sur. La usaba
intuitivamente: su oído no distinguía
entre una palabra yanki y otra. Y el caso
es que la señora Calhoun no expiró
cuando Schoen apareció en la puerta de
su casa. Los prejuicios supuestamente
inextirpables de los padres de Ailie eran
un fenómeno que desaparecía a su gusto
y según convenía. Pero sus amigas se
quedaron de una pieza. Ailie, que
siempre había estado un poco por
encima de Tarleton y siempre había
elegido a sus acompañantes entre los
oficiales más distinguidos del
campamento… ¡Ailie y el teniente
Schoen! Me cansé de asegurarle a la
gente que sólo era un capricho de Ailie,
y la verdad es que cada semana más o
menos Ailie aparecía con alguien nuevo
—un alférez de Pensacola, un antiguo
amigo de Nueva Orleans—, pero
siempre, entre uno y otro, estaba Earl
Schoen.
Se recibió la orden de que un primer
grupo de oficiales y sargentos se
trasladara al puerto de embarque y
zarpara hacia Francia. Mi nombre
figuraba en la lista. Había pasado una
semana en unas maniobras y en cuanto
volví al campamento Earl Schoen me
buscó.
—Vamos a celebrar una fiesta de
despedida en el comedor de oficiales:
sólo tú, yo, el capitán Craker y tres
chicas.
Earl y yo nos encargaríamos de
recoger a las chicas. Recogimos a Sally
Carrol Happer y Nancy Lámar, y luego
fuimos a casa de Ailie, y nos recibió el
mayordomo con la noticia de que Ailie
no estaba en casa.
—¿No está en casa? —repitió Earl,
atónito—. ¿Dónde está?
—No ha dejado dicho nada. Sólo ha
dejado dicho que no está.
—¡Pues sí que tiene gracia la cosa!
—exclamó. Paseaba a la sombra de la
galería que ya conocía bien mientras el
mayordomo esperaba en la puerta, y
algo se le ocurrió—. Oye —me dijo—,
creo que se ha peleado conmigo.
Esperé. Y Schoen le ordenó
secamente al mayordomo:
—Dígale que tengo que hablar con
ella un momento.
—¿Cómo voy a decírselo si no está
en casa?
Earl volvió a pasearse por el
porche. Luego asintió varias veces con
la cabeza y dijo:
—Está enfadada por algo que
ocurrió en el centro.
En pocas palabras me resumió el
asunto.
—Mira, espérame en el coche —le
dije—. Quizá pueda arreglarlo —y,
cuando de mala gana se fue, le dije al
mayordomo—: Oliver, dile a la señorita
Ailie que quiero verla a solas.
Tras una breve discusión, llevó el
mensaje y un instante después volvió
con la respuesta.
—La señorita Ailie dice que no
quiere volver a ver al otro caballero
nunca más. Dice que usted puede entrar,
si quiere.
Estaba en la biblioteca. Yo esperaba
encontrarme la fría imagen de la
dignidad ofendida, pero tenía la cara
descompuesta: estaba desesperada y
confundida. Tenía los ojos enrojecidos
como si hubiera pasado horas llorando,
lenta, dolorosamente.
—Ah, hola, Andy —dijo con
palabras entrecortadas—. Hace mucho
que no nos vemos. ¿Se ha ido?
—Vamos, Ailie…
—¡Vamos, Ailie! —gritó—. ¡Vamos,
Ailie! ¡Se atrevió a dirigirme la palabra!
¿Te das cuenta? Y se quitó el sombrero.
Estaba a menos de tres metros de
distancia con aquella horrible… con
aquella horrible mujer cogida del brazo,
hablando con ella, y me vio, y se quitó
el sombrero. Andy, yo no sabía qué
hacer. Me metí en la heladería y pedí un
vaso de agua, y tenía tanto miedo de que
me siguiera que le pedía al señor Rich
que me dejara salir por la puerta de
atrás. No quiero volver a verlo ni saber
nada de él.
Hablé. Dije lo que se suele decir en
casos semejantes. Estuve hablando
media hora. No pude convencerla.
Varias veces me interrumpió
murmurando algo sobre que no era
sincero, y por cuarta vez me pregunté
qué significaría aquella palabra para
ella. Constancia, no, desde luego; era,
intuí a medias, la manera especial en
que quería ser respetada.
Me levanté para irme. Y entonces,
de manera increíble, el claxon del coche
sonó tres veces con impaciencia. Era
pasmoso. Decía, tan a las claras como si
Earl hubiera estado en la habitación:
«Muy bien, ¡al diablo! No voy a esperar
aquí toda la noche».
Ailie me miró horrorizada. Y de
repente una expresión singular apareció
en su cara, se extendió, brilló y se
apagó, convirtiéndose en una sonrisa al
borde de las lagrimas, histérica.
—¿No es una persona terrible? —
exclamó con inútil desesperación—.
¿No es horrible?
—Vamos —me apresuré a decirle—.
Coge el abrigo. Es nuestra última noche.
Y todavía puedo revivir aquella
última noche con la misma intensidad, la
luz de la vela que parpadeaba sobre la
basta mesa del comedor de oficiales y
sobre los adornos de papel ajado que
quedaban de la fiesta de despedida de la
compañía de aprovisionamiento, la triste
mandolina que por las calles del
campamento seguía tocando Mi hogar
en Indiana con la nostalgia universal
del final del verano. Las tres chicas
perdidas en aquella misteriosa ciudad
de hombres también sintieron algo: una
impresión de hechizada precariedad,
como si estuvieran en una alfombra
mágica que se había posado en los
campos del Sur y que en cualquier
momento podía ser empujada y
arrastrada por el viento. Brindamos por
el Sur y por nosotros. Luego dejamos las
servilletas y los vasos vacíos y un poco
del pasado sobre la mesa, y cogidos de
la mano salimos a la luz de la luna. Ya
había sonado el toque de silencio; no
había ni un ruido, salvo el lejano
relincho de un caballo, y un fuerte y
persistente roncar que nos hizo reír, y el
taconazo de un centinela que desfilaba
en el puesto de guardia. Craker estaba
de servicio; nosotros subimos al taxi que
esperaba, fuimos a Tarleton y dejamos
en casa a la chica de Craker.
Entonces Ailie, Earl, Sally y yo, de
dos en dos en el amplio asiento trasero,
cada pareja dándole la espalda a la otra,
absortos y susurrantes, nos adentramos
en la inmensidad de la noche.
Viajamos a través de bosques de
pinos cargados de líquenes y musgo,
entre algodonales en barbecho, por una
carretera blanca como el confín del
mundo. Nos detuvimos a la sombra
informe de un molino donde sólo se oía
el correr del agua y el gritar de los
pájaros desvelados y donde sobre todas
las cosas reinaba una claridad que
intentaba filtrarse por todas partes: en la
perdidas barracas de los negros, en el
coche, en lo más hondo del corazón. Era
la canción del Sur: me pregunto si los
demás aún pueden recordarlo. Yo me
acuerdo: la palidez de las caras frías,
los ojos soñolientos, amorosos, y las
voces:
—¿Estás cómoda?
—Sí. ¿Y tú?
—¿De verdad estás cómoda?
—Sí.
De repente nos dimos cuenta de que
era tarde y estábamos solos. Volvimos.
Nuestro regimiento partió hacia
Camp Mills al día siguiente, pero al
final no llegué a ir a Francia. Pasamos
un mes de frío en Long Island,
embarcamos a paso de marcha a bordo
de un transporte, con los cascos de
acero colgando del correaje, y a paso de
marcha desembarcamos. Me había
perdido la guerra. Cuando volví a
Tarleton intenté conseguir que me
licenciaran, pero mis obligaciones de
oficial me retuvieron la mayor parte del
invierno. Earl Schoen fue uno de los
primeros en ser desmovilizado. Quería
encontrar un buen empleo «antes de que
hubiera demasiada competencia». Ailie
no había querido comprometerse en
matrimonio, pero los dos daban por
sobreentendido que Earl volvería.
Para enero los campamentos, que
durante dos años habían dominado la
vida de la pequeña ciudad, iban
desapareciendo. Sólo el persistente olor
del incinerador aún recordaba toda
aquella actividad y todo aquel bullicio.
La poca vida que quedaba se centró
amargamente en el puesto de mando de
la división, lleno de irritados militares
profesionales que también se habían
perdido la guerra.
Y entonces los jóvenes de Tarleton
empezaron a volver desde todos los
rincones del planeta: unos con uniforme
canadiense, otros con muletas o mangas
vacías. Un batallón de la Guardia
Nacional, que regresaba del frente,
desfiló por las calles, y en sus filas
estaban vacíos los puestos de sus
muertos, e inmediatamente los soldados
renunciaron para siempre a las historias
románticas y empezaron a vender toda
clase de mercancías en los mostradores
de las tiendas de la localidad. Muy
pocos uniformes se mezclaban con los
esmoqúines y los trajes de noche en el
baile del Club de Campo.
Poco antes de Navidad, Bill
Knowles llegó sin avisar un día para
volver a irse al día siguiente: o le había
dado a Ailie un ultimatum o ella había
tomado por fin una decisión. Yo la veía
algunas veces, cuando no estaba
ocupada con los héroes que habían
regresado de Savannah y Augusta, pero
me sentía como un superviviente pasado
de moda: y lo era. Ella estaba esperando
a Earl Schoen con tanta incertidumbre
que prefería no hablar del asunto. Earl
llegó tres días antes de que me dieran la
licencia definitiva.
Me los encontré por primera vez
cuando paseaban por la calle principal,
y no creo haber sentido tanta pena por
una pareja en mi vida; aunque me figuro
que la misma situación se repetía
entonces en todas las ciudades en las
que había habido campamentos
militares. El aspecto de Earl era todo lo
lamentable que pueda imaginarse.
Llevaba un sombrero verde, con una
pluma. Su traje seguía esa moda
grotesca con la que han conseguido
terminar la publicidad y las películas.
Era evidente que había vuelto a su
barbería de toda la vida, pues llevaba el
pelo bien aplastado sobre la nuca rosa y
afeitada. No es que tuviera la limpieza
de los pobres, sino que su ostensible
familiaridad con las salas de baile
suburbiales y los clubes pueblerinos
hacía daño a la vista, o, más bien, le
hacía daño a Ailie. Pues Ailie nunca
había podido imaginarse la realidad:
con la ropa que Earl llevaba puesta,
incluso la gracia natural de aquel
magnífico cuerpo había desaparecido.
Al principio Earl alardeó de su
estupendo trabajo; les permitiría
arreglárselas hasta que «empezara a
ganar dinero fácil». Pero, desde el
mismo momento en que volvió al mundo
de Ailie con su verdadero aspecto,
debería haberse dado cuenta de que no
tenía esperanzas. No sé lo que ella le
dijo, ni hasta qué punto el dolor pesó
más que la estupefacción de Ailie. Ella
reaccionó con rapidez: tres días después
de su llegada, Earl y yo volvíamos al
Norte en el mismo tren.
—Bueno, se acabó lo que se daba —
dijo, de mal humor—. Era una chica
maravillosa, pero demasiado intelectual
para mí. Me figuro que se casará con
algún ricachón que pueda asegurarle una
buena posición social. Yo no soporto
tanta tontería —y, poco después, me dijo
—: Me ha pedido que vuelva dentro de
un año, pero no volveré jamás. Tanta
aristocracia no está mal si te sobra el
dinero, pero…
«Pero no era real», pensaba añadir.
La sociedad provinciana en que se había
desenvuelto con tanta satisfacción
durante seis meses ahora le parecía
amanerada, artificial, de petimetres.
—Oye, ¿has visto lo mismo que yo
al subir al tren? —me preguntó un
momento después—. Dos tipas
maravillosas, solas. ¿Qué tal si vamos a
su vagón y las invitamos a comer? Yo
quiero la del traje azul —en mitad del
pasillo del tren, se volvió de pronto y
me preguntó, frunciendo el entrecejo—:
Oye, Andy, una cosa, ¿cómo crees que
se enteró de que yo era tranviario? Yo
no se lo había dicho.
—No tengo ni idea.

III.

Este relato llega a una de las grandes


lagunas que más me llamaban la
atención cuando empecé. Durante seis
años, mientras acababa mis estudios de
derecho en Harvard y construía aviones
comerciales e invertía en un tipo de
asfaltado que se resquebrajaba al paso
de los camiones, Ailie Calhoun apenas
fue algo más que un nombre en una
felicitación de Navidad, apenas una
brisa que soplaba en mi imaginación en
las noches cálidas cuando recordaba las
magnolias. Alguna vez un conocido de
los días del ejército me preguntaba:
«¿Qué fue de aquella rubia que tenía
tanto éxito?», pero yo no lo sabía. Me
encontré con Nancy Lámar en el Hotel
Montmartre de Nueva York una tarde y
me enteré de que Ailie se había
comprometido con uno de Cincinnati,
había ido al Norte a conocer a la familia
y había roto el compromiso. Seguía
siendo tan encantadora como siempre, y
siempre tenía alrededor uno o dos
pretendientes que la asediaban. Pero ni
Bill Knowles ni Earl Schoen habían
vuelto jamás.
Y por aquel entonces, no sé dónde,
me enteré de que Bill Knowles se había
casado con una chica que había
conocido en un barco. Y eso es todo:
poco remiendo para un agujero de seis
años.
Aunque parezca extraño, una chica
apenas entrevista a la luz del crepúsculo
en una pequeña gasolinera de Indiana
empezó a sugerirme la idea de volver al
Sur. La chica, que llevaba un vestido de
organdí rosa, abrazó a un hombre que se
bajó de nuestro tren y lo empujó hacia
un coche que estaba esperando, y yo
sentí una especie de punzada. Me
pareció que la chica arrastraba a aquel
hombre al mundo veraniego y perdido
de mis primeros veinte años, donde el
tiempo se había detenido y chicas
encantadoras, difuminadas como el
pasado, todavía paseaban por las calles
oscuras. Creo que la poesía es el Sur
que sueña uno del Norte. Pero pasaron
meses antes de que le mandara un
telegrama a Ailie, e inmediatamente, tras
el telegrama, partí hacia Tarleton.
Era julio. El Hotel Jefferson parecía
extrañamente pobre, estropeado y
agobiante: un grupo de pesados cantaba
intermitente y escandalosamente en el
comedor que mi memoria reservaba y
consagraba a oficiales y chicas.
Reconocí al taxista que me llevó a casa
de Ailie, pero su «¿Cómo no voy a
acordarme de usted, teniente?» me
pareció poco convincente. Yo sólo era
uno entre veinte mil.
Fueron tres días raros. Me figuro
que algo del primer y juvenil esplendor
de Ailie habría corrido la suerte de
cualquier otro fulgor mortal, pero no me
atrevería a jurarlo. Seguía teniendo tanto
atractivo físico que te daban ganas de
tocar la personalidad que le temblaba en
los labios. No: el cambio era mucho más
profundo.
De repente me di cuenta de que
había cambiado de estilo. Las
modulaciones del orgullo, las alusiones
al hecho de que conocía los secretos de
antes de la guerra, cuando los días eran
más radiantes y mejores, habían
desaparecido de su voz; ya no había
tiempo para aquello, mientras divagaba
con las bromas, entre risueñas y
desesperadas, del Sur más moderno. Y
todo cabía en aquellas bromas, para que
nunca cesara el parloteo y no quedara
tiempo para pensar: pensar en el
presente, en el futuro, en ella, en mí.
Fuimos a una ruidosa fiesta en casa de
unos recién casados, y Ailie era el
centro nervioso, resplandeciente, de la
fiesta. Ya no tenía dieciocho años, pero
incluso en el papel de payaso
atolondrado estaba más atractiva que
nunca.
—¿Has tenido noticias de Earl
Schoen? —le pregunté la segunda noche,
cuando íbamos al baile del Club de
Campo.
—No —se puso seria un instante—.
Me acuerdo mucho de él. Fue el… —
dudó.
—Sigue.
—Iba a decir que fue el hombre a
quien más he querido, pero no sería
verdad. Nunca lo quise de verdad; si no,
me hubiera casado con él a pesar de los
pesares, ¿no? —me miró interrogante—.
Por lo menos no lo hubiera tratado como
lo traté.
—Era insoportable.
—Desde luego —reconoció sin
mucha decisión. Su humor cambió; ahora
parecía bromear—: ¡Cómo nos
engañaron los yankis a las pobres chicas
del Sur! ¡Qué tonta fui!
Cuando llegamos al club se
confundió como un camaleón con la
multitud, para mí, de desconocidos.
Llenaba la pista de baile una nueva
generación con menos dignidad que la
que yo había tratado, pero la máxima
representante de su esencia perezosa y
febril era Ailie. Seguramente se había
dado cuenta de que en su intento inicial
de escapar del provincianismo de
Tarleton se había quedado sola,
miembro de una generación condenada a
no tener sucesores. No sé en qué
momento había perdido la batalla,
librada tras las columnas blancas de la
galería de su casa. Pero había calculado
mal, en algún momento se había
equivocado. Su desenfrenada animación,
que seguía atrayendo al suficiente
número de hombres como para rivalizar
con las chicas más jóvenes y atrevidas,
era el reconocimiento de la derrota.
Salí de su casa, como tantas veces
en aquel perdido mes de julio, con una
especie de insatisfacción. Horas
después, dando vueltas en la cama del
hotel, descubrí cuál era el motivo, cuál
había sido siempre el motivo: yo estaba
profundamente, incurablemente
enamorado de ella. Más allá de toda
incompatibilidad, Ailie era todavía, y
para mí siempre lo seguiría siendo, la
chica más atractiva que había conocido
en mi vida. Y así se lo dije la tarde
siguiente. Era uno de esos días
calurosos que yo conocía ya a la
perfección, y Ailie se sentaba en el sofá,
a mi lado, en la biblioteca en penumbra.
—No, no puedo casarme contigo —
dijo, casi asustada—. No te quiero de
esa manera… Nunca te he querido así. Y
tú tampoco me quieres. No pensaba
decírtelo ahora, pero me caso el mes
que viene. No lo hemos anunciado
porque ya llevo anunciadas dos bodas
—de pronto se le ocurrió que quizá me
habían dolido sus palabras—: Andy,
sólo ha sido una de tus tonterías,
¿verdad? Tú sabes que no me casaría
nunca con un hombre del Norte.
—¿Quién es? —pregunté.
—Es de Savannah.
—¿Estás enamorada?
—Por supuesto —los dos sonreímos
—. ¡Por supuesto que sí! ¿Qué estás
intentando que diga?
No había ninguna duda, como no
había habido dudas con los otros. No
podía permitirse tener dudas. Lo sé
porque hacía mucho que Ailie había
dejado de fingir cuando estaba conmigo.
Y sé que aquella naturalidad se debía a
que no me consideraba un pretendiente.
Bajo la máscara de buena crianza,
instintiva, siempre había sido la misma y
jamás había creído que pudiera quererla
de verdad alguien que no hubiera
alcanzado un estado de adoración ciega.
A aquel estado lo llamaba «ser sincero»;
se sentía más segura con hombres como
Canby y Earl Schoen, que eran
incapaces de juzgar a un corazón sólo en
apariencia aristocrático.
—Me parece muy bien —dije, como
si me hubiera pedido permiso para
casarse—. Y, ahora, ¿me harías un
favor?
—Lo que quieras.
—Vamos al campamento.
—Pero, cariño, allí no queda nada.
—No me importa.
Fuimos al centro dando un paseo. El
taxista de la parada del hotel puso el
mismo reparo:
—Allí no hay nada, capitán.
—Da igual. Vamos.
Veinte minutos después paró el taxi
en una llanura polvorienta, desconocida,
salpicada de algodonales nuevos y
pinares aislados.
—¿Quiere que vayamos a donde se
ve humo? —preguntó el taxista—. Es la
nueva cárcel.
—No. Siga por esta carretera.
Quiero buscar dónde estuve viviendo.
Un antiguo hipódromo, que ni
siquiera llamaba la atención en los días
gloriosos del campamento, erigía en la
desolación su tribuna desmoronada.
Intentaba en vano orientarme.
—Siga la carretera, pase aquellos
árboles y gire a la derecha. No, no, a la
izquierda.
Obedeció, con antipatía profesional.
—No encontrarás nada, querido —
dijo Ailie—. Los contratistas lo
demolieron todo.
Circulábamos despacio, entre
algodonales. Podría haber sido allí…
—Vale. Quiero bajar —dije de
pronto.
Dejé a Ailie en el coche: estaba
preciosa, y la brisa cálida le agitaba el
pelo largo y rizado.
Podría haber sido allí. Allí podrían
haber estado las calles de la compañía
y, un poco más abajo, el comedor de
oficiales, donde cenamos aquella noche.
El taxista me miraba con indulgencia
mientras yo tropezaba, hundido hasta las
rodillas en la maleza, buscando mi
juventud en una tabla, unos restos de
techumbre o una lata de tomate oxidada.
Intenté usar como orientación un grupo
de árboles que me resultaba vagamente
familiar, pero cada vez era más de
noche, y no podía estar seguro de que
aquéllos fueran los árboles que yo creía.
—Van a reconstruir el viejo
hipódromo —gritó Ailie desde el coche
—. Tarleton, a la vejez, se está
volviendo presumida.
No. No parecían, pensándolo bien,
los árboles que yo había creído. De lo
único que podía estar seguro era de que
aquel lugar, tan lleno una vez de vida y
esfuerzo, había desaparecido, como si
no hubiese existido nunca, y que, dentro
de un mes, Ailie también habría
desaparecido y el Sur, para mí, se
quedaría vacío para siempre.
Majestad

Majestad apareció en el
Saturday Evening Post el 13
de julio de 1929. Mereció los
elogios de Harold Obery del
director del Post Thomas
Costain, y Fitzgerald lo
seleccionó para Taps at
Reveille. Aunque la trama es
inverosímil, el relato se salva
por la recreación que hace
Fitzgerald de uno de sus
personajes favoritos: la
americana joven y valerosa,
decidida a sacarle a la vida el
máximo partido.

I.

Lo extraordinario no es que la gente


en el transcurso de su vida empeore o
mejore tal como habíamos vaticinado;
así es de esperar, sobre todo en
América. Lo extraordinario es que la
gente se mantenga siempre a un mismo
nivel, se ajuste a lo que prometía y
parezca mantenerse a flote gracias a un
destino ineludible.
Uno de mis mayores orgullos es que
nadie ha conseguido engañarme desde
que cumplí los dieciocho años y aprendí
a distinguir entre una cualidad auténtica
y el talento para dar gato por liebre, e
incluso la mayoría de las personas más
descaradas que he conocido parecen
haber sido hasta el final escandalosa y
felizmente descaradas.
Emily Castleton había nacido en
Harrisburg en una casa de tamaño
medio; a los dieciséis años se trasladó a
Nueva York a una casa grande, fue al
colegio Briarly, se mudó a una casa
inmensa, se mudó a una mansión en
Tuxedo Park y se fue al extranjero,
donde hizo algunas cosas a la moda y
apareció en todos los periódicos. El año
de su puesta de largo, uno de esos
artistas franceses que son absolutamente
dogmáticos acerca de las bellezas
americanas la incluyó, junto a otras once
celebridades públicas y semipúblicas,
en la lista de los especímenes más
perfectos de América. En aquel tiempo
muchos hombres estaban de acuerdo con
él. Era ligeramente alta, con las
facciones más pronunciadas que
delicadas, los ojos de un azul en el que
era imposible no reparar cuando la
mirabas y una buena mata de pelo rubio,
luminoso e impresionante. Sus padres no
sabían mucho del mundo nuevo que
habían conquistado, así que Emily tuvo
que aprenderlo todo sola, y se vio
envuelta en las situaciones más diversas,
y algo de su lozanía se perdió. Pero
tenía lozanía de sobra. Hubo
compromisos de boda y
semicompromisos, breves y apasionados
arrebatos, y un gran amor a los veintidós
años que la dejó amargada y la llevó a
vagabundear por los cinco continentes
en busca de felicidad. Se convirtió en
una persona «artística», como hacen casi
todas las chicas solteras y ricas a esa
edad, porque las personas artísticas
parecen tener algún secreto, algún
refugio interior, alguna vía de fuga. Pero
la mayoría de sus amigas ya estaban
casadas, y su vida le causaba a su padre
una gran decepción; así, a los
veinticuatro años, con el matrimonio en
la cabeza pero no en el corazón, Emily
volvió a casa.
Estaba atravesando una mala racha,
y lo sabía. No lo había hecho bien. Era
una de las chicas con más éxito, una de
las chicas más bellas de su generación,
con encanto, dinero y algo parecido a la
fama, pero su generación estaba
explorando nuevos campos. Ante el
primer signo de condescendencia que
percibió en una antigua compañera de
colegio, convertida ya en una joven
casada, se fue a Newport, donde la
conquistó William Brevoort Blair.
Inmediatamente, volvió a ser la
incomparable Emily Castleton: el
fantasma del artista francés volvió a
asomarse una vez más a las páginas de
los periódicos; el más comentado
acontecimiento de la alta sociedad
durante el mes de octubre fue el día de
su boda.

«Esplendorosa boda de la alta


sociedad… Harold Castleton organiza
pabellones de cinco mil dólares
decorados como las carpas
intercomunicadas de un circo, en los que
tendrá lugar la celebración, el banquete
nupcial y el baile… Cerca de un
centenar de invitados, muchos de ellos
personalidades del mundo de los
negocios, se mezclarán con las grandes
figuras de la alta sociedad… El valor de
los regalos se estima superior al cuarto
de millón de dólares…».

Una hora antes de la ceremonia, que


iba a ser solemnemente celebrada en la
iglesia de San Bartolomé, Emily, ante el
tocador, se miraba al espejo. Su cara
reflejaba en aquel momento cierto
cansancio, y de repente la asaltó el
pensamiento desazonador de que aquel
asunto requeriría cada vez más atención
durante los próximos cincuenta años.
—Debería ser feliz —dijo en voz
alta—, pero son tristes todas las ideas
que me vienen a la cabeza.
Su prima, Olive Mercy, que estaba
sentada en el borde de la cama, asintió.
—Todas las novias se ponen tristes.
—¡Qué inutilidad! —dijo Emily.
Olive frunció el ceño incómoda.
—¿Inutilidad? ¿Por qué? Las
mujeres no están completas a menos que
se casen y tengan niños.
Emily no contestó inmediatamente.
Luego dijo despacio:
—Sí, pero niños ¿de quién?
Por primera vez en su vida, Olive,
que adoraba a Emily, casi la detestó.
Todas las chicas invitadas a la boda se
hubieran sentido orgullosas de Brevoort
Blair, incluida Olive.
—Tienes suerte —dijo Olive—.
Tienes tanta suerte que ni siquiera te das
cuenta. Te mereces una paliza por hablar
así.
—Aprenderé a quererlo —anunció
Emily con tono guasón—. El amor
llegará con el matrimonio. Pero, por
ahora, menudo porvenir,
¿no?
—¿Por qué te empeñas en ser tan
poco romántica? —Al contrario, soy la
persona más romántica que he conocido
en mi vida. ¿Sabes lo que pienso cuando
me abraza? Pienso que si levantara la
vista vería los ojos de Garland Kane.
—Pero ¿cómo? Entonces…
—Ya que hablamos de ello, el otro
día sólo podía acordarme del capitán
Marchbanks y el pequeño biplaza con el
que sobrevolamos el canal,
rompiéndonos mutuamente el corazón y
sin decirnos jamás una palabra a causa
de su mujer. No me pesa haber conocido
a hombres así, sólo me pesa lo que perdí
preocupándome, apreciándolos. Lo
único que ha quedado para Brevoort son
las sobras en una papelera rosa. Ojalá
hubiera quedado algo más; incluso yo
pensaba en los momentos de mayor
entusiasmo que estaba guardando algo
para el hombre de mi vida. Pero parece
ser que no guardé nada —se interrumpió
e inmediatamente añadió—: Y todavía
me asombro.
La situación no era para Olive
menos irritante por ser comprensible, y,
si no fuera por su condición de pariente
pobre, hubiera dicho lo que pensaba.
Emily era una niña mimada: ocho años
de aventuras con los hombres le habían
confirmado que ninguno se la merecía y
ella había aceptado aquella idea como
casi absolutamente cierta.
—Estás nerviosa —Olive intentaba
que el fastidio no se le notara en la voz
—. ¿Por qué no te echas una hora?
—Sí —contestó Emily,
ensimismada.
Olive salió del dormitorio y bajó las
escaleras. En el recibidor se encontró
con Brevoort Blair, vestido de novio,
clavel blanco incluido, y en un estado de
considerable nerviosismo.
—¡Ah, perdona! —atinó a decir—.
Me gustaría ver a Emily. Es por los
anillos… Ya sabes… para que elija.
Tengo cuatro anillos, pero ella nunca se
ha decidido por ninguno y no puedo
sacar los cuatro en la iglesia, y quiero
que elija.
—Me consta que prefiere el de
platino liso. Si de todas formas quieres
verla…
—Ah, muchas gracias. No quiero
molestarla.
Estaban cerca, muy cerca, e incluso
en aquel momento, cuando ya lo había
perdido, comprometido para siempre,
Olive no pudo evitar pensar en lo mucho
que ella y Brevoort se parecían. El pelo,
el tono de la piel, los rasgos: podían ser
hermanos; y compartían el mismo
temperamento, la timidez y la seriedad,
la misma honradez humilde. Todo esto le
pasó por la cabeza como un relámpago,
con la idea añadida de que la rubia y
tempestuosa Emily, con su vitalidad y
extraordinaria clase, era, a pesar de
todo, mejor para él en todos los
sentidos; y entonces, por encima de
estos pensamientos, una completa oleada
de ternura, de pura piedad física
mezclada con deseo, la inundó, y tuvo la
sensación de que bastaría con dar un
paso adelante para encontrar los brazos
de Brevoort abiertos para recibirla.
Pero dio un paso atrás, renunciando
a él, como si retirara la mano después
de rozarlo con la punta de los dedos.
Quizá alguna onda de su emoción se
abrió paso hasta la conciencia de
Brevoort, pues dijo de repente:
—Vamos a ser buenos amigos,
¿verdad? Por favor, no pienses que me
estoy llevando a Emily. Sé que nunca
podré ser su dueño… nadie podría… y
tampoco lo pretendo.
Sin decir una palabra, mientras
Brevoort hablaba, Olive se despidió de
él, el único al que había deseado en su
vida.
Le encantó la indecisión
ensimismada con la que Brevoort cogió
el abrigo y el sombrero y, lleno de
entusiasmo, intentaba abrir la puerta
girando el picaporte en sentido
equivocado.
Cuando se fue, Olive entró en el
salón, magnífico y portentoso; con
pinturas de bacanales, con arañas
impresionantes y retratos del siglo XVII
que podían haber sido de los
antepasados de Emily, pero no lo eran,
y, por ello, le pertenecían mucho más. Y
allí se tomó un respiro, a la sombra de
Emily, como siempre.
Por la puerta que conducía a la
inapreciable parcela de césped que daba
a la calle 60, ahora cercada por los
pabellones, apareció su tío, el señor
Harold Castleton. Había estado
probando su propio champán.
—Mi dulce y preciosa Olive —
exclamó emocionado—. Olive, nena,
por fin: Emiliy lo ha conseguido,
porque, no me cabía la menor duda,
nunca perdió el norte. Los buenos
siempre triunfan, ¿verdad?, los
auténticos purasangre. Empezaba a
pensar que el Señor y yo, entre nosotros,
le habíamos dado demasiado, que nunca
estaría satisfecha, pero por fin ha puesto
los pies en la tierra como un… —buscó
infructuosamente una metáfora—, como
un purasangre, y, después de todo, no la
encontrará tan mal lugar —se acercó a
la chica—. Tú has estado llorando,
chiquilla.
—Un poco.
—No pasa nada —dijo, magnánimo
—. Si yo no me sintiera tan feliz,
también lloraría.
Más tarde, cuando salió con las
otras dos damas de honor hacia la
iglesia, el solemne estremecimiento de
una gran boda pareció comenzar con la
vibración del coche. A la entrada el
órgano empezó a tocar, se mezcló
palpitante con los chelos y violas de la
orquesta y acabó disolviéndose en el
ruido del coche que traía al novio.
La muchedumbre se había ido
agolpando alrededor de la iglesia, y el
aire, a tres metros de distancia, estaba
cargado de perfume, de un débil olor a
humanidad limpia y del aroma industrial
de los vestidos recién estrenados. Más
allá de los sombreros apilados a la
entrada de la iglesia, las dos familias se
sentaban, una frente a la otra, en bancos.
Los Blair —su ligera expresión de
condescendencia les daba un innegable
aire de familia, tanto a los parientes
políticos como a los verdaderos Blair—
estaban representados por los Gardiner
Blair, padre e hijo; lady Mary Bowes
Howard, née Blair; la señora Potter
Blair; la señora Princess Potowki Parr
Blair, née Inchbit; la señorita Gloria
Blair, el rector Gardiner Blair III, y las
ramas emparentadas, ricas y pobres, de
Smythe, Bickle, Diffendorfer y Hamn. A
lo largo de la nave del templo los
Castleton ofrecían un espectáculo menos
impresionante: el señor Harold
Castleton, el señor Theodore Castleton
con su señora e hijos, Harold Castleton
Júnior, y, de Harrisburg, el señor Carl
Mercy, y dos ancianas tías, diminutas,
apellidadas O’Keefe, ocultas en una
esquina. Más bien por sorpresa y a la
fuerza, las dos tías habían sido metidas
en una limusina y vestidas de los pies a
la cabeza por una elegante couturiere
aquella misma mañana.
En la sacristía, donde las damas de
honor revoloteaban como pájaros con
sus grandes pamelas, hubo un último
retoque de labios y un reajuste de
alfileres antes de que llegara Emily.
Representaban varias fases de la vida de
Emily: una compañera del colegio
Briarly, la única compañera de
presentación en sociedad que aún no se
había casado, una amiga del viaje a
Europa y la chica que la había invitado a
Newport cuando conoció a Brevoort
Blair.
—Han contratado a Wakeman —dijo
esta última, que, junto a la puerta,
escuchaba la música—. Tocó en la boda
de mi hermana, pero yo nunca
contrataría a Wakeman.
—¿Por qué?
—Porque siempre toca lo mismo: Al
amanecer. Lo ha tocado docenas de
veces.
En aquel momento otra puerta se
abrió y apareció la solícita cabeza de un
joven:
—¿Estáis listas? —preguntó a la
dama de honor que tenía más cerca—. A
Brevoort está a punto de darle un ataque.
Ahí aguanta, manchando de sudor la
camisa.
—Tranquilo —contestó la joven
damisela—. La novia siempre llega unos
minutos tarde.
—¡Unos minutos! —protestó el
testigo—. Yo no diría unos minutos. Ahí
fuera están empezando a murmurar y a
moverse como si estuvieran en un circo,
y el organista lleva tocando la misma
música desde hace media hora. Voy a
decirle que toque algo de jazz.
—¿Qué hora es? —preguntó Olive.
—Las cinco menos cuarto… No, las
cinco menos diez.
—A lo mejor ha habido un atasco —
Olive calló cuando el señor Harold
Castleton, seguido por un cura nervioso,
se abrió paso a empujones, pidiendo un
teléfono.
Y entonces empezó a producirse un
curioso goteo de personas desde el
interior de la iglesia, primero de una en
una, y luego a pares, hasta que la
sacristía rebosó de parientes y
confusión.
—¿Qué ha pasado?
—¿Qué diablos pasa?
Entonces apareció un chófer y, presa
de los nervios, contó lo que había
pasado. Harold Castleton lanzó una
maldición y, echando chispas, se abrió
camino brutalmente hacia la puerta.
Hubo un intento de despejar la sacristía,
y entonces, como para compensar el
goteo, se elevó un murmullo de
conversaciones en el fondo de la iglesia
y comenzó a extenderse hacia el altar,
cada vez más alto, más rápido y
excitado, siempre en aumento, atrayendo
a la multitud hacia el altar, y elevándose
hasta convertirse en una especie de
rugido apagado. Cuando anunciaron
desde el altar que la boda había sido
aplazada, apenas si lo oyó la multitud,
porque para entonces todos sabían ya
que estaban participando en un
escándalo de primera página, que a
Brevoort Blair lo habían dejado
esperando al pie del altar y Emily
Castleton había huido.

II.

Había una docena de periodistas


ante la casa de los Castleton en la calle
60 cuando Olive llegó, pero, en su
estado de ensimismamiento, ni siquiera
oyó sus preguntas; anhelaba
desesperadamente consolar a un hombre
a quien no debía acercarse, y, a manera
de sucedáneo, buscó a su tío Harold.
Atravesó los pabellones
intercomunicados de cinco mil dólares,
donde camareros y criados permanecían
de pie en una respetuosa y funeral
penumbra, esperando que sucediera
algo, entre bandejas de caviar y
pechugas de pavo, junto a la tarta
nupcial en forma de pirámide. Olive
encontró a su tío en el primer piso,
sentado en un taburete ante el tocador de
Emily. Los cosméticos se
desparramaban ante él y, poniendo en
evidencia el repertorio del
acicalamiento femenino, eran una
presencia singularmente inoportuna y un
símbolo de aquella catástrofe
disparatada.
—Ah, eres tú —su voz había
perdido la fuerza; había envejecido en
dos horas. Olive le echó el brazo por el
hombro cansado.
—No sabes cómo lo siento, tío
Harold.
De repente surgió de él un torrente
de improperios, se apagó poco a poco, y
una gran lágrima, una sola lágrima, le
brotó lentamente de un ojo.
—Que venga mi masajista —dijo—.
Dile a McGregor que lo busque.
Sofocó un largo suspiro, como un
niño después de llorar, y Olive advirtió
que el colorete le había manchado las
mangas, como si hubiera tenido que
apoyarse en el tocador, llorando,
después de que su espléndido champán
le hubiera hecho efecto.
—Había un telegrama —murmuró.
—Está ahí.
Y añadió despacio:
—Desde ahora tú eres mi hija.
—¡Ay, no, no diga eso!
Abriendo el telegrama, Olive leyó:
«No estoy a la altura Me sentiría
como una estúpida si lo hiciera Esto
pasará pronto Lo siento mucho por ti».
«EMILY».
Después de llamar al masajista y
dejar un criado a la puerta de su tío,
Olive fue a la biblioteca, donde una
secretaria confundida no conseguía
articular palabra ante un teléfono
inquisitivo y persistente.
—Estoy tan trastornada, señorita
Mercy —exclamó con voz atiplada,
presa de la desesperación—. Confieso
que estoy tan trastornada que me duele
terriblemente la cabeza: llevo media
hora creyendo que abajo hay música.
Pero también Olive se estaba
poniendo histérica; entre el ruido del
tráfico callejero se filtraba una melodía,
perfectamente distinguible:
¿Es bonita?
¿Es dulce?
No me importa porque
no puedo competir por ella.
¿Quién es la…?

Bajó corriendo las escaleras y,


mientras cruzaba el salón, oyó cómo
crecía el volumen de la música. A la
entrada del primer pabellón se detuvo
paralizada por la sorpresa.
Al ritmo de una orquesta reducida
pero innegablemente profesional, una
docena de parejas jóvenes daban vueltas
en la pista de baile. En un esquina del
bar otro grupo de jóvenes y media
docena de camareros se afanaban en
preparar cócteles y abrir botellas de
champán.
—¡Harold! —llamó, apremiante, a
uno de los bailarines—. ¡Harold!
Un joven alto de dieciocho años
cedió su pareja a otro bailarín y acudió
a su encuentro.
—Hola, Olive. ¿Cómo se lo ha
tomado mi padre?
—Harold, ¿se puede saber qué…?
—Emily está loca —dijo,
tranquilizador—. Siempre te he dicho
que Emily estaba loca. Loca como una
cabra. Siempre lo estuvo.
—¿Y esto?
—¿Esto? —miró alrededor con aire
inocente—. Ah, son unos cuantos amigos
que han venido de Cambridge conmigo.
—Pero ¡ponerse a bailar!
—Bueno, no se ha muerto nadie,
¿no? He pensado que podríamos
aprovechar este…
—Diles que se vayan —dijo Olive.
—¿Por qué? ¿Es que molestamos a
alguien? Estos amigos han venido desde
Cambridge y…
—No es decoroso.
—Pero a ellos les da lo mismo,
Olive. La hermana de uno hizo lo
mismo, sólo que el día después en vez
del día antes. Hoy día lo hace
muchísima gente.
—Dile a la orquesta que se vaya,
Harold —dijo Olive con firmeza—, o
llamaré a tu padre.
Era obvio que Harold consideraba
que un acontecimiento de semejante
calibre no podía deshonrar a ninguna
familia, pero obedeció de mala gana. El
mayordomo, sumido en una tristeza
abismal, asistió al saqueo del champán,
y los jóvenes, algo ofendidos, fueron
saliendo a regañadientes a la noche, que
los acogió con más tolerancia. A solas
con la sombra —la sombra de Emily—
que se cernía sobre la casa, Olive se
sentó en el salón a pensar. Y en aquel
instante el mayordomo apareció en la
puerta.
—Es el señor Blair, señorita Olive.
Olive se levantó de un salto.
—¿Con quién quiere hablar?
—No me lo ha dicho.
—Dígale que estoy aquí.
Brevoort entró, menos abatido que
ensimismado, saludó a Olive con la
cabeza y se sentó en el taburete del
piano. Ella tenía ganas de decirle: «Ven
aquí. Apoya la cabeza aquí, pobrecito.
No te preocupes». Pero también tenía
ganas de llorar, así que no dijo nada.
—Dentro de tres horas —señaló él
con absoluta tranquilidad— podremos
leer los periódicos de la mañana. Hay
un quiosco en la calle 59.
—Es absurdo… —empezó a decir
Olive.
—No soy una persona superficial —
la interrumpió Brevoort—; sin embargo,
ahora mismo lo que me asusta son los
periódicos. Después la familia, los
amigos y los conocidos de la profesión
le dedicarán al asunto un diplomático
silencio. La verdad es que estoy
sorprendido de que eso no me preocupe
en absoluto.
—Yo no me preocuparía de nada.
—Le agradezco a Emily que por lo
menos lo hiciera en el momento
apropiado.
—¿Por qué no te vas al extranjero?
—Olive se inclinó para acercársele,
muy seria—. Vete a Europa hasta que
todo se olvide.
—Se olvide —se echó a reír—.
Estas cosas nunca se olvidan. Una risilla
disimulada me seguirá el resto de mi
vida —se quejó—. El tío Hamilton se ha
ido derecho a Park Row para visitar la
redacción de todos los periódicos. Es de
Virginia y es lo bastante imprudente para
sacar el látigo, aunque ya no se lleve,
ante el director de un periódico. Me
gustaría ver qué periódico se atreve a
desafiarlo —se interrumpió—. ¿Cómo
está el señor Castleton?
—Te agradecerá que hayas venido a
verlo.
—No he venido a eso —Brevoort
titubeó——. He venido a preguntarte
algo. Quiero saber si te casarías
conmigo en Greenwich mañana por la
mañana.
Durante un instante Olive flotó en el
aire; emitió una especie de suspiro; se
quedó boquiabierta.
—Sé que te gusto —se apresuró a
continuar—. Incluso he llegado a
imaginarme que me querías un poco, si
me perdonas la presunción. De todas
formas, te pareces mucho a una chica
que una vez me quiso, tanto que podrías
ser tú… —se había ruborizado,
violento, pero luchó encarnizadamente
por seguir—. De todas formas, tú me
gustas muchísimo, y cualquier
sentimiento que yo pudiera tener por
Emily ha, por decirlo así, volado.
Eran tan fuertes el alboroto y el
sobresalto en el interior de Olive que
parecía que él podría percibirlos.
—El favor que me harías sería muy
grande —continuó él—. Dios mío, sé
que suena un poco disparatado, pero
¿puede haber mayor disparate que el de
esta tarde? Verás, si te casas conmigo,
los periódicos publicarían una historia
bastante distinta; creerían que Emily se
ha ido para dejarnos libre el camino, y
ella sería, después de todo, la burlada.
Los ojos de Olive se llenaron de
lágrimas de indignación. —Me figuro
que debería tener en cuenta tu amor
propio herido, pero ¿no te das cuenta de
que me estás haciendo una proposición
insultante?
A Brevoort se le ensombreció la
cara.
—Lo siento —consiguió decir por
fin—. Me temo que ha sido un disparate
el solo hecho de haberlo pensado, pero
para un hombre es inadmisible perder la
dignidad por el capricho de una chica.
Ya veo que es imposible. Lo siento.
Se levantó y cogió el bastón.
Ya se dirigía a la puerta, y a Olive le
brincaba el corazón dentro del pecho y,
a oleadas, irresistiblemente, se apoderó
de ella algo que podría denominarse
instinto de conservación, y barrió todos
sus escrúpulos y su orgullo. Los pasos
de Brevoort Blair resonaban en el
vestíbulo.
—¡Brevoort! —gritó. Se levantó de
un salto y corrió a la puerta. Brevoort se
volvió—. Brevoort, ¿cómo se llama ese
periódico al que ha ido tu tío? —¿Por
qué?
—Porque todavía tienen tiempo de
cambiar su crónica si los llamo por
teléfono ahora mismo. Les diré que nos
casamos esta noche.

III.

Hay un sector de la sociedad


parisina que es simplemente una
heterogénea prolongación de la sociedad
americana. Sus miembros están
conectados por múltiples lazos a la
patria, y sus diversiones,
excentricidades y altibajos son un libro
abierto para amigos y parientes de
Southampton, Lake Forest o Back Bay.
Así, durante su anterior estancia en
Europa, el paradero de Emily, cuando
seguía el ritmo de las temporadas
europeas, era de dominio público; pero
desde el día en que, un mes después de
la boda jamás celebrada, zarpó de
Nueva York, desapareció del mapa. Su
padre recibió una carta con el rumor de
que andaba por El Cairo, Constantinopla
o la menos frecuentada Riviera. Eso fue
todo.
Una vez, un año más tarde, el señor
Castleston la vio en París, pero, como le
contó a Olive, el encuentro sólo sirvió
para que se sintiera incómodo.
—Había algo en ella… —dijo, de
un modo impreciso—, como si… Bueno,
como si guardara mil cosas en lo más
hondo de su mente que yo no pudiera
alcanzar. Estuvo muy amable, pero de un
modo mecánico, formal. Me preguntó
por ti.
A pesar de que la respaldaban
sólidamente un niño de tres meses y un
hermoso piso en Park Avenue, Olive
sintió que el corazón le fallaba.
—¿Qué te dijo?
—Estaba encantada con lo vuestro,
contigo y con Brevoort —y añadió, para
sí mismo, sin poder ocultar su disgusto
—: Aunque le robaras el mejor partido
de Nueva York cuando se quitó de en
medio.

Había pasado más de un año, cuando


la secretaria del señor Castleton le
preguntó a Olive por teléfono si su jefe
podía verlos aquella noche. Encontraron
al anciano paseando por la biblioteca en
un estado de gran agitación.
—Bueno, por fin sucedió —anunció
con vehemencia—. La gente no lo
consentirá. Nadie lo consentirá. En este
mundo hay dos clases de personas: las
que salen a flote y las que se hunden.
Emily ha elegido hundirse. Parece que
quiere tocar fondo. ¿Habéis oído hablar
de un tal Petrocobesco, un hombre
disoluto, según me lo describen? —se
refería a una carta que tenía en la mano
—. Se hace llamar príncipe Gabriel
Petrocobesco, y al parecer es de… de
ningún sitio. Me ha escrito Hallam, mi
representante en Europa, y me adjunta un
recorte del Matin de París. Parece que
este caballero fue invitado por la policía
a abandonar París, y entre el pequeño
círculo que lo acompañaba iba una chica
americana, la señorita Castleton, «según
los rumores, hija de un millonario. Los
gendarmes escoltaron al grupo hasta la
estación» —le tendió a Brevoort Blair
con dedos temblorosos la carta y el
recorte de prensa—. ¿Qué harías tú?
¡Emily está metida en ese lío!
—Es un verdadero problema —dijo
Brevoort, frunciendo el ceño.
—Es el fin. Me parecía que sus
gastos habían ascendido mucho en los
últimos tiempos, pero jamás sospeché
que estuviera manteniendo a…
—A lo mejor es un error —sugirió
Olive—. Quizá se trate de otra señorita
Castleton.
—Es Emily, con toda seguridad.
Hallam ha investigado el asunto. Es
Emily, que jamás temió arrojarse a la
corriente de la vida cuando las aguas
bajaban limpias y tranquilas y ahora ha
terminado nadando en las cloacas.
Conmovida, Olive tuvo una
repentina e intensa sensación de
fatalidad al ver cómo se iban separando
su camino y el de su prima: ella se
estaba construyendo una mansión en
Westbury Hills, y Emily se veía
mezclada con un aventurero, un
deportado, en un escándalo vergonzoso.
—No tengo derecho a pediros esto
—continuó el señor Castleton—. No
tengo derecho desde luego a pedirle a
Brevoort nada que guarde relación con
Emily. Pero tengo setenta y dos años y
Fraser dice que no se hace responsable
si continúo otras dos semanas sin seguir
el tratamiento, y entonces Emily se
quedará irremediablemente sola. Quiero
que cojáis el barco, paséis dos meses en
Europa, examinéis la situación y traigáis
a Emily a casa.
—Pero ¿cree usted que podemos
ejercer sobre ella alguna influencia? —
preguntó Brevoort—. No veo ninguna
razón para pensar que vaya a hacerme el
menor caso.
—No queda otra salida. Si vosotros
no vais, tendré que ir yo.
—No, no —se apresuró a decir
Brevoort—. Haremos lo que podamos,
¿verdad, Olive?
—Por supuesto.
—Traedla a casa; no importa cómo,
pero traedla a casa. Acudid a los
tribunales si es necesario y jurad que
está loca.
—Muy bien. Haremos lo que esté en
nuestras manos.

Diez días después de esta


conversación, los Brevoort Blair
llamaban al representante del señor
Castleton en París para recabar los
datos que hubiera podido averiguar.
Eran muchos, pero insatisfactorios.
Hallam había visto a Petrocobesco en
varios restaurantes: un tipejo gordo con
una sonrisa impúdica y atractiva y una
sed inapagable. Era de algún oscuro
país y se veía obligado a vagabundear
por Europa desde hacía varios años,
viviendo Dios sabe de qué,
probablemente a costa de los
americanos, aunque Hallam creía
entender que en los últimos tiempos
incluso se le habían cerrado los círculos
más marginales de la alta sociedad
internacional. Sobre Emily, Hallam
sabía muy poco. Se les había visto en
Berlín hacía una semana y en Budapest
el día anterior. Era probable que un
individuo tan indeseable como
Petrocobesco tuviera la obligación de
presentarse a la policía allá adonde
fuera, y ésta fue la pista que Hallam les
recomendó seguir a los Blair.
Cuarenta y ocho días después,
acompañados por el vicecónsul de
Estados Unidos, fueron a ver al prefecto
de la policía de Budapest. El
funcionario habló en un húngaro
rapidísimo con el vicecónsul, que
inmediatamente les resumió lo esencial
de sus palabras: los Blair habían
llegado demasiado tarde.
—¿Adónde han ido Petrocobesco y
los suyos?
—No lo sabe. Recibió órdenes de
expulsarlos del país y partieron anoche.
Súbitamente, el prefecto escribió
algo en un trozo de papel y se lo tendió
al vicecónsul con un sucinto comentario.
—Dice que los busquen aquí.
Brevoort miró el papel.
—Sturmdorp. ¿Dónde está eso?
Otra rápida conversación en
húngaro.
—A cinco horas de aquí si toman
uno de los trenes locales que parten los
martes y viernes. Hoy es sábado.
—Conseguiremos un coche en el
hotel —dijo Brevoort.
Salieron después de cenar. Fue un
viaje fatigoso, de noche, a través de la
apacible llanura húngara. Olive se
despertó después de una cabezada
intranquila y encontró a Brevoort y al
chófer cambiando un neumático; y
volvió a despertarse cuando se pararon
a orillas de un riachuelo turbio: más allá
brillaban las luces dispersas de una
ciudad. Dos soldados en un extraño
uniforme echaron un vistazo al interior
del coche. Cruzaron un puente y se
adentraron en la calle principal, estrecha
y sinuosa, hacia la única posada de
Sturmdorp; los gallos ya estaban
cantando cuando los Blair se acostaron
en las humildes camas.
Olive se despertó con la certeza
repentina de que habían encontrado a
Emily, y recuperó la vieja sensación de
infelicidad que le causaban los malos
momentos de Emily; durante un instante
el pasado interminable y Emily se
impusieron, se apoderaron de ella. Le
parecía casi una presunción estar allí.
Pero la resolución y firmeza de Brevoort
la reconfortaron, y había recuperado la
confianza en sí misma cuando bajaron
las escaleras para reunirse con el
posadero, que hablaba un inglés fluido,
aprendido en Chicago antes de la guerra.
—Ya no están en, Hungría —explicó
el hombre—. Han atravesado ustedes la
frontera de Czjeck-Hansa, un pequeño
país que sólo tiene dos ciudades: ésta y
la capital. No pedimos visados a los
americanos.
«Probablemente por eso vinieron
aquí», pensó Olive.
—¿Podría usted por casualidad
darnos información sobre unos
extranjeros? —preguntó Brevoort—.
Estamos buscando a una chica
americana —describió a Emily, sin
mencionar a su posible acompañante; y,
mientras hablaba, la cara del posadero
experimentó un curioso cambio.
—Déjenme ver sus pasaportes —
dijo, y luego—: ¿Y por qué desean
verla?
—Esta señora es su prima.
El dueño de la pensión dudó unos
segundos.
—Creo que quizá pueda ayudarles a
encontrarla —dijo.
Llamó al mozo; dio rápidas
instrucciones en una jerga ininteligible.
Y luego:
—Sigan a ese chico. Él los guiará.
El mozo los condujo, a través de
calles inmundas, hasta una casa a punto
de derrumbarse en los confines de la
ciudad. Un hombre con una escopeta de
caza, que holgazaneaba a la puerta, se
puso en guardia y le dijo algo al mozo
con voz áspera, pero, después de un
intercambio de palabras, subieron las
escaleras y llamaron a una puerta.
Cuando se abrió, una cabeza se asomó al
rellano; el mozo volvió a hablar, y
entraron.
Estaban en una habitación grande y
sucia que podría haber pertenecido a
una pobre casa de huéspedes en algún
barrio bajo del Oeste: con paredes
desconchadas, tapicerías rotas, una
cama deforme, y aspecto, a pesar de su
desnudez, de estar atestada por un
mobiliario fantasmal, que había dejado
su huella en círculos polvorientos y
manchas antiguas. En el centro de la
habitación había, de pie, un hombrecillo
gordo con ojos de huevo y una nariz
inquisitiva sobre una boca pequeña y
bonita, de niño mimado, que los miró
fija e intensamente cuando abrieron la
puerta, y de inmediato, con un simple
«¡Cierren!», les dio la espalda con un
gesto de impaciencia. Había otras
personas en la habitación, pero Brevoort
y Olive sólo vieron a Emily, echada en
una chaise longue con los ojos
entornados.
Cuando aparecieron Brevoort y
Olive los ojos de Emily se abrieron con
un ligero asombro; hizo un movimiento,
como si fuera a levantarse, pero sólo
alargó una mano, sonrió y pronunció sus
nombres con una voz clara y educada,
menos un saludo de bienvenida que una
explicación dirigida a los presentes. Al
sonido de sus nombres cierta amabilidad
mezquina sustituyó a la hosquedad en la
cara del hombrecillo.
Las chicas se besaron.
—¡Tutu! —dijo Emily, como si
reclamara su atención—. Príncipe
Petrocobesco, permítame presentarle a
mi prima, la señora Blair, y al señor
Blair.
—Plaisir —dijo Petrocobesco. Tras
intercambiar una rápida mirada con
Emily, añadió—: ¿Quieren sentarse? —
e inmediatamente se sentó él en la única
silla disponible, como si estuvieran
jugando al juego de las sillas—. Plaisir
—repitió.
Olive se sentó a los pies de la
chaise longue de Emily y Brevoort
cogió un taburete que había junto a la
pared, mientras reparaba en los otros
ocupantes de la habitación. Eran un
joven verdaderamente feroz, envuelto en
una capa, que permanecía de pie, con
los brazos cruzados y los dientes
brillantes, junto a la puerta, y dos
harapientos barbudos, uno empuñando
un revólver y otro con la cabeza sobre el
pecho, abatido, sentado junto al otro en
un rincón.
—¿Llevan aquí mucho tiempo? —
preguntó el príncipe.
—Hemos llegado esta misma
mañana.
Por un instante Olive no pudo
resistirse a la tentación de comparar a
los dos, el americano alto, imponente, y
el europeo del Sur, poco atractivo, que
apenas si llegaba a ser un candidato con
posibilidades de superar el control de
emigrantes de Ellis Island. Entonces
miró a Emily: la misma cabellera
luminosa, como la luz del sol, los ojos
con aquel intenso sabor a mar. Su cara
reflejaba cierto cansancio, alrededor de
la boca le habían aparecido ligeras
arrugas, pero era la Emily de siempre:
dominante, radiante, imponente. Parecía
sentir vergüenza de que toda aquella
belleza y personalidad hubiera acabado
en una casa de huéspedes barata en el fin
del mundo.
El hombre de la capa respondió a un
golpe de nudillos en la puerta y tendió
una nota a Petrocobesco, que la leyó,
exclamó: «¡Cierra!», y se la pasó a
Emily.
—Ya lo ves, no hay carrozas —dijo
en francés en tono trágico—. Han
destruido las carrozas, todas excepto
una, que está en un museo. Pero, de
todos modos, prefiero un caballo.
—No —dijo Emily.
—¡Sí, sí! —gritó Petrocobesco—.
¿Quién tiene que decidir cómo vaya yo?
—No montes una escena, Tutu.
—¡Escena! —echaba chispas—.
¡Una escena!
Emily se volvió hacia Olive:
—¿Habéis venido en coche?
—Sí.
—¿Un gran coche de lujo? ¿Con
puertas traseras?
—Sí.
—Ahí tienes la solución —dijo
Emily al príncipe—. Podemos pintar en
la puerta las armas de los Petrocobesco.
—Un momento —dijo Brevoort—.
Ese coche es de un hotel de Budapest.
Emily pareció no oírlo.
—Janierka podría pintárnoslas —
continuó Emily, pensativa.
En ese momento se produjo otra
interrupción. El hombre que estaba
abatido en un rincón se levantó de
repente e hizo ademán de correr hacia la
puerta; inmediatamente, el otro hombre
sacó su revólver y le pegó un culatazo
en la cabeza. El hombre se tambaleó, y
se habría derrumbado si su agresor no lo
hubiera llevado a rastras hasta la silla,
donde lo sentó, semiinconsciente,
mientras le manaba un hilo de sangre de
la frente.
—¡Pueblerino asqueroso! ¡Espía
asqueroso e inmundo! —gritó
Petrocobesco, apretando los dientes.
—Ése es precisamente el tipo de
comentario que no deberías hacer —dijo
Emily, irritada.
—Entonces ¿por qué no recibimos
noticias? —exclamó—. ¿Vamos a
quedarnos para siempre en esta pocilga?
Sin prestarle atención, Emily se
volvió a Olive y empezó a hacerle las
convencionales preguntas sobre Nueva
York. ¿Tenía más éxito la Ley Seca?
¿Qué estrenos había habido? Olive
intentaba responder y al mismo tiempo
captar la mirada de Brevoort. Cuanto
antes abordaran su propósito, antes se
llevarían a Emily.
—¿Podemos hablar a solas, Emily?
—preguntó Brevoort bruscamente.
—Bueno, por ahora no disponemos
de otra habitación.
Petrocobesco se había enzarzado
con el hombre de la capa en una
acalorada discusión, y, aprovechándose
de ello, Brevoort habló rápidamente con
Emily en voz muy baja:
—Emily, tu padre se está haciendo
viejo; te necesita en casa. Quiere que
abandones esta vida sin sentido y
vuelvas a América. Nos ha enviado
porque no podía venir él mismo y nadie
más te conocía lo bastante bien para…
Emily se echó a reír.
—Para saber las barbaridades de las
que soy capaz, ¿no es eso?
—No —se apresuró a decir Olive
—. Para tenerte tanto cariño como el
que nosotros te tenemos. Me faltan
palabras para decirte lo terrible que es
verte vagabundear por la faz de la tierra.
—Pero ahora no estamos
vagabundeando —explicó Emily—. Éste
es el país natal de Tutu.
—¿Adónde ha ido a parar tu orgullo,
Emily? —dijo Olive con impaciencia—.
¿No sabes que aquel lío de París
apareció en los periódicos? ¿Qué te
imaginas que piensa la gente en Nueva
York?
—El asunto de París fue un atropello
—Emily la fulminó con sus ojos azules
—. Alguien pagará por el asunto de
París.
—Será lo mismo en todas partes.
Cada vez caerás más bajo, hundida en el
fango, y un día, sola y desamparada…
—¡Basta, por favor! —la voz de
Emily era fría como el hielo—. No creo
que hayas entendido…
Emily dejó de hablar cuando
Petrocobesco volvió, se dejó caer en el
sillón y ocultó la cara entre las manos.
—No puedo soportarlo —murmuró
—. ¿Te importaría tomarme el pulso?
Creo que no va bien. ¿Tienes el
termómetro en tu bolso?
Emily le cogió la muñeca en silencio
un instante.
—Estás bien, Tutu —ahora su voz
era dulce, casi un tarareo en voz baja—.
Ponte derecho. Y pórtate como un
hombre.
El príncipe cruzó las piernas como
si nada hubiera sucedido y bruscamente
se dirigió a Brevoort:
—¿Cuál es la situación económica
en Nueva York? —preguntó.
Pero Brevoort no estaba de humor
para prolongar aquella escena absurda.
De repente le vino a la memoria aquella
hora terrible de hacía tres años. No era
hombre dispuesto a hacer dos veces el
ridículo, y, apretando los dientes, se
puso de pie.
—Emily, recoge tus cosas —dijo
lacónicamente—. Nos vamos a casa.
Emily no se movió; una expresión de
asombro, mezclado con diversión, se
extendió por su cara. Olive le echó el
brazo por el hombro.
—Vamos, querida. Salgamos de esta
pesadilla.
—Estamos esperando —dijo
Brevoort entonces.
Petrocobesco le dijo unas palabras
al hombre de la capa, que se acercó y
agarró a Brevoort por el brazo. Brevoort
se liberó, furioso, y el hombre
retrocedió, llevándose la mano al cinto.
—¡No! —gritó Emily
imperiosamente.
Se produjo una nueva interrupción.
La puerta se abrió sin que nadie llamara
y dos hombres gordos con levitas y
sombreros de copa se precipitaron sobre
Petrocobesco. Le sonreían y le daban
palmadas en la espalda mientras
parloteaban en un idioma extraño, y
enseguida Petrocobesco les sonrió y les
dio palmadas en la espalda y todos se
besaron; entonces, volviéndose hacia
Emily, Petrocobesco le habló en francés.
—Todo está en orden —dijo
emocionado—. Ni siquiera han
discutido el asunto. Seré coronado rey.
Con un prolongado suspiro Emily
volvió a hundirse en su sillón y sus
labios se entreabrieron en una sonrisa
tranquila y serena.
—Muy bien, Tutu. Nos casaremos.
—¡Ah, cielos, qué feliz! —daba
palmadas y miraba en éxtasis al techo
desconchado—. ¡Qué inmensamente
feliz soy!
Cayó de rodillas ante Emily y le
besó la parte interior del brazo.
—¿De qué rey habla? —preguntó
Brevoort—. ¿Es que es…? ¿Es que es
rey?
—Es rey. ¿Verdad, Tutu? —la mano
de Emily acariciaba suavemente su
cabello lustrado con brillantina, y Olive
observó que los ojos de su prima tenían
un fulgor extraordinario.
—Soy tu marido —gritó Tutu
melodramáticamente—. El hombre más
feliz de la tierra.
—Su tío fue príncipe de Czjeck-
Hansa antes de la guerra —explicó
Emily, y la voz delataba la alegría—.
Desde entonces ha habido una república,
pero el partido campesino quería un
cambio y Tutu era el siguiente en la línea
de sucesión. No me casaría con él si no
hubiera luchado por ser rey en vez de
príncipe.
Brevoort se pasó la mano por la
frente sudorosa.
—¿Quieres decir que ya es cosa
hecha?
Emily asintió.
—La Asamblea lo votó esta mañana.
Si nos prestáis la limusina de lujo
haremos nuestra entrada oficial en la
capital esta tarde.

IV.

Unos dos años después el señor y la


señora Brevoort Blair y sus dos hijos
ocupaban un balcón del Hotel Carlton de
Londres, lugar recomendado por la
dirección para seguir el paso del cortejo
real. El desfile comenzó con una
fanfarria de trompetas que descendía por
el Strand, e inmediatamente apareció
una fila escarlata de guardias a caballo.
—Pero, mami —preguntó el niño—,
¿tía Emily es reina de Inglaterra?
—No, cariño; es la reina de un país
pequeñísimo, pero cuando visita
Inglaterra usa la carroza de la reina.
—Ah.
—Gracias a los yacimientos de
magnesio —dijo Brevoort secamente.
—¿Y fue princesa antes de ser
reina? —preguntó la niña.
—No, cariño; era una chica
americana, y luego se convirtió en reina.
—¿Porqué?
—Porque ninguna otra cosa era lo
suficientemente buena para ella —dijo
su padre—. Piensa que una vez pudo
casarse conmigo. ¿Qué harías tú, cielo,
casarte conmigo o ser reina?
La niña dudó.
—Casarme contigo —dijo
amablemente, pero sin convicción.
—Déjalo, Brevoort —dijo su madre
—. Ahí vienen.
—¡Ya los veo! —gritó el niño.
La cabalgata se deslizaba
suavemente por la calle abarrotada.
Había más guardias a caballo, una
compañía de dragones, motoristas de
escolta, y entonces Olive se dio cuenta
de que tenía un nudo en la garganta
mientras apretaba la barandilla del
balcón y, entre una doble fila de
alabarderos de la Torre de Londres,
pasaban dos carrozas escarlata y oro. En
la primera iban los soberanos reales,
con sus uniformes relucientes de lazos,
cruces y estrellas, y en la segunda sus
consortes reales, una anciana y una
joven. Toda la escena estaba llena del
hechizo que desprendía el viejo imperio
sobre medio mundo, sus barcos y
ceremonias, sus pompas y símbolos; y la
multitud lo percibía, y un lento murmullo
precedía a la carroza, y se elevaba hasta
convertirse en un fuerte y uniforme
estallido de vítores y aplausos. Las dos
damas inclinaban la cabeza a izquierda y
derecha, y, aunque pocos sabía quién era
la segunda reina, también la aclamaban.
En un instante aquel alegre esplendor
había pasado bajo el balcón y había
desaparecido.
Cuando Olive se apartó del balcón
se le habían saltado las lágrimas.
—Me pregunto si le gustará todo
esto, Brevoort. Me pregunto si es
realmente feliz con ese terrible
hombrecillo.
—Bueno, tiene lo que quería, ¿no? Y
eso es importante.
Olive dejó escapar un largo suspiro.
—¡Ah, es tan maravillosa! —
exclamó—. ¡Tan maravillosa! Siempre
ha conseguido conmoverme, como hoy,
incluso cuando más enfadada estaba con
ella.
—Todo eso es una tontería —dijo
Brevoort.
—Me figuro que sí —contestaron
los labios de Olive. Pero su corazón,
con las alas de una adoración sin
remedio, seguía a su prima a través de
las puertas de palacio a menos de un
kilómetro de distancia.
A tu edad

A tu edad apareció en el
Saturday Evening Post del 11
de agosto de 1929. El
entusiasmo de Harold Ober
ante «el relato más hermoso
que jamás has escrito, y el
más hermoso que he leído
nunca» permitió que
Fitzgerald elevara su
cotización a 4000 dólares, el
precio más alto que obtuvo
por un cuento. Los elogios de
Ober son hiperbólicos; sin
embargo, A tu edad muestra
cómo Fitzgerald podía salvar
un argumento gastado gracias
a su perfecto dominio del arte
de escribir. Fitzgerald no
compartía la opinión de su
agente sobre A tu edad y no
volvió a darlo a la imprenta.

I.

Tom Squires entró en la tienda a


comprar un cepillo de dientes, una lata
de polvos de talco, un elixir bucal,
jabón Castile, sales de Epsom y una caja
de puros. Después de muchos años
viviendo solo, era un hombre metódico,
así que, mientras esperaba a que lo
atendieran, tenía en la mano su lista de
compras. Era la semana de Navidad, y
Minneapolis yacía bajo medio metro de
nieve vivificante, incesantemente
renovada; Tom se quitó con el bastón la
nieve de los chanclos. Y entonces, al
levantar la vista, vio a la chica rubia.
Era una rubia rara, incluso en
aquella Tierra Prometida de los
escandinavos, donde no son raras las
rubias preciosas. Tenían un color cálido
sus mejillas, sus labios, las pequeñas
manos sonrosadas que envolvían cajas
de cosméticos; su cabello, recogido en
largas trenzas que contorneaban su
cabeza, relucía lleno de vida. A Tom le
pareció de repente la persona más
limpia que había visto, y, sin atreverse a
respirar, se acercó a ella y la miró a los
ojos grises.
—Una lata de polvos de talco.
—¿De qué marca?
—Cualquiera… Ésa está bien.
La chica le devolvió la mirada,
aparentemente sin ninguna timidez, y, a
medida que la lista se iba acabando, el
corazón de Tom Squires latía más de
prisa, alborotado.
«No soy viejo», hubiera querido
decir. «A los cincuenta años estoy más
joven que muchos de cuarenta. ¿No te
intereso en absoluto?».
Pero la chica sólo dijo:
—¿Qué marca de elixir bucal?
Y él contestó:
—¿Cuál me recomienda?… Ése está
bien.
Casi le dolió dejar de mirarla, salir
de la tienda, subir a su coche.
«Si esa joven idiota supiera al
menos lo que este viejo imbécil podría
hacer por ella», pensó de buen humor.
«¡Las puertas que yo podría abrirle!».
Y, mientras circulaba a la luz
invernal del crepúsculo, siguió el
razonamiento hasta llegar a una
conclusión sin precendentes. Quizá tuvo
la culpa la hora del día, pues los
escaparates de las tiendas que
resplandecían en el aire frío, las
campanillas de un trineo, el rastro
blanco y brillante de las palas en las
aceras, la inmensa lejanía de las
estrellas, le devolvían las sensaciones
de otras noches de hacía treinta años.
Por un instante las chicas que había
conocido entonces se escabulleron como
fantasmas de sus actuales y pesados
cuerpos de matronas y revolotearon ante
él entre risas escarchadas, seductoras,
hasta que un agradable escalofrío le
recorrió la columna vertebral.
«¡Juventud! ¡Juventud! ¡Juventud!»,
exclamó con consciente falta de
originalidad, y, como cualquier hombre
despiadado y tiránico, sin el menor
sentido moral, pensó en volver a la
tienda para pedirle a la rubia la
dirección. Pero no era su estilo, así que
el propósito, sin llegar a formarse,
desapareció. Permaneció la idea.
«Juventud, ¡cielo santo! ¡Juventud!»,
repetía en voz baja. «Me gustaría
sentirla cerca, a mi alrededor, sólo otra
vez antes de ser demasiado viejo para
que me importe».
Era alto, delgado y bien parecido,
con la cara rubicunda y bronceada de un
deportista y un bigote que empezaba a
ser canoso. Una vez había figurado entre
los principales galanes de la ciudad,
organizador de cotillones y bailes de
beneficencia, y había tenido éxito con
los hombres y las mujeres a lo largo de
varias generaciones. Después de la
guerra había tenido la impresión de que
le faltaba algo; se dedicó a los negocios
y en diez años acumuló cerca de un
millón de dólares. Tom Squires no era
dado a la introspección, pero notaba que
el timón de su vida había vuelto a girar,
devolviéndole sueños y anhelos que
había olvidado, pero que aún podía
reconocer. Cuando llegó a su casa
comprobó inmediatamente, examinando
multitud de invitaciones a las que no
había prestado la más mínima atención,
si había alguna fiesta aquella noche.
Y mientras cenaba solo en el Club
Ciudadano los ojos se le entornaban y
casi sonreía: así se preparaba para ser
capaz de reírse sin dolor de sí mismo en
caso de necesidad.
«Ni siquiera sé de qué hablan»,
reconoció. «Se besuquean. Importante
agente de bolsa va a un petting-party
con una debutante. ¿Qué es un petting-
party? ¿Sirven refrescos? ¿Tendré que
aprender a tocar el saxofón?».
Aquellos asuntos, tan lejanos en los
últimos tiempos como las alusiones a
China en los noticiarios
cinematográficos, le parecieron
apasionantes: eran problemas serios. A
las diez subió las escaleras del Club
Universitario para asistir a un baile con
la misma sensación de penetrar en un
mundo nuevo que había experimentado
al llegar al campamento de instrucción
en 1917. Saludó a la anfitriona, que era
de su generación, y a su hija,
abrumadoramente de otra, y se sentó en
un rincón para irse aclimatando.
No estuvo solo mucho tiempo. Un
joven tonto, un tal Leland Jaques, que
vivía frente a la casa de Tom, lo saludó
amablemente y se acercó decidido a
alegrarle la vida. Era tan sumamente
necio aquel jovenzuelo que, por un
instante, Tom se sintió incómodo, pero
enseguida se dio cuenta con astucia de
que podría serle útil.
—Hola, señor Squires, ¿cómo está
usted?
—Bien, gracias, Leland. Excelente
fiesta.
Como un hombre de mundo que
encontrara a un semejante, el señor
Jaques se sentó, o se tumbó, en el sofá y
encendió —o así le pareció a Tom—
tres o cuatro cigarrillos a la vez.
—Tendría que haber estado aquí
anoche, señor Squires. ¡Ah, eso sí que
fue una fiesta! Como todas las de los
Caulkin. ¡Hasta las cinco y media!
—¿Quién es esa chica que cambia
de pareja a cada instante? —preguntó
Tom—… No, la de blanco, la que ahora
está junto a la puerta.
—Es Annie Lorry.
—¿La hija de Arthur Lorry?
—Sí.
—Parece que está muy solicitada.
—Es una de las chicas más
solicitadas de la ciudad; por lo menos,
en las fiestas.
—¿Sólo en las fiestas?
—Bueno, es que siempre anda por
ahí con Randy Cambell.
—¿Qué Cambell?
—D.B.
En la última década habían llegado
nuevos apellidos a la ciudad.
—Es una aventura de chico y chica
—la frase le gustó a Jaques, e intentó
repetirla—: La típica aventura de chico
y chica, esas aventuras de chico y
chica… —renunció y encendió varios
cigarrillos más, apagando la primera
tanda encima de las rodillas de Tom.
—¿Bebe?
—No mucho. Yo, por lo menos,
nunca la he visto caerse redonda al
suelo. Ése que ahora está bailando con
ella es Randy Cambell.
Formaban una hermosa pareja. La
belleza de Annie destacaba radiante
junto a la estatura y fortaleza de Randy,
y se deslizaban como suspendidos en el
aire, delicadamente, como si flotaran en
un sueño plácido y feliz. Pasaron muy
cerca, y Tom admiró el sutil toque de
polvos de tocador sobre su lozanía, la
dulzura cautelosa de su sonrisa, la
fragilidad de un cuerpo calculado por la
naturaleza al milímetro para sugerir un
capullo que prometía una flor. Quizá los
ojos, inocentes y apasionados, fueran
oscuros, pero, a la luz plateada, casi
eran violeta.
—¿Se ha puesto de largo este año?
—¿Quién?
—La señorita Lorry.
—Sí.
Aunque lo atraía la belleza de la
chica, era incapaz de imaginarse a sí
mismo como uno más en aquella cola
atenta y efusiva que la perseguía por
todo el salón. Ya se la encontraría
cuando acabaran las vacaciones y la
mayoría de aquellos jóvenes hubieran
vuelto a la universidad, «al lugar que les
correspondía». Tom Squires era lo
suficientemente mayor para saber
esperar.
Esperó quince días, mientras la
ciudad se sumía en el interminable
invierno del Norte, cuando el cielo gris
era más benigno que el cielo azul
metálico, y el crepúsculo, cuyas luces
son un signo tranquilizador de la
continuidad de la alegría humana, era
más cálido que las tardes de sol
mortecino. La nieve perdió su firmeza,
pisoteada y sucia, y las calles se
helaron; algunas de las grandes casas de
Crest Avenue empezaron a cerrar cuando
sus habitantes se fueron al Sur. Y en
aquellos días de frío Tom pidió a Annie
y a sus padres que fueran sus invitados
en la última Fiesta de los Solteros.
Los Lorry eran una antigua familia
de Minneapolis que con la guerra había
sufrido algunos reveses económicos. A
la señora Lorry, contemporánea de Tom,
no le sorprendió que enviara orquídeas
para la madre y la hija y les ofreciera en
su apartamento una espléndida cena, con
caviar fresco, codornices y champán.
Annie apenas reparó en él —a Tom le
faltaba vivacidad, o así ven los jóvenes
a los mayores—, pero no le pasó
desapercibido el interés de Tom, y para
él representó el tradicional ritual de la
belleza juvenil: sonrisas, buenos
modales, miradas con los ojos
desmesuradamente abiertos cuando él
hablaba, poses de perfil a la luz
oportuna de las lámparas. En la fiesta
bailaron juntos dos veces y, aunque los
amigos le gastaron bromas, Annie se
sintió halagada por el hecho de que
semejante hombre de mundo —en eso se
había convertido Tom, y no en un simple
anciano— la eligiera como pareja. Y
aceptó su invitación al concierto de la
semana siguiente, pues pensaba que
rehusar hubiera sido una grosería.
Y hubo más «amables invitaciones»
como aquélla. Sentada a su lado, Annie
dormitaba a la tibia sombra de Brahms y
pensaba en Randy Cambell y en otras
nebulosidades románticas que quizá
aparecieran en el futuro. Y una tarde en
la que por azar se sentía melosa provocó
deliberadamente a Tom para que la
besara camino de casa, pero apenas
pudo contener la risa cuando le cogió
las manos y le dijo apasionadamente que
se estaba enamorando de ella.
—¿Cómo puede…? —protestó—.
No debería decir esos disparates. Voy a
tener que dejar de salir con usted, y
entonces lo lamentará.
Días después, mientras Tom la
esperaba en el coche, su madre le
preguntó:
—¿Quién es, Annie?
—El señor Squires.
—Cierra la puerta un momento.
Estás saliendo demasiado con él.
—¿Y por qué no voy a salir?
—Porque tiene cincuenta años,
cariño.
—Pero, mamá, si no queda nadie en
la ciudad.
—Pues que no se te ocurra hacer
ninguna tontería con el señor Squires.
—No te preocupes. En realidad, me
aburre mortalmente casi siempre —de
repente tomó una decisión—: No voy a
salir más con él. Pero esta tarde no me
queda otro remedio.
Y aquella noche, a la puerta de su
casa, entre los brazos de Randy
Cambell, ya no existían Tom y su beso.
—Dios mío, cómo te quiero —
murmuró Randy—. Dame otro beso.
Las mejillas frías y los labios tibios
se encontraron en la oscuridad
vivificadora, y, al ver la luna helada por
encima del hombro de Randy, Annie
tuvo la certeza de que aquél era su
hombre y, atrayendo su cara, volvió a
besarlo, temblando de emoción.
—¿Cuándo nos casamos? —
murmuró Randy.
—¿Cuándo tendrás…? ¿Cuándo
tendremos dinero?
—¿No podrías anunciar nuestro
compromiso? Si supieras lo triste que es
saber que has salido con otro y después
abrazarte y besarte…
—Pides demasiado, Randy.
—Es tan terrible la despedida…
¿No puedo entrar un momento?
—Sí.
Sentados cerca, muy juntos, en
éxtasis ante el fuego que agonizaba, no
sabían que su destino común estaba
siendo decidido fríamente por un
hombre de cincuenta años que meditaba
en una bañera caliente a pocas manzanas
de distancia.

II.
Tom Squires había deducido aquella
tarde, por la actitud exageradamente
amable y despegada de Annie, que había
dejado de interesarle. Se había
prometido que, ante semejante
eventualidad, abandonaría el asunto,
pero ahora se daba cuenta de que no
tenía ánimo suficiente. No quería
casarse con ella; sólo quería verla,
pasar de vez en cuando un rato juntos; y,
hasta aquel beso dulcemente fortuito,
casi ardiente y a la vez completamente
desapasionado, renunciar a ella hubiera
sido fácil, porque ya había pasado la
edad romántica; aunque desde aquel
beso, siempre que pensaba en Annie se
le desbocaba el corazón.
«Pero ya es hora de que renuncie»,
se decía. «A mi edad no tengo ningún
derecho a inmiscuirme en su vida».
Se secó con la toalla, se peinó ante
el espejo y, al dejar el peine en la
repisa, se dijo tajantemente: «Está
decidido». Y, después de leer una hora,
apagó la lámpara y dijo en voz alta:
—Está decidido.
En otras palabras: no estaba
decidido en absoluto. No se podía
terminar con Annie Lorry con el clic de
un interruptor, como se cierra un trato
comercial golpeando un lápiz contra la
mesa.
«Voy a seguir adelante, un poco
más», se dijo a eso de las cuatro y
media. Y, tras llegar a esta conclusión,
dio media vuelta y se durmió.
Por la mañana Annie parecía algo
más lejos, pero a las cuatro de la tarde
volvía a estar en todas partes: el
teléfono existía para que la llamara, los
pasos de una mujer que pasaba cerca de
su despacho eran los pasos de Annie, la
nieve que caía al otro lado de la ventana
quizá en aquel momento le rozaba la
cara.
«Siempre queda la posibilidad que
se me ocurrió anoche», se dijo. «Dentro
de diez años habré cumplido los sesenta,
y entonces se habrán acabado para
siempre la juventud y la belleza».
Con algo parecido al pánico cogió
un papel y redactó, eligiendo
cuidadosamente las frases, una carta
para la madre de Annie, en la que le
pedía permiso para cortejar a su hija. Él
mismo fue a echar la cana, pero, antes
de que se deslizara en el buzón, la
rompió y tiró los trozos a una
escupidera.
«A mi edad no puedo recurrir a
semejantes triquiñuelas», se dijo. Pero
se felicitó demasiado pronto, pues
volvió a escribir la carta y la envió
aquella misma noche, antes de dejar el
despacho.
Al día siguiente llegó la respuesta
que esperaba: podía adivinar las
palabras exactas antes de abrirla. Era
una negativa breve e indignada.
Terminaba así:

«Creo que lo mejor es que


usted y mi hija no vuelvan a
verse». Le saluda atentamente,

»MABEL TOLLMAN
LORRY».

«Y ahora», pensó Tom con frialdad,


«veremos lo que dice la chica».
Escribió una nota a Annie. La carta
de su madre lo había sorprendido, decía,
pero quizá fuera mejor que no volvieran
a verse, en vista de la actitud de su
madre.
A vuelta de correo llegó la
desafiante respuesta de Annie a la
prohibición de su madre. «No estamos
en la Edad Media. Te veré cuando me dé
la gana». Y fijaba una cita para la tarde
siguiente. La torpeza de la madre
producía lo que él no había podido
lograr; pues, si Annie había estado a
punto de deshacerse de él, ahora estaba
decidida a ni siquiera planteárselo. Y la
clandestinidad engendrada por la
desaprobación de la familia le añadió al
asunto la emoción que le faltaba.
Cuando en febrero cuajó el invierno
profundo, solemne e inacabable, seguían
viéndose con frecuencia, y de otra
manera. A veces iban en coche a Saint
Paul a ver una película o a cenar; a
veces aparcaban en un paseo, mientras
una implacable aguanieve esmerilaba el
parabrisas hasta volverlo opaco y cubría
de armiño los faros. A menudo Tom
llevaba alguna bebida: lo suficiente para
ponerla un poco alegre, pero nada más;
pues con emociones de otro tipo se
mezclaba cierto paternalismo.
Poniendo las cartas sobre la mesa,
Tom llegó a decirle que había sido su
madre la que involuntariamente la había
empujado hacia él, pero Annie sólo se
rió de aquella doblez suya.
Con él se lo estaba pasando mejor
que con cuantos había conocido hasta
entonces. En lugar de las exigencias
egoístas de un hombre más joven, Tom
le demostraba una consideración
inagotable. Qué importaba que tuviera
los ojos cansados y las mejillas
apergaminadas y llenas de venas, si su
voluntad era viril y fuerte. Su
experiencia era además una ventana que
daba a un mundo más ancho y más rico;
y, al día siguiente, con Randy Cambell,
se sentiría menos protegida, menos
valorada, menos singular.
Ahora era Tom el que se sentía
vagamente insatisfecho. Tenía lo que
quería —la juventud de Annie a su lado
—, y tenía la impresión de que ir más
lejos sería un error. La libertad era
preciosa para él, y a Annie sólo podría
ofrecerle una docena de años antes de
convertirse en un viejo, pero también
Annie había llegado a serle preciosa, y
era consciente de que aquel dejarse
llevar por los acontecimientos no estaba
bien. Entonces, un día de finales de
febrero, el asunto se resolvió sin más.
Habían vuelto de Saint Paul y habían
entrado un momento al Club
Universitario para tomar el té,
desafiando juntos la nieve que cubría la
calle y atrancaba la puerta. Era una
puerta giratoria; un joven acababa de
cruzarla, y, al ocupar el espacio que el
joven acababa de abandonar,
percibieron un olor a cebolla y a
whisky. La puerta volvió a girar a sus
espaldas, y el joven volvió a entrar.
Estaba frente a ellos. Era Randy
Cambell; tenía roja la cara, la mirada
perdida, embrutecida.
—Hola, preciosidad —dijo,
acercándose a Annie.
—No te acerques —protestó ella en
voz baja—. Hueles a cebolla.
—¿Te has vuelto delicada de
pronto?
—Siempre. Siempre he sido
delicada —Annie hizo ademán de
retroceder hacia donde estaba Tom.
—Siempre, no —dijo Randy con voz
de pocos amigos. Y añadió con mayor
énfasis, después de mirar de reojo a
Tom—: Siempre, no —con estas
palabras pareció volver al mundo hostil
de la calle—. Sólo quería avisarte —
continuó—: tu madre está dentro.
Los celos mal controlados de otra
generación apenas afectaban a Tom,
como si fueran la queja de un niño, pero
aquella impertinente advertencia lo
irritó profundamente.
—Vamos, Annie —dijo bruscamente
—. Entremos.
Preocupada, dejó de mirar a Randy y
entró con Tom en el salón principal.
No había mucha gente; tres mujeres
de mediana edad charlaban junto a la
chimenea. Annie dio un paso atrás, pero
inmediatamente se acercó.
—Hola, mamá… Señora Trumble…
Tía Caroline…
Las dos últimas respondieron; la
señora Trumble incluso hizo un leve
gesto de saludo a Tom. Pero la madre de
Annie, con los labios apretados y una
mirada glacial, se levantó sin pronunciar
palabra. Clavó la mirada en su hija;
luego, de repente, dio media vuelta y
abandonó el salón.
Tom y Annie eligieron una mesa en
el otro extremo del salón.
—¿Cómo me puede tratar tan mal?
—dijo Annie, respirando ruidosamente.
Tom no contestó—. No me habla desde
hace tres días. —Y de repente estalló—:
¿Cómo se puede ser tan mezquina? Iba a
ser la cantante solista en el espectáculo
de la Liga Juvenil, pero ayer la
presidenta, Cousin Mary Betts, me dijo
que yo no participaría en la función.
—¿Por qué no?
—Porque una representante de la
Liga Juvenil no puede desobedecer a su
madre. ¡Como si yo fuera una niña
traviesa!
Tom se quedó mirando los trofeos
que adornaban la repisa de la chimenea:
dos o tres llevaban grabado su nombre.
—Quizá tenga razón tu madre —dijo
de pronto—. Es hora de que lo dejemos,
si he empezado a perjudicarte.
—¿Qué quieres decir?
Al oír la voz alterada, sorprendida,
de Annie, el corazón derramó un líquido
cálido en el cuerpo de Tom, que, sin
embargo, respondió con tranquilidad.
—¿Te acuerdas de que te dije que
tenía que ir al Sur? Me voy mañana.
Discutieron, pero Tom ya había
tomado una decisión. En la estación, la
tarde siguiente, Annie se echó a llorar y
lo abrazó.
—Gracias por el mes más feliz que
he vivido en muchos años —dijo él.
—Pero tienes que volver, Tom.
—Pasaré dos meses en México;
luego tengo que ir un par de semanas al
Este.
Quería parecer contento, pero la
ciudad helada que iba a abandonar
estaba en todo su esplendor. La
respiración helada de Annie era una flor
en el aire, y, cuando comprendió que
algún joven la estaría esperando para
acompañarla a casa en un coche
adornado con flores, se le rompió el
corazón.
—Adiós, Annie. ¡Adiós, mi vida!
Dos días después, estaba pasando la
mañana en Houston con Hal Meigs, un
antiguo compañero de Yale.
—Tienes más suerte de la que
mereces, tío —dijo Meigs mientras
comían—: Te voy a presentar a la
compañera de viaje más linda que hayas
visto en tu vida. También va a México.
La dama en cuestión se mostró
verdaderamente complacida cuando se
enteró en la estación de que no viajaría
sola. Tom cenó con ella en el tren y
luego jugaron al rummy una hora; pero,
cuando, a las diez, a la puerta de su
compartimento, ella lo miró de repente
con unos ojos que no dejaban lugar a
dudas —y lo miró un rato largo—, Tom
Squires sintió una emoción
absolutamente distinta. Necesitaba
desesperadamente ver a Annie, hablar
por teléfono con ella un segundo, y
entonces dormirse, sabiendo que Annie
era joven y pura como una estrella y
descansaba feliz en su cama.
—Buenas noches —dijo, intentando
que no hubiera repulsión en su voz.
—Ah, buenas noches.
Al día siguiente llegó a El Paso y
cruzó en coche la frontera, camino de
Juárez. Era un día luminoso, de mucho
calor, y, después de dejar las maletas en
la estación, entró en un bar para tomar
algo frío; mientras daba un sorbo, oyó a
su espalda la voz apagada de una chica
que lo interpelaba desde una mesa.
—¿Norteamericano?
La había visto al entrar, apoyada
pesadamente en los codos. Ahora,
cuando se volvió, se encontró con una
chica muy joven, de unos diecisiete
años, evidentemente borracha, pero con
cierta dignidad en la voz insegura y
desmadejada. El camarero, un
norteamericano, se acercó, confidencial,
al oído de Tom.
—No sé qué hacer con ella —dijo
—. Llegó a eso de las tres con dos tipos
jóvenes. Uno era su novio, o algo así. Se
pelearon y los tipos se fueron. Y ésa
lleva ahí desde entonces.
Una punzada de repugnancia
atravesó a Tom: las leyes de su
generación habían sido violadas y
vulneradas. Si una chica norteamericana
podía estar borracha y sola,
abandonada, en una inhóspita ciudad
extranjera, si podían suceder cosas así,
entonces también podían sucederle a
Annie. Miró el reloj, titubeando.
—¿Debe algo? —preguntó.
—Cinco ginebras… ¿Y si vuelven
sus amigos?
—Dígales que está en el Hotel
Roosevelt de El Paso.
Se acercó y le puso la mano en el
hombro. Ella lo miró.
—Eres como Papá Noel —dijo
confusamente—. No puedes ser Papá
Noel, ¿verdad?
—Te voy a llevar a El Paso.
—Bueno —reflexionó—, creo que
puedo fiarme de ti.
Era muy joven: una rosa pequeña y
empapada. Tom sintió ganas de llorar:
llorar por la lamentable inconsciencia
de la chica ante las cosas de la vida,
ante las eternas penalidades de la vida.
Batirse por nada y ante nadie en un
torneo con una lanza herrumbrosa. El
taxi avanzaba lento, muy lento, por la
noche repentinamente envenenada.
Después de explicarle la situación al
desconfiado recepcionista nocturno, fue
a Telégrafos.
«Suspendo viaje a México»,
telegrafió. «Salgo esta noche. Te ruego
tomes mi tren en la estación de Saint
Paul para viajar conmigo a Minneapolis.
No puedo estar sin ti. Muchos besos».
Por lo menos podría estar pendiente
de ella, aconsejarla, vigilar cómo vivía.
¡Con una madre tan estúpida!
En el tren, mientras las ardientes
tierras tropicales y los campos verdes
desaparecían, y el Norte volvía a
extenderse entre manchas de nieve,
campos nevados, fuertes vientos y
granjas baldías y en hibernación, Tom
recorría una y otra vez el pasillo con
insoportable impaciencia. En cuanto
entraron en la estación de Saint Paul,
colgado de la puerta del vagón como si
fuera un muchacho, buscó con la mirada
a Annie por el andén, pero no pudo
encontrarla. Había contado con cada
minuto de viaje entre Saint Paul y
Minneapolis: aquel espacio de tiempo
había llegado a ser un símbolo de la
fidelidad de Annie a la amistad que los
unía, y, cuando el tren volvió a ponerse
en marcha, Tom volvió a explorarlo
desesperadamente, desde el último
vagón al salón de fumadores. Pero no la
encontró, y entonces se dio cuenta de
que estaba loco por ella; y, ante la idea
de que hubiera seguido sus consejos y
hubiera entablado relaciones con otros,
le temblaron las piernas.
En Minneapolis le temblaban de tal
manera las manos que tuvo que llamar a
un mozo para que recogiera su equipaje.
Y empezó entonces una interminable
espera en el pasillo mientras bajaban el
equipaje y a él lo empujaban contra una
chica que vestía un abrigo con adornos
de piel de ardilla.
—¡Tom!
—Pero si…
Annie lo abrazó.
—Pero, Tom —dijo casi llorando—,
¡vengo en este vagón desde Saint Paul!
A Tom se le cayó de las manos el
bastón: la apretó con mucha ternura y
sus labios se unieron como corazones
hambrientos.

III.

La nueva intimidad que supuso el


noviazgo le dio a Tom una sensación de
felicidad juvenil. Se despertaba en las
mañanas de invierno con la impresión
de que una alegría inmerecida flotaba en
el dormitorio; cuando se encontraba con
jóvenes, le sorprendía comprobar que
podía competir con ellos en ingenio y
fortaleza física. De repente su vida tenía
sentido y fundamento: había alcanzado
la plenitud. En las nubladas tardes de
marzo, cuando, con total familiaridad,
Annie daba vueltas por su apartamento,
volvían a inundarlo las confortables
certezas de la juventud: éxtasis y pasión,
lo mortal y lo eterno unidos en trágica e
inmemorial yuxtaposición, y, perplejo,
se descubrió paladeando exactamente la
misma terminología que usaba en los
amores juveniles. Pero era más
considerado y solícito que cualquier
amante más joven; y, a los ojos de
Annie, parecía saberlo todo y ser capaz
de abrirle las puertas de un mundo de
oro puro.
—Primero iremos a Europa —dijo.
—Iremos muchas veces, ¿no?
Pasaremos los inviernos en Italia y la
primavera en París.
—Pero, Annie, hay que trabajar.
—Bueno, pero pasaremos fuera todo
el tiempo que podamos. No soporto
Minneapolis.
—No, no —aquellas palabras le
habían molestado un poco—.
Minneapolis no está mal.
—Cuando estás tú —dijo Annie.
La señora Lorry se rindió ante lo
inevitable. Aceptó a regañadientes el
compromiso, con la única condición de
que la boda no se celebrara hasta otoño.
—Cuánto tiempo —suspiró Annie.
—Soy tu madre, después de todo, y
no te estoy pidiendo mucho.
Fue un invierno muy largo, incluso
para una región de largos inviernos.
Marzo fue un mes de vientos
huracanados, y, cuando por fin parecía
que el frío iba a ser derrotado, se
sucedieron las ventiscas, desesperadas
como todos los esfuerzos finales. La
gente esperaba; había agotado su
capacidad de resistencia, y el ser
humano, como el clima, se limitaba a
aguantar. Había menos cosas que hacer y
el desasosiego general salía a la luz en
el mal humor que presidía la vida
cotidiana. Entonces, a principios de
abril, con un largo suspiro se
resquebrajó el hielo, la nieve se derritió
y regó los campos, y floreció la
primavera impaciente.
Un día, mientras paseaban en coche
por una carretera enfangada, entre una
brisa fresca y húmeda que arrastraba
famélicas briznas de hierba, Annie
empezó a llorar. A veces lloraba sin
motivo, pero aquella vez Tom detuvo el
coche y la abrazó.
—¿Por qué lloras así? ¿No eres
feliz?
—¡No! ¡No es eso! —protestó
Annie.
—Pero ayer también lloraste así. Y
no quisiste decirme por qué. Tienes que
contármelo todo.
—Sólo es la primavera. Huele tan
bien, y el aire trae tantos recuerdos y
pensamientos tristes…
—Es nuestra primavera, mi vida —
dijo Tom—. Annie, ¿a qué estamos
esperando? Casémonos en junio.
—Se lo prometí a mi madre, pero, si
quieres, podemos anunciar la boda en
junio.
La primavera se dio prisa. Las
aceras, que se habían anegado con el
deshielo, se secaron, y los niños las
recorrieron con sus patines y los chicos
jugaron al béisbol en solares y
descampados. Tom organizó exquisitas
comidas campestres para los coetáneos
de Annie y la animó a jugar al golf y al
tenis con ellos. Y, de repente, con una
triunfal pirueta final de la naturaleza, era
verano.
Una preciosa tarde de mayo Tom
cruzó el jardín de los Lorry y se sentó en
el porche con la madre de Annie.
—Qué bien se está aquí —dijo—.
He pensado que hoy, en vez de coger el
coche, Annie y yo podríamos dar un
paseo. Me gustaría enseñarle la casa
donde nací.
—Está en Chambers Street, ¿no?
Annie volverá enseguida. Ha ido a dar
una vuelta después de cenar con algunos
chicos.
—Sí, está en Chambers Street.
Tom miró el reloj con la esperanza
de que Annie volviera antes de que
oscureciera por completo. Eran las
nueve menos cuarto. Frunció el
entrecejo. Ya lo había tenido esperando
la noche anterior; y la tarde anterior lo
había tenido esperando una hora.
«Si yo tuviera veintiún años», se
dijo, «montaría una escena y los dos
sufriríamos».
Estuvo charlando con la señora
Lorry. La agradable temperatura de la
noche se unió a la lasitud crepuscular de
sus cincuenta años y los ablandó a los
dos, y, por primera vez desde que Tom
empezó a mostrar interés por Annie,
desapareció la hostilidad entre ellos. De
vez en cuando caían en largos silencios,
que sólo rompían el roce de una cerilla
o el crujir de la mecedora de la señora
Lorry. Cuando el señor Lorry llegó a
casa, Tom, extrañado, tiró la colilla de
su segundo cigarro y miró el reloj. Eran
más de las diez.
—Annie tarda demasiado —dijo la
señora Lorry.
—Espero que no haya pasado nada
—dijo Tom, preocupado—. ¿Con quién
está?
—Eran cuatro cuando se fueron.
Randy Cambell y otra pareja. No me fijé
en quiénes eran. Sólo iban a tomar un
refresco.
—Espero que no hayan tenido
ningún problema. Quizá… ¿Cree que
debería ir a buscarla?
—En estos tiempos a las diez no es
tarde. Ya verá como…
Y, recordando que Tom Squires iba a
casarse con Annie, y no a adoptarla, no
añadió: «Ya se irá acostumbrando».
Su marido pidió disculpas y se
acostó, y la conversación se hizo más
forzada y deslavazada. Cuando el reloj
de la iglesia empezó a dar las once, los
dos dejaron de hablar y escucharon las
campanadas. Veinte minutos más tarde,
en el instante en que Tom apagaba con
impaciencia su último cigarro, un
automóvil bajó la calle y frenó ante la
casa.
Durante un instante nadie se movió
ni en el porche ni en el automóvil. Y
entonces Annie, con un sombrero en la
mano, se apeó y cruzó el jardín deprisa.
Desafiando la noche tranquila, el coche
se alejó entre bufidos.
—¡Hola! —dijo—. ¡Lo siento! ¿Qué
hora es? ¿Llego muy tarde?
Tom no contestó. La farola de la
calle proyectaba una luz de color vino
sobre la cara de Annie y ponía una
sombra en el encendido rubor de sus
mejillas. Tenía el vestido arrugado y el
pelo ligera aunque significativamente
revuelto. Pero fue el extraño cambio en
la voz de Annie lo que le hizo sentir
miedo a hablar, lo que le hizo apartar la
vista.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con
naturalidad la señora Lorry.
—Ah, un pinchazo y no sé qué
problema con el motor… Y nos
perdimos. ¿Es que es muy tarde?
Y entonces, mientras Annie les
hablaba, de pie, frente a ellos, con el
sombrero aún en la mano, con el pecho
que subía y bajaba casi
imperceptiblemente, y los ojos muy
abiertos y brillantes, Tom se dio cuenta,
aterrorizado, de que su madre y él eran
dos personas de la misma edad que
escuchaban a otra de una edad muy
distinta. Hiciera lo que hiciera, siempre
sería igual que la señora Lorry. Y,
cuando la señora Lorry se disculpó para
acostarse, Tom tuvo que reprimir unas
ganas frenéticas de decir: «¿Pero por
qué se va ahora, si llevamos toda la
noche aquí sentados?».
Se quedaron solos. Annie se le
acercó y le cogió la mano. Tom nunca
había sido tan consciente de su belleza:
tenía las manos húmedas de rocío.
—Has salido con ese chico, con
Cambell —dijo.
—Sí, pero no te enfades. Me
siento… Me siento tan nerviosa esta
noche…
—¿Nerviosa?
Annie se sentó, casi lloriqueando.
—No lo puedo evitar. Por favor, no
te enfades. Me pidió con tantas ganas
que diéramos un paseo, y hacía una
noche tan maravillosa, que salí un rato.
Y nos pusimos a hablar y perdí la noción
del tiempo. Yo sentía… Me daba tanta
pena de él…
—¿Y qué crees que sentía yo
mientras? —se sintió ridículo, pero ya
lo había dicho.
—No seas así, Tom. Ya te he dicho
que estaba muy nerviosa. Quiero
acostarme.
—Comprendo. Buenas noches,
Annie.
—Por favor, no seas así, Tom. ¿No
puedes comprenderlo?
Lo comprendía, y ése era el
problema. Con una cortés reverencia
propia de otro tiempo, bajó los
escalones y se fue, a la luz purificadora
de la luna. Ya era una sombra entre las
farolas, y enseguida sólo unos pasos que
se alejaban por la calle.

IV.
Durante todo aquel verano salió de
paseo muchas noches. Le gustaba
detenerse un momento frente a la casa
donde había nacido y frente a la casa
donde había pasado la niñez. En su
camino acostumbrado había otros
notables hitos de los años noventa,
deformados habitáculos de placeres que
habían desaparecido hacía mucho
tiempo: los restos de las caballerizas de
alquiler Jansen y la antigua pista de
patinaje Nushka, donde todos los
inviernos su padre giraba y giraba sobre
la perfecta superficie de hielo.
—Es una lástima —murmuraba—.
Una maldita lástima.
También lo atraían las luces de
cierta tienda, porque le parecía que allí
estaba contenida la semilla de otra, más
próxima, rama del pasado. Una vez entró
y preguntó, como por casualidad, por
una dependienta rubia, y se enteró de
que se había casado y se había ido unos
meses antes. Se informó del nombre y le
mandó sin pensarlo dos veces un regalo
de bodas «de un admirador
desconocido», pues sentía que le debía
algo de su felicidad y su dolor. Había
perdido la batalla contra la juventud y la
primavera, y con su dolor redimía un
pecado imperdonable y propio de su
edad: negarse a morir. Pero no hubiera
podido adentrarse desolado en la
oscuridad sin haberse agotado un poco
más; lo único que había querido, al fin y
al cabo, era apaciguar su viejo y fuerte
corazón. La lucha, la lucha en sí, valía
más que la victoria o la derrota, y
aquellos tres meses serían suyos para
siempre.
Los nadadores

Los nadadores apareció en


el Saturday Evening Post del
19 de octubre de 1929, en
vísperas del hundimiento de
Wall Street. Fitzgeraldse lo
definió a Harold Ober como
«el relato más difícil que he
escrito en mi vida, demasiado
denso para su extensión y, al
final, poco satisfactorio. He
pasado diez días horrorosos
terminándolo, aunque pensaba
que me bastaría una hora…
Pero por fin está listo y no es
malo…». Fitzgerald no volvió
a editarlo, aunque Ober lo
elogió como «tu cuento más
hábil e inteligente». Los
nadadores pertenece a un
importante grupo de relatos en
los que Fitzgerald compara
Estados Unidos y Europa,
para concluir con un elocuente
análisis del idealismo
norteamericano.

