Censura de La Filosofía Cartesiana
Censura de La Filosofía Cartesiana
Censura de La Filosofía Cartesiana
CENSURA
DE LA FILOSOFÍA
CARTESIANA
(1736)
Capítulos 1, 2 y 4 de 8.
Traducción del latín al castellano
de Patricio Shaw, 2016.
RESEÑA BIOGRÁFICA DEL AUTOR
Nacido en el seno de una familia protestante, Pierre-Daniel Huet
fue educado en el colegio de los jesuitas de Caen y recibió asimismo
clases impartidas por el ministro Samuel Bochart. A los veinte años ya
fue reconocido como uno de los más prometedores sabios de su
época. Se instaló en París y trabó amistad en 1651 con el conservador
de la Biblioteca Mazarino, Gabriel Naudé, quien, al año siguiente,
sucedió a Samuel Bochart en la corte de la reina Cristina de Suecia.
Visitó Leiden, Ámsterdam, Copenhague y Estocolmo, donde
descubrió, en la Biblioteca real, unos fragmentos del Comentario sobre
san Mateo de Orígenes que publicó en 1668.
Se dedicó, también, a la literatura, traduciendo la novela pastoril de
Longo y escribiendo él mismo una nueva, titulada Diana de Castro.
Con su Tratado del origen de las novelas creó la primera historia de la
literatura de ficción. Aunque con esta obra intentó fijar las reglas de la
narrativa novelesca sin conseguirlo, por lo menos constituye un
primer intento histórico de hacerlo. En la Querella de los antiguos y los
modernos Pierre-Daniel se inclina a favor de los “antiguos”
enfrentándose a Perrault y a Desmarets de Sanit-Sorlin.
Escribió además poesías en latin y griego, una Dafne y Cloe, obras
filosóficas en latín y francés y una recopilación de pensamientos, la
Huetiana. Se relacionó con Paul Pellisson, Valentín Conrart y Jean
Regnault de Segrais, con el que acabó confundiéndoselo, así como con
Capelain, con el que defendió la Pucelle. Frecuentó, de manera regular,
los salones de Mlle. Scudéry y los estudios de los pintores. También
tuvo afición por la epigrafía y la numismática, en especial por los
medallones, debatiendo, con Samuel Brochart, sobre el origen de los
mismos y aprendiendo, para ello, el árabe y el sirio con el jesuita
Parvilliers.
Durante su juventud fue un admirador del cartesianismo,
movimiento que más tarde combatió. Su biógrafo, el abad Olivet, lo
defendió de la acusación de ser un filósofo escéptico. Publicó, con la
cooperación de Mme. Dacier, la serie de los clásicos latinos adaptados
Ad usum Delphini, dedicada a enseñar humanidades al príncipe
heredero de la corona de Francia, del que fue segundo preceptor. Su
afición por las matemáticas le indujo a estudiar astronomía, anatomía e
incluso su propia miopía le llevó a interesarse, casi exclusivamente,
por la oftalmología y la acústica. Estudió, asimismo, toda la ciencia
conocida en su tiempo concerniente a la química y escribió un poema
en latín dedicado a la sal.
Miembro de la Academia de Literatura de Caen, fundó en esta
ciudad una academia de física en 1662 y otra en el convento de los
jesuitas en París que subvencionaba Colbert y de la que Michault dijo:
“El P. Oudin es recordado siempre con sumo gusto en las doctas
conferencias del salón del Sr. Huet, en el que tiene la suerte, más de
una vez, de ser admitido”. El 30 de julio de 1674 fue elegido miembro
de la Academia Francesa, cargo que había rechazado varias veces antes
de ceder a las peticiones de Bossuet, Pellisson, Dangeau y Montausier
y moriría siendo el decano o miembro más antiguo de la misma.
Se ordenó en 1684 y fue consagrado obispo de Soissons en 1685
antes de serlo de Avranches. En 1692 dejó el obispado para dirigir la
Abadía de Fontenay y en 1699 la abandonó para pasar sus últimos
veinte años en el seminario de los jesuitas de París. El rey compró su
biblioteca y manuscritos para ampliar la biblioteca real, a pesar de que
la había legado a los jesuitas.
Huet fue conocido por su firme carácter al que La Londe se refirió
diciendo: “Es de esas personas contra las cuales es imposible tener
razón”.
PREFACIO
I. Exordio
Me preguntaste repetidas veces, Ilustrísimo Duque, qué opino de
la filosofía cartesiana que plació tanto a esta edad y capturó de tal
manera con su novedad los ánimos hasta de los hombres más agudos
que ante ella ya se han tornado poco menos que obsoletas las demás
disciplinas de los filósofos. Como entendieras que la apruebo bien
poco, me rogaste reiteradamente los argumentos de esta sentencia que
yo siempre he expuesto a discreción, a menudo con brevedad, a veces
con profusión y siempre con candor. En particular recuerdo lo
conversado entre nosotros cuando tú, habiendo encontrado algo de
tiempo libre, me contendieras eso mismo más agriamente y, catando
yo estrictamente el asunto, tú de tal manera me acosaras
contradiciéndome, interpelándome o haciendo suceder cuestiones a
cuestiones, que en definitiva obtuvieras por la fuerza esta causa por
partes pero casi toda. De hecho tú asentías conmigo a mucho,
especialmente a mi alegato de que nadie había empezado a urdir su
filosofía a partir de la duda con mayor aparato y pompa que Descartes
ni había hecho tan confiada y categóricamente afirmaciones sobre las
cosas más oscuras e inciertas y que seguramente le fueran
desconocidas habiendo dado la razón más leve y a veces ninguna.
Asentías conmigo a que, siendo decente someter la filosofía que es un
producto de la mente humana a la Fe que procede de Dios, él al
contrario había juzgado la Fe de acuerdo a los preceptos de su
filosofía. Esto lo confirmabas con muchas observaciones de lo más
brillantes y me instigabas mucho colegir los argumentos que había
propuesto y presentarlos por escrito.
Yo primero buscaba escapatorias y después oponía más
vehementemente a tus instancias muchas objeciones: por un lado el
número de adversarios dispuestos, varones habilidosos, pugnacísimos
y encendidos de afán por su partido y su amor de casi cualquier
género de novedad; por otro lado la reciente carga impuesta a
nosotros y las asiduas solicitudes y ocupaciones infinitas nacidas de
ella. Mi ánimo ya estaba distraído con empeños más graves que no
podía desatender por estas cosas comparativamente leves. Éstas
quizás no me habrían parecido indecorosas cuando yo llevaba otra
vida desempeñando otro papel mientras el tiempo lo permitiera, pero
ahora que estoy dedicado a funciones sagradas, me convienen poco.
Tú insistías, contra ello o por ello, que yo tomara sobre mí dicho
trabajo: ¿por ventura la tutela de la santa Religión y la opugnación de
las doctrinas con que se viola su integridad convenía a alguien más que
a un hombre del orden pío y sagrado? Insistías que otrora este servicio
de la Fe Cristiana había sido prestado por Santos Padres de la Iglesia
contra filósofos profanos cuya autoridad en asuntos pertinentes a la
salvación eterna era levísima o completamente nula, y que un tal
servicio había de prestarse mucho más contra un hombre cristiano
cuya doctrina contraria a quienes son agradables a Cristo, por la
importancia que tiene y el ejemplo que da, trae aparejada una
gravísima calamidad para la posteridad. Finalmente, insistías que para
el que percibe la verdad la fuerza o multitud de los adversarios era
poco de temer.
