El documento discute la voluntad de Dios sobre la sanidad según lo que enseña la Biblia. Argumenta que Dios desea que los creyentes estén sanos y tengan vida abundante, como se evidencia en los milagros de sanidad realizados por Jesús y en que Jesús cargó con los pecados y enfermedades de la humanidad cuando murió en la cruz. Finalmente, señala que la sanidad formaba parte del pacto eterno establecido entre Dios y Abraham, por lo que los creyentes pueden recibir sanidad como parte de sus privile
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El documento discute la voluntad de Dios sobre la sanidad según lo que enseña la Biblia. Argumenta que Dios desea que los creyentes estén sanos y tengan vida abundante, como se evidencia en los milagros de sanidad realizados por Jesús y en que Jesús cargó con los pecados y enfermedades de la humanidad cuando murió en la cruz. Finalmente, señala que la sanidad formaba parte del pacto eterno establecido entre Dios y Abraham, por lo que los creyentes pueden recibir sanidad como parte de sus privile
El documento discute la voluntad de Dios sobre la sanidad según lo que enseña la Biblia. Argumenta que Dios desea que los creyentes estén sanos y tengan vida abundante, como se evidencia en los milagros de sanidad realizados por Jesús y en que Jesús cargó con los pecados y enfermedades de la humanidad cuando murió en la cruz. Finalmente, señala que la sanidad formaba parte del pacto eterno establecido entre Dios y Abraham, por lo que los creyentes pueden recibir sanidad como parte de sus privile
El documento discute la voluntad de Dios sobre la sanidad según lo que enseña la Biblia. Argumenta que Dios desea que los creyentes estén sanos y tengan vida abundante, como se evidencia en los milagros de sanidad realizados por Jesús y en que Jesús cargó con los pecados y enfermedades de la humanidad cuando murió en la cruz. Finalmente, señala que la sanidad formaba parte del pacto eterno establecido entre Dios y Abraham, por lo que los creyentes pueden recibir sanidad como parte de sus privile
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¿Es la voluntad de Dios que
usted esté sano?
Para responder a esta interrogante debemos saber qué dice la Biblia, dado que en ella se encuentra la voluntad de Dios: «En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios... Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros. Y hemos visto su gloria, la gloria que recibió del Padre, por ser su Hijo único, abundante en amor y verdad» (Juan 1:1, 14, versión Dios habla hoy). En la Tierra, Jesús de Nazaret era la Palabra hecha carne: la expresión total de la voluntad de Dios manifestada en forma humana. Leamos algunas de sus declaraciones: «...Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra» (Juan 4:34). «...El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió; y el que me ve, ve al que me envió» (Juan 12:44– 445). «...Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre...» (Juan 14:6–9). Si usted quiere ver a Dios, mire a Jesús.
Si desea escuchar al Todopoderoso,
escuche a Jesús. Si anhela conocer la voluntad del Altísimo, estudie el ministerio de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios, el heredero de todo, el resplandor de Su gloria, y la imagen misma del Señor. ¡Jesús es la imagen del Dios omnipotente! (Hebreos 1:1–3). Cristo actuó como una extensión de Su Padre celestial, pues cada obra que hizo en la Tierra y cada palabra que salió de Su boca, provino del Altísimo.
Sin lugar a dudas, Jesús vino a cumplir
la voluntad del Padre. En Juan 10:10, leemos una de Sus afirmaciones: «...yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia». El deseo del Señor es que los creyentes tengan una vida próspera. En Lucas 4, Jesús explicó con claridad, cómo nos daría ese tipo de vida.
Vino a Nazaret, donde se había criado;
y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. —Lucas 4:16–19 Cuando Cristo terminó de leer, cerró el libro, se sentó y dijo: «...Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» (Lucas 4:21). Desde ese momento, Jesús se dedicó a cumplir lo que les había leído: predicó el evangelio, sanó a los enfermos, le dio vista a los ciegos, y trajo libertad a los cautivos. Enseñaba en las sinagogas de Galilea, y la gente se maravillaba: «Y se admiraban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad» (Lucas 4:32). Cada palabra que salía de Su boca, traía liberación y sanidad. Cristo nunca les negó la sanidad a quienes se acercaron a él en fe. Jamás expresó: “No puedo sanarle, Dios quiere que usted permanezca enfermo por más tiempo”. Al contrario, siempre respondió ante la fe de las personas.
