Matheson Richard - Duelo Y Otros Relatos

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 32

Richard Matheson

Duelo
DUELO

A las 11 y 32 de la mañana, Mann pasó al camión.

Se dirigía hacia el oeste, con rumbo a San Francisco. Era jueves y


extrañamente caluroso para ser abril. Se había quitado la chaqueta del traje y la
corbata, y su camisa lucía el cuello abierto y sus puños estaban arremangados
hasta los codos. La luz del sol bañaba su brazo izquierdo y parte de su regazo.
Podía sentir el calor atravesando sus pantalones oscuros mientras conducía por la
carretera estatal de dos carriles. En los últimos veinte minutos, no había notado
ningún otro vehículo transitando en una dirección o en la otra. Entonces vio al
camión adelante, remontando un tramo en pendiente entre dos altas colinas
verdes. Pudo sentir la tracción demoledora de su motor y vio una sombra doble en
la carretera. El camión acarreaba un acoplado. No prestó especial atención a los
detalles del camión. Al ubicarse detrás de él, enfiló su coche hacia el carril opuesto.
La carretera presentaba adelante muchas curvas ciegas y no se animó a adelantarse
hasta que el camión hubiera cruzado las colinas; así que esperó hasta que el camión
rodeara una curva hacia la izquierda en el descenso; entonces, viendo el camino
libre, pisó el acelerador y dirigió su coche por la senda opuesta. Mantuvo la
velocidad hasta que pudo ver al camión en el espejo retrovisor antes de volver al
carril derecho.

Mann observó el panorama rural que se le presentaba por delante. El


horizonte era una serie de cadenas montañosas hasta donde podía divisar y todo
alrededor, verdes colinas onduladas. Silbó suavemente mientras desaceleraba el
coche y sus neumáticos crepitaron en el pavimento.

Al pie de la colina, atravesó un puente de concreto y, volviendo su mirada


hacia la derecha, vio un riachuelo seco cubierto de rocas y grava. Mientras se
alejaba del puente, notó un parque de casas rodantes acampadas al costado de la
ruta. ¿Cómo podría alguien vivir en estos lugares? pensó. Al ver el letrero
CEMENTERIO DE MASCOTAS sonrió. Tal vez a las personas en esos remolques
les guste estar cerca de las tumbas de sus perros y sus gatos.

Ahora, la carretera por delante era una línea recta. Mann, siempre con el sol
en su brazo y en su regazo, se abandonó a la deriva de sus pensamientos. Se
preguntó que estaría haciendo Ruth en estos momentos. Los niños, naturalmente,
estarían en la escuela y volverían a casa en algunas horas. Tal vez Ruth estuviera
de compras; los jueves son los días en que ella usualmente sale. Mann la visualizó
en el supermercado, metiendo artículos diversos en la canasta del carrito. Deseó
estar con ella, en lugar de emprender este enésimo viaje de ventas. Le quedaban
aún algunas horas de recorrido antes de alcanzar San Francisco; tres días
pernoctando en hoteles y comiendo en restaurantes, con la esperanza de conseguir
algunos contactos interesantes y desde luego, las probables decepciones. Suspiró;
luego, impulsivamente, estiró el brazo y prendió la radio. Hizo girar el
sintonizador hasta encontrar una estación que transmitía música suave, innocua.
Canturreó un poco, con los ojos casi fuera de foco en el camino por delante.

Se quedó aturdido cuando el camión se le adelantó atronadoramente sobre


su izquierda, haciendo oscilar ligeramente el auto. Observó al camión y su
acoplado cerrarle el paso abruptamente sobre su carril y frunció el ceño al tener
que aminorar la marcha para mantenerse a una distancia segura del acoplado.

¿Qué pasa contigo? Pensó.

Le dirigió al camión una mirada escrutadora. Era un enorme transporte de


combustible, remolcando un tanque cisterna, cada uno de ellos con seis pares de
ruedas. No era nuevo: estaba oxidado aquí y allá y lleno de abolladuras, casi a
punto de jubilarse. Los tanques estaban pintados torpe y descuidadamente, de un
color entre plateado y sucio. Mann se preguntó si ese trabajo de pintura lo habría
hecho el camionero por sí mismo. Su mirada derivó desde la palabra
INFLAMABLE impresa en la parte trasera del tanque del acoplado, letras rojas
sobre un fondo blanco, hasta las líneas paralelas de pintura roja reflectante que
bajaban y se perdían en la mugre de los inmensos faldones de caucho, que
aleteaban cimbreantes tras las ruedas traseras. Las líneas reflectantes lucían como
si hubieran sido toscamente pintadas con un esténcil. El conductor debe ser un
transportista independiente, pensó, y no muy próspero, dado el aspecto general de su
transporte. Le dio una ojeada a la matrícula del remolque. Era de California.

Mann chequeó su velocímetro. Se mantenía estable a 85 kilómetros por hora,


como hacía siempre cuando conducía en carretera abierta. El camionero ha debido
moverse por lo menos a 115, para haberlo pasado tan rápidamente. Eso parecía un
poco extraño. ¿No se supone que los camioneros están obligados a conducir a una
velocidad prudente?
Hizo una mueca de asco al recibir el olor del caño de escape del camión y lo
miró. Era un tubo vertical a la izquierda de la cabina. Expulsaba un humo tan
espeso que formaba una nube que oscurecía el costado y la parte trasera del
acoplado. Cristo, pensó. Con toda la manija que se está dando sobre la contaminación
ambiental, ¿por qué se sigue tolerando esta clase de cosas en las carreteras?

Ceñudo por la constante humareda, experimentó una pequeña náusea. Sabía


que no podía quedarse detrás del camión mucho tiempo. Tendría que adelantarse
al camión otra vez o disminuir la velocidad, pero no podía darse el lujo de
retrasarse; ya bastante atraso tenía. Si seguía manteniendo los 85 kilómetros por
hora hasta el final, apenas llegaría a tiempo para su cita de esta tarde. No, tendría
que adelantarse.

Oprimiendo el acelerador, giró a la izquierda hacia la senda opuesta.


Ningún vehículo adelante. El tráfico de hoy en esta ruta parecía casi inexistente.
Aceleró a fondo y comenzó a adelantarse al camión.

A medida que lo pasaba, lo fue recorriendo con la vista. La cabina del


conductor estaba demasiado alta para ver adentro. Todo lo que pudo llegar a
divisar fue el dorso de la mano izquierda del conductor en el volante. Era robusta y
oscuramente bronceada, con grandes y nudosas venas.

En el momento en que Mann pudo ver el camión en el espejo retrovisor, giró


de regreso a la mano derecha de la ruta.

Sorprendido por un insistente y explosivo trompetazo de la bocina regresó


la vista al espejo retrovisor. ¿Qué fue eso? ¿Un saludo o una maldición? Se preguntó,
gruñendo divertido, siempre con los ojos fijos en el espejo. Los roñosos
guardafangos delanteros del camión eran de un color entre púrpura y rojo, y la
pintura lucía opaca y descascarada; otro trabajo de novato. Todo lo que se podía
ver era la porción inferior del camión; el resto estaba recortado por la parte
superior de su parabrisas trasero.

Ahora, Mann dirigió la mirada a su derecha. Vio una cuesta de terreno


esquistoso, como tierra con parches de maleza y cubierto de hierba. Su vista se fijó
en la casita de madera encima de la cuesta.

La antena aérea en su techo se combaba en un ángulo de casi 40 grados.


Debe dar una gran recepción, pensó.

Miró hacia el frente otra vez, apartando la vista abruptamente hacia un tosco
cartel de aglomerado pintado a la brocha en letras mayúsculas: CARNADA PARA
REPTANTES NOCTURNOS ¿Qué diablos sería un reptante nocturno? se preguntó.
Sonaba como a algún monstruo de película clase B.

El inesperado rugido del motor del camión le hizo volver su mirada


precipitadamente al retrovisor y, alarmado, chequeó el espejo lateral izquierdo. Por
Dios, este tipo me está pasando de nuevo. Mann volteó su cabeza para mirar sulfurado
la forma del leviatán que estaba adelantándosele. La cabina seguía fuera de su
campo visual.

¿Qué le pasa a este tipo? se preguntó. ¿Qué cuernos cree que tenemos aquí, una
competencia? ¿Ver que vehículo puede quedarse adelante más tiempo?

