AAVV - Dossier Pirata Sobre Democracia
AAVV - Dossier Pirata Sobre Democracia
AAVV - Dossier Pirata Sobre Democracia
Giorgio Agamben1
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“Nota preliminare a ogni discussione sul concetto di democrazia”, en In che stato è la democrazia?
(Giorgio Agamben, Alain Badiou, Daniel Bensaïd, Wendy Brown, Jean-Luc Nancy, Jacques Rancière,
Kristin Ross, Slavoj Zizek), ed. La fabriuqe copilador; edizioni Nottetempo, 2010.
2
“la constitución se hizo aún más democrática”. NT.
3
“mantuvieron aún más el gobierno en sus manos”. NT.
1
(politeuma) se anudan aquí en la forma de un poder soberano (kyrion), que aparece como
aquello que contiene al mismo tiempo las dos caras de la política. ¿Pero por qué lo político
está escindido y en virtud de qué cosa el kyrion articula y, a su vez, sutura la escisión?
El segundo lugar es el Contrato social. Ya Foucault, en el curso “Seguridad,
territorio, población” de 1977-1978, ha mostrado cómo el problema de Rousseau sería
aquí, justamente, el de conciliar de algún modo una terminología jurídico-constitucional
(“contrato”, “voluntad general”, “soberanía”) con un “arte de gobierno”. Es decisiva, sin
embargo, en la perspectiva que aquí nos interesa, la distinción y, al mismo tiempo, la
articulación entre soberanía y gobierno que está en la base del pensamiento de Rousseau.
“Pido a mis lectores”, escribe en el artículo de la Encyclopédie sobre la Economía
política, “distinguir con claridad la economía pública de la que hablo y que llamo
gobierno, de la autoridad suprema que llamo soberanía; distinción que consiste en el
hecho de que a ésta compete el poder legislativo […] mientras la otra tiene solamente el
poder ejecutivo”. En el Contrato social la distinción es rebatida oponiendo voluntad
general y poder legislativo, por un lado, y gobierno y poder ejecutivo por otro. Se trata
con toda evidencia para Rousseau de distinguir y, al mismo tiempo, articular juntos los
dos elementos (por ello, en el momento mismo en el cual enuncia la distinción, debe negar
con fuerza que ésta implique una división de la soberanía). Como ya en Aristóteles, la
soberanía, el kyrion, es al mismo tiempo uno de los términos de la distinción y aquello
que liga de un modo indisoluble la constitución y el gobierno.
Si hoy nos encontramos frente al domino aplastante de la economía y del gobierno
sobre una soberanía popular que ha sido progresivamente vaciada de su sentido, quizás
sea porque las democracias occidentales están pagando el precio de una herencia
filosófica que éstas habían aceptado sin beneficio de inventario. El malentendido que
consiste en concebir el gobierno como simple poder ejecutivo es uno de los errores con
mayores consecuencias en la historia de la política occidental. Como resultado, la
reflexión política de la modernidad se ha perdido detrás de abstracciones vacías como la
Ley, la Voluntad general y la Soberanía, dejando impensado el problema en todo sentido
decisivo, que es aquel del gobierno y de su articulación respecto al cuerpo soberano. En
un libro reciente (Il regno e la gloria, Bollati Boringhieri, Torino 2009) intenté mostrar
que el verdadero problema, el secreto central de la política no es la soberanía, sino el
gobierno, no es Dios, sino el ángel, no es el rey, sino el ministro, no es la ley, sino la
policía –o sea, más precisamente, la máquina gubernamental que éstos forman y
mantienen en movimiento.
El sistema político de Occidente resulta de la articulación de elementos
heterogéneos, que se legitiman y dan consistencia recíprocamente: una racionalidad
político-jurídica y una racionalidad económico-gubernamental, una “forma de
constitución” y una “forma de gobierno”. ¿Por qué la politeia está presa en esta
anfibología? ¿Y qué le confiere al soberano (al kyrion) el poder de asegurar y garantizar
su legítima conjunción? ¿No se trata de una ficción destinada a cubrir el hecho de que el
centro de la máquina está vacío, que no hay, entre los dos elementos y las dos
racionalidades una articulación posible? ¿Y qué hay de su desarticulación que se trata,
justamente, de hacer emerger, aquella ingobernable que es, al mismo tiempo, la fuente y
el punto de fuga de toda política?
Es probable que, hasta que el pensamiento no decida medirse con el nudo y con
su anfibología, toda discusión sobre la democracia –sobre la democracia como forma de
constitución y sobre la democracia como técnica de gobierno– correrá el riesgo de recaer
en habladurías.
2
Los usos de la democracia
Jacques Rancière
1. El régimen de lo múltiple
4
C. B. Macpherson. Traducido al español como La democracia liberal y su época, Alianza
Editorial, Madrid, 2003.
3
la guerra del Peloponeso de Tucídides. Ese discurso plantea desde la partida un
concepto, el concepto de libertad, entendido como unidad entre dos cosas: cierta
idea de lo común y cierta idea de lo propio. Pericles, según el lenguaje que le
atribuye Tucídides, dice más o menos esto: nosotros conducimos en común los
asuntos de la ciudad y en lo que concierne lo propio, los asuntos de cada cual,
dejamos que cada uno los resuelva a su modo. El concepto de libertad unifica lo
propio y lo común, pero los unifica respetando su distanciamiento. Nuestro
régimen político, dirá en definitiva Pericles, no es el de la movilización. Nosotros
no nos preparamos para la guerra como hace Esparta. Nuestra preparación militar
es nuestra vida, una vida sin coerción y sin secreto. El sujeto político democrático
tiene un denominador común en la distancia misma de un modo de vida
caracterizado por dos grandes rasgos: la ausencia de coerción y la ausencia de
sospecha. Sospecha, en el griego de Tucídides, se dice hypopsia, mirar por debajo.
Lo que caracteriza a la democracia es el rechazo de ese mirar por debajo que los
saberes sociales de la época moderna elevarán al rango de virtud teórica, capaz de
percibir bajo una apariencia común la verdad que la desmiente.
Nada nos obliga, ciertamente, a creer sin más a Pericles o Tucídides, a
identificar la democracia ateniense con el discurso que ésta proclama sobre sí
misma en una circunstancia bien precisa. En la Invention d’Athènes, Nicole
Loraux nos hace recordar que éste es, precisamente, un discurso de movilización.
Sabemos, por ejemplo, que la práctica ateniense de la delación o el uso de la
antidosia5 suponían prestar bastante atención tanto a los actos y gestos del vecino
como al inventario de sus propiedades. Queda de esto una idea, bastante
consistente como para que los adversarios de la democracia la compartan con sus
adeptos: la democracia enlaza de partida cierta práctica de la comunidad política
con un estilo de vida caracterizado por la intermitencia. El hombre de la ciudad
democrática no es un soldado permanente de la democracia. Intermitencia que un
adversario de la democracia, Platón, ha ridiculizado en el libro VII de la República
al describir la igualdad tal como la concibe el hombre democrático, a saber, como
incapacidad de jerarquizar lo necesario y lo superfluo, lo igual y lo desigual. El
hombre democrático, que desea libertad en todo, incluso en lo desigual, no
reconoce la diferencia entre lo necesario y lo superfluo, y trata todas las cosas,
incluso la democracia, en forma de deseo, cambio, moda. Un día, nos dice Platón,
se emborracha éste al son de la flauta, al día siguiente se pone a régimen; un día
hace gimnasia, el siguiente permanece ocioso; un día se dedica a la política, otro,
a la filosofía; se ocupa algún tiempo de la guerra, enseguida, de sus negocios, etc.
No es difícil proporcionar una traducción moderna de ese retrato: ese
hombre democrático, que pasa de la política a la dietética o de la gimnasia a la
filosofía, se asemeja bastante a lo que se nos describe como el individuo
postmoderno. Platón nos describe por adelantado ese individuo esquizofrénico de
la sociedad de consumo del que se ha dicho complacientemente que representa la
ruina de la democracia o su menoscabo, pero que, en su caricatura, aparece como
su encarnación misma.
La democracia es para él, esencialmente, el sistema de la variedad, y esto
concierne igualmente a la oferta política: la democracia no es una constitución,
nos dice Platón, sino un bazar de constituciones que las contiene a todas y en la
5
Antidosia: intercambio de fortunas. Cuando un rico ateniense evitaba un cargo financiero
público, arguyendo lo insuficiente que era su fortuna, el que lo substituía podía solicitar este
intercambio (lo que era un medio de evitar el fraude).
4
que cada uno puede encontrar la que le plazca. Así, considerada por su adversario,
la democracia sería el régimen de la acomodación múltiple. Esa idea del régimen
que cada cual puede considerar de una manera diferente se encuentra también en
Aristóteles. Pero Aristóteles no piensa ese poder de acomodación múltiple como
signo de inferioridad, sino como una virtud política. Es cierto que para él esta
virtud no es la de la democracia. Como para Platón, la democracia no es para
Aristóteles sino el menos malo de los malos regímenes; un régimen desviado que
es necesario comparar al régimen correcto, a la politeia o —si se quiere— la
república. Pero, por otro lado, el buen régimen se caracteriza justamente por eso,
por ser siempre una mezcla, un bazar de constituciones. Un régimen sin mezcla,
un régimen que pretenda lograr que todas sus leyes e instituciones sean semejantes
a su principio, se condena a la guerra civil y a la ruina a causa de la unilateralidad
misma de ese principio. Para aproximarse a la perfección todo régimen deberá
entonces corregirse, empeñarse en acoger el principio contrario, hacerse
desemejante a sí mismo. De hecho, nunca ha existido un buen régimen, sino
solamente regímenes desviantes en perpetuo trabajo de autocorrección, o, como
estaríamos tentados de decirlo, de autodisimulación. Así, a las burlas de Platón
respecto a esa feria de regímenes puede oponerse ese texto del libro IV de la
Política en que Aristóteles explica: es necesario que uno pueda ver los dos
regímenes a la vez, democracia y oligarquía, y al mismo tiempo ninguno de ellos.
El buen político es el que le hace ver la oligarquía al oligarca y la democracia al
demócrata.6 Vale la pena detenerse en esta función del artificio, pues resume toda
la complejidad del pensamiento aristotélico sobre la política: desmintiendo tanto
la utopía realista de la coincidencia como la concepción puramente manipuladora
de la política, nos abre a pensar ésta ya no como una ilusión o maquinación, sino
en cuanto arte de la vida en común. En Aristóteles el artificio realiza el principio
de la vida en común denominado amistad, que desarma la unilateralidad propia de
cada uno de los elementos constitutivos de la política. Es una manera de jugar el
juego del otro y de cogerlo en su propio juego, irreducible a cualquier “astucia de
la razón”. Este arte se limita en él a ciencia del gobernante; pero quizá lo que se
ha calificado de “invención democrática” consista en parte en la capacidad que se
atribuyen los no gobernantes de jugarlo por sí mismos.
De esta rápida revisión de algunos de los enunciados fundadores de la
democracia y la república yo extraería dos observaciones: en primer lugar, la
democracia —el poder del demos— no puede ser identificado a un principio de
unidad y ubicuidad. El poder del demos es también el de un estilo de vida que da
cabida a lo propio y a lo común. Pero, al mismo tiempo, este arte o artificio de la
vida en común —la manera en que un régimen debe hacerse desemejante a sí
mismo— tiene quizás aún algo que ver con la práctica y el pensamiento
democráticos en las democracias modernas. Puede que haya una relación por
descubrir entre este arte de la desemejanza teorizado por Aristóteles y ese
principio de división que Claude Lefort percibe como la esencia de la democracia
moderna, el lugar de un poder sin cuerpo dividido en diversas instancias de
legitimidad —en particular, en las del derecho, la ley y el saber. Ese arte a través
del cual el teórico de la politeia intenta contener y corregir los vicios de la
democracia podría, así, ayudarnos a comprender sus virtudes propias, que no son
las cualidades de un artista, pero que son, sin embargo, también ellas, virtudes de
6
Aristóteles, Política, 1, IV, 1294b.
5
artífice, una manera de regular la relación entre aquello que se dice y aquello que
se ve.
Sabemos, en efecto, que la división propia al régimen democrático ha sido
generalmente pensada de un modo negativo, como manifestación de un
desgarramiento o de una no-verdad de la democracia. El pensamiento de la crítica
social ha estado curiosamente contaminado por una problemática surgida del
pensamiento teocrático contrarrevolucionario, que concibe la emergencia
democrática como pérdida de la unidad, como desgarramiento del vínculo social.
No quiero insistir en todos los aspectos de ese fantasma de la totalidad perdida y
por restaurar que la contrarrevolución ha generosamente legado al socialismo y a
la ciencia social. Pretendo, simplemente, hacer notar de qué manera ese
pensamiento de la división como no verdad —como ilusión o mentira— se ha
traducido en la ciencia social y en las formas de crítica social y de percepción
política inducidas por su discurso. Es, en efecto, este pensamiento el que ha
proporcionado a la ciencia social su carácter original de una ciencia de la sospecha
que piensa la heterogeneidad de las formas democráticas como inadecuación a sí
y el espacio de la palabra y la representación democrática como escena de
travestismo de la verdad.
