Usted Ha Sido Sanado

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¿Es la voluntad de Dios que

usted esté sano?


Para responder a esta interrogante
debemos saber qué dice la Biblia, dado
que en ella se encuentra la voluntad de
Dios: «En el principio ya existía la
Palabra; y aquel que es la Palabra estaba
con Dios y era Dios... Aquel que es la
Palabra se hizo hombre y vivió entre
nosotros. Y hemos visto su gloria, la
gloria que recibió del Padre, por ser su
Hijo único, abundante en amor y verdad»
(Juan 1:1, 14, versión Dios habla hoy).
En la Tierra, Jesús de Nazaret era la
Palabra hecha carne: la expresión total
de la voluntad de Dios manifestada en
forma humana. Leamos algunas de
sus declaraciones:
«...Mi comida es que haga la
voluntad del que me envió, y que
acabe su obra» (Juan 4:34).
«...El que cree en mí, no cree en mí,
sino en el que me envió; y el que me
ve, ve al que me envió» (Juan 12:44–
445).
«...Yo soy el camino, y la verdad, y la
vida; nadie viene al Padre, sino por mí.
Si me conocieseis, también a mi Padre
conoceríais... El que me ha visto a mí, ha
visto al Padre...» (Juan 14:6–9).
Si usted quiere ver a Dios, mire a
Jesús.

Si desea escuchar al Todopoderoso,


escuche a Jesús.
Si anhela conocer la voluntad del
Altísimo, estudie el ministerio de
Jesús.
Jesús es el Hijo de Dios, el heredero de
todo, el resplandor de Su gloria, y la
imagen misma del Señor. ¡Jesús es la
imagen del Dios omnipotente!
(Hebreos 1:1–3). Cristo actuó como
una extensión de Su Padre celestial,
pues cada obra que hizo en la Tierra y
cada palabra que salió de Su boca,
provino del Altísimo.

Sin lugar a dudas, Jesús vino a cumplir


la voluntad del Padre. En Juan 10:10,
leemos una de Sus afirmaciones: «...yo
he venido para que tengan vida, y para
que la tengan en abundancia». El deseo
del Señor es que los creyentes tengan
una vida próspera. En Lucas 4, Jesús
explicó con claridad, cómo nos daría
ese tipo de vida.

Vino a Nazaret, donde se había criado;


y en el día de reposo entró en la
sinagoga, conforme a su costumbre, y
se levantó a leer. Y se le dio el libro del
profeta Isaías; y habiendo abierto el
libro, halló el lugar donde estaba
escrito: El Espíritu del Señor está sobre
mí, por cuanto me ha ungido para dar
buenas nuevas a los pobres; me ha
enviado a sanar a los quebrantados de
corazón; a pregonar libertad a los
cautivos, y vista a los ciegos; a poner
en libertad a los oprimidos; a predicar
el año agradable del Señor.
—Lucas 4:16–19
Cuando Cristo terminó de leer, cerró
el libro, se sentó y dijo: «...Hoy se ha
cumplido esta Escritura delante de
vosotros» (Lucas 4:21).
Desde ese momento, Jesús se dedicó
a cumplir lo que les había leído:
predicó el evangelio, sanó a los
enfermos, le dio vista a los ciegos, y
trajo libertad a los cautivos.
Enseñaba en las sinagogas de
Galilea, y la gente se maravillaba: «Y
se admiraban de su doctrina, porque
su palabra era con autoridad» (Lucas
4:32). Cada palabra que salía de Su
boca, traía liberación y sanidad.
Cristo nunca les negó la sanidad a
quienes se acercaron a él en fe. Jamás
expresó: “No puedo sanarle, Dios
quiere que usted permanezca enfermo
por más tiempo”. Al contrario, siempre
respondió ante la fe de las personas.