Pensó en acelerar para quedarse adelante pero cambió de idea. Cuando el


camión y el acoplado recuperaron la mano derecha delante de su auto, Mann aflojó
el acelerador, soltando un sonido de incredulidad cuando se dio cuenta que si no
hubiera bajado la velocidad, el camión le hubiera cortado nuevamente el paso.
Cristo, pensó. ¿Qué le pasa a este tipo?

Su malhumor aumentó cuando la oleosa pestilencia del caño de escape del


camión alcanzó su nariz otra vez. Irritado, giró con violencia la manija de la
ventanilla y la cerró. Maldita sea, pensó ¿Voy a tener que respirar esta porquería todo el
camino hasta San Francisco? No podía permitirse aminorar la velocidad. Tenía que
entrevistarse con Forbes a las tres y cuarto de la tarde sí o sí. Miró adelante. Al
menos no había tráfico complicando el asunto. Mann pisó el acelerador,
ubicándose cerca por detrás del camión. Cuando la carretera se curvó lo suficiente
como para darle una vista completamente libre del camino, pisó a fondo el
acelerador y se apostó en la mano opuesta.

El camión se le tiró encima, bloqueándole el paso.

Por algunos segundos, todo lo que pudo hacer Mann fue mirar
aturdidamente hacia adelante. Luego, con un gemido alarmado, aminoró
impulsivamente la marcha, regresando a la mano derecha. El camión se movió
para volver a quedar delante de él.

Mann no podía permitirse aceptar qué aquello aparentemente había tenido


lugar. Tenía que haber sido una coincidencia. Ese camionero no podía haberlo
bloqueado a propósito. Esperó más de un minuto, entonces prendió la luz de giro
para dejar en claro cuales eran sus intenciones y, oprimiendo el acelerador, enfiló
otra vez hacia el carril izquierdo.

Inmediatamente, el camión cambió de posición, cortándole el paso.

—¡CRISTO! —gritó Mann, completamente asombrado. Esto era increíble. En


los veintiséis años que llevaba manejando un auto, jamás había visto algo parecido.
Regresó al carril derecho, negando con la cabeza al ver que el camión hacía lo
mismo.

Desaceleró un poco, tratando de ubicarse fuera del alcance del humo del
escape.

¿Y ahora, qué? se preguntó. San Francisco aún lo esperaba. ¿Por qué en


nombre de Dios no se desvió al principio del viaje para tomar cómodamente la
autopista estatal? Esta condenada carretera era de dos carriles hasta el final.
Impulsivamente, aceleró hacia la izquierda otra vez. Para su sorpresa, el camionero
no lo cerró. En lugar de eso, asomó su tostado brazo izquierdo y lo ondeó,
haciéndole la señal de paso. Mann comenzó a acelerar. Repentinamente, aflojó el
pedal con un jadeo y giró el volante tan bruscamente para enfilarse tras el camión,
que la parte trasera del auto comenzó a culebrear. Mientras luchaba por recuperar
el control, un descapotable azul pasó como un rayo en sentido contrario. Mann
consiguió captar una visión momentánea de la iracunda mirada de su conductor.

Respirando agitadamente, Mann recobró el control de su auto otra vez.

Su corazón latía casi dolorosamente. ¡Por Dios! Pensó, ¡Quiso mandarme al


choque contra ese auto! Este pensamiento lo galvanizó. Aunque, debería haber
comprobado por sí mismo que la carretera adelante estuviese libre; ESE fue su
error. Pero no paraba de hacer señas con la mano… Mann se sintió consternado y
enfermo. Ay, Dios, Ay, Dios, pensó. Esto es realmente un caso de estudio. ¿Ese hijo de
puta habría querido estrellarlo porque sí, sólo para contemplar el espectáculo? Se negó a
dejar entrar esa idea en su cabeza. ¿En una carretera de California, en una mañana
de jueves? ¿Por qué?

Mann trató de calmarse y racionalizar el incidente. Tal vez es el calor, pensó.


Tal vez el camionero estaba estresado o le dolía el estómago; tal vez las dos cosas.
Quizás había tenido una pelea con su esposa anoche; quizás ella le había dicho
«esta noche no». Mann trató en vano de sonreír. Podría existir un sinfín de
motivos. Estiró el brazo y apagó la radio. Esa música alegre empezaba a irritarlo.

Por varios minutos, mantuvo su distancia detrás del camión. Su cara era una
máscara de animosidad.

Cuando la humareda empezó a asquear su estómago, repentinamente apoyó


la palma derecha sobre la barra de la bocina y la mantuvo apretada allí. Viendo
que la ruta adelante estaba despejada, pisó el pedal del acelerador y se dirigió al
carril opuesto.

El movimiento de su coche fue igualado inmediatamente por el camión.

Mann se mantuvo en su curso, con su mano oprimida en la barra del claxon.


¡Quítate del medio, hijo de una gran puta! Vociferó en su cabeza. Podía sentir los
músculos de su mandíbula endureciéndose con dolor. Hubo una contorsión en su
estómago.

—¡MIERDA!

Intempestivamente volvió al carril derecho, estremeciéndose furioso.

—Eres un miserable hijo de puta —masculló, fulminando con la mirada al


camión, mientras éste recuperaba su posición delante de él. ¿Pero qué diablos pasa
contigo? Te pasé un par de veces y te hice perder la cordura? ¿Estás drogado, loco o qué?
Mann asintió con la cabeza tensamente. Sí, eso es. No hay ninguna otra
explicación.

Se preguntó qué pensaría Ruth acerca de todo esto y cómo hubiera


reaccionado ella. Probablemente, ella hubiera empezado a tocar la bocina y
continuaría haciéndolo porfiadamente, asumiendo que quizás atraería la atención
de un policía. Miró alrededor con un gesto áspero. ¿Y dónde diablos encontraría
policías aquí afuera? Hizo un chasquido de burla. ¿Aquí, en el culo del mundo?
Probablemente un sheriff a caballo, por el amor de Dios.

Repentinamente se preguntó si podría engañar al camionero pasándolo por


la derecha. Enfiló hacia la cuneta, mirando cauteloso hacia adelante. Ni soñarlo. No
había espacio suficiente. El camionero podría arrojarlo de un empujón a través de
esa cerca alambrada, si quisiera. Mann tembló. Y sin duda lo haría, pensó.

Mientras conducía, fue tomando conciencia de la cantidad de basura que


yacía al costado de la carretera: latitas de cerveza, envolturas de caramelo,
cartoncitos de helados, papel de diario amarillento y ajado por el clima, un cartel
de madera rotulado SE VENDE partido por la mitad. Conservemos limpio el país,
pensó sarcásticamente. Pasó una roca grande y redonda con el nombre WILL
JASPER pintado con cal. ¿Quién sería Will Jasper? se preguntó. Qué pensaría él
acerca de esta situación?

Inesperadamente, el auto comenzó a brincar. Por un instante, Mann pensó


que una de sus llantas se había desinflado. Luego notó que la pavimentación a lo
largo de esta sección de carretera consistía en lomitas de burro.

Vio que el camión también saltaba y pensó: Espero que se te den vuelta los
sesos. Mientras el camión enfrentaba una brusca curva a la izquierda, Mann pudo
vislumbrar fugazmente la cara del camionero reflejada en el espejo lateral de la
cabina. No pudo distinguir lo suficiente como para establecer su apariencia.

—Ah —musitó.

Una colina larga y pronunciada se perfilaba adelante. El camión tendría que


escalarla lentamente. Sin duda, allí habría una oportunidad para adelantársele.
Mann aceleró, acercándose al camión tanto como la seguridad se lo permitiera.
Casi a la mitad de la cuesta, Mann vio que el carril izquierdo se elevaba sin tráfico
alguno en cualquier parte donde mirara. Pisando el pedal del acelerador, se
disparó hacia la mano opuesta. El camión, que se movía trabajosamente, comenzó
a arquearse enfrente de él. Con su rostro agarrotado, Mann dirigió su coche a toda
velocidad a través del borde del peralte esquivando la maciza trompa de la mole,
derrapando en la cuneta y levantando una espesa nube de polvo y tierra,
haciéndole perder de vista el camión. Sus llantas zumbaron y crujieron en el ripio;
luego, repentinamente, saborearon el pavimento otra vez. Chequeó el espejo
retrovisor y un ladrido de risa hizo erupción desde su garganta. Sólo había tenido
la intención de pasar. El polvo había sido un extra inesperado.

¡Dejemos que este bastardo olfatee algo de su propia mierda para variar!

Machacó el claxon gozosamente, con un ritmo burlón de bocinazos.

—¡Jódete, amiguito!

Irrumpió en la cima de la colina.