La práctica democrática se ha visto, así, duplicada por el pensamiento de
la sospecha, del mirar-por-debajo, reenviando todo enunciado democrático a una
verdad disimulada de la desigualdad, la explotación o el desgarramiento. Se ha
constituido una alianza entre dos temas: el de la democracia formal, opuesta a la
democracia real, y el de la ilusión propia de la conciencia espontánea de los
actores sociales - especialmente de la conciencia espontánea de los explotados,
separados del sentido de su propia práctica. De allí nació un doble discurso: un
dogmatismo de la verdad escondida y un escepticismo del desconocimiento
necesario. Dispositivo teórico que posee el temible poder de sobrevivir al colapso
de sus modelos políticos. Justamente allí donde han quedado destrozados los
grandes modelos de la esperanza política, donde nadie se atreve a oponerle nada
a la democracia en cuanto buena forma de colectividad, el dogmatismo sigue vivo
en la forma de escepticismo. La rutina indefinida de la desmitificación impone
siempre un modo de pensar y de practicar la democracia en el modo de la
sospecha, como si fuera siempre necesario hacerle confesar a ésta que no es lo que
pretende ser, que los que la practican viven perpetuamente engañados respecto de
lo que hacen. Esos discursos han terminado por oscurecer el sentido mismo de la
experiencia socialista —en particular el de la experiencia socialista obrera— al
desconocer en esta experiencia un trabajo de la democracia. Esto es lo que me
gustaría mostrar examinando algunos aspectos de lo que llamaría vita
democratica, en el sentido en que Hannah Arendt habla de la vita activa.
Consideraré dos de sus aspectos, el uso de las palabras y el uso de las formas.
Voy a examinar aquí la historia de una idea y de una práctica de la Francia del
siglo XIX: la idea y la práctica de la emancipación de los trabajadores. Esta idea
se establece, en efecto, a través de todo un sistema de discursos y de prácticas que
rechazan completamente el discurso de la verdad escondida y de su
desmitificación. La experiencia militante obrera asume en este punto un aspecto
bastante singular para nuestros hábitos de pensamiento, a saber, como una suerte
6
de verificación de la igualdad. Como se sabe, la ciencia social se ha ocupado,
fundamentalmente de una cosa: verificar la desigualdad, de hecho, ha podido
probarla siempre. Frente a esta ciencia de la crítica social que redescubre
perpetuamente la desigualdad parece interesante sacar a luz esas prácticas que se
han asignado, precisamente, la tarea inversa. A partir de allí, podremos
preguntarnos, llegado el caso, quién es el más ingenuo, quien verifica la igualdad
o la desigualdad; o si ese mismo concepto de ingenuidad tiene, en este punto,
alguna pertinencia.
Después de la revolución de 1830 se ve aparecer en Francia una multitud
de publicaciones, folletos y diarios obreros que desarrollan, fundamentalmente, la
misma cuestión: ¿son o no son iguales los franceses? Esos textos, que suelen
acompañar los movimientos de huelga u otros movimientos, presentan
aproximadamente la forma de un silogismo.
La premisa mayor del silogismo es simple. La Carta que acaba de
promulgarse en 1830 dice en su preámbulo que todos los franceses son iguales
ante la ley. Esta igualdad constituye la premisa mayor del silogismo. La premisa
menor del silogismo está tomada de la experiencia inmediata. Por ejemplo, en
1833 los obreros-sastres de París se declaran en huelga porque los dueños se
niegan a responder a sus peticiones respecto a las tarifas, la jornada de trabajo y
ciertas condiciones de laborales. La premisa menor del silogismo se desarrollará
más o menos así: ahora bien, el señor Schwartz, dirigente de la coalición de los
dueños se niega a escuchar nuestras razones. En efecto, le presentamos nuestras
razones para una revisión de tarifas, que él puede verificar. Ahora bien, éste se
niega a verificarlas. Por lo tanto, no nos trata como iguales. Contradice la igualdad
inscrita en la Carta.
Otra forma para el mismo silogismo: el mismo señor Schwartz se reúne
con sus colegas y se concierta con ellos para resistir a las demandas de los obreros.
Organiza así una coalición entre los patrones. Ahora bien, la ley dice que las
coaliciones de empleadores son igualmente condenables que las coaliciones de
obreros. Y sin embargo sólo los obreros son perseguidos por la justicia. También
allí la igualdad se encuentra contradicha.
Otro ejemplo de la misma época: la ley dice que los franceses son iguales.
Ahora bien, el señor Persil, procurador del rey, acaba de decir en su requisitoria
contra un pregonero: “Todo lo que la justicia ha hecho contra la licencia de la
prensa y contra las asociaciones políticas no serviría de nada si se pudiera describir
todos los días a los obreros su posición, comparada a la de una clase de hombres
más elevada dentro de la sociedad; repetirles que son hombres como éstos y que
tienen derecho a los mismos privilegios”. He aquí, entonces, una nueva premisa
menor de este silogismo: un representante de la ley que acaba de decir que los
obreros no son hombres como los otros. Así, el silogismo es simple: en la mayor
encontramos aquello que dice la ley; en la menor, lo que se dice o se hace en otro
lugar, un hecho o una frase que contradicen la afirmación jurídico-política
fundamental de la igualdad. Pero hay dos maneras de pensar la contradicción entre
la mayor y la menor. La primera nos es familiar y consiste simplemente en
concluir que la frase jurídico política es una ilusión, que la igualdad postulada es
una apariencia que no tiene otro objeto que el disfrazar la realidad de la
desigualdad.
Así es como razona el buen sentido de la desmitificación. Pues bien, ese
no es en absoluto el camino que toman esos razonamientos obreros. La conclusión
que sacan es generalmente la siguiente: hay que acordar la menor y la menor y
7
para eso hay cambiar o la una o la otra. Si el señor Persil o el señor Schwartz
tienen razón en decir aquello que han dicho y hacer aquello que han hecho, hay
que suprimir el preámbulo de la Carta. Hay que decir: los franceses no son iguales.
Si, por el contrario, mantenemos la premisa mayor, si se mantiene el preámbulo,
el señor Schwartz o el señor Persil deberán necesariamente hablar o actuar de otro
modo.
Lo interesante de este razonamiento es que ya no se opone la frase al hecho
o la forma a la realidad. Opone frase a frase, hecho a hecho. A partir de lo que es
pensado generalmente como distancia o no lugar, crea precisamente un lugar en
el doble sentido de la palabra: un sistema de razones y un espacio polémico. La
frase igualitaria no es simplemente una pura nada. Una frase posee el poder que
se le confiere. Ese poder es antes que nada el poder de crear un lugar en el que la
igualdad pueda reclamarse de ella misma: en alguna parte hay igualdad; está
dicho, está escrito. Y por lo tanto puede ser verificado. Quien se asigna como tarea
el verificar esa igualdad puede fundar, a partir de allí, una práctica.
¿Cómo puede verificarse una frase? Esencialmente por los actos que cada
uno ejecuta por sí mismo. Actos que hay que organizar como prueba, como un
sistema de razones. En el ejemplo escogido, a partir de ahí resulta una
transformación determinante en la práctica de la huelga, que se convierte así en
demostración. Hasta ese momento el hecho de negarse a trabajar entraba en una
lógica de correlación de fuerzas, culminando en lo que los compagnons
medievales llamaban la damnation: cuando éstos estaban insatisfechos con los
empleadores de una ciudad, la condenaban, esto es, la abandonaban con líos y
petacas e impedían que otros vinieran a reemplazarlos. Una nueva práctica de la
huelga viene a oponerse ahora a esta lógica del no-lugar; con ella se busca
transformar la relación de fuerzas en relación de razón. Lo que no significa
sustituir los actos por palabras, sino hacer de la relación de fuerzas una práctica
demostrativa.
Lo que se debe demostrar es, precisamente, la igualdad. Entre las
reivindicaciones de esta huelga de obreros sastres figura una fórmula extraña para
nosotros: se piden “relaciones de igualdad” con los patrones. Una demanda que
puede parecernos ingenua o barroca; sin embargo, su sentido es claro: existen
obreros, existen dueños, pero los dueños no son dueños de los obreros. 7 Para
decirlo de otro modo, es preciso tener en cuenta dos relaciones: por una parte, la
relación de dependencia económica que da origen a cierto “social” (a una
determinada distribución de roles que se refleja en el orden cotidiano de las
condiciones de trabajo y de las relaciones personales), un “social” de la
desigualdad. Por la otra parte se encuentra la relación jurídico-política, la
inscripción de la igualdad que figura en esos textos fundadores de la Declaración
de Derechos del Hombre en el preámbulo de la Carta. Esa otra relación tiene el
poder de crear otro “social”, un social de la igualdad: lo que en este punto quiere
decir: imponer la negociación como costumbre, así como ciertas reglas de cortesía
entre los patrones, o bien, en lo que concierne a los obreros, el derecho de leer el
diario en los talleres. Esta igualdad social no es ni una simple igualdad jurídico-
política ni una nivelación económica. Es la igualdad que se encuentra en potencia
en la inscripción jurídico política traducida, desplazada y maximizada en la vida
7
Se ha traducido “maîtres” por dueños para conservar el sentido de este juego de palabras, en
francés “il y a des ouvriers, il ya de maîtres, mais les maîtres ne sont pas les maîtres de leurs
ouvriers”. N. de T.
8
de todos los días. Igualdad social que no constituye la totalidad de la igualdad; es
una manera de vivir la relación de la igualdad con la desigualdad; de vivirla y al
mismo tiempo desplazarla positivamente.
Así se define un trabajo de la igualdad que no puede ser jamás simplemente
una demanda al otro o en una presión ejercida sobre él, sino que debe ser, al mismo
tiempo, una prueba que uno se impone a sí mismo. Ese es el sentido de la
emancipación: emanciparse es salir de la minoría. Pero nadie sale de la minoría
social sino es por sí mismo. Emancipar a los trabajadores no consiste en mostrar
el trabajo como principio fundador de la sociedad nueva, sino sacar a los
trabajadores del estado de minoría, probar que efectivamente pertenecen a la
sociedad, que efectivamente se comunican con todos en un espacio común, que
no son solamente seres de necesidad, de queja o de grito, sino seres de razón y
discurso, que pueden oponer razón a las razones y esgrimir su acción como una
demostración. Por eso se constituye la huelga como un sistema de razones:
demostración de la justicia de las tarifas que se proponen, comentario de los textos
de los adversarios para demostrar su falta de razón, organización económica de la
huelga mediante la creación de un taller administrado, menos como germen de un
“poder obrero” del futuro que como extensión del principio republicano a un
terreno que hasta ahora le era ajeno, el del taller. Ya que, en realidad, tal vez no
sea necesario que los trabajadores posean sus fábricas y que las hagan funcionar
por su cuenta para que sean iguales: quizá basta que demuestren, llegado el caso,
que son capaces de hacerlo. Se trata, antes que fundar un contra-poder que legisle
en nombre de una sociedad futura, de hacer una demostración de comunidad.
Emanciparse no es escindirse, es afirmarse como copartícipe de un mundo común,
presuponiendo, incluso si las apariencias dicen lo contrario, que se puede jugar el
mismo juego que el adversario. De ahí la proliferación, en la literatura de la
emancipación obrera —y de la emancipación femenina— de argumentos que
tienden a demostrar que los que piden igualdad tienen con justicia derecho a ella,
que participan en un mundo común en el que pueden probar que tienen razón y
que es necesario que ello sea reconocido por el otro.
Naturalmente, el hecho de probar que se tiene razón nunca ha obligado al
otro a reconocer su error, y siempre ha sido necesario recurrir a otro tipo de
argumentos para respaldar la propia razón. Puesto que ese derecho adquiere su
potencia de afirmación en la violencia de su inscripción. La argumentación
razonable de los huelguistas de 1833 es audible y su demostración es visible
porque el evento de 1830, recordando el de 1789, los ha arrancado del inframundo
de ruidos oscuros y los ha instalado por efracción contingente en el mundo del
sentido y de la visibilidad. La repetición de la frase igualitaria es la repetición de
esta efracción. Es por esto que el espacio de sentido común que ella abre no es un
espacio de consenso. La democracia es la comunidad de partición, en el doble
sentido del término: pertenencia a un mismo mundo que sólo puede declarase en
la polémica, reunión que sólo puede realizarse en el combate. El postulado del
sentido común es siempre transgresivo. Supone una violencia simbólica en
relación al otro como hacia sí mismo. El sujeto de derecho que ningún texto basta
para fundar sólo puede existir en esta doble violencia. Es, primeramente, ante sí
mismo que cada uno debe demostrar que no existe sino un solo mundo y que en
él puede dar razón de sus actos. Hannah Arendt plantea que el primer derecho es
el derecho a tener derechos. Podría agregarse que sólo tiene derechos quien puede
plantear la obligación racional que el otro tiene de reconocerlos. Que la mayoría
de las veces el otro se escurra es algo que no cambia para nada el problema. El
9
que por principio declara que el otro no lo comprenderá, que no hay un lenguaje
común, pierde fundamento para reconocerse derechos para sí mismo. Al contrario,
aquel que hace como si el otro escuchara todo el tiempo su discurso, aumenta su
propio poder y no solamente en el plano discursivo.
La existencia de un sujeto de derecho supone que la frase jurídica es
verificable en un espacio de sentido común. Que este espacio sea virtual no
significa que sea ilusorio. Quien confunde lo virtual con lo ilusorio se desarma,
de la misma manera que aquél que confunde comunidad de reparto y comunidad
de consenso. La igualdad se manifiesta sólo trazando las líneas de su propio
espacio. El estrecho camino de la emancipación pasa entre el asentimiento a
mundos separados y la ilusión del consenso. Es la misma tensión que caricaturizan
los análisis que oponen lo formal a lo real o los arrepentidos que cambian una
posición por la posición contraria. Esos análisis del pasado, que oponían la
libertad y la igualdad reales a su declaración formal, o los análisis posteriores, que
oponen las buenas y sabias revoluciones de la libertad a las utópicas y cruentas
revoluciones de la igualdad, olvidan por igual este hecho: igualdad y libertad son
potencias que se engendran y crecen por un acto que les es propio. Y eso es lo que
implica la idea de emancipación al afirmar que no hay libertad o igualdad ilusoria,
que tanto la una como la otra son una potencia de la que conviene verificar los
efectos.
