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ENTRÉGATE

A sus veintiséis años, Maribel Baldini


debe hacer frente a una serie de desafortunados
acontecimientos que la obligarán
a rehacer su vida. Mientras tanto, el carismático
y seductor abogado Franco Ferrero
irrumpe en su existencia y la marca para siempre.
La atracción entre ellos es innegable,
y ambos se desean, pero Maribel tiene miedo
de que vuelvan a destrozarle el corazón.

Una mujer odiosa, un ex marido problemático,


una niña encantadora y una serie de increíbles
coincidencias serán claves en esta intensa
y apasionante historia de amor.
MARIEL RUGGIERI
Maribel conocerá los efectos devastadores

ENTRÉGATE
del deseo, y éste cobrará un nuevo sentido para ella.
Entregada a la pasión sin límites,
Franco será sin duda el dueño de su placer.

MARIEL RUGGIERI

PVP 14,90 € 10037246

www.esenciaeditorial.com
9 788408 122333
www.planetadelibros.com
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Entrégate
Mariel Ruggieri

Esencia/Planeta

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Tengo que ponerme a escribir. Tengo que hacerlo, lo sé. Sólo un


poco más de Facebook y estaré lista para encarar la temida pági-
na en blanco.
«Ánimo, Maribel», me dice mi amiga Sylvia. Pobre... También
por ella debo retomar el blog y hacer lo mío. Es increíble que
siendo sexóloga diplomada tenga que trabajar con una maleta
roja en reuniones de tuppersex para ganarse la vida.
Bendita paginita que nos ha salvado a ambas, y en más de un
sentido.
Marco un «me gusta» porque realmente me gusta que se preo­
cupe por mí, a pesar de que ya han pasado dos meses desde aquel
fatídico día.
«¡Desaparecida! ¿En qué andas, Maribel?»
Es evidente que mi primo Lorenzo no se ha enterado de
nada o, si lo ha hecho, ya lo ha olvidado. Vive en las nubes ese
hombre. Igual le pongo un «like» por la intención.
Ah, qué preciosa frase: «Ayer fue historia. Mañana es un mis-
terio. Y hoy es un regalo, por eso se llama presente». Más cierto
imposible, pero una cosa es leerlo y otra muy diferente es saber
qué hacer con ello. Me gusta, me gusta mucho. De alguna forma
me ha calado hondo. Tiene sentido para mí, aunque cuando cada
noche intento conciliar el sueño, el ayer se hace presente y el fu-
turo me llena de miedo.
Y luego, decenas de felicitaciones de cumpleaños. Les res-

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pondo a todos en un solo posteo: «Gracias por recordarlo». Nada


más que eso. Ni que lo he pasado genial ni nada, porque sólo
miento cuando se hace imprescindible, y en el mundo real. Vir-
tualmente se han acordado muchos, pero no tengo ni idea de
cuántos se han interesado lo suficiente como para llamarme. Y la
verdad sea dicha, no puede importarme menos.
Haber perdido el maldito móvil finalmente ha sido una ben-
dición. Servirá para hacer borrón y cuenta nueva. Nuevo aparato,
nuevo número... ¿Nueva vida?
Quizá, pero por ahora sólo puedo pensar en que el destino es
un sádico sin remedio, porque a mis veintiséis recién cumplidos
he tenido que volver a vivir con mi madre.
Aun así, prefiero la nueva y no la anterior. Es una vida de
mierda, soy consciente de eso. Soy una mujer adulta que está
durmiendo en la misma cama que a los trece años, con ositos
rosa incluidos. Pero la anterior era una farsa. Mi vida antes del
desastre estaba cogida con alfileres. Cierto que eran de los boni-
tos, de esos que tienen cabezas de colores, pero se han deslizado
demasiado rápido y todo se ha soltado. Me he quedado en pelo-
tas de un día para otro y, a pesar de ello, la Maribel Optimista que
habita en lo más profundo de mí me dice que es lo mejor.
Me resulta difícil de creer que encerrarme a fumar armada de
aerosoles quitaolores sea algo bueno, o que no poder andar des-
calza sin recibir una reprimenda sea un premio.
Soy como una página en blanco y por un momento el terror
se apodera de mí. ¿Podré salir del paso esta vez? Apago mi orde-
nador; ya dejaré la columna para cuando esté inspirada. Eso pue-
de esperar.
Lo que no puedo hacer es quedarme inmóvil para siempre.
Tengo que moverme, aunque sea sólo por dentro. Tengo que sa-
lir del letargo, tengo que comenzar a vivir.

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Porque ésta es mi vida, al menos por ahora. No tengo móvil,


no tengo casa, no tengo trabajo, ya no tengo un pececito latiendo
dentro de mí, y definitivamente no tengo marido. Estoy desnuda.
Pero por alguna razón, por extraño que parezca, por horrible
que suene, le presto mis oídos a la Maribel Optimista y sonrío al
pensar que lo mejor está por venir.