Un panorama sublime se tendía por delante: cerros soleados y llanuras, un


corredor de árboles oscuros y parches cuadrangulares cultivados de un color verde
claro; a lontananza, una torre acuífera. Mann se sintió relajado. Hermoso, pensó.
Encendió la radio y comenzó a canturrear con la música.

Siete minutos más tarde, pasó junto a una cartelera publicitaria: CAFETERÍA
DE CHUCK.

—No, gracias, Chuck —murmuró.

Distraídamente, divisó una casa gris construida en una hondonada.

¿Qué será eso…? ¿Un cementerio en el patio delantero o un grupo de estatuas de


yeso en venta?

Oyendo un distante rumor detrás de él, Mann miró el retrovisor y sintió el


frío del miedo recorrerle el cuerpo. El camión se estaba lanzando cuesta abajo en la
colina, siguiéndolo.

La boca se le abrió involuntariamente y chequeó el velocímetro. Iba a ¡Más


de 90! En un descenso curvo, ésa no era una velocidad segura para conducir; pero
el camión debía estar excediéndola por un margen considerable, y la distancia
entre ellos disminuía rápidamente. Mann tragó saliva, manteniéndose sobre su
derecha mientras tomaba una curva cerrada. De veras está loco, pensó.

Su mirada se fijó adelante, escrutadora. Había visto un desvío a menos de


medio kilómetro adelante y se decidió a tomarlo. En el espejo retrovisor, la enorme
grilla cuadrada del radiador era todo lo que podía ver ahora. Pisó violentamente el
acelerador y sus llantas chirriaron fastidiosamente mientras enfrentaba otra curva,
convencido que el camión tendría que verse forzado a desacelerar.

Soltó un gemido cuando lo vio redondear la curva con facilidad; sólo el


balanceo de sus inmensos tanques revelaron el esfuerzo que había invertido en
girar. Temblando, Mann se mordió los labios mientras se lanzaba alrededor de otra
curva. Un descenso directo ahora. Oprimió el pedal con más fuerza, mirando de
reojo el velocímetro. ¡Casi 100 kilómetros por hora! ¡No estaba acostumbrado a
conducir así!

Desesperado, vio pasar el desvío velozmente sobre su derecha. De cualquier


manera, nunca hubiera podido haber salido de la ruta a esa velocidad; se habría
volcado.
—¡Maldito seas, hijo de una gran puta!

Mann tocó la bocina con asustada furia. Repentinamente, bajó la ventanilla y


sacó su brazo izquierdo para hacerle señas al camión.

—¡AMINORA! —gritó, y tocó la bocina otra vez—. ¡AMINORA,


BASTARDO ENLOQUECIDO!

El camión estaba casi sobre él ahora. ¡Va a matarme! pensó Mann,


horrorizado. Hizo sonar el claxon repetidamente, luego tuvo que usar ambas
manos para agarrar el volante al driblar otra curva. De un vistazo, vislumbró el
retrovisor. Pudo ver sólo la porción más baja de la rejilla del radiador. ¡Iba a perder
el control! Sintió que las ruedas traseras habían comenzado a patinar y aflojó el
pedal rápidamente. Los neumáticos volvieron a morder el camino, y el coche dio
un brinco, recuperando su empuje.

Mann vio lejos y al fondo de la bajada, una construcción con un cartel donde
se leía CAFETERIA DE CHUCK. El camión estaba ganando terreno otra vez.

¡Esto es demencial! Se quejó, enfurecido y aterrorizado. La carretera se


enderezaba. Pisó el pedal: 110 ahora… 115. Mann se endureció, haciendo el intento
de mantener su auto lo más cercano posible a su izquierda.

Abruptamente, comenzó a frenar; luego dio un cerrado viraje a la derecha,


haciendo rastrillar su coche en el parque de estacionamiento frente al café.

Gritó cuando el auto comenzó a colear y luego patinó de costado.

¡Domínalo! gritó una voz en su mente. La parte posterior del coche se


azotaba de lado a lado, y los neumáticos arrojaron mugre y nubes de polvo. Mann
presionó duro el pedal de frenos, cambiando de dirección en el patinazo.

El coche comenzó a enderezarse y frenó más duro aún, mientras que de


reojo era consciente del paso del camión y su acoplado rugiendo a toda velocidad
en la carretera. En su giro, casi chocó de refilón uno de los autos estacionados allí y
siguió derecho. Apretujó el pedal de frenos tan fuerte como pudo y las llantas se
clavaron a casi una treintena de metros de la cafetería.

Mann permaneció sentado en un silencio nervioso, con los ojos cerrados. Sus
latidos se sentían como martillazos en el pecho. Tenía la impresión de no poder
recobrar el aliento. Si alguna vez iba a tener un ataque cardíaco, ese sería un buen
momento. Al cabo de un rato, abrió sus ojos y apoyó la palma derecha contra su
pecho. Su corazón todavía palpitaba laboriosamente. No era de extrañar, pensó. No
todos los días te persigue un camión.

Giró la manija y abrió la puerta. Al intentar salir, gruñó sorprendido cuando


el cinturón de seguridad lo mantuvo sujeto al asiento. Con dedos temblorosos,
oprimió el botón de liberación y se lo quitó.

Le dio una ojeada a la cafetería. ¿Qué pensarían los parroquianos al verlo


aparecer en esa forma tan dramática? se preguntó.

Salió del auto adolorido y caminó bamboleándose la distancia que lo


separaba de la cantina. ¡BIENVENIDOS CAMIONEROS! Se leía en una cartulina
puesta en el escaparate. Al verla, Mann degustó una vaga sensación de náusea.
Tembloroso, abrió la puerta y entró, evitando la vista de los clientes. Era seguro
que lo observaban, pero no tuvo fuerzas para afrontar esas miradas. Manteniendo
los ojos fijos hacia adelante, caminó hasta la parte posterior y entró en el baño de
caballeros.

Ya en el lavabo, abrió el grifo y colocó ambas manos en forma de copa bajo el


chorro de agua fría y se lavó la cara. Sentía un revoltijo en los músculos del
estómago que no lograba controlar.

Se enderezó. Tironeó de varias toallitas del dispensador y las refregó sobre


su cara, haciendo una mueca por el olor del papel. Tirando las toallitas mojadas en
la canasta detrás del lavatorio, se enfrentó a sí mismo en el espejo de la pared.
Permanece con nosotros, Mann, pensó. Asintió, tragando saliva. Sacó un peine del
bolsillo y se peinó. Nunca se sabe, simplemente nunca se sabe. Vas de un lado a otro, año
tras año, dando por hecho muchas cosas; por ejemplo, conducir en una vía publica sin que
alguien haga el intento de atropellarte. Es que, dependes de esa clase de cosas. Entonces,
contra toda probabilidad, esa cosa ocurre y no tienes nada de que aferrarte. Un
acontecimiento insólito y todos esos años de lógica, valores y de civilización son
despedazados en un segundo. De pronto, estás solo, enfrentando la jungla otra vez.

El Hombre: mitad animal, mitad ángel.

¿De dónde había sacado esa frase?

Se estremeció.
Allí afuera, había un verdadero animal vagando en su camión.

Su aliento era casi normal ahora. Mann se obligó a sonreír tensamente frente
a su reflexión. De acuerdo, Mann, se dijo a sí mismo. Ya pasó. Fue una maldita
pesadilla, pero ya pasó. Estás en camino a San Francisco. Te buscarás un bonito cuarto de
hotel, ordenarás una botella de escocés caro, te darás un baño caliente, te relajarás y
olvidarás. De acuerdo, pensó. Se dio vuelta y salió del cuartito.

Se paralizó a los tres pasos, boqueando y con su corazón aporreando su


pecho; los ojos clavados en el gran escaparate rectangular de la cafetería.

El camión estaba estacionado afuera.

Mann le dirigió una vidriosa mirada incrédula. No era posible. Lo había


visto pasar a toda velocidad. El camionero le había ganado; ¡TENÍA TODA LA
MALDITA CARRETERA SÓLO PARA ÉL! ¿Para qué había vuelto?

Mann miró a su alrededor con pánico repentino. Había cinco hombres


comiendo, tres a lo largo de la barra, dos en las mesas. Se maldijo a sí mismo por
no haberles mirado las caras cuando entró. Ahora no tenía forma de saber quién
era. Mann sintió que sus piernas comenzaban a temblar.