Lo que quiere decir también que no existe potencia de grupo con
independencia de la potencia con que los individuos se arrancan al infra-mundo
de ruidos oscuros, afirmándose como copartícipes de un mundo común. Por lo
demás, la idea de emancipación se ha hecho camino a través de una serie de
experiencias individuales. Los archivos del ebanista Gauny constituyen un buen
ejemplo de esas incontables experiencias singulares: nos muestran la manera en
que éste había elaborado por sí mismo toda una ética e incluso una economía de
la emancipación, un sistema de cálculo de la libertad; una especie de contra-
economía política a través de la cual se trataba, en cada acto de la vida cotidiana,
de calcular la adquisición no ya de un máximo de bienes sino de un máximo de
libertad.8 De ahí la invención de un estilo de vida en donde se trataba de tener
cada vez menos necesidades, trocándolas en permanencia por libertad. Sería
interesante comparar esta economía ascética —economía “cenobítica”, como la
llamaba él— con las teorías contemporáneas del actor individual y del cálculo de
“costos”: podría observarse que el extremo de la emancipación individual
comunica con el sentido común. Así, los zapatos constituyen un punto esencial en
su presupuesto: el emancipado es un hombre que marcha sin detenerse, circula y
conversa, hace circular el sentido y comunica movimiento de emancipación. Por
una parte, la emancipación del obrero pasa por un cambio de estilo de vida, por
una estetización de su vida. Por la otra, el punto de conjunción entre el hombre y
el ciudadano, entre el individuo que calcula su vida y el miembro de la comunidad,
reside en que el hombre es un ser dotado de palabra: es fundamentalmente en su
calidad de ser parlante que éste resulta ser igual a cualquier otro. Por lo demás, es
precisamente a través de los pensadores del lenguaje que el vocablo emancipación
adquirió en Francia un sentido nuevo, que sobrepasa su definición jurídica,
apuntando a una experiencia individual y colectiva nueva. En su centro, esta nueva
idea de emancipación postula la igualdad de inteligencias como condición común
8
Cf. Gabriel Gauny, Le philosophe plebeïen. Textos reunidos y presentados por Jacques
Rancière, Paris, La Découverte, Presses Universitaires de Vincennes, 1983.
10
de inteligibilidad y comunidad, como un supuesto que cada cual debe esforzarse
en verificar por su cuenta.9
La experiencia democrática resulta ser, así, la de una cierta estética de la
política. El hombre democrático es un ser de palabra, es decir es también un ser
poético, capaz de asumir una distancia entre las palabras y las cosas que no
significa ni decepción ni engaño, sino humanidad, humanidad capaz de asumir la
irrealidad de la representación. Virtud poética que es una virtud de confianza. Se
trata de partir del punto de vista de la igualdad, de afirmarla, trabajar
presuponiéndola para ver todo cuanto puede producir, para maximizar todo lo que
pueda darse de libertad y de igualdad. Quien parte, por el contrario, de la
desconfianza; quien parte de la desigualdad y se propone reducirla, jerarquiza las
desigualdades, jerarquiza las prioridades, jerarquiza las inteligencias y reproduce
indefinidamente la desigualdad.
9
Cf. Rancière, Le maître Ingnorant, Paris, Fayard, 1987. Tr, es. El Maestro Ignorante, Laertes,
Madrid, 2003.
10
Pierre Bourdieu et Jean-Claude Passeron. Les Heritiers y La reproduction, Paris, Editions de
Minuit, 1964 y 1970. Considero aquí esas tesis al nivel de generalidad que les ha valido su éxito
en la doxa política, independientemente de la evolución ulterior de cada uno de estos dos
autores.
11
mayor (la escuela igual para todos), para extraer de allí sus acusaciones. El libro
pretende demostrar que la escuela produce desigualdad precisamente haciendo
creer en la Igualdad. Al hacer creer a los hijos de los pobres que todos son iguales
en la escuela, que se califica, clasifica y selecciona a los estudiantes
exclusivamente en razón de sus dotes y su inteligencia, la escuela los obligaría a
reconocer que si no tienen éxito es precisamente porque no están bien dotados,
porque no son inteligentes y que, en consecuencia, es mejor para ellos ir a otra
parte. Así, la escuela es concebida como el ámbito de una violencia simbólica
fundamental, que no es otra cosa que la ilusión misma de la igualdad. Para hacer
creer que el éxito depende solamente de las dotes del alumno, la escuela privilegia
todo aquello que excede la simple transferencia de saber y que, supuestamente, es
manifestación de la personalidad y originalidad del alumno. Con ello, se
selecciona, en realidad, una manera de ser, un estilo de vida y un modo de
aculturación que no se aprenden en la escuela, el de los herederos. La escuela
muestra así la falsedad de su promesa y la fidelidad a su esencia oculta, a esa
scholé griega que da su nombre a la escuela y que designa, en primer lugar, la
condición de la gente que tiene tiempo libre, de los que son iguales en tanto tienen
tiempo libre y que consagran eventualmente este privilegio social al amable placer
del estudio.
La forma escolar constituiría, así, un círculo perfecto: conversión de un
capital socio-económico en capital cultural; y, mediante la disimulación fáctica de
esa conversión, separación, eficaz e invisible, entre los que tienen o no tienen los
medios de realizar esta conversión. De este modo, la forma democrática, en
sentido amplio, comportaría al mismo tiempo la ilusión de igualdad y el
desconocimiento de una desigualdad fundamental, la desigualdad entre hombres
de scholé y hombres de necesidad; entre los que pueden y los que no pueden pagar
el lujo de lo simbólico. La democracia sería el régimen engañador que supone que
los pobres tienen la posibilidad de realizar inversiones suntuarias. Lógica extrema
del pensamiento de la sospecha, que hace del hombre democrático un hombre
burlado por esas formas en que la división se perpetúa y disimula a la vez.
A esta interpretación nihilista del pensamiento de la sospecha corresponde,
a decir verdad, una interpretación política positiva, llamada “reducción de
desigualdades”. De la crítica de Bourdieu y Passeron, los pedagogos y políticos
han retenido tres ideas: la necesidad de dejar en claro los factores implícitos de la
desigualdad, luchar contra el formalismo de la gran cultura y tomar en cuenta el
peso social de los habitus y modos de socialización propios a las clases
desfavorecidas. El resultado de esas políticas, al menos en Francia, casi no ha sido
puesto en cuestión: pretendiendo explicar la desigualdad se la ha vuelto más
rígida. Por una parte, la explicación de las diferencias socioculturales ha tendido
a transformar en destino, a desplazar la institución escolar en el sentido de una
institución de asistencia, con todo lo que esto comporta de orientaciones y
reagrupamientos que conducen los hijos de inmigrados hacia alternativas en que
no corran el riesgo del fracaso. Por otra parte, la persecución de los criterios
“implícitos” ha aumentado el peso de los criterios más explícitos: la carrera loca,
emprendida desde la escuela y rápidamente interiorizada por los niños, por entrar
en una buena escuela primaria que dé derecho a entrar en el buen colegio que a su
vez permite de entrar en los buenos cursos de los buenos liceos, situados en el
buen cuadro sociocultural de los buenos barrios de la capital.
Así, la visión nihilista de la escuela como forma de reproducción de
desigualdad y la visión progresista de ésta como instrumento de reducción de
12
desigualdades, confluyen tanto en sus efectos como en sus principios: nacidas de
la desigualdad, vuelven posteriormente a ésta. Al exigir una escuela que se adapte
a las necesidades de los trabajadores, o al denunciar una escuela adaptada a la
reproducción de su dominación, estas visiones confirman una vez más aquel burdo
supuesto que la crítica contrarrevolucionaria dejó en herencia a su desmitificación
socialista: la idea de que la discordancia entre las formas constitutivas de un
régimen socio-político es signo de su mal o de una mentira fundamental. Pero en
eso reside precisamente la característica de la democracia moderna, en la
heterogeneidad de sus formas y, en particular, la no convergencia de la lógica
escolar con la lógica productiva.
Es cierto, en determinado sentido, que la escuela es la heredera paradójica
de la scholé aristocrática. Esto significa que aquella iguala a aquellos que acoge,
menos por la universalidad de su saber o sus efectos de redistribución social, que,
por su forma misma, que consiste en la separación respecto de la vida productiva.
La democracia tomó de las antiguas sociedades jerárquicas esta forma que separa
el ocio intelectual de la necesidad productiva. Pero de esta separación otrora
natural hace una contradicción en acto en la cual diversas políticas de desigualdad
vienen a superponerse y a reencontrar, bajo formas con frecuencia imprevisibles,
las investiduras ideológicas y sociales diversificadas de los usuarios, esto es, de
las familias. La ambigüedad de la forma escolar la deja abierta a una multiplicidad
de opciones y sentidos: para algunos, ella realiza la igualdad ciudadana, para otros,
es un medio de promoción social; hay quienes la creen un derecho independiente,
incluso, de su utilización más o menos lograda, algo que la democracia se debe a
sí misma y debe a los deseos de sus miembros, incluso en sus deseos
indeterminados. La mayoría de las veces todos esos sentidos se mezclan y hacen
de la escuela no la máscara de la desigualdad o el instrumento de su reducción
sino el lugar de la visibilidad simbólica de la igualdad al mismo tiempo que su
negación empírica. Es por eso que no hay ninguna reforma de la escuela que no
se presente bajo la forma de una decisión relativa a la igualdad.
Uno de los más significativos entre los numerosos movimientos suscitados
en Francia por las voluntades gubernamentales ha sido el paro de los estudiantes
de noviembre 1986. El gobierno había presentado en el parlamento un proyecto
de ley sobre las universidades, inspirado, como los otros, en la necesidad de
adaptarlas mejor a la vida económica. Un diplomado de cada tres, se decía, se
encuentra cesante. Era preciso, en consecuencia, introducir una “orientación
selectiva” en la universidad, que condujera a los estudiantes sobre aquellas vías
en que sus capacidades pudieran valerles un empleo. La ley era muy prudente: un
poco de orientación selectiva, pero no demasiada; se permitiría a las universidades
aumentar el precio de las matrículas, pero sin exagerar. Esta tibia ey parecía estar
destinada a ser aprobada en medio de la resignación general, junto a una serie de
medidas que ilustraban el nuevo curso emprendido por la nueva mayoría
conservadora. He aquí, sin embargo, que en unos pocos días doscientos mil
estudiantes universitarios y secundarios salieron a las calles de París para exigir
su retiro. Pareciera que, a pesar de la prudencia de la ley, los interesados hubiesen
retenido una sola palabra, insoportable en cuanto tal, la palabra selección. Y sin
embargo la reacción de los estudiantes se sitúa en un contexto en el que ha
desaparecido ya todo trasfondo de revolución cultural, en el que todos los grandes
discursos de contestación sobre la escuela capitalista han desaparecido. Los
estudiantes y liceanos que se oponen a la ley están, por lo demás, en gran medida
cogidos individualmente en la lógica selectiva, en la búsqueda de buenas clases y
13
de los mejores derroteros. Ahora bien, pareciera que esta transformación de
creencias y actitudes prácticas no impidiera el inflexible mantenimiento de un
sistema de identificación colectiva en el que la gratuidad y la apertura del sistema
universitario son considerados como conquistas inamovibles de la sociedad
francesa, una universidad en la que cualquiera puede seguir cualquier tipo de
estudios, con los riesgos y pérdidas que comporta esto tanto para el individuo
como para el Estado —en breve, la feria del saber, para retomar la imagen
platónica— aparece para la comunidad y a cada uno de sus miembros como una
prerrogativa indiscutible.
No debemos entender con esto, sin embargo, que los deseos y cálculos
desordenados del bazar democrático obliguen a un compromiso a los gestores de
la racionalidad colectiva. La democracia no sería de hecho otra cosa que lo que
veía Platón en ella: el desorden del dominio, la discordancia entre sus formas, que
reflejan el desorden de los deseos populares. La democracia no consiste en los
compromisos y los desórdenes de un sistema estatal. Estos mismos no son más
que los efectos de la división igualitaria, las configuraciones histórico-
contingentes en que ésta puede volver a trazar su propio lugar y confirmar su
poder, el poder de desclasificación.
Pues es esto, con seguridad, lo que está puesto en juego con ese término
de selección. Y eso es, finalmente, lo que los que protestaban comprendieron por
instinto. Antes que por su promesa de rentabilidad, la palabra selección agrada a
algunos ya sólo al pronunciarla. Les agrada, simplemente, porque afirma que la
desigualdad es el fundamento del orden social. La juventud, aparentemente poco
politizada, que se lanzó a la calle contra esa sola palabra, parece haberlo
presentido: se trataba simplemente de una cuestión de igualdad y desigualdad, de
saber si la una o la otra hará ley en última instancia, si hará la ley en el compromiso
democrático y le dará un sentido: el sentido del derecho de la multitud o aquel de
la sabia gestión del ochlos.
Creo que es desde ese punto de vista que pueden relativizarse las
apreciaciones contradictorias que produjera ese movimiento tranquilo y exento de
romanticismo. Algunos alabaron el realismo de los jóvenes que, a diferencia de
los revolucionarios del 68, supieron circunscribir sus objetivos y organizar
pacíficamente sus tropas. Por el contrario, otros han rechazado la mezquindad de
un movimiento volcado hacia intereses inmediatos y ridículamente preocupado de
su respetabilidad. Pero quizá se olvida con esto uno de los aspectos más singulares
de aquello que cada uno llamará, a voluntad, realismo o reformismo. Con ese
movimiento se produjo algo singular. Se difundió masivamente en las
universidades el texto de la ley; los estudiantes lo compraron y comentaron. En
nuestra época, no se leía el texto de la ley; se sabía ya lo que éste expresaba: la
sumisión de la universidad al poder capitalista. No había nada que decir a los
ministros que la proponían, aparte de decirles que el capitalismo se expresaba a
través de ellos y que no podían hacer otra cosa que lo que hacían. Tampoco los
políticos esperaban otra reacción de parte nuestra, y por eso no tenían otras
dificultades que las que implica el mantenimiento del orden. Pero se produjo en
ese movimiento algo que originó el desconcierto en los rangos del gobierno y la
mayoría conservadora: los estudiantes comentaron la ley y concluyeron que era
una mala ley. Se dirigieron a ellos como a gente que, después de todo, podía dictar
tanto buenas como malas leyes. Estos esperaban el estribillo habitual: “El
capitalismo habla a través de sus bocas”. En lugar de eso, ahora, por primera vez,
se los tomaba en serio como legisladores, como si ellos pudieran perfectamente
14
elaborar leyes apuntando al interés general, ya que han sido elegidos para eso.
