El Proceso Espiritual de Conversión PDF
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Las palabras que encabezan nuestro trabajo son todo un programa para la Iglesia. Con
ellas, Jesús indica cuál debe ser la actitud de la comunidad cristiana respecto a los niños:
«Dejad que los niños se acerquen a mí»; pero, también, apuntan a un cierto ideal que todo
cristiano ha de cumplir para poder participar del reino de Dios: «pues de los que son como
ellos es el reino de Dios»1.
En efecto, según Jesús, los niños, por el hecho de serlo, poseen una disposición innata
que les hace especialmente receptivos a los misterios del Reino. El considera que tienen
una capacidad significativa «para llamar confiadamente Padre a Dios y para abrirse a los
regalos de éste»2. De algún modo, su pequeñez, debilidad e irrelevancia en la sociedad de
entonces les hace ser esos bienaventurados que Jesús declara ser los destinatarios del
reino de Dios (cf. Lc 6,20 par). De tal manera tipifican las actitudes del discípulo del Reino,
que Jesús con toda su autoridad, «condiciona la recepción del mismo a la exigencia de
hacerse como un niño»3. Marcos concluye la perícopa con una imagen muy significativa:
«Y tomándolos en brazos (Jesús) los bendecía imponiéndoles las manos» (v. 16). Los niños
se dejan abrazar por Jesús, son receptivos de sus bendiciones. Así los discípulos han de
dejarse hacer y permitir que sea Jesús mismo quien por su bendición pascual les
introduzca en el Reino fundado en la paternidad de Dios.
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1 J. Gnilka, El evangelio según san Marcos, vol. II (Sígueme, Salamanca 52005) pp. 91-95.
2 Ibid., p. 93.
3 Ibid.
Nuestro estudio tiene como presupuesto esta enseñanza de Jesús, ella es la que nos
permite fijar la atención directamente sobre los niños tratando de indagar eso que les
capacita a ser receptivos de los misterios del Reino. Si la actividad eclesial que se lleva a
cabo con ellos quiere ser fructífera, es preciso que incida y ayude a desarrollar justamente
esa disposición que les hace sintonizar de un modo especial con el reino de Dios. Esa es
la puerta que Dios ha preparado y, como veremos, Él mismo abre para acercarse a sus
hijos más pequeños. Si la comunidad cristiana la ignora y no la atraviesa con ellos de la
mano, todos sus esfuerzos serán en vano. ¿Los fracasos que actualmente cosechamos en
la Iniciación cristiana de niños y adolescentes, no nos están indicando que algo estamos
haciendo mal?, ¿no estaremos construyendo la casa sobre arena al ignorar la roca que el
Señor proporciona a su Iglesia por medio de la infancia? En nuestros proyectos pastorales
¿nos paramos a pensar y a discernir de qué modo el misterio de Dios se hace presente en
la vida de los niños y cuál es esa connaturalidad que les hace especialmente receptivos?...
1
Nuestro trabajo no pretende ofrecer ni una reflexión ni menos aún una propuesta acabada.
Trata más bien de dar una respuesta provisional a estas cuestiones y desea abrir un
camino de estudio en el que, a partir de las disposiciones espirituales de los niños y
adolescentes, se puedan diseñar unos itinerarios iniciáticos en los que se tenga como
criterio primero el suscitar, alentar y acompañar los procesos espirituales de conversión
que ellos mismos siguen4. Desde esta perspectiva dividimos nuestro estudio en tres partes.
En la primera ofreceremos una tesis de partida que nos permitirá ponernos en la pista
para comprender mejor esa capacidad que permite a los niños sintonizar con el Misterio
divino; en ella ofreceremos los fundamentos teológicos y psicológicos que nos permiten
sostenerla. Después ofreceremos un apunte sobre la novedad de la propuesta cristiana y
mostraremos la conveniencia de que desde la misma infancia los niños sean invitados a
interpretar sus experiencias desde la fe en Jesucristo. Por último, presentaremos un
esbozo del proceso espiritual de conversión que ha de estar en la base del proceso
educativo e iniciático por el que los niños y adolescentes pueden ser introducidos en los
misterios cristianos de la fe.
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4 Presuponemos y hacemos nuestro el planteamiento del Episcopado español: «Así pues, en la
iniciación catequesis, liturgia y experiencia cristiana caminan juntas hacia un mismo objetivo.
Conviene cuidar las tres dimensiones correspondientes e íntimamente correlacionadas: dimensión
catequética, dimensión sacramental y dimensión espiritual; más aún y dadas las circunstancias
actuales desde el punto de vista socio-cultural y religioso, podemos decir que las dos primeras, más
allá de todo automatismo, están al servicio de la dimensión espiritual, donde se fundamenta el
proceso de conversión, el encuentro y la adhesión a Jesucristo…» (Conferencia Episcopal Española
[CIV Asamblea Plenaria], Custodiar, alimentar y promover la memoria de Jesucristo. Instrucción
Pastoral sobre los catecismos de la Conferencia Episcopal Española para la iniciación cristiana de
niños y adolescentes [21-XI-2017] n. 8) (a partir de ahora: Custodiar…).
Comprendemos que esta tesis, punto de arranque de nuestro trabajo, no resulte evidente.
Estamos acostumbrados a estudios de psicología evolutiva de los niños y adolescentes
elaborados desde diversas perspectivas: afectiva, cognitivo-racional, social, moral…5; pero
en los cuales apenas es considerada la dimensión espiritual. Es cierto, existen algunos
estudios que centran su interés en la evolución del sentimiento religioso en los primeros
años de vida, pero propiamente no afrontan su espiritualidad6. En este apartado vamos a
tratar de argumentar nuestra afirmación: los niños, aun en su tierna infancia, tienen vida
espiritual. Para sostener nuestra tesis primero afrontaremos algún prejuicio y después
ofreceremos las bases para su fundamentación.
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5 Cf. R. Oerter, Moderna psicología del desarrollo (Herder, Barcelona 1980); Th. Lidt, La persona su
desarrollo a través de su ciclo vital (Herder, Barcelona 1980); J. Piaget, Psicología del niño (Morata,
Madrid 1984); J. H. Flavell, Psicología evolutiva en Jean Piaget (Paidos, Barcelona 1982); M. Moraleda,
Psicología del desarrollo: infancia, adolescencia, madurez y senectud (Boixareu Universitaria,
Barcelona 1992); A. Arto, Psicología evolutiva. Una propuesta educativa (Ed. CCS, Madrid 1993).
6 F. Oser, El origen de Dios en el niño (Ediciones San Pío X, Madrid 1996); Id, Pedagogía del
crecimiento religioso (Ediciones San Pío X, Madrid 2005); A. García-Mina Freire, Psicología y
catequesis. Un estilo de educar (CCS, Madrid 2004);
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7 Arto, pp. 138-145.
9 Sobre este punto nuestro estudio: «El catequista, mistagogo de la fe»: Teología y Catequesis 137
(2017) pp. 137-167.
Este prejuicio se ve reduplicado cuando se refiere a los niños. En efecto, se da por supuesto
que los niños no pueden tener una experiencia que lleve el calificativo de espiritual. Se
3
considera que su inmadurez humana y religiosa les impide tener una vivencia personal del
misterio divino. Y que resulta suficiente, en su primera infancia, con que aprendan los
principales contenidos doctrinales, adquieran ciertos hábitos religiosos y hagan suyas
algunas normas morales básicas. Quizás esto explica cómo en nuestros días permanece
acríticamente el ejercicio de una catequesis eminentemente doctrinal, trufada por unos
elementos litúrgicos, que alienta la esperanza de que cuando los sujetos maduren podrán
comprender el significado y hacer experiencia del mensaje que se les transmite.
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10 De un modo genérico hemos tratado este aspecto en nuestro estudio: «El itinerario espiritual en los
procesos de Iniciación cristiana»: Actualidad Catequética 245-246 (2015) 87-112. Este mismo trabajo, con
algunas modificaciones lo hemos publicado también con el título: «Una catequesis que inicie en el Misterio del
Dios vivo»: Teología y Catequesis 134 (2016)151-181. Ese trabajo ofrece el fundamento teológico a la reflexión
que llevamos a cabo en el presente.
Como hemos visto al inicio de nuestra exposición, los niños ocupan un lugar destacado en
la economía cristiana. Para Jesús, lejos de ser un impedimento, la infancia porta consigo
una condición que la hace especialmente receptiva al reino de Dios. En el presente
apartado vamos a tratar de entender cuál es esa condición. Nuestra reflexión se va a
desarrollar en dos tiempos. En un primer momento esbozaremos el fundamento teológico
que está en la base de la preferencia que Jesús tiene por los niños; después mostraremos
cómo algunos estudios psicológicos y pedagógicos actuales refrendan esta posición.
4
a. Fundamento teológico: la condición espiritual de la infancia11
Para Jesús, el niño reúne las condiciones necesarias para entrar en el reino de Dios (cf.
Mc 10, 14-15). Es decir, el niño tiene algo que le facilita la acogida del don que Dios quiere
hacer de sí mismo y ese algo debe ser adquirido por todos aquellos que quieran entrar en
el Reino que Dios ha dispuesto. Ahondemos en esta afirmación. Jesús supone que el niño
nace con una capacidad innata que le facilita el contacto con Dios. De algún modo lo
manifiesta cuando afirma que «los ángeles (de estos pequeños) están viendo siempre en los
cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18, 10). Jesús también supone que cuando el ser
humano va creciendo pierde esa capacidad, de tal modo, que si el hombre quiere entrar
en el reino de Dios ha de recuperarla de nuevo. Esta condición es tan radical que Jesús
habla de «nacer de nuevo»: «el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,
3). Este nacer de nuevo implica dos cosas:
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11 Sobre este punto cf. H. U. von Balthasar, Si no os hacéis como este Niño (Fundación San Juan,
Rafaela Provincia de Santa Fe, República Argentina 2006); K. Rahner, «Pensamientos para una
teología de la infancia»: Selecciones de Teología vol. 3, nº 10 (1964), pp. 142-148 (tradujo y condensó:
Victor Codina del original: «Gedanken zu einer Theologie der Kindheit»: Geist und Leben 36 (1963)
104-114. También Mª E. Gómez Sierra, «Apertura religiosa y la imagen de Dios en las diferentes
edades»: Teología y Catequesis 134 (2016), pp. 183-211.
