Cuentos Reunidos
Cuentos Reunidos
Cuentos Reunidos
Cuentos
reunidos
ePub r1.0
Titivillus 07.03.15
Título original: The Short Stories of F.
Scott Fitzgerald: A New Collection
Francis Scott Fitzgerald, 1995
Traducción e introducción: Justo Navarro
Edición y prólogo: Matthew J. Bruccoli
La mayoría de los
escritores nos repetimos: es
verdad. En nuestra vida
tenemos dos o tres
experiencias decisivas e
impresionantes, experiencias
tan decisivas e impresionantes
que en ese momento nos
parece imposible que nadie se
haya sentido jamás tan
afectado, hundido,
deslumbrado, asombrado,
vencido, roto, salvado,
iluminado, recompensado y
humillado.
Luego aprendemos el
oficio, mejor o peor, y
contamos dos o tres historias
—cada vez disfrazadas de una
manera— puede que diez
veces, o cien, tantas como la
gente quiera escucharlas.
I.
II.
Marcia Meadow».
—Dígale… —tosió—, dígale que sí,
que la esperaré delante del teatro.
El fornido acomodador sonrió con
arrogancia.
—Creo que ella preferiría que
estuviera en la salida de artistas.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
—Fuera. A la izquierda. En el
callejón.
—¿Cómo?
—Fuera. ¡Torciendo a la izquierda!
¡Al fondo del callejón!
Aquel individuo arrogante se retiró.
Un estudiante de primero se rió con
disimulo.
Media hora más tarde, sentado en el
restaurante frente a aquel cabello rubio
auténtico, el prodigio decía estupideces.
—¿Tienes que hacer ese baile en el
último acto? —le preguntaba muy serio
—. ¿Te despedirían si te negaras a
hacerlo?
Marcia sonrió burlona.
—Me divierto haciéndolo. Me gusta
hacerlo.
Y entonces Horace dio un paso en
falso.
—Creía que te resultaba
insoportable —señaló escuetamente. La
gente de la fila de atrás hacía
comentarios sobre tus pechos.
Marcia se puso coloradísima.
—No puedo evitarlo —se apresuró
a decir—. El baile para mí sólo es una
especie de ejercicio acrobático. Dios
mío, ¡es muy difícil! Todas las noches
tengo que darme masaje con linimento
en los hombros durante una hora.
—¿Te diviertes en el escenario?
—¡Claro! Estoy acostumbrada a que
la gente me mire, Ornar, y me gusta.
—¡Hum! —Horace se hundió en
negras cavilaciones.
—¿Y las reminiscencias brasileñas?
—¡Hum! —repitió Horace, y
después de una pausa dijo—: ¿A qué
ciudad vais cuando terminéis aquí?
—A Nueva York.
—¿Por cuánto tiempo?
—Depende. El invierno, quizá.
—Ah.
—Volviendo a mí, Ornar, ¿o no te
interesa? ¿Es que no te sientes cómodo
aquí, como en tu cuarto? Me gustaría
estar allí ahora.
—Aquí me siento un imbécil —
confesó Horace, mirando a su alrededor,
nervioso.
—Es una pena. Empezábamos a
congeniar.
En aquel instante la miró con tanta
tristeza que Marcia cambió el tono de
voz y le acarició la mano.
—¿Nunca habías invitado a cenar a
una actriz?
—No —dijo Horace, muy triste—, y
no volveré a hacerlo. No sé por qué he
venido esta noche. Ahí, con todos esos
focos y esa gente riendo y parloteando,
me he sentido completamente fuera de
mi mundo. No sé cómo explicártelo.
—Hablemos de mí. Ya hemos
hablado bastante de ti.
—Muy bien.
—Bueno, mi verdadero apellido es
Meadow, pero no me llamo Marcia: me
llamo Verónica. Tengo diecinueve años.
Pregunta: ¿Cómo saltó esta chica a las
candilejas? Respuesta: nació en Passaic,
Nueva Jersey, y hasta hace un año
sobrevivía como camarera del Salón de
Té Marcel, en Trenton. Empezó a salir
con un tal Robins, un cantante del cabaré
Trent House, y una tarde Robins la
invitó a cantar y bailar con él. Un mes
más tarde llenábamos la sala cada
noche. Entonces nos fuimos a Nueva
York con un saco de recomendaciones.
Tardamos dos días en encontrar trabajo
en el Divinerries', y un chico me enseñó
a bailar el shimmy en el Palais Royal.
Nos quedamos en el Divinerries' seis
meses, hasta que una noche Peter Boyce
Wendell, el columnista, fue a tomarse
allí su vaso de leche. A la mañana
siguiente un poema sobre la maravillosa
Marcia apareció en su periódico, y tres
días después teníamos tres ofertas para
trabajar en el vodevil y una prueba en el
Midnight Frolic. Le escribí a Wendell
una carta de agradecimiento, y la
reprodujo en su columna: dijo que el
estilo recordaba al de Carlyle, aunque
era más desigual, y que yo debería dejar
el baile y dedicarme a la literatura
norteamericana. Aquello me supuso dos
nuevas ofertas para trabajar en el
vodevil y la oportunidad de hacer el
papel de ingenua en un espectáculo
estable. La aproveché, y aquí estoy,
Ornar.
Cuando acabó, se quedaron un
momento en silencio, ella rebañando del
tenedor las últimas hebras de un conejo
de Gales y esperando a que Horace
hablara.
—Vamonos —dijo Horace de
pronto.
La mirada de Marcia se endureció.
—¿Qué pasa? ¿Te canso?
—No, pero no estoy a gusto. No me
gusta estar aquí contigo.
Sin más palabras, Marcia le hizo una
señal al camarero.
—¿Me da la cuenta? —pidió
bruscamente—. Mi parte: el conejo y
una gaseosa.
Horace la miraba atónito mientras el
camarero hacía la cuenta.
—Pero… —empezó— me gustaría
pagar también lo tuyo. Quiero invitarte.
Con un suspiro Marcia se levantó de
la mesa y salió del salón. Horace, con la
perplejidad pintada en el rostro, dejó un
billete y la siguió por las escaleras,
hasta el vestíbulo. La alcanzó en la
puerta del ascensor.
—Oye —repitió—, quería invitarte.
¿He dicho algo que te haya molestado?
La mirada de Marcia se suavizó tras
unos segundos de duda.
—Eres un maleducado —dijo
despacio—. ¿No te habías dado cuenta?
—No puedo evitarlo —dijo Horace,
con una franqueza que Marcia consideró
conciliadora—. Sabes que me gustas.
—Has dicho que no te gustaba estar
conmigo.
—No me gustaba.
—¿Porqué no?
Una llama brilló de repente en la
espesura gris de sus ojos.
—Porque no. Me he acostumbrado a
que me gustes. No puedo pensar en otra
cosa desde hace dos días.
—Bueno, si tú…
—Espera un poco —la interrumpió
—. Tengo que decirte una cosa. Es esto:
dentro de un mes y medio cumpliré
dieciocho años. Después de mi
cumpleaños iré a Nueva York a verte.
¿Hay algún sitio en Nueva York adonde
podamos ir y no haya una muchedumbre
alrededor?
—¡Claro! —sonrió Marcia—.
Puedes venir a mi apartamento. Y
dormir en el sofá, si quieres.
—No puedo dormir en los sofás —
dijo Horace secamente—. Pero quiero
hablar contigo.
—¡Claro! —repitió Marcia—.
Hablaremos en mi apartamento.
Horace, nervioso, se metió las
manos en los bolsillos.
—Muy bien, si puedo verte a solas.
Quiero hablar contigo como estuvimos
hablando en mi habitación.
—¡Querido! —exclamó Marcia,
riendo—, ¿es que quieres darme un
beso?
—Sí —Horace casi gritó—, si tú
quieres.
El ascensorista los miraba con ojos
de reproche. Marcia se dirigió hacia la
puerta del ascensor.
—Te mandaré una postal —dijo.
Los ojos de Horace echaban chispas.
—¡Mándame una postal! Yo iré a
principios de enero. Ya tendré dieciocho
años.
Y, mientras Marcia entraba en el
ascensor, Horace tosió enigmáticamente,
desafiante quizá, hacia el techo, y se fue
a toda prisa.
III.
IV.
I.
II.
Eran más de las doce cuando
Marjorie y Berenice llegaron a casa y se
desearon buenas noches en el rellano de
la escalera. Aunque primas, no eran
amigas íntimas. En realidad, Marjorie
no tenía amigas íntimas: consideraba
idiotas a las chicas. Berenice, por el
contrario, durante aquella visita
organizada por los padres, había
deseado intercambiar esas confidencias
sazonadas con risillas y lágrimas que
consideraba un factor indispensable en
cualquier relación entre mujeres. Pero, a
este respecto, encontraba a Marjorie
más bien fría; cuando hablaba con ella,
encontraba la misma dificultad que
cuando hablaba con los hombres. A
Marjorie nunca se le escapaba la risa
tonta, jamás se sobresaltaba, pocas
cosas le daban vergüenza, y, de hecho,
poseía muy pocas de las cualidades que
Berenice consideraba adecuada y
felizmente femeninas.
Aquella noche, ocupada con el
cepillo de dientes y el dentífrico,
Berenice se preguntó por centésima vez
por qué nadie le hacía caso cuando
estaba lejos de casa. Nunca se le ocurrió
pensar que, en su pueblo, los motivos de
su éxito en sociedad obedecieran a que
su familia era la más rica de Eau Claire,
a que su madre no parara de invitar a
gente y dar meriendas-cenas en honor de
su hija antes de cada baile y a que le
hubiera comprado un coche para que
diera vueltas por ahí. Como casi todas
las chicas, había crecido con la leche
caliente de Annie Fellows Johnston y
esas novelas en las que la mujer es
amada por ciertas virtudes femeninas,
misteriosas, siempre mencionadas pero
nunca explicadas con detalle.
Le dolía un poco no tener más éxito.
No sabía que, de no ser por las
maniobras de Marjorie, hubiera bailado
toda la noche con el mismo; pero sí
sabía que, incluso en Eau Claire, otras
chicas con peor posición social y menos
belleza estaban mucho más solicitadas.
Berenice lo atribuía a que aquellas
chicas, de cierta manera sutil, no tenían
escrúpulos. Nunca le había dado mayor
importancia al asunto, pero, si se la
hubiera dado, su madre le habría
asegurado que las otras chicas no se
valoraban a sí mismas y que los
hombres respetaban a las chicas como
Berenice.
Apagó la luz del cuarto de baño y,
de pronto, decidió ir a charlar un rato
con su tía Josephine, que aún tenía la luz
encendida. Las blandas zapatillas la
llevaron sin ruido sobre la alfombra del
corredor, pero, al sentir voces en la
habitación, se detuvo ante la puerta
entreabierta. Entonces oyó su propio
nombre y, sin una intención clara de
escuchar a escondidas, se quedó allí,
indecisa, mientras el hilo de la
conversación atravesaba su conciencia
como enhebrado en una aguja.
—¡Es un caso perdido! —era la voz
de Marjorie—. Sé lo que vas a decir:
¡Cuánta gente te ha dicho lo guapa y
dulce que es, y lo bien que guisa! Vale,
¿y qué? Se aburre como nadie. No les
gusta a los hombres.
—¿Y qué importancia tiene una
pizca de éxito barato?
La señora Harvey parecía enfadada.
—Es lo más importante cuando
tienes dieciocho años —respondió
Marjorie con énfasis—. Yo he hecho
cuanto he podido. He sido amable y he
convencido a unos cuantos para que
bailen con ella, pero no tienen ningún
interés en aburrirse. ¡Cuando pienso en
un cutis tan maravilloso desperdiciado
en semejante tonta, y pienso cómo lo
aprovecharía Martha Carey…!
—Ya no hay cortesía.
La voz de la señora Harvey dejó
entrever que las situaciones modernas
eran demasiado para ella. Cuando ella
era joven, todas las señoritas de buena
familia se lo pasaban divinamente.
—Bueno —dijo Marjorie—, ninguna
chica puede ayudar permanentemente a
una invitada patosa, porque en estos
tiempos cada una se vale por sí misma.
Incluso le he soltado alguna indirecta
sobre la ropa y esas cosas, y se ha
puesto furiosa. Me ha echado cada
mirada… Tiene la suficiente
sensibilidad como para darse cuenta de
que no le va demasiado bien, pero
apuesto a que se consuela pensando que
es virtuosa, y que yo soy demasiado
alegre y voluble y que voy a acabar mal.
Así piensan todas las chicas a las que
nadie hace caso. ¡Las uvas están verdes!
¡Sarah Hopkins dice que Genevieve,
Roberta y yo somos chicas gardenia,
adorno de un día! Apuesto a que daría
diez años de su vida y su educación
europea por ser una chica gardenia y
tener a tres o cuatro locos por ella, y que
se la arrebataran unos a otros de lo
brazos a los pocos pasos de baile.
—Creo —la interrumpió la señora
Harvey con tono de empezar a cansarse
de la conversación— que deberías
ayudar un poco a Berenice. Ya sé que no
es demasiado espabilada.
Marjorie gimió.
—¡Espabilada! ¡Dios mío! Jamás le
he oído decirle nada a un chico como no
sea que hace calor, o que hay mucha
gente bailando, o que el año que viene
se irá a estudiar a Nueva York. A veces
les pregunta qué coche tienen y les dice
la marca del suyo. ¡Apasionante!
Hubo un instante de silencio. Y
entonces la señora Harvey volvió a la
misma canción:
—Lo único que sé es que otras
chicas, ni la mitad de simpáticas y
guapas que ella, encuentran
acompañantes. Martha Carey, por
ejemplo, es gorda y maleducada, y tiene
una madre inconfundiblemente vulgar.
Roberta Dillon está tan delgada este año
como para recomendarle que pase una
temporada en Arizona. Y baila hasta
caerse muerta.
—Pero, mamá —objetó Marjorie
con impaciencia—, Martha es alegre y
terriblemente ingeniosa, y es
terriblemente seductora, y Roberta baila
de maravilla. ¡Todos las admiran desde
hace siglos!
La señora Harvey bostezó.
—Creo que la culpa de todo la tiene
esa disparatada sangre india que lleva
Berenice en las venas —continuó
Marjorie—. Quizá se deba a una
regresión a los orígenes. Las indias
están siempre sentadas y nunca dicen
una palabra.
—Vete a la cama, tontina —rió la
señora Harvey—. Si llego a saber que
ibas a andar recordándolo, no te lo
hubiera dicho. Y pienso que casi todas
tus ideas son una absoluta tontería —
concluyó, con sueño.
Hubo otro instante de silencio:
Marjorie se preguntaba si valía la pena
convencer a su madre. Es casi imposible
convencer de nada a una persona que ha
cumplido los cuarenta. A los dieciocho
años las convicciones son montañas
desde las que miramos; a los cuarenta y
cinco son cavernas en las que nos
escondemos.
Habiendo llegado a esa conclusión,
Marjorie le dio las buenas noches a su
madre. Cuando salió de la habitación el
pasillo estaba vacío.
III.
IV.
V.
VI.
El palacio de hielo
apareció el 22 de mayo de
1920 en el Saturday Evening
Post y fue incluido en
Flappers y filósofos. Fue el
primero de una serie de
relatos en los que Fitzgerald
consideraba las diferencias,
tanto culturales como sociales,
entre el Norte y el Sur. «El
Sur es grotescamente
pintoresco, tal como pude
comprobar hace muchos años,
y tal como el señor Faulkner
ha demostrado hasta la
saciedad», comentó en 1940.
Fitzgerald era especialmente
consciente de la influencia del
Sur sobre sus heroínas,
reforzada por su matrimonio
con una belleza de Alabama.
I.
II.
III.
V.
En la grande y resplandeciente
caverna, que negaba las tinieblas del
exterior, se sentó en un banco, y la
angustia de la noche se disipó. Harry
tenía razón: era precioso; y su mirada
recorrió la superficie suave de los
muros, los bloques de hielo elegidos por
su pureza y claridad con el fin de
obtener aquel efecto de opalescencia
translúcida.
—¡Mira! ¡Allá vamos, chicos! —
gritó Harry.
Una banda de música, en la esquina
más lejana, entonó «¡Bienvenidos,
bienvenidos, la banda ya está aquí!», y
los ecos de la música llegaron hasta
ellos frenética y confusamente, y
entonces se apagaron las luces: el
silencio parecía fluir por las paredes
heladas y derramarse sobre ellos. Sally
Carrol aún veía su aliento blanco en la
oscuridad, y, frente a ella, una fila
difuminada de rostros lívidos.
La música disminuyó hasta ser un
suspiro y una queja disuelta en los
cantos atronadores que llegaban del
exterior: el canto de los clubes que
desfilaban. Se fue haciendo más
poderoso, como el himno de una tribu
vikinga que atravesara un antigua tierra
virgen. Aumentó: se estaban acercando.
Entonces surgió una fila de antorchas, y
otra y otra y otra, y, marcando el paso,
una larga columna calzada con
mocasines y envuelta en capotes grises,
con raquetas de nieve a la espalda, entró
en la caverna, y las antorchas ardían y
las llamas se elevaban y parpadeaban
mientras las voces ascendían por las
paredes altas.
La columna gris terminó, y otra la
siguió, y ahora la luz fluía
misteriosamente sobre capuchas rojas de
esquiador y llameantes capotes
escarlata, y los recién llegados se
sumaron a la canción; entonces apareció
un regimiento con uniformes de color
azul, verde, blanco, marrón y amarillo.
—Los de blanco son el Club
Wacouta —murmuró Harry, emocionado
—; son los hombres que has ido
conociendo en las fiestas.
Crecía el volumen de las voces; la
gran cueva era una fantasmagoría de
antorchas ondulantes como lenguas de
fuego, de colores, al ritmo suave de los
pasos. La columna de cabeza giró y se
detuvo, pelotón frente a pelotón, hasta
que la procesión entera compuso una
extraordinaria bandera de llamas, y
entonces de millares de gargantas surgió
un grito poderoso que llenó el aire como
el fragor de un trueno e hizo temblar el
fuego de las antorchas. Era magnífico,
formidable. Era como si el Norte,
pensaba Sally Carrol, ofreciera un
sacrificio sobre un inmenso altar al Dios
de la Nieve, gris y pagano. Mientras el
grito se apagaba, la banda volvió a
tocar, y se sucedieron las canciones y
los resonantes vítores de los clubes.
Sally Carrol permanecía inmóvil, a la
escucha, mientras los gritos
intermitentes rompían el silencio; y
entonces se sobresaltó, porque se
produjo una lluvia de explosiones y
grandes nubes de humo inundaron la
cueva: las luces de magnesio de los
fotógrafos en plena tarea. Y la
ceremonia terminó. Con la banda a la
cabeza, los clubes, en formación,
reanudaron los cantos y desfilaron hacia
la salida.
—¡Vamos! —gritó Harry—.
Tenemos que ver el laberinto
subterráneo antes de que apaguen las
luces.
Se levantaron y se pusieron en
marcha hacia la rampa. Harry y Sally
Carrol iban en cabeza: la pequeña
manopla de Sally se hundía en el gran
guante de piel de Harry. Al final de la
rampa había una inmensa y vacía sala de
hielo con el techo tan bajo que tenían
que agacharse. Entonces sus manos se
separaron. Antes de que Sally se diera
cuenta de lo que él pensaba hacer, Harry
se había lanzado hacia uno de los seis
corredores resplandecientes que partían
de la sala y sólo era un mancha vaga y
huidiza contra el trémulo fulgor verde.
—¡Harry! —lo llamó.
—¡Vamos! —le contestó él.
Sally Carrol miró a su alrededor en
la sala vacía; era evidente que el resto
del grupo había decidido volver a casa:
ya estaría fuera, deslizándose por la
nieve. Titubeó un instante y echó a
correr tras Harry.
—¡Harry! —gritó.
Corrió nueve metros y llegó a una
encrucijada; le pareció que alguien
respondía, una voz apagada, casi
imperceptible, lejos, a la izquierda, y,
aguijoneada por el pánico, huyó en
aquella dirección, y pasó otra
encrucijada, otros dos largos
corredores.
—¡Harry!
No hubo respuesta. Echó a correr
hacia delante, pero inmediatamente,
como un rayo, dio media vuelta y se
lanzó en la misma dirección por donde
había venido, dominada por un terror
súbito y helado.
Alcanzó un recodo —¿era allí?—,
siguió a la izquierda y llegó a lo que
debería de haber sido la salida a la sala
grande y baja, pero sólo era otro
corredor reluciente que terminaba en la
oscuridad. Gritó otra vez, pero las
paredes le devolvieron un eco plano, sin
vida, sin resonancia. Volviendo sobre
sus pasos, dobló otra esquina y se
adentró en un ancho pasillo: era como
cruzar el pasadizo verde que abrieron
las aguas divididas del mar Rojo, como
una húmeda cripta que comunicara
tumbas vacías.
Empezaba a resbalarse al andar, por
el hielo que se había formado en la suela
de los chanclos; tenía que apoyar la
mano enguantada en la superficie
resbaladiza y viscosa de las paredes
para mantener el equilibrio.
—¡Harry!
Tampoco respondió nadie. Su voz
rebotó burlonamente al fondo del
corredor.
Un instante después, las luces se
apagaron y se quedó en la más completa
oscuridad. Se le escapó un gemido
asustado, y se dejó caer sobre un frío
montón de hielo. Se dio cuenta de que al
caer se había hecho algo en la rodilla
izquierda, pero apenas lo notó, porque
la invadía un terror profundo, mucho
más grande que el miedo a haberse
perdido. Estaba a solas con esa
presencia que emanaba del Norte, la
triste soledad que se alzaba de los
balleneros atrapados en los hielos del
océano Ártico, de las extensiones
baldías, sin una hoguera ni una huella,
donde yacen diseminados los
blanqueados huesos de la aventura.
Soplaba el helado aliento de la muerte;
venía hacia ella, bajo tierra, para
atraparla.
Con un ímpetu frenético y
desesperado, volvió a levantarse y se
adentró a ciegas en la oscuridad. Tenía
que salir. Podía perderse, estar perdida
durante días, morir congelada, y
permanecer en el hielo como esos
cadáveres que, según había leído, se
conservaban perfectamente hasta que se
derretía un glaciar. Harry seguramente
creería que había salido con los otros;
seguramente se había ido ya. Nadie
sabría nada hasta el día siguiente. Tocó
lastimosamente la pared: medio metro
de espesor, le habían dicho. ¡Medio
metro de espesor!
—¡Ay!
A ambos lados, por las paredes,
sentía cosas que se arrastraban, húmedas
almas que habitaban aquel palacio,
aquella ciudad, aquel Norte.
—¡Aquí! ¡Que venga alguien! —
gritó.
Clark Darrow se hubiera dado
cuenta de lo que pasaba; o Joe Ewing;
no la hubieran dejado allí, perdida para
siempre, hasta que se le congelaran el
corazón, el cuerpo y el alma. A ella, a
Sally Carrol, que era una criatura feliz,
una chiquilla alegre a la que le gustaban
el calor, el verano y el Sur. ¡Qué extraño
era todo, qué extraño!
«No llores —algo le hablaba en voz
alta—. No vuelvas a llorar. Tus lágrimas
se congelarán; ¡aquí se congelan todas
las lágrimas!».
Se derrumbó sobre el hielo.
—¡Ay, Dios mío! —se le quebró la
voz.
Pasaron, largos, los minutos, y, muy
cansada, sintió que los ojos se le
cerraban. Entonces tuvo la sensación de
que alguien se sentaba a su lado y con
manos cálidas y dulces le cogía la cara.
Levantó los ojos con gratitud.
—Ah, es Margery Lee —canturreó
en voz baja—. Sabía que vendrías.
Era verdad: era Margery Lee, tal y
como Sally Carrol había adivinado que
era, con una frente blanca y joven, y ojos
grandes y cariñosos, y una falda con
mucho vuelo, de un tejido suave sobre el
que daba gusto descansar.
—Margery Lee.
Todo se oscurecía, se oscurecía.
Todas aquellas tumbas necesitaban una
mano de pintura, claro que sí, pero la
pintura nueva las estropearía, sí.
Aunque, ¿sabes?, tendrías que verlas.
Y entonces, después de que los
minutos se sucedieran, primero con
rapidez y luego con lentitud, para
disolverse por fin en una multitud de
rayos borrosos que convergían en un sol
amarillo pálido, oyó un gran estrépito
que rompió la tranquilidad recién
encontrada.
Había sol, había luz: una antorcha, y
otra, y voces; una cara se materializó
bajo la antorcha, brazos fuertes la
levantaban, y sintió algo en la mejilla…
algo húmedo. Alguien la había cogido y
le frotaba la cara con nieve. ¡Qué
ridículo! ¡Con nieve!
—¡Sally Carrol! ¡Sally Carrol!
Era Dangerous Dan McGrew; y dos
rostros desconocidos.
—¡Chica, chica! ¡Te llevamos
buscando dos horas! ¡Harry está medio
loco!
Las cosas recuperaron su lugar
inmediatamente: las canciones, las
antorchas, el clamor de los clubes en
marcha. Sally Carrol se revolvió en los
brazos de Patton y emitió un gemido
bajo y prolongado.
—¡Quiero irme de aquí! ¡Quiero
volver al Sur! —su voz se elevó, se
convirtió en un grito que heló el corazón
de Harry, que llegaba a todo correr por
el pasillo vecino—. ¡Mañana! —gritó
Sally con pasión desenfrenada,
delirando—. ¡Mañana! ¡Mañana!
¡Mañana!
VI.
II.
Zanahorias y guisantes,
judías en las rodillas,
cerdos en los mares,
¡camaradas felices!
Moved la brisa,
moved la brisa,
moved la brisa
con vuestro rugido.
Cebollas y judías,
Mariscales y Deanes
Goldbergs y Greens
y Costellos.
Moved la brisa,
moved la brisa,
moved la brisa
con vuestro rugido.
Ostras y rocas,
serrín y puñetazos,
¿quién puede hacer relojes
con violonchelos?
III.
Al Sur…
al Sur.
Mami me quiere llevar al Sur,
por la Vía Láctea.
Al Sur…
al Sur.
Papi dice: mañana;
pero mami dice: hoy.
Sí, mami dice: hoy.
V.
Cuando la noche se insinuaba azul y
plata, se abrieron paso por el espejeante
canal en el bote, ataron el bote a una
roca y comenzaron a escalar el
acantilado. El primer saliente estaba a
unos tres metros de altura, era ancho y
servía de trampolín natural. Y allí, a la
brillante luz de la luna, se sentaron a
mirar el movimiento incesante y suave
de las olas casi inmóviles en la marea
baja.
—¿Eres feliz? —preguntó Carlyle
de repente.
Ardita asintió.
—Siempre soy feliz junto al mar.
¿Sabes? —continuó—, he estado
pensando todo el día que somos un poco
diferentes. Los dos somos rebeldes,
pero por diferentes razones. Hace dos
años, cuando yo tenía dieciocho y tú…
—Veinticinco.
—Sí… Hace dos años los dos
éramos dos triunfadores convencionales.
Yo era una chica absolutamente
irresistible que acababa de presentarse
en sociedad y tú eras un músico de éxito
al servicio del ejército…
—Caballero por decisión del
Congreso —añadió con ironía.
—Bueno, en cualquier caso, los dos
encajábamos. Si nuestros polos no
estaban desgastados por el uso, al menos
se atraían. Pero, muy dentro de nosotros,
había algo que nos obligaba a pedir más
felicidad. Yo no sabía lo que quería. Iba
de hombre en hombre, incansable,
impaciente, y pasaban los meses y cada
día me sentía menos conforme y más
insatisfecha. Me pasaba las horas
mordiéndome los carrillos: creía que me
estaba volviendo loca. Tenía una
espantosa sensación de que el tiempo se
me escapaba. Quería las cosas ya, al
momento, lo más rápido posible. Yo
era… preciosa. Lo soy, ¿no?
—Sí —asintió Carlyle, sin mucha
seguridad.
Ardita se levantó de repente.
—Espera un segundo. Quiero probar
el agua: parece que está estupenda.
Caminó hasta el filo del saliente y
saltó al mar, doblándose en el aire para
enderezarse luego y penetrar en el agua
como la hoja de un cuchillo en un
perfecto salto de carpa.
Y un minuto después Carlyle oía su
voz.
—¿Sabes? Me pasaba los días
leyendo, y las noches, casi. Empezó a
molestarme la vida en sociedad.
—Sube —la interrumpió—. ¿Qué
haces ahí?
—Estoy haciendo el muerto. Tardo
un minuto. Te voy a decir una cosa. Lo
único que me divertía era escandalizar a
la gente: ponerme el traje más imposible
y elegante para una fiesta de disfraces,
salir con los hombres más atrevidos de
Nueva York y meterme en los líos más
terribles que te puedas imaginar.
El chapoteo se mezclaba con sus
palabras, y luego Carlyle oyó su
respiración agitada mientras escalaba la
roca.
—¡Tírate! —gritó.
Se levantó y saltó, obediente.
Cuando volvió a la superficie,
chorreando, y empezó a subir, descubrió
que Ardita no estaba ya en el saliente,
pero, después de un instante de
preocupación, oyó su risa luminosa en
otra roca, tres metros más arriba. Se
reunió con ella y se sentaron juntos, con
los brazos alrededor de las rodillas,
jadeando un poco después de la
escalada.
—Mi familia estaba como loca —
dijo de pronto—. Intentaron casarme. Y,
cuando empezaba a pensar que la vida
no valía la pena, descubrí algo —elevó
los ojos al cielo jubilosamente—:
¡Descubrí algo!
Carlyle esperó y las palabras de
Ardita cayeron como un torrente.
—Coraje: eso es; coraje como regla
de vida, algo a lo que hay que
mantenerse fiel siempre. Empecé a
construir esta enorme fe en mí misma.
Empecé a darme cuenta de que, en todos
mis ídolos del pasado, lo que
inconscientemente me había atraído era
alguna prueba de coraje. Empecé a
separar el coraje de las otras cosas de la
vida. Todos los tipos de coraje: el
boxeador golpeado, ensangrentado, que
se levanta para seguir recibiendo
golpes… Solía pedirles a los hombres
que me llevaran al boxeo; la mujer en
desgracia que se pasea entre una
carnada de gatos y los mira como si
fueran el barro que pisa; disfrutar de lo
que siempre te ha gustado; el desprecio
absoluto de las opiniones ajenas: vivir
como quiero y morir a mi manera…
¿Has traído tabaco?
Le dio un cigarrillo y encendió un
fósforo sin decir una palabra.
—Pero los hombres —continuó
Ardita— seguían persiguiéndome,
viejos y jóvenes, y la mayoría eran
menos inteligentes y menos fuertes que
yo, y todos se volvían locos por
conquistarme, por robarme la fama de
orgullo imponente que me había labrado.
¿Me entiendes?
—Más o menos. ¿Nunca te han
hecho daño ni has tenido que pedir
perdón?
—¡Nunca!
Se acercó al borde de la roca,
extendió los brazos y, durante un
instante, pareció un crucificado contra el
cielo; luego, describiendo una
inesperada parábola, se hundió sin
salpicar entre dos ondas plateadas siete
metros más abajo.
Carlyle volvió a oír la voz de
Ardita.
—Y coraje significa sumergirme en
esa niebla gris y sucia que cubre la vida,
desdeñando no sólo a la gente y a las
circunstancias, sino también a la
desolación de vivir: una especie de
insistencia en el valor de la vida y en el
precio de las cosas transitorias.
Otra vez escalaba las rocas, y,
mientras pronunciaba la última frase, su
cabeza apareció a la altura de Carlyle,
el pelo rubio y mojado, perfectamente
liso, hacia atrás.
—Todo eso está muy bien —objetó
Carlyle—. Le puedes llamar coraje,
pero tu coraje sólo es orgullo de familia.
Te han educado para que tengas esa
actitud desafiante. En mi vida gris
incluso el coraje es una de las cosas que
son grises y sin fuerza.
Ardita se había sentado muy cerca
del borde, con los brazos alrededor de
las rodillas, y miraba ensimismada la
luna blanca; Carlyle estaba detrás, lejos,
cobijado como un dios ridículo en un
nicho de rocas.
—No quiero parecerte Pollyanna —
empezó—, pero todavía no me has
entendido. Mi coraje es fe, fe en mi
inagotable capacidad de adaptación: fe
en que la alegría volverá, y la esperanza
y la espontaneidad. Y creo que, mientras
me dure, tengo que mantener la boca
cerrada y la cabeza bien alta y los ojos
bien abiertos, y las sonrisas tontas
sobran. Sí, también he bajado al infierno
sin una lágrima muchas veces. Y el
infierno de las mujeres es mucho más
terrible que el de los hombres.
—¿Y si todo se acaba —sugirió
Carlyle— antes de que vuelvan la
alegría, la esperanza y la
espontaneidad?
Ardita se levantó y escaló con
alguna dificultad la roca, hasta alcanzar
otro saliente, tres o cuatro metros más
arriba.
—Pues entonces —exclamó— habré
ganado.
Carlyle se asomó a la roca, hasta
que pudo ver a Ardita.
—¡No saltes desde ahí! Te vas a
matar —se apresuró a decir.
Ardita se rió.
—¡Yo, no!
Abrió los brazos con lentitud, y se
quedó quieta: parecía un cisne, y su
juventud perfecta irradiaba un orgullo
que encendió un cálido resplandor en el
corazón de Carlyle.
—Atravesaremos el aire tenebroso
con los brazos abiertos —gritó— y los
pies extendidos como colas de delfines,
y creeremos que nunca llegaremos al
agua hasta que de repente nos rodee la
tibieza y las olas nos besen y acaricien.
Entonces saltó, y Carlyle, en un acto
reflejo, contuvo la respiración. No se
había dado cuenta de que era un salto de
más de quince metros. Pareció
transcurrir una eternidad antes de que
oyera el ruido breve y brusco que se
produjo cuando Ardita llegó al agua.
Y con un alegre suspiro de alivio
cuando su risa luminosa y húmeda llegó
por el acantilado a sus oídos
angustiados, se dio cuenta de que la
quería.
VI.
El tiempo, perdido el eje sobre el
que gira rutinariamente, derramó sobre
ellos tres días de atardeceres. Cuando el
sol iluminaba la portilla del camarote de
Ardita, una hora después del alba, se
levantaba feliz, se ponía el bañador y
subía a cubierta. Los negros dejaban el
trabajo cuando la veían y, riendo entre
dientes y murmurando, se apelotonaban
en la baranda mientras Ardita nadaba y
buceaba en el agua clara como un ágil
pececillo de estanque. Y por la tarde,
cuando refrescara, volvería a nadar, a
tumbarse y a fumar con Carlyle en el
acantilado; o se tumbarían en la arena de
la playa del sur, casi sin hablar, mirando
sólo cómo el día, multicolor y trágico,
se disolvía en la infinita languidez de
una noche tropical.
Y, a medida que pasaban las largas
horas de sol, Ardita dejó poco a poco de
concebirlas como un episodio
accidental, atolondrado, un brote de
amor en un desierto de realidad. Le daba
miedo el instante en que reemprendieran
camino hacia el sur; le daban miedo
todas las posibilidades que tenía ante sí;
pensar era una molestia y tomar
decisiones resultaba odioso. Si rezar
hubiera ocupado algún espacio en los
rituales paganos de su alma, sólo le
hubiera pedido a la vida que la dejaran
tranquila un tiempo, entregada
perezosamente a las ingenuas e
ingeniosas ocurrencias de Carlyle, a la
viveza de su imaginación adolescente, y
a la veta de monomanía que parecía
recorrer todo su carácter y dar color a
cada uno de sus actos.
Pero ésta no es la historia de una
pareja en una isla, ni tiene como tema
principal el amor que nace de la
soledad. Sólo es la presentación de dos
temperamentos, y su idílica localización
entre las palmeras de la Corriente del
Golfo es puramente accidental. Casi
todos nos contentamos con existir y
reproducirnos, y luchar por el derecho a
hacer ambas cosas, pero la idea
esencial, el intento condenado al fracaso
de controlar el propio destino, está
reservada a unos pocos afortunados o
desgraciados. Lo que más me interesa de
Ardita es el coraje, el coraje que se
empañará a la par que su juventud y su
belleza.
—Llévame contigo —dijo una
noche, echados perezosamente en la
hierba bajo las palmeras abiertas como
abanicos oscuros. Los negros habían
desembarcado sus instrumentos, y la
música del ragtime se propagaba
suavemente con la brisa templada de la
noche—. Me gustaría volver a aparecer
dentro de diez años transformada en una
fabulosa y riquísima princesa india.
Carlyle se apresuró a contestar.
—Ya sabes que puedes.
Ella se rió.
—¿Es una proposición de
matrimonio? ¡Edición especial! Ardita
Farnam se casa con un pirata. Chica de
la alta sociedad raptada por un jazzista
atracador de bancos.
—No fue un banco.
—¿Qué fue? ¿Por qué no me lo
cuentas?
—No quiero desilusionarte.
—Querido amigo, yo no me hago
ninguna ilusión contigo.
—Me refiero a las ilusiones que te
haces sobre ti misma.
Lo miró sorprendida.
—¡Sobre mí! ¿Qué diablos tengo yo
que ver con tus crímenes?
—Eso habría que verlo. Ardita se le
acercó y le acarició la mano.
—Querido señor Curtis Carlyle —
murmuró—, ¿estás enamorado de mí?
—Como si eso te importara.
—Claro que me importa: creo que
me he enamorado de ti. La miró con
ironía.
—Así la cuenta total de enero
asciende a media docena —sugirió—.
¿Te imaginas que me tomara en serio el
farol y te pidiera que te vinieras
conmigo a la India?
—¿Y si me fuera? Carlyle se
encogió de hombros. —Nos casaríamos
en Callao.
—¿Qué vida puedes ofrecerme? No
quiero molestarte, pero te lo pregunto en
serio: ¿Qué será de mí si te coge esa
gente que quiere la recompensa de
veinte mil dólares? —Creía que no
tenías miedo.
—Nunca tengo miedo. Pero no voy a
arruinar mi vida sólo por demostrarle a
un hombre que no tengo miedo.
—Ojalá hubieras sido pobre: sólo
una chica pobre que sueña sentada en
una cerca en una calurosa tierra de
vacas. —¿Te hubiera gustado?
—He sido feliz asombrándote,
viendo cómo se te abrían los ojos ante
las cosas. ¡Si pudieras desear las cosas!
¿Te das cuenta?
—Sí, te entiendo. Como las chicas
que miran embobadas los escaparates de
las joyerías.
—Sí… Y quieren el reloj ovalado
de platino ribeteado de diamantes.
Entonces tú decidirías que es demasiado
caro y elegirías uno de oro blanco que
vale cien dólares. Y yo diría: ¿Caro? No
me lo parece, Y entraríamos en la
joyería, e inmediatamente el reloj de
platino estaría brillando en tu muñeca.
—Suena muy agradable y muy
vulgar, y divertido, ¿no?, murmuró
Ardita.
—¿A que sí? ¿Nos imaginas
viajando por el mundo, gastando dinero
a manos llenas, venerados por porteros
y camareros? Ah, bienaventurados sean
los ricos puros, porque ellos poseerán la
tierra.
—Sinceramente: me gustaría que las
cosas fueran así.
—Te quiero, Ardita —dijo Carlyle
con ternura.
La cara de Ardita perdió su
expresión infantil un instante y se puso
extraordinariamente seria.
—Me gusta estar contigo —dijo—,
más que con ningún otro hombre de los
que he conocido. Y me gusta cómo me
miras y tu pelo negro, y cómo te asomas
por la borda cuando vamos a la playa.
La verdad es, Curtis Carlyle, que me
gusta todo lo que haces cuando te
comportas con absoluta naturalidad.
Creo que tienes temperamento, y ya
conoces mis ideas sobre el asunto.
Algunas veces, cuando te tengo cerca,
me dan ganas de besarte de pronto y
decirte que sólo eres un chico idealista
con un montón de tonterías inocentes en
la cabeza. A lo mejor, si yo fuera un
poco mayor y estuviera más aburrida,
me iría contigo. Tal como son las cosas,
creo que volveré y me casaré… con el
otro.
En el lago plateado las siluetas de
los negros se retorcían y contorsionaban
a la luz de la luna, como acróbatas que,
después de pasar un largo periodo de
inactividad, necesitaran derrochar en sus
volatinerías un exceso de energías.
Avanzaban en fila india, en círculos
concéntricos, echando la cabeza hacia
atrás o inclinándose sobre sus
instrumentos como faunos sobre sus
caramillos. Y del trombón y el saxofón
se derramaba sin cesar una melodía
armoniosa, a ratos alegre y
desenfrenada, y a ratos lastimera y
obsesionante como una danza de la
muerte en el corazón del Congo.
—¡Bailemos! —gritó Ardita—. No
me puedo estar quieta mientras suena
este jazz tan estupendo.
La cogió de la mano y la llevó hasta
una amplia extensión de arena
endurecida que la luna inundaba de
esplendor. Flotaban como mariposas que
se dejaran llevar por la intensa nube de
luz, y, mientras la sinfonía fantástica
gemía y ascendía y se debilitaba y
desaparecía, Ardita perdió el poco
sentido de la realidad que le quedaba y
abandono su imaginación al perfume de
ensueño de las flores tropicales y a los
aéreos e infinitos espacios estrellados, y
tenía la impresión de que si abría los
ojos se encontraría bailando con un
fantasma en un país creado por su
fantasía.
—Esto es lo que yo llamaría una
fiesta selecta y privada —murmuró
Carlyle.
—Creo que me he vuelto loca…
deliciosamente loca.
—Nos han hechizado. Las sombras
de innumerables generaciones de
caníbales nos vigilan desde la cima de
ese acantilado.
—Y apuesto lo que quieras a que las
caníbales están diciendo que bailamos
demasiado pegados, y que es una
vergüenza que no me haya puesto el
anillo en la nariz.
Se reían suavemente, y de pronto las
risas se apagaron porque, en la otra
orilla del lago, habían callado los
trombones en mitad de un compás, y los
saxofones emitían un gemido asustado y
dejaban poco a poco de oírse.
—¿Qué pasa? —gritó Carlyle.
Después de un instante de silencio
distinguieron la silueta oscura de un
hombre que rodeaba el lago corriendo.
Cuando estuvo más cerca, vieron que
era Babe en un estado de nerviosismo
insólito. Se acercó y les contó las
nuevas noticias, sofocado, comiéndose
las palabras.
—Un barco, un barco a menos de un
kilómetro, señor. Dios bendito, nos
vigila y ha echado el ancla.
—¿Un barco? ¿Qué tipo de barco?
—preguntó Carlyle angustiado.
Su voz denotaba inquietud, y a
Ardita se le encogió el corazón de
repente cuando le vio la cara
desencajada.
—No lo sé, señor.
—¿Han mandado un bote?
—No, señor.
—Vamos —dijo Carlyle.
Subieron la colina en silencio, la
mano de Ardita aún en la de Carlyle,
como cuando dejaron de bailar. Sentía
cómo él cerraba la mano de vez en
cuando, nervioso, como si no fuera
consciente del contacto, pero, aunque le
hacía daño, no intentó soltarse. Pareció
transcurrir una hora antes de que
alcanzaran la cima y reptaran
sigilosamente hasta el borde del
acantilado. Tras una breve ojeada,
Carlyle sofocó un grito involuntario. Se
trataba de un guardacostas con cañones
de seis pulgadas colocados de popa a
proa.
—¡Nos han descubierto! —dijo con
un suspiro—. ¡Nos han descubierto! Han
debido encontrar nuestro rastro en algún
sitio.
—¿Estás seguro de que han
descubierto el canal? Quizá sólo
esperan para echar un vistazo a la isla
por la mañana. Desde donde están no
pueden ver la abertura en el acantilado.
—Pueden verlo con los prismáticos
—dijo, sin esperanza. Miro el reloj—.
Ya casi son las dos. No podrán hacer
nada hasta que amanezca, eso está claro.
Y siempre existe la remota posibilidad
de que sólo estén esperando a otro
barco, o combustible.
—Creo que nosotros podemos
también quedarnos aquí.
Las horas pasaban. Estaban
tumbados, en silencio, juntos, las manos
en la mejilla, como niños que durmieran.
Detrás de ellos, encogidos, los negros,
pacientes, resignados, conformes,
proclamaban con sus sonoros ronquidos
que ni siquiera la presencia del peligro
podía domeñar su invencible ansia
africana de sueño.
Poco antes de las cinco de la
mañana Babe se acercó a Carlyle y le
dijo que había media docena de fusiles
en el Narciso. ¿Había decidido no
ofrecer resistencia? Babe creía que
podían montar una buena batalla si lo
planeaban bien.
Carlyle se echó a reír y negó con la
cabeza.
—Esto no es una película, Babe. Es
un guardacostas lo que nos espera. Sería
como enfrentarse con arco y flechas a
una ametralladora. Si quieres enterrar
las bolsas en alguna parte, para poder
recuperarlas más tarde, hazlo. Pero será
inútil: excavarán la isla de punta a
punta. Es una batalla perdida, Babe.
Babe agachó la cabeza en silencio y
se fue, y la voz de Carlyle era más ronca
cuando le dijo a Ardita:
—Es el mejor amigo que he tenido.
Daría la vida por mí, y estaría orgulloso
de poder hacerlo, si yo se lo pidiera.
—¿Te das por vencido?
—No tengo otra posibilidad. Es
verdad que siempre hay una salida, la
más segura, pero puede esperar. No
pienso perder la cabeza. No me perdería
mi propio juicio por nada del mundo:
así viviré la interesante experiencia de
ser famoso. «La señorita Farnam declara
que el comportamiento del pirata fue en
todo momento propio de un caballero».
—¡Cállate! Me da una pena horrible.
Cuando el color se diluyó en el cielo
y el azul apagado se convirtió en un gris
de plomo, percibieron un gran tumulto
en la cubierta del barco y divisaron a un
grupo de oficiales en uniforme blanco
reunidos junto a la borda. Tenían
prismáticos y examinaban el islote con
atención.
—Se acabó —sentenció Carlyle,
inexorable.
—¡Maldita sea! —dijo Ardita entre
dientes. Sentía cómo los ojos se le
llenaban de lágrimas.
—Volveremos al yate —dijo Carlyle
—. Prefiero que me encuentren allí a ser
cazado como una alimaña.
Abandonaron la cima y descendieron
por la colina, y, cuando llegaron al lago,
los remeros negros, silenciosos, los
llevaron al yate. Entonces, pálidos y
abatidos, se echaron en las tumbonas, a
esperar.
Media hora después, bajo la débil
luz gris, la proa del guardacostas
apareció en el canal y se detuvo: era
evidente que temían que la bahía fuera
demasiado poco profunda. Por la
apacible apariencia del yate, el hombre
y la chica en las tumbonas, y los negros
apoyados con curiosidad en la
barandilla, habían deducido que no
encontrarían resistencia, y lanzaron dos
botes: en uno iban un oficial y seis
policías, y en el otro cuatro remeros y, a
popa, dos hombres canosos con ropa
deportiva. Ardita y Carlyle se
levantaron y, casi sin pensarlo, se
miraron a los ojos. Entonces Carlyle se
metió la mano en el bolsillo y sacó un
objeto circular, fulgurante, y se lo dio.
—¿Qué es esto? —pregunto,
maravillada.
—No estoy muy seguro, pero, por
las palabras rusas que lleva grabadas en
el interior, creo que es la célebre
pulsera que te habían prometido.
—Pero… Pero… ¿De dónde
diablos…?
—Estaba en una de las bolsas. Ya
sabes: Curtís Carlyle y sus Seis
Compadres Negros, en plena actuación
en el salón de té de un hotel de Palm
Beach, cambiaron sus instrumentos por
pistolas automáticas y atracaron al
público. Yo le quité esta pulsera a una
preciosa pelirroja con demasiado
maquillaje encima.
Ardita frunció las cejas y sonrió.
—¡Así que eso fue lo que hiciste! Sí,
tienes temperamento.
Carlyle hizo una reverencia.
—Una conocida cualidad burguesa.
Entonces el amanecer avanzó
intrépidamente por la cubierta y obligó a
las sombras a retroceder hasta sus
esquinas grises. El rocío se evaporaba,
volviéndose niebla dorada, sutil como
un sueño, y los envolvía, y parecían de
gasa, vestigios de la noche, infinitamente
fugaces, a punto de disolverse. Durante
un instante mar y cielo dejaron de
respirar, y la aurora de dedos rosados
tocó los jóvenes labios de la vida…
Luego, de más allá del lago, llegó el
quejido de un bote y el crujir de los
remos.
De pronto, recortándose contra el
horno de oro que nacía en el este, dos
gráciles siluetas se fundieron en una y él
besó sus labios de niña mimada.
—Es como estar en la gloria —
murmuró Carlyle.
Ardita le sonrió.
—¿Eres feliz?
Suspiró, y aquel suspiro era una
bendición: la seguridad encantada de
que en aquel momento era más joven y
bella que nunca. Y la vida volvió a ser
radiante, y el tiempo era un fantasma, y
sus fuerzas eran eternas. Entonces hubo
una sacudida y un crujido al rozar el
bote el casco del yate.
Por la escalerilla subieron los dos
hombres de pelo gris, el oficial y dos
marineros que empuñaban revólveres.
El señor Farnam cruzó los brazos y miró
a su sobrina.
—Muy bien —dijo, asintiendo con
la cabeza lentamente. Ardita suspiró,
dejó de abrazar a Carlyle, y sus ojos,
transfigurados y ausentes, se posaron en
el pelotón de abordaje. Su tío observaba
cómo su labio superior poco a poco se
alzaba, en ese orgulloso puchero que él
conocía tan bien.
—Muy bien —repitió, furioso—.
Así que ésta es la idea que tienes del
amor: fugarte con un pirata.
Ardita lo miró con indiferencia.
—¡Qué tonto eres! —dijo, muy
tranquila.
—¿Eso es lo mejor que se te ocurre
decir?
—No —dijo, como si estuviera
reflexionando—. No, hay algo más: esa
frase que conoces tan bien, con la que he
terminado la mayoría de nuestras
conversaciones de los últimos años.
¡Cállate!
Y, dicho esto, les dedicó a los dos
vejestorios, al oficial y a los dos
marineros una breve mirada de
desprecio, dio media vuelta y
desapareció orgullosamente por la
escotilla que llevaba a los camarotes.
Pero, si hubiera esperado un poco,
hubiera oído algo bastante infrecuente en
las conversaciones con su tío: su tío
había estallado en carcajadas
incontrolables, a las que se había unido
el otro vejestorio.
Este último se dirigió con energía a
Carlyle, que había estado observando la
escena con un aire de misterioso
regocijo.
—Bien, Toby —dijo afablemente—,
caradura incurable, romántico
perseguidor de arcoiris, ¿has encontrado
por fin la mujer que buscabas?
Carlyle sonrió, muy seguro.
—Por supuesto —dijo—. Sabía que
sería así desde la primera vez que oí
hablar de sus correrías disparatadas.
Por eso le ordené a Babe que lanzara el
cohete de señales anoche.
—Me alegro —dijo el coronel
Moreland, serio—. Os seguíamos de
cerca por si teníais algún problema con
estos seis negros tan raros, pero no
esperábamos encontraros a los dos en
una situación tan comprometida —
suspiró—. Bueno, ¡manda a un loco a
cazar a un loco!
—Tu padre y yo —dijo el señor
Farnam— pasamos la noche en vela
esperando lo mejor, que quizá sea lo
peor. Bien sabe Dios que le has gustado
a Ardita, hijo mío. Me estaba volviendo
loco. ¿Le diste la pulsera rusa que el
detective que contraté consiguió de esa
tal Mimi?
Carlyle asintió.
—¡Shhh! —dijo—. Viene Ardita.
Ardita apareció en la escalerilla de
los camarotes, y los ojos se le fueron
involuntariamente a las muñecas de
Carlyle. Una expresión de perplejidad
se dibujó en su cara. Los negros
empezaron a cantar en la popa, y el lago,
frío con el fresco del amanecer,
devolvía serenamente el eco de sus
voces profundas.
—Ardita —dijo Carlyle,
tímidamente.
Ardita se acercó más.
—Ardita —repitió, con la
respiración entrecortada—. Tengo que
decirte… la verdad. Todo ha sido una
trampa, Ardita. No me llamo Carlyle.
Me llamo Moreland, Toby Moreland.
Toda la historia ha sido un invento,
Ardita, fruto del clima de Florida.
Lo miró fijamente: el asombro, la
perplejidad, la incredulidad y la rabia
se reflejaban sucesivamente en su cara.
Ninguno de los tres hombres se atrevía a
respirar. El señor Moreland dio un paso
hacia Ardita. La boca del señor Farnam
empezó a curvarse tristemente, a la
espera, presa del pánico, del previsible
estallido.
Pero no llegó. La cara de Ardita se
iluminó de repente, y con una risilla se
acercó de un salto al joven Moreland y
lo miró sin rastro de rabia en los ojos
grises.
—¿Me juras —dijo dulcemente—
que todo ha sido sólo producto de tu
imaginación?
—Lo juro —dijo el joven Moreland,
anhelante.
Ella atrajo su rostro y lo besó
suavemente.
—¡Qué imaginación! —dijo con
ternura y casi con envidia—. Quiero que
me mientas toda mi vida, con toda la
dulzura de que eres capaz.
Las voces de los negros llegaban
soñolientas desde la popa, mezcladas
con una melodía que Ardita ya les había
oído cantar:
El tiempo es un ladrón;
alegrías y penas
se van con las hojas
en otoño…
I.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
La joven que usaba demasiado
maquillaje la siguió con una mirada
fugaz y resentida; luego se volvió hacia
el camarero de mentón huidizo y siguió
discutiendo.
—Debería subir y avisarle de que
estoy aquí —dijo en tono de desafío—;
si no, subiré yo misma.
—¡Usted no sube! —dijo George
con dureza.
La muchacha sonrió con aire burlón.
—¿Que no? ¿Que no subo? Déjeme
que le diga: conozco a muchos
estudiantes, y muchos más de los que
usted ha visto en su vida me conocen a
mí, y todos estarían contentísimos de
acompañarme a una fiesta.
—Puede ser…
—Puede ser… —lo interrumpió—.
