Censura de La Filosofía Cartesiana

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PEDRO DANIEL HUET


OBISPO DE AVRANCHES

CENSURA
DE LA FILOSOFÍA
CARTESIANA
(1736)

Capítulos 1, 2 y 4 de 8.
Traducción del latín al castellano
de Patricio Shaw, 2016.
RESEÑA BIOGRÁFICA DEL AUTOR
Nacido en el seno de una familia protestante, Pierre-Daniel Huet
fue educado en el colegio de los jesuitas de Caen y recibió asimismo
clases impartidas por el ministro Samuel Bochart. A los veinte años ya
fue reconocido como uno de los más prometedores sabios de su
época. Se instaló en París y trabó amistad en 1651 con el conservador
de la Biblioteca Mazarino, Gabriel Naudé, quien, al año siguiente,
sucedió a Samuel Bochart en la corte de la reina Cristina de Suecia.
Visitó Leiden, Ámsterdam, Copenhague y Estocolmo, donde
descubrió, en la Biblioteca real, unos fragmentos del Comentario sobre
san Mateo de Orígenes que publicó en 1668.
Se dedicó, también, a la literatura, traduciendo la novela pastoril de
Longo y escribiendo él mismo una nueva, titulada Diana de Castro.
Con su Tratado del origen de las novelas creó la primera historia de la
literatura de ficción. Aunque con esta obra intentó fijar las reglas de la
narrativa novelesca sin conseguirlo, por lo menos constituye un
primer intento histórico de hacerlo. En la Querella de los antiguos y los
modernos Pierre-Daniel se inclina a favor de los “antiguos”
enfrentándose a Perrault y a Desmarets de Sanit-Sorlin.
Escribió además poesías en latin y griego, una Dafne y Cloe, obras
filosóficas en latín y francés y una recopilación de pensamientos, la
Huetiana. Se relacionó con Paul Pellisson, Valentín Conrart y Jean
Regnault de Segrais, con el que acabó confundiéndoselo, así como con
Capelain, con el que defendió la Pucelle. Frecuentó, de manera regular,
los salones de Mlle. Scudéry y los estudios de los pintores. También
tuvo afición por la epigrafía y la numismática, en especial por los
medallones, debatiendo, con Samuel Brochart, sobre el origen de los
mismos y aprendiendo, para ello, el árabe y el sirio con el jesuita
Parvilliers.
Durante su juventud fue un admirador del cartesianismo,
movimiento que más tarde combatió. Su biógrafo, el abad Olivet, lo
defendió de la acusación de ser un filósofo escéptico. Publicó, con la
cooperación de Mme. Dacier, la serie de los clásicos latinos adaptados
Ad usum Delphini, dedicada a enseñar humanidades al príncipe
heredero de la corona de Francia, del que fue segundo preceptor. Su
afición por las matemáticas le indujo a estudiar astronomía, anatomía e
incluso su propia miopía le llevó a interesarse, casi exclusivamente,
por la oftalmología y la acústica. Estudió, asimismo, toda la ciencia
conocida en su tiempo concerniente a la química y escribió un poema
en latín dedicado a la sal.
Miembro de la Academia de Literatura de Caen, fundó en esta
ciudad una academia de física en 1662 y otra en el convento de los
jesuitas en París que subvencionaba Colbert y de la que Michault dijo:
“El P. Oudin es recordado siempre con sumo gusto en las doctas
conferencias del salón del Sr. Huet, en el que tiene la suerte, más de
una vez, de ser admitido”. El 30 de julio de 1674 fue elegido miembro
de la Academia Francesa, cargo que había rechazado varias veces antes
de ceder a las peticiones de Bossuet, Pellisson, Dangeau y Montausier
y moriría siendo el decano o miembro más antiguo de la misma.
Se ordenó en 1684 y fue consagrado obispo de Soissons en 1685
antes de serlo de Avranches. En 1692 dejó el obispado para dirigir la
Abadía de Fontenay y en 1699 la abandonó para pasar sus últimos
veinte años en el seminario de los jesuitas de París. El rey compró su
biblioteca y manuscritos para ampliar la biblioteca real, a pesar de que
la había legado a los jesuitas.
Huet fue conocido por su firme carácter al que La Londe se refirió
diciendo: “Es de esas personas contra las cuales es imposible tener
razón”.
PREFACIO
I. Exordio
Me preguntaste repetidas veces, Ilustrísimo Duque, qué opino de
la filosofía cartesiana que plació tanto a esta edad y capturó de tal
manera con su novedad los ánimos hasta de los hombres más agudos
que ante ella ya se han tornado poco menos que obsoletas las demás
disciplinas de los filósofos. Como entendieras que la apruebo bien
poco, me rogaste reiteradamente los argumentos de esta sentencia que
yo siempre he expuesto a discreción, a menudo con brevedad, a veces
con profusión y siempre con candor. En particular recuerdo lo
conversado entre nosotros cuando tú, habiendo encontrado algo de
tiempo libre, me contendieras eso mismo más agriamente y, catando
yo estrictamente el asunto, tú de tal manera me acosaras
contradiciéndome, interpelándome o haciendo suceder cuestiones a
cuestiones, que en definitiva obtuvieras por la fuerza esta causa por
partes pero casi toda. De hecho tú asentías conmigo a mucho,
especialmente a mi alegato de que nadie había empezado a urdir su
filosofía a partir de la duda con mayor aparato y pompa que Descartes
ni había hecho tan confiada y categóricamente afirmaciones sobre las
cosas más oscuras e inciertas y que seguramente le fueran
desconocidas habiendo dado la razón más leve y a veces ninguna.
Asentías conmigo a que, siendo decente someter la filosofía que es un
producto de la mente humana a la Fe que procede de Dios, él al
contrario había juzgado la Fe de acuerdo a los preceptos de su
filosofía. Esto lo confirmabas con muchas observaciones de lo más
brillantes y me instigabas mucho colegir los argumentos que había
propuesto y presentarlos por escrito.
Yo primero buscaba escapatorias y después oponía más
vehementemente a tus instancias muchas objeciones: por un lado el
número de adversarios dispuestos, varones habilidosos, pugnacísimos
y encendidos de afán por su partido y su amor de casi cualquier
género de novedad; por otro lado la reciente carga impuesta a
nosotros y las asiduas solicitudes y ocupaciones infinitas nacidas de
ella. Mi ánimo ya estaba distraído con empeños más graves que no
podía desatender por estas cosas comparativamente leves. Éstas
quizás no me habrían parecido indecorosas cuando yo llevaba otra
vida desempeñando otro papel mientras el tiempo lo permitiera, pero
ahora que estoy dedicado a funciones sagradas, me convienen poco.
Tú insistías, contra ello o por ello, que yo tomara sobre mí dicho
trabajo: ¿por ventura la tutela de la santa Religión y la opugnación de
las doctrinas con que se viola su integridad convenía a alguien más que
a un hombre del orden pío y sagrado? Insistías que otrora este servicio
de la Fe Cristiana había sido prestado por Santos Padres de la Iglesia
contra filósofos profanos cuya autoridad en asuntos pertinentes a la
salvación eterna era levísima o completamente nula, y que un tal
servicio había de prestarse mucho más contra un hombre cristiano
cuya doctrina contraria a quienes son agradables a Cristo, por la
importancia que tiene y el ejemplo que da, trae aparejada una
gravísima calamidad para la posteridad. Finalmente, insistías que para
el que percibe la verdad la fuerza o multitud de los adversarios era
poco de temer.
Como añadieras muchos más argumentos a estos, por fin venciste
y yo di mi mano. Porque, ¿a quién de entre todos los hombres
tributaré más por sus consejos y prudencia? ¿Quién deberá valerme
más por su autoridad? Porque no es sólo por los elogios de los
hombres que me son conocidas las distinciones eximias que hay en ti
conferidas por naturaleza, esfuerzo o fortuna: una espléndida dignidad
sobre la muchedumbre de los hombres, un ánimo superior a la
dignidad, una gloria ingente nacida de loores bélicos, un despierto
vigor de ingenio, una exquisita ciencia de todas las disciplinas, una
amabilidad y humanidad raras en tu cumbre, una profusa liberalidad
dirigida a todos, siendo el ápice de todas tus virtudes la piedad sincera
y constante ante Dios. Digo que no reconocí estas cosas, como otros,
por tu fama, sino que las probé por íntima admisión y por un trato de
muchos años: a menudo me arrancaron admiración, y siempre —si me
permites decirlo— amor. Esto es especialmente así al gozar yo de tus
grandísimos beneficios. Porque cuando yo era un hombre provinciano
y todavía joven y que no merecía nada de ti, me rodeaste con tu
patrocinio, me adornaste con tu recomendación y casi me provocaste
con tu benevolencia. Deseo que así como la memoria de estas cosas
está íntimamente grabada, fijada e ínsita en mi ánimo, así esté aquí
presentada a todos los hombres y consignada para el tiempo futuro,
para que quede atestado un clarísimo monumento de que yo te estoy
tan agradecido como tú me fuiste benéfico y benigno. Ahora examina
ecuánime las cosas que otrora fueron disputadas junto a ti y que he
encerrado en este libro. Si de éstas ahora te tengo de defensor como
entonces te tuve de apreciador y juez, ciertamente poco preocupado
por los juicios de otros, facilísimamente hallaré consuelo en tu favor.
II. Argumento del libro.
Conduce hacia adelante, pues, cuando así lo quieras; examinemos
los fundamentos de la filosofía cartesiana, persigamos sus vicios, no
todos sino los principales y capitales. Explorados y detectados estos
nos pondremos en guardia del derrumbe del edificio que los lleva.
Función verdaderamente dura, y además odiosa. Porque Descartes fue
a juicio mío un investigador no despreciable de la naturaleza y la
verdad, como era alabado Pitágoras 1 , y a juicio suyo y de sus
seguidores segurísimo y acertadísimo; ciertamente un émulo de los
antiguos intérpretes de la naturaleza, si no un par, y ciertamente no
muy inferior a algunos cuya reputación fue grande. Él miró
agudamente a través de las faltas de la filosofía antigua, y, creyéndolas
no fácilmente reparables, prefirió fundar una nueva que enmendar la
vieja. Subsiste mucho que pensó sutilmente, investigó sagazmente y
encontró ingeniosamente. Y si se le pegaron faltas, fue un hombre, y
escudriñó cosas cuya noticia no entendió bastante que estaba puesta
lejos de las mentes de los hombres por un consejo cierto de Dios. Y
pegáronsele verdaderamente muchas faltas en cuanto su ánimo
desconsiderado y demasiado amador y admirador de sí, concibió
torpemente en sí mismo las culpas que había detectado agudamente
en otros: con ojos buenos para afuera y ciegos para adentro.

III. Mantendráse en lo posible el mismo orden de disputación


que siguió Descartes.
No me parece que haya de mantenerse otro orden de la disputación
instituida contra estas cosas que el que él mismo siguió. Él puso
empeño por entramar las partes sucesivas de su doctrina en un todo
que fuera conexo consigo y apto de por sí y echó ciertos cimientos en
que se apoyara toda la mole de su filosofía: así, pues, esas son las cosas
que han de escudriñarse principalmente y juzgarse de acuerdo con una
plomada y una escuadra. Así, si se descubre que aquéllas concuerdan
poco con éstas, nos retiraremos —como fue dicho poco después— de
un edificio ruinoso y caduco.

                                                                                                               
1 Horacio, Odas, cap. 1, 28, 14.
CAPÍTULO PRIMERO.
Pondérase la sentencia de Descartes sobre la duda
y sobre la argumentación “yo pienso, luego soy”.
I. El fundamento de la filosofía cartesiana es la duda.
Descartes constituyó el fundamento de toda su filosofía en la
duda. Digo fundamento en el sentido en que Vitruvio 2 llama
fundamentos a los lugares excavados para recibir cimientos sólidos. Y
no nos manda dudar con levedad ni distracción, sino de tal modo que
tomemos todas las cosas por inciertas, y no sólo por inciertas, sino
absolutamente por falsas, y no solamente cualesquier cosas que hasta
el presente nos fueran inciertas o verosímiles, sino también las que nos
parecían supremamente ciertas, sin exceptuar los principios que se
dicen ser conocidos por sí mismos y por luz natural, tales como “dos
más dos son cuatro”, “el todo es mayor que su parte”, y “las cosas que
son iguales a una, son iguales entre sí”, e incluyendo entonces, según
esta ley, también los teoremas de los geómetras que se basan en estas
nociones. Decreta que tengamos por ficciones los cuerpos que vemos
y manejamos y el mundo entero que nos rodea, y que juzguemos
incierto si nosotros mismos existimos. Es manifiesto que esta duda
tan patente y tan amplia comprende absolutamente todo, al punto de
que a la mente no le quede más en qué apoyarse.
Cuando los recientes patrocinadores de esta secta osan negar estas
cosas, o traicionan la causa de su maestro, o ignoran su doctrina.
Porque, ¿cuán frecuente y claramente él sancionó que hay que arrancar
de una vez desde sus fundamentos y rechazar todas las opiniones
anteriores por verosímiles que fueran y tener por falso todo aquello
que hubiera parecido certísimo? Cuando después mandó relegar a la
duda todo lo que pareciera verísimo y tomar por falso todo lo dudoso,
¿acaso no mandó tomar por falso lo más verdadero?

II. Por qué Descartes fundó su filosofía en la duda.


Descartes presenta como causas de este precepto el hecho de que
con frecuencia experimentamos que los sentidos son falaces, que bajo
el sueño parecemos sentir muchas cosas que no existen en ninguna
parte, y que las cosas que nos aparecen en sueños no las podemos
distinguir de las que sentimos en vigilia; que la razón humana es
oscura y resbaladiza; por fin, que no sabemos si Dios nos quiso hacer
                                                                                                               
2 Vitruvio, lib. 3. cap. 1.
tales que siempre erremos, aún en las cosas que nos parecen
supremamente notorias. Advirtamos diligentemente y examinemos
circunspectamente qué implican estas palabras y adónde llevan, para
evitar que más tarde Descartes, habiéndonos encerrado consigo en
estas estrecheces y rodeado de estas tinieblas de desconocimiento,
trate de sacarnos incautos y desapercibidos a la luz abierta del
conocimiento. Dice que tenemos que dudar de todo sin exceptuar en
nada ninguna cosa para evitar los errores y llegar a la verdad, porque
los sentidos y la razón frecuentemente nos engañan, o sea —para que
nadie discuta sobre el uso del vocabulario— que juzgamos falsamente
de aquello que percibimos por los sentidos, y usamos mal de la
facultad de razonar que está en nosotros; y no sabemos si Dios nos
creó tales que siempre erremos. A partir de esta sentencia se abre
camino a la filosofía: aquí da arranque a sus meditaciones y a sus
principios de filosofía: esto inculca por todas partes, esto ofrece.
Que esta duda es seria y no ficticia ni jocosa, que está derivada de
la misma naturaleza de las cosas y no sólo tomada de los argumentos
para dudar ni presentada por un ejercicio de la mente, lo declara el
mismo Descartes3, y dice dudar no leve ni inconsideradamente, sino
en serio, inducido a dudar por razones fuertísimas y meditadas, y
haber permanecido en esta duda por muchos años. Por lo demás, los
argumentos para dudar que él propone no piden otra duda que una
verdadera y seria —por ejemplo la semejanza entre las cosas vistas que
observan las mentes durmiendo o vigilando— una duda que es
seguramente semejante a la de los escépticos, con la única diferencia
—dice Descartes4, muy desconocedor de la doctrina escéptica— de
que el único fin de la duda escéptica era la duda, aún de lo pertinente a
las funciones de la vida, en tanto que el fin de la duda suya era la
investigación de la verdad. Por eso afirma que ni los ingenios mejor
dotados pueden deshacerse de la duda que surge de las cosas vistas
por quienes duermen y velan, a menos que sepan que Dios existe5. Lo
que dice de la duda ficticia no puede decirlo ningún hombre sano. Por
ende, cuando Descartes llama su duda metafísica e hiperbólica 6 , no
entendió una duda ficticia o falsa —que es lo que piensan o fingen
pensar sus seguidores escondiendo en la ambigüedad de esos vocablos
su pertinaz adhesión a la práctica de su maestro— sino la duda que
está contenida en los fines de la metafísica y que no se aplica a los
                                                                                                               
3 Descartes, Medit. 1., Resp. ad 5. Object.
4 Descartes, De Meth. § 3.
5 Descartes, De Meth. § 4.
6 Descartes, Medit. 3. & 6. Resp. ad 3. & 7. Object.
usos de la vida. Porque, por lo demás, la duda, como ellos mismos
reconocen, no es ni puede ser útil para la busca de la verdad sino sólo
oportuna para contradecir, de modo que por el uso y conveniencia de
los disputantes la duda sea o no sea.

III. Descartes abandonó el propósito de dudar


antes de aplicarlo.
Aquí lo primero digno de reprensión es que quien había instituido
dudar de todas las cosas para percibir la verdad, para mejor dudar
decretó tener las cosas no ya por inciertas sino por completamente
falsas. Y esto contraría manifiestamente su propósito. Porque quien
tiene una cosa por falsa, no duda sobre ella más que quien la tiene por
verdadera, y afirma que es falsa. Pero quien asiente, cree y afirma, no
duda; duda, en cambio, quien retiene su asentimiento y tiene por
incierto si la cosa es verdadera o falsa. Y no ayudan a Descartes
quienes alegan que él dudó de las cosas hipotéticamente. Deben concluir
que él tomó las cosas como al mismo tiempo hipotéticamente falsas y
dudosas: esto es (para evitar toda ambigüedad de vocabulario), postuló
que las mismas cosas eran falsas y dudosas, y admitió una
contradicción en las mismas cosas. Porque lo que postulamos falso,
no podemos dudar si es falso o verdadero.

IV. Establece la primera noticia de verdad


en el “yo pienso, luego soy”.
A inmediata continuación, buscando ansiosamente una chispa de
verdad, entiende haber encontrado esta primera: que aunque siempre
yerre, aunque siempre duerma y sueñe, aunque esté condenado por
Dios a la perpetua ignorancia y a los errores desde su mismo origen,
así y todo, desde que piensa sobre todas estas cosas, necesariamente
existe. En efecto, “es contradictorio —estas son sus propias
palabras— que pensemos que lo que piensa no existe al mismo
tiempo que piensa”7. Éste es, pues, el primer inicio firme, estable y
sólido de toda verdad, y el fundamento de toda la filosofía es: “yo
pienso, luego soy”. Veamos ahora cómo es esto.

V. Aquí pone como concedido lo buscado.


Digo primero que Descartes pone como concedido lo buscado.
Busca si es, y con razón, porque quien quiere dudar de todas las cosas,
también debe dudar si es, y de eso profesó dudar Demócrito.
                                                                                                               
7 Descartes, Princip. Philos. Part. 1. § 2.
Entonces, para probar que es, dice: “yo pienso, luego soy”. ¿Pero qué
es aquel “yo”? Pues alguna cosa que es. Busca si es y asume que es.
Por tanto asume lo buscado por concedido. ¿Qué es entonces “yo
pienso”? Es esto: “yo soy pensante”. De aquí se engendra el
argumento: “yo soy pensante, luego soy”. Argumento que se reduce al
de Crísipo: “Si amanece, amanece; es así que amanece; luego
amanece”. “Si soy, soy; es así que soy; luego soy”. Aquí asumo que soy
para probar que soy y admito aquel círculo vicioso en la
argumentación.
Responden los cartesianos que aquel “yo” no es una cosa que sea,
sino una cosa que piensa, o también una que, aún si es, no es aplicada
por Descartes como una que sea, sino sólo una cosa que piensa. Pero
esta respuesta es débil, como se descubre por la naturaleza de todos
los enunciados en que los lógicos distinguen dos términos: el menor,
que llaman sujeto y el mayor, que llaman predicado o atributo, los cuales si
no fueran diversos, toda proposición sería vana. ¿Con qué mira
alguien diría “Pedro es Pedro”? Ahora bien, si en esta proposición de
Descartes “yo pienso”, ese “yo” fuera sólo una cosa que piense y no
una que es, aquel enunciado sería vano y sus dos términos serían el
mismo, a saber: “una cosa que piensa es una cosa que piensa”, y de allí
no se seguiría la conclusión buscada: “luego soy”. Y si los cartesianos
pasan a negar que esta proposición “yo pienso” ha de explicarse como
“una cosa que piensa es una cosa que piensa”, les será forzoso decir
que el enunciado de esta sentencia es “yo como pensante soy
pensante”, en el que vuelve a escapársele el “yo” que contiene
llanamente la noción de una cosa que es. Además, en el enunciado “yo
soy pensante”, la palabrita “soy”, que es la cópula de ambos términos,
aquí indica tácitamente una cosa que es: quienquiera que la adjunte a
una cosa, le atribuye existencia. Pero como aquellas anteriores dos
vocecillas “yo soy” tienen adjunta la existencia, en vano para deducirla
se le adjunta la tercera, “pensante”, que sería el término medio si
cuadramos en forma de silogismo el argumento: “Lo que es pensante,
es; yo soy pensante; luego yo soy”. Por cierto, si quitamos de allí la
palabra “pensante” como superflua, queda este raciocinio: “Lo que es,
es; y yo soy; luego soy”, el cual es llanamente similar al de Crísipo: “Si
es de día, es de día; pero es de día, luego es de día”.
Además, al decir que piensa, asume no solamente ser, sino ser una
cosa actuante, en lo cual asume como cierta y manifiesta tanto la cosa
que es como la acción de esta cosa. Sabemos que hubo varones
agudos y doctos que en otro tiempo habrían respondido a Descartes,
mientras él se gloriaba de la invención de este argumento, que ese “yo
pienso” no es nada más cierto que todo lo demás que él tuvo por
falso. Y con buena razón, porque quien duda si es, puede dudar si
piensa. Y eso Descartes no lo pudo defender con otro recurso que el
que él mismo se había quitado, a saber, la luz natural, a la cual había
mandado negar toda fe por completo.
Hay más para decir. El fundamento de su argumento es: “Quien
piensa, es”, y lo debió presentar primero para que el argumento
obtuviera esta forma legítima: “Quien piensa, es; yo pienso; luego yo
soy”. Otra vez Descartes abandona lo prometido y falta a su palabra y
asume por verdadero lo que no es menos dudoso que las demás cosas
que juzgó dignas de tenerse por falsas. Hasta este punto es
desmemoriado de su propósito magnífico y general de tener todas las
cosas por falsas. Si hubiera perseverado constantemente en este
propósito, como convenía a un filósofo, al momento de ocurrir a su
mente ese “yo pienso”, lo habría tomado por falso al igual que lo
demás. Y si por el contrario eso debía eximirse de la ley general de
tener todo por falso, esa ley fue temeraria e incauta. Antes de
someterle su mente habría debido juzgar si no había nada que
exceptuarle.