−− En primer lugar supone acoger a los niños: «el que acoge a un niño como este en mi
nombre me acoge a mi» (Mt 18, 5a). La persona se hace niño acogiendo a los niños; pero
ese acoger a los niños en nombre de Jesús supone acoger al mismo Jesús, el cual porta
un misterio indescifrable que solo Él puede revelar: «el que me acoge a mí no me acoge a
mí, sino al que me ha enviado» (Mt 18, 5b). La persona que quiere entrar en el Reino debe
hacerse niño poniéndose a su nivel y acogiéndolos como verdaderos mediadores y
representantes de Jesús, quien es en verdad el «Niño-Hijo de Dios»12.
−− Esta actitud es presentada por Jesús con tal radicalidad que jun-to a la acogida e
identificación con Él –el verdadero Niño-Hijo de Dios–, es preciso nacer de nuevo para
poder devenir también niño-hijo de Dios. En efecto, el discípulo de Jesús debe nacer de
Dios (cf. Jn 1, 13); esto es, debe nacer del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5). Solo por este
nuevo nacimiento se puede recuperar la condición necesaria que permite entrar en el reino
de Dios13.
En este punto es preciso dar respuesta a una cuestión capital: ¿cuál es el núcleo esencial
de esa condición que dispone al niño, y a todo aquel que se asemeja a él, a la acogida del
reino de Dios?14. Pasamos a caracterizar ese núcleo a partir de la enumeración de algunos
elementos:
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12 Cf. Balthasar, pp. 37-51.
5
13 Cf. Ibíd., pp. 51-62.
14 Cf. Balthasar, pp. 19-25. Nuestra exposición quiere manifestar el alcance que tiene la siguiente
afirmación de Rahner: «La infancia misma tiene una inmediata relación con Dios, limita con el Dios
absoluto, no solo a través de las otras edades, sino por sí misma. Puede ser que la peculiaridad de la
infancia se nos escape a nosotros y que desaparezca de nuestra vista. Pero la realidad es muy otra.
La infancia no es solo preludio, sino algo irrepetible que descansa sobre sí» (Rahner, p. 144).
15 «Los modos de ser del niño –sepultados ya para los adultos– muestran y miran hacia una zona
originaria en la que todo acontece hacia lo correcto, lo verdadero y lo bueno, en un estado de protección
escondida que no se puede devaluar como preética o inconsciente (como si el espíritu infantil no se
hubiera despertado aún, como si estuviera, tal vez, en un nivel todavía animal, en el que el niño nunca
existe, tampoco en el seno de la madre), sino que manifiesta en realidad una esfera del originario ser
sano e íntegro, e incluso –dado que el niño no puede primero distinguir entre el amor de los padres y
el amor de Dios– contiene un momento de santidad» (Balthasar, pp.14-15).
−− La sorpresa de todo cuanto existe. La autoconciencia del niño le abre con sorpresa a
todo cuanto le rodea. Bajo el cuidado y la protección de los padres, el niño explora el
mundo y de este modo, poco a poco, va ocupando su espacio y va reconociendo su lugar
en la existencia. La sorpresa es lo que articula y estimula esa exploración. La existencia
de las cosas y la bondad con la que están investidas en virtud de la mirada positiva de los
padres es lo que dispone al niño a abrirse y a explorar con confianza la realidad misteriosa
que se abre ante él. El Misterio divino –transcendente a la vez que inmanente– está detrás
de todo, los padres lo nombran con reverencia: Dios, y por el cuidado que prodigan al niño
este descubre su carácter providente. El niño no tiene ningún prejuicio sobre el Misterio
que late en lo misterioso de la vida, no lo niega, se deja atraer por Él y aprende a decir su
nombre con sencillez. El conocimiento de su nombre abre a la relación y en esta relación
el niño va encontrando su lugar en el mundo.
6
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16 «El niño es un hombre, y posee por tanto aquella dignidad y aquel misterio profundo que se
encierra en la palabra hombre […] El niño viene de Dios y [porque] su historia a pesar de estar
enlazada con el cosmos y la vida del universo tiene una relación inmediata con Dios, su creador […]
El niño es un hombre, que siempre es un sujeto con el cual Dios dialoga y trata» (Rahner, p.144;
también p.146). Desde otra perspectiva: «El niño no es una persona potencial, ni una promesa de
persona; tampoco es un mero proyecto hacia algo que todavía no es. Es una persona en plenitud y,
en cuanto tal, está llamada a hacer de su vida un proyecto personal, único, libre e irrepetible, a vivir
la aventura de existir en primera persona del singular, pero en él ya están todas las inteligencias en
acción» (F. Torralba Roselló, Inteligencia espiritual en los niños Plataforma editorial, Barcelona 2015,
p. 27).
En resumen, el niño desde su más tierna infancia porta la imagen y semejanza de Dios y
por tanto puede iniciar y desarrollar una relación personal con su Creador, eso sí, al modo
de niño. No obstante, esta relación con Dios es tal en la condición de niño, que no solo se
puede calificar de original (primera y propia), sino también originante (fundamento de la
posterior). Aquí radica la importancia capital e irrenunciable de despertar cristianamente
a los niños. En la medida en que los niños y adolescentes establezcan una verdadera
relación con Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, esa relación será referente y
condición para la relación que la persona mantendrá con Dios el resto de su vida17.
Este es un peligro real. Los padres no son Dios, ellos portan sus limitaciones y pecados.
Tampoco la realidad natural e histórica transparenta siempre la presencia divina, muchas
veces más bien la oculta. El niño nace bajo la luz y protección de la gracia divina, pero
también, como decimos, bajo la oscuridad y amenaza de un mundo en donde reina el poder
del mal18. Al principio, a través de la mediación de sus padres, el niño vive su dependencia
originaria de Dios de un modo intuitivo; pero ante la limitación y el pecado de estos y de
su mundo, pertrechado por una conciencia que se va desarrollando poco a poco y el
ejercicio de una libertad permanentemente estimulada, el niño debe distinguir lo que
procede de Dios y Dios mismo, de aquello que no puede venir de su Creador y le separa de
Él, y optar por dar cumplimiento a la vocación divina que late en lo más profundo de su
ser.
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17 «La infancia permanece. Como tiempo dado y confirmado, libremente asumido y construido,
nunca es tiempo pasado desaparecido. La infancia es tiempo permanente y momento interno y
constitutivo de la plenitud del ser, del existente humano, plenitud que llamamos eternidad del hombre
salvado y redimido. No perdemos la infancia dejándola detrás de nosotros, sino que vamos hacia su
encuentro como hacia lo realizado y salvado en el tiempo» (Rahner, p.143).
Nuestra sociedad está marcada por una cultura secularista y laicista que margina el hecho
religioso. Así es, a partir de una mentalidad científico-técnica en la que prima la razón
instrumental, nuestro mundo ha sufrido un proceso de desencantamiento que ha llevado
a que Dios y todo el universo que ese nombre implica haya sido marginado cuando no
negado. Por otro lado, la globalización ha propiciado el fenómeno del multiculturalismo y
del pluralismo religioso. En respuesta a este fenómeno y apoyado en una visión secularista
del mundo, los estados van imponiendo una visión laicista de la vida, la cual lleva a recluir
lo religioso en el ámbito de lo privado y negar su influencia en el ámbito público 20.
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18 «Pero quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí…’ (Mt 18,6). Implícitamente
estas palabras también nos muestran cuán íntimamente amenazado está el mundo originariamente
sano e íntegro de los niños» (Balthasar, p.27).
19 Cf. Conferencia Episcopal Española (XCVII Asamblea Plenaria), Orientaciones pastorales para
la coordinación de la familia, la parroquia y la escuela en la transmisión de la fe (25-II-2013).
20 Sobre este punto, un análisis detallado J. Mª Prades López, Dar testimonio. La presencia de los
cristianos en la sociedad plural (BAC, Madrid 2015) pp. 3-32, con abundante bibliografía.
El punto de arranque la llamada inteligencia espiritual está en «la teoría de las inteligencias
múltiples» de Howard Gardner. Este psicólogo estadounidense se empleó en identificar
diversas formas de inteligencia (todas integradas, todas interdependientes, ninguna
autosuficiente), que en su conjunto capacitan al hombre para hacerse cargo de la realidad:
inteligencia lingüística, inteligencia musical, inteligencia lógico-matemática, inteligencia
corporal y cinestésica; inteligencia espacial y visual, inteligencia intrapersonal, inteligencia
interpersonal, inteligencia naturista23. A este elenco de inteligencias se añadieron
posteriormente otras. En la década de los ochenta, D. Goleman pro-movió la llamada
«inteligencia emocional» que tanta repercusiones ha tenido en la reflexión y práctica
educativa de los últimos años y que, de algún modo, articula desde las emociones las
inteligencias intrapersonal e interpersonal24. Y al inicio del siglo XXI, el propio Gardner
junto con otros autores buscaron identificar la que podría llamarse «inteligencia espiritual,
existencial o transcendente»25.
