La Democracia Como Ideología
La Democracia Como Ideología
La Democracia Como Ideología
Filosofía en español
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Impreso el sábado 10 de agosto de 2019
Gustavo Bueno
«Hay quienes piensan que existe una única democracia y una única oligarquía,
pero esto no es verdad; de manera que al legislador no deben ocultársele
cuántas son las variedades de cada régimen
y de cuántas maneras pueden componerse.»
Aristóteles, Política, 1289a
Damos por supuesto que la democracia es un sistema político con múltiples variantes
“realmente existentes”. Por ello podríamos afirmar (valiéndonos de una fórmula que el
mismo Aristóteles utilizó en otros contextos) que la democracia “se dice de muchas
maneras”. Pero la democracia es también un “sistema de ideologías”, es decir, de ideas
confusas, por no decir erróneas, que figuran como contenidos de una falsa conciencia,
vinculada a los intereses de determinados grupos o clases sociales, en tanto se enfrentan
mutuamente de un modo más o menos explícito o encubierto.
¿Es posible según esto analizar las democracias “realmente existentes” al margen de las
ideologías que las envuelven y que envuelven también al analista? No entraremos aquí en
esta cuestión, puesto que nuestro objetivo es hablar más que de las democracias realmente
existentes, de las ideologías que envuelven a estas democracias, sin necesidad de
comenzar negando que las democracias puedan ser algo más que meras ideologías, y aun
sin perjuicio de reconocer la necesidad de componentes ideológicos en la misma estructura
de las democracias que existen realmente, por hipótesis. Comenzaremos presentando un
par de consideraciones previas que sirvan de referencia de lo que entendemos por
“realidad” en el momento de hablar de las democracias como nombre de realidades
existentes en el mundo político efectivo.
Nuestra primera consideración tiene que ver [12] con el tipo de realidad que, desde
nuestras coordenadas, cabría reconocer a las democracias. Supondremos que la
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democracia, en cuanto término que se refiere a alguna entidad real, dice ante todo una
forma (o un tipo de formas), entre otras (u otros), según las cuales (los cuales) puede estar
organizada una sociedad política. Suponemos, por tanto, que “democracia”, en cuanto
realidad, no en cuanto mero contenido ideológico, es una forma (una categoría) política, a la
manera como la circunferencia es una forma (una categoría) geométrica. Esta afirmación
puede parecer trivial o tautológica, en sí misma considerada; pero no lo es de hecho en el
momento en que advertimos, por ejemplo, el uso, muy frecuente en el lenguaje cotidiano, de
la distinción entre una “democracia política” y una “democracia económica”. Una distinción
que revela una gran confusión de conceptos, como lo revelaría la distinción entre una
“circunferencia geométrica” y una “circunferencia física”. La confusión tiene, sin embargo, un
fundamento: que las formas (políticas, geométricas) no “flotan” en sí mismas, como si
estuviesen separadas o desprendidas de los materiales a los cuales con-forman. La
circunferencia es siempre geométrica, sólo que está siempre “encarnada” o vinculada a un
material corpóreo (a un “redondel”); por tanto, si la expresión “circunferencia geométrica”
significa algo en la realidad existente, es sólo por su capacidad de “encarnarse” en
materiales corpóreos (mármol, madera, metal...) o, más propiamente, estos materiales
primogenéricos, en tanto que puedan conceptuarse como conformados circularmente, serán
circunferencias geométricas, realizadas en determinada materia corpórea, sin que sea
legítimo oponer la circunferencia geométrica a la circunferencia física, como se opone la
circunferencia de metal a la circunferencia de madera. Pero las formas, cuando se
consideran conformando a sus materiales propios, no permanecen siempre iguales entre sí.