Abruptamente, caminó hacia la mesa más próxima y se deslizó torpemente


en la silla. Espera, se dijo. Simplemente espera. Seguramente, habría alguna forma de
reconocerlo. Camuflando su cara con el menú, recorrió la cantina con la mirada a
través de la parte superior de la cartilla. ¿Sería aquél, el de la camisa caqui? Mann
trató de ver las manos del hombre pero no pudo. Siguió escrutando
nerviosamente. Aquél tipo de traje y corbata, seguro que no.

Le quedaban tres. ¿Y el de la mesa junto a la puerta, de facciones cuadradas


y pelinegro? Si tan sólo pudiera verle las manos al tipo, eso podría ayudar. ¿Y qué
hay con los otros dos de la barra? Mann los estudió ansiosamente.

¿Por qué no les miraste las caras cuando pudiste?

Bien, de acuerdo, que el conductor del camión estuviera aquí dentro no


significaba automáticamente que tuviera la intención de continuar aquel absurdo
duelo. La cafetería de Chuck podría ser el único lugar donde comer en muchos
kilómetros. ¿Era hora de almorzar, no es cierto? El conductor del camión
probablemente había tenido la intención de comer aquí todo el tiempo.
Simplemente, se había apurado para tener un buen lugar donde estacionarse. Así
que había bajado la velocidad y regresado, eso era todo. Mann se forzó a leer el
menú. Vamos, Mann, tranquilízate. No hay razón para estar tan aturdido. Quizás una
cerveza pueda ayudarme.

La camarera detrás de la barra se acercó y Mann ordenó un emparedado de


jamón con pan de centeno y una botella de Coors. Cuando la chica se dio vuelta y
se fue, se preguntó, con una punzada de autoreproche, por qué simplemente no
había abandonado la cantina para salir disparado a toda velocidad en su coche.
Hubiera sabido inmediatamente si el camionero todavía tenía intenciones de
seguirlo. Ahora, tendría que sufrir durante todo el almuerzo para enterarse. Casi
gimió en su estupidez.

Pero ¿qué hubiera ocurrido si el camionero lo hubiera seguido hasta afuera y


salido en su persecución otra vez? Habría vuelto enseguida donde había
empezado. Aunque le hubiera sacado una buena ventaja, el conductor del camión
lo habría alcanzado eventualmente. Tendría que mantenerse a 130 o 140 kilómetros
por hora y no era un buen conductor en altas velocidades. Además la patrulla
motorizada de California podría interceptarlo. ¿Entonces, que haría?

Mann reprimió el enjambre de pensamientos que se abatieron sobre él. Trató


de relajarse a sí mismo. Miró deliberadamente a los cuatro hombres; los dos más
probables eran el de cara cuadrada de la mesa junto a la puerta y el rechoncho con
overol sentado en la barra. Mann reprimió el impulso de caminar hacia ellos y
preguntarles quién de ustedes es el dueño de ese camión, y decirle al tipo que
lamentaba si de alguna forma lo había irritado, y proponerle cualquier cosa para
calmarlo, sin mencionar, obviamente, que su comportamiento en la ruta había sido
irracional, o maníaco-depresivo, probablemente.

Tal vez le compraría al tipo una cerveza y juntos charlarían un rato para
componer las cosas.

Mann no podía moverse. ¿Y qué tal si el camionero había olvidado todo este
asunto? ¿Y si al acercársele, lo irritaba de nuevo? Mann se sentía debilitado por la
indecisión. Inclinó la cabeza débilmente cuando la mesera colocó el emparedado y
la botella frente a él. Tomó un trago de la cerveza, que le provocó una carraspera.
¿El camionero habría encontrado divertido el sonido de su tos?

Mann sintió un profundo resentimiento interior. ¿Qué derecho tenía ese


bastardo a imponerle semejante tormento a otro ser humano? ¿No es este un país
libre, acaso? ¡Maldita sea, claro que tenía todo el derecho de pasar a ese hijo de
puta en cualquier carretera, si hubiera querido!

—Oh, mierda —masculló.

Trató de sobreponerse. ¿No estaría llevando esto demasiado lejos? Miró la


caseta telefónica. ¿Qué cosa le impedía llamar a la policía local y reportar toda esta
situación? El tiempo. Perder el tiempo, claro. Tendría que quedarse aquí, enojar a
Forbes y probablemente anular la venta. ¿Y qué tal si el camionero se quedaba a
enfrentarlos? Naturalmente, negaría completamente todo. Y qué ocurriría si la
policía le creyera y no hiciera nada al respecto? Después de que se hubieran ido, el
camionero indudablemente se abalanzaría sobre él otra vez, sólo que peor. ¡Dios
mío! pensó Mann agónicamente.

El sándwich no tenía gusto a nada y la cerveza era desagradablemente


amarga. Mann se quedó con la mirada fija en la mesa mientras masticaba. ¿Por el
amor de Dios, por qué permanecía sentado aquí sin hacer nada? ¿No era un
hombre adulto, acaso? ¿Por qué no se decidía a hacer alguna maldita cosa de una
vez por todas?

Su mano izquierda tembló espontáneamente y derramó cerveza en sus


pantalones. El hombre de overol se había levantado de la barra y se movía hacia la
parte delantera de la cafetería. Mann sintió que su corazón se estrujaba cuando el
tipo le pagó a la mesera, tomó su cambio, agarró un escarbadientes del
dispensador y salió.

Mann lo observó en un ansioso silencio.

El hombre no se metió en la cabina del camión.

Entonces, tenía que ser el que estaba sentado en aquella mesa. Su cara se
adaptó al recuerdo de Mann: Cuadrada, ojos oscuros y pelo negro; el hombre que
había tratado de arrollarlo.

Mann se levantó abruptamente, dejando que el impulso venciera al miedo.


Con los ojos fijos adelante, se encaminó hacia la entrada. Cualquier cosa era
preferible a quedarse sentado allí.

Se acercó a la caja registradora, consciente del fastidioso silbido que soltaba


mientras inhalaba aire a bocanadas. ¿Estará observándome? se preguntó. Tragando
saliva, Miró su ticket y sacó un fajito de billetes del bolsillo derecho del pantalón.
Oyó una moneda caer al piso y rodar. Ignorándola, miró a la chica. Vamos, muévete,
pensó. Pagó. Al recibir el cambio, dejó un dólar y 25 centavos en el mostrador.
Guardó temblorosamente el resto en su bolsillo.

Al hacer eso, escuchó que el hombre sentado en la mesa junto a la puerta se


levantaba. Un estremecimiento helado le recorrió la espalda. Lanzándose
rápidamente hacia la puerta, la abrió de un empujón, viendo de reojo al tipo de la
cara cuadrada aproximándose a la caja registradora.

Se alejó de la cantina. Dando grandes zancadas, se dirigió hacia el auto. Su


boca estaba seca otra vez. Ahora el pecho le dolía.

Repentinamente, empezó a correr. Oyó el ruido de la puerta de la cafetería


cerrándose de un golpe y peleó contra el deseo de mirar hacia atrás. ¿Eran ruidos
de alguien corriendo, ahora? Al llegar al coche, Mann abrió de un tirón la puerta y
se metió adentro atropelladamente. Sacó el manojo de llaves del pantalón y trató
de introducir la de ignición en la ranura. Su mano temblequeaba tanto que
lloriqueó al no poder hacerlo.

—¡Vamos, carajo! —dijo entre dientes, loco de impotencia.

La llave finalmente se deslizó, y la retorció convulsivamente. El motor


arrancó y sacudió frenéticamente la palanca de cambios para ponerla en primera.
Apretó el acelerador y salió derrapando hacia la carretera. Por el espejo lateral, le
llegó el movimiento del camión y el acoplado dando marcha atrás desde la cantina.

La reacción afloró dentro de él.

—¡NO! —gritó enfurecido, mientras pisaba con fuerza el pedal del freno.
¡Era un comportamiento idiota! ¿Por qué diablos tendría que salir corriendo? Se
estacionó en un recodo de la cuneta y abrió la puerta con un empellón del hombro.
Saltó afuera y empezó a caminar hacia el camión dando rabiosas zancadas.

De acuerdo, amiguito, pensó furioso, dirigiéndose al tipo dentro del camión.


Si quieres darme una trompada en la nariz, de acuerdo, pero se terminó la maldita
persecución en la carretera.

El camión comenzó a cobrar velocidad. Mann levantó su brazo derecho.

—¡HEY! —gritó, sabiendo que el camionero lo estaba viendo—. ¡OYE, TÚ!