Todo es perfecto para las que son como
esa que acaba de salir corriendo, sabe
Dios adónde; para esas que están
invitadas y pueden entrar y salir cuando
les dé la gana; pero si yo quiero hablar
con un amigo, entonces mandan a un
camarero de tres al cuarto, que lo mismo
corta jamón que te sirve un bollo, para
que no me deje entrar.
—Oiga —dijo el mayor de los Key
con indignación—, puedo perder mi
trabajo. Puede que ese tipo del que usted
habla no quiera verla.
—Claro que quiere verme.
—Además, ¿cómo podría yo
encontrarlo entre tanta gente?
—Lo encontrará —le aseguró, llena
de confianza—. Sólo tiene que
preguntarle a cualquiera por Gordon
Sterrett, y le dirán quién es. Esos tipos
se conocen todos entre sí —abrió el
bolso, sacó un dólar y se lo dio a
George—. Aquí tiene —dijo—, una
propina. Búsquelo y déle mi recado.
Dígale que si no está aquí dentro de
cinco minutos subiré yo.
George movió la cabeza con
pesimismo, reflexionó un momento
sobre el asunto, titubeó, desesperado, y
se fue.
Antes de que terminara el plazo
fijado, Gordon bajaba las escaleras.
Estaba más borracho que al principio de
la fiesta, y de un modo distinto. El
alcohol parecía haberse solidificado a
su alrededor como una costra. Se movía
pesadamente, tambaleándose, y hablaba
con poca coherencia.
—Hola, Jewel —dijo con voz
espesa—. He venido rápido. Jewel, no
he conseguido el dinero. He hecho lo
que he podido.
—¡Nada de dinero! —soltó
bruscamente—. No te has acercado a mí
desde hace diez días. ¿Qué pasa?
Gordon movió la cabeza lentamente.
—He estado muy deprimido, Jewel.
Enfermo.
—¿Por qué no me lo dijiste, si
estabas malo? Ese dinero no me importa
tanto. No empecé a fastidiarte con eso
hasta que tú empezaste a darme de lado.
Movió de nuevo la cabeza.
—No te he dado de lado, jamás.
—¡No me has dado de lado! No te
acercas a mí desde hace tres semanas, a
no ser que estuvieras tan borracho como
para no saber lo que hacías.
—He estado enfermo, Jewel —
repitió mirándola con ojos cansados.
—Estás lo bastante bien para venir a
divertirte con tus amigos de la alta
sociedad. Me dijiste que nos veríamos
para cenar, que tendrías algún dinero
para mí. Ni siquiera te has molestado en
llamarme por teléfono.
—No pude conseguir el dinero.
—¿No te he dicho que eso no
importa? Yo quería verte, Gordon, pero
parece que tú prefieres a otra.
Lo negó con amargura.
—Entonces coge tu sombrero y vente
conmigo —le propuso Jewel.
Gordon titubeó, pero Jewel se le
acercó de repente y le rodeó el cuello
con los brazos.
—Vente conmigo, Gordon —dijo,
casi en un susurro—. Vamos a beber
algo al Devineries, y luego podemos
subir a mi apartamento.
—No puedo, Jewel…
—Claro que puedes —dijo Jewel
con ardor.
—¡Estoy peor que un perro!
—Bueno, entonces no puedes
quedarte aquí a bailar.
Miró a su alrededor con una mezcla
de alivio y desesperación, titubeando;
entonces, de pronto, Jewel lo atrajo
hacia sí y lo besó con labios suaves,
carnosos.
—Vale —dijo de mala gana—, voy
por mi sombrero.
VIII.
Cuando Edith salió al azul claro de
la noche de mayo encontró la avenida
desierta. Los escaparates de los grandes
almacenes estaban apagados; cubrían las
puertas grandes máscaras de hierro que
las convertían en tumbas tenebrosas para
el esplendor de la última luz del día.
Mirando hacia la calle 42 vio el
multicolor contorno difuminado de los
anuncios luminosos de los restaurantes
abiertos durante toda la noche. Sobre la
Sexta Avenida el ferrocarril elevado,
una llamarada, atravesó la calle entre
los haces de luz paralelos de la estación
y se perdió en la fría oscuridad. Pero en
la calle 44 reinaba el silencio.
Abrigándose con la capa, Edith
cruzó corriendo la avenida. Se
estremeció espantada cuando un hombre
solo pasó a su lado y le dijo en un
susurro ronco: «¿Adónde corres, niña?».
Le recordó una noche de su niñez en que
había dado un paseo en pijama cerca de
casa y un perro le había aullado desde
un patio trasero grande y misterioso.
Un minuto después había alcanzado
su destino, un edificio de dos pisos,
relativamente viejo, en la calle 44: en
las ventanas superiores detectó con
alivio un destello de luz. Había
suficiente luz en la calle para que
pudiera leer el anuncio de la ventana: el
New York Trumpet. Se adentró en un
oscuro vestíbulo y un segundo después
vio las escaleras en un rincón.
Ahora estaba en una habitación
amplia y baja, amueblada con
escritorios, de cuyas paredes colgaban
páginas de periódico. Sólo había dos
personas. Estaban sentadas en extremos
opuestos de la habitación: llevaban
visera verde y escribían a la luz de una
solitaria lámpara de mesa.
Se quedó un momento indecisa en la
entrada, y luego los dos hombres se
volvieron simultáneamente y Edith
reconoció a su hermano.
—¡Edith!
Se levantó inmediatamente y se
acercó a ella sorprendido, quitándose la
visera. Era alto, delgado y moreno, con
ojos negros y penetrantes detrás de unas
gafas muy gruesas, unos ojos
extraviados que parecían siempre fijos
sobre la cabeza de la persona con quien
estaba hablando.
Le puso las manos en los brazos y la
besó en la mejilla.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, un
poco alarmado.
—Estaba en un baile aquí enfrente,
en el Delmonico, Henry —dijo, exaltada
—, y no he podido resistir la tentación
de escaparme un momento y venir a
verte.
—Me alegra que lo hayas hecho —
la alarma dejó paso enseguida a su
habitual aire distraído—. Pero no
deberías andar por ahí sola de noche,
¿no?
El hombre que había en el otro
extremo de la habitación los había
estado mirando con curiosidad, y se
acercó cuando Henry le hizo una señal.
Era gordo y fofo, con ojillos risueños, y,
después de quitarse el cuello de la
camisa y la corbata, daba la impresión
de ser un agricultor del Medio Oeste un
domingo por la tarde.
—Te presento a mi hermana —dijo
Henry—. Ha venido a hacerme una
visita.
—Encantado —dijo el gordo,
sonriendo—. Mi nombre es
Bartholomew, señorita Bradin. Sé que
su hermano lo olvidó hace tiempo.
Edith rió por cortesía.
—Bueno —continuó—, no tenemos
precisamente unas instalaciones
maravillosas, ¿no?
Edith observó la habitación.
—Parecen muy agradables —
contestó—. ¿Dónde guardan las
bombas?
—¿Las bombas? —repitió
Bartholomew, riendo—. Tiene gracia…
las bombas. ¿La has oído, Henry?
Quiere saber dónde guardamos las
bombas. Oye, tiene gracia.
Edith se sentó sobre un escritorio
vacío balanceando las piernas. Su
hermano cogió una silla, a su lado.
—Bueno —le preguntó con aire
distraído—, ¿qué te ha parecido Nueva
York esta vez?
—No está mal. Me quedaré en el
Biltmore con los Hoyt hasta el domingo.
¿Te vienes a comer mañana?
Henry lo pensó un momento.
—Tengo muchas cosas que hacer —
objetó—, y no soporto las reuniones de
mujeres.
—Vale —asintió Edith, sin
enfadarse—, podemos comer juntos, los
dos.
—Muy bien.
—Te recogeré a las doce.
Bartholomew quería evidentemente
volver a su mesa, pero, al parecer,
consideraba poco correcto irse sin una
despedida ingeniosa.
—Bueno… —empezó a decir,
torpemente.
Los dos se volvieron hacia él.
—Bueno, decía que… hemos pasado
un rato emocionante esta tarde.
Los dos hombres se miraron.
—Debería haber venido un poco
antes —prosiguió Bartholomew, más
animado—. Hemos tenido un auténtico
vodevil.
—¿De verdad?
—Una serenata —dijo Henry—. Un
montón de soldados se ha congregado en
la calle y ha comenzado a gritar contra
el periódico.
—¿Por qué? —preguntó Edith.
—Sólo era una masa —dijo Henry,
ensimismado—. Las masas tienen que
gritar. Es evidente que no los dirigía
nadie con un poco de iniciativa, si no,
con toda probabilidad, hubieran entrado
aquí por la fuerza y hubieran roto algo.
—Sí —dijo Bartholomew,
volviéndose hacia Edith—, debería
haber estado aquí.
Pareció pensar que esta intervención
valía como despedida, ya que dio
bruscamente media vuelta y volvió a su
escritorio.
—¿Los soldados están de verdad en
contra de los socialistas? —preguntó
Edith a su hermano—. Quiero decir si os
atacan con violencia y esas cosas.
Henry volvió a ponerse la visera
verde y bostezó.
—La humanidad ha progresado
mucho —dijo con indiferencia—, pero
la mayoría somos salvajes; los soldados
no saben lo que quieren, ni lo que odian,
ni lo que aprecian. Están acostumbrados
a actuar colectivamente, en gran número,
y parecen tener que hacer alguna
demostración de vez en cuando. Por eso
nos han atacado. Ha habido desórdenes
en toda la ciudad esta noche. Ya sabes
que es Primero de Mayo.
—El alboroto de aquí ¿ha sido algo
serio?
—No, nada —dijo con sarcasmo—.
Unos veinticinco soldados se pararon en
la calle a eso de las nueve, y empezaron
a aullarle a la luna.
—Ah —Edith cambió de tema—.
¿Te da alegría verme, Henry?
—Desde luego.
—No lo parece.
—Pues me da alegría.
—Me figuro que piensas que soy
una… una fresca. Una especie de
mariposona, la peor del mundo.
Henry se rió.
—Nada de eso. Diviértete mientras
seas joven. Pero… ¿Es que tengo cara
de ser el típico joven serio y mojigato?
—No… —Edith calló un momento
—. Pero, no sé por qué, he pensado qué
distinta es la fiesta en la que estaba de…
de todos tus objetivos. Parece algo…
algo incongruente, ¿no? Yo en un baile
como ése, y tú, aquí, trabajando por algo
que volvería imposibles para siempre
ese tipo de fiestas, si tus ideas
triunfaran.
—Yo no pienso así. Eres joven, te
comportas como te han enseñado a
comportarte. Venga… diviértete.
Los pies de Edith, que habían estado
balanceándose perezosamente, se
detuvieron y su voz bajó un tono.
—Me gustaría… me gustaría que
volvieras a Harrisburg, que tú también
te divirtieras. ¿Estás seguro de haber
elegido bien?
—Las medias que llevas son
preciosas —la interrumpió Henry—.
¿De qué diablos están hechas?
—Son bordadas —respondió Edith,
bajando la vista—. ¿No son preciosas?
—se levantó la falda y descubrió los
tobillos delgados y enfundados en seda
—. ¿O desapruebas las medias de seda?
Henry pareció perder un poco la
paciencia. La miró penetrantemente con
sus ojos negros.
—¿Estás sugiriendo que sólo pienso
en criticarte, Edith?
—No, claro que no.
Edith calló un momento. A
Bartholomew se le había escapado un
gruñido. Se volvió y vio que había
abandonado su mesa y que estaba junto a
la ventana.
—¿Qué pasa? —preguntó Henry.
—Hay gente —dijo Bartholomew, y
añadió enseguida—: A montones.
Vienen de la Sexta Avenida.
—¿Gente?
El gordo pegó la nariz al cristal.
—¡Soldados, por Dios! —dijo en
tono enérgico—. Ya me imaginaba que
volverían.
Edith saltó al suelo y fue corriendo a
la ventana donde estaba Bartholomew.
—¡Hay muchos! —exclamó,
excitada—. ¡Ven, Henry!
Henry se ajustó la visera, pero
siguió sentado.
—¿No es mejor que apaguemos la
luz? —sugirió Bartholomew.
—No. Se irán dentro de un minuto.
—No se irán —dijo Edith,
asomándose a la ventana—. Ni siquiera
piensan en la posibilidad de irse. Están
llegando más. Mira: una verdadera
multitud está doblando la esquina de la
Sexta Avenida.
Al resplandor amarillo y entre las
sombras azules de las farolas de la calle
podía ver que la acera se había llenado
de hombres. La mayoría llevaba
uniforme: algunos no habían bebido,
otros iban entusiásticamente borrachos,
y sobre todos se extendía un clamor
incoherente, un griterío.
Henry se levantó y, al acercarse a la
ventana, a la luz de las lámparas de
mesa, su sombra se proyectó como una
larga silueta. Inmediatamente el clamor
se convirtió en un aullido inacabable, y
una ruidosa descarga de pequeños
proyectiles, pastillas de tabaco,
paquetes de cigarrillos, e incluso
monedas, cayó contra la ventana. La
barahúnda empezó a ascender por las
escaleras a medida que iban abriendo
las puertas.
—¡Están subiendo! —gritó
Bartholomew.
Edith se volvió angustiada hacia
Henry.
—¡Están subiendo, Henry!
Los gritos que llegaban del portal se
oían ya con claridad.
—¡Malditos socialistas!
—¡Proalemanes! ¡Amigos de los
boches!
—¡Al segundo piso! ¡Venga!
—¡Vamos a cargarnos a esos hijos
de…!
Los cinco minutos siguientes pasaron
como en un sueño. Edith recordaba que
el clamor había estallado de golpe sobre
los tres como una nube cargada de
lluvia, que había un estruendo de
muchos pies en las escaleras, que Henry
la había cogido del brazo y la había
arrastrado al fondo de la oficina.
Después la puerta se abrió y una
avalancha de hombres irrumpió en la
habitación: no los dirigentes, sino
sencillamente aquellos que por
casualidad ocupaban las primeras filas.
—¡Muy buenas!
—Trabajáis hasta muy tarde, ¿no?
—Tú y tu novia, ¿eh, capullos?
Edith reparó en que dos soldados
muy borrachos habían sido arrastrados
hasta la primera fila, donde se
tambaleaban estúpidamente: uno de
ellos era moreno y de baja estatura, el
otro era alto, de mentón huidizo.
Henry dio un paso al frente y levantó
la mano.
—¡Amigos! —dijo.
El clamor se disolvió en una
momentánea tranquilidad, interrumpida
por algunos murmullos.
—¡Amigos! —repitió, y sus ojos
extraviados miraban más allá de las
cabezas de la multitud—. Sólo os hacéis
daño a vosotros mismos invadiendo este
local esta noche. ¿Tenemos pinta de ser
ricos? ¿Parecemos alemanes? Os pido
en nombre de la justicia…
—¡Cállate!
—¡Tienes pinta de alemán rico!
—Oye, ¿nos presentas a tu novia,
compadre?
Un hombre sin uniforme, que había
estado revolviendo los papeles de una
mesa, alzó de pronto un periódico.
—¡Aquí está! —gritó—. ¡Quieren
que los alemanes ganen la guerra!
Un nuevo tropel empujaba desde las
escaleras y de repente la habitación se
llenó de hombres que rodeaban al pálido
trío, que permanecía al fondo del cuarto.
Edith vio que el soldado alto, de mentón
huidizo aguantaba en primera fila. El
soldado bajo y moreno había
desaparecido.
Edith retrocedió un poco, y se
detuvo junto a la ventana abierta, por la
que entraba el soplo limpio del aire frío
de la noche.
Entonces la habitación se convirtió
en un caos. Se dio cuenta de que los
soldados se lanzaban hacia delante, y
vio al hombre gordo que blandía una
silla sobre la cabeza. De repente la luz
se fue, y sintió la presión de cuerpos
calientes bajo ropas ásperas, y sus oídos
se llenaron de gritos, pisadas y
respiraciones agitadas.
Una figura pasó como un rayo junto a
ella, como salida de ninguna parte, se
tambaleó, se abrió paso de lado, y de
repente desapareció irremediablemente
por la ventana abierta con un grito
aterrorizado y entrecortado que murió
staccato entre el clamor. A la débil luz
de las ventanas encendidas en el edificio
de enfrente, Edith tuvo la fugaz
impresión de que se trataba del soldado
alto, de mentón huidizo.
La ira la invadió de improviso.
Agitó los brazos frenéticamente y se
abrió paso a ciegas hacia donde la
refriega era más reñida. Oía gruñidos,
maldiciones, el impacto sordo de los
puñetazos.
—¡Henry! —gritó furiosa—. ¡Henry!
Luego, minutos más tarde, tuvo la
sensación de que había entrado en la
oficina más gente. Oyó una voz
profunda, intimidatoria, autoritaria; vio
haces de luz amarilla que barrían aquí y
allá entre la gresca. Los gritos se
hicieron más espaciados. La refriega
creció y al poco cesó.
De repente las luces se encendieron:
la habitación estaba llena de policías
que aporreaban a diestra y siniestra. La
voz profunda bramó:
—¡Vamos! ¡Desfilando!
La habitación parecía vaciarse como
un fregadero. Un policía, que tenía en un
rincón bien agarrada a su presa, la
arrojó sobre su adversario, un soldado,
y, de un empujón, lo lanzó contra la
puerta. La voz profunda insistía. Edith
descubrió que provenía de un capitán de
la policía con cuello de toro que estaba
cerca de la puerta.
—¡Desfilando! ¡Éstas no son
maneras! A uno de vuestros camaradas
lo han tirado por la ventana, y se ha
matado.
—¡Henry! —llamó Edith—. ¡Henry!
Golpeó furiosamente con los puños
en la espalda del hombre que tenía
delante; se escurrió entre otros dos;
peleó, chilló y, a golpes, se abrió paso
hasta una figura muy pálida sentada en el
suelo junto a un escritorio.
—¡Henry! —exclamó con pasión—.
¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¿Te han
herido?
Henry tenía los ojos cerrados.
Gimió, levantó la vista y dijo con asco:
—Me han roto la pierna. ¡Dios mío!
¡Qué imbéciles!
—¡Desfilando! —gritaba el capitán
de policía—. ¡Desfilando!
IX.
X.
El señor Entrada y el señor Salida
no están en las listas del censo. Los
buscaréis en vano en el registro civil,
entre las partidas de nacimiento,
matrimonio y defunción, y tampoco los
encontraréis en la libreta donde lleva las
cuentas el tendero. El olvido se los ha
tragado y los testimonios sobre su
existencia son vagos, inconsistentes,
inadmisibles para los tribunales. Sin
embargo, sé de buena fuente que durante
un breve periodo de tiempo el señor
Entrada y el señor Salida vivieron,
respiraron, respondieron por su nombre
e irradiaron el vivísimo encanto de su
personalidad.
Durante el breve curso de su
existencia, recorrieron con sus
peculiares atuendos la gran autopista de
la gran nación: se rieron de ellos, los
maldijeron, los persiguieron. Después
desaparecieron y de ellos nunca más se
supo.
Iban tomando vagamente forma
cuando un taxi con la capota bajada
atravesó despreocupadamente
Broadway a la luz muy suave del
amanecer de mayo. En ese coche
viajaban las almas del señor Entrada y
del señor Salida, comentando con
estupor la luz azul que tan bruscamente
había coloreado el cielo tras la estatua
de Cristóbal Colón, comentando con
perplejidad las caras avejentadas y
grises de los primeros madrugadores
que apenas rozaban la calle como
papelillos al aire sobre un lago gris.
Estaban de acuerdo en todo: desde lo
absurdo del forzudo del Child hasta lo
absurdo del oficio de vivir. Los mareaba
la extrema y sensiblera felicidad que la
mañana había despertado en sus almas
entusiastas. Y tan nuevo e intenso era su
placer de vivir que sentían necesidad de
expresarlo con fuertes gritos.
—¡Hiuuuuu! —ululó Peter, formando
un megáfono con las manos, y Dean se
unió a él con un grito que, aun siendo tan
significativo y simbólico como el otro,
debía su resonancia a su absoluta falta
de articulación.
—¡Yuhuuuu! ¡Yu-baba!
La calle 53 fue un autobús que
transportaba a una belleza morena con el
pelo cortado como un chico; la calle 52
fue un barrendero que los esquivó,
escapó por los pelos y lanzó un alarido:
«¡Mira por dónde vas!», con voz
dolorida y acongojada. En la calle 50 un
grupo de hombres sobre una acera
blanquísima, ante un blanquísimo
edificio, se volvió hacia ellos y gritó:
—¡Menuda fiesta, chicos!
En la calle 49 Peter le dijo a Dean
en tono solemne, entornando sus ojos de
búho:
—Espléndida mañana.
—Seguramente.
—¿Desayunamos algo?
Dean estaba de acuerdo, aunque con
algún añadido.
—Desayuno y copa.
—Desayuno y copa —repitió Peter,
y se miraron, asintiendo—. Es lógico.
Y estallaron en grandes carcajadas.
—¡Desayuno y copa! ¡Cielo santo!
—No existe tal cosa —anunció
Peter.
—¿No sirven una cosa así? No
importa. Los obligaremos a que nos la
sirvan. Recurriremos a la fuerza.
—Recurriremos a la lógica.
El taxi abandonó Broadway de
improviso, se adentró en una calle
transversal y se detuvo en la Quinta
Avenida, ante un edificio que parecía un
mausoleo.
—¿Qué pasa?
El taxista los informó de que aquello
era el Delmonico.
Era incomprensible. Tuvieron que
concentrarse intensamente durante unos
minutos, pues si le habían dado aquella
dirección al taxista, algún motivo debía
de existir.
—Algo de un abrigo… —sugirió el
taxista.
Eso era. El abrigo y el sombrero de
Peter. Se los había dejado en el
Delmonico. Después de haber llegado a
tal conclusión, desembarcaron del taxi y
se encaminaron tranquilamente hacia la
entrada cogidos del brazo.
—¡Eh! —dijo el taxista.
—¿Eh?
—Tienen que pagarme.
Negaron con la cabeza,
escandalizados.
—Más tarde; ahora, no. Las órdenes
las damos nosotros. Espere.
El taxista protestó: quería su dinero
inmediatamente. Con el desdén y la
condescendencia de los hombres que
ejercen un tremendo esfuerzo para
dominarse, le pagaron.
Luego, a tientas, Peter buscó en vano
su abrigo y su sombrero en el oscuro y
desierto guardarropa del Delmonico.
—Me temo que han volado. Los
habrán robado.
—Algún estudiante de Sheffield.
—Con toda probabilidad.
—No importa —dijo Dean con
generosidad—. Dejo yo mi abrigo y mi
sombrero, y así iremos vestidos igual.
Se quitó el abrigo y el sombrero e
iba a dejarlos en la percha cuando dos
grandes rectángulos de cartón, colgados
de las dos puertas del guardarropa,
atraparon y atrajeron su mirada como un
imán. El de la puerta de la izquierda
lucía, en grandes letras negras, la
palabra «Entrada»; y el de la puerta de
la derecha ostentaba la no menos
contundente «Salida».
—¡Mira! —exclamó lleno de
felicidad.
Los ojos de Peter siguieron la
dirección que les señalaba el dedo de
Dean.
—¿Qué?
—Mira esos carteles. Vamos a
cogerlos.
—Buena idea.
—Seguro que, juntos, resultan
rarísimos y valiosos. Pueden servirnos.
Peter descolgó el cartel de la
izquierda e intentó escondérselo en
alguna parte: el asunto entrañaba cierta
dificultad porque el cartel era de
considerables proporciones. Entonces se
le ocurrió una idea, y con aire solemne y
misterioso se volvió de espaldas. Al
cabo de un instante giró sobre los
talones teatralmente y, extendiendo los
brazos, se exhibió ante el admirado
Dean. Se había prendido el cartel en el
chaleco, cubriendo por completo la
pechera de la camisa. Era como si la
palabra «Entrada» hubiera sido pintada
sobre la camisa con grandes letras
negras.
—¡Yuhuuu! —gritó con entusiasmo
Dean—. El señor Entrada.
Acto seguido, se colgó el cartel de
la misma manera.
—¡El señor Salida! —anunció
triunfalmente—. El señor Entrada tiene
el gusto de conocer al señor Salida.
Dieron un paso al frente y se
estrecharon las manos.
Y otra vez se retorcían
espasmódicamente vencidos por un
ataque de risa.
—¡Yuhuuu!
—Ahora vamos a pegarnos un buen
desayuno.
—Venga, vamos, al Commodore.
Cogidos del brazo salieron del
Delmonico con pasos decididos,
doblaron hacia el este en la calle 44 y se
dirigieron hacia el Commodore.
Cuando salían, un soldado bajo y
moreno, muy pálido y muy cansado, que
deambulaba apáticamente arriba y abajo
por la acera, se volvió para mirarlos.
Hizo ademán de dirigirles la
palabra, pero, como lo fulminaron
inmediatamente con la mirada que se
dirige a los desconocidos, esperó a que
se alejaran con pasos inseguros calle
abajo y los siguió a unos veinte metros
de distancia, riéndose para sus adentros
y repitiendo a media voz: «¡Vaya,
vaya!», con plácida expectación.
El señor Entrada y el señor Salida
intercambiaban chistes sobre sus futuros
proyectos.
—Queremos una copa; queremos
desayunar. No vale una cosa sin la otra.
Una e indivisible.
—¡Queremos las dos!
—¡Las dos!
Ya era completamente de día, y los
transeúntes empezaban a observar con
curiosidad a la pareja. Era evidente que
debatían asuntos que los divertían
enormemente, pues de cuando en cuando
los sacudía un ataque de risa tan
violento que, siempre cogidos del brazo,
se retorcían entre carcajadas.
Al llegar al Commodore
intercambiaron algunos epigramas
picantes con el portero, que tenía ojos
de sueño, navegaron con algún problema
a través de la puerta giratoria y luego
cruzaron el vestíbulo, entre un público
escaso y sorprendido, hasta el comedor,
donde un camarero perplejo les señaló
una oscura mesa en un rincón.
Estudiaron la carta sin entender
absolutamente nada, leyéndose uno al
otro los nombres de los platos con un
murmullo de perplejidad.
—¿No hay licores? —dijo Peter en
tono de reproche. El camarero dejó oír
su voz, pero era ininteligible.
—Le repito —continuó Peter con
paciente tolerancia— que en la carta
parece haber una inexplicable y
absolutamente repugnante ausencia de
licores.
—Oye —le dijo Dean, muy seguro
de sí mismo—, deja que yo me ocupe —
ahora se dirigía al camarero—:
Traiga… Tráiganos… —examinaba la
carta con ansiedad—. Tráiganos una
botella de champán y… podría ser… un
bocadillo de jamón. El camarero
parecía titubear.
—¡Sírvanos! —rugieron al unísono
el señor Entrada y el señor Salida.
El camarero tosió y desapareció.
Mientras esperaban, sin que se dieran
cuenta, el camarero mayor los sometía a
un atento examen. Entonces llegó el
champán y, en cuanto lo vieron, el señor
Entrada y el señor Salida se sintieron
llenos de júbilo.
—¿Te imaginas que se hubieran
negado a servirnos champán para
desayunar? ¿Te lo imaginas?
Intentaron imaginarse una
posibilidad tan espantosa, pero la
hazaña era excesiva para ellos. Era
imposible, aunque sumaran su poder de
imaginación, concebir un mundo en el
que estuviera prohibido desayunar
champán. El camarero descorchó la
botella con un enorme estruendo y en las
copas inmediatamente burbujeó la
espuma pálida y dorada.
—A su salud, señor Entrada.
—A la suya, señor Salida.
El camarero se retiró, los minutos
pasaron; el nivel del champán bajaba en
la botella.
—Es humillante —dijo Dean de
repente.
—¿Qué es humillante?
—La idea de que pudieran
prohibirnos desayunar champán.
—¿Humillante? —reflexionó Peter
—. Sí, ¡ésa es la palabra! Humillante.
Otra vez se morían de risa, ululaban,
se tronchaban de risa, se agitaban en sus
sillas, repetían la palabra «humillante»
una vez y otra vez, y cada repetición
parecía volverla más genial,
clamorosamente absurda.
Después de aquellos minutos de
diversión, decidieron pedir otra botella.
El camarero, angustiado, lo consultó a
su inmediato superior, y este juicioso
personaje dio órdenes terminantes de
que no se sirviera más champán. Les
llevaron la cuenta.
Cinco minutos después, cogidos del
brazo, abandonaban el Commodore y
proseguían su camino entre la multitud,
que los observaba con curiosidad, por la
calle 42 y la avenida Vanderbilt, hasta el
Hotel Biltmore. Allí, con inesperada
astucia, se pusieron a la altura de las
circunstancias y atravesaron el vestíbulo
a paso rápido y ceremoniosamente
erguidos.
Pero, ya en el comedor, repitieron su
actuación. Alternaban risotadas
intermitentes y convulsas con repentinas
e imprevisibles discusiones sobre
política, la universidad y su radiante
estado de ánimo. Según sus relojes eran
las nueve, y empezó a ocurríseles la
vaga idea de que estaban en una fiesta
memorable, una fiesta que recordarían
siempre. No se dieron prisa con la
segunda botella. Bastaba la sola
mención de la palabra «humillante» para
que los asfixiaran las carcajadas. El
comedor zumbaba y parecía moverse;
una curiosa claridad impregnaba y
enrarecía el aire pesado.
Pagaron la cuenta y volvieron al
vestíbulo.
En aquel preciso momento la puerta
principal del hotel giró por enésima vez
aquella mañana, dejando entrar a una
joven muy pálida, una belleza con ojeras
y un vestido de noche muy arrugado. La
acompañaba un hombre obeso y vulgar,
que evidentemente no era el
acompañante adecuado.
Esta pareja se encontró al final de
las escaleras con el señor Entrada y el
señor Salida.
—Edith —dijo el señor Entrada,
acercándosele lleno de alegría y
dedicándole una profunda reverencia—.
Buenos días, corazón.
El hombre obeso le echó a Edith una
mirada interrogativa, como si, pura y
simplemente, le pidiera permiso para
quitar de en medio sumariamente a aquel
individuo.
—Perdona el exceso de confianza —
añadió Peter, como si lo hubiera
pensado mejor—. Buenos días, Edith.
Cogiéndolo por el codo, obligó a
Dean a acercarse.
—Te presento al señor Entrada,
Edith: mi mejor amigo. Somos
inseparables: el señor Entrada y el
señor Salida.
El señor Salida dio un paso al frente
e hizo una reverencia: fue tan largo el
paso y tan profunda la reverencia que
estuvo a punto de acabar en el suelo, y,
para mantener el equilibrio, hubo de
apoyarse ligeramente en el hombro de
Edith.
—Soy el señor Salida, Edith —
murmuró muy amable—; el señor
Entrada y el señor Salida.
—El Señor Salidentrada —dijo
Peter con orgullo.
Pero Edith no los veía, miraba más
allá, fijos los ojos en algún punto de la
galería superior. Le hizo una señal con
la cabeza al hombre obeso, que avanzó
como un toro y, con un gesto enérgico y
brusco, apartó al señor Entrada y al
señor Salida, y Edith y él pasaron por el
espacio abierto entre los dos.
Pero diez pasos más allá Edith
volvió a detenerse: se detuvo y apuntó
con el dedo a un soldado moreno, bajo,
que miraba detenidamente a todo el
mundo, y, muy en particular, la escena
del señor Entrada y el señor Salida, con
una especie de terror asombrado y
hechizado.
—¡Allí! —exclamó Edith—. ¡Allí
está!
Su voz subió de tono y se volvió
algo chillona. El dedo acusador
temblaba un poco.
—Es el soldado que le ha roto la
pierna a mi hermano. Hubo algunas
exclamaciones. Un empleado con chaqué
abandonó su puesto en el mostrador de
recepción y avanzó en estado de alarma;
el hombre obeso se lanzó como un rayo
contra el soldado bajo y moreno, y todos
los que se hallaban en el vestíbulo
rodearon al grupo, impidiéndoles la
visión al señor Entrada y el señor
Salida.
Pero para el señor Entrada y el
señor Salida este incidente sólo era un
segmento especialmente iridiscente de
un mundo zumbante y giratorio.
Oyeron gritos, vieron cómo saltaba
el gordo, y de repente la escena se
volvió borrosa.
Poco después se encontraban en un
ascensor rumbo al cielo.
—¿A qué piso, por favor? —dijo el
ascensorista.
—A cualquiera —dijo el señor
Entrada.
—Al último piso —dijo el señor
Salida.
—Éste es el último piso —dijo el
ascensorista.
—Que pongan otro —dijo el señor
Salida.
—Más alto —dijo el señor Entrada.
—Al cielo —dijo el señor Salida.
XI.
II.
A las nueve y media Jim y Clark se
encontraron frente al bar de Sam y se
encaminaron hacia el club de campo en
el Ford de Clark.
—Jim —preguntó Clark con tono
indiferente, mientras traqueteaban a
través de la noche perfumada de jazmín
—, ¿cómo te las arreglas para vivir?
El Gominola lo pensó, antes de
responder.
—Bueno —dijo por fin—, tengo una
habitación encima del garaje de Tilly.
Por las tardes le ayudo algo con los
coches, y él me la deja gratis. A veces
conduzco uno de sus taxis y gano algo.
Me estoy hartando de hacer siempre lo
mismo.
—¿Eso es todo?
—Bueno, cuando hay demasiado
trabajo le ayudo… los sábados,
generalmente… Y luego tengo una fuente
principal de ingresos de la que no suelo
hablar. Quizá no te acuerdes de que soy
algo así como el campeón de los
jugadores de dados de la ciudad. Ahora
me obligan a lanzarlos con un cubilete,
porque en cuanto toco un par de dados,
los dados me obedecen.
Clark sonrió con admiración.
—Yo nunca he podido aprender a
lanzarlos para que hagan lo que yo
quiero. Me gustaría verte jugar con
Nancy Lámar algún día y desplumarla.
Juega a los dados con los chicos y
pierde más de lo que su padre puede
darle. Me he enterado de que el mes
pasado vendió un anillo para pagar una
deuda de juego.
El Gominola no hizo ningún
comentario.
—¿La casa blanca de Elm Street
sigue siendo tuya?
Jim negó con la cabeza.
—Vendida. A bastante buen precio,
si consideramos que ya no está en un
buen sitio de la ciudad. El abogado me
dijo que invirtiera el dinero en deuda
pública. Pero la tía Mamie ha perdido la
cabeza, y todos los intereses se van en
pagar el sanatorio de Great Farms.
—Ah.
—Tengo un tío en el norte del
Estado, y me figuro que podría irme con
él si las cosas fueran muy mal. Tiene una
bonita granja, pero no los suficientes
negros para trabajarla. Me ha pedido
que vaya y le ayude, pero no creo que
me guste aquello. Demasiado aislado…
—calló de repente—. Clark, quiero
decirte que te agradezco tu invitación,
pero que preferiría que pararas ahora
mismo el coche y me dejaras volver a
pie a la ciudad.
—¡Mierda! —gruñó Clark—. ¿Por
qué te quieres ir? Piénsalo, hombre. No
tienes que bailar…, sólo moverte un
poco.
—¡Espera! —exclamó Jim,
incómodo—. No vayas a presentarme a
una chica y dejarme luego allí, solo,
para que tenga que bailar con ella.
Clark se echó a reír.
—Porque —continuó Jim,
desesperado—, si no me juras que no lo
harás, me bajo aquí mismo, y que mis
buenas piernas me lleven de vuelta a
Jackson Street.
Después de discutir un rato, llegaron
al acuerdo de que Jim, lejos de las
mujeres, vería el espectáculo desde un
sofá, en el rincón más apartado, donde
Clark se reuniría con él entre baile y
baile.
Así que, a las diez en punto, allí
estaba el Gominola: con una pierna
encima de la otra y los brazos
prudentemente cruzados, intentando
aparentar que se encontraba a sus anchas
y que, educadamente, los que bailaban
no le interesaban lo más mínimo. En el
fondo, se debatía dolorosamente entre
una arrolladora timidez y una intensa
curiosidad por todo lo que sucedía a su
alrededor. Vio a las chicas salir una a
una de los lavabos de señoras,
peinándose y atusándose las plumas
como pájaros llamativos, sonriendo por
encima del hombro empolvado a sus
insoportables madres y tías, lanzando
rápidas miradas que abarcaban todo el
salón y, al mismo tiempo, captaban la
reacción del salón ante su entrada, para
inmediatamente, pájaros de nuevo,
posarse y anidar en los brazos seguros
de sus pacientes acompañantes. Sally
Carrol Hopper, rubia de ojos lánguidos,
apareció vestida de su rosa preferido,
parpadeando como una rosa que acabara
de despertarse. Marjorie Haight,
Marilyn Wade, Harriet Cary, todas las
chicas que había visto perder el tiempo
por Jackson Street al mediodía, ahora,
con el pelo rizado, un toque de
brillantina y delicadamente teñidas por
la luz de las lámparas, eran raras y
prodigiosas figurillas de porcelana rosa
y azul y roja y oro, recién salidas del
almacén sin haberse acabado de secar.
Jim llevaba media hora en el sofá,
indiferente a las joviales visitas de
Clark, siempre acompañadas de un
«Qué, amigo, ¿cómo va eso?» y una
palmada en la rodilla. Una docena de
chicos había hablado con él o se había
parado un instante a su lado, pero Jim
sabía que se sorprendían de encontrarlo
allí, e incluso se le antojó que uno o dos
se sentían ligeramente molestos. Pero, a
las diez y media, la vergüenza y el
ensimismamiento desaparecieron de
repente. Lo que veía le cortó la
respiración: Nancy Lámar había salido
del lavabo de señoras.
Llevaba un vestido amarillo de
organdí, lleno de curvas y descaro, con
tres filas de volantes y un gran lazo a la
espalda: irradiaba un fulgor negro y
amarillo, una especie de resplandor
fosforecente. Los ojos del Gominola se
abrieron de par en par y se le hizo un
nudo en la garganta. Nancy permaneció
unos segundos en la puerta hasta que su
pareja se acercó de prisa. Jim lo
reconoció: era el desconocido que la
acompañaba aquella tarde en el coche
de Joe Ewing. La vio poner los brazos
en jarras y murmurar algo, y reírse. El
hombre rió también y Jim sintió una
punzada rápida, una clase nueva,
extraña, de dolor. Algo luminoso
brotaba entre la pareja, un rayo de
belleza que procedía de aquel sol que,
un momento antes, había calentado a
Jim. El Gominola se sintió de pronto
como mala hierba a la sombra.
Entonces Clark se le acercó, con
ojos brillantes, encendidos.
—Qué, amigo —gritó con cierta
falta de originalidad—. ¿Cómo va eso?
Jim respondió que como era de
esperar.
—Ven conmigo —ordenó Clark—.
Tengo algo que calentará la noche.
Jim lo siguió torpemente a través del
salón y subió hasta la despensa, donde
Clark le enseñó una botella, sin marca,
llena de un líquido amarillo.
—Auténtico whisky.
El ginger ale llegó en bandeja.
Aquel potente néctar, al que llamaban
«auténtico whisky», necesitaba algún
disfraz más fuerte que el agua de Seltz.
—Dime, chico —exclamó Clark sin
aliento—, ¿no te parece guapa Nancy
Lámar?
Jim asintió con la cabeza.
—Terriblemente guapa.
—Está toda emperifollada para
pasarlo en grande esta noche. ¿Te has
fijado en el tipo que está con ella?
—¿El grandullón de los pantalones
blancos?
—Ajá. Bueno, ése es Ogden Merritt,
de Savannah. Su padre fabrica las
cuchillas de afeitar Merritt. Ese tipo ha
perdido la cabeza por Nancy. Lleva
persiguiéndola todo el año… Está loca
—continuó Clark—, pero me gusta. Les
gusta a todos. Es verdad que hace
locuras. Suele escapar con vida, pero,
después de tantas aventuras, tiene la
reputación llena de cicatrices.
—¿Sí? —Jim le tendió el vaso—. Es
buen whisky.
—No está mal… Sí, está loca. ¡No
veas cómo tira los dados, chico! ¡Y
cómo le pega al whisky con soda! Le he
prometido uno.
—¿Y está enamorada de ese…
Merritt?
—Te juro que no tengo ni idea.
Parece como si las mejores chicas de
por aquí tuvieran que casarse con tipos
así y marcharse a otra parte.
Se sirvió otro vaso y,
meticulosamente, le puso el corcho a la
botella.
—Oye, Jim, voy a bailar. Te estaría
muy agradecido si te metieras el whisky
en el bolsillo mientras no bailas. Si se
dan cuenta de que he echado un trago,
vendrán y me pedirán, y antes de que me
dé cuenta, el whisky se habrá evaporado
y alguno estará pasándoselo bien a mi
costa.
Así que Nancy Lámar iba a casarse.
La chica más celebrada de la ciudad se
iba a convertir en propiedad privada de
un individuo con pantalones blancos, y
todo porque el padre del individuo con
pantalones blancos había fabricado una
cuchilla de afeitar mejor que la del
vecino: a Jim le pareció una idea
inexplicablemente deprimente mientras
bajaba las escaleras. Por primera vez en
su vida sintió un vago y romántico
anhelo. Una imagen iba tomando forma
en su imaginación: Nancy caminaba con
aires de chico por la calle, aceptaba una
naranja que, como un diezmo, le ofrecía
un devoto vendedor de frutas y luego
cargaba en su mítica cuenta del bar de
Sam alguna bebida prohibida antes de
reunir una escolta de pretendientes y
alejarse triunfalmente en coche hacia
una noche de música y despilfarro.
El Gominola salió al porche y eligió
una esquina desierta, a oscuras entre la
luna sobre el césped y la única puerta
iluminada del salón de baile. Encontró
una silla y, tras encender un cigarrillo,
se abandonó a sus ensoñaciones
habituales. Ahora era una ensoñación
sensual: la hacían sensual la noche y el
perfume cálido de las borlas de polvos
de tocador, húmedas, escondidas bajo
los grandes escotes de los vestidos,
destilando un millar de perfumes
finísimos que flotaban a través de la
puerta abierta. Y la música,
ensombrecida por las notas graves del
trombón, se iba volviendo tibia y
oscura, en lánguida armonía con el roce
de muchos zapatos de fiesta.
De repente una oscura figura
ensombreció el rectángulo de luz
amarilla de la puerta. Una chica había
salido de los lavabos de señoras y
estaba en el porche, a tres metros de
distancia. Jim oyó susurrar la palabra
«maldición», como un suspiro; luego la
chica se giró y lo vio. Era Nancy Lámar.
Jim enrojeció de pies a cabeza.
—¿Qué tal?
—Hola… —se detuvo, dudó y luego
se acercó—. ¡Ah, eres… Jim Powell!
Jim hizo una leve inclinación,
pensando qué decir.
—¿Tú crees que…? —se le adelantó
Nancy—. Quiero decir… ¿Tú sabes
algo de chicle?
—¿Qué?
—Tengo un chicle pegado en el
zapato. Algún redomado imbécil ha
tirado el chicle al suelo y, claro, lo he
pisado yo.
Jim se sonrojó, inoportunamente.
—¿Sabes cómo quitarlo? —preguntó
ella de mal humor—. He probado con un
cuchillo. He probado con todo lo que he
encontrado en los lavabos. He probado
con jabón y agua… e incluso con
perfume, y me he cargado mi borla para
los polvos intentando que se pegara al
chicle.
Jim, algo nervioso, estudió el asunto.
—Bueno… Quizá con gasolina.
Las palabras acababan de salir de su
boca cuando Nancy lo cogió de la mano
y lo arrastró, corriendo, fuera de la
terraza, pisando las flores, al galope,
hacia los coches aparcados a la luz de la
luna cerca del primer hoyo del campo de
golf.
—Abre el depósito de gasolina —le
ordenó, sin aliento.
—¿Qué?
—Para el chicle. Tengo que
quitármelo. No puedo bailar con un
chicle pegado en el zapato.
Jim, obediente, se acercó a los
coches y empezó a inspeccionarlos para
ver cómo conseguir el deseado
disolvente. Si Nancy le hubiera pedido
un cilindro, hubiera hecho todo lo
posible por arrancarlo.
—Aquí —dijo después de buscar un
momento—. Aquí hay uno que es fácil.
¿Tienes un pañuelo?
—Está arriba, mojado. Lo usé para
el jabón y el agua.
Jim exploró laboriosamente sus
bolsillos.
—Creo que yo no tengo.
—¡Maldita sea! Bueno, podemos
abrirlo y dejar que la gasolina se
derrame.
Jim abrió el conducto; la gasolina
empezó a gotear.
—¡Más!
Lo abrió por completo. El goteo se
convirtió en un chorro y formó un charco
aceitoso, reluciente, palpitante, que
reflejaba una docena de lunas trémulas.
—Ah —suspiró con satisfacción—.
Deja que salga toda la gasolina. Lo
único que puedo hacer es pisotearla.
Desesperado, Jim abrió
completamente el conducto y el charco
se volvió más profundo, esparciendo
chorros y ríos minúsculos en todas las
direcciones.
—Así está bien. Es lo que quería.
Levantándose la falda, lo pisoteó
con garbo.
—Sé que esto me quitará el chicle
—murmuró Nancy.
Jim sonrió.
—Hay muchos coches más.
Nancy salió delicadamente de la
gasolina y empezó a restregar los
zapatos, por el borde y la suela, en el
estribo del automóvil. El Gominola no
pudo contenerse más. Lanzó una
carcajada explosiva: se partía de risa. Y
Nancy se unió a las carcajadas.
—Has venido con Clark Darrow,
¿verdad? —preguntó cuando volvían a
la terraza.
—Sí.
—¿Sabes dónde está?
—Imagino que bailando.
—¡Demonios! Me prometió un
whisky.
—Bueno —dijo Jim—, me figuro
que estará de acuerdo. Tengo su botella
justamente en el bolsillo.
Nancy le sonrió radiante.
—Supongo que querrás ginger ale
—añadió él.
—Yo, no. Sólo la botella.
—¿Seguro?
Ella rió desdeñosamente.
—Ponme a prueba. Puedo beber lo
mismo que un hombre, cualquier cosa.
Vamos a sentarnos.
Nancy Lámar se encaramó en el
borde de una mesa y Jim se dejó caer en
una de las sillas de mimbre. Nancy
descorchó la botella y, apoyándola en
los labios, dio un gran trago. Jim la
miraba fascinado.
—¿Te gusta?
Nancy Lámar negó con la cabeza, sin
respiración.
—No, pero me gusta cómo me siento
después de beber. Creo que eso es lo
que le gusta a mucha gente.
Jim asintió.
—A mi padre le gustaba muchísimo.
Se envició.
—Los norteamericanos —dijo
Nancy, muy seria— no saben beber.
—¿Qué? —dijo Jim sorprendido.
—En realidad —continuó, con
despreocupación—, no saben hacer nada
a derechas. Lo único que lamento en mi
vida es no haber nacido en Inglaterra.
—¿En Inglaterra?
—Sí. Es lo único que lamento: no
haber nacido allí.
—¿Te gusta Inglaterra?
—Sí. Una barbaridad. Nunca he
estado en Inglaterra, pero he conocido a
muchos ingleses que estuvieron por aquí
cuando la guerra, en el ejército, hombres
de Oxford y Cambridge, ya sabes, como
aquí Sewanee y la Universidad de
Georgia, y, claro, he leído montones de
novelas inglesas.
Jim estaba interesado, atónito.
—¿Has oído alguna vez hablar de
lady Diana Manners? —le preguntó
Nancy con la mayor seriedad.
No, Jim no había oído hablar de
lady Diana.
—Bueno, me gustaría ser como ella.
Morena, ya sabes, como yo, y más loca
que un pecado. Es la chica que subió a
caballo las escaleras de una catedral o
una iglesia o algo por el estilo, y todos
los novelistas hacen que sus heroínas lo
repitan.
Jim asintió con la cabeza, por
educación. Ya no pisaba terreno
conocido.
—Pasa la botella —propuso Nancy
—. Voy a beber otro poco. Un traguito
no le haría daño ni a un niño… Verás —
continuó, otra vez sin respiración,
después de dar un trago—, la gente de
allí tiene estilo. Aquí nadie tiene estilo.
Quiero decir que no vale la pena
arreglarse o hacer algo sensacional por
los chicos de aquí. ¿No crees?
—Supongo que sí… Es decir,
supongo que no —murmuró Jim.
—Y me gustaría hacer algo
sensacional. La verdad es que soy la
única chica de la ciudad que tiene estilo
—Nancy estiró los brazos y bostezó con
mucho encanto—. Bonita noche.
—Sí que lo es —corroboró Jim.
—Me gustaría tener un barco —dijo
ella soñadoramente—. Me gustaría
navegar en un lago plateado, el Támesis,
por ejemplo. Y habría champán y
canapés de caviar. Seríamos unas ocho
personas. Y, para amenizar la fiesta, uno
de los hombres saltaría por la borda y se
ahogaría, como hizo una vez uno de los
acompañantes de lady Diana Manners.
—¿Lo hizo para complacerla?
—No quiero decir que se ahogara
para complacerla. Sólo quería saltar por
la borda y hacer reír a todos.
—Imagino que se murieron de risa
cuando se ahogó.
—Sí, supongo que se reirían un poco
—admitió Nancy—. Imagino que ella se
rió, por lo menos. Me figuro que lady
Diana es bastante dura, como yo.
—¿Tú eres dura?
—Como el acero —Nancy volvió a
bostezar y añadió—: Dame un poco más
de esa botella.
Jim dudó, pero ella alargó la mano,
desafiante.
—No me trates como a una chica —
le advirtió—. Yo no soy como las chicas
que conoces… —reflexionó—. Bueno,
quizá tengas razón. Tienes… tienes una
cabeza vieja sobre hombros jóvenes.
Nancy Lámar se puso en pie de un
salto y se dirigió hacia la puerta. El
Gominola se levantó también.
—¡Adiós! —dijo amablemente—,
adiós. Gracias, Gominola.
Y Nancy Lámar entró en la casa y
dejó a Jim en el porche, pasmado.
III.
A las doce una procesión de capas
salió en fila de a uno del tocador de
señoras, se fue emparejando cada una
con un galán en esmoquin, como
bailarines componiendo una figura de
cotillón, y se deslizaron hacia la puerta
entre alegres risas soñolientas, y, más
allá de la puerta, hacia la oscuridad,
donde los coches daban marcha atrás y
resoplaban, y los distintos grupos se
llamaban a voces y se reunían en torno
al depósito de agua.
Jim, sentado en la esquina, se
levantó para buscar a Clark. Lo había
visto a las once; luego Clark se había
ido a bailar. Así, buscándolo, dando
vueltas, Jim se acercó al puesto de
refrescos, que en otro tiempo había sido
un bar. La sala estaba desierta,
exceptuando a un negro soñoliento que
dormitaba tras la barra y dos chicos que
manoseaban perezosamente un par de
dados en una de las mesas. Jim estaba a
punto de irse cuando vio entrar a Clark.
En ese mismo instante Clark levantó los
ojos.
—¡Eh, Jim! —dijo, como quien da
una orden—. Ven y ayúdanos a terminar
la botella. Me temo que no queda
mucho, pero seguro que hay para otro
brindis.
Nancy, el hombre de Savannah,
Marilyn Wade y Joe Ewing se reían a la
entrada, recostados en la pared con
indolencia. Nancy cruzó una mirada con
Jim y le guiñó un ojo, divertida.
Como a la deriva, llegaron hasta una
mesa y se sentaron, a la espera de que el
camarero les trajera ginger ale. Jim, un
poco incómodo, miraba a Nancy, que
había ido a jugar una partida de dados
con los dos chicos de la mesa vecina,
con apuestas de cinco centavos.
—Diles que se vengan aquí —dijo
Clark. Joe miró a su alrededor.
—No hace falta atraer a una
multitud. Va contra las reglas del club.
—Aquí no hay nadie —insistió
Clark—, excepto el señor Taylor. Está
dando vueltas como un loco, tratando de
descubrir quién le ha vaciado la
gasolina del coche.
Se produjo una carcajada general.
—Apuesto un millón de dólares a
que a Nancy se le ha vuelto a pegar algo
en los zapatos. No puedes aparcar
cuando ella está cerca.
—¡Eh, Nancy, el señor Taylor te está
buscando!
Las mejillas de Nancy ardían con la
excitación del juego.
—Hace dos semanas que no he visto
su ridículo coche.
Jim notó el silencio repentino. Se
volvió: en la puerta había un señor de
mediana edad.
La voz de Clark acentuó la violencia
de la situación.
—¿Quiere sentarse con nosotros,
señor Taylor?
—Gracias.
El señor Taylor derramó sobre una
silla su molesta presencia.
—Me figuro que no tengo más
remedio. Estoy esperando a que me
traigan un poco de gasolina. Alguien se
ha estado divirtiendo con mi coche.
Entrecerró los ojos y los miró uno
por uno rápidamente. Jim se preguntó
qué habría oído desde la puerta, e
intentó recordar lo que habían dicho.
—¡Estoy en forma esta noche! —
gritó Nancy—. Y pongo un dólar en la
mesa.
—¡Acepto la apuesta! —saltó el
señor Taylor de improviso.
—¡Vaya, señor Taylor, no sabía que
jugara a los dados!
Nancy se alegró muchísimo al ver
que el señor Taylor se sentaba y cubría
inmediatamente la apuesta. Se tenían una
manifiesta antipatía desde la noche en
que Nancy acabó definitivamente con
una serie de insinuaciones más bien
atrevidas.
—¡Muy bien, pequeños, hacedlo por
vuestra mamaíta: sólo un siete, un siete!
Nancy estaba arrullando los dados.
Los agitó con un gesto hábil y poco
limpio, y los hizo rodar encima de la
mesa.
—¡Ah, me lo imaginaba! Y ahora
pongo otro dólar.
Cinco manos a favor de Nancy
revelaron que Taylor era un mal
perdedor. Ella se tomaba la partida
como una cuestión personal, y, tras cada
éxito, Jim veía cómo el triunfo
revoloteaba por su cara. Nancy doblaba
la apuesta en cada tirada: era difícil que
tanta suerte pudiera durarle.
—Tómatelo con calma —le
aconsejó Jim tímidamente.
—¡Eh, mira esto! —murmuró ella.
Había un ocho sobre la mesa, y Nancy
anunció su número.
—Pequeña Ada, esta vez nos vamos
al Sur.
Ada de Decatur rodó sobre la mesa.
Nancy estaba encendida, casi histérica,
pero su suerte se mantenía. Agitaba el
cubilete una y otra vez, incansable.
