Link - El Fantasma de La Diferencia
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Segunda parte
Tratado sobre géneros
Hace unos años, una de esas intolerables tardes de llovizna buscábamos, mis
hijos y yo, un lugar más o menos seco y más o menos divertido donde
meternos a rumiar, cada uno de nosotros, separadamente, nuestras desdichas
cotidianas. Fuimos, naturalmente, al centro de compras más cercano, eso que
ellos llaman shopping de manera no diré espontánea, pero sí indeliberada.
Buscábamos una película que resultara tolerable para nuestras respectivas
melancolías dominicales. Ardua tarea, pensaba, conciliar nuestras ya
indeclinables preferencias. Otra vez Jumanji no, rogaba yo al cielo.
Naturalmente: en la colección de carteleras cinematográficas que adornaban el
centro de compras con sus letreros de colores no había ni una sola película
que hubiéramos podido ver los tres, no digo con placer, pero al menos sin
irritación. Nos unía el sentirnos excluidos simultáneamente de la oferta
cinematográfica de ese rosario de salículas. Pero no fuimos capaces de
explotar ese sentimiento (familiar, siniestro) de pertenencia a algo que sólo
negativamente podía definirse.
En uno de esos desodorizados ambientes daban una película ganadora
en el festival de Cannes de ese año, firmada por Kusturica, un director alguna
vez yugoslavo y muy festejado en Berlín y otras capitales europeas del cine.
Comenté sólo eso, como quien habla para sí, como quien simplemente
constata un hecho, como quien dice “llueve”. Dije: “Acá dan Underground de
Kusturica”. Mis hijos comenzaron a interrogarme inmoderadamente sobre las
características de una película que, justo es decirlo, no tenía demasiadas
intenciones de conocer y sobre la cual no sabía mucho más que lo que los
carteles (multicolores) proclamaban. “No lo digo para que la veamos”, trataba
de callarlos yo. “De qué es la película”, decían, preguntaban, reclamaban.
“Qué sé yo.” Si verdaderamente no la había visto y nada había leído sobre ella
(las cosas no han mejorado demasiado con el tiempo: sigo ignorante de los
contenidos y las formas de esa película que, sin embargo, puedo prever
abominable). “Pero de qué es, de qué es.” Por fin comprendí: lo que se
pretendía que yo sentenciara era si, la película era de aventuras o de amor o
de ciencia ficción. La oscuridad del título no contribuía, para ellos, a la
dilucidación de una relación de pertenencia como esa. Impaciente (era el día,
era la llovizna) contesté: “No es de nada, es una película de Kusturica.
Kusturica es el director”. “Es todo lo que se puede decir”, dije.
Mi impaciencia, claro, chocó con otra impaciencia, que como resultaba
de la suma de dos conciencias igualmente impacientadas, devolvió mi
malhumor multiplicado como por un espejo de parque de diversiones:
monstruoso. “Toda película es de algo”, proclamó mi hija, sentenciosa como
sólo yo puedo serlo en mis peores momentos. “Si en una película hay peleas,
es de peleas, si hay explosiones es de acción”, razonó mi hijo. No menos
impaciente, pero sí algo más consciente del papel que debía cumplir, ensayé
una microclase a propósito de las diferencias entre el cine de género y el cine
de autor. Mi explicación, naturalmente, no terminaba de convencerlos porque
era mucha la irritación que habíamos puesto entre nosotros.
Por otro lado, se trataba de Kusturica, nada menos: fue mi pereza lo que
me llevó a una discusión, o a un intento de pedagogía semejante. ¿De qué
género se podría decir que son las películas de Kusturica, que apelan todo el
tiempo al arte? Grandes películas como Alien, o como Alphaville, o como
Metrópolis o como La ventana indiscreta participan, a su modo, de algún
género: son generosas, podríamos decir, con el espectador desprevenido, y
también con los niños. No apelan al arte como garantía, aun cuando terminen
en el vasto saco del séptimo arte. Pero a Kusturica, a diferencia de Hitchcock,
es imposible preverlo. Él es, y lo sabe, un autor. Y un “autor” como toda gran
personalidad es impredecible y hasta incomprensible. Después de todo el
modelo de las grandes personalidades es Dios, el más incomprensible de los
autores hasta ahora existentes.