I.
En la Place Benoît se cocía
lentamente al sol de junio la nube de
gasolina de los tubos de escape. Era
algo terrible, pues, a diferencia del
calor puro, no prometía ninguna fuga al
campo: sólo sugería carreteras
sofocadas por el mismo asma sucio. En
la sucursal parisina de The Promissory
Trust Company, frente a la plaza, un
norteamericano de treinta y cinco años
inhalaba aquel aire viciado, aquel olor
que le dictó lo que debía hacer
inmediatamente. Lo invadió de pronto
una oleada de pánico y subió al cuarto
de baño, donde, casi temblando, se
encerró.
Por la ventana del lavabo vio al azar
un letrero: 1000 Chemises. Las camisas
en cuestión llenaban el escaparate de
una tienda, apiladas, con la corbata
puesta, o en desordenado montón, o
incluso colgadas con pésimo gusto en
una vitrina. 1000 Chemises: ¡Cuéntelas!
A la izquierda leyó: Papeterie,
Pátisserie, Soldé, Reclame, Constance
Talmadge en Déjeuner de Soleil; y su
mirada, al huir hacia la derecha,
encontró más anuncios sombríos:
Vétements Ecclésiastiques, Déclaration
de Décès, Pompes Fúnebres. Vida y
muerte.
El temblor de Henry Marston se
convirtió en convulsiones; pensó que
sería agradable que aquello fuera el
final y no tener nada más que hacer, y
con cierta esperanza se sentó en un
taburete. Pero es raro que llegue de
verdad el final, y, al cabo de un rato,
cuando ya estaba demasiado exhausto
para preocuparse, cesaron las
convulsiones y se sintió mejor. Mientras
bajaba la escalera, con la expresión de
inteligencia y seguridad en sí mismo de
cualquier otro empleado del banco,
saludó a dos clientes conocidos, y con
gesto severo clavó la vista en el
mediodía.
—¡Pero si es Henry Clay Marston!
—un anciano muy atractivo le estrechó
la mano y se sentó ante su escritorio—.
Henry, me gustaría que charláramos a
propósito de lo que hablamos la otra
noche. ¿Comemos juntos? En aquel sitio
pequeño donde había tantos árboles.
—Imposible, juez Waterbury; tengo
un compromiso.
—Entonces hablaremos ahora,
porque me voy esta tarde. ¿Cuánto te
pagan esos plutócratas por hacerte el
importante aquí?
—Diez mil dólares más algún dinero
para gastos —respondió.
—¿Te gustaría volver a Richmond y
ganar más o menos el doble? Llevas
aquí ocho años y no sabes las
oportunidades que estás perdiendo. Mis
dos chicos…
Henry escuchaba con
agradecimiento, pero aquella mañana no
podía concentrarse. Divagó sobre lo
cómodo que era vivir en París y se
abstuvo de manifestar su verdadera
opinión sobre la vida en Estados
Unidos.
El juez Waterbury hizo señas a un
hombre alto y pálido que esperaba ante
la ventanilla de la correspondencia.
—Te presento al señor Wiese —dijo
—. Es del Sur. Se podría decir que es
mi socio.
—Encantado de conocerle —el
acento del señor Wiese era excesivo,
casi deliberadamente sureño—. Creo
que el juez le está haciendo una oferta.
—Sí —respondió escuetamente
Henry. Reconoció al prototipo odioso
del próspero explotador,
presumiblemente fruto de un cruce entre
aventurero llegado del Norte y blanco
pobre del Sur. Cuando Wiese volvió a la
ventanilla, el juez dijo como si pidiera
disculpas:
—Es uno de los hombres más ricos
del Sur, Henry —y añadió—: Vuelve a
casa, a América, muchacho.
—Lo pensaré, juez.
Por un momento aquella rubicunda
cabeza entrecana le había parecido el
colmo de la amabilidad, pero
inmediatamente se había transformado
en algo unidimensional, acabado a
máquina, una cabeza burda,
lamentablemente nada europea. Henry
Marston respetaba aquella franca
amabilidad: formaba parte de su trabajo
diario en el banco, como un objeto
precioso arrancado de su época y lugar
forma parte del trabajo del conservador
de un museo; pero le servía de poco; los
problemas vitales de Henry Marston
sólo podían resolverse en Francia. Cada
tarde, cuando volvía a casa, dejaba atrás
definitivamente a siete generaciones de
virginianos, sus antepasados.
Su casa era un precioso apartamento
de techos altos, en un edificio de la Rué
Monsieur que alguna vez había sido el
palacio de un cardenal del
Renacimiento: la típica cosa que Henry
no se hubiera podido permitir en
Estados Unidos. Choupette, con algo
más que el rígido tradicionalismo del
gusto burgués francés, había
embellecido el piso, donde se movía
con elegancia, junto a los niños. Era una
rubia latina, frágil, de rasgos
pronunciados y distinguidos, y unos ojos
franceses, vivos y tristes, que fascinaron
a Henry en una pensión de Grenoble en
1918. Los dos niños se parecían a
Henry, elegido el alumno más guapo de
la Universidad de Virginia pocos años
antes de la guerra.
Henry subió los dos amplios tramos
de escaleras y se detuvo un instante ante
la puerta, jadeando. Era un sitio
tranquilo y fresco, pero parecía
presagiar el hecho terrible que estaba a
punto de suceder. Oyó la una en el reloj,
dentro del piso, e introdujo la llave en la
cerradura.
La criada, que llevaba treinta años
con la familia de Choupette, apareció
ante él con la boca abierta a mitad de un
suspiro.
—Bonjour, Louise.
—¡Monsieur! —Henry lanzó el
sombrero a una silla—. Pero,
monsieur… ¡Yo había entendido que
monsieur dijo por teléfono que iba a
Tours a recoger a los niños!
—He cambiado de opinión, Louise.
Dio un paso, y la última duda
desapareció ante el terror que reflejaba
la cara de la mujer.
—¿Está madame en casa?
Entonces vio el sombrero de hombre
y el bastón en la mesa de la entrada y
por primera vez en su vida pudo oír el
silencio: un silencio estrepitoso, como
un zumbido, agobiante como un
cañonazo o un trueno. Y, cuando la
criada interrumpió aquel momento
inacabable con un gritito de espanto,
Henry abrió las puertas correderas y
entró en la habitación contigua.
Una hora más tarde el doctor
Derocco, de la Faculté de Médecine,
tocaba al timbre del apartamento.
Choupette Marston, muy seria y un poco
ojerosa, abrió la puerta. Después de los
habituales cumplidos franceses, dijo:
—Mi marido lleva semanas
sintiéndose mal. Pero no se quejaba
tanto como para preocuparme. Y de
pronto ha sufrido un colapso; no puede
hablar ni moverse. Tengo que decirle
que esto podría deberse a cierta
indiscreción mía. El caso es que ha
habido una situación violenta, una
discusión, y, a veces, cuando está
nervioso, mi marido no entiende bien el
francés.
—Lo reconoceré —dijo el médico; y
pensó: «Hay cosas que se entienden
inmediatamente en todas las lenguas».
Durante las cuatro semanas
siguientes algunas personas oyeron
extrañas frases que hablaban de mil
camisas, y de cómo los habitantes de
París estaban siendo anestesiados con
gasolina barata: eran un psiquiatra, poco
inclinado a creer que existiera algún
problema mental importante; una
enfermera del Hospital Americano; y
Choupette, asustada, desafiante y, a su
manera, profundamente arrepentida. Un
mes más tarde, cuando Henry despertó
en su dormitorio de siempre, a la luz de
una pantalla, la encontró sentada al lado
de la cama y buscó su mano.
—Te quiero todavía —dijo—. Eso
es lo raro.
—Duerme, tonto.
—Ante todo —continuó Henry con
cierta ironía—, puedes contar con que
me portaré como un verdadero europeo.
—¡Por favor! Me partes el corazón.
Cuando se incorporó en la cama,
volvían a estar juntos otra vez, mucho
más cerca que en los últimos meses.
—Vais a tener otras vacaciones —
dijo Henry a los dos chicos cuando
volvieron del campo—. Papá tiene que
ir a la playa, a terminar de ponerse bien.
—¿Nadaremos?
—¿Queréis ahogaros, niños? —
exclamó Choupette—. ¿Qué tonterías
estáis diciendo? ¿A vuestra edad? ¡Ni
hablar!
Así que en San Juan de Luz se
sentaban en la orilla y miraban cómo los
ingleses y los americanos y algunos
atrevidos pioneros franceses de le sport
surcaban las aguas entre el embarcadero
y la torre de los trampolines, de la
motora a la playa. Había barcos de
paso, islas luminosas y admirables, y
montañas que se extendían hasta zonas
más frías, y villas amarillas y rojas, con
nombres como Fleur des Bois, Mon Nid
o Sans-Souci, y, a lo lejos, cansados
pueblos franceses de argamasa y piedra
gris.
Choupette se sentaba al lado de
Henry, con una sombrilla para proteger
del sol su piel de melocotón.
—¡Mira! —decía cuando veía a las
bronceadas chicas americanas—. ¿Te
parece bonito? A los treinta años
tendrán la piel como el cuero: una
especie de velo marrón para tapar todos
los defectos, de manera que todo el
mundo parezca igual. ¡Y esas mujeres de
cien kilos con esos bañadores! ¿No
sirve la ropa para disimular los errores
de la naturaleza?
Henry Clay Marston era uno de esos
virginianos que están más orgullosos de
ser virginianos que de ser americanos.
Esta poderosa palabra, que abarca a
todo un continente, significaba menos
para él que el recuerdo de su abuelo,
que dio la libertad a sus esclavos en
1858, combatió desde Manassas a
Appomattox, leía para entretenerse a
Huxley y Spencer, y creía en la casta
sólo si expresaba lo mejor de la raza.
Para Choupette todo aquello era
confuso. Sus críticas más explícitas
contra los norteamericanos iban
dirigidas contra las mujeres.
—¿Cómo las clasificarías? —decía
con vehemencia—. Grandes damas,
burguesas, aventureras… Todas son
iguales. ¡Mira! ¿Adónde iría yo a parar
si tratara de comportarme como tu
amiga, madame de Richepin? Mi padre
era catedrático de una universidad de
provincias, y hay cosas que yo no podría
hacer porque no las aceptaría mi clase,
mi familia. Y hay cosas que madame de
Richepin no podría hacer por su clase y
su familia —señaló de pronto a una
chica americana que se metía en el agua
—: Esa señorita bien puede ser una
mecanógrafa, pero se cree obligada a
disfrazarse, vistiéndose y
comportándose como si tuviera todo el
dinero del mundo.
—Puede que algún día lo tenga.
—Ése es el cuento que les cuentan.
Puede que una lo consiga, pero no
noventa y nueve. Por eso, en cuanto
llegan a los treinta, tienen cara de
insatisfechas y amargadas.
Aunque Henry, en general, estaba de
acuerdo, no podía evitar reírse para sus
adentros cuando veía el blanco que
había elegido Choupette aquella tarde.
La chica —quizá tuviera dieciocho años
— evidentemente no usaba ningún
disfraz: era lo que el padre de Henry
hubiera llamado un purasangre. Tenía
una cara inteligente, seria, que además
era preciosa por la indiscutible e
insoslayable perfección de sus rasgos,
de los que podría prescindir sin perder
aplomo ni distinción.
Llena de gracia, a la vez exquisita y
consistente, representaba a la perfección
ese tipo de chica americana que hace
que uno se pregunte si no exigirán el
sacrificio del hombre, como, en el siglo
pasado, las clases bajas de Inglaterra
fueron sacrificadas para producir la
clase gobernante.
Los dos jóvenes que salieron del
agua cuando ella se zambulló tenían la
espalda ancha y la cara inexpresiva. La
chica les sonrió: ni más ni menos de lo
que se merecían, hasta que eligiera al
futuro padre de sus hijos y se
abandonara a su destino. Hasta
entonces… Henry Marston disfrutaba
mirándola: cómo sus brazos, peces
voladores, cortaban el agua a estilo crol,
y su cuerpo se doblaba y estiraba
cuando se lanzaba desde el trampolín de
cabeza o en un salto de carpa. Y cómo
su cabeza emergía de las profundidades,
y airosamente se echaba hacia atrás el
pelo mojado.
Los dos jóvenes pasaron cerca.
—Salpican agua —dijo Choupette—
y se van a otra parte y salpican más
agua. Pasan meses en Francia y ni
siquiera saben el nombre del presidente.
Son unos parásitos: Europa no había
visto cosa igual desde hace cien años.
Pero Henry se había puesto de pie
bruscamente, y enseguida toda la playa
se levantó. Algo había ocurrido en los
cincuenta metros que separaban de la
costa el embarcadero desierto. Una
cabeza brillaba en la superficie. No
nadaba, sino que gritaba con voz débil,
asustada:
—Au secours! ¡Socorro!
—¡Henry! —dijo Choupette—. ¡No
vayas! ¡Henry!
La playa estaba casi desierta al
mediodía, pero Henry y algunos más
corrieron hacia el agua; los dos jóvenes
americanos oyeron los gritos, dieron
media vuelta y se sumaron a la carrera.
Fue un instante de frenesí, con media
docena de cabezas que fluctuaban en el
agua. Choupette, agarrada a su
sombrilla, pero arreglándoselas para
retorcerse las manos a la vez, corría por
la playa gritando:
—¡Henry! ¡Henry!
Ahora había más manos que
ayudaban, y dos grupos se formaron
alrededor de los cuerpos que yacían a la
orilla. El joven que había rescatado a la
chica consiguió reanimarla en unos
segundos, pero más difícil resultó sacar
del agua a Henry, que no sabía nadar.

II.

—Éste es el hombre que no sabía si


sabía nadar porque nunca había hecho la
prueba.
Henry se levantó de la tumbona
sonriendo estúpidamente. Era la mañana
siguiente, y la chica rescatada acababa
de aparecer en la playa con su hermano.
Le devolvió a Henry una sonrisa
despreocupada, luminosa, más de
admiración que de gratitud.
—Lo menos que puedo hacer es
enseñarle a nadar —dijo.
—Me gustaría. Lo decidí ayer en el
agua, antes de hundirme por décima vez.
—Puede confiar en mí. Nunca
volveré a comer helado de chocolate
antes de bañarme.
Mientras la chica se metía en el
agua, Choupette preguntó:
—¿Cuánto tiempo vamos a estar
aquí? Esta vida es un aburrimiento.
—Nos quedaremos hasta que yo
aprenda a nadar. Y los niños también.
—Estupendo. He visto un bañador
muy bonito, en dos tonos de azul, que
vale cincuenta francos. Te lo compraré
esta tarde.
Sintiéndose un poco barrigudo y
pálido como un enfermo, Henry,
llevando de la mano a sus dos hijos, se
metió en el agua. Las olas rompían sobre
él, le hacían tambalearse, mientras los
chicos gritaban de alegría; con la resaca,
el agua refluía arremolinándose
amenazadoramente a sus pies como
apresurándose a volver al mar. Se
adentró un poco más. Con el agua por la
cintura, junto a otros tan asustados como
él, mirando a la gente que saltaba desde
los trampolines, esperaba a que la chica
viniera a cumplir su promesa, y sintió
algo de vergüenza cuando por fin llegó.
—Empezaré con el mayor. Usted
mire, y trate de imitarlo.
Henry no sabía qué hacer en el agua.
Se le introducía por la nariz,
produciéndole un fuerte escozor; lo
cegaba; se le quedaba después en los
oídos, donde parecía moverse y resonar
como arenilla durante horas. También lo
descubrió el sol y le arrancó de los
hombros tiras de pergamino: las
ampollas de la espalda le hicieron pasar
noches de fiebre e intenso dolor. Al
cabo de una semana nadaba, de mala
manera y jadeando, apenas unos metros.
La chica le enseñó una modalidad de
crol, pues Henry sabía que la braza era
un estilo anticuado para ineptos y viejos.
Choupette lo sorprendió mirando su cara
bronceada en el espejo con una especie
de fascinación, y el hijo menor contrajo
en la playa una ligera infección en la
piel que lo obligó a retirarse de la
competición. Pero un día Henry luchó
desesperadamente por mantenerse a
flote y, esforzándose hasta el último
aliento, lo consiguió.
—Ya está —le dijo a la chica
cuando pudo hablar—, ya me puedo ir
mañana de San Juan.
—Me da pena.
—¿Qué vais a hacer vosotros?
—Mi hermano y yo nos vamos a
Antibes; allí se puede nadar durante
todo el mes de octubre. Luego iremos a
Florida.
—¿A nadar? —preguntó Henry,
divertido.
—Exactamente. A nadar.
—¿Por qué nadas?
—Para limpiarme —contestó
sorprendentemente.
—¿Para limpiarte qué?
La chica arrugó la frente.
—No sé por qué he dicho eso. Pero
en el mar te sientes limpia.
—Los americanos son muy
especiales con la limpieza —comentó
Henry.
—¿Se puede ser de otra manera?
—Quiero decir que incluso nos
molesta limpiar nuestra propia suciedad.
—No lo sé.
—Pero dime cómo…
Se interrumpió, sorprendido. Había
estado a punto de pedirle que le
explicara muchas cosas: que le dijera
qué era limpio y qué era sucio, qué valía
la pena saber y qué era sólo palabras.
Había estado a punto de pedirle que le
abriera una nueva puerta a la vida. Y,
cuando la miró por última vez a los
ojos, llenos de secretos inescrutables, se
dio cuenta de cuánto iba a echar de
menos aquellas mañanas, sin saber si lo
que le interesaba era la chica o lo que
representaba de su país siempre nuevo y
siempre cambiante.
—Nos vamos mañana —dijo a
Choupette aquella noche.
—¿A París?
—A América.
—¿Quieres decir que yo también me
voy? ¿Y los niños?
—Sí.
—Pero eso es absurdo —protestó—.
La última vez el viaje nos costó más que
lo que gastamos aquí en seis meses. Y
entonces sólo éramos tres. Ahora que
por fin habíamos conseguido salir
adelante…
—De eso se trata. Estoy cansado de
salir adelante gracias a tus manías
ahorrativas y a no tener qué ponerme.
Quiero ganar más. A los americanos nos
falta algo si no tenemos dinero.
—¿Me estás diciendo que nos vamos
a quedar en Estados Unidos?
—Es muy posible.
Se miraron a los ojos, y, a su pesar,
Choupette comprendió. Durante ocho
años, a través de un continuo proceso de
adaptación, Henry se había amoldado a
su modo de vida, sustituyendo la
confusión moral de su país, Estados
Unidos, por la tradición, la sabiduría y
la sofisticación de Francia. Después de
lo que había ocurrido en París,
comprender y olvidar parecía lo más
importante, aferrarse al hogar como algo
que está por encima de los caprichos del
amor. Sólo ahora, rebosante de salud,
con una sensación de bienestar que no
disfrutaba desde hacía años, Henry
había descubierto cuál era la reacción
adecuada. Había conseguido liberarse.
A cambio de una profunda sensación de
pérdida, recuperaba la identidad
masculina que le había confiado hacía
ocho años a una juiciosa chica de
Provenza.
Choupette se resistió.
—Tienes un buen trabajo y nos sobra
el dinero. Y sabes que aquí la vida es
más barata.
—Los niños se van haciendo
mayores, y no sé si me apetece que se
eduquen en Francia.
—Pero eso ya está decidido —
Choupette estaba a punto de llorar—. Tú
mismo has admitido que en Estados
Unidos la educación es superficial y
caprichosa, sujeta a modas ridículas.
¿Quieres que tus hijos sean como esos
dos imbéciles de la playa?
—A lo mejor he pensado en mí ante
todo, Choupette. Los que salieron de la
universidad hace ocho años y
presentaron entonces en el banco sus
cartas de recomendación hoy viajan en
coches de diez mil dólares. Y a mí me
daba igual: me convencía a mí mismo de
que yo tenía el mejor de los refugios,
sólo porque nosotros sabíamos que la
langosta a la armoricaine era en realidad
langosta a la américaine. Puede que ya
no tenga esa sensación.
Choupette se puso más seria.
—Si es eso…
—Piénsalo. Empezaremos de nuevo.
Choupette se quedó pensativa un
instante.
—Mi hermana puede encargarse del
apartamento, claro.
—Claro que sí —Henry estaba
entusiasmado—. Y allí seguro que hay
cosas que te chiflan. Tendremos un buen
coche, por ejemplo, y una nevera
eléctrica, y toda clase de máquinas
increíbles que sustituirán a las criadas.
Será estupendo. Aprenderás a jugar al
golf y pasarás el día hablando de niños.
Y están las películas.
Choupette sollozó.
—Al principio será un poco terrible
—admitió Henry—, pero todavía
quedan algunas buenas cocineras negras,
y seguramente tendremos dos cuartos de
baño.
—Soy incapaz de usar más de uno a
la vez.
—Ya aprenderás.
Un mes más tarde, cuando la
hermosa isla blanca se les acercaba
flotando en la bahía de Nueva York, a
Henry, aliviado, se le hizo un nudo en la
garganta. Hubiera querido gritar a
Choupette y a todos los extranjeros:
«¡Ahora veréis!».
III.

Casi tres años después, Henry


Marston salió de su oficina en la
Calumet Tobacco Company y atravesó el
vestíbulo camino del despacho del juez
Waterbury. Había envejecido: tenía una
sombra de severidad en la cara, y el
traje de lino blanco no disimulaba la
leve pero irrefrenable pesadez del
cuerpo.
—¿Está ocupado, juez?
—Pasa, Henry.
—Me voy mañana a la costa, a ver
si adelgazo nadando. Me gustaría hablar
con usted antes de irme.
—¿Los niños van también?
—Sí, claro.
—Me figuro que Choupette se irá al
extranjero.
—Este año, no. Creo que vendrá
conmigo, a no ser que quiera quedarse
aquí, en Richmond.
El juez pensó: «Está claro: lo sabe
todo». Esperó.
—Quisiera decirle, juez, que voy a
dejar el trabajo a finales de septiembre.
El sillón del juez chirrió cuando lo
movió para ponerse de pie.
—¿Te vas de la empresa, Henry?
—No exactamente. Walter Ross
quiere volver a América; yo quisiera
ocupar su puesto en Francia.
—Pero, chico, ¿sabes cuánto le
pagamos a Walter Ross?
—Siete mil.
—Y tú ganas veinticinco.
—Seguramente se habrá enterado
usted de que he ganado un poco en la
Bolsa —dijo Henry, algo molesto.
—He oído que entre cien mil y
medio millón.
—Sí, una cantidad intermedia.
—¿Para qué necesitas entonces un
trabajo de siete mil dólares? ¿Tiene
Choupette nostalgia del hogar?
—No. Me parece que a Choupette le
gusta estar aquí. Se ha adaptado de una
manera asombrosa.
«Lo sabe todo», pensó el juez.
«Quiere huir».
Cuando Henry se fue, el juez miró el
retrato de su abuelo. En aquel tiempo el
asunto hubiera resultado más fácil: un
duelo a pistola en el prado del viejo
Wharton al amanecer. Habría sido una
ventaja para Henry si las cosas no
hubieran cambiado.
El chófer de Henry lo dejó en una
nueva zona residencial, frente a una casa
de estilo georgiano. Colgó el sombrero
en el recibidor y salió a la galería de
uno de los laterales de la casa. Desde el
columpio Choupette lo miró con una
sonrisa de cortesía. Si no fuera por
cierta viveza de rasgos y cierto gusto en
el vestir imposible de definir habría
pasado por americana. Los modismos
del Sur le daban a su acento francés un
singular encanto, y aún había en los
bailes de Navidad estudiantes que la
asediaban como a una debutante.
Henry saludó con la cabeza al señor
Charles Wiese, que ocupaba un sillón de
mimbre y tenía un gin fizz al alcance de
la mano.
—Quiero hablar con vosotros —dijo
mientras se sentaba.
Las miradas de Wiese y Choupette
se cruzaron rápidamente antes de
posarse en Henry.
—Eres libre, Wiese —dijo Henry—.
¿Por qué no os casáis Choupette y tú?
Choupette se levantó. Sus ojos
echaban chispas.
—Espera —Henry se volvió hacia
Wiese—. Llevo casi un año sin meterme
en este asunto, porque estaba poniendo
en orden mis negocios. Pero vuestra
última y brillante idea ha conseguido
que me sienta un poco incómodo, un
poco sórdido, y no me gusta sentirme
así.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
Wiese.
—En mi último viaje a Nueva York
habéis hecho que me sigan. Me figuro
que con la intención de obtener pruebas
contra mí para el divorcio. No lo
conseguisteis.
—No sé cómo se te ha ocurrido
semejante idea, Marston; tú…
—¡No mientas!
—Pero… —empezó a decir Wiese,
pero Henry lo interrumpió con
impaciencia:
—No me vengas con peros, y
procura no ponerte nervioso. No estás
hablando con un jornalero asustado y
con solitaria. No quiero montar una
escena: el asunto no me afecta tanto
como para eso. Sólo quiero pactar un
divorcio.
—¿Por qué sacas a relucir así estas
cosas? —gritó Choupette, que había
empezado a hablar en francés—. ¿No
podemos hablar a solas, si tanto crees
que tienes que echarme en cara?
—Espera un momento; también
podemos dejar las cosas claras ahora
mismo —dijo Wiese—. Choupette
quiere divorciarse. La vida que lleva
contigo no la satisface, y la única razón
de que haya aguantado hasta ahora es
que es una idealista. No parece que tú
valores este hecho, pero es verdad: es
incapaz de deshacer un hogar.
—Es muy conmovedor —Henry
miró a Choupette con sorna y amargura
—, pero pasemos a los hechos. Me
gustaría acabar este asunto antes de irme
a Francia.
Wiese y Choupette volvieron a
intercambiar una mirada.
—Será muy fácil —dijo Wiese—.
Choupette no quiere ni un céntimo tuyo.
—Lo sé. Quiere a los niños. Y la
respuesta es ésta: no tendréis a los
niños.
—¡Es indignante! —gritó Choupette
—. ¿Cómo se te puede ocurrir que voy a
renunciar a mis hijos?
—¿Qué has pensado, Marston? —
preguntó Wiese—. ¿Volver con ellos a
Francia y convertirlos en unos
expatriados como tú?
—No. Irán al colegio de Saint Regis
y después a Yale. Y no tengo la menor
intención de impedirles ver a su madre
siempre que ella lo desee: a juzgar por
estos dos últimos años, no será con
frecuencia. Pero a cambio quiero la
custodia legal.
—¿Por qué? —preguntaron a la vez
Choupette y Wiese.
—Por la familia.
—¿Qué diablos quieres decir?
—Prefiero ponerlos a trabajar de
aprendices a que se eduquen en la clase
de familia que vais a formar Choupette y
tú.
Hubo un instante de silencio. De
pronto Choupette cogió su vaso, arrojó
el contenido a Henry y se derrumbó en
el columpio entre sollozos desgarrados.
Henry se secó la cara con el pañuelo
y se levantó.
—Me temía algo así —dijo—, pero
creo que he dejado mi postura lo
suficientemente clara.
Subió a su cuarto y se echó en la
cama. Hacía más de un año que, a lo
largo de mil horas de insomnio, llevaba
dándole vueltas al problema de
conservar a sus hijos sin tomar medidas
legales contra Choupette, a las que no
deseaba recurrir. Sabía que ella quería a
los niños sólo porque sin ellos parecería
sospechosa, incluso déclassée, a los
ojos de su familia en Francia. Pero, con
esa capacidad de ser objetivo propia de
los linajes antiguos, Henry reconocía
que era un motivo absolutamente
legítimo. Además, ningún escándalo
público debía afectar a la madre de sus
hijos: esto era lo que había hecho tan
inútil su desafío de aquella tarde.
Cuando los problemas se convertían
en insuperables, ineludibles, Henry se
entregaba al ejercicio. En aquellos tres
años nadar había sido una especie de
refugio, y a él volvía como otros
vuelven a la música o a la bebida. Había
un punto en el que automáticamente
dejaba de pensar y se iba una semana a
la costa de Virginia para que el agua le
aclarara las ideas. Lejos de donde
rompen las olas podía contemplar la
línea verde y marrón de la antigua
colonia con la agradable indiferencia de
una marsopa. La carga de su lamentable
matrimonio se aligeraba con los
confiados vaivenes de su cuerpo entre el
oleaje y entonces creía moverse en un
ensueño infantil. A veces nadaban con él
añorados compañeros de su juventud; a
veces le parecía seguir, con sus dos
hijos, el camino luminoso que lleva a la
luna. Los americanos, le gustaba decir,
deberían haber nacido con aletas, y
quizá las tuvieran: quizá el dinero era
una modalidad de aleta. En Inglaterra la
propiedad engendraba un fuerte sentido
de la tierra, pero los americanos,
inquietos, de raíces poco profundas,
necesitaban aletas y alas. Incluso se
extendía por Estados Unidos la idea
recurrente de una enseñanza que
prescindiera de la Historia y del
pasado: la educación sería una especie
de equipamiento para una aventura
aérea, aliviada del peso muerto de la
herencia y la tradición.
Y, la tarde siguiente, mientras
pensaba en estas cosas en el agua, Henry
se acordó de sus hijos, y volvió hacia la
orilla, nadando despacio y
trabajosamente. Estaba desentrenado,
cansado, y se tumbó, jadeante, en el
embarcadero, pero, al levantar la vista,
descubrió unos ojos conocidos. De
pronto se encontró hablando con la chica
a la que había intentado salvar cuatro
años antes.
Estaba encantado. No se había dado
cuenta de lo mucho que la recordaba.
Era virginiana —debería haberlo
adivinado en Francia—: aquella lasitud,
la aparente despreocupación que
enmascara una cortesía y una atención
infalibles, la buena educación
desprovista de formalismos, se basaban
en la amabilidad y el respeto. Al oír por
primera vez el apellido de la chica,
Henry lo reconoció: un apellido de la
costa Este, tan bueno como el suyo.
Tumbados al sol, hablaron como
viejos amigos, no de razas y modos de
comportarse y esas cosas sobre las que
Henry y Choupette meditaban
tristemente, sino como si, por naturaleza,
estuvieran de acuerdo sobre tales
asuntos. Hablaban de lo que les gustaba,
de lo que les divertía. Ella le enseñó un
complicado salto de trampolín, y él la
emuló de una manera inexperta que les
hizo reír. Hablaron de comer cangrejos,
y la chica le contó cómo, gracias a la
curiosa acústica del agua, podías,
tumbado en el embarcadero, reírte con
las conversaciones de la galería del
hotel. Se pusieron a la escucha y oyeron
a dos señoras que tomaban el té.
—Pues en el Lido…
—Pues en Asbury Parle…
—Ah, querida, se pasó la noche
rascando, venga a rascar y rascar…
—Querida, en Deauville…
—… venga a rascar y rascar toda la
noche.
Y un instante después el mar
adquirió el azul intenso de las cuatro de
la tarde, y la chica le contó que a los
diecinueve años se había divorciado de
un español que la dejaba encerrada en la
habitación del hotel cuando él salía de
noche.
—Cosas que pasan —dijo, sin darle
al asunto mayor importancia—. Pero
hablemos de cosas más alegres. ¿Cómo
está tu preciosa mujer? ¿Y los niños?
¿Han aprendido a mantenerse a flote?
¿Por qué no cenamos todos juntos esta
noche?
—Me temo que no podré —dijo
Henry tras dudar un momento. No debía
hacer nada, por insignificante que fuera,
que diera armas a Choupette, y, con una
sensación de repugnancia, se le ocurrió
que quizá lo habían estado vigilando
aquella tarde. Y se alegró de su
prudencia cuando su mujer se presentó
por sorpresa en el hotel a la hora de la
cena.
Después de que los niños se
acostaran, tomaron café, frente a frente,
en la terraza del hotel.
—¿Me podrías explicar, si eres tan
amable, por qué no tengo derecho a
disfrutar de mis propios hijos en la parte
que me corresponde? —comenzó
Choupette—. No es propio de ti ser
rencoroso, Henry.
A Henry le resultaba difícil
explicarlo. Le repitió que podría tener a
los niños siempre que quisiera, pero que
él debía ejercer un control absoluto
sobre ellos debido a ciertas
convicciones anticuadas. Cuando se dio
cuenta de que la expresión de Choupette
se endurecía por momentos, comprendió
que las palabras eran inútiles y calló.
—Quiero darte la oportunidad de
que entres en razón antes de que llegue
Charles.
Henry se puso derecho, en tensión.
—¿Va a venir esta noche?
—Afortunadamente. Y puede que tu
egoísmo empiece a resquebrajarse. Ya
no estás tratando con una mujer.
Cuando Wiese entró en la galería
una hora más tarde, Henry observó que
sus labios sin color parecían de tiza;
tenía la cara colorada y sus ojos
rebosaban seguridad en sí mismo.
Estaba listo para entrar en acción y no
perdió el tiempo.
—Tengo ahí una lancha motora:
quizá sea el sitio más tranquilo para
decir lo que tengamos que decirnos.
Henry asintió con frialdad; cinco
minutos más tarde los tres ponían rumbo
hacia la rada de Hampton por el ancho
sendero que trazaba la luz de la luna.
Era una noche tranquila, y a menos de un
kilómetro de la costa Wiese redujo la
marcha del motor a una ligera vibración:
parecían ir a la deriva, sin dirección
precisa, a través de las aguas
iluminadas. Y entonces la voz de Wiese
rompió el silencio.
—Marston, te hablaré sin rodeos.
Quiero a Choupette y no voy a pedir
perdón por quererla. No es la primera
vez que pasan cosas así. Me figuro que
lo entiendes. El único problema es ese
asunto de la custodia de los hijos de
Choupette. Pareces decidido a
apartarlos de la madre que los engendró
y crió —Wiese pronunciaba ahora con
mayor claridad, como si las palabras
salieran de una boca más grande—, pero
tus cálculos no han tenido en cuenta una
cosa: a mí. ¿No se te ha ocurrido pensar
que en estos momentos soy uno de los
hombres más ricos de Virginia?
—Algo así he oído.
—Pues dinero es poder, Marston. Y
te lo repito, sí: dinero es poder.
—Eso también lo he oído. Eres un
pesado, Wiese, de verdad.
Incluso a la luz de la luna, Henry
pudo ver cómo la cara se le ponía aún
más roja.
—Volverás a oírlo, sí. Ayer nos
cogiste por sorpresa, y no me esperaba
la brutalidad con que tratas a Choupette.
Pero esta mañana he recibido una carta
de París que plantea el asunto desde un
nuevo punto de vista. Es el informe de
un especialista en enfermedades
mentales, que te declara mentalmente
incapacitado, no apto para hacerte cargo
de la custodia de los niños. Es el
especialista que te atendió hace cuatro
años, cuando tuviste una crisis nerviosa.
Henry se echó a reír, incrédulo, y
miró a Choupette, casi esperando que
también riera, pero ella había vuelto la
cara, respirando por la boca, nerviosa.
Y de pronto se dio cuenta de que Wiese
decía la verdad: gracias a algún
extraordinario soborno, había
conseguido aquel documento que no
dudaría en utilizar.
Henry se tambaleó como si hubiera
recibido un golpe, y oyó su propia voz:
—Es lo más ridículo que he oído en
mi vida.
Y oyó la respuesta de Wiese:
—Los médicos no le dicen siempre
a la gente que tiene problemas mentales.
Henry quería reírse: ya había pasado
el terrible instante en que se preguntó si
había algo de verdad en aquella
acusación. Miró a Choupette, que volvió
a apartar la mirada.
—¿Cómo has podido hacer una cosa
así, Choupette?
—Quiero a mis hijos —comenzó,
pero Wiese se apresuró a interrumpirla.
—Si hubieras sido más razonable,
Marston, no hubiéramos tenido que
tomar esta medida.
—¿Me quieres hacer creer que has
preparado esta trampa ruin desde ayer
por la tarde?
—Creo que hay que estar preparado,
pero si hubieras sido razonable… si
fueras razonable, no habría necesidad de
usar este diagnóstico —la voz de Wiese
se había vuelto de pronto casi paternal,
casi amable—: Ten sensatez, Marston.
Tú te apoyas en un obstinado prejuicio;
yo, en cuarenta millones de dólares. No
te portes como un imbécil. Permíteme
repetirte, Marston, que dinero es poder.
Has estado tanto tiempo en el extranjero
que a lo mejor se te olvida. El dinero
levantó este país, construyó sus grandes
y gloriosas ciudades, creó sus
industrias, lo cubrió con una red de
ferrocarriles. El dinero domina las
fuerzas de la naturaleza, crea las
máquinas y las hace funcionar cuando
dice «adelante» y parar cuando dice
«alto».
Como si interpretara estas palabras
como una orden, el motor lanzó un
repentino ruido ronco y se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Choupette.
—Nada —Wiese apretó el arranque
automático con el pie—. Te repito,
Marston que el dinero… Se ha
descargado la batería. Voy a tratar de
arrancar el motor con la manivela. Es un
momento.
Estuvo dándole vueltas a la
manivela un cuarto de hora mientras la
lancha oscilaba en un reducido y plácido
círculo.
—Choupette, abre el cajón que hay
detrás de ti y mira si hay bengalas.
Una sombra de pánico se insinuó en
la voz de Choupette cuando respondió
que no había bengalas. Wiese atisbo la
costa sin gran confianza.
—Es inútil gritar. Debemos de estar
a menos de un kilómetro. Tendremos que
esperar a que pase alguien.
—Aquí no podremos esperar —
observó Henry.
—¿Por qué no?
—Nos desplazamos hacia la bahía.
¿No os dais cuenta? Nos arrastra la
marea.
—¡Es imposible! —dijo Choupette,
irritada.
—Mira esas dos luces en la costa:
ahora una pasa a la otra. ¿Lo ves?
—¡Haced algo! —lloriqueó, antes
de estallar en un francés frenético—: Ah,
c’est épouvantable! N’est-ce pas qu’il y
a quelque chose qu’on peut faire?
Ahora la marea era más rápida, y la
lancha, a la deriva por la rada, se
adentraba en el mar. Dos barcos, como
dos manchas difusas, pasaron a
demasiada distancia: no respondieron a
sus llamadas. Con el cielo del Oeste
como fondo parpadeaba un faro, pero
era imposible imaginar a cuántos metros
pasaría la lancha.
—Parece que se van a resolver
todos nuestros problemas.
—¿Qué problemas? —preguntó
Choupette—. ¿Quieres decir que no se
puede hacer nada? ¿Puedes quedarte ahí
sentado mientras te arrastra la marea?
—Quizá, después de todo, sea un
alivio para los niños —Choupette
empezó a llorar amargamente y Henry se
estremeció, pero no dijo nada. Una idea
fantasmal iba tomando forma en su
cabeza.
—Oye, Marston, ¿sabes nadar? —
preguntó Wiese, arrugando la frente.
—Sí, pero Choupette no sabe.
—Yo tampoco. No lo digo por eso.
Si pudieras nadar hasta la orilla y avisar
por teléfono, el guardacostas nos
rescataría.
Henry miró hacia la negrura de la
costa, que iba disminuyendo.
—Está demasiado lejos —dijo.
—¡Puedes intentarlo! —dijo
Choupette. Henry negó con la cabeza.
—Es demasiado arriesgado.
Además, existe la remota posibilidad de
que nos recojan.
Pasaron el faro, lejos, a la izquierda:
no oirían sus llamadas. Otro faro, el
último, surgió a menos de un kilómetro
de distancia.
—A la deriva podríamos llegar
hasta Francia, como hizo ese tal
Gerbault —observó Henry—. Pero
entonces, claro, seríamos expatriados, y
a Wiese no le gustaría. ¿No, Wiese?
Wiese, que se afanaba
frenéticamente con el motor, lo miró.
—Échale un vistazo, a ver si puedes
hacer algo —dijo.
—No entiendo de mecánica —
respondió Henry—. Además, esta
solución de nuestros problemas me
gusta. Supongamos que sois un par de
perros lo suficientemente asquerosos
para utilizar ese informe y llevaros a los
niños: en ese caso no me quedaría la
fuerza suficiente para seguir viviendo.
Los tres somos un fracaso: yo, como
cabeza de familia; Choupette, como
esposa y madre; y tú, Wiese, como ser
humano. No importa que muramos
juntos.
—No es el momento para sermones,
Marston. —Sí, es el momento adecuado.
¿Qué tal sonaría una oración cantada con
acompañamiento de órgano sobre el
poder del dinero?
Choupette se sentó rígida en la proa;
Wiese, de pie junto al motor, se mordía
nerviosamente los labios.
—No pasaremos demasiado cerca
del faro —se le ocurrió una idea—:
¿Podrías nadar hasta el faro, Marston?
—¡Claro que puede! —gritó
Choupette. Henry miró hacia la costa.
—Podría. Pero no quiero.
—¡Tienes que hacerlo!
Volvió a titubear ante los sollozos de
Choupette; pero a la vez se daba cuenta
de que su ocasión había llegado.
—Todo depende de una pequeña
cuestión —dijo con rapidez—. Wiese,
¿tienes una estilográfica?
—Sí. ¿Para qué?
—Si escribes y firmas unas
doscientas palabras que te voy a dictar,
nadaré hasta el faro y conseguiré ayuda.
Si no es así, bien lo sabe Dios, nos
perderemos mar adentro, a la deriva. Y
será mejor que os decidáis pronto.
—¡Lo que tú quieras! —Choupette
lo interrumpió, frenética—. Haz lo que
diga, Charles. Habla en serio. Siempre
habla en serio. ¡Date prisa, por favor!
—Haré lo que quieras —a Wiese le
temblaba la voz—. Vamos, por Dios,
dime… ¿Qué quieres? ¿Un acuerdo
sobre los niños? Te doy mi palabra de
honor…
—No tenemos tiempo para chistes
—dijo Henry, furioso—. Coge este
papel y escribe.
Las dos páginas que Wiese escribió
al dictado de Henry suponían la renuncia
de Wiese y Choupette a cualquier
derecho sobre los niños a partir de
aquel momento y para siempre. Cuando
estampaban sus firmas temblorosas,
Wiese gritó:
—Vamos, ve, por amor de Dios,
antes de que sea demasiado tarde.
—Sólo una cosa más: el certificado
del médico.
—No lo tengo aquí.
—Estás mintiendo.
Wiese lo sacó del bolsillo.
—Escribe a pie de página lo que has
pagado por él, y firma.
Un instante después, sólo con la ropa
interior y con los papeles en una
tabaquera de seda parafinada colgada
del cuello, Henry saltó del barco y
empezó a nadar a grandes brazadas
hacia el faro.
Las aguas lo cubrieron un instante,
pero, tras la primera impresión, todo era
tibio, acogedor, y el murmullo de las
olas le infundía ánimos. Nunca había
nadado una distancia tan grande, y era un
hombre de ciudad, pero lo mantenía a
flote la felicidad que le colmaba el
corazón. Estaba a salvo, por fin era
libre. Cada brazada era más fuerte pues
sabía que sus dos hijos, ahora dormidos
en el hotel, se habían salvado de cuanto
había temido. Divorciada de su propio
país, Choupette había elegido las cosas
de la vida americana que satisfacían
mejor su propio egoísmo. Era
insoportable pensar que, respaldada por
un juez, hubiera contagiado a sus hijos
aquel absurdo fárrago moral. Henry
hubiera perdido a sus hijos para
siempre.
Se volvió hacia la lancha motora y
vio que estaba ya muy lejos, que la luz
cegadora se acercaba. Estaba muy
cansado. Si se dejara llevar —y, cuando
descansaba del esfuerzo, sentía un
alarmante impulso de dejarse llevar—,
moriría rápidamente, sin dolor, y todos
aquellos problemas de odio y amargura
desaparecerían. Pero sentía el destino
de sus hijos en la tabaquera de seda que
le colgaba del cuello, y con un esfuerzo
convulsivo se revolvió y concentró
todas sus energías en alcanzar su meta.
Veinte minutos después esperaba,
tiritando y chorreando en el puesto de
radio, a que transmitieran al
guardacostas que había en la bahía una
lancha a la deriva.
—No corren demasiado peligro, si
no hay una tormenta —dijo el farero—.
Seguramente habrán tropezado con la
contracorriente del río y la marea los
arrastrará hasta Peyton Harbor.
—Sí —dijo Henry, que frecuentaba
aquella costa desde hacía tres veranos
—. Ya lo sabía.

IV.

En octubre Henry dejó a sus hijos en


el colegio y zarpó hacia Europa en el
Majestic. Había vuelto a su patria como
a una madre generosa y había recibido
más de lo que había pedido: dinero,
liberarse de una situación intolerable y
una nueva fuerza para luchar por lo que
era suyo. Miraba desde la cubierta del
Majestic cómo desaparecía la ciudad,
cómo desaparecía la costa, y lo invadía
una sensación de abrumadora gratitud y
alegría porque América existiera,
porque bajo los repugnantes escombros
de las industrias aún empujara hacia
arriba la tierra rica, incorregiblemente
fértil y abundante, y porque en el
corazón del pueblo sin caudillos la
generosidad y las lealtades antiguas
siguieran luchando, estallando a veces
en fanatismo y excesos, pero siempre
indómitas, invictas. Una generación
perdida ostentaba el poder en aquel
momento, pero Henry creía que la nueva
generación, la generación de la guerra,
era mejor; y que la vieja impresión de
que Estados Unidos era un accidente
estrambótico, una especie de juego de la
historia, había desaparecido para
siempre. Lo mejor de Estados Unidos
era lo mejor del mundo.
Bajó a la oficina del contador del
barco y esperó a que una pasajera dejara
libre la ventanilla. Cuando la pasajera
se volvió, los dos se sobresaltaron:
Henry reconoció a la chica.
—¡Hola! —exclamó ella—. ¡Me
alegro de que vayas en el barco! Acabo
de preguntar cuándo abren la piscina. Lo
mejor de este barco es que se puede
nadar.
—¿Por qué te gusta nadar? —
preguntó Henry.
—Siempre me preguntas lo mismo
—se echó a reír.
—A lo mejor me lo dices si cenamos
juntos esta noche.
Pero cuando la chica se fue, Henry
se dio cuenta de que nunca podría
decírselo: ni ella ni nadie. Francia era
una tierra, Inglaterra era un pueblo, pero
Estados Unidos, que conservaba aún
cierta calidad de idea, era más difícil de
definir; era las tumbas de Shiloh y las
caras cansadas, ojerosas, nerviosas, de
sus grandes hombres y los chicos de
pueblo que murieron en la Argonne por
una frase que, antes de que sus cuerpos
se secaran, ya estaba vacía. Era un
deseo del corazón.
Dos errores

Dos errores (Sarturday


Evening Post, 18 de enero de
1930) es uno de los relatos
sobre peleas matrimoniales
que Fitzgerald escribió
durante 1929 y 1930, reflejo
de sus propios problemas: en
este caso, su alcoholismo y el
fracaso de Zelda Fitzgerald en
sus intentos de llegar a ser
bailarina profesional.
Fitzgerald temía que fuera
«demasiado fuerte» para el
Post, pero su agente, Harold
Ober, le aseguró: «Es de lo
mejor que has hecho».
Fitzgerald incluyó Dos errores
en el libro de cuentos Taps at
Reveille.

I.
—Mírame los zapatos —dijo Bill—.
Veintiocho dólares.
El señor Brancusi los miró.
—Chachi —dijo.
—Hechos a medida.
—Ya sabía que eras elegantísimo.
No me habrás hecho venir sólo para
enseñarme los zapatos, ¿verdad?
—No soy elegantísimo. ¿Quién ha
dicho que yo era elegantísimo? —
preguntó Bill—. Sólo porque tengo más
educación que la mayoría de la gente
que se dedica al negocio del
espectáculo.
—Y además sabes que eres joven y
guapo —dijo Brancusi con su especial
sentido del humor.
—De eso no hay duda, sobre todo si
me comparo contigo. Las chicas creen
que soy actor, hasta que me conocen…
¿Tienes un cigarrillo? En fin, parezco un
hombre… que ya es más que lo que
hacen todos esos niñatos que rondan por
Times Square.
—Atractivo. Un caballero. Buenos
zapatos. Favorecido por la suerte.
—En eso te equivocas —objetó Bill
—. Inteligencia. Tres años, nueve
espectáculos, cuatro exitazos, un solo
fracaso. ¿Dónde ves la suerte?
Un poco aburrido, Brancusi se
limitaba a mirarlo. Lo que hubiera visto
—si tuviera ojos en la cara y no
estuviera pensando en otra cosa— era
un joven irlandés de aspecto sano que
transpiraba agresividad y confianza en sí
mismo hasta saturar el aire de su
despacho. Brancusi sabía que en
cualquier momento Bill oiría el sonido
de su propia voz y se avergonzaría y se
refugiaría en su otra personalidad: la del
hombre serenamente superior, sensible,
protector de las artes, una imitación de
los intelectuales del Theatre Guild. Bill
McChesney aún no había terminado de
decidirse entre sus dos caras:
semejantes mezclas no suelen cuajar
antes de los treinta años.
—Fíjate en Ames, en Hopkins, en
Harris… Fíjate en quien te dé la gana —
insistió Bill—. ¿En qué me superan?
¿Qué pasa? ¿Quieres una copa? —se
había dado cuenta de que a Brancusi se
le iban los ojos al armario de la pared
de enfrente.
—Nunca bebo por la mañana. Sólo
me preguntaba quién estará dando
golpes en la pared. Deberías pararlo.
Estas cosas me ponen nervioso, me
sacan de quicio.
Bill se acercó rápidamente a la
puerta y la abrió.
—Nadie —dijo—… ¡Ah, hola!
¿Qué quiere usted?
—Vaya, lo siento mucho —
respondió una voz—. Lo siento
muchísimo. Estoy tan nerviosa que no
me había dado cuenta de que tenía este
lápiz en la mano.
—¿Qué quiere usted?
—Quería verlo, y un empleado me
ha dicho que está usted ocupado. Traigo
una carta de Alan Rogers, el
dramaturgo: quería dársela yo
personalmente.
—Estoy ocupado —dijo Bill—. Vea
al señor Cadorna.
—Ya lo he visto, pero no me ha
servido de mucho, y el señor Rogers
dice que…
Brancusi, impaciente, le echó una
ojeada a través de la puerta. Era muy
joven, con un precioso pelo rojo: su
cara reflejaba más temperamento que el
que indicaba su parloteo; no se le
ocurrió al señor Brancusi que tenían la
culpa sus orígenes en Delaney, en
Carolina del Sur.
—¿Qué hago? —preguntó la chica,
poniendo tranquilamente su futuro en las
manos de Bill—. Tenía una carta para el
señor Rogers, pero el señor Rogers sólo
me ha dado esta carta para usted.
—Bueno, ¿qué quiere que haga yo?
¿Casarme con usted? —saltó Bill.
—Me gustaría que me diera un papel
en una de sus obras.
—Entonces siéntese y espere. Estoy
ocupado… ¿Dónde está la señorita
Cohalan? —tocó un timbre, volvió a
mirar, de mal humor, a la chica y cerró
la puerta del despacho. Pero durante la
interrupción había recuperado su otra
personalidad y reanudó su conversación
con Brancusi con el tono de alguien que
hubiese compartido con Reinhardt, como
uña y carne, sus anhelos por el futuro
artístico del teatro.
A las doce y media había olvidado
todo excepto que se estaba convirtiendo
en el más grande director teatral del
mundo y que tenía una cita para comer
con Sol Lincoln y hablarle precisamente
de aquello. Al salir del despacho, miró
con expectación a la señorita Cohalan.
—El señor Lincoln no puede verlo
—dijo—. Acaba de llamar.
—Acaba de llamar —repitió Bill,
molesto—. Muy bien. Táchelo de la lista
para el jueves por la noche.
La señorita Cohalan trazó una línea
en un papel.
—Señor McChesney, no se habrá
olvidado de mí, ¿verdad?
Se volvió hacia la pelirroja.
—No —contestó, pensando en otra
cosa. Y dijo a la señorita Cohalan—: Da
igual: invítelo el jueves. Que se vaya al
infierno.
No quería comer solo. Ya no quería
hacer nada solo: las relaciones con la
gente son mucho más divertidas cuando
uno tiene éxito y poder.
—Si me permite hablar con usted
unos minutos… —empezó la chica.
—Me temo que ahora no puedo —y
de repente se dio cuenta de que era la
persona más bella que había visto en su
vida.
La miró con asombro.
—El señor Rogers me dijo…
—Venga a comer algo conmigo —
dijo, y, con aire de tener mucha prisa, le
dio a la señorita Cohalan algunas
órdenes rápidas y contradictorias y se
fue sin cerrar la puerta.
Salieron a la calle 42 y Bill respiró
el aire que le correspondía: en la calle
42 sólo hay aire para pocas personas a
la vez. Era noviembre y había terminado
el primer instante de euforia de la
temporada teatral, pero Bill podía ver,
si miraba al este, el anuncio luminoso de
una de sus obras, y, si miraba al oeste, el
anuncio de otra obra suya. Al volver la
esquina, se anunciaba la obra que había
montado con Brancusi: sería la última
vez que trabajaba con otros.
Fueron al Bedford, donde se produjo
un torbellino de camareros cuando Bill
entró.
—¡Menudo restaurante! —dijo la
chica, impresionada, queriendo ser
sociable.
—Es el paraíso de los comicastros
—Bill saludaba con la cabeza a unos y
otros—. Hola, Jimmy… Bill… Qué
pasa, Jack… Es Jack Dempsey… No
suelo comer aquí. Normalmente, como
en el Club de Harvard.
—Ah, ¿estudió usted en Harvard?
Yo conocía…
—Sí —titubeó; había dos versiones
sobre Harvard, y de repente decidió
contarle la verdadera—. Y me trataron
como a un palurdo. Ya se acabó aquello.
Hace una semana estuve en Long Island
en casa de los Gouverneer Haight, una
gente muy distinguida, y un par de
californianos que en Cambridge ni se
dieron cuenta de que yo existía
empezaron a tutearme y a llamarme su
viejo amigo Bill —titubeó, y de repente
decidió interrumpir la historia en aquel
punto—. ¿Qué quiere usted? ¿Un
trabajo? —preguntó. Recordó de repente
que la chica tenía agujeros en las
medias. Los agujeros en las medias
siempre lo conmovían, lo ablandaban.
—Sí, o tendré que volver a casa —
dijo la chica—. Quiero ser bailarina…
Ya sabe… Ballet ruso. Pero las clases
cuestan mucho dinero, así que tengo que
buscar trabajo. Así, además, aprendería
a moverme en el escenario.
—Corista, ¿no?
—No, no, bailarina clásica.
—Bueno, Pavlova es corista, ¿no?
—No, no —aquella irreverencia la
escandalizó, pero continuó un instante
después—: He estudiado con la señorita
Campbell… Georgia Berriman
Campbell… En mi ciudad… Quizá la
conozca usted. Fue alumna de Ned
Wayburn, y es verdaderamente
maravillosa. Es…
—¿Sí? —dijo Bill, distraído—.
Bueno, es un oficio difícil. Las agencias
de actores están llenas de gente que sabe
hacerlo todo, hasta que yo les hago una
prueba. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—Yo tengo veintiséis. Llegué aquí
hace cuatro años sin un céntimo.
—¡Caramba!
—Podría retirarme ahora mismo y
vivir bien el resto de mi vida.
—¡Caramba!
—El año que viene me tomaré un
año de vacaciones. Me caso. ¿Has oído
hablar de Irene Rikker?
—¡Por supuesto! ¡Es mi actriz
favorita!
—Somos novios.
—¡Caramba!
Cuando poco después salieron a
Times Square, Bill dijo
despreocupadamente:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Pues… Voy a buscar trabajo.
—Quiero decir ahora mismo.
—Ah, nada.
—¿Quieres que tomemos café en mi
apartamento? Está en la calle 46.
Sus miradas se encontraron, y Emmy
Pinkard se convenció a sí misma de que
sabría cuidarse sola.
El apartamento era un estudio
amplio y luminoso con un diván que
medía tres metros, y, en cuanto ella se
tomó su café y él un whisky con soda,
Bill le echó el brazo por el hombro.
—¿Por qué iba a darle un beso? —
preguntó Emmy—. Apenas le conozco y
además se va a casar con otra.
—¡Si es por eso! A ella no le
importa.
—¿No?
—Eres una buena chica.
—La verdad es que no soy idiota.
—Muy bien, sigue siendo una buena
chica.
Emmy se levantó, pero se entretuvo
un poco más, muy tranquila y natural, en
absoluto molesta.
—Me figuro que esto significa que
no me va a dar trabajo —dijo con
simpatía.
Bill estaba pensando ya en otra cosa
—en una entrevista y un ensayo—, pero
volvió a mirar a la chica y vio que
seguía teniendo agujeros en las medias.
Llamó por teléfono:
—Joe, soy el Novato… ¿Creías que
no me había enterado de que me
llamabas así? Muy bien… Dime, ¿has
encontrado a las tres chicas para la
escena de la fiesta? Bueno, óyeme;
guarda un sitio para una niña del Sur que
te voy a mandar hoy.
La miraba lleno de satisfacción,
consciente de ser una buena persona.
—Bueno, no sé cómo darle las
gracias. Y al señor Rogers —añadió con
audacia—. Adiós, señor McChesney.
Bill no se dignó contestar.
II.

Durante los ensayos acostumbraba a


intervenir con frecuencia y a examinarlo
todo con una expresión de sabiduría,
como si adivinara los pensamientos de
la gente, pero la verdad era que su
propia buena fortuna lo había sumido en
un mar de confusión y era incapaz de ver
las cosas con claridad, y ni siquiera le
importaba. Pasaba la mayoría de los
fines de semana en Long Island, invitado
por gente distinguida. Cuando Brancusi
lo llamaba «mariposón social», Bill
contestaba: «Bueno, ¿y qué? Estudié en
Harvard, ¿no? ¿Crees que me han
encontrado en la calle vendiendo
manzanas como a ti?». Los nuevos
amigos lo apreciaban mucho por su
atractivo y amabilidad, además de por
su éxito.
Su compromiso con Irene Rikker era
lo menos satisfactorio de su vida; se
habían cansado el uno del otro, pero no
se decidían a poner fin al asunto. Y,
como muchas veces la propia riqueza
une a los dos jóvenes más ricos de la
ciudad, así Irene Rikker y Bill
McChesney, arrastrados juntos por la
marea del triunfo, no podían pasar sin el
agradable reconocimiento mutuo de las
razones de semejante éxito. A pesar de
todo, daban rienda suelta a peleas
feroces y cada vez más frecuentes, y el
final se iba acercando. Estaba implicado
un tal Frank Llewellen, un actor
corpulento y bien parecido, que
trabajaba con Irene. Cuando Bill se dio
cuenta de la situación, se lo tomó con
amargo sentido del humor; pero, después
de dos semanas de ensayos, se respiraba
la tensión.
Y, mientras, Emmy Pinkard, con
dinero suficiente para galletas y leche, y
un amigo que la invitaba a cenar, era
feliz. El amigo, Easton Hughes, de
Delaney, estudiaba en la Universidad de
Columbia la carrera de dentista. A veces
lo acompañaban otros jóvenes y
solitarios futuros dentistas, y al precio,
si se puede decir así, de unos pocos
besos fortuitos en un taxi, Emmy cenaba
cuando tenía hambre. Una tarde, cerca
del escenario, le presentó a Easton a
Bill McChesney, y desde entonces Bill
convirtió sus celos de broma en base de
su amistad.
—Ya veo que ese sacamuelas ha
vuelto a jugármela. Te aconsejo que
tengas cuidado, no vaya a administrarte
una dosis de gas hilarante.
Se encontraban pocas veces, pero no
hacían más que mirarse. Cuando Bill la
veía, la miraba fijamente un instante,
como si no la hubiese visto nunca y
luego recordara de repente que tenía que
gastarle una broma. Cuando Emmy lo
miraba, veía muchas cosas: un día de
sol, y multitudes que se apresuraban en
las calles; una limusina espléndida y
nueva, a la espera de una pareja con
trajes espléndidos y nuevos que paseaba
por alguna ciudad exactamente igual que
Nueva York, pero lejana y más
divertida. Había deseado muchas veces
que Bill la besara, pero otras tantas
veces se había alegrado de que no lo
hubiera hecho; porque, según pasaban
las semanas, parecía menos romántico,
dedicado, como todos, a la trabajosa
evolución de la comedia.
El estreno sería en Atlantic City. Un
repentino malhumor, para todos
evidente, se apoderó de Bill. Trataba
con sequedad al director de escena, y
con sarcasmo a los actores. Era, según
se rumoreaba, porque Irene Rikker había
llegado con Frank Llewellen en otro
tren. Sentado junto al autor la noche del
ensayo general, casi era una figura
siniestra en la penumbra del teatro; pero
no dijo nada hasta el final del segundo
acto, cuando, con Irene Rikker y
Llewellen solos en el escenario, gritó de
repente:
—Vamos a repetir la escena. ¡Y
fuera las sensiblerías!
Llevellen se acercó a las candilejas.
—¿Qué quieres decir con… fuera
las sensiblerías? —preguntó.
—Es lo que está escrito en la obra,
¿no?
—Sabes lo que quiero decir: ceñíos
a vuestro papel.
—No sé lo que quieres decir. Bill se
levantó.
—Quiero decir que dejéis ya esos
repugnantes susurros.
—¿Qué susurros? Sólo he
preguntado…
—Ya basta. Repetimos.
Llewellen se volvió, furioso, y,
cuando iba a continuar el ensayo, Bill
añadió para que todos lo oyeran:
—Incluso un comicastro debe
saberse el papel.
Llewellen reaccionó como un rayo.
—No tengo por qué soportar esta
clase de insultos, señor McChesney.
—¿Por qué no? Eres un comicastro,
¿no? ¿Desde cuándo te avergüenzas de
ser un comicastro? Estoy montando esta
comedia y quiero que te ciñas a tu papel
—se acercó al escenario a través del
pasillo—. Y, cuando no te ciñas, te
llamaré la atención igual que a cualquier
otro.
—Vale, pero ten cuidado con tu tono
de voz…
—¿Sí? ¿Qué vas a hacer?
Llewellen saltó a la platea.
—¡No permito que me hables así! —
gritó.
Irene Rikker exclamó desde el
escenario:
—¡Por Dios! ¿Os habéis vuelto
locos?
Y entonces Llewellen le pegó a Bill
un puñetazo seco y potente. Bill cayó de
espaldas sobre una fila de butacas,
rompió una y se quedó allí, sin poderse
mover. Hubo un momento de confusión,
y algunos sujetaban a Llewellen, y el
ayudante de dirección gritaba: «¿Lo
mato, jefe? ¿Le parto esa cara
grasienta?», y Llewellen jadeaba e Irene
temblaba de miedo.
—¡Volved al escenario! —gritó Bill,
poniéndose un pañuelo en la cara y
tambaleándose entre los brazos del
autor, que intentaba sostenerlo—. ¡Todo
el mundo a sus puestos! Repetimos la
escena. No quiero oír una palabra.
Llewellen, vuelve al escenario.
Antes de darse cuenta, todos estaban
otra vez en el escenario, e Irene cogía
del brazo a Llewellen y le decía algo
deprisa. Alguien encendió todas las
luces de la sala y volvió a apagarlas
inmediatamente. Cuando a Emmy le tocó
salir a escena, echó una mirada rápida a
Bill y vio que se cubría la cara
ensangrentada con una máscara de
pañuelos. Detestaba a Llewellen. Temía
que aquel incidente acabara con la
compañía y tuvieran que volver a Nueva
York. Pero Bill había salvado el
espectáculo: lo había salvado de su
propia locura, pues, si Llewellen
hubiera decidido abandonar la obra,
habría dañado su prestigio profesional.
El acto terminó y, sin intervalo, comenzó
el siguiente. Cuando acabó, Bill se había
ido.
La noche siguiente, durante el
estreno, se sentó en una silla entre
bastidores, a la vista de quienes
entraban y salían. Tenía la cara hinchada
y amoratada, aunque no parecía darse
cuenta, y no hubo comentarios. Bajó a la
sala un instante, y, cuando volvió, corrió
el rumor de que dos agencias de Nueva
York habían hecho ofertas importantes.
Había triunfado. Todos habían triunfado.
Y Emmy, al ver a aquel hombre a
quien, según le parecía a ella, todos
debían tanto, se sintió inundada por una
oleada de gratitud. Se acercó y le dio las
gracias.
—Sé elegir bien, pelirroja —
contestó Bill, imperturbable.
—Gracias por elegirme —y
entonces se le escapó un comentario
imprudente—. ¡Tiene la cara tan mal! —
exclamó—. Creo que fue muy valiente
anoche, cuando no permitió que todo se
hundiera.
La miró un instante, de mal humor, y
luego una sonrisa irónica intentó en vano
insinuarse en su cara hinchada.
—¿Me admiras, chica?
—Sí.
—¿Y me admirabas también cuando
me caí en las butacas?
—Dominó usted la situación con
tanta rapidez…
—Lo tuyo es lealtad. Has encontrado
algo digno de admiración en este
estúpido desastre.
Y la felicidad de Emmy rebosó:
—Sea como sea, usted se ha
comportado maravillosamente.
Parecía tan joven, tan viva, que Bill,
que había pasado un día horrible, sintió
deseos de que su cara hinchada
descansara en la cara de Emmy.
Y a Nueva York se llevó, a la
mañana siguiente, las moraduras y el
deseo. Las moraduras desaparecieron,
pero el deseo permaneció. Y, cuando
estrenaron en la ciudad, en cuanto vio
cómo otros hombres se agolpaban en
torno a la belleza de Emmy, la comedia
se convirtió en Emmy, y el éxito, y era a
Emmy a quien quería ver cuando iba al
teatro. Después de una temporada
excelente retiraron la obra cuando Bill
estaba bebiendo demasiado y necesitaba
a alguien para los días grises que se
avecinaban, acabadas las
representaciones. Inesperadamente se
casaron en Connecticut, a primeros de
junio.
III.

Dos hombres esperaban, sentados en


el Savoy Grill de Londres, el Cuatro de
Julio, Día de la Independencia. Ya
estaban a finales de mayo.
—¿Es un tipo simpático? —preguntó
Hubbel.
—Muy simpático —contestó
Brancusi—; muy simpático, muy guapo,
con mucho éxito… —y, tras una pausa,
añadió—: Quiero convencerlo para que
vuelva a América.
—Eso es lo que no entiendo de este
tipo —dijo Hubbel—. El teatro de aquí
no tiene ni punto de comparación con el
teatro de Estados Unidos. ¿Por qué
quiere quedarse aquí?
—Se relaciona con una multitud de
duques y damas de la nobleza.
—¿Sí?
—Cuando me lo encontré la semana
pasada, iba con tres damas de la
nobleza: lady Fulano, lady Zutano y lady
Mengano.
—Creía que estaba casado.
—Desde hace tres años —dijo
Brancusi—. Tienen un niño precioso, y
esperan otro.
Dejó de hablar cuando entró
McChesney, que miró descaradamente a
todas partes con la cara innegablemente
americana sobresaliendo del cuello de
un abrigo que realzaba la anchura de sus
hombros.
—Hola, Mac. Te presento a mi
amigo, el señor Hubbel.
—Encantado —dijo Bill. Se sentó y
siguió mirando quién había en el bar.
Hubbel se fue minutos después, y Bill
preguntó:
—¿Quién es ese pájaro?
—Apenas lleva un mes aquí.
Todavía no ha conseguido un título
nobiliario. Recuerda que tú llegaste
hace seis meses.
Bill sonrió.
—Piensas que soy un esnob,
¿verdad? Bueno, no quiero engañarme a
mí mismo. Me gusta la nobleza, me
fascina. Me gustaría ser el marqués de
McChesney.
—A lo mejor bebiendo lo consigues.
—Cierra la boca. ¿Quién ha dicho
que bebo? ¿Es lo que ahora van
contando por ahí? Mira, si puedes
decirme un solo director americano en
la historia del teatro que haya tenido
tanto éxito como yo en Londres en
menos de ocho meses, vuelvo contigo a
América mañana mismo. Sólo tienes que
decírmelo…
—Ha sido con tus espectáculos
antiguos. En Nueva York has tenido dos
fracasos.
Bill se levantó con el gesto agriado.
—¿Quién te crees que eres? —
preguntó—. ¿Has venido para hablarme
así?
—No te ofendas, Bill. Sólo quiero
que vuelvas. Sería capaz de decirte
cualquier cosa para conseguirlo. Monta
tres temporadas como las de 1922 y
1923, y habrás resuelto tu vida.
—Nueva York me da náuseas —dijo
Bill, de mal humor—. Hoy eres un rey y
mañana tienes dos fracasos, y van por
ahí diciendo que has pegado el patinazo.
Brancusi negó con la cabeza.
—No lo decían por eso. Fue por tu
pelea con Aronstael, tu mejor amigo.
—¿Amigo? ¡Una mierda!
—Tu mejor amigo en los negocios,
por lo menos. Y…
—No quiero hablar de eso —Bill
miró el reloj—. Oye, Emmy no se
encuentra bien y me temo que no voy a
poder cenar contigo. Ve a verme al
despacho antes de volver a Estados
Unidos.
Cinco minutos después, desde el
mostrador del tabaco, Brancusi vio
cómo Bill volvía a entrar en el Savoy y
bajaba las escaleras que conducían al
salón de té.
«Se ha convertido en un perfecto
diplomático», pensó Brancusi; «antes,
cuando tenía una cita, lo decía
abiertamente. Está cada día más
refinado desde que va con duques y
duquesas».
Quizá se sentía un poco molesto,
aunque no solía molestarse. En cualquier
caso, tomó una decisión en el acto:
McChesney estaba en decadencia. Y, en
aquel instante, según era característico
en él, lo borró de su pensamiento para
siempre.
No había signos exteriores de que
Bill estuviera en decadencia; un éxito en
el New Strand, otro éxito en el Prince of
Wales y enormes ingresos semanales,
que casi alcanzaban las sumas de Nueva
York hacía tres años. Es verdad que un
hombre de acción tiene derecho a
cambiar su base de operaciones. Y el
hombre que una hora después, a la hora
de la cena, volvió a su casa de Hyde
Park, tenía toda la vitalidad de quien
aún no ha cumplido los treinta. Emmy,
muy cansada y pesada, estaba echada en
el diván del salón del primer piso. Bill
la abrazó.
—Ya queda poco —dijo—. Estás
preciosa.
—No seas absurdo.
—Es verdad. Siempre estás
preciosa. No sé por qué. Quizá porque
tienes personalidad, y se te ve en la
cara, incluso ahora.
Estaba encantada, y le pasó la mano
por el pelo.
—La personalidad es lo más
importante —dijo Bill—, y eres la
persona con más personalidad que
conozco.
—¿Has visto a Brancusi?
—Sí, he visto a ese mierda. Y he
decidido no traerlo a cenar.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Se las da de listo… Habla
de mi pelea con Aronstael como si yo
hubiera tenido la culpa.
Emmy titubeó, cerró la boca con
fuerza y luego dijo en ve baja:
—Te peleaste con Aronstael porque
bebías demasiado.
Bill se levantó con impaciencia.
—Vas a empezar otra vez…
—No, Bill, pero estás bebiendo
demasiado. Y lo sabes.
Consciente de que Emmy tenía tazón,
eludió el asunto y se sentaron a cenar. Al
calor de una botella de clarete decidió
dejar de beber al día siguiente, hasta que
naciera el niño.
—Siempre lo dejo cuando quiero,
¿no? Hago siempre lo que digo. Nunca
me has visto no hacerlo.
—Nunca.
Tomaron café juntos, y después Bill
se levantó para salir.
—Vuelve pronto —dijo Emmy.
—Claro, claro… ¿Qué te pasa,
cariño?
—Sólo estoy llorando. No te
preocupes. Anda, vete. No te quedes ahí
como un tonto.
—Pues claro que me preocupo. No
me gusta verte llorar.
—No sé adónde vas por las noches;
no sé con quién estás. Y esa lady Sybil
Combrinck que no deja de llamar por
teléfono… Me figuro que no hay ningún
problema, pero me despierto de noche y
me siento tan sola, Bill… Porque
siempre hemos estado juntos, ¿no?, hasta
hace poco.
—Pero seguimos estando juntos…
¿Qué te pasa, Emmy?
—Ya lo sé… Estoy loca. Ninguno de
los dos dejaría al otro, ¿verdad? Nunca
hemos…
—Desde luego que no.
—Vuelve pronto, o cuando puedas.
Hizo una breve visita al teatro
Prince of Wales; luego entró en el hotel
de al lado y llamó por teléfono.
—Quisiera hablar con Su Señoría.
Soy el señor McChesney.
Pasó un rato antes de que lady Sybil
se pusiera al teléfono.
—Es casi una sorpresa. Hace
semanas que no tengo la suerte de oírte.
La voz era cortante como un látigo y
fría como un refrigerador automático, a
la manera que se había generalizado
desde que las damas británicas se
educaban imitando a las damas
británicas de las novelas. Aquello había
fascinado a Bill una temporada, pero
sólo una temporada. No había perdido la
cabeza.
—No he tenido ni un minuto libre —
explicó con desenvoltura—. No estarás
enfadada, ¿verdad?
—Enfadada no es la palabra.
—Temía que lo estuvieras. No me
has invitado a la fiesta de esta noche.
Creía que pensábamos lo mismo
después de todo lo que hablamos…
—Después de todo lo que hablaste
—dijo ella—; quizá hablaste
demasiado.
Y, de pronto, para asombro de Bill,
colgó.
«La auténtica británica», pensó.
«Una parodia titulada La hija de los mil
duques».
El desaire lo reanimó, la
indiferencia revivió el interés perdido.
Las mujeres solían perdonarle su poca
firmeza sentimental por la evidente
devoción que demostraba hacia Emmy, y
varias damas de la nobleza lo
recordaban con un suspiro que no era de
dolor. Pero ahora no detectó ningún
suspiro semejante a través del teléfono.
«Me gustaría aclarar este lío»,
pensaba. Si se hubiera puesto el
esmoquin, hubiera podido presentarse
de improviso en la fiesta y hablar con
lady Sybil; ahora no quería volver a
casa a cambiarse. Pero le daba vueltas
al asunto y le parecía importante
solucionar la desavenencia de una vez,
así que empezó a acariciar la idea de ir
a la fiesta tal como estaba: a los
americanos se les perdonaba la
originalidad en el vestir. En cualquier
caso, aún tenía tiempo, y, en compañía
de varios whiskys estuvo considerando
el asunto más de una hora.
A medianoche subía las escaleras de
la mansión de lady Sybil Combrinck.
Los encargados del guardarropa
observaron con desaprobación su traje
de tweed y un lacayo buscó en vano su
nombre en la lista de invitados.
Afortunadamente, su amigo sir
Humphrey Dunn apareció en aquel
instante y convenció al lacayo de que sin
duda se trataba de un error.
En cuanto estuvo dentro, Bill buscó
con la mirada a la anfitriona.
Era una mujer joven, muy alta,
medio americana y, por esto mismo,
absolutamente inglesa. En cierto modo,
ella había descubierto a Bill
McChesney, y respondía de sus encantos
sin pulir; la retirada de McChesney
había sido una de las más humillantes
experiencias de lady Sybil desde que
había empezado a echarse a perder.
Recibía a los invitados en compañía
de su marido: Bill nunca los había visto
juntos. Decidió elegir un momento
menos ceremonioso para presentarse.
Seguían recibiendo a los invitados
interminablemente, y Bill se sentía cada
vez más incómodo. Vio a algunos
conocidos, pero no demasiados, y se dio
cuenta de que su ropa llamaba la
atención; también sabía que lady Sybil
lo había visto ya: una señal suya hubiera
bastado para tranquilizarlo, pero no hizo
el menor gesto. Bill se arrepentía de
haberse presentado en la fiesta, pero
irse en aquel momento hubiera sido
absurdo y, acercándose al bufé, cogió
una copa de champán.
Cuando se volvió, estaba sola por
fin, y ya iba a acercarse a ella, cuando el
mayordomo le dijo:
—Perdone, señor. ¿Tiene invitación?
—Soy un amigo de lady Sybil —
dijo Bill, impaciente. Le dio la espalda,
pero el mayordomo lo siguió.
—Lo siento, señor, pero le rogaría
que me acompañara para aclarar la
situación.
—No hace falta. Voy a hablar ahora
mismo con lady Sybil.
—He recibido otras instrucciones,
señor —dijo el mayordomo con firmeza.
Entonces, antes de que Bill se diera
cuenta de lo que sucedía, discretamente
le apretaron los brazos contra el cuerpo
y lo empujaron a una pequeña
antecámara que había detrás del bufé.
Se encontró frente a un hombre con
impertinentes, en quien reconoció al
secretario particular de los Combrinck.
El secretario le hizo una señal al
mayordomo, que significaba: «Sí, es
éste», y el mayordomo soltó a Bill.
—Señor McChesney —dijo el
secretario—, ha creído conveniente
venir sin invitación, y Su Señoría exige
que salga de esta casa inmediatamente.
¿Tiene la amabilidad de darme el
resguardo para que le recojan el abrigo?
Entonces Bill entendió lo que
pasaba, y la única palabra que encontró
aplicable a lady Sybil le vino a los
labios; el secretario les hizo una señal a
dos lacayos y Bill, debatiéndose con
furia, fue arrastrado a través de una
despensa, donde dos criados que
trabajaban afanosamente miraron
asombrados la escena, y a través de un
largo pasillo, hasta que, por una puerta,
lo arrojaron a la noche. Se cerró la
puerta; un instante después volvió a
abrirse para que salieran volando su
abrigo y su bastón, que rodó
ruidosamente por las escaleras.
Se quedó parado, vencido,
destrozado y horrorizado; un taxi frenó
junto a él, y el chófer le dijo:
—¿Se siente mal, jefe?
—¿Cómo?
—Sé dónde puede tomar un buen
tentempié, jefe. A cualquier hora.
La puerta del taxi se abrió a una
pesadilla. Era un cabaré que no
respetaba el horario de cierre; lo
acompañaban extraños que había
recogido en alguna parte; luego discutía,
y quería pagar con un cheque, y de
repente proclamaba a gritos, una y otra
vez, que era William McChesney, el
empresario teatral, pero no convencía a
nadie, ni siquiera a sí mismo. Parecía
importante ver inmediatamente a lady
Sybil y exigirle una explicación, pero,
un minuto más tarde, nada,
absolutamente nada, parecía importante.
Iba en un taxi, y, frente a su casa, el
taxista lo sacudió para despertarlo.
El teléfono estaba sonando cuando
entró, pero Bill pasó glacialmente junto
a la criada. Sólo oyó la voz de la criada
cuando ponía el pie en las escaleras.
—Señor McChesney, otra vez
llaman del hospital Midland. La señora
McChesney está hospitalizada y no
dejan de llamar.
Todavía aturdido, se acercó el
auricular a la oreja.
—Lo llamamos del hospital
Midland, de parte de su mujer. Ha dado
a luz un niño muerto esta mañana, a las
nueve.
—Espere un momento —la voz se le
quebraba—. No entiendo.
Y por fin entendió que el hijo de
Emmy había nacido muerto, que Emmy
lo necesitaba. Le flaqueaban las piernas
y se tambaleaba cuando cruzó la calle en
busca de un taxi.
La habitación estaba a oscuras;
Emmy levantó los ojos y lo miró desde
la cama en desorden.
—¡Eres tú! —exclamó—. ¡Creía que
habías muerto! ¿Dónde has estado?
Bill cayó de rodillas junto a la cama,
pero Emmy volvió la cara.
—Hueles fatal —dijo—. Me dan
náuseas.
Pero le acarició el pelo, y Bill
siguió de rodillas, sin moverse, mucho
rato.
—Se acabó: no quiero saber más de
ti —murmuró Emmy—. Pero ha sido
horroroso pensar que habías muerto.
Todo el mundo está muerto. Yo quisiera
estar muerta.
El viento entreabrió las cortinas y,
cuando Bill se levantó para volver a
cerrarlas, Emmy lo vio a la luz del día,
pálido y terrible, con la ropa arrugada y
hematomas en la cara. Y esta vez lo
odió, en lugar de odiar a quienes le
habían hecho daño. Podía sentir cómo
Bill se le salía del corazón, y sentía el
espacio que dejaba, y de repente ya se
había ido, e incluso podía perdonarlo y
compadecerse de él. Todo en un instante.
Se había caído a la puerta del
hospital, cuando intentaba apearse del
taxi sola.

IV.
Cuando Emmy se puso bien, física y
mentalmente, sólo tuvo una idea fija:
aprender ballet. El viejo sueño que le
había inculcado la señorita Georgia
Berriman Campbell, de Carolina del
Sur, persistía como una avenida
iluminada que la conducía de nuevo a la
primera juventud y a los días de
esperanza en Nueva York. Para ella el
ballet era aquella primorosa mezcla de
posturas tortuosas y piruetas muy
medidas que, desarrollada en Italia unos
cientos de años atrás, había alcanzado
su plenitud en Rusia, a principios de
nuestro siglo. Quería dedicarse a algo en
lo que pudiese creer y pensaba que el
ballet era la interpretación femenina de
la música. En lugar de dedos fuertes, una
mujer tenía piernas para interpretar a
Chaikovski y Stravinski; y los pies
podían ser tan elocuentes en la
Chopiniana como las voces en El anillo.
El ballet, en su nivel más bajo, era algo
entre los funámbulos y las focas
amaestradas; en el nivel más alto, era la
Pavlova y el arte.
En cuanto volvieron a instalarse en
un apartamento de Nueva York, se lanzó
a la tarea como una chica de dieciséis
años: cuatro horas diarias de ejercicios
en la barra, posturas, saltos, arabescos y
piruetas. La danza se convirtió en su
verdadera vida, y su única preocupación
era si no sería ya demasiado mayor. A
los veintiséis años tenía que recuperar
diez años perdidos, pero era una
bailarina por naturaleza, con un cuerpo
perfecto… y una cara adorable.
Bill la animaba; cuando estuviera
preparada, formaría en torno a ella el
primer y auténtico ballet americano.
Incluso había momentos en que
envidiaba su afanosa dedicación, pues,
desde que habían vuelto a Estados
Unidos, el trabajo en el mundo del teatro
era cada vez más difícil. Además se
había ganado muchos enemigos en los
primeros tiempos de absoluta seguridad
en sí mismo, y circulaban exageradas
historias de sus borracheras y su dureza
con los actores y lo difícil que era
trabajar con él.
Tenía en su contra que nunca había
sido capaz de ahorrar y debía mendigar
apoyos para el montaje de cada obra.
Además, poseía una inteligencia fuera
de lo común, y tuvo el valor de
demostrarlo en algunas aventuras poco
comerciales, a su costa, pues no contaba
con el respaldo de ningún Teatro Guild.
También tuvo éxitos, pero hubo de
poner todo su empeño en conseguirlos, o
así parecía, porque había empezado a
pagar el precio de su vida desordenada.
No dejaba de pensar en tomarse unas
vacaciones o renunciar a los cigarrillos
incesantes, pero había mucha
competencia en aquellos días —
aparecían hombres nuevos, con
reputación, todavía intacta, de ser
infalibles—, y además no estaba
acostumbrado a la regularidad. Le
gustaba trabajar, inspirado por el café
solo, en medio de esos grandes agobios
que parecen inevitables en el mundo del
espectáculo, pero que agotaban a un
hombre que había cumplido los treinta
años. Terminó apoyándose en la buena
salud y la vitalidad de Emmy. Estaban
siempre juntos, y, aunque sentía una vaga
insatisfacción por el hecho de que ahora
necesitara a Emmy más de lo que ella lo
necesitaba, no perdía la esperanza de
que las cosas mejoraran el mes siguiente
o la próxima temporada.
Una tarde de noviembre, cuando
salía del estudio de ballet, Emmy,
meciendo el bolso gris, se encasquetó el
sombrero sobre el pelo todavía húmedo
y se entregó a agradables conjeturas. Se
había enterado, hacía más de un mes, de
que ciertas personas iban al estudio
especialmente para verla: ya estaba
preparada para la danza. Una vez había
trabajado con tanto empeño y durante
tanto tiempo como ahora, pero pensando
en otra cosa —sus relaciones con Bill
—, y sólo había alcanzado un punto
culminante de desesperación y desdicha;
pero esta vez nada podría hacerla
fracasar, excepto ella misma. Incluso se
consideraba temeraria cuando pensaba:
«Ha llegado el momento. Voy a ser
feliz».
Apretó el paso: aquel día había
sucedido algo de lo que debía hablar
con Bill.
Lo encontró en la sala de estar, y lo
llamó mientras se vestía. Y enseguida
empezó a hablar sin mirar a su
alrededor.
—Mira lo que ha pasado —hablaba
a voces para competir con el ruido del
agua que llenaba la bañera—. Paul
Makova quiere que baile con él en el
Metropolitan esta temporada; pero
todavía no es seguro, así que es un
secreto. Se supone que ni yo lo sé…
—Es sensacional.
—El único problema es si no sería
mejor que debutara en el extranjero.
Pero Donilof dice que estoy ya
preparada para actuar en público. ¿Tú
qué piensas?
—No lo sé.
—No pareces demasiado entusiasta.
—Estaba pensando en otra cosa. Ya
hablaremos luego de eso. Dime más.
—Eso es todo, querido. Si todavía te
apetece pasar un mes en Alemania,
como me habías dicho, Donilof
organizaría mi debut en Berlín, pero yo
preferiría empezar aquí y bailar con
Paul Makova. Imagínate que… —se
interrumpió, sintiendo de repente, a
través de la espesa piel de su alegría,
hasta qué punto Bill estaba ensimismado
—. Dime, ¿en qué estás pensando?
—He ido al doctor Kearns esta
tarde.
—¿Qué te ha dicho?
Seguía sintiendo en su interior el
murmullo de la felicidad. Los
intermitentes ataques de hipocondría de
Bill hacía mucho que habían dejado de
preocuparla.
—Le he comentado la sangre de esta
mañana, y me ha dicho lo mismo que el
año pasado: que seguramente será
alguna venilla rota en la garganta. Pero
que, puesto que seguía tosiendo y estaba
preocupado, quizá fuera mejor hacerme
unas radiografías y salir de dudas. Y
hemos salido de dudas. El pulmón
izquierdo lo he perdido prácticamente.
—¡Bill!
—El derecho, por suerte, está
limpio.
Emmy esperaba, terriblemente
asustada.
—El problema se me presenta en un
mal momento —continuó Bill con voz
firme—, pero habrá que plantarle cara.
El médico cree que me debería ir a los
montes Adirondack o a Denver, y
prefiere Denver. Me curaría en cinco o
seis meses.
—Pues nos iremos —lo interrumpió
Emmy.
—Tú no tienes que venir, sobre todo
si se te ha presentado esta oportunidad.
—Claro que iré —se apresuró a
decir ella—. Tu salud es lo primero.
Siempre hemos ido juntos a todas partes.
—No, no.
—Claro que sí —la voz de Emmy
era fuerte, terminante—. Siempre hemos
estado juntos. No me podría quedar aquí
sin ti. ¿Cuándo tienes que irte?
—Tan pronto como sea posible. He
ido a ver a Brancusi para preguntarle si
quería encargarse de la obra de
Richmond, pero no ha parecido
entusiasmarle demasiado —la expresión
de Bill se endureció—: Está claro que
no habrá otros ingresos, pero tendré
bastante con lo que me deben…
—¡Si por lo menos yo pudiera ganar
algún dinero! —exclamó Emmy—. Tú
has trabajado tanto, y yo lo único que he
hecho ha sido gastarme doscientos
dólares a la semana en mis clases de
ballet… Más de lo que seré capaz de
ganar en años.
—Claro que dentro de seis meses
estaré como siempre, según el médico.
—Claro que sí, cariño. Te pondrás
bien. Nos iremos a Denver en cuanto
estemos listos —lo abrazó y lo besó en
la mejilla—. Sólo soy una parásita —
dijo—. Debería haberme dado cuenta de
que tú, mi vida, no estabas bien.
Bill, en un gesto automático, buscó
un cigarrillo, pero inmediatamente se
detuvo.
—Se me había olvidado: tengo que
empezar a fumar menos —y entonces
intentó mostrarse a la altura de las
circunstancias—: No, pequeña, he
decidido irme solo. Allí te volverías
loca de puro aburrimiento, y yo no
podría dejar de pensar que habías
dejado el ballet por mi culpa.
—No pienses ahora en esas cosas.
Lo importante es que te pongas bien.
Discutieron horas y horas durante la
semana siguiente, y los dos dijeron toda
clase de cosas, menos la verdad: que él
quería que ella lo acompañara y que ella
quería con toda su alma quedarse en
Nueva York. Emmy habló en secreto con
Donilof, su maestro, y así pudo saber
que cualquier aplazamiento sería un
terrible error. Cuando veía cómo las
otras chicas de la academia de baile
hacían planes para el invierno, Emmy
prefería morirse antes que marcharse, y
Bill advertía todos los signos
involuntarios de su desdicha. Durante
unos días pensaron en la posibilidad de
un compromiso: los montes Adirondack,
adonde Emmy podría ir en avión los
fines de semana; pero ya Bill tenía un
poco de fiebre, y el médico le ordenó
terminantemente que se fuera al Oeste.
Bill lo resolvió todo una triste noche
de domingo, con aquel áspero y
generoso sentido de la justicia que en
los primeros tiempos había despertado
la admiración de Emmy, y que, en su
adversidad, le daba cierto aire trágico,
como en los días de su arrogante éxito lo
había salvado de ser una persona
insoportable.
—Esto es cosa mía, pequeña. Me he
metido en este lío porque no he tenido
sensatez…, parece que toda la sensatez
de esta familia la tienes tú…, y a mí me
toca arreglarlo. Llevas trabajando con
todas tus fuerzas tres años y te mereces
esta oportunidad. Si ahora me
acompañaras, no me lo perdonarías
nunca —sonrió tristemente—. Y yo no
podría soportarlo. Y además no sería
bueno para el niño.
Emmy cedió por fin, avergonzada de
sí misma, sintiéndose despreciable… y
feliz. Pues el mundo de su trabajo,
donde existía sin Bill, ahora era más
grande para ella que el mundo en que
existían juntos. En aquel mundo había
más espacio para ser feliz que para ser
desdichada en el otro.
Dos días después, comprado ya el
billete de Bill para el tren de las cinco,
pasaron juntos las últimas horas,
hablando de todo con optimismo; Emmy
insistía aún, y era sincera: si Bill se
hubiera mostrado débil un instante, ella
lo hubiera acompañado. Pero la
impresión de la enfermedad había
afectado a Bill, que ahora demostraba
más carácter que nunca. Quizá fuera
mejor para él pasar aquel trago solo.
—¡En primavera! —dijeron.
Fueron a la estación con el pequeño
Bill, y Bill dijo:
—Odio estas despedidas solemnes.
Marchaos ya. Tengo que llamar por
teléfono desde el tren antes de que salga.
Sin contar los días que Emmy había
pasado en el hospital, en los últimos
seis años sólo se habían separado una
noche; exceptuando el periodo que
vivieron en Inglaterra, podían recordar
una historia de fidelidad y ternura mutua,
aunque muchas veces, desde el
principio, las bravatas llenas de
inseguridad de Bill hubieran preocupado
a Emmy, y la hubieran hecho
desgraciada. Cuando Bill, solo, cruzó la
puerta del andén, Emmy se alegró de que
tuviera que telefonear e intentó
imaginárselo mientras hablaba por
teléfono.
Era una mujer de verdad: lo había
querido con toda el alma. Por un
momento, cuando salió a la calle 33,
todo le pareció más muerto que un
muerto, y el apartamento que Bill
pagaba estaría vacío sin él, y ella estaba
allí, a punto de dedicarse a algo que
podía hacerla feliz.
Se detuvo, después de recorrer
algunas manzanas, pensando: «Pero…
¡Es terrible lo que estoy haciendo! Lo
dejo plantado como si fuera la peor
persona de la que he oído hablar en mi
vida. Lo dejo y me voy a cenar con
Donilof y Paul Makova, que me gusta
porque es guapo y tiene los ojos y el
pelo del mismo color. Y Bill está en el
tren, solo».
Obligó al pequeño Bill a dar la
vuelta, como si fueran a volver a la
estación. Podía verlo sentado en el tren,
pálido y cansado, y sin Emmy.
«No puedo dejarlo plantado», se
decía, mientras la inundaban oleadas de
sentimiento. Pero sólo era sentimiento.
¿Acaso él no la había dejado plantada?
¿No había hecho en Londres lo que
había querido?
«Ah, pobre Bill».
Titubeó, indecisa, dándose cuenta,
en un último instante de sinceridad, de
lo rápido que olvidaría aquel momento e
inventaría justificaciones para lo que
estaba haciendo. Sólo tenía que recordar
lo que había pasado en Londres, y
dejaría de pesarle la conciencia. Pero,
estando Bill solo en el tren, aquellas
ideas parecían terribles. Aún quedaba
tiempo: podía volver a la estación,
decirle que quería acompañarlo, pero no
se movió. La vida la empujaba con
fuerza, luchaba por ella. La acera era
estrecha en el lugar donde se
encontraba: de pronto una oleada de
gente, a la salida del teatro, inundó la
acera, y Emmy y el pequeño Bill fueron
arrastrados por la multitud.
En el tren, Bill siguió llamando por
teléfono hasta el último momento,
procurando volver lo más tarde posible
a su compartimento porque sabía que era
casi seguro que no la encontraría allí.
Cuando el tren se puso en marcha,
volvió al compartimento y, en efecto,
sólo lo esperaban las maletas y algunas
revistas en el asiento.
Entonces se dio cuenta de que la
había perdido. Vio las cosas como eran,
sin hacerse ilusiones: aquel Paul
Makova, y los meses que pasarían cerca,
y los meses de soledad. Nada volvería a
ser lo mismo. Después de darle muchas
vueltas al asunto mientras leía a ratos
Variety y Zit’s, empezó a parecerle,
poco a poco, que, de alguna manera,
Emmy había muerto.
«Era una chica extraordinaria, una
de las mejores. Tenía carácter». Se daba
perfectamente cuenta de que él había
provocado aquella situación, y de que en
todo aquello intervenía la ley de la
compensación o algo parecido. Y
comprendía además que, yéndose solo,
volvía a valer tanto como ella. Todo,
por fin, volvía a recuperar el equilibrio.
Y más allá de todas las cosas,
incluso más allá de su dolor, tuvo casi la
agradable sensación de estar en manos
de algo más grande que él, y de haber
alcanzado un estado de cierto cansancio
e inseguridad en sí mismo: dos
cualidades que jamás había tolerado ni
siquiera un instante. Y no le parecía tan
terrible ir camino del Oeste para un final
definitivo. Estaba seguro de que Emmy
acudiría en el último momento, no
importaba lo que estuviera haciendo ni
lo maravillosos que fueran sus
compromisos.
La primera herida

La favorable respuesta a
los relatos de Basil llevó a
Fitzgeralda emprender una
serie paralela sobre
Josephine Perry. Los cinco
cuentos publicados en 1930 y
1931 estaban basados
libremente en Ginevra King,
la chica de Chicago de quien
se había enamorado
Fitzgerald cuando estudiaba
en Princeton. Los relatos de
Josephine son más duros que
los relatos de Basil, quizá
porque fueron escritos
durante un periodo de
angustia personal y
profesional.
La primera herida
(Saturday Evening Post, 5 de
abril de 1930) fue el primer
cuento de la serie y fue
incluido en Taps at Reveille.

I.

—¡Me acuerdo de cómo venías a


buscarme desesperada cuando Josephine
tenía unos tres años! —exclamó la
señora Bray—. George estaba de mal
humor porque aún no había decidido a
qué dedicarse, y solía darle unos azotes
a la pequeña Josephine.
—Sí, me acuerdo —dijo la madre de
Josephine.
—Y aquí esta Josephine.
En efecto, allí estaba Josephine.
Miró a la señora Bray y sonrió, y la
mirada de la señora Bray se hizo
imperceptiblemente más dura. Josephine
siguió sonriendo.
—¿Cuántos años tienes, Josephine?
—Acabo de cumplir dieciséis.
—Ah. Hubiera dicho que eras
mayor.
A la primera ocasión, Josephine
preguntó a la señora Perry:
—¿Puedo ir al cine con Lillian esta
tarde?
—No, hija; tienes que estudiar.
La señora Perry se volvió hacia la
señora Bray dando por concluido el
asunto, pero Josephine murmuró para
que se oyera:
—Idiota de mierda.
La señora Bray se apresuró a decir
algunas palabras para salvar la
situación, pero, por supuesto, la señora
Perry tenía que regañarle a su hija.
—¿Qué le has llamado a mamá,
Josephine?
—No sé por qué no puedo ir al cine
con Lillian.
Su madre se alegró de que el asunto
tomara estos derroteros.
—Porque tienes que estudiar. Sales
todos los días, y tu padre quiere que eso
se acabe.
—¡Qué tontería! —dijo Josephine, y
añadió con vehemencia—: ¡Es
totalmente demencial! Me parece que
papá debe de estar loco. Dentro de poco
se tirará del pelo y se creerá que es
Napoleón o algo por el estilo.
—No —la interrumpió la señora
Bray, mientras la señora Perry se
ruborizaba—. Quizá tenga razón. Puede
que George esté loco. Estoy segura de
que mi marido está loco. Es por la
guerra.
Pero la verdad es que aquello le
hacía poca gracia. Creía que Josephine
se merecía una buena paliza.
Estaban hablando de Anthony
Harker, que tenía la misma edad que la
hermana mayor de Josephine.
—Es divino —las interrumpió
Josephine, pero sin mala educación,
pues, a pesar de lo que acababa de
pasar, Josephine no era maleducada;
incluso era raro que hablara demasiado,
aunque perdía la paciencia y a veces
decía palabrotas cuando la gente no era
razonable—. Es absolutamente…
—Tiene mucho éxito. Yo,
personalmente, no le veo nada especial.
Me parece más bien superficial.
—No, no, mamá —dijo Josephine
—. Nada de eso. Todos dicen que tiene
mucha personalidad: que es mucho más
de lo que se puede decir de la mayoría
de esos engreídos. Cualquier chica se
alegraría si le echara el guante. Yo me
casaría con él ahora mismo.
Era la primera vez que se le ocurría
semejante cosa. De hecho había
inventado aquella frase para expresar
sus sentimientos por Travis de Coppet.
Cuando sirvieron el té, pidió disculpas y
se fue a su cuarto.
Era una casa nueva, pero los Perry
distaban mucho de ser unos
advenedizos. Pertenecían a la alta
sociedad de Chicago, y casi eran muy
ricos y nada incultos para como estaban
las cosas en 1914. Pero Josephine era,
sin saberlo, una pionera de la
generación que estaba destinada a
salirse de madre.
En su cuarto se arregló para ir a casa
de Lillian: pensaba en Travis de Coppet,
que la noche anterior la había
acompañado en coche a casa después
del baile de los Davidson. Encima del
esmoquin Travis se había puesto una
ondeante capa azul heredada de un
anticuado tío suyo. Era alto y delgado, y
excelente bailarín, y las féminas de su
edad solían describir sus ojos como
«negrísimos»: a un adulto le parecían
dos ojos morados en un sentido
puramente traumático, color que, con
toda justicia, probablemente era
renovado cada noche; la zona que los
rodeaba era tan púrpura, oscura o
encarnada, que era lo primero que
llamaba la atención en su cara, y, a
excepción de sus dientes blanquísimos,
lo último. Era, como Josephine, algo
nunca visto, algo nuevo. Había muchas
cosas nuevas en Chicago en aquel
tiempo, pero, para no menguar el interés
de esta historia, hay que subrayar que
Josephine era lo más nuevo de todo.
Cuando terminó de arreglarse, bajó
las escaleras, abrió con mucho cuidado
la puerta trasera y salió a la calle. Era
octubre y una fuerte brisa la empujaba
bajo los árboles sin hojas: dejaba atrás
casas de frías esquinas y bocacalles
residenciales que eran como cuevas de
las que salía el viento. Del mes de
octubre al mes de abril Chicago es una
ciudad para no salir de casa, donde
cruzar una puerta es como entrar en otro
mundo, pues el frío del lago es poco
amigable, al contrario que el auténtico
frío del norte: sólo sirve para realzar las
cosas que suceden dentro de casa. No
hay música en la calle, ni enamorados, e
incluso en épocas de prosperidad la
riqueza que viaja en limusina es menos
motivo de fascinación que de
resentimiento para los que miran desde
la acera. Pero en las casas reina una
tranquilidad profunda y tibia, o un fragor
de canciones, como si los habitantes de
la casa estuvieran inventando nuevos
bailes o algo parecido. A esto, en parte,
se refiere la gente cuando dice que le
encanta Chicago.
Josephine iba a buscar a su amiga
Lillian Hammel, pero sus planes no
incluían ir al cine. En comparación con
sus planes, sus madres hubieran
preferido la más censurable, la más
espeluznante de las películas. Se trataba
nada menos que de dar un largo paseo en
coche con Travis de Coppet y Howard
Page, en el curso del cual se besarían no
una vez, sino muchas. Lo llevaban
planeando los cuatro desde el sábado
anterior, cuando desagradables
circunstancias se habían confabulado
para impedirlo.
Travis y Howard ya estaban allí, aún
de pie, con los abrigos puestos todavía,
como símbolos de acción, empujando
sin respiro a la chicas hacia el futuro.
Travis llevaba un abrigo con el cuello
de piel y un bastón con el puño de oro;
le besó la mano a Josephine como en
broma, pero en serio, y ella lo saludó:
«Hola, Travis», con el calor de un
político que saludara a un posible
votante. Pero, durante unos segundos, las
dos chicas se apartaron para
intercambiar novedades.
—Lo he visto —murmuró Lillian—,
ahora mismo.
—¿De verdad?
Los ojos de las dos despedían
chispas, se derretían.
—¿No es divino? —dijo Josephine.
Se referían al señor Anthony Harker,
que tenía veintidós años y desconocía su
existencia, aunque en casa de la familia
Perry a veces identificaba a Josephine
como la hermana pequeña de Constance.
—Tiene la nariz más bonita del
mundo —exclamó Lillian, echándose a
reír de repente—. Es…
Con el dedo dibujó la nariz en el
aire, y a las dos les dio un ataque de
risa. Pero la cara de Josephine recuperó
inmediatamente la calma cuando los
ojos negros de Travis, relucientes como
si acabaran de fabricarlos la noche
anterior, aparecieron en el recibidor.
—¡Vamos! —dijo, tenso.
Los cuatro jóvenes salieron,
atravesaron quince metros de viento
implacable y se metieron en el coche de
Page. Eran cuatro personas muy seguras
de sí mismas y sabían exactamente lo
que querían. Las dos chicas habían
desobedecido expresamente a sus
padres, pero no tenían mayor
sentimiento de culpabilidad que un
soldado que huye de un campo de
prisioneros enemigo. En el asiento de
atrás, Josephine y Travis se miraban;
ella esperaba mientras él se consumía
misteriosamente.
—Mira —dijo él, enseñándole la
mano: temblaba—. Hasta las cinco de la
mañana. Con coristas del Follies.
—¡Travis! —exclamó como una
autómata, pero por primera vez palabras
como aquéllas no conseguían
conmoverla. Le cogió la mano a Travis,
preguntándose qué le pasaba.
Estaba muy oscuro, y él se inclinó
sobre ella súbitamente, y súbitamente
ella apartó la cara. Enfadado, Travis
asintió varias veces con la cabeza,
cínicamente, y se apartó a su rincón en
el coche. Entonces se dedicó a mimar y
proteger su oscuro secreto: el secreto
que había hecho que Josephine suspirara
por él. Y ella pudo ver cómo aquel
secreto aparecía en sus ojos, y los
colmaba, desde los pómulos a las cejas,
pero no podía concentrar la atención en
Travis. El romántico misterio del mundo
había tomado posesión de otro hombre.
Travis esperó diez minutos a que se
rindiera; luego volvió a intentarlo, y,
ante aquella nueva aproximación, por
primera vez Josephine lo encontró
vulgar. Ya era suficiente. No era difícil
explotar la imaginación y los deseos de
Josephine, pero, sobrepasado cierto
punto, la protegía su propio carácter
impulsivo. Y, de repente, encontró algo
real que reprocharle a Travis, y su voz
sonó modulada por una tímida tristeza.
—Me he enterado de lo que hiciste
anoche. Me he enterado con pelos y
señales.
—¿Y qué pasa?
—Le dijiste a Ed Bement que
pensabas pasártelo en grande porque me
ibas a llevar a casa en tu coche.
—¿Quién te ha dicho eso? —
preguntó, con aire de culpabilidad, pero
quitándole importancia al asunto.
—Me lo ha dicho Ed Bement, y me
contó que estuvo a punto de pegarte
cuando se lo dijiste. Apenas si pudo
contenerse.
Travis volvió a refugiarse en su
rincón. Aceptó que aquél fuera el motivo
de su frialdad, y lo era en cierta medida.
Según la teoría del doctor Jung que
afirma que innumerables voces
masculinas discuten en el inconsciente
de una mujer, e incluso hablan por su
boca, es posible que el ausente Ed
Bement estuviera hablando a través de
Josephine en aquel momento.
—He decidido no volver a besar a
un chico; es que no me va a quedar nada
para entregarle al hombre a quien quiera
de verdad.
—¡Tonterías! —respondió Travis.
—Es verdad. Han contado muchas
cosas de mí en Chicago. Está claro que
un hombre no respeta a una chica a la
que puede besar cuando le dé la gana, y
yo quiero que me respete el hombre con
quien me casaré algún día.
Ed Bement se hubiera sentido
abrumado si hubiera sido consciente del
dominio que ejercía sobre Josephine
aquella tarde.
Cuando, desde la esquina donde sus
amigos la habían dejado discretamente,
se dirigía a su casa, Josephine sentía esa
agradable ligereza que viene cuando se
acaba un trabajo. Iba a ser una buena
chica, ahora y siempre, saldría menos
con chicos, como querían sus padres,
intentaría ser lo que en el colegio de la
señorita Benbower denominaban una
alumna modelo del colegio Benbower.
Y, al curso siguiente, en Breerly, sería la
alumna modelo de Breerly. Pero habían
aparecido las primeras estrellas sobre el
lago, y Chicago giraba a su alrededor a
ciento cincuenta kilómetros por hora, y
Josephine sabía que sólo deseaba desear
semejantes deseos por el bien de su
alma. En realidad no anhelaba el éxito.
Su abuelo sí lo había anhelado, y sus
padres tenían conciencia de haberlo
conseguido, pero Josephine se limitaba
a aceptar el mundo arrogante en el que
había nacido. Una cosa así resultaba
fácil en Chicago, que, a diferencia de
Nueva York, era una ciudad-Estado,
donde las familias antiguas formaban
parte de una casta —la inteligencia la
representaban los profesores de
universidad—, y no admitían
intromisiones, aunque hasta los Perry
estaban obligados a ser cuidadosos con
media docena de familias más ricas y
más importantes, incluso, que ellos. A
Josephine le encantaba bailar, pero el
campo de batalla donde las mujeres
alcanzan la gloria, la pista de baile, era
algo de lo que una podía escabullirse
con un hombre.
Cuando Josephine llegó a la cancela
de su casa, vio cómo su hermana tiritaba
en las escaleras mientras se despedía de
un joven; entonces la puerta principal se
cerró y el hombre bajó al jardín.
Josephine lo conocía.
Iba ensimismado, pero la reconoció
al pasar.
—Ah, hola —dijo.
Josephine se volvió por completo,
para que pudiera verle la cara a la luz
de la farola; sacó la cara por encima del
cuello de piel del abrigo y le sonrió.
—Hola —dijo pudorosamente.
Se cruzaron. Josephine escondió la
cabeza como una tortuga.
«Bueno, por lo menos ya sabe qué
cara tengo», se dijo, excitada, y entró en
la casa.
II.