VI. Del enunciado “yo pienso” no puede colegirse con certeza


“luego soy”.
Hemos examinado el enunciado antecedente “yo pienso”; veamos
además qué colige Descartes de ahí. “yo soy”, dice. Y si negáramos
que esto se concluye de aquello, de dónde sacará sus argumentos para
comprobarlo? Pues de las reglas de la lógica: pero él mandó tener
todas las cosas por falsas, y por tanto también las reglas de la lógica.
Nuestros adversarios dicen al principio que Descartes fingió
tenerlas por falsas con las demás, pero al final descubrió que eran
verdaderas después de ponderarlas. En primer lugar, ¿qué sabéis —oh
buenos varones— que él las haya ponderado? Yo por el contrario
opino que pensó poco en ellas, porque en más de un lugar se muestra
bastante ignorante en lógica. Él las habrá ponderado y descubierto
ciertas; también fueron ponderadas por Epicuro, y repudiadas. ¿A
quién hay que dar fe? ¿Qué hay de más claro que el argumento “luce,
luego es de día”? ¿Pero cuánto debatieron sobre la conexión de estas
dos proposiciones entre Crísipo, Filón y Diodoto? Por lo demás,
Descartes no sólo filosofaba para sí mismo, sino también para mí y
para todos aquellos en cuyas manos cayeran sus escritos, y él las hizo
públicas sin oscuridad. Por esta razón Descartes debió ponderar las
reglas de la lógica no sólo para si mismo, sino para mí también, y para
todos los demás estudiosos de la verdad. Porque no creo que nos
pidáis someter nuestra mente de inmediato a todo lo que decís que
Descartes ponderó.
¿Y si decimos que aunque se dé por verdadero que quien piensa
es, también puede ser verdadero que quien piensa no sea? Porque es
sentencia de Descartes que Dios puede hacer que enunciados
contrarios y contradictorios puedan ser verdaderos al mismo tiempo,
de donde se sigue que puede darse que quien piense sea y no sea. Y si
es tan verdadero que el que piensa no es como que es, vea Descartes si
él puede producir algo cierto con su argumentación que puede arrojar
productos tan contrarios. Él replicará que es contradictorio que lo que
piensa no sea mientras piensa. Y con justo derecho nosotros también
diremos que es contradictorio que lo que es no sea mientras es. Por lo
tanto, como Descartes enseñó que estas cosas pueden darse al mismo
tiempo aunque sean contradictorias, también pueden darse éstas: que
alguien piense y no sea.

VII. La noción “yo pienso, luego soy”


no es la primera de todas.
Añádese aquí que a esta “proposición” (porque así la llama
Descartes) “yo pienso, luego soy”, que él juzga ser la primera de todas,
debieron anticipársele varias otras. Esto no vale solamente para las
que él mismo vio, como “Cualquier cosa que piensa, es”, sino también
ésta anterior y más simple: “Cualquier cosa que actúa, es”. Y eso no lo
podemos saber sin antes saber qué es actuar y qué es ser. Pero para
que sepamos qué es actuar, debemos saber qué es un agente, qué es
una causa, un modo y un fin del actuar. Y para saber qué es ser,
tenemos que saber qué es aquello que es, qué es la causa por la que es,
cómo es, y con qué fin es. Además necesita haber visto detenidamente
las reglas de la lógica quienquiera que de las premisas “Quien piensa,
es” y “yo pienso”, juzga que se colija ciertamente la conclusión “luego
soy”. Descartes responde que todo lo que antecede a la noción “yo
pienso, luego soy”, es conocido por luz natural; en cambio yo insisto
en que todo esto es de lejos desconocidísimo.
Los cartesianos se tratan de poner a salvo de otra manera:
precisamente niegan que esta proposición “todo lo que piensa, es”
deba anteponerse a estas: “pienso, luego soy”, rechazando
abiertamente la autoridad de su dictador, el cual, cuando puso todo en
duda y sólo admitió el “pienso, luego soy”, sometió como razón de
fundamento de su opinión la contradicción que hay en que algo piense
y al tiempo que piensa no sea. A continuación también escribió, con
palabras claras, que no negaba que antes de que sepamos que
pensamos y por ende somos, debemos saber que no puede darse que
lo que piensa no sea. Pero con este argumento los cartesianos tratan
de sacar proposiciones universales de singulares, y por ende de estas
proposiciones, “pienso, luego soy”, sale ésta: “todo lo que piensa, es”.
Confesamos, por supuesto, que conocemos así las cosas que son
conocidas por inducción, como “todo hombre es animal”, porque
nunca se vio a alguien que fuese hombre y no animal; además, aquellas
cosas que son conocidas por sí mismas y con la luz natural, como lo es
que el todo es mayor que su parte. En las escuelas estas cosas se dicen
conocerse a priori, aquéllas a posteriori. Pero es conocido por sí mismo y
por la luz natural, según el mismo autor Descartes, que “todo lo que
piensa es”. Y por ende esto no sale de sale del “Pienso, luego soy”.
Además, cuando usan el ejemplo del triángulo cuya idea general
quieren que haya nacido de triángulos singulares, olvidan o descuidan
la doctrina que profesan. Porque entre las ideas que nos son innatas,
Descartes pone la del triángulo.
Dicen también que la mente, para conocer que todo lo que piensa
es, necesariamente piensa; que no puede en cambio pensar sin saber
que piensa ni puede saber que piensa sin saber que es: antes de saber
que todo lo que piensa, es sabe que piensa y que es. Concedemos que
la mente piensa antes de pensar en que piensa; que piensa en que
piensa antes de que de allí concluya ser; y que concluye ser de pensar
antes de pensar que todo lo que piensa es, y por ende antes de que
pensara ser porque pensaba sin pensar en ello. El raciocinio de que
todo lo que piensa es, era sabido antes, pero pensado después. Porque
cuando se busca la verdad por análisis, como aquí lo hizo Descartes, la
mente usa de nociones que se sostienen por sí mismas, como
escalones ya listos por los cuales llegar a la verdad Cuando quiero
volar de la noticia de la proposición “yo pienso” a la noticia “luego
soy”, uso de esta noción que ya me ya sido dada por la luz natural —
que todo lo que piensa es— como de un escalón. Cuando en su
tercera meditación Descartes investigó la existencia de Dios por
análisis, usó, como de un escalón, de una noción que ya estaba en su
mente de una cierta cosa eterna, infinita, omnipotente; además de esta
otra —que dice impresa en su mente por luz natural— de que tiene
que haber en la causa total e infinita tanto como en el efecto de esta
causa. Porque si esos escalones no estuvieran preparados de
antemano, en vano la mente trataría de alcanzar cosas superiores.
VIII. Contradícese Descartes cuando a las cosas que nos son
conocidas por luz natural a veces da crédito y a veces lo niega.
Asombraos ahora de la inconstancia de Descartes. Estatuye dudar
de todas las cosas, aún de las que nos son conocidas por luz natural, y
esto sin exceptuar los teoremas matemáticos ni tampoco los principios
sobre que se basan, como “el todo es mayor que su parte”. Pero
enseguida manda admitir un montón de cosas mezcladas por la sola
razón de que son conocidas por luz natural. Definió que hay que
declarar supremamente cierto y fuera de toda duda que él es porque
piensa con el único argumento de que “es contradictorio que lo que
piensa no sea mientras piensa”. ¿Qué es “ser contradictorio”, sino
contrariar la luz natural e implicar una falsedad manifiesta y conocida
por sí misma? Por lo tanto, Descartes manda repudiar sin ninguna
duda las cosas que contrarían la luz natural y cuya falsedad nos es
conocida por sí misma, y admitir sin ninguna duda como verdaderas
las cosas que condicen con la luz natural y cuya verdad nos es
conocida por sí misma. Y aquí yo indago: ¿Acaso la proposición de
que el todo es mayor que su parte no condice con la luz natural y no
nos es tan conocida por sí misma como la de que el que piensa, es?
¿Por qué, entonces, creeré que el que piensa es por serme conocido
por luz natural, y no creeré que el todo es mayor que su parte, lo cual
me es igualmente conocido por luz natural? ¿Qué es contradecirse y
chocar consigo mismo, sino esto?
Aquí Descartes ciertamente se estancará, porque, ¿qué podrá
alegar en un asunto tan abierto un hombre prudente? No así los
cartesianos, gente procaz y propensa a defender cualquier cosa. Dicen
que Descartes establecía deberse dudar de las cosas conocidas por luz
natural antes de ponderarlas. Pero una vez exploradas, dejó de dudar
de ellas. Así pues, quieren aplicar una distinción muy conocida en las
escuelas. Reconocen que Descartes dudó y no dudó de las mismas
cosas en sentido dividido, sino que dudó antes de ponderarlas y no dudó
después de ponderadas. Niegan que él dudase y no dudase de las
mismas cosas en sentido compuesto, al mismo tiempo: esto último es lo
contradictorio, no aquello.
En primer lugar, ¿quién de vosotros sabe, oh buenos varones, que
Descartes nunca ponderara estas cosas cuando las rechazaba como
falsas y que después las ponderara cuando las admitió como
verdaderas? ¿Quiénes sabéis bastante que él las haya ponderado
bastante? Las habrá ponderado, pero, ¿acaso esta investigación de
Descartes es la norma de la Filosofía? Él ponderó los axiomas de la
geometría y los descubrió ser verdaderos; otros, doctos por igual, los
ponderaron y los rechazaron como dudosos. Así por ejemplo el
enunciado de que se vale la geometría de que “las cosas que son
iguales a alguna, lo son entre sí”, lo exploró Descartes y lo tomó por
verdadero; también lo exploró Carneades, un hombre en nada inferior
a Descartes y que en muchas cosas o mejor dicho en todas era por
lejos superior, y lo tomó por incierto.
Añádase que Descartes tuvo una causa para dudar de las cosas
conocidas por luz natural, y no la pudo eliminar por atenta que fuera
su investigación. La causa era que ignoraba si la naturaleza de la mente
humana era tal, que fallara aún en las cosas que se ven ser
superlativamente ciertas. Por eso, por verdaderas y por coherentes con
la luz natural que su investigación le mostrara las cosas, quedaba
todavía aquella causa de dudar de si la mente humana por su
condición, que no puede mudarse, fallaría en esas cosas. Descartes
enseñó además, y explícitamente, que no hay ninguna facultad para
descubrir lo verdadero para quien no tenga más que Fe y luz natural.
Por eso, una vez que quitó la fe a esta luz, no le quedó nada por cuyo
medio llegara al conocimiento de lo verdadero: ni arte, ni duda, ni
investigación, amparos fútiles para alcanzar lo verdadero
anteriormente a la luz natural.
Por fin, dado que en muchos lugares él enseña que no descubrió
que la luz natural es cierta y no puede engañarnos antes de conocer
que Dios existe y no es engañador, debió tener por incierto todo lo
que por su investigación le había aparecido verdadero antes de saber
que Dios existe. Pero todavía no sabía que existiera Dios cuando puso
estos primeros fundamentos de su Filosofía y exploró la Fe en la luz
natural, como cabe entender de sus Meditaciones. Es vana, pues, esta
respuesta de Descartes.

