El Niño Que Dibujaba Gatossss
El Niño Que Dibujaba Gatossss
El Niño Que Dibujaba Gatossss
niño que dibujaba gatos, relato que da título a esta colección de cuentos
japoneses, nos narra la aventura nocturna de un joven estudiante cuya
afición al dibujo es causa de castigo, pero que resulta finalmente un arma
poderosa para vencer a un ser malvado. Lafcadio Hearn encontró en el
Japón la calidez humana que había estado buscando durante toda su vida.
Por eso cambió su nombre, se casó con la hija de un samurái y no volvió
jamás a salir del archipiélago. La escritora americana Pearl S. Buck (premio
Nobel de literatura, 1938), explica: «Cuando estuve en el Japón, no hace
mucho, un anciano japonés que lo había conocido me habló de él. Había
sido su discípulo en la Universidad, bastante tiempo atrás. “Fue un profesor
amable y querido”, me dijo. Estoy segura de que así es como a Lafcadio
Hearn le gustaría ser recordado. Estoy segura de que es lo que le gustaría
que opinases al leer estos cuentos».
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Lafcadio Hearn
ePub r1.0
Daruma 12.04.14
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Título original: Japanese Fairy Tales
Lafcadio Hearn, 1898
Traducción: M.ª Luisa Vilariño y Eduardo Riestra
Ilustraciones: Mariana Riestra
Diseño de portada: Daruma
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Nota del editor
Para la edición de esta colección de cuentos japoneses, se han utilizado las versiones
de los cuentos recogidos en Japanese Fairy Tales[1] y en The Boy Who Drew Cats[2].
El primero de estos volúmenes consta de veinte cuentos y el segundo de siete, de los
cuales dos no figuraban en aquel y otro, Urashima, aparecía en una versión diferente.
Esto da un total de veintitrés cuentos. Ahora bien, en la primera de estas obras se
advierte que «las versiones de los primeros cuatro cuentos son de Lafcadio Hearn.
Los otros son de Grace James, Profesor Basil Hall Chamberlain y otros». Por tanto,
en nuestra edición podemos afirmar que los siete primeros cuentos son de la pluma de
Lafcadio Hearn. La autoría de los restantes es incierta.
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El niño que dibujaba gatos
Hace mucho, mucho tiempo, en una pequeña aldea del Japón, vivían un pobre
granjero y su mujer, los cuales eran muy buenas personas. Tenían muchos hijos y les
resultaba muy difícil alimentarlos a todos. El mayor de ellos, al cumplir catorce años,
ya era suficientemente fuerte para trabajar con su padre; y las niñas aprendieron a
ayudar a su madre casi desde que comenzaron a andar.
Pero el más pequeños de todos, que también era un niño, no parecía servir para el
trabajo duro. Era muy listo, más listo que todos sus hermanos y hermanas, pero era
pequeño y débil, y la gente decía que no crecería mucho más. Por eso sus padres
pensaron que lo mejor para él sería que se hiciera sacerdote en lugar de granjero. Un
día lo llevaron al templo de la aldea y pidieron al anciano y bondadoso sacerdote que
allí vivía que aceptara al chico como su acólito y le enseñase todo lo que un sacerdote
debe saber.
El anciano se dirigió amablemente al muchacho y le hizo algunas preguntas
difíciles. Tan inteligentes fueron sus respuestas que el sacerdote aceptó acoger al
pequeño en el templo como su acólito y educarlo para hacerse sacerdote.
El niño aprendía rápido lo que el viejo le enseñaba y era muy obediente casi
siempre. Pero tenía un defecto. Le gustaba dibujar gatos durante las horas de estudio,
y dibujarlos, además, en lugares donde no se deben dibujar gatos.
Cada vez que se encontraba solo, dibujaba gatos. Los dibujaba en los márgenes de
los libros del sacerdote, y en todos los biombos del templo, y en las paredes, y en las
columnas. Varias veces el sacerdote le dijo que aquello no estaba bien, pero él no
paró de dibujar gatos. Lo cierto es que dibujaba porque no podía evitarlo. Tenía lo
que se llama «el genio de un artista», y por esa razón no encajaba con la vida de
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acólito: un buen acólito debe de estudiar libros.
Cierto día, tras haber dibujado algunos cuadros estupendos de gatos en una
pantalla de papel, el anciano sacerdote le dijo: «Hijo mío, debes marcharte de este
templo. Nunca serás un buen sacerdote, pero tal vez llegues a convertirte en una gran
artista. Ahora déjame darte un último consejo, y asegúrate de no olvidarlo nunca:
Evita los grandes espacios de noche; quédate en los pequeños».
El niño no entendía lo que el sacerdote quería decir con la frase: «Evita los
espacios grandes; quédate en los pequeños». Pensó y pensó, mientras hacía un hatillo
con sus ropas para marcharse, pero no conseguía comprender esas palabras y temía
hablar de nuevo con el sacerdote para otra cosa que no fuera decirle adiós.
Partió del templo muy triste y comenzó a preguntarse qué debía hacer ahora. Si
volvía directamente con su familia estaba seguro de que su padre lo castigaría por
haber sido desobediente con el sacerdote; así que tuvo miedo de regresar a casa.
De repente recordó que en la siguiente aldea, a doce millas de distancia, existía un
templo muy grande. Había oído que vivían varios sacerdotes en aquel templo, y
decidió dirigirse allí y pedirles que lo admitieran como su acólito.
El templo se encontraba cerrado, pero el niño desconocía este hecho. La razón del
cierre era que un duende había espantado a los sacerdotes y se había apoderado del
lugar. Algunos bravos guerreros habían acudido al templo de noche para matar al
duende, pero nunca habían vuelto a ser vistos con vida. Nadie le había contado al
niño nunca estas cosas, así que se dirigió caminando hasta la aldea con la esperanza
de ser tratado amablemente por los sacerdotes.
Cuando llegó al lugar ya era de noche y la gente se había acostado, pero vio el
gran templo en una colina, al otro extremo de la calle principal, y distinguió una luz
en su interior. La gente que cuenta esta historia asegura que el duende solía encender
aquella luz para atraer a los viajeros solitarios que buscaban cobijo. El niño se
encaminó directamente al templo y llamó a la puerta. Dentro no se oía nada. Llamó y
llamó, pero seguía sin aparecer nadie. Finalmente empujó con suavidad la puerta y
comprobó con alegría que no estaba cerrada con llave. Entonces entró y vio la llama
de una lámpara, pero sacerdotes, no.
Pensó que alguien aparecería pronto y se sentó a esperar. Notó que todo el templo
estaba gris de polvo y plagado de telarañas, así que pensó que a los sacerdotes les
gustaría sin duda tener un acólito que mantuviera limpio el templo.
Se preguntó por qué habían permitido que todo se llenara tanto de polvo. Lo que
más le gustó, sin embargo, fueron unos grandes biombos blancos, muy apropiados
para pintar gatos en ellos. A pesar del cansancio, buscó un plumier por algún lado, y
encontró uno y algo de tinta; y comenzó a pintar gatos.
Pintó sobre las pantallas grandes cantidades de gatos, y, entonces, comenzó a
sentir mucho, mucho sueño. Estaba a punto de tumbarse a dormir junto a uno de los
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biombos cuando recordó las palabras: «Evita grandes espacios; quédate en los
pequeños».
El templo era muy grande, él estaba completamente solo, y cuando se acordó de
aquellas palabras —aún cuando no las entendiera muy bien— empezó a sentir por
primera vez un poco de miedo. Y resolvió buscar un «espacio pequeño» para dormir.
Encontró un pequeño armario con puerta corredera y se metió dentro, encerrándose.
A continuación se tumbó y cayó dormido.
A altas horas de la noche lo despertó el ruido más terrible: un ruido de lucha y
chillidos. Era tan horrible que temía incluso mirar a través de una rendija del pequeño
armario. Se mantuvo tumbado, muy rígido, aguantando la respiración por el miedo.
La luz que había en el templo se apagó, pero los terribles ruidos continuaron y
fueron aumentando hasta que, de repente, todo el templo tembló. Tras un largo rato
llegó el silencio, pero el niño seguía teniendo miedo de moverse. No lo hizo hasta que
la luz del sol de la mañana brilló a través de los resquicios de la puerta del armario.
Entonces el niño salió de su escondite cautelosamente y miró a su alrededor. La
primera cosa que vio fue que todo el suelo del templo estaba cubierto de sangre. Y
luego, que en el medio yacía muerta una rata enorme, monstruosa —una rata duende
— ¡más grande que una vaca!
¿Pero qué o quién la había podido matar? No se veía hombre ni criatura alguna.
Entonces el niño observó que las bocas de todos los gatos que había dibujado la
noche anterior estaban rojas y mojadas de sangre. En ese momento supo que el
duende había sido muerto por los gatos que él había dibujado. Y también entonces
por primera vez, entendió el sabio consejo que el anciano sacerdote le había dado:
«Evita grandes espacios de noche; quédate en los pequeños».
Después de aquello, el niño se convirtió en un artista muy famoso. Algunos de
sus dibujos de gatos todavía se muestran hoy a los viajeros en el Japón.
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La fuente de la juventud
Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar de las montañas vivía un leñador con su
mujer. Los dos eran muy mayores y no tenían hijos. Cada día, el marido marchaba al
bosque para cortar leña, mientras la mujer se quedaba en casa tejiendo.
Un día, el anciano penetró en el bosque más allá de lo habitual, buscando un tipo
especial de madera, e inesperadamente se encontró en la orilla de un pequeño arroyo
que no había visto nunca antes. El agua estaba extrañamente clara y fría, y como tenía
sed puesto que el día era caluroso y había estado trabajando duramente, se quitó su
gran sombrero de paja, se arrodilló y dio un largo trago. El agua parecía refrescarlo
de la forma más extraordinaria.
Entonces vio su rostro reflejado en el agua, y retrocedió de un salto. Era
ciertamente su propia cara, pero no como estaba acostumbrado a verla en el viejo
espejo de casa. ¡Era la cara de un joven! No podía dar crédito a sus ojos.
Alzó las manos a su cabeza, que hasta hacía un momento se encontraba dominada
por una gran calva. Ahora estaba cubierta de una fuerte cabellera negra. También su
cara se había vuelto suave como la de un niño; cada arruga había desaparecido.
Al mismo tiempo se sintió lleno de una nueva fortaleza. Echó un vistazo a sus
muslos, que hacía mucho que se habían debilitado con la edad, y encontró que ahora
estaban formados y duros, con jóvenes y densos músculos.
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Transcurrió un rato hasta que consiguió convencerla de que el joven que ahora
veía ante ella era realmente su marido. Le indicó el lugar donde se encontraba el
arroyo y le pidió que lo acompañara hasta allí.
Entonces ella le respondió: «Te has vuelto tan guapo y tan joven que no puedes
seguir amando a una vieja, por lo que iré y beberé de esa agua inmediatamente. Pero
si vamos juntos, dejaremos la casa abandonada. Tu esperarás aquí mientras yo voy».
Y marchó al bosque ella sola.
Encontró el arroyo, se arrodilló y comenzó a beber. ¡Oh. Qué fría y dulce era
aquella agua! Bebió y bebió y bebió; paró, sólo para tomar aliento, y volvió a beber.
Su marido la aguardaba impaciente. Esperaba verla regresar convertida en una
esbelta y preciosa joven. Pero ella no volvía. Comenzó a preocuparse, cerró la casa
con llave y se marchó a buscarla.
Llegó al arroyo, pero no la encontró. Estaba a punto de volver cuando oyó un leve
llanto entre la hierba alta de la orilla. Buscó por allí y descubrió las ropas de su mujer
y a un bebé, un pequeño bebé, de no más de seis meses de edad.
Como la anciana había bebido demasiada agua del arroyo mágico, había
rejuvenecido más allá de la juventud hasta la edad de un bebé que todavía no sabía
hablar.
Él cogió el bebé en brazos, lo miró con tristeza y perplejidad, y, mientras lo
arrullaba, se lo llevó a casa con la cabeza llena de melancólicos y extraños
pensamientos.
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La gratitud del Samebito
Había una vez un hombre llamado Tawaraya Totaro, que vivía en la provincia de
Omi. Su casa estaba situada a la orilla del lago Biwa, no lejos del famoso templo
llamado Ishiyamadera. Tenía algunas propiedades y vivía con comodidad, pero a la
edad de veintinueve años todavía estaba soltero. Su gran ambición era casarse con
una mujer muy bella; sin embargo todavía no había encontrado ninguna que le
gustara.
Un día, cuando estaba cruzando el Puente Largo de Seta, vio a un extraño ser
acurrucado junto a la barandilla. El cuerpo de este ser se parecía al de un hombre,
pero era negro como la tinta. Su cara era como la cara del demonio; sus ojos verdes
como esmeraldas, su barba como la barba de un dragón. Al principio, Totaro se
asustó mucho. Pero los ojos verdes lo miraban de una manera tan amable, que tras un
momento de incertidumbre, se atrevió a interrogar a la criatura.
Esta le contestó diciendo:
—Soy un Samebito, un hombre tiburón del mar, y hasta hace poco tiempo me
encontraba al servicio de los Ocho Grandes Reyes Dragón, como oficial subordinado,
en el Palacio Dragón. Pero por culpa de una pequeña falta que cometí, he sido
despedido del Palacio Dragón, y también expulsado del mar. Desde entonces he
estado vagando por ahí, intentando conseguir comida o un lugar para descansar. Si
ere capaz de sentir alguna pena por mí, ayúdame, te lo ruego, a encontrar cobijo y
algo de comer.
Esta petición fue dicha en tono tan lastimero y de una manera tan humilde, que
llegó al corazón de Totaro.
—Ven conmigo —le dijo—. Hay en mi jardín un estanque grande y profundo
donde puedes quedarte a vivir todo el tiempo que quieras. Y te daré comida de sobra.
Desde entonces, durante casi medio año, este extraño invitado habitó en el
estanque, y para comer, Totaro le facilitaba el tipo de comida que les gusta a las
criaturas marinas.
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Entonces, al séptimo mes de aquel mismo año, llegó una peregrinación femenina
al gran templo budista llamado Miidera, en la vecina ciudad de Otsu, y Totaro fue a
Otsu para participar en la fiesta. Entre la multitud de mujeres y niñas allí reunidas,
observó a una persona de extraordinaria belleza. Aparentaba dieciséis años de edad.
Tenía el rostro más blanco y puro que la nieve. La belleza de sus labios prometía que
cualquier palabra que saliese de ellos sonaría «tan dulce como la voz de un ruiseñor
cantando sobre un ciruelo».
Totaro se enamoró a primera vista. Cuando ella salió del templo, la siguió a una
respetable distancia, y descubrió que ella y su madre estaban alojadas durante varios
días en cierta casa de la vecina aldea de Seta. Preguntando a algunos lugareños,
descubrió también que su nombre era Tamana, que estaba soltera y que su familia no
deseaba que se casara con un hombre corriente, ya que querían recibir como regalo de
petición de mano un cofre conteniendo diez mil piedras preciosas.
Totaro volvió a su casa muy desalentado por la información. Cuanto más pensaba
en el extraño regalo que querían los padres de la chica, más se convencía de que
nunca conseguiría casarse con ella. Incluso suponiendo que existieran diez mil
brillantes en todo el país, sólo un gran príncipe podría tener la esperanza de
conseguirlos.
Pero Totaro no conseguía borrar de su cabeza el recuerdo de aquel hermoso ser.
Lo obsesionaba de tal manera, que no era capaz de comer ni de dormir. Y el recuerdo
se volvía más intenso cada día. Hasta que finalmente cayó enfermo, tan enfermo que
ni siquiera podía levantar la cabeza de la almohada. Entonces hizo llamar al médico.
El médico, tras examinarlo cuidadosamente, dejó escapar una exclamación de
sorpresa: «Casi todas las enfermedades pueden curarse con un tratamiento médico
adecuado, excepto la enfermedad del amor. No hay cura para ella. En tiempos
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antiguos, Roya-O Hakuyo murió de esta enfermedad, y tú debes prepararte también
para morir». Dicho esto, el médico se marchó sin dar a Totaro siquiera una medicina.
Por esa época, el hombre tiburón que vivía en el estanque del jardín oyó de la
enfermedad de su señor, y entró en la casa para presentar a Totaro sus respetos. Y
comenzó a cuidarlo con gran afecto día y noche. Pero no supo ni la causa ni la seria
naturaleza de su enfermedad hasta casi una semana después, cuando Totaro, pensando
que se moría, pronunció estas palabras de despedida:
«Me imagino que he tenido el placer de cuidar de ti durante este tiempo porque
entre nosotros ha existido alguna relación en una vida anterior. Pero ahora estoy
verdaderamente muy enfermo, y cada día mi enfermedad empeora; y mi vida es como
el rocío de la mañana, que muere antes de la puesta del sol. Sin embargo, estoy
preocupado por ti. Tu existencia ha dependido de mi cuidado, y temo que nadie te
cuide y te alimente cuando yo me muera… ¡Mi pobre amigo!… ¡Ay!, ¡nuestras
esperanzas y nuestros deseos nos son siempre negados en este mundo infeliz!».
Nada más acabar Totaro de decir estas palabras, el Samebito dejó escapar un
desgarrado grito de dolor, y comenzó a llorar amargamente. Y mientras lloraba,
grandes lágrimas de sangre salían de sus verdes ojos, y rodaban por sus mejillas
negras hasta caer al suelo. Y al caer eran sangre, pero ya en el suelo, se hacían duras,
brillantes y hermosas; se convertían en joyas de inestimable precio, espléndidos
rubíes como fuego carmesí. Pues cuando los hombres marinos lloran, sus lágrimas se
convierten en piedras preciosas.
Al contemplar esa maravilla, Totaro se quedó tan admirado y lleno de alegría que
recuperó las fuerzas. Saltó de la cama y comenzó a recoger y contar las lágrimas del
hombre tiburón, mientras gritaba: «¡Estoy curado! ¡Voy a vivir! ¡Voy a vivir!».
Entonces el hombre tiburón, totalmente sorprendido, cesó de llorar y pidió a
Totaro que le explicara su mágica curación. Totaro le habló de la joven que había
visto en Miidera, y del extraordinario regalo de boda que su familia pretendía recibir.
—Como estaba seguro —añadió Totaro—, de que nunca podría conseguir diez
mil joyas, y de que mi pretensión de pedir su mano no tenía posibilidad alguna, me
entró una gran tristeza y acabé por caer enfermo. Pero ahora, gracias a tu llanto
generoso, tengo muchas piedras preciosas, y creo que conseguiré casarme con esa
muchacha. Lo malo es que todavía no hay piedras suficientes. Te ruego que tengas la
bondad de llorar un poco más, para completar la totalidad de las piedras necesarias.
