Mi Último Contacto en Lima y Mi Contacto

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MI ÚLTIMO CONTACTO EN LIMA Y MI CONTACTO N.

° 2 EN FRANCIA
Un día nevó por primera vez en mi vida, y la Navidad empezó a acercarse. Nunca la había pasado
lejos de casa. Me entró una alegría infinita. Siempre he odiado la Navidad, y sobre todo la Navidad en
casa. Allá mi familia. Que se las arreglará con el hermano ausente en la cena pascual. Aunque seguro
que también ellos estaban felices con mi ausencia. Con excepción de mi padre, todos debían estar
felices con mi ausencia. Uno menos que abrazar, debían estarse diciendo los condenados, porque ahí
el único que se tomaba las cosas navideñas navideñamente era mi padre. Me dio pena recordarlo. Era
lo más bueno que hay. Trabajó siempre hasta hacernos tomarle horror al trabajo. Era una mina de oro.
Tenía que serlo, porque había procreado a la más importante colección de psicoanalizables de los
últimos tiempos en Lima. Con el tiempo llegué a tomarle cariño, aunque la verdad es que me costó
mucho trabajo. No tenía por qué haberme educado más rígidamente que a mis hermanos. Claro, yo
era el menor, y en vista de que ya había perdido todas las esperanzas en los demás, decidió que yo
fuese la esperanza de la familia, y me daba menos propinas y menos bicicletas y menos automóviles
que a los otros. Y nunca me habló porque a un hijo nunca se le habla, sólo se le mira con mucha
autoridad. Pobre viejo. Así, a punta de mirarme tanto, se fue convenciendo poco a poco de que yo era
el peor de todos. Hasta empezó a comprarme billetes de lotería a ver si me aseguraba el porvenir. Ese
gesto me conmovió tanto, en un hombre tan autoritario, que no tuve más remedio que echarme toda
una carrera de abogado encima. El día que me gradué ya hacía tiempo que nos queríamos muchísimo.
Y fue muy duro decirle después que ahí quedaba el diploma porque yo me iba a Europa.
Estaba muy viejo y enfermo y me arruinó la partida. Yo no quería despedirme sino de Inés, porque ella
se iba a venir al año siguiente a París, y porque quería decirle una vez más que la esperaba, que ya
vería cómo el tiempo iba a pasar volando. Así y todo, fue muy duro desprenderse de la boca de Inés
y soportar la tristeza de sus ojos. Ésos son los momentos en que hay muchos que se joden y no se
van a París. También, claro, los momentos en que muchos insisten en que sí se van a París y se joden
también. Mi caso no es ni el primero ni el segundo. Yo soy la tercera vía. Decía que el viejo me arruinó
la partida. A Inés, en cambio, la dejé como se deja a una muchacha limeña, católica, de la Universidad
Católica, sencilla, muy bien educada en colegio de monjas, en su casa, y en todas partes. La dejé
pésimo. Lucho, Yumi y el Gordo me esperaban en la esquina para consolarme. Me conocían. Me
llevaron al Superba, donde comí mi último tacu-tacu y bebí cerveza hasta que empezó a salírseme por
las orejas. A mi padre lo imaginaba durmiendo hace horas, pero aun así les pedí que se demoraran
un poco más y que me llevaran a dar una última vuelta por Lima la horrible. La vi linda y me puse a
llorar por Inés. A las cuatro de la mañana regresé a casa.
Mi equipaje estaba ya en los bajos, o sea que me quedé calladito ahí, sintiéndose pésimo, y
escuchando roncar a los perros por última vez. Ni de ellos quería despedirme. A las cinco de la mañana
debía pasar a recogerme el negro Santa Cruz, en una furgoneta del Banco que llevaba una fortuna
para la sucursal de Marcona. Mi padre había dispuesto las cosas así. Total, primero partía rumbo al
puerto en una furgoneta cargada de dinero, y después en un barco de carga, rumbo a Francia. Tú
siempre serás una carga para alguien, solía decirme mi padre, y no parecía faltarle razón. Últimamente
me estaban fletando gratis a todas partes.