IX. El enunciado “yo pienso” significa otra cosa que la que


quiere Descartes, y por ende es nula la conclusión sacada de él.
Digo además que en la premisa “yo pienso” hay una ambigüedad,
y está significada otra cosa que la que Descartes quiere que se
entienda, y que por eso es nula la conclusión “luego soy” en cuanto
sacada del significado que Descartes aplica a su enunciado y no del
realmente contenido allí. Todo pensamiento consta de tres elementos:
la mente pensante, la cosa confrontada a la mente pensante y la acción
de la mente pensante hacia la cosa confrontada. Digo “acción”,
aunque no se me escapa que Descartes extiende el nombre
“pensamiento” a todos los movimientos con los cuales la mente se
mueve por sí misma o hacia otro lado. Pero por cuanto pertenece a
nuestra disputa, da igual, porque ya sea que la mente actúe o sea
afectada, son necesarias tres cosas: la mente afectada, la cosa que
afecta la mente y la afección misma.
Tampoco aquí los cartesianos tienen por qué despotricar que
tomo el pensamiento por una acción y no por una afección: dicen que
Descartes decretó que el pensamiento es una acción y no una
afección, y esto es lo único que aquí se busca. La verdad es que ésta es
una mera tergiversación y no es eso lo que al presente se busca, sino si
todo pensamiento consta de tres cosas. Busquemos sin embargo,
como quieren, si el pensamiento es una acción o una afección. Dicen
ellos que Descartes decretó que el pensamiento es una afección y no
una acción. Como si la regla de lo verdadero fuera la opinión de
Descartes. ¿Cuántos filósofos, y cuán brillantes, entendieron que el
pensamiento es una acción? ¿Cuán pequeño es el numero de lógicos
que no traten de las operaciones de la mente? ¿Que son las
operaciones, sino acciones? ¿Qué otra cosa podrían ser?
Conoced a la gente de esta conducta, que cuando defienden a
Descartes, disimulan su sentencia, lo cual es perverso, o la ignoran, lo
cual es estúpido. Porque así habla él: “El pensamiento puede tomarse,
ya por la cosa pensante, ya por la acción de esta cosa. Pero niego que
la cosa pensante necesite objeto alguno excepto a sí misma para
ejercer su acción”. Y más adelante: “‘pensamiento’ puede tomarse
indiscriminadamente por toda operación del ánimo”. Y en sus
principios introdujo dos modos de pensar: la operación del intelecto y
la operación de la voluntad. Cosas coherentes con estas se encuentran
en los libros de los cartesianos. Por eso tenemos derecho y permiso de
tomar el pensamiento como una acción o como una afección.
Sea como fuere, en presencia del pensamiento nos será más
cómoda la noción de que es una acción. Así pues, para pensar yo en el
sol, es necesario que exista mi mente que piense, la acción de mi
mente que piense y la cosa confrontada a mi mente, a saber el sol, en
que la mente piense. Ahora bien, cuando Descartes dice “yo pienso”,
¿cuál es la cosa confrontada a su mente en la que piense? Pues su
pensamiento. Pero ese pensamiento no es este mismo por el cual su
mente piensa ahora, porque si lo fuera, la acción se identificaría con el
fin o término adonde ella se dirige, y se retorcería en sí misma, lo cual
es absurdísimo y contrario a la luz natural que Descartes invoca tanto.
A menos que él usase de una luz natural y el resto de los hombres
comunes de otra. Por eso el pensamiento por el cual ahora pienso es
distinto del pensamiento del cual pienso, y si se analiza el enunciado
“yo pienso”, se encontrará latente en él este otro: “yo pienso en mi
pensamiento en cuanto es pensamiento”, cuyo significado no es otro
que “yo pienso en que pienso”.
Luego es manco e imperfecto el enunciado de Descartes “yo
pienso” cuyo significado es “yo pienso en que pienso”. Y esta
locución no carece de vicio, pues es para tomarla de otro modo que
como viene dicha, y vale tanto como si yo dijera “yo pienso en que he
pensado”, porque al igual que los ojos, la mente humana sólo puede
ver directamente una cosa a un mismo tiempo. Así pues, para que yo
piense en que pienso, debo emplear dos pensamientos, de los cuales
uno debe reflejarse en el otro, el posterior en el anterior, el presente en
el pasado, de manera que el anterior confrontado a la mente sea aquel
hacia el cual se dirija la mente y el posterior sea aquel por el cual la
mente se dirija al anterior. O dicho en pocas palabras, el pensamiento
anterior será el fin o término del posterior y éste será la acción con la
que la mente se dirija a aquél. Pero es contradictorio que lo uno y lo
otro se efectúe por una única acción, pues una misma cosa actuaría
sobre sí misma. Se cuidaría de decir esto un hombre apenas imbuido
de los primeros rudimentos de filosofía.
Preguntan: ¿Por qué la mente no piensa en su pensamiento con un
mismo pensamiento, si el ángel, según Tomás, se entiende a sí mismo
por su forma, que es su substancia? Y la respuesta la suministra el
mismo Tomás: que “la mente angélica difiere mucho de la humana,
que ciertamente el intelecto angélico no entiende su entender, sino que
el primer objeto de su entender es su esencia; que en cambio el
intelecto humano no es su entender, ni el objeto primero de su
entender es su esencia, sino algo extrínseco, a saber, la naturaleza de la
cosa material”. Estableció también que la mente humana puede pensar
en varias cosas comprendidas bajo una única e idéntica idea, por modo
de unidad, esto es, por una especie inteligible, pero no de varias cosas
comprendidas bajo varias ideas por modo de multiplicidad, esto es, por
varias especies inteligibles, y dice que todo lo que el intelecto entiende por
muchas especies, no lo entiende al mismo tiempo. Y finalmente
concluye que no puede darse que “un mismo intelecto sea
perfeccionado por distintas especies al mismo tiempo, así como es
imposible que un cuerpo pueda ser figurado por diversas figuras. El
acto por el que el intelecto entiende una piedra es distinto del acto por
el que entiende que entiende una piedra.” Él enseña lo mismo en otra
parte: que “lo primero conocido por el intelecto humano es un objeto
extrínseco, y lo que es conocido secundariamente es el acto por el que
ese objeto es conocido, y por el acto es conocido el intelecto mismo”.
Si referimos lo anterior a la cuestión propuesta, veremos a
Descartes con un primer acto pensar en el sol que tiene confrontado
y en un segundo acto pensar en este pensamiento del sol y en un
tercer acto pensar en su mente con la cual piensa. Y esto lo sostuvo
Tomás con la autoridad de Aristóteles, que vale poco entre los
cartesianos. De éste es sabido que el objeto es conocido por los actos, y los
actos por las potencias; además, que hay mucha diferencia entre el
conocimiento y el pensamiento, pues podemos saber muchas cosas
pero sólo pensar en una. Descartes y su escuela junto con él se
contradicen, y él establece que el pensamiento no necesita más objeto que
sí mismo, que esto se da por la que llaman abstracción de la mente, a saber,
por la mente abstraída y retraída de la cosa pensada, es decir el sol, al
pensamiento de sí misma. Desde el conocimiento de este pensamiento
de sí misma, y no del pensamiento del sol, esta abstracción llevaría
pues la mente al conocimiento de su propia existencia, pues no dice
“El sol existe, luego soy”, sino “yo pienso, luego soy”: apartado el
pensamiento de la cosa pensada, es decir del sol, sólo quedaría el
pensamiento sin ninguna cosa confrontada, lo cual sería como decir
que este pensamiento es destruido y eliminado. Porque al reconocer
que la naturaleza del pensamiento está puesta en la aplicación de la
cosa pensante a la cosa pensada, quitado lo pensado es fuerza que
perezca el pensamiento. Y si perece, no puede retraerse en sí mismo ni
reflejarse. Nuestros adversarios replican que los pensamientos se
multiplicarían en número inmenso si para pensar en el primer
pensamiento se requiere por necesidad un segundo, y un tercero para
pensar en el segundo, y así hasta el infinito. Pero estas respuestas
tomadas de Tomás son disueltas por Tomás mismo: dice que los
pensamientos se multiplicarán hasta el infinito y que la mente es
infinita, pero no en acto sino en potencia. Es cosa completamente cierta
que al segundo pensamiento de Descartes le está confrontada alguna
cosa, a saber, el pensamiento pasado, el cual, habiendo antes sido un
pensamiento, ahora pasa a ser una cosa pensada. De donde se colige
ser manco e imperfecto este enunciado de Descartes “yo pienso” y
que lo que significa es “yo pienso en que pienso”, o mejor dicho, si se
quiere hablar con precisión, “yo pienso en que he pensado”.
Pero quien piensa en que ha pensado debe usar de la memoria
para recordar que ha pensado. Y nuestros mismos adversarios
confiesan que dondequiera que se aplique la memoria puede haber
error, como quiera que la memoria, según declaraba Lacides, es
opinión, pero toda opinión es falaz, porque en nada estoy más cierto
de que pensé, que de que caminé, dormí o comí. Ahora bien, estas
cosas son llanamente inciertas: luego es incierto que he pensado. Por
eso es nula la conclusión que de allí se toma: “luego soy”.
Dirá acaso Descartes que aunque sea incierto que he pensado, es
cierto que ahora pienso en que pienso; y además la conclusión se saca,
no de que he pensado, sino de que ahora pienso en que he pensado,
esto es, no de un pensamiento pasado, sino de un pensamiento
presente. Pero nosotros negaremos que esta conclusión “luego soy” se
saque del mismo pensamiento que es presente y con el cual pienso en
que he pensado, sino del pensamiento pasado con el que pensaba en
el sol. Porque cuando yo pensaba en el sol, mi mente con un segundo
pensamiento se reflejó en el primero y de él sacó la conclusión “luego
soy”. Porque si se la sacara del segundo pensamiento, ciertamente se la
sacaría mediante un tercero, y no sólo habría que decir “yo pienso”, ni
“yo pienso en que he pensado”, sino “yo pienso en que he pensado en
que he pensado”. Y por ende aquel segundo pensamiento sería
incierto como el primero y por ende lo sería esta conclusión sacada de
él.
Con todo, demos por cierto que he pensado: aún entonces
ciertamente puede fallarme la memoria cuando digo “luego soy”,
porque cuando pienso en esta conclusión, he dejado de pensar en el
enunciado precedente “yo pienso”, y no puedo saber que éste penda
de aquel sino por función de la memoria.
¿Qué dice a esto la escuela cartesiana? Dicen reconocer que aquí
hace falta memoria, pero niegan que la memoria sea siempre falaz:
puede serlo cuando las cosas que recordamos son viejas; no así
cuando son recientes, que entonces no puede fallarnos. Vaya, vaya,
aquella filosofía severa e intransigente, ahora se ha ablandado y
acomodado a las opiniones comunes. Porque a todas aquellas cosas
que primero tenía por falsas las reconcilió con la luz natural, y pronto
con la misma memoria y las opiniones, fuente de todos los errores. Y
esto lo hace de entrada y sin estar todavía puestos los fundamentos.
Todavía adherimos —dicen— a la premisa de este argumento: “yo
pienso, luego soy”, que es el inicio y la cabeza de la filosofía cartesiana.
Por lo demás, aquí apelo, no sólo a todos los filósofos, sino a todo
género de hombres, de los cuales ninguno se quedó sin experimentar
con frecuencia que algún sonido repentino, el zumbido de una mosca
volante o algún objeto inopinado de los ojos le haya sacudido tanto
los pensamientos presentes y la mente, y les haya borrado tanto los
restos, que sin más recuerdo nos quedemos estancados en medio de
una conversación y no podamos completar una oración interrumpida.
La alegada distinción en la memoria lo avergonzaría a Descartes, que
en la segunda Meditación, donde se examina el acceso a la verdad,
estableció que se le creyera que “nunca existió nada de lo que la
mendaz memoria representa”, sin discriminar entre lo antiguo y lo
reciente. Y en la quinta Meditación, y en otros lugares, dice no poder
dudar que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos
mientras tiene en la mente la demostración con que eso se prueba;
pero que no bien deja de pensar en ello, aunque recuerde haberla
percibido clarísimamente, puede dudar si es verdadera, si no tuviera la
noción de un Dios absolutamente no falaz por quien se asegurase de
que es veraz la memoria que retiene de esta percepción. Y todavía no
hemos llegado a la disputa sobre la existencia de Dios. Entonces, según el
dictado de Descartes, todavía no debemos tener ninguna fe en la
memoria, no solamente cuando recordamos lo antiguo, sino también
lo recentísimo ni bien retiramos de ellas la atención de la mente.
Y como la memoria de los hombres es floja y débil, la
consecuencia puede referirse fácilmente a otra premisa que de la cual
procedió. Algo similar suele ocurrirnos en la conversación familiar
cotidiana de costumbre: habiendo avanzado algún tanto, no
recordamos bastante de donde hemos sacado y a qué hemos de referir
las consecuencias en que nos hemos detenido. Así pues, la conexión
del enunciado doble “yo pienso”, y “luego soy”, es incierta y falaz y
por ende no es ninguna argumentación. Aquí ocurre que, como el
argumento “yo pienso, luego soy”, se apoya en la proposición
“cualquier cosa que piensa, al tiempo que piensa, es”, se sigue que yo,
al colegir “luego soy” de “yo pienso”, no quiero decir sino que soy al
tiempo que pienso. Pues bien: aquel pensamiento ya deja de ser
cuando digo “luego soy”, y varían el tiempo del enunciado
antecedente “yo pienso” y el del enunciado consecuente “luego soy”.
Por lo tanto, esta argumentación, o bien quiere decir “yo pienso, luego
voy a ser”, o bien “yo he pensado, luego soy”, y la proposición
“Cualquier cosa que piensa, al tiempo que piensa, es” de donde
Descartes quiere que penda su argumentación, no le importa en nada;
para serle útil, tendría que cambiarse por esta otra: “Cualquier cosa
que piensa, también al tiempo que no piensa, es”. Y Descartes declara
falsísimas e ineptísimas estas enmiendas y cambios que deberían
hacerse.
Los cartesianos piensan haber evadido cautamente este dardo
diciendo que el consecuente está en el antecedente, y que en aquel “yo
pienso” está este “luego soy”, por lo cual no importaría nada el
tiempo, pues en cualquier tiempo en que se ponga el “luego soy”,
habrá sido verdadero cuando dije “yo pienso”. ¡Qué hombres más
agudos! Si justamente porque el consecuente “luego soy” está en el
antecedente “yo pienso”, resulta que en el momento en que digo “yo
pienso” es verdadero el “luego soy”; pero no resulta así en otro
tiempo. Del mismo modo que era nula la conclusión “luego soy”
antes de decirse “yo pienso”, así es nula después de decirse eso. Así
pues, aquí no hay que atender a la naturaleza de las cosas, sino al
progreso del espíritu en conocer la existencia de sí. Porque las partes de
este argumento, “yo pienso, luego soy”, es decir la premisa y la
conclusión, difieren en condición en la naturaleza y en la mente del
Filósofo. Porque en la naturaleza son al mismo tiempo y no hay
ninguna separación de tiempo; no así en la mente del Filósofo. Porque
después que pensó “yo pienso”, se vale del conocimiento de su
pensamiento ya generado como de un escalón para progresar al
conocimiento todavía no generado de su existencia, y habiendo usado
este escalón llega por fin al pensamiento “luego soy”. Ambos
pensamientos están tan separados en el tiempo, que después de
emitido el primero y antes de emitirse el segundo pueda perecer el
Filósofo. Esto lo muestran clarísimamente las Meditaciones de
Descartes, cuya serie él expone no como si en su mente unas cosas
nacieran de otras; o para usar sus palabras, no en orden a la misma
verdad de la cosa, sino a lo sumo en orden a su percepción. Así es
como provinieron los nuevos cartesianos que tratan de salirse de estas
estrecheces con una razón. Y es que el enunciado “yo pienso” y el
otro “luego soy”, aunque proferidos en diversos tiempos, existen sin
embargo al mismo tiempo en la mente del Filósofo: primero en la
inteligencia que percibe las cosas, después en la voluntad, que forma
juicios de ellas y afirma. Sería largo, y tal vez no muy trabajoso,
mostrar que a veces actúa la inteligencia y a veces la voluntad, al
contrario de lo que decreta Descartes: por ahora basta demostrar a
partir de los mismos principios de la doctrina cartesiana que la premisa
“yo pienso” no está menos en la voluntad que el consecuente “luego
soy”; y que el consecuente “luego soy” no está menos en la
inteligencia que la premisa “yo pienso”. Y aunque esta premisa
hubiera estado sólo en la voluntad y aquella conclusión en la
inteligencia, no se sigue de ahí que ambas cosas estén al mismo tiempo
en la mente del Filósofo. Porque si se desenvuelve el significado del
enunciado “yo pienso”, será el mismo que “yo soy pensante”. Y como
en él se encuentra un sujeto y un predicado, como hablan los lógicos, y
una cópula de ambos, no puede negarse que esta proposición es un
juicio o afirmación. Y como estas cosas sólo salen de la voluntad,
como dicen los cartesianos, obviamente debe decirse que el enunciado
“yo pienso” está en la voluntad como el consecuente “luego soy”.
Pero como este mismo consecuente, “yo soy”, esto es, “yo soy
existente”, está formado de las ideas “yo” y “existente”, que están en
el intelecto tanto como las ideas “yo” y “pensante” que abarcan la
premisa “yo soy pensante”, cada proposición está en la inteligencia del
mismo modo.
Y aunque la premisa “yo pienso” estuviera sólo en la inteligencia y
el consecuente “luego soy” en la voluntad, no resultaría de allí que
ambas estén al mismo tiempo en la mente del Filósofo. Porque antes
de que la voluntad pueda hacer el juicio “luego soy”, hace falta que la
inteligencia le mostrase las ideas que están contenidas en estas
proposiciones: “yo soy pensante, yo soy existente”; tanto la
concordancia entre las ideas “yo” y “pensante”, como la idea “yo” y
“existente”. Y como el argumento “yo soy pensante, luego soy
existente” se vale del enunciado “todo lo que es pensante es
existente”, también es necesario que la inteligencia represente a la
voluntad la concordancia entre las ideas “pensante” y “existente”. De
la concordancia entre las tres ideas salen tres juicios de la voluntad:
“todo lo que es pensante es existente”, “yo soy pensante”, “luego soy
existente”. Y como todavía no descubrió la concordancia entre la idea
“yo” y la idea “pensante” —a la cual primero compara con la idea
“existente”— y, captada la concordancia entre ambas, deja salir la
primera premisa, “todo lo que es pensante es existente”, a
continuación compara la idea “yo” con la idea “pensante” y después
de conocerlas como congruentes, nace la otra premisa “yo soy una
cosa pensante”. De aquí florece por fin la conclusión buscada. Pero
antes de que la voluntad hiciera juicios, aquellas tres ideas estaban en
la inteligencia del Filósofo. De ellas, luego, la voluntad hizo juicios por
veces, porque primero ignoraba si fuera, mientras sabía que pensaba y
que todo lo que piensa existe, y de estas nociones antecedentes, como
de escalones, hizo uso el Filósofo para ascender al “luego soy”. Así las
cosas, es manifiesto que estas tres cosas no estaban al mismo tiempo
en la mente del Filósofo, y que es fútil este comentario de los
cartesianos.

X. Cuando alguien piensa en alguna cosa, la idea de esta cosa en


la que piensa no es la misma que la idea de ese mismo
pensamiento.
A esto los cartesianos también oponen lo que se lee en sus libros y
los de Descartes: que cuando alguien piensa, al mismo tiempo que
piensa está consciente de su pensamiento y lo siente y conoce; como
cuando piensa en que es de día no sólo piensa en que es de día, sino
también conoce este pensamiento; de manera que la noticia de este
pensamiento sea la misma que el pensamiento mismo que consigo
mismo imprime en la mente su consciencia y percepción, y que la idea
de este pensamiento no sea otra que el mismo pensamiento. Pero es
fácil de entender cuán vano es esto.
Primero buscan un escondite en esta confusión de ideas
totalmente discrepantes. Porque cuando pienso en que es de día, mi
mente es el principio de este pensamiento; el pensamiento es la acción
de la mente; el día es el fin del pensamiento. Y cuando pienso en que
pienso en que es de día, se muda el fin del pensamiento; porque
entonces el fin del pensamiento no es el mismo que antes, a saber, “es
de día”, sino otro, a saber “pienso en que es de día”. Pero mutado el
fin o término, es necesario que se mude la acción. En verdad, es bien
sabido a la Escuela que el acto toma su especie del objeto. Por lo tanto, este
pensamiento posterior es enteramente diferente del anterior, y son
erróneamente confundidos. Porque quienes dicen que el pensamiento
del día no difiere del conocimiento del pensamiento del día cuando
ellos mismos dicen que el día es conocido por el pensamiento del día
pero el pensamiento del día lo es por sí mismo, dicen cosas
contradictorias. Porque las nociones de las cosas son diversas cuando
lo son las cosas acerca de las cuales versan estas nociones, y las vías de
adquirirlas. Porque una cosa es el día y otra el pensamiento del día: se
tiene la noción del día por la idea del día y aquella por sí misma, como
pretenden los cartesianos. Por lo tanto, estas son nociones diversas. A
esto añádase que puedo pensar en el día y no pensar en el
pensamiento del día: pero es inepto decir que estas cosas sean una y la
misma, cuando una puede ser sin la otra. Añádase también que
cuando en el enunciado “yo pienso” después de la comparación del
sujeto “yo” con el predicado “pienso”, y después de conocida la
concordancia entre ambos, lo segundo se atribuyó a lo primero, esto
ocurrió mediante el juicio, que es la segunda operación de la mente.
Pero esta comparación no puede hacerse ni descubrirse aquí ninguna
concordancia de ideas. Porque al tenerse la idea del sujeto del “yo”, si el
predicado “pienso” no se tiene, no puede el Filósofo comparar aquello
de lo cual tiene idea con aquello de lo cual no tiene ninguna, ni puede
por ende afirmar que piensa. Pero si este pensamiento fuera conocido
por sí mismo, le sería también conocido todo lo que conoce en éste, y
en éste conoce la existencia de éste: luego le sería conocida por sí misma
la existencia de él mismo. Con el mismo derecho podría decirse “yo soy,
luego pienso”, como dice “yo pienso, luego soy”, ni debí dudar más
de la existencia suya propia que de su pensamiento.
En rigor, tal como Descartes dijo “yo pienso, luego soy”, yo
también podría decir “Descartes está pensando, luego es”. Ambos
argumentos son pares en fuerza y verdad. Y además del pensamiento
de Descartes no puedo colegir que él sea, a menos que el pensamiento
de esta idea cartesiana esté en mí. Por lo tanto Descartes igualmente
no puede colegir de su pensamiento su ser a menos de que esté en él
el pensamiento de sí mismo. Porque aunque este pensamiento sea de
Descartes y no mío, se refiere del mismo modo a cada uno de
nosotros y es usado del mismo modo, y no es de otra naturaleza el
argumento presentado por mí y de otra presentado por él.
Pero como nada puede sentirse, conocerse o percibirse sino por
una idea, no puedo sentir que pienso en el día sino por la idea de este
pensamiento. Pero si osó decir que la idea del pensamiento y la idea
del día son la misma, que diga con el mismo derecho que el día y el
pensamiento son lo mismo. Óigase al mismo Descartes portando
sentencia contra sí mismo en el libro Sobre el método, diciendo: “Hay
una acción de la mente por la cual juzgamos que algo es bueno o
malo, y otra por la cual reconocemos haber juzgado así, y
frecuentísimamente se encuentra una sin la otra”. Si puede
encontrarse el juicio de lo bueno y malo sin el conocimiento de este
juicio, también el pensamiento que se tiene del sol puede encontrarse
sin el conocimiento de este pensamiento. Escúchese al Príncipe de la
Escuela, Tomás: “Uno es el acto por el que el intelecto entiende una
piedra, y otro es el acto por el que entiende que entiende una piedra”8.
Pero los cartesianos piensan haber podido quebrar estas cosas
cuando dicen conocer el día por la idea del día y el pensamiento del
día por sí mismo y no por una idea. Dicen que las cosas que están
fuera de nuestra mente no se conocen sino por ideas, pero que las que
están en nuestra mente, como los pensamientos, son conocidas por sí
mismas sin ideas. Daos cuenta de qué vanas son estas cosas.
Conocemos nuestra mente, nuestra inteligencia, nuestra voluntad; y las
conocemos con el auxilio de las ideas: porque éstas comparamos entre
sí, distinguimos y definimos, lo cual no puede darse sin afirmación o
negación. Pero la afirmación y la negación no se da sino comparando
idea con idea, y una vez descubierta su concordancia o discordancia
recíproca. Es más; a menudo conocemos nuestras ideas mediante
ideas. Como Descartes distinguió tres géneros de ideas —naturales,
facticias y adventicias— ciertamente las conoce por sus ideas. Pero las
                                                                                                               
8 Santo Tomás de Aquino, Summa th. I. q. 87. a. 3. ad 2.
ideas universales se hacen de las singulares, así como a veces las
singulares de las universales. Descartes dice: “yo sostengo que hay en
nosotros ideas no sólo de todas las cosas que están en nuestra
inteligencia, sino de aquellas que están en nuestra voluntad, y no
podemos querer cosa alguna sin saber que la queremos, y no podemos
saberlo sino por un idea”9. Pero lo que añade a esto es muy absurdo:
que esta idea es la misma que la acción. Porque quien quiere leer
conoce esta acción de su mente por una idea de la cual la misma
acción es causa, pero confundir la idea con la acción es confundir la
causa con el efecto. En otra parte pone la idea de nuestra mente y la
idea del pensamiento en el número de las ideas que son innatas en
nosotros, y define la idea como “todo lo que puede estar en nuestra
mente”1011. De aquí se sigue que el pensamiento del sol no carece de
su idea por la cual es conocido cuando este conocimiento está en
nuestra mente. Así también Tomás, a cuya autoridad la facción
cartesiana parece atribuir mucho: “Nuestro intelecto se entiende a sí
mismo por una especie inteligible”.
Concedámoslo sin embargo: porque también otros filósofos
vieron que todo pensamiento tiene como adjunción y
acompañamiento un cierto sentido y percepción de sí mismo: como
cuando quiero caminar, no sólo quiero caminar, sino que quiero y
experimento esta voluntad de caminar. Del mismo modo que cuando
con los ojos veo una casa, se hace una doble visión: una directa por la
que veo la casa y otra oblicua por la que veo los árboles vecinos; así
cuando pienso en que es de día, dicen haber un doble pensamiento:
uno directo, que es del día, y otro oblicuo o adjunto o acompañante,
que es el pensamiento del día. También Carneades, cuando disertaba
sobre el Criterio, decía que de una cosa visible confrontada a los ojos
del hombre existía una fantasía que hacía visible sí misma y las demás
cosas. Pero de aquí los cartesianos no coligen nada verdadero que
favorezca su causa. Porque para expresar del conocimiento de mi
pensamiento el enunciado antecedente: “yo pienso” de donde pueda
sacar la conclusión “luego soy”, no basta que aquel conocimiento sea
oblicuo y adjunto y por ende imperfecto, sino que es de todo punto
necesario que sea directo y perfecto. No lo es bastante si siento que
pienso, sino que hace falta que piense en que pienso. Porque a menos
de iluminarse y percibirse con mente atenta y con precisión la
naturaleza, el significado y la interpretación de cualquier enunciado,
                                                                                                               
9 Descartes, Epist., Tom. 2. Epist. 53.
10 Descartes, Medit. 3. Epist. Tom. 2. Ep. 54.
11 Santo Tomás de Aquino, Summa th. I. q. 14. a. 2.
ciertamente no puede saberse en absoluto que esté latente en él la
conclusión que de allí ha de sacarse. Por lo cual la mente debe fijarse
en este pensamiento suyo primero. Pero antes de aquel pensamiento,
estaba la acción de la mente pensante hacia la cosa contrapuesta en la
que pensaba; y esa cosa contrapuesta era el fin, como dije, del
pensamiento, y la mente actúa sobre ella con una nueva acción. Así
cae por tierra toda esta excepción.