Pero ante esta petición, el Samebito movió la cabeza y respondió en un tono de
sorpresa y reproche:
—¿Te crees que soy capaz de llorar cuando quiero? ¡Oh, no! Las criaturas del mar
no podemos llorar si no nos sentimos verdaderamente tristes. He llorado por ti a
causa de la verdadera pena que sentía en mi corazón al creer que te estabas muriendo.
Pero ahora que me has dicho que ya estás curado, ya no puedo llorar más por ti.
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—¿Entonces qué puedo hacer? —preguntó Totaro lastimeramente—. A no ser que
consiga diez mil joyas, no me casaré con la muchacha.
El Samebito guardó silencio por un momento, como si pensara. Luego dijo:
—¡Escucha! Hoy ya no puedo llorar más. Pero mañana vayamos juntos al Puente
Largo de Seta, llevando con nosotros vino y pescado. Podemos descansar un rato en
el puente, y mientras nos bebemos el vino y comemos el pescado, yo miraré hacia el
Palacio Dragón, recordando los días felices que pasé allí para intentar sentirme triste
echándolos de menos, y así podré llorar.
Totaro aceptó con alegría.
A la mañana siguiente, llevando gran cantidad de vino y pescado, ambos se
dirigieron al Puente de Seta, y allí celebraron su festín. Después de beber mucho
vino, el Samebito comenzó a dirigir su mirada en la dirección del Reino Dragón y a
recordar el pasado. Y gradualmente, bajo la suave influencia del vino, el recuerdo de
días más felices llenó de tristeza su corazón, y el dolor de la nostalgia lo invadió, de
manera que pudo llorar en abundancia. Y las grandes lágrimas rojas se derramaron
sobre el puente en una lluvia de rubíes. Totaro las iba recogiendo a medida que caían
y las iba metiendo en un cofre mientras las contaba, hasta llegar a la cantidad de diez
mil. Entonces soltó un grito de alegría.
Casi al mismo tiempo, desde un lugar lejano al otro lado del lago llegó una
música encantadora, y apareció a la vista, elevándose lentamente desde el fondo de
las aguas, como si estuviera hecho de nubes, un palacio del color del sol del ocaso.
De un salto, el Samebito se asomó sobre la barandilla del puente y miró, y rio de
alegría. Entonces, volviéndose a Totaro, le dijo: «Debe haberse proclamado una
amnistía en el Reino Dragón. Los reyes me están llamando. Así que ahora me tengo
que despedir de ti. Me alegro de haber tenido la oportunidad de ser tu amigo y de
devolverte el bien que me has hecho».
Con esas palabras, saltó desde el puente y ningún hombre lo volvió a ver de
nuevo. Totaro, por su parte, entregó el cofre con las joyas rojas a los padres de
Tamana y, de esta manera, consiguió casarse con ella.
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Chin-chin Kobakama
El suelo de las habitaciones japonesas está cubierto con preciosas esteras, gruesas y
suaves, de cáñamo tejido. Se ajustan muy juntas, de manera que apenas puedes
introducir entre ellas la hoja de un cuchillo. Se cambian todos los años, y se
conservan muy limpias. Los japoneses nunca llevan zapatos dentro de casa, y
tampoco usan sillas o muebles como hacen los ingleses. Se sientan, duermen, comen
y a veces incluso escriben en el suelo. Por eso las esteras deben mantenerse muy
limpias, y a los niños japoneses se les enseña, en cuanto empiezan a hablar, a no
estropear o ensuciar nunca las esteras.
Es cierto que los niños japoneses son muy buenos. Todos los viajeros que
escribieron libros sobre el Japón, reconocen que los niños japoneses son mucho más
obedientes que los ingleses, y mucho menos traviesos. No estropean ni manchan las
cosas, y tampoco rompen sus juguetes. Una niña japonesa nunca rompe su muñeca,
¡qué va! La cuida con esmero y la conserva incluso hasta hacerse mujer y casarse.
Cuando se convierte en madre y tiene una hija, le regala su muñeca. Y la niña tiene el
mismo cuidado que la madre y la conserva hasta que se hace mayor, y finalmente se
la da a sus hijas para que jueguen con ella con el mismo cuidado con que su abuela
jugaba. Por eso yo —que estoy escribiendo esta pequeña historia para ti— he visto en
el Japón muñecas de más de cien años que estaban tan bien cuidadas que parecían
nuevas. Eso demuestra lo buenos que son los niños japoneses, y explica por qué el
suelo de una habitación japonesa está prácticamente siempre limpio, y no rayado o
estropeado por las travesuras.
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¿Me preguntas si todos, «todos» los niños japoneses son tan buenos? En fin, no.
Hay algunos que son revoltosos. ¿Y qué les ocurre a las esteras de las casas de los
niños traviesos? Nada demasiado grave, porque hay hadas que cuidan de las esteras.
Por lo menos antes solían molestar y asustar a esos niños traviesos. No estoy muy
seguro de que esas pequeñas hadas vivan todavía en el Japón, ya que los nuevos
ferrocarriles y los postes de teléfonos las han espantado en gran número. Pero hay
una pequeña historia sobre ellas:
Había una vez una niña que era muy guapa, pero también muy perezosa. Sus
padres eran ricos y tenían muchos sirvientes, los cuales querían mucho a la niña y
hacían todo por ella, incluso aquello que debía hacer ella misma. Quizá fue por eso
que se hizo tan perezosa. Al crecer y convertirse en una bella mujer, siguió siendo
perezosa, pero como los sirvientes siempre la vestían y desvestían, y la peinaban, se
mostraba encantadora y nadie pensaba en sus defectos.
Finalmente se casó con un valeroso guerrero y se fue a vivir con él en otra casa
donde había apenas unos pocos sirvientes. Ella lamentó no tener tanto servicio como
en su propia casa, porque eso la obligaba a hacer por sí misma algunas cosas que
siempre antes habían hecho otros por ella. Le resultaba muy fastidioso vestirse y
desvestirse sola, y cuidar de su ropa y mantenerse pulcra y guapa para agradar a su
marido. Pero como era un guerrero y a menudo se encontraba lejos de casa con el
ejército, ella a veces podía ser todo lo perezosa que quisiera. Los padres de su marido
eran muy viejos y tenían buen corazón, y nunca le reñían.
Pues bien, una noche mientras su marido se encontraba fuera con el ejército, la
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despertaron unos ruiditos raros en su habitación. A la luz de una gran linterna de
papel podía ver muy bien, y vio cosas extrañas. ¿Cuáles?
Cientos de hombrecitos, vestidos como guerreros japoneses, pero sólo una
pulgada de altos, bailaban alrededor de su almohada. Llevaban puesta la misma clase
de ropa que su marido cuando estaba de vacaciones (Kamishimo, una larga túnica con
los hombros cuadrados), y su pelo estaba recogido en nudos, y cada uno llevaba dos
diminutas espadas. Todos ellos se le parecían muchísimo cuando bailaban y reían, y
todos cantaban la misma canción una y otra vez:
Chin-chin Kobakama,
Yomofuké soro,
¡Oshizumare, Hime-gimi!
¡Ya ton ton!
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tengas miedo.
Por tanto, esa noche el guerrero se escondió en un armario del dormitorio y se
mantuvo vigilando por una rendija entre las puertas correderas.
Esperó y vigiló hasta «la hora del buey». Entonces, todos los hombrecillos
aparecieron al mismo tiempo entre las esteras, e iniciaron su baile y su canción:
Chin-chin Kobakama,
Yomofuké soro.
Tenían un aspecto tan extraño y bailaban de una manera tan graciosa, que el
guerrero apenas podía contener la risa. Pero vio la cara de temor de su joven esposa;
y recordando que casi todos los duendes y fantasmas japoneses tenían miedo de una
espada, desenvainó la suya y salió corriendo del armario para atacar a los pequeños
bailarines. Inmediatamente todos ellos se convirtieron… ¿en qué creéis?
¡En palillos de dientes!
Ya no había pequeños guerreros, sólo un montón de viejos palillos de dientes
esparcidos por las esteras.
La joven esposa había sido demasiado perezosa para tirar los palillos de dientes
como es debido, y cada día, tras haber usado un nuevo palillo, lo guardaba entre las
esteras para deshacerse de él. Por eso las pequeñas hadas que cuidan de las esteras se
enfadaron con ella y decidieron atormentarla.
Su marido la regañó, y se sintió tan avergonzada que no supo qué hacer. Se llamó
a un sirviente y los palillos fueron retirados y quemados. Desde entonces los
hombrecillos nunca volvieron a aparecer.
También hay una historia sobre una niña perezosa que solía comer ciruelas y
esconder los huesos entre las esteras. Pasó mucho tiempo sin que fuera descubierta;
pero finalmente las hadas se enfadaron y la castigaron.
Cada noche, pequeñas mujercillas —todas vestidas con túnicas rojas de mangas
muy largas— aparecían a la misma hora y bailaban y hacían muecas impidiéndole
dormir.
Su madre se levantó una noche para vigilar, y las vio, y, al espantarlas, todas se
convirtieron en huesos de ciruela. Así fue descubierto el mal comportamiento de esa
niña; y desde entonces se volvió muy buena.
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La araña duende
En libros muy antiguos se dice que existían muchas arañas duende en el Japón.
Algunas personas afirman que todavía quedan algunas. Durante el día tienen la
apariencia de arañas vulgares; pero a altas horas de la noche, cuando todo el mundo
duerme y no se oye un solo ruido, comienzan a volverse cada vez más grandes y a
hacer cosas horribles. Se cree que las arañas duende tienen también el poder mágico
de adoptar forma humana para engañar a la gente. Un famoso cuento japonés trata
sobre estas arañas.
Había una vez, en algún solitario lugar del país, un templo encantado. Nadie
podía vivir en el edificio, porque los duendes se habían apoderado de él. Algunos
valientes samuráis se dirigieron al lugar en diferentes ocasiones con el propósito de
matar a los duendes. Pero una vez que hubieron entrado en el templo, no se volvió a
saber de ellos.
Por fin, uno que era famoso tanto por su coraje como por su prudencia, fue al
templo para vigilar durante la noche. Y dijo a los que le acompañaron hasta allí: «Si
por la mañana todavía estoy vivo, tocaré el tambor del templo». Luego lo dejaron
solo, vigilando a la luz de una lámpara.
Según avanzaba la noche, se agazapó bajo el altar, que aguantaba una polvorienta
estatua de Buda. No vio nada extraño ni oyó sonido alguno hasta pasada la media
noche. Entonces apareció un duende que tenía nada más que medio cuerpo y un solo
ojo, y dijo: «¡Hitokusai!» (Aquí huele a hombre). Pero el samurai no se movió y el
duende se marchó.
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Luego vino un sacerdote y tocó un «samisén» de una manera tan maravillosa que
el samurai tuvo la certeza de que no era una ejecución humana. Entonces se
incorporó de un salto, desenvainando su espada. El sacerdote, al verlo, estalló en
carcajadas y dijo: «¡O sea que creíste que era un duende! No, hombre, no. Sólo soy el
sacerdote de este templo; pero tengo que tocar para mantener a los duendes a raya. ¿A
que suena bien este “samisén”? Toca tú un poco».
Y ofreció el instrumento al samurai, el cual lo tomó cautelosamente con su mano
izquierda. Pero al instante, el «samisén» se convirtió en una monstruosa tela de araña,
y el sacerdote en una araña duende; y el guerrero se encontró firmemente atrapado en
la tela por su mano izquierda. Peleó con valentía y atacó a la araña con su espada,
consiguiendo herirla; pero pronto quedó totalmente inmovilizado en la red.
Sin embargo la araña se alejó arrastrándose hasta desaparecer y el sol salió. Al
poco tiempo apareció la gente y encontraron al samurai en aquella horrible tela de
araña; y lo liberaron. Vieron las huellas de sangre en el suelo, y, siguiéndolas fuera
del templo, llegaron a un agujero en el jardín desierto. Del agujero salía un temible
gemido. Allí dentro encontraron al duende herido, y lo mataron.
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Urashima
Hace mil cuatrocientos años, el niño pescador Urashima Taro se alejó de la orilla de
Suminoye en su lancha. El niño dejó su barco a la deriva mientras pescaba. Era una
extraña lancha, despintada y sin timón, con una forma que probablemente no hayas
visto nunca. Y sin embargo, después de mil cuatrocientos años, todavía hay
embarcaciones como esta frente a las antiguas aldeas de pescadores de la costa del
Mar del Japón.
Tras una larga espera, Urashima pescó algo, y lo izó hasta la superficie. Pero vio
que sólo era una tortuga.
Hay que tener en cuenta que las tortugas están consagradas al Dios Dragón del
Mar, y su vida alcanza mil —algunos dicen que diez mil— años. Por eso está muy
mal matarlas.
El niño desenganchó cuidadosamente a la criatura del anzuelo, y la liberó con una
plegaria a los dioses. Pero no pescó nada más.
Hacía buen día, y el mar y el aire y todas las cosas se mantenían muy, muy en
silencio, por lo que le entró una profunda somnolencia y se quedó dormido en su
lancha a la deriva.
Entonces, en sus sueños, apareció del mar una hermosa muchacha vestida con una
túnica encarnada y azul, con el largo cabello negro cayendo por su espalda hasta los
pies, como las hijas de los príncipes de hace mil cuatrocientos años.
Se acercó deslizándose sobre las aguas, suave como el aire, y se situó junto al
niño dormido en la lancha. Lo despertó tocándolo ligeramente, y le dijo:
—No te sorprendas. Mi padre, el Rey Dragón del Mar, me ha enviado a ti a causa
de tu buen corazón, pues hoy has liberado a una tortuga. Ahora iremos al palacio de
mi padre en la isla donde el verano nunca muere; y yo seré tu esposa-flor si así lo
deseas, y viviremos felices para siempre.
Urashima se asombraba más y más cada vez que la miraba, pues era más hermosa
que ningún ser humano y no podía más que amarla. Entonces ella cogió un remo y él
otro, y se alejaron remando a la vez, de la forma en que todavía reman marido y
mujer en la costa lejana del oeste, cuando las lanchas de pesca se dirigen al dorado
atardecer.
Remaron ligera y suavemente sobre el silencioso mar azul en dirección al sur,
hasta que llegaron a la isla donde el verano nunca muere, y al Palacio del Rey Dragón
del Mar. Allí extraños sirvientes salieron a recibirlos en ropas de ceremonia; criaturas
del mar que daban la bienvenida a Urashima como yerno del Rey Dragón.
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Así fue como la hija del Dios del Mar se convirtió en la prometida de Urashima, y
se celebró un compromiso nupcial de maravilloso esplendor; y en el Palacio del
Dragón reinaba la alegría.
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playa. Pero según la miraba, un gran desconcierto y una extraña duda se apoderaron
de él.
Aunque el lugar era el mismo, no era exactamente igual. La casa de sus padres
había desaparecido. Había una aldea, pero las formas de las cosas eran extrañas, y
también los árboles eran extraños, y los campos, e incluso los rostros de las gentes.
Casi todos los detalles que él recordaba habían desaparecido. El templo Shinto
parecía haber sido reconstruido en un nuevo lugar; los bosques habían desaparecido
de las laderas vecinas. Sólo la voz de un pequeño arroyo que discurría a través del
pueblo y las formas de las montañas eran todavía las mismas. Todo lo demás era
ajeno y nuevo. En vano intentó encontrar la morada de sus padres; y los pescadores lo
miraban asombrados, pero él no recordaba haber visto nunca ninguna de aquellas
caras.
Entonces apareció un hombre muy anciano apoyándose en un bastón, y Urashima
le preguntó por el camino que conducía a la casa de la familia Urashima. Pero el
anciano lo miró perplejo y, tras hacerle repetir la pregunta varias veces, gritó:
—¡Urashima Taro! ¿De dónde sales tú que no conoces la historia? Hace más de
cuatrocientos años desde que se ahogó, y en el cementerio se ha levantado un
monumento en su memoria. Las tumbas de toda su familia están en el cementerio
viejo, que ya ha dejado de utilizarse. ¡Urashima Taro! ¿Cómo puedes ser tan tonto de
preguntarme dónde está su casa?
Y el anciano se alejó cojeando mientras reía a causa de la ingenuidad de su
interlocutor.
Pero Urashima se dirigió al cementerio —el viejo cementerio que ya no se
utilizaba— y allí encontró su propia lápida, y las lápidas de su padre y de su madre, y
las de sus hermanos, y las lápidas de muchos otros que había conocido. Tan viejas
estaban, tan cubiertas de musgo, que se hacía muy difícil leer los nombres escritos en
ellas.
Entonces se supo víctima de alguna extraña ilusión, y emprendió el camino de
vuelta hasta la playa; siempre llevando en su mano la caja, el regalo de la hija del
Dios del Mar. ¿Pero qué era aquella ilusión? ¿Y qué habría en aquella caja? ¿Sería
posible que el contenido de la caja fuera la causa de la ilusión? La duda se impuso a
la fe. Imprudentemente rompió la promesa que había hecho a su amada, desató el
cordón de seda y ¡abrió la caja!
Inmediatamente, sin ruido, ascendió del interior un vapor espectral, blanco y frío,
como una nube de verano, y comenzó a alejarse lentamente hacia el sur sobre el mar
silencioso. No había nada más en la caja.
Y Urashima en aquel momento supo que había destruido su propia felicidad, que
nunca regresaría con su amada, la hija del Rey del Océano. Entonces lloró
amargamente su desesperación.
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Pero sólo durante un momento, porque al instante siguiente se encontró
cambiado. Un escalofrío recorrió su sangre, sus dientes se cayeron, su rostro se
arrugó, su cabello se volvió blanco como la nieve, sus extremidades se atrofiaron, su
fortaleza decayó, y se desplomó sin vida en la arena, aplastado por el peso de
cuatrocientos inviernos.
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7
La mujer que perdió sus tortas
Hace mucho, mucho tiempo, había una simpática viejecita a la que le gustaba reír y
hacer tortas de arroz. Un día, mientras estaba preparando unas tortas para cenar, se le
cayó una; y rodó hasta colarse por un agujero del suelo de tierra de su pequeña
cocina, y desapareció. La viejecita intentó alcanzarla metiendo su brazo en el agujero,
y de repente la tierra cedió y la anciana cayó dentro.