Esta “ingenuidad” de los estudiantes de 1986, que razonaban como los obreros
del vestido de 1830, creando, al jugar el juego del otro, un espacio polémico
inédito, los tomó completamente en descampado, dejándolos al descubierto y
haciéndolos presa del renovado silogismo de la igualdad.
Pero la fuerza de ese silogismo no reside en nada parecido a la superioridad
del realismo sobre la utopía o la superioridad de las vías pacíficas por sobre los
medios violentos. Lo propio del silogismo de la igualdad no está en el remplazar
el combate por la palabra, sino en el crear un espacio común en tanto espacio de
división. Más acá del declinar de las grandes figuras de la lucha de clases y de la
esperanza revolucionaria, la modestia de los manifestantes de 1986 toca el mismo
punto sensible que la violencia “des enragés” de 1968: afirma el poder de lo
múltiple divisor contra la decadencia consensual —“okhlocrática”— de la
democracia entendida como el gobierno de élites bien seleccionadas en vistas de
la gestión armoniosa de los deseos atomizados de la masa. Contra las jerarquías
del consenso y las pasiones de exclusión, la ocupación de la calle por parte de la
multiplicidad anónima confirma la comunidad del reparto. Y no puede
confirmarla sino volviendo a pasar sobre las trazas de la inscripción violenta que
ha constituido el terreno de la negociación de saberes, en lugar del ejercicio de la
trasgresión igualitaria.
4. La democracia en el presente
11
Jean Francois Lyotard, Tombeau de l’Intellectuel et autres papiers, Paris, Galilé, 1984.
También en este punto me refiero a las tesis que ha sistematizado el pensamiento en cierto
tiempo. Las obras ulteriores de Jean Francois Lyotard no han dejado de profundizar el abismo
bajo el suelo de cualquier interpretación optimista de la postmodernidad. [N. de T.: No hay
traducción del libro de Lyotard, sí del artículo que le presta su nombre, aparecido originalmente
en Le Monde, 8 de octubre,1983, publicada en Pensamiento de los Confines, n° 6, 1999, Buenos
Aires, pp. 81-83]
15
del capital disipa en Lyotard la ilusión proletaria. Después del derrumbe del
fantasma político del Uno se afirma solamente, en su positividad, el tumulto
económico de esa diferencia que se llama, indiferentemente, capital o democracia.
En general, Lyotard transforma en positividades las diferentes figuras de sospecha
respecto a la democracia. Nos ofrece así una lectura que es el reverso de la
condenación platónica de la indeterminación y el apeiron democrático, dando un
valor positivo al tema de la democracia entendida como bazar. Invierte, también,
en su lectura, los temas contemporáneos del “fin de las ideologías” o de la
“despolitización” en las sociedades democráticas avanzadas. Pero ese platonismo
invertido permanece siempre atrapado en el platonismo, atrapado la percepción
que identifica al apeiron con la simple turbulencia de los apetitos, exponiéndose
así a una doble lectura, una lectura exotérica que pone el acento en la
autosatisfacción narcisista de la sociedad “plural” y una lectura esotérica que
reabre hasta el infinito la separación entre república y democracia, reconociendo
el dominio de la racionalidad gestionaria una forma ligera de totalitarismo.
¿No soslayará acaso ese planteamiento la complejidad actual del hecho
democrático? Lo que hace tan extraña la huelga de estudiantes en Francia, por
ejemplo, es la constancia de ciertas identificaciones dentro de la quiebra misma
de las grandes incorporaciones, el reconocimiento del daño, incluso cuando falta
la víctima. En una situación en que las exigencias de la competencia económica y
del equilibrio geopolítico no dejan a los demócratas más que un frágil margen de
alternativas políticas, y en el que las formas individuales de cálculo de la vida se
refieren a valores altamente consensuales, es suficiente en un momento dado, que
casi nada, que una palabra demás se interponga, para que se retrase un espacio
polémico en el que los diferendos se traducen en grandes opciones, o en el que un
sistema de posibles constituido por variables ínfimas se abra sobre una alternativa
fundamental, en la que hay que elegir entre una frase igualitaria que confirma la
democracia o una frase desigualitaria que la contradice. El litigio continúa
dictando la regla en política. Y cuando no lo hace, cuando aparece ausente, lo que
se manifiesta no es la lógica postmoderna del diferendo, sino el retorno de lo
arcaico, la simple brutalidad en sus distintas formas, sea desde el supuesto
lenguaje de las cifras, o desde los gritos, demasiados reales éstos, del reunirse en
el odio, que en el hecho hace aparecer a la víctima como lo innombrable, lo
extranjero a la ley del discurso. Esa aparente lógica de la postmodernidad estalla,
entonces, entre dos “arcaísmos”. Frente al retorno de la figura animal de la
política, la virtud democrática de confianza recrea un espacio polémico de sentido
común. Es la potencia misma de la igualdad lo que actúa a través de esa pequeña
diferencia, capaz de dar un sentido completamente distinto a la misma
experiencia. Yo diría que lo que pasa ahí es del orden de la reminiscencia, para
seguir con ese vocabulario platónico. Repentinamente, en medio del sueño del
discurso político, aparece la igualdad como aquello que proporciona sentido
común a la infinita variedad de usos individuales “egoístas” de una forma
democrática.
Reminiscencia que para algunos parece demasiado evanescente. Según
ellos, habría que darle más consistencia. Es lo que dice ese otro análisis de la
democracia contemporánea, expresándose, precisamente, a través del tema de la
participación. Me pregunto, sin embargo, si esta noción, que se ofrece como
solución para los problemas de la democracia no es, más bien, una solución a los
problemas de su crítica, migaja de las grandes alternativas abatidas. La idea de
participación mezcla dos ideas de origen diferente: la idea, reformadora, de
16
mediación necesaria entre el centro y la periferia y la idea revolucionaria de
actividad permanente de los sujetos ciudadanos en todos los dominios. La mezcla
de ambos produce esa idea bastarda que asigna, como lugar de permanencia para
la permanencia democrática, la ocupación de los espacios vacíos de poder. Pero
la permanencia de la democracia, ¿no es, acaso, más bien su movilidad, su
capacidad de desplazar lugares y formas de participación? Ese poder que los
obreros han adquirido al mostrar, con ocasión de una huelga, que podían, llegado
el caso, administrar la fábrica, ¿por qué habríamos de desear que ésta encuentre
su perfección, realizándose bajo la forma de autogestión? Del mismo modo,
hemos escuchado durante la huelga de los estudiantes discursos de este tipo:
“habría sido necesario que las partes interesadas se concertaran previamente”.
Pero eso no es sino un discurso enteramente retrospectivo. El interlocutor de esa
supuesta consulta que “debería” haberse hecho no existía antes del surgimiento de
ese poder efímero, que nace después. La verdadera participación es la invención
de ese sujeto imprevisible que ocupa hoy las calles, ese movimiento que no nace
sino de la democracia misma. La garantía de permanencia de la democracia no
pasa por cubrir todos los tiempos muertos o los espacios vacíos con formas de
participación o contrapoder sino por la renovación de los actores y sus formas de
actuar; por la posibilidad, siempre abierta, de una emergencia de ese sujeto
eclipsa. El control de la democracia no puede sino ser a su imagen y semejanza:
versátil e intermitente, es decir, lleno de confianza.
Multitud e individuación12
Paolo Virno
12
Este texto es el posfacio de L’individuazione psichica e collettiva (Gilbert Simondon), traducido al
italiano por el propio Paolo Virno (Derive Approdi, Roma, 2001).
17
la tradición liberal, por mismo movimiento socialista. Hoy, la multitud se toma revancha
caracterizando todos los aspectos de la vida asociada: costumbres y mentalidad del trabajo
posfordista, juegos lingüísticos, pasiones y afectos, modos de entender la acción
colectiva. Pero al constatar esta revancha debemos evitar algunas zonceras. No es que la
clase obrera se haya felizmente extinguido para dejar su lugar a los “muchos”: más bien,
y el asunto es de larga data, complicado e interesante, los obreros actuales, los que restan,
no tienen más la fisonomía del pueblo, sino que ejemplifican a la perfección el modo de
ser de la multitud. Por otra parte, afirmar que los “muchos” caracterizan las formas de
vida contemporáneas no tiene nada de idílico: las caracterizan tanto en lo malo como en
lo bueno, en el servilismo no menos que en el conflicto. Se trata de un modo de ser:
diverso de aquel “popular”, cierto, pero en sí no poco ambivalente, y está provisto incluso
de sus venenos específicos.
La multitud no deja de lado con gesto desenvuelto la cuestión del universal, de lo
común/compartido, en suma, de lo Uno, sino que lo recualifica de principio a fin. Antes
que nada, se observa un vuelco en el orden de los factores: el pueblo tiende a lo Uno, los
“muchos” derivan de lo Uno. Para el pueblo la universalidad es una promesa, para los
“muchos” una premisa. Muta, por otra parte, la definición misma de aquello que es
común/compartido. Lo Uno en torno al cual gravita el pueblo es el Estado, el soberano,
la volonté genérale; lo Uno que la multitud tiene a sus espaldas consiste, en cambio, en
el lenguaje, en el intelecto como recurso público o interpsíquico, en las facultades
generales de la especie. Si la multitud rehuye a la unidad estatal, es solamente porque ella
resulta correlativa de todo otro Uno, preliminar antes que concluyente. Sobre esta
correlación, señalada en otras oportunidades, es necesario interrogarse más a fondo.
Una contribución de gran relevancia la ofreció Gilbert Simondon, filósofo
bastante caro a Deleuze, hasta ahora casi desconocido en Italia. Su reflexión versa sobre
los procesos de individuación. La individuación, es decir, el pasaje de la genérica
dotación psicosomática del animal humano a la configuración de una singularidad
irrepetible, es quizás la categoría que, más que cualquier otra, corresponde a la multitud.
Pensándolo bien, la categoría de pueblo sienta mejor a una miríada de individuos no
individuados, destinados entonces como sustancias simples o átomos solipsistas.
Justamente porque constituyen un punto de partida inmediato, antes que el punto extremo
de un proceso accidentado, tales individuos necesitan de la unidad/universalidad
provocada por el conjunto estatal. Por el contrario, hablando de multitud, se pone el
acento precisamente en la individuación, o sea en la derivación de cada quien de los
“muchos”, de algo unitario/universal. Tanto Simondon, como el psicólogo soviético Lev
S. Vygotskij y el antropólogo italiano Ernesto de Martino, pusieron en el centro de la
atención semejante derivación. Para estos autores, la ontogénesis, es decir, las fases de
desarrollo del singular “yo” autoconciente, es filosofía prima, único análisis claro del ser
y del devenir. Y la ontogénesis es, justamente, filosofía prima, porque coincide en todo y
por todo con el “principio de individuación”. La individuación consiente delinear una
relación Uno/muchos diversa a la aludida (diversa, para que se entienda, de aquello que
identifica lo Uno con el Estado). Por lo tanto, es una categoría que contribuye a fundar la
noción ético-política de multitud.
Gaston Bachelard, uno de los mayores epistemólogos del siglo XX, escribió que
la física cuántica es un “sujeto gramatical” respecto del cual parece oportuno emplear los
“predicados” filosóficos más heterogéneos: si a un problema singular se adapta bien un
concepto humeano, a otro puede convenir, por qué no, un fragmento de la lógica hegeliana
o una noción tomada de la psicología de la Gestalt. De manera similar, el modo de ser de
la multitud debe calificarse con atributos hallados en ámbitos diversísimos, a veces hasta
alternativos entre sí. Hallados, por ejemplo, en la antropología filosófica de Gehlen
18
(desprovisión biológica del animal humano, falta de un “ambiente” definido, pobreza de
instintos especializados), en las páginas de Ser y tiempo dedicadas a la vida cotidiana
(habladurías, curiosidad, equívoco, etc.), en la descripción de los distintos juegos
lingüísticos seguida por Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Ejemplos todos
opinables. Incontrovertible, en cambio, es la importancia que asumen, como “predicados”
del concepto de multitud, dos tesis de Gilbert Simondon: 1) el sujeto es una individuación
siempre parcial e incompleta, consistiendo más bien en la trama mutable de aspectos
preindividuales y aspectos efectivamente singulares; 2) la experiencia colectiva, lejos de
señalarnos su decadencia o eclipse, prosigue y afina la individuación. Descuidando, tal
vez demasiado, el resto (incluida la cuestión, obviamente central, de cómo se realiza
según Simondon la individuación), vale la pena aquí concentrarse sobre estas tesis un
tanto contraintuitivas y hasta escabrosas.
Preindividual
19
que percibe, sino la especie como tal. A la motilidad y a la sensibilidad sólo se adecua el
anónimo pronombre “se”: se ve, se oye, se prueba dolor o placer. Es bien cierto que la
percepción tiene de vez en cuando una tonalidad autorreflexiva; basta con pensar en el
tacto: tocar es siempre, también, ser tocado por el objeto que se está manipulando. Aquel
que percibe se advierte a sí mismo cuando tiende hacia él la cosa. Pero se trata de una
autorreferencia sin individuación. Es la especie que se auto advierte en su conducta, no
una singularidad autoconciente. Se equivoca quien, identificando dos conceptos
independientes, sostiene que, donde hay autorreflexión se puede constatar también una
individuación; o, viceversa, que no habiendo individuación, tampoco resulta lícito hablar
de autorreflexión.