En Hechos 10:38, leemos algo que el


apóstol Pedro expresó: «Me refiero a
Jesús de Nazaret: cómo lo ungió Dios
con el Espíritu Santo y con poder, y cómo
anduvo haciendo el bien y sanando a
todos los que estaban oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él»
(Nueva Versión Internacional).
Es una verdad absoluta: Dios anhela
que Su pueblo reciba sanidad y viva
plenamente, en completo bienestar,
y lo demostró por medio de
Jesucristo. Usted puede ver, clara y
llanamente, cuál es la voluntad de
Dios con respecto a la sanidad, en
Lucas 5:12–13: «Sucedió que
estando él en una de las ciudades, se
presentó un hombre lleno de lepra, el
cual, viendo a Jesús, se postró con el
rostro en tierra y le rogó, diciendo:
Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Entonces, extendiendo él la mano, le
tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al
instante la lepra se fue de él».
Cuando el leproso le preguntó:
“¿Quieres limpiarme?”, la respuesta
de Jesús fue muy sencilla: «Quiero;
sé limpio».
El leproso sabía que Cristo podía
sanarle. Sin embargo, se preguntaba si
el Señor querría hacerlo. Estar seguros
de la voluntad del Padre es clave para
recibir sanidad. Eso determinará si
actuamos en fe o en incredulidad. Por
ejemplo, se sabe que Dios puede librar
a la gente de enfermedades. No
obstante, el problema radica en saber
con certeza que Él lo hará y ¡que lo
llevará a cabo por uno! Ahora bien,
hasta que se convenza de corazón de
que el Padre anhela sanarlo, no podrá
recibir esa bendición de Él; y sólo verá
cómo otras personas sanan, mientras
usted continúa enfermo.

Para asimilar la verdad acerca de la


voluntad de Dios sobre la sanidad, usted
debe conocer todo lo que su redención
abarca. La sanidad forma parte del
plan de redención, al igual que la
salvación, el Espíritu Santo y el cielo
como eterno hogar. Permanecer
enfermo cuando Jesús ya proveyó el
remedio, es vivir muy por debajo de sus
privilegios como hijo de Dios.
Veamos el plan de redención a través de
la perspectiva de un gran profeta. En el
capítulo 53 del libro de Isaías, él
describió lo que iba a suceder en el
Calvario —el sacrificio, el dolor, el
sufrimiento y la muerte de Jesús—.
Isaías nos brinda una escena muy
precisa de lo que aconteció exactamente
en la Cruz, tanto en el ámbito físico
como en el espiritual: «Ciertamente
llevó él nuestras enfermedades, y sufrió
nuestros dolores...» (Isaías 53:4).

Observe la primera palabra de este


versículo: Ciertamente, no significa
tal vez o quizá, sino indica un hecho.
Por tanto, ¡es verdad que Jesús cargó
con nuestras enfermedades, y sufrió
nuestros padecimientos!
Mas él herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados;
el castigo de nuestra paz fue sobre él, y
por su llaga fuimos nosotros curados.
Todos nosotros nos descarriamos como
ovejas, cada cual se apartó por su
camino; mas Jehová cargó en él el
pecado de todos nosotros. Angustiado él,
y afligido, no abrió su boca; como
cordero fue llevado al matadero; y como
oveja delante de sus trasquiladores,
enmudeció, y no abrió su boca. Por
cárcel y por juicio fue quitado; y su
generación, ¿quién la contará? Porque
fue cortado de la tierra de los
vivientes, y por la rebelión de mi
pueblo fue herido. Y se dispuso con
los impíos su sepultura, mas con los
ricos fue en su muerte; aunque nunca
hizo maldad, ni hubo engaño en su
boca. Con todo eso, Jehová quiso
quebrantarlo, sujetándole a
padecimiento...
—Isaías 53:5–10
En otra traducción bíblica, el versículo
10 se lee así: “Fue la voluntad de Dios
que Él padeciera y fuera castigado”
(AMP). Fue la firme voluntad de Dios
que Jesús llevara todas las
enfermedades y dolencias. Su
propósito era liberar a la humanidad de
estas maldiciones.