En Hechos 10:38, leemos algo que el
apóstol Pedro expresó: «Me refiero a Jesús de Nazaret: cómo lo ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Nueva Versión Internacional). Es una verdad absoluta: Dios anhela que Su pueblo reciba sanidad y viva plenamente, en completo bienestar, y lo demostró por medio de Jesucristo. Usted puede ver, clara y llanamente, cuál es la voluntad de Dios con respecto a la sanidad, en Lucas 5:12–13: «Sucedió que estando él en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra, el cual, viendo a Jesús, se postró con el rostro en tierra y le rogó, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Entonces, extendiendo él la mano, le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él». Cuando el leproso le preguntó: “¿Quieres limpiarme?”, la respuesta de Jesús fue muy sencilla: «Quiero; sé limpio». El leproso sabía que Cristo podía sanarle. Sin embargo, se preguntaba si el Señor querría hacerlo. Estar seguros de la voluntad del Padre es clave para recibir sanidad. Eso determinará si actuamos en fe o en incredulidad. Por ejemplo, se sabe que Dios puede librar a la gente de enfermedades. No obstante, el problema radica en saber con certeza que Él lo hará y ¡que lo llevará a cabo por uno! Ahora bien, hasta que se convenza de corazón de que el Padre anhela sanarlo, no podrá recibir esa bendición de Él; y sólo verá cómo otras personas sanan, mientras usted continúa enfermo.
Para asimilar la verdad acerca de la
voluntad de Dios sobre la sanidad, usted debe conocer todo lo que su redención abarca. La sanidad forma parte del plan de redención, al igual que la salvación, el Espíritu Santo y el cielo como eterno hogar. Permanecer enfermo cuando Jesús ya proveyó el remedio, es vivir muy por debajo de sus privilegios como hijo de Dios. Veamos el plan de redención a través de la perspectiva de un gran profeta. En el capítulo 53 del libro de Isaías, él describió lo que iba a suceder en el Calvario —el sacrificio, el dolor, el sufrimiento y la muerte de Jesús—. Isaías nos brinda una escena muy precisa de lo que aconteció exactamente en la Cruz, tanto en el ámbito físico como en el espiritual: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores...» (Isaías 53:4).
Observe la primera palabra de este
versículo: Ciertamente, no significa tal vez o quizá, sino indica un hecho. Por tanto, ¡es verdad que Jesús cargó con nuestras enfermedades, y sufrió nuestros padecimientos! Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Por cárcel y por juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido. Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca. Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento... —Isaías 53:5–10 En otra traducción bíblica, el versículo 10 se lee así: “Fue la voluntad de Dios que Él padeciera y fuera castigado” (AMP). Fue la firme voluntad de Dios que Jesús llevara todas las enfermedades y dolencias. Su propósito era liberar a la humanidad de estas maldiciones.
En Isaías 53:11, leemos: “[Dios] verá
el resultado de la aflicción de Su alma [la de Jesús], y quedará satisfecho...” (AMP). Es decir, ¡a Dios le satisfizo el fruto del sacrificio o tribulación de Jesús! Al Padre no le agrada que los creyentes padezcan enfermedades y dolencias. A Él le complació el sacrificio que hizo Jesús al llevar en Su cuerpo estos males. Sin embargo, muchas personas creen que glorifican al Señor al permanecer enfermas. Pero esa creencia es una mentira que viene ¡directamente del infierno! Aceptar la enfermedad en su cuerpo, después de que Cristo sufrió por usted, ¡sería una injusticia! Usted no es el Cordero del Calvario, el sacrificio ya se realizó. No necesita pagar el precio de nuevo, su deber es considerar la obra expiatoria de Jesús como parte de su vida.