Cinco menos veinte: Mientras pego mi última meada en casa recuerdo eso de que ningún peruano
mea solo. Cinco menos cuarto: en punta de pies voy hasta la cocina a prepararme un café. Cinco
menos diez: estoy tomando un café, en punta de pies, y se despierta uno de los perros tristísimo. Le
digo que no vaya a despertar al otro. Cinco menos cinco: llega la furgoneta del Banco con el negro
Santa Cruz al volante y un detective al lado. Cinco menos cuatro: me acerco rápidamente a la puerta
principal en busca de mi equipaje, con la seguridad de que lo he logrado, de que en los altos todo el
mundo duerme. Cinco menos tres: me doy con mi padre tratando de cargar la sombrerera-biblioteca y
prácticamente viniéndose abajo, si no es porque Santa Cruz y el detective acuden en su auxilio. Cinco
menos dos: intento partir la carrera despacito en dirección a la furgoneta. Cinco menos uno y medio:
quedamos enchufados mi padre y yo en un beso que me lo arruina todo hasta las cinco en punto,
porque ésos son los horarios del Banco y hay que respetarlos. La furgoneta debe partir. Cinco y cuarto:
más sabe el diablo por viejo que por diablo. Tres de la tarde: puerto de San Juan, en Marcona. Libre,
Martín Romaña. Cuatro de la tarde del día en que nevó por primera vez en mi vida, en París: confieso
que todavía no sé de dónde salió mi padre aquella madrugada.
La Navidad siguió acercándose y yo seguí alejándome de todo aquello, a medida que iba
comprendiendo hasta qué punto había odiado esa maldita juerga comercial y triste. Ni los regalos
lograban sacarme del silencio cabizbajo en que solía sumirme no bien aparecía el primer arbolito
decorado en la ciudad. Bueno, algunos regalos sí. Pero tenían que ser muy buenos para que yo
sonriera y agradeciera como una persona normal. Como ven, en el fondo soy una persona normal.
Pero el tipo del primer hotel en que me alojé no pensaba lo mismo. Era un hotelito de la calle Dupuytren,
en pleno Barrio Latino, y lo administraba un avaro con cara de alcohólico, cuya esposa era cojita,
joven, y hasta bonita, y vivía con un ojo permanentemente negro. No sé por qué le pegaban tanto a la
pobre. Yo lo único que la vi hacer siempre fue pasar la aspiradora y matar unas cucarachitas que se
paseaban por todas partes. En fin, su esposo debía pensar distinto a mí. Me odiaba el tipo. Odiaba a
toda la humanidad, pero yo creo que sobre todo me odiaba a mí. Tardé poco en comprender que el
origen del problema era la ducha, pero seguí duchándome de todas maneras. Cada mañana bajaba,
le pagaba un franco, y él me entregaba maldiciendo la llave de la ducha. A mí desde chico me habían
acostumbrado al baño diario y no era el momento de empezar a oler como el administrador. Un día
casi se lo digo, pero apareció la cojita con la aspiradora y con el ojo negro tan negro, que no me atreví.
Olían pésimo los dos. Pagué mi franco, y obtuve llave y gruñido. No estaba dispuesto a darle gusto
hasta en eso. Ya con lo de la máquina de afeitar era suficiente. Cuando la enchufaba se apagaba la
luz, y cuando encendía la luz no había electricidad en el enchufe. Si seguía acostumbrándome a todos
estos sistemas no me iban a aceptar en la Sorbona, por sucio. Total, el tipo cada día me odiaba más,
sin que yo lograra hacerle más daño que el de andar tan limpio como había llegado.
Una mañana estalló. Yo estaba cerrando la puerta de mi habitación, y su esposa estaba terminando
con las cucarachitas, para empezar con la aspiradora, cuando lo oímos subir como una fiera. Venía
insultándome a mí, pero dispuesto a matarla a ella. No sé qué diablos habíamos estado haciendo
juntos en la ducha. Casi le grito que no fuera imbécil, que su esposa no se duchaba ni cuando hacía
el amor, pero todo era demasiado absurdo y además ella ya había bajado a darle al encuentro y a
inmolarse ante un puñetazo. La noqueó a gritos, lo cual le dio ánimos para dar un paso más con el
puño en alto.
—¡Alto ahí! —le grité, agarrando la aspiradora—. ¡Conmigo no juega usted! ¡Un paso más y le cae
en la cabeza!
Dio medio paso, yo sabía que no iba a dar más que medio paso, pero no podía perderme una
oportunidad así. Le acerté en el pecho y le grité que además traía pistola. Pero tanta alharaca fue
innecesaria, porque el tipo había cambiado totalmente de actitud. Lo único que le importaba ahora era
la aspiradora. Ni el golpe que le di, ni las caricias que le hacía su esposa, nada le importaba. La
aspiradora los había reconciliado. La acariciaban como a un pollito enfermo, le hablaban, la mimaban.