Como añadieras muchos más argumentos a estos, por fin venciste
y yo di mi mano. Porque, ¿a quién de entre todos los hombres
tributaré más por sus consejos y prudencia? ¿Quién deberá valerme
más por su autoridad? Porque no es sólo por los elogios de los
hombres que me son conocidas las distinciones eximias que hay en ti
conferidas por naturaleza, esfuerzo o fortuna: una espléndida dignidad
sobre la muchedumbre de los hombres, un ánimo superior a la
dignidad, una gloria ingente nacida de loores bélicos, un despierto
vigor de ingenio, una exquisita ciencia de todas las disciplinas, una
amabilidad y humanidad raras en tu cumbre, una profusa liberalidad
dirigida a todos, siendo el ápice de todas tus virtudes la piedad sincera
y constante ante Dios. Digo que no reconocí estas cosas, como otros,
por tu fama, sino que las probé por íntima admisión y por un trato de
muchos años: a menudo me arrancaron admiración, y siempre —si me
permites decirlo— amor. Esto es especialmente así al gozar yo de tus
grandísimos beneficios. Porque cuando yo era un hombre provinciano
y todavía joven y que no merecía nada de ti, me rodeaste con tu
patrocinio, me adornaste con tu recomendación y casi me provocaste
con tu benevolencia. Deseo que así como la memoria de estas cosas
está íntimamente grabada, fijada e ínsita en mi ánimo, así esté aquí
presentada a todos los hombres y consignada para el tiempo futuro,
para que quede atestado un clarísimo monumento de que yo te estoy
tan agradecido como tú me fuiste benéfico y benigno. Ahora examina
ecuánime las cosas que otrora fueron disputadas junto a ti y que he
encerrado en este libro. Si de éstas ahora te tengo de defensor como
entonces te tuve de apreciador y juez, ciertamente poco preocupado
por los juicios de otros, facilísimamente hallaré consuelo en tu favor.
II. Argumento del libro.
Conduce hacia adelante, pues, cuando así lo quieras; examinemos
los fundamentos de la filosofía cartesiana, persigamos sus vicios, no
todos sino los principales y capitales. Explorados y detectados estos
nos pondremos en guardia del derrumbe del edificio que los lleva.
Función verdaderamente dura, y además odiosa. Porque Descartes fue
a juicio mío un investigador no despreciable de la naturaleza y la
verdad, como era alabado Pitágoras 1 , y a juicio suyo y de sus
seguidores segurísimo y acertadísimo; ciertamente un émulo de los
antiguos intérpretes de la naturaleza, si no un par, y ciertamente no
muy inferior a algunos cuya reputación fue grande. Él miró
agudamente a través de las faltas de la filosofía antigua, y, creyéndolas
no fácilmente reparables, prefirió fundar una nueva que enmendar la
vieja. Subsiste mucho que pensó sutilmente, investigó sagazmente y
encontró ingeniosamente. Y si se le pegaron faltas, fue un hombre, y
escudriñó cosas cuya noticia no entendió bastante que estaba puesta
lejos de las mentes de los hombres por un consejo cierto de Dios. Y
pegáronsele verdaderamente muchas faltas en cuanto su ánimo
desconsiderado y demasiado amador y admirador de sí, concibió
torpemente en sí mismo las culpas que había detectado agudamente
en otros: con ojos buenos para afuera y ciegos para adentro.
1 Horacio, Odas, cap. 1, 28, 14.
CAPÍTULO PRIMERO.
Pondérase la sentencia de Descartes sobre la duda
y sobre la argumentación “yo pienso, luego soy”.
I. El fundamento de la filosofía cartesiana es la duda.
Descartes constituyó el fundamento de toda su filosofía en la
duda. Digo fundamento en el sentido en que Vitruvio 2 llama
fundamentos a los lugares excavados para recibir cimientos sólidos. Y
no nos manda dudar con levedad ni distracción, sino de tal modo que
tomemos todas las cosas por inciertas, y no sólo por inciertas, sino
absolutamente por falsas, y no solamente cualesquier cosas que hasta
el presente nos fueran inciertas o verosímiles, sino también las que nos
parecían supremamente ciertas, sin exceptuar los principios que se
dicen ser conocidos por sí mismos y por luz natural, tales como “dos
más dos son cuatro”, “el todo es mayor que su parte”, y “las cosas que
son iguales a una, son iguales entre sí”, e incluyendo entonces, según
esta ley, también los teoremas de los geómetras que se basan en estas
nociones. Decreta que tengamos por ficciones los cuerpos que vemos
y manejamos y el mundo entero que nos rodea, y que juzguemos
incierto si nosotros mismos existimos. Es manifiesto que esta duda
tan patente y tan amplia comprende absolutamente todo, al punto de
que a la mente no le quede más en qué apoyarse.
Cuando los recientes patrocinadores de esta secta osan negar estas
cosas, o traicionan la causa de su maestro, o ignoran su doctrina.
Porque, ¿cuán frecuente y claramente él sancionó que hay que arrancar
de una vez desde sus fundamentos y rechazar todas las opiniones
anteriores por verosímiles que fueran y tener por falso todo aquello
que hubiera parecido certísimo? Cuando después mandó relegar a la
duda todo lo que pareciera verísimo y tomar por falso todo lo dudoso,
¿acaso no mandó tomar por falso lo más verdadero?
XI. Es falso que el “yo pienso, luego existo” nos sea conocido
por simple visión y no por razonamiento.
Descartes y sus seguidores preveían que estas dos proposiciones:
“yo pienso” y “luego soy”, podrían ser fácilmente separadas. Para
juntarlas más firmemente y fundirlas en una, osaron negarnos que
sean conocidas por razonamiento para decir que lo son por simple
visión, en sus propias palabras. Por cierto, confiesan que todo
razonamiento está expuesto a error, como quiera que necesitemos de
la memoria por cuya función recordemos los principios y las premisas
de donde sacamos conclusiones, pero la memoria sería falaz e indigna
de confianza. Por lo tanto, si yo enseñara que todo el “yo pienso,
luego soy” es un mero razonamiento y no puede conocerse por visión
simple, ciertamente probaría que es incierto y dudoso, y que se
engañan o engañan a otros quienes niegan que es un razonamiento.
Pregunto, pues, qué es razonamiento o argumentación: ¿no es
acaso la acción de la mente humana por la cual de principios
conocidos saca una conclusión, haciendo conocida una cosa antes
desconocida? O si preferimos usar palabras de Tomás de Aquino, es
“el paso de un concepto a otro para conocer la verdad inteligible”12.