Aun en el caso de las formas unívocas (como pueda serlo la forma “circunferencia”) resultan
diversificadas en la escala misma de su formalidad, por la materia, como pueda serlo, en la
circunferencia, el tamaño, medido por la longitud de su radio, que ya implica una unidad
corporea. Es cierto que el concepto puro de circunferencia abstrae del tamaño o de la
métrica del radio; pero cuando este tamaño o sus métricas correspondientes alcanzan sus
límites internos (el del radio cero, y el del radio infinito) entonces la forma misma de la
circunferencia resultará también variada, transformándose respectivamente en punto o en
recta (como se transformaría una democracia en cuya constitución se fijasen intervalos
mínimos de cincuenta años entre dos elecciones parlamentarias consecutivas, en lugar de
los intervalos de cuatro, cinco o siete años corrientes). En el caso de las formas
variacionales, genéricas o específicas (por ejemplo, la forma genérica palanca, respecto de
las tres especies en las que el género se divide inmediatamente), las correspondencias de
las variantes con los materiales diversos es todavía más obvia.
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otros dos, la democracia no sólo resulta diferente, porque [13] se hace mejor o peor, sino
porque deja de ser la misma)” (Política 1317a). No tendrá, por tanto, por qué “decirse de la
misma manera” la democracia referida a una sociedad de pequeño tamaño, que permita un
tipo de democracia asamblearia o directa, y la referida a una sociedad de gran tamaño, que
obligue a una democracia representativa, con partidos políticos (al menos hasta que no esté
dotada de tecnologías que hagan posible la intervención directa de los ciudadanos y la
computación rápida de los votos). Ni será igual una “democracia burguesa” (como la de
Estados Unidos de Norteamérica) que una “democracia popular” (como la de la Cuba
actual), o una “democracia cristiana” que una “democracia islámica”. A veces, podemos
inferir profundas diferencias, entre las democracias realmente existentes, en función de
instituciones que muchos teóricos tenderán a interpretar como “accidentales”: instituciones
tales como la lotería o como la monarquía dinástica. Pero no tendrá por qué ser igual la
forma democrática de una democracia con loterías multimillonarias (podríamos hablar aquí
de “democracias calvinistas secularizadas”) que la forma democrática de una democracia
sin esa institución; ni será lo mismo una democracia coronada que una democracia
republicana. Dicho de otro modo: la expresión, de uso tan frecuente, “democracia formal”
(que sugiere la presencia de una “forma pura”, que por otra parte suele considerarse
insuficiente cuando se la opone a una “democracia participativa”) es sólo expresión de un
pseudoconcepto, porque la forma pura no puede siquiera ser pensada como existente. No
existen, por tanto, democracias formales, y las realidades que con esa expresión se denotan
(elecciones cada cuatro años entre listas cerradas y bloqueadas, abstención rondando el
cincuenta por ciento, &c.) están constituidas por un material social mucho más preciso de lo
que, en un principio, algunos quisieran reconocer. [14]
Nuestra segunda consideración previa quiere llamar la atención sobre un modo de usar el
adjetivo “democrático” como calificativo de sujetos no políticos, con intención exaltativa o
ponderativa; porque esta intención puede arrastrar una idea formal de democracia, en
cuanto forma que por sí misma, y separada de la materia política, está sirviendo como
justificación de la exaltación o ponderación de referencia. Así ocurre en expresiones tales
como “ciencia democrática”, “cristianismo democrático”, “fútbol (o golf) democráticos”,
“agricultura democrática”. Estas expresiones, y otras similares, son, según lo dicho, vacuas,
y suponen una extensión oblicua o meramente metonímica, por denominación extrínseca,
del adjetivo “democrático”, que propiamente sólo puede aplicarse a un sustantivo incluido en
la categoría política (“parlamento democrático”, “ejército democrático” o incluso
“presupuestos democráticos”). El abuso que en nuestros días se hace del adjetivo
democrático es del mismo género que el abuso propagandístico que, en la época de la
bomba de Hiroshima, se hacía del adjetivo “atómico” (“ventas atómicas”, “espectáculo
atómico”, “éxitos atómicos”...). Pero no hay fútbol democrático, como no hay matemáticas
democráticas, a no ser que esta expresión sea pensada por oposición a una supuesta
matemática aristocrática (“No hay caminos reales para aprender Geometría”, dice Euclides a
Tolomeo); ni hay cristianismo democrático, ni música democrática, aunque en cambio tenga
sentido distinguir, en principio, entre las democracias con fútbol y las democracias con golf,
las democracias cristianas y las agnósticas, o las democracias con desarrollo científico
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El hecho de que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la asamblea
o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en una resolución democrática,
porque no es tanto por su origen (por sus causas), sino por sus contenidos o por sus
resultados (por sus efectos) por lo que una resolución puede ser considerada democrática.