8
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21 A nadie se le oculta el retorno, en los últimos años, de «lo religioso». Este rebrote de lo sagrado
tiene poco que ver con las religiones tradicionales. La nueva religiosidad, si es que todavía se le puede
llamar así, prefiere hablar de espiritualidad, porque, en primera instancia, la vuelta a «lo misterioso
de la vida» ya no se concibe ni en referencia a una divinidad ni mucho menos a una institución. Este
es el contexto que debemos tener en cuenta para todo lo que sigue. Para acercarse a este fenómeno
cf. J. M. García, Experiencia cristiana mística y contemporaneidad: Teología y Catequesis 132 (2015)
13-36; M. A. Medina Escudero, Retorno de lo religioso. Nuevas imágenes de lo divino: Teología y
Catequesis 134 (2016) pp.69-96, ambos artículos con abundante bibliografía.
22 Recogemos aquí algunos elementos bibliográficos: T. Hart, El mundo espiritual secreto de los
niños (Editorial La Llave, Vitoria- Gasteiz 2006); J.L. Vazquez Borau, La inteligencia espiritual o el
sentido de lo sagrado (DDB, Bilbao 2010); F. Torralba Roselló, Inteligencia espiritual (Plataforma
editorial, Barcelona 2010); Id., Ah, ¿Sí? Cómo hablar de Dios a los niños (Claret editorial, Barcelona
2011); Id., Inteligencia espiritual de los niños (Plataforma editorial, Barcelona 52015); M.J. Figueroa
Íñiguez, La formación espiritual y religiosa durante los primeros años (PPC, Madrid 2012); E. Martínez
Lozano, Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa (PPC, Madrid 2013); R.
Coles, La vita spirituale dei bambini (Castelvecchi, Roma 2013); Laia Monserrat San Juan,
Espiritualidad natural: la educación espiritual de los niños. Ideas para padres y maestros (Kairos,
Barcelona 2014); E. Rodríguez Adrover, La inteligencia espiritual y la catequesis (PPC, Madrid 2016);
H. Esteve, et al., Estar en la escuela. Pedagogía e interioridad (PPC, Madrid 2016).
23 Cf. H. Gardner, La teoría de las inteligencias múltiples (Fondo de Cultura Económica, México
1987); esta teoría ha vuelto a ser sintetizada por el autor en: Inteligencias múltiples: la teoría en la
práctica (Paidós Ibérica, Barcelona 2011). Para una exposición sintética cf. Torralba, Inteligencia
espiritual, pp. 27-42.
¿A qué se llama inteligencia espiritual? Los autores que estudian la inteligencia espiritual
están de acuerdo en subrayar la dificultad que existe en ofrecer una definición cerrada,
cada cual ofrece una desde la perspectiva de su estudio. Por nuestra parte, proponemos
una definición descriptiva que trata de integrar algunos elementos que se encuentran
dispersos en otras definiciones26. La inteligencia espiritual es la capacidad intuitivo-
racional que tiene el ser humano para situarse ante la realidad como totalidad y
cuestionarse el sentido último de las cosas hasta el punto de transcenderlas y abrirse a su
fundamento. La inteligencia espiritual capacita al ser humano para confrontarse con el
Misterio Fontal que todo lo envuelve y ante el que el propio sujeto siente el imperativo de
dar una respuesta que implica todo su ser. Pasamos a decir una palabra sobre cada uno
de los elementos que integran esta definición:
−− Capacidad que cuestiona el sentido último de la realidad. Más allá de las respuestas
inmediatas de orden operativo, la inteligencia espiritual capacita al ser humano a
9
preguntarse por el sentido último de las cosas, ese sentido en el que el propio sujeto se
halla implicado y por el que es urgido a encontrar una respuesta que de alguna manera le
transciende.
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25 Cf. H. Gardner, La inteligencia reformulada: Las inteligencias múltiples para el siglo XXI (Paidós
Ibérica, Barcelona 2010). Para la relación de autores que exploran esta inteligencia, cf. Torralba,
Inteligencia espiritual, pp. 43-52.
26 Para nuestra definición tomamos algunas de las referencias que aportan Torralba, Inteligencia
espiritual, pp. 43-77; Id., Inteligencia espiritual de los niños, pp. 43-52; Rodríguez Adrover, La
inteligencia espiritual y la catequesis, pp. 20-21.
−− Capacidad que implica una respuesta del sujeto. La confrontación con el Misterio Fontal,
al implicar al propio sujeto y producir en él esos sentimientos ambivalentes, supone una
incitación a definirse ante él. En efecto, cuando el sujeto descubre, más o menos
conscientemente, su enraizamiento en ese Misterio que le sustenta al tiempo que le excede,
siente en sí mismo el impulso de tomar una decisión para participar de su plenitud. Esta
decisión es tal, que el sujeto toma conciencia de que en ella pone en juego el discurrir de
su vida y aún su destino.
En resumen. Es un hecho que todo ser humano porta unos deseos y necesidades
existenciales que transcienden el discurrir ordinario de la vida y que en su conciencia
surgen algunas cuestiones difíciles de responder desde una racionalidad meramente
positiva. La pervivencia que esos deseos, que transcienden las satisfacciones inmediatas
que depara la vida, y el alcance que esas cuestiones tienen para la felicidad, manifiestan
que el hombre es un ser espiritual27. Su capacidad espiritual es la que le incita a ir más
allá de sí mismo y a plantearse interrogantes que transcienden cualquier evidencia; pero,
justamente, esa misma capacidad es la que genera las disposiciones necesarias para
buscar y, si llega el caso, hallar las respuestas. Ignorar esta capacidad y no poner los
medios para promoverla supone dejar al sujeto enclaustrado en sí mismo y no favorecer
las condiciones para que se pueda desarrollar integralmente. La infancia y la adolescencia
es la etapa privilegiada de la vida en donde esta capacidad encuentra su mejor disposición
no solo para ser despertada, sino para aporta unas vivencias fundamentales para la
posterior configuración de la experiencia religiosa de los sujetos.
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27 Cf. Torralba, Inteligencia espiritual, pp. 17-18.
−− Los niños no solo nacen con la capacidad espiritual, sino que ya poseen vivencias
espirituales
Más arriba hemos indicado el fundamento teológico de esta afirmación. Con K. Rahner
hemos visto que la infancia, por ella misma, tiene una relación inmediata con Dios28. Y de
la mano de von Balthasar hemos analizado cómo los modos de ser del niño tienen una
10
entidad propia que la hacen muy especial porque, bajo la protección materna, apuntan
hacia una zona originaria de unidad en la distinción (Creador-criatura) que transciende la
mera experiencia religiosa por ser la misma condición de la misma: el ser creatural del
hombre se evidencia en el niño29. Esto es lo que hace que la infancia tenga un carácter
original (primero) y que la experiencia espiritual de los niños y adolescentes tengan un
carácter originante (fundamento) para el resto de las edades. Nuevamente, en palabras de
Rahner: «no perdemos la infancia dejándola detrás de nosotros, sino que vamos hacia su
encuentro como hacia lo realizado y salvado en el tiempo»30.
A la luz de estas afirmaciones es preciso indicar que la capacidad espiritual que se atribuye
a todo ser humano hay que decirla antes de nada de los niños. Nuestra afirmación tiene
mayor alcance de lo que parece. No solo estamos diciendo que todo hombre desde el
instante de su na-cimiento posee esa capacidad, decimos que los niños, por el hecho de
serlo, tienen una especial sensibilidad espiritual que conviene reconocer, acoger, cultivar
y desarrollar y esto hacerlo desde el propio acontecimiento cristiano. Nuestra aserción no
solo halla apoyo en los planteamientos teológicos expuestos, también lo encuentra en
algunos estudios psicológicos recientes los cuales manifiestan que los niños, desde muy
temprana edad, poseen vivencias espirituales muy vigorosas31. Estas vivencias, como
todas, necesitan de una interpretación. Aquí es capital el papel de los padres. No obstante,
como la mayoría de las veces, los niños no hallan en los progenitores dicha interpretación,
ni tan siquiera el refrendo necesario para explorar estas vivencias, estas se van perdiendo
en su memoria en la medida en que avanzan en la edad.
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28 Cf. Rahner, p. 144.
30 Rahner, p. 143.
31 Cf. T. Hart, El mundo espiritual secreto de los niños (Ediciones La Lave, Barcelona 22013). Tobin
Hart es psicólogo y profesor de psicología en la State University of West Georgia. Es un experto
internacionalmente reconocido en el campo de las relaciones entre espiritualidad, psicología y
educación, así como en la investigación del aprendizaje infantil. Esta obra recoge una abundante
bibliografía en lengua inglesa. También L. Monserrat, Espiritualidad natural. La educación espiritual
de los niños (Ed. Kairós, Barcelona 2014) 11-21.
A poco que hagamos memoria de nuestra infancia, cada uno de nosotros recordará
vivencias espirituales que nos llevaban más allá de la realidad inmediata, esa que perciben
los sentidos32. Vivencias espontáneas, poco atendidas por los mayores, que para nosotros,
los niños, componían un mundo real. Estas vivencias, de algún modo, nos confrontaban
con el carácter sorprendente y misterioso (por inabarcable) de la vida. Eran inmotivadas,
muchas veces nos sobrevenían sin buscarlas, y discretas, sin demasiados «efectos
especiales»; pero eran capaces de ayudarnos a comprender el mundo que se nos habría
11
ante nosotros y nos estimulaban a situarnos ante él. En estas vivencias se nos manifestaba
que algo indisponible, siempre antecedente, se nos ofrecía y nosotros no teníamos más que
recibirlo, para lo cual, ante la falta de un aparato interpretativo, aplicábamos nuestra
imaginación, la única a nuestro alcance capaz de responder a eso que era real y necesitaba
ser integrado para integrarlo en nuestro mundo.