De modo que mi batalla estaba perdida de antemano por razones
climáticas y psicológicas. No obstante intenté explicar que hay películas, el
“cine de autor”, que se reconocen por rasgos estilísticos y no por la
“pertenencia” a una clase más o menos abstracta o convencional. “¿Después
de todo, de qué es Quisiera ser grande?”, pregunté, orgulloso de mi hallazgo,
porque se trata de una película que los tres amábamos hasta la náusea. No es
de suspenso, ni de acción, ni de ciencia ficción, ni de amor. “¿De quién es
Quisiera ser grande?”, me preguntaron. No lo sabía. “Entonces no es de autor.”
“Es una comedia” (ellos), “Probablemente” (yo), “Entonces a lo mejor
Underground también es una comedia”, “Lo dudo: Kusturica carece de todo
sentido del humor”. Pero estaba perdido. Lo sabía entonces y lo sé ahora:
contra la lucidez irritada de mis hijos nada puedo. Sólo sentarme a escribir. Y
es en esa lucidez, irritada y naturalizadora de las cosas de la cultura, que mis
hijos tenían esa tarde, que hay que encontrar los fundamentos de este
apartado.
Mis hijos me regalaban, sin saberlo, una puesta en escena de algo que
desde hacía tiempo ocupaba mi cabeza: los géneros y su importancia en
relación con la producción cultural, la manera natural en que la gente se
acostumbra a manejar categorías nada naturales. El primer horizonte de
decisión que ellos reclamaban, esa tarde y siempre, es el género: “De qué es”,
“De qué genero es”, “A qué genero pertenece”. A veces a varios, a veces a
ninguno. Y para que esa explicación tuviera algún sentido, en fin, alguna
eficacia, yo debía remontarme a las solemnes categorías del arte y del juicio,
de la cultura y las funciones sociales de las producciones simbólicas. Así qué
gracia.
Lo cierto es que gran parte de la cultura del siglo XX, es decir de la
cultura que nos importa, se reconoce como producida en relación con modelos
genéricos más o menos estables y más o menos hegemónicos. En ese
sentido, los géneros funcionan como un sistema de orientaciones, expectativas
y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto.
No vale la pena remontarse a los griegos. Los niños son impacientes y
reclaman explicaciones más al alcance de la mano. Y por otro lado, hasta los
niños saben que nuestro mundo, es decir nuestra cultura, nada tiene que ver
con la “cultura de los griegos”. Dado que la historia no es lineal, no se trata
sólo de una distancia temporal, sino de una discontinuidad: todo lo que sobre
el mundo sabemos y estamos acostumbrados a pensar, incluso los lenguajes
que utilizamos para comunicarnos, es bastante más moderno que la “cultura
de los griegos”. ¿Qué podrían pues decirnos a nosotros, que no somos ni
filósofos, ni historiadores, sobre nuestro presente, esos griegos?
Por ejemplo, la palabra que designa uno de los géneros en los que me
detendré más adelante, “melodrama”, tiene una evidente raíz griega. Quiere
decir “drama cantado”, y si tuviéramos que rastrear algo parecido al drama
cantado en la “cultura de la antigüedad” (por otro lado es bien cierto que “la
antigüedad” no tiene idea de cultura, sino de civilización), ¡voilà! : eso es la
tragedia clásica, ¿o no? Lo cierto es que el melodrama, nuestro melodrama, no
era conocido por los griegos. Desde el punto de vista estrictamente histórico el
melodrama es un género cuyo origen hay que buscar en el siglo XVIII: es un
género de la modernidad y habría que pensar, pues, que (de un modo o de
otro) encarna sus ideales. En esas discontinuidades (que hacen la historia)
fundábamos, esa tarde de lluvia en el centro de compras, nuestra renuencia a
re–caer en los griegos.
Toda nuestra cultura comienza en el siglo XVIII y es sólo a partir del siglo XVIII
que podemos reconocer nuestra vida cotidiana, nuestra imaginación y nuestra
desesperanza, como nuestras. Y es por eso que definimos el género, los
géneros, en relación con la industria, el texto y el sujeto, tres categorías que
sólo pueden entenderse en el contexto de nuestra modernidad.