El día en que todo acabó, amaneció nublado. «Hum, mal pre-


sagio», me dije. El test de embarazo parecía palpitar en mi bolso,
delatándome.
No era la primera vez que me hacía uno y tampoco era la pri-
mera vez que el positivo podía terminar siendo precisamente lo
contrario. En aquella otra ocasión, el resultado me cambió la vida
de una forma tan radical que luego continué dando tumbos du-
rante mucho tiempo. Y presentía que esta vez no sería distinto.
Siete años atrás, cuando mi trompa estalló, lo único en lo que
podía pensar era en que el dolor cesara. Mi luna de miel fue una
pesadilla de jeringas y batas blancas.
Regresé a mi vida con un ovario menos y un marido que es-
taba de más.
Lo del ovario no me importaba. Tenía uno sano, ¿para qué
quería otro lleno de quistes y con la trompa de Falopio detonada?
Lo del marido, en cambio, me trastornó toda la vida. Si hu-
biese sabido que el embarazo se malograría, jamás me hubiese
casado con David. No es que no lo quisiera entonces. El proble-
ma es que no lo quería lo suficiente.
Mi amiga Sylvia intentó convencerme de que no lo hiciera,
pero no le hice caso. Hasta el momento me había dejado llevar
por los acontecimientos, y no había motivo alguno para cambiar
de tesitura.

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David era mi novio de toda la vida, mi primer hombre. Yo


era una tonta que había olvidado tomar la píldora. Listo, el final
estaba cantado. Me negué rotundamente a hacerle eso a mi ma-
dre, que ya llevaba suficientes vergüenzas a cuestas, y yo le había
agregado la de una hija de diecinueve años que se había embara-
zado por accidente.
—Pero tú no lo quieres, Maribel —me dijo Sylvia sostenién-
dome la mirada.
Estábamos en Zara, buscando un traje decente para la cere-
monia civil, que iba a ser la única. David era judío, ateo y socialis-
ta; como para boda religiosa estábamos nosotros. Ni iglesia, ni si-
nagoga. Ni siquiera parientes deseándonos felicidad. Seríamos él,
yo y los testigos que la ley exigía. Y a uno de ellos ni siquiera lo
conocía.
—Sí lo quiero, Syl —repliqué, sin darle el gusto de que leyera
en mis ojos que tenía razón.
—Maribel, que no nací ayer. Continúa mirándote al espejo
mientras te crees tus propias mentiras.
—¿Así que sabes más que yo sobre mis propios sentimien-
tos? Amiga, estoy embarazada y me voy a casar. Y seré muy feliz
con David.
Ella era implacable. No desistía jamás.
—Sí, claro. Te casarás, tendrás al bebé, pero que no lo amas
es una verdad tan grande como una casa, Maribel. David no es el
hombre indicado para tu... sensibilidad. Ni siquiera te ha hecho
acabar una sola vez.
—¡Sylvia! —exclamé irritada.
No me importaba hablar de esos temas, pero no quería que
todo el mundo se enterara de que era una frígida sin remedio.
—¿Acaso estoy mintiendo?
—¿Puedes cerrar el pico? —pregunté, abriendo los ojos

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como platos para que se diera cuenta de que no me sentía cómo-


da hablando de eso en ese momento y en ese lugar.
—No —me contestó, pero bajó un poco la voz cuando me
dijo—: Y sé que estás pensando que no acabas porque eres frígi-
da, aunque ya me he cansado de explicarte que no acabas porque
él no te excita, y porque no estás enamorada de ese hombre.
—Estoy enamorada de «ese hombre». Y cuando realmente
tengamos tiempo, cuando no tengamos que hacerlo a escondidas
en los descansillos de las escaleras, lo lograré, te lo aseguro.
—Ay, María Isabel Baldini, eres más ingenua de lo que creía.
Si ahora, que se supone que estáis en pleno enamoramiento, que
se supone que os derretís el uno por el otro, no logras un or­
gasmo..., ¿qué carajo te hace pensar que después será mejor? Ni
siquiera te gusta, pero eres tan terca que sé que no lo admi­tirás
jamás.
Se equivocaba. Por supuesto que tuve que admitírselo.
Antes de casarnos no lograba terminar. Después no podía ni
empezar. No deseaba a David. Y Sylvia tenía razón: ni siquiera
me gustaba. Con el tiempo, todo se puso peor, porque me pro-
vocaba bastante irritación hasta el simple hecho de dormir con él
y tener que inventar excusas para evitar el sexo.
Menstruaciones interminables. Misteriosos virus contagiosos
del universo femenino. Como cuando era pequeña, acercaba el
termómetro a la luz para fingir que tenía fiebre y no exponerme
a los patéticos intentos de David de darme placer.
Cuando no lograba escapar, simplemente me despersonali­
zaba.
«No soy yo, no soy yo, no soy yo», repetía como un mantra,
mientras me concentraba en una manchita de humedad que ha-
bía comenzado a aparecer en el techo, o en la lista de la compra
del día siguiente. O simplemente me ponía a contar. «Diez, nue-