La caída fue bastante profunda, pero no se hizo daño alguno; y cuando se puso en
pie de nuevo, comprobó que se encontraba en medio de un camino exactamente igual
que el que pasaba por delante de su casa. Había bastante luz allí abajo, y se podían
ver muchos campos de arroz, pero todo estaba desierto. El cómo ocurrió esto, es algo
que no soy capaz de explicar, pero parecía que la anciana había caído a otro país.
El camino en el que había aterrizado descendía con bastante pendiente; por lo
tanto, después de haber buscado en vano su torta, pensó que habría rodado cuesta
abajo. Por consiguiente se apresuró por el camino buscándola y gritando:
—¡Mi torta, mi torta. Dónde estará esa torta mía!
Después de un rato vio una piedra Fizô de pie junto a la cuneta, y le dijo:
—Oh, señor Fizô, ¿has visto mi torta?
Fizô respondió:
—Si, he visto tu torta pasar rodando camino abajo. Pero es mejor que no vayas
más lejos, porque allá vive un malvado Oni que se come a la gente.
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A lo que la anciana replicó riendo, y continuó su carrera gritando:
—¡Mi torta, mi torta. Dónde estará esa torta mía!
Y llegó a otra estatua Fizô, y le preguntó:
—Oh, amable señor Fizô, ¿has visto mi torta?
Y Fizô respondió:
—Si, he visto pasar tu torta hace un momento. Pero no debes continuar, porque
allí abajo hay un malvado Oni que se come a la gente. Pero ella contestó riendo, y
continuó su carrera y sus gritos:
—¡Mi torta, mi torta. Dónde estará esa torta mía! —Y llegó a un tercer Fizô, al
que preguntó:
—Oh amado señor Fizô, ¿has visto mi torta?
Pero Fizô dijo:
—No hables ahora de tu torta. Ahí viene el Oni. Refúgiate bajo mi manga, y no
hagas el menor ruido.
Entonces el Oni se acercó y se detuvo inclinándose hacia Fizô; y dijo:
—¡Buenos días, Fizô San!
Fizô contestó educadamente al saludo. Entonces el Oni olfateó de repente el aire
dos o tres veces de una manera desconfiada, y gritó:
—Fizô San, Fizô San, huelo olor humano por algún lado, ¿tu no?
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—¡Oh! —dijo Fizô— tal vez te equivocas.
—No, no —dijo el Oni tras olfatear el aire de nuevo—, huelo un olor humano.
Entonces la anciana no pudo aguantar la risa —«Te, he, he»— y el Oni, de
inmediato, introdujo su manaza peluda bajo la manga de Fizô y la sacó, todavía
riendo —«Te, he, he»—.
—¡Aajajá! —gritó el Oni.
Entonces Fizô dijo:
—¿Qué vas a hacer con esta anciana bondadosa? No debes lastimarla.
—No lo haré —replicó el Oni—, pero me la llevaré a casa para que nos haga la
comida.
—¡Te, he, he! —rio la viejecita.
—Muy bien —dijo Fizô—, pero debes ser amable con ella. Si no, me enfadaré
mucho.
—No le haré ningún daño —prometió el Oni— y sólo tendrá que trabajar un poco
para nosotros cada día. Buenos días, Fizô San.
El Oni se alejó con la anciana camino abajo, hasta llegar a un ancho río en el que
había una barca. La metió dentro y la llevó a su casa, en la otra orilla. Era una casa
muy grande. La condujo directamente a la cocina y le mandó que cocinara la cena
para él y para el otro Oni que vivía con él. Y le dio una pequeña cuchara de palo,
diciendo:
—Siempre debes poner un solo grano de arroz en la olla, y cuando lo remuevas
con esta cuchara, el grano se multiplicará hasta llenar la olla.
Por tanto, la anciana metió un solo grano de arroz en la olla, como le dijo el Oni,
y comenzó a remover con la cuchara; y, según estaba removiendo, el grano se
convirtió en dos, luego en cuatro, luego en ocho, luego en dieciséis, treinta y dos,
sesenta y cuatro, y así sucesivamente. Cada vez que movía la cuchara, el arroz
aumentaba en cantidad, y a los pocos minutos la gran olla estaba llena.
Después de aquello, la simpática viejecita se quedó durante mucho tiempo en la
casa del Oni, y cada día cocinaba para él y todos sus amigos. El Oni nunca le hacía
daño ni la asustaba, y su trabajo se hacía muy fácil gracias a la cuchara mágica,
aunque tuviera que cocinar gran cantidad de arroz, pues un Oni come mucho más que
cualquier ser humano.
Pero se sentía sola y deseaba intensamente volver a su propia casa y hacer sus
tortas. Y un día, cuando los Onis no estaban, pensó que debería intentar escapar.
Primero cogió la cuchara mágica y se la metió bajo la faja, y luego se dirigió al
río. Nadie la veía, y la barca estaba allí. Se metió dentro y le dio un empujón, y como
sabía remar muy bien, pronto se alejó de la orilla.
Pero el río era muy ancho, y no había aún remado una cuarta parte de la distancia
cuando todos los Onis regresaron juntos a casa.
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Se encontraron con que su cocinera había desaparecido, y la cuchara mágica
también. Se dirigieron rápidamente al río y vieron a la anciana que se alejaba
remando con gran rapidez.
Quizá no supieran nadar, pero el caso es que se habían quedado sin barca, y
decidieron que para pillar a la simpática viejecita deberían beberse toda el agua del
río antes de que alcanzase la otra orilla. Por lo tanto, se arrodillaron y comenzaron a
beber tan rápido que antes de que la anciana hubiera llegado a la mitad del camino, el
agua había ya descendido mucho de nivel.
Pero la viejecita siguió remando hasta que quedó tan poca agua que los Onis
dejaron de beber y empezaron a vadear el río. Entonces ella dejó los remos, sacó la
cuchara mágica de su ropa y se la enseñó a los Onis poniendo tales muecas que todos
ellos se echaron a reír.
Pero mientras reían, no podían evitar que se les saliera toda el agua que habían
bebido, por lo que el río volvió a llenarse de nuevo. Los Onis no pudieron cruzar y la
simpática viejecita alcanzó sana y salva la otra orilla y escapó corriendo lo más
rápido que podía camino arriba.
No paró de correr hasta llegar a su casa de nuevo.
Entonces se puso muy contenta, ya que podía hacer tortas cuando ella quisiera.
Además, tenía la cuchara mágica para cocinarse arroz. Se puso a vender sus tortas a
los vecinos y viajeros, y en un corto espacio de tiempo se hizo rica.
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8
La medusa tonta
Había una vez un Rey de los Dragones, que siempre había estado soltero, hasta que
un día se le metió en la cabeza la idea de casarse. Su novia era una joven dragoncita
de tan sólo dieciséis años, lo suficientemente adorable como para convertirse en la
esposa de un Rey. Grande fue el alboroto que causó la alegre noticia. Los Peces,
pequeños y grandes, llegaron para presentar sus respetos y ofrecer presentes a la
pareja de recién casados; y durante varios días todo fueron festejos y alegría.
Pero, ¡oh fatalidad!, incluso los Dragones tienen que soportar duras pruebas.
Apenas había transcurrido un mes cuando la joven Reina Dragona cayó enferma. Los
doctores la trataron con todos los medios que estaban a su alcance, pero sin resultado.
Al final con gran pesadumbre declararon que no había nada que hacer. La
enfermedad seguiría su curso y probablemente moriría. Pero la Reina enferma le dijo
a su esposo:
—Sé de algo que me curaría. Tan sólo consígueme el hígado de un mono vivo
para yo comérmelo y me recuperaré enseguida.
—¡El hígado de un mono vivo! —exclamó el Rey—. Pero ¿qué dices, querida
mía? Olvidas que nosotros, los Dragones vivimos en el mar, mientras que los Monos
viven lejos de aquí, entre los árboles en tierra firme. ¡El hígado de un Mono! Pero,
querida, debes estar loca.
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En este punto, la joven Reina Dragona estalló en sollozos:
—Sólo te pido una pequeña cosa —se quejó—, y tú no quieres concedérmela.
Siempre sospeché que no me querías de verdad. ¡Oh! Ojalá me hubiese quedado en
casa con mi m-m-mamá y mi papá-a-a-a.
Su voz se quebró en sollozos y ya no pudo decir más.
Por supuesto que el Rey Dragón no quería que nadie pudiese pensar que él estaba
siendo displicente con su joven y bella esposa. Así que envió a buscar a su fiel
sirviente la Medusa[3] y le dijo:
—Sé que lo que te voy a encomendar es una tarea difícil. Lo que quiero es que
intentes nadar tierra adentro y convenzas a un Mono para que te acompañe hasta aquí.
Para persuadirlo puedes contarle cuánto mejor se vive aquí en Dragonlandia, que
donde él vive ahora. Pero lo que realmente quiero es cortarle el hígado y utilizarlo
como medicina para tu joven señora, quien, como bien sabes, está gravemente
enferma.
Así que la Medusa partió a su extraño viaje errante. En esos tiempos era como
cualquier otro pez, con ojos, aletas y cola. Incluso tenía unos pequeños pies, que le
permitían tanto caminar por tierra como nadar en el agua. No le llevó muchas horas
nadar hacia el país en donde vivían los Monos; y la suerte quiso que nada más llegar
viese a un espléndido ejemplar de Mono saltando entre las ramas de los árboles cerca
del lugar en donde la Medusa había pisado tierra. La Medusa llamó:
—¡Señor Mono! He venido para hablarle de un país mucho más bello que este. Se
encuentra bajo las olas y se llama Dragonlandia. Hace un tiempo muy agradable todo
el año, los árboles están colmados de deliciosos frutos maduros, y no existen esas
criaturas maliciosas llamadas Hombres. Si me acompañas, te llevaré hasta allí. Súbete
a mi espalda.
El Mono pensó que sería divertido conocer un país nuevo. Así que saltó a las
espaldas de la Medusa y se zambulleron en el agua. Cuando llevaban medio trecho
recorrido, empezó a preguntarse si no habría gato encerrado. Parecía un poco raro
verse abordado de esa manera por un extraño. Así que le preguntó a la Medusa:
—¿Qué es lo que te llevó a buscarme?
La Medusa contestó:
—Mi Señor, el Rey Dragón, te necesita para quitarte el hígado y dárselo como
medicina a su esposa, la reina, que está enferma.
«¡Ah!, así que de eso ser trata el juego, ¿no?», pensó el Mono. Pero se guardó sus
pensamientos y tan sólo respondió:
—Nada me proporcionaría mayor placer que estar al servicio de Sus Majestades.
Pero resulta que dejé mi hígado colgado de una rama de ese gran castaño en el que
estaba brincando. El hígado es algo que pesa bastante, por lo que generalmente me lo
quito para jugar durante el día. Tenemos que volver a buscarlo.
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La Medusa estuvo de acuerdo en que era lo único que podía hacerse dadas las
circunstancias. Porque —tonta criatura como era— no se dio cuenta de que el Mono
le estaba contando un cuento para evitar que lo matasen y le diesen su hígado a la
caprichosa joven Reina Dragona.
Cuando alcanzaron la orilla de Monolandia de nuevo, el Mono dio un rápido bote
desde la espalda de la Medusa hasta alcanzar la rama más alta del castaño. Entonces
dijo:
—No veo mi hígado por aquí. Quizás alguien se lo haya llevado. Pero voy a
buscarlo. Tu, mientras tanto, es mejor que vuelvas y le cuentes a tu amo lo que ha
sucedido. Se preocupará si no estás de vuelta en casa antes de que anochezca.
Así que la Medusa emprendió la marcha por segunda vez; y cuando llegó a casa,
le contó al Rey Dragón todo tal y como había sucedido. El Rey se encendió de ira y
llamó a gritos a sus guardias, diciéndoles:
—¡Llevaos a este individuo! ¡Lleváoslo y hacedlo papilla! ¡Que no quede un solo
hueso sano en todo su cuerpo!
Así que los guardias lo amarraron y apalearon, tal y como el Rey había ordenado.
Esa es la razón por la cual, hasta el día de hoy, las Medusas no tienen huesos, y no
son sino una masa pulposa.
En cuanto a la reina Dragona, cuando supo que no tendría el hígado del Mono,
¡vaya!, pues se convenció de que no le quedaba más remedio que curarse sin él.
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9
La liebre de Inaba
Sucedió una vez que existieron ochenta y un hermanos, todos ellos Príncipes en la
tierra. Cada uno de ellos celoso de los demás, cada uno de ellos deseando ser Rey,
gobernar sobre los otros y sobre todo el Reino. Además todos querían casarse con la
misma Princesa: la Princesa Yakami de Inaba.
Al final decidieron que irían todos juntos a Inaba y cada uno por su parte
intentaría persuadir a la Princesa de que se casara con él. Aunque entre ellos se tenían
celos, sin embargo todos estaban de acuerdo en odiar y ser desagradables con el
hermano número ochenta y uno, que era bondadoso y amable y al que no gustaban las
maneras bruscas y beligerantes de sus otros hermanos.
Cuando emprendieron el viaje, obligaron al pobre hermano ochenta y uno (el
menor) a caminar siempre por detrás de ellos y cargar con el equipaje como si de un
sirviente se tratara, siendo su propio hermano y tan Príncipe como cualquiera de
ellos.
Poco a poco los ochenta Príncipes llegaron a Cabo Keta donde se toparon con una
pobre liebre, toda despellejada y tirada en el suelo, enferma y abatida. Los ochenta
príncipes dijeron a la liebre:
—Te diremos lo que debes hacer. Ve a bañarte en agua de mar, después túmbate
en la ladera de una montaña y deja que el viento sople sobre ti. Eso hará que tu piel
crezca, te lo prometemos.
La pobre liebre les creyó; fue y se bañó en el mar y después se tumbó al sol para
secarse. Pero cuando el agua salada se evaporó hizo que la piel se le cuartease y
desgarrase con el efecto del sol y del viento. La liebre sufría un dolor terrible y allí
permanecía llorando, en un estado aún peor que antes.
El hermano menor iba muy por detrás de los demás, porque tenía que acarrear el
equipaje, pero al fin llegó tambaleándose bajo el peso del gran saco que portaba.
Cuando vio a la liebre le preguntó:
—¿Qué haces ahí tirada lamentándote?
—¡Ay, señor! —dijo la liebre—, si paras un momento te contaré mi historia. Yo
me encontraba en la Isla de Oki y quería cruzar hasta tierra firme. No sabía cómo
hacerlo hasta que se me ocurrió un plan. Les dije a los cocodrilos: «Contemos
cuantos cocodrilos hay en el mar y cuantas liebres en tierra. Podemos empezar con
los cocodrilos. Venga, venid todos y poneos en fila uno al lado del otro, desde esta
isla hasta llegar a Cabo Keta; yo iré saltando de uno a otro y contando al mismo
tiempo. Cuando haya acabado de contaros, vosotros contáis las liebres y al final
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sabremos qué hay más, cocodrilos o liebres.
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10
El espejo de Matsuyama
Le dio una sencilla caja de madera blanca dentro de la cual, al abrirla, encontró
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una pieza redonda de metal. Una parte era blanca como plata escarchada decorada
con figuras en relieve de pájaros y flores y la otra brillante como el cristal más
transparente. La joven madre miró con deleite y asombro en su interior al ver que de
sus profundidades le sonreía una cara alegre y de ojos brillantes.
—¿Qué ves? —le volvió a preguntar su esposo, contento al contemplar su
asombro y encantado de mostrar que había aprendido algo mientras estaba fuera.
—Veo una mujer hermosa que me mira y mueve los labios como si estuviera
hablando, y ¡oh, qué extraño, lleva puesto un vestido azul como el mío!
—Pero, tonta, si es tu propia cara la que ves —dijo el marido orgulloso de saber
algo que su mujer desconocía—. Esa pieza redonda de metal se llama espejo, y en la
ciudad todo el mundo tiene uno aunque aquí en el campo no lo hayamos visto nunca.
La mujer estaba encantada con su regalo y durante días no podía dejar de mirar en
el espejo, porque debemos recordar que nunca había visto uno antes, así que por
supuesto era la primera vez que contemplaba el reflejo de su bonito rostro. Pero
pensó que era algo demasiado valioso para usarlo todos los días, así que lo guardó
cuidadosamente entre sus tesoros más preciados.
Pasaron los años y marido y mujer seguían viviendo felices. La alegría de su vida
era su preciosa hija, que creció siendo la viva imagen de su madre, y que era tan
obediente y cariñosa que todo el mundo la adoraba. Consciente de su propia vanidad
pasajera al encontrarse tan bella, la madre mantenía el espejo cuidadosamente
escondido, temerosa de que su uso despertara el sentimiento de orgullo en la pequeña.
Nunca hablaba de él y el padre, por su parte, lo había olvidado por completo.
Sucedió que la hija creció tan sencilla como había sido su madre, inconsciente de su
belleza y del espejo que la hubiese reflejado.
Pero pronto el infortunio golpeó a la feliz familia. La cariñosa y buena madre
cayó enferma; y aunque su hija le prodigó todo tipo de cuidados día y noche, esta
empeoró hasta que al final no quedaba esperanza y supo que moriría.
Al saber que pronto debería abandonar a su marido y a su hija, la pobre mujer se
entristeció mucho, dolida por aquellos que iba a dejar atrás, sobre todo por la
pequeña.
Llamó a la niña a su lado y le dijo: «Mi querida hija, sabes que estoy muy
enferma: pronto moriré y os dejaré a ti y a tu padre solos. Cuando me haya ido,
prométeme que mirarás en este espejo cada noche y cada mañana: en él me verás y
sabrás que aún sigo cuidando de ti». Con estas palabras sacó el espejo de su lugar
secreto y se lo dio a su hija. La niña se lo prometió entre lágrimas y la madre ya
tranquila y con resignación, murió al poco tiempo.
La obediente y respetuosa hija nunca olvidó la última petición de su madre y cada
mañana y cada noche sacaba el espejo de su escondite y lo miraba larga y
atentamente. Allí veía la brillante y sonriente visión de la madre perdida. No pálida y
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enfermiza como en sus últimos días, sino la bella y joven madre de antaño. A ella le
contaba cada noche las penas y dificultades del día y a ella se dirigía cada mañana
para encontrar las fuerzas para afrontar lo que fuese que tuviera que hacer.
Y día a día vivía como si su madre aún estuviese ahí, tratando de agradarla como
había hecho en vida y pendiente siempre de evitar cualquier cosa que pudiese
causarle dolor o pena.
Su mayor gozo consistía en poder mirar al espejo y decir: «Madre, hoy he sido
como a ti te hubiese gustado que fuera».
