Medeiros Teresa - Hada 3 - Un Beso Inolvidable
Medeiros Teresa - Hada 3 - Un Beso Inolvidable
Medeiros Teresa - Hada 3 - Un Beso Inolvidable
ÍNDICE
PRÓLOGO.....................................................3
CAPÍTULO 1..................................................7
CAPÍTULO 2................................................13
CAPÍTULO 3................................................19
CAPÍTULO 4................................................25
CAPÍTULO 5................................................34
CAPÍTULO 6................................................39
CAPÍTULO 7................................................43
CAPÍTULO 8................................................48
CAPÍTULO 9................................................54
CAPÍTULO 10.............................................60
CAPÍTULO 11..............................................65
CAPÍTULO 12..............................................74
CAPÍTULO 13..............................................81
CAPÍTULO 14..............................................84
CAPÍTULO 15..............................................91
CAPÍTULO 16..............................................96
CAPÍTULO 17............................................100
CAPÍTULO 18............................................106
CAPÍTULO 19............................................113
CAPÍTULO 20............................................117
CAPÍTULO 21............................................124
CAPÍTULO 22............................................131
CAPÍTULO 23............................................137
CAPÍTULO 24............................................145
CAPÍTULO 25............................................149
CAPÍTULO 26............................................155
CAPÍTULO 27............................................158
CAPÍTULO 28............................................163
EPÍLOGO...................................................167
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
PRÓLOGO
Sterling Harlow tuvo que ponerse de puntillas encima de una otomana para mirar por la ventana
del salón. Lo habría tenido mucho más fácil si no hubiera tenido a una gorda gata amarilla
plácidamente echada sobre su brazo. Su aliento tibio empañó el helado cristal formando un círculo
perfecto; lo limpió con la manga justo a tiempo para ver detenerse un elegante coche de ciudad en el
camino circular de entrada a la blanca casa señorial. Cuando vio saltar de la parte de atrás del coche
a un lacayo de peluca y librea para abrir la portezuela, se acercó más hasta pegar la nariz al cristal.
–Nunca he visto a un verdadero duque, Nellie –susurró, dando un entusiasmado apretón a la
paciente gata que era su compañera constante.
Desde el instante en que sus padres le dijeron que su tío abuelo les haría el honor de visitarlos,
había pasado todas sus horas de vigilia mirando sus libros de cuentos en busca de una ilustración de
un duque. La imagen que se formó finalmente de su tío fue una especie de cruce entre Ulises y el
rey Arturo: amable, valiente y noble, con un manto de terciopelo rojo sobre sus anchos hombros y
tal vez incluso una reluciente espada colgándole de la cintura.
Retuvo el aliento cuando se abrió la puerta del coche y la luz del sol hizo destellar el blasón
pintado sobre la brillante puerta.
–¡Sterling!
La voz de su madre reverberó a lo largo de sus tensos nervios, casi haciéndolo caer de la
otomana. Nellie saltó de sus brazos y fue a buscar refugio detrás de las cortinas.
–Baja de ahí al instante. No estaría bien que tu tío te viera fisgoneando por la ventana como uno
de los criados.
Decidiendo que no era aconsejable recordarle a su madre que sólo podían permitirse una criada,
bajó de la otomana de un salto.
–¡Llegó el duque mamá! ¡Ya está aquí! Y llegó en un coche tirado por cuatro caballos blancos,
igual que Zeus o Apolo.
–O el diablo –masculló ella, mojándose los dedos con la lengua para domeñar al mechón rebelde
que siempre se escapaba de sus gloriosos cabellos.
Sterling trató de mantenerse quieto mientras ella le quitaba varios pelos de gata de la chaqueta y
volvía a atarle el nudo de la pequeña corbata, tan apretado que igual lo estrangulaba y le extraía
toda la vida. Quería parecerle lo mejor posible al duque; quería que su madre y su padre se
enorgullecieran de él. Si su padre se sentía orgulloso de él tal vez no se quedaría tantas noches en
Londres mientras su madre lloraba en la cama hasta quedarse dormida; sus ahogados sollozos lo
habían despertado más de una vez esa semana.
–Ya está –dijo ella, retrocediendo y ladeando la cabeza para examinarlo–. Estás hecho todo un
hermoso caballerito.
De pronto se le arrugó la cara y le dio la espalda, llevándose un pañuelo a la boca.
–Mamá, ¿estás llorando?
–No seas tonto –repuso ella, agitando la mano, para quitarle importancia–. Me entró algo en el
ojo, una mota de ceniza del hogar, supongo, o un pelo de Nellie.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Por primera vez en su corta vida, Sterling sospechó que su madre le mentía. Antes de que
pudiera insistir, se abrió la puerta del salón. Sterling se giró a mirar, olvidado de su madre, porque el
corazón empezó a retumbarle en los oídos.
Su padre estaba en la puerta, sus mejillas cubiertas por venillas azuladas, tan enrojecidas como
su nariz. Normalmente hacían falta una noche de ganancias en las mesas de juego o al menos tres
botellas de oporto para ponerle ese brillo febril en los ojos.
–Ellie, Sterling, tengo el gran honor de presentaros a mi tío Granville Harlow, sexto duque de
Devonbrooke.
Con gesto impaciente, el duque hizo a un lado a su padre y entró en el salón, seguido por un
gigantesco lacayo. Desilusionado, Sterling observó que el duque no llevaba un hermoso manto rojo
sino un severo frac negro y calzas hasta las rodillas desprovistas de todo adorno. No tenía los
hombros anchos sino estrechos y caídos hacia delante, como si estuvieran en inminente peligro de
desmoronarse. Unas gruesas cejas hacían sombra a sus ojos claros y un mellado anillo de tiesos
cabellos blancos le rodeaba la brillante coronilla de la cabeza. Al anciano se le agitaron las
ventanillas de la achaparrada nariz, y de pronto estalló en un sonoro estornudo que los hizo
retroceder a todos.
–Hay un gato aquí, ¿verdad? –dijo, paseando la mirada por la sala, con los ojos entrecerrados–.
Sacadlo de aquí enseguida, no soporto a estos odiosos bichos.
–Lo siento muchísimo, excelencia. Si lo hubiera sabido, la habría encerrado en el corral con los
demás animales.
Sin parar de musitar disculpas, su madre abrió la ventana y sin ninguna ceremonia arrojó a
Nellie al jardín. Sterling abrió la boca para protestar, pero el duque pasó su mirada de la gata a él,
dejándole la lengua pegada al paladar, paralizada.
–Qué suerte que haya llegado a la hora del té, excelencia –dijo su madre, con una trémula
sonrisa–. Ordené a mi cocinera que preparara todo un surtido de refrigerios para...
–No tengo tiempo para ociosidades ni cháchara –la interrumpió el duque en tono duro,
borrándole la sonrisa–. Tengo que volver a Londres lo más pronto posible. Un hombre de mi
posición tiene asuntos más importantes que éste de qué ocuparse.
Cuando el duque se le acercó, a Sterling empezó a arrugársele la nariz; el olor del anciano era
más desagradable aún que su apariencia; olía a ropa interior apolillada guardada desde hacía siglos
en el ático.
–¿Este es el muchacho? –ladró.
Su padre fue a ponerse junto a su madre y le pasó un brazo por la cintura.
–Sí, éste es nuestro Sterling.
Sterling retrocedió cuando el duque se inclinó a mirarle la cara de cerca; el rictus de su delgado
labio superior dejaba claro que no le agradaba mucho lo que estaba viendo.
–Es un poco pequeño para su edad, ¿no?
La risa de su padre sonó un pelín exagerada.
–Sólo tiene siete años, milord. Yo también tardé un poco en pegar el estirón.
El duque le dio un tirón en una oreja, el cual le hizo agradecer el haberse acordado de lavarse
bien las orejas por detrás. Antes de que lograra recuperarse de esa indignidad, el anciano le cogió el
labio inferior entre sus huesudos dedos y se lo estiró, para examinarle los dientes.
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Él se apartó bruscamente, mirando al duque incrédulo. Podría haberle mordido, pero temió que
su sabor fuera aún peor que su olor.
Obedeciendo a un codazo de su padre, su madre dio un paso adelante.
–Es un niño obediente, milord, y tiene un corazón bondadoso y generoso. Siempre lo he llamado
mi angelito.
El bufido del duque les advirtió que no valoraba mucho esas determinadas virtudes.
–Pero también es la mar de inteligente –añadió su madre, entonces, retorciéndose la falda entre
las manos–. Nunca he visto a un muchacho tan pequeño con tan buena cabeza para las letras y las
sumas.
El duque empezó a caminar alrededor de él, haciéndolo sentirse como un gordo animal en
descomposición al que acaba de ver un buitre hambriento. Pasado un momento de tenso silencio, el
anciano se detuvo y se balanceó sobre los talones.
–Ya he perdido bastante de mi precioso tiempo. Tendrá que servir.
Sterling vio que su madre se llevaba la mano a la boca, y vio alivio en la cara de su padre. El
calor de la desesperación le desató por fin la lengua.
–¿Servir? ¿Qué tendré que hacer? No entiendo. ¿De qué habla? ¿Papá? ¿Mamá?
Su padre le sonrió:
–Te tenemos una sorpresa maravillosa, hijo. Tu tío Granville ha accedido generosamente a
hacerte su heredero. Desde ahora vas a ser su hijito.
Sterling miró desesperado de su padre a su madre.
–Pero es que yo no quiero ser su hijito. Quiero ser vuestro hijito.
La sonrisa de su tío, enseñando unos dientes amarillentos, era más amenazadora que cualquier
mirada furiosa.
–No será hijito de nadie. Jamás he sido partidario de mimar a un crío. No tardaré nada en hacer
un hombre de él.
–Verás, Sterling –le dijo su padre, moviendo la cabeza tristemente–, la esposa de lord
Devonbrooke se fue al cielo.
–¿Para escapar de él? –preguntó él, mirando desafiante a su tío. Su padre entrecerró los ojos, a
modo de advertencia.
–Se fue al cielo porque estaba enferma. Por desgracia, murió antes de poder darle un hijo. Él no
fue bendecido con un hijo como nosotros.
–La tonta débil de carácter me dejó con una hija –ladró el duque–. ¡Una hija! La muchacha no
me sirve de nada a mí, pero te hará compañía a ti.
–¿Has oído eso, Sterling? –le dijo su madre, que aferraba la mano de su padre con tanta fuerza
que tenía los nudillos blancos–. Tendrás una hermana. ¿No lo encuentras maravilloso? Y vivirás en
una magnífica mansión en Londres, con muchos juguetes para jugar y un pony para cabalgar.
Tendrás la mejor educación que puede conseguir el dinero, y cuando seas mayor, tu tío te enviará a
un maravilloso viaje por Europa. Nunca te hará falta nada. –Empezaron a correrle las lágrimas por
las mejillas–. Y algún día, dentro de muchos, muchos años, claro –añadió, mirando asustada al
duque–, serás el duque de Devonbrooke.
–Pero es que yo no quiero ser un duque –dijo Sterling en tono enérgico, y los hombros
empezaron a temblarle–. Y no lo seré. ¡No podéis obligarme!
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Pensando solamente en escapar, pasó junto a su tío y corrió hacia la puerta como un rayo. Pero
había olvidado al lacayo, que lo cogió y se lo puso bajo su macizo brazo como si no pesara más que
un jamón de Navidad. Trató de zafarse debatiéndose con pies y manos, ciego de terror, sordo a todo
lo que no fueran sus propios gritos de furia.
Hasta que oyó el tintineo de monedas.
Se quedó callado y se tragó las lágrimas al ver a su padre coger la abultada bolsa que le lanzó el
duque.
Un cruel destello de triunfo brilló en los ojos del anciano.
–Tal como acordamos, sobrino, he incluido la escritura de propiedad de Arden Manor. Desde
hoy en adelante, por mal que te vaya la suerte en las mesas de juego, nunca tendrás que volver a
preocuparte de que te arrojen a la calle tus acreedores.
Sterling se quedó absolutamente quieto, al comprender. Lo habían vendido; sus padres lo habían
vendido a ese malvado viejo de ojos fríos y dientes amarillos.
–Suélteme.
Sus palabras resonaron en el salón, deteniendo todo movimiento. Las dijo con tal autoridad que
ni siquiera el corpulento lacayo se atrevió a desobedecerlo. Lo soltó y él se deslizó rígidamente
hasta quedar de pie, sus ojos secos y ardientes, ya sin lágrimas.
La boca de Granville Harlow se curvó en un rictus de renuente admiración.
–No me disgusta ver una exhibición de brío en un muchacho. Si ya has acabado con tus
pataleos, puedes despedirte de tus padres.
Sus padres avanzaron, tímidos, como si fueran desconocidos. Con la mano de su padre en el
hombro, su madre se arrodilló junto a la puerta y le abrió los brazos.
Sterling sabía que esa era su última oportunidad para rodearle la cintura con los brazos y hundir
la cara en la blandura de su pecho, su última oportunidad para cerrar los ojos y aspirar intensamente
el aroma a azahar que perfumaba sus brillantes cabellos castaño rojizos. Su ahogado sollozo lo hirió
hasta la médula de los huesos, pero pasó junto a ella y salió por la puerta sin decir palabra, con sus
pequeños hombros muy erguidos, como si ya fuera el duque de Devonbrooke.
–Algún día lo comprenderás, hijo –oyó decir a su padre–. Algún día sabrás que sólo hicimos lo
que consideramos mejor para ti.
El sonido de los desgarradores sollozos de su madre se desvaneció cuando se instaló en un
rincón del coche. Cuando su tío subió y el vehículo inició la marcha, lo último que vio fue a Nellie
echada en el alféizar exterior de la ventana del salón, mirándolo muy triste.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
CAPÍTULO 1
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–Mi problema no se debió a la integridad de tu amigo –dijo ella, y aunque puso sumo cuidado en
mantener la voz neutra, no pudo evitar que le subieran los colores a las mejillas–, sino a su falta de
integridad.
–Sin embargo, en todos estos años, ninguno de los dos se ha casado. Eso siempre me ha
parecido bastante... curioso.
Diana se quitó los anteojos y le dirigió una mirada glacial.
–Prefiero vivir sin un hombre antes que casarme con un niño. –Como cayendo en la cuenta de
que había revelado demasiado, se volvió a poner los anteojos y se dio a la tarea de quitar el exceso
de tinta de la punta de su pluma–. No me cabe duda de que las aventuras de Thane quedan pálidas
comparadas con las tuyas. Me han dicho que desde tu regreso has tenido tiempo para batirte en dos
duelos, sumar a tus ganancias las fortunas familiares de dos desventurados jóvenes y roto un buen
surtido de corazones inocentes.
Sterling la miró con expresión de reproche.
–¿Cuándo vas a aprender a no hacer caso de los chismes despiadados? Sólo herí en el brazo a
dos tipos, gané la casa ancestral de otro y lastimé un sólo corazón, el que resultó ser mucho menos
inocente de lo que me habían llevado a creer.
Diana agitó la cabeza.
–Cualquier mujer que sea tan tonta para poner su corazón en tus manos no obtiene más que lo
que se merece.
–Puedes burlarte si quieres, pero ahora que acabó la guerra, tengo toda la intención de empezar a
buscarme una novia en serio.
–Esa noticia les alegrará el corazón a todas las beldades ambiciosas y a todas las madres
casamenteras de la ciudad. ¿Qué te ha producido ese repentino deseo de hogar, si puede saberse?
–Pronto necesitaré un heredero, y a diferencia del querido tío Granville, Dios tenga su negra
alma en paz, no tengo la menor intención de comprar uno.
Un escalofriante gruñido resonó en la sala, casi como si al nombrar a su tío, Sterling hubiera
invocado una presencia del otro mundo. Sterling se agachó a mirar hacia el otro lado del escritorio y
vio asomados a sus dos mastines debajo, moviendo sus colas. Diana echó hacia atrás la espalda,
dejando a la vista a la delicada gata blanca echada en su falda.
Sterling frunció el ceño.
–¿No debería estar en el corral? Sabes que no soporto a esos bichos.
Mirándolo con una sonrisa felina, Diana acarició el peludo cuello de la gata.
–Sí, lo sé.
Sterling exhaló un suspiro.
–Quieto, Calibán, quieto, Cerbero. –Una vez que los perros estuvieron echados sobre la
alfombra junto al hogar, continuó–: No sé por qué me molesté en ir a la guerra a luchar contra los
franceses cuando podría haberme quedado aquí a luchar contigo.
La verdad era que los dos sabían por qué se había marchado a la guerra.
No le llevó mucho tiempo a Sterling descubrir por qué a su tío no le disgustaba ver una
exhibición de brío en un muchacho. Se debía a que el viejo canalla encontraba un brutal placer en
quitárselo a azotes. Hasta los diecisiete años aguantó estoicamente los intentos del viejo de
modelarlo en el siguiente duque, y tal como su padre, creció ocho pulgadas en ese mismo número
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de meses.
Jamás olvidaría la fría noche de invierno cuando se giró y arrancó la varilla de las retorcidas
manos de su tío. Amedrentado, el viejo esperó que empezaran a caer los golpes sobre él.
Todavía no sabía decir si fue desprecio por su tío o por sí mismo lo que lo indujo a romper en
dos la varilla, arrojársela a los pies y salir de la habitación; desde ese momento el viejo no volvió a
ponerle las manos encima. Al cabo de unos pocos meses, se marchó de Devonbrooke Hall,
renunciando al grandioso viaje que le tenía planeado su tío en favor de diez años de viaje por los
campos de batalla de Napoleón. Su brillante carrera militar estuvo salpicada por frecuentes visitas a
Londres, durante las cuales jugaba tan fuerte como había luchado.
–Podrías considerar la posibilidad de venirte a vivir aquí –le dijo Diana–. Ya hace más de seis
años que murió mi padre.
Sterling negó con la cabeza, con una sonrisa en la que asomaba el pesar.
–Algunos espíritus no descansan nunca.
–Como bien sé yo –repuso ella, sus ojos mirando en la distancia.
A ella su tío no la había golpeado nunca; por ser mujer, no la había considerado digna ni siquiera
de esa pequeña atención.
Sterling alargó la mano para coger la de ella, pero Diana ya estaba sacando un papel crema
doblado de debajo del papel secante.
–Ésta llegó hace más de cinco meses. Te la habría enviado a tu regimiento, pero... –Su elegante
encogimiento de hombros lo dijo todo.
Demostrando que ella no se había equivocado, él abrió un cajón y se dispuso a arrojar la misiva
sobre el enorme montón de cartas idénticas, todas dirigidas a Sterling Harlow, lord de
Devonbrooke, y todas sin abrir. Pero algo le detuvo la mano. Aunque del papel todavía emanaba el
aroma a azahar, la letra ya no era aquella suavemente redondeada que había llegado a esperar. Un
extraño soplo frío, tan sutil como el aliento de una mujer, le erizó la piel de la nuca.
–Ábrela –ordenó, poniendo la carta en la mano de Diana.
Ella tragó saliva.
–¿Estás seguro?
Él asintió secamente.
A ella le tembló la mano al pasar el abrecartas con mango de marfil bajo el sello de lacre y abrir
la carta.
–Estimado lord Devonbrooke –leyó–. Lamento informarle que su madre ha pasado de este
mundo a uno mucho más benigno. –Titubeó un instante, y reanudó la lectura, con evidente
renuencia–: Aunque usted decidió no hacer caso de sus repetidas súplicas de reconciliación a lo
largo de estos años, murió con su nombre en sus labios. Supongo que la noticia no le causará
excesiva aflicción. Siempre su humilde servidora, señorita Laura Fairleigh.
Diana bajó lentamente la carta hasta el escritorio y se quitó los anteojos.
–Ay, Sterling, cuánto lo siento.
A él se le movió un músculo en la mandíbula, una sola vez. Sin decir palabra, cogió la carta, la
dejó caer dentro del cajón, y lo cerró. El aroma de azahar quedó flotando en el aire.
Curvó los labios en una sonrisa, ahondando el hoyuelo de su mejilla derecha, el que siempre
producía miedo en sus contrincantes, ya fuera en la mesa de juego o en el campo de batalla.
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–Esta señorita Fairleigh no me parece nada humilde. ¿Quién es esta muchacha descarada que se
atreve a reprochar al todopoderoso duque de Devonbrooke?
Esperó mientras Diana consultaba una libreta encuadernada en piel. Su prima llevaba un
meticuloso registro de todas las propiedades que en otro tiempo pertenecieran a su padre y ahora le
pertenecían a él.
–Es hija de un párroco. Y huérfana. Tu madre la llevó a vivir con ella, junto con un hermano y
una hermana menores, hace siete años, cuando sus padres murieron en un desgraciado incendio que
destruyó la casa del párroco de la propiedad.
–Qué caritativa –comentó Sterling, moviendo la cabeza con expresión sarcástica–. Una hija de
párroco. Debería haberlo adivinado. No hay nada comparable a la santurrona indignación de una
pobre y tonta ilusa que se imagina que Dios lucha a su lado. –Cogió una hoja de papel de cartas de
una bandeja de teca y la puso delante de Diana–. Escribe una carta inmediatamente. Informa a esta
señorita Fairleigh que el duque de Devonbrooke llegará a Hertfordshire dentro de un mes a tomar
total posesión de su propiedad.
Diana lo miró boquiabierta, cerrando la libreta.
–No puedes decirlo en serio.
–¿Y por qué no? Ya están muertos mis padres, y eso me deja dueño de Arden Manor, ¿o no?
–¿Y qué piensas hacer con los huérfanos? ¿Echarlos a la calle?
Él se frotó el mentón.
–Le diré a mi abogado que se ocupe de encontrarles colocación. Probablemente me agradecerán
la generosidad. Después de todo, dejar a tres niños hacer lo que les dé la gana durante demasiado
tiempo sólo puede hacerles daño.
–La señorita Fairleigh ya no es una niña –le recordó Diana–. Es una mujer adulta.
–Entonces le buscaré un marido –repuso él, encogiéndose de hombros–; algún hombre alistado
en el ejército o algún secretario de abogado al que no le importe casarse con una muchacha
descarada para congraciarse conmigo.
Diana se llevó una mano al pecho, mirándolo fijamente.
–Ay, qué romántico eres; cuánto me alegra eso el corazón.
–Y tú eres una regañona incorregible –replicó él, pellizcándole la patricia nariz.
Se apartó del escritorio y su despreocupado movimiento alertó a los perros inmediatamente.
Diana esperó a que llegara a la puerta, con los perros pisándole los talones, para decirle:
–No logro entenderlo, Sterling. Arden no es otra cosa que una modesta casa señorial de campo,
muy poco más que una casita. ¿Por qué quieres reclamarla para ti cuando posees un montón de
enormes propiedades que jamás te has molestado en visitar?
Él se detuvo, con una expresión de triste humor en los ojos.
–Mis padres vendieron mi alma para obtener la escritura de propiedad de esa casa. Tal vez sólo
deseo decidir por mí mismo si valía ese precio.
Después de hacerle una impecable reverencia, salió y cerró la puerta. Ella se quedó acariciando
a la gata que tenía en la falda, sus cejas muy juntas en un pensativo ceño.
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–¡Demonio desalmado! ¡Sapo asqueroso! ¡Un hombre hocicando como un cerdo! ¡Qué cara
tiene el canalla!
George y Lottie contemplaban boquiabiertos de asombro a Laura paseándose de un lado a otro
del salón hecha una furia. Jamás habían visto a su ecuánime hermana en las garras de una ira tan
impresionante. Hasta el pulcro moño de hermosos cabellos castaños le vibraba de indignación.
Laura se giró violentamente agitando la carta en la mano. El carísimo papel estaba todo
arrugado por las muchas veces que lo había apretado en el puño desde que llegara en el correo de la
mañana.
–Ni siquiera tuvo la vulgar decencia de escribir él la carta. ¡La hizo escribir a su prima! Veo qué
tipo de despiadado ogro es. Probablemente se está frotando sus gordas manos con codiciosa alegría
imaginándose cómo nos quita el techo de nuestras cabezas. No me extraña nada que lo llamen el
Diablo de Devonbrooke.
–Pero lady Eleanor murió hace más de cinco meses –dijo George–. ¿Por qué ha esperado tanto
para comunicarse con nosotros?
–Según dice esta carta, ha estado varios meses en el extranjero –contestó Laura–. Tal vez andaba
de viaje por el Continente, sin duda hartándose de los desvergonzados placeres de un libertino
mimado.
–Apuesto a que es un enano –osó decir Lottie.
–O un duende jorobado de dientes rotos y el apetito insaciable de comerse crías de diez años –
dijo George, abalanzándose sobre Lottie con las manos en forma de zarpas.
Lottie lanzó un alarido que hizo salir corriendo por la raída alfombra a un montón de gatitos que
habían estado durmiendo bajo sus enaguas. Lottie jamás iba a ninguna parte sin una horda de gatitos
siguiéndola. Había veces en que Laura habría jurado que su hermanita los paría ella misma.
Laura tuvo que dar un torpe salto para evitar pisar a uno. En lugar de huir para ponerse a salvo,
el gatito amarillo se echó en el suelo y empezó a lamerse una pata, desdeñoso, como si la cuasi
colisión fuera enteramente culpa de Laura.
–No presumas tanto –le dijo ella–. Si nos echan, muy pronto estarás engullendo ratones en lugar
de esos jugosos arenques ahumados que tanto te gustan.
George se puso serio y se sentó al lado de Lottie en el sofá.
–¿Nos puede echar, de verdad? Y si nos echa, ¿qué será de nosotros?
La risa de Laura sonó sin un asomo de diversión.
–Ah, no tenemos de qué preocuparnos. Escuchad esto: Lord Devonbrooke os ruega le perdonéis
–leyó en tono despectivo–. Lamenta sinceramente haber descuidado tanto tiempo sus deberes.
Como el nuevo señor de Arden Manor, asumirá con mucho gusto la responsabilidad de encontraros
nuevas colocaciones. –Volvió a arrugar la carta en el puño–. ¡Colocaciones, sí! Probablemente
piensa arrojarnos a trabajar en el asilo de pobres.
–Nunca me ha gustado mucho el trabajo. Creo que preferiría que me arrojara a la calle –dijo
Lottie, pensativa–. Sería una mendiga bastante atractiva, ¿no creéis? ¿No me imagináis en una
esquina cubierta de nieve sosteniendo una taza de lata entre mis dedos congelados? –Exhaló un
largo suspiro–. Iría palideciendo y adelgazando con cada día que pasara hasta expirar de tisis en los
brazos de un desconocido apuesto pero reservado.
Para ilustrar lo dicho, cayó de espaldas sobre el sofá poniéndose el dorso de su regordeta mano
en la frente.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–De lo único que vas a expirar es de comer demasiadas galletas para el té de Cookie.
Lottie resucitó y le sacó la lengua.
George se levantó de un salto, quitándose un mechón rojizo de sus ojos castaños.
–¡Ya sé! ¡Retaré a duelo al canalla! No se atreverá a negarse. Después de todo voy a cumplir
trece años en diciembre, soy casi un hombre.
–Estar sin techo sobre mi cabeza y tener un hermano muerto no me va a hacer sentir ni una pizca
mejor –dijo Laura, inflexible, sentándolo de un empujón.
–Podríamos asesinarlo –sugirió Lottie alegremente. Precoz lectora de novelas góticas, desde que
terminó de leer Los misterios de Udolfo, de la señora Radcliffe, Lottie se moría de ganas de asesinar
a alguien.
–Dada su insensibilidad ante las cartas de su madre todos estos años –bufó Laura–, se
necesitaría una bala o una estaca de plata para atravesarle el corazón.
–No entiendo –dijo George–. ¿Cómo puede ponernos de culo en la calle...? –Al ver la severa
mirada de Laura, se aclaró la garganta–. Eh... ¿de patitas en la calle cuando lady Eleanor nos
prometió que Arden Manor sería siempre nuestro hogar?
Laura fue hasta la ventana y descorrió una de las cortinas de encaje para evitar la perspicaz
mirada de su hermano.
–No os lo había dicho antes porque no quería preocuparos, pero la promesa de lady Eleanor
contenía ciertas... eh... condiciones.
–¿Cómo qué? –preguntaron George y Lottie al unísono, después de intercambiar una temerosa
mirada.
Laura se giró a mirarlos y lo soltó todo a borbotones:
–Para heredar Arden Manor, debo casarme antes de cumplir mis veintiún años.
Lottie ahogó una exclamación y George gimió, ocultando la cara entre las manos.
–Encuentro bastante insultante esa consternación vuestra –dijo Laura, sorbiendo por la nariz.
–Pero si ya has rechazado un montón de proposiciones, de todos los hombres solteros del pueblo
–protestó George–. Tú sabías que lady Eleanor desaprobaba que fueras tan exigente. Tal vez por eso
quiso forzarte la mano.
–Tooley Grantham es demasiado glotón –dijo Lottie, comenzando a contar con sus regordetes
deditos los defectos que encontraba su hermana en sus pretendientes–, Wesley Trumble es
demasiado peludo; Huey Kleef hace mucho ruido al sorber la comida, y Tom Dillmore siempre
tiene líneas de suciedad en los pliegues del cuello y detrás de las orejas.
Laura se estremeció.
–Supongo que queréis que me pase el resto de mi vida con un gigantón que no tiene modales en
la mesa o detesta bañarse.
–Eso podría ser mejor que pasar el resto de tu vida esperando a un hombre que no existe –dijo
George lúgubremente.
–Pero sabes que siempre he soñado con casarme con un hombre que sea capaz de continuar el
trabajo de papá en la parroquia. La mayoría de los hombres de este pueblo ni siquiera saben leer, y
no tienen el menor interés en aprender.
Lottie se enrolló un largo mechón de pelo dorado en un dedo.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–Es una lástima que no sea yo la hermana mayor. Sería un tremendo sacrificio, claro, pero
estaría muy bien dispuesta a casarme por dinero, no por amor. Entonces podría cuidar de ti y de
George siempre. Y no tendría ningún problema en pescar un marido rico. Voy a ser la Beldad
Incomparable; todo el mundo lo dice.
–Ya eres una Pelma Incomparable –masculló George, y miró a Laura, acusador–. Podrías
habernos dicho antes que necesitabas un marido, ¿sabes?, cuando todavía había tiempo para
encontrarte uno que cumpliera con tus exigencias.
Laura se sentó en una otomana algo inestable y apoyó el mentón en la mano.
–¿Cómo iba a saber que otra persona iba a desear esta casa destartalada, aparte de nosotros?
Supongo que pensé que podríamos seguir viviendo aquí mientras quisiéramos, y a nadie le
importaría.
Lágrimas sin derramar le hicieron arder los ojos. La luz que entraba a raudales por las ventanas
del este sólo servía para destacar lo raído y desgastado que estaba todo en el que, en otro tiempo,
fuera un elegante salón. Las rosas de pitiminí bordadas en los cojines del sofá hacía tiempo que
habían perdido su color original y eran de un desvaído rosa acuoso. Una negra mancha de moho
afeaba el friso de yeso sobre la puerta; un rimero de mohosos libros encuadernados en piel sostenía
la pata quebrada del piano de palisandro. Arden Manor podía ser una humilde casa de campo que
era sólo un reflejo de su pasado esplendor, pero para ellos era un hogar, el único hogar que habían
tenido desde que perdieran a sus padres hacía más de siete años.
Cayendo en la cuenta de que las tristes caras de sus hermanos eran un reflejo de la suya, se
levantó y se obligó a sonreír.
–No hay por qué tener esas caras tan largas. Tenemos todo un mes hasta que llegue ese lord
Demonio.
–Pero sólo faltan tres semanas para tu cumpleaños –dijo George. Laura asintió.
–Sé que la situación parece desesperada, pero siempre hemos de recordar lo que nos enseñó
nuestro padre: con oración y perseverancia, el buen Señor proveerá.
–¿Qué tenemos que pedirle que nos envíe? –preguntó Lottie entusiasmada, poniéndose de pie de
un salto.
Laura pensó un buen rato la respuesta, la piadosa expresión de su cara reñida con el destello
resuelto que brillaba en sus ojos.
–Un hombre.
CAPÍTULO 2
Me parece que ha transcurrido una eternidad desde la última vez que posé mis ojos en tu dulce
rostro.
Sterling Harlow iba rumbo a casa.
Cuando esa mañana hizo llamar al mozo de cuadras de Thane y le ordenó que le ensillara la
yegua, habría jurado que sólo iría a cabalgar por Hyde Park. De veras creía que no tenía ningún plan
urgente para ese día aparte de dedicar una lánguida sonrisa y tocarse el sombrero ante cualquier
dama que le captara la atención, en inocente coqueteo. Y que a eso seguiría, como siempre, un
suculento almuerzo, una buena siesta y una noche de juego con Thane en las mesas del White's o
del Watier's.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Nada de eso explicaba por qué llevaba a su caballo a medio galope y ya estaba dejando atrás las
congestionadas calles de Londres en dirección a los caminos del campo. Los setos y cercas de
piedra pasaban veloces, enmarcados por el glorioso verde de los ondulantes prados. El cielo de
verano estaba de un esplendoroso azul salpicado por nubéculas que parecían lanudos corderitos
paciendo en un campo azul. El aire fresco le inundaba los pulmones expulsando el hollín de la
ciudad, haciéndolo sentirse embriagado y más que un poco peligroso.
Ya llevaba casi una hora cabalgando a galope tendido cuando identificó la emoción que hervía
dentro de él.
Estaba furioso, furioso como un demonio.
Horrorizado por ese descubrimiento tiró suavemente de las riendas y puso a la yegua al trote.
Había tenido veintiún años para perfeccionar la fría indiferencia conveniente a un hombre de su
posición. Y una mojigata señorita de campo había tardado sólo dos minutos en destruirla.
Hacía tres días que había puesto su carta en el cajón del escritorio de Diana para no volver a
verla ni leerla nunca más. Pero su voz seguía resonando en su cabeza, remilgada y mordaz, para
pincharle la conciencia que intencionadamente había vuelto insensible con años de indiferencia.
«Aunque usted decidió no hacer caso de sus repetidas súplicas de reconciliación a lo largo de
estos años, murió con su nombre en sus labios. Supongo que la noticia no le causará excesiva
aflicción.»
Soltó un bufido. ¿Qué dificultad podía tener la señorita Laura Fairleigh para autoproclamarse
defensora de su madre? Después de todo su madre le había dado un hogar.
Y a él lo había expulsado del suyo.
Le resultaba muy fácil imaginarse a la santurrona cómodamente instalada en el acogedor salón
de Arden Manor. Probablemente se sentó ante el secreter de palisandro a escribir la misiva, con la
pluma metida entre sus labios fruncidos buscando la frase más hiriente para condenarlo. Se
imaginaba incluso a sus engreídos hermanos, uno a cada lado, rogándole que leyera la carta en voz
alta para poder reírse de él.
Tal vez después de sellar la carta con una pulcra barrita de lacre, se habían reunido junto al
amado piano de su madre, a la suave luz de la lámpara a entonar himnos para agradecer a Dios el
haberlos hecho tan superiores moralmente a un rencoroso miserable como él.
La imagen lo hizo comprender otra asombrosa realidad.
Estaba celoso; ridícula, patética y furiosamente celoso.
Esa emoción le era absolutamente desconocida. Si bien podía desear a una mujer hermosa o un
excelente caballo que perteneciera a otro hombre, jamás había sufrido ninguna pena especial en esas
raras ocasiones cuando se le negaba lo que admiraba.
Pero sentía celos de esos niños que vivían en la casa que en otro tiempo fuera su hogar. Hacía
años que no se permitía pensar en Arden Manor, pero de pronto casi sentía los pinchazos de las
espinas de las rosas que trepaban por los ladrillos encalados. Olía los fuertes aromas del jardín de
hierbas de su madre y veía una gorda gata amarilla durmiendo en el porche de atrás al sol de
mediodía.
Sintió una punzada en el pecho, desagradablemente cerca del corazón.
Hundió los talones en los flancos de la yegua, instándola al galope. Recorrieron varias leguas a
esa agotadora velocidad, hasta que puso a su montura a un relajado medio galope. No le serviría de
nada matar a un caballo leal por causa de una mujer.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Apretó los labios; y mucho menos por una mujer como Laura Fairleigh.
Se detuvo en una destartalada posada para descansar un rato y dar de beber a la yegua, y después
reanudó su camino. El sol ya había pasado por su punto más alto en el cielo y empezaba su lento
descenso hacia el horizonte cuando los alrededores comenzaron a parecerle conocidos. Detuvo su
montura en un solitario cruce de caminos. Si no le fallaba la memoria, la aldea Arden estaba al otro
lado de la siguiente colina, y la casa a menos de una legua más allá.
No quería soportar las miradas curiosas de los aldeanos si pasaba por en medio de la aislada
aldea esa soñolienta tarde de jueves. Tampoco quería que alguno de ellos corriera a alertar a la
señorita Fairleigh de su próxima llegada. Ella lo esperaba dentro de un mes, y si sus años de lucha
contra Napoleón le habían enseñado algo era aprovechar al máximo el elemento sorpresa.
Guió a la yegua fuera del camino y tomó por un sendero moteado por la luz del sol. Para llegar a
la casa sin ser visto, sencillamente tendría que tomar el atajo por el bosque de robles que orillaba la
esquina occidental de la propiedad.
Cuando se acercaba al antiquísimo bosque, se dibujó una sonrisa en sus labios. De niño se había
imaginado que el bosque estaba habitado por un gran número de duendes y trasgos que querían
hacerle daño. Su madre no hacía mucho para quitarle esa idea de la cabeza, con la esperanza de que
su miedo al bosque le evitara caer en algún riachuelo correntoso o en alguna garganta rocosa. Se le
desvaneció la sonrisa. Su madre había acabado entregándolo a un monstruo mucho peor que
cualquiera que él se hubiera imaginado.
El bosque estaba más oscuro de lo que recordaba. Las enredadas y frondosas copas de los
árboles formaban una densa bóveda que impedía la entrada a la luz del sol y daba la bienvenida a
las sombras. Trató de adaptar los ojos a esa oscuridad primitiva. Por mucho que intentara centrar la
atención en el sendero, no paraba de atisbar movimientos por el rabillo del ojo. Pero cuando giraba
la cabeza, todo estaba espeluznantemente quieto, como el aire antes de una tormenta.
Sin previo aviso salió un pájaro volando de un retorcido espino. La yegua retrocedió, nerviosa,
casi arrojándolo de la silla.
–Tranquila, muchacha –le susurró, inclinándose a acariciarle el cuello.
Había pasado los diez últimos años mirando las bocas de los cañones de un loco; era ridículo
que un bosque deshabitado lo perturbara de esa manera. No debería haber vuelto jamás a ese
maldito lugar, pensó amargamente. Debería haber ordenado a Diana que diera la casa a esa
santurrona señorita Fairleigh, con sus bendiciones.
Tiró de las riendas para detener a la temblorosa yegua, tratando de dominar sus traicioneras
emociones. Podía volver al hogar de su infancia, pero ya no era un niño. Era Sterling Harlow, el
séptimo duque de Devonbrooke, y muy pronto el señor de Arden Manor.
Flexionó las piernas y dio un enérgico golpe de riendas; la yegua respondió a la orden echando a
correr a una velocidad estimulante, guiada por él por entre el laberinto de árboles.
Se inclinó sobre el cuello del animal para evitar las ramas colgantes, resuelto a dejar atrás el
bosque y todos sus miedos de una vez por todas. Al poco rato divisó un claro; la luz entraba por la
bóveda formada por el encaje de hojas, iluminando el aire con la promesa de libertad.
Promesa rota por la accidentada garganta que de repente pareció surgir de la tierra y estuvo a
punto de tragárselo.
Se negó a dejarse dominar por el terror. La yegua había saltado gargantas el doble de anchas y
tres veces más profundas durante las cazas de zorro en la casa de campo de Thane. Tenía fe en ella.
Hasta que ella plantó las patas delanteras y soltó un agudo relincho para informarle que ese
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
determinado salto lo daría él solo. Pasó volando por encima de la cabeza de la yegua y se le soltaron
las riendas. Tuvo alrededor de un cuarto de segundo para agradecer que el suelo estuviera cubierto
por hojas caídas, y en ese instante vio el gigantesco roble que se interponía en su camino. El último
y sordo ruido que oyó fue el que hizo su cabeza al golpear el tronco.
A Laura siempre le había encantado el viejo bosque de robles. Le gustaba su estado silvestre, su
oscuridad, su osada promesa de placeres paganos. Aunque desde pequeña conocía cada piedra, cada
roca, cada grieta, simular que todavía podía perderse en su oscuro laberinto aportaba a su muy seria
vida la deliciosa sensación de peligro que tanto necesitaba.
De niña había creído de verdad que algún día podría subir un montículo y encontrarse con un
apergaminado elfo sentado sobre una seta venenosa, o con un hada revoloteando por entre los
brillantes helechos. De jovencita, que oía el misterioso retumbo de cascos de caballo y al girarse
veía a un osado caballero montado en un corcel blanquísimo galopando por entre los árboles.
El bosque era un lugar mágico donde incluso una hija huérfana de párroco tenía permiso para
soñar.
Se arrodilló sobre la mullida alfombra de hojas bajo el ancho follaje de su árbol favorito. Ese día
no había ido allí a soñar, sino a pedir un favor a un viejo amigo. Cerró los ojos, bajó la cabeza y
juntó las manos en el pecho, tal como le enseñaran su padre y su madre.
–Mmm, ¿Dios? Perdona, Señor, siento muchísimo molestarte, sobre todo después de haber
tenido todos esos pensamientos poco caritativos acerca de lord Demonio... es decir, de lord
Devonbrooke. Pero parece que los niños y yo estamos en un buen apuro.
Cuando George y Lottie se hicieran viejos y anduvieran arrastrando los pies con las rodillas
reumáticas y dientes de madera, ella los seguiría llamando «los niños». No podía evitar el deseo de
protegerlos, de evitar que comprendieran lo grave que era su situación, en especial para ella.
–Detesto molestarte cuando sé que no he sido tan fiel como debería –continuó–. Vamos, sólo la
semana pasada olvidé leer mis salmos dos mañanas seguidas, me quedé dormida antes de terminar
mis oraciones, me comí el último panecillo sabiendo que Lottie lo quería, y reprendí a Cookie por
quemar la avena. Después, cuando me quemé la mejilla con las tenazas para rizar el pelo, dije –miró
por entre las pestañas para asegurarse que no había nadie por ahí que oyera su horrorosa confesión–
una palabrota muy fea.
El aire agitó las hojas, en un suspiro de decepción. Tal vez recitar sus faltas no era una buena
manera de empezar.
–No quería molestarte, pero si debo frustrar las intenciones de lord Demonio, o sea de lord
Devonbrooke, para mantener un techo sobre las cabezas de los niños, creo que debo casarme antes
de mi cumpleaños. Y para eso sólo me falta una cosa: un caballero con el que pueda casarme. –Bajó
más la cabeza y continuó muy rápido–: Entonces eso es lo que te pido, Señor. Un hombre bueno, un
hombre decente, un hombre que me quiera durante todos los años que vivamos como marido y
mujer. Quiero que tenga un corazón amable, un alma fiel y afición a bañarse con periodicidad. No
es necesario que sea terriblemente apuesto, pero sería agradable que no fuera abominablemente
peludo, tuviera una nariz bastante derecha y todos sus dientes –hizo una mueca–, o por lo menos la
mayoría. Preferiría que no me pegara, aun cuando yo lo mereciera, y querría que llegara a querer a
George y Lottie como los quiero yo. Ah, y una tolerancia a los gatos podría facilitar
considerablemente las cosas. –Decidiendo que no le haría ningún daño hacer unas pocas promesas,
añadió–: Y se me envías a un hombre que sepa leer, me encargaré de que continúe el trabajo de mi
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
padre donde él lo dejó. –Era lógico que si Dios tenía la generosidad de bendecirla con un marido
ella debía ser generosa compartiéndolo con Él. Temiendo haber pedido ya demasiado, soltó el
resto–: Gracias por todas tus bendiciones. Dale todo nuestro amor a papá, mamá y la querida lady
Eleanor. Amén.
Pasado un momento abrió los ojos, atenazada por una cosquilleante sensación de expectación.
No habría sabido decir qué esperaba del Todopoderoso en ese momento. ¿Un trueno? ¿Un
majestuoso toque de trompetas? ¿Risas incrédulas?
Exploró los trocitos de esplendoroso azul visibles a través de las ramas del gigantesco roble,
pero el cielo se veía tan lejos como los elegantes salones de baile de Londres. Se puso de pie y se
quitó los trocitos de hojas secas de la falda. Ya empezaba a lamentar su apresurada oración. Tal vez
debería haber concretado más. Al fin y al cabo, ¿no le había enviado ya Dios varios posibles
maridos? Muchachos buenos y decentes de la aldea, que se enorgullecerían de hacerla su esposa y
aceptar Arden Manor como su hogar. Hombres de corazones leales y espaldas fuertes dispuestos a
trabajar desde el amanecer hasta la noche para mantener un techo sobre sus cabezas.
Incluso la bondadosa lady Eleanor, temiendo que el futuro fuera triste y arduo para una mujer
soltera con un hermano y una hermana que mantener, le había reprendido por rechazar sus sinceras
aunque torpes proposiciones. ¿Y si Dios quería castigarla por su orgullo? ¿Qué mejor manera de
humillarla que hacerla pasar el resto de sus días afeitándole la espalda a Wesley Trumble o
lavándole detrás de las orejas a Tom Dillmore? Se estremeció y se atragantó con una oleada de
terror que le subió a la garganta. Si Dios no le enviaba un caballero antes de su cumpleaños, no
tendría más alternativa que tragarse el orgullo y casarse con uno de los hombres de la aldea.
Medio temiendo que la respuesta a sus oraciones pudiera estar acechando en la pradera de más
allá, en la forma de Tooley Grantham, dio la espalda a la casa y se internó más en el bosque. Entre
cuidar a lady Eleanor en sus últimos días y llevar la casa desde su muerte, esos últimos meses había
tenido poco tiempo para vagar, y para soñar.