Entendamos “texto” como cualquier enunciado en cualquier soporte, con
una homogeneidad más o menos reconocible de acuerdo con patrones
culturales heredados o adquiridos: una canción, una película, un video son
textos en el mismo sentido en que una novela lo es, al menos respecto de
nuestras intenciones en este tratado.
Hay pues, “textos”, y esos textos existen en relación con la industria de
la cultura. La industria de la cultura es un gigantesco dispositivo para generar,
precisamente, textos, artefactos culturales cuyo sentido se completará en el
momento de la lectura. La cultura industrial, podríamos decir, es el contexto de
cualquier tipo de textualidad en la que se piense: desde las formas más
experimentales hasta las formas más obedientes de la regla, la ley, la
previsión.
Hay ciertas tradiciones, en particular ciertas tradiciones literarias
(después de todo, la literatura es el arte con mayor tradición teórica y
preceptiva) que nos han acostumbrado a pensar en términos de “ruptura”: el
arte aparecería allí donde algo (una expectativa, un horizonte de lectura, una
convención de género) se rompe. Sobre todo en los momentos más clásicos
del siglo XX, sucede que la literatura se levanta en contra de modelos
puramente reproductivistas de las estéticas genéricas para proponer una
"transgresión" generalizada respecto de todo aquello que sostendría, por lo
menos en hipótesis, a un género.
Estamos acostumbrados, pues, a pensar los géneros, por un lado, y el
arte, por el otro. Todo los aparatos escolares, podría decirse, se manejan con
comodidad con ideas (más o menos heredadas, más o menos originales)
sobre el arte. Pero es poco lo que se reflexiona, en esos contextos
institucionales, sobre los géneros como instituciones de la cultura y del arte.
Tal vez porque se supone, a partir de la lucidez de cualquier niño o
joven promedio (mis hijos) que, de los géneros, se sabe todo, y del arte, por el
contrario, nada. También contra una ingenuidad semejante es que estas
páginas sobre géneros en general, pero sobre todo sobre algunos géneros en
particular, fueron escritas.
Hay que decirlo al principio, hay que detenerse unos minutos en ciertas
fórmulas, ciertos preciosismos, ciertas precisiones: la cultura de masas es la
cultura industrialmente producida, la cultura de masas es la forma discursiva
de una cierta forma de dominación, la cultura de masas funciona sobre la base
de la repetición.
Estos enunciados “problemáticos” merecen, seguramente, una
consideración más detenida. Para que haya “género” (es decir: para que haya
cultura industrial) debe haber repetición o, lo que es lo mismo: para que haya
“clase” (la clase como colección, hay que recordarlo, se opone a la serie) debe
haber una cierta recurrencia de ciertas formas que permitan la generalización.
Es lógico pues, que toda estética de géneros corresponda a un momento de
repetición.
Ahora bien (hay que decirlo, hay que detenerse, es necesario), porque
la cultura industrial funciona en y por los géneros es que los géneros funcionan
como patrones de reconocimiento cultural, en principio, y modelos de
identidad, en última instancia. Los géneros organizan la experiencia (y, por
eso, los géneros producen diferencias puras. Las regularidades del género
son, ya, un efecto de lectura). Los géneros, en la cultura industrial, organizan
la experiencia de las masas, su “vida cotidiana”. La complicidad entre género,
texto y cultura, pues, garantiza la legibilidad de la vida. Cada género vendría a
explicar una parcela de la vida, a garantizar una lectura de esa parcela, a
organizar la experiencia (de las muchedumbres) en relación con un tópico o
aspecto de la vida. El amor es un naufragio: lo que hace, por ejemplo, el
melodrama es, sencillamente, organizar la experiencia del amor, la desdicha, la
pena, el abandono. Lo que hace el melodrama es contar literalmente y explotar
hasta la exasperación los comportamientos culturalmente asociados al amor.
Pero si se introduce la variable dinero en ese universo, todo puede
complicarse policialmente, porque aparece (puede aparecer) el delito: un taxi
boy que exaspera hasta el crimen a quien lo ama y lo mantiene.