Al verla mirar al espejo cada día y cada noche sin falta, y verla mantener una
conversación con este, su padre a la larga le preguntó la razón de este extraño
comportamiento.
—Padre —dijo—, miro en el espejo cada día para ver y hablar con mi querida
madre.
Entonces le contó el último deseo de la madre en su lecho de muerte y cómo
nunca había dejado de cumplirlo. Enternecido por tal sencillez, fidelidad y
demostración de amor, el padre derramó lágrimas de afecto y compasión. Y no
encontró el coraje suficiente para decirle a la niña que la imagen que veía no era sino
el reflejo de su propio dulce y bello rostro, el cual debido a la constante
comunicación y afecto, se había ido pareciendo día a día y cada vez más al de su
madre muerta.
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Mi Señor Saco-de-Arroz
Hace mucho tiempo hubo un valiente guerrero, llamado Mi Señor Saco-de-Arroz, que
pasaba el tiempo declarándoles la guerra a los enemigos del Rey.
Un día, habiendo marchado en busca de aventuras, llegó a un puente
inmensamente largo que se extendía sobre el río justo en el lugar en el que brotaba
desde un hermoso lago. Al poner el pie en el puente, vio una serpiente de veinte pies
de largo tumbada al sol, de tal manera que no podía cruzarlo sin tropezar con ella.
Cualquiera hubiera salido disparado ante tan horrible visión. Pero Mi Señor Saco-
de-Arroz no es de los que se amedrentan. Simplemente siguió caminando, por encima
del cuerpo de la serpiente.
Al instante la serpiente se transformó en un diminuto enano, el cual
arrodillándose humildemente, dando con su cabeza tres veces contra los tablones del
puente en señal de respeto, dijo: «¡Mi Señor! ¡Tú sí que eres un hombre! Durante
largos e infatigables días he permanecido aquí, esperando que alguien me vengase de
mi enemigo. Pero todos los que me veían eran cobardes y escapaban corriendo. Tú
me vengarás, ¿verdad? Vivo en el fondo de este lago, y mi enemigo es un Ciempiés
que mora en la cumbre de aquella montaña. Ven conmigo, te ruego. Si no me ayudas,
estaré perdido».
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El guerrero estaba encantado de encontrarse ante una aventura como esta. De
buena gana siguió al enano a su casa de verano bajo las aguas del lago. Estaba
meticulosamente construida con coral y metal en forma de algas y otras plantas
acuáticas, con cangrejos de río grandes como hombres, monos de agua y renacuajos
que hacían de sirvientes y guardaespaldas. Después de descansar un rato, les sirvieron
la cena en bandejas con forma de hojas de nenúfar. Los platos eran hojas, no de
verdad, pero mucho más hermosas que las reales; porque estaban hechas de porcelana
verde con un filo de oro; y los cubiertos eran de una maravillosa madera como el
ébano negro. El vino en las copas, parecía agua; pero como sabía bien, ¿qué más
daba lo que pareciera?
Bueno, pues allí estaban festejando y cantando y el enano acababa de hacer un
brindis en honor al guerrero en un cáliz de humeante vino caliente, cuando ¡pom!,
¡pom!, ¡pom!, como el clamor de un ejército, se oyó acercarse al temible monstruo
del cual había hablado el enano. Sonaba como si todo un continente estuviera en
movimiento; y a ambos lados parecía haber una hilera de mil hombres con linternas.
Pero el guerrero pudo dilucidar, conforme el peligro se acercaba, que todo este ruido
era causado por una única criatura, un enorme Ciempiés de más de una milla de
longitud; y lo que parecían hombres con linternas a ambos lados, eran en realidad sus
propios pies, de los cuales tenía exactamente mil a cada lado de su cuerpo, todos ellos
destellando y refulgiendo con el pegajoso veneno que rezumaba de sus poros.
No había tiempo que perder. El Ciempiés se hallaba ya medio camino abajo de la
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montaña. El guerrero sacó su arco, tan grande y pesado que harían falta cinco
hombres para sostenerlo, puso una flecha y disparó.
Nunca erraba el blanco. La flecha dio justo en el medio de la frente del monstruo.
Pero ¡mala suerte! Rebotó como si esta estuviera hecha de cobre.
El guerrero lanzó su flecha una segunda vez, y por segunda vez acertó y volvió a
rebotar; y mientras tanto la horrible criatura había alcanzado la orilla del lago y
pronto envenenaría sus aguas con su asqueroso veneno. El guerrero se dijo: «Nada
mata con mayor eficacia a los Ciempiés que la saliva humana». Y dicho esto escupió
en la punta de la última flecha que le quedaba (ya que sólo había tres en la funda).
Nuevamente la flecha le dio al Ciempiés en el medio de la frente. Pero en vez de
rebotar, entró y traspasó la cabeza de la criatura, y el Ciempiés cayó muerto, haciendo
estremecer toda la comarca, como si de un terremoto se tratase; las luces de sus dos
mil pies languideciendo como el apagado resplandor del crepúsculo en un día
tormentoso.
Entonces el guerrero se vio transportado a su propio castillo; y a su alrededor se
alineaban centenares de presentes, en cada uno de los cuales se leía la inscripción
«De su agradecido enano».
Uno de estos regalos era una gran campana de bronce, que el guerrero —que era
un hombre tan religioso como valiente—, hizo colgar en el templo que guardaba las
tumbas de sus antepasados. El segundo regalo era una espada, que le haría lograr
siempre la victoria frente a sus enemigos. El tercero era una armadura que no había
flecha alguna que pudiera traspasar. El cuarto era una pieza de seda, que nunca se
acababa, aunque de vez en cuando cortase un trozo de tela para hacerse un nuevo
traje para la corte.
El quinto era un saco de arroz, del cual, aunque día tras día se sacase arroz para
sus comidas, las de su familia y las de sus fieles sirvientes, nunca se vaciaba, nunca
mientras viviese.
Y fue por este quinto y último regalo que tomó el nombre y título de «Mi Señor
Saco-de-Arroz»; porque todos pensaban que no había nada tan extraño en el mundo
como este maravilloso saco de arroz, que hacía de su dueño un hombre tan rico y
feliz.
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12
La serpiente de ocho cabezas
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Cuando Ama oyó el ruido provocado por los bailes, los cantos y las risas, no pudo
evitar abrir un poquito la puerta para espiar por el quicio cómo se divertían las otras
hadas. Esto era justo lo que estaban esperando.
—¡Eh, mira! —gritaron—. ¡Mira a esta hada más bella que tú! —y le alargaron
un espejo.
Ama no sabía que el rostro del espejo era el reflejo de su propia cara; y cada vez
con más curiosidad por ver a esa nueva hada, fue asomándose a la puerta, donde las
demás la atraparon, y tapiaron la entrada de la cueva con grandes rocas para que
nadie pudiese volver a entrar jamás. Al ver que había sido engañada para que saliera
de la cueva, y que no valía de nada lamentarse, Ama consintió en volver al sol y
brillar sobre el mundo como antes, a condición de que su hermano fuese castigado y
desterrado, ya que no era seguro vivir con él. Y así se hizo. Susa fue azotado casi
hasta la muerte y expulsado de la sociedad de las hadas y duendes, con orden de no
volver nunca más.
Así que el pobre Susa, expulsado del reino de las hadas, se vio obligado a bajar a
la tierra. Caminando un día por la orilla de un río se encontró con una pareja de
ancianos que abrazaban a su joven hija llorando amargamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Susa.
—¡Oh! —dijeron entre sollozos—, teníamos ocho hijas. Pero en un pantano
cercano a nuestra cabaña vive una enorme serpiente de ocho cabezas, que sale una
vez cada año, y se come cada vez a una de ellas. Solo nos queda una hija, y hoy es el
día en que la serpiente saldrá a comérsela, y no nos quedará ninguna. ¡Por favor, buen
Señor! ¿No puede hacer algo para ayudarnos?
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—Por supuesto —contestó Susa—; será muy fácil. No sigáis tristes. Soy un
duende, y salvaré a vuestra hija.
Les dijo que preparasen cerveza, y les enseñó cómo hacer una verja con ocho
puertas y una plataforma de madera en cada una de ellas con una tina de cerveza en
cada plataforma. Así lo hicieron; y justo cuando todo estaba preparado de la manera
que Susa les había dicho, salió la Serpiente. Era tan grande que su cuerpo se
arrastraba a lo largo se ocho colinas y ocho valles. Pero como tenía ocho cabezas,
también tenía ocho narices, que hacían que oliese ocho veces más que cualquier otra
criatura. Así, al oler la cerveza desde tan lejos, se acercó rápidamente y penetró en el
cercado, metió cada una de las cabezas en las tinas y bebió y bebió hasta que acabó
bastante borracha. Entonces las cabezas se quedaron dormidas; y Susa, dando un
salto desde el agujero donde se había escondido, desenvainó su espada y cortó las
cabezas. Cortó el cuerpo en pedazos, también. Pero, extrañamente, al cortarle la cola,
la hoja de su espada tembló. Había dado con algo duro. Como la Serpiente ya estaba
muerta, no había ningún peligro en subirse a su lomo y averiguar qué era ese algo
duro. Resultó ser también una espada engarzada con piedras preciosas, la espada más
maravillosa que se haya visto. Susa tomó la espada, y se casó con la bella joven; y fue
muy bueno con ella, aunque hubiese sido tan desagradable con su hermana mayor.
Pasaron el resto de sus vidas en un bello palacio, expresamente construido para ellos;
con los ancianos padres también. Cuando los ancianos, y Susa y su mujer ya habían
muerto, la espada pasó a sus hijos, y nietos, y ahora pertenece al emperador del
Japón, que la guarda como uno de sus tesoros más preciados.
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El viejo y los demonios
Hace mucho tiempo había un viejo que tenía un bulto en la mejilla derecha. Un día
subió a la montaña para cortar leña, cuando de repente empezó a llover y a soplar el
viento de tal forma que, al ver que era imposible regresar a casa, y muy asustado, se
refugió en el hueco de un viejo árbol.
Allí acurrucado e incapaz de conciliar el sueño, oyó un confuso sonido de varias
voces que se iban acercando hacia donde él estaba. Se dijo a sí mismo: «¡Qué raro!
Creía que era el único que estaba en la montaña, sin embargo oigo voces de más
gente». Se atrevió a asomarse y vio una muchedumbre de extraños seres. Algunos
eran rojos vestidos de verde; otros eran negros vestidos de rojo; algunos tenían un
solo ojo; otros no tenían boca; la verdad es que era difícil describir su rara apariencia.
Encendieron un fuego que dio tanta luz como si fuera de día. Se sentaron en dos
filas cruzadas y comenzaron a beber vino y divertirse como si fueran humanos. Se
pasaron las copas de vino tantas veces que algunos se emborracharon mucho. Uno de
los jóvenes demonios se levantó y comenzó a cantar una alegre tonada y a bailar, e
igual hicieron muchos otros; algunos bailaban muy bien, otros fatal. Uno dijo:
—Lo estamos pasando inusualmente bien esta noche, pero me gustaría ver algo
nuevo.
El viejo, perdiendo el miedo, pensó que le gustaría bailar y diciendo:
«Que sea lo que sea, si muero por ello, por lo menos habré bailado», se arrastró
fuera del hueco del árbol, y con su gorra cayéndole sobre la nariz y el hacha en el
cinturón, comenzó a bailar.
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Los demonios saltaron sorprendidos exclamando: «¿Quién es este?». Y como el
viejo bailaba adelante y atrás, balanceándose y haciendo contorsiones a un lado y
otro, hacía reír y disfrutar a todos, que dijeron:
—Qué bien baila este viejo. Tienes que venir siempre y unirte a nuestras fiestas;
pero tememos que no vuelvas, así que debes prometernos que lo harás.
Los demonios se reunieron a deliberar, y pensando que el bulto de su cara era
señal de riqueza, demandaron que se lo entregara. El viejo replicó:
—He tenido este bulto durante muchos años y no me separaré de él si no es por
una buena razón; pero podéis quedároslo, o un ojo, o la nariz, si es vuestro deseo.
Así que los demonios lo agarraron, retorciéndolo y tirando de él, y se lo sacaron
sin hacerle el menor daño, y lo guardaron como señal de que cumpliría su promesa de
regresar. Cuando comenzó a amanecer y los pájaros empezaron a cantar, los
demonios desaparecieron apresuradamente.
El hombre se acarició la cara y la notó suave y sin rastro del bulto. Se olvidó de
cortar la leña y corrió hacia su casa. Su mujer, al verlo, exclamó sorprendida:
—¿Qué te ha sucedido?
Y él le narró lo acontecido.
Entre los vecinos había otro viejo que tenía un bulto en la mejilla izquierda. Al oír
cómo el viejo se había librado de su bulto, tomó la determinación de hacer lo mismo
para ver si él se libraba también del suyo. Así que fue y se metió dentro del hueco del
árbol a esperar la llegada de los demonios. Y tal como le dijeron, los demonios
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llegaron. Se sentaron, bebieron vino y se divirtieron como la otra vez. El viejo
asustado y tembloroso salió del hueco del árbol. Los demonios le dieron la
bienvenida diciendo:
—El viejo ha vuelto, veamos cómo baila.
Pero este viejo era torpe y no bailaba tan bien como el otro. Y los demonios le
gritaron:
—Bailas mal, y cada vez peor, te devolveremos el bulto que tomamos como
prenda de tu promesa.
Y diciendo esto, uno de los demonios trajo el bulto y se lo colocó en la otra
mejilla; por lo que el viejo volvió a casa con un bulto en cada mejilla.
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14
El gorrión sin lengua
Se cuenta que hace mucho tiempo había una vieja huraña que había puesto almidón
en una tina para después hacer la colada de sus ropas; pero el gorrión de su vecina se
lo comió. Al verlo, la vieja antipática, agarró al gorrión, y diciendo «¡Criatura
odiosa!», le cortó la lengua y luego lo soltó.
Cuando la vecina se enteró que a su gorrión le habían cortado la lengua por esta
ofensa, se apenó muchísimo, y salió con su marido a buscar al gorrión por montañas
y llanuras, llorando: «¿Dónde está el gorrión sin lengua? ¿Dónde está el gorrión sin
lengua?».
Por fin encontraron su refugio. Cuando el gorrión vio que sus antiguos dueños
habían ido en su busca, se puso muy contento y los invitó a entrar dándoles las
gracias por la gentileza de otros tiempos. Puso la mesa y les ofreció saké y pescado
hasta hartarse, y su mujer, hijos y nietos servían a la mesa. Al final, lanzando al aire
su copa, bailó la danza del gorrión. Así transcurrió el día. Cuando empezó a
anochecer y hablaban de volver a casa, el gorrión sacó dos canastas de mimbre y
preguntó:
—¿Cuál de las dos preferís que os dé: la más pesada o la ligera?
Los viejos contestaron:
—Somos mayores, así que danos la ligera: será más fácil de llevar.
El gorrión se la dio y ellos regresaron a casa con ella.
—Vamos a abrirla para ver que hay dentro —dijeron.
Y al destaparla se encontraron con oro y plata, joyas y piezas de seda. Nunca
hubieran imaginado algo así. El suministro era inagotable y la casa pronto se hizo rica
y próspera. Cuando la vieja huraña que había cortado la lengua del gorrión vio esto,
se consumió de envidia y fue a preguntar a su vecina donde vivía el gorrión.
—Yo iré también —dijo, y salió en su búsqueda.
De nuevo el gorrión sacó las dos canastas de mimbre e hizo la misma pregunta:
—¿Quieres la pesada o prefieres que te dé la más ligera?
Pensando que el tesoro sería aún mayor en proporción al peso de la canasta, la
vieja replicó:
—Me llevaré la pesada.
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Al recibirla, se la cargó a la espalda y regresó a su casa; los gorriones se rieron de
ella cuando se marchó. La canasta pesaba como una piedra y cansaba llevarla; pero
por fin llegó con ella a casa.
Cuando la destapó y miró adentro, una legión de horribles demonios salió del
interior e hizo a la vieja pedazos.
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15
El cuenco de madera
Había una vez una pareja de ancianos que había vivido tiempos mejores. Antes
habían sido ricos, pero la desgracia cayó sobre ellos inmerecidamente, y en su vejez
eran tan pobres que apenas ganaban para comer cada día.
Les quedaba, sin embargo, una alegría. Su única hija, amable y buena, y de tal
belleza que nadie en la comarca podía igualarla.
A la larga el padre cayó enfermo y murió, y madre e hija tuvieron que trabajar
más que nunca. Pronto a la madre le fallaron las fuerzas y le desesperaba la idea de
dejar a su hija sola en el mundo.
La belleza de la muchacha era tan deslumbrante que preocupaba y causaba
ansiedad a la moribunda madre. Sabía que para alguien tan pobre y sin amistades
como su hija podía ser causa de desgracias más que una bendición.
Presintiendo que su final se acercaba, la madre llamó a su hija a su lado, y con
cariñosas palabras le advirtió y aconsejó que se mantuviese pura, bondadosa y
honesta tal y como siempre había sido. Le dijo que su belleza era un don peligroso
que podría ser su ruina, y le ordenó esconderla, en la medida que fuese posible, ante
los ojos de los hombres.
Pensando hacer lo mejor, la madre colocó en la cabeza de su hija un cuenco de
madera lacada, advirtiéndole que bajo ningún concepto se lo quitase. El cuenco
tapaba la cara de la muchacha no permitiendo ver la belleza que bajo este se ocultaba.
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Al morir su madre la pobre muchacha se sintió perdida; pero tenía un corazón
valiente, y en seguida comenzó a ganarse la vida trabajando duro en los campos.
Como nunca se la veía sin el cuenco, que por cierto era un tocado algo extraño,
pronto empezó a conocérsela en todas partes como la Muchacha del Cuenco en la
Cabeza.
Las gentes malvadas y orgullosas se reían de ella, y los jóvenes holgazanes del
pueblo le hacían burla, tratando de espiar bajo el cuenco e incluso de arrancárselo.
Pero parecía estar firmemente sujeto y ninguno fue capaz de quitárselo, y tampoco
siquiera de atisbar un ápice del hermoso rostro que ocultaba.
La pobre muchacha soportaba con paciencia estas groserías, era diligente en el
trabajo, y al anochecer se retiraba con discreción a su solitaria morada. Pero un día,
mientras trabajaba en el labradío de un rico agricultor, quien poseía la mayor parte de
las tierras de la zona, el propio amo se le acercó. Se vio sorprendido por el manso y
sencillo comportamiento de la joven y por la rapidez y diligencia con que trabajaba.