¿Cuál fue el fruto del sufrimiento de
Jesús? Fue salvación, sanidad, amor, gozo, paz. En otras palabras, el nacimiento del reino de Dios en cada corazón. ¡Alabado sea el Señor! Basándose en los versículos que hemos examinado, usted puede estar seguro de que la voluntad de Dios es que cada persona del Cuerpo de Cristo esté sana y en completo bienestar. Él ya pagó el precio, por consiguiente, podemos recibir esa sanidad. La razón por la que algunos creyentes tienen problemas en obtener su sanidad es que ignoran la Palabra de Dios en cuanto a los derechos y privilegios que poseen en Jesucristo. Para entender por completo cuál es su posición, usted debe saber qué sucedió hace muchos siglos, entre Dios y un hombre llamado Abram. Dios se acercó a este varón y le planteó una propuesta. Este acuerdo o pacto, es la base de todo el Nuevo Testamento. Y a causa de este convenio, Jesús vino al mundo. El Pacto divino de la sanidad La sanidad no fue una provisión del ministerio de Jesús. Esta bendición no es nueva, pues nos la otorgaron desde el Pacto Abrahámico. En los siguientes versículos veremos cómo se llevó a cabo este convenio: Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto. Y pondré mi pacto entre mí y ti, y te multiplicaré en gran manera. Entonces Abram se postró sobre su rostro, y Dios habló con él, diciendo: He aquí mi pacto es contigo, y serás padre de muchedumbre de gentes. Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes... Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. —Génesis 17:1–5, 7 Observe que cuando Dios se le apareció, le dijo: «Yo soy el Dios Todopoderoso». En hebreo se dice: Yo soy El Shaddai, El significa: Supremo, y Shaddai: el del pecho que sustenta. Además, el Señor expresó: «para ser tu Dios» o dicho de otra forma: “Yo seré todo lo que necesites —padre, madre, proveedor y quien cuida de ti—”. Me gustaría que comprendiera el significado completo de lo que ocurrió entre Dios y Abraham. Ellos realizaron un contrato, un pacto eterno, un acuerdo absoluto. Dios declaró: «He aquí mi pacto es contigo...» (Génesis 17:4). Luego Él selló Su parte del pacto con 17 estas palabras: «...Por mí mismo he jurado...» (Génesis 22:16). No había un poder más alto, por consiguiente, Él juró por Sí mismo. Además, Él dio Su Palabra de que bendeciría a Abraham y a su linaje. En Génesis 22:17–18, leemos:
«De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu
descendencia... En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra...». En hebreo la palabra pacto significa cortar, e implica la idea de verter sangre. Un pacto de sangre es el tipo de contrato más grande que existe en la Tierra. Ambas partes acuerdan ciertos términos, y lo sellan con el derramamiento de sangre. Por esa razón, el pacto que Dios realizó con Abraham fue sellado mediante la circuncisión. «Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros» (Génesis 17:10–11). En el Antiguo Testamento el derramamiento de sangre era vital. La circuncisión era una señal del pacto entre Dios y los seres humanos. El Shaddai prometió bendecir en gran manera a Abraham y a su descendencia. A cambio, requirió que ellos anduvieran en integridad delante de Él. Sin embargo, la humanidad no cumplió con las condiciones del pacto —pues siempre ha pecado continuamente contra Dios—. Y por esa razón, fue necesario otro derramamiento de sangre. El sacerdocio levítico fue instituido con el fin de ofrecer sacrificios de sangre para expiar (o cubrir) los pecados. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados (Hebreos 9:22). El sacerdote adquiría perdón por un año, al entregar un cordero en el altar. Dios aceptaba estos sacrificios para mantener vigente el Pacto Abrahámico. Era la única manera de salvar la brecha entre el pecado y la justicia. Siglos más tarde, Jesús de Narazaret, vino al mundo naciendo de una virgen, y realizó el supremo sacrificio de sangre. Cuando Juan el Bautista vio por primera vez a Jesús, exclamó: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado» (Juan 1:29). Jesús fue el Cordero sacrificial inmolado en el altar de la Cruz. Él fue el último sacrificio del sacerdocio levítico. La sangre que Él derramó en la Cruz lavó para siempre las manchas de las transgresiones humanas. Los sacrificios del Antiguo Testamento solamente cubrían el pecado, pero el sacrificio del Nuevo Testamento —la muerte de Jesús, el Hijo irreprochable de Dios— eliminó el pecado por completo: «Y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención» (Hebreos 9:12). Al aceptar Su sacrificio, usted se presenta limpio y puro ante Dios —como si nunca hubiera pecado—. Jesús murió por los pecados de la humanidad, y al mismo tiempo destruyó los efectos de esas transgresiones. Cuando el pecado entró al mundo trajo consigo las fuerzas de destrucción: muerte, enfermedades, pobreza y miedo. El precio que Cristo pagó en el Calvario fue completo porque abarca todas las áreas de la vida: espiritual, mental, física, social y financiera. Por tanto, nuestra redención es total. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu» (Gálatas 3:13–14). La maldición de la ley era el castigo por desobedecer los estatutos de la ley levítica. Ésta incluye cada posible maldición que pudiera venir sobre la humanidad: enfermedades, males, escasez, pobreza, dolor, sufrimiento, etc. Y por si fuera poco, en el versículo 61, leemos: «Asimismo toda enfermedad y toda plaga que no está escrita en el libro de esta ley...». Aunque Jesús vivió sin pecar, se entregó a Sí mismo para cargar con la maldición, como si Él hubiera cometido delitos y transgredido la ley. Cristo fue culpado por los pecados de la raza humana. Él tomó cada una de las enfermedades y plagas que afectan a la gente; además, aceptó el dolor y el sufrimiento; ¿para qué? Para que la bendición pueda venir sobre nosotros al aceptar Su sacrificio como nuestro. Y debido a que estamos en Cristo, somos descendencia de Abraham y herederos de la bendición. «Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gálatas 3:29). En la Biblia encontramos la descripción tanto de la bendición como de la maldición: Acontecerá que si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios. —Deuteronomio 28:1–2 Más adelante, en los versículos del 3 al 14, se enumeran todas las bendiciones de la ley, y se describe la prosperidad en los diferentes aspectos de la vida. Jesús demostró que la sanidad es parte de esta bendición. Una prueba es la siguiente historia: Y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios. —Lucas 13:11–13 El principal de la sinagoga se indignó porque Jesús sanó a esta mujer en el día de reposo. Entonces el Señor le respondió: «...Hipócrita, cada uno de vosotros ¿no desata en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?» (Lucas 13:15–16). El Pacto Abrahámico había estado vigente por muchos años. Por anto, el pueblo de Dios pudo haber disfrutado de salud y bienestar; pero se ocuparon más de sus tradiciones religiosas, lo cual trajo como resultado un nivel de vida muy por debajo del que Dios planificó para ellos. La mujer del relato era hija de Abraham, y por eso tenía derecho a ser liberada de su enfermedad. Satanás la ató durante dieciocho años, a causa de que ella ignoraba el convenio que tenía con Dios. Afortunadamente, porelcompromiso del Padre con la humanidad, Jesús vino y ministró como profeta bajo las normas del Pacto Abrahámico. Él sanaba a la gente conforme a ese acuerdo, liberaba a los cautivos, y esa dama era una de ellos. Todo lo que ella necesitaba era que alguien le dijera cuáles eran sus derechos como descendiente de Abraham. Ahora bien, le tengo buenas noticias: si esa mujer fue sanada y liberada gracias al hecho de que era simiente de Abraham, de igual manera usted puede recibir su sanidad bajo los mismos términos, pues creer en Jesucristo y aceptar Su sacrificio como suyo, lo convierte en descendiente de Abraham y heredero de la promesa (Gálatas 3:13). ¡Alabado sea Dios porque la promesa incluye sanidad física! Por consiguiente, Satanás no tiene derecho de imponerle ninguna enfermedad, mal, padecimiento o dolencia en su cuerpo. Usted es un hijo de Dios, coheredero con Cristo, y ciudadano de Su reino. Usted goza de un pacto con el Todopoderoso, y uno de los privilegios de ese acuerdo es su derecho a estar sano. Quiero que Mi pueblo esté bien! Hace algún tiempo, Dios trató conmigo el asunto de la sanidad, y me mostró por qué es importante que los creyentes vivan libres de enfermedades y dolencias. Sus palabras fueron tan fuertes que resonaron como un eco en mi espíritu por varias semanas: ¡Quiero que Mi pueblo esté bien! El Señor anhela que cada uno de nosotros disfrute de completa sanidad: «Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así como prospera tu alma» (3 Juan 2). Después de que Jesús fue levantado de los muertos, se le apareció a Sus discípulos y estableció ciertos decretos, los cuales beneficiarían al mundo para siempre. La sanidad fue uno de esos temas. Jesús ordenó: ...Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado. Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán. —Marcos 16:15–18 Estas palabras son de vital importancia para los cristianos de hoy, pues Jesús le está ordenando a la Iglesia que sirva en Su nombre; y parte de esta gran comisión es imponer las manos sobre los enfermos. Jesús decretó que la Iglesia es la encargada de luchar contra las enfermedades y los males. La sanidad es el golpe maestro de Dios para demostrar que está vivo y lleno de poder. También es una prueba física de la existencia de Dios y de Su buena voluntad para satisfacer nuestras necesidades a cualquier nivel espiritual. No hay dos personas que sean iguales espiritualmente. Cada uno de nosotros se encuentra en su propio nivel de crecimiento espiritual. Existen tres clases de vida espiritual: El