Una resolución democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones
difíciles para la democracia (por ejemplo, en el caso límite, la aprobación de un “acto de
suicidio” democrático, o simplemente la aprobación de unos presupuestos que influyan
selectivamente en un sector determinado del cuerpo electoral). Y no sólo porque incida en
resultados formalmente políticos, por ejemplo caso de la dictadura comisarial (aprobada por
una gran mayoría parlamentaria), sino simplemente porque incide, por la materia, en la
propia sociedad política (como sería el caso de una decisión, fundada en principios
metafísicos, relativa a la esterilización de todas las mujeres en nombre de un “principio
feminista” que buscase la eliminación de las diferencias de sexo).
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Lo que sí nos parece evidente es que la clasificación ternaria de Aristóteles (y, con ella, el
concepto mismo de democracia), difícilmente podría interpretarse como una clasificación
empírica: ¿cuántos son “todos”? ¿cuántos son “algunos”? ¿y acaso existe siquiera “uno” al
margen del grupo del que forma parte? Más plausible es interpretar la clasificación ternaria
como derivada de la aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de
clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del silogismo, en sus
Primeros analíticos. Porque la triada “todos”, “algunos”, “uno”, que tiene que ver con lo que
hoy llamamos cuantificadores, dice relación a los silogismos, en la medida en que estos se
estructuran en torno a unos términos, relaciones y operaciones que tienen precisamente la
forma de clases (términos “mayor”, “menor” y “medio”), vinculadas entre sí por las relaciones
de inclusión (en el límite: pertenencia) y por las operaciones de intersección o reunión.
Ahora bien: en el silogismo aristotélico, “todos” es la expresión en extensión (por su
universalidad) de una conexión entre clases (correlativamente: entre sujetos y predicados)
que se supone, intencionalmente al menos, como necesaria, por lo que no admite
excepciones (“todos los triángulos inscritos diametralmente en la circunferencia, sin
excepción, son rectángulos”), mientras que “algunos” es la expresión extensional de una
conexión contingente; “uno”, en cambio, podrá interpretarse como la expresión intensional
de que no existe incompatibilidad de principio en la conexión de referencia (“uno” equivaldría
a la exclusión de “ninguno”).
Parece, según esto, que tiene sentido preguntarse si cuando Aristóteles definió la
democracia por “todos mandan” no habría querido decir también que la democracia tiene
que ver con la necesidad (en el contexto, por supuesto, de la sociedad política); si no habría
querido decir que la democracia es, no tanto una forma alternativa, sino la estructura misma
de la república, la forma en la que todas las sociedades políticas habrían de terminar por
desembocar (lo que autorizaría a llamar “república” a las “democracias”). Esta pregunta nos
pone ya en el terreno, muy poco empírico, de las ideologías. El paso del “todo” (pan), como
cuantificador lógico, al “todos” (como cuantificador político), tiene que ver con el paso de un
todo en materia necesaria, a un todo que, [17] tanto si tiene lugar en una resolución por
aclamación, como si es sólo aproximativo, tiene que ver con una materia contingente. Desde
la perspectiva de una “clase de electores” dada, habría que considerar contingente su
asociación con otras clases (de representantes, de programas) propuestas, hasta el punto
de que una totalidad estricta de sufragios, sería muy sospechosa, por su improbabilidad
estadística. En cualquier caso, la fórmula “todos mandan” es ideológica, en tanto implica
redefinir quiénes o cuantos forman el todo y, en primer lugar, cual es la escala de las
unidades que han de figurar en el computo como partes de ese todo. La mejor prueba del
escaso rigor conceptual con el que trabajan políticos y aún politólogos, analistas y
comentaristas en este terreno de las definiciones de la democracia (y no hablamos tanto de
definiciones académicas o especulativas, sino concretas o prácticas), la encontramos en el
hecho [18] de que ni siquiera suele constituir asunto propio para una “cuestión previa” la de
determinar qué categoría de unidades (de partes) son las que hayan de entrar en el juego
de un proceso democrático; antes bien, se habla indistintamente de “democracia municipal”
(en la que las partes-unidades con derecho a voto son los vecinos), o de “democracia de
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una comunidad de vecinos” (en donde las partes-unidades son los pisos), o de “democracia
de una sociedad anónima” (y aquí las partes-unidades son las acciones) o incluso de la
“democracia de una federación de Estados” (con un voto por Estado) o de las “Naciones
Unidas” (ante el hecho de que en la ONU algunos Estados mantengan privilegios en las
deliberaciones o en las votaciones, o en el derecho de veto, se dirá sencillamente que ese
organismo “todavía no ha alcanzado una estructura plenamente democrática”).