De todos los géneros de la cultura, el más variable históricamente sería
la literatura infantil y el más irrecuperable sería el melodrama, porque en la
fuerza del abismo que abre en los sujetos parece caber todo salvo la duda. La
seriedad (mortal) del amor vuelve obsceno al género. Al mismo tiempo el
melodrama sobrevive precisamente por la capacidad que el amor tiene para
opacarlo todo: la guerra, el hambre, la enfermedad y el infortunio, todo puede
leerse como una forma del amor o de su falta. ¿Es Edipo rey el primer policial
o el primer melodrama? Es la historia de un crimen y de su resolución, pero es
también la historia de una falta (es la historia, también, y precisamente por eso,
de la paranoia de sentido).
Lo que expondré a continuación, pues, no es tanto una historia del
género (de los géneros)1, sino una analítica y una crítica de algunas de sus
formas contemporáneas de aparición).
1
Hay muchísima bibliografía sobre género y géneros, como puede suponerse: glosas más o
menos astutas de Aristóteles o Lukács o Bajtín o Adorno. Nos abstendremos de mencionar
cualquiera de esas glosas porque, invariablemente, la última es siempre la mejor. Me
abstendré también de recomendar las recopilaciones (incompletas, luego de cinco años)
incluidas en la colección “Cuadernillos de género” (publicada por editorial La Marca, de Buenos
Aires), para cuyos volúmenes varios de los textos que siguen funcionaron como prólogos.
(...)
2.3 El fantasma de la diferencia
La ciencia ficción tiene un privilegio (ningún analista del relato podrá dejar de
reconocerlo) que comparte con muy pocos otros géneros: puede definirse
limpia y definitivamente a partir de una serie de rasgos formales y temáticos
que la aíslan de (y a la vez la relacionan con) otros conjuntos más o menos
parecidos. Como género, la ciencia ficción es un relato del futuro puesto en
pasado (a diferencia de la utopía, que habla del futuro pero en presente, y de
la futurología o el discurso profético, que ponen el futuro en futuro).
Pablo Capanna, muy tempranamente, y Umberto Eco, hace muy poco,
intentaron explicar el género a partir de postulados lógicos. Se trataría, en la
perspectiva de Capanna, de un tipo de narración que nace a partir de enunciados
contrafácticos (algo que, por otro lado, el propio Wells había marcado). La
intervención de Eco, más minuciosa que la de Capanna, no hace sino reforzar la
endeblez de ese modelo que, en efecto, bien puede ser una descripción de toda
literatura no mimética, en principio, o de todos los textos (si descartamos la
presunción "realista" de la literatura).
La definición que aquí proponemos funciona de modo literal respecto de
la literatura de ciencia ficción, pero también puede aplicarse (cierto que menos
estrictamente) al cine de ciencia ficción. En las películas del género, cuyo tema
es también el futuro (por definición, pero también por mero inventario) las
formas del relato corresponden a un pasado en relación con ese futuro. Alien
(1979), pongamos por caso, es una película futurista, salvo en lo que se refiere
a las formas en que esa historia es contada, que remiten a los modelos del
relato clásico, codificado por el cine de los años cuarenta. El punto de vista
narrativo, por lo tanto, corresponde al pasado, con lo que se reproduce la
misma distancia que aquí hipotetizamos en relación con la literatura de ciencia
ficción. Los dos únicos ejemplos en los cuales (podría decirse) hay un punto de
vista que tiene que ver con el futuro son Metrópolis (1926) y Alphaville (1966),
excepcionales precisamente porque marcan, respectivamente, el momento
previo a la constitución del Modelo de Representación Institucional y el
momento de ruptura de ese mismo modelo. El complicado trabajo de
enunciación de la ciencia ficción en el cine, por el contrario, se detiene siempre
(o habitualmente) dentro de los límites del Modelo de Representación
Institucional.
La ciencia ficción, pues, cuenta el futuro en pasado: esta definición es
precisa, económica y reversible: todo lo que la ciencia ficción tematiza debe
ser pensado en relación con alguna forma de futuro: las realidades
alternativas, aun cuando se postulen a partir de (en contra de) un pasado
"históricamente verdadero", son reenvíos hacia un futuro, un futuro (del
pasado) alternativo.
Algunos investigadores (Darko Suvin, por ejemplo) han intentado
resolver el parentesco estrecho entre la ciencia ficción y la utopía postulando
que la segunda no sería sino la variedad sociopolítica de la ciencia ficción,
postulación mediante la que se anticipa, de paso, la emergencia del género.