¿Acaso no se encuentra todo esto en la complexión de este enunciado
doble? Porque en la entrada a su filosofía Descartes profesa no saber
si él es. Y para llegar al conocimiento de esta cosa desconocida busca
algo que le sea conocido sin ninguna duda. Y elije el “yo pienso”, y lo
pone como el más cierto de los principios. Pone también como
supremamente conocido por luz natural el que “todo lo que piensa,
es”. Entonces a partir de estos dos principios conocidos a él —“todo
lo que piensa, es” y “yo pienso”— dice haber alcanzado el
conocimiento de la cosa que ignoraba, a saber, “luego soy”. En esta
conclusión el predicado, como dicen, se adjunta al sujeto, es decir, este
“soy” a aquel “yo” por la conexión del término medio “pienso”
enlazado a las premisas previas. Si alguien niega que estas cosas
12 Santo Tomás de Aquino, Summa. th. I. q. 79. a. 2.
forman un perfecto silogismo, será ignorante de toda la lógica. Léase
la segunda meditación de Descartes, y aparecerá manifiestamente la
progresión de la mente por el conocimiento de su pensamiento a la
percepción de una cosa antes desconocida, a saber, que uno es.
A la alegación de los cartesianos de que cuando Descartes buscaba
si existía no dudaba de ello sino que fingía dudar, aunque ya tienen
cerrada esta vía de escape, les diremos de todos modos que aquí no
disputamos qué pensara Descartes sobre su existencia, sino si él
emprendió buscar y probar su existencia y si, hecho esto, lo hizo
satisfactoriamente por argumentación y razonamiento. Estas cosas las
disputó clarísimamente en su primera y segunda Meditación y en sus
Principios de Filosofía, y con gran esfuerzo buscó su existencia, que
finalmente coligió del hecho de que pensaba. Además es insolente e
inepto lo que añaden: que pertenece a la naturaleza del silogismo que
la conclusión no sea conocida por sí misma cuando nos es conocida
por sí misma nuestra existencia y que como nuestra existencia nos es
conocida por sí misma, el argumento de Descartes con el que intentó
probarla no sería un argumento. Si nos es conocida de por sí misma
nuestra existencia, ¿por qué Demócrito y los académicos dudaron de la
suya? Sea o no conocida por sí misma la conclusión, con tal de que
salga de la fuerza de las proposiciones que llaman premisas, el
argumento será legítimo. ¿qué hay de más conocido que los axiomas
de los geómetras? Y con todo, Apolonio Pergeo intentó demostrarlos,
y no lo habría hecho razonablemente si se entendiera aplicado a jugar.
Nada es tan conocido por sí mismo que no pueda ser dudoso y
desconocido a algún filósofo. ¿Acaso no es conocido por sí mismo
que son iguales entre sí las cosas que son iguales a una tercera? Y con
todo, le cayó falso, y por ende desconocido, a Carneades, y necesitó de
una demostración. Pero lo que se lee en los libros de los cartesianos,
que la proposición “yo soy” y el argumento “yo pienso, luego soy”
son axiomas, es ridículo y digno de todas las carcajadas, y delata la
impericia de su secta. Porque comúnmente se llaman axiomas ciertos
enunciados universales, inmutables y de eterna verdad, cuales son los
de los geómetras. Pero estas proposiciones, siendo singulares y
versando acerca de individuos, son mutables e inciertas, y no pueden
decirse axiomas más que cualquier otra proposición.
Y ahora, cuando Descartes trata de soltarse de estos lazos13, niega
que quien dijera “yo pienso, luego soy” deduzca por razonamiento su
existencia de su pensamiento, sino que la conoce como cosa conocida
por sí misma por una simple intuición de la mente: por cierto, si
13 Descartes, Resp. ad secund. Object.
coligiera por razonamiento su existencia de su pensamiento, debió de
antemano tener conocida la proposición “todo lo que piensa, es”,
cuando el filósofo concluye más bien que todo lo que piensa existe del
hecho de experimentar no poder pensar si no existe, porque es la
naturaleza de nuestra mente formar proposiciones universales de
singulares. Descartes, ya arrepentido 14 , ya olvidado de estas cosas,
afirmó todo lo contrario en los libros de los Principios: que antes de
que alguien sepa ser por pensar, hay que saber que no puede dejar de
darse que todo lo que piensa sea, y que por eso es cierto esto: “yo
pienso, luego soy, porque es contradictorio que pensemos que lo que
piensa, al tiempo que piensa no exista”15. Así pues, no ocurre que el
universal “todo lo que es” florezca del singular “yo pienso, luego soy”,
ni tampoco le es posterior, sino que al contrario este singular usa de
este universal como de un fundamento. Además él enseña en sus
Cartas 16 que en nosotros hay ideas que representan aquellos
enunciados eternos e inmutables. Y como sea uno de ellos el “todo lo
que piensa, es”, lo conocemos por nuestra naturaleza, y no lo tenemos
derivado de otras nociones. Así las cosas, actúan inconsideradamente
los cartesianos que por el hecho de que conocemos el enunciado
“todo lo que piensa, es” por nuestra naturaleza y por simple visión,
pretenden que del mismo modo nos son conocidas las restantes partes
de este argumento: “yo pienso, luego soy”. Porque la proposición
mayor “todo lo que piensa, es”, es un enunciado de verdad inmutable
y eterna. En cambio la proposición “yo pienso”, es temporal,
mudable, e incierta. Y por ende la misma conclusión también.
¿Quiénes podrían con una única y simple intuición de la mente ver
cosas tan discrepantes en naturaleza y tan diversas?
Aquí se suma otro absurdo. Si las dos preposiciones: “yo pienso”
y “luego soy” se conocen por visión simple, esto ocurre por una única
acción de la mente, y el “yo pienso” no se conoce ni más ni antes que
el “luego soy”, y por ende de la proposición “yo soy” puede colegirse
“luego pienso” tan bien como de “yo pienso” Descartes colige “luego
soy”. Y si aquel “luego soy” pende de este “yo pienso” y de aquí se
deduce, la mente tiene que dirigirse antes a esto que a aquello, para de
lo conocido sacar lo desconocido. Por consiguiente, el conocimiento
de la proposición “luego soy” es posterior al conocimiento de la
proposición “yo pienso”, y por ende no hay un conocimiento único ni
una visión simple de lo uno y lo otro.
14 Descartes, Princ. part. 1. § 10.
15 Descartes, Princ. part. 1. § 7.
16 Descartes, Epist. Tom. 2. Epist. 54.
XII. A partir del argumento dubitativo de Descartes de que no
sabemos si fuimos compuestos por Dios o por algún genio
maligno de tal modo que siempre erremos, se refuta el “yo
pienso, luego soy”.
Escudriñemos y desgajemos todos los vástagos de este argumento.
Dije que Descartes también tuvo otra causa para tomar de la duda el
inicio del filosofar, a saber, que ignoramos si fuimos hechos por Dios
de tal modo que siempre erremos, también en las cosas que nos
parecen ser supremamente conocidas, en cuyo número pone no
solamente los teoremas de los geómetras sino también sus principios.