Me miraron como a un monstruo y empezaron a bajar las escaleras unidos para siempre por algo
demasiado profundo para mí. Nada de esto estaba previsto en Racine, Merceditas, me dije, pero no
era el momento para entrar en considerandos. Tenía que correr a matricularme.
Algo me pesaba sobre los hombros cuando entré por primera vez a la Sorbona. Allí Merceditas había
sustentado un doctorado que pasó a la historia de mi familia. Allí Merceditas había conocido a aquel
único amor de su vida, del que tanto hablaba mi abuelita. Allí Merceditas lo había visto partir a la
guerra. Allí lo había esperado preparando su doctorado. El muchacho francés no regresó nunca del
frente, Merceditas sustentó su tesis, allí, y regresó al Perú para darle a mil jóvenes como yo el cariño
por la vida y la cultura que no pudo compartir con ese joven cuyo nombre nadie supo nunca en mi
familia. Aseguraban, eso sí, que había sido de una gran familia, e incluso, en las historias de mi
abuelita, con el tiempo el muchacho iba perteneciendo cada vez a una familia mejor. Estuve contándole
todo eso en voz muy baja a unas estatuas cultísimas, y empecé a ser el muchacho que se fue a la
guerra y a imaginar a Merceditas caminando por ahí de dieciocho años. Le declaré todo el amor que
no me había atrevido nunca a declararle en Lima.
—Sigue leyendo —me dijo—, ya no tarda en llegar el siguiente alumno. —Con todo eso adentro, más
un peso tipo lápida sobre los hombros, decidí hundirme en la Sorbona, dejarme aplastar por la
Sorbona, como quien se dispone a repetir una historia inmortal. No era iglesia, pero me sentía como
quien se santigua. Y avancé. Y avancé más. Y hubiera continuado avanzando el resto de mi vida, pero
ahí nadie comprendió lo que yo sentía y, en todo caso, había que hacer cola primero.
Me atendió un mellizo del administrador del hotel, cosa que tampoco estaba prevista en Racine,
Merceditas, y me dijo que sin el carnet de residente no tenía derecho a matricularme en ninguna parte,
todo mientras comía un sándwich, aunque debo reconocer que sí tuvo la amabilidad de asegurarme
que tampoco en la Prefectura de Policía me darían carnet de residente alguno mientras no estuviera
matriculado en alguna parte.
—Mirá che —me dijo un argentino providencial—. Lo mejor es que te hagás pescar por la policía, sin
documentos. Luego te pasas dos o tres días en la comisaría hasta que llamen a tu embajada. Entonces
de tu embajada consultan con la policía de tu país. Y si tu gobierno sí te quiere, la embajada interviene
y te ayudan un montón con el carnet. De lo contrario, che, armás un lío de la madona hasta que se
entere De Gaulle. Ya verás cómo al final él te lo arregla todo. El viejo es un tipo excelente para esas
cosas, che.
No pude creerle. Aún estaba a tiempo para correr a la Prefectura. Corrí, hice cola, y el argentino tenía
razón. No me quedaba más remedio que llamar a mi padre por teléfono. Casi lo mato del susto, pero
al final comprendió que sí era yo, que su hijo no se había matado ni nada. Siempre pensaba lo peor,
cuando se trataba de mí. En fin, mi padre llamó al embajador del Perú, el embajador me llamó al hotel,
y en la Prefectura me trataron como a hijo de presidente africano, cuando me vieron llegar con tan
importante personaje. Estuve a punto de ir a depositarle una ofrenda al soldado desconocido cuando
me enteré de que había peruanos que llevaban quince años sin papeles, y sin matrícula, claro. Bueno,
ya era sobornable. Pero era, también, una asquerosa víctima de alguna extraña enfermedad tropical.
Me lo anunciaron al llegar una mañana al hotel, donde me esperaba esta vez el dueño, escoltado por
el administrador y su esposa cojita y bonita. Creí que iban a acusarme de haber matado a la aspiradora,
pero el delito eran mis duchas diarias. Nadie se ducha todos los días si no lleva contraída una grave
enfermedad tropical. Confieso que me quedé lelo, que por más que buscaba no encontraba argumento
alguno. Pero, qué más prueba en contra que mi nacionalidad. Peruano. De un país caliente. Les dije
que ahí el único caliente era yo, pero por lo brutos e ignorantes que eran, y hasta traté de explicarles
que la costa del Perú, de tropical, cero: La corriente de Humboldt, señores, enfría sus costas, cambia
su vegetación. No hubo nada que hacer. O me bañaba sólo una vez a la semana, hasta que se me
quitara la enfermedad tropical, o me largaba en ese mismo instante. Aullé que me largaba en ese
mismo instante, y los tres se agacharon como si tuviera la aspiradora en las manos.