Taylor tamborileaba con los dedos sobre
la mesa, pero estaba decidido a seguir.
Entonces Nancy intentó sacar un
diez, y perdió los dados. Taylor los
cogió con avidez. Lanzaba sin decir
palabra, y, en el silencio de la emoción,
el ruido de los dados rodando sobre la
mesa era lo único que se oía.
Nancy había recuperado los dados,
pero no la suerte. Pasó una hora.
Ganaban y perdían. Taylor recuperaba
los dados una y otra vez. Iban empatados
y, por fin, Nancy perdió sus últimos
cinco dólares.
—¿Me acepta un cheque —se
apresuró a decir— de cincuenta dólares,
y nos lo jugamos todo?
La voz no era firme, y le temblaba la
mano que sostenía el cheque.
Clark intercambió una mirada de
incertidumbre y preocupación con Joe
Ewing. Taylor volvió a lanzar. El cheque
de Nancy fue suyo.
—¿Y otro cheque? —dijo Nancy,
frenética—. Cualquier banco lo hará
efectivo sin problemas.
Jim comprendió: era el «auténtico
whisky» que él le había ofrecido, y el
«auténtico whisky» que ella había
bebido por su cuenta. Deseó tener coraje
para intervenir: una chica de su edad y
de su posición difícilmente tendría dos
cuentas bancarias. Cuando el reloj dio
dos campanadas, no pudo contenerse
más.
—¿Podría…? ¿Me dejas que los tire
por ti? —propuso, con aquella voz
grave, perezosa, un poco forzada.
Repentinamente soñolienta y apática,
Nancy le arrojó los dados.
—¡De acuerdo, chico! Como diría
lady Diana Manners: «Lánzalos,
Gominola… La suerte me ha
abandonado».
—Señor Taylor —dijo Jim, con
despreocupación—, nos jugaremos uno
de estos cheques contra todo el dinero.
Media hora más tarde Nancy, a punto
de caerse de la silla, le daba palmadas
en la espalda.
—Me has robado la suerte —asintió
sabiamente con la cabeza. Jim recogió el
último cheque y, juntándolo con los
otros, los rompió en mil pedazos y los
esparció, como confetis, por el suelo.
Alguien empezó a cantar, y Nancy,
apartando de una patada la silla, se puso
en pie de un salto.
—Señoras y señores —anunció—.
Lo de señoras va por ti, Marilyn…
Quiero anunciar al mundo entero que el
señor Jim Powell, conocido gominola
de esta ciudad, es una excepción a la
gran regla «afortunado en el juego,
desafortunado en amores». Jim es
extraordinariamente afortunado en el
juego y yo… yo lo quiero. Señoras y
señores, yo, Nancy Lámar, célebre
belleza morena, presentada con
frecuencia en el Herald como uno de los
miembros más populares entre lo más
joven de la alta sociedad, como suele
ser normal en estos casos… yo deseo
anunciar… deseo anunciar, señores…
De repente se tambaleó. Clark la
sujetó y la ayudó a recuperar el
equilibrio.
—Ha sido culpa mía —prosiguió
Nancy, riendo—. Es que una tiene
tendencia a… tendencia a… De
cualquier modo… brindemos por el
Gominola… por el señor Jim Powell,
rey de los gominolas.
Minutos después, mientras Jim
esperaba a Clark con el sombrero en la
mano en la oscuridad del porche, en la
misma esquina donde la había
encontrado cuando andaba buscando
gasolina, Nancy apareció a su lado.
—Gominola —dijo—, ¿estás aquí,
Gominola? Creo que… —su ligera
inestabilidad parecía parte de un sueño
encantado—. Creo que mereces uno de
mis besos más dulces por lo que has
hecho, Gominola.
Durante unos segundos le rodeó el
cuello con los brazos y sus labios
apretaron la boca de Jim.
—En este mundo soy una pieza
desquiciada, Gominola, pero has hecho
una buena jugada por mí.
Salió del porche y se alejó por el
césped ruidoso de grillos. Jim vio cómo
Merritt salía por la puerta principal y le
decía algo a Nancy con rabia. La vio
reír, volverle la espalda y encaminarse
hacia el coche de Merritt, evitando
mirar a nadie. Marilyn y Joe los seguían,
canturreando una soñolienta canción que
hablaba de una niña apasionada por el
jazz.
Clark salió y alcanzó a Jim en la
escalera.
—Un buen lío, sospecho —bostezó
—. Merritt está de un humor terrible.
Seguro que ha discutido con Nancy.
Por el este, a lo largo del campo de
golf, una imprecisa alfombra gris se
extendió a los pies de la noche. La gente
del coche empezó a entonar el estribillo
mientras se calentaba el motor.
—¡Buenas noches a todos! —gritó
Clark.
—Buenas noches, Clark.
—Buenas noches.
Hubo un silencio, y después una voz
dulce y alegre añadió:
—Buenas noches, Gominola.
El coche partió entre un frenesí de
canciones. Un gallo quejumbroso y
solitario cantó desde una granja al otro
lado de la calle y, a sus espaldas, un
último camarero negro apagó las luces
del porche. Jim y Clark se encaminaron
al Ford. Sus zapatos rechinaban
estridentes en la gravilla.
—¡Chico! —suspiró Clark—.
¡Cómo lanzas los dados!
Había todavía demasiada oscuridad
para que pudiera ver el rubor de las
enjutas mejillas de Jim, o para que
pudiera darse cuenta de que el rubor se
debía a una vergüenza a la que Jim no
estaba acostumbrado.
IV.
El ruido y los bufidos del piso de
abajo y las canciones de los negros que
en la calle lavaban coches con una
manguera resonaban todo el día en el
inhóspito cuarto que había encima del
garaje de Tilly. Era un espacio sombrío
y cuadrado, ocupado por una cama y una
mesa maltrecha sobre la que había
desparramados unos cuantos libros:
Slow Train thru Arkansas, de Joe
Miller; Lucille, en una vieja edición
llena de anotaciones en una caligrafía
anticuada; The Eyes of the World, de
Harold Bell Wright, y un vetusto libro
de rezos de la Iglesia anglicana, con el
nombre de Alice Powell y la fecha de
1831 escritos en el forro.
El este, gris cuando el Gominola
entró en el garaje, adquirió un azul
brillante e intenso cuando encendió la
única bombilla. La volvió a apagar, se
acercó a la ventana, apoyó los codos en
el alféizar y se quedó contemplando
cómo se ahondaba la mañana. Se habían
despertado sus emociones, y su primera
percepción fue una sensación de
futilidad, un dolor sordo por la
mediocridad absoluta de su vida. Un
muro había crecido de golpe a su
alrededor, encerrándolo, un muro
tangible, tan real como las paredes
blancas y desnudas de su habitación. Y,
al percibir ese muro, todo lo que había
hecho que su vida pareciera novelesca,
el azar, la alegre despreocupación, la
milagrosa generosidad de su existencia,
se desvaneció. El Gominola que
vagabundeaba por Jackson Street
tarareando perezosamente una
cancioncilla, conocido en todas las
tiendas y todos los puestos callejeros,
regalando saludos y anécdotas
ingeniosas, triste a veces sólo por el
melancólico paso del tiempo… ese
Gominola se había desvanecido de
repente. Su mismo nombre era ya un
reproche, una vulgaridad. Y entonces
comprendió que Merritt lo despreciaba,
que hasta el beso de Nancy al amanecer
no habría despertado celos, sino sólo
desprecio hacia Nancy, que se había
rebajado tanto. Y, por su parte, el
Gominola se había servido, para
ayudarla, de un sucio subterfugio
aprendido en el garaje. Le había servido
a Nancy de lavandería moral; pero las
manchas eran suyas, de Jim.
Cuando el gris se volvía azul,
iluminando e inundando el cuarto, fue
hasta la cama y se arrojó sobre ella,
agarrando los bordes con fuerza.
—¡La quiero! —gritó—. ¡Dios mío!
Y, con el grito, algo se abrió paso en
su interior, como un nudo que se
deshiciera en su garganta. El aire se hizo
transparente y resplandeció con el alba,
y Jim, aplastando la cara contra la
almohada, empezó a sollozar.
II.
III.
Incluso después de que al nuevo
miembro de la familia Button le cortaran
el pelo y se lo tiñeran de un negro
desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta
el punto de que le resplandeciera la
cara, y lo equiparan con ropa de
muchachito hecha a la medida por un
sastre estupefacto, era imposible que el
señor Button olvidara que su hijo era un
triste remedo de primogénito. Aunque
encorvado por la edad, Benjamín Button
—pues este nombre le pusieron, en vez
del más apropiado, aunque demasiado
pretencioso, de Matusalén— medía un
metro y setenta y cinco centímetros. La
ropa no disimulaba la estatura, ni la
depilación y el tinte de las cejas
ocultaban el hecho de que los ojos que
había debajo estaban apagados,
húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al
recién nacido, la niñera que los Button
habían contratado abandonó la casa,
sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su
propósito inamovible. Bejamin era un
niño, y como un niño había que tratarlo.
Al principio sentenció que, si a
Benjamín no le gustaba la leche
templada, se quedaría sin comer, pero,
por fin, cedió y dio permiso para que su
hijo tomara pan y mantequilla, e incluso,
tras un pacto, harina de avena. Un día
llevó a casa un sonajero y, dándoselo a
Benjamín, insistió, en términos que no
admitían réplica, en que debía jugar con
él; el anciano cogió el sonajero con
expresión de cansancio, y todo el día
pudieron oír cómo lo agitaba de vez en
cuando obedientemente.
Pero no había duda de que el
sonajero lo aburría, y de que disfrutaba
de otras diversiones más reconfortantes
cuando estaba solo. Por ejemplo, un día
el señor Button descubrió que la semana
anterior había fumado muchos más puros
de los que acostumbraba, fenómeno que
se aclaró días después cuando, al entrar
inesperadamente en el cuarto del niño,
lo encontró inmerso en una vaga
humareda azulada, mientras Benjamín,
con expresión culpable, trataba de
esconder los restos de un habano.
Aquello exigía, como es natural, una
buena paliza, pero el señor Button no se
sintió con fuerzas para administrarla. Se
limitó a advertirle a su hijo que el humo
frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo,
persistió en su actitud. Llevó a casa
soldaditos de plomo, llevó trenes de
juguete, llevó grandes y preciosos
animales de trapo y, para darle
veracidad a la ilusión que estaba
creando —al menos para sí mismo—,
preguntó con vehemencia al dependiente
de la juguetería si el pato rosa desteñiría
si el niño se lo metía en la boca. Pero, a
pesar de los esfuerzos paternos, a
Benjamín nada de aquello le interesaba.
Se escabullía por las escaleras de
servicio y volvía a su habitación con un
volumen de la Enciclopedia Británica,
ante el que podía pasar absorto una
tarde entera, mientras las vacas de trapo
y el arca de Noé yacían abandonadas en
el suelo. Contra una tozudez semejante,
los esfuerzos del señor Button sirvieron
de poco.
Fue enorme la sensación que, en un
primer momento, causó en Baltimore. Lo
que aquella desgracia podría haberles
costado a los Button y a sus parientes no
podemos calcularlo, porque el estallido
de la Guerra Civil dirigió la atención de
los ciudadanos hacia otros asuntos.
Hubo quienes, irreprochablemente
corteses, se devanaron los sesos para
felicitar a los padres; y al fin se les
ocurrió la ingeniosa estratagema de
decir que el niño se parecía a su abuelo,
lo que, dadas las condiciones de normal
decadencia comunes a todos los
hombres de setenta años, resultaba
innegable. A Roger Button y su esposa
no les agradó, y el abuelo de Benjamín
se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la
clínica, se tomó la vida como venía.
Invitaron a algunos niños para que
jugaran con él, y pasó una tarde
agotadora intentando encontrarles algún
interés al trompo y las canicas. Incluso
se las arregló para romper, casi sin
querer, una ventana de la cocina con un
tirachinas, hazaña que complació
secretamente a su padre. Desde entonces
Benjamín se las ingeniaba para romper
algo todos los días, pero hacía cosas así
porque era lo que esperaban de él, y
porque era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su
abuelo desapareció, Benjamín y aquel
caballero encontraron un enorme placer
en su mutua compañía. Tan alejados en
edad y experiencia, podían pasarse
horas y horas sentados, discutiendo
como viejos compinches, con monotonía
incansable, los lentos acontecimientos
de la jornada. Benjamín se sentía más a
sus anchas con su abuelo que con sus
padres, que parecían tenerle una especie
de temor invencible y reverencial, y, a
pesar de la autoridad dictatorial que
ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín estaba tan asombrado
como cualquiera por la avanzada edad
física y mental que aparentaba al nacer.
Leyó revistas de medicina, pero, por lo
que pudo ver, no se conocía ningún caso
semejante al suyo. Ante la insistencia de
su padre, hizo sinceros esfuerzos por
jugar con otros niños, y a menudo
participó en los juegos más pacíficos: el
fútbol lo trastornaba demasiado, y temía
que, en caso de fractura, sus huesos de
viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo
mandaron al parvulario, donde lo
iniciaron en el arte de pegar papel verde
sobre papel naranja, de hacer mantelitos
de colores y construir infinitas cenefas.
Tenía propensión a adormilarse, e
incluso a dormirse, en mitad de esas
tareas, costumbre que irritaba y asustaba
a su joven profesora. Para su alivio, la
profesora se quejó a sus padres y éstos
lo sacaron del colegio. Los Button
dijeron a sus amigos que el niño era
demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los
padres ya se habían habituado a su hijo.
La fuerza de la costumbre es tan
poderosa que ya no se daban cuenta de
que era diferente a todos los niños,
salvo cuando alguna anomalía curiosa
les recordaba el hecho. Pero un día,
pocas semanas después de su duodécimo
cumpleaños, mientras se miraba al
espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un
asombroso descubrimiento. ¿Lo
engañaba la vista, o le había cambiado
el pelo, del blanco a un gris acero, bajo
el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era
ahora menos pronunciada la red de
arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más
saludable y firme, incluso con algo del
buen color que da el invierno? No podía
decirlo. Sabía que ya no andaba
encorvado y que sus condiciones físicas
habían mejorado desde sus primeros
días de vida.
—¿Será que…? —pensó en lo más
hondo, o, más bien, apenas se atrevió a
pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con
determinación—. Quiero ponerme
pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé.
Catorce años es la edad adecuada para
ponerse pantalones largos, y tú sólo
tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó
Benjamin— que estoy muy grande para
la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo
entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —
dijo—. Yo era tan grande como tú a los
doce años.
No era verdad: aquella afirmación
formaba parte del pacto secreto que
Roger Button había hecho consigo
mismo para creer en la normalidad de su
hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo.
Benjamin continuaría tiñéndose el pelo,
pondría más empeño en jugar con los
chicos de su edad y no usaría las gafas
ni llevaría bastón por la calle. A cambio
de tales concesiones, recibió permiso
para su primer traje de pantalones
largos.
IV.
VI.
VII.
IX.
Un día de septiembre de 1910 —
pocos años después de que el joven
Roscoe Button se hiciera cargo de la
Roger Button & Company, Ferreteros
Mayoristas— un hombre que aparentaba
unos veinte años se matriculó como
alumno de primer curso en la
Universidad de Harvard, en Cambridge.
No cometió el error de anunciar que
nunca volvería a cumplir los cincuenta,
ni mencionó el hecho de que su hijo
había obtenido su licenciatura en la
misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer
día, alcanzó una relevante posición en su
curso, en parte porque parecía un poco
mayor que los otros estudiantes de
primero, cuya media de edad rondaba
los dieciocho años.
Pero su éxito se debió
fundamentalmente al hecho de que en el
partido de fútbol contra Yale jugó de
forma tan brillante, con tanto brío y tanta
furia fría e implacable, que marcó siete
touchdowns y catorce goles de campo a
favor de Harvard, y consiguió que los
once hombres de Yale fueran sacados
uno a uno del campo, inconscientes. Se
convirtió en el hombre más célebre de la
universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso
apenas si fue capaz de formar parte del
equipo. Los entrenadores dijeron que
había perdido peso, y los más
observadores repararon en que no era
tan alto como antes. Ya no marcaba
touchdowns. Lo mantenían en el equipo
con la esperanza de que su enorme
reputación sembrara el terror y la
desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo
incluyeron en el equipo. Se había vuelto
tan delgado y frágil que un día unos
estudiantes de segundo lo confundieron
con un novato, incidente que lo humilló
profundamente. Empezó a ser conocido
como una especie de prodigio —un
alumno de los últimos cursos que quizá
no tenía más de dieciséis años— y a
menudo lo escandalizaba la mundanería
de algunos de sus compañeros. Los
estudios le parecían más difíciles,
demasiado avanzados. Había oído a sus
compañeros hablar del San Midas,
famoso colegio preuniversitario, en el
que muchos de ellos se habían
preparado para la Universidad, y
decidió que, cuando acabara la
licenciatura, se matricularía en el San
Midas, donde, entre chicos de su
complexión, estaría más protegido y la
vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y
volvió a su casa, a Baltimore, con el
título de Harvard en el bolsillo.
Hildegarde residía ahora en Italia, así
que Benjamin se fue a vivir con su hijo,
Roscoe. Pero, aunque fue recibido como
de costumbre, era evidente que el afecto
de su hijo se había enfriado: incluso
manifestaba cierta tendencia a
considerar un estorbo a Benjamin,
cuando vagaba por la casa presa de
melancolías de adolescente. Roscoe se
había casado, ocupaba un lugar
prominente en la vida social de
Baltimore, y no deseaba que en torno a
su familia se suscitara el menor
escándalo.
Benjamin ya no era persona grata
entre las debutantes y los universitarios
más jóvenes, y se sentía abandonado,
muy solo, con la única compañía de tres
o cuatro chicos de la vecindad, de
catorce o quince años. Recordó el
proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—,
¿cuántas veces tengo que decirte que
quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —
abrevió Roscoe. El asunto le
desagradaba, y deseaba evitar la
discusión.
—No puedo ir solo —dijo
Benjamin, vulnerable—. Tienes que
matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró
Roscoe con brusquedad. Entrecerró los
ojos y miró preocupado a su padre—. El
caso es —añadió— que ya está bien:
podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor…
—se interrumpió, y su cara se volvió
roja mientras buscaba las palabras—.
Tienes que dar un giro de ciento ochenta
grados: empezar de nuevo, pero en
dirección contraria. Esto ya ha ido
demasiado lejos para ser una broma. Ya
no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que
te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las
lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—:
cuando haya visitas en casa, quiero que
me llames tío, no Roscoe, sino tío,
¿comprendes? Parece absurdo que un
niño de quince años me llame por mi
nombre de pila. Quizá harías bien en
llamarme tío siempre, así te
acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su
padre, Roscoe le dio la espalda.
X.
I.
II.
El crepúsculo de Montana se
extendía entre dos montañas como una
moradura gigantesca de la que se
derramaran sobre un cielo envenenado
arterias oscuras. A una distancia
inmensa, bajo el cielo, se agazapaba la
aldea de Fish, diminuta, tétrica y
olvidada. Vivían doce hombres, o eso se
decía, en la aldea de Fish, doce almas
sombrías e inexplicables que mamaban
la leche escasa de las rocas casi
literalmente desnudas sobre las que los
había engendrado una misteriosa energía
repobladora. Se habían convertido en
una raza aparte, estos doce hombres de
Fish, como una de esas especies
surgidas de un remoto capricho de la
naturaleza: una naturaleza que, tras
pensárselo dos veces, los hubiera
abandonado a la lucha y al exterminio.
Más allá de la moradura azul y
negra, en la distancia, se deslizaba por
la desolación del paisaje una larga fila
de luces en movimiento, y los doce
hombres de Fish se reunieron como
espectros en la mísera estación para ver
pasar el tren de las siete, el Expreso
Transcontinental de Chicago. Seis veces
al año, más o menos, el Expreso
Transcontinental, por orden de alguna
autoridad inconcebible, paraba en la
aldea de Fish; cuando esto sucedía,
descendían del tren uno o dos bultos,
montaban en una calesa que siempre
surgía del ocaso y se alejaban hacia el
crepúsculo amoratado. La observación
de este fenómeno ridículo y absurdo se
había convertido en una especie de rito
entre los hombres de Fish. Observar:
eso era todo. No quedaba en ellos nada
de esa cualidad vital que es la ilusión,
necesaria para sorprenderse o pensar; si
algo hubiera quedado, aquellas visitas
misteriosas hubieran podido dar lugar a
una religión. Pero los hombres de Fish
estaban por encima de toda religión —
los más descarnados y salvajes dogmas
del cristianismo no hubieran podido
arraigar en aquella roca estéril—, y en
Fish no existían altar, sacerdote ni
sacrificio; sólo, a las siete de la tarde, la
reunión silenciosa en la estación
miserable, una congregación de la que
se elevaba una oración de tenue y
anémica maravilla.
Aquella tarde de junio, el Gran
Encargado de los Frenos, a quien, en
caso de haber deificado a alguien, los
hombres de Fish podrían haber elegido
perfectamente su héroe celeste, había
ordenado que el tren de las siete dejara
en Fish su carga humana (o inhumana). A
las siete y dos minutos Percy Washington
y John T. Unger descendieron del
expreso, pasaron de prisa ante los ojos
embelesados, desmesurados,
espantosos, de los doce hombres de
Fish, montaron en una calesa que
evidentemente había surgido de la nada
y se alejaron.
Media hora más tarde, cuando el
crepúsculo se coagulaba en la
oscuridad, el negro silencioso que
conducía la calesa gritó en dirección a
un cuerpo opaco que les había salido al
paso en las tinieblas. En respuesta al
grito, proyectaron sobre ellos un disco
luminoso que los miraba como un ojo
maligno desde la noche insondable.
Cuando estuvieron más cerca, John vio
que era la luz trasera de un automóvil
inmenso, el más grande y magnífico que
había visto en su vida. La carrocería era
de metal resplandeciente, más brillante
que el níquel y más rutilante que la
plata, y los tapacubos de las ruedas
estaban adornados con figuras
geométricas, iridiscentes, amarillas y
verdes: John no se atrevió a preguntarse
si eran de cristal o de piedras preciosas.
Dos negros, con libreas relucientes
como las que se ven en los cortejos
reales londinenses de las películas,
esperaban firmes junto al coche, y,
cuando los jóvenes bajaron de la calesa,
los saludaron en una lengua que el
invitado no pudo entender, pero que
parecía ser una degeneración extrema
del dialecto de los negros del Sur.
—Ven —le dijo Percy a su amigo,
mientras colocaban las maletas en el
techo de ébano de la limusina—. Siento
que hayas tenido que hacer un viaje tan
largo en la calesa, pero es preferible
que no vean este coche los viajeros del
tren y esos tipos de Fish dejados de la
mano de Dios.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué coche!
Esta exclamación fue provocada por
el interior del vehículo. John vio que la
tapicería estaba formada por mil
minúsculas piezas de seda, entretejidas
con piedras preciosas y bordados, y
montadas sobre un paño de oro. Los
brazos de los asientos en los que los
chicos se habían hundido
voluptuosamente estaban cubiertos por
una tela semejante al terciopelo, pero
que parecía fabricada en los
innumerables colores del extremo de las
plumas de las avestruces.
—¡Vaya coche! —exclamó John una
vez más, maravillado.
—¿Qué? ¿Esto? —Percy se echó a
reír—. Pero si es sólo un trasto viejo
que usamos como furgoneta.
Se deslizaban silenciosamente a
través de la oscuridad hacia una
abertura entre las dos montañas.
—Llegaremos dentro de hora y
media —dijo Percy, mirando el reloj—.
Será mejor que te diga que vas a ver
cosas que no has visto nunca.
Si el coche era un indicio de lo que
John iba a ver, estaba preparado para
maravillarse. El primer mandamiento de
la sencilla religión que impera en Hades
ordena adorar y venerar las riquezas: si
John no hubiera sentido ante ellas una
radiante humildad, sus padres hubieran
vuelto la cara, horrorizados por la
blasfemia.
Habían llegado al paso entre las dos
montañas, y en cuanto empezaron a
atravesarlo el camino se hizo mucho más
escabroso.
—Si la luz de la luna llegara hasta
aquí, verías que estamos en un gran
barranco —dijo Percy, intentado ver
algo por la ventanilla Dijo unas palabras
por el teléfono interior e inmediatamente
el lacayo encendió un reflector y
recorrió las colinas con un inmenso haz
de luz.
—Rocas, ya ves. Un coche normal
se haría pedazos en media hora. La
verdad es que se necesitaría un tanque
para viajar por aquí, si no conoces el
camino. Habrás notado que vamos
cuesta arriba.
Estaban subiendo, sí, y pocos
minutos después el coche coronó una
cima, desde donde vislumbraron a lo
lejos una luna pálida que acababa de
salir. El coche se paró de repente y, a su
alrededor, tomaron forma numerosas
figuras que salían de la oscuridad:
también eran negros. Volvieron a saludar
a los jóvenes en el mismo dialecto
vagamente reconocible. Entonces los
negros se pusieron manos a la obra:
engancharon cuatro inmensos cables que
caían de lo alto a los tapacubos de las
ruedas llenos de joyas. Y, a la voz
resonante de «¡Hey-yah!», John notó que
el coche se elevaba del suelo, más y
más, por encima de las rocas que lo
flanqueaban, más y más alto, hasta que
pudo divisar un valle ondulado, a la luz
de la luna, que se extendía ante él en
neto contraste con el tremedal de rocas
que acababan de abandonar. Sólo a uno
de los lados se veían aún rocas, y
enseguida, de repente, no quedaron
rocas, ni cerca de ellos ni en ninguna
otra parte.
Era evidente que habían superado un
inmenso saliente de piedra, como
cortada a cuchillo, perpendicular en el
aire. Y entonces empezaron a descender
y por fin, con un choque suave, se
posaron sobre un terreno llano.
—Lo peor ya ha pasado —dijo
Percy, echando un vistazo por la ventana
—. Sólo faltan ocho kilómetros, por
nuestra carretera: es como una tapicería
de adoquines. Todo es nuestro. Mi padre
dice que aquí termina Estados Unidos.
—¿Estamos en Canadá?
—No. Estamos en las Montañas
Rocosas. Pero estás ahora mismo en los
únicos ocho kilómetros cuadrados del
país que no aparecen en ningún registro.
—¿Por qué? ¿Se les ha olvidado?
—No —dijo Percy, sonriendo—.
Han intentado hacerlo tres veces. La
primera vez mi abuelo corrompió a un
departamento completo del Registro
Oficial de la Propiedad; la segunda,
consiguió que cambiaran los mapas
oficiales de Estados Unidos… Así
retrasó quince años el asunto. La última
vez fue más difícil. Mi padre se las
arregló para que sus brújulas se
encontraran en el mayor campo
magnético que jamás ha sido creado
artificialmente. Consiguió un equipo
completo de instrumentos de planimetría
y topografía levemente defectuosos,
incapaces de registrar este territorio, y
los sustituyó por los que iban a ser
usados. Luego desvió un río y construyó
en la ribera una aldea ficticia, para que
la vieran y la confundieran con un
pueblo del valle, quince kilómetros más
arriba. Mi padre sólo le teme a una cosa
—concluyó—: el único medio en el
mundo capaz de descubrirnos.
—¿Cuál es?
Percy bajó la voz: su voz se
convirtió en un murmullo.
—Los aviones —susurró—.
Tenemos media docena de cañones
antiaéreos, y nos las vamos arreglando;
pero ya ha habido algunas muertes y
muchos prisioneros. No es que eso nos
preocupe a mi padre y a mí, ya sabes,
pero mi madre y las chicas se asustan, y
existe la posibilidad de que alguna vez
no podamos solucionar el problema.
Fragmentos y jirones de chinchilla,
nubes galantes en el cielo de verde luna,
pasaban ante la luna como preciosos
tejidos de Oriente exhibidos ante los
ojos de algún kan tártaro. A John le
parecía que era de día, y que veía
aviadores que navegaban por el aire y
dejaban caer una lluvia de folletos
publicitarios y prospectos medicinales
con mensajes de esperanza para los
desesperados caseríos perdidos en la
montaña. Le parecía que miraban a
través de las nubes y veían… veían todo
lo que había que ver allí adonde él se
dirigía. ¿Qué pasaría entonces? Serían
obligados a aterrizar por algún artefacto
maligno, y encerrados entre muros lejos
de los prospectos medicinales y
publicitarios hasta el día del Juicio; o,
en caso de burlar la trampa, los
derribaría una rápida humareda y la
terrible onda expansiva de la explosión
de una granada, que asustaría a la madre
y las hermanas de Percy. John negó con
la cabeza y el fantasma de una sonrisa
irónica se insinuó en sus labios
entreabiertos. ¿Qué negocio
desesperado se escondía en aquel lugar?
¿Qué astucia moral de algún excéntrico
Creso? ¿Qué misterio dorado y terrible?
Las nubes de chinchilla se
amontonaban a lo lejos y, fuera del
automóvil, la noche de Montana era
clara como el día. Aquella carretera que
era como una alfombra de adoquines
pasaba suavemente bajo los grandes
neumáticos mientras bordeaban un lago
tranquilo e iluminado por la luna;
atravesaron una zona de oscuridad
durante un instante, un bosque de pinos
aromático y fresco, y desembocaron en
una amplia avenida de césped, y la
exclamación de placer de John coincidió
con las palabras taciturnas de Percy:
—Hemos llegado a casa.
Magnífico a la luz de las estrellas,
un primoroso castillo se levantaba a
orillas del lago, irguiéndose con el
esplendor de sus mármoles hasta la
mitad de la altura de un monte vecino,
para fundirse al fin, con simetría
perfecta y transparente languidez
femenina, con las densas tinieblas de un
bosque de pinos. Las torres
innumerables, las esbeltas tracerías de
los parapetos inclinados, el cincelado
prodigioso de un millar de ventanas
amarillas, con sus rectángulos,
octógonos y triángulos de luz dorada, la
pasmosa suavidad con que se cruzaban
el resplandor de las estrellas y las
sombras azules, vibraron en el alma de
John como la cuerda de un instrumento
musical. En la cima de una de las torres,
la más alta, la que tenía la base más
negra, un juego de luces exteriores
creaba una especie de país de ensueño
flotante. Y cuando John miraba hacia
arriba en un estado de encantamiento
entusiasta, un tenue y amortiguado
sonido de violines descendió y lo
envolvió en una armonía rococó nunca
jamás oída. Y, casi inmediatamente, el
automóvil se detuvo ante una escalinata
de mármol, ancha y alta, a la que el aire
de la noche llevaba la fragancia de
millares de flores. Al final de la
escalinata dos grandes puertas se
abrieron silenciosas y una luz ambarina
se derramó en la oscuridad, perfilando
la figura de una dama elegantísima, de
cabellos negros, con un alto peinado,
una dama que les tendía los brazos.
—Madre —estaba diciendo Percy
—, éste es mi amigo John Unger, de
Hades.
Más tarde John recordaría aquella
primera noche como un
deslumbramiento de muchos colores,
sensaciones fugaces, música dulce como
una voz enamorada: deslumbramiento
ante la belleza de las cosas, luces y
sombras, gestos y rostros. Había un
hombre con el pelo blanco que, de pie,
bebía un licor de múltiples matices en
una copa de cristal con el pie de oro.
Había una chica, con la cara como una
flor, vestida como Titania, con sartas de
zafiros entre el pelo. Había una
habitación en la que el oro macizo y
suave de las paredes cedía a la presión
de la mano, y otra habitación que era
como la idea platónica del prisma
definitivo[13]: estaba, del techo al suelo,
recubierta por una masa inagotable de
diamantes, diamantes de todas las
formas y tamaños, de tal manera que,
iluminada desde los ángulos por altas
lámparas violáceas, deslumbraba con
una claridad que sólo en sí misma podía
encontrar parangón, más allá de los
deseos o los sueños humanos.
Los dos chicos vagabundearon por
aquel laberinto de habitaciones. A veces
el suelo que pisaban llameaba con
brillantes dibujos de fulgor interior,
dibujos de colores mezclados en
bárbaros contrastes, o dibujos que tenían
la delicadeza del pastel, o el blancor
más puro, o mosaicos sutiles y
complejos, procedentes sin duda de
alguna mezquita del mar Adriático. A
veces, bajo losas de espeso cristal, John
veía un torbellino de aguas celestes o
verdes, pobladas de peces exóticos y
una vegetación que mezclaba todos los
colores del arco iris. Y pudieron andar
sobre pieles de todas las texturas y
colores, o a través de corredores del
más pálido marfil, inacabables, como si
hubieran sido excavados en los
gigantescos colmillos de los dinosaurios
extinguidos antes de la era del hombre.
Hay luego un intervalo confuso en la
memoria, y ya estaban cenando: cada
plato estaba hecho con dos capas casi
indistinguibles de puro diamante entre
las que habían insertado con extraña
labor una filigrana de esmeraldas, casi
filamentos de puro aire, verdes e
intangibles. Una música quejumbrosa y
discreta fluía a través de lejanos
corredores: la silla, de plumas e
insidiosamente curvada en torno a su
espalda, parecía tragárselo y
aprisionarlo mientras se bebía la
primera copa de oporto. Intentó
soñolientamente contestar a una pregunta
que acababan de hacerle, pero el lujo
melifluo que oprimía su cuerpo
intensificó el espejismo del sueño:
joyas, tejidos, vinos y metales se
desdibujaban ante sus ojos en una dulce
niebla…
—Sí —contestó con esfuerzo, por
cortesía—, allí paso calor de sobra.
Consiguió añadir a sus palabras una
risa espectral; luego, sin un movimiento,
sin ofrecer resistencia, le pareció flotar
a la deriva, alejarse flotando, dejando
atrás el postre, un helado que era rosa
como un sueño… Se durmió.
Cuando despertó, supo que habían
pasado horas. Estaba en una habitación
grande y silenciosa, con paredes de
ébano y una iluminación desvaída,
demasiado débil, demasiado sutil para
poder ser llamada luz. Su joven anfitrión
se inclinaba sobre él.
—Te has quedado dormido mientras
cenábamos —le decía Percy—. Yo
estuve a punto de dormirme también: era
tan agradable sentirse cómodo después
de un año de colegio. Los criados te han
desnudado y lavado mientras dormías.
—¿Esto es una cama o una nube? —
suspiró John—. Percy, Percy, antes de
que te vayas, quisiera pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Por haber dudado de ti cuando
dijiste que tenías un diamante tan grande
como el Hotel Ritz-Carlton.
Percy sonrió.
—Sabía que no me creías. Es esta
montaña, ¿sabes?
—¿Qué montaña?
—La montaña sobre la que está
construido el castillo. No es demasiado
alta para ser una montaña. Pero, aparte
de unos quince metros de hierba y grava,
es un diamante puro. Un diamante único
en el mundo, un diamante de unos 1500
metros cúbicos, sin un solo defecto. ¿Me
estás escuchando? Oye…
Pero John T. Unger había vuelto a
quedarse dormido.
III.
IV.
VIII.
X.
XI.
Sueños de invierno
apareció por primera vez en
Metropolitan Magazine
(diciembre de 1922) y fue
incluido en All the Sad Young
Men (1926). Escrito mientras
Fitzgerald ideaba su tercera
novela, El gran Gatsby, es el
más convincente de los
cuentos que guardan relación
con el mundo de Gatsby.
Trata, como la novela, de un
joven cuyas ambiciones
acaban identificándose con
la conquista de una
muchacha rica y egoísta. Es
evidente que Fitzgerald
eliminó del cuento publicado
en la revista la reacción de
Dexter Green ante la casa de
Judy Jones para incluirla en
la novela convertida en la
reacción de Jay Gatsby ante
la casa de Daisy Fay.
Los cuatro últimos
párrafos del relato destacan
por la compleja explicación
que Fitzgerald ofrece sobre
la sensación de
transitoriedad de Dexter, que
se duele por haber perdido la
capacidad de sentir dolor.
I.
II.
VI.
Absolución apareció en
junio de 1924 en la nueva
revista de H. L. Mencken, The
American Mercury, y fue
recogido en All the Sad Young
Men. Se ha especulado sin
fundamento sobre su relación
con El gran Gatsby. Escrito en
junio de 1923, Absolución
formaba parte de un primer
borrador perdido de la
novela, pero no figuraba en la
última versión manuscrita de
Gatsby. Fitzgerald se lo
explicó así a Maxwell
Perkins, director de la
editorial Scribner: «Como
sabes, tenía que haber sido el
prólogo de la novela, pero
rompía la armonía del
proyecto». Rudolph Miller
debe ser considerado como
una prefiguración del
personaje que se transformaría
en James Gatz, y no del joven
Gatsby.
I.
Érase una vez un sacerdote de ojos
fríos y húmedos que, en el silencio de la
noche, derramaba frías lágrimas.
Lloraba porque las tardes eran cálidas y
largas y era incapaz de conseguir una
absoluta unión mística con Nuestro
Señor. A veces, hacia las cuatro, bajo su
ventana, se oía un rumor de chicas
suecas en el sendero, y en sus risas
estridentes descubría una terrible
disonancia que lo empujaba a rezar en
voz alta para que cayera pronto la tarde.
Al atardecer las risas y las voces se
apaciguaban, pero más de una vez había
pasado por la tienda de Romberg cuando
ya era casi de noche y las luces
amarillas brillaban en el interior y
resplandecían los grifos de níquel del
agua de Seltz, y el perfume en el aire del
jabón de tocador barato le había
parecido desesperadamente dulce.
Pasaba por allí cuando volvía de
confesar a los fieles los sábados por la
tarde, hasta que tomó la precaución de
cruzar a la otra acera de la calle, para
que el perfume del jabón se disolviera
en el aire, flotando como incienso hacia
la luna de verano, antes de llegarle a la
nariz.
Pero era imposible eludir la
vehemente locura de las cuatro de la
tarde. Desde la ventana, hasta donde
alcanzaba a ver, el trigo de Dakota
cubría el valle del río Rojo. Era terrible
la visión del trigo, y el dibujo de la
alfombra, a la que, angustiado, bajaba
los ojos, transportaba su imaginación
melancólica a través de laberintos
grotescos, siempre abiertos al sol
inevitable.
Una tarde, cuando había llegado al
punto en que la mente se para como un
reloj viejo, el ama de llaves acompañó a
su estudio a un hermoso y perspicaz
chico de once años llamado Rudolph
Miller. El chiquillo se sentó en una
mancha de sol, y el sacerdote, en su
escritorio de nogal, fingió estar muy
ocupado: quería disimular el alivio de
que alguien entrara en su habitación
embrujada.
Cuando se volvió, se sorprendió al
clavar la vista en aquellos dos ojos
enormes, un poco separados, iluminados
por chispas de luz color cobalto.
Aquella mirada lo asustó al principio,
pero enseguida se dio cuenta de que su
visitante tenía miedo, un miedo abyecto.
—Te tiemblan los labios —dijo el
padre Schwartz con voz cansada.
El niño se tapó con la mano la boca
temblorosa.
—¿Te ha pasado algo? —preguntó el
padre Schwartz con brusquedad—.
Quítate la mano de la boca y cuéntame
qué te pasa.
El chico —el padre Schwartz lo
reconoció entonces: era el hijo de uno
de sus feligreses, el señor Miller, el
transportista— se quitó de mala gana la
mano de la boca y empezó a hablar, con
un murmullo desesperado.
—Padre Schwartz, he cometido un
pecado terrible.
—¿Un pecado contra la pureza?
—No, padre… Peor.
El padre Schwartz se estremeció
visiblemente.
—¿Has matado a alguien?
—No, pero tengo miedo de que… —
la voz subió hasta convertirse en un
gemido agudo.
—¿Quieres confesarte?
El niño, apesadumbrado, negó con la
cabeza. El padre Schwartz se aclaró la
garganta para que la voz sonara dulce
cuando dijera algo agradable y
consolador. En aquel instante debía
olvidar su propio dolor e intentar actuar
como Dios. Repitió mentalmente una
jaculatoria, esperando que, en
correspondencia, Dios lo ayudara a
comportarse como debía.
—Cuéntame lo que has hecho —dijo
con su nueva y dulce voz.
El niño lo miró a través de las
lágrimas, reconfortado por la impresión
de flexibilidad moral que había
conseguido transmitirle el turbado
sacerdote. Poniéndose, cuanto era capaz,
en manos de aquel hombre, Rudolph
Miller empezó a contar su historia.
—El sábado, hace tres días, mi
padre me dijo que tenía que confesarme
porque llevaba un mes sin hacerlo, y mi
familia se confiesa todas las semanas, y
yo no me había confesado. Pero yo no
fui a confesarme, me daba lo mismo. Lo
dejé para después de cenar porque
estaba jugando con mis amigos, y mi
padre me preguntó si había ido, y le dije
que no, y me cogió por el cuello y me
dijo que fuera inmediatamente, y yo le
dije que muy bien, y fui a la iglesia. Y
mi padre me gritó: «No vuelvas hasta
que no te hayas confesado»…
II.
III.
IV.
Andaban sin hablar, salvo cuando
Carl Miller reconocía maquinalmente a
aquéllos con quienes se cruzaban. Sólo
la respiración entrecortada de Rudolph
rompía el silencio cálido del domingo.
El padre se detuvo con resolución
ante la puerta de la iglesia.
—He decidido que lo mejor es que
vuelvas a confesarte. Dile al padre
Schwartz lo que has hecho y pídele
perdón a Dios.
—¡Tú también has perdido los
nervios! —se apresuró a contestar
Rudolph.
Carl Miller dio un paso hacia su
hijo, que, prudentemente, retrocedió.
—Vale, me confesaré.
—¿Vas a hacer lo que te he dicho?
—preguntó el padre con un murmullo
ronco.
—Sí, sí.
Rudolph entró en la iglesia y, por
segunda vez en dos días, se acercó al
confesionario y se arrodilló. La celosía
se abrió casi instantáneamente.
—Me acuso de no haber rezado al
despertarme.
—¿Nada más?
—Nada más.
Sintió júbilo y ganas de llorar.
Nunca más volvería a anteponer con
tanta facilidad una abstracción a las
necesidades de su tranquilidad y su
orgullo. Había traspasado una línea
invisible: era plenamente consciente de
su soledad, consciente de que la soledad
afectaba a los momentos en que era
Blatchford Sarnemington, pero también a
toda su vida íntima. Hasta entonces,
fenómenos como sus ambiciones
disparatadas y su mezquina timidez y sus
miedos mezquinos sólo habían sido
rincones privados, secretos, no
reconocidos ante el trono de su alma
oficial. Ahora sabía, inconscientemente,
que aquellos rincones privados eran su
propio yo, él mismo, y que todo lo
demás era una fachada vistosa y una
bandera convencional. La presión del
ambiente lo había empujado al camino
secreto y solitario de la adolescencia.
Se arrodilló en el banco, al lado de
su padre. Empezó la misa. Mantenía la
espalda erguida —cuando estaba solo,
apoyaba el trasero en el banco— y
saboreaba la idea de venganza, una
venganza dolorosa y sutil. A su lado, su
padre le pedía a Dios que perdonara a
Rudolph, y también pedía perdón por su
arrebato de ira. Miró de reojo a su hijo,
y se sintió más tranquilo al ver que ya no
tenía la cara tensa, de rabia, y que había
dejado de sollozar. La gracia de Dios,
inherente al Sacramento, haría el resto, y
quizá, después de la misa, todo iría
mejor. En su corazón estaba orgulloso
de Rudolph, y empezaba a sentirse
sinceramente arrepentido, no sólo
formalmente, de lo que había hecho.
Habitualmente el paso de la bandeja
para la colecta era para Rudolph un
momento muy importante de la misa. Si,
como sucedía a menudo, no tenía dinero,
se sentía avergonzado e irritado, e
inclinaba la cabeza y fingía no ver la
bandeja, para que Jeanne Brady, en el
banco vecino, no se diera cuenta y no
sospechara un caso grave de indigencia
familiar. Pero aquel día miró fríamente
la bandeja mientras pasaba ante sus
ojos, casi rozándolo, y advirtió con
momentáneo interés que contenía
muchísimas monedas.
Pero, cuando tintineó la campanilla
para la comunión, se estremeció. No
existía ningún motivo para que Dios no
le parara el corazón. Durante las últimas
doce horas había cometido una serie de
pecados mortales, a cual más grave, y
ahora iba a rematar la serie con un
sacrilegio blasfemo.
—Domine, non sum dignum; ut
interés sub tectum rneum; sed tantum dic
verbum, et sanabitur anima mea.
Hubo un rumor, movimiento en los
bancos, y los comulgantes desfilaron
hacia el altar con los ojos bajos y las
manos juntas. Los más piadosos unían
las puntas de los dedos para formar
pequeñas cúpulas. Entre ellos estaba
Carl Miller. Rudolph lo siguió hasta el
comulgatorio y se arrodilló, apoyando,
sin darse cuenta, la barbilla en el mantel
blanco. La campanilla tintineó con
fuerza y el sacerdote se volvió hacia los
comulgantes sosteniendo la Hostia
blanca sobre el copón:
—Corpus Domini nostri Jesu
Christi custodiat animam tuam in vitam
aeternam.
Un sudor frío cubrió la frente de
Rudolph cuando empezó la comunión. El
padre Schwartz avanzaba por la fila, y
Rudolph, que cada vez tenía más ganas
de vomitar, sintió cómo las válvulas de
su corazón desfallecían por voluntad de
Dios. Le pareció que la iglesia se
oscurecía y que la cubría un gran
silencio, roto sólo por el confuso
murmullo que anunciaba que se iba
acercando el Creador del Cielo y de la
Tierra. Hundió la cabeza entre los
hombros y esperó el golpe.
Entonces sintió un fuerte codazo en
el costado. Su padre le daba con el codo
para que se mantuviera derecho y no se
apoyara en el comulgatorio; faltaban dos
personas para que llegara el sacerdote.
—Corpus Domini nostri Jesu
Christi custodiat animam tuam in vitam
aeternam.
Rudolph abrió la boca. Sintió sobre
la lengua el pegajoso sabor a cera de la
hostia. Permaneció inmóvil durante un
periodo de tiempo le pareció
interminable, con la cara todavía
levantada y la Hostia intacta en la boca,
sin disolverse. Y otra vez lo espabiló el
codo de su paje y vio que la gente se
alejaba del altar, como hojarasca, y, con
los ojos bajos, sin mirar a ninguna parte,
volvía a los bancos, a solas con Dios.
Rudolph estaba a solas consigo
mismo, empapado en sudor, hundido en
el pecado mortal. Mientras volvía a su
sitio, sus pezuñas de demonio resonaron
con fuerza contra el suelo de la iglesia, y
supo que llevaba en el corazón un
veneno negro.
V.
Rags Martin-Jones y el
Príncipe de Gales fue
publicado en Mc-Call’s (julio
de 1924) e incluido en All the
Sad Young Man. Aparte de su
calidad como relato, es
interesante como recreación
de El pirata de la costa.
Ambos relatos tratan en clave
humorística un tema central en
la obra de Fitzgerald: la
capacidad de la imaginación
para transformar la realidad.
I.
II.
Los cinco perros, las tres criadas y
el huérfano francés estaban instalados en
la mayor suite del Ritz, y Rags retozaba
perezosamente en una bañera vaporosa,
fragante de hierbas, donde dormitó casi
una hora. Acabada aquella tarea,
celebró varias entrevistas de negocios:
recibió al masajista, a la manicura y a un
peluquero de París que le devolvió al
corte de pelo su longitud propia de
criminales. Cuando John M. Chetsnut
llegó a las cuatro se encontró con media
docena de abogados y banqueros, los
administradores del fideicomiso de los
Martin-Jones, que esperaban en el
vestíbulo. Llevaban allí desde la una y
media, y habían alcanzado un estado de
nerviosismo evidente.
Tras ser sometido a un riguroso
examen por una de las criadas, quizá
para asegurarse de que estaba
absolutamente sobrio, John fue
conducido inmediatamente a presencia
de mademoiselle. Mademoiselle estaba
en su dormitorio, tumbada en la chaise-
longue entre dos docenas de
almohadones de seda que la
acompañaban a todas partes. John entró
en la habitación algo cohibido y la
saludó con una ceremoniosa reverencia.
—Tienes mejor aspecto —dijo
Rags, incorporándose entre los
almohadones y observándolo con ojos
escrutadores—. Has recuperado el
color.
John le agradeció fríamente el
cumplido.
—Deberías salir todas las
mañanas… —y luego,
intempestivamente, anunció—: Mañana
vuelvo a París.
John Chestnut respiraba con
dificultad.
—Ya te escribí que no pensaba
quedarme en ningún caso más de una
semana —añadió.
—Pero, Rags…
—¿Y por qué iba a quedarme? En
Nueva York no conozco a nadie que sea
divertido.
—Pero, Rags, ¿no puedes darme una
oportunidad? ¿No te podrías quedar…
diez días, por ejemplo, para conocerme
un poco?
—¡Conocerte! —su tono daba a
entender que John era ya un libro abierto
y muy manoseado—. Me gustaría
encontrar un hombre capaz de tener un
gesto de valor, de galantería.
—¿Quieres decir que te gustaría que
me convirtiera en una pantomima?
Rags dejó escapar un suspiro de
disgusto.
—Quiero decir que no tienes ni
chispa de imaginación —Je explicó con
paciencia—. Los norteamericanos no
tienen imaginación París es la única gran
ciudad donde puede respirar una mujer
civilizada.
—¿No me tienes ningún cariño?
—No hubiera atravesado el
Atlántico para verte si no te lo tuviera.
Pero en cuanto les eché un vistazo a los
norteamericanos que viajaban en el
barco, me di cuenta de que no podría
casarme con un norteamericano.
Acabaría detestándote, John, y la única
alegría que encontraría en el matrimonio
sería la alegría de destrozarte el
corazón.
Empezó a serpentear entre los
cojines hasta casi desaparecer de su
vista.
—He perdido el monóculo —
explicó.
Después de buscar infructuosamente
en las profundidades de seda, descubrió
el cristal fugitivo, colgándole del cuello,
a su espalda.
—Quisiera querer a alguien, estar
enamorada —continuó, volviéndose a
colocar el monóculo en el ojo de niña
—. En Sorrento, la primavera pasada,
estuve a punto de fugarme con un raja
indio, pero era demasiado moreno, y una
de sus otras mujeres me caía
terriblemente antipática.
—¡No digas más tonterías! —gritó
John, ocultando la cara entre las manos.
—Bueno, no me casé con él —
protestó Rags—. Pero tenía mucho que
ofrecerme. Era la tercera fortuna del
Imperio Británico. Por cierto, ¿eres
rico?
—No tan rico como tú.
—Eso es verdad. ¿Qué puedes
ofrecerme?
—Amor.
—¡Amor! —volvió a desaparecer
entre los cojines—. Mira, John, para mí
la vida es una serie de tiendas
resplandecientes con un vendedor a la
puerta frotándose las manos y diciendo:
«Utilice nuestros servicios. Somos la
mejor tienda del mundo». Y yo entro a
comprar con mi monedero lleno de
belleza, dinero y juventud. «¿Qué vende
usted?», le pregunto, y el comerciante se
frota las manos y dice: «Bueno,
mademoiselle, hoy tenemos un amor
absolutamente maravilloso». A veces no
le queda en el almacén, pero, en cuanto
se da cuenta de que me sobra el dinero,
manda a buscarlo a donde sea. Ah,
siempre me da amor antes de que me
vaya, y gratis. Ésa es mi única venganza.
John Chestnut se levantó
desesperado y dio un paso hacia la
ventana.
—No te tires —exclamó Rags
inmediatamente.
—Como quieras —lanzó el
cigarrillo a la avenida Madison.
—Tú no tienes la culpa —dijo Rags
con voz más dulce—. Aunque seas
aburrido y soso, te tengo más cariño del
que me gusta reconocer. Pero la vida
sigue. Y nunca pasa nada.
—Pasan muchas cosas —insistió
John—. Hoy se ha producido un
asesinato intelectual en Hoboken y un
suicidio por poderes en Maine. El
Congreso debate una ley para esterilizar
a los agnósticos…
—El humor no me interesa —
respondió Rags—, pero por el amor y
las aventuras siento una predilección
casi atávica. Mira, John, el mes pasado,
durante una cena, en mi misma mesa, dos
hombres se jugaron a cara o cruz el
reino de Schwartzberg-Rhineminster. En
París conocí a un tal Blutchdak que
había sido el auténtico provocador de la
guerra mundial y tenía planeada otra
para dentro de dos años.
—Bueno, aunque sólo sea para darte
un respiro, sal conmigo esta noche —
dijo John, tenaz.
—¿Adónde? —preguntó Rags con
desdén—. ¿Crees que todavía me hacen
ilusión una sala de fiestas y una botella
de algún licor azucarado? Prefiero mis
propios sueños en colores.
—Te llevaré al sitio más excitante
de la ciudad.
—¿Sí? ¿Qué tiene de especial?
Dime qué tiene de especial.
Entonces John Chestnut expulsó una
gran bocanada de aire y miró con
cautela a su alrededor, como si temiera
que pudiesen oírlo.
—Bueno, para serte sincero —dijo
en voz baja, preocupado—, si alguien se
enterara, podría ocurrirme algo terrible.
Rags se incorporó y los
almohadones cayeron a su alrededor
como hojas.
—¿Estás insinuando que hay algo
turbio en tu vida? —exclamó, a punto de
echarse a reír—. ¿Esperas que me lo
crea? No, John, diviértete tú haciendo
siempre las mismas cosas trilladas,
siempre las mismas.
Su boca, una rosa insolente y
pequeña, dejó caer las palabras como si
fueran espinas. John cogió de la silla el
sombrero, el abrigo y el bastón.
—Por última vez, ¿quieres salir
conmigo esta noche y ver… lo que haya
que ver?
—¿Qué voy a ver? ¿A quién hay que
ver? ¿Hay alguien en este país a quien
merezca la pena ver?
—Bueno —dijo flemáticamente—,
por ejemplo, al príncipe de Gales.
—¿Ha vuelto a Nueva York? —
abandonó de un salto la chaise-longue.
—Llega esta noche. ¿Te gustaría
verlo?
—¿Que si me gustaría? Nunca lo he
visto. No he coincidido con él en ningún
sitio. Daría un año de mi vida por verlo
una hora —le temblaba la voz de
emoción.