Preindividual, en un nivel más determinado, es la lengua histórico-natural de la
propia comunidad de pertenencia. La lengua corresponde a todos los locutores de una
comunidad dada, no diversamente de un “ambiente” zoológico, o de un líquido amniótico
tan envolvente como indiferenciado. La comunicación lingüística es intersubjetiva mucho
antes que se formen verdaderos “sujetos”. Siendo de todos y de ninguno, sobresale el
anónimo “se”: se habla. Fue, sobre todo, Vygotskij quien subrayó el carácter
preindividual o inmediatamente social de la locución humana: el uso de la palabra, desde
el principio, es interpsíquico, es decir, público, compartido, impersonal. Contrariamente
a cuanto creía Piaget, no se trata de huir de una condición autista originaria (es decir,
hiperindividual), invocando el camino de una socialización progresiva; al contrario, el
fulcro de la ontogénesis consiste, para Vygotskij, en el pasaje de una socialidad completa
a la individuación del parlante: “El movimiento real del proceso de desarrollo del
pensamiento infantil se cumple no de lo individual a lo social, sino de lo social a lo
individual” (Vygotskij 1934, p. 350). El reconocimiento del carácter preindividual
(“interpsíquico”) de la lengua hace que Vygotskij anticipe a Wittgenstein en la refutación
de cualquier “lenguaje privado”; por otra parte, y es lo que cuenta aun más, permite
incluirlo de buen grado en la flaca lista de pensadores que han puesto en el centro de la
escena la cuestión del principium individationis. Para Vygotskij la “individuación
psíquica” (o sea la constitución del Yo autoconciente) adviene en el terreno lingüístico,
no en el perceptivo. Dicho de otro modo: mientras lo preindividual innato en la sensación
parece destinado a permanecer perennemente tal, lo preindividual coincidente con la
lengua es, en cambio, susceptible de una diferenciación interna cuyo resultado es la
individualidad. No es el caso, aquí, de analizar críticamente los modos en los cuales, para
Simondon y para Vygotskij, se cumple la singularización del parlante, ni mucho menos,
de agregar una hipótesis suplementaria. Sólo importa despejar ámbito perceptivo
(dotación biológica sin individuación) y ámbito lingüístico (dotación biológica como base
de la individuación).
Preindividual, finalmente, es la relación de producción dominante. En el
capitalismo desarrollado, el proceso laboral moviliza los requisitos más universales de la
especie: percepción, lenguaje, memoria, afectos. Roles y tareas, en el ámbito posfordista,
coinciden largamente con la “existencia genérica”, con el Gattungswesen del cual hablan
Feuerbach y el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos a propósito de las más
básicas facultades del género humano. Preindividual es ciertamente el conjunto de las
fuerzas productivas. Entre ellas, sin embargo, resulta relevante el pensamiento. Pero
atención: el pensamiento objetivo, no el correspondiente a éste o aquel “yo” psicológico,
cuya verdad no depende del asentimiento de los singulares. Al respecto, Gottlob Frege
utilizó una fórmula quizás torpe, pero no poco eficaz: “Pensamiento sin portador” (CFR.
Frege 1918). Marx acuñó, en cambio, la expresión famosa y controvertida de General
Intellect, intelecto general: solo que para él, General intellect (es decir, el saber abstracto,
la ciencia, el conocimiento impersonal) es también la “columna vertebral de la producción
20
de riqueza”, donde por “riqueza” debe entenderse, aquí y ahora, plusvalor absoluto y
relativo. El pensamiento sin portador, o sea el General intellect, imprime su forma al
“proceso vital mismo de la sociedad” (Marx 1857-1858, p. 403), instituyendo jerarquías
y relaciones de poder. Brevemente: es una realidad preindividual históricamente
cualificada. Sobre este punto, no viene al caso insistir mucho más. Basta con tener
presente que, a lo preindividual perceptivo y a lo preindividual lingüístico, es necesario
agregar un preindividual histórico.
Sujeto anfibio
21
Martino, como para Simondon, está en el hecho de que la ontogénesis, es decir, la
individuación, no está nunca garantizada de una vez por todas: puede volver sobre sus
propios pasos, fragilizarse, conflagrar. El “Yo pienso”, aparte de tener una génesis
accidentada, es parcialmente retráctil, superado por cuanto lo excede. Según De Martino,
de vez en cuando lo preindividual parece sumergir al yo singularizado: éste último es
como reabsorbido en la anonimia del “se”. Por otra parte, en modo opuesto y simétrico,
nos esforzamos vanamente por reducir todos los aspectos preindividuales de nuestra
experiencia a la singularidad puntual. Las dos patologías –“catástrofe del confín yo-
mundo en las dos modalidades de la irrupción del mundo en el ser-ahí y del deflujo del
ser-ahí en el mundo” (E. De Martino 1977, p.76)13– son sólo los extremos de una
oscilación que, bajo formas más contenidas, es constante e insuprimible.
Muchas veces el pensamiento crítico del Novecientos (pensando en particular en
la escuela de Frankfurt) ha entonado una nenia 14 melancólica sobre la presunta lejanía del
individuo de las fuerzas productivas sociales, así como sobre su separación de la potencia
innata de las facultades universales de la especie (lenguaje, pensamiento, etc.). La
infelicidad del singular fue imputada, entonces, a esta lejanía o separación. Una idea
sugestiva, pero errada. Las “pasiones tristes”, para decirlo con Spinoza, manifiestan la
máxima cercanía, e incluso la simbiosis, entre individuo individuado y preindividual, allí
donde esta simbiosis se presenta como desequilibrio y desgarro. Para bien y para mal, la
multitud muestra la mezcla inseparable de “yo” y “se”, singularidad irrepetible y anonimia
de la especie, individuación y realidad preindividual. Para bien: cada uno de los
“muchos”, teniendo al universal en las propias espaldas, a modo de premisa o
antecedente, no necesita de esa universalidad postiza que es el Estado. Para mal: cada uno
de los “muchos”, en tanto sujeto anfibio, puede siempre vislumbrar en su propia realidad
preindividual una amenaza, o al menos una fuente de inseguridad. El concepto ético-
político de multitud ha fundamentado sea el principio de individuación, como su
constitutiva incompletud.
13
Ernesto De Martino, La fine del mondo, Biblioteca Einaudi, Torino, 1977 y 2002. (Agregado del
traductor).
14
Un significado: composición que se canta en alabanza de alguien después de muerto (Real Academia
Española).
22
los Grundrisse en los cuales fue introducida la noción de general intellect, un “intelecto
general” que constituye la premisa universal (o preindividual), no sólo lo común
repartido, para las obras y los días de los “muchos”. El costado social del “individuo
social” es, sin duda, el general intellect, o sea, con Frege, el “el pensamiento sin
portador”. Pero no sólo: éste consiste también en el carácter inmediatamente
interpsíquico, es decir público, de la comunicación humana, focalizado con gran eficacia
por Vygotskij. Por otra parte, si se traduce correctamente “social” con “preindividual”,
será necesario reconocer que el individuo individuado del cual habla Marx se recorta
sobre el fondo de la anónima percepción sensorial.
Social en sentido fuerte es tanto el conjunto de las fuerzas productivas
históricamente definidas, como la dotación biológica de la especie. No se trata de una
conjunción extrínseca o de una superposición. Hay más. El capitalismo plenamente
desarrollado implica la plena coincidencia entre las fuerzas productivas y los otros dos
tipos de realidad preindividual (el “se percibe” y el “se habla”). El concepto de fuerza de
trabajo deja ver con claridad esta perfecta fusión: en cuanto genérica potencia física y
lingüístico-intelectiva de producir, la fuerza de trabajo es, seguramente, una
determinación histórica, pero incluye en sí por entero aquel apeiron o naturaleza no
individuada de la que habla Simondon, así como el carácter impersonal de la lengua
ilustrado por Vygotskij de principio a fin. El “individuo social” signa una época en la cual
la convivencia entre singular y preindividual deja de ser una hipótesis heurística, o un
presupuesto oscuro, para devenir fenómeno empírico, verdad arrojada a la superficie,
pragmático dato de hecho. Se podría decir: la antropogénesis, o sea la misma constitución
del animal humano, alcanza a manifestarse sobre el plano histórico-social, se hace, al
final, visible a ojo desnudo, conoce una suerte de revelación materialista. Las
denominadas “condiciones trascendentales de la experiencia”, antes que permanecer en
el fondo, aparecen en primerísimo plano y, lo más importante, devienen, ellas también,
objeto de experiencia inmediata.
Una última observación, marginal pero no tanto. El “individuo social” incorpora
las fuerzas productivas universales declinándolas, sin embargo, según modalidades
diferenciadas y contingentes; es efectivamente individuado, justamente porque les da una
configuración singular, traduciéndolas en una especialísima constelación de cogniciones
y afectos. Por ello fracasa toda tentativa de circunscribir al individuo por vía negativa: no
es la amplitud de lo que permanece excluido, sino la intensidad de aquello que converge,
lo que permite connotarlo. No se trata de una positividad accidental y desreglada, al fin
inefable (por cierto, nada es más monótono y menos individual que lo inefable). La
individuación es escandida por la progresiva especificación, no solamente por la
combinación excéntrica de reglas y paradigmas generales: no es el agujero en la red, sino
el lugar en el que las mallas son más densas. A propósito de la singularidad irrepetible,
se podría hablar de un plusvalor15 de legislación. Para decirlo con la fraseología del
epistemólogo, las leyes que cualifican lo individual no son ni “aserciones universales” (es
decir, válidas para todos los casos de un complejo homogéneo de fenómenos), ni
“aserciones existenciales” (revelaciones de datos empíricos fuera de cualquier
regularidad o esquema conectivo): son, en cambio, verdaderas leyes singulares. Leyes,
por estar dotadas de una estructura formal que comprende virtualmente una “especie”
entera. Singulares, por tratarse de reglas de un único caso no generalizable. Las leyes
singulares figuran lo individual con la precisión y la transparencia reservadas
normalmente a una “clase” lógica. Pero atención: una clase de un individuo solo.
15
“surplus”
23
Llamamos multitud al conjunto de “individuos sociales”. Hay una suerte de
preciosa concatenación semántica entre la existencia política de los muchos en cuanto
muchos, la antigua obsesión filosófica en relación al principium individuationis, la noción
marxiana de “individuo social” (descifrada, con el auxilio de Simondon, como
inseparable mezcla de singularidad contingente y realidad preindividual). Esta
concatenación semántica permite redefinir, desde su raíz, naturaleza y funciones de la
esfera pública y de la acción colectiva. Una redefinición que, va de suyo, desquicia el
canon ético-político basado en el “pueblo” y la soberanía estatal. Se podría decir –con
Marx, pero fuera y contra buena parte del marxismo– que la “sustancia de cosas
separadas” reside en el conferir el máximo relieve y el máximo valor a la existencia
irrepetible de cada miembro singular de la especie. Por paradójico que pueda parecer,
aquella de Marx debería entenderse, hoy, como una teoría rigurosa, es decir, realista y
compleja, del individuo. Por lo tanto, como una teoría de la individuación.
El colectivo de la multitud
24
(indeterminado), o sea a la “realidad de lo posible” que precede a la singularidad, al
universo anónimo de la percepción sensorial, al “pensamiento sin portador” o General
intellect.
Lo preindividual, inamovible, junto al sujeto aislado, puede asumir, sin embargo,
un aspecto singularizado en las acciones y en las emociones de los muchos. Así como en
un cuarteto el violonchelista, interactuando con los otros artistas, toma algo de su partitura
que hasta entonces se le había escapado. Alguien de los muchos personaliza (parcialmente
y provisoriamente) el propio componente impersonal a través de las vicisitudes típicas de
la experiencia pública. La exposición a los ojos de los otros, la acción política privada de
garantías, la habilidad para lo posible y lo imprevisto, la amistad y la enemistad, todo esto
ofrece al individuo la destreza para apropiarse de algún modo del anónimo “se” del cual
proviene, transformar en biografía inconfundible el Gattungswesen, “la existencia
genérica” de la especie. Contrariamente a cuanto sostenía Heidegger, es sólo en la esfera
pública que se puede pasar del “se” al “sí mismo”.
La individuación de segundo grado, que Simondon llama también “individuación
colectiva” (un oxímoron afín a aquel contenido en la locución “individuo social”), es una
noción importante para pensar de manera adecuada la democracia no representativa. Al
punto que lo colectivo es el teatro de una acentuada singularización de la experiencia, o
sea, constituye el lugar en el cual puede finalmente explicarse aquello que en cada vida
humana es inconmensurable e irrepetible, que no se presta a ser extrapolado o, peor aun,
“delegado”. Pero atención: lo colectivo de la multitud, en cuanto individuación del
general intellect y del fondo biológico de la especie, es el exacto contrario de cualquier
anarquismo ingenuo. En sus antípodas, es más bien el modelo de la representación
política, con tanto de volonté genérale como de “soberanía popular”, que resulta una
intolerable (y de vez en cuando feroz) simplificación. Lo colectivo de la multitud no
acepta pactos, ni transfiere derechos al soberano, porque es un colectivo de singularidades
individuadas: por ello, repitámoslo una vez más, el universal es una premisa, ya no una
promesa.
La primera pregunta que querríamos hacerle tiene que ver con el clima político actual.
Es evidente que nos encontramos ante una nueva ola neoconservadora. En este sentido,
¿por qué cree que hay tanta gente que, en los últimos años, se está dejando seducir por
discursos antifeministas y antiLGBTIAQ+, incluso entre los jóvenes?