XI. Es falso que el “yo pienso, luego existo” nos sea conocido
por simple visión y no por razonamiento.
Descartes y sus seguidores preveían que estas dos proposiciones:
“yo pienso” y “luego soy”, podrían ser fácilmente separadas. Para
juntarlas más firmemente y fundirlas en una, osaron negarnos que
sean conocidas por razonamiento para decir que lo son por simple
visión, en sus propias palabras. Por cierto, confiesan que todo
razonamiento está expuesto a error, como quiera que necesitemos de
la memoria por cuya función recordemos los principios y las premisas
de donde sacamos conclusiones, pero la memoria sería falaz e indigna
de confianza. Por lo tanto, si yo enseñara que todo el “yo pienso,
luego soy” es un mero razonamiento y no puede conocerse por visión
simple, ciertamente probaría que es incierto y dudoso, y que se
engañan o engañan a otros quienes niegan que es un razonamiento.
Pregunto, pues, qué es razonamiento o argumentación: ¿no es
acaso la acción de la mente humana por la cual de principios
conocidos saca una conclusión, haciendo conocida una cosa antes
desconocida? O si preferimos usar palabras de Tomás de Aquino, es
“el paso de un concepto a otro para conocer la verdad inteligible”12.
¿Acaso no se encuentra todo esto en la complexión de este enunciado
doble? Porque en la entrada a su filosofía Descartes profesa no saber
si él es. Y para llegar al conocimiento de esta cosa desconocida busca
algo que le sea conocido sin ninguna duda. Y elije el “yo pienso”, y lo
pone como el más cierto de los principios. Pone también como
supremamente conocido por luz natural el que “todo lo que piensa,
es”. Entonces a partir de estos dos principios conocidos a él —“todo
lo que piensa, es” y “yo pienso”— dice haber alcanzado el
conocimiento de la cosa que ignoraba, a saber, “luego soy”. En esta
conclusión el predicado, como dicen, se adjunta al sujeto, es decir, este
“soy” a aquel “yo” por la conexión del término medio “pienso”
enlazado a las premisas previas. Si alguien niega que estas cosas

                                                                                                               
12 Santo Tomás de Aquino, Summa. th. I. q. 79. a. 2.
forman un perfecto silogismo, será ignorante de toda la lógica. Léase
la segunda meditación de Descartes, y aparecerá manifiestamente la
progresión de la mente por el conocimiento de su pensamiento a la
percepción de una cosa antes desconocida, a saber, que uno es.
A la alegación de los cartesianos de que cuando Descartes buscaba
si existía no dudaba de ello sino que fingía dudar, aunque ya tienen
cerrada esta vía de escape, les diremos de todos modos que aquí no
disputamos qué pensara Descartes sobre su existencia, sino si él
emprendió buscar y probar su existencia y si, hecho esto, lo hizo
satisfactoriamente por argumentación y razonamiento. Estas cosas las
disputó clarísimamente en su primera y segunda Meditación y en sus
Principios de Filosofía, y con gran esfuerzo buscó su existencia, que
finalmente coligió del hecho de que pensaba. Además es insolente e
inepto lo que añaden: que pertenece a la naturaleza del silogismo que
la conclusión no sea conocida por sí misma cuando nos es conocida
por sí misma nuestra existencia y que como nuestra existencia nos es
conocida por sí misma, el argumento de Descartes con el que intentó
probarla no sería un argumento. Si nos es conocida de por sí misma
nuestra existencia, ¿por qué Demócrito y los académicos dudaron de la
suya? Sea o no conocida por sí misma la conclusión, con tal de que
salga de la fuerza de las proposiciones que llaman premisas, el
argumento será legítimo. ¿qué hay de más conocido que los axiomas
de los geómetras? Y con todo, Apolonio Pergeo intentó demostrarlos,
y no lo habría hecho razonablemente si se entendiera aplicado a jugar.
Nada es tan conocido por sí mismo que no pueda ser dudoso y
desconocido a algún filósofo. ¿Acaso no es conocido por sí mismo
que son iguales entre sí las cosas que son iguales a una tercera? Y con
todo, le cayó falso, y por ende desconocido, a Carneades, y necesitó de
una demostración. Pero lo que se lee en los libros de los cartesianos,
que la proposición “yo soy” y el argumento “yo pienso, luego soy”
son axiomas, es ridículo y digno de todas las carcajadas, y delata la
impericia de su secta. Porque comúnmente se llaman axiomas ciertos
enunciados universales, inmutables y de eterna verdad, cuales son los
de los geómetras. Pero estas proposiciones, siendo singulares y
versando acerca de individuos, son mutables e inciertas, y no pueden
decirse axiomas más que cualquier otra proposición.
Y ahora, cuando Descartes trata de soltarse de estos lazos13, niega
que quien dijera “yo pienso, luego soy” deduzca por razonamiento su
existencia de su pensamiento, sino que la conoce como cosa conocida
por sí misma por una simple intuición de la mente: por cierto, si
                                                                                                               
13 Descartes, Resp. ad secund. Object.
coligiera por razonamiento su existencia de su pensamiento, debió de
antemano tener conocida la proposición “todo lo que piensa, es”,
cuando el filósofo concluye más bien que todo lo que piensa existe del
hecho de experimentar no poder pensar si no existe, porque es la
naturaleza de nuestra mente formar proposiciones universales de
singulares. Descartes, ya arrepentido 14 , ya olvidado de estas cosas,
afirmó todo lo contrario en los libros de los Principios: que antes de
que alguien sepa ser por pensar, hay que saber que no puede dejar de
darse que todo lo que piensa sea, y que por eso es cierto esto: “yo
pienso, luego soy, porque es contradictorio que pensemos que lo que
piensa, al tiempo que piensa no exista”15. Así pues, no ocurre que el
universal “todo lo que es” florezca del singular “yo pienso, luego soy”,
ni tampoco le es posterior, sino que al contrario este singular usa de
este universal como de un fundamento. Además él enseña en sus
Cartas 16 que en nosotros hay ideas que representan aquellos
enunciados eternos e inmutables. Y como sea uno de ellos el “todo lo
que piensa, es”, lo conocemos por nuestra naturaleza, y no lo tenemos
derivado de otras nociones. Así las cosas, actúan inconsideradamente
los cartesianos que por el hecho de que conocemos el enunciado
“todo lo que piensa, es” por nuestra naturaleza y por simple visión,
pretenden que del mismo modo nos son conocidas las restantes partes
de este argumento: “yo pienso, luego soy”. Porque la proposición
mayor “todo lo que piensa, es”, es un enunciado de verdad inmutable
y eterna. En cambio la proposición “yo pienso”, es temporal,
mudable, e incierta. Y por ende la misma conclusión también.
¿Quiénes podrían con una única y simple intuición de la mente ver
cosas tan discrepantes en naturaleza y tan diversas?
Aquí se suma otro absurdo. Si las dos preposiciones: “yo pienso”
y “luego soy” se conocen por visión simple, esto ocurre por una única
acción de la mente, y el “yo pienso” no se conoce ni más ni antes que
el “luego soy”, y por ende de la proposición “yo soy” puede colegirse
“luego pienso” tan bien como de “yo pienso” Descartes colige “luego
soy”. Y si aquel “luego soy” pende de este “yo pienso” y de aquí se
deduce, la mente tiene que dirigirse antes a esto que a aquello, para de
lo conocido sacar lo desconocido. Por consiguiente, el conocimiento
de la proposición “luego soy” es posterior al conocimiento de la
proposición “yo pienso”, y por ende no hay un conocimiento único ni
una visión simple de lo uno y lo otro.
                                                                                                               
14 Descartes, Princ. part. 1. § 10.
15 Descartes, Princ. part. 1. § 7.
16 Descartes, Epist. Tom. 2. Epist. 54.
XII. A partir del argumento dubitativo de Descartes de que no
sabemos si fuimos compuestos por Dios o por algún genio
maligno de tal modo que siempre erremos, se refuta el “yo
pienso, luego soy”.
Escudriñemos y desgajemos todos los vástagos de este argumento.
Dije que Descartes también tuvo otra causa para tomar de la duda el
inicio del filosofar, a saber, que ignoramos si fuimos hechos por Dios
de tal modo que siempre erremos, también en las cosas que nos
parecen ser supremamente conocidas, en cuyo número pone no
solamente los teoremas de los geómetras sino también sus principios.
Y aquí no litigamos sobre la ficción inusitada que Descartes pone en
los oídos cristianos de que Dios pueda engañarnos siempre, cuando
sabemos que Dios es bueno, perfecto, veraz, la verdad misma, y que
de entrada quiere hacernos partícipes de su luz. Esto lo reconoció
Descartes mismo en varios lugares, y escribió que Dios es
“sumamente veraz y el dador de toda luz, y por eso es una llana
contradicción que nos engañe, como también que sea propia y
positivamente causa de errores” 17 . En otra parte también prefiere
figurarse que no sea Dios sino algún genio maligno muy potente quien
insidie nuestras almas y perpetuamente nos infunda tinieblas y errores.
Pero ya asigne esta causa a lo uno o lo otro, recordaremos que
estamos filosofando y que el mismo estudio de la verdad o filosofía
otorga licencia para representarse cualquier cosa por disonante que
sea. Parto entonces de esta ley tan patente y general de que estamos
hechos para siempre errar. Como en esto absolutamente nada está
exceptuado y nada me es tan conocido que esta admonición no me lo
haga sospechoso de falsedad, todo lo que en lo sucesivo Descartes me
proponga para creer lo rechazaré con razón si quiero hacer valer su
precepto anterior y general.
Pero he aquí que aquel mismo autor de duda, repentinamente
mudado para no ser más aquel circunspecto Descartes y pasar a la
certeza de no haber sido hecho por Dios ni engañado por algún genio
para errar siempre, pronuncia de manera afirmativa y aseverativa que
piensa y que por eso es. Y lo hace persuadido por el único argumento
de que es contradictorio que lo que piensa no sea al mismo tiempo
que piensa, lo cual hace de la noción “yo pienso, luego soy” la primera
y más cierta de todas. Entonces aquel que había decretado dudar
completamente de todas las cosas, una vez rota esta barrera que él
mismo se había puesto delante, ya afirma y establece con constancia
                                                                                                               
17 Descartes, Princ. part. 1. cap. 29. — Medit. 1. & 2.
que son absolutamente verdaderas todas las cosas que le parece ver
con espíritu perspicaz y que se figura que le son conocidas por luz
natural. ¿Y cómo el que dice no saber si está compuesto por Dios de
tal modo que siempre yerre, puede saber que no yerra cuando piensa
en que piensa y en que es, cuando juzga que algunas cosas pugnan
entre sí, cuando supone que ve perspicazmente algo con la mente, y
cuando algo le parece supremamente notorio por luz natural? ¿De
dónde pudo volver a saber lo que poco antes ignoraba? ¿Por qué
excepción disolvió este argumento que poco antes valía tanto para él,
y que le importa tanto, que algunos varones eximios de la grey
cartesiana confesaron sinceramente que no hay como convencer de lo
contrario a quienes contienden obstinadamente que el hombre por
naturaleza siempre yerra?
Si Descartes exime de esta ley de ignorancia humana las cosas
conocidas por luz natural, y a un filosofo que dijera que pueda ser
falso el enunciado “yo pienso” no tuvo otra cosa que responderle,
como dije más arriba, que que eso es conocido por luz natural,
entonces es forzoso que admita todos los principios de la aritmética y
geometría, como “dos más tres es cinco” y “di a dos números iguales
sumas números iguales, los números resultantes son iguales”,
principios de los cuales sin embargo había establecido dudar. Pero si
admites estos principios matemáticos con los demás, también
admitirás los teoremas que se dan a partir de ellos y por ende toda la
geometría. Ahora bien, Descartes confiesa, y ciertamente no puede
negarse, que son frecuentes los errores en geometría. Luego, ya está
abierta la ventana a los errores y desaparece todo aquel aparato de
duda que él había enseñado en la misma entrada de la filosofía.
Que ahora Descartes vea para dónde va, pues sigue diciendo que
no sabe si está constituido de tal manera que siempre yerre. Que
reconozca poder errar en el “yo pienso, luego soy” y que por ende
éste no es el fundamento primero y más cierto de la filosofía; o bien, si
manda admitirlo junto con las demás cosas que son conocidas por luz
natural, reconozca que ya nada está inmune de errores. Reúnanse y
conferencien todos los pensadores cartesianos, que nunca se
expedirán para salir de allí. Éste es la rastrillo que quita todas las
argucias que irrumpieron en la filosofía de Descartes a partir de esta
entrada.
Y a la verdad, cuando leí su tercera Meditación, no podía
asombrarme bastante de la contradicción y disensión de los
razonamientos. Dice: “siempre que se presenta a mi pensamiento la
suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy
fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas
que creo conocer con la máxima certeza”. Poco después añade:
“Siempre que reparo en las cosas que me parecen supremamente
ciertas, prorrumpo en estas palabras: ‘Engáñeme Dios cuanto pueda,
que nunca hará que yo yerre cuando creo que soy porque pienso y que
dos más tres es cinco, y cuando doy fe a proposiciones similares que
no pueden sin contradicción manifiesta no ser verdaderas’”. ¿No ves,
Descartes, no adviertes la manifiesta contradicción de esto mismo
que dices? Es como si dijeras: “No hay nada en que yo no pueda errar;
hay muchas cosas en las que no puedo errar”, o bien “No sé si yerro
en cosas muy perspicuas; sé que no yerro en cosas muy perspicuas”.
Pero aquí también los cartesianos recurren a su solemne respuesta:
Descartes no dudó sino que fingió dudar si su naturaleza sería tal que
él siempre se engañara hasta haber ponderado las causas que se había
propuesto para dudar de ello. Y una vez ponderadas, si las encontró
débiles e inválidas, como fue el caso, estuvo más constituido para no
dudar más al respecto, y dudó y no dudó de la misma cosa en sentido
dividido, por cierto dudó antes de quitar las causas de dudar y percibir
la verdad; no dudó después de que se le hizo perfecta la verdad y él
quitó las causas de dudar. Pero niegan que él dudase y no dudase de la
misma cosa en sentido compuesto, es decir al mismo tiempo. Pero yo
dudo que Descartes también dudó y no dudó en sentido compuesto y
fingió cosas contradictorias a la mente. Porque en el tiempo que dudó
si fuera propio de su naturaleza engañarse siempre, si en este mismo
tiempo decretó alguna vez no dudar, es forzoso que al mismo tiempo
dudase y no dudase de ello. Porque dudó si su naturaleza era tal que
siempre se engañase cuando supo tener que dudar de ello por los
argumentos que propuso al comienzo de la Filosofía: y al mismo
tiempo no dudó si su naturaleza fuera tal de siempre engañarse
cuando decretó no dudar de esto después de ponderar estos
argumentos. Porque el que deja de dudar si es propio de su naturaleza
engañarse siempre, ya está seguro de que es o no es propio de su
naturaleza engañarse siempre; en cambio quien duda si es propio de su
naturaleza engañarse siempre, no está seguro de ser o no ser de una
naturaleza tal que siempre se engañe. En un único y mismo tiempo
Descartes estuvo cierto y no cierto de ser de una naturaleza tal que
siempre se engañe; esto es, dudó y no dudó de ello. Cosas que
manifiestamente se contradicen. Como, por ejemplo, si alguien
fingiera que la naturaleza humana no estuviera provista de razón, para,
fingiéndolo, proveerse de una razón para inventar razones con las que
pruebe que ella está provista de razón, él mismo fingirá cosas
contradictorias y se contradirá a sí mismo, porque al mismo tiempo
postulará que la naturaleza humana provista de razón no es tal,
fingiendo que sí lo es, y que está provista de razón, decidiendo aportar
razones para demostrarla provista de razón.
Por fin digo que en vano dicen los cartesianos que Descartes
tuviera la razón que ellos pretenden para proponer la ley del dudar.
Porque cuando aportó argumentos por los cuales su filosofía se saldría
de la duda, propuso muchas cosas serias. Y lo que proponen no es tal
que dé causa para explorarlo. Él de ningún modo dijo dudar por un
tiempo, sino que al contrario propuso argumentos para dudar que no
pueden resolver con ninguna razón.
Pero como se acuerda de que todavía no quitó su anterior
argumento dubitativo que se había propuesto, pasa a hacerlo ahora.
Dice: “no puedo estar hecho por Dios de tal modo que siempre yerre,
porque si fuera así, Dios sería un engañador, pero no tengo ninguna
razón para juzgar que Dios sea un engañador: al contrario, como es
sumamente bueno y sumamente perfecto, no puede engañarme”.
Descartes: si tratas conmigo en cuanto estoy imbuido de la religión
cristiana, no me tendrás en contra, y confesaré que el Dios sumamente
veraz y perfecto no quiere engañarme siempre. Pero aquí combatimos
mediante la razón, no la Fe; a partir de principios de filosofía, no de
teología. Imagínate entonces que tratas con algún filósofo viejo: él
disputará contigo así: “Descartes, si no sabes si siempre yerras,
tampoco sabes si yerras cuando dices ‘Si yo estuviera hecho de tal
modo por Dios que siempre yerre, Dios sería un engañador’, y
precisamente en eso yerras, porque es un engañador aquel que burla
sus dichos con hechos y da otra cosa que lo que prometió; pero Dios
no prometió al hombre que éste esté hecho por naturaleza tal que en
las cosas perspicuas nunca yerre. Entonces tú, que habías dicho que
querías dudar de las cosas perspicuas, no dudas de las falsas”.
Añadirá ese filósofo imaginario que no sabes si yerras cuando
dices “Dios que es sumamente bueno no me puede engañar”, y no
sabes de cierto qué sea Dios, qué pueda y qué quiera: además una cosa
es engañar y ser propia y positivamente causa de errores, y otra cosa es
dejarnos engañarnos, lo mismo que una cosa es matar a un hombre y
otra no apartarlo de una muerte próxima de la cual sin embargo le
advertiste muchas veces. Añadirá además que, así como no puede
decirse que Dios sea falaz por habernos hecho tales que a veces
erremos, tampoco podría decirse que fuera falaz aún si nos hubiera
hecho tales que siempre erremos: más bien hay que decir que,
sabiendo que caemos en errores con frecuencia, si queremos ser
piadosos debemos sentir humildísimamente nuestra insipiencia de la
que tenemos experiencia y reconocer con extrema sumisión cuán
inferiores somos a Dios, que es sumamente y siempre veraz, y
despertarnos de nuestra insipiencia a la alabanza de Dios, y no a
querellas y acusaciones, y de esta misma manera considerar que
estamos hechos para su gloria. Dirá que tú mismo, Descartes, nos
enseñaste 18 que Dios no puede ser representado como autor de
nuestros errores, aún si hubiera encerrado nuestro intelecto dentro de
ciertos límites de conocer y saber y nos hubiera hecho expuestos a
errores, y hasta dirá que hay que darle gracias por todos los bienes que
nos dio y no reclamarle por no habernos dado todo lo que podía,
cuando su poder sobre nosotros es libre.
¿Qué cómo Dios podría tomarse por veraz y benéfico si nos hizo
tales que frecuentemente erremos, pero un engañador si siempre
erráramos? ¿Acaso no pudo hacernos tales que nunca erremos? Es
que aunque no nos hubiera concedido todo lo que podía, confesarás
sin embargo que no podemos exigírselo con ningún derecho. ¿Con
qué derecho lo argüirías de falacia si nos hubiera negado todo lo que
pudo negarnos? ¿Acaso su poder no fue tan libre para quitarnos toda
noticia de la verdad como para quitarnos alguna? ¡Qué vano es,
además, lo que dices: que no tienes causa para juzgarte hecho por
Dios para errar siempre! ¿Acaso no yerras a veces? Y el que está hecho
para errar algunas veces, ¿no puede sospechar estar hecho de modo de
errar siempre? ¿Acaso tú mismo, Descartes, no confiesas19 que puede
darse que erremos ya siempre, ya algunas veces? Erramos
frecuentísimamente. ¿Acaso tú mismo no estás enterado de que es
imprudente quien confía demasiado en quienes una vez nos
engañaron? ¿Con cuánta frecuencia nos engaña nuestra razón? Así,
digo, tratará contigo aquel filósofo.
A continuación Descartes añade que todavía no sabe
suficientemente si Dios sea alguien ni si él, Descartes, no puede ser
engañado por Dios, y por eso él aquí se propone enseguida inquirir
estas cosas. ¿Pero qué argumentación torcida es ésta? Primero dijo
ignorar si él esté hecho por Dios de modo de errar siempre, y por eso
deber dudar de todo; luego, como si hubiera descubierto no estar
hecho por Dios para errar siempre, toma lo buscado por concedido, y
enseña que hay muchas cosas de las que no es lícito dudar; y después,
habiéndolas admitido sin duda, trata de demostrar que Dios es; y
finalmente que él no fue creado por Dios tal que siempre yerre.
                                                                                                               
18 Descartes, Princ. Part. 1. § 29ss. — Medit. 4.
19 Descartes, Princ. Part. 1. § 4. & 5.
Habiendo propuesto primero el argumento dubitativo de no saber si
está hecho por Dios para siempre errar, ¿no debió quitarlo antes de
avanzar más? Y habiendo demostrado que no fue hecho por Dios de
modo de errar en cosas conocidas por luz natural, ¿no debió probar
que le es sabido por luz natural que piensa, y por fin que le es sabido
por luz natural que es porque piensa? Al contrario, admite aquel
círculo vicioso de razonamiento. Es incierta la luz natural cuando
ignoro si soy de naturaleza tal que siempre yerre; no yerro cuando digo
“yo pienso, luego soy” por ser verdadero por luz natural.

XIII. Si es verdad que Dios no nos puede engañar en cosas que


conocemos por visión simple.
Algunos patrocinadores más recientes de la doctrina cartesiana
pensaron poder salirse de este enredo diciendo que Dios, aún si uno
se lo representara falaz, no puede engañarnos en las cosas que
conocemos por la que llaman visión simple en vez de razonamiento.
Por esta clase de cosas entienden que dos más dos son cuatro, y
también quieren que se entienda que soy porque pienso. Primero, no
aportan ninguna razón por la cual entiendan que no podemos errar en
lo que conocemos por simple visión. Hombres imperiosos, que aquí y
allá con frecuencia exponen sus opiniones como respuestas del Cielo,
y quieren que otros las acepten con espíritus sumisos: también son
torpes, que piensan poder defender una filosofía cuyo fundamento
son las dudas y cuya cumbre son ficciones. A la entrada son Pirrones;
a la salida son puros Pitágoras.
Porque los mismos que mandaron tener todo por falso, ¿por qué
osan postular que se admita por verdadero este enunciado sin
argumento? Con pareja arrogancia, sin haber aportado ningún
argumento, definen que el enunciado “yo pienso, luego soy”, es
conocido por simple visión, no por raciocinio. Hemos demostrado
que esto es falsísimo. Pero varios cartesianos más recientes han
intentado sostener aquella opinión con el argumento de que si las
cosas conocidas por simple visión pudieran ser falsas, resultaría que
nada sería la causa arquetípica de sus ideas, lo cual afirman que de
ningún modo puede ser. Con este dicho capcioso y oscuro sólo
significan que sus ideas no pueden carecer de causa arquetípica.
Veremos si esto concuerda con los decretos de Descartes. Él propone
tres géneros de ideas: las que en nosotros son innatas, las adventicias y
las facticias; y niega que las que nos son innatas procedan de cosas
externas. Si esto fuera así, ciertamente no habría ninguna causa
arquetípica de estas ideas. Porque si se dijera que esta causa está en
Dios, también se diría que en Dios hay causas arquetípicas de ideas
falsas, si según sentencia de Descartes Dios puede hacer que las cosas
falsas sean verdaderas. Ciertamente cuando nacimos Dios pudo
insertarnos muchas ideas que nunca existieron y no por eso sería falaz;
por cierto, si juzgáremos que existieran esas cosas, erraríamos.
Además, ¿cuál se dice ser la causa arquetípica del punto geométrico? Si
Demócrito dudó, y también el mismo Descartes, si existiera algo,
ciertamente reconocieron tener en sí las ideas de muchas cosas de las
cuales imaginaban que no hubiera ninguna causa arquetípica.
Luego dicen que no puede ser creado por Dios un hombre que de
ningún modo conozca la verdad. En cuanto a esto, aunque yo como
hombre cristiano lo confieso de óptimo grado, ¿cómo puede
concordar con el decreto divulgado de la filosofía cartesiana de que
Dios puede hacer que dos más dos no sean cuatro y que dos
enunciados contradictorios sean verdaderos a la vez? Figurémonos
que Dios haya hecho lo que ellos dicen que puede hacer, y que dos
más dos no sean cuatro: entonces ciertamente erraré cuando conozca,
ya sea por visión, ya por cualquier otro modo, que dos sumado a dos
son cuatro. Figurémonos también que Dios hubiera hecho que quien
piensa, no sea, o que no piense cuando piensa. Ciertamente erraré al
decir “yo pienso, luego soy”. Por lo tanto, Dios puede hacer que yo
yerre en las cosas que conozco por simple visión si puede hacer que
sean falsas las cosas que por simple visión conozco por verdaderas.
Finalmente, ¿cómo concuerdan las antedichas afirmaciones de
Descartes con su precepto de tener por falsos todos los principios de
la geometría y por tanto también el de que el todo es mayor que su
parte? Porque siendo así que el enunciado de que dos más dos es
cuatro pende del enunciado universal de que el todo es igual a todas
sus partes tomadas juntamente, y éste a su vez está acoplado al de que
el todo es mayor que su parte, ¿por qué argumento tendré a este
último por falso y en cambio al primero por tan cierto que en él yo no
pueda ser engañado ni siquiera por Dios? Veis la inconstancia y la
disensión de esta desdeñosa filosofía que se jacta de estar cierta de
haber encontrado el camino de la verdad.