—Ha estado en Canadá. Llega de
incógnito esta tarde para asistir al gran
campeonato de boxeo. Y resulta que sé
adónde va a ir esta noche.
Rags lanzó un grito agudo,
arrebatado:
—¡Dominic! ¡Louise! ¡Germaine!
Las tres criadas entraron a la
carrera. La habitación se llenó de pronto
de vibraciones de una luz exagerada y
frenética.
—¡Dominic, el coche! —gritó Rags
en francés—. Perfume Saint Raphael, y
mi vestido dorado y los zapatos con los
tacones de oro auténtico. También las
perlas grandes, todas las perlas, y ese
diamante que es como un huevo, y las
medias con bordados de zafiros.
Germaine, llama al salón de belleza
inmediatamente. Preparad el baño otra
vez, más frío que el hielo y con mucha
leche de almendras. Dominic, vuela a
Tiffany, como un rayo, antes de que
cierren. Búscame un prendedor, un
medallón, una diadema, cualquier cosa,
lo que sea, con el escudo de armas de
los Windsor.
Manoseaba torpemente los botones
del vestido, que le resbaló por los
hombros en el instante en que John daba
rápidamente media vuelta, camino de la
salida.
—¡Orquídeas! —exclamó Rags—.
¡Orquídeas, por amor de Dios! Cuatro
docenas, para que pueda elegir cuatro.
Y las criadas revoloteaban por la
habitación como pájaros asustados.
—Perfume, Saint Raphael, abre la
maleta de los perfumes; trae mis martas
rosa, y mis ligas de diamantes, y el
aceite de oliva para las manos. Dame
eso. ¡Eso también, y eso, ah, y eso!
Digno y pudoroso, John Chestnut
cerró la puerta a sus espaldas. Los seis
fideicomisarios aún atestaban el
recibidor, adoptando distintas posturas
de cansancio, aburrimiento, resignación
y desesperación.
—Caballeros —anunció John
Chestnut—, me temo que la señorita
Martin-Jones está demasiado cansada
después del viaje para hablar con
ustedes esta tarde.
III.
IV.
El número se acercaba a su fin, y
John Chestnut, solo en su mesa, agitaba
la copa de champán en busca de nuevas
burbujas. Y entonces, un segundo antes
de que se encendieran las luces, se oyó
un suave frufrú de ropa dorada, y Rags,
ruborizada, respirando con dificultad, se
sentó a su lado. Las lágrimas le
brillaban en los ojos.
John la miró melancólicamente.
—Bueno, ¿qué ha dicho?
—Estaba muy callado.
—¿No ha dicho una palabra?
A Rags le temblaba la mano cuando
cogió la copa de champán.
—Sólo me miraba en la oscuridad.
Y ha dicho unas cuantas cosas
convencionales. Era como sale en las
fotos, pero parece muy aburrido y
cansado. Ni siquiera me ha preguntado
mi nombre.
—¿Se va de Nueva York esta noche?
—Dentro de media hora. Los está
esperando un coche a la puerta, y
esperan cruzar la frontera antes de que
amanezca.
—¿Te ha parecido… fascinante?
Dudó unos segundos; luego,
despacio, asintió con la cabeza.
—Es lo que dice todo el mundo —
admitió John, taciturno—. ¿Esperan que
vuelvas?
—No lo sé.
Miró indecisa a través de la pista,
pero el célebre personaje había vuelto a
abandonar su mesa, hacia algún refugio
en el exterior. Dejó de mirar, y entonces
un desconocido que llevaba un rato en la
entrada principal se les acercó. Era un
individuo mortalmente pálido, con un
traje arrugado y poco apropiado. Apoyó
una mano temblorosa en el hombro de
John Chestnut.
—¡Monte! —exclamó John, y se
incorporó tan bruscamente que derramó
su champán—. ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
—¡Han encontrado pruebas! —dijo
el joven en un susurro inquietante. Miró
alrededor—. Tengo que hablar contigo a
solas.
John Chestnut se puso en pie de un
salto, y Rags notó que tenía la cara
blanca como la servilleta que llevaba en
la mano. Se disculpó y se retiraron a una
mesa vacía, a un metro de distancia.
Rags los miró con curiosidad un
instante, y luego siguió vigilando la
mesa del otro lado de la pista. ¿Le
habían pedido que esperara? El príncipe
sólo se había levantado, había hecho una
reverencia y se había ido Quizá debería
haber esperado hasta su regreso, pero,
aunque seguía algo tensa por la emoción,
había vuelto a ser, en gran medida, Rags
Martin-Jones. Había satisfecho su
curiosidad, y no tenía ningún otro deseo.
Se preguntaba si lo que ella había
sentido era una verdadera atracción, y se
preguntaba especialmente si el príncipe
había sido sensible a su belleza.
El individuo pálido que se llamaba
Monte desapareció y John volvió a la
mesa. Rags se asustó al descubrir que
había sufrido un cambio extraordinario.
Se derrumbó en la silla como un
borracho.
—¡John! ¿Qué pasa?
En vez de responder, buscó la
botella de champán, pero la mano le
temblaba de tal manera que el líquido
derramado formó un círculo húmedo y
amarillo alrededor de la copa.
—¿Estás bien?
—Rags —dijo, titubeante—, estoy
completamente acabado. —¿Qué quieres
decir?
—Te digo que estoy completamente
acabado —se empeñó en sonreír de un
modo enfermizo—. Se ha dictado una
orden de busca y captura contra mí hace
una hora.
—¿Qué has hecho? —preguntó con
miedo en la voz—. ¿Por qué han dictado
una orden de busca y captura?
Las luces se apagaron para el
siguiente número, y John se derrumbó
sobre la mesa.
—¿Por qué? —insistía ella, cada
vez más preocupada mientras se
inclinaba hacia John, que respondió con
palabras apenas inteligibles—…
¿Asesinato? —Rags sentía cómo se iba
quedando helada como la nieve.
John asintió. Rags lo cogió por los
brazos e intentó reanimarlo,
sacudiéndolo como si fuera una
chaqueta. A John los ojos se le salían de
las órbitas.
—¿Es verdad? ¿Tienen pruebas?
Volvió a asentir con gestos de borracho.
—¡Entonces tienes que salir del país
inmediatamente! ¿Entiendes, John?
Tienes que irte inmediatamente, antes de
que vengan a buscarte —lanzó hacia la
entrada una enloquecida mirada de
terror—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por
qué no haces algo? —miraba a todas
partes con desesperación, y de repente
clavó la mirada en un punto. Tomó aire,
indecisa, y luego murmuró al oído de
John febrilmente—: Si yo lo arreglo, ¿te
irás a Canadá esta noche?
—¿Cómo?
—Yo lo arreglaré, si te tranquilizas
un poco. Te lo dice Rags. ¿De acuerdo,
John? Quiero que te quedes ahí sentado
y no te muevas hasta que yo vuelva.
Un minuto después cruzaba la sala al
amparo de la oscuridad.
—Barón Marchbank —murmuró
suavemente, de pie detrás de una silla.
El barón le indicó con la mano que
se sentara.
—¿Hay sitio en su coche para dos
pasajeros más?
Uno de sus hombres de confianza
reaccionó inmediatamente.
—El coche de Su Señoría está lleno
—dijo escuetamente.
—Es muy urgente —a Rags le
temblaba la voz.
—Bueno, no sé… —dijo el
príncipe, dubitativo.
Lord Charles Este miró al príncipe y
negó con la cabeza.
—No lo considero prudente. Se
trata, en cualquier caso, de un asunto
delicado, y tenemos órdenes en sentido
contrario. Estábamos de acuerdo, como
sabéis perfectamente, en que
evitaríamos complicaciones.
El príncipe frunció el entrecejo.
—No es ninguna complicación —
objetó.
Este se dirigió a Rags sin rodeos.
—¿Por qué es urgente?
Rags titubeó.
—¿Por qué? —se ruborizó—. Es
una fuga, una boda secreta.
El príncipe se echó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó—. No hay
más que decir. Este se limita a cumplir
con su deber. Vaya a buscar a su amigo,
deprisa. Salimos inmediatamente, ¿no es
así?
Este miró su reloj.
—¡Ahora mismo!
Rags salió como un rayo. Quería que
el grupo abandonara la terraza mientras
las luces seguían apagadas.
—¡Deprisa! —dijo al oído de John
—. Vamos a cruzar la frontera… con el
príncipe de Gales. Por la mañana
estarás a salvo.
John la miró con ojos deslumbrados.
Rags pagó la cuenta a toda prisa y,
cogiéndolo del brazo, lo guió con la
mayor discreción posible a la otra mesa,
donde lo presentó con pocas palabras.
El príncipe reconoció su presencia con
un apretón de manos. Sus hombres de
confianza inclinaron la cabeza,
disimulando a duras penas su disgusto.
—Será mejor que nos pongamos en
marcha —dijo Este, mirando con
impaciencia el reloj.
Se estaban levantando, cuando, de
pronto, se produjo una exclamación
general: dos policías y un hombre
pelirrojo, de paisano, acababan de
aparecer en la puerta principal.
—Salgamos —dijo en voz baja Este,
empujando al grupo hacia una salida
lateral—. Parece que aquí va a haber
jaleo.
Blasfemó: otros dos policías
vigilaban aquella puerta. Se detuvieron
indecisos. El hombre de paisano había
empezado una cuidadosa inspección del
público de las mesas.
Este miró severamente a Rags y
luego a John, que buscaban la protección
de las palmeras.
—¿Ese tipo los está buscando a
ustedes? —preguntó Este.
—No —murmuró Rags—. Va a
haber problemas. ¿No podemos salir por
aquella puerta?
El príncipe, con creciente
impaciencia, volvió a sentarse.
—Avisadme cuando estéis
preparados para partir —le sonrió a
Rags—: Creo que todos nos hemos
metido en problemas por culpa de su
cara bonita.
Entonces se encendieron todas las
luces. El hombre de paisano, que no
paraba de dar vueltas, saltó al centro de
la pista de baile.
—¡Que nadie abandone la sala! —
gritó—. ¡Que se siente aquel grupo que
está detrás de las palmeras! ¿Está en la
sala John M. Chestnut?
A Rags se le escapó un grito.
—Allí —ordenó el inspector al
policía de uniforme que lo seguía—.
Échele una ojeada a aquella alegre
pandilla. ¡Manos arriba! ¡Vamos!
—¡Dios mío! —murmuró Este—.
¡Tenemos que salir de aquí! —se volvió
hacia el príncipe—. Es intolerable, Ted.
No es conveniente que te vean aquí. Los
entretendré mientras llegas al coche.
Dio un paso hacia la puerta lateral.
—¡Manos arriba! —gritó el hombre
de paisano—. Y cuando digo manos
arriba, lo digo en serio. ¿Quién de
ustedes es Chesnuts?
—¡Usted ha perdido la cabeza! —
exclamó Este—. Somos súbditos
británicos. No tenemos nada que ver con
este asunto.
Una mujer gritó en algún sitio, y
hubo un movimiento general hacia el
ascensor, un movimiento que se detuvo
en seco ante las bocas de dos pistolas
automáticas. Una chica se derrumbó sin
sentido en la pista de baile, muy cerca
de Rags, y en aquel preciso momento la
música empezó a sonar en otra terraza.
—¡Que pare la música! —vociferó
el hombre de paisano—• ¡Y, rápido,
ponedle las esposas a toda esa pandilla!
Dos policías avanzaron hacia el
grupo y, al mismo tiempo, Este y los
hombres del séquito del príncipe
sacaron sus revólveres, y, protegiendo al
príncipe como mejor pudieron,
comenzaron a abrirse paso poco a poco
hacia uno de los lados de la sala. Sonó
un disparo, y luego otro, seguidos por un
estruendo de plata y porcelana rota:
media docena de comensales habían
volcado sus mesas para agazaparse
rápidamente tras ellas.
Cundió el pánico. Se sucedieron tres
disparos, e inmediatamente estalló una
descarga cerrada. Rags vio cómo Este
disparaba fríamente sobre las ocho luces
amarillas del techo. Una densa humareda
gris empezó a llenar el aire. Como una
extraña y suave música de fondo para
los disparos y los gritos, se oía el
clamor incesante de la lejana orquesta
de jazz.
Entonces, en un minuto, todo acabó.
Un silbido agudo sonó en la terraza, y a
través del humo Rags vio a John
Chestnut que avanzaba hacia el hombre
de paisano, con los brazos extendidos en
señal de rendición. Hubo un último
grito, nervioso, un estruendo
escalofriante como si alguien caminara
por descuido sobre un montón de platos,
y luego un pesado silencio se apoderó
de la terraza, e incluso la música de la
orquesta pareció desvanecerse.
—¡Todo ha terminado! —la voz de
John Chestnut resonó con fuerza en el
aire de la noche—. La fiesta ha
terminado. ¡Todo aquel que quiera,
puede irse a casa!
Continuaba el silencio. Rags pensó
que era el silencio del miedo. El peso
de la culpa había enloquecido a John
Chestnut.
—Ha sido un gran espectáculo —
gritaba—. Quiero daros las gracias a
todos. Si podéis encontrar alguna mesa
que siga en pie, se os servirá todo el
champán que seáis capaces de beberos.
A Rags le pareció que la terraza y
las altas estrellas empezaban de repente
a girar y girar. Vio cómo John cogía la
mano del inspector de policía y la
estrechaba con fuerza, y vio cómo el
inspector sonreía y se guardaba la
pistola en el bolsillo. Volvía a sonar la
música, y la chica que se había
desmayado bailaba ahora con lord
Charles Este en una esquina. John corría
de un lado para otro dándole palmadas
en la espalda a la gente, riendo y
estrechando manos. Luego se acercó a
Rags, alegre e inocente como un niño.
—¿No ha sido maravilloso? —
exclamó.
Rags sintió que la abandonaban las
fuerzas. Buscaba a tientas, a su espalda,
una silla.
—¿Qué ha sido todo esto? —
exclamó, aturdida—. ¿Estoy soñando?
—¡Ni mucho menos! Estás
completamente despierta. Lo he
organizado yo, Rags, ¿no te das cuenta?
¡Me lo he inventado yo! Lo único real
era mi nombre.
Rags se derrumbó sobre John,
aferrándose a las solapas de su
chaqueta, y se hubiera caído al suelo si
John no la hubiera cogido rápidamente
entre sus brazos.
—¡Champán, rápido! —pidió, y
luego le gritó al príncipe de Gales, que
estaba cerca—: ¡Pide mi coche! La
señorita Martin-Jones se ha desmayado
de la emoción.
V.
El rascacielos se alzaba
voluminosamente a lo largo de treinta
pisos de ventanas antes de estrecharse
en un airoso pan de azúcar de
resplandeciente blancura. Luego seguía
ascendiendo treinta metros más
transformándose, para su última y frágil
ascensión hacia el cielo, en una sencilla
torre afilada. En la más alta de sus altas
ventanas Rags Martin-Jones se exponía
a la fuerte brisa mientras contemplaba la
ciudad.
—El señor Chestnut la espera en su
despacho. Obedientemente, sus
pequeños pies atravesaron la alfombra
de una habitación fría y alta que
dominaba el puerto y el ancho mar.
John Chestnut esperaba, sentado a su
escritorio, y Rags se acercó a él y le
echó el brazo por encima del hombros.
—¿Estás seguro de que eres real? —
preguntó, anhelante—. ¿Estás
completamente seguro?
—Sólo me escribiste una semana
antes de llegar —protestó John
humildemente—; si hubiera tenido más
tiempo, habría montado una revolución.
—¿Todo aquello era sólo por mí? —
preguntó Rags—. Todo aquel montaje
absolutamente inútil, maravilloso, ¿fue
sólo por mí?
—¿Inútil? —meditó John—. Bueno,
al principio sí. A última hora invité al
dueño de un gran restaurante, y mientras
tú estabas en la mesa del príncipe le
vendí la idea de la sala de fiestas. John
miró su reloj.
—Resuelvo un último asunto… y
luego tendremos el tiempo justo para
casarnos antes de comer —descolgó el
teléfono—. ¿Jackson? Manda un
telegrama por triplicado a París, Berlín
y Budapest: que localicen en la frontera
polaca a los dos duques falsos que se
jugaban a cara o cruz el reino de
Swartzberg-Rhineminster. Ah, si no baja
la cotización, rebaja el tipo de cambio
al triple cero dos. Otra cosa, ese idiota
de Blutchdak está otra vez en los
Balcanes, intentando desencadenar una
nueva guerra. Dile que tome el primer
barco que salga para Nueva York o
enciérralo en una cárcel griega.
Colgó y se volvió hacia la
sorprendida cosmopolita con una
carcajada.
—La próxima parada es en el
Ayuntamiento. Luego, si quieres, nos
vamos a París.
—John —preguntó Rags con interés
—, ¿quién era el príncipe de Gales?
John esperó a estar en el ascensor,
descendiendo veinte pisos de golpe.
Entonces tocó al ascensorista en el
hombro.
—No tan rápido, Cedric. La señora
no está acostumbrada a descender de las
alturas.
El ascensorista se volvió, sonriendo.
Su cara era pálida, ovalada, enmarcada
en pelo rubio. A Rags se le encendió el
rostro.
—Cedric es de Wessex —explicó
John—. El parecido es, sin exagerar,
asombroso. Los príncipes no son
precisamente discretos, y sospecho que
Cedric pertenece a alguna rama
morganática de la familia real.
Rags se quitó el monóculo del cuello
y pasó el cordón por la cabeza de
Cedric.
—Gracias —dijo Rags— por la
segunda mayor emoción de mi vida.
John Chestnut empezó a frotarse las
manos con ademanes de comerciante.
—Utilice nuestros servicios, señora
—le suplicaba a Rags—. ¡Somos la
mejor tienda de la ciudad!
—¿Qué vende usted?
—Bueno, mademoiselle, hoy
tenemos amor, un amor maravilloso,
maravilloso.
—Envuélvamelo, señor comerciante
—exclamó Rags Martin-Jones—. Me
parece una ganga.
Lo más sensato
I.
II.
III.
IV.
Una tarde húmeda de septiembre, un
año después, se apeó del tren en una
ciudad de Tennessee un joven con el
rostro tan quemado por el sol que
parecía tener un brillo de cobre. Miró
alrededor con impaciencia y pareció
aliviado cuando comprobó que nadie lo
esperaba. Un taxi lo llevó al mejor hotel
de la ciudad, donde, con cierta
satisfacción, se presentó como George
O’Kelly, de Cuzco, Perú.
En su habitación se sentó unos
minutos a mirar por la ventana aquellas
calles familiares. Luego, con un leve
temblor en la mano, descolgó el teléfono
y pidió a la telefonista que lo pusiera
con un número de la ciudad.
—¿Está la señorita Jonquil?
—Soy yo.
—Ah… —la voz estuvo a punto de
quebrársele, pero superó aquel
brevísimo instante y continuó con
amigable formalidad—. Soy George
O’Kelly. ¿Has recibido mi carta?
—Sí. Creía que llegabas hoy.
Su voz, fría e impasible, lo turbó,
pero no tanto como esperaba. Era la voz
de una extraña, indiferente, que
amablemente se alegraba de oírlo: nada
más. Le hubiera gustado colgar el
teléfono y recuperar el aliento.
—No te veo desde hace… mucho
tiempo —consiguió que la frase
pareciera improvisada—. Más de un
año.
Sabía exactamente desde cuándo:
había contado los días.
—Me encantará volver a charlar
contigo.
—Estaré allí dentro de una hora.
Colgó. Durante cuatro largas
estaciones, la esperanza de llegar a
aquel momento había colmado cada una
de sus horas de descanso, y por fin el
momento había llegado. Había pensado
que la encontraría casada, prometida,
enamorada: pero jamás había pensado
que su regreso pudiera dejarla
indiferente.
Sabía que no volvería a vivir diez
meses como los que acababa de dejar
atrás. Había obtenido un reconocido
éxito, más notable por ser un ingeniero
joven: se le habían presentado dos
oportunidades excepcionales, una en
Perú, de donde acababa de regresar, y
otra, consecuencia de la primera, en
Nueva York, adonde se dirigía. En aquel
breve espacio de tiempo había pasado
de la pobreza a una posición que le
ofrecía posibilidades ilimitadas.
Se miró en el espejo del lavabo.
Estaba casi negro, muy bronceado, pero
era un bronceado romántico que, según
había descubierto en los últimos días,
cuando había tenido tiempo para pensar
en cosas así, le gustaba. También
apreció con una especie de fascinación
la fortaleza de su cuerpo. Había perdido
en algún sitio parte de una ceja, y
todavía llevaba una venda elástica en la
rodilla, pero era demasiado joven para
no haberse dado cuenta de cómo muchas
mujeres lo miraban en el barco con
admiración e inusitado interés.
El traje, por supuesto, era horrible.
Se lo había hecho en dos días un sastre
griego de Lima. Era también lo bastante
joven para haberle explicado a Jonquil
este problema de vestuario en una nota,
por otra parte, lacónica. El único detalle
que añadía era el ruego de que no se le
ocurriera ir a esperarlo a la estación.
George O’Kelly, de Cuzco, Perú,
esperó en el hotel una hora y media,
hasta que el sol recorrió en el cielo,
para ser exactos, la mitad de su camino.
Entonces, recién afeitado, después de
que los polvos de talco le dieran un
color de piel más caucásico, porque en
el último instante la vanidad se había
impuesto sobre el romanticismo, llamó a
un taxi y se dirigió a la casa que conocía
tan bien.
Le costaba respirar, y se dio cuenta,
pero se dijo que era nerviosismo, no
emoción. Había vuelto; ella no se había
casado: con esto le bastaba. Ni siquiera
estaba seguro de lo que iba a decirle.
Pero tenía la sensación de que éste era
el momento más imprescindible de su
vida. A fin de cuentas, no existía el
triunfo sin una mujer, y, si no ponía sus
tesoros a los pies de Jonquil, podría al
menos ponerlos ante sus ojos un instante
fugaz.
La casa apareció de repente, y lo
primero que pensó fue que se había
vuelto extrañamente irreal. Nada había
cambiado, pero había cambiado todo.
Era más pequeña y parecía más pobre y
descuidada que antes: ninguna nube
mágica flotaba sobre el tejado ni salía
de las ventanas del último piso. Tocó al
timbre y abrió una criada negra que no
conocía. La señorita Jonquil bajaría
enseguida. Se humedeció los labios,
nervioso, y paseó por el cuarto de estar,
y la sensación de irrealidad aumentó.
Sólo era, a pesar de todo, una
habitación, y no la cámara encantada
donde había pasado horas
conmovedoras. Se sentó en una silla,
asombrado de que sólo fuera una silla:
se daba cuenta de que su imaginación
había distorsionado y coloreado
aquellos sencillos objetos familiares.
Entonces se abrió la puerta y entró
Jonquil: fue como si todo se nublara de
repente ante sus ojos. No recordaba lo
hermosa que era, y sentía cómo se le iba
el color y la voz le fallaba y se
convertía en un pobre suspiro.
Llevaba un vestido verde pálido, y
un lazo dorado le recogía como una
corona el pelo negro y liso. Los ojos
aterciopelados, que conocía tan bien, se
clavaron en sus ojos cuando cruzó la
puerta, y lo traspasó un estremecimiento
de miedo ante el poder de infligir dolor
que tenía su belleza.
George dijo «Hola», y se acercaron
unos pasos y se estrecharon la mano.
Luego se sentaron, muy separados, y se
miraron a través Je la habitación.
—Has vuelto —dijo ella.
Y George contestó una trivialidad:
—Pasaba por aquí y se me ha
ocurrido parar un momento a verte.
Intentó neutralizar el temblor de la
voz, mirando a cualquier parte que no
fuera la cara de Jonquil. Era suya la
responsabilidad de mantener la
conversación, pero, a no ser que
empezara a vanagloriarse de sus éxitos,
parecía que no había nada que decir. Su
antigua relación nunca había caído en la
banalidad, y parecía imposible que dos
personas en su situación hablaran del
tiempo.
—Es ridículo —estalló de repente
George, desconcertado—. No sé qué
hacer. ¿Te molesta que haya venido?
—No —la respuesta era reticente y,
a la vez, impersonalmente triste. Lo
desanimaba.
—¿Tienes novio?
—No.
—¿Estás enamorada?
Negó con la cabeza.
—Ah —se retrepó en la silla.
Ya habían agotado otro tema de
conversación: la entrevista no seguía el
curso que había previsto.
—Jonquil —comenzó, ahora en un
tono más suave—, después de todo lo
que nos ha pasado, quería volver y
verte. Haga lo que haga en el futuro,
nunca querré a nadie como te he querido
a ti.
Era una de las frases que llevaba
preparadas. En el barco le había
parecido que la frase tenía el tono
adecuado: una alusión a la ternura que
siempre había sentido por ella,
combinada con una muestra poco
comprometedora de su actual estado de
ánimo. En aquella habitación, con el
pasado a su alrededor, cerca, el pasado
que cada vez pesaba más en la
atmósfera, la frase le pareció teatral y
rancia.
Jonquil no contestó, inmóvil en su
silla, mirándolo con una expresión que
podía significar todo o nada.
—Ya no me quieres, ¿verdad? —
preguntó George, con voz segura.
—No.
Cuando un minuto después entró la
señora Cary y comentó su éxito —el
periódico local había publicado media
columna al res pecto—, George
experimentó una mezcla de emociones:
ya sabía que aún deseaba a aquella
chica, y también sabía que algunas veces
el pasado vuelve. Eso era todo. Por lo
demás, debía ser fuerte y estar en
guardia, a la expectativa.
—Y ahora —decía la señora Cary—
me gustaría que fuerais a visitar a la
señora de los crisantemos. Me ha dicho
que quiere conocerte porque ha leído lo
que publica el periódico sobre ti.
Fueron a ver a la señora de los
crisantemos. Iban andando por la calle,
y George recordó con una especie de
emoción que los pasos de Jonquil, más
cortos, se cruzaban siempre con los
suyos. La señora se desvivió por ser
amable y los crisantemos eran enormes y
extraordinariamente hermosos. Los
jardines de la señora estaban llenos de
crisantemos, blancos, rosa y amarillos:
estar entre aquellas flores era como
haber vuelto al corazón del verano.
Había dos jardines llenos, separados
por una verja. Y la señora fue la primera
en atravesarla cuando entraban en el
segundo jardín.
Entonces sucedió algo raro. George
se apartó para que Jonquil pasara, pero
Jonquil, en vez de entrar, se quedó
inmóvil, mirándolo fijamente: no fue
tanto la expresión, que no era una
sonrisa, como el instante de silencio. Se
vieron en los ojos del otro, y aspiraron
una breve y apresurada bocanada de
aire, y entraron en el segundo jardín, y
nada más.
La tarde declinó. Le dieron las
gracias a la señora y volvieron a casa
despacio, pensativos, juntos. También
durante la cena permanecieron en
silencio. George le contó al señor Cary
algo de lo ocurrido en América del Sur
y se las arregló para dejar claro que en
el futuro todo le seguiría yendo viento en
popa.
Entonces terminó la cena, y Jonquil y
George se quedaron solos en la
habitación donde su amor había
empezado y había acabado. A George le
parecía que todo había sucedido hacía
mucho tiempo, que todo era
indeciblemente triste. Nunca se había
sentido tan débil, tan cansado, tan
infeliz, tan pobre. Porque sabía que
aquel chico de hacía quince meses tenía
algo, confianza, afecto, que se había ido
para siempre. Lo más sensato: habían
hecho lo más sensato. Había canjeado su
primera juventud por fortaleza, y la
desesperación había sido el material con
que había construido su éxito. Y con la
juventud la vida se había llevado la
frescura de su amor.
—No quieres casarte conmigo,
¿verdad? —dijo, tranquilo.
Jonquil negó con la cabeza.
—No pienso casarme —contestó.
George asintió.
—Mañana por la mañana me voy a
Washington —dijo.
—Ah…
—Me tengo que ir. Tengo que estar
en Nueva York a primeros de mes y
quiero pasar por Washington.
—¡Negocios!
—No —dijo, como sin ganas—. Me
gustaría ver a alguien que se portó bien
conmigo cuando yo estaba tan… tan
hundido.
Se lo estaba inventando. No tenía
que ver a nadie en Washington, pero
observaba a Jonquil con toda la atención
de que era capaz, y estaba seguro de que
se había estremecido, había cerrado los
ojos y los había vuelto a abrir
desmesuradamente.
—Pero me gustaría antes de irme,
contarte todo lo que ha pasado desde
que te vi por última vez, y, como quizá
no volvamos a vernos, me pregunto si…
si no te gustaría sentarte en mi regazo
como hacíamos entonces. No te lo
pediría si no estuviéramos solos, pero,
bueno… Quizá sea una tontería.
Jonquil asintió y se sentó en su
regazo como tantas veces en aquella
primavera perdida. La sensación de su
cabeza en el hombro, de su cuerpo bien
conocido, lo emocionó. Los brazos
querían estrecharla, y George se retrepó
en la silla y, meditabundo, empezó a
hablarle al aire.
Le contaba las dos semanas de
desesperación en Nueva York, que
acabaron con un interesante, aunque
poco lucrativo, trabajo en una obra de
Jersey City. Cuando se le presentó la
oportunidad de trabajar en Perú, no
parecía nada extraordinario: era un
puesto de tercer ayudante del ingeniero
de la expedición. Pero sólo diez
estadounidenses, entre ellos ocho
topógrafos, habían llegado a Cuzco.
Diez días más tarde el jefe de la
expedición moría de fiebre amarilla. Y
así se le había presentado su
oportunidad, una oportunidad que
incluso un tonto hubiera aprovechado,
una oportunidad maravillosa.
—¿Un tonto? —lo interrumpió
Jonquil inocentemente.
—Incluso un tonto —continuó—.
Era maravilloso. Entonces mandé un
telegrama a Nueva York…
—Y entonces… —volvió a
interrumpirlo—, ¿te contestaron que
podías aprovechar la oportunidad?
—¿Que podía? —exclamó,
apoyándose en el respaldo de la silla—.
¡Que tenía que hacerlo! No había
tiempo…
—¿Ni siquiera un minuto?
—Ni un minuto.
—Ni siquiera un minuto para… —
calló.
—¿Para qué?
—Mira.
George inclinó la cabeza de repente,
y en el mismo instante Jonquil se le
acercó, los labios entreabiertos como
una flor.
—Sí —le susurraba George en la
boca—. Todo el tiempo del mundo…
Todo el tiempo del mundo: la vida
de él y la vida de ella Pero, por un
momento, mientras la besaba,
comprendió que, aunque buscara durante
toda la eternidad, nunca encontraría
aquel abril perdido. Podía abrazarla
hasta que le dolieran los músculos:
Jonquil era algo extraño, deseable, por
lo que había luchado, que le había
pertenecido, pero nunca volvería a ser
un susurro intangible en la oscuridad, en
la brisa nocturna…
«Bueno, se acabó», pensaba. «Se
acabó abril, se acabó. Existen en el
mundo amores de todas las clases, pero
nunca el mismo amor dos veces».
Amor en la noche
I.
III.
IV.
I.
II.
Me estoy marchitando
en este aire de sótano…
V.
En 1922, cuando Anson acompañó al
extranjero al socio menos antiguo de la
empresa para estudiar ciertos créditos
en Londres, el viaje fue un signo de que
iba a ser aceptado como socio en la
empresa. Ya tenía veintisiete años y
había ganado peso, aunque no era gordo,
y se comportaba como si tuviera más
edad. Viejos y jóvenes lo apreciaban y
confiaban en él, y las madres se sentían
tranquilas cuando le encomendaban a
sus hijas, porque tenía un modo muy
particular, cuando entraba en un salón,
de ponerse a la altura de las personas de
más edad y más conservadoras.
«Ustedes y yo», parecía decir, «somos
personas sólidas. Entendemos el
mundo».
Tenía un conocimiento instintivo y
piadoso de las debilidades de hombres y
mujeres y, como un sacerdote, por esta
circunstancia, se preocupaba mucho de
respetar las apariencias. Solía dar
clases de catequesis los domingos por la
mañana en una conocida iglesia
episcopal, aunque sólo una ducha fría y
un rápido cambio de chaqueta lo
separaba de una noche desenfrenada.
[Un día, como obedeciendo a un impulso
compartido, algunos chicos se
levantaron de la primera fila y se
pasaron a la última. Contaba con
frecuencia esta anécdota, que usualmente
era recibida con alegres carcajadas.]
Después de la muerte de su padre, se
había convertido en cabeza de familia, y,
en efecto, dirigía los destinos de los
hijos más jóvenes. A causa de una
complicación legal, su autoridad no
alcanzaba al patrimonio paterno,
administrado por el tío Robert, el
miembro de la familia aficionado a los
caballos, hombre bueno, excelente
bebedor, miembro de la camarilla que
tiene su centro en Wheatley Hills.
El tío Robert y su mujer, Edna,
habían sido grandes amigos del joven
Anson, y el tío se sintió desilusionado
cuando la superioridad del sobrino no
desembocó en un gusto por las carreras
de caballos parecido al suyo. Lo avaló
para que ingresara en un club de la
ciudad, el club de América donde el
ingreso era más difícil, abierto sólo a
miembros de las familias que hubieran
contribuido a construir Nueva York (o,
con otras palabras, que fueran ricas
antes de 1880), y cuando Anson, tras ser
aceptado en el club, renunció para darse
de alta en el Club de Yale, el no Robert
le dijo algunas palabras sobre el asunto.
Y, cuando, como remate, Anson renunció
a ser socio de la agencia de Bolsa de
Robert Hunter, agencia conservadora y
algo abandonada, la relación terminó de
enfriarse. Como un maestro de escuela
que ha enseñado todo lo que sabe, el tío
Robert desapareció de la vida de Anson.
Había tantos amigos en la vida de
Anson… Y era difícil hablar de uno sólo
al que no le hubiese hecho algún favor
extraordinario, o al que no hubiera
puesto alguna vez en apuros con sus
ordinarieces o con su costumbre de
emborracharse donde y como quisiera.
No soportaba que los demás metieran la
pata, pero sus patochadas siempre le
divertían. Le sucedían las cosas más
extrañas, y luego las contaba entre
carcajadas contagiosas.
Yo trabajaba en Nueva York aquella
primavera y solía comer con él en el
Club de Yale, porque nuestra
universidad usaba sus instalaciones
mientras terminaban nuestro local. Yo
había leído la noticia del matrimonio de
Paula y una tarde, cuando le hablé de
ella, algo lo empujó a contarme la
historia. A partir de entonces me invitó a
cenar frecuentemente en su casa y se
comportó como si entre nosotros
existiera una relación especial, como si,
con sus confidencias, me hubiera
traspasado una parte de aquellos
recuerdos obsesivos.
Me di cuenta de que, a pesar de la
confianza de las madres, su actitud con
las jóvenes no era indiscriminadamente
protectora. Dependía de la chica: si
mostraba cierta inclinación a la vida
fácil, era mejor que se cuidara de sí
misma, incluso con Anson.
—La vida —me explicaría alguna
vez— me ha vuelto un cínico.
Cuando decía la vida, quería decir
Paula. A veces, sobre todo cuando
bebía, perdía un poco la cabeza, y
pensaba que Paula lo había abandonado
cruelmente.
El «cinismo», o, mejor, la
constatación de que no valía la pena
dejar escapar a las chicas ligeras por
naturaleza, lo condujo a su relación con
Dolly Karger. No fue la única relación
que mantuvo en aquel tiempo, pero
estuvo a punto de afectarle
profundamente y ejerció una influencia
trascendental en su actitud hacia la vida.
Dolly era la hija de un conocido
publicista que se había casado con una
representante de la alta sociedad. Se
había educado en los mejores colegios,
había sido presentada en sociedad en el
Hotel Plaza y frecuentaba el Assembly;
y sólo unas pocas familias antiguas,
como los Hunter, podían discutir que
perteneciera a su mundo, pues su
fotografía aparecía frecuentemente en
los periódicos y recibía una atención
envidiable, más atención que muchas
chicas sobre las que no cabía discusión
posible. Tenía el pelo oscuro, labios de
carmín y un cutis perfecto, encendido,
que, durante el año siguiente a su puesta
de largo, escondió bajo polvos de una
tonalidad gris y rosa, porque no estaba
de moda aquel color encendido: se
llevaba una palidez decimonónica.
Vestía de negro, con estilo severo, y, de
pie, se metía las manos en los bolsillos,
inclinándose un poco hacia adelante con
una cómica expresión de d minio de sí
misma. Bailaba primorosamente: bailar
era lo que más le gustaba, si
exceptuamos flirtear. Desde que tenía
diez años había estad enamorada, casi
siempre de algún chico que no quería
saber nada de ella. Quienes se
enamoraban de ella —y eran muchos—
la aburrían después del primer
encuentro, pero reservaba para sus
fracasos el lugar más cálido de su
corazón, y, cuando volvía a encontrarlos
siempre lo in tentaba de nuevo: alguna
vez tuvo éxito, pero fracasaba casi
siempre.
Jamás se le pasó por la cabeza a esta
gitana de lo inalcanzable que aquéllos
que se negaban a quererla tenían cierto
rasgo en común: compartían una aguda
intuición que descubría la falta de
carácter de Dolly no para los
sentimientos, sino para encauzar su vida.
Anson lo notó el mismo día que la
conoció, menos de un mes después de la
boda de Paula Entonces estaba bebiendo
mucho y durante una semana simuló que
se estaba enamorando de ella. Y luego la
abandonó de repente y la olvidó:
inmediatamente Anson alcanzó la
posición dominante en su corazón.
Como muchas de las chicas de aquel
tiempo, Dolly era poco sería e
indiscretamente rebelde. La falta de
convencionalismo de la generación
anterior sólo había sido uno de los
aspectos del movimiento de posguerra
empeñado en desacreditar costumbres
anticuadas: la falta de convencionalismo
de Dolly era a la vez más vieja y más
pobre, y hallaba en Anson los dos
extremos que atraen a las mujeres
incapaces de sentir emociones
verdaderas: cierto abandono o
complacencia indulgente que alternaba
con su fuerza protectora. Descubría en el
carácter de Anson al sibarita y a la roca
firme, y los dos rasgos satisfacían todo
lo que su naturaleza necesitaba.
Dolly presentía que la relación iba a
ser difícil, pero se equivocaba en los
motivos: creía que Anson y su familia
esperaban una boda más espectacular,
pero intuyó inmediatamente que la
tendencia de Anson a beber demasiado
le concedía alguna ventaja.
Se veían en las grandes fiestas de
presentación en sociedad, y, conforme
crecía el encaprichamiento de Dolly,
procuraron encontrarse cada vez con
mayor frecuencia. Como la mayoría de
las madres, la señora Karger creía que
Anson era excepcionalmente digno de la
máxima confianza, así que le permitía a
Dolly acompañarlo a lejanos clubes de
campo y a casas de las afueras sin
preguntar demasiado y sin dudar de las
explicaciones de su hija cuando llegaban
tarde. Al principio tales explicaciones
quizá fueran verdad, pero los mundanos
planes de Dolly para conquistar a Anson
pronto cedieron ante la creciente marea
de los sentimientos. Los besos en coche
y en el asiento trasero de los taxis ya no
bastaban, y entonces dieron un paso
inesperado.
Durante cierto tiempo abandonaron
su mundo y se crearon otro un poco
inferior en el que se notaran y
comentaran menos las borracheras de
Anson y los horarios irregulares de
Dolly. Formaban este mundo varios
elementos: algunos amigos de los
tiempos de Yale y sus mujeres, dos o
tres jóvenes corredores y agentes de
Bolsa y un puñado de jóvenes sin
compromiso, recién salidos de la
universidad, con dinero y propensos a la
disipación. Lo mezquino y mediocre de
este mundo les concedía, en
compensación, una libertad que ni
siquiera se permitía a sí mismo. Y
además giraba a su alrededor, y le
permitía a Dolly el placer de una leve
condescendencia, un placer que Anson
no podía compartir, pues su vida entera,
desde la niñez sin incertidumbres,
estaba hecha de condescendencia.
No estaba enamorado de Dolly, y en
el invierno largo y febril que duró su
relación se lo dijo muchas veces. En
primavera estaba cansado: necesitaba
renovar su vida, beber de otras fuentes,
y comprendió que o rompía
inmediatamente con ella o aceptaba la
responsabilidad de una seducción
definitiva. La actitud alentadora de la
familia de Dolly precipitó su decisión:
una noche, cuando el señor Karger llamó
discretamente a la puerta de la
biblioteca para decirle que había dejado
una botella de buen brandy en el
comedor, Anson sintió que la vida lo
estaba acorralando. Aquella misma
noche escribió una breve carta a Dolly
en la que le decía que se iba de
vacaciones y que, dadas las
circunstancias, sería mejor que no
volvieran a verse.
Era el mes de junio. Como su familia
había cerrado la casa y se había ido al
campo, Anson vivía transitoriamente en
el Club de Yale. Me había mantenido al
día de sus relaciones con Dolly —me
contaba aquello con humor, porque
despreciaba a las mujeres inestables y
no les concedía ningún lugar en el
edificio social en el que creía—, y,
cuando aquella noche me contó que se
había peleado definitivamente con ella,
me alegré. Yo había visto a Dolly
algunas veces, y siempre me había dado
lástima su empeño inútil, y me había
dado vergüenza saber, sin ningún
derecho, tantas cosas sobre ella. Era eso
que llaman una criatura preciosa, pero
demostraba cierta temeridad que me
fascinaba. Su dedicación a la diosa de la
disipación hubiera sido menos evidente
si Dolly hubiera sido menos animosa:
seguramente acabaría dilapidándose a sí
misma, así que me alegró saber que yo
no sería testigo del sacrificio.
Anson iba a dejar la carta de
despedida en la casa de Dolly a la
mañana siguiente. Era una de las pocas
casas que permanecían abiertas en la
zona de la Quinta Avenida, y sabía que
la familia Karger, siguiendo las
informaciones equivocadas de Dolly,
había suspendido un viaje al extranjero
para facilitarle las cosas a su hija.
Cuando salía del Club de Yale camino
de la avenida Madison, Anson vio llegar
al cartero y lo siguió. La primera carta
que había atraído su mirada llevaba en
el sobre la letra de Dolly. Se imaginaba
la carta: un monólogo ensimismado y
trágico lleno de los reproches que ya
conocía, de recuerdos de recuerdos, de
«JVfe pregunto si…», de todas las
intimidades inmemoriales que él mismo
va le había escrito a Paula Legendre en
lo que parecía ser otra época. Apartó
algunos sobres con facturas y abrió la
carta de Dolly. Para su sorpresa era una
nota breve, más bien protocolaria, que
decía que Dolly no podía acompañarlo a
pasar el fin de semana en el campo
porque Perry Hull de Chicago, había
llegado inesperadamente a la ciudad. La
carta añadía que Anson se lo había
merecido: «Si supiera que me quieres
como yo, me iría contigo a cualquier
sitio y en cualquier momento, pero Perry
es tan simpático y tiene tantas ganas de
que me case con él…».
Anson sonrió con desprecio: ya tenía
experiencia en este tipo de cartas
mentirosas. Sabía además que Dolly
habría preparado su plan
cuidadosamente, y habría llamado
seguramente al fiel Perry, calculando la
hora de su llegada; sabía que habría
pensado mucho la carta, para que lo
pusiera celoso sin espantarlo. Como la
mayoría de las soluciones intermedias,
la carta no expresaba ni fuerza ni
vitalidad, sólo miedo y desesperación.
Se había puesto de mal humor. Se
sentó en el vestíbulo y volvió a leer la
carta. Luego llamó a Dolly por teléfono
y le dijo con voz clara y autoritaria que
había recibido su nota y que la recogería
a las cinco como habían planeado. Casi
ni se entretuvo en oír la fingida
incertidumbre de su respuesta: «A lo
mejor puedo estar contigo una hora».
Colgó y se fue al despacho. Por la calle
rompió su carta de despedida, y fue
tirando al suelo los pedazos.
No estaba celoso —Dolly no
significaba nada—, pero, ante aquella
patética artimaña, salieron a flote todo
su orgullo y cabezonería. No podía
pasar por alto la arrogancia de alguien
inferior en inteligencia. Si Dolly quería
saber a quién pertenecía, iba a enterarse.
A las cinco y cuarto estaba en la
puerta de la casa. Dolly se había
arreglado para salir, y Anson oyó en
silencio la frase que ella había
empezado a decirle por teléfono: «Sólo
puedo estar contigo una hora».
—Ponte el sombrero, Dolly —dijo
—. Vamos a dar un paseo. Paseaban por
la avenida Madison y la Quinta Avenida,
mientras la camisa se empapaba de
sudor sobre el cuerpo ancho de Anson:
hacía mucho calor. Anson habló poco,
regañándole, sin palabras de amor, y,
antes de dejar atrás seis manzanas de
casas, otra vez era suya. Se disculpaba
por la carta: prometía, como penitencia,
no ver a Perry. Le daría lo que quisiera.
Creía que había venido porque había
empezado a quererla.
—Tengo calor —dijo Anson cuando
llegaron a la calle 71—. Llevo un traje
de invierno. ¿Te importaría esperarme
un momento si voy a casa a cambiarme?
Sólo tardaré un minuto.
Dolly era feliz: la intimidad de que
tuviera calor, como cualquier aspecto
físico de Anson, la excitaba. Cuando
llegaron a la cancela y Anson sacó la
llave sintió una especie de placer.
La planta principal estaba a oscuras
y, mientras Anson subía en el ascensor,
Dolly descorrió una cortina y miró a
través de visillos opacos las casas de
enfrente. Oyó cómo se detenía el
ascensor y, con la idea de gastarle una
broma a Anson, apretó el botón para que
volviera a bajar. Entonces, obedeciendo
a algo que era más que un impulso, entró
en el ascensor y subió al piso que
pensaba que era el de Anson.
—Anson —llamó, riéndose un poco.
—Un momento —contestó desde el
dormitorio. Y un instante después—: Ya
puedes entrar.
Se había cambiado y estaba
abotonándose el chaleco.
—Ésta es mi habitación —dijo
despreocupadamente—. ¿Te gusta?
Dolly vio la foto de Paula en la
pared y la miró fascinada, como Paula,
cinco años antes, había mirado las fotos
de las novias infantiles de Anson. Sabía
algo de Paula: lo poco que sabía la
había atormentado más de una vez.
De repente se acercó a Anson,
tendiéndole los brazos. Se abrazaron. En
la ventana temblaba ya el crepúsculo,
artificial y suave, aunque el sol aún
lucía sobre el tejado de enfrente. Dentro
de media hora la habitación estaría
completamente a oscuras. La ocasión
imprevista les turbaba, les cortaba la
respiración: se abrazaron con más
fuerza. Era inminente, inevitable.
Abrazándose todavía, levantaron la
cabeza, y sus miradas se posaron juntas
sobre la foto de Paula, que los
observaba desde la pared.
Entonces Anson dejó caer los brazos
y, sentándose al escritorio, trató de abrir
el cajón con un manojo de llaves.
—¿Quieres beber algo? —preguntó
con voz ronca.
—No, Anson.
Se llenó medio vaso de whisky, se lo
bebió y abrió la puerta que daba al
pasillo.
—Vamos —dijo.
Dolly dudó.
—Anson… He decidido que me voy
al campo contigo esta noche. ¿Lo
entiendes?
—Claro que sí —respondió con
brusquedad.
Se dirigieron a Long Island en el
coche de Dolly, más unidos
sentimentalmente que nunca. Sabían qué
iba a suceder, sin la cara de Paula
recordándoles que faltaba algo: nada les
importaría cuando estuvieran solos en la
tranquila y calurosa noche de Long
Island.
La casa de Port Washington donde
pensaban pasar el fin de semana era de
una prima de Anson que se había casado
con un comisionista del cobre de
Montana. En la casa del guarda
empezaba un ca mino interminable que
serpenteaba bajo álamos recién
trasplantado hasta llegar a una villa de
estilo español, enorme y rosa. Anson la
visitaba con frecuencia.
Después de cenar fueron a bailar al
Club Linx. Poco después de medianoche
Anson se aseguró de que sus primos no
volverían antes de las dos. Entonces
dijo que Dolly estaba cansada, que iba a
llevarla a la casa y que después volvería
al club. Casi temblando de excitación se
fueron en un coche prestado, camino de
Port Washington. Cuando llegaron a la
casa del guarda, Anson paró y habló con
el vigilante nocturno.
—¿Cuándo haces la próxima ronda,
Cari?
—Ahora.
—¿Te quedarás hasta que vuelvan
todos?
—Sí, señor.
—Estupendo. Oye, si algún coche,
sea el que sea, se dirige a la casa, llama
por teléfono inmediatamente —puso un
billete de cinco dólares en la mano de
Cari—. ¿Está claro?
—Sí, señor Anson —natural del
Viejo Continente, no hizo ningún guiño
ni sonrió. Mientras, Dolly miraba hacia
otra parte.
Anson tenía llave. Dentro de la casa,
preparó unas bebidas —Dolly no tocó la
suya—, comprobó dónde estaba el
teléfono y se aseguró de que podía oírlo
desde sus habitaciones, que estaban en
el primer piso.
Cinco minutos más tarde llamó a la
puerta de la habitación de Dolly.
—¿Anson?
Entró y cerró la puerta. Dolly estaba
acostada, esperando nerviosa, con los
codos en la almohada. Se sentó a su lado
y la abrazó.
—Anson, querido.
No respondió.
—Anson… Anson… Te quiero.
Dime que me quieres. Dímelo ahora.
¿No puedes? ¿Aunque no sea verdad?
No la escuchaba. Mirando por
encima de su cabeza, le pareció ver el
retrato de Paula colgado en la pared.
Se levantó y se acercó: el marco
resplandecía débilmente con el triple
reflejo de la luz de la luna: enmarcaba la
vaga sombra de una cara que no
conocía. Casi sollozando, se volvió y
miró fijamente, con odio, a la figurilla
que estaba en la cama.
—Esto es absurdo —dijo con voz
apagada—. No sé en que estaba
pensando. No te quiero: es mejor que
esperes a otro que te quiera. Yo no te
quiero ni poco ni mucho, ¿no lo
entiendes?
Se le quebró la voz, y salió
rápidamente. Bebía una copa en el
salón, le temblaba la mano, cuando la
puerta de la casa se abrió de repente y
entró su prima.
—Ah, me he enterado de que Dolly
se sentía mal —dijo con preocupación
—. Me he enterado de que se sentía
mal…
—No es nada —la interrumpió,
elevando la voz para que también se
oyera en la habitación de Dolly—.
Estaba un poco cansada. Se ha acostado.
Desde entonces, durante mucho
tiempo, Anson creyó que un Dios
protector interviene algunas veces en los
asuntos humanos. Pero Dolly Karger,
que no podía dormirse, con los ojos
fijos en el techo, no volvió a creer en
nada.
VI.
VII.
Anson nunca sintió remordimientos
por su intervención en este asunto: no
era responsable de la situación que la
había provocado Pero el justo sufre por
el injusto, y se encontró con que su
amistad más antigua y, en cierta manera,
más preciosa, había terminado. Jamás
llegaron a sus oídos las falsedades que
fue contando Edna, pero su tío no volvió
a recibirlo en su casa.
Poco antes de Navidad la señora
Hunter se retiró al más distinguido de
los cielos episcopalianos, y Anson se
convirtió oficialmente en el cabeza de
familia. Una tía soltera que desde hacía
muchos años vivía con ellos llevaba la
casa e intentaba con lamentable
ineficacia proteger y vigilar a las chicas
más jóvenes. Todos los Hunter tenían
menos confianza en sí mismos que
Anson, y eran más convencionales tanto
en lo que se refiere a las virtudes como
a los defectos. La muerte de la señora
Hunter había aplazado la presentación
en sociedad de una de las hijas y la boda
de otra, y les había arrebatado a todos
algo absolutamente esencial, porque con
su desaparición llegó a su fin la discreta
y costosa superioridad de los Hunter.
En primer lugar, el patrimonio
familiar, considerablemente disminuido
por los impuestos de sucesión y
destinado a ser dividido entre seis hijos,
no era ninguna fortuna considerable.
Anson se dio cuenta de que sus
hermanas pequeñas solían hablar con
bastante respeto de familias que ni
siquiera existían hacía veinte años. Su
sentido de preeminencia no encontraba
eco en sus hermanas, que, a lo sumo, a
veces eran convencionalmente esnobs.
En segundo lugar, aquél era el último
verano que pasarían en la casa de
Connecticut. El clamor contra la casa
había crecido demasiado: ¿quién quería
perder los mejores meses del año
encerrado en aquel pueblo sin vida?
Anson cedió de mala gana: la casa sería
puesta a la venta en otoño, y en el
próximo verano alquilarían una casa
más pequeña en el condado de
Westchester. Significaba descender un
peldaño de la costosa sencillez que su
padre había concebido y, aunque
comprendía la rebelión, no podía evitar
sentirse disgustado. En vida de su madre
no pasaba más de un fin de semana sin ir
a la casa, incluso en los veranos más
animados.
También a él le afectaba aquel
cambio, y, gracias a su extraordinario
instinto vital, no se había sumado,
cuando tenía poco más de veinte años, a
las exequias vanas de aquella clase
malograda y ociosa, pero no era
plenamente consciente: aún creía que
existía una norma, un modelo de
sociedad, aunque no existiera ninguna
norma, y era dudoso que hubiera
existido alguna vez en Nueva York. Los
pocos que todavía pagaban y luchaban
por entrar en un grupo restringido
cuando lo conseguían se encontraban
con que no funcionaba como sociedad, o
con que, y eso era aún más alarmante, la
Bohemia de la que habían huido se
sentaba a la mesa con ellos, pero en
mejor sitio.
A los veintinueve años la principal
preocupación de Anson era su soledad,
cada vez mayor. Era evidente que nunca
se casaría. Eran incontables las bodas a
las que había asistido como testigo o
invitado: tenía en su casa un cajón
rebosante de corbatas usadas en tal o
cual fiesta nupcial, corbatas que
simbolizaban amores que ni siquiera
habían durado un año, parejas que
habían desaparecido completamente de
su vida. Pillacorbatas, portaminas de
oro, gemelos, regalos de una generación
entera de novios habían pasado por su
joyero y se habían perdido, y en cada
ceremonia nupcial cada vez era menos
capaz de imaginarse en el lugar del
novio. La felicidad que había deseado
de corazón a todos aquellos matrimonios
ocultaba la desesperación por su
matrimonio nunca celebrado.