Habiéndola estado observando durante todo el día, se sentía tan satisfecho con
ella que la mantuvo en el trabajo hasta el final de la recolecta. Después, al llegar el
invierno, la acogió en su propia casa para que sirviese a su esposa, que llevaba tiempo
enferma y rara vez abandonaba el lecho.
La pobre huérfana volvía a tener un hogar feliz, ya que tanto el agricultor como
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su esposa eran muy amables con ella. Como no tenían hijas, se convirtió más en una
hija para ellos que en una sirvienta. Y en verdad que ni una hija hubiese prodigado
tan tiernos cuidados a una madre como los que la pequeña sirvienta prestó a su ama.
Al poco tiempo, el hijo mayor regresó al hogar para visitar a sus padres. Había
estado viviendo en Kioto, la próspera y alegre ciudad del Mikado, en donde había
estudiado y aprendido grandes cosas. Hastiado de fiestas y placeres, agradecía volver
a la quietud del hogar de su infancia. Pero pasaban las semanas, y para sorpresa de
sus amigos, no mostraba ningún deseo de retornar a la agitada vida de la ciudad.
La verdad es que, nada más ver a la Muchacha del Cuenco en la Cabeza, le
embargó el deseo y la curiosidad de conocer todo sobre ella. Preguntó quién era y qué
hacía, y por qué siempre se la veía con ese curioso y desfavorecedor tocado en la
cabeza.
Se sintió conmovido por su triste historia, pero no podía evitar reírse ante la
extraña costumbre de llevar un cuenco sobre la cabeza. Al ver día tras día su bondad
y dulzura, ya no sintió ganas de reír. Y un día, mirando a hurtadillas bajo el cuenco,
pudo ver suficiente de la belleza que escondía como para enamorarse profundamente
de ella. Desde ese momento se prometió que ninguna otra más que la Muchacha del
Cuenco en la Cabeza, se convertiría en su esposa. Sus familiares, sin embargo, no
querían ni oír hablar de ello. «Sin duda la chica está bien a su manera», decían «pero
al fin y al cabo es sólo una sirvienta y no la persona adecuada para el hijo de la casa».
Siempre habían pensado que se le había dado demasiada confianza y que un día u
otro se volvería en contra de sus benefactores. Ahora se veía que no se habían
equivocado, y además, ¿por qué se empeñaba en llevar esa cosa ridícula sobre la
cabeza? Seguramente para ganarse la reputación de una belleza, que a lo más seguro
no poseía. Incluso estaban casi seguros de que era bastante común.
Las dos viejas tías del joven se mostraban particularmente ásperas y no perdían la
oportunidad de repetir las cosas duras y poco agradables que se decían de la pobre
huérfana. Incluso su ama, que siempre se había portado tan bien con ella, parecía
volverse en su contra, y tan sólo encontraba apoyo en el amo, quien la habría acogido
como hija de buen gusto, aunque no se atreviese a decirlo. Aún así el joven se
mantenía firme en su propósito, y en cuanto a las historias que le contaban, daba a
entender a sus tías que las consideraba un hatajo de invenciones mal intencionadas.
Por fin, viendo su determinación, y que su oposición no hacía más que afianzarlo
en su empeño, no tuvieron más remedio que aceptar el hecho, aunque de mala gana.
Entonces, cuando menos se esperaba, surgió una dificultad. La pobre Muchacha
del Cuenco en la Cabeza, echó por tierra todos sus cálculos al rechazar agradecida,
pero firmemente la mano del hijo de su amo, sin que este pudiese convencerla de que
cambiase de parecer.
Grande fue el asombro y la cólera de la familia. Verse burlados era más de lo que
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podían soportar. ¿Qué era lo que esa moza descarada y desagradecida insinuaba; que
el hijo del amo no era suficientemente bueno para ella? Poco conocían su leal y buen
corazón. Lo amaba verdaderamente pero no quería traer discordia y disputas al hogar
que la había acogido en su desgracia; ya que había notado las frías miradas de su ama
y comprendido lo que significaban. Antes que crear problemas en un hogar feliz, lo
abandonaría de inmediato y para siempre. No se lo dijo a nadie y derramó lágrimas
en secreto, pero siguió firme en su propósito. Y esa noche, al quedarse dormida entre
sollozos, se le apareció su madre en sueños y le dijo que cediese sin escrúpulos a los
ruegos de su amado y a los dictados de su corazón. Se despertó llena de dicha y
cuando el joven le rogó una vez más, ella asintió de todo corazón. «Ya te lo dijimos»,
exclamaron las tías y la madre, pero el joven estaba demasiado dichoso para hacerles
caso. Así que se fijó la fecha de la boda y empezaron los preparativos para el festejo.
Tuvieron que oírse algunas observaciones poco amables sobre la mendiga y su
cuenco, pero el joven no reparaba en ellas y tan sólo agradecía su buena suerte.
Cuando por fin llegó el día de la boda y todos los asistentes estaban reunidos y
preparados para comenzar la ceremonia, se pensó que ya era hora de que la novia se
quitase el cuenco de la cabeza. Esta trató de quitárselo pero para su horror comprobó
que estaba materialmente pegado y que sus esfuerzos por arrancárselo eran vanos;
incluso cuando algunos familiares lo intentaron, ella lanzó alaridos y gemidos de
dolor.
El novio trató de consolar a la muchacha e insistió en proseguir con la ceremonia
sin más.
Llegó el momento de traer las copas de vino y en que los novios debían beber las
«tres veces tres» como testimonio de que se habían convertido en marido y mujer.
Apenas la novia había acercado los labios a la copa de saké cuando el cuenco de
madera estalló en mil pedazos que cayeron al suelo. Y del cuenco brotaron una lluvia
de piedras preciosas, perlas y diamantes, rubíes y esmeraldas que se escondían
dentro, además de oro y plata en abundancia, que supusieron la dote de la joven.
Pero lo que verdaderamente sorprendió a los invitados a la boda, más aún que este
vasto tesoro, fue la increíble belleza de la novia, revelada por vez primera a su esposo
y al mundo entero. Nunca hubo una boda más alegre, un novio más orgulloso y feliz,
ni una novia más encantadora.
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La tetera
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Los novicios cesaron de reír y uno de ellos se escurrió del karakami y se puso a
espiar.
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tiempo saltó del fuego rauda y veloz.
—¡Brujería! —exclamó el sacerdote—. ¡Magia negra! ¡Un demonio! ¡Un
demonio! ¡Un demonio! ¡Piedad! ¡Socorro! ¡Socorro! —El pobre hombre estaba
medio muerto de miedo. Los novicios llegaron corriendo a ver qué sucedía.
—La tetera está embrujada —jadeó—. Era un tejón, os aseguro que era un tejón.
Habla y da saltos por la habitación.
—No, Maestro, pero si está ahí quietecita encima de su caja —y en realidad, así
era.
—Muy reverendo señor —dijo el novicio—, recemos para preservarnos del
peligro de las alucinaciones.
El sacerdote le vendió la tetera a un calderero por veinte monedas de cobre.
—En una bonita pieza en bronce —dice el sacerdote—. Vaya, ni siquiera sé por
qué se la vendo. —¡Ah, la verdad es que lo sabía muy bien!
El calderero se quedó encantado y se llevó la tetera a casa. La miró y remiró por
arriba y por abajo, por dentro y por fuera.
—Una pieza muy bonita —exclamó el calderero—. Una buena ganga. —Y
cuando se fue a acostar puso la tetera a su lado para verla nada más despertarse.
A media noche se despertó y se quedó mirando la tetera a la luz de la luna.
De repente la tetera se movió, aunque no había ninguna mano cerca.
«Qué raro», pensó el calderero. Pero él era de los que no se planteaban mucho las
cosas.
Una cabeza peluda, con ojos brillantes, se asomó por el cuello de la tetera. La
tapa osciló arriba y abajo. Aparecieron cuatro peludas patas marrones y un espeso
rabo. Se acercó al calderero y le posó una pata encima.
—¿Y bien? —preguntó el calderero.
—No soy ningún malvado —contestó la tetera.
—No —dijo el calderero.
—Pero me gusta que me traten bien. Soy una tetera tejón.
—Eso parece —replicó el calderero.
—En el templo me insultaron, y me azotaron y me plantaron fuego. No lo
soportaba, ¿sabes?
—Me gusta tu espíritu —dijo el calderero.
—Creo que me voy a quedar contigo.
—¿Quieres que te guarde en una caja de laca? —preguntó el calderero.
—No, déjame estar contigo; charlaremos de vez en cuando. Me gusta fumar una
buena pipa. Y me encanta el arroz y las alubias, y los dulces.
—¿Un vasito de saké alguna vez? —preguntó el calderero.
—Pues, ya que lo mencionas, sí.
—Yo encantado —respondió el calderero.
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—Muchísimas gracias —dijo la tetera—. Y ya que estamos, ¿tendrías alguna
objeción a que compartiese tu cama? La noche ha refrescado mucho.
—Ni la más mínima —replicó el calderero.
El calderero y la tetera se convirtieron en íntimos amigos. Comían y charlaban
juntos. La tetera sabía una o dos cosas y era una buena compañía.
Un día:
—¿Eres pobre? —preguntó la tetera.
—Sí —contestó el calderero—, medianamente pobre.
—Pues tengo una sorpresa. La verdad es que para ser una tetera soy bastante
excepcional, muy lograda.
—Te creo —contestó el calderero.
—Me llamo Bumbuku-Chagama; soy el mismísimo príncipe de las Teteras Tejón.
—A su servicio, mi señor —respondió el calderero.
—Si siguieras mis consejos —dijo la tetera—, me llevarías por el mundo adelante
como espectáculo; soy realmente única, y es mi opinión que podrías hacer mucho
dinero.
—Eso supondría trabajo duro para ti, mi querido Bumbuku —contestó el
calderero.
—No, nada de eso; pongámonos manos a la obra —dijo la tetera.
Y así hicieron. El calderero compró los telones para el teatrillo, y lo llamó el
espectáculo de Bumbuku-Chagama. ¡Cómo se agolpaba el público para verlo! Porque
la magnífica y sorprendente tetera cantaba y bailaba, y caminaba por la cuerda floja
como si hubiera nacido para ello. Hacía cada truco y era tan graciosa que la gente reía
hasta no poder más. Era todo un espectáculo verla saludar con la elegancia de un
Lord y agradecer al público su paciencia.
El Bumbuku-Chagama estaba en boca de toda la comarca y a verlo venían tanto la
burguesía como el pueblo llano. El calderero se abanicaba y recogía el dinero. Podéis
creer que engordó y se hizo rico. Incluso fue a la Corte, donde las grandes damas y
princesas reales se asombraban con la maravillosa tetera.
Al final el calderero se retiró del negocio, y la tetera se le acercó con lágrimas en
los ojos.
—Mucho me temo que sea hora de dejarte —dijo.
—No digas eso querido Bumbuku —respondió el calderero—. Seremos felices
ahora que somos ricos.
—Ha llegado mi hora —contestó la tetera—, ya no volverás a ver al viejo
Bumbuku; de ahora en adelante no será más que una tetera común, ni más ni menos.
—¡Oh, mi querido Bumbuku! Pero ¿qué haré yo? —sollozó el pobre calderero.
—Creo que me gustaría que me regalaras al Templo de Morinji como tesoro
sagrado —dijo la tetera.
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Y no volvió a moverse ni a hablar nunca más. El calderero la presentó como
ofrenda sagrada al templo, y con ella la mitad de su fortuna.
Y la tetera tuvo reconocida fama durante largos años. Incluso hubo gente que la
veneraba como a un Santo.
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17
Urashima
Urashima,
Tú, pescador del Mar Interior
Tú eres hermoso;
Tu largo cabello está enredado en mi corazón;
No te alejes de mí,
Tan sólo olvida tu hogar.
—Ah, vamos —dijo el pescador—, déjame, por amor de dios. Quiero volver entre
los míos.
Pero ella volvió a decir:
Urashima,
Tú, pescador del Mar Interior,
Ornaré tu lecho con perlas;
Lo cubriré de algas y flores marinas;
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Serás rey del Profundo Mar,
Y reinaremos juntos.
—Deja que vuelva a casa —dijo Urashima—. Mis hijos esperan y están cansados.
Pero ella respondió:
Urashima,
Tú, pescador del Mar Interior,
Nunca temas la tempestad del Profundo Mar;
Colocaremos rocas a las puertas de nuestra caverna;
Ni tengas miedo de los muertos ahogados;
Tú no morirás.
—Ah, vamos —dijo Urashima—, déjame, por amor de Dios. Quiero volver entre
los míos.
—Quédate tan sólo esta noche.
—No, ni tan sólo una.
La Hija del Profundo Mar se echó a llorar, y Urashima vio sus lágrimas.
—Me quedaré contigo esta noche —dijo.
Así que transcurrió la noche, ella lo devolvió a la arena de las orillas del mar.
—¿Estamos cerca de tu hogar? —preguntó ella.
Él le contestó:
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—Tan sólo a un tiro de piedra.
—Toma esto —dijo ella—, en recuerdo mío.
Le entregó un cofre de madreperla; de color irisado y con cerraduras de coral y
jade.
—No lo abras —le dijo—. Oh, pescador, no lo abras.
Dicho esto, se sumergió y no se la vio más, a la Hija del profundo Mar.
Urashima corrió entre los pinos para llegar a su amado hogar. Y mientras corría,
reía de alborozo, y lanzaba el cofre al aire para atrapar los rayos del sol.
—¡Ah —suspiraba—, la dulce fragancia de los pinos! —Y comenzó a llamar a
sus hijos, de la manera que les había enseñado, como el canto de un ave marina. En
seguida pensó: «¿Estarán aún dormidos? Es raro que no me respondan».
Cuando llegó por fin a su casa, encontró cuatro paredes solitarias cubiertas de
musgo. En la entrada florecía la hierba mora; en el hogar, lirios muertos, dianthus y
helechos. Allí no había ni un alma.
—Pero ¿qué es esto? —gritó Urashima—. ¿Acaso me he vuelto loco? ¿Habré
dejado mis ojos en la profundidad del mar?
Se sentó en el suelo cubierto de hierba y se puso a pensar. «¡Que los dioses me
ayuden!». Dijo:
—¿Dónde está mi esposa, y dónde están mis pequeños?
Se dirigió al pueblo, conociendo el camino paso a paso, y cada recodo le era
familiar; y se topó con gentes que iban y venían a sus cosas. Pero todos le parecieron
desconocidos.
—Buen día —decían—, buen día, viajero. ¿Te quedas en nuestra aldea?
Vio niños jugando, y les levantaba la barbilla para verles la cara. Todo en vano.
—¿Dónde están mis hijos? —decía—. ¡Oh, Señora Kwannon la Misericordiosa!
Por ventura sabrán los dioses el significado de todo esto; es demasiado para mí.
Cuando el sol se puso, su corazón le pesaba como una piedra, y se fue a la
encrucijada de caminos en las afueras del pueblo. A los hombres que pasaban, les
tiraba de la manga:
—Amigo —decía—, por favor, ¿conoció a un pescador de por aquí que se
llamaba Urashima?
Y los hombres que pasaban le contestaban:
—Nunca hemos oído hablar de nadie con ese nombre.
Pasaron los campesinos de las montañas. Algunos iban a pie, algunos en mulas de
carga. Iban cantando sus cantos populares, y acarreaban cestas de fresas silvestres o
ramos de lirios sobre sus hombros. Y parecía que los lirios asintieran según se
alejaban. Pasaron peregrinos, vestidos de blanco, con sus cayados y sombreros de
paja de arroz, sus sandalias fuertemente anudadas y sus calabazas llenas de agua.
Caminaban rápido y suavemente, pensando en cosas santas. Y caballeros y damas
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pasaban, engalanados y en formación, llevando sus brillantes kago. La noche cayó.
—Ya pierdo la dulce esperanza —se lamentó Urashima.
Entonces pasó un anciano, muy, muy mayor.
—¡Oh, anciano! —sollozó el pescador—, has visto pasar ya muchos días; ¿sabes
algo de Urashima? En este lugar nació y creció.
El anciano entonces respondió:
—Hubo alguien con ese nombre, pero, señor, hace muchos años que se ahogó. Mi
abuelo apenas lo recordaba cuando yo no era más que un niño. Mi buen desconocido,
eso sucedió hace muchos, muchos años.
Urashima preguntó:
—¿Está muerto?
—Nadie más muerto que él. Sus hijos han muerto, y los hijos de estos están
muertos. Buen día a ti, extranjero.
Urashima estaba asustado. Pero se dijo: «Debo ir al verde valle donde los muertos
duermen». Y hacia allá se encaminó.
Dijo: «El viento de la noche sopla helado entre las hierbas. Los árboles se
estremecen, y las hojas se vuelven a mi paso».
Dijo: «Hola, triste luna, que muestras las silenciosas tumbas. No eres diferente a
la luna de otros tiempos».
Dijo: «Aquí se hayan las tumbas de mis hijos, y de los hijos de mis hijos. Pobre
Urashima, no hay nadie más muerto que él. Aún así me siento sólo entre los
espíritus».
«¿Quién me consolará?» decía Urashima. El viento de la noche suspiró y nada
más. Entonces volvió a la orilla del mar. «¿Quién me confortará?» sollozó Urashima.
Pero el cielo no se conmovió, y las olas del mar continuaban su ir y venir.
Urashima se acordó: «Tengo el cofre». Lo sacó de su manga y lo abrió. Un tenue
humo blanco salió flotando y se perdió en el horizonte.
«Estoy agotado», dijo Urashima. En un instante el cabello se tornó blanco como
la nieve. Tembló, su cuerpo se encogió, sus ojos se nublaron. Él, que había sido tan
joven y sensual, ahora se tambaleaba y vacilaba. «Soy viejo», dijo Urashima.
Iba a cerrar la tapa del cofre, pero la dejó caer, diciendo: «No, el vapor del humo
se ha ido para siempre. ¿Qué importa?». Se extendió sobre la arena y murió.
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18
El sauce verde
Tomodata, el joven samurai, debía fidelidad al Señor de Noto. Era soldado, noble y
poeta. Tenía la voz dulce y hermoso el rostro, maneras nobles y modales de
triunfador. Era un gran bailarín y destacaba en todos los deportes masculinos. Era
rico, generoso y amable. Querido por pobres y ricos.
Su daimyo, el Señor de Noto, requería de un hombre al que se le pudiese
encomendar una misión de confianza. Eligió a Tomodata y lo llamó a su presencia.
—¿Eres leal? —preguntó el daimyo.