En Isaías 53:11, leemos: “[Dios] verá


el resultado de la aflicción de Su alma
[la de Jesús], y quedará satisfecho...”
(AMP). Es decir, ¡a Dios le satisfizo
el fruto del sacrificio o tribulación de
Jesús! Al Padre no le agrada que los
creyentes padezcan enfermedades y
dolencias. A Él le complació el
sacrificio que hizo Jesús al llevar en
Su cuerpo estos males. Sin embargo,
muchas personas creen que glorifican
al Señor al permanecer enfermas.
Pero esa creencia es una mentira que
viene ¡directamente del infierno!
Aceptar la enfermedad en su cuerpo,
después de que Cristo sufrió por
usted, ¡sería una injusticia! Usted no
es el Cordero del Calvario, el
sacrificio ya se realizó. No necesita
pagar el precio de nuevo, su deber es
considerar la obra expiatoria de Jesús
como parte de su vida.

¿Cuál fue el fruto del sufrimiento de


Jesús? Fue salvación, sanidad, amor,
gozo, paz. En otras palabras, el
nacimiento del reino de Dios en cada
corazón. ¡Alabado sea el Señor!
Basándose en los versículos que
hemos examinado, usted puede estar
seguro de que la voluntad de Dios es
que cada persona del Cuerpo de
Cristo esté sana y en completo
bienestar. Él ya pagó el precio, por
consiguiente, podemos recibir esa
sanidad.
La razón por la que algunos creyentes
tienen problemas en obtener su
sanidad es que ignoran la Palabra de
Dios en cuanto a los derechos y
privilegios que poseen en Jesucristo.
Para entender por completo cuál es su
posición, usted debe saber qué sucedió
hace muchos siglos, entre Dios y un
hombre llamado Abram. Dios se
acercó a este varón y le planteó una
propuesta. Este acuerdo o pacto, es la
base de todo el Nuevo Testamento. Y
a causa de este convenio, Jesús vino
al mundo.
El Pacto divino de la
sanidad
La sanidad no fue una provisión del
ministerio de Jesús. Esta bendición no
es nueva, pues nos la otorgaron desde
el Pacto Abrahámico. En los
siguientes versículos veremos cómo
se llevó a cabo este convenio:
Era Abram de edad de noventa y nueve
años, cuando le apareció Jehová y le
dijo: Yo soy
el Dios Todopoderoso; anda delante
de mí y sé perfecto. Y pondré mi
pacto entre mí y ti, y te multiplicaré
en gran manera. Entonces Abram se
postró sobre su rostro, y Dios habló
con él, diciendo: He aquí mi pacto es
contigo, y serás padre de
muchedumbre de gentes. Y no se
llamará más tu nombre Abram, sino
que será tu nombre Abraham, porque
te he puesto por padre de
muchedumbre de gentes... Y
estableceré mi pacto entre mí y ti, y
tu descendencia después de ti en sus
generaciones, por pacto perpetuo,
para ser tu Dios, y el de tu
descendencia después de ti.
—Génesis 17:1–5, 7 Observe que
cuando Dios se le apareció, le dijo: «Yo
soy el Dios Todopoderoso». En hebreo
se dice: Yo soy El Shaddai, El
significa: Supremo, y Shaddai: el del
pecho que sustenta. Además, el Señor
expresó: «para ser tu Dios» o dicho de
otra forma: “Yo seré todo lo que
necesites —padre, madre, proveedor y
quien cuida de ti—”.
Me gustaría que comprendiera el
significado completo de lo que ocurrió
entre Dios y Abraham. Ellos realizaron
un contrato, un pacto eterno, un acuerdo
absoluto. Dios declaró: «He aquí mi
pacto es contigo...» (Génesis 17:4).
Luego Él selló Su parte del pacto con 17
estas palabras: «...Por mí mismo he
jurado...» (Génesis 22:16). No había un
poder más alto, por consiguiente, Él juró
por Sí mismo. Además, Él dio Su
Palabra de que bendeciría a Abraham y a
su linaje. En Génesis 22:17–18, leemos:

«De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu


descendencia... En tu simiente serán
benditas todas las naciones de la tierra...».
En hebreo la palabra pacto significa
cortar, e implica la idea de verter
sangre. Un pacto de sangre es el tipo
de contrato más grande que existe en
la Tierra. Ambas partes acuerdan
ciertos términos, y lo sellan con el
derramamiento de sangre. Por esa
razón, el pacto que Dios realizó con
Abraham fue sellado mediante la
circuncisión. «Este es mi pacto, que
guardaréis entre mí y vosotros y tu
descendencia después de ti: Será
circuncidado todo varón de entre
vosotros. Circuncidaréis, pues, la
carne de vuestro prepucio, y será por
señal del pacto entre mí y vosotros»
(Génesis 17:10–11).
En el Antiguo Testamento el
derramamiento de sangre era vital. La
circuncisión era una señal del pacto
entre Dios y los seres humanos. El
Shaddai prometió bendecir en gran
manera a Abraham y a su
descendencia. A cambio, requirió que
ellos anduvieran en integridad
delante de Él.
Sin embargo, la humanidad no
cumplió con las condiciones del
pacto —pues siempre ha pecado
continuamente contra Dios—. Y por
esa razón, fue necesario otro
derramamiento de sangre. El
sacerdocio levítico fue instituido con
el fin de ofrecer sacrificios de sangre
para expiar (o cubrir) los pecados.
Sin derramamiento de sangre no
hay remisión de pecados (Hebreos
9:22). El sacerdote adquiría perdón
por un año, al entregar un cordero en
el altar. Dios aceptaba estos
sacrificios para mantener vigente
el Pacto Abrahámico. Era la única
manera de salvar la brecha entre el
pecado y la justicia.
Siglos más tarde, Jesús de Narazaret,
vino al mundo naciendo de una
virgen, y realizó el supremo sacrificio
de sangre. Cuando Juan el Bautista
vio por primera vez a Jesús, exclamó:
«He aquí el Cordero de Dios, que quita
el pecado» (Juan 1:29). Jesús fue el
Cordero sacrificial inmolado en el
altar de la Cruz. Él fue el último
sacrificio del sacerdocio levítico. La
sangre que Él derramó en la Cruz lavó
para siempre las manchas de las
transgresiones humanas. Los
sacrificios del Antiguo Testamento
solamente cubrían el pecado, pero el
sacrificio del Nuevo Testamento —la
muerte de Jesús, el Hijo irreprochable
de Dios— eliminó el pecado por
completo: «Y no por sangre de
machos cabríos ni de becerros, sino
por su propia sangre, entró una vez
para siempre en el Lugar Santísimo,
habiendo obtenido eterna redención»
(Hebreos 9:12). Al aceptar Su
sacrificio, usted se presenta limpio y
puro ante Dios —como si nunca
hubiera pecado—.
Jesús murió por los pecados de la
humanidad, y al mismo tiempo
destruyó los efectos de esas
transgresiones. Cuando el pecado
entró al mundo trajo consigo las
fuerzas de destrucción: muerte,
enfermedades, pobreza y miedo. El
precio que Cristo pagó en el Calvario
fue completo porque abarca todas las
áreas de la vida: espiritual, mental,
física, social y financiera. Por tanto,
nuestra redención es total.
«Cristo nos redimió de la maldición de
la ley, hecho por nosotros maldición
(porque está escrito: Maldito todo el que
es colgado en un madero), para que en
Cristo Jesús la bendición de Abraham
alcanzase a los gentiles, a fin de que por
la fe recibiésemos la promesa del
Espíritu» (Gálatas 3:13–14).
La maldición de la ley era el castigo
por desobedecer los estatutos de la ley
levítica. Ésta incluye cada posible
maldición que pudiera venir sobre la
humanidad: enfermedades, males,
escasez, pobreza, dolor, sufrimiento,
etc. Y por si fuera poco, en el versículo
61, leemos: «Asimismo toda
enfermedad y toda plaga que no está
escrita en el libro de esta ley...».
Aunque Jesús vivió sin pecar, se
entregó a Sí mismo para cargar con
la maldición, como si Él hubiera
cometido delitos y transgredido la
ley. Cristo fue culpado por los
pecados de la raza humana. Él tomó
cada una de las enfermedades y
plagas que afectan a la gente; además,
aceptó el dolor y el sufrimiento; ¿para
qué? Para que la bendición pueda
venir sobre nosotros al aceptar Su
sacrificio como nuestro. Y debido a
que estamos en Cristo, somos
descendencia de Abraham y herederos
de la bendición.
«Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente
linaje de Abraham sois, y herederos según la
