Matheson Richard - Duelo Y Otros Relatos
Matheson Richard - Duelo Y Otros Relatos
Matheson Richard - Duelo Y Otros Relatos
Duelo
DUELO
Ahora, la carretera por delante era una línea recta. Mann, siempre con el sol
en su brazo y en su regazo, se abandonó a la deriva de sus pensamientos. Se
preguntó que estaría haciendo Ruth en estos momentos. Los niños, naturalmente,
estarían en la escuela y volverían a casa en algunas horas. Tal vez Ruth estuviera
de compras; los jueves son los días en que ella usualmente sale. Mann la visualizó
en el supermercado, metiendo artículos diversos en la canasta del carrito. Deseó
estar con ella, en lugar de emprender este enésimo viaje de ventas. Le quedaban
aún algunas horas de recorrido antes de alcanzar San Francisco; tres días
pernoctando en hoteles y comiendo en restaurantes, con la esperanza de conseguir
algunos contactos interesantes y desde luego, las probables decepciones. Suspiró;
luego, impulsivamente, estiró el brazo y prendió la radio. Hizo girar el
sintonizador hasta encontrar una estación que transmitía música suave, innocua.
Canturreó un poco, con los ojos casi fuera de foco en el camino por delante.
Miró hacia el frente otra vez, apartando la vista abruptamente hacia un tosco
cartel de aglomerado pintado a la brocha en letras mayúsculas: CARNADA PARA
REPTANTES NOCTURNOS ¿Qué diablos sería un reptante nocturno? se preguntó.
Sonaba como a algún monstruo de película clase B.
¿Qué le pasa a este tipo? se preguntó. ¿Qué cuernos cree que tenemos aquí, una
competencia? ¿Ver que vehículo puede quedarse adelante más tiempo?
Por algunos segundos, todo lo que pudo hacer Mann fue mirar
aturdidamente hacia adelante. Luego, con un gemido alarmado, aminoró
impulsivamente la marcha, regresando a la mano derecha. El camión se movió
para volver a quedar delante de él.
Desaceleró un poco, tratando de ubicarse fuera del alcance del humo del
escape.
Por varios minutos, mantuvo su distancia detrás del camión. Su cara era una
máscara de animosidad.
—¡MIERDA!
Vio que el camión también saltaba y pensó: Espero que se te den vuelta los
sesos. Mientras el camión enfrentaba una brusca curva a la izquierda, Mann pudo
vislumbrar fugazmente la cara del camionero reflejada en el espejo lateral de la
cabina. No pudo distinguir lo suficiente como para establecer su apariencia.
—Ah —musitó.
¡Dejemos que este bastardo olfatee algo de su propia mierda para variar!
—¡Jódete, amiguito!
Siete minutos más tarde, pasó junto a una cartelera publicitaria: CAFETERÍA
DE CHUCK.
Mann vio lejos y al fondo de la bajada, una construcción con un cartel donde
se leía CAFETERIA DE CHUCK. El camión estaba ganando terreno otra vez.
Mann permaneció sentado en un silencio nervioso, con los ojos cerrados. Sus
latidos se sentían como martillazos en el pecho. Tenía la impresión de no poder
recobrar el aliento. Si alguna vez iba a tener un ataque cardíaco, ese sería un buen
momento. Al cabo de un rato, abrió sus ojos y apoyó la palma derecha contra su
pecho. Su corazón todavía palpitaba laboriosamente. No era de extrañar, pensó. No
todos los días te persigue un camión.
Se estremeció.
Allí afuera, había un verdadero animal vagando en su camión.
Su aliento era casi normal ahora. Mann se obligó a sonreír tensamente frente
a su reflexión. De acuerdo, Mann, se dijo a sí mismo. Ya pasó. Fue una maldita
pesadilla, pero ya pasó. Estás en camino a San Francisco. Te buscarás un bonito cuarto de
hotel, ordenarás una botella de escocés caro, te darás un baño caliente, te relajarás y
olvidarás. De acuerdo, pensó. Se dio vuelta y salió del cuartito.
Tal vez le compraría al tipo una cerveza y juntos charlarían un rato para
componer las cosas.