Comenzó a correr al ver que el camión no se detenía; el motor rugía cada vez
más fuerte. Estaba saliendo a la carretera abierta ahora, corriendo con una
sensación de martirizada indignación. El camionero escaló una marcha, y el
camión se movió más rápido.

—¡ALTO! —gritó Mann—. ¡MALDITO SEAS, DETENTE!

Se paró en el recodo del arcén, jadeante, con los ojos clavados en el camión,
viendo como giraba balanceándose hacia la ruta y desaparecía tras el contorno de
una colina.

—Miserable hijo de puta —masculló—. Eres un maniático y condenado hijo


de puta.

Subió lentamente a su coche, tratando de creer que el camionero había huido


del peligro de pelearse con él a puño desnudo. Era posible, por supuesto, pero en
cierta forma no podía creer en eso.

Estaba a punto de salir a la ruta cuando súbitamente cambió de idea y apagó


el motor. Ese lunático bastardo podría haber salido a treinta kilómetros por hora para
esperarme más adelante. Ni lo sueñes, cabrón, pensó. Así que, al demonio la agenda;
Forbes tendría que esperar, eso era todo. Y si a Forbes no le gustaba esperar, al
carajo Forbes, también. Él se sentaría aquí por un buen rato, dejando que aquel
trastornado quedara fuera de alcance, para dejarle creer que lo había vencido.
Mann esbozó una agria sonrisa. Eres el temible Barón Rojo, amiguito; me has derribado
en buena ley. Ahora vete al infierno con mis más sinceros cumplidos. Negó con la cabeza,
aliviado.

Ahora que lo pensaba, debería haber hecho esto desde el principio; debió
dejarlo pasar y quedarse quieto, esperando. El camionero ya no lo habría
molestado. Y quizás hubiera elegido a algún otro. Este sorpresivo pensamiento lo
inquietó. ¡Dios, tal vez así era como pasaba diariamente sus horas de trabajo ese
loco bastardo! ¿Sería posible eso?

Miró el reloj del tablero. Eran pasadas las 12 y media. Ay, hermanito, todo esto
en menos de una hora, pensó. Cambió de posición en el asiento apoyándose contra la
puerta y estiró las piernas. Cerró sus ojos y mentalmente especuló sobre las cosas
que tendría que hacer mañana y pasado. El día de hoy ya estaba arruinado, hasta
donde se podía ver.

Cuando abrió los ojos, asustado de adormecerse y de haber perdido


demasiado tiempo, habían pasado casi once minutos. El loco debe estar bien lejos
ahora, pensó; al menos 20 kilómetros y probablemente más, en la forma en que conducía.
Suficiente. De cualquier forma, ahora trataría de llegar en horario a San Francisco y
quizás pudiera salvar el asunto pendiente con Forbes.

Iba a tomarse esto de manera optimista.

Mann se ajustó el cinturón de seguridad, encendió el motor, puso primera y


salió a la carretera, dando una ojeada a través del hombro. Ni un alma en la ruta.
Un gran día para viajar. Todo el mundo se quedaba en su casa. Aquel lunático
debía tener una gran reputación por estos lugares. Cuando Crazy Jack está en la ruta,
deje su coche en el garaje. Mann se rió de esa idea cuando su auto tomó la primera
curva.

Un reflejo involuntario le hizo pisar el freno. El coche patinó ruidosamente


antes de clavarse en el medio de la ruta.

El camión y su acoplado estaban estacionados en la cuneta, a menos de 100


metros adelante.

Sintió como si su cuerpo se negase a funcionar; se quedó aturdido, mirando


hacia adelante.

Cuando un explosivo bocinazo sonó detrás de él, lanzó un gemido,


replegando involuntariamente las piernas. Chasqueando sus cervicales, miró el
retrovisor, boqueando al ver una camioneta estanciera amarilla acercándosele a
gran velocidad. Repentinamente, desapareció del espejo, rumbeando hacia la mano
izquierda. Mann se sacudió cuando la estanciera pasó raudamente su coche,
bordeando la cuneta, con sus destartalados guardabarros traseros traqueteando de
aquí para allá y sus neumáticos chillando. Pudo ver la ira del hombre que
conducía, y también sus labios, que se movieron en un silencioso insulto.
Enseguida, la estanciera amarilla recuperó el carril derecho y se alejó, pendiente
abajo. Al verla pasar el camión, Mann sintió una extraña sensación. El tipo que
conducía la camioneta podía irse tranquilo, sin peligro. Sólo él había sido elegido.
Yo soy la presa. Aquello que sucedía era demente. Pero estaba ocurriéndole.

Estacionó su auto en el arcén y frenó. Colocó la palanca de cambios en punto


muerto y se reclinó, clavando los ojos en el camión. Sus sienes palpitaban y latían
sordamente, como un sofocado reloj distante.

¿Qué podría hacer? Sabía muy bien que si se bajaba del auto para ir a
enfrentarlo a pie, el camionero movería el camión, sólo para ir a estacionarse más
adelante. Debía comprender de una maldita vez que estaba tratando con un
desequilibrado. Los temblores en su vientre lo sobresaltaron otra vez. Su corazón
golpeteaba en la caja torácica. ¿Y ahora qué?

Con un fiero y súbito arrebato, Mann zarandeó la palanca, engranando


ruidosamente el primer cambio y pisó con fuerza el acelerador. Los neumáticos
giraron locamente en el ripio antes de adherirse al suelo, y el coche salió
serpenteando hacia la carretera. Inmediatamente, el camión comenzó a moverse.
¡Había dejado el motor en marcha! pensó Mann, en un acceso de furioso terror. Luego,
abruptamente, se percató que nunca podría pasar, dado que el camión estaba
empezando a bloquearle el camino y el auto terminaría chocando contra el
acoplado. Una visión centelleó en su mente: una violenta y roja explosión y una
pared de llamas que lo incineraban. Empezó a frenar, primero con fuerza y luego
en forma regular, procurando no perder el control.

Cuando consiguió desacelerar lo suficiente para sentir que estaba seguro, se


lanzó sobre la derecha volviendo al arcén, dejando la palanca en punto muerto.

Casi ochenta metros delante, el camión hizo lo mismo.

¿Y ahora qué? La pregunta insistía en su cabeza, mientras golpeteaba sus


dedos en el volante. ¿Retroceder hasta el empalme que lo llevaría a San Francisco
por otra ruta?

¿Cómo iba a saber que el camionero no lo seguiría? Se mordió los labios


coléricamente. ¡No! ¡No voy a dar la vuelta!

Su expresión se endureció repentinamente. Pues bien, no iba a quedarse


sentado aquí todo el día, eso era seguro. La palanca de cambios se quejó
ruidosamente cuando puso primera y lanzó el auto sobre el pavimento otra vez.
Vio que el camión se ponía en marcha nuevamente pero no hacía ningún esfuerzo
por acelerar; aminoró un poco la marcha, tomando posición a unos 30 metros
detrás del acoplado. Chequeó el velocímetro: 60 kilómetros por hora. El camionero
sacó su brazo izquierdo por la ventana de la cabina y le estaba haciendo señas para
que lo pasara. ¿Qué intentaba decirle con eso? ¿Cambiaste de idea? ¿Finalmente
decidiste que este asunto había ido demasiado lejos?

Mann no se podía permitir creerle.

Miró más allá del camión. A pesar de que las montañas rodeaban todo, la
ruta parecía bastante recta hasta donde podía verse. Tamborileó ligeramente una
uña en la barra de la bocina, haciendo el intento por tomar una decisión. Quizás
pudiera continuar así todo el camino hasta San Francisco a esta velocidad,
quedándose atrás lo suficientemente lejos como para evitar lo peor del caño de
escape. Además, no parecía probable que el camionero se fuera a detener en el
medio de la ruta sólo para bloquearle el camino; y si se tiraba al arcén otra vez para
fingir que lo dejaría pasar, él podría hacer lo mismo, manteniendo su distancia.
Sería un jueguito extenuante, pero sería un jueguito seguro. Por otra parte, hacer
un último intento por burlar a esa bestia quizás valiera la pena; pero obviamente,
eso es lo que estaría esperando ese hijo de puta.

Igualmente, un vehículo de tal porte nunca podría rivalizar en velocidad y


desenvoltura de manejo con, en este caso, su propio auto. Las Leyes de la Mecánica
jugaban en su contra, así nada más. Cualquier ventaja que el camión tuviese en
términos de masa, la perdería en términos de estabilidad, en particular llevando
semejante acoplado. Si Mann condujera a, digamos, 120 kilómetros por hora en
alguna de las pendientes que tenía esa ruta, y estaba seguro que encontraría
algunas más adelante, el camión tendría que quedarse rezagado forzosamente.