Es una muy buena pregunta, pero para responderla debemos plantearnos antes otra
cuestión: ¿por qué las personas viven con tanto miedo hoy en día? Los regímenes
autoritarios y los movimientos neofascistas apelan al miedo de la gente. Y también
inflaman y fomentan ese miedo. La gente está preocupada por la situación económica: no
sabe si tendrá trabajo o si accederá a algo más que a un trabajo precario. No es fácil saber
25
lo que está ocurriendo con el medio ambiente y la destrucción del planeta, del mundo en
el que vivimos. Tampoco lo es entender la pandemia, y las personas tienen miedo a que
haya nuevas crisis sanitarias, incluso a que entremos en una guerra. Ante esta situación,
muchas se aferran a lo que las rodea, al sentido de orden social que puede proporcionar
la Iglesia, su comunidad local o su familia. Y sienten miedo ante una cosa llamada
«género», que se ha interpretado como una fuerza enormemente destructiva. Temen que
algo llamado «ideología de género» venga y destruya aquello que les es más preciado. De
este modo, Georgia Meloni dice cosas como que la ideología de género va a destruir el
sentido que para ti tiene ser hombre o mujer, ser madre o padre; que va a destruir a tu
familia y va a acabar con las comidas de los domingos. Meloni dice que todo eso será
destruido por la ideología de género y por los movimientos que la defienden. En realidad,
la sensación de destrucción viene de otro sitio: es el resultado de la economía neoliberal,
del hipercapitalismo, de la destrucción de la Tierra, de la pandemia, de la guerra, de la
militarización en lo relativo a los flujos migratorios, de las cuestiones de seguridad
nacional que se construyen sobre fundamentos racistas. En este sentido, nuestra tarea es
identificar qué es lo que realmente teme la gente o cuáles son los asuntos por los que hay
verdaderas razones para sentir miedo. De hecho, a lo que realmente se debería tener miedo
es a los regímenes autoritarios y al neofascismo. En definitiva, tenemos que aceptar que
la gente vive con miedo, y que es un miedo a la destrucción. Nuestro trabajo es mostrar
que estamos del lado de la defensa de la libertad, de la igualdad, de la justicia, de las
comunidades en las que la gente pueda vivir libremente sin temor a la violencia y a la
discriminación. Ese es nuestro bando. Y, por lo tanto, son nuestras luchas; las luchas por
la emancipación LGBTQIA+, por la justicia reproductiva, por los derechos de las
personas trans, por los derechos civiles de gays y lesbianas... Todas ellas, luchas que
forman parte de la democracia, de una democracia radical, de una nueva democracia.
Tenemos que conseguir que la democracia se viva como algo emocionante y apasionante,
que se convierta en algo que todo el mundo quiera apoyar, porque en este momento no
despierta esa emoción: la democracia es emocionante para las personas que piensan como
nosotrxs, pero no para ellxs.
¿Cuáles cree que son las grietas que las fuerzas reaccionarias han sabido aprovechar?
En su opinión, ¿hemos hecho lo suficiente para conjurar ese miedo?
No, aún no. Pero, desde luego, no creo que sea culpa nuestra. El fascismo está mintiendo.
Lo que agita Meloni no es más que un fantasma. Lo que plantea, simplemente, no es
cierto. Estamos pidiendo vivir libres de discriminación, de violencia, que no se nos
patologice, que no se nos criminalice. Estamos pidiendo igualdad de derechos jurídicos,
sociales y culturales, y que nuestras comunidades prosperen. Y esto no es peligroso para
nadie. Quien quiera tener un estilo de vida tradicional, que lo tenga. No estamos diciendo:
«Venimos a desmantelar tu familia». No vamos a desmantelar la familia de nadie.
¿Quieres ser un católico conservador y comer en familia los domingos? Perfecto.
Nosotrxs queremos tener tipos distintos de relaciones e intimidades. Y nuestras vidas
deberían ser consideradas igualmente valiosas. La idea de la igualdad asusta mucho al
fascismo, y quiere borrar esa posibilidad de nuestras vidas. Quieren despojarnos de
nuestros derechos, cambiar nuestros géneros, regular nuestras vidas. A lo que debemos
tener miedo es, por supuesto, a ese fascismo, porque si nos despojan de nuestros derechos,
luego podrán despojar a la siguiente minoría de los suyos. Cuando se despoja a las
personas migrantes de sus derechos, tendríamos que ver que seremos los siguientes. Debe
existir, por lo tanto, mucha más solidaridad para oponerse al fascismo. El truco brutal que
emplean –y no encuentro las palabras adecuadas para expresarlo ni siquiera en inglés–, la
26
treta terrible de los líderes neofascistas es decirle a la gente: «deberías tener miedo a las
feministas, a las personas LGBTQIA+, a los derechos trans, porque son estas cosas las
que amenazan con destruirte», cuando son ellos quienes representan las fuerzas de la
destrucción. Están buscando acabar con los derechos de las minorías sexuales y de género.
Afirman estar protegiendo a la gente frente a la destrucción mientras destruyen esos
derechos. Y esta es la circularidad de la situación. Tenemos que exponerla tal como es y
contraatacar con todos los medios, incluyendo la política electoral, la sociedad civil, el
arte, la cultura, los medios de comunicación… Tenemos que dar la batalla en todos los
niveles.
Respecto a la necesidad de crear una cultura capaz de albergar mucha más diversidad,
¿nos resulta cada vez más difícil vivir la diversidad como fuente de enriquecimiento
propio, como vía, precisamente, de ampliación individual?
Esta cuestión nos conduce a problemas filosóficos, ¿no? Porque, en definitiva, remite a
la pregunta de para qué vivimos, cuál es el objetivo que marcamos para nuestra propia
vida, qué es lo que queremos ser, en qué queremos que consistan nuestras vidas.
¿Queremos limitarnos a ser individuos que amasan riqueza a costa de los demás?
¿Queremos ser personas preocupadas exclusivamente por la libertad individual y la
obtención de beneficios privados? ¿O queremos vivir en un mundo en el que podamos
ver la igualdad extendida a todos los seres humanos, independientemente de su raza, sus
convicciones religiosas o su nacionalidad? Por supuesto, elegir esto último implica
necesariamente combatir el capitalismo. Porque el capitalismo fabrica y suministra una
determinada idea de «vida buena» que se basa en el beneficio (al que llaman por ahí
27
«prosperidad»). Sin duda, todo el mundo quiere tener una buena vida con ciertas
comodidades materiales. Pero ¿queremos vivir también en un mundo marcado por la
pobreza, la precariedad o el racismo, donde ciertas personas no tengan derechos de
ciudadanía, donde el acceso al trabajo sea tan difícil para ciertos colectivos? La cuestión
es cómo entendemos nuestras obligaciones sociales y públicas. ¿Qué supone que nuestro
propio ser para existir dependa de vivir en un mundo en el que se construyen la libertad,
la igualdad y la justicia? La cuestión de la diversidad es personal: es mi vida, mi género,
mi sexualidad, mi raza, mi religión. Todas estas dimensiones se cruzan en personas
concretas. Por lo tanto, son problemas profundamente personales y, al mismo tiempo,
asuntos públicos y políticos.
Pensando en el mundo futuro que queremos construir, ¿considera que está garantizado
el relevo generacional en la producción teórica feminista y queer, teniendo en cuenta el
cambio radical que han sufrido en los últimos años la comunicación y la creación de
contenido?
Yo vivo esa conexión, así que no pienso en ella. Creo que lxs filósofxs, lxs críticxs
literarixs, lxs críticxs de arte deberían participar de la arena pública. No me gusta la idea
del intelectual que dice: «yo tengo un conocimiento privilegiado y se lo voy a entregar a
ustedes, la gente». Me gusta la idea de las humanidades públicas, de que la filosofía se
integre en la vida pública, de que las discusiones filosóficas públicas sean reconocidas
como una parte de lo que ocurre en el mundo. Las instituciones artísticas, como la que
estamos ahora [la entrevista se hizo en el CBA], tienden a ser lugares donde distintos
públicos pueden juntarse con intelectuales fuera de la universidad. A veces se da la
conexión, otras no. En los medios de comunicación sucede lo mismo. Y esto es importante
sobre todo si queremos defender las humanidades, algo que sin duda debemos hacer en
un mundo neoliberal. Si salimos en su defensa tenemos que dejar claro qué hacemos y
por qué. En todo el mundo, los gobiernos y las industrias apoyan la ciencia y la tecnología,
mientras que las humanidades y las artes siempre tienen que buscar otras formas de
financiación. Algunos gobiernos son sensibles a este asunto, pero otros muchos no lo son.
Así que también tenemos que dejar claro lo que hacemos dentro de la academia, explicar
por qué se trata de algo importante para nuestras vidas. Y eso significa que debemos
28
hablar de un modo que permita traducir el lenguaje más complejo de la filosofía, la teoría
literaria, la crítica de arte o la filosofía política. Tenemos que traducirlo a un medio más
público. Es lo que hacemos cuando damos clase, ¿no? Lxs estudiantes preguntan: «¿qué
es la fenomenolo…? A ver, dilo de nuevo». No pueden ni siquiera pronunciar la palabra
«fe-no-me-no-lo-gí-a». Y nosotrxs decimos: «No hay problema, vamos a empezar desde
el principio». Tanto si ejerces como docente como si intervinieres en el debate público,
debes adaptar los registros. Eso es lo que intento hacer. Eso es lo que soy. No lo vivo
como «en realidad soy una académica y después finjo otra cosa en público». No, yo soy
todas estas cosas al mismo tiempo.
Para terminar, ¿algún pequeño consejo a las generaciones futuras respecto al estudio?
Tengo la sensación de que tomarse el tiempo suficiente para leer despacio y con cuidado
es un arte que se ha perdido, o que corre el riesgo de perderse. Vamos a toda velocidad
con internet, pero pienso que también necesitamos tener tiempo para sentarnos con un
texto, leer con atención, analizar históricamente una situación, estudiar una pintura.
Tomarse ese tiempo es crucial para entender nuestro mundo.
Raúl Cerdeiras*
29
en este juego político es un convidado de piedra, esta derecha desbocada ha pronunciado
algo inconveniente: primero, ha dicho que el pueblo está presente en esa jaula y, segundo,
que “algo” de efectividad le pertenece: es el culpable de algo.
Lo asombroso (pero según mi mirada no tan asombroso) es que del otro lado los
ganadores en las urnas, que no hacen más que revolcarse en la palabra pueblo, hasta el
punto en sentirse cómodos si se los llama “populistas”, hayan puesto el grito en el cielo.
Inmediatamente calificaron al presidente de totalitario porque hizo responsable al
pueblo del fracaso de su política económica. “¡Háganse ustedes cargo del desastre que
provocaron!” exclaman, el pueblo no tuvo nada que ver en esto…
Una vez más se demuestra que la derecha, cuando se le cae la careta, tiene un discurso
mucho más “cercano” a la verdad, al mismo tiempo, que el “progresismo”, “populismo”,
o el nombre que gusten –pero que participa del juego–, deja al descubierto su incapacidad
estructural para romper con esta jaula.
Porque tiene razón Macri. El acto del pueblo de ir a votar por un representante que
cuestiona la política económica del gobierno, es meterle el dedo en el culo al
neoliberalismo y desorientarlo respecto a su futuro. ¡Sí, el pueblo tiene la culpa! La tesis
que sostengo es que el pueblo quedará impotente mientras no rompa con esa jaula, pero
jamás ignorarlo y menos cuando, sumamente castigado, pega un rugido para ser
escuchado. Soy consciente que no se sale de la jaula a fuerza de rugidos, pero es
imperdonable no escucharlo. Para decirlo con todas las letras: el kirchnerismo/peronismo
ignoró la presencia, el acto y la capacidad latente del pueblo. Es que si se acepta que el
pueblo (en la medida que sea) es culpable de este golpe que entorpece el circuito
económico-financiero, entonces los representantes elegidos por el pueblo tendrán
necesariamente que estar a la altura del rugido popular. No pueden estar más atrás.
Inmediatamente el presidente salió a pedir perdón. Pero ¡ojo!, a quien solicita el perdón
es al poder real. Les dice: “disculpen, ¡cómo se me ocurrió atribuirle protagonismo al
pueblo!, seguro estaría sin dormir… pásenme el teléfono del que ganó las elecciones,
hay que negociar.”
Porque este episodio también sirvió (¡por si alguien no lo sabe!) para poner en evidencia
donde está el verdadero poder, detrás de esta democracia. Le dicen “los mercados”, pero
pongámosle un poco de encarnadura a esa palabra casi mágica. Los medios masivos de
comunicación no tienen ningún reparo en difundir la radiografía del sistema capitalista
que sostienen y de tanto en tanto actualizan la información: una ínfima oligarquía de la
población mundial, el 10 %, posee el 86 % de la riqueza producida en el planeta (y sólo
el 1% de ese 10 % es dueña del 46 %), queda un remanente de 14 % de riqueza a repartir
entre el 90 % restante de la población, que se realiza así: el 40 % se despedaza entre sí
por el reparto del 14 % disponible, es el colchón de la clase media, el resto, el 50 % de
los humanos, no poseen nada. Este salvaje entramado mundial, que no podría existir si no
fuera explotando a la inmensa mayoría de los seres humanos se soporta, a su vez, en un
poderío técnico-militar con una capacidad inusitada de destrucción y, como si esto no
alcanzara, van paulatinamente haciendo que este planeta pueda ser, a corto plazo, inviable
para que se desarrolle la vida en él.
Frente a esto la humanidad ha creado un recurso que la historia ha
nombrado política. Porque la política es una práctica de pensamiento, acción y
organización por medio de la cual los hombres y mujeres toman en sus manos el destino
de su vida colectiva. El secreto mejor guardado en la actualidad por el poder monumental
antes mencionado es que ha logrado destruir la política. En su lugar nos deja este juego
inútil donde el pueblo es un desecho.
30
*Docente de filosofía política en sus célebres grupos de estudio, abogado de profesión,
fundador de la revista Acontecimiento, tradujo y dio a conocer el pensamiento de Alain
Badiou en Argentina. Autor de Subvertir la política (Autonomía, en Red Editorial).
Publicó numerosos artículos y ensayos.