promesa» (Gálatas 3:29).
En la Biblia encontramos la
descripción tanto de la bendición
como de la maldición:
Acontecerá que si oyeres atentamente
la voz de Jehová tu Dios, para guardar
y poner por obra todos sus
mandamientos que yo te prescribo hoy,
también
Jehová tu Dios te exaltará sobre todas
las naciones de la tierra. Y vendrán
sobre ti todas estas bendiciones, y te
alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová
tu Dios.
—Deuteronomio 28:1–2
Más adelante, en los versículos del 3
al 14, se enumeran todas las
bendiciones de la ley, y se describe la
prosperidad en los diferentes aspectos
de la vida.
Jesús demostró que la sanidad es parte
de esta bendición. Una prueba es la
siguiente historia:
Y había allí una mujer que desde hacía
dieciocho años tenía espíritu de
enfermedad, y andaba encorvada, y en
ninguna manera se podía enderezar.
Cuando Jesús la vio, la llamó y le
dijo: Mujer, eres libre de tu
enfermedad. Y puso las manos sobre
ella; y ella se enderezó luego, y
glorificaba a Dios.
—Lucas 13:11–13
El principal de la sinagoga se indignó
porque Jesús sanó a esta mujer en el
día de reposo. Entonces el Señor le
respondió: «...Hipócrita, cada uno de
vosotros ¿no desata en el día de reposo
su buey o su asno del pesebre y lo lleva
a beber? Y a esta hija de Abraham, que
Satanás había atado dieciocho años,
¿no se le debía desatar de esta
ligadura en el día de reposo?» (Lucas
13:15–16).
El Pacto Abrahámico había estado
vigente por muchos años. Por anto, el
pueblo de Dios pudo haber disfrutado
de salud y bienestar; pero se ocuparon
más de sus tradiciones religiosas, lo
cual trajo como resultado un nivel de
vida muy por debajo del que Dios
planificó para ellos.
La mujer del relato era hija de
Abraham, y por eso tenía derecho a
ser liberada de su enfermedad.
Satanás la ató durante dieciocho años,
a causa de que ella ignoraba el
convenio que tenía con Dios.
Afortunadamente, porelcompromiso
del Padre con la humanidad, Jesús
vino y ministró como profeta bajo las
normas del Pacto Abrahámico. Él
sanaba a la gente conforme a ese
acuerdo, liberaba a los cautivos, y esa
dama era una de ellos. Todo lo que
ella necesitaba era que alguien le
dijera cuáles eran sus derechos como
descendiente de Abraham.
Ahora bien, le tengo buenas noticias:
si esa mujer fue sanada y liberada
gracias al hecho de que era simiente
de Abraham, de igual manera usted
puede recibir su sanidad bajo los
mismos términos, pues creer en
Jesucristo y aceptar Su sacrificio
como suyo, lo convierte en
descendiente de Abraham y heredero
de la promesa (Gálatas 3:13).
¡Alabado sea Dios porque la promesa
incluye sanidad física!
Por consiguiente, Satanás no tiene
derecho de imponerle ninguna
enfermedad, mal, padecimiento o
dolencia en su cuerpo. Usted es un
hijo de Dios, coheredero con Cristo, y
ciudadano de Su reino. Usted goza de
un pacto con el Todopoderoso, y uno
de los privilegios de ese acuerdo es su
derecho a estar sano.
Quiero que Mi
pueblo esté bien!
Hace algún tiempo, Dios trató
conmigo el asunto de la sanidad, y me
mostró por qué es importante que los
creyentes vivan libres de
enfermedades y dolencias. Sus
palabras fueron tan fuertes que
resonaron como un eco en mi espíritu
por varias semanas: ¡Quiero que Mi
pueblo esté bien!
El Señor anhela que cada uno de
nosotros disfrute de completa sanidad:
«Amado, yo deseo que tú seas prosperado
en todas las cosas, y que tengas salud, así
como prospera tu alma» (3 Juan 2).
Después de que Jesús fue levantado de
los muertos, se le apareció a Sus
discípulos y estableció ciertos
decretos, los cuales beneficiarían al
mundo para siempre. La sanidad fue
uno de esos temas. Jesús ordenó:
...Id por todo el mundo y predicad el
evangelio a toda criatura. El que
creyere y fuere bautizado, será salvo;
mas el que no creyere, será condenado.
Y estas señales seguirán a los que
creen: En mi nombre echarán fuera
demonios; hablarán nuevas lenguas;
tomarán en las manos serpientes, y si
bebieren cosa mortífera, no les hará
daño; sobre los enfermos pondrán sus
manos, y sanarán.
—Marcos 16:15–18
Estas palabras son de vital importancia
para los cristianos de hoy,
pues Jesús le está ordenando a la Iglesia