Pero, ¿por qué razón? ¿Por qué no podría ser una minoría la “expresión del todo”, a la
manera como la “minoría”, constituida por el partido de Lenin, se consideró como expresión
auténtica de la inmensa mayoría de los proletarios del mundo, de su “vanguardia”? Dicho de
otro modo: no son nada evidentes las razones por las cuales se interpretan a las mayorías
como “expresión del todo”, siendo así que el todo no es una entidad capaz de
“autoorganizarse”; tan sólo sus partes pueden proponerse como objetivo la “organización del
todo”. Pero, ¿por qué este objetivo habrían de poderlo llevar a cabo mejor las minorías que
las mayorías? Las razones por las cuales cabría justificar el criterio de las mayorías son muy
débiles. Sería ridículo invocar el llamado “principio de desigualdad”, según el cual “el todo es
mayor que la parte”, porque de este principio no se infiere, recíprocamente, que todo lo que
es mayor que otra cosa tenga con ella la razón de todo, dado que, por un lado, hay diversos
tipos de totalidad y, por otro lado, hay muchos tipos de “mayor que”. Hesiodo pudo decir con
razón: “¡Insensatos quienes creen que el todo vale mas que una parte suya!” Es cierto que
hablar de “autoorganización del todo”, como ocurre con frecuencia en el lenguaje de los
políticos (“la democracia es la autoorganización política de la sociedad”, “gracias a la
democracia la sociedad se da a sí misma su constitución”), es un modo muy confuso de
hablar, por las reflexividades que arrastra. Como hemos dicho, no son las totalidades las
que se autoorganizan, puesto que toda autoorganización es un resultado, a lo sumo, de la
concatenación de las partes constitutivas. La sociedad política, como totalidad, [19] no es un
sujeto capaz de tener una conciencia global autoorganizativa; son, a lo sumo, partes suyas
las que podrán proponerse como objetivo esa organización total. Y entonces, ¿por qué ese
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No estamos diciendo, con espíritu elitista, que no puedan las mayorías proponerse como
objetivo el todo, el bien común, &c., mejor que las minorías. Estamos diciendo que no son
nada evidentes las razones por las cuales las mayorías habrían de representar al “todo”
mejor que las minorías. Por eso, la debilidad (ideológica) de la definición de la democracia
por la mayoría es muy notable. ¿Y cómo podría no serlo si comenzamos por advertir que el
concepto mismo de mayoría es oscuro y confuso, y significa, según los parámetros que se
tomen, cosas distintas y contrapuestas? Ante todo, conviene advertir que la interpretación
de la mayoría como expresión del todo (o de la voluntad general) suele darse como
axiomática; sin duda, actúan implícitamente razones, pero estas, cuando se explicitan,
resultan ser muy débiles, tanto las que parecen tener una intencionalidad “racional”, como
las que tienen una intencionalidad “física”.