Como venimos diciendo, este es un punto determinante. Las vivencias necesitan ser
interpretadas. Es la única manera que tiene alguien para hacer de esas vivencias
experiencia propia, es decir, comprenderlas, integrarlas en la propia biografía y que
puedan dar fruto33. Referido a los niños esto exige dos anotaciones:
−− En este sentido, los primeros responsables de ofrecer las claves interpretativas son los
padres. Ellos son los que permiten a sus hijos explorar el mundo, nombrarlo (que es un
modo de comprenderlo) y hacerlo propio. El problema es que la mayoría de las veces, ante
las vivencias espirituales de los hijos, los padres no saben cómo interpretarlas.
Simplemente las ignoran o las arrinconan calificándolas de «cosas de niños»35.
En resumen, la condición para que exista una verdadera experiencia espiritual es que las
vivencias de este tipo sean configuradas como tales por una interpretación de índole
espiritual. La interpretación, como hemos dicho, es el único modo humano de hacerse
cargo de las vivencias, de comprenderlas y de incorporarlas a la propia vida. No se puede
pretender ser neutro ante las vivencias espirituales de los niños. Abstenerse de prestar
una interpretación religiosa, y más en concreto cristiana, a esas vivencias en aras de
respetar su libertad o bien no toma en serio dichas vivencias, las cuales siempre reclaman
algún tipo de explicación, o bien supone una pobre valoración de la fe cristiana que no
termina de ser considerada digna de ser propuesta.
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33 J. Gevaert, La dimensión experiencial de la catequesis (CCS, Madrid 1985) 103-105; E. Alberich,
Catequesis evangelizadora. Manual de catequética fundamental (CCS, Madrid 22009) 115-117.
34 El libro de Hart recoge testimonios de cómo los niños interpretan sus vivencias espirituales
dialogando con personas fallecidas (p. 44-47), delfines (p. 59-63), ángeles (p. 65-66), espíritus (p. 66-
68)… El autor advierte que estas «historias espectaculares» tienen como principal valor «el recordarnos
que también debemos prestar atención a los impulsos espirituales, de naturaleza más sutil, de
nuestros hijos. El encuentro con la divinidad, el acceso a la sabiduría y el asombro, no esperan a que
hayamos concluido los estudios universitarios o comprado un automóvil, sino que puede ser vivido
desde la infancia y convertirse en el punto focal de nuestra vida» (Hart, p. 37).
12
II. LOS NIÑOS ANTE LA PROPUESTA CRISTIANA
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35 Los niños exploran el mundo bajo la mirada de los padres, en las palabras y gestos de sus
progenitores, muchas veces inconscientes encuentran el refrendo o no para atravesar las puertas que
le conducen al conocimiento tanto de la realidad externa como interna. Si los padres no comprenden
las vivencias espirituales que viven sus hijos, entonces poco a poco irán cerrando su percepción y
conveniente interpretación. «El fracaso de padres –y profesores– a la hora de dar una respuesta
positiva que garantice la validez de las experiencias del niño, obliga al cerebro de este a desechar
esos fenómenos en beneficio de la interpretación sostenida por los adultos» cf. J. Chilton Pearce,
«Prólogo», en: Hart, pp. 14-18.
36 «Todo ser humano, por el hecho de serlo, es capaz de vida espiritual, de cultivarla dentro y fuera
del marco de las religiones. En virtud de su inteligencia espiritual, necesita da un sentido a su
existencia y al mundo en el que vive, experimenta su existencia como problemática y necesita pensar
qué tiene que hacer con ella» (Torralba, Inteligencia espiritual, p.59)
Con este objetivo, los autores distinguen, grosso modo, tres estadios de desarrollo de la
capacidad espiritual: la espiritualidad, la religiosidad y la confesionalidad38:
13
No cabe duda de que este modo de plantear el fenómeno espiritual tiene fuerza argumental
y resulta sugestivo a la hora de defender su cabida en el ámbito público, allí donde impera
una percepción secular y laica de las cosas. No obstante, planteado en un ámbito
confesional cristiano (la familia cristiana, la parroquia, la escuela católica…) corre el
peligro de articular unos itinerarios pedagógicos que no solo posponen innecesariamente
la propuesta cristiana, sino que, en cierto modo, desconocen su novedad. Dado que este
peligro es real pasamos a analizar brevemente el tema.
___________________________________
37 Cf. Ibid., pp. 65-67; Torralba, Inteligencia espiritual en los niños, 79-88. «Parto de la idea de que
la espiritualidad debe tener algún lugar en la escuela laica, porque si el objetivo de ésta es la
educación integral del ser humano, de todas su facetas, dimensiones y esferas –cognitiva, física,
social y espiritual– tal esfera no puede olvidarse» (Ibid., p. 84; también p. 57).
38 Seguimos aquí la distinción de Torralba, Inteligencia espiritual en los niños, pp. 53-63. Otros
autores, sobre la misma base, hacen otras divisiones. Así, por ejemplo, en el ámbito escolar la
propuesta del Departamento Pedagógico Pastoral de Escuelas Católicas de Madrid distingue cuatro
tipos de competencias: competencia espiritual, competencia espiritual transcendente, competencia
espiritual religiosa, competencia espiritual cristiana cf. «Reflexiones en torno a la competencia
espiritual»: Religión y Escuela 227 (Febrero 2009) pp. 22-28.
−− Plano cultural. Por un lado, como decimos, la distinción de los tres estadios parece
resultar conveniente para justificar en una sociedad secularista y laicista la cabida y
promoción de la dimensión espiritual en el ámbito público, en concreto, en la escuela de
promoción estatal.
−− Plano genético. A partir de las concepciones anteriores que responden a unas lógicas
particulares (lógica cultural, lógica racional, lógica sociológica) y sin mayores correctivos,
y aquí empieza la dificultad, se pasa a concebir el desarrollo espiritual como un proceso
genético por el cual las etapas posteriores suponen e integran las anteriores, las cuales, a
su vez, se constituyen en criterio de verificación de la autenticidad de las subsiguientes40.
_____________________________
39 Baste como botón de muestra de este prejuicio la siguiente afirmación de alguien que promueve
el fenómeno de la nueva espiritualidad; dicha afirmación bascula entre la constatación y el prejuicio:
«Hay personas que basan su espiritualidad en creencias, olvidando o dando poco valor en ocasiones,
a la experiencia espiritual. Sin embargo, está demostrado que cuando la espiritualidad está
principalmente basada en vivencias más que en creencias, la persona es emocionalmente y
14
psicológicamente más fuerte y está capacitada para soportar mejor los vaivenes de la vida»
(Monserrat, 25).
40 Este proceso genético, de algún modo, expresa su justificación en la teoría de los círculos
concéntricos. «El primero, de carácter universal, es el de la espiritualidad. Todo ser humano tiene
potencia para desarrollarla de un modo inteligente. El segundo circulo es el de la religiosidad, que
incluye a los seres humanos que viven su existencia en relación con la Realidad fundamental, a la
que denominan de distintos modos en función del contexto y de la tradición histórica […] Finalmente,
existe el último círculo, que es el de confesionalidad e indica la adhesión a una determinada
comunidad religiosa» (Torralba, Inteligencia espiritual en los niños, pp. 60-61. En las páginas 62-63,
el autor señala su deriva educativa).
¿Cuáles son esos prejuicios? Resulta necesario detectarlos para desactivarlos, máxime
cuando no solo paraliza la actividad educativo-evangelizadora con los niños y adolescentes,
sino porque además trae consigo una visión desnaturalizada del cristianismo. En nuestra
opinión, podemos hablar de tres prejuicios:
_____________________________
41 La concepción genética de la dimensión religioso espiritual encuentra su correlato pedagógico en
un proceso de competencias que a modo de matrioskas rusas unas se incluye en otras, partiendo de
la más universal a la más particular: La más básica sería la competencia espiritual (despertar la
inteligencia espiritual); después vendría la promoción de la competencia espiritual transcendente (por
la que el sujeto sale de sí mismo); más tarde, se desarrollaría la competencia espiritual religiosa (por
la que entraría en relación con el Misterio transcendente); y por último, se concretaría en la
competencia espiritual religiosa cristiana (por la que la experiencia cristiana se configuraría a partir
de la tradición cristiana), cf. Departamento Pedagógico Pastoral de Escuelas Católicas de Madrid, 25,
pp. 27-28. Subscribe este mismo planteamiento y desde ahí configura su propuesta E. Rodríguez
Adrover, La inteligencia espiritual y la catequesis, pp. 57-60.
15
−− Por otro lado, en un contexto pluralista, donde el valor de la tolerancia se mal
comprende y se absolutiza, la mera propuesta cristiana y su pretensión de verdad se
contempla como un atentado para la libertad de los otros. En realidad, se da una confusión
entre propuesta e imposición y se ignora que la libertad de los sujetos crece en el ejercicio
de la misma. Así es, una proposición siempre que se haga en razón y respetando la decisión
del otro, aún en los estadios educativos iniciales, supone una incitación al ejercicio de la
libertad: en todo ofrecimiento el sujeto es invitado a poner-se en juego y tomar una
decisión43.
No nos vamos a detener sobre este punto, sino que de la mano de la Constitución pastoral
Gaudium et Spes (nº 22) vamos a declarar en qué consiste la novedad de Jesucristo y cómo
está en íntima referencia al misterio que afecta a todo hombre y ante el cual debe
responder.
_________________________
43 «Me parece útil reafirmar que la Iglesia no impone, sino que propone libremente la fe católica,
sabiendo bien que la conversión es el fruto misterioso de la acción del Espíritu Santo. La fe es don y
obra de Dios. Precisamente por eso está prohibida cualquier forma de proselitismo que obligue,
induzca o atraiga a alguien con medios inoportunos a abrazar la fe» (Benedicto XVI, Discurso a los
obispos de Asia central en visita Ad limina Apostolorum (2.X.2008).
44 Resulta muy provechoso para este punto y para el tema, en general, la obra de G. Uríbarri Bilbao,
La mística de Jesús, Desafío y propuesta (Sal Terrae, Santander 2017).