Mann no podía moverse. ¿Y qué tal si el camionero había olvidado todo este
asunto? ¿Y si al acercársele, lo irritaba de nuevo? Mann se sentía debilitado por la
indecisión. Inclinó la cabeza débilmente cuando la mesera colocó el emparedado y
la botella frente a él. Tomó un trago de la cerveza, que le provocó una carraspera.
¿El camionero habría encontrado divertido el sonido de su tos?
Entonces, tenía que ser el que estaba sentado en aquella mesa. Su cara se
adaptó al recuerdo de Mann: Cuadrada, ojos oscuros y pelo negro; el hombre que
había tratado de arrollarlo.
—¡NO! —gritó enfurecido, mientras pisaba con fuerza el pedal del freno.
¡Era un comportamiento idiota! ¿Por qué diablos tendría que salir corriendo? Se
estacionó en un recodo de la cuneta y abrió la puerta con un empellón del hombro.
Saltó afuera y empezó a caminar hacia el camión dando rabiosas zancadas.
Se paró en el recodo del arcén, jadeante, con los ojos clavados en el camión,
viendo como giraba balanceándose hacia la ruta y desaparecía tras el contorno de
una colina.
Ahora que lo pensaba, debería haber hecho esto desde el principio; debió
dejarlo pasar y quedarse quieto, esperando. El camionero ya no lo habría
molestado. Y quizás hubiera elegido a algún otro. Este sorpresivo pensamiento lo
inquietó. ¡Dios, tal vez así era como pasaba diariamente sus horas de trabajo ese
loco bastardo! ¿Sería posible eso?
Miró el reloj del tablero. Eran pasadas las 12 y media. Ay, hermanito, todo esto
en menos de una hora, pensó. Cambió de posición en el asiento apoyándose contra la
puerta y estiró las piernas. Cerró sus ojos y mentalmente especuló sobre las cosas
que tendría que hacer mañana y pasado. El día de hoy ya estaba arruinado, hasta
donde se podía ver.
¿Qué podría hacer? Sabía muy bien que si se bajaba del auto para ir a
enfrentarlo a pie, el camionero movería el camión, sólo para ir a estacionarse más
adelante. Debía comprender de una maldita vez que estaba tratando con un
desequilibrado. Los temblores en su vientre lo sobresaltaron otra vez. Su corazón
golpeteaba en la caja torácica. ¿Y ahora qué?
Miró más allá del camión. A pesar de que las montañas rodeaban todo, la
ruta parecía bastante recta hasta donde podía verse. Tamborileó ligeramente una
uña en la barra de la bocina, haciendo el intento por tomar una decisión. Quizás
pudiera continuar así todo el camino hasta San Francisco a esta velocidad,
quedándose atrás lo suficientemente lejos como para evitar lo peor del caño de
escape. Además, no parecía probable que el camionero se fuera a detener en el
medio de la ruta sólo para bloquearle el camino; y si se tiraba al arcén otra vez para
fingir que lo dejaría pasar, él podría hacer lo mismo, manteniendo su distancia.
Sería un jueguito extenuante, pero sería un jueguito seguro. Por otra parte, hacer
un último intento por burlar a esa bestia quizás valiera la pena; pero obviamente,
eso es lo que estaría esperando ese hijo de puta.
Abruptamente, se decidió.
Muy bien, Keller, dijo su mente, veamos si ahora puedes vencerme con esa reliquia
achacosa.
Miró el velocímetro, y cuando vio que se movía a sólo 110 kilómetros por
hora frunció el ceño. Deliberadamente, presionó aún más el pedal, alternando su
mirada entre la carretera y el velocímetro hasta que la aguja superó los 120. Sintió
un súbito espasmo de satisfacción. De acuerdo, Keller, bruto hijo de puta, alcánzame si
puedes, pensó.
¡Dios! ¡Eso sería ideal para Keller! Se dio cuenta repentinamente. Se imaginó al
camionero de la cara cuadrada riéndose al pasar junto a su incendiado auto,
sabiendo que había cazado a su presa sin ensuciarse las manos.