La pregunta era, por supuesto, si tendría la sangre fría de conservar


semejante velocidad por una distancia tan prolongada. Jamás lo había hecho antes;
pero cuanto más pensaba en el asunto, más apremiante se volvía, alejándolo de la
respuesta.

Abruptamente, se decidió.

De acuerdo, pensó. Observó adelante y luego taconeó el pedal del acelerador,


arrojándose al carril izquierdo. A medida que se acercaba al camión, se tensó,
anticipando que el conductor podría salir a bloquearle el paso, pero el camión se
mantuvo en su carril. El coche de Mann avanzó a lo largo de la abrumadora silueta
de mamut que tenía a su derecha. Dirigió una rápida mirada hacia la cabina y vio
el nombre KELLER pintado en la puerta. Por un horripilado instante, pensó que
había leído KILLER y comenzó a desacelerar. Luego, releyó la tosca etiqueta y
abandonó su sobresalto pisando el acelerador nuevamente. Cuando alcanzó a ver
el camión en el espejo retrovisor, retomó su curso por el carril derecho.

Se estremeció, en una mezcla de temor y satisfacción, al ver que el


camionero aceleraba. Era extrañamente reconfortante haber anticipado
definitivamente las intenciones de aquel hombre. Esto, sumado al hecho de haber
visto su cara y su nombre parecía, de algún modo, achicarlo, disminuirlo en su
estatura. Antes, había sido una gran criatura anónima, sin rostro, una
personificación del terror más oculto; ahora, al menos, era un individuo.

Muy bien, Keller, dijo su mente, veamos si ahora puedes vencerme con esa reliquia
achacosa.

Taconeó duro el acelerador. Aquí vamos, pensó.

Miró el velocímetro, y cuando vio que se movía a sólo 110 kilómetros por
hora frunció el ceño. Deliberadamente, presionó aún más el pedal, alternando su
mirada entre la carretera y el velocímetro hasta que la aguja superó los 120. Sintió
un súbito espasmo de satisfacción. De acuerdo, Keller, bruto hijo de puta, alcánzame si
puedes, pensó.

Después de algunos segundos, consultó el espejo retrovisor otra vez. ¿El


camión se estaba acercando? Aturdido, comprobó el velocímetro. ¡Maldita sea!
¡Había aminorado hasta 115! Forzó el acelerador coléricamente. ¡No podía
permitirse correr a menos de 120!

El pecho de Mann se estremeció en un convulsivo resuello.

Mientras pasaba una arboleda, desvió la mirada hacia un sedán beige


estacionado debajo de un árbol; sentados adentro, una joven pareja charlaba. Al
cabo de unos instantes, estuvieron lejanos, en un mundo separado del suyo. ¿Si
hubiesen apartado la vista, lo habrían visto pasar? Seguro que no.

Reparó en la sombra de un puente sobre la capota y el parabrisas.


Respirando cansadamente, chequeó el velocímetro otra vez. Se mantenía en 120.
Miró el retrovisor. ¿Era su imaginación o el camión estaba ganando terreno? Miró a
lontananza con ojos ansiosos. Debería haber un pueblito o algún centro habitado en
alguna parte. Al diablo con esto; se detendría en alguna estación de policía y
denunciaría todo lo que le había sucedido. Tendrían que creerle. ¿Por qué razón se
detendría alguien para contarles una historia semejante si no fuese cierta? Hasta
donde se podía imaginar, Keller tendría alguna clase de prontuario criminal por
estos lugares.

«Oh, claro, lo tenemos en la mira» le dice un policía sin rostro; «Saldremos


enseguida a buscar a ese loco bastardo y le daremos su merecido». Mann se estremeció y
receló lo que vería en el espejo.

El camión se estaba acercando.


Angustiándose, examinó el velocímetro. ¡Maldición, mantente alerta! Le gritó
su mente. ¡Estaba en 114! Gimiendo de frustración, oprimió el pedal del acelerador.
¡118! ¡120! ¡Deprisa, hay un asesino detrás de ti!

Su coche comenzó a transitar un campo florido. Lilas, blancas y púrpuras,


extendiéndose en filas interminables. Pasó una pequeña barraca cerca de la
carretera, con un letrero rotulado FLORES FRESCAS DEL CAMPO. Apoyado en la
pared de la barraca, un cartón cuadrado color café tenía escrito las palabras
POMPAS FÚNEBRES pintadas crudamente.

Bruscamente, Mann se vio a sí mismo, yaciendo en un tosco ataúd y pintado


como si fuera algún grotesco maniquí; Ruth y los niños sentados en la primera fila,
con las cabezas gachas; el abrumador perfume de las flores saturando las narices;
todos sus parientes…

De pronto, el pavimento se tornó irregular y el coche comenzó a rebotar y a


sacudirse, transmitiéndole dolorosas puntadas directo a su cabeza. Sintió que el
volante le oponía resistencia y lo sujetó con fuerza, haciendo que los violentos
sacudones subieran vibrando por sus brazos.

No se atrevió a mirar el espejo. Tenía que obligarse a mantener constante esa


velocidad. Keller no iba a aminorar, eso era seguro. ¿Y qué ocurriría si se le
reventaba un neumático? Perdería el control en un instante. Imaginó su auto dando
un salto mortal, girando y rebotando en el pavimento, metales rechinando, sus
gritos, el tanque de combustible explotando, su cuerpo aplastado y quemado y…

El estropeado intervalo de pavimento finalizó y lanzó un vistazo al


retrovisor.

El camión no estaba más cercano, pero tampoco había perdido terreno.


Mann miró alrededor frenéticamente. Adelante se divisaban colinas y montañas.
Trató de tranquilizarse diciéndose que las pendientes jugaban a su favor, y que
podría sortearlas sin disminuir la velocidad; pero aún podía imaginar que en
cualquiera de esos descensos, el inmenso camión se le vendría encima,
estrellándose violentamente contra su coche y lanzándolo a través del borde de
algún acantilado. Tuvo una horrenda visión: docenas de autos destrozados y
oxidados yaciendo ocultos para siempre en el fondo de los precipicios, con
cadáveres en cada uno de ellos, todos empujados a una muerte atroz por Keller. El
coche de Mann transitó vertiginosamente por un frondoso pasadizo de árboles; a
cada lado de la carretera, altísimos eucaliptos cortaban el viento; sus gruesos
troncos se erguían separados entre sí a casi un metro de distancia. Era como viajar
por el fondo de un profundo desfiladero. Mann resoplaba cada vez que alguna
rama grande golpeaba el parabrisas soltando polvorientas hojas que dificultaban
su visión del camino. ¡Mierda! Estaba acercándose demasiado al borde del
pavimento. Si perdía el control a esta velocidad, estaba frito.

¡Dios! ¡Eso sería ideal para Keller! Se dio cuenta repentinamente. Se imaginó al
camionero de la cara cuadrada riéndose al pasar junto a su incendiado auto,
sabiendo que había cazado a su presa sin ensuciarse las manos.

Cuando su coche salió del pasillo arbolado, Mann respiró un poco.

Ahora, la ruta adelante era algo serpenteante y se perdía al pie de las


montañas. Mann se obligó a presionar el pedal todavía más. 125 ahora, casi 126.
Hacia su izquierda, una amplia explanada verdinegra se extendía hasta los oteros.
Alcanzó a ver un vehículo negro en un camino de tierra, moviéndose hacia la
carretera. ¿Tenía los lados pintados de blanco? El corazón de Mann se agitó.
Impulsivamente, atascó la palma derecha en la barra del claxon y la mantuvo allí.
Los estridentes bocinazos atormentaron sus oídos.

¿Era un auto de la policía? ¿Sí o no?

Volvió a tomar el volante con las dos manos. No, no era.

¡Mierda! Profería furiosa su mente. Keller debía estar divirtiéndose mucho


con sus desesperados esfuerzos. Sin duda, en estos momentos, estaría muriéndose
de la risa. Oyó la voz del camionero en su mente, tosco y astuto. «¿Te creíste que
buscando a la yuta te ibas a salvar, turrito? ¡Vas a espichar!»

El corazón de Mann se retorció con un odio salvaje.

¡MALDITO LOCO HIJO DE MIL PUTAS! Sacudiendo el puño derecho en


forma amenazante, lo golpeó con fuerza sobre el tablero.