Pero otras veces, el criterio de las mayorías, como expresión del todo, encontrará su
fundamento, por decirlo así, más que en la razón en la fuerza: las mayorías (“el pueblo
unido”) tiene un poder mayor que las minorías (“jamás será vencido”); y no hace falta decir
más. Sin embargo, esto no es cierto; muchas veces minorías bien organizadas disponen de
un poder de control indiscutible sobre las mayorías, que se ven obligadas, y a veces incluso
con aquiescencia de su voluntad, a plegarse a las directrices que le son impuestas. Tan sólo
en el terreno prudencial o pragmático puede cobrar algún valor el criterio de la mayor fuerza
de las mayorías. Por ejemplo, cuando se contempla la necesidad de rectificar el rumbo, una
mayoría descontenta o desesperada puede tener más fuerza en su protesta o en su
resistencia pasiva, que la minoría responsable obligada a rectificar; mientras que si la
mayoría fue la que marcó el rumbo, a nadie puede hacer responsable, teóricamente al
menos, de su fracaso.
Pero, sobre todo, la cuestión estriba en que cuando se discute si las mayorías
representan al todo mejor o peor que las minorías, no suele quedar determinado a qué
mayorías se refieren los argumentos, por lo que la cuestión podría aquí quedar desplazada
del terreno de la confrontación del criterio mayoría/minoría al terreno de la confrontación de
diferentes mayorías entre sí. En efecto: ¿se trata de una mayoría aritmética simple, o de una
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minoría mayoritaria [20] (una minoría que sea la mayor entre todas las restantes minorías)?
¿Y por qué, en una clase estadística, como lo es un cuerpo electoral con distribución
normal, no tomamos como mayoría la moda o el modo? ¿Y por qué, entre las mayorías
aritméticas, ha de privilegiarse la mayoría “un medio más uno” y no otras mayorías
aritméticas, tales como “un medio más dos”, “un medio más tres”, o las mayorías aritméticas
cuantificadas, como puedan serlo las mayorías absolutas de tres cuartos, de cuatro quintos,
&c.? Todas estas interpretaciones constituyen, desde luego, expresiones aritméticas del
cuantificador lógico “algunos”; pero tan “algunos” son la minoría mayoritaria como la mayoría
simple, la mayoría de dos tercios, como la de tres cuartos; lo que significa que estas
determinaciones aritméticas del cuantificador lógico “algunos” que utilizó Aristóteles, no son
propiamente determinaciones lógicas, sin perjuicio de que algunos autores, siguiendo las
huellas de W. Hamilton, como Rensch (“Plurality Quantification”, en Journal of Symbolic
Logic, 27, 1962), pretendan hacer pasar estas determinaciones aritméticas o estadísticas
como si fueran cuantificadores lógicos. En el cuantificador “algunos” (“por lo menos uno”) no
cabe distinguir minorías y mayorías; por lo que si se las distingue, es porque, desde un
punto de vista lógico, las mayorías están supliendo por “todos” más que por “algunos”. La
suplencia se reconoce de hecho en el momento en el que se interpretan las decisiones de la
mayoría como decisiones “asumidas por el todo”, desde el momento en que las minorías
derrotadas están dispuestas a acatar el resultado mayoritario (aun cuando tuvieran fuerza
para resistirlo). El criterio de la mayoría implica, según esto, el consenso y el acuerdo de
todos (consensus omnium, voluntad general).