Y aquí no litigamos sobre la ficción inusitada que Descartes pone en
los oídos cristianos de que Dios pueda engañarnos siempre, cuando
sabemos que Dios es bueno, perfecto, veraz, la verdad misma, y que
de entrada quiere hacernos partícipes de su luz. Esto lo reconoció
Descartes mismo en varios lugares, y escribió que Dios es
“sumamente veraz y el dador de toda luz, y por eso es una llana
contradicción que nos engañe, como también que sea propia y
positivamente causa de errores” 17 . En otra parte también prefiere
figurarse que no sea Dios sino algún genio maligno muy potente quien
insidie nuestras almas y perpetuamente nos infunda tinieblas y errores.
Pero ya asigne esta causa a lo uno o lo otro, recordaremos que
estamos filosofando y que el mismo estudio de la verdad o filosofía
otorga licencia para representarse cualquier cosa por disonante que
sea. Parto entonces de esta ley tan patente y general de que estamos
hechos para siempre errar. Como en esto absolutamente nada está
exceptuado y nada me es tan conocido que esta admonición no me lo
haga sospechoso de falsedad, todo lo que en lo sucesivo Descartes me
proponga para creer lo rechazaré con razón si quiero hacer valer su
precepto anterior y general.
Pero he aquí que aquel mismo autor de duda, repentinamente
mudado para no ser más aquel circunspecto Descartes y pasar a la
certeza de no haber sido hecho por Dios ni engañado por algún genio
para errar siempre, pronuncia de manera afirmativa y aseverativa que
piensa y que por eso es. Y lo hace persuadido por el único argumento
de que es contradictorio que lo que piensa no sea al mismo tiempo
que piensa, lo cual hace de la noción “yo pienso, luego soy” la primera
y más cierta de todas. Entonces aquel que había decretado dudar
completamente de todas las cosas, una vez rota esta barrera que él
mismo se había puesto delante, ya afirma y establece con constancia
17 Descartes, Princ. part. 1. cap. 29. — Medit. 1. & 2.
que son absolutamente verdaderas todas las cosas que le parece ver
con espíritu perspicaz y que se figura que le son conocidas por luz
natural. ¿Y cómo el que dice no saber si está compuesto por Dios de
tal modo que siempre yerre, puede saber que no yerra cuando piensa
en que piensa y en que es, cuando juzga que algunas cosas pugnan
entre sí, cuando supone que ve perspicazmente algo con la mente, y
cuando algo le parece supremamente notorio por luz natural? ¿De
dónde pudo volver a saber lo que poco antes ignoraba? ¿Por qué
excepción disolvió este argumento que poco antes valía tanto para él,
y que le importa tanto, que algunos varones eximios de la grey
cartesiana confesaron sinceramente que no hay como convencer de lo
contrario a quienes contienden obstinadamente que el hombre por
naturaleza siempre yerra?
Si Descartes exime de esta ley de ignorancia humana las cosas
conocidas por luz natural, y a un filosofo que dijera que pueda ser
falso el enunciado “yo pienso” no tuvo otra cosa que responderle,
como dije más arriba, que que eso es conocido por luz natural,
entonces es forzoso que admita todos los principios de la aritmética y
geometría, como “dos más tres es cinco” y “di a dos números iguales
sumas números iguales, los números resultantes son iguales”,
principios de los cuales sin embargo había establecido dudar. Pero si
admites estos principios matemáticos con los demás, también
admitirás los teoremas que se dan a partir de ellos y por ende toda la
geometría. Ahora bien, Descartes confiesa, y ciertamente no puede
negarse, que son frecuentes los errores en geometría. Luego, ya está
abierta la ventana a los errores y desaparece todo aquel aparato de
duda que él había enseñado en la misma entrada de la filosofía.
Que ahora Descartes vea para dónde va, pues sigue diciendo que
no sabe si está constituido de tal manera que siempre yerre. Que
reconozca poder errar en el “yo pienso, luego soy” y que por ende
éste no es el fundamento primero y más cierto de la filosofía; o bien, si
manda admitirlo junto con las demás cosas que son conocidas por luz
natural, reconozca que ya nada está inmune de errores. Reúnanse y
conferencien todos los pensadores cartesianos, que nunca se
expedirán para salir de allí. Éste es la rastrillo que quita todas las
argucias que irrumpieron en la filosofía de Descartes a partir de esta
entrada.
Y a la verdad, cuando leí su tercera Meditación, no podía
asombrarme bastante de la contradicción y disensión de los
razonamientos. Dice: “siempre que se presenta a mi pensamiento la
suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy
fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas
que creo conocer con la máxima certeza”. Poco después añade:
“Siempre que reparo en las cosas que me parecen supremamente
ciertas, prorrumpo en estas palabras: ‘Engáñeme Dios cuanto pueda,
que nunca hará que yo yerre cuando creo que soy porque pienso y que
dos más tres es cinco, y cuando doy fe a proposiciones similares que
no pueden sin contradicción manifiesta no ser verdaderas’”. ¿No ves,
Descartes, no adviertes la manifiesta contradicción de esto mismo
que dices? Es como si dijeras: “No hay nada en que yo no pueda errar;
hay muchas cosas en las que no puedo errar”, o bien “No sé si yerro
en cosas muy perspicuas; sé que no yerro en cosas muy perspicuas”.
Pero aquí también los cartesianos recurren a su solemne respuesta:
Descartes no dudó sino que fingió dudar si su naturaleza sería tal que
él siempre se engañara hasta haber ponderado las causas que se había
propuesto para dudar de ello. Y una vez ponderadas, si las encontró
débiles e inválidas, como fue el caso, estuvo más constituido para no
dudar más al respecto, y dudó y no dudó de la misma cosa en sentido
dividido, por cierto dudó antes de quitar las causas de dudar y percibir
la verdad; no dudó después de que se le hizo perfecta la verdad y él
quitó las causas de dudar. Pero niegan que él dudase y no dudase de la
misma cosa en sentido compuesto, es decir al mismo tiempo. Pero yo
dudo que Descartes también dudó y no dudó en sentido compuesto y
fingió cosas contradictorias a la mente. Porque en el tiempo que dudó
si fuera propio de su naturaleza engañarse siempre, si en este mismo
tiempo decretó alguna vez no dudar, es forzoso que al mismo tiempo
dudase y no dudase de ello. Porque dudó si su naturaleza era tal que
siempre se engañase cuando supo tener que dudar de ello por los
argumentos que propuso al comienzo de la Filosofía: y al mismo
tiempo no dudó si su naturaleza fuera tal de siempre engañarse
cuando decretó no dudar de esto después de ponderar estos
argumentos. Porque el que deja de dudar si es propio de su naturaleza
engañarse siempre, ya está seguro de que es o no es propio de su
naturaleza engañarse siempre; en cambio quien duda si es propio de su
naturaleza engañarse siempre, no está seguro de ser o no ser de una
naturaleza tal que siempre se engañe. En un único y mismo tiempo
Descartes estuvo cierto y no cierto de ser de una naturaleza tal que
siempre se engañe; esto es, dudó y no dudó de ello. Cosas que
manifiestamente se contradicen. Como, por ejemplo, si alguien
fingiera que la naturaleza humana no estuviera provista de razón, para,
fingiéndolo, proveerse de una razón para inventar razones con las que
pruebe que ella está provista de razón, él mismo fingirá cosas
contradictorias y se contradirá a sí mismo, porque al mismo tiempo
postulará que la naturaleza humana provista de razón no es tal,
fingiendo que sí lo es, y que está provista de razón, decidiendo aportar
razones para demostrarla provista de razón.