XIV. Habiéndose alineado a los académicos y escépticos en el


exordio de la filosofía, Descartes enseguida yerra al
abandonarlos.
Por lo que hemos visto, cuando en el Método Descartes escribe que
dando su primer paso a la filosofía y estimando deber comenzar por la
duda, decretó dudar no a la manera de los escépticos, “que dudan —
dice— para dudar, y que aparte de la incertidumbre no buscan nada”,
sino que reprimió y detuvo sus dudas en la noticia supremamente
cierta del principio “yo pienso, luego soy”. Cuando escribe esto,
comienza a errar en el punto en que comienza a discrepar de los
escépticos. Porque ellos y él vieron adecuado dudar, pero he aquí que
él dejó de dudar cuando había mayor razón para hacerlo, a saber, en
un principio que no era menos incierto que todos los demás que lo
habían llevado a dudar. Ellos persisten dudando en el principio del
cual ven que hay que dudar al máximo. Esto no lo hacen en absoluto,
por cierto, por la duda misma, y Descartes no se lo habría imputado si
hubiera estudiado más diligentemente sus razones: los escépticos
dudan porque les parece que nada es bastante claro ni puede
percibirse bastante ciertamente.
Los cartesianos deberían saber que el último fin de la filosofía
escéptica no es la duda, sino la tranquilidad de la mente en las cosas
que dependen de la opinión y la constancia en las que no pueden
evitarse. En cambio la duda, esto es la epokhê, también es un fin, pero
próximo, y del cual sale la tranquilidad del ánimo y la constancia en
que descansan como en un fin último. Estaban adheridos a la epokhê
tanto cuanto estaban en posesión de la buscada tranquilidad y
constancia. También deberían saber que en vano Descartes objeta a
los escépticos que por su epokhê estarían constreñidos como por un
grillo y no evitaban los peligros y la misma muerte. En realidad el
vulgo creía que ellos hacían cosas que sus adversarios decían seguirse
de su doctrina y del testimonio de Antígono Caristio, es decir, de
Diógenes Laercio, en una obra apresurada, cruda y mal terminada,
donde juntó todo lo que sacaba del rumor común o encontraba en
escritos antiguos. Ahora bien, los escépticos evitaban esta locura al
punto de que estaban obligados por el código de su secta a seguir las
leyes recibidas y las costumbres y prácticas de la vida ordinaria. Estas
cosas fueron explicadas clarísimamente por Sexto Empírico.
Los cartesianos también deberían saber que no era la única ni la
principal causa que tuviesen los escépticos para retener el asentimiento
ésta que los cartesianos aportan y ridiculizan: que siempre pueden
encontrarse razones para disentir contrarias a las que nos impelen a
asentir. Los escépticos tenían por lejos muchas más causas para dudar,
de las cuales salieron diez modos de epokhê, que se comentó fueran los
más antiguos; después pensaron otros cinco, después otros dos; y por
fin ocho, que los más recientes usaron contra los dogmáticos.
También deberían saber que esta misma causa de epokhê que
ridiculizan, es proba y recta. Porque, ¿acaso los hombres no se hacen
más sabios por la edad, la experiencia, el estudio y la meditación,
enmendadas las opiniones de la infancia y depuestos los errores?
Deberían también saber que tener la duda como última fuente de la
duda, como Descartes atribuye a los escépticos, es muy distinto de
dudar para evitar tener que lamentar un asentimiento apresurado por
nuevas razones descubiertas.
Deberían saber por fin que yerran gravemente cuando piensan que
los escépticos no puedan negar que sea evidente el argumento “yo
pienso, luego soy”, cuando por el contrario uno de los puntos
principales de la doctrina escéptica es que nada es evidente. O de allí
debería entonces entender aquel soberbio clan cartesiano,
acostumbrado a despreciar la doctrina de los antiguos, a admirar la
suya solamente, y a gloriarse de su ignorancia, cuán trastornados e
imprudentes son cuando quieren parecer saberlas, y que les es mucho
más conducente dejar algo de este fasto y someter su mente al estudio
de la filosofía antigua, que infligirse deshonra por su torpe ignorancia.

XV. Descartes declara que no tenemos ninguna norma de la


verdad a menos que nos conste no estar hechos por Dios de tal
modo que siempre erremos.
Cuando Descartes se esfuerza por abatir la doctrina de los
escépticos, la confirma muy fuertemente con el argumento que hemos
discutido, de que no sabemos si Dios nos hizo tales que siempre
erremos. Porque como a este argumento tuvo para oponer la única
contradicción de que si estuviéramos hechos por Dios tales que
siempre erremos, Dios sería un engañador —la cual contradicción
hemos mostrado que no concuerda con el resto de su doctrina—, es
manifiesto que él no pudo aportar nada más conducible a la secta de
los escépticos y académicos. Porque todos los cartesianos, y el mismo
Descartes, conceden que a menos de constar que no fuimos hechos
por Dios tales que siempre erremos, no podemos saber si son ciertos
los teoremas de los geómetras, ni si existe alguna materia de las cosas,
ni si existen cosas algunas materiales, ni si existe de verdad el mundo
visible, y por fin no tenemos ninguna norma de la verdad y ni siquiera
podemos distinguir los sueños de las cosas. Y estos enunciados son
perfectamente escépticos.
Porque cuando dicen que Descartes simuló la duda y los
escépticos dudaron en serio, concedemos lo último; lo primero no lo
prueban con ningún argumento. ¿Por qué nota podría discernirse
aquella duda simulada de Descartes de la verdadera duda de los
escépticos? Los escépticos filosofan lo mismo que Descartes, ellos y él
buscan la verdad, evitan los errores, creen evitarlos por la duda, y por
ende aprovechan de la duda. Pero cuando el uno y los otros son
presionados por sus adversarios, Descartes, atrapado en una
manifiesta inconstancia y discrepancia de opiniones, abjura de la duda
asumida, y después de abusar de ella para la conveniencia de su
filosofía, simula una simulación para no estar obligado a perjudicar
una duda sincera, lo cual es indigno del candor filosófico. Pero los
escépticos, al contrario, permanecen egregiamente fieles a sí mismos:
defienden su duda como una duda, no se apartan de sus principios
cuando podrían defender su causa con las mismas artes que los
cartesianos, la misma simulación y el mismo derecho. Y con esto
comienza otra disputa sobre la norma que Descartes presentó para
explorar la verdad. Si esta norma para explorar la verdad es explorada
según la norma del juicio, se descubrirá ser perversa y tortuosa. El
orden de la disputa establecida ciertamente pide que lo hagamos.
CAPÍTULO SEGUNDO.
Pondérase la sentencia de Descartes
sobre el Criterio.
I. Descartes sigue una vía torcida de búsqueda.
Antes de proponer Descartes su sentencia sobre la norma de la
verdad, antepuso varias cosas que son tales, que instruidos y
prevenidos por ellas ya no podamos encontrar ningún criterio. Porque
primero nos advirtió que dudásemos del todo de todas las cosas,
porque estamos complicados en una gran perversidad de opiniones
desde el mismo inicio y hemos tomado el error con la leche de
nuestras nodrizas; porque a menudo experimentamos que erramos por
nuestros sentidos y nuestra razón; y porque no sabemos si Dios acaso
nos hizo tales que siempre erremos, aún en las cosas más notorias. A
continuación, después de habernos llevado a una gran duda de todas
las cosas y hasta a tenerlas por falsas, nos manda admitir muchas cosas
como si no estuvieran interferidas por ninguna duda y estuvieran
exceptuadas de esta ley general del dudar. Como si de las tinieblas de
una ignorancia crasísima de repente nos evadiéramos a una clarísima
luz de verdad. Tales son estas cosas: que pensamos, que de que
pensemos se sigue que seamos, que la mente es distinta del cuerpo,
que nuestra mente nos es más conocida que nuestro cuerpo, que Dios
existe, que Dios sería falaz si siempre erráramos, y muchas más cosas
de éstas. Y una vez asumidas estas cosas, concluye que no puede ser
que siempre erremos, y hasta que nunca lo falso nos será admitido por
verdadero si tan solo asentimos a las cosas que percibimos clara y
distintamente.
Es manifiesto cuán torcido es este orden de filosofar; porque si
todas las cosas que caen bajo nuestros sentidos y nuestra razón deben
sernos sospechosas de falsedad, entonces antes de asentir a ellas
primero debe borrarse esta sospecha de falsedad, lo cual de ningún
modo puede hacerse sino después de proponerse una norma de
verdad. ¿En qué me haré más seguro de la verdad de una cosa, si
primero no supiera qué es la verdad, cuál es la nota de la verdad, cuál
el carácter, cuál el criterio con el que puede distinguirse de la falsedad?
A todo asentimiento debió preceder una investigación de su norma.
Porque como cuando alguien se dispone a construir un edificio
primero ajusta la regla y la plomada, así antes de levantar este noble
edificio de la Filosofía que versa toda en la percepción de la verdad,
primero debes prepararte la norma de la verdad según la cual ajustarás
todo lo que admitas en esta estructura. Pero al contrario Descartes,
después de enseñar que todo debe referirse a la norma de la verdad,
tarda en buscarla, y entre tanto admite muchas cosas sin ella, en las
cuales piensa ya haberla encontrado. Y así ajusta a su edificio una
norma, y no ajusta a una norma su edificio.
Responden los cartesianos que la misma norma de la verdad es
una verdad, a saber, el argumento: “Yo pienso, luego soy”; y por eso
Descartes debió admitir esta verdad en la que se contiene la norma de
la verdad antes de usar de esta norma, porque yerran quienes piensan
que la norma de la verdad es otra que la misma verdad, dado que esta
norma no es ninguna otra cosa que la verdad misma conocida por sí.
No puede decirse nada más absurdo. Porque en todo enunciado
hay necesariamente tres cosas: el mismo enunciado, la verdad del
enunciado, y el carácter, o acta, de la verdad. Y estas tres cosas son
completamente distintas. Porque como en el enunciado puede haber
falsedad y verdad, y uno y el mismo enunciado algunas veces es
verdadero y otras falso, es manifiesto que la falsedad y verdad son
distintas del enunciado, como las cualidades lo son del sujeto. El
mismo carácter de la verdad es otra cosa que la verdad misma, y por
eso se discierne de la falsedad como la nota de una cosa es distinta que
la cosa notada.
Pero los cartesianos confunden estas tres cosas. Porque demos
por verdadero el argumento “Yo pienso, luego soy” en el que se
contienen tres enunciados, y demos su verdad por conocida por sí
misma. Ciertamente una cosa es la verdad de este argumento y otra el
argumento mismo; pero la verdad de este argumento, de dondequiera
que sea conocida, debe ser ciertamente conocida por su carácter o
criterio, esto es, por ciertas notas con las que se distinga de la falsedad.
Porque cuando buscamos el carácter de la verdad, los cartesianos
erradamente nos presentan la verdad misma, y hasta el enunciado en
que se encuentra la verdad. ¿Pero con qué derecho lo atribuyeron al
enunciado, o argumento “Yo pienso, luego soy” y no al enunciado “El
todo es mayor que su parte” ni otros enunciados cuya verdad es
conocida por sí? ¿Por qué el enunciado “yo pienso, luego soy” será la
norma de la verdad del enunciado “el todo es mayor que su parte” en
vez de que de la verdad de éste se juzgue la verdad de aquél? Y por
añadidura, si estos dos enunciados nada tienen en común, ¿cómo la
verdad de uno puede discernirse de la verdad del otro?
Además, si toda verdad, conocida o por sí o por otra cosa, debe
estar signada por este carácter de verdad por el que se distinga de la
falsedad, pero este carácter mismo también es la misma verdad, esta
verdad secundaria también lleva su propio carácter de verdad, esto es,
otra verdad: y así hasta el infinito. Descartes ciertamente falló por lo
menos en eso, porque cuando investigaba el criterio de la verdad en su
Discurso del Método, claramente manifestó que, habiendo percibido la
verdad del enunciado “Yo pienso, luego soy”, buscó en qué estuviera
puesta aquella verdad. Cuando reconoció no haberla percibido por
ninguna otra nota que por su insigne perspicuidad, creyó poder tomar por
regla general todo lo que concebía muy lúcida y distintamente ser verdadero20.
Quiere que el criterio sea, no un enunciado ni la verdad de un
enunciado, sino la perspicuidad.

II. Buscando el criterio es poco coherente consigo.


Tan poco coherente consigo es, que en la misma parte del mismo
libro de los Principios en que había instituido este orden de filosofar, y
también en otros lugares, dio leyes enteramente diferentes para buscar
la verdad 21 . Porque nos manda que, habiendo primero depuesto
nuestros prejuicios, atendamos a las nociones que tenemos ínsitas y
admitamos por verdaderas al menos las que percibimos clara y
distintamente, hecho lo cual, dice, sabremos que somos porque
pensamos; luego que Dios existe y que nosotros dependemos de él y
que de este conocimiento de Dios nos vendrá el conocimiento de
todas las demás cosas cuya causa es Él.
Advertid cuán poco éstas cosas concuerdan con las leyes
presentadas arriba. En la apertura de su obra Descartes había
argumentado así: “Yo pienso, luego soy; —tengo impresa en la mente
la idea de Dios, luego Dios es; —Dios no puede engañarme, luego las
cosas que percibo clara y distintamente son verdaderas”. Ahora
invierte la argumentación y disputa así: “Las cosas que percibo clara y
distintamente son verdaderas; —percibo clara y distintamente que
pienso y que el que piensa es necesario que sea, luego soy; —percibo
clara y distintamente tener impresa la idea de Dios, luego Dios existe”.
Del hecho de que la percepción clara y distinta es verdadera, colige
que él y Dios existen; pero poco antes había colegido del hecho de
que existe él y existe Dios, que la percepción clara y distinta es
verdadera. En lo cual disputa por modo diállelon, o circular. Es como si
dijera “Pedro es un hombre, luego Pedro es un animal racional”
porque antes había dicho “Pedro es un animal racional porque Pedro
es un hombre”.

                                                                                                               
20 Descartes, De Method. § 4.
21 Descartes, Princip. Part 1. § 75. — De method. § 2.
La respuesta de los cartesianos a estas objeciones es muy graciosa:
aquí no hay ningún círculo, sino sólo un modo dual de argumentar: el
anterior, que llaman análisis, y el posterior, que llaman síntesis. Estas
cosas dichas confiadamente pueden afectar a mentes de niños, pero
no a las de quienes han examinado qué es la razón analítica y sintética.
Los filósofos llaman análisis al progreso de la mente de una verdad
singular conocida a una universal desconocida; síntesis, el progreso de
la mente de una verdad universal conocida a una singular desconocida.
Descartes usó la primera cuando del conocimiento de su pensamiento
ascendió al de su existencia, y de esta a la distinción de alma y cuerpo
y de allí a la existencia de Dios; finalmente por este último escalón
llegó a conocer que todo lo que él percibiera clara y distintamente, es
verdadero.
Veamos ahora si por síntesis él invierte o pervierte este orden. Él
estableció ante todo que es verdadero lo percibido clara y
distintamente por nosotros; establecido lo cual conoceremos que
existimos porque pensamos, y finalmente que Dios existe. Ahora bien,
como la síntesis desciende de una verdad universal conocida a una
singular desconocida, esta proposición “Todo lo percibido clara y
distintamente por nosotros es verdadero” debe ser una verdad
universal conocida, y “Dios existe” debe ser una verdad singular
desconocida. Pero en contradicción con esto él escribió en su Discurso
del Método: “Esto que asumí por regla, a saber, que todas las cosas que
concebimos clara y distintamente son verdaderas, no son ciertas por
ninguna otra razón que porque Dios existe” 22 . Y en su quinta
Meditación: “Claramente veo que toda la certeza y verdad de toda
ciencia depende de un conocimiento del Dios verdadero, al punto que
antes de tenerlo no pudiera saber perfectamente nada de cosa alguna”.
Por ende, dado que él quiere que del conocimiento de Dios dependa
la verdad del enunciado “Todo lo percibido clara y distintamente es
verdadero”, y dado que ningún conocimiento puede preceder a este,
forzosamente Dios es más conocido que esta proposición. Por lo
tanto no desciende de una verdad universal conocida a una singular
desconocida, como lo pedía el método de la síntesis, y por ende no
usó de síntesis.
Esto se clarificará con ejemplos. Quien muestra el camino a un
campesino que va de su pago a París, hace aproximadamente lo que
hace quien usa de análisis, llevando al hombre de lo singular conocido
a lo universal desconocido. El que al parisino le muestra el camino por
el que se va de París a este pago, hace lo mismo que quien usa de
                                                                                                               
22 Descartes, De Method. § 4.
síntesis, porque de lo universal conocido va a lo singular desconocido.
Este camino puede mostrarse en ambos sentidos, como que el camino
puede caminarse yendo o viniendo y con la misma facilidad se puede
ir de París al campo que del campo a París. Pero si alguien quiere
mostrar a otro todos los lugares de algún gran edificio, primero llevará
al hombre del atrio al salón, del salón al dormitorio, del dormitorio al
recinto más secreto: de ningún modo partirá primero de lo íntimo de
este recinto para ir de allí al dormitorio y de allí a la sala y de la sala al
atrio. En efecto, primero hay que ir al atrio y a los demás lugares por
orden hasta llegar al recinto más intimo.
Dicen tonteras los cartesianos cuando piensan confundir esta
norma o criterio de la verdad con el análisis y la síntesis, que son vías
para conocer la verdad. Porque lo que se busca es si Descartes admitió
un círculo de razonamiento cuando investigó la norma de la verdad.
Es de lo que lo acusamos, ya haya usado de análisis o —como
pretenden— de síntesis. En esta falta suya no hay ninguna conexión
del análisis y la síntesis con la norma de la verdad.

III. También es poco coherente consigo asignando el criterio.


Si una vez exploradas las vías por las que Descartes establece ir
investigamos su sentencia sobre el mismo criterio de cuyo
conocimiento depende toda la Filosofía, encontraremos que disputa
sobre la materia de manera igualmente inconstante, oscura y confusa,
sin la firmeza y exactitud que pedía la dignidad del asunto. Porque
después que le pareció haber demostrado, al tratar de los principios de
la filosofía23, que no estamos hechos para errar siempre, de allí coligió
que era cierto que nunca admitiremos lo falso por verdadero si tan
solo asintiéremos a lo que percibimos clara y distintamente; luego, en
el resto de la obra y en otros escritos expone esa percepción clara y
distinta como norma certísima y única de la verdad, a partir de la cual
evalúa hasta el poder de Dios. Pero antes de configurar esta norma a
partir del conocimiento de Dios, había juzgado deber admitir muchas
cosas por la razón de que son conocidas por luz natural, y con
perspicuidad, y por sí mismas. He aquí, pues, otros criterios de
Descartes: la Luz natural, la Perspicuidad, y el Conocimiento tomado
de la cosa misma. Además por momentos usa como criterios otras
cosas, que ahora paso por alto.

                                                                                                               
23 Descartes, Princip. Part 1. § 43.
IV. Distingue la percepción clara y distinta de la luz natural y de
la perspicuidad tomada generalmente, y del conocimiento
tomado de la cosa misma.
De aquí resulta manifiesto que Descartes juzgara que esta
percepción clara y distinta fuera otra cosa que la luz natural, porque de
la luz natural colige muchas cosas antes de decretar y probar que
deben tenerse por verdaderas las cosas que percibimos clara y
distintamente. Distingue abiertamente lo uno de lo otro cuando
enseña que la luz natural no puede alcanzar ninguna cosa que no sea
verdadera en la medida en que es alcanzada por esta luz, esto es, en la
medida en que es percibida clara y distintamente24. De donde resulta
que la luz natural es lo que alcanza la cosa confrontada, en cambio la
percepción clara y distinta es la acción por la cual la cosa es alcanzada
por la luz natural. Como si la luz natural fuera el criterio per quod (por
el cual) y la percepción clara y distinta, el criterio secundum quod (según
el cual).
Con todo, algunos seguidores de Descartes, ya porque no vieran el
pensamiento de su dictador o porque no probaran o no se atrevieran
a referir sus vistas, no distinguieron la luz natural de la percepción
clara y distinta. Lo que se ve es que proponen la perspicuidad como
algo general que debe estar en todas las cosas que conocemos para
que merezcan ser tomadas por verdaderas, ya sean conocidas por
nosotros por percepción clara y distinta, o por razonamiento, o por
sentido, o de cualquier otro modo. Pero el conocimiento de las cosas
tomado de las mismas cosas, que Descartes tiene por regla de verdad,
es esta misma perspicuidad , inherente sólo a las cosas que
conocemos por luz natural hasta donde las conocemos. Así creemos
poder interpretarse apropiadamente el pensamiento de Descartes,
usando de conjeturas y sospechas en un asunto oscuro y no bastante
explicado. Pero la atención, que los cartesianos predican en todos sus
libros que es tan necesaria para percibir lo verdadero, es una afección
del alma que se concentra agudamente en la cosa que quiere conocer,
dejando de lado las demás.