Nuria Alabao
31
única Constitución democrática es la que experimenta «una innovación continua», en
palabras de Antonio Negri2. Otra línea, en un sentido opuesto, asegura que la
democracia debe ser protegida como un niño frágil de la amenaza de la ultraderecha,
incluso a veces socavando sus propios principios –con determinadas restricciones al
habla pública, con nuevos delitos de odio, con nuevas limitaciones a la protesta–, cuyo
objetivo declarado es reducir la capacidad de influencia social de estos nuevos ultras y
dirigir toda la energía política a frenar su ascenso. Se nos presentan como dos líneas
divergentes: «si queréis democracia, conformaros con lo existente y no pidáis más». En
este sentido, la emergencia de los posfascismos está siendo instrumentalizada por
algunos partidos para intentar revertir la crisis de legitimidad de la política institucional,
del propio proyecto neoliberal y de sus comparsas, incluidas la fuerzas socialdemócratas
en sus vertientes social-liberales. Sin embargo, el verdadero «frente antifascista», el
único que quizás sí tenga posibilidad de recuperar la democracia, es el que se propone
ampliarla, el que trata de dar respuestas a la crisis de representación imaginando y
dando lugar a formas políticas que mantengan vivo el vínculo entre el poder distribuido
en el cuerpo social y las instituciones que lo sostienen, apostando por las luchas que
pueden dar lugar a una redistribución del poder y los recursos.
Un temblor morado
En los últimos años se activó otro ciclo de movilizaciones con carácter global y
potencial democratizador, que tuvo su epicentro en América Latina y los países del sur
europeo, con sus propias declinaciones o temblores en el resto del mundo: el grito
feminista. Si la propuesta de los posfascismos está articulada a partir de los ejes de
género, raza y nación, las luchas de las mujeres son un lugar privilegiado para
confrontarlos. La agenda antigénero tiene un papel relevante en el ascenso o la
presencia pública de estas opciones ultras y forma parte de una clara estrategia para
conseguir poder –institucional, mediático o social– que en Europa central y oriental y
América Latina es utilizado claramente para socavar la democracia liberal. Para explicar
su éxito, sin embargo, tendremos que retroceder algo más, hasta el surgimiento del
neoliberalismo y lo que han supuesto estos 40 años de dominio, lo que han dejado sus
formas de gobierno sobre el planeta y nuestras subjetividades. Como explica Wendy
Brown, estas derechas se han alimentado de los modos de subjetivación y de la
destrucción de los mundos comunes que ha impuesto la regulación neoliberal desde
finales de los años 703. Este aspecto micropolítico es clave en la estrategia de generar
una cultura antidemocrática desde abajo. Si sus discursos que se basan en la libertad y la
moral para justificar sus exclusiones y ataques a la democracia, a la igualdad racial, de
género y sexual, a la educación pública y a la esfera pública, son las privatizaciones
masivas, el ataque a los derechos sociales, pero también el asalto a la misma idea de lo
social y la sociedad los que han preparado el terreno para su emergencia. Por tanto,
defender la democracia contra los posfascismos implica en realidad acudir a su raíz,
recuperar su sustancia cuando esta se despoja de su corsé liberal. Una sociedad es
democrática únicamente cuando reconoce que la libertad solo puede remitir a la
igualdad. En palabras de Emmanuel Rodríguez, y dicho en términos clásicos: «Solo los
iguales pueden ser libres, y solo los libres pueden ser iguales. La república de los
iguales es aquella que reconoce y hace efectiva para todos la libertad política
fundamental: la participación en toda forma de poder explícito. Y tal condición exige la
supresión de todo privilegio». Los feminismos tienen mucho que aportar a esta
propuesta.
Pero ¿qué feminismo?
Si nos hemos preguntado por el contenido de la democracia, no podemos continuar sin
hacerlo por el de los feminismos. Es indudable que hoy existe un movimiento diverso
32
con diferentes propuestas y visiones que están relacionadas también con distintos
intereses de clase. La cuestión de cómo se concibe la igualdad dibuja la principal
demarcación. Simplificando mucho, una de las líneas de fractura más evidente es la que
divide entre quienes concebimos el feminismo como una herramienta de transformación
del sistema, que necesariamente tiene que estar vinculada con otros procesos de
contestación en marcha –no es solo un posicionamiento teórico, es una práctica
política–, y aquellas cuyo horizonte es la igualdad entre hombres y mujeres dentro de
los marcos de lo existente: su 50% del infierno. Este feminismo liberal concibe la
igualdad con los hombres dentro de cada estrato social pero manteniendo la
jerarquización social intacta. Y esto es así porque la entiende como igualdad formal, de
oportunidades, no como igualdad real, material, de condiciones y posibilidades de vida.
Por ello, las medidas que propone son políticas muy centradas en superar el «techo de
cristal», pensadas para que algunas mujeres lleguen a los lugares de poder social.
De hecho, esta posición liberal coincide con lo que hasta hace poco han sido las líneas
fundamentales del feminismo institucional mainstream. Como explica Susan Watkins,
el enorme empuje del ciclo feminista de luchas de las décadas de 1960 y 1970 quedó
institucionalizado internacionalmente en un proyecto político que consistía en
incorporar a las mujeres a los estratos empresariales y profesionales del orden
existente4. El discurso del «empoderamiento» de las mujeres desde esta perspectiva
liberal es, desde hace mucho tiempo, un mantra del establishment global y una línea
fundamental del feminismo de las organizaciones internacionales –Organización de las
Naciones Unidas (ONU ), Banco Mundial, etc.–. Un proyecto vinculado a las políticas
oficiales de desarrollo que fomentaban el sector privado y promovían la incorporación
masiva de las mujeres a la fuerza de trabajo –como mano de obra barata–; o su inclusión
en la economía formal mediante el emprendimiento a través de la economía de la deuda
y el sistema financiero –como lo hizo el programa de promoción de microcréditos a
mujeres pobres–. Así, dice Watkins, la agenda feminista global sirvió para impulsar las
nuevas doctrinas y prácticas neoliberales. Sus principales consecuencias han sido que
los avances en la igualdad de género, que indudablemente se han producido a escala
global, hayan ido acompañados de un aumento de la desigualdad económica y del
empeoramiento de las condiciones de vida en todo el planeta, también en muchos de
aquellos países incorporados al «desarrollo». «Igualdad en el colapso» podría ser su
lema.
Feminismo del desborde
El nuevo ciclo de movilizaciones feministas de los últimos años ha desbordado
completamente la agenda de paridad liberal –o neoliberal– que había devaluado la
potencia de los feminismos como movimiento social después de la ola de los años 60 y
70, según explica Raquel Gutiérrez Aguilar sobre la experiencia latinoamericana 5. Algo
que también podemos aplicar a los feminismos de base europeos con un fuerte acento
anticapitalista –y más presencia en el sur–. Sorprende la fuerza del feminismo
latinoamericano que ha estado presente en las revueltas chilenas que han dado lugar a
una Convención Constitucional; la «marea verde» que ha inundado las calles hasta
conseguir el derecho al aborto en Argentina; las feministas bolivianas que se
organizaron en la Asamblea de las Mujeres para frenar el golpe mientras declaraban su
independencia de todo gobierno. Mientras tanto, en México, la brutalidad de los
feminicidios ha desatado multitudinarias manifestaciones y disturbios protagonizados
por mujeres. Estas nuevas rebeliones que han desbaratado la lógica del feminismo
liberal se han levantado sobre la urgencia de las vidas perdidas, los feminicidios –
#NiUnaMenos–, las violencias sexuales, pero también sobre las muertes por abortos
precarios y la imposibilidad, incluso después de décadas de lucha, de decidir sobre la
33
propia maternidad –la agenda de derechos sexuales y reproductivos–. El desborde se ha
producido, según Gutiérrez, por una renovación de las claves feministas –la ampliación
de sus sujetos de lucha, sus demandas y sus debates–, donde las movilizaciones de
carácter radicalmente autónomo han tenido un fuerte componente de feminismos
comunitarios, decoloniales y populares. Estos feminismos renovados han sabido
«superar» la cuestión sexual –o no quedar atrapados en el pánico moral y la
victimización, y la posición de demandante de protección estatal que esta implica–. Es
decir, han conseguido conectar la lucha contra las violencias machistas con el resto de
las violencias estructurales e institucionales –de los Estados, entre ellas las policiales– y
las que se derivan de ser pobres o de estar en prisión, además de aquellas producidas por
la explotación de la naturaleza, el extractivismo y la explotación neocolonial de los
territorios. Las luchas feministas latinoamericanas han puesto el cuerpo en todas estas
luchas que nos recuerdan cuál es la relación entre el proceso de globalización
capitalista, el nuevo proceso de acumulación por desposesión y la escalada de violencia
contra las mujeres, líneas feministas que vienen de autoras como Silvia Federici 6 o
Maria Mies.
Para Mies, «el capitalismo no puede funcionar sin el patriarcado, ya que el objetivo de
este sistema, es decir, el proceso de acumulación continua de capital, no puede lograrse
a menos que se mantengan o se recreen las relaciones hombre-mujer» y lo justifica
precisamente en la necesidad que este proceso tiene del trabajo de cuidados no
remunerado7, es decir, de la reproducción gratuita o semigratuita de la mano de obra.
De esta reflexión que hace la economía feminista sobre el trabajo proviene la aportación
política más potente y con mayor capacidad de devolver su sentido a la palabra
democracia: la de reorganizar la sociedad a partir de la preservación y la defensa de la
vida –vidas vividas en condiciones, vidas que se abren a la potencia del ser y no de la
acumulación de beneficios–. Muchas de las luchas más importantes de la época tienen
una vertiente reproductiva: por el derecho a la salud o la educación, a la vivienda y otros
servicios públicos, por la seguridad alimentaria, contra la contaminación provocada por
el agronegocio, contra el cambio climático, por un cuidado digno en la vejez y buenas
condiciones para el trabajo doméstico o por la renta básica universal… El feminismo de
los últimos años las encarna, las atraviesa o se compone con ellas.
Armar alianzas de iguales
La tarea de organizar la fuerza colectiva que encarne ese proyecto solo puede partir de
feminismos que no funcionen como identidad, sino que sumen a los hombres y a las
personas que no encajen en este esquema binario en la lucha contra el sexismo y en la
reivindicación de una democracia de iguales: un proyecto de cambio que se construya
colectivamente y de forma antiautoritaria. Para hacer esto, se han tejido alianzas
prácticas en conflictos concretos. Precisamente, una de las virtudes del feminismo
latinoamericano, dice Gutiérrez Aguilar, es que está teniendo capacidad para conectar
las luchas, por ejemplo, entre el movimiento indígena y el movimiento feminista. Según
Verónica Gago, «hoy una revuelta, un paro, una ocupación popular, indígena,
comunitaria, al mismo tiempo tiene en su interior perspectiva feminista» 8. Lo mismo
sucede en Europa, donde las alianzas más prometedoras son aquellas en las que el
feminismo se compone con la movilización de las personas migrantes o racializadas en
su lucha contra las leyes de extranjería, contra el racismo o por los derechos laborales de
los sectores donde abunda esta mano de obra y se dan condiciones de hiperexplotación:
trabajadoras domésticas, sector agrícola, trabajo sexual, etc… Un nuevo sindicalismo
feminista está naciendo.
En Estados Unidos, el feminismo también ha tenido un papel destacado en las
movilizaciones más importantes que se han producido en este país desde la década de
34
1970: las de Black Lives Matter [Las vidas negras importan], que han puesto el foco en
las violencias institucionales racistas y sexistas desde una perspectiva antipunitiva. No
en vano en este movimiento ha estado muy presente la demanda de abolir las prisiones y
«desfinanciar» a la policía para, en su lugar, llevar educación y servicios a los barrios
pobres de mayoría afroestadounidense. Desde allí nos llegan ejemplos de
movilizaciones que trascienden los debates abstractos o mediáticos sobre el «sujeto del
feminismo» y generan alianzas prácticas como las que se produjeron en Nueva York o
Hollywood, donde miles de personas marcharon bajo el lema «Las vidas trans negras
importan». La capacidad del feminismo para «hacer democracia» radica pues en la
posibilidad de tejer frentes amplios, en la posibilidad de manifestarse y atravesar los
conflictos concretos que muchas veces no se identifican como luchas «de mujeres», sino
«de todos». Por ejemplo, en algunos lugares donde las opciones de extrema derecha han
llegado al poder –Brasil, Polonia, etc.–, las manifestaciones feministas y el propio
movimiento han sido percibidos como un lugar fundamental, a veces el principal, de
oposición a los gobiernos ultras. En Polonia, por ejemplo, en las manifestaciones por la
defensa del derecho al aborto llegaron a movilizarse sectores sociales de todo tipo:
transportistas, taxistas, en defensa de la libertad de prensa, etc… Además, la plataforma
feminista polaca All-Poland Women’s Strike [Huelga de mujeres de toda Polonia]
amplió sus demandas más allá de las reivindicaciones LGTBI + y de las mujeres y acabó
incluyendo otros reclamos: derechos laborales, separación entre Iglesia y Estado e
independencia total del Poder Legislativo, como explica Magda Grabowska 9. En todas
partes, las luchas feministas con capacidad de ampliar la democracia están junto a todos
aquellos y aquellas que defienden las libertades conquistadas que nos permiten dar
batalla con más capacidad.
¿Una nueva fase de institucionalización?
El feminismo se está articulando con otras luchas alrededor del mundo y forma parte de
un impulso democratizador que pone en el centro la cuestión de la igualdad. Sin
embargo, en muchos países, sobre todo aquellos que han atravesado con más intensidad
las revueltas de valores del 68, se ha convertido también en un amplio consenso que
forma parte del sistema que se quiere cuestionar. Hoy probablemente nos estemos
enfrentando a un nuevo proceso de institucionalización de la actual ola feminista que
avanza con intensidades diferentes según las regiones. Las grandes movilizaciones de
los últimos años han aumentado en gran medida el capital político de mostrarse
públicamente como feminista –y no solo para la izquierda, aunque sí en especial–.