mundo: conjunto de pecadores o incrédulos; es decir, gente que no conoce a Dios. Los cristianos con una mente carnal: bebés espirituales y todos aquellos que no practican con eficacia la Palabra de Dios. Los cristianos maduros: adultos espirituales, hábiles en la Palabra de Dios. La Palabra fue diseñada para ministrar y satisfacer las necesidades de cada individuo, sin importar cuál sea su estatura espiritual. En 1 Corintios 3:1–3, Pablo se refiere a los dos niveles de madurez espiritual dentro del Cuerpo de Cristo: «De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía, porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?». Pablo no podía enseñarles a los creyentes de Corinto acerca de las cosas espirituales más profundas, pues aún no eran maduros para entenderlas. Realmente eran “bebés espirituales”, y por eso, él tenía que alimentarlos con leche, como usted lo haría con un recién nacido. En Hebreos 5:13, leemos: «Y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño»; y en 1 Pedro 2:2: «Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación». Cuando aceptó a Jesús como su Salvador, y lo hizo el Señor de su vida, usted se convirtió en un ser que nació de Dios (1 Juan 5:1), y de acuerdo con 1 Pedro 1:23, usted y yo somos: «...renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios». Con su nuevo nacimiento, usted se unió a la familia de Dios y entró en la vida espiritual como recién nacido, pero si aún no se ha alimentado de la leche de la Palabra, todavía es un bebé espiritual. Sin el conocimiento de la Palabra de Dios, no espere actuar eficazmente en la fe. Un bebé no se hace adulto de la noche a la mañana. Por consiguiente, no es lógico que un nuevo creyente espere actuar como un cristiano maduro, después de unos días de haber nacido de nuevo. Se necesita invertir tiempo en el estudio de la Palabra para que el espíritu crezca y madure. El primer paso hacia la madurez espiritual es entender cuál es su posición ante Dios, pues usted es hijo y coheredero con Cristo. En Romanos 8:16-17 leemos: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados». Por ello cuenta con todos los derechos y privilegios en el reino de Dios. Uno de esos derechos lo constituyen la salud y la sanidad. Usted no comprenderá totalmente la sanidad hasta que esté convencido, más allá de toda duda, de que la voluntad de Dios es que usted esté sano. ¡Dios desea que goce de una buena condición física! ¡Él quiere que usted viva bien! Desea que crezca en el conocimiento de la Palabra para que ande en Su perfecta voluntad como lo hizo Jesús. Aceptar o no la verdad, y proponerse actuar de acuerdo con ella, es una decisión que sólo usted puede tomar. Le animo a que acepte la verdad ahora, a fin de que el plan de Dios se empiece a cumplir en su vida. Empiece a visualizarse sano y en óptimas condiciones; implante en su corazón lo que en la Palabra de Dios se afirma acerca de la sanidad; medite y piense en esas escrituras; luego, confiéselas con autoridad. Su Palabra nunca regresará a Él vacía, sino que cumplirá lo que se le encomendó (Isaías 55:11).
Oración para recibir salvación y el
bautismo del Espíritu Santo Padre celestial, vengo a Ti en el nombre de Jesús. Tu Palabra dice: «Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Hechos 2:21). Jesús, yo te invoco y te pido que vengas a mi corazón y seas el Señor de mi vida de acuerdo con Romanos 10:9–10: «Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación». Yo confieso ahora que Jesús es el Señor, y creo en mi corazón que Dios le resucitó de entre los muertos. ¡Ahora he nacido de nuevo! ¡Soy cristiano, hijo del Dios todopoderoso! ¡Soy salvo! Señor, Tú también afirmas en Tu Palabra: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lucas 11:13). Entonces te pido que me llenes con Tu Espíritu. Santo Espíritu, engrandécete dentro de mí a medida que alabo a Dios. Estoy plenamente convencido de que hablaré en otras lenguas, según Tú me concedas expresar (Hechos 2:4). En el nombre de Jesús, ¡amén! En este momento, comience a alabar a Dios por llenarte con el Espíritu Santo. Pronuncia esas palabras y sílabas que recibes, no hables en tu idioma, sino en el lenguaje que el Espíritu Santo te da. Debes usar tu propia voz, ya que Dios no te forzará a hablar. No te preocupes por cómo suena, pues ¡es una lengua celestial! Continúa con la bendición que Dios te ha dado, y ora en el espíritu cada día. Ahora, eres un creyente renacido y lleno del Espíritu Santo. ¡Tú nunca serás el mismo! Busca una iglesia donde se predique la Palabra de Dios valientemente, y obedece esa Palabra. Forma parte de la familia cristiana que te amará y cuidará, así como tú ames y cuides de ellos. Necesitamos estar conectados unos con otros, lo cual aumenta nuestra fuerza en Dios, y es el plan del Señor para nosotros. Vuélvete un hacedor de la Palabra. Tú serás bendecido al ponerla en práctica (lee Santiago 1:22–25).