Pero esta solución post ex facto, arbitraria y cómoda, puede leerse en sentido
contrario. Así, la ciencia ficción (históricamente posterior a la utopía) no sería
sino la despolitización (la estetización, si se prefiere) de la utopía.
Otros teóricos (Northop Fry, Raymond Williams) han insistido en la
ciencia ficción como tecnologización de la utopía (partiendo, naturalmente, del
modelo baconiano). Discutiremos más la relación de la ciencia ficción con el
discurso científico–tecnológico. En todo caso, esta hipótesis es coherente con
lo que venimos diciendo, sobre todo si consideramos los aspectos formales
(antes que los temáticos) del género: el futuro puesto en pasado supone la
tecnificación del relato, con problemas específicos para la cohesión y la
coherencia ficcional (sobre los que volveremos más adelante) que afectan
centralmente al género: la construcción de la voz narrativa y el parte de
información, que serían los dos puntos ciegos de la ciencia ficción y las
razones que explican la endeblez de sus tramas (en relación con esto, ver las
observaciones de Foucault sobre la obra de Verne).
Esa despolitización y esa estetización son las que fundamentan el
pasaje del presente discursivo de la utopía (hegemónico en Moro y
Campanella, inestable en Bacon) al pasado discursivo de la ciencia ficción. Si
hemos de creerle a los narratólogos, las formas de pasado que funcionan
como soporte del relato establecen una distancia de presunta objetivación
entre la materia narrada y el sujeto de enunciación, distancia que a su vez
fundamenta el desdoblamiento del sujeto de enunciación. Relato del futuro
puesto en pasado, la ciencia ficción, por sus mismos mecanismos narrativos
(diferentes de los de la utopía) establece una distancia entre el futuro y el
pasado, y en esa distancia se funda la autonomización, la estetización y la
despolitización.
El otro conjunto de textos en relación con el cual suelen plantearse los
problemas de especificidad de la ciencia ficción es el que participa de las
características de la literatura fantástica: allí, se sabe, suceden
acontecimientos, se describen personajes y se manejan hipótesis parecidos,
en todos los casos, a los acontecimientos, personajes e hipótesis de la ciencia
ficción. Es cierto, además, que la fantástica está puesta (en tanto relato), en
pasado, y que el tiempo representado en esos relatos muchas veces es
ambiguo. Y es cierto, también, que la fantástica es otro de los contextos
genéticos del género. La solución más clásica en relación con estos problemas
es célebre y ha sido tomada muchas veces como rasgo distintivo de la ciencia
ficción y de su mímesis característica: habría una garantía científica, externa al
género (y a toda la literatura, pero no a la cultura), a partir de la cual funcionan
los mecanismos de verosimilización específicos de la ciencia ficción. A
diferencia de la fantástica, se ha dicho, la literatura de ciencia ficción plantea
tramas, acontecimientos y personajes más o menos compatibles con algún tipo
de desarrollo científico–tecnológico.
Muchos comentadores del género (Michel Butor, Martin Gardner, Yuli
Kagarlitski) han discutido el valor de esta garantía precisamente porque,
siendo específica del género, es la que lo vuelve más endeble que cualquier
otro tipo de ficción. En efecto, la garantía científica supone un tipo de
validación epistemológica desconocida, antes del género, en la historia de la
literatura.
Naturalmente, ha habido momentos de la historia literaria que
propusieron una validación semejante: se trata del realismo, y de la psicología
que, en alguna de sus formas, venían a legitimar personalidades del relato,
complicados acontecimientos e ideas inconcebibles: a partir de los abismos del
alma o del deseo, se postulaba, todo era posible. Tal vez por eso (por el hastío
de la psicología y del realismo) algunos escritores como Borges y Bioy
Casares manifestaron un entusiasmo precursor por ciertos rasgos de la ciencia
ficción, entre los que hay que destacar su radical antipsicologismo. Los
detractores del género han leído este antipsicologismo como una cierta falta de
densidad de los personajes, quienes aparecerían como meras figuras,
caprichosas pero más o menos estables: el héroe sin contradicciones (rasgo
previo a la constitución de la novela moderna), el científico loco o perverso, el
extraterrestre sin sentimientos, la máquina amenazadora. Es verdad: la ciencia
ficción postula un tipo de personaje que debe ser leído como una pura
superficie y que tiene una relación de absoluta subordinación respecto de la
lógica narrativa del género. Es esa falta de densidad la que algunos
comentadores han reivindicado, en la ciencia ficción reciente, como una
ideología antihumanitarista y, aun, antihumana.