que sirva en Su nombre; y parte de esta
gran comisión es imponer las manos
sobre los enfermos. Jesús decretó que la
Iglesia es la encargada de luchar contra
las enfermedades y los males.
La sanidad es el golpe maestro de
Dios para demostrar que está vivo y
lleno de poder. También es una prueba
física de la existencia de Dios y de Su
buena voluntad para satisfacer
nuestras necesidades a cualquier nivel
espiritual.
No hay dos personas que sean iguales
espiritualmente. Cada uno de nosotros
se encuentra en su propio nivel de
crecimiento espiritual. Existen tres
clases de vida espiritual:
El mundo: conjunto de pecadores o
incrédulos; es decir, gente que no
conoce a Dios.
Los cristianos con una mente carnal:
bebés espirituales y todos aquellos
que no practican con eficacia la
Palabra de Dios.
Los cristianos maduros: adultos
espirituales, hábiles en la Palabra
de Dios.
La Palabra fue diseñada para
ministrar y satisfacer las necesidades
de cada individuo, sin importar cuál
sea su estatura espiritual.
En 1 Corintios 3:1–3, Pablo se refiere
a los dos niveles de madurez espiritual
dentro del Cuerpo de Cristo: «De
manera que yo, hermanos, no pude
hablaros como a espirituales, sino como
a carnales, como a niños en Cristo. Os
di a beber leche, y no vianda; porque
aún no erais capaces, ni sois capaces
todavía, porque aún sois carnales; pues
habiendo entre vosotros celos, contiendas
y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis
como hombres?».
Pablo no podía enseñarles a los
creyentes de Corinto acerca de las
cosas espirituales más profundas,
pues aún no eran maduros para
entenderlas. Realmente eran “bebés
espirituales”, y por eso, él tenía que
alimentarlos con leche, como usted lo
haría con un recién nacido.
En Hebreos 5:13, leemos: «Y todo
aquel que participa de la leche es
inexperto en la palabra de justicia,
porque es niño»; y en 1 Pedro 2:2:
«Desead, como niños recién nacidos, la
leche espiritual no adulterada, para
que por ella crezcáis para salvación».
Cuando aceptó a Jesús como su
Salvador, y lo hizo el Señor de su
vida, usted se convirtió en un ser que
nació de Dios (1 Juan 5:1), y de
acuerdo con 1 Pedro 1:23, usted y yo
somos: «...renacidos, no de simiente
corruptible, sino de incorruptible,
por la palabra de Dios». Con su
nuevo nacimiento, usted se unió a la
familia de Dios y entró en la vida
espiritual como recién nacido, pero si
aún no se ha alimentado de la leche
de la Palabra, todavía es un bebé
espiritual. Sin el conocimiento de la
Palabra de Dios, no espere actuar
eficazmente en la fe.
Un bebé no se hace adulto de la noche
a la mañana. Por consiguiente, no es
lógico que un nuevo creyente espere
actuar como un cristiano maduro,
después de unos días de haber nacido
de nuevo. Se necesita invertir tiempo
en el estudio de la Palabra para que el
espíritu crezca y madure. El primer
paso hacia la madurez espiritual es
entender cuál es su posición ante Dios,
pues usted es hijo y coheredero con
Cristo. En Romanos 8:16-17 leemos:
«El Espíritu mismo da testimonio a
nuestro espíritu, de que somos hijos de
Dios. Y si hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos con
Cristo, si es que padecemos juntamente
con él, para que juntamente con él
seamos glorificados». Por ello cuenta
con todos los derechos y privilegios en
el reino de Dios. Uno de esos derechos
lo constituyen la salud y la sanidad.
Usted no comprenderá totalmente la
sanidad hasta que esté convencido,
más allá de toda duda, de que la
voluntad de Dios es que usted esté
sano. ¡Dios desea que goce de una
buena condición física! ¡Él quiere que
usted viva bien! Desea que crezca en
el conocimiento de la Palabra para
que ande en Su perfecta voluntad
como lo hizo Jesús. Aceptar o no la
verdad, y proponerse actuar de
acuerdo con ella, es una decisión que
sólo usted puede tomar.
Le animo a que acepte la verdad
ahora, a fin de que el plan de Dios se
empiece a cumplir en su vida.
Empiece a visualizarse sano y en
óptimas condiciones; implante en su
corazón lo que en la Palabra de Dios
se afirma acerca de la sanidad; medite
y piense en esas escrituras; luego,
confiéselas con autoridad. Su Palabra
nunca regresará a Él vacía, sino que
cumplirá lo que se le encomendó
(Isaías 55:11).

Oración para recibir salvación y el


bautismo del Espíritu Santo
Padre celestial, vengo a Ti en el nombre de Jesús. Tu
Palabra dice: «Y todo aquel que invocare el nombre del
Señor, será salvo» (Hechos 2:21). Jesús, yo te invoco y te
pido que vengas a mi corazón y seas el Señor de mi vida
de acuerdo con Romanos 10:9–10: «Que si confesares
con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu
corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.
Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la
boca se confiesa para salvación». Yo confieso ahora que
Jesús es el Señor, y creo en mi corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos.
¡Ahora he nacido de nuevo! ¡Soy cristiano, hijo del
Dios todopoderoso! ¡Soy salvo! Señor, Tú también
afirmas en Tu Palabra: «Pues si vosotros, siendo
malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan?» (Lucas 11:13). Entonces
te pido que me llenes con Tu Espíritu. Santo Espíritu,
engrandécete dentro de mí a medida que alabo a Dios.
Estoy plenamente convencido de que hablaré en otras
lenguas, según Tú me concedas expresar (Hechos 2:4).
En el nombre de Jesús, ¡amén!
En este momento, comience a alabar a Dios por
llenarte con el Espíritu Santo. Pronuncia esas
palabras y sílabas que recibes, no hables en tu
idioma, sino en el lenguaje que el Espíritu Santo te da.
Debes usar tu propia voz, ya que Dios no te forzará a
hablar. No te preocupes por cómo suena, pues ¡es una
lengua celestial!
Continúa con la bendición que Dios te ha dado, y ora
en el espíritu cada día.
Ahora, eres un creyente renacido y lleno del Espíritu
Santo. ¡Tú nunca serás el mismo!
Busca una iglesia donde se predique la Palabra de Dios
valientemente, y obedece esa Palabra. Forma parte de
la familia cristiana que te amará y cuidará, así como tú
ames y cuides de ellos.
Necesitamos estar conectados unos con otros, lo cual
aumenta nuestra fuerza en Dios, y es el plan del Señor
para nosotros.
Vuélvete un hacedor de la Palabra. Tú serás bendecido al
ponerla en práctica (lee Santiago 1:22–25).

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