Y esto es lo que nos obliga a analizar las “mayorías democráticas” de un modo menos
grosero que aquel que se atiene a las distinciones meramente aritméticas. Evitando la
prolijidad nos limitaremos a decir que cuando hablamos de todos (o de mayorías que los
representan), o bien nos referimos a totalidades (mayorías) atributivas, o bien a totalidades
distributivas (con las cuales podremos formar ulteriormente, por acumulación de elementos,
conjuntos atributivos con un determinado cardinal); y cuando nos referimos a totalidades
atributivas, o bien tenemos en cuenta la extensión del conjunto de sus partes, o bien la
intensión o acervo connotativo en cuanto totalidad o sistema de notas, relacionadas no sólo
por alternativas libres, sino ligadas, como ocurre con los alelos de la Genética. De este
modo nos veremos obligados a construir una distinción entre dos tipos de mayorías (o de
relaciones mayoritarias) que denominaremos respectivamente consenso y acuerdo (aunque
estaríamos dispuestos a permutar la terminología). El primer tipo, se constituye a partir de
una línea de relaciones entre los elementos extensionales del cuerpo electoral (considerado
como totalidad distributiva) y un conjunto de componentes a título de alternativas opcionales
dadas en un “acervo connotativo”, con el cual aquél ha de intersectar, precisamente en las
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Tomando las tablas como referencias podemos definir el consenso en la dirección vertical,
por el grado de las homologías de cuadros marcados de cada columna y, por tanto, por la
relación entre las diversas columnas; en cambio, los acuerdos se representarán en dirección
horizontal, por las relaciones de homología entre filas distintas (no por las homologías [23]
entre los cuadros marcados de cada fila). El cómputo del consenso, por el criterio de la
mayoría simple (en el límite, unanimidad) es sencillo. La mayoría (expresión del consenso
total) resultará a partir de las mayorías de cada columna, de la suma de estas mayorías, si
ella es mayoritaria (cuando nos referimos a cada columna por separado habrá que hablar de
conformidad en diversos grados; el consenso aparecerá como mayoría simple de las
columnas).
Pero el cómputo de acuerdos es más difícil, porque aquí, según el mismo criterio, ellos
pueden tener alcances muy diversos. La distinción más importante, a efectos de su
cómputo, es la distinción entre acuerdos (y por tanto, entre el significado de las mayorías
que les corresponden) de primer orden y acuerdos de segundo orden. Acuerdos de primer
orden (en relación con la tabla de referencia, pero se supone que la generalización es
posible) son aquellos que se mantienen en la perspectiva global de la tabla, como
representación de una totalidad única; lo que equivale a decir que tal totalidad habrá de ser
considerada, a efectos del cómputo, como la resultante de la comparación directa o
inmediata, por vía de producto lógico, de cada fila con todas las demás, dado que
descartamos (o no consideramos) la situación de “acuerdo de una fila consigo misma”, y
que consideramos a los acuerdos dos a dos como simétricos. En este contexto de primer
orden, para una matriz cuadrada de cinco líneas {1, 2, 3, 4, 5}, el número máximo de
acuerdos posibles sobre los contenidos {a, b, c, d, e} será el de diez: {(1/2), (1/3), (1/4),
(1/5), (2/3), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5), (4/5)}. Los acuerdos de primer orden, aunque
computados a través de las homologías de los electores, nos remiten a unas relaciones
objetivas que tienen que ver con la consistencia del acervo connotativo (el grado máximo de
consistencia sería el de diez); no porque se dé un acuerdo extensional por mayoría simple
tendremos que concluir un acuerdo connotativo: el acuerdo mayoritario de un cuerpo
electoral sobre la institución monárquica no la hace a esta compatible con el principio de
igualdad de oportunidades que se supone figura también en el sistema.