—Mi Señor, tú lo sabes —contestó Tomodata.
—¿Me amas, entonces? —preguntó el daimyo.
—Si, mi buen señor —dijo Tomodata, arrodillándose ante él.
—Entonces, lleva mi mensaje —le dijo el daimyo—. Cabalga y no escatimes en
caballos. Cabalga firme y no temas ni a las montañas ni al país enemigo. No te
arredres ante la tormenta ni ante nada. Entrega tu vida; pero no traiciones mi
confianza. Sobre todo, no mires a ninguna doncella a los ojos. Cabalga, y tráeme
noticias pronto.
Así habló el Señor de Noto.
Tomodata montó su caballo y marchó ante su petición. Obediente a su señor, no
escatimó su buena montura. Cabalgó firme, y no se dejó amedrentar por lo
escarpados pasos de montaña, ni por el país enemigo. Llevaba tres días de recorrido
cuando estalló la tormenta de otoño, pues transcurría el noveno mes. La lluvia caía
como un torrente. Tomodata agachó la cabeza y continuó. El viento ululaba entre las
ramas de los pinos. Se desató un tifón. El pobre caballo temblaba y casi no podía
mantener el paso, pero Tomodata le habló y alentó a seguir. Estrechó fuertemente su
capa contra su cuerpo para evitar que volase con el viento, y así continuó la marcha.
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La fiera tormenta se llevó los mojones de los lindes del camino, y golpeaba al
samurai hasta que estuvo tan agotado que casi se desmaya. El día era oscuro como el
crepúsculo, y el crepúsculo oscuro como la noche, y cuando la noche caía era oscura
como la noche de Yomi, en la cual las almas en pena deambulan y sollozan. En este
punto, Tomodata se hallaba perdido en un lugar solitario y salvaje, donde, al parecer,
no habitaba ningún ser viviente. El caballo no podía ya llevarlo en su lomo, y se puso
a caminar sin rumbo entre pantanos y ciénagas, a través de caminos de espinos y
pedregales, hasta que cayó en una honda desesperación.
«¿Es que debo morir en esta soledad salvaje —clamó— y dejar de cumplir la
promesa hecha al señor de Noto?».
En ese momento los vientos soplaron y despejaron las nubes del cielo, dejando
brillar la luna, y ante la súbita irrupción de luz, Tomodata pudo ver una pequeña
colina a su derecha. En la cima había una modesta cabaña con techumbre de paja,
ante la cual crecían tres sauces llorones.
«¡Los dioses sean loados!», murmuró Tomodata, y subió con presteza a la cima
de la colina. De las rendijas de la puerta de la cabaña salía luz, y un hilo de humo por
un agujero del techo. Los tres sauces llorones se mecían y extendían sus verdes ramas
al compás del viento. Tomodata ató las riendas de su caballo en el tronco de uno de
ellos, y pidió entrar en el tan anhelado refugio.
Una anciana pobre, pero cuidadosamente vestida, abrió la puerta de la cabaña.
—¿Quién se atreve a cabalgar en semejante noche? —preguntó—, ¿y qué busca
aquí?
—Soy un viajero cansado y perdido en este solitario páramo. Mi nombre es
Tomodata. Soy un samurai al servicio del Señor de Noto y llevo sus órdenes.
Muéstreme su hospitalidad, por amor de los dioses. Busco refugio y comida para mí y
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mi caballo.
Mientras el joven hablaba, el agua chorreaba de sus vestiduras. Se tambaleó
ligeramente y alargó la mano para apoyarse en el dintel de la puerta.
—¡Entre usted, joven señor! —exclamó la anciana conmovida—. Acérquese al
fuego. Sea usted bienvenido. No tenemos más que unas humildes viandas que
ofrecerle, pero las ofrecemos de corazón. Con respecto a su caballo, ya veo que se lo
ha dejado a mi hija; está en buenas manos.
Al oír esto Tomodata se volvió bruscamente. Justo detrás de él, en la penumbra,
se erguía una joven que llevaba las riendas del caballo alrededor de su brazo. Sus
vestidos parecían flotar y su largo cabello ondulaba al viento. El samurai se
preguntaba cómo había llegado allí. La anciana le hizo entrar en la cabaña y cerró la
puerta. El buen hombre de la casa estaba sentado junto al fuego, y los dos ancianos
hicieron todo lo que pudieron por Tomodata. Le proporcionaron ropa seca, lo
reconfortaron con vino de arroz caliente, y en seguida le prepararon una buena cena.
La hija de la casa entró en ese momento, y se retiró detrás de una cortina para
cepillarse el pelo y ponerse ropas limpias y frescas. Después se adelantó y se dispuso
a servirle. Llevaba un vestido de algodón azul tejido a mano. Iba descalza. El pelo lo
llevaba suelto, y caía por delante de las suaves mejillas, largo, liso y negro, hasta
llegar a la altura de las rodillas. Era esbelta y elegante. Tomodata supuso que tendría
unos quince años, y le pareció la muchacha más encantadora que nunca hubiese visto.
Se arrodilló a su lado para servir el vino en su copa. Sostenía la botella de vino
con las dos manos e inclinó la cabeza. Tomodata se giró para contemplarla. Cuando
hubo terminado de servirle el vino y posó la botella, sus miradas se encontraron y
Tomodata la miró a los ojos, porque se había olvidado de la advertencia de su
daimyo, el Señor de Noto.
—Muchacha —dijo—, ¿cómo te llamas?
Ella contestó:
—Me llaman Sauce Verde.
—El nombre más bonito del mundo —dijo, y volvió a mirarle a los ojos. Y
porque la miró tan largamente, ella enrojeció desde la barbilla hasta la frente, y
aunque sonreía, sus ojos se cuajaron de lágrimas.
—¡Ay de mí, la promesa al Señor de Noto!
Entonces Tomodata entonó esta canción:
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que al despuntar el alba debo partir,
¿por qué, oh, por qué enrojeces así?
Esa noche la pasó junto al fuego, en silencio, pero con los ojos abiertos, ya que no
podía conciliar el sueño aunque estuviese cansado. Estaba enfermo de amor por
Sauce Verde. Sin embrago las exigencias de su encomienda lo obligaban por honor a
no pensar en ello. Es más, la orden del Señor de Noto pesaba en su corazón, y
deseaba mantenerse fiel y leal.
Se levantó con las primeras luces del día. Miró al amable anciano que había sido
su anfitrión, y le dejó una bolsa de oro al lado mientras dormía. La muchacha y su
madre reposaban tras el biombo.
Tomodata ensilló y puso las riendas a su caballo, y montándolo se alejó entre la
niebla de la mañana. La tormenta había pasado y todo se encontraba en calma como
si estuviera en el Paraíso. La verde hierba y las hojas, brillaban con el rocío. El cielo
estaba despejado y el camino luminoso de flores de otoño; pero Tomodata estaba
triste.
Cuando la luz del sol iluminó su arzón, «¡Ah, Sauce Verde, Sauce Verde!»,
suspiraba; y al mediodía, «Sauce Verde, Sauce Verde»; y «Sauce Verde, Sauce
Verde», seguía musitando al anochecer. Esa noche la pasó en un templo abandonado,
y era un lugar tan sagrado, que a pesar de todo lo acontecido durmió desde la media
noche hasta el amanecer. Se levantó, con la idea de ir a lavarse en el arroyo cercano y
refrescarse antes de reemprender el viaje; pero quedó paralizado en el umbral del
templo. Allí estaba Sauce Verde, en el suelo. Estilizada y cabizbaja, con la cabellera
negra flotando a su alrededor. Alzó una mano y agarró a Tomodata por la manga. «Mi
señor, mi señor», exclamó, y rompió en amargos sollozos.
La tomó en sus brazos sin decir una palabra, la sentó delante de él en el caballo, y
juntos cabalgaron todo el día. Apenas se dieron cuenta del camino que seguían, ya
que no cesaban de mirarse a los ojos. No sentían ni el frió ni el calor. No sentían el
sol ni la lluvia; no pensaban en la verdad ni en la mentira; ni en la devoción filial, ni
en los mandatos del Señor de Noto, ni en el honor o las promesas hechas. Sólo sabían
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una cosa. ¡Ah, los caminos del amor!
Por fin llegaron a una ciudad desconocida, en donde se detuvieron. Tomodata
llevaba oro y joyas en su bolsa, y así encontraron una casa construida de madera
blanca y blancas esteras esparcidas por el suelo. Desde cada habitación podía oírse el
rumor de la cascada del jardín, mientras las golondrinas aleteaban entre las celosías.
Aquí moraban preocupados tan sólo de aquella cosa. Aquí vivieron tres años
colmados de días felices, y para Tomodata y Sauce Verde los años eran como
guirnaldas de frescas y dulces flores.
En el otoño del tercer año, acaeció que los dos se internaron en el jardín al
crepúsculo, pues querían ver salir la luna llena; y mientras la contemplaban, Sauce
Verde comenzó a temblar y estremecerse.
—Querida mía —dijo Tomodata—, tiemblas y te estremeces, y no es de extrañar,
tan helado es el viento de la noche. Entra. —Y la rodeó con sus brazos.
Ella profirió un largo y penoso grito, fuerte y pleno de agonía, y al hacerlo, dejó
caer la cabeza sobre el pecho de su amado.
—Tomodata —susurró—, lanza una plegaria por mí; me muero.
—No digas eso, ¡mi dulce, dulce amor! Tan sólo estás cansada; estás pálida.
La llevó hasta la orilla del arroyo, donde los iris crecían como espadas y las flores
de loto como corazas, y humedeció su rostro con agua. Dijo:
—¿Qué pasa, querida mía? Mírame y vive.
—El árbol —gimió—, el árbol. Han cortado mi árbol. Recuerda, el Sauce Verde.
Y diciendo esto, se escurrió de entre sus brazos hasta sus pies; y él, cayendo al
suelo, no encontró más que unos ropajes de seda de vivos colores, dulces y aún tibios,
y unas sandalias de paja con lazadas color escarlata.
En los años que siguieron, Tomodata se convirtió en un hombre santo, errante de
templo en templo, caminando dolorosamente sobre sus pies descalzos, e hizo grandes
méritos.
Un día, a la caída de la noche, se encontró en un páramo solitario. A su derecha se
alzaba una pequeña loma, y sobre ella las tristes ruinas de una cabaña con techumbre
de paja. La puerta oscilaba entreabierta, los cerrojos rotos y los goznes herrumbrosos.
Ante ella se hallaban los muñones de tres viejos sauces que habían sido tronchados
hacía ya largo tiempo. Tomodata permaneció durante mucho tiempo inmóvil y en
silencio. Después tarareó dulcemente para sí:
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que al despuntar el alba debo partir,
¿por qué, oh, por qué enrojeces así?
«¡Ah, qué tonta canción! Que los dioses me perdonen. Debía haber recitado el
Sagrado Sutra de los Muertos», concluyó Tomodata.
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La flauta
Hace mucho tiempo, vivió en Yedo un hombre de alto linaje y conversación honesta.
Su esposa era una dama muy agradable y cariñosa. Para su hondo pesar, no le dio
hijos varones. Pero sí una hija, a la cual llamaron O’Yoné, que traducido significa,
«arroz en la oreja». Ambos amaban a la muchacha más que a sus vidas, y la protegían
como a la niña de sus ojos. Y la criatura creció blanca y colorada como una manzana;
derecha y esbelta como el bambú verde.
Cuando O’Yoné tenía doce años, su madre decayó con el final del año, enfermó y
desfalleció, y cuando las hojas rojas de los arces se marchitaron, murió, la
amortajaron y descansó bajo tierra. Su marido enloqueció de dolor. Gritó, se golpeó
el pecho, se tiró al suelo y rehuyó la compasión, y durante días no rompió el ayuno,
ni durmió. La muchacha permanecía en silencio.
Pasó el tiempo. El hombre se obligó a continuar con sus negocios. Las nieves del
invierno comenzaron a caer y cubrieron la tumba de su esposa. El trillado sendero
desde su casa hasta el lugar de descanso de la muerta también se cubrió de nieve,
inalterado, excepto por las borrosas huellas de unas sandalias de niña. En primavera
se ciñó la túnica y se animó a ir a ver florecer el cerezo, contento, y escribió un
poema en papel dorado, que colgó en la rama de un cerezo para que aletease al
viento. El poema era de alabanza a la primavera y al saké. Más adelante, plantó el
lirio anaranjado del olvido y no volvió a pensar en su esposa. Pero la muchacha aún
recordaba.
Antes de terminar el año, trajo una nueva esposa a casa, una mujer de rostro claro
y corazón oscuro. Pero el hombre, pobre insensato, estaba feliz, y encomendó su hija
al cuidado de su nueva esposa, y pensó que todo estaba arreglado.
Precisamente porque el padre amaba a O’Yoné, su madrastra la aborrecía, sentía
celos y un odio mortal hacia ella, y cada día la trataba con crueldad. No obstante ella
respondía dócil y pacientemente, lo que aún la exasperaba y enfurecía más. En
presencia del padre, sin embargo, no se atrevía a zaherirla demasiado; así que esperó,
aguardando su momento. La pobre muchacha pasaba sus días y sus noches
atormentada y aterrorizada. Pero de esto no decía una palabra a su padre. Así son los
niños.
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Tras un cierto tiempo, aconteció que el hombre debía atender unos negocios en
una ciudad distante. El nombre de la ciudad era Kioto, y estaba a varios días de viaje
a pie o a caballo desde Yedo. De modo que el hombre estaba obligado a partir y
permanecer allá tres lunas o más. Se dispuso todo, hizo su equipaje y los sirvientes
que debían acompañarlo prepararon lo necesario para el viaje; y así llegó la noche
antes de la partida, que debía ser muy temprano a la mañana siguiente.
Llamó a O’Yoné a su lado y le dijo:
—Acércate, mi querida hija —O’Yoné se arrodilló ante él.
—¿Qué regalo quieres que te traiga de Kioto? —le preguntó.
Pero ella inclinó la cabeza y no respondió.
—Vamos, responde, mi pequeña enfadada —le insistió—. ¿Será un abanico de
oro, o unas piezas de seda, o un nuevo obi de brocado rojo, o una gran raqueta
decorada con dibujos y suaves plumas?
Entonces la muchacha se echó a llorar amargamente, y él la sentó en sus rodillas
para calmarla. Pero ella escondió la cara entre las mangas de su vestido y sollozó
como si fuera a rompérsele el corazón.
—¡Oh, padre mío, padre mío! —decía—, ¡no te vayas, no te vayas!
—Pero, querida mía, debo partir —respondió—, y pronto regresaré; tan pronto
que cuando te des cuenta, ya estaré de vuelta cargado de bonitos regalos.
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—Padre, llévame contigo —le rogó.
—¡Vaya cosa para una niña pequeña! ¿Serías capaz de ir a pie, pequeña peregrina,
o montar una mula? ¿Y cómo te acomodarías en las posadas de Kioto? ¡No, no,
pequeña, te quedarás!; pero será poco tiempo, y tu afable madre estará contigo.
Ella se encogió entre sus brazos.
—Padre, si te vas, no volverás a verme nunca más.
Por un instante, al padre le dio un pequeño vuelco el corazón, pero no le quiso
prestar gran atención. Porque, ¿iba él, un hombre hecho y derecho, a dejarse dominar
por los caprichos de una criatura? Apartó suavemente a O’Yoné, y se deslizó como
una sombra silenciosa.
Al día siguiente, antes de amanecer, ella se le acercó con una pequeña flauta,
hecha de bambú y finamente pulida, en las manos.
—La hice yo misma —dijo—, de un bambú que hay en la arboleda detrás nuestro
jardín. La he hecho para ti. Ya que no puedes llevarme contigo, lleva esta pequeña
flauta, honorable padre. Tócala de vez en cuando, y piensa en mí.
Entonces la envolvió en un pañuelo de seda blanco con rayas rojas, le ató un
cordel escarlata alrededor, y se la entregó a su padre, quien la guardó entre sus
mangas. Tras esto, el hombre se puso en camino en dirección a Kioto. Volvió la
cabeza tres veces, y miró a su hija, de pie ante la puerta, observándolo. Después el
camino hizo una curva, y dejó de verla.
La ciudad de Kioto era animada y hermosa, y así le pareció al padre de O’Yoné. Y
entre los negocios durante el día, que fueron muy bien, su entretenimiento durante la
noche, y sus reposadas horas de sueño, el tiempo pasaba alegremente, sin acordarse
gran cosa de Yedo, su hogar, o su hija. Pasaron dos lunas, y tres, y no hizo plan
alguno para regresar.
Una noche se estaba preparando para asistir a una gran cena con sus amigos, y al
buscar en su baúl un hakama de seda para ponerse en honor de la fiesta, se tropezó
con la pequeña flauta, que había permanecido todo este tiempo guardada entre las
mangas de su túnica de viaje. La desenvolvió del pañuelo blanco y rojo, y al hacerlo,
sintió que un extraño escalofrío le invadía el corazón. Se colocó sobre la hoguera del
hibachi como en un sueño. Se acercó la flauta a los labios, y de ella salió un largo y
prolongado lamento.
La arrojó con presteza al suelo y llamó con unas palmadas a su criado, al cual le
dijo que no saldría esa noche. No se encontraba bien, quería estar solo. Al cabo de un
buen rato, alargó la mano para coger la flauta. Otra vez ese largo y melancólico
gemido. Se estremeció de la cabeza a los pies, y sin embargo tocó la flauta.
—¡Vuelve a Yedo, vuelve a Yedo! ¡Padre! ¡Padre! —Una voz aniñada trémula y
vacilante se alzó en un grito y luego se apagó.
Un horrible presentimiento se apoderó entonces del hombre y lo puso fuera de sí.
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Salió precipitadamente de la casa, dejó la ciudad, y viajó día y noche, negándose el
descanso y el alimento. Estaba tan pálido y desencajado que la gente lo creía un loco
y le escapaba o lo compadecían como a los penados por los dioses. Por fin llegó al
final de su viaje, enlodado de arriba abajo, con los pies ensangrentados y medio
muerto de agotamiento.
Su mujer lo recibió en la puerta.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó.
—¿La niña? —contestó ella.
—Sí, la niña, mi hija. ¿Dónde está? —gritó de agonía.
La mujer rio:
—Pero bueno, mi señor, ¿cómo lo voy a saber yo? Estará con sus libros, o en el
jardín, o durmiendo, o a lo mejor jugando con sus amigas o…
—¡Basta de tonterías! —exclamó—. Vamos, ¿dónde está mi hija?