¡Maldito seas, Keller! ¡YO soy el que va a matarte, así sea lo último que haga! Las
colinas estaban cada vez más cercanas. Había pendientes bastante más empinadas
ahora. Mann sintió palpitar la esperanza dentro de sí. Estaba seguro que le sacaría
una buena ventaja a esa bestia. No importa cuánto esfuerzo hiciese ese bastardo,
nunca podría sostener 120 kilómetros por hora subiendo una cuesta. ¡Pero yo sí!
Festejó su mente con feroz júbilo. La saliva inundó su boca y la tragó. Tenía las
axilas y la espalda empapadas de sudor y la camisa se le había pegado al tapizado
del asiento. Podía sentir la transpiración goteando bajo sus brazos. Un baño y una
cerveza. Si, eso es. Sería lo primero que haría al llegar a San Francisco. Un baño
largo y caliente y una bebida larga y fría. En Cutty Sark; una fanfarronada, desde
luego. Pero se lo merecía.
Cuadrado, pensó, todo en ese maldito camión era cuadrado: La rejilla del
radiador, la forma de los guardabarros, el parachoques, el contorno de la cabina,
incluso las manos de Keller y su cara. Volvió a ver al camión como alguna gran
entidad insensible y bestial, que lo perseguía por puro instinto.
Tragó algo de sangre y mugre, haciendo arcadas por el sabor. Luego buscó a
tientas en su bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo. Lo presionó en su labio
sangrante, con los ojos siempre fijos en la cuesta adelante, a unos cincuenta metros
más o menos. Intentó acomodarse en el asiento, pero la camisa empapada se le
adhería fastidiosamente a la piel. Dio un vistazo al espejo; el camión acababa de
salir del camino de tierra y recobraba velocidad sobre el pavimento. Nada mal,
pensó con veneno; pero todavía no me atrapas ¿Verdad, Keller?
Su coche estaba en los primeros metros del peralte cuando una columna de
vapor comenzó a salir por debajo de la capota. Los ojos de Mann se agrandaron
repentinamente, horrorizados. La presión del vapor aumentó, convirtiéndose en
una niebla humeante. La vista de Mann cayó al tablero. La luz roja todavía no
parpadeaba pero lo haría en cualquier momento. ¿Cómo pudo ocurrirle esto?
¡Justo cuando estaba por lograrlo! La pendiente era larga y gradual, con muchas
curvas, así que no era el lugar ni el momento para detenerse. ¿Podría dar un
repentino viraje en U y escapar hacia atrás? el pensamiento cruzó su mente. Miró
adelante. La ruta era demasiado estrecha, circundada por colinas en ambos lados.
No habría espacio para hacer un círculo y tampoco tiempo suficiente para
completarlo; si decidiera intentarlo, Keller podría llegar a golpearlo de costado o
de frente.
Se dispuso a morir.
¡Vamos, Vamos! ¡Por favor, Dios, ayúdame! Gritó su mente. Más cerca. Más
cerca. ¡Vamos, fuerza! El auto se estremecía y rechinaba y desaceleraba mientras el
aceite, el humo y el vapor salían a borbotones por debajo de la capota.
El pico de la pendiente.
Su velocidad aumentaba. 75… Casi 80. Mann observó ala aguja indicadora
girar lentamente a la derecha. Echó un vistazo al retrovisor. El camión no había
aparecido aún. Con un poco de suerte, todavía podría sacarle una buena ventaja.
Allí, en alguna parte tendría que haber un lugar donde detenerse. La aguja
ya bordeaba la marca de los 87.
Entonces la vio.
Maravillado ante la vista del mamut que rugía cancelando el cielo, Mann
abrió la boca pero el alarido no pudo salir.
Mann gateó cautelosamente hacia la orilla del barranco y atisbó con los ojos
irritados por el aceitoso humo.
En 1954 vería la luz uno de los grandes clásicos de las historias de vampiros,
Soy Leyenda, su original visión del vampirismo como una enfermedad. Esta novela
intentó llevarse varias veces al cine, primero en 1964 con Vincent Price, El último
hombre sobre la tierra, y después una revisión protagonizada por Charlton Heston
que se estrenó en Norteamérica con el título de The Omega Man, y finalmente en
2008 protagonizada por Will Smith.