Los acuerdos de segundo orden, en cambio, son aquellos cuyo cómputo comienza
“reorganizando” prácticamente la tabla o matriz en dos submatrices o regiones matriciales
dadas precisamente en función de la estructura de sus homologías, y de forma tal que lo
que ahora se compara es el cardinal de acuerdos de una región con el de otra; o, dicho de
otro modo, la consistencia de la matriz deducible de esos acuerdos vendrá dada, no
inmediatamente (por la comparación de partes-filas dos a dos), sino mediatamente, a través
de las regiones previamente establecidas. Y ahora puede ocurrir que una matriz haya
quedado partida o fracturada en dos submatrices de tres y dos filas, de suerte que los
acuerdos sean plenos (totales) en cada una de ellas, sólo que de signo positivo la primera y
negativo la segunda. Diremos ahora que la matriz total tiene mayoría de acuerdos positivos
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(tres filas contra dos), pero un tal acuerdo mayoritario de segundo orden estará en
contradicción total con el desacuerdo mayoritario de primer orden, que arroja una mayoría
de seis desacuerdos {(1/4), (1/5), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5)} contra una minoría de un único
acuerdo {(4/5)}. La apariencia, en este caso, de que la mayoría más significativa es la de
segundo orden (“tres contra dos”) se debe a que en este cómputo hemos reducido la matriz
a sus cabeceras de fila, o, si se prefiere, a la extensionalidad del conjunto de los electores,
dejando de lado la estructura misma del sistema de relaciones entre las filas, sistema que
tiene que ver precisamente con la consistencia o inconsistencia de la matriz. Ilustramos con
las siguientes tablas las cuatro situaciones posibles: [24]
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Esta concepción de la sociedad política como “democracia prístina” alienta sin duda en las
teorías del contrato social (en nuestros días resucitadas por Rawls o Fukuyama), que
postulan una suerte de “asamblea democrática original constituyente” de la propia sociedad
política, e inspira el modo de entender a las sociedades políticas no democráticas como
situaciones inestables, transitorias y forzadas, que sólo encontrarían su estado de equilibrio
definitivo al adoptar la forma democrática. Por lo demás, estas ideologías democráticas
encuentran su principal punto de divisoria en el momento de enfrentarse con la efectividad
de los Estados “realmente existentes”. En función de esta realidad, la ideología democrática
se decanta hacia el anarquismo, cuando está dispuesta a considerar (al modo agustiniano)
cualquier indicio estatista como reliquia prehistórica (incluyendo aquí la “prehistoria de la
humanidad” de Marx), que impide la plena organización democrática de la sociedad; y se
decanta hacia posiciones no anarquistas cuando contempla la posibilidad de una plena
democratización del Estado en la forma de un Estado de derecho.
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ideológica (por no decir metafísica) de la democracia, que olvida, por ejemplo, los derechos
históricos de los españoles no vascos, no catalanes, &c., a formar parte del cuerpo electoral
en proceso de “autodeterminación”, y confunde la autodeterminación con la secesión pura y
simple. Paradójicamente, la idea de una “autodeterminación democrática” constituye el
principio del enfrentamiento, muchas veces sangriento, en nombre de la democracia, de
unas democracias reales con otras proyectadas o realmente existentes.
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Esta tesis está ya expuesta, en plena ideología esclavista, con toda claridad, por
Aristóteles: “el fundamento del régimen democrático es la libertad. En efecto, suele decirse
que sólo en este régimen se participa de libertad, pues esta es, según afirman, el fin al que
tiende toda la democracia. Una característica de la libertad es el ser gobernado y gobernar
por sí mismo.” (Política, 1317ab).
Ante todo, en el momento en el cual la libertad política, así definida, tiende a ser
identificada con la libertad humana en general, y aun a constituirse en un molde de esa
misma libertad, entendida como libertad de elección; como si la elección popular de los
representantes de cada uno de los tres poderes (incluida la elección directa del ejecutivo)
fuese el principio de la libertad humana en general, entendida precisamente como libertad
de elección o libre arbitrio.
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Gustavo Bueno, La democracia como ideología, 1997 http://www.filosofia.org/aut/gbm/1997dem.htm?fbclid=IwAR0H9iOzSaz...
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ser formuladas no tendrán por qué ser propuestas en nombre de la democracia, sino en
nombre del [32] socialismo o del comunismo, en la medida en que ellas no buscan tanto o
solamente la igualdad política, cuanto la igualdad económica o social, compatible con las
desigualdades personales más acusadas. Una sociedad democrática, en cuanto tal, no tiene
por qué extirpar de su seno la institución de las loterías millonarias que son, lisa y
llanamente, mecanismos de amplia aceptación popular puestos en marcha precisamente
para conseguir aleatoriamente la desigualdad económica de algunos ciudadanos respecto
del promedio. Es cierto que esta desigualdad, así obtenida, no viola formalmente la igualdad
política democrática, pero también es cierto que una sociedad que admite y promueve estas
instituciones no podría ser llamada “democracia social” o “socialdemocracia”.