¡Maldito seas, Keller! ¡YO soy el que va a matarte, así sea lo último que haga! Las
colinas estaban cada vez más cercanas. Había pendientes bastante más empinadas
ahora. Mann sintió palpitar la esperanza dentro de sí. Estaba seguro que le sacaría
una buena ventaja a esa bestia. No importa cuánto esfuerzo hiciese ese bastardo,
nunca podría sostener 120 kilómetros por hora subiendo una cuesta. ¡Pero yo sí!
Festejó su mente con feroz júbilo. La saliva inundó su boca y la tragó. Tenía las
axilas y la espalda empapadas de sudor y la camisa se le había pegado al tapizado
del asiento. Podía sentir la transpiración goteando bajo sus brazos. Un baño y una
cerveza. Si, eso es. Sería lo primero que haría al llegar a San Francisco. Un baño
largo y caliente y una bebida larga y fría. En Cutty Sark; una fanfarronada, desde
luego. Pero se lo merecía.

El auto trepó una ligera pendiente.

¡No era lo suficientemente pronunciada, maldición! La pérdida de velocidad


del camión se vería compensada por su propio empuje. Mann sintió un odio
involuntario hacia ese paisaje. Cuando hubo coronado la cima y se hubo inclinado
para encarar el suave descenso, miró el espejo retrovisor.

Cuadrado, pensó, todo en ese maldito camión era cuadrado: La rejilla del
radiador, la forma de los guardabarros, el parachoques, el contorno de la cabina,
incluso las manos de Keller y su cara. Volvió a ver al camión como alguna gran
entidad insensible y bestial, que lo perseguía por puro instinto.

Mann gritó, horrorizado, al ver el cartel REPARACIONES VIALES EN


CURSO.

Su mirada frenética recorrió toda la ruta. Los dos carriles estaban


bloqueados y una enorme flecha negra indicaba DESVÍO. Gimió angustiadamente,
al ver que la desviación era un camino de tierra.

Su pie se lanzó automáticamente al pedal del freno y comenzó a bombearlo.


Echó una ojeada al retrovisor. El camión se estaba moviendo ¡Más rápido que
nunca! ¡No puede ser! La expresión de Mann se congeló en una máscara de terror
cuando el auto empezó a girar hacia la derecha.

Se atiesó cuando las ruedas delanteras mordieron el camino de tierra. Por un


instante, creyó que se volcaría de lado; sintió que el auto ya no le obedecía.

—¡No, no! —sollozó.

Se encontraba derrapando salvajemente en el medio de un trompo, y sus


neumáticos chirriaban en el cascajo del camino de tierra; sus codos atrancados
contra sus lados y sus manos permanecían fieramente agarradas al volante
tratando de recuperar el control. Las cunetas del camino parecían desgarrar el
caucho de las llantas y las ventanillas tintineaban ruidosamente. Su cuello se
sacudía de acá para allá con dolorosos tirones, mientras que el traqueteo
impulsaba su cuerpo contra la atadura del cinturón de seguridad y lo estrujaba
violentamente en el asiento. Mann experimentó todos los efectos centrífugos del
revoleo del auto en su espina dorsal. Su mandíbula prensada se desplazó
violentamente y reprimió un quejido al morderse el labio inferior.

Al ver como en un sueño a la parte trasera del coche surgiendo velozmente a


la derecha, ronqueó girando con fuerza el volante hacia la izquierda, luego,
siseando, lo torció en la dirección opuesta, boqueando al sentir que los
guardabarros traseros habían derribado una cerca. Bombeaba enloquecido el pedal
del freno, luchando por recobrar el control; los neumáticos revolvían el asfalto y la
tierra y asperjaban todo en una espesa nube. Mann se atoró con una mezcla gris de
saliva y mugre que inundó su garganta, mientras zarandeaba el volante.
Finalmente, consiguió salir del trompo y el coche estaba en curso otra vez. Ahora
su cabeza latía como su corazón, con palpitaciones gigantescas. Comenzó a toser
con dificultad, escupiendo un pringoso espumarajo mezclado con sangre de su
labio.

El camino de tierra finalizó de improviso y el auto recuperó impulso sobre el


pavimento. Se animó a mirar el retrovisor. El camión estaba rezagado pero seguía
detrás de él, meciéndose como un buque de alta mar azotado por la tempestad; sus
enormes neumáticos elevaban un grisáceo murallón de polvo. Mann aceleró su
coche. Había visto una pendiente bastante pronunciada adelante; ahora sí ganaría
alguna distancia.

Tragó algo de sangre y mugre, haciendo arcadas por el sabor. Luego buscó a
tientas en su bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo. Lo presionó en su labio
sangrante, con los ojos siempre fijos en la cuesta adelante, a unos cincuenta metros
más o menos. Intentó acomodarse en el asiento, pero la camisa empapada se le
adhería fastidiosamente a la piel. Dio un vistazo al espejo; el camión acababa de
salir del camino de tierra y recobraba velocidad sobre el pavimento. Nada mal,
pensó con veneno; pero todavía no me atrapas ¿Verdad, Keller?

Su coche estaba en los primeros metros del peralte cuando una columna de
vapor comenzó a salir por debajo de la capota. Los ojos de Mann se agrandaron
repentinamente, horrorizados. La presión del vapor aumentó, convirtiéndose en
una niebla humeante. La vista de Mann cayó al tablero. La luz roja todavía no
parpadeaba pero lo haría en cualquier momento. ¿Cómo pudo ocurrirle esto?
¡Justo cuando estaba por lograrlo! La pendiente era larga y gradual, con muchas
curvas, así que no era el lugar ni el momento para detenerse. ¿Podría dar un
repentino viraje en U y escapar hacia atrás? el pensamiento cruzó su mente. Miró
adelante. La ruta era demasiado estrecha, circundada por colinas en ambos lados.
No habría espacio para hacer un círculo y tampoco tiempo suficiente para
completarlo; si decidiera intentarlo, Keller podría llegar a golpearlo de costado o
de frente.

—¡Oh, Dios Mío! —murmuró Mann, repentinamente.

Se dispuso a morir.

Se quedó contemplando el vapor con la mirada vapuleada, progresivamente


cegado por la creciente nube blanquecina.

Abruptamente, recordó aquella tarde cuando llevó el auto a hacerle una


limpieza al vapor en el Autolavadero del barrio. El hombre que lo atendió le había
sugerido que reemplazara las mangueras de agua, porque la limpieza al vapor
tenía la tendencia a cuartearlas. Él le había dicho que sí, que lo haría cuando
tuviese más tiempo. ¡Más tiempo! La frase fue como una daga en su mente. No le
dio importancia; se había olvidado de las mangueras. Y por ese descuido ahora
estaba a punto de morir.

Sollozó quedamente cuando la luz roja en el tablero brilló


intermitentemente. La miró sin querer; el indicador de temperatura del agua era
rojo fuego. Con una boqueada jadeante, zarandeó la palanca, bajó un cambio y
miró adelante. ¿Por qué no lo había hecho inmediatamente? La cuesta parecida
interminable. Ya podía oír un latido hirviente dentro del radiador. ¿Cuánto líquido
le quedaba? El vapor estaba cada vez más denso, nublándole la visión. Estiró el
brazo hacia el tablero y encendió los limpiaparabrisas, que barrieron un poco el
vapor y la mugre a diestra y siniestra. Calculó que tendría suficiente líquido en el
radiador como para llevarlo a la cima. ¿Y después qué? Lloró su mente. Nunca
podría conducir sin líquido en el radiador, ni siquiera cuesta abajo. Consultó el
espejo; el camión porfiaba. Mann gruñó, enloquecido de furia. ¡Si no fuera por esa
puta manguera, me estaría escapando ahora!

Otra repentina sacudida del coche lo trajo de regreso al terror. Si frenaba


ahora, quizás pudiera saltar del auto, salir corriendo y remontar esa pendiente; sin
embargo, no podía obligarse a detenerse. No importa cuánto pudiese correr, se
sentía seguro en su coche, menos vulnerable. Sólo Dios sabe lo que ocurriría si lo
abandonaba.

Mann trataba de concentrarse en la subida, tratando de no mirar la luz roja


ni siquiera de reojo. Metro a metro, su coche iba perdiendo velocidad. Vamos,
vamos, imploraba su mente, aún sabiendo que la súplica era inútil. La marcha era
cada vez más desigual. El lamento borboteante del radiador llenaba sus oídos; en
cualquier momento, el motor se atoraría, dejándolo a merced de la bestia. No, no,
no, pensó. Hizo un intento por blanquear su mente. Ya estaba casi en la cresta, y en
el espejo podía ver al camión aproximándose. Al pisar el acelerador, el motor
crepitó.