Entonces ella se amedrentó y respondió mirándole con ojos muy abiertos:
—En la Arboleda de Bambúes.
El hombre echó a correr y buscó a O’Yoné entre las verdes ramas de los bambúes.
Pero no la encontró. Llamó: «¡Yoné, Yoné!», una y otra vez, «¡Yoné, Yoné!». Pero no
obtuvo respuesta; tan sólo el viento que suspiraba entre las hojas secas del bambú.
Entonces palpó la flauta en su manga, y la sacó, poniéndosela con suavidad entre sus
labios. Surgió un suspiro casi imperceptible. Entonces una voz habló, débil y
lastimera:
—Padre, padre amado, mi malvada madrastra me ha dado muerte. Hace tres lunas
que me mató. Me ha enterrado en el claro de la Arboleda de Bambúes. Allí
encontrarás mis huesos. En cuanto a mí, no volverás a verme nunca más, no volverás
a verme más.
Tomando su espada con las dos manos, el hombre hizo justicia, y mató a su
malvada esposa, vengando así la muerte de su hija inocente. Después se vistió con
unos burdos ropajes blancos y con un gran sombrero de paja que le ocultaba el rostro.
Tomó un cayado y un abrigo de lluvia hecho de paja, se calzó sandalias en los pies, y
así partió en peregrinaje a los santos lugares del Japón.
Y llevaba la pequeña flauta con él, en un bolsillo entre sus ropas, cerca de su
corazón.
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Reflejos
Hace mucho tiempo vivió, a una jornada de viaje de la ciudad de Kioto, un caballero
acomodado, pero de maneras sencillas. Su mujer, que descanse en paz, había muerto
hacía muchos años, y el buen hombre vivía en calma y tranquilidad con su único hijo.
Se mantenían apartados del género femenino, sin querer saber nada de sus zalamerías
ni de sus molestas costumbres. En casa tenían honrados sirvientes masculinos, y
pasaban de la mañana a la noche sin ver un par siquiera de largas mangas, ni un obi
escarlata.
La verdad es que eran tan felices como largo es el día. Algunas veces trabajaban
en los arrozales. Otros días salían a pescar. En primavera, marchaban a admirar el
cerezo y el ciruelo, y más tarde a contemplar el iris, o la peonía o el loto, según fuera
el caso. En esas ocasiones, bebían un poco de saké, se liaban sus tenegui azules y
blancos alrededor de la cabeza y eran felices, sin nadie que los importunase. A
menudo regresaban a casa a la luz de la linterna. Vestían viejas ropas y eran bastante
desordenados en sus comidas.
Pero los placeres de la vida son fugaces —por desgracia— y el padre sintió que
los años se le echaban encima.
Una noche, mientras estaba sentado fumando una pipa y se calentaba las manos
junto al fuego:
—Muchacho —dijo—, ha llegado la hora de que te cases.
—¡Que los dioses no lo quieran! —exclamó el joven—. Padre, ¿qué te hace decir
cosas tan horribles? O ¿es que estás bromeando? Debes estar bromeando —
respondió.
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—No estoy bromeando en absoluto —contestó el padre—. Nunca he hablado más
en serio, y pronto lo verás.
—Pero, padre, las mujeres me producen un miedo mortal.
—¿Y a mí no? —respondió su padre—. Lo siento por ti, hijo mío.
—Entonces, ¿por qué tengo que casarme? —volvió a preguntar su hijo.
—Las reglas de la naturaleza establecen que no tardaré en morir, y tú necesitarás
una esposa que cuide de ti.
Las lágrimas asomaron a los ojos del joven al oír esto, ya que tenía un tierno
corazón; pero todo lo que dijo fue: «Puedo cuidar muy bien de mí mismo».
—Es justamente lo que no puedes —respondió su padre.
Y el resultado fue que buscaron una esposa para el muchacho. Era esta joven y
bonita como un cuadro. Se llamaba Tassel, simplemente, o Fusa, como se dice en su
idioma.
Después que hubieron bebido juntos el «Tres veces Tres» y así convertidos en
marido y mujer, se quedaron solos; el muchacho mirando duramente a la joven. Por
su vida que no sabía ni qué decirle. Le tomó la punta de la manga y la acarició con su
mano. Pero siguió sin decir nada y sintiéndose muy tonto. La chica se puso colorada,
luego pálida, colorada otra vez, hasta que estalló en lágrimas.
—Honorable Tassel, no hagas eso, por todos los dioses —dijo el muchacho.
—Supongo que no te gusto —sollozó la joven—. Supongo que piensas que no
soy bonita.
—Querida mía —dijo—, eres más bonita que las flores del campo; más bonita
que los polluelos de la granja; más bonita que la carpa rosada del estanque. Espero
que seas feliz con mi padre y conmigo.
Al oír esto sonrió un poco y se secó las lágrimas de los ojos.
—Ponte otro par de hakama —le dijo—, y dame esos que llevas puestos; tienen
un agujero enorme. ¡Me estuve fijando en eso durante toda la ceremonia de bodas!
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Bueno, esto no era un mal comienzo, y entre una cosa y la otra, se llevaban
bastante bien, aunque, por supuesto, no era como en esos benditos tiempos en los que
el joven y su padre no se fijaban en un par de largas mangas ni en un obi de la
mañana a la noche.
Con el tiempo y la naturaleza, el viejo padre murió. Se dice que tuvo un buen
final, y lo que dejó a su hijo en la caja fuerte lo convirtió en uno de los hombres más
ricos de la comarca. Pero esto no sirvió de consuelo para el joven, quien lloró a su
padre con todo su corazón. Día y noche reverenciaba su tumba. No dormía ni
descansaba, y no prestaba mucha atención a su esposa, la señora Tassel, ni a sus
caprichos, ni siquiera a los delicados platos que presentaba ante él. Adelgazó y
empalideció, y ella, pobre muchacha, no sabía ya qué hacer con él. Por fin dijo:
—Querido mío, ¿qué te parece si te vas a Kioto una temporada?
—¿Y para qué haría yo eso? —preguntó.
Tenía en la punta de la lengua el contestarle, «Para divertirte», pero sabía que no
serviría de nada decirle eso.
—Oh —dijo—, es como una especie de deber. Dicen que todo hombre que ame
su país debería ver Kioto; además podrías echar un vistazo a cómo va la moda y
contármelo a tu regreso a casa. ¡Mis cosas están penosamente pasadas de moda! Me
encantaría saber lo que lleva la gente.
—No tengo fuerzas para ir ahora a Kioto —respondió el joven—, y aunque las
tuviera, es la época de plantar el arroz, y no iré; y no se hable más.
Aún así, al cabo de dos días, le pidió a su mujer que sacase sus mejores hakama y
haouri, y que preparase su bento para un viaje.
—Estoy pensando en ir a Kioto —le dijo.
—Vaya, estoy sorprendida —comentó la señora Tassel—. ¿Y cómo se te ha
ocurrido esa idea, si es que se puede saber?
—He estado pensando que es como una especie de deber —respondió el joven.
—Oh, desde luego —contestó a su vez la señora Tassel, que tenía bastante sentido
común. Y a la mañana siguiente temprano, como si tal cosa, despidió a su marido,
camino a Kioto, y se volvió a continuar algún trabajo de limpieza en la casa que tenía
empezado.
El joven salió a la carretera sintiéndose algo más animado y en poco tiempo llegó
a Kioto. Vio cosas de las que maravillarse. Fue a templos y palacios. Contempló
castillos y jardines, paseó por bonitas calles de tiendas, observándolo todo con los
ojos bien abiertos, y con la boca abierta también, ya que era un alma sencilla.
Un día se encontró ante una tienda abarrotada de espejos de metal que brillaban al
sol.
«¡Oh, que lunas de plata tan hermosas!», se dijo a sí mismo, pobre alma sencilla.
Y se atrevió a acercarse y coger un espejo en la mano.
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Al minuto se puso pálido como el arroz y se dejó caer en una silla a la puerta de la
tienda, todavía con el espejo en la mano, y mirándolo.
—Pero, padre, ¿cómo has venido hasta aquí? ¿Entonces, no estás muerto? ¡Los
dioses sean loados! Sin embargo hubiera jurado…, pero no importa, ya que estás aquí
vivo y coleando. Aún estás un poco pálido, pero ¡qué joven pareces! Mueves los
labios, padre, como si estuvieras hablando, y aún así no puedo oírte. ¿Vendrás a casa
conmigo, y vivirás con nosotros tal y como era antes? Sonríes, sonríes, eso está bien.
—Buenos espejos, mi querido caballero —dijo el tendero—, los mejores que se
pueden hacer, y ese que tiene es uno de los mejores. Ya veo que usted entiende.
El joven se agarró al espejo y se quedó ahí sentado con cara de tonto, sin duda
alguna. Temblaba.
—¿Cuánto? —susurró—. ¿Está a la venta? —Temía que le pudiesen arrebatarle a
su padre.
—A la venta está, por supuesto, mi noble señor —contestó el tendero—, y el
precio es una ganga; tan sólo dos bu. Estoy prácticamente regalándoselo, como
comprenderá.
—¡Dos bu, tan sólo dos bu! ¡Que los dioses sean loados por su misericordia! —
gritó el feliz joven. Sonrió de oreja a oreja, y en un abrir y cerrar de ojos, sacó la
bolsa de su cinto, y el dinero de la bolsa.
Y ahora era el tendero quien deseaba haberle pedido tres, o incluso cinco bu. Aún
así puso buena cara y colocó el espejo en una bonita caja blanca atada con unos
cordones verdes.
—Padre —dijo el joven, una vez lo tuvo consigo—, antes de regresar a casa debo
comprar alguna baratija para la muchacha que está allí, ya sabes, mi esposa.
Y, por su vida, que no supo por qué, pero al llegar a casa, el joven no dijo una
palabra a la señora Tassel de que había comprado a su padre por dos bu en una tienda
de Kioto. Ahí es donde se equivocó, tal y como veremos.
Ella se quedó encantada con sus horquillas de coral para el pelo, y su nuevo y
bonito obi traído de Kioto.
—Estoy contenta de verlo tan bien y tan alegre —se dijo a sí misma—. Aunque
debo reconocer que se ha recobrado muy rápido de su tristeza, a decir verdad. Los
hombres son como niños.
Su esposo, sacó a hurtadillas un trozo de seda verde del cofre secreto de ella, y lo
extendió sobre la alacena del toko no ma. Allí colocó el espejo dentro de su caja de
madera blanca.
Cada mañana temprano y tarde cada noche, iba a la alacena del toko no ma y
hablaba con su padre. Muchas charlas alegres y muchas risas compartían, y el joven
se sentía el más feliz de la comarca, pues era un alma sencilla.
Pero la señora Tassel tenía buen ojo y oído fino, y no tardó en darse cuenta de las
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nuevas costumbres de su esposo.
—¿Para qué irá tan a menudo al toko no ma —se preguntaba— y qué tendrá allí?
Me gustaría saberlo.
Como no era de las que gustaban mucho de sufrir en silencio, pronto preguntó a
su esposo por lo mismo.
Le contó la verdad, el pobre hombre.
—Y ahora tengo a mi querido padre en casa otra vez, y soy tan feliz como largo
es el día —le contestó.
—Humm… —respondió ella.
—Y no me digas que dos bu no fue barato —replicó—, ¿no es todo un poco
extraño?
—Sí, barato sí, y algo extraño; y ¿por qué, si se puede saber, no me has dicho
nada de esto en primer lugar? —le preguntó
El joven se puso colorado.
—La verdad, es que no sé qué decirte. Lo siento pero no sé por qué.
Y dicho esto salió a trabajar.
Nada más darse la vuelta, la señora Tassel salió disparada como el viento hacia el
toko no ma y abrió las puertas con un chirrido.
—¡Mi seda verde para el forro de las mangas de mi vestido! —exclamó al punto
—. Pero no veo a ningún querido padre aquí, tan sólo una caja de madera blanca.
¿Qué es lo que guardará dentro?
Abrió la caja al instante.
—¡Qué cosa plana y brillante más extraña! —se dijo, y tomando el espejo, lo
miró.
Al principio no dijo nada, pero luego sintió que lágrimas de rabia y celos se
agolpaban en sus ojos, y sintió que la cara se le encendía de rubor.
—¡Una mujer! —exclamó—, ¡una mujer! ¡Así que ese era su secreto! Esconde
una mujer en la alacena. Una mujer, muy joven y muy hermosa. No, nada hermosa,
pero ella se lo cree. Una bailarina de Kioto, seguro; y además con mal genio; tiene la
cara encendida; y ¡oh!, encima frunce el ceño, la muy cascarrabias. ¡Ah! ¿Quién lo
hubiera pensado de él? ¡Ah!, es una mujer horrible y yo…, yo he cocinado su daikon
y remendado sus hakama mil veces. ¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!
Tiró el espejo dentro de su caja y cerró de un portazo la alacena. Ella misma se
tiró sobre la alfombra y lloró y sollozó como si se le fuera a partir el corazón.
Llegó su esposo.
—Se me ha roto el cordón de la sandalia y he venido para… Pero ¿qué demonios?
—Y al punto se arrodilló al lado de la señora Tassel intentando consolarla y
levantarle la cara del suelo donde estaba.
—Pero ¿qué pasa, querida mía? —le preguntó.
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—¡Sí, querida mía! —le contestó con fiereza entre sollozos—; quiero irme a mi
casa —lloró.
—Pero, mi vida, si estás en casa, y con tu marido.
—Pues ¡bonito marido! —dijo—, ¡y bonitas idas a ver a la mujer de la alacena!
Una odiosa, horrorosa mujer que se cree que es guapa; y que encima se ha quedado
con mis forros de manga verdes.
—Pero ¿qué mujer y qué forros de manga verdes? ¡Seguro que no escatimarías a
mi pobre anciano padre un trozo de paño verde para su cama! Vamos, querida, te
compraré veinte forros de manga.
Al oír esto, saltó en pie, y bailoteó con furia.
—¡Anciano padre!, ¡anciano padre! —chilló—. ¿Es que te crees que soy tonta o
una chiquilla? He visto a la mujer con mis propios ojos.
El pobre hombre no sabía ni por dónde andaba.
—¿Es posible que mi padre ya no esté? —se preguntó, y fue a coger el espejo del
toko no ma.
—Todo va bien; ahí sigue el anciano padre de siempre que compré por dos bu.
Pareces preocupado, padre; vamos, sonríe como yo. Eso es, así está mejor.
La señora Tassel vino echa una furia y le arrancó el espejo de las manos. Le echó
un vistazo y lo lanzó al otro lado de la habitación. Sonó tan fuerte al estrellarse contra
la pared, que los criados y vecinos se acercaron para ver qué pasaba.
—Es mi padre —repetía el joven—, lo compré en Kioto por dos bu.
—Esconde en el armario a una mujer que me ha robado mis forros de manga
verdes —sollozaba la esposa.
Tras esto, se armó un gran revuelo. Algunos vecinos se pusieron de parte del
joven y otros de parte de la mujer, entre ruidosas conversaciones y charloteos, pero
nadie le daba solución al caso, y nadie quería mirar en el espejo porque decían que
estaba embrujado.
Podrían haber seguido así hasta el día del juicio final, cuando alguien sugirió:
—Preguntémosle a la Dama Abadesa, que es una sabia mujer. —Y allá se fueron
todos a hacer lo que debían haber hecho antes.
La Dama Abadesa era una mujer pía, la rectora de un convento de santas madres.
Era la mejor en sus oraciones, meditaciones, y mortificación de la carne, y la más
lista, aun así, en asuntos terrenales y humanos. Le llevaron el espejo y lo sostuvo en
sus manos mirándolo durante largo rato. Por fin habló:
—Esta pobre mujer —dijo acariciando el espejo—, porque está claro como la luz
del día que se trata de una mujer; esta pobre mujer está tan atribulada por las
molestias que ha causado en ese hogar, que ha tomado su votos, se ha afeitado la
cabeza, y convertido en una santa madre monja. Así que aquí está en el lugar
correcto. La guardaré, e instruiré en sus rezos y meditaciones. Volved a casa, hijos
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míos; perdonad y olvidad, sed amigos.
Todo el mundo dijo:
—La Dama Abadesa es una mujer sabia.
Ella guardó el espejo como un tesoro.
La señora Tassel y su esposo regresaron a casa cogidos de la mano.
—Ves como al final yo tenía razón —dijo ella.
—Sí, sí, querida mía —respondió el simple joven—, por supuesto. Pero me
pregunto qué tal le irá a mi padre en ese santo convento. No era de los que les
importara gran cosa la religión.
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21
El amante de primavera y el amante de otoño
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Es cierto que ochenta caballeros de alcurnia llegaron para pedir su mano. Eran
príncipes, guerreros y deidades. Llegaron de tierras cercanas y lejanas. Llegaron por
rutas del mar en grandes naves, en veleros, en botes desvencijados, con valientes y
vigorosos marinos. A través de bosques oscuros y peligrosos, se abrieron camino
hacia la Princesa, la Gran Deseada; o descendían raudos y ligeros por el Puente
Colgante ataviados de gala y calzados de plata. Traían con ellos sus presentes: oro,
bellas joyas ensartadas en collares, delicados vestidos de plumas, aves cantoras,
dulces, capullos de seda, cestas de naranjas. Traían también con ellos trovadores y
cantantes y bailarines y contadores de historias para agasajar a la Princesa, la Gran
Deseada.
La Princesa permanecía sentada en su cenador blanco rodeada de sus damas.
Vestía ricos ropajes, los cuales sus damas no cesaban de colocar cuidadosamente
sobre las alfombras, estirando las amplias mangas o peinando sus largos cabellos con
un cepillo de oro.
Rodeando el cenador había una galería blanca de madera, y hasta allí se
acercaban los pretendientes a arrodillarse ante su feudal señora.
Infinidad de veces saltó la carpa en el estanque. Infinidad de veces la flor de la
granada escarlata palpitó y cayó del árbol. Infinidad de veces la dama denegó con la
cabeza y el amante se despidió, triste y abatido.
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Y así sucedió que el Dios de Otoño decidió probar fortuna con la Princesa. Era un
joven sin duda valeroso. De ojos ardientes que llameaban encendiendo sus oscuras
mejillas, ceñía una espada que ni diez hombres hubieran podido levantar. Los
crisantemos del otoño ardían sobre su manto en caprichoso bordado. Llegó e inclinó
su majestuosa cabeza en reverencia ante la Princesa, después se irguió y la miró
largamente a los ojos. Ella entreabrió sus dulces labios rojos, aguardó, no dijo nada,
denegó con la cabeza.