Someter el universo representado por la ficción a otras leyes que su
propia coherencia interna, a “leyes científicas”, no hace sino exasperar la
discusión (ciertamente banal) sobre la participación o no del género en el
universo de la literatura y de la estética. Pero además, así, la ciencia ficción
tiene un carácter tan evanescente como la literatura fantástica (tal como
Todorov la imagina, al menos2), y pierde su propia especificidad. Un solo
descubrimiento científico, un solo desarrollo tecnológico, pueden desmoronar
un relato, o una novela, o una obra. Sometida a la extraña lógica del progreso
tecnológico, la ficción científica envejece. Sucedió con Verne, sucedió con
Edgar Rice Burroughs, sucedió incluso con Bradbury. ¡Cuánto más viejos e
inverosímiles resultan hoy los relatos de Verne que los de su contemporáneo
Wells! Precisamente porque Verne, que escribió al pie de los descubrimientos
científicos y técnicos de su época, consideraba los libros de Wells como
fantasías insustanciales e inverosímiles. Paradójicamente, hoy reconocemos el
género en la obra del segundo mientras que la del primero nos parece un
conjunto de fantasías encantadoras, es cierto, pero pueriles e inverosímiles.
Si hemos de conservar la garantía científica para delimitar la ciencia
ficción (y parece pertinente hacerlo) deberíamos decir que la ciencia ficción
construye un universo más o menos compatible con la lógica de la ciencia,
pero cuyos desarrollos científicos y tecnológicos son necesariamente
imposibles fuera del universo literario. Es necesario, en la lógica del género,
que ninguno de los acontecimientos narrados se cumpla, que ninguno de los
2
Otras definiciones (Barrenechea, Rabkin, Bessière) han desechado el carácter evanescente de
lo fantástico.
personajes o figuras exista y que ninguna de las invenciones se realice en
cualquier otro universo posible que no sea el textual. De otro modo, el género
se desmorona precisamente porque el futuro deja de serlo: las novelas de
Verne se leen como novelas de aventuras, los cuentos de Bradbury se leen
como poemas en prosa, 1984 de Orwell se lee (después de 1984) como una
distopía. La inquietante pregunta que nos formulamos ante cada pesadilla de
la ciencia ficción sobre el futuro, sobre nuestro futuro, sobre el futuro del
mundo, se contesta de acuerdo con el tipo de argumentos que el filósofo
Peirce analizó bajo el nombre de ¡Bah, bah! La garantía científica, así
postulada, aísla al género del continuo de la literatura fantástica. La ciencia
ficción, a diferencia de la fantástica, sería un género poscientífico, con todo lo
que eso implica en cuanto a ideología y lógica discursiva.
Pero todavía hay otro rasgo, particularmente productivo en relación con
las variedades góticas de la fantástica, que muchas veces se superponen con
las variedades de la ciencia ficción, particularmente en lo que se refiere a la
invención de monstruos, un rasgo que en los últimos años ha sido examinado
políticamente y al que volveremos a referirnos más abajo. La solución, en este
caso, también es sencilla: el monstruo gótico (digamos: Drácula, los zombies,
los demonios, las ánimas en pena, etc.) aparece en un campo simbólico cuyo
nombre es la Muerte o, mejor: en un campo simbólico cuyo eje de organización
es la Muerte. Por el contrario, los monstruos de la ciencia ficción (androides,
replicantes, ciborgs, máquinas, alienígenas, marcianos) aparecen en un
contexto simbólico estructurado alrededor de la idea de Vida. Mientras la
literatura gótica interroga la muerte, la ciencia ficción se pregunta por la vida y
sus posibilidades: ¿En qué formas y bajo qué regímenes, con qué
organización y con cuáles diferencias, en relación con qué historias y con
cuáles sueños es posible la vida?