45 Al respecto recogemos el testimonio luminoso de uno de los más grandes teólogos católicos del
siglo XX: K. Rahner. El texto que citamos procede de una conferencia pronunciada poco antes de
fallecer. En el punto en el que el autor se pregunta sobre el centro de la fe cristiana, responde: «Claro
está que se puede afirmar, y con razón que ese centro es Jesús de Nazaret, el Crucificado y el
Resucitado, por quien nosotros nos llamamos cristianos. Pero, aunque esto es verdad y resulta muy
útil, hay que decir además por qué y cómo ese Jesús es aquel y sólo aquel de quien uno puede fiarse
en la vida y en la muerte. ¿qué es lo que habrá que responder a esta pregunta acerca del porqué y
del cómo? Si esta pregunta no fuera la confesión de que la genuina autocomunicación del Dios infinito,
por encima de toda la realidad de las criaturas y del don finito de Dios, es lo que por medio de Jesús,
y por medio de él solo, se nos promete, se nos ofrece y se nos garantiza, entonces la realidad de
Jesús, puesto que esa realidad –en sí y en su mensaje– permanecería dentro de lo finito y contingente,
podría fundamentar quizás una religión, quizás la mejor, precisamente la religión jesuánica, pero no
la religión absoluta, destinada con seriedad para todos los hombres», (K. Rahner, Sobre la inefabilidad
de Dios. Experiencias de un teólogo católico [Herder, Barcelona 2005] p. 28, la cursiva es nuestra).
16
En realidad, solo en relación con Jesucristo radica la posibilidad de que todo ser humano
reconozca y cumpla su vocación. Como declara el Concilio, «el Hijo de Dios, con su
encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». Y Dios, por su vida, pasión,
muerte y resurrección, nos ha reconciliado consigo mismo y entre nosotros, nos ha
liberado de lo que nos esclaviza y nos ha unido a su Hijo para que en el camino de su
seguimiento, nuestra vida y muerte se santifiquen y adquieran un sentido nuevo (cf. GS,
n. 22b,c). El don del Espíritu que Cristo entregó en su Pascua otorga a los que creen en
su Evangelio la capacidad de conformarse con Él hasta mantener la misma relación filial
que él mantiene con el Padre (cf. GS, n. 22d).
La acción de este mismo Espíritu desborda los límites de la Iglesia. En todas partes va
actuando su gracia de un modo invisible (cf. GS, n. 22e). En realidad, es el propio Espíritu
de Cristo el que siembra en los corazones de los hombres, aun desde su más tierna
infancia, las semillas del Verbo encarnado (cf. AG, n. 15), para que todo lo bueno y
verdadero que hay en ellos opere como una «preparación al anuncio del Evangelio» (cf. LG,
n. 16, AG, n. 3). Esta es la razón por la cual el Concilio declara que «Cristo es el mediador
y plenitud de toda revelación»; lo cual supone que solo con el anuncio de su Evangelio se
puede iluminar el misterio profundo que embarga al hombre y ese Misterio, que
sosteniendo toda la realidad, en el acontecimiento de Jesucristo se ha manifestado como
Padre (cf. DV, n. 2).
Como venimos diciendo, los niños no son una pizarra en blanco46. El reto por el que pasa
hoy la transmisión de la fe es que los padres, sacerdotes y catequistas reconozcan y acojan
las vivencias espirituales que portan los niños. Solo a partir de este reconocimiento y el
sub-siguiente discernimiento, la propuesta cristiana superará la tentación de ofrecerse
como un proceso de adoctrinamiento y moralización, y podrá revelar la capacidad que tiene
para interpretar dichas vivencias y desarrollarlas hacia una plenitud que solo es capaz de
aportar el anuncio y la educación cristiana. Este debe ser el punto de partida; solo a partir
de su consideración la propuesta cristiana podrá encontrar las piedras de amarre en las
que, bajo la acción de la gracia, asegurará la experiencia de fe en Jesucristo.
Sin embargo, el punto de partida no es la meta. Al misterio que «ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Co 2, 9) solo
se accede a través de un proceso paciente en el que los sujetos, en este caso los niños,
tienen que aprender a abrirse a la acción divina y participar en las acciones eclesiales que
la median. En efecto, el despertar cristiano en la primera infancia y la posterior catequesis
no solo deben interpretar las experiencia espirituales que portan los niños –las cuales les
vienen por el orden de la creación y la acción antecedente del Espíritu–, también han de
introducir y educar en la misma novedad que aporta Jesucristo47, lo cual supone poner en
contacto con la acción gratuita e indisponible del propio Espíritu que la vida de la Iglesia
media.
17
Hemos de convencernos, de una vez por todas, de que ya en nuestros días la configuración
cristiana de la vivencia espiritual de los niños no es espontanea48, sino que exige un
proceso iniciático-formativo «que no se reduzca a un simple proceso de enseñanza y de
formación doctrinal, sino que conduzca a la plena inserción en el misterio de Cristo por
medio de la fe y los sacramentos»49. Un proceso en el que «primero es necesario convertirse
en discípulo del Señor, para después ser admitido al bautismo»50. Es decir, es preciso salir
del pecado, es decir de la afirmación del propio camino, y abrirse a la gracia de Cristo por
medio del testimonio eclesial (familia, parroquia y colegio), la catequesis y las celebraciones
litúrgicas.
____________________
46 Cf. Hart, p. 91.
47 En palabras de San Ireneo, «[Cristo], en su venida, ha traído toda novedad» (Adversus haereses,
IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083).
48 Ya lo advertía Tertuliano en una época semejante a la nuestra: «Los cristianos no nacen, se
hacen» (Tertuliano, Apologeticum, cap. XVIII, 4).
49 Conferencia Episcopal Española (CIV Asamblea Plenaria), Custodiar, alimentar y promover la
memoria de Jesucristo (21-XI-2014), n. 23c.
Los niños tiene facilidad para aceptar las referencias que les ofrecen la personas que les
quieren, pero no por ello están exentos de un acto de conversión por el que, lejos de
afirmarse en lo que les es propio, se abren, aceptan y asimilan la experiencia cristiana que
la Iglesia les ofrece. Esto supone pasar, año tras año, de un modo paciente, por una
catequesis de inspiración catecumenal que procure en ellos «una experiencia pastoral-
formativa global»; es decir, que les ofrezca un «campo de entrenamiento hecho con
catequesis, con ejercicios ascéticos y penitenciales, y con ritos y celebraciones»51. Es
preciso que definitivamente las comunidades cristianas superen la tentación de pensar
que lo que se conoce, incluso llega a razonarse, se ha adquirido y se vive. El proceso
iniciático supone «un caminar personal hacia la madurez cristiana. Por tanto, ha de estar
especialmente atento a los ritmos de cada persona»52. Cada vez más el acompañamiento
personal es imprescindible. Un acompañamiento interpuesto por los padres, entre los 0 y
10 años, o un acompañamiento directo a los niños y adolescentes desde los 10 a 16 años.
«Esto requiere un nuevo modo de hacer las cosas, como por ejemplo, no tener prisa: hacer
depender todo del don de Dios y de la acogida del iniciando» 53. Los procesos iniciáticos
tienen necesidad de «fomentar la gratuidad y la libertad en cualquier punto del camino:
todos y de un modo especial los catequistas y los niños y adolescentes han de ser
conscientes de que todo depende de la gracia de Dios y de la respuesta humana» 54.
18
que renunciar a la elaboración de un programa bien acabado y cerrado sobre sí mismo.
¿Cómo podría hacerse, si el itinerario espiritual siempre es obra de la gracia y de la
respuesta libre del hombre? Habría que pensar en grandes núcleos experienciales y la
referencia de unas orientaciones fundamentales que sirvieran de hitos para la diversidad
de itinerarios. Como se observará, en virtud de esto que decimos, nuestra propuesta ofrece
un cierto solapamiento entre las diversas etapas.
____________________
50 San Basilio de Cesarea, Adv. Eun. III, 5 (PG 29,665), citado en Ibid., 19.
51 Custodiar…, n. 19.
52 Custodiar…, n. 19a.
53 Custodiar…, n. 19b.
54 Custodiar…, n. 19f. Esta apartado concluye con las siguiente palabras: «Para que esto se haga
bien, hay que tener muy encuenta esta ‘alarma’: cuando los destinatarios de la iniciación viven de
“momentos”, pero no hacen un itinerario espiritual; cuando viven u recorrido sin unidad, que al final
parece poco fructuoso e inconcluso, no puede haber iniciación cristiana».
Nuestro objetivo, por tanto, es el siguiente: poner en correlación los elementos nucleares
que desarrollan la vivencia espiritual de los niños y adolescentes con la experiencia
espiritual que porta el mensaje cristiano y se decanta de él. Los cuadros y comentarios que
a continuación ofrecemos responden a esta intención55. En una primera columna
señalamos las aperturas-vivencias espirituales que pueden presentar los niños y
adolescentes. Las núcleos que detallamos solo tiene una intención orientativa, pues si bien
siguen una cierta evolutiva en virtud del carácter dinámico que la experiencia espiritual
tiene, en realidad, les damos la consideración de grandes puertas que han de abrirse y,
según la vivencia de los muchachos, una y otra vez se han de atravesar para que su
experiencia espiritual llegue a configurarse cristianamente 56. Por su parte, para favorecer
esa correlación de la que hablamos, en una segunda columna indicamos las experiencias
espirituales cristianas que subyacen y articulan el mensaje cristiano. Aquí lo que
pretendemos es traducir experiencialmente el contenido de la fe, de modo que se presente
ante los muchachos como algo vivo y comprensible, fuente de vida y configurador de la
misma. Por último, como complemento a lo anterior, en una tercera y cuarta columna,
apuntamos tanto alguna línea pedagógica que venga a facilitar dicha correlación como los
núcleos temáticos del mensaje cristiano que, grosso modo, formulan y tienen la capacidad
de configurar cristianamente la experiencia espiritual de los niños y adolescentes. En este
punto, la mayoría de las veces enumeraremos los temas en los que se articula el libro Los
primeros pasos en la fe y los catecismos: Jesús es el Señor y Testigos del Señor, de la
Conferencia Episcopal Española.