Las sombras moteadas por la luz del sol parecían invitarla a continuar. Aunque ya tenía edad
para saber que era imposible que encontrara algo más peligroso que un erizo enfadado o un grupo
de setas venenosas, seguía encontrando irresistible la ilusión de misterio del bosque. A medida que
se iba adentrando más en la espesura se enmarañaba más la red de ramas colgantes, filtrando la luz
del sol y llenando el aire de una deliciosa emoción.
Mientras caminaba sus pensamientos no paraban de volver a su dilema. ¿Cómo podría soportar
casarse con un Huey o un Tom o un Tooley cuando siempre había soñado casarse con un Gabriel,
un Etienne o un Nicholas? Si se casaba con un Nicholas lo llamaría Nick cuando tuvieran una riña
de enamorados y Nicky en los momentos de gran pasión. Claro que jamás había tenido un momento
de gran pasión, pero no perdía el optimismo. Y él la llamaría con un nombre cariñoso, por ejemplo,
bueno, Cariño. Estaba tan absorta pensando en los encantos del caballero con que se iba a casar que
casi cayó en la garganta rocosa que le cortaba el camino.
Se estaba girando para ir en busca de un tronco caído para poner de puente cuando lo vio. Se
quedó inmóvil, y parpadeó rápidamente. No era la primera vez que tenía que parpadear para dejar
de ver sus fantasías. De niña muchas veces había tenido que parpadear como una loca para convertir
nuevamente una severa cara en el nudoso tronco de un saúco, o un canoso duende en la achaparrada
roca que no habían dejado de ser.
Pero esta vez los parpadeos no le sirvieron de nada. Cerró los ojos, contó hasta diez y volvió a
abrirlos. Él seguía allí, dormido sobre un lecho de musgo a la orilla de la garganta, bajo el ancho
follaje del roble más viejo del bosque.
Avanzó hacia él, como hipnotizada. No lo habría visto si un rayo de sol extraviado no penetrara
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
sobre él.
Iluminada por un rayo de sol su cara se veía tan atemporal como la de un príncipe que llevara
mil años esperando que alguien viniera a despertarlo de su profundo sueño encantado. Motas de
polvo dorado flotaban alrededor de los dos como un rocío de hadas.
Después juraría que debió caer bajo el hechizo del bosque, porque esa era la única explicación
posible del sorprendente impulso que la llevó a ella, la piadosa hija de un párroco, que jamás había
permitido a ninguno de sus pretendientes que le cogiera la mano, a inclinarse y tocarle los labios
con los suyos.
Tenía los labios más suaves y firmes de lo que parecían, y en ellos pudo saborear fuerza y
blandura. Se le escapó el aliento en una mareante bocanada, mezclándose con el de él; como jamás
había besado a un hombre, tardó varios segundos de aturdimiento en darse cuenta de que él le
correspondía el beso. Los labios de él se entreabrieron ligeramente debajo de los de ella, y cuando
sintió el roce de la punta de su lengua en el labio inferior, sintió una emoción que la recorrió toda
entera, anunciándole que por fin había encontrado el peligro que había andado buscando toda su
vida.
El ronco gemido de él la impresionó hasta casi hacerle perder el sentido. Lentamente levantó la
cabeza, más impresionada aún al caer en la cuenta de que él gemía no de dolor sino de placer.
–¿Quién? –susurró él, mirándola con sus ojos color ámbar nublados por la perplejidad.
Laura no podría haberse sentido más humillada si hubiera despertado de uno de esos sueños en
que iba caminando por las calles de Arden vestida solamente con sus medias y su papalina para el
domingo.
Bruscamente se apartó de él y las palabras le salieron en un torrente:
–Me llamo Laura Fairleigh, señor, y le aseguro que aunque esto pueda indicar lo contrario, no
tengo la costumbre de besar a desconocidos. –Se apartó el pelo de las ardientes mejillas–. Podría
creer, señor que soy una desvergonzada marimacho. No logro entender qué ha podido pasarme para
comportarme de esta manera tan escandalosa, pero le aseguro que no volverá a ocurrir jamás.
No alcanzó a ponerse de pie porque él la retuvo cogiéndole el brazo.
–¿Quién? –repitió, con voz algo cascada, desesperada. Entrecerró los ojos como para enfocarlos
en su cara–. ¿Quién... ? ¿Quién... soy?
La expresión de sus ojos era, inconfundiblemente, de súplica. Le enterró los dedos en el brazo,
pidiéndole una respuesta que ella no podía darle.
Aun cuando sabía que iba a cometer el pecado más condenable de su vida, Laura no pudo
reprimir la tierna sonrisa que se extendió por su cara.
–Eres mío –dijo.
CAPÍTULO 3
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
con maldiciones desde el momento en que ella fue a apartarlo de su rebaño. Afortunadamente, a
pesar de sus casi cuarenta años en el campo, de los cuales veinte los había pasado trabajando como
el leal hombre para todo servicio de lady Eleanor, Dower seguía hablando con una pronunciación
tan cerrada y enrevesada que ella no entendía bien casi ninguna de las palabrotas.
Cuando el burro entró en el patio, Cookie apareció corriendo por la puerta de la cocina a recibir
a su marido, estrujando su delantal entre sus manos.
–¡Ay, santos del cielo! ¿Qué le ha ocurrido a ese pobre muchacho?
–¡Sí, pobre muchacho! –bramó Dower en su idioma enrevesado–. Seguro que es un fugitivo
escapado de la horca de Londres. Nos matará a todos esta noche en nuestras camas, veremos si no.
–No es un fugitivo –explicó Laura por décima vez–. Es un caballero.
–Mmm, conocí a un caballero de estos una vez –continuó Dower, moviendo la cabeza con aire
de conocedor–. Sir Jarry lo llamaban. Encantaba a todos los elegantes con sus delicados modales y
suave conversación, hasta que despertaban con la nariz rota y los bolsillos vacíos.
Con expresión dudosa, Cookie le cogió un mechón de pelo dorado al desconocido y le giró la
cabeza.
–Tiene cara de hombre honrado, supongo. Para ser un caballero.
El hombre gimió, sin duda en protesta por la indignidad que le hacían soportar. Laura se
apresuró a soltarle el pelo de la mano de Cookie y se lo alisó suavemente hasta el cuello de la
camisa.
–Si no lo entramos para curarle ese chichón de la cabeza, dudo que viva el tiempo suficiente
para romperle la nariz a nadie.
Sintió deseos de gemir ella al ver a George y Lottie salir corriendo del corral, seguidos por una
fila de tambaleantes garitos. Había deseado tener tiempo de prepararlos, antes que la bombardearan
con una andanada de preguntas: ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo se llama? ¿Se cayó de un caballo?
¿Se cayó de un árbol? ¿Lo atacaron unos ladrones? ¿Se desmayó?
–¿Está muerto? –preguntó Lottie, enterrándole delicadamente un dedo en una cadera.
–Tocándolo ahí no lo vas a saber –comentó George, enterrando los dedos en la chaqueta de
montar de fina lana.
–Es un caballero –declaró Cookie, no sin cierto orgullo posesivo.
–Es un fugitivo de la ley –insistió Dower, meneando la cabeza–, eso es lo que es. Nos va a matar
a todos en nuestras camas tan pronto cerremos los ojos.
–¿Un asesino, dices? –exclamó Lottie, con los ojos azules agrandados de entusiasmo–. ¡Qué
fantástico!
Laura apretó los dientes, pensando qué pretendería enseñarle el buen Dios maldiciéndola con
una familia de locos.
–No es un fugitivo ni un asesino. Es sencillamente un desafortunado viajero necesitado de
caridad cristiana. –Quitó la mano de George de la orilla de la chaqueta del hombre y dijo en voz
más alta–: Y yo os diré lo que vamos a hacer. Se la vamos a dar. Y por Dios que eso lo vamos a
hacer antes que muera por falta de cuidado.
Todos la miraron boquiabiertos. Incluso Dower, que soltaba palabrotas con más fluidez de lo
que hablaba el inglés del rey, pareció desconcertado. Recuperando su aplomo, Laura se dio una
remilgada palmadita en el pelo.
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–Ahora te agradecería mucho, Dower, que llevaras a nuestro huésped a la casa sin más dilación.
Sin dejar de rezongar en voz baja acerca de fugitivos escapados de la horca y de narices rotas
mientras dormían, Dower obedeció, y se echó al hombro el cuerpo del desconocido. Aunque de
piernas arqueadas, el viejo tenía muy musculosos los hombros, el pecho y los brazos, gracias a los
muchos años de pastorear las ovejas de Hertfordshire, que eran aún más ariscas que él.
Cuanto más se acercaba a la puerta de la casa, más atrevida se le ponía la lengua a Dower.
–No diga después que no le avisé, señorita. Sepa que este demonio será la ruina de todos, que sí.
Lo único que pudo hacer Laura fue caminar tras el viejo y rogar a Dios que estuviera
equivocado.
La cara del desconocido estaba bañada por la luz de la luna.
Sentada en una silla junto a la cama, Laura ya empezaba a desesperar de que volviera a
despertar. Aunque daba la impresión de que no sufría de ningún dolor, casi no se había movido
desde que Dower lo depositara sobre la colcha de cretona ya hacía más de siete horas. Revisó el
emplasto tibio que Cookie le había aplicado sobre el feo chichón en la coronilla de la cabeza;
después le tocó la frente, para detectar algún signo de fiebre. Empezaba a temer que lo que fuera
que lo había golpeado le hubiera dañado más facultades, y no sólo la memoria.
Todos se horrorizaron cuando ella insistió en que lo pusieran en la habitación de lady Eleanor.
Aunque Cookie se encargaba de limpiar la habitación y orear la ropa de cama, desde la muerte de
lady Eleanor, ni ella ni los niños se habían atrevido jamás a entrar en ese santuario. Allí había
demasiados recuerdos, amargos y dulces, de sus últimos días con ellos, flotando en el aire
perfumado de azahar.
Pero la cama de medio dosel era la más cómoda de la casa y ella estaba resuelta a que la ocupara
su huésped.
Le debía por lo menos eso.
Al principio Cookie se negó rotundamente a dejarla sola con él, alegando que «no es decente»
que una muchacha soltera atienda a un hombre en su habitación. Solamente cuando ella aceptó que
Dower durmiera en un sillón fuera de la puerta, con un viejo mosquete sobre los muslos, Cookie
accedió a dejarla sola, aunque chasqueando la lengua todo el camino hacia la cocina. Los ronquidos
del viejo ya hacían estremecer la puerta cerrada.
El desconocido estaba tumbado sobre la colcha, cubierto hasta la cintura con el edredón que ella
había sacado de su propia cama. Aunque por orden de ella Dower le había quitado la chaqueta, le
tocó a ella desatarle el nudo de la corbata y soltarle el cuello de la camisa. Con sus cabellos dorados
como el sol revueltos sobre la almohada y las pestañas un pelín más oscuras posadas sobre sus
sonrosadas mejillas, tenía más apariencia de niño que de hombre. Pero la sombra dorada que
empezaba a cubrirle las mandíbulas le advertía que esa apariencia inocente era sólo una ilusión.
Angustiada le observó atentamente la cara por si veía alguna señal de vida. Si no hubiera sentido
la piel tibia bajo su palma, habría jurado que estaba hecho de mármol, como una efigie sobre la
tumba de un héroe muerto demasiado joven. Aun no había comunicado su plan a los niños ni a los
criados. Si él no despertaba, ellos no tenían por qué saber el tonto sueño que se había atrevido a
acariciar. Ahora que ya no podía culpar de su locura a un hechizo del bosque, habían empezado a
desfilar por su cabeza una serie de consideraciones prácticas. ¿Cómo lo convencería de que era su
prometido? ¿Y cómo podía saber con certeza que él no estaba ya prometido o casado con otra
mujer?
Se inclinó sobre él; su respiración era profunda y regular, y tenía los labios ligeramente
entreabiertos.
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había invitado a una legión de demonios que saltaron encima de la cama y empezaron a correr por
su cuerpo impotente.
Uno de ellos le cogió el dedo grande del pie y empezó a morderle la articulación, mientras otro
subía y bajaba por sus piernas en alegre frenesí. Podría haber soportado esa tortura si un tercer
demonio no le hubiera saltado entre las piernas, enterrándole las garras de uñas como agujas en su
carne más vulnerable.
Abrió los ojos. Trató de levantar su dolorida cabeza, y entrecerró los ojos para ver algo a través
de la niebla pizarrosa. Al parecer la cama no estaba invadida por demonios, sino por ratas. La
sacudida que dio eso a sus maltrechos nervios no fue nada comparada con la impresión de descubrir
que el demonio no era un caballero de cara roja con cuernos y cola puntiaguda sino una diablesa de
ojos azules y pelo dorado que estaba colgada cabeza abajo del dosel, observándole atentamente la
cara.
Sin pararse a pensar en el precio que tendría que pagar su pobre cabeza después, se sentó
bruscamente en la cama, y gritó a todo pulmón.
Laura estaba disfrutando de su baño caliente detrás de una cortina en el rincón de la cocina,
cuando se desencadenó un ruido infernal.
En un instante pasó de estar medio adormilada con la cabeza apoyada en el borde de la bañera y
los ojos cerrados, a ponerse de pie en la bañera, totalmente desnuda, con todos los músculos tensos
por la impresión.
El rugido masculino que llenó el aire le era desconocido a sus oídos, pero los ensordecedores
chillidos los habría reconocido en cualquier parte.
–¡Lottie! –suspiró, agrandando los ojos.
Tal vez Dower tenía razón cuando dijo que el desconocido los iba a matar a todos. Sin duda
alguna, un corte en la nariz sería el único destino fatal que justificaría los asustados chillidos de
Lottie. Otra voz se unió a la refriega. Asomó la cabeza por la cortina justo a tiempo para ver pasar a
Dower a toda prisa, con una bielda en la mano y una sarta de maldiciones saliendo de su boca.
Le aumentó el terror. Si no subía inmediatamente, no sería su huésped el que cometería el
asesinato.
No tenía tiempo para secarse ni para ponerse el ordenado rimero de ropa interior que había
dejado en un banco al lado de la bañera. Salió del agua de un salto, hizo una mueca de dolor al
golpearse la frente en una tetera de cobre que colgaba de la viga, cogió su vestido limpio y se lo
metió por la cabeza. La muselina rosa se le pegó a la piel mojada. Tomándose el tiempo necesario
para comprobar que el vestido le cubría todo lo que tenía que cubrir, se desenredó de la cortina y
echó a correr, con los pies descalzos y chorreando, por el corredor en dirección a la escalera. Iba a
medio tramo hacia la segunda planta cuando cesó la cacofonía de voces con la misma repentinidad
con que había empezado. Se quedó inmóvil, cogida a la baranda.
Dios santo, pensó, ¡Lottie debe de estar muerta! ¿Cómo explicar, si no, el terrible silencio que
había descendido sobre la casa? Con pasos cada vez más lentos, hasta casi parecerse a los de un
gusano, se acercó a la puerta entreabierta de la habitación de lady Eleanor y asomó la cabeza por la
abertura, medio esperando ver la alfombra cubierta por rizos dorados y extremidades sangrientas.
Lo que vio era muy diferente.
Lottie estaba de pie en medio de la cama, con los brazos llenos de gatitos nerviosos. Le
temblaba el labio inferior y sus grandes ojos azules estaban llenos de lágrimas. Esas lágrimas no
alarmaron a Laura; ya sabía que la niña era capaz de ponerse histérica cada vez que George se
comía el último bollo a la hora del té.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Lo que realmente la alarmó fue el letal gruñido que salía de los labios de Dower, que estaba
apuntando con la bielda al hombre aplastado contra la franja de pared entre las dos ventanas.
El corazón le subió a la garganta; por lo visto, el Bello Durmiente había despertado.
Aunque era él el acorralado y sin armas, se las arreglaba para parecer más peligroso aún que
Dower. Tenía revueltos sus cabellos leonados y sus ojos brillaban de furia. Aparte del edredón que
lo envolvía de cintura para abajo, bien sujeto en sus puños, estaba tan desnudo como ella hacía unos
minutos. Lo miró sin comprender, distraída por su ancho pecho cubierto de vello dorado cuya
mancha iba adelgazando hacia los tensos músculos del vientre.
Él se vio obligado a hundir ese vientre cuando Dower hizo otro feo movimiento hacia él con la
bielda; cuando las letales puntas de la bielda pasaron a sólo una pulgada de su cuerpo, enseñó los
dientes y emitió un ronco gruñido gutural. Pese a esa primitiva advertencia, su indefensión le
oprimió el corazón a Laura.
–Baja esa bielda y apártate de él, Dower –ordenó.
–¿Y darle a este maldito demonio la oportunidad de cortarme el cogote? Creo que no, señorita.
Puesto que no había manera de razonar con Dower, Laura puso su esperanza en el desconocido.
Se le acercó, rogando que él no interpretara como amenaza su mano extendida.
–No tienes nada que temer –le dijo dulcemente, curvando los labios en lo que esperaba fuera una
sonrisa alentadora–. Nadie te va a hacer daño.
Sus palabras podrían haber sido más convincentes si Cookie no hubiera elegido ese momento
para irrumpir en la habitación con un hacha ensangrentada en la mano.
Pegado a sus talones entró George, que se inclinó y apoyó las manos en las rodillas, para
recuperar el aliento.
–Desde el patio se oían los chillidos; como si estuvieran matando un cerdito.
–En nombre de Jesús, María y José, ¿qué pasa aquí? –preguntó Cookie, paseando la vista por la
habitación.
–Tal vez podrías preguntárselo a mi hermana –dijo Laura, dirigiendo una glacial mirada a Lottie.
–No quería hacer ningún daño –sollozó Lottie–. Sólo quería echarle una mirada. Entonces él
empezó a rugir como un león, me asustó casi de muerte, me caí en la cama y empecé a chillar y...
–Esa diablilla puso ratas en mi cama.
Todos se giraron a mirar al desconocido, sorprendidos ante la voz sonora y culta que salió de su
boca. Dower bajó lentamente la bielda, mientras él hombre miraba furioso a Lottie.
Lottie fue la primera en recuperar la serenidad. Acarició con la boca a una de las bestias que
tenía debajo de su alzado mentón.
–No son ratas, señor. Son gatos.
–No hay mucha diferencia por lo que a mí respecta –bufó él.
Lottie ahogó una exclamación.
Cookie se apresuró a alejar a Dower del alcance del hombre.
–Vamos, vamos, pobrecillo. Seguro que nuestra pequeña Lottie no pretendía darle ningún susto.
–Su cloqueo maternal habría sido más tranquilizador si no hubiera tenido el hacha aferrada en la
mano. Siguiendo la recelosa mirada de él, se puso la mano con el hacha a la espalda–. No se
preocupe de la vieja Cookie; lo que pasa es que estaba matando una gorda gallina para su almuerzo.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
CAPÍTULO 4
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–Si chilla igual que su hermana, seré yo el que salga corriendo –le aseguró el hombre, fríamente.
Sin dejar de gruñir, Dower y Cookie salieron a regañadientes de la habitación, dejando a Laura
la tarea de sacar a Lottie y sus gatitos de la cama. Lottie empezó a arrastrar los pies, lloriqueando
lastimeramente, hasta que Laura se le acercó más y le siseó:
–Camina, señorita, o te daré un buen motivo para llorar.
Mientras ella empujaba a Lottie hasta el corredor, George siguió apoyado en el marco de la
puerta, con un destello pensativo en los ojos. Su hermano siempre la había conocido mejor que
nadie, y era evidente que sospechaba que ella se proponía alguna travesura. Cuando lo miró, él se
apresuró a salir por la puerta, pero su sonrisa sesgada le dejaba muy claro que su colaboración no le
saldría gratis.
–Dulces sueños –gritó George al huésped justo antes que ella le cerrara la puerta en la cara.
Laura se tomó su tiempo haciendo girar la llave en la cerradura y después se volvió lentamente
hacia su huésped. Ya estaba pensando si no habría cometido un terrible error de evaluación. Incluso
ataviado sólo con un edredón y con el entrecejo fruncido, él parecía tan impotente como un león
hambriento.
–¿Por qué me llamó cariño? –volvió a preguntarle él, como si la respuesta a eso fuera mucho
más importante que la de cómo había acabado acostado desnudo en la cama de lady Eleanor.
–Es la costumbre, supongo –repuso ella, con una esmerada expresión de inocencia–. ¿Preferirías
que te llamara de otra manera?
–Podría probar con mi nombre –dijo él.
Su tono acerado indicaba que ya estaba en los límites de su paciencia.
–¿Tu nombre? –dijo, atragantándose con una rasposa risita–. Bueno, nunca nos hemos andado
con tantas ceremonias, pero si insistes... –Ella siempre se había enorgullecido de su sinceridad; sólo
el imaginarse tratando de limpiarle las uñas sucias a Till Dillmore en la noche de bodas le permitió
añadir dulcemente–: Nicholas.
–¿Nicholas? –repitió él, con el ceño aún más fruncido, por la perplejidad–. ¿Me llamo Nicholas?
–Pues sí. Señor Nicholas... Radcliffe –añadió firmemente, eligiendo el atractivo apellido de la
escritora predilecta de Lottie.
–Nicholas Radcliffe, Nicholas Radcliffe –repitió él–. ¡Condenación! No logro encontrarle
sentido a nada de esto. –Apoyándose en la pared, se presionó la frente con una mano–. Si
consiguiera parar ese campanilleo infernal que siento en la cabeza...
Laura avanzó hacia él, llevada por verdadera compasión.
–¡No! –exclamó él, extendiendo el brazo, mirándola furioso por entre los mechones de pelo que
le caían sobre la frente.
Era como si creyera que ella era más peligrosa que el cockney loco amenazándolo con la bielda.
Al ver su imagen reflejada en el espejo del tocador de lady Eleanor, ella comprendió la visión
que le presentaba. Estaba descalza, tenía las mejillas muy sonrosadas y el pelo recogido de
cualquier manera encima de la cabeza, con mechones colgando aquí y allá alrededor de la cara. El
corpiño mojado de su vestido de muselina de talle alto se le ceñía a las suaves redondeces de sus
pechos. Sin saber si empezar por arreglarse un poco el pelo o estirarse la falda para que le cubriera
los blancos tobillos, se decidió por cruzar los brazos sobre el pecho.
–Parece que hemos determinado quién soy; pero eso no explica quién es usted –dijo él, y ladeó
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
la cabeza para observarla, haciéndola más consciente aún de su estado de desarreglo–, ni por qué
me trata con apelativos cariñosos.
Era evidente que él no recordaba su encuentro en el bosque. Ni su primer beso.
Puesto que los brazos cruzados no eran protección adecuada para la penetrante mirada de él, ella
trató de distraerlo sacando uno de los chales de lady Eleanor del armario y envolviéndose con él los
hombros.
–El aire está un poco frío, ¿no te parece?
–Por el contrario, encuentro que hace bastante calor aquí. Y por cierto, no sé si sigo necesitando
este edredón.
Cuando relajó los dedos para soltarlo, ella agrandó los ojos.
–¡Sí que lo necesitas! Por lo menos hasta que Cookie haya lavado tus pantalones.
Hizo una breve aparición el hoyuelo de su mejilla derecha, informándola de que sólo estaba
bromeando.
–¿Cookie? ¿Ésa es la bruja que blandía el hacha ensangrentada?
–Oh, no tienes por qué tenerle miedo a Cookie –le aseguró Laura–. No es capaz de matar una
mosca. –Frunció el ceño–. Un pollo tal vez, o cualquier otro animal que se pueda cocinar, pero no
una mosca.
–Supongo que no puede decir lo mismo del hombre que trató de insertarme en la bielda.
Laura agitó la mano como para desechar su preocupación.
–Tampoco tienes que preocuparte por él. Simplemente actuó como Dower.
–Muy duro y agrio, ciertamente.
–Duro no –rió ella–. Dower. Jeremiah Dower para ser más exactos. Es el marido de Cookie y
una especie de hombre para todo trabajo en la propiedad. Cookie siempre ha dicho que tiene un
carácter agrio porque su madre lo alimentó con zumo de limón. Sé que no quería hacerte ningún
daño. Tal vez pensó que estabas con un ataque de rabia violento. Has estado perdiendo y
recuperando el conocimiento desde que regresaste a nosotros.
–¿Regresé de dónde?
–O sea que no recuerdas nada, ¿eh? –Suspirando tristemente, empezó a tironear la hilera de
rosetas de seda que le adornaban el corpiño para no mirarlo a los ojos–. El doctor nos advirtió que
podría suceder eso.
–¿Y qué doctor fue ése?
–Vamos, el doctor... el doctor Drayton de Londres. Verás, en Arden no hay médico, aunque
Tooley Grantham, el herrero, es capaz de abrir un forúnculo o arrancar una muela infectada cuando
la ocasión lo exige. Así que fue este doctor Drayton el que nos dijo que no era raro que un hombre
experimentara cierto grado de pérdida de memoria después de sufrir un golpe tan traumático en el
bo... en la guerra.
–¿La guerra? Recuerdo la guerra.
–¿Sí? –preguntó ella, olvidando ocultar su sorpresa.
Él se había vuelto a apoyar en la pared, con los ojos nublados, como por el humo de un lejano
campo de batalla.
–Recuerdo el olor a pólvora, los gritos... el retumbo de los cañonazos.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–Estabas... estabas en la infantería. Fuiste todo un héroe, nos han dicho. Por eso subiste esa
colina en Waterloo y trataste de apoderarte de uno de los cañones franceses aunque ya estaba
encendida la mecha.
–¿Está segura de que fui un héroe? –dijo él, enderezándose–. Eso parece más el acto de un tonto
loco.
–Ah, fue un acto muy valiente. Si el impacto hubiera dado un solo palmo a la izquierda, te
habría destrozado, y no te habrías escapado de lo peor. Claro que podrías haber resultado totalmente
ileso si no hubieras... , eh... si no hubieras aterrizado de cabeza –concluyó rápidamente, apenada al
descubrir que tenía un talento para mentir que en realidad superaba al de Lottie.
Él se frotó la frente con esos largos y elegantes dedos.
–Supongo que eso explicaría este condenado dolor de cabeza.
Ella asintió alegremente.
–Desde luego. Estábamos empezando a dudar de que recuperaras del todo el conocimiento.
Él bajó la mano.
–Pero ahora lo he recuperado.
–Sí –concedió ella, amilanada por el contraste entre su voz sedosa y el destello predador de sus
ojos.
–Con usted.
–Conmigo –dijo ella, retrocediendo hasta chocar con una mesa de tres patas de utilidad
ocasional.
¿Cómo diablos se las arreglaba para hacerla sentirse acosada sin dar ni un solo paso hacia ella?
–¡Y quién diablos eres! –bramó él de pronto, haciéndola encogerse.
La mesa que tenía detrás se tambaleó peligrosamente. Se giró para afirmarla, aprovechando para
hacer tiempo. Le había costado un mínimo esfuerzo mentir acerca del nombre de él. ¿Por qué
entonces le resultaba casi imposible decirle la verdad acerca del de ella? Se entretuvo tocando las
cosas que había sobre la mesa, pasando la mano por un acerico de satén y un dedal de peltre.
Cuando por distracción apoyó la mano sobre la desgastada cubierta de cuero de la Biblia de lady
Eleanor estuvo a punto de quitarla bruscamente, avergonzada. Pero una oleada de desafío la detuvo.
Le había pedido a Dios que le enviara un hombre y se lo había enviado. ¿Cómo podía ser pecado
entonces quedárselo?
Tragándose sus últimas dudas, se giró y lo miró a los ojos con una tranquilidad que la sorprendió
incluso a ella.
–¿No me recuerdas, cariño? Soy Laura Fairleigh, tu prometida.
Igual él podría haber tenido tallados en granito sus fuertes mandíbulas y sus regios pómulos; ni
siquiera pestañeó.
–¿Estamos comprometidos? Ella asintió.
–¿Para casarnos?
Ella volvió a asentir, esta vez con una cariñosa sonrisa.
Él cerró los ojos y empezó a deslizarse pared abajo.
Laura emitió una suave exclamación de consternación. No se le había ocurrido pensar que su
mentira sería para él un golpe fatal. Todo el color dorado desapareció de su piel, dejando ver lo
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
mucho que le había costado el esfuerzo de mantenerse de pie todo ese tiempo. Esta vez él no
protestó cuando ella corrió en su ayuda, aunque logró reunir la fuerza suficiente para abrir los ojos y
mirarla fijamente a través de sus pestañas.
Ella alcanzó a cogerlo antes que cayera al suelo, lo que no fue tarea fácil, teniendo en cuenta que
pesaba casi un quintal más que ella. Sólo rodeándole la cintura con un brazo y aguantándole el
hombro con el suyo consiguió mantenerlo de pie. Y así trabados en ese incómodo abrazo avanzaron
tambaleantes hasta la cama, en una especie de desgarbado vals. Trató de empujarlo sobre la cama,
pero la resbaladiza colcha no le dejó otra opción que medio caer en la cama con él.
Y allí quedó, con el brazo todavía metido debajo de él. No habría sabido decir si su respiración
entrecortada se debía al esfuerzo o al calor de toda esa piel masculina desnuda presionada sobre su
costado.
–Es una suerte que ya estemos comprometidos –dijo él, sarcástico, haciéndole cosquillas en la
oreja con su aliento–. Si ese criado tuyo nos llega a sorprender en esta apurada situación, creo que
tendría que casarme contigo a puntas de bielda.
Laura consiguió liberar el brazo y sentarse en el borde de la cama. Con las mejillas ardientes se
metió un rizo rebelde en el desarreglado moño.
–No seas tonto. Dower sabe tan bien como yo que no eres el tipo de hombre que comprometería
la virtud de su novia.
Él la miró ceñudo.
–¿No soy ese tipo de hombre? ¿Estás absolutamente segura de eso?
–Por supuesto que lo estoy. Siempre te has comportado con el más perfecto decoro.
Gimiendo, él se puso un brazo sobre la frente.
–No me extraña que haya tratado de arrojarme delante de ese cañón. No tenía ningún motivo
para vivir.
Estando ocultos esos penetrantes ojos, ella se sintió libre para mirar detenidamente la atractiva
curva de sus labios, libre para recordar el seductor beso que se dieron en el bosque.
–Tenías el mejor motivo de todos –le dijo dulcemente–. Poder volver a mí.
Él bajó el brazo. Una inquietud aún más perturbadora que la desconfianza brilló en el fondo de
sus ojos.
–¿Cuánto tiempo hemos estado separados?
–Casi un año, diría yo –repuso ella bajando la cabeza, acosada por la timidez y la vergüenza–.
Aunque a mí más me parece toda una vida.
–Pero me esperaste.
Ella lo miró a los ojos.
–Te habría esperado eternamente.
Una sombría expresión de desconcierto pasó por la cara de él. Ella tuvo la impresión de que ese
pequeño grano de verdad había sido más cruel que todas sus mentiras. Cuando él levantó la mano
para ahuecarla en su mejilla, comprendió que había sido un error no ponerse fuera de su alcance
cuando tuvo la oportunidad. Dudaba de ser capaz de moverse si las ropas de cama estallaban en
llamas.
Él tenía los dedos a sólo una pulgada de su mejilla cuando soltó un grito, sobresaltado.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Un gatito amarillo, todo orejas y desgarbadas patas se había subido a su muslo derecho,
enterrando las uñas en el edredón con cada exuberante salto. Aliviada por la distracción, ella cogió
al gatito, lo puso sobre su palma y le acarició la gorda barriga peluda.
–Este es tan pequeño que mi hermana no lo vio.
–Sácalo de aquí, por favor –dijo él con los dientes apretados–. No soporto a estos bichos.
Frotando la mejilla en el suave pelaje del gatito, ella le sonrió.
–Me parece que vuelve a fallarte la memoria. Adoras los gatos. Él agrandó los ojos.
–¿Sí?
Ella asintió y, pese a su horrorizada mirada, le colocó el gatito sobre el pecho. Hombre y gato se
miraron con igual desconfianza durante un tenso momento, hasta que el gato bostezó, se desperezó
y se enrolló en un ovillo, ronroneando, haciéndose un cómodo nido sobre su esternón.
Él movió la cabeza.
–Supongo que ahora me dirás que adoro a esa insufrible cría que me echó los gatos encima.
–A pesar de un ocasional choque de voluntades –repuso ella, eligiendo las palabras con sumo
cuidado–, tú y Lottie siempre os habéis tenido bastante afecto.
Cerrando los ojos, él giró la cara hacia el otro lado, como si esa última revelación fuera más de
lo que podía esperar soportar un hombre. Ella le subió suavemente el edredón sobre el pecho,
deteniéndose justo antes del gatito dormido.
–Ya has tenido bastantes emociones por un día. Necesitas reservar tus fuerzas.
Ya se giraba para marcharse cuando él le cogió la muñeca. Con el pulgar le frotó la sensible piel
de la curva interior, en un movimiento peligrosamente cercano a una caricia.
–¿Laura?
–¿Sí? –preguntó ella haciendo una temblorosa inspiración.
–¿A ti también te adoro?
Su única defensa contra la oleada de anhelo que le produjeron esas palabras era no darles
importancia.
–Por supuesto que me adoras –dijo, arrugando la nariz en una traviesa sonrisa– ¿Cómo podrías
resistirte?
Se soltó la muñeca y escapó, esperando que no fuera demasiado pronto para empezar a
felicitarse por su ingenio.
–Miente descaradamente.
Puesto que no había nadie presente, el hombre en cama se vio obligado a hacer su comentario a
la bola de pelaje dorado anidada en su pecho. El gatito despertó de su siesta y lo miró con
soñoliento interés.
Levantó la mano y acarició el aterciopelado triángulo entre las orejas del gato. A pesar de su
renuencia inicial, ese movimiento de la mano le resultó extrañamente conocido, como si lo hubiera
hecho cien veces en el pasado.
–Sé que miente, pero ¿cómo puedo demostrarlo si no logro recordar la verdad? El gatito
comenzó a cerrar los ojos y bostezó dejando ver el rosado agujero de su hocico. –No te interesa lo
más mínimo lo que estoy diciendo, ¿no es cierto? Simulas que me escuchas sólo para darme en el
gusto. –Sin hacer caso del ofendido maullido, lo levantó y le miró el vientre–. Hembra –declaró,
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de su dueño sino por la pura fuerza física de sus planos y ángulos. Tenía que reconocer que era una
cara extraordinariamente atractiva.
Aunque no estaba seguro de que fuera una cara que deseara poseer.
Al margen de lo que asegurara Laura, no parecía ser la cara de un hombre que se comportara
con perfecto decoro con su prometida.
–¿Cómo está usted? –dijo al hombre del espejo–. Me llamo Nicholas. Nicholas... Radcliffe. –
Frunció el ceño. Ese nombre le era totalmente desconocido y salía de su lengua como si fuera otro
idioma–. Soy Nicholas Radcliffe –repitió, enérgicamente–, y ésta es mi novia, la señorita Laura
Fairleigh.
Ese nombre sí le salía un poco más natural. Le pasaba por la lengua con la familiaridad de una
canción que le gustara.
Se pasó una mano por la barba que empezaba a cubrirle la mandíbula. ¿Qué estarían pensando
esos dos criados estúpidos para dejar a una muchacha inocente a merced de un hombre de su
aspecto?
Si es que era una muchacha inocente, claro.
Con esa nariz ligeramente respingona que se le arrugaba al sonreír y esas tenues pecas sobre sus
mejillas besadas por el sol, ciertamente parecía inocente. Los abundantes cabellos apilados sobre la
cabeza insinuaban suaves rizos mientras sus cejas más oscuras se arqueaban sobre sus ojos tan
exquisitas y dulces como una tinaja de chocolate derretido.
No era una beldad, pero sí la mujer más encantadora que había visto en su vida.
–Maldición –masculló, mirando furioso su imagen–, por lo que recuerdas, es la única mujer que
has visto.
A no ser que contara a la arpía del hacha con la sombra de bigote en el labio superior, cosa que
de ninguna manera sentía la inclinación a hacer.
La expresión de los ojos del desconocido que lo miraba desde el espejo era inconfundiblemente
cínica. A ninguna mujer le aconsejaría mentirle a un hombre así, si no quería exponerse a riesgos.
Entonces, ¿por qué Laura Fairleigh estaba dispuesta a correr el riesgo? Ni siquiera sabía por qué
estaba tan seguro de que mentía. Al parecer se lo advertía un instinto más fuerte que la memoria. Tal
vez no era tanto mentira como el no revelarle toda la verdad. ¿Sería su compromiso uno arreglado,
sin verdadero afecto? ¿O habrían tenido una fea pelea antes de que él se fuera a la guerra?
El siguiente pensamiento le produjo un extraño escalofrío. Tal vez ella le había sido infiel
durante su ausencia. Tal vez cansada de esperar su regreso había buscado solaz en los brazos de otro
hombre.
El sentimiento de culpa explicaría su tartamudeo, su renuencia a mirarlo a los ojos, el pulso
acelerado que notó en los dedos cuando le acarició la sedosa piel de la muñeca.
Pero todo eso también lo explicaría la timidez. Si la separación había sido tan larga como ella
decía, sería natural que la intimidara su cercanía física. Tal vez, como cualquier doncella, estaba
sencillamente esperando que él volviera a atraerla a sus brazos cortejándola con palabras bonitas y
castos besos.
Recordando cómo se le pegaba a la piel la muselina rosa de su vestido, se vio obligado a
reconocer que tal vez disfrutaría dedicándose a esa tarea. Su novia podía ser tan delgada y de
piernas largas como un potrillo, pero sus curvas tenían una seductora gracia femenina. De eso se dio
cuenta en el momento en que cayeron juntos en la cama y él sintió en el costado la presión de sus
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
pechos altos y firmes. Se ajustó el edredón, descubriendo que el hecho de que le vibrara otra parte
del cuerpo que no fuera su cabeza no le producía el alivio que había esperado.
–Bueno pues, Nicholas, hombre –dijo a su pesarosa imagen–. Mientras no te vuelva la memoria,
no tienes más remedio que dar tiempo al tiempo y tratar de conocerte a ti mismo y a tu futura
esposa.
Su novia podía querer entramparlo en una red de mentiras, pero de esa brillante red colgaba una
gema de verdad innegable: no sería difícil adorar a Laura Fairleigh.
CAPÍTULO 5
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–Por lo menos tú no tuviste que convencer a los críos que eras una virgen –terció Cookie–.
Cuando hice ese discursito acerca de que nunca había conocido hombre, Abel Grantham se rió tanto
que se cayó del burro dentro del pesebre y casi mató al pobre Niño Jesús.
Laura recordaba muy bien el incidente, pues fue ella la que tuvo que correr a sacar a Abel de
encima de Lottie, uno farfullando y la otra llorando. Ninguna cantidad de incienso podría haber
disimulado el apestoso aliento a whisky de ese Rey Mago.
No queriendo recordarles otros desastres ocurridos durante esas actuaciones de aficionados,
como cuando la pipa encendida de Dower le incendió el turbante a George o cuando las ovejas se
escaparon de sus pastores y entraron balando por los pasillos de la iglesia del pueblo, Laura se puso
una alegre sonrisa en la cara.
–Exactamente así es como tenéis que considerar nuestro plan. Nada más que como una simple
representación inofensiva.
Cookie agitó la cabeza tristemente:
–Lo que nos propones no es una representación, muchacha. Es una mentira. Y nada bueno puede
resultar de mentirle a un hombre. –Miró inquieta hacia la puerta–. Sobre todo a un hombre como
ése.
Se desvaneció la alegre sonrisa de Laura.
–Puede que eso sea cierto, Cookie. Pero estoy firmemente convencida de que menos bueno aún
puede resultar decir la verdad.
Todos se quedaron mirándola desconcertados por el acerado filo de su voz.
Laura comenzó a pasearse por entre los corrales; al suave ruido de sus pasos sólo se unía el del
aleteo de las golondrinas posadas en los aleros.
–Tal como yo lo veo, se nos han agotado las opciones. Puesto que no tengo la menor intención
de casarme con uno de los hombres de la aldea para ser desgraciada el resto de mi vida, sólo nos
queda la opción de dejar nuestro futuro en las manos de Sterling Harlow. No creo que lo llamen el
Diablo de Devonbrooke por nada. Lo último que desearía sería meteros miedo, pero ¿alguno de
vosotros se ha parado a pensar qué tipo de «colocaciones» podría buscarnos un hombre como ése? –
Apoyando una mano en el poste lleno de astillas, alzó la vista hacia el altillo; los brillantes ojos de
su hermana la miraban desde las sombras–. Lottie, no creo que sea insólito enviar a niñas de tu edad
al asilo de los pobres, a trabajar del alba a la medianoche hasta que se les rompa el alma igual que la
espalda.
–No me importaría –repuso Lottie enérgicamente–. Con tal de que no tengas que casarte con ese
troglodita de mal genio.
–Pero ¿qué será de tus manos tan finas y suaves? ¿Y de tu pelo?
Lottie se tocó sus rizos con una mano trémula. Todos sabían que lo único que recordaba de su
padre era que él la llamaba su Ricitos de Oro.
–Podría peinármelo en trenzas, supongo.
Laura negó con la cabeza, odiándose casi tanto como odiaba a Sterling Harlow.
–Creo que eso no será posible. Cuando los piojos se apoderen de tu cabeza, no tendrás más
remedio que cortártelos bien cortos. George se incorporó de un salto.
–A mí no se atreverá a mandarme a ese lugar. Ya tengo edad para huir y entrar en la armada.
Laura se giró hacia él con expresión apenada.
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–Si es ese joven carnero el que quiere tener, entonces supongo que lo único que puedo hacer es
ayudarla a meterlo en el redil.
Laura le echó los brazos al cuello y le besó la picajosa mejilla.
–¡Dios te bendiga, Dower! No podría hacerlo sin ti. Mañana a primera hora saldrás para
Londres, para consultar ahí con tus viejos amigos. Quiero que trates de descubrir si estos últimos
días se ha comentado la desaparición de un caballero.
–O si ha escapado algún convicto –masculló Dower en voz baja.
–Yo espero que resulte ser un hijo segundón de un hijo segundón sin herencia y aún menos
perspectivas de futuro –dijo Laura y reanudó el paseo por entre los corrales, con el paso más ligero
que antes–. Si hemos de casarnos antes de mi cumpleaños, las amonestaciones se han de leer en la
iglesia en tres domingos sucesivos, empezando pasado mañana. Eso significa que tengo menos de
tres semanas para verificar que no tiene ya una esposa por ahí.
Dado el poco tiempo que lo conocía y la naturaleza de su relación, la sorprendió lo mucho que le
dolió esa idea.
–Me alegra que te queden escrúpulos para no rebajarte a cometer bigamia –dijo George con voz
arrastrada–. Pero ¿qué harás si Dower encuentra a la familia de este hombre, o a su esposa?
–Entonces supongo que mi única opción será devolverlo a su legítima propietaria –suspiró
Laura. –Como a una oveja extraviada –dijo Dower.
–O un cerdo perdido –añadió Lottie, despectiva. –¿Y si te casas con este individuo y luego llega
a Arden alguien de Londres y lo reconoce? –preguntó George–. Entonces, ¿qué?
–¿Y cuando fue la última vez que nuestra humilde aldea recibió una visita de Londres ?
Esta pregunta de Laura silenció incluso a George. La verdad, ninguno de ellos recordaba eso.
Pero su hermano parecía resuelto a demostrar que podía ser tan implacable como ella.
–¿Y qué pasa si firma el registro de matrimonio con un nombre falso? ¿Estaréis casados
verdaderamente a los ojos de la Corona?
Laura se detuvo en su paseo; no había considerado ese punto. Tragándose toda una vida de
instrucción espiritual, encaró a su hermano con la cabeza en alto.
–Estaremos casados a los ojos de Dios, y por lo que a mí respecta, los ojos de Él son los únicos
que importan.
Sin decir palabra, Cookie se levantó de la bala de heno y echó a andar hacia la puerta.
Laura había logrado mantener la serenidad ante las protestas de Dower y el escepticismo de
George, pero si la bondadosa Cookie volvía a manifestar su oposición, temía que simplemente se
echaría a llorar.
–¿Adonde vas?
–Si tengo que coserte un vestido de novia antes de tu cumpleaños, no puedo estar todo el día
holgazaneando en el corral con las vacas y gallinas. Creo que lady Eleanor dejó un poco de crepé
blanco guardado en el ático, para este día. –Se secó las mejillas mojadas con el borde del delantal–.
Ojalá nuestra querida señora estuviera aquí para verte ante el altar con ese apuesto cervatillo. Ése
era uno de sus sueños más acariciados, ¿sabes?
Laura se tragó sus propias lágrimas. Para lady Eleanor había solamente un sueño más acariciado
que ése: el sueño de que algún día su hijo llegara a largas zancadas por el camino a arrojarse en sus
brazos.
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George no pudo dejar de abatirse ante eso último. Fue hasta la puerta esperando que la brisa le
disipara la niebla de rabia del cerebro. Los escombros quemados de la casa parroquial donde antes
vivieran con sus padres estaba en una distante esquina de la propiedad, pero los días ventosos y
calurosos como aquel él habría jurado que sentía en las narices el olor acre del humo y en la lengua
el sabor amargo de las cenizas.
–Si estuvieran aquí papá y mamá, sabrían qué es lo mejor para Laura –dijo, con la cara vuelta
hacia el sol matutino–. Sabrían qué es lo mejor para todos.
–Pero no están. Estamos nosotros.
Él suspiró.
–Los tres hemos estado tan bien durante tanto tiempo. Supongo que pensé que podríamos
continuar así eternamente.
–Y podemos –dijo Lottie en voz baja–. Si aceptas ayudarme.
George cerró los ojos, pero no pudo borrar la imagen de su hermana en los brazos de un
desconocido. Durante un momento eterno le pareció que incluso el viento retenía el aliento,
esperando su respuesta. Cuando por fin volvió a la penumbra del corral, sus labios estaban curvados
en una triste sonrisa.
–El negro siempre le ha sentado muy bien a Laura.
Los dientes de Lottie brillaron, cuando le sonrió desde el altillo.
–Exactamente lo que quiero decir.
CAPÍTULO 6
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–No tienes por qué darte tanta prisa, Cookie. Dudo que yo tenga algo aquí debajo que no hayas
visto cien veces antes. –Arqueando una burlona ceja, miró debajo de la manta–. O por lo menos
una.