Sólo un texto, tal vez, se resista a esta distribución: se pregunta, a la
vez, cómo es la muerte y qué es la vida, cuáles son las condiciones de
posibilidad de un ser vivo, cuáles los riesgos de la producción (industrial) de
vida. Se trata de Frankenstein, naturalmente, que por muchas razones
participa a la vez de la ciencia ficción y de lo gótico, de la fantástica y de la
novela de tesis. Y se trata, también, de un texto que en más de un sentido
tematiza las razones y las pasiones de las diferencias. Frankenstein participa
de la constitución del género y, por lo tanto, los rasgos que hemos postulado
aparecen allí como hipotéticos e inestables. Lo que debería, no obstante,
quedar claro, es que Frankenstein inaugura una serie de textos que tematizan
la fantasía de la vida: máquinas operando, movimiento infinito, organismos
inorgánicos e identidades no humanas constituyen el repertorio temático de la
ciencia ficción de todos los tiempos y aquello que permite interrogar, de algún
modo, el tratamiento de las diferencias en el interior del género.
La ciencia ficción, entonces, sería un tipo de relato que pone en pasado
el futuro, despolitiza a la utopía, el género que la precede (y esa
despolitización es una de sus condiciones de posibilidad), utiliza a la ciencia
como tensor (es decir: como garantía discursiva de esa tensión temporal) y
constituye su campo simbólico alrededor de la vida. Como señalamos al
principio, pocos otros géneros pueden definirse tan limpiamente como éste:
tanto la producción como el consumo de la ciencia ficción son prácticas muy
fuertemente ritualizadas, lo que en cierto modo vuelve los textos que participan
del género interesantes para el análisis ideológico: todo lo que la ciencia
ficción dice y hace parece referirse a su propio campo de acción, sus propios
límites, su interioridad (esta característica del género, que constituye su propia
escena institucional, ha sido comentada, desde otra perspectiva, por Thomas
Disch, uno de los mejores escritores de ciencia ficción de la “nueva ola”).
Poco de lo que la ciencia ficción hace y dice tendría relación con sus
mismas condiciones de existencia o con las tradiciones que habitualmente
modelan las literaturas nacionales o con las preocupaciones que definen una
episteme o época o clima de ideas.
Y sin embargo, la ciencia ficción, cada vez más, parece interpelarnos
porque, cada vez más, nuestra propia imagen y la imagen que tenemos de
nuestro futuro parecen coincidir con la imagen de los hombres y la imagen del
futuro de los hombres que habitan el universo ficcional del género. No
exactamente como en el caso del policial, sino de manera algo más perversa y
algo menos crítica, la ficción del género se nos impone como nuestra realidad
(The Matrix) y sus hipótesis de desarrollo como las hipótesis de desarrollo de
nuestra vida real. Un examen de la lógica de la otredad que rige en el universo
de la ciencia ficción, por lo tanto, podría informar sobre el modo (imaginario) en
el que pretendemos resolver las diferencias actuales que nos atraviesan y nos
constituyen.
Hay una fascinación por lo "otro" y por los "otros" en la ciencia ficción,
desde sus comienzos y desde antes de sus comienzos. Tal vez la fascinación
por lo otro (potenciada por la literatura moderna de viajeros3 y por la sátira, dos
géneros ciertamente contiguos al que nos ocupa) sea lo que explique
históricamente la constitución del género. Se trata de otros tiempos y otros
mundos; se trata, sobre todo, de otras formas de constitución de subjetividades
(es decir: de otras formas de vida). Un análisis pormenorizado del repertorio de
formas que la ciencia ficción ha inventado en su historia excedería el objetivo
de estas páginas: alienígenas de todo origen, monstruos de morfología
incomprensible o aberrante, mutantes imprevisibles de la raza humana, pero
sobre todo marcianos, ocupan uno de los polos de organización de la vida: se
trata, en este caso, de la vida natural, en una abigarrada diferencia.
Roland Barthes, en una mitología memorable, ha demostrado que
detrás del mito marciano se esconden todos los prejuicios sobre la diferencia;
que lo otro, aun en su otredad, sólo es percibido como confirmación de lo
mismo. Debo hacerle, sin embargo, una objeción: pese a los esfuerzos
clericales, el mundo de la ciencia ficción es un mundo en el que Dios, como
personaje, tiene dificultades para colocarse respecto del sistema actancial
canónico de la ciencia ficción (por lo demás, es cierto que la vida
extraplanetaria se presenta como el "reflejo", más o menos distorsionado, de la
vida planetaria: “pequeñoburguesa”, como le gustaba decir a Barthes).