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ve... falta poco... ocho, siete... llegó la hora de fingir... seis, cinco...
de veras soy buena actriz... cuatro, tres... ya termina esta tortura...
dos, uno... Fuera.»
Me desembarazaba del cuerpo inerte de David, así como mi
cuerpo se había desembarazado del de su hijo, sin que mediara
intención por mi parte.
—La naturaleza es sabia —había dicho mi madre.
Sólo eso. Ni una palabra de consuelo, ni un poquito de em-
patía. Nada, como siempre.
De todos modos, no necesitaba su compasión, porque real-
mente no lo sentí. Quizá lo único que lamenté fue que el desen-
lace se produjera después de la boda y no antes... Vamos, Mari-
bel, ¿a quién quieres engañar? No tenías los ovarios suficientes
para cancelarlo todo. ¿Sería por los quistes? ¿Podía echarles la
culpa por haber errado tanto?

Años aletargada. Ésa es la palabra, «aletargada». No suena


bien, pero vivirlo resultó peor aún. No lo sé, tal vez esté exage-
rando. En realidad lo arreglamos de un modo bastante sencillo.
David se consiguió una amante fija y varias de turno.
Yo también lo intenté, pero los besos prohibidos y las cari-
cias robadas no eran lo mío. Siempre supe que necesitaba confiar
mucho en alguien para lograr soltarme. Una relación de sexo ca-
sual jamás iba a ser el marco ideal para eso.
Era muy extraño lo que me pasaba. Todo el mundo me tilda-
ba de egoísta. Mi madre me lo decía siempre, David me lo hacía
sentir todo el tiempo y mis amigas no se quedaban atrás. Todos
por distintos motivos coincidían en lo mismo: «¡Qué egoísta es
Maribel!». Todos me reclamaban algo de una forma u otra, sin-
tiéndose merecedores de mi atención, de mis cuidados, de mis

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desvelos. Y yo me las arreglaba para mantenerme ajena a las críti-


cas y a ellos mismos.
Jamás entraba en polémicas y nunca me mostraba alterada
por nada. Estaba en este mundo, pero no pertenecía a él. Era
media mujer, media hija, media amiga. Había una parte de mí a la
que todos podían acceder y otra parte que ni yo podía tocar.
Me asustaba esa Maribel. Temía despertarla. Me cuidé espe-
cialmente de ello durante muchísimo tiempo y logré mantenerla
a raya. Mi gesto más común era de asentimiento, mientras por
dentro bullían cosas que me esforzaba por controlar. Cuestiona-
ba todo menos lo que se relacionaba con eso. Ponía fuera lo que
se estaba gestando dentro de mí y amenazaba con desbordarme.
Hacía muchas preguntas, pero ninguna iba dirigida a mí misma.
Es que toda la vida he querido ser periodista.
Cuando era pequeñita me calaba las gafas de mi abuelo y, con
la regla grande, la que tiene forma de T, me acercaba al mapa que
él tenía en su estudio. Cuando todos esperaban que jugara a pro-
fesoras, yo daba el informe del tiempo anunciando lluvias en los
cuatro puntos cardinales. Y luego me sentaba en el amplio escri-
torio, con los pies colgando, y leía las noticias.
«Zeñorez, cayó el dólar en picado. Zerró a la baja por terzer día
conzecutivo», decía, mirando a la cámara, que era el picaporte de la
puerta del estudio.
En ocasiones, cogía mi cepillo de pelo y jugaba a ser Rafaella
Carrá por un momento. Pero cuando realmente explotaba mi co-
razón, era al imaginar que la entrevistaba.
«Hola, Rafaella. Zeré muy directa: ¿Qué tiene para dezirlez a
ezoz que dizen que uzted ez hombre?» En mis fantasías siempre ha-
cía preguntas así de incisivas. Con el tiempo, me fui acobardando
y comencé a preguntar sólo cosas políticamente correctas, y a de-
cir únicamente lo que sabía que querían oír.

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Simplemente, me discipliné. Y me odié luego por ello.


Me apunté en Psicología primero. Todavía me pregunto por
qué. Quizá tuvo que ver con que no me entendía ni yo, o que no
me quería ni un poquito. De todas formas, no duré ni un año allí,
porque eso no era lo mío. Casarme con David me mostró el ca-
mino: ni un solo sacrificio más.
Al siguiente año me matriculé en Ciencias de la Comunica-
ción y ya hace dos que me licencié. Lo logré: soy periodista.
Lo soy, pero estoy muy lejos de ser lo que había soñado de
pequeña.
En primer lugar: no tengo trabajo. Me acaban de despedir del
que más se parecía a un empleo relacionado con mi carrera. El
mismo día en que supe que estaba nuevamente embarazada, me
despidieron de la revista. Y más tarde me enteré de cuán cierto
es ese viejo refrán que dice que no hay dos sin tres.

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