Y, cerca de la treintena, empezaron a
dolerle las bajas que el matrimonio,
especialmente en los últimos tiempos,
causaba entre sus amistades. Los grupos
de amigos tenían una desconcertante
tendencia a disolverse y desaparecer.
Sus antiguos compañeros de universidad
—a quienes precisamente había
dedicado la mayor parte de su tiempo y
afecto— eran los más esquivos de
todos. La mayoría se había retirado a lo
más profundo del ambiente hogareño,
dos habían muerto, uno vivía en el
extranjero y otro estaba en Hollywood y
escribía guiones de películas que Anson
iba a ver fielmente.
Casi todos, sin embargo, estaban en
permanente viaje de las afueras al
centro, con una complicada vida de
familia centrada en algún lejano club de
campo: este distanciamiento era el que
más le dolía.
En los primeros tiempos de su vida
matrimonial todos lo habían necesitado.
Les había aconsejado sobre su frágil
situación económica, como un adivino
exorcizaba dudas sobre la oportunidad
de traer al mundo un niño en dos
habitaciones con baño, y sobre todo era
el representante del mundo ancho y
ajeno. Pero ahora los problemas
económicos pertenecían al pasado y el
niño esperado con temor se había
convertido en una familia absorbente.
Siempre se alegraban de ver a su viejo
amigo Anson, pero se ponían para
recibirlo el traje de los domingos,
intentaban impresionarlo con su nueva
relevancia social, y ya no le contaban
sus problemas. Ya no lo necesitaban.
Pocas semanas antes de cumplir
treinta años se casó el último de sus más
viejos e íntimos amigos. Anson
desempeñó su acostumbrado papel de
padrino, le regaló el acostumbrado
juego de té de plata y fue a despedir a
los novios, que se iban de viaje en el
barco acostumbrado. Era una tarde
calurosa de mayo, un viernes, y cuando
se alejaba del puerto recordó que había
empezado el fin de semana y no tenía
nada que hacer hasta la mañana del
lunes.
«¿Adónde puedo ir?», se preguntó a
sí mismo. Al Club de Yale,
naturalmente: bridge hasta la hora de la
cena, cuatro o cinco cócteles secos en la
habitación de algún conocido y una
noche agradable y confusa. Lamentaba
que no pudiera acompañarlo el recién
casado: siempre habían sabido
aprovechar al máximo noches como
aquélla. Conocían el modo de conquistar
a las mujeres y el modo de
desembarazarse de ellas, sabían la
cantidad exacta de atención que su
inteligente hedonismo debía prestarle a
una chica. Una fiesta era algo
perfectamente organizado: llevabas a
ciertas chicas a ciertos locales, gastabas
exactamente lo que merecían que
gastaras para que se lo pasaran bien;
bebías un poco más, no mucho, de lo
debido, y, por la mañana, a la hora
exacta, te levantabas y decías que te ibas
a casa. Evitabas a los estudiantes, a los
gorrones, los compromisos para el
futuro, las peleas, el sentimentalismo y
las indiscreciones. Así era como debía
ser. Lo demás era disipación.
A la mañana siguiente nunca te
sentías profundamente arrepentido: no
habías tomado decisiones irreversibles,
pero si habías exagerado y se resentía el
corazón, dejabas de beber unos días sin
decírselo a nadie y esperabas hasta que
la acumulación de aburrimiento te
arrastrara a otra fiesta.
El vestíbulo del Club de Yale estaba
vacío. En el bar tres estudiantes muy
jóvenes lo miraron un segundo, sin
curiosidad.
—Hola, Oscar —le dijo al camarero
—. ¿Ha venido el señor Cahill esta
tarde?
—El señor Cahill ha ido a New
Haven.
—¿Y eso?
—Ha ido al fútbol. Ha ido mucha
gente.
Anson echó otra ojeada al vestíbulo,
se quedó pensativo un momento y se
dirigió a la Quinta Avenida. Desde el
ventanal de uno de los clubes a los que
pertenecía —un club en el que quizá no
entraba desde hacía cinco años— lo
miró un hombre de cabellos grises y
ojos húmedos. Anson miró a otra parte:
aquella figura, sumida en una
resignación vacía, en una arrogante
soledad, le parecía deprimente. Se
detuvo y, volviendo sobre sus pasos,
atravesó la calle 47, hacia el
apartamento de Teak Warden. Teak y su
mujer habían sido sus amigos más
íntimos: Dolly Karger y Anson solían ir
a su casa cuando salían juntos. Pero
Teak se había aficionado a la bebida y
su mujer había comentado públicamente
que Anson era una mala compañía para
su marido. El comentario había llegado,
muy exagerado, a oídos de Anson, y;
cuando por fin se aclararon las cosas, el
hechizo de la intimidad se había roto
para siempre y sin remedio.
—¿Está el señor Warden? —
preguntó.
—Se han ido al campo.
La noticia le dolió de manera
inesperada. Se habían ido al campo y él
no lo sabía. Dos años antes hubiera
sabido la fecha, la hora, les hubiera
hecho una visita en el último momento
para beber la última copa, y hubieran
planeado la próxima cita. Ahora se
habían ido sin decirle una palabra.
Anson miró su reloj y pensó en la
posibilidad de pasar el fin de semana
con su familia, pero el único tren era un
tren de cercanías, tres horas de traqueteo
y calor agobiante. Y tendría que pasar el
sábado en el campo, y el domingo: no
estaba de humor para jugar al bridge en
la terraza con educados estudiantes de
último curso, ni para bailar después de
la cena en un hotel de carretera, una
caricatura de la alegría que tanto había
apreciado su padre.
«No», se dijo. «No».
Era un hombre serio, imponente,
joven, un poco gordo ya, pero, por lo
demás, sin ningún signo de disipación.
Hubiera podido ser tomado por el pilar
de algo —en ciertos momentos se tenía
la certeza de que no podía tratarse de la
sociedad; en otros, de que no podía
tratarse de otra cosa—, el pilar de la ley
o de la Iglesia. Durante unos instantes
permaneció inmóvil en la acera, ante un
edificio de apartamentos de la calle 47:
quizá era la primera vez en su vida que
no tenía absolutamente nada que hacer.
Entonces echó a andar rápidamente
por la Quinta Avenida, como si acabara
de recordar una cita importante. La
necesidad de disimular es una de las
pocas características que tenemos en
común con los perros, y me imagino a
Anson, aquel día, como un perro de raza
bien adiestrado que ha visto cómo le
cerraban sin motivo una puerta
conocida. Anson iba a ver a Nick,
barman de moda en otro tiempo,
solicitadísimo en todas las fiestas
privadas, empleado ahora en las
bodegas laberínticas del Hotel Plaza,
donde se ocupaba de que se mantuviera
frío el champán sin alcohol.
—Nick —dijo—, ¿qué ha pasado
con todo?
—Está muerto —dijo Nick.
—Prepárame un whisky con limón
—Anson le pasó una botella de medio
litro por encima del mostrador—. Nick,
las mujeres han cambiado; tenía una
novia en Brooklyn y se casó la semana
pasada sin decirme una palabra.
—¿En serio? ¡Ja, ja, ja! —respondió
Nick con diplomacia—. Pues le ha
jugado una mala pasada.
—Absolutamente —dijo Anson—. Y
habíamos salido juntos la noche antes.
—¡Ja, ja, ja! —respondió Nick—.
¡Ja, ja, ja!
—¿Te acuerdas, Nick, de aquella
boda en Hot Springs, cuando les obligué
a cantar a los camareros y a la orquesta
Dios salve al rey?
—¿Dónde fue aquello, señor
Hunter? —Nick se concentraba,
dubitativo—. Si no me equivoco, fue
en…
—En la boda siguiente quisieron
repetir, y empecé a preguntarme cuánto
les había pagado la vez anterior —
prosiguió Anson.
—Me parece que fue en la boda del
señor Trenholm.
—No conozco a ése —dijo Anson,
muy decidido. Le ofendía que un nombre
extraño se entrometiera en sus
recuerdos. Nick lo notó.
—No, no —admitió—. No sé cómo
he podido equivocarme. Era uno del
grupo de ustedes… Brakins… Baker…
—Bicker Baker —dijo Anson con
entusiasmo—. Me montaron en un coche
fúnebre, me cubrieron de flores y me
sacaron de la boda.
—Ja, ja, ja —respondió Nick—. Ja,
ja, ja.
Fue perdiendo fuerza la actuación de
Nick en el papel de viejo criado de la
familia, y Anson subió al vestíbulo.
Miró alrededor: su mirada se cruzó con
la mirada del recepcionista, a quien no
conocía, se posó en una flor de la boda
que se había celebrado por la mañana,
una flor en el filo de una escupidera de
bronce, a punto de caer dentro. Salió del
hotel y siguió la dirección del sol, rojo
de sangre, por Columbus Circle. Y de
pronto volvió sobre sus pasos, otra vez
hacia el Plaza, y se encerró en una
cabina telefónica.
Luego me contaría que me había
llamado tres veces aquella tarde, y que
había llamado a todos los que podían
estar en Nueva York: hombres y mujeres
a quienes no veía desde hacía años; una
modelo de los tiempos de la universidad
cuyo número todavía estaba, borroso, en
su agenda, aunque en la central
telefónica le dijeron que ni siquiera
existía la línea desde hacía años. Por fin
la búsqueda se dirigió hacia el campo, y
mantuvo breves conversaciones
decepcionantes con criadas y
mayordomos presuntuosos. Fulano no
estaba en casa, estaba montando a
caballo, nadando, jugando al golf, había
zarpado hacia Europa la semana pasada.
¿De parte de quién?
Era intolerable tener que pasar la
noche solo: el tiempo libre que planeas
dedicar a estar a solas contigo mismo
pierde todo su atractivo cuando la
soledad es forzosa. Siempre puedes
recurrir a ciertas mujeres, pero las que
conocía parecían haberse evaporado, y
ni se le ocurrió pagar por una noche en
Nueva York en compañía de una
extraña: le hubiera parecido algo
vergonzoso y clandestino, la diversión
de un viajante de comercio de paso por
una ciudad desconocida.
Anson abonó las llamadas —la
telefonista intentó en vano bromear
sobre el importe desmesurado— y por
segunda vez aquella tarde se dispuso a
salir del Hotel Plaza para ir a no sabía
dónde. Junto a la puerta giratoria la
silueta de una mujer, evidentemente
encinta, se perfilaba contra la luz: un
ligero echarpe ocre le temblaba en los
hombros cuando la puerta giraba, y
entonces ella miraba con impaciencia
hacia la puerta, como si estuviera
cansada de esperar. En cuanto la vio se
apoderó de él una violenta y nerviosa
sensación de familiaridad, pero hasta
que no la tuvo a un metro de distancia no
se dio cuenta de que era Paula.
—¡Pero si es Anson Hunter!
Le dio un vuelco el corazón.
—Paula…
—Es maravilloso. No me lo puedo
creer, Anson.
Paula le cogió las manos, y la
libertad de aquel gesto le hizo
comprender que Paula podía recordarlo
sin angustia. Pero a él no le ocurría lo
mismo: sentía cómo lo iba dominando
aquel bien conocido estado de ánimo
que Paula le provocaba, aquella dulzura
con la que siempre había acogido el
optimismo de Paula, como si temiera
empañarlo.
—Estamos pasando el verano en
Rye. Pete tenía que venir al Este en viaje
de negocios… Sabrás, claro, que me
casé con Peter Hagerty… Así que hemos
alquilado una casa y nos hemos traído a
los niños. Tienes que venir a vernos.
—¿Cuándo te parece? —preguntó
sin rodeos.
—Cuando quieras. Ahí está Pete.
La puerta volvió a girar y entró un
hombre alto y agradable, de unos treinta
años, con la cara bronceada y un bigote
bien cuidado. Su impecable forma física
contrastaba con el creciente volumen de
Anson, evidente bajo un traje
ligeramente entallado.
—No deberías estar de pie —dijo
Hagerty a su mujer—. ¿Por qué no nos
sentamos ahí?
Señalaba las sillas del vestíbulo,
pero Paula no parecía muy decidida.
—Tengo que volver pronto a casa —
dijo—. Anson, ¿por qué no te vienes y
cenas con nosotros esta noche? Todavía
está todo un poco desordenado, pero si
no te importa…
Hagerty reiteró la invitación con
cordialidad.
—Sí, ven y quédate a dormir en
casa.
El coche los estaba esperando ante
el hotel, y Paula, con gesto cansado, se
echó en unos cojines de seda.
—Me gustaría contarte tantas cosas
—dijo—. Me va a ser imposible.
—Quiero que me hables de ti. Estoy
deseando saber cómo te va —Ay —le
sonrió a Hagerty—, eso también me
llevaría mucho tiempo. Tengo tres hijos
de mi primer matrimonio. Tienen cinco,
cuatro y tres años —volvió a sonreír—.
No he perdido el tiempo, ¿verdad?
—¿Son niños?
—Un niño y dos niñas. Y han
ocurrido un sinfín de cosas y hace un
año me divorcié en París y me casé con
Pete. Y nada más aparte de que soy
inmensamente feliz.
En Rye se detuvieron ante una gran
casa cerca del Club Marítimo, de la que
surgieron de repente tres niños
delgados, de pelo oscuro, que se
escaparon de su niñera inglesa y se
acercaron entre gritos esotéricos.
Como distraída, con trabajo, Paula
los fue cogiendo en brazos, caricia que
los niños aceptaban con cierta rigidez,
porque evidentemente les habían dicho
que tuvieran cuidado de no darle un
golpe a mamá. Ni siquiera junto a sus
caras frescas el cutis de Paula revelaba
el paso del tiempo: a pesar del
cansancio, parecía más joven que la
última vez que Anson la había visto,
hacía siete años, en Palm Beach.
Parecía, durante la cena, preocupada
por algo, y después, mientras rendían
homenaje a la radio, se echó en el sofá
con los ojos cerrados, y Anson llegó a
preguntarse si su presencia en aquel
momento no sería una molestia. Pero a
las nueve, cuando Hagerty se levantó y
dijo amablemente que iba a dejarlos
solos un rato, Paula empezó a hablar
despacio, a hablar de sí misma y del
pasado.
—La primera niña —dijo—, la que
llamamos Darling, la mayor… Quería
morirme cuando supe que me había
quedado embarazada, porque Lowell era
como un desconocido. No podía creer
que la niña pudiera ser mía. Te escribí
una carta, pero la rompí. Ay, qué mal te
portaste conmigo, Anson.
Era el diálogo, que volvía a
empezar, con sus claroscuros y altibajos.
Anson sintió cómo revivían los
recuerdos.
—Estuviste a punto de casarte, ¿no?
—le preguntó Paula—. ¿Con una tal
Dolly?
—Nunca he estado a punto de
casarme. Lo he intentado, pero nunca he
querido a nadie, excepto a ti.
—Ah —dijo. Y un segundo después
—: El niño que estoy esperando es el
primero que deseo de verdad. Ya ves,
ahora estoy enamorada, por fin.
Anson no contestó, dolorido por la
traición que suponían aquellas palabras.
Y Paula debió de darse cuenta de que
aquel «por fin» le había hecho daño,
porque añadió:
—Estaba loca por ti, Anson: podrías
haber conseguido lo que hubieras
querido. Pero no hubiéramos sido
felices. No soy suficientemente
inteligente para ti. No me gustan las
cosas complicadas como a ti —hizo una
pausa—. Tú eres incapaz de casarte.
La frase fue como un golpe a
traición: quizá era la única acusación
que nunca había merecido.
—Me casaría si las mujeres fueran
diferentes —dijo—. Si no las conociera
demasiado, si las mujeres no lo dejaran
a uno inservible para el resto de las
mujeres, si tuvieran un poco de orgullo.
¡Si pudiera dormirme un instante y
despertarme en un hogar que fuera
realmente mío! Porque es para lo que
estoy hecho, Paula, y es exactamente eso
lo que las mujeres ven, lo que les gusta
de mí. Lo único que pasa es que no
soporto los requisitos previos que hay
que cumplir.
Hagerty volvió poco antes de las
once; después de beber un whisky, Paula
se levantó y anunció que se iba a la
cama. Se acercó a su marido.
—¿Dónde has estado, querido? —
preguntó.
—He estado tomando una copa con
Ed Saunders.
—Estaba preocupada. Ya creía que
me habías abandonado —apoyó la
cabeza en el pecho de Hagerty—. Es
maravilloso, ¿verdad, Anson? —
preguntó.
—¡Desde luego! —dijo Anson,
echándose a reír.
Paula levantó la cara hacia su
marido.
—Bueno, estoy lista —dijo. Se
volvió hacia Anson—: ¿Quieres ver las
acrobacias gimnásticas de la familia?
—Sí —dijo con curiosidad.
—Muy bien. ¡Adelante!
Hagerty la cogió en brazos sin
esfuerzo.
—Éstas son las acrobacias
gimnásticas de la familia —dijo Paula
—. Me sube en brazos las escaleras.
¿No es maravilloso?
—Sí —dijo Anson.
Hagerty inclinó la cabeza, y su cara
rozó la de Paula.
—Y lo quiero —dijo Paula—. Ya te
lo había dicho, ¿no, Anson?
—Sí.
—Es el ser más adorable del mundo,
¿verdad, mi vida? Venga, buenas noches.
Allá vamos. Tiene fuerza, ¿eh?
—Sí —dijo Anson.
—Encima de la cama tienes un
pijama de Pete. Que duermas bien. Nos
veremos en el desayuno.
—Sí —dijo Anson.
VIII.
La escala de Jacob
apareció en el Saturday
Evening Post el 20 de agosto
de 1927 y entusiasmó a la
dirección de la revista:
alcanzó una cotización de
3000 dólares. El relato guarda
estrechos vínculos con Suave
es la noche, pues tanto la
relación entre Jacob y Jenny,
como la de Dick y Rosemary,
se basaban en el interés de
Fitzgerald por Lois Moran, la
joven actriz de cine a la que
había conocido en 1927. Parte
de La escala de Jacob sería
incorporada a Suave es la
noche.
I.
II.
IV.
Jenny lo esperaba en la estación. Lo
besó y, durante el trayecto en coche
hasta el Hotel Ambassador, no se soltó
de su brazo.
—Bien, el hombre ha venido —
exclamó—. Creía que nunca lo iba a
convencer, nunca.
El tono de su voz la traicionaba:
revelaba el esfuerzo que hacía para
controlarse. Había desaparecido el
categórico «¡Mierda!», con todo el
asombro, horror, repugnancia o
admiración que era capaz de expresar, y
no lo habían reemplazado palabras más
suaves, como «estupendo» o
«magnífico». Si su estado de ánimo
exigía alguna expresión extraordinaria
no incluida en su repertorio, Jenny
guardaba silencio.
Pero a los diecisiete, los meses son
años, y Jacob se dio cuenta de que había
cambiado: ya no era una niña. Ahora
tenía ideas consistentes: nada de
nociones vagas y confusas, pues, por
instinto, era demasiado educada para
eso, sino ideas. Los estudios de cine
habían dejado de ser una casualidad
divertida, divina, maravillosa; ya no
decía: «Daría cinco centavos por no ir
mañana a trabajar». El trabajo era parte
de su vida. Las circunstancias eran cada
vez más duras en una carrera que
avanzaba sin respetar sus horas libres.
—Si esta película es tan buena como
la otra, es decir, si vuelvo a tener éxito,
Hecksher romperá el contrato. Todos los
que han visto los copiones dicen que es
la primera vez que tengo sex appeal.
—¿Qué son los copiones?
—Lo que se rodó el día anterior.
Dicen que es la primera vez que tengo
sex appeal.
—No lo había notado —Jacob le
tomaba el pelo.
—Tú no lo has notado, pero tengo.
—Ya lo sé —y, movido por un
impulso irreflexivo, le cogió la mano.
Jenny lo miró. Jacob sonreía, medio
segundo demasiado tarde. Entonces
Jenny sonrió, y su entusiasmo y afecto
deslumbrantes disimularon el error de
Jacob.
—Jake —exclamó—, ¡podría
ponerme a dar gritos! ¡Estoy tan contenta
de que estés aquí! Te he reservado una
habitación en el Hotel Ambassador.
Estaba completo, pero han echado a no
sé quién porque yo les he dicho que
quería una habitación. Te mandaré el
coche dentro de media hora. Es
estupendo que hayas llegado el domingo
porque tengo el día libre.
Almorzaron en el apartamento
amueblado que Jenny había alquilado
para el invierno. Era de estilo morisco,
muy a la moda de 1920, y estaba tal
como lo había dejado alguna querida
caída en desgracia. Un día que Jenny
bromeaba sobre la decoración, alguien
le había dicho que era horroroso, pero,
cuando insistió sobre el asunto,
descubrió que Jenny ni se había dado
cuenta.
—Me gustaría que hubiera más
hombres simpáticos por aquí —dijo
mientras comían—. Es verdad que hay
muchos hombres simpáticos, pero me
refiero a hombres que… Ah, ya sabes,
como en Nueva York: hombres que
saben más que una chica, como tú.
Después de la comida, Jacob se
enteró de que estaban invitados a tomar
el té.
—Hoy, no —objetó—. Quiero estar
contigo, solos.
—Muy bien —asintió Jenny,
dudando—. Me imagino que podré
llamar por teléfono. Creía que… Es una
señora que escribe en muchísimos
periódicos y, hasta ahora, nunca me
había invitado. Pero, si tú no quieres…
Se le había ensombrecido la cara, y
Jacob le aseguró que le apetecía mucho
ir. Y poco a poco se fue enterando de
que no irían a una fiesta, sino a tres.
—Creo que es parte de mi trabajo
—le explicó Jenny—. Si no vas,
terminas encontrándote sólo con la gente
del trabajo de todos los días, y es un
círculo muy reducido.
Jacob sonrió.
—Y además —concluyó Jenny—,
sabelotodo, es lo que hace todo el
mundo los domingos por la tarde.
En la primera fiesta Jacob se dio
cuenta de que había muchas más mujeres
que hombres, y más gente de segunda
fila —periodistas, hijas de cámaras,
mujeres de montadores— que personas
importantes. Un joven de rasgos latinos,
un tal Raffino, apareció un momento,
habló con Jenny y se fue; varias estrellas
llegaron y se fueron, interesándose por
la salud de los niños con una
familiaridad un tanto arrolladura. Otro
grupo de celebridades se plantó en una
esquina, inmóviles como estatuas. Había
un escritor un poco borracho, muy
nervioso, que, según parecía, intentaba
quedar con todas las chicas. Conforme
la tarde languidecía aumentaba el
número de personas ligeramente
borrachas. Y el tono de voz de la
reunión era más agudo y había subido de
volumen cuando Jacob y Jenny se
fueron.
En la segunda fiesta el joven Raffino
—era un actor, uno de los innumerables
aspirantes a Rodolfo Valentino— volvió
a aparecer un instante, habló un poco
más con Jenny, un poco más afectuoso, y
se fue. Jacob dedujo que aquella fiesta
no era tan elegante como la otra. Había
más gente alrededor de la mesa de las
bebidas. Y había más gente sentada.
Se fijó en que Jenny sólo bebía
limonada. Le sorprendían y agradaban
su distinción y buenos modales. Hablaba
con una sola persona, no con todos los
que tenía alrededor; y escuchaba, sin
caer en la tentación de mirar a todas
partes a la vez. Consciente o
inconscientemente, en las dos fiestas,
antes o después, acababa hablando con
el invitado más importante. Su seriedad,
el aspecto de estar pensando: «Ésta es
mi oportunidad de aprender algo», atraía
irremediablemente la vanidad de los
hombres.
Cuando cogieron el coche camino de
la última fiesta, una cena fría, ya era de
noche, y los anuncios luminosos de las
agencias inmobiliarias brillaban con
algún vago propósito sobre Beverly
Hills. A las puertas del Teatro Grauman,
bajo la lluvia suave y cálida, se había
congregado una muchedumbre.
—¡Mira, mira! —estrenaban la
película que había terminado hacía un
mes.
Pasaron de largo ante el Rialto, en
Hollywood Boulevard, y se adentraron
en las sombras de una callejuela. Jacob
le pasó el brazo por el hombro y la
besó.
—Querido Jake —le sonreía Jenny.
—Eres tan preciosa. No sabía que
eras tan preciosa.
Jenny miraba al frente, con
expresión dulce y tranquila, y Jacob
sintió una oleada de irritación, y la
atrajo hacia él, apremiante, en el
momento en que el coche se detenía ante
una puerta iluminada.
Entraron en un bungalow lleno de
gente y humo. El ímpetu de las
formalidades con que había empezado la
tarde se había extinguido hacía mucho;
todo era a la vez confuso y estridente.
—Así es Hollywood —explicaba
una señora pizpireta y locuaz, a quien
habían visto en las tres fiestas—. Nada
de arreglarse demasiado los domingos
por la tarde —decía a la anfitriona—:
Sólo es una chica normal, sencilla y
simpática —elevó la voz—: ¿No te
parece, querida, sólo una chica normal,
sencilla y simpática?
La anfitriona respondió:
—Sí. ¿Quién es?
Y la informante de Jacob volvió a
bajar la voz:
—Pero tu chiquilla es la más sensata
de todas.
Todos los cócteles que Jacob se
había bebido empezaban a hacerle
efecto agradablemente, pero, aunque no
dejaba de buscarlo, se le escapaba el
secreto de la fiesta, la clave para
sentirse cómodo y tranquilo. Había algo
violento en la atmósfera, un clima de
competencia, de inseguridad. Las
conversaciones entre hombres eran
vacías y falsamente juveniles o se iban
apagando en un clima de recelo. Las
mujeres eran más agradables. A las
once, en la cocina, se dio cuenta de que
llevaba una hora sin ver a Jenny. Al
volver al salón, la vio entrar: era
evidente que venía de la calle, pues se
quitó un impermeable que llevaba sobre
los hombros. Estaba con Raffino.
Cuando se acercó, Jacob se dio cuenta
de que le faltaba la respiración y le
brillaban los ojos. Raffíno le sonrió a
Jacob amablemente, sin prestarle mucha
atención; y, poco después, cuando se
iba, se inclinó y murmuró algo al oído
de Jenny y ella, sin sonreír, le dijo
adiós.
—Tengo que estar en los estudios a
las ocho —le dijo a Jacob de pronto—.
Mañana pareceré un paraguas viejo si
no me voy a casa. ¿Te importa, querido?
—¡No, por Dios!
El coche cruzaba una de las
distancias interminables de la extensa y
casi desierta ciudad.
—Jenny —dijo Jacob—, nunca te
había visto así, como esta noche. Apoya
la cabeza en mi hombro.
—Sí. Estoy cansada.
—¿Sabes que te has puesto
guapísima?
—Soy igual que antes.
—No, no —su voz se volvió un
murmullo, y temblaba de emoción—.
Jenny, me he enamorado de ti.
—Jacob, no seas tonto.
—Me he enamorado de ti. ¿No es
extraño, Jenny? Eso es lo que pasa.
—No te has enamorado de mí.
—Quieres decir que no te interesa
—sentía una punzada de miedo.
Jenny se sentó muy derecha,
liberándose de su brazo.
—Claro que me interesa; sabes que
eres lo que más me importa del mundo.
—¿Más que el señor Raffino?
—¡Dios mío! —protestó
desdeñosamente—. Raffino sólo es un
crío.
—Te quiero, Jenny.
—No, no me quieres.
Jacob la apretó con fuerza. ¿Era su
imaginación o había una resistencia
débil, instintiva, en el cuerpo de Jenny?
Pero ella se le acercó y él la besó.
—Sabes que lo de Raffino es una
tontería.
—Me figuro que estoy celoso.
Intuía que estaba insistiendo
demasiado, que casi era desagradable, y
la soltó. Pero la punzada de miedo se
había convertido en dolor. Aunque sabía
que estaba cansada y extrañada por sus
nuevos sentimientos, no podía detenerse.
—No me había dado cuenta de hasta
qué punto eras parte de mi vida. No
sabía qué era lo que me faltaba, pero
ahora lo sé. Necesito que estés conmigo.
—Y aquí estoy.
Jacob tomó sus palabras por una
invitación, pero esta vez Jenny se dejó
caer fatigosamente en sus brazos. Así la
llevó el resto del trayecto, con los ojos
cerrados, y el pelo corto echado hacia
atrás, como una ahogada.
—El coche te llevará al hotel —dijo
Jenny cuando llegaron a su casa—.
Acuérdate de que mañana comemos
juntos en los estudios.
Entonces se pusieron a discutir, casi
a pelear, sobre si era demasiado tarde
para que Jacob entrara en la casa.
Todavía no eran capaces de apreciar el
cambio que la declaración de Jacob
había provocado en ellos. De pronto se
habían convertido en otras personas, y
Jacob intentaba desesperadamente
atrasar el reloj, volver a una noche de
hacía seis meses, en Nueva York, y
Jenny observaba cómo los nuevos
sentimientos de Jacob, algo más que
celos y menos que amor, sofocaban, una
a una, las cualidades de Jacob que ella
conocía tan bien, el respeto y la
comprensión que tanto la animaban.
—Pero yo no te quiero así, como tú
quieres —exclamó—. ¿Cómo puedes
aparecer de repente y pedirme que te
quiera así?
—¡A Raffino sí lo quieres así!
—¡Te juro que no! ¡Ni siquiera le he
dado un beso!
—Hmmm —ahora era un pajarraco
malhumorado. Casi no se creía su propia
antipatía, pero algo tan ilógico como el
amor propio lo obligaba a continuar—.
¡Un actor!
—¡Jake! —gritó Jenny—. Deja que
me vaya. Nunca me he sentido tan mal ni
tan ofendida.
—Me voy yo —dijo él de repente—.
No sé lo que me pasa, salvo que estoy
tan loco por ti que no sé lo que digo. Te
quiero y tú no me quieres. Me quisiste, o
creías que me querías, pero está claro
que ya no.
—Pero te quiero —se quedó un
instante pensativa; el resplandor rojo y
verde de una gasolinera cercana
iluminaba la lucha interior que
expresaba su cara—. Si me quieres
tanto, me casaré contigo mañana.
—¡Te casarás! —exclamó Jacob.
Jenny estaba tan ensimismada en lo que
acababa de decir que no lo oyó.
—Me casaré contigo mañana —
repitió—. Me gustas más que nadie en el
mundo y creo que te querré como tú
quieres —casi se le escapó un sollozo
—. Pero… No sabía que iba a pasar
esto. Déjame sola esta noche, por favor.
Jacob no durmió. Hubo música en la
terraza del Ambassador hasta muy tarde
y una cadena de chicas recién salidas
del trabajo rodeó la salida de coches
para ver salir a sus ídolos. Luego, una
pelea interminable entre un hombre y
una mujer empezó en el pasillo, se
trasladó a la habitación vecina y
continuó como un profundo susurro a
dos voces a través de la puerta que
comunicaba las dos habitaciones. Se
asomó a la ventana hacia las tres de la
madrugada y miró el fulgor claro de la
noche de California. La belleza de Jenny
se extendía sobre la hierba, en los
tejados húmedos y relucientes de los
bungalows, alrededor de él, por todas
partes, y crecía como una música
nocturna. Estaba dentro de la habitación,
en la almohada blanca, movía
ligeramente las cortinas como un
fantasma. Su deseo volvía a crearla:
perdía los rasgos de la antigua Jenny,
incluso de la chica que había ido a
esperarlo a la estación aquella mañana.
Silenciosamente, mientras pasaban las
horas de la noche, la moldeaba hasta
hacer de ella una imagen del amor —una
imagen que duraría tanto como el amor,
y quizá más—, y que no se desvanecería
hasta que pudiera decir: «Nunca la he
querido de verdad». Lentamente la iba
creando con esta y aquella ilusión de su
juventud, este y aquel deseo antiguo y
triste, hasta que apareció ante él, y de sí
misma sólo conservaba el nombre.
Más tarde, cuando cayó en un sueño
de pocas horas, la imagen que había
forjado siguió a su lado, demorándose
en la habitación, unida a su corazón en
místico matrimonio.
V.
VI.
I.
II.
En nuestra ciudad hay una zona en
pendiente, entre el barrio residencial, en
la colina, y la zona comercial, a orillas
del río. Es una zona de la ciudad poco
definida, atravesada por cuestas que
forman triángulos y figuras extrañas y
llevan nombres como Siete Esquinas, y
no creo que mucha gente sea capaz de
dibujar un plano exacto de la zona,
aunque todo el mundo la cruza en
tranvía, coche o zapato de piel dos
veces al día. Y aunque era un barrio muy
ajetreado, me sería difícil recordar el
nombre de los negocios que abrían sus
puertas en aquellas calles. Siempre
había interminables filas de tranvías que
esperaban partir hacia alguna parte;
había un gran cine y muchos cines
pequeños con carteles de Hoot Gibson y
los Perros Fabulosos y los Caballos
Fabulosos; había tienduchas con Old
King Brady y The Liberty Boys of ’76 en
los escaparates, y canicas, cigarrillos y
caramelos; y, por fin, un lugar concreto,
un fantástico sastre al que todos
visitábamos por lo menos una vez al
año. Y en mi juventud llegó a mis oídos
que en cierta calle oscura había
burdeles, y por todo el barrio había
casas de empeños, joyerías baratas,
minúsculos clubes de atletismo y
gimnasios y bares que alardeaban de su
decadencia.
A la mañana siguiente del Cotillón
me desperté tarde y sin ganas de hacer
nada, con la sensación feliz de que,
durante un par de días más, no habría
que ir a la iglesia, ni a clase: nada que
hacer, salvo esperar la noche y otra
fiesta. Era un día cristalino, luminoso,
uno de esos días en que no te acuerdas
del frío hasta que se te congela la cara, y
los acontecimientos de la noche anterior
me parecían borrosos y lejanos.
Después de comer fui al centro dando un
paseo, bajo una suave y agradable
nevada de copos menudos que
seguramente caería durante toda la tarde,
y estaba más o menos en el centro de ese
barrio de la ciudad —hasta donde puedo
acordarme, aquel barrio no tenía nombre
—, cuando de repente cualquier idea
ociosa que en aquel momento me pasara
por la cabeza voló como un sombrero y
empecé a pensar en Ellen Baker.
Empecé a preocuparme por ella como
nunca me había preocupado por nadie,
salvo por mí mismo. Empecé a dar
vueltas, con ganas de volver a subir la
colina para buscarla y hablar con ella;
entonces recordé que había ido a una
merienda, y seguí mi camino, pero
pensando en ella, más intensamente que
nunca. Comenzaba otra vez aquel asunto.
Ya he dicho que estaba nevando, y
eran las cuatro de una tarde de
diciembre, cuando hay una promesa de
oscuridad en el aire y las farolas
empiezan a encenderse. Pasaba ante una
especie de billares y restaurante
mezclados, con un hornillo lleno de
perritos calientes en el escaparate, y
unos cuantos haraganes rondando por la
puerta. Las luces del local estaban
encendidas: no eran luces vivas, sólo
unas pocas bombillas pálidas y
amarillentas que colgaban del techo, y el
resplandor que emitían y llegaba al
crepúsculo helado no era lo
suficientemente vivo para tentarte a que
miraras con detenimiento hacia el
interior. Cuando pasé, sin dejar de
pensar en Ellen, miré de reojo al
cuarteto de gandules que había en la
puerta. No había dado tres pasos calle
abajo cuando uno de ellos me llamó, no
por mi nombre sino de una manera que
sólo podía estar dirigida a mis oídos.
Pensé que merecía aquel honor por mi
abrigo de mapache, y no hice caso, pero
inmediatamente quienquiera que fuera
me llamó otra vez con voz imperiosa.
Me molestó y me volví. Allí, entre el
grupo, a menos de tres metros de
distancia, mirándome con esa media
sonrisa de desprecio con la que había
mirado a Joe Jelke, estaba el hombre de
la cicatriz y la cara afilada de la noche
anterior.
Llevaba un estrafalario abrigo negro,
abotonado hasta el cuello como si
tuviera frío. Sus manos se hundían en los
bolsillos y usaba sombrero hongo y
botines altos. Yo estaba asustado y
titubeé unos segundos, pero sobre todo
estaba furioso, y sabiendo que yo era
más rápido con los puños que Joe Jelke
di un paso indeciso hacia él. Los otros
hombres ni me miraban —no creo que se
hubieran fijado en mí—, pero sabía que
el de la cicatriz me había reconocido; su
mirada no era fortuita, estaba claro.
«Aquí me tienes. ¿Cómo te las vas a
arreglar?», parecían decir sus ojos.
Di otro paso hacia él y se echó a
reír, una risa que no se oía pero estaba
llena de vigoroso desprecio, y se reunió
con el grupo. Yo lo seguí. Iba a hablar
con él. No estaba seguro de lo que iba a
decirle, pero cuando le planté cara había
cambiado de opinión y había dado
marcha atrás, o quería que lo siguiera al
interior del local, pues se había largado
y los tres hombres observaban sin
curiosidad cómo me acercaba. Eran del
mismo tipo: unos golfos, pero, a
diferencia del otro, más tranquilos que
agresivos; no encontré ninguna
animadversión personal en su mirada
colectiva.
—¿Ha entrado?
Se miraron de aquella manera
cautelosa; se guiñaron el ojo unos a
otros, y, después de un perceptible
instante de silencio, uno dijo:
—¿Quién ha entrado?
—No sé cómo se llama.
Volvieron a guiñarse el ojo. Irritado
y decidido, los dejé y entré en los
billares. Había unos cuantos comiendo
en el mostrador y otros cuantos jugando
al billar, pero aquel individuo no se
encontraba entre ellos.
Volví a titubear. Si su intención era
llevarme hacia alguna parte oscura del
local —había al fondo algunas puertas
entornadas—, yo quería guardarme las
espaldas. Hablé con el hombre de la
caja.
—¿Dónde se ha metido el tipo que
acaba de entrar?
Se puso inmediatamente en guardia,
¿o era mi imaginación?
—¿Qué tipo?
—Uno con la cara afilada y
sombrero hongo.
—¿Cuánto hace que entró?
—Ah, unos segundos.
Volvió a negar con la cabeza.
—No lo he visto —dijo.
Esperé. Los tres de la puerta
entraron y se alinearon junto a mí en el
mostrador. Me di cuenta de que los tres
me miraban de una manera extraña.
Sintiéndome indefenso y cada vez más
incómodo, de pronto di media vuelta y
me fui. Apenas había empezado a bajar
la calle cuando me volví y me fijé bien
en el sitio: quería recordarlo, para
poder volver. En la primera esquina
eché a correr sin pensarlo dos veces.
Tomé un taxi frente al hotel y me llevó
de nuevo colina arriba.
III.
El estadio (Saturday
Evening Post, 21 de enero de
1928) fue concebido como
«un sofisticado cuento sobre
fútbol en dos partes», que
Fitzgerald intentó terminar a
tiempo para su publicación
durante la temporada
futbolística de 1927. Era un
relato difícil, y lo abandonó
para escribir Corto viaje a
casa. Cuando el director
literario del Post, Thomas
Costain, leyó El estadio, le
dijo a Harold Ober que
Fitzgerald «había captado el
espíritu del fútbol como nadie
hasta entonces». Aunque
Fitzgerald se sintió toda la
vida desilusionado por su
ineptitud para jugar al fútbol
en el equipo de Princeton, El
estadio es su único cuento
sobre fútbol aparecido en una
publicación comercial, si
excluimos algunos fragmentos
de la serie de Basil.
I.
II.
En el tercer cuarto Joe Dougherty
pateó desde la línea de veinte yardas,
logró con facilidad pasar la pelota entre
los dos palos de la portería y nos
sentimos seguros, hasta que, cuando ya
anochecía, gracias a una serie de
ataques desesperados, Yale acortó
distancias en el marcador. Pero Josh
Logan había dilapidado sus recursos en
pura bravuconería y la defensa había
conseguido anularlo. Cuando los
suplentes saltaron al campo, Princeton
volvió a adueñarse del terreno de juego.
Entonces, de pronto, el partido acabó y
la multitud saltó al campo, y Gottlieb,
abrazado a la pelota, fue lanzado al aire.
Por un momento todo fue confusión,
locura y alegría; vi cómo algunos
estudiantes de primero intentaban coger
a hombros a Dolly, pero les faltó
decisión y Dolly se escabulló.
Todos sentíamos una gran euforia.
Hacía tres años que no derrotábamos a
Yale: ahora las cosas volvían a estar en
su sitio. Aquello significaba un buen
invierno en la universidad, algo
agradable y ligero que recordar en los
días fríos y húmedos después de las
navidades, cuando una sensación
desoladora de futilidad se apodera de la
ciudad universitaria. En el terreno de
juego un equipo improvisado y
escandaloso jugaba al fútbol con un
sombrero hongo, hasta que una serpiente
humana, saltando y bailando, los
envolvió y los hizo desaparecer. Fuera
del estadio vi a dos alumnos de Yale,
terriblemente abatidos y disgustados,
meterse en un taxi y decirle al taxista
con un tono de fatal resignación: «A
Nueva York». No encontrabas a nadie de
Yale: como suelen hacer los derrotados,
se habían esfumado silenciosamente.
Empiezo la historia de Dolly con
mis recuerdos de aquel partido porque
aquella tarde apareció la chica. Era
amiga de Josephine Pickman: íbamos a
ir los cuatro a Nueva York, al Midnight
Frolic. Cuando le insinué a Dolly que
quizá se encontrara demasiado cansado
se echó a reír: aquella noche iría a
cualquier parte para quitarse de la
cabeza la angustia y la tensión del
fútbol. Entró en el recibidor de la casa
de Josephine a la seis y media, y parecía
haber pasado el día en la peluquería, si
no fuera por un pequeño y atractivo
esparadrapo en una ceja. Era uno de los
hombres más guapos que he visto nunca;
la ropa de calle resaltaba su altura y
delgadez, tenía el pelo oscuro, y los ojos
marrones, grandes y penetrantes, y la
nariz aguileña le daban, como el resto
de sus facciones, cierto aire romántico.
Entonces no podía ocurrírseme, pero
supongo que era bastante vanidoso —no
engreído, sino vanidoso—, pues siempre
vestía de marrón o gris perla, con
corbatas negras, y la gente no elige la
ropa con tanto cuidado, tan a tono, por
casualidad.
Sonreía ligeramente, satisfecho de sí
mismo, cuando entró. Me estrechó la
mano con entusiasmo y bromeó:
—Vaya, qué sorpresa encontrarlo
aquí, señor Deering. Entonces descubrió
a las dos chicas al fondo del recibidor,
una morena radiante, como él, y otra con
el pelo dorado, burbujeante y espumoso
a la luz de la chimenea, y dijo con la voz
más alegre que le había oído nunca:
—¿Cuál es la mía?
—Me figuro que la que tú quieras.
—En serio, ¿quién es Pickman?
—La rubia.
—Entonces la mía es la otra. ¿No
era ése el plan?
—Creo que será mejor que las
prevenga de cómo te encuentras.
La señorita Thorne, pequeña,
ruborizada y encantadora, estaba de pie
junto a la chimenea. Dolly se dirigió
directamente a ella.
—Eres mía —dijo—, me
perteneces.
Ella lo miró sin alterarse,
examinándolo; de pronto, le gustó y
sonrió. Pero Dolly no estaba satisfecho:
quería hacer algo increíblemente tonto o
sorprendente para expresar el júbilo
fabuloso de ser libre.
—Te quiero —dijo. Le cogió la
mano; sus ojos de terciopelo marrón la
miraban con ternura, deslumbrados,
convincentes—. Te quiero.
Por un momento se curvaron las
comisuras de los labios de la chica,
como si le pesara haber encontrado a
alguien más fuerte, más seguro de sí
mismo, más desafiante que ella.
Entonces Dolly, mientras la señorita
Thorne se retraía visiblemente, le soltó
la mano: había acabado la escena en la
que había liberado la tensión de la tarde.
Era una noche fría y clara de
noviembre, y las ráfagas de aire contra
el descapotable nos producían una vaga
excitación, la sensación de que nos
dirigíamos a toda velocidad hacia un
destino extraordinario. Las carreteras
estaban llenas de coches que confluían
en largos e inexplicables atascos
mientras los policías, cegados por los
faros, iban y venían entre la hilera de
vehículos impartiendo confusas órdenes.
No llevábamos una hora de viaje cuando
Nueva York empezó a perfilarse contra
el cielo: un distante resplandor brumoso.
Josephine me dijo que la señorita
Thorne era de Washington, y, después de
pasar unos días en Boston, acababa de
llegar.
—¿Para el partido?
—No. No ha ido al partido.
—Es una pena. Si me lo hubieras
dicho, le hubiera conseguido una
entrada.
—No hubiera ido. Vienna nunca va
al fútbol —me acordé entonces de que
ni siquiera le había dado la enhorabuena
convencional a Dolly—. Detesta el
fútbol. A su hermano lo mataron el año
pasado en un partido del campeonato
preuniversitario. No pensaba traerla esta
noche, pero cuando volvimos a casa
después del partido me di cuenta de que
había pasado la tarde con un libro
abierto siempre por la misma página. Ya
te puedes figurar: era un chico
maravilloso, y su familia estaba en el
partido, y es natural que no hayan
podido sobreponerse.
—¿Le molesta estar con Dolly?
—Claro que no. No le hace el menor
caso al fútbol. Si alguien lo menciona,
ella cambia de tema.
Me alegré de que fuera Dolly y no
Jack Devlin, por ejemplo, quien la
acompañara en el asiento trasero. Y lo
sentí un poco por Dolly. Por sólidos que
fueran sus sentimientos sobre el fútbol,
habría esperado algún reconocimiento a
su innegable esfuerzo.
Quizá consideraba aquel silencio
una sutil muestra de respeto, pero,
mientras las imágenes de la tarde
relampagueaban en su memoria, hubiera
recibido con agrado algún elogio al que
responder: «¡Tonterías!». Desdeñadas
por completo, las imágenes amenazaban
volverse insistentes y molestas.
Miré hacia el asiento trasero y me
sobresaltó un poco encontrar a la
señorita Thorne en los brazos de Dolly.
Rápidamente volví la cara y decidí
dejar que se preocuparan de sí mismos.
Mientras esperábamos en un
semáforo de Broadway vi los titulares
de un periódico con el resultado del
partido. Aquella página era más real que
la propia tarde: sucinta, condensada y
clara:
III.
IV.
Incluso era más preciosa que antes,
más suave, al menos por fuera, y tuvo un
éxito extraordinario. La gente que
pasaba a su lado en la calle volvía la
cabeza para mirarla. Y la miraban con
miedo, como si se dieran cuenta de que
casi habían perdido algo. Me dijo que
por el momento estaba cansada de los
europeos, dándome a entender que había
existido alguna especie de desdichado
asunto amoroso. Se vestiría de largo el
próximo otoño, en Washington.
Vienna y Dolly. Desaparecieron
juntos durante dos horas la noche de la
fiesta, y Harold Case estaba
desesperado. Cuando volvieron a
medianoche, pensé que formaban la
pareja más atractiva que había visto
nunca. Brillaban con esa luminosidad
especial que envuelve algunas veces a
quienes son morenos. Harold Case los
miró de arriba abajo y arrogantemente
se fue a casa.
Vienna volvió una semana después,
sólo para ver a Dolly. Aquella noche
tuve que ir al club, que estaba vacío, a
recoger un libro, y me llamaron desde la
terraza, abierta al estadio fantasmal y a
la noche desolada. Era la hora del
deshielo, y el aire cálido traía ecos de
primavera y, donde había luz suficiente,
podías ver gotas que relucían y caían.
Podías sentir cómo el frío se derretía y
goteaba de las estrellas y los árboles
desnudos y los arbustos y fluía hacia
Stony Brook, brillando en la oscuridad.
Vienna y Dolly estaban sentados en
un banco de mimbre, ebrios de sí
mismos, románticos y felices.
—Teníamos que contárselo a alguien
—dijeron.
—¿Me puedo ir ya?
—No, Jeff —insistieron—. Quédate
aquí y envídianos. Estamos en un
momento en que necesitamos que nos
envidien. ¿Crees que hacemos una buena
pareja?
¿Qué podía decirles?
—Dolly termina los estudios el año
que viene —continuó Vienna—, pero lo
haremos público el próximo otoño, en
Washington, cuando acabe la temporada.
Me sentí más tranquilo cuando me
enteré de que iba a ser un largo
noviazgo.
—Me caes bien, Jeff —dijo Vienna
—. Me gustaría que Dolly tuviera más
amigos como tú. Tú lo animas: tienes
ideas propias. Le he dicho a Dolly que
seguro que encuentra otros como tú si
busca en su curso.
Dolly y yo nos sentimos ligeramente
violentos.
—Vienna no quiere que me convierta
en un Babbitt —dijo Dolly alegremente.
—Dolly es perfecto —afirmó Vienna
—. Es lo más precioso que ha existido
nunca, y ya te darás cuenta, Jeff, de que
soy lo mejor para él. Ya le he ayudado a
tomar una decisión importante —me
imaginé lo que iba a decirme—. Lo van
a oír como el próximo otoño empiecen a
darle la lata con el fútbol. ¿Verdad,
hijo?
—Nadie me va a dar la lata —dijo
Dolly, incómodo—. Tampoco es eso.
—Bueno, tratarán de presionarte
moralmente.
—No, no —respondió—. No se trata
de eso. Es mejor que hablemos de otra
cosa, Vienna. ¡Hace una noche tan
espléndida!
¡Una noche tan espléndida! Cuando
pienso en mis propios episodios
amorosos en Princeton, siempre
recuerdo aquella noche de Dolly, como
si hubiera sido yo quien estaba allí, con
la juventud, la esperanza y la belleza
entre los brazos.
La madre de Dolly alquiló una casa
en Ram’s Point, en Long Island, para el
verano, y a finales de agosto fui al Este
a pasar unos días con él. Vienna había
llegado una semana antes, y mis
impresiones fueron éstas: primera, Dolly
estaba muy enamorado; y, segunda,
aquélla era la fiesta de Vienna. Curiosos
de todas las especies solían presentarse
inesperadamente para verla. Ahora que
soy más sofisticado no me extraña, pero
entonces me parecían un fastidio: nos
estropeaban el verano. Todos eran un
poco famosos por una u otra cosa, y era
cosa tuya descubrir por qué. Se hablaba
mucho, y sobre todo se discutía mucho,
sobre la personalidad de Vienna.
Siempre que me quedaba a solas con
otro invitado hablábamos de la vivísima
personalidad de Vienna. Todos me
consideraban un aburrimiento, y la
mayoría consideraba a Dolly un
aburrimiento. Dolly era, a su estilo,
mejor que cualquiera de ellos en el
suyo, pero el estilo de Dolly era la única
variedad de la que jamás se hablaba. Yo
tenía, sin embargo, la vaga sensación de
que me estaba refinando, y al año
siguiente me jactaba de conocer a todas
aquellas personalidades y me molestaba
que la gente ni siquiera hubiera oído sus
nombres.
El día antes de mi partida Dolly se
torció el tobillo jugando al tenis, lo que
más tarde le permitiría hacerme, con
humor negro, algún comentario jocoso.
—Una fractura me hubiera facilitado
las cosas. Si me lo hubiera torcido
medio centímetro más, se hubiera roto
algún hueso. A propósito, mira.
Me lanzó una carta. Era una
convocatoria por la que debía
presentarse en Princeton el quince de
septiembre para los entrenamientos y en
la que se le recordaba que debía
mantenerse en buena forma física.
—¿No vas a jugar este otoño?
Negó con la cabeza.
—No. Ya no soy un niño. He jugado
dos temporadas y este año quiero
tenerlo libre. Aguantar otro año sería un
caso de cobardía moral.
—No te lo discuto, pero… ¿hubieras
adoptado la misma actitud si no
estuviera Vienna?
—Por supuesto. Si permitiera que
me presionaran otra vez, sería incapaz
de volver a mirarme a la cara.
Dos semanas más tarde recibí la
siguiente carta:
»Querido Jeff:
»Cuando leas esta carta
quizá te lleves una sorpresa.
Ahora sí que me he roto de
verdad el tobillo jugando al
tenis. Ni siquiera puedo andar
con muletas. Lo tengo en una
silla, frente a mí, hinchado y
vendado, grande como una
casa, mientras te escribo.
Nadie, ni siquiera Vienna,
conoce nuestra conversación
del verano sobre el mismo
asunto, así que olvidémosla
por completo. Una cosa: es
condenadamente difícil
romperse un tobillo, aunque
yo no lo he sabido hasta hace
poco.
»Hace años que no me
sentía tan feliz: nada de
entrenamientos de
pretemporada, nada de sudor
ni sufrimiento, un poco de
incomodidad y molestias a
cambio de ser libre. Me
parece que he sido más listo
que muchos, pero eso sólo le
interesa a tu maquiavélico
(sic) amigo,
»DOLLY
V.
PRESENTE
Je connais nous con
tu connais
il connait
ACTO I
Entrada del Club de los Millonarios,
cerca de Nueva York, Coro Inicial,
LEILIA y DEBUTANTES:
ESCENA
LA SOMBRA ATRAPADA
Farsa melodramática en tres actos
de BASIL DUKE LEE
ESCENA
II.
III.
Basil y Cleopatra
(Saturday Evening Post, 21 de
abril de 1929) fue el último
relato de la serie dedicada a
Basil Duke Lee. Fitzgerald no
lo incluyó en Taps at Reveille
aunque es uno de los cuentos
dedicados a Basil más
convincentes. Quizá pensaba
que daba una imagen
demasiado edulcorada de la
juventud de Basil; al final del
relato Basil, al contrario que
Marco Antonio, antepone la
disciplina al amor.
I.
II.
III.
I.
II.
III.
Majestad apareció en el
Saturday Evening Post el 13
de julio de 1929. Mereció los
elogios de Harold Obery del
director del Post Thomas
Costain, y Fitzgerald lo
seleccionó para Taps at
Reveille. Aunque la trama es
inverosímil, el relato se salva
por la recreación que hace
Fitzgerald de uno de sus
personajes favoritos: la
americana joven y valerosa,
decidida a sacarle a la vida el
máximo partido.
I.
II.
III.
IV.
A tu edad apareció en el
Saturday Evening Post del 11
de agosto de 1929. El
entusiasmo de Harold Ober
ante «el relato más hermoso
que jamás has escrito, y el
más hermoso que he leído
nunca» permitió que
Fitzgerald elevara su
cotización a 4000 dólares, el
precio más alto que obtuvo
por un cuento. Los elogios de
Ober son hiperbólicos; sin
embargo, A tu edad muestra
cómo Fitzgerald podía salvar
un argumento gastado gracias
a su perfecto dominio del arte
de escribir. Fitzgerald no
compartía la opinión de su
agente sobre A tu edad y no
volvió a darlo a la imprenta.