______________________________
55 Sobre la correlación de experiencia cf. Gevaert, pp. 80-100.
56 Nuestra propuesta parte de los núcleos que diversos autores indican a la hora de cultivar la
capacidad espiritual de los niños; sin embargo, la orientación que nosotros damos es diversa ya que
tiene como objetivo buscar la correlación con la experiencia cristiana. Para la relación de autores cf.
supra. cita 22.
19
1. De 0 a 3 años: protegidos por el misterio. Los niños enraizados en el fundamento
originario
Entre la madre y el niño existe una unidad originaria solo rota cuando tras el nacimiento
se corta el cordón umbilical57. No obstante, esa unidad de algún modo se conserva en el
tiempo. En los primeros años de vida, el niño mantiene su vinculación congénita con su
madre (y con el padre, a través de ella). Es la figura del apego que más crece cuanto más
el niño siente el sostén y confort de los brazos maternales, escucha susurrar al oído sus
palabras de cariño, succiona la leche del pecho materno, huele el olor que le es familiar,
reconoce la mirada del rostro conocido, recibe el cuidado incondicional que se le prodiga…
Esta unidad originaria entre el niño y la madre es expresión del fundamento creatural del
niño y testimonio ontológico de su dependencia divina.
20
En efecto, el niño desde su nacimiento es un ser espiritual. Por tanto, desde su más tierna
infancia, el papel de los padres es para él mucho más que la fuente de su satisfacción
fisiológica, natural, y transciende su incapacidad de tomar conciencia de ese hecho. La
relación paterno-filial que se da entre los padres y el bebé se constituye en expresión de la
dependencia ontológica de Dios y constituye la condición necesaria para que el niño sea
alumbrado y desarrolle su arraigo en Dios. El hogar familiar compone un verdadero
sacramento donde la presencia misteriosa pero real de Dios se ofrece bajo la mediación
paterna. En palabras de von Balthasar. «Dado que el niño no puede primero distinguir
entre el amor de los padres y el amor de Dios [este tiempo originario] contiene un momento
de santidad»58.
_________________________________
57 «Entre la madre y el niño que ella lleva en su seno existe una ‘identidad originaria’, una unidad
en modo alguno meramente “natural”, “fisiológica” o “inconsciente” porque el niño ya es él mismo, ya
es un “otro” respecto de ella, pues él se origina tanto de ella como del semen masculino»; «Detrás de
la “identidad originaria” de madre e hijo –cuya no-identidad aparece definitivamente en el
nacimiento– se destaca una “identidad originaria” aún más profunda: la del niño que crece y se
desarrolla según la idea que Dios tiene de él, según la intención que quiere realizar en él. Y esa idea
e intención es y no es Dios mismo, pues tiene como objeto a la criatura misma» (Balthasar, pp. 20-21).
58 Ibid., p. 15.
Poco a poco, los niños empiezan a dar un paso crucial, comienzan a reconocer que sus
padres son “otros” y a distinguir de ellos tantas y tantas cosas que el mundo les ofrece. Es
el inicio de la alteridad: el otro es el «no-yo» y ese mundo que se desborda ante la mirada
21
del niño puede ser nombrado para convertirse en el espacio en el que vivir. En efecto, la
aparición de la alteridad es un momento fundamental. No sin alguna contrariedad, el niño
se ve obligado a salir de su enclaustramiento, porque no todas sus exigencias encuentran
respuestas. Los padres son un «no-yo», «otros» que tiene vida propia y no están a expensas
de él. A partir de la alteridad de los padres y de la seguridad que le dan, el niño empieza
también a abrirse al mundo. Los niños se asombran, señalan, disfrutan, los padres miran,
asienten o niegan, pero sobre todo nombran y con sus palabras permiten a sus hijos
explorar ese mundo que les entra por los sentidos, especialmente por los ojos, y lo reciben
como un regalo60. En la actitud de los padres hacia el mundo, en su modo de observar las
cosas y de nombrarlas, está la posibilidad de potenciar la mirada contemplativa y la
capacidad de asombro del niño o, por el contrario, cerrar o llenar de prejuicios la apertura
innata que el niño tiene ante el misterio de la existencia. Al niño se le ha de facilitar que
vea, toque, oiga, huela…, en pocas palabras, que entre en contacto con la realidad y las
disfrute, y también se le ha de ayudar a que se asombre, único modo de poder ir más allá
de lo que les entra por los sentidos.
___________________________
59 «La forma última, el omega hacia el que vive [el adulto], no puede ser otra que su forma originaria,
el alfa, del cual vive y del que recibe el instrumental para su tender hacia adelante» (Balthasar, pp.
19-20).
60 «El amor entre yo y tú deviene apertura manifestativa del mundo y, más profundamente, del ser
en general en su iluminación y plenitud absolutas. Y porque esa apertura acontece gracias al amor,
él se ilimitado se muestra como lo justo, lo acorde, lo correcto, en breve, como la verdad idéntica con
el bien» (Balthasar, p. 23).
Abierto a la alteridad, sorprendido porque existen cosas y capaz de recibir un lenguaje que
tiene el poder no solo de nombrar sino de hacer presente las cosas, el niño poco a poco se
va haciendo disponible a la percepción del misterio. En efecto, la sorpresa por todo cuanto
existe lleva consigo la admiración de que existan y eso colinda con un sentido del misterio.
Así es, el niño estrena todos sus sentidos y eso hace que tenga una especial apertura al
misterio que todo lo envuelve, a ese Ser que sostiene en la existencia todas las cosas que
se le ofrece. El niño tiene capacidad de transcender las cosas, si bien no por vía de
razonamiento, sí por vía de maravillarse. Por eso, como decimos, necesita que los padres
potencien en él su mirada contemplativa a través del silencio y la atención, y que sus
progenitores mismos con sus miradas y palabras, pero sobre todo con su actitud ante la
vida, le faciliten ir de asombro en asombro y, tras el asombro, nombrar a quien da la vida
a todo cuanto existe y lo regala para el disfrute personal.
22
____________________________
61 «El amor entre yo y tú deviene apertura manifestativa del mundo y, más profundamente, del ser
en general en su iluminación y plenitud absolutas. Y porque esa apertura acontece gracias al amor,
el ser ilimitado se muestra como lo justo, lo acorde, lo correcto, en breve, como la verdad idéntica con
el bien» (Balthasar, p. 23).
Es determinante, por tanto, que en el hogar familiar exista un ambiente religioso y que
algunos signos le confieran la identidad cristiana: algún icono, alguna imagen de Jesús o
de la Virgen… Es el modo sencillo que los padres tienen de poder hacer explícita la vivencia
atemática que el niño va teniendo del Misterio y empezar a nombrarlo cristianamente.
Dios, Jesús, María… son los nombres que sacan del anonimato la presencia misteriosa
que ha acompañado al niño desde el nacimiento y tienen el poder de introducir en una
relación. Es verdad, al inicio, Dios será para el niño el Dios de sus padres, «el Otro» en la
relación que él mantiene con «los otros». Pero en esta experiencia espiritual de los niños,
fontal para el resto de su vida, ya se ha alumbrado en el corazón de la vida el sentido del
Misterio y la relación con Él.
23
En este periodo el niño ha de pasar de una vivencia del misterio, hecha de una manera
intuitiva y atemática, a una experiencia religiosa propiamente cristiana, por muy incipiente
que sea. En efecto, es el momento en el que el niño, en el desarrollo de sus capacidades
personales, y con el acompañamiento de sus padres, vaya interpretando cristianamente lo
que vive, de modo que pueda iniciar una relación personal con Dios, reconocido como el
Padre de Jesús, su amigo. Para avanzar en esta línea, es preciso seguir ahondando en tres
tipos de capacidades-vivencias espirituales que se han alumbrado en la etapa anterior.
Nos referimos a la capacidad de asombro, a la conciencia de menesterosidad y a la
disposición al reconocimiento de la alteridad que desemboca en una relación de
identificación. Estas vivencias son el punto de engarce de una primera explicitación de la
propuesta cristiana.
La capacidad de asombro que tiene el niño es el principal aliado para iniciarse en el sentido
del Misterio, ahora ya de una manera reflexiva. Así es, el niño se da cuenta que la realidad
es más de lo que se ve, se oye, se toca. Las preguntas que los niños se hacen y formulan a
los adultos así lo manifiesta: ¿por qué…?, ¿para qué…? Estas preguntas de los niños abren
las cosas a una dimensión de profundidad que, sin ser ellos muy conscientes, cuestionan
el sentido de las cosas. Esto explica los aprietos que los adultos sufren ante los
cuestionamientos infantiles. Los niños, con una espontaneidad asombrosa, tienen la
capacidad de cuestionar el automatismo de nuestros razonamientos y con los prejuicios
que limitan la percepción de las cosas.
Con delicadeza y cuidado, pero sin apenas censura, es conveniente que los padres vayan
abriendo al niño a toda la realidad de la vida; tanto en sus aspectos más luminosos como
también más oscuros, a la bello y bueno como a lo feo y malo, a los signos de plenitud
como aquellos que anticipan la muerte. La vida debe aparecer ante los niños como una
realidad misteriosa que sorprende, que desborda, que unas veces atrae y otras atemoriza
y espanta. La vida es el mejor aliado para que el Misterio divino se aproxime al niño y
reclame de él alguna respuesta. A partir del asombro y de la confrontación con el misterio
24
de la vida, los padres deben tener el atrevimiento de nombrar el Misterio que está detrás;
esto es, de nombrar a Dios, de presentarle como el Creador de todo, el que provee el curso
de los acontecimientos, como el Padre bueno que quiere y cuida de modo entrañable a
todos, especialmente al niño. Aquí la fe de los padres en la Misericordia y Providencia
divina, configurada como testimonio de vida en el hogar familiar será el verdadero sustento
de la experiencia religiosa de sus hijos y la llenará de verdadero contenido vital. Para que
esto derive en relación con Dios, es capital que lo padres sepan tejer el aprendizaje de la
oración y algunas fórmulas sencillas con momentos ordinarios de la vida, de modo que la
relación con Dios se desarrolle en el corazón de la misma.