Cookie se puso granate y ahogó una risita infantil con el delantal.
–No diga bobadas, señor. Sí que es un caballero pícaro.
–No es eso lo que me dice tu señora –musitó él después que ella se fue.
Se le desvaneció la sonrisa, dando paso a un ceño pensativo. La gatita amarilla acurrucada en la
curva de su rodilla lo miró perplejo. Pese a sus repetidos intentos de ahuyentar al molesto bicho,
ésta se negaba a alejarse de su lado más de unos pocos minutos por vez.
A medida que se alargaban las horas y le aumentaba el malhumor, empezó a sentirse más un
prisionero que un paciente. Si tuviera sus pantalones, por lo menos podría levantarse y pasearse por
la habitación. El sordo dolor de cabeza había remitido un tanto, era molesto pero no insoportable.
Poco antes de la hora del té, cuando empezaba a caer en un sueño inquieto, comenzó a abrirse la
puerta nuevamente. Al no ver materializarse a Laura, su primera reacción fue arrojar algo rompible.
Lo único que veía en su posición acostada era una mata de rizos rubios sujetos por una cinta rosa
torcida. Esta visitante iba entrando de cuatro patas.
Una mano pequeña de dedos regordetes y uñas romas subió por el lado de la cama y empezó a
explorar por entre la colcha acercándose peligrosamente a su cadera; al no encontrar lo que buscaba,
empezaron a elevarse los rizos como el agua dorada de una fuente. Cuando Lottie Fairleigh asomó
la cabeza por el lado de la cama, Nicholas entrecerró los ojos para observarla a través de las
pestañas.
–Ahí estás, bestia picara –siseó ella, estirando la mano para coger a la gatita dormida.
–Esa no es una manera muy simpática de tratar al hombre con el que se va a casar tu hermana –
dijo Nicholas con voz arrastrada, incorporándose apoyado en un codo. Lottie cayó de espaldas en la
raída alfombra, formando una O de sorpresa con sus rosados labios–. Te advierto que si empiezas a
chillar otra vez, yo también chillaré, y estaremos de vuelta en el comienzo. –Ella cerró la boca–.
Bueno, eso está mejor –dijo él–. Eres casi tolerable cuando no estás chillando como un hada
agorera.
–Ojalá yo pudiera decir lo mismo de usted –replicó ella, haciéndolo sonreír a su pesar.
Incorporándose, se quitó el polvo de su arrugado delantal de fino piqué blanco y adoptó una actitud
de ofendida dignidad–. Perdone que haya perturbado su sueño, señor, pero vine a buscar a mi gatita.
–Y pensar que yo creí que venías a ahogarme con una almohada.
Ella levantó la cabeza bruscamente, agitando sus rizos; en sus ojos azules había una expresión
de tal culpabilidad que él casi se avergonzó de haberle hecho esa broma. Pero ella se recuperó
enseguida y le sonrió dulcemente:
–Tal vez ese sea un método algo tosco, aunque eficaz, de despachar a un huésped no deseado,
pero yo prefiero el veneno. Hay muchísimas variedades para escoger. Vamos, sólo en el robledal he
catalogado diecisiete variedades de setas venenosas mortales.
Nicholas se sentó en la cama y miró con recelo la bandeja con los restos de su almuerzo.
–Ahora, si nos disculpa... –dijo ella, estirando la mano para coger a la gatita.
El animalito rasguñó la mano con sus afiladas uñitas, sacándole sangre.
–¡Ay! ¿Qué le ha hecho? –exclamó ella, chupándose el dedo herido.
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Cuando estuvo totalmente vestido, se irguió con las manos en las caderas, sintiéndose más él
mismo. Quien demonios fuera.
Se pasó la mano por la melena revuelta, y no pudo evitar un gesto de dolor al tocarse el chichón
del tamaño de un huevo de oca en la coronilla. Ese interminable día había descubierto otra cosa más
acerca de sí mismo: no le gustaba nada estar prisionero de los caprichos de una mujer. Laura no
tenía ningún derecho a informarlo de que era su prometida y luego dejar que se las arreglara solo
para entender esa pasmosa revelación.
Resuelto, con las fuerzas que le habían vuelto, salió al oscuro corredor, sin saber si salía en
busca de su novia o de sí mismo.
Laura se paseaba inquieta por el salón como un fantasma sitiado. No se había molestado en
encender una lámpara ni una vela; prefería la penumbra moteada de luz de luna. Se sentía al borde
de un ataque de nervios; en cualquier momento se pondría a retorcerse las blancas manos como la
nerviosísima heroína de una de las novelas góticas predilectas de Lottie.
Una cosa era imaginarse conviviendo con un desconocido a la brillante luz del día, y otra muy
distinta imaginarse compartiendo su cama en la oscuridad de la noche.
Desde pequeña había soñado con casarse con un hombre así, pero esos sueños siempre
terminaban con una tierna declaración de amor y un casto beso, no con un hombre de seis pies y dos
pulgadas, sin domesticar, en su cama.
Se le escapó un suave gemido de miedo; su novio podía haber perdido la memoria, pero ella
había perdido el juicio al urdir un plan tan descabellado.
Todo ese día lo había pasado evitando verle, dedicada a repasar y ensayar la historia que se
había inventado de los dos. No se atrevió a escribir ni una sola palabra de eso en su diario, no fuera
que él lo descubriera después.
«Pero ten la seguridad de que tus pecados te traicionarán». Ésa era una de las homilías favoritas
de su padre, y casi oía su voz reprendiéndola. Claro que su padre jamás habría imaginado que su
inocente niñita fuera capaz de cometer un pecado más grave que no aprenderse su epístola diaria o
robarse un terrón de azúcar cuando su madre le daba la espalda. Probablemente a sus padres jamás
se les pasó por la mente la idea de que pudiera ser capaz de robarse un hombre entero.
Se le hundieron los hombros. Ya era demasiado tarde para confesarle lo hecho y pedirle perdón;
demasiado tarde para golpearle la cabeza con un candelabro y llevarlo de vuelta al bosque donde lo
encontró. Para bien o para mal, él ya era suyo.
–Nos presentó un primo –musitó, virando a la derecha para no caerse sobre la otomana–. Un
primo de cuarto grado; ¿o era de tercer grado?
Se frotó las doloridas sienes con las yemas de los dedos, pensando que habría sido mejor
quedarse en la cama oyendo roncar a Lottie.
Se encontró ante el viejo secreter de palisandro iluminado por la luna. Entre otros papeles, sobre
el secreter estaba abandonado, aunque no olvidado, un papel de carta arrugado: la carta escrita por
la leal secuaz de Sterling Harlow. En esos momentos ella detestaba más que nunca al arrogante
duque; después de todo era él quien la había puesto en ese camino hacia la destrucción segura.
Buscando a tientas en un rincón oscuro, sacó una caja de cerillas; rascó la cerilla y acercó la
llama a una esquina de la carta; la recorrió una sensación de triunfo cuando ésta comenzó a
arrugarse y ennegrecerse.
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–Toma, miserable demonio –masculló, poniéndola en alto–. Así ardas en el infierno, donde te
corresponde estar.
–«Pero no hay en el cielo ira semejante al amor convertido en odio –citó una voz detrás de ella–,
ni en el infierno furia semejante a la de una mujer desdeñada».
CAPÍTULO 7
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El dolor en las yemas de los dedos quedó olvidado cuando él le ahuecó la mano en la mejilla y
le acarició ligeramente la suave piel con la callosa yema del pulgar. En lugar de apartar la cara de su
caricia, se sorprendió deseando acercarla más.
La ronca voz de él era hipnotizadora.
–Si soy el tipo de patán abusón capaz de levantarle la mano a una mujer, habría valido más que
me hubieras dejado a merced de los franceses. Eso no habría sido un destino más cruel del que
merecía.
Laura pasó por debajo de su brazo y fue a buscar refugio en el asiento que ocupaba la parte
salediza de la ventana iluminada por la luna. Se sentó entre los cojines y entrelazó las manos en la
falda.
–No te tengo miedo –mintió–. Sólo pensé que era mejor evitar cualquier apariencia de indecoro.
–Es un poco tarde para preocuparse de eso, ¿no?, si tenemos en cuenta que aún no hemos tenido
ninguna conversación estando totalmente vestido. –Por sus ojos pasó un destello de humor negro–.
Al menos no en mi memoria.
Ella se miró el modesto camisón de dormir; con su corpiño abullonado y su escote de blonda
bien cerrado al cuello, era menos revelador que el vestido mojado pegado al cuerpo con que él la
había visto antes. Curiosamente, eran los cabellos sueltos que le caían por los hombros los que la
hacían sentirse más expuesta; sólo un marido debería ver su pelo así tan desarreglado.
–A pesar de tu estado –dijo–, hay que respetar ciertos detallitos.
La sonrisa de él se desvaneció.
–¿Por eso no has ido a verme a la cama en todo el día? ¿Para respetar esos detallitos?
–Habías sufrido una conmoción terrible. Supuse que necesitarías descansar.
–¿Cuánto descanso puede aguantar una persona? Según tú, ya he estado perdiendo y
recuperando el conocimiento desde... –extendió el brazo a lo largo de la repisa y tamborileó sobre la
pulida superficie–. ¿Cuánto tiempo hace exactamente?
Aunque estaba allí con aspecto de sentirse muy cómodo con sus cabellos revueltos y pies
descalzos, le miraba atentamente la cara. ¿Tratando de ver la verdad?, pensó ella, ¿o por si veía un
indicio de engaño? Se obligó a mirarlo a los ojos.
–Dos oficiales superiores tuyos te dejaron en nuestra puerta hace casi una semana. Dada la
naturaleza de tu lesión, no sabían si alguna vez recuperarías el conocimiento totalmente.
–Ahora que lo he recuperado, supongo que esperan que vuelva a mi puesto.
–Ah, no –se apresuró a decir ella–. Puesto que Napoleón abdicó y Luis ha vuelto a ocupar el
trono francés, me aseguraron que ya no tendrían ninguna necesidad de ti.
–Bueno, por lo menos no me van a colgar por desertor. –Frunció el ceño–. ¿Y mi familia? ¿Ha
sido informada de mi regreso?
Laura puso toda su atención en arreglarse el faldón del camisón en ordenados pliegues.
–Nunca me has hablado de tu familia. Cuando nos conocimos supuse que llevabas un tiempo
distanciado de ellos. Dabas la impresión de estar más que satisfecho de hacer tu propio camino en el
mundo.
Una sombra que no tenía nada que ver con la luz de la luna pasó por la cara de él, aunque muy
brevemente.
–Qué extraño –musitó.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–¿Qué pasa? –preguntó ella, temiendo haber dicho, sin saberlo, algo que le hubiera refrescado la
memoria. Una sonrisa triste le levantó la comisura de la boca.
–De todo lo que me has dicho, eso es lo primero a lo que le encuentro perfecto sentido.
–No tener padres es algo que tenemos en común, ¿sabes? Mis padres murieron en un incendio
cuando yo tenía trece años. Y justamente por eso mi querido primo Ebenezer pensó que nos
llevaríamos muy bien. Él fue quien nos presentó cuando viniste con él durante un permiso para
Navidad hace dos años. El querido, querido Ebenezer Flockhart, mi primo de cuarto grado –añadió,
haciendo una mueca al darse cuenta de lo raro que sonaba.
–Recuérdame agradecérselo la próxima vez que lo vea.
–Me temo que eso no será posible. Vamos, él... eh...
–¿Lo mataron en la guerra?
Laura había estado tentada de darle a su querido Ebenezer de ficción una noble muerte al
servicio de su país y su rey, pero prevalecieron las maltrechas hebras de su conciencia.
–Se embarcó para Estados Unidos. Siempre había soñado con eso, y ahora que acabó la guerra,
por fin se sintió libre para hacer realidad su sueño.
–Tal vez podríamos ir a visitarlo algún día. Puesto que fue el quien nos presentó, no me cabe
duda de que nada le gustaría más que ver las radiantes caras de nuestros hijos.
–¿Hijos? –repitió Laura, sin poder evitar del todo que la voz le saliera como un chillido–.
¿Cuántos hijos serán? Él se encogió de hombros.
–No sabría decirlo. Supongo que podría bastar con una media docena. –Inclinó la cabeza para
mirarla con una expresión tímida que estaba totalmente reñida con el brillo travieso de sus ojos–.
Para empezar.
A Laura ya empezaba a girarle la cabeza. En sólo dos días, había pasado de robarle un casto
beso a un desconocido a parirle media docena de bebés... Para empezar.
Él se echó a reír, sobresaltándola.
–No tienes por qué ponerte tan pálida, querida mía. Sólo era una broma. ¿O has olvidado
informarme de que no tengo sentido del humor?
–Sabía que estabas bromeando –le aseguró ella, con una risita nerviosa que más pareció un
hipo–. Siempre me decías que sólo deseabas tener dos hijos, un niño y una niña.
–Qué metódico.
Se sentó junto a ella en el asiento de la ventana, flexionando sus largas piernas. Laura se deslizó
por el asiento lo más lejos de él que permitía el acogedor medio círculo de cojines. Él le cogió las
frías manos entre las suyas cálidas, antes que se que cayera al suelo.
–Me desconcierta un poco tu actitud, querida. Dices que hemos estado separados muchísimo
tiempo y sin embargo pareces menos que entusiasmada en... un reencuentro.
–Tendrás que perdonar mi timidez, mi señor. Hemos estado comprometidos casi dos años, pero
debido a tu carrera militar, tus visitas han sido muy poco frecuentes. La mayor parte de nuestro
noviazgo lo hemos llevado por correspondencia.
Él se le acercó más, el destello burlón de sus ojos reemplazado por un verdadero interés.
–¿Tienes mis cartas? Ellas podrían despertarme la memoria o por lo menos darme alguna idea
del tipo de hombre que soy.
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a los recovecos más secretos de su cuerpo, e instalándola allí en vibrantes e insistentes latidos.
Cuando ya creía que se iba a desmayar de la impresión de toda esa maravilla, él apartó la boca
de sus labios. No tardó en descubrir que la boca de él no era menos persuasiva en el contorno de su
mandíbula, en la curva de su cuello y en la sensible piel debajo de la oreja.
–Llámame cariño –le susurró él, cogiéndole el lóbulo entre los dientes.
–¿Mmm? –dijo ella, estremeciéndose al sentir moverse su lengua sobre los pliegues de la oreja.
–Llámame cariño. No me has llamado cariño en todo el día. Lo he echado de menos.
Ella echó atrás la cabeza mientras él la acariciaba con la boca volviendo hacia sus ávidos labios.
Enredó los dedos en sus cabellos, tratando de afirmarse a algo en un mundo que se ladeaba bajo sus
pies.
–Ah... cariño–suspiró.
Su rendición le ganó otro beso, éste aún más dulce y profundo que el anterior.
Pero él no se dio por satisfecho.
–Llámame por mi nombre.
Por un instante ella se quedó con la mente en blanco, como paralizada; estaba tan atontada que
no sabía si recordaría su propio nombre, y mucho menos el que le había puesto a él.
–Mmm... eh... Nicholas.
–Otra vez –susurró él sobre sus labios.
–Nicholas, Nicholas, Nicholas. –El nombre le salió como un jadeante cántico entre beso y beso.
Si eso no se podía calificar de momento de gran pasión, ¿qué entonces?–. Ooh, Nicky...
Ese apasionado ronroneo casi fue la perdición de Nicholas. Si ella no era ya una mentirosa, él
estaba a punto de convertirla en una, a punto de demostrarle que era justamente el tipo de hombre
que sí comprometería la virtud de su novia; el tipo de nombre que la subiría sobre sus rodillas,
acallaría sus protestas de doncella con besos profundos y embriagadores y susurraría promesas que
no tenía ninguna intención de cumplir.
Sólo que esta vez estaría obligado a cumplir esas promesas durante toda su vida.
Esa comprensión lo hizo hacer lo imposible. Dejó de besarla.
Ella había acabado en sus brazos, la mano de él abierta sobre sus costillas, el pulgar a sólo
pulgadas de la seductora redondez de su pecho. Sentía los fuertes latidos de su corazón contra esas
costillas, en un eco de los del suyo.
Cuando ella se dio cuenta de que ya no la estaba besando, levantó lentamente las pestañas. Tenía
los ojos soñadores, los labios rosados todavía hinchados y brillantes con sus besos. Sabía a pasión e
inocencia, una mezcla embriagadora que juraría no había probado jamás antes.
–¿Ocurrió esto la primera vez que nos besamos?
El tono acusador de su voz pareció sacarla del aturdimiento. Se puso rígida.
–He de decir que no, señor. Fuiste un verdadero modelo de autodominio.
–Entonces, tal vez he perdido los escrúpulos junto con la memoria. –Le quitó suavemente el
pelo que le caía en la mejilla, sorprendido al notar que le temblaban las manos–. ¿No sería mejor
que te fueras a la cama antes que pierdas algo aún más valioso?
Esas palabras podrían ser una súplica, pero, juiciosamente, ella decidió tomarlas como una
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CAPÍTULO 8
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Con movimientos suaves aunque firmes, cerró la ventana, pero ni el pasar el pestillo ni correr las
cortinas logró apagar del todo esos apremiantes sonidos.
En ese momento oyó abrirse la puerta y se giró a mirar, agradeciendo el haberse puesto los
pantalones.
–¿Nadie en esta casa infernal tiene la buena costumbre de golpear la puerta?
Aunque tenía los brazos repletos de ropa, Laura se las arregló para hacerle una burlona
reverencia y una alegre sonrisa.
–Y muy buenos días también, mi señor.
Su novia estaba muy atractiva con un vestido de muselina blanca salpicada de florecitas azules;
una cinta azul a juego le recogía la tela debajo de sus pechos altos y redondeados. El ruedo
festoneado dejaba ver esbeltos tobillos envueltos en medias blancas y un par de zapatos forrados en
seda. Incluso llevaba una papalina de paja adornada por una roseta de cintas y sujeta bajo el mentón
con un simpático lazo. Sólo le faltaba un corderito llevado de una cinta para posar para un retrato de
una doncella pastora ante uno de los maestros.
Nicholas frunció el ceño; después de la noche anterior, no tenía la menor intención de que ella lo
convirtiera en corderito; y mucho menos uno sacrificial.
Ella dejó el montón de ropa sobre la banqueta del tocador.
–Te he traído ropa para la iglesia. Cookie encontró esto en el ático. Puede que estén un poco
pasadas de moda, pero no creo que nadie se fije aquí en Arden.
Él se cruzó de brazos y la miró con más desconfianza aún.
–¿Y para qué necesito ropa para la iglesia? No nos vamos a casar esta mañana, ¿verdad?
–No –rió ella.
–Entonces ¿por qué vamos a ir a la iglesia?
–Porque es domingo.
Él continuó mirándola, con expresión impenetrable.
–Y siempre vamos a la iglesia los domingos por la mañana –añadió ella.
–¿Ah, sí?
–Bueno, yo voy en todo caso, y por lo que colegí de tus cartas, tratas de no perderte nunca un
servicio. –Le brillaron de admiración los ojos–. Eres extraordinariamente piadoso.
Nicholas se rascó el cuello, áspero por la barba de una noche.
–Bueno, que me cuelguen. ¿Quién habría pensado que el Todopoderoso y yo estábamos tan
amigos? –La miró retador–. Te irá bien saber que no tengo la menor intención de pedirle perdón por
besarte anoche. No estoy arrepentido en lo más mínimo.
Aunque a ella le subió el color a las mejillas, lo miró osadamente.
–Tal vez no es perdón lo que hemos de pedir, sino freno.
–Y tal vez tú eres demasiado prudente. Un beso puede ser una inocente expresión de afecto,
¿verdad?
Ella podía no estar versada en las artes del amor, pero no a tal extremo como para pensar que
hubiera algo inocente en los besos que se habían dado
–Puede, supongo –concedió de mala gana.
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–¿Y no fuiste tú la que me aseguró que yo fui un verdadero modelo de autodominio la primera
vez que nos besamos ?
Laura ya había temido que volvieran esas palabras para atormentarla. Ya estaba lamentando la
decisión de no mentirle más de lo que fuera necesario.
–Hay algo en ese beso que olvidé decirte.
Él esperó en expectante silencio. Ella hizo una respiración profunda.
–Estabas inconsciente esa vez.
Él arqueó las cejas, sorprendido.
–Fue justo después que te trajeron, y supongo que quise convencerme de que no estabas
lesionado sino sólo durmiendo. Te veías tan trágico y vulnerable, como un príncipe de cuento de
hadas que había sufrido una cruel maldición. Sé que sólo fue una fantasía infantil, pero de verdad
creí que si te besaba, podría despertarte de ese sueño.
–Vamos, señorita Fairleigh, ¡me escandalizas! Me cuesta creer que un modelo del decoro como
tú se haya aprovechado del estado inconsciente de un hombre para forzar tus atenciones en él.
Sin pensarlo, ella se le acercó y le colocó una mano en el brazo.
–Por favor, no pienses mal de mí. Jamás había hecho algo tan incorrecto antes. No sé qué me
pasó. Vamos, me… –Interrumpió sus protestas al ver que él se estaba riendo a carcajadas; el
hoyuelo en la mejilla lo hacía parecer más de la edad de George que de la de él. Se apartó de él,
muy rígida–. No tienes ninguna necesidad de burlarte de mí. Sólo fue un error de juicio, un desliz
en mi moralidad. Te aseguro que no volverá a ocurrir.
Las carcajadas terminaron en una cálida risa.
–Una lástima.
Ella sorbió por la nariz.
–Ahora estamos solos –observó él, con una sonrisa jugueteando en sus labios.
Ella paseó la mirada por la habitación en penumbras, muy consciente de la acogedora cama de
medio dosel con las ropas arrugadas que todavía tenían la huella de su enorme y cálido cuerpo.
–Sí, lo estamos, pero no te atreverías a besarme estando Lottie en el corredor y Cookie abajo. Él
arqueó una ceja dorada.
–¿Ah, no?
Cuando pasó las manos bajo sus codos y la atrajo hacia él, ella comprendió, misericordia Señor,
que medio había deseado que lo hiciera. Pero cuando él la miró a la cara, se borró el brillo de sus
ojos dejándolos extrañamente sombríos.
–¿Era amable contigo, Laura? ¿Era considerado con tus sentimientos? ¿Te hacía feliz?
Ella hizo una temblorosa inspiración, al comprender que encontraba su intensidad más atractiva
aún que su encanto.
–Eras muy considerado. Me escribías todas las semanas, sin excepción, y dos veces la semana
de mi cumpleaños. Puesto que no estabas aquí para traerme flores, dibujabas encantadores
ramilletes en los márgenes de tus cartas. Y cuando venías a visitarme, siempre traías algún regalito
para Lottie y George.
Al notar la facilidad con que le salían las mentiras de la boca, comprendió que estaba
describiendo al hombre de sus sueños; un sueño que estaba hecho realidad ante sus ojos.
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–En tus cartas –continuó–, siempre hablabas de lo felices que seríamos cuando nos casáramos.
Cómo tomaríamos chocolate en la cama cada mañana y daríamos largos paseos al crepúsculo. Por la
noche nos reuniríamos en el salón con el resto de la familia a jugar a las cartas y a cantar alrededor
del piano. Tú nos leerías junto al hogar hasta que nos diera sueño. –Bajó los ojos, invadida por una
repentina timidez–. Entonces nos retiraríamos a nuestro dormitorio.
Los ojos de Nicholas se habían nublado como si esa imagen idílica le resultara dolorosa.
–¿Y nunca te di motivos para lamentar nuestro compromiso?
–No, jamás.
Atrayéndola más, se inclinó y le rozó los labios con los suyos. La dulzura de su beso la cogió
desprevenida. Pero antes que ella alcanzara a rendirse a él, él ya se había apartado, con expresión
impenetrable.
–Entonces sólo puedo rogar que nunca te los dé.
Cuando Nicholas se deslizó por el banco de la familia detrás de Laura y sus hermanos, pensó
que todos los habitantes de Arden tenían que ser ciegos de nacimiento para no notar lo anticuada
que era la ropa que llevaba. Aun cuando no recordaba nada de su vida anterior, estaba
razonablemente seguro de que jamás se había sentido tan ridículo. Las calzas hasta la rodilla ya eran
suficiente humillación, pero Laura le aumentó el sufrimiento dándole para ponerse unas medias de
seda a rayas, zapatos con hebillas, un chaleco bordado y una casaca roja con brillantes botones de
latón. Se habría sentido perfectamente cómodo en un salón de una generación atrás. Si hubiera
tenido una peluca empolvada para completar su atuendo podría haber solicitado el puesto de lacayo
del rey.
Se pellizcó la nariz, consolado porque la vieja iglesia de piedra olía ligeramente más mohosa
que él.
George se quedó en el extremo del banco, poniendo entre él y su familia la mayor distancia que
permitía el largo del banco. Lottie se sentó al otro lado de Laura, la querúbica inocencia de su cara
estropeada por el hecho de que el inquieto ridículo que tenía en la falda no paraba de tratar de saltar
al suelo.
Nicholas miró disimuladamente el sereno perfil de Laura. Parecía tan indiferente a su
incomodidad como a la cálida presión de su muslo contra el de ella. Sus manos enfundadas en
guantes blancos estaban recatadamente dobladas alrededor de su libro de oraciones, su cara
atentamente adelantada hacia el elevado pulpito de caoba desde el cual el párroco se dignaba
ofrecerles su bendición. Cuando las primeras notas de «Come, Thou Fount of Every Blessing»
inundaron la nave, ella le dio un codazo para indicarle que se pusiera de pie. Su voz no era la de la
diáfana soprano que él se había imaginado, sino la de una grave contralto que le produjo un
estremecimiento de deseo por todo él. Miró hacia el cielo, pesaroso, medio esperando que Dios lo
partiera con un rayo por tener ésos lascivos pensamientos en Su casa.
Mientras estaban de pie, de pronto notó un extraño hormigueo en la nuca; se golpeó el cuello de
la camisa, suponiendo que una desventurada polilla se había metido ahí, pero el hormigueo
continuó. Miró hacia atrás y vio a un hombre con una sola larga y tupida ceja en la frente que lo
estaba apuñalando con la mirada. Al volverse, alcanzó a ver otra mirada furiosa, ésta dirigida a él
desde el otro lado del pasillo, por un individuo marcado de viruelas cuya cara daba la impresión de
necesitar un buen fregado. El hombre lo miró glacialmente durante menos de un minuto hasta que
bajó la vista, azorado.
Perplejo, él volvió la atención al altar. Dado su ridículo atuendo, pensó, tal vez estaba demasiado
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–Hacen una bonita pareja, ¿verdad? –refunfuñó George, apartándose de la cara una mariposa
moteada.
–Yo no encuentro que hagan pareja –masculló Lottie, sacando la nariz del desgastado «El monje
asesino» que había camuflado dentro de su libro de oraciones–. Es demasiado alto y antipático para
ella.
Los dos hermanos estaban sentados en la escalinata de piedra de la iglesia Saint Michael,
observando tristemente a la muchedumbre reunida en el soleado patio alrededor de Laura y
Nicholas para felicitarlos. Aunque muchos de los hombres que habían cortejado a Laura se
mantenían alejados, el resto de los aldeanos se habían apresurado a acercárseles entusiasmados por
la noticia de las próximas nupcias y por la novedad de tener entre ellos a un desconocido bien
educado. El encanto del que había alardeado Nicholas ante Lottie saltaba a la vista mientras
aceptaba las cordiales palmadas en la espalda de los casados y las sonrisas aduladoras de sus
mujeres. Incluso la agria viuda Witherspoon sonrió como una niña boba cuando él se llevó su
huesuda mano a los labios.
–¿Le pediste perdón a Dios por el asesinato que planeabas cometer? –le preguntó George.
Lottie cerró el libro de un golpe.
–Prefiero no considerarlo un asesinato sino un contratiempo muy oportuno.
–Contratiempo es olvidar donde se dejaron los anteojos o de abotonarse las botas, no caer
muerto una hora después de la boda, ¿De verdad has pensado cómo podrías cometer esa vileza? –le
preguntó George, mirando cómo Laura sonreía a Nicholas con la cara radiante–. Yo preferiría el
placer de meterle esa engreída cara en la tarta de novia y ahogarlo ahí.
Lottie negó con la cabeza, acariciando la peluda carita con bigotes que asomó por su ridículo.
–Eso es demasiado evidente, me temo. En «El castillo de Otranto» del señor Walpole,
encuentran a Conrad muerto, aplastado por un gigantesco casco emplumado. Pero yo personalmente
prefiero el veneno.
–Eso es una suerte, porque dudo de que hayan muchos cascos gigantescos emplumados volando
por la parroquia.
–Claro que no he descartado totalmente un disparo o un ahogo accidental. Pienso realizar varios
experimentos estas dos próximas semanas para encontrar el método más práctico de librarnos de un
novio indeseado.
–¿Y si ninguno de esos experimentos da los resultados que esperabas?
Lottie miró hacia arriba y George siguió su mirada.
Sobre el parapeto del campanario había un ángel de piedra con las desgastadas alas extendidas.
Según la leyenda, la misión del ángel era proteger la aldea de los malos espíritus. Las regordetas
mejillas y el mentón en punta tenían una sorprendente semejanza a los de Lottie.
Lottie exhaló un soñador suspiro:
–Entonces sencillamente tendremos que mirar hacia el cielo en busca de inspiración divina.
Laura se preguntaba si sería sacrilegio estar en el patio de una iglesia soñando con los besos de
un hombre. Aunque se las arreglaba para sonreír, asentir y estrechar las manos de los aldeanos que
la felicitaban por su buena suerte, en lo único que lograba pensar era en un salón iluminado por la
luna y los embriagadores besos de un desconocido. Ese desconocido estaba junto a ella en ese
momento, haciéndole hormiguear el brazo con el roce de su codo. Aunque había fingido estar atenta
durante el sermón del cura, no había logrado captar sus palabras al tener a Nicholas tan cerca.
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Mientras el párroco predicaba sobre las virtudes del autodominio, ella revivía esos deliciosos
momentos en que estuvo a punto de perder el suyo.
Betsy Bogworth, la hija del curtidor, cuyos pronunciados dientes y la tendencia a arrugar la
nariz la hacían parecer un conejo gigante, le cogió la manga.
–¡Qué vergüenza, haber tenido guardado este secreto! ¿Por qué no nos dijiste que estabas
comprometida, niña mala?
–En realidad fue idea del señor Radcliffe mantener en secreto nuestro noviazgo hasta que él
estuviera libre de sus deberes militares –explicó ella.
–¿Ah, sí? –dijo Nicholas, su expresión inocente reñida con el destello pícaro que le brillaba en
los ojos.
–Pues claro que sí, cariño –dijo Laura sonriendo.
–¡Un compromiso secreto! –exclamó Alice, la flacucha y pálida hermana de Betsy, cogiéndose
las manos bajo el mentón–. ¡Qué romántico! ¡Cómo habrás ansiado su regreso!
–Ay sí –miró a Nicholas, deteniendo la vista en sus labios–. Lo he besado más de lo que podrías
imaginar.
Alice arqueó sus rubias cejas. El grupo cayó en un repentino silencio y Nicholas se aclaró la
garganta y empezó a rascar el suelo con la punta del zapato.
Laura notó cómo le subían los colores a la cara.
–Quise decir lo he extrañado más de lo que podrías imaginar.
Betsy se giró hacia Nicholas con la nariz arrugada.
–Todos los solteros de Arden han tratado de conquistar el corazón de Laura en uno u otro
momento, pero ninguno lo consiguió. ¿Cómo es que usted triunfó si nunca le hemos visto visitar la
casa ni cortejarla?
Nicholas sonrió amablemente.
–Creo que dejaré que mi novia responda a esa pregunta.
Aunque no se atrevió a mirarlo, ella sintió su mirada expectante sobre ella.
–El primer año de noviazgo, sus visitas a la casa fueron tan cortas e infrecuentes que no nos
permitían salir a pasear por el pueblo. Y el año pasado la mayor parte del noviazgo la hemos llevado
por correspondencia. Fueron sus cartas las que me conquistaron el corazón. Sabe ser muy
persuasivo con la boca –apretó los dientes–, es decir, con sus palabras.
El rescate le llegó del lugar más inverosímil. Halford Tombob se aproximaba abriéndose paso
con su bastón por entre la muchedumbre. El viejo pícaro se negaba a ponerse anteojos pero siempre
llevaba un enorme monóculo colgado del ojal del chaleco.
Todos se quedaron en silencio cuando él levantó su monóculo en su amarillenta mano, se lo
puso ante un ojo y le miró la cara a Nicholas como un saltamontes de un solo ojo. Pasado un
momento, lo bajó y declaró con absoluta convicción.
–Yo conozco esa cara.
CAPÍTULO 9
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Laura se le paró el corazón, y luego siguió latiendo a un ritmo irregular. El anciano tenía que
estar equivocado; por lo que ella sabía, Halford Tombob no había salido de Arden desde que Jorge
II se sentó en el trono.
–No es mi intención faltarle al respeto, señor Tombob –dijo, metiendo su mano enguantada en la
curva del codo de Nicholas–, pero eso es imposible. Ésta es la primera visita de mi novio al pueblo.
La apergaminada frente del anciano se arrugó en un ceño.
–¿Está segura? Vamos, eso es de lo más extraño. Habría jurado que... –Meneó la lanuda cabeza
blanca–. Es un error, supongo. Ni mi vista ni mi cabeza son ya lo que eran. –Sin dejar de mover la
cabeza, empezó a girarse para marcharse.
–Espere, señor.
Pese al tono respetuoso, las palabras de Nicholas sonaron con una autoridad imposible de
desobedecer. El anciano se giró y se encontró ante Nicholas que lo miraba fijamente a la cara.
–¿Podría decirme por qué pensó que me conocía?
Tombob apoyó firmemente el bastón en la hierba.
–Me recordó a un niño que conocí en otro tiempo. No recuerdo cómo se llamaba, pero era un
alma generosa y buena. No había ni una pizca de impertinencia en él.
Se dibujó una sonrisa en los labios de Nicholas.
–Entonces la dama debe de tener razón. Yo no puedo haber sido ese niño.
Tombob y los demás del grupo se echaron a reír ante la broma. Laura le tironeó el brazo, segura
de que sus nervios ya habían sufrido bastante para un día.
–Vamos, señor Radcliffe. No podemos retrasarnos más. Cookie nos estará esperando con el
almuerzo.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–¿Te enteraste de algo en Londres, Dower? ¿Se comenta algo de algún caballero desaparecido?
–No me meta prisa, muchacha. Déme tiempo para recobrar el aliento.
A pesar de su impaciencia, Laura sabía que no había manera de meterle prisas a Dower cuando
él no quería. Una vez Cookie le insistió en que le llevara un pastel de carne recién horneado a una
de las vecinas, y el pastel llegó pasada una semana, con tres trozos de menos y la corteza ya
mohosa. Ardiendo de impaciencia esperó en silencio, mientras él apoyaba un pie en un balde
volcado, sacaba una pipa del bolsillo, lo encendía y tranquilamente daba una chupada. Justo cuando
creía que iba a empezar a mesarse los cabellos o mesárselos a él, él estiró los labios, soltó una
bocanada de humo y dijo:
–Hay un caballero desaparecido.
Con las piernas temblorosas, Laura se sentó en una bala de heno.
–Bueno, ya está, entonces. Vamos a ir todos a la cárcel.
Dower dio otra larga calada a la pipa.
–Desapareció hace menos de una semana. Salió hacia una de esas casas de juego elegantes y no
llegó ahí. Desde entonces su mujer ha estado chillando que ha habido juego sucio.
–Ah.
Laura se apretó el estómago con los brazos, sintiéndose como si una vaca le hubiera dado una
patada. Daba la impresión de que Nicholas no necesitaba una esposa después de todo. Ya tenía una.
Una sonrisa maliciosa curvó los delgados labios de Dower.
–Claro que hay algunos que dicen que podría haberse embarcado a Francia con su amante.
Laura levantó bruscamente la cabeza.
–¿Tiene esposa y amante?
Dower agitó la cabeza admirado, echando humo por las narices.
–Hay que reconocer que tiene agallas el hombre. Dios sabe los problemas que he tenido yo para
tener feliz a una mujer; no me imagino cómo será a dos.
Recordando las tiernas palabras que le había susurrado Nicholas al oído y la deliciosa calidez de
su boca contra su piel, ella no pudo evitar un tono amargo en su voz:
–No me cabe duda de que sabe muy bien qué hacer para tener feliz a una mujer. Esas
habilidades se les dan naturalmente a algunos hombres.
Se levantó de la bala de heno y empezó a pasearse por entre los corrales. No sería justo condenar
la naturaleza de Nicholas teniendo ella tantos defectos. Debería sentirse enferma de culpabilidad no
de pena.
–Su pobre mujer. Cuánto estará sufriendo pensando que un destino terrible ha caído sobre él.
Dower asintió.
–Yo diría que esos críos chillones son más un sufrimiento para ella que un consuelo.
Laura paró en seco y se giró lentamente a mirarlo.
–¿Críos?
–Sí, cinco son, cada uno más sucio y chillón que el otro. Laura tuvo que buscar a tientas la bala
de heno a la espalda para volver a sentarse.
Dower sacó un papel arrugado del bolsillo y se lo pasó.
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–Han hecho circular esto por la ciudad, esperando descubrir qué pudo ocurrirle.
Laura cogió el papel, preparándose para ver un dibujo hecho por un artista que de ninguna
manera podría hacer justicia al retratado; porque ni siquiera un maestro como Reynolds o
Gainsborough podría captar la picara curva de la sonrisa de su novio, ni el encanto con que se
arrugaban sus ojos al brillo del sol.
Alisó el papel sobre la rodilla y se encontró ante un par de ojillos parecidos a los de un cerdo,
bizcos y muy hundidos en carnosas bolsas. Lo miró más de cerca. Unas tupidas patillas hacían poco
para disimular las anchas quijadas del hombre; su frente estaba coronada por una mata de rizos
negros tan abundantes que eran casi femeninos.
Dejó de mirar el dibujo. Ningún pintor, ni siquiera uno ciego, podía ser tan inepto. Se levantó de
un salto y agitó el papel ante Dower,
–Éste no es él. ¡Éste no es mi Nicholas!
Dower se rascó la cabeza, con expresión francamente perpleja.
–¿Acaso he dicho que lo es? «Usté» sólo me preguntó si había un caballero desaparecido.
Laura no supo si darle una patada o besarlo. Optando por un término medio, le echó los brazos
al cuello.
–Vaya, viejo condenado, maravilloso. ¿Qué haría yo sin ti?
–Quieta, muchacha. Si quisiera morir estrangulado iría a provocar a mi mujer. –Desprendién-
dose de sus brazos, enterró la cazoleta de la pipa en el papel–. Esto no demuestra que ese joven ca-
ballero no nos vaya a asesinar a todos en nuestras camas en la oscuridad de la noche.
Un extraño calorcillo recorrió todo el cuerpo de Laura. Podía no saber el verdadero nombre de
Nicholas, pero sí sabía que si él venía a su cama en la oscuridad de la noche, no vendría pensando
en asesinato.
Pero las palabras de Dower sí lograron disminuir su alivio. Había sido tal su alegría al enterarse
de que su novio no era un marido mariposón, padre de cinco críos chillones, que momentáneamente
olvidó que todavía no tenían la menor pista acerca de su identidad.
–Tienes toda la razón, Dower. Sencillamente tendrás que volver a Londres dentro de unos días a
hacer más averiguaciones. Si me voy a casar el miércoles anterior a mi cumpleaños, no tenemos
mucho tiempo. –Abrió la puerta del corral, inundando de luz la penumbra, y miró tristemente hacia
la ventana de la habitación de lady Eleanor en la segunda planta–. No logro imaginar por qué nadie
lo ha echado en falta. Si fuera mío y lo perdiera lo buscaría noche y día hasta tenerlo seguro en casa
nuevamente.
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CAPÍTULO 10
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Si eso continuaba así, muy pronto se vería reducido a la necesidad de pasar muy cerca de su
novia por la escalera e intentar robarle un mechón de pelo.
Ella no había hecho nada que le despertara sospechas desde ese día en que corrió a reunirse con
Dower en el corral. Puesto que estaba razonablemente seguro de que ella no le ponía los cuernos
con el canoso anciano, casi había logrado convencerse de que sencillamente tenía una naturaleza
desconfiada y celosa, la que haría bien en domeñar.
Y eso consiguió hacer hasta el jueves por la tarde cuando la vio echar a andar por el camino con
un misterioso bulto metido bajo la capa.
La observó caminar a través de los visillos del salón, dudando entre hacer caso a su instinto o al
honor.
Dower había salido al alba con su rebaño y Cookie estaba ajetreada en la cocina canturreando en
voz baja. Lottie y George estaban en el estudio jugando a coger pajitas de un montón sin mover las
otras y peleándose ruidosamente.
Cuando oyó a George acusar a Lottie de haberle soplado a escondidas el montón dejándoselo tan
revuelto que él no podía coger ninguna pajita, Nicholas salió furtivamente por la puerta principal y
echó a andar detrás de Laura, manteniendo la distancia suficiente para no perder de vista su esbelta
figura tocada con papalina. Estaba nublado y corría un viento del norte más bien frío que hacía
parecer que estaban en otoño, no en verano.
Laura caminaba a paso enérgico, lo cual no lo sorprendió. En los últimos días se había dado
cuenta de que su novia no era una delicada flor de feminidad que se contentara con entretener el
tiempo bordando o pintando acuarelas. Igual la podía encontrar subida en lo alto de una escalera
limpiando el moho de las molduras del techo como practicando una nueva pieza en el piano.
Mientras Cookie imperaba en la cocina con un rodillo lleno de harina como cetro, Laura se ocupaba
de los jardines de flores y de hierbas con un entusiasmo que solía dejarle sonrosadas las mejillas y
una encantadora mancha de barro en la punta de la nariz.
Ella ya se acercaba a las afueras del pueblo cuando hizo un brusco viraje hacia la iglesia.
Nicholas se quedó atrás, observando todos sus movimientos desde detrás del tronco de un viejo y
majestuoso roble. Aunque se sentía el peor de los canallas por espiarla, no logró convencerse de
volver atrás; no podía, si tenía la posibilidad de descubrir qué secreto le ponía esa sombra de miedo
en sus chispeantes ojos castaños.
Sólo podía esperar que no se hiciera realidad su peor temor: ¿algún hombre lo había suplantado
en sus afectos? Y si era así, ¿tendría la osadía de encontrarse con él en la iglesia de la aldea? Pero
ella no subió la escalinata de piedra de la iglesia, sino que pasó por la puerta con tejado de caballete
por la que se entraba en el camposanto. Nicholas la siguió, pero se detuvo fuera de la puerta. A
pesar de que ella le asegurara que tenía una naturaleza piadosa, seguía pensando que no era
bienvenido en suelo sagrado.
Cuando ella desapareció detrás de un montículo cubierto de hierbas, entró en el camposanto.
Una ráfaga de viento frío hizo volar las hojas muertas alrededor de las tumbas, con ruidoso frenesí.
Algunas lápidas eran tan viejas que sobresalían del suelo en ángulos raros, sus inscripciones medio
enterradas o totalmente borradas por la erosión del viento, la lluvia y el tiempo.
Encontró a Laura en el otro extremo del cementerio, arrodillada entre dos lápidas muy
desgastadas. Se detuvo y observó en silencio mientras ella sacaba su misterioso bulto de debajo de
la capa.
Era un enorme ramo de flores (espuelas de caballero, crisantemos, caléndulas, lirios, azucenas),
todas recién cortadas del jardín que ella cuidaba con sus propias manos.
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Cuando colocó un colorido ramillete al pie de cada lápida, arreglando los tallos con amoroso
cuidado, Nicholas se afirmó en una tumba medio derruida, sintiéndose el más despreciable de los
canallas. Laura había ido ahí a rendir tributo a sus padres, y él la había seguido como si fuera una
vulgar delincuente. Si tuviera aunque fuera una hilacha de decencia en su alma, se volvería
sigilosamente a la casa para que ella lamentara sus pérdidas sola.
Pero su deseo de estar cerca de ella fue más fuerte que su vergüenza, de modo que se quedó. La
vio alejarse de las tumbas de sus padres y caminar con el resto de las flores hacia un par de lápidas
cercanas; pasó junto a la primera casi sin mirarla y fue a arrodillarse reverente ante la otra. La
lápida era nueva, no había sobre ella ni un asomo de liquen que estropeara su superficie toscamente
labrada. Aunque la hierba del verano no había tenido tiempo para cubrir la tierra, un pequeño ángel
de alabastro guardaba la tumba, sus manillas regordetas juntas en actitud de oración.
Curiosamente no fue la tumba nueva sino el ángel el que le hizo vibrar el alma. Sin darse cuenta
de lo que hacía, avanzó hacia la tumba, atraído por su triste guardián.
Laura se había quitado los guantes y empezado a arrancar las malas hierbas de los bordes de la
tumba. Estaba tan absorta en su tarea que no lo oyó aproximarse.
El sólo se detuvo cuando estaba lo bastante cerca para leer la inscripción tallada en la piedra,
una inscripción escueta y elegante por su sencillez: «Eleanor Harlow, amada madre».
–¿Quién era?
Soltando el puñado de malas hierbas, Laura se giró y se sorprendió al ver a Nicholas allí,
inclinado sobre ella, con su hermosa cara cerca y quieta.
Se llevó una mano a su desbocado corazón, detestando la mala conciencia que la hacía tan
asustadiza.
–¡Me has dado un susto terrible! Pensé que era un aparecido.
–¿Esperabas a alguno? –le preguntó él, haciendo un gesto hacia la tumba.
Laura tardó un segundo en comprender lo que quería decir, y al caer en la cuenta, negó con la
cabeza.
–No se me ocurre nadie menos inclinado a aparecérsele a uno que lady Eleanor.
Nicholas le cogió la mano y la puso de pie. Al tener las rodillas rígidas por haber estado
arrodillada, ella se tambaleó y se apoyó en él un instante, lo cual no le dejó la menor duda de que él
no era un fantasma, sino un hombre de carne y hueso, con sangre caliente discurriendo bajo la
cálida piel masculina.
–¿Quién era? –repitió él, mirándola a los ojos. Retirando la mano de la de él y desviando la
vista, ella se agachó a recoger las flores.
–La mayoría la llamarían nuestra guardiana. Yo prefiero considerarla nuestro ángel custodio.
Ella fue la que le ofreció a mi padre el puesto de párroco aquí en Arden. –Puso una azucena blanca
sobre la lápida y sonrió con tristeza–. Cuando murieron nuestros padres, ella nos acogió y nos dio
un hogar.
Nicholas se acuclilló y pasó un dedo por las fechas talladas en el granito.
–Catorce de octubre de mil setecientos sesenta y ocho, dos de febrero de mil ochocientos quince
–leyó. La miró ceñudo–. Las cosas que hay en mi habitación pertenecían a ella, ¿verdad? El
costurero, la Biblia, el cepillo...
Pareció que iba a decir algo más, pero guardó silencio, con los labios fuertemente apretados.
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–No son sólo sus costumbres corruptas las que detesto sino, más que nada, su colosal
indiferencia hacia la mujer que le dio la vida. Durante años lady Eleanor le escribía fielmente todas
las semanas y ni una sola vez él se tomó la molestia de enviarle aunque fuera una nota. Ella tenía
que enterarse de sus proezas leyéndolas en las páginas de escándalos, igual que nosotros. –Arrancó
violentamente un puñado de malas hierbas y las tiró a un lado–. Por lo que a mí respecta, es un
canalla despiadado, vil, mezquino, vengativo.
–¿Significa eso que no lo vas a invitar a nuestra boda?
–¡Pues no! ¡Vamos, antes invitaría al mismísimo Belcebú! –Al ver el hoyuelo en su mejilla, se le
evaporó la tensión que le agarrotaba los hombros–. No debes bromear con eso, mi señor –dijo con
una media sonrisa–. Es muy poco amable.
Él fingió un estremecimiento.
–Ciertamente yo no querría incurrir en tu ira. Estoy empezando a pensar que ese individuo
merece más mi lástima que mi desprecio. No contar con tu favor ya es bastante castigo para
cualquier hombre.
Cuando estiró la mano para ponerle una sedosa guedeja de pelo detrás de la oreja, ella ya no
supo decir si él estaba bromeando. Ni siquiera recordaba cómo habían acabado los dos arrodillados
en el suelo, tan cerca que si él quería besarla sólo tenía que poner la cara bajo el ala de su papalina y
posar esos labios exquisitamente expertos sobre los suyos.
Soltando las últimas flores, se incorporó.
–Si me disculpas, señor Radcliffe, tengo que ir a hablar con el reverendo Tilsbury sobre un
asunto de inmensa importancia. –Cogió sus guantes y echó a andar hacia la puerta–. Por favor, dile
a Cookie que llegaré a tiempo para el té.
–Si no crees en fantasmas, ¿de qué tienes tanto miedo? –gritó él, incorporándose también.
«De ti».
Medio temiendo haber dicho esas malditas palabras en voz alta, Laura apresuró el paso y salió
del camposanto, dejando a Nicholas de pie entre las ruinosas tumbas, acompañado solamente por el
ángel de alabastro que velaba sobre la tumba de Eleanor Harlow.
Cuando el domingo por la mañana las campanas empezaron a repicar su melodiosa invitación,
Nicholas no perdió el tiempo metiendo la cabeza debajo de la almohada. Simplemente se bajó de la
cama y sin hacer caso del malhumorado quejido de la gatita amarilla que había hecho su nido de la
almohada, se echó en la cara un vigorizador chorro de agua fría.
Cuando un rato después entraba en el banco familiar de la iglesia Saint Michael detrás de
George y Laura, seguido por Lottie, no sentía otra cosa que una moderada resignación. Tenía
puestas sus esperanzas en dormir durante el sermón y la segunda lectura de las proclamas, puesto
que esta vez no habría ninguna sorpresa que lo sacara de su adormilamiento. Mientras el párroco
subía la escalera del pulpito, se hizo una posición más cómoda en el banco.
–Hoy –entonó el hombre de pelo blanco ajustándose los anteojos– vamos a analizar las sabias
palabras del rey Salomón en Proverbios diecinueve: «Es mejor ser pobre que mentiroso».
El pie de George se disparó, golpeando sonoramente a Laura en la espinilla.
Laura emitió un gritito, el que se apresuró a acallar con la mano enguantada, pero no antes que
se volvieran varios feligreses a mirarlos con expresiones desaprobadoras. Nicholas miró a George
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moviendo la cabeza, pensando qué espíritu travieso se habría apoderado del muchacho.
Antes que pudiera preguntarle a Laura si se encontraba bien, el ridículo de Lottie saltó a sus
rodillas y empezó a enterrar los dientes en el borde de su libro de oraciones.
–Perdón –susurró ella, recuperando su bolso de seda con una sonrisa angelical.
Nicholas estiró las piernas y apoyó la mejilla en la palma abierta, notando cómo se le iban
poniendo más pesados los párpados con cada monótona palabra del cura. Mientras el sol que
entraba por las ventanas de parteluz iba calentando la mohosa nave, el hombrecillo seguía y seguía
diciendo tonterías acerca de los mentirosos que caen en «las garras del demonio.
Estaba entrando y saliendo de un neblinoso sueño en el que besaba cada peca de la cremosa piel
de Laura cuando oyó decir al cura:
–Tan pronto como se ordene vuestro nuevo párroco, os dejaré.
Bueno, pensó Nicholas, sin mucha caridad y sin molestarse en abrir los ojos, una lástima que no
se marche inmediatamente.
–Como todos sabéis, desde que el reverendo Fairleigh fue llamado al cielo hace siete años he
estado repartiendo mi tiempo entre tres parroquias. Si bien durante este tiempo le he tomado mucho
cariño a Arden, y a todos vosotros, he de confesar que será bastante alivio para mí ceder mis
deberes y responsabilidades de aquí a unos meses. Os invito a uniros a mí en dar la bienvenida al
que pronto será el cura de esta parroquia, ¡el señor Nicholas Radcliffe!
Nicholas despertó sobresaltado, pensando si no seguiría soñando. Pero lo único constante entre
su deliciosa fantasía y esa pesadilla era la presencia de la mujer que estaba sentada a su lado.
Ella estaba mirando fijamente al frente, su perfil tan frágil como una pieza de fina porcelana. Si
no fuera por el arrítmico subir y bajar de su pecho, habría jurado que ni siquiera respiraba.
La miró fijamente hasta que ella no tuvo más remedio que girar la cabeza y ver su mirada
furiosa. Entonces, poniendo su mano enguantada en la de él, le dijo, con trémula sonrisa:
–Bienvenido a nuestra parroquia, señor Radcliffe.
CAPÍTULO 11
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–¿Y por qué no habrías de desearlo? En realidad no supone gran cosa, solamente bodas,
entierros y un ocasional bautismo. Mi padre estudió en casa durante meses, pero cuando fue a
recibir sus órdenes, lo decepcionó lo fácil que fue el examen. El obispo se limitó a preguntarle si era
el mismo Edmund Fairleigh que era el hijo del viejo Aurelius Fairleigh de Flamstead, después le dio
una palmada en el hombro y lo llevó a ver una obra de teatro picante.
–Al menos tendré algo para esperar con ilusión –masculló Nicholas, pasándose nuevamente la
mano por el pelo.
–Yo te puedo ayudar en los estudios –le dijo ella muy seria–. Sé bien el hebreo y el griego.
–Qué estimulante. Tal vez tú deberías ser el nuevo párroco de Arden.
Con las mandíbulas apretadas, abrió las puertas del secreter y empezó a hacer a un lado los
agrietados libros de cuentas de cuero y el amarillento papel de cartas. Detrás de todo apareció un
decantador de cristal cortado que ella no había visto jamás.
Cuando él sacó el decantador de su escondite, Laura se enderezó más en el asiento, pensando
qué raro era que él supiera exactamente dónde encontrarlo. A juzgar por la capa de polvo que cubría
el cristal, el coñac que contenía tenía que estar muy envejecido.
Cuando lo vio llevar el decantador al carro con el servicio para el té y buscar allí una copa
limpia, ella se aclaró la garganta de un modo que esperaba fuera delicado.
Nicholas quitó el tapón a la botella.
–Me cuesta decirlo... –empezó ella tímidamente. El vertió un chorro de licor en la copa. –Sobre
todo en un momento tan inoportuno... –Él se llevó la copa a los labios, mirándola con un fiero
destello en los ojos, como retándola a continuar–. Pero tú nunca bebes licor.
Nicholas dejó la copa en el carro con un golpe, derramando la mitad del coñac por su borde
biselado.
–¡Infierno y condenación!
La maldición resonó en el aire como el retumbo de un trueno que anuncia tormenta. Laura no
supo si agacharse para esquivar un golpe o echar a correr hacia la puerta. Pero entonces vio cómo
empezaba a dibujarse una sonrisa en su cara; una sonrisa tan sensual que la hizo encoger los dedos
de los pies dentro de los apretados zapatos.
–¡Eso sonó maravilloso! –proclamó él–. ¡Condenadamente maravilloso!
Ella agrandó los ojos al verlo levantar la copa y beber de un trago lo que quedaba de coñac;
después se pasó la lengua por los labios para recoger todas las gotas extraviadas como si se tratara
del más dulce de los néctares, cerrando los ojos en una expresión del más puro éxtasis. Cuando los
abrió, los tenía brillantes de resolución. Llenó nuevamente la copa, la levantó en un retador brindis
y se pulió el contenido.
Después llenó la copa por tercera vez y fue a ponérsela entre las manos.
–Toma. Tal vez necesites esto.
–Pero es que yo nunca...
Él arqueó una ceja, a modo de advertencia. Ella obedeció y bebió un sorbo. El licor le bajó
ardiente por la garganta, produciéndole un escozor desconcertante pero no desagradable.
Nicholas cogió otra copa y se sirvió más coñac. Apoyó el brazo extendido sobre la repisa del
hogar, con la copa entre sus largos y elegantes dedos.
–Me he dado cuenta, Laura, que durante toda la semana no has parado de decirme lo que me
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gusta y lo que no me gusta. «Sírvete otro de los bollos de Cookie, Nicholas» –remedó–. «Siempre te
han gustado los bollos de Cookie». «Escucha este poema que ha escrito Lottie; siempre te han
divertido sus sonetos». «¿Por qué no juegas otra mano al monte con George, cariño? Él disfruta
tanto con tu compañía». –Iba elevando la voz con cada palabra–. Esto podría afectar tus delicadas
sensibilidades, querida mía, pero tu hermano escasamente soporta estar en la misma habitación
conmigo, Lottie es una nena malcriada que no podría escribir un pareado ni aunque el propio Will
Shakespeare saliera de su tumba para ayudarla, y los bollos de Cookie son tan secos que
atragantarían a un camello.
La horrorizada exclamación de Laura casi quedó apagada por tres exclamaciones iguales
provenientes del otro lado de la puerta.
Dejando la copa en la repisa, Nicholas fue a largas zancadas hasta la puerta y la abrió
bruscamente. El vestíbulo estaba desierto, pero el ruido de pies huyendo resonaba en toda la casa.
Mirando a Laura con expresión acusadora, él cerró la puerta con sumo cuidado y giró la llave en la
cerradura.
Ella bebió otro trago de coñac, éste mucho más largo que el anterior.
Él apoyó la espalda en la puerta, se cruzó de brazos y continuó como si nada los hubiera
interrumpido:
–Detesto estropear la santa imagen de mí que sin duda has acariciado en tu corazón durante
estos dos años, pero pasar mis tardes pintando acuarelas con Lottie me aburre de muerte, y no
soporto esos tontos juegos de cartas que al parecer tanto gustan a George.
Laura abrió la boca, con la intención de detenerlo antes que confesara que tampoco la soportaba
a ella, pero él levantó una mano:
–Ahora bien, siendo un tipo razonable, soy capaz de estar de acuerdo en que el alma de un
hombre podría beneficiarse de un poco de instrucción espiritual una mañana de domingo. –Con
expresión más suavizada, miró hacia el hogar, donde estaba la gatita atusándose los bigotes con una
gracia de sílfide–. Incluso podría convencerme de que ciertos miembros de la especie felina, aunque
sean un engorro, pueden poseer encantos difíciles de resistir. –Fue a arrodillarse ante la otomana,
poniendo sus ojos a nivel de los de ella–. Pero no puedo, ni me dejaré persuadir, de que soy el tipo
de hombre que no comprometería la virtud de su novia. Porque te aseguro que casi no he pensado
en otra cosa desde el primer momento que puse los ojos en ti.
Aturdida, Laura se bebió el resto del coñac. Nicholas le quitó suavemente la copa y la dejó sobre
la alfombra.
–Pero tú siempre...
Él le puso dos dedos en los labios, impidiéndole continuar.
–Te has pasado toda la semana diciéndome lo que debo desear. Ahora me toca a mí decirte lo
que verdaderamente deseo.
Cuando le enmarcó la cara entre sus grandes y fuertes manos, ella pensó que la iba a besar en la
boca. No se imaginó que le besaría los párpados, las sienes, el pecoso puente de la nariz. Sintió su
aliento en la cara, tan cálido y embriagador como la prohibida dulzura del licor; pero cuando él
acercó sus labios a los de ella, la fiebre que le recorrió las venas nada tenía que ver con el coñac y
todo con el líquido calor de su lengua lamiéndole tiernamente la boca.
Antes de darse cuenta, le había aferrado la pechera de la camisa y le estaba correspondiendo
cada envite de su lengua dentro de la boca con una ávida caricia con la de ella. No reconocía a la
hambrienta criatura que se aferraba a él con tanto desenfado; era como si hubiera desaparecido la
remilgada y recatada hija del párroco, dejando en su lugar a una lujuriosa desvergonzada.
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Tal vez ésa fuera la naturaleza trepadora del pecado de la que siempre le advertía su padre.
Faltar a la lectura de los salmos por la mañana llevaba a mentir, mentir llevaba a secuestrar a un
caballero desconocido, secuestrar a caballeros llevaba a besar, besar llevaba a la lujuria, y la lujuria
llevaba a... , bueno, no tenía del todo claro a qué llevaba la lujuria, pero si Nicholas no dejaba de
mordisquearle la oreja de ese modo tan seductor, ciertamente lo descubriría.
–Huye conmigo, Laura.
La seductora aspereza de su voz la sacó de su soñador aturdimiento. Se apartó para mirarle la
cara, sin soltarle la camisa.
–¿Qué?
Él le cogió los brazos con fuerza, sus ojos tan ardientes como sus manos.
–¡Huye conmigo! Ahora mismo. ¿Para qué esperar la próxima semana para casarnos cuando
podemos partir para Gretna Green esta misma tarde y compartir una cama antes que acabe esta
semana?
Esas palabras le hicieron bajar un delicioso escalofrío por toda la columna, mitad miedo y mitad
expectación. Se le escapó una temblorosa risita.
–Te has saltado la parte en que me haces tu esposa.
–Una simple distracción, te lo aseguro. –La miró a los ojos con una mezcla de ternura y
desesperación–. No me obligues a esperar más tiempo para hacerte mía. Ya hemos perdido
demasiado tiempo.
–No sabes de la misa la mitad –musitó ella, ocultando la cara en su hombro.
Esa era una tentación que no había imaginado. Si en el calor del momento lo dejaba llevarla a
Escocia para una boda clandestina, desvinculada de las convenciones de los tribunales ingleses,
desaparecería el problema de falsificar un nombre en el registro de la parroquia, acabarían sus
noches insomnes pensando en la posibilidad de que él recuperara la memoria antes de haber
pronunciado sus votos matrimoniales.
Pero tampoco habría tiempo para enviar nuevamente a Dower a Londres; no habría tiempo para
verificar que el corazón de su novio no estaba ya dado a otra mujer, antes de hacerlo suyo.
De todos modos, se sintió tentada, tentada de cogerlo en sus brazos y aprovechar el momento
para huir a Gretna Green como incontables mujeres habían hecho antes que ella.
Podrían estar compartiendo una cama antes que acabara esa semana.
Se le aceleró la respiración al imaginarse una acogedora habitación en una posada rústica. En
Gretna Green, una habitación así estaría destinada a una y sola finalidad: la seducción. Habría vino
y queso sobre la mesa, un fuego crepitando en el hogar para mantener a raya el frío del húmedo aire
escocés, sobre la tosca cama un edredón de plumón echado hacia atrás, invitador. Y estaría
Nicholas, impaciente por disfrutar de las primeras delicias de su amor.
Pero él no la amaba. Ella sólo lo había hecho creer eso con engaño. Más que todo lo demás, fue
comprender eso lo que le dio la fuerza para desprenderse de sus brazos. Se levantó y le dio la
espalda, rodeándose con los brazos para calmar el estremecimiento de vergüenza.
Nicholas la cogió suavemente por los hombros, desde atrás.
–Quería que huyeras conmigo, no de mí –le dijo dulcemente.
–No tengo la menor intención de hacer ninguna de las dos cosas –contestó ella, agradeciendo
que él no pudiera verle la cara–. En el instante en que partiéramos juntos hacia Escocia, mi
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
La mañana siguiente Nicholas la dedicó a explorar las ondulantes colinas que rodeaban la
propiedad Arden. El sol brillaba radiante en el cielo azul despejado, calentándole la cabeza y los
hombros; una alegre brisa le alborotaba el pelo. Ni siquiera tenía que preocuparse que el hosco
semblante de Dower empañara el día como nubarrones de tormenta; Laura lo había enviado a
Londres antes del alba a ver los mercados de ganado para buscar otro carnero.
Más de la mitad de la noche la había pasado intentando convencerse de que sólo él tenía la
culpa; no podía reprocharle a ella que no quisiera estar a solas con él si cada vez que lo estaban él se
arrojaba sobre ella como un pirata vicioso. Tampoco podía culparla por no rendirse a la tonta y
romántica idea de huir a Escocia sólo para que él pudiera llevarla a la cama unos días antes de lo
programado.
Ella podía haberse negado a fugarse con él, pero eso no significaba necesariamente una
renuencia a abandonar algo, o a alguien.
Trató de desechar ese horrible pensamiento. Laura podía ser capaz de fingir afecto por él, pero
no podía acusarla de fingir esos dulces suspiros que se le escapaban cada vez que él la estrechaba en
sus brazos ni la deliciosa avidez de su boca debajo de la de él. El recuerdo lo excitó.
Deseoso de distraerse de esos licenciosos pensamientos, sacó del bolsillo de la chaqueta el
Evangelio de Marcos en griego encuadernado en piel de becerro y empezó a leerlo mientras
caminaba. Había cogido el libro de la biblioteca de la casa sin que Laura lo supiera, y lo sorprendió
descubrir que entendía el griego tan bien como el inglés. Todavía no aceptaba el loco plan de ella de
convertirlo en cura rural, pero tampoco rechazaba del todo la idea. Al fin y al cabo necesitaría algún
tipo de trabajo para mantener a su mujer y su familia. Podía haber perdido la memoria, pero no su
dignidad.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Iba tan absorto en la lectura que ni se dio cuenta de que algo pasaba volando cerca de su nariz
hasta que oyó el fuerte «tuang» que hizo el objeto al enterrarse en el tronco del aliso junto al cual
iba pasando.
Se detuvo, giró lentamente la cabeza y vio una flecha que seguía vibrando en la lisa corteza. La
arrancó y paseó la vista por el prado. Aparte de una alondra que trinaba alegremente un aria posada
en una rama de un espino cercano, el prado se veía desierto.
Al menos eso pensó, hasta que por el rabillo del ojo percibió un atisbo de movimiento. Algo
sobresalía detrás de un pequeño montículo; algo que tenía una extraordinaria semejanza con un
ladeado moño de rizos dorados.
Guardando el libro en el bolsillo, echó a andar a largas zancadas hacia el montículo. Apoyando
un pie encima, se inclinó a mirar hacia el hueco del otro lado.
–¿Te pertenece a ti esto, por casualidad? –preguntó a la ocupante del hueco, enseñándole la
flecha.
Lottie salió lentamente de su escondite, con el pelo lleno de hojas de trébol y un arco en la
mano.
–Podría ser. Me he aficionado al tiro al arco, ¿sabe? –Le dirigió una mirada glacial–. Lo
encuentro mucho más realizador que la poesía. Ese dardo dio en el blanco e hizo torcer la boca a
Nicholas.
–Pero es más peligroso para tu público –repuso.
–Acabo de empezar este deporte –protestó ella–. Todavía no tengo buena puntería.
–¿Dónde está tu blanco?
–Ahí –dijo ella haciendo un vago gesto hacia un distante grupo de árboles, en dirección opuesta
a donde él había estado caminando. Nicholas arqueó una ceja.
–¡Caramba! Sí que tienes mala puntería. –Le cogió el arco, sorprendido por lo natural que lo
sentía en sus manos–. ¿Tienes un trozo de tiza?
Aunque sin cambiar la expresión de terquedad en su redonda carita, ella empezó a hurgar en los
bolsillos de su delantal. Él esperó pacientemente mientras ella sacaba unas doce cintas para el pelo,
un buen surtido de piedras y ramitas, dos pasteles rancios y un pequeño sapo marrón hasta localizar
por fin un trozo de tiza bastante usado.
Tratando de no parecer interesada, ella lo observó caminar hasta el tronco del aliso y dibujar en
él cuatro círculos concéntricos. Después volvió donde ella, se arrodilló detrás y con sumo cuidado
le colocó bien el arco en las manos.
–Sujétalo firme –le dijo, indicándole los movimientos de insertar la flecha y apuntar.
La flecha salió y voló por el prado hasta golpear el tronco sonoramente dentro de los límites del
círculo interior.
Nicholas se incorporó, le revolvió el pelo y le sonrió con pereza.
–Elige algo a lo que apuntar, Ricitos de Oro, y darás en el blanco cada vez.
Sacando el libro de su bolsillo, reanudó su camino, sin darse cuenta de que dejaba a Lottie sin
saber qué decir por primera vez en su corta vida.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Al día siguiente, cuando George entró en la cocina sacudiéndose del pelo las gotas de lluvia de
esa tarde, Cookie no estaba a la vista. En lugar de Cookie estaba Lottie muy concentrada batiendo
una alcorza de almendras en un cuenco de barro. Tenía manchas de harina en las redondeadas
mejillas y un peludo gato gris estaba echado junto al cuenco fingiendo desprecio.
Esperó hasta que ella se giró a coger una pulgarada de canela de un platillo de porcelana para
pasar el dedo por el borde del cuenco. Estaba a punto de meterse el dedo en la boca cuando ella se
giró y exclamó:
–¡No, George, no!
George se quedó inmóvil. La miró a ella, volvió a mirar el cuenco y le desapareció el color de la
cara. Cogió el paño que ella le pasó y se limpió bien sin dejar huella de la alcorza en su piel.
–¿Qué diablos pretendes hacer? –le preguntó en un susurro, mirando nervioso hacia la puerta
que daba al comedor–. Pensé que esperarías hasta después de la boda para matarlo.
–No tengo intención de matarlo –contestó ella, también en un susurro–. Sólo lo voy a poner un
poco enfermo. Es la única manera de probar mis dosis.
–Pero si se enferma al comerlo, ¿no sospechará que lo has envenenado?
–Claro que no. No tiene la menor idea de que yo desee hacerle daño. Simplemente pensará que
soy mala cocinera. –Con la cara tensa de resolución, añadió otra pulgarada de lo que fuera que tenía
en el platillo que él había creído era canela–. El azúcar y las almendras disimularán el amargor de
las setas venenosas.
George tragó saliva y empezó a sentirse un poco enfermo.
–¿Estás segura de que quieres hacer esto?
Ella golpeó la mesa con la cuchara, ahuyentando al gato, que salió disparado. –Él no me deja
otra opción. ¿No ves lo que está haciendo fingiéndose bueno y amable en lugar de cruel y odioso?
¿Cómo podría una muchacha resistirse a sus dulces palabras y a esa encantadora sonrisa suya?
George frunció el ceño, sorprendido por su vehemencia.
–Nos referimos a Laura, supongo.
Metiendo nuevamente la cuchara en el cuenco, Lottie reanudó su implacable batalla con la pasta
de almendras.
–Claro que nos referimos a Laura. ¿Quieres que las cosas vuelvan a ser como antes que él
llegara, o quieres que nos la robe igual que me robó mi gatita? Porque si la roba, te aseguro que
nunca la tendremos de vuelta.
George habría discutido más si no hubiera visto resbalar una lágrima por su respingona barbilla
y caer en el cuenco. Las almendras podían ocultar el sabor de las setas venenosas, pero ninguna
cantidad de azúcar sería lo bastante dulce para ocultar la amargura de las lágrimas de su hermanita.
Lottie se detuvo en la puerta del salón y observó a su presa. Nicholas estaba repatingado en el
sillón de orejas de cuero con un pie descalzo, sólo con la media, apoyado en la otomana. En el
hogar crepitaba el fuego con un agradable ritmo que hacía contrapunto al de las gotas de lluvia que
golpeteaban los vidrios de la ventana. La luz de la lámpara daba un matiz rosado a la belleza clásica
de su perfil.
Estaba leyendo otra vez; en sus rodillas descansaba abierto uno de los atlas de su padre de la
Tierra Santa encuadernados en piel; lo único que estorbaba su estudio era la gatita amarilla que
insistía en saltar del suelo a su regazo cada vez que él volvía una página, como si estuviera resuelta
a desterrar al intruso que le había usurpado el trono. Lo vio coger por tercera vez a la gatita y
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
CAPÍTULO 12
Ella tiene una naturaleza de lo más tierna y amable, pero es un poco propensa a fantasear.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Al poco rato regresó Cookie del mercado y encontró la casa hecha un caos total. Lottie estaba
acurrucada en la escalera vertiendo el corazón a sollozos mientras en la planta superior resonaban
gritos masculinos.
–¿Qué diablos pasa? –masculló Cookie, dejando su cesta de la compra en el suelo. Se quitó la
capa mojada y se desató la papalina–. ¿Qué pasa, niña? ¿A qué se debe tanto alboroto?
Lottie levantó la cabeza que tenía enterrada en la curva del codo y enseñó la cara mojada de
lágrimas.
–¡No era mi intención hacer eso, lo juro! Él tiene toda la culpa. ¡Yo sólo quería protegerla de él!
Estremecida por otro violento sollozo, pasó corriendo junto a Cookie, abrió la puerta principal y
desapareció en el patio mojado por la lluvia.
Más alarmada aún, Cookie se cogió de la baranda y empezó a subir la escalera a un paso que no
había empleado en más de veinte años.
Encontró a Nicholas y a George ante la puerta abierta de la habitación de lady Eleanor. Nicholas
tenía al niño cogido por los hombros.
–Tienes que decirme la verdad –le estaba diciendo a gritos–. ¿Qué puso Lottie en ese pastel? Sé
que quieres proteger a tu hermanita, pero si no me lo dices, Laura podría morir.
George negó con la cabeza. Aunque le temblaba el labio inferior, contestó a Nicholas con igual
energía.
–Lottie nunca haría nada que dañara a Laura. No sé de qué habla.
Entonces fue cuando Cookie vio a su joven señora, acostada en la cama, detrás de ellos, tan
pálida e inmóvil como si estuviera muerta.
–¿Qué le ha pasado? –preguntó, corriendo hacia la cama a poner la mano sobre la frente húmeda
y pegajosa de Laura–. ¿Qué le pasó a mi corderita?
Nicholas y George la siguieron, con expresiones afligidas.
–No estoy del todo seguro –dijo Nicholas, mirando a George con expresión sombría–. Sospecho
que ha sido víctima de una broma cruel destinada a mí.
Recordando las llorosas palabras de Lottie, Cookie se giró hacia George y bramó:
–Corre a la cocina, muchacho, y tráeme una tetera con agua hirviendo y un poco de la raíz negra
seca de mi cesta de hierbas. Y date prisa.
Con alivio dolorosamente obvio, el niño escapó corriendo.
Mientras Cookie iba a coger la palangana del lavabo y algunos paños limpios, Nicholas se sentó
en el borde de la cama. Cogió la mano fláccida de Laura y se la llevó a los labios, sin dejar de
mirarle atentamente la cara pálida.
–No logro despertarla. ¿No deberíamos hacer llamar a un médico de Londres?
–No se inquiete, señor Nick. No hay ninguna necesidad de traer a ningún matasanos elegante
que no hará otra cosa que meter sanguijuelas en los bonitos brazos de la señorita Laura. Vamos, la
he cuidado desde que era una niñita pequeña. La cuidé durante un feo ataque de escarlatina, justo
después que murieron sus padres. –Pasándole un paño mojado por la frente, agitó la cabeza–. Esta
niña jamás se ha preocupado por sí misma, ni siquiera cuando era pequeña; siempre ha estado
demasiado ocupada preocupándose de su hermano y su hermana. –Comenzó a desatarle las cintas
del corpiño, pero se detuvo, dirigiendo a Nicholas una intencionada mirada–. La mayoría de los
hombres no sirven de nada en la habitación de un enfermo. Si quiere, puede esperar abajo.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
alrededor de las rodillas levantadas, los cabellos colgando en mojados mechones alrededor de la
cara. Estaba mirando hacia el frente, no a él, con huellas de lágrimas secas en las mejillas.
–Laura está muerta, ¿verdad? –dijo ella antes que él pudiera hablar–. A eso ha venido, a decirme
que ha muerto.
Nicholas se apoyó en un poste lleno de astillas.
–He venido a decirte que tu hermana está despierta.
La incrédula mirada de ella voló hacia su cara. Él asintió.
–Se va a poner bien. Mañana por la mañana ya podrá levantarse. Nuevas lágrimas brotaron de
los ojos de Lottie, pero ella se las limpió antes que pudieran lavarle la pena de su cara.
–¿Cómo la voy a mirar? No me perdonará jamás lo que he hecho. ¿Cómo podría perdonarme?
–Ella no sabe que haya nada para perdonar, aparte de un acceso de mala cocina. No se lo he
dicho.
Las lágrimas de Lottie acabaron con la misma repentinidad con que habían empezado.
–¿Por qué? ¿Por qué no se lo ha dicho?
Él se encogió de hombros.
–Aunque no logro recordarlo, supongo que alguna vez yo también tuve diez años. Pero no te
equivoques –añadió, entrecerrando los ojos–. Fue una fea travesura la que intentaste hacerme, y te
sugeriría que no volvieras a hacerlo.
Lottie se puso de pie sorbiendo por la nariz, mohína.
–Ese pastel no le habría hecho mucho daño a un bruto grande como usted.
Pasó junto a él para bajar por la escala pero él le cogió firmemente el brazo, girándola para que
lo mirara.
–Sé que no me quieres, Lottie, y creo que adivino por qué.
Sintió pasar un leve estremecimiento por el pequeño cuerpo de la niña.
–¿Sí? –dijo ella.
Él asintió, aflojando un poco la presión de su mano, y dijo con voz más suave:
–Creas lo que creas, no tengo ninguna intención de reemplazarte en el corazón de tu hermana.
Mientras lo desees siempre habrá un lugar para ti y para George en nuestra casa.
Durante un minuto ella pareció conmovida, como si no deseara otra cosa que echarle los brazos
al cuello. Pero en lugar de hacer eso, se soltó de su mano y empezó a bajar la escala sin decir otra
palabra.
Nicholas tuvo que caminar bastante por el campo para encontrar a George. Cuando llegó a las
ruinas de la casa quemada, situada en el borde de la propiedad de la casa señorial Arden, la lluvia ya
había escampado totalmente, dejando una ligera niebla flotando como humo sobre la tierra. Pasó
por debajo de una viga rota y encontró a George exactamente donde Cookie le había dicho que
estaría: sentado en el hogar desmoronado de lo que en otro tiempo fuera la sala de estar de la
modesta casa parroquial. Estaba mirando el cielo a través del enorme agujero que había sido el
techo.
Nicholas no esperó a que el niño supusiera lo peor.
–Tu hermana está despierta. Se pondrá bien.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–Eso lo sé –repuso George, obsequiándolo con una fría mirada de desprecio–. No la habría
dejado sola con usted si no lo hubiera sabido.
Nicholas se le acercó otro poco, evitando por un pelo poner el pie en un tablón podrido.
–Este lugar es peligroso. Me sorprende que no lo hayan derribado hace tiempo.
–Lady Eleanor y Laura querían derribarlo, pero yo no quise oír hablar de eso. Cada vez que
hablaban del tema yo cogía una rabieta que hacía parecer a Lottie un ángel perfecto. –Continuaba
mirando el cielo como si esperara encontrar una estrella brillando a través de las nubes–. Yo fui el
que dejó la lámpara encendida esa noche, ¿sabe? En todos estos años, Laura jamás me lo ha
reprochado.
–Eras sólo un niño –dijo Nicholas, ceñudo–. Fue un accidente. Una terrible tragedia.
George cogió un trozo de escombro quemado y lo tiró al aire.
–Los recuerdo, ¿sabe? A mis padres.
–Entonces eres muy afortunado –dijo Nicholas en voz baja, sintiendo una punzada de vacío en
el pecho. George negó con la cabeza.
–A veces no estoy muy seguro de eso. –Frotándose las manos para quitarse el polvo, se levantó,
con los hombros hundidos–. Si ha venido a buscarme para la paliza, iré sin chistar.
Nicholas levantó una mano para detenerlo.
–No sé si tuviste o no algo que ver en la travesura de Lottie, y la verdad es que no necesito
saberlo. No he venido por eso.
–Entonces, ¿a qué ha venido? –preguntó George, ya sin intentar ocultar su beligerancia.
–Puesto que parece que tu hermana va a vivir lo suficiente para convertirse en mi esposa el
próximo miércoles por la mañana, me encuentro en necesidad de un padrino. Esperaba que
consideraras la posibilidad de hacerme ese honor.
George lo miró boquiabierto por la sorpresa.
–No puedo servir de padrino –dijo con amargura–. ¿No lo sabe? Soy sólo un niño.
Nicholas negó con la cabeza.
–La verdadera talla de un hombre no tiene nada que ver con la edad y todo que ver con lo bien
que cuida de aquellos que dependen de él. He visto lo mucho que haces en la casa, cómo cortas leña
y ayudas a Dower con el ganado y cuidas de tus hermanas. Y Laura me ha asegurado que un
padrino sólo requiere dos cualidades: debe ser soltero y debe ser mi amigo. –Le tendió la mano–.
Me agrada pensar que reúnes esas dos condiciones.
George le miró la mano extendida como si no la hubiera visto nunca antes. Aunque la expresión
de sus ojos continuó recelosa, se la cogió en un firme apretón, con los hombros y la cabeza,
erguidos.
–Si necesita a alguien para que le acompañe en la boda, supongo que yo soy su hombre –dijo.
Mientras sorteaban los escombros para salir de allí, Nicholas apoyó ligeramente el brazo sobre
los hombros del niño.
–Aún no has cenado, ¿verdad? Yo estoy muerto de hambre. Tal vez podríamos pedirle a Lottie
que nos prepare algo dulce.
Aunque necesitó hacer un visible esfuerzo, George se las arregló para mantener la cara seria.
–Eso no será necesario, señor. Creo que Cookie ha preparado una horneada de bollos
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
A medida que pasaban los días sin tener ninguna noticia de Dower, Laura se iba poniendo cada
vez más nerviosa. El viejo no había aprendido a escribir, pero ella lo había enviado con un
monedero lleno y la orden de pagarle a alguien para que le escribiera una nota si descubría algo
acerca de un caballero desaparecido que requiriera investigación. En un pequeño rincón
desvergonzado de su corazón, deseaba que no regresara antes de la boda, que siguiera ausente hasta
que Nicholas estuviera unido a ella para siempre, o por lo menos mientras vivieran los dos.
Los preparativos para la boda continuaban a un ritmo frenético, tan implacable como el tic tac
del reloj de pared del vestíbulo. Cada vez que Laura se giraba se encontraba con Cookie esperando
para ponerle un largo de blonda sobre los hombros o enterrarle otro alfiler en la cadera. Aunque la
anciana no paraba su animosa cháchara, en especial cuando estaba presente Nicholas, Laura sabía
que estaba tan preocupada como ella por el paradero de Dower. Incluso Lottie parecía haber perdido
su exuberancia y le había dado por vagar alicaída por la casa o desaparecer durante horas seguidas.
La mañana del domingo se leyeron por tercera y última vez las proclamas. Cuando el reverendo
Tilsbury preguntó si alguien sabía de algún impedimento para que los dos se unieran en
matrimonio, Laura se tensó al lado de Nicholas, pensando aterrada que de pronto ella misma se
pondría de pie de un salto para gritar que la novia era una impostora embustera. Lo único que se lo
impidió fue imaginarse la expresión de repugnancia que se extendería por la cara de Nicholas, una
expresión que ella tendría que soportar todas las noches en sus torturantes sueños. Esa noche
estaban reunidos alrededor de la mesa del comedor cenando cuando el silencio fue interrumpido por
el tintineo de los arreos de un caballo. Dejando la cuchara en la mesa, Laura se levantó de un salto y
corrió a la ventana. Estaba mirando atentamente por si veía algún indicio de movimiento en el
oscuro camino de entrada cuando George se aclaró intencionadamente la garganta.
Se giró lentamente y vio un gatito blanco y negro arrastrando por el suelo un cascabel que
llevaba atado con una cinta roja. Cuando se volvió a sentar con un descorazonado suspiro, Lottie
cogió al gatito y el cascabel, poniendo fin al alegre tintineo.
Cuando Cookie salió de la cocina con el siguiente plato, Nicholas estaba paseando la vista por
las tristes caras.
–Sé que tratáis de disimularlo, pero veo que todos estáis preocupados por Dower. ¿Queréis que
vaya a Londres a buscarlo?
–¡No! –gritaron los cuatro a coro.
Él se reclinó en el respaldo de la silla, claramente perplejo por la reacción.
Laura se limpió la boca con la servilleta, preocupada de que él no le notara el temblor de las
manos.
–Te lo agradezco, cariño, pero creo que mis nervios no lograrían aguantar la tensión. Sólo faltan
tres días para nuestra boda. Puede haber boda sin Dower, pero no creo que pueda tener una sin el
novio.
–No se preocupe por nosotros, señor Nick –dijo Cookie. Aunque le estaba dando palmaditas en
el hombro a él, su mirada estaba fija en Laura–. Ese viejo pícaro mío debe de estar metido en una
taberna por ahí. Llegará aquí arrastrándose la noche anterior a la boda, apestando a licor y
pidiéndome perdón. ¡Veamos si no!
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Jeremiah Dower estaba sentado ante una sucia mesa en la penumbra de un rincón de la Boar's
Snout, bebiendo su tercer gin de la noche. La taberna era una de las más sórdidas de los muelles, y
más de un cadáver se había encontrado flotando en el Támesis después de una noche de gozar de
sus dudosos placeres. Se rumoreaba que si uno no moría a manos de los clientes o los taberneros,
moría envenenado por el gin barato. Otra forma de morir, más lenta, era de sífilis purulenta, después
de subir borracho y tambaleante a la planta superior con alguna de las desaliñadas prostitutas que
pululaban por los muelles. Varios pobres jóvenes cachorros habían perdido su inocencia, su
monedero y finalmente su vida entre esos serviciales y gordos muslos.
Su madre había sido una de esas prostitutas; él había pasado su infancia limpiando las manchas
de tabaco y vaciando baldes de agua sucia en una taberna similar a ésa. Después de que ella
muriera, estrangulada por uno de sus clientes, él decidió cambiar las sofocantes nubes de humo y
gritos de borrachos por el aire dulce y puro de las mañanas de Hertfordshire y la sonrisa de Cookie.
Era esa sonrisa la que ansiaba ver mientras estaba hundido en su silla observando a la variopinta
clientela. Había pasado la semana peinando las calles y muelles por si oía rumores sobre la
desaparición de un caballero. Incluso había visitado la cárcel Newgate y el manicomio, por si oía
noticias de una huida reciente. Pero hasta el momento sus averiguaciones no habían producido nada
y se le estaba acabando el tiempo.
Si el martes por la noche no estaba de regreso en Arden con las pruebas de que el misterioso
caballero de Laura estaba comprometido o casado con otra, Laura seguiría adelante con la boda. Su
joven señora siempre había sido de naturaleza dulce, pero cuando ponía el corazón en algo no había
forma de interponerse en su camino. Y era evidente que tenía puesto el corazón en ese joven
cachorro.
Dower frunció el entrecejo. El hombre bien podía no ser un fugitivo de la ley ni un lunático
escapado del manicomio, pero eso no lo hacía menos peligroso para una muchacha inocente.
Estaba a punto de pagar la consumición para marcharse cuando vio a un muchacho pelirrojo de
dientes torcidos y amarillentos abriéndose paso hacia él. El muchacho se inclinó sobre su mesa y
movió el pulgar hacia la puerta de atrás.
–Hay un tipo en el callejón que dice que quiere hablar con usted. Dice que podría tener algo que
le gustaría oír.
Dower asintió y le dio una de las monedas que le había dado la señorita Laura. No deseando
parecer demasiado impaciente, se tomó su tiempo en acabar el gin y luego se limpió la boca con el
dorso de la mano.
Cuando se levantó, tuvo buen cuidado de subirse un poco las mangas de la camisa, y disfrutó al
ver agrandar los ojos a la prostituta que estaba sentada a horcajadas en las rodillas de un barbudo en
la mesa del lado. Sabía por experiencia que cualquier carterista que intentara robarle a un anciano
frágil lo pensaría dos veces al ver los gruesos cordones de músculos que le fajaban los brazos.
Con la noche había llegado la niebla; cuando se cerró la puerta de la taberna detrás de él, se
materializó un hombre salido de las sombras. Él había esperado encontrarse con un quejumbroso
mendigo deseoso de ganarse una moneda fácil, pero enseguida se le hizo evidente que ese hombre
no tenía ninguna necesidad de sus chelines.
Llevaba un sombrero de copa de fieltro y en sus manos enguantadas balanceaba un bastón con
empuñadura de mármol. Tenía el tipo de cara redonda y fofa que podía confundirse con otras cien.
–Espero que me perdone por interrumpir sus libaciones nocturnas, señor...
Dower se cruzó de brazos.
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CAPÍTULO 13
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tiernamente la mano, la miraría a lo profundo de los ojos y prometería ser de ella sola para toda la
vida.
Debería estar acurrucada bajo las mantas, abrazada a la almohada, soñando con el día que
vendría. Pero no, estaba paseándose de un extremo al otro del dormitorio, casi frenética de
aprensión. Se detuvo junto a la cama de Lottie a quitarle suavemente un rizo de la mejilla,
envidiando el sueño de las inocentes.
Ese era un lujo del que no había disfrutado desde el día en que encontró a Nicholas en el bosque.
Y si no hacía caso de los pinchazos de su conciencia, muy bien podría ser un lujo del que no
volvería a disfrutar jamás. Casi esperaba que Dios le forzara la mano; esperaba que enviara a Dower
galopando por el largo camino de entrada con la noticia de que Nicholas ya tenía una novia
esperándolo en Londres.
Aun en el caso de que Dower no llegara antes de la boda, sabía que no era demasiado tarde para
redimirse. Lo único que tenía que hacer era caminar por el oscuro corredor hasta la habitación de
lady Eleanor y confesarlo todo, poniéndose a merced de un hombre que repentinamente sería un
desconocido.
Pero entonces no habría ninguna soleada mañana de bodas, ni vestido de crepé blanco adornado
con encajes de Bruselas, ni la alta tarta de la boda cubierta con pasta de almendras. No estaría
Cookie sonriéndole mientras le prendía un cintillo de rosas en el pelo, ni Lottie le entregaría el
fragante ramillete en el altar, ni George le daría sus felicitaciones a regañadientes cuando se viera
obligado a reconocer que su plan había sido bueno después de todo.
Ni habría un Nicholas que pusiera suavemente sus labios sobre los suyos para sellar sus
promesas con un beso.
Sintió cómo los zarcillos de la tentación se iban enroscando alrededor de su corazón, astutos y
sinuosos como la serpiente en el jardín del Edén. Con la única idea de escapar a sus tenazas, pasó el
pestillo de la ventana, la abrió y se instaló en el ancho alféizar de madera. La noche estaba cálida y
ventosa, el aire impregnado de los aromas del jazmín y la madreselva. Una gorda rodaja de luna
iluminaba el cielo desafiando a las nubes pasajeras con su brillo.
Era el tipo de noche que hablaba de encantamientos paganos, el tipo de noche que siempre le
había acelerado la sangre obligándola a soltarse de las restricciones de su vida segura y ordenada.
Pero ahora sabía el precio de rendirse a esos temerarios deseos.
Ojalá pudiera volver al momento en que encontró a Nicholas dormido en el bosque, pensó. Tal
vez él se habría enamorado de ella de todas maneras. Pero nunca lo sabría porque no le había dado
esa oportunidad.
Suspirando tristemente, apoyó la mejilla en el marco de la ventana. Era tan pecado mentirse a sí
misma como mentirle a él. Un hombre como Nicholas probablemente ni habría mirado a una
humilde muchacha del campo como ella; una muchacha cuyas mejillas estaban salpicadas de pecas
porque rara vez se molestaba en ponerse su papalina; una muchacha que no llevaba bien cuidadas
las uñas, las llevaba romas y melladas por cavar en la tierra del jardín. Ganarse su amor habría sido
tan imposible como que Apolo bajara del cielo a otorgar sus favores a una doncella mortal. Podría
haberla encontrado entretenida para pasar un día de verano, pero no toda la vida.
Miró la ondulante extensión de césped después del cual empezaba el bosque, un bosque
envuelto en sombras y secretos. Había estado tan ansiosa de creer que Nicholas había caído del
cielo en respuesta a su oración que nunca se tomó el trabajo de explorar ninguna de las
explicaciones más racionales que la atormentaban desde ese día. No había visto ninguna huella de
cascos de caballo cerca del viejo roble, pero era muy posible que el caballo lo hubiera arrojado
desde el otro lado de la garganta; aterrado al encontrarse sin jinete en un bosque desconocido, el
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La luz de la luna le doraba el pelo, y formaba huecos bajo sus regios pómulos.
Avanzó hacia él, pensando que estaba tan irresistible como lo vio esa brumosa tarde de verano.
–No tienes por qué ocultar tu decepción, querida mía –dijo él, en tono tierno y burlón a la vez–.
Entiendo que debes de haber estado esperando a otro.
Esas palabras la sacaron bruscamente de su aturdimiento. De pronto notó el desagradable ruido
que hacía a cada paso su zapato empapado, sintió el dolor de los arañazos en el brazo y la molesta
capa arrastrándose por el suelo detrás de ella, con el dobladillo empapado.
–No entiendo qué quieres decir –dijo, sinceramente sorprendida–. Es medianoche. No esperaba
a nadie.
A él se le endureció la cara, haciéndolo más desconocido que nunca.
–Puedes ahorrarme el oír más mentiras, Laura. Lo sé todo.
CAPÍTULO 14
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Sus palabras no la desconcertaron menos que la ternura de sus dedos en su mejilla o el ronco
matiz de pesar que detectó en su voz.
–¿Me harás el favor de contestar una pregunta? –continuó él–. Creo que me debes eso.
–Lo que sea –susurró ella, como hipnotizada por el velo de pena que ensombrecía sus ojos.
–¿Has venido aquí esta noche a decirle adiós para siempre a tu amante, o pensabas continuar con
tus citas una vez que estuviéramos casados?
Laura lo miró asombrada, tratando de encontrarle sentido a sus palabras.
–¿Qué? Pues... eh...
Nicholas acalló su tartamudeo pasándole suavemente el pulgar por sus temblorosos labios.
–Es una lástima que de esos hermosos labios tuyos no salga tan fácilmente la verdad como la
mentira. Tal vez debería haberte preguntado si pensabas en él cada vez que yo te cogía en mis
brazos. –Le pasó un brazo por la cintura, atrayéndola hacia él–. ¿Era su cara la que veías cuando
cerrabas los ojos?
Los ojos de ella se cerraron cuando él le rozó con los labios las pestañas suaves como plumillas.
Esos labios siguieron la curva de su mejilla hasta la comisura de su boca.
–¿Te hace estremecerte y suspirar de anhelo cada vez que te acaricia los labios con los suyos?
No fue un suspiro sino un gemido el que se le escapó a Laura cuando la boca de Nicholas tomó
total posesión de la suya. Y no se estremeció sino que tembló; y se habría desmayado si él no le
hubiera rodeado la cintura con el otro brazo, estrechándola contra su potente cuerpo. Ése no era el
beso de un pretendiente que desea cortejar a su novia; era el beso de un pirata, un beso que no daba
cuartel ni tomaba prisioneros. Un beso más que dispuesto a robar lo que podría no dársele
libremente. Su lengua le invadió la boca, embelesándola, penetrándola más hondo con un ardor
sedoso que la hizo derretirse apretada a él. Sin pensar, olvidada de todo lo que no fuera la exquisita
avidez que encendía su beso, ahuecó la palma en su nuca, instándolo a profundizar más.
–¡Condenada, mujer! –masculló él, hundiendo la boca en sus cabellos. Aunque sus palabras
sonaron duras, sus brazos aumentaron la presión, atrayéndola más cerca de su desbocado corazón–.
¿Cómo puedes besarme así cuando tu corazón pertenece a otro?
Esas palabras penetraron por fin el atontado cerebro de Laura. Recorrida por una cálida oleada
de alivio, le empujó el pecho y retrocedió tambaleante, cubriéndose la boca con una mano, aunque
demasiado tarde para impedir que saliera la risa.
Nicholas la miró sombrío.
–Primero desprecias mi afecto y luego te atreves a burlarte de mí. Mis felicitaciones, señorita
Fairleigh. Eres aún más cruel de lo que sospechaba.
Por mucho que lo intentara, Laura no pudo borrarse del todo la sonrisa de los labios ni ocultar la
aturdida adoración que expresaban sus ojos.
–¡Vamos, hombre tonto! ¿Es eso lo que crees? ¿Que vine aquí a encontrarme con un amante?
–¿Y no viniste a eso? –preguntó él, arreglándoselas para parecer peligroso y vulnerable a la vez.
Laura negó con la cabeza, dando un paso hacia él y luego otro.
–Pues no. Deberías saber que eso sería imposible.
–¿Por qué?
Se puso rígido cuando ella le acarició la mejilla, deteniendo los dedos en el lugar donde debería
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
estar el hoyuelo.
–Porque tú eres el único hombre que he deseado en mi vida.
Poniéndose de puntillas, posó los labios en los de él; lo besó tal como no tuvo el valor de
hacerlo ese primer día en el bosque, lamiéndole la boca con un desenfado tan inocente que le
derribó a él las últimas defensas.
Él levantó los brazos y la envolvió en ellos con feroz fuerza. Después, pasándole suavemente
una mano por el pelo, le echó atrás la cabeza para poder mirar sus luminosos ojos.
–Si no has venido a encontrarte con un amante, ¿a qué has venido?
–A esto –susurró ella, no queriendo profanar el momento con una mentira irreflexiva–. Vine para
esto.
Antes que él pudiera hacerle más preguntas, le cogió la pechera de la camisa y atrajo
nuevamente sus labios a los de ella, dándole la única respuesta que él necesitaba.
En ese momento Laura comprendió que había sido igual de tonta que él. No era el bosque ni la
luz de la luna los que le habían tejido el encantamiento alrededor del corazón; era ese hombre.
Había caído bajo su hechizo en el instante mismo en que lo besó por primera vez. Mientras él
seguía hechizándola con su boca, sus manos hacían su diestra magia, le desabotonó la presilla del
cuello de la capa y le abrió la prenda.
Apartándose para mirarla bien, exhaló el aire con un sonido de sorpresa. Estaba claro que lo que
fuera que esperaba encontrar debajo de la capa no era su camisón de dormir.
–Niña idiota –musitó, y la reprensión sonó como una expresión cariñosa–. ¿Es que quieres
morirte de frío?
–Hay poco peligro de eso –le aseguró ella, estremecida ante la posesiva intensidad de su
mirada–. Por el contrario, parece que he contraído una fiebre altísima.
Sus cálidos labios le rozaron el pulso que latía alocado bajo la delicada piel de su cuello.
–Entonces tal vez deberías tumbarte.
Si hubieran estado en el salón de la casa, ella habría opuesto una moderada protesta, pero ahí en
ese bosque pagano le pareció de lo más natural que la capa se le deslizara por los hombros y cayera
detrás de ella sobre el lecho de hojas. Y encontró más natural aún que Nicholas la tendiera entre sus
acogedores pliegues. Cuando él la cubrió con su fuerte y corpulento cuerpo, ocultándole la luz de la
luna, comprendió que ya no estaba coqueteando con el peligro sino que lo acogía con los brazos
abiertos. Príncipe o rey de los trasgos, iría bien dispuesta dondequiera que él quisiera llevarla.
Y él la llevó, la llevó a un dulce y oscuro laberinto de deseo en el que él era su única luz. La
deliciosa sensación del peso de su cuerpo sobre ella no la hizo sentirse aplastada sino mimada
cuando sus besos se convirtieron en algo más exquisito y más atrevido. La mano de él la exploró
bajando por su costado hasta la cadera y volvió a subir, acostumbrándola a su caricia hasta que le
pareció lo más lógico que él ahuecara la mano sobre su pecho por encima del suavísimo lino de su
camisón, y le frotara con el pulgar la turgente cima del pezón.
Ahogó un gemido dentro de la boca de él, despertada a mil sensaciones cuya existencia
desconocía. Mientras él le atormentaba el vibrante botón entre el pulgar y el índice, el placer le
recorría los nervios como en un baile, culminando en una violenta sensación líquida en la
entrepierna. Cuando ella iba a apretar fuertemente los muslos, la rodilla de él estaba allí,
presionando y empujando esas olas de placer hasta lo más profundo de su vientre.
Enredando los dedos en sus cabellos, se arqueó contra él, buscando instintivamente el alivio a
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
esa presión que se iba acumulando dentro de ella. Él interpretó eso como una invitación a instalar
las caderas entre sus muslos; estaba caliente, duro, grande, la delgada tela del pantalón escasamente
lograba contenerlo. Él se meció en esa sensible cuna, en un ritmo más antiguo que el viejo roble que
les hacía de techo, a la vez que le prodigaba beso tras beso en su ansiosa boca, bebiéndose sus
suspiros y gemidos como si fueran el más dulce de los néctares.
Entre un beso y el siguiente, el mundo de Laura explosionó. Fueron los ecos de su grito los que
resonaron por todo el bosque, un grito entrecortado que parecía continuar y continuar, igual que la
cascada de éxtasis que la recorría en estremecidas oleadas.
Nicholas echó atrás la cabeza, estremecido por su música. Aunque le fallaba la memoria, habría
apostado su vida a que jamás había visto nada tan hermoso como Laura en ese momento. Tenía las
pestañas húmedas posadas sobre sus ruborosas mejillas, sus labios mojados y entreabiertos, el
faldón del camisón recogido entre sus temblorosos muslos.
Con un movimiento más instintivo que el respirar, metió una mano por debajo de ese faldón, y
gimió de placer y de sufrimiento cuando sus dedos se deslizaron por los húmedos y sedosos rizos
hasta la derretida dulzura de más abajo. Ella se abrió como una flor a su caricia, invitándolo a
introducir el dedo más largo en lo profundo de ella.
Los ojos de Laura se abrieron; aunque seguían nublados de admiración, no había forma de
confundir su sorprendida exclamación ni el estremecimiento de impresión que pasó por su carne no
probada. Era todo lo que aseguraba ser. Era inocente. Era de él.
O lo sería dentro de unas pocas horas, cuando un ministro de Dios bendijera su unión y les diera
el dominio mutuo sobre sus cuerpos. Pero él no quería esperar esa bendición. La deseaba ya.
Y ella lo deseaba a él. Vio brillar miedo en sus ojos, pero también vio brillar confianza. Una
confianza tan tierna que él comprendió que ella no se lo impediría si él decidía traicionar esa
confianza.
La burbuja de risa que se hinchó en su pecho lo pilló por sorpresa. Cuando salió la risa, sonora y
limpiadora, la envolvió en sus brazos y rodó hasta que ella quedó echada encima de él. Apoyando
los antebrazos en su pecho, ella lo miró con una expresión claramente disgustada.
–Me gratifica saber que encuentras tan divertida mi inexperiencia.
–No me río de ti, ángel. Me río de mí. –Le apartó suavemente el pelo de la cara, su mano
todavía temblorosa por su casi roce con el éxtasis–. Parece que tenías razón acerca de mí. No soy el
tipo de hombre que comprometería a mi novia. Al menos no la noche anterior a nuestra boda.
Laura pensó un momento en esa revelación, sin que su cara pecosa perdiera nada de su
solemnidad.
–¿Y la noche posterior a nuestra boda?
Nicholas sonrió.
–Entonces estaré muy feliz de dejarte comprometerme a mí.
El coche iba lanzado por las neblinosas calles de Londres, su cochero enfundado en una bufanda
de lana y un sombrero de copa negro. Aunque el paso del vehículo era señalado por las miradas
curiosas de los borrachos rezagados y las mujeres legañosas que llenaban los estrechos callejones,
sus cortinas color burdeos iban cerradas y sus imponentes portezuelas no llevaban ningún blasón
que identificara a sus ocupantes.
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Si descubrían a Diana viajando a toda velocidad por la noche en un coche cerrado con el notorio
marqués de Gillingham por único acompañante, su reputación de joven seria sufriría un daño
irreparable. La idea le producía un perverso placer, al imaginarse las expresiones de lástima de las
chismosas reemplazadas por otras de escandalizado horror. ¡Qué murmuren de ella detrás de sus
abanicos para variar!
Alisándose el pelo, miró disimuladamente con resentimiento al hombre repatingado sobre los
mullidos cojines de terciopelo del asiento de enfrente. Pese a su indolente postura, estaba, como
siempre, impecablemente vestido, sin dar señales de que lo habían sacado de su acogedora casa a
medianoche igual que a ella. La exquisita fragancia de su colonia de ron de malagueta impregnaba
el aire, haciéndola sentirse ligeramente embriagada.
–Les diste un susto a mis criados golpeando así la puerta –le dijo–. Espero que tu
descubrimiento valga el haberme sacado de la cama a estas horas.
Thane estiró sus largas piernas cruzándolas a la altura de los tobillos. Aunque el amplio espacio
para los pies no lo ponía en peligro de tentarla, ella metió sus pies bajo las faldas.
–Tienes mis más sinceras disculpas por interrumpir tu descanso, milady –dijo con voz
arrastrada–. Cuando recibí el mensaje de ese detective que contrataste, también estaba en la cama,
aunque todavía despierto.
–¿Por qué será que eso no me sorprende? –musitó ella, cuidando de mantener la expresión
impasible. Él entrecerró los ojos.
–También estaba solo.
Diana sintió subir los colores a las mejillas. Apartando la vista de su cara, dio unos tironcitos a
sus guantes y se abrochó la presilla del cuello de su capa forrada en piel con abertura para los
brazos.
–¿Crees que este individuo Watkins tiene una verdadera pista esta vez?
–Espero por Dios que sí. Si no, nos quedamos con la única otra conclusión a la que hemos
logrado llegar en estas dos semanas: que tu primo sencillamente se desvaneció en la nada
llevándose su caballo con él.
El coche hizo un pronunciado viraje, dejándolos a los dos en silencio. Diana abrió un poco la
cortina. Iban pasando por una hilera de almacenes abandonados, cada uno más ruinoso que el
anterior. El coche fue a detenerse por fin delante de un lúgubre edificio con las ventanas rotas que
miraban a la noche como ojos sin alma.
El cochero bajó a abrir la portezuela. Diana dedujo inmediatamente que no podían estar muy
lejos de los muelles; la fetidez húmeda a pescado podrido era casi abrumadora.
–Espéranos aquí –ordenó Thane al cochero cuando se bajaron del coche.
–¿Está seguro de que eso es prudente, señor? –preguntó el hombre mirando nervioso la desierta
calle.
–No, no estoy nada seguro –contestó Thane–. Pero esa fue la instrucción que me dieron.
Cuando se sumergieron en las sombras arrojadas por la enorme ruina, Diana se pegó a Thane sin
darse cuenta, y ni se le ocurrió protestar cuando su mano enguantada la tomó del codo.
Thane pasó de largo por la puerta principal y la condujo por un estrecho callejón que discurría
entre dos edificios de ladrillo a medio desmoronar.
De pronto pareció salir de la oscuridad una modesta puerta de madera. Thane la atacó con un
golpe seco. No ocurrió nada.
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–¿Podría estar mal la dirección? –le preguntó Diana, esperanzada, mirando por encima del
hombro de él.
Antes que él pudiera contestar, empezó a abrirse la puerta, haciendo rechinar sus goznes
oxidados. En la oscuridad se materializó un hombre inmenso, de dientes puntiagudos y patillas
grasientas, que llevaba asido en un puño, semejante a un jamón, un enorme hueso con trozos de
carne todavía pegados. Diana no pudo evitar pensar si ese hueso no sería el muslo del último intruso
que se atrevió a interrumpir su cena.
En honor de Thane, hay que decir que ni siquiera pestañeó.
–Vengo a ver a Watkins. Me envió recado.
–Por aquí –indicó el hombre, moviendo el hueso en dirección a la oscuridad, haciendo volar
gotas de grasa.
Después de pasar por un estrecho corredor desembocaron en una cavernosa sala en la que
cualquier movimiento producía un inquietante eco. Dejando de lado toda simulación de orgullo,
Diana se cogió de la cola del frac de Thane. Al sentir el aterrado tirón, él echó atrás la mano y
entrelazó sus cálidos dedos con los de ella.
Un par de linternas descansaban sobre dos cajones podridos, dando al espacio entre ellos la
apariencia de un escenario mal iluminado. Un hombre estaba tendido en el suelo junto a uno de esos
cajones, con las manos atadas a la espalda. Diana habría pensado que estaba muerto si su
involuntaria exclamación de consternación no lo hubiera hecho levantar la cabeza.
El hombre los miró fijamente con el ojo negro que no estaba cerrado por la hinchazón. A pesar
de la sangre que le manaba de la comisura de su boca amordazada y el moretón que le manchaba el
pómulo, en su postura no había nada que indicara derrota.
–Lord Gillingham –dijo una agradable voz detrás de ellos–. Gracias por responder con tanta
prontitud a mi llamada.
El señor Theophilus Watkins salió de las sombras, su pulcro atuendo estropeado por las gotas de
sangre que manchaban la blancura prístina de su pechera.
Thane se giró hacia él.
–¿Qué significa esto, Watkins? La dama lo contrató para que encontrara a su primo, no para que
apaleara a un anciano escuálido.
El anciano escuálido emitió un ronco gruñido gutural que le valió una sorprendida mirada de
Diana. La sonrisa de Watkins cedió el paso a un rictus burlón.
–Perdone si he ofendido su delicada sensibilidad, milord, pero él sabe dónde está ese primo. Y
no quiere hablar.
–No veo cómo podría hablar con ese asqueroso trapo metido hasta el fondo de la garganta –
replicó Thane.
Watkins obsequió a su cautivo con una feroz mirada.
–Tiene la desgraciada tendencia a hablar cuando no le he hecho ninguna pregunta. Pensé que tal
vez usted podría hacerlo entrar en razón, siendo caballero y todo eso. Le he dicho lo de la
recompensa, pero al parecer no lo impresiona.
Pasado un breve momento de reflexión, Thane ladró:
–Desátelo.
–Pero, milord, no creo que eso sea muy...
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demonio!
CAPÍTULO 15
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–Vamos, Cookie, ¿qué has hecho? –musitó, pasando la mano por su laboriosa obra–. Creo que
nunca he visto un traje de novio más bonito.
Ella agitó la mano para acallar los elogios.
–Sólo era una tela vieja que encontré en el ático. Quería que mi niña se sintiera orgullosa de
usted cuando estuviera junto a ella delante de todos esos curiosos aldeanos. –Le miró las caderas,
preocupada–. Espero que le queden bien los pantalones. Tuve que adivinar su talla.
Nicholas levantó la cabeza y la miró a los ojos, pestañeando con cara inocente.
Ella volvió a ruborizarse y retrocedió hacia la puerta moviendo un dedo ante él.
–¡Toma!, el coqueto sinvergüenza. Si no se cuida de esos malos pensamientos voy a correr a
decirle a la señorita Laura que no se puede casar con ella porque está enamorado de mí.
Nicholas echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
–Entonces irá a pelear con Dower para quitarle la bielda y yo volveré a estar donde comencé. –
Al ver pasar una sombra por la cara de Cookie, se puso serio–. Dime, ¿ha habido alguna noticia de
él?
Ella se las arregló para componer una valiente sonrisa.
–No se preocupe por ese bárbaro mío. Es capaz de hacer cualquier cosa por no poner un pie en
una iglesia. Espere y verá. Vendrá trotando por esa colina tan pronto huela el jamón del desayuno de
bodas.
Laura inclinó la cabeza y retuvo el aliento para que Lottie le pusiera el cintillo de botones de
rosas. Al enderezarse se miró en el espejo de cuerpo entero que George había bajado arrastrando del
ático. Aunque el resto del pelo lo llevaba recogido en un moño flojo en lo alto de la cabeza,
lustrosos tirabuzones le enmarcaban la cara, domeñados con un par de tenazas calientes y unas
cuantas lágrimas de impaciencia.
Todos los pinchazos de alfileres que había soportado esas dos semanas valían la pena. El vestido
de talle alto le quedaba perfecto, las mangas cortas abombadas ribeteadas con encaje de Bruselas le
dejaban desnudos sus esbeltos brazos. En los pies llevaba un par de delicados zapatos de cabritilla
atados con cintas de satén crema.
No se sentía una novia, se sentía una princesa.
–¿Pellízcame las mejillas para darles color, Lottie, por favor? Y ten a mano un poco de sales por
si me desmayo durante la ceremonia. –Se rodeó con los brazos para aliviar el nudo en el estómago–.
Nunca me imaginé que fuera posible sentirse tan feliz y aterrada al mismo tiempo. –Tienes todo el
derecho a estar feliz –le dijo Lottie firmemente, dándole un buen pellizco en la mejilla derecha–.
Dentro de dos días cumplirás veintiún años y Arden Manor será tuya para siempre.
Laura miró fijamente a su hermanita como si de pronto le hubiera salido una cabeza extra. No
sólo se había olvidado de su cumpleaños sino también de por qué había arrastrado a Nicholas a la
casa. Desde ese día el valor del premio había subido muchísimo. Ya sabía que ningún rimero de
ladrillos, por querido que fuera, sería un hogar sin él dentro.
Estaba buscando las palabras para explicarle eso a Lottie cuando apareció George en la puerta,
con la cara roja de aflicción.
–¡Laura! Cookie le puso demasiado almidón al cuello de mi camisa y se me entierra en las
orejas.
–No gires la cabeza, George, que te sacarás un ojo –le advirtió Laura. Se volvió hacia Lottie y le
dio un abrazo breve pero apretado–. Supongo que no hay necesidad de que te explique mi felicidad.
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eso creyó, hasta que él sacó una estrecha banda de oro del bolsillo de su chaleco y lo puso
suavemente sobre el libro.
El cura le devolvió el anillo y Nicholas se lo puso en el dedo a ella.
–Lo encontré en el joyero de lady Eleanor –le susurró–. Si era tan generosa como dices, pensé
que no le importaría.
Laura miró el lustroso granate que otrora perteneciera a la abuela de lady Eleanor y lo miró
sonriente, a través de un velo de lágrimas. –Creo que estaría muy complacida.
Un sonriente reverendo Tilsbury les juntó las manos y, sosteniéndolas en alto, dijo con una voz
que llegó a todos los rincones de la iglesia:
–Lo que Dios ha unido, no lo desuna el hombre.
–¡Y un sincero amén a eso! –exclamó Cookie mientras el resto de los feligreses estallaban en un
atronador aplauso.
George salió de la iglesia seguido por Lottie. Mientras Nicholas y Laura recibían la sagrada
comunión por primera vez como marido y mujer, ellos salieron a reunirse con los demás que
esperaban en el patio para felicitarlos.
Alejándose hacia la sombra de un árbol, George se dio un practicado capirotazo en los volantes
de sus puños, tal como había visto hacer muchas veces a su flamante cuñado.
–¿Sabes, Lottie?, he estado pensando que tal vez nos equivocamos respecto a Nicholas. Podría
no ser tan mal tipo después de todo. –Un hosco silencio recibió sus palabras. George exhaló un
suspiro–. Sé que os lleváis como perros y gatos, pero si dejaras de hacer morros unos cinco minutos,
podrías ver...
Se giró a mirarla y vio que le estaba hablando al aire. Su hermana había desaparecido.
–¿Lottie?
La buscó entre la muchedumbre que estaba aglomerada alrededor de la iglesia, pero sus saltones
rizos rubios no se veían por ninguna parte.
En ese momento aparecieron Nicholas y Laura en la puerta de la iglesia, sus sonrisas tan
radiantes como el sol de la mañana. Sólo alcanzaron a bajar un peldaño cuando fueron sitiados por
una bulliciosa multitud que quería expresarles sus buenos deseos. George se abrió paso a codazos
hasta llegar al lado de Laura, con el pelo revuelto y la corbata torcida. Le tiró la manga.
–¡Laura! ¿Has visto a Lottie?
Sin soltarse del brazo de Nicholas, ella le sonrió, con aspecto de estar aturdida de felicidad.
–¿Mmmm? ¿Lottie? Sí, claro que la vi. Está preciosa con su vestido rosa nuevo, ¿verdad?
Antes que él pudiera explicarle nada, ella ya se había girado a saludar a alguien. Comprendiendo
que no iba a recibir ninguna ayuda por ese lado, George bajó la escalinata. Cookie se estaba
subiendo a la carreta para labores de la propiedad, acompañada por varias mujeres que había
reclutado para que la ayudaran en el desayuno.
George llegó trotando a la carreta cuando Cookie estaba azuzando a los caballos para que se
pusieran en marcha.
–Lottie no está por ninguna parte, Cookie, ¿la has visto?
Cookie se rió alegremente.
–¿De veras crees que vas a encontrar a tu hermanita donde hay trabajo por hacer? Si conozco a
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mi Lottie, no aparecerá hasta que la mesa esté puesta, con todos sus dulces favoritos.
Mientras ella hacía chasquear las riendas, él se dio media vuelta y paseó la vista por el patio,
frenético. Aunque su hermana no se veía por ninguna parte, él oía su voz con tanta claridad como si
le estuviera susurrando al oído: «En las novelas de la señorita Radcliffe, el villano que pretende
comprometer la virtud de la heroína siempre se encuentra con una muerte intempestiva antes que lo
logre».
Después del desastroso resultado de lo del veneno, él supuso simplemente que ella había
abandonado su loco plan. Pero ¿y si estaba equivocado?
Estaba mirando hacia el grupo de robles, buscándola en las sombras arrojadas por sus follajes,
cuando por el rabillo del ojo captó un brillo dorado en lo alto del campanario. Allí sobre el parapeto
estaba el ángel de piedra con sus alas desplegadas hacia el cielo. Directamente debajo estaban Laura
y Nicholas, todavía en la escalinata, y por fin ya iba disminuyendo el número de personas que los
rodeaba.
«¿Y si ninguno de esos experimentos da los resultados que esperabas?», le preguntó él a Lottie
cuando estaban sentados exactamente en el lugar donde en ese momento se encontraban Laura y
Nicholas. Entonces ella miró hacia el ángel y curvó los labios en esa sonrisa secreta suya:
«Entonces sencillamente tendremos que mirar hacia el cielo en busca de inspiración divina».
–No –susurró George, levantando su horrorizada mirada hacia la querúbica cara del ángel–. Ay,
Dios mío, por favor, no.
Nadie tendría por qué saberlo. Si él lograba llegar hasta Lottie antes que hiciera algo estúpido,
nadie lo sabría jamás.
Eso era lo que pasaba por la mente de George cuando hizo a un lado a Halford Tombob para
llegar a la puerta del campanario. El viejo agitó su bastón hacia él:
–En mis tiempos los cachorros como tú tenían mejores modales.
No tenía tiempo para pedir disculpas, pensó, ni para adaptar los ojos a la penumbra del interior
de la torre. Se abrió paso a trompicones por entre las cuerdas de las campanas y subió volando la
escalera de caracol de piedra, con el corazón acelerado.
Algo que vio al entrar en la azotea del campanario lo detuvo en seco.
Lottie estaba sentada en el borde, detrás del ángel, escarbando el mortero de su base con un
cincel de hierro.
George se quedó inmóvil, temeroso de avanzar otro paso.
La carita de Lottie estaba extrañamente serena. Ni siquiera apartó la vista de su tarea.
–No tienes por qué intentar impedírmelo. He trabajado mucho en esto. He estado aquí día tras
día escarbando esta maldita piedra mientras tú te ejercitabas en hacerte el lazo de la corbata frente al
espejo para no dejar en vergüenza a su señoría ante el altar. Si quieres ayudarme ahora, vuelve abajo
y ve si logras sacar a Laura de la escalinata.
–Deja ese cincel, Lottie. No conviene hacer esto.
–¿Y por qué no? Tienes que reconocer que es un plan brillante, digno incluso del argumento
gótico más sensacional. Todos creerán que fue sencillamente un accidente; Laura puede tener Arden
Manor; nosotros podemos tener a Laura. Y todo continuará tal como antes que él llegara.
George negó con la cabeza.
–No. Nada volverá a ser igual jamás, porque le habrás destrozado el corazón a Laura.
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–Con el tiempo me perdonará –insistió Lottie, desprendiendo un buen trozo de mortero–. Nunca
puede estar enfadada conmigo más de una hora. ¿Te acuerdas de esa vez que puse a Fuzzy a parir su
carnada de gatitos en su chal favorito y me llamó cría horrenda y egoísta? Lloré tanto que ya no
podía respirar y muy pronto ella me pidió perdón por haberme hecho llorar.
–Tus lágrimas no bastarán para arreglar las cosas esta vez. –George dio un paso hacia su
hermana y añadió en voz más baja–: Lo quiere, Lottie.
Lottie se quedó absolutamente inmóvil, el cincel cayó de su mano fláccida y rebotó con un ruido
metálico en el suelo de piedra. Cuando al final alzó sus ojos azules hacia él, los tenía llenos de
lágrimas.
–Lo sé. Yo también.
George corrió y logró llegar a tiempo para cogerla antes que se desmoronara. Ella se aferró a él
sollozando, no como la sofisticada damita que tanto intentaba ser sino como la niña que era. El
hombro de él amortiguaba sus entrecortados sollozos.
–¡Me llamó Ricitos de Oro! Me revolvió el pelo y me llamó Ricitos de Oro, igual que hacía mi
papá.
George le dio unas tímidas palmaditas en el pelo. Pero las palabras de consuelo que empezó a
ofrecerle fueron ahogadas por un ensordecedor «¡bong!».
Sintió vibrar todo su cuerpo.
¡Las campanas!, pensó, apretando los dientes para contener una oleada de espanto. El sacristán
debía estar repicando las campanas para propagar por todo el campo la feliz noticia de la boda de
Laura y Nicholas. Ese repiqueteo celestial generaba una cacofonía de los mil demonios en el
interior de la torre.
Con un chillido inaudible Lottie se soltó bruscamente de sus brazos para taparse los oídos; antes
que él pudiera cogerla, se tambaleó hacia atrás y fue a chocar con el ángel de piedra.
La estatua comenzó a oscilar hacia adelante y hacia atrás, y cuando se disolvió en polvo lo
último que quedaba del mortero que lo afirmaba al parapeto, cayó hacia delante. George se abalanzó
para cogerlo, pero llegó demasiado tarde. Lo único que pudieron hacer él y Lottie fue observar
horrorizados cómo el ángel tomaba vuelo y caía hacia la escalinata de abajo.
CAPÍTULO 16
Ya has vivido lo suficiente para saber que a veces las personas hacen todas las cosas
incorrectas…
–¿Oyes las campanas? –gritó Nicholas cuando la torre de arriba estalló en una ensordecedora
canción.
–No son campanas, cariño –gritó Laura–, son sólo los ángeles que cantan cada vez que te miro a
los ojos.
Él arqueó una ceja, con una expresión más diabólica que angélical y apoyando la boca en su
oreja, le susurró:
–Te prometo que esta noche te haré vislumbrar el mismo cielo.
–¿Para qué esperar a esta noche? –contestó ella modulando las palabras.
Mojándose los labios con la lengua giró la cara hacia él, invitadora. Él estaba a punto de aceptar
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esa invitación cuando vio una sombra que caía del cielo ocultando toda luz del sol a su paso.
Laura seguía con los ojos cerrados y los húmedos labios entreabiertos cuando Nicholas le dio un
violento empujón, lanzándola escalinata abajo y haciéndola caer de espaldas sobre la hierba.
Entonces, un ensordecedor estruendo fue seguido por una cegadora nube de polvo y una
cacofonía de exclamaciones, gritos y toses. Durante varios minutos Laura sólo pudo permanecer
tendida sobre la hierba, absolutamente pasmada. Sabía que los besos de Nicholas tenían ciertos
efectos sorprendentes en ella, pero jamás la habían arrojado escalera abajo.
Quitándose el polvo de los ojos acuosos, se incorporó hasta quedar de pie. El precioso vestido
que Cookie le había hecho con tanto trabajo y cuidado estaba sucio con manchas de hierba y roto en
varias partes; el cintillo de botones de rosa le caía sobre un ojo. Sentía vagamente la presencia de la
gente agrupada en el patio detrás de ella, sus gritos de terror resonando junto con el repiqueteo de
las campanas, pero en lo único que podía pensar era en volver al lado de Nicholas. Haciendo eses
como un trasgo borracho, empezó a subir los peldaños, que estaban cubiertos por trozos de mortero
y de piedra. Iba sorteando uno de esos trozos cuando una conocida voz gritó:
–¡Laura!
Se giró y vio aparecer a Lottie volando por la esquina de la iglesia, seguida por George. La cara
de Lottie se iluminó como mil candelas al verla, pero se ensombreció al instante. Los dos niños se
detuvieron, mirando hacia un lugar detrás de ella.
Cuando Laura se giró a mirar, se hizo un silencio absoluto entre los aldeanos; las campanas
dejaron de repicar, los ángeles dejaron de cantar. Pareció que el tiempo iba reptando lentamente. La
nube de polvo acababa de disiparse, dejando a la vista a un hombre despatarrado en el suelo como
un títere roto junto a la puerta de la iglesia.
–¿Nicholas? –susurró Laura.
Se arrodilló a su lado; aparte de la sangre que le salía de una herida superficial en la frente,
estaba tan apacible que parecía dormido. Laura pestañeó, tratando de convencerse de que el
misterioso objeto que había al lado de él era realmente un ala cortada. Levantó la vista hacia el cielo
y en ese instante comprendió lo que había ocurrido.
Cuando la estatua del ángel cayó del parapeto, Nicholas la empujó para apartarla de su camino,
llevándose él el golpe.
Mientras los aldeanos empezaban a subir la escalinata detrás de ella, metió una mano temblorosa
bajo el chaleco de Nicholas. Su corazón latía fuerte y fiel bajo su palma, igual que ese día en el
bosque.
La recorrió una oleada de alivio, que pasó a dicha cuando él empezó a abrir los ojos. Pero la
aturdida expresión que vio en sus ojos, le causó otro momento de terror. Si un golpe en la cabeza le
había robado la memoria, ¿sería posible que otro golpe se la devolviera?
Cogiéndole las solapas de la chaqueta le dio una suave sacudida.
–¿Me conoces, Nicky? ¿Sabes quién soy?
Se mordió los labios mientras él trataba de enfocar su cara. Sentía cómo los aldeanos retenían el
aliento junto con ella.
–Claro que sé quien eres –dijo él levantando una mano para quitarle un botón de rosa del ojo,
ahondando el hoyuelo de su mejilla–. Eres mi mujer.
Laura se arrojó en sus brazos, riendo entre lágrimas, mientras los aldeanos gritaban vivas. Con
su ayuda, Nicholas se puso de pie, algo tambaleante, ganándose más vivas de la multitud.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Laura le rodeó la cintura con los brazos, aferrándose a él como si no quisiera soltarlo jamás.
–Me has dado el susto de mi vida. Pensé que estabas muerto.
–No seas tontita. Un hombre capaz de esquivar una bala de cañón no se va a dejar aplastar la
cabeza por una simple estatua. –Se frotó la sien, e hizo un gesto de dolor cuando sus dedos
encontraron la heridita–. Me metí bajo el marco de la puerta, pero el ala debió rozarme al pasar. –
Miró preocupado hacia el parapeto–. ¿Qué crees que causó la caída? ¿Podrían haber sido las
campanas?
Antes que Laura pudiera contestar, una marea de buena voluntad los arrastró escalinata abajo
hasta el patio. Mientras Tooley Grantham le daba una fuerte palmada en la espalda a Nicholas,
haciéndolo trastabillar, Tom Dillmore le decía, haciéndole un guiño a Laura:
–Buena cosa que hayas revivido tan pronto, compañero. Yo ya me estaba preparando para
ofrecer mis condolencias a la viudita.
Los demás pretendientes rechazados siguieron su ejemplo y se congregaron alrededor a elogiar a
Nicholas por su valentía y sus rápidos reflejos. Todos estaban tan distraídos por el alegre caos que
no vieron el lustroso coche negro de ciudad que se estaba deteniendo fuera de las puertas del patio.
La viuda Witherspoon le enterró el huesudo codo en el costado a Laura.
–Apártate, niña, tú ya has tenido la oportunidad de besar al novio. Ahora me toca a mí.
Laura no tuvo más remedio que hacerse a un lado para que la parlanchina viuda pusiera sus
labios en morro en la mejilla de Nicholas. Se estaba riendo del bonachón gesto que hizo él cuando
vio el coche. Todavía era tan intenso su alivio porque Nicholas estaba vivo que sólo sintió poco más
que una leve curiosidad cuando un lacayo de librea dorada saltó de su asiento trasero y abrió la
portezuela en que estaba pintado un complicado blasón.
Agrandó los ojos al ver salir a dos animales monstruosos del oscuro interior del coche. Eran
demasiado grandes para ser perros; tenían que ser lobos, seguro.
–¡Mira, mamá! –gritó un niño–. ¡Mira esos osos!
Alice Bogworth lanzó un agudo chillido y los aldeanos empezaron a dispersarse cuando las
bestias entraron de un salto en el patio y echaron a correr en línea recta hacia la extensión de hierba
más cercana a la escalinata. Laura se quedó paralizada de terror, incapaz de correr, incapaz de
chillar. Pero los animales pasaron al galope junto a ella y saltando al mismo tiempo pusieron sus
enormes patas en el pecho de Nicholas, arrojándolo al suelo de espaldas.
En lugar de desgarrarle el cuello, como había creído Laura, empezaron a lamerle la cara con sus
largas lenguas rosadas. Nicholas permaneció en la hierba un momento, medio atontado, después
hizo una mueca y apartó las enormes cabezas de un empujón.
–Buen Dios, ¿vais a dejar de babosearme todo entero? Ya me bañé esta mañana, gracias.
Logró ponerse de pie y se cogió la cabeza con las dos manos, pero los perros continuaron
corriendo y brincando alrededor de él, haciéndole imposible el escape. Sólo cuando uno de ellos le
pisó sonoramente un pie, él echó atrás la cabeza y rugió:
–¡Calibán! ¡Cerbero! ¡Quietos!
Todos retrocedieron asustados, incluso Laura. Los perros se sentaron quietos, de repente tan
inofensivos como un par de sujetalibros.
Los ojos de Nicholas se encontraron con los de Laura. La confusión y el miedo que vio en ellos
expresaban claramente que estaba tan sorprendido como ella de su estallido.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Pero no hubo tiempo para comparar reacciones, porque del coche había bajado una dama y
venía corriendo por el sendero. Al llegar junto a Nicholas, sollozando le echó los brazos al cuello y
empezó a bañarle la cara con besos.
–¡Bueno, mi querido bribón, estás vivo! ¡Estás vivo! ¡Ya casi había perdido toda esperanza!
Nicholas se mantuvo rígido un momento, pero luego comenzó a subir lentamente los brazos para
corresponder el abrazo.
–¿Diana? –Le tembló la mano al apartarle un mechón de pelo oscuro de la cara–. ¿Eres tú?
¿Eres tú, de verdad?
Laura desvió la cara, sintiéndose incapaz de continuar contemplando esa tierna reunión. Desde
sus satinadas botas de media caña hasta las plumas de avestruz que se mecían sobre su sombrero,
esa mujer era todo lo que ella no sería jamás: hermosa, elegante, sofisticada. Y era evidente que el
hombre que tenía en sus brazos la adoraba.
Nicholas le había prometido hacerla vislumbrar el cielo; al parecer esa promesa era lo único que
iba a tener.
En el momento en que Lottie ponía su pequeña mano en la de ella, un caballero con un bastón
metido bajo el brazo pasó junto a ellas sin siquiera mirarlas.
Nicholas lo miró con la cara sin expresión, hasta que pasados unos segundos brilló el
reconocimiento en sus ojos.
–¿Thane? ¿Thane? ¿Qué demonios haces aquí?
El hombre le cogió el hombro, con una ancha sonrisa.
–Corriendo a rescatarte, lógicamente, tal como tú corriste a recatarme tantas veces en el campo
de batalla. Supongo que no creerás que me iba a quedar tranquilamente sentado cuando me enteré
de que estabas a punto de encadenarte de por vida a una tonta muchachita de campo.
Nicholas cerró y abrió los ojos, agitando la cabeza, como si acabara de despertar de un largo
sueño fantástico.
–No logro encontrarle sentido a todo esto. –Se puso la mano en la frente–. Si lograra que esta
maldita cabeza dejara de martillearme...
La mujer pasó su brazo por el de él en actitud posesiva.
–No te preocupes, Sterling. Todo comenzará a cobrar sentido cuando estés de vuelta en
Devonbrooke Hall, donde te corresponde estar.
Laura habría jurado que ya había soportado el peor momento de su vida. Pues, estaba
equivocada.
Ese momento de comprensión llegó cuando el hombre con el que acababa de casarse, se giró
lentamente a mirarla con los ojos entornados. Casi vio desvanecerse el cariño en sus profundidades
doradas, dejándolos tan fríos y calculadores como trocitos de ámbar congelado.
Comprendiendo que se había vendido, en cuerpo y alma, a Sterling Harlow, el propio Diablo de
Devonbrooke, procedió a hacer lo único que le quedaba por hacer.
Se desmayó.
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CAPÍTULO 17
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Sterling Harlow, séptimo duque de Devonbrooke, se encontraba en el salón de Arden Manor por
primera vez después de veintiún años. Ya no podía estar seguro de si lo que lo traicionaba era el
tiempo o su memoria. Sólo sabía que antes la sala era más grande y más soleada, que las rosas
bordadas en los cojines del sofá eran rojas, no rosadas, y que al piano de su madre no le faltaba
media pata. Nicholas Radcliffe jamás se fijó en esos detalles sin importancia, pero para Sterling
eran tan evidentes como la fea mancha de humedad en el friso de yeso.
Abrió las puertas del secreter e hizo a un lado los libros de cuenta en vías de pudrición. El
decantador de coñac estaba exactamente en el mismo lugar donde siempre lo escondía su padre. Su
madre fingía no saber que estaba ahí, incluso cuando su padre subía tambaleante la escalera después
de una noche dedicada a «hacer el balance en los libros». Libros en cuyas columnas no figuraba
ningún número, porque su padre había perdido su modesta herencia y la dote de ella en una de las
casas de juego de peor reputación de Covent Carden.
–¿Te apetece una copa? –preguntó a Thane–. Sé que es temprano, pero creo que un hombre tiene
derecho a un brindis el día de su boda.
–Pues, muchas gracias –repuso Thane, aceptando la copa. El joven marqués estaba repatingado
en el asiento de la ventana, con los pies cruzados y enfundados en sus botas.
–Tendría que estar bien envejecido. Era de mi padre –le explicó Sterling–. Un excelente gusto
para los licores era su única cualidad redentora. En realidad, prefería el oporto. Era un hombre de
tres botellas por noche.
Thane bebió un sorbo.
–No es de extrañar entonces que siempre hayas tenido tan buena cabeza para el licor.
«Nunca bebes licor. »
El eco de esas dulces palabras atravesó el corazón de Sterling como un cuchillo. Se le tensó la
mano alrededor de su copa. Dominando el impulso de estrellarla contra el hogar, se la llevó a los
labios y se bebió el coñac en un solo y quemante trago.
Diana se aclaró delicadamente la garganta. Comprendiendo la insinuación, Sterling sirvió otra
copa y se la llevó a la otomana donde estaba sentada.
Thane arqueó una ceja, visiblemente sorprendido.
–No sabía que las damas bebieran algo más fuerte que el jerez. ¿Hemos de ofrecerte un poco de
rapé también?
Ella le sonrió dulcemente por encima del borde de la copa.
–No gracias, prefiero una pipa.
Mientras Sterling volvía a llenar su copa, Thane levantó la suya en brindis.
–Por la libertad.
–Por la libertad –repitió Sterling con expresión implacable.
–Libertad –musitó Diana, y mirando recelosa a su primo, bebió un sorbo de coñac.
Sterling se sentó en el sillón de orejas tirando al suelo despreocupadamente un desgastado
Nuevo Testamento en griego. Ya no tenía ningún interés en leer acerca del perdón y la redención.
Thane ladeó la cabeza para leer el lomo y rió burlón.
–Todavía no puedo creer que esa muchachita fuera a hacer de ti un cura rural. Espera a que los
muchachos del White's se enteren de que el infame Diablo de Devonbrooke casi cambió sus cuernos
por un nimbo.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
–¿Y estás absolutamente seguro de que ella no tenía manera de saber quién eras? –preguntó
Diana.
–Ninguna, que yo sepa –contestó Sterling fríamente. Diana hizo girar el coñac en su copa, con
una arruga en su tersa frente.
–Eso es lo que más me desconcierta de todo esto. Si no quería poner sus codiciosas zarpitas en
tu riqueza o tu título, ¿para qué entonces esta complicada farsa?
–Según ese hombre Dower –dijo Thane inclinándose–, la madre de Sterling le dijo a la
muchacha que si se casaba antes de cumplir los veintiún años, que los va a cumplir pasado mañana,
la propiedad sería de ella.
–Eso es imposible –ladró Sterling–. La propiedad no era de mi madre. Por ley, los dos tercios de
la propiedad de mi padre me pertenecían a mí desde el instante en que él murió. Ella no tenía
ningún derecho para ofrecerla a una huérfana ambiciosa.
–Ya sabes cómo son las mujeres –dijo Thane, encogiéndose de hombros–. Déjalas a su aire
mucho tiempo y pueden salirte con algunas ideas muy tontas y románticas.
Diana volvió a aclararse la garganta, esta vez sin mucha delicadeza.
–Es decir, algunas mujeres –se apresuró a corregir Thane, tratando de reprimir una sonrisa–.
Esto no es Londres. En realidad, a tu madre no le habría resultado muy difícil encontrar un
funcionario novato dispuesto a redactar un documento de aspecto oficial que contuviera cualquier
tontería que ella le pagara por escribir. Tal vez pensó que a ti no te importaría. Tu padre murió hace
más de diez años y tú has mostrado escaso interés en reclamar tu parte de su herencia. Es decir,
hasta ahora.
Mirando a Sterling con ojos perplejos, Diana negó con la cabeza.
–Eso no explica por qué la muchacha te eligió a ti. Y con tan grave peligro para ella.
–¿Por qué no se lo preguntamos? –sugirió Thane, levantándose–. Yo diría que ya ha tenido
bastante tiempo para recuperarse de su oportunísimo desmayo. Iré a buscarla ahora mismo.
–¡No! –gritó Sterling, sobresaltándolos a los dos. Thane volvió a sentarse lentamente.
–No quiero verla –añadió Sterling, en voz más baja–. Todavía no.
Thane y Diana se miraron preocupados. Para escapar de sus escrutadoras miradas, Sterling fue
hasta la ventana de la pared norte y abrió la cortina. Calibán y Cerbero estaban galopando de un
lado para otro por encima del jardín de Laura, su carrera salpicada por alegres ladridos y vuelo de
flores.
–Tendría que ser bastante fácil sacarte de esta situación –dijo Diana amablemente–. El
matrimonio no es vinculante, lógicamente, dado que firmaste con un nombre falso en el registro de
la parroquia.
–E incluso una aldea de este tamaño debería tener un alguacil –observó Thane–. Si no,
llevaremos a Londres a la intrigante brujita. Los tribunales ven con malos ojos el secuestro de un
par del reino. Tendrá suerte si no la cuelgan.
Sterling continuó mirando por la ventana, callado y quieto.
–Yo puedo hacer todos los trámites necesarios, si quieres –continuó Thane–. A no ser que... –le
tocó a él aclararse la garganta– hubiera circunstancias atenuantes, claro.
–Quiere saber si la has comprometido –explicó Diana alegremente, haciendo atragantarse a
Thane con un sorbo de coñac.
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La gatita se dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta. Sterling comprendió intuitivamente
que no volvería.
Con las manos en puños, se giró hacia el hogar, medio esperando oír la risa burlona de su tío
abuelo. Pero al parecer todos los fantasmas habían huido también, dejándolo más solo que nunca en
su vida.
Laura estaba de costado ante la parpadeante luz de la vela mirando la cama vacía de su hermana.
El todopoderoso duque debió decretar que Lottie no compartiera su prisión. Poco después del
mediodía, el lacayo de cara pétrea había echado de la habitación a sus hermanos, dejándola
absolutamente sola a la espera de una llamada que no llegó.
Se había imaginado que le darían pan y agua para la cena, pero Cookie le envió una bandeja
llena de todo tipo de suculentas carnes y tentadoras exquisiteces. Aunque cambió de lugar los platos
para que Cookie no se alarmara cuando le llevaran de vuelta la bandeja, no pudo tragarse ni un solo
bocado de lo que debió haber sido su desayuno de bodas.
Sólo podía imaginarse lo que pensarían los aldeanos del desastre de esa mañana. Tal vez lo
encontraron más emocionante que cualquiera de las representaciones navideñas ofrecidas por lady
Eleanor, incluso más que aquella en que el turbante de George se incendió y las ovejas se
desbandaron y entraron en la iglesia. Cuando cayó la oscuridad, se puso su camisón y se metió en la
cama como si fuera una noche más de otras mil iguales; como si no hubiera pasado la noche
anterior acunada en los brazos del hombre que amaba, besándose, riendo, haciendo planes para el
futuro; y saboreando un seductor placer que sólo fuera una sombra de lo que habrían compartido esa
noche.
Cerró los ojos para aliviar una cegadora oleada de pesar. Los únicos brazos que la envolvían esa
noche eran los de ella, pero no conseguían aquietar sus estremecimientos de pena. Deseó poder
llorar, pero las lágrimas parecían estar congeladas en un frío bulto alojado en el pecho. Le dolía
tanto respirar que casi deseó no poder hacerlo.
Un espeluznante silencio se había cernido sobre la casa todo el día, como si hubiera muerto
alguien y nadie se atreviera a hablar en voz alta. Y ese silencio hizo más amilanador el repentino
tintineo de los arreos de un caballo y el ruido de sus cascos por el camino de entrada adoquinado.
Echó atrás las mantas, corrió a la ventana y abrió la cortina. El elegante coche de ciudad que
trajo el desastre a la boda iba a toda velocidad por el camino en dirección a la aldea.
O a Londres.
Se le había concedido su deseo. De pronto no pudo respirar.
Tal vez Sterling Harlow no la había llamado a su excelsa presencia porque llegó a la conclusión
de que ella no era digna ni de su atención ni de su desprecio. Tal vez sencillamente decidió volver a
la rutilante agitación de la vida que llevaba en Londres y simular que esas tres semanas pasadas no
habían ocurrido. Un instante antes, si alguien le hubiera preguntado cuál sería el castigo más
terrible, verlo esa noche o no volver a verlo nunca más, no habría sabido decirlo. Pero al ver
alejarse las lámparas del coche y perderse en la oscuridad, lo supo.
Acababa de arreglárselas para volver a la cama y echarse encima el edredón de plumas cuando
se abrió la puerta del dormitorio. Se sentó sobresaltada, pero esta vez no era el lacayo el que venía a
perturbar su intimidad; era el duque de Devonbrooke en persona.
Él cerró la puerta, apoyó la espalda en ella, se cruzó de brazos y la miró a través de un mar de
ropas de cama revueltas.
–No tienes por qué sorprenderte tanto al verme, cariño. ¿O has olvidado que es nuestra noche de
bodas?
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CAPÍTULO 18
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poste de la cama–. Además de beber, he leído un poco hoy. ¿Sabías que la Ley de lord Hardwick de
mil setecientos cincuenta y tres hizo delito capital falsificar con mala intención un nombre en el
registro de matrimonio?
–Si me vas a hacer ejecutar, deseo que sigas adelante y llames al verdugo –ladró ella, temeraria
a causa de la frustración–. Seguro que tiene mejor genio que tú.
–Matarte no es en absoluto lo que tengo pensado. Pero en realidad no debería ser muy duro
contigo, ¿verdad? Al fin y al cabo has sufrido una conmoción tan grande como yo. Tiene que ser
muy terrible enterarte de que acabas de casarte con un sapo asqueroso, un hombre al que no le
importa nada fuera de sí mismo, un canalla despiadado, mezquino, vengativo.
–Te has saltado «vil» –le recordó ella, implacable.
–Es bastante irónico, ¿verdad?, teniendo en cuenta que no me ibas a invitar a tu boda, que antes
invitarías al mismísimo Belcebú.
Laura cerró los ojos un momento al oír sus propias palabras que volvían para atormentarla.
–Comprendo que me odies.
–Estupendo –dijo él, secamente.
–Probablemente no me creerás, pero lo hice para proteger a los niños. Cuando escribiste
diciendo que tomarías posesión de Arden Manor me dejaste con muy pocas opciones.
–¿Sinceramente creíste que iba a arrojar a la calle a unos niños inocentes?
–No. Creí que los ibas a arrojar al asilo de los pobres.
–Ni siquiera yo soy tan malvado. Tenía toda la intención de encontrarles un hogar a Lottie y
George en alguna familia respetable.
Ella sostuvo su mirada osadamente.
–¿Y yo? ¿Qué iba a ser de mí?
–Según recuerdo, te iba a casar con algún tonto. –Movió la cabeza soltando una suave risita
amarga–. Y supongo que eso es lo que acabo de hacer. –Dio la vuelta a la cama, con pasos tan
medidos como sus palabras–. En realidad comprendo que me hayas considerado el demonio.
Conocías muy bien mi colosal indiferencia hacia la mujer que me dio la vida, mis costumbres
corruptas...
Dejó flotando esas peligrosas palabras entre ellos.
Ella sintió la embriagadora dulzura a coñac antes que él la tocara, antes que se sentara en la
cama poniendo todo su peso en una rodilla, y pasara la mano bajo sus cabellos. Ella continuó
mirando al frente sin responder a la persuasiva presión de sus dedos en la nuca, pero sin oponer
resistencia tampoco.
Tocándole la oreja con la boca, él le susurró:
–¿Recuerdas lo que prometiste darme si alguna vez nos encontrábamos cara a cara?
–¿Uno de los bollos de Cookie?
–Un latigazo con la lengua que no olvidaría jamás.
Si él hubiera sido violento, si se hubiera apoderado de su boca con fuerza castigadora, ella
podría haberse resistido. Pero él era demasiado diabólico para eso. Lo que hizo fue separarle
dulcemente los labios con la lengua y luego apoderarse tiernamente de su boca. Podía ser un
demonio, pero besaba como un ángel. Incapaz de resistirse a la aniquiladora dulzura de esos
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sedosos envites, su boca se derritió en la de él, dándole esos latigazos con la lengua que le había
prometido. Él gimió, haciéndola saborear con la ferocidad de su beso el dolor y la avidez que rugían
debajo de su férreo autodominio. Antes de darse cuenta de lo que hacía, ella se había incorporado
hasta quedar de rodillas, apretándose contra los duros planos de su cuerpo.
Él apartó la boca de la de ella. Jadeante, metió la mano por entre sus cabellos y le echó atrás la
cabeza, obligándola a mirarlo a los ojos.
–¡Maldita sea, Laura, necesito la verdad! ¿Por qué? ¿Por qué me elegiste a mí? Si no sabías
quién era, no pudo haber sido por el dinero ni por el título. Sé que no te faltaban pretendientes. Si
creías lo que te dijo mi madre, podrías haberte casado con cualquier hombre de Arden y haber
heredado de todas maneras esta maldita casa. –El beso de ella había eliminado de su cara el frágil
barniz de burla, dejándola fiera y vulnerable–. ¿Por qué?
Ella lo miró, sus ojos brillantes de lágrimas y desafío.
–¡Porque te deseaba a ti! ¡Porque te vi ese día en el bosque y te deseé para mí!
Él se quedó absolutamente inmóvil, sin siquiera respirar. Después movió la cabeza, su
desesperación reflejada en sus ojos.
–Nadie me ha acusado jamás de no dar a una dama lo que desea.
Esta vez, cuando su boca se posó sobre la de ella, fue con todo su peso detrás. Cayeron en la
cama juntos, sus bocas unidas en una feroz red de placer. Cuando Sterling apartó de una patada el
edredón que los separaba, Laura se aferró a él, dando rienda suelta a su avidez. Podía no ser
Nicholas, pero tampoco era un desconocido. Era su marido, y tenía todo el derecho a meterse en su
cama, aunque eso significara que se adentraría en un bosque oscuro y peligroso en el que el placer
podía ser un peligro más grande para su alma que el dolor.
Laura habría jurado que le había agotado los últimos restos de su paciencia, que él no le debía
otra cosa que un apareamiento brutal y apresurado, pero ni siquiera su febril urgencia logró hacerlo
desconsiderado con ella. El tiempo que tardó en subirle el camisón no dejó de bañarle el sensible
cuello con besos ardientes y húmedos. Antes que ella lograra recuperar el aliento, ya estaba desnuda
en sus brazos. No sabía decir qué había sido de su camisón más de lo que sabía decir qué había sido
de la camisa de él. Sólo sabía que estaba por fin libre para poner la boca abierta en su pecho, para
pasar la lengua por ese vello crespo que cubría esos flexibles músculos. Su piel dorada sabía tan
deliciosa como parecía, si no más.
La luz de la vela hizo un parpadeo y se apagó, sumergiéndolos en un capullo de oscuridad en
que la única sensación era el áspero terciopelo de sus manos sobre su piel. Cuando él volvió a
apoderarse de sus labios, una dulce y salvaje locura la impulsó a arquearse contra él, para llenar
esas manos con la ansiosa plenitud de sus pechos.
Sin dejar de deleitarle la boca con besos profundos y embriagadores, él le frotó los pezones con
los pulgares hasta que empezaron a hormiguearle e hincharse. En el mismo instante en que ella
pensó que no soportaría otro segundo más de ese delicioso tormento, él bajó la boca desde sus
labios al pecho derecho, acariciándole primero el rígido botón con la punta de la lengua e
introduciéndolo luego en su ardiente boca y succionándolo fuerte. Ella apretó los temblorosos
muslos, pasmada por las oleadas de sensación que sintió entre ellos. Fue casi como si él la estuviera
tocando ahí.
Y entonces, la tocó precisamente ahí.
Ahogó una exclamación cuando uno de sus largos y ahusados dedos se deslizó por entre sus
mojados rizos. No necesitó la rodilla para separarle los muslos; le bastó una diestra caricia con sus
dedos sobre la vibrante perla anidada entre esos rizos. Cuando se le aflojaron los muslos, él se puso
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de costado y atrapó uno de ellos bajo su pierna de modo que ella no habría podido cerrarse a él ni
aunque hubiera querido.
Lo cual, de ninguna manera quería.
Manteniendo su pierna atrapada debajo de la de él, su mano continuó haciendo de las suyas con
ella, acariciando, amasando y frotando hasta que ella estaba jadeante de ciega necesidad.
Sterling había pasado la mayor parte de su vida aceptando el placer, no dándolo. Aunque
ciertamente se había ganado su fama de excelente amante, siempre había medido cada beso y
experta caricia por lo que recibiría a cambio de su trabajo. Pero con Laura, le bastaba estar acostado
a su lado en la penumbra y ver pasar por sus delicados rasgos las señales de éxtasis para bañar la
blanca piel de sus pechos con besos y absorber cada uno de sus suspiros cuando salían de sus
deliciosos labios.
–Por favor –dijo ella en un susurro entrecortado, sin saber qué le pedía que le diera–. Ay, por
favor...
Pero Sterling sí lo sabía, y estaba más que dispuesto a complacerla. Bajó la mano para liberar su
miembro de la dolorosa restricción de sus pantalones. Jamás había tenido motivo para lamentar su
tamaño, pero cuando se instaló entre los esbeltos muslos de Laura, conoció un momento de
verdadera aprensión.
Apoyando su peso en los codos, le enmarcó la cara entre sus manos ahuecadas.
–Esto te va a doler –le dijo con voz ronca–, pero te juro que no lo hago para castigarte. Si no me
crees, me detengo inmediatamente.
Ella lo pensó un momento.
–¿A ti te dolerá más que a mí?
La pregunta lo cogió por sorpresa y no pudo reprimir una risita.
–No. Pero te prometo que haré todo lo que pueda para ponértelo mejor.
Ella asintió, y sacó la lengua para mojarse los labios.
Creía en su promesa, pero de todos modos se llevó una impresión cuando él empezó a bañar su
miembro en el copioso néctar que sus expertas caricias habían hecho salir de su cuerpo. Era algo
caliente, suave y absolutamente duro, el complemento perfecto para su tierna blandura. Subía y
bajaba por entre esos pétalos mojados, en una exquisita fricción que muy pronto la hizo agitarse y
gemir debajo de él, sintiéndose en el borde mismo de la locura.
Bastó una suave presión para arrojarla sobre el borde; se aferró a él, sintiéndose caer, llevada por
una estremecida marea de placer; sus olas seguían agitándose en su vientre cuando él levantó una
vez más las caderas y esta vez entró en lo profundo de ella.
Le enterró las uñas en la tersa piel de su espalda, tragándose un grito.
–Sólo estamos a medio camino, cariño. Acógeme –la instó, besándole las lágrimas de las
mejillas–. Acógeme todo entero.
A pesar del dolor, Laura no pudo resistirse a esa tierna súplica. Levantando las piernas para
abrazarle la cintura con ellas, hundió la cara en su cuello y se arqueó contra él. Él empujó más hasta
quedar introducido totalmente en ella.
A Sterling volvió a fallarle la memoria. Por mucho que lo intentara no lograba recordar la cara
de ninguna de las mujeres a las que había hecho el amor. Estaba solamente Laura, debajo de él,
alrededor de él, bañándolo en la estremecida gracia de su tierno cuerpo.
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Empezó a entrar y salir de ella en envites lentos, profundos, sinuosos, como si tuviera toda la
noche para dedicar a ese solo acto sagrado. La poseyó hasta que no logró recordar un momento en
el que no hubiera sido una parte de ella, hasta que las incontrolables oleadas de placer la
estremecieron haciéndola vibrar por dentro y por fuera, hasta que ella le enterró los talones en la
espalda, gimiendo en su oído:
–Ooh, Nicky...
Sterling se detuvo a media embestida. Laura abrió los ojos. Él la miró, su potente cuerpo
tembloroso por el esfuerzo de contenerse.
–No quiero que me llames así, de verdad.
Ella lo miró fijamente, con la respiración entrecortada, resollante.
–¿Cómo prefieres que te llame? ¿Excelencia?
Por un instante, Sterling temió no poder reprimir una sonrisa.
–En estas circunstancias, creo que bastará «milord».
Apretó la boca fuertemente sobre la de ella, silenciando cualquier réplica que ella pudiera querer
hacer. Sus caderas reanudaron el movimiento, imponiendo un ritmo fuerte destinado a hacerles
olvidar sus nombres.
Laura comprendió, demasiado tarde, que se había equivocado. Iba a gritar después de todo. Si
Sterling no le hubiera capturado el grito con su boca, probablemente habría despertado a toda la
casa, si no a toda la aldea. Un gemido gutural salió de la garganta de él cuando todo su cuerpo se
puso tan rígido como la parte de él todavía enterrada en lo más profundo de ella.
Todavía temblorosa por los estremecimientos posteriores, Laura se aferró a él, respirando en
entrecortados sollozos.
–Oh... oh... –Antes de que pudiera contenerlas, las palabras que resonaban en su corazón,
salieron atropelladamente por sus labios–. Lo siento, lo siento, hice mal en engañarte. Debería
haberte dicho la verdad desde el comienzo. Pero es que no sólo te deseaba... te amab...
Él le puso dos dedos en los labios, negando con la cabeza.
–No más mentiras, Laura. Aquí no. Esta noche no.
Ella deseó protestar, pero algo que vio en su cara la detuvo. Se limitó a enredar las manos en sus
cabellos y lo instó a bajar los labios hacia los de ella, diciéndose que ya habría tiempo para
convencerlo de la verdad.
Toda una vida.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Se le aceleró el corazón, con una mezcla de expectación y de timidez. Tenía que ser Sterling,
que volvía con una bandeja cargada de todas las más suculentas exquisiteces de Cookie para el
desayuno. Le gruñó el estómago, recordándole que el día anterior se había negado a probar el
almuerzo y la cena.
Se arrastró hasta la cabecera de la cama y diligentemente se arregló la sábana sobre los pechos.
–Adelante.
No fue Sterling el que entró por la puerta, sino su prima. Lady Diana Harlow se detuvo a los
pies de la cama y apuntó su nariz patricia hacia ella como si fuera una pulga especialmente molesta
a la que es necesario aplastar muy bien.
–Perdone que la moleste, pero su excelencia requiere su presencia en el estudio.
–¿Ah, sí? –repuso Laura, recelosa, subiéndose la sábana hasta el mentón.
Veía muy bien el contraste entre su descuidada apariencia y la impecable elegancia de la mujer.
Incluso los cabellos oscuros de Diana, recogidos en un severo moño, y la imponente forma de
corazón de su línea de pelo sobre la frente, parecían almidonados.
Diana fue hasta la ventana y abrió la cortina. La luz entró a raudales en la habitación, obligando
a Laura a hacerse visera con la mano sobre sus soñolientos ojos.
–Tal vez aquí en el campo se acostumbra a languidecer en la cama la mitad del día, pero en
Londres preferimos... –se interrumpió bruscamente, entrecerrando los ojos.
Laura casi se vio con los ojos de Diana: los labios todavía rosados por los besos de Sterling, el
pelo revuelto y suelto sobre la espalda desnuda, una mancha rojiza en la tierna piel del cuello creada
por la barba masculina. No le cabía duda de que su apariencia reflejaba exactamente lo que era: una
mujer que había pasado la noche haciendo el amor con un hombre que era un maestro en ese arte.
Sin soltar la sábana, se incorporó, sosteniendo la mirada de Diana sin encogerse. Tenía muchos
pecados de los que responder, pero esa noche no era uno de ellos.
–No tiene por qué escandalizarse tanto, milady. Fue nuestra noche de bodas.
La risa de Diana sonó congelada:
–Detesto ser la que la informe de esto, pero no tiene ningún derecho a una noche de bodas.
Engañó a mi primo para que firmara el registro de la parroquia con un nombre falso. Él no tiene la
más mínima obligación hacia usted, ni intención de honrar este patético simulacro de matrimonio.
–Miente –dijo Laura, aunque un escalofrío empezó a encogerle el corazón.
–A diferencia de usted, señorita Fairleigh, no tengo la costumbre de mentir. Sé que mi primo
sabe ser muy encantador y persuasivo, pero sólo usted tiene la culpa si fue tan tonta para permitirle
volver a su cama después de...
Se le cortó la voz. Antes que Laura pudiera corregir la injusta suposición de que ella y Sterling
habían sido amantes todo ese tiempo, Diana miró la cama. La mitad del edredón había caído al
suelo, dejando a la vista las sábanas y las manchas marrón rojizo en ellas.
La incrédula mirada de Diana volvió lentamente a la cara de Laura.
El glacial desprecio de Diana no había conseguido ruborizarla, pero su expresión de lástima le
hizo subir una quemante oleada de calor a las mejillas.
–Dios los ampare a los dos –musitó Diana en voz baja, moviendo la cabeza–. No sé cual de los
dos es el más tonto.
Si no hubiera girado sobre sus talones y salido a toda prisa de la habitación, Laura se lo habría
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«Señorita Fairleigh». Ese indiferente saludo formal, tratándola de «señorita», le confirmó sus
peores sospechas; no era su esposa, era una ramera. Por primera vez desde el incendio, se alegró de
que sus padres hubieran muerto; la vergüenza de su caída los habría matado.
–Buenos días, excelencia –dijo tranquilamente–. ¿O prefiere que le llame «milord»?
Debió imaginarse el tenue movimiento de su mejilla, porque él continuó escribiendo,
interrumpiéndose sólo el tiempo suficiente para indicarle con un gesto la silla de respaldo recto que
habían colocado junto a una esquina del escritorio.
–Siéntese, por favor. Enseguida estaré con usted.
Ella obedeció, pensando en el contraste entre esas enérgicas palabras y las mimosas órdenes que
le diera esa noche: «Ponte boca abajo, ¿quieres, cariño? ¡Otra vez, ángel! ¡No seas tímida! Una vez
más, sólo para mí; levanta otro poco la pierna... oh, Dios de los cielos, así, perfecto... ».
–Parece que nos encontramos en una posición incómoda.
Laura se sobresaltó, ruborizándose violentamente. ¿Es que le había leído el pensamiento?
Entonces comprendió su ridiculez. Él podía ser todopoderoso, pero no era omnividente.
De todos modos, él estaba reclinado en su sillón observándola con un destello evaluador en sus
ojos.
–Tanto mi prima como mi amigo de confianza y consejero, el marqués de Gillingham, son de la
opinión que debo dejar su destino en manos de la ley.
–Entonces tal vez debería. Por lo que sé de usted, esas manos podrían ser más justas y clementes
que las suyas.
Thane y Diana se miraron perplejos, sin duda sorprendidos por su muestra de temple, pero
Sterling ni siquiera pestañeó.
–Por mucho que valore esos consejos, creo que he llegado a una solución mucho más... mmm,
digamos, satisfactoria, para el dilema en que nos encontramos. Como sabe muy bien, soy el séptimo
duque de Devonbrooke. Anejas al título tengo muchas cargas y responsabilidades, de las cuales no
es la menos importante la de dar un heredero para continuar el linaje.
Ah, no, pensó Laura, con un nudo en el estómago. Le iba a ofrecer el puesto de niñera de sus
futuros hijos. Era peor que un demonio; era el propio Belcebú.
Él se inclinó sobre el escritorio fijando en ella su intensa mirada.
–Por desgracia, no es posible adquirir un heredero sin adquirir primero una esposa, y por eso
esperaba que usted me hiciera el honor de ser la mía.
CAPÍTULO 19
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–¿Te has vuelto loco, Sterling? ¿Por qué habrías de recompensar su engaño haciéndola tu
duquesa?
Sterling se reclinó en el respaldo del sillón, sus labios curvados en una sonrisa.
–Puede que sobreestimes mis encantos. Hay quienes alegarían que no soy ningún premio. Tal
vez estar casada conmigo sea todo el castigo que se merece.
Diana negó con la cabeza con tanta violencia que se le desprendió una guedeja de pelo del
moño.
–Jamás te comprenderé. ¿No te casarás por amor sino por venganza?
–¿Quién ha dicho nada de venganza? No hay ningún motivo para que yo no pueda ser tan
práctico como la señorita Fairleigh. –Dirigió una breve y tranquila mirada a Laura– Necesito un
heredero. Ella puede dármelo. Antes de marcharme de Devonbrooke Hall te dije que estaba
dispuesto a buscarme una esposa. De esta manera no tendré que tomarme el trabajo de cortejar a
una.
Diana se le acercó y le habló en un susurro, pero de todos modos su voz era totalmente audible
para los oídos de Laura.
–Si lo que quieres es expiar tu pequeña indiscreción de anoche, hay otras maneras más
prudentes de hacerlo.
–¿Qué indiscreción? –preguntó Thane en voz alta–. Ah, demonios, ¿me perdí una indiscreción?
–Podrías dejarle a la muchacha un monedero bien lleno –siseó Diana, enterrándole el codo en
las costillas a Thane–. O incluso darle un estipendio mensual si eso te tranquiliza la conciencia.
Sterling la miró con expresión de reproche.
–Vamos, Di, sabes muy bien que no tengo ninguna conciencia que tranquilizar.
–Puede que eso sea lo que deseas que crea el mundo, pero yo sé que no. Anoche cometiste un
estúpido error, pero eso no significa que tengas que pasarte el resto de tu vida expiándolo. Si te
hubieras casado con todas las mujeres que has seducido, Devonbrooke Hall estaría a rebosar de
esposas.
–Tengo que reconocer que tu prima tiene razón –terció Thane–. Y si estás dispuesto a buscar
esposa, puedes elegir a gusto entre todas las beldades de Londres. No tienes por qué conformarte
con una mentirosa muchach...
Se interrumpió al ver a Sterling entrecerrar los ojos; esa sola advertencia bastó.
–Thane. Tal como yo lo veo, le debo mi apellido a la muchacha, como mínimo.
–No, gracias –dijo Laura, levantándose.
Su voz resonó como una campana en el repentino silencio. Diana y Thane retrocedieron cuando
ella se situó ante el escritorio con los hombros rígidos y la cabeza muy erguida.
–Me temo que tendré que declinar su generosa proposición, excelencia. No deseo su apellido; no
deseo parir su heredero, no deseo su fortuna. Y muy ciertamente no le deseo a usted. En realidad,
dada su colosal arrogancia, creo que prefiero que me cuelguen antes que casarme con usted.
Diana y Thane ahogaron exclamaciones. Era evidente que a ninguno de los dos se les había
pasado por la mente que una simple muchachita de campo pudiera tener la audacia de rechazar la
sublime proposición del duque. Pero Sterling se limitó a arquear una ceja. Aunque su mirada no se
apartó de Laura, dijo amablemente:
–Tal vez sería mejor que nos dejarais solos.
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Aunque le parecía que había transcurrido toda una vida desde el momento en que estaba en los
brazos de su adorador esposo en las gradas de la iglesia, los minutos fueron retrocediendo en su
mente. Recordó el instante cuando se puso de pie después del impacto de la estatua, subió la
escalinata, oyó gritar su nombre cuando Lottie y George aparecieron corriendo en la esquina de la
iglesia. Vio la expresión que tenía la cara de Lottie en ese momento: terror culpable mezclado con
alivio. El tiempo siguió retrocediendo, hasta ese momento en el salón cuando ella y los niños
acababan de enterarse de que Sterling Harlow planeaba tomar posesión de su hogar.
«Podríamos asesinarlo». Esas alegres palabras de Lottie resonaron en su mente, seguidas por su
irreflexiva respuesta: «Probablemente se necesitaría una bala o una estaca de plata para atravesarle
el corazón».
Pero era su corazón el que estaba atravesado, y no por una estaca sino por el cincel que tenía
Sterling en sus manos.
Podría hacerlo creer que era inocente. Sabía que aún tenía por lo menos ese poder sobre él; al fin
y al cabo, si él no le hubiera dado ese empujón para apartarla del peligro, sería ella la que habría
muerto aplastada por la estatua. Pero si hablaba en su defensa, condenaría a Lottie y George.
Dudaba que incluso el tribunal más benévolo considerara con clemencia un intento de asesinar a un
par del reino, aun cuando los agresores fueran unos críos que no hacía mucho habían salido de la
sala cuna. ¿Qué debía hacer, convertirse alegremente en la duquesa de Sterling mientras sus
hermanitos colgaban de la horca o se pudrían en Newgate?
A sabiendas de que sacrificaba para siempre toda esperanza de felicidad futura, miró a Sterling
fijamente a los ojos y dijo tranquilamente:
–Deseaba Arden Manor, y estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta para tenerla, incluso
librarme de un esposo inconveniente.
Él no dijo una palabra. Se limitó a observarla, con rostro impasible.
Aunque sabía que no sería tan eficaz sin una melena de rizos dorados, agitó la cabeza tal como
había visto hacer a Lottie cientos de veces. Su única esperanza era pensar como su hermana.
–El testamento de lady Eleanor estipulaba que yo encontrara un marido. No decía nada de
conservarlo. Estando usted muerto, yo podía gobernar Arden Manor como me pareciera conveniente
sin que un desconocido se entrometiera en nuestros asuntos. No podía divorciarme. El escándalo
habría perjudicado nuestro buen nombre. Así que decidí que sería mucho menos complicado
asesinarlo.
Sterling se frotó la mandíbula, teniendo buen cuidado de cubrirse la boca.
–Dejando caer un ángel sobre mi cabeza.
Laura fingió una altiva sonrisa:
–Era la única manera de tenerlo todo, la propiedad y mi libertad. Además, todo el mundo sabe
que las viudas tienen más derechos que las esposas.
Sin decir palabra, Sterling se levantó, fue hasta la puerta y la abrió:
–¡Carlotta! –gritó.
Acto seguido volvió tranquilamente a su sillón tras el escritorio. Antes que Lottie apareciera en
la puerta, Laura ya estaba balbuceando:
–Obligué a Lottie a que me ayudara. La amenacé con... con... –trató de inventar una amenaza lo
bastante vil–, con ahogar a todos los gatitos en el pozo si no me ayudaba. Ella me suplicó que no le
hiciera daño pero yo no le dejé otra opción. Vamos... hasta... –se le cortó la voz, mirando fijamente
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a su hermana.
El delantal blanco de Lottie estaba limpio y almidonado, sus bolsillos ya no abultaban con
gatitos ni contrabando. Incluso la cinta que le sujetaba los rizos dorados en un moño sobre la
cabeza, estaba derecha y el lazo bien hecho.
Lottie avanzó hasta el escritorio e hizo una elegante venia.
–¿Sí, señor? –dijo, sin un asomo de desafío. Laura se dio una palmada en la boca.
–Ay, Dios, ¿qué cosa terrible le has hecho?
Sterling no le hizo caso, decidido a centrar el aniquilador encanto de su sonrisa en su hermana.
–Lottie, querida, ¿te importaría decirle a Laura exactamente lo que me dijiste esta mañana?
Lottie se giró a mirarla, con sus grandes ojos azules bajos.
–Fue culpa mía que el ángel casi os matara a los dos. Yo fui la que lo puse todo movedizo para
que se cayera cuando empezaran a tocar las campanas y yo lo empujara. Mi plan era dejarlo caer
sobre la cabeza de Nicholas... –tragó saliva y miró a Sterling afligida.
–No pasa nada –dijo él amablemente–, continúa.
–Quiero decir, su excelencia. Pero entonces decidí que no podía hacerlo. Sobre todo después que
George me dijo lo mucho que tú amabas a...
–Gracias, Lottie –dijo Sterling firmemente–. Se agradece tu sinceridad. Puedes irte.
Laura esperó hasta que su hermana hubo salido de la sala para alzar sus ojos ardientes a la cara
de Sterling.
–¡Me engañaste!
–¿A que no es una sensación muy agradable? –Se levantó, fue hasta la ventana y se quedó allí,
de espaldas a ella. La luz del sol formaba un nimbo sobre sus cabellos dorados–. La verdad
simplemente no está en ti, ¿eh, Laura? No eres diferente de cualquier otra mujer. No eres diferente
a...
–¿Tu madre? –dijo ella dulcemente–. Tal como yo lo veo, tu padre no le dio más opción que la
que tú quieres darme a mí. Sterling se volvió a mirarla, con los labios apretados.
–Tienes toda la razón. Deberías tener opción. Así pues, ¿qué prefieres, ser mi esposa o mi
amante? Como amante tendrías derecho a una casa, un generoso estipendio, más que suficiente para
cuidar de George y Lottie, hermosa ropa, joyas, y cierta cantidad de posición social, aunque dudosa.
A cambio, yo esperaría que me acogieras en tu cama siempre que yo quisiera buscar sus placeres.
Claro que cuando tomara esposa tendría que fiarme de tu discreción. Pero ya hemos demostrado que
sabes guardar secretos, ¿verdad? La decisión es tuya, Laura, pero te agradecería que la tomaras
rápido. –Paseó una disgustada mirada por el estudio–. Ya he perdido bastante de mi tiempo en esta
casa provinciana.
Enfurecida por esas palabras, ella se levantó y echó a andar hacia la puerta. Cuando tenía la
mano en el pomo, él le dijo:
–Antes de rechazar mi ofrecimiento de matrimonio, tal vez te convenga recordar que ya podrías
estar embarazada de un hijo mío.
A Laura se le quedó atascado el aire en la garganta. Se tocó el vientre, dominada por una muy
curiosa sensación, en parte rabia, en parte anhelo.
Se giró lentamente a mirarlo, sacudiendo la cabeza, admirada.
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CAPÍTULO 20
Cada día ruego que encuentres una mujer para compartir tu vida.
La segunda boda de Laura no tuvo el menor parecido con la primera.
Al poco rato de que llegaran a Londres empezó a caer una lluvia fría que oscureció aún más la
noche sin luna. En lugar del sonriente reverendo Tilsbury, presidió la ceremonia un arzobispo
malhumorado al que habían sacado de la cama, a petición del duque, para que firmara una licencia
especial. La boda se celebró en el grandioso salón del palacio arzobispal, y los novios, ella y
Sterling, sólo contaron con la compañía de la prima de Sterling y el marqués con su sonrisa burlona.
Aunque Diana se vio obligada a usar su pañuelo de encaje para limpiarse una lágrima del ojo, Laura
sabía que no era una lágrima de alegría sino de consternación.
No estaban Lottie para sostenerle el ramillete a la novia, ni George para situarse, orgulloso y
erguido, al lado del novio, ni Cookie para exclamar un sincero «¡Amén!» cuando el arzobispo los
declaró marido y mujer.
Ella había sacrificado su orgullo una última vez para preguntarle a Sterling si permitiría que los
niños la acompañaran a Londres, pero él se negó, diciéndole: «No puedo estar todo el tiempo
vigilándome la espalda, por si alguien trata de arrojarme cabeza abajo por la escalera de mi propia
casa».
Así pues, se vio obligada a despedirse de su familia en el camino de entrada semicircular
mientras Sterling observaba la escena sin revelar nada en su hermoso rostro.
Dower estaba ahí estrujando el sombrero en las manos, su magullada cara arrugada por la pena.
«Todo esto es culpa mía, señorita. Mi idea era impedir esa boda, no verla encadenada al diablo por
toda la eternidad. » Ella le tocó el pómulo morado, todavía consternada por lo que él había sufrido
por causa suya. «No es culpa tuya, Dower. Sólo yo tengo la culpa».
Cookie la estaba esperando para estrecharla en sus brazos, su delantal manchado de harina con
olor a canela y nuez moscada. «No te desanimes, mi corderito –le susurró–. Un hombre que es
capaz de tragarse una docena de bollos secos sólo para no herir los sentimientos de una vieja no
puede ser tan malo como dicen. »
A Lottie y a George los encontró junto a la portezuela abierta del coche. Aunque a Lottie le
temblaba el labio inferior, se las arregló para sonreír: «Yo soy la Beldad Incomparable de la familia.
¿Quién habría pensado que serías tú la que cazarías un marido rico?». «Más le vale que cuide de ti –
dijo George, mirando hacia Sterling con una expresión más dolida que amenazadora–. Si no,
responderá ante mí. »
Ahogando un sollozo, ella se arrodilló y les abrió los brazos; simplemente no encontró palabras.
Gracias a la generosidad de lady Eleanor, los tres nunca habían estado separados, ni siquiera por
una noche. Jamás se habría imaginado que llegaría el día en que ya no podría estirar la mano para
arreglarle un rizo a Lottie o para limpiar una mancha de barro en la pecosa nariz de George.
Los tres permanecieron fuertemente abrazados hasta que ella se apartó, obligándose a sonreír
valientemente en medio de las lágrimas.
La expresión de Sterling no cambió en ningún momento, ni cuando la instaló en los mullidos
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cojines de terciopelo ni cuando el coche pasó delante del camposanto donde estaba enterrada su
madre.
–... si cualquiera de vosotros conoce un motivo por el que no podáis uniros legítimamente en
matrimonio, confesadlo ahora.
La voz gangosa y quejumbrosa del arzobispo la devolvió al frío salón.
El cálido aliento de Sterling le movió los cabellos cuando se inclinó a susurrarle:
–¿Hay algo que quieras decir?
Ella negó con la cabeza, con los labios bien apretados.
Cuando el arzobispo extendió el libro de oraciones, invitándolo, Sterling se quitó el anillo de
sello y lo puso sobre el libro. El arzobispo se lo devolvió y él lo puso en el dedo a ella, sus ojos no
ya adoradores como en la nave de Saint Michael iluminada por el sol, sino ensombrecidos por el
recelo. Ella tuvo que cerrar la mano para que no se le cayera el anillo. El rubí solo debía valer el
rescate de un rey, pero su agobiante peso lo hacía parecer un grillete de hierro. Sterling no sabía que
el anillo de granate de su madre todavía colgaba entre sus pechos en una barata cadenilla de plata.
Antes que Laura tuviera tiempo para asimilar el hecho de que acababa de casarse por segunda
vez, en dos días, la metieron como un bulto en el coche y la llevaron a Devonbrooke Hall. Mientras
atravesaban corriendo bajo la lluvia la distancia entre el coche y la puerta de entrada, Laura captó
vagamente unas ventanas altas en arco en un imponente edificio que ocupaba todo un bloque en una
de las más prestigiosas plazas del West End.
Alguien había avisado que se preparara la casa para la llegada del duque con su flamante esposa.
Una especie de chambelán de incipiente calvicie y un asomo de joroba en la espalda estaba
esperando en el cavernoso vestíbulo para recibirlos, con un parpadeante candelabro equilibrado en
una mano enguantada. La luz de la candelas parecía destacar más la oscuridad. Laura sintió el frío
que emanaba del suelo de mármol a través de la suela de sus zapatos.
Cuando de las sombras salió un lacayo para liberarla de la capa y la papalina, el chambelán
entonó:
–Buenas noches, excelencia.
Diana le dio un codazo al ver que ella continuaba callada.
–Le habla a usted –le susurró.
Laura miró hacia atrás y descubrió que Sterling ya había desaparecido en los vastos recovecos
de la casa llevándose consigo a los perros y al marqués.
–¡Ah! Muy buenas noches, señor –saludó, haciendo una torpe venia, y luego pensó que tal vez
una duquesa no hacía reverencias a un criado.
Afortunadamente, el hombre era o bien educado o estaba muy bien entrenado en reprimir
cualquier reacción.
–Si tiene la amabilidad de seguirme, excelencia, la conduciré a la suite de la duquesa. Los
criados se han pasado toda la tarde preparándola para su comodidad.
–Qué amables –repuso ella–. Pero en realidad no deberían haberse tomado tantas molestias por
mi causa.
Diana exhaló un suspiro y cogió el candelabro de manos del criado.
–Puedes retirarte, Addison. Yo llevaré a la duquesa a su suite.
–Muy bien, milady.
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La venia del hombre era para Diana, pero Laura habría jurado que el guiño de sus ojos era para
ella sola. Diana empezó a subir por la ancha escalera de caracol, obligándola a trotar para seguirla.
–No es necesario agradecer a los criados sus servicios. Para eso se les paga. Si no cumplen sus
deberes de manera satisfactoria, saben que se les...
–¿Azota? –aventuró Laura–. ¿Descuartiza?
–Despide –replicó Diana, con una mirada fulminante por encima del hombro mientras pasaban
por un interminable corredor revestido con pesados y oscuros paneles de caoba–. No soy tan ogro
como me cree.
–Ni yo una intrigante cazafortunas. Ya oyó a su primo esta mañana. Prácticamente me obligó a
casarme con él.
Diana se giró tan rápido que ella tuvo que saltar un paso atrás, no fuera que le incendiara los
cabellos con las velas.
–¿Y la obligó a acostarse con él también? –Diana observó con visible satisfacción cómo le
subían los colores a la cara–. No lo creo. Sterling puede tener muchos defectos, pero jamás he
sabido que haya seducido a una mujer en contra de su voluntad.
Dicho eso, Diana reanudó la marcha delante de ella. Tuvo que correr para seguirla, si no quería
perderse eternamente en ese mareante laberinto de escaleras, galerías y corredores.
La suite de la duquesa, que constaba de un dormitorio, una sala de estar y un vestidor, también
estaba revestida con paneles de caoba y contenía los mismos lujos sofocantes del resto de la
mansión. Una cama de cuatro postes adoselada, con cortinas de terciopelo carmesí, dominaba el
dormitorio. Era tres veces más grande que la elegante cama de medio dosel de lady Eleanor.
Laura miró alrededor, buscando una puerta de conexión.
–¿Y dónde está la suite del duque?
–En el ala oeste.
Pensó un momento.
–¿Y qué ala es ésta?
–La este.
–Ah.
Sencillamente había supuesto que ella y Sterling compartirían un mismo dormitorio. Sus padres
dormían en el mismo dormitorio. Todavía recordaba cuando se quedaba dormida escuchando los
melodiosos murmullos de su madre y la risa ronca de su padre.
Cuando Diana colocó el candelabro en un pedestal, reservándose una vela para ella, le preguntó
tímidamente.
–¿Y dónde duerme usted?
–En el ala norte.
Con tantas alas, le sorprendió que la casa no tomara vuelo. Su cara debió reflejar su
consternación, porque Diana exhaló un agobiado suspiro.
–Mañana hablaré con Sterling para que le contrate una doncella que duerma en el vestidor.
Puedo prestarle la mía mientras tanto. –Estiró la mano para apartarle un lacio mechón de pelo de los
ojos con un capirotazo–. Tiene talento para peinar.
–Eso no será necesario –repuso Laura, reuniendo los últimos retazos de su orgullo–. Estoy
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Durante un minuto, temió haber ido demasiado lejos, pero Thane se limitó a mover la cabeza,
sonriendo pesaroso.
–Somos un magnífico par, ¿eh? Uno demasiado tozudo para aferrarse a una mujer y el otro
demasiado tozudo para soltarla. –Se levantó y se dirigió a la puerta–. Si mañana decides volverte a
casar, ya sabes dónde encontrarme.
Dicho eso se marchó, dejando a Sterling con sus fantasmas y su orgullo por compañía.
Alguien se había ocupado de que a la esposa del duque no le faltara ningún bienestar material.
Ardía el fuego en el hogar del dormitorio, sus crepitantes llamas empequeñecidas por la imponente
repisa tallada en mármol blanco. En la mesa de la sala de estar contigua habían dejado una bandeja
de plata; Laura levantó la tapa para ver su contenido: una gruesa tajada de carne que no logró
identificar pues estaba bañada por una suculenta salsa de crema. Se apresuró a colocar la tapa,
suspirando por un trozo del pan de jengibre de Cookie, recién salido del horno.
Volvió al dormitorio. Le llevó un momento reunir el valor para apartar un poco las pesadas
cortinas de la cama; medio esperaba encontrar allí los huesos blancos de la última duquesa que
ocupó esa suite. Pero lo que encontró fue un par de sábanas primorosamente echadas atrás bajo una
colcha de satén, un nido de almohadones de plumón, un diáfano camisón de dormir y una bata a
juego de brillante seda blanca. Puso el camisón frente a la luz del fuego del hogar, espantada por su
transparencia. Puesto que sus baúles no llegarían de Arden hasta el día siguiente, no tendría más
remedio que ponérselo, si no quería dormir con su camisola.
No encontrando nada en qué ocupar el tiempo, se desvistió, cogió la jofaina y vertió agua
aromatizada con lavanda en la palangana de porcelana. Después de lavarse, cepillarse los dientes y
quitarse las horquillas del pelo, se puso el camisón. La tela le acariciaba la piel pero no la abrigaba.
El fuego que ardía en el hogar no conseguía calentar el aire de la habitación ni su opresiva
humedad, que parecía resaltada por las lenguas de lluvia que golpeaban las altas ventanas en arco.
La enorme y alta habitación debía de ser fría como una tumba en invierno. Tiritando, abrió del todo
la cortina y se metió en la cama.
Se hundió en el colchón de plumas, sintiéndose francamente perdida en ese inmenso mar de
ropas de cama. Deseó que Lottie estuviera allí y se metiera en la cama con ella, para acurrucarse las
dos y reírse de todos esos ridículos lujos.
Pero no sería Lottie la que iría a su cama esa noche; sería su marido.
Se sentó bruscamente, rodeándose las rodillas levantadas hasta el pecho. Esa era su noche de
bodas, y nuevamente no tenía idea de dónde podía estar su marido. ¿Estaría encerrado en alguna de
las salas de abajo fortaleciéndose con coñac para poder soportar verla?
Sacó el anillo de granate fuera del camisón y lo miró a la luz del fuego, recordando la tierna
expresión de sus ojos cuando se lo puso en el dedo, una expresión que probablemente no volvería a
ver nunca más. Se quitó la cadenilla con el anillo y la puso bajo la almohada, para resguardarla.
Pasado un momento de reflexión, se quitó el ornamentado anillo de sello del duque, abrió la cortina
y lo tiró sobre la mesilla; el objeto aterrizó con un satisfactorio «clanc».
Se acostó, apoyando la cabeza en los almohadones y cerró los ojos, dejando escapar un triste
suspiro. Debió quedarse dormida sin darse cuenta, porque cuando volvió a abrir los ojos,
sintiéndose aturdida y algo indispuesta, en algún lugar de la casa un reloj acababa de comenzar a
dar la hora. Contó cada doliente «bong» hasta llegar a doce.
El reloj dejó de sonar, dejando todo sumido en un silencio tan absoluto que igual podría ser ella
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sus pasos.
Fue tal su alivio cuando por fin llegó al final de la galería que no vio el retrato a tamaño natural
que colgaba sobre la puerta sino cuando ya lo tenía encima. Ahogando una exclamación de susto,
retrocedió y levantó la vela.
Un hombre la miraba con sonrisa de superioridad a lo largo de su ancha nariz aplastada, sus
fríos ojos brillantes de desprecio. Cuando leyó la placa de latón que había bajo el retrato,
comprendió que estaba mirando la cara chupada del viejo Granville Harlow. Vestido todo de negro,
aferraba un bastón de plata en su blanca mano.
Era difícil creer que ese hombre hubiera engendrado a una niñita. No supo a quién compadecer
más, si a Diana o a su madre. Lady Eleanor rara vez hablaba del duque que adoptó a su hijo. En ese
momento Laura comprendió por qué.
Por primera vez pensó en cómo debió de sentirse Sterling su primera noche en ese ventoso
mausoleo. Traicionado por su padre, apartado de su amada madre, ¿se habría acurrucado tiritando
bajo las mantas de una cama desconocida? ¿O habría vagado por esos mismos corredores,
extraviado y solo, sabiendo que nadie lo oiría si gritaba?
Junto al duque estaba sentado un mastín moteado que muy bien podría haber sido el abuelo de
los perros de Sterling. Si la intención del pintor fue hacer parecer más asequible al tema de su
retrato, perro incluido, fracasó rotundamente. Los delgados dedos del hombre doblados alrededor
del collar del animal daban la impresión de que no veía las horas de ordenarle que se arrojara sobre
el próximo advenedizo insolente que se atreviera a desafiarlo.
Un ronco gruñido salió de la oscuridad detrás de ella, erizándole la piel de la nuca. Hasta ese
momento había olvidado a los perros de Sterling. Debería haberse imaginado que él les permitiría
rondar por la casa durante la noche. ¿Cómo, si no, podrían desgarrarle el cuello a cualquier intruso?
¿O a una esposa lo bastante estúpida para abandonar el refugio de su cama?
Volvió a oír el gruñido, retumbando de amenaza. Lanzando un chillido, soltó la vela, dejando a
oscuras la galería. Se giró lentamente y se aplastó contra una puerta. Lo único que lograba ver era el
malévolo brillo rojizo de dos pares de ojos.
–Perritos lindos –susurró, tratando de tragarse el nudo que se le había formado en la garganta–.
Perritos buenos. No estáis hambrientos, ¿verdad? Eso espero, porque no tengo mucha carne en mis
huesos. Cookie lleva años tratando de engordarme, pero no ha tenido mucho éxito.
Los perros se le acercaron más, tanto que sintió sus alientos calientes, almizclados. Gimiendo,
giró la cara hacia un lado.
Después se diría que jamás habría gritado, que se habría rendido a su destino con al menos una
moderada dignidad si uno de los animales no hubiera elegido ese momento para meterle la grande y
húmeda nariz en la entrepierna.
Soltó un chillido ensordecedor. Repentinamente se abrió la puerta en la que estaba apoyada y
cayó de espaldas en la habitación, acabando el chillido con una nota de sobresalto. Abrió los ojos y
vio a su marido de pie ante ella, manos en caderas.
–Vaya, vaya –dijo él, arqueando una ceja–, lo que me han traído los perros.
CAPÍTULO 21
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sacarle los intestinos estaban sentados sobre sus patas traseras, lenguas fuera, como dos cachorros
demasiado crecidos que sólo tienen un objetivo en su vida: complacer a su amo. Un amo que en ese
momento no parecía demasiado complacido.
Sterling le ofreció la mano de mala gana. Ella se la cogió, se dejó poner de pie y luego fingió no
darse cuenta cuando él retiró la mano de inmediato.
Se limpió una mota invisible de polvo en la falda de la bata, todavía preocupada de cuidar su
magullada dignidad.
–Tienes suerte de no haber tenido que pasar por encima de mi cadáver destripado de camino al
desayuno por la mañana. Claro que, según tu amigo el marqués, no tendrías ninguna dificultad para
encontrar otra esposa para reemplazarme.
–Ah, pero ¿dónde encontraría una tan infinitamente interesante?
Sterling parecía resuelto a mantener una barrera entre ellos, aunque ésta sólo fueran sus
musculosos brazos cruzados sobre su pecho sin camisa. Recordando el sabor dulce salobre de su
piel, Laura sintió reseca la boca. Bajó los ojos, y al instante deseó no haberlos bajado. Estaban
desabrochados los dos primeros botones de sus pantalones, dejando a la vista un triángulo de piel un
poco más blanca que la del pecho.
Al notar la dirección de su mirada, él se giró bruscamente a coger dos gruesas tajadas de carne
de cerdo de su bandeja intacta. Le dio una a cada perro, rascándolos cariñosamente detrás de las
orejas. Los perros volvieron a la oscura galería de retratos con sus premios, y Sterling cerró la
puerta.
–¿Y qué les habrías dado si te hubieran traído una de mis costillas? ¿Una costilla de cordero?
Él apoyó la espalda en la puerta.
–Contrariamente a lo que hace creer su apariencia, no tienen ni un solo hueso cruel en sus
cuerpos. Lo más probable es que te hubieran matado a lametones.
Aunque con esa provocativa insinuación le hizo vibrar las venas con el recuerdo de sus caricias,
él no cambió en ningún momento su expresión hosca.
Para escapar de esa expresión, ella se giró a mirar la habitación. La suite del duque era aún más
lujosa que la de ella. La inmensa cama era igual que la suya, pero las cortinas eran de terciopelo
azul medianoche y estaban recogidas en los postes con cordones dorados. Aunque él tenía el pelo
revuelto y los párpados soñolientos, las ropas de cama estaban intactas.
–Así que ésta es tu suite –musitó, paseando la mirada por el crepitante fuego del hogar, la repisa
de mármol negro, el cielo raso en cúpula, revestido por cristales coloreados, las columnas
independientes talladas en mármol jaspeado, el espejo de cuerpo entero con marco dorado situado
cerca del pie de la cama.
–Ésta es la suite de mi tío –dijo él, en tono categórico–. Desde que murió, hace seis años, Diana
ha vivido sola en Devonbrooke Hall. Yo estuve diez años fuera, en el ejército, y en las ocasiones
que venía a Londres prefería alojarme en casa de Thane.
Ella se atrevió a sonreírle tímidamente.
–No estabas en la infantería, supongo.
–Era oficial –repuso él amablemente.
Ella alcanzó a reprimir el impulso de ponerse en posición firmes y tocarse la sien.
–A eso se debe entonces que estés tan acostumbrado a que todo el mundo corra a obedecer tus
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
órdenes.
Él fue hasta una mesa y sirvió un chorro de algo color ámbar en una copa.
–Todos a excepción de ti, claro –dijo.
Ella comprendió que se había equivocado respecto al coñac. Ésa parecía ser su primera copa de
la noche. Tal vez él sólo necesitaba fortalecerse cuando ella estaba directamente en su línea de
visión. Él pasó una pierna sobre una delicada silla Chippendale, sentándose a horcajadas y movió la
copa en dirección a ella.
–¿Te importaría explicarme qué hacías vagando por esta vieja tumba mohosa a medianoche?
Laura se sentó en un diván frente a él. Los cojines estaban calientes, como si alguien hubiera
estado durmiendo sobre ellos.
–Me perdí.
–Cuentas con mi más profunda compasión. –Bebió un sorbo–. Yo vivía perdiéndome en esta
casa cuando era niño. En una ocasión acabé en el solarium a medianoche, combatiendo a muerte
con una hiedra. A la mañana siguiente Diana me encontró acurrucado en el suelo, profundamente
dormido, con la hiedra todavía enrollada en el cuello.
Aunque su tono no reveló ni el más mínimo asomo de autocompasión, la imagen oprimió el
corazón a Laura.
–Si tu tío estuviera vivo, no habría encontrado jamás el valor para salir de mi habitación. –Se
estremeció–. Los perros no me asustaron tanto como su retrato.
–En realidad es un retrato bastante halagador. Siempre he dicho que debió pagarle una cantidad
extra al pintor para que no pintara los cuernos ni la cola y lo retratara con un bastón en lugar de su
bielda.
–Colijo que no erais muy amigos.
–Ah, éramos tan amigos como pueden serlo dos seres humanos enzarzados en un combate
mortal.
–Pero ya no está. Y tú sigues aquí. Eso te hace el vencedor.
Sterling hizo girar el coñac en la copa, con la mirada fija en la lejanía.
–A veces no estoy muy seguro de eso. –Agudizó la mirada, enfocándola en ella–. Pero no has
contestado mi pregunta. ¿Cómo es que tu vagabundeo te trajo hasta aquí? ¿A mi habitación?
¿Qué debía decirle? ¿Que echaba de menos su hogar? ¿Que se sentía sola? ¿Que estaba furiosa
con él por abandonarla en su noche de bodas?
Él ladeó la cabeza.
–Vamos, cariño. Casi veo a ese inteligente cerebrito tuyo tramando alguna encantadora ficción.
¿Por qué no pruebas a decir la verdad? Estoy seguro que con la práctica se te hará menos doloroso.
Ella se irguió y lo miró fijamente.
–Muy bien. Me cansé de esperar que fueras a mi cama así que decidí salir a buscar la tuya.
Afortunadamente él acababa de beber un trago de licor, por lo que ella tuvo la satisfacción de
verlo atragantarse. Él dejó la copa en la alfombra y se frotó los ojos acuosos.
–Continúa. Encuentro muy interesante tu sinceridad.
–Bueno, es tradicional que el esposo visite a su esposa en su noche de bodas. Claro que
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
comprendo que no soy totalmente justa. Dadas las circunstancias tan poco convencionales de
nuestro... mmm... noviazgo, supongo que no tengo ningún derecho a esperar un matrimonio
convencional.
–Ah, pues yo creo que lo encontrarás muy convencional. En especial si lo comparamos con los
de los círculos sociales en los que nos moveremos.
Ella lo miró ceñuda.
–¿Qué quieres decir?
Él se encogió de hombros.
–La naturaleza misma del matrimonio entraña que tiene más éxito cuando se basa en la
necesidad.
Laura se alegró; ya iban llegando a alguna parte. En ese momento no se le ocurría nada que
necesitara más que sentir los brazos de él alrededor de ella.
Él cruzó esos brazos alrededor del respaldo de la silla.
–El caballero con título de nobleza cuyo derrochador padre ha disipado la fortuna familiar se
casa con la hija de un mercader rico para engordar sus arcas. Una damita que tiene la pasión de
jugar a las cartas se busca un caballero de posibles para poder continuar satisfaciendo esa pasión.
Un hijo segundo o tercero corteja a una joven de cuna noble que venga equipada con una generosa
dote.
La sonrisa de Laura se desvaneció.
–Pero ¿y el afecto? ¿El cariño? ¿El deseo? –preguntó, tragándose la palabra que más ansiaba
decir.
Sterling movió la cabeza con expresión amable, casi compasiva.
–La mayoría de las damas y caballeros de mi círculo de conocidos prefieren buscar esos placeres
fuera del matrimonio.
Laura se quedó en silencio un momento, después se levantó y fue a situarse delante del hogar.
Contempló las hipnóticas llamas, sopesando con sumo cuidado sus palabras:
–O sea que te casaste conmigo simplemente porque necesitabas un heredero y yo estaba en
posición de darte uno. Y ahora que ya has cumplido tu deber, sólo queda por ver si yo he cumplido
el mío.
–Supongo que esa es una acertada manera de expresarlo.
Antes de empezar a girarse ella ya se estaba tirando del lazo del cinturón de la bata. Cuando se
giró a mirarlo, la prenda se deslizó por sus hombros y cayó en pliegues sobre el caliente mármol del
hogar.
Sterling se tensó; en sus ojos se reflejaban las llamas; Laura casi se vio reflejada en ellos. Casi
vio la luz del fuego derritiendo su camisón transformándolo en un brillante velo que sólo servía para
acentuar sus largas y esbeltas piernas, las puntas rosadas de sus pezones, la esquiva mancha más
oscura de su entrepierna.
Avanzó hacia él. No tenía experiencia en representar a una tentadora, pero eso no era una
representación. Iba muy en serio.
–Puesto que todavía falta por saber si ha tenido éxito tu trabajo, milord, hay quienes, incluso en
tu círculo social, podrían acusarte de ser menos que diligente.
Al verla avanzar, Sterling se levantó, y su recelo fue la única barrera que quedó entre ellos.
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Y se lo demostró, ahuecando las manos en sus nalgas y levantándoselas para que los dos
pudieran ver desaparecer dentro de ella hasta la última pulgada de su miembro. Laura ahogó una
exclamación cuando la llenó hasta el fondo; todavía tenía un poco delicada esa parte por la
experiencia de la noche anterior, y eso la hizo exquisitamente sensible a todo el movimiento. Ya
empezaba a estremecérsele el corazón al ritmo de la vibración primitiva que latía en el lugar donde
se unían sus cuerpos. La modestia exigía que cerrara los ojos, pero no pudo apartar la mirada de su
hermosa cara, tensa de avidez y dorada por una leve capa de sudor.
El potente cuerpo de él temblaba de necesidad, pero se controló, mirándola intensamente a los
ojos.
–¿Quién soy?
–Mi marido –susurró ella, indecisa, levantando una mano para acariciarle el pecho.
Él salió totalmente de ella y volvió a penetrarla, tan profundo que ella comprendió que él sería
siempre una parte de ella.
–¿Quién soy, Laura? ¿A quién te estás entregando? ¿Quién te está poseyendo?
En su cara había una fiera urgencia, como si todo lo que era y todo lo que sería dependiera de su
respuesta.
–Sterling –sollozó ella, llamándolo por su nombre de pila por primera vez desde que se
conocían. Giró la cara hacia un lado, las lágrimas corriéndole por las mejillas–. Oh, Sterling...
Enterró las uñas en la colcha de satén cuando él empezó a embestir fuerte y profundo, salvaje y
tierno, llevándola hacia un lugar donde sólo él podía llevarla. Cuando llegó allí, estaban los dos
medio locos de placer. Cuando la arrastró una vibrante marejada de éxtasis, arrasando con todo a su
paso, Sterling se tensó y echó atrás la cabeza con un rugido, derramando su néctar en lo profundo
del cáliz de su vientre.
Sterling estaba de costado con la cabeza apoyada en una mano, mirando dormir a su esposa y
pensando cómo era posible que una mujer pudiera verse tan inocente y lasciva al mismo tiempo.
Estaba despatarrada boca abajo sobre las sábanas arrugadas, con la mejilla apoyada en la almohada
y las manos cerradas flojamente a cada lado de la cabeza. Él la había tapado con la colcha para
protegerla del frío, pero el resbaladizo satén se había deslizado hacia abajo dejándole al descubierto
la graciosa curva de la espalda y una redondeada nalga blanca cremosa.
No podía culparla por haber sucumbido al agotamiento. Había dormido muy poco esas dos
noches pasadas. Él se había encargado de eso.
Movió la cabeza, todavía maravillado de que ella hubiera tenido la osadía de salir a buscarlo.
Fuera de la cama podía ser una astuta mentirosilla, pero dentro estaba absolutamente desprovista de
todo artificio. Y a diferencia de muchas de las mujeres más experimentadas que conocía, no hacía
ningún secreto del hecho de que su pasión era sólo para él.
Quién demonios fuera él.
Se bajó de la cama y se puso los pantalones. Sirvió un generoso chorro de coñac en una copa,
pero ni siquiera su ardor logró quemar del todo el sabor de ella en su boca.
Desde el momento en que puso los pies en esa casa, hacía veintiún años, Sterling Harlow había
sabido exactamente quién era y lo que se esperaba de él. Hasta que entró en su vida Laura Fairleigh
con un montón de mentiras y medias verdades, destrozando todas las ilusiones que se hacía de sí
mismo. En esos momentos se sentía más un desconocido en su piel que lo que se sintiera en Arden
Manor como un hombre sin memoria.
Cuando se enteró del engaño de Laura creyó que podría sencillamente volver a ser el hombre
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
que era antes de que ella derribara el helado muro de indiferencia que rodeaba su corazón. Pero ese
hombre no habría sido jamás tan tonto para dejarla volver a sus brazos, ni a su cama.
Tampoco la habría obligado a quedarse a su lado simplemente porque no soportaba la idea de
dejarla marchar. Tal vez Diana tenía razón, tal vez no fue la conveniencia lo que lo impulsó a
proponerle matrimonio sino un retorcido deseo de venganza. Pero eso no explicaba la amorosa
ternura de su caricia cuando se inclinó a quitarle un mechón de la mejilla.
No deseaba otra cosa que meter la mano bajo la colcha y acariciarla hasta hacerla ronronear de
placer otra vez. Pero, controlándose, la cogió en sus brazos, con colcha y todo y echó a andar hacia
la puerta.
–Mmm –murmuró ella, rodeándole confiadamente el cuello con los brazos, sin molestarse en
abrir los ojos–. ¿Adonde me llevas?
–A la cama –susurró él, metiendo la boca entre sus suaves cabellos olor a lavanda.
Al parecer ella no encontró nada que alegar a eso, porque se limitó a acurrucarse más en sus
brazos, y apoyó la mejilla en su pecho. Laura despertó igual como despertara la mañana anterior,
sola en su cama sin la más mínima prenda de ropa encima.
Se sentó, sujetándose la sábana sobre los pechos y pensando si no se habría vuelto loca.
Arrastrándose de rodillas hasta el borde de la cama, asomó la cabeza por entre las cortinas. Aunque
unos pocos rayos de sol desafiaban valientemente la imponente grandiosidad de las ventanas con
parteluz, la suite de la duquesa no estaba ni un ápice más acogedora que durante la tormenta de
lluvia.
Se sentó sobre los talones, dudando de su cordura. ¿Su encuentro nocturno con su marido sólo
había sido un largo y delicioso sueño? Cerró los ojos y al instante vio una imagen de ella y Sterling
arrodillados sobre un nido de satén azul medianoche delante de un espejo dorado de cuerpo entero.
Él la tenía envuelta en sus brazos desde atrás, instándola a mirarse en el espejo, para que viera lo
hermosa que era. Cogiéndole suavemente un pecho, bajó la otra mano por el blanco plano de su
vientre, y ella vio entrar en ella sus largos y elegantes dedos, hipnotizada por el contraste entre la
fuerza exploradora de él y la complaciente blandura de ella.
No era ella la hermosa. Los dos juntos sí eran hermosos.
Después, cuando él le besó tiernamente la garganta y la penetró desde atrás...
Ahogando una exclamación, abrió los ojos. Su imaginación siempre había sido fructífera, pero
no tanto como para «imaginarse» eso.
Se apartó la sábana y se miró. Aparte de la notoria ausencia de su camisón, había otras señales
más sutiles de la posesión de Sterling: la deliciosa languidez de sus músculos, los pezones rosados y
sensibles, una tenue marca de roce de barba en el interior del muslo.
Exhaló un suspiro cuando desfilaron otras imágenes por su mente, cada cual más erótica que la
anterior. Después de esa noche nadie podría acusar al duque de Devonbrooke de no ser diligente en
sus deberes. Si no estaba ya embarazada de su heredero, no sería por falta de empeño por parte de
él. Ni por parte de ella, pensó, sintiendo arder las mejillas al recordar su osadía.
Tal vez debería agradecer el no haber despertado en los brazos de Sterling. Igual se habría
puesto a tartamudear, toda ruborizada, soltando todo tipo de confesiones indecorosas. Así, antes de
verlo tendría la oportunidad de vestirse con la dignidad conveniente a una duquesa.
Envolviéndose en la sábana, bajó de la cama, pero se le vino al suelo la majestuosidad al
enredársele un pie en la cortina. Estaba saltando en el otro tratando de liberarse, cuando sonó un
golpe en la puerta.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Antes que pudiera volver a meterse en la cama, la puerta se abrió y entró una criada con paso
enérgico.
–Buenos días, excelencia. Lady Diana me envía a informarla de que llegaron sus baúles de
Arden Manor.
La criada se quedó inmóvil al verla. Laura tuvo que reconocerle el mérito: ni siquiera pestañeó
al verla desnuda, sobre un solo pie, y ataviada con una arrugada sábana.
–Y justo a tiempo, ya veo –añadió la criada.
Después de varias orientaciones contradictorias ofrecidas por bien intencionadas camareras, tres
virajes equivocados y veinte minutos vagando por un laberinto de salas conectadas, Laura encontró
por fin el comedor. Su marido estaba sentado a la cabecera de una mesa de por lo menos treinta
palmos de largo, firmemente atrincherado detrás del Morning Post. Diana estaba sentada más o
menos a la mitad de la mesa, bebiendo té en una delicada taza de porcelana Wedgwood. El único
otro lugar dispuesto para desayunar estaba en la otra cabecera de la mesa. Estaba considerando
seriamente la posibilidad de hacer caso omiso del protocolo y sentarse cerca de Sterling, cuando se
materializó un lacayo, como salido de la nada, y le retiró la silla.
Se sentó, agradeciéndole con una leve sonrisa. Mientras él iba al aparador a servirle un plato,
miró la reluciente extensión de caoba, sintiéndose invisible.
–Buenos días –dijo en voz alta, resistiendo a duras penas el deseo de hacerse bocina con las
manos y gritar «¡Hooola!», como habría hecho George sin lugar a dudas.
Diana musitó algo evasivo. Sterling dio vuelta a la página, sin levantar la vista.
–Buenos días, Laura. Espero que hayas descansado bien.
Así que así iba a ser, ¿eh? Sonrió dulcemente.
–Uy, sí, muy bien. Por cierto, no logro recordar la última vez que dormí tan bien, un sueño
profundo y maravillosamente satisfactorio.
Su plato se soltó de las manos enguantadas del lacayo y aterrizó delante de ella con un tintineo.
Diana se atragantó con el té y se tocó la boca con su servilleta.
Mientras el criado se retiraba a toda prisa, Sterling bajó lentamente el diario, y le dirigió una
mirada que tendría que haber derretido las preciosas rosetas de mantequilla de su plato. Después
dobló el diario en un cuadrado perfecto, se lo metió bajo el brazo y se levantó:
–Estoy encantado de que hayas encontrado de tu gusto tus habitaciones. Ahora, señoras, si tenéis
la amabilidad de disculparme...
–¿Vas a Hyde Park a cabalgar con Thane? –le preguntó Diana, toda su atención concentrada en
extender mermelada en una tostada. Sterling negó con la cabeza.
–Tengo pensado pasar el día en el estudio, revisando nuestras propiedades y cuentas. Ya he
eludido mis responsabilidades demasiado tiempo. –Dio una palmadita a Diana en el hombro–.
Ahora que he vuelto para quedarme, no habrá ninguna necesidad de que sigas molestándote con
esos pesados libros y aburridas columnas de números. ¿Por qué no llevas a Laura a comprarse un
guardarropas adecuado?
Laura observó que aunque Diana le ofreció la mejilla para que él le diera un obediente beso
rápido, no parecía más feliz que ella por su indiferencia.
Esperó hasta que él ya casi estaba en la puerta para preguntarle:
–¿No tienes un beso para tu esposa, cariño?
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
Él giró sobre sus talones, con la boca fruncida. Cuando se inclinó a besarle la mejilla, ella ladeó
la cara para que el beso cayera en la comisura de su boca.
Oyó su brusca inspiración, vio bajar sus pestañas castañas para ocultar el brillo de sus ojos. Pero
cuando se enderezó, su actitud era tan formal como siempre.
–Buenos días, milady.
Después que él salió, Diana bajó su taza.
–No le gusta que jueguen con él, ¿sabe? Está jugando un juego peligroso.
Laura hincó el diente en una tajada de pastel de ciruelas caliente, sorprendida al descubrir que de
pronto tenía un hambre canina.
–Eso lo sé muy bien –repuso–. Pero espero que sus recompensas superen con mucho sus riesgos.
CAPÍTULO 22
Espero que la mimes tanto como ojalá pudiera haberte mimado yo.
El Diablo de Devonbrooke había tomado esposa. Pasado el mediodía, cuando Diana y Laura
iniciaron el recorrido de las tiendas de Oxford Street y Bond Street, ya todo Londres comentaba la
noticia. Era difícil saber quiénes estaban más afligidas, si las beldades enamoradas o las ambiciosas
madres que habían esperado cazar a uno de los solteros más ricos y apetecidos de la alta sociedad
para sus hijitas.
Cuando Diana hizo entrar a Laura en una prestigiosa tienda de telas, a rebosar de deslumbrantes
rollos de sedas y muselinas, y atiborrada de dientas a la espera de hacer sus pedidos, la algarabía dio
paso a un pronunciado murmullo. Laura recibió varias miradas directas, algunas francamente
hostiles.
Una de las dependientas se precipitó a atenderlas y empezó a gesticular y cloquear horrorizada
por el vestido de muselina amarillo claro que a Laura le pareció perfectamente normal cuando se lo
puso esa mañana. Antes que ella lograra explicar que no hablaba italiano, la diminuta mujer de pelo
moreno ya la había metido en un cubículo con cortina para zarandearla, medirla y pincharla con una
rudeza que Cookie habría encontrado admirable.
Después de soportar varios minutos la indignidad de que dos desconocidas discutieran los
dudosos méritos de sus pechos en italiano, las dependientas la dejaron sola para ir a buscar otro
paquete de alfileres con los cuales seguirla torturando. Estaba en enaguas encima de un taburete
bajo tiritando cuando llegó a sus oídos la conversación entre dos mujeres fuera de la cortina. Por
desgracia, estas hablaban en inglés.
La primera voz era suave, aunque rebosante de veneno.
–¿Puedes creer que se haya casado con una muchacha campesina sin un céntimo, sin dote ni
título? Dicen incluso que es...
Laura se inclinó para acercarse más a la cortina, aguzando los oídos para oír el susurro de la
mujer.
–¡No! –exclamó la otra mujer–. ¿En serio? ¿La hija de un párroco? –Su risa no podría haber sido
más incrédula si Sterling se hubiera casado con una criada para la limpieza–. ¿Hay alguna
posibilidad de que haya sido un matrimonio por amor?
La primera mujer sorbió por la nariz.
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–Supongo que tiene razón. No es difícil comprender que el hombre prefiera a las perras de la
variedad cuadrúpeda.
El resto de la tarde pasó en un mareante torbellino para Laura. Mientras pasaban de una
sombrerería a una perfumería y a la tienda de un zapatero por la ancha acera de losas de Oxford
Street, no podía dejar de pensar en lo mucho que habría disfrutado Lottie de esa expedición. Aunque
Diana no manifestaba el menor interés en comprarse ni siquiera una chuchería, insistía en que ella
debía proveerse de lo más fino y elegante de todo: un surtido de papalinas adornadas con frutas,
plumas y flores; abanicos pintados a mano; frascos de perfume de cristal tallado; guantes de
cabritilla y medias de seda; chales de casimir; quitasoles con volantes; jabones perfumados; zapatos
color pastel y no uno sino dos pares de elegantes botines de ante; peinetas y diademas de filigrana
de plata; cintillos con incrustaciones de perla; incluso un par de escandalosos calzones largos que la
dueña de una sedería le aseguró que estaban haciendo furor en los salones de Londres. Todas las
compras deberían enviarlas a Devonbrooke Hall cuanto antes pudiera la tendera o el tendero.
Cuando salieron de una encantadora tiendecita que no vendía otra cosa que encajes y blondas, a
Laura ya le dolía su pobre cabeza por el esfuerzo de llevar la cuenta de todas sus compras. Si sus
cálculos eran correctos, habían gastado más en un día de lo que Arden Manor ganaría en un año.
Mientras iban caminando hacia el coche de ciudad que las esperaba, las dos provistas de bolsitas
con pistachos calientes que habían comprado a un vendedor callejero, de la ya casi oscuridad salió
un farolero y empezó a encender las lámparas de la calle. La suave luz se derramó sobre los
escaparates de las tiendas, haciendo más tentadores aún los artículos que exhibían.
Entonces, al pasar junto al muy decorado escaparate de una juguetería, Laura se detuvo dejando
escapar un gritito.
En el escaparate había una muñeca de porcelana ataviada con volantes y encajes, sus regordetas
mejillas pintadas de rosa. Desde el moño alto de rizos a la nariz respingona y a los diminutos
zapatitos de cabritilla, la muñeca era la imagen misma de Lottie.
Diana miró por el cristal.
–¿Qué pasa?
–Estaba pensando en lo mucho que le gustaría esa muñeca a mi hermanita –contestó Laura,
poniendo el dedo en el cristal sin darse cuenta.
–Pues, cómpresela –dijo Diana encogiéndose de hombros. Laura volvió a meter la mano en su
nuevo manguillo de plumas de cisne.
–De ninguna manera podría abusar de la generosidad del duque más de lo que ya he abusado.
Ha sido demasiado pródigo.
Diana la miró con expresión extraña.
–Sterling no tiene ni un solo hueso tacaño en el cuerpo. Puede que le niegue su perdón, pero
jamás le negará su dinero. Si no puede tener lo uno, podría muy bien aprovechar lo otro. –Puso la
mano en el cristal del escaparate con una expresión curiosamente triste–. Esa fue una de las pocas
lecciones que aprendí con mi padre.
Cuando Laura salió de la juguetería casi una hora después, tenía los brazos cargados de regalos
para sus hermanos, incluidos una comba para Lottie y tres relucientes barajas nuevas para George.
No quiso dejar sus cosas para que las llevaran a la casa; no deseaba confiar sus tesoros a manos que
no fueran las de ella. Diana la esperó pacientemente cuando entró en una tienda para caballeros a
comprar un par de guantes de piel para calentar las doloridas manos de Dower en las noches de
invierno. Ya había decidido enviarle a Cookie una de las papalinas con plumas de avestruz que
había elegido para ella.
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Cuando se acercaban al coche, Diana se detuvo tan repentinamente que Laura casi se enterró en
su espalda. Mientras uno de los lacayos saltaba de su asiento para rescatar sus paquetes, Laura miró
por encima del hombro de Diana y vio al marqués de Gillingham apoyado en un poste de luz, con el
sombrero de copa en una mano y su brillante bastón metido bajo el brazo.
Al verlas él se enderezó y les hizo una elegante reverencia.
–Excelencia, lady Diana. Vi el coche al salir del taller de mi sastre y se me ocurrió quedarme
aquí para desearles las buenas noches.
–Muy buenas noches, milord –respondió Diana, pasando junto a él y aceptando la mano del
lacayo para subir al coche–. Ahora que mi primo ha regresado sano y salvo de su aventurita,
supongo que no volveremos a vernos mucho.
–Por el contrario –repuso Thane con voz arrastrada, haciendo a un lado al lacayo para ayudar él
a Laura a subir al coche–. Habiendo el duque tomado residencia en Devonbrooke Hall otra vez,
tengo la intención de ir a molestar con frecuencia.
–Eso no debería resultarte demasiado difícil –dijo Diana mirando al frente mientras el lacayo
cerraba la portezuela–. Seguro que mi primo estará encantado de recibirte.
Thane contempló su perfil, frotando el ala de su sombrero entre el índice y el pulgar.
–¿Y tú, Diana? –preguntó en voz baja–. ¿Estarías encantada de recibirme?
Antes que ella pudiera contestarle, el coche se puso en marcha.
–Qué hombre más insoportable –masculló Diana, sacándose violentamente los guantes y
poniéndolos en la falda con un golpe.
Intrigada tanto por las manchas de color en las mejillas de Diana como por su rara explosión de
pasión, Laura se asomó a la ventanilla y vio que Thane continuaba mirándolas, sombrero en mano.
Cuando llegaron a Devonbrooke Hall, Addison estaba en el vestíbulo esperándolas.
–Su excelencia desea verla en el estudio –informó a Laura, entregándole su capa y manguito a
un lacayo.
A Laura le dio un vuelco el corazón. Tal vez Sterling estaba por fin dispuesto a dejar de fingir
que no había pasado nada la noche anterior, dispuesto a reconocer que era imposible que un hombre
poseyera tan totalmente a una mujer sin darle nada de sí mismo a cambio. Se arregló el pelo y echó
a andar por el corredor más cercano, esperando que no se notara su patética impaciencia.
Addison se aclaró educadamente la garganta.
–Por ahí, excelencia –le dijo, apuntando en la dirección contraria–. Séptima puerta a la
izquierda, justo pasada la fuente de mármol.
Ella giró sobre sus talones, agradeciéndole con una ancha sonrisa.
Entró silenciosamente en el estudio. Sterling estaba sentado detrás de un gigantesco escritorio de
caoba, rodeado por varios rimeros de libros y papeles. Sintió alivio al no ver a los perros por
ninguna parte. Pese a que él le dijera que eran unos gigantes amables, ella seguía sospechando que
albergaban el secreto deseo de arrancarle un pie para enterrarlo en el solarium.
Sterling había tirado su chaqueta sobre un taburete cercano, de modo que sólo tenía puesto un
chaleco arrugado sobre la camisa arremangada. Laura aprovechó para observarle la cara iluminada
por la lámpara, en ese momento que estaba con la guardia baja, pensando qué poco lo conocía en
realidad. No era un ser de su invención, sino un hombre complicado modelado por influencias
crueles y bondadosas. Ay, cómo deseaba conseguir desearlo menos, no más.
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Aunque habría jurado que no hizo el menor sonido, de pronto él levantó la vista y la pilló
observándolo. Inmediatamente se puso la máscara agradable que ella había llegado a odiar.
–¿Así que has vuelto de tu expedición de compras? ¿Encontraste todo lo que necesitabas,
espero?
–No todo –dijo ella enigmáticamente, avanzando hasta sentarse en el sillón de orejas de cuero,
delante del escritorio.
–Bueno, tal vez esto mitigue tu decepción. –Inclinándose sobre el escritorio le tendió un papel
vitela doblado–. Feliz cumpleaños. Laura lo miró pestañeando, absolutamente sorprendida.
–¿No habrás pensado que lo olvidaría, verdad?
–Para ser sincera, soy yo la que lo olvidó. Ciertamente no esperaba que tú lo recordaras –bajó
tímidamente los ojos–, ni que me hicieras un regalo.
–Vamos, ábrelo –dijo él haciendo un gesto hacia el papel. Ella desplegó lentamente el
documento de aspecto oficial y pasó la vista por la elegante letra, sin saber muy bien qué estaba
mirando.
–Es la escritura de propiedad de Arden Manor –le explicó Sterling–. La encontré ayer por la
mañana en el estudio de mi padre cuando estaba echándole una mirada a sus papeles. Hoy hice
venir a un abogado mientras tú no estabas y puse a tu nombre la casa y las tierras. Nunca tendrás
que volver a preocuparte de que George y Lottie no tengan un techo sobre sus cabezas. Nadie puede
quitártelo, ni siquiera mis herederos.
Sus herederos. Laura continuó mirando el papel, sin verlo; no podía levantar la vista hacia él
mientras hubiera peligro de que la viera llorar.
–Pensé que te alegrarías –dijo él amablemente–. ¿Tal vez habrías preferido un par de pendientes
de esmeraldas? ¿O un collar de diamantes?
Ella enterró las uñas en el papel.
–No, gracias, milord. Ya has sido demasiado generoso.
–Tonterías –dijo él, encogiéndose de hombros–. Hay quienes podrían decir que te lo has ganado.
Ella levantó bruscamente la cabeza y lo miró incrédula; por su mente pasaron las imágenes de
las dos noches pasadas en sus brazos; en su cama.
–Con tu ingeniosidad, claro está –añadió él, diciéndole con el destello de sus ojos que sabía
exactamente qué estaba pensando–. Corriste un tremendo riesgo por una casa vieja y ruinosa.
–Una casa vieja y ruinosa que deseabas reclamar para ti. ¿O has olvidado qué te llevó a Arden
Manor? Ciertamente no fue presentarle tus últimos respetos a tu madre.
Sterling se reclinó en el sillón, mostrando cierta dificultad para mantener su máscara de
amabilidad.
–Mi madre no es asunto tuyo.
Laura se levantó, arrugando la escritura en el puño.
–Por lo visto tampoco era asunto tuyo. Si lo hubiera sido no la habrías dejado morir sin tu
perdón. Pero puesto que parece que voy a sufrir su mismo destino, supongo que es adecuado que
herede su casa también. Aunque tenga que pasar el resto de mi vida «ganándomela». –Se dirigió a la
puerta y allí se giró a mirarlo–. Ah, hoy me tropecé con una de tus queridas amigas, una tal lady
Hewitt. Dejó muy claro que estaría encantada de recibirte de vuelta en su cama cuando te aburrieras
conmigo.
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Aunque necesitó de toda la fuerza de su delgado cuerpo, consiguió dar un portazo lo bastante
fuerte para hacer temblar los candeleros que había a cada lado de la puerta.
–No hay muchas posibilidades de eso, ¿verdad? –musitó Sterling, moviendo pesaroso la cabeza,
escuchando alejarse sus furiosos pasos.
Laura estaba echada de espaldas en su cama, mirando fijamente el cielo del dosel. La noche
anterior había estado enfadada; esa noche estaba lívida de furia. Su marido podía hacerse el noble
benévolo todo lo que quisiera, pero ella había reconocido su regalo por lo que era: otro reproche
más. Un burlón recordatorio de que ningún mohoso montón de ladrillos podría compensarle lo que
sus mentiras le habían costado a los dos.
En algún lugar de las profundidades de la casa un reloj dio las doce de la noche, anunciando el
final de su cumpleaños. El reloj podía sonar trece veces, pero ella no iría a su habitación. Y no es
que no fuera capaz de encontrar el ala oeste otra vez. Supuso que él se sentiría muy aliviado si se
cayera por un tramo de la escalera y se rompiera el cuello. Se lo imaginó junto a su tumba, su
hermosa cara surcada por falsa aflicción mientras aceptaba los compasivos murmullos de lady
Hewitt.
Era posible incluso que no esperara a su muerte prematura. ¿Y si en ese momento iba al ala este
y encontraba su cama fría y desocupada? Tal vez ya había ido a encontrarse con su ex amante. Tal
vez ya habían pasado la noche juntos bebiendo champán y riéndose de su mala suerte de haber
caído en la trampa de una hija de párroco sin un céntimo que de ninguna manera sería capaz de
satisfacer sus exigencias en la cama. Tal vez en ese mismo momento él estaba enredado en las
sábanas de seda de esa mujer haciéndole a su voluptuoso cuerpo todas esas dulces y escandalosas
cosas que le había hecho a ella la noche anterior.
Gimiendo, se tapó la cabeza con la colcha para borrar la imagen.
Y así fue exactamente como la encontró Sterling cuando apartó las cortinas y se sentó en la
cama a su lado.
CAPÍTULO 23
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Cuando se desplomó sobre ella, tratando de recuperar el aliento, lo último que esperaba era oír su
resuelta vocecita en el oído.
–Has hecho lo que viniste a hacer. Ahora puedes irte.
Levantó lentamente la cabeza.
Laura estaba mirando fijamente hacia un punto encima de su hombro derecho, tratando de fingir
que su delicioso cuerpo no seguía estremeciéndose en reacción al trascendental placer que acababan
de experimentar juntos.
–¿Se me despide?
–No, se te disculpa. Trabajo bien hecho y todas esas bobadas.
Una parte de él no deseaba otra cosa que cogerla en sus brazos y tenerla abrazada hasta que
empezara a entrar la luz de la aurora en la habitación. Pero había renunciado a ese derecho cuando
le esbozó las condiciones de su matrimonio en términos tan fríos. Maldiciendo en silencio su falta
de previsión, le bajó suavemente el camisón, la cubrió con la colcha, metiéndosela por los lados, y
luego se puso su bata y cogió el candelabro.
Se bajó de la cama, contó hasta diez y asomó la cabeza por entre las cortinas. Laura estaba de
espaldas, con los ojos cerrados y los brazos levantados. Su expresión hosca se había transformado
en una de éxtasis, incrédulo, maravillado.
Sterling se aclaró la garganta. Ella se sentó tan rápido que se golpeó la cabeza en la cabecera.
Frotándose la cabeza, lo miró por en medio de un mechón de pelo.
–Creí que te habías marchado.
Él se apoyó en el poste de la cama.
–He estado pensando que tal vez no deberíamos apresurarnos tanto en saltarnos los detallitos.
Pensándolo bien, son bastante... agradables.
Ella jugueteó con la cinta del cuello del camisón.
–Bueno, si crees que te hará menos fastidiosa la tarea...
–Ah, creo que a los dos nos hará menos fastidiosa la tarea. ¿Te lo demuestro?
Ella agrandó los ojos cuando él volvió a quitarse la bata y volvió a meterse en su cama.
Sterling Harlow podía tener la cara de un ángel, pero por la noche era un demonio que le robaba
el alma a Laura, despreciándole el corazón. Aunque le había dicho que le gustaban los detallitos, las
cosas que le hacía a su ansioso y joven cuerpo no eran puramente agradables sino deliciosamente
picaras; algunas eran incluso francamente perversas.
Laura se aficionó a pudrirse en la cama todas las mañanas hasta las diez o las once, tratando de
postergar el momento en que tendría que enfrentar a ese desconocido frío que no se parecía en lo
más mínimo al hombre de sangre caliente que la había llevado a un delirante y estremecido placer
sólo unas horas antes. Cuanto más ardientes eran sus relaciones sexuales, más frío y distante se
volvía él, hasta que incluso su prima empezó a sentirse frustrada por su reserva y murmullos
evasivos.
Una noche durante la cena, después que él se disculpó para ir a encerrarse nuevamente en el
estudio, Diana dejó la servilleta en su plato.
–¿Cómo era? –preguntó, volviendo su feroz mirada hacia Laura. Laura se quedó paralizada, con
el tenedor con salmón al curry a medio camino hacia la boca.
–¿Cómo era qué?
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No había perros.
Calibán y Cerbero habían sido sus compañeros inseparables desde que regresara de Arden.
Incluso dormitaban pacientemente fuera de la puerta de Laura cada noche hasta que su amo
regresaba a altas horas de la madrugada, sonrosado y saciado. Ellos eran los únicos que sabían que
jamás volvía a su cama fría sino que pasaba el resto de la noche fumando en el solarium, esperando
que saliera el sol.
Se metió dos dedos en la boca y soltó el silbido grave que jamás dejaba de traer a los dos
mastines trotando. La única respuesta fue un eco hueco.
Frunció el ceño. Tal vez Addison olvidó decirle que había ordenado a uno de los lacayos que los
sacara a dar un paseo por el parque.
Cuando se acercó a la biblioteca vio que la puerta estaba entreabierta. Se asomó y tuvo que
apoyarse en el marco de la puerta, mudo ante el espectáculo que lo recibió.
Laura estaba sentada en la alfombra del hogar; Cerbero estaba echado a todo lo largo a su lado,
y Calibán echado delante de ella con la cabeza apoyada en su falda, sus grandes ojos castaños unos
pozos de servil adoración. Ella le estaba acariciando distraídamente las orejas, sin preocuparse en lo
más mínimo de que él le estaba dejando llena de baba la seda azul celeste de la falda. Sterling sólo
pudo imaginarse qué dirían sus viejos enemigos los franceses si pudieran ver a sus perros del diablo
sometidos por nada más que la caricia de una mujer. Pero él conocía muy bien el poder de esas
manos sobre su propia piel. Movió la cabeza, pesaroso. Primero su prima, ahora sus perros. ¿Es que
no le dejaría nada?
Estaba a punto de continuar su camino cuando un triste suspiro de ella le clavó los pies en el
suelo. Aunque tenía un libro abierto sobre la rodilla, Laura estaba contemplando el fuego, con
expresión meditabunda. Sterling la observó detenidamente, fijándose en cambios que se le habían
escapado en las aterciopeladas sombras de su cama. El color de las mejillas besadas por el sol se
estaba desvaneciendo. Sus preciosos ojos castaños ya no chispeaban; estaban apagados y
ensombrecidos por la soledad.
Lo había arriesgado todo, incluso su corazón, para mantener intactos su hogar y su familia. Sin
embargo él la había alejado de ambas cosas, sin permitirle apenas una mirada hacia atrás.
Su tío había ordenado traer todo tipo de plantas y flores exóticas para el solarium, pero éstas
jamás prosperaban porque necesitaban calor y luz del sol, dos cosas que esa casa fría y ventosa
nunca podría dar. Al final las plantas se morían, y él era el único que las lloraba.
Debió de haber hecho algún ruido, porque Cerbero levantó la cabeza y lo miró interrogante.
Poniéndose un dedo en los labios, retrocedió lentamente y se alejó.
Se dirigió a toda prisa al estudio, animado por un auténtico sentido de finalidad que no sentía
desde hacía días. Cuando terminó de escribir una nota bastante larga, tiró del cordón para llamar a
Addison.
El criado pareció materializarse de la nada, como siempre.
–¿Me ha llamado, excelencia?
Sterling le pasó la misiva.
–Necesito que te encargues de que el marqués de Gillingham reciba este mensaje
inmediatamente.
–Muy bien, excelencia. ¿Algo más?
Sterling se reclinó en el respaldo del sillón, sonriendo a su pesar.
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–Podría convenirte dar una generosa bonificación a los criados. Están a punto de ganársela.
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cara a cara.
–Ha sido muy amable lo que has hecho por mi primo –le dijo ella–. Siempre has sido más un
hermano que un amigo para él.
–Tal como siempre tú has sido más una hermana que una prima.
Diana soltó una risita algo incómoda.
–Supongo que eso nos hace más o menos hermanos.
Lo último que esperaba Diana era que él le acariciara el pelo. Se había olvidado de lo ridícula
que estaría, a medio peinar. Pero en lugar de meterle los mechones sueltos detrás de la oreja, él le
quitó suavemente las horquillas del otro lado, dejando caer los sedosos cabellos oscuros alrededor
de su cara.
–He pensado en ti de muchas maneras en estos últimos once años –dijo él, su voz casi tan
humosa como sus ojos verdes–, pero jamás como una hermana.
Entonces ahí mismo, delante de los lacayos, el cochero y el propio Dios, le rozó los labios en un
beso que nadie podría haber tomado como fraternal.
Diana permaneció ahí, absolutamente aturdida, mientras él subía a su coche. Cuando el vehículo
se puso en movimiento, él se asomó por la ventanilla y se tocó el sombrero.
–No me hagas caso. Soy un coqueto desvergonzado –le dijo.
CAPÍTULO 24
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Durante los diez años que pasó en el ejército no había tenido ninguna de las pesadillas que lo
acosaron durante su infancia. Pero todo ese tiempo habían estado acechando en los rincones oscuros
de Devonbrooke Hall, esperando que regresara.
Bajó las piernas al suelo y escondió la cabeza entre las manos. Todavía no se atrevía a acostarse
en la cama de su tío; la encontraba demasiado parecida a una tumba. Medio temía que si se hundía
en ese colchón de plumas no podría encontrar su camino para salir reptando de allí.
Miró el reloj de la repisa. Su intención había sido echar una corta cabezada antes de ir a la
habitación de Laura, pero ya era casi la una de la mañana. Se levantó y se anudó el cinturón de la
bata. Si ella ya estaba durmiendo, se prometió, mientras caminaba hacia su habitación, simplemente
se metería en su cama, se arrimaría a su cálido cuerpo y hundiría la cara en sus olorosos cabellos
hasta que se le disipara el amargo resabio de la pesadilla. Ni siquiera le besaría ese sensible lugar
detrás de la oreja que la hacía apretar su trasero contra él ni ahuecaría sus manos en sus turgentes
pechos. Movió la cabeza. ¡Demonios si no lo haría!
Entró en la habitación y se encontró con Calibán y Cerbero echados en la alfombra al pie de la
cama, como un par de roncadores ángeles guardianes.
–Traidores –susurró, agachándose a acariciarles las cabezas.
Los perros estaban agotados; habían estado toda la tarde persiguiendo a los gatitos de Lottie por
el corredor, hasta que un peludo fierabrás gris se dio media vuelta y le arañó la nariz a Calibán; el
resto del tiempo se lo pasaron gimoteando escondidos debajo de la escalera de la cocina.
Se le aceleró el pulso de expectación cuando apartó las cortinas de la cama, pero se le tornó en
sordos latidos cuando vio la cabeza dorada junto a la oscura de Laura.
Era evidente que su mujer lo había estado esperando; tenía los ojos muy abiertos y nada
empañados por el sueño.
–Lottie tuvo una pesadilla –susurró, mirándolo pesarosa–. No podía echarla, ¿verdad?
Sterling contempló a la niña acurrucada en sus brazos y a la media docena de gatitos repartidos
por la colcha durmiendo muy relajados, y sintió una fuerte punzada de envidia.
–Claro que no –musitó, acariciándole el pelo a Lottie. Se metió los puños apretados en los
bolsillos de la bata para no hacerle lo mismo a Laura–. Está en buenas manos. Tú lograrás mantener
a raya a sus monstruos el resto de la noche.
Cuando se dirigía al solarium, sacó un cigarro del bolsillo, deseando que ella pudiera hacer lo
mismo con los de él.
Devonbrooke Hall retumbaba de alborozo.
Si los perros no pasaban brincando por el corredor retozando inofensivos con uno de los gatitos,
Lottie iba deslizándose veloz por la baranda, chillando a todo pulmón, mientras George patinaba
por el suelo del vestíbulo descalzo, sólo con las medias. Un sonriente Addison proclamó que jamás
habían estado tan brillantes el mármol del suelo ni la caoba de la baranda, y dio un día libre extra a
varios criados.
Cookie se movía por la cocina como una fresca brisa de Hertfordshire, amenazando con un
rodillo al altivo cocinero francés cada vez que éste intentaba echarla de su territorio. Cuando ella
dio a comer a los gatitos una de sus exquisitas salsas de crema, al hombrecillo le dio una rabieta y
pasó por el comedor pisando fuerte y vomitando maldiciones galas con un talento que impresionó
incluso a Dower. Cookie se limitó a rescatar el delantal que él le arrojó a la cabeza y se puso a
preparar pan de jengibre.
La única persona que parecía inmune al alegre caos que había descendido sobre la casa era su
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señor. Sterling rara vez salía de la cavernosa penumbra del estudio revestido en madera, e incluso
prefería tomar ahí la mayoría de sus comidas, puesto que la familia de Laura había tomado posesión
del comedor para sus juegos de cartas y bulliciosas comidas.
Una noche estaba trabajando en su escritorio a la luz de una sola lámpara cuando entró su prima.
–Qué distracción la mía –dijo él, sarcástico–. No debí oírte golpear.
Como siempre, Diana no se anduvo con rodeos:
–Ya hace casi un mes que te casaste y no has hecho el menor esfuerzo por presentar a tu esposa
en sociedad.
Sterling hizo un vago gesto con la pluma, y continuó escribiendo una nota para uno de sus
administradores de Lancashire.
–La mayoría de las familias están en la costa o en sus casas decampo en estos momentos. Tal
vez cuando vuelvan en septiembre...
–Ella cree que te avergüenzas de ella.
Él levantó bruscamente la cabeza.
–¿Que me avergüenzo de ella? ¿De dónde ha sacado esa idea tan ridícula?
–Ha habido ciertos rumores acerca de las insólitas circunstancias de tu matrimonio, y tú no has
hecho nada para desmentirlos.
–Elizabeth... –musitó él, pasándose la mano por el pelo–. Maldita esa mujer con su lengua
viperina.
–Por desgracia, muy poco después de llegar a Londres, Laura oyó una conversación bastante
malintencionada detallando sus diversas deficiencias.
–¿Deficiencias? –exclamó Sterling levantándose–. ¡No tiene ninguna maldita deficiencia! Es
hermosa, generosa, leal y graciosa... , y demasiado inteligente para mi conveniencia. Vamos,
cualquier hombre se sentiría afortunado de tenerla como esposa.
Diana arqueó una pulcra ceja.
Sterling volvió a sentarse en el sillón, evitando mirarla a los ojos. No tenía por qué echarle toda
la culpa a Elizabeth de la errónea imagen que se tenía de Laura, comprendió. Después de todo, él
era el único culpable por ir a su cama en secreto cada noche, tratándola más como a una amante que
como a una esposa.
Tamborileó con la pluma sobre el secante de cuero.
–¿Cuánto tiempo necesitas para organizar un baile?
–Con la ayuda de Addison, una semana y media –dijo Diana sin vacilar, como si hubiera estado
esperando esa pregunta.
–Entonces, será mejor que comiences. –Cuando ella se giró hacia la puerta, añadió–: Ah, y
encárgate de que lady Hewitt reciba una invitación.
Diana le dirigió una sonrisa felina.
–Encantada.
La mañana del día del baile, Sterling estaba revisando la lista de invitados muy bien preparada
por Diana cuando Addison asomó la cabeza en el estudio con la nariz arrugada como si hubiera
estado sometido a un olor desagradable.
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–Hay un hombre que desea verle, señor. Un tal señor Theophilus Watkins.
A lo largo de los años el mayordomo había demostrado ser un juez impecable de la índole de las
personas. Ése era el motivo de que Sterling hubiera confiado a Diana a su cuidado todos los años
que estuvo ausente.
–Muy bien –dijo, receloso–. Hazlo pasar.
Addison hizo entrar a un hombre bien vestido, pero en lugar de retirarse como era su costumbre,
fue a situarse muy rígido detrás del hombro derecho de Sterling.
El desconocido hizo a Sterling una elegante reverencia.
–Theophilus Watkins, excelencia, su humilde servidor.
Pese a sus palabras, no había nada humilde en la actitud del hombre, ni en su ávida sonrisa. La
atención de Sterling fue atraída por el bastón con empuñadura de mármol que tenía el hombre en
sus manos enguantadas. Lo sostenía más como un arma que como un accesorio de moda.
–¿En qué puedo servirle, señor Watkins? Watkins se instaló en un sillón sin que lo invitaran.
–Tal vez no lo sepa, excelencia, pero ya le presté un servicio. Fue mi buen trabajo detectivesco
el que logró rescatarlo de esos codiciosos rufianes que lo raptaron. Si no hubiera sido por mí, tal vez
todavía estaría en sus garras.
Sterling lo miró fijamente un largo rato, sin pestañear. Si no fuera por ese hombre podría estar
felizmente casado con la mujer que adoraba. Podría estar viviendo en Arden Manor en dichosa
ignorancia de su identidad, sin tener que llevar aburridos libros de cuentas ni revisar las rentas de
sus propiedades. Estaría feliz.
De pronto sintió una furia igual a la que le produjo enterarse del engaño de Laura. Deseó
aplastar a ese hombre contra la pared y apretarle el asqueroso cuello con el antebrazo hasta que se le
pusiera morada su engreída cara.
Se aclaró la garganta y pasó unos papeles de un rimero a otro.
–Mi prima me dio a entender que ya le había remunerado su trabajo.
–Ah, sí, y con mucha justicia, se lo aseguro. Pero me pareció que tal vez usted desearía añadir
algún extra por las molestias que me tomé. –Acarició la empuñadura de mármol de su bastón–.
Dado que fue su pellejo el que salvé.
Sterling se dio unos golpéenos en los labios con un dedo.
–¿Sabe? Creo que ya sé cuál podría ser ese extra. Hizo un gesto a Addison doblando un dedo.
Addison se le acercó más y él le susurró al oído algo que lo hizo agrandar los ojos.
Cuando el mayordomo salió obedientemente de la sala, Watkins se arrellanó apoyando el bastón
en el brazo del sillón, con una falsa sonrisa en la boca. Era evidente que esperaba que Sterling lo
recompensaría con una bolsa bien llena.
Estuvieron un rato hablando del tiempo hasta que Sterling oyó pasos en el corredor. Entonces se
inclinó sobre el escritorio, sonriendo agradablemente:
–Estoy muy bien enterado de su buen trabajo detectivesco, señor Watkins. Usted fue el que le
dio una feroz paliza al fiel criado de mi esposa, ¿verdad? ¿O empleó a otro bruto sanguinario para
que le hiciera el trabajo sucio?
Se desvaneció la sonrisa de Watkins. En ese instante, Addison abrió la puerta e hizo pasar a
Dower.
–Dower, el señor Watkins estaba a punto de marcharse –se apresuró a decirle Sterling–. ¿Sería
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CAPÍTULO 25
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–Bueno, siempre hay una primera vez, ¿verdad? –dijo Laura, arrebatándole el plato.
Empezó a temblarle el carnoso labio inferior a Lottie.
–¡Eres una duquesa mala, eso eres, y voy a ir a decírselo a Cookie!
Salió corriendo de la habitación, dando un portazo. Con horrorizada fascinación, Diana observó
cómo Laura empezaba a meterse pastelillos en la boca, uno tras otro.
–Celeste, ¿podrías ir a ver si la lavandera ya terminó de planchar el vestido de su excelencia? –
dijo dulcemente.
Cuando salió la doncella, empezó a pasearse alrededor de Laura, sin poder apartar los ojos de
ella.
–Ah, Lottie tenía razón –exclamó Laura, poniendo los ojos en blanco, extasiada–. Estos pasteles
franceses son exquisitos.
Cuando terminó de engullirlos todos, se pasó la lengua por los labios para recoger las miguitas,
haciendo un mal gesto al coger también un poco de la crema.
–¡Buen Dios! –exclamó Diana, dejándose caer en la otomana, casi aplastando a la sobresaltada
Bola de Nieve–. Estás embarazada, ¿verdad?
Mientras la disgustada gata corría a meterse debajo de la cama, Laura fue lentamente a sentarse
en el borde, con el labio inferior tembloroso.
–¿Desde cuándo lo sabes? –le preguntó Diana afablemente.
A Laura le brotó una lágrima de un ojo, que le bajó por la mejilla abriendo un torcido surco por
en medio de la crema.
–Lo he sospechado desde hace casi una semana, pero sólo tuve la seguridad esta mañana,
cuando vomité el desayuno en mi palangana para lavarme y casi le hice saltar la cabeza al pobre
Addison con un grito, sin ningún motivo. Me pareció que el pobre estaba a punto de echarse a
llorar.
–Me imagino que esto no te habrá cogido demasiado por sorpresa, ¿no? Sobre todo, dadas las
visitas nocturnas de mi primo a tu dormitorio.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Laura, con los ojos agrandados por la sorpresa.
–Puede que ésta sea una casa grande, pero no soy ciega. Ni sorda.
La crema no le cubría las orejas a Laura, de modo que delataron el violento rubor que le subió a
la cara.
–Bueno, no tienes por qué hacerte ninguna idea romántica. Sólo ha estado cumpliendo con su
deber.
–Y con un entusiasmo incansable, podría añadir –dijo Diana, sarcástica–. ¿Se lo has dicho?
Laura negó con la cabeza.
–¿Por qué habría de decírselo? Una vez que le haya dado su precioso heredero, me relegará a
alguna de sus propiedades, de preferencia en Gales o Escocia, y olvidará que yo he existido.
–Eso podría resultarle más difícil de lo que te imaginas. –Diana fue a sentarse junto a ella en la
cama, mientras Laura la miraba recelosa–. Cuando Sterling llegó a vivir aquí, mi padre le dio todo
lo que había prometido. Puede que le haya faltado afecto, pero jamás le faltó ningún lujo. –Incluso
en ese momento Diana sintió la vieja punzada de envidia–. Tenía juguetes de todos los tipos
imaginables, un gordo pony Shetland, los mejores tutores. Sin embargo, todas las noches yo lo
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encontraba sentado en el asiento de la ventana de la sala de los niños, mirando hacia la oscuridad.
Aunque nunca lo habría reconocido, esperaba a su madre. En algún remoto recoveco de su corazón,
seguía creyendo que su madre vendría a buscarlo.
Laura hizo una inspiración resollante.
–¿Cuándo dejó de creerlo?
–Ah, pues ahí está el problema –repuso Diana–. No creo que nunca haya dejado de creerlo. –Le
cogió una mano–. Tienes que ser más fuerte que ella, Laura. No puedes permitirte renunciar sin dar
la batalla.
–Pero ¿y si la pierdo? –preguntó Laura en un susurro. Diana le apretó fuertemente la mano.
–Entonces, sencillamente tendrás que recoger los trozos de tu corazón destrozado y continuar,
tal como he hecho yo.
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–¡No! Vamos, Lottie se morirá de envidia –exclamó ella, girándose por si veía un atisbo del
gallardo poeta.
Sterling le puso las manos en los hombros desnudos y acercó la boca a su oreja.
–Te aseguro que antes de que acabe esta noche, nadie, nadie en Londres, ni siquiera lord Byron,
va a dudar de que el duque de Devonbrooke adora a su esposa.
Sus enigmáticas palabras le produjeron un estremecimiento de anhelo en el alma a Laura, pero
antes que pudiera expresar sus dudas, los músicos iniciaron un movido reel escocés que les hizo
imposible continuar hablando.
Thane pasó medio agachado por entre los bailarines, desesperado por esquivar a una mujer y
encontrar a otra. Lady Elizabet Hewitt llevaba una larga hora acosándolo, persiguiéndolo con
escalofriante persistencia. Puesto que Sterling la había rechazado, era evidente que deseaba
encontrar consuelo en la cama de su más querido amigo. Unas semanas atrás, no habría encontrado
tan impensable la idea de llevarse a la cama a una de las desechadas por Sterling, pero en esos
momentos las roncas risitas de la mujer y sus incesantes pavoneos le producían escalofríos.
Prefería con mucho a las mujeres altas y cimbreñas que, sintiéndose seguras con su elegancia
atemporal, no veían la necesidad de seguir los caprichos de la moda. Suspiró agotado; aunque había
peinado todos los rincones del salón de baile, aún no lograba encontrar a una de esas mujeres.
Lo que sí encontró fue a lady Hewitt caminando hacia él otra vez, con el pecho echado hacia
delante como la proa de un potente barco. Tragándose un gemido, pasó por debajo de la bandeja
vacía de copas de champán que llevaba un lacayo. Estaba considerando seriamente la posibilidad de
escapar por una de las puertas cristalera cuando captó un rápido movimiento en la galería de arriba.
Lady Diana Harlow estaba con los codos apoyados en la baranda de la galería, con el mentón
sobre sus palmas. Thane agitó la cabeza; tendría que haber imaginado que si bien ella detestaba la
superficial alegría de ese tipo de fiestas, querría vigilar atentamente a su primo y a su esposa.
Pero ella no estaba observando a Sterling ni a Laura; lo estaba mirando a él.
Sus ojos se encontraron por encima del mar de bailarines. Ella se enderezó, su expresión
melancólica reemplazada por. una de alarma. Cuando se giró para escapar, Thane comenzó a subir
la escalera, subiendo de dos en dos los peldaños con sus largas piernas.
Cuando llegó a lo alto de la escalera ella acababa de llegar al final del corredor que unía con el
que llevaba al ala norte.
–Huyendo del baile, ¿eh? Creí que ése era el papel de la Cenicienta.
CAPÍTULO 26
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–En tu corazón. En tus brazos. –Mientras del salón subían las primeras notas de un vals, él dio
otro paso hacia ella–. En tu cama.
Diana le dio la espalda, pero no antes que él viera derrumbarse su máscara de severidad.
–¿Cómo te atreves a insultarme así? Vamos, a una palabra mía mi primo se vería obligado a
retarte en duelo.
–Pues di esa palabra –dijo él tristemente–. Prefiero morir en el campo de duelo mañana antes
que pasarme el resto de mis días sólo medio vivo. Así es como me siento cuando no estoy contigo.
Diana se volvió hacia él, pestañeando rápidamente.
–Bueno, eso es simplemente tu mala suerte, ¿verdad? Porque fuiste tú, no yo, el que estropeó los
once últimos años de nuestras vidas.
–Eso no es cierto, y condenadamente bien que lo sabes. Fuiste tú la que rompiste nuestro
compromiso. Fuiste tú la que decidió creer un feo bocado de chismorreo en lugar de creerte al
hombre que decías amar. –Movió la cabeza–. Todavía no puedo creer que hayas pensado que te
había dejado por una cabeza de chorlito como Cynthia Markham.
–¡Te vi! –exclamó ella–. ¡Os vi juntos esa noche en la fiesta de lady Oakley! Te vi con ella en
tus brazos, te vi besarla igual como siempre me besabas a mí.
Thane sintió que la sangre le abandonaba la cara.
–Ay, Dios –susurró–. No lo sabía.
–¿No vas a negarlo? ¿No vas a decirme que fue ella la que te besó a ti? ¿Quién sabe? Después
de todos estos años, a lo mejor me siento tan sola y desesperada que te creería.
Thane cerró los ojos, golpeado por la secreta vergüenza que le había impedido defenderse ante
ella todos esos años. Toda una vida de pesares pasó veloz ante ellos: los tiernos momentos que
podrían haber vivido, los hijos que podrían haber tenido. Pero cuando los abrió, comprendió que ése
era el único momento que importaba.
–No te voy a mentir. La besé.
–¿Por qué? –preguntó ella en un susurro, rompiéndole nuevamente el corazón con las lágrimas
que brotaban de sus hermosos ojos–. ¿Por qué hiciste eso?
Él sacó un pañuelo del bolsillo superior del frac y se lo pasó.
–Porque era joven y estúpido, y estaba solo en un jardín iluminado por la luna con una jovencita
que me miraba como si yo estuviera colgado de la luna. Porque me faltaban menos de dos semanas
para casarme. Porque estaba medio desquiciado de amor por ti, pero aterrado por la intensidad de
mis sentimientos. –Movió la cabeza, desesperado–. En el instante en que mis labios tocaron los de
ella, comprendí que era un error.
Diana arrugó el pañuelo en el puño.
–Georgiana y Blanche vinieron a verme al día siguiente y me dijeron que planeabas casarte con
Cynthia. Y yo, claro, les creí. ¿Cómo no iba a creerles? Había visto la prueba con mis propios ojos.
No me dejaste más opción que romper nuestro compromiso antes que me lo dijeras tú. ¿De qué otra
manera iba a salvar mi orgullo?
Thane le cogió el mentón y la obligó a mirarlo a los ojos.
–Puede que me hayas visto besar a Cynthia Markham en el jardín esa noche, pero te marchaste
antes de verme apartarla de un empujón. No me oíste decirle que mi vida y mi corazón ya estaban
prometidos a otra. –Le acarició el tembloroso labio inferior con el pulgar–. A ti.
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se sintió avasallada por una repentina oleada de ternura. ¿Llevaría así a sus hijos? ¿Los pondría en
sus camas y les besaría sus sonrosadas mejillas cada noche para dejarlos entregados a sus sueños?
No tenía manera de saber si lo haría. Pero debía darle una oportunidad. Se acarició el vientre.
Debía hacerlo no sólo por el bien de él, ni por el bien de ella, sino por el bien del bebé aún no
nacido.
–Sterling –dijo, alzando el mentón.
–¿Sí? –repuso él, girándose en la puerta.
–Después que acuestes a Lottie, ¿podría hablar un momento contigo en el estudio?
El recelo le ensombreció los ojos a él por primera vez esa noche, produciéndole a Laura una
punzada de pesar. Pero no podía permitirse echarse atrás. Si esperaba hasta que él fuera a su
dormitorio para intentar hablarle, no habría palabras.
–Muy bien. Volveré enseguida.
Laura se fue al estudio a esperarlo. No había entrado en el refugio de Sterling desde aquella
noche en que discutieron por el regalo de cumpleaños. El hogar estaba oscuro y frío, de modo que
encendió la lámpara de la esquina del escritorio. Se sentó en el sillón de orejas delante del escritorio
y empezó a dar golpecitos con los pies impaciente.
Los momentos parecían alargarse, lentos. Finalmente se levantó a hacer un inquieto recorrido
por la sala. La lámpara hacía muy poco para disipar la opresiva oscuridad.
–Tiene que tener unas pocas velas guardadas en alguna parte –musitó.
Pasó la mano por las librerías, pero sólo logró encontrar dos pequeños cabos de vela y una caja
de cerillas vacía. Simplemente tendría que atreverse a buscar en el monstruoso escritorio. Su
intención fue sentarse en el borde del sillón de Sterling, pero casi involuntariamente se fue
hundiendo en la mullida y seductora comodidad del tapiz de lustroso cuero.
Así que ésa era la sensación de ser duque, pensó, contemplando la sala desde una perspectiva
totalmente nueva.
Tal vez cuando llegara Sterling debería hacerlo sentarse al otro lado del escritorio. Entonces
podría reclinarse en el sillón, meterse un cigarro en la comisura de la boca y explicarle que ya
estaba harta de su cavilosa reserva y que sencillamente él tendría que perdonarle el ser tan tonta.
Riéndose en voz baja de su estupidez, empezó a buscar velas en los cajones del escritorio.
Pronto llegó el momento en que su única esperanza estaba en el último cajón del lado izquierdo.
Tiró del pomo de caoba pero el cajón se quedó atascado, como si hiciera bastante tiempo que no lo
abrían. Apretando los dientes, le dio un fuerte tirón.
Libre de sus amarras, el cajón se abrió, inundando el aire con la inconfundible fragancia de
azahares.
CAPÍTULO 27
Ruego a Dios que algún día encuentres en tu corazón la piedad para perdonarme.
Cuando Sterling abrió la puerta del estudio, vio a Laura de pie detrás del escritorio, apretando
contra su pecho un puñado de papeles.
Alarmado por las lágrimas que le corrían por las mejillas, echó a andar hacia ella.
–¿Qué te pasa, Laura? ¿Alguien te dijo algo cruel esta noche? Porque si alguien lo hizo te juro
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que...
Antes que él llegara a su lado, ella se golpeó el pecho con los papeles.
–Nunca las abriste –dijo, con voz ronca y enérgica–. Jamás leíste ni una sola palabra.
Sterling miró sus ojos angustiados y sintió entrar en su corazón una niebla mortal. No le hacía
falta mirar de cerca los papeles para saber qué eran. Los olía.
Con manos suaves pero firmes, le quitó las cartas, las dejó caer en el cajón, y lo cerró con el pie.
–No tenía nada que decir que me importara oír.
–¿Cómo puedes saber eso cuando te negaste a escuchar?
Antes que Sterling pudiera impedírselo, Laura abrió el cajón nuevamente y empezó a sacar a
puñados las cartas de su madre. Las fue poniendo en el escritorio hasta que el montón era tan alto
que las cartas empezaron a caer al suelo.
–Todas las semanas durante los seis últimos años de su vida, esta mujer vaciaba su corazón
escribiéndote. Lo mínimo que podías hacer era escucharla.
Sterling notó cómo le iba surgiendo la rabia.
–No quiero hablar de esto contigo, Laura. Ni ahora ni nunca.
–Bueno, eso es lo malo, ¿verdad? Como no soy una carta indeseada no puedes meterme en un
cajón. No puedes hacerme desaparecer simplemente no haciendo caso de mí. Si hubieras podido, yo
habría desaparecido en el instante en que pusimos los pies en esta maldita casa. –Abrió una de las
cartas, sus manos temblando violentamente–. Mi amadísimo hijo –leyó.
–Basta, Laura. No te conviene hacer esto.
Ella lo miró desafiante, y continuó leyendo:
–Se aproxima el invierno y los días se están acortando, pero empiezo y termino cada uno de
ellos pensando en ti. Pienso en cómo estarás pasando este frío otoño y en si serás feliz.
Sterling apoyó la cadera en el borde del escritorio y se cruzó de brazos.
–Si mi felicidad hubiera sido tan importante para ella, creo que no habría estado tan ansiosa por
venderme al mejor postor. Laura rompió el sello de otra carta.
–Mi amadísimo Sterling, anoche volví a soñar contigo, no como el niño que recuerdo sino como
un hombre cuyo hermoso rostro y excelente carácter me hinchó el corazón de orgullo.
–Caramba, todo un sueño ése, ¿no? –se burló él–. Si hubiera visto la realidad se habría llevado
una buena decepción. Sin hacerle caso, ella desplegó otra carta.
–Mi queridísimo hijo –leyó–. Perdona mi horrible letra, por favor. Parece que el láudano que
tomo para aliviar el dolor me atonta la mano y la mente también.
Sterling se enderezó.
–No, Laura –dijo suavemente–. Te advierto que...
–No desperdicies tu compasión en mí –continuó leyendo ella con voz firme, a pesar de las
lágrimas que empezaron a correrle nuevamente por las mejillas–. Morir no será algo tan terrible,
sólo sería terrible si muriera sin ver tu preciosa cara una última vez.
–¡Maldita sea, mujer, no tienes ningún derecho! –Le arrancó la carta de las manos, la arrugó
hasta convertirla en una bolita y la arrojó al hogar–. No era tu madre. ¡Era la mía!
Laura apuntó hacia el hogar con un dedo tembloroso.
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–Y esas fueron las últimas palabras que te escribió. ¿Estás seguro que deseas arrojarlas como si
no fueran otra cosa que basura?
–¿Y por qué no? Eso fue lo que ella hizo conmigo, ¿no?
–¿Y tu padre? Nunca he logrado comprender por qué la culpas a ella y no a él.
–¡Porque era ella la que tenía que amarme! –rugió Sterling.
Se miraron fijamente un largo rato, los dos temblando y resollantes. Después Sterling fue hasta
la ventana y se quedó allí contemplando la noche, consternado por su fallo en autodominarse.
Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz enérgica y tranquila.
–Mi padre escasamente toleraba mi compañía. Me habría vendido por treinta monedas de plata a
cualquier grupo de gitanos que pasara por ahí, si con eso tenía para comprar una botella de oporto o
para pasar otra hora en las mesas de juego. –Se volvió lentamente a mirarla–. Puede que haya sido
él el que me vendió, pero fue ella la que se lo permitió. No logro entenderlo. Y no puedo perdonarle
algo que no logro entender.
Laura cogió un puñado de cartas y se las tendió, con expresión suplicante.
–Pero ¿es que no lo ves? Estas cartas podrían servirte para entender. Si las leyeras, tal vez
lograrías comprender lo impotente que la hacía sentirse tu padre, cómo la convenció de que tu tío
podía darte un futuro que ella no podría darte jamás. Y cuando ya estuvo hecho todo y comprendió
que había sido un terrible error, tu padre no le permitió que se comunicara contigo de ninguna
manera. Rompía las cartas antes que ella pudiera enviarlas. La convenció de que tú estabas mejor
sin ella, que ella ya no tenía ningún lugar en tu vida. Le llevó años encontrar el valor para volver a
escribirte.
–Mi padre murió hace ya más de diez años. Y en todo ese tiempo ella no intentó verme ni una
sola vez.
–¿La habrías recibido? –le preguntó ella, alzando el mentón.
–No lo sé –reconoció él.
–Ella tampoco lo sabía. Y creo que no hubiera podido soportarlo si la rechazabas. –Se le acercó
un poco–. Y aunque ella hubiera intentado impedir que tu padre te entregara en adopción a
Granville Harlow, ¿qué poder tenía? No tenía ningún poder legal. Era sólo una mujer atrapada en un
mundo de hombres, un mundo creado por hombres iguales que tú y tu padre.
–No soy como mi padre –replicó él. Laura hizo una inspiración profunda.
–Tal vez tengas razón. Según Diana, cada día que pasa te pareces más a tu tío.
Sterling se sentó en el alféizar de la ventana, soltando un bufido de risa amarga.
–¿Tú también, Bruto? –musitó en voz baja.
–Tu madre cometió un error terrible, Sterling. Y se pasó el resto de. su vida pagándolo.
–¿Pagándolo ella? ¿O yo? –Se pasó la mano por el pelo–. Nunca le he dicho esto a ningún alma
viviente, pero ¿sabes lo que hizo, que es lo único no perdonaré jamás?
Laura negó con la cabeza.
–Ese día, cuando comprendí lo que habían hecho ella y mi padre y me estaba preparando para
salir por la puerta con mi tío, ella se arrodilló y me abrió los brazos. Era la última vez que la vería, y
sin embargo pasé junto a ella sin decir ni una sola palabra. –Aunque ella estaba a sólo la distancia
de una mano, él tenía clavada la vista en la alfombra, evitando mirarla–. He revivido ese momento
en mil sueños, pero siempre acaba igual. Paso junto a sus brazos abiertos, y entonces despierto con
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el sonido de su llanto. –Levantó la cabeza y la miró a los ojos–. Eso es lo único que no perdonaré
jamás. ¡Jamás!
–Pero ¿a quién no puedes perdonar, Sterling? ¿A ella? –Levantó la mano y le acarició la
mejilla–. ¿O a ti?
Él le cogió la muñeca y le apartó suavemente la mano de su cara.
–La verdad es que no veo que eso importe.
Dejándola ahí, volvió al escritorio y empezó a meter las cartas en el cajón.
Laura lo observó, con la cara pálida y tensa.
–¿Te has preguntado alguna vez por qué guardabas las cartas de tu madre si no tenías ninguna
intención de leerlas?
Sterling no contestó. Se limitó a recoger las cartas que habían caído al suelo y a tirarlas dentro
del cajón encima de las otras.
–Puede que el Diablo de Devonbrooke no sea capaz de perdonarla –dijo ella–, pero apuesto a
que Nicholas Radcliffe sí.
–No existe ningún Nicholas Radcliffe. Ése sólo fue un producto de tu imaginación.
–¿Estás seguro? Tal vez era el hombre que habrías sido tú si te hubieras criado en Arden Manor,
seguro del amor de tu madre. Tal vez era el hombre que todavía podrías ser si lograras encontrar una
migaja de piedad en tu corazón, para ella, para ti. –Laura tragó saliva, con nuevas lágrimas brotando
de sus ojos–. ¿Para mí?
Aunque Sterling comprendió instintivamente que esa sería la última vez que ella se tragaría el
orgullo para suplicar su perdón, la última vez que lloraría por él, dejó caer la última carta en el
montón y lo cerró firmemente.
Laura cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, los tenía secos.
–Le destrozaste el corazón a tu madre:–dijo dulcemente–. No permitiré que me destroces el mío.
Después que ella salió, Sterling giró su sillón, sintiéndose incapaz de soportar seguir mirando la
puerta por la que ella acababa de salir. Su mirada cayó en la única carta que no había metido en el
cajón, la carta que estaba arrugada y sola en la rejilla del hogar.
Debería encender el fuego, pensó, furioso. Debería arrojar todas las cartas en las llamas y verlas
arder. Reprimiendo una maldición, fue a recoger la carta de las frías cenizas.
Abrió el cajón, decidido a ponerla con las otras. Pero algo le detuvo la mano. Podría haber sido
una suave bocanada de aroma a azahar o la impresión de ver el deterioro de la letra suavemente
redondeada de su madre los últimos días de su vida.
Le tembló la mano al desarrugar la carta, alisándola sobre el secante de su escritorio. Estaba
fechada el 28 de enero de 1815, sólo cinco días antes de que muriera.
Mi queridísimo hijo:
Perdona mi horrible letra, por favor. Parece que el láudano que tomo para aliviar el dolor me
atonta la mano y la mente también. No desperdicies tu compasión en mí. Morir no será algo tan
terrible, sólo sería terrible si muriera sin ver tu preciosa cara una última vez.
Hice las paces con mi Hacedor hace mucho tiempo, así que no tengo ningún miedo de mi
futuro. Me considero bendecida entre las mujeres porque tuve el privilegio de ser tu madre,
aunque sólo fuera por unos pocos y cortos años.
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Teresa Medeiros Un Beso Inolvidable
La voz de su madre era tan clara que igual podría estar de pie detrás de su hombro. Se pellizcó el
puente de la nariz, agradeciendo que su tío le hubiera quitado las lágrimas a varillazos.
Nunca nos despedimos como era debido, y no tengo ninguna intención de despedirme ahora.
Aunque he estado privada de tu dulce compañía la mayor parte de esta vida, tengo la esperanza
de poder cuidar de ti desde el cielo; de poder enviarte sol para abrigarte un frío día de invierno y
pasar mi mano invisible por tu frente cuando estés cansado y el día sea largo. Dondequiera te
lleve esta vida, sabe que yo iré detrás. Y si no puedo, entonces enviaré a uno de los ángeles de
Dios en mi lugar.
Sterling pasó la yema del dedo por la firma desfigurada por el temblor de la mano. Estaba
ligeramente manchada, como si hubiera caído una lágrima que ella se apresuró a secar.
–Trataste de cumplir tu promesa, ¿verdad? –susurró.
Laura estaba equivocada. Él no le destrozó el corazón a su madre, después de todo. Al final, su
corazón estaba lo bastante fuerte y fiel para sobrevivir a todas las desilusiones de su vida, incluso a
su indiferencia.
Dobló suavemente la carta y la dejó a un lado. Haciendo una temblorosa inspiración, bajó la
mano y abrió lentamente el cajón. Pasado un momento de vacilación, eligió una de las cartas de
encima del montón, rompió el sello, se acomodó en su sillón y empezó a leer.
Cuando el duque de Devonbrooke salió disparado del estudio a la mañana siguiente, chocó con
una joven criada pecosa, que cayó al suelo de espaldas lanzando un asustado chillido y soltando el
fregasuelos que llevaba en la mano.
–Ay, excelencia, perdone, lo siento tanto. No sabía que estaba ahí.
Estaba tratando de levantarse cuando él le cogió el brazo y la puso de pie.
–No hay por qué disculparse, querida. Fui yo el torpe, no tú.
Le puso el fregasuelos en la mano y continuó su camino. Al cabo de un instante miró atrás por
encima del hombro y la vio mirándolo fijamente con los ojos redondos como platos.
Era comprensible, supuso. Aunque todavía vestía el atuendo formal que se puso para la fiesta,
éste dejaba mucho que desear. La corbata le colgaba suelta del cuello, y se había quitado el frac. Se
había pasado los dedos por los cabellos, pero en lugar de peinarlos los había dejado más revueltos
que nunca. Pero estaba seguro que lo más desconcertante de él era su sonrisa; una sonrisa que no
lograba reprimir por mucho que lo intentara. Después de verlo abatido durante semanas, con un
ceño fruncido por toda expresión, ¿era de extrañar que la pobre muchacha pensara que se había
vuelto loco?
Aunque ya era casi media mañana, no había nadie en el vestíbulo y la casa estaba extrañamente
silenciosa, más o menos como cuando vivía su tío. En ese momento se dio cuenta de lo mucho que
se había acostumbrado al alegre caos formado por las peleas entre Lottie y George, las palabrotas de
Dower y los cantos de Cookie ajetreada en la cocina. Todos debían estar metidos en sus camas,
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La habitación comenzó a girar, de modo que comprendió que debía sentarse. Pero erró el cálculo
y en lugar de sentarse en el borde de la cama cayó sentado violentamente en el suelo. Apoyó la
cabeza en la cama, hizo una profunda inspiración y continuó leyendo:
Parece que los dos somos dignos de encomio por haber cumplido con nuestro deber. Puesto
que tus atenciones ya no serán necesarias, he decidido retirarme a Arden Manor, para pasar allí
mi embarazo. Dado que tu único motivo para casarte conmigo fue adquirir un heredero,
supongo que una hija será de poco interés para ti.
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Una hija, pensó, algo aturdido, pasándose la mano por la boca. Una niñita de pelo oscuro y
carita pecosa que se arrojaría a sus brazos para colgarse de su cuello con los bracitos regordetes.
Una soñadora de ojos alegres, tan inocente para creer que con sólo un beso podría despertar a un
príncipe durmiente.
He de advertirte que en el caso de que nos nazca un varón, no permitiré que se críe en una
casa mausoleo con un ogro frío e insensible por padre. Se criará aquí en Arden, rodeado de sol y
gatitos. Tendrá a su irrefrenable tía Lottie para adorarlo y a su devoto tío George para enseñarle
a hacer trampas en el whist. Cookie lo atiborrará de bollos calientes y cuando tenga edad,
Dower le enseñará a maldecir como un hombre.
Le pondré Nicholas y lo criaré para que sea el hombre que podrías haber sido tú si el mundo
y tu tío no te hubieran envenenado el alma.
Y nadie, ni siquiera tú, me lo arrebatará jamás.
–Así se habla, muchacha –musitó Sterling, sorprendido al sentir mojadas las mejillas.
Te ruego que no te enfades con Diana ni con los criados por no haberte alertado de nuestra
partida. Como ciertamente sabes, Dower es muy ocurrente e ingenioso cuando hace falta. A
pesar de nuestras diferencias, continuaré siendo:
Tu amante esposa Laura.
CAPÍTULO 28
Pero aunque ese día no llegue nunca, sabe que siempre te amaré.
Cuando Sterling llegó al ala norte, un sonido muy extraordinario hizo más lentas sus largas e
impacientes zancadas. Apoyó el oído en la puerta de la suite de Diana, pensando si la falta de sueño
no le habría deteriorado los sentidos. Pero no, volvió a oír ese sonido.
Diana se estaba riendo. Su seria prima, cuya sonrisa era tan excepcional y preciosa como una
rosa florecida en invierno, se estaba riendo, ¡riendo! Entonces llegó a sus oídos un sonido aún más
sorprendente: la voz grave y ronca de un hombre.
Demasiado pasmado para pensar, simplemente levantó el pie y abrió la puerta de una patada.
Diana se incorporó bruscamente en la cama, tapándose los pechos con la sábana; sus oscuros
cabellos le caían sueltos alrededor de sus blancos hombros.
–Qué distracción la mía –dijo con educada mordacidad–. No debí oírte golpear.
Junto a ella en la cama, con los ojos desorbitados, Thane parecía estar dudando entre esconderse
debajo de las mantas o dar un salto para salir por la ventana.
–¿Estás armado?
–No en este momento –replicó Sterling–. Aunque podría llamar a Addison para que me traiga mi
pistola si lo crees necesario.
Thane levantó una mano apaciguadora.
–No nos precipitemos. No hay ninguna necesidad de que me retes a duelo. Te aseguro que mis
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–El tener demasiado orgullo y tan poca sensatez. El mentir acerca de mis motivos para casarme
contigo. El fingir que lo único que deseaba de ti era un heredero cuando la verdad es que no podía
soportar que salieras de mi vida. El haberte hecho mi esposa y tratado como a una amante. –Al ver
brotar lágrimas en sus hermosos ojos castaños, le cogió la cara entre las manos–. El no querer
reconocer que tu ridícula farsita fue lo mejor que me ha ocurrido en mi vida y que probablemente
no sólo me salvó la vida sino también el alma. –Le rozó la pecosa mejilla con los labios, deseando
poder borrarle con besos todas las lágrimas que la había hecho derramar, todas las lágrimas que
derramaría el resto de su vida–. Pero por encima de todo, el no haber tenido el valor para decirte lo
mucho que te quiero, lo mucho que te amo.
Ella se apartó, giró sobre sus talones y empezó a alejarse. Sterling tuvo que hacer un enorme
esfuerzo para no ponerse a llorar a gritos. Contempló su espalda rígida y apretó los puños con
fuerza para no correr a abrazarla otra vez.
–Si no encuentras en tu corazón la piedad para perdonarme, lo comprenderé. No me lo merezco.
Ella se giró a mirarlo.
–Una vez me dijiste que había una cosa que no perdonarías jamás.
Antes que él se diera cuenta de lo que iba a hacer, ella le abrió los brazos, tal como hiciera su
madre hacía tantos años.
Sin dudarlo un instante, Sterling corrió a arrojarse en ellos, estrechándola fuertemente contra él
y hundiendo la cara en sus sedosos cabellos.
–Dios mío, Laura, creo que no podría haber esperado ni un momento más para verte, para
acariciarte. Cuando te vi allí, fue como un milagro. –Agitó la cabeza–. Si no hubieras venido a dejar
las flores...
–¿Las flores? –repitió Laura, visiblemente perpleja. Echó atrás la cabeza, sin soltarle los
brazos–. Yo no traje flores. Vine a esperarte. Pensé que las flores las habías traído tú.
Se miraron pasmados un momento y luego se giraron al mismo tiempo a mirar el ramo posado
sobre la tumba de su madre. En ese momento sopló una tibia brisa por el camposanto haciendo
revolotear los delicados pétalos por el aire.
Sterling se echó a reír, cogió en sus brazos a Laura y la hizo girar en volandas.
–Cumplió su promesa, ¿verdad? Me prometió que se encargaría de que jamás caminara solo.
Laura le sonrió con los ojos llenos de lágrimas de alegría.
–Y nunca caminarás solo, cariño. Porque siempre estaré contigo para amarte.
Mientras la celestial fragancia de los azahares revoloteaba alrededor de ellos, sus labios se
unieron en un beso que ninguno de los dos olvidaría jamás.
EPÍLOGO
A sus cuatro añitos, Nicholas Harlow, el futuro duque de Devonbrooke, sabía ser un diablillo;
sobre todo cuando su hermanita de cinco años no hacía su voluntad.
Los dos estaban en el patio mirándose fijamente, la nariz pecosa de él casi tocando la nariz
respingona de ella.
–Tienes que hacer todo lo que yo digo –proclamó él, quitándose un oscuro mechón de los ojos–.
Poque soy el hededero de mi papá y un día voy a sed duque.
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Ellie se plantó las manos en las caderas, agitando sus rizos dorados.
–Papá ya es el duque y mamá no hace todo lo que él dice. Además, puedes ser el hededero de mi
papá, pero yo soy la Beldad Incomparable de la familia. Tita Lottie lo dice.
Entonces ella le sacó la lengua y él golpeó el suelo con el pie, soltando una tremenda sarta de
palabrotas. Afortunadamente nadie podía entenderlas, porque junto con las palabras había cogido la
enrevesada pronunciación de Dower.
–¡Eleanor! ¡Nicky!
Al oír la voz de su madre, los dos se giraron y vieron a sus padres sentados en el pórtico de
atrás; habían visto y oído todo.
El papá les hizo un guiño, con cara tan inocente como la gorda gata amarilla que dormitaba a sus
pies sobre los adoquines.
–Cookie acaba de sacar del horno una tanda de bollos.
Los niños se miraron alarmados y echaron a correr en dirección opuesta a la casa.
–¡Eso fue cruel! –dijo Laura, golpeándole el brazo–. Ahora tendrás que comértelos tú.
La perversa sonrisa de él se desvaneció.
–Ah, no había pensado en eso.
Laura suspiró encantada, contemplando a sus hijos retozar por el prado iluminado por el sol,
seguidos por dos regordetes cachorros de mastín que trataban de mordisquearles los talones.
–Son exactamente lo que siempre deseaste, ¿verdad? Un niño y una niña.
–Eso era lo que deseaba Nicholas Radcliffe. Yo deseaba media docena. –La miró con una
sonrisa provocativa–. Para empezar.
Ella le tironeó un mechón.
–Si es así, milord, entonces te convendrá ser más diligente en tus deberes.
Él la colocó sobre sus rodillas y le mordisqueó tiernamente el cuello.
–Si fuera más diligente, ya tendríamos una docena de bebés. Laura le rodeó el cuello con los
brazos.
–Eso sería toda una proeza, puesto que sólo llevamos seis años casados. –Movió la cabeza–.
Cuesta creer que George vaya a empezar su primer año en Cambridge este otoño. Y ahora que
Lottie ha cumplido la excelsa edad de dieciséis años, está contando los días que faltan para la
temporada en Londres que le prometiste.
Sterling se echó a temblar.
–Me horroriza la idea de soltarla sobre esos desventurados cachorros. No sería una proposición
tan aterradora si la traviesa sargentita no hubiera resultado ser una Beldad Incomparable después de
todo.
–Sencillamente tienes que encontrarle un marido que le impida meterse en dificultades.
–No te preocupes –le aseguró él solemnemente–. Serás la primera en saberlo si encuentro a un
confiado posible novio inconsciente en el viejo robledal.
Riendo, Laura hizo un desganado ademán de desprenderse de sus brazos.
–Eres un verdadero diablo.
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–Eso es lo que dicen. –Sterling le acarició la mejilla, suavizando su picara expresión hasta
dejarla en una maravillada–. Pero de todas maneras eso no explica que Dios haya decidido
bendecirme con mi ángel y mi rinconcito de cielo en Hertfordshire.
Cuando se apoderó de sus labios en un beso fiero y tierno a la vez, la gata amarilla frotó la
cabeza contra sus tobillos entrelazados, ronroneando como loca.
Laura apoyó la cabeza en el hombro de Sterling.
–Tu madre me dijo una vez que todos los gatitos de Lottie descienden de una única madre gata.
¿Sabías eso?
–Sí –dijo Sterling en voz baja, sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta al bajar la
mano para hundir los dedos en el suave pelaje de la gata–. Creo que sí.
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