Por fin digo que en vano dicen los cartesianos que Descartes
tuviera la razón que ellos pretenden para proponer la ley del dudar.
Porque cuando aportó argumentos por los cuales su filosofía se saldría
de la duda, propuso muchas cosas serias. Y lo que proponen no es tal
que dé causa para explorarlo. Él de ningún modo dijo dudar por un
tiempo, sino que al contrario propuso argumentos para dudar que no
pueden resolver con ninguna razón.
Pero como se acuerda de que todavía no quitó su anterior
argumento dubitativo que se había propuesto, pasa a hacerlo ahora.
Dice: “no puedo estar hecho por Dios de tal modo que siempre yerre,
porque si fuera así, Dios sería un engañador, pero no tengo ninguna
razón para juzgar que Dios sea un engañador: al contrario, como es
sumamente bueno y sumamente perfecto, no puede engañarme”.
Descartes: si tratas conmigo en cuanto estoy imbuido de la religión
cristiana, no me tendrás en contra, y confesaré que el Dios sumamente
veraz y perfecto no quiere engañarme siempre. Pero aquí combatimos
mediante la razón, no la Fe; a partir de principios de filosofía, no de
teología. Imagínate entonces que tratas con algún filósofo viejo: él
disputará contigo así: “Descartes, si no sabes si siempre yerras,
tampoco sabes si yerras cuando dices ‘Si yo estuviera hecho de tal
modo por Dios que siempre yerre, Dios sería un engañador’, y
precisamente en eso yerras, porque es un engañador aquel que burla
sus dichos con hechos y da otra cosa que lo que prometió; pero Dios
no prometió al hombre que éste esté hecho por naturaleza tal que en
las cosas perspicuas nunca yerre. Entonces tú, que habías dicho que
querías dudar de las cosas perspicuas, no dudas de las falsas”.
Añadirá ese filósofo imaginario que no sabes si yerras cuando
dices “Dios que es sumamente bueno no me puede engañar”, y no
sabes de cierto qué sea Dios, qué pueda y qué quiera: además una cosa
es engañar y ser propia y positivamente causa de errores, y otra cosa es
dejarnos engañarnos, lo mismo que una cosa es matar a un hombre y
otra no apartarlo de una muerte próxima de la cual sin embargo le
advertiste muchas veces. Añadirá además que, así como no puede
decirse que Dios sea falaz por habernos hecho tales que a veces
erremos, tampoco podría decirse que fuera falaz aún si nos hubiera
hecho tales que siempre erremos: más bien hay que decir que,
sabiendo que caemos en errores con frecuencia, si queremos ser
piadosos debemos sentir humildísimamente nuestra insipiencia de la
que tenemos experiencia y reconocer con extrema sumisión cuán
inferiores somos a Dios, que es sumamente y siempre veraz, y
despertarnos de nuestra insipiencia a la alabanza de Dios, y no a
querellas y acusaciones, y de esta misma manera considerar que
estamos hechos para su gloria. Dirá que tú mismo, Descartes, nos
enseñaste 18 que Dios no puede ser representado como autor de
nuestros errores, aún si hubiera encerrado nuestro intelecto dentro de
ciertos límites de conocer y saber y nos hubiera hecho expuestos a
errores, y hasta dirá que hay que darle gracias por todos los bienes que
nos dio y no reclamarle por no habernos dado todo lo que podía,
cuando su poder sobre nosotros es libre.
¿Qué cómo Dios podría tomarse por veraz y benéfico si nos hizo
tales que frecuentemente erremos, pero un engañador si siempre
erráramos? ¿Acaso no pudo hacernos tales que nunca erremos? Es
que aunque no nos hubiera concedido todo lo que podía, confesarás
sin embargo que no podemos exigírselo con ningún derecho. ¿Con
qué derecho lo argüirías de falacia si nos hubiera negado todo lo que
pudo negarnos? ¿Acaso su poder no fue tan libre para quitarnos toda
noticia de la verdad como para quitarnos alguna? ¡Qué vano es,
además, lo que dices: que no tienes causa para juzgarte hecho por
Dios para errar siempre! ¿Acaso no yerras a veces? Y el que está hecho
para errar algunas veces, ¿no puede sospechar estar hecho de modo de
errar siempre? ¿Acaso tú mismo, Descartes, no confiesas19 que puede
darse que erremos ya siempre, ya algunas veces? Erramos
frecuentísimamente. ¿Acaso tú mismo no estás enterado de que es
imprudente quien confía demasiado en quienes una vez nos
engañaron? ¿Con cuánta frecuencia nos engaña nuestra razón? Así,
digo, tratará contigo aquel filósofo.
A continuación Descartes añade que todavía no sabe
suficientemente si Dios sea alguien ni si él, Descartes, no puede ser
engañado por Dios, y por eso él aquí se propone enseguida inquirir
estas cosas. ¿Pero qué argumentación torcida es ésta? Primero dijo
ignorar si él esté hecho por Dios de modo de errar siempre, y por eso
deber dudar de todo; luego, como si hubiera descubierto no estar
hecho por Dios para errar siempre, toma lo buscado por concedido, y
enseña que hay muchas cosas de las que no es lícito dudar; y después,
habiéndolas admitido sin duda, trata de demostrar que Dios es; y
finalmente que él no fue creado por Dios tal que siempre yerre.
18 Descartes, Princ. Part. 1. § 29ss. — Medit. 4.
19 Descartes, Princ. Part. 1. § 4. & 5.
Habiendo propuesto primero el argumento dubitativo de no saber si
está hecho por Dios para siempre errar, ¿no debió quitarlo antes de
avanzar más? Y habiendo demostrado que no fue hecho por Dios de
modo de errar en cosas conocidas por luz natural, ¿no debió probar
que le es sabido por luz natural que piensa, y por fin que le es sabido
por luz natural que es porque piensa? Al contrario, admite aquel
círculo vicioso de razonamiento. Es incierta la luz natural cuando
ignoro si soy de naturaleza tal que siempre yerre; no yerro cuando digo
“yo pienso, luego soy” por ser verdadero por luz natural.
20 Descartes, De Method. § 4.
21 Descartes, Princip. Part 1. § 75. — De method. § 2.
La respuesta de los cartesianos a estas objeciones es muy graciosa:
aquí no hay ningún círculo, sino sólo un modo dual de argumentar: el
anterior, que llaman análisis, y el posterior, que llaman síntesis. Estas
cosas dichas confiadamente pueden afectar a mentes de niños, pero
no a las de quienes han examinado qué es la razón analítica y sintética.
Los filósofos llaman análisis al progreso de la mente de una verdad
singular conocida a una universal desconocida; síntesis, el progreso de
la mente de una verdad universal conocida a una singular desconocida.
Descartes usó la primera cuando del conocimiento de su pensamiento
ascendió al de su existencia, y de esta a la distinción de alma y cuerpo
y de allí a la existencia de Dios; finalmente por este último escalón
llegó a conocer que todo lo que él percibiera clara y distintamente, es
verdadero.
Veamos ahora si por síntesis él invierte o pervierte este orden. Él
estableció ante todo que es verdadero lo percibido clara y
distintamente por nosotros; establecido lo cual conoceremos que
existimos porque pensamos, y finalmente que Dios existe. Ahora bien,
como la síntesis desciende de una verdad universal conocida a una
singular desconocida, esta proposición “Todo lo percibido clara y
distintamente por nosotros es verdadero” debe ser una verdad
universal conocida, y “Dios existe” debe ser una verdad singular
desconocida. Pero en contradicción con esto él escribió en su Discurso
del Método: “Esto que asumí por regla, a saber, que todas las cosas que
concebimos clara y distintamente son verdaderas, no son ciertas por
ninguna otra razón que porque Dios existe” 22 . Y en su quinta
Meditación: “Claramente veo que toda la certeza y verdad de toda
ciencia depende de un conocimiento del Dios verdadero, al punto que
antes de tenerlo no pudiera saber perfectamente nada de cosa alguna”.
Por ende, dado que él quiere que del conocimiento de Dios dependa
la verdad del enunciado “Todo lo percibido clara y distintamente es
verdadero”, y dado que ningún conocimiento puede preceder a este,
forzosamente Dios es más conocido que esta proposición. Por lo
tanto no desciende de una verdad universal conocida a una singular
desconocida, como lo pedía el método de la síntesis, y por ende no
usó de síntesis.
Esto se clarificará con ejemplos. Quien muestra el camino a un
campesino que va de su pago a París, hace aproximadamente lo que
hace quien usa de análisis, llevando al hombre de lo singular conocido
a lo universal desconocido. El que al parisino le muestra el camino por
el que se va de París a este pago, hace lo mismo que quien usa de
22 Descartes, De Method. § 4.
síntesis, porque de lo universal conocido va a lo singular desconocido.
Este camino puede mostrarse en ambos sentidos, como que el camino
puede caminarse yendo o viniendo y con la misma facilidad se puede
ir de París al campo que del campo a París. Pero si alguien quiere
mostrar a otro todos los lugares de algún gran edificio, primero llevará
al hombre del atrio al salón, del salón al dormitorio, del dormitorio al
recinto más secreto: de ningún modo partirá primero de lo íntimo de
este recinto para ir de allí al dormitorio y de allí a la sala y de la sala al
atrio. En efecto, primero hay que ir al atrio y a los demás lugares por
orden hasta llegar al recinto más intimo.
Dicen tonteras los cartesianos cuando piensan confundir esta
norma o criterio de la verdad con el análisis y la síntesis, que son vías
para conocer la verdad. Porque lo que se busca es si Descartes admitió
un círculo de razonamiento cuando investigó la norma de la verdad.
Es de lo que lo acusamos, ya haya usado de análisis o —como
pretenden— de síntesis. En esta falta suya no hay ninguna conexión
del análisis y la síntesis con la norma de la verdad.
23 Descartes, Princip. Part 1. § 43.
IV. Distingue la percepción clara y distinta de la luz natural y de
la perspicuidad tomada generalmente, y del conocimiento
tomado de la cosa misma.
De aquí resulta manifiesto que Descartes juzgara que esta
percepción clara y distinta fuera otra cosa que la luz natural, porque de
la luz natural colige muchas cosas antes de decretar y probar que
deben tenerse por verdaderas las cosas que percibimos clara y
distintamente. Distingue abiertamente lo uno de lo otro cuando
enseña que la luz natural no puede alcanzar ninguna cosa que no sea
verdadera en la medida en que es alcanzada por esta luz, esto es, en la
medida en que es percibida clara y distintamente24. De donde resulta
que la luz natural es lo que alcanza la cosa confrontada, en cambio la
percepción clara y distinta es la acción por la cual la cosa es alcanzada
por la luz natural. Como si la luz natural fuera el criterio per quod (por
el cual) y la percepción clara y distinta, el criterio secundum quod (según
el cual).
Con todo, algunos seguidores de Descartes, ya porque no vieran el
pensamiento de su dictador o porque no probaran o no se atrevieran
a referir sus vistas, no distinguieron la luz natural de la percepción
clara y distinta. Lo que se ve es que proponen la perspicuidad como
algo general que debe estar en todas las cosas que conocemos para
que merezcan ser tomadas por verdaderas, ya sean conocidas por
nosotros por percepción clara y distinta, o por razonamiento, o por
sentido, o de cualquier otro modo. Pero el conocimiento de las cosas
tomado de las mismas cosas, que Descartes tiene por regla de verdad,
es esta misma perspicuidad , inherente sólo a las cosas que
conocemos por luz natural hasta donde las conocemos. Así creemos
poder interpretarse apropiadamente el pensamiento de Descartes,
usando de conjeturas y sospechas en un asunto oscuro y no bastante
explicado. Pero la atención, que los cartesianos predican en todos sus
libros que es tan necesaria para percibir lo verdadero, es una afección
del alma que se concentra agudamente en la cosa que quiere conocer,
dejando de lado las demás.
X. Segundo argumento.
Por añadidura, si la perspicuidad y luminosidad de las ideas es la
norma cierta de la verdad, todo lo que a Descartes le pareció
verdadero, debió haber sido percibido clara y distintamente por él.
Pero él tuvo por verdaderas algunas cosas que confesó que no le
habían sido bastante percibidas, como la división de las partículas de la
materia; algunas que más tarde le fueron conocidas como falsas, y no
pocas que fueron reprendidas y refutadas por sus seguidores según el
criterio de la percepción distinta, y muchas otras que fueron
reprendidas y refutadas por otros. Los cartesianos también disienten
entre sí, y usando la misma norma de verdad sostienen sentencias
contrarias y contradictorias. Por lo tanto, o bien perciben clara y
distintamente cosas falsas, de donde se sigue que la percepción clara y
distinta no es criterio cierto de la verdad, o bien no aplican esta norma
para explorar todas sus opiniones, y por ende no la tienen por criterio
28 Descartes, Princip. Part 1. § 45. & Princip. Part. 1. § 50.
cierto y necesario. Así pues, ni puede admitirse la doctrina de ellos, en
cuanto no examinada por alguna norma cierta de verdad; ni tampoco
sabemos suficientemente si esta sentencia de ellos sobre el criterio fue
percibida clara y distintamente por ellos.
29 Rom. 12, 3.
mientras dormía, quiera que nosotros prestemos confianza a los
sueños que él fabricó despierto y vigilante.
Y así y todo, Descartes tuvo tanta confianza en sus opiniones, que
se jactó de no haber admitido por verdadero nada que no fuera más
cierto y claro que los Epiqueremas de los Geómetras; —de que sus
opiniones eran hasta tal punto evidentes y ciertas, que, si tan solo
fueran rectamente entendidas, en adelante eliminarían todas las causas
para disputar; —por fin, de que las cosas naturales no podían tener
otras causas de su origen que las propuestas por él. Aunque esto
último sólo se atrevió a aseverarlo vacilantemente, sin dudas con una
conciencia amonestada por la mordedura de la verdad.
30 Dionys. De divin. nomin. libr. 1. c. 1.
31 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 84, a. 7, ad 3.
suya a partir de la cual de ningún modo podría conocer la vastedad de
todo el mar. Así, la visión de la partecilla del mar y la idea que nace de
ella, si es comparada a la idea de todo el mar, se verá ser tal como es la
parte al todo, a saber, manca, mutilada e imperfecta.
Como sin embargo hay alguna proporción de la partecilla del mar
a todo el mar, puedo amplificar en mi ánimo la idea de la partecilla del
mar hasta tal punto que pueda alguna vez, por fin, formar alguna idea
igual a la plenitud de todo el mar. Pero no habiendo absolutamente
ninguna proporción de lo finito a lo infinito, por mucho que me
esfuerce en mi ánimo por amplificar la idea que es finita, nunca por
ella expresaré en mí mismo ninguna noción de la cosa infinita: sólo
podré en mi ánimo quitar fines a la cosa finita y extenderla más y más,
de manera que a cuantaquiera amplitud se le añada otra amplitud y a
ésta todavía otra, hasta que el ánimo, desfalleciendo en su esfuerzo,
finalmente se detenga, no por cierto imponiendo un fin a aquella idea,
sino reconociendo que caben en ella añadiduras siempre nuevas. Por
lo tanto no percibe el infinito de otra manera que percibiendo que una
cosa carece de fin.
32 Descartes, Epist. 15 et 16 tom. 2. p. 116 et 131.
puede ser ni clara ni distinta. Porque siendo las ideas imágines de las
cosas, como dije, aquella imagen que está en nosotros de una cosa
sumamente perfecta e infinita no puede ser semejante a su ejemplar
que es sumamente perfecto. Asimismo, siendo finita, no puede ser
semejante a su arquetipo infinito, porque, ¿qué hay de más
desemejante de lo perfecto que lo imperfecto, y de lo infinito que lo
finito? Si alguna idea es desemejante de la cosa cuya idea es, ya podrá,
sí, ser clara y distinta si la consideras en sí sola; pero si la comparas
con el ejemplar en relación al cual está expresada, no puede ser ni clara
ni distinta. Porque si la imagen de Sócrates no es muy semejante al
mismo Sócrates pero sin embargo está pintada con destreza y
elegancia, ciertamente esta pintura dará a los que la miren una noticia
clara y distinta de sí misma, pero si la relacionas a Sócrates, no dará de
él una noticia ni clara ni distinta.
De modo semejante, si alguien mira alguna parte del mar desde
una costa o si, situado al pie de alguna montaña ampliamente visible la
toca con la mano (ayuda usar ejemplos del mismo Descartes) sí sacará
con su mente, de esta parte del mar que ve o de la partecilla de la
montaña que toca una idea clara y distinta, pero oscura y confusa del
mar o la montaña como un todo. Por la misma razón, entonces, de la
imagen de lo infinito que es desemejante de lo infinito y no lo refiere
perfecta ni exactamente, sí percibiré una noticia clara y distinta de la
cosa finita que se forme en mi mente, pero eso no tiene nada que ver
con lo infinito.
Seguidamente, para que yo sepa que en mí es clara y distinta la
imagen de lo infinito, primero me toca conocer eso mismo clara y
distintamente. Porque, ¿quién soy yo para poder juzgar con certeza de
una imagen de Sócrates si nunca lo vi a él? Pero no teniendo yo
ninguna noticia de lo infinito ni pudiendo tenerla, nada puedo estatuir
como cierto de su imagen. Por esta razón el conocimiento de Dios
siempre pareció muy abstruso y por lejos apartado de las mentes de
los hombres, no sólo a los antiguos filósofos, sino también a todas las
naciones. Esto está declarado frecuentemente por la testificación de
los sagrados oráculos. “Puso entre tinieblas su asiento” 33 , dice el
Salmista de Dios. Y nuevamente: “Rodeado está de una densa y
oscura nube”34. También Pablo: “habita en una luz inaccesible, a quien
ninguno de los hombres ha visto, ni tampoco puede ver”35.
33 Psal. 96, 2.
34 Psal. 96, 2.
35 1 Tim. 6, 16.
VI. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y
sumamente perfecta puede proceder de otro lado
que de una cosa infinita y sumamente perfecta.
Explicada y desecha la premisa mayor del argumento de
Descartes, se derrumba por su propio peso la premisa menor por la
que estatuye que la idea que está en nosotros de una cosa infinita y
sumamente perfecta no puede proceder de otro lado que de una cosa
infinita y sumamente perfecta. Porque si esta idea de una cosa infinita
y sumamente perfecta es ella misma finita e imperfecta, puede bien
proceder de otro lado que de una cosa infinita y sumamente perfecta,
y no es necesario que se le asigne una causa de mayor dignidad y
prestancia que las demás cosas que son igualmente finitas e
imperfectas. Y por cierto, si Descartes mismo hubiera practicado lo
que tan a menudo nos demandó y exigió, y con atenta circunspección
hubiera explorado las nociones de su ánimo, habría descubierto
fácilmente que el origen y las causas de esta idea de Dios que está en
nosotros pueden ser otros que los que él mismo consideró.
Porque es manifiesto que de la confusa cognición que está en
nosotros de nosotros mismos y de otras cosas, la idea de Dios es in-
formada y expresada κατά µετάβασιν, esto es, por transición, como
habla Cicerón. Piensa como ejemplo que del hecho de que somos
mortales quitamos mentalmente a Dios la necesidad de morir; del
hecho de que somos corpóreos le sustraemos la masa de todo cuerpo;
del hecho de que estamos sujetos a perturbaciones de ánimo y a vicios
lo exceptuamos a Dios de estas cosas. Y si ya entendemos haber algo
de bueno en nosotros o en otras cosas —belleza, fortaleza,
inteligencia, conocimiento, virtud, felicidad— con el ánimo
amplificamos estas cosas más y más y pensamos que más allá de lo
que pudimos forjar hay por lejos muchas más cosas. Porque nuestro
ánimo es finito y angosto, es necesario que este contenido formado
dentro de nosotros se detenga lejos por debajo de la infinidad y sea
muy oscura y confusa.
¿Conque dices entonces que no tenemos ninguna noticia de Dios?
Sí que tenemos, y manifiesta, pero no sacada de la idea de Dios, sino
recogida raciocinando, y a partir del consenso de todos los pueblos, y
a partir del preclaro ornato y orden del mundo, y a partir de la que
llaman existencia de las cosas y del movimiento de las mismas, y a partir
de otros argumentos que fueron felizmente usados así por los
filósofos antiguos como por los Santos Padres de la Iglesia. Porque
del conocimiento de Dios que hemos recibido por la Fe aquí no
tratamos. Además, cualesquiera que sean estos argumentos que he
dicho, sí pueden persuadirnos de que Dios existe, pero no darnos un
conocimiento exacto de lo que Él es y de cuál es su naturaleza, por la
estrechez y oscuridad de nuestra mente.
36 Apollon. Conic. libr. 2. Prop. 1. et 14.
argumento de Descartes, lo cual se tornará más claro si lo haces pasar
a la siguiente forma más simple.