¡Vamos, Vamos! ¡Por favor, Dios, ayúdame! Gritó su mente. Más cerca. Más
cerca. ¡Vamos, fuerza! El auto se estremecía y rechinaba y desaceleraba mientras el
aceite, el humo y el vapor salían a borbotones por debajo de la capota.

Los limpiaparabrisas barrían de un lado para el otro.

La cabeza de Mann latía; sus manos crispaban el volante, entumecidas. El


corazón martillaba su pecho. ¡Por favor, Dios mío, POR FAVOR!

El pico de la pendiente.

¡Hecho! Los labios de Mann se abrieron en un grito de triunfo cuando el auto


empezó a descender.

Con sus brazos cimbrando incontrolablemente, puso la palanca en punto


muerto y dejó que el coche rodara cuesta abajo. A su alrededor, colinas y más
colinas hasta donde alcanzaba su vista; un aullido de triunfo se estranguló en su
garganta.

Ahora estaba descendiendo, en una larga bajada.

Pasó un cartel donde leyó: VEHÍCULOS PESADOS CONSERVAR


MARCHA SUAVE LOS SIGUIENTES 20 KILÓMETROS.

¡Veinte kilómetros! Algo surgiría.

El coche comenzó a ganar velocidad. Mann chequeó el velocímetro; 70


kilómetros por hora. La luz roja aún ardía, pero dejaría descansar al motor por
mucho tiempo y por veinte kilómetros, si es que el camión estaba lo
suficientemente rezagado.

Su velocidad aumentaba. 75… Casi 80. Mann observó ala aguja indicadora
girar lentamente a la derecha. Echó un vistazo al retrovisor. El camión no había
aparecido aún. Con un poco de suerte, todavía podría sacarle una buena ventaja.
Allí, en alguna parte tendría que haber un lugar donde detenerse. La aguja
ya bordeaba la marca de los 87.

Otra vez, miró el espejo. El camión había coronado la pendiente y estaba


camino abajo. Sintió que sus labios temblequeaban sin control y los frunció. Sus
ojos saltaban alternándose entre el parabrisas oscurecido por el humo y el espejo.
El camión se acercaba rápidamente; Keller tendría el pie incrustado en el
acelerador. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera al camión encima. La
temblorosa mano derecha de Mann palanqueaba inconscientemente los cambios de
marcha. Cuando se dio cuenta la echó hacia atrás, mirando el velocímetro; apenas
había superado los 90. ¡No eran suficientes, necesitaba usar el motor! Extendió la
mano desesperadamente pero la detuvo en seco cuando el motor se sofocó;
rápidamente, retorció la llave de ignición. El motor lanzó un chasquido ronco, pero
no arrancó. Mann vio que se estaba acercando a la cuneta, y dio un impulsivo
volantazo. Otra vez, volvió a girar la llave, pero no hubo resultado. En el espejo, el
camión ganaba terreno velozmente; en el velocímetro, la aguja se mantuvo en 92.
Mann, abrumado por el pánico, se quedó con la mirada en blanco, los ojos vacíos.

Entonces la vio.

A varios centenares de metros adelante, una ruta de escape para camiones


con frenos quemados. Ya no habrían más alternativas; o tomaba esa ruta o su coche
sería arrollado duramente desde atrás. El camión estaba espantosamente cerca;
podía escuchar el agudo bramido de su motor. Inmediatamente, comenzó a
bordearse hacia la derecha, pero repentinamente enderezó el volante. ¡No debía
revelar sus movimientos! Tendría que esperar hasta el último momento posible. De
otra manera, Keller lo habría seguido.

Poco antes de alcanzar la vía de escape, Mann giró el volante. La parte


posterior del coche comenzó a colear hacia la izquierda y los neumáticos chirriaron
en el pavimento. Mann gobernó el patinazo, frenandolo suficiente como para no
perder el control; las ruedas traseras mantuvieron su adherencia a 90 kilómetros
por hora y el auto encaró el camino de tierra, levantando una polvareda. Ahora
comenzó a frenar. El auto serpenteó sobre el ripio formando huellas tortuosas y
Mann resolló cuando el coche comenzó a rebotar en las cunetas. Clavó el freno con
todas sus fuerzas y el auto giró violentamente a la derecha, mientras escuchaba el
inconfundible ruido de un metal al romperse; su cuello latigueó hacia un lado,
producto de la brusca parada en seco.

Aturdido, Mann se volteó para ver al camión y a su acoplado abandonar la


carretera a toda velocidad en un giro muy cerrado.

Paralizado por el agotamiento y el espanto, observó cómo el macizo vehículo


se lanzaba sobre él; se quedó allí, estupefacto y vacío de reacciones, pero
conservando todavía la despabilada certeza ante su muerte.

Maravillado ante la vista del mamut que rugía cancelando el cielo, Mann
abrió la boca pero el alarido no pudo salir.

Repentinamente, el camión comenzó a bambolearse. Mann, ajeno, distante y


en un sofocado silencio, lo vio: la bestia había tropezado y perdía el equilibrio
desenfrenada y aparatosamente; antes de que alcanzase su coche, había
desaparecido del parabrisas trasero.

Con los brazos entumecidos, Mann se desprendió el cinturón de seguridad y


empujó la puerta. Luchando por caminar, se tambaleó alejándose del auto, a tientas
en la nube de polvo, acercándose al borde del barranco. Había llegado justo a
tiempo para ver al camión volcarse de lado como un barco en pleno naufragio;
arrastrado por su propio y centrífugo ímpetu, la bestia se precipitó acarreando al
acoplado con el tanque cisterna, cuyas enormes ruedas seguían girando
desenfrenadamente en el aire.

Mann permaneció inmóvil, quedándose con la mirada fija hacia abajo.

El tanque cisterna explotó primero, y la violenta detonación hizo que Mann


reculara y cayera sentado torpemente. Una segunda explosión bramó allá abajo, y
su tórrida onda de choque espoleó sus oídos. Desde el suelo, vio una fiera columna
roja y negra subir rápidamente hacia el cielo; luego otra.

Mann gateó cautelosamente hacia la orilla del barranco y atisbó con los ojos
irritados por el aceitoso humo.

Las enormes lenguas de llama se encumbraban hacia arriba impidiéndole


ver al camión o al acoplado; sólo se veía la densa fogarata en medio de fumarolas
que se arremolinaban; Mann se incorporó lentamente y siguió observando,
boquiabierto, drenado de toda sensación.

Luego, inesperadamente, sus emociones regresaron.

No era temor, al principio, y muchos menos pena. Tampoco la náusea, que


vendría poco después. Desde lo más recóndito de su mente, empezaba a emerger
un subterráneo tumulto, un instintivo y oscuro furor: era el regocijado alarido de
alguna bestia ancestral frente al cadáver de su enemigo derrotado.
RICHARD MATHESON (New Jersey, Estados Unidos, 20 de febrero de 1926
- California, Estados Unidos, 23 de junio de 2013). Escritor norteamericano que
desarrolló su carrera también como guionista de cine y televisión. Empezó a
escribir a la corta edad de siete años y sus primeras publicaciones fueron algunos
poemas e historias cortas en el periódico Brooklyn Eagle. Estudió periodismo.

Tras su traslado a California, Matheson empieza a escribir relatos de


fantasía, terror y ciencia ficción, envió un primer relato, Nacido de hombre y mujer a
la revista «Magazine of fantasy and Science Fiction», que lo publicó con gran éxito en
1950, esta obra es una recreación moderna del clásico Frankenstein de Mary Shelley.

En 1954 vería la luz uno de los grandes clásicos de las historias de vampiros,
Soy Leyenda, su original visión del vampirismo como una enfermedad. Esta novela
intentó llevarse varias veces al cine, primero en 1964 con Vincent Price, El último
hombre sobre la tierra, y después una revisión protagonizada por Charlton Heston
que se estrenó en Norteamérica con el título de The Omega Man, y finalmente en
2008 protagonizada por Will Smith.

Seducido por el mundo del cine, Matheson escribió diversos guiones, y en


1957 llegó a un acuerdo con la Universal para adaptar su novela El Hombre
Menguante, película considerada por muchos como esencial en la historia del cine
fantástico.

También se destacó como guionista de varios capítulos de la serie televisiva


La Dimensión Desconocida (Twilight Zone) y de la película de Steven Spielberg, Duel
(El diablo sobre ruedas) basada en un relato suyo.

También podría gustarte