I.
II.
Tom Squires había deducido aquella
tarde, por la actitud exageradamente
amable y despegada de Annie, que había
dejado de interesarle. Se había
prometido que, ante semejante
eventualidad, abandonaría el asunto,
pero ahora se daba cuenta de que no
tenía ánimo suficiente. No quería
casarse con ella; sólo quería verla,
pasar de vez en cuando un rato juntos; y,
hasta aquel beso dulcemente fortuito,
casi ardiente y a la vez completamente
desapasionado, renunciar a ella hubiera
sido fácil, porque ya había pasado la
edad romántica; aunque desde aquel
beso, siempre que pensaba en Annie se
le desbocaba el corazón.
«Pero ya es hora de que renuncie»,
se decía. «A mi edad no tengo ningún
derecho a inmiscuirme en su vida».
Se secó con la toalla, se peinó ante
el espejo y, al dejar el peine en la
repisa, se dijo tajantemente: «Está
decidido». Y, después de leer una hora,
apagó la lámpara y dijo en voz alta:
—Está decidido.
En otras palabras: no estaba
decidido en absoluto. No se podía
terminar con Annie Lorry con el clic de
un interruptor, como se cierra un trato
comercial golpeando un lápiz contra la
mesa.
«Voy a seguir adelante, un poco
más», se dijo a eso de las cuatro y
media. Y, tras llegar a esta conclusión,
dio media vuelta y se durmió.
Por la mañana Annie parecía algo
más lejos, pero a las cuatro de la tarde
volvía a estar en todas partes: el
teléfono existía para que la llamara, los
pasos de una mujer que pasaba cerca de
su despacho eran los pasos de Annie, la
nieve que caía al otro lado de la ventana
quizá en aquel momento le rozaba la
cara.
«Siempre queda la posibilidad que
se me ocurrió anoche», se dijo. «Dentro
de diez años habré cumplido los sesenta,
y entonces se habrán acabado para
siempre la juventud y la belleza».
Con algo parecido al pánico cogió
un papel y redactó, eligiendo
cuidadosamente las frases, una carta
para la madre de Annie, en la que le
pedía permiso para cortejar a su hija. Él
mismo fue a echar la cana, pero, antes
de que se deslizara en el buzón, la
rompió y tiró los trozos a una
escupidera.
«A mi edad no puedo recurrir a
semejantes triquiñuelas», se dijo. Pero
se felicitó demasiado pronto, pues
volvió a escribir la carta y la envió
aquella misma noche, antes de dejar el
despacho.
Al día siguiente llegó la respuesta
que esperaba: podía adivinar las
palabras exactas antes de abrirla. Era
una negativa breve e indignada.
Terminaba así:
»MABEL TOLLMAN
LORRY».
III.
IV.
Durante todo aquel verano salió de
paseo muchas noches. Le gustaba
detenerse un momento frente a la casa
donde había nacido y frente a la casa
donde había pasado la niñez. En su
camino acostumbrado había otros
notables hitos de los años noventa,
deformados habitáculos de placeres que
habían desaparecido hacía mucho
tiempo: los restos de las caballerizas de
alquiler Jansen y la antigua pista de
patinaje Nushka, donde todos los
inviernos su padre giraba y giraba sobre
la perfecta superficie de hielo.
—Es una lástima —murmuraba—.
Una maldita lástima.
También lo atraían las luces de
cierta tienda, porque le parecía que allí
estaba contenida la semilla de otra, más
próxima, rama del pasado. Una vez entró
y preguntó, como por casualidad, por
una dependienta rubia, y se enteró de
que se había casado y se había ido unos
meses antes. Se informó del nombre y le
mandó sin pensarlo dos veces un regalo
de bodas «de un admirador
desconocido», pues sentía que le debía
algo de su felicidad y su dolor. Había
perdido la batalla contra la juventud y la
primavera, y con su dolor redimía un
pecado imperdonable y propio de su
edad: negarse a morir. Pero no hubiera
podido adentrarse desolado en la
oscuridad sin haberse agotado un poco
más; lo único que había querido, al fin y
al cabo, era apaciguar su viejo y fuerte
corazón. La lucha, la lucha en sí, valía
más que la victoria o la derrota, y
aquellos tres meses serían suyos para
siempre.
Los nadadores
I.
En la Place Benoît se cocía
lentamente al sol de junio la nube de
gasolina de los tubos de escape. Era
algo terrible, pues, a diferencia del
calor puro, no prometía ninguna fuga al
campo: sólo sugería carreteras
sofocadas por el mismo asma sucio. En
la sucursal parisina de The Promissory
Trust Company, frente a la plaza, un
norteamericano de treinta y cinco años
inhalaba aquel aire viciado, aquel olor
que le dictó lo que debía hacer
inmediatamente. Lo invadió de pronto
una oleada de pánico y subió al cuarto
de baño, donde, casi temblando, se
encerró.
Por la ventana del lavabo vio al azar
un letrero: 1000 Chemises. Las camisas
en cuestión llenaban el escaparate de
una tienda, apiladas, con la corbata
puesta, o en desordenado montón, o
incluso colgadas con pésimo gusto en
una vitrina. 1000 Chemises: ¡Cuéntelas!
A la izquierda leyó: Papeterie,
Pátisserie, Soldé, Reclame, Constance
Talmadge en Déjeuner de Soleil; y su
mirada, al huir hacia la derecha,
encontró más anuncios sombríos:
Vétements Ecclésiastiques, Déclaration
de Décès, Pompes Fúnebres. Vida y
muerte.
El temblor de Henry Marston se
convirtió en convulsiones; pensó que
sería agradable que aquello fuera el
final y no tener nada más que hacer, y
con cierta esperanza se sentó en un
taburete. Pero es raro que llegue de
verdad el final, y, al cabo de un rato,
cuando ya estaba demasiado exhausto
para preocuparse, cesaron las
convulsiones y se sintió mejor. Mientras
bajaba la escalera, con la expresión de
inteligencia y seguridad en sí mismo de
cualquier otro empleado del banco,
saludó a dos clientes conocidos, y con
gesto severo clavó la vista en el
mediodía.
—¡Pero si es Henry Clay Marston!
—un anciano muy atractivo le estrechó
la mano y se sentó ante su escritorio—.
Henry, me gustaría que charláramos a
propósito de lo que hablamos la otra
noche. ¿Comemos juntos? En aquel sitio
pequeño donde había tantos árboles.
—Imposible, juez Waterbury; tengo
un compromiso.
—Entonces hablaremos ahora,
porque me voy esta tarde. ¿Cuánto te
pagan esos plutócratas por hacerte el
importante aquí?
—Diez mil dólares más algún dinero
para gastos —respondió.
—¿Te gustaría volver a Richmond y
ganar más o menos el doble? Llevas
aquí ocho años y no sabes las
oportunidades que estás perdiendo. Mis
dos chicos…
Henry escuchaba con
agradecimiento, pero aquella mañana no
podía concentrarse. Divagó sobre lo
cómodo que era vivir en París y se
abstuvo de manifestar su verdadera
opinión sobre la vida en Estados
Unidos.
El juez Waterbury hizo señas a un
hombre alto y pálido que esperaba ante
la ventanilla de la correspondencia.
—Te presento al señor Wiese —dijo
—. Es del Sur. Se podría decir que es
mi socio.
—Encantado de conocerle —el
acento del señor Wiese era excesivo,
casi deliberadamente sureño—. Creo
que el juez le está haciendo una oferta.
—Sí —respondió escuetamente
Henry. Reconoció al prototipo odioso
del próspero explotador,
presumiblemente fruto de un cruce entre
aventurero llegado del Norte y blanco
pobre del Sur. Cuando Wiese volvió a la
ventanilla, el juez dijo como si pidiera
disculpas:
—Es uno de los hombres más ricos
del Sur, Henry —y añadió—: Vuelve a
casa, a América, muchacho.
—Lo pensaré, juez.
Por un momento aquella rubicunda
cabeza entrecana le había parecido el
colmo de la amabilidad, pero
inmediatamente se había transformado
en algo unidimensional, acabado a
máquina, una cabeza burda,
lamentablemente nada europea. Henry
Marston respetaba aquella franca
amabilidad: formaba parte de su trabajo
diario en el banco, como un objeto
precioso arrancado de su época y lugar
forma parte del trabajo del conservador
de un museo; pero le servía de poco; los
problemas vitales de Henry Marston
sólo podían resolverse en Francia. Cada
tarde, cuando volvía a casa, dejaba atrás
definitivamente a siete generaciones de
virginianos, sus antepasados.
Su casa era un precioso apartamento
de techos altos, en un edificio de la Rué
Monsieur que alguna vez había sido el
palacio de un cardenal del
Renacimiento: la típica cosa que Henry
no se hubiera podido permitir en
Estados Unidos. Choupette, con algo
más que el rígido tradicionalismo del
gusto burgués francés, había
embellecido el piso, donde se movía
con elegancia, junto a los niños. Era una
rubia latina, frágil, de rasgos
pronunciados y distinguidos, y unos ojos
franceses, vivos y tristes, que fascinaron
a Henry en una pensión de Grenoble en
1918. Los dos niños se parecían a
Henry, elegido el alumno más guapo de
la Universidad de Virginia pocos años
antes de la guerra.
Henry subió los dos amplios tramos
de escaleras y se detuvo un instante ante
la puerta, jadeando. Era un sitio
tranquilo y fresco, pero parecía
presagiar el hecho terrible que estaba a
punto de suceder. Oyó la una en el reloj,
dentro del piso, e introdujo la llave en la
cerradura.
La criada, que llevaba treinta años
con la familia de Choupette, apareció
ante él con la boca abierta a mitad de un
suspiro.
—Bonjour, Louise.
—¡Monsieur! —Henry lanzó el
sombrero a una silla—. Pero,
monsieur… ¡Yo había entendido que
monsieur dijo por teléfono que iba a
Tours a recoger a los niños!
—He cambiado de opinión, Louise.
Dio un paso, y la última duda
desapareció ante el terror que reflejaba
la cara de la mujer.
—¿Está madame en casa?
Entonces vio el sombrero de hombre
y el bastón en la mesa de la entrada y
por primera vez en su vida pudo oír el
silencio: un silencio estrepitoso, como
un zumbido, agobiante como un
cañonazo o un trueno. Y, cuando la
criada interrumpió aquel momento
inacabable con un gritito de espanto,
Henry abrió las puertas correderas y
entró en la habitación contigua.
Una hora más tarde el doctor
Derocco, de la Faculté de Médecine,
tocaba al timbre del apartamento.
Choupette Marston, muy seria y un poco
ojerosa, abrió la puerta. Después de los
habituales cumplidos franceses, dijo:
—Mi marido lleva semanas
sintiéndose mal. Pero no se quejaba
tanto como para preocuparme. Y de
pronto ha sufrido un colapso; no puede
hablar ni moverse. Tengo que decirle
que esto podría deberse a cierta
indiscreción mía. El caso es que ha
habido una situación violenta, una
discusión, y, a veces, cuando está
nervioso, mi marido no entiende bien el
francés.
—Lo reconoceré —dijo el médico; y
pensó: «Hay cosas que se entienden
inmediatamente en todas las lenguas».
Durante las cuatro semanas
siguientes algunas personas oyeron
extrañas frases que hablaban de mil
camisas, y de cómo los habitantes de
París estaban siendo anestesiados con
gasolina barata: eran un psiquiatra, poco
inclinado a creer que existiera algún
problema mental importante; una
enfermera del Hospital Americano; y
Choupette, asustada, desafiante y, a su
manera, profundamente arrepentida. Un
mes más tarde, cuando Henry despertó
en su dormitorio de siempre, a la luz de
una pantalla, la encontró sentada al lado
de la cama y buscó su mano.
—Te quiero todavía —dijo—. Eso
es lo raro.
—Duerme, tonto.
—Ante todo —continuó Henry con
cierta ironía—, puedes contar con que
me portaré como un verdadero europeo.
—¡Por favor! Me partes el corazón.
Cuando se incorporó en la cama,
volvían a estar juntos otra vez, mucho
más cerca que en los últimos meses.
—Vais a tener otras vacaciones —
dijo Henry a los dos chicos cuando
volvieron del campo—. Papá tiene que
ir a la playa, a terminar de ponerse bien.
—¿Nadaremos?
—¿Queréis ahogaros, niños? —
exclamó Choupette—. ¿Qué tonterías
estáis diciendo? ¿A vuestra edad? ¡Ni
hablar!
Así que en San Juan de Luz se
sentaban en la orilla y miraban cómo los
ingleses y los americanos y algunos
atrevidos pioneros franceses de le sport
surcaban las aguas entre el embarcadero
y la torre de los trampolines, de la
motora a la playa. Había barcos de
paso, islas luminosas y admirables, y
montañas que se extendían hasta zonas
más frías, y villas amarillas y rojas, con
nombres como Fleur des Bois, Mon Nid
o Sans-Souci, y, a lo lejos, cansados
pueblos franceses de argamasa y piedra
gris.
Choupette se sentaba al lado de
Henry, con una sombrilla para proteger
del sol su piel de melocotón.
—¡Mira! —decía cuando veía a las
bronceadas chicas americanas—. ¿Te
parece bonito? A los treinta años
tendrán la piel como el cuero: una
especie de velo marrón para tapar todos
los defectos, de manera que todo el
mundo parezca igual. ¡Y esas mujeres de
cien kilos con esos bañadores! ¿No
sirve la ropa para disimular los errores
de la naturaleza?
Henry Clay Marston era uno de esos
virginianos que están más orgullosos de
ser virginianos que de ser americanos.
Esta poderosa palabra, que abarca a
todo un continente, significaba menos
para él que el recuerdo de su abuelo,
que dio la libertad a sus esclavos en
1858, combatió desde Manassas a
Appomattox, leía para entretenerse a
Huxley y Spencer, y creía en la casta
sólo si expresaba lo mejor de la raza.
Para Choupette todo aquello era
confuso. Sus críticas más explícitas
contra los norteamericanos iban
dirigidas contra las mujeres.
—¿Cómo las clasificarías? —decía
con vehemencia—. Grandes damas,
burguesas, aventureras… Todas son
iguales. ¡Mira! ¿Adónde iría yo a parar
si tratara de comportarme como tu
amiga, madame de Richepin? Mi padre
era catedrático de una universidad de
provincias, y hay cosas que yo no podría
hacer porque no las aceptaría mi clase,
mi familia. Y hay cosas que madame de
Richepin no podría hacer por su clase y
su familia —señaló de pronto a una
chica americana que se metía en el agua
—: Esa señorita bien puede ser una
mecanógrafa, pero se cree obligada a
disfrazarse, vistiéndose y
comportándose como si tuviera todo el
dinero del mundo.
—Puede que algún día lo tenga.
—Ése es el cuento que les cuentan.
Puede que una lo consiga, pero no
noventa y nueve. Por eso, en cuanto
llegan a los treinta, tienen cara de
insatisfechas y amargadas.
Aunque Henry, en general, estaba de
acuerdo, no podía evitar reírse para sus
adentros cuando veía el blanco que
había elegido Choupette aquella tarde.
La chica —quizá tuviera dieciocho años
— evidentemente no usaba ningún
disfraz: era lo que el padre de Henry
hubiera llamado un purasangre. Tenía
una cara inteligente, seria, que además
era preciosa por la indiscutible e
insoslayable perfección de sus rasgos,
de los que podría prescindir sin perder
aplomo ni distinción.
Llena de gracia, a la vez exquisita y
consistente, representaba a la perfección
ese tipo de chica americana que hace
que uno se pregunte si no exigirán el
sacrificio del hombre, como, en el siglo
pasado, las clases bajas de Inglaterra
fueron sacrificadas para producir la
clase gobernante.
Los dos jóvenes que salieron del
agua cuando ella se zambulló tenían la
espalda ancha y la cara inexpresiva. La
chica les sonrió: ni más ni menos de lo
que se merecían, hasta que eligiera al
futuro padre de sus hijos y se
abandonara a su destino. Hasta
entonces… Henry Marston disfrutaba
mirándola: cómo sus brazos, peces
voladores, cortaban el agua a estilo crol,
y su cuerpo se doblaba y estiraba
cuando se lanzaba desde el trampolín de
cabeza o en un salto de carpa. Y cómo
su cabeza emergía de las profundidades,
y airosamente se echaba hacia atrás el
pelo mojado.
Los dos jóvenes pasaron cerca.
—Salpican agua —dijo Choupette—
y se van a otra parte y salpican más
agua. Pasan meses en Francia y ni
siquiera saben el nombre del presidente.
Son unos parásitos: Europa no había
visto cosa igual desde hace cien años.
Pero Henry se había puesto de pie
bruscamente, y enseguida toda la playa
se levantó. Algo había ocurrido en los
cincuenta metros que separaban de la
costa el embarcadero desierto. Una
cabeza brillaba en la superficie. No
nadaba, sino que gritaba con voz débil,
asustada:
—Au secours! ¡Socorro!
—¡Henry! —dijo Choupette—. ¡No
vayas! ¡Henry!
La playa estaba casi desierta al
mediodía, pero Henry y algunos más
corrieron hacia el agua; los dos jóvenes
americanos oyeron los gritos, dieron
media vuelta y se sumaron a la carrera.
Fue un instante de frenesí, con media
docena de cabezas que fluctuaban en el
agua. Choupette, agarrada a su
sombrilla, pero arreglándoselas para
retorcerse las manos a la vez, corría por
la playa gritando:
—¡Henry! ¡Henry!
Ahora había más manos que
ayudaban, y dos grupos se formaron
alrededor de los cuerpos que yacían a la
orilla. El joven que había rescatado a la
chica consiguió reanimarla en unos
segundos, pero más difícil resultó sacar
del agua a Henry, que no sabía nadar.
II.
IV.
I.
—Mírame los zapatos —dijo Bill—.
Veintiocho dólares.
El señor Brancusi los miró.
—Chachi —dijo.
—Hechos a medida.
—Ya sabía que eras elegantísimo.
No me habrás hecho venir sólo para
enseñarme los zapatos, ¿verdad?
—No soy elegantísimo. ¿Quién ha
dicho que yo era elegantísimo? —
preguntó Bill—. Sólo porque tengo más
educación que la mayoría de la gente
que se dedica al negocio del
espectáculo.
—Y además sabes que eres joven y
guapo —dijo Brancusi con su especial
sentido del humor.
—De eso no hay duda, sobre todo si
me comparo contigo. Las chicas creen
que soy actor, hasta que me conocen…
¿Tienes un cigarrillo? En fin, parezco un
hombre… que ya es más que lo que
hacen todos esos niñatos que rondan por
Times Square.
—Atractivo. Un caballero. Buenos
zapatos. Favorecido por la suerte.
—En eso te equivocas —objetó Bill
—. Inteligencia. Tres años, nueve
espectáculos, cuatro exitazos, un solo
fracaso. ¿Dónde ves la suerte?
Un poco aburrido, Brancusi se
limitaba a mirarlo. Lo que hubiera visto
—si tuviera ojos en la cara y no
estuviera pensando en otra cosa— era
un joven irlandés de aspecto sano que
transpiraba agresividad y confianza en sí
mismo hasta saturar el aire de su
despacho. Brancusi sabía que en
cualquier momento Bill oiría el sonido
de su propia voz y se avergonzaría y se
refugiaría en su otra personalidad: la del
hombre serenamente superior, sensible,
protector de las artes, una imitación de
los intelectuales del Theatre Guild. Bill
McChesney aún no había terminado de
decidirse entre sus dos caras:
semejantes mezclas no suelen cuajar
antes de los treinta años.
—Fíjate en Ames, en Hopkins, en
Harris… Fíjate en quien te dé la gana —
insistió Bill—. ¿En qué me superan?
¿Qué pasa? ¿Quieres una copa? —se
había dado cuenta de que a Brancusi se
le iban los ojos al armario de la pared
de enfrente.
—Nunca bebo por la mañana. Sólo
me preguntaba quién estará dando
golpes en la pared. Deberías pararlo.
Estas cosas me ponen nervioso, me
sacan de quicio.
Bill se acercó rápidamente a la
puerta y la abrió.
—Nadie —dijo—… ¡Ah, hola!
¿Qué quiere usted?
—Vaya, lo siento mucho —
respondió una voz—. Lo siento
muchísimo. Estoy tan nerviosa que no
me había dado cuenta de que tenía este
lápiz en la mano.
—¿Qué quiere usted?
—Quería verlo, y un empleado me
ha dicho que está usted ocupado. Traigo
una carta de Alan Rogers, el
dramaturgo: quería dársela yo
personalmente.
—Estoy ocupado —dijo Bill—. Vea
al señor Cadorna.
—Ya lo he visto, pero no me ha
servido de mucho, y el señor Rogers
dice que…
Brancusi, impaciente, le echó una
ojeada a través de la puerta. Era muy
joven, con un precioso pelo rojo: su
cara reflejaba más temperamento que el
que indicaba su parloteo; no se le
ocurrió al señor Brancusi que tenían la
culpa sus orígenes en Delaney, en
Carolina del Sur.
—¿Qué hago? —preguntó la chica,
poniendo tranquilamente su futuro en las
manos de Bill—. Tenía una carta para el
señor Rogers, pero el señor Rogers sólo
me ha dado esta carta para usted.
—Bueno, ¿qué quiere que haga yo?
¿Casarme con usted? —saltó Bill.
—Me gustaría que me diera un papel
en una de sus obras.
—Entonces siéntese y espere. Estoy
ocupado… ¿Dónde está la señorita
Cohalan? —tocó un timbre, volvió a
mirar, de mal humor, a la chica y cerró
la puerta del despacho. Pero durante la
interrupción había recuperado su otra
personalidad y reanudó su conversación
con Brancusi con el tono de alguien que
hubiese compartido con Reinhardt, como
uña y carne, sus anhelos por el futuro
artístico del teatro.
A las doce y media había olvidado
todo excepto que se estaba convirtiendo
en el más grande director teatral del
mundo y que tenía una cita para comer
con Sol Lincoln y hablarle precisamente
de aquello. Al salir del despacho, miró
con expectación a la señorita Cohalan.
—El señor Lincoln no puede verlo
—dijo—. Acaba de llamar.
—Acaba de llamar —repitió Bill,
molesto—. Muy bien. Táchelo de la lista
para el jueves por la noche.
La señorita Cohalan trazó una línea
en un papel.
—Señor McChesney, no se habrá
olvidado de mí, ¿verdad?
Se volvió hacia la pelirroja.
—No —contestó, pensando en otra
cosa. Y dijo a la señorita Cohalan—: Da
igual: invítelo el jueves. Que se vaya al
infierno.
No quería comer solo. Ya no quería
hacer nada solo: las relaciones con la
gente son mucho más divertidas cuando
uno tiene éxito y poder.
—Si me permite hablar con usted
unos minutos… —empezó la chica.
—Me temo que ahora no puedo —y
de repente se dio cuenta de que era la
persona más bella que había visto en su
vida.
La miró con asombro.
—El señor Rogers me dijo…
—Venga a comer algo conmigo —
dijo, y, con aire de tener mucha prisa, le
dio a la señorita Cohalan algunas
órdenes rápidas y contradictorias y se
fue sin cerrar la puerta.
Salieron a la calle 42 y Bill respiró
el aire que le correspondía: en la calle
42 sólo hay aire para pocas personas a
la vez. Era noviembre y había terminado
el primer instante de euforia de la
temporada teatral, pero Bill podía ver,
si miraba al este, el anuncio luminoso de
una de sus obras, y, si miraba al oeste, el
anuncio de otra obra suya. Al volver la
esquina, se anunciaba la obra que había
montado con Brancusi: sería la última
vez que trabajaba con otros.
Fueron al Bedford, donde se produjo
un torbellino de camareros cuando Bill
entró.
—¡Menudo restaurante! —dijo la
chica, impresionada, queriendo ser
sociable.
—Es el paraíso de los comicastros
—Bill saludaba con la cabeza a unos y
otros—. Hola, Jimmy… Bill… Qué
pasa, Jack… Es Jack Dempsey… No
suelo comer aquí. Normalmente, como
en el Club de Harvard.
—Ah, ¿estudió usted en Harvard?
Yo conocía…
—Sí —titubeó; había dos versiones
sobre Harvard, y de repente decidió
contarle la verdadera—. Y me trataron
como a un palurdo. Ya se acabó aquello.
Hace una semana estuve en Long Island
en casa de los Gouverneer Haight, una
gente muy distinguida, y un par de
californianos que en Cambridge ni se
dieron cuenta de que yo existía
empezaron a tutearme y a llamarme su
viejo amigo Bill —titubeó, y de repente
decidió interrumpir la historia en aquel
punto—. ¿Qué quiere usted? ¿Un
trabajo? —preguntó. Recordó de repente
que la chica tenía agujeros en las
medias. Los agujeros en las medias
siempre lo conmovían, lo ablandaban.
—Sí, o tendré que volver a casa —
dijo la chica—. Quiero ser bailarina…
Ya sabe… Ballet ruso. Pero las clases
cuestan mucho dinero, así que tengo que
buscar trabajo. Así, además, aprendería
a moverme en el escenario.
—Corista, ¿no?
—No, no, bailarina clásica.
—Bueno, Pavlova es corista, ¿no?
—No, no —aquella irreverencia la
escandalizó, pero continuó un instante
después—: He estudiado con la señorita
Campbell… Georgia Berriman
Campbell… En mi ciudad… Quizá la
conozca usted. Fue alumna de Ned
Wayburn, y es verdaderamente
maravillosa. Es…
—¿Sí? —dijo Bill, distraído—.
Bueno, es un oficio difícil. Las agencias
de actores están llenas de gente que sabe
hacerlo todo, hasta que yo les hago una
prueba. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—Yo tengo veintiséis. Llegué aquí
hace cuatro años sin un céntimo.
—¡Caramba!
—Podría retirarme ahora mismo y
vivir bien el resto de mi vida.
—¡Caramba!
—El año que viene me tomaré un
año de vacaciones. Me caso. ¿Has oído
hablar de Irene Rikker?
—¡Por supuesto! ¡Es mi actriz
favorita!
—Somos novios.
—¡Caramba!
Cuando poco después salieron a
Times Square, Bill dijo
despreocupadamente:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Pues… Voy a buscar trabajo.
—Quiero decir ahora mismo.
—Ah, nada.
—¿Quieres que tomemos café en mi
apartamento? Está en la calle 46.
Sus miradas se encontraron, y Emmy
Pinkard se convenció a sí misma de que
sabría cuidarse sola.
El apartamento era un estudio
amplio y luminoso con un diván que
medía tres metros, y, en cuanto ella se
tomó su café y él un whisky con soda,
Bill le echó el brazo por el hombro.
—¿Por qué iba a darle un beso? —
preguntó Emmy—. Apenas le conozco y
además se va a casar con otra.
—¡Si es por eso! A ella no le
importa.
—¿No?
—Eres una buena chica.
—La verdad es que no soy idiota.
—Muy bien, sigue siendo una buena
chica.
Emmy se levantó, pero se entretuvo
un poco más, muy tranquila y natural, en
absoluto molesta.
—Me figuro que esto significa que
no me va a dar trabajo —dijo con
simpatía.
Bill estaba pensando ya en otra cosa
—en una entrevista y un ensayo—, pero
volvió a mirar a la chica y vio que
seguía teniendo agujeros en las medias.
Llamó por teléfono:
—Joe, soy el Novato… ¿Creías que
no me había enterado de que me
llamabas así? Muy bien… Dime, ¿has
encontrado a las tres chicas para la
escena de la fiesta? Bueno, óyeme;
guarda un sitio para una niña del Sur que
te voy a mandar hoy.
La miraba lleno de satisfacción,
consciente de ser una buena persona.
—Bueno, no sé cómo darle las
gracias. Y al señor Rogers —añadió con
audacia—. Adiós, señor McChesney.
Bill no se dignó contestar.
II.
IV.
Cuando Emmy se puso bien, física y
mentalmente, sólo tuvo una idea fija:
aprender ballet. El viejo sueño que le
había inculcado la señorita Georgia
Berriman Campbell, de Carolina del
Sur, persistía como una avenida
iluminada que la conducía de nuevo a la
primera juventud y a los días de
esperanza en Nueva York. Para ella el
ballet era aquella primorosa mezcla de
posturas tortuosas y piruetas muy
medidas que, desarrollada en Italia unos
cientos de años atrás, había alcanzado
su plenitud en Rusia, a principios de
nuestro siglo. Quería dedicarse a algo en
lo que pudiese creer y pensaba que el
ballet era la interpretación femenina de
la música. En lugar de dedos fuertes, una
mujer tenía piernas para interpretar a
Chaikovski y Stravinski; y los pies
podían ser tan elocuentes en la
Chopiniana como las voces en El anillo.
El ballet, en su nivel más bajo, era algo
entre los funámbulos y las focas
amaestradas; en el nivel más alto, era la
Pavlova y el arte.
En cuanto volvieron a instalarse en
un apartamento de Nueva York, se lanzó
a la tarea como una chica de dieciséis
años: cuatro horas diarias de ejercicios
en la barra, posturas, saltos, arabescos y
piruetas. La danza se convirtió en su
verdadera vida, y su única preocupación
era si no sería ya demasiado mayor. A
los veintiséis años tenía que recuperar
diez años perdidos, pero era una
bailarina por naturaleza, con un cuerpo
perfecto… y una cara adorable.
Bill la animaba; cuando estuviera
preparada, formaría en torno a ella el
primer y auténtico ballet americano.
Incluso había momentos en que
envidiaba su afanosa dedicación, pues,
desde que habían vuelto a Estados
Unidos, el trabajo en el mundo del teatro
era cada vez más difícil. Además se
había ganado muchos enemigos en los
primeros tiempos de absoluta seguridad
en sí mismo, y circulaban exageradas
historias de sus borracheras y su dureza
con los actores y lo difícil que era
trabajar con él.
Tenía en su contra que nunca había
sido capaz de ahorrar y debía mendigar
apoyos para el montaje de cada obra.
Además, poseía una inteligencia fuera
de lo común, y tuvo el valor de
demostrarlo en algunas aventuras poco
comerciales, a su costa, pues no contaba
con el respaldo de ningún Teatro Guild.
También tuvo éxitos, pero hubo de
poner todo su empeño en conseguirlos, o
así parecía, porque había empezado a
pagar el precio de su vida desordenada.
No dejaba de pensar en tomarse unas
vacaciones o renunciar a los cigarrillos
incesantes, pero había mucha
competencia en aquellos días —
aparecían hombres nuevos, con
reputación, todavía intacta, de ser
infalibles—, y además no estaba
acostumbrado a la regularidad. Le
gustaba trabajar, inspirado por el café
solo, en medio de esos grandes agobios
que parecen inevitables en el mundo del
espectáculo, pero que agotaban a un
hombre que había cumplido los treinta
años. Terminó apoyándose en la buena
salud y la vitalidad de Emmy. Estaban
siempre juntos, y, aunque sentía una vaga
insatisfacción por el hecho de que ahora
necesitara a Emmy más de lo que ella lo
necesitaba, no perdía la esperanza de
que las cosas mejoraran el mes siguiente
o la próxima temporada.
Una tarde de noviembre, cuando
salía del estudio de ballet, Emmy,
meciendo el bolso gris, se encasquetó el
sombrero sobre el pelo todavía húmedo
y se entregó a agradables conjeturas. Se
había enterado, hacía más de un mes, de
que ciertas personas iban al estudio
especialmente para verla: ya estaba
preparada para la danza. Una vez había
trabajado con tanto empeño y durante
tanto tiempo como ahora, pero pensando
en otra cosa —sus relaciones con Bill
—, y sólo había alcanzado un punto
culminante de desesperación y desdicha;
pero esta vez nada podría hacerla
fracasar, excepto ella misma. Incluso se
consideraba temeraria cuando pensaba:
«Ha llegado el momento. Voy a ser
feliz».
Apretó el paso: aquel día había
sucedido algo de lo que debía hablar
con Bill.
Lo encontró en la sala de estar, y lo
llamó mientras se vestía. Y enseguida
empezó a hablar sin mirar a su
alrededor.
—Mira lo que ha pasado —hablaba
a voces para competir con el ruido del
agua que llenaba la bañera—. Paul
Makova quiere que baile con él en el
Metropolitan esta temporada; pero
todavía no es seguro, así que es un
secreto. Se supone que ni yo lo sé…
—Es sensacional.
—El único problema es si no sería
mejor que debutara en el extranjero.
Pero Donilof dice que estoy ya
preparada para actuar en público. ¿Tú
qué piensas?
—No lo sé.
—No pareces demasiado entusiasta.
—Estaba pensando en otra cosa. Ya
hablaremos luego de eso. Dime más.
—Eso es todo, querido. Si todavía te
apetece pasar un mes en Alemania,
como me habías dicho, Donilof
organizaría mi debut en Berlín, pero yo
preferiría empezar aquí y bailar con
Paul Makova. Imagínate que… —se
interrumpió, sintiendo de repente, a
través de la espesa piel de su alegría,
hasta qué punto Bill estaba ensimismado
—. Dime, ¿en qué estás pensando?
—He ido al doctor Kearns esta
tarde.
—¿Qué te ha dicho?
Seguía sintiendo en su interior el
murmullo de la felicidad. Los
intermitentes ataques de hipocondría de
Bill hacía mucho que habían dejado de
preocuparla.
—Le he comentado la sangre de esta
mañana, y me ha dicho lo mismo que el
año pasado: que seguramente será
alguna venilla rota en la garganta. Pero
que, puesto que seguía tosiendo y estaba
preocupado, quizá fuera mejor hacerme
unas radiografías y salir de dudas. Y
hemos salido de dudas. El pulmón
izquierdo lo he perdido prácticamente.
—¡Bill!
—El derecho, por suerte, está
limpio.
Emmy esperaba, terriblemente
asustada.
—El problema se me presenta en un
mal momento —continuó Bill con voz
firme—, pero habrá que plantarle cara.
El médico cree que me debería ir a los
montes Adirondack o a Denver, y
prefiere Denver. Me curaría en cinco o
seis meses.
—Pues nos iremos —lo interrumpió
Emmy.
—Tú no tienes que venir, sobre todo
si se te ha presentado esta oportunidad.
—Claro que iré —se apresuró a
decir ella—. Tu salud es lo primero.
Siempre hemos ido juntos a todas partes.
—No, no.
—Claro que sí —la voz de Emmy
era fuerte, terminante—. Siempre hemos
estado juntos. No me podría quedar aquí
sin ti. ¿Cuándo tienes que irte?
—Tan pronto como sea posible. He
ido a ver a Brancusi para preguntarle si
quería encargarse de la obra de
Richmond, pero no ha parecido
entusiasmarle demasiado —la expresión
de Bill se endureció—: Está claro que
no habrá otros ingresos, pero tendré
bastante con lo que me deben…
—¡Si por lo menos yo pudiera ganar
algún dinero! —exclamó Emmy—. Tú
has trabajado tanto, y yo lo único que he
hecho ha sido gastarme doscientos
dólares a la semana en mis clases de
ballet… Más de lo que seré capaz de
ganar en años.
—Claro que dentro de seis meses
estaré como siempre, según el médico.
—Claro que sí, cariño. Te pondrás
bien. Nos iremos a Denver en cuanto
estemos listos —lo abrazó y lo besó en
la mejilla—. Sólo soy una parásita —
dijo—. Debería haberme dado cuenta de
que tú, mi vida, no estabas bien.
Bill, en un gesto automático, buscó
un cigarrillo, pero inmediatamente se
detuvo.
—Se me había olvidado: tengo que
empezar a fumar menos —y entonces
intentó mostrarse a la altura de las
circunstancias—: No, pequeña, he
decidido irme solo. Allí te volverías
loca de puro aburrimiento, y yo no
podría dejar de pensar que habías
dejado el ballet por mi culpa.
—No pienses ahora en esas cosas.
Lo importante es que te pongas bien.
Discutieron horas y horas durante la
semana siguiente, y los dos dijeron toda
clase de cosas, menos la verdad: que él
quería que ella lo acompañara y que ella
quería con toda su alma quedarse en
Nueva York. Emmy habló en secreto con
Donilof, su maestro, y así pudo saber
que cualquier aplazamiento sería un
terrible error. Cuando veía cómo las
otras chicas de la academia de baile
hacían planes para el invierno, Emmy
prefería morirse antes que marcharse, y
Bill advertía todos los signos
involuntarios de su desdicha. Durante
unos días pensaron en la posibilidad de
un compromiso: los montes Adirondack,
adonde Emmy podría ir en avión los
fines de semana; pero ya Bill tenía un
poco de fiebre, y el médico le ordenó
terminantemente que se fuera al Oeste.
Bill lo resolvió todo una triste noche
de domingo, con aquel áspero y
generoso sentido de la justicia que en
los primeros tiempos había despertado
la admiración de Emmy, y que, en su
adversidad, le daba cierto aire trágico,
como en los días de su arrogante éxito lo
había salvado de ser una persona
insoportable.
—Esto es cosa mía, pequeña. Me he
metido en este lío porque no he tenido
sensatez…, parece que toda la sensatez
de esta familia la tienes tú…, y a mí me
toca arreglarlo. Llevas trabajando con
todas tus fuerzas tres años y te mereces
esta oportunidad. Si ahora me
acompañaras, no me lo perdonarías
nunca —sonrió tristemente—. Y yo no
podría soportarlo. Y además no sería
bueno para el niño.
Emmy cedió por fin, avergonzada de
sí misma, sintiéndose despreciable… y
feliz. Pues el mundo de su trabajo,
donde existía sin Bill, ahora era más
grande para ella que el mundo en que
existían juntos. En aquel mundo había
más espacio para ser feliz que para ser
desdichada en el otro.
Dos días después, comprado ya el
billete de Bill para el tren de las cinco,
pasaron juntos las últimas horas,
hablando de todo con optimismo; Emmy
insistía aún, y era sincera: si Bill se
hubiera mostrado débil un instante, ella
lo hubiera acompañado. Pero la
impresión de la enfermedad había
afectado a Bill, que ahora demostraba
más carácter que nunca. Quizá fuera
mejor para él pasar aquel trago solo.
—¡En primavera! —dijeron.
Fueron a la estación con el pequeño
Bill, y Bill dijo:
—Odio estas despedidas solemnes.
Marchaos ya. Tengo que llamar por
teléfono desde el tren antes de que salga.
Sin contar los días que Emmy había
pasado en el hospital, en los últimos
seis años sólo se habían separado una
noche; exceptuando el periodo que
vivieron en Inglaterra, podían recordar
una historia de fidelidad y ternura mutua,
aunque muchas veces, desde el
principio, las bravatas llenas de
inseguridad de Bill hubieran preocupado
a Emmy, y la hubieran hecho
desgraciada. Cuando Bill, solo, cruzó la
puerta del andén, Emmy se alegró de que
tuviera que telefonear e intentó
imaginárselo mientras hablaba por
teléfono.
Era una mujer de verdad: lo había
querido con toda el alma. Por un
momento, cuando salió a la calle 33,
todo le pareció más muerto que un
muerto, y el apartamento que Bill
pagaba estaría vacío sin él, y ella estaba
allí, a punto de dedicarse a algo que
podía hacerla feliz.
Se detuvo, después de recorrer
algunas manzanas, pensando: «Pero…
¡Es terrible lo que estoy haciendo! Lo
dejo plantado como si fuera la peor
persona de la que he oído hablar en mi
vida. Lo dejo y me voy a cenar con
Donilof y Paul Makova, que me gusta
porque es guapo y tiene los ojos y el
pelo del mismo color. Y Bill está en el
tren, solo».
Obligó al pequeño Bill a dar la
vuelta, como si fueran a volver a la
estación. Podía verlo sentado en el tren,
pálido y cansado, y sin Emmy.
«No puedo dejarlo plantado», se
decía, mientras la inundaban oleadas de
sentimiento. Pero sólo era sentimiento.
¿Acaso él no la había dejado plantada?
¿No había hecho en Londres lo que
había querido?
«Ah, pobre Bill».
Titubeó, indecisa, dándose cuenta,
en un último instante de sinceridad, de
lo rápido que olvidaría aquel momento e
inventaría justificaciones para lo que
estaba haciendo. Sólo tenía que recordar
lo que había pasado en Londres, y
dejaría de pesarle la conciencia. Pero,
estando Bill solo en el tren, aquellas
ideas parecían terribles. Aún quedaba
tiempo: podía volver a la estación,
decirle que quería acompañarlo, pero no
se movió. La vida la empujaba con
fuerza, luchaba por ella. La acera era
estrecha en el lugar donde se
encontraba: de pronto una oleada de
gente, a la salida del teatro, inundó la
acera, y Emmy y el pequeño Bill fueron
arrastrados por la multitud.
En el tren, Bill siguió llamando por
teléfono hasta el último momento,
procurando volver lo más tarde posible
a su compartimento porque sabía que era
casi seguro que no la encontraría allí.
Cuando el tren se puso en marcha,
volvió al compartimento y, en efecto,
sólo lo esperaban las maletas y algunas
revistas en el asiento.
Entonces se dio cuenta de que la
había perdido. Vio las cosas como eran,
sin hacerse ilusiones: aquel Paul
Makova, y los meses que pasarían cerca,
y los meses de soledad. Nada volvería a
ser lo mismo. Después de darle muchas
vueltas al asunto mientras leía a ratos
Variety y Zit’s, empezó a parecerle,
poco a poco, que, de alguna manera,
Emmy había muerto.
«Era una chica extraordinaria, una
de las mejores. Tenía carácter». Se daba
perfectamente cuenta de que él había
provocado aquella situación, y de que en
todo aquello intervenía la ley de la
compensación o algo parecido. Y
comprendía además que, yéndose solo,
volvía a valer tanto como ella. Todo,
por fin, volvía a recuperar el equilibrio.
Y más allá de todas las cosas,
incluso más allá de su dolor, tuvo casi la
agradable sensación de estar en manos
de algo más grande que él, y de haber
alcanzado un estado de cierto cansancio
e inseguridad en sí mismo: dos
cualidades que jamás había tolerado ni
siquiera un instante. Y no le parecía tan
terrible ir camino del Oeste para un final
definitivo. Estaba seguro de que Emmy
acudiría en el último momento, no
importaba lo que estuviera haciendo ni
lo maravillosos que fueran sus
compromisos.
La primera herida
La favorable respuesta a
los relatos de Basil llevó a
Fitzgeralda emprender una
serie paralela sobre
Josephine Perry. Los cinco
cuentos publicados en 1930 y
1931 estaban basados
libremente en Ginevra King,
la chica de Chicago de quien
se había enamorado
Fitzgerald cuando estudiaba
en Princeton. Los relatos de
Josephine son más duros que
los relatos de Basil, quizá
porque fueron escritos
durante un periodo de
angustia personal y
profesional.
La primera herida
(Saturday Evening Post, 5 de
abril de 1930) fue el primer
cuento de la serie y fue
incluido en Taps at Reveille.
I.
III.
IV.
Bancarrota emocional
(Saturday Evening Post, 15 de
agosto de 1931) fue el último
relato de la serie dedicada a
Josephine Perry, a la que
ponía fin con un juicio
terminante: Josephine había
causado su propia ruina. El
título alude a la convicción de
Fitzgerald de que las personas
poseen un capital fijo de
emociones, y que su derroche
hace a un individuo incapaz de
generar nuevas emociones. Es,
desde luego, significativo que
Fitzgerald, para exponer una
teoría del comportamiento,
recurriera a una metáfora
económica. Aunque
Bancarrota emocional figura
entre los mejores cuentos
dedicados a Josephine,
Fitzgerald no lo incluyó en
Taps at Reveille, quizá porque
consideraba que estaba
desperdiciando una idea que
hubiera querido desarrollar
con mayor profundidad.
I.
II.
III.
Dieciocho años: tenía que haber
significado muchas cosas. Cuando
cumpla los dieciocho podré… Hasta que
una chica no llega a los dieciocho…
Verás las cosas de otra manera cuando
tengas dieciocho años.
Esto, por lo menos, era verdad.
Josephine miraba las invitaciones para
las vacaciones como si fueran facturas
atrasadas. Las contaba distraída, como
siempre había hecho: veintiocho bailes,
diecinueve cenas y obras de teatro,
quince meriendas con baile, una docena
de almuerzos, unas cuantas invitaciones
variadas, desde un desayuno en honor
del coro de Yale hasta una fiesta con
trineos en Lake Forest: setenta y ocho en
total, y, con el pequeño baile que ella
iba a organizar, setenta y nueve. Setenta
y nueve promesas de diversión, setenta y
nueve ofrecimientos de compartir con
ella la alegría. Se sentó con paciencia
para seleccionar y sopesar las
invitaciones, consultándole a su madre
los casos dudosos.
—Estás un poco pálida y pareces
cansada —dijo su madre.
—Me estoy consumiendo. Me han
dado calabazas.
—No te durará mucho. Conozco a mi
Josephine. Esta noche, en el cotillón de
la Liga Juvenil, conocerás a hombres
maravillosos.
—No, mamá. Mi única esperanza es
casarme. Aprenderé a querer a mi
marido y a darle hijos y rascarle la
espalda…
—¡Josephine!
—Conozco a dos chicas que se
casaron por amor y me dijeron que su
deber era rascarle la espalda a su
marido y mandarle la ropa a la
lavandería. Pero asumiré mi deber, y,
cuanto antes, mejor.
—Todas las chicas se sienten así
alguna vez —dijo su madre alegremente
—. Antes de casarme tuve tres o cuatro
pretendientes, y, sinceramente, todos me
gustaban lo mismo. Cada uno tenía
alguna cualidad que me gustaba, y
aquello me preocupaba tanto que al final
me daba igual; podría perfectamente
haberlo rifado: a quien le toque, le tocó.
Y entonces, un día que me sentía sola, tu
padre me recogió para dar un paseo en
coche, y desde ese día no volví a tener
la menor duda. El amor no es lo que
cuentan los libros.
—Claro que lo es —dijo Josephine
con tristeza—. Por lo menos para mí
siempre lo ha sido.
Por primera vez le parecía más
agradable estar con un grupo que con un
hombre a solas. En cuanto empezaban
una frase se aburría. ¿Cuántas frases
había oído en tres años? Le presentaban
a hombres con fama de excitantes, y
Josephine disfrutaba dejándolos
helados, melancólicos, con lánguidas
respuestas y miradas perdidas. Antiguos
admiradores enjuiciaban favorablemente
la metamorfosis, agradeciendo que por
fin, aunque con atraso, les dedicara un
poco de tiempo. Y Josephine se alegraba
de que acabaran las vacaciones. Y una
tarde gris, el día siguiente a Año Nuevo,
al volver de un almuerzo, se dio cuenta
de que, por una vez al menos, era
agradable pensar que no tenía nada que
hacer hasta la hora de la cena. Cuando
se quitaba los chanclos en el recibidor,
se sorprendió mirando fijamente algo
que, encima de la mesa, le había
parecido una proyección de su propia
imaginación. Era una tarjeta que
acababan de dejar: una tarjeta del señor
Edward Dicer.
Instantáneamente, el mundo se
estremeció, volvió a la vida, giró
vertiginosamente y se detuvo en un
mundo nuevo. El recibidor donde él
había estado palpitaba lleno de vida: se
imaginaba su figura, ante la luz que
entraba por la puerta abierta, con el
sombrero y el bastón en la mano. Fuera
de la casa, Chicago se impregnaba de su
presencia, latía con aquel placer que ya
conocía Josephine. Oyó desde el salón
el timbre del teléfono y, todavía con el
abrigo de pieles, corrió a descolgarlo.
—¡Diga!
—Por favor, ¿la señorita Josephine?
—Sí, diga.
—Ah, soy Edward Dicer.
—He visto tu tarjeta.
—No nos hemos encontrado por muy
poco.
¿Qué importaban las palabras
cuando cada palabra aleteaba, vibraba?
—Sólo he venido a pasar el día.
Desgraciadamente, no tengo más
remedio que cenar esta noche con la
gente que me ha invitado.
—¿Puedes venir ahora?
—Si tú quieres.
—Ven pronto.
Corrió escaleras arriba para
cambiarse de vestido, cantando por
primera vez desde hacía semanas.
Cantaba:
La boda (Saturday
Evening Post, 9 de agosto de
1930) fue inspirado por la
boda en París de Powell
Fowler, el hermano de
Ludlow Fowler (véase El
joven rico). Meditación sobre
la influencia del dinero en el
carácter, es el primer relato de
Fitzgerald que se ocupa del
hundimiento de Wall Street. La
boda rememora el final de la
época en que los millonarios
norteamericanos colonizaron
París.
I.
II.
III.
Un viaje al extranjero
apareció por primera vez en el
Saturday Evening Post (11 de
octubre de 1930). Fitzgerald
no incluyó en libro este
brillante relato porque se
inspiraba en gran medida en
Suave es la noche. Un viaje al
extranjero es uno de los
cuentos en los que Scott
Fitzgerald reflexiona sobre la
experiencia de los expatriados
—como en Los nadadores y en
Regreso a Balilonia—. En
contradicción con la opinión
de moda en los años veinte de
que la vida en el extranjero
era enriquecedora, Europa
perjudica a los
norteamericanos de
Fitzgerald: «Suiza es un país
donde muy pocas cosas
empiezan, pero muchas
terminan». Este relato fue
escrito durante la
hospitalización en Suiza de
Zelda Fitzgerald, después de
su derrumbamiento nervioso.
Pertenece a un grupo de
relatos rememorativos,
autocríticos, escritos durante
los años treinta como
respuesta a los problemas de
salud, conyugales y
profesionales de Fitzgerald.
Un viaje al extranjero ha sido
particularmente admirado por
la eficaz adaptación que hace
Fitzgerald del tema del
Doppelganger (la pareja que
es un doble de los Kelly).
I.
Por la tarde las langostas
ennegrecieron el cielo, y algunas
mujeres chillaron, arrojándose al suelo
del autobús y cubriéndose el pelo con
mantas de viaje. Las langostas venían
del norte, y devoraban todo a su paso,
aunque no era mucho en aquella región
del mundo; volaban en silencio, en línea
recta, como copos de nieve negra. Pero
ninguna se estrelló contra el parabrisas
ni entró en el vehículo, y al poco rato
los bromistas empezaron a extender las
manos intentando cazar alguna. Y diez
minutos después la nube se había
aclarado, pasó, y las mujeres
emergieron de sus mantas, despeinadas,
sintiéndose estúpidas. Y todos
empezaron a hablar a la vez.
Todos hablaban. Hubiera sido
absurdo no hablar después de atravesar
una plaga de langostas en el confín del
Sahara. La esmirnoamericana le
comentaba a la viuda británica que se
dirigía a Biskra para tener la última
aventura amorosa de su vida con un
jeque a quien no había visto nunca. Uno
de los socios del San Francisco Stock
Exchange hablaba tímidamente con el
escritor. «¿Es usted escritor?», dijo. El
padre y la hija de Wilmington hablaban
con el aviador, un londinense de los
barrios bajos, que iba a volar a
Tombuctú. Incluso el chófer francés
volvió la cabeza y habló en voz alta y
clara: «Abejorros», lo que hizo que la
enfermera diplomada de Nueva York
irrumpiera en una sucesión de chillidos
y risas histéricas.
Entre la torpe turbamulta de los
viajeros hubo alguna conversación más
sensata. El señor Liddell Miles y
señora, volviéndose como si fueran una
sola persona, le sonrieron y dirigieron la
palabra a la joven pareja americana que
iba en el asiento de atrás.
—¿Se le ha metido una en el pelo?
La joven pareja les devolvió la
sonrisa educadamente.
—No. Hemos sobrevivido a la
plaga.
Aún no habían cumplido los treinta,
y conservaban todavía algo de pareja de
novios. Una hermosa pareja: el hombre,
más bien nervioso, sensible; la chica,
con un sorprendente matiz luminoso en
los ojos y el pelo, una cara sin sombras
y la viva lozanía modulada por el
encanto de la tranquilidad y la seguridad
en sí misma. El señor y la señora Miles
no repararon en su aire de buena
crianza, de una educación
manifiestamente esmerada que se
reflejaba en su falta de sofisticación y su
arraigada reserva, que no era frialdad ni
afectación. Si guardaban las distancias
era porque se bastaban el uno al otro,
mientras que la frialdad del señor y la
señora Miles hacia los demás pasajeros
era una máscara consciente, una actitud
social, esencialmente una pose, parecida
a las omnipresentes insinuaciones de la
señora esmirnoamericana, que se
ofendía por cualquier cosa.
Los Miles habían decidido, en
efecto, que la joven pareja era
«aceptable» y, aburridos de sí mismos,
intentaban abiertamente entablar
conversación.
—¿Han estado antes en África? ¡Ha
sido tan absolutamente fascinante! ¿Van
a ir a Túnez?
Los Miles, aunque algo echados a
perder después de quince años de vivir
en París sin salir de su mundo, tenían un
estilo innegable, incluso encanto, y,
antes de llegar aquella tarde a la aldea
del oasis de Bou Saada, los cuatro
habían hecho cierta amistad.
Descubrieron que tenían amigos
comunes en Nueva York, y, tras reunirse
para tomar un cóctel en el bar del Hotel
Transatlantique, decidieron cenar juntos.
Cuando, más tarde, los jóvenes
Kelly bajaban de su habitación, Nicole
era consciente de que le pesaba un poco
haber aceptado; se daba cuenta de que
ahora se verían probablemente
obligados a pasar el tiempo con sus
nuevos amigos hasta que llegaran a
Constantine, donde sus caminos se
separaban.
En los ocho meses que llevaban
casados Nicole había sido tan feliz que
aquel encuentro parecía estropear algo.
En el barco italiano que los había
llevado a Gibraltar no se habían unido a
los grupos que desesperadamente
rivalizaban en el bar; en lugar de eso,
estudiaron francés, y Nelson siguió
ocupándose de las obligaciones
normales que el medio millón de dólares
que acababa de heredar le imponía.
Además, estaba pintando un cuadro: una
chimenea. Cuando uno de los miembros
de la alegre pandilla del bar
desapareció para siempre en el
Atlántico, cerca de las Azores, los
jóvenes Kelly casi se alegraron, pues así
quedó justificada su actitud de reserva.