Lo que es sumamente perfecto existe necesariamente; pero aquella
cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente es
sumamente perfecta; luego aquella cosa infinita y sumamente perfecta
cuya idea tengo en la mente existe necesariamente. A la premisa mayor
se le aplica una distinción: Lo que es sumamente perfecto existe
necesariamente al modo como es. Si es en la realidad misma, existe
necesariamente en la realidad misma. Si sólo es en el intelecto, sólo en
el intelecto existe necesariamente. También la premisa menor es
tomada según una distinción opuesta: Aquella cosa infinita y
sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente, es sumamente
perfecta mentalmente, porque todo esto de lo que disputo es sólo una
idea a partir de cuya naturaleza Descartes trata de probar que Dios
existe realmente. Y así está claro el sentido de la conclusión: Aquella
cosa infinita y sumamente pefecta cuya idea tengo en la mente,
necesariamente existe mentalmente, pero no realmente. Desenvueltos
estos ambages, ya sale al frente el mismo nudo de la dificultad que está
todo latente en la complexión de las dos partes de la premisa mayor, la
primera de las cuales es “Lo que es sumamente pefecto”; la segunda,
“existe necesariamente”. Y aquella parte primera de la proposición
encierra ocultamente otra proposición, a saber, ésta: “Algo es
sumamente perfecto”; y la cópula “es” tácitamente adopta este
significado: “existe realmente”; tan es así que en los escondrijos de
esta proposición: “Algo que es sumamente perfecto existe realmente,
y eso necesariamente existe realmente. Ahí él pone por confesado lo
buscado y manifiestamente hace una petición de principio.
Los cartesianos, para eludir todo esto y probar que en la
argumentación de su maestro no se toma por concedida la existencia de
una cosa infinita y sumamente perfecta, suelen proponer como
ejemplo este silogismo: Todo lo que conozco clara y distintamente
contenerse en la idea de alguna cosa ha de adscribírsele; y en la idea
del triángulo conozco clara y distintamente contenerse tres ángulos;
luego han de adscribirse tres ángulos al triángulo. Dicen que si alguien
responde a eso que los tres ángulos han de adscribirse a un triángulo
con tal de que hayan de adscribérsele, responde ineptamente; porque
tampoco aquí se toma por concedido lo que ya está ganado por la
fuerza del mismo argumento. Continúan diciendo que cometen el
mismo pecado los que resuelven así este argumento: “Todo lo que
conozco clara y distintamente contenerse en la idea de alguna cosa, ha
de adscribírsele; y en la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta
conozco clara y distintamente contenerse la existencia; luego la existencia
ha de adscribirse a la cosa infinita y sumamente perfecta”. Digo que
dicen que en vano se responde que la existencia ha de ponerse en la
cosa infinita y sumamente perfecta con tal de que exista porque
tampoco toman como concedido lo que obtienen por la fuerza del
argumento. Pero también aquí nos tienden trucos, porque entre las
premisas menores de uno y otro silogismo hay una gran diferencia. En
la primera premisa menor, que es tal: “En la idea de un triángulo
conozco clara y distintamente contenerse tres ángulos” se atribuye al
triángulo aquello sin lo cual el triángulo no puede ser y que constituye
su naturaleza; porque pertenece por completo a la naturaleza del
triángulo tener tres ángulos. Pero en la segunda premisa menor, que es
tal: “En la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta conozco
clara y distintamente contenerse la existencia”, se atribuye a la cosa
infinita y sumamente perfecta aquello de lo que no consta con certeza
de qué modo es ni si pertenece a su naturaleza. Porque ahora entre
nosotros se busca aquello mismo: si a la naturaleza de la cosa infinita y
sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente pertenece la existencia,
y qué modo de existencia; y poniéndose eso en cuestión, se toma
completamente lo buscado por concedido. Por lo tanto, aunque yo
conceda que no puedo formar dentro de mi ánimo la idea de una cosa
infinita y sumamente perfecta sino como existente, como tampoco la
idea de una montaña sin la idea de un valle, no por eso habré
concedido que la cosa infinita y sumamente perfecta existe, como
tampoco esta montaña o valle cuyas ideas tengo en la mente.
Aquí tampoco se esconde sofisma alguno, como vanamente
pretexta Descartes, que intenta disolverlo de la siguiente manera. Del
hecho de que la idea de una montaña en mí no puede estar sin la idea
de un valle no se sigue que aquel monte o valle exista, pero del hecho
de que no puedo formar dentro de mi ánimo la idea de una cosa
infinita y sumamente perfecta como no sea existente, necesariamente
se sigue que la cosa infinita y sumamente perfecta existe. En esto él
mismo aplica un sofisma para quebrar esta respuesta, porque del
hecho de que no puedo formar dentro de mi ánimo una cosa infinita y
sumamente perfecta como no sea existente sí se sigue que ella existe,
pero sólo en mi ánimo, no en la realidad misma; y la existencia que
aquella idea incluye no puede separarse de ella con el pensamiento.
Por eso, cuantas veces surge en mi ánimo la idea de una cosa infinita y
sumamente perfecta, es necesario que también surja la idea de la
existencia como compañera inseparable de la otra idea y que pensando
él en una también piense en la otra, y que pensando en la cosa infinita
y sumamente perfecta y en su existencia, huelgue la cosa infinita y
sumamente perfecta y su existencia estén fuera del pensamiento. O si
agrada explicarlo con las locuciones de la Escuela: Una cosa infinita y
sumamente perfecta cuya idea tengo en mi mente, o que, en otras
palabras, es mentalmente, es acompañada necesariamente por la existencia
mental; pero de ningún modo es necesario que la acompañe la existencia
real.
Insisten a su vez los cartesianos diciendo que la cosa infinita y
sumamente perfecta es el ente mismo κατ’ ἐξοχήν, el ente general, el
ente infinito. Y que siendo éste simplísimo, también lo es su idea; y que
conteniendo ésta necesariamente la existencia, se sigue que el ente exista
a partir de sí mismo y de su naturaleza; y que por cierto es
contradictorio que el ente no exista. Prosiguen hasta el fin buscando los
escondites de la ambigüedad, porque aquel ente general es una idea
general de la mente recogida de las nociones de entes singulares, como
“animal” es una noción de la mente formada de nociones singulares
de animales, y aquel ente tomado generalmente pertenece por igual a
las cosas que no existen de otra manera que en la mente y a las que
fuera de la mente existen en la realidad misma, y en la medida que
pertenece a la cosa infinita y sumamente perfecta que está en mi
mente, no existe en la realidad misma. Por lo tanto, si se aplica a
aquella palabra ente nuestra habitual distinción, todo este raciocinio se
hace añicos contra ella. Hela aquí. La cosa infinita y sumamente
perfecta es un ente de la misma naturaleza que la misma cosa infinita y
sumamente perfecta, o sea, un ente que fuera de mi mente no existe en
la realidad misma; no es un ente existente en la realidad misma fuera de
mi mente.
Original latino:
https://books.google.com.mx/books/about/Censura_philos
ophiae_Cartesianae.html?id=--4GAAAAcAAJ&redir_esc=y