Y el Dios del Otoño desapareció de su presencia, cegado por amargas lágrimas.
Encontró a su hermano menor, el Dios de la Primavera.
—¿Qué tal te ha ido, hermano mío? —preguntó el Dios de la Primavera.
—Mal, realmente mal, ya que no me ha aceptado. Es una dama orgullosa. Y mi
corazón está destrozado.
—¡Ah, hermano mío! —contestó el Dios de la Primavera.
—Será mejor que regreses conmigo, pues no tenemos ya nada que hacer aquí —
dijo el Dios del Otoño.
Pero el Dios de la Primavera replicó:
—Yo me quedo.
—¿Cómo? —bramó su hermano—, ¿crees que te aceptará a ti cuando no quiso
hacerlo conmigo? ¿Que amará las mejillas sonrosadas de un chiquillo y despreciará a
un hombre hecho y derecho? ¿Te atreves a ir a ella? Se reirá de tus penas.
—Aún así, iré —contestó el Dios de la Primavera.
—¡Una apuesta! ¡Una apuesta! —voceó el Dios del Otoño—. Te daré un tonel de
saké si la consigues; saké para los festejos de vuestra boda. Si pierdes, el saké será
para mí. Ahogaré mis penas en él.
—De acuerdo, hermano —respondió el Dios de la Primavera—. Acepto la
apuesta. Seguramente tendrás tu saké.
—Eso pienso yo —dijo el Dios del Otoño alejándose.
Entonces el joven Dios de la Primavera acudió a su madre, que le amaba de veras.
—Madre, ¿me amas? —preguntó.
Ella le contestó:
—Más que a cien existencias.
—Madre —dijo—, consígueme a la Princesa por esposa, a la Bella entre las
Bellas. Le llaman la Gran Deseada; ¡oh! ¡Cuánto, cuánto la deseo!
—¿La amas, hijo mío? —preguntó su madre.
—Más que a cien existencias —respondió.
—Entonces, túmbate, hijo mío, el más querido, túmbate y duerme y yo trabajaré
por ti.
Extendió un colchón, y cuando se hubo dormido, lo contempló.
—Tu rostro es el más dulce del mundo —le susurró.
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No hubo descanso para ella en toda la noche. Pero se deslizó hasta un lugar que
conocía, en el cual la glicina colgaba sobre un apacible estanque. Arrancó tantos
zarcillos como pudo y los llevó a casa. La glicina era blanca y morada, y aún no
estaba en flor, sino que se escondía dentro del capullo. Con ellos tejió un vestido
mágico. Diseñó también unas sandalias, arco y flechas.
Por la mañana despertó al Dios de la Primavera.
—Ven, hijo mío, deja que te vista con este traje —le dijo.
El Dios de la Primavera se frotó los ojos.
—Un traje muy sobrio para ir a cortejar —dijo. Pero hizo lo que su madre
solicitaba. Se calzó las sandalias y se colgó el arco y las flechas a la espalda.
—¿Irá todo bien, madre mía? —preguntó.
—Todo irá bien, mi más amado —contestó ella.
Y así el Dios de la Primavera se presentó ante la Bella entre la Bellas. Una de las
damas se rio y dijo:
—Mira, Señora, hoy viene a cortejarte tan sólo un muchacho ordinario, vestido de
sobrio gris.
Pero la Bella entre las Bellas alzó la mirada y contempló al Dios de la Primavera.
Y en ese preciso momento la glicina con la que estaba vestido floreció. Emanaba de
él un dulce perfume y aparecía vestido con flores blancas y moradas desde la cabeza
hasta los pies.
La Princesa se levantó de la alfombra.
—Señor —dijo—, soy tuya si me quieres.
Y con las manos enlazadas se presentaron ante la madre del Dios de la Primavera.
—¡Ah, madre mía! —le dijo—, ¿qué debo hacer ahora? Mi hermano, el Dios del
Otoño está enojado conmigo. No querrá darme el saké que le he ganado en la apuesta.
Grande es su ira. Intentará arrebatarnos la vida.
—Tranquilo, querido —le respondió su madre—, y no temas.
Tomó una caña hueca de bambú, y la rellenó de sal y piedras; y sujetándola con
hojas alrededor, la llevó ante el humo de la hoguera, diciendo:
—Las hojas verdes se marchitan y mueren. Y así debes morir tú, mi hijo
primogénito, Dios del Otoño. Las piedras se hunden en el mar, y así debes hundirte
tú. Debes hundirte, debes desaparecer, como el reflujo de la marea.
Ahora que hemos relatado la historia, ya todo el mundo sabe por qué la primavera
es fresca y alegre y joven, y por qué el otoño es la cosa más triste que hay.
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Momotaro
Me podéis creer cuando os digo que hubo un tiempo en el que las hadas no eran tan
tímidas como lo son ahora. Era un tiempo en el que las bestias hablaban con los
hombres, cuando había hechizos y encantamientos y magia cada día, cuando existían
tesoros escondidos que desenterrar, y aventuras para quien las buscase.
En ese tiempo, deberíais saber, hubo un anciano y una anciana que vivían solos.
Eran bondadosos y eran pobres, y no tenían hijos.
Un buen día, preguntó la mujer:
—¿Qué haces esta mañana, buen hombre?
—¡Oh! —dijo el anciano—, iré a las montañas con mi pico a recoger leña para el
fuego. ¿Y tú qué harás, mi buena esposa?
—¡Oh! —dijo la mujer—, voy al arroyo a lavar la ropa. Es mi día de colada —
añadió.
Así que el anciano se fue a las montañas y la anciana al arroyo.
Y mientras estaba lavando la ropa, ¿qué vio sino un hermoso melocotón maduro
que bajaba flotando por el arroyo? El melocotón era grande y bien colorado por las
dos partes.
—Estoy de suerte esta mañana —dijo la mujer, y sacó el melocotón del agua con
la ayuda de una caña de bambú.
Más tarde, cuando su buen hombre regresó de las colinas, le puso el melocotón
delante.
—Come, buen hombre —dijo—. Este es un melocotón de la suerte que encontré
en el arroyo y cogí para ti.
Pero el anciano no pudo ni probarlo. ¿Y por qué no?
De repente el melocotón se abrió en dos y no tenía hueso, sino un hermoso bebé
en su lugar.
—¡Misericordia! —exclamó la mujer.
—¡Misericordia! —exclamó el hombre.
El bebé se comió primero una mitad del melocotón y luego la otra. Cuando lo
hubo hecho se volvió más fuerte y hermoso que antes.
—¡Momotaro! ¡Momotaro! —clamó el anciano—. El hijo mayor del melocotón.
—En verdad es cierto —dijo la anciana—. Nació de un melocotón.
Ambos cuidaron tan bien de Momotaro que pronto se convirtió en el chico más
fuerte y robusto de toda la comarca. Era verdaderamente un orgullo para ellos. Los
vecinos asentían y decían:
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—¡Momotaro en un gran muchacho!
—Madre —dijo un día Momotaro a la anciana—, hazme una buena provisión de
kimi-dango (que es como llaman a las tortas de mijo en esos lugares).
—¿Para que quieres kimi-dango? —preguntó su madre.
—Bueno —dijo Momotaro—. Voy a salir de viaje, o, como dirías tú, de aventura,
y necesitaré los kimi-dango para el camino.
—¿Y adónde irás, Momotaro? —le preguntó su madre.
—A la Isla de los Ogros —respondió Momotaro—. A por su tesoro, y me gustaría
que tuvieses los kimi-dango preparados cuanto antes.
Así que le hicieron los kimi-dango, los guardó en su saco, atándolo con un cordel,
y se dispuso a partir.
—¡Sayonara, y buena suerte, Momotaro! —le gritaron los dos ancianos.
—¡Sayonara! ¡Sayonara! —contestó Momotaro.
No había llegado muy lejos cuando se topó con un mono.
—¡Kia!, ¡kia! —dijo el mono—. ¿Adónde te diriges, Momotaro?
—En busca de aventuras a la Isla de Los Ogros —respondió Momotaro.
—¿Qué llevas en ese saco que cuelga de tu cinturón?
—Ahora sí que preguntas —contestó Momotaro—. De seguro que llevo las
mejores tortas de mijo de todo Japón.
—Dame una, e iré contigo —le dijo el mono.
Así es que Momotaro le dio una torta al mono y los dos juntos continuaron el
camino. No había caminado mucho cuando se toparon con un faisán.
—¡Ken!, ¡ken! —dijo el faisán—. ¿Adónde te diriges, Momotaro?
—En busca de aventuras a la Isla de los Ogros —le contestó Momotaro.
—¿Qué llevas en tu saco, Momotaro?
—Las mejores tortas de mijo del Japón.
—Dame una, e iré contigo.
Así que Momotaro le dio una torta al faisán y los tres continuaron el camino
juntos.
Al poco rato se encontraron con un perro.
—¡Guau! ¡Guau! —ladró el perro—. ¿Adónde vas, Momotaro?
—A la isla de los Ogros —respondió Momotaro.
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—¿Qué llevas en tu saco, Momotaro?
—Las mejores tortas de mijo de todo el Japón.
—Dame una, e iré contigo —dijo el perro.
Así que Momotaro le dio una torta y los cuatro continuaron el camino juntos.
Al poco, llegaron a la Isla de los Ogros.
—Ahora, hermanos —dijo Momotaro—, escuchad mi plan. El faisán debe
sobrevolar la puerta del castillo y picotear a los Ogros. El mono debe trepar las
murallas del castillo y pellizcar a los Ogros. El perro y yo haremos saltar los cerrojos
y los barrotes, y lucharemos contra los Ogros.
Entonces estalló la gran batalla.
El faisán voló por encima de la puerta del castillo:
—¡Ken! ¡Ken! ¡Ken!
Momotaro rompió los barrotes y cerraduras, y perro saltó al atrio del castillo.
—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!
Los bravos compañeros lucharon hasta el anochecer y vencieron a los Ogros. A
aquellos que habían quedado con vida los hicieron prisioneros y los ataron con
cuerdas; una buena panda de malvados.
—Ahora, hermanos —dijo Momotaro—, traigamos el tesoro de los Ogros.
Y así hicieron.
El tesoro era soberbio, en verdad. Allí había joyas mágicas, gorros y capas que te
volvían invisible. Había oro y plata, y jade y coral, y ámbar y conchas de tortuga y
madreperlas.
—Aquí hay riquezas para todos —dijo Momotaro—. Elegid, hermanos, y llenad
vuestro saco.
—¡Kia! ¡Kia! —dijo el mono—. Gracias, mi Señor Momotaro.
—¡Ken! ¡Ken! —dijo el faisán—. Gracias, mi Señor Momotaro.
—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau! —dijo el perro—. Gracias, mi querido Señor Momotaro.
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Shippeitaro
Hace mucho, mucho tiempo, en los días de las hadas y los gigantes, ogros y
dragones, valientes caballeros y damiselas en desgracia; en los buenos viejos tiempos,
un bravo guerrero se lanzó al ancho mundo en busca de aventuras.
Durante algún tiempo no encontró nada fuera de lo común, pero a la larga,
después de haber atravesado un espeso bosque, una noche, se encontró en la ladera de
una montaña salvaje y solitaria. No había ninguna aldea a la vista, ni una casa, ni
siquiera la humilde cabaña de un carbonero, que tan a menudo se encuentran en las
afueras de los bosques. Había ido siguiendo un sendero desdibujado y lleno de
malezas, pero ni eso ahora se veía. El crepúsculo avanzaba y trató en vano de
recuperar la senda perdida. Cada esfuerzo parecía enmarañarlo aún más
irremisiblemente entre los espinos y la maleza que crecía espesamente por todas
partes. Cansado y abatido deambuló en la creciente oscuridad, hasta que pronto llegó
hasta un pequeño templete, abandonado y medio en ruinas, pero en el que aún se
erigía un altar. Allí al fin se protegió del frió relente, y allí decidió también pasar la
noche. No tenía nada de comer, pero bien envuelto en su capa, y con su espada al
cinto, se recostó y pronto se quedó profundamente dormido.
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Hacia media noche fue despertado por un espantoso ruido. Al principio creyó que
se trataba de un sueño, pero el ruido continuaba, retumbando con los más terribles
gemidos y alaridos. El guerrero se puso en pie cautelosamente, y empuñando su
espada, miró a través de un agujero del ruinoso muro. Observó un espectáculo
extraño y sobrecogedor. Una manada de espantosos gatos se hallaba realizando una
salvaje y horrible danza, con sus maullidos resonando en la noche. Entremezcladas
con los ultraterrenales alaridos, el joven guerrero pudo distinguir estas palabras:
—¡No se lo digáis a Shippeitaro! ¡Mantenedlo en secreto! ¡No se lo digáis a
Shippeitaro!
Una clara luna llena arrojó su luz sobre esta horripilante escena, que el joven
guerrero contemplaba con sorpresa y terror. De repente, habiendo pasado la media
noche, los fantasmas de los gatos desaparecieron y nuevamente sobrevino el silencio.
El resto de la noche se sucedió sin disturbios, y el joven guerrero durmió hasta la
mañana siguiente. Cuando se despertó el sol brillaba ya en lo alto, y se apresuró a
abandonar el escenario de la aventura de la noche pasada. A la luz del día descubrió
un camino que la noche anterior era invisible. Lo siguió, y encontró, para su gran
satisfacción, que llevaba, no al bosque que había atravesado el día anterior, como
temía, sino en dirección contraria, hasta una claro despejado. Allí vio una o dos
cabañas diseminadas, y, un poco más allá, una aldea. Acuciado por el hambre, se
dirigía lo más rápido posible hacia la aldea, cuando oyó una voz de mujer que
suplicaba y se lamentaba a grandes voces. Apenas llegaron estos lamentos a su oído,
olvidó su apetito, y corrió hacia la cabaña más cercana para ver qué sucedía y si podía
ayudar en algo.
Las personas que allí estaban escucharon sus preguntas, y agitando sus cabezas
con pesar, le dijeron que todo era en vano. «Cada año —dijeron—, el espíritu de la
montaña reclama una víctima. Ha llegado la hora, y esta misma noche devorará a
nuestra muchacha más hermosa. Esa es la causa de nuestras súplicas y
lamentaciones».
Y cuando el joven guerrero, lleno de asombro, siguió preguntando, le dijeron que
con la puesta de sol, la víctima sería encerrada en una especie de jaula, trasladada al
mismo templo en ruinas en donde él había pasado la noche, y abandonada. Por la
mañana habría desaparecido. Así sucedía cada año, y así sería ahora; no había
remedio alguno. A medida que escuchaba, el guerrero iba sintiendo la necesidad de
liberar a la muchacha. Y al mencionar el altar en ruinas le vino a la memoria la
aventura de la pasada noche, y preguntó a las gentes si habían oído alguna vez el
nombre de Shippeitaro, y quién o qué era.
«Shippeitaro es un perro fuerte y hermoso —fue la respuesta—. Pertenece al
capataz de nuestro Príncipe, que vive no muy lejos de aquí. A menudo lo vemos
siguiendo a su dueño; es un valiente». El joven caballero no se paró a hacer más
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preguntas y corrió a ver al dueño de Shippeitaro y pedirle que le prestara su perro por
tan sólo una noche. Al principio el hombre no quería, pero al fin consintió a prestarle
a Shippeitaro con la condición de que debería devolvérselo al día siguiente. Exultante
de júbilo, el joven guerrero se llevó al perro.
A continuación fue a ver a los padres de la desdichada joven, recomendándoles
que la mantuvieran dentro de la casa y la vigilaran hasta su regreso. Entonces metió
al perro Shippeitaro en la jaula que había sido preparada para la muchacha; y con la
ayuda de algunos de los jóvenes del pueblo, lo arrastraron hasta el templo en ruinas, y
allí lo dejaron. Los jóvenes se negaron a permanecer ni un minuto más en ese lugar
maldito, y corrieron montaña abajo como si todos los malvados trasgos les
persiguieran pisándoles los talones. El joven guerrero, sin más compañía que el perro,
se quedó a ver qué sucedía.
A media noche, cuando la luna brillaba en lo alto del cielo, irradiando su luz sobre
la montaña, aparecieron los gatos fantasmas una vez más. Esta vez se hallaba entre
ellos un enorme gato negro, más fiero y terrible que el resto, y al que el joven
guerrero no tuvo dificultad en identificar como el malvado espíritu de la montaña en
persona. Apenas el monstruo reparó en la jaula, comenzó a danzar alrededor con
alaridos de triunfo y espantoso júbilo, seguido de sus compañeros. Cuando se hubo
burlado y mofado de su víctima, abrió la puerta de la jaula de par en par.
Pero esta vez se encontró con una sorpresa. El bravo Shippeitaro se abalanzó
sobre él, atrapándolo entre sus dientes, sin soltarlo, mientras el joven guerrero le
asestaba un sablazo con su espada que dejaba al monstruo muerto a sus pies. Los
otros gatos, demasiado sorprendidos para salir corriendo, se quedaron atónitos
mirando el cuerpo de su líder, y no tardaron mucho en ser despachados por el
caballero y Shippeitaro. El joven guerrero devolvió el perro a su dueño, dándole un
millón de gracias, dijo a los padres de la doncella que esta era libre, y a la gente del
pueblo que el malvado había reclamado su última víctima, y que no les molestaría
más. «Le deben todo esto al bravo Shippeitaro», les dijo al tiempo que se despedía de
ellos; y marchó en busca de nuevas aventuras.
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LAFCADIO HEARN (1850-1904), nacido en Grecia de padre irlandés y madre
griega, se crio entre Grecia e Irlanda. A los diecinueve años se trasladó a los Estados
Unidos para iniciar su carrera de periodismo y posteriormente a Japón en 1890,
donde pasaría el resto de su vida como profesor y escritor. Fue uno de los primeros
europeos en dar a conocer la cultura japonesa al lector occidental. Su larga estancia
en Japón, sumada a su profundo conocimiento de la cultura y tradiciones niponas y a
su imaginación poética y estilo narrativo le han asegurado un lugar privilegiado en la
comunidad lectora occidental, pero su especial sensibilidad y su completa
comprensión del temperamento japonés le han asegurado un lugar más privilegiado
aún en el corazón de los japoneses, que aún le consideran el occidental que mejor les
ha comprendido.
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Notas
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[1] Japanese Fairy Tales, Boni and Liveright, New York, 1918. <<
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[2] The Boy Who Drew Cats and Other Tales of Lafcadio Hearn, The Macmillan
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[3] En inglés, jellyfish. Literalmente, pez de gelatina. (N. de los T.). <<
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