Pocos días después Constance Perry


hablaba muy en serio con su madre:
—Josephine es tan presumida que
estoy empezando a pensar que está un
poco loca.
—Es muy presumida —admitió la
señora Perry—. He hablado con papá, y
hemos decidido que a primeros de año
vaya a un colegio del Este. Pero no le
digas una palabra hasta que no estemos
más seguros.
—Gracias a Dios, mamá, ¡ya era
hora! Josephine y ese horrible Travis de
Coppet van por ahí con esa capa como
si tuvieran un millar de años. Los vi
entrar la semana pasada en el Hotel
Blackstone y me llevé un verdadero
susto. Parecían dos locos: Travis, con
esos andares, como si estuviera
escondiéndose, y Josephine, con la boca
torcida, como si tuviera el baile de San
Vito. La verdad es que…
—¿Qué ibas a decirme de Anthony
Harker? —la interrumpió la señora
Perry.
—Que Josephine está loca por él,
aunque Anthony podría ser su abuelo.
—No exageres.
—Mamá, Anthony tiene veintidós
años y Josephine tiene dieciséis. Cada
vez que Jo y Lillian se lo encuentran, les
entra la risa tonta y se quedan
mirándolo.
—Ven aquí, Josephine —dijo la
señora Perry.
Josephine entró en la habitación sin
prisa, y apoyó la espalda en el filo de la
puerta abierta, balanceándose, muy
tranquila.
—¿Qué, mamá?
—Hija, no te gustaría que se rieran
de ti, ¿verdad?
Josephine miró enfadada a su
hermana.
—¿Quién se ríe de mí? Me figuro
que tú. Tú eres la única que se ríe de mí.
—Eres tan presumida que ni siquiera
te das cuenta. Cuando entrasteis Travis
de Coppet y tú en el Blackstone la otra
tarde, me llevé un verdadero susto.
Todos los que estaban en nuestra mesa y
los de casi todas las mesas se echaron a
reír: los que no se habían quedado
pasmados.
—Me figuro que la mayoría se
quedó pasmada —aventuró Josephine,
complacida.
—Vas a tener una bonita reputación
cuando te vistas de largo.
—¡Cierra la boca! —dijo Josephine.
Hubo un instante de silencio. Luego
la señora Perry murmuró solemnemente:
—Tendré que contarle esto a tu
padre en cuanto llegue a casa.
—Muy bien, cuéntaselo —Josephine
se echó a llorar—. ¿Por qué nadie me
deja en paz? Ojalá estuviera muerta.
Su madre la abrazó, musitando:
—Josephine, ya está… Josephine…
Pero Josephine seguía llorando, con
sollozos hondos y entrecortados que
parecían salir de lo más profundo de su
corazón.
—Sólo son un montón… de… de
chicas feas y envidiosas a quienes les da
rabia que me miren… a mí… y se
inventan toda clase de historias que son
absolutamente mentira, y sólo porque yo
puedo conseguir a quien me dé la gana.
Me figuro que a Constance le da rabia
que anoche, al llegar a casa, me sentara
cinco minutos con Anthony Harker
mientras la esperaba.
—Sí, estaba terriblemente celosa.
Me pasé la noche sentada en la cama,
llorando. Sobre todo porque Anthony
vino a hablarme de Marice Whaley.
¡Vamos! En esos cinco minutos perdió
de tal manera la cabeza por ti que no
pudo parar de reír hasta que llegó a casa
de los Warren.
Josephine respiró hondo y dejó de
llorar.
—Por si lo quieres saber: he
decidido olvidar a Anthony.
—¡Ja, ja! —estalló Constance—.
Oye esto, mamá. Josephine va a olvidar
a Anthony. Como si Anthony la hubiera
mirado alguna vez o se hubiera dado
cuenta de que existe. Entre todas las
presumidas es…
Pero la señora Perry no aguantó más.
Rodeó con su brazo a Josephine y se la
llevó hacia su cuarto.
—Lo único que tu hermana quería
decirte es que no le gusta que se rían de
ti —explicó.
—Muy bien, pero voy a olvidar a
Anthony —dijo Josephine
melancólicamente.
Iba a olvidarlo, renunciando a mil
besos que nunca le había dado, a cien
largos y conmovedores bailes entre sus
brazos, a cien noches que no recuperaría
jamás. No mencionó la carta que le
había escrito la noche anterior… y que
no había mandado ni mandaría nunca.
—A tu edad no deberías pensar en
esas cosas —dijo la señora Perry—.
Sólo eres una niña.
Josephine se levantó y se miró al
espejo.
—Le prometí a Lillian que iría a su
casa. Ya llego tarde.
En su dormitorio la señora Perry
pensaba: «Faltan dos meses para
febrero». Era una mujer guapa que
quería que la quisieran todos los que la
rodeaban. No tenía autoridad. Envolvió
sus pensamientos como si fueran un
paquete bien hecho y listo para Correos,
con Josephine en su interior, y dirigido
con confianza al colegio Breerly.
Una hora más tarde, en el salón de té
del Hotel Blackstone, Anthony Harker y
otro joven charlaban sin prisas en una
mesa. Anthony era un tipo alegre,
perezoso, bastante rico, satisfecho de su
éxito. Después de una breve estancia en
una universidad del Este, había
completado su educación a la sombra
menos exigente de una famosa
universidad de Virginia; había
aprendido, por lo menos, ciertos
modales y amaneramientos que las
chicas de Chicago consideraban
encantadores.
—Ahí está ese tal Travis de Coppet
—señaló su compañero—. ¿Quién se
cree que es?
Anthony miró sin ningún interés a los
jóvenes que había en el otro extremo del
salón, reconociendo a la hija pequeña de
los Perry y a otras chicas con quienes,
según le parecía, últimamente se
encontraba por la calle con frecuencia.
Aunque era evidente que estaban a sus
anchas, parecían tontos y maleducados;
dejó de mirarlos e intentó localizar al
grupo con que se había citado para ir a
la fiesta, pero seguía sentado a su mesa
cuando el salón —tenía algo de
crepuscular, a pesar de las lámparas
encendidas y de la absoluta oscuridad
que reinaba en la calle— se despertó a
los sones de una música despreocupada
y excitante. Una multitud cada vez más
numerosa desfiló ante él. Los trajes de
calle de los hombres, como si acabaran
de abandonar extraordinarios negocios,
y los sombreros de las mujeres,
sombreros que parecían a punto de salir
volando, le daban a la escena un
singular aire de precariedad. Dedujo
que aquella reunión, algo más que
improvisada y algo menos que
clandestina, pronto se disolvería en
grupos más ordenados, y se afanó en
disfrutar los últimos minutos de aquel
tumulto, mientras, cada vez con mayor
atención, buscaba entre la multitud la
cara de alguien conocido.
Entonces una cara emergió por
encima de un brazo masculino a menos
de dos metros de distancia, y por un
instante Anthony fue el objeto de la
mirada más triste y trágica que jamás le
habían dirigido. Era y no era una
sonrisa: un par de ojos grises y grandes,
ribeteados por triángulos de un tono
brillante, y una boca que se torcía en un
gesto de conmiseración universal,
conmiseración que parecía incluir a los
dos, a él y a ella, pero no era la
expresión de una víctima, sino la del
verdadero demonio de la dulce
melancolía; y, por primera vez, Anthony
vio de verdad a Josephine.
Su primer impulso fue ver con quién
estaba bailando. Era un joven a quien
conocía, así que, con esta seguridad, se
levantó, se arregló rápidamente la
chaqueta y salió a la pista de baile.
—¿Me cedes la pareja, por favor?
Josephine se pegó a él cuando
dieron los primeros pasos, lo miró a los
ojos un instante y enseguida bajó la vista
y miró a otra parte. No dijo nada.
Anthony, que sabía que Josephine no
debía de tener más de dieciséis años,
confiaba en que el grupo con el que se
había citado no llegara mientras estaban
bailando.
Acabó la pieza, y ella volvió a
mirarlo a los ojos, y Anthony tuvo la
impresión de que se había equivocado,
de que Josephine era mayor de lo que
había pensado. Y, cuando ya la dejaba
en su mesa, dijo:
—¿Bailaremos otra vez más tarde?
—Sí, claro.
Se unieron sus miradas: cada chispa
era un clavo —quizá de los raíles del
ferrocarril, fundamento del patrimonio
de sus familias, del que sus vidas
dependían—. Antohny se sentía
desconcertado cuando volvió a su mesa.
Una hora más tarde, se fueron juntos
del Blackstone, en el coche que había
ido a recoger a Josephine.
Había sucedido de la manera más
sencilla: Josephine había dicho, cuando
terminaron su segundo baile, que tenía
que irse, y le había pedido que la
acompañara, y Anthony había
atravesado con ella la pista vacía
sintiéndose absolutamente inseguro. Le
hacía un favor a la hermana mayor
acompañando a Josephine a casa,
aunque tenía esa inconfundible
sensación de quien espera algo.
Pero, ya en la calle, cuando el
choque cortante del frío le hizo pensar
mejor las cosas, procuró precisar su
responsabilidad en el asunto. Era difícil,
con la juventud oscura y marfileña de
Josephine apretándose contra él. En el
coche intentó dominar la situación con
una mirada varonil, pero los ojos de
Josephine, con un brillo de fiebre,
derritieron su fingida austeridad en un
segundo fulminante.
Le acarició la mano, como por
descuido, y de repente se encontró
dentro del radio de su perfume,
besándola, sin respiración.
—Y se acabó —susurró Josephine
un momento después. Sorprendido,
Anthony se preguntó si había olvidado
algo, algo que quizá le había dicho a
Josephine.
—Qué palabras tan crueles —dijo
—, ahora que empezaba a parecerme
interesante…
—Sólo quería decir que cada minuto
que paso contigo puede ser el último —
dijo ella con tristeza—. Mi familia me
va a mandar a un colegio del Este. Creen
que no me he enterado todavía.
—Es una pena.
—Y hoy, todos de acuerdo, querían
convencerme de que tú ni siquiera te
habías dando cuenta de que… existo.
Tras una larga pausa, Anthony
añadió con escaso convencimiento:
—Espero que no te dejaras
convencer.
Josephine soltó una risilla.
—Me reí y me vine al baile.
Su mano se abrió camino dentro de
la mano de Anthony, como en una
madriguera; cuando él se la apretó, los
ojos de Josephine, que ahora brillaban,
sin sombras, se elevaron, buscaron los
suyos. Y un instante después él se decía:
«Lo que estoy haciendo es una
canallada».
—Eres tan dulce —dijo ella.
—Y tú eres una criatura adorable.
—Lo que más detesto son los celos
—estalló Josephine—, y tengo que
aguantarlos. Y mi propia hermana es la
peor de todas.
—No me digas —protestó Anthony.
—No he podido evitar enamorarme
de ti, aunque lo intenté. Me iba de casa
cuando sabía que tú venías.
La fuerza de sus mentiras procedía
de su sinceridad y de la simple y
absoluta confianza en que la persona a
quien quería debía quererla a su vez.
Josephine nunca se avergonzaba ni se
quejaba de nada. Ahora estaba a solas
con un hombre, un mundo en el que se
había movido con seguridad desde que
tenía ocho años. No planeaba nada; se
dejaba llevar, y la vida irresistible que
había en ella hacía el resto. Sólo cuando
se nos ha ido la juventud, y la
experiencia nos ha dotado de una
especie de coraje de pacotilla, solemos
darnos cuenta de lo simples que son las
cosas.
«Es imposible que estuvieras
enamorada de mí», quiso decir Anthony,
pero no pudo. Luchaba con el deseo de
volver a besarla, con ternura incluso, y
empezó a decirle que no estaba siendo
sensata, pero antes de emprender
realmente aquel hermoso proyecto, se la
encontró de nuevo entre los brazos,
murmurando algo que tuvo que aceptar,
pues venía envuelto en un beso. Y un
momento después estaba solo, en el
coche, alejándose de casa de Josephine.
¿En qué habían quedado? Todo lo
que habían dicho le zumbaba en los
oídos como en un ataque de fiebre:
mañana, a las cuatro, en la esquina.
«¡Dios santo!», pensó, preocupado.
«Todas esas tonterías sobre que me iba a
olvidar. Está loca, y se meterá en un lío
si se junta con alguno que vaya buscando
líos. ¡Anda que voy a ir a la cita
mañana!».
Pero ni en la cena ni en el baile al
que fue aquella noche pudo Anthony
quitarse de la cabeza lo que había
pasado; se quedó mirando con pena a
los que bailaban, como si echara de
menos a alguien que debería estar allí.

III.

Dos semanas más tarde, mientras


esperaba a Marice Whaley en un
lamentable e indefinible cuarto de estar,
Anthony encontró en su bolsillo unas
cartas de las que casi se había olvidado.
Se guardó tres, pero una —tras
comprobar que nadie venía— la abrió
deprisa y la leyó de espaldas a la puerta.
Era la tercera de una serie —porque una
carta había seguido a cada uno de sus
encuentros con Josephine— y era
exactamente igual que las otras: la carta
de una niña. Fuera cual fuera su
capacidad para expresar sentimientos
maduros, en cuanto cogía pluma y papel
la ineptitud era manifiesta. Abundaban
frases como «lo que siento por ti» y «lo
que sientes por mí», y párrafos que
empezaban: «Sí, ya sé que soy una
sentimental», o, más torpes, «Siempre he
sido apasionada, y no puedo evitarlo», y
había, inevitablemente, muchas citas de
letras de canciones de moda, como si
aquellos versos expresaran el estado de
ánimo de la escritora mucho mejor que
los esfuerzos verbales de su propia
cosecha.
La carta inquietó a Anthony. Cuando
llegó a la posdata, que descaradamente
fijaba una cita para las cinco de aquella
tarde, oyó que Marice bajaba las
escaleras, y se guardó la carta en el
bolsillo.
Marice canturreaba por la sala de
estar. Anthony fumaba.
—Te vi el martes por la tarde —dijo
Marice de pronto—. Parecía que te lo
estabas pasando muy bien.
—El martes —repitió Anthony,
como si intentara acordarse—. Ah, sí.
Me encontré por casualidad con unos
chicos y fuimos a una fiesta. Me lo pasé
bien.
—Cuando te vi, estabas casi… casi
solo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Marice empezó otra vez a canturrear.
Y dijo:
—Vamonos. Vamonos al cine.
Por el camino Anthony le explicó los
motivos por los que estaba con la
hermana pequeña de Connie, y la
necesidad de dar explicaciones lo puso
de malhumor. Cuando terminó, Marice
dijo secamente:
—Si te gustan las niñas de pecho,
¿por qué has elegido a ese diablillo?
Tiene ya tan mala fama que la señora
McRae no quería invitarla este año a sus
clases de baile. La ha invitado sólo por
su hermana Constance.
—¿Por qué es tan terrible? —
preguntó Anthony, molesto.
—Prefiero no hablar de eso.
En el cine no pudo dejar de pensar
en la cita de las cinco. Aunque los
comentarios de Marice sólo sirvieron
para que sintiera una peligrosa lástima
por Josephine, estaba decidido a que
aquella cita fuera la última. Era
embarazoso que lo hubieran visto con
ella, aunque había hecho lo posible por
evitarlo. El asunto podía convertirse en
un pequeño desastre más bien peligroso,
que no beneficiaría a ninguno de los dos.
La indignación de Marice no le
importaba. Marice llevaba todo el otoño
esperando que le propusiera
matrimonio, pero Anthony no quería
casarse. No quería compromisos de
ninguna clase.
Ya era de noche cuando se quedó
libre, a las cinco y media. Se dirigió en
coche al Edificio Filantrofilógico, en el
laberinto de nuevas construcciones del
parque Grant. La desolación del lugar y
de la hora lo deprimió: hacía el asunto
más penoso. Cuando se apeó del coche,
pasó junto a un joven que esperaba en un
descapotable —un joven que le parecía
conocido— y encontró a Josephine en la
penumbra del portal.
Lo saludó con un sonido indefinible
y corrió decidida a sus brazos,
levantando la cara.
—Sólo puedo quedarme un segundo
—dijo, como si él le hubiera suplicado
que se vieran—. Se supone que tengo
que ir a una boda con mi hermana, pero
quería verte.
Cuando Anthony habló, su voz se
congeló en una nube blanca, visible en
la oscuridad. Dijo cosas que ya le había
dicho, pero esta vez con firmeza,
definitivas. Era más fácil, porque apenas
podía verle la cara y porque, cuando
apenas había llegado a la mitad,
Josephine lo puso de malhumor: se
había echado a llorar.
—Había oído que eras un veleta —
murmuró Josephine—, pero no me
esperaba esto. Da lo mismo: soy lo
suficientemente orgullosa para no volver
a molestarte —titubeó—. Pero me
gustaría que quedáramos otra vez para
ver si las cosas pueden ser diferentes.
—No.
—Seguro que alguna envidiosa te ha
estado hablando de mí.
—No —y entonces, desesperado, le
apuntó directamente al corazón—: Y no
soy un veleta. Nunca te he querido y
nunca te he dicho que te quería.
Imaginándose la cara de desamparo
que iba a poner, Anthony se volvió y dio
un paso hacia ninguna parte; cuando,
nervioso, fue a mirarla de nuevo, el
portal acababa de cerrarse: Josephine se
había ido.
—¡Josephine! —gritó con una pena
inútil, pero nadie respondió. Esperó,
con el ánimo por los suelos, hasta que
oyó el motor de un coche que se alejaba.
Cuando llegó a casa, Josephine le
dio las gracias a Ed Bement, a quien
había utilizado, poniéndole la miel en
los labios; entró por la puerta trasera y
subió a su cuarto. La ventana estaba
abierta: mientras se arreglaba deprisa
para la boda, se acercó a la ventana para
coger frío y morirse.
Al verse la cara en el espejo del
cuarto de baño, rompió a llorar,
deshecha, y se sentó en el borde de la
bañera. Dejaba escapar un sonido
ahogado, como si luchara contra la tos,
mientras se limpiaba las uñas. Podría
llorar más tarde, en la cama, toda la
noche, cuando todos durmieran; ahora
aún era por la tarde.
Las dos hermanas y su madre no se
separaron durante la boda de Mary
Jackson y Jackson Dillon. Fue una boda
triste y sentimental: el fin de la
maravillosa y encantadora juventud de
una chica querida y admirada por todos.
Quizá un observador no percibiera en
sus detalles el signo del fin de una
época, pero, con la perspectiva que da
una década, el polvo ridículo del ayer
ha cubierto algunas cosas que ocurrieron
entonces, manchadas incluso por el
espliego del día anterior. La novia se
levantó el velo, con aquella sonrisa
dulce y solemne que la hacía tan… tan
adorable, mientras las lágrimas corrían
por sus mejillas, frente a docenas de
manos amigas que se extendían hacia
ella como si fuera a abrazar a todos por
última vez. Luego se volvió hacia su
marido, tan serio e inmaculado como
ella, y lo miró como si dijera: «Ya está
hecho. Todo lo que soy es tuyo para
siempre».
En su asiento, Constance, que había
ido al colegio Mary Jackson, lloraba de
corazón, como si su alma recogiera el
eco de otras almas. Pero, a su lado, la
cara de Josephine merecía un estudio
más complejo, si se la observaba con
atención. Una o dos veces, sin que su
mirada perdiera intensidad, se le escapó
una sola lágrima, y, como sorprendida al
notarla, endureció ligeramente el gesto,
con los labios desafiantemente
inmóviles, como una niña a la que han
advertido que no haga el menor ruido.
Sólo se movió una vez, al oír que, detrás
de ella, una voz decía: «Es la pequeña
de los Perry. ¿Verdad que es preciosa?».
Entonces se volvió a contemplar una
vidriera para que sus desconocidos
admiradores no se perdieran la visión
de su perfil.
La familia de Josephine fue luego a
la celebración, así que ella cenó sola, o,
más exactamente, aunque era lo mismo,
con su hermano pequeño y la niñera.
Se sentía absolutamente vacía.
Aquella misma noche Anthony Harker,
«tan profundamente simpático, tan
dulcemente simpático, tan profunda y
dulcemente amable», estaría
enamoriscando a alguna chica nueva,
besando su cara fea y envidiosa; pronto
desaparecería para siempre, junto a
todos los hombres de su generación, en
un matrimonio sin amor, y el mundo se
reduciría a gente como Travis de Coppet
o Ed Bement, gente tan fácil que apenas
merecía el esfuerzo de una sonrisa.
Cuando subió a su dormitorio, se vio
en el espejo del cuarto de baño y volvió
a emocionarse. ¿Y si se muriera aquella
noche mientras dormía?
—Qué pena —murmuró.
Abrió la ventana y, cogiendo el
único recuerdo de Anthony que tenía, un
gran pañuelo de lino con sus iniciales
bordadas, se metió en la cama, muy
triste. Aún estaban frías las sábanas,
cuando llamaron a la puerta.
—Es una carta urgente —dijo la
criada.
Encendió la luz, abrió la carta, le
dio la vuelta para ver la firma, le dio la
vuelta otra vez: su pecho subía y bajaba
rápidamente bajo el camisón.

«Mi pequeña y querida Josephine:


Es inútil, no puedo evitarlo, no puedo
mentir. Estoy desesperadamente,
terriblemente enamorado de ti. Cuando
te fuiste esta tarde, me di cuenta de
pronto: comprendí que no podía
renunciar a ti. Fui a casa, y no podía
comer ni estarme quieto, sólo podía dar
vueltas acordándome de tu cara preciosa
y tus lágrimas preciosas, allí, en aquel
portal. Y ahora me he sentado a
escribirte esta carta…».

Tenía cuatro páginas. En algún sitio


sentenciaba que la diferencia de edades
era irrelevante, y las últimas palabras
eran:

«Sé lo triste que debes de sentirte, y


daría diez años de mi vida por estar
contigo y darte las buenas noches
besando tus dulces labios».

Cuando acabó de leer la carta,


Josephine no se movió durante unos
minutos; el dolor desapareció de repente
y, por un instante, tuvo tal sensación de
plenitud que pensó que la alegría había
ocupado el lugar de la pena. Un gesto
risueño le fruncía el entrecejo.
«¡Cielos!», se dijo. Y volvió a leer
la carta.
Su primer impulso fue llamar a
Lillian, pero se lo pensó mejor.
Inesperadamente, recordó la imagen de
la novia en la boda: la novia sin tacha,
inmaculada, adorable, santificada por
una dulce luz. Una adolescencia modelo
de rectitud, muchísimos amigos, y más
tarde la aparición del perfecto
enamorado, del Ideal. Haciendo un
esfuerzo, logró que su imaginación
desbocada regresara al presente. Estaba
segura de que Mary Jackson jamás
habría guardado una carta así. Se
levantó de la cama, rompió la carta en
mil pedazos y, con algunos problemas
causados por una cantidad inesperada de
humo, la quemó sobre el cristal de la
mesa. Ninguna chica bien educada
contestaría una carta semejante; lo
apropiado era ignorarla sin más.
Limpió el cristal de la mesa con el
pañuelo de hombre que tenía en la mano,
lo tiró distraídamente a la cesta de la
ropa sucia y se metió en la cama. De
pronto tenía mucho sueño.

IV.

De lo que sucedió después, nadie, ni


siquiera Constance, culpó a Josephine.
Si un hombre de veintidós años se
degradaba hasta el extremo de perseguir
como un loco a una chica de dieciséis
años, en contra de la voluntad de los
padres y de ella misma, sólo cabía una
respuesta: era un individuo que no
merecía ser recibido en ninguna casa
decente. Cuando Travis de Coppet se
permitió en una fiesta un comentario
polémico sobre el asunto, Ed Bement le
pegó en los lavabos una tremenda paliza
o, como suele decirse, lo hizo papilla, y
la reputación de Josephine recuperó un
nivel normal, en el que se estabilizó. Las
historias sobre cómo Anthony había ido
una y otra vez a la casa, para que cada
vez le negaran la entrada, sobre cómo
había amenazado al señor Perry y había
intentado sobornar a una criada para que
diera unas cartas a Josephine, sobre
cómo había acosado a Josephine a la
salida del colegio: todas aquellas
historias parecían indicar que Anthony
había perdido la cabeza. Su propia
familia insistía en que se fuera al Este.
Para Josephine fue una época difícil.
Se dio cuenta de lo cerca que había
estado del desastre, y, con respeto
incondicional y obediencia absoluta,
trató de resarcir a sus padres por los
problemas que, sin querer, había
causado. En un principio decidió no ir a
los bailes de Navidad, pero la
convenció de lo contrario su madre:
esperaba que su hija se distrajera con
los chicos y chicas que volvían de
vacaciones a casa. La señora Perry la
llevaría al Este a primeros de enero, al
colegio Breerly, y, comprando ropa y
uniformes, madre e hija pasaron muchas
horas juntas, y la señora Perry estaba
encantada con la madurez y el nuevo
sentido de la responsabilidad que
demostraba Josephine.
Y, a decir verdad, la nueva actitud
de Josephine era sincera, y sólo una vez
Josephine hizo algo que no hubiera
podido contar en público. El día
siguiente a la fiesta de Año Nuevo se
puso su nuevo traje de viaje y su nuevo
abrigo de pieles, salió de su casa por la
acostumbrada puerta trasera y se subió
al coche de Ed Bement. En el centro de
la ciudad dejó a Ed esperándola en una
esquina y entró en la heladería que había
frente a la antigua Estación de la Unión,
en la calle de LaSalle. Un individuo con
un rictus de infelicidad y una mirada de
perplejidad y desesperación la estaba
esperando.
—Gracias por haber venido —dijo
con tristeza.
Ella no respondió. Parecía seria,
correcta.
—Sólo quiero que me digas una
cosa —dijo Anthony—: ¿Por qué
cambiaste de pronto? ¿Por qué? ¿Qué
pasó? ¿Hice yo algo? ¿Fue lo que te dije
en el portal aquella noche?
Seguía mirándolo, intentando pensar,
pero en lo único en que pensaba era en
lo poco atractivo, en lo horrible que
ahora le parecía Anthony, aunque
procuró que él no se diera cuenta. No
hubiera servido de nada decir la verdad:
que no había podido evitar lo que había
hecho, que la belleza excepcional tiene
la necesidad, casi la obligación, de
ponerse a prueba, que la amplia copa de
sus emociones había rebosado de pronto
y había sido un accidente que lo hubiera
destruido a él en vez de a ella. La
mirada de la piedad quizá siguiera a
Anthony Harker en su viaje hacia el
Oeste, pero es mucho más probable que
la mirada del destino siguiera a
Josephine cuando cruzó la calle, bajo la
nieve, camino del coche de Ed Bement.
Mientras se alejaba en el coche,
guardó silencio un instante, aliviada y
horrorizada. Anthony Harker tenía
veintidós años, y éxito, y era guapo y
codiciado, y cómo la había querido:
tanto que había tenido que irse de la
ciudad. Estaba tan impresionada como si
aquello les hubiera pasado a otra mujer
y otro hombre.
Tomando su silencio por
abatimiento, Ed Bement dijo:
—Bueno, todo esto ha servido para
algo: por lo menos hizo que olvidaran el
otro chisme que contaban sobre ti.
Josephine se volvió inmediatamente.
—¿Qué chisme?
—Es una tontería —titubeó—, pero
en agosto empezaron a decir que Travis
y tú os habíais casado.
—¡Por Dios! ¡Es espantoso! —
exclamó Josephine—. Eso… —se
contuvo cuando estaba a punto de decir
la verdad: que, aunque Travis y ella se
habían lanzado a la aventura de recorrer
treinta kilómetros en coche hasta New
Ulm, habían sido incapaces de encontrar
un clérigo que quisiera casarlos.
Aquello le parecía a siglos de distancia,
infantil, olvidado—. ¡Es espantoso! —
repitió—. Ése es el típico chisme que
lanzan las chicas envidiosas.
—Lo sé —corroboró Ed—. Me
encantaría que alguien se atreviera a
repetírmelo. Pero, bueno, nadie se lo
creyó.
Era un invento de las chicas feas y
envidiosas. Ed Bement, que sentía la
proximidad de su cuerpo, el fulgor de la
cara de Josephine resplandeciendo
como fuego en la penumbra, sabía que
nadie tan hermoso podía hacer algo
verdaderamente malo.
Bancarrota
emocional

Bancarrota emocional
(Saturday Evening Post, 15 de
agosto de 1931) fue el último
relato de la serie dedicada a
Josephine Perry, a la que
ponía fin con un juicio
terminante: Josephine había
causado su propia ruina. El
título alude a la convicción de
Fitzgerald de que las personas
poseen un capital fijo de
emociones, y que su derroche
hace a un individuo incapaz de
generar nuevas emociones. Es,
desde luego, significativo que
Fitzgerald, para exponer una
teoría del comportamiento,
recurriera a una metáfora
económica. Aunque
Bancarrota emocional figura
entre los mejores cuentos
dedicados a Josephine,
Fitzgerald no lo incluyó en
Taps at Reveille, quizá porque
consideraba que estaba
desperdiciando una idea que
hubiera querido desarrollar
con mayor profundidad.
I.

—Ahí está otra vez ese idiota con el


catalejo —señaló Josephine. Lillian
Hammel, en el sofá, se liberó del cojín
de encaje que tenía en la cintura y se
acercó a la ventana—. Se esconde para
que no lo veamos. Está mirando hacia el
cuarto de arriba.
El mirón operaba desde una casa de
la acera opuesta de la estrecha calle 68,
sin darse cuenta en absoluto de que las
alumnas del colegio de la señorita Truby
conocían perfectamente sus actividades,
aunque últimamente las seguían con
indiferencia. Incluso lo habían
identificado como el joven más bien
mediocre pero correcto que salía de la
casa con un maletín cada mañana a las
ocho, aparentemente ajeno al colegio
que había en la otra acera.
—¡Qué individuo tan horrible! —
dijo Lillian.
—Todos son iguales —dijo
Josephine—. Seguro que la mayoría de
los hombres que conocemos harían lo
mismo si tuvieran un telescopio y las
tardes libres. Y, desde luego, seguro que
Louie Randall lo haría.
—¿Es verdad que quiere ir contigo a
Princeton? —preguntó Lillian.
—Sí, hija.
—¿No se da cuenta de que es un
caradura?
—Hará lo que le dé la gana —le
aseguró Josephine.
—Paul se pondrá frenético, ¿no?
—Me da lo mismo. Sólo conozco a
media docena de chicos en Princeton, y
con Louie sé que por lo menos tendré a
alguien que baila bien. Paul es
demasiado bajo para mí, y además baila
fatal.
No es que Josephine fuera muy alta;
tenía la estatura perfecta para sus
diecisiete años y una belleza que
florecía maravillosamente, cada día más
exuberante y cálida. Ahora la gente se
quedaba sin respiración, mientras que un
año antes sólo se quedaba mirándola
fijamente, y dos años atrás, apenas si le
hubiera echado un vistazo. Era evidente
que en la próxima temporada sería la
debutante de Chicago más espectacular,
a pesar de que era una monomaníaca que
no buscaba la popularidad, sino
conquistar a hombres aislados. Aunque
Josephine siempre se recuperaba, a los
hombres no les pasaba lo mismo:
Josephine solía recibir una docena de
cartas al día desde Chicago, New Haven
y el destacamento fronterizo de Yale.
Esto sucedía en otoño de 1916, y el
retumbar de lejanos cañones empezaba a
atronar ya en el aire. Cuando las dos
chicas partieron hacia la fiesta de los
estudiantes de Princeton dos días
después, llevaban consigo los poemas
de Alan Seeger y algunos ejemplares de
las revistas Smart Set y Snappy Stories,
que habían comprado a escondidas en el
quiosco de la estación. En comparación
con una chica de diecisiete años de hoy,
Lillian Hammel era una inocente, pero
Josephine Perry pertenecía a los nuevos
tiempos.
No leyeron nada durante el viaje
salvo unos cuantos epigramas amorosos
que comenzaban: «Una mujer de treinta
años es…». El tren estaba abarrotado, y
un incesante y acalorado parloteo
recorría los pasillos. Había chicas
jovencísímas en un estado de pánico
disimulado con valentía; había chicas
que se aburrían en secreto y no
volverían a cumplir los veinticinco;
había chicas feas, piadosamente
inconscientes de lo que les esperaba; y
había algún minúsculo grupo de chicas
seguras de sí mismas, que se sentían
como si fueran a su propia casa.
—Dicen que no es como Yale —dijo
Josephine—. En Princeton no cuidan
tanto los detalles. No te llevan de acá
para allá a toda prisa, de merienda en
merienda, como en New Haven.
—¿A que nunca se te olvidará lo
bien que nos lo pasamos la primavera
pasada? —exclamó Lillian.
Las dos suspiraron.
—Por lo menos estará allí Louie
Randall —dijo Josephine.
Sí, allí estaría Louie Randall, a
quien Josephine había creído
conveniente invitar, sin preocuparse de
decírselo a su pareja en Princeton. Su
pareja, que en aquel momento se
paseaba arriba y abajo por el andén de
la estación entre otros muchos jóvenes,
probablemente tenía la impresión de que
aquélla era su fiesta. Pero se
equivocaba: era la fiesta de Josephine.
Incluso Lillian iría con otro estudiante
de Princeton, llamado Martin Munn, que
Josephine había tenido la amabilidad de
proporcionarle. «Por favor, invítala», le
había escrito. «Si lo haces, podremos
pasar juntos mucho tiempo, porque a mi
pareja no le intereso demasiado, así que
no le importará».
Pero a Paul Dempster le importaba:
le importaba mucho; tanto que, cuando el
tren entró resoplando y echando humo en
la estación, se tragó medio litro de aire,
una manera suave de perder el sentido.
Llevaba un año adorando a Josephine —
aunque el interés de Josephine había
disminuido hacía mucho tiempo— y
había perdido la capacidad de juzgarla
objetivamente; Josephine se había
convertido en una proyección de sus
propios sueños, una radiante y nebulosa
masa de luz.
Pero Josephine vio a Paul con
absoluta claridad cuando se apearon del
tren. Se echó en sus brazos
inmediatamente, como si quisiera acabar
pronto y tener libre el terreno para
acciones más importantes.
—¡Qué emoción! ¡Qué emoción!
¡Eres un encanto! ¡Mira que haberme
invitado! —palabras inmemoriales que,
quince años después, siguen siendo
útiles.
Lo cogió del brazo, acurrucándose,
acomodándose con una serie de
pequeños reajustes, como si quisiera
encontrar la postura perfecta porque se
iba a quedar allí para siempre.
—Seguro que no te alegras de verme
—murmuró—. Seguro que te has
olvidado de mí. Sé cómo eres.
Material rudimentario, pero que hizo
entrar en éxtasis a Paul Dempster,
perplejo y feliz. A primera vista
aparentaba los diecinueve años que
tenía, pero, en su interior, continuaba
fermentando la adolescencia.
Apenas si pudo decir:
—Seguro —y añadió
inmediatamente—: Martin tenía
prácticas de química en el laboratorio.
Se reunirá con nosotros en el club.
Lentamente, la multitud de jóvenes
se arremolinó en las escaleras, bajo el
arco de Blair, flotando en un sueño de
otoño y esparciendo con los pies las
hojas amarillas. Lentamente avanzaban
entre extensiones de césped, bajo los
olmos y los claustros, respirando nubes
de vaho en el atardecer vivificador, en
pos de la esperanza que tenían al
alcance de la mano, en pos de su meta,
de la felicidad casi lograda.
Se sentaron ante una espléndida
chimenea en el Club Witherspoon, la
mayor de esas residencias para
estudiantes que han hecho famoso a
Princeton. Martin Munn, la pareja de
Lillian, era un chico guapo y callado,
con quien Josephine había salido
algunas veces, aunque sin explorar su
faceta sentimental. Ahora, mientras en el
gramófono sonaba Bajo las palmeras y
brillaba la luz naranja y suave del gran
salón sobre los grupos dispersos, que
parecían conservar la atmósfera de
infinitas promesas llegadas del exterior,
Josephine lo observaba, calibrando su
valía. Le hervía dentro una curiosidad
que conocía bien: cada vez respondía
más distraída a las frases de Paul. Pero
Paul seguía bajo el cálido hechizo del
paseo desde la estación, y no se daba
cuenta. No podía sospechar que ya había
recibido toda la ración que le
correspondía. Ya le habían asignado un
papel diferente.
En el preciso instante en que alguien
sugirió que fueran a arreglarse para la
cena, el grupo reparó en un individuo
que acababa de entrar en el club y
permanecía junto a la entrada, mirando,
no precisamente cómodo, pues
parpadeaba como extrañado, pero de
ninguna manera nervioso. Era alto, con
largas piernas de bailarín, y su cara era
la de una comadreja vieja y
experimentada para la que ningún
gallinero era inexpugnable.
—¡Vaya! ¡Louie Randall! —exclamó
Josephine, como si estuviera muy
asombrada.
Habló con él un momento, como de
mala gana, y luego se lo presentó a los
demás, mientras le susurraba a Paul:
—Es un chico de New Haven. No
podía imaginarme que me iba a seguir
hasta aquí.
Randall tardó unos minutos en
formar parte del grupo. Era ingenioso y
alegre. Ninguna sospecha ensombrecía
el ánimo de Paul.
—Ah, por cierto —dijo Louie
Randall—, ¿podría cambiarme de ropa
en algún sitio? Tengo la maleta fuera.
Se produjo un silencio momentáneo.
Josephine no demostraba el menor
interés. El silencio se hizo más
incómodo, y Paul se oyó decir:
—Si quieres, te puedes cambiar en
mi habitación.
—No quiero molestarte.
—Nada de eso.
Josephine miró a Paul levantando las
cejas, declinando toda responsabilidad
en el atrevimiento de aquel individuo.
Entonces Randall dijo:
—¿Vives cerca de aquí?
—Muy cerca.
—Es que tengo un taxi en la puerta y
te podría llevar si quieres cambiarte, y
así podrías enseñarme dónde es. No
quiero molestarte.
La repetición de esta ambigua frase
sugería que, en caso de que no lo
acompañara, Paul podría encontrarse
sus pertenencias en la calle. Se levantó
de mala gana; no oyó cómo Josephine le
susurraba a Martin Munn: «No te vayas
todavía, por favor». Pero Lillian sí la
oyó, sin que le importara en absoluto.
Sus asuntos amorosos nunca chocaban
con los de Josephine, y por eso eran
íntimas amigas desde hacía mucho
tiempo. Cuando Louie Randall y su
involuntario anfitrión se fueron, Lillian
se disculpó y subió a cambiarse.
—Me gustaría ver las instalaciones
del club —sugirió Josephine. Sentía que
la emoción de otras veces empezaba a
correrle por las venas, sentía que las
mejillas se le encendían como una estufa
eléctrica.
—Éstos son los comedores privados
—le explicaba Martin mientras daban
una vuelta por el edificio—. Ésta es la
sala de billar… Las pistas de squash…
La biblioteca imita no sé qué biblioteca
de un monasterio cisterciense que hay
en… en la India o no sé dónde… Éste…
—abrió la puerta y se asomó—. Éste es
el despacho del presidente, pero no sé
dónde está la luz.
Josephine entró en el despacho,
soltando una risilla.
—Se está muy bien aquí —dijo—.
No se ve nada. Ay, he tropezado con
algo. ¡Ven a salvarme!
Cuando salieron minutos después,
Martin se alisaba el pelo
apresuradamente.
—¡Eres preciosa! —dijo.
Josephine hizo un ruidillo extraño.
—¿Qué pasa? —preguntó Martin—.
¿Por qué pones esa cara?
Josephine no respondió.
—¿He hecho algo malo? ¿Estás
enfadada? Parece como si hubieras visto
un fantasma.
—No has hecho nada —contestó
Josephine, y añadió con esfuerzo—: Has
sido muy… muy dulce —se estremeció
—. ¿Puedes acompañarme a mi
habitación?
«Qué raro», pensaba. «Con lo guapo
que es, y no he sentido nada en absoluto
al besarlo. Por primera vez en mi vida,
incluso con hombres que no me
interesaban, no he sentido nada. A lo
mejor me aburría después, pero en el
momento siempre sentía algo».
Aquella experiencia la había
deprimido de una manera inexplicable.
Sólo era su segundo baile en la
universidad, pero jamás había disfrutado
tan poco antes o después de una fiesta.
Nunca la habían asediado con tanto
entusiasmo, pero le parecía flotar
permanentemente en una burbuja de
sueño, aislada. Los hombres no eran
hombres aquella noche, sino muñecos;
hombres de Princeton, hombres de New
Haven, hombres nuevos, pretendientes
viejos: todos eran tan irreales como
maniquíes. Se preguntó si su cara tenía
esa expresión bovina que tantas veces
había descubierto en las caras de las
chicas estúpidas y apáticas.
«Es mi estado de ánimo», se dijo.
«Sólo estoy cansada».
Pero, al día siguiente, durante un
animado y bullicioso almuerzo, se
encontró más decaída que la docena de
chicas que lánguidamente alardeaban de
no haberse acostado en toda la noche.
Después del partido de fútbol, Paul
Dempster la acompañó a la estación.
Josephine, arrepentida, se esforzaba en
dedicarle el final del fin de semana,
como le había dedicado el principio.
—Pero ¿por qué no venís al teatro
con nosotros esta noche? —suplicaba
Paul—. Ya te lo daba a entender en mi
carta. Pensábamos llevaros a Nueva
York para ir juntos al teatro.
—Porque —explicó Josephine con
paciencia— Lillian y yo tenemos que
estar en el colegio a las ocho. Con esa
única condición nos dieron permiso para
venir.
—¡Demonios! Seguro que habéis
quedado esta noche con ese Randall.
Josephine lo negó con un gesto de
desdén, pero de repente Paul había
caído en la cuenta de que Randall había
comido con ellos, había dormido en su
propio sofá y, aunque durante el partido
se hubiera sentado en el graderío de
Yale, en cierto modo tampoco se había
separado de ellos.
Y la cara de Randall fue la última
que Paul vio cuando el tren se puso en
marcha. Le había dado las gracias
fervorosamente a Paul y lo había
invitado a quedarse en su habitación si
alguna vez iba a New Haven.
Pero, si el desdichado estudiante de
Princeton hubiera presenciado una
escena que tuvo lugar en la estación de
Pensilvania una hora después, su dolor
se hubiera mitigado, pues entonces era
Louie Randall quien discutía con
amargura:
—Pero ¿por qué no os arriesgáis?
La señora que os acompaña no sabe a
qué hora tenéis que estar en el colegio.
—Nosotras, sí.
Cuando por fin aceptó lo inevitable
y se fue, Josephine suspiró y le dijo a
Lillian.
—¿Dónde hemos quedado con
Wallie y Joe? ¿En el Ritz?
—Sí, y será mejor que nos demos
prisa —dijo Lillian—. El Follies
empieza a las nueve.

II.

Había sido así durante casi un año


—una partida jugada con técnica
magistral, pero con la pasión y el
entusiasmo perdidos—, y a Josephine le
faltaba todavía un mes para cumplir los
dieciocho. Una tarde, en las vacaciones
del Día de Acción de Gracias, mientras
esperaban la hora de la cena en la
biblioteca de la casa de Christine Dicer,
en Gramercy Parle, Josephine le dijo a
Lillian:
—No dejo de darle vueltas a lo
emocionada que me hubiera sentido hace
un año: un sitio nuevo, un vestido nuevo,
conocer a hombres nuevos.
—Tienes ya mucho mundo, hija;
estás de vuelta de todo.
Josephine se molestó:
—Odio esa expresión, y además no
es verdad lo que dices. No me importa
nada en el mundo, excepto los hombres,
y tú lo sabes. Pero los hombres ya no
son lo que eran. ¿De qué te ríes?
—¿Cuando tenías seis años eran
diferentes?
—Sí. Eran más alegres cuando
jugábamos a que se nos caía el pañuelo,
incluso aquellos niños judíos que
entraban por la verja de detrás de la
casa. Y eran tan apasionantes los chicos
que iban a la academia de baile. Yo me
preguntaba qué sentiría al besar a cada
uno, y a veces era maravilloso. Y luego
llegaron Travis y Tony Harker y Ridge
Saunders y Ralph y John Bailey, y por
fin empecé a darme cuenta de que era yo
la que lo hacía todo. La mayoría de los
chicos no eran nada: ni héroes, ni
hombres de mundo, ni nada de lo que me
había imaginado. Sólo eran fáciles.
Suena a engreimiento, pero es la
verdad… —hizo una pausa—. Anoche,
en la cama, estuve pensando en el tipo
de hombre al que yo podría querer de
verdad: sería diferente a todos los que
he conocido. Tendría que cumplir ciertas
condiciones. No tendría que ser
necesariamente muy guapo, pero sí bien
parecido, y con buen tipo, y ser fuerte.
Además, tendría que tener una buena
posición social, o no importarle si la
tiene o no, no sé si me entiendes.
Tendría que ser un líder, no un
cualquiera. Y serio y digno, pero muy
apasionado, y con mucha experiencia,
para que yo creyera todo lo que dijera y
me pareciera bien lo que él pensara que
está bien. Y yo, cada vez que lo mirara,
tendría que sentir ese estremecimiento
que a veces siento con un hombre que
acabo de conocer; pero con él tendría
que sentirlo siempre, siempre, cada vez
que lo mirara, toda mi vida.
—Y te gustaría que estuviera muy
enamorado de ti. Eso es lo primero que
a mí me gustaría.
—Claro —dijo Josephine, abstraída
—, pero ante todo me gustaría estar
siempre segura de que lo quiero. Es más
divertido querer a alguien que ser
querida.
Se oyeron pasos en el corredor y un
hombre entró en la habitación. Era un
oficial con el uniforme de la aviación
francesa: una guerrera azul horizonte que
le quedaba como un guante, y botas y
correajes que brillaban como espejos a
la luz de la lámpara. Era joven, con ojos
grises que parecían mirar a la lejanía y
un bigote marcial, castaño, casi
pelirrojo. Una banda de cintas de
colores le adornaba el costado
izquierdo, y lucía galones dorados en las
mangas y las alas de la aviación en las
insignias del cuello.
—Buenas noches —dijo cortésmente
—. Me han ordenado que venga aquí.
Espero no haberlas interrumpido.
Josephine no se inmutó. Lo miró de
arriba abajo, y, mientras lo examinaba,
el joven parecía acercársele, llenando
todo el espacio. Oyó la voz de Lillian, y
la voz del oficial, que decía:
—Me llamo Dicer; soy primo de
Christine. ¿Les importa que fume?
No se sentó. Paseó por la biblioteca
y hojeó una revista, no desdeñando su
presencia, sino como si respetara su
conversación. Pero, cuando vio que se
había hecho el silencio, se sentó a una
mesa, cerca de ellas, cruzó los brazos y
les sonrió.
—Está en el ejército francés —
aventuró Lillian.
—Sí. Acabo de volver y me alegro
mucho de estar aquí.
No parecía alegrarse, advirtió
Josephine. Parecía estar deseando irse,
pero no tener un sitio adonde ir.
Por primera vez en su vida no se
sentía segura de sí misma. No tenía
absolutamente nada que decir. Confiaba
en que no se le notara en la cara el vacío
que había sentido desde que súbitamente
su alma se había abierto ante la bella
imagen del aviador. Se esforzó en
sonreír mientras recordaba cómo una
vez, hacía mucho tiempo, Travis de
Coppet se había puesto la capa de su tío
para ir a la academia de baile y parecía
haberse transformado de repente en un
hombre de mundo. Así, la guerra en
Europa, que tanto duraba ya y tan poco
nos afectaba, salvo para confinarnos en
nuestras propias costas, cobraba tintes
de leyenda, y la figura que tenía ante ella
parecía haber salido de un gigantesco
cuento de hadas.
Josephine se alegró de que llegaran
los otros invitados a la cena y de que la
habitación se llenara de gente,
desconocidos con los que podía hablar o
reír o bostezar, según sus méritos.
Despreciaba a las chicas que
revoloteaban alrededor del capitán
Dicer, pero admiraba al capitán, que no
daba la menor señal de si disfrutaba de
aquella situación o le parecía detestable.
A Josephine le desagradaba
especialmente una rubia alta y posesiva
que una vez se permitió cogerlo del
brazo: el capitán Dicer debería haberse
sacudido con el pañuelo aquella mancha
sobre su pureza.
Se sentaron a cenar. Lo pusieron
lejos de ella, y ella se alegró. Lo único
que veía de él era su puño azul, en la
otra punta de la mesa, cuando quería
coger el vaso, pero tenía la sensación de
que estaban solos los dos, y no
importaba que él no lo supiera.
El hombre que se sentaba a su lado
le facilitó la información superflua de
que era un héroe:
—Es primo de Christine. Se educó
en Francia y se alistó al comienzo de la
guerra. Su avión fue derribado tras las
líneas alemanas y se fugó saltando de un
tren en marcha. Los periódicos hablaron
mucho de eso. Creo que ha venido para
colaborar en tareas de propaganda. Y es
un gran jinete. Le cae bien a todo el
mundo.
Después de la cena se sentó en
silencio, mientras dos hombres
charlaban a su lado. Deseaba con toda
su alma que él se le acercara. Ah, ella
sería amable, y evitaría cualquier signo
de curiosidad o sensiblería sobre las
experiencias de la guerra, evitaría todas
las cosas que debían de haberlo
aburrido e incomodado desde que había
vuelto a su patria. Josephine oía lo que
le estaban diciendo:
—Capitán Dicer… los alemanes
crucifican a los soldados canadienses
que caen prisioneros… ¿Cuánto tiempo
cree que la guerra…?…detrás de las
líneas enemigas… ¿Tuvo usted miedo?
Y una voz vehemente, masculina,
entre chupada y chupada a un puro,
comentaba:
—A mi entender, capitán Dicer, no
se está imponiendo ninguno de los dos
bandos. Me da la impresión de que se
temen mutuamente.
Parecía que había pasado mucho
tiempo cuando se acercó a ella, en el
momento preciso, cuando había una silla
vacía a su lado para que él se sentara.
—Tenía ganas de hablar un rato con
la chica más guapa. Llevo deseándolo
toda la noche. Ha resultado dificilísimo.
Josephine tenía ganas de echarse
sobre la piel reluciente del correaje y,
más aún, tenía ganas de apoyar la cabeza
en su regazo. Toda su vida había estado
orientada hacia aquel momento. Sabía lo
que él quería, y se lo dio: no fueron
palabras, sino una sonrisa de afecto y
gozo, una sonrisa que decía: «Pídeme lo
que quieras; me has conquistado». No
era una sonrisa que devaluara a
Josephine, porque, a través de su
belleza, hablaba por los dos: expresaba
toda la alegría en potencia que
compartían.
—¿Quién eres? —preguntó él.
—Una chica.
—Creí que eras una flor. Me
preguntaba por qué te habían puesto en
una silla.
—Vive la France —contestó
Josephine en tono dulce y algo coqueta.
Le miró el pecho—: ¿También
coleccionas sellos, o sólo monedas?
Él se echó a reír.
—Es estupendo volver a estar con
una chica americana. Esperaba que por
lo menos me sentaran frente a ti en la
mesa: no hubiera dejado de mirarte.
—Yo podía ver el puño de tu
uniforme.
—Yo te podía ver el brazo. Por lo
menos… Sí, me parecía tu pulsera
verde… —y luego sugirió—: ¿Por qué
no salimos juntos una de estas noches?
—No estaría bien. Todavía voy al
colegio.
—Bueno, alguna tarde entonces. Me
gustaría ir a alguna fiesta y oír las
nuevas canciones de moda. Lo más
moderno que conozco es Esperando a
Robert E. Lee.
—Mi niñera me la cantaba para
dormirme.
—¿Cuándo podrías?
—Me temo que tendrás que
organizar una fiesta o algo así. Tu tía, la
señora Dicer, es muy estricta.
—Se me había olvidado —asintió
—. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho —dijo, adelantándose
un mes.
Y en este punto los interrumpieron y
terminó la noche para Josephine. Los
otros jóvenes en esmoquin parecían de
luto al lado del estandarte de su
uniforme. Algunos la atosigaron, pero
Josephine se había sumergido en una
ensoñación azul horizonte y quería estar
sola.
«Por fin ha llegado», le murmuraba
algo en su interior.
Durante el resto de la noche, durante
todo el día siguiente, Josephine se
movió en una especie de trance. Faltaba
un día más para volver a verlo: cuarenta
y ocho horas, cuarenta, treinta. Aquella
expresión, «de vuelta de todo», le daba
risa: jamás había sentido semejante
emoción, tanta expectación. El día
bienaventurado fue una nebulosa de
música mágica y habitaciones invernales
débilmente iluminadas, de automóviles
donde le temblaba la rodilla contra el
lazo de los cordones de la alta bota
militar. Las miradas que los seguían
mientras bailaban la hacían sentirse
orgullosa; se sentía orgullosa de él hasta
cuando bailaba con otra.
«Quizá piense que soy demasiado
joven», pensaba angustiada. «Por eso no
me dirá nada. Si lo hiciera, dejaría el
colegio. Me fugaría con él esta noche».
Al día siguiente volvieron a empezar
las clases y Josephine escribió a casa:

«Querida mamá: ¿Podría pasar parte


de las vacaciones en Nueva York?
Christine Dicer quiere que pase una
semana en su casa, así que aún me
sobrarían diez días para pasarlos en
Chicago. Uno de los motivos es que
representan en el Metropolitan El anillo
de los nibelungos de Wagner y si vuelvo
a casa en cuanto me den las vacaciones
sólo podré ver El oro del Rin. Y además
no me han terminado todavía dos trajes
de noche…».

La respuesta llegó a vuelta de


correo:

«… porque, en primer lugar, tu


decimoctavo cumpleaños cae en esas
fechas, y tu padre se sentiría muy triste,
porque sería el primer cumpleaños que
no pasarías con nosotros; y, en segundo
lugar, no conozco a los Dicer; y, en
tercer lugar, he preparado una fiesta en
tu honor y necesito que me ayudes; y, por
último, no creo que sean verdad los
motivos que me dices. Durante la
semana de Navidad la Gran Ópera de
Chicago representará…».

Entretanto, el capitán Edward Dicer


había mandado flores y varias cartitas
ceremoniosas que a Josephine le
sonaban a traducciones del francés.
Josephine se sentía cohibida al
contestarlas, así que lo hacía en argot.
La educación francesa del capitán Dicer
y los años de guerra mientras América
corría vertiginosamente hacia la Era del
Jazz le hacían parecer, aunque sólo
tuviese veintitrés años, de una
generación más protocolaria y cortés
que la suya. Josephine se preguntaba qué
pensaría el capitán de gente tan lánguida
y exótica como Travis de Coppet, Book
Chaffee o Louie Randall. Dos días antes
de las vacaciones Edward Dicer le
escribió preguntándole cuándo salía su
tren para el Oeste. Ya era algo, y durante
setenta y dos horas aquella carta le dio
sentido a su vida, incapaz de prestar
atención a la multitud de invitaciones de
Navidad y cartas desatendidas que se
había propuesto contestar antes de
volver a Chicago. Pero, cuando por fin
llegó el día, Lillian le pasó un ejemplar
subrayado de Chismes de la ciudad que,
por su aspecto lamentable, parecía haber
pasado por las manos de todo el
colegio.

«Se rumorea que cierto elegante


papá, que andaba algo irascible por la
elección matrimonial de un vástago
anterior, contempla con ecuanimidad que
la única hija que le queda frecuente la
compañía de un joven recién llegado
después de sus hazañas en el ejército
francés».
El capitán Dicer no fue a despedirla
a la estación. No le mandó flores.
Lillian, que quería a Josephine como si
fuera parte de sí misma, lloraba en su
compartimento.
Josephine la consolaba, diciendo:
—Pero, querida, escúchame. Me da
lo mismo. Estando en el colegio, no
tenía la menor posibilidad. No importa.
Pero siguió despierta horas y horas
después de que Lillian se durmiera.

III.
Dieciocho años: tenía que haber
significado muchas cosas. Cuando
cumpla los dieciocho podré… Hasta que
una chica no llega a los dieciocho…
Verás las cosas de otra manera cuando
tengas dieciocho años.
Esto, por lo menos, era verdad.
Josephine miraba las invitaciones para
las vacaciones como si fueran facturas
atrasadas. Las contaba distraída, como
siempre había hecho: veintiocho bailes,
diecinueve cenas y obras de teatro,
quince meriendas con baile, una docena
de almuerzos, unas cuantas invitaciones
variadas, desde un desayuno en honor
del coro de Yale hasta una fiesta con
trineos en Lake Forest: setenta y ocho en
total, y, con el pequeño baile que ella
iba a organizar, setenta y nueve. Setenta
y nueve promesas de diversión, setenta y
nueve ofrecimientos de compartir con
ella la alegría. Se sentó con paciencia
para seleccionar y sopesar las
invitaciones, consultándole a su madre
los casos dudosos.
—Estás un poco pálida y pareces
cansada —dijo su madre.
—Me estoy consumiendo. Me han
dado calabazas.
—No te durará mucho. Conozco a mi
Josephine. Esta noche, en el cotillón de
la Liga Juvenil, conocerás a hombres
maravillosos.
—No, mamá. Mi única esperanza es
casarme. Aprenderé a querer a mi
marido y a darle hijos y rascarle la
espalda…
—¡Josephine!
—Conozco a dos chicas que se
casaron por amor y me dijeron que su
deber era rascarle la espalda a su
marido y mandarle la ropa a la
lavandería. Pero asumiré mi deber, y,
cuanto antes, mejor.
—Todas las chicas se sienten así
alguna vez —dijo su madre alegremente
—. Antes de casarme tuve tres o cuatro
pretendientes, y, sinceramente, todos me
gustaban lo mismo. Cada uno tenía
alguna cualidad que me gustaba, y
aquello me preocupaba tanto que al final
me daba igual; podría perfectamente
haberlo rifado: a quien le toque, le tocó.
Y entonces, un día que me sentía sola, tu
padre me recogió para dar un paseo en
coche, y desde ese día no volví a tener
la menor duda. El amor no es lo que
cuentan los libros.
—Claro que lo es —dijo Josephine
con tristeza—. Por lo menos para mí
siempre lo ha sido.
Por primera vez le parecía más
agradable estar con un grupo que con un
hombre a solas. En cuanto empezaban
una frase se aburría. ¿Cuántas frases
había oído en tres años? Le presentaban
a hombres con fama de excitantes, y
Josephine disfrutaba dejándolos
helados, melancólicos, con lánguidas
respuestas y miradas perdidas. Antiguos
admiradores enjuiciaban favorablemente
la metamorfosis, agradeciendo que por
fin, aunque con atraso, les dedicara un
poco de tiempo. Y Josephine se alegraba
de que acabaran las vacaciones. Y una
tarde gris, el día siguiente a Año Nuevo,
al volver de un almuerzo, se dio cuenta
de que, por una vez al menos, era
agradable pensar que no tenía nada que
hacer hasta la hora de la cena. Cuando
se quitaba los chanclos en el recibidor,
se sorprendió mirando fijamente algo
que, encima de la mesa, le había
parecido una proyección de su propia
imaginación. Era una tarjeta que
acababan de dejar: una tarjeta del señor
Edward Dicer.
Instantáneamente, el mundo se
estremeció, volvió a la vida, giró
vertiginosamente y se detuvo en un
mundo nuevo. El recibidor donde él
había estado palpitaba lleno de vida: se
imaginaba su figura, ante la luz que
entraba por la puerta abierta, con el
sombrero y el bastón en la mano. Fuera
de la casa, Chicago se impregnaba de su
presencia, latía con aquel placer que ya
conocía Josephine. Oyó desde el salón
el timbre del teléfono y, todavía con el
abrigo de pieles, corrió a descolgarlo.
—¡Diga!
—Por favor, ¿la señorita Josephine?
—Sí, diga.
—Ah, soy Edward Dicer.
—He visto tu tarjeta.
—No nos hemos encontrado por muy
poco.
¿Qué importaban las palabras
cuando cada palabra aleteaba, vibraba?
—Sólo he venido a pasar el día.
Desgraciadamente, no tengo más
remedio que cenar esta noche con la
gente que me ha invitado.
—¿Puedes venir ahora?
—Si tú quieres.
—Ven pronto.
Corrió escaleras arriba para
cambiarse de vestido, cantando por
primera vez desde hacía semanas.
Cantaba:

¿Dónde están mis zapatos?


¿Dónde están mis nuevos zapatos
grises?
Me parece que los dejé aquí,
pero sospecho que… ¿Dónde
narices…?

Y, vestida ya, estaba en lo alto de las


escaleras cuando sonó el timbre.
—No te preocupes —gritó a la
criada—; yo abriré.
Les abrió la puerta al señor Warren
Dillon y señora. Eran viejos amigos y
todavía no los había visto aquellas
navidades.
—¡Josephine! Habíamos quedado
aquí con Constance, pero teníamos la
esperanza de verte aunque sólo fuera un
minuto: es que no paras ni un instante.
Espantada, los hizo pasar a la
biblioteca.
—¿A qué hora habéis quedado con
Constance? —preguntó en cuanto pudo.
—Dentro de media hora, si no se
retrasa.
Trató de ser especialmente educada,
para expiar por adelantado la falta de
educación que quizá fuera necesaria más
tarde. Cinco minutos después volvió a
sonar el timbre, y en el porche estaba la
figura romántica, recortándose
nítidamente contra el cielo amenazador,
y, detrás del héroe, subían los escalones
Travis de Coppet y Ed Bement.
—¡Quédate! —murmuró Josephine
—. Toda esta gente se irá enseguida.
—Sólo tengo dos horas —dijo él—.
Pero me esperaré, si quieres.
Hubiera querido abrazarlo, pero se
dominó, incluso controló sus manos.
Presentó a unos y otros, pidió el té. Los
hombres le preguntaron a Edward Dicer
sobre la guerra y él los esquivó con
educación pero un poco incómodo.
Media hora más tarde preguntó a
Josephine:
—¿Tienes hora? No puedo
descuidarme y perder el tren.
Tenían que haber advertido que
llevaba reloj, tenían que haber entendido
la indirecta, pero Edward Dicer los
fascinaba, como si hubieran aislado a un
raro espécimen y estuvieran decididos a
descubrirlo todo sobre él. Incluso,
aunque se hubieran dado cuenta del
estado de ánimo de Josephine, la
hubieran considerado una egoísta por
querer para ella sola algo de tan
indiscutible interés general.
La llegada de Constance, su hermana
casada, no mejoró la situación: Dicer
volvió a ser víctima del fenómeno de la
curiosidad humana. Cuando dieron las
seis en el reloj del recibidor, le lanzó a
Josephine una mirada de desesperación.
Comprendiendo demasiado tarde la
situación, el grupo se disolvió.
Constance se llevó a los Dillon a la sala
de estar del piso de arriba, y los dos
jóvenes se fueron a sus casas.
Silencio, si no fuera por las voces
que se iban apagando en las escaleras,
por el automóvil que se alejaba
aplastando la nieve. Antes de decir una
palabra, Josephine llamó a la criada y le
dio instrucciones: no estaba en casa.
Cerró la puerta que daba al recibidor.
Entonces se sentó en el sofá cerca de él
y unió las manos con fuerza y esperó.
—Gracias a Dios —dijo Edward—.
Mé parecía que si se quedaban un
minuto más…
—Ha sido horroroso, ¿verdad?
—He venido por ti. La noche que te
fuiste de Nueva York llegué diez minutos
después de que el tren hubiera salido
porque me entretuvieron en la oficina de
propaganda francesa. Las cartas no se
me dan demasiado bien. Desde entonces
sólo he pensado en venir a verte.
—Me puse muy triste.
Pero no ahora: ahora pensaba que
pronto estaría entre sus brazos, sintiendo
los botones de la guerrera contra su
cuerpo, haciéndole daño, sintiendo que
aquel correaje que le cruzaba el
uniforme los unía, la hacía formar parte
de él. No había dudas ni reservas de
ninguna clase: él era lo único que ella
quería.
—Me quedaré aquí seis meses más,
quizá un año. Luego, si continúa esta
maldita guerra, tendré que volver a
Europa. Creo que no tengo ningún
derecho a…
—¡Espera! ¡Espera! —exclamó
Josephine. Quería saborear, sentir unos
segundos más aquel instante de felicidad
—. Espera —repitió, poniendo la mano
en su mano. Sentía con intensidad cada
uno de los objetos que había en la
habitación; sentía cómo pasaba cada
segundo, y cada uno transportaba al
futuro una carga de belleza—. Muy bien,
dime.
—Sólo que te quiero —murmuró. La
tenía entre los brazos; sentía sus
cabellos en la mejilla—. No hace mucho
que nos conocemos, y sólo tienes
dieciocho años. Pero he aprendido:
esperar me da miedo.
Josephine, apoyada en su brazo,
echó la cabeza hacia atrás para verle la
cara. Su cuello se curvó con gracia,
pleno y suave, y se inclinó sobre el
hombro de Edward, como ella sabía,
para que sus labios estuvieran cada vez
más cerca de los suyos. «Ahora», pensó.
Edward emitió una especie de suspiro,
casi inaudible, y acercó la cara de
Josephine a la suya.
Un instante después, Josephine se
separó de Edward y se puso derecha.
—Querida mía, vida mía.
Josephine lo miraba, no dejaba de
mirarlo. Y delicadamente él la volvió a
atraer hacia sí y la besó. Esta vez,
cuando se incorporó, se levantó y fue al
otro extremo del salón, donde abrió una
caja de almendras y se metió en la boca
unas cuantas. Luego volvió y se sentó a
su lado, mirando al frente, lanzándole
una rápida mirada.
—¿En qué piensas, querida, querida
Josephine?
No respondió, y él puso sus dos
manos sobre las suyas.
—¿Qué sientes, querida?
Mientras él respiraba, Josephine oía
el débil roce del correaje de cuero
contra su hombro; sentía cómo la
miraban aquellos ojos preciosos,
cariñosos, llenos de fuerza; sentía cómo
el orgullo de Edward se alimentaba de
gloria, como otros se alimentan de
seguridad; oía un tintineo de espuelas en
su voz fuerte, sonora, irresistible.
—No siento nada en absoluto.
—¿Qué quieres decir? —estaba
sorprendido.
—¡Ayúdame, por favor! —exclamó
Josephine—. ¡Ayúdame!
—No entiendo lo que quieres decir.
—Bésame otra vez.
La besó. Esta vez no la soltó. La
miraba a la cara.
—¿Qué quieres decir? ¿Quieres
decir que no me quieres?
—No siento nada.
—Pero me querías.
—No lo sé.
La soltó. Josephine fue a sentarse en
el otro extremo del salón.
—No lo entiendo —dijo Edward un
instante después.
—Creo que eres perfecto —dijo
ella, y le temblaban los labios.
—Pero no… No te estremezco.
—Sí, mucho. Esta tarde ha sido un
puro estremecimiento.
—Entonces ¿qué pasa, cariño?
—No lo sé. Me han dado ganas de
reír cuando me has besado —le
repugnaba decir aquello, pero la
obligaba a hablar una franqueza
profunda, desesperada. Vio cómo le
cambiaba la mirada, se dio cuenta de
que se separaba un poco de ella—.
Ayúdame —repitió.
—¿Cómo puedo ayudarte? Tendrías
que ser más clara. Te quiero; pensaba
que a lo mejor tú también me querías.
Nada más. Si no te gusto…
—Claro que me gustas. Eres todo…
Eres todo lo que siempre había deseado.
Su voz continuó en su interior: «Pero
ya lo he conseguido todo».
—Pero, sencillamente, no me
quieres.
—No puedo darte nada. No siento
nada en absoluto.
Edward se levantó de pronto.
Notaba cómo la apatía inmensa y trágica
de Josephine inundaba el salón y le
contagiaba aquella indiferencia:
súbitamente muchas cosas se
disolvieron y desaparecieron de su
corazón.
—Adiós.
—No vas a ayudarme —murmuró
ensimismada.
—¿Cómo diablos puedo ayudarte?
—contestó con impaciencia—. Te soy
indiferente. Eso no lo podemos cambiar
ni tú ni yo. Adiós.
—Adiós.
Se sentía muy cansada y se echó
boca abajo en el sofá. Era terriblemente
consciente de que todas las frases
hechas son verdad: nadie puede gastar y
poseer a la vez. Había tenido el amor de
su vida al alcance de la mano, pero,
cuando buscó en su cesta vacía, no
encontró ni una flor que poder ofrecerle,
ni una. Se echó a llorar.
—¿Qué me he hecho a mí misma? —
sollozó—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he
hecho?
La boda

La boda (Saturday
Evening Post, 9 de agosto de
1930) fue inspirado por la
boda en París de Powell
Fowler, el hermano de
Ludlow Fowler (véase El
joven rico). Meditación sobre
la influencia del dinero en el
carácter, es el primer relato de
Fitzgerald que se ocupa del
hundimiento de Wall Street. La
boda rememora el final de la
época en que los millonarios
norteamericanos colonizaron
París.

I.

Era la acostumbrada nota poco


sincera: «Quería que fueras el primero
en saberlo». Fue un doble golpe para
Michael, pues anunciaba a la vez el
compromiso y la boda inminente, una
boda que, además, se celebraría, no en
Nueva York, lejos y como debe ser, sino
allí mismo, en París, en sus mismas
narices, si podía decirse que le llegaban
hasta la Iglesia Protestante Episcopal, en
la Avenue George-Cinq. La boda tendría
lugar dentro de dos semanas, en los
primeros días de junio.
Al principio Michael se asustó y
sintió un vacío en el estómago. Cuando
salió del hotel aquella mañana, la femme
de chambre, que estaba enamorada de su
perfil perfecto y su simpático
optimismo, adivinó el profundo
ensimismamiento que se había
apoderado de él. Fue a su banco como
en sueños, compró una novela policiaca
en Smith, en la Rué de Rivoli, se quedó
mirando largo rato, como encantado, una
desvaída fotografía de los campos de
batalla en el escaparate de una agencia
de viajes, insultó a un vendedor
callejero, un griego que lo seguía con un
abanico entreabierto de postales inocuas
que con toda seguridad eran pura
pornografía.
Pero el miedo no desaparecía, y al
cabo de un rato se dio cuenta de que era
miedo a no volver a ser feliz jamás.
Había conocido a Caroline Dandy
cuando ella tenía diecisiete años, y su
joven corazón había sido suyo durante la
primera temporada en que Caroline
participó en la vida social de Nueva
York, y luego la había perdido, poco a
poco, trágicamente, fatalmente, porque
él no tenía dinero ni posibilidad de
tenerlo; porque, con toda la energía y
buena voluntad del mundo, era incapaz
de encontrarse a sí mismo; porque,
aunque aún lo quería, Caroline había
perdido la confianza en él y empezaba a
mirarlo como a un ser patético, fútil y
miserable, al margen del esplendoroso
torrente de vida que la atraía
inevitablemente.
Su único sostén era que ella lo
quería, así que, con sus pocas fuerzas,
en aquel amor se apoyaba; el sostén se
rompió, pero había seguido aferrándose
a él y se había dejado arrastrar por el
mar que lo arrojó a las costas de Francia
con los pedazos todavía en la mano. Los
llevaba a todas partes bajo la forma de
fotos y paquetes de cartas y una canción
que le gustaba, una lacrimógena canción
de moda titulada Entre mis recuerdos.
No se acercaba a otras mujeres, como si
Caroline hubiera podido enterarse de
algún modo y hubiera estado dispuesta a
corresponderle con un corazón fiel. La
nota de Caroline le anunciaba que la
había perdido para siempre.
Era una mañana espléndida. Frente a
las tiendas de la Rué de Castiglione,
propietarios y clientes ocupaban las
aceras mirando hacia el cielo, porque el
Graf Zeppelin, rutilante y glorioso,
símbolo de evasión y destrucción —de
evasión, en caso de necesidad, por
medio de la destrucción—, se deslizaba
por el cielo de París. Oyó cómo una
mujer decía en francés que no se
sorprendería en absoluto si el Graf
Zeppelin empezaba a tirar bombas.
Entonces oyó otra voz, impregnada de
risas roncas, y el vacío en el estómago
se le congeló. Se volvió inmediatamente
y se encontró, cara a cara, con Caroline
Dandy y su novio.
—¡Michael! Qué casualidad. Ahora
mismo nos estábamos preguntando por
dónde andarías. Pregunté en el Guaranty
Trust y en Morgan y Compañía, y por fin
te mandé una nota al National City…
¿Por qué no retrocedían? ¿Por qué
no retrocedían sin cesar, por qué no
retrocedían Rué de Castiglione abajo, y
cruzaban la Rue de Rivoli, a través del
jardín de las Tullerías, y seguían
retrocediendo lo más rápido posible,
hasta desvanecerse y desaparecer más
allá del río?
—Te presento a Hamilton
Rutherford, mi prometido.
—Nos conocemos.
—¿Os habéis visto en el Pat?
—Y en el bar del Ritz la primavera
pasada.
—¿Dónde te habías metido,
Michael?
—Por ahí.
Qué tortura. Ante los ojos de
Michael relampagueaban imágenes de
Hamilton Rutherford: una rápida
sucesión de imágenes y frases.
Recordaba haber oído decir que en 1920
había comprado un paquete de acciones
con un préstamo de 125 000 dólares, e
inmediatamente antes del hundimiento de
la Bolsa lo había vendido por más de
medio millón. No era tan guapo como
Michael, pero su vitalidad lo hacía
atractivo, y, muy seguro de sí mismo, era
autoritario y de la exacta estatura para
Caroline: Michael había sido siempre
demasiado bajo para Caroline cuando
bailaban.
Rutherford estaba diciendo:
—Me gustaría mucho que vinieras a
mi despedida de soltero. He reservado
el bar del Ritz a partir de las nueve.
Después de la boda habrá un desayuno
en el Hotel George-Cinq.
—Ah, Michael —dijo Caroline—,
George Packman da una fiesta pasado
mañana en Chez Víctor y, por supuesto,
quiero que vengas. Y también al té en
casa de Jebby West; Jebby te hubiera
invitado si hubiera sabido dónde
estabas. Dime en qué hotel estás, que te
mandemos la invitación. ¿Sabes? Hemos
decidido casarnos en París porque mi
madre ha estado internada aquí en una
clínica, y por aquí anda todo el clan. Y
como la madre de Hamilton está también
en París…
Todo el clan: Michael siempre los
había odiado a todos, excepto a la
madre; siempre se habían opuesto a su
noviazgo. ¡Qué pieza tan insignificante
era él en aquel juego de familias y
dinero! Empezó a sudar bajo el
sombrero: era la humillación de merecer
ser invitado a tantas fiestas y
celebraciones precisamente a causa de
su absoluta desdicha. Murmuró, muy
nervioso, que tenía que irse.
Entonces sucedió: Caroline se
asomó a lo más hondo del corazón de
Michael, y Michael supo lo que había
visto. Había visto su profunda herida, y
dentro de Caroline había vibrado algo,
algo que había muerto inmediatamente
en la comisura de sus labios y en sus
ojos. La había conmovido. Todos los
inolvidables impulsos del primer amor
afloraron una vez más, y sus corazones
se habían tocado a través de medio
metro de luz de París. De repente se
cogió del brazo de su novio, como si
esperara tranquilizarse al sentir su
contacto.
Se despidieron. Durante un instante
Michael caminó a paso rápido; luego se
detuvo, fingiendo mirar un escaparate,
para ver cómo se alejaban, deprisa,
hacia la Place Vendóme, gente con
mucho que hacer.
También él tenía cosas que hacer:
tenía que ir a la lavandería a recoger la
ropa.
«Nada volverá a ser lo mismo», se
dijo. «Ella nunca será feliz en su
matrimonio y yo nunca más seré feliz».
Los dos años intensos de su amor
por Caroline volvieron a girar a su
alrededor como los años en la física de
Einstein. Volvieron a surgir recuerdos
intolerables: paseos en Long Island a la
luz de la luna; unas horas de felicidad en
el lago Placid, y Caroline con las
mejillas heladas pero ardiéndole bajo la
piel; una tarde de desesperación en un
pequeño café de la calle 48 en aquellos
últimos meses de tristeza cuando el
matrimonio parecía algo imposible.
—Pase —dijo en voz alta.
Era la portera con un telegrama:
antipática porque la ropa del señor
Curly estaba un poco estropeada. Porque
el señor Curly daba pocas propinas.
Evidentemente, el señor Curly era un
petit client.
Michael leyó el telegrama.
—¿Quiere responder? —preguntó la
portera.
—No —dijo Michael; y añadió
impulsivamente—: Léamelo.
—Malas, muy malas noticias —dijo
—. Su abuelo ha muerto.
—No son tan malas —dijo Michael
—. Significa que me corresponde un
cuarto de millón de dólares.
Llegaba, por un mes, demasiado
tarde. Tras el calor inmediato de la
noticia su desdicha se hizo más profunda
que nunca. Aquella noche en la cama,
despierto, estuvo oyendo
interminablemente cómo la larga
caravana de un circo pasaba por la
calle, de una feria de barrio a otra.
Cuando dejó de oír el estrépito del
último camión y el alba pintó de azul
pastel las esquinas de los muebles,
todavía pensaba en la mirada de
Caroline la mañana anterior, la mirada
que parecía decir: «¿No pudiste hacer
nada? ¿Por qué no tuviste la suficiente
fuerza para que me casara contigo? ¿No
te das cuenta de lo triste que estoy?».
Michael apretó los puños.
«No me rendiré hasta el último
momento», murmuró. «He tenido muy
mala suerte hasta ahora: a lo mejor
cambia por fin la cosa. Uno coge lo que
puede, hasta el límite de sus fuerzas, y,
si no puedo conseguir a Caroline, por lo
menos irá al altar llevando un poco de
mí en el corazón».

II.

Así que dos días más tarde fue a la


fiesta en Chez Victor, al pequeño salón
superior donde los invitados iban a
reunirse para los cócteles. Llegó con
tiempo; el único invitado presente era un
hombre alto y delgado, de unos
cincuenta años. Hablaron.
—¿Viene a la fiesta de George
Packman?
—Sí. Soy Michael Curly.
—Soy…
Michael no consiguió quedarse con
el nombre. Pidieron una copa, y Michael
sugirió que los novios se lo pasaban
estupendamente.
—Demasiado —asintió el otro,
frunciendo el entrecejo—. No sé cómo
pueden soportarlo. Hicimos la travesía
juntos: cinco días disparatados y
después dos semanas en París.
Ustedes… —titubeó e insinuó una
sonrisa—. Perdona si te digo que
vuestra generación bebe demasiado.
—Caroline no.
—No, Caroline no. Parece que se
contenta con un cóctel y una copa de
champán, gracias a Dios. Pero Hamilton
bebe demasiado y toda esa pandilla de
jóvenes bebe demasiado. ¿Vives en
París?
—Por el momento —dijo Michael.
—No me gusta París. Mi mujer, es
decir, mi antigua mujer, la madre de
Hamilton, vive en París.
—¿Usted es el padre de Hamilton?
—Tengo ese honor. Y no niego que
estoy orgulloso de su conducta. Sólo era
un comentario.
—Por supuesto.
Michael, nervioso, miró al techo
cuando entraron cuatro nuevos invitados.
Recordó súbitamente que llevaba un
esmoquin viejo y gastado. Había
encargado uno nuevo aquella mañana.
Los recién llegados eran ricos y se
encontraban a sus anchas juntos, en su
riqueza: una chica morena, preciosa, con
una risilla histérica, a quien ya conocía;
dos hombres llenos de seguridad en sí
mismos, que sólo sabían bromear sobre
el escándalo de la noche anterior y las
posibilidades de la noche inminente,
como si fueran los protagonistas de una
comedia que se dilataba sin fin hacia el
pasado y el futuro. Cuando Caroline
llegó, Michael sólo pudo hablar con ella
un momento, pero le bastó para notar
que, como los otros, estaba tensa y
cansada. Estaba pálida bajo el
maquillaje; tenía sombras bajo los ojos.
Con una mezcla de alivio y vanidad
herida vio que lo habían colocado lejos
de ella y en otra mesa; necesitó unos
minutos para adaptarse a lo que lo
rodeaba. No era como el grupo juvenil
en el que se habían movido Caroline y
él; los hombres habían cumplido ya los
treinta y parecían compartir lo mejor de
la buena vida. A su lado se sentaba
Jebby West, a quien conocía; y enfrente
tenía a un individuo jovial que
inmediatamente empezó a hablarle de
una broma extraordinaria para la
despedida de soltero: contratarían a una
chica francesa para que apareciera con
un niño en brazos y gritara: «Hamilton,
¡no puedes abandonarme ahora!». La
idea le pareció a Michael añeja y sin
gracia, pero su inventor se retorcía de
risa por anticipado.
En la mesa también se hablaba de la
Bolsa: había vuelto a bajar aquel día, el
descenso más apreciable desde el
hundimiento, y algunos le gastaban
bromas a Rutherford:
—La cosa está fatal, chico. Quizá
sea mejor que no te cases.
Michael le preguntó al individuo que
se sentaba a su izquierda:
—¿Ha perdido mucho?
—Nadie lo sabe. Yo creo que le
afecta bastante, pero es uno de los
jóvenes más inteligentes de Wall Street.
De todas maneras, nadie dice la verdad.
Fue una cena regada con champán
desde el principio, y hacia el final
alcanzó un agradable nivel de alegre
compañerismo, pero Michael se dio
cuenta de que aquella gente estaba
demasiado aburrida y harta de todo para
animarse con estimulantes corrientes;
llevaban semanas bebiendo cócteles
como americanos, vinos y brandys como
franceses, cerveza como alemanes,
whisky con soda como ingleses, y, como
ya no tenían veinte años, aquel mélange
absurdo, que era como el gigantesco
cóctel de una pesadilla, sólo conseguía
que temporalmente fueran menos
conscientes de los errores de la noche
anterior. Lo que es como decir que no
era una fiesta alegre de verdad: la poca
alegría que pudiera existir se
manifestaba en los pocos que no
probaban el alcohol.
Pero Michael no estaba cansado, y
el champán le sirvió de estimulante y
mitigó su desdicha. Llevaba lejos de
Nueva York más de ocho meses y no
conocía la nueva música de baile, pero a
los primeros compases de Muñeca
pintada, que el verano precedente había
sido la música de fondo mientras
Caroline y él se debatían entre la
felicidad y la desesperación, cruzó el
salón, se acercó a la mesa de Caroline y
la invitó a bailar.
Estaba preciosa con un vestido de un
azul etéreo y suave, y la proximidad de
su pelo rubio y chispeante, de sus ojos
grises, serenos y tiernos, hizo que se
sintiera torpe y rígido; tropezó en cuanto
dio los primeros pasos en la pista.
Pareció, durante unos minutos, que no
tenían nada que decirse; le hubiera
gustado hablar de la fortuna que había
heredado, pero la idea le pareció
precipitada, fuera de lugar.
—Michael, qué agradable es volver
a bailar contigo.
Michael sonrió con tristeza.
—Me siento tan feliz de que hayas
venido —continuó ella—. Tenía miedo
de que te portaras como un tonto y no
aparecieras. Ahora podemos ser buenos
amigos, sin afectación. Y me gustaría,
Michael, que Hamilton y tú os tuvierais
aprecio.
El compromiso matrimonial la
estaba volviendo estúpida. Nunca le
había oído una sarta semejante de frases
hechas y obvias.
—Podría matarlo sin ningún
remordimiento —dijo Michael, como
bromeando—, pero parece una buena
persona. Es un hombre admirable. Lo
que me gustaría saber es qué le pasa a la
gente que, como yo, no puede olvidar.
Mientras hablaba así, no pudo evitar
que la tristeza le deformara la boca, y, al
levantar la vista, Caroline se dio cuenta
y se le aceleró el corazón, como cuando
se encontraron en la calle.
—¿Tanto te duele, Michael?
—Sí.
Y, al responder así, con una voz que
apenas le salía del cuerpo, dejaron de
bailar un instante: se abrazaban,
inmóviles. Entonces Caroline se separó
un poco y sus labios se curvaron en una
sonrisa.
—Al principio no sabía qué hacer,
Michael. Le hablé a Hamilton de ti: le
dije que te tenía muchísimo cariño, pero
no le importó, y tenía razón. Porque ya
he superado lo nuestro, sí. Y tú te
despertarás cualquier mañana de sol y
también lo habrás superado. Michael,
muy seguro, negó con la cabeza.
—Ah, sí. No estábamos hechos el
uno para el otro. Yo soy muy caprichosa
y necesitaba a un hombre con decisión,
alguien como Hamilton. No fue sólo por
una cuestión de… de…
—De dinero.
Otra vez estuvo a punto de contarle
lo que le había sucedido en las últimas
horas, y otra vez algo le dijo que no era
el momento.
—¿Cómo me explicas entonces lo
que pasó el otro día cuando nos
encontramos? —preguntó, indeciso—.
¿Cómo me explicas lo que está pasando
ahora mismo, cuando nos fundimos el
uno en el otro, como antes, como si
fuéramos una sola persona, como si en
nosotros corriera una única sangre?
—No, por favor —suplicó—, no
hables así. Ya está todo decidido.
Quiero a Hamilton con toda mi alma,
aunque me acuerdo de algunas cosas del
pasado y lo siento por ti… y por mí…
por cómo éramos entonces.
Michael vio, por encima del hombro
de Caroline, cómo otro invitado se
acercaba para pedirle que le cediera la
pareja. Para alejarse, aterrado, empezó
a bailar de nuevo, pero el individuo
continuó acercándose inevitablemente.
—Tengo que verte a solas, aunque
sólo sea Un momento —dijo
rápidamente Michael—. ¿Cuándo?
—Mañana iré al té que ha
organizado Jebby West —murmuró,
mientras apoyaba convencionalmente la
mano en el hombro de Michael.
Pero no pudo hablar con Caroline en
el té de Jebby West. Rutherford no se
separó de ella: participaban juntos en
todas las conversaciones. Se fueron
pronto. A la mañana siguiente las
invitaciones de boda llegaron en el
primer reparto de correo.
Entonces Michael, que se
desesperaba dando vueltas en su
habitación, decidió dar un golpe de
audacia: le escribió a Hamilton
Rutherford, pidiéndole una cita para la
tarde siguiente. En una breve
conversación telefónica Rutherford
aceptó, pero aplazando un día el
encuentro. Y sólo faltaban seis días para
la boda.
Se encontrarían en el bar del Hotel
Jena. Michael tenía preparado lo que iba
a decir: «¿Eres consciente, Rutherford,
de la responsabilidad que contraes con
este matrimonio? ¿Eres consciente de la
cantidad de problemas y disgustos que
estás sembrando al convencer a una
chica para que haga algo contrario a los
impulsos de su corazón?». Le explicaría
que las barreras que habían existido
entre Caroline y él habían sido falsas y
ya habían desaparecido, y le pediría
que, con la mayor franqueza, aclarara
todo con Caroline antes de que fuese
demasiado tarde.
Rutherford montaría en cólera,
posiblemente habría una escena, pero
Michael sabía que estaba luchando por
su propia vida.
Encontró a Rutherford charlando con
un individuo mayor que ellos, con el que
Michael había coincidido en algunas
bodas.
—He visto lo que les ha pasado a
algunos amigos —decía Rutherford— y
he decidido que a mí no me pase lo
mismo. No es tan difícil: si eliges una
mujer con sentido común y le hablas
claro, y te comportas como Dios manda,
y juegas limpio, entonces es un
matrimonio de verdad. Pero si desde el
principio consientes tonterías, entonces
es un vulgar apaño: antes de que pasen
cinco años el marido corta por lo sano,
o ella lo engaña, y se repite el desastre
de siempre.
—¡Exacto! —asintió entusiasmado
el individuo que lo acompañaba—.
Hamilton, chico, tienes toda la tazón.
A Michael empezó a hervirle la
sangre.
—¿No le parece —preguntó con
frialdad— que su postura pasó de moda
hace unos cien años?
—No, en absoluto —dijo Rutherford
en tono agradable, pero un poco
incómodo—. Soy tan moderno como
cualquiera. Y me casaría a bordo de un
avión el sábado que viene si mi chica
quisiera.
—No me refiero a esa manera de ser
moderno. No puedes coger a una mujer
sensible y…
—¿Sensible? Las mujeres no tienen
ni una pizca de sensibilidad. Los tipos
como usted son los que tienen
sensibilidad; y las mujeres se
aprovechan de los tipos como usted, de
su devoción y consideración y todas
esas cosas por el estilo. Leen un par de
novelas y ven un par de películas porque
no tienen otra cosa que hacer y luego
presumen de ser más delicadas y puras
que tú y para demostrártelo cogen la
pieza entre los dientes y no vuelves a
verles el pelo. Tienen la misma
sensibilidad que el caballo de un
bombero.
—Pues Caroline es sensible —dijo
Michael con voz cortante.
En ese instante el otro hombre se
levantó para irse; cuando acabó la
discusión sobre quién pagaba la cuenta y
se quedaron solos, Rutherford miró a
Michael como si fuera a contestarle una
pregunta.
—Caroline es más que sensible —
dijo—. Es sensata —en sus ojos
combativos, fijos en los de Michael,
parpadeó una luz gris—. Todo esto le
suena a usted demasiado ordinario,
señor Curly, pero yo creo que hoy día el
hombre medio lo único que quiere es ser
el títere de alguna mujer que ni siquiera
se divierte haciéndole caer tan bajo.
Quedan por desgracia muy pocos
hombres que sean los verdaderos
dueños de sus mujeres, pero yo voy a
ser uno de ellos.
A Michael le pareció que había
llegado el momento de hablar de su
situación.
—¿Se da cuenta de la
responsabilidad que va a contraer?
—Desde luego que sí —lo
interrumpió Rutherford—. No le temo a
la responsabilidad. Yo tomaré las
decisiones, equitativamente, espero,
pero en cualquier caso de modo
inapelable.
—¿Y si el primer paso está mal
dado? —dijo Michael con vehemencia
—. ¿Qué pasaría si el matrimonio no se
basara en el mutuo amor?
—Ya veo lo que quiere decir —dijo
Rutherford, todavía con amabilidad—.
Y ya que ha sacado el tema, permítame
decirle que si Caroline y usted se
hubieran casado, el matrimonio no
hubiera durado tres años. ¿Sabe en qué
se basaba la relación de ustedes? En la
tristeza. La tristeza es un placer para
muchas mujeres y para algunos hombres,
pero a mí me parece que un matrimonio
debe basarse en la esperanza —miró el
reloj y se puso de pie—. He quedado
con Caroline. Recuerde que está usted
invitado a la despedida de soltero
pasado mañana.
Michael se dio cuenta de que estaba
perdiendo la ocasión.
—Entonces ¿para usted no cuentan
los sentimientos de Caroline? —
preguntó, irritado.
—Caroline está cansada y nerviosa,
pero tiene lo que quiere y eso es lo
importante.
—¿Se refiere a usted? —preguntó
Michael con incredulidad.
—Sí.
—¿Puedo preguntarle desde cuándo
lo quiere?
—Desde hace unos dos años.
Antes de que Michael pudiera
responder, Rutherford se había ido.
Durante los dos días siguientes
Michael flotó en un abismo de
impotencia. Le obsesionaba la idea de
que había dejado de hacer algo que
hubiera podido cortar este nudo que
cada vez se apretaba más ante sus ojos.
Llamó por teléfono a Caroline, que
insistió en que le era materialmente
imposible verlo hasta la víspera de la
boda, y para entonces le dio una cita
provisional. Michael fue a la despedida
de soltero de Rutherford, en parte por
miedo a pasar solo la tarde y la noche en
el hotel, y en parte por la sensación de
que, asistiendo a aquella fiesta, estaba
más cerca de Caroline, sin perderla de
vista.
El bar del Ritz había sido adornado
para la ocasión con banderas de Francia
y Estados Unidos y con un gran telón que
cubría una pared, contra la que los
asistentes eran invitados a concentrar su
inclinación a romper vasos.
Durante el primer cóctel, servido en
la barra, muchas manos temblorosas
dejaron caer un poco de bebida, pero,
más tarde, con el champán, fue subiendo
la marea de risas y aquí y allá brotaron
las primeras canciones.
Michael se admiraba de hasta qué
punto su nuevo esmoquin, el sombrero
de seda nuevo, la nueva y soberbia ropa
interior, contribuían a la estima que tenía
de sí mismo: le provocaba menos
resentimiento que aquella gente fuera tan
rica y tuviera tanta seguridad en el
futuro. Por primera vez desde que dejara
la universidad, él también se sentía rico
y seguro; se sentía parte de aquel mundo,
e incluso ayudó a preparar la broma
pesada de Johnson, la aparición de la
mujer traicionada, que en aquel
momento esperaba tranquilamente en el
vestíbulo.
—No queremos exagerar demasiado
—decía Johnson—, porque me imagino
que Ham ya ha tenido hoy demasiadas
preocupaciones. ¿Has visto que las
acciones de la Fullman Oil han caído
dieciséis puntos esta mañana?
—¿Le afecta? —preguntó Michael,
procurando que no se le notara en la voz
excesivo interés.
—Naturalmente. Había invertido
mucho, como siempre. Y siempre había
tenido suerte, por lo menos hasta hace un
mes.
Ahora los vasos se llenaban y
vaciaban a mayor velocidad y los
invitados hablaban a voces a través de
la estrecha mesa. Los testigos de la boda
se fotografiaban ante la barra, y el
fogonazo de las lámparas de magnesio
llenó el salón de una humareda
sofocante.
—Ahora es el momento —dijo
Johnson—. Recordad: os quedáis junto a
la puerta. Intentaremos impedirle la
entrada hasta que haya llamado la
atención de todo el mundo.
Salió al pasillo y Michael esperó
obedientemente junto a la puerta.
Pasaron unos minutos. Entonces Johnson
volvió con una expresión extraña.
—Está pasando algo raro.
—¿No está la chica?
—Allí está, sí, pero también hay otra
chica, y nosotros no la hemos traído.
Quiere ver a Hamilton Rutherford, y
parece muy convencida de lo que dice.
Salieron al vestíbulo. Plantada
firmemente en una silla, cerca de la
puerta, había una norteamericana un
poco borracha, pero con un gesto de
determinación. De repente levantó la
cabeza y los miró.
—¿Qué? ¿Se lo habéis dicho? —
preguntó—. Seguro que recuerda
perfectamente mi nombre, Marjorie
Collins. He hecho un viaje muy largo,
así que quiero verlo ahora mismo,
rápido, o vamos a tener lo que no habéis
visto en vuestra vida.
Se puso de pie, tambaleándose.
—Ve a decírselo a Ham —le susurró
Johnson a Michael—. Quizá sería mejor
que saliera. Yo la entretendré aquí.
De vuelta a la mesa, Michael se
inclinó y murmuró al oído de
Rutherford, con cierta severidad.
—Hay una chica fuera, una tal
Marjorie Collins, que dice que quiere
verlo. Parece que quiere causar
problemas.
Hamilton Rutherford parpadeó, casi
se le abrió la boca; luego los labios
volvieron a unirse en una línea recta y
Rutherford dijo con tono resuelto:
—Haga el favor de entretenerla. Y
mándeme al barman cuanto antes.
Michael habló con el barman, y
luego, sin volver a la mesa, pidió su
abrigo y su sombrero. De nuevo en el
vestíbulo, pasó junto a Johnson y la
chica sin dirigirles la palabra y salió a
la Rué Cambon. Llamó a un taxi y le dio
la dirección del hotel de Caroline.
Su puesto estaba ahora a su lado. No
para darle la mala noticia, sino sólo
para estar cerca de ella cuando el
castillo de naipes que había construido
se le derrumbara encima.
Rutherford le había insinuado que
era un hombre débil, pero tenía la fuerza
suficiente para no renunciar a la mujer
que quería sin aprovecharse de
cualquier ocasión dentro de los límites
del honor. Si ella decidía separarse de
Rutherford, lo encontraría a él a su lado.
Estaba en el hotel, y se sorprendió
de que la llamara por teléfono, pero
todavía estaba arreglada y bajaría
inmediatamente. Apareció enseguida, en
traje de noche, con dos telegramas en la
mano. Se sentaron en los sillones del
vestíbulo desierto.
—¿Ya ha terminado la cena,
Michael?
—Quería verte, y me he ido.
—Me alegro —su voz era amistosa,
pero impersonal—, porque acababa de
llamarte por teléfono a tu hotel para
decirte que mañana tenía todo el día
ocupado por las pruebas del vestido y
los ensayos de la ceremonia. Menos mal
que hemos podido hablar.
—Estarás cansada —conjeturó
Michael—. Quizá no debería haber
venido.
—No. Estaba esperando a Hamilton.
Hay telegramas que pueden ser
importantes. Me dijo que iba a pasarse
por aquí, pero puede venir a cualquier
hora, así que me alegro de poder charlar
con alguien.
A Michael le dolió la
impersonalidad de la última frase.
—¿No te importa a qué hora vuelva?
—Naturalmente —dijo Caroline,
riendo—, pero en eso tengo yo poco que
decir, ¿no crees?
—¿Porqué no?
—No puedo empezar a decirle a
Hamilton lo que debe y no debe hacer.
—¿Porqué no?
—Hamilton no lo aguantaría.
—Parece que lo único que quiere es
un ama de llaves —dijo Michael con
ironía.
—Cuéntame tus proyectos, Michael
—se apresuró a decir ella.
—¿Mis proyectos? No consigo
imaginarme el futuro más allá de pasado
mañana. El único proyecto que he tenido
en mi vida ha sido quererte.
Sus miradas se cruzaron y Michael
vio brillar en los ojos de Caroline la
expresión que conocía tan bien. Las
palabras le brotaron del corazón:
—Deja que te diga por última vez
cuánto te he querido, sin dudar un
instante, sin pensar jamás en otra mujer.
Y ahora, cuando pienso en todos los
años que viviré sin ti, sin esperanza
alguna, no quiero vivir, Caroline, mi
vida. Me gustaba soñar en nuestra casa,
en nuestros hijos, en abrazarte y
acariciarte la cara y las manos y el pelo,
que eran míos antes, y no me atrevo a
despertarme.
Caroline lloraba suave,
silenciosamente.
—Pobre Michael, pobre Michael —
alargó la mano y rozó con los dedos la
solapa del esmoquin—. Me dabas tanta
pena la otra noche. Te veía tan delgado,
como si necesitaras un traje nuevo y
alguien que se preocupara por ti —
sorbió por la nariz y miró más de cerca
la chaqueta—. ¡Pero si es un traje
nuevo! ¡Y un sombrero de seda nuevo!
¡Estás elegantísimo! —se echó a reír,
alegre de repente a través de las
lágrimas—. Tú has heredado, Michael.
Nunca te había visto tan bien vestido.
Por un instante, ante aquella
reacción, a Michael le pareció
detestable su ropa nueva.
—Sí —dijo—. He heredado de mi
abuelo un cuarto de millón de dólares
más o menos.
—¡Michael! —exclamó—. ¡Es
maravilloso! No puedo decirte lo
contenta que estoy. Siempre he pensado
que eras el tipo de persona que se
merecía tener dinero.
—Sí, pero es demasiado tarde para
que el dinero cambie las cosas.
La puerta giratoria que daba a la
calle gimió y Hamilton Rutherford entró
en el hotel. Tenía la cara encarnada, la
mirada inquieta y llena de impaciencia.
—Hola, querida; hola, señor Curly
—se inclinó para besar a Caroline—.
He salido un momento de la cena para
ver si había llegado algún telegrama.
Veo que los has recibido tú —y,
apartándose de Caroline, le dijo a Curly
—: Vaya la que se ha formado en el bar,
¿no? Sobre todo porque me han dicho
que usted había preparado una broma en
la misma línea —abrió uno de los
telegramas, lo cerró y se volvió a
Caroline con la expresión dividida de
quien piensa dos cosas a la vez—. Una
chica a la que no veía desde hace dos
años se ha presentado de improviso —
dijo—. Parece ser alguna forma torpe de
chantaje, porque no tengo ni he tenido
jamás ninguna clase de compromiso con
ella.
—¿Qué ha pasado?
—El barman ha hecho que un agente
de la Süreté Genérale llegara en diez
minutos y solucionara el asunto en el
vestíbulo. Las leyes francesas contra el
chantaje convierten a las nuestras en una
bendición de Dios y creo que le darán
un susto del que se va a acordar. Pero
me parecía oportuno contarte lo que ha
pasado.
—¿Está usted insinuando que yo le
he contado algo? —dijo Michael
fríamente.
—No —dijo Rutherford muy
tranquilo—. No, usted sólo quería estar
en el sitio oportuno en el momento
oportuno. Y, ya que está aquí, le daré
algunas noticias que puede incluso que
le interesen más.
Le dio un telegrama a Michael y
abrió el otro.
—Usa un código cifrado.
—Así es. Pero he tenido que
aprenderme bien las claves esta última
semana. Los dos telegramas vienen a
decir que tengo que volver a empezar
desde cero.
Michael se dio cuenta de que
Caroline palidecía un poco, aunque
permaneció callada como un ratón.
—Era una equivocación que yo me
he obstinado en mantener demasiado
tiempo —continuó Rutherford—. Ya ve
que no siempre tengo suerte, señor
Curly. A propósito, me han dicho que
ahora es usted rico.
—Sí —dijo Michael.
—Así son las cosas —Rutherford
miró a Caroline—. No creas, querida,
que estoy bromeando o exagerando. He
perdido casi hasta el último céntimo y
tengo que volver a empezar de cero.
La miraban dos pares de ojos —los
ojos de Rutherford, que a nada se
comprometían ni nada pedían, y los ojos
de Michael, ansiosos, trágicos,
suplicantes—. Antes de que hubieran
pasado unos segundos, Caroline se
levantó del sillón y, con un sollozo, se
arrojó en los brazos de Hamilton.
—Mi vida —exclamó—, ¿qué nos
importa? Es mejor así. ¡Prefiero que sea
así, de verdad! Prefiero empezar así.
Por favor, no te preocupes. No te pongas
triste, ni siquiera un momento.
—De acuerdo, pequeña —dijo
Rutherford. Le acarició el pelo con
ternura y la abrazó—. Había prometido
que volvería a la fiesta —dijo—. Así
que te deseo buenas noches: quiero que
te acuestes pronto y que duermas bien.
Buenas noches, señor Curly. Lamento
haberlo mezclado en todos estos asuntos
financieros.
Pero Michael ya había cogido su
bastón y su sombrero.
—Me voy con usted —dijo.

III.

Hacía una mañana espléndida.


Michael no había recibido el traje que
había encargado para la boda, así que
iba algo disgustado cuando pasó ante los
fotógrafos ambulantes y las cámaras de
cine que se sitúan frente a la pequeña
iglesia de la Avenue George-Cinq.
Era una iglesia tan limpia y nueva
que parecía imperdonable no ir
debidamente vestido, y Michael, pálido
y tembloroso después de una noche sin
dormir, decidió quedarse cerca de la
puerta. Desde allí veía la espalda de
Hamilton Rutherford y la espalda,
cubierta de encaje transparente, de
Caroline, y la espalda metida en carnes
de George Packman, que parecía no
poder tenerse en pie, como si necesitara
apoyarse en los novios.
La ceremonia se dilató
interminablemente bajo las alegres
banderas y estandartes, bajo los densos
rayos del sol de junio que a través de
los altos ventanales caían oblicuamente
sobre la gente impecablemente vestida.
Cuando el cortejo, encabezado por
los novios, empezó a cruzar la iglesia,
Michael se dio cuenta, alarmado, de que
se encontraba precisamente en la zona
donde los asistentes renunciarían a los
formalismos de la ceremonia y
empezarían a comportarse
despreocupadamente y a hablar con él.
Así ocurrió, y Rutherford y Caroline
fueron los primeros en hablarle;
Rutherford serio por la tensión de la
boda, y Caroline encantadora como
nunca la había visto, deslizándose con
suavidad entre parientes y amigos de la
juventud, emergiendo del pasado, hacia
el futuro, a través de la puerta iluminada
por el sol.
Michael consiguió murmurar:
«Maravillosa, sencillamente
maravillosa», y luego pasaron otros
invitados y hablaron con él: la anciana
señora Dandy, apenas salida de su larga
enfermedad y con un aspecto
inmejorable, o con el aspecto de
sobrellevar sus penalidades como la
auténtica señora a la antigua usanza que
era; y los padres de Rutherford, que
llevaban divorciados diez años, pero
iban del brazo y parecían hechos el uno
para el otro, de lo que se enorgullecían.
Y todas las hermanas de Caroline, con
sus maridos, y los sobrinos con trajes de
Eton, y un desfile interminable de gente,
y todos hablaban con Michael porque,
paralizado, aún no se había movido del
lugar donde se disolvía el cortejo
nupcial.
Se preguntó qué sucedería entonces.
Las invitaciones señalaban que la
celebración sería en el George-Cinq, un
hotel carísimo, bien lo sabe Dios.
¿Respetaría Rutherford, después de
aquellos desastrosos telegramas, el
programa previsto? Evidentemente, pues
los invitados se dirigían al hotel en
grupos de tres o cuatro bajo el sol de
junio. En la esquina los largos vestidos
de las chicas, en columna de a cinco, se
agitaban al viento, multicolores. Las
chicas volvían a ser de gasa sutil, flores
que habían salido de paseo: así se
agitaban los vestidos a la brisa
iluminada del mediodía.
Michael necesitaba una copa; no
podría enfrentarse a aquella fiesta sin
una copa. Entró al hotel por una puerta
lateral, preguntó por el bar, y un
chasseur lo guió a través de medio
kilómetro de modernos corredores que
parecían americanos.
Pero —¿cómo era posible?— el bar
estaba lleno. Había unos diez o, mejor,
unos quince hombres y dos o quizá
cuatro chicas: todos eran invitados a la
boda y todos necesitaban una copa. En
el bar servían cócteles y champán;
cócteles y champán que pagaba
Rutherford, como resultó después, pues
había reservado el bar y el salón de
baile y las dos grandes salas para
recepciones, y balcones desde los que
mirar los tejados de París. Más tarde
Michael se sumó a la larga y lenta
procesión de invitados. Se abrió paso a
través de una nube de floridas frases
como «Qué boda tan maravillosa»,
«Querida, estás sencillamente
maravillosa», «Eres un hombre de
suerte, Rutherford». Cuando llegó junto
a Caroline, ella se adelantó y lo besó en
los labios, pero Michael no sintió el
contacto del beso: era irreal, y él siguió
adelante, como flotando, alejándose. La
anciana señora Dandy, que siempre le
había tenido aprecio, mantuvo su mano
entre las suyas un instante y le agradeció
las flores que le había mandado cuando
supo que estaba enferma.
—Me pesa no haberte escrito; ya
sabes que las señoras como yo, a la
antigua, agradecemos mucho…
Las flores, el hecho de que no le
hubiese escrito, la boda: Michael se
daba cuenta de que todas aquellas cosas
tenían para la señora Dandy la misma
importancia relativa; había casado a
cinco de sus hijos y había visto cómo se
deshacían dos de esos matrimonios, y
esta escena, tan conmovedora, tan
desconcertante para Michael, a la
señora Dandy le parecía una simple
farsa familiar en la que ya había tomado
parte otras veces.
Se servía en pequeñas mesas un bufé
frío con champán y una orquesta tocaba
en el salón de baile desierto. Michael se
sentó con Jebby West; aún se sentía un
poco incómodo por no llevar el
esmoquin apropiado, pero vio que no
era el único, y se sintió mejor. —
Caroline iba divina, ¿verdad? —dijo
Jebby West—. Y qué serenidad. Le
pregunté esta mañana si no la ponía un
poco nerviosa dar un paso así. Y me ha
dicho: «¿Por qué me iba a poner
nerviosa? Llevo esperando dos años, y
ahora sólo me siento feliz. Nada más».
—Debe de ser verdad —dijo
Michael melancólicamente.
—¿Qué?
—Lo que acabas de decir.
Había sido como una puñalada,
pero, casi para su pesar, no sentía la
herida.
Sacó a Jebby a bailar. En la pista
bailaban juntos el padre y la madre de
Rutherford.
—Mira, eso me pone un poco triste
—dijo Jebby—. Hace años que esos dos
no se ven; los dos volvieron a casarse y
a divorciarse. Ella fue a esperarlo a la
estación cuando llegó para la boda de
Caroline, y lo invitó a quedarse en su
casa de la Avenue du Bois con otra
mucha gente, algo perfectamente
apropiado, pero él tenía miedo de que su
mujer actual se enterara y se disgustara,
y se fue a un hotel. ¿No te parece un
poco triste?
De repente, casi una hora después,
Michael se dio cuenta de que ya era por
la tarde. En un rincón del salón de baile
habían montado una serie de telones,
como en un estudio de cine, y los
fotógrafos hacían las fotos oficiales de
la boda. Los novios y sus familias,
inmóviles como muertos y pálidos como
la cera a la potente luz de los focos,
parecían a los que bailaban en la
penumbra modulada del salón de baile
uno de esos grupos joviales o siniestros
que surgen de repente en la barraca de
los horrores de un parque de
atracciones.
Una vez que fotografiaron a la
familia y testigos de los novios, les tocó
el turno a los amigos del novio, y a las
damas de honor de la novia, a los
familiares y a los niños. Luego,
Caroline, vivaracha y emocionada, que
había abandonado hacía mucho rato la
serena dignidad que imponen el traje de
tul y el ramo de flores, se acercó a
Michael y lo sacó casi a empujones de
la pista de baile.
—Ahora nos haremos una foto los
viejos amigos —su tono de voz daba a
entender que sería la foto mejor, la más
íntima—. Venid aquí, Jebby, George…
no, tú no, Hamilton; es una foto con mis
amigos… tú, Sally…
Poco después desaparecieron las
últimas formalidades y las horas
corrieron sin sentir arrastradas por ríos
de champán. Sentado a la mesa,
Hamilton Rutherford, al estilo moderno,
le echaba el brazo por encima a un
antigua novia suya y les aseguraba a sus
invitados, entre los que se contaban no
pocos europeos, perplejos pero
entusiasmados, que la fiesta no se
acababa, ni mucho menos: volverían a
reunirse en el Zelli después de
medianoche. Michael vio cómo la
señora Dandy, que, todavía
convaleciente de su enfermedad, se
había levantado para irse, se veía
atrapada por los cumplidos de un grupo
tras otro; se lo dijo a una de sus hijas,
que inmediatamente secuestró a su
madre y llamó a su coche. Michael se
sintió encantador y orgulloso de sí
mismo después de haber hecho esto, y
bebió mucho más champán.
—Es increíble —le estaba diciendo
George Packman con verdadero
entusiasmo—. Este montaje le costará a
Ham unos cinco mil dólares, y, por lo
que yo sé, son los últimos que le quedan.
Pero ¿se ha ahorrado una botella de
champán o una flor? ¡Ni pensarlo!
Aunque tiene suerte este muchacho.
¿Sabes que T. G. Vanee le ha ofrecido
cincuenta mil dólares al año esta
mañana, diez minutos antes de la boda?
Dentro de un año volverá a ser
millonario.
La conversación fue interrumpida
por la propuesta de sacar a hombros a
Rutherford: un plan que llevaron a cabo
seis de los invitados, que, bajo el sol de
las cuatro de la tarde, despidieron a los
novios agitando la mano. Pero debían de
haber cometido un error porque, cinco
minutos después, Michael vio a los
novios bajar a recepción, elevando, con
aire de desafío, sus copas de champán.
«Ésta es nuestra manera de hacer las
cosas», pensó. «Generosa, espontánea,
sin ataduras; algo así como la
hospitalidad de una plantación de
Virginia, pero a un ritmo distinto en
estos tiempos, un ritmo nervioso y
trepidante como la cinta de cotizaciones
de la Bolsa».
Estaba, despreocupado, en el centro
del salón, porque quería ver al
embajador norteamericano, y de repente
cayó en la cuenta, con un sobresalto, de
que llevaba horas sin pensar en
Caroline. Miró a su alrededor con una
especie de alarma, y la vio en el
extremo opuesto del salón,
resplandeciente, joven, radiante de
felicidad. Rutherford estaba a su lado,
mirándola como si nunca pudiera
cansarse de mirarla, y, mientras los
observaba, parecieron retroceder como
Michael había deseado que hicieran
aquel día en la Rué de Castiglione:
retroceder y desvanecerse en alegrías y
pesares que sólo les pertenecían a ellos,
a través de los años que mellarían el
orgullo de Rutherford y la juventud y la
belleza conmovedora de Caroline;
desvanecerse en la lejanía, de tal
manera que ya apenas si podía verlos,
como si los hubiera envuelto una niebla
tan blanca como el vestido blanco y
vaporoso.
Michael estaba curado. La boda, con
su pompa y su jolgorio, había sido como
el principio de una vida en la que ni
siquiera su dolor podía seguirlos. Toda
su amargura se esfumó de repente, y el
mundo se reconstruyó con la juventud y
felicidad que rodeaban a Michael,
despilfarradoras como el sol de
primavera. Estaba intentando recordar a
qué dama de honor había invitado a
cenar aquella noche cuando se adelantó
para decirles adiós a Hamilton y
Caroline Rutherford.
Un viaje al
extranjero

Un viaje al extranjero
apareció por primera vez en el
Saturday Evening Post (11 de
octubre de 1930). Fitzgerald
no incluyó en libro este
brillante relato porque se
inspiraba en gran medida en
Suave es la noche. Un viaje al
extranjero es uno de los
cuentos en los que Scott
Fitzgerald reflexiona sobre la
experiencia de los expatriados
—como en Los nadadores y en
Regreso a Balilonia—. En
contradicción con la opinión
de moda en los años veinte de
que la vida en el extranjero
era enriquecedora, Europa
perjudica a los
norteamericanos de
Fitzgerald: «Suiza es un país
donde muy pocas cosas
empiezan, pero muchas
terminan». Este relato fue
escrito durante la
hospitalización en Suiza de
Zelda Fitzgerald, después de
su derrumbamiento nervioso.
Pertenece a un grupo de
relatos rememorativos,
autocríticos, escritos durante
los años treinta como
respuesta a los problemas de
salud, conyugales y
profesionales de Fitzgerald.
Un viaje al extranjero ha sido
particularmente admirado por
la eficaz adaptación que hace
Fitzgerald del tema del
Doppelganger (la pareja que
es un doble de los Kelly).

