Cartas A Laura

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Cartas a Laura

Seudónimo: Alfeñique
¡Un poeta pasa!
Laura Méndez de Cuenca

2
18 de agosto de 1853

Antes que el relámpago fuera tu horóscopo en el cielo,

Leo, el trueno que te signara en la frente la lírica;

antes de que el rayo fuera el candor en tu columna

y en el árbol un ángel de furia.

Antes de que este día se inundara de muerte

y el agua fuera el presagio y luego una certeza,

tus ojos de lluvia respiraban en la tormenta,

tu llanto primigenio brotaba en flor en los tamarindos.

3
Carta 1
Laura:
Algo vivo como un pájaro atorado en la garganta
me abre la palabra,
canta con el peligro de no saber cantar
ni estar bien sujeto en la rama.
A riesgo de que el alba me coma antes de echar al vuelo
o la piedra de lo indómito tumbe de mí,
la vocación de palabrero al buscar el véspero:
voy a decirte que una ráfaga de viento
se adentró trepidante en mi calma,
versos bajo la sombra de un naranjo
con olores antiguos de convento:
me dijeron husmea, y heme aquí,
con la conciencia sonámbula escribiendo:
que a dónde voy a llegar si el vigor me falta
o el escalpelo de los días me reclama que esto ha sido todo
y mi anatomía se enflaca o la vitalidad me deja.
Aquí sobre tus huellas escurridiza mujer
de incipientes cartas y fotos pocas, voy
con mi precaria y humana lírica
a desentrañar tus ojos o quizá sólo me enmarañe
en la memoria de otros y vencido,
este sea el punto final del principio.

4
Laura:
Voy a huir hacia el latido del desesperado
que espera que una puerta verde se abra al amanecer,
y que adentro una historia de lilas y viento corra
arroyo abajo.

Voy,
a ojo cerrado y entusiasmo mucho,
a abrirle la yugular al tiempo,
a los muros que quedan en su adobe sostenidos
a buscarles un rescoldo:
a los deshielos: la copla de las cañadas;
escucharé al río Salto y Santiago como si los estuviera viendo:
raudos, límpidos rumbo al lago de Chalco,
dejando atrás a las muelas del molino de Tamariz,
a Zentlalpan a la vera del polvo,
a un grito de Amecameca y a leguas de Tlalmanalco,
voy a pie por estos versos, con los zapatos hechos lodo,
con los pulmones estragados por el frío
del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl:
saliendo de Ayapango.
Me llenaré los ojos con esos bucólicos peces de las alturas,
con que tú, untaste los tuyos.

5
Laura:

Un grano de maíz brota en el tiempo,

el cielo atemorizado por las rachas del cólera,

el agua estancada y maloliente en las baldosas de la calle

y los faroles oliendo a borracho;

los ecos de las balas aun mordiendo

los edificios en la ciudad de México,

el aire oliendo a ipecacuana, a subnitrato

de bismuto, a láudano de Bonseau,

a agua bendita, a Santos óleos;

los padres camilos de la Buena Muerte

ayudando a los moribundos a morir sin remordimientos,

los plañideros del Hospicio de Niños

inundando de presagios los oídos,

fue la señal que esperaban tus padres

para partir del bullicio de la capital.

6
Laura:

Entre volovanes de ostión y perdices al vino blanco,

entre empanadas de vigilia y el horno crujiendo,

cruzaba tu sonrisa: pájaro de nieve de jazmín.

Pero fue en la palabra del abuelo Émile

donde soportaste las borrascas del mar y sobreviviste al escorbuto,

de ahí tu mirada marinera

siempre perdida en el horizonte

y tus pulmones habitados de sal.

Entre el olor a pólvora de las andanzas del abuelo

y el color del arvejón, la estampa del arriero y el curtidor,

entre las pociones de los curanderos

y las sanguijuelas de los flebotomistas,

las calles de Tlalmanalco se abrieron a tu infancia.

7
Laura:

Recuerdas aquellas láminas de zinc

con sal y bloques de hielo, que traían de los volcanes,

a los leñeros con el hacha al hombro

y la claridad del frío en los ojos,

las casas oliendo a coníferas y trementina,

las candilejas temblando en la oscurana y en tu memoria

un juego de sombras como un cielo que se abría,

a las piedras con el ceño pueblerino

que se estaban quietas en su maledicencia;

recuerdas el jabón de Benjuí o almendras

que tu piel suave como el heno disfrutaba en un baño de agua tibia,

y esas píldoras de bacalao de Chevrier

que te hacían tomar todas las mañanas.

Recuerdas: la luna lamía en el tejado los bigotes de los gatos

y las estrellas ronroneaban en el cielo de Tlalmanalco.

8
Laura:

Las caligrafías del molino sobre el agua,

rojas letras que daban vuelta para algo bueno.

El silabario de San Miguel

donde el pez de los ojos aprendió a juntar letras,

el río de los números, exacto en sus tumbos;

los manuales de Ripalda y Fleury,

de corrido como el viento falda a bajo de la Sierra Nevada,

silbando de coníferas.

Tu mirada ávida, anárquica,

penetrando la oscuridad donde esqueletos mondos

y amortajados espantos

se llevaban tu sueño por tu imaginaria inquietud.

Pero qué es la infancia:

un aguacero que dura mientras llueve,

la imaginación que se petrifica

en el óxido del agua y el tiempo.

9
Laura:

El botánico Meunier me ha recomendado agua cefálica:

dos cucharadas para el dolor de versos

y estas muelas que me tienen a un grito de arrancarme la quijada.

Elixir de Garús contra la debilidad del estómago

y los hexámetros con eructos crudos.

Cincuenta gotas de agua de violetas con azúcar:

por si el temperamento cálido y bilioso

me tiene en la ausencia de ritmo y la página en blanco.

Ungüento amarillo en el grano de las cacofonías,

píldoras de Chevrier para la flaqueza en la lírica,

fomentos de azafrán en el quebranto de la cadencia.

Vinagre aromático en la nariz de las estrofas

para que salgan de su hipo y el poema no se malogre.

10
Laura:

A vista de ojos

lo que uno muchas veces mira,

se pierde.

Los colores en la memoria

se desgastan o adquieren otras tonalidades,

los sucesos empequeñecen en detalles

o le crecen ficciones:

croan los gallos en el agua del alba,

los gatos ladran descaderando lo oscuro,

los perros cantan al amanecer

su noctámbula algarabía,

las ranas en el friso de la luna maúllan

y desean felinos,

las paredes son más altas y las ruinas verdes,

los ocres luminosos en el serpenteo del río,

el sol tiene un derrame y el ojo lluvia.

Los recuerdos parpadean como relámpagos

y desaparecen de la lengua;

las carretas que bajaban ya no eran de bueyes

si no de caballos.

A ojo de buen cubero,

los árboles son duendes azules

y los cerros, ballenas varadas,

11
las fotos tienen la premura del instante,

y el santiamén, amarillo el corazón.

12
Laura:

La claridad desovilla el latido de los caracoles

en la incredulidad del rocío.

María:

El latido de los caracoles

desovilla la incredulidad del roció en la claridad.

Luisa:

En la claridad del rocío

los caracoles desovillan la incredulidad de sus latidos.

Elena:

La claridad de los latidos

desovilla la incredulidad de los caracoles en el rocío.

Laura:

El rocío es un latido incrédulo

que desovilla la claridad en los caracoles.

María:

El rocío son los caracoles

en la incredulidad que desovillan la claridad en los latidos.

Luisa:

El rocío es un caracol latiendo

y desovillado en la incredulidad de la claridad.

Elena:

Este caracol, este latido,

esta incredulidad y la claridad desovillada,

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mojan con rocío la blancura de esta hoja.

La blancura de esta hoja

tiene un caracol desovillado e incrédulo en su latido,

la claridad es un corazón ciego,

el rocío el alivio del sitibundo.

El sitibundo tiene un corazón claro

como un caracol desovillado y un latido ciego,

mudo de blancura,

incrédulo como el rocío que cae en esta hoja.

Y la palabra: labios: ya no fue latido, ni rocío,

ni claridad, ni claridad desovillada.

14
Laura:

Orinecida y exultada la tarde

engasta al paladar

el apuro del sitibundo,

la inquina del calor

pega sus sanguijuelas al cuerpo;

el canto de los pájaros:

un aguardiente

que se evapora entre los árboles;

que fonolito resuena en la cañada,

que río respira en sus branquias.

En este tiempo de pócimas y brebajes,

en esta vasija de ausencias

y faroles a punto de ahogarse

en su hábito taciturno.

Las predicas teológicas,

los exiguos enseres para el alma:

algo no embonaba: era 1858

y los preceptos pesaban

como un costal de yute que se moja

con el agua de la iniquidad.

La tarde, huele a ruda

y a rocío de agua bendita.

15
Laura:

Las paredes resonaban a floripondios

y embrujado el tiempo

se iba en el grito de sus nombres.

Y ahí,

entre los escombros del convento de San Francisco,

Rosa y tú soñaban,

que los vericuetos

crecían en polvo y maleza,

que eran pájaros remedones,

verde que envolvía las paredes.

Entre el zumbido

de la vara de membrillo de la Señorita Alcántara

y los capelos con santos de ojos ceberos,

y la mirada de soslayo que imperativa vigilaba,

de carrerilla sonaban los versos,

las fechas históricas,

la infancia en aquel salón paladeaba el catecismo,

un solo dios verdadero, era el estribillo,

y ahí en la memoria

un gorjeo de pájaro a medio morir,

anidaba.

La pluma de ave pintada volaba entre los dedos

que manchados de tinta de huizache o caparrosa:

16
trazaban las vocales minúsculas con prontitud,

las consonantes, las sílabas: con buena letra;

a pulmón los quebrados.

Entre el bostezo y la monotonía,

Rosa y tú,

bordaban y tejían:

tediosos e insípidos manteles,

relieves en chaquira, el tiempo con fastidio.

17
Laura:

Viejas casonas,

nuevas colonias,

calles que delineaban esta efervescencia

se te fueron metiendo en la mirada;

el aire traía tufos limpios,

acres somnolencias,

ruidos de argamasa,

algo nuevo se edificaba,

y lo de siempre: mendigos y tullidos,

léperos y cuchitriles, también crecían.

Por San Bernardo, Capuchinas y Cadena,

la risa viva, tu paso altanero, al lado de Casimira

que alejaba a rotos y catrines

con una mirada de pocos amigos,

rumbo a la escuela de madame Baundoin,

a llenarse los ojos en las curiosidades

que las Mercerías la Mina de Oro o la Gran Lavalle,

ofrecía, niña de mirar de colmena,

indómita petite gamine.

18
Laura:

Liebre libre,

de pensamiento y labios encarnados,

corazón liberto y ardiente;

convulsionista social,

insaciable cienticista,

Puente Peredo N°3:

ay, la emancipación;

el atavismo pulverizado a hacha,

iracunda mujer,

mezquina hembra,

cual quietud en el ojo,

el arrebol contra la rutina,

el temperamento linchando la quietud,

la insatisfacción como maquillaje;

doméstica, no, insondable.

El deber como contrariedad,

ahí, en el aire estrecho del destino;

bebedora en fuentes primigenias,

políglota irredenta,

en tus venas nunca corrió el conformismo,

sí, la furia por saber.

19
Laura:

Quién me habla desde ese ventisquero que son tus ojos.

Quién me azufra y luego se aleja

dejándome su caducidad en la frente.

Quién desde su hoja de tamarindo grita:

hay personas incendiándose que no se quejan tanto,

por ejemplo:

ella que tiene un tumor en la lengua

y el vientre erizado de silencio.

O él,

que exorna su enfermedad con una sonrisa,

o aquél

que trae la muerte sudándole en el cuerpo.

Se me encaja el desencajo de los grises

que sostienen tu imagen en el tiempo,

el negro ondulado de tu pelo,

esas ojeras amplias,

tus ojos

abiertos al misterio que miras

y que yo nunca sabré,

exploré la hondura de lo oscuro,

divagué y me difuminé en conjeturas,

o me horadé imaginando que perfección respirabas,

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o sí sólo sostenías el aire para mirarte sofisticada,

dubitativa, un poco agreste o agresiva.

Qué palabra guardaste atrás de los dientes

y de esos labios

suavemente apretados para desterrarme,

qué consternación ocultan tus pómulos,

los hombros altaneramente relajados:

qué vislumbran;

nada puedo descifrar en tu cuello,

un vestigio que me hable

de ese enojo contenido entre tu frente y la cejas,

nada,

ni un rastro que me diga

si el luto de tu vestido es cierto,

o sólo era un color para envenenar las horas;

aquel instante en que quieta decidiste retar al mundo,

y mirar a la cámara

con el gesto de la posteridad delineado en tu rostro.

Quién, Laura,

apretó el obturador y se desgajó en preguntas.

21
Laura:

Ulterior a la penuria y a la imbecilidad del amor,

más antes que después de los finiseculares hombres,

cuando sonreías con un helado y el balcón era atalaya

por donde tu alebrije imaginación escapaba;

antes de que fueras la infusión ardiente de Ramírez,

antes mucho antes que la estrechez te abismara los ojos,

y veneradísimo Prieto, te palpara con la mirada,

y de Acuña fueran los besos y el suicidio,

antes de que, los labios de Rosario de la Peña,

despeñara por despecho tu nombre en la historia,

antes de que al pozo de tu vientre le naciera un pez,

y tu feminismo fuera un puñal bañado en sangre,

mucho antes de que el río se apuñara al lago

y el lago exhalara en la memoria de los hombres,

y Agapito Silva y F. Cuenca, amaran en tu sombra

la neurosis de los días; Laura María Luisa Elena:

tu nombre era una tormenta que encapotaba el cielo.

22
Laura:

La vida se metió con su muerte en los pulmones

a pulso de relojero.

Una sed repujada con zureo de paloma,

dijo:

este es el tiempo perfecto del agua,

el argumento del espanto

que siembra su maíz ligero

y sin contratiempos,

a cada respiro se adentra,

toma posesión del cuerpo,

adapta su simetría al hígado y al riñón,

y calladamente

segrega su pus.

Esta es la canción

que zancuda hiende al oído,

se fuma los huesos:

camina en humo con su divisa martajada,

y en los ojos pone el débito

y el latido sollamado del pendular destino.

La muerte se te mete por la boca

que nunca cierra su escotilla,

y machaca, ramonea y habla,

y de la lengua es el aire y la palabra:

23
flor seca que dios corta

para darle de comer a sus gusanos.

24
Laura:

Elena se quitó el vestido

y dejó su cuerpo al sitibundo.

Zalemas a su desnudez

piaron por la habitación.

Laura:

María iluminó la casa

con un gemido

y fue de ella

la insolación de lo callado.

Laura:

Luisa abrió las piernas

y la oscuridad cantó

como un sol de mediodía.

Laura:

Laura está en la cama

deshojada

con los ojos insondables

del deseo

cierta de que un pez

le nada en la vagina.

25
Calle de Jesús María,

Laura, trasmina las aceras,

va endeble, psicasténica,

con la moña tuerta, hendiendo el tiempo.

El hambre le ata los pasos al sendero

y se pierde

como una epifanía al doblar la esquina:

algo le prensa el pecho,

le encharca el alma, le aguza el respiro;

sin ningún tlaco que le llene la mano,

el bolso, la bolsa del vestido.

Va extenuada,

con el rostro confeso de congoja,

en cada zancada se desmorona,

a cada tranco le crece el vientre,

infausto es el día de la malquerencia,

duro de mascar, el coco del desamor.

26
Laura:

Lo inminente siempre llega:

gente se va, lluvias pasan,

las heridas se abren, cicatrizan,

y el cielo sigue siendo cielo:

cian o gris o negro.

Girones imprecisos ondean al aire,

nudos ciegos que nada atan

encierran su misterio,

y uno ve la desgarradura,

la desmemoria y se disemina:

la existencia se conflagra,

la equivocación canta

desde el pájaro de la experiencia

y creemos que hemos mudado de infierno

pero atesoramos llamas,

lamemos cicatrices,

en cierto horario,

metemos la lengua en huecos

donde nunca hubo agua,

sólo ecos

de que algún día fuimos felices, nos lastran,

recordaciones de que cumplimos años,

que se anduvo mundo,

27
inmodestos, decimos que amamos al prójimo,

que creemos con arrebato en algo o alguien

y presumimos la fe con el crisantemo del odio.

Se busca perdurar en un gesto;

en un retrato capturamos eso que nunca somos,

y la liturgia de sonreír está presente,

aunque ya en el instante seamos pasado,

y el carajo quiera tirarnos los dientes,

mordemos la penuria;

nadie, si mira esa foto,

se cuestionará en que pensábamos,

que irascibilidad pernotaba en el rostro

o que fermento basto y profundo

fundaba en uno, esa atribularía postura.

Con un ademán confirmamos,

eso es mío y lo creemos por siempre,

pero las cosas se enmohecen,

las personas se cansan,

las mascotas se mueren,

el sentido de la propiedad

se acumula en los trebejos,

los desvanes se llenan,

los sentimientos se derraman,

despreciamos el valor de un beso,

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creemos que el bronce de una palabra

es sólo eso:

un ruido de metal que se pierde

entre los buenos días y un te amo,

en el que sé yo, ávaro,

mezquino de una sonrisa,

en esa mirada de estoy cansado,

termina ya, o en esa amabilidad sisífica

que abre su puerta

sólo para mostrar que lo inefable,

—Laura—, cimentó sus pilotes.

29
Laura:

Febricitante y desolado es el día en que la muerte deja su beso artesanal

en la frente de aquél que apenas puede defenderse con su llanto.

El corazón se aceda en pena y conciliar con lo vital es cosa vana.

El por qué se concatena y su calidra endurece contra el satírico

que escribió a fuego que ese era el destino de lo vivo, y deja uno de respirar

o se respira en rabia y se avientan injurias como piedras hacia el cielo.

De invertido no se baja al destino, y epidémica la mirada se enfebrece

de un luto que canta sin horarios, que anuda turbulencias al rostro,

y lluvia a los ojos por esta temible vida: injusta puta vida:

pero el hado, aedo, tú lo sabes: es un verso que se malogra en el poema.

30
Laura:

Implacables son las murmuraciones que férreas se meten por el oído,

la hostilidad con ínfulas de señora agrede por la calle,

la maledicencia con rostro afable te saluda quitándose el sombrero,

una sonrisa te mete su estilete de mujer perdida, y quien te da la mano,

no busca darte consuelo, sino saber, qué muerte vibra en tus dedos.

Una parvada de difuntos se alojó en tu corazón y casquivana la vida

con su disfraz de partera hizo que dieras luz al dolor, y te enjambraste

en el silencio, en un pasmo donde el vacío tenía las uñas pintadas,

las paredes de tu casa: Calle del sapo N°23, con la neurosis enladrillada.

El frío amamanta las calles, el miedo, el vientre de Laura.

31
Laura:

De quebranto en penuria,

de mudanza en mudanza;

del prodigio de la vida

a la pérdida sin menoscabo,

de Veracruz a California,

del aula a la familia,

de la alegría al cansancio,

del silencio al verso,

de la desgarradura al poema:

de Laura a Elena,

de María a Luisa,

de Acuña a Agustín,

de la Capital a Toluca,

de Lefort a Cuenca,

de aquella locura a esta vesania.

32
Carta 2

Laura:

Han dado las cinco

y no sé cómo desclavarle un verso al silencio,

mi cuerpo ya no soporta un trago más de café,

la vigilia del estómago

ya me duele en la cabeza;

tengo frías las manos,

helados los pies,

hambre de palabras.

Cansados de sondear en el techo

están mis ojos

como dos lechuzas

estragadas en sus cuencos.

Una incontinencia

me lleva del escritorio al baño;

tengo el diccionario abierto

y el vocablo giróvago

yendo de mi frente a la clavícula

como una hormiga sin antenas,

y una abeja perdida en mis tripas

poliniza los ardores que mi estómago

quiere expulsar como reflujo.

Afuera,

33
—Laura—, el clima trae un coraje de viejo cascarrabias;

adentro,

el cincel del mutismo me trepana;

el caracol de las horas

deshidrata sus áfonos segundos en mi lengua

y mudo yo —Laura—,

me quedo esperando que una grieta

me dispare la primera idea.

34
Laura:

Ahogarse en murmuraciones,

en la constante fragilidad de los hijos:

perturba,

disloca los días.

Entre la enfermedad de uno

y la exacerbación del otro:

las píldoras de fierro de Quevenne de nada sirven,

como no valen, las discusiones y desamores:

la vida se va haciendo chiquita,

irrespirable, corrosiva.

Recaer y adelgazar

con los que se nos mueren: debilita.

Verlos quejarse a pesar de los emplastos,

el yodo o la morfina: te deshabita,

y tú —Laura—, te ibas vaciando poco a poco,

quedando sola,

apacentando resentimientos contra la existencia

que artera te mostraba su hepatitis

y cerraba los ojos de Cuenca.

35
Laura:

Las desavenencias con la vida

fueron un heptasílabo

que nunca quisiste escribir,

elucubrar contra la existencia

una rima de versos trenzados

que parió dolor:

y a pesar de eso,

te derrumbaste como un poema falto de sangre,

el brazo aquél en el que apoyabas tu quejumbra

se había ido, y las estrecheces crecían

como un higo que una tarde pronto se revienta,

—reventaste— y un día, un ya no,

te salió de la boca como un invertebrado,

que se fue fosilizando

y enfrentaste al destino

con una inconformidad de acero.

36
Laura:

Colgado de la ubre de la desidia,

otra vez,

con el clima atascado de lluvia,

el agua,

helando el paladar de las hojas,

metiendo su enfriamiento en mi retina;

calza mi pie con su húmeda sonrisa,

arropa mi alma con su acuosa manta,

hincha mi cuerpo con su constante

chipi, chipi;

roba los pájaros de la mirada,

extiende su cortina de grises estampas,

más allá del pensamiento

y atiborra con los grillos de la duda,

niega la prosapia del verso,

y eh, que entumido,

hace el berrinche de no dejar de caer,

caldosa, vociferante,

y ante esa dificultad sólo miro por la ventana;

me abstengo de gruñirle a las teclas,

de buscar un impulso

que me vuelva al camino del poema,

cogitabundo, sorbo un trago de café,

37
permeo mi garganta

con eso amargo

que tampoco

está quitándome de la afonía el sueño,

sin en cambio,

la contrariedad me está dando calambres,

tanta gota deshilachándome, —dime— Laura,

por dónde empiezo este rompecabezas

de la imposibilidad;

me siento calcáreo, charlatán de la palabra,

merolico ante un auditorio donde nadie escucha,

payaso aburrido de repetir la misma rutina;

esta lluvia descalabra, y mete su argamasa

para que la lengua se quede cimentada, tiesa,

sin silbos para atravesar el cristal empañado

por donde observo cómo el tiempo, nunca

mengua su trashumancia, y me deja aquí,

hirviendo en la frialdad de los huesos, esta idea:

tanta agua que cae y yo sitibundo.

38
Laura:

A la orilla de un río

que está al borde del camino,

reposo de este viaje,

pienso en la penuria,

en toda esa devastación

que nos deja escribir;

créeme,

la vía está para un lado y otro,

y no sé ya hacia dónde ir;

si sigo la corriente,

tal vez llegue al mar

o un lago o me evapore,

y quede baldío;

llevo piedras en el fondo,

peces y salmueras, pero,

cómo hacer que los tumbos del río

sangren,

cómo el milagro que, de una piedra,

nazca un lagarto

o que de un popoyote escurridizo

aparezca un perro de agua,

no sé cómo hacerlo —Laura—

y el agua en su curso, no me orienta,

39
se va sin decirme

la queja de los ahogados en sus remolinos,

se va herida por los desagües

y la basura en sus lindes, y la miro, rauda,

hasta que se pierde de mis ojos,

y con ellos mi fe de levantarme de esta disquisición.

40
Laura:

Ambulo como un hombre arrepentido,

busco las calles que alguna vez pisaste,

pero en ese mi andar contrito, no hay pesar,

llevo horas caminando y mis pies,

abren su tranco a la queja,

y el bofe por más que respira, nada jala,

y heme, que la vorágine de palpar el suelo

que una vez la planta de tu pie hoyo,

me tiene abyecto torturador de mis rodillas,

del hueso calcáreo, pero que importa,

lo importante es encontrar el aliento de tus pasos,

un vestigio de tu sombra en esta ciudad,

ahora inmensa,

descomunalmente poblada,

herniada de autos,

ciega de luz eléctrica;

y veme, peatón curioso,

caminante sin pausa ni cansancio,

a pesar de las ampollas

que la elección de un mal zapato

me va dejando.

No es hora de desfallecer,

como tú,

41
que estuviste tres veces al borde de la muerte,

y ligera, peinabas la ciudad a tranco:

de la ceca a la meca y de vuelta otra vez,

de la aspereza a la bonhomía,

porque solamente así, se puede sobrevivir a tanta desgracia.

Y heme, que voy con esta trashumancia

que me brota de las venas, giróvago,

por el centro de esta ciudad que ya no tiene orillas,

sólo inmensidad, largas avenidas

a las que no se le miran los pies o la cabeza,

edificios que oxidan sus pensamientos en la altura,

árboles que han aprendido a respirar por imecas

y a morir calladamente en días de contingencia;

esta ciudad, tu ciudad, que se hunde un poco cada año

y se inunda en temporada de lluvia y de secas.

Deambulo pesaroso,

con lo odres de la fatiga llenos,

llena mi vida de aquelarres,

pero no cejo en mirar en las hendiduras

algo que me traiga del pasado

el presente de un verso.

42
Laura:

Tenías razón,

un artefacto que supla al corazón

ya existe, pero no siente el candor,

que el músculo de las cuatro cavidades

nos otorga.

El aparato que genera pensