Lady Libertina
Lady Libertina
Lady Libertina
Escándalos de la Nobleza
Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo final
Epílogo
Sobre la autora
Nota final de la autora
Piel de Luna
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Forma parte de mi Universo de Lectoras
Otros títulos de MaribelSOlle
Capítulo 1
Abrir los ojos fue poco más que una tortura. La cabeza le dolió mucho
y apenas pudo mover los párpados. Lo último que recordó fue haber bebido
su acostumbrada infusión de menta. Eso, y la terrible pesadilla que había
tenido con Katty Raynolds. Había soñado que ella aparecía en su habitación
e intentaba cazarlo. Gracias a Dios, a su lado no encontró a nadie. La cama
estaba vacía, solo estaba él, tumbado con la misma ropa de ayer. Suspiró
aliviado y se llevó una mano a su cabeza dolorida. ¿Qué le había pasado?
¿Acaso alguna de las copas que tomó con la viuda de Pompsay le había
sentado mal? Se incorporó hasta dejar su espalda apoyada en el cabecero.
Tenía la garganta seca y carraspeó un par de veces antes de darse cuenta de
la presencia intimidante que había en su alcoba de prestado.
Un destello violeta lo obligó a girar la cabeza. Notó un leve mareo, pero
llegó a enfocar al Duque de Doncaster sentado en el sillón que quedaba al
lado de su cama. Aquel mismo sillón en el que él se había sentado la noche
anterior para tomar su infusión. El magnate tenía las manos apoyadas en su
bastón recubierto de oro y su gesto era serio. Las cortinas estaban pasadas,
por lo que apenas lo vio con claridad.
—Milord... —balbuceó, frotándose los ojos y echando la espalda hacia
delante, lejos del cabecero. El Duque de Doncaster no respondió nada, solo
lo miró en silencio y le provocó el mismo miedo que Katty Raynolds le
provocaba a veces—. No ha sido una pesadilla, ¿verdad?
—No —habló por primera vez el hombre al que había ido a visitar para
mejorar en sus negocios—. Ayer fue usted el protagonista de un escándalo,
señor Sutter. Un escándalo de la nobleza, para ser más exactos. Claro que
apenas pudo darse cuenta de ello porque estaba dormido.
—No entiendo nada... Yo...
—No voy a entrar en detalles —lo cortó el viejo Marcus, achinando sus
ojos violetas y tirando su cuerpo hacia delante, apoyándose más en su
bastón—. No sé lo que ha hecho usted. Algo debe de haber hecho, por
supuesto. Mi hija puede ser insistente, pero no es necia —Donald se quedó
callado. Sospesando si Katty le habría contado a su padre lo del beso. Pero
¿qué más habría ocurrido? Entonces, ¿su pesadilla no había sido tal cosa?
Estaba muy confundido—. Con independencia de lo que haya sucedido, la
cuestión es que ayer mi hija fue vista en sus aposentos delante de la alta
sociedad británica. Para reparar su honor y su reputación, debe usted de
casarse con ella. Es la única solución posible. Supongo que ya sabe cómo
funcionamos los miembros de la alta sociedad inglesa. No podemos dejar
que una cosa así suceda sin consecuencias. Eso supondría la ruina social de
mi única hija y es algo que no voy a permitir.
—¡Pero milord! —se despertó de repente, ignorando el fuerte dolor de
cabeza—. ¡Yo no he tocado a su hija! —negó con vehemencia, aunque no
estaba seguro de eso y en parte era una mentira puesto que le había robado
un beso. ¡Pero nada más! ¿Verdad? Apenas podía recordar lo sucedido en la
noche anterior—. No sé lo que le ha contado ella, pero...
—Ella no me ha contado nada a mí y conociendo a Katty Raynolds
como la conozco, sé que ha tenido mucho que ver en esto —determinó el
Duque y se puso de pie—. Lo siento de veras, señor Sutter —continuó,
dando unos pasos al frente al tiempo que clavaba su bastón al ritmo de sus
pisadas—. Pero como ya le he dicho, es estrictamente necesario que usted
despose a mi hija. Piénselo como un hombre de negocios. Tiene mucho que
ganar con Katty, por lo pronto un suegro que puede catapultarlo
económicamente.
—O hundirme... —comprendió Donald en voz alta. Marcus Raynolds
era conocido por su habilidad en las negociaciones, estaba manipulándolo,
tratando de hacerse su amigo. Pero él sabía que, detrás de sus palabras
amables, había una amenaza implícita.
—Yo no diría tanto, señor Sutter —El pelirrojo pudo ver la sonrisa
cínica de Marcus a través de la penumbra y supo que estaba en lo cierto. O
se casaba con Katty Raynolds, o iba directo a la ruina—. Además, si fuera
usted un lord inglés me vería obligado a retarle a un duelo. Como esas no
son sus costumbres, no me queda otro remedio que ofrecerle mi alianza si
accede a reparar la reputación de Katty. ¿No había venido usted a buscar
mis consejos y mi apoyo en sus negocios? Bien, ahora tiene la posibilidad
de volver a su país con las manos llenas.
«Y con una esposa indeseada», añadió él en sus pensamientos. Desde
que se había quedado huérfano había cuidado de su pequeño patrimonio con
recelo. Y no estaba dispuesto a perderlo todo. —Supongo que no me queda
más remedio —accedió con un tono de voz amargo y se levantó de la cama
para correr las cortinas, estaba harto de la oscuridad. Los rayos de sol
entraron con fuerza en la recámara. Era mediodía. La luz le provocó una
fuerte jaqueca, pero se obligó a girarse para ver mejor a su futuro suegro.
—Bienvenido a la familia, señor Sutter —El Duque de Doncaster le
ofreció la mano y él la aceptó después de algunos segundos de vacilación
—. Me alegra que haya entendido este asunto con rapidez y con diplomacia.
Debo confesar que ayer me enfadé bastante y lo amenacé de muerte —rio el
Duque, pero él se quedó serio e incluso esbozó una mueca de indignación
—. Pero los hombres de negocios no podemos perder el tiempo en
contrariedades que son muy fáciles de solucionar —El americano asintió
sin demasiadas ganas—. Pero alegre esa cara, joven. Acaba usted de
comprometerse con la hija del hombre más rico de Inglaterra. Cualquier
hombre en su lugar estaría dando saltos de alegría. Además, Katty está en
su primera temporada, es joven y bella. Sé que llegará a apreciarla y quién
sabe... incluso a amarla.
«No hace falta que continúe vendiéndose, lord Raynolds», replicó en su
interior con disgusto. Se giró hacia la ventana, dándole la espalda al
magnate del oro. No pudo seguir mirándolo a la cara. Necesitaba estar solo
con sus propios pensamientos. —Bien, lo dejo. Supongo que tendrá mucho
en lo que reflexionar —oyó a sus espaldas la voz de Marcus—. Más tarde
enviaré a uno de los ayudas de cámara para que lo vista.
—Como desee —contestó Donald sin girarse para despedirse.
«He cometido tres errores», pensó cuando oyó la puerta cerrarse y se
quedó solo. El primero había sido viajar hasta Inglaterra y hospedarse en
casa del Duque de Doncaster. El segundo haber besado a la hija del Duque.
Y el tercero no haber cumplido con la promesa del baile. Si hubiera ido al
salón y hubiera bailado con Katty, todo habría quedado en una pequeña
aventura de un beso robado a una joven debutante inglesa. Pero la viuda de
Pompsay le pareció mucho más interesante y se olvidó de Katty y de su
fuerte personalidad. Ella no era una mujer fácil de llevar ni sumisa. Aun así,
la odiaba con todo su ser. ¿Cómo podía haber llegado tan lejos? ¿Cómo
había podido atarlo a su vida sabiendo que él no quería casarse?
Se pasó una mano por la cara antes de reír sin reír verdaderamente. Se
sentía un estúpido. Había sido burlado por una muchacha casi diez años
más joven que él y sin experiencia de la vida. No quería ni imaginar cómo
sería Katty Raynolds dentro de unos años. ¡No quería ni pensar cómo sería
su vida de casado con ella! Pero si pensaba que había ganado la partida,
estaba muy equivocada. El dinero de su padre podía comprarle un marido,
pero no un corazón. Iba a darle una merecida lección a «lady Caprichosa».
Una que no olvidaría jamás. Iba a demostrarle a esa gatita sin uñas que a
Donald Sutter nadie puede atarlo.
Si ella era mala, él era un demonio.
El enlace se celebró en poco tiempo, pero con todos los lujos necesarios
y excentricidades propias de la familia Raynolds. La iglesia más importante
de Londres se decoró con toda clase de flores, ramilletes y alfombras. El
cura, muy bien pagado, dio un emotivo sermón a sus numerosos oyentes y
Katty Raynolds estaba esplendorosa.
La joven y hermosa novia brillaba con luz propia más allá de su costoso
vestido blanco brocado en oro y sus joyas de altísimo valor con amatistas
incrustadas y oro de primera calidad. Ella era una beldad, y se casaba en su
segunda temporada con el caballero que le había robado el corazón y algo
más... la poca cordura que tenía.
Había decidido dejar atrás su malestar, su tristeza y su despecho para
disfrutar del día de su boda e intentar, tal y como había quedado con sus
mejores amigas, volver a conquistarlo. Miró y esbozó una sonrisa tímida
hacia el hombre que tenía al lado mientras el cura hablaba, pero él no le
devolvió el gesto. Solo alcanzó a ver su perfil y su pelo rojo como el fuego
bien peinado hacia atrás. ¿Qué estaría pensando Donald en esos instantes?
Podía imaginar que nada bueno, ya que casarse nunca había entrado en sus
planes y apenas habían cruzado palabra alguna desde su lamentable
discusión. Solo habían hablado lo necesario para los preparativos y
formalidades previas al enlace, y siempre en público. En esas escasas
ocasiones de comunicación, el americano se había mostrado educado y
cordial, pero impenetrable.
Estaba un poco nerviosa, sería una necedad negarlo. Cualquier novia
solía estarlo en el día de su boda, pero ella un poco más por el contexto en
el que las circunstancias se estaban dando. Aun así, en el fondo de su joven
y vibrante corazón sentía un extraño y muy seguro presentimiento de que
aquello que estaba ocurriendo era la correcto. Que Donald, pese a sus
enojos y sus reticencias, era para ella. Y que Dios los había unido para
algún propósito.
Dejó de mirarlo y volvió a enfocar sus ojos amatista hacia el cura. Soltó
el aire lentamente por la nariz. El velo, por misericordia divina, le cubría los
signos de la preocupación inscritos en sus pupilas. Intentó concentrar de
nuevo su atención en el sermón del clérigo y consiguió dejar de preocuparse
hasta que llegó el momento decisivo.
—Señor Sutter y Lady Katty Raynolds, ¿vienen a contraer matrimonio
sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?
—Sí, venimos libremente —contestaron los dos al unísono. El tono de
Donald sonó claro y fuerte, pero con una ligera nota de sarcasmo que no
pasó desapercibida para una mente despierta como la de la novia. La hija
del Duque no osó mirarlo.
—¿Están decididos a amarse y respetarse mutuamente, siguiendo el
modo de vida propio del matrimonio, durante toda la vida?
—Sí, estamos decididos —replicaron ambos con las mismas
insinuaciones y particularidades anteriores. Katty estuvo tentada a frotarse
las manos, pero se mantuvo firme y habló con seguridad.
—¿Estáis dispuestos a recibir de Dios amorosamente a los hijos, y a
educarlos según la ley divina?
—Sí, estamos dispuestos.
¡Hijos! Katty ni siquiera sabía qué opinaba Donald sobre los niños. Y lo
que sabía de él no le permitía emitir un juicio sensato sobre su opinión. Lo
único que sabía que, como él no era un noble, no necesitaba un heredero.
—Así, pues, ya que queréis contraer santo matrimonio, unid vuestras
manos, y manifestad vuestro consentimiento ante Dios.
La novia se giró poco a poco hacia su inminente esposo y lo miró a
través de su velo directamente a los ojos. El encaje, sin embargo, y la poca
claridad en los ojos azules del pelirrojo apenas le permitieron adivinar sus
sentimientos. Unieron sus respectivas manos derechas enguantadas. Era la
primera vez que se tocaban desde hacía semanas. Katty volvió a notar esa
fuerte corriente que la había convencido de que él también sentía algo por
ella. El cuerpo le vibró. Y Donald dio un paso instintivo y muy disimulado
hacia atrás. ¿Cómo podía decir Donald Sutter que no sentía nada por ella?
¡No era tan boba como para creérselo! ¿Y si Esmeralda tenía razón y todo
lo malo que le había dicho fue resultado de su enojo? Deseó que fuera así y
le suplicó a Dios, ya que estaba en un rito religioso, que algún día Donald la
amara.
—Yo, Donald Sutter, te quiero a ti, Katty Raynolds, como esposa y me
entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la
salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi
vida —prometió Donald con voz audible para toda la iglesia como si leyera
un libro.
Luego, le tocó el turno a ella, repitió las mismas palabras mientras su
alma se agitaba junto al roce de la mano del americano. Su voz sonó aguda,
femenina, segura de sí misma y, para algunos, coqueta. Pero no era
coquetería lo que hacía que su voz temblara un poco, sino los nervios muy
bien disimulados.
—El Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que
habéis manifestado y os otorgue su copiosa bendición. Lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre —declaró el cura y un escalofrío intenso
recorrió la espalda de Katty Sutter. Porque sí, ya era Katty Sutter y no Katty
Raynolds.
Las alabanzas a Dios por parte de todos los presentes no se hicieron
esperar y luego el religioso volvió a hablar. —El Señor bendiga estos
anillos que vais a entregaros el uno al otro en señal de amor y de fidelidad.
La recién señora Sutter extendió su mano casi temblorosa hacia su
recién esposo y este le deslizó un anillo de oro con diamantes incrustados
en el dedo anular. Luego, ella hizo lo mismo con él. Cada roce fue una
tortura para ella, tragó saliva en varias ocasiones y hasta sintió que
desfallecía. Ya no era tan solo que Donald fuera terriblemente atractivo,
sino que una fuerza única y especial la abrumaba con intensidad.
—Puede retirarle el velo a su esposa, señor Sutter y que los asistentes
saluden a este nuevo matrimonio.
Donald obedeció y le subió el velo de encaje blanco poco a poco. Katty
buscó su mirada azul y penetrante, y esta vez sí dio con ella. Al principio le
pareció ver un destello de admiración y complacencia, pero rápidamente esa
sensación positiva se sustituyó por una mirada de inapetencia y desagrado.
Ella intentó sonreír, pero se quedó estática. Lo único que alcanzó a hacer
fue cogerse al brazo que Donald le ofreció y desfilar entre medio de los
asistentes, recibiendo las felicitaciones por parte de familiares, amigos y
conocidos.
No fue hasta llegar al carruaje nupcial, en el que ambos se sentaron
solos para saludar al pueblo de Londres mientras recorrían las calles, que
Katty reaccionó. Se dio cuenta de que ya no era solo la hija del Duque y
hombre más rico de Inglaterra, sino que era la esposa de un hombre del que
apenas sabía algo. —Hay mucha gente —intentó hablar de algo trivial
mientras los caballos se ponían en marcha y ella movía la mano para
saludar a los londinenses curiosos. La única hija de Marcus Raynolds no se
casaba cada día. Y todos querían ver qué vestido llevaba y quién era su
esposo. ¡Un americano de pelo rojo como el fuego y de mirada pícara!
—Sí.
¡Recórcholis! ¡Qué seco! Solo «sí». Debería insistir un poco más.
—Ha sido una bendición que haga tan buen tiempo y que podamos ir sin
capota, me gusta poder saludar bien a las personas que nos han venido a
ver. ¿No le parece, señor Sutter?
—Suena ridículo —contestó él con brusquedad.
—¿Qué suena ridículo? —preguntó ella, envuelta por su velo echado
hacia atrás y su mirada amatista brillante bajo el sol del mediodía.
—Que me llames «señor Sutter». ¿Es esa otra formalidad inglesa?
¿Hablarle de usted al esposo?
Katty parpadeó un par de veces con fuerza. Donald pretendía ser
hiriente, pero en realidad sus palabras le sonaron como un bálsamo curativo
en su magullado corazón. ¡La consideraba su esposa! Y no por qué un cura
lo hubiera dicho, sino porque lo había interiorizado hasta el punto de
expresarlo sin darse cuenta.
—Tienes razón —dijo ella con entusiasmo, queriendo complacerlo—. Si
lo prefieres, te tutearé, y será un gusto para mí que me llames Katty. Al final
de cuentas, ahora soy americana. Las esposas adquieren la nacionalidad de
sus maridos —manifestó con una sonrisa, pero él solo cerró los párpados
como si le doliera la cabeza y luego giró la cabeza hacia el otro lado del
vehículo y no volvió a mirarla hasta llegar a casa de sus padres. Allí iban a
celebrar un gran banquete con todas las delicadezas y finuras.
El jardín estaba decorado con mesas largas, cubiertas por manteles
blancos que, a su vez, estaban cubiertos por grandes fuentes y platos. Los
lacayos iban con su levita negra de un lado a otro, trabajando para que todo
estuviera en orden. Las flores estaban esparcidas con buen gusto por las
mesas de los comensales y varias carpas cubrían las zonas de más
importancia. Era un espacio idílico, sin duda. Y se notaba, una vez más, el
poder de la familia Raynolds.
Confesar que había pasado los últimos cuatro años complaciéndose con
sus propias manos había sido lo más vergonzoso y humillante que había
hecho nunca. Su hombría se había desmoronado en público. Ningún
hombre que preciara su virilidad pasaría tanto tiempo sin disfrutar de las
carnes de una mujer. No quería imaginar las burlas de sus pares si llegaran a
enterarse.
No había sido nada fácil la penitencia. Pero lo cierto y, aunque le
resultara extraño, era que se sentía más masculino que nunca. Haber
logrado el perdón de Katty era lo más vigorizante y viril que había hecho en
su vida. Por eso, cuando entró a la recámara de su esposa su orgullo alcanzó
límites inescrutables. Aquella habitación le había sido vedada hasta
entonces, y el privilegio lo llenó por completo.
Después del incidente con Liam Anderson, ambos habían paseado por el
jardín como dos tórtolos enamorados. Incluso habían cenado y conversado
antes de retirarse a sus respectivas habitaciones con la promesa silenciosa
de reencontrarse poco después y celebrar su noche de bodas.
La encontró sentada al borde de la cama con un camisón blanco de raso
y su pelo suelto bien peinado a un lado. Su piel pálida, moteada por algunas
pecas, brillaba a la luz de las velas. Era un sueño hecho mujer, su mujer. Su
esposa. Dio dos pasos hacia ella, algo nervioso, como si él fuera virgen... y
no ella. Sin embargo, la mirada inocente de Katty rápidamente los colocó a
ambos en las posiciones que les correspondía.
La cogió por las manos, excitándose con el roce de su piel, y la
levantó. —¿Tengo que estar de pie? —preguntó ella, incómoda.
—Quiero verte desnuda.
—Ya me has visto desnuda otras veces —susurró ella, nerviosa.
—Esta vez quiero hacerlo con la intención de hacerte mía —rugió y
supo que no había sonado tan romántico como había pretendido. Deseaba
que esa vez, la primera vez de Katty, fuera romántica. Pero era difícil
lograrlo después de tanto tiempo esperando ese momento.
Soltó sus manos y le quitó el camisón con lentitud premeditada, rozando
cada pedacito de su piel, sintiendo el estremecimiento femenino. Ella
temblaba, pero él no tenía intenciones de detenerse. Ya no. La contempló
sin el camisón, incluso dio una vuelta alrededor de ella, como un cazador
acechando su presa.
Katty notó la mirada oscura y penetrante de su esposo sobre ella, y se
estremeció. Jamás lo había visto de ese modo. Sabía que él estaba
intentando suavizar sus gestos, pero apenas lograba controlarse. Todo él
rezumaba peligro y aunque el miedo era una opción, lo único que sentía era
excitación. Su piel empezó a arder y se puso roja desde el nacimiento del
pelo hasta la punta de los pies. Los pezones se le endurecieron,
avergonzándola. Quiso tapar sus pechos con sus manos, pero Donald no se
lo permitió. El pelirrojo la abrazó por la espalda y le apretó los senos. Pudo
notar su fuerte respiración en la nuca, salvaje.
—Donald... —murmuró ella sin aliento. Y él la respondió con un fuerte
mordisco en el cuello y un fuerte apretón en sus pezones. Una sensación
extraña la invadió, una mezcla de dolor y de placer adictiva. Se giró hacia
su esposo, enloquecida por esa nueva sensación, y abordó sus labios con
agresividad. Lo besó entre mordiscos y risas nerviosas mientras él la
apretaba por las nalgas con fuerza. Le quitó la camisa y no tardó en sacarle
los pantalones para meter la mano en su virilidad y juguetear con ella—. No
quiero hacerte esperar más —gimió—. Hazlo ya.
—No quiero hacerte daño... —balbuceó el americano sin ninguna
propiedad en sus palabras.
—Quiero que me hagas daño —suplicó ella.
Donald no necesitó más para levantarla por las caderas y tumbarla en la
cama con un movimiento propio de los domadores de caballos. Ni siquiera
se tumbó sobre ella. Solo alzó sus muslos hasta la altura de su hombría y la
penetró sin más dilación. Lo hizo poco a poco, intentando recordar que ella
virgen. Pero ella no quiso ningún tipo de lentitud, Katty empujó su pelvis
hacia él y consumaron el matrimonio. Ambos notaron como la barrera que
los separó durante cuatro años se rompía y luego todo fluyó entre ellos. Se
acoplaron a la perfección, con embestidas precisas y sincronizadas. El dolor
y el placer se anudaron hasta dar con el clímax. En ese punto, Katty y
Donald cayeron en un abismo blanco y ensordecedor.
Lo que siguió no fue nada relajante, sin embargo. Katty se sentó sobre el
colchón y regó de besos el cuerpo de Donald. Él la correspondió con más
besos y caricias. Y ambos asumieron que no habría descanso posible ni en
esa noche ni en las sucesivas.
—Eres perfecta para mí —bufó Donald mientras se dejaba caer sobre
ella en la cama. Katty separó las piernas sin reparo alguno. Estaba húmeda
y regada por el placer anterior de su esposo dentro de ella. Él la complació
con sus propias manos hasta endurecerse de nuevo. Entonces, la volvió a
penetrar entre sudor y jadeos. Mirándose el uno al otro a los ojos fijamente,
perdiéndose en un mundo paralelo. En un mundo solamente suyo. El pelo
de Katty estaba escampado entre las sábanas y su rostro estaba rojo. El
gusto era indescriptible, así que jugaron a no llegar al clímax. Alargando el
momento tanto como sus cuerpos le permitieron alargarlo.
Las piernas de Katty temblaban al día siguiente. Al igual que las manos
mientras bregaba con el desayuno que el servicio les había traído en la
habitación. Se llevó un panecillo de mantequilla a su boca irritada mientras
contemplaba a su esposo semi desnudo tumbado en la cama. Donald se
había quedado dormido boca abajo y solo una pequeña porción de la sábana
cubría su enorme cuerpo musculoso y bien formado. ¡Válgame Dios! Ese
magnífico hombre había estado toda la noche entre sus...
En fin...
—Señor Sutter —dijo el mayordomo después de tocar la puerta,
despertando a Donald. El pelirrojo se dio la vuelta, dejando su desnudez a la
vista, y frunció su perfecto ceño blanquecino con hastío.
—Que nadie nos moleste hoy —imperó él con los modos americanos
habituales. Claro que esa rudeza, después de lo vivido, ahora le parecía
encantadora. ¿Era posible? Los defectos de Donald de pronto eran virtudes.
—Mi señor, se trata de algo de suma importancia.
Donald se puso de pie y a Katty se le cayó el panecillo de la boca, entre
impresionada por la visión y preocupada por lo que tuviera que decir el
sirviente. Gracias a Dios, Donald se puso rápidamente la bata y abrió al
mayordomo. —¿Qué ocurre? —preguntó el pelirrojo.
—La señora Taylor ha desaparecido, mi señor.
—Cindy y Andy iban a irse hoy —comentó Katty.
—Sí, señora. Pero el señor Taylor sigue en la propiedad y está buscando
a su esposa desde esta mañana.
Katty miró al reloj y se dio cuenta de que ya era mediodía.
—No hay tiempo que perder —resolvió Donald—. Ordene a los lacayos
que organicen una partida de búsqueda. Dentro de cinco minutos me reuniré
con ellos.
Katty hizo lo mismo que su esposo. Se vistió con sus propias manos y se
peinó con decencia.
—¿Qué puede haberle ocurrido a Cindy? —inquirió ella, acongojada.
—Lo ignoro. Pero sospecho que tiene relación con Liam.
—¡¿Con Liam?! ¿Lo crees capaz de atentar contra una mujer
embarazada? —se asustó sin razonar su pregunta.
—Si fue capaz de violentarla y abusar de ella... lo creo capaz de
cualquier cosa, gatita —ultimó Donald antes de salir.
—Tienes razón —Lo siguió hasta el piso de abajo, donde los lacayos ya
se habían organizado—. Andy, ¿qué ha ocurrido? —preguntó al ver al
bueno del señor Taylor entre los hombres. Katty conocía a Cindy desde
hacía poco, pero había tenido tiempo de desarrollar un afecto especial hacia
ella. No en vano, Cindy había demostrado ser una mujer honesta y leal,
además de muy agradable y con ganas de ayudar.
—Señora Sutter —dijo Andy, nervioso—. Cindy ha desaparecido. No sé
cómo ha podido ocurrir, he estado con ella toda la noche. Pero esta mañana,
al despertar, no estaba a mi lado.
—¿Cuántas horas hace de eso? —inquirió Donald, colocándose sus
botas de montar.
—Hace unas cuatro horas.
—¡Por Dios Misericordioso! ¿Por qué no lo ha dicho antes buen
hombre?
—No quería molestar...
—No sirve de nada culparnos en estos momentos —abogó Katty—.
Mejor será que salgáis cuanto antes en su búsqueda —instó a los hombres y
estos asintieron.
—Tendré cuidado, gatita —dijo Donald, cogiéndola por la cintura y
besándola en los labios frente a todos sin ningún reparo. El rojo del tomate
más maduro cayó sobre las mejillas de la inglesa.
—Tened cuidado —consiguió decir «Lady Caprichosa», después del
beso, azorada—. Andy, ¿por qué no se queda conmigo? Los nervios no
serán de ninguna ayuda al grupo —invitó. El marido de Cindy estaba
demasiado angustiado como para servir de ayuda.
—Andy, quédate y acompaña a mi esposa. También se quedarán algunos
hombres con vosotros para protegeros. Yo haré todo lo posible para
encontrar a Cindy, te doy mi palabra —El buen hombre dudó por unos
instantes, pero terminó aceptando.
Katty y Andy despidieron al grupo de búsqueda desde la puerta. —Un té
calmará nuestro desasosiego —dijo la señora Sutter en cuanto no quedó
ninguna imagen en el horizonte por mirar, cumpliendo perfectamente con su
recién consolidado papel de esposa del señor de la casa.
—No sé si será capaz de tomar nada, señora.
—O, buen señor, el té solo es una excusa para sentarnos y orar. Y orar,
buen señor, para no desesperarnos.
—Entonces, sí. Acepto la taza de té, señora Sutter.
Katty Sutter jamás había deseado algo tanto como aquello. Si su esposo
no sobrevivía, estaba segura de que ella lo seguiría poco después. Moriría
de pena. Su enfermedad, la clorosis, la golpearía de nuevo y moriría sin
más. Todo habría acabado para los dos.
«Oh, Dios mío, no te lleves a Donald todavía», deseó con todas sus
fuerzas. Rezando en su habitación.
«Oh, Dios mío, permítenos ser felices», repitió varias veces con voz
susurrante.
—Tengo fe en que Donald saldrá de esta —le dijo Cindy, de rodillas a
su lado, acompañándola en los rezos y haciendo una pausa para consolarla.
La rubia sureña había salido indemne del secuestro. Tenía la cara
amoratada y el cuerpo magullado, pero ella insistía en que se encontraba los
suficientemente bien como para acompañarla durante aquellos momentos
de angustia. Andy, en cambio, seguía postrado en la cama de invitados a
consecuencia de la fuerte paliza que le habían dado los hombres de Liam.
¡Liam, maldito fuera ese ser indeseable!
Ese monstruo, con cara de bendito, seguía vivo. El muy infeliz cumplía
perfectamente con el dicho de: «Mala hierba nunca muere». Pero, esa vez,
su padre se estaba ocupando de él. Y estaba segura de que el magnate del
oro sabría como hacerle pagar por todo el daño que había infringido a su
familia. Se sentía culpable, en parte, por haber atraído a Liam en su vida.
¡Si no se hubiera empeñado en anular su matrimonio a cualquier precio!
¡Nada de eso habría ocurrido! ¡Pero quién iba a imaginar que acabaría
perdonando a Donald! Y no solo perdonándolo, sino amándolo con todo su
ser.
—Debería estar con él —se angustió, queriéndose poner de pie para
correr al lado del pelirrojo, pero Cindy la retuvo de rodillas en el suelo.
—Apenas han pasado dos horas desde que el doctor empezó la cirugía.
Solo entorpecerías su labor, Katty. Oremos, y verás como todo sale bien. A
veces, debemos dejar de actuar, de querer torcer las cosas a nuestro modo y,
simplemente, dejar que los milagros ocurran.
La inglesa asintió, poco convencida, pero dispuesta a no querer torcer
nada a su modo. Esa vez no. Pasara lo que pasara, actuaría en consecuencia
no en causa. Y así pasaron las horas, entre súplicas, lamentos y consuelos.
Durante ese tiempo, un lacayo las informó de que Liam había sido
ingresado en el hospital de Georgia y de que el Duque de Doncaster estaba
haciendo las gestiones pertinentes para «enterrarlo vivo». Al parecer, el
Duque no había querido rematar al desalmado abogado. Y Katty imaginó
que lo que pretendía su padre era torturarlo. Al final de cuentas, una muerte
rápida hubiera sido un regalo para alguien como Liam Anderson.
Cada vez que alguien abría la puerta de su alcoba, su corazón daba un
salto y sentía que el aire se le cortaba. Tanto así, que tuvo que prohibir que
alguien entrara de nuevo hasta que hubiera noticias de su esposo.
—Katty —oyó la voz de su padre a sus espaldas finalmente. El corazón
se le paró, la voz del Duque sonó grave. Se giró poco a poco hacia la puerta
mientras Cindy la cogía por las manos. La luz apenas entraba por las
ventanas, se había hecho de noche. ¿Era posible que una cirugía durara
tantas horas? Tan solo la luz de las velas iluminó el rostro de Katty cuando
miró a los portadores de noticias. Al lado del Duque, estaba el padre de su
mejor amiga, el doctor.
—¿Qué? —preguntó por instinto, con un hilo de voz y las piernas
agarrotadas.
—Está inconsciente —dijo el doctor—. La cirugía ha durado cinco
horas, el máximo tiempo que he podido mantenerlo abierto. La bala afectó
varios de sus órganos internos y ahora está en estado de catalepsia. He
limpiado y cosido lo que he podido, Katty...
Katty intentó ponerse de pie, pero sus piernas le fallaron. Todo lo que
había dicho el doctor le parecía matemático, complicado de entender. —No
comprendo... No...
—No sobrevivirá —dijo su padre—. Tienes que despedirte de él, hija
mía.
La piel se le erizó con violencia, dañando su cuerpo. —Lo cierto es que
es un milagro que siga vivo —añadió el doctor—. Carece de signos vitales
aparentes; pero sé que los tiene. Ha perdido la sensibilidad del cuerpo y la
movilidad, pero creo que puede oírnos. Sería conveniente que todo lo que
tengas que decirle...Se lo digas.
Katty se puso de pie con la ayuda de Cindy y de su padre, y caminó por
inercia. Todo a su alrededor le pareció borroso, difuminado, como si fuera
una pesadilla demasiado real. La guiaron hasta una habitación diferente a
aquella en la que había dejado a su esposo junto al doctor. Lo habían
preparado todo para la despedida y por eso habían tardado más en darle las
malas noticias. No había rastro de sangre ni de herramientas quirúrgicas. El
lugar olía a lavanda y el cuerpo de Donald estaba tendido sobre la cama,
cubierto por una sábana hasta el cuello. Su rostro estaba limpio e incluso su
pelo rojo parecía bien peinado.
Verlo tan pálido le hizo creer que ya estaba muerto. —Está vivo —le
repitió el doctor a sus espaldas, como si pudiera leerle el pensamiento—. En
el pasado, y todavía ahora, se entierran a muchas personas en este estado.
Pero están vivas, Katty. Confía en mí. La catalepsia puede alargarse hasta
tres días.
La joven de ojos amatista asintió y dio unos pasos hacia su esposo.
Observó su rostro hermoso, que lucía vigoroso a pesar del roce de la muerte
en él. Acarició su pelo rojo lentamente y con amor, como si con eso pudiera
despertarlo. Pasó sus dedos por su barba de fuego. ¿Por qué? ¿Por qué tenía
que ocurrirles eso a ellos? Habían cometido muchos errores en el pasado,
pero se habían arrepentido. Se habían redimido de sus pecados. ¿Por qué
Dios se empeñaba en ponerlos a prueba?
—Descansa, Cindy —murmuró ella hacia su compañera inseparable. La
rubia comprendió sin necesidad de más palabras y se retiró.
—Si necesitas cualquier cosa, hija, estaré al otro lado de la puerta —
comentó el Duque antes de salir junto al doctor y dejarla a solas con
Donald.
—Puede que sea otro más de mis caprichos, Donald —se atrevió a
hablarle a ese cuerpo inmóvil, con la firme creencia de que podía oírla—.
Pero para mí esto no es una despedida. Me niego a creer que no besaré tus
labios de nuevo, o que no volveré a sentir el tacto de tu abrazo protector. No
es un adiós, ¿comprendes? El amor que siento por ti... ¡Oh, Donald! Este
amor no puede tener un fin. No me lo creo. ¿Lo ves? Ni siquiera estoy
llorando. Nos quedan muchas piezas por bailar y muchos caminos por
recorrer juntos.
Lo besó en los labios fríos y lo miró por largos segundos. Echó de
menos sus ojos azules y fuertes, sus sonrisas cínicas, y sus gestos
descarados. Si él moría, ella también lo haría. Al más puro estilo de Romeo
y Julieta. Pero sin familias enfrentadas ni venenos engañosos.
—Perdimos mucho tiempo en el odio y los reproches —siguió hablando
ella—. Me negué a ver lo bueno que había en ti, encerrada en el despecho.
Sé que me has dicho que no hay ni un solo momento que reprochar, pero yo
misma me los reprocho. Estoy congelada, Donald. Congelada en este
punto —Lo abrazó—. Por favor, no me abandones, quédate conmigo. Si
puedes oírme, quédate. Prometo que nuestra vida estará llena de luz de
ahora en adelante, sin discusiones necias. Pasearemos entre las plantas de
algodón y nos bañaremos en el río hasta el atardecer. Comeremos frutas y
pasaremos las noches en vela amándonos de todos los modos posibles.
¿Qué te parece?
No hubo respuesta. Por supuesto que no la hubo. Quiso tragar y aceptar.
Quiso despedirse como cualquier mujer normal lo haría. Pero su carácter
fuerte se apoderó de su ser, haciendo salir a «Lady Caprichosa» en su
máximo esplendor. —¡Reacciona, maldita sea! —gritó de repente—.
¡Reacciona de una vez! —Lo cogió por los hombros y lo zarandeó, sacando
fuerzas de donde no las tenía—. ¡No voy a permitir que te vayas sin más!
Obedece y despierta.
La sábana cedió y entonces vio las costuras que el doctor había hecho en
el cuerpo de su esposo. La imagen la detuvo al mismo tiempo que su padre
entró para frenarla. —Hija, basta. Sé que es duro, pero...
—¡No lo sabes! —replicó ella, horrorizada por la imagen de Donald al
desnudo—. ¡No sabes cuán duro es! No me mientas, no sigas
mintiéndome... ¡Tú tuviste tu final feliz con mamá! ¡Yo no! ¡Yo no he
tenido un final feliz, papá! —Empezó a llorar desconsoladamente entre los
brazos del Duque y fue el Doctor el que la calmó con una bebida de sabor
amargo.
No sabía si dormía o estaba despierto. Ni siquiera sabía si estaba
soñando o estaba en otra dimensión. Solo veía luces blancas y negras a su
alrededor. En ocasiones oía pasos, y en otras conversaciones lejanas. Quería
moverse, reaccionar, pero era incapaz. Ninguna parte de su cuerpo rígido
obedecía a sus indicaciones.
Había oído al doctor declarándolo muerto. O casi muerto. También
había oído a su suegro compadeciéndose de su trágico destino y el de su
hija. ¡Su hija! ¡Katty! ¿Dónde estaba Katty? Tardó mucho en saber de ella.
Primero oyó muchos pasos. Silencio. Y una eternidad después, la voz de su
esposa lo envolvió.
—Puede que sea otro más de mis caprichos, Donald... —la oyó decir en
la lejanía.
Tus caprichos son lo mejor de ti.
—Pero para mí esto no es una despedida. Me niego a creer que no
besaré tus labios de nuevo, o que no volveré a sentir el tacto de tu abrazo
protector. No es un adiós, ¿comprendes?
¡Claro que lo comprendo! Nada ha terminado, gatita.
—El amor que siento por ti... ¡Oh, Donald! Este amor no puede tener un
fin. No me lo creo. ¿Lo ves? Ni siquiera estoy llorando. Nos quedan
muchas piezas por bailar y muchos caminos por recorrer juntos.
¿De que estás hablando, querida? Solo estoy dormido, cuando despierte
te besaré y te haré el amor de nuevo. Todo quedará en un susto, ya lo
verás.
—Por favor, no me abandones, quédate conmigo. Si puedes oírme,
quédate. Prometo que nuestra vida estará llena de luz de ahora en
adelante...Pasearemos entre las plantas de algodón y nos bañaremos en el
río hasta el atardecer... Pasaremos las noches en vela amándonos de todos
los modos posibles. ¿Qué te parece?
Me parece maravilloso. Yo no lo habría planeado mejor.
—¡Reacciona, maldita sea! ¡Reacciona de una vez!
Quiero, pero no puedo.
—¡No voy a permitir que te vayas sin más! Obedece y despierta.
Tus deseos son órdenes para mí, gatita.
Una luz blanca y ensordecedora se apoderó de él en ese momento y lo
mantuvo en un mundo lejano durante lo que le parecieron siglos. Las voces
se apagaron y todo a su alrededor desapareció hasta que un dolor horrible lo
golpeó y lo arrastró entre nubes oscuras y parpadeantes.
—¡Reacciona! —oyó la voz del doctor clara y concisa—. ¡Milagro!
¡Está reaccionando!
Esas palabras fueron el inicio de un camino muy doloroso, pero muy
vivo. Pasaron muchas horas, incluso días, antes de que pudiera ni siquiera
abrir los ojos. Notó la presencia de su esposa a su lado durante todo ese
tiempo. La oía hablar, moverse de un lado a otro, e incluso olía su perfume
a lavanda. A veces oía la voz de su suegro. Y casi siempre la del doctor.
Y un día, sin quererlo ni pretenderlo, los dedos de sus manos
reaccionaron al roce de las caricias de Katty sobre ellas. Y otro día, con
mucho anhelo y desesperación, consiguió abrir los ojos. Al principio, no vio
nada y temió haberse quedado ciego. Gracias a Dios, el doctor lo asistió y
lo guio con palabras certeras hasta enfocar un rostro perfecto. Katty fue lo
primero que vio o, mejor dicho, lo primero que vio fueron sus ojos únicos y
brillantes.
—Te amo —dijo ella y lo abrazó, provocándole un dolor horrible a la
vez de un alivio inmenso.
Él quiso responder, pero no pudo. Supuso que para eso todavía quedaba
mucho tiempo.
—Te amo —repitió ella—. ¡Dios mío, gracias, gracias! ¡Y gracias a ti,
Donald, por no abandonarme!
Yo también te amo, gatita. Este es nuestro principio.
Epílogo
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Nota final de la autora
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Goodreads. Es un acto sencillo, pero que me hará muy feliz. ¡Gracias!
Piel de Luna
Una mujer en la época victoriana que lucha por su destino, intrigas,
muertes y amor. Audrey Cavendish, la primogénita del Duque de
Devonshire, es un alma serena y fuerte, algunos dirían que de naturaleza
fría y calculadora; sin embargo, lo que muchos desconocen es que desde
una temprana edad ha sido educada con firmeza y rectitud con el objetivo
de venderla al mejor postor una vez llegada la edad casadera y, de hecho, se
había convertido en todo lo que se espera de una joven de su posición: una
señorita con clase, educada y de reputación intachable. Pero en su
perfección, la bella e impasible Audrey tiene un defecto: una
personalidad demasiado fuerte y tenaz para el gusto de la sociedad
inglesa que prefiere a las mujeres dóciles. ¿Será capaz de casarse y
adoptar un lugar de sumisión? ¿Será capaz de acatar todo lo que un hombre
extraño le ordenará? Eran preguntas que ya no tenía tiempo de responder
puesto que se encontraba en su segunda temporada y tenía que casarse de
inmediato. Audrey era una joven que a pesar de su intento por obtener el
ducado de su padre y sus inconmensurables esfuerzos por mostrarse
siempre madura, tiene una personalidad aniñada que Edwin aprovechará
para adentrarse en su corazón. Edwin es el Duque de Somerset, el Teniente
de la Armada inglesa y un hombre bastante cínico con modales pésimos.
¿Combinarán?
★ ★ ★ ★ ★ ¡Más de 55.000 lectores ya la han leído! La escritora nos
propone valores familiares y comprensión entre diferentes almas con
esta gran historia que te hará reflexionar: ¿Y si una mujer pudiera
heredar un título?
Prólogo
1840. Dos años después de que iniciara la era victoriana. Chatsworth
House, Inglaterra.
Los Duques de Devonshire eran una de las familias más prestigiosas de
la aristocracia inglesa. Eran inmensamente poderosos y ricos, además de
poder presumir de una reputación intachable. Como no se esperaba menos
de una familia de su estatus social, disponían de numerosas propiedades
tanto en la ciudad como en el campo aunque la más majestuosa de todas
ellas era la mansión de Chatsworth House —una imponente construcción
rodeada por hectáreas de prados y de bosques— considerada la residencia
habitual de la familia.
Sus salones albergaban una extensa y magnífica colección de obras de
arte que habían alentado a la querida Audrey a desarrollar una extraña
afición por la pintura, no era un pasatiempo común entre las señoritas de la
aristocracia inglesa, pero nadie se lo recriminó nunca aparte de su madre,
por supuesto. Se podía decir que ese era el único "defecto” de Audrey,
puesto que en su temprana edad se había convertido en una perfecta dama
inglesa: educada en etiqueta, música, costura, danza, idiomas y
administración del hogar. Además de poseer unos modales en sociedad
impolutos, nunca se había podido hablar mal de ella y no era porque la
sociedad inglesa fuese precisamente indulgente o que ella pasara
inadvertida; al contrario, desde que había sido presentada en sociedad —el
año anterior— todas las miradas habían recaído en ella siendo así el foco de
atención. Y no era para menos, puesto que era la primera hija de la
acaudalada familia Cavendish no sólo ostentaba una dote inmensa y un
apellido prestigioso, sino que estaba bendecida por una belleza única e
incomparable.
Su pelo cual azabache negro en contraste a su piel perlada, la habían
convertido en la beldad de la temporada, aunque no cumpliera el prototipo
de la época, el cual requería ser rubia. Nadie comprendía por qué una joven
como ella no se había casado todavía. No había sido por falta de propuestas,
desde luego que no. Ese pequeño detalle era el único que habría podido
encender la mecha de los rumores; sin embargo, Audrey transmitía tanta
serenidad y templanza que nadie se había atrevido a mencionar ese suceso
en público.
En cambio, en el núcleo familiar, las aguas no estaban tan apaciguadas
puesto que la Duquesa de Devonshire —Elizabeth Cavendish— se
mostraba inquieta y cuestionaba a su hija el por qué de su declinación al sin
fin de apuestos caballeros que habían pedido su mano. El padre, cariñoso y
permisivo, no había querido dar la mano de su querida hija sin el
consentimiento de la misma; pero si hubiera sido por Elizabeth, la joven ya
ostentaría el apellido del Duque de Walton o del de Cornualles sin importar
lo más mínimo su opinión al respecto.
El Duque de Devonshire —Anthon Cavendish— era un hombre que, a
pesar de su edad, aún conservaba su buen porte y su elegancia: era alto,
fornido, con el pelo negro y dos pequeños océanos que suavizaban sus
endurecidas facciones; su primogénita, era su fiel copia, no sólo en porte
sino en personalidad. A pesar de no tener un heredero, Anthon nunca se
había lamentado por ello, siempre decía que sus cinco hijas eran lo mejor
que le había sucedido en la vida y siempre las colmaba de afecto como de
atenciones.
En cambio, su esposa siempre se había lamentado por haber engendrado
sólo a “damas inútiles”, tal y como como solía decir. La rígida Elizabeth
Cavendish, fue una beldad en su juventud y la debutante estrella de su
temporada; de hecho, aún conservaba su impresionante melena dorada y su
voluptuoso cuerpo; sin embargo, su personalidad avinagrada y su carácter
excéntrico opacaban su belleza externa. La única preocupación de la
Duquesa era la de educar y formar a sus hijas como mujeres comedidas y
sumisas que pudieran ser vendidas al mejor postor y, el mejor postor,
significaba un caballero poseedor de título y dinero para que, al menos,
pudiera asegurarse su propio futuro si su marido algún día la dejaba. Ya que
la falta de un heredero le haría depender de la compasión de sus yernos;
debido a eso, Elizabeth, impartía una disciplina y educación estrictas
exentas de cualquier muestra de afecto.
Capítulo 1
Audrey se encontraba en los jardines, concretamente en su parte del
jardín, ella expresamente había ordenado a los sirvientes plantar gardenias
en ese lugar de forma ordenada y precisa; cerca, se encontraba el gran lago,
donde sus cuatro hermanas disfrutaban de la barquita que la pobre Señorita
Worth intentaba dirigir. Desde su banqueta, observaba la situación y
reflexionaba como sería su vida lejos de ahí una vez contrajera nupcias.
Sabía perfectamente que su madre no descansaría hasta que se casara en
esa misma temporada, la cual sólo faltaba una semana para que empezara.
La pasada temporada, hubo decenas de solicitudes para ella, pero ninguna le
había convencido. Todos los jóvenes que había tenido el placer —si es que
podía llamarse así— de conocer le habían parecido faltos de carácter e
insulsos.
Sabía que soñar con un matrimonio con amor era cosa de esas novelas
que su hermana Gigi solía leer, no era ese el motivo por el cual no había
aceptado a ningún honorable caballero. A ella no le importaban esas cosas
—sólo anhelaba un hombre que la respetara— no quería quedar en un
segundo plano cuando se casase, y ninguno de esos caballeros la hubiera
tomado en cuenta más que para engendrar a un heredero. Quería hacer algo
con su título, no sólo ostentarlo, quería usarlo.
—¡Audrey! —nombró la hermana que la seguía, Elizabeth, o como
todos la llamaban, Bethy—. ¡Audrey! ¡Acércate y sube al bote con
nosotras!
—¡No creo que pueda subirme Bethy! ¡No llevo el vestido adecuado,
este es muy pesado! –respondió ella con una voz modulada, ataviada con un
vestido de volantes color crema y con una cofia para que el sol no manchara
su impoluta piel.
—¡No importa! ¡Nosotras te ayudaremos, no seas aburrida hermanita!
—instó la pequeña Liza.
Audrey no quiso desanimar a la más pequeña de sus hermanas, Liza, la
cual había padecido una larga enfermedad de sarampión y era la primera
vez en varios meses que salía; por ese motivo y sólo por ese, fue que
decidió levantarse y acercarse al lago mientras la Señorita Worth —la
institutriz de las damas— hacía esfuerzos para acercarse a la orilla y
ayudarla a subir. La mayor no terminaba de concebir la idea de embarcarse
en ese velero, pero ver la sonrisa de su pequeña Liza fue lo que le animó a
empezar a poner un pie dentro de ese bote tambaleante con la ayuda de
Georgiana y de Karen.
Cuando ya creía que lo tenía hecho, el bajo del vestido se quedó
enganchado con un clavo mal puesto y perdió el equilibrio; segundos
después, se vio zambullida en la fría agua del lago y sólo escuchaba los
gritos de la Señorita Worth, las risas de Georgiana y de Karen, el llanto de
Liza y los gritos de auxilio de Elizabeth. Sin embargo, de golpe, notó unas
manos fuertes que la salvaron de una posible asfixia entre los pliegues de su
falda acompañados por bocanadas de agua.
Cuando pudo haber expulsado toda el agua que había tragado y respirar,
levantó la mirada para vislumbrar a su salvador: un hombre con el rostro
más bello que jamás había visto.
—¿Se encuentra bien? —interrogó el dueño de ese rostro con voz grave,
al mismo tiempo que sus hermanas y la institutriz bajaban del bote lo más
rápido posible y se acercaban a ella corriendo.
Cuando su hermana Liza se tiró a sus brazos fue cuando reaccionó y
pudo contestar al misterioso caballero que la había rescatado.
—Sí, gracias —consiguió responder de la forma más firme posible a
pesar de la confusión y del frío.
Capítulo 2
Entraron en la gran mansión con Audrey empapada de arriba a abajo y
ayudada por el fuerte brazo de ese caballero que seguía siendo un
desconocido para ella, aunque intuía que debía ser un noble debido a sus
ademanes refinados, aunque no pomposos.
—¡Dios mío Audrey! ¿Qué te he ha pasado? ¡Rápido! Preparen una tina
de agua caliente y súbanla a su habitación —ordenó la madre con notable
nerviosismo y preocupación—. ¿Cómo has podido ponerte así? Desde
luego esperaba esto de Karen o de Georgiana, pero nunca de ti.
—Madre —intervino Elizabeth—, Audrey sólo quería contentar a
nuestra hermana pequeña subiendo al bote con nosotras, pero su vestido se
enganchó y cayó al agua. Tuvimos suerte de que este respetable señor nos
ayudara.
Todas las miradas recayeron encima del alto y apuesto joven que
esperaba con actitud despreocupada en un rincón del vestíbulo. Su pelo
castaño claro brillaba con los rayos de sol que entraban por los ventanales y
sus ojos celestes podían intimidar a cualquier hombre o mujer que se
interpusiera en su camino. Por sus espaldas anchas, se deducía que debía ser
un hombre acostumbrado a realizar esfuerzos físicos, seguramente debido a
su posición, debía ser un integrante del ejército. La Duquesa de Devonshire
no pudo reconocer al joven, por lo que muy discretamente empezó:
—Muchas gracias Lord...
—Lord Seymour, futuro Duque de Somerset y Teniente de la armada —
respondió el Duque de Devonshire, quien entraba sonriente en ese preciso
instante—. El joven Seymour, ha venido a visitarme hoy para informarme
de algunos asuntos de Estado pero mientras dábamos un agradable paseo,
hemos divisado la inminente catástrofe de mi querida Audrey—, relató
mientras se acercaba a su hija y le acariciaba el pelo cariñosamente—. Por
eso, Edwin fue a su rescate mientras yo llevaba los caballos al establo.
—Oh, muchas gracias, Lord Seymour. Le estamos muy agradecidos por
su ayuda. Le presento a mi hija mayor Audrey Cavendish —dijo la Duquesa
sin ningún reparo.
Audrey, que aún no había dirigido la palabra a su salvador porque no
habían sido debidamente presentados, lo miró todo lo firme que pudo y
consiguió decir:
—Encantada y déjeme agradecerle su oportuna intervención en el lago
—ofreció su mano para ser besada como correspondía.
El caballero dotado de unas formas tan impolutas como ella, hizo una
sutil reverencia al mismo tiempo que besaba el suave dorso de su mano
enguantado y... ¡empapado!:
—Ha sido un placer poder ayudar a una dama en apuros, pero déjeme
decirle Lady Cavendish, que estoy sufriendo de una terrible preocupación
por vos. ¿No va a padecer de fiebres si sigue sin ir a cambiarse de
vestuario? —dijo mirándola fijamente a los ojos con una mirada difícil de
entender.
De pronto, sus mejillas se sonrojaron al advertir que todo el vestido aún
estaba empapado y que estaba pegado a su cuerpo mucho más de lo debido.
¡Dios mío! La obsesión de su madre por encontrarle un buen candidato ya
estaba pasando de castaño a oscuro. No podía ser que su madre la hubiera
presentado en ese estado.
Con toda la calma que consiguió reunir, se despidió sólo como una reina
lo haría y subió todo lo rápido —y que las normas del decoro le permitieron
— esas escaleras que se le hicieron infinitas. Cuando llegó a la habitación
no esperó a que su doncella le ayudara a quitarse el vestido. Con una rabia
que le supuraba a través de los poros se despojó del corsé y de las enaguas
mientras odiaba profundamente a su "salvador”. Él sólo la había
considerado una dama en apuros a la que reprender en público.
Una vez en la tranquilidad de la tina repleta de agua caliente, rememoró
lo sucedido una y otra vez hasta comprender que, en realidad, se había
sentido cómoda en los brazos de ese tal “Edwin”.