Pero había otra razón por la que
Nicole lamentaba su compromiso con
los Miles. Se lo comentó a Nelson:
—Acabo de cruzarme con esa pareja
en el bar.
—¿Con quiénes? ¿Con los Miles?
—No, con esa pareja joven, más o
menos de nuestra edad, los que iban en
el otro autobús y nos parecieron tan
simpáticos, en Bir Rabalou, después de
la comida, en el mercado de camellos.
—Parecían simpáticos.
—Encantadores —dijo Nicole con
énfasis—; los dos, el hombre y la chica.
Estoy casi segura de haber conocido a la
chica en alguna parte.
La mencionada pareja estaba sentada
en el otro extremo del comedor, y
Nicole descubrió que atraían su mirada
irresistiblemente. También ellos habían
encontrado compañía, y Nicole, que
hacía dos meses que no hablaba con
ninguna chica de su edad, volvió a sentir
un ligero pesar. Los Miles, que eran
remilgadamente sofisticados y
francamente esnobs, eran otra cosa.
Habían estado en una alarmante cantidad
de sitios y parecían conocer todos las
fantasmagorías y noticias de última hora
que publican los periódicos.
Cenaron en la terraza del hotel, bajo
un cielo sobre el que gravitaba la
presencia de un Dios extraño y vigilante;
en los aledaños del hotel la noche se
estremecía con sonidos que conocían de
sobra por los libros pero que, aun así,
resultaban histéricamente nuevos:
tambores de Senegal, una flauta nativa,
el ensimismado y afeminado quejido de
un camello, las pisadas ligeras de los
árabes que usaban zapatos hechos con
viejos neumáticos de automóvil, el
lamento de la oración del brujo.
En la recepción del hotel uno de los
viajeros discutía monótonamente con el
recepcionista sobre los tipos de cambio
y la inadmisible inflexibilidad con que
iban aumentando conforme se dirigían
hacia el sur.
La señora Miles fue la primera que
rompió el prolongado silencio; con una
especie de impaciencia los arrastró
consigo de la noche a la mesa.
—Nos deberíamos haber puesto el
traje de noche. Las cenas son mucho más
divertidas en traje de noche, porque la
gente se siente de otra manera cuando se
viste de etiqueta. Los ingleses saben
estas cosas.
—¿Vestirnos de etiqueta aquí? —
objetó su marido—. Me sentiría como
ese harapiento que hemos visto hoy con
un rebaño de ovejas.
—Si no me pongo el traje de noche
me siento como una turista.
—Bueno, somos turistas, ¿no? —
preguntó Nelson.
—Yo no me considero una turista.
Un turista es alguien que se levanta
temprano y va a las catedrales y habla
de los paisajes.
Nicole y Nelson, aunque habían
visto todas las cosas oficialmente dignas
de verse desde Fez a Argel, y filmado
metros y metros de película, y
reconocían haber aprendido muchas
cosas, decidieron que sus experiencias
durante el viaje no interesarían a la
señora Miles.
—Todos los sitios son lo mismo —
continuó la señora Miles—. Lo único
que importa es con quién estés allí. Un
nuevo paisaje es interesante durante
media hora, y luego quieres ver lo que
de verdad te apetece. Por eso algunos
sitios se ponen de moda un tiempo y
luego la moda cambia y la gente vuelve
a emprender viaje a cualquier otra parte.
El lugar en sí mismo jamás tiene la
menor importancia.
—¿Y el primero que decidió que el
lugar valía la pena? —objetó Nelson—.
Los primeros que lo visitaron fueron allí
porque les gustaba el sitio.
—¿Adónde van a ir esta primavera?
—preguntó la señora Miles.
—Pensábamos ir a San Remo, o
quizá a Sorrento. Es la primera vez que
visitamos Europa.
—Hijos, yo conozco Sorrento y San
Remo, y no soportaríais ninguno de los
dos sitios ni una semana. Están llenos de
los ingleses más horribles, siempre
leyendo el Daily Mail, esperando una
carta y hablando de las cosas más
increíblemente aburridas. Mejor sería
que fuerais a Brighton o Bournemouth y
comprarais un caniche y una sombrilla y
dierais vueltas por el paseo marítimo.
¿Cuánto tiempo vais a estar en Europa?
—No lo sabemos; unos años, quizá
—Nicole titubeó—. Nelson heredó un
poco de dinero y queríamos cambiar de
aires. Cuando yo era joven, mi padre
tenía asma y tuve que vivir con él
durante años, por su salud, en los sitios
más deprimentes; y Nelson trabajaba en
Alaska, en el negocio de las pieles, y
detestaba aquello. Así que, cuando nos
vimos libres, nos vinimos al extranjero.
Nelson va a dedicarse a la pintura y yo
voy a estudiar canto —miró
triunfalmente a su marido—. Hasta este
momento, todo ha sido maravilloso.
La señora Miles dedujo, por la
manera de vestir de la joven, que tenían
un buen puñado de dinero, y se le
contagió su entusiasmo.
—Debéis ir a Biarritz —les
aconsejó—. O, si no, a Montecarlo.
—Me han dicho que hay un
espectáculo estupendo —dijo Miles,
pidiendo champán—: las Ouled Naíls.
El conserje dice que son una especie de
tribu de chicas que bajan de las
montañas y aprenden a bailar hasta que,
cómo no, recogen bastante oro para
volver a sus montañas y casarse. Esta
noche actúan.
Poco después, camino del café
donde actuaban las Ouled Nails, Nicole
lamentó no estar paseando a solas con
Nelson en la noche infinitamente
profunda, suave, clarísima. Nelson había
correspondido con otra botella a la
botella de champán de la cena, y ninguno
de los dos estaba acostumbrado a beber
tanto. Cuando percibieron las notas
tristes de una flauta, Nicole no quería
entrar: prefería subir a una pequeña
colina donde una mezquita blanca
relucía como un planeta en la noche. La
vida era mejor que cualquier
espectáculo; se acercó a Nelson, le
cogió la mano.
Los pasajeros de los dos autobuses
llenaban la pequeña bodega del café.
Las chicas —de piel morena y brillante,
con la nariz chata de los bereberes y
preciosos ojos profundos y oscuros— ya
estaban en el escenario. Llevaban
vestidos de algodón que recordaban
lejanamente a los de las niñeras negras
del Sur; bajo aquellas ropas sus cuerpos
se retorcían en un lento contoneo que
culminaba en la danza del vientre, con
cadenas de piara que se agitaban
enloquecidamente y sartas de monedas
de oro de ley tintineando en sus cuellos
y brazos. El flautista era también
humorista: bailaba, parodiando a las
chicas. El que tocaba el tambor,
envuelto en piel de cabra como un
hechicero, era un auténtico negro de
Sudán.
A través del humo de los cigarrillos
las chicas bailaban, giraban moviendo
los dedos como si tocaran un piano
invisible, y la danza parecía fácil, pero,
cuando pasaba un rato, resultaba
evidente que exigía un extraordinario
esfuerzo antes de desembocar en unos
pasos lánguidos y sencillos, pero
igualmente precisos: era la preparación
para la salvaje sensualidad con que
remataban la danza.
Luego hubo un descanso. Aunque el
espectáculo parecía no haber terminado,
la mayoría del público empezaba a
levantarse para irse. Había un murmullo
en el aire.
—¿Qué pasa? —preguntó Nicole a
su marido.
—Pues creo que… Parece que, si
pagas un pequeño recargo, las Ouled
Naíls bailan, más o menos, al estilo…
oriental… prácticamente desnudas,
salvo por las joyas.
—Ah.
—Nosotros nos quedamos —dijo el
señor Miles a Nicole alegremente—. Al
fin y al cabo, hemos venido para
conocer las verdaderas costumbres del
país; la mojigatería no nos va a detener.
Casi todos los hombres se quedaron,
y algunas mujeres. Nicole se levantó de
repente.
—Esperaré fuera —dijo.
—¿Por qué no te quedas, Nicole? La
señora Miles se queda.
El flautista tocaba ya las primeras
notas. Sobre la tarima dos niñas
morenas de unos catorce años se
quitaban los vestidos de algodón. Nicole
titubeó un instante, desgarrada entre la
repulsión y el deseo de no parecer una
mojigata. Entonces vio cómo otra joven
americana se levantaba y se dirigía
rápidamente hacia la puerta. Cuando
reconoció a la atractiva joven esposa
que viajaba en el otro autobús, tomó
inmediatamente una decisión y la siguió.
Nelson se apresuró a levantarse.
—Si tú te vas, yo también —dijo,
pero con evidente desgana.
—Por favor, déjame. Esperaré fuera
con el guía.
—De acuerdo —empezaba a sonar
el tambor, y Nelson transigió—: Me
quedaré sólo un minuto. Quiero ver
cómo es.
Mientras esperaba en el frío de la
noche, se dio cuenta de que el incidente
le había dolido: que Nelson no la
hubiera acompañado enseguida y que
hubiera utilizado como argumento el
hecho de que la señora Miles se
quedara. Y, sintiéndose dolida, se puso
de mal humor y le hizo señas al guía de
que quería volver al hotel.
Nelson apareció veinte minutos más
tarde, enfadado, tanto por la angustia de
encontrarse con que Nicole se había ido,
como para ocultar la culpa que le
correspondía por haberla dejado
marcharse. Sin apenas poder creérselo,
de repente se estaban peleando.
Mucho después, cuando no se oía el
menor ruido en Bou Saada y los
nómadas de la plaza del mercado sólo
eran bultos inmóviles envueltos en sus
túnicas, Nicole dormía sobre el hombro
de Nelson. La vida pasa, transcurre al
margen de nuestras intenciones, pero el
mal estaba hecho: se había establecido
un precedente para futuras
desavenencias. Era una pelea amorosa,
sin embargo, y podía dar pie a un gran
acuerdo. Nelson y ella habían pasado
solos los años de la juventud, y
anhelaban ahora el sabor y el olor de la
vida y el mundo; y en aquellos
momentos los encontraban el uno en el
otro.
Un mes más tarde estaban en
Sorrento, donde Nicole estudiaba canto
y Nelson intentaba pintar de un modo
nuevo la bahía de Nápoles. Era la vida
que habían planeado y sobre la que
habían leído tanto. Pero intuían, como
tanta gente, que el placer de los
intervalos idílicos dependía de lo que
da de sí una persona, es decir, de su
educación, experiencia y paciencia,
junto a la que el otro parece volver a
disfrutar del hechizo de tranquilidad
bucólica que recuerda de la niñez.
Nicole y Nelson eran de pronto
demasiado mayores y demasiado
jóvenes, y demasiado americanos, para
sentirse inmediatamente en armonía con
una tierra desconocida. Su vitalidad les
hacía ser impacientes, y por eso la
pintura de Nelson no tenía dirección y el
canto de Nicole no tenía perspectivas
inmediatas de convertirse en algo serio.
Decían que de aquella manera «no iban
a ninguna parte»: las tardes eran largas,
así que empezaron a beber grandes
cantidades de vino de Capri a la hora de
la cena.
Los ingleses eran los dueños del
hotel. Eran de edad avanzada y llegaban
al Sur en busca de la tranquilidad y el
buen tiempo; Nelson y Nicole no
soportaban el curso apacible de sus
días. ¿Podía la gente contentarse con
hablar eternamente del tiempo, dar todos
los días el mismo paseo, y sentarse
noche tras noche, mes tras mes, ante el
mismo plato de macarrones guisados
siempre de la misma manera? Se
aburrían, y los americanos, cuando se
aburren, suelen ponerse nerviosos. Y
todo cambió en una noche.
Después de beberse una botella de
vino durante la cena, decidieron irse a
París, instalarse en un apartamento y
trabajar en serio. París les prometía las
diversiones de una gran ciudad, amigos
de su edad, una intensidad, en todos los
sentidos, de la que carecía Italia.
Ilusionados, con nuevas esperanzas,
entraron al salón después de la cena y,
por enésima vez, Nelson descubrió una
antigua y enorme pianola y se le ocurrió
ponerla en marcha.
En el otro extremo del salón se
sentaban los únicos ingleses con quienes
habían tenido alguna relación: sir
Evelyne Fragelle y lady Fragelle. La
relación había sido breve y
desagradable: Los Fragelle los habían
visto salir del hotel en albornoz para
bañarse, y la señora había proclamado,
a pocos metros de distancia, que aquello
era inadmisible y debería estar
prohibido.
Pero eso no fue nada, comparado
con su manera de reaccionar ante el
primer estruendo terrorífico que surgió
de la pianola. Cuando el polvo trémulo
de los años saltaba del teclado por la
vibración, la señora saltó
galvánicamente hacia delante con esa
especie de convulsión que suele
asociarse a la silla eléctrica. También
algo aturdido por el súbito estrépito de
Esperando a Robert E. Lee, Nelson no
había hecho más que sentarse cuando la
inglesa recorrió como un proyectil el
salón, arrastrando la cola del vestido, y,
sin dignarse mirar a los Kelly, apagó el
aparato.
Fue uno de esos gestos que están
plenamente justificados o resultan
indignantes. Nelson titubeó unos
segundos, indeciso; luego, recordando el
arrogante comentario de lady Fragelle
sobre su bañador, aprovechó la estela
todavía agitada de la inglesa para volver
a la pianola y encenderla otra vez.
El episodio se convirtió en un
incidente internacional. Las miradas
ansiosas de todo el salón cayeron sobre
los protagonistas, a la espera del
siguiente movimiento. Nicole corrió tras
Nelson para pedirle que se olvidara del
asunto, pero era demasiado tarde. De la
ultrajada mesa de los ingleses se levantó
inmediatamente el general sir Evelyne
Fragelle, que se enfrentaba a la situación
más crítica que se conoce desde la
ruptura del cerco de Ladysmith.
—¡Es indignante! ¡Indignante!
—Le ruego que me perdone —dijo
Nelson.
—¡Llevo viniendo quince años! —se
gritó a sí mismo sir Evelyne—. Jamás,
que yo sepa, nadie había hecho una cosa
semejante.
—Yo pensaba que la pianola estaba
aquí para entretener a los huéspedes.
Sin dignarse a responder, sir
Evelyne se arrodilló y buscó el
interruptor, pero lo movió de manera
equivocada, con lo cual la velocidad y
el volumen del aparato se triplicaron
hasta envolverlos en un pandemónium de
ruido: sir Evelyne, lívido ante tantas
emociones militares; Nelson, a punto de
sufrir un ataque de risa.
En unos segundos la firme mano del
director del hotel apaciguó las cosas; el
aparato, detenido por fin, todavía
temblaba después de su
desacostumbrada explosión, tras la que
reinaba un profundo silencio en el que
sir Evelyne se dirigió al director.
—Es lo más indignante que he
conocido nunca. Mi mujer lo apagó y
ése… —fue la primera vez que
reconoció a Nelson como a un ente
distinto del aparato—. ¡Ese individuo
volvió a encenderlo!
—Estamos en el salón de un hotel —
protestó Nelson—. Y parece que la
pianola está ahí para que la usen los
clientes.
—No discutas —susurró Nicole—.
Son viejos.
Pero Nelson dijo:
—Si alguien merece que se le pidan
disculpas, ése soy yo.
La mirada de sir Evelyne se clavó,
amenazadora, en el director, a la espera
de que cumpliera con su deber. El
director consideró los quince años de
estancia de sir Evelyne y se achicó.
—No es costumbre encender la
pianola por las noches. Los clientes
quieren tranquilidad en la sobremesa.
—¡El descaro de los americanos! —
lo interrumpió sir Evelyne.
—Muy bien —dijo Nelson—.
Mañana libraremos de nuestra presencia
al hotel.
Después de este incidente, como una
especie de protesta contra sir Evelyne
Fragelle, no fueron a París, sino a
Montecarlo. No volverían a estar solos.
II.
IV.
I.
II.
III.
A las once el señor Weicker estaba
cansado, pero en el bar reinaba uno de
sus habituales tumultos y el director
estaba esperando a que la situación se
tranquilizara. No había nada que hacer
en su mohoso despacho ni en el
vestíbulo vacío; y el salón, donde
durante todo el día mantenía largas
conversaciones con inglesas y
americanas solitarias, estaba desierto,
así que salió por la puerta principal y
empezó a dar su acostumbrada vuelta
alrededor del hotel. Ya fuera por su
ronda, o por las miradas frecuentes a las
luces titilantes de los dormitorios y a
través de las humildes ventanas
enrejadas de la planta de las cocinas, el
paseo le dio la impresión de que el hotel
estaba bajo su control, que él era el
responsable idóneo, como si el hotel
fuera un barco y lo contemplara desde el
puente de mando.
Atravesó un torrente de ruido y
música que llegaba del bar, dejó atrás
una ventana en la que dos chicos
sentados en una cama jugaban a las
cartas junto a una botella de vino
español. En el piso de arriba, en alguna
parte, sonaba un gramófono, y una figura
de mujer tapaba una ventana; luego
recorrió el ala silenciosa del edificio y,
al doblar la esquina, volvió al punto de
partida y, frente al hotel, a la débil luz
de la puerta del garaje, vio al conde
Borowki.
Algo le hizo detenerse —algo que no
parecía lógico— y vigilar a Borowki,
que no podía pagar la cuenta, pero tenía
un coche con chófer. Borowki le estaba
dando al chófer órdenes precisas, y
entonces el señor Weicker se dio cuenta
de que llevaba una bolsa en el asiento
delantero, y dio un paso hacia la luz.
—¿Nos deja usted, conde Borowki?
La voz sobresaltó a Borowki.
—Sólo por esta noche —contestó—.
Voy a ver a mi madre.
—Ya.
Borowki lo miró con aire de
reproche.
—Mi baúl y mi caja de sombreros
están en mi habitación, puede
comprobarlo. ¿Acaso cree que me doy a
la fuga sin pagar la cuenta?
—Desde luego que no. Espero que
tenga un buen viaje y que su madre esté
bien.
Pero una vez dentro del hotel, tomó
la precaución de enviar a un valet de
chambre para ver si era verdad que el
equipaje seguía en la habitación, e
incluso le ordenó que comprobara el
peso para evitar sorpresas.
Dio una cabezada. Cuando se
despertó, más o menos una hora
después, el conserje nocturno le tiraba
del brazo y había un fuerte olor a
quemado en el vestíbulo. Pasaron unos
minutos antes de que entendiera que un
ala del hotel estaba en llamas.
Mandó al conserje dar la alarma y
bajó corriendo al vestíbulo del bar, y, a
través del humo que salía por la puerta,
vislumbró la mesa de billar envuelta en
llamas, y las llamas que lamían el suelo
y crecían en un éxtasis alcohólico cada
vez que el calor hacía estallar una
botella de las estanterías. Cuando
retrocedía a toda prisa tropezó con una
fila de chasseurs a medio vestir y mozos
que desde las profundidades del hotel
luchaban contra el fuego con cubos de
agua. El conserje gritaba que los
bomberos estaban en camino. El señor
Weicker puso a dos hombres al teléfono
para que despertaran a los huéspedes, y
cuando corría para formar una cadena de
cubos de agua en el lugar del peligro, se
acordó de Fifi.
Estaba ciego de rabia: con crueldad
precoz, propia de una piel roja, había
cumplido su amenaza. Ah, ya arreglaría
este asunto más tarde; aún había leyes.
Y, mientras, un estruendo en el exterior
anunció que los bomberos habían
llegado, y Weicker volvió a recorrer el
vestíbulo, lleno ahora de hombres en
pijama con maletines en la mano, y
mujeres en camisón con joyeros y
perritos en los brazos; el número crecía
incesantemente y la conversación
transformaba su ritmo soñoliento en el
zumbido irregular de una reunión a
media tarde.
Un chasseur llamó al señor Weicker
al teléfono, pero el director se lo quitó
de encima con impaciencia.
—Es el comisario de policía —
insistió el chico—. Dice que tiene que
hablar con usted.
Con una exclamación el señor
Weicker entró corriendo en su despacho.
—¡Diga!
—Llamo desde comisaría. ¿Hablo
con el director?
—Sí, pero tenemos un incendio en el
hotel.
—¿Hay entre sus clientes un
individuo que dice llamarse conde
Borowki?
—¿Cómo? Sí, sí…
—Vamos a llevarlo al hotel para que
lo identifique. Lo hemos detenido en la
carretera por cierta información que
habíamos recibido.
—Pero…
—Hemos detenido con él a una
chica. Vamos a llevarlos a los dos al
hotel inmediatamente.
—Quería decirle que…
A través del auricular el señor
Weicker percibió un brusco clip y
volvió corriendo al vestíbulo, donde el
humo empezaba a disiparse. Las
mangueras habían funcionado cinco
minutos y el bar era un montón de ruinas
mojadas y carbonizadas. El señor
Weicker empezó a pasear arriba y abajo,
entre los huéspedes, tranquilizándolos;
las telefonistas volvieron a llamar a las
habitaciones, para advertir a los
huéspedes que no habían bajado al
vestíbulo que podían volver a la cama; y
entonces, mientras le pedían una y otra
vez que explicara el suceso, el señor
Weicker volvió a acordarse de Fifi, y
esta vez, por propia decisión, se dirigió
al teléfono.
La voz angustiada de la señora
Schwartz respondió: Fifi no estaba. Era
lo que quería saber el señor Weicker.
Colgó bruscamente. La historia estaba
clara, y no se le hubiera podido ocurrir
nada más sórdido: un incendio
provocado y un intento de fuga con un
individuo buscado por la policía. Había
llegado la hora de pagar, y no serviría
para nada todo el dinero de América. Si
la temporada estaba perdida, por lo
menos a Fifi se le habían acabado todas
las temporadas. Iría a una institución
para chicas donde el uniforme
reglamentario sería mucho más sencillo
que todos los vestidos que se había
puesto en su vida.
Mientras el último de los huéspedes
entraba en el ascensor, dejando sólo
unos pocos curiosos entre los escombros
empapados, otra procesión entraba por
la puerta principal. Eran un hombre de
paisano y una muralla de policías que
rodeaba a dos detenidos. El comisario
dio una orden y los policías se retiraron.
—Quiero que identifique a estos
dos. ¿Ha estado este individuo
hospedado aquí bajo el nombre de
Borowki?
El señor Weicker lo miró.
—Sí.
—Desde hace un año estaba bajo
orden de búsqueda y captura en Italia,
Francia y España. ¿Y esta chica?
Estaba medio escondida tras
Borowki, con la cabeza baja, y la cara
entre sombras. El señor Weicker se
inclinó y estiró el cuello con un gesto de
impaciencia. A quien tenía delante era a
la señorita Howard. Una oleada de
horror se apoderó del señor Weicker.
Volvió a estirar el cuello como si la
intensidad de su asombro pudiera
convertir a la señorita Howard en Fifi,
como si, mirando a través de ella,
pudiera encontrar a Fifi. Pero resultaba
difícil, pues Fifi se encontraba muy
lejos. Estaba a las puertas del café,
ayudando a un tambaleante y poco
dispuesto John Schwartz a subir a un
taxi.
—Ya te he dicho que no puedes
volver al café, mamá dice que tienes que
ir al hotel inmediatamente.
IV.
Regreso a Babilonia
(Saturday Evening Post, 21
de febrero de 1931) es uno de
los cinco mejores relatos de
Fitzgerald. Como sus mejores
narraciones, era
intensamente personal, pues
expresaba sus emociones, sus
impresiones sobre el
alcoholismo, el
derrumbamiento psíquico de
su mujer y sus
responsabilidades para con
su hija. Forma pareja con Un
viaje al extranjero, otro
relato que considera los
efectos de la expatriación y
del dinero que no se gana,
sino que se hereda, sobre el
carácter de los
norteamericanos.
Aunque Fitzgerald revisó
Regreso a Babilonia para
incluirlo en el libro Taps at
Reveille, no resolvió algunos
desajustes en la cronología y
algún detalle sin
importancia.
I.
II.
Se despertó en un día espléndido de
otoño: un día de partido de fútbol. El
abatimiento del día anterior había
desaparecido, y ahora le gustaba la
gente de la calle. Al mediodía estaba
sentado con Honoria en Le Grand Vatel,
el único restaurante que no le recordaba
cenas con champán y largos almuerzos
que empezaban a las dos y terminaban
en crepúsculos nublados y confusos.
—¿No quieres verdura? ¿No
deberías comer un poco de verdura?
—Sí, sí.
—Hay épinards y chou-fleur,
zanahorias y haricots.
—Prefiero chou-fleur.
—¿No prefieres mezclarla con otra
verdura?
—Es que en el almuerzo sólo tomo
una verdura.
El camarero fingía sentir una
extraordinaria pasión por los niños.
—Qu’elle est mignonne la petite?
Elle parle exactement comme une
Française.
—¿Y de postre? ¿O esperamos?
El camarero desapareció. Honoria
miró a su padre con expectación.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Primero iremos a la juguetería de
la Rué Saint-Honoré y compraremos lo
que quieras. Luego iremos al vodevil, en
el Empire.
La niña titubeó.
—Me gustaría ir al vodevil, pero no
a la juguetería.
—¿Por qué no?
—Porque ya me has traído esta
muñeca —se había llevado la muñeca al
restaurante. Y ya tengo muchos juguetes.
Y ya no somos ricos, ¿no?
—Nunca hemos sido ricos. Pero hoy
puedes comprarte lo que quieras.
—Muy bien —asintió la niña,
resignada.
Cuando tenía a su madre y a una
niñera francesa, Charlie solía ser más
severo; ahora se exigía mucho más a sí
mismo, procuraba ser más tolerante;
tenía que ser padre y madre a la vez y
ser capaz de entender a su hija en todos
los aspectos.
—Me gustaría conocerte —dijo con
gravedad—. Permítame primero que me
presente. Soy Charles J. Wales, de
Praga.
—¡Papá! —no podía aguantar la
risa.
—¿Y quién es usted, si es tan
amable? —continuó, y la niña aceptó su
papel inmediatamente:
—Honoria Wales, Rué Palatine,
París.
—¿Casada o soltera?
—No, no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
—Pero, madame, tiene usted una
hija.
No queriendo desheredar a la pobre
muñeca, se la acercó al corazón y buscó
una respuesta:
—Estuve casada, pero mi marido ha
muerto.
Charlie se apresuró a continuar:
—¿Cómo se llama la niña?
—Simone. Es el nombre de mi mejor
amiga del colegio.
—Estoy muy contento de que te vaya
tan bien en el colegio.
—Este mes he sido la tercera de la
clase —alardeó—. Elsie —era su prima
— sólo es la dieciocho y Richard casi
es el último de la clase.
—Quieres a Richard y Elsie,
¿verdad?
—Sí. A Richard lo quiero mucho y a
Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha
importancia Charlie preguntó:
—¿Y a quién quieres más, a tía
Marion o a tío Lincoln?
—Ah, creo que a tío Lincoln.
Cada vez era más consciente de la
presencia de su hija. Al entrar al
restaurante los había acompañado un
murmullo: «… adorable», y ahora la
gente de la mesa de al lado, cada vez
que interrumpían sus conversaciones,
estaba pendiente de ella, observándola
como a un ser que no tuviera más
conciencia que una flor.
—¿Por qué no vivo contigo? —
preguntó Honoria de repente—. ¿Porque
mamá ha muerto?
—Debes quedarte aquí y aprender
mejor el francés. A mí me hubiera sido
muy difícil cuidarte tan bien como aquí.
—La verdad es que ya no necesito
que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante, un
hombre y una mujer lo saludaron
inesperadamente.
—¡Pero si es el amigo Wales!
—¡Hombre! Lorraine… Dunc…
Eran fantasmas que surgían del
pasado: Duncan Schaeffer, Un amigo de
la universidad. Lorraine Quarrles, una
preciosa, pálida rubia de treinta años;
una más de la pandilla que lo había
ayudado a convertir los meses en días en
los pródigos tiempos de hacía tres años.
—Mi marido no ha podido venir
este año —dijo Lorraine,
respondiéndole a Charlie—. Somos más
pobres que las ratas. Así que me manda
doscientos dólares al mes y dice que me
las arregle como pueda… ¿Es tu hija?
—¿Por qué no te sientas un rato con
nosotros en el restaurante? —preguntó
Duncan.
—No puedo.
Se alegraba de tener una excusa.
Seguía notando el atractivo apasionado,
provocador, de Lorraine, pero ahora
Charlie se movía a otro ritmo.
—¿Y si quedamos para cenar? —
preguntó Lorraine.
—Tengo una cita. Dadme vuestra
dirección y ya os llamaré.
—Charlie, tengo la completa
seguridad de que estás sobrio —dijo
Lorraine solemnemente—. Estoy segura
de que está sobrio, Dunc, te lo digo de
verdad. Pellízcalo para ver si está
sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la
cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a
reír.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó
Duncan, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el
nombre de su hotel.
—Todavía no tengo dirección fija.
Ya os llamaré. Vamos al vodevil, al
Empire.
—¡Estupendo! Lo mismo que yo
pensaba hacer —dijo Lorraine—. Tengo
ganas de ver payasos, acróbatas y
malabaristas. Es lo que vamos a hacer,
Dunc.
—Antes tenemos que hacer un
recado —dijo Charlie—. A lo mejor os
vemos en el teatro.
—Muy bien. Estás hecho un
auténtico esnob… Adiós, guapísima.
—Adiós.
Honoria, muy educada, hizo una
reverencia.
Había sido un encuentro
desagradable. Charlie les caía simpático
porque trabajaba, porque era serio; lo
buscaban porque ahora tenía más fuerza
que ellos, porque en cierta medida
querían alimentarse de su fortaleza.
En el Empire, Honoria se negó
orgullosamente a sentarse sobre el
abrigo doblado de su padre. Era ya una
persona, con su propio código, y a
Charlie le obsesionaba cada vez más el
deseo de inculcarle algo suyo antes de
que su personalidad cristalizara
completamente. Pero era imposible
intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con
Duncan y Lorraine en la sala de espera,
donde tocaba una orquesta.
—¿Tomamos una copa?
—Muy bien, pero no en la barra.
Busquemos una mesa.
—El padre perfecto.
Mientras oía, un poco distraído, a
Lorraine, Charlie observó cómo la
mirada de Honoria se apartaba de la
mesa, y la siguió pensativamente por el
salón, preguntándose qué estaría
mirando. Se encontraron sus miradas, y
Honoria sonrió.
—Está buena la limonada —dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba
él? Mientras volvían a casa en un taxi la
abrazó, para que su cabeza descansara
en su pecho.
—¿Te acuerdas de mamá?
—Algunas veces —contestó
vagamente.
—No quiero que la olvides. ¿Tienes
alguna foto suya?
—Sí, creo que sí. De todas formas,
tía Marion tiene una. ¿Por qué no
quieres que la olvide?
—Porque te quería mucho.
—Yo también la quería.
Callaron un momento.
—Papá, quiero vivir contigo —dijo
de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el
corazón; así era como quería que
ocurrieran las cosas.
—¿Es que no estás contenta?
—Sí, pero a ti te quiero más que a
nadie. Y tú me quieres a mí más que a
nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha
muerto.
—Claro que sí. Pero no siempre me
querrás a mí más que a nadie, cariño.
Crecerás y conocerás a alguien de tu
edad y te casarás con él y te olvidarás
de que alguna vez tuviste un papá.
—Sí, es verdad —asintió, muy
tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería
a las nueve, y quería mantenerse
despejado para lo que debía decirles.
—Cuando estés ya en casa, asómate
a esa ventana.
—Muy bien. Adiós, papá, papaíto.
Esperó a oscuras en la calle hasta
que apareció, cálida y luminosa, en la
ventana y lanzó a la noche un beso con
la punta de los dedos.
III.
»Querido Charlie:
»Estabas tan raro cuando
nos vimos el otro día, que me
pregunté si había hecho algo
que pudiera molestarte. Si es
así, no me he dado cuenta. La
verdad es que me he acordado
mucho de ti durante el año
pasado, y siempre he abrigado
la esperanza de que nos
viéramos de nuevo cuando yo
volviera a París. Lo pasamos
muy bien en aquella primavera
disparatada, como aquella
noche en que tú y yo robamos
la bicicleta de reparto del
carnicero, y aquella vez que
intentamos hablar por teléfono
con el presidente, cuando
usabas bombín y bastón.
Todos parecen haber
envejecido últimamente, pero
yo no me siento ni un día más
vieja. ¿No podríamos vernos
hoy, aunque sólo sea un rato,
en honor de aquellos viejos
tiempos? Ahora tengo una
resaca miserable. Pero me
sentiré mucho mejor esta
tarde, y te esperaré a eso de
las cinco en el Ritz, antro de
explotación. «Siempre tuya,
»Lorraine».
V.
I.
Fue el primer día en que hizo el
calor necesario para comer al aire libre
en el Bois de Boulogne, mientras las
flores de los castaños llovían
oblicuamente sobre las mesas y caían
con insolencia en la mantequilla y el
vino. Julia Ross se comió algunas con el
pan mientras oía cómo los peces se
movían en el estanque y los gorriones
aleteaban alrededor de una mesa que
acababa de quedar vacía. Volvías a ver
a la gente: camareros con cara de
camareros; mujeres francesas y
perspicaces, sólo tacones y ojos; Phil
Hoffman sentado en la silla de enfrente,
con el corazón haciendo malabarismos
sobre el tenedor, y el hombre
extraordinariamente guapo que acababa
de salir a la terraza.
II.
III.
El segundo día en Nueva York la
llamó por teléfono.
—Te he echado mucho de menos —
dijo—. ¿Tú me has echado a mí de
menos?
—Me temo que sí —respondió Julia,
de mala gana.
—¿Mucho?
—Te he echado mucho de menos.
¿Estás mejor?
—Ya estoy perfectamente. Todavía
me siento un poco nervioso, pero
mañana empiezo a trabajar. ¿Cuándo nos
veremos?
—Cuando quieras.
—Esta noche entonces. Y… dímelo
otra vez.
—¿Qué?
—Que temes haberme echado de
menos.
—Me temo que sí —dijo Julia,
obediente.
—Que sí me has echado de menos
—añadió Dick.
—Me temo que sí te he echado de
menos.
—Estupendo. Suena como esas
canciones que cantas.
—Adiós, Dick.
—Adiós, Julia, querida.
Julia se quedó en Nueva York dos
meses en lugar de los quince días que
había planeado, porque Dick no la
dejaba irse. El trabajo ocupaba durante
el día el lugar de la bebida, pero luego
necesitaba ver a Julia. A veces ella
sentía celos de su trabajo cuando él la
llamaba por teléfono y le decía que
estaba demasiado cansado para ir al
teatro. Sin alcohol, la vida nocturna no
significaba nada para él: era algo sin
sentido ni interés. Para Julia, que nunca
bebía, la noche por sí sola era
estimulante: la música y el desfile de
trajes de noche y la hermosa pareja de
baile que formaban. Al principio veían a
Phil Hoffman de vez en cuando; Julia
pensaba que se había tomado aquello
bastante mal, y luego dejaron de verlo.
Ocurrieron algunos incidentes
desagradables. Una antigua compañera
de colegio, Esther Cary, le preguntó si
conocía la reputación de Dick Ragland.
En lugar de enfadarse, Julia la invitó a
conocer a Dick, y le encantó la facilidad
con que cambiaron las convicciones de
Esther. Hubo otros episodios
fastidiosos, poco importantes, pero por
fortuna las tropelías de Dick no habían
salido de París, y en Nueva York
parecían lejanas e irreales. Se querían
profundamente: el recuerdo de aquella
mañana se iba borrando poco a poco de
la mente de Julia. Pero quería estar
segura.
—Dentro de seis meses, si todo
sigue igual, anunciaremos nuestro
compromiso. Y, cuando pasen otros seis
meses, nos casaremos.
—Es demasiado tiempo —se quejó
Dick.
—Recuerda tus últimos cinco años
—contestó Julia—. Confío en ti con la
inteligencia y con el corazón, pero algo
me dice que esperemos. Recuerda que
también estoy decidiendo por mis hijos.
Aquellos cinco años… ¡ay!, tan
desperdiciados, tan perdidos.
En agosto Julia fue a pasar dos
meses a California, a ver a su familia.
Quería saber cómo se las arreglaba Dick
solo. Se escribían todos los días; las
cartas de Dick eran sucesivamente
alegres, pesimistas, hastiadas y
esperanzadas. El trabajo le iba mejor
cada día. A medida que iba recuperando
el dominio de la situación, su tío había
empezado a confiar en él de verdad,
pero echaba permanentemente de menos
a Julia. Y cuando un día en una carta
apareció un signo de desesperación,
Julia acortó su visita una semana y
volvió al Este, a Nueva York.
—Gracias a Dios que estás aquí —
exclamó Dick mientras salían de la
estación central cogidos del brazo—. Ha
sido tan difícil. He estado a punto
muchas veces de echarlo todo a perder,
y tenía que pensar en ti, y estabas tan
lejos…
—Mi vida, estás tan cansado, estás
tan pálido. Trabajas demasiado.
—No, lo único que pasa es que vivir
solo es muy triste. Cuando me acuesto
no puedo dejar de darle vueltas a la
cabeza. ¿No podríamos adelantar la
boda?
—No lo sé; ya veremos. Ahora ya
tienes a tu Julia cerca, y lo demás no
importa.
Una semana más tarde, Dick ya se
había recuperado. Cuando se ponía
triste, Julia lo trataba como a un niño,
apretando su hermosa cabeza contra el
pecho, pero prefería que Dick confiara
en sí mismo, y la animara, que la hiciera
reír y sentirse cuidada y segura. Había
alquilado un apartamento con otra chica
y seguía unos cursos de biología y
economía doméstica en Columbia.
Cuando llegó el otoño, iban juntos al
fútbol y a los estrenos de teatro y
paseaban por Central Park, donde
habían caído las primeras nieves, y
también pasaban tardes enteras frente a
la chimenea del apartamento de Julia. Y
el tiempo corría, y los dos se sentían
impacientes. En vísperas de Navidad
una visita inesperada —Phil Hoffman—
se presentó en casa de Julia. Era la
primera vez en muchos meses. Nueva
York, con su característico laberinto de
accesos y escaleras próximos pero
independientes, es poco propicia incluso
al encuentro con los amigos íntimos,
pero, en el caso de unas relaciones
tensas, es fácil evitar los encuentros.
Y ellos eran dos extraños. Phil, con
su manifiesto escepticismo acerca de
Dick, se había convertido
automáticamente en un enemigo, aunque,
por otra parte, Julia reconocía que había
mejorado que se había desprendido de
algunas de sus peores facetas; era
ayudante del fiscal del distrito, y cada
vez se movía en su profesión con mayor
desenvoltura.
—Así que te vas a casar con Dick
—dijo—. ¿Cuándo?
—Muy pronto. Cuando mi madre
venga al Este. Phil negó decididamente
con la cabeza.
—Julia, no te cases con Dick. No
tengo celos, sé perder, pero me parece
terrible que una chica tan maravillosa
como tú se lance con los ojos cerrados a
un lago lleno de rocas. ¿Qué te hace
pensar que la gente cambia de rumbo? A
veces se seca o incluso toma un canal
paralelo, pero no conozco a nadie que
haya cambiado de verdad.
—Dick ha cambiado.
—Quizá. Pero ¿no es un quizá
tremendo? Si no fuera atractivo y te
gustara, te diría: adelante. A lo mejor
estoy absolutamente equivocado, pero
resulta evidente que lo que te fascina es
su pinta imponente y esos modales
encantadores.
—No lo conoces —respondió Julia
con lealtad—. Conmigo es distinto. No
sabes lo amable y lo sensible que es.
¿No estás siendo un poco mezquino?
—Hmm… —Phil se quedó
pensativo—. Volveré a verte dentro de
unos días. O a lo mejor hablo con Dick.
—Deja en paz a Dick —gritó Julia
—. Ya tiene preocupaciones de sobra
para que tú vayas a darle la lata. Si
fueras su amigo, intentarías ayudarle en
vez de hablar conmigo a sus espaldas.
—Antes soy tu amigo. —Ahora Dick
y yo somos una sola persona. Pero tres
días más tarde Dick se presentó en casa
de Julia a una hora en la que
normalmente estaba en el despacho.
—He venido a la fuerza —dijo
despreocupadamente—: Phil Hoffman
me ha amenazado con desenmascararme.
A Julia se le cayó el alma a los pies
como una plomada. «¿Se ha rendido?»,
pensó. «¿Ha vuelto a beber?».
—Se trata de una chica. Me la
presentaste el verano pasado y roe
dijiste que fuera amable con ella. Es
Esther Cary —el corazón de Julia latía
ahora más despacio—. Cuando te fuiste
a California me sentía solo y un día me
la encontré. Le gusté y durante cierto
tiempo nos vimos bastante. Entonces
volviste y rompí la relación. Pero había
un pequeño problema: no me había dado
cuenta de que ella tuviera tanto interés.
—Entiendo —la voz de Julia
transparentaba perplejidad e
indefensión.
—Intenta comprenderlo. Aquellas
terribles noches de soledad. Creo que,
de no ser por Ésther, hubiera vuelto a
beber. Nunca la he querido, nunca he
querido a nadie excepto a ti, pero
necesitaba ver a alguien que me quisiera
un poco.
Fue a abrazarla, pero desistió,
porque ella pareció sentir frío.
—Así que cualquier mujer hubiera
servido —dijo Julia despacio—. Daba
lo mismo cuál.
—¡No! —exclamó Dick.
—Pasé fuera tanto tiempo para que
volaras con tus propias alas y
recuperaras la dignidad.
—Sólo te quiero a ti, Julia.
—Pero cualquier mujer puede
ayudarte. Así que la verdad es que no
me necesitas, ¿no? —ahora tenía la
expresión de vulnerabilidad que Julia ya
había visto otras veces. Se sentó en el
brazo del sillón de Dick y le acarició la
mejilla—. Entonces ¿qué me ofreces? —
preguntó—. Pensaba que me ofrecías la
fortaleza acumulada por haber vencido
tu debilidad. ¿Qué me ofreces ahora? —
Todo lo que tengo. Julia negó con la
cabeza.
—Nada. Que eres guapo. Pero el
camarero que anoche nos sirvió la cena
también lo era.
Se pasaron dos días hablando y no
resolvieron nada. A veces Julia se
abrazaba a él y se acercaba a aquellos
labios que tanto quería, pero parecía
abrazar paja.
—Me voy, para que lo pienses mejor
—dijo él, desesperado—. No puedo
imaginarme la vida sin ti, pero me figuro
que no puedes casarte con un hombre
que no te merece confianza. Mi tío
quiere que vaya a Londres a resolver un
asunto…
La noche de su partida los muelles
sombríos rezumaban tristeza. Lo único
que la ayudaba a seguir adelante era que
no despedía a una imagen de la
fortaleza; ella sería lo mismo de fuerte
sin él. Pero, cuando las luces turbias
cayeron sobre la delicada estructura de
las sienes y la barbilla de Dick Ragland,
y Julia vio cómo la gente se volvía a
mirarlo, cómo lo seguían con la mirada,
una sensación tan terrible de vacío se
apoderó de ella que hubiera querido
decirle: «No te preocupes, vida mía; lo
intentaremos juntos».
Pero intentar qué. Era humano
jugarse a cara o cruz el éxito o el
fracaso, pero probar suerte a la
desesperada entre el desastre y lo que
está bien…
—Dick, sé bueno y fuerte y vuelve a
mí. ¡Cambia, Dick, cambia! —Adiós,
Julia… Adiós.
Lo vio por última vez en la cubierta,
perfilado como un camafeo contra la
llama de una cerilla cuando encendió un
cigarrillo.
IV.
El desprecio (Saturday
Evening Post, 19 de
diciembre de 1931) fue el
último relato que Fitzgerald
escribió en Europa antes de
regresar a América en
septiembre de 1931. En
respuesta a las reservas con
que el Post había acogido sus
últimas obras, Fitzgerald
eligió un escenario
norteamericano y olvidó la
Depresión. El desprecio
representa una vuelta al
espíritu de sus primeros
relatos, en los que la bondad y
la buena crianza resuelven
todos los problemas.
I.
II.
Para despreciar a alguien de verdad
hay que tenerlo cerca. A la admisión de
Chauncey Rikker en el Club Kennemore
y, más tarde, en el Club Ciudadano
siguieron agrias discusiones y amenazas
de romper el carné del club que
simularon un fragor de pelea, bajo el
que no parecía existir nada serio. Por
otra parte, la antipatía se desarrolla
mejor si es compartida entre muchos, y
Chauncey Rikker se convirtió en un
blanco fácil para los descontentos;
además, el eco constante del escándalo
financiero llegaba desde Nueva York, y
los periódicos locales volvieron a
ocuparse del asunto, por si alguien lo
había olvidado. Sólo la liberal familia
Hannan permaneció al lado de los
Rikker, aunque su actitud despertó un
notable resentimiento, y su tentativa de
introducirlos en sociedad a través de
una serie de pequeñas fiestas no tuvo
ningún éxito. Si los Rikker se hubieran
atrevido a «presentar a Alida en
sociedad», sólo se hubieran convertido
en el punto de mira de una abigarrada
multitud, pero no lo hicieron.
Cuando en el verano, por
casualidad, Forrest se encontraba con
Alida Rikker, se miraban con la
curiosidad de dos niños que no se
conocen. Durante un tiempo, la cabeza
rubia y ensortijada y el castaño
desafiante de los ojos de Alida lo
fascinaron; después se interesó por otra
chica. No estaba enamorado de Jane
Drake, aunque pensaba que podría
casarse con ella. Jane era eso que se
llama la chica del portal de enfrente;
conocía sus cualidades, buenas y malas,
así que no le importaban. En el fondo
era como una prima hermana. El
matrimonio gustaría a sus familias. Una
vez, después de algunos cócteles y algún
que otro besuqueo, Forrest estuvo a
punto de responder en serio cuando ella
lo provocó con un «yo en realidad no te
importo»; pero no dijo una palabra, lo
que fue un alivio a la mañana siguiente.
Quizá en los días de aburrimiento de
después de Navidad… Mientras, en los
bailes de Navidad, encontraría el éxtasis
y la desdicha entre chicas navideñas, el
encaprichamiento que deseaba. En otoño
tuvo la sensación de que la chica que le
estaba predestinada ya estaba haciendo
las maletas en alguna ciudad del Este o
del Sur.
En uno de sus momentos de mayor
desasosiego, un domingo de noviembre,
lo invitaron a una pequeña fiesta.
Incluso cuando hablaba con su
anfitriona, era consciente de la
presencia de Alida Rikker en el otro
extremo del salón, a la luz de la
chimenea; su belleza radiante, su
novedad sin explorar lo atraían
insistentemente, y fue un alivio que se la
presentaran por fin. Forrest la saludó
con una inclinación de cabeza y la dejó,
pero fue bastante para establecer una
especie de comunicación. La expresión
de Alida quería decir que conocía el
papel de la familia de Forrest como
testigo de cargo contra la suya, que no le
importaba, y que incluso le daba pena
verlo en una posición tan ridícula, pues
no ignoraba que Forrest era su
admirador. Y la expresión de Forrest
decía: «Es natural que yo reconozca tu
belleza, pero fíjate cómo son las cosas:
nos separa el hecho de que tu padre sea
un individuo despreciable, y yo no
puedo renunciar a mi posición actual».
De repente, en un instante de
silencio, la oyó hablar, y sus oídos se
alejaron de la conversación en la que él
estaba participando.
—… Helen llevaba más de un año
con ese dolor raro y, claro, creyeron que
era cáncer. Fue a que la vieran por rayos
X; se desnudó detrás de una pantalla, y
el médico la miró a través del aparato y
dijo: «Te he dicho que te quites toda la
ropa»; y Helen dijo: «Ya me la he
quitado». El médico volvió a mirarla y
dijo: «Oye, cariño, yo te traje al mundo,
así que conmigo no tienes por qué sentir
vergüenza. Quítatelo todo». Así que
Helen dijo: «Le juro que estoy
completamente desnuda». Pero el
médico dijo: «No. Estoy viendo por
rayos X el broche de tu sostén». Así que
descubrieron por fin que a lo mejor se
había tragado un broche cuando tenía
dos años.
La historia, flotando en su voz nítida
y resuelta, en aquel ambiente de
intimidad, desarmó a Forrest. No tenía
nada que ver con lo que hubiera
sucedido en Washington o Nueva York
hacía diez años. De repente deseó
sentarse a su lado, porque ella era la
llama que mantenía vivo el fuego de la
chimenea. Al salir de la fiesta, Forrest
paseó una hora por una nieve que
parecía hecha de plumas, preguntándose
de nuevo por qué no podía conocerla
mejor, por qué tenía la obligación de
convertirse en representante de
determinados principios.
«Bueno, quizá algún día me divierta
de verdad haciendo lo que me parezca
conveniente», pensó con ironía; «cuando
tenga cincuenta años».
El primer baile de Navidad se
celebró con fines benéficos en el
arsenal. Era un acontecimiento que
congregaba a mucha gente. Los ricos se
sentaban en una especie de palcos. Todo
el que se creía algo en la ciudad asistía
a la fiesta, sólo por curiosidad en la
mayoría de los casos, y la atmósfera era
tensa, impregnada de una arrogancia y
frialdad inusuales.
Los Rikker tenían un palco. Forrest,
al llegar con Jane Drake, miró de reojo
al individuo de mala reputación y a la
cualquiera que, cargada de joyas, casi
paralizada por tanta joya, se sentaba a su
lado. Eran los criminales de la ciudad, a
quienes miraban atónitas las personas de
vida circunspecta y mesurada. Ajenas a
las miradas de espanto, Alida y Helen
Hannan se dejaban cortejar por algunos
jóvenes que no eran de la ciudad. Sin
discusión ni comparación, Alida era la
más bella de la fiesta.
Y Forrest se enteró de la noticia: los
Rikker darían una gran baile después de
Año Nuevo. Habían repartido
invitaciones, pero también podían
invitarte de viva voz. Corría el rumor de
que bastaba con que te presentaran a
alguno de los Rikker para que te
invitaran al baile.
Cuando Forrest cruzaba el vestíbulo,
dos amigos lo pararon y, entre risillas,
le presentaron a un joven de diecisiete
años, el señor Teddy Rikker.
—Vamos a dar una fiesta —dijo el
joven inmediatamente—. El tres de
enero. Me alegraría mucho que vinieras.
Forrest lamentaba tener un compromiso.
—Bueno, puedes venir si cambias
de idea.
—Es un chico impresentable, pero
listo —dijo más tarde uno de los amigos
—. Le hemos estado trayendo gente y,
cuando nos acercamos con una pareja de
idiotas, los miró y no les dijo una
palabra. Algunos rechazan su invitación
y otros, pocos, la aceptan, y la mayoría
responde con evasivas, pero él insiste,
imperturbable; ha salido a su padre.
No se hablaba de otra cosa en todas
partes. ¿Por qué su hermana no le paraba
los pies? Le dio lástima de la chica
cuando encontró a Jane con un grupo de
amigas deleitándose con la historia.
—Me han dicho que invitaron por
equivocación a Bodman, el de la
funeraria, y luego se arrepintieron.
—La señora Carleton se hizo la
sorda.
—Van a traer de Canadá un
cargamento de champán. —Yo no voy a
ir, por supuesto, pero me encantaría,
aunque sólo fuera por ver qué pasa.
Habrá cien hombres para cada chica.
Para ella será estupendo.
Tanta malevolencia junta le pareció
repugnante, y le molestó que Jane
participara en ella. Se volvió y vio la
sombra orgullosa de Alida deslizándose
por una pared, y observó con
desagradable resentimiento la devoción
de sus cortejadores. No se había dado
cuenta de que llevaba meses un poco
enamorado de ella: como dos niños
pueden enamorarse mientras se pelean
por una pelota, habían ido tomando
conciencia el uno del otro, y aquella
sensación había alcanzado proporciones
sorprendentes.
—Es bonita —dijo Jane—. No es
que sea recargada en el vestir, no es eso;
pero, considerando el conjunto, se viste
de una manera un poco exagerada.
—Me figuro que debería llevar un
hábito de tela de saco y ponerse ceniza
en la cabeza o vestirse de medio luto.
—He tenido el honor de que me
inviten, pero, por supuesto, no pienso ir.
—¿Por qué no?
Jane miró a Forrest, sorprendida.
—Tú no vas.
—Es distinto. En tu caso, yo iría.
¿Sabes? No debería importarte lo que
hizo su padre.
—Claro que me importa.
—No te importa. Y me parece una
vileza tanta mezquindad. ¿Por qué no la
dejáis en paz? Es joven y bonita y no ha
hecho nada malo.
Aquella semana vio a Alida en la
fiesta de los Hannan y se dio cuenta de
que muchos la sacaban a bailar. Se fijó
en el movimiento de sus labios, oyó su
risa, cogió al vuelo alguna de las
palabras que dijo; sin poder resistirse,
se sorprendió animando a algunos a
seguir la estela de Alida. Le mandaba a
gente que estaba de paso en la ciudad y
no sabía quién era Alida Rikker.
La noche de la fiesta de los Rikker
cenó con algunos amigos y, antes de
sentarse a la mesa, descubrió que todos
iban a ir a la fiesta. Hablaban del asunto
como de una especie de aventura
humorística; insistían en que los
acompañara.
—Y, si no te han invitado, da lo
mismo —le aseguraron—. Nos han
dicho que podemos llevar a quien
queramos. La entrada es libre, sin
ningún compromiso. Norma Nash va a ir
y no invitó a Alida Rikker a su fiesta.
Además, Alida es muy simpática. Mi
hermano está loco por ella. Mamá está
enferma de preocupación porque mi
hermano dice que quiere casarse con
ella.
Con otro whisky con soda en la
mano, Forrest adivinó que, si se lo
bebía, probablemente iría a la fiesta.
Todas las razones para no ir le parecían
caducas y trilladas en aquel momento, y,
fatalmente, había empezado a sentirse
ridículo. Intentó en vano recordar qué
propósito lo guiaba, y no encontró
ninguno. Su padre había sido
condescendiente en el asunto del Club
Kennemore. Y de repente encontró
razones para ir: los hombres pueden ir a
donde a sus mujeres no les está
permitido.
—Muy bien —dijo.
La fiesta de los Rikker era en el
salón de baile del Hotel Minnekada. El
dinero de la familia, de oscura
procedencia, corrompido, había tomado
la forma de un bosque de palmeras,
emparrados y flores. Dos orquestas
gemían en pérgolas iluminadas con
luciérnagas, y una batería de reflectores
de colores barría la pista y rozaba un
bufé donde brillaban botellas oscuras.