I.
Por la tarde las langostas
ennegrecieron el cielo, y algunas
mujeres chillaron, arrojándose al suelo
del autobús y cubriéndose el pelo con
mantas de viaje. Las langostas venían
del norte, y devoraban todo a su paso,
aunque no era mucho en aquella región
del mundo; volaban en silencio, en línea
recta, como copos de nieve negra. Pero
ninguna se estrelló contra el parabrisas
ni entró en el vehículo, y al poco rato
los bromistas empezaron a extender las
manos intentando cazar alguna. Y diez
minutos después la nube se había
aclarado, pasó, y las mujeres
emergieron de sus mantas, despeinadas,
sintiéndose estúpidas. Y todos
empezaron a hablar a la vez.
Todos hablaban. Hubiera sido
absurdo no hablar después de atravesar
una plaga de langostas en el confín del
Sahara. La esmirnoamericana le
comentaba a la viuda británica que se
dirigía a Biskra para tener la última
aventura amorosa de su vida con un
jeque a quien no había visto nunca. Uno
de los socios del San Francisco Stock
Exchange hablaba tímidamente con el
escritor. «¿Es usted escritor?», dijo. El
padre y la hija de Wilmington hablaban
con el aviador, un londinense de los
barrios bajos, que iba a volar a
Tombuctú. Incluso el chófer francés
volvió la cabeza y habló en voz alta y
clara: «Abejorros», lo que hizo que la
enfermera diplomada de Nueva York
irrumpiera en una sucesión de chillidos
y risas histéricas.
Entre la torpe turbamulta de los
viajeros hubo alguna conversación más
sensata. El señor Liddell Miles y
señora, volviéndose como si fueran una
sola persona, le sonrieron y dirigieron la
palabra a la joven pareja americana que
iba en el asiento de atrás.
—¿Se le ha metido una en el pelo?
La joven pareja les devolvió la
sonrisa educadamente.
—No. Hemos sobrevivido a la
plaga.
Aún no habían cumplido los treinta,
y conservaban todavía algo de pareja de
novios. Una hermosa pareja: el hombre,
más bien nervioso, sensible; la chica,
con un sorprendente matiz luminoso en
los ojos y el pelo, una cara sin sombras
y la viva lozanía modulada por el
encanto de la tranquilidad y la seguridad
en sí misma. El señor y la señora Miles
no repararon en su aire de buena
crianza, de una educación
manifiestamente esmerada que se
reflejaba en su falta de sofisticación y su
arraigada reserva, que no era frialdad ni
afectación. Si guardaban las distancias
era porque se bastaban el uno al otro,
mientras que la frialdad del señor y la
señora Miles hacia los demás pasajeros
era una máscara consciente, una actitud
social, esencialmente una pose, parecida
a las omnipresentes insinuaciones de la
señora esmirnoamericana, que se
ofendía por cualquier cosa.
Los Miles habían decidido, en
efecto, que la joven pareja era
«aceptable» y, aburridos de sí mismos,
intentaban abiertamente entablar
conversación.
—¿Han estado antes en África? ¡Ha
sido tan absolutamente fascinante! ¿Van
a ir a Túnez?
Los Miles, aunque algo echados a
perder después de quince años de vivir
en París sin salir de su mundo, tenían un
estilo innegable, incluso encanto, y,
antes de llegar aquella tarde a la aldea
del oasis de Bou Saada, los cuatro
habían hecho cierta amistad.
Descubrieron que tenían amigos
comunes en Nueva York, y, tras reunirse
para tomar un cóctel en el bar del Hotel
Transatlantique, decidieron cenar juntos.
Cuando, más tarde, los jóvenes
Kelly bajaban de su habitación, Nicole
era consciente de que le pesaba un poco
haber aceptado; se daba cuenta de que
ahora se verían probablemente
obligados a pasar el tiempo con sus
nuevos amigos hasta que llegaran a
Constantine, donde sus caminos se
separaban.
En los ocho meses que llevaban
casados Nicole había sido tan feliz que
aquel encuentro parecía estropear algo.
En el barco italiano que los había
llevado a Gibraltar no se habían unido a
los grupos que desesperadamente
rivalizaban en el bar; en lugar de eso,
estudiaron francés, y Nelson siguió
ocupándose de las obligaciones
normales que el medio millón de dólares
que acababa de heredar le imponía.
Además, estaba pintando un cuadro: una
chimenea. Cuando uno de los miembros
de la alegre pandilla del bar
desapareció para siempre en el
Atlántico, cerca de las Azores, los
jóvenes Kelly casi se alegraron, pues así
quedó justificada su actitud de reserva.
Pero había otra razón por la que
Nicole lamentaba su compromiso con
los Miles. Se lo comentó a Nelson:
—Acabo de cruzarme con esa pareja
en el bar.
—¿Con quiénes? ¿Con los Miles?
—No, con esa pareja joven, más o
menos de nuestra edad, los que iban en
el otro autobús y nos parecieron tan
simpáticos, en Bir Rabalou, después de
la comida, en el mercado de camellos.
—Parecían simpáticos.
—Encantadores —dijo Nicole con
énfasis—; los dos, el hombre y la chica.
Estoy casi segura de haber conocido a la
chica en alguna parte.
La mencionada pareja estaba sentada
en el otro extremo del comedor, y
Nicole descubrió que atraían su mirada
irresistiblemente. También ellos habían
encontrado compañía, y Nicole, que
hacía dos meses que no hablaba con
ninguna chica de su edad, volvió a sentir
un ligero pesar. Los Miles, que eran
remilgadamente sofisticados y
francamente esnobs, eran otra cosa.
Habían estado en una alarmante cantidad
de sitios y parecían conocer todos las
fantasmagorías y noticias de última hora
que publican los periódicos.
Cenaron en la terraza del hotel, bajo
un cielo sobre el que gravitaba la
presencia de un Dios extraño y vigilante;
en los aledaños del hotel la noche se
estremecía con sonidos que conocían de
sobra por los libros pero que, aun así,
resultaban histéricamente nuevos:
tambores de Senegal, una flauta nativa,
el ensimismado y afeminado quejido de
un camello, las pisadas ligeras de los
árabes que usaban zapatos hechos con
viejos neumáticos de automóvil, el
lamento de la oración del brujo.
En la recepción del hotel uno de los
viajeros discutía monótonamente con el
recepcionista sobre los tipos de cambio
y la inadmisible inflexibilidad con que
iban aumentando conforme se dirigían
hacia el sur.
La señora Miles fue la primera que
rompió el prolongado silencio; con una
especie de impaciencia los arrastró
consigo de la noche a la mesa.
—Nos deberíamos haber puesto el
traje de noche. Las cenas son mucho más
divertidas en traje de noche, porque la
gente se siente de otra manera cuando se
viste de etiqueta. Los ingleses saben
estas cosas.
—¿Vestirnos de etiqueta aquí? —
objetó su marido—. Me sentiría como
ese harapiento que hemos visto hoy con
un rebaño de ovejas.
—Si no me pongo el traje de noche
me siento como una turista.
—Bueno, somos turistas, ¿no? —
preguntó Nelson.
—Yo no me considero una turista.
Un turista es alguien que se levanta
temprano y va a las catedrales y habla
de los paisajes.
Nicole y Nelson, aunque habían
visto todas las cosas oficialmente dignas
de verse desde Fez a Argel, y filmado
metros y metros de película, y
reconocían haber aprendido muchas
cosas, decidieron que sus experiencias
durante el viaje no interesarían a la
señora Miles.
—Todos los sitios son lo mismo —
continuó la señora Miles—. Lo único
que importa es con quién estés allí. Un
nuevo paisaje es interesante durante
media hora, y luego quieres ver lo que
de verdad te apetece. Por eso algunos
sitios se ponen de moda un tiempo y
luego la moda cambia y la gente vuelve
a emprender viaje a cualquier otra parte.
El lugar en sí mismo jamás tiene la
menor importancia.
—¿Y el primero que decidió que el
lugar valía la pena? —objetó Nelson—.
Los primeros que lo visitaron fueron allí
porque les gustaba el sitio.
—¿Adónde van a ir esta primavera?
—preguntó la señora Miles.
—Pensábamos ir a San Remo, o
quizá a Sorrento. Es la primera vez que
visitamos Europa.
—Hijos, yo conozco Sorrento y San
Remo, y no soportaríais ninguno de los
dos sitios ni una semana. Están llenos de
los ingleses más horribles, siempre
leyendo el Daily Mail, esperando una
carta y hablando de las cosas más
increíblemente aburridas. Mejor sería
que fuerais a Brighton o Bournemouth y
comprarais un caniche y una sombrilla y
dierais vueltas por el paseo marítimo.
¿Cuánto tiempo vais a estar en Europa?
—No lo sabemos; unos años, quizá
—Nicole titubeó—. Nelson heredó un
poco de dinero y queríamos cambiar de
aires. Cuando yo era joven, mi padre
tenía asma y tuve que vivir con él
durante años, por su salud, en los sitios
más deprimentes; y Nelson trabajaba en
Alaska, en el negocio de las pieles, y
detestaba aquello. Así que, cuando nos
vimos libres, nos vinimos al extranjero.
Nelson va a dedicarse a la pintura y yo
voy a estudiar canto —miró
triunfalmente a su marido—. Hasta este
momento, todo ha sido maravilloso.
La señora Miles dedujo, por la
manera de vestir de la joven, que tenían
un buen puñado de dinero, y se le
contagió su entusiasmo.
—Debéis ir a Biarritz —les
aconsejó—. O, si no, a Montecarlo.
—Me han dicho que hay un
espectáculo estupendo —dijo Miles,
pidiendo champán—: las Ouled Naíls.
El conserje dice que son una especie de
tribu de chicas que bajan de las
montañas y aprenden a bailar hasta que,
cómo no, recogen bastante oro para
volver a sus montañas y casarse. Esta
noche actúan.
Poco después, camino del café
donde actuaban las Ouled Nails, Nicole
lamentó no estar paseando a solas con
Nelson en la noche infinitamente
profunda, suave, clarísima. Nelson había
correspondido con otra botella a la
botella de champán de la cena, y ninguno
de los dos estaba acostumbrado a beber
tanto. Cuando percibieron las notas
tristes de una flauta, Nicole no quería
entrar: prefería subir a una pequeña
colina donde una mezquita blanca
relucía como un planeta en la noche. La
vida era mejor que cualquier
espectáculo; se acercó a Nelson, le
cogió la mano.
Los pasajeros de los dos autobuses
llenaban la pequeña bodega del café.
Las chicas —de piel morena y brillante,
con la nariz chata de los bereberes y
preciosos ojos profundos y oscuros— ya
estaban en el escenario. Llevaban
vestidos de algodón que recordaban
lejanamente a los de las niñeras negras
del Sur; bajo aquellas ropas sus cuerpos
se retorcían en un lento contoneo que
culminaba en la danza del vientre, con
cadenas de piara que se agitaban
enloquecidamente y sartas de monedas
de oro de ley tintineando en sus cuellos
y brazos. El flautista era también
humorista: bailaba, parodiando a las
chicas. El que tocaba el tambor,
envuelto en piel de cabra como un
hechicero, era un auténtico negro de
Sudán.
A través del humo de los cigarrillos
las chicas bailaban, giraban moviendo
los dedos como si tocaran un piano
invisible, y la danza parecía fácil, pero,
cuando pasaba un rato, resultaba
evidente que exigía un extraordinario
esfuerzo antes de desembocar en unos
pasos lánguidos y sencillos, pero
igualmente precisos: era la preparación
para la salvaje sensualidad con que
remataban la danza.
Luego hubo un descanso. Aunque el
espectáculo parecía no haber terminado,
la mayoría del público empezaba a
levantarse para irse. Había un murmullo
en el aire.
—¿Qué pasa? —preguntó Nicole a
su marido.
—Pues creo que… Parece que, si
pagas un pequeño recargo, las Ouled
Naíls bailan, más o menos, al estilo…
oriental… prácticamente desnudas,
salvo por las joyas.
—Ah.
—Nosotros nos quedamos —dijo el
señor Miles a Nicole alegremente—. Al
fin y al cabo, hemos venido para
conocer las verdaderas costumbres del
país; la mojigatería no nos va a detener.
Casi todos los hombres se quedaron,
y algunas mujeres. Nicole se levantó de
repente.
—Esperaré fuera —dijo.
—¿Por qué no te quedas, Nicole? La
señora Miles se queda.
El flautista tocaba ya las primeras
notas. Sobre la tarima dos niñas
morenas de unos catorce años se
quitaban los vestidos de algodón. Nicole
titubeó un instante, desgarrada entre la
repulsión y el deseo de no parecer una
mojigata. Entonces vio cómo otra joven
americana se levantaba y se dirigía
rápidamente hacia la puerta. Cuando
reconoció a la atractiva joven esposa
que viajaba en el otro autobús, tomó
inmediatamente una decisión y la siguió.
Nelson se apresuró a levantarse.
—Si tú te vas, yo también —dijo,
pero con evidente desgana.
—Por favor, déjame. Esperaré fuera
con el guía.
—De acuerdo —empezaba a sonar
el tambor, y Nelson transigió—: Me
quedaré sólo un minuto. Quiero ver
cómo es.
Mientras esperaba en el frío de la
noche, se dio cuenta de que el incidente
le había dolido: que Nelson no la
hubiera acompañado enseguida y que
hubiera utilizado como argumento el
hecho de que la señora Miles se
quedara. Y, sintiéndose dolida, se puso
de mal humor y le hizo señas al guía de
que quería volver al hotel.
Nelson apareció veinte minutos más
tarde, enfadado, tanto por la angustia de
encontrarse con que Nicole se había ido,
como para ocultar la culpa que le
correspondía por haberla dejado
marcharse. Sin apenas poder creérselo,
de repente se estaban peleando.
Mucho después, cuando no se oía el
menor ruido en Bou Saada y los
nómadas de la plaza del mercado sólo
eran bultos inmóviles envueltos en sus
túnicas, Nicole dormía sobre el hombro
de Nelson. La vida pasa, transcurre al
margen de nuestras intenciones, pero el
mal estaba hecho: se había establecido
un precedente para futuras
desavenencias. Era una pelea amorosa,
sin embargo, y podía dar pie a un gran
acuerdo. Nelson y ella habían pasado
solos los años de la juventud, y
anhelaban ahora el sabor y el olor de la
vida y el mundo; y en aquellos
momentos los encontraban el uno en el
otro.
Un mes más tarde estaban en
Sorrento, donde Nicole estudiaba canto
y Nelson intentaba pintar de un modo
nuevo la bahía de Nápoles. Era la vida
que habían planeado y sobre la que
habían leído tanto. Pero intuían, como
tanta gente, que el placer de los
intervalos idílicos dependía de lo que
da de sí una persona, es decir, de su
educación, experiencia y paciencia,
junto a la que el otro parece volver a
disfrutar del hechizo de tranquilidad
bucólica que recuerda de la niñez.
Nicole y Nelson eran de pronto
demasiado mayores y demasiado
jóvenes, y demasiado americanos, para
sentirse inmediatamente en armonía con
una tierra desconocida. Su vitalidad les
hacía ser impacientes, y por eso la
pintura de Nelson no tenía dirección y el
canto de Nicole no tenía perspectivas
inmediatas de convertirse en algo serio.
Decían que de aquella manera «no iban
a ninguna parte»: las tardes eran largas,
así que empezaron a beber grandes
cantidades de vino de Capri a la hora de
la cena.
Los ingleses eran los dueños del
hotel. Eran de edad avanzada y llegaban
al Sur en busca de la tranquilidad y el
buen tiempo; Nelson y Nicole no
soportaban el curso apacible de sus
días. ¿Podía la gente contentarse con
hablar eternamente del tiempo, dar todos
los días el mismo paseo, y sentarse
noche tras noche, mes tras mes, ante el
mismo plato de macarrones guisados
siempre de la misma manera? Se
aburrían, y los americanos, cuando se
aburren, suelen ponerse nerviosos. Y
todo cambió en una noche.
Después de beberse una botella de
vino durante la cena, decidieron irse a
París, instalarse en un apartamento y
trabajar en serio. París les prometía las
diversiones de una gran ciudad, amigos
de su edad, una intensidad, en todos los
sentidos, de la que carecía Italia.
Ilusionados, con nuevas esperanzas,
entraron al salón después de la cena y,
por enésima vez, Nelson descubrió una
antigua y enorme pianola y se le ocurrió
ponerla en marcha.
En el otro extremo del salón se
sentaban los únicos ingleses con quienes
habían tenido alguna relación: sir
Evelyne Fragelle y lady Fragelle. La
relación había sido breve y
desagradable: Los Fragelle los habían
visto salir del hotel en albornoz para
bañarse, y la señora había proclamado,
a pocos metros de distancia, que aquello
era inadmisible y debería estar
prohibido.
Pero eso no fue nada, comparado
con su manera de reaccionar ante el
primer estruendo terrorífico que surgió
de la pianola. Cuando el polvo trémulo
de los años saltaba del teclado por la
vibración, la señora saltó
galvánicamente hacia delante con esa
especie de convulsión que suele
asociarse a la silla eléctrica. También
algo aturdido por el súbito estrépito de
Esperando a Robert E. Lee, Nelson no
había hecho más que sentarse cuando la
inglesa recorrió como un proyectil el
salón, arrastrando la cola del vestido, y,
sin dignarse mirar a los Kelly, apagó el
aparato.
Fue uno de esos gestos que están
plenamente justificados o resultan
indignantes. Nelson titubeó unos
segundos, indeciso; luego, recordando el
arrogante comentario de lady Fragelle
sobre su bañador, aprovechó la estela
todavía agitada de la inglesa para volver
a la pianola y encenderla otra vez.
El episodio se convirtió en un
incidente internacional. Las miradas
ansiosas de todo el salón cayeron sobre
los protagonistas, a la espera del
siguiente movimiento. Nicole corrió tras
Nelson para pedirle que se olvidara del
asunto, pero era demasiado tarde. De la
ultrajada mesa de los ingleses se levantó
inmediatamente el general sir Evelyne
Fragelle, que se enfrentaba a la situación
más crítica que se conoce desde la
ruptura del cerco de Ladysmith.
—¡Es indignante! ¡Indignante!
—Le ruego que me perdone —dijo
Nelson.
—¡Llevo viniendo quince años! —se
gritó a sí mismo sir Evelyne—. Jamás,
que yo sepa, nadie había hecho una cosa
semejante.
—Yo pensaba que la pianola estaba
aquí para entretener a los huéspedes.
Sin dignarse a responder, sir
Evelyne se arrodilló y buscó el
interruptor, pero lo movió de manera
equivocada, con lo cual la velocidad y
el volumen del aparato se triplicaron
hasta envolverlos en un pandemónium de
ruido: sir Evelyne, lívido ante tantas
emociones militares; Nelson, a punto de
sufrir un ataque de risa.
En unos segundos la firme mano del
director del hotel apaciguó las cosas; el
aparato, detenido por fin, todavía
temblaba después de su
desacostumbrada explosión, tras la que
reinaba un profundo silencio en el que
sir Evelyne se dirigió al director.
—Es lo más indignante que he
conocido nunca. Mi mujer lo apagó y
ése… —fue la primera vez que
reconoció a Nelson como a un ente
distinto del aparato—. ¡Ese individuo
volvió a encenderlo!
—Estamos en el salón de un hotel —
protestó Nelson—. Y parece que la
pianola está ahí para que la usen los
clientes.
—No discutas —susurró Nicole—.
Son viejos.
Pero Nelson dijo:
—Si alguien merece que se le pidan
disculpas, ése soy yo.
La mirada de sir Evelyne se clavó,
amenazadora, en el director, a la espera
de que cumpliera con su deber. El
director consideró los quince años de
estancia de sir Evelyne y se achicó.
—No es costumbre encender la
pianola por las noches. Los clientes
quieren tranquilidad en la sobremesa.
—¡El descaro de los americanos! —
lo interrumpió sir Evelyne.
—Muy bien —dijo Nelson—.
Mañana libraremos de nuestra presencia
al hotel.
Después de este incidente, como una
especie de protesta contra sir Evelyne
Fragelle, no fueron a París, sino a
Montecarlo. No volverían a estar solos.
II.

Poco más de dos años después del


primer viaje de los Kelly a Montecarlo,
Nicole se despertó una mañana y
descubrió que, aunque seguía
llamándose igual, Montecarlo se había
convertido para ella en un lugar
absolutamente distinto.
A pesar de los ajetreados meses en
París o Biarritz, ahora tenían una casa.
Tenían una villa y, entre la primavera y
el verano, una multitud de conocidos:
una multitud que, por supuesto, no
incluía a los grupos de los viajes
organizados ni a los clientes de los
cruceros por el Mediterráneo que se
reunían en la playa, gente a la que
consideraban turistas.
Les gustaba la Riviera en verano,
cuando abundaban los amigos y las
noches al aire libre se llenaban de
música. Antes de que la criada corriera
las cortinas para que no entrara la luz
deslumbradora, Nicole vio desde la
ventana el yate de T. F. Golding
meciéndose en las olas de la bahía de
Monaco, como si hubiera emprendido un
romántico e inacabable viaje al margen
del movimiento real.
El yate se había adaptado al ritmo
lento de la costa; pasaba el verano
acercándose hasta Cannes, nunca más
allá, y volviendo, aunque hubiera
podido dar la vuelta al mundo. Los
Kelly iban a cenar a bordo aquella
noche.
Nicole hablaba un francés excelente;
tenía cinco trajes de noche nuevos y
había encargado cuatro más; tenía a su
marido; tenía a dos hombres enamorados
de ella, y uno de ellos le daba pena.
Tenía su belleza. A las diez y media
estaba citada con un tercer hombre, que
empezaba a enamorarse de ella «sin
sufrir». A la una había invitado a comer
a una docena de personas encantadoras.
Y mucho más por el estilo.
«Soy feliz», meditó tristemente
frente a las persianas iluminadas. «Soy
joven y guapa, y mi nombre aparece
frecuentemente en los periódicos por
haber estado aquí o allá, pero la verdad
es que me dan lo mismo todos esos
caprichos. Me parece terriblemente
tonto, pero si quieres ver gente, lo mejor
es que veas a la gente chic, a la gente
divertida; y si la gente dice que eres una
esnob, es por envidia, y además lo
saben, como lo sabe todo el mundo».
Y esto mismo fue lo que le dijo, en
esencia, a Oscar Dañe en el campo de
golf de Mont Agel dos horas más tarde.
Y él la estuvo aguantando en silencio.
—Nada de eso —dijo—. Lo único
que pasa es que te estás convirtiendo en
una esnob típica. ¿Llamas gente
divertida a esa pandilla de borrachos
con la que sales? Ni siquiera son
demasiado elegantes. Son tan bestias
que han ido dando tumbos por Europa
como clavos en un saco de trigo, hasta
que han podido asomar un poco la
cabeza a orillas del Mediterráneo.
Molesta, Nicole soltó de repente un
nombre, pero Oscar le respondió:
—Tercera clase. Un artículo
resistente, ideal para principiantes.
—¿Y los Colby, a pesar de ella?
—Tercera categoría.
—¿El marqués y la marquesa de
Kalb?
—Si ella no se drogara y él no
tuviera también sus manías…
—Entonces, ¿dónde está la gente
divertida? —preguntó Nicole con
impaciencia.
—En cualquier parte donde no estén
ésos. Sólo muy de vez en cuando los
buenos cazan en manada.
—¿Y tú, qué? Tú coges al vuelo
cualquier invitación que te haga
cualquiera de los que te he dicho. Me
han contando cosas de ti mucho más
disparatadas de lo que puedas
imaginarte. No hay nadie que te conozca
seis meses a quien no le hayas sacado
diez dólares. Eres un sablista y un
parásito y muchas cosas más.
—Cierra la boca —la interrumpió
—. No quiero echar a perder este paseo.
Lo único que me pasa es que no me
gusta ver cómo te engañas a ti misma —
continuó—. Lo que consideras alta
sociedad internacional es más o menos
hoy algo tan cerrado y exclusivo como
las salas abiertas al público del Casino;
y, si me dedico a sablearlos, les doy
veinte veces más que lo que les saco.
Los gorrones somos casi las únicas
personas de la alta sociedad con ciertas
cualidades, y aguantamos porque
tenemos cualidades.
Nicole se echó a reír, apreciándolo
inmensamente, preguntándose hasta qué
punto se enfadaría Nelson cuando
descubriera que Oscar se había llevado
sus tijeras de las uñas y el New York
Herald de aquella mañana.
«De todas formas», pensaba Nicole
más tarde, mientras volvía a casa para el
almuerzo, «nos iremos pronto de aquí, y
nos volveremos formales y tendremos un
hijo. Cuando acabe el verano».
Se detuvo un momento en la
floristería, y vio a una joven que salía
con un ramo de flores. La joven la miró
por encima del montón de colores, y
Nicole observó que era extremadamente
elegante, que su cara le era familiar. La
había conocido en alguna parte, pero
sólo superficialmente; había olvidado el
nombre, así que no la saludó, y hasta
aquella tarde no volvió a acordarse del
encuentro.
Eran doce para comer: el grupo del
yate de los Golding, Liddel y Cardine
Miles, el señor Dañe… Nicole contó
siete nacionalidades diferentes; entre los
asistentes había una exquisita joven
francesa, madame Delauney, a quien
Nicole llamaba alegremente «la chica de
Nelson». Noel Delauney era quizá la
mejor amiga de Nicole; cuando
formaban grupos de cuatro personas
para jugar al golfo para alguna
excursión, Noel formaba pareja con
Nelson; pero aquel día, cuando se la
presentó a alguien como «la chica de
Nelson», la frase graciosa disgustó a
Nicole.
Y, durante la comida, dijo en voz
alta:
—Nelson y yo vamos a dejar todo
esto. Y todos coincidieron: todos iban a
dejar aquella vida.
—Esta vida es perfecta para los
ingleses —dijo uno—, porque están
bailando una especie de danza de la
muerte: ya sabéis, alegría en el fortín
condenado, con los cipayos a las
puertas. Es algo que se les nota en la
cara cuando bailan: la intensidad. Y lo
saben, y les gusta, y no ven ningún futuro
ante sí. Pero vosotros, los americanos,
estáis pasando una temporada horrorosa.
Si os queréis poner el sombrero verde o
el sombrero aplastado, o lo que sea,
siempre tenéis que estar un poco
bebidos.
—Vamos a dejar todo esto —dijo
Nicole con firmeza, pero algo en su
interior le replicó: «Qué pena… Este
precioso mar azul, esta felicidad…».
¿Qué sucedería después? ¿Había que
aceptar una pérdida de tensión? Era
asunto de Nelson responder a eso. Su
creciente descontento sin salida debía
estallar en una nueva vida para ambos, o
más bien en una nueva esperanza y una
nueva manera de disfrutar la vida. Ese
secreto sería su contribución como
hombre.
—Bueno, hijos, adiós.
—Ha sido un almuerzo estupendo.
—Y que no se os olvide lo de dejar
esta vida.
—Ya nos veremos entonces.
Los invitados bajaron el paseo en
busca de sus coches. Sólo Oscar, con la
cara un poco colorada por los licores,
se quedó con Nicole en la terraza, sin
parar de hablar sobre la chica a la que
había invitado a ver su colección de
sellos. Cansada de la gente, impaciente
por estar sola, Nicole lo escuchó un
momento y luego, cogiendo un jarrón de
flores de la mesa en la que habían
almorzado, abrió la puerta de cristales y
entró en la casa a oscuras, y la voz de
Oscar la siguió como si hablara y
hablara en otra parte.
Y cuando cruzaba el salón principal,
oyendo aún el monólogo de Oscar en la
terraza, empezó a oír otra voz en el
cuarto de al lado, que se imponía
claramente sobre la voz de Oscar.
—Ah, bésame otra vez —dijo, y
calló; Nicole se detuvo, rígida en el
silencio, ahora sólo roto por la voz que
sonaba en la entrada.
—Ten cuidado —Nicole reconoció
el ligero acento francés de Noel
Delauney.
—Estoy cansado de tener cuidado.
Además, están en la terraza.
—No, no, mejor en el sitio de
siempre.
—Mi amor, mi vida.
La voz de Oscar Dañe en la terraza
se fue debilitando, cansada, hasta cesar,
y, como si esto la hubiera librado de su
parálisis, Nicole dio un paso: no se dio
cuenta de si avanzaba o retrocedía. Y,
con el ruido de sus tacones, oyó cómo se
separaban deprisa las dos personas del
cuarto de al lado.
Entonces entró. Nelson estaba
encendiendo un cigarrillo; Noel,
dándole la espalda, parecía buscar el
sombrero o el bolso en una silla. Ciega
de horror más que de rabia, Nicole
arrojó, o más bien expulsó lejos de ella,
el jarrón que llevaba en las manos: si lo
arrojó a alguien, fue a Nelson, pero la
fuerza de sus sentimientos se había
comunicado al objeto inanimado. Pasó
volando junto a Nelson y golpeó de
lleno, en la cabeza y la cara, a Noel
Dealuney, que acababa de darse la
vuelta.
—¡Mira lo que has hecho! —gritó
Nelson. Noel se derrumbó lentamente en
la silla que tenía más cerca, y lentamente
se cubrió la cara con la mano. El jarrón,
sin romperse, rodó por la gruesa
alfombra, mientras se derramaban las
flores.
—Ten cuidado —Nelson atendía a
Noel, intentaba apartarle la mano para
ver qué le había pasado.
—C’est liquide —murmuró Noel
con voz entrecortada—. Est-ce que c’est
le sang?
Nelson le apartó la mano, y exclamó,
con la respiración alterada:
—No, sólo es agua —y añadió,
dirigiéndose a Oscar, que acababa de
aparecer en la puerta—: ¡Trae un poco
de coñac! —y a Nicole le dijo—: Eres
imbécil. ¡Debes de estar loca!
Nicole, respirando con fuerza, no
respondió. Cuando llegó el brandy,
reinaba un silencio persistente, como el
de quienes esperan el final de una
operación, mientras Nelson obligaba a
Noel a beber una copa. Nicole le hizo
una señal a Oscar para que le sirviera un
trago, y, como si se sintieran incapaces
de romper el silencio sin haber
cumplido este requisito, todos se
bebieron un coñac. Entonces Noel y
Nelson hablaron a la vez:
—Si me das mi sombrero…
—Es la cosa más tonta que…
—… me iré inmediatamente…
—… he visto en mi vida; yo…
Y miraron a Nicole, que dijo:
—Tráele el coche a la puerta.
Oscar salió a buscarlo
inmediatamente.
—¿De verdad que no quieres que te
vea un médico? —preguntó Nelson,
angustiado.
—Quiero irme.
Un instante después, cuando ya el
coche se había alejado, Nelson se sirvió
otra copa de coñac. Una oleada menos
violenta de tensión se había apoderado
de él, y se le reflejaba en la cara; Nicole
se dio cuenta, y también se dio cuenta de
cómo se preparaba para salir del paso
de la mejor manera posible.
—Me gustaría saber por qué has
hecho eso —preguntó—. No, no te vayas
Oscar —ya veía cómo la historia
empezaba a circular por todas partes—.
Me gustaría saber por qué razón…
—¡Cierra la boca! —lo cortó
Nicole.
—Que haya besado a Noel no es
nada del otro mundo. No significa nada
en absoluto.
Nicole emitió un sonido despectivo.
—He oído lo que le decías a Noel.
—Estás loca.
Pronunció estas palabras como si
estuviera loca, y una rabia incontrolable
se apoderó de Nicole.
—¡Embustero! Todo este tiempo
fingiendo ser tan honrado y tan
quisquilloso con lo que yo hacía, y todo
el tiempo, a mis espaldas, has estado
manoseando a esa pequeña…
Recurrió a una palabra dura, y, como
si hubiera enloquecido al oírla, se lanzó
contra la silla que ocupaba Nelson. Para
protegerse contra este súbito ataque, él
levantó rápidamente el brazo, y los
nudillos de la mano abierta la golpearon
de lleno en el ojo. Cubriéndose la cara
con la mano como Noel había hecho
diez minutos antes, Nicole se derrumbó
en el suelo entre sollozos.
—¿No ha ido ya la cosa demasiado
lejos? —exclamó Oscar.
—Sí —admitió Nelson—. Me temo
que sí.
—Sal a la terraza a que te dé un
poco el aire.
Llevó a Nicole al diván y se sentó a
su lado, cogiéndole la mano.
—Ánimo, pequeña, ánimo —repitió
varias veces—. ¿Te crees que eres Jack
Dempsey? No puedes ir por ahí
pegándoles a las francesas. Te llevarán a
los tribunales.
—Le ha dicho que la quería —
murmuró entrecortadamente, histérica—.
Ella le dijo que se verían en el sitio de
siempre. ¿Es adónde ha ido Nelson
ahora?
—Está en la galería, dando vueltas,
y sufriendo como un demonio porque te
ha dado un golpe sin querer, y
lamentando haber visto alguna vez a
Noel Delauney.
—Sí, claro.
—Seguro que has oído mal, y de
todas formas eso no prueba nada.
Veinte minutos después, Nelson
entró de repente y se arrojó de rodillas
ante su mujer. El señor Oscar Dañe, más
convencido que nunca de que siempre
daba mucho más de lo que recibía, se
apartó con discreción y se dirigió de
mala gana hacia la puerta.
Y, una hora más tarde, Nelson y
Nicole, cogidos del brazo, salieron de
su villa y fueron dando un paseo hasta el
Café de París. Fueron dando un paseo, y
no en coche, como si intentaran volver a
la sencillez que una vez habían poseído,
como si estuvieran intentando
desenredar algo que se había
enmarañado visiblemente. Nicole aceptó
las explicaciones de su marido, no
porque fueran creíbles, sino porque
quería apasionadamente creer en ellas.
Los dos estaban callados y pesarosos.
El Café de París era agradable a
aquella hora, con el ocaso filtrándose a
través de los toldos amarillos y las
sombrillas rojas como a través de cristal
de colores. Echando una mirada a su
alrededor, Nicole descubrió a la joven
con la que se había encontrado aquella
mañana. Iba con un hombre, y Nelson
los reconoció inmediatamente: eran la
joven pareja que habían visto en
Argelia, hacía casi tres años.
—Han cambiado —comentó—. Me
figuro que nosotros también, pero no
tanto. Es como si se hubiesen
endurecido, y él parece un disoluto. La
disipación se nota más en los ojos
claros que en los oscuros. La chica es
tout ce qu’ily a de chic, como dicen por
aquí, pero también a ella se le ha
endurecido la expresión.
—Me cae simpática.
—¿Quieres que vaya y les pregunte
si son la misma pareja?
—¡No! Eso es lo que hacen los
turistas solitarios. Tendrán sus amigos.
En ese momento un grupo se reunió
con la pareja en su mesa.
—Nelson, ¿esta noche, qué? —
preguntó Nicole un poco más tarde—.
¿Crees que podemos presentarnos en el
yate de los Golding después de lo que ha
pasado?
—No sólo podemos, sino que vamos
a hacerlo. Si la historia empieza a
circular y nosotros no estamos allí, lo
único que haremos será darles un bonito
y jugoso tema de conversación… ¡Vaya!
¿Qué demonios pasa?
Había estallado un escándalo en el
otro extremo del café; una mujer
chillaba y toda la gente de su mesa se
había levantado, agitándose de acá para
allá como un solo hombre. Y los clientes
de las otras mesas se habían ido
poniendo de pie y acercándose,
apelotonándose alrededor; durante un
brevísimo instante los Kelly vieron la
cara de la chica a quien habían estado
mirando, muy pálida de repente,
desfigurada por la rabia. Destrozada,
aterrorizada, Nicole tiró a Nelson de la
manga.
—Vámonos. Hoy no aguanto más.
Llévame a casa. ¿Se está volviendo loco
todo el mundo?
Camino de casa, Nelson miró a
Nicole y, sobresaltado, tuvo la certeza
de que, después de todo, no irían a cenar
al yate de los Golding: a Nicole había
empezado a ponérsele, inconfundible e
inequívocamente, el ojo morado: un ojo
que a las once de la noche necesitaría
algo más que la ayuda de todos los
cosméticos del Principado de Monaco.
Con el ánimo por los suelos, decidió no
decirle nada a Nicole hasta llegar a
casa.
III.

El catecismo aconseja sabiamente


evitar las ocasiones de pecado, y,
cuando los Kelly llegaron a París un mes
más tarde, hicieron una concienzuda
lista de los lugares que no visitarían
nunca más y de las personas que no
querían volver a ver. Los lugares
incluían algunos bares famosos, todos
los clubes nocturnos excepto uno o dos
que eran decorosísimos, cualquier tipo
de club de madrugada y todos los
locales que por sí mismos significaban
aquel verano diversión, juergas
triunfales y desenfrenadas, la principal
atracción de la temporada.
La gente a la que no querían ver
incluía a las tres cuartas partes de las
personas con quienes habían pasado los
dos últimos años. No hacían esto por
esnobismo sino por instinto de
conservación, y no sin cierto miedo en
sus corazones a estar cortando para
siempre sus vínculos con el género
humano.
Pero el mundo siempre es extraño, y
basta con que la gente sea inaccesible
para que se vuelva valiosa.
Descubrieron que había en París
personas que sólo se interesaban por los
que se habían apartado de la mayoría. El
primer grupo que habían conocido
estaba formado en su mayor parte por
americanos, y sazonado por algunos
europeos; en el segundo predominaban
los europeos, y algunos americanos
añadían la pimienta. Este último grupo
formaba parte de la alta sociedad, y aquí
y allá rozaba el milieu más elevado,
formado por individuos de alta posición,
grandes fortunas, ingenio y talento muy
de vez en cuando, y siempre con poder.
Sin llegar a intimar con los grandes, los
Kelly hicieron nuevos amigos, más
conservadores. Y Nelson volvió a
pintar; tenía un estudio, y visitó con
Nicole los estudios de Brancusi, Leger y
Deschamps. Parecía que ahora formaban
parte de algo, al menos más que antes, y,
cuando alguien mencionaba cierta
reunión escandalosa, los Kelly
recordaban con desprecio sus dos
primeros años en Europa, y hablaban de
sus antiguos conocidos como de
«aquella pandilla», «gente que te hacía
perder el tiempo».
Así, aunque seguían manteniendo sus
principios, con frecuencia recibían en
casa e iban a las casas de sus amigos.
Eran jóvenes, guapos e inteligentes;
habían aprendido lo que era conveniente
y lo que no lo era, y actuaban en
consecuencia. Y además eran generosos
por naturaleza y, dentro de los límites
del sentido común, siempre estaban
dispuestos a pagar la cuenta.
Cuando se salía, generalmente se
bebía. Esto no significaba mucho para
Nicole, a quien horrorizaba perder su
aire soigné, perder una pizca de su
perfección o un átomo de admiración,
pero Nelson, más o menos frustrado,
había descubierto que la bebida lo
tentaba lo mismo en aquellas cenas
elegantes que en los ambientes más
ruidosos. No era un borracho, no hacía
nada que llamara la atención ni estaba
embrutecido por el alcohol, pero sin el
estímulo de la bebida se sentía incapaz
de desenvolverse en sociedad. Y, con la
idea de que Nelson adquiriera una
actitud seria y responsable, Nicole
decidió, cuando llevaban un año en
París, tener un hijo.
Coincidió con su encuentro con el
conde Chiki Sarolai. El conde era una
atractiva reliquia de la corte austríaca,
sin patrimonio ni aspiraciones, pero con
sólidas relaciones sociales y
económicas en Francia. Su hermana se
había casado con el marqués de la Clos
d’Hirondelle, quien, además de
pertenecer a la antigua nobleza, era un
próspero banquero parisino. El conde
Chiki iba de acá para allá, dando
sablazos sin el menor pudor, a la manera
quizá de Oscar Dañe, pero en una esfera
social diferente.
Sentía predilección por los
americanos; escuchaba con ansia
patética cada una de sus palabras, como
si antes o después hubieran de revelarle
su misteriosa fórmula para ganar dinero.
Después de un encuentro casual, los
Kelly atrajeron su interés. En los meses
del embarazo de Nicole estaba
constantemente en su casa,
incansablemente interesado en todo lo
que concerniera al crimen, el argot, la
economía y las costumbres de Estados
Unidos. Se presentaba a comer o a cenar
cuando no tenía otro sitio adónde ir, y
con tácito agradecimiento convenció a
su hermana para que fuera a ver a
Nicole, que se sintió inmensamente
halagada.
Acordaron que cuando Nicole
ingresara en el hospital el conde se
quedaría en el appartement y le haría
compañía a Nelson, un acuerdo que
Nicole no aprobaba, puesto que Nelson
y él habían tomado la costumbre de
beber juntos. Pero el día en que lo
decidieron, el conde llegó con la
novedad de que los Kelly habían sido
invitados a una de las famosas fiestas en
barco que un cuñado suyo organizaba en
el Sena, fiesta que, muy oportunamente,
se celebraría tres semanas después del
nacimiento del niño. Así, cuando Nicole
se trasladó al Hospital Americano, el
conde Chiki se instaló en la casa.
Fue un niño. Durante algún tiempo
Nicole olvidó todo lo que sabía sobre la
gente, sobre su posición social y su
categoría. Llegó a preguntarse si se
había convertido en una esnob, puesto
que todo le parecía insignificante
comparado con el nuevo ser que, ocho
veces al día, le acercaban al pecho.
Dos semanas después Nicole y el
niño volvieron al piso, pero Chiki y su
ayuda de cámara no se fueron. Se
sobreentendía, con aquella sutilidad que
los Kelly habían empezado a apreciar
desde hacía muy poco tiempo, que el
conde sólo se quedaría hasta la fiesta de
su cuñado, pero en el piso no se podía
dar un paso y Nicole deseaba que el
conde se fuera. Pero su antigua idea —
que si hay que ver a gente, la gente debe
ser la mejor— había de cumplirse
cuando la invitaran a casa de la
marquesa de la Clos d’Hirondelles.
La víspera del acontecimiento,
mientras Nicole descansaba en el diván,
Chiki explicó los planes, en los que
evidentemente había participado.
—Todo el que llegue debe beber dos
cócteles al estilo americano antes de
subir a bordo. Es el billete de entrada.
—Pero yo creía que los franceses
verdaderamente distinguidos, los del
Faubourg Saint Germain y cosas así, no
bebían cócteles.
—Ya, pero mi familia es muy
moderna. Hemos adoptado muchas
costumbres americanas.
—¿Quién va a la fiesta?
—¡Todo el mundo! ¡Todo el que sea
alguien en París! Grandes apellidos
bailaron ante los ojos de Nicole. Al día
siguiente no podría resistir la tentación
de dejar caer el asunto cuando hablara
con su médico. Pero se sintió muy
ofendida ante la expresión de asombro e
incredulidad que apareció en los ojos
del conde Chiki.
—¿La he entendido bien? —
preguntó el conde—. ¿La he oído decir
que va, piensa ir al baile mañana?
—Sí, claro —dijo titubeando—.
¿Por qué no? —Mi querida señora,
usted no se moverá de la casa durante
dos semanas más; y, durante otras dos
semanas, no irá a bailar ni hará ningún
esfuerzo.
—¡Eso es absurdo! —exclamó
Nicole—. ¡Ya han pasado tres semanas!
Esther Sherman se fue a América
después de sólo…
—No importa —la interrumpió el
conde—. Cada caso es diferente. Han
surgido dificultades que hacen
estrictamente necesario que siga mis
instrucciones.
—Pero el plan era que yo fuera sólo
dos horas, porque, claro, luego tenía que
volver a casa, con Sonny… —No irá ni
siquiera dos minutos.
Nicole sabía, por la seriedad con
que hablaba, que el conde tenía razón,
pero, con astucia, no le mencionó el
asunto a Nelson. En vez de eso, le dijo
que estaba cansada, que quizá no fuera a
la fiesta; y no pudo dormir aquella
noche, comparando su desilusión y su
miedo para ver cuál era más grande.
Cuando se levantó para la primera toma
de Sonny, pensó: «Pero si sólo daría
diez pasos del coche a una silla y
pasaría media hora sentada…».
Y, en el último instante, el vestido de
noche verde pálido, de Callet, que
reposaba sobre una silla en su
dormitorio, la decidió. Iría a la fiesta.
En algún momento, mientras
arrastraba los pies y esperaba en la
pasarela entre los invitados que subían a
bordo y eran desafiados a beber, y
bebían sus cócteles con la alegría que se
esperaba de ellos, Nicole se dio cuenta
de que se había equivocado. No había ni
siquiera recepción de invitados y,
después de saludar a los anfitriones,
Nelson le buscó una silla en cubierta,
donde inmediatamente Nicole se
recuperó de su desfallecimiento.
Entonces se alegró de haber ido a la
fiesta. Frágiles faroles adornaban el
barco, y se mezclaban con las luces en
tonos pastel de los puentes y las
estrellas que se reflejaban en el Sena,
como el sueño de un niño que soñara
con las Mil y una Noches. Una multitud
de espectadores curiosos se había
congregado en las orillas del río. Iban y
venían regimientos de champán, un gran
desfile de botellas, mientras la música,
en lugar de ser estridente y molesta,
descendía de la cubierta superior como
azúcar glaseado que se derramara sobre
un pastel. Nicole descubrió entonces que
no eran los únicos americanos que
habían sido invitados: al fondo de la
cubierta estaban los Liddell Miles, a
quienes no veía desde hacía años.
Otros miembros de aquella pandilla
estaban presentes, y Nicole sintió una
ligera decepción. ¿Y si no se
encontraban allí los mejores amigos de
los marqueses? Recordaba que su
madre, en casa, tenía un segundo día, un
día especial, para recibir a ciertos
conocidos. Le preguntó a Chiki, que
estaba a su lado, señalándole
celebridades, pero cuando Nicole se
interesó por ciertas personas que
asociaba con la alta sociedad, Chiki
contestó vagamente que se habían ido, o
que llegarían más tarde o que no irían.
Le pareció ver en el otro extremo de la
sala a la chica que había montado la
escena en el Café de París, en
Montecarlo, pero no pudo asegurarse,
porque al menor movimiento, casi
imperceptible, del barco, se dio cuenta
de que otra vez se estaba mareando. Le
pidió a Nelson que la llevara a casa.
—Tú, por supuesto, puedes volver a
la fiesta. No tienes que estar pendiente
de mí: me iré derecha a la cama.
Nelson la dejó en manos de la
enfermera, que la ayudó a subir las
escaleras y a desnudarse.
—Estoy terriblemente cansada —
dijo Nicole—. ¿Quiere guardar mis
perlas?
—¿Dónde?
—En el joyero que hay en el
tocador.
—No lo veo —dijo la enfermera
unos segundos después.
—Entonces estará en un cajón.
Buscó minuciosamente en el tocador,
revolviéndolo todo, sin resultado.
—Pues estaba ahí —Nicole intentó
levantarse, pero se desplomó de nuevo,
exhausta—. Vuelva a mirar, por favor.
Todas mis joyas estaban ahí: las de mi
madre y las de mi petición de mano,
todas.
—Lo siento, señora Kelly. En esta
habitación no hay nada que se le parezca
a lo que me está diciendo.
—Despierte a la criada.
La criada no sabía nada; luego,
después de un persistente y severo
interrogatorio, resultó saber algo. El
ayuda de cámara del conde Sarolai se
había ido, con su equipaje, media hora
después de que madame saliera de casa.
Retorciéndose de dolor, un dolor
agudo y repentino, acompañada por un
médico llamado a toda prisa, a Nicole le
pareció que pasaban horas y horas antes
de que volviera Nelson. Cuando llegó,
estaba mortalmente pálido y tenía la
mirada extraviada. Fue directamente al
dormitorio.
—¿Qué te pasa? —dijo, furioso.
Entonces vio al médico—. ¿Hay algún
problema?
—Ay, Nelson, estoy malísima y mi
joyero ha desaparecido, y ha
desaparecido el ayuda de cámara de
Chiki. He llamado a la policía… Quizá
Chiki sepa dónde está ese hombre…
—Chiki no volverá a poner un pie en
esta casa —respondió Nelson
lentamente—. ¿Sabes de qué fiesta
vengo? ¿Tienes la más mínima idea de
qué fiesta se trataba? —rompió a reír
como un loco—. Era nuestra fiesta:
nuestra fiesta. ¿Lo entiendes? La
dábamos nosotros. No lo sabíamos, pero
la dábamos nosotros.
—Maintenant, monsieur, iI ne faut
pas exciter madame —empezó a decir
el médico.
—Me pareció raro que los
marqueses se fueran tan pronto, pero no
sospeché nada hasta el final. Los
marqueses sólo eran unos invitados:
Chiki invitó a todo el mundo. Cuando
acabó la fiesta, los camareros y los
músicos se me acercaron y empezaron a
pedirme que les pagara. Y ese
condenado Chiki tuvo la sangre fría de
decirme que creía que yo estaba al tanto
de todo. Me ha dicho que todo lo que
nos prometió fue que sería una especie
de fiesta de su cuñado, y que su hermana
asistiría. Me ha dicho que a lo mejor yo
estaba borracho o no entendí bien el
francés, como si alguna vez hubiéramos
dejado de hablar en inglés con él.
—¡No pagues! ¡A mí no se me
ocurriría pagar! —Eso le he dicho, pero
van a presentar una demanda: el
personal del barco, todos. Piden doce
mil dólares.
De repente Nicole claudicó.
—¡Vete, vete! —exclamó—. ¡No me
importa! ¡He perdido mis joyas y estoy
enferma, enferma!

IV.

Ésta es la historia de un viaje al


extranjero, y el elemento geográfico no
debe ser menospreciado. Tras haber
visitado el norte de África, Italia, la
Riviera, París y algunos lugares de paso,
no fue ninguna sorpresa que los Kelly
fueran por fin a Suiza. Suiza es un país
donde pocas cosas empiezan, pero
muchas terminan.
Aunque siempre habían elegido por
gusto los puertos en los que hacer
escala, a Suiza fueron por obligación.
Llevaban casados algo más de cuatro
años cuando llegaron un día de
primavera al lago que está en el centro
de Europa: un lugar tranquilo y risueño
con bucólicas laderas, un telón pintado
con montañas y extensiones de agua de
tarjeta postal, aguas que guardan algo
siniestro bajo la superficie: toda la
desdicha que se ha arrastrado hasta aquí
desde todos los rincones de Europa.
Cansancio del que recuperarse y muerte
de la que morir. Hay también colegios, y
jóvenes que chapotean en las playas
soleadas; aquí están las mazmorras de
Bonivard y la ciudad de Calvino, y los
fantasmas de Byron y Shelley todavía
navegan de noche por las aguas
sombrías. Pero el lago de Ginebra al
que llegaron Nelson y Nicole era el lago
triste de los sanatorios y las casas de
reposo.
Pues, como si mantuviera una
profunda simpatía con el destino
desgraciado que se había cebado en sus
asuntos, la buena salud los había
abandonado a los dos al mismo tiempo;
Nicole descansaba en la terraza de un
hotel, volviendo poco a poco a la vida
después de dos operaciones sucesivas,
mientras Nelson luchaba por su vida,
contra la ictericia, en un hospital a tres
kilómetros de distancia. A pesar de que
la fuerza de sus veintinueve años lo
había ayudado a recobrar la salud, debía
pasar meses en absoluto reposo. Muchas
veces se preguntaban por qué, entre
todos los que buscaban placeres en
Europa, les había caído encima esta
desgracia.
—Ha habido demasiada gente en
nuestras vidas —decía Nelson—. Nunca
hemos sido capaces de resistirnos a la
gente. Fuimos tan felices el primer año,
cuando no conocíamos a nadie.
Nicole estaba de acuerdo.
—Si hubiéramos estado solos, solos
de verdad, habríamos organizado la vida
a nuestra manera. Lo tenemos que
intentar, ¿verdad, Nelson?
Pero había días en que los dos
necesitaban compañía
desesperadamente, aunque disimularan
ante el otro. Días en que miraban a los
obesos, demacrados, lisiados y
destruidos de todas las nacionalidades
que llenaban el hotel, en busca de alguno
que pudiera ser simpático. Era una
nueva vida para ellos, cuando volvían
de su visita diaria a sus respectivos
médicos, la llegada del correo y los
periódicos de París, el paseo a las
aldeas de las colinas y, a veces, el
descenso en funicular a la zona del lago,
con su kursaal, sus playas con césped,
sus clubes de tenis y sus turistas en
autobuses. Leían libros de las ediciones
Tauchnitz y novelas de Edgar Wallace
con la cubierta amarilla; a cierta hora
del día se preocupaban de que bañaran
al niño; tres noches a la semana una
orquesta cansada y paciente tocaba en el
salón del hotel después de la cena. Eso
era todo.
Y a veces llegaba un estruendo
desde las colinas cubiertas de viñas que
había al otro lado del lago, lo que
significaba que los cañones disparaban
sobre nubes cargadas de granizo, para
salvar las viñas de la tormenta que se
aproximaba; y la tormenta llegaba
repentinamente, cayendo primero de los
cielos y volviendo a caer, más tarde, en
torrentes desde las montañas, arrollando
ruidosamente caminos y barreras de
piedra; llegaba con un cielo negro,
aterrador, y filamentos de relámpagos y
truenos retumbantes que hendían el
mundo, mientras nubes deshechas huían
ante el viento, sobre el hotel. Las
montañas y el lago desaparecían; el
hotel se acurrucaba, solitario, entre el
tumulto, el caos y la oscuridad.
Y, durante una tormenta así, cuando
abrir una simple puerta bastaba para que
un huracán de lluvia y viento penetrara
en el vestíbulo del hotel, los Kelly, por
primera vez desde hacía meses, vieron a
alguien conocido. Sentados con otras
víctimas que también tenían los nervios
de punta, se dieron cuenta de que había
dos nuevos huéspedes, un hombre y una
mujer a quienes reconocieron como la
pareja que, desde la primera vez que la
habían visto en Argelia, se había
cruzado en su camino varias veces.
Nelson y Nicole, sin decir una palabra,
compartieron un mismo pensamiento.
Parecía obra del destino que por fin
fueran a conocerlos allí, en aquel lugar
desolado, y, a la espera del momento
propicio, vieron cómo otras parejas los
miraban con las mismas intenciones.
Pero algo contuvo a los Kelly. ¿No
habían estado quejándose, apenas un
momento antes, de que había pasado
demasiada gente por sus vidas?
Más tarde, cuando la tormenta se
había apaciguado hasta convertirse en
una lluvia silenciosa, Nicole se encontró
junto a la chica en la galería acristalada.
Simulando leer un libro, examinó de
cerca su cara. Enseguida vio que era una
cara perspicaz, probablemente astuta;
los ojos, muy inteligentes, pero sin paz,
recorrían a las personas con una única y
rápida mirada, como si quisieran
calcular su valor. «Es terriblemente
egoísta», pensó Nicole, no sin disgusto.
Por lo demás, tenía pálidas las mejillas,
y ligeras bolsas, fruto de la mala salud,
bajo los ojos; estos detalles se
combinaban con cierta blandura en los
brazos y las piernas para dar una
sensación de insalubridad. Usaba ropa
cara, pero vestía con descuido, como si
no considerara importantes a los demás
clientes del hotel.
En conjunto, Nicole decidió que no
le gustaba; se alegraba de no haberle
dirigido la palabra, pero se sorprendía
de no haber notado estas cosas las otras
veces que la chica se cruzó en su
camino.
Durante la cena comentó sus
impresiones con Nelson, que estuvo de
acuerdo con ella.
—He coincidido con el marido en el
bar, y he visto que los dos sólo
tomábamos agua mineral, así que iba a
decirle algo. Pero me he fijado en su
cara, en el espejo, y me he arrepentido.
Su cara expresa tanta debilidad y
egoísmo, tanta falta de moderación, que
da casi vergüenza: el tipo de cara que
necesita media docena de copas para
abrir los ojos y poner las comisuras de
los labios en posición normal.
Después de la cena dejó de llover y
afuera hacía una noche agradable. Con
ganas de tomar el aire, los Kelly
pasearon por el jardín en sombras, y se
cruzaron con el hombre y la mujer de
quienes habían estado hablando, que
tomaron otro camino en cuanto los
vieron.
—Me parece que tienen tan pocas
ganas de conocernos como nosotros a
ellos —se echó a reír Nicole.
Se entretuvieron entre los rosales
silvestres y los lechos de flores sin
nombre, húmedas y fragantes. Bajo el
hotel, al final de trescientos metros de
terraza hasta el lago, extendidas como un
collar de luces estaban Montreux y
Vevey, y, más allá, en una pendiente
sombría, Lausanne; un borroso centelleo
en la otra orilla del lago eran Evian y
Francia. De algún sitio llegaba,
probablemente del kursaal, el sonido de
una contundente música de baile:
americana, sospechaban, aunque ahora
oían las melodías americanas con meses
de retraso, ecos distantes de algo que
sucedía muy lejos.
Sobre el Dent du Midi, sobre una
banda de nubes negras que eran la
retaguardia de la tormenta, la luna se
impuso y el lago resplandeció; la música
y las luces lejanas traían algo parecido a
la esperanza, a la distancia encantada
desde la que los niños ven las cosas.
Nelson y Nicole, en sus corazones
separados, volvieron la vista a un
tiempo en el que la vida era así. Nicole
se cogió del brazo de su marido y se
pegó a él.
—Podemos recuperar todo eso —
murmuró—. ¿Podemos intentarlo,
Nelson?
Calló cuando dos figuras oscuras se
acercaron en las sombras y se
detuvieron a mirar el lago.
Nelson rodeó a Nicole con el brazo
y la atrajo más hacia sí.
—Lo único que pasa es que somos
incapaces de ver dónde está el problema
—dijo Nicole—. ¿Por qué hemos
perdido la paz, el amor y la salud, una
cosa tras otra? Si lo supiéramos, si
alguien pudiera decírnoslo, yo creo que
podríamos intentarlo. Yo lo intentaría
con todas mis fuerzas.
Las últimas nubes se deslizaban
sobre los Alpes Berneses. Súbitamente,
con la intensidad del fin, relámpagos
blancos fulguraron hacia el oeste.
Nelson y Nicole se volvieron y, a la vez,
también se volvió la otra pareja,
mientras por un instante la noche era tan
luminosa como el día. Luego hubo
oscuridad y un último y profundo trueno,
y Nicole lanzó un grito de terror. Se
abrazó a Nelson; incluso en la oscuridad
había visto que estaba tan pálido y tenso
como ella.
—¿Has visto? —exclamó, y apenas
le salían las palabras—. ¿Los has visto?
—¡Sí!
—¡Esa pareja somos nosotros!
¡Somos nosotros! ¿No lo has visto?
Temblando, siguieron abrazados. Las
nubes se fundieron con el oscuro macizo
de montañas; cuando, un instante
después, miraron a su alrededor, Nelson
y Nicole vieron que estaban solos bajo
la tranquila luz de la luna.
La niña del hotel

La niña del hotel


(Saturday Evening Post, 31
de enero de 1931) pertenece
al grupo de relatos
relacionados con Suave es la
noche: vuelve a contrastar la
corrupción de la sociedad
europea y la inocencia
norteamericana. Fitzgerald
escribió a su agente Harold
Ober: «La maldita historia es
prácticamente verídica, por
extravagante que parezca».
El director literario del
Post, Thomas Constain,
señaló: «No es una historia
directa» y «los personajes les
parecerán sombríos, como
mínimo, a los lectores
americanos»; pero aceptóla,
niña del hotel porque estaba
excelentemente escrita; sin
embargo, el Post consideró
necesario expurgar el cuento.
Fitzgerald contestó así a una
carta de un admirador sobre
La niña del hotel: «La verdad
es que los ingleses me han
fastidiado bastante (eran
personas reales y el Post
suprimió la mejor escena,
cuando le ofrecen hachís al
pequinés)».

(Bopes se tendió en varias sillas y


un sofá, sacó una pastilla de hachís de
una caja de plata, les ofreció a los otros
dos y llamó al camarero. Anunció que
venía conduciendo desde París sin parar
y que atravesaría el Simplón a la
mañana siguiente para reunirse en Milán
con la única mujer a quien había
querido. No parecía en condiciones de
reunirse con nadie…
El marqués Kinkallow miró hacia el
bar con ojos cansados.
—¿Y ésa quién es? —preguntó,
mientras ofrecía a hurtadillas una
pastilla de hachís al pequinés—. La
hermosa judía… ¿Y quién es ese
individuo que está con ella?).

I.

Es un lugar en el que instintivamente


explicas por qué estás allí —«Ah, sí,
estoy aquí porque…»— y, si no surte
efecto, resultas ligeramente sospechoso,
porque este rincón de Europa no atrae a
nadie; suele aceptarte sin demasiadas
preguntas inconvenientes: vive y deja
vivir. Es un cruce de caminos: gente que
busca clínicas privadas o sanatorios
antituberculosos en las montañas, gente
que dejó de ser hace mucho persona
grata en Italia o Francia. Y si eso fuera
todo…
Pero una noche de fiesta en el Hotel
des Trois Mondes un recién llegado
apenas percibiría lo que se mueve bajo
la superficie. Habría, observando a los
bailarines, una galería de señoras
inglesas de cierta edad, con cintas en el
cuello, pelo teñido y caras empolvadas
de un gris rosáceo; una galería de
señoras americanas de cierta edad, con
el pelo de un color falso, blanco de
nieve, vestidos negros y labios rojo
cereza. Y casi todas mirarían a derecha
e izquierda incansablemente y, de vez en
cuando, posarían la mirada en la
omnipresente Fifi. Todo el hotel se había
podido enterar de que Fifi cumplía
dieciocho años aquella noche.
Fifi Schwartz. Una judía de belleza
radiante y exquisita, con una frente
despejada que ascendía elegantemente
hasta donde el pelo, rodeándola como un
escudo, estallaba en bucles, ondas y
tirabuzones de un delicado rojo oscuro.
Sus ojos eran grandes, vivos,
transparentes, húmedos y brillantes; el
color de sus mejillas y de sus labios era
auténtico, y afloraba a la superficie
desde el latir joven y fuerte de su
corazón. Su cuerpo estaba tan
estrictamente proporcionado que un
cínico había difundido el comentario de
que Fifi siempre aparentaba no llevar
nada bajo el vestido; pero
probablemente se equivocaba, pues Fifi
había sido dotada de belleza con el
mismo mimo por Dios y por los
hombres. Qué vestidos… el cereza de
Chanel, el malva de Molyneux, el rosa
de Patou; docenas de vestidos, ceñidos a
las caderas, cimbreantes, cayendo a diez
milímetros justos de la pista de baile.
Aquella noche era una mujer de treinta
años, vestida de negro deslumbrante,
con largos guantes blancos que le
cubrían los antebrazos. «Qué mal
gusto», cuchicheaban. «Es como un
escenario, un escaparate, un desfile de
modelos. ¿En qué estará pensando su
madre? Pero, claro, fíjate en cómo va la
madre».
La madre estaba sentada con un
amigo y pensaba en Fifi y en el hermano
de Fifi, y en sus otras hijas ya casadas,
de quienes pensaba que habían sido
incluso más guapas que Fifi. La señora
Schwartz era una mujer sencilla; era
judía desde hacía mucho tiempo y oía
con franca indiferencia lo que
comentaban los grupos del salón. Otro
tipo de personas, muy abundante, al que
no importaban las habladurías eran los
jóvenes, docenas de jóvenes. Seguían a
Fifi de la mañana a la noche dentro y
fuera de las lanchas, los clubes
nocturnos, los lagos interiores, los
automóviles, los salones de té y los
funiculares, y decían:
—¡Eh, mira, es Fifi!
Y se pavoneaban ante ella, o decían:
—¡Dame un beso, Fifi!
O incluso:
—¡Dame otro beso, Fifi!
Y hablaban mal de ella e intentaban
que fuera su novia.
Pero la mayoría era demasiado
joven, pues aquella pequeña ciudad, por
algún ilógico razonamiento, se suponía
que gozaba de un excelente clima para
ser un centro educativo.
Fifi no criticaba a nadie, ni era
consciente de que la criticaran. Aquella
noche la galería de mirones en el gran
salón de cristal en forma de herradura
hacía comentarios sobre su fiesta de
cumpleaños y se quejaba sobre todo de
cómo había entrado Fifi. Habían servido
la mesa en el último de una serie de
comedores, a los que se accedía desde
el salón central. Pero Fifi, con su
vestido negro, llamando a gritos la
atención, apareció en el primer
comedor, seguida por un verdadero
pelotón de jóvenes de todas las
nacionalidades y razas posibles, y, a la
carrera, moviendo sus preciosas caderas
y agitando su preciosa cabeza, los guió
entre vaivenes por todo el recinto,
mientras los ancianos se atragantaban
con espinas de pescado, y se aflojaban
los músculos faciales de las ancianas, y
las protestas se convertían en un rugido
al paso del cortejo.
No deberían haberse ofendido tanto.
Fue una fiesta espantosa porque Fifi
pensaba que tenía que ser amable con
todo el mundo y multiplicarse y ser una
docena de personas, así que habló con
toda la mesa e interrumpió todas las
conversaciones, sin importarle a qué
distancia se iniciaban. De modo que
nadie se lo pasó bien, y la gente del
hotel no debería haberse molestado tanto
porque Fifi fuera joven y terriblemente
feliz.
Más tarde, en el salón, muchos de
los hombres que habían sido los
comparsas de la fiesta merodeaban entre
las mesas como si aquello no tuviera
nada que ver con ellos. Entre ellos
estaba el joven conde Stanislas Borowki
con sus atractivos y brillantes ojos
oscuros de ciervo disecado, y su pelo
negro, marcado ya por distinguidas vetas
que recordaban el teclado de un piano.
Se acercó a la mesa de una familia de
buena posición apellidada Taylor y se
sentó con apenas un débil suspiro, que
les hizo sonreír.
—¿No ha sido horrible? —le
preguntaron.
La rubia señorita Howard, que
viajaba con los Taylor, era casi tan
guapa como Fifi y se vestía con mayor
consideración hacia el prójimo. Había
hecho lo posible para no conocer a la
señorita Schwartz, aunque compartía
con ella a algunos jóvenes. Los Taylor
eran diplomáticos de carrera y se
dirigían a Londres tras la conferencia de
la Liga de las Naciones en Ginebra. Iban
a presentar en la Corte aquella
temporada a la señorita Howard. Eran
americanos muy europeizados; de hecho,
habían alcanzado una posición en la que
era difícil decir que pertenecieran a
ninguna nación; nunca desde luego a una
gran potencia, si acaso a una especie de
país que se pareciera a un Estado
balcánico, compuesto por ciudadanos
como ellos. Consideraban que Fifí era
una vergüenza tan innecesaria como un
nuevo color en la bandera.
La señora inglesa alta que fumaba en
una larga boquilla e iba acompañada por
un pequinés medio paralítico se levantó
en aquel instante y les anunció a los
Taylor que tenía una cita en el bar, y se
fue, llevando en brazos a su pequinés
paralítico y provocando, por donde
pasaba, un silencio sobrecogido en el
hervidero de voces y bromas infantiles
que reinaba en la mesa de Fifi.
A eso de la medianoche, el señor
Weicker, director del hotel, se asomó al
bar, donde el gramófono de Fifi bramaba
nuevos tangos alemanes entre el humo y
el ruido. Tenía una cara pequeña que
inmediatamente percibía el fondo de las
cosas, y últimamente echaba un rápido
vistazo al bar cada noche. Pero no había
ido a admirar a Fifi; quería investigar
por qué no iban bien las cosas en el
Hotel des Trois Mondes aquel verano.
Se trataba, por supuesto, de la
constante caída de la Bolsa en Estados
Unidos. Con tantos hoteles mendigando
clientela, los clientes se habían vuelto
melindrosos, exigentes, quejumbrosos, y
el señor Weicker había tenido que tomar
últimamente demasiadas decisiones
delicadas. Una familia numerosa había
abandonado el hotel porque el
gramófono de lady Capps-Karr estuvo
sonando toda la noche. También se
sospechaba que había un ladrón en el
hotel; habían recibido quejas por el robo
de carteras, pitilleras, relojes y anillos.
Algunas veces los clientes hablaban con
el señor Weicker como si desearan
registrarle los bolsillos. Había
habitaciones vacías que no tenían por
qué haber estado vacías aquel verano.
Su mirada cayó severa, de paso,
sobre el conde Borowki, que estaba
jugando al billar con Fifi. El conde
Borowki llevaba tres semanas sin pagar
la cuenta. Le había dicho al señor
Weicker que estaba esperado a su
madre, que lo arreglaría todo. Y estaba
Fifi, que atraía a una pandilla de
indeseables: jóvenes estudiantes que
vivían del dinero que les mandaban sus
padres y pedían a cuenta bebidas que
nunca pagaban. Lady Capps-Karr, por el
contrario, era una grande cliente; se
podía contar con tres botellas de whisky
al día para ella y su círculo, y su padre,
desde Londres, pagaba hasta la última
gota. El señor Weicker decidió darle un
ultimátum al señor Borowki aquella
noche, y se retiró. Su visita había durado
unos diez segundos.
El conde Borowki dejó el taco de
billar y se acercó a Fifi murmurando
algo. Ella le cogió la mano y lo llevó a
un rincón a oscuras cerca del
gramófono.
—Mi sueño, mi chica americana —
dijo él—: vamos a encargar que te
pinten en Budapest como estás esta
noche. Figurarás entre los retratos de
mis antepasados en las paredes de mi
castillo de Transilvania.
Podría pensarse que una chica
americana normal, que hubiera visto un
número normal de películas, habría
detectado cierto tono conocido en el
galanteo persistente del conde Borowki.
Pero el Hotel des Trois Mondes estaba
lleno de personas que eran
verdaderamente ricas y nobles, gente
que hacía delicados bordados o tomaba
cocaína en apartamentos cerrados
mientras aspiraban a tronos europeos y a
media docena de principados alemanes,
y Fifi prefería no dudar de quien rendía
pleitesía a su belleza. Aquella noche
nada la sorprendía: ni siquiera la
precipitada proposición del conde de
que se casaran aquella misma semana.
—Mamá no quiere que me case
hasta el año que viene. Sólo le he dicho
que nos íbamos a prometer.
—Pero mi madre quiere que me
case. Tiene mucho carácter, como decís
los americanos; está empeñada en que
me case con la princesa tal o la condesa
cual.
Mientras, lady Capps-Karr
celebraba una reunión en el otro extremo
de la sala. Un inglés alto y encorvado,
manchado por el polvo del camino,
acababa de abrir la puerta del bar, y
lady Capps-Karr, al grito de «¡Bopes!»,
se había lanzado sobre él:
—¡Bopes! ¡Eh, Bopes!
—Capps, tesoro. ¿Qué tal, Rafe? —
saludó al acompañante de lady Capps-
Karr—… Qué casualidad, Capps.
—¡Bopes! ¡Bopes!
Sus exclamaciones y risas llenaron
el salón, y el barman murmuró a un
americano curioso que el recién llegado
era el marqués Kinkallow.
Bopes se tendió en varias sillas y un
sofá y llamó al camarero. Anunció que
venía conduciendo desde París sin parar
y que saldría a la mañana siguiente para
reunirse en Milán con la única mujer a
quien había querido. No parecía en
condiciones de reunirse con nadie.
—Ay, Bopes, he estado tan ciega —
dijo lady Capps-Karr lastimosamente—.
Un día y otro día, siempre. Llegué en
avión desde Cannes, con la idea de
quedarme sólo un día, y me encontré
aquí con Rafe y con otros americanos
que conocía, y ya llevo aquí dos
semanas, y mis billetes para Malta han
caducado. ¡Quédate y sálvame! ¡Ay,
Bopes! ¡Bopes!
El marqués Kinkallow miró hacia el
bar con ojos cansados.
—¿Y ésa quién es? —preguntó—.
La hermosa judía… ¿Y quién es ese
individuo que está con ella?
—Es americana —dijo la hija de un
centenar de condes—. El tipo es un
sinvergüenza, pero por lo visto tiene
pedigrí. Es camarada de Schenzi, el de
Viena. La otra noche estuve jugando con
él al chemin defer hasta las cinco aquí
en el bar y me debe mil francos suizos.
—Tengo que hablar unas palabras
con esa putilla —dijo Bopes veinte
minutos más tarde—. Prepáramelo,
Rafe; anda, pórtate bien.
Ralph Berry conocía a la señorita
Schwartz, y, en cuanto se le presentó la
ocasión de hacer las presentaciones, se
levantó amablemente. La ocasión llegó
cuando un chasseur le rogó al conde
Borowki que se presentara en recepción.
Rafe se las arregló para eludir a los dos
o tres jóvenes que acompañaban a Fifi.
—El marqués Kinkallow desea
conocerla. ¿Puede venir a nuestra mesa?
Fifi miró al otro extremo de la sala,
frunciendo un poco las cejas finísimas.
Algo le advertía que su noche ya estaba
bastante completa. Lady Capps-Karr
jamás le había dirigido la palabra; Fifi
pensaba que tenía envidia de sus
vestidos.
—¿No puedes traerlo aquí?
Un instante después Bopes se
sentaba al lado de Fifi con una sombra
de condescendencia en la cara. No
podía evitarlo; de hecho, luchaba contra
ello sin cesar, pero le pasaba siempre
que estaba con americanos. «Es
demasiado para mí», parecía decir.
«Basta que comparéis mi seguridad con
vuestra indecisión, mi sofisticación con
vuestra ingenuidad, aunque el mundo
entero haya caído en vuestro poder». En
los últimos años había descubierto que
su tono, a no ser que lo vigilara,
ocultaba un resentimiento latente. Fifi lo
miró radiante y le habló de su
esplendoroso futuro.
—Dentro de poco me voy a París —
dijo como si anunciara la caída del
Imperio Romano—; quizá estudie en la
Sorbona, y luego tal vez me case; nunca
se sabe. Sólo tengo dieciocho años.
Había dieciocho velas en mi pastel de
cumpleaños esta noche. Me habría
gustado que hubieras estado aquí… He
recibido maravillosas ofertas para
debutar en el teatro, pero, claro, una
chica que se dedica al teatro da mucho
que hablar.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —
preguntó Bopes.
—Ah, van a venir muchos más
chicos, más tarde. Quédate por aquí:
estás invitado a la fiesta.
—Estaba pensando que tú y yo
podríamos hacer otra cosa. Me voy a
Milán mañana.
En el otro extremo del salón, lady
Capps-Karr estaba violenta, disgustada
por la deserción.
—Después de todo, un amigacho es
un amigacho y un íntimo es un íntimo —
protestó—, pero hay cosas que no se
hacen. Nunca he visto a Bopes en un
estado tan lamentable.
No le quitaba ojo a la conversación
que tenía lugar en el otro extremo de la
sala.
—Ven a Milán conmigo —decía el
marqués—. Ven al Tíbet o al Indostán.
Asistiremos a la coronación del rey de
Etiopía. Bueno, vámonos a dar un paseo
en coche ahora mismo.
—Todavía quedan demasiados
invitados. Además, no me monto en el
coche del primero que llega. Se supone
que estoy prometida. Con un conde
húngaro. Se pondría furioso y
probablemente te desafiaría a un duelo.
La señora Schwartz, con cara de
pedir perdón, atravesó la sala y se
acercó a Fifi.
—John se ha ido —anunció—. Se ha
vuelto a marchar. Fifi dio un grito de
disgusto.
—Me dio su palabra de honor de
que no se iría.
—Pero se ha ido. He mirado en su
habitación y no estaba su sombrero. Ha
sido el champán de la cena —miró al
marqués—. No es que John sea un chico
con vicios, pero es débil, muy débil.
—Me figuro que tendré que ir a
buscarlo —dijo Fifi, resignada.
—Me sabe fatal estropearte la
noche, pero no sé qué otra cosa
podríamos hacer. Quizá este caballero
pueda acompañarte. Ya ve, Fifi es la
única que puede manejarlo. Su padre
murió y la verdad es que para manejar a
un chico hace falta un hombre.
—Así es —dijo Bopes.
—¿Me puedes llevar? —preguntó
Fifi—. Sólo es a un café de la ciudad.
Bopes aceptó con la mayor
prontitud. Fuera, bajo la noche de
septiembre, la fragancia de Fifi se
filtraba a través de la capa de armiño,
mientras su dueña añadía algunas
explicaciones:
—Una rusa lo tiene dominado; dice
que es condesa, pero su única propiedad
consiste en un abrigo de piel de zorro
que se pone con todo. Mi hermano sólo
tiene diecinueve años, así que en cuanto
se bebe un par de copas de champán,
dice que se va a casar con ella, y mamá
sufre.
Bopes le echó con impaciencia el
brazo por los hombros en cuanto
empezaron a subir la colina que llevaba
a la ciudad.
Quince minutos después el coche se
detuvo varias manzanas más allá del
café y Fifi se apeó. Un arañazo largo e
irregular adornaba ahora la cara del
marqués: le atravesaba en diagonal la
mejilla, cruzaba la nariz con unas
cuantas líneas superficiales e
imprecisas, y acababa en una especie de
terminal de ferrocarriles en la
mandíbula inferior.
—No me gusta estar con alguien que
se pone tan tonto —explicó Fifi—. No
hace falta que esperes, podemos tomar
un taxi.
—¿Que espere? —exclamó el
marqués, furioso—. ¿A alguien tan
insignificante y vulgar como tú? Ya me
habían dicho que eras el hazmerreír del
hotel, y ahora sé de sobra por qué.
Fifi atravesó deprisa la calle y entró
en el café, deteniéndose en la puerta
hasta que vio a su hermano. Era una
reproducción de Fifi sin su
extraordinario entusiasmo; en aquel
instante compartía mesa con un frágil
exiliado del Cáucaso y dos serbios
tuberculosos. Fifi esperó a reunir el
valor suficiente para enfrentarse al
asunto; entonces cruzó la pista de baile:
llamaba la atención como una nube que
presagia tormenta, vestida de negro
brillante.
—Mamá me ha mandado a buscarte,
John; coge tu abrigo.
—¿Sí? ¿Qué bicho le ha picado? —
preguntó, con la mirada perdida.
—Mamá dice que tienes que ir.
Se levantó de mala gana. Los dos
serbios también se levantaron; la
condesa no había movido un músculo;
sus ojos, profundamente hundidos en los
pómulos mongoles, no se apartaron ni un
momento de la cara de Fifi; la cabeza se
agazapaba en el abrigo de piel de zorro
plateado que, como Fifi sabía,
representaba la última asignación
mensual que había recibido su hermano.
Mientras John Schwartz, poco seguro
sobre sus pies, se tambaleaba
ligeramente, la orquesta acometía Ich
bin von Kopf bis Fuss. Tras sumergirse
en la confusión de aquella mesa, Fifi
emergió agarrada del brazo de su
hermano, lo empujó hacia el
guardarropa y, ya en la calle, hacia la
parada de taxis.
Era tarde; la noche de fiesta y su
cumpleaños habían terminado y,
mientras volvía en taxi al hotel, con John
desplomado sobre su hombro, Fifi sintió
de repente una pena profunda. Gracias a
su excelente salud nunca había sido
aprensiva, y era verdad que la familia
Schwartz llevaba viviendo tanto tiempo
en aquel ambiente que Fifi no se sentía
insatisfecha entre el torbellino y la
sociedad del Hotel des Trois Mondes, y,
sin embargo, de repente la noche se
había estropeado. ¿Por qué algunas
veces terminan las noches en una nota
aguda, y no se desvanecen suavemente
como una música? Todas las noches,
cuando daban las diez, tenía la
sensación de que era el único ser real en
una colonia de fantasmas, de que estaba
rodeada por figuras absolutamente
intangibles que retrocederían en cuanto
ella alargara la mano.
El portero ayudó a su hermano a
llegar al ascensor. Al entrar, Fifi vio
demasiado tarde que había dos personas
dentro. Antes de que pudiera sacar a
John, las dos se apartaron de Fifi como
si temieran contagiarse. Fifi oyó a la
señora Taylor decir: «¡Dios nos asista!»,
y a la señorita Howard: «¡Qué asco!».
El ascensor se puso en marcha. Fifi
aguantó la respiración hasta que se
detuvo en su planta.
Fue quizá el impacto de este último
encuentro lo que provocó que se
quedara muy quieta, junto a la puerta del
apartamento, a oscuras. Entonces tuvo la
sensación de que había alguien más en la
oscuridad, frente a ella, y, una vez que
su hermano, dando traspiés, se derrumbó
en el sofá, siguió a la espera.
—Mamá —llamó, pero no hubo
respuesta, apenas un ruido más débil que
un susurro, como un zapato que rozara el
suelo.
Pocos minutos después, cuando su
madre subió, llamaron al valet de
chambre y recorrieron juntos las
habitaciones, pero no había nadie. Luego
madre e hija se quedaron ante el balcón
abierto, mirando el lago, y el racimo de
las luces de Évian en la costa francesa, y
la cofia de nieve en las montañas.
—Creo que llevamos aquí
demasiado tiempo —dijo súbitamente la
señora Schwartz—. Creo que me llevaré
a John a Estados Unidos este otoño.
Fifi se quedó pasmada.
—Pero yo creía que John y yo
íbamos a ir a París, a la Sorbona.
—¿Y cómo voy a fiarme de él, en
París? ¿Y te voy a dejar sola?
—Es que ya nos hemos
acostumbrado a vivir en Europa. ¿Para
qué he aprendido a hablar francés?
Mamá, ni siquiera conocemos a nadie en
Estados Unidos.
—Siempre conoceremos a alguien.
Siempre lo hemos hecho.
—Pero tú sabes que es distinto. Allí
la gente es tan intolerante… En Estados
Unidos una chica no tiene ocasión de
conocer a hombres como los de aquí, si
es que los hay. Y todo el mundo está
pendiente de lo que hacen los demás.
—Igual que aquí —dijo la madre—.
Ese señor Weicker acaba de pararme en
el vestíbulo; te vio entrar con John, y me
estuvo diciendo que sois demasiado
jóvenes para ir al bar. Le dije que tú
sólo bebes limonada, y me respondió
que eso no importa; escenas como la de
esta noche hacen que la gente se vaya
del hotel.
—¡Qué miserable!
—Así que pienso que lo mejor es
que volvamos a América.
Aquella frase vacía resonó
desoladoramente en los oídos de Fifi. Se
abrazó a la cintura de su madre dándose
cuenta de que era ella y no su madre,
pues su madre tenía un firme asidero en
el pasado, quien estaba completamente
perdida en el universo. En el sofá su
hermano roncaba, parte del mundo de
los débiles, de los que se apoyan unos
en otros, satisfechos de su fétida y
voluble calidez. Pero Fifi seguía
mirando el cielo extranjero, segura de
que podría abrir sus puertas y encontrar
su propio camino a través de la envidia
y la corrupción. Por primera vez pensó
en serio casarse con Borowki
inmediatamente.
—¿No quieres bajar a decirles
buenas noches a tus amigos? —sugirió
su madre—. Hay todavía muchos que
siguen preguntando por ti.
Pero las Furias amenazaban a Fifi:
amenazaban su falsa seguridad de niña y
su inocencia, incluso su belleza, para
derrumbarlo todo y arrastrarlo por el
barro. Cuando negó con la cabeza y se
fue de mal humor a su dormitorio, ya le
habían arrebatado algo para siempre.

II.

A la mañana siguiente la señora


Schwartz fue al despacho del señor
Weicker para denunciar la pérdida de
doscientos dólares en moneda
estadounidense. Había dejado el dinero
encima de la cómoda antes de acostarse;
cuando se despertó, ya no estaba. Había
echado el cerrojo en la puerta del
apartamento, pero por la mañana el
cerrojo había sido corrido, aunque
ninguno de sus hijos se había despertado
todavía. Por fortuna se había llevado las
joyas a la cama en una bolsa de gamuza.
El señor Weicker decidió que la
situación debía ser tratada con
delicadeza. No pocos huéspedes del
hotel se encontraban pasando apuros
económicos y eran partidarios de
soluciones extremas, pero el señor
Weicker debía proceder con pies de
plomo. En América, o se tiene dinero o
no se tiene; en Europa el heredero de
una fortuna puede no tener ni para
pelarse hasta la muerte de un primo
lejano, y ser considerado públicamente
un sablista sin ofenderse lo más mínimo.
El señor Weicker abrió el ejemplar del
almanaque de Gotha que tenía en el
despacho, y comprobó que Stanislas
Karl Joseph Borowki estaba entroncado
con la última rama de un linaje más
antiguo que la corona de San Esteban.
Aquella mañana, con un traje de montar
tan elegante como el uniforme de un
húsar, había salido a caballo con la
impoluta y correcta señorita Howard. Y,
por otra parte, no cabía la menor duda
sobre quién era la víctima del robo, y la
indignación del señor Weicker empezó a
concentrarse en Fifi y su familia, que
podían haberle ahorrado este problema
si se hubieran ido del hotel hacía mucho
tiempo. Incluso era concebible que el
hijo disoluto de la familia, John, hubiera
sisado el dinero.
En cualquier caso, los Schwartz iban
a volver a América. Llevaban tres años
viviendo en hoteles, en París, Florencia,
Saint Raphael, Como, Vichy, La Baule,
Lucerna, Baden-Baden y Biarritz. En
todas estas ciudades los niños habían
ido al colegio —siempre a colegios
nuevos— y ahora hablaban
perfectamente francés y un poco, muy
poco, de italiano. Fifi había dejado de
ser una niña de catorce años demasiado
desarrollada para convertirse en una
belleza; John se había convertido en un
lamentable caso perdido. Los dos sabían
jugar al bridge, y en algún sitio Fifi
había aprendido a bailar claque. La
señora Schwartz tenía la impresión de
que todo aquello era poco satisfactorio,
pero no sabía por qué. Así que, dos días
después del cumpleaños de Fifi anunció
que harían las maletas, irían a París para
comprar ropa de otoño y volverían a
América.
Aquella misma tarde Fifi fue al bar a
recoger su gramófono, que llevaba allí
desde la noche de la fiesta. Se sentó en
un alto taburete y estuvo charlando con
el camarero mientras se bebía un ginger-
ale.
—Mi madre quiere que vuelva con
ella a América, pero yo no pienso ir.
—¿Y qué piensa hacer?
—Tengo un poco de dinero y a lo
mejor me caso —tomó unos sorbos de
ginger-ale con cara de mal humor.
—He oído que les han robado algún
dinero —señaló el camarero—. ¿Cómo
ha sido?
—Pues el conde Borowki cree que
el ladrón entró en el apartamento antes
de que llegáramos y se escondió entre
las dos puertas que separan nuestro
apartamento del apartamento de al lado.
Y, mientras dormíamos, cogió el dinero
y se fue.
—¡Vaya!
Fifi suspiró.
—Bueno, a lo mejor es la última vez
que vengo al bar.
—La echaremos de menos, señorita
Schwartz.
El señor Weicker asomó la cabeza
por la puerta, la retiró y se acercó
despacio.
—Hola —dijo Fifi con frialdad.
—A usted quería yo verla, señorita
—movía el dedo ante la cara de Fifi con
burlón amaneramiento—. ¿No sabe que
he hablado con su madre sobre sus
visitas al bar? Sólo es por su bien.
—Me estoy tomando un ginger-ale
—dijo Fifi, indignada.
—Pero nadie sabe lo que usted está
tomando. Podría ser whisky o cualquier
cosa. Y se quejan los clientes.
Fifi clavó los ojos en el director,
indignada. Aquella visión del mundo era
completamente distinta de la suya: Fifi,
centro vital del hotel; Fifi, envuelta en
los vestidos más seductores y
elevándose espléndida e inalcanzable
sobre sus adoradores. Y de repente la
cara servil, pero hostil, del señor
Weicker la enfureció.
—¡Nos vamos a ir de este hotel! —
estalló—. Nunca había visto una
pandilla de gente tan estrecha de miras;
siempre están criticando a todo el
mundo, inventándose las peores cosas
de los demás, no importa lo que ellos
hagan. Creo que sería estupendo que se
prendiera fuego al hotel y ardiera hasta
los cimientos con toda esa gentuza
dentro.
Dejó el vaso ruidosamente sobre la
barra, cogió la maleta del fonógrafo y
salió del bar con paso airado.
En el vestíbulo un botones se
apresuró a ayudarla, pero Fifi hizo un
gesto de negación con la cabeza y
atravesó corriendo el salón, donde se
encontró con el conde Borowki.
—¡Estoy que me subo por las
paredes! —gritó—. ¡Nunca había visto a
tantas alimañas juntas! ¡Acabo de
decirle al señor Weicker lo que pienso
de ellos!
—¿Se ha atrevido alguien a faltarte
al respeto?
—Me da lo mismo. Volvemos a
América.
—¡Os vais! —el conde se había
sobresaltado—. ¿Cuándo?
—Ya. Yo no quiero, pero mamá dice
que tenemos que irnos.
—Tengo que hablar contigo muy en
serio —dijo el conde—. Acabo de
llamar por teléfono a tu habitación. Te
he traído un pequeño regalo de
compromiso.
Cuando Fifi cogió la preciosa
pitillera de oro y marfil, con sus
iniciales grabadas, recuperó la alegría.
—¡Es maravillosa!
—Óyeme un momento; lo que me has
dicho hace más importante lo que voy a
decirte. Acabo de recibir carta de mi
madre. Me han buscado una novia en
Budapest: una chica maravillosa, guapa,
rica y de mi misma clase social, que
sería inmensamente feliz si nos
casáramos, pero yo estoy enamorado de
ti. Jamás lo hubiera creído posible, pero
he perdido la cabeza por una americana.
—¿Y por qué no? —dijo Fifi,
indignada—. Aquí, para que digan que
una chica es guapa, basta con que tenga
algo que no esté mal. Y luego, aunque
tenga el pelo o los ojos bonitos, tiene las
piernas o los dientes torcidos.
—Tú eres perfecta.
—Ah, sí —dijo Fifi modestamente
—. Tengo la nariz un poco grande. ¿No
sabías que soy judía?
Un poco impaciente, Borowki
volvió a lo suyo:
—Me están presionando para que
me case. Es por cuestiones de herencia.
—Además, tengo la frente
demasiado grande —observó Fifi,
ensimismada—. Es tan ancha que me
hace una especie de arruga. Conocí a un
chico muy gracioso que me decía que yo
sí que tenía cinco dedos de frente.
—Así que lo más sensato —
prosiguió Borowki— es que nos
casemos inmediatamente. Quiero decirte
con toda franqueza que hay otras chicas
americanas, no muy lejos de aquí, que
no dudarían un momento.
—Mamá se volvería loca —dijo
Fifi.
—También he pensado en eso —
contestó el conde con vehemencia—. No
le digas nada. Si cruzamos la frontera
esta noche podríamos casarnos mañana
por la mañana, luego volveríamos y le
enseñarías a tu madre el escudo de
armas, las coronas doradas pintadas en
tus maletas. Mi opinión personal es que
estaría encantada. Y tú disfrutarías, libre
de ella, de una posición social sin igual
en Europa. En mi opinión,
probablemente tu madre ya lo haya
pensado, y quizá se haya dicho: «¿Por
qué estos dos no resuelven el asunto por
su cuenta y me ahorran los trámites y el
gasto de una boda?». Yo creo que le
gustaría que tuviéramos carácter. Dejó
de hablar, impaciente, cuando lady
Capps-Karr, saliendo del comedor con
su pequinés, se detuvo por sorpresa
junto a ellos. El conde Borowki se vio
obligado a presentarlas. Como no se
había enterado del desaire que el
marqués Kinkallow le había hecho a
lady Capps-Karr, ni de que Su Señoría
se había ido a Milán aquella mañana con
el corazón herido, no sospechaba lo que
se avecinaba.
—Ya me había fijado en la señorita
Schwartz —dijo la inglesa con una voz
clara, seca—. Y por supuesto me había
fijado en los vestidos de la señorita
Schwartz.
—¿No se sienta? —dijo Fifi.
—No, gracias —se dirigió a
Borowki—: Los vestidos de la señorita
Schwartz nos hacen parecer a todas un
poco anodinas. A mí no me gusta
vestirme con demasiado detalle cuando
estoy en un hotel. Me parece de pésimo
gusto. ¿No lo ve usted así?
—Yo creo que la gente siempre debe
ir bien vestida —dijo Fifi,
ruborizándose.
—Por supuesto. Lo único que digo
es que me parece de pésimo gusto vestir
con demasiado detalle, si no es en casa
de los amigos.
Lady Capps-Karr dedicó un sinuoso
adiós a Borowki y siguió su camino,
dejando a su paso una nube de humo de
cigarrillo y una débil fragancia de
whisky.
El insulto había sido tan mordaz
como el chasquido de un látigo, y, a la
vez que el orgullo que Fifi sentía por su
guardarropa se derrumbaba de repente,
Fifi oyó todos los comentarios que no
había oído antes, en un murmullo
redivivo e inmenso. Así que habían
dicho que se ponía aquellos trajes
porque no tenía otro sitio donde
ponérselos. Éste era el motivo por el
que la hija de los Howard la
consideraba vulgar y no tenía ningún
interés en conocerla.
Por un instante su ira estalló,
tomando como blanco a su madre, que
no le había dicho nada, pero comprendió
que su madre tampoco se había dado
cuenta.
—Me parece que no es nada
elegante —se obligó a decir en voz en
alta, pero por dentro estaba temblando
—. ¿Y quién es ésa? Quiero decir:
¿tiene un título muy importante?
—Es la viuda de un barón.
—¿Y eso es importante? —Fifi
permanecía impasible—. ¿Más
importante que una condesa?
—No. Una condesa es de mayor
rangos infinitamente mayor —el conde
Borowki acercó su silla hacia Fifi y
empezó a hablarle con mucha atención.
Media hora después Fifi se levantó
con la indecisión reflejada en la cara.
—A las siete espero una respuesta
definitiva —dijo Borowki—, y a las
diez tendré el coche listo.
Fifi asintió con un gesto. El conde la
acompañó hasta la puerta del salón y vio
cómo desaparecía en el espejo en
sombras del vestíbulo, camino del
ascensor.
Cuando volvió, lady Capps-Karr,
sola en una mesa tomando café, le dijo:
—Me gustaría hablar un momento
con usted. ¿Le ha dicho usted a Weicker,
por equivocación, que si hubiera algún
problema yo avalaría su cuenta?
Borowki se puso rojo.
—Quizá le haya dicho algo
parecido, pero…
—Vale, yo le he dicho la verdad:
que a usted no lo había visto en mi vida
hasta hace quince días.
—Yo, como es natural, he recurrido
a una persona de igual rango…
—¡Igual rango! ¡Qué caradura! Los
únicos títulos que quedan son los
ingleses. Debo rogarle que no vuelva a
utilizar mi nombre.
Borowki hizo una reverencia.
—Semejantes inconvenientes pronto
serán para mí agua pasada.
—¿Se va a fugar usted con esa niña
americana y ordinaria?
—Le ruego que me perdone —dijo
fríamente el conde.
—No se enfade. Tómese un whisky
con soda. Me estoy preparando para
recibir a Bopes Kinkallow, que acaba
de llamar por teléfono para decir que
vuelve tambaleándose.
Mientras, en el piso de arriba, la
señora Schwartz le decía a Fifi:
—Me hace ilusión volver a casa.
Será estupendo volver a ver a los Hirst
y a la señora Bell, a Amy y a Marjorie,
y a Gladys, y a su nuevo hermanito. Y tú
también te pondrás contenta; se te ha
olvidado cómo son. Gladys y tú erais
grandes amigas. Y Marjorie…
—¡Ay, mamá, no me hables de eso!
—exclamó Fifi, muy triste—. No quiero
volver.
—No hay ningún motivo para que
nos quedemos. Si John va a la
universidad como quería su padre,
nosotras podríamos irnos a California.
Pero para Fifi todas las aventuras de
la vida se concentraban en los tres
inolvidables años que había pasado en
Europa. Recordaba a los altos guardias
de Roma y al anciano español que por
primera vez la había hecho consciente
de su belleza en Como, en Villa d’Este,
y al aviador de la armada francesa que
en Saint Raphael le había lanzado una
carta al jardín desde su aeroplano, y la
emoción que había sentido alguna vez
bailando con Borowki, ataviado con
botas relucientes y un dolmán de piel
blanca.
Había visto muchas películas
americanas y sabía que las chicas de allí
siempre se casaban con un chico fiel de
su ciudad y que después acababa la
película.
—No pienso ir —dijo en voz alta.
Su madre se volvió con un montón
de ropa en los brazos.
—¿Cómo se te ocurre hablar así,
Fifi? ¿Crees que voy a dejarte aquí
sola? —y, como Fifi no respondió,
continuó en un tono terminante—: No me
gusta oírte hablar así. Y ahora deja de
quejarte y de decir tonterías, y ve a
comprar a la ciudad. Aquí tienes la lista.
Pero Fifi había tomado una decisión.
Estaba Borowki, la oportunidad de vivir
de verdad, a la aventura. El conde
podría ingresar en el servicio
diplomático, y, cuando un día
encontraran a lady Capps-Karr y a la
señorita Howard en un baile en la
embajada, podría hacer en voz alta el
comentario que en aquel momento le
parecía apropiado: «No soporto a la
gente que siempre parece que va o viene
de un funeral».
—Venga, corre —continuó su madre
—. Y mira si está tu hermano en el café,
y te lo traes a tomar el té.
Fifi cogió la lista de la compra con
un gesto mecánico. Luego entró en su
habitación y escribió una nota para
Borowki, que le dejaría al conserje
cuando saliera.
Cuando ya se iba, vio a su madre
que luchaba con un baúl, y le dio una
pena infinita. Pero en América estaban
Amy y Gladys, y Fifi se sintió más
fuerte.
Bajaba las escaleras cuando recordó
que, distraída, había olvidado mirarse,
como era obligatorio, al espejo; pero,
precisamente a la entrada del gran salón,
había un gran espejo en la pared, y
frente a él se detuvo.
Era preciosa: volvía a comprobarlo,
aunque ahora se pusiera triste. Se
preguntó si el vestido que llevaba
aquella tarde era de mal gusto, si
alimentaría la sensación de superioridad
de la señorita Howard y lady Capps-
Karr. A ella le parecía un traje
maravilloso, de corte elegante, sencillo,
pero el color era un azul metálico claro,
demasiado vivo.
Entonces, de repente, un ruido
rompió la tranquilidad del vestíbulo en
penumbra y Fifi se quedó sin respiración
y paralizada.

III.
A las once el señor Weicker estaba
cansado, pero en el bar reinaba uno de
sus habituales tumultos y el director
estaba esperando a que la situación se
tranquilizara. No había nada que hacer
en su mohoso despacho ni en el
vestíbulo vacío; y el salón, donde
durante todo el día mantenía largas
conversaciones con inglesas y
americanas solitarias, estaba desierto,
así que salió por la puerta principal y
empezó a dar su acostumbrada vuelta
alrededor del hotel. Ya fuera por su
ronda, o por las miradas frecuentes a las
luces titilantes de los dormitorios y a
través de las humildes ventanas
enrejadas de la planta de las cocinas, el
paseo le dio la impresión de que el hotel
estaba bajo su control, que él era el
responsable idóneo, como si el hotel
fuera un barco y lo contemplara desde el
puente de mando.
Atravesó un torrente de ruido y
música que llegaba del bar, dejó atrás
una ventana en la que dos chicos
sentados en una cama jugaban a las
cartas junto a una botella de vino
español. En el piso de arriba, en alguna
parte, sonaba un gramófono, y una figura
de mujer tapaba una ventana; luego
recorrió el ala silenciosa del edificio y,
al doblar la esquina, volvió al punto de
partida y, frente al hotel, a la débil luz
de la puerta del garaje, vio al conde
Borowki.
Algo le hizo detenerse —algo que no
parecía lógico— y vigilar a Borowki,
que no podía pagar la cuenta, pero tenía
un coche con chófer. Borowki le estaba
dando al chófer órdenes precisas, y
entonces el señor Weicker se dio cuenta
de que llevaba una bolsa en el asiento
delantero, y dio un paso hacia la luz.
—¿Nos deja usted, conde Borowki?
La voz sobresaltó a Borowki.
—Sólo por esta noche —contestó—.
Voy a ver a mi madre.
—Ya.
Borowki lo miró con aire de
reproche.
—Mi baúl y mi caja de sombreros
están en mi habitación, puede
comprobarlo. ¿Acaso cree que me doy a
la fuga sin pagar la cuenta?
—Desde luego que no. Espero que
tenga un buen viaje y que su madre esté
bien.
Pero una vez dentro del hotel, tomó
la precaución de enviar a un valet de
chambre para ver si era verdad que el
equipaje seguía en la habitación, e
incluso le ordenó que comprobara el
peso para evitar sorpresas.
Dio una cabezada. Cuando se
despertó, más o menos una hora
después, el conserje nocturno le tiraba
del brazo y había un fuerte olor a
quemado en el vestíbulo. Pasaron unos
minutos antes de que entendiera que un
ala del hotel estaba en llamas.
Mandó al conserje dar la alarma y
bajó corriendo al vestíbulo del bar, y, a
través del humo que salía por la puerta,
vislumbró la mesa de billar envuelta en
llamas, y las llamas que lamían el suelo
y crecían en un éxtasis alcohólico cada
vez que el calor hacía estallar una
botella de las estanterías. Cuando
retrocedía a toda prisa tropezó con una
fila de chasseurs a medio vestir y mozos
que desde las profundidades del hotel
luchaban contra el fuego con cubos de
agua. El conserje gritaba que los
bomberos estaban en camino. El señor
Weicker puso a dos hombres al teléfono
para que despertaran a los huéspedes, y
cuando corría para formar una cadena de
cubos de agua en el lugar del peligro, se
acordó de Fifi.
Estaba ciego de rabia: con crueldad
precoz, propia de una piel roja, había
cumplido su amenaza. Ah, ya arreglaría
este asunto más tarde; aún había leyes.
Y, mientras, un estruendo en el exterior
anunció que los bomberos habían
llegado, y Weicker volvió a recorrer el
vestíbulo, lleno ahora de hombres en
pijama con maletines en la mano, y
mujeres en camisón con joyeros y
perritos en los brazos; el número crecía
incesantemente y la conversación
transformaba su ritmo soñoliento en el
zumbido irregular de una reunión a
media tarde.
Un chasseur llamó al señor Weicker
al teléfono, pero el director se lo quitó
de encima con impaciencia.
—Es el comisario de policía —
insistió el chico—. Dice que tiene que
hablar con usted.
Con una exclamación el señor
Weicker entró corriendo en su despacho.
—¡Diga!
—Llamo desde comisaría. ¿Hablo
con el director?
—Sí, pero tenemos un incendio en el
hotel.
—¿Hay entre sus clientes un
individuo que dice llamarse conde
Borowki?
—¿Cómo? Sí, sí…
—Vamos a llevarlo al hotel para que
lo identifique. Lo hemos detenido en la
carretera por cierta información que
habíamos recibido.
—Pero…
—Hemos detenido con él a una
chica. Vamos a llevarlos a los dos al
hotel inmediatamente.
—Quería decirle que…
A través del auricular el señor
Weicker percibió un brusco clip y
volvió corriendo al vestíbulo, donde el
humo empezaba a disiparse. Las
mangueras habían funcionado cinco
minutos y el bar era un montón de ruinas
mojadas y carbonizadas. El señor
Weicker empezó a pasear arriba y abajo,
entre los huéspedes, tranquilizándolos;
las telefonistas volvieron a llamar a las
habitaciones, para advertir a los
huéspedes que no habían bajado al
vestíbulo que podían volver a la cama; y
entonces, mientras le pedían una y otra
vez que explicara el suceso, el señor
Weicker volvió a acordarse de Fifi, y
esta vez, por propia decisión, se dirigió
al teléfono.
La voz angustiada de la señora
Schwartz respondió: Fifi no estaba. Era
lo que quería saber el señor Weicker.
Colgó bruscamente. La historia estaba
clara, y no se le hubiera podido ocurrir
nada más sórdido: un incendio
provocado y un intento de fuga con un
individuo buscado por la policía. Había
llegado la hora de pagar, y no serviría
para nada todo el dinero de América. Si
la temporada estaba perdida, por lo
menos a Fifi se le habían acabado todas
las temporadas. Iría a una institución
para chicas donde el uniforme
reglamentario sería mucho más sencillo
que todos los vestidos que se había
puesto en su vida.
Mientras el último de los huéspedes
entraba en el ascensor, dejando sólo
unos pocos curiosos entre los escombros
empapados, otra procesión entraba por
la puerta principal. Eran un hombre de
paisano y una muralla de policías que
rodeaba a dos detenidos. El comisario
dio una orden y los policías se retiraron.
—Quiero que identifique a estos
dos. ¿Ha estado este individuo
hospedado aquí bajo el nombre de
Borowki?
El señor Weicker lo miró.
—Sí.
—Desde hace un año estaba bajo
orden de búsqueda y captura en Italia,
Francia y España. ¿Y esta chica?
Estaba medio escondida tras
Borowki, con la cabeza baja, y la cara
entre sombras. El señor Weicker se
inclinó y estiró el cuello con un gesto de
impaciencia. A quien tenía delante era a
la señorita Howard. Una oleada de
horror se apoderó del señor Weicker.
Volvió a estirar el cuello como si la
intensidad de su asombro pudiera
convertir a la señorita Howard en Fifi,
como si, mirando a través de ella,
pudiera encontrar a Fifi. Pero resultaba
difícil, pues Fifi se encontraba muy
lejos. Estaba a las puertas del café,
ayudando a un tambaleante y poco
dispuesto John Schwartz a subir a un
taxi.
—Ya te he dicho que no puedes
volver al café, mamá dice que tienes que
ir al hotel inmediatamente.
IV.