En el otro polo, se trata de la vida artificial: robots, androides,
replicantes y ciborgs. Alrededor de estas figuras, entre estos dos polos, toda
una ecología y una teoría de la subjetividad que ya han alcanzado estatuto
teórico dentro de ciertas corrientes anarquistas o contestatarias.
La más fabulosa invención aparece en Cita con Rama, de Arthur Clarke,
quien describe unos seres que comparten características de ambos polos: se
trata, por un lado de seres artificialmente creados por los ramanes (así se
denomina a los creadores de Rama, esa nave gigantesca), pero cuya
morfología está tan adecuada a una (y sólo una) función que es imposible
pensar en cualquier tipo de proyección antropomórfica (o ramanomórfica, para
3
Ver, más abajo, “Tánger, ruina de la modernidad”.
ser precisos). Naturalmente, esos seres son denominados analógicamente con
nombres de animales. Clarke resuelve así los tópicos de pesadillas
antihumanas postuladas tradicionalmente por la ciencia ficción: máquinas que
se autonomizan y, enloquecidas, pretenden destruir al hombre o
clones/réplicas del hombre que, aun en su humanidad, devuelven una imagen
siniestra del punto de partida. Los biots de Clarke rompen con toda la ecología
que habitualmente domina la ciencia ficción, y de ahí el interés de esa
invención.
Pero detengámonos en la más nueva y la más inquietante de estas
figuras: el ciborg. Se trata no ya de una nueva figura sino de una figura que
condensa figuras previas, una verdadera interfaz discursiva que tematiza la
interfaz hombre–máquina bajo el signo de una creciente fascinación. Este tipo
de conexiones maquínicas (que Deleuze y Guattari habrían llamado
agenciamientos maquínicos) reenvía a viejas preguntas formuladas ahora en
un contexto hipertecnologizado: ¿cuál es el estado de la discusión sobre la
naturaleza de las cosas?, o bien ¿cómo conecta la naturaleza con el co(n)texto
tecnológico?, o bien ¿qué hay de natural en el hombre? Son algunas de las
preguntas (románticas, es cierto, si pensamos en Schiller y Goethe) que el
ciborg obliga a plantearse nuevamente. Bien mirado, se trata de un tema de
identidad que muchos teóricos han analizado ya detenidamente para proponer
modelos diferenciales, tanto de los espacios de constitución de subjetividades
(ecologías del yo) como de los contenidos mismos del rasgo "humanidad".
El primer modelo es ya bastante conocido y fue propuesto por Donna
Haraway en el contexto de una serie de enunciados panfletarios (entre los que
se cuenta el "Manifiesto cyborg", publicado en 1985 en la Socialist Review)4.
Donna Haraway propone considerar la naturaleza como un espacio oposicional
o diferencial determinado por cuatro categorías entre las cuales se definen
ciertas luchas globales o locales acerca de los sentidos de lo natural, y entre
las cuales ocurren determinadas "corporizaciones" de la naturaleza. El lema
"Todos somos ciborgs" del "Manifiesto cyborg" se repite aquí en la postulación
de "otros inapropiados" como figura marginal respecto de la oposición clásica
4
Cfr. también Donna Haraway, “The Actors are Cyborg, Nature is Coyote, and the Geography
is Elsewhere: Postcript to ‘Ciborgs at Large’, en Constance Penley and Adrew Ross (editors),
Technoculture, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1991; y también la contribución de
Haraway para Cultural Studies (eds. Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler),
New York/London, Routledge, 1992.
natural/ artificial planteada más arriba y respecto, aun, del triángulo
humanos–máquinas–animales, también tradicional. La ecología propuesta es
la siguiente:
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“Feminism, Humanism and Science in Alien”, en Annette Kuhn (ed.), Alien Zone. Cultural
Theory and Contemporary Science Fiction Cinema, Londres/ Nueva York, Verso, 1992.
Humano: Ripley Antihumano: Alien (ET)