V. La luz natural de Descartes no es un criterio cierto.


Ahora ponderemos cada cosa por su cuenta. Descartes definió la
luz natural como “la facultad de conocer dada por Dios a nosotros”;
de donde se sigue que son conocidas por nosotros por la luz natural
cualesquier cosas que conocemos por la facultad de conocer que Dios
                                                                                                               
24 Descartes, Princip. Part 1. § 30.
nos dio25. Pero todo lo que conocemos, lo conocemos por la facultad
de conocer que Dios nos dio. Por lo tanto, todo lo que conocemos, lo
conocemos por la luz natural. Lo cual es muy absurdo. Entonces, ¿por
qué nota distinguiré esa luz natural, de la luz no natural, o la luz
directa de la naturaleza de la luz oblicua o refleja del arte, o la luz pura
de la naturaleza de la luz impura del error? Lo que los hombres ven y
suponen ser verdadero a la primera intuición de la mente, ¿eso dirán
que es conocido por la luz natural? ¿Quién soy yo para saber que los
hombres la ven con la primera intuición de su mente? ¿Quién soy yo
para decir que la ven y reconocen todos los hombres, o si hasta este
día hay algo que los hombres hayan recibido con tan grande consenso,
que nadie lo repudiara? ¿Qué es más conocido a un hombre que que
existe y que es un hombre? Pero Demócrito dudaba existir, y Sócrates
ser hombre. ¿Qué ha sido más explorado que que el todo es mayor
que su parte, o que los demás principios de los geómetras? Y con todo
muchos los pusieron en duda, y el mismo Descartes nos mandó
tenerlos por falsos.26
Mal que mal, concedamos que puede discernirse fácilmente el
conocimiento adquirido por la luz natural: ¿con qué argumento puedo
saber que son verdaderas las cosas que conocemos por la luz natural?
Descartes dice: Dios sería engañador. Y sigue peleando con una
espada roma, que ya tantas veces hemos embotado. Por fin, si es
sabido a Descartes que Dios puede hacer que dos más dos no sean
cuatro, si nos figuramos que Dios hizo eso que puede hacer, será falaz
la luz natural por la que conozco que dos más dos son cuatro. Por lo
tanto no puede ser cierto este criterio, si puede ser falso.

VI. Tampoco es un criterio seguro su percepción clara y


distinta.
Retirada la creencia en esta luz natural, tampoco hay por qué creer
en la percepción clara y distinta, porque a esta percepción Descartes la
da a creer a partir de muchas proposiciones que él pretende que son
conocidas por la luz natural y hasta a partir de la misma luz natural.
Porque dice: “a toda alma le está impreso por naturaleza que cuantas
veces percibimos algo claramente asintamos a ello espontáneamente, y
de ningún modo podamos dudar que es verdadero”27. Por lo tanto,
como la luz natural nos puede engañar, también la percepción clara y
distinta. Pero inspeccionemos más de cerca este criterio.
                                                                                                               
25 Descartes, Princip. Part 1. § 30.
26 Descartes, Princip. Part 1. § 5. & 13.
27 Descartes, 1.§ 43-44 De Meth.
VII. Qué es una idea según Descartes.
Descartes pretende que percibimos una cosa clara y distintamente
cuando tenemos en el ánimo una idea clara y distinta de la misma.
Aunque él usa muy frecuentemente el nombre de idea, nunca explicó
abiertamente qué significa, aunque muchos se lo rogaran: como si no
tuviera una idea suficientemente clara y distinta de idea.
Los estoicos llamaban a las ideas ennoémata, es decir, percepciones
de nuestra mente. Pasaré por alto ahora las ideas de los platónicos. El
grueso de los filósofos sólo pone el nombre de idea a la primera
percepción de la mente, llamada aprehensión en las escuelas. A veces
Descartes retiene esta significación, y llama idea a la acción de la
mente que se aplica a las imágenes de las cosas, o a algún modo de
pensar; pero a veces llama idea a la imagen de la misma cosa, signada
no en la fantasía sino en el ánimo, y dice que a ésta conviene
propiamente el nombre de idea. A esas ideas o imágenes de las cosas,
las divide en tres: unas son adventicias, como es la idea del sol
admitida en la mente una vez visto el sol; otras son facticias, como es
la idea de la sirena, del centauro, de la quimera, y otras son naturales,
como la idea de Dios, la mente, el pensamiento, la verdad, el triángulo,
el número, y otras cosas tales.
Así y todo, en otras partes él llama idea no sólo a las imágenes de
las cosas singulares, sino también a la comparación de esas imágenes,
que es la segunda operación de la mente y comúnmente se llama juicio.
A veces, además, dice aplicar ese vocablo a todas las cosas que
podemos tener en la mente, y por ende al raciocinio, que es la tercera
acción de la mente. Y llama idea clara a la que está presente y abierta a
la mente atenta, como decimos que vemos claramente aquellas cosas
que están presentes al ojo que mira correctamente y que lo afectan
fuerte y abiertamente. Llama idea distinta a la que está tan separada de
toda otra idea, que no contiene ninguna otra cosa sino lo que en ella se
percibe claramente. Por lo tanto, como Descartes dice que el nombre
de ideas significa no sólo las imágenes de las cosas impresas en la
mente o la percepción de esas imágenes —en la que consiste la
primera operación de la mente— sino también la comparación de esas
imágenes —en la que consiste la segunda— y también la combinación
de las comparaciones —en la que consiste la tercera—, por eso por fin
reduce su sentencia a que la norma de la verdad es cualquier operación
de la mente y también las imágenes de las cosas impresas en la mente,
con tal de que les esté adjunta la perspicuidad y estén separadas de las
ideas de todas las demás cosas que no son la idea que está en la mente.
Y dice que esta norma es tan cierta y tan fiable, que todo lo que
concierte con ella no puede en modo alguno ser falso, y es una llana
contradicción que no sea verdadero.

VIII. Rebátense los argumentos con que Descartes intentó


probar que la percepción clara y distinta es un criterio cierto.
Si buscas con qué argumentos él prueba estas cosas, encontrarás el
mismo que ensayó para hacer creíble la luz natural: que Dios adjuntó a
la idea perspicuidad y luminosidad, pues si faltaran, Dios sería falaz.
Es superfluo demostrar de nuevo la futilidad de este argumento tantas
veces expuesta. A esto añade que es ley de la naturaleza impresa en
todas las almas que espontáneamente asintamos a las cosas que
percibimos claramente y de ningún modo dudemos que son
verdaderas. Así otorga credibilidad a la percepción clara y distinta por
la luz natural, o sea, a lo incierto por lo cierto. Antes, en el Discurso del
Método, repasando los escalones por los cuales llegó al conocimiento
del argumento “yo pienso, luego soy”, añadió luego haber observado
que éste no le pareció verdadero por ninguna otra causa que porque le
parecía clarísimamente que era verdadero, y que por ende de aquí creó
la regla cierta y constante de que es verdadero lo que él percibe
clarísimamente como verdadero, y por ende estableció la regla
constante y general de que es verdadero lo que se percibe clara y
distintamente. Pero nosotros a partir de allí podemos establecer otra
regla por lejos más cierta: no asentir temerariamente a lo que nos
perece percibir clara y distintamente, ya que hemos probado que el
argumento “yo pienso, luego soy”, que al hombre agudo Descartes le
pareció percibir clara y distintamente, es vano e incierto.

IX. Impúgnase este criterio con argumentos. Primer argumento.


Ahora es facilísimo mostrar cuántas cosas absurdas se siguen de
este criterio. Primero, consta que de las ideas verdaderas algunas me
parecen más claras y distintas, y por ende algunas ideas, aunque sean
verdaderas, tienen algo de oscuridad y confusión. Porque les falta la
claridad y luminosidad que son superadas por la claridad y
luminosidad de otras ideas. Pero donde no hay claridad y luminosidad,
es fuerza que haya oscuridad y confusión. También consta que de las
ideas falsas hay algunas que tienen algo de perspicuidad y
luminosidad. Consta por fin que de algunas ideas que a los hombres
les parecen dotadas de igual claridad y luminosidad, hay algunas que
no son percibidas igualmente por los demás hombres, sino algunas
más clara y distintamente que otros, como uno ve más claro que otro,
comparados según Descartes. Y Descartes mismo no negará esto,
como que enseña que los axiomas que se llaman nociones comunes no
son percibidos igualmente por todos28. Ahora bien, dado que puede
encontrarse la claridad y luminosidad con la falsedad, y la oscuridad y
confusión con la verdad, se sigue que la claridad y luminosidad no
pueden ser la norma de la verdad.
Si dices que no toda claridad y luminosidad, sino la luminosidad
que es ilustre y espléndida es la norma de la verdad, pregunto qué
grado de claridad y luminosidad debe obtener la idea para poder ser
tenida como digna de asentimiento. Porque si dices que el grado
supremo, muchas ideas verdaderas no serán tenidas por verdaderas, a
saber, aquellas en las que dijimos que hay algo de oscuridad junto con
luminosidad. Además, como nada es tan verdadero que todos lo
tengan por tal, ninguna idea es tan clara y distinta, que no parezca
contener algunos aspectos de oscuridad y confusión, razón por la cual
ninguna idea tendrá el sumo grado de perspicuidad y luminosidad, por
lo que tampoco habrá que darle ningún asentimiento. Si en una idea
no puede haber tanta perspicuidad y luminosidad que no pueda
añadírsele algo, la duda no puede retirarse tanto que no quede alguna
parte de ella. Porque cuanto crecen la perspicuidad y luminosidad,
tanto decrece la duda, y a la inversa crece la duda a la medida de la
oscuridad. Pero mientras quedare apenas un poquito de duda, estará
puesta en la incertidumbre la verdad que se nos había mostrado y
prometido con tanta certeza y afirmación.

X. Segundo argumento.
Por añadidura, si la perspicuidad y luminosidad de las ideas es la
norma cierta de la verdad, todo lo que a Descartes le pareció
verdadero, debió haber sido percibido clara y distintamente por él.
Pero él tuvo por verdaderas algunas cosas que confesó que no le
habían sido bastante percibidas, como la división de las partículas de la
materia; algunas que más tarde le fueron conocidas como falsas, y no
pocas que fueron reprendidas y refutadas por sus seguidores según el
criterio de la percepción distinta, y muchas otras que fueron
reprendidas y refutadas por otros. Los cartesianos también disienten
entre sí, y usando la misma norma de verdad sostienen sentencias
contrarias y contradictorias. Por lo tanto, o bien perciben clara y
distintamente cosas falsas, de donde se sigue que la percepción clara y
distinta no es criterio cierto de la verdad, o bien no aplican esta norma
para explorar todas sus opiniones, y por ende no la tienen por criterio

                                                                                                               
28 Descartes, Princip. Part 1. § 45. & Princip. Part. 1. § 50.
cierto y necesario. Así pues, ni puede admitirse la doctrina de ellos, en
cuanto no examinada por alguna norma cierta de verdad; ni tampoco
sabemos suficientemente si esta sentencia de ellos sobre el criterio fue
percibida clara y distintamente por ellos.

XI. Tercer argumento.


En las Meditaciones, donde Descartes constituyó el alcázar de toda
su doctrina, él también enseña que está hecho por la naturaleza de tal
modo que mientras perciba clara y distintamente que algo es
verdadero, no pueda no creerlo verdadero; y sin embargo añade
continuamente que puede creer haber sido hecho por la naturaleza de
tal modo que a veces falle en cosas que percibe clara y distintamente.
Ahora bien, estas cosas pugnan entre sí. Porque si él está hecho por la
naturaleza tal que no pueda no asentir a aquellas cosas que percibe
clara y distintamente, ¿cómo puede creer estar hecho por la naturaleza
tal que a veces falle en las cosas que percibe clara y distintamente?
Porque si cree eso, tendrá causa para dudar de aquellas cosas que
percibe clara y distintamente. Y si duda de ellas, deja ciertamente de
asentir a ellas. Y si puede dejar de asentir a ellas, no está hecho por la
naturaleza tal que no pueda no asentir a ellas. A esto añádase que si él
está hecho por la naturaleza tal que percibiendo clara y distintamente
que algo es verdadero no pueda no creerlo verdadero, como al inicio
de su Filosofía instituyó tener por falsa cualquier cosa que le pareciera
verísima, emprendió algo superior a las fuerzas de su naturaleza,
porque lo que le parecía verísimo, lo percibía clara y distintamente, si
la percepción clara y distinta es la norma de la verdad. ¿Y cómo pudo
tener por falsas las cosas que no podía no tener por verdaderas?

XII. Cuarto argumento.


Aquí vale también el argumento que ya presentamos arriba: siendo
así que Descartes enseña, y mucho más decididamente sus seguidores,
que Dios puede hacer que sean verdaderas las cosas que por una
percepción clarísima nos parecen ser falsas —como que una misma
cosa sea y no sea al mismo tiempo, que dos más dos no sean cuatro,
que el todo no sea mayor que su parte— también puede darse que la
percepción clara y distinta no sea la norma de la verdad. Pero mal
puede tenerse por norma de verdad la que no puede serlo. Por lo
tanto, la percepción clara y distinta no ha de tenerse por norma de la
verdad.
XIII. Quinto argumento.
Por fin, si yo le preguntara a Descartes de dónde sabe con certeza
que dos más dos son cuatro, responderá saber con certeza que eso es
verdadero por percibirlo clara y distintamente. Ahora bien, si
nuevamente le pregunto de dónde sabe con certeza que es verdadero
lo que percibe clara y distintamente, forzosamente responderá que
sabe con certeza que es verdadero lo que percibe clara y distintamente
porque percibe eso mismo clara y distintamente. Insistiré y le
preguntaré por donde está cierto de que es verdadero lo que percibe
clara y distintamente en razón de que percibe clara y distintamente que
es verdadero lo que percibe clara y distintamente, seguramente no
podrá responder otra cosa sino que percibe eso mismo clara y
distintamente. Por lo tanto, o bien la percepción clara y distinta será
creíble por sí misma, y así se admitirá un círculo, o bien la percepción
clara y distinta necesitará otra percepción de donde obtenga su
credibilidad, y así se continuará hasta el infinito.

XIV. Ni la perspicuidad ni la noticia tomada de las cosas


mismas son criterios seguros.
Empero, si ni la Luz natural ni la Percepción clara y distinta son
criterios ciertos de la verdad, con esto mismo pierde credibilidad
aquella perspicuidad que Descartes quiere que sea la acompañante
que esté adjunta a todas las cosas que de algún modo conocemos para
que sean tenidas por verdaderas. Porque si los sentidos, y la mente, y
las operaciones de la mente, y las ideas y percepciones claras y
distintas de las cosas, y la luz natural, son instrumentos falaces para
conocer la verdad, entonces, por mucha perspicuidad que les adjuntes,
no se harán ciertas para nada. Es lo mismo que blanqueando una
pared resquebrajada de ningún modo se la hace más firme. Pero la
noticia de las cosas tomada de las cosas mismas es una especie de la
perspicuidad, en nada puede tenerse por más cierta que la
perspicuidad. Sobre todo cuando en el mismo vestíbulo de la Filosofía
Descartes nos había avisado que nos desprendiésemos de esta noticia
tomada de las cosas mismas, y de la perspicuidad, como indicios poco
seguros de la verdad.

XV. Rebátense los preceptos de Descartes para conocer lo


verdadero.
Si ahora pasamos al arte y razón y a los preceptos para conocer la
verdad enseñados en el Discurso del Método por Descartes, parecerán
resbaladizos e inciertos, aunque se jacte de que “no tienen menor
certeza que la aritmética”. Porque el primero es éste: que nada debe
ser admitido por verdadero sino lo que es conocido con certeza y
evidencia. En lo cual es manifiesta una petición de principio; lo mismo
que si dijera que para conocer lo verdadero con certeza, hay que
conocer con certeza que es verdadero. Y después, ¿quién soy yo para
poder estar cierto, por fin, de que percibí algo distintamente? El
mismo Descartes reconoce que esto no carece de dificultad. Además,
¿de dónde sabe que es verdadero lo que le parece verdadero con
certeza y evidencia? Porque muchos artículos de su doctrina que a él le
parecen verdaderos con certeza y evidencia, a mí con certeza y
evidencia me parecen falsos. ¿Cuál de estas percepciones, por fin, será
el criterio cierto de la verdad?
En su segundo precepto manda dividir la cuestión propuesta en
tantas partes cuantas pide la investigación de la cosa buscada: en lo
cual nuevamente hay una petición de principio. Porque para que sepas
cuánta división requiera la cosa buscada, debes conocer la cosa
buscada. Así, pues, para conocer la cosa buscada, hay que establecer
una división en partes: pero para establecer una división en partes, la
cosa buscada ha de conocerse. Y no es más útil el tercer precepto, por
el que manda a la mente progresar de las cosas más simples a las
compuestas, y de las más fáciles a las más difíciles, por grados. Porque
ninguna cosa es tan simple, que su conocimiento no dependa de
infinitas cosas; ninguna es tan fácil de conocer, que puedas saber por
cierto que la conoces; ninguna en cuyo conocimiento no haya siempre
una dificultad suprema e ineluctable. La cuarta ley la define en que hay
que revisar las partes singulares de la cuestión tan atentamente que
estemos seguros de no pasar nada por alto. Ahora bien, para estar
seguro de que en la división y revisión de las partes no pasé nada por
alto, debo conocer el todo; y de nuevo, para conocer el todo, debo
conocer las partes. Y así recaemos en el modo diállelon, que es inútil e
inepto para el conocimiento de la verdad.
Tampoco quiero invalidar que en estas reglas hay algo de utilidad y
comodidad para el uso común de los estudios y la vida. Porque, ¿quién
no las aplica al tratar de disciplinas ordinarias, o en doctrinas más
recónditas, como la geometría y la aritmética? ¿Quién, a menos de ser
llanamente loco y tonto, tomará una cosa desconocida por verdadera
en la rutina diaria de la vida? ¿Qué juez de corte intentará desatar
todos los nudos de una cuestión perpleja e intricada no uno por uno
sino todos de golpe? ¿Qué maestro de trivium enseña al discípulo a leer
todas las palabras antes de haberlo imbuido del conocimiento fácil de
las letras singulares? ¿Quién, instruyéndolo de esta doctrina de niños
hasta un conocimiento parcial de sus elementos, le prometerá la recta
lectura de palabras enteras? Éste es un camino trillado y propio del
populacho simple. Pero que con eso se vaya a la noticia cierta de lo
verdadero, lo negamos por completo.

XVI. Es vana la atención que los cartesianos quieren que se


aplique para percibir lo verdadero.
Tampoco hay que pasar por alto la costumbre de Descartes y los
cartesianos por la cual, para ganar fe para sus dogmas, mandan que la
mente no sólo se desprenda de opiniones anteriores sino que también
se retire de la participación de los sentidos y se fije toda en sus
paradojas en el perfecto silencio de sus afecciones (según la fórmula
que usan para hablar). Aseveran que de hacerse así, veremos nuestras
ideas clara y distintamente y percibiremos la verdad certísimamente; y
no disentirá nadie sino quien no sepa componer su mente y carezca de
atención. Y esto les importa tanto, y quieren que nos importe tanto,
que a menudo usan este único argumento para defender sus
opiniones y confutar a los adversarios: hasta el punto de imponer la
Atención como el Criterio del Criterio.
Desde luego, dicen que la percepción perspicua es la norma de la
verdad; y que de esta Percepción clara y distinta la norma es la
Atención: porque quienquiera que estuviere atento percibirá las cosas
clara y distintamente; y quienquiera que percibiere las cosas clara y
distintamente, tendrá la verdad. Claro, hasta entonces el orbe
Filosófico había ignorado aquel arcano de que para que una cosa sea
percibida con la mente, la mente ha de atender a ella. Sí, hasta
entonces la verdad se nos había escapado porque cuando la
hubiéramos inquirido nos habríamos ocupado de otras cosas con una
mente vaga y descuidada. Hasta que por fin existió Descartes para
recordarnos que recogiéramos nuestra mente y atendiéramos. Pues así
lo hacemos, y de buen grado, y exploramos su Filosofía con una
mente aguda y atenta. Y los únicos fruto que nos constan de esta
diligencia son estos: que juzgamos dicha Filosofía digna de rechazo, y
a los cartesianos necesitados de ser excitados a la Atención que
predican; —que lo que por cierto sucederá es que si aplicaran un
estudio y un cuidado igual al nuestro al filosofar, percibirían enseguida
las fallas de su doctrina, y entenderían que una cosa es imaginarse
visiones vanas y seguir los errores de una mente volátil, y otra cosa es
aplicar la mente; —por fin, que al Filósofo le conviene en sumo grado
“en su saber no levantarse más alto de lo que debe, sino contenerse
dentro de los límites de la moderación”29, y poner límites a la mente
que se derrama fuera de las metas de la razón, no sea que acaso la
excesiva Atención estalle en sueños y delirios.

XVII. Descartes pone duda al comenzar su Filosofía y pone


confianza al avanzar.
Y es ciertamente sorprendente que existiera un Filósofo que para
evitar errores y alcanzar la verdad fuera tan vacilante, circunspecto y
dubitativo al comenzar y tan confiado y audaz al avanzar: que el
mismo que abiertamente dudara acerca de qué era y acerca de si era en
absoluto y quisiera que tuviéramos por falso que dos más tres dan
cinco, después, por autoridad suya y sin ningún argumento, nos
mandara admitir sentencias repugnantes a la opinión común de los
hombres; y sea tan liviano e inconstante, que habiendo negado fe a los
principios matemáticos enseguida pronunciara que hay verdad en la
probabilidad. Porque enseñó que varios argumentos probables
contienen la fuerza de un argumento certísimo; enunciado que,
aunque haya de admitirse en el uso de la vida, ha de rechazarse
completamente por la Filosofía como fuente y seminario de todos los
errores. Porque si en toda probabilidad hay algo de incierto, en
muchos argumentos probables habrá más de incierto. Pero cualquier
argumento en el que haya algo de incierto no puede en absoluto ser
certísimo.
Fue más adelante: decretó que sin vacilar había que otorgar fe no
solamente a la Percepción clara y distinta de la mente, sino también al
recuerdo de esta Percepción, llevado únicamente por este argumento
solemne, ya refutado, de que si fuera de otro modo, Dios sería
engañador. Porque, ¿qué hay de más falaz que la memoria? ¿Cuán
frecuentemente malgastó la confianza prometida? ¿Cuántas cosas
parecimos percibir clara y distintamente en la niñez que después,
hechos adultos, recordábamos haber sido percibidas clara y
distintamente por nosotros de niños y que enseguida conocimos que
eran falsas? Y luego, siguiendo el mismo argumento, osa aseverar que
cuantas cosas parecen a nuestra mente ser claras en sueños, son
enteramente verdaderas. Y bien: en una noche de invierno, en sueños,
me parecía claramente cortar rosas en el jardín: pues en el jardín corté
rosas en una noche de invierno. Y, por cierto, no sorprende que el
mismo que prestó confianza en los sueños que se le presentaron

                                                                                                               
29 Rom. 12, 3.
mientras dormía, quiera que nosotros prestemos confianza a los
sueños que él fabricó despierto y vigilante.
Y así y todo, Descartes tuvo tanta confianza en sus opiniones, que
se jactó de no haber admitido por verdadero nada que no fuera más
cierto y claro que los Epiqueremas de los Geómetras; —de que sus
opiniones eran hasta tal punto evidentes y ciertas, que, si tan solo
fueran rectamente entendidas, en adelante eliminarían todas las causas
para disputar; —por fin, de que las cosas naturales no podían tener
otras causas de su origen que las propuestas por él. Aunque esto
último sólo se atrevió a aseverarlo vacilantemente, sin dudas con una
conciencia amonestada por la mordedura de la verdad.

XVIII. Cómo los cartesianos superaron su autoconfianza.


Y justamente esta autoconfianza de Descartes impelió a los
Cartesianos a una temeridad tan desenfrenada y precipitada, que
muchos de esta grandilocuente grey no se ruborizaron de escribir que
lo que quiera que conozcan es verísimo, y lo que quiera que tengan en
la mente, todo existe fuera de la mente: lo cual en alguna parte excedió
al mismo Descartes. Pero eso merece esta calificación: que ya no sé
qué es disparatar, si esto no lo es. Y, desde luego nos sería espléndido
si se contuvieran dentro de su insania y delirios: pero enseguida
mostraremos que ellos han violado frecuentísimamente no sólo las
leyes de la Razón, sino también de la Fe.
CAPÍTULO IV.
Pondérase la sentencia de Descartes
sobre la existencia de Dios.
I. Expónese la sentencia de Descartes sobre la existencia de
Dios.
La argumentación —o mejor dicho el malabarismo— de
Descartes sobre la existencia de Dios ahora exige por orden nuestro
examen. Helo aquí. Dice: No hay ningún hombre que, si puede o
quiere examinar bien su mente y desplegar las nociones de la misma,
no descubra en ella una espléndida e insigne idea innata de una cosa
infinita, eterna, inmensa, omnipotente, omnisciente e infinitamente
perfecta que llamamos Dios. Además, esta idea, como contiene en sí
toda prestancia y excelencia y no le falta nada de lo que hace a la
perfección suma, no pudo venir a nosotros desde las cosas externas
por el nuncio de los sentidos, pues es desemejantísima de aquellas
cosas que son fluidas, mudables y caducas. Por otra parte tampoco la
hemos forjado nosotros, porque, ¿qué hombrecillo estúpido, débil,
mortal, obtuso de sentidos y embotado de ingenio, producirá una obra
de lejos más noble y excelente que él mismo, como lo es esta idea? Por
lo tanto ha de buscarse otra causa eficiente de esta idea de tan grande
potencia, el cual, provisto de tan eximias dotes y de infinidad,
eternidad, inmensidad y toda excelencia, haya podido producir esta
obra. Pero como todos concuerdan en que por mucha prestancia que
esté ínsita en una obra, tanta o más debe también estar ínsita en el
autor —sin lo cual esta prestancia y estas eximias dotes no tendrían
causa alguna por la que existan, cosa que ningún filósofo diría— se
sigue que el autor de esta idea es infinito, omnipotente y sumamente
perfecto. Además, como aquella cosa cuya idea tengo en la mente es
infinita y sumamente perfecta, nada puede faltarle que se desee a la
suma perfección y absolutidad. Por lo tanto aquella cosa, es decir
Dios, existe, y existe necesariamente, siendo sin duda tan necesario
que exista lo que es sumamente perfecto como lo es que en la figura
que consta de tres ángulos estos equivalgan a dos rectos. Y no sería
más fácil pensar una cosa infinita y perfecta que no exista, que tener
en el ánimo la idea de una montaña sin la idea de un valle.
Para añadir fuerza a estos argumentos, la escuela cartesiana la ha
encerrado y contraído en esta forma: Tengo en la mente la idea de una
cosa infinita y sumamente perfecta; pero aquella idea no puede
proceder de otra parte que de una cosa igualmente infinita y perfecta;
por lo tanto una cosa infinita y sumamente perfecta existe. Pero ésta
es Dios: por lo tanto Dios existe. Síguese que todo aquello que
percibo clara y distintamente que pertenece a una cosa cuya idea tengo
en la mente, pertenece a aquella cosa en la realidad verdadera; pero
percibo clara y distintamente que la existencia pertenece a la cosa
infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente; luego a la
cosa infinita y sumamente perfecta —Dios— cuya idea tengo en la
mente, le pertenece la existencia

II. Explórase la opinión de Descartes sobre la idea de la cosa


infinita y sumamente perfecta que está en nosotros.
Aquí hay una gran disputa sobre la naturaleza de esta idea, porque
de aquí pende toda la argumentación. Porque si ella no es de otra
naturaleza que las demás ideas que están en nosotros, en vano se
recurre a una causas sumamente perfecta e infinita. Ahora bien, el
sustantivo “idea” tiene un significado ambiguo, porque o bien denota
la acción de la mente por la cual pensamos, o aquello mismo que es
objeto de nuestra mente y en lo cual pensamos. Y consta que la idea
de la cosa infinita y sumamente perfecta que está en nosotros tomada
del primer modo es algo finito e imperfecto, no pudiendo ser más
perfecta que la mente misma de donde salió, la cual es imperfecta y
finita. Pero en cuanto significa la imagen de una cosa infinita y
sumamente perfecta, puesta de objeto a nuestra mente, en la cual
pensamos, Descartes quiere que tenga tan grande dignidad y
prestancia que no sólo supere de lejos la perfección de nuestra mente,
sino que sólo haya podido salir de Dios. Porque aunque no podamos
comprehender lo infinito con nuestro ánimo siendo finitos, igual él
nos enseña que ciertamente podemos percibirlo; y habiendo en lo
infinito dos cosas por considerarse —la cosa misma que es infinita y la
infinitud que hay en ella—, él dice que percibimos ésta negativamente
(valga usar, pues, palabras tomadas de las escuelas), o sea que en ella
no aprehendemos ningunos términos, y que la cosa misma la
percibimos positivamente, bien que no adecuada ni perfectamente. Y al
modo como podemos tener la idea de un triángulo aunque no
sepamos todo lo que puede saberse de él, así, aunque no tengamos en
el ánimo toda la inmensidad de lo infinito perfectamente
comprehendida, igual tenemos la idea clara y distinta de lo infinito y lo
percibimos todo, buen que no totalmente ni partiendo de toda parte
suya. Como mirando al mar desde la costa, aun sin ver toda la
amplitud del mar, vemos verdaderamente el mismo mar.
III. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y
sumamente perfecta, es finita e imperfecta.
Disertando así Descartes seguramente se degolla con su misma
espada. Porque si la infinitud de una cosa infinita no puede percibirse
sino negativamente y lo infinito mismo aún siendo percibido positivamente
no puede serlo adecuada y perfectamente, ciertamente la idea de la cosa
infinita y de la infinitud es finita. Porque, ¿qué es percibir una cosa
negativamente sino percibir lo que no es, o, como habla el Pseudo-
Dionisio30 y otros teólogos, conocer por vía de eminencia y negación?31 Por lo
tanto si Descartes reconoce que la infinidad no puede percibirse sino
negativamente, también es necesario que reconozca que puede saberse
qué no es la infinidad, pero no qué es, y por ende que la idea de
infinidad que está en nosotros sea propia no de de lo que es infinidad
sino de lo que no es. Pero lo que no es infinidad es finito; de donde se
sigue que la idea de infinidad que está en nosotros es finita.
Ya del hecho de que dice que la cosa infinita es percibida
positivamente, aunque no perfecta y adecuadamente —esto es, que la idea
de la cosa infinita que está en nosotros nos exhibe positivamente una
cosa infinita aunque no nos exhiba adecuadamente todo lo que hay en la
cosa infinita, se sigue que a esta idea le falta algo que hace a la
perfección y absolutidad. Pero aquello a lo que le falta algo, es finito;
de donde se colige manifiestamente que la idea que está en nosotros
de la cosa infinita es finita. Y no lo ayuda a Descartes la similitud del
triángulo. Porque un triángulo es una cosa finita, como el sol, un
hombre, un árbol; y por eso puedo tener una idea suya. Pero siendo
infinitas las propiedades del triángulo, como también las del sol, el
hombre y el árbol, no puedo tener idea de ellas; porque no puede
haber ninguna conveniencia ni proporción de lo infinito a mi mente
que es finita. Y así tampoco puedo tener idea de una cosa infinita por
lo mismo que es infinita, ni de sus propiedades; porque en mí sólo
puede haber ideas finitas, pero la idea que es finita no puede ser de
una cosa infinita y sumamente perfecta. Porque según Descartes las
ideas son imágenes de las cosas; pero una imagen infinita no puede ser
de una cosa infinita. Este hecho lo ilustra y confirma a las mil
maravillas el ejemplo mismo del mar propuesto por Descartes. Porque
si alguien mira desde una costa alguna parte del mar, en lenguaje
ordinario se dice que ve el mar, pero impropiamente, pues la parte está
tomada por el todo. En realidad no ve el mar, sino sólo una partecilla

                                                                                                               
30 Dionys. De divin. nomin. libr. 1. c. 1.
31 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 84, a. 7, ad 3.
suya a partir de la cual de ningún modo podría conocer la vastedad de
todo el mar. Así, la visión de la partecilla del mar y la idea que nace de
ella, si es comparada a la idea de todo el mar, se verá ser tal como es la
parte al todo, a saber, manca, mutilada e imperfecta.
Como sin embargo hay alguna proporción de la partecilla del mar
a todo el mar, puedo amplificar en mi ánimo la idea de la partecilla del
mar hasta tal punto que pueda alguna vez, por fin, formar alguna idea
igual a la plenitud de todo el mar. Pero no habiendo absolutamente
ninguna proporción de lo finito a lo infinito, por mucho que me
esfuerce en mi ánimo por amplificar la idea que es finita, nunca por
ella expresaré en mí mismo ninguna noción de la cosa infinita: sólo
podré en mi ánimo quitar fines a la cosa finita y extenderla más y más,
de manera que a cuantaquiera amplitud se le añada otra amplitud y a
ésta todavía otra, hasta que el ánimo, desfalleciendo en su esfuerzo,
finalmente se detenga, no por cierto imponiendo un fin a aquella idea,
sino reconociendo que caben en ella añadiduras siempre nuevas. Por
lo tanto no percibe el infinito de otra manera que percibiendo que una
cosa carece de fin.

IV. Es falso que lo finito se conozca a partir de lo infinito


y no esto por aquello.
Por esto Descartes se auto-contradice diciendo que percibe lo
infinito antes que lo finito, lo perfecto antes que lo imperfecto y a
Dios antes que a sí mismo y que no de otra manera se percibe finito e
imperfecto que comparado a lo infinito y perfecto. Porque con un
gran aparato de dudas enseñó que la primera de todas las nociones es
ésta: “Yo pienso, luego soy”. Pero esta noción es finita. Como
seguidamente reconoce que la infinidad de la cosa infinita o aquello
por lo que la cosa es infinita sólo es conocido negativamente, es
necesario que la idea de esta cosa sea por cierto finita positivamente y
que, quitados de ella los fines por la acción de la mente, lo que es
finito positivamente se haga infinito negativamente. Y esto equivale a decir
que la idea de esta cosa que es finita es considerada como no finita,
pero no que es percibida como infinita.
Así, si miro el camino por el que se sale de París hacia el este,
aunque sé que no es infinito, no le constituyo en el ánimo ningún fin;
por lo cual lo miro, no como infinito, sino sólo como no finito, o,
como habla Descartes, indefinido. Por lo tanto, como la infinidad
negativa que adjuntamos a la idea se origina de la subtracción de los
fines en los que estaba contenida esta idea, es seguramente perspicuo
que lo finito no es percibido a partir de lo infinito, sino que, al
contrario, lo infinito se percibe quitados los fines de lo finito.
Descartes cayó en lo mismo que trataba de evitar cuando añadió
que para percibir una cosa infinita y sumamente perfecta basta que se
entienda que ella no puede ser comprehendida por nosotros y que en
aquella cosa hay cuantasquiera cosas sepamos estar dotadas de alguna
perfección y prestancia e innumerables otras así que desconocemos.
En esto confiesa abiertamente conocer que aquella cosa cuya idea
tiene en la mente es infinita y sumamente perfecta comparándola con
cosas finitas dotadas de alguna perfección. Recogida en uno la
perfección de estas cosas y añadida la perfección de muchas otras
cosas que ignoramos, surge en nosotros una idea que, bien que infinita
negativamente, es positivamente finita.
También es fútil y capciosa otra argumentación con la que él
defiende la novedad de esta paradoja. Dice: aquello por lo que lo
infinito difiere de lo finito es algo real y positivo (refiero sus palabras).
Pero aquello por lo que lo finito difiere de lo infinito —la limitación—
es algo negativo, a saber, un defecto de ente. Pero no puede adquirirse
el conocimiento de lo que es por lo que no es, conociéndose al
contrario por lo que es lo que no es. De ahí resulta que se conoce lo
finito por lo infinito, y no esto por aquello.
Reconozco que aquello por lo que lo infinito difiere de lo finito es
algo real y positivo si se atiende a su naturaleza, pero si ello se refiere a
nuestro conocimiento, no pudiendo la mente humana percibir lo
infinito sino negativamente, aquello por lo que percibimos que lo infinito
difiere de lo finito es sólo negativo, no positivo. Niego, sí, que la
limitación sea un mero defecto o una mera negación, pues es una
mezcla de algo positivo —es decir la misma cosa finita— y de algo
negativo —es decir todas las cosas que se pueden añadir a la cosa finita
y no se le añaden; pero mezclado de tal manera que en la idea de su
limitación hay mucho más de positivo que de negativo. Como por
ejemplo, mirando yo un círculo finito en su contorno, la idea de la
circunscripción o limitación del círculo que formo con mi mente
consta no tanto de la negación de una ulterior extensión cuanto de la
nición del círculo encerrado dentro de los términos de su contorno.
Porque el fin de una cosa es la cosa misma en cuanto no se extiende
más allá. De modo semejante, cuando miro la circunscripción o
limitación del número tres, no atiendo tanto a las infinitas unidades
que se le pueden añadir cuanto a aquellas tres de las cuales solas
consta este número. A esto se añade que el fin o la limitación de una
cosa resulta no sólo del hecho de que aquella cosa carece de otras
partes que podían añadírsele y no se le añadieron, sino también del
hecho de que retiene sus partes que podían quitársele y no se le
quitaron. Porque el número tres consta de tres unidades y es definido
por ellas; no sólo porque no se añadieron otras unidades, sino también
porque retiene aquellas tres unidades de las que consta. De ahí resulta
perspicuo que la limitación no es meramente negativa, sino también
positiva.
Expuestas estas cosas se resuelve fácilmente la compaginación del
argumento cartesiano. Él dice que no se conoce lo que es por lo que
no es, ni por ende tampoco la infinidad por la limitación, sino ésta por
aquélla y por eso tampoco lo infinito se conoce por lo finito.
Verdaderamente, si se miran las cosas en sí, tanto está en ellos lo que
es finito como lo que es infinito; pero si son medidas a la medida de
nuestro conocimiento —como debe ser, pues de eso se trata ahora—
conocemos lo finito positivamente, pero lo infinito negativamente, y en la
idea de limitación hay de lejos más de positivo que de negativo. Por esta
razón, conociéndose según admite Descartes lo negativo por lo positivo y
no esto por aquello, ha de decirse categóricamente de lo infinito como
es percibido por nosotros de ningún modo es conocido lo finito.
En otra parte también Descartes traicionó esta paradoja suya y a sí
mismo confesando muy en forma que para expresar en nosotros la
idea de lo infinito basta percibir la cosa que carece de fines. Cuando
después se le objetó esto, sorprendido en una manifiesta
contradicción, trató de excusarla con bastante poco candor32. Por lo
tanto, aunque esté bastante demostrado que es finita e imperfecta la
idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta,
así y todo ha de añadirse también esto: siendo la idea de Dios otra
cosa que Dios mismo, si la idea de Dios es infinita y sumamente
perfecta, se sigue que hay algo infinito y sumamente perfecto aparte de
Dios, porque cualquier cosa que es infinita y sumamente perfecta es
Dios: por lo tanto aparte de Dios hay otro Dios. Para no verse los
cartesianos obligados a admitir esto, dicen que la idea que tienen de la
cosa infinita y sumamente perfecta no es infinita y sumamente
perfecta, sino sólo clara y distinta.

V. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y


sumamente perfecta no es ni clara ni distinta.
Pero si la idea que está en nosotros de una cosa infinita y
sumamente perfecta es imperfecta e infinita, ciertamente tampoco

                                                                                                               
32 Descartes, Epist. 15 et 16 tom. 2. p. 116 et 131.
puede ser ni clara ni distinta. Porque siendo las ideas imágines de las
cosas, como dije, aquella imagen que está en nosotros de una cosa
sumamente perfecta e infinita no puede ser semejante a su ejemplar
que es sumamente perfecto. Asimismo, siendo finita, no puede ser
semejante a su arquetipo infinito, porque, ¿qué hay de más
desemejante de lo perfecto que lo imperfecto, y de lo infinito que lo
finito? Si alguna idea es desemejante de la cosa cuya idea es, ya podrá,
sí, ser clara y distinta si la consideras en sí sola; pero si la comparas
con el ejemplar en relación al cual está expresada, no puede ser ni clara
ni distinta. Porque si la imagen de Sócrates no es muy semejante al
mismo Sócrates pero sin embargo está pintada con destreza y
elegancia, ciertamente esta pintura dará a los que la miren una noticia
clara y distinta de sí misma, pero si la relacionas a Sócrates, no dará de
él una noticia ni clara ni distinta.
De modo semejante, si alguien mira alguna parte del mar desde
una costa o si, situado al pie de alguna montaña ampliamente visible la
toca con la mano (ayuda usar ejemplos del mismo Descartes) sí sacará
con su mente, de esta parte del mar que ve o de la partecilla de la
montaña que toca una idea clara y distinta, pero oscura y confusa del
mar o la montaña como un todo. Por la misma razón, entonces, de la
imagen de lo infinito que es desemejante de lo infinito y no lo refiere
perfecta ni exactamente, sí percibiré una noticia clara y distinta de la
cosa finita que se forme en mi mente, pero eso no tiene nada que ver
con lo infinito.
Seguidamente, para que yo sepa que en mí es clara y distinta la
imagen de lo infinito, primero me toca conocer eso mismo clara y
distintamente. Porque, ¿quién soy yo para poder juzgar con certeza de
una imagen de Sócrates si nunca lo vi a él? Pero no teniendo yo
ninguna noticia de lo infinito ni pudiendo tenerla, nada puedo estatuir
como cierto de su imagen. Por esta razón el conocimiento de Dios
siempre pareció muy abstruso y por lejos apartado de las mentes de
los hombres, no sólo a los antiguos filósofos, sino también a todas las
naciones. Esto está declarado frecuentemente por la testificación de
los sagrados oráculos. “Puso entre tinieblas su asiento” 33 , dice el
Salmista de Dios. Y nuevamente: “Rodeado está de una densa y
oscura nube”34. También Pablo: “habita en una luz inaccesible, a quien
ninguno de los hombres ha visto, ni tampoco puede ver”35.

                                                                                                               
33 Psal. 96, 2.
34 Psal. 96, 2.
35 1 Tim. 6, 16.
VI. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y
sumamente perfecta puede proceder de otro lado
que de una cosa infinita y sumamente perfecta.
Explicada y desecha la premisa mayor del argumento de
Descartes, se derrumba por su propio peso la premisa menor por la
que estatuye que la idea que está en nosotros de una cosa infinita y
sumamente perfecta no puede proceder de otro lado que de una cosa
infinita y sumamente perfecta. Porque si esta idea de una cosa infinita
y sumamente perfecta es ella misma finita e imperfecta, puede bien
proceder de otro lado que de una cosa infinita y sumamente perfecta,
y no es necesario que se le asigne una causa de mayor dignidad y
prestancia que las demás cosas que son igualmente finitas e
imperfectas. Y por cierto, si Descartes mismo hubiera practicado lo
que tan a menudo nos demandó y exigió, y con atenta circunspección
hubiera explorado las nociones de su ánimo, habría descubierto
fácilmente que el origen y las causas de esta idea de Dios que está en
nosotros pueden ser otros que los que él mismo consideró.
Porque es manifiesto que de la confusa cognición que está en
nosotros de nosotros mismos y de otras cosas, la idea de Dios es in-
formada y expresada κατά µετάβασιν, esto es, por transición, como
habla Cicerón. Piensa como ejemplo que del hecho de que somos
mortales quitamos mentalmente a Dios la necesidad de morir; del
hecho de que somos corpóreos le sustraemos la masa de todo cuerpo;
del hecho de que estamos sujetos a perturbaciones de ánimo y a vicios
lo exceptuamos a Dios de estas cosas. Y si ya entendemos haber algo
de bueno en nosotros o en otras cosas —belleza, fortaleza,
inteligencia, conocimiento, virtud, felicidad— con el ánimo
amplificamos estas cosas más y más y pensamos que más allá de lo
que pudimos forjar hay por lejos muchas más cosas. Porque nuestro
ánimo es finito y angosto, es necesario que este contenido formado
dentro de nosotros se detenga lejos por debajo de la infinidad y sea
muy oscura y confusa.
¿Conque dices entonces que no tenemos ninguna noticia de Dios?
Sí que tenemos, y manifiesta, pero no sacada de la idea de Dios, sino
recogida raciocinando, y a partir del consenso de todos los pueblos, y
a partir del preclaro ornato y orden del mundo, y a partir de la que
llaman existencia de las cosas y del movimiento de las mismas, y a partir
de otros argumentos que fueron felizmente usados así por los
filósofos antiguos como por los Santos Padres de la Iglesia. Porque
del conocimiento de Dios que hemos recibido por la Fe aquí no
tratamos. Además, cualesquiera que sean estos argumentos que he
dicho, sí pueden persuadirnos de que Dios existe, pero no darnos un
conocimiento exacto de lo que Él es y de cuál es su naturaleza, por la
estrechez y oscuridad de nuestra mente.

VII. La realidad objetiva que hay en la idea de una cosa infinita


y sumamente perfecta viene toda de nuestra mente.
Por lo que se ha dicho se entiende que aquella realidad objetiva que
hay en la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta viene toda de
nuestra mente y que ni siquiera en parte suya alguna pende
próximamente de la cosa que exhibe a nuestra mente. Para que esto se
clarifique al máximo y se quite todo engaño de toda esta ficción,
persigámoslo de cerca de Descartes, y, expliquemos la fuerza y
naturaleza decantada de esta realidad objetiva de donde son sacadas
maravillas tan especiosas.
Forme yo dentro de mi ánimo otro mundo totalmente diferente
de éste nuestro: la realidad objetiva de aquel mundo no es otra cosa que
la realidad de aquel mundo en cuanto objeto de mi mente. Exista o no,
no estando en mi mente ni transmitiéndole nada, cualquiera que sea la
esencia de aquel objeto de mi mente, es claro que no conviene para
nada a este otro mundo y es producto de mi sola mente que compone
así y finge tales cosas para sí misma. Y ciertamente —dice
Descartes— la realidad objetiva de aquel mundo imaginario de la mente
observante no es una absoluta nada. Lo reconozco perfectamente,
porque cuando pienso de este otro mundo hay en mi mente otra cosa
que cuando pienso en una quimera. Ahora bien, la nada no difiere de
la nada, y así estas cosas, difiriendo, son algo. ¿Qué ha de decirse que
son? Lo mismo que figuras impresas en cera, a saber, modos. Y estos
modos son más que una absoluta nada, porque aunque la cera
moldeada como un cubo es la misma cera que la moldeada como una
esfera, está modificada de otra manera, y discrepando entre sí estas
modificaciones, ciertamente son algo. De modo semejante la mente
que piensa en otro mundo está modificada de otra manera que cuando
piensa en una quimera, y no puede negarse que estas modificaciones
son algo. De aquí se sigue que la realidad objetiva de alguna idea no es
otra cosa que la realidad de la modificación que está en la mente
mientras ésta tiene esta idea antepuesta como objeto.
Si con el sustantivo “realidad” se significa que esta modificación es
alguna cosa distinta de la nada, la admitimos; pero si significa que es
una sustancia, negamos que en esta modificación haya realidad alguna.
Por esto a esta modificación concedemos tanta realidad cuanta basta
para que sea más que una absoluta nada; pero se verá que esta realidad
es por lejos más tenue y endeble que la realidad de una substancia y que
no es necesaria ni requerida una causa próxima infinita y sumamente
perfecta para conciliarla con modificación alguna de nuestra mente.

VIII. De la idea que está en nosotros de una cosa infinita y


sumamente perfecta no se sigue necesariamente que aquella
cosa infinita y sumamente perfecta exista fuera de nuestra
mente.
Expugnado este primer argumento de Descartes, es fácil la
confutación del siguiente que comienza con esta premisa: Todo lo que
percibo clara y distintamente que pertenece a una cosa cuya idea tengo
en la mente, le pertenece en la realidad verdadera. Esto puede negarse
categóricamente, especialmente por Descartes, que nos manda dudar
de todas las cosas, pues pende del decreto por el que él establece que
el criterio ha de ponerse en la perspicuidad que ha sido desbaratado
por nosotros más arriba. Y por lo demás comprobaremos con una
ejemplo la falsedad de esta proposición. Percibo clara y distintamente
que pertenece a dos líneas cuya idea tengo en la mente y que están en
el mismo plano que se acercarán tanto que alguna vez se crucen; así y
todo, una hipérbole y su asintota, por mucho que se prolonguen,
nunca se cruzarán, aún si una se acerque a otra más y más al
prolongarse. Esto fue demostrado por Apolonio Pergeo36. Pero no
quisiera aquí litigar contra Descartes, y admito cortésmente la
antedicha proposición. Él añade que percibe clara y distintamente que
la existencia pertenece a la cosa infinita y sumamente perfecta. Aquí se
abre la puerta de este segundo argumento que por ende toca ponderar
diligentemente.
Hay dos géneros de cosas: las que penden de la mente y no están
en parte alguna fuera de ella, y las que son en la realidad misma y que
aún no habiendo nadie que piense en ellas están verdaderamente en la
naturaleza de las cosas. En las escuelas dícense aquellas primeras sólo
mentales; estas segundas, reales. Unas y otras existen, pero de diverso
modo, y sus respectivas existencias siguen sus naturalezas, porque las
que sólo son mentales sólo existen mentalmente; las que son reales, existen
realmente. Y así la existencia de una cosa infinita y sumamente perfecta
sigue la naturaleza de esta cosa, la cual, si sólo es mental, no poseerá
otra existencia que una mental; pero si es real, la existencia que conviene
que haya en ella será real. Estas cosas destruyen por completo el

                                                                                                               
36 Apollon. Conic. libr. 2. Prop. 1. et 14.
argumento de Descartes, lo cual se tornará más claro si lo haces pasar
a la siguiente forma más simple.
Lo que es sumamente perfecto existe necesariamente; pero aquella
cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente es
sumamente perfecta; luego aquella cosa infinita y sumamente perfecta
cuya idea tengo en la mente existe necesariamente. A la premisa mayor
se le aplica una distinción: Lo que es sumamente perfecto existe
necesariamente al modo como es. Si es en la realidad misma, existe
necesariamente en la realidad misma. Si sólo es en el intelecto, sólo en
el intelecto existe necesariamente. También la premisa menor es
tomada según una distinción opuesta: Aquella cosa infinita y
sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente, es sumamente
perfecta mentalmente, porque todo esto de lo que disputo es sólo una
idea a partir de cuya naturaleza Descartes trata de probar que Dios
existe realmente. Y así está claro el sentido de la conclusión: Aquella
cosa infinita y sumamente pefecta cuya idea tengo en la mente,
necesariamente existe mentalmente, pero no realmente. Desenvueltos
estos ambages, ya sale al frente el mismo nudo de la dificultad que está
todo latente en la complexión de las dos partes de la premisa mayor, la
primera de las cuales es “Lo que es sumamente pefecto”; la segunda,
“existe necesariamente”. Y aquella parte primera de la proposición
encierra ocultamente otra proposición, a saber, ésta: “Algo es
sumamente perfecto”; y la cópula “es” tácitamente adopta este
significado: “existe realmente”; tan es así que en los escondrijos de
esta proposición: “Algo que es sumamente perfecto existe realmente,
y eso necesariamente existe realmente. Ahí él pone por confesado lo
buscado y manifiestamente hace una petición de principio.
Los cartesianos, para eludir todo esto y probar que en la
argumentación de su maestro no se toma por concedida la existencia de
una cosa infinita y sumamente perfecta, suelen proponer como
ejemplo este silogismo: Todo lo que conozco clara y distintamente
contenerse en la idea de alguna cosa ha de adscribírsele; y en la idea
del triángulo conozco clara y distintamente contenerse tres ángulos;
luego han de adscribirse tres ángulos al triángulo. Dicen que si alguien
responde a eso que los tres ángulos han de adscribirse a un triángulo
con tal de que hayan de adscribérsele, responde ineptamente; porque
tampoco aquí se toma por concedido lo que ya está ganado por la
fuerza del mismo argumento. Continúan diciendo que cometen el
mismo pecado los que resuelven así este argumento: “Todo lo que
conozco clara y distintamente contenerse en la idea de alguna cosa, ha
de adscribírsele; y en la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta
conozco clara y distintamente contenerse la existencia; luego la existencia
ha de adscribirse a la cosa infinita y sumamente perfecta”. Digo que
dicen que en vano se responde que la existencia ha de ponerse en la
cosa infinita y sumamente perfecta con tal de que exista porque
tampoco toman como concedido lo que obtienen por la fuerza del
argumento. Pero también aquí nos tienden trucos, porque entre las
premisas menores de uno y otro silogismo hay una gran diferencia. En
la primera premisa menor, que es tal: “En la idea de un triángulo
conozco clara y distintamente contenerse tres ángulos” se atribuye al
triángulo aquello sin lo cual el triángulo no puede ser y que constituye
su naturaleza; porque pertenece por completo a la naturaleza del
triángulo tener tres ángulos. Pero en la segunda premisa menor, que es
tal: “En la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta conozco
clara y distintamente contenerse la existencia”, se atribuye a la cosa
infinita y sumamente perfecta aquello de lo que no consta con certeza
de qué modo es ni si pertenece a su naturaleza. Porque ahora entre
nosotros se busca aquello mismo: si a la naturaleza de la cosa infinita y
sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente pertenece la existencia,
y qué modo de existencia; y poniéndose eso en cuestión, se toma
completamente lo buscado por concedido. Por lo tanto, aunque yo
conceda que no puedo formar dentro de mi ánimo la idea de una cosa
infinita y sumamente perfecta sino como existente, como tampoco la
idea de una montaña sin la idea de un valle, no por eso habré
concedido que la cosa infinita y sumamente perfecta existe, como
tampoco esta montaña o valle cuyas ideas tengo en la mente.
Aquí tampoco se esconde sofisma alguno, como vanamente
pretexta Descartes, que intenta disolverlo de la siguiente manera. Del
hecho de que la idea de una montaña en mí no puede estar sin la idea
de un valle no se sigue que aquel monte o valle exista, pero del hecho
de que no puedo formar dentro de mi ánimo la idea de una cosa
infinita y sumamente perfecta como no sea existente, necesariamente
se sigue que la cosa infinita y sumamente perfecta existe. En esto él
mismo aplica un sofisma para quebrar esta respuesta, porque del
hecho de que no puedo formar dentro de mi ánimo una cosa infinita y
sumamente perfecta como no sea existente sí se sigue que ella existe,
pero sólo en mi ánimo, no en la realidad misma; y la existencia que
aquella idea incluye no puede separarse de ella con el pensamiento.
Por eso, cuantas veces surge en mi ánimo la idea de una cosa infinita y
sumamente perfecta, es necesario que también surja la idea de la
existencia como compañera inseparable de la otra idea y que pensando
él en una también piense en la otra, y que pensando en la cosa infinita
y sumamente perfecta y en su existencia, huelgue la cosa infinita y
sumamente perfecta y su existencia estén fuera del pensamiento. O si
agrada explicarlo con las locuciones de la Escuela: Una cosa infinita y
sumamente perfecta cuya idea tengo en mi mente, o que, en otras
palabras, es mentalmente, es acompañada necesariamente por la existencia
mental; pero de ningún modo es necesario que la acompañe la existencia
real.
Insisten a su vez los cartesianos diciendo que la cosa infinita y
sumamente perfecta es el ente mismo κατ’ ἐξοχήν, el ente general, el
ente infinito. Y que siendo éste simplísimo, también lo es su idea; y que
conteniendo ésta necesariamente la existencia, se sigue que el ente exista
a partir de sí mismo y de su naturaleza; y que por cierto es
contradictorio que el ente no exista. Prosiguen hasta el fin buscando los
escondites de la ambigüedad, porque aquel ente general es una idea
general de la mente recogida de las nociones de entes singulares, como
“animal” es una noción de la mente formada de nociones singulares
de animales, y aquel ente tomado generalmente pertenece por igual a
las cosas que no existen de otra manera que en la mente y a las que
fuera de la mente existen en la realidad misma, y en la medida que
pertenece a la cosa infinita y sumamente perfecta que está en mi
mente, no existe en la realidad misma. Por lo tanto, si se aplica a
aquella palabra ente nuestra habitual distinción, todo este raciocinio se
hace añicos contra ella. Hela aquí. La cosa infinita y sumamente
perfecta es un ente de la misma naturaleza que la misma cosa infinita y
sumamente perfecta, o sea, un ente que fuera de mi mente no existe en
la realidad misma; no es un ente existente en la realidad misma fuera de
mi mente.

IX. De la idea que está en mí y en otros de una cosa infinita y


sumamente perfecta no puede colegirse la existencia de Dios, y
por ende tampoco de aquella que está en Descartes.
Pero para que esta idea cartesiana de la cosa infinita y sumamente
perfecta se conozca más certeramente y se mida en sus fuerzas, digo
que actuaré con Descartes con justo derecho si a partir de la idea que
de esta cosa no solamente está en mí, que soy endeble de ingenio, sino
que también estuvo en los más grandes filósofos de casi todos los
tiempos, hago un juicio de la idea de Descartes. Y ni yo ni aquellos
antiguos maestros descubrimos en nosotros mismos idea alguna en
que haya tanta prestancia, dignidad y perfección que deba decirse obra
no del poder humano sino de la potencia de Dios solo. Porque si los
filósofos que escudriñaron la naturaleza de Dios diligente y
ansiosamente hubieran reconocido en ella la infinidad y la suma
perfección y tanta prestancia que no pudiera haber salido de la mente
humana, indudablemente habrían colegido todos con gran consenso,
como Descartes, que Él es uno, carente de cuerpo, dotado de ninguna
figura, infinito, eterno y sumamente perfecto. Y al contrario, o bien
inventaron un Dios que era múltiple, corpóreo, esférico, animal,
circunscripto en ciertos términos o sujeto a la muerte, y por ende no
sumamente perfecto, o bien negaron por completo que Dios existiera.
Mas en lo que me atañe, cuando considero atentamente la idea que
está en mí de Dios, descubro una cierta especie de una cosa dotada de
prestancia y excelencia máxima, y tanta cuanta no recuerdo haber
descubierto jamás en ninguna otra especie. Y aunque me parezca ser
por lejos la más perfecta de todas las cosas, sin embargo reconozco
que por muy perfecto que sea aquello que percibo en esta idea, está de
lejos puesto debajo de la inmensa e infinita prestancia y perfección de
Dios, y que por mucho que lleve al límite las fuerzas de mi ánimo,
nunca ocurrirá que con el pensamiento pueda alcanzar y
comprehender tanta excelencia. Reconozco asimismo que por el
contagio de las cosas corpóreas que suelo atrapar con los sentidos
siempre se pringará algo imperfecto y finito a la idea de Dios que trato
de expresar en mí, y que aunque no pueda tener verdadera noticia de
Dios partiendo de esta idea, sin embargo la tengo partiendo de la
razón. Por eso piensa y habla de lejos más verdadera y dignamente de
Dios quien dice que Él no es nada de cuanto pueda pensarse, que
quien osa pronunciar confiadamente que Dios es lo que él piensa.
Por lo tanto, siendo de esta suerte la idea de Dios que está en mí y
en otros, puedo y debo juzgar que la idea de Descartes le es
enteramente semejante, y que por eso no hay por qué adoptar a Dios
de autor para formarla. Si Descartes dice sólo saber que los demás
hombres son estólidos, reiremos, porque, ¿qué fatático o loco no
aprobará sus delirios con una respuesta semejante? Ciertamente,
habiéndosele una vez preguntado por carta de dónde se había
conseguido una idea así que varones muy poderosos de ingenio no
encontraron en sí mismos cuantoquiera cuidado y atención hubieran
aplicado, osó responder que esta idea estaba en otros como en él pero
no les era conocida. Una vez más fue menester preguntarle cómo
aquellos varones ingeniosos y diligentes y avisados por él fueron
desconocedores de esta idea tan espléndida e ilustre metida en sus
ánimos y sólo él era conocedor de ella. Porque, ¿qué habría
respondido a eso de razonable o verosímil? ¿Cuánto más creíble es
que él, engañado por vanas imágenes, pensara ver lo que no veía, que
no que todos los demás no vieran lo que estaba patente a sus ojos?

X. Descartes prueba la existencia de Dios


por un vicioso círculo de raciocinio.
Advierta el lector ahora, de nuevo y por fin, el insigne y
seguramente jocoso διαλληλισµὸν que se encuentra en la juntura de
esta argumentación o, como suelen hablar en las escuelas, la petición
de principio y el círculo ya notado por mí más arriba. Decreta él que
no podemos tener ninguna ciencia cierta de ninguna cosa antes de
conocer a Dios. De aquí resulta que toda noticia que precede en
nosotros la de Dios es incierta. Si es así, son inciertas todas las ideas y
nociones; también lo son todas las premisas y conclusiones que usó
Descartes para obtener la noticia de Dios. O si creemos estólidamente
a los cartesianos que afirman ridículamente que toda esta pompa de
demostración, aún si consta de todas las partes de un raciocinio no es
un raciocinio sino sólo una —como la llaman— simple visión y
conciencia, así y todo esta conciencia o visión es incierta. Si todo
aquello —sea lo que fuere al fin de cuentas— es incierto, también lo
es lo que quiera que se colija de allí. Pero se colige la existentia de Dios.
Mas de este conocimiento de Dios, como de uno certísimo y
demostrado por él con certísimos argumentos, colige que todo lo
antedicho es cierto y que cualesquier causas tuviera antes de dudar
quedan absolutamente quitadas tras ponerse este principio. Por eso él
vuelve manifiestamente sobre sí mismo. Dios existe —dice— porque
es verdadera la idea que está en mí de Dios; la idea que está en mí de
Dios es verdadera porque Dios existe. ¿qué mayor ἀσσυλλόγισµον
puede forjarse?

XI. Expugnados los argumentos con que Descartes intentó


demostrar la existencia de Dios se derrumba toda su filosofía
según él mismo confiesa, y la ventana está abierta a errores.
Por lo demás, como Descartes derivó toda su filosofía de esta
única noticia de Dios y confesó que todas sus ideas, pensamientos y
argumentaciones, por claras y distintas que sean, serán dudosas y
quedarán sin explorar si no se apoyan en su prueba de la existencia de
Dios, y por otra parte fue claramente mostrado por nosotros que ella
es viciosa y vana, se deshace todo aquél espléndido y operoso tejido
de la filosofía cartesiana. Por lo tanto, que vea aquel gran pilar de la
verdad qué utilidad puede sacar para su causa de la idea de la cosa
infinita y sumamente perfecta ahora que se ha comprobado muy bien
que esta idea es finita, imperfecta, oscura y confusa y que ocupa un
nivel mínimo de realidad y es seguramente inútil para probar la
existencia de Dios. Vea también si actuó bastante prudente y
recatadamente cuando por todas partes se jactó y grandiosamente se
glorió de haber mostrado que Dios existe con argumentos más ciertos
que con cuantos haya sido demostrado por los matemáticos un solo
epiquerema geométrico, y de haber llegado al conocimiento cierto de
tamaña cosa por esta única vía que abrió, y de que quienes en adelante
osaren apartarse de esta vía ya habrán de tenerse por impíos por esa
razón.

Original latino:

https://books.google.com.mx/books/about/Censura_philos
ophiae_Cartesianae.html?id=--4GAAAAcAAJ&redir_esc=y

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