El conde Borowki se tomó su


encarcelamiento con cierta elegancia,
como si, después de vivir tanto tiempo
de su ingenio y artimañas, le causara
cierto alivio que un organismo ajeno
planeara sus días. Pero echaba de menos
la falta de contactos con el mundo
exterior, y se alegró muchísimo cuando,
cuatro días después de su detención,
recibió la visita de lady Capps-Karr.
—Después de todo —dijo la dama
—, un amigacho es un amigacho y un
íntimo es un íntimo, pase lo que pase.
Afortunadamente, el cónsul es amigo de
mi padre, si no, no me hubieran
permitido verte; incluso he intentado
pagar una fianza, porque les he dicho
que estuviste en Oxford un año y hablas
inglés perfectamente, pero estos salvajes
no me hacen caso.
—Me temo que sea inútil —dijo el
conde Borowki con pesimismo—.
Cuando terminen de juzgarme, habré
viajado gratis por toda Europa.
—Pero no es lo único indignante —
continuó lady Capps-Karr—. Estos
idiotas nos han echado a Bopes y a mí
del Hotel des Trois Mondes, y las
autoridades están intentando obligarnos
a dejar la ciudad.
—¿Porqué?
—Quieren echarnos la culpa de ese
latazo de incendio.
—¿Fuisteis vosotros?
—Prendimos fuego a una copa de
coñac porque queríamos freír patatas en
alcohol, y el camarero había ido a
acostarse y nos había dejado solos.
Pero, por las cosas que dice el muy
canalla, se diría que habíamos ido allí
con la única intención de quemar a todo
el mundo mientras dormía. Es una
barbaridad, y Bopes está furioso. Dice
que no volverá aquí en su vida. He ido
al consulado y están de acuerdo en que
todo el asunto es una absoluta
vergüenza, y han enviado un telegrama
al Ministerio de Asuntos Exteriores.
Borowki se quedó pensativo unos
segundos.
—Si volviera a nacer —dijo muy
despacio—, creo, sin ningún género de
dudas, que elegiría ser inglés.
—¡Yo elegiría ser cualquier cosa
menos americana! A propósito, los
Taylor ya no van a presentar a la
señorita Howard en la Corte por el
modo escandaloso con que los
periódicos se han ocupado del asunto.
—Lo que no llego a entender es por
qué sospechó Fifi —dijo Borowki.
—Entonces, ¿fue la señorita
Schwartz la que dio el soplo a la
policía?
—Sí. Yo creía que la había
convencido para que se fugara conmigo,
y sabía que si no lo hacía me bastaría
chasquear los dedos para que la otra
chica… Aquella misma tarde Fifi fue a
la joyería y descubrió que yo había
pagado la pitillera con uno de los
billetes de cien dólares que había
cogido de la cómoda de su madre. Y fue
directamente a la policía.
—¡Sin hablar antes contigo! Después
de todo, un amigacho es un amigacho…
—Pero lo que me gustaría saber es
qué la hizo sospechar e investigar, qué
la volvió contra mí.
Fifi, en aquel mismo momento,
sentada en un alto taburete del bar de un
hotel de París, bebía limonada a sorbos
y respondía aquella misma pregunta a un
camarero que demostraba auténtico
interés.
—Yo estaba en el vestíbulo
mirándome al espejo —decía—, y le oí
hablar con la señora inglesa, la que
prendió fuego al hotel. Y le oí decir:
«Después de todo, mi única pesadilla es
que acabe pareciéndose a su madre». —
Fifi echaba chispas de indignación—.
Usted ha visto a mi madre, ¿no?
—Sí, y es una señora muy guapa.
—Desde aquel momento pensé que
había algo raro, y me preguntaba cuánto
le habría costado la pitillera. Y fui a
enterarme. Y en la joyería me enseñaron
el billete con que había pagado.
—¿Y ahora vuelven ustedes a
América? —preguntó el camarero.
Fifi acabó de beberse su limonada;
la pajita hizo un gorgoteo con el azúcar
del fondo.
—Tenemos que volver para
testificar en el juicio, y nos quedaremos
unos meses más —se levantó—. Adiós,
tengo que probarme un vestido.
No la habían atrapado, todavía no.
Las Furias se habían apartado un poco y
esperaban al fondo del escenario con
cierto rechinar de dientes. Tenían tiempo
de sobra.
Pero, mientras Fifi atravesaba el
vestíbulo contoneándose, con la cara
radiante de nuevas esperanzas, y salía a
buscar su destino aunque pareciera que
iba al couturier, la Furia de más edad y
mayor experiencia tuvo ciertas dudas de
que, después de todo, consiguieran
atrapar a Fifi algún día.
Regreso a Babilonia

Regreso a Babilonia
(Saturday Evening Post, 21
de febrero de 1931) es uno de
los cinco mejores relatos de
Fitzgerald. Como sus mejores
narraciones, era
intensamente personal, pues
expresaba sus emociones, sus
impresiones sobre el
alcoholismo, el
derrumbamiento psíquico de
su mujer y sus
responsabilidades para con
su hija. Forma pareja con Un
viaje al extranjero, otro
relato que considera los
efectos de la expatriación y
del dinero que no se gana,
sino que se hereda, sobre el
carácter de los
norteamericanos.
Aunque Fitzgerald revisó
Regreso a Babilonia para
incluirlo en el libro Taps at
Reveille, no resolvió algunos
desajustes en la cronología y
algún detalle sin
importancia.
I.

—¿Y dónde está el señor Campbell?


—preguntó Charlie.
—Se ha ido a Suiza. El señor
Campbell está muy enfermo, señor
Wales.
—Lamento saberlo. ¿Y George
Hardt? —preguntó Charlie.
—Ha vuelto a América, a trabajar.
—¿Y qué ha sido del Pájaro de las
Nieves?
—Estuvo aquí la semana pasada. De
todas maneras, su amigo, el señor
Schaeffer, está en París.
Dos nombres conocidos entre la
larga lista de hacía año y medio. Charlie
garabateó una dirección en su agenda y
arrancó la página.
—Si ve al señor Schaeffer, déle esto
—dijo—. Es la dirección de mi cuñado.
Todavía no tengo hotel.
La verdad es que no sentía
demasiada decepción por encontrar
París tan vacío. Pero el silencio en el
bar del Hotel Ritz resultaba extraño,
portentoso. Ya no era un bar americano:
Charlie lo encontraba demasiado
encopetado: ya no se sentía allí como en
su casa. El bar había vuelto a ser
francés. Había notado el silencio desde
el momento en que se apeó del taxi y vio
al portero, que a aquellas horas solía
estar inmerso en una actividad frenética,
charlando con un chasseur junto a la
puerta de servicio. En el pasillo sólo
oyó una voz aburrida en los aseos de
señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y
cuando entró en el bar, recorrió los siete
metros de alfombra verde con los ojos
fijos, mirando al frente, según una vieja
costumbre; y luego, con el pie
firmemente apoyado en la base de la
barra del bar, se volvió y examinó la
sala, y sólo encontró en un rincón una
mirada que abandonó un instante la
lectura del periódico. Charlie preguntó
por el jefe de camareros, Paul, que en
los últimos días en que la Bolsa seguía
subiendo iba al trabajo en un automóvil
fuera de serie, fabricado por encargo,
aunque lo dejaba, con el debido tacto, en
una esquina cercana. Pero aquel día Paul
estaba en su casa de campo, y fue Alix
el que le dio toda la información.
—Bueno, ya está bien —dijo
Charlie—, voy a tomarme las cosas con
calma.
Alix lo felicitó:
—Hace un par de años iba a toda
velocidad.
—Todavía aguanto perfectamente —
aseguró Charlie—. Llevo aguantando un
año y medio.
—¿Qué le parece la situación en
Estados Unidos?
—Llevo meses sin ir a América.
Tengo negocios en Praga, donde
represento a un par de firmas. Allí no
me conocen.
Alix sonrió.
—¿Recuerda la noche de la
despedida de soltero de George Hardt?
—dijo Charlie—. Por cierto, ¿qué ha
sido de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
—Está en París, pero ya no viene
por aquí. Paul no se lo permite. Ha
acumulado una deuda de treinta mil
francos, cargando en su cuenta todas las
bebidas y comidas y, casi a diario,
también las cenas de más de un año. Y,
cuando Paul le pidió por fin que pagara,
le dio un cheque sin fondos.
Alix movió la cabeza con aire triste.
—No lo entiendo: era un verdadero
dandy. Y ahora está hinchado,
abotargado… —dibujó con las manos
una gorda manzana.
Charlie observó a un estridente
grupo de homosexuales que se sentaban
en un rincón.
«Nada les afecta», pensó. «Las
acciones suben y bajan, la gente
haraganea o trabaja, pero ésos siguen
como siempre».
El bar lo oprimía. Pidió los dados y
se jugó con Alix la copa.
—¿Estará mucho tiempo en París,
señor Wales?
—He venido a pasar cuatro o cinco
días, para ver a mi hija.
—¡Ah! ¿Tiene una hija?
En la calle los anuncios luminosos
rojos, azul de gas o verde fantasma
fulguraban turbiamente entre la lluvia
tranquila. Se acababa la tarde y había un
gran movimiento en las calles. Los
bistros relucían. En la esquina del
Boulevard des Capucines tomó un taxi.
La Place de la Concorde apareció ante
su vista majestuosamente rosa; cruzaron
el lógico Sena, y Charlie sintió la
imprevista atmósfera provinciana de la
Rive Gauche.
Le pidió al taxista que se dirigiera a
la Avenue de L’Opéra, que quedaba
fuera de su camino. Pero quería ver
cómo la hora azul se extendía sobre la
fachada magnífica, e imaginar que las
bocinas de los taxis, tocando sin fin los
primeros compases de La plus que lent,
eran las trompetas del Segundo Imperio.
Estaban echando las persianas metálicas
de la librería Brentano, y ya había gente
cenando tras el seto elegante y pequeño-
burgués del restaurante Duval. Nunca
había comido en París en un restaurante
verdaderamente barato: una cena de
cinco platos, cuatro francos y medio,
vino incluido. Por alguna extraña razón
deseó haberlo hecho.
Mientras seguían recorriendo la
Rive Gauche, con aquella sensación de
provincianismo imprevisto, pensaba:
«Para mí esta ciudad está perdida para
siempre, y yo mismo la eché a perder.
No me daba cuenta, pero los días
pasaban sin parar, uno tras otro, y así
pasaron dos años, y todo había pasado,
hasta yo mismo».
Tenía treinta y cinco años y buen
aspecto. Una profunda arruga entre los
ojos moderaba la expresividad irlandesa
de su cara. Cuando tocó el timbre en
casa de su cuñada, en la Rué Palatine, la
arruga se hizo más profunda y las cejas
se curvaron hacia abajo; tenía un
pellizco en el estómago. Tras la criada
que abrió la puerta surgió una adorable
chiquilla de nueve años que gritó:
«¡Papaíto!», y se arrojó, agitándose
como un pez, entre sus brazos. Lo obligó
a volver la cabeza, cogiéndolo de una
oreja, y pegó su mejilla a la suya.
—Mi cielo —dijo Charlie.
—¡Papaíto, papaíto, papaíto, papi!
La niña lo llevó al salón, donde
esperaba la familia, un chico y una chica
de la edad de su hija, su cuñada y el
marido. Saludó a Marion, intentando
controlar el tono de la voz para evitar
tanto un fingido entusiasmo como una
nota de desagrado, pero la respuesta de
ella fue más sinceramente tibia, aunque
atenuó su expresión de inalterable
desconfianza dirigiendo su atención
hacia la hija de Charlie. Los dos
hombres se dieron la mano
amistosamente y Lincoln Peters dejó un
momento la mano en el hombro de
Charlie.
La habitación era cálida,
agradablemente americana. Los tres
niños se sentían cómodos, jugando en
los pasillos amarillos que llevaban a las
otras habitaciones; la alegría de las seis
de la tarde se revelaba en el crepitar del
fuego y en el trajín típicamente francés
de la cocina. Pero Charlie no conseguía
serenarse; tenía el corazón en vilo,
aunque su hija le transmitía tranquilidad,
confianza, cuando de vez en cuando se le
acercaba, llevando en brazos la muñeca
que él le había traído.
—La verdad es que perfectamente
—dijo, respondiendo a una pregunta de
Lincoln—. Hay cantidad de negocios
que no marchan, pero a nosotros nos va
mejor que nunca. En realidad,
maravillosamente bien. El mes que
viene llegará mi hermana de América
para ocuparse de la casa. El año pasado
tuve más ingresos que cuando era rico.
Ya sabéis, los checos…
Alardeaba con un propósito preciso;
pero, un momento después, al adivinar
cierta impaciencia en la mirada de
Lincoln, cambió de tema:
—Tenéis unos niños estupendos,
muy bien educados.
—Honoria también es una niña
estupenda.
Marion Peters volvió de la cocina.
Era una mujer alta, de mirada inquieta,
que en otro tiempo había poseído una
belleza fresca, americana. Charlie nunca
había sido sensible a sus encantos y
siempre se sorprendía cuando la gente
hablaba de lo guapa que había sido.
Desde el principio los dos habían
sentido una mutua e instintiva antipatía.
—¿Cómo has encontrado a Honoria?
—preguntó Marion.
—Maravillosa. Me ha dejado
asombrado lo que ha crecido en diez
meses. Los tres niños tienen muy buen
aspecto.
—Hace un año que no llamamos al
médico. ¿Cómo te sientes al volver a
París?
—Me extraña mucho que haya tan
pocos americanos.
—Yo estoy encantada —dijo Marion
con vehemencia—. Ahora por lo menos
puedes entrar en las tiendas sin que den
por sentado que eres millonario. Lo
hemos pasado mal, como todo el mundo,
pero en conjunto ahora estamos
muchísimo mejor.
—Pero, mientras duró, fue estupendo
—dijo Charlie—. Éramos una especie
de realeza, casi infalible, con una
especie de halo mágico. Esta tarde, en el
bar —titubeó, al darse cuenta de su
error—, no había nadie, nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
—Creía que ya habías tenido bares
de sobra.
—Sólo he estado un momento. Sólo
tomo una copa por las tardes, y se
acabó.
—¿No quieres un cóctel antes de la
cena? —preguntó Lincoln.
—Sólo tomo una copa por las
tardes, y por hoy ya está bien.
—Espero que te dure —dijo Marion.
La frialdad con que habló
demostraba hasta qué punto le
desagradaba Charlie, que se limitó a
sonreír. Tenía planes más importantes.
La extraordinaria agresividad de Marion
le daba cierta ventaja, y podía esperar.
Quería que fueran ellos los primeros en
hablar del asunto que, como sabían
perfectamente, lo había llevado a París.
Durante la cena no terminó de
decidir si Honoria se parecía más a él o
a su madre. Sería una suerte si no se
combinaban en ella los rasgos de ambos
que los habían llevado al desastre. Se
apoderó de Charlie un profundo deseo
de protegerla. Creía saber lo que tenía
que hacer por ella. Creía en el carácter;
quería retroceder una generación entera
y volver a confiar en el carácter como
un elemento eternamente valioso. Todo
lo demás se estropeaba.
Se fue enseguida, después de la
cena, pero no para volver a casa. Tenía
curiosidad por ver París de noche con
ojos más perspicaces y sensatos que los
de otro tiempo. Fue al Casino y vio a
Josephine Baker y sus arabescos de
chocolate.
Una hora después abandonó el
espectáculo y fue dando un paseo hacia
Montmartre, subiendo por Rue Pigalle,
hasta la Place Blanche. Había dejado de
llover y alguna gente en traje de noche
se apeaba de los taxis ante los cabarés,
y había cocottes que hacían la calle,
solas o en pareja, y muchos negros. Pasó
ante una puerta iluminada de la que salía
música y se detuvo con una sensación de
familiaridad; era el Bricktop, donde se
había dejado tantas horas y tanto dinero.
Unas puertas más abajo descubrió otro
de sus antiguos puntos de encuentro e
imprudentemente se asomó al interior.
De pronto una orquesta entusiasta
empezó a tocar, una pareja de bailarines
profesionales se puso en movimiento y
un maître d’hôtel se le echó encima,
gritando:
—¡Está empezando ahora mismo,
señor!
Pero Charlie se apartó
inmediatamente.
«Tendría que estar como una cuba»,
pensó.
El Zelli estaba cerrado; sobre los
inhóspitos y siniestros hoteles baratos
de los alrededores reinaba la oscuridad;
en la Rué Blanche había más luz y un
público local y locuaz, francés. La
Cueva del Poeta había desaparecido,
pero las dos inmensas fauces del Café
del Cielo y el Café del Infierno seguían
bostezando; incluso devoraron, mientras
Charlie miraba, el exiguo contenido de
un autobús de turistas: un alemán, un
japonés y una pareja norteamericana que
se quedaron mirándolo con ojos de
espanto.
Y a esto se limitaba el esfuerzo y el
ingenio de Montmartre. Toda la industria
del vicio y la disipación había sido
reducida a upa escala absolutamente
infantil, y de repente Charlie entendió el
significado de la palabra «disipado»:
disiparse en el aire; hacer que algo se
convierta en nada. En las primeras horas
de la madrugada ir de un lugar a otro
supone un enorme esfuerzo, y cada vez
se paga más por el privilegio de
moverse cada vez con mayor lentitud.
Se acordaba de los billetes de mil
francos que había dado a una orquesta
para que tocara cierta canción, de los
billetes de cien francos arrojados a un
portero para que llamara a un taxi.
Pero no había sido a cambio de
nada.
Aquellos billetes, incluso las
cantidades más disparatadamente
despilfarradas, habían sido una ofrenda
al destino, para que le concediera el don
de no poder recordar las cosas más
dignas de ser recordadas, las cosas que
ahora recordaría siempre: haber perdido
la custodia de su hija; la huida de su
mujer, para acabar en una tumba en
Vermont.
A la luz que salía de una brasserie
una mujer le dijo algo. Charlie la invitó
a huevos y café, y luego, evitando su
mirada amistosa, le dio un billete de
veinte francos y cogió un taxi para
volver al hotel.

II.
Se despertó en un día espléndido de
otoño: un día de partido de fútbol. El
abatimiento del día anterior había
desaparecido, y ahora le gustaba la
gente de la calle. Al mediodía estaba
sentado con Honoria en Le Grand Vatel,
el único restaurante que no le recordaba
cenas con champán y largos almuerzos
que empezaban a las dos y terminaban
en crepúsculos nublados y confusos.
—¿No quieres verdura? ¿No
deberías comer un poco de verdura?
—Sí, sí.
—Hay épinards y chou-fleur,
zanahorias y haricots.
—Prefiero chou-fleur.
—¿No prefieres mezclarla con otra
verdura?
—Es que en el almuerzo sólo tomo
una verdura.
El camarero fingía sentir una
extraordinaria pasión por los niños.
—Qu’elle est mignonne la petite?
Elle parle exactement comme une
Française.
—¿Y de postre? ¿O esperamos?
El camarero desapareció. Honoria
miró a su padre con expectación.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Primero iremos a la juguetería de
la Rué Saint-Honoré y compraremos lo
que quieras. Luego iremos al vodevil, en
el Empire.
La niña titubeó.
—Me gustaría ir al vodevil, pero no
a la juguetería.
—¿Por qué no?
—Porque ya me has traído esta
muñeca —se había llevado la muñeca al
restaurante. Y ya tengo muchos juguetes.
Y ya no somos ricos, ¿no?
—Nunca hemos sido ricos. Pero hoy
puedes comprarte lo que quieras.
—Muy bien —asintió la niña,
resignada.
Cuando tenía a su madre y a una
niñera francesa, Charlie solía ser más
severo; ahora se exigía mucho más a sí
mismo, procuraba ser más tolerante;
tenía que ser padre y madre a la vez y
ser capaz de entender a su hija en todos
los aspectos.
—Me gustaría conocerte —dijo con
gravedad—. Permítame primero que me
presente. Soy Charles J. Wales, de
Praga.
—¡Papá! —no podía aguantar la
risa.
—¿Y quién es usted, si es tan
amable? —continuó, y la niña aceptó su
papel inmediatamente:
—Honoria Wales, Rué Palatine,
París.
—¿Casada o soltera?
—No, no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
—Pero, madame, tiene usted una
hija.
No queriendo desheredar a la pobre
muñeca, se la acercó al corazón y buscó
una respuesta:
—Estuve casada, pero mi marido ha
muerto.
Charlie se apresuró a continuar:
—¿Cómo se llama la niña?
—Simone. Es el nombre de mi mejor
amiga del colegio.
—Estoy muy contento de que te vaya
tan bien en el colegio.
—Este mes he sido la tercera de la
clase —alardeó—. Elsie —era su prima
— sólo es la dieciocho y Richard casi
es el último de la clase.
—Quieres a Richard y Elsie,
¿verdad?
—Sí. A Richard lo quiero mucho y a
Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha
importancia Charlie preguntó:
—¿Y a quién quieres más, a tía
Marion o a tío Lincoln?
—Ah, creo que a tío Lincoln.
Cada vez era más consciente de la
presencia de su hija. Al entrar al
restaurante los había acompañado un
murmullo: «… adorable», y ahora la
gente de la mesa de al lado, cada vez
que interrumpían sus conversaciones,
estaba pendiente de ella, observándola
como a un ser que no tuviera más
conciencia que una flor.
—¿Por qué no vivo contigo? —
preguntó Honoria de repente—. ¿Porque
mamá ha muerto?
—Debes quedarte aquí y aprender
mejor el francés. A mí me hubiera sido
muy difícil cuidarte tan bien como aquí.
—La verdad es que ya no necesito
que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante, un
hombre y una mujer lo saludaron
inesperadamente.
—¡Pero si es el amigo Wales!
—¡Hombre! Lorraine… Dunc…
Eran fantasmas que surgían del
pasado: Duncan Schaeffer, Un amigo de
la universidad. Lorraine Quarrles, una
preciosa, pálida rubia de treinta años;
una más de la pandilla que lo había
ayudado a convertir los meses en días en
los pródigos tiempos de hacía tres años.
—Mi marido no ha podido venir
este año —dijo Lorraine,
respondiéndole a Charlie—. Somos más
pobres que las ratas. Así que me manda
doscientos dólares al mes y dice que me
las arregle como pueda… ¿Es tu hija?
—¿Por qué no te sientas un rato con
nosotros en el restaurante? —preguntó
Duncan.
—No puedo.
Se alegraba de tener una excusa.
Seguía notando el atractivo apasionado,
provocador, de Lorraine, pero ahora
Charlie se movía a otro ritmo.
—¿Y si quedamos para cenar? —
preguntó Lorraine.
—Tengo una cita. Dadme vuestra
dirección y ya os llamaré.
—Charlie, tengo la completa
seguridad de que estás sobrio —dijo
Lorraine solemnemente—. Estoy segura
de que está sobrio, Dunc, te lo digo de
verdad. Pellízcalo para ver si está
sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la
cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a
reír.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó
Duncan, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el
nombre de su hotel.
—Todavía no tengo dirección fija.
Ya os llamaré. Vamos al vodevil, al
Empire.
—¡Estupendo! Lo mismo que yo
pensaba hacer —dijo Lorraine—. Tengo
ganas de ver payasos, acróbatas y
malabaristas. Es lo que vamos a hacer,
Dunc.
—Antes tenemos que hacer un
recado —dijo Charlie—. A lo mejor os
vemos en el teatro.
—Muy bien. Estás hecho un
auténtico esnob… Adiós, guapísima.
—Adiós.
Honoria, muy educada, hizo una
reverencia.
Había sido un encuentro
desagradable. Charlie les caía simpático
porque trabajaba, porque era serio; lo
buscaban porque ahora tenía más fuerza
que ellos, porque en cierta medida
querían alimentarse de su fortaleza.
En el Empire, Honoria se negó
orgullosamente a sentarse sobre el
abrigo doblado de su padre. Era ya una
persona, con su propio código, y a
Charlie le obsesionaba cada vez más el
deseo de inculcarle algo suyo antes de
que su personalidad cristalizara
completamente. Pero era imposible
intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con
Duncan y Lorraine en la sala de espera,
donde tocaba una orquesta.
—¿Tomamos una copa?
—Muy bien, pero no en la barra.
Busquemos una mesa.
—El padre perfecto.
Mientras oía, un poco distraído, a
Lorraine, Charlie observó cómo la
mirada de Honoria se apartaba de la
mesa, y la siguió pensativamente por el
salón, preguntándose qué estaría
mirando. Se encontraron sus miradas, y
Honoria sonrió.
—Está buena la limonada —dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba
él? Mientras volvían a casa en un taxi la
abrazó, para que su cabeza descansara
en su pecho.
—¿Te acuerdas de mamá?
—Algunas veces —contestó
vagamente.
—No quiero que la olvides. ¿Tienes
alguna foto suya?
—Sí, creo que sí. De todas formas,
tía Marion tiene una. ¿Por qué no
quieres que la olvide?
—Porque te quería mucho.
—Yo también la quería.
Callaron un momento.
—Papá, quiero vivir contigo —dijo
de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el
corazón; así era como quería que
ocurrieran las cosas.
—¿Es que no estás contenta?
—Sí, pero a ti te quiero más que a
nadie. Y tú me quieres a mí más que a
nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha
muerto.
—Claro que sí. Pero no siempre me
querrás a mí más que a nadie, cariño.
Crecerás y conocerás a alguien de tu
edad y te casarás con él y te olvidarás
de que alguna vez tuviste un papá.
—Sí, es verdad —asintió, muy
tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería
a las nueve, y quería mantenerse
despejado para lo que debía decirles.
—Cuando estés ya en casa, asómate
a esa ventana.
—Muy bien. Adiós, papá, papaíto.
Esperó a oscuras en la calle hasta
que apareció, cálida y luminosa, en la
ventana y lanzó a la noche un beso con
la punta de los dedos.

III.

Lo estaban esperando. Marion,


sentada junto a la bandeja del café,
vestía un elegante y majestuoso traje
negro, que casi hacía pensar en el luto.
Lincoln no dejaba de pasearse por la
habitación con la animación de quien ya
lleva un buen rato hablando. Deseaban
tanto como Charlie abordar el asunto.
Charlie lo sacó a colación casi
inmediatamente:
—Me figuro que sabéis por qué he
venido a veros, por qué he venido a
París.
Marion jugaba con las estrellas
negras de su collar, y frunció el ceño.
—Tengo verdaderas ganas de tener
una casa —continuó—. Y tengo
verdaderas ganas de que Honoria viva
conmigo. Aprecio mucho que, por amor
a su madre, os hayáis ocupado de
Honoria, pero las cosas han cambiado…
—titubeó y continuó con mayor decisión
—, han cambiado radicalmente en lo que
a mí respecta, y quisiera pediros que
reconsideréis el asunto. Sería una
tontería negar que durante tres años he
sido un insensato…
Marion lo miraba con una expresión
de dureza.
—… pero todo eso se ha acabado.
Como os he dicho, hace un año que sólo
bebo una copa al día, y esa copa me la
tomo deliberadamente, para que la idea
del alcohol no cobre en mi imaginación
una importancia que no tiene. ¿Me
entendéis?
—No —dijo Marion sucintamente.
—Es una especie de artimaña, un
truco que me hago a mí mismo, para no
olvidar la medida de las cosas.
—Te entiendo —dijo Lincoln—. No
quieres que el alcohol sea una obsesión.
—Algo así. A veces se me olvida y
no bebo. Pero procuro beber una copa al
día. De todas maneras, en mi situación,
no puedo permitirme beber. Las firmas a
las que represento están más que
satisfechas con mi trabajo, y quiero
traerme a mi hermana desde Burlington
para que se ocupe de la casa, y sobre
todas las cosas quiero que Honoria viva
conmigo. Sabéis que, incluso cuando su
madre y yo no nos llevábamos bien,
jamás permitimos que nada de lo que
sucedía afectara a Honoria. Sé que me
quiere y sé que soy capaz de cuidarla
y… Bueno, ya os lo he dicho todo. ¿Qué
pensáis?
Sabía que ahora le tocaba recibir los
golpes. Podía durar una o dos horas, y
sería difícil, pero si modulaba su
resentimiento inevitable y lo convertía
en la actitud sumisa del pecador
arrepentido, podría imponer por fin su
punto de vista.
«Domínate», se decía a sí mismo.
«No quieres que te perdonen. Quieres a
Honoria».
Lincoln fue el primero en
responderle:
—Llevamos hablando de este asunto
desde que recibimos tu carta el mes
pasado. Estamos muy contentos de que
Honoria viva con nosotros. Es una
criatura adorable, y nos alegra mucho
poder ayudarla, pero, claro está, ya sé
que ése no es el problema…
Marion lo interrumpió súbitamente.
—¿Cuánto tiempo aguantarás sin
beber, Charlie? —preguntó.
—Espero que siempre.
—¿Y qué crédito se les puede dar a
esas palabras?
—Sabéis que nunca había bebido
demasiado hasta que dejé los negocios y
me vine aquí sin nada que hacer. Luego
Helen y yo empezamos a salir con…
—Por favor, no metas a Helen en
esto. No soporto que hables de ella así.
Charlie la miró severamente; nunca
había estado muy seguro de hasta qué
punto se habían apreciado las dos
hermanas cuando Helen vivía.
—Me dediqué a beber un año y
medio poco más o menos: desde que
llegamos hasta que… me derrumbé.
—Mucho es.
—Mucho es —asintió.
—Lo hago sólo por Helen —dijo
Marion—. Intento pensar qué le gustaría
que hiciera. Te lo digo de verdad, desde
la noche en que hiciste aquello tan
horrible dejaste de existir para mí. No
puedo evitarlo. Era mi hermana.
—Ya lo sé.
—Cuando se estaba muriendo, me
pidió que me ocupara de Honoria. Si
entonces no hubieras estado internado en
un sanatorio, las cosas hubieran sido
más fáciles.
Charlie no respondió.
—Jamás podré olvidar la mañana en
que Helen llamó a mi puerta, empapada
hasta los huesos y tiritando, y me dijo
que habías echado la llave y no la
habías dejado entrar.
Charlie apretaba con fuerza los
brazos del sillón. Estaba siendo más
difícil de lo que se había esperado.
Hubiera querido protestar, demorarse en
largas explicaciones, pero sólo dijo:
—La noche en que le cerré la
puerta…
Y Marion lo interrumpió:
—No pienso volver a hablar de eso.
Tras un momento de silencio Lincoln
dijo:
—Nos estamos saliendo del tema.
Quieres que Marion renuncie a su
derecho a la custodia y te entregue a
Honoria. Yo creo que lo importante es si
puede confiar en ti o no.
—Comprendo a Marion —dijo
Charlie despacio—, pero creo que
puede tener absoluta confianza en mí. Mi
reputación era intachable hasta hace tres
años. Claro está que puedo fallar en
cualquier momento, es humano. Pero si
esperamos más tiempo perdería la niñez
de Honoria y la oportunidad de tener un
hogar —negó con la cabeza—. Perdería
a Honoria, ni más ni menos, ¿no os dais
cuenta?
—Sí, te entiendo —dijo Lincoln.
—¿Y por qué no pensaste antes en
estas cosas? —preguntó Marion.
—Me figuro que alguna vez pensaría
en estas cosas, de cuando en cuando,
pero Helen y yo nos llevábamos fatal.
Cuando acepté concederle la custodia de
la niña, yo no me podía mover del
sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me
había dejado en la ruina. Sabía que me
había portado mal y hubiera aceptado
cualquier cosa con tal de devolverle la
paz a Helen. Pero ahora es distinto.
Estoy trabajando, estoy de puta madre,
así que…
—Te agradecería que no utilizaras
ese lenguaje en mi presencia.
La miró, estupefacto. Cada vez que
Marion hablaba, la fuerza de su antipatía
hacia él era más evidente. Con su miedo
a la vida había construido un muro que
ahora levantaba frente a Charlie. Aquel
reproche insignificante quizá fuera
consecuencia de algún problema que
hubiera tenido con la cocinera aquella
tarde. La posibilidad de dejar a Honoria
en aquella atmósfera de hostilidad hacia
él le resultaba cada vez más
preocupante. Antes o después saldría a
relucir, en alguna frase, en un gesto con
la cabeza, y algo de aquella
desconfianza arraigaría
irrevocablemente en Honoria. Pero
procuró que su cara no revelase sus
emociones, guardárselas; había obtenido
cierta ventaja, porque Lincoln se dio
cuenta de lo absurdo de la observación
de Marion y le preguntó
despreocupadamente desde cuándo la
molestaban expresiones como «de puta
madre».
—Otra cosa —dijo Charlie—: estoy
en condiciones de asegurarle ciertas
ventajas. Contrataré para la casa de
Praga a una institutriz francesa. He
alquilado un apartamento nuevo.
Dejó de hablar: se daba cuenta de
que había metido la pata. Era imposible
que aceptaran con ecuanimidad el hecho
de que él ganara de nuevo más del doble
que ellos.
—Supongo que puedes ofrecerle
más lujos que nosotros —dijo Marion
—. Cuando te dedicabas a tirar el
dinero, nosotros vivíamos mirando por
cada moneda de diez francos… Y
supongo que volverás a hacer lo mismo.
—No, no. He aprendido. Tú sabes
que trabajé con todas mis fuerzas diez
años, hasta que tuve suerte en la Bolsa,
como tantos. Una suerte inmensa. No
parecía que tuviera mucho sentido seguir
trabajando, así que lo dejé. No se
repetirá.
Hubo un largo silencio. Todos tenían
los nervios en tensión, y por primera vez
desde hacía un año Charlie sintió ganas
de beber. Ahora estaba seguro de que
Lincoln Peters quería que él tuviera a su
hija.
De repente Marion se estremeció;
una parte de ella se daba cuenta de que
ahora Charlie tenía los pies en la tierra,
y su instinto de madre reconocía que su
deseo era natural; pero había vivido
mucho tiempo con un prejuicio: un
prejuicio basado en una extraña
desconfianza en la posibilidad de que su
hermana fuera feliz, y que, después de
una noche terrible, se había
transformado en odio contra Charlie.
Todo había sucedido en un periodo de su
vida en el que, entre el desánimo de la
falta de salud y las circunstancias
adversas, necesitaba creer en una
maldad y un malvado tangibles.
—Me es imposible pensar de otra
manera —gritó de repente—. No sé
hasta qué punto eres responsable de la
muerte de Helen. Es algo que tendrás
que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada de dolor,
como una corriente eléctrica; estuvo a
punto de levantarse, y una palabra
impronunciable resonó en su garganta.
Se dominó un instante, un instante más.
—Ya está bien —dijo Lincoln,
incómodo—. Yo nunca he pensado que
tú fueras responsable.
—Helen murió de una enfermedad
cardiaca —dijo Charlie, sin fuerzas.
—Sí, una enfermedad cardiaca —
dijo Marion, como si aquella frase
tuviera para ella otro significado.
Entonces, en el instante vacío,
insípido, que siguió a su arrebato,
Marion vio con claridad que Charlie
había conseguido dominar la situación.
Miró a su marido y comprendió que no
podía esperar su ayuda, y, de pronto,
como si el asunto no tuviera ninguna
importancia, tiró la toalla.
—Haz lo que te parezca —exclamó
levantándose de pronto—. Es tu hija. No
soy nadie para interponerme en tu
camino. Creo que si fuera mi hija
preferiría verla… —consiguió frenarse
—. Decididlo vosotros. No aguanto más.
Me siento mal. Me voy a la cama.
Salió casi corriendo de la
habitación, y un momento después
Lincoln dijo:
—Ha sido un día muy difícil para
ella. Ya sabes lo testaruda que es… —
parecía pedir excusas—: cuando a una
mujer se le mete una idea en la cabeza…
—Claro.
—Todo irá bien. Creo que sabe que
ahora tú puedes mantener a la niña, así
que no tenemos derecho a interponernos
en tu camino ni en el de Honoria.
—Gracias, Lincoln.
—Será mejor que vaya a ver cómo
está Marion.
—Me voy ya.
Todavía temblaba cuando llegó a la
calle, pero el paseo por la Rué
Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y,
al cruzar el río, siempre nuevo a la luz
de las farolas de los muelles, se sintió
lleno de júbilo. Pero, ya en su
habitación, no podía dormirse. La
imagen de Helen lo obsesionaba. Helen,
a la que tanto había querido, hasta que
los dos habían empezado a abusar de su
amor insensatamente, a hacerlo trizas.
En aquella terrible noche de febrero que
Marion recordaba tan vivamente, una
lenta pelea se había demorado durante
horas. Recordaba la escena en el
Florida, y que, cuando intentó llevarla a
casa, Helen había besado al joven
Webb, que estaba en otra mesa; y
recordaba lo que Helen le había dicho,
histérica. Cuando volvió a casa solo,
desquiciado, furioso, cerró la puerta con
llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar
que ella llegaría una hora más tarde,
sola, y que caería una nevada, y que
Helen vagabundearía por ahí en zapatos
de baile, demasiado confundida para
encontrar un taxi? Y recordaba las
consecuencias: que Helen se recuperara
milagrosamente de una neumonía, y todo
el horror que aquello trajo consigo. Se
reconciliaron, pero aquello fue el
principio del fin, y Marion, que lo había
visto todo con sus propios ojos e
imaginaba que aquélla sólo había sido
una de las muchas escenas del martirio
de su hermana, nunca lo olvidó.
Los recuerdos le devolvieron a
Helen, y, en la luz blanca y suave que
cuando empieza a amanecer rodea poco
a poco a quien está medio dormido, se
dio cuenta de que volvía a hablar con
ella. Helen le decía que tenía razón en el
problema de Honoria y que quería que
Honoria viviera con él. Dijo que se
alegraba de que estuviera bien, de que le
fuera bien. Le dijo muchas cosas más,
amistosas, pero estaba sentada en un
columpio, vestida de blanco, y cada vez
se balanceaba más, cada vez más
deprisa, así que al final no pudo oír con
claridad lo que Helen decía.
IV.

Se despertó sintiéndose feliz. El


mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo
planes, imaginó un futuro para Honoria y
para él, y de repente se sintió triste, al
recordar los planes que había hecho con
Helen. Helen no había planeado morir.
Lo importante era el presente: el trabajo,
alguien a quien querer. Pero no querer
demasiado, pues conocía el daño que un
padre puede hacerle a una hija, o una
madre a un hijo, si los quiere
demasiado: más tarde, ya en el mundo,
el hijo buscaría en su pareja la misma
ternura ciega y, al no poder encontrarla,
se rebelaría contra el amor y la vida.
Volvía a hacer un día espléndido,
vivificador. Llamó a Lincoln Peters al
banco donde trabajaba y le preguntó si
Honoria podría acompañarlo cuando
regresara a Praga. Lincoln estuvo de
acuerdo en que no había ninguna razón
para aplazar las cosas. Quedaba una
cuestión: el derecho a la custodia.
Marion quería conservarlo durante algún
tiempo. Estaba muy preocupada con
aquel asunto, y se sentiría más tranquila
si supiera que la situación seguía bajo su
control un año más. Charlie aceptó: lo
único que quería era a la niña, tangible y
visible.
También estaba la cuestión de la
institutriz. Charlie pasó un buen rato en
una agencia sombría hablando con una
bearnesa malhumorada y con una tetuda
campesina bretona, a ninguna de las
cuales hubiera podido soportar. Había
otras candidatas a quienes vería al día
siguiente.
Comió con Lincoln Peters en el
Griffon, intentando dominar su alegría.
—No hay nada comparable a un hijo
—dijo Lincoln—. Pero tú comprendes
cómo se siente Marion.
—Ya no se acuerda de todo lo que
trabajé durante siete años en América —
dijo Charlie—. Sólo recuerda una
noche.
—Eso es distinto —titubeó Lincoln
—. Mientras tú y Helen derrochabais
dinero por toda Europa, nosotros
luchábamos por salir adelante. No he
sido ni remotamente rico, nunca he
ganado lo suficiente para permitirme
algo más que un seguro de vida. Yo creo
que Marion pensaba que aquello era una
especie de injusticia… Tú ni siquiera
trabajabas entonces y cada vez eras más
rico.
—El dinero se fue tan rápido como
vino —dijo Charlie.
—Sí, y mucho fue a parar a manos
de los chasseurs y los saxofonistas y los
maîtres d’hôtel… Bueno, se acabó la
gran fiesta. Te he dicho esto para
explicarte cómo se siente Marion
después de estos años de locura. Si
pasas un momento por casa a eso de las
seis, antes de que Marion esté
demasiado cansada, acordaremos los
últimos detalles sin ningún problema.
De vuelta al hotel, Charlie encontró
unpneumatique que le habían enviado
desde el bar del Ritz, donde Charlie
había dejado su dirección para un
antiguo amigo.

»Querido Charlie:
»Estabas tan raro cuando
nos vimos el otro día, que me
pregunté si había hecho algo
que pudiera molestarte. Si es
así, no me he dado cuenta. La
verdad es que me he acordado
mucho de ti durante el año
pasado, y siempre he abrigado
la esperanza de que nos
viéramos de nuevo cuando yo
volviera a París. Lo pasamos
muy bien en aquella primavera
disparatada, como aquella
noche en que tú y yo robamos
la bicicleta de reparto del
carnicero, y aquella vez que
intentamos hablar por teléfono
con el presidente, cuando
usabas bombín y bastón.
Todos parecen haber
envejecido últimamente, pero
yo no me siento ni un día más
vieja. ¿No podríamos vernos
hoy, aunque sólo sea un rato,
en honor de aquellos viejos
tiempos? Ahora tengo una
resaca miserable. Pero me
sentiré mucho mejor esta
tarde, y te esperaré a eso de
las cinco en el Ritz, antro de
explotación. «Siempre tuya,

»Lorraine».

La primera sensación de Charlie fue


de espanto: espanto de haber robado, ya
en edad madura, una bicicleta de reparto
para pedalear, con Lorraine a bordo, por
la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al
recordarlo, parecía una pesadilla.
Haberle cerrado la puerta a Helen no
armonizaba con ningún otro episodio de
su vida, pero el incidente de la bicicleta,
sí: sólo era uno entre muchos. ¿Cuántas
semanas o meses de disipación habían
sido necesarios para llegar a ese punto
de absoluta irresponsabilidad?
Intentó recordar qué le había
parecido Lorraine entonces: muy
atractiva; a Helen le molestaba, aunque
no dijera nada. Hacía veinticuatro horas,
en el restaurante, Lorraine le había
parecido vulgar, ajada, estropeada. No
tenía ninguna, ninguna gana de verla, y
se alegraba de que Alix no le hubiera
dado la dirección de su hotel. Y era un
consuelo pensar en Honoria, imaginar
domingos dedicados a ella, y darle los
buenos días y saber que pasaba la noche
en casa y respiraba en la oscuridad.
A las cinco tomó un taxi y compró
regalos para la familia Peters: una
graciosa muñeca de trapo, una caja de
soldados romanos, flores para Marion,
pañuelos de hilo para Lincoln.
Cuando llegó al apartamento,
comprendió que Marion había aceptado
lo inevitable. Lo recibió como si fuera
un pariente díscolo, más que una
amenaza ajena a la familia. Honoria
sabía ya que se iba con su padre, y
Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto,
la niña procuraba disimular su alegría
excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le
dijo en voz baja lo contenta que estaba y
le preguntó, antes de volver con los
otros niños, cuándo se irían.
Marion y Charlie se quedaron solos
un instante y, dejándose llevar por un
impulso, él se atrevió a decirle:
—Las peleas de familia son muy
desagradables. No respetan ninguna
regla. No son como el dolor ni las
heridas: son más bien como llagas que
no se curan porque les falta tejido para
hacerlo. Me gustaría que tú y yo nos
lleváramos mejor.
—Es difícil olvidar ciertas cosas —
contestó Marion—. Es cuestión de
confianza —Charlie no contestó y
Marion preguntó entonces—: ¿Cuándo
piensas llevártela?
—Tan pronto como encuentre una
institutriz. Pasado mañana, espero.
—No, es imposible. Tengo que
prepararle sus cosas. Antes del sábado
es imposible.
Charlie cedió. Lincoln, que acababa
de volver a la habitación, le ofreció una
copa.
—Bueno, me tomaré mi whisky
diario.
Se notaba el calor, era un hogar,
gente reunida junto al fuego. Los niños
se sentían seguros e importantes; la
madre y el padre eran serios, vigilaban.
Tenían cosas importantes que hacer por
sus hijos, mucho más importantes que su
visita. Una cucharada de medicina era,
después de todo, más importante que sus
tensas relaciones con Marion. Ni
Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero
estaban demasiado condicionados por la
vida y las circunstancias. Charlie se
preguntó si no podría hacer algo para
librar a Lincoln de la rutina del banco.
Sonó un largo timbrazo: llamaban a
la puerta. La bonne à tout faire atravesó
la habitación y desapareció en el
pasillo. Abrió la puerta después de que
volviera a sonar el timbre, y luego se
oyeron voces, y los tres miraron hacia la
puerta del salón con curiosidad. Lincoln
se asomó al pasillo y Marion se levantó.
Entonces volvió la criada, seguida de
cerca por voces que resultaron
pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine
Quarrles.
Estaban contentos, alegres, muertos
de risa. Por un instante Charlie se quedó
estupefacto: no podía entender cómo
habían podido conseguir la dirección de
los Peters.
—Eeehhh —Duncan agitaba el dedo
pícaramente en dirección a Charlie.
Dunc y Lorraine soltaron un nuevo
aluvión de carcajadas. Nervioso, sin
saber qué hacer, Charlie les estrechó la
mano rápidamente y se los presentó a
Lincoln y Marion. Marion los saludó
con un gesto de la cabeza y apenas abrió
la boca. Retrocedió hacia la chimenea;
su hijita estaba cerca y Marion le echó
el brazo por el hombro.
Cada vez más disgustado por la
intromisión, Charlie esperaba que le
dieran una explicación. Y, después de
pensar las palabras un momento, Duncan
dijo:
—Hemos venido a invitarte a cenar.
Lorraine y yo insistimos en que ya está
bien de rodeos y secretitos sobre dónde
te alojas.
Charlie se les acercó más, como si
así quisiera empujarlos hacia el pasillo.
—Lo siento, pero no puedo.
Decidme dónde vais a estar y os llamaré
por teléfono dentro de media hora.
No se inmutaron. Lorraine se sentó
de pronto en el brazo de un sillón y,
concentrando toda su atención en
Richard, exclamó:
—¡Qué niño tan precioso! ¡Ven aquí,
cielo!
Richard miró a su madre y no se
movió. Lorraine se encogió de hombros
ostensiblemente, y volvió a dirigirse a
Charlie:
—Ven a cenar. Estoy segura de que
tus parientes no se molestarán. O te veo
poco o te veo apocado.
—No puedo —respondió Charlie,
cortante—. Cenad vosotros, ya os
llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se volvió
desagradable:
—Vale, vale, nos vamos. Pero
acuérdate de cuando aporreaste mi
puerta a las cuatro de la mañana y yo
tuve el suficiente sentido del humor para
darte una copa. Vamonos, Dunc.
Con movimientos pesados, con las
caras descompuestas, irritados, con
pasos titubeantes, se adentraron en el
pasillo.
—Buenas noches —dijo Charlie.
—¡Buenas noches! —respondió
Lorraine con retintín.
Cuando Charlie volvió al salón,
Marion no se había movido, pero ahora
echaba el otro brazo por el hombro de
su hijo. Lincoln seguía meciendo a
Honoria de acá para allá, como un
péndulo.
—¡Qué poca vergüenza! —estalló
Charlie—. ¡No hay derecho!
Ni Marion ni Lincoln le
respondieron. Charlie se dejó caer en el
sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y
dijo:
—Gente a la que no veo desde hace
dos años y tiene la increíble desfachatez
de…
Se interrumpió. Marion había dejado
escapar un «Ya», una especie de suspiro
sofocado, rabioso; le había dado de
repente la espalda y había salido del
salón.
Lincoln dejó a Honoria en el suelo
con cuidado.
—Niños, id a comer. Empezad a
tomaros la sopa —dijo, y, cuando los
niños obedecieron, se dirigió a Charlie
—: Marion no está bien y no soporta los
sobresaltos. Esa clase de gente la hace
sentirse físicamente mal.
—Yo no les he dicho que vinieran.
Alguien les habrá dado vuestro nombre
y dirección. Deliberadamente han…
—Bueno, es una pena. Esto no
facilita las cosas. Perdóname un
momento.
Solo, Charlie permaneció en su
sillón, tenso. Oía comer a los niños en el
cuarto de al lado: hablaban con
monosílabos y ya habrían olvidado la
escena de los mayores. Oyó el murmullo
de una conversación en otro cuarto, más
lejos, y el ruido de un teléfono al ser
descolgado, y, aterrorizado, se cambió a
otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
—Charlie, creo que dejaremos la
cena para otra noche. Marion no se
encuentra bien.
—¿Se ha disgustado conmigo?
—Más o menos —dijo Lincoln, casi
con malos modos—. No es fuerte y…
—¿Quieres decir que ha cambiado
de opinión sobre Honoria?
—Ahora está muy afectada. No sé.
Llámame al banco mañana.
—Me gustaría que le explicaras que
en ningún momento se me ha pasado por
la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy
tan ofendido como tú.
—Ahora no le puedo explicar nada.
Charlie dejó la silla. Cogió su
abrigo y su sombrero y atravesó el
pasillo. Abrió la puerta del comedor y
dijo con una voz rara:
—Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió a
abrazarlo.
—Buenas noches, corazón —dijo,
ensimismado, y luego, intentando poner
más ternura en la voz, intentando
arreglar algo, añadió—: Buenas noches,
queridos niños.

V.

Charlie se dirigió directamente al


bar del Ritz con la idea furibunda de
encontrarse con Lorraine y Duncan, pero
no estaban allí, y cayó en la cuenta de
que, en cualquier caso, nada podía
hacer. No había tocado el vaso de
whisky en casa de los Peters, y ahora
pidió un whisky con soda. Paul se
acercó para saludarlo.
—Todo ha cambiado mucho —dijo
con tristeza—. Ahora el negocio no es ni
la mitad de lo que era. Me han dicho que
muchos de los que volvieron a América
lo perdieron todo, si no en el primer
hundimiento de la Bolsa, en el segundo.
He oído que su amigo George Hardt
perdió hasta el último céntimo. ¿Usted
ha vuelto a América?
—No, trabajo en Praga.
—Me han dicho que perdió una
fortuna cuando se hundió la Bolsa.
—Sí —asintió con amargura—, pero
también perdí todo lo que quise cuando
subió.
—¿Vendiendo a la baja?
—Más o menos.
El recuerdo de aquellos días volvía
a apoderarse de Charlie como una
pesadilla: la gente que había conocido
en sus viajes, y la gente que era incapaz
de hacer una suma o de pronunciar una
frase coherente. El hombrecillo con
quien Helen había aceptado bailar en la
fiesta del barco, y que luego la insultó a
tres metros de su mesa; las mujeres y las
chicas que habían sido sacadas a rastras
de los establecimientos públicos,
gritando, borrachas o drogadas…
Hombres que dejaban a sus mujeres
en la calle, cerrándoles la puerta, en la
nieve, porque la nieve de 1929 no era
real. Si no querías que fuera nieve,
bastaba con pagar lo necesario.
Fue al teléfono y llamó al
apartamento de los Peters; Lincoln
descolgó.
—Te llamo porque no me puedo
quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho
Marion algo?
—Marion está enferma —respondió
Lincoln, cortante—. Ya sé que tú no
tienes toda la culpa, pero no puedo
permitir que esto la destroce. Me temo
que tendremos que aplazarlo seis meses;
no puedo arriesgarme a que pase otro
mal rato como el de hoy.
—Ya.
—Lo siento, Charlie.
Volvió a su mesa. El vaso de whisky
estaba vacío, pero negó con la cabeza
cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no
le quedaba mucho por hacer, salvo
mandarle a Honoria algunos regalos; al
día siguiente se los mandaría. Más bien
irritado, pensó que sólo era dinero: le
había dado dinero a tanta gente…
—No, se acabó —dijo a otro
camarero—. ¿Cuánto es?
Algún día volvería; no podían
condenarlo a estar pagando sus deudas
eternamente. Pero quería a su hija, y al
margen de eso ninguna otra cosa le
importaba. No volvería a ser joven,
lleno de las mejores ideas y los mejores
sueños, sólo suyos. Estaba
absolutamente seguro de que Helen no
hubiera querido que estuviese tan solo.
Vida nueva

Vida nueva (Saturday


Evening Post, 4 de julio de
1931) quizá sea el mejor
relato de Fitzgerald sobre los
efectos del alcoholismo en el
carácter. Sin embargo, Harold
Ober le achacó —y
probablemente repetía lo que
le habían dicho en el Post—
que, como en otros dos
cuentos recientes, Fitzgerald
«no había conseguido que el
lector se interesara por
ninguno de los personajes».
Esta observación puede ser
puesta en duda,
particularmente en el caso de
Julia. Parece que a Ober le
preocupaba que el suicidio
resultara un tema demasiado
desagradable para el Post,
cuyos responsables
consideraban que los lectores
de la Depresión querían
evadirse de la dura realidad.

I.
Fue el primer día en que hizo el
calor necesario para comer al aire libre
en el Bois de Boulogne, mientras las
flores de los castaños llovían
oblicuamente sobre las mesas y caían
con insolencia en la mantequilla y el
vino. Julia Ross se comió algunas con el
pan mientras oía cómo los peces se
movían en el estanque y los gorriones
aleteaban alrededor de una mesa que
acababa de quedar vacía. Volvías a ver
a la gente: camareros con cara de
camareros; mujeres francesas y
perspicaces, sólo tacones y ojos; Phil
Hoffman sentado en la silla de enfrente,
con el corazón haciendo malabarismos
sobre el tenedor, y el hombre
extraordinariamente guapo que acababa
de salir a la terraza.

… la fuerza transparente del


mediodía púrpura.
No pesa el soplo de la brisa
húmeda
en los capullos sin abrir…

Julia se estremeció con discreción;


pudo controlarse. No saltó de alegría ni
se puso a gritar: «¡Bien! ¿No es
magnífico?», ni lanzó al maître d’hôtel
entre los lirios del estanque. Siguió
sentada, una mujer muy formal, de
veintiún años, y con discreción se
estremeció.
Phil se levantaba en aquel momento
con la servilleta en la mano.
—¡Eh, Dick!
—¡Phil!
Era el hombre guapo; Phil se le
acercó y, lejos de la mesa, se pusieron a
charlar.
—… visto a Cárter y Kitty en
España…
—… abarrotado el Bremen…
—… así que iba a…
Luego el hombre siguió al jefe de
camareros y Phil volvió a sentarse.
—¿Quién es? —preguntó Julia.
—Un amigo, Dick Ragland.
—Es, sin duda alguna, el hombre
más guapo que he visto en mi vida.
—Sí, es guapo —asintió Phil con
poco entusiasmo.
—¡Guapo! Es un arcángel, un puma.
Está para comérselo. ¿Por qué no me lo
has presentado?
—Porque es el americano con peor
reputación de todo París.
—Tonterías. Deben de ser
calumnias, una conjura infame: una
multitud de maridos celosos porque sus
mujeres le han echado el ojo. Pero si ese
hombre no ha hecho otra cosa en su vida
que mandar cargas de caballería y
salvar niños a punto de ahogarse.
—El caso es que no lo invitan a
ninguna parte, y no por una, sino por mil
razones.
—¿Qué razones?
—Todas. Alcohol, mujeres,
cárceles, escándalos… Mató a uno con
el coche. No da golpe, es una persona
despreciable y…
—No me creo una palabra —dijo
Julia con firmeza—. Apuesto a que es
una persona tremendamente interesante.
Y, cuando has hablado con él, parecías
pensar lo mismo.
—Sí —dijo Phil de mala gana—,
como muchos alcohólicos, tiene cierto
encanto. Si por lo menos no hubiera
complicado a nadie en sus líos… Y,
precisamente cuando alguien lo ayuda y
se toma por él las mayores molestias,
entonces derrama la sopa en la espalda
de su anfitriona, besa a la criada y
pierde el conocimiento en la perrera. Y
lo hace con frecuencia. Ha abusado de
mucha gente y ya no le queda nadie.
—Yo —dijo Julia.
Quedaba Julia, que era casi
excesivamente buena y a veces se
quejaba de ser demasiado perfecta. Hay
que pagar todo lo que se añade a la
belleza: es decir, las cualidades que
funcionan como sustitutos pueden
convertirse en un lastre cuando se
añaden a la belleza. La mirada de Julia,
luminosa, color avellana, era suficiente:
no necesitaba el inquietante brillo de la
inteligencia que la iluminaba; su
irrefrenable sentido del ridículo le
afeaba la suave línea de los labios, y su
figura espléndida hubiera sido más
evidente si se hubiera movido con un
poco más de despreocupación y
coquetería en vez de mantenerse,
sentada y de pie, muy derecha, de
acuerdo con la disciplina que le había
inculcado un padre severo.
Jóvenes tan perfectos como Julia se
habían presentado alguna vez cargados
de regalos, pero, por lo general, con aire
de saberlo ya todo, de no tener
posibilidades de seguir evolucionando.
Y además había descubierto que los
hombres de más valía eran demasiado
íntegros y cortantes en su juventud, y
ella era demasiado joven para que le
gustara aquello. Ahí tenía enfrente, por
ejemplo, a aquel joven egocéntrico y
desdeñoso, Phil Hoffman, que
evidentemente llegaría a ser un brillante
abogado y que prácticamente la había
seguido hasta París. Le gustaba tanto
como cualquier otro conocido, pero en
aquel momento lucía toda la altivez
propia del hijo de un jefe de policía.
—Esta noche me voy a Londres y el
miércoles zarpo —dijo Phil—. Y tú
pasarás en Europa todo el verano, con
alguien nuevo cada dos o tres semanas
que te rumie al oído.
—Tú sigue haciendo comentarios tan
inteligentes como ése y llegarás lejos —
dijo Julia—. Anda, aunque sea para
quedar bien, preséntame a ese tal
Ragland.
—¡Sólo me quedan unas horas!
—Pero durante tres días enteros te
he concedido la oportunidad de que
llegáramos a entendernos. Sé un poco
civilizado e invítalo a tomar café.
Cuando el señor Dick Ragland se
reunió con ellos, Julia dejó escapar un
suspiro de placer. Era un hombre
imponente, rubio y bronceado, con una
luminosidad especial en la cara. Su voz
transmitía fuerza y serenidad, y parecía
temblarle un poco con una especie de
alegre desesperación; su manera de
mirar a Julia la hizo sentirse atractiva,
interesante. Durante media hora,
mientras sus palabras flotaban
agradablemente entre el aroma de las
violetas y las campánulas, los
pensamientos y los nomeolvides, el
interés de Julia fue en aumento. Incluso
se alegró cuando Phil dijo:
—Me acabo de acordar de mi
visado para Inglaterra. En contra de lo
que me dicta la razón, tengo que dejaros
solos como dos tortolitos a punto de
enamorarse. ¿Os importaría ir a
despedirme a la Gare Saint Lazare, a las
cinco?
Miró a Julia con la esperanza de que
dijera: «Te acompaño ahora». Julia
sabía que no le convenía quedarse a
solas con aquel hombre, pero la hacía
reír, y últimamente no se había reído
mucho, así que dijo:
—Me quedaré un rato; hace un día
muy agradable. Cuando Phil se hubo ido,
Dick Raglán sugirió tomar un buen
champán.
—Me han dicho que tiene usted una
terrible reputación —dijo Julia
impulsivamente.
—Horrorosa. Ya nadie me invita.
¿Quiere que me ponga el bigote falso?
—Qué raro —continuó Julia—. ¿Es
verdad que se ha cerrado usted todas las
puertas? ¿Sabe que Phil se ha sentido en
la obligación de prevenirme contra usted
antes de presentarnos? Y yo podría
haberle dicho perfectamente que no nos
presentara. —¿Y por qué no se lo dijo?
—Pensé que sería una lastima
porque parecía usted muy interesante.
La expresión de Dick se suavizó,
pero Julia advirtió que había oído tantas
veces aquella frase que lo dejaba
indiferente.
—Me da igual lo que cuenten de
usted —se apresuró a decir Julia.
No se daba cuenta de que el hecho
de que fuera una especie de proscrito
aumentaba la atracción que ejercía sobre
ella: no por la disipación, que para ella,
que no la conocía, sólo era una
abstracción, sino por las consecuencias
de la disipación, aquella soledad
profunda. Algo atávico la empujaba
hacia el extraño a la tribu, un ser de un
mundo con costumbres diferentes a las
suyas, que prometía lo inesperado, que
prometía aventuras.
—Voy a decirle algo —dijo Dick de
pronto—. El cinco de junio, día de mi
veintiocho cumpleaños, dejaré de beber
para siempre. Ya no me gusta beber.
Evidentemente, no soy uno de los pocos
que saben beber.
—¿Está seguro de que podrá dejar
de beber?
—Lo que digo lo cumplo. Y voy a
volver a Nueva York, a trabajar.
—Yo misma me sorprendo de la
alegría que me está usted dando —fue
una imprudencia, pero lo dijo.
—¿Quiere otro champán? —sugirió
Dick—. Así se sentirá aún más alegre.
—¿Piensa seguir así hasta su
cumpleaños? —Probablemente. El día
de mi cumpleaños estaré en mitad del
océano, en el Olympic.
—¡Yo también vuelvo en ese barco!
—exclamó Julia.
—Pues ya comprobará el cambio:
dejaré de beber para el concierto del
barco.
Estaban limpiando las mesas. Julia
se dio cuenta de que había llegado el
momento de despedirse, pero era
incapaz de dejarlo allí sentado, con
aquella expresión de infelicidad oculta
bajo la sonrisa. Se sintió maternalmente
obligada a decirle algo que lo ayudara a
mantener su resolución.
—Dígame por qué bebe tanto.
Probablemente, habrá algún motivo que
ni siquiera usted conoce.
—Sé perfectamente por qué empecé
a beber. Se les fue otra hora mientras se
lo contaba. Se había ido a la guerra a los
diecisiete años y, cuando volvió, la vida
en Princeton, con la gorra negra de los
estudiantes de primer curso, le resultó
un poco aburrida. Así que se fue a la
Escuela Técnica de Boston y luego al
extranjero, a estudiar Bellas Artes. Y
allí le pasó algo.
—Heredé algún dinero y descubrí
que con unas copas me volvía
expansivo, me convertía en alguien que
tenía la habilidad de gustarle a la gente,
y la idea me trastornó. Entonces empecé
a beber mucho para animarme y que
todo el mundo pensara que yo era
maravilloso. Me emborrachaba
continuamente y me peleé con casi todos
mis amigos, pero entonces conocí a una
pandilla absolutamente disparatada y
durante cierto tiempo les caí
simpatiquísimo. Pero me sentía superior
a ellos y un día pensé: «¿Qué hago yo
con esta gente?». Y, claro, no les hizo
mucha gracia. Y, cuando un taxi en el
que yo iba mató a un hombre, acabé en
los tribunales. Fue un chanchullo, pero
salí en los periódicos y, cuando me
soltaron, quedó la impresión de que al
hombre lo había matado yo. Así que de
lo único que he podido presumir durante
los últimos cinco años es de una
reputación que hace que las madres se
lleven corriendo a sus hijas si yo estoy
en el mismo hotel.
Un camarero impaciente daba
vueltas cerca de la mesa y Julia miró el
reloj.
—Vaya, habíamos quedado con Phil
a las cinco. Hemos pasado aquí toda la
tarde.
Mientras corrían hacia la Gare Saint
Lazare, Dick preguntó:
—¿Nos veremos otro día o cree que
es mejor que no nos veamos?
Julia le devolvió la mirada
interminable. No había señales de
disipación en la cara de Dick Ragland,
en sus mejillas saludables, en su andar
erguido.
—A la hora de comer me encuentro
bien siempre —añadió, como un
inválido.
—Estoy segura —Julia se echó a
reír—. Invíteme a comer pasado
mañana.
Subieron corriendo las escaleras de
la Gare Saint Lazare, sólo para ver
cómo el último vagón del Flecha de Oro
desaparecía camino del Canal. A Julia
le remordía la conciencia, porque Phil
había venido a verla desde muy lejos.
Como si quisiera expiar su culpa,
fue al apartamento donde vivía con su
tía y escribió a Phil una carta, pero no
podía dejar de pensar en Dick Ragland.
A la mañana siguiente, los efectos de su
atractivo físico habían disminuido, y
Julia tuvo la tentación de escribirle una
nota diciéndole que no podía verlo. Pero
lo único que Dick había hecho era
pedirle que comiera con él; lo demás
eran imaginaciones suyas. A las doce y
media del día señalado lo estaba
esperando.
Julia no le había dicho nada a su tía,
que tenía invitados para el almuerzo y
podría preguntar por el nombre del
acompañante de su sobrina: es raro salir
con un hombre cuyo nombre no puede
ser mencionado. Dick Ragland se
retrasaba, y Julia esperó en el recibidor,
mientras oía cómo parloteaban en el
comedor los invitados de su tía. A la una
abrió la puerta.
En el rellano de la escalera había un
hombre a quien no recordaba haber visto
antes. Estaba blanco como un muerto, y
se había afeitado de un modo irregular;
llevaba el sombrero aplastado contra la
cabeza, como un moño; tenía sucio el
cuello de la camisa, y todo, excepto la
corbata, era impresentable. Pero, en el
instante en que reconoció a Dick
Ragland, advirtió un cambio que redujo
a la nada todos los demás: un cambio en
su expresión. Toda su cara era una
absoluta mueca de burla y desprecio: le
costaba trabajo conseguir que los
párpados no se le cerraran sobre los
ojos fijos; la mandíbula inferior,
descolgada, se adelantaba a los dientes
superiores; la barbilla le temblaba,
como una barbilla postiza que se le
estuviera despegando: era una cara que,
al mismo tiempo, expresaba e inspiraba
asco.
—Hola —murmuró.
Julia retrocedió, se apartó de él. Y
entonces, en medio de un repentino
silencio que llegaba al vestíbulo desde
el comedor, inspirada por el propio
silencio del vestíbulo, casi lo empujó al
rellano de la escalera, salió del piso y
cerró la puerta a sus espaldas.
—Ah —fue lo único que dijo, con un
suspiro, espantada.
—No he ido a casa desde ayer. Me
lié en una fiesta en…
Con repugnancia, lo cogió del brazo
y le obligó a dar la vuelta y,
tambaleándose, bajaron las escaleras y
pasaron ante la mujer del portero, que
los observó con curiosidad tras los
cristales de la portería. Y por fin
salieron a la radiante luz del sol, a la
Rué Guynemer.
En contraste con la lozanía
primaveral del Jardín du Luxembourg,
resultaba mucho más grotesco. Le daba
miedo; buscó desesperada un taxi, pero
uno que doblaba la esquina de la Rué de
Vaugirard no atendió a su señal.
—¿Dónde vamos a comer? —
preguntó Ragland.
—Usted no está en condiciones de
comer en ninguna parte. ¿No se da
cuenta? Tiene que volver a casa, a
dormir.
—Estoy perfectamente. En cuanto
me tome una copa me pondré bien.
Un taxi que pasaba frenó al ver la
señal de Julia.
—Tiene que ir a casa y dormir. No
está en condiciones de ir a ninguna
parte.
Cuando consiguió fijar la mirada en
Julia, de pronto vio algo fresco, nuevo y
hermoso, algo ajeno al mundo turbulento
y cargado de humo en el que había
pasado las últimas horas, y tuvo un
atisbo de discernimiento. Julia vio cómo
se le torcía la boca en una mueca de
respeto y temor, y se dio cuenta de que
vagamente intentaba mantenerse
derecho. El taxista bostezó.
—A lo mejor tiene usted razón. Lo
siento.
—¿Cuál es su dirección?
Le dio sus señas e inmediatamente
se derrumbó en un rincón del coche, con
expresión de seguir luchando para
volver a la realidad. Julia cerró la
puerta.
Cuando el taxi se alejó, cruzó
corriendo la calle y entró en el Jardin du
Luxembourg como si alguien la estuviera
siguiendo.

II.

Por casualidad Julia cogió el


teléfono cuando Ragland llamó aquella
tarde a las siete. Le temblaba la voz,
forzada:
—Me figuro que no servirá de
mucho pedir perdón por lo de esta
mañana. No sabía lo que hacía, aunque
eso no sea una excusa. Pero si me
permite verla un momento mañana, sólo
un minuto, donde le parezca, me gustaría
tener la oportunidad de decirle en
persona lo terriblemente arrepentido
que…
—Mañana tengo muchas cosas que
hacer.
—El viernes entonces, o cualquier
otro día.
—Lo siento, tengo muchas cosas que
hacer esta semana.
—¿Me está diciendo que no quiere
volver a verme?
—Señor Ragland, no consigo
entender qué utilidad tiene seguir
dándole vueltas. La verdad es que lo que
ha pasado esta mañana ha sido excesivo.
Lo siento mucho. Espero que se
encuentre mejor. Adiós.
Se lo quitó por completo de la
cabeza. No se le había ocurrido
relacionar la reputación de Ragland con
semejante espectáculo: un bebedor
empedernido era alguien que se
levantaba tarde, bebía champán y quizá,
de madrugada, volvía a casa cantando.
Aquel espectáculo a plena luz del día
era mucho peor. Para Julia era bastante.
Y hubo otros con quienes comer en
Ciro y bailar en el Bois. Recibió una
carta llena de reproches de Phil
Hoffman, desde Estados Unidos. Ahora
apreciaba más a Phil, que tanta razón
llevaba en aquel asunto. Quince días
después hubiera olvidado por completo
a Dick Ragland, si no hubiera oído
pronunciar su nombre con desprecio en
varias conversaciones. Evidentemente,
había hecho cosas parecidas en otras
ocasiones.
Entonces, una semana antes de
zarpar, se lo encontró en el despacho de
billetes de la White Star Line. Era tan
guapo… Julia apenas daba crédito a sus
ojos. Apoyaba un codo en el mostrador,
imponente y erguido, los guantes
amarillos tan inmaculados como sus
ojos transparentes, luminosos. Su
personalidad, tan llena de fuerza y
alegría, había seducido al empleado que
lo atendía con fascinada deferencia; las
mecanógrafas levantaban la vista un
instante e intercambiaban miradas.
Entonces vio a Julia, que lo saludó con
la cabeza, y, con un cambio de expresión
repentino, casi una mueca de dolor,
Ragland se quitó el sombrero.
Llevaban un buen rato juntos, cerca
del mostrador, y el silencio era
agobiante.
—¿No es una lata? —dijo ella.
—Sí —dijo él, nervioso, y añadió
—: ¿Vuelve en el Olympic?
—Sí.
—Pensaba que a lo mejor había
cambiado de barco.
—No, por supuesto que no —dijo
Julia con frialdad.
—Yo pensaba cambiar; de hecho,
estoy aquí para solicitarlo.
—Es absurdo.
—¿No le resulta insoportable mi
presencia? ¿No se mareará cada vez que
nos crucemos en cubierta?
Julia sonrió, y Ragland aprovechó su
ventaja:
—He mejorado un poco desde la
última vez que nos vimos.
—No hable de eso.
—Bueno, entonces ha mejorado
usted. Lleva el vestido más bonito que
he visto en mi vida —era un cumplido
exagerado, pero casi logró estremecerla
—. ¿No le apetecería tomar café
conmigo en la cafetería de al lado, a ver
si nos recuperamos de este martirio?
Qué debilidad hablar con él así,
permitirle sus insinuaciones. Era como
estar fascinada por una serpiente.
—Me temo que no me es posible —
un asomo de terrible timidez y
vulnerabilidad se insinuó en la cara de
Dick Ragland, y tocó una fibra del
corazón de Julia, que se sorprendió al
oírse decir—: Vale, muy bien.
Sentados a una mesa, en la acera, al
sol, nada le recordaba a Julia lo que
había pasado aquel día horroroso de
hacía dos semanas. Jekyll y Hyde. Era
cortés, era encantador, era divertido. ¡Y
la hacía sentirse tan atractiva, tan
interesante! Y él ni parecía darse cuenta.
—¿Ha dejado de beber? —preguntó.
—Hasta el cinco de junio, no.
—¡Ah!
—Hasta el día que tengo decidido,
no. Entonces dejaré de beber.
Cuando Julia se levantó para irse y
Ragland sugirió un futuro encuentro, ella
negó con la cabeza.
—Nos veremos en el barco.
Después de su veintiocho cumpleaños.
—De acuerdo. Otra cosa: es lógico
que pague un alto precio por mi delito;
le he hecho algo imperdonable a la
única chica de la que he estado
enamorado en mi vida.
Lo vio en el barco el primer día, y
se le cayó el alma a los pies cuando se
dio cuenta de hasta qué punto lo
deseaba. No importaba cuál fuera su
pasado, no importaba lo que hubiera
hecho. Y eso no significaba que pensara
decírselo algún día, sino sólo que él la
enternecía, químicamente, más que nadie
que hubiera conocido, y que el resto de
los hombres palidecía a su lado.
Todo el mundo lo apreciaba en el
barco; Julia se enteró de que iba a dar
una fiesta la noche de su veintiocho
cumpleaños. No estaba invitada. Cuando
coincidían, pasaban charlando un rato
agradable, nada más.
El día seis lo encontró tumbado en
su silla de cubierta, blanco como la
cera. Tenía arrugas en la frente y
alrededor de los ojos, y la mano, cuando
la alargó para coger una taza de caldo,
le temblaba. Y allí seguía al final de la
tarde, sufriendo visiblemente,
visiblemente desdichado. Después de
pasar tres veces a su lado, Julia no pudo
resistirse y le dijo:
—¿Ha empezado la nueva era?
Ragland hizo un débil esfuerzo para
levantarse, pero Julia lo detuvo con un
gesto y se sentó con él.
—Parece cansado.
—Sólo estoy un poco nervioso. Es
el primer día desde hace cinco años que
no tomo una copa.
—Pronto se sentirá mejor.
—Ya lo sé —dijo, lúgubre.
—Sea fuerte.
—Lo seré.
—¿Puedo hacer algo para ayudarle?
¿Quiere un tranquilizante?
—No soporto los tranquilizantes —
dijo, casi con mal humor—. No, de
verdad, gracias.
Julia se levantó.
—Sé que se siente mejor solo.
Mañana lo verá todo más claro.
—No se vaya, si es que puede
soportarme.
Julia volvió a sentarse.
—Cánteme una canción. ¿Sabe
cantar?
—¿Qué tipo de canción?
—Algo triste… Algo así como un
blues.
Le cantó Así termina la historia, de
Libby Holman, con una voz suave y
profunda.
—Es buena. Cánteme otra. O vuelva
a cantarme la misma.
—De acuerdo. Si quiere, me pasaré
la tarde cantándole.

III.
El segundo día en Nueva York la
llamó por teléfono.
—Te he echado mucho de menos —
dijo—. ¿Tú me has echado a mí de
menos?
—Me temo que sí —respondió Julia,
de mala gana.
—¿Mucho?
—Te he echado mucho de menos.
¿Estás mejor?
—Ya estoy perfectamente. Todavía
me siento un poco nervioso, pero
mañana empiezo a trabajar. ¿Cuándo nos
veremos?
—Cuando quieras.
—Esta noche entonces. Y… dímelo
otra vez.
—¿Qué?
—Que temes haberme echado de
menos.
—Me temo que sí —dijo Julia,
obediente.
—Que sí me has echado de menos
—añadió Dick.
—Me temo que sí te he echado de
menos.
—Estupendo. Suena como esas
canciones que cantas.
—Adiós, Dick.
—Adiós, Julia, querida.
Julia se quedó en Nueva York dos
meses en lugar de los quince días que
había planeado, porque Dick no la
dejaba irse. El trabajo ocupaba durante
el día el lugar de la bebida, pero luego
necesitaba ver a Julia. A veces ella
sentía celos de su trabajo cuando él la
llamaba por teléfono y le decía que
estaba demasiado cansado para ir al
teatro. Sin alcohol, la vida nocturna no
significaba nada para él: era algo sin
sentido ni interés. Para Julia, que nunca
bebía, la noche por sí sola era
estimulante: la música y el desfile de
trajes de noche y la hermosa pareja de
baile que formaban. Al principio veían a
Phil Hoffman de vez en cuando; Julia
pensaba que se había tomado aquello
bastante mal, y luego dejaron de verlo.
Ocurrieron algunos incidentes
desagradables. Una antigua compañera
de colegio, Esther Cary, le preguntó si
conocía la reputación de Dick Ragland.
En lugar de enfadarse, Julia la invitó a
conocer a Dick, y le encantó la facilidad
con que cambiaron las convicciones de
Esther. Hubo otros episodios
fastidiosos, poco importantes, pero por
fortuna las tropelías de Dick no habían
salido de París, y en Nueva York
parecían lejanas e irreales. Se querían
profundamente: el recuerdo de aquella
mañana se iba borrando poco a poco de
la mente de Julia. Pero quería estar
segura.
—Dentro de seis meses, si todo
sigue igual, anunciaremos nuestro
compromiso. Y, cuando pasen otros seis
meses, nos casaremos.
—Es demasiado tiempo —se quejó
Dick.
—Recuerda tus últimos cinco años
—contestó Julia—. Confío en ti con la
inteligencia y con el corazón, pero algo
me dice que esperemos. Recuerda que
también estoy decidiendo por mis hijos.
Aquellos cinco años… ¡ay!, tan
desperdiciados, tan perdidos.
En agosto Julia fue a pasar dos
meses a California, a ver a su familia.
Quería saber cómo se las arreglaba Dick
solo. Se escribían todos los días; las
cartas de Dick eran sucesivamente
alegres, pesimistas, hastiadas y
esperanzadas. El trabajo le iba mejor
cada día. A medida que iba recuperando
el dominio de la situación, su tío había
empezado a confiar en él de verdad,
pero echaba permanentemente de menos
a Julia. Y cuando un día en una carta
apareció un signo de desesperación,
Julia acortó su visita una semana y
volvió al Este, a Nueva York.
—Gracias a Dios que estás aquí —
exclamó Dick mientras salían de la
estación central cogidos del brazo—. Ha
sido tan difícil. He estado a punto
muchas veces de echarlo todo a perder,
y tenía que pensar en ti, y estabas tan
lejos…
—Mi vida, estás tan cansado, estás
tan pálido. Trabajas demasiado.
—No, lo único que pasa es que vivir
solo es muy triste. Cuando me acuesto
no puedo dejar de darle vueltas a la
cabeza. ¿No podríamos adelantar la
boda?
—No lo sé; ya veremos. Ahora ya
tienes a tu Julia cerca, y lo demás no
importa.
Una semana más tarde, Dick ya se
había recuperado. Cuando se ponía
triste, Julia lo trataba como a un niño,
apretando su hermosa cabeza contra el
pecho, pero prefería que Dick confiara
en sí mismo, y la animara, que la hiciera
reír y sentirse cuidada y segura. Había
alquilado un apartamento con otra chica
y seguía unos cursos de biología y
economía doméstica en Columbia.
Cuando llegó el otoño, iban juntos al
fútbol y a los estrenos de teatro y
paseaban por Central Park, donde
habían caído las primeras nieves, y
también pasaban tardes enteras frente a
la chimenea del apartamento de Julia. Y
el tiempo corría, y los dos se sentían
impacientes. En vísperas de Navidad
una visita inesperada —Phil Hoffman—
se presentó en casa de Julia. Era la
primera vez en muchos meses. Nueva
York, con su característico laberinto de
accesos y escaleras próximos pero
independientes, es poco propicia incluso
al encuentro con los amigos íntimos,
pero, en el caso de unas relaciones
tensas, es fácil evitar los encuentros.
Y ellos eran dos extraños. Phil, con
su manifiesto escepticismo acerca de
Dick, se había convertido
automáticamente en un enemigo, aunque,
por otra parte, Julia reconocía que había
mejorado que se había desprendido de
algunas de sus peores facetas; era
ayudante del fiscal del distrito, y cada
vez se movía en su profesión con mayor
desenvoltura.
—Así que te vas a casar con Dick
—dijo—. ¿Cuándo?
—Muy pronto. Cuando mi madre
venga al Este. Phil negó decididamente
con la cabeza.
—Julia, no te cases con Dick. No
tengo celos, sé perder, pero me parece
terrible que una chica tan maravillosa
como tú se lance con los ojos cerrados a
un lago lleno de rocas. ¿Qué te hace
pensar que la gente cambia de rumbo? A
veces se seca o incluso toma un canal
paralelo, pero no conozco a nadie que
haya cambiado de verdad.
—Dick ha cambiado.
—Quizá. Pero ¿no es un quizá
tremendo? Si no fuera atractivo y te
gustara, te diría: adelante. A lo mejor
estoy absolutamente equivocado, pero
resulta evidente que lo que te fascina es
su pinta imponente y esos modales
encantadores.
—No lo conoces —respondió Julia
con lealtad—. Conmigo es distinto. No
sabes lo amable y lo sensible que es.
¿No estás siendo un poco mezquino?
—Hmm… —Phil se quedó
pensativo—. Volveré a verte dentro de
unos días. O a lo mejor hablo con Dick.
—Deja en paz a Dick —gritó Julia
—. Ya tiene preocupaciones de sobra
para que tú vayas a darle la lata. Si
fueras su amigo, intentarías ayudarle en
vez de hablar conmigo a sus espaldas.
—Antes soy tu amigo. —Ahora Dick
y yo somos una sola persona. Pero tres
días más tarde Dick se presentó en casa
de Julia a una hora en la que
normalmente estaba en el despacho.
—He venido a la fuerza —dijo
despreocupadamente—: Phil Hoffman
me ha amenazado con desenmascararme.
A Julia se le cayó el alma a los pies
como una plomada. «¿Se ha rendido?»,
pensó. «¿Ha vuelto a beber?».
—Se trata de una chica. Me la
presentaste el verano pasado y roe
dijiste que fuera amable con ella. Es
Esther Cary —el corazón de Julia latía
ahora más despacio—. Cuando te fuiste
a California me sentía solo y un día me
la encontré. Le gusté y durante cierto
tiempo nos vimos bastante. Entonces
volviste y rompí la relación. Pero había
un pequeño problema: no me había dado
cuenta de que ella tuviera tanto interés.
—Entiendo —la voz de Julia
transparentaba perplejidad e
indefensión.
—Intenta comprenderlo. Aquellas
terribles noches de soledad. Creo que,
de no ser por Ésther, hubiera vuelto a
beber. Nunca la he querido, nunca he
querido a nadie excepto a ti, pero
necesitaba ver a alguien que me quisiera
un poco.
Fue a abrazarla, pero desistió,
porque ella pareció sentir frío.
—Así que cualquier mujer hubiera
servido —dijo Julia despacio—. Daba
lo mismo cuál.
—¡No! —exclamó Dick.
—Pasé fuera tanto tiempo para que
volaras con tus propias alas y
recuperaras la dignidad.
—Sólo te quiero a ti, Julia.
—Pero cualquier mujer puede
ayudarte. Así que la verdad es que no
me necesitas, ¿no? —ahora tenía la
expresión de vulnerabilidad que Julia ya
había visto otras veces. Se sentó en el
brazo del sillón de Dick y le acarició la
mejilla—. Entonces ¿qué me ofreces? —
preguntó—. Pensaba que me ofrecías la
fortaleza acumulada por haber vencido
tu debilidad. ¿Qué me ofreces ahora? —
Todo lo que tengo. Julia negó con la
cabeza.
—Nada. Que eres guapo. Pero el
camarero que anoche nos sirvió la cena
también lo era.
Se pasaron dos días hablando y no
resolvieron nada. A veces Julia se
abrazaba a él y se acercaba a aquellos
labios que tanto quería, pero parecía
abrazar paja.
—Me voy, para que lo pienses mejor
—dijo él, desesperado—. No puedo
imaginarme la vida sin ti, pero me figuro
que no puedes casarte con un hombre
que no te merece confianza. Mi tío
quiere que vaya a Londres a resolver un
asunto…
La noche de su partida los muelles
sombríos rezumaban tristeza. Lo único
que la ayudaba a seguir adelante era que
no despedía a una imagen de la
fortaleza; ella sería lo mismo de fuerte
sin él. Pero, cuando las luces turbias
cayeron sobre la delicada estructura de
las sienes y la barbilla de Dick Ragland,
y Julia vio cómo la gente se volvía a
mirarlo, cómo lo seguían con la mirada,
una sensación tan terrible de vacío se
apoderó de ella que hubiera querido
decirle: «No te preocupes, vida mía; lo
intentaremos juntos».
Pero intentar qué. Era humano
jugarse a cara o cruz el éxito o el
fracaso, pero probar suerte a la
desesperada entre el desastre y lo que
está bien…
—Dick, sé bueno y fuerte y vuelve a
mí. ¡Cambia, Dick, cambia! —Adiós,
Julia… Adiós.
Lo vio por última vez en la cubierta,
perfilado como un camafeo contra la
llama de una cerilla cuando encendió un
cigarrillo.

IV.

Sería Phil Hoffman quien estuviera


con ella al principio y al final. Fue Phil
quien le dio la noticia lo más
suavemente posible. Llegó al
apartamento de Julia a las ocho y media
y con disimulo quitó de en medio el
periódico de la mañana. Dick Ragland
había desaparecido en el mar.
Tras el primer arrebato de dolor de
Julia, a Phil no le importó hablarle con
cierta crueldad.
—Se conocía. No tenía voluntad; no
quería seguir viviendo. Y, para que te
des cuenta de que no puedes echarte en
absoluto la culpa, te voy a contar una
cosa: hacía cuatro meses que apenas
aparecía por su despacho; desde que
fuiste a California. No lo despidieron
gracias a su tío; los asuntos por los que
iba a Londres no tenían la menor
importancia. En cuanto se le pasó el
entusiasmo de los primeros días, se
rindió.
Julia lo miró inquisitivamente.
—No bebía, ¿verdad? ¿Estaba
bebiendo?
Phil titubeó una décima de segundo.
—No, no bebía; cumplió su
promesa. Aguantó.
—Eso fue —dijo Julia—. Cumplió
su promesa y se mató para mantenerla
—Phil, incómodo, la dejó hablar—.
Cumplió su palabra y se ha dejado la
piel por cumplirla —continuó Julia, a
punto de echarse a llorar—. ¡Qué cruel
es la vida a veces! Tan cruel que no
respeta a nadie. Era tan valiente…
Murió por cumplir su palabra.
Phil se alegraba de haber quitado de
en medio el periódico que insinuaba la
alegre noche que Dick había pasado en
el barco, una de las muchas noches
alegres de las que Phil había tenido
noticia en los últimos meses. Sentía
alivio porque todo hubiera acabado,
pues la debilidad de Dick había puesto
en peligro la felicidad de la chica a
quien quería; pero sentía una pena
terrible por Dick, incluso
comprendiendo hasta qué punto había
necesitado convertir su inadaptación a la
vida en una sucesión de disparates. Pero
tuvo la suficiente sabiduría para dejar
que Julia soñara que había salvado a
Dick del naufragio.
Pasaron un momento delicado, un
año más tarde, pocos días antes de su
boda, cuando ella dijo:
—Deberías comprender lo que
siento y siempre sentiré por Dick, ¿no
crees, Phil? No era sólo por su belleza.
Confiaba en él, y en cierto sentido no me
equivocaba. Prefirió partirse en dos
antes que doblegarse; era un hombre
acabado, pero no un hombre malo. Me
lo dijo el corazón la primera vez que lo
vi.
Phil acusó el golpe, pero no dijo
nada. Quizá había algo más que ellos no
conocían. Era mejor que descansara en
las profundidades del corazón de Julia y
en las profundidades del océano.
El desprecio

El desprecio (Saturday
Evening Post, 19 de
diciembre de 1931) fue el
último relato que Fitzgerald
escribió en Europa antes de
regresar a América en
septiembre de 1931. En
respuesta a las reservas con
que el Post había acogido sus
últimas obras, Fitzgerald
eligió un escenario
norteamericano y olvidó la
Depresión. El desprecio
representa una vuelta al
espíritu de sus primeros
relatos, en los que la bondad y
la buena crianza resuelven
todos los problemas.

I.

Aquí y allá, en rincones donde no


daba el sol, aún se ocultaban restos de
nieve bajo una capa de carbonilla, pero
los hombres, que desmontaban los
postigos contra la tormenta, trabajaban
en mangas de camisa y la hierba
empezaba a ser fuerte bajo sus pies. En
las calles los vestidos de color de fruta
y flores nuevas emergían de sombrías
pieles de animales; sólo algunos viejos
usaban gorras parduscas caladas hasta
las orejas. Fue el día en que Forrest
Winslow olvidó las molestias sin fin del
invierno como uno olvida las desgracias
inevitables, la enfermedad y la guerra, y
miró hacia el verano con confianza
ciega, preguntándose si reconocería en
el nuevo verano todos los veranos del
pasado: veranos para jugar al golf,
navegar y nadar.
Forrest había pasado ocho años en
el Este, los años de colegio y
universidad; ahora trabajaba para su
padre en una gran ciudad de Minnesota.
Era guapo, tenía éxito entre las jóvenes,
y, desde un punto de vista conservador,
lo habían mimado en exceso, así que el
año anterior le había parecido una
humillación. La inteligencia, la
capacidad de discernimiento que en
New Haven había sabido elegir el mejor
club universitario, ahora se dedicaba a
clasificar pieles, y, como consecuencia,
la mano que había firmado los cheques
que pagaban las cuentas de su curso
había pasado dos meses en cabestrillo
con una dermatitis venenata benigna.
Cuando salía del trabajo, Forrest no
encontraba aliciente en las chicas con
quienes había crecido. Por el contrario,
la noticia de que había llegado a la tribu
una forastera le infundió nuevos ánimos
y, durante la estancia de la famosa
visita, desplegó una actividad
convulsiva. Así que no había pasado
nada especial, excepto que había
llegado el verano.
El día en que empezó la primavera y
empezó el verano —no hay mucha
diferencia en Minnesota— Forrest
detuvo el coche frente a una tienda de
música donde se presentó con su
vanidad llena de simpatía. Al decirle a
la dependienta: «Quisiera algunos
discos», una minúscula bomba de
excitación estalló en su laringe
provocándole en el diafragma una
desconocida sensación de vacío, casi
dolorosa. La causa de la imprevista
detonación había sido la visión de una
chica del color del maíz a quien estaban
atendiendo en el otro extremo del
mostrador.
Era un tallo de maíz en pleno
esplendor, pero no formaba parte de
ninguna gavilla: era un ejemplar único,
como el raro ejemplar de una primera
edición en la que el encuadernador puso
todo su arte. Era preciosa y cara, y
tendría unos diecinueve años, y Forrest
no la había visto antes. Ella se quedó
mirándolo un instante innecesariamente
largo, con tal seguridad en sí misma que
Forrest tuvo la impresión de que la suya
se le escapaba para sumarse a la de la
chica: «Y a quien no tiene le será
arrebatado incluso lo poco que tenga». E
inmediatamente la chica inclinó la
cabeza y volvió a concentrarse en la
consulta de un catálogo.
Forrest miró la lista que le había
enviado un amigo de Nueva York. Por
desgracia el título era el siguiente:
Cuando el Vudú se encuentra al
Babalú, pronto aparece el Chachachá.
Forrest lo leyó horrorizado. Apenas
podía creer que pudiera existir un título
tan repulsivo. Y, mientras, la chica
preguntaba:
—¿No tendrían El hijo pródigo de
Prokófiev?
—Voy a ver, señora —la vendedora
se volvió hacia Forrest.
—Cuando el Vu… —empezó a decir
Forrest, y repitió—: Cuando el Vu… —
era inútil; no podía pronunciar aquellas
palabras con aquella ninfa de la
primavera al otro extremo del mostrador
—. Déjelo —se apresuró a decir Forrest
—. Déme Te abrazaría y… —se
interrumpió de repente.
—¿Te abrazaría y besaría? —
sugirió la dependienta amablemente, y la
seguridad con que afirmó que era una
canción estupenda sugirió también una
humillante coincidencia de gustos.
—Yo quisiera El pájaro de fuego de
Stravinski —dijo la otra cliente— y este
disco de valses de Chopin.
Forrest echó un rápido vistazo al
resto de la lista: Moviéndote bien,
Siempre tan quisquillosa,
Tramposeando.
«Cualquiera me tomaría por un
imbécil», pensó. Estrujó la lista y
boqueó en busca de aire: el aire que lo
caracterizaba, aire de tranquila
superioridad.
—Quisiera —dijo con frialdad— el
Claro de luna de Beethoven. Ya tenía el
disco en casa, pero no importaba.
Aquello le dio derecho a mirar y mirar a
la chica. La vida se volvía interesante;
ella era el brebaje más rico. Sería fácil
seguirle la pista. Con el Claro de luna
envuelto en el mismo papel que Te
abrazaría y besaría, Forrest salió de la
tienda.
Habían abierto una librería nueva en
la misma calle, donde también entró,
como si los libros y los discos pudieran
llenar el vacío que la primavera le hacía
sentir en el corazón. Mientras miraba las
palabras sin vida de los títulos, se
preguntaba cuándo volvería a verla, qué
pasaría entonces.
—Quisiera una novela policiaca —
dijo.
Un joven que parecía aburrirse negó
con la cabeza como si, lleno de
paciencia, le estuviera regañando, y
simultáneamente la brisa de la
primavera atravesó la puerta: la luz ya
conocida del pelo color cereal.
—Aquí no vendemos novelas
policiacas ni nada que se le parezca —
dijo el joven, elevando
innecesariamente la voz—. Me figuro
que podrá encontrarlas en unos grandes
almacenes.
—Yo creía que vendían libros —
dijo Forrest débilmente.
—Libros, sí, pero no de ese estilo.
El joven se volvió para atender a la
otra cliente.
Camino de la puerta, indignado, una
vez dentro del radio del perfume de la
chica, Forrest la oyó preguntar:
—¿Tiene algo de Louis Aragón,
traducido o en francés?
«Se está dando importancia», pensó,
de mal humor. «En estos tiempos todo el
mundo sustituye sin mayores problemas
a Peter Rabbit por Marcel Proust».
En la calle, aparcado exactamente
detrás de su digno coche de dos puertas,
descubrió un descapotable enorme,
plateado, diseñado y fabricado en
Inglaterra para el mercado de
exportación. Molesto, incluso
perturbado, volvió a casa, conduciendo
a través de la tarde húmeda y dorada.
Los Winslow —los padres de
Forrest, su bisabuela y su hermana
Eleanor— vivían en Crest Avenue, en
una casa antigua, rodeada de amplias
galerías. Era gente de sólidas
convicciones, como se decía después de
la guerra. La anciana señora Forrest era
persona de convicciones más que
sólidas, basadas en un estilo de vida que
llevaba funcionando ochenta y cuatro
años. Era un personaje en la ciudad; se
acordaba de la guerra contra los sioux y
había estado en Stillwater el día en que
los hermanos James habían sembrado el
terror a tiros en la calle principal.
Sus hijos habían muerto y miraba a
aquellos descendientes más remotos
desde cierta distancia, como si no fuera
consciente de las fuerzas que les habían
dado forma. Entendía que la Guerra
Civil y la Conquista del Oeste eran
fuerzas conformadoras, mientras que
apenas si consideraba noticias los
problemas monetarios y la Guerra
Mundial. Pero sabía que su padre, caído
en Cold Harbor, y su marido, el
comerciante, habían tenido más talla que
su hijo y su nieto. Le parecía que la
gente que intentaba explicarle los
fenómenos contemporáneos hablaba en
contra de lo que sus sentidos
encontraban evidente. Pero no se había
atrofiado; el verano anterior había
recorrido media Europa acompañada
sólo por una criada.
Los padres de Forrest también eran
especiales. Andaban por la treintena,
esa edad llena de susceptibilidades,
cuando las fiestas con cócteles y todo lo
que trajeron consigo se pusieron de
moda en 1921. Se sentían divididos,
avanzaban y retrocedían. Cuestiones que
a la señora Forrest no le causaban el
menor problema, a ellos les inquietaban
e indignaban dolorosamente. Una de
esas cuestiones surgió aquella noche
cuando llevaban cinco minutos cenando.
—¿Sabíais que vuelven los Rikker?
—dijo la señora Winslow—. Han
alquilado la casa de los Warner —era
una mujer llena de inseguridades que
disimulaba, incluso ante sí misma,
expresando sus opiniones muy despacio,
pensándolas mucho, como si quisiera
convencer a sus propios oídos—. No me
explico cómo Dan Warner les alquila la
casa. Me figuro que Cathy cree que todo
el mundo se va a desvivir por ellos.
—¿Qué Cathy? —preguntó la
anciana señora Forrest.
—Cathy Chase, antes de casarse. Su
padre fue Reynold Chase. Su marido y
ella están a punto de volver.
—Ah, sí.
—Apenas si la conozco —continuó
la señora Winslow—, pero sé que
cuando vivían en Washington trataban
con grosería manifiesta a la gente de
Minnnesota: los evitaban. Mary Cowan
pasó allí un invierno y varias veces
invitó a Cathy a comer o a tomar el té.
Cathy no apareció jamás.
—Yo podría batir ese récord —dijo
Pierce Winslow—. Yo no iría aunque
Mary Cowan me invitara cien veces.
—De todas maneras —prosiguió su
mujer muy despacio—, en vista de todo
el escándalo, se merecen que todo el
mundo les dé la espalda.
—Es lo que se merecen, por
supuesto —dijo Winslow. Era un
auténtico hombre del Sur, muy apreciado
en la ciudad, donde vivía desde hacía
treinta años—. Walter Hannan ha venido
a verme esta mañana al despacho y me
ha pedido que avale el ingreso de
Rikker en el Club Kennemore. Le he
dicho: «Walter, antes avalaría a Al
Capone». Y, lo que es más, para entrar
en el Club Kennmore, Rikker tendría que
pasar por encima de mi cadáver.
—Tiene valor Walter. ¿Qué tiene que
ver Chauncey Rikker contigo? Será
difícil encontrar a alguien que lo avale.
—¿Quiénes son los Rikker? —
preguntó Eleanor—. ¿Unos
impresentables?
Tenía dieciocho años y ya se había
puesto de largo. Sus apariciones en el
hogar eran tan breves y escasas que
miraba aquellas tópicas conversaciones
a la hora de la comida con la misma
distancia y objetividad que su bisabuela.
—Cathy se crió aquí; era más joven
que yo, pero me acuerdo de que siempre
la consideraron una fresca. Su marido,
Chauncey Rikker, es de algún pueblo del
norte del estado.
—¿Y qué barbaridad hicieron?
—Rikker se arruinó y se fue dé la
ciudad —dijo su padre—. Se contaron
historias inquietantes. Luego se fue a
Whashington y estuvo complicado en el
escándalo de las propiedades en el
extranjero; y luego se metió en
problemas en Nueva York, estaba
metido en negocios inmobiliarios
bastante dudosos, pero huyó a Europa.
Pocos años después el principal testigo
del caso murió, y Rikker volvió a
América. Lo encarcelaron unos meses
por desacato a la Justicia —se extendió
con ironía elocuente—: Y ahora, con
verdadero patriotismo, vuelve a su bella
Minessota, típico producto de sus
bosques maravillosos y sus ondulantes
campos de trigo…
Forrest preguntó con impaciencia:
—¿Adónde quieres ir a parar,
padre? ¿Cuándo dos de Kentucky han
ganado el premio Nobel el mismo año?
¿Y qué me dices de un chico del norte
del estado que se llamaba Lind y…?
—¿Tienen hijos los Rikker? —
preguntó Eleanor.
—Creo que Cathy tiene una hija más
o menos de tu edad, y un chico que debe
de tener dieciséis años.
Forrest profirió una exclamación
imperceptible. ¿Sería posible? Libros
franceses y música rusa: la chica de
aquella tarde había vivido en el
extranjero. Y, al contemplar aquella
posibilidad, su resentimiento se agudizó:
¡la hija de un estafador dándose aquellos
aires de reina! Apoyó apasionadamente
la negativa de su padre a avalar el
ingreso de Rikker en el Club
Kennemore.
—¿Son ricos? —preguntó de repente
la anciana señora Forrest.
—Deben tener dinero si alquilan la
casa de Dan Warner.
—Entonces entrarán donde quieran.
—En el Club Kennemore, no —dijo
Pierce Winslow—. Resulta que yo nací
en un estado con ciertas tradiciones.
—He visto muchas veces en esta
ciudad que lo que hoy es blanco mañana
es negro —dijo con suavidad la anciana
señora.
—Pero, abuela, ese hombre es un
delincuente —explicó Forrest—. ¿Te
das cuenta? No es una cuestión social.
En New Haven discutíamos si le
daríamos la mano a Al Capone en caso
de que nos lo presentaran…
—¿Quién es Al Capone? —preguntó
la señora Forrest.
—Es otro delincuente, de Chicago.
—¿También quiere ingresar en el
Club Kennemore?
Se echaron a reír, pero Forrest llegó
a la conclusión de que si Rikker
solicitaba el ingreso en el Club
Kennemore, su padre no sería el único
en depositar una bola negra en la urna de
los votos.
Y de repente el verano alcanzó su
apogeo. Después de la última tormenta
de abril alguien recorrió una noche las
calles, infló los árboles como si fueran
globos, esparció bulbos y arbustos como
confeti, abrió una jaula de petirrojos y,
tras echar un vistazo, ordenó levantar el
telón que cubría un nuevo cielo de
verano pintado.
Iba a echarles la pelota a unos
chicos que jugaban al béisbol en un
descampado, cuando las yemas de los
dedos de Forrest, al contacto con las
costuras del cuero manchado de la
pelota, enviaron una oleada irrefrenable
de recuerdos a su cerebro. Había que
correr, alcanzar el objetivo: ahora su
objetivo era el campo de golf, pero la
sensación era la misma. Sólo cuando
aquella tarde golpeó la pelota desde el
tee en el hoyo dieciocho se dio cuenta
de que no era lo mismo, de que nunca
más se contentaría con aquella vida. La
tarde y la noche se extendían ante él
completamente vacías, si no fuera por lo
mismo de siempre: una cena en alguna
parte y la cama.
Mientras esperaba su turno para
golpear la pelota, Forrest clavó la
mirada en el tee número diez,
exactamente frente a él, a unos ciento
ochenta metros de distancia.
Una de las dos figuras que se movían
en el recorrido de las mujeres estaba
colocando la pelota; mientras Forrest la
observaba, ella se movió con absoluta
seguridad en sí misma y lanzó un
poderoso drive.
—Debe de ser la señorita Horrick
—dijo su amigo—. No hay otra con un
drive como ése.
En aquel momento el sol brilló sobre
el pelo de la chica y Forrest la
reconoció; simultáneamente recordó lo
que debía hacer aquella tarde. Aquella
noche el nombre de Chauncey Rikker
sería presentado a los miembros del
comité del que formaba parte su padre,
y, antes de volver a casa, Forrest
pensaba pasar por el club para depositar
una bola negra en la urna. Lo había
meditado con detenimiento; amaba la
ciudad donde su familia había llevado
una vida honorable a lo largo de cinco
generaciones. Su abuelo había sido uno
de los fundadores del club en la década
de los noventa, cuando, en vez de jugar
al golf, se celebraban regatas, y cuando
un caballo veloz tardaba al trote tres
horas en llegar desde la ciudad. Estaba
de acuerdo con su padre en que
determinados individuos debían ser
excluidos de la buena sociedad. Con
expresión severa, lanzó la pelota a una
distancia de ciento ochenta metros, para
que, siguiendo una curva suave, cayera
en la maleza.
El hoyo dieciocho y el hoyo número
diez tenían recorridos paralelos y
opuestos. Los tees estaban separados
por una extensión de quince metros de
anchura. Aunque Forrest no lo sabía, la
anfitriona de la señorita Rikker, Helen
Hannan, había caído en las mismas
tinieblas, y cuando Forrest fue a buscar
la pelota oyó voces femeninas a siete
metros de distancia.
—Esta noche ya serás miembro del
club —le oyó decir a Hannan—, y
entonces podrás jugar el campeonato
con Stella Horrick.
—Puede que no —dijo una voz
pronta, nítida—. Así que tendrás que
venir a jugar conmigo a los campos de
golf públicos.
—Alida, no seas absurda.
—¿Por qué? La primavera pasada
me la pasé jugando en los campos
públicos de Búfalo. No tenía otro sitio.
Y me recordaban algunos campos de
Escocia.
—Pero me sentiría tan ridícula…
Ay, mira, yo no encuentro la pelota.
—Nadie viene detrás. Y lo de
sentirse ridícula… Si yo me preocupara
todavía de lo que piensa la gente, no
saldría de mi cuarto —se echó a reír
desdeñosamente—. Un periódico
publicó una foto mía yendo a visitar a mi
padre a la cárcel. Y en el barco había
gente que se cambiaba de mesa cuando
nosotros nos sentábamos, y una vez me
negaron el saludo todas las alumnas
americanas de un colegio francés…
Aquí está tu pelota.
—Gracias… Ay, Alida, me parece
horrible.
—Lo más horrible ya ha pasado. Te
lo cuento para que no nos compadezcas
demasiado si la gente no nos acepta en
este club. A mí no me importaría; yo
tengo mi vida y mi propio sistema de
valores para saber lo que debe
preocuparme. Y una cosa así no me
afectaría en absoluto.
Salieron del claro y sus voces se
perdieron en el aire, en el otro
recorrido. Forrest dejó de buscar la
pelota y se encaminó hacia el vestuario
de los caddies.
«Vaya papeleta», pensó. «No admitir
a una chica que no tiene ninguna culpa»:
pero era lo que pensaba hacer en ese
momento mientras se dirigía al club.
«No», se dijo a sí mismo de repente,
«yo no puedo hacer eso. Haya hecho su
padre lo que haya hecho, ella es una
verdadera dama. Papá puede hacer lo
que crea conveniente, pero yo no
participo en eso». Al día siguiente,
después del almuerzo, su padre apenas
se atrevió a decirle:
—Creo que ayer no participaste en
la votación de los Rikker en el Club
Kennemore.
—No.
—No importa —dijo su padre—. El
caso es que ya son socios. En los
últimos cinco años el club ha admitido a
gente de todas clases: hay muchos
socios más bien sospechosos. Y,
después de todo, en un club nadie te
obliga a que conozcas a todo el mundo.
El resto del comité opinaba lo mismo.
—Ya veo —dijo Forrest secamente
—. Entonces, ¿no te pusiste en contra de
los Rikker?
—Pues no. El caso es que tengo
bastantes asuntos de negocios con
Walter Hannan, y precisamente ayer me
vi obligado a pedirle un favor
importante.
—E hiciste un pacto con él, ¿no?
Para padre e hijo, la palabra
«pacto» sonaba a traición.
—No exactamente. No hablamos del
asunto.
—Ya entiendo —dijo Forrest.
Pero no entendía nada, y algo de la
antigua confianza infantil en su padre
murió en aquel momento.

II.
Para despreciar a alguien de verdad
hay que tenerlo cerca. A la admisión de
Chauncey Rikker en el Club Kennemore
y, más tarde, en el Club Ciudadano
siguieron agrias discusiones y amenazas
de romper el carné del club que
simularon un fragor de pelea, bajo el
que no parecía existir nada serio. Por
otra parte, la antipatía se desarrolla
mejor si es compartida entre muchos, y
Chauncey Rikker se convirtió en un
blanco fácil para los descontentos;
además, el eco constante del escándalo
financiero llegaba desde Nueva York, y
los periódicos locales volvieron a
ocuparse del asunto, por si alguien lo
había olvidado. Sólo la liberal familia
Hannan permaneció al lado de los
Rikker, aunque su actitud despertó un
notable resentimiento, y su tentativa de
introducirlos en sociedad a través de
una serie de pequeñas fiestas no tuvo
ningún éxito. Si los Rikker se hubieran
atrevido a «presentar a Alida en
sociedad», sólo se hubieran convertido
en el punto de mira de una abigarrada
multitud, pero no lo hicieron.
Cuando en el verano, por
casualidad, Forrest se encontraba con
Alida Rikker, se miraban con la
curiosidad de dos niños que no se
conocen. Durante un tiempo, la cabeza
rubia y ensortijada y el castaño
desafiante de los ojos de Alida lo
fascinaron; después se interesó por otra
chica. No estaba enamorado de Jane
Drake, aunque pensaba que podría
casarse con ella. Jane era eso que se
llama la chica del portal de enfrente;
conocía sus cualidades, buenas y malas,
así que no le importaban. En el fondo
era como una prima hermana. El
matrimonio gustaría a sus familias. Una
vez, después de algunos cócteles y algún
que otro besuqueo, Forrest estuvo a
punto de responder en serio cuando ella
lo provocó con un «yo en realidad no te
importo»; pero no dijo una palabra, lo
que fue un alivio a la mañana siguiente.
Quizá en los días de aburrimiento de
después de Navidad… Mientras, en los
bailes de Navidad, encontraría el éxtasis
y la desdicha entre chicas navideñas, el
encaprichamiento que deseaba. En otoño
tuvo la sensación de que la chica que le
estaba predestinada ya estaba haciendo
las maletas en alguna ciudad del Este o
del Sur.
En uno de sus momentos de mayor
desasosiego, un domingo de noviembre,
lo invitaron a una pequeña fiesta.
Incluso cuando hablaba con su
anfitriona, era consciente de la
presencia de Alida Rikker en el otro
extremo del salón, a la luz de la
chimenea; su belleza radiante, su
novedad sin explorar lo atraían
insistentemente, y fue un alivio que se la
presentaran por fin. Forrest la saludó
con una inclinación de cabeza y la dejó,
pero fue bastante para establecer una
especie de comunicación. La expresión
de Alida quería decir que conocía el
papel de la familia de Forrest como
testigo de cargo contra la suya, que no le
importaba, y que incluso le daba pena
verlo en una posición tan ridícula, pues
no ignoraba que Forrest era su
admirador. Y la expresión de Forrest
decía: «Es natural que yo reconozca tu
belleza, pero fíjate cómo son las cosas:
nos separa el hecho de que tu padre sea
un individuo despreciable, y yo no
puedo renunciar a mi posición actual».
De repente, en un instante de
silencio, la oyó hablar, y sus oídos se
alejaron de la conversación en la que él
estaba participando.
—… Helen llevaba más de un año
con ese dolor raro y, claro, creyeron que
era cáncer. Fue a que la vieran por rayos
X; se desnudó detrás de una pantalla, y
el médico la miró a través del aparato y
dijo: «Te he dicho que te quites toda la
ropa»; y Helen dijo: «Ya me la he
quitado». El médico volvió a mirarla y
dijo: «Oye, cariño, yo te traje al mundo,
así que conmigo no tienes por qué sentir
vergüenza. Quítatelo todo». Así que
Helen dijo: «Le juro que estoy
completamente desnuda». Pero el
médico dijo: «No. Estoy viendo por
rayos X el broche de tu sostén». Así que
descubrieron por fin que a lo mejor se
había tragado un broche cuando tenía
dos años.
La historia, flotando en su voz nítida
y resuelta, en aquel ambiente de
intimidad, desarmó a Forrest. No tenía
nada que ver con lo que hubiera
sucedido en Washington o Nueva York
hacía diez años. De repente deseó
sentarse a su lado, porque ella era la
llama que mantenía vivo el fuego de la
chimenea. Al salir de la fiesta, Forrest
paseó una hora por una nieve que
parecía hecha de plumas, preguntándose
de nuevo por qué no podía conocerla
mejor, por qué tenía la obligación de
convertirse en representante de
determinados principios.
«Bueno, quizá algún día me divierta
de verdad haciendo lo que me parezca
conveniente», pensó con ironía; «cuando
tenga cincuenta años».
El primer baile de Navidad se
celebró con fines benéficos en el
arsenal. Era un acontecimiento que
congregaba a mucha gente. Los ricos se
sentaban en una especie de palcos. Todo
el que se creía algo en la ciudad asistía
a la fiesta, sólo por curiosidad en la
mayoría de los casos, y la atmósfera era
tensa, impregnada de una arrogancia y
frialdad inusuales.
Los Rikker tenían un palco. Forrest,
al llegar con Jane Drake, miró de reojo
al individuo de mala reputación y a la
cualquiera que, cargada de joyas, casi
paralizada por tanta joya, se sentaba a su
lado. Eran los criminales de la ciudad, a
quienes miraban atónitas las personas de
vida circunspecta y mesurada. Ajenas a
las miradas de espanto, Alida y Helen
Hannan se dejaban cortejar por algunos
jóvenes que no eran de la ciudad. Sin
discusión ni comparación, Alida era la
más bella de la fiesta.
Y Forrest se enteró de la noticia: los
Rikker darían una gran baile después de
Año Nuevo. Habían repartido
invitaciones, pero también podían
invitarte de viva voz. Corría el rumor de
que bastaba con que te presentaran a
alguno de los Rikker para que te
invitaran al baile.
Cuando Forrest cruzaba el vestíbulo,
dos amigos lo pararon y, entre risillas,
le presentaron a un joven de diecisiete
años, el señor Teddy Rikker.
—Vamos a dar una fiesta —dijo el
joven inmediatamente—. El tres de
enero. Me alegraría mucho que vinieras.
Forrest lamentaba tener un compromiso.
—Bueno, puedes venir si cambias
de idea.
—Es un chico impresentable, pero
listo —dijo más tarde uno de los amigos
—. Le hemos estado trayendo gente y,
cuando nos acercamos con una pareja de
idiotas, los miró y no les dijo una
palabra. Algunos rechazan su invitación
y otros, pocos, la aceptan, y la mayoría
responde con evasivas, pero él insiste,
imperturbable; ha salido a su padre.
No se hablaba de otra cosa en todas
partes. ¿Por qué su hermana no le paraba
los pies? Le dio lástima de la chica
cuando encontró a Jane con un grupo de
amigas deleitándose con la historia.
—Me han dicho que invitaron por
equivocación a Bodman, el de la
funeraria, y luego se arrepintieron.
—La señora Carleton se hizo la
sorda.
—Van a traer de Canadá un
cargamento de champán. —Yo no voy a
ir, por supuesto, pero me encantaría,
aunque sólo fuera por ver qué pasa.
Habrá cien hombres para cada chica.
Para ella será estupendo.
Tanta malevolencia junta le pareció
repugnante, y le molestó que Jane
participara en ella. Se volvió y vio la
sombra orgullosa de Alida deslizándose
por una pared, y observó con
desagradable resentimiento la devoción
de sus cortejadores. No se había dado
cuenta de que llevaba meses un poco
enamorado de ella: como dos niños
pueden enamorarse mientras se pelean
por una pelota, habían ido tomando
conciencia el uno del otro, y aquella
sensación había alcanzado proporciones
sorprendentes.
—Es bonita —dijo Jane—. No es
que sea recargada en el vestir, no es eso;
pero, considerando el conjunto, se viste
de una manera un poco exagerada.
—Me figuro que debería llevar un
hábito de tela de saco y ponerse ceniza
en la cabeza o vestirse de medio luto.
—He tenido el honor de que me
inviten, pero, por supuesto, no pienso ir.
—¿Por qué no?
Jane miró a Forrest, sorprendida.
—Tú no vas.
—Es distinto. En tu caso, yo iría.
¿Sabes? No debería importarte lo que
hizo su padre.
—Claro que me importa.
—No te importa. Y me parece una
vileza tanta mezquindad. ¿Por qué no la
dejáis en paz? Es joven y bonita y no ha
hecho nada malo.
Aquella semana vio a Alida en la
fiesta de los Hannan y se dio cuenta de
que muchos la sacaban a bailar. Se fijó
en el movimiento de sus labios, oyó su
risa, cogió al vuelo alguna de las
palabras que dijo; sin poder resistirse,
se sorprendió animando a algunos a
seguir la estela de Alida. Le mandaba a
gente que estaba de paso en la ciudad y
no sabía quién era Alida Rikker.
La noche de la fiesta de los Rikker
cenó con algunos amigos y, antes de
sentarse a la mesa, descubrió que todos
iban a ir a la fiesta. Hablaban del asunto
como de una especie de aventura
humorística; insistían en que los
acompañara.
—Y, si no te han invitado, da lo
mismo —le aseguraron—. Nos han
dicho que podemos llevar a quien
queramos. La entrada es libre, sin
ningún compromiso. Norma Nash va a ir
y no invitó a Alida Rikker a su fiesta.
Además, Alida es muy simpática. Mi
hermano está loco por ella. Mamá está
enferma de preocupación porque mi
hermano dice que quiere casarse con
ella.
Con otro whisky con soda en la
mano, Forrest adivinó que, si se lo
bebía, probablemente iría a la fiesta.
Todas las razones para no ir le parecían
caducas y trilladas en aquel momento, y,
fatalmente, había empezado a sentirse
ridículo. Intentó en vano recordar qué
propósito lo guiaba, y no encontró
ninguno. Su padre había sido
condescendiente en el asunto del Club
Kennemore. Y de repente encontró
razones para ir: los hombres pueden ir a
donde a sus mujeres no les está
permitido.
—Muy bien —dijo.
La fiesta de los Rikker era en el
salón de baile del Hotel Minnekada. El
dinero de la familia, de oscura
procedencia, corrompido, había tomado
la forma de un bosque de palmeras,
emparrados y flores. Dos orquestas
gemían en pérgolas iluminadas con
luciérnagas, y una batería de reflectores
de colores barría la pista y rozaba un
bufé donde brillaban botellas oscuras.
La recepción de invitados continuaba
cuando Forrest y sus amigos llegaron, y
Forrest hizo una mueca irónica ante la
perspectiva de tener que darle la mano a
Chauncey Rikkert. Pero, en cuanto vio a
Alida, en cuanto miró los ojos que por
fin se clavaban en él con toda franqueza,
se olvidó de todo lo demás.
—Tu hermano tuvo la amabilidad de
invitarme —dijo.
—Ah, sí —era educada, pero
parecía distraída; no parecía en absoluto
sorprendida por su presencia. Mientras
esperaba poder saludar a los padres,
Forrest se sobresaltó: su hermana estaba
entre un grupo de bailarines. Y,
entonces, uno tras otro, fue identificando
a gente que conocía. Aquélla podría
haber sido una de las fiestas de
Navidad: todos los jóvenes se
encontraban allí. Descubrió de pronto
que Alida y él se habían quedado solos.
La recepción de invitados había
terminado. Alida lo miró, inquisitiva, un
poco divertida.
Así que la sacó a bailar, con la
cabeza alta, aunque empezaba a darle
vueltas. De todo cuanto existe en el
mundo, lo menos que hubiera podido
esperarse era abrir el baile en la fiesta
de los Rikker.

III.

A la mañana siguiente lo primero


que le vino a la cabeza fue que la había
besado; lo segundo fue una sensación de
profunda vergüenza por su
comportamiento la noche anterior. Bien
lo sabía Dios: Forrest había sido el
alma de la fiesta y había ayudado a
montar el cotillón. Desde el momento en
que pisó la pista de baile,
devolviéndoles a sus amigos con
absoluta frialdad las miradas curiosas y
sorprendidas, lo había invadido algo
parecido a la desesperación. Tomó al
asalto a Alida Rikker hasta que un amigo
le preguntó si no le importaba lo que
diría Jane.
—¿Y qué tiene que ver Jane con
esto? —respondió, impaciente—. No
somos novios.
Pero se sintió obligado a acercarse a
su hermana y preguntarle si lo veía en
perfectas condiciones.
—Aparentemente, sí —contestó
Eleanor—, pero cuando hay dudas, lo
mejor es no beber más.
No le hizo caso. Su aspecto seguía
siendo el adecuado, pero su libido había
alcanzado un estado de extraversión
incontrolable. Se sentó con Alida Rikker
y le dijo que la quería desde hacía
meses.
—He pensado en ti todas las noches,
en el momento en que te vas a quedar
dormida —la voz le temblaba por la
falta de sinceridad—. Me daba miedo
encontrarme contigo, hablarte. Te he
visto algunas veces, de lejos, como en
una carroza dorada, y el mundo me ha
parecido un buen lugar para vivir.
Tras soportar veinte minutos de
semejante elocuencia, Alida empezó a
sentirse extraordinariamente atractiva.
Estaba cansada y algo contenta, y por fin
dijo:
—Muy bien, puedes besarme si
quieres, pero eso no significa nada. No
tengo ganas de tonterías.
A Forrest le sobraban ganas para los
dos. La besó como si estuvieran ante el
altar. Y poco más tarde, con honda
emoción, le dio las gracias a la señora
Rikker por los momentos más felices de
su vida.
Era mediodía, y, mientras hacía
desesperados esfuerzos por
incorporarse en la cama, Eleanor entró
en bata en el dormitorio.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Fatal.
—¿Qué me dijiste en el coche,
cuando volvíamos? ¿De verdad quieres
casarte con Alida Rikker?
—Esta mañana no.
—Eso está mucho mejor. Ahora,
escúchame: toda la familia está furiosa.
—¿Por qué? —preguntó, aunque no
hacía ninguna falta.
—Porque fuimos a la fiesta. Papá se
ha enterado de que tú encabezaste el
cotillón. Yo le he dicho que tuve que ir
porque fue la gente que me había
invitado a cenar. ¡Pero tú también fuiste!
Forrest se vistió para el almuerzo
del domingo. Sobre la mesa flotaba una
atmósfera de decepción paciente,
perpleja, por encima de las cosas del
mundo. Por fin Forrest se atrevió a
hablar:
—Bueno, fuimos a la fiesta de Al
Capone y lo pasamos estupendamente.
—Ya me he enterado —dijo
lacónicamente Pierce Winslow. La
señora Winslow no dijo nada.
—Fue todo el mundo: los Kaye, los
Schwan, los Martin y los Black. Los
Rikker se han convertido en uno de los
pilares de nuestra sociedad. Se les han
abierto todas las puertas.
—Las de esta casa, no —dijo su
madre—. No pisarán esta casa. —Y, tras
una pausa, añadió:— ¿No vas a comer,
Forrest?
—No, gracias. Bueno, sí, estoy
comiendo —miró su plato con cautela
—. La hija es muy simpática. No hay
ninguna chica en la ciudad mejor
educada, con tan buenas cualidades. Si
las cosas siguieran siendo como antes de
la guerra, estoy seguro de que…
No sabía exactamente lo que iba a
decir; lo único que tenía claro era que
no compartía en absoluto la posición de
sus padres.
—Antes de la guerra esta ciudad
apenas si era algo más que un pueblo —
dijo la anciana señora Forrest.
—Forrest se refiere a la Guerra
Mundial, abuelita —dijo Eleanor.
—Hay cosas que no cambian —dijo
Pierce Winslow. Forrest y él estaban
pensando en el asunto del Club
Kennemore y, sintiéndose culpable, el
padre perdió la calma—: Cuando la
gente empieza a ir a fiestas organizadas
por un delincuente condenado por la
Justicia, algo muy grave está pasando.
—Se acabó la discusión en la mesa
—dijo inmediatamente la señora
Winslow.
A eso de las cuatro, Forrest llamaba
por teléfono desde su cuarto. Sabía
desde hacía un rato que iba a llamar por
teléfono.
—¿Está la señorita Rikker? Ah,
hola. Soy Forrest Winslow.
—¿Cómo estás?
—Fatal. Fue una fiesta estupenda.
—¿De verdad?
—Magnífica. ¿Qué estabas
haciendo?
—Han venido a verme dos que
tienen una resaca terrible.
—¿Puedo ir a verte yo también?
—Me encantaría. Ven.
Lo único que los dos jóvenes
atinaban a hacer era gemir y poner en el
gramófono canciones románticas, pero
se fueron pronto y de repente la
chimenea ardió mejor, y el día se
extinguió tras las ventanas, y Forrest le
añadió ron al té.
—Así que por fin nos hemos
encontrado —dijo.
—Tú tuviste la culpa del retraso.
—Malditos prejuicios —dijo
Forrest—. Vivimos en una ciudad
conservadora, y, claro, los problemas de
tu padre…
—No voy a hablar de mi padre
contigo.
—Perdona. Sólo quería decirte que
últimamente me sentía un estúpido
porque no me atrevía a conocerte,
porque me privaba del placer de
conocerte por un prejuicio ridículo —
continuó metiendo la pata—. Así que
decidí seguir mis propias inclinaciones.
Alida se levantó de repente.
—Adiós, señor Winslow.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque es absurdo que vengas a
mi casa como si me estuvieras haciendo
un favor. Y, después de haber aceptado
nuestra hospitalidad, recordarme los
problemas de mi padre sólo es mala
educación. Forrest se había puesto de
pie, terriblemente perturbado.
—No era eso lo que yo quería decir.
Sólo he dicho cómo pensaba y cómo me
despreciaba a mí mismo por pensar así.
No te ofendas, por favor.
—Pues no te des aires de
superioridad.
Alida volvió a sentarse. Su madre
entró, se quedó un momento y, al salir, le
echó a Forrest una mirada de
resentimiento y recelo. Pero su fugaz
aparición tuvo el efecto de unirlos, y
pasaron hablando con verdadera
confianza un buen rato.
—Debería haber subido a
arreglarme.
—Debería haberme ido hace una
hora, pero no puedo.
—Ni yo.
Aquella confesión los llevó muy
lejos. En la puerta Forrest le besó los
labios, que se le ofrecieron de buena
gana, y volvió a casa dando un paseo y
arrojando inútiles cubos de sensatez a
aquel fuego incontrolable.
Y, antes de que pasaran dos semanas,
por fin sucedió. En un coche aparcado
en medio de una ventisca, Forrest
expresó tumultuosamente cómo la
adoraba, y Alida, suspirando, se apretó
contra su pecho.
—Yo también te quiero… yo
también…
La familia de Forrest ya sabía
adónde iba por las noches. Y, en un
ambiente de frialdad y crispación, su
madre le dijo una mañana:
—Hijo, no pensarás sacrificar
inútilmente tu vida por una chica que no
está a tu altura. Yo creía que te
interesaba Jane Drake.
—Deja ese tema. No voy a hablar de
eso.
Pero sólo fue un aplazamiento,
mientras los días de aquel febrero eran
blancos y mágicos y las noches
cristalinas se llenaban de estrellas. La
ciudad yacía bajo un esplendor frío, y
era de incienso el aroma del abrigo de
pieles de Alida y sus mejillas
encendidas eran llamas ofrecidas al
altar del Norte. En el corazón de Forrest
brotó una fuente de panteísmo, extasiado
ante aquella tierra y aquel clima. Se lo
debía a Alida. Siempre viviría allí.
—Te quiero tanto que nada podrá
separarnos —dijo a Alida—. Pero tengo
una deuda con mis padres, algo que no
puedo explicarte. No sólo han gastado
dinero en mí; han procurado darme algo
más intangible: algo que sus padres les
habían dado a ellos, y que ellos
consideraron que valía la pena
conservar. No me afecta, evidentemente,
pero tengo que hacer lo posible por
facilitarles las cosas —se dio cuenta,
por la expresión de Alida, de que le
estaba haciendo daño—: Cariño…
—Me da miedo cuando hablas así
—dijo ella—. ¿No me lo echarás en
cara más tarde? Sería terrible. Tienes
que quitarte de la cabeza que vas a hacer
algo malo. Mis principios son tan
sólidos como los tuyos, y no puedo
cargar con los pecados de mi padre…
—se quedó pensando unos segundos—.
No podrás contentar a todo el mundo,
como en un cuento infantil. Tendrás que
elegir. Probablemente, tendrás que
hacerle daño a tu familia o a mí.
Dos semanas más tarde la tormenta
estalló en casa de los Winslow. Pierce
Winslow se presentó un día indignado y
silencioso y celebró con su mujer una
sesión a puerta cerrada. Cuando acabó,
la madre llamó a la puerta de Forrest.
—Tu padre ha pasado un mal rato
hoy. Chauncey Rikker se le ha acercado
en el Club Ciudadano y empezó a
hablarle como si tuvieras algún
compromiso con su hija. Tu padre se
fue, pero nos gustaría saberlo: ¿te has
tomado en serio lo de la señorita
Rikker?
—Me quiero casar con ella.
—¡Forrest!
La madre estuvo hablándole mucho
rato, recordando, como si fuera una
cuestión de siglos, los ochenta años que
su familia se había identificado con la
ciudad; cuando empezó a hablarle de la
salud de su padre, Forrest la
interrumpió:
—Todo eso es irrelevante, mamá. Si
existiera algo en contra de Alida, algo
personal, podría tener algún peso todo
lo que me estás diciendo, pero no hay
nada.
—Es presumida; sale con el primero
que se presenta…
—No se diferencia en nada de
Eleanor. Es una dama en todos los
sentidos. Incluso me siento ridículo
cuando hablo de ella así. Lo único que
temes es tener que relacionarte de
alguna manera con los Rikker.
—A eso no le tengo ningún miedo —
dijo su madre, irritada—. Es
absolutamente imposible. Lo que me da
miedo es que esta relación te separe de
todo lo que vale la pena en estos
momentos, de todos los que te quieren.
No tienes derecho a alterar nuestras
vidas convirtiéndolas en motivo de
chismes y escándalo…
—No voy a renunciar a la chica que
quiero sólo porque tú le tengas miedo a
los chismes.
La controversia continuó al día
siguiente, con la participación de su
padre. Su argumento era que había
nacido en la antigua Kentucky, que
siempre lo había inquietado haber
engendrado un hijo con la hija de una
familia de colonos de Minnesota, y que
no debería haberse esperado otra cosa
distinta de lo que estaba ocurriendo.
Forrest consideraba la actitud de sus
padres trivial y falsa. Sólo cuando salía
de casa en contra de los deseos de los
suyos, sentía algún remordimiento. Pero
nunca olvidaba que algo precioso se
estaba destruyendo: la camaradería
juvenil con su padre y el cariño y
confianza hacia su madre. Hora tras hora
era consciente del desmantelamiento
irreparable del pasado y, salvo cuando
estaba con Alida, se sentía
profundamente desdichado.
Un día de primavera, cuando la
situación era ya insostenible y las
comidas familiares solían celebrarse en
silencio, la bisabuela de Forrest lo paró
un momento en el rellano de la escalera
y lo cogió del brazo.
—¿Esa chica es verdaderamente
buena persona? —preguntó, fijando en
Forrest los ojos transparentes, viejos y
hermosos.
—Claro que sí, abuela.
—Entonces cásate con ella.
—¿Por qué me lo dices? —preguntó
Forrest con curiosidad.
—Así se acabarán todas estas
tonterías y tendremos un poco de paz.
He pensado que me gustaría ser
tatarabuela antes de morirme.
El abierto egoísmo de su bisabuela
le pareció más convincente que la
rectitud de los otros. Aquella noche
Alida y Forrest decidieron casarse el 1
de junio y comunicaron por teléfono la
noticia a los periódicos.
Y entonces la tormenta estalló de
verdad. Los chismes corrieron por Crest
Avenue: que la señora Rikker había
llamado por teléfono a la señora
Winslow, pero que ésta no estaba en
casa. Que Forrest se había ido a vivir al
Club Universitario. Que Chauncey
Rikker y Pierce Winslow habían tenido
unas palabras en el Club Ciudadano.
Era verdad que Forrest se había
mudado al Club Universitario. Una
noche de mayo, cuando el rumor del
verano ya se estrellaba contra la tela
metálica de las ventanas, preparó sus
maletas en el dormitorio donde había
vivido cuando era un niño y un
muchacho. Se le hizo un nudo en la
garganta, y se manchó la cara al
restregársela con una mano mientras
recogía los polvorientos trofeos de golf
que se alineaban en la repisa, y tuvo que
contenerse para no decir en voz alta: «Si
no aceptan a Alida, ya no son mi
familia».
Estaba terminando de hacer las
maletas, cuando su madre entró.
—No te vas, ¿verdad que no?
—Me mudo al Club Universitario.
—No es necesario. Aquí nadie te
molesta y puedes hacer lo que quieras.
—No puedo traer a Alida.
—Papá…
—¡Que se vaya a la mierda! —dijo,
sin poderse dominar.
Su madre se sentó en la cama, a su
lado.
—Quédate, Forrest. Te prometo que
no volveré a discutir contigo. Pero
quédate.
—No puedo.
—¡Y yo no puedo dejar que te
vayas! ¡Parece como si te estuviéramos
echando, y no es verdad!
—Quieres decir que va a parecerles
a todos que me habéis echado.
—No, no he querido decir eso.
—Sí. Eso es lo que has querido
decir. Y yo quiero decirte que no creo
que a papá y a ti os importe mucho la
catadura moral de Chauncey Rikker.
—Eso no es verdad, Forrest.
Aborrezco a la gente que se porta mal e
infringe la ley. Mi propio padre jamás
hubiera permitido que Chauncey
Rikker…
—No estoy hablando de tu padre. Ni
a papá ni a ti os importa en absoluto lo
que Chauncey Rikker haya hecho.
Apuesto a que ni siquiera sabes lo que
hizo.
—Claro que lo sé. Robó no sé
cuánto dinero y huyó al extranjero, y
cuando volvió lo metieron en la cárcel.
—Lo metieron en la cárcel por
desacato al tribunal.
—Y tú lo defiendes, Forrest.
—¡No! Detesto todo lo que significa.
No hay duda de que es un estafador.
Pero te diré que me impresionó
descubrir que papá no tiene principios.
Sus amigos y él se reúnen en el Club
Ciudadano a despotricar contra
Chauncey Rikker, pero cuando se
presenta la ocasión de negarle el ingreso
en el club, se vienen abajo.
—Eso no tiene ninguna importancia.
—Sí la tiene. Ningún individuo de la
edad de papá tiene principios. No sé por
qué. Me gustaría poder tomar en
consideración alguna convicción
sincera, pero no voy a permitir que
venga a insultarme gente que no tiene
principios aunque pretenda tenerlos.
Su madre, sin saber qué responder,
no se inmutó: sabía que su hijo tenía
razón. Ni ella ni su marido ni sus amigos
tenían principios. Eran buenos o malos
de acuerdo con su naturaleza; a menudo
asumían actitudes que recordaban de los
tiempos pasados, pero siempre les
faltaba la seguridad que sus padres y
abuelos habían tenido. Imaginó
confusamente que alguna relación
guardaba la religión con aquello. Pero
¿cómo se pueden conseguir unos
principios sólo con desearlos?
La criada anunció la llegada de un
taxi.
—Dile a Olsen que suba a recoger
mi equipaje —dijo Forrest, y añadió
dirigiéndose a su madre—: No me llevo
el coche; ahí dejo las llaves. Sólo he
cogido mi ropa. Espero que papá no me
eche del trabajo.
—No hables así, Forrest. ¿Crees que
tu padre iba a desampararte, hicieras lo
que hicieras?
—Cosas peores se han visto.
—Eres duro y difícil —sollozó su
madre—. Por favor, quédate un poco
más, y a lo mejor se solucionan un poco
las cosas y papá se vuelve más flexible.
Quédate, por favor, quédate. Hablaré
otra vez con tu padre. Haré todo lo que
pueda por arreglar las cosas. —¿Me
dejaréis traer a Alida?
—Por ahora no. No me pidas eso.
No podría soportar…
—Muy bien —dijo Forrest,
imperturbable.
Olsen llegó para bajar las maletas.
Llorando, sujetándolo por la manga del
abrigo, su madre lo acompañó a la
puerta.
—¿No te despides de papá?
—¿Para qué? Lo veré mañana en la
oficina.
—Forrest, estaba pensando… ¿por
qué no te vas a un hotel en lugar de al
Club Universitario?
—He pensado que estaría más
cómodo…
De repente cayó en la cuenta de que
en un hotel llamaría menos la atención.
Tragándose su amargura, torpemente le
dio a su madre un beso y subió al taxi.
Inesperadamente, el coche se
detuvo: alguien había hecho una señal
desde la acera, junto a la farola de la
esquina, y a la luz del crepúsculo de
mayo apareció Alida, pálida,
desdichada.
—¿Qué pasa? —preguntó Forrest.
—Tenía que venir —dijo ella—. No
sigas adelante. He estado pensando en
que dejas tu casa por mi culpa, en cómo
quieres a tu familia: igual que a mí me
gustaría querer a la mía; y he pensado en
lo terrible que sería echar a perder todo
eso. Escúchame, Forrest. Quiero que
vuelvas. Sí, vuelve. Nosotros podemos
esperar. No tenemos ningún derecho a
causarles todo este dolor. Somos
jóvenes. Me iré fuera algún tiempo, y
luego ya veremos.
Forrest la abrazó, la apretó contra su
pecho y dijo:
—Tienes más principios que todos
ellos juntos. Ah, mi vida, me quieres…
Dios mío, qué alegría que me quieras.
IV.

Sería una boda en familia: Forrest y


Alida habían vetado la idea de Rikker
de que la boda fuera una especie de
venganza pública. Sólo invitaron a unos
pocos amigos íntimos.
Durante la semana que precedió a la
boda, Forrest dedujo, por una serie de
llamadas telefónicas indecisas y
ambiguas, que su madre quería asistir a
la ceremonia, si era posible. A veces le
hacía mucha ilusión que asistiera, y
otras le parecía algo sin importancia.
La boda se celebraría a las siete. A
las cinco. Pierce Winslow, en su casa,
recorría una y otra vez, arriba y abajo,
los dos cuartos de estar comunicados
entre sí.
—Esta tarde —murmuraba— mi
único hijo se casará con la hija de un
estafador.
Hablaba en voz alta para oír las
palabras, pero aquellas frases habían
sido invocadas tan a menudo en los
últimos meses, que habían perdido la
fuerza y ahora se disolvían y morían en
el aire.
Al pie de las escaleras gritó:
—¡Charlotte!
No hubo respuesta. Volvió a gritar, y
luego entró en el comedor, donde la
criada estaba poniendo la mesa.
—¿Ha salido la señora Winslow?
—Yo no la he visto entrar.
Volvió al cuarto de estar, volvió a su
paseo; se paseaba, sin darse cuenta,
como su padre, el juez, muerto hacía
treinta años; recorriendo la habitación,
arriba y abajo, era una parodia de su
padre muerto.
—No puedes traer a esa mujer a esta
casa para que conozca a tu madre. La
mala sangre es mala sangre.
La casa parecía más tranquila que de
costumbre. Subió las escaleras y se
asomó al dormitorio de su mujer, pero
su mujer no estaba allí; la anciana
señora Forrest se encontraba
ligeramente indispuesta. Sabía que
Eleanor había ido a la boda.
Le dio verdadera pena de sí mismo
cuando volvió a bajar las escaleras.
Conocía el papel que le correspondía —
someterse, como si la boda no existiera,
a la misma rutina de cada noche—, pero
necesitaba apoyo, necesitaba a alguien
que le suplicara que cediera, o, más aún,
aceptara y alimentara sus sentimientos
heridos. El aislamiento era otra cosa;
podía decirse que era la primera vez en
su vida que se sentía tan aislado, y,
como todos los hombres que
fundamentalmente pertenecen a un grupo,
a la manada, era incapaz de adoptar una
actitud firme con la inevitable soledad
que ello implica. Lo suyo era gravitar
alrededor de quienes sí son capaces.
—¿Qué he hecho yo para merecer
esto? —le preguntaba al cenicero—.
¿En qué no he cumplido, pudiéndolo
hacer, mis deberes de padre?
Entró la criada.
—La señora Winslow le dijo a
Hilda que no vendría a cenar, pero
Hilda no me lo había dicho.
Era el colmo de la vergüenza. Su
mujer había cedido: lo había dejado
completamente solo. Creyó, durante un
instante, que iba a indignarse, a
enfurecerse con ella, pero no pudo:
había derrochado la cólera exhibiéndose
ante los demás. Ni siquiera se sentía
más convencido y dispuesto a mantener
sus ideas: sólo se sentía más ridículo.
—Ya está. Seré el cascarrabias, el
aguafiestas. Forrest no me perdonará
nunca, y Chauncey Rikker se reirá a mis
espadas.
Y seguía recorriendo la sala de
estar, arriba y abajo, furioso.
—Me ha tocado cargar con el
mochuelo. Dirán que soy un viejo
cascarrabias y me borrarán del mapa.
Me han hecho polvo. Y me figuro que
encima tendré que tomármelo con
elegancia —horrorizado, se dio cuenta
de que había cogido el sombrero—. No
puedo… No puedo hacerlo, pero es mi
deber. Al fin y al cabo, es mi único hijo.
No puedo soportar que llegue a odiarme.
Ha decidido casarse con esa mujer, así
que habrá que poner buena cara.
Con súbita alarma miró su reloj,
pero todavía quedaba tiempo. Después
de todo, estaba haciendo un gesto de
generosidad, sacrificando sus principios
de aquella manera. Nadie sabría cuánto
le había costado.
Una hora más tarde, la anciana
señora Forrest se despertó de la siesta y
llamó a la criada.
—¿Dónde está la señora Winslow?
—No vendrá a cenar. Han salido
todos.
La vieja dama recordó.
—Ah, sí, hoy era la boda. Tráeme
las gafas y la guía de teléfonos. No sé
cómo se escribirá Capone.
—Rikker, señora Forrest.
Pronto tuvo el número.
—Soy la viuda de Hugh Forrest —
dijo con voz firme—. Quisiera hablar
con la señora de Forrest Winslow… No,
no con la señorita Rikker, con la señora
de Forrest Winslow —como todavía no
existía tal persona, fue imposible—.
Entonces llamaré después de la
ceremonia —dijo la vieja dama.
Cuando volvió a llamar una hora
más tarde, se puso la novia al teléfono.
—Soy la bisabuela de Forrest. Te
llamo para desearte mucha felicidad y
para pedirte que vengas a verme cuando
volváis del viaje de novios, si todavía
estoy viva.
—Es usted muy amable, señora
Forrest.
—Cuida bien a Forrest, y no dejes
que se vuelva tan bobo como sus padres.
Que Dios te bendiga.
—Gracias.
—Muy bien. Adiós, señorita Capo…
Adiós, querida.
Y, habiendo cumplido con su deber,
la señora Forrest colgó.
Seis a uno

Seis a uno fue publicado


en Redbook (febrero de
1932); puesto que no se habla
de este relato en la
correspondencia entre
Fitzgeraldy Ober, es
imposible determinar por qué,
sifué así, el Post rechazó Seis
a uno. Aunque la trama peca
de efectista, Seis a uno merece
atención por ser un nuevo
intento de reflexionar sobre
los efectos de los privilegios
y la riqueza en el carácter,
lejos del decaído estado de
ánimo de los años treinta. Los
pobres son mejores que los
ricos; pero Fitzgerald renuncia
a simplificar la situación: «Lo
único que parecía fatal y
demasiado americano era que
todos aquellos desechos
estuvieran en la cima…».

Barnes miraba desde lo alto de las


escaleras el amplio vestíbulo, el salón
de la casa y aquel grupo de jóvenes. Su
amigo Schofield les hacía algún
comentario benévolo, y Barnes no
quería interrumpirlo; en lo más alto de
las escaleras, inmóvil, parecía dejarse
llevar de repente por el ritmo de los
ocupantes del salón: los miraba como si
fueran estatuas, seres de otro mundo,
cincelados en la luz crepuscular de
Minnesota que poco a poco se
apoderaba del gran salón.
Allí estaban los cinco, los dos
jóvenes Schofield y sus amigos, todos
bien parecidos, típicamente americanos,
vestidos con cierta despreocupación,
pero sin desaliño, perfectamente
constituidos, con cara de entusiasmo y
expresión de estar abiertos al mundo.
Entonces se dio cuenta de que parecían
ordenarse de acuerdo con un plan, perfil
sobre perfil, rubios y morenos, mirando
hacia el señor Schofield; erguidos, pero
en actitud vagamente relajada; sin
tensión pero alertas, con sus pantalones
de franela y los jerséis de angora suave,
y la mano en el hombro del compañero,
como para integrarse en la sólida
camaradería del grupo. Entonces, de
repente, como un grupo de modelos que
rompiera filas después de posar para un
escultor, la composición se disolvió y
todos se dirigieron hacia la puerta.
Barnes se quedó con la sensación de
haber visto algo más que cinco jóvenes
entre los dieciséis y los dieciocho años
a punto de navegar o jugar al tenis o al
golf: le habían dejado la viva impresión
de un estilo de vida, una manera de ser
joven algo diferente a la de su propia
generación, que fue menos segura, más
torpe. Aquella generación estaba unida
por principios que él desconocía. Se
preguntó vagamente cuáles eran los
principios predominantes en 1920, si
seguían vigentes, y tuvo una sensación
de futilidad, de demasiado esfuerzo para
un triunfo puramente estético. Entonces
Schofield le pidió que bajara al salón.
—¿No forman un buen quinteto? —
preguntó Schofield—. Dime, ¿has visto
alguna vez un quinteto mejor?
—Muy bueno —asintió Barnes, sin
demasiado entusiasmo. Tenía de repente
el presentimiento de que su generación,
gracias a años de esfuerzo, había hecho
posible una edad de Pericles, pero no
había producido ningún futuro Pericles.
Habían montado el escenario, pero
¿contaban con los actores adecuados?
—Y no es sólo porque dé la
casualidad de que dos de ellos sean mis
hijos —continuó Schofield—. Es
evidente. No encontrarías un grupo igual
en ninguna ciudad del país. En primer
lugar, son fuertes. Los dos pequeños
Kavenaugh no van a ser demasiado
altos… algo más que su padre; pero el
mayor podría formar parte del equipo de
hockey de cualquier universidad ahora
mismo.
—¿Qué edad tienen? —preguntó
Barnes.
—Pues Howard Kavenaugh, el
mayor, tiene diecinueve años: irá a Yale
el año que viene. Le sigue mi hijo
Wister, que tiene dieciocho y también irá
a Yale el próximo curso. Te gusta
Wister, ¿verdad? No conozco a nadie a
quien no le caiga bien. Ese chico podría
llegar a ser un gran político. Y hay un
muchacho que se llama Larry Patt, que
hoy no ha venido; también tiene
dieciocho años, y es el campeón de golf
del Estado. Tiene una voz bonita, y está
intentando que lo admitan en Princeton.
—¿Y quién es el rubio que parece un
dios griego?
—Es Beau Lebaume. También irá a
Yale, si las chicas lo dejan salir de la
ciudad. Luego está el otro Kavenaugh,
que es bajo pero fuerte, y que llegará a
ser mejor atleta incluso que su hermano.
Y está por fin el más joven de mis hijos,
Charley; tiene dieciséis años —
Schofield suspiró, con aparente
cansancio—. Pero me temo que ya estás
harto de oír fanfarronadas.
—No, háblame más de ellos. Me
interesa. ¿Sólo son buenos atletas?
—¿Qué dices? No hay ni un solo
tonto en el grupo, salvo quizá Beau
Lebaume; y, a pesar de eso, no puedes
evitar que te caiga simpático. Y todos
son líderes por naturaleza. Me acuerdo
de que hace algunos años una pandilla
de gamberros intentó meterse con ellos,
llamándoles ricuras. Bueno, pues
aquella pandilla podría estar corriendo
todavía. Me recuerdan a los jóvenes
caballeros medievales. ¿Y qué pasa con
que sean atletas? Me acuerdo de que tú
fuiste el primer remero en New London,
y de cómo defendiste la ampliación de
las líneas ferroviarias, y de cómo…
—Si empuñé el remo fue porque me
mareaba —dijo Barnes—. A propósito,
¿esos chicos son ricos?
—Bueno, los Kavenaugh lo son,
desde luego; y a mis chicos algo les
dejaré.
Los ojos de Barnes brillaron.
—Me figuro que, ya que no tienen
problemas de dinero, se formarán para
servir al Estado —sugirió—. Me has
dicho que uno de tus hijos tiene
cualidades para la política y que todos
son como jóvenes caballeros, así que me
figuro que se dedicarán a la política o
ingresarán en el Ejército o en la
Armada.
—No sé —en la voz de Schofield
había cierta inquietud—. Creo que a sus
padres no les gustaría mucho que no se
dedicaran a los negocios. Es natural,
¿no?
—Es natural, pero es poco
romántico —dijo Barnes, de buen
humor.
—Te has propuesto sacarme de
quicio —dijo Schofield—. Bueno, si
encuentras a alguien que los iguale…
—Realmente forman una especie de
grupo escultórico —admitió Barnes—.
Tienen lo que podríamos llamar un
encanto especial. Parecen un anuncio de
cigarrillos; pero…
—Pero tú eres un viejo amargado —
lo interrumpió Schofield—. Ya te he
explicado que todos esos chicos son
perfectos. Mi hijo Wister ha sido este
año el primero de su clase, y yo estaba
repugnantemente orgulloso de que
hubiera ganado la medalla al mejor
alumno de la región.
Los dos hombres estaban frente a
frente con la baraja del futuro, sin cortar,
encima de la mesa. Habían ido juntos a
la universidad, y eran amigos desde
hacía muchos años. Barnes no había
tenido hijos, y Schofield atribuía su falta
de entusiasmo a esta circunstancia.
—El caso es que no me los imagino
prendiéndole fuego al mundo, mejorando
lo que hicieron sus padres —estalló
Barnes de repente—. Y a sus padres les
deben la mayor parte de su encanto. En
el Este están empezando a darse cuenta
de que los chicos ricos tienen
problemas. ¿Es posible competir con
ellos? Quizá, por el momento, no —se
inclinó, los ojos le brillaban—. Pero
podría escoger a seis chicos de algún
instituto de Cleveland, educarlos, y creo
que dentro de diez años superarían
ampliamente a tus jóvenes camaradas.
Se les exige demasiado poco, se espera
demasiado poco de ellos… ¿Hay algo
más cómodo que tener que preocuparse
únicamente de seguir siendo un atleta
encantador?
—Sé lo que piensas —objetó
Schofield, burlón—. Vas a una escuela
pública y eliges a los seis alumnos más
brillantes…
—Te voy a explicar lo que haré…
—Barnes advirtió que, de un modo
inconsciente, había dicho haré en lugar
de me gustaría hacer, pero no rectificó
—. Iré al pueblo de Ohio donde nací: no
creo que haya más de cincuenta o
sesenta alumnos en el instituto, así que
me sería difícil encontrar seis genios
entre tan poca gente.
—¿Y bien?
—Les daré una oportunidad. Si
fallan, perderán la oportunidad. Es una
responsabilidad muy seria, y tendrán que
tomársela en serio. Es lo que les ha
faltado a estos chicos: sólo les han
exigido ser serios en cosas sin
importancia —se quedó pensativo unos
segundos—. Voy a hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Voy a intentarlo.
Quittce días más tarde volvía al
pueblo de Ohio donde había nacido,
donde tuvo la sensación de que el
torrente de emociones de su juventud
aún habitaba las calles tranquilas. Se
entrevistó con el director del instituto,
quien le hizo algunas sugerencias; y, tras
el difícil, para Barnes, requisito de
redactar las correspondientes peticiones
y de asistir más tarde a una reunión, se
puso en contacto con profesores y
alumnos. Hizo una donación al instituto,
que le dio oportunidad de observar a los
chicos en horas de clase y en los
recreos.
Le gustaba: volvía a sentirse joven.
Había algunos chicos que le caían bien a
primera vista, y entonces empezaba un
proceso de selección, invitándolos en
grupos de cinco o seis a casa de su
madre, un poco a la manera en que los
clubes universitarios eligen nuevos
miembros. Cuando un chico le
interesaba, Barnes estudiaba su historial
y el de su familia. Y quince días después
había seleccionado a cinco chicos.
El primero de los elegidos era Otto
Schlach, hijo de un agricultor, que ya
había demostrado extraordinarias
aptitudes para la mecánica y las
matemáticas. Schlach fue muy
recomendado por sus profesores, y
agradeció la oportunidad que se le
ofrecía de ingresar en el Instituto
Tecnológico de Massachusetts.
James Matsko había sido la única
herencia que un padre borracho había
dejado al pueblo de Barnes. Desde los
doce años James se había ganado la
vida sin ayuda de nadie con un puesto de
periódicos y caramelos que tenía una
fachada de treinta centímetros; y a los
diecisiete se decía que había ahorrado
quinientos dólares. A Barnes le resultó
difícil convencerlo para que estudiara
Economía y Finanzas en Columbia, pues
Matsko consideraba que ya sabía ganar
dinero. Pero Barnes tenía el prestigio de
ser el hijo del pueblo que más lejos
había llegado, y convenció a Matsko de
que, en caso de no ir a la universidad,
sus posibilidades pronto se verían tan
reducidas como la fachada de su
negocio.
Luego estaba Jack Stubbs, que había
perdido un brazo cazando, pero a pesar
de esta desventaja jugaba en el equipo
de fútbol del colegio. No estaba entre
los primeros de la clase; no cultivaba
ninguna inclinación en especial; pero el
hecho de que hubiera superado aquel
enorme handicap hasta el punto de jugar
al fútbol, y placar y marcar puntos,
convenció a Barnes de que no existían
obstáculos que pudieran interponerse en
el camino de Jack Stubbs.
El cuarto elegido fue George
Winfield, que estaba a punto de cumplir
veinte años. A causa de la muerte de su
padre había dejado el colegio a los
catorce, y había ayudado a mantener a su
familia durante cuatro años, y luego,
cuando la situación mejoró, había vuelto
al instituto, a terminar sus estudios. Por
esta razón Barnes consideraba que
Winfield daría la talla en la universidad.
El siguiente fue un chico que a
Barnes le cayó personalmente
antipático. Louis Ireland era a la vez el
alumno más brillante y el chico más
difícil del instituto. Desaliñado,
insubordinado y excéntrico, Louis
pintaba caricaturas procaces parapetado
tras el libro de latín, pero cuando el
profesor lo llamaba recitaba
perfectamente la lección. Era un talento
en potencia: imposible prescindir de él.
La última elección fue la más difícil.
Los chicos que quedaban eran
mediocres, o hasta el momento no
habían demostrado ninguna cualidad
digna de aprecio. Barnes, recordando
patrióticamente su antigua universidad,
pensó durante algún tiempo en el capitán
del equipo de fútbol, un depurado
defensa central que hubiera sido bien
recibido en cualquier equipo del Este;
pero aquello hubiera desmentido la
honradez de la idea.
Eligió por fin a un joven, Gordon
Vandervere, de mejor posición social
que los otros. Vandervere era el más
guapo y el que tenía más éxito entre las
chicas del instituto. Había pensado ir a
la universidad, pero su padre, un clérigo
lleno de preocupaciones, se alegró al
ver que le facilitaban el camino.
Barnes estaba contento de sí mismo;
se sentía una especie de dios que podía
moldear los destinos de aquellos
jóvenes. Tenía la sensación de que eran
sus hijos, y le puso un telegrama a
Schofield, que estaba en Minneapolis:

HE ELEGIDO A LOS
OTROS SEIS Y LOS
RESPALDO HASTA EL FIN.

Y ahora, después de tanta biografía,


empieza la historia…
El friso se rompió. El joven Charley
Schofield había sido expulsado de
Hotchkiss. Fue una pequeña pero
dolorosa tragedia: él y otros cuatro
chicos, simpáticos, conocidos, atentaron
contra el honor del colegio al fumar. El
padre de Charley sintió profundamente
aquel asunto, vacilando entre el disgusto
con su hijo y la rabia contra el colegio.
Charley volvió a Minneapolis
desesperado y asistió a la escuela
pública mientras decidían qué iba a
hacer.
A mediados del verano no habían
decidido nada todavía. Cuando terminó
el curso, dedicó su tiempo a jugar al golf
o a bailar en el Club Minnekada: era un
guapo muchacho de dieciocho años que
aparentaba más edad, de modales
encantadores, sin ningún vicio serio,
pero con cierta tendencia a dejarse
influir fácilmente por las chicas que
merecían su admiración. En aquel
tiempo admiraba fundamentalmente a
Gladys Irving, una recién casada que
apenas le llevaba dos años. La
perseguía en los bailes del club, y
estaba prendado de ella, aunque Gladys,
por su parte, estaba enamorada de su
marido y sólo buscaba en Charley la
confirmación de que era joven y
atractiva, eso que a menudo necesita
toda mujer bella después de tener su
primer hijo.
Una noche, sentados en la terraza del
Club Lafayette, Charley sintió la
necesidad de fanfarronear ante ella, de
presumir de tener más experiencia, de
poder protegerla.
—He visto mucho mundo para la
edad que tengo —dijo—. He hecho
cosas que ni siquiera te podría contar.
Gladys no contestó.
—Por ejemplo, la semana pasada…
—comenzó, pero lo pensó mejor—. De
todas maneras, no creo que pueda
ingresar en Yale el año que viene…
Tendría que irme al Este enseguida y
estudiar durante todo el verano. Me da
igual: trabajaré en la oficina de papá; y,
cuando Wister se vaya a la universidad
en otoño, el descapotable será para mí
solo.
—Yo creía que ibas a ir a la
universidad —dijo Gladys con frialdad.
—Iba a ir. Pero lo he pensado mejor,
y ya no estoy seguro. Salgo con chicos
mayores que yo, y me siento mayor que
los chicos de mi edad. Me gustan las
chicas mayores que yo, por ejemplo.
Cuando Charley la miró, de repente
le pareció a Gladys más atractivo que
nunca: sería muy agradable tenerlo
cerca, para que la sacara a bailar en las
fiestas del verano. Pero Gladys dijo:
—Estarías loco si te quedaras aquí.
—¿Por qué?
—Empezaste algo, así que debes
seguir adelante. Cinco años dando
vueltas por la ciudad… y no servirás
para nada.
—Eso es lo que tú crees —dijo
Charley con indulgencia.
Gladys no quería molestarlo ni
ahuyentarlo; pero quería decirle algo
más contundente.
—¿Crees que me has impresionado
cuando me dijiste que ya tienes mucha
experiencia? No entiendo cómo alguien
puede pretender ser tu amigo y animarte
a seguir por ese camino. Si yo fuera tú,
por lo menos haría el examen de ingreso
en la universidad. Así nadie podrá decir
que te viniste abajo porque te
expulsaron del colegio.
—¿Eso es lo que piensas? —dijo
Charley, imperturbable, con aquellos
modales precoces y solemnes, como si
pensara que hablaba con una niña. Pero
Gladys lo había convencido, porque
estaba enamorado de ella y la envolvía
la luna. Tú, ¡caramba!, y yo era la última
canción que habían bailado el miércoles
anterior, y el título parecía apropiado
para la ocasión.
Si Gladys hubiera aceptado la idea
que Charley tenía de sí mismo de ser un
hombre hecho y derecho, y hubiera
ocultado su interés bajo la máscara de la
camaradería, sin animarlo a cumplir los
deseos de su padre, lo hubiera dejado
fanfarronear. Pero no fue así, y Charley
aprobó el ingreso en la universidad
aquel otoño, gracias a las suaves
reminiscencias de una chica y a sus
propios recuerdos de lo dulces que son
los triunfos juveniles en los campos de
la juventud.
Y cumplió los deseos de su padre. Si
no lo hubiera hecho, la catástrofe de su
hermano mayor, Wister, aquel otoño
hubiera destrozado a Schofield. La
mañana siguiente al partido con Harvard
los periódicos de Nueva York
aparecieron con el siguiente titular:

ACCIDENTE DE COCHE
DE CORISTAS Y
ESTUDIANTES DE YALE.
IRENE DALE Y, EN EL
HOSPITAL DE
GREENWICH, ANUNCIA
PLEITO POR BELLEZA
AMENAZADA. IMPLICADO
HIJO DE MILLONARIO.

Los cuatro chicos comparecieron


ante el decano dos semanas más tarde.
Wister Schofield, que había conducido
el coche, fue el primero en ser llamado.
—El coche no era suyo, señor
Schofield —dijo el decano—. Era del
señor Kavenaugh, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Y por qué lo conducía usted?
—Las chicas se empeñaron. No se
sentían seguras.
—Pero usted también había bebido,
¿verdad?
—Sí, pero no mucho.
—Dígame —preguntó el decano—:
¿había conducido alguna otra vez
después de haber bebido, e incluso de
haber bebido más que aquella noche?
—Bueno, quizá una o dos veces,
pero jamás había tenido un accidente. Y
éste fue absolutamente inevitable…
—Es posible —reconoció el decano
—; pero tenemos que verlo de esta
manera: hasta ahora no había sufrido
usted ningún accidente incluso
mereciéndoselo. Y ahora, cuando no se
lo merecía, ha sufrido uno. No quisiera
que se fuera de aquí con la impresión de
que la vida o la universidad o yo mismo
hemos sido injustos con usted, señor
Schofield. Pero los periódicos le han
dado a este asunto gran relevancia, y
lamento decirle que la universidad
tendrá que prescindir de su presencia.
La siguiente figura del friso era
Howard Kavenaugh, a quien el decano
le dijo sustancialmente lo mismo.
—Su caso me resulta especialmente
doloroso, señor Kavenaugh. Su padre ha
hecho importantes donaciones a la
universidad, y el pasado invierno fue un
placer verlo jugar a usted al hockey con
su acostumbrada brillantez.
Howard Kavenaugh abandonó el
despacho sin poder contener las
lágrimas.
Puesto que los demandados en el
pleito de Irene Daley por haber perdido
su belleza y su medio de ganarse la vida
eran el propietario y el conductor del
automóvil, las sentencias contra los
otros dos ocupantes del coche fueron
más benévolas. Beau Lebaume entró en
el despacho del decano con el brazo en
cabestrillo y su preciosa cabeza
envuelta en vendas y fue expulsado el
resto del curso. Se lo tomó con
elegancia y se despidió del decano tan
alegre y sonriente como le permitían los
vendajes. El último caso, sin embargo,
fue el más difícil.
George Winfield, que había
empezado con retraso sus estudios en el
instituto porque la necesidad de trabajar
le había enseñado el valor de la
educación, entró en el despacho sin
levantar la vista.
—No puedo entender su
participación en este asunto —dijo el
decano—. Conozco personalmente a su
benefactor, el señor Barnes. Me ha
contado cómo tuvo usted que dejar la
escuela para ponerse a trabajar, y cómo
volvió a estudiar cuatro años más tarde
para continuar su formación, y me
parecía que su actitud hacia la vida era
fundamentalmente seria. Y hasta ahora
tenía usted un buen expediente aquí, en
New Haven, pero, hace varios meses,
me sorprendió que saliera usted con un
grupo más bien alegre, chicos con
demasiado dinero en el bolsillo. Usted
ya es lo suficientemente mayor para
darse cuenta de que esos muchachos no
podían darle a usted, desde un punto de
vista material, tanto como podían
arrebatarle desde cualquier otro punto
de vista. Tengo que expulsarlo de la
universidad un año. Si vuelve, espero de
todo corazón que justifique la confianza
que el señor Barnes ha depositado en
usted.
—No volveré —dijo Winfield—.
No podría mirar al señor Barnes a la
cara después de esto. Ni siquiera iré a
mi casa.
En el juicio de Irene Daley los
cuatro mintieron por lealtad hacia
Wister Schofield. Dijeron que antes de
estrellarse contra el surtidor de gasolina
habían visto cómo la señorita Daley se
agarraba al volante. Pero la señorita
Daley estaba en la sala con la cara, ya
habitual en los periódicos, llena de
cicatrices; y su abogado presentó una
carta en la que se rescindía el contrato
de su última película. Para los
estudiantes el caso se presentaba difícil;
así, durante un descanso, por consejo de
su abogado aceptaron pagar una
indemnización de cuarenta mil dólares.
Wister Schofield y Hovard Kavenaugh
fueron sorprendidos por una multitud de
fotógrafos cuando abandonaban la sala
del tribunal, y por un día gozaron de una
celebridad flamante.
Aquella noche Wister, los tres
chicos de Minneapolis, Howard y Beau
Lebaume emprendieron regreso a casa.
George Winfield los despidió en la
estación de Pensilvania; y, no teniendo
adónde ir, se adentró en Nueva York
para empezar una nueva vida.
De todos los protegidos de Barnes,
Jack Stubbs, con su único brazo, era el
favorito. Fue el primero en alcanzar
cierta fama: cuando formó parte del
equipo de tenis de Princeton, los
periódicos incluyeron en sus páginas
fotos de Jack golpeando la pelota en el
momento del saque. Cuando terminó sus
estudios* Barnes le dio trabajo en su
oficina: había hablado con frecuencia de
un hijo adoptivo. Stubbs, junto con
Schlach, hoy un prestigioso ingeniero,
fue el más satisfactorio de sus
experimentos, aunque James Matsko
había merecido a los veintisiete años ser
invitado a entrar como socio en un
despacho de corredores de Bolsa de
Wall Street. Económicamente hablando
era el que había obtenido mayor éxito de
los seis, pero Barnes se dio cuenta de
que le asqueaban un poco su egoísmo y
su dureza. Se preguntaba, incluso, si él,
Barnes, había desempañado algún papel
real en la carrera de Matsko: importaba
poco, a fin de cuentas, que Matsko fuera
una figura de las finanzas en la
metrópoli o un próspero comerciante del
Medio Oeste, y era indudable que se
hubiera abierto camino sin ningún tipo
de ayuda.
Una mañana de 1930 Barnes le dio a
Jack Stubbs una carta para que la
añadiera al libro de contabilidad de los
chicos.
—¿Qué opinas de esto?
La carta era de Louis Ireland, que
estaba en París. Sobre Louis no se
ponían de acuerdo, y, mientras Jack leía,
se preparaba para interceder por él una
vez más.

«Querido señor:
»Después de su última
carta, recibida a través de su
banco en esta ciudad,
adjuntando cheque que por la
presente le agradezco, no me
siento obligado a volver a
escribirle. Pero, puesto que el
hecho concreto del valor
comercial de un objeto parece
ser capaz de impresionarle,
mientras permanece
absolutamente insensible al
valor de una abstracción, le
escribo para comunicarle que
mi exposición ha tenido un
éxito sin precedentes. Para
adaptarme lo más posible a su
nivel intelectual le diré que he
vendido dos piezas —un busto
de Lallette, la actriz, y un
grupo de animales en bronce
— por un total de siete mil
francos (280 dólares).
Además, tengo encargos que
me ocuparán todo el verano.
Le adjunto el recorte de un
artículo que me dedica
Cahiers d’Art, que le
demostrará que, piense lo que
piense de mi talento y mi
carrera, su opinión no puede
ser considerada unánime.
»Esto no quiere decir que
yo no le agradezca su piadoso
intento de proporcionarme una
educación. Me figuro que
Harvard no era peor que
cualquier refinado colegio
para señoritas: los años que
desperdicié allí me
proporcionaron un punto de
vista agudo y bien
documentado sobre la vida y
las instituciones de Estados
Unidos. Pero su sugerencia de
que regrese a América y me
dedique a esculpir ninfas
estandarizadas para las
fuentes de los especuladores
era un poco excesiva…».

Stubbs dejó de leer con una sonrisa.


—Bueno —dijo Barnes—, ¿qué te
parece? ¿Está loco o el hecho de que
haya vendido algunas estatuas demuestra
que el loco soy yo?
—Ninguno de los dos —se echó a
reír Stubbs—. Tú nunca has puesto en
duda el talento de Louis. Pero no has
podido olvidar aquel año que intentó
entrar en un monasterio y fue detenido en
las manifestaciones a favor de Sacco y
Vanzetti y acabó fugándose con la mujer
de su profesor.
—Sólo se estaba formando —dijo
Barnes, lacónico—; aprendiendo a volar
por su cuenta.
—Bueno, a lo mejor ya se ha
formado —dijo Stubbs
despreocupadamente. Siempre había
apreciado a Louis Ireland, y ya había
pensado escribirle y preguntarle si
necesitaba dinero.
—De todas maneras, a mí ya no me
necesita —dijo Barnes—. Ya no puedo
ni ayudarle ni perjudicarle. Me figuro
que podemos considerarlo un éxito,
aunque parezca más bien dudoso.
Veamos cómo van las cosas. Tengo que
ver a Schofield en Minneapolis la
semana que viene, y me gustaría ajustar
cuentas. En mi opinión, habéis sido un
éxito tú, Otto Schlach, James Matsko —
pese a lo que tú y yo pensemos de él
como persona—, y demos por supuesto
que Louis Ireland va a ser un gran
escultor. En total suman cuatro. Winfield
ha desaparecido. Jamás he recibido una
línea suya.
—A lo mejor le van bien las cosas
en alguna parte.
—Si le fueran bien las cosas, creo
que me lo hubiera hecho saber. Por el
momento lo incluiremos en la columna
de los fracasos. Y luego está Gordon
Vandervere.
Los dos guardaron silencio un
instante.
—No me explico lo de Gordon —
dijo Barnes—. Es un tipo estupendo,
pero desde que dejó la universidad no
ha encontrado forma de levantar cabeza.
Era más joven que vosotros, y tenía la
ventaja de haber pasado dos años en
Andover antes de ir a la universidad, y
en Princeton los dejó de piedra, como tú
dices. Pero parece haber perdido las
alas: hace cuatro años que no hace
absolutamente nada; es incapaz de
conservar un trabajo, incapaz de
concentrarse en nada, y no parece que le
importe mucho. He terminado con
Gordon.
En aquel momento anunciaron por
teléfono que Gordon había llegado.
—Me había pedido una cita —
explicó Barnes—. Me figuro que quiere
meterse en algún asunto nuevo.
Un joven bien parecido, con
ademanes desenvueltos y agradables,
entró airosamente en el despacho.
—Buenas tardes, tío Ed. ¡Qué
alegría verte, Jack! —Gordon se sentó
—. Traigo muchas y buenas noticias.
—¿Sobre qué? —preguntó Barnes.
—Sobre mí.
—Ya sé. Te han llamado para que
prepares la fusión entre J. P. Morgan y el
puente de Queensborough.
—Es una fusión —asintió
Vandervere—, pero no son ésas las
partes implicadas. Me he prometido.
La expresión de Barnes se iluminó.
—Mi novia se llama —continuó
Vandervere— Esther Crosby.
—Permíteme felicitarte —dijo
Barnes con ironía—. Me figuro que es
familia de H. B. Crosby.
—Exactamente —dijo Vandervere
sin inmutarse—. Su única hija.
Por un momento reinó el silencio en
el despacho. Luego Barnes estalló.
—¿Tú, precisamente tú, te vas a
casar con la hija de H. B. Crosby? ¿No
sabe Crosby que el mes pasado tuvieron
que prescindir de tus servicios en uno de
sus bancos?
—Me temo que lo sabe todo sobre
mí. Me lleva observando cuatro años.
¿Sabes, tío Ed? —continuó alegremente
—, Esther y yo nos hicimos novios el
último curso que estuve en Princeton: mi
compañero de habitación la invitó a una
fiesta, pero ella me prefirió a mí.
Aunque, claro, el señor Crosby no ha
querido oír hablar del asunto hasta que
he demostrado mi valía.
—¡Demostrado tu valía! —repitió
Barnes—. ¿Piensas que has demostrado
tu valía?
—Bueno… Sí.
—¿Cómo?
—Esperando cuatro años.
Entiéndelo, tanto Esther como yo
podríamos habernos casado con
cualquiera en ese tiempo, pero no lo
hicimos. En vez de eso, nos propusimos
vencer su resistencia, por decirlo así. Y
por eso no he sido capaz de dedicarme
seriamente a otra cosa. El señor Crosby
es todo un carácter, y se necesita mucho
tiempo y mucha energía para vencer su
resistencia. Si Esther y yo no podíamos
vernos durante meses, ella no comía, y,
claro, cuando me acordaba de aquello
yo tampoco podía comer, así que no
podía trabajar…
—¿Y dices que por fin ha dado su
consentimiento?
—Sí, anoche.
—¿Y va a permitir que sigas
ganduleando?
—No. Esther y yo vamos a ingresar
en el servicio diplomático. Esther
considera que la familia ha superado la
fase de la Banca —Gordon le hizo un
guiño a Stubbs—. Vigilaré a Louis
Ireland cuando vaya a París, y le
mandaré un informe a tío Ed.
De repente a Barnes le dio un ataque
de risa.
—Bueno, en el bombo de la lotería
caben todos los números —dijo—.
Cuando os elegí a los seis, podía
imaginarme cualquier cosa… —le
preguntó a Stubbs—: ¿En qué columna
lo incluimos, en la de Éxitos o en la de
Fracasos?
—Un éxito clamoroso —dijo Stubbs
—. El primero de la lista.
Dos semanas después Barnes se
reunía en Minneapolis con su viejo
amigo Schofield. Recordaba la casa con
los seis chicos, tal como la había visto
por última vez: parecía conservar
cicatrices de los muchachos, como las
huellas que los cuadros dejan en las
paredes que han protegido durante años
de la marca del tiempo. Puesto que no
sabía qué había sucedido con los hijos
de Schofield, evitó referirse a su
conversación de hacía diez años hasta
cerciorarse de que no era un terreno
peligroso. Y se alegró de su reticencia
cuando, por la noche, Schofield le habló
de su hijo mayor, Wister.
—Parece que Wister no ha llegado a
encontrarse consigo mismo. ¡Y era un
chico tan animoso! Era el líder de todos
los grupos de los que ha formado parte;
siempre conseguía que las cosas
marcharan. Cuando era más joven,
nuestras casas en la ciudad y en el lago
siempre rebosaban de gente joven. Pero
después de dejar Yale perdió el interés
por las cosas: sentía una especie de
desdén por todo. Durante un tiempo
pensé que se debía a que bebía
demasiado, pero se casó con una chica
preciosa, que se ocupó del asunto. Pero
sigue sin tener ambiciones… Tenía
proyectos de vivir en el campo, así que
le compré un criadero de zorros
plateados, pero no prosperó, y lo mandé
a Florida cuando el crecimiento
económico, pero tampoco fue mejor.
Ahora parece interesarle un rancho para
turistas en Montana; pero la depresión…
Barnes aprovechó la oportunidad
para preguntar:
—¿Qué fue de aquellos amigos de
tus hijos que conocí un día?
—Veamos… Sé a quiénes te
refieres. Estaba Kavenaugh… ya sabes,
el de las harinas, que venía mucho.
Veamos… Se fugó con una chica del
Este, y durante algunos años su mujer y
él fueron los cabecillas de una pandilla
de por aquí: lo único que hicieron fue
beber en grandes cantidades y poco más.
Me parece haber oído el otro día que
Howard está intentando conseguir el
divorcio. Y estaba el hermano menor,
que nunca consiguió ingresar en la
universidad. Acabó casándose con una
manicura, y viven aquí con bastante
desahogo. No he oído mucho más sobre
ellos.
Los rodeaba una especie de hechizo,
de fascinación, recordó Barnes; habían
estado tan seguros de sí mismos, tanto
individualmente como en grupo;
animosos, un friso de jóvenes griegos,
de cuerpos llenos de gracia, listos para
vivir.
—Estaba también Larry Patt; si te
apetece, podrías verlo. Un gran jugador
de golf. No aguantó la universidad:
parece que en la universidad no había
suficiente aire fresco para Larry —y
añadió a la defensiva—: pero supo
sacar partido de lo que sabía hacer
mejor: abrió una tienda de deportes y la
convirtió en un buen negocio, según
tengo entendido. Tiene una cadena de
tres o cuatro tiendas.
—Creo recordar a un chico
excepcionalmente guapo.
—Ah, Beau Lebaume. También
anduvo metido en aquel lío de New
Haven. Y, después de aquello, se
destruyó: bebida y qué sé yo. Su padre
lo intentó todo, y ahora ya no sabe qué
hacer con él —la cara de Schofield se
iluminó de repente; le brillaban los ojos
—. Pero deja que te cuente, tengo un
chico… ¡Mi Charley! No lo cambiaría
por todos los otros juntos. Va a venir a
verme dentro de un momento, así que
podrás verlo. Tuvo un mal comienzo, en
Hotchkiss se metió en problemas… Pero
¿se rindió? Jamás. Volvió a estudiar y
consiguió un buen expediente en New
Haven, miembro del mejor club de
estudiantes y todas esas cosas. Luego
viajó por el mundo con unos cuantos
amigos y volvió y me dijo: «Muy bien,
papá, estoy preparado. ¿Cuándo
empiezo a trabajar?». No sé lo que haría
sin Charley. Se casó hace pocos meses
con una joven viuda de la que siempre
había estado enamorado; y su madre y
yo todavía lo echamos de menos, aunque
los dos vienen a menudo.
Barnes se alegró de aquello y de
repente se resignó a no haber tenido
hijos. Sale bueno uno de cada dos y,
aunque puedes esperar más, también
puedes quedarte sin nada; y tener que
envejecer solo cuando esperabas tanto
de los hijos…
—Charley lleva los negocios —
continuó Schofield—'. Sí, él y un joven
llamado Winfield que Wister me
recomendó hace cinco o seis años.
Wister se sentía responsable respecto a
él, consideraba que lo había metido en
aquel problema de New Haven, y el
chico no tenía familia. Wister se portó
bien en ese asunto.
¡Otro de los seis de Barnes que
había respondido! Barnes sintió una
oleada de triunfo, pero se dio cuenta de
que debía disimular; poco después,
cuando Schofield le preguntó si había
llevado a cabo su intención de enviar a
algunos chicos a la universidad, evitó
contestar. Después de todo, cada instante
tiene su valor; puede ser cuestionado a
la luz de los acontecimientos
posteriores, pero el instante permanece.
El joven príncipe vestido de terciopelo,
arropado por el calor de la familia y
cerca de la reina, entre el silencio de los
ricos tapices, puede convertirse en
Pedro el Cruel o en Carlos el Loco, pero
el instante de belleza existió. Diez años
antes, Schofield había mirado a sus hijos
y a sus amigos como a samurais,
radiantes, gloriosos y jóvenes, quizá
como algo que él había echado de menos
en su propia juventud. Y más tarde
tuvieron que pagar un precio estos
chicos, todos demasiado perfectos, con
la balanza de la vida inclinada hacia la
juventud, de manera que todo lo
posterior habría de ser inevitablemente
una decepción. ¡Aquellos jóvenes
habían sido educados como príncipes
sin tener ninguna de las
responsabilidades de un príncipe!
Barnes no sabía qué tendrían que haber
hecho sus madres, qué les había faltado
a sus madres.
Pero se alegraba de que su amigo
Schofield tuviera un hijo de verdad.
En cuanto a su experimento, no se
arrepentía, pero tampoco lo hubiera
repetido. Quizá probara algo, pero no
sabía exactamente qué. Quizá que la
vida se renueva sin cesar, y el esplendor
y la belleza le abren paso; y se alegraba
de haber aprendido que la república
podía sobrevivir a los errores de una
generación entera, apartando los
desechos, favoreciendo la vitalidad y la
fortaleza. Lo único que parecía fatal y
demasiado americano era que todos
aquellos desechos estuvieran en la cima;
y se daba cuenta de que no viviría lo
suficiente para ver el final, para ver la
Seriedad en la misma piel que la
Oportunidad: para ver cómo la raza
desarrollaba por fin todas sus
posibilidades.
¡Qué hermosa
pareja!

¡Qué hermosa pareja!


(Saturday Evening Post, 21 de
agosto de 1932) fue una
respuesta —como Dos errores
— al espíritu de competencia
que surgió entre Fitzgeraldy su
mujer, cuando Zelda
emprendió su propia carrera
como bailarina, pintora y
escritora. Este relato nació del
resentimiento mutuo al que dio
origen la publicación de la
única novela de Zelda
Fitzgerald, Save Me the Waltz
(1932). Al parecer, el Post
aceptó ¡Qué hermosa pareja!
sin demasiada convicción: los
honorarios de Fitzgerald
fueron rebajados a 2500
dólares.

I.

A las cuatro de una tarde de


noviembre de 1902, Teddy van Beck se
apeó de un cabriolé frente a una casa de
piedra caliza en Murray Hill. Era un
joven alto, ancho de hombros, con una
cara delicada en la que sobresalían la
nariz aguileña y los ojos dulces y
castaños. En sus venas competían la
sangre de gobernadores de la época
colonial y la sangre de famosos
salteadores de caminos disfrazados de
plutócratas; la síntesis había producido,
allí y entonces, en Teddy Van Beck, algo
nuevo y diferente.
Su prima, Helen van Beck, esperaba
en el salón. Tenía los ojos enrojecidos
de tanto llorar, pero era lo
suficientemente joven para que aquel
detalle no disminuyera su radiante
belleza: una belleza que había llegado al
extremo de parecer que contenía en sí
misma el secreto de su plenitud, como si
nunca fuera a dejar de crecer. Tenía
diecinueve años y, en contra de las
evidencias, era extremadamente feliz.
Teddy la abrazó, la besó en la
mejilla, y, cuando quiso darse cuenta,
estaba dándole un beso a una oreja,
porque su prima le había vuelto la cara.
La retuvo unos segundos, mientras el
entusiasmo se enfriaba, y luego dijo:
—No parece que te alegres de
verme.
Helen tenía el presentimiento de que
iba a tener lugar una de las escenas más
memorables de su vida, y con crueldad
inconsciente no tardó en empezar a
extraerle todo su valor dramático. Se
sentó en una esquina del sofá, frente a
una butaca.
—Siéntate ahí —ordenó, con lo que
entonces se llamaban con admiración
«modales regios», e inmediatamente, al
ver que Teddy se montaba a horcajadas
en el taburete giratorio del piano, añadió
—: No, no te sientes ahí. No puedo
hablar contigo si vas a estar dando
vueltas.
—Siéntate en mis rodillas —sugirió
Teddy.
—No.
Tecleando con una sola mano un
arpegio en el piano, Teddy dijo:
—Te oigo mejor desde aquí.
Helen perdió la esperanza de
comenzar con una suave nota de tristeza.
—Se trata de algo serio, Teddy. No
creas que he tomado esta decisión sin
meditarla a conciencia. Tengo que
pedirte… Tengo que pedirte que me
liberes de nuestro compromiso.
—¿Cómo? —Teddy se quedó pálido
del susto y la consternación.
—Te lo explicaré desde el principio.
Me vengo dando cuenta desde hace
mucho tiempo de que no tenemos nada
en común. A ti te interesa tu música y yo
no sé tocar ni los palillos chinos.
Tenía voz de cansancio, como si
sufriera, y con sus dientecillos se
mordía el labio inferior.
—¿Y qué? —preguntó Teddy, más
tranquilo—. Con mi música tenemos
bastante. No hace falta entender la
Banca para casarse con un banquero,
¿no?
—Es distinto —respondió Helen—.
¿Qué podríamos hacer juntos? A ti no te
gusta montar a caballo. Eso es
importante. Me has dicho que te dan
miedo los caballos.
—Pues claro que me dan miedo los
caballos —dijo su primo, y añadió
como si recordara—: Me muerden.
—Así que…
—Jamás he conocido a un caballo,
desde un punto de vista social, claro
está, que no intentara morderme. Solían
hacerlo cuando iba a ponerles la brida;
y, cuando renunciaba a ponerles la
brida, empezaban a alargar y mover la
cabeza a derecha e izquierda para
morderme las pantorrillas.
Fríos y duros, eran los ojos de su
padre, que le había regalado un caballo
Shetland a los tres años, los que
brillaban en los ojos de Helen.
—Y, prescindiendo de los caballos,
ni siquiera te caen simpáticos mis
amigos.
—Los aguanto. Los llevo aguantando
toda mi vida.
—Bueno, sería absurdo empezar así
un matrimonio. No veo que exista ningún
fundamento para que en común… en
común…
—¿Montemos a caballo?
—Ay, no, no es eso… —Helen
titubeó, e inmediatamente añadió con
escepticismo—: Probablemente, no soy
lo bastante inteligente para ti.
—¡No me vengas con ésas! —Teddy
exigía un poco de sinceridad—: ¿Quién
es el afortunado?
Hellen necesitó tomarse un respiro
para reponerse. Siempre le había
molestado la tendencia de Teddy a tratar
a las mujeres con menos ceremonia de la
que era costumbre en aquel tiempo. A
menudo Teddy le parecía un
desconocido que casi le daba miedo.
—Sí, hay alguien —admitió—;
alguien a quien conocía
superficialmente, pero hace más o
menos un mes, cuando fui a
Southampton, me sentí empujada hacia
él…
—¿Te empujó un caballo?
—Por favor, Teddy —protestó, muy
seria—. Cada vez me sentía más
desdichada contigo, pero, cuando estaba
con él, todo parecía perfecto —una nota
de exaltación se apoderó de la voz de
Helen, que no trató de ocultarla. Se
levantó y atravesó el salón: las sombras
del vestido insinuaban unas piernas
largas y rectas—. Montamos a caballo,
nadamos juntos y jugamos al tenis:
hicimos lo que a los dos nos apetecía.
Teddy miraba al techo, hacia el
espacio vacío en el que lo había
envuelto Helen.
—¿Y eso es todo lo que te atrae de
ese tipo?
—No, hay algo más. Conseguía
estremecerme como nadie lo había
hecho nunca —se echó a reír—. Creo
que empecé a pensar en esto cuando un
día, al volver de montar a caballo, todos
comentaban en voz alta que formábamos
una pareja estupenda.
—¿Lo has besado?
Helen titubeó.
—Sí, una vez.
Teddy se levantó del taburete del
piano.
—Me siento como si tuviera una
bala de cañón en el estómago —
exclamó.
El mayordomo anunció al señor
Stuart Oldhorne.
—¿Es él? —preguntó Teddy,
violento.
De pronto Hellen parecía nerviosa,
desconcertada.
—Debería haber llegado más tarde.
¿Prefieres irte sin que te lo presente?
Pero Stuart Oldhorne, a quien su
nuevo sentido de la propiedad le había
dado una gran seguridad en sí mismo,
había seguido al mayordomo.
Los dos hombres se miraron con una
curiosa impotencia para expresar la
menor emoción. En una situación así, la
comunicación entre hombres es
imposible, pues mantienen una relación
indirecta, que se basa en cuánto ha
poseído o poseerá de la mujer en
cuestión cada uno de ellos, de manera
que sus sentimientos pasan a través de la
mujer dividida como a través de una
mala conexión telefónica.
Stuart Oldhorne se sentó al lado de
Helen, aunque su mirada, rebosante de
educación, no se apartó de Teddy. Tenía
el mismo radiante vigor físico que ella.
Había sido una estrella del atletismo en
Yale y oficial de caballería en la guerra
de Cuba, y era el mejor jinete de Long
Island. Las mujeres lo querían no sólo
por sus buenas cualidades, sino por su
temperamento y su amabilidad sincera.
—Has vivido tanto tiempo en
Europa que apenas nos hemos visto —
dijo a Teddy. Teddy no contestó, así que
se dirigió a Helen—: He llegado
demasiado temprano; no me había dado
cuenta de que…
—Has llegado en el momento
oportuno —dijo Teddy, poco amistoso
—. Me he quedado para felicitaros con
una canción.
Para alarma de Hellen, hizo girar el
taburete y deslizó los dedos por el
teclado. Luego empezó a tocar.
Lo que estaba tocando, aunque ni
Helen ni Stuart supieran de qué música
se trataba, Teddy lo recordaría siempre.
Ordenó sus ideas con un breve resumen
de la historia de la música, empezando
por unos acordes de El Mesías y
terminando con La plus que lent, de
Debussy que para él tenía un tono
especialmente sugerente y evocador: la
había oído por primera vez el día en que
murió su hermano. Luego, tras un
momentáneo silencio, empezó a tocar
con mayor atención, y los enamorados,
en el sofá, tuvieron la impresión de que
estaban solos —de que Teddy se había
ido, de que ya no había ningún lazo entre
ellos y Teddy— y la incomodidad de
Helen disminuyó. Pero la fuga, el
carácter esquivo de la música, le
resultaba ofensivo, le provocaba una
sensación de fastidio. Si Teddy hubiera
tocado las canciones sentimentales de
Erminie, tan de moda, y las hubiera
tocado con sentimiento, ella habría
comprendido y se habría sentido
conmovida, pero la estaba sumergiendo
inesperadamente en un mundo de
emociones maduras, adonde su
naturaleza ni podía ni quería seguirlo.
Tuvo un ligero estremecimiento
antes de decirle a Stuart:
—¿Has comprado el caballo?
—Sí, y baratísimo… ¿Sabes que te
quiero?
—Me da mucha alegría —murmuró
Helen.
El piano calló de repente. Teddy lo
cerró y giró en el taburete muy despacio:
—¿Os ha gustado mi felicitación
musical?
—Muchísimo —dijeron al unísono.
—Ha sido muy bonita —admitió
Teddy—. La última parte sólo se basaba
en un contrapunto. ¿Sabéis? La idea que
la ha inspirado es ésta: formáis una
hermosa pareja.
Se echó a reír de manera poco
natural; Hellen lo acompañó al
recibidor.
—Adiós, Teddy —dijo—. Seremos
buenos amigos, ¿verdad?
—¿Verdad? —repitió él. Hizo un
guiño sin sonreír y, chasqueando la
lengua, desesperado, se apresuró a salir
de la casa.
Durante unos segundos Helen intentó
en vano hacerse cargo de la situación,
preguntándose cómo había terminado
con él, dándose cuenta, a su pesar, de
que en ningún momento había controlado
la situación. Era vagamente consciente
de que Teddy era una persona de mayor
talla moral, y aquella superioridad le
dio miedo y, con cierto alivio, empujada
por una oleada de emociones
agradables, corrió hacia el salón, al
abrigo de los brazos de su enamorado.
El noviazgo llenó un verano feliz.
Stuart visitó a la familia de Helen en
Tuxedo, y Helen visitó a la familia de
Stuart en Wheatley Hills. Antes del
desayuno, los cascos de sus caballos
salpicaban sosiego y rocío en
sentimentales claros de bosque, o los
cubrían de polvo mientras galopaban
por caminos de tierra. Compraron un
tándem y pedaleaban por todo Long
Island, y la señora de Cassius Ruthven,
Catón de los tiempos modernos,
consideraba que iban demasiado aprisa
para ser una pareja que aún no se había
casado. No descansaban casi nunca,
pero, cuando lo hacían, recordaban las
ilustraciones de las revistas: artistas o
aristócratas entre cojines Gibson.
El gusto de Helen por el deporte la
ponía a la vanguardia de su generación.
Montaba a caballo casi tan bien como
Stuart, con quien podía competir con
dignidad en el tenis. Stuart le dio
algunas lecciones de polo, y eran dos
fanáticos del golf, cuando el golf era
considerado todavía un juego bufo. Les
gustaba sentirse en forma y lozanos
juntos. Imaginaban que eran un equipo, y
solía comentarse lo compenetrados que
estaban. Un coro de sana envidia seguía
la estela de su fascinación natural.
Y hablaban.
—Es una pena que tengas que ir a la
oficina —decía Helen—. Me gustaría
que te dedicaras a algo que pudiéramos
hacer juntos, como domar leones.
—Siempre he pensado que en caso
de apuro podría ganarme la vida criando
caballos de carreras.
—Estoy segura, cariño.
En agosto Stuart compró un
automóvil Thomas y con tres
compañeros de viaje llegó hasta
Chicago. Fue un acontecimiento de
interés nacional y aparecieron fotos en
todos los periódicos. Helen quería ir,
pero no hubiera sido decente, así que se
limitaron a recorrer la Quinta Avenida
una soleada mañana de septiembre,
sintiéndose parte del día espléndido y
de la multitud elegante, pero
distinguiéndose por su unión y armonía,
que los hacía ser individualmente tan
fuertes como si fueran dos.
—¿Qué te parece? —preguntó Helen
—. Teddy me ha mandado el regalo más
raro del mundo: una vitrina para los
trofeos.
Stuart se echó a reír.
—Está claro: piensa que lo único
que vamos a hacer es ganar copas.
—A mí me ha parecido más bien una
burla —rumió Hellen—. He visto que
estaba invitado a todas partes, pero no
ha respondido a una sola invitación. ¿Te
importaría mucho parar en su
apartamento? Hace meses que no lo veo
y no me gustaría dejar en el pasado nada
desagradable.
Stuart no quiso acompañarla.
—Me quedaré en el coche y
contestaré a las preguntas de los
transeúntes sobre el automóvil.
Abrió la puerta una mujer con el
pelo cubierto para hacer la limpieza, y
Helen oyó la música del piano de Teddy,
que surgía del fondo de la casa. La
mujer parecía poco dispuesta a dejarla
entrar.
—Me ha dicho que no lo
interrumpiera, pero me figuro que siendo
usted su prima…
Teddy le dio la bienvenida,
evidentemente sorprendido y algo
turbado, pero, al cabo de unos segundos,
volvió a ser el de siempre.
—No voy a casarme contigo —le
aseguró a Helen—. Perdiste tu
oportunidad.
—Vale —se echó a reír ella.
—¿Cómo estás? —le tiró un cojín
—. ¡Estás preciosa! ¿Eres feliz con
ese… con ese centauro? ¿Te pega con la
fusta? —la miraba con mucha atención
—. Pareces un poco más apagada que
cuando te conocí. Es que yo conseguía
ponerte en un estado de excitación
nerviosa que algo tenía que ver con la
inteligencia.
—Soy feliz, Teddy. Y me gustaría
que tú también lo fueras.
—Claro, soy feliz; trabajo. Estoy en
tratos con McDowell y voy a montar
algún tinglado en el Carnegie Hall el
próximo septiembre —sus ojos se
volvieron malévolos—. ¿Qué te parece
mi chica?
—¿Tu chica?
—La chica que te ha abierto la
puerta.
—Ah, yo creía que era la criada —y
guardó silencio, enrojeciendo.
Teddy se echó a reír.
—¡Eh, Betty! —gritó—. ¡Te han
confundido con la criada!
—Es lo malo de limpiar los
domingos —respondió una voz desde la
habitación contigua.
Teddy bajó la voz.
—¿Te gusta? —preguntó.
—¡Teddy! —Helen se columpiaba
en el brazo del sofá, preguntándose si
debería irse ya.
—¿Qué pensarías si me casara con
ella? —preguntó en confianza.
—¡Teddy! —estaba escandalizada;
le había bastado con echarle un vistazo a
la mujer para considerarla una ordinaria
—. Bromeas. Es mayor que tú…
Tendrías que estar loco para
desperdiciar tu futuro de esa manera.
Teddy no respondió.
—¿Entiende de música? —preguntó
Helen—. ¿Te ayuda en tu trabajo?
—No sabe ni una nota. Tampoco tú
sabías, pero tengo suficiente música
dentro de mí como para veinte mujeres.
Imaginándose a sí misma como una
de ellas, Helen se levantó incómoda.
—Lo único que te pido es que
pienses cómo le sentaría a tu madre… Y
a todos los que se preocupan por ti…
Adiós, Teddy.
La acompañó a la puerta y bajó con
ella las escaleras.
—El caso es que llevamos casados
dos meses —dijo sin darle importancia
—. Era camarera en un sitio donde yo
solía comer.
Helen sentía que debería estar
enfadada y distante, pero lágrimas de
vanidad herida acudían a sus ojos.
—¿Y tú la quieres?
—Me gusta; es buena persona y es
buena conmigo. El amor es algo más. Yo
te quería, Helen, y por ahora ese asunto
está muerto para mí. Quizá aparezca en
mi música. Quizá algún día me enamore
de otra… O a lo mejor no hay nadie más
después de ti. Adiós, Helen.
Aquella declaración la conmovió.
—Espero que seas feliz, Teddy. Ven
con tu mujer a la boda.
Teddy inclinó la cabeza, pero sin
comprometerse a nada. Cuando Helen se
fue, volvió pensativo al apartamento.
—Ésa era la prima de la que estaba
enamorado —dijo.
—¿Ésa? —el interés iluminó la cara
de Betty, irlandesa y tranquila—. Es
guapa.
—Una campesina tan simpática
como tú me convenía más.
—Siempre pensando en ti, Teddy
van Beck.
Él se echó a reír.
—Por supuesto, pero me quieres de
todas maneras, ¿verdad?
—Eso es una fanfarronada
descomunal.
—Está bien. Me acordaré de esto
cuando vengas mendigándome un beso.
Si mi abuelo supiera que me he casado
con una irlandesa, se revolvería en su
tumba. Ahora vete y déjame terminar el
trabajo.
Se sentó al piano, con un lápiz detrás
de la oreja. Y su cara expresaba
resolución, serenidad, pero su mirada se
hacía más y más intensa, hasta que sus
ojos tomaron un brillo de vidrio, tras el
que parecían unirse el sentido de la vista
y el sentido del oído. Y pronto no quedó
en su cara rastro de que hubiera
ocurrido algo que perturbara la paz de
su mañana de domingo.

II.

La señora de Cassius Ruthven y una


amiga, con el velo de los sombreros
retirado, estaban sentadas en su
automóvil al borde del terreno de juego.
—Una joven que juega al polo en
pantalones —suspiró la señora Ruthven
—. La hija de Amy van Beck. Yo creía
que cuando Helen organizó el equipo de
las Amazonas no se atrevería a quitarles
las faldas. Pero a su marido parece
darle lo mismo, porque ahí lo tienes,
animándola. Desde luego, siempre les
han gustado las mismas cosas.
—Esos dos son un pareja de
purasangres —dijo la otra con
satisfacción, como si anunciara que los
reconocía entre sus iguales—.
Mirándolos, nunca hubieras pensado que
algo iba a salirles mal.
Se refería al error de Stuart en el
pánico de 1907. Había heredado de su
padre una precaria situación económica
y se había equivocado. Nadie dudó de
su honor y sus amigos, leales, no lo
abandonaron, pero había perdido sus
inversiones en Wall Street y su pequeña
fortuna.
Estaba entre los jugadores que
disputarían el partido cuando acabaran
de jugar las mujeres, tomando buena
nota de todo para comentárselo después
a Helen: Helen no acababa de dominar
la técnica del juego y a veces era
descalificada en momentos importantes.
Sus ponis se resistían a obedecerla —es
el inconveniente de jugar con monturas
prestadas—, pero era, a pesar de todo,
la mejor jugadora sobre el campo, y en
el último minuto culminó una jugada que
mereció aplausos.
—¡Helen! ¡Helen!
A Stuart le tocó la desagradable
tarea de despejar de mujeres el campo.
Habían empezado el partido con una
hora de retraso y un equipo de New
Jersey esperaba para jugar. Stuart
percibió cierto disgusto en el ambiente
cuando cruzó el campo para reunirse con
Helen y acompañarla a las caballerizas.
Estaba espléndida, con las mejillas
encendidas y los ojos resplandecientes
por el triunfo, y la respiración
entrecortada por la excitación. Stuart
intercambió algunas frases de
circunstancias antes de hablar de lo que
más le interesaba.
—Fue buena… la última jugada —
dijo.
—Gracias. He estado a punto de
romperme el brazo. Pero estoy jugando
un buen partido, ¿no?
—Has sido la mejor.
—Lo sé.
Stuart esperó a que desmontara y un
mozo se hiciera cargo del poni.
—Helen, creo que he encontrado
trabajo.
—¿Dónde?
—No rechaces la idea antes de
pensarlo. Gus Myers quiere que me
encargue de sus caballos de carreras.
Ocho mil al año.
Helen lo pensó.
—Es un buen sueldo, y estoy segura
que les sacarás partido a sus caballos.
—Lo principal es que necesito el
dinero; así tendría lo mismo que tú y las
cosas serían más fáciles.
—Tendrías lo mismo que yo —
repitió Helen. Casi lamentaba que él
dejara de necesitar su ayuda—. Y Gus
Myers ¿no quiere nada a cambio? ¿No
pretenderá darse bombo a tu costa?
—Probablemente —respondió Stuart
de modo terminante—, y si puedo
ayudarle a situarse en sociedad, lo haré.
De hecho, quiere que lo acompañe esta
noche a cenar con unos amigos.
—Entonces, de acuerdo —dijo
Helen, ausente.
Sin atreverse todavía a decirle que
no podrían seguir jugando su partido de
polo, Stuart siguió la mirada de Helen
hasta el campo, adonde había llegado un
cochecillo que estaba aparcando junto a
las vallas.
—Ahí está tu viejo amigo, Teddy —
señaló secamente—, o más bien tu
nuevo amigo, Teddy. Está adquiriendo
un repentino interés por el polo. Quizá
piensa que los caballos no muerden este
verano.
—No estás de muy buen humor —
protestó Helen—. Ya lo sabes: basta con
que me lo digas, y no lo volveré a ver.
Lo único que deseo en este mundo es
que tú y yo estemos juntos.
—Lo sé —admitió Stuart, con pesar
—. Vender los caballos y darse de baja
en los clubes lo ha complicado todo. Sé
que Teddy vuelve locas a todas las
mujeres, se está haciendo famoso, pero
si intenta tontear contigo le romperé el
piano en la cabeza… Ah, otra cosa —se
apresuró a decir, al ver que los
jugadores empezaban a tomar posiciones
en el campo—. Es sobre la última parte
de vuestro partido…
Le expuso la situación lo mejor que
pudo. No estaba preparado para el
ataque de furia de Helen.
—¡Pero eso es un escándalo! Yo he
preparado el partido y ha estado
expuesto en el tablón de anuncios tres
días.
—Empezasteis con una hora de
retraso.
—¿Y sabes por qué? —preguntó
Helen—. Porque tu amigo Joe Morgan
se empeñó en que Celie montara a
caballo como una mujer. Le quitó los
pantalones de montar tres veces, y para
venir tuvo que escaparse por la ventana
de la cocina.
—Yo no puedo hacer nada.
—¿Por qué no? ¿No fuiste una vez
presidente del club? ¿Cómo van a
mejorar su juego las mujeres si tienen
que abandonar el campo cada vez que
los hombre quieran? ¡Lo único que
quieren los hombres es que las mujeres
se les acerquen por la noche y les digan
que han jugado un partido espléndido!
Todavía furiosa y culpando a Stuart
de lo ocurrido, atravesó el campo y se
acercó al coche de Teddy. Teddy se apeó
y la recibió con exagerada cordialidad:
—He llegado al punto de no poder
ni dormir ni comer pensando en ti. ¿Cuál
es ese punto?
Tenía algo especial, conmovedor,
que Helen nunca había advertido en los
viejos tiempos; quizá las historias de sus
flirteos lo habían vuelto más romántico a
sus ojos.
—Bueno, no me recuerdes con esta
pinta —dijo Helen—. Se me está
curtiendo la cara y, con estos músculos,
en traje de noche parezco un hombre
vestido de mujer. La gente empieza a
llamarme atractiva, en vez de guapa.
Además, estoy de muy mal humor. Me
parece que las mujeres siempre llevan
desventaja.
Aquella tarde Stuart jugó un partido
bárbaro. Antes de que hubieran
transcurrido cinco minutos, notó que el
coche de Teddy ya no estaba, y sus
golpes poderosos empezaron a atinar
desde todos los ángulos. Después
galopó hasta su casa como un loco, a
campo traviesa; y no lo tranquilizó la
nota que le entregó la niñera:
«Querido:
»Ya que tus amigos no nos
dejan jugar, no iba a quedarme
sentada sudando la gota gorda;
así que le he pedido a Teddy
que me trajera a casa. Y, como
vas a cenar fuera, me voy a
Nueva York con él al teatro.
Cogeré el tren que sale
después del teatro o pasaré la
noche en casa de mi madre.

»Helen».

Stuart subió a su dormitorio a


ponerse el esmoquin. No sabía
defenderse de las garras de los celos,
desconocidas hasta entonces, que habían
empezado a diseccionarle despacio las
entrañas. No era raro que Helen fuera al
teatro o a bailar con otros hombres, pero
Teddy era diferente. Teddy le merecía
esa especie de desprecio que los atletas
sienten por los artistas, pero los últimos
seis meses habían mermado su orgullo.
Intuía la posibilidad de que Helen
pudiera interesarse de verdad por otro.
Estuvo de mal humor durante la cena
con Gus Myers: le fastidiaba que su
anfitrión hablara con tanto desparpajo
de su acuerdo. Cuando por fin se
levantaron de la mesa, había tomado la
decisión de que aquel asunto no
funcionaba y llamó a Myers aparte.
—Mire, me temo que no es una
buena idea.
—¿Por qué no? —su anfitrión lo
miraba con preocupación—. ¿Se va a
echar usted atrás? Mi querido amigo…
—Creo que es mejor que lo
dejemos.
—¿Por qué, si me permite
preguntárselo? Creo que tengo derecho a
preguntarle por qué.
Stuart se quedó unos segundos
pensativo.
—Muy bien, se lo diré. Cuando ha
hecho ese pequeño discurso, me ha
mencionado como si me hubiera poco
menos que comprado, como si yo fuera
una especie de chupatintas de su oficina.
Pero en el mundo del deporte las cosas
no funcionan así; las cosas son más…
más democráticas. Yo me he criado con
todos estos señores que han cenado con
nosotros, y a ellos no ha debido
gustarles más que a mí.
—Entiendo —el señor Myers
reflexionaba, preocupado—. Entiendo
—de repente le dio una palmada a Stuart
en la espalda—. Ése es exactamente el
tipo de cosas que quiero que me diga;
me ayuda. Desde ahora no volveré a
referirme a usted como si trabajara en
mi… como si hubiéramos hecho un trato.
¿De acuerdo?
Después de todo, el sueldo era de
ocho mil dólares.
—Muy bien —aceptó Stuart—. Pero
tendrá que perdonarme esta noche. Voy a
coger un tren para la ciudad.
—Pondré un automóvil a su
disposición.
A las diez llamaba al timbre del
apartamento de Teddy en la calle 48.
—Quisiera ver al señor Van Beck —
dijo a la mujer que abrió la puerta—. Ya
sé que ha ido al teatro, pero no sé si
usted podría decirme… —de repente
adivinó quién era la mujer—. Soy Stuart
Oldhorne —explicó—. Estoy casado
con la prima del señor Van Beck.
—Ah, entre —dijo Betty
amablemente—. He oído hablar mucho
de usted.
Le faltaba muy poco para cumplir
los cuarenta, y era más bien gorda y
basta, pero rebosaba una vitalidad
avispada y despierta. Se sentaron en el
cuarto de estar.
—¿Quiere ver a Teddy?
—Está con mi mujer y me gustaría
reunirme con ellos después del teatro.
Quizá usted sepa adónde han ido.
—Ah, así que Teddy está con su
mujer —hablaba con un ligero y
simpático acento irlandés—. Bueno, la
verdad es que no me dijo exactamente
adónde iba a ir esta noche.
—Entonces, ¿no lo sabe?
—Pues no, por mi vida que no —
admitió alegremente—. Lo siento.
Stuart se levantó, y Betty vio en su
cara el sufrimiento que apenas podía
ocultar. Y súbitamente sintió una pena
inmensa.
—Oí que decía algo del teatro —
dijo, como recordando.
Siéntese y deje que me acuerde.
Teddy sale mucho y yo con una noche de
teatro a la semana ya tengo bastante, así
que todas las noches se confunden en mi
cabeza. ¿No quedó con ellos en ningún
sitio?
—No. Se me ocurrió venir cuando
ya se habían ido. Helen me dijo que
cogería el tren de Long Island al salir
del teatro o que iría a casa de su madre.
—¡Eso es! —dijo triunfalmente
Betty, entrechocando las manos como
címbalos—. Eso es lo que Teddy me
dijo cuando llamó: que iba a acompañar
a una señora al tren de Long Island, y
que luego volvería directamente a casa.
Hemos tenido a un niño enfermo y las
cosas se me olvidan.
—Lamento mucho molestarla en esta
situación.
—No me molesta. Siéntese. Sólo son
las diez.
Sintiéndose más cómodo, Stuart se
relajó un poco y aceptó un cigarro.
—No, si intentara seguir el ritmo de
Teddy, tendría ya el pelo blanco —dijo
Betty—. Claro que voy a sus conciertos,
pero casi siempre me quedo dormida,
aunque él no lo sabe. A no ser que beba
demasiado y se le olvide dónde vive, no
me preocupo de por dónde anda —al
ver que Stuart volvía a ponerse serio,
cambió de tono—: Pero, a pesar de los
pesares, es un buen marido y vivimos
felices juntos, sin molestarnos el uno al
otro. ¿Cómo iba a trabajar al lado del
cuarto de los niños, quejándose al menor
ruido? ¿Y cómo iba yo a acompañarlo a
casa de la señora Ruthven, con toda esa
gente que sólo habla de lo más selecto
de la sociedad y del arte más selecto?
A Stuart le vino a la memoria una
frase de Helen: «Siempre juntos… Me
gustaría que lo hiciéramos todo juntos».
—Ustedes tienen hijos, ¿verdad,
señor Oldhorne?
—Sí. Mi hijo ya casi tiene edad para
sostenerse sobre el caballo.
—Ah, sí; a ustedes les apasionan los
caballos.
—Mi mujer dice que, en cuanto
tengan las piernas lo suficientemente
largas para llegar a los estribos,
volverán a interesarle los niños —
aquello no le sonó demasiado bien a
Stuart y rectificó—: La verdad es que
siempre le han interesado, pero nunca se
ha dejado acaparar por ellos, ni ha
dejado que se interpongan entre
nosotros. Siempre hemos pensado que el
matrimonio debe basarse en la
camaradería, en compartir los mismos
gustos. A usted le gusta la música y
ayuda a su marido…
Betty se echó a reír.
—Me encantaría que Teddy lo
hubiera oído. Soy incapaz de leer una
nota o aprenderme una melodía.
—¿No? —Stuart estaba confundido
—. Yo tenía la impresión de que usted
entendía de música.
—¿Es incapaz de imaginarse por
qué, si no, se ha casado conmigo?
—En absoluto. Al contrario.
Minutos después, se despidió: Betty
le caía simpática. Cuando se hubo ido,
la expresión de Betty se transformó poco
a poco en una expresión de
desesperación. Cogió el teléfono y
llamó al estudio de su marido:
—Así que estás ahí, Teddy. Ahora
escúchame atentamente. Sé que tu prima
está contigo y quiero hablar con ella…
No me mientas. Pásale el teléfono. Su
marido ha estado aquí, y si no me dejas
hablar con ella, las cosas se van a poner
serias.
Pudo oír un diálogo ininteligible, y
luego la voz de Helen:
—Hola.
—Buenas noches, señora Oldhorne.
Su marido ha estado aquí, buscándolos a
usted y a Teddy. Le he dicho que no
sabía a qué teatro habían ido, así que lo
mejor es que vaya pensando uno. Y
dígale a Teddy que la deje en la estación
con el tiempo suficiente para coger el
tren de después del teatro.
—Ah, muchísimas gracias.
Nosotros…
—Vaya a buscar a su marido o
tendrá problemas, o no conozco a los
hombres. Y… espere un momento.
Dígale a Teddy, si piensa volver muy
tarde, que Josie tiene el sueño ligero, y
que no se ponga a tocar el piano.
Betty, que oyó llegar a Teddy a las
once, entró en el cuarto de estar oliendo
a vapor de manzanilla. La saludó,
ausente; su expresión era de sufrimiento
y le brillaban los ojos, perdidos.
—Dices que eres un gran músico,
Teddy van Beck —dijo ella—, pero me
parece que las mujeres te interesan
mucho más.
—Déjame en paz, Betty.
—Yo te dejo en paz, pero las cosas
cambian si los maridos empiezan a venir
a casa.
—Esto era diferente, Betty. Tiene
una larga historia: es mi pasado.
—A mí me parece más bien el
presente.
—No te equivoques con Helen —
dijo Teddy—. Es una mujer buena.
—Pero sé que no por tu culpa.
Teddy ocultó la cara entre las manos,
abatido.
—He intentado olvidarla. La he
evitado durante seis años. Y, cuando me
la encontré hace un mes, todo se me vino
encima. Intenta comprenderme, Bet. Tú
eres mi mejor amiga; tú eres la única
persona que me ha querido.
—Te quiero cuando eres bueno —
dijo ella.
—No te preocupes. Se acabó.
Quiere a su marido; se vino a Nueva
York conmigo porque se había enfadado
un poco con él. Me sigue la corriente
hasta cierto punto, como hace siempre, y
después… Pero no voy a volver a verla.
Anda, acuéstate, Bet. Quiero tocar el
piano un rato.
Ya se había levantado, cuando Betty
lo detuvo.
—Esta noche no puedes tocar el
piano.
—Ah, no me acordaba de Josie —
dijo con remordimiento—. Bueno, me
tomaré una cerveza y me iré a la cama
—se acercó y la abrazó—. Querida Bet,
nada podrá separarnos.
—Eres un niño malo, Teddy —dijo
—. Yo nunca sería tan mala contigo.
—¿Cómo lo sabes, Bet? ¿Cómo
sabes lo que tú harías?
Le acarició el pelo castaño, basto,
reconociendo por milésima vez que en
ella, para él, no había el menor rastro de
la oscura magia del mundo, y que no
podría vivir sin ella seis horas seguidas.
—Querida Bet —murmuró—.
Querida Bet.

III.

Los Oldhorne estaban de visita,


siempre invitados. En los últimos cuatro
años, desde que Stuart había dejado de
ser un esclavo de Gus Myers, formaban
parte de esa gente que siempre está de
visita. Los niños pasaban el invierno en
casa de su abuela Van Beck e iban a un
colegio de Nueva York. Stuart y Helen
visitaban amigos en Asheville, Aiken y
Palm Beach, y solían pasar los veranos
en una casita de campo en algún lugar de
Long Island. «Queridos, está vacía. Y no
se nos ocurriría alquilarla, claro que no.
Nos haríais un favor habitándola».
Casi siempre estaban invitados;
ponían mucho de sí mismos en el
entusiasmo y la complacencia
permanentes que constituyen al perfecto
invitado: había llegado a ser su
profesión. En un mundo que se
enriquecía con la guerra europea, Stuart
había perdido el rumbo. Después de
participar brillantemente dos veces en el
campeonato nacional de golf aficionado,
había aceptado un contrato como
profesor y entrenador profesional en un
club que su padre había ayudado a
fundar. Estaba cansado y no era feliz.
Aquel fin de semana los habían
invitado a casa de un alumno de Stuart.
Después de jugar al golf por parejas, los
Oldhorne subieron a su habitación a
cambiarse para la cena, con el
desagradable peso acumulado de
muchos meses de insatisfacción. Por la
tarde, Stuart había formado pareja con la
anfitriona y Helen con otro hombre, una
situación que Stuart siempre temía,
porque lo obligaba a competir con
Helen. E incluso había querido fallar
aquel golpe en el hoyo dieciocho, para
perder. Pero la pelota entró en el hoyo.
Helen hizo los gestos típicos del buen
perdedor, pero se dedicó abiertamente a
su compañero de equipo el resto de la
tarde.
La expresión de falsa alegría aún les
duraba cuando entraron en su habitación.
En cuanto cerraron la puerta, la
expresión simpática de Helen se esfumó
y se acercó al tocador como si su propio
reflejo fuera la única compañía
agradable que podía encontrar. Stuart la
observaba con el ceño fruncido.
—Sé por qué estás de tan mal humor
—dijo—, aunque no creo que tú lo
sepas.
—No estoy de mal humor —
respondió Helen con voz cortante.
—Sí que lo estás; y sé perfectamente
los motivos, aunque tú no los sepas.
Estás de mal humor porque me entró la
pelota en el hoyo dieciocho.
Helen, incrédula, dejó de mirarse al
espejo y se volvió hacia él.
—Así que tengo un nuevo defecto.
Resulta que ahora también soy una mala
deportista.
—Nunca has sido mala deportista —
admitió Stuart—, pero ¿por qué
muestras tanto interés por otros y me
miras como si yo… bueno, como si te
hubiera hecho algo malo?
—No me he dado cuenta.
—Yo sí.
Y también se había dado cuenta de
que ahora había siempre algún hombre
en sus vidas: algún hombre con poder y
dinero que cortejaba a Helen y le
transmitía la sensación de fortaleza que
él era incapaz de darle. No tenía
motivos para sentir celos de ninguno en
particular, pero la presión de tantos
hombres conseguía irritarlo. Le dolía
que, por una verdadera tontería, Helen
le recordara con su comportamiento que
ya no llenaba su vida por completo.
—Si a Anne le satisface tanto ganar,
pues muy bien —dijo Helen de repente.
—¿No eres un poco quisquillosa?
Anne no alcanza tu nivel; no superará la
tercera ronda en Boston.
Dándose cuenta de que se había
equivocado, Helen cambió de tono.
—No se trata de eso —estalló—.
Estoy deseando que tú y yo volvamos a
formar pareja como antes. Y ahora tú
tienes que jugar con las más torpes, y
sacarles la pelota de los peores sitios. Y
encima… —titubeó—, encima eres
galante sin ninguna necesidad.
El ligero desprecio que había en su
voz, la caricatura de celos que ocultaba
una creciente indiferencia no se le
escapaban a Stuart. Hubo un tiempo en
el que, si bailaba con otra, la mirada
afligida de Helen lo seguía por todo el
salón.
—Mi galantería es simplemente
cuestión de trabajo —contestó—. Este
verano hemos ganado trescientos
dólares mensuales con las clases de
golf. ¿Cómo podría ir yo a verte jugar a
Boston la semana que viene, si no fuera
entrenador de otras mujeres?
—Y vas a verme ganar —anunció
Helen—. ¿Lo sabes?
—Por supuesto, y es lo único que
quiero —dijo Stuart automáticamente.
Pero el desafío innecesario que había en
la voz de su mujer le repelía, y
súbitamente se preguntó si de verdad le
importaba que Helen ganara o perdiera.
Al mismo tiempo el humor de Helen
cambió y por un instante adivinó la
verdadera situación: que ella podía
jugar en torneos de aficionados y Stuart
no, que todas las nuevas copas que había
en la vitrina las había ganado ella, que
Stuart había renunciado a la
deportividad y a la competición
apasionada que había sido el motor de
su vida para conseguir el dinero que
necesitaban.
—¡Me da tanta pena de ti, Stuart! —
tenía lágrimas en los ojos—. Es una
vergüenza que no puedas hacer lo que te
gusta y yo sí. Quizá no debería jugar este
verano.
—Tonterías —dijo él—. No puedes
quedarte en casa con los brazos
cruzados.
Helen se agarró a eso:
—A ti no te gustaría que me quedara.
No puedo evitar ser una buena
deportista; tú me has enseñado casi todo
lo que sé. Pero me gustaría poder
ayudarte.
—Me basta con que no olvides que
soy tu mejor amigo. A veces te
comportas como si fuéramos rivales.
Helen titubeó: le dolía la verdad de
aquellas palabras y no quería ceder un
ápice; pero una oleada de recuerdos se
apoderó de ella, y pensó con qué valor
Stuart se las arreglaba para vivir al día,
sin previsión. Se acercó y lo abrazó.
—Cariño, todo va a ir mejor. Ya lo
verás, cariño.
La semana siguiente Helen ganó la
final en el torneo de Boston. Stuart se
sentía muy orgulloso de ella mientras la
seguía mezclado con la multitud.
Confiaba en que en lugar de alimentar el
amor propio de Helen, aquel triunfo
hiciera más fáciles las cosas entre ellos.
No soportaba el enfrentamiento que
había surgido del hecho de que los dos
le pidieran a la vida los mismos dones y
los mismos premios.
La siguió hasta la sede del club,
contento y un poco celoso del gentío que
quería felicitarla. Llegó al club entre los
últimos, y un camarero lo detuvo.
—El comedor para entrenadores y
caddies está en la planta baja, por favor
—dijo el hombre.
—Muy bien. Soy Oldhorne.
Siguió andando, pero el hombre le
cerró el paso.
—Lo siento, señor. Sé que la señora
Oldhorne participa en el torneo, pero
tengo órdenes de mandar a los
entrenadores y a los caddies al comedor
de abajo, y tengo entendido que usted es
entrenador.
—Oiga… —empezó a decir Stuart,
furioso, pero se detuvo. Había gente
escuchando—. Está bien, no se preocupe
—dijo bruscamente, y dio media vuelta.
El recuerdo de aquella experiencia
no dejaba de dolerle; fue el factor
determinante que lo condujo, algunas
semanas después, a tomar una decisión
trascendental. Llevaba mucho tiempo
dándole vueltas a la idea de alistarse en
las Fuerzas Aéreas canadienses para
servir en Francia. Sabía que su ausencia
no influiría demasiado en la vida de
Helen y los niños; y, después de
encontrarse con algunos amigos con
quienes compartía el descontento de
aquellos días de 1915, se decidió de
pronto. Pero no había tenido en cuenta la
reacción de Helen, que fue, más que de
pesar o preocupación, la reacción de
alguien que se siente engañado.
—¡Podías habérmelo dicho! —se
quejó—. Me dejas colgada; te vas sin ni
siquiera avisarme.
Helen volvía a verlo como el héroe
insoportablemente deslumbrante, y se
estremeció hasta el alma como el día en
que lo conoció. Era un guerrero; para él,
la paz sólo era un intervalo entre dos
guerras, y la paz lo estaba destruyendo.
Ahora lo reclamaba el deporte rey. A no
ser que renunciara a la lógica que había
gobernado su vida, Helen no tenía nada
que alegar.
—Es lo mío —dijo, como si hiciera
una confidencia, rejuvenecido por la
excitación—. Si siguiera viviendo así,
terminaría hecho pedazos, empezaría a
beber. Creo que, en cierta medida, he
perdido tu respeto, y lo necesito, aunque
me encuentre muy lejos.
Y Helen volvía a sentirse orgullosa
de él; le hablaba a todo el mundo de su
inminente partida. Y, una tarde de
septiembre, al volver de la ciudad,
rebosante de novedades y de la antigua
sensación de camaradería, lo encontró
hundido, absolutamente desanimado.
—Stuart —exclamó—. Ya tengo
el… —se interrumpió—. ¿Qué te pasa,
mi vida? ¿Hay algún problema?
La miró, desesperado.
—No me han aceptado —dijo.
—¿Porqué?
—El ojo izquierdo —se echó a reír
con amargura—. ¿Te acuerdas de la
principiante aquella que me dio con el
palo de golf? Casi no veo con ese ojo.
—¿No se puede hacer nada?
—Nada.
—¡Stuart! —lo miraba aterrorizada
—. Stuart, ¡si supieras lo que iba a
contarte! Era una sorpresa. Elsa Prentice
ha organizado una unidad de la Cruz
Roja para prestar servicio en Francia, y
me he alistado porque me parecía
maravilloso que estuviéramos juntos.
Nos han tomado medidas para el
uniforme y ya hemos comprado el
equipo. Zarpamos a finales de la semana
que viene.

IV.
Helen era una figura borrosa entre
otras figuras borrosas en la cubierta de
un barco a oscuras para evitar la
amenaza de los submarinos. Cuando el
barco se adentró suavemente en las
tinieblas del futuro, Stuart fue dando un
paseo por la calle 57, hacia el este. El
dolor por la ruptura de tantos lazos era
un peso que debía soportar, y caminaba
despacio, como si hubiera de adaptarse
a aquel peso. En compensación, sentía
una extraña liviandad interior. Por
primera vez en doce años estaba solo, y
tenía la sensación de que sería para
siempre; conociendo a Helen y
conociendo lo que es la guerra, podía
imaginarse las experiencias por las que
ella pasaría, pero no podía hacerse una
idea de cómo podrían volver a vivir
juntos después. Él estaba descartado:
ella había demostrado al final ser la más
fuerte. Parecía muy extraño y triste que
su matrimonio terminara así.
Llegó al Carnegie Hall, con las luces
apagadas después del concierto, y vio el
nombre de Theodore van Beck escrito
con grandes letras en los carteles.
Mientras lo miraba, una puerta lateral,
pintada de verde, se abrió y un grupo de
gente en traje de noche salió del teatro.
Stuart y Teddy se vieron frente a frente
antes de que pudieran reconocerse.
—¡Hola! —exclamó Teddy
cordialmente—. ¿Ha salido ya Helen
para Europa?
—Acaba de irse.
—Me la encontré ayer por la calle, y
me lo dijo. Me hubiera gustado que
vinierais a mi concierto. Está hecha toda
una heroína, yéndose así… ¿Conoces a
mi mujer?
Stuart y Betty se sonrieron.
—Nos conocemos.
—Y yo sin enterarme —protestó
Teddy—. Las mujeres necesitan que las
vigilen cuando empiezan a chochear…
Oye, Stuart, hemos invitado a unos
cuantos amigos a nuestra casa. Nada de
música ruidosa ni nada parecido. Sólo
la cena y algunas debutantes que me
digan que he estado divino. Te lo
pasarás bien. Me imagino que echarás
de menos a Helen una barbaridad.
—No creo que…
—Vamos. A ti también te dirán que
eres divino.
Dándose cuenta de que la invitación
era sincera, Stuart aceptó. Era el tipo de
reunión a la que no asistía casi nunca, y
lo sorprendió encontrar a tanta gente
conocida. Teddy asumía el protagonismo
con una mezcla de escepticismo y
resolución. Stuart lo oyó mientras
abrumaba a la señora de Cassius
Ruthven con uno de sus temas favoritos:
—La gente intenta formar
matrimonios basados en la cooperación
que terminan siendo matrimonios
competitivos. Una situación
inaguantable. Los hombres inteligentes
terminarán huyendo de las mujeres
decorativas. Un hombre debería casarse
con alguien que se sintiera agradecido,
como Betty.
—No hables tanto, Theodore van
Beck —lo interrumpió Betty—. Ya que
eres un músico tan exquisito, sería mejor
que te expresaras con música en lugar de
con palabras poco pensadas.
—No estoy de acuerdo con su
marido —dijo la señora Ruthven—. Las
mujeres inglesas salen de caza con su
pareja y participan en política en
términos de absoluta igualdad con los
hombres, y eso ayuda a mantener unida a
la pareja.
—No lo creo —insistió Teddy—.
Por eso la sociedad inglesa es la más
desorganizada del mundo. Betty y yo
somos felices porque no tenemos nada
en común.
Su euforia molestaba a Stuart, y el
éxito que irradiaba lo obligaba a pensar
en su propio fracaso. No podía saber
que su vida no estaba destinada al
fracaso. No podía leer la honrosa
leyenda que tres años después sería
grabada con orgullo en su tumba de
soldado, ni saber que su cuerpo sin
sosiego, que siempre se entregó en el
deporte y el peligro, estaba destinado a
ofrecerle al final una última y heroica
galopada.
—No me han aceptado —le decía a
la señora Ruthven—. Tendré que seguir
aguantando en mi escuadrón de
caballería, a no ser que nos movilicen.
—Así que Helen se ha ido —la
señora Ruthven lo miraba como si
estuviera recordando algo—. Nunca
olvidaré vuestra boda. Erais tan guapos,
tan ideales… Estabais tan
compenetrados el uno con el otro…
Todo el mundo lo decía.
Stuart se acordaba; por un instante
pensó que era de lo poco digno de ser
recordado.
—Sí —asintió, moviendo la cabeza,
como si recordara—, supongo que
formábamos una hermosa pareja.
Domingo loco

Fitzgerald escribió
Domingo loco (American
Mercury, octubre de 1932)
después de escribir en 1931
para la MGM el guión de La
pelirroja, que nunca seria
rodado. Estando en
Hollywood, bajo la
inspiración del alcohol,
Fitzgerald interpretó una
canción humorística en una
fiesta que daban Irving
Thalberg y Norma Shearer, y
John Gilbert y Lupe Vélez lo
abuchearon.
El Post no aceptó el
relato porque «ni pretendía ni
probaba nada» y porque el
final lo convertía en «difícil»
para ellos, la revista de
Hearst, Cosmopolitan, lo
rechazó para evitar el riesgo
de ofender a personalidades
de Hollywood, aunque
Fitzgerald insistía en que
«había mezclado distintos
personajes para que nadie
pudiera ser reconocido,
salvo, quizá, King Vidor, que
se hubiera reído mucho con
la historia». Harold Ober se
vio impotente para colocar el
relato en otra revista de gran
difusión, debido a su
contenido erótico y a su
extensión. Fitzgerald se negó
a escribir un final distinto y
se lo vendió al American
Mercury por 200 dólares. Lo
incluyó en Taps at Reveille.

I.

Era domingo, no un día, sino más


bien un intervalo entre dos días. Y para
todos quedaban atrás platos y
secuencias, las largas esperas bajo la
jirafa de la que pendía el micrófono, los
ciento sesenta kilómetros al día en
automóvil de acá para allá por
carreteras comarcales, los comentarios
envenenados e ingeniosos en las salas
de juntas, los incesantes compromisos,
el enfrentamiento y la tensión de muchas
personalidades distintas que luchaban
por sus vidas. Y de pronto llegaba el
domingo, con la vida individual que
volvía a empezar, con un fulgor de
rescoldo en los ojos que había vidriado
la monotonía de la tarde anterior. Y
despacio, a medida que las horas
menguaban, todos se despertaban como
el soldadito de plomo de la tienda de
juguetes: unas palabras apasionadas en
un rincón, amantes que desaparecen para
besuquearse en un pasillo. Y una
sensación de «Vamos, deprisa, no es
muy tarde, pero, por amor de Dios,
deprisa, antes de que pasen las benditas
cuarenta horas de descanso».
Joel Coles era guionista de cine.
Tenía veintiocho años y Hollywood aún
no lo había destrozado. Había tenido lo
que se consideraban buenos encargos
desde su llegada hacía seis meses y
sugería escenas y secuencias con
verdadero entusiasmo. Se definía con
modestia como un escritorzuelo, pero en
realidad no pensaba así. Su madre había
sido una actriz de éxito; Joel había
pasado la infancia entre Londres y
Nueva York intentando separar lo real
de lo imaginario, o mantener al menos la
sospecha de que existía alguna
diferencia. Era un hombre guapo, con
los mismos ojos dulces, bovinos y de
color marrón, que en 1913 habían
contemplado los espectadores de
Broadway en la cara de su madre.
Cuando recibió la invitación, tuvo la
certeza de que estaba llegando a alguna
parte. No solía salir los domingos, sino
que procuraba no beber y se llevaba
trabajo a casa. Hacía poco le habían
confiado una obra de Eugene O’Neill, un
proyecto para una dama verdaderamente
importante. Todo lo que había hecho
hasta entonces le había gustado a Miles
Calman, y Miles Calman era el único
director del estudio que trabajaba sin un
supervisor y sólo era responsable ante
los que ponían el dinero. La carrera de
Joel empezaba a ser un éxito. («Soy la
secretaria del señor Calman. ¿Vendrá a
tomar el té de cuatro a seis el domingo?
… El señor Calman vive en Berverly
Hills, número…»).
Joel se sentía halagado. Sería una
fiesta para lo más selecto de la
sociedad: una fiesta en honor de la joven
promesa. La inmensa camarilla de
Marion Davies, los encopetados, la
gente de mucho dinero, quizá incluso
Dietrich y Garbo y la marquesa de…,
toda esa gente a la que no s ve en todas
partes, estarían probablemente en casa
de Calman.
«No beberé», se dijo a sí mismo.
Calman estaba manifiestamente harto de
borrachos, y pensaba que era una pena
que la industria no pudiera permitirse
prescindir de ellos.
Joel estaba de acuerdo en que los
escritores bebían demasiado… También
él bebía, pero no esa tarde. Esperaba
que Miles estuviera cerca cuando
ofrecieran los cócteles y oyera su
sucinto y discreto: «No, gracias».
La casa de Miles Calman había sido
construida para momentos de profunda
emoción: reinaba un aire de estar a la
escucha, como si auditorio invisible
atendiera al silencio remoto de sus
vistas, pero aquella tarde no cabía un
alfiler, como si la gente, más que estar
invitada, hubiera tenido la obligación de
ir. Joel observó con orgullo que sólo
otros dos guionistas del estudio estaban
entre la multitud, un inglés con ínfulas de
nobleza y, algo que le sorprendió, Nat
Keogh, que había provocado vehementes
comentarios de Calman contra los
borrachos.
Stella Calman (Stella Walker, por
supuesto) no se acercó a sus otros
invitados después de hablar con Joel.
No se decidía a irse: lo miraba con esa
clase de mirada maravillosa que exige
algún tipo de rece nocimiento, y Joel
recurrió rápidamente a la suficiencia
dramática heredada de su madre:
—¡Pero bueno, si parece que tienes
dieciséis años! ¿Dónde ha dejado tu
cochecito?
Stella estaba visiblemente
complacida; no se decidía a irse. Joel
pensó que debería decir algo más, algo
desenvuelto y lleno de naturalidad: la
conocía de antes, de cuando ella se
abría camino en Nueva York, luchando
por conseguir algún pequeño papel. En
aquel momentc pasó a su altura una
bandeja y Stella le puso un cóctel en la
mano.
—Están todos asustados, ¿verdad?
—dijo Joel, mirando distraído el vaso
—. Todos esperan que alguien meta la
pata, o procurar rodearse de gente que
les dé prestigio. Claro que en tu casa no
pasar esas cosas —se apresuró a
cubrirse las espaldas—. Sólo hablaba
de Hollywood en general.
Stella asintió. Le presentó a algunos
invitados como si Joel fuera muy
importante. Más tranquilo después de
comprobar que Miles estaba en el otro
extremo del salón, Joel se bebió el
cóctel.
—Así que tienes un niño —dijo—.
Es el momento de ponerse en guardia.
Después de tener su primer hijo, una
mujer guapa es muy vulnerable, pues
quiere que le demuestren que sigue
siendo atractiva. Tiene que conseguir la
devoción incondicional de algún hombre
nuevo para probarse a sí misma que no
ha perdido nada.
—Nunca consigo la devoción
incondicional de nadie —dijo Stella con
cierto resentimiento.
—Le temen a tu marido.
—¿Crees que se trata de eso? —la
idea le hizo arrugar la frente; y entonces
la conversación se interrumpió en el
momento preciso que Joel habría
elegido.
Las atenciones de Stella le habían
dado seguridad en sí mismo: no se
trataba de reunirse con grupos poco
peligrosos, ni de correr a refugiarse
bajo las alas de algunos conocidos que
veía por el salón. Se acercó a la ventana
y miró el Pacífico, descolorido a la luz
de una perezosa puesta de sol. Se estaba
bien allí: la Riviera americana y todo
eso, si es que había tiempo para
disfrutarlo. La gente distinguida y bien
vestida de la fiesta, las chicas adorables
y… Bueno, las chicas adorables. No se
puede tener todo.
Miró la cara de Stella, fresca, como
de chico, con el párpado cansado que
siempre le caía un poco sobre un ojo,
yendo de acá para allá entre los
invitados, y deseó sentarse con ella y
hablar durante un buen rato, como si
fuera una chica en vez de un nombre; la
siguió para ver si le dedicaba a alguien
tanta atención como la que le había
dedicado a él. Se tomó otro cóctel: no
porque necesitara más seguridad en sí
mismo, sino porque Stella le había dado
demasiada. Entonces se sentó junto a la
madre del director.
—Su hijo ha conseguido convertirse
en una leyenda, señora Calman… El
Oráculo, el Hombre del Destino y todas
esas cosas. Personalmente, yo estoy en
contra de él, pero estoy en minoría.
¿Qué opina de él? ¿Está impresionada?
¿Está sorprendida de lo lejos que ha
llegado?
—No, no estoy sorprendida —dijo
con calma—. Siempre hemos esperado
mucho de Miles.
—Bueno, eso es insólito —señaló
Joel—. Siempre había creído que todas
las madres eran como la madre de
Napoleón. Mi madre no quería que me
mezclara con el negocio del
espectáculo. Quería que fuera a West
Point y me buscara un trabajo seguro.
—Nosotros siempre hemos tenido
una confianza absoluta en Miles…
Joel se reunió en el bar del comedor
con el jovial, bebedor empedernido y
muy bien pagado Nat Keogh.
—He ganado cien mil dólares este
año y he perdido cuarenta mil en el
juego, así que acabo de contratar a un
administrador.
—Querrás decir un agente —
observó Joel.
—No, ya tengo uno. Quiero decir un
administrador. Yo le doy todo a mi
mujer, y luego él y mi mujer se reúnen y
me dan el dinero. Le pago cinco mil al
año para que me dé mi dinero.
—Te refieres a tu agente.
—No, me refiero a mi
administrador, y no soy el único…
Muchos otros irresponsables también lo
tienen.
—Bueno, si eres tan irresponsable,
¿cómo es que eres lo suficientemente
responsable como para contratar a un
administrador?
—Sólo soy irresponsable cuando
juego. Mira…
Un cantante interpretaba una
canción; Joel y Nat se adelantaron con
los demás para oírla.

II.

Joel no oía muy bien la canción; se


sentía feliz, amigo de toda aquella gente,
gente valerosa y trabajadora, superior a
una burguesía que les ganaba en
ignorancia e inmoralidad, y capaz de
conquistar una posición de primera
importancia en una nación que durante
una década sólo había querido que la
entretuvieran. Le gustaba… Le
encantaba aquel mundo. Oleadas de
buenos sentimientos recorrían a Joel.
Cuando el cantante terminó su
número y los invitados empezaron a
acercarse a la anfitriona para
despedirse, Joel tuvo una idea. Podría
cantarles Dándole forma, una
composición suya. Era su único número
para las fiestas, había alegrado más de
una y quizá le gustara a Stella Walker.
Dominado por aquel deseo, mientras le
bullían en la sangre los glóbulos
escarlata del exhibicionismo, buscó a
Stella.
—Por supuesto —exclamó ella—.
¡Te lo ruego! ¿Necesitas alguna cosa?
—Alguien tiene que hacer de
secretaria, se supone que le estoy
dictando.
—Yo seré la secretaria.
Cuando llegó la noticia al vestíbulo,
los invitados que ya se ponían los
abrigos para irse se apresuraron a
volver, y Joel se vio frente a las miradas
de una multitud de desconocidos. Tuvo
un ligero presentimiento, porque se
había dado cuenta de que el hombre que
acababa de actuar era un famoso artista
de la radio. Entonces alguien dijo
«Chissss» y Joel se quedó solo con
Stella, en el centro de un siniestro
semicírculo indio. Stella le sonrió con
expectación, y él comenzó.
Su parodia se basaba en las
limitaciones culturales del señor Dave
Silverstein, un productor independiente;
se suponía que Silverstein dictaba una
carta esbozando el tratamiento de un
guión que había comprado.
—… la historia de un divorcio, los
generadores más modernos y la Legión
Extranjera —oyó que decía su voz, con
el acento del señor Silverstein—. Pero
tenemos que darle forma, ¿sabe?
Una aguda punzada de incertidumbre
lo atravesó. Las caras que lo rodeaban a
la luz suavemente modulada reflejaban
interés y curiosidad, pero no encontró ni
la sombra de una sonrisa; exactamente
delante de él, el Gran Amante de la
pantalla le dedicaba una mirada feroz y
tan penetrante como la mirada de una
patata. Sólo Stella Walker lo
contemplaba con una radiante sonrisa
que nunca desfallecía.
—Si lo hiciéramos estilo Menjou,
conseguiríamos una especie de Michael
Arlen pero con ambiente de Honolulú.
En las primeras filas no se oía una
mosca, pero del fondo llegaba un
susurro, un perceptible desplazamiento
hacia la izquierda donde estaba la
puerta.
—… entonces ella dice que él le
atrae, le atrae sexualmente, y él se
calienta y dice: «Ah, sí, sí, sigue
deshaciéndote…».
En algún momento oyó la risa
contenida de Nat Keogh y aquí y allá le
pareció ver alguna cara alentadora, pero
al terminar tenía la desagradabilísima
impresión de que había hecho el ridículo
ante un importante sector del mundo del
cine, de cuyos favores dependía su
carrera.
Se encontró en medio de un confuso
silencio, roto por la migración general
hacia la puerta. Sentía la corriente de
burla que resonaba entre los
comentarios en voz baja; y entonces —
todo en el espacio de diez segundos— el
Gran Amante, con la mirada dura y
vacía como el ojo de una aguja, le silbó,
lo abucheó, y Joel sintió que aquel
abucheo expresaba el humor de toda la
sala. Era el resentimiento del
profesional hacia el aficionado, de la
comunidad hacia el extraño, los pulgares
vueltos hacia abajo del clan. Sólo Stella
Walker seguía a su lado y le daba las
gracias como si hubiera logrado un éxito
incomparable, como si fuera
inconcebible que a alguien no le hubiera
gustado. Cuando Nat Keogh lo ayudaba
a ponerse el abrigo, lo invadió una
oleada de irritación consigo mismo, y se
aferró desesperadamente a su principio
de no revelar jamás una emoción
inferior hasta que ya no la sintiera.
—Ha sido un fracaso —dijo a
Stella, sin darle importancia—. No te
preocupes, es un buen número si se sabe
apreciar. Gracias por haberme ayudado.
La sonrisa no abandonó la cara de
Stella. Joel hizo una especie de
reverencia ebria y Nat lo arrastró hacia
la puerta…
A la hora del desayuno se despertó
en un mundo en ruinas. El día anterior
había sido él mismo, el auténtico Joel,
una flecha de fuego contra toda una
industria: ahora tenía la sensación de
haberse enfrentado en una situación de
enorme desventaja a todas aquellas
caras, al desprecio individual y a la
burla colectiva. Y, peor aún, para Miles
Calman se había convertido en uno de
esos borrachos indignos a los que
Calman lamentaba verse obligado a
recurrir. En cuanto a Stella Walker, a
quien había sometido a un verdadero
martirio aprovechándose de que debía
ser amable con los invitados, no se
atrevía a imaginarse su opinión. Sus
jugos gástricos cesaron de fluir y volvió
a dejar los huevos escalfados en la mesa
del teléfono. Escribió:

«Querido Miles:
»Ya puedes imaginarte la
profunda irritación que siento
conmigo mismo. Confieso que
me tienta el exhibicionismo,
pero ¡a las seis de la tarde, a
plena luz del día! ¡Santo Dios!
Mis excusas a tu mujer.
«Siempre tuyo,

»Joel Coles».

Joel sólo se atrevió a salir de su


despacho para ir furtivamente, como un
malhechor, al estanco. Tan sospechoso
era su comportamiento, que uno de los
guardas de segundad del estudio le pidió
su tarjeta de identificación. Había
decidido almorzar fuera, cuando Nat
Keogh, seguro de sí mismo y de buen
humor, lo descubrió.
—¿Qué quiere decir que te has
retirado para siempre? ¿Y qué importa
que ese marica te abuchee? Oye —
continuó, empujando a Joel hasta el
restaurante de los estudios—. Una noche
de estreno, en Grauman, Joe Squires le
pateó la cola del frac mientras le hacía
una reverencia al público. El payaso
dijo que Joe recibiría noticias suyas más
tarde, pero cuando Joe lo llamó a las
ocho del día siguiente y le dijo que
estaba esperando recibir sus noticias, le
colgó el teléfono.
La absurda anécdota animó a Joel,
que se consoló sombríamente mirando a
los ocupantes de la mesa vecina, las
tristes y encantadoras hermanas
siamesas, los desagradables enanos, el
imponente gigante de la película del
circo. Pero, más allá de las caras
trigueñas de las chicas guapas, a quienes
el rímel les ponía un toque de
melancolía y sorpresa en los ojos, con
sus llamativos trajes de fiesta a plena
luz del día, más allá vio a un grupo que
había estado en la fiesta de Calman y se
estremeció.
—Nunca más —dijo en voz alta—.
¡Es mi última aparición en sociedad en
Hollywood!
A la mañana siguiente un telegrama
lo esperaba en su despacho:

«Fuiste una de las


personas más agradables de la
fiesta. Te esperamos en la
cena fría de mi hermana June
el próximo domingo.

»Stella Walker Calman».

La sangre le corrió vertiginosamente


por las venas durante un instante febril.
Incrédulo, volvió a leer el telegrama.
«¡Bueno, es la cosa más bonita que
me han dicho en mi vida!».
III.

De nuevo el loco domingo. Joel


durmió hasta las once y luego leyó el
periódico para ponerse al día de lo que
había pasado durante la semana.
Almorzó en su habitación trucha,
ensalada de aguacate y medio litro de
vino de California. Cuando se vistió
para el té, seleccionó un traje de pata de
gallo, una camisa azul, una corbata de
color naranja tostado. Tenía bajo los
ojos dos semicírculos oscuros, fruto del
cansancio. Fue a los apartamentos de la
Riviera en su coche de segunda mano.
Cuando él mismo se estaba presentando
a la hermana de Stella, Miles y Stella
llegaron vestidos con traje de montar:
habían pasado casi toda la tarde
discutiendo acaloradamente por los
polvorientos caminos que rodean
Beverly Hills.
Miles Calman, alto, nervioso, con un
desesperado sentido del humor y los
ojos más tristes que Joel había visto
nunca, era un artista de pies a cabeza,
una cabeza que tenía una curiosa forma y
unos pies negroides sobre los que se
apoyaba con firmeza. Nunca había hecho
películas chabacanas, a pesar de que a
veces había pagado caro el lujo de
arriesgarse en experimentos que
terminaban en fracasos. Aunque era una
excelente compañía, bastaba pasar con
él un rato para advertir que no era un
hombre sano.
Desde que llegaron, la jornada de
Joel se mezcló inextricablemente con la
suya. Cuando se incorporó al grupo que
los rodeaba, Stella se separó
chasqueando impaciente la lengua, y
Miles Calman dijo al individuo que
tenía más cerca:
—Ten cuidado con lo de Eva
Goebel. Por su culpa se ha armado un
escándalo en casa —Miles se volvió a
Joel—: Siento no haber podido verte
ayer en la oficina. Pasé la tarde en el
psicoanalista.
—¿Te estás psicoanalizando?
—Llevo meses. Al principio iba
porque tenía claustrofobia, ahora estoy
intentando poner en claro toda mi vida.
Dicen que tardaré un año.
—No hay nada oscuro en tu vida —
le aseguró Joel.
—¿Ah, no? Bueno, parece que Stella
piensa que sí. Pregunta a cualquiera…
Cualquiera te lo contaría todo —dijo
con amargura.
Una chica se encaramó en el brazo
del sillón de Miles; Joel se acercó a
Stella, que, desconsolada, estaba de pie
junto a la chimenea.
—Gracias por tu telegrama —dijo
Joel—. Fue verdaderamente amable. No
entiendo cómo una mujer tan guapa
como tú puede ser tan simpática.
Incluso estaba un poco más
maravillosa que nunca, y quizá la mirada
de admiración inagotable de Joel la
incitaba a desahogarse. No tardó mucho,
porque evidentemente sus sentimientos
estaban a punto de desbordarse.
—… y Miles lleva con eso dos
años, y yo ni siquiera lo sabía. Cómo, si
ella era una de mis mejores amigas y
siempre estaba en casa. Pero, cuando la
gente empezó a hacerme comentarios,
Miles tuvo que admitirlo.
Se sentó con gesto vehemente en el
brazo del sillón de Joel. Sus pantalones
de montar eran del color del sillón y
Joel vio que la masa de sus cabellos
estaba hecha de hebras de oro viejo y
hebras de oro pálido: el pelo no era
teñido, y no llevaba maquillaje. Era tan
guapa…
Temblando todavía por la impresión
de su descubrimiento, Stella no podía
soportar el espectáculo de una nueva
chica mariposeando alrededor de Miles;
llevó a Joel a uno de los dormitorios, y,
sentados a los pies de una gran cama, se
pusieron a hablar. Las personas que iban
al baño les lanzaban miradas y hacían
comentarios jocosos, pero Stella, que se
quitaba de encima el peso de su historia,
no prestaba atención. Entonces Miles
asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—No tiene sentido intentarle
explicar a Joel en media hora algo que
incluso para mí es incomprensible, algo
que según el psicoanalista tardaremos en
comprender un año.
Stella siguió hablando como si
Miles no estuviera. Quería a Miles, dijo,
y con terribles dificultades siempre le
había sido fiel.
—El psicoanalista le dijo a Miles
que tenía complejo de Edipo. En su
primer matrimonio le transfirió el
complejo de Edipo a su mujer,
¿entiendes?, y entonces encauzó su
sexualidad hacia mí. Pero cuando nos
casamos la cosa se repitió: me transfirió
el complejo de Edipo y toda su libido se
encauzó hacia esa otra mujer.
Joel estaba convencido de que
aquello quizá no fuera un galimatías,
aunque sonara como tal. Conocía a Eva
Goebel: era una persona maternal,
mayor y probablemente más sensata que
Stella, que era una criatura dorada.
Miles sugirió entonces, impaciente,
que Joel los acompañara a casa, puesto
que Stella tenía tanto que decirle, así
que fueron en coche hasta la mansión de
Beverly Hills. Bajo los techos altísimos
la situación parecía más solemne y
trágica. Era una noche misteriosa y
transparente, con la oscuridad muy clara
al otro lado de las ventanas, y Stella,
rosa y dorada, gritando y llorando por la
habitación. Joel no creía mucho en los
sufrimientos de las actrices de cine.
Tenían otras preocupaciones: eran
maravillosas figuras rosa y oro,
insufladas de vida por guionistas y
directores, que después de gritar y llorar
durante horas se sentaban y hablaban en
susurros con risillas y sobreentendidos,
contándose el final de muchas aventuras.
A veces fingía escuchar, pero estaba
pensando en lo elegante que iba Stella:
unos refinados pantalones de montar y
unas piernas que no le iban a la zaga, un
jersey de cuello alto en tonos italianos y
una chaqueta de gamuza marrón. No
podía decidir si Stella era una imitación
de una dama inglesa o una dama inglesa
era una imitación de Stella. Oscilaba
entre la más real de las realidades y la
más descarada de las imposturas.
—Miles es tan celoso que me
pregunta todo lo que hago —exclamó
con disgusto—. Cuando estuve en Nueva
York le escribí que había ido al teatro
con Eddie Baker. Miles estaba tan
celoso que me telefoneó diez veces en
un día.
—Estaba como loco —Miles
resopló con fuerza, como acostumbraba
hacer en momentos de tensión—. El
psicoanalista no consiguió nada durante
una semana.
Stella negó con la cabeza,
desesperada.
—¿Esperabas que me quedara tres
semanas sentada en el hotel?
—Yo no esperaba nada. Admito que
soy celoso. Intento no serlo. He
trabajado sobre ese asunto con el doctor
Bridgebane, aunque sin resultados de
ninguna clase. Esta tarde he sentido
celos de Joel cuando te sentaste en el
brazo de su sillón.
—¿Que has sentido celos? —se
sorprendió Stella—. ¡Que has sentido
celos! ¿Y no había nadie en el brazo de
tu sillón? ¿Es que me has dirigido la
palabra durante dos horas?
—Tú le estabas contando tus
problemas a Joel en el dormitorio.
—Cuando pienso que esa mujer…
—Stella parecía creer que omitiendo el
nombre de Eva Goebel podría volverla
menos real— solía venir aquí…
—Está bien, está bien —dijo Miles
con voz cansada—. Lo he admitido todo
y me siento tan mal como tú.
Empezó a hablarle de películas a
Joel, mientras Stella se movía inquieta a
lo largo de la habitación inmensa, con
las manos en los bolsillos de los
pantalones de montar.
—Trataron fatal a Miles —dijo,
volviendo de pronto a la conversación
como si nunca hubieran discutido de
asuntos personales—. Querido, cuéntale
cuando el viejo Beltzer intentó cambiar
tu película.
Mientras Stella se acercaba a Miles
con actitud protectora y chispas de
indignación en los ojos por lo mal que
lo habían tratado, Joel se dio cuenta de
que se había enamorado de ella.
Sofocado por la emoción, se levantó y
se despidió.
El lunes la semana reanudó su ritmo
rutinario, en agudo contraste con las
discusiones teóricas, los chismorreos y
escándalos del domingo; se sucedieron
los interminables detalles de la revisión
de un guión: «En vez de un fundido
horroroso, podemos dejar su voz en la
banda sonora y cortar a un plano medio
del taxi desde el ángulo donde está Bell,
o simplemente alejar la cámara, pata,
que entre la estación, dejarla un
momento y luego tomar una panorámica
de la hilera de taxis…». El lunes por la
tarde Joel había vuelto a olvidar que las
personas que trabajan en la industria del
entretenimiento también tienen derecho a
entretenerse. Por la noche llamó por
teléfono a casa de Miles. Preguntó por
Miles, pero fue Stella quien se puso.
—¿Van mejor las cosas?
—No mucho. ¿Qué vas a hacer el
sábado por la noche?
—Nada.
—Los Perry nos han invitado a cenar
y luego iremos al teatro. Miles no
estará… Va a South Bend en avión para
ver el partido Notre Dame-California.
He pensado que podrías acompañarme
tú.
Después de una larga pausa Joel
dijo:
—Claro, por supuesto. Si tengo
alguna reunión ese día, no podré ir a
cenar, pero sí al teatro.
—Entonces les diré que vamos.
Joel se paseaba por su despacho. En
vista de las extrañas relaciones de los
Calman, ¿se alegraría Miles de aquello,
o Stella prefería que no lo supiera? No
había ni que pensarlo: si Miles no
mencionaba el asunto, lo haría Joel.
Pero pasó una hora o más antes de que
pudiera volver a su trabajo.
El miércoles hubo un trifulca de
cuatro horas en una sala de juntas llena
de planetas y nebulosas de humo de
cigarrillos. Tres hombres y una mujer
recorrieron la alfombra por turnos,
proponiendo o rechazando, intentando
ser persuasivos o hablando con dureza,
seguridad o desesperación. Al final Joel
esperó un momento para poder hablar
con Miles.
El hombre estaba cansado, no con la
exaltación del agotamiento físico, sino
con el cansancio de vivir, con los
párpados hundidos, la barba incipiente y
sombras azules alrededor de los labios.
—Me he enterado de que vas al
partido del Notre Dame.
Miles miró a un punto más allá de
Joel y negó con la cabeza.
—No, ya no.
—¿Porqué?
—Por ti —seguía sin mirar a Joel.
—Pero ¿qué demonios estás
diciendo, Miles?
—No voy por eso —se echó a reír
sin ganas, como si estuviera solo—. No
sé lo que Stella sería capaz de hacer por
despecho… Te ha invitado a que la
acompañes a casa de los Perry, ¿no? No
vería el partido a gusto.
El fino instinto que lo guiaba, ágil y
seguro de sí mismo, sobre el plato, en su
vida personal se convertía en indecisión
y debilidad.
—Escucha, Miles —dijo Joel,
frunciendo el entrecejo—. Nunca he
intentado nada con Stella. Si realmente
vas a cancelar tu viaje por mi causa, no
la acompañaré a casa de los Perry. No
la veré. Puedes confiar en mí
plenamente.
Miles lo miró entonces con atención.
—Quizá —se encogió de hombros
—. Pero habría algún otro. No me
divertiría mucho.
—No pareces tener mucha confianza
en Stella. Me dijo que siempre había
sido sincera contigo.
—Quizá —en los últimos minutos
algunos músculos más habían cedido
alrededor de los labios de Miles—.
Pero ¿cómo puedo pedirle nada después
de lo que ha pasado? ¿Cómo puedo
esperar que ella…? —se interrumpió
bruscamente y su expresión se endureció
cuando dijo—: Te diré una cosa, para
bien o para mal, no importa lo que yo
haya hecho, si Stella alguna vez me
engañara, me divorciaría. No puedo ir
por ahí con el orgullo herido… Sería el
colmo.
Su tono irritó a Joel, pero dijo:
—¿No se le ha pasado lo del asunto
de Eva Goebel?
—No —Miles resopló con
pesimismo—. Y yo tampoco logro
superarlo.
—Pensaba que se había acabado.
—Estoy tratando de no verme más
con Eva, pero ya sabes que no es fácil
desprenderse de alguien así como así…
¡No es una chica a la que haya besado
una noche en un taxi! El psicoanalista
dice que…
—Lo sé —lo interrumpió Joel—.
Stella me lo contó —era deprimente—.
Bueno, en lo que a mí respecta, si vas al
partido no veré a Stella. Y estoy seguro
de que Stella tiene la conciencia limpia.
—A lo mejor sí —repitió Miles,
apático—. De cualquier modo, me
quedaré y la llevaré a la fiesta. Escucha
—dijo de pronto—, me gustaría que tú
vinieras también. Así tendré a alguien
compresivo con quien hablar. Ése es el
problema… He influido en Stella en
todo. Especialmente he influido en esto:
le gustan todos los hombres que a mí me
caen bien… Es muy difícil.
—Debe serlo —asintió Joel.

IV.

Joel no pudo llegar a la cena. Un


poco avergonzado bajo su sombrero de
copa —había muchos parados en aquel
tiempo—, esperó a los demás ante el
Teatro Hollywood observando el desfile
nocturno: oscuras imitaciones de
estrellas de cine rutilantes y únicas,
hombres que parecían caballos cojos
con chaquetas de polo, un enérgico
derviche con la barba y el báculo de un
apóstol, un par de elegantes filipinos
con el uniforme de la universidad, todos
sugerían que aquella esquina de la
República se abría a los siete mares,
interminable carnaval fantástico de
gritos juveniles que resultaron ser la
ceremonia de iniciación de un club
estudiantil. La hilera se rompió para
dejar paso a dos elegantes limusinas que
se detuvieron junto a la acera.
Allí estaba, con un vestido como
aguanieve, hecho de miles de piezas azul
pálido, con carámbanos que formaban
gotas en el cuello. Joel se acercó.
—¿Qué? ¿Te gusta mi vestido?
—¿Dónde está Miles?
—Fue por fin a ver el partido. Se fue
ayer por la mañana. Al menos eso
creo… —se interrumpió—. Me acaba
de llegar un telegrama de South Bend
diciendo que en este mismo momento
coge el avión para volver. Me había
olvidado… ¿Conoces a toda esta gente?
El grupo de ocho entró en el teatro.
Al final Miles se había ido y Joel se
preguntaba si debería haber ido al
teatro. Pero durante la obra, con Stella
de perfil bajo el trigo puro del pelo
luminoso, dejó de pensar en Miles. Una
vez se volvió a mirarla, y Stella lo miró,
sonriendo y manteniendo los ojos fijos
en él tanto como Joel quiso. Fumaban en
el vestíbulo durante el entreacto, y ella
susurró:
—Van a ir a la inauguración de la
sala de fiestas de Jack Johnson. Yo no
quiero ir, ¿y tú?
—¿Tenemos que ir?
—Supongo que no —Stella dudó—.
Me gustaría hablar contigo. Supongo que
podríamos ir a casa… Si estuviera
segura de que…
Volvió a titubear, y Joel preguntó:
—¿Segura de qué?
—Segura de que… Ay, estoy loca, lo
sé. Pero ¿cómo puedo estar segura de
que Miles ha ido al partido?
—¿Quieres decir que piensas que
está con Eva Goebel?
—No; tanto como eso, no. Pero…
Supongamos que estuviera aquí,
vigilando todo lo que hago. Sabes que
Miles hace cosas raras algunas veces.
Una vez le apeteció tomar el té con un
hombre con barba, e hizo que le trajeran
uno de una agencia de contratación de
actores, y se pasó la tarde tomando el té
con él.
—Eso es diferente. Te ha mandado
un telegrama desde South Bend… Eso
demuestra que ha ido al partido.
Después de la representación se
despidieron de los demás en la acera, y
les respondieron con miradas divertidas.
Se dejaron llevar por el gentío que se
había aglomerado alrededor de Stella, a
la luz chillona y dorada de la calle.
—Sabes que podría haber amañado
los telegramas —dijo Stella—. Sin
ningún problema.
Era verdad. Y con la idea de que la
preocupación de Stella podía estar
justificada, Joel se puso de mal humor:
si Miles los había enfocado con una
cámara, se sentía libre de cualquier
obligación hacia él. En voz baja dijo:
—Eso es una tontería.
Había ya árboles de Navidad en los
escaparates de las tiendas y la luna llena
sobre el paseo era sólo parte de un
decorado, un efecto teatral, como las
gigantescas lámparas de tocador de las
esquinas. Bajo el oscuro follaje de
Beverly Hills, que llameaba como los
eucaliptos a plena luz del día, Joel vio
sólo el destello de una cara blanca muy
cerca de la suya, el arco de los hombros
de Stella. Ella se apartó de pronto y lo
miró.
—Tienes los mismo ojos que tu
madre —dijo—. Yo tenía un álbum con
imágenes de sus películas.
—Tus ojos son iguales a los tuyos y
no se parecen a ningunos —respondió
Joel.
Algo hizo a Joel mirar hacia los
jardines cuando entraron en la casa,
como si Miles estuviera al acecho entre
los arbustos. Un telegrama esperaba en
la consola del recibidor. Stella lo leyó
en voz alta:

«Chicago.
»Vuelvo mañana por la
noche. Pienso en ti. Te quiero.

»Miles».

—Ya lo ves —dijo ella, arrojando el


papel sobre la mesa—, fácilmente
podría haberlo falsificado.
Pidió al mayordomo que trajera algo
de beber y bocadillos, y subió corriendo
las escaleras, mientras Joel paseaba por
los salones desiertos. Y así vagabundeó
hasta el piano donde había hecho el
ridículo dos domingos antes.
—Podríamos pegar el bombazo —
dijo en voz alta—: la historia de un
divorcio, los generadores más modernos
y la Legión Extranjera.
Otro telegrama le vino a la cabeza
de repente:
«Fuiste una de las personas más
agradables de la fiesta…». Se le ocurrió
una idea. Si el telegrama de Stella sólo
había sido un gesto de cortesía, era
probable que Miles lo hubiera
inspirado, pues Miles era quien lo había
invitado. Miles podía había dicho:
«Mándale un telegrama… Se siente
mal… Cree que ha hecho el ridículo».
Y recordó una frase: «He influido en
Stella en todo. Especialmente he
influido en esto: le gustan todos los
hombres que a mí me caen bien».
Una mujer podía hacer cosas así por
lástima… Sólo un hombre podría
hacerlas por sentirse culpable.
Cuando Stella volvió a la
habitación, Joel le cogió las manos.
—Tengo la extraña sensación de ser
una especie de peón en una partida de
despecho que estás jugando contra Miles
—dijo.
—Sírvete tú mismo una copa.
—Y lo extraño es que, a pesar de
todo, estoy enamorado de ti.
Sonó el teléfono y Stella se apresuró
a responder.
—Otro telegrama de Miles —
anunció—. Lo ha mandado, o eso dice,
que lo ha mandado desde el avión en
Kansas City.
—Supongo que te ha pedido que me
des recuerdos suyos.
—No, sólo ha dicho que me quiere.
Creo que es así. Es tan débil…
—Siéntate a mi lado —la apremió
Joel.
Era temprano. Y faltaban pocos
minutos para la medianoche cuando,
media hora después, Joel se acercó a la
chimenea fría y dijo bruscamente:
—¿Quieres decir que no sientes
ningún interés por mí?
—No, no es eso. Me atraes mucho y
tú lo sabes. Pero me parece que quiero a
Miles de verdad.
—Eso está claro.
—Y esta noche me siento
intranquila.
No estaba enfadado. Incluso sentía
cierto alivio de que la posible aventura
no hubiera llegado a tener lugar. Pero,
mirándola, mientras el calor y la
suavidad de su cuerpo deshelaban el frío
traje azul, Joel supo que ella siempre le
dolería.
—Tengo que irme —dijo—. Llamaré
a un taxi.
—Es una tontería… Hay un chófer
de servicio.
Joel hizo una mueca porque le dolía
que lo dejara irse, y Stella se dio cuenta
y lo besó, y dijo:
—Eres un cielo, Joel.
Y súbitamente sucedieron tres cosas:
Joel se bebió su copa de un trago, el
teléfono resonó en toda la casa y un
reloj de pared lanzó una catarata de
notas de trompeta.
Nueve, diez, once, doce.

V.
Era domingo otra vez. Joel se dio
cuenta de que había ido al teatro
arrastrando todavía el trabajo de la
semana como si fuera un sudario. Había
tratado de enamorar a Stella como si
acometiera un asunto urgente que
deseara quitarse de encima antes de
terminar el día. Pero era domingo: la
maravillosa, perezosa perspectiva de las
próximas veinticuatro horas se extendía
ante él, y cada minuto se le ofrecía
arrulladoramente vacío, sin objeto, cada
momento contenía el germen de
innumerables posibilidades. Nada era
imposible. Todo acababa de empezar. Se
sirvió otra copa.
Con un gemido, Stella se desplomó
junto al teléfono. Joel la cogió y la
tumbó en el sofá. Empapó en soda un
pañuelo y lo aplicó en la cara de Stella.
El auricular del teléfono seguía
crepitando y se lo llevó al oído.
—… el avión se estrelló en esta
zona de Kansas City. El cadáver de
Miles Calman ha sido identificado y…
Colgó.
—Descansa, quédate así —dijo,
inseguro, cuando Stella abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —susurró—.
Llama por teléfono. ¿Qué ha pasado?
—Llamaré enseguida. ¿Quién es
vuestro médico? —¿Han dicho que
Miles ha muerto?
—No te muevas… ¿Hay algún
criado despierto?
—Abrázame… Estoy asustada.
Joel la abrazó.
—Dime quién es vuestro médico —
dijo muy serio—. Puede ser un error,
pero me gustaría que viniera alguien.
—Es el doctor… ¡Ay, Dios mío! ¿Ha
muerto Miles?
Joel corrió al piso de arriba y buscó
en extraños botiquines un frasco de
amoniaco. Cuando volvió abajo, Stella
empezó a gritar:
—No está muerto… Sé que no está
muerto. Forma parte de su plan. Está
torturándome. Sé que está vivo. Puedo
sentir que está vivo.
—Quiero que venga alguna amiga
tuya, Stella. No puedes quedarte aquí
sola esta noche.
—¡No, no! —gritó ella—. No quiero
ver a nadie. Quédate. No tengo ningún
amigo. Miles no está muerto… No
puede estar muerto. Voy a ir ahora
mismo a comprobarlo. Cogeré un tren.
Tienes que venir conmigo.
—No puedes. No se puede hacer
nada esta noche. Quiero que me digas el
nombre de alguien a quien pueda llamar:
¿Lois? ¿Joan? ¿Carmel? ¿No hay nadie?
Stella lo miraba sin verlo.
—Eva Goebel era mi mejor amiga
—dijo.
Joel pensó en Miles, en la cara de
desesperación y tristeza que tenía en la
oficina dos días atrás. En el horrible
silencio de su muerte la figura de Miles
se aclaraba: era el único director
americano que poseía a la vez
conciencia artística y una personalidad
interesante. Atrapado entre los
engranajes de la industria del cine, sus
nervios destrozados habían sido el
precio pagado por no tener capacidad de
adaptación, ni el necesario y saludable
cinismo, ni siquiera un refugio: sólo una
lamentable y precaria vía de fuga.
Se oyó un ruido en la puerta, que se
abrió de repente, y pasos en la entrada.
—¡Miles! —chilló Stella—. ¿Eres
tú, Miles? Ah, es Miles.
Un repartidor de telegramas
apareció en el umbral.
—No podía encontrar el timbre. Y
los he oído hablar…
El telegrama era un duplicado del
que habían recibido por teléfono.
Mientras Stella lo leía una y otra vez,
como si fuera una funesta mentira, Joel
hizo algunas llamadas. Era todavía
temprano y le costó trabajo dar con
alguien; cuando por fin consiguió
encontrar a algunos amigos, le preparó a
Stella una bebida fuerte.
—Quédate aquí, Joel —susurró,
como si estuviera medio dormida—. No
te vayas. A Miles le gustabas…, me dijo
que tú… —se estremeció violentamente
—. ¡Ay, Dios mío, no sabes lo sola que
me siento! —sus ojos se cerraron—.
Abrázame. Miles tenía un traje igual que
el tuyo —se puso en pie, asustada,
rígida—. Piensa en lo que debe de haber
sentido. Bueno, le daba miedo casi todo
—negó con la cabeza, aturdida. De
pronto tomó la cara de Joel y la acercó a
la suya—. No te irás. Yo te gusto… Me
quieres, ¿no? No llames a nadie.
Mañana habrá tiempo. Quédate aquí
conmigo esta noche.
Joel la miró, primero con
incredulidad, y después, escandalizado,
comprendió. Con aquel oscuro
acercamiento Stella intentaba mantener
vivo a Miles, provocando una situación
en la que él sería… Como si la mente de
Miles no pudiera morir mientras las
hipótesis que lo habían obsesionado
continuaran existiendo. Era un
angustioso y atormentado esfuerzo para
no reconocer todavía que Miles había
muerto.
Joel, sin más dilación, llamó por
teléfono a un médico.
—¡No, no llames a nadie! —gritó
Stella—. Vuelve aquí y abrázame.
—¿Está el doctor Bales?
—Joel —gritó Stella—. Pensaba
que podía contar contigo. A Miles le
gustabas. Estaba celoso de ti… Joel, ven
aquí.
Ah, entonces… Si él traicionaba a
Miles ella podría mantenerlo vivo…,
porque, si estaba realmente muerto,
¿cómo podrían traicionarlo?
—… acaba de sufrir un ataque muy
grave. ¿Puede venir enseguida y traer
una enfermera?
—¡Joel!
Entonces el timbre y el teléfono
empezaron a sonar intermitentemente, y
empezaron a detenerse automóviles ante
la casa.
—Pero tú no te vas —suplicó Stella
—. Tú vas a quedarte, ¿verdad?
—No —respondió Joel—. Pero
volveré, si me necesitas.
Se quedó en las escaleras, que ahora
bullían y palpitaban con la vida que se
agitaba en torno a la muerte como hojas
protectoras, y se le hizo un nudo en la
garganta.
«Todo lo que tocaba lo volvía
mágico», pensó. «Incluso le dio vida a
esa golfilla y la hizo una especie de obra
maestra».
Y luego:
«¡Qué vacío tan inmenso deja en este
maldito desierto! Bueno, ¡ya esta bien!».
Y, luego, con una cierta amargura:
«¡Ah, sí, volveré… volveré!».
Algo más que una
casa

Algo más que una casa


(Saturday Evening Post, 24
de junio de 1933) mereció
una elogiosa carta de John
O’Hara:

«La señorita Jean


Gunther, de la familia
Gunther de Algo más que una
casa, era una de esas chicas
de las que usted tiene la
exclusiva para escribir sobre
ellas… Ya estaba dicho todo
cuando ella le dice a Lew
Lowrie: “Bueno, por fin has
besado a una Gunther”… Lo
segundo que le ha salido
perfecto: Lowrie, el
arribista; me pregunto cómo
ha podido salir le tan bien la
figura del arribista. ¿Espor
el irlandés que lleva
dentro…? Y otra cosa muy
conseguida es recurrir a un
fantástico detalle: la chica en
zapatillas de andar por casa
y pantalones de montar. Y el
tiempo y el ritmo son
perfectos».
Fitzgerald respondió
admitiendo sus «dos
fundamentales complejos de
inferioridad», resultado del
conflicto entre sus raíces
irlandesas y americanas.
La obra de Fitzgerald
continuó apareciendo en el
Post hasta 1937, pero Algo
más que una casa es el relato
más importante que escribió
para la revista con la que su
carrera estuvo más íntima y
problemáticamente
conectada.
I.

Era una de las costumbres de Lew…


Y ya llevaba corrido lo suyo. Entrabas a
un recibidor, a veces estrecho, estilo
colonial de Nueva Inglaterra, a veces
prudentemente espacioso. Una vez en el
recibidor, el anfitrión decía: «Clare» —
o «Virginia», o «Querida»—, «te
presento al señor Lowrie». La mujer
decía: «Cómo esta usted, señor
Lowrie», y Lew contestaba: «Cómo esta
usted, señora Mujer». Entonces el
hombre sugería: «¿Un cóctel?». YLew
arqueaba las cejas y decía:
«Estupendo», en un tono que insinuaba:
«¡Cuánta hospitalidad, consideración,
atención!». Aquellos deliciosos
canapés. «¡Mmm! Señora, ¿qué son…?
¿Gloria divina? Lo suficiente para
saciar un apetito más fuerte que el mío».
Porque Lew se acercaba a la
cumbre, con seis trajes nuevos, y
empezaba a conocer el intríngulis de las
cosas. Estaba a punto de ser admitido en
un club de la ciudad y le tenía echado el
ojo a un modernísimo piso de soltero
lleno de puertas batientes de hierro
forjado —como si fuera un niño con
tendencia a caerse por las escaleras—,
cuando salvó la vida a la hija de los
Gunther y tuvo que cambiar todos sus
gustos.
Sucedió en 1925, antes de la
Exposición Hispanoamericana… No,
antes de todo lo que ha sucedido desde
entonces. Las hijas de los Gunther se
habían apeado del tren donde no se
tenían que haber apeado, y andaban
cogidas del brazo cuando Amanda se
interpuso en el camino de una
locomotora que se acercaba. Amanda
era más bien alta, rubia y orgullosa, y la
locomotora era desproporcionadamente
baja, oscura y tenaz. Lew no tuvo tiempo
de hacer especulaciones sobre las
respectivas oportunidades en el
encuentro que se aproximaba; se
abalanzó sobre Jean, que estaba más
cerca, y, mientras las dos hermanas se
abrazaban, sorprendidas, Lew empujó a
Amanda fuera de las vías, salvándola
por un pelo, hasta el punto de que un
pistón le rozó el abrigo.
Y así cambió el gusto de Lew en lo
que se refiere a arquitectura y
decoración de interiores. En la casa de
los Gunther se servía el té, caliente o
helado, bollos azucarados, pan de
jengibre y panecillos calientes a las
cuatro y media. La primera vez que fue
se sintió impresionado por el prestigio
heroico de la familia, pero la impresión
le duró cinco minutos. Más tarde sabría
que durante la guerra civil la abuela de
Amanda había sido rescatada por su
propia abuela de una casa en llamas en
el condado de Montgomery, que el padre
había salvado en cierta ocasión a diez
náufragos y había sido propuesto para la
medalla Carnegie, que cuando Jean era
niña un hombre la había salvado de las
olas en Cape May, que todos los Gunther
llevaban salvando vidas, o viendo cómo
les salvaban la vida, desde hacía
cincuenta años y que su auténtica deuda
con Lew respondía a que el joven había
continuado la tradición.
Estaban en la amplísima galería
cubierta de parras («Lo primero que yo
echaría abajo es esa monstruosidad»,
dijo un invitado que era arquitecto), que
casi rodeaba todo el perímetro de la
casa, una especie de caja grande y
cuadrada construida alrededor de 1880.
Las hermanas, que eran tres, aparecieron
y desaparecieron mientras Lew tomaba
el té y hablaba con los mayores. Sólo
tenía veintiséis años y le hubiera
gustado que Amanda se dejara ver más,
el tiempo suficiente para verla bien,
pero sólo Bess, la hermana de dieciséis
años, era verdaderamente visible; ante
las otras dos hermanas se interponía una
pantalla de jóvenes vestidos de franela
blanca.
—Fue la rapidez —dijo el señor
Gunther, paseándose preocupado sobre
la estera—, aquel segundo de
coordinación. Me figuro que ni siquiera
intentaría avisarles. Su subconsciente
adivinó que iban juntas: adivinó que si
empujaba a una, empujaba a las dos. Un
segundo, un pensamiento, un gesto. Me
acuerdo de que en 1904…
—¿Quiere el señor Lowrie otro
pedazo de pastel de jengibre? —
preguntó la abuela.
—Papá, ¿por qué no le enseñas al
señor Lowrie las cucharas con que
comieron los apóstoles? —propuso
Bess.
—¿Cómo? —el padre interrumpió su
paseo—. ¿Le interesan al señor Lowrie
las cucharas antiguas?
En aquel momento Lew se imaginaba
a Amanda dando vueltas en alguna parte,
entre la luminosidad de las pistas de
tenis y la sombra de la galería, a través
del calor y la gracia de la tarde.
—¿Cucharas? Ah, ya tengo cuchara,
gracias.
—Las cucharas de los apóstoles —
explicó Bess—. Papá tiene una de las
mejores colecciones de América.
Cuando alguien le cae verdaderamente
simpático le enseña las cucharas. Y creo
que, ya que le salvaste a Amanda la
vida…
Vio poco a Amanda aquella tarde:
habló con ella un momento junto a las
escaleras mientras un joven, muy cerca,
lanzaba al aire una raqueta de tenis y la
recogía por el mango y, cada vez que la
recogía, flexionaba impacientemente las
rodillas. El sol se avituallaba en las
hebras de su pelo, se derramaba sobre el
bronceado rosa de sus mejillas y
recorría los brazos que se miraba
ensimismada mientras hablaban.
—Es difícil agradecerle a alguien
que te haya salvado la vida, señor
Lowrie. Quizá no debería haberlo
hecho. A lo mejor no valía la pena.
—Ah, sí, claro que sí —dijo Lew,
en un arrebato de vergüenza.
—Me gustaría pensar lo mismo —se
volvió hacia el joven—. ¿Verdad,
Alien?
—La vida está bastante bien —
admitió Alien—, si te dedicas a las
rubias intrépidas.
Durante unos segundos Amanda
dirigió su sonrisa falsa a Lew, y luego la
desvió un poco, como si fuera una
linterna que pudiera deslumbrarlo.
—Siempre tendré la sensación de
que le pertenezco, señor Lowrie; mi
vida está a su disposición. Siempre
tendrá derecho a volverme a dejar ante
aquella locomotora.
La orgullosa expresión de los labios
de Amanda reflejaba una amabilidad
algo excesiva respecto a la cuestión del
salvamento, aunque Lew no se daba
cuenta; a Amanda le parecía que por lo
menos podría haberla salvado alguno de
sus amigos. Los Gunther eran una
familia arrogante, arrogante más allá de
toda lógica, porque el señor Gunther
había sido presentado una vez en la
corte de San Jacobo y desde entonces
jamás se había recuperado del todo.
Incluso Bess era arrogante, y
casualmente fue a Bess a quien Lew
llevó en su coche.
—Es un lugar agradable —asintió la
chica—. Íbamos a modernizar la casa,
pero votamos y en vez de eso decidimos
arreglar la piscina.
Lew dejó de mirarla —sería igual
que Amanda, si no fuera por su delgadez
y por el detalle infantil y poco
favorecedor de unos alambres que
llevaba en los dientes— para observar
la casa con sus hermosos balcones, sus
tejados irregulares, con una divisa
grabada en letras de oro en la pared, a la
manera de las casas suizas, y sus
prominentes y numerosos miradores. La
miraba sin sentido crítico; le pareció
una de las casas más hermosas que había
visto nunca.
—Es verdad que vivimos a
kilómetros de la ciudad, pero la casa
siempre está llena de gente. Mis padres
se van al Sur después de las vacaciones
de Navidad, cuando nosotras volvemos
al colegio.
Era algo más que una casa, decidió
Lew mientras se alejaba. Era un lugar
donde una multitud de cosas diferentes
podía suceder a la vez: la vida íntima de
los mayores, las aventuras íntimas de
cada una de las chicas. Para darse
ánimos, eligió su rincón particular: un
columpio que había detrás de una de las
parras que dividían la galería en cuatro
partes. Pero corría el año 1925, cuando
los diez mil dólares anuales de los que
disponía Lew no permitían un cruce
indiscriminado de las fronteras sociales.
Había sido recibido por los Gunther,
que lo habían mantenido a distancia y
habían ido tomándole simpatía
gradualmente por las cualidades que su
torpeza dejaba adivinar. Un hombre bien
parecido, en plena ascensión, puede
poner inmediatamente en práctica las
cosas que aprende; a Lew nunca le
habían impresionado tanto las casas de
las afueras, donde los niños se pasan el
día en la calle con sus patinetes.
Hasta septiembre no fue invitado a
casa de los Gunther de un modo más
íntimo, gracias, en gran medida, a que se
empeñó la madre de Amanda.
—Te ha salvado la vida. Quisiera
invitarlo a esta pequeña fiesta.
Pero Amanda no le había perdonado
que le salvara la vida.
—Es un baile de amigos —se quejó
—. Lo podemos invitar a la puesta de
largo de Jean, en octubre: todo el mundo
creerá que papá lo ha invitado por un
compromiso de negocios. Al fin y al
cabo, se puede ser amable con todo el
mundo sin echarte en sus brazos.
La señora Gunther tradujo esta frase
correctamente: se puede despreciar a
todo el mundo sin que ellos se enteren; y
corrigió a su hija con brusquedad:
—No puedes tener ventajas sin
responsabilidades —dijo
lacónicamente.
La vida se había abierto ante Lew
tan deprisa que tenía un esmoquin negro
en vez de uno de esos púrpura que usan
los jóvenes. Invitado a cenar, llegó
demasiado temprano; y, para prestarle la
pizca de atención que merecía en el
momento más oportuno, Amanda lo
llevó dando un paseo a la parte
escondida y más descuidada del jardín.
Le hubiera gustado sentirse aburrida,
pero la vitalidad y amabilidad de Lew
la desarmaron, obligándola a fijarse en
él casi por vez primera.
—En todas partes dicen que usted es
un joven con futuro —dijo Amanda.
Lew lo admitió. Fanfarroneó un
poco; no le dijo que había analizado la
fascinación que la casa de los Gunther
ejercía sobre él: su padre había sido
jardinero en una propiedad de Maryland
muy parecida cuando él era un niño de
cinco años. Su madre le había ayudado a
recordarlo cuando les habló de los
Gunther. Y ahora aquel jardín tenía la
luz irisada del crepúsculo y Amanda,
con su vestido estampado, era una flor
más; Lew le dijo en un arranque
sentimental lo preciosa que era, y
Amanda, excitada ya por la proximidad
de una cita con otro, dejó que se
animara. Lew nunca había sido tan feliz
como en el momento en que ella se
levantó del banco y apoyó la mano en su
brazo suavemente.
—Usted me cae simpático —dijo—.
Es muy guapo. ¿No lo sabía?
El baile de otoño se celebraba en un
espacio en forma de ele formado por
tres habitaciones. Eran treinta jóvenes y
una docena de sus mayores, pero no
había sensación de agobio, pues los
ventanales se abrían a la galería y los
invitados bailaban frente a la noche
inmensa, ilimitada. Una orquesta del
pueblo se alternaba con el gramófono.
Habían elegido una sidra suave, de baja
graduación, y un aire de seguridad
envolvía los anaqueles llenos de libros
de la biblioteca y los retratos al óleo del
salón, como si aquél fuera uno de los
muchos bailes interminables que habían
tenido lugar en aquellos mismos salones
en el pasado y seguirían teniendo lugar
en el futuro.
—Pensaba que no se atrevería a
bailar —dijo Bess a Lew—. Sería tonto
si no lo hiciera. Yo soy la mejor
bailarina de las tres, y la más elegante.
Ajean le gusta el jazz, y es la más chic,
pero yo creo que el jazz está tan pasado
de moda como andar por ahí
conquistando y besuqueando al primero
que se presente. Y, desde luego, Amanda
es la belleza de la familia. Pero yo seré
Cenicienta, señor Lowrie. Ellas serán
las dos hermanas malvadas, y poco a
poco todos se irán dando cuenta de que
yo soy la más atractiva y perderán la
cabeza por mí.
Pasó mucho tiempo antes de que
Lew pudiera arrastrar a Amanda a su
rincón elegido en el porche. Amanda
estaba radiante y deslumbrante. Más que
alegrarse de estar con él, procuró
descansar mientras crujía el columpio.
Entonces adivinó por instinto que algo
estaba a punto de suceder.
A Lew, que se acordaba de un
comentario de Jean —«Me pidió que me
casara con él, aunque nunca me había
besado»—, no se le ocurría ningún
modo airoso de lanzarse al asalto de
Amanda; pero había decidido confesarle
aquella misma noche que estaba
enamorado de ella.
—Parecerá precipitado —se atrevió
a decir Lew—, pero tengo que
decírselo. Le ruego que me incluya en la
lista de quienes desearían tener alguna
oportunidad.
Amanda no estaba sorprendida,
pero, al encontrarse profundamente
ensimismada en aquel momento, se
sentía un poco perpleja. Abandonando la
idea del descanso, se sentó muy derecha.
—Señor Lowrie… ¿Podría llamarle
por su nombre? ¿Podría contarle una
cosa? No, no quisiera… Sí, porque me
cae simpático. No me caía simpático al
principio. ¿Le parece demasiada
franqueza?
—¿Es eso lo que quería decirme?
—No. Escuche. ¿Conoce usted al
señor Horton, el invitado de Nueva
York, el hombre alto y un poco canoso?
—Sí —Lew sintió una punzada en el
estómago, como una premonición.
—Es mi novio. Usted es el primero
en saberlo, aunque mi madre se lo
imagina. Ya le dije que, puesto que me
había salvado la vida, en cierta medida
usted era mi dueño. Mi prometido
debería ser usted —la cara que puso
Lew la sorprendió sinceramente—. Por
favor, no ponga esa cara —lo miraba
afligida—. No me diga que ha estado
enamorado de mí en secreto todos estos
meses. ¿Cómo no me he dado cuenta?
Ahora es demasiado tarde.
Lew intentó reírse.
—Apenas la conozco —confesó—.
No he tenido tiempo para enamorarme
de usted.
—Quizá voy demasiado deprisa. De
todas maneras, aunque esté enamorado,
lo olvidará y será mi amigo —como si
encontrara la mano por casualidad, se la
apretó—. Es una gran noche para esta
mujercita, señor Lew: una oportunidad
única en la vida. Durante dos días he
tenido miedo de que los cajones de la
cómoda se atascaran o de que se
acabara el agua caliente y el señor
Horton huyera a la civilización.
Hubo unos segundos de silencio;
entonces Lew preguntó:
—¿Está muy enamorada de él?
—Por supuesto. Es decir, no lo sé.
Verá… He estado enamorada de tanta
gente que no sabría qué decirle. De
cualquier manera, tengo que escapar de
este caserón.
—¿De esta casa? ¿Quiere escapar de
aquí? No lo entiendo. Es una casa
antigua preciosa.
Estaba verdaderamente atónita, y
súbitamente estalló:
—¡Esta vieja tumba! Es el principal
motivo de que me case con George
Horton. ¿No llevo aguantando aquí
veinte años? ¿Es que no le he suplicado
a mis padres de rodillas que nos
mudáramos a la ciudad? Esta… choza,
donde cualquiera puede oír lo que los
otros dicen tres habitaciones más allá, y
donde mi padre no permitió que entrara
una radio, ni siquiera un teléfono, hasta
el verano pasado. Me da reparo incluso
invitar a las chicas del colegio:
seguramente se volverían locas cuando
oyeran crujir los postigos una noche de
tormenta.
—Es una casa antigua magnífica —
dijo Lew automáticamente.
—Magnífica y pintoresca —asintió
Amanda—. Me alegro de que le guste. A
la gente que no tiene que vivir aquí suele
gustarle, pero debería darse cuenta de lo
solas que estamos: cuando hay una pelea
en la familia la tienes que soportar
durante horas. Todo se reduce a que mi
padre quiere vivir a setenta y cinco
kilómetros de cualquier sitio, y nosotras
estamos condenadas a pudrirnos. ¡Sería
mejor vivir en la ciudad en un
apartamento de tres habitaciones! —
asombrada por su propia vehemencia, se
interrumpió—. De todas maneras —
insistió—, a usted la casa le parecerá
magnífica, pero para nosotras es un
fastidio.
Un individuo apartó las hojas de
parra y los miró con curiosidad. Llamó a
Amanda y la obligó a levantarse; cuando
la chica se fue, Lew saltó la barandilla y
se adentró en el jardín; se alejó lo
suficiente para que las luces y la música
de la casa se confundieran hasta formar
una sola entidad, como un puerto que se
va acercando en la noche mientras lo
miras desde cubierta.
«Sólo la he visto cuatro veces», se
decía a sí mismo. «Cuatro veces no es
mucho. Pim, pam, pum, fuego. ¿Qué
esperaba después de cuatro veces? No
debería sentir nada en absoluto». Pero
estaba atenazado por el miedo. ¿Qué era
lo que, cuando apenas lo había
empezado a conocer, ya no conocería
nunca? ¿Qué había sucedido en el jardín
aquella tarde, cuál era la emoción que se
había extinguido en el mismo instante en
que nacía? La imagen juvenil de
Amanda, que apenas empezaba a
desarrollarse: no quería que se le
quedara grabada. Poco a poco fue
descubriendo una verdad a través de su
dolor: él había llegado demasiado tarde;
cuando aún no la conocía, año tras año
Amanda se le había ido escapando sin
que él lo supiera. Con todo en su contra,
él se las había arreglado para labrarse
un futuro sobre cimientos sólidos… Y,
entonces, al mirar alrededor,
buscándola, descubrió que se había ido.
«Lo siento, acaba de salir; acaba de
marcharse; acaba de irse». Demasiado
tarde en todos los sentidos: incluso en lo
que se refería a la casa. Recordando la
diatriba de Amanda, Lew cayó en la
cuenta de que había llegado demasiado
tarde a la casa; era la casa de una niñez
de la que las tres chicas se estaban
desprendiendo; la casa de una
generación más vieja, de la que ya
estaban cansadas. Para una generación
más joven un aura de acabamiento y
caducidad impregnaba la casa, por
encima del poder de renovación de los
más jóvenes. Era demasiado vieja.
Pero Lew recordaba el vacío de
muchas mansiones más grandes,
construidas según estilos más
espectaculares: vacías, insignificantes
para él, en cualquier caso, desde la
primera vez que había visto la casa de
los Gunther hacía tres meses. Algo
humanamente valioso se desvanecería
cuando aquella familia se deshiciera. La
casa misma, proyectada para leer
novelones decimonónicos junto a la
chimenea al anochecer, ni siquiera
pertenecía a un periodo arquitectónico
digno de restauración.
Lew bordeó un paseo exterior y se
detuvo en silencio a la sombra de un
rosal mientras un par de siluetas se
acercaban desde la casa; por la voz
reconoció ajean y a Alien Parks.
—Pienso irme a Nueva York —
decía Jean—, me dejen o no… No,
estáte quieto, ahora no; eres tonto. No
tengo ganas.
—Entonces ¿de qué tienes ganas?
—De nada. Lo único que tengo es
envidia de Amanda, porque ha cazado a
ese caballero, y ahora se irá a Long
Island y vivirá en una casa en vez de en
una ratonera. Ay, Jake, las ventajas de
ser tonta y bonita…
Ya no los oía. Era entre dos bailes, y
Lew observaba los colores de los
vestidos y el fogonazo blanco de las
pecheras de los esmóquines en las
ventanas mientras los invitados afluían a
la galería. Miró hacia el segundo piso en
el momento en que una luz se encendía.
Se imaginaba el segundo piso con las
paredes llenas de fotos; debería de
haber maletas llenas de cosas antiguas, y
baúles de ropa y patrones para hacer
vestidos, y viejas casas de muñecas, y
en las paredes vacías multitud de libros
para todas las generaciones, muchas
infancias juntas vagabundeando por
todos los rincones. Otra pareja atravesó
el paseo, desde la casa, y, advirtiendo
que sin darse cuenta había adoptado una
posición demasiado estratégica, Lew se
apartó; pero no antes de haber
identificado a la pareja: Amanda y su
invitado de Nueva York.
—¿Qué pensarías si te dijera que he
tenido otra proposición esta noche?
—… sorprendería en absoluto.
—Un joven que verdaderamente
vale la pena. Me salvó la vida… ¿Por
qué no estuviste allí, Bubbles? Estoy
segura de que tú me hubieras salvado la
vida a lo grande.
Estaba exactamente frente a la casa,
y Lew la observó con mayor
perspicacia. Sentía cierta afinidad con
aquel caserón: no, no era eso, pues la
casa prácticamente había dejado de
tener utilidad, y él acababa de empezar a
ser útil; era más bien la sensación de
unidad superior que un joven sensato
siente ante lo viejo, una sensación de
paternidad y ascendencia. Algo más que
una casa. Le gustaría que siguiera
consumiéndose antes de verse reducida
por fin a un montón de cenizas. Y
entonces, porque quería prestarle algún
servicio cortés a la casa mientras le
fuera posible, aunque sólo fuera bailar
con la hermana pequeña y torpe, se pasó
por el pelo un impetuoso peine de
bolsillo y entró en la casa.

II.
El hombre de la cicatriz a modo de
sonrisa volvió a acercarse Lew.
—Probablemente sea ésta —anunció
— la fiesta más grande que jamás se
haya dado en Nueva York.
—Ya le había oído la primera vez
que me lo dijo —asintió Lew
alegremente.
—Pero, por otra parte —rectificó el
hombre—, pensaba lo mismo de una
fiesta que dieron hace dos años, en
1927. Seguramente las fiestas serán cada
vez más grandes. Usted juega al polo,
¿no?
—Sólo en el patio de mi casa —
aseguró Lew—. He dicho que me
gustaría jugar. Soy un hombre de
negocios serio.
—Me habían dicho que usted era la
estrella del polo —el hombre parecía
algo decepcionado—. Yo soy escritor.
Partidario del huma… del
humanitarismo. He estado intentando
ayudar a una chica en el salón donde
sirven el champán. Es una dama. Pero,
bien lo sabe Dios, es la única persona
que hay en esa habitación incapaz de
cuidar de sí misma.
—No intente nunca cuidar de nadie
—le aconsejó Lew—. O lo odiarán.
Pero aunque el apartamento, o más
bien la serie de apartamentos y terrazas
habilitados para el acontecimiento,
cubría casi la entera superficie de los
mejores áticos de Nueva York, era un
territorio metropolitano limitado, y
atravesando remolinos de bailarines,
que se iban reduciendo conforme
amanecía, Lew descubrió que había
llegado por fin al salón del que el
hombre le había hablado. Al principio
no reconoció a la chica que había
asumido el papel de alegrar las miradas
vidriosas de la ciudadanía, de los
elegidos por selección natural para
personificar la disolución; pero
inmediatamente, mientras la chica
lanzaba una llamada general para formar
un batallón de despampanantes bellezas
que reconquistara en el Sur sus
propiedades en Maryland, reconoció a
Jean Gunther.
Era la morena de las hermanas
Gunther: morena, radiante y dinámica.
Lew, que vivía entonces en Nueva York,
no había visto a nadie de la familia
desde la boda de Amanda cuatro años
antes. Un cuarto de hora después,
cuando la acompañaba a casa en el
coche, le sonsacó las novedades que
pudo; y la dejó por fin, al amanecer, a la
puerta de su apartamento, despeinada,
con el vestido arrugado, pero todavía
orgullosa, y tambaleándose, a punto de
desplomarse entre absurdas
formalidades, mientras le daba las
gracias y le deseaba buenas noches.
La llamó el día siguiente por la tarde
y la invitó a tomar el té en Central Park.
—Soy —informó a Lew— la hija
del siglo. Hay otras que proclaman ser
la hija del siglo, pero yo soy la
verdadera hija del siglo. Y a ello dedico
mi vida.
Recordando otra época —de
jóvenes en pistas de tenis y pasteles a la
caída de la tarde, y glicinas y yedra
trepando por las rejas artísticas de una
galería—, Lew era todo lo íntegro que
cabía ser aquel memorable año de 1929.
—¿Y qué sacas de eso? ¿Por qué no
inviertes en algún hombre digno de
confianza…? ¿Por qué no inviertes tu
educación, tu buena crianza, en un
hombre así?
—Los hombres sirven para que
inviertan dinero en ti —eludió
hábilmente la cuestión—. El año pasado
un encanto me ayudó un poquito y el
dinero de mi familia me duró diez meses
en lugar de tres.
—Pero ¿tienes algún pretendiente a
la vista?
—No estoy enamorada —dijo—.
Conozco a cuatro, a cinco… Conozco a
seis millonarios con los que podría
casarme. Yo, esta jovencita del condado
de Carroll… No lo soporto. Pero si se
presentara alguien perfecto… —miró a
Lew, calculando su valor—. Tú has
mejorado, por ejemplo.
—Sí, diría que sí —admitió Lew,
riéndose—. Incluso me invitan a los
estrenos. Pero lo mejor que tengo es que
me acuerdo de los viejos amigos, y entre
ellos están las maravillosas hijas de los
Gunther, del condado de Carroll.
—Eres muy amable —dijo ella—.
¿No estabas terriblemente enamorado de
Amanda?
—Eso creía yo, sí.
—La vi la semana pasada. Es una
auténtica señora de Park Avenue y está
muy ocupada criando niños de Park
Avenue. Considera que tengo mala fama,
y les habla a sus amigos de nuestra
magnífica plantación en el viejo Sur.
—¿Nunca vas a Maryland?
—¿Nunca? Me voy el domingo por
la noche, y pasaré allí dos meses
ahorrando suficiente dinero para volver.
Cuando murió mamá… —hizo una pausa
—. Supongo que sabes que murió
mamá… Bueno, heredé un poco de
dinero, y todavía me queda, pero hay
que estirarlo, ¿sabes? —estiró la
servilleta—, para inversiones seguras.
Creo que el próximo paso será un
apacible verano en la granja.
Lew la invitó al teatro la noche
siguiente, inusitadamente nervioso por la
cita. El salvaje fervor de la época la
envolvía; Lew se daba cuenta de cómo
el pulso de la chica alcanzaba una
velocidad inusitada: casi todas las
jóvenes que conocía solían ser febriles,
salvo las que se habían sometido a la
vida hogareña.
No la podía censurar, y a ello
contribuía el hecho de que jamás se
hubiera atrevido a criticarla. Habiendo
escalando desde el peldaño más bajo, se
había visto obligado a amoldar sus
principios a lo que alcanzaba a ver
desde donde se encontraba en cada
momento. Nada más lejos de él que
decirle ajean Gunther cómo organizar su
vida.
Al apearse del tren en Baltimore tres
semanas después, notó ese especial
calor que siempre precede a una
tormenta eléctrica. Pasó de largo la
parada de taxis y alquiló una limusina
para el largo trayecto hasta el condado
de Carroll, y mientras viajaba entre
árboles exuberantes, moribundos en
mitad del verano, entre vallas blancas
que delimitaban la carretera, retrocedía
muchos años y volvía a ser el joven que,
suspirando por un hogar, había visto por
primera vez la casa de los Gunther
cuatro años atrás. Desde entonces había
ocupado un piso de doce habitaciones en
Nueva York y alquilado una mansión en
Long Island para los veranos, pero su
ánimo, pervertido por la soledad y el
cambio permanente, volvía una y otra
vez a aquella casa.
Inevitablemente, era más pequeña de
lo que pensaba, una modesta casona, con
más espacio que lujo. Mostraba cierto
abandono intangible: la única pintura
que había conocido la casa era un verde
amarillento, mero vestigio del sol; y
Lew siempre había visto las
caballerizas inclinadas como la torre de
Pisa, y el jardín rebelde y asilvestrado.
Jean estaba en el porche: no, como
había profetizado, en el papel de reina
vestida con una túnica de guinga o un
traje de amazona rural, sino como una
verdadera dama de la Rue-de-la-Paix
entre los descoloridos cojines del
columpio. Y allí estaba el mayordomo
gordo y negro a quien Lew recordaba y
que presumía, con astucia racial, de
recordar a Lew con placer. Llevó el
equipaje a la antigua habitación de
Amanda, y Lew se detuvo un instante
para mirar a su alrededor antes de subir
las escaleras. Jean y Bess esperaban con
un cóctel en el porche.
Le chocó que Bess hubiera saltado
de la niñez a una edad a la que no se
podía llamar juventud. Su belleza
mostraba una especie de
distanciamiento, casi de intolerancia,
como si no hubiera pedido aquel don y
lo considerara más bien una carga; a un
joven, la gravedad de su cara le hubiera
parecido formidable.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó
Lew.
—No bajará esta noche —respondió
Bess—. No se siente bien. Ya sabes que
tiene casi setenta años. La gente lo
cansa. Cuando tenemos invitados cena
arriba.
—Sería mejor que comiera siempre
arriba —comentó Jean, sirviendo los
cócteles.
—No —la contradijo Bess—. El
médico ha dicho que no. Y no hay nada
más que discutir.
Jean se volvió de pronto hacia Lew.
—Bess lleva un año sin salir apenas
de casa. Podríamos…
—¡Qué tontería! —dijo su hermana,
molesta—. Monto a caballo todas las
mañanas.
—… podríamos contratar a una
enfermera.
Fue una cena formal, con velas en la
mesa y las dos jóvenes en traje de
noche. Lew advirtió que se habían
perdido muchas cosas: la sensación de
que la casa bullía de actividad,
rebosante de vida… Aquello se había
perdido. Era difícil que el reducido clan
hiciera algo más que habitar la casa. No
se trataba de deslizarse hacia el vacío y
la desolación, sino de mantenerse
anacrónicamente entre el pasado que se
desvanecía y el futuro imprevisible.
En mitad de la cena, Lew miró hacia
arriba en una pausa de la conversación,
pero lo que había confundido con un
trueno que retumbaba a lo lejos había
sido un largo gemido en la planta
superior, seguido de una especie de
letanía, interrumpida por el rápido ruido
de la silla de Bess.
—Ya sabes cuáles son mis órdenes.
Mientras yo sea la cabeza de…
—Es papá.
Por un instante, Jean miró a Lew
como si la situación le pareciera más
bien cómica, pero, con cara de
preocupación, añadió muy seria:
—Me figuro que sabes lo que es.
Demencia senil. No es peligroso. A
veces vuelve a ser el que era. Pero a
Bess le cuesta mucho…
Bess no volvió a bajar; después de
la cena, Lew y Jean salieron al jardín,
salpicado de gotas ligeras que
anunciaban lluvia. A través de la luz
verdosa y viva del crepúsculo Lew
siguió la cola del vestido de Jean,
estampado de rosas rojas: era la primera
vez que veía un modelo así; en el
silencio tenso sintió la ilusión de que
existía entre ellos una intimidad
especial, como si compartieran los
secretos de muchos años, y cuando
estalló un trueno y Jean se cogió de su
brazo Lew la rodeó despacio con el
brazo libre y le besó los labios altivos y
perfectos.
—Bueno, por fin has besado a una
Gunther —dijo Jean
despreocupadamente—. ¿Cómo te has
atrevido? ¿Crees que te vas a
aprovechar de nosotras porque vivimos
indefensas en el campo?
La miró para ver si estaba
bromeando, y con una risa repentina
Jean volvió a cogerlo del brazo. Llovía
a cántaros y huyeron hacia la casa,
donde encontraron a Bess de rodillas en
la biblioteca, encendiendo la chimenea.
—Papá está bien —dijo—. No me
gusta darle la medicina hasta el último
momento. Está preocupado por un
hombre que le prestó veinte dólares en
1892.
Bess se entretuvo un poco,
consciente de estar de sobra, pero
movida a asumir el papel de su madre y
mostrar su solidaridad antes de irse. La
tormenta estalló, tronando e iluminando
las ventanas, y Bess encontró la
oportunidad de subir a cerrar los
postigos. Un momento después les
avisó:
—Ha sonado el teléfono. ¿Crees que
será peligroso descolgarlo con esta
tormenta?
—No, en absoluto —contestó Jean
—, o no hubieran llamado.
Se acercó a Lew, que estaba en el
centro del salón, lejos de las ventanas
iluminadas y vibrantes.
—Qué raro que estés aquí ahora. No
me importa decir que estoy contenta de
que estés aquí. Pero, si no estuvieras,
me figuro que nos las arreglaríamos
exactamente igual.
—¿Le ayudo a Bess a cerrar las
ventanas? —preguntó Lew.
Y Bess, al mismo tiempo, dijo desde
arriba:
—El teléfono no ha vuelto a sonar, y
yo no me atrevo a descolgarlo.
El estallido de un trueno estremeció
la casa y Jean se abrazó a Lew,
separándose apresuradamente cuando
Bess bajó corriendo las escaleras con un
grito de consternación.
—Se ha ido la luz —dijo—. No me
daban miedo las tormentas cuando era
pequeña. Algunas veces papá nos
obligaba a sentarnos en el porche. ¿Te
acuerdas?
La luz fulguraba en las ventanas del
primer piso, multiplicándose en los
espejos, de manera que el resplandor
iba invadiendo toda la casa; se produjo
entonces un ruido, como si un millón de
cerillas fueran encendidas a la vez, tan
grande y terrible que importó menos el
trueno que siguió; e inmediatamente el
ruido de un resquebrajamiento y la voz
de Bess:
—¡Qué tormenta!
Entonces volvió a estallar el
relámpago angustioso, y a través de un
pandemónium incesante de ruido fueron
a tientas de ventana en ventana hasta que
Jean gritó:
—¡Es la habitación de William! ¡Ha
caído un árbol!
Lew abrió rápidamente de par en par
la puerta de la cocina para ver, con el
siguiente resplandor, lo que había
sucedido: el gran árbol, al caer, había
separado las caballerizas de la casa.
—¿Está dentro William? —preguntó.
—Seguramente.
Haciendo acopio de valor, Lew
atravesó corriendo los siete metros del
lodazal que se había formado, y con un
hierro rompió la ventana más cercana.
Empapado por la lluvia, bajo los
truenos, se dio cuenta de que la tormenta
empezaba a alejarse, y a gritos llamó:
—¡William! ¿Estás bien?
Nadie contestó.
—¡William!
Calló y llegó una respuesta
tranquila:
—¿Quién está ahí?
—¿Estás bien?
—Quiero saber quién está ahí.
—Te ha caído el árbol encima.
¿Estás herido?
Surgió una repentina carcajada del
cobertizo cuando William emergió
mentalmente de su característico recelo,
oscuro y atávico. Una y otra vez
estallaba la carcajada.
—¿Herido? No estoy herido. No me
pasa nada. Nunca me he sentido mejor,
como dicen por ahí. No me pasa nada.
Al verse la ropa deshecha, Lew se
irritó y dijo con brusquedad:
—Bueno, lo sepas o no, estás
atrapado. Tienes que intentar salir por
esa ventana. Ese árbol es demasiado
grande para quitarlo esta noche.
Media hora más tarde, en su
habitación, a la luz de una vela, Lew se
despojó de la ropa que el agua había
reducido a pulpa. Desnudo en la cama,
se dolía de hallarse en tan triste
condición, innecesariamente cansado
después del esfuerzo excesivo de sacar
por una ventana a un hombre gordo.
Entonces, por encima del apagado rumor
del trueno, volvió a oír el teléfono en el
pasillo, y la voz de Bess: «No oigo una
palabra. Espere a que las líneas estén
mejor», y durante treinta segundos se
quedó medio dormido, despertándose
con un sobresalto al oír que abrían la
puerta.
—¿Quién es? —preguntó,
cubriéndose con la colcha.
La puerta se abrió lentamente.
—¿Quién es?
Hubo una risilla; el último latido de
un relámpago iluminó tres dedos tensos,
de venas azules, y una voz de hombre
susurró:
—Sólo quería saber si estabas aquí
esta noche, querida. Estoy
preocupado… Estoy preocupado.
La puerta se cerró despacio, y Lew
comprendió que el viejo Gunther hacía
su acostumbrada ronda nocturna.
Desvelado, se deslizó en la única muda
que tenía, y oyó por tercera vez que
Bess hablaba por teléfono.
—… por la mañana —decía—. ¿No
puede esperar? Las líneas están muy
mal.
En el piso de abajo encontró a Jean
con un sorprendente aire de hada ante el
fuego. Jean le hizo una señal, como
invitándolo a besarla, y él se acercó,
indiferente de pronto. Intentando aclarar
lo que sentía, le pasó la mano
suavemente por el hombro.
—Tu padre está dando vueltas. Entró
en mi cuarto. ¿No crees que deberías…?
—Siempre lo hace —dijo Jean—.
Cada noche comprueba si estamos
acostadas.
Lew clavó los ojos en ella; la
sospecha que había ido cobrando forma
en su subconsciente tomó cuerpo. Ella lo
miraba con expresión suave, adorable;
pero la atención de Lew se deslizó
escaleras arriba, oyendo cómo Bess
seguía luchando con el teléfono.
—Muy bien. Dígame a ver si lo
entiendo… Efe-a-elle-e-… Sí, sí. Ce-i-
de-a. ¿Fallecida? —su voz, al completar
la palabra, se le quebró de pánico—.
¿Cómo dice? ¿Fallecida Amanda
Gunther?
Jean le dirigió a Lew una mirada
divertida.
—¿Por qué se empeña Bess en
recibir ahora ese mensaje? ¿Porqué
no…?
—¡Cállate! —ordenó Lew—. Es
algo serio.
—No creo que…
Alarmado por el silencio que
llegaba de arriba, Lew subió corriendo
y encontró a Bess sentada junto a la
mesa del teléfono, con el auricular en el
regazo, suspirando, con la mirada
perdida, suspirando. Lew cogió el
auricular y tomó el mensaje: «Amanda
falleció al dar a luz un niño».
Lew intentó levantar a Bess, pero
estaba arrellanada en la silla, ahogada
por sollozos sin lágrimas.
—No se lo digas a papá esta noche.
¿Qué importaba añadir aquello al
viejo almacén de recuerdos confusos?
Pero le importaba a Bess.
—Ve —susurró Bess—, ve a
decírselo ajean.
Jean había tenido algún
presentimiento, y lo esperaba al pie de
las escaleras.
—¿Qué pasa?
La condujo suavemente a la
biblioteca.
—Amanda ha muerto —dijo, sin
soltarla.
Jean hizo acopio de todas sus
fuerzas para gritar, pero Lew le tapó la
boca con la mano.
—¡Has estado bebiendo! —dijo—.
Tienes que serenarte. No puedes añadir
otra carga a tu hermana.
Jean se serenó visiblemente:
controló primero sus labios orgullosos y
luego todo el cuerpo, pero lo que
hubiera parecido heroico en otra
situación, a Lew sólo le pareció propio
de un reptil, el sutil esfuerzo de un
animal: lo que había empezado a sentir
por ella se disolvió en un tic-tac del
reloj.
Dos horas después la casa estaba en
silencio bajo el cuidado de una antigua
cocinera que Bess había mandado
llamar; Jean se había dormido con la
ayuda de un sedante recetado por un
médico de Ellicott City. Sólo cuando
estuvo en la cama, Lew pensó realmente
en Amanda, un instante, sólo un instante.
Se había ido del mundo, su segundo…
no, su tercer amor… caída en combate.
Pensaba más bien en el jardín goteante,
en la naturaleza súbitamente inocente en
la noche clara. Si no hubiera estado tan
cansado se hubiera vestido y hubiera
dado un paseo entre los largos tallos de
las plantas trepadoras, para mirar una
vez más desde lejos la casa y sus
habitantes: el viejo destruido, la joven
que se destruía y envejecía con la casa,
y la otra joven, que había elegido la vía
de escape de la disipación. Paseando a
través de sueños destruidos, dejó que su
imaginación volara a donde el árbol, al
caer, había separado de la casa el
dormitorio de William, y se detuvo allí
en la tiniebla, intentando recomponer lo
que pensaba sobre los Gunther.
«Hay algo de degeneración»,
decidió «en aferrarse así al pasado. Me
he equivocado. Algunos seguimos
adelante, y esta gente y el tejado que los
cubre son pan comido para el tiempo.
Me alegro de abandonar este lugar para
siempre y volver mañana a un sitio
fresco, nuevo y limpio en Wall Street».
Sólo una vez se despertó por la
noche, cuando oyó al anciano quejarse
con voz trémula, recordando los veinte
dólares que le habían prestado en 1892.
Oyó la voz de Bess tranquilizándolo, y
luego, inmediatamente antes de
dormirse, la voz de la vieja cocinera
negra, que apagó ambas voces.

III.

Los negocios de Lew lo llevaban


con frecuencia a Baltimore, que con los
años parecía transformarse en el
Baltimore que había conocido antes de
encontrarse con los Gunther. Pensaba en
ellos a menudo, pero desde la noche de
la muerte de Amanda no había vuelto a
la casa. Hacia 1933, el papel que la
familia había jugado en su vida parecía
tan lejano —si no fuera por el hecho
inolvidable de que había conformado
sus ideas sobre cómo vivir— que no
podía recorrer la carretera de Frederick
hasta donde desemboca en el condado
de Carroll sin que lo invadiera una
sensación de reconocimiento. Movido
por una razón inexplicable, detuvo el
coche.
Era pleno verano; un conejo cruzó la
carretera y una ardilla hizo acrobacias
sobre una rama. La casa de los Gunther
se levantaba en el siguiente cruce, a
cinco minutos de allí; media hora le
bastaría para satisfacer su curiosidad
sobre la familia; pero dudaba. Con
dolorosas consecuencias, una vez había
intentado repetir el pasado, y ahora lo
normal hubiera sido seguir adelante con
la sensación de dejarlo atrás para
siempre; pero hacía poco que se había
dado cuenta de que la vida no siempre
es progreso, búsqueda de nuevos
horizontes, avanzar. Los Gunther
formaban parte de él; sería incapaz de
darles a sus nuevos amigos exactamente
lo mismo que les había dado a los
Gunther. Si su recuerdo se extinguía,
algo de sí mismo se extinguiría también.
El salto de la ardilla en la rama, el
viento que agitaba las hojas, el gallo que
hendía el aire en la distancia, el
movimiento casi imperceptible de la luz
del sol en la inmovilidad lo acunaban en
un trance adolescente, así que, por un
momento, se arrellanó en el asiento,
ajeno a toda preocupación. Casi se
adormiló durante diez minutos antes de
oír el trote de un caballo que apareció
en el recodo de la carretera. En el
caballo iba una chica con pantalones de
montar, y, en cuanto la vio, Lew
reconoció a Bess Gunther.
Saltó del coche. El caballo dio un
respingo cuando Bess lo refrenó al
reconocer a Lew.
—¡Pero si es el señor Lowry! So,
pequeña… ¿De dónde has salido?
¿Cómo es que se te ha ocurrido venir?
Era una cara preciosa, y una cara
triste, pero a Lew le pareció que la
hacía más joven alguna cualidad
nueva…, como si Bess hubiera superado
por fin el sentido de responsabilidad
cósmico que la hacía parecer mayor
cuatro años atrás.
—Precisamente estaba pensando en
ti —dijo—. Estaba pensando en hacerte
una visita —percibiendo una sombra de
duda en la cara de la chica, y sacando
conclusiones con excesiva rapidez, se
echó a reír—. Bueno, no pensaba
quedarme en la casa. Soy solvente… En
estos tiempos hay que aclararlo algunas
veces.
Bess rió también:
—Sólo estaba pensando en que la
casa está llena y no sé dónde podría
meterte.
—Voy a Baltimore. ¿Por qué no te
bajas de ese caballo de juguete y te
sientas en el coche un momento?
Bess ató la yegua a un árbol y se
sentó a su lado.
Lew no se había dado cuenta de que
la belleza deslumbrante pudiera durar
tanto después de los veinte años: sólo
cuando dejó de sonreír, tres pequeñas
arrugas de preocupación le señalaron
que Bess seguía siendo una chica seria.
Le vino un rápido recuerdo de Amanda
una tarde de agosto y, al mirar a Bess,
vio todo lo que recordaba de Amanda.
—¿Cómo está tu padre?
—Papá murió el año pasado. Pasó
en la cama el último año de su vida —su
voz tenía el sonsonete de algo repetido
muchas veces—. Fue lo mejor que podía
pasar.
—Lo siento. ¿Y Jean? ¿Por dónde
anda?
—Jean se casó con un chino; vaya,
con uno que vive en China. Yo no lo he
visto nunca.
—Entonces vives sola.
—No, con mi tía —titubeó—. De
todas maneras, me caso la semana que
viene.
Inexplicablemente, Lew notó en el
diafragma la vieja sensación de pérdida.
—¡Enhorabuena! ¿Quién es el
desafortunado?
—Es de Filadelfia. Todos los
invitados irán a las carreras de caballos
esta tarde. Quiero correr por última vez
con Juniper.
—¿Viviréis en Filadelfia?
—No es seguro. Estamos pensando
construir una casa nueva en el solar de
la antigua, que echaríamos abajo. Claro
que también podríamos restaurarla.
—¿Valdría la pena?
—¿Por qué no? —dijo ella, un poco
molesta—. Los arquitectos piensan que
podríamos aprovechar algo.
—Le tienes cariño a la casa,
¿verdad?
Bess lo pensó.
—No podría decir que sea
precisamente mi idea de modernidad.
Pero soy más bien una chica hogareña
—recalcaba las palabras con ironía—.
Nunca he visto en Baltimore nada del
otro mundo; ya sabes, el fracaso de la
familia. Nunca he tenido esa cosa que
tenían Amanda y Jean.
—A lo mejor no te interesaba.
—Creo que, cuando era joven, sí.
La yegua relinchó perentoriamente y
Bess se apeó del coche.
—Así que ésta es, Lew Lowrie, la
historia de la más pequeña de las
Gunther. Siempre has suspirado por
nosotras, ¿verdad?
—¡No! Si me quedo en Baltimore,
haré lo posible por ir a tu boda.
Ante su expresión de
ensimismamiento, Lew se preguntó a
quién se iría a entregar aquella criatura,
aquel temperamento verdaderamente
precioso. Ahora conocía mejor a las
personas, y adivinaba el acero bajo la
ternura de Bess, las vigas a través de las
curvas suaves de las mejillas y la
barbilla. Era un ser exquisito, y Lew
confiaba en que su marido fuera un
hombre bueno.
Cuando Bess se hubo alejado por un
camino de hierba, Lew se dirigió sin
demasiada seguridad hacia Baltimore.
Aquél era el final de una experiencia
humana y liberaba viejas imágenes que
se ordenaban solas ante él: si se hubiera
casado con una de las hermanas;
suponiendo que… El rumor del pasado,
escapándose bajo las ruedas del coche,
despertaba su inteligencia.
«A lo mejor siempre fui un intruso
en esa familia… Pero ¿por qué
demonios esa chica montaba a caballo
en zapatillas?».
Paró en el almacén del cruce para
comprar tabaco. Un joven dependiente
buscó el paquete con lentitud campesina.
—Tenemos boda en casa de los
Gunther —comentó Lew.
—¿Cómo? ¿Se casa la señorita
Bess?
—La semana que viene. Los
invitados ya están allí.
—Procuraré no perdérmelo. ¿Y
dónde van a dormir, si Mark H. Bourne
se llevó todos los muebles?
—¿Cómo?
—Hace un mes Mark H. Bourne se
llevó los muebles y todo lo demás
mientras la señorita Bess montaba a
caballo. Habían renovado la hipoteca
poco antes de que Gunther muriera.
Dicen que ella no tiene nada que
ponerse más que la ropa de montar.
Mark H. Bourne se molestó porque su
oferta era buena y se quejaba de que
habían vendido las mejores piezas del
mobiliario sin avisarle. Bueno, aquí
tiene la vuelta.
—¿De qué viven ella y su tía?
—Yo nunca he oído hablar de
ninguna tía. Sólo llevo aquí un año. Ella
misma trabaja el huerto; lo único que
nos compra es azúcar, sal y café.
En aquellos tiempos todo era
posible, pero Lew se preguntaba qué
orgullo increíble y fantástico le había
inspirado a Bess semejante mentira.
Dio la vuelta y se dirigió a casa de
los Gunther. Llegó a una casa en
desesperado estado de abandono y a un
jardín que era como una jungla; un ala
de la galería se había desprendido de
los pilares de ladrillo y estaba a punto
de desmoronarse; las tablas del tejado,
que habían sido abandonadas a medio
reparar, se pudrían sin pintura; había un
cristal roto en la ventana de la
biblioteca.
Lew entró sin llamar. Una voz lo
interpeló desde el comedor, y hacia allí
dirigió sus pasos, que resonaban sobre
el suelo sin alfombra, a través de
habitaciones vacías de muebles y libros,
vacías de todo excepto de polvo. Bess
Gunther, vistiendo la bata más barata, se
levantó de la caja de embalar en la que
estaba sentada, con el miedo en los ojos;
una cuchara de estaño tamborileó en el
cajón que usaba como mesa.
—¿Me*has estado tomando el pelo?
—preguntó Lew—. ¿Así vives ahora?
—Ah, eres tú —sonrió con alivio;
luego, con esfuerzo visible, se animó a
seguir bromeando—: Coja una caja,
señor Lowrie. Coja una caja de
conservas…, de primera calidad, de la
mejor madera. Y bienvenido a los
espacios abiertos. Sírvase un cigarro,
una copa de champán, un poco de
estofado de conejo y le presentaré a mi
prometido.
—Ya está bien.
—De acuerdo —convino Bess.
—¿Por qué no te vas a vivir con
algún pariente?
—No tengo parientes. Jean está en
China.
—¿Qué haces? ¿Qué estás
esperando?
—Supongo que te estaba esperando
a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Tú siempre parecías a punto de
aparecer. Yo pensaba que cuando
aparecieras me burlaría de ti. Y, cuando
se presentó la ocasión, pensé que sería
mejor mentir. Parece que me falta el sex
appeal de mis hermanas.
Lew la levantó de la caja y la cogió
de la cintura.
—Yo creo que no.
En la hora que había trascurrido
desde que Lew se la encontrara en la
carretera la vitalidad parecía habérsele
escapado; Bess levantó los ojos hacia
él, muy cansada.
—Así que te gustaban las Gunther —
murmuró—. Te gustábamos las tres.
Lew intentaba pensar, pero el
corazón le latía tan deprisa que sólo
pudo volver a sentarla en la caja y
pasearse preocupado entre las paredes
desnudas.
—Nos casaremos —dijo—. No sé si
te quiero… Ni siquiera te conozco. Sé
que la sola idea de que tengas
problemas y necesidades me pone
enfermo —de repente cayó de rodillas
ante ella, para que no pareciera tan
insoportablemente pequeña y
desamparada—. Señorita Bess Gunther,
mi destino ha sido siempre quererla a
usted.
—No seas tan impaciente —Bess se
echó a reír—. No estoy acostumbrada a
que me quieran; no sabría qué hacer;
nunca le he cogido el truco a esas cosas
—lo miró, a sus pies, tímida y fatigada
—. Pero aquí estamos. Ya te dije hace
años que yo tenía madera de Cenicienta.
Lew le cogió la mano; ella la retiró
instintivamente y luego volvió a ponerla
en la mano de Lew.
—Perdona. Tampoco estoy
acostumbrada a que me toquen. Pero no
tengo miedo de ti, si estás callado y no
haces movimientos bruscos.
Era la vieja, historia de discreción
que Lew no podía entender, razones
enraizadas en un pasado que no
compartía. Con las tres chicas, los
hechos parecían desencadenarse solos,
precipitadamente, traspasando la liviana
superficie de las cosas, siempre
insospechados, obedeciendo a
inclinaciones y predilecciones ajenas a
un hombre que siempre había sido capaz
de avanzar a toda velocidad en línea
recta.
—Yo era la hermana conservadora
—dijo Bess——. Yo no era menos
aficionada a divertirme, pero, al ser tres
chicas, alguna tenía que desempeñar el
papel de chico, y poco a poco lo fui
asumiendo… Sí, acaríciame así.
Tócame la mejilla. Quiero que me
acaricien; quiero que me abracen. Y me
gusta que seas tú; pero despacio; tienes
que tener cuidado. Creo que soy el tipo
de persona que es para siempre. Viviré
contigo y moriré por ti, pero nunca sabré
lo que significan las medias tintas… Sí,
es mi mano, mi muñeca. ¿Te gusta? Me
he reído mucho viéndome a mí misma
estos días, porque hay arriba un espejo
inmenso que era demasiado grande para
sacarlo de la casa.
Lew se levantó.
—Muy bien, vamos a empezar.
Tendré tanta salud que te la contagiaré
enseguida.
—Muy bien —asintió Bess.
—Imagina que empezamos por
pegarle fuego a la casa.
—¡Ay, no! —Bess se lo había
tomado en serio—. En primer lugar está
asegurada, en segundo…
—De acuerdo, entonces nos iremos.
Nos casaremos en Baltimore, o en
Ellicott City si lo prefieres.
—¿Y qué hago con Juniper? No
puedo irme y abandonarla.
—La dejaremos con el joven de la
tienda.
—La casa no es mía. Está todo
hipotecado, pero me dejan vivir aquí…
Me figuro que tienen remordimientos
porque se llevaron incluso nuestras
viejas partituras y nuestros álbumes de
recortes. Y además no han encontrado a
quién alquilarle la casa.
Poco a poco, Lew iba descubriendo
más cosas de ella, y le gustaba lo que
descubría, pero sabía que el amor de
Bess seguía incrustado en los años de
sacrificio, y que él tendría que cultivarlo
durante un tiempo. La tarea parecía
interesante.
—Eres preciosa —le dijo—.
Preciosa. Sobreviviremos los dos,
porque tú eres encantadora y yo estoy
convencido de ello.
—¿Y Juniper…? ¿Sobrevivirá si nos
vamos así?
—Juniper también.
Bess frunció las cejas y sonrió —
esta vez sonrió de verdad— y dijo:
—Me parece que te estás
enamorando.
—Habla por ti. Creo que esto va a
ser lo mejor que haya sucedido nunca.
—Y yo voy a ayudar. Haré lo
posible por…
Salieron juntos: Bess se había
puesto el traje de montar, pero faltaba
algo que le hubiera gustado llevarse.
Entre las malas hierbas del jardín, que
se le enredaban en los pies, Lew volvió
la cabeza y miró hacia la casa por
encima del hombro.
—La semana que viene decidiremos
qué hacer con ella.
Era un atardecer luminoso: la luz
rosada que se demoraba en los
guardabarros azules del coche y en sus
caras disparatadamente felices también
se deslizó por la casa, por la puerta
paralizada de la casa helada, los
postigos desprendidos y con las bisagras
oxidadas, el cemento cuarteado de la
fachada, la basura de un año quemada
detrás de la pista de tenis. Fuera cual
fuera la historia que le esperara a todo
aquello, todo el esfuerzo humano de
colaboración ya estaba hecho. La casa
había cumplido su propósito —
terminado y liquidado—, un esfuerzo
hacia algún bien común, un esfuerzo
difícil de valorar, pues todavía nos
impresiona demasiado.
La tarde de un
escritor

La tarde de un escritor
(Esquire, agosto de 1936) ha
sido catalogado como cuento y
ensayo. Lo incluimos aquí
como muestra del cambio de
forma y contenido que la obra
de Fitzgerald experimentó
después de la acogida
desfavorable de Suave es la
noche. Sus mejores ensayos
aparecieron en Esquire,
fundamentalmente los ensayos
de 1936, reunidos más tarde
en El crack-up, de los que La
tarde de un escritor es una
prolongación.

I.

Cuando despertó se sentía mejor de


lo que se había sentido en muchas
semanas: simplemente no se sentía
enfermo. Se apoyó un momento en el
marco de la puerta que separaba su
dormitorio y el baño hasta que estuvo
seguro de que no se había mareado. Ni
siquiera un poco, ni siquiera cuando se
puso a buscar una zapatilla debajo de la
cama.
Era una luminosa mañana de abril,
no tenía ni idea de qué hora era porque
su reloj llevaba mucho tiempo parado,
pero cuando cruzó el apartamento y
llegó a la cocina vio que su hija había
desayunado y se había ido y que había
llegado el correo, así que eran ya más
de las nueve.
—Creo que saldré hoy —dijo a la
criada.
—Le sentará bien, hace un día
estupendo.
Ella era de Nueva Orleans, con las
facciones y la tez de una árabe.
—Quiero dos huevos fritos como
ayer y una tostada, zumo de naranja y té.
Se entretuvo un rato en el cuarto de
su hija y leyó el correo. Eran cartas
desagradables, sin una pizca de alegría,
facturas en su mayor parte y el boletín
del colegio masculino de Oklahoma con
su asombroso álbum de autógrafos. Sam
Goldwyn haría una película de ballet
con Spessiwitza, o quizá no la hiciera:
habría que esperar a que el señor
Goldwyn volviera de Europa con media
docena de ideas nuevas. La Paramount
quería una autorización para usar un
poema que había aparecido en uno de
sus libros, aunque no sabían si era suyo
o era una cita. Quizá lo usaran para el
título de una película. De todos modos
aquella obra ya no le pertenecía: había
vendido los derechos para una película
muda hacía muchos años y para la
versión sonora hacía un año.
«Nunca tendrás suerte con las
películas», se dijo a sí mismo. «Ya
tuviste bastante con la última».
Mientras desayunaba, miraba por la
ventana a los estudiantes que cambiaban
de clase en el campus de la universidad,
al otro lado de la calle.
—Hace veinte años yo estaba
cambiando de clase —dijo a la criada,
que se rió con su risa de debutante.
—Necesitaré que me deje un cheque
—dijo—, si va a salir.
—Ah, no voy a salir todavía. Tengo
que trabajar dos o tres horas. Saldré por
la tarde.
—¿A dar un paseo en coche?
—No volveré a conducir ese viejo
cacharro. Lo he vendido por cincuenta
dólares. Iré en el autobús, en el piso de
arriba del autobús.
Después de desayunar se echó
quince minutos. Y luego se puso a
trabajar en su despacho.
El problema era un cuento para una
revista que hacia la mitad le había
parecido tan flojo que había estado a
punto de romperlo. La trama era como
subir por unas escaleras interminables,
había agotado su repertorio de golpes de
efecto, y los personajes, que tan
airosamente habían dado sus primeros
pasos hacía sólo dos días, no alcanzaban
el nivel de un folletín.
«Sí, la verdad es que necesito salir»,
pensó. «Me gustaría llegar hasta el valle
del Shenandoah, o ir a Norfolk en el
ferry».
Pero ambas ideas eran imposibles:
requerían tiempo y energía, dos cosas
que a él no le sobraban. Lo que le
quedaba debía reservarlo para el
trabajo. Repasó el manuscrito
subrayando con lápiz rojo las frases
acertadas y, después de guardarlas en
una carpeta, rompió el resto muy
despacio y lo tiró a la papelera. Luego
se puso a pasear por la habitación
mientras fumaba y hablaba consigo
mismo de vez en cuando.
«Bueeeno, veamos…».
«Ahora, lo siguiente sería…».
«Veamos, ahora…».
Un rato después se sentó, pensando:
«Estoy cansado. No debería haber
tocado un lápiz durante dos días».
Revisaba el apartado «Ideas para
cuentos» de su cuaderno, cuando la
criada lo interrumpió para decirle que la
secretaria llamaba por teléfono, una
secretaria que trabajaba por horas y le
ayudaba desde que cayó enfermo.
—No hay nada —dijo—. Acabo de
romper todo lo que había escrito. No
valía nada. Voy a salir esta tarde.
—Le sentará bien. Hace un día muy
bueno.
—Mejor será que venga mañana por
la tarde. Tengo muchas cartas y facturas
pendientes.
Se afeitó y, precavido, se dio un
respiro de cinco minutos antes de
vestirse.
La idea de salir lo inquietaba: no
tenía ganas de que los ascensoristas le
dijeran que se alegraban de verlo y
decidió bajar en el montacargas, donde
no lo conocía nadie. Se puso su mejor
traje, el que tenía la chaqueta y los
pantalones de distinto color. Sólo se
había comprado dos trajes en seis años,
pero eran los mejores trajes: sólo la
chaqueta del que acababa de ponerse le
había costado ciento diez dólares. Ya
que debía tener un destino —no era
bueno ir a ningún sitio sin haberse fijado
un destino— se metió un tubo de champú
en el bolsillo para que lo usara el
barbero y también una ampolla de
luminol.
«El perfecto neurótico» se dijo,
mirándose al espejo. «Subproducto de
una idea, escoria de un sueño».

II.
Fue a la cocina y se despidió de la
criada como si se fuera a Little America.
Una vez en la guerra había requisado
por pura fanfarronería un vehículo y lo
había conducido de Nueva York a
Washington para estar en el cuartel a la
hora de pasar revista. Ahora esperaba
en la esquina de la calle a que cambiara
el semáforo, mientras los jóvenes, con
prisa, se le adelantaban, indiferentes al
tráfico. En la esquina de la parada del
autobús, bajo los árboles, hacía fresco y
pensó en las últimas palabras de
Stonewall Jackson: «Crucemos el río y
descansemos a la sombra de los
árboles». Los jefes de aquella guerra
civil parecían haberse dado cuenta de
repente de lo cansados que estaban: Lee,
marchitándose hasta dejar de ser quien
era; Grant, escribiendo
desesperadamente sus recuerdos antes
de morir.
El autobús era tal como se había
imaginado: sólo había otro viajero en el
piso de arriba y las ramas verdes
golpeaban sin cesar en las ventanillas.
Probablemente, tendrían que podar
aquellas ramas, lo que le parecía una
pena. Había mucho que mirar: intentó
definir el color de una hilera de casas y
sólo le vino a la cabeza el color de una
capa de su madre que parecía de muchos
colores y no era de ningún color: sólo
reflejaba la luz. En algún sitio, las
campanas de una iglesia tocaban Venite
adoremus, y se preguntó por qué, pues
hacía ocho meses que había terminado la
Navidad. No le gustaban las campanas,
pero se había emocionado mucho
cuando tocaron Maryland, mi Maryland
en el funeral del gobernador.
En el campo de fútbol de la
universidad había hombres pasando el
rastrillo y se le ocurrió un título: «El
hombre que cuidaba el césped» o
incluso «Crece la hierba», algo acerca
de un hombre que trabaja cuidando el
césped durante años y consigue que su
hijo vaya a la universidad y juegue en el
equipo de fútbol. Entonces el hijo muere
en plena juventud y el hombre se va a
trabajar al cementerio, a sembrar césped
sobre su hijo en lugar de bajo sus pies.
Sería el tipo de relato que aparece en
todas las antologías, pero no era lo
suyo: sólo era una antítesis hinchada,
algo tan estereotipado como un cuento
de revista popular y tan fácil de escribir.
Pero muchos lo considerarían excelente
porque era melancólico, tenía enjundia y
era fácil de comprender.
El autobús pasó una desvaída
estación de ferrocarril de estilo
neoclásico a la que daban vida las
camisas azules y gorras rojas de los
mozos. La calle se estrechaba al llegar a
la zona comercial y de repente
aparecieron chicas vestidas de colores
chillones, todas bellísimas: pensó que
nunca había visto tantas chicas guapas.
También había hombres, pero todos
parecían un poco ridículos, como él
cuando se miró al espejo, y había viejas,
más bien feas, y también, de repente,
chicas vulgares y desagradables; pero en
general eran bonitas, vestidas de todos
los colores, entre los seis y los treinta
años, y sus caras no transparentaban
ningún proyecto, ningún conflicto, sólo
un estado de dulce suspensión,
provocativo y sereno. Durante un
instante amó la vida con todas sus
fuerzas, y no sintió el menor deseo de
renunciar a ella. Pensó que quizá había
cometido un error al salir a la calle tan
pronto.
Se apeó del autobús, agarrándose
cuidadosamente a la barandilla, y
recorrió una manzana hasta la barbería
del hotel. Pasó ante una tienda de
deportes y miró el escaparate, pero sólo
le interesó un guante de béisbol que ya
estaba ennegrecido por la palma. Al
lado había una camisería, y se paró un
buen rato a mirar las camisas de tonos
intensos y las escocesas. Diez años
atrás, durante un verano en la Riviera, el
escritor y algunos más habían comprado
camisas de obrero de color azul oscuro,
y probablemente habían creado aquella
moda. Le gustaron las camisas a
cuadros, llamativas como uniformes, y
deseó tener veinte años e ir a un club de
playa con el cielo pintado como un
ocaso de Turner o un amanecer de Guido
Reni.
La barbería era espaciosa, llena de
luz, perfumada: hacía meses que el
escritor no iba al centro de la ciudad
para semejante cometido y se encontró
con que su barbero de siempre estaba
enfermo, con artritis; así que le explicó
a su compañero cómo usar el champú,
rechazó el periódico y se sentó, casi
feliz, sensualmente satisfecho al sentir
los fuertes dedos en el cuero cabelludo,
mientras le venía a la memoria el
recuerdo agradable y entremezclado de
todos los barberos que había conocido.
Una vez había escrito un cuento
sobre un barbero. En 1929 el
propietario de su barbería favorita en la
ciudad donde vivía entonces había
ganado una fortuna de 300 000 dólares
gracias a las confidencias de un
industrial de la zona y estaba a punto de
retirarse. El escritor se despreocupó del
asunto, porque estaba a punto de irse a
Europa a pasar unos años con lo que
tenía ahorrado, y aquel otoño, al oír
cómo aquel barbero había perdido toda
su fortuna, se decidió a escribir un
cuento, disfrazando con cuidado los
detalles pero girando siempre sobre la
idea de un barbero que prospera para
luego hundirse. Degó a sus oídos, sin
embargo, que en la ciudad habían
reconocido la historia y había
provocado cierta irritación.
El lavado terminó. Cuando salió al
vestíbulo, una orquesta empezó a tocar
en el bar del otro lado de la calle y se
detuvo un momento en la puerta para
oírla. Hacía tanto que no bailaba, dos
noches quizá en cinco años, aunque una
reseña de su último libro había
mencionado que era un fanático de los
cabarés; la misma reseña decía también
que era infatigable. Algo, cuando
aquella palabra resonó en su mente, le
hizo daño y sintió que le acudían a los
ojos lágrimas de debilidad, y se fue. Era
como al principio, hacía quince años,
cuando decían que tenía «una facilidad
terrible», y él trabajaba como un
esclavo en cada frase para no darles la
razón.
«Otra vez me estoy amargando», se
dijo. «Y no es bueno, no es bueno. Tengo
que volver a casa».
El autobús tardó mucho tiempo en
llegar, pero no le gustaban los taxis y
todavía esperaba que le sucediera algo
en el piso de arriba del autobús mientras
pasaba entre los árboles de la avenida.
Cuando por fin llegó el autobús le costó
algún trabajo subir los escalones, pero
valió la pena porque lo primero que vio
fue a dos alumnos del instituto, un chico
y una chica, sentados sin ninguna timidez
en el pedestal de la estatua del general
Lafayette, con toda la atención
concentrada en sí mismos. El
aislamiento de los dos chicos lo
emocionó y pensó que debería
aprovecharlo profesionalmente, aunque
sólo fuera para compararlo con el
creciente retraimiento de su vida y la
necesidad cada vez mayor de cosechar
en un campo ya muy cosechado.
Necesitaba una reforestación y era
absolutamente consciente de ello, y
esperaba que el terreno soportara una
nueva siembra. Nunca había sido el
mejor terreno posible, pues había tenido
un temprana debilidad por lucirse en
lugar de escuchar y observar.
Ahí estaba el bloque de
apartamentos. Miró hacia arriba, a las
ventanas de su casa, en el último piso,
antes de entrar.
«La residencia del escritor de
éxito», se dijo. «Me gustaría saber qué
libros maravillosos estará escribiendo.
Debe ser magnífico disfrutar de un don
semejante: pasar la vida sentado con un
lápiz y un papel. Trabajar cuando
quieres, ir a donde te dé la gana».
Su hija todavía no había llegado,
pero la criada salió de la cocina y dijo:
—¿Se lo ha pasado bien?
—Perfecto —dijo—. He estado
patinando, he ido a la bolera, he jugado
con el abominable hombre de las nieves
y he terminado en un baño turco. ¿He
recibido algún telegrama?
—Nada.
—¿Puede traerme un vaso de leche?
Atravesó el comedor y entró en su
despacho, y por un momento lo cegó el
reflejo del último sol de la tarde sobre
sus dos mil libros. Estaba bastante
cansado. Se echaría diez minutos y luego
vería si se le ocurría alguna idea en las
dos horas que faltaban para cenar.
Financiando a
Finnegan

Financiando a Finnegan
(Esquire, enero de 1938) fue
escrito en Hollywood.
Después de que Fitzgerald
entrara en la nómina de la
MGM en verano de 1937, su
trabajo en los estudios no le
dejó ni tiempo ni energías
para llevar a cabo otros
proyectos literarios al margen
del cine, y éste fue el único
cuento que publicó en 1938.
Siguió escribiendo para
Esquire con el fin de que el
público no olvidara su nombre
y porque no le gustaba
escribir guiones de cine. El
agente y el editor que «se
habían conjurado para
animarse mutuamente en todo
lo que se refería a Finnegan»
está claro que son Harold
Ober y Maxwell Perkins.

I.

Finnegan y yo tenemos el mismo


agente literario para que venda nuestros
libros, pero, aunque he estado muchas
veces en el despacho del señor Cannon
inmediatamente antes e inmediatamente
después de las visitas de Finnegan,
nunca he coincidido con él. También
teníamos el mismo editor y muchas
veces, cuando yo llegaba a la editorial,
Finnegan acababa de irse. Yo deducía
—por los suspiros y la manera
meditabunda con que hablaban de él:
«Ah, Finnegan…», «Ah, sí, Finnegan ha
estado aquí»— que la visita del ilustre
escritor no había transcurrido sin
incidentes. Ciertos comentarios daban a
entender que, al irse, se había llevado
algo: manuscritos, pensaba yo, alguna de
sus grandes novelas de éxito. Se lo
llevaba para someterlo a una revisión
final, para la versión definitiva, y se
decía que escribía diez versiones para
conseguir la fluidez fácil, la agudeza de
ingenio que caracterizaba sus obras.
Sólo con el tiempo llegué a descubrir
que la mayoría de las visitas de
Finnegan eran por asuntos de dinero.
—Lamento que se vaya —me decía
el señor Cannon—; Finnegan viene
mañana —y, tras reflexionar unos
segundos, añadió—: Seguramente tendré
que dedicarle un momento.
No sé qué había en su voz que me
recordaba la conversación con un
director de banco, presa de los nervios,
que acababa de enterarse de la
presencia de Dillinger en la región.
Tenía la mirada perdida y hablaba solo.
—Claro, puede traer un manuscrito.
Está trabajando en una novela, ¿sabe? Y
también en una obra de teatro.
Hablaba como si estuviera
refiriéndose a algunos interesantes pero
remotos acontecimientos del
Cinquecento; pero en sus ojos apareció
una sombra de esperanza cuando añadió:
—O a lo mejor trae un cuento.
—Es muy versátil, ¿no? —dije.
—Ah, sí —el señor Cannon se
repuso—. Es capaz de escribir cualquier
cosa…, cualquier cosa cuando se lo
propone. Su talento es incomparable.
—No he leído casi nada suyo
últimamente.
—Pero está trabajando mucho.
Algunas revistas tienen cuentos suyos,
aunque no los publican.
—¿No los publican? ¿Por qué?
—Ah, están esperando un momento
más propicio… Una subida de la
cotización. Les gusta saber que tienen
algo de Finnegan.
Su nombre era una verdadera mina
de oro. El inicio de su carrera había
sido brillantísimo, y, si no había
conseguido mantener aquel elevado
nivel, por lo menos volvía a empezar
brillantemente cada cierto número de
años. Era la eterna promesa de la
literatura norteamericana; y lo que podía
hacer con las palabras era sorprendente:
las palabras resplandecían, chispeaban;
escribía frases, párrafos, capítulos que
eran obras maestras por su admirable
urdimbre y textura verbal. Sólo cuando
conocí a un pobre diablo, guionista de
cine, que había intentado extraer un
relato con lógica de una de sus novelas,
me di cuenta de que Finnegan tenía
enemigos.
—Es maravilloso cuando la lees —
decía aquel hombre con cierta desazón
—, pero resumirla con claridad es como
pasar una semana en un manicomio.
Cuando salí del despacho del señor
Cannon fui a mi editorial, en la Quinta
Avenida, y también allí me dijeron
inmediatamente que esperaban a
Finnegan al día siguiente.
Proyectaba una sombra tan poderosa
que el almuerzo en el que yo esperaba
que habláramos de mi obra estuvo
dedicado en su mayor parte a Finnegan.
Y volví a tener la sensación de que mi
anfitrión, el señor George Jaggers,
hablaba solo, en lugar de hablar
conmigo.
—Finnegan es un gran escritor —
dijo.
—Indudablemente.
—Y es todo un caballero, ¿sabe?
Como yo no lo había cuestionado,
pregunté si había alguna duda al
respecto.
—Ah, no —se apresuró a decir—.
Es que como ha tenido últimamente esa
racha de mala suerte…
Asentí con la cabeza, con aire
comprensivo.
—Ya lo sé. Tirarse a una piscina
medio vacía fue un auténtico mal paso.
—No, no estaba medio vacía. Estaba
llena de agua. Llena hasta el borde.
Debería oír cómo lo cuenta Finnegan. Es
para morirse de risa. Parece que estaba
un poco decaído y sólo se atrevía a
saltar desde el borde de la piscina, ya
sabe… —el señor Jaggers señaló hacia
la mesa con el tenedor y el cuchillo—. Y
entonces vio a unas chicas que se tiraban
desde el trampolín de cinco metros.
Finnegan dice que se acordó de su
juventud perdida, y subió al trampolín
decidido a imitar a las nadadoras e hizo
el salto del ángel y se rompió la
clavícula cuando todavía estaba en el
aire —me miró con impaciencia—. ¿Es
que no ha oído hablar de casos así? ¿No
ha oído hablar de cómo se lesionan el
brazo los jugadores de béisbol?
En aquel momento no se me ocurría
nada que se le pareciera a aquel caso
ortopédico.
—Y entonces —continuó como si
hablara en sueños— Finnegan tuvo que
escribir en el techo.
—¿En el techo?
—Prácticamente, sí. No dejó de
escribir: al tipo le sobran agallas,
aunque usted no lo crea. Hizo que le
construyeran y colgaran del techo no sé
qué aparato y, sin levantarse de la cama,
escribía en el aire.
Tuve que reconocer que había sido
una solución valiente.
—¿Y afectó a su obra? —pregunté
—. ¿No tuvieron ustedes que leer sus
cuentos al revés, como en chino?
—Eran más bien confusos, sí,
durante algún tiempo —admitió—, pero
ya se ha recuperado. He recibido varias
cartas suyas donde ya se adivina al
Finnegan de siempre: rebosante de vida
y esperanza y proyectos para el futuro…
Recuperó la mirada perdida y yo
encaucé la conversación hacia asuntos
que me interesaban más. Sólo cuando
regresamos a su oficina volvió a surgir
el tema, y me sonroja escribir esto
porque debo confesar algo que no suelo
hacer: leer los telegramas ajenos. Pero
entretuvieron al señor Jaggers en el
vestíbulo y, cuando entré en su despacho
y me senté, me encontré el telegrama
delante, abierto.

CON CINCUENTA
PODRÍA AL MENOS PAGAR
MECANÓGRAFA
CORTARME EL PELO Y
COMPRAR LÁPICES VIVIR
ASÍ ES IMPOSIBLE SÓLO
EXISTO PORQUE SUEÑO
CON BUENAS NOTICIAS
DESESPERADAMENTE
FINNEGAN.

No podía creer lo que veían mis


ojos: cincuenta dólares, y, según me
constaba, el precio de un cuento de
Finnegan rondaba los tres mil dólares.
George Jaggers me encontró todavía
aturdido, con la mirada clavada en el
telegrama. Lo leyó y clavó la mirada en
mí, destrozado.
—No veo, en conciencia, manera de
mandárselos —dijo.
Me sorprendió, y miré a mi
alrededor para cerciorarme de que
estaba en la próspera editorial de Nueva
York. Y entonces comprendí: había
interpretado mal el telegrama. Finnegan
pedía un anticipo de cincuenta mil
dólares: una petición que, al margen del
escritor que la hiciera, hubiera
asombrado a cualquier editor.
—Hace menos de una semana —dijo
el desconsolado señor Jaggers— le
mandé cien dólares. Todos los años nos
pone en números rojos, y yo ya no me
atrevo a decírselo a mis socios. Le
mando el dinero de mi bolsillo, lo que
iba a gastarme en un traje y unos
zapatos.
—¿Me está diciendo que Finnegan
está en la ruina?
—¡En la ruina! —me miró y se echó
a reír silenciosamente. La verdad es que
no me gustó precisamente cómo se reía.
Mi hermano tuvo una crisis nerviosa…
Pero eso es otra historia. Se serenó—:
No dirá una palabra de esto, ¿de
acuerdo? La verdad es que Finnegan ha
sufrido un bajón, ha recibido golpe tras
golpe durante los últimos cinco años,
pero está saliendo adelante y sé que
recuperaremos hasta el último billete
que le hemos… —buscaba qué palabra
podía emplear, hasta que por fin se le
escapó—:… le hemos dado.
Esta vez fue el señor Jaggers el que
se apresuró a cambiar de tema.
No quiero dar la impresión de que
los problemas de Finnegan acapararon
mi atención durante toda la semana que
pasé en Nueva York: era inevitable, sin
embargo, que, al pasar mucho tiempo en
las oficinas de mi agente y mi editor, no
dejaran de salirme al paso. Por ejemplo,
dos días después, al usar el teléfono en
el despacho del señor Cannon, por
casualidad, por una interferencia, oí la
conversación que en aquel momento
mantenía con George Jaggers. Pero
quiero aclarar que sólo fui un espía a
medias, porque sólo llegué a oír el final
de la conversación, lo que no es tan
grave como oírla toda.
—Por lo menos me ha dado la
impresión de que goza de buena salud…
Me dijo algo acerca del corazón hace
unos meses, pero me ha parecido
entender que ya está mejor… Sí, me ha
dicho algo de una operación que
necesita hacerse. Creo que me ha dicho
que era cáncer… Bueno, me han dado
ganas de decirle que yo también tengo
pendiente una pequeña operación, y que
ya me hubiera operado si hubiera
podido permitírmelo… No, no le he
dicho eso. Parece que anda mejor de
ánimo y hubiera sido imperdonable
desmoralizarlo. Hoy va a empezar a
escribir un cuento. Me ha leído un poco
por teléfono…
—… Le he dado veinticinco porque
me ha cogido sin nada en los bolsillos…
Ah, sí, estoy seguro de que ahora mismo
está estupendamente. Parece que tiene
ganas de trabajar.
Y entonces lo entendí todo. Aquellos
dos se habían conjurado para animarse
mutuamente en todo lo que se refería a
Finnegan. Habían invertido en él, en su
futuro, una suma tan considerable que
Finnegan les pertenecía. No podían
permitir que nadie dijera una palabra en
su contra, ni siquiera ellos mismos.
II.

Le dije al señor Cannon lo que


pensaba.
—Si ese Finnegan es un embustero,
no deben seguir dándole dinero
indefinidamente. Si está acabado, está
acabado, y no hay nada que hacer. Es
absurdo que usted no pueda ni siquiera
operarse mientras Finnegan va por ahí
tirándose a piscinas medio vacías.
—Estaba llena —dijo el señor
Cannon con paciencia—. Llena hasta el
borde.
—Bueno, llena o vacía, ese tipo me
parece un desastre.
—Mire —dijo Cannon—, estoy
esperando una llamada de Hollywood.
¿Por qué no le echa mientras un vistazo
a esto? —dejó caer un manuscrito sobre
mis piernas—. Quizá le ayude a
comprender. Nos lo mandó ayer.
Era un relato breve. Lo empecé con
escepticismo, pero antes de que
hubieran pasado cinco minutos, me
había absorbido por completo,
fascinado y convencido totalmente, y le
pedí a Dios poder escribir así. Cuando
Cannon terminó de hablar por teléfono,
tuvo que esperar a que terminara de
leerlo, y, cuando lo hice, había lágrimas
en estos ojos viejos y profesionales.
Cualquier revista del país hubiera
publicado aquel cuento en la mejor
página, en cualquier número.
Pero nadie había negado jamás que
Finnegan supiera escribir.

III.

Pasé meses sin volver a Nueva York


y, cuando lo hice, al menos en lo que
concernía a las oficinas de mi agente
literario y mi editor, aterricé en un
mundo más tranquilo y estable. Por fin
había tiempo para hablar de mis
concienzudos aunque poco inspirados
intentos literarios, para que el señor
Cannon me invitara a su casa de campo
y para matar las tardes de verano en
compañía de George Jaggers allí donde
la luz de las estrellas de Nueva York, la
ciudad vertical, cae como lentos
relámpagos sobre las terrazas de los
restaurantes. Me daba lo mismo que
Finnegan estuviera en el Polo Norte o
en…, pero casualmente estaba en el
Polo Norte. Lo acompañaba una
verdadera expedición, entre la que se
contaban tres antropólogas de la
universidad de Bryn Mawr, y parecía
que iba a recoger muchísimos
materiales. Pasarían en el Polo varios
meses, y si la cosa me sonaba a una
prometedora fiestorra en familia,
seguramente se debía a mi temperamento
cínico y envidioso.
—Estamos encantados —dijo
Cannon—. Para él es un don de Dios.
Finnegan ya no podía más, y lo que le
hacía falta era precisamente…
—Hielo y nieve —completé la frase.
—Sí, hielo y nieve. Lo último que
dijo fue característico de él: lo que
escriba será de un blanco purísimo y
despedirá un brillo cegador.
—Me figuro que será así. Pero,
dígame, ¿quién lo financia? La última
vez que estuve aquí me pareció entender
que Finnegan era insolvente.
—Ah, en ese sentido se ha portado
muy bien. Me debía algún dinero, y creo
que a George Jaggers también le debía
algo… —el viejo hipócrita creía: lo
sabía perfectamente—. Así que, antes de
irse, nos hizo beneficiarios de la mayor
parte de su seguro de vida. Por si se da
el caso de que no vuelva… Estos viajes
son siempre peligrosos.
—Ya lo creo —dije—, sobre todo si
vas con tres antropólogas.
—De modo que Jaggers y yo
tenemos la espalda bien cubierta en caso
de que ocurra algo. Así de simple.
—¿Fue la compañía de seguros la
que financió la expedición?
Se alteró visiblemente.
—Ah, no. La verdad es que cuando
supieron la razón del seguro de vida se
inquietaron un poco. George Jaggers y
yo estábamos de acuerdo en que, puesto
que tenía un proyecto serio del que al
final saldría un libro, estaba justificado
que siguiéramos respaldándolo un poco
más.
—No lo entiendo —dije
terminantemente.
—¿No? —sus ojos volvieron a
reflejar preocupación—. Bueno, tengo
que admitir que hemos dudado.
Reconozco, de entrada, que es un error.
Yo solía anticipar a los escritores
pequeñas sumas de vez en cuando, pero
últimamente he tomado por norma
inviolable no hacerlo. Sólo en dos
ocasiones no me he atenido a este
principio durante los dos últimos años, y
fue por una escritora que estaba pasando
un mal momento: Margareth Trahill. ¿La
conoce? A propósito: fue novia de
Finnegan.
—Recuerde que ni siquiera conozco
a Finnegan.
—Ah, sí. Tengo que presentárselo
cuando vuelva… Si vuelve. Le caerá
bien: es absolutamente encantador.
Volví a irme de Nueva York, rumbo
a mis Polos Norte imaginarios, mientras
el año seguía corriendo a través del
verano y el otoño. Cuando llegaron los
primeros fríos de noviembre me acordé
de la expedición de Finnegan con una
especie de estremecimiento y cierta
envidia del hombre que se fue.
Conseguiría algún botín, literario o
antropológico, que traería consigo
cuando regresara. Y entonces, cuando ni
siquiera llevaba tres días en Nueva
York, leí en el periódico que Finnegan y
algunos miembros de la expedición se
habían perdido en una tormenta de nieve
después de agotar la reserva de víveres,
y que el Ártico había exigido un nuevo
sacrificio humano.
Lo sentí por él, pero con el
suficiente sentido práctico como para
alegrarme de que Cannon y Jaggers se
hubieran cubierto las espaldas. Claro
que, puesto que Finnegan apenas
empezaba a enfriarse —si la
comparación no es demasiado horrenda
—, no hablaban sobre el asunto, pero me
figuré que la compañía de seguros había
renunciado al babeas corpus, o como se
llame en su jerga, y parecía bastante
claro que el editor y el agente literario
cobrarían la prima.
El hijo de Finnegan, un joven bien
parecido, se presentó en la oficina de
George Jaggers cuando yo estaba allí, y
por él pude adivinar algo del encanto de
Finnegan: una franqueza tímida y la
impresión de que se desarrollaba en su
interior una terrible batalla valiente y
silenciosa, de la que no se atrevía a
hablar, pero que se transparentaba, como
vehementes relámpagos, en su obra.
—El chico también escribe bien —
dijo George cuando se fue el hijo de
Finnegan—. Nos ha traído algunos
poemas notables. Todavía no está a la
altura del padre, pero es una promesa
segura.
—¿Puedo leer algo suyo?
—Por supuesto. Aquí hay un poema
que nos acaba de dejar.
George cogió un papel de la mesa de
despacho, lo desdobló y se aclaró la
garganta. Entonces bizqueó, casi cerró
los ojos y se hundió un poco en el sillón.
—Querido señor Jaggers —
comenzó a leer—, no me he atrevido a
pedírselo en persona…
Jaggers se detuvo, aunque sus ojos
seguían leyendo rápidamente.
—¿Cuánto quiere? —pregunté.
Suspiró.
—Creía que era uno de sus poemas
—dijo en tono afligido.
—Y lo es —traté de consolarlo—.
Aunque es evidente que todavía no está
a la altura del padre.
Más tarde me arrepentí de haber
dicho esto, pues al fin y al cabo
Finnegan había pagado sus deudas, y era
agradable seguir vivo ahora que los
buenos tiempos volvían y los libros
habían dejado de ser considerados un
lujo innecesario. Muchos escritores que
yo conocía, y que habían pasado
terribles apuros durante la Depresión,
ahora estaban haciendo los viajes que
habían aplazado durante años, o
liquidando sus hipotecas, o publicando
ese tipo de obras perfectamente
terminadas que sólo son posibles si
dispones de un poco de tiempo y cierta
seguridad. Yo acababa de cobrar un
anticipo de mil dólares por una aventura
en Hollywood y estaba a punto de
emprender el vuelo con toda la energía
de los viejos tiempos de vacas gordas.
Cuando fui a despedirme de Cannon y a
recoger el dinero, fue una alegría
descubrir que también él estaba
aprovechando la ocasión: quería que lo
acompañara a ver una lancha motora que
iba a comprarse.
Pero uno de esos asuntos que se
presentan siempre a última hora lo
entretuvo, y yo perdí la paciencia y
decidí largarme. Nadie me respondió
cuando llamé a la puerta del santuario
de Cannon, así que entré.
En el despacho parecía reinar cierta
confusión. El señor Cannon atendía
varios teléfonos a la vez y dictaba a una
taquígrafa algo sobre una compañía de
seguros. Una de las secretarias se
apresuraba a ponerse el abrigo y el
sombrero como si fuera a salir a hacer
un encargo y otra contaba el dinero
suelto que tenía en el monedero.
—Será sólo un minuto —dijo
Cannon—. Es uno de los típicos líos de
la oficina. Usted todavía no había visto
ninguno.
—¿Es por el seguro de Finnegan? —
no pude evitar la pregunta—. ¿No es
válido?
—¿Su seguro? Ah, sí, está
perfectamente en regla, perfectamente.
Sólo estamos reuniendo doscientos o
trescientos dólares. Los bancos están
cerrados y estamos intentando reunirlos
entre todos.
—Tengo aquí el dinero que usted
acaba de darme —dije—. No lo
necesito todo para volver a California
—saqué rápidamente doscientos dólares
—. ¿Es bastante?
—Claro que sí: esto nos soluciona el
problema. No se preocupe, señorita
Carlsen. Señora Mapes, ya no es
necesario que salga.
—Bueno, yo también me voy —dije.
—Espere un par de minutos —me
rogó—. Sólo me queda contestar este
telegrama. Son noticias verdaderamente
espléndidas. De las que te suben la
moral.
Era un telegrama procedente de
Oslo, Noruega, y antes de empezar a
leerlo tuve un presentimiento.

MILAGROSAMENTE
SANO Y SALVO AQUÍ
PERO RETENIDO POR
AUTORIDADES RUEGO
ENVIAR
TELEGRÁFICAMENTE
DINERO Y PASAJES PARA
CUATRO PERSONAS MÁS
DOSCIENTOS EXTRA A
CUENTA ANTICIPO DE
VUELTA MANDO
ENTRAÑABLES SALUDOS
DEL DIFUNTO

FINNEGAN

—Sí, es espléndido —asentí—.


Ahora sí que tiene una buena historia
que contar.
—Eso parece —dijo Cannon—.
Señorita Carlsen, póngales un telegrama
a los padres de esas chicas. Y sería
conveniente que informara al señor
Jaggers.
Y, minutos después, mientras
caminábamos por la calle, me di cuenta
de que el señor Cannon, como
anonadado por la noticia maravillosa, se
había sumido en oscuras cavilaciones:
no quise molestarlo, pues a fin de
cuentas yo no conocía a Finnegan y no
podía compartir plenamente la alegría
del señor Cannon. Su mutismo se
prolongó hasta la puerta de la
exposición de lanchas motoras. Se
detuvo bajo el letrero y lo miró, como si
sólo entonces se hubiera dado cuenta de
adónde íbamos.
—¡Caramba! —dijo, retrocediendo
—. Ya no tiene ningún sentido entrar ahí.
Pensaba que íbamos a tomar una copa.
Nos la tomamos. El señor Cannon
seguía ligeramente ido, como bajo el
hechizo de la gran sorpresa. Rebuscó
tanto en sus bolsillos para encontrar
dinero con que pagar su ronda, que
insistí en que aquella invitación también
era mía.
Creo que aquel día estaba
verdaderamente aturdido, porque, a
pesar de ser un hombre meticuloso, casi
puntilloso, los doscientos dólares que le
di en su despacho jamás han aparecido
en las cuentas y liquidaciones qué me
manda. Pero supongo que alguna vez los
recuperaré, pues alguna vez Finnegan
conseguirá escribir algo y sé que el
público recibirá fervorosamente lo que
Finnegan escriba. Últimamente me ha
dado por investigar algunas de las
historias que se cuentan sobre él y he
descubierto que la mayoría son tan
falsas como las de la piscina vacía. La
piscina estaba llena hasta el borde.
Hasta el momento sólo ha aparecido
un breve relato sobre la expedición
polar, un cuento de amor: quizá el tema
no era tan interesante como Finnegan
esperaba. Pero la industria del cine se
ha interesado por Finnegan: si consiguen
controlarlo, y no tengo por qué pensar lo
contrario, sobrevivirá. Le vendría bien.
La década perdida

La década perdida
(Esquire, diciembre de 1939)
es el más notable de los
últimos y elípticos esbozos de
Fitzgerald, que consiguen los
mismos efectos que un relato
más elaborado. Ha sido
descrito como obsesionante,
un término más fácil de
experimentar que de explicar.
En poco más de mil palabras
La década perdida desarrolla
una estampa controlada y
comedida de un hombre que
intenta cambiar de actitud ante
la realidad después de diez
años de borrachera.

Personas de todo tipo entraban en la


redacción del semanario y Orrison
Brown mantenía toda clase de
relaciones con ellas. Cuando acababa el
horario de oficina era «uno de los
redactores-jefe», pero durante el trabajo
sólo era un hombre de pelo rizado que
hacía un año había sido director del
Jack-O-Lantern de Dartmouth y ahora
se contentaba con asumir las tareas
menos deseables de la redacción: desde
corregir originales ilegibles a
desempeñar las funciones de un botones
sin serlo.
Había visto a aquel individuo entrar
en el despacho del director: un
individuo pálido y alto, de unos cuarenta
años, con el pelo rubio impecablemente
peinado, y ademanes que no eran ni
huraños ni tímidos, ni sobrenaturales
como los de un monje, pero que tenían
algo de las tres cosas. El nombre que
aparecía en su tarjeta, Louis Trimble, le
traía vagos recuerdos, pero, al no
encontrar un punto de referencia,
Orrison se despreocupó, hasta que un
timbre sonó en su escritorio y, por
experiencias anteriores, adivinó que el
señor Trimble iba a ser el primer plato
del almuerzo del día.
—El señor Trimble… El señor
Brown —dijo la fuente del dinero de
todos los almuerzos—. Orrison, el señor
Trimble ha estado ausente mucho
tiempo. O por lo menos a él le parece
que ha sido mucho tiempo: casi doce
años. Mucha gente se consideraría
afortunada si hubiera perdido la última
década.
—Así es —dijo Orrison.
—Hoy no tengo tiempo ni para
comer —continuó el jefe—. Llévalo a
Voisin, o al Veintiuno o a donde quiera.
El señor Trimble cree que se ha perdido
muchas cosas.
Trimble objetó educadamente:
—Bueno, me las puedo arreglar.
—Lo sé, camarada. Nadie conocía
esta ciudad como tú. Y si Brown se
empeña en explicarte los carros sin
caballo, me lo mandas inmediatamente.
Y a las cuatro te vienes para acá, ¿de
acuerdo?
Orrison cogió el sombrero.
—¿Ha estado fuera diez años? —
preguntó mientras bajaban en el
ascensor.
—Estaban empezando a construir el
Empire State Building —dijo Trimble
—. ¿En qué año fue?
—En 1928, poco más o menos. Pero,
como ha dicho el jefe, ha tenido la
suerte inmensa de perderse muchas
cosas —y, como sondeándolo, añadió
—: Seguramente usted tenía cosas más
interesantes que ver.
—Creo que no.
Llegaron a la calle y, por la manera
en que Trimble contrajo la cara ante el
fragor del tráfico, Orrison hizo otra
conjetura.
—¿Ha vivido lejos de la
civilización?
—En cierto sentido —las palabras
fueron pronunciadas de una manera tan
comedida, que Orrison llegó a la
conclusión de que aquel hombre sólo
hablaría si se lo pedían, y al mismo
tiempo se preguntó si habría pasado los
años treinta en la cárcel o el manicomio.
—Éste es el célebre Veintiuno —
dijo—. ¿Prefiere comer en otro sitio?
Trimble guardó silencio unos
segundos, mientras miraba con atención
el edificio de piedra caliza roja.
—Recuerdo cuando el nombre del
Veintiuno empezó a hacerse famoso —
dijo—, más o menos el mismo año que
el Moriarity —inmediatamente continuó
casi en tono de excusa—: Pensaba que
pasearíamos un rato por la Quinta
Avenida y comeríamos donde nos
apeteciera: en algún sitio donde
pudiéramos ver gente joven.
Orrison le echó una mirada rápida y
volvió a pensar en rejas y muros grises y
más rejas; se preguntaba si entre sus
deberes se incluiría presentarle al señor
Trimble chicas complacientes. Pero al
señor Trimble no parecía habérsele
ocurrido semejante posibilidad: tenía
una expresión de absoluta y profunda
curiosidad, y Orrison trató de relacionar
su nombre con la expedición perdida en
el Polo Sur del almirante Byrd o con los
aviadores desaparecidos en la jungla
brasileña. Era, o había sido, todo un
personaje: era evidente. Pero la única
pista definitiva para averiguar su
procedencia —y a Orrison aquella pista
poco le decía— era que, como hombre
de ciudad, respetaba los semáforos y
prefería ir por la acera y no por mitad
de la calle. De pronto se paró a mirar el
escaparate de una camisería.
—Corbatas de crespón —dijo—. No
veía corbatas así desde que dejé la
universidad.
—¿Dónde estudió?
—En el Instituto Tecnológico de
Massachusetts.
—Magnífico sitio.
—La semana que viene iré a hacerle
una visita. Podemos comer algo en algún
sitio de por aquí… —habían pasado la
calle 50—. Elija usted.
Había un buen restaurante con una
pequeña marquesina a la vuelta de la
esquina.
—¿Qué prefiere ver? —preguntó
Orrison cuando se sentaron.
Trimble se quedo pensativo un
instante.
—Bueno… La nuca de la gente —
sugirió—. El cuello… Cómo la cabeza
se une al cuerpo. Me gustaría oír qué le
están diciendo a su padre aquellas dos
chicas. No exactamente lo que están
diciendo, sino sólo si las palabras flotan
o se hunden, y cómo se cierran sus
labios cuando acaban de hablar. Sólo es
una cuestión de ritmo: Colé Porter
volvió a Estados Unidos en 1928 porque
intuyó que había nuevos ritmos en el
ambiente.
Orrison creyó haber encontrado por
fin una pista segura, y, con amable
delicadeza, no siguió por aquel camino
ni un milímetro, incluso reprimió un
repentino deseo de decirle que había un
buen concierto en el Carnegie Hall
aquella noche.
—El peso de las cucharas —dijo
Trimble—, tan liviano. Un cuenco
pequeño pegado a un mango. El ligero
estrabismo de ese camarero. Lo conozco
desde hace mucho tiempo, pero seguro
que no se acuerda de mí.
Pero, al irse del restaurante, el
camarero miró a Trimble como si
dudara, como si estuviera a punto de
reconocerlo. Cuando salieron a la calle,
Orrison se echó a reír:
—Diez años bastan para olvidar.
—Estuve aquí en mayo —Trimble se
interrumpió bruscamente.
Orrison llegó a la conclusión de que
todo aquello era un poco descabellado,
y de repente decidió convertirse en una
especie de guía.
—Desde aquí puede ver el
Rockefeller Center —señaló
animosamente— y el edificio Chrysler y
el Armistead, el padre de todos los
nuevos edificios.
—El edificio Armistead —Trimble
miró hacia aquella zona, obediente—.
Sí, lo proyecté yo.
Orrison negó con la cabeza y sonrió.
Estaba acostumbrado a tratar con toda
clase de gente. Pero la broma de que
había comido en el restaurante en
mayo…
Se detuvo ante la placa de bronce
que había en la piedra angular del
edificio: «Construido en 1928».
Trimble hizo un gesto de
asentimiento.
—Empecé a emborracharme aquel
año, a emborracharme de verdad. Así
que es la primera vez que lo veo.
—Ah —Orrison titubeó—. ¿Quiere
entrar?
—He entrado muchas veces, muchas.
Pero no lo he visto. Y ahora no es lo que
me gustaría ver. Ahora mismo sería
incapaz. Sólo quiero ver cómo camina la
gente y cómo son los vestidos, los
sombreros, los zapatos. Y los ojos y las
manos. ¿Le importaría estrecharme la
mano?
—En absoluto, señor.
—Gracias, gracias. Es muy amable.
Me figuro que parecerá extraño, pero la
gente creerá que nos estamos
despidiendo. Voy a pasear un rato por la
avenida, así que es verdad que nos
tenemos que despedir. Diga en el
semanario que volveré a las cuatro.
Orrison lo siguió con la mirada
cuando empezó a alejarse, casi
esperando ver cómo se metía en un bar.
Pero no había nada en Trimble que
sugiriera o hubiera sugerido alguna vez
que bebiera.
«Jesús», dijo para sí, «diez años
borracho».
Súbitamente palpó el tejido de su
abrigo y luego alargó la mano y apretó
el pulgar contra el granito del edificio.
Pongan agua a
hervir, mucha, mucha

Pongan agua a hervir,


mucha, mucha (Esquire, marzo
de 1940) fue el tercero de los
diecisiete relatos sobre Pat
Hobby. Estos cuentos han sido
considerados autobiográficos
erróneamente y son por
consiguiente mal
interpretados. Pat es un
guionista de pacotilla,
tramposo y sin talento; y los
cuentos de Pat deben leerse
como sátiras o parodias.
Fitzgerald escribió esta serie
de cuentos (por 250 y 300
dólares cada uno) para
ganarse la vida mientras
trabajaba en El último
magnate, su novela inacabada
sobre Hollywood.

Pat Hobby estaba sentado en su


despacho en el edificio de los escritores
y repasaba el trabajo de la mañana, que
acababa de devolverle el departamento
de guiones. Se dedicaba a corregir el
trabajo ajeno, prácticamente lo único
que le confiaban por aquel entonces.
Tenía que corregir a toda prisa
secuencias mal resueltas, pero la
palabra prisa ni le daba miedo ni le
decía nada en absoluto, pues Hobby
llevaba en Hollywood desde que tenía
treinta años, y ya tenía cuarenta y nueve.
Todo el trabajo que había hecho aquella
mañana (excepto algún cambio aquí y
allá para poder atribuirse unas cuantas
líneas), todo lo que se le había ocurrido
era una sola frase imperativa,
pronunciada por un médico:
—Pongan agua a hervir, mucha,
mucha.
Era una buena frase. Le había venido
a la imaginación de golpe en cuanto leyó
el guión. En los días lejanos del cine
mudo le hubiera servido para un rótulo y
se hubieran acabado momentáneamente
sus preocupaciones, pero ahora
necesitaba algunas palabras más para
los otros personajes de la escena. No se
le ocurría nada.
«Pongan agua a hervir», se repetía a
sí mismo, «mucha, mucha».
El verbo hervir le recordó inmediata
y felizmente la cafetería. Eran recuerdos
llenos de respeto, pues, para un veterano
como Pat, la gente con quien compartías
mesa en el almuerzo era más importante
para hacer carrera que lo que escribías
en tu despacho. Aquello no era un arte,
como Pat repetía con frecuencia; aquello
era una industria.
—Esto no es un arte —le comentó a
Max Leam, que bebía tranquilamente un
vaso de agua junto a la nevera del
pasillo—. Esto es una industria.
Max le había echado aquel oportuno
hueso de tres semanas a trescientos
cincuenta dólares.
—Hombre, Pat, ¿has escrito algo?
—Mira, tengo algo que va a hacer
que se… —mencionó una función
biológica muy corriente con una certeza
más bien pasmosa de que se llevaría a
cabo en los cines.
Max intentó calibrar su sinceridad.
—¿Me lo puedes leer ahora? —
preguntó.
—No, todavía no. Pero tiene eso que
se llamaba fuerza, si sabes a lo que me
refiero.
Max era un mar de dudas.
—Muy bien, adelante. Y si tropiezas
con algún problema médico, ve al
botiquín y consúltalo con el médico. No
puede haber fallos. El espíritu de
Pasteur iluminó la mirada de Pat. —Lo
haré.
Se sentía perfectamente mientras
cruzaba el edificio con Max. Se sentía
tan bien que decidió pegarse al
productor y comer con él en la mesa
principal. Pero Max frustró sus
intenciones con un cariñoso y cantarín
«Hasta luego» antes de desaparecer en
la barbería.
En otro tiempo Max había sido una
figura familiar en la mesa principal; y a
menudo, en aquella época dorada, había
cenado en los comedores privados de
los ejecutivos. Como pertenecía al
Hollywood de los viejos tiempos,
entendía sus chistes, sus vanidades, su
sistema social con sus vertiginosas
fluctuaciones. Pero ahora en la mesa
principal había demasiadas caras
nuevas, caras que lo miraban con ese
recelo que en Hollywood es universal.
Y en las otras mesas se sentaban los
guionistas jóvenes, que parecían tomarse
el trabajo demasiado en serio. Y, antes
que sentarse en cualquier sitio, incluso
entre las secretarias y los extras,
prefería comerse un bocadillo en un
rincón.
Dio una vuelta por la enfermería y
preguntó por el médico. Una chica, una
enfermera, le contestó desde un espejo
ante el que se estaba pintando
apresuradamente los labios.
—Ha salido. ¿Qué pasa?
—Ah, volveré más tarde.
Había terminado de pintarse, y se
volvió, joven y vivaracha, con una
sonrisa luminosa y reconfortante.
—La señorita Stacey lo atenderá.
Estaba a punto de irme a comer.
Pat se dio cuenta de que volvía a
sentir una emoción antigua, muy antigua,
vestigio de los tiempos de casado: la
impresión de que si invitaba a comer a
aquella belleza podía complicarse la
vida. Pero inmediatamente recordó que
ya no estaba casado, que sus mujeres ni
siquiera le reclamaban ya la pensión
alimenticia.
—Estoy trabajando en una película
de tema médico —dijo—. Necesito que
me echen una mano.
—¿Tema médico?
—Estoy escribiendo… algo sobre un
médico, un guión. Oye, te invito a comer.
Me gustaría plantearte algunas
cuestiones médicas.
La enfermera titubeó.
—No sé. Es el primer día que
trabajo aquí.
—No hay ningún problema —le
aseguró Pat—; los estudios son
democráticos. Aquí todo el mundo se
tutea: sólo eres Joe, o Mary… Desde los
peces gordos a los claquetistas.
Y, camino del almuerzo, demostró
rotundamente que lo que decía era
verdad: saludó a una estrella masculina
que, a cambio, lo llamó por su nombre
de pila. En la cafetería, donde se
sentaron muy cerca de la mesa principal,
su productor, Max Leam, levantó la vista
y lo saludó con un guiño cómplice.
La enfermera —se llamaba Helen
Earle— miraba con curiosidad e ilusión
a todas partes.
—No veo a nadie conocido —dijo
—. Ay, sí, ahí está Ronald Colman. No
me lo imaginaba así.
Súbitamente Pat señaló al suelo.
—¡Y ahí tienes al ratón Mickey!
La chica dio un brinco y Pat se rió
de su propia broma, pero Helen Earle no
podía apartar los ojos, entusiasmada, de
unos extras en traje de época que
acababan de llenar el local con los
fastos del Primer Imperio. A Pat le
molestó que malgastara su interés en
aquellas nulidades.
—Los peces gordos se sientan en
esa mesa —dijo solemnemente,
meditabundo—, los directores y la gente
por el estilo, menos los grandes
ejecutivos. Si quisieran, Ronald Colman
les plancharía los pantalones. Yo me
suelo sentar con ellos, pero no admiten
damas. Me refiero a los almuerzos: no
admiten damas.
—Ah —dijo Helen Earle, con mucha
educación, pero poco convencida—.
Debe ser maravilloso ser guionista. Me
parece muy interesante.
—Tiene su encanto, sí —dijo Pat,
que pensaba desde hacía años que era
una vida de perros.
—¿Qué quieres preguntarme sobre
los médicos?
Volvió el agobio. Algo se rompía en
la mente de Pat cada vez que pensaba en
aquel guión.
—Bueno, Max Leam, que es ése de
ahí enfrente, y yo estamos trabajando en
un guión sobre un médico. Una película
de hospitales. ¿Me entiendes?
—Sí, sí —y añadió al cabo de un
momento—: Gracias a esas películas
estudié para enfermera.
—Y, claro, no podemos cometer
fallos, porque la película la verán cien
millones de personas. Así que en el
guión un médico ordena que pongan agua
a hervir. Dice: «Pongan agua a hervir,
mucha, mucha». Y nos estamos
preguntando qué hará la gente a
continuación.
—Pues… Probablemente pondrán a
hervir agua —dijo Helen, e
inmediatamente, algo confundida por la
pregunta, añadió—: ¿De qué gente se
trata?
—Bueno… La hija de no sé quién y
el hombre que vive en la casa, y un
abogado, y el herido.
Helen trató de digerir aquella
información antes de responder:
—Y hay otro tipo, pero lo voy a
suprimir —concluyó Pat.
Hubo una pausa. La camarera les
trajo los bocadillos de atún.
—Cuando un médico da una orden la
da de verdad —decidió Helen.
—Hmmm —el interés de Pat se
había concentrado en una escena insólita
que se desarrollaba en la mesa
principal, pero le preguntó
distraídamente—: ¿Estás casada?
—No.
—Yo tampoco.
Ante la mesa principal se había
parado un extra: un cosaco ruso con un
bigote feroz. Se apoyaba en el respaldo
de una silla vacía, entre Paterson, el
director, y Leam, el productor.
—¿Está ocupada? —preguntó con
fuerte acento centroeuropeo.
Las miradas de todos los que se
sentaban a aquella mesa se clavaron en
él de repente. Habían creído que se
trataba de un actor conocido. Pero no lo
era: vestía uno de los abigarrados
uniformes que salpicaban la sala.
Uno de los de la mesa dijo:
—Está ocupada.
Pero aquel individuo separó la silla
de la mesa y se sentó.
—Para comer cualquier sitio es
bueno —comentó con una mueca que
podía ser una sonrisa.
Un estremecimiento recorrió las
mesas más próximas. Pat Hobby,
boquiabierto, no podía apartar la vista.
Era como si alguien hubiera pintado al
Pato Donald en La última cena.
—Fíjate, fíjate —advirtió a Helen
—. Ya se puede ir preparando. ¡Qué
barbaridad!
Ned Harman, el productor ejecutivo,
rompió el silencio atónito de la mesa
principal.
—Esta mesa está reservada —dijo.
El extra lo miró por encima de la
carta.
—Me dijeron que me sentara en
cualquier sitio.
Llamó con una seña a la camarera,
que titubeó mientras buscaba una
respuesta en las caras de sus superiores.
—Los extras no comen aquí —dijo
Max Leam, sin perder todavía la
compostura—. Ésta es la…
—Yo voy a comer —dijo el cosaco
tenazmente—. He aguantado casi seis
horas mientras rodaban esa basura
repugnante y ahora voy a comer.
El silencio se había extendido:
desde el ángulo de visión de Pat todos
parecían flotar inmóviles en el aire.
El extra negó con la cabeza
cansinamente.
—No sé a quién se le habrá ocurrido
—dijo, y Max Leam se echó hacia
delante sin levantarse de la silla—, pero
es la estupidez más asquerosa que he
visto rodar en Hollywood.
Pat meditaba en su mesa: ¿Por qué
no hacían algo? Echarlo a puñetazos,
sacarlo a rastras. Si eran unos cobardes,
por lo menos podían llamar a los
guardas de seguridad.
—¿Quién es? —Helen Earle miraba
inocentemente a donde miraba Pat—.
¿Debería conocerlo?
Pat prestaba atención a Max Leam,
que daba voces, furioso.
—Levántese, hijo, levántese. ¡Fuera
de aquí! ¡Fuera de aquí ahora mismo!
El extra frunció el entrecejo.
—¿Quién es usted para hablarme
así? —preguntó.
—Se va a enterar enseguida —Max
se dirigió a la mesa—. ¿Dónde está
Cushman? ¿Dónde está el encargado de
Personal?
—Intente moverme —dijo el extra,
desenvainando la espada hasta que el
puño asomó por encima de la mesa— y
le cuelgo el sable en la oreja. Conozco
mis derechos.
Los doce hombres de la mesa, con
salarios que sumaban más de mil
dólares a la hora, permanecían sentados,
estupefactos. Al fondo, cerca de la
puerta, un guarda de seguridad se olió lo
que estaba sucediendo y se abrió paso a
codazos a través del local atestado. Y
Big Jack Wilson, otro director, se
levantó de repente y se acercó rodeando
la mesa.
Pero llegaron demasiado tarde. Pat
Hobby se había cansado de aguantar:
saltó de la silla, agarró una bandeja
inmensa de la mesa de servicio que tenía
más a mano, irrumpió de un brinco en
escena y descargó la bandeja sobre la
cabeza del extra con toda la fuerza de
sus cuarenta y nueve años. El extra, que
había empezado a levantarse para hacer
frente a la amenazadora embestida de
Wilson, recibió de lleno el golpe en la
cara y en la sien, y, mientras se
desplomaba, el maquillaje se le llenó de
rayas rojas. Se derrumbó entre las sillas.
Pat se mantenía en guardia,
jadeando, con la bandeja en la mano.
—¡Rata asquerosa! —gritó—.
¿Dónde se habrá creído que…?
El guarda de seguridad se abrió paso
a empujones, y también Wilson se abrió
paso a empujones, y dos hombres
aterrorizados se acercaron corriendo
desde otra mesa para estudiar la
situación.
—¡Era una broma! —gritó uno de
ellos—. Es Walter Herrick, el guionista
de la película.
—¡Dios mío!
—Le estaba gastando una broma a
Max Leam. ¡Era una broma!
—¡Recogedlo! ¡Que venga un
médico! ¡Rápido!
Helen Earle se acercó corriendo;
arrastraron a Walter Herrick e hicieron
un hueco para dejarlo en el suelo
mientras gritaban:
—¿Quién ha sido? ¿Quién le ha roto
la cabeza?
Pat dejó caer con disimulo la
bandeja en una silla, y el ruido se perdió
en la confusión.
Vio cómo Helen Earle aplicaba
deprisa y corriendo servilleta tras
servilleta a la cabeza de aquel hombre.
—¿Cómo han podido hacerle una
cosa así? —gritó alguien.
La mirada de Pat coincidió con la de
Max, que miró hacia otra parte
inmediatamente: una sensación de
injusticia se apoderó de Pat Hobby. En
aquel momento crítico, real o
imaginario, era el único que se había
atrevido a actuar. Sólo él le había
plantado cara a aquel individuo,
mientras que todos aquellos estirados se
dejaban insultar y avasallar. Y ahora
tendría que cargar con las
consecuencias, porque Walter Herrick
era poderoso y tenía éxito: era de los
que ganaban tres mil dólares a la semana
y había estrenado comedias de éxito en
Nueva York. ¿Quién podía figurarse que
aquello era una broma?
Llegó el médico. Pat vio que le
decía algo a la encargada de la cafetería
y oyó cómo la voz chillona de la
encargada mandaba a la cocina a las
camareras, que volaban como hojarasca.
—¡Pongan agua a hervir, mucha,
mucha!
Aquellas palabras, descabelladas e
irreales, hicieron mella en el alma
abrumada de Pat Hobby. Y, aunque se
daba cuenta de que pronto sabría de
primera mano lo que sucedía a
continuación, era incapaz de imaginar
cómo salir del paso después.
Último beso

Ultimo beso guarda


estrecha relación con El
último magnate; Pamela
Knighton y Kathleen Moore
se basaban en la amiga de
Fitzgerald, Sheilah Graham.
Cosmopolitan rechazó el
cuento en 1940: «… no
podemos añadirlo a nuestro
abultado fondo de cuentos».
Fitzgerald cambió el título
por el de Escarcha plata y
rosa y puede que lo enviara a
otras revistas bajo el
seudónimo de John Darcy.
Luego retiraría el cuento y lo
aprovecharía para El último
magnate, anotando en el
manuscrito: «Horrible, salvo
el final. Para romperlo».
Collier (16 de abril de
1949) lo publicaría
póstumamente con el título de
Ultimo beso. Mereció la
bonificación de mil dólares
otorgada al mejor cuento del
número. Pero Collier no
publicó la versión definitiva.
El texto que aquí aparece por
primera vez es la última
versión que revisó Fitzgerald.
I.

Era una sensación agradabilísima


estar en la cima. Tenías la certeza de que
todo era perfecto, de que las luces
brillaban sobre bellas damas y hombres
valientes, de que los pianos nunca
desafinaban y de que los labios jóvenes
cantaban para corazones felices. Todos
aquellos rostros hermosos, por ejemplo,
debían ser absolutamente felices.
Y entonces, al son de una rumba
crepuscular, un rostro que no era
suficientemente feliz pasó ante la mesa
de Jim. Ya había pasado cuando Jim
llegó a semejante conclusión, pero
permaneció en su retina unos segundos
más. Era la cara de una chica casi tan
alta como él, de ojos opacos y castaños
y mejillas tan delicadas como una taza
de porcelana china.
—Ya ves —dijo la mujer que lo
había acompañado a la fiesta, siguiendo
su mirada y suspirando—. Yo lo llevo
intentando años, y a otras sólo les cuesta
un segundo.
Jim se quedó con la gana de
responder: «Pero tú tuviste tu momento,
tres maridos. ¿Qué me dices de mí?
Treinta y cinco años y todavía sigo
comparando a todas las mujeres con un
amor perdido de la adolescencia,
buscando todavía en cada chica las
semejanzas y no las diferencias».
Cuando las luces volvieron a
diluirse deambuló entre las mesas para
salir al vestíbulo. Los amigos lo
llamaban desde todas partes, más
numerosos que nunca, porque la noticia
de su contrato como productor la había
publicado el Hollywood Reporter
aquella mañana, pero Jim ya había
escalado posiciones otras veces, y
estaba acostumbrado. Era un baile
benéfico y en la barra, preparado para
su actuación, había un hombre con un
traje hecho con papel pintado, y Bob
Bordley, vestido de hombre anuncio, con
un cartel que decía:
ESTA NOCHE A LAS
DIEZ
EN EL ESTADIO DE
HOLLYWOOD
SONJA HEINE
PATINARÁ
SOBRE SOPA
CALIENTE

A su lado Jim vio al productor al


que le quitaría el puesto al día siguiente,
bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia
una copa con el agente que había
contribuido a su ruina. Y con el agente
estaba la chica cuya cara le había
parecido triste mientras bailaba la
rumba.
—Ah, Jim —dijo el agente—,
Pamela Knighton, tu futura estrella.
La chica lo miró llena de ilusión
profesional. Lo que el agente le había
dicho era: «Atención. Éste es alguien».
—Pamela se ha unido a mi cuadra
—dijo el agente—. Quiero que cambie
su nombre por el de Boots.
—Creía que habías dicho Toots —
rió la chica.
—Toots o Boots. Es por el sonido de
la doble o: el sonido doble o. Se te
queda. Pamela es inglesa. Su verdadero
nombre es Sybil Higgins.
Jim se dio cuenta de que el
productor destituido lo miraba con algo
infinito en la mirada. No era odio, no
era envidia, sino un asombro profundo
que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por
qué? Por Dios bendito, ¿por qué?». Más
preocupado por aquella mirada que por
su enemistad, Jim se sorprendió a sí
mismo invitando a bailar a la chica
inglesa. Y cuando se miraron en la pista
de baile se sintió exultante.
—Hollywood está bien —dijo,
como para anticiparse a alguna crítica
—. Le gustará. A la mayoría de las
chicas inglesas les gusta: no esperan
demasiado. He tenido suerte al trabajar
con inglesas.
—¿Es usted director?
—He hecho de todo… desde agente
de prensa en adelante. Acabo de firmar
un contrato para trabajar como
productor a partir de mañana.
—Me gusta esto —dijo la chica al
cabo de unos segundos—. Siempre se
tienen esperanzas. Y si no se cumplen,
siempre podré volver a dar clases en el
colegio.
Jim se apartó un poco para mirarla:
la impresión era de escarcha rosa y
plata. Se parecía tan poco a una maestra
de escuela, a una maestra de escuela del
Oeste, que se echó a reír. Y otra vez
notó que había algo triste y un poco
perdido en el triángulo que formaban sus
labios y sus ojos.
—¿Con quién ha venido? —preguntó
Jim.
—Con Joe Becker —era el nombre
del agente—. He venido con otras tres
chicas.
—Tengo que salir media hora. Tengo
que ver a alguien… No me lo estoy
inventado. Créame. ¿Quiere
acompañarme y tomar un poco el aire?
Ella asintió.
Camino de la puerta pasaron junto a
la mujer que lo había acompañado a la
fiesta: dedicó una mirada inescrutable a
la chica y a Jim un gesto apenas
perceptible con la cabeza. Fuera, en la
noche clara de California, Jim apreció
por primera vez su gran coche nuevo: le
gustaba más que el hecho de usarlo. Las
calles por las que pasaban estaban
tranquilas a aquella hora y la limusina se
deslizaba silenciosamente a través de la
oscuridad. La señorita Knighton esperó
a que Jim hablara.
—¿De qué daba clase en el colegio?
—preguntó.
—Enseñaba a sumar. Dos y dos son
cinco y todo eso.
—Es un buen salto, de la escuela a
Hollywood.
—Es una larga historia.
—No puede ser muy larga: no debe
de tener más de dieciocho años.
—Veinte. ¿Cree que soy demasiado
mayor? —preguntó con ansiedad.
—¡No, por Dios! Es una edad
estupenda. Yo lo sé: yo tengo veintiuno y
la arterioesclerosis sólo está en sus
comienzos.
Lo miró muy seria, calculando su
edad, pero sin decirla.
—Me gustaría oír esa larga historia.
La chica suspiró.
—Bueno, todos los hombres
mayores se enamoraban de mí. Mayores,
muy mayores. Era la novia de un viejo.
—¿Vejestorios de veintidós años?
—Andaban entre los sesenta y los
setenta. Es absolutamente cierto. Así que
me convertí en una aventurera y los
exprimí bien hasta que tuve el dinero
suficiente para irme a Nueva York. El
primer día, Joe Becker me vio en el
Veintiuno.
—¿Así que nunca ha trabajado en el
cine?
—Ah, sí; he hecho una prueba esta
mañana.
Jim sonrió.
—¿Y no le remuerde la conciencia
por haberles sacado el dinero a todos
esos viejos? —inquirió.
—Pues no —dijo, con sentido
práctico—. Disfrutaban dándomelo. Y ni
siquiera era dinero. Cuando querían
hacerme un regalo, los mandaba a un
joyero que yo conocía y luego yo
devolvía el regalo y el joyero me daba
las cuatro quintas partes de lo que valía.
—¡Vaya, es usted una pequeña
estafadora!
—Sí —admitió muy tranquila—; me
enseñó una amiga. Y estoy dispuesta a
conseguir todo lo que pueda.
—¿Y no les importaba… a los
viejos, me refiero… que no se pusiera
las joyas que le regalaban?
—Ah, me las ponía… una vez. Los
viejos no ven muy bien, o se les olvidan
las cosas. Por eso no tengo ninguna joya
—calló—. Creo que aquí las puedes
alquilar.
Jim volvió a mirarla y se echó a reír.
—Yo no me preocuparía por eso.
California está llena de viejos. Habían
torcido hacia una zona residencial. Al
doblar la esquina Jim le avisó al chófer.
—Pare aquí —se volvió hacia
Pamela—: Tengo que solucionar un
asunto feo.
Jim miró su reloj, se apeó del coche
y atravesó la calle hacia un edificio con
la placa de un consultorio médico. Dejó
atrás la placa, despacio, y entonces un
individuo salió del edificio y lo siguió.
En la oscuridad, entre dos farolas, Jim
se le acercó, le dio un sobre y le dijo
algo. El hombre se alejó en dirección
contraria y Jim volvió al coche.
—Voy a cargarme a todos los viejos
—explicó—. Hay cosas peores que la
muerte.
—Ah, pero ahora no estoy libre —le
aseguró—. Tengo novio.
—Ah… —y un momento después
preguntó—: ¿Un inglés?
—Claro, naturalmente. ¿No le
parece que…? —se detuvo demasiado
tarde.
—¿Que los americanos somos poco
interesantes? —No, no… —su tono
despreocupado lo empeoró. Y cuando
sonrió, en el momento en que una luz
voltaica la iluminó y envolvió su belleza
en un fulgor blanco, resultó aún más
impertinente—. Ahora cuéntemelo —
dijo—. Cuénteme el misterio.
—Dinero —contestó Jim casi
ausente—. Ese medicucho griego le ha
dicho a cierta dama que tiene mal el
apéndice… y nosotros la necesitamos
para una película. Así que lo hemos
comprado. Es la última vez que hago el
trabajo sucio de otro. La chica frunció el
entrecejo. —Pero ¿necesita que la
operen de apendicitis? Jim se encogió
de hombros.
—Probablemente no. Por lo menos
esa rata no lo sabe. Es su cuñado y
quiere el dinero.
Después de una larga pausa, Pamela
sentenció: —Un inglés no haría eso.
—Algunos lo harían —respondió
Jim lacónicamente—, y algunos
americanos no.
—Un caballero inglés no lo haría.
—Me parece que está empezando
con mal pie —sugirió Jim— si lo que
quiere es trabajar aquí.
—Ah, los americanos me encantan,
los civilizados. Por su manera de
mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese
grupo, pero, lejos de tranquilizarlo,
aquello le pareció un ultraje.
—Se la está jugando —dijo—. La
verdad es que no sé cómo se ha atrevido
a acompañarme. Podría llevar un
penacho de plumas bajo el sombrero.
—No lleva sombrero —dijo la
chica, muy tranquila—. Además, Joe
Becker me lo dijo. Que a lo mejor
conseguía algo.
Después de todo era productor, y
jamás se llega a nada importante
perdiendo la calma, salvo si es a
propósito.
—Estoy seguro de que algo
conseguirá —dijo, y mientras hablaba se
daba cuenta de que un tono traidor y
rastrero le cambiaba furtivamente la
voz.
—¿De verdad? —preguntó la chica
—. ¿Cree que destacaré, o sólo soy una
del montón?
—Ya está destacando —continuó
John en el mismo tono—. En el baile
todo el mundo la miraba —se
preguntaba si lo que estaba diciendo se
acercaba a la verdad. ¿O era una
invención suya que la chica era única?
—. Usted es un nuevo tipo de mujer —
continuó—. Una cara como la suya le
daría a las películas americanas un… un
aire más civilizado.
Había apuntado bien, pero para su
inmensa sorpresa la flecha rebotó.
—¿Lo cree de verdad? —exclamó
—. ¿Va a darme una oportunidad?
—Por supuesto —no podía creer
que su ironía estuviera errando el blanco
—. Pero, claro, después de esta noche
tendré tantos competidores que…
—Ah, yo preferiría trabajar con
usted —declaró—. Se lo diré a Joe
Becker.
—No le diga nada —la interrumpió.
—Muy bien, no se lo diré. Haré lo
que usted me diga.
Tenía los ojos muy abiertos,
expectantes. Trastornado, Jim sentía que
las palabras acudían a sus labios y se le
escapaban sin querer. Cuánta inocencia
y cuánto afán de rapiña podía cobijar
aquella dulce voz inglesa.
—La desperdiciarían en papeles sin
importancia —empezó a decir—. Se
trata de conseguir un gran papel —se
interrumpió y volvió a empezar—: Tiene
usted una personalidad tan arrolladora
que…
—¡No, por favor! —Jim vio un
destello de lágrimas en la comisura de
sus ojos—. Déjeme que lo consulte con
la almohada. Llámeme por la mañana, o
cuando me necesite.
El coche se detuvo ante la larga
alfombra roja que conducía a la fiesta.
Al ver a Pamela, la multitud se
arremolinó grotescamente bajo el chorro
de luz deslumbradora de los focos.
Tenían los cuadernos de autógrafos
preparados, pero, incapaces de
reconocerla, volvieron a suspirar tras el
cordón de seguridad.
A través de la pista, bailando, Jim
acompañó a la chica hasta la mesa de
Becker.
—No diré una palabra —murmuró.
Sacó del bolso una tarjeta con el nombre
de un hotel escrito a lápiz—. Si me
llegan otras ofertas las rechazaré.
—No, por favor —se apresuró a
decir Jim.
—Por favor, sí —le dedicó una
sonrisa luminosa y, durante algunos
segundos, Jim revivió lo que había
sentido al verla por primera vez. En
aquel momento la cara de la chica daba
una impresión de cálida simpatía, de
juventud y sufrimiento a la vez. Se
preparó para asestarle una rápida
cuchillada final que reventara la burbuja
apenas inflada.
—Dentro de un año más o menos…
—empezó. Pero la música y la voz de la
chica lo acallaron.
—Esperaré su llamada. Usted es…
Usted es el americano más civilizado
que he conocido nunca.
Ella le dio la espalda como apurada
por la magnificencia de aquel cumplido.
Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo
que la mujer que lo había acompañado a
la fiesta hablaba con alguien a través de
su silla vacía, se desvió. La sala, la
noche, le parecían de repente
excesivamente ruidosas: la mezcla de
música y voces era estridente, sin
armonía, y cuando recorrió la sala con
la mirada, sólo encontró envidias y
odios, egos que redoblaban como
tambores en una fanfarria. Y él, en
contra de lo que había pensado, no
estaba al margen de la batalla.
Iba hacia el guardarropa y pensaba
en la nota que le mandaría con un
camarero a su acompañante: «Estabas
bailando, así que yo…». Entonces se dio
cuenta de que estaba muy cerca de la
mesa de Pamela Knighton y,
desviándose de nuevo, se dirigió hacia
la puerta por otro camino.

II.

Un productor de cine puede actuar


sin inteligencia creativa pero no sin
tacto. En aquel momento el tacto
absorbía a Jim Leonard, con exclusión
de todo lo demás. Quizá el poder
debería haberle permitido pasar la
diplomacia a un segundo plano,
dejándole actuar a su aire, pero en lugar
de eso aumentó sus relaciones humanas:
con los altos cargos, con los directores,
guionistas, actores y técnicos asignados
a su unidad, con los jefes de
departamento, censores y, por fin, con
los «hombres del Este». Pero mantener a
raya a una solitaria chica inglesa, que no
disponía de otras armas que el teléfono
y una nota que le hizo llegar desde
recepción, no tendría que haber supuesto
ningún problema.
Pasaba por el estudio y me he
acordado de usted y de nuestro paseo
en coche. He recibido algunas ofertas
pero sigo dándole largas a Joe Becker.
Si cambio de hotel, le avisaré.
Una ciudad llena de juventud y
esperanza pronunciaba aquellas
palabras, con sus dos mentiras
transparentes y la valiente falsedad de
su tono. A la chica no le importaban ni
el dinero ni la gloria que protegían los
muros inexpugnables. Pasaba por allí
simplemente. Simplemente pasaba por
allí.
Eso fue dos semanas después. A la
semana siguiente, Joe Becker se dejó
caer por su despacho.
—¿Te acuerdas de la chica inglesa,
Pamela Knighton? ¿Qué te pareció?
—Muy agradable.
—No sé por qué no quiere que hable
contigo —Joe miraba por la ventana—.
Así que me imagino que no lo pasasteis
demasiado bien aquella noche.
—Claro que lo pasamos bien.
—La chica tiene novio, ¿sabes?, un
inglés.
—Me lo contó —dijo Jim, molesto
—. No intenté ligármela, si es lo que
estás insinuando.
—No te preocupes, yo entiendo esas
cosas. Sólo quería decirte algo sobre
ella.
—¿No le interesa a nadie?
—Sólo lleva un mes aquí. De los
comienzos nadie se libra. Sólo quería
decirte que cuando entró en el Veintiuno
aquel día todos los clientes acudieron
como… como moscas. ¿Sabes?,
inmediatamente se convirtió en el tema
de conversación de todo el restaurante.
—Fantástico, ¿no? —dijo Jim
secamente.
—Sí. Y LaMarr también estaba allí
ese día. Fíjate: Pam estaba
completamente sola, imagino que
vestida a la inglesa, nada que llamara la
atención: pieles de conejo. Pero brillaba
como un diamante.
—No me digas.
—Mujeres duras derramaban
lágrimas en su vichysoisse. Elsa
Maxwell…
—Joe, tengo que trabajar.
—¿Verás su prueba?
—Las pruebas se hacen para los
maquilladores —dijo Jim, impaciente
—. De las pruebas que salen bien no me
fío. Y de las malas tampoco.
—Tú tienes tus ideas, ¿no?
—A ese respecto, sí. Se han
cometido muchas equivocaciones en las
salas de proyección.
—Y en los despachos también —
dijo Joe poniéndose de pie.
Una semana después llegó otra nota.
Ayer llamé por teléfono y una
secretaria me dijo que había salido, y
otra que estaba reunido. Si me está
dando largas, dígamelo. No voy a
rejuvenecer. Es evidente que tengo
veintiún años, y parece que usted se ha
cargado a todos los viejos.
La cara de la chica se había
difuminado. Jim recordaba las mejillas
delicadas, los ojos atormentados, como
si los hubiera visto en una película hacía
mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta
que hablara de un cambio de planes, de
una futura prueba, de imprevistos que
harían imposible…
No se sentía satisfecho, pero por lo
menos había terminado con aquel asunto.
Aquella noche, mientras se tomaba un
bocadillo en un bar cercano a su casa, le
pareció que su primer mes en el trabajo
había sido satisfactorio. Le sobraba
tacto. Su equipo funcionaba como la
seda. Las sombras que decidían su
destino no tardarían en apreciarlo.
Había pocos clientes en el bar.
Pamela Knighton era la chica que leía el
periódico. Lo miró, sorprendida, por
encima del lllustrated London News.
Recordando la carta que tenía en la
mesa de su despacho a la espera de
firma, Jim pensó hacer como que no la
había visto. Dio media vuelta
conteniendo la respiración, con el oído
atento. Pero nada sucedió, aunque la
chica lo había visto, y, avergonzado de
su cobardía típica de Hollywood, de
nuevo dio media vuelta y la saludó
levantando el sombrero.
—Se acuesta tarde, ¿no? —dijo.
Pamela dejó de leer inmediatamente.
—Vivo a la vuelta de la esquina —
dijo—. Acabo de mudarme: le he escrito
hoy.
—Yo también vivo cerca de aquí.
Ella dejó la revista en el anaquel de
los periódicos. El tacto de Jim
desapareció. Se sintió repentinamente
viejo y agobiado, e hizo la pregunta
equivocada.
—¿Cómo van las cosas?
—Ah, muy bien —dijo—. Trabajo
en una comedia, una auténtica comedia
en el teatro Nuevos Valores de
Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.
—Me parece muy sensato.
—Estrenamos dentro de dos
semanas. Esperaba que viniera.
Salieron juntos y se detuvieron bajo
el resplandor del luminoso rojo. En la
otra acera de la calle otoñal los
vendedores de periódicos gritaban los
resultados del fútbol.
—¿Hacia dónde va? —preguntó la
chica.
«En dirección contraria a la tuya»,
pensó Jim, pero cuando ella le indicó
hacia dónde iba, la acompañó. Hacía
meses que no pisaba Sunset Boulevard,
y la mención de Pasadena le recordó la
primera vez que llegó a California,
hacía diez años. Era el recuerdo de algo
nuevo y fresco.
Pamela se detuvo ante unas casitas
minúsculas en torno a un patio central.
—Buenas noches —dijo—. No se
preocupe si no puede ayudarme. Joe me
ha explicado cómo están las cosas, con
la guerra y todo eso. Sé que a usted le
gustaría ayudarme.
Jim asintió solemnemente,
despreciándose a sí mismo.
—¿Está casado? —preguntó la
chica.
—No.
—Entonces deme un beso de buenas
noches —como Jim dudaba, añadió—:
Me gusta que me den un beso de buenas
noches. Duermo mejor.
La abrazó tímidamente y se inclinó
para acercarse a sus labios, apenas
rozándolos… y pensó de pronto que ya
no podría mandarle la carta que tenía
sobre la mesa… y le gustó abrazarla.
—Ya ve que no es nada —dijo ella
—, sólo como amigos. Para darnos las
buenas noches.
Camino de la esquina Jim dijo en
voz alta:
—Bueno, me condenaré.
Y siguió repitiéndose la siniestra
profecía hasta después de haberse
acostado.

III.
Tres noches después del estreno de
la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y
sacó una entrada para la última fila.
Entró en un teatro diminuto y fue el
primero en llegar, prescindiendo de los
acomodadores que revoloteaban por la
sala y el parloteo que se mezclaba con
los martillazos entre bastidores. Pensó
en emprender una discreta retirada, pero
lo tranquilizó la llegada de un grupo de
cinco personas, entre las que se
encontraba el ayudante de Joe Becker.
Las luces se apagaron; sonó un gong;
para un público de seis personas
comenzó la obra.
Jim observaba a Pamela; delante de
él, los otros cinco espectadores juntaban
sus cabezas y cuchicheaban después de
cada escena en la que aparecía la chica.
¿Era buena? No le cabía la menor duda.
Pero, entre tantas películas como se
exhiben en medio mundo, el don natural
del talento era una rareza. Existía alguna
remota posibilidad, y suerte. Él era la
suerte. Quizá fuera la suerte para esa
chica, si confirmaba que lo que ella le
hacía sentir por dentro era universal.
Las estrellas ya no se creaban por el
capricho de un hombre, como en los días
del cine mudo, pero seguía habiendo
aspirantes, pruebas, oportunidades.
Cuando cayó el telón, con el aire
doméstico de una persiana, fue a los
bastidores por el simple procedimiento
de atravesar una puerta lateral. Ella lo
estaba esperando.
—Hubiera preferido que no viniera
esta noche —dijo—. Ha sido un fracaso.
La noche del estreno hubo lleno, y
estuve mirando a ver si lo veía.
—Ha estado usted muy bien —dijo
Jim tímidamente.
—No, no. Tendría que haberme visto
el otro día.
—He visto suficiente —dijo—. Le
voy a dar un pequeño papel. ¿Puede
venir al estudio mañana?
Observaba la expresión de Pamela.
En su mirada, en la curva de los labios,
brilló una pena repentina y abrumadora.
—Ay —dijo—. Lo siento
muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al
día siguiente firmé un contrato con
Bernie Wise.
—¿De verdad?
—Sabía que usted estaba interesado
y al principio no me di cuenta de que
usted sólo era una especie de
supervisor. Creí que tenía más poder…
—se interrumpió antes de asegurarle con
fastidio—: Usted me cae mejor. Es
mucho más civilizado que Bernie Wise.
Sintió una punzada de dolor y
contrariedad. Muy bien, por lo menos
era civilizado.
—¿Puedo llevarla hasta Hollywood?
—le preguntó.
Atravesaron una noche de octubre
suave como si fuera de abril. Al cruzar
un puente, Jim hizo un gesto señalándole
las alambradas que coronaban el pretil,
y Pamela asintió.
—Sé lo que es —dijo—. ¡Qué
estupidez! Los ingleses no se suicidan si
no consiguen lo que quieren.
—Lo sé. Se vienen a América.
Pamela se echó a reír y lo miró,
como apreciando su valor. Sí, podría
hacer con él lo que quisiera. Apoyó la
mano en la mano de Jim.
—¿Hay beso esta noche? —sugirió
Jim un rato después.
Pamela miró al chófer, aislado en su
compartimento.
—Hay beso esta noche —dijo ella.
Al día siguiente viajó al Este en
avión, en busca de jóvenes actrices que
fueran exactamente igual que Pamela
Knighton. Tenía tanto interés, que
cualquier mirada que sugiriera
melancolía, cualquier voz con claro
acento inglés, lo predisponían. Parecía
un intento desesperado encontrar a
alguien exactamente igual que aquella
chica. Entonces, cuando un telegrama
reclamó que volviera urgentemente a
Hollywood, se encontró con que Pamela
caía en sus manos.
—Tienes una segunda oportunidad,
Jim —dijo Joe Becker—. No la
desaproveches.
—¿Qué ha pasado?
—No tenían un papel para ella.
Aquello es un desastre. Así que
rompimos el contrato.
Mike Harris, el jefe de los estudios,
investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta
inteligente como Bernie Wise quería
prescindir de ella?
—Bernie dice que no sabe actuar —
le informó Harris a Jim—. Y además
crea problemas. Sigo pensando en
Simone y en las dos chicas austríacas.
—La he visto actuar —insistió Jim
—. Y tengo trabajo para ella. No
pretendo darle nada importante todavía.
Me gustaría probarla en un pequeño
papel para que la vieras.
Una semana después Jim empujaba
la puerta acolchada y entraba
preocupado en el plato III. Los extras, en
traje de noche, lo miraron en la
penumbra; las pupilas se dilataban.
—¿Dónde está Bog Griffin?
—En ese camerino, con la señorita
Knighton.
Estaban sentados en un sofá a la luz
de una lámpara de tocador, y por el
gesto de contrariedad de Pamela, Jim
dedujo que el problema era serio.
—No pasa nada —insistía Bob, todo
amabilidad—. Somos como una pareja
de gatitos. ¿A que sí, Pam?
—Hueles a cebolla —dijo Pamela.
Griffin volvió a intentarlo.
—Hay una manera inglesa de hacer
las cosas y una manera americana.
Estamos buscando un feliz término
medio, eso es todo.
—Hay una manera correcta y una
manera estúpida —resumió Pamela—.
No quiero empezar pareciendo una
imbécil.
—¿Te importa dejarnos solos, Bob?
—dijo Jim.
—Claro. Todo el tiempo del mundo.
Jim no la había visto aquella
agotadora semana de pruebas, pruebas
de vestuario y ensayos, y ahora se daba
cuenta de lo poco que sabía acerca de
ella, y ella de ellos.
—Parece que estás de Bob hasta la
coronilla —dijo.
—Quiere que diga cosas que no
diría una persona en su sano juicio.
—De acuerdo, quizá sea así —
asintió—. Pamela, ¿desde que estás
trabajando aquí has exagerado alguna
vez tu papel?
—Bueno… Todo el mundo lo hace
alguna vez.
—Escucha, Pamela, Bob Griffin
gana casi diez veces más que tú. Por una
sencilla razón. No porque sea el director
más brillante de Hollywood, que no lo
es, sino porque jamás exagera su papel.
—Él no es actor —dijo, confundida.
—Me refiero a su papel en la vida
real. Lo escogí para esta película porque
de vez en cuando yo exagero mi papel.
Pero Bob, no. Firmó un contrato por una
suma desproporcionada, que no se
merece, que nadie se merece. Pero
cobra eso porque tener mano izquierda
es la cuarta dimensión de este negocio y
Bob ha aprendido a no pronunciar nunca
la palabra «yo». Gente que le triplica en
talento, productores, actores y
directores, se van a pique porque no
llegan nunca a aprender eso.
—Sé que me estás echando un
sermón —dijo Pamela, insegura—. Pero
creo que no te entiendo. Una actriz tiene
su propia personalidad…
Jim asintió.
—Y nosotros le pagamos cinco
veces lo que podría conseguir en
cualquier otro sitio: con tal de que sea
capaz de no estorbar al resto del equipo.
Tú nos estás estorbando a todos,
Pamela.
«Creí que eras mi amigo», dijeron
los ojos de Pamela.
Le habló durante algunos minutos
más. Todo lo que dijo lo decía de
corazón, pero como había besado esos
labios dos veces, supo que era ayuda y
protección lo que esperaban de él. Todo
lo que había conseguido era
sorprenderla por no estar de su parte.
Sintiéndose un poco desconcertado, y
triste al verla sola, se asomó a la puerta
del camerino y gritó:
—¡Eh, Bob!
Jim fue a resolver otros asuntos.
Volvió a su despacho, donde Mike
Harris lo estaba esperando.
—Esa chica vuelve a crear
problemas.
—Acabo de estar allí.
—Me refiero a hace cinco minutos
—gritó Harris—. Desde que te fuiste ha
estado causando problemas. Bob Griffin
ha tenido que suspender el rodaje por
hoy. No podía más.
Bob entró.
—Hay gente con la que no parece
haber manera de…, con la que no
encuentras cómo…
Se produjo un momento de silencio.
Mike Harris, disgustado por la
situación, sospechó que Jim tenía un lío
con la chica.
—Dadme de plazo hasta mañana por
la mañana —dijo Jim—. Creo que
puedo resolver el asunto.
Griffin titubeó pero vio en la mirada
de Jim una petición personal, un ruego
tras el que había diez años de
relaciones.
—De acuerdo, Jim —dijo.
Cuando se fueron, Jim llamó a
Pamela por teléfono. Sucedió lo que
casi había esperado, pero el alma se le
cayó a los pies cuando le contestó una
voz de hombre.
IV.

A excepción de las enfermeras, una


actriz es la presa más fácil para un
hombre sin escrúpulos. Jim había
aprendido que en el fondo de los
problemas o fracasos de una actriz
muchas veces existía un timador bien
hablado pero indigno de confianza, que
hacía valer su masculinidad por la vía
del entrometimiento, las regañinas a
medianoche y los malos consejos. La
técnica del individuo consistía en
empequeñecer el trabajo de la mujer y
en poner en cuestión incesantemente las
razones y la inteligencia de las personas
para quienes ella trabajaba.
Cuando Jim llegó al hotel de
Beverly Hills al que Pamela se había
mudado, eran más de las seis. En el
patio, una fuente fresca salpicaba agua
estúpidamente entre la niebla de
diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del
mayor Bowes que sonaba en tres radios
distintas.
Cuando se abrió la puerta del
apartamento, Jim se quedó asombrado.
El hombre era viejo: un inglés
encorvado y mustio, con la cara
colorada, un color invernal que se iba
apagando. Iba en bata —una bata vieja
— y zapatillas, e invitó a Jim a sentarse
con aire de estar en su casa. Pamela
llegaría enseguida.
—¿Es usted familia? —preguntó
Jim, perplejo.
—No. Pamela y yo nos hemos
conocido aquí, en Hollywood,
extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja
usted en el cine, señor…, señor…?
—Leonard —dijo Jim—. Sí,
actualmente soy el jefe de Pamela.
La mirada del hombre cambió: los
ojos lagrimosos se aguzaron, los
párpados viejos se endurecieron al
entornarse. La boca se curvó hacia
abajo, se tensó: Jim contemplaba una
expresión de absoluta perversidad.
Inmediatamente, las facciones volvieron
a suavizarse, a ser los rasgos de un
anciano.
—Espero que traten a Pamela como
se merece.
—¿Usted ha trabajado en el cine? —
preguntó Jim.
—Hasta que me falló la salud. Pero
sigo en la lista de actores de los
estudios y conozco perfectamente el
mundo del cine y el alma de sus dueños
y…
Calló de repente. La puerta se abrió
y entró Pamela.
—Vaya, hola —dijo, sorprendida—.
¿Se conocen? El honorable Chauncey
Ward… El señor Leonard.
Su radiante belleza, que apareció
como arrebatada al clima y al viento, le
cortó la respiración a Jim unos
segundos.
—Pensaba que ya me habías
recordado mis pecados esta tarde —dijo
Pamela, con cierto tono de desafío.
—Quería hablar contigo fuera de los
estudios.
—No aceptes que te bajen el salario
—dijo el viejo—. Es un truco muy
viejo.
—No es eso, señor Ward —dijo
Pamela—. El señor Leonard ha sido
amigo mío hasta ahora. Pero hoy el
director pretendía que yo hiciera el
ridículo y el señor Leonard lo ha
apoyado.
—Están todos de acuerdo —dijo el
señor Ward.
—Me pregunto si… —empezó a
decir Jim—. ¿Podríamos hablar a solas?
—El señor Ward es de confianza —
dijo Pamela, frunciendo el ceño—.
Lleva aquí veinticinco años y se puede
decir que es mi representante.
Jim se preguntó de qué profunda
soledad habría surgido aquella relación.
—Me han dicho que ha vuelto a
haber problemas en el plato —dijo.
—¡Problemas! —Pamela abrió
mucho los ojos—. El ayudante de
Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y
si Griffin me manda disculpas contigo,
no las acepto. A partir de ahora nuestra
relación será estrictamente profesional.
—Griffin no te pide disculpas —
dijo Jim, incómodo—. Te da un
ultimátum.
—¡Un ultimátum! —exclamó Pamela
—. Tengo un contrato, y tú eres su jefe,
¿no?
—Hasta cierto punto —dijo Jim—;
pero está claro que las películas se
hacen en equipo y…
—Déjame entonces que pruebe con
otro director.
—Lucha por tus derechos —dijo el
señor Ward—. Es lo único que les
impresiona.
—Se ha empeñado usted en destruir
a esta chica —dijo Jim sin levantar la
voz.
—No nos asusta —gritó Ward—.
Conozco bien a la gente como usted.
Jim volvió a mirar a Pamela. No
podía hacer nada. Si estuvieran
enamorados y le pareciera aquel
momento la ocasión de avivar la chispa
de pasión que compartían, habría podido
influir sobre ella. Pero era demasiado
tarde. Era como si sintiera que, fuera de
aquellas cuatro paredes, los rápidos
engranajes de la industria giraban en la
oscuridad de Hollywood. Sabía que,
cuando el estudio abriera a la mañana
siguiente, Mike Harris tendría nuevos
proyectos en los que Pamela no
figuraba.
Titubeó unos minutos más. Era un
hombre apreciado, joven todavía,
respetado por todos. Podría
responsabilizarse de aquella chica,
ponerle un profesor de arte dramático.
Le dolía verla cometer semejante error.
Y, por otra parte, temía que ciertas
personas le hubieran aguantado
demasiadas cosas, echándola a perder
para una carrera como la que había
elegido.
—Hollywood no es un lugar
demasiado civilizado —dijo Pamela.
—Es una jungla —ratificó el señor
Ward—. Es un nido de alimañas al
acecho.
Jim se levantó.
—Bueno, uno que se va a acechar a
otra parte —dijo—. Pam, lo siento
mucho. Si piensas así, creo que lo más
sensato sería que volvieras a Inglaterra
y te casaras.
Hubo un destello de duda en los ojos
de Pamela. Pero la confianza en sí
misma y la egolatría juvenil pesaban
más que la razón: no se daba cuenta de
que en aquel preciso momento se le
presentaba una oportunidad que iba a
perder para siempre.
Porque ya la había perdido cuando
Jim dio media vuelta y se fue. Aquello
sucedió semanas antes de que llegara a
darse cuenta de lo que había pasado.
Recibió el salario de varios meses —
Jim se preocupó de que así fuera—,
pero no volvió a pisar aquel plato. Ni
ningún otro. Sin mediar palabra, había
sido incluida en la lista negra que no
está escrita en ningún papel pero que
funciona durante las partidas de
backgammon que siguen a la cena o
camino de las carreras de caballos.
Hombres influyentes la miraban con
interés, se fijaban en ella en algún
restaurante, pero todas las
averiguaciones que hacían terminaban en
el mismo punto muerto.
Resistió durante meses: incluso
mucho después de que Becker se
desinteresara de sus asuntos y ella
desapareciera de esos lugares a los que
la gente va para que la vean. Y ni el
dolor ni el desaliento la mataron: murió
en junio de muerte natural.

V.

Cuando Jim se enteró no podía


creerlo. Supo por casualidad que estaba
en el hospital con neumonía, llamó por
teléfono y le dijeron que había muerto.
Sybil Higgins, actriz, inglesa, de
veintiún años.
Había dado el nombre del viejo
Ward como la persona que debía ser
informada y Jim le mandó dinero para
cubrir los gastos del entierro, con el
pretexto de algún salario retrasado.
Temiendo que Ward sospechara la
procedencia del dinero, no fue al
funeral, pero visitó la tumba una semana
después.
Era un espléndido e interminable día
de junio, y se quedó una hora. La ciudad
estaba llena de jóvenes que se
contentaban con respirar y ser felices y
era un sinsentido que la chica inglesa no
estuviera entre ellos. Seguía dándoles
vueltas y vueltas a las cosas, en busca
de algo que hubiera podido salvarla,
pero era demasiado tarde. Aquella
escarcha rosa y plata se había disuelto.
Dijo adiós en voz alta y prometió
volver.
En el estudio reservó una sala de
proyección y pidió las pruebas que
Pamela había hecho y los metros de
película que le había dado tiempo de
rodar. Se acomodó en la oscuridad en un
sillón de piel y apretó el botón para que
empezara.
En la prueba Pamela vestía el traje
de noche que llevaba en el baile donde
la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se
alegró de que por lo menos hubiera
gozado de aquella felicidad. Llegaron
las imágenes de la película,
entrecortadas, con la voz de Bob Griffin
al fondo y las claquetas que señalaban el
número de cada secuencia. Entonces
llegó la última toma y Jim se sobresaltó:
Pamela dejaba de mirar a la cámara y
murmuraba:
—Preferiría morirme antes que
hacer eso.
Jim se levantó y volvió a su
despacho, y buscó y leyó una vez más
las tres notas que ella le había mandado.
… Pasaba por el estudio y me he
acordado de usted y de nuestro paseo en
coche.
Pasaba por el estudio. En primavera
lo había llamado dos veces por teléfono,
lo sabía, y le hubiera gustado verla.
Pero no podía ayudarla, y le hubiera
dolido decírselo.
«No soy muy valiente», se dijo Jim.
Incluso en aquel momento tenía metido
el miedo en el corazón, miedo de que
aquello acabara obsesionándolo,
poseyéndolo, como aquel recuerdo de la
juventud. No quería ser desdichado.
Y unos días después se quedó
trabajando hasta muy tarde en la sala de
doblaje, y luego fue a tomar un
bocadillo al bar que había cerca de su
casa. Era una noche de calor y había
muchos jóvenes bebiendo refrescos.
Estaba pagando cuando vio a alguien en
la estantería de los periódicos, que lo
miraba por encima de una revista
abierta. Se detuvo. No quería volverse a
mirar, para llevarse la desilusión de un
simple parecido. Pero tampoco quería
irse.
Oyó cómo pasaban una página, y vio
por el rabillo del ojo la portada de la
revista, The lllustrated London News.
No sintió miedo: pensaba con
demasiada rapidez, con demasiada
desesperación: si aquello fuera real y
pudiera asirse a ella para recuperarla, y
volver a empezar desde aquel mismo
instante, desde aquella noche.
—Aquí tiene la vuelta, señor
Leonard.
—Gracias.
Sin atreverse a mirar, se dirigió a la
puerta y entonces la revista se cerró, y la
dejaron en la estantería, y oyó la
respiración de alguien a su lado, muy
cerca. Los vendedores de periódicos
voceaban un número extra en la acera de
enfrente, y entonces tomó la dirección
contraria a su casa, el camino de ella, y
oyó cómo ella lo seguía: las pisadas
eran tan claras que aminoró el paso con
la sensación de que a ella le costaba
seguirlo.
Frente al patio de los apartamentos
la abrazó para sentir más cerca su
radiante belleza.
—Dame un beso de buenas noches
—dijo ella—. Me gusta que me den un
beso de buenas noches. Duermo mejor.
«Duerme entonces», pensó mientras
daba la vuelta y se alejaba. «Duerme.
Fue imposible: cuando me encontré con
tu belleza, no quise malgastarla, pero la
malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo
único que te queda».
Tiernamente
adorables

Tiernamente adorables
fue rechazado por la revista
Esquire en 1940: uno de los
pocos errores de apreciación
de Arnold Gingrich. Al
margen de la interesante
circunstancia de ser uno de
los pocos cuentos de
Fitzgerald en el que un
personaje negro es tratado en
profundidad, Tiernamente
adorables está escrito con
delicadeza y emoción. Es
evidente que Chico Lindo
guarda una estrecha relación
con el filosófico pescador
negro de El último magnate.
Este apunte de 850 palabras
apareció por primera vez en
el Fitzgerald/Hemingway
Annual de 1969, veintinueve
años después de la muerte de
Fitzgerald.

¡Ah, mi Chico Lindo, tan divino


lector de Platón! ¡Ah, oscuro, leal,
campeón de golf de los negros de
Chicago! Siguiendo la vía se adentra en
la noche, camarero del vagón
restaurante, para, más tarde, entre el
humo que enturbian una única lámpara y
el olor rancio de las escupideras,
escribir a la Costa Oeste, a la
Hermandad de los Rosacruz. Siempre a
la busca.
Ah, Chico Lindo, aquí tienes a tu
chica, no hay nadie que llegue más alto
que tú, salvo una afilada serpiente veloz
que tan rápida como tú recorrerá la
tierra y te protegerá desde el cielo.
Lilymary lo quería, lo convidaba a
menudo y se habían casado en la iglesia
de Saint Jarvis, al norte de Englewood.
Durante años prosperaron, superando
las rutinas de su raza, haciéndose un
poco más viejos pero no mejores que
antes. La mujer del director de
publicidad de un periódico de Chicago
le había prestado el Manifiesto
Comunista, aunque prefería a Platón, el
Fedón y la Apología, o la propaganda
de la Hermandad de los Rosacruz de
Sacramento, en California, que le
zumbaba en los oídos mientras los raíles
trepidaban y crujían al pasar de noche
por Alton, Springfield y Burlington.
Amantes de bronce, nunca jamás
tendréis un niño de bronce, o así pareció
durante años. Entonces llegó la hora, el
gong sonó y el doctor Edwin Burch, de
la avenida de Michigan, se prestó a
solucionar el problema a cambio de
doscientos dólares. Eran tan agradables,
tan delicadamente agradables, que
ninguno ofendió jamás al otro,
elegantemente hábiles para evitar las
ocasiones. Chico Lindo se preocupó
mucho por ella durante el embarazo: le
pagó a su hermana para que la cuidara
mientras él trabajaba por partida doble
en el ferrocarril y en la ciudad como
camarero en comidas y fiestas
particulares. Y un día el niño de bronce
nació.
Ah, Chico Lindo, dijo Lilymary, aquí
tienes a tu chico lindo. Compartía en el
hospital una habitación de cuatro camas
con las mujeres de un boxeador, el
dueño de una funeraria y un médico. La
cara de Chico Lindo se iluminó de tal
forma, y sus dientes brillaban tanto
mientras sonreía, y había en su mirada
tanta bondad, que parecía que nada ni
nadie podría…
Chico Lindo se sentó junto a la cama
mientras Lilymary dormía, y se puso a
leer el Walden de Thoreau por tercera
vez. Entonces la enfermera le dijo que
tenía que irse. Volvió al tren aquella
noche y en Alton, al ir a echar al correo
la carta de un pasajero, resbaló y cayó
bajo el tren en marcha, que le cortó una
pierna por encima de la rodilla.
Chico Lindo pasó un año en el
hospital. Lilymary volvió a trabajar
como cocinera. Las cosas no iban bien,
incluso tuvo problemas con la
indemnización, pero siempre encontraba
en sus libros alguna frase que los
animaba un poco cuando todos los seres
humanos parecían estar en contra.
El niño creció rápidamente pero no
era tan hermoso como sus padres; no
tanto como habían imaginado en sus
sueños dorados. Sólo podían
demostrarle el cariño de las horas
libres, así que la hermana fue
haciéndose cargo del niño poco a poco,
cada día más. Y ellos querían volver a
ser lo que fueron, y querían que la
pierna de Chico Lindo creciera de
nuevo, para que todo volviera a ser
como antes. Así descubriría otra vez el
placer de los libros, y Lilymary
descubriría el placer de esperar un niño.
Pasaron los años. Se habían dejado
llevar de tal modo por la rutina, que ya
no había remedio. Ahora Chico Lindo
era vigilante nocturno, pero había
sufrido seis operaciones en el muñón y
todas las prótesis le dolían. Lilymary
trabajaba incansablemente de cocinera.
Ya se habían convertido en personas
vulgares. Incluso la hermana había
olvidado hacía mucho que Chico Lindo
fue una vez campeón de golf de los
negros de Chicago, y un día, limpiando,
tiró todos los libros, la Apología y el
Fedón de Platón, y las obras de Thoreau
y Emerson y todos los folletos y la
correspondencia de la Hermandad de
los Rosacruz. Chico Lindo tardó en
darse cuenta de que los libros habían
desaparecido. Y entonces se limitó a
clavar la vista en el rincón donde habían
estado, y dijo: «Qué barbaridad,
chico… Qué barbaridad».
Porque las cosas cambian y llegan a
ser tan distintas que apenas podemos
reconocerlas y parece que sólo nuestros
nombres siguen siendo los mismos: no
tenía sentido que se siguieran llamando
Chico Lindo y Lilymary cuando hacía
tanto tiempo que el placer había
desaparecido.
A los pocos años los dos murieron
en una epidemia de gripe y fueron al
cielo. Creían que a partir de entonces
todo iría bien, y, es verdad, las cosas
empezaron a ser exactamente como les
habían contado de niños. Volvió a
crecerle la pierna a Chico Lindo, que
llegó a ser campeón absoluto del cielo,
de los blancos y de los negros, y lanzaba
con fuerza la pelota de nube en nube a
través de los celestes campos de golf.
Los pechos de Lilymary se hicieron
firmes y jóvenes. Merecía el respeto de
los otros ángeles y volvió a estar tan
orgullosa como antes de su Chico Lindo.
Se sentaban al atardecer e intentaban
recordar lo que echaban de menos. No
eran los libros, pues allí todo el mundo
sabía todas las cosas de memoria, ni era
el niño, pues nunca había sido realmente
suyo.
No podían recordar, así que, tras un
periodo de perplejidad, renunciaron a
los recuerdos, y hablaban de lo
maravilloso que era el otro, o de las
victorias que Chico Lindo conseguiría al
día siguiente.
Y así van las cosas.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD
(Saint Paul, Minnesota, 1896 -
Hollywood, California, 1940). Escritor
estadounidense de novelas y cuentos que
personificó el ambiente y costumbres de
los años veinte; «la edad del jazz»,
como él la llamó.
Nació el 24 de septiembre de 1896 en
Saint Paul (Minnesota) y se formó en
internados católicos. En la Universidad
de Princeton ignoró la mayor parte de
los estudios; en cambio, aprendió de
escritores y críticos como Edmund
Wilson, del que fue amigo durante toda
su vida. En 1917 abandonó Princeton
para hacer el servicio militar y en los
campamentos de entrenamiento revisó el
primer borrador de su novela, titulada
en un principio «El egoísta romántico»,
que se publicó como A este lado del
paraíso (1920). Mientras estaba en el
campamento en Alabama se enamoró de
Zelda Sayre, de 18 años, que como la
flapper arquetípica pasaría, al igual que
él, a formar parte integral de su
narrativa.
Publicada en la primavera de 1920, A
este lado del paraíso, le convirtió en un
hombre rico y pudo casarse con Zelda,
amante del lujo y la alta sociedad. En
esta novela autobiográfica, la
desilusionada juventud de la generación
de la posguerra vio reflejados sus
sueños rotos y sus vidas vacías e
indecisas. Hermosos y malditos (1922),
una novela de costumbres que narra las
ansiedades y disipaciones de una pareja
de ricos, no resultó tan popular como la
primera, pero sus relatos tuvieron un
gran éxito y con ellos pagó su estilo de
vida extravagante y lujosa con Zelda. De
los más de 150 cuentos que escribió,
escogió 46 para reunirlos en cuatro
libros: Jovencitas y filósofos (1920),
Cuentos de la edad del jazz (1922),
Todos los hombres tristes (1926) y
Toque de diana (1935).
En 1924 los Fitzgerald dejaron su casa
de Long Island y se trasladaron a la
Riviera francesa; no volvieron de forma
permanente hasta 1931. En cinco meses
terminó El gran Gatsby (1925), una
fábula sensible y satírica sobre la
persecución del éxito y el colapso del
«sueño americano». Aunque está
considerada como su obra maestra, se
vendió mal, acelerando así la
desintegración de su vida personal. Con
todo —y a pesar del deslizamiento de
Zelda hacia la locura (estuvo
hospitalizada periódicamente desde
1930 hasta su muerte en 1948) y del
suyo al alcoholismo—, continuó
escribiendo, sobre todo para revistas.
Hasta 1934 no apareció su cuarta
novela, Suave es la noche, un relato
apenas disfrazado, casi confesional, de
su vida con Zelda. Su pobre acogida le
condujo a su propia crisis, que narra en
los ensayos reunidos por Edmund
Wilson con el título de El crack-up
(1945). Fitzgerald se recuperó lo
suficiente como para trabajar
escribiendo guiones de cine en
Hollywood durante 1937, una
experiencia que inspiró su última y más
madura novela, El último magnate
(1941). Aunque inconclusa por su
muerte el 21 de diciembre de 1940 en
Hollywood, la brillantez de esta novela
impulsó a los críticos a revalorizar el
talento de Fitzgerald y a reconocerle
como uno de los mejores escritores
estadounidenses del siglo XX.
Notas
[1] El canon de la narrativa breve de
Francis Scott Fitzgerald incluye unos
160 relatos publicados, contando sus
escritos del periodo escolar. (Decimos
«unos» por la confusa clasificación de
los textos que están a caballo entre el
ensayo y la ficción). Se pueden dividir
así: treinta y ocho cuentos publicados
profesionalmente antes de El gran
Gatshy (1925); cincuenta y cinco entre
Gatsby y Suave es la noche (1934);
sesenta y cuatro durante los años veinte;
cincuenta y ocho en la década de los
treinta. <<
[2] «Our April Letter», en The
Notebooks of F. Scott Fitzgerald, ed.
Matthew J. Bruccoli (Nueva York y
Londres: Harcourt Brace
Jovanovich/Bruccoli Clark, 1978), pág.
131. <<
[3]As Ever, Scott Fitz.,: Letters Between
F, Scott Fitzgerald and His Literary
Agent Harold Ober, 1919-1940, ed.
Matthew J. Bruccoli y Jennifer Atkinson
(Filadelfía y Nueva York: Lippincott,
1972), pág. 221. <<
[4] Para hacerse una idea del poder
adquisitivo que tendría en 1989 tal
cantidad, habría que multiplicarla al
menos por siete. <<
[5]Véase Jan Cohn, Creating America:
George Horace Lorimer and the
Saturday Evening Post (Pittsburgh:
University of Pittsburgh Press, 1989).
<<
[6]A Zelda Fitzgerald, 18 de mayo de
1940. The Letters of F. Scott Fitzgerald,
ed. Andrew Turnbull (Nueva York:
Scribner’s, 1963), págs. 117-118. <<
[7]4 de noviembre de 1939. Letters,
pág. 63. <<
[8] Selected Letters of Raymond
Chandler, ed. Frank MacShane (Nueva
York: Columbia University Press, 1981),
pág. 239. <<
[9]Matthew J. Bruccoli, James Gould
Cozzens: A Life Apart (San Diego:
Harcourr Bracejovanovich, 1983), pág.
129. <<
[10] Encontramos indicaciones al
respecto en The Notebooks of F. Scott
Fitzgerald. <<
[11]Afternoon of an Author (cuentos y
ensayos, 1957); The Pat Hobby Stories
(1962); The Basil and Josephine
Stories (1973); Bits of Paradise
(cuentos de F. Scott Fitzgerald y Zelda
Fitzgerald, 1973); y The Price Was High
(1979). <<
[12]Sin fecha. The Letters of F. Scott
Fitzgerald, pág. 101. <<
[13]En su copia de Tales of the Jazz Age
Fitzgerald corrigió y sustituyó «prison»
[prisión] por «prisym». (N. del T.) <<

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