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casi en un axioma. Pero este axioma, que podría entenderse como una aplicación concreta
del principio de la fraternidad, es puramente ideológico y está movido principalmente (si no
nos equivocamos) por los intereses separatistas de los partidos nacionalistas vascos
(principalmente) que no quieren utilizar los [33] métodos propios del terrorismo. En efecto, el
delito político fundamental contra una sociedad política constituida, sea democrática, sea
aristocrática, es el separatismo o el secesionismo; pero como habría que declarar incursos
en este delito político tanto al PNV como a HB, pongamos por caso, puestos que ambas
formaciones son separatistas (y sus dirigentes hacen constar públicamente que “no se
sienten españoles”), se acudirá, para poner entre paréntesis esta circunstancia, al criterio de
la violencia. Y en lugar de hablar de demócratas (españoles, los de la Constitución de 1978)
y de antidemócratas (respecto de esa democracia constituida) se comenzará a hablar de no
violentos y de violentos. Con lo cual se transforma ideológicamente la democracia en una
suerte de virtud intemporal, una virtud mas estratosférica que política, porque consiste en
practicar el diálogo, la tolerancia omnímoda y la no violencia. Como si la democracia no
tuviese que utilizar continuamente la violencia policial o judicial, o incluso militar si llegase el
caso (¿por qué si no mantener un ejército?) contra sus enemigos, entre ellos los terroristas.
¿O es que se pretende sobrentender que sólo practican la violencia los terroristas, pero no
la policía, la ertzainza, los jueces que condenan a ciertos de años de prisión a los
terroristas? Acudir a la regla: “La intolerancia contra la intolerancia es la tolerancia”, no
suprime la intolerancia como método (aun cuando la tolerancia sea su objetivo); por otra
parte, semejante regla, también sería asumida de inmediato por los terroristas (que se
consideran violentados por las “tropas de ocupación españolas”). Y, en todo caso, esa
“regla” no es sino una de las combinaciones algebraicas dadas en un sistema que contiene
estas otras tres: “la intolerancia de la tolerancia es la intolerancia”; “la tolerancia de la
intolerancia es la intolerancia” y “la tolerancia de la tolerancia es la tolerancia”.
6. Metafísica de la democracia
Las ideologías democráticas de las que hemos hablado podrían pretender mantenerse (es
cierto que a duras penas) en un terreno estrictamente político o, al menos, podría intentarse
entenderlas siempre en el ámbito de las categorías políticas, e incluso justificarlas en la
medida en que colaboran a extirpar cualquier brote orientado hacia la restauración de
cualquier tipo de “Estado dual” (como alguno llama a un Estado en el que existen las SS
fascistas o la NKVD soviéticas). Pero, de hecho, suelen desembocar, de modo más o menos
soterrado, en una auténtica metafísica antropológica que transciende los límites de cualquier
terreno político, envolviéndolos con una concepción tal del hombre y de la historia que,
desde ella, la democracia puede comenzar a aparecer como la verdadera clave del destino
del hombre y de su historia, como la fuente de todos sus valores, y como la garantía de su
“salvación”.
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que actúan en las sociedades y en la historia humanas. La visión secular que Hegel
atribuyó, en su Fenomenología del espíritu, a la “autoconciencia” como fin y objetivo de la
evolución humana (tantae molis erat se ipsam cognoscere mentem) se desplazará hacia la
democracia: la “autodeterminación” democrática de la humanidad será el fin de la historia.
Kojève y Fukuyama se han atrevido a decirlo públicamente. [34]
Y, en cualquier caso, habrá siempre que analiza hasta qué punto una sociedad política
que basa la “autoconciencia” de su fortaleza en la estructura democrática de sus
instituciones, no está siendo víctima de un espejismo ideológico, porque acaso la fortaleza
del sistema deriva de estructuras materiales que tienen que ver muy poco con la democracia
formal. Por ejemplo, ¿puede asegurarse que la fortaleza de una nación organizada como
democracia coronada se asiente antes en su condición democrática (adornada
“accidentalmente” por un revestimiento monárquico) que en la propia corona y en la historia
que ella representa?
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