Las circunstancias de la vida y su progresiva maduración hacen que el niño vaya tomando
conciencia de sí mismo y de su menesterosidad. Esta apertura a sí mismo y el conocimiento
de su limitación no puede ser malograda por una excesiva sobreprotección de los padres
y del resto de la familia. Hay que evitar que los niños sean mal criados, se centren
egoístamente sobre sí mismos, sus gustos y apetencias y no desarrollen una capacidad de
frustración. De algún modo, sería desnaturalizar al niño en su más tierna infancia,
quebrar el dinamismo de apertura que puja en él a partir de la experiencia de limitación y
le pone en relación con los otros y con el mundo. Al contrario, los padres y todos los que
quieren al niño deben ayudarle a que tome conciencia y respete los límites de sí mismo y
de las cosas y que acepte su propia menesterosidad. Esta es la condición para que los
niños puedan fragura la idea del don y desarrollen la capacidad de agradecimiento.
Por medio de este primer combate por aceptar su contingencia se irá fraguando una
primera conciencia de sí mismo y brotara la pregunta más o menos tematizada sobre su
propia identidad: ¿Quién soy yo?, y sobre su origen: ¿Cuándo, por qué nací? Preguntas
que apuntan hacia el misterio que el niño es para sí mismo y que apuntan a ese Misterio
mayor de amor que los padres nombran como Dios. Al niño se le ha de ayudar a conectar
ambos misterios por vía de la gracia: toda la vida es gracia, él es fruto de la gracia, él está
llamado a responder al don que Dios le ha hecho y que es él mismo.
Para que esta experiencia tenga cabida y se pueda profundizar, al niño se le debe ayudar
a tener tiempos de silencio, donde se escuche a sí mismo: a su cuerpo y a su alma; para
que se dé cuenta de que vive y que vive por pura gracia; para que caiga en la cuenta de
que no se abarca, que hay algo en él de necesidad y de deseo (al tiempo que de
insuficiencia) que le lleva más allá de sí…, a la espera de recibir una respuesta de algo, de
alguien, que venga a su rescate… Los padres y quienes los auxilian en la educación de sus
hijos deben centrar el anuncio cristiano en Dios Padre, todo bondad, todo cariño, todo
gracia, todo vida…, pero, también, Alguien que es completamente indisponible. Al niño,
como decimos, se le debe ayudar a captar que él es un regalo de Dios y que de un modo
entrañable es permanentemente amado por Él. A partir de esta experiencia se ha de educar
al niño a que promueva sentimientos de respeto y reverencia ante Aquel en quien reposa
su vida. Los relatos de la historia sagrada en los que se subraye el protagonismo de Dios
es un elemento pedagógico extraordinario para que en un ejercicio de identificación con la
experiencia de los personajes bíblicos el niño vaya conociendo quien es Dios y qué relación
mantener con Él.
En estas edades, los niños empiezan a tener relaciones particulares de amistad con algún
otro niño que tratan como su «alter-ego». Este tipo de relación es fundamental porque
mirándose en el otro como en un espejo el niño va fraguando su identidad. Es el momento
25
de presentar a Jesús como el alter-ego del niño. En efecto, Dios, ese misterio asombro-so
que cuida de él, ha dado al niño un amigo-hermano: Jesús, para que le conozca y él mismo
se conozca en él, y juntos mantengan una relación filiar con quien es en verdad el Padre
de ese amigo tan especial.
Aquí es fundamental que el niño reciba las historias de Jesús (narraciones inspiradas en
el evangelio) como las historias de un amigo y que a través de ellas, de un modo intuitivo,
imagine a Jesús cerca de él, compañero de aventuras, y descubra el modo que tiene su
amigo de tratar a Dios, su Padre. Para que esta relación con Jesús se imprima
verdaderamente en el corazón del niño es preciso potenciar una oración imaginativo-
dialógica, con suficiente tiempo como para que se fragüe como trato de amistad.
Con el objetivo de ir poniendo las bases morales, y teniendo como eje fundamental la
relación que Jesús mantiene con el Padre, también es necesario que el niño vaya poniendo
en correlación: obediencia a quien tienen autoridad y paz interior. La primera formación
de la conciencia parte de un estadio basal heterónomo, condición para avanzar hacia la
autonomía y madurar como teonomía. El respeto a las personas de autoridad (padre,
profesores, mayores en general), animados por el ejemplo de Jesús, le ayudará a referirse
a la autoridad del Padre de Jesús como el propio Jesús se refiere a ella obedientemente.
Por último, no se puede olvidar que en estas edades el niño empieza los primeros pasos en
el proceso de socialización. La comunidad cristiana es el ambiente fundamental de refuerzo
y plausibilidad para el despertar cristiano que los padres llevan a cabo con sus hijos en el
seno del hogar. La Iglesia, entendida como ámbitos eclesiales concretos (parroquia,
comunidad escolar, asociaciones…), debe manifestarse con una cierta evidencia como la
reunión de los amigos-hermanos de Jesús, la gran familia del Padre-Dios que Él ha
constituido en torno a la persona de su Hijo. Los juegos en la comunidad, las fiestas, las
celebraciones son elementos fundamentales que, aparte de otorgar una cierta normalidad
a la referencia eclesial, también ofrecerán una experiencia positiva para que los niños
tomen la comunidad cristiana como una extensión de su propio casa.
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3. De 6 a 10 años: la relación con Dios por y con Jesús. Hijo en el hijo de Dios
En este sentido, la catequesis ha de presentar a un Dios que sale al paso de la vida, que
se hace el encontradizo. No un Dios abstracto, sino un Dios que quiere comunicarse y
mantener una relación personal. Para que así sea, la catequesis ha de buscar siempre la
correspondencia entre el mensaje cristiano y la vida de los niños, una correspondencia por
vía del acontecimiento: «Dios, por Jesús, está en tu vida y te busca con amor», antes que
por vía meramente moral: «Dios quiere que te comportes…» Poco importa en qué sentido
se haga esa correspondencia experiencial: bien que los deseos, interrogantes, alegría o
sufrimientos de los niños se conviertan en cuestiones dirigidas al Evangelio, bien que la
propuesta del Evangelio sea tan luminosa y bella que despierte en los niños deseos,
preguntas, alegrías…; el objetivo es que el niño perciba e, incluso sienta, que el anuncio
evangélico habla de algo real que le afecta; único modo de que en la catequesis acontezca
algo.
El anuncio kerigmático será siempre el origen y horizonte del acto catequético. En efecto,
el kerigma siempre apunta a lo que es nuclear en el anuncio cristiano y manifiesta su
actualidad permanente: Jesús está presente de un modo concreto en tu vida y actualiza el
amor de Dios, su Padre, por medio de una determinada acción eclesial. Que los niños poco
a poco vayan concibiendo y abriéndose a la contemporaneidad de Cristo es esencial para
que vayan pasando de sus representaciones imaginarias-proyectivas a un dinamismo de
seguimiento e identificación con Jesucristo.
−− Cristo mediado por el catequista. Los niños deben observar en su catequista a un testigo,
no tanto por su cualidad moral, cuanto por su relación personal con Jesús. Una relación
explícitamente religiosa, de evidente discipulado, donde su fe y actitudes de su vida
transparenten a Jesús. La atención, la cercanía hacia los miembros del grupo, la paciencia
y el cariño para con ellos, serán a ojos de los niños actitudes que investirán de realidad y
de bondad a Aquel en cuyo nombre el catequista actúa. Se trata de que este testimonio
lleve a los niños a reconocer el valor real de la fe en Jesús, al tiempo que confiera autoridad
al catequista: un maestro en quien confiar.
−− Cristo mediado por las celebraciones litúrgicas. Las celebraciones litúrgicas que jalonen
el proceso iniciático deben mostrar con una cierta evidencia que el anuncio cristiano es
verdaderamente un acontecimiento. Las celebraciones se han de cuidar de tal modo, que
los niños se vean implicados en ellas: los diversos modos de orar, los gestos corporales,
los símbolos litúrgicos, el silencio, la unción celebrativa…, todo se ha de concertar para
que los niños se vean sumergidos en un espacio sacral en el que, transparentando el
Misterio divino, el nombre de Jesús y la relación con Él adquiera toda su dimensión.
Para no caer en un puro voluntarismo que frustre el carácter de bue-na noticia que tiene
el anuncio cristiano, es preciso que la catequesis moral vaya unida a la catequesis
sacramental. Dios no pide lo que previamente no da. Al niño se la ha de manifestar que la
vida moral cristiana es una vida que brota de la gracia: «Por el bautismo nacemos a una
vida nueva»; se sostiene por la misericordia divina: «La reconciliación. Recibimos el perdón
que nos renueva»; y se vive en la compañía de Jesús: «La eucaristía. Nos alimentamos con
el Cuerpo y la Sangre del Señor».
Por otro lado, en aras de ir a lo esencial, la propuesta moral en estas edades debe girar en
torno al mandamiento doble del amor: amor a Dios y amor al prójimo, que tiene su
referente último en las palabras de Jesús: «amaros unos a otros como yo os he amado». La
concentración de la enseñanza moral en este punto no solo ayudará a los niños a encontrar
el eje articulador del seguimiento de Cristo, sino que les ayudará a comenzar a
familiarizarse con la persona divina del Espíritu.
El Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al Hijo en la comunión trinitaria y también
es quien nos identifica con Cristo y nos introduce en esa comunión. Al niño se le ha de
ayudar a establecer la siguiente relación: quien ama se deja guiar por el Espíritu, quien
no ama se resiste a su acción y se aleja de Jesús.
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4. De 12 a 16 años: búsqueda de la propia identidad-vocación en Jesús62.
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62 Aunque esta etapa la contemplamos de un modo unitario. Consideramos que se puede establecer
dos periodos: de 10-12 años y de 12-16 años. En el primer periodo, se debería ayudar a los niños
(infancia adulta) a profundizar y personalizar lo expuesto en la etapa anterior. Por consiguiente, lo
que decimos a continuación se refiere más al periodo ampliado de 13-16 años, que toma el nombre
de preadolescencia y/o adolescencia.
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El período de edad de 12-16 años es determinante en el proceso madurativo de la
experiencia de fe. Todo lo que el niño ha experimentado, la vida cristiana de la que ha
participado en compañía de su familia y con la ayuda de las personas de referencia parece
desdibujarse. Y, sin embargo, lo que ocurre es que el muchacho entra en un proceso
profundo de definición de la propia identidad que pone en crisis todo lo que ha vivido con
anterioridad. De aquí la importancia que la propuesta cristiana no se haya quedado en la
pura abstracción y formalidad, no aguantaría el proceso crítico al que se ve sometido el
adolescente; sino que haya sido incisiva hasta el punto de haber dado forma a su
experiencia vital, único modo de constituirse en el fundamento sobre el que renovar su
identidad.
En cristiano, toda identidad se construye en la relación. Por tanto, es fundamental que los
adolescentes mantengan las relaciones cristianas-eclesiales que ha ido tejiendo en los años
anteriores. Aquí es determinante la relación con el catequista. Este se ha de ofrecer como
un compañero de camino (acompañante paciente), conocedor de los secretos que esconde
la vida (mistagogo). Es capital que el adolescente encuentre en el catequista un referente
personal en quien apoyarse, alguien en quien hallar la cercanía suficiente como para
contar confiadamente su vida, sus miedos y angustias, sus ilusiones y sus alegrías. Y el
catequista, a la luz del kerigma, ha de encontrar una y otra vez las palabras que iluminen
esas confidencias que recibe y ayudar a dirigir pacientemente la mirada a Jesús, el amigo
fiel que acompaña, ayuda y espera pacientemente la respuesta debida. En realidad, la
relación y el diálogo del catequista con el adolescente debe ser mediación más o menos
consciente, más o menos explícita, más o menos consentida por este último de la relación
y el diálogo que Jesús lleva con él. La relación personal con Jesús sigue siendo
determinante para que el adolescente vaya poco a poco descubriendo que, pase lo que
pase, Dios le sostiene en su amor, cuenta con él y le confiere una identidad que es un
regalo para él mismo y para el mundo.
Hasta ahora el niño se ha ido abriendo a la vida de la mano de sus mayores. Ahora el
adolescente rechaza directamente cualquier tutela – aunque la necesite y la reclame de
lejos– y se enfrenta a la vida por sí mismo. No es que la vida, como en etapas anteriores,
se revele como un misterio, sino que su propia persona, las circunstancias, los encuentros
personales, los retos a los que se enfrenta..., en pocas palabras, la vida en su inmediatez
y su potencia acapara la atención del adolescente. La vida le desborda y le atrae al tiempo
que le llena de temor. Es el tiempo de explorar y de navegar solo, con todos los peligros
que ello comporta….
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En este tiempo, nuevamente, la fe no puede aparecer como una teoría, aunque los chicos
son los primeros en hacer de ella eso mismo. Es el tiempo de insistirles que Dios sale al
encuentro al hilo de la vida, que es Él el que conduce paternalmente la historia y no deja
de proveer y cuidar a sus hijos: el testimonio de Jesús lo manifiesta. A veces el adolescente
no querrá aceptarlo y parecerá ignorarlo, pero este anuncio, repetido en momentos
cruciales, será como el timón que, en los momentos de tormenta, mantendrá la vida del
adolescente con dirección firme. Dos son los soportes pedagógicos que pueden ayudar a
mantener la correspondencia entre el Evangelio y la vida: la Lectio divina y la revisión de
vida. Estos dos métodos, cada uno a su modo, practicados de manera sencilla pero con
una determinada frecuencia, ayudarán al adolescente a leer la vida en clave de fe, a
reconocer que Dios está presente en ella y que se ofrece como su meta. La historia de la
salvación, presentada en clave experiencial, también será un buen instrumento para el
logro de este mismo objetivo.
En este tiempo debe primar la pedagogía del don. En cristiano, la gracia siempre antecede
y siempre espera. Los adolescentes necesitan hacer experiencia de esta gracia que es el
mejor testimonio de Dios. Esta experiencia es la que poco a poco irá fraguando en ellos la
libertad e irá dando forma a su persona. Gracia mediada por los adultos que los
acompañan y gracia que se ha de promover como criterio de relación entre iguales. Antes
hemos dicho que el kerigma debe iluminar los diálogos con los adolescentes. Esa
insistencia en lo nuclear de la fe, donde el foco de atención está puesto en la misericordia
divina, es un modo de manifestar cómo la gracia divina teje sus vidas y se convierte en
trampolín para aceptarse y afrontar con confianza los retos que se les presenta. El kerigma
se articula siempre a partir del misterio pascual de Cristo: misterio actualizado y celebrado
en cada Eucaristía dominical; misterio de gracia y de perdón renovado en la celebración
sacramental de la Reconciliación. La celebración de estos sacramentos otorgará realismo
al anuncio cristiano y ofrecerá a los adolescentes un firme apoyo para vivir su fe y construir
su personalidad.
Por otro lado, los adolescentes deben avanzar en su conocimiento de Cristo. Como hemos
dicho, en este periodo han de profundizar en su relación personal con Él; pero este trato
de amistad, sin entrar en contradicción, debe avanzar y sostener el reconocimiento de su
seño-río. En efecto, los muchachos van teniendo experiencia concreta de la salvación de
Jesús, van comprobando cómo permanentemente su gracia les espera y les acompaña.
Quién ama hasta dar la vida, quién permanece fiel a pesar de sus infidelidades, quién
llama a colaborar con Él en la construcción del reino del Padre, quién tiene poder sobre
cielo y tierra y orienta el curso de las cosas no puede por menos que ser reconocido como
Señor. Para avanzar en la maduración de la fe, el adolescente debe reconocer el señorío de
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Jesucristo y aceptarlo sobre sí. Este punto es capital, pues por él la moral cristiana
adquirirá un sentido personal y la definición vocacional encontrará su punto de apoyo.
En efecto, la propuesta evangélica debe mostrar la potencia que tiene para dar razones
para vivir: creer para comprender; y el auxilio que ofrece para recorrer un camino de
coherencia y felicidad en obediencia y seguimiento de Jesucristo. Es el tiempo de volver a
los grandes documentos de la fe: el Símbolo de los apóstoles, los mandamientos desde la
perspectiva de la Bienaventuranzas y el mandamiento doble del amor, el Padrenuestro.
Documentos que los adolescentes han de recibir desde una doble perspectiva: como claves
para comprender la vida (alcanzar sabiduría) y como orientaciones para vivir (ser felices).
Aquí es imprescindible ayudar a los muchachos a que se hagan conscientes y se abran a
la acción secreta, pero real, del Espíritu. Él es el que permite sentir como Jesús, pensar y
actuar como Él. Los catequistas, acompañantes y mistagogos, han de iniciar a los
adolescentes a discernir las mociones del Espíritu y a que se dejen mover dócilmente en
aras de poder integrar la fe y la vida y definir su vocación al servicio del Reino.
IV. CONCLUSIÓN
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Unas palabras de Jesús nos ponen en la pista para comprender el origen de esta dificultad:
«En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino
de los cielos» (Mt 18,3). En efecto, los adultos hemos dejado de ser niños, y no solo por la
edad. Muchas de nuestras primeras vivencias espirituales, que colindaban con el misterio
divino, las hemos dejado atrás cuando no las hemos olvidado. Ya no sabemos transitar
esas vivencias que el propio Espíritu de Cristo suscita en los más pequeños: nos resistimos
a nuestra dependencia de Dios, no miramos con asombro todo cuanto nos rodea, nos
cuesta recibirnos de la gracia divina… Necesitamos convertirnos a la infancia, a esa
situación original, por antecedente, y originante, por permanente, que revela nuestro ser
criatural y nos dispone a recibir el amor paternal y providente de un Dios que Jesucristo
ha revelado como Padre. ¿Quién ante tal constatación no hará suya la oración de
Unamuno.
______________________________
63 M. de Unamuno, Obras completas, Tomo VI (Editorial Afrodisio Aguado, Madrid 58) p. 957.
¿Cómo Dios va agrandar la puerta si su Hijo para acercarse al hombre se hizo niño en
Belén de Judá? La puerta para entrar en la Basílica de la Natividad es pequeña, quien
quiere entrar por ella y acercarse al misterio del amor divino o es niño o se debe agachar.
Parafraseando a Jesús debe hacerse como un niño para entrar. Los niños son los que nos
pue-den ayudar a abajarnos, ellos serán nuestros maestros para recuperar la infancia
espiritual, requisito para entrar en el reino de los cielos. Cada niño que viene al mundo es
respuesta que el Señor da a la oración de Unamuno. Es la oportunidad que nos da para
achicarnos, para que al acompañar sus vivencias espirituales recuperemos aquella edad
bendita en que vivir es cumplir con el plan que Dios tiene sobre cada uno de nosotros y
que no es otro que ser hijos suyos en su Niño-Hijo, Jesús.
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