Alquilé un pequeño departamento, con su cocinita y su baño, y se me instaló media colonia estudiantil
peruana de un hotel sin baños que quedaba en la esquina. Tuve que mandar hacer como mil llaves,
porque los muchachos eran de izquierda, y no hay nada más reaccionario en el mundo que un baño
propio y no compartido. Y limpio, también, me imagino, porque los muchachos del hotel sin baños
venían, ensuciaban, y se iban. Yo limpiaba, ordenaba, y zas, llegaba otro. Pero debo reconocer que
para mí significó mucho el que tanta gente se bañara en mi casa. Me hablaban de guerrilleros, me
hablaban de Fidel Castro, y me hablaban de mi padre anteponiendo siempre la expresión hijo de puta.
Durante un tiempo traté de defenderme alegando haber estudiado en San Marcos, la universidad del
pueblo, el pulmón del Perú, pero los muchachos eran tercos y fue difícil transar con ellos. O yo era un
reaccionario de mierda, o mi padre era un hijo de puta porque yo tenía un departamento con baño.
Opté por lo segundo porque así se vivía más tranquilo.
Todas las mañanas iba a clases a la Sorbona y aplaudía al profesor. Aplaudía fuerte, más fuerte que
los demás alumnos, aplaudía por Merceditas y aplaudía por mí. Uno tras otro los profesores
abandonaban los anfiteatros aplaudidamente, vestidos de azul marino, y después entraba un viejito
que limpiaba la pizarra para que entrara otro señor azul. Debían ser unos sabios esos profesores,
porque los anfiteatros estaban siempre repletos, a pesar del calor tropical, repletos hasta el punto de
que, si uno no llegaba una hora antes de la clase, tenía que quedarse parado toda la hora, y apoyando
papel y lápiz sobre la espalda del de adelante, si quería tomar notas. Y ahí todo el mundo quería tomar
notas. O sea que unos sentados, sacando manteca, y otros parados, con un lápiz medio incrustado en
la espalda, tomábamos y tomábamos notas mientras los profesores hablaban y hablaban y yo no
entendía nada, pero, en fin, poco a poco. En todo caso el asunto era tomar bien las notas porque a fin
de año el que mejor las memorizaba y las pasaba a la hoja de examen obtenía la mejor nota. Era un
mundo circular y perfecto, en el que los profesores recibían lo mismo que daban, y daban lo mismo
que pensaban recibir. A mí lo único que me jodia un poco era la calefacción tan fuerte. Los lápices
incrustados en la espalda se los ofrecía a Dios, y además con el tiempo fui tomando confianza y hasta
aprendí a vengarme discretamente con la espalda de adelante. Nunca le hablé a nadie, y nunca me
habló nadie, tampoco. Miré como loco, eso sí, porque había chicas muy bonitas, sobre todo temprano
por la mañana. Ya después, con el correr de las horas, el sudor empezaba a ensuciarlo todo y yo
miraba cada vez menos y sudaba cada vez más.
Salir era exponerse a una pulmonía, pero había que salir para exponerse a la comida del restaurant
universitario. La mitad la llenaban los franceses, que comían callados y resignados. La otra mitad la
llenaban los extranjeros, que comían siempre con la esperanza de que mañana tocara pollo, y metían
demasiada bulla. Eran miles de grupos, todos de izquierda, me imaginaba entonces, pero
probablemente de muy distintas tendencias porque nunca se hablaban entre sí. Predominaban los
árabes, que enamo-raban a medio mundo, y después venían los latinoamericanos, que se
conformaban con lo que dejaban los árabes. Éramos los únicos comunicativos, en todo caso. Yo
llegaba siempre a eso de la una, cogía mi bandeja, y dejaba que las Erinias lanzaran la comida en los
diferentes compartimentos que la formaban. Cuando me caía postre sobre los fideos, me largaba a
comer a otra parte. Los peruanos me envidiaban esos lujos y no entendían por qué les llamaba las
Erinias a esas gordas que arrojaban comida en nuestras bandejas. Porque les debe remorder la
conciencia darnos esto para comer, les expliqué, y las Erinias son las diosas del remordimiento. Pero,
becados o no becados, ahí todo el mundo comía caliente y a su hora. No había que quejarse.

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