Presidentas del Fondo Monetario Internacional ( FMI) o de grandes bancos se han
declarado feministas e incluso algunas líderes de partidos de extrema derecha
europeos 10. Evidentemente, esto no sucede en todas partes, en muchos países hay
guerras muy virulentas en marcha y mostrarse como feminista tiene costos políticos y
vitales importantes. Sin embargo, en otros, el feminismo –liberal– distingue y «tiene
premio» dentro del juego de los discursos políticos de la democracia representativa. En
países europeos como España, este feminismo se ha convertido en ideología «oficial» –
parte del mainstream– y por ello las extremas derechas pueden presentarse como
«antisistema» cuando lo confrontan. Con estas dificultades se encuentra el feminismo
de base: los ataques de los fundamentalismos cristianos y las extremas derechas y el
hecho de que sea fuente de legitimidad y distinción para la izquierda –y buena parte de
la derecha–.
El feminismo institucional –más allá de las políticas públicas más tradicionales– se
identifica de manera abrumadora con la cuestión de la paridad. Este es el discurso de la
presencia de mujeres en posiciones de poder, o en posiciones de prestigio social –nadie
demanda paridad en los campos italianos o españoles donde se hiperexplota a
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inmigrantes, ni en el sector de la construcción sino, como mucho, igualdad de salario y
de derechos–. Se sobreentiende falsamente que más mujeres implica más políticas
feministas. La pregunta es: ¿qué cambia esta presencia de mujeres en lugares de poder,
más allá de las cuestiones simbólicas? ¿A quiénes representan estas mujeres que llegan,
si no a las de su propia clase? Desde los feminismos de base respondemos que el poder
que necesitamos no es el poder de «representar» a las mujeres en los escalones más
altos de la estructura social, sino el que emana de los proyectos colectivos, la única
posibilidad real de mejorar la vida de todas las mujeres, sobre todo de las que están más
abajo. Como decíamos, el feminismo puede ser un discurso que distingue, que permite
la integración de determinadas mujeres en los circuitos del poder con mayúsculas –ya
sean socialdemócratas o neoliberales–. El problema al que nos enfrentamos aquí es el de
la representación: determinadas mujeres se convierten en supuestas mediadoras entre el
movimiento y las instituciones, y por tanto, en «traductoras» en políticas públicas de la
enorme potencia desplegada por los movimientos de base. De ahí también la obsesión
por el «sujeto» del feminismo –quién puede formar parte y quién no, sobre todo en
referencia a la discusión sobre la inclusión de las personas trans–. Muchas de las que se
erigen en vigilantes de las fronteras del feminismo son aquellas que pretenden
representar a «las mujeres» en estas instancias estatales. Así ha sucedido por ejemplo en
España. Para este feminismo oficial, desestabilizar la categoría «mujer» pone en peligro
las políticas de afirmación positiva o de protección de las mujeres –entendidas en gran
medida como víctimas–. Este feminismo transexcluyente asegura luchar contra el
género pero en realidad lo reafirma, porque lo ha convertido en eje de sus demandas de
inserción en las políticas estatales. Profundizando un poco, descubrimos los hilos que
permiten entender este debate como destinado en gran medida a confrontar a ese
feminismo de base de carácter más transformador, que ha sido mayoritario en el
impulso de las movilizaciones de esta última ola y mucho más cercano al
«transfeminismo». Es decir, a un feminismo que identifica las luchas LGTBI+ como
propias, que es inclusivo con las personas trans –y las trabajadoras sexuales– y para el
que son centrales las alianzas con otros movimientos por la transformación social.
Aquí nos enfrentamos otra vez con el significado profundo de la democracia. Según
Gutiérrez Aguilar, el problema con la concepción liberal de la política no es la
representación en sí, sino cómo esta se organiza a partir de mecanismos delegativos que
separan a los gobernantes de los gobernados 11. Esta delegación ha reforzado el gobierno
neoliberal del mundo a través de una democracia que, como hemos dicho, cada vez más
se identifica con su forma procedimental, que está estructurada a través de partidos y
ultrarreglamentada, «en la cual la representación va a ser siempre una representación en
ausencia, donde los representados están ausentes y están callados» 12. Para esta
pensadora mexicana, precisamente una «política en femenino» es una política no
estadocéntrica, en tanto lo que busca es la «producción de lo común», identificada con
la reproducción en conjunto de la propia vida. El marco es esta impugnación de la
política liberal que sitúa a los individuos solos y aislados frente al Estado, mientras que
la política de lo común se establece a partir de la construcción de un «nosotras»
colectivo que se gesta en los lugares de encuentro, en el hacer juntas 13. Profundizar la
democracia desde el feminismo supone pues la existencia de movimientos y
movilizaciones autónomas. Formas de componernos que no ignoren la importancia del
Estado, sino que establezcan y afirmen la posibilidad de que haya política más allá de
él. No implica desconocer los derechos alcanzados, ni dejar de pensar en cómo usar
nuestra fuerza para conseguir otros, sino afirmar que los derechos inscritos en el Estado
son totalmente insuficientes para nosotras –e incluso que pueden debilitar los
componentes emancipatorios de las luchas–. Esto sucede por ejemplo en un tema
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esencial para el feminismo: el de recuperar la autonomía corporal frente a las
agresiones. No queremos ser reducidas a víctimas necesitadas de protección estatal, y de
hecho, no todos los cuerpos feminizados pueden recibir esta protección –para muchos
de ellos el Estado no solo no protege, sino que es una de las principales fuentes de la
violencia y opresión que sufren, ya sean migrantes sin papeles, prostitutas o trans–. A
veces parece que olvidamos que el Estado sigue siendo una máquina de dominación y
que los derechos convergen siempre con poderes de estratificación social y líneas de
demarcación social en modos que a veces amplían y otras veces atenúan esas mismas
dominaciones y fronteras sociales. Volviendo a Wendy Brown, no hay que olvidar que
los derechos surgieron como un medio de protección frente a los abusos arbitrarios del
soberano y del poder social; pero también como un modo de asegurar y naturalizar los
poderes dominantes de clase, género, etc.14. Aunque los discursos se han transformado
profundamente desde el feminismo de la década de 1970 –que todavía hablaba el
lenguaje de la liberación y que acompañaba la oleada revolucionaria del 68– y hoy se
codifican cada vez más las demandas de los movimientos en términos de derechos, el
horizonte sigue siendo la emancipación de todo poder, no la protección estatal. La
verdadera democracia se realiza en la exigencia de compartir ese poder, no en regularlo
para protegerse, recuerda Brown. Es en las luchas por la vida, en los espacios de
autonomía de lo social, donde podemos reconocer otras formas de política no liberales –
de democracia directa–, ya sean indígenas, feministas, del sindicalismo social, por los
bienes comunes, espacios de apoyo mutuo, cooperativas u organizaciones políticas de
base. Es decir, que no están organizadas a través de mecanismos de delegación. Un
movimiento de base fuerte tiene además la capacidad de reconstruir la ruptura del lazo
social impulsada por el neoliberalismo que, como decíamos, ha posibilitado el arraigo
de las ideas posfascistas. La organización por abajo, la que hace continuamente la
democracia, es la mejor barrera para frenar su avance.
Por tanto, no necesitamos que hablen por nosotras y no todas las revueltas son
traducibles en términos legislativos, sino que sus experiencias producen experiencias
«no representables»: espacios de autosostenimiento de la vida que generan alternativas
sin esperar la sanción estatal; espacios y prácticas que abren caminos posibles para
imaginar y llevar a cabo salidas a la crisis ecológica o social; lugares donde elaborar
sentidos y lenguajes comunes necesarios para transformar la sociedad y la cultura. En
las luchas feministas de los últimos tiempos, vislumbramos esta exigencia de ir más allá
de la democracia representativa, de hacerla «real».
LA CRISIS DE LA DEMOCRACIA1
Carlos Mariátegui
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Este juicio sobre el sentido y el valor de la crisis de la democracia se inspira en la
incorregible inclinación a distinguir en todas las cosas cuerpo y espíritu. Del antiguo
dualismo de la esencia y la forma, que conserva en la mayoría de las inteligencias sus
viejos rasgos clásicos, se desprenden diversas supersticiones.
Pero una idea realizada no es ya válida como idea sino como realización. La forma no
puede ser separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la
idea actuada, la idea materializada. Diferenciar, independizar la idea de la forma es un
artificio y una convención teóricos y dialécticos. No es posible renegar la expresión y la
corporeidad de una idea sin renegar la idea misma. La forma representa todo lo que la
idea animadora vale práctica y concretamente. Si se pudiese desandar la historia, se
constataría que la repetición de un mismo experimento político tendría siempre las
mismas consecuencias. Vuelta una idea a su pureza, a su virginidad originales, y a las
condiciones primitivas de tiempo y lugar, no daría una segunda vez más de lo que dio la
primera. Una forma política constituye, en sur la, todo el rendimiento posible de la idea
que la engendró. Tan cierto es esto que el hombre, prácticamente, en religión y en política,
acaba por ignorar lo que en su iglesia o su partido es esencial para sentir únicamente lo
que es formal y corpóreo.
Esto mismo les pasa a los fautores de la democracia que no quieren creerla vieja y gastada
como idea sino como organismo. Lo que estos políticos defienden, realmente, es la forma
perecedera y no el principio inmortal. La palabra democracia no sirve ya para designar la
idea abstracta de la democracia pura, sino para designar el Estado demo-liberal-burgués.
La democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la
democracia-forma y no la democracia-idea.
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La teoría y la praxis de ambos bandos ofende el pudor de la Democracia, por mucho que
la democracia no se haya comportado nunca con excesiva castidad. Pero la Democracia
cede, alternativa o simultáneamente, a la atracción de la derecha y de la izquierda. No
escapa a un campo de gravitación sino para caer en el otro. La desgarran dos fuerzas
antitéticas, dos amores antagónicos. Los hombres más inteligentes de la democracia Se
empeñan en renovarla y enmendarla. El régimen democrático resulta sometido a un
ejercicio de crítica y de revisión internas, superior a sus años y a sus achaques.
Nitti no cree que sea el caso de hablar de una democracia a secas sino, más bien, de una
democracia social. El autor de La Tragedia de Europa es un demócrata dinámico y
heterodoxo. Caillaux preconiza una "síntesis de la democracia de tipo occidental y del
sovietismo ruso". No consigue Caillaux indicar el camino que conduciría a ese resultado.
Pero admite, explícitamente, que se reduzca las funciones del parlamento. El parlamento,
según Caillaux, no debe tener sino derechos políticos y no desempeñar una misión de
control superior. La dirección completa del Estado económico debe ser transferida a
nuevos organismos.
Estas concesiones a la teoría del Estado sindical expresan hasta qué punto ha envejecido
la antigua concepción del parlamento. Abdicando una parte de su autoridad, el parlamento
entra en una vía que lo llevará a la pérdida de sus poderes. Ese Estado económico, que
Caillaux quiere subordinar al Estado político, es una realidad superior a la voluntad y a la
coerción de los estadistas que aspiran a aprehenderlo dentro de sus impotentes principios.
El poder político es una consecuencia del poder económico. La plutocracia europea y
norteamericana no tiene ningún miedo a los ejercicios dialécticos de los políticos
demócratas. Cualquiera de los trusts o de los "carteles" industriales de Alemania y
Estados Unidos influye en la política de su nación respectiva más que toda la ideología
democrática. El plan Dawes y el acuerdo de Londres han sido dictados a sus ilustres
signatarios por los intereses de Morgan, Loucheur, etc.
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¿Cómo ha llegado la democracia a la crisis que acusan todas estas inquietudes y
conflictos? El estudio de las raíces de la decadencia del régimen democrático, hay que
suplirlo con una definición incompleta y sumaria: la forma democrática ha cesado,
gradualmente, de corresponder a la nueva estructura económica de la sociedad. El Estado
demo-liberal-burgués fue un efecto de la ascensión de la burguesía a la posición de la
clase dominante. Constituyó una consecuencia de la acción de fuerzas económicas y
productoras que no podían desarrollarse dentro de los dediques rígidos de una sociedad
gobernada por la aristocracia y la iglesia. Ahora, como entonces, el nuevo juego de las
fuerzas económicas y productoras reclama una nueva organización política. Las formas
políticas, sociales y culturales son siempre provisorias, son siempre interinas. En su
entraña contienen, invariablemente, el germen de una forma futura. Anquilosada,
petrificada, la forma democrática, como las que la han precedido en la historia, no puede
contener ya la nueva realidad humana.
NOTAS:
1
Publicado en Mundial: Lima, 14 de Noviembre de 1925.
2
Téngase en cuenta que el presente ensayo fue escrito cuando el asesinato del diputado socialista Giacomo
Matteoti provocó la agrupación de un centenar de diputados, que resolvieron no asistir a las sesiones de su
cámara con el propósito de privar al fascismo de la apariencia legal que rodeó su ascenso al poder. Y, desde
luego, podrá apreciarse cuán ciertas resultaron a la postre, las previsiones hechas a continuación por José
Carlos Mariátegui.
3
Esta frase —tan grata a Mussolini, como lo destaca José Carlos Mariátegui— fue concebida, quizá, para
hacer alarde de la fuerza fascista e infundir confianza a la pequeña burguesía desorientada o atemorizar a
los remisos. Después fue la fórmula que expresaba la empecinada insistencia en las medidas
impresionantes, aunque poco efectivas, y cuyo abandono o enmienda era estimado como lesivo para el
prestigio del movimiento. Y, cuando fue necesario encubrir su carácter retardatario, se convirtió en uno de
los lemas básicos de la "doctrina" fascista, según se desprende de la exégesis que su propio creador redactara
para la Enciclopedia italiana: "Las negaciones fascistas del socialismo, de la democracia, del liberalismo,
no deben hacer creer que el fascismo quisiera empujar al mundo a lo que era antes de 1789, considerado
como año de apertura del siglo democrático-liberal. No se puede volver atrás".
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