La recepción de invitados continuaba
cuando Forrest y sus amigos llegaron, y
Forrest hizo una mueca irónica ante la
perspectiva de tener que darle la mano a
Chauncey Rikkert. Pero, en cuanto vio a
Alida, en cuanto miró los ojos que por
fin se clavaban en él con toda franqueza,
se olvidó de todo lo demás.
—Tu hermano tuvo la amabilidad de
invitarme —dijo.
—Ah, sí —era educada, pero
parecía distraída; no parecía en absoluto
sorprendida por su presencia. Mientras
esperaba poder saludar a los padres,
Forrest se sobresaltó: su hermana estaba
entre un grupo de bailarines. Y,
entonces, uno tras otro, fue identificando
a gente que conocía. Aquélla podría
haber sido una de las fiestas de
Navidad: todos los jóvenes se
encontraban allí. Descubrió de pronto
que Alida y él se habían quedado solos.
La recepción de invitados había
terminado. Alida lo miró, inquisitiva, un
poco divertida.
Así que la sacó a bailar, con la
cabeza alta, aunque empezaba a darle
vueltas. De todo cuanto existe en el
mundo, lo menos que hubiera podido
esperarse era abrir el baile en la fiesta
de los Rikker.
III.
HE ELEGIDO A LOS
OTROS SEIS Y LOS
RESPALDO HASTA EL FIN.
ACCIDENTE DE COCHE
DE CORISTAS Y
ESTUDIANTES DE YALE.
IRENE DALE Y, EN EL
HOSPITAL DE
GREENWICH, ANUNCIA
PLEITO POR BELLEZA
AMENAZADA. IMPLICADO
HIJO DE MILLONARIO.
«Querido señor:
»Después de su última
carta, recibida a través de su
banco en esta ciudad,
adjuntando cheque que por la
presente le agradezco, no me
siento obligado a volver a
escribirle. Pero, puesto que el
hecho concreto del valor
comercial de un objeto parece
ser capaz de impresionarle,
mientras permanece
absolutamente insensible al
valor de una abstracción, le
escribo para comunicarle que
mi exposición ha tenido un
éxito sin precedentes. Para
adaptarme lo más posible a su
nivel intelectual le diré que he
vendido dos piezas —un busto
de Lallette, la actriz, y un
grupo de animales en bronce
— por un total de siete mil
francos (280 dólares).
Además, tengo encargos que
me ocuparán todo el verano.
Le adjunto el recorte de un
artículo que me dedica
Cahiers d’Art, que le
demostrará que, piense lo que
piense de mi talento y mi
carrera, su opinión no puede
ser considerada unánime.
»Esto no quiere decir que
yo no le agradezca su piadoso
intento de proporcionarme una
educación. Me figuro que
Harvard no era peor que
cualquier refinado colegio
para señoritas: los años que
desperdicié allí me
proporcionaron un punto de
vista agudo y bien
documentado sobre la vida y
las instituciones de Estados
Unidos. Pero su sugerencia de
que regrese a América y me
dedique a esculpir ninfas
estandarizadas para las
fuentes de los especuladores
era un poco excesiva…».
I.
II.
»Helen».
III.
IV.
Helen era una figura borrosa entre
otras figuras borrosas en la cubierta de
un barco a oscuras para evitar la
amenaza de los submarinos. Cuando el
barco se adentró suavemente en las
tinieblas del futuro, Stuart fue dando un
paseo por la calle 57, hacia el este. El
dolor por la ruptura de tantos lazos era
un peso que debía soportar, y caminaba
despacio, como si hubiera de adaptarse
a aquel peso. En compensación, sentía
una extraña liviandad interior. Por
primera vez en doce años estaba solo, y
tenía la sensación de que sería para
siempre; conociendo a Helen y
conociendo lo que es la guerra, podía
imaginarse las experiencias por las que
ella pasaría, pero no podía hacerse una
idea de cómo podrían volver a vivir
juntos después. Él estaba descartado:
ella había demostrado al final ser la más
fuerte. Parecía muy extraño y triste que
su matrimonio terminara así.
Llegó al Carnegie Hall, con las luces
apagadas después del concierto, y vio el
nombre de Theodore van Beck escrito
con grandes letras en los carteles.
Mientras lo miraba, una puerta lateral,
pintada de verde, se abrió y un grupo de
gente en traje de noche salió del teatro.
Stuart y Teddy se vieron frente a frente
antes de que pudieran reconocerse.
—¡Hola! —exclamó Teddy
cordialmente—. ¿Ha salido ya Helen
para Europa?
—Acaba de irse.
—Me la encontré ayer por la calle, y
me lo dijo. Me hubiera gustado que
vinierais a mi concierto. Está hecha toda
una heroína, yéndose así… ¿Conoces a
mi mujer?
Stuart y Betty se sonrieron.
—Nos conocemos.
—Y yo sin enterarme —protestó
Teddy—. Las mujeres necesitan que las
vigilen cuando empiezan a chochear…
Oye, Stuart, hemos invitado a unos
cuantos amigos a nuestra casa. Nada de
música ruidosa ni nada parecido. Sólo
la cena y algunas debutantes que me
digan que he estado divino. Te lo
pasarás bien. Me imagino que echarás
de menos a Helen una barbaridad.
—No creo que…
—Vamos. A ti también te dirán que
eres divino.
Dándose cuenta de que la invitación
era sincera, Stuart aceptó. Era el tipo de
reunión a la que no asistía casi nunca, y
lo sorprendió encontrar a tanta gente
conocida. Teddy asumía el protagonismo
con una mezcla de escepticismo y
resolución. Stuart lo oyó mientras
abrumaba a la señora de Cassius
Ruthven con uno de sus temas favoritos:
—La gente intenta formar
matrimonios basados en la cooperación
que terminan siendo matrimonios
competitivos. Una situación
inaguantable. Los hombres inteligentes
terminarán huyendo de las mujeres
decorativas. Un hombre debería casarse
con alguien que se sintiera agradecido,
como Betty.
—No hables tanto, Theodore van
Beck —lo interrumpió Betty—. Ya que
eres un músico tan exquisito, sería mejor
que te expresaras con música en lugar de
con palabras poco pensadas.
—No estoy de acuerdo con su
marido —dijo la señora Ruthven—. Las
mujeres inglesas salen de caza con su
pareja y participan en política en
términos de absoluta igualdad con los
hombres, y eso ayuda a mantener unida a
la pareja.
—No lo creo —insistió Teddy—.
Por eso la sociedad inglesa es la más
desorganizada del mundo. Betty y yo
somos felices porque no tenemos nada
en común.
Su euforia molestaba a Stuart, y el
éxito que irradiaba lo obligaba a pensar
en su propio fracaso. No podía saber
que su vida no estaba destinada al
fracaso. No podía leer la honrosa
leyenda que tres años después sería
grabada con orgullo en su tumba de
soldado, ni saber que su cuerpo sin
sosiego, que siempre se entregó en el
deporte y el peligro, estaba destinado a
ofrecerle al final una última y heroica
galopada.
—No me han aceptado —le decía a
la señora Ruthven—. Tendré que seguir
aguantando en mi escuadrón de
caballería, a no ser que nos movilicen.
—Así que Helen se ha ido —la
señora Ruthven lo miraba como si
estuviera recordando algo—. Nunca
olvidaré vuestra boda. Erais tan guapos,
tan ideales… Estabais tan
compenetrados el uno con el otro…
Todo el mundo lo decía.
Stuart se acordaba; por un instante
pensó que era de lo poco digno de ser
recordado.
—Sí —asintió, moviendo la cabeza,
como si recordara—, supongo que
formábamos una hermosa pareja.
Domingo loco
Fitzgerald escribió
Domingo loco (American
Mercury, octubre de 1932)
después de escribir en 1931
para la MGM el guión de La
pelirroja, que nunca seria
rodado. Estando en
Hollywood, bajo la
inspiración del alcohol,
Fitzgerald interpretó una
canción humorística en una
fiesta que daban Irving
Thalberg y Norma Shearer, y
John Gilbert y Lupe Vélez lo
abuchearon.
El Post no aceptó el
relato porque «ni pretendía ni
probaba nada» y porque el
final lo convertía en «difícil»
para ellos, la revista de
Hearst, Cosmopolitan, lo
rechazó para evitar el riesgo
de ofender a personalidades
de Hollywood, aunque
Fitzgerald insistía en que
«había mezclado distintos
personajes para que nadie
pudiera ser reconocido,
salvo, quizá, King Vidor, que
se hubiera reído mucho con
la historia». Harold Ober se
vio impotente para colocar el
relato en otra revista de gran
difusión, debido a su
contenido erótico y a su
extensión. Fitzgerald se negó
a escribir un final distinto y
se lo vendió al American
Mercury por 200 dólares. Lo
incluyó en Taps at Reveille.
I.
II.
«Querido Miles:
»Ya puedes imaginarte la
profunda irritación que siento
conmigo mismo. Confieso que
me tienta el exhibicionismo,
pero ¡a las seis de la tarde, a
plena luz del día! ¡Santo Dios!
Mis excusas a tu mujer.
«Siempre tuyo,
»Joel Coles».
IV.
«Chicago.
»Vuelvo mañana por la
noche. Pienso en ti. Te quiero.
»Miles».
V.
Era domingo otra vez. Joel se dio
cuenta de que había ido al teatro
arrastrando todavía el trabajo de la
semana como si fuera un sudario. Había
tratado de enamorar a Stella como si
acometiera un asunto urgente que
deseara quitarse de encima antes de
terminar el día. Pero era domingo: la
maravillosa, perezosa perspectiva de las
próximas veinticuatro horas se extendía
ante él, y cada minuto se le ofrecía
arrulladoramente vacío, sin objeto, cada
momento contenía el germen de
innumerables posibilidades. Nada era
imposible. Todo acababa de empezar. Se
sirvió otra copa.
Con un gemido, Stella se desplomó
junto al teléfono. Joel la cogió y la
tumbó en el sofá. Empapó en soda un
pañuelo y lo aplicó en la cara de Stella.
El auricular del teléfono seguía
crepitando y se lo llevó al oído.
—… el avión se estrelló en esta
zona de Kansas City. El cadáver de
Miles Calman ha sido identificado y…
Colgó.
—Descansa, quédate así —dijo,
inseguro, cuando Stella abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —susurró—.
Llama por teléfono. ¿Qué ha pasado?
—Llamaré enseguida. ¿Quién es
vuestro médico? —¿Han dicho que
Miles ha muerto?
—No te muevas… ¿Hay algún
criado despierto?
—Abrázame… Estoy asustada.
Joel la abrazó.
—Dime quién es vuestro médico —
dijo muy serio—. Puede ser un error,
pero me gustaría que viniera alguien.
—Es el doctor… ¡Ay, Dios mío! ¿Ha
muerto Miles?
Joel corrió al piso de arriba y buscó
en extraños botiquines un frasco de
amoniaco. Cuando volvió abajo, Stella
empezó a gritar:
—No está muerto… Sé que no está
muerto. Forma parte de su plan. Está
torturándome. Sé que está vivo. Puedo
sentir que está vivo.
—Quiero que venga alguna amiga
tuya, Stella. No puedes quedarte aquí
sola esta noche.
—¡No, no! —gritó ella—. No quiero
ver a nadie. Quédate. No tengo ningún
amigo. Miles no está muerto… No
puede estar muerto. Voy a ir ahora
mismo a comprobarlo. Cogeré un tren.
Tienes que venir conmigo.
—No puedes. No se puede hacer
nada esta noche. Quiero que me digas el
nombre de alguien a quien pueda llamar:
¿Lois? ¿Joan? ¿Carmel? ¿No hay nadie?
Stella lo miraba sin verlo.
—Eva Goebel era mi mejor amiga
—dijo.
Joel pensó en Miles, en la cara de
desesperación y tristeza que tenía en la
oficina dos días atrás. En el horrible
silencio de su muerte la figura de Miles
se aclaraba: era el único director
americano que poseía a la vez
conciencia artística y una personalidad
interesante. Atrapado entre los
engranajes de la industria del cine, sus
nervios destrozados habían sido el
precio pagado por no tener capacidad de
adaptación, ni el necesario y saludable
cinismo, ni siquiera un refugio: sólo una
lamentable y precaria vía de fuga.
Se oyó un ruido en la puerta, que se
abrió de repente, y pasos en la entrada.
—¡Miles! —chilló Stella—. ¿Eres
tú, Miles? Ah, es Miles.
Un repartidor de telegramas
apareció en el umbral.
—No podía encontrar el timbre. Y
los he oído hablar…
El telegrama era un duplicado del
que habían recibido por teléfono.
Mientras Stella lo leía una y otra vez,
como si fuera una funesta mentira, Joel
hizo algunas llamadas. Era todavía
temprano y le costó trabajo dar con
alguien; cuando por fin consiguió
encontrar a algunos amigos, le preparó a
Stella una bebida fuerte.
—Quédate aquí, Joel —susurró,
como si estuviera medio dormida—. No
te vayas. A Miles le gustabas…, me dijo
que tú… —se estremeció violentamente
—. ¡Ay, Dios mío, no sabes lo sola que
me siento! —sus ojos se cerraron—.
Abrázame. Miles tenía un traje igual que
el tuyo —se puso en pie, asustada,
rígida—. Piensa en lo que debe de haber
sentido. Bueno, le daba miedo casi todo
—negó con la cabeza, aturdida. De
pronto tomó la cara de Joel y la acercó a
la suya—. No te irás. Yo te gusto… Me
quieres, ¿no? No llames a nadie.
Mañana habrá tiempo. Quédate aquí
conmigo esta noche.
Joel la miró, primero con
incredulidad, y después, escandalizado,
comprendió. Con aquel oscuro
acercamiento Stella intentaba mantener
vivo a Miles, provocando una situación
en la que él sería… Como si la mente de
Miles no pudiera morir mientras las
hipótesis que lo habían obsesionado
continuaran existiendo. Era un
angustioso y atormentado esfuerzo para
no reconocer todavía que Miles había
muerto.
Joel, sin más dilación, llamó por
teléfono a un médico.
—¡No, no llames a nadie! —gritó
Stella—. Vuelve aquí y abrázame.
—¿Está el doctor Bales?
—Joel —gritó Stella—. Pensaba
que podía contar contigo. A Miles le
gustabas. Estaba celoso de ti… Joel, ven
aquí.
Ah, entonces… Si él traicionaba a
Miles ella podría mantenerlo vivo…,
porque, si estaba realmente muerto,
¿cómo podrían traicionarlo?
—… acaba de sufrir un ataque muy
grave. ¿Puede venir enseguida y traer
una enfermera?
—¡Joel!
Entonces el timbre y el teléfono
empezaron a sonar intermitentemente, y
empezaron a detenerse automóviles ante
la casa.
—Pero tú no te vas —suplicó Stella
—. Tú vas a quedarte, ¿verdad?
—No —respondió Joel—. Pero
volveré, si me necesitas.
Se quedó en las escaleras, que ahora
bullían y palpitaban con la vida que se
agitaba en torno a la muerte como hojas
protectoras, y se le hizo un nudo en la
garganta.
«Todo lo que tocaba lo volvía
mágico», pensó. «Incluso le dio vida a
esa golfilla y la hizo una especie de obra
maestra».
Y luego:
«¡Qué vacío tan inmenso deja en este
maldito desierto! Bueno, ¡ya esta bien!».
Y, luego, con una cierta amargura:
«¡Ah, sí, volveré… volveré!».
Algo más que una
casa
II.
El hombre de la cicatriz a modo de
sonrisa volvió a acercarse Lew.
—Probablemente sea ésta —anunció
— la fiesta más grande que jamás se
haya dado en Nueva York.
—Ya le había oído la primera vez
que me lo dijo —asintió Lew
alegremente.
—Pero, por otra parte —rectificó el
hombre—, pensaba lo mismo de una
fiesta que dieron hace dos años, en
1927. Seguramente las fiestas serán cada
vez más grandes. Usted juega al polo,
¿no?
—Sólo en el patio de mi casa —
aseguró Lew—. He dicho que me
gustaría jugar. Soy un hombre de
negocios serio.
—Me habían dicho que usted era la
estrella del polo —el hombre parecía
algo decepcionado—. Yo soy escritor.
Partidario del huma… del
humanitarismo. He estado intentando
ayudar a una chica en el salón donde
sirven el champán. Es una dama. Pero,
bien lo sabe Dios, es la única persona
que hay en esa habitación incapaz de
cuidar de sí misma.
—No intente nunca cuidar de nadie
—le aconsejó Lew—. O lo odiarán.
Pero aunque el apartamento, o más
bien la serie de apartamentos y terrazas
habilitados para el acontecimiento,
cubría casi la entera superficie de los
mejores áticos de Nueva York, era un
territorio metropolitano limitado, y
atravesando remolinos de bailarines,
que se iban reduciendo conforme
amanecía, Lew descubrió que había
llegado por fin al salón del que el
hombre le había hablado. Al principio
no reconoció a la chica que había
asumido el papel de alegrar las miradas
vidriosas de la ciudadanía, de los
elegidos por selección natural para
personificar la disolución; pero
inmediatamente, mientras la chica
lanzaba una llamada general para formar
un batallón de despampanantes bellezas
que reconquistara en el Sur sus
propiedades en Maryland, reconoció a
Jean Gunther.
Era la morena de las hermanas
Gunther: morena, radiante y dinámica.
Lew, que vivía entonces en Nueva York,
no había visto a nadie de la familia
desde la boda de Amanda cuatro años
antes. Un cuarto de hora después,
cuando la acompañaba a casa en el
coche, le sonsacó las novedades que
pudo; y la dejó por fin, al amanecer, a la
puerta de su apartamento, despeinada,
con el vestido arrugado, pero todavía
orgullosa, y tambaleándose, a punto de
desplomarse entre absurdas
formalidades, mientras le daba las
gracias y le deseaba buenas noches.
La llamó el día siguiente por la tarde
y la invitó a tomar el té en Central Park.
—Soy —informó a Lew— la hija
del siglo. Hay otras que proclaman ser
la hija del siglo, pero yo soy la
verdadera hija del siglo. Y a ello dedico
mi vida.
Recordando otra época —de
jóvenes en pistas de tenis y pasteles a la
caída de la tarde, y glicinas y yedra
trepando por las rejas artísticas de una
galería—, Lew era todo lo íntegro que
cabía ser aquel memorable año de 1929.
—¿Y qué sacas de eso? ¿Por qué no
inviertes en algún hombre digno de
confianza…? ¿Por qué no inviertes tu
educación, tu buena crianza, en un
hombre así?
—Los hombres sirven para que
inviertan dinero en ti —eludió
hábilmente la cuestión—. El año pasado
un encanto me ayudó un poquito y el
dinero de mi familia me duró diez meses
en lugar de tres.
—Pero ¿tienes algún pretendiente a
la vista?
—No estoy enamorada —dijo—.
Conozco a cuatro, a cinco… Conozco a
seis millonarios con los que podría
casarme. Yo, esta jovencita del condado
de Carroll… No lo soporto. Pero si se
presentara alguien perfecto… —miró a
Lew, calculando su valor—. Tú has
mejorado, por ejemplo.
—Sí, diría que sí —admitió Lew,
riéndose—. Incluso me invitan a los
estrenos. Pero lo mejor que tengo es que
me acuerdo de los viejos amigos, y entre
ellos están las maravillosas hijas de los
Gunther, del condado de Carroll.
—Eres muy amable —dijo ella—.
¿No estabas terriblemente enamorado de
Amanda?
—Eso creía yo, sí.
—La vi la semana pasada. Es una
auténtica señora de Park Avenue y está
muy ocupada criando niños de Park
Avenue. Considera que tengo mala fama,
y les habla a sus amigos de nuestra
magnífica plantación en el viejo Sur.
—¿Nunca vas a Maryland?
—¿Nunca? Me voy el domingo por
la noche, y pasaré allí dos meses
ahorrando suficiente dinero para volver.
Cuando murió mamá… —hizo una pausa
—. Supongo que sabes que murió
mamá… Bueno, heredé un poco de
dinero, y todavía me queda, pero hay
que estirarlo, ¿sabes? —estiró la
servilleta—, para inversiones seguras.
Creo que el próximo paso será un
apacible verano en la granja.
Lew la invitó al teatro la noche
siguiente, inusitadamente nervioso por la
cita. El salvaje fervor de la época la
envolvía; Lew se daba cuenta de cómo
el pulso de la chica alcanzaba una
velocidad inusitada: casi todas las
jóvenes que conocía solían ser febriles,
salvo las que se habían sometido a la
vida hogareña.
No la podía censurar, y a ello
contribuía el hecho de que jamás se
hubiera atrevido a criticarla. Habiendo
escalando desde el peldaño más bajo, se
había visto obligado a amoldar sus
principios a lo que alcanzaba a ver
desde donde se encontraba en cada
momento. Nada más lejos de él que
decirle ajean Gunther cómo organizar su
vida.
Al apearse del tren en Baltimore tres
semanas después, notó ese especial
calor que siempre precede a una
tormenta eléctrica. Pasó de largo la
parada de taxis y alquiló una limusina
para el largo trayecto hasta el condado
de Carroll, y mientras viajaba entre
árboles exuberantes, moribundos en
mitad del verano, entre vallas blancas
que delimitaban la carretera, retrocedía
muchos años y volvía a ser el joven que,
suspirando por un hogar, había visto por
primera vez la casa de los Gunther
cuatro años atrás. Desde entonces había
ocupado un piso de doce habitaciones en
Nueva York y alquilado una mansión en
Long Island para los veranos, pero su
ánimo, pervertido por la soledad y el
cambio permanente, volvía una y otra
vez a aquella casa.
Inevitablemente, era más pequeña de
lo que pensaba, una modesta casona, con
más espacio que lujo. Mostraba cierto
abandono intangible: la única pintura
que había conocido la casa era un verde
amarillento, mero vestigio del sol; y
Lew siempre había visto las
caballerizas inclinadas como la torre de
Pisa, y el jardín rebelde y asilvestrado.
Jean estaba en el porche: no, como
había profetizado, en el papel de reina
vestida con una túnica de guinga o un
traje de amazona rural, sino como una
verdadera dama de la Rue-de-la-Paix
entre los descoloridos cojines del
columpio. Y allí estaba el mayordomo
gordo y negro a quien Lew recordaba y
que presumía, con astucia racial, de
recordar a Lew con placer. Llevó el
equipaje a la antigua habitación de
Amanda, y Lew se detuvo un instante
para mirar a su alrededor antes de subir
las escaleras. Jean y Bess esperaban con
un cóctel en el porche.
Le chocó que Bess hubiera saltado
de la niñez a una edad a la que no se
podía llamar juventud. Su belleza
mostraba una especie de
distanciamiento, casi de intolerancia,
como si no hubiera pedido aquel don y
lo considerara más bien una carga; a un
joven, la gravedad de su cara le hubiera
parecido formidable.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó
Lew.
—No bajará esta noche —respondió
Bess—. No se siente bien. Ya sabes que
tiene casi setenta años. La gente lo
cansa. Cuando tenemos invitados cena
arriba.
—Sería mejor que comiera siempre
arriba —comentó Jean, sirviendo los
cócteles.
—No —la contradijo Bess—. El
médico ha dicho que no. Y no hay nada
más que discutir.
Jean se volvió de pronto hacia Lew.
—Bess lleva un año sin salir apenas
de casa. Podríamos…
—¡Qué tontería! —dijo su hermana,
molesta—. Monto a caballo todas las
mañanas.
—… podríamos contratar a una
enfermera.
Fue una cena formal, con velas en la
mesa y las dos jóvenes en traje de
noche. Lew advirtió que se habían
perdido muchas cosas: la sensación de
que la casa bullía de actividad,
rebosante de vida… Aquello se había
perdido. Era difícil que el reducido clan
hiciera algo más que habitar la casa. No
se trataba de deslizarse hacia el vacío y
la desolación, sino de mantenerse
anacrónicamente entre el pasado que se
desvanecía y el futuro imprevisible.
En mitad de la cena, Lew miró hacia
arriba en una pausa de la conversación,
pero lo que había confundido con un
trueno que retumbaba a lo lejos había
sido un largo gemido en la planta
superior, seguido de una especie de
letanía, interrumpida por el rápido ruido
de la silla de Bess.
—Ya sabes cuáles son mis órdenes.
Mientras yo sea la cabeza de…
—Es papá.
Por un instante, Jean miró a Lew
como si la situación le pareciera más
bien cómica, pero, con cara de
preocupación, añadió muy seria:
—Me figuro que sabes lo que es.
Demencia senil. No es peligroso. A
veces vuelve a ser el que era. Pero a
Bess le cuesta mucho…
Bess no volvió a bajar; después de
la cena, Lew y Jean salieron al jardín,
salpicado de gotas ligeras que
anunciaban lluvia. A través de la luz
verdosa y viva del crepúsculo Lew
siguió la cola del vestido de Jean,
estampado de rosas rojas: era la primera
vez que veía un modelo así; en el
silencio tenso sintió la ilusión de que
existía entre ellos una intimidad
especial, como si compartieran los
secretos de muchos años, y cuando
estalló un trueno y Jean se cogió de su
brazo Lew la rodeó despacio con el
brazo libre y le besó los labios altivos y
perfectos.
—Bueno, por fin has besado a una
Gunther —dijo Jean
despreocupadamente—. ¿Cómo te has
atrevido? ¿Crees que te vas a
aprovechar de nosotras porque vivimos
indefensas en el campo?
La miró para ver si estaba
bromeando, y con una risa repentina
Jean volvió a cogerlo del brazo. Llovía
a cántaros y huyeron hacia la casa,
donde encontraron a Bess de rodillas en
la biblioteca, encendiendo la chimenea.
—Papá está bien —dijo—. No me
gusta darle la medicina hasta el último
momento. Está preocupado por un
hombre que le prestó veinte dólares en
1892.
Bess se entretuvo un poco,
consciente de estar de sobra, pero
movida a asumir el papel de su madre y
mostrar su solidaridad antes de irse. La
tormenta estalló, tronando e iluminando
las ventanas, y Bess encontró la
oportunidad de subir a cerrar los
postigos. Un momento después les
avisó:
—Ha sonado el teléfono. ¿Crees que
será peligroso descolgarlo con esta
tormenta?
—No, en absoluto —contestó Jean
—, o no hubieran llamado.
Se acercó a Lew, que estaba en el
centro del salón, lejos de las ventanas
iluminadas y vibrantes.
—Qué raro que estés aquí ahora. No
me importa decir que estoy contenta de
que estés aquí. Pero, si no estuvieras,
me figuro que nos las arreglaríamos
exactamente igual.
—¿Le ayudo a Bess a cerrar las
ventanas? —preguntó Lew.
Y Bess, al mismo tiempo, dijo desde
arriba:
—El teléfono no ha vuelto a sonar, y
yo no me atrevo a descolgarlo.
El estallido de un trueno estremeció
la casa y Jean se abrazó a Lew,
separándose apresuradamente cuando
Bess bajó corriendo las escaleras con un
grito de consternación.
—Se ha ido la luz —dijo—. No me
daban miedo las tormentas cuando era
pequeña. Algunas veces papá nos
obligaba a sentarnos en el porche. ¿Te
acuerdas?
La luz fulguraba en las ventanas del
primer piso, multiplicándose en los
espejos, de manera que el resplandor
iba invadiendo toda la casa; se produjo
entonces un ruido, como si un millón de
cerillas fueran encendidas a la vez, tan
grande y terrible que importó menos el
trueno que siguió; e inmediatamente el
ruido de un resquebrajamiento y la voz
de Bess:
—¡Qué tormenta!
Entonces volvió a estallar el
relámpago angustioso, y a través de un
pandemónium incesante de ruido fueron
a tientas de ventana en ventana hasta que
Jean gritó:
—¡Es la habitación de William! ¡Ha
caído un árbol!
Lew abrió rápidamente de par en par
la puerta de la cocina para ver, con el
siguiente resplandor, lo que había
sucedido: el gran árbol, al caer, había
separado las caballerizas de la casa.
—¿Está dentro William? —preguntó.
—Seguramente.
Haciendo acopio de valor, Lew
atravesó corriendo los siete metros del
lodazal que se había formado, y con un
hierro rompió la ventana más cercana.
Empapado por la lluvia, bajo los
truenos, se dio cuenta de que la tormenta
empezaba a alejarse, y a gritos llamó:
—¡William! ¿Estás bien?
Nadie contestó.
—¡William!
Calló y llegó una respuesta
tranquila:
—¿Quién está ahí?
—¿Estás bien?
—Quiero saber quién está ahí.
—Te ha caído el árbol encima.
¿Estás herido?
Surgió una repentina carcajada del
cobertizo cuando William emergió
mentalmente de su característico recelo,
oscuro y atávico. Una y otra vez
estallaba la carcajada.
—¿Herido? No estoy herido. No me
pasa nada. Nunca me he sentido mejor,
como dicen por ahí. No me pasa nada.
Al verse la ropa deshecha, Lew se
irritó y dijo con brusquedad:
—Bueno, lo sepas o no, estás
atrapado. Tienes que intentar salir por
esa ventana. Ese árbol es demasiado
grande para quitarlo esta noche.
Media hora más tarde, en su
habitación, a la luz de una vela, Lew se
despojó de la ropa que el agua había
reducido a pulpa. Desnudo en la cama,
se dolía de hallarse en tan triste
condición, innecesariamente cansado
después del esfuerzo excesivo de sacar
por una ventana a un hombre gordo.
Entonces, por encima del apagado rumor
del trueno, volvió a oír el teléfono en el
pasillo, y la voz de Bess: «No oigo una
palabra. Espere a que las líneas estén
mejor», y durante treinta segundos se
quedó medio dormido, despertándose
con un sobresalto al oír que abrían la
puerta.
—¿Quién es? —preguntó,
cubriéndose con la colcha.
La puerta se abrió lentamente.
—¿Quién es?
Hubo una risilla; el último latido de
un relámpago iluminó tres dedos tensos,
de venas azules, y una voz de hombre
susurró:
—Sólo quería saber si estabas aquí
esta noche, querida. Estoy
preocupado… Estoy preocupado.
La puerta se cerró despacio, y Lew
comprendió que el viejo Gunther hacía
su acostumbrada ronda nocturna.
Desvelado, se deslizó en la única muda
que tenía, y oyó por tercera vez que
Bess hablaba por teléfono.
—… por la mañana —decía—. ¿No
puede esperar? Las líneas están muy
mal.
En el piso de abajo encontró a Jean
con un sorprendente aire de hada ante el
fuego. Jean le hizo una señal, como
invitándolo a besarla, y él se acercó,
indiferente de pronto. Intentando aclarar
lo que sentía, le pasó la mano
suavemente por el hombro.
—Tu padre está dando vueltas. Entró
en mi cuarto. ¿No crees que deberías…?
—Siempre lo hace —dijo Jean—.
Cada noche comprueba si estamos
acostadas.
Lew clavó los ojos en ella; la
sospecha que había ido cobrando forma
en su subconsciente tomó cuerpo. Ella lo
miraba con expresión suave, adorable;
pero la atención de Lew se deslizó
escaleras arriba, oyendo cómo Bess
seguía luchando con el teléfono.
—Muy bien. Dígame a ver si lo
entiendo… Efe-a-elle-e-… Sí, sí. Ce-i-
de-a. ¿Fallecida? —su voz, al completar
la palabra, se le quebró de pánico—.
¿Cómo dice? ¿Fallecida Amanda
Gunther?
Jean le dirigió a Lew una mirada
divertida.
—¿Por qué se empeña Bess en
recibir ahora ese mensaje? ¿Porqué
no…?
—¡Cállate! —ordenó Lew—. Es
algo serio.
—No creo que…
Alarmado por el silencio que
llegaba de arriba, Lew subió corriendo
y encontró a Bess sentada junto a la
mesa del teléfono, con el auricular en el
regazo, suspirando, con la mirada
perdida, suspirando. Lew cogió el
auricular y tomó el mensaje: «Amanda
falleció al dar a luz un niño».
Lew intentó levantar a Bess, pero
estaba arrellanada en la silla, ahogada
por sollozos sin lágrimas.
—No se lo digas a papá esta noche.
¿Qué importaba añadir aquello al
viejo almacén de recuerdos confusos?
Pero le importaba a Bess.
—Ve —susurró Bess—, ve a
decírselo ajean.
Jean había tenido algún
presentimiento, y lo esperaba al pie de
las escaleras.
—¿Qué pasa?
La condujo suavemente a la
biblioteca.
—Amanda ha muerto —dijo, sin
soltarla.
Jean hizo acopio de todas sus
fuerzas para gritar, pero Lew le tapó la
boca con la mano.
—¡Has estado bebiendo! —dijo—.
Tienes que serenarte. No puedes añadir
otra carga a tu hermana.
Jean se serenó visiblemente:
controló primero sus labios orgullosos y
luego todo el cuerpo, pero lo que
hubiera parecido heroico en otra
situación, a Lew sólo le pareció propio
de un reptil, el sutil esfuerzo de un
animal: lo que había empezado a sentir
por ella se disolvió en un tic-tac del
reloj.
Dos horas después la casa estaba en
silencio bajo el cuidado de una antigua
cocinera que Bess había mandado
llamar; Jean se había dormido con la
ayuda de un sedante recetado por un
médico de Ellicott City. Sólo cuando
estuvo en la cama, Lew pensó realmente
en Amanda, un instante, sólo un instante.
Se había ido del mundo, su segundo…
no, su tercer amor… caída en combate.
Pensaba más bien en el jardín goteante,
en la naturaleza súbitamente inocente en
la noche clara. Si no hubiera estado tan
cansado se hubiera vestido y hubiera
dado un paseo entre los largos tallos de
las plantas trepadoras, para mirar una
vez más desde lejos la casa y sus
habitantes: el viejo destruido, la joven
que se destruía y envejecía con la casa,
y la otra joven, que había elegido la vía
de escape de la disipación. Paseando a
través de sueños destruidos, dejó que su
imaginación volara a donde el árbol, al
caer, había separado de la casa el
dormitorio de William, y se detuvo allí
en la tiniebla, intentando recomponer lo
que pensaba sobre los Gunther.
«Hay algo de degeneración»,
decidió «en aferrarse así al pasado. Me
he equivocado. Algunos seguimos
adelante, y esta gente y el tejado que los
cubre son pan comido para el tiempo.
Me alegro de abandonar este lugar para
siempre y volver mañana a un sitio
fresco, nuevo y limpio en Wall Street».
Sólo una vez se despertó por la
noche, cuando oyó al anciano quejarse
con voz trémula, recordando los veinte
dólares que le habían prestado en 1892.
Oyó la voz de Bess tranquilizándolo, y
luego, inmediatamente antes de
dormirse, la voz de la vieja cocinera
negra, que apagó ambas voces.
III.
La tarde de un escritor
(Esquire, agosto de 1936) ha
sido catalogado como cuento y
ensayo. Lo incluimos aquí
como muestra del cambio de
forma y contenido que la obra
de Fitzgerald experimentó
después de la acogida
desfavorable de Suave es la
noche. Sus mejores ensayos
aparecieron en Esquire,
fundamentalmente los ensayos
de 1936, reunidos más tarde
en El crack-up, de los que La
tarde de un escritor es una
prolongación.
I.
II.
Fue a la cocina y se despidió de la
criada como si se fuera a Little America.
Una vez en la guerra había requisado
por pura fanfarronería un vehículo y lo
había conducido de Nueva York a
Washington para estar en el cuartel a la
hora de pasar revista. Ahora esperaba
en la esquina de la calle a que cambiara
el semáforo, mientras los jóvenes, con
prisa, se le adelantaban, indiferentes al
tráfico. En la esquina de la parada del
autobús, bajo los árboles, hacía fresco y
pensó en las últimas palabras de
Stonewall Jackson: «Crucemos el río y
descansemos a la sombra de los
árboles». Los jefes de aquella guerra
civil parecían haberse dado cuenta de
repente de lo cansados que estaban: Lee,
marchitándose hasta dejar de ser quien
era; Grant, escribiendo
desesperadamente sus recuerdos antes
de morir.
El autobús era tal como se había
imaginado: sólo había otro viajero en el
piso de arriba y las ramas verdes
golpeaban sin cesar en las ventanillas.
Probablemente, tendrían que podar
aquellas ramas, lo que le parecía una
pena. Había mucho que mirar: intentó
definir el color de una hilera de casas y
sólo le vino a la cabeza el color de una
capa de su madre que parecía de muchos
colores y no era de ningún color: sólo
reflejaba la luz. En algún sitio, las
campanas de una iglesia tocaban Venite
adoremus, y se preguntó por qué, pues
hacía ocho meses que había terminado la
Navidad. No le gustaban las campanas,
pero se había emocionado mucho
cuando tocaron Maryland, mi Maryland
en el funeral del gobernador.
En el campo de fútbol de la
universidad había hombres pasando el
rastrillo y se le ocurrió un título: «El
hombre que cuidaba el césped» o
incluso «Crece la hierba», algo acerca
de un hombre que trabaja cuidando el
césped durante años y consigue que su
hijo vaya a la universidad y juegue en el
equipo de fútbol. Entonces el hijo muere
en plena juventud y el hombre se va a
trabajar al cementerio, a sembrar césped
sobre su hijo en lugar de bajo sus pies.
Sería el tipo de relato que aparece en
todas las antologías, pero no era lo
suyo: sólo era una antítesis hinchada,
algo tan estereotipado como un cuento
de revista popular y tan fácil de escribir.
Pero muchos lo considerarían excelente
porque era melancólico, tenía enjundia y
era fácil de comprender.
El autobús pasó una desvaída
estación de ferrocarril de estilo
neoclásico a la que daban vida las
camisas azules y gorras rojas de los
mozos. La calle se estrechaba al llegar a
la zona comercial y de repente
aparecieron chicas vestidas de colores
chillones, todas bellísimas: pensó que
nunca había visto tantas chicas guapas.
También había hombres, pero todos
parecían un poco ridículos, como él
cuando se miró al espejo, y había viejas,
más bien feas, y también, de repente,
chicas vulgares y desagradables; pero en
general eran bonitas, vestidas de todos
los colores, entre los seis y los treinta
años, y sus caras no transparentaban
ningún proyecto, ningún conflicto, sólo
un estado de dulce suspensión,
provocativo y sereno. Durante un
instante amó la vida con todas sus
fuerzas, y no sintió el menor deseo de
renunciar a ella. Pensó que quizá había
cometido un error al salir a la calle tan
pronto.
Se apeó del autobús, agarrándose
cuidadosamente a la barandilla, y
recorrió una manzana hasta la barbería
del hotel. Pasó ante una tienda de
deportes y miró el escaparate, pero sólo
le interesó un guante de béisbol que ya
estaba ennegrecido por la palma. Al
lado había una camisería, y se paró un
buen rato a mirar las camisas de tonos
intensos y las escocesas. Diez años
atrás, durante un verano en la Riviera, el
escritor y algunos más habían comprado
camisas de obrero de color azul oscuro,
y probablemente habían creado aquella
moda. Le gustaron las camisas a
cuadros, llamativas como uniformes, y
deseó tener veinte años e ir a un club de
playa con el cielo pintado como un
ocaso de Turner o un amanecer de Guido
Reni.
La barbería era espaciosa, llena de
luz, perfumada: hacía meses que el
escritor no iba al centro de la ciudad
para semejante cometido y se encontró
con que su barbero de siempre estaba
enfermo, con artritis; así que le explicó
a su compañero cómo usar el champú,
rechazó el periódico y se sentó, casi
feliz, sensualmente satisfecho al sentir
los fuertes dedos en el cuero cabelludo,
mientras le venía a la memoria el
recuerdo agradable y entremezclado de
todos los barberos que había conocido.
Una vez había escrito un cuento
sobre un barbero. En 1929 el
propietario de su barbería favorita en la
ciudad donde vivía entonces había
ganado una fortuna de 300 000 dólares
gracias a las confidencias de un
industrial de la zona y estaba a punto de
retirarse. El escritor se despreocupó del
asunto, porque estaba a punto de irse a
Europa a pasar unos años con lo que
tenía ahorrado, y aquel otoño, al oír
cómo aquel barbero había perdido toda
su fortuna, se decidió a escribir un
cuento, disfrazando con cuidado los
detalles pero girando siempre sobre la
idea de un barbero que prospera para
luego hundirse. Degó a sus oídos, sin
embargo, que en la ciudad habían
reconocido la historia y había
provocado cierta irritación.
El lavado terminó. Cuando salió al
vestíbulo, una orquesta empezó a tocar
en el bar del otro lado de la calle y se
detuvo un momento en la puerta para
oírla. Hacía tanto que no bailaba, dos
noches quizá en cinco años, aunque una
reseña de su último libro había
mencionado que era un fanático de los
cabarés; la misma reseña decía también
que era infatigable. Algo, cuando
aquella palabra resonó en su mente, le
hizo daño y sintió que le acudían a los
ojos lágrimas de debilidad, y se fue. Era
como al principio, hacía quince años,
cuando decían que tenía «una facilidad
terrible», y él trabajaba como un
esclavo en cada frase para no darles la
razón.
«Otra vez me estoy amargando», se
dijo. «Y no es bueno, no es bueno. Tengo
que volver a casa».
El autobús tardó mucho tiempo en
llegar, pero no le gustaban los taxis y
todavía esperaba que le sucediera algo
en el piso de arriba del autobús mientras
pasaba entre los árboles de la avenida.
Cuando por fin llegó el autobús le costó
algún trabajo subir los escalones, pero
valió la pena porque lo primero que vio
fue a dos alumnos del instituto, un chico
y una chica, sentados sin ninguna timidez
en el pedestal de la estatua del general
Lafayette, con toda la atención
concentrada en sí mismos. El
aislamiento de los dos chicos lo
emocionó y pensó que debería
aprovecharlo profesionalmente, aunque
sólo fuera para compararlo con el
creciente retraimiento de su vida y la
necesidad cada vez mayor de cosechar
en un campo ya muy cosechado.
Necesitaba una reforestación y era
absolutamente consciente de ello, y
esperaba que el terreno soportara una
nueva siembra. Nunca había sido el
mejor terreno posible, pues había tenido
un temprana debilidad por lucirse en
lugar de escuchar y observar.
Ahí estaba el bloque de
apartamentos. Miró hacia arriba, a las
ventanas de su casa, en el último piso,
antes de entrar.
«La residencia del escritor de
éxito», se dijo. «Me gustaría saber qué
libros maravillosos estará escribiendo.
Debe ser magnífico disfrutar de un don
semejante: pasar la vida sentado con un
lápiz y un papel. Trabajar cuando
quieres, ir a donde te dé la gana».
Su hija todavía no había llegado,
pero la criada salió de la cocina y dijo:
—¿Se lo ha pasado bien?
—Perfecto —dijo—. He estado
patinando, he ido a la bolera, he jugado
con el abominable hombre de las nieves
y he terminado en un baño turco. ¿He
recibido algún telegrama?
—Nada.
—¿Puede traerme un vaso de leche?
Atravesó el comedor y entró en su
despacho, y por un momento lo cegó el
reflejo del último sol de la tarde sobre
sus dos mil libros. Estaba bastante
cansado. Se echaría diez minutos y luego
vería si se le ocurría alguna idea en las
dos horas que faltaban para cenar.
Financiando a
Finnegan
Financiando a Finnegan
(Esquire, enero de 1938) fue
escrito en Hollywood.
Después de que Fitzgerald
entrara en la nómina de la
MGM en verano de 1937, su
trabajo en los estudios no le
dejó ni tiempo ni energías
para llevar a cabo otros
proyectos literarios al margen
del cine, y éste fue el único
cuento que publicó en 1938.
Siguió escribiendo para
Esquire con el fin de que el
público no olvidara su nombre
y porque no le gustaba
escribir guiones de cine. El
agente y el editor que «se
habían conjurado para
animarse mutuamente en todo
lo que se refería a Finnegan»
está claro que son Harold
Ober y Maxwell Perkins.
I.
CON CINCUENTA
PODRÍA AL MENOS PAGAR
MECANÓGRAFA
CORTARME EL PELO Y
COMPRAR LÁPICES VIVIR
ASÍ ES IMPOSIBLE SÓLO
EXISTO PORQUE SUEÑO
CON BUENAS NOTICIAS
DESESPERADAMENTE
FINNEGAN.
III.
MILAGROSAMENTE
SANO Y SALVO AQUÍ
PERO RETENIDO POR
AUTORIDADES RUEGO
ENVIAR
TELEGRÁFICAMENTE
DINERO Y PASAJES PARA
CUATRO PERSONAS MÁS
DOSCIENTOS EXTRA A
CUENTA ANTICIPO DE
VUELTA MANDO
ENTRAÑABLES SALUDOS
DEL DIFUNTO
FINNEGAN
La década perdida
(Esquire, diciembre de 1939)
es el más notable de los
últimos y elípticos esbozos de
Fitzgerald, que consiguen los
mismos efectos que un relato
más elaborado. Ha sido
descrito como obsesionante,
un término más fácil de
experimentar que de explicar.
En poco más de mil palabras
La década perdida desarrolla
una estampa controlada y
comedida de un hombre que
intenta cambiar de actitud ante
la realidad después de diez
años de borrachera.
II.
III.
Tres noches después del estreno de
la obra de Pamela, Jim fue a Pasadena y
sacó una entrada para la última fila.
Entró en un teatro diminuto y fue el
primero en llegar, prescindiendo de los
acomodadores que revoloteaban por la
sala y el parloteo que se mezclaba con
los martillazos entre bastidores. Pensó
en emprender una discreta retirada, pero
lo tranquilizó la llegada de un grupo de
cinco personas, entre las que se
encontraba el ayudante de Joe Becker.
Las luces se apagaron; sonó un gong;
para un público de seis personas
comenzó la obra.
Jim observaba a Pamela; delante de
él, los otros cinco espectadores juntaban
sus cabezas y cuchicheaban después de
cada escena en la que aparecía la chica.
¿Era buena? No le cabía la menor duda.
Pero, entre tantas películas como se
exhiben en medio mundo, el don natural
del talento era una rareza. Existía alguna
remota posibilidad, y suerte. Él era la
suerte. Quizá fuera la suerte para esa
chica, si confirmaba que lo que ella le
hacía sentir por dentro era universal.
Las estrellas ya no se creaban por el
capricho de un hombre, como en los días
del cine mudo, pero seguía habiendo
aspirantes, pruebas, oportunidades.
Cuando cayó el telón, con el aire
doméstico de una persiana, fue a los
bastidores por el simple procedimiento
de atravesar una puerta lateral. Ella lo
estaba esperando.
—Hubiera preferido que no viniera
esta noche —dijo—. Ha sido un fracaso.
La noche del estreno hubo lleno, y
estuve mirando a ver si lo veía.
—Ha estado usted muy bien —dijo
Jim tímidamente.
—No, no. Tendría que haberme visto
el otro día.
—He visto suficiente —dijo—. Le
voy a dar un pequeño papel. ¿Puede
venir al estudio mañana?
Observaba la expresión de Pamela.
En su mirada, en la curva de los labios,
brilló una pena repentina y abrumadora.
—Ay —dijo—. Lo siento
muchísimo. Joe invitó a alguna gente y al
día siguiente firmé un contrato con
Bernie Wise.
—¿De verdad?
—Sabía que usted estaba interesado
y al principio no me di cuenta de que
usted sólo era una especie de
supervisor. Creí que tenía más poder…
—se interrumpió antes de asegurarle con
fastidio—: Usted me cae mejor. Es
mucho más civilizado que Bernie Wise.
Sintió una punzada de dolor y
contrariedad. Muy bien, por lo menos
era civilizado.
—¿Puedo llevarla hasta Hollywood?
—le preguntó.
Atravesaron una noche de octubre
suave como si fuera de abril. Al cruzar
un puente, Jim hizo un gesto señalándole
las alambradas que coronaban el pretil,
y Pamela asintió.
—Sé lo que es —dijo—. ¡Qué
estupidez! Los ingleses no se suicidan si
no consiguen lo que quieren.
—Lo sé. Se vienen a América.
Pamela se echó a reír y lo miró,
como apreciando su valor. Sí, podría
hacer con él lo que quisiera. Apoyó la
mano en la mano de Jim.
—¿Hay beso esta noche? —sugirió
Jim un rato después.
Pamela miró al chófer, aislado en su
compartimento.
—Hay beso esta noche —dijo ella.
Al día siguiente viajó al Este en
avión, en busca de jóvenes actrices que
fueran exactamente igual que Pamela
Knighton. Tenía tanto interés, que
cualquier mirada que sugiriera
melancolía, cualquier voz con claro
acento inglés, lo predisponían. Parecía
un intento desesperado encontrar a
alguien exactamente igual que aquella
chica. Entonces, cuando un telegrama
reclamó que volviera urgentemente a
Hollywood, se encontró con que Pamela
caía en sus manos.
—Tienes una segunda oportunidad,
Jim —dijo Joe Becker—. No la
desaproveches.
—¿Qué ha pasado?
—No tenían un papel para ella.
Aquello es un desastre. Así que
rompimos el contrato.
Mike Harris, el jefe de los estudios,
investigó el asunto. ¿Cómo un cineasta
inteligente como Bernie Wise quería
prescindir de ella?
—Bernie dice que no sabe actuar —
le informó Harris a Jim—. Y además
crea problemas. Sigo pensando en
Simone y en las dos chicas austríacas.
—La he visto actuar —insistió Jim
—. Y tengo trabajo para ella. No
pretendo darle nada importante todavía.
Me gustaría probarla en un pequeño
papel para que la vieras.
Una semana después Jim empujaba
la puerta acolchada y entraba
preocupado en el plato III. Los extras, en
traje de noche, lo miraron en la
penumbra; las pupilas se dilataban.
—¿Dónde está Bog Griffin?
—En ese camerino, con la señorita
Knighton.
Estaban sentados en un sofá a la luz
de una lámpara de tocador, y por el
gesto de contrariedad de Pamela, Jim
dedujo que el problema era serio.
—No pasa nada —insistía Bob, todo
amabilidad—. Somos como una pareja
de gatitos. ¿A que sí, Pam?
—Hueles a cebolla —dijo Pamela.
Griffin volvió a intentarlo.
—Hay una manera inglesa de hacer
las cosas y una manera americana.
Estamos buscando un feliz término
medio, eso es todo.
—Hay una manera correcta y una
manera estúpida —resumió Pamela—.
No quiero empezar pareciendo una
imbécil.
—¿Te importa dejarnos solos, Bob?
—dijo Jim.
—Claro. Todo el tiempo del mundo.
Jim no la había visto aquella
agotadora semana de pruebas, pruebas
de vestuario y ensayos, y ahora se daba
cuenta de lo poco que sabía acerca de
ella, y ella de ellos.
—Parece que estás de Bob hasta la
coronilla —dijo.
—Quiere que diga cosas que no
diría una persona en su sano juicio.
—De acuerdo, quizá sea así —
asintió—. Pamela, ¿desde que estás
trabajando aquí has exagerado alguna
vez tu papel?
—Bueno… Todo el mundo lo hace
alguna vez.
—Escucha, Pamela, Bob Griffin
gana casi diez veces más que tú. Por una
sencilla razón. No porque sea el director
más brillante de Hollywood, que no lo
es, sino porque jamás exagera su papel.
—Él no es actor —dijo, confundida.
—Me refiero a su papel en la vida
real. Lo escogí para esta película porque
de vez en cuando yo exagero mi papel.
Pero Bob, no. Firmó un contrato por una
suma desproporcionada, que no se
merece, que nadie se merece. Pero
cobra eso porque tener mano izquierda
es la cuarta dimensión de este negocio y
Bob ha aprendido a no pronunciar nunca
la palabra «yo». Gente que le triplica en
talento, productores, actores y
directores, se van a pique porque no
llegan nunca a aprender eso.
—Sé que me estás echando un
sermón —dijo Pamela, insegura—. Pero
creo que no te entiendo. Una actriz tiene
su propia personalidad…
Jim asintió.
—Y nosotros le pagamos cinco
veces lo que podría conseguir en
cualquier otro sitio: con tal de que sea
capaz de no estorbar al resto del equipo.
Tú nos estás estorbando a todos,
Pamela.
«Creí que eras mi amigo», dijeron
los ojos de Pamela.
Le habló durante algunos minutos
más. Todo lo que dijo lo decía de
corazón, pero como había besado esos
labios dos veces, supo que era ayuda y
protección lo que esperaban de él. Todo
lo que había conseguido era
sorprenderla por no estar de su parte.
Sintiéndose un poco desconcertado, y
triste al verla sola, se asomó a la puerta
del camerino y gritó:
—¡Eh, Bob!
Jim fue a resolver otros asuntos.
Volvió a su despacho, donde Mike
Harris lo estaba esperando.
—Esa chica vuelve a crear
problemas.
—Acabo de estar allí.
—Me refiero a hace cinco minutos
—gritó Harris—. Desde que te fuiste ha
estado causando problemas. Bob Griffin
ha tenido que suspender el rodaje por
hoy. No podía más.
Bob entró.
—Hay gente con la que no parece
haber manera de…, con la que no
encuentras cómo…
Se produjo un momento de silencio.
Mike Harris, disgustado por la
situación, sospechó que Jim tenía un lío
con la chica.
—Dadme de plazo hasta mañana por
la mañana —dijo Jim—. Creo que
puedo resolver el asunto.
Griffin titubeó pero vio en la mirada
de Jim una petición personal, un ruego
tras el que había diez años de
relaciones.
—De acuerdo, Jim —dijo.
Cuando se fueron, Jim llamó a
Pamela por teléfono. Sucedió lo que
casi había esperado, pero el alma se le
cayó a los pies cuando le contestó una
voz de hombre.
IV.
V.
Tiernamente adorables
fue rechazado por la revista
Esquire en 1940: uno de los
pocos errores de apreciación
de Arnold Gingrich. Al
margen de la interesante
circunstancia de ser uno de
los pocos cuentos de
Fitzgerald en el que un
personaje negro es tratado en
profundidad, Tiernamente
adorables está escrito con
delicadeza y emoción. Es
evidente que Chico Lindo
guarda una estrecha relación
con el filosófico pescador
negro de El último magnate.
Este apunte de 850 palabras
apareció por primera vez en
el Fitzgerald/Hemingway
Annual de 1969, veintinueve
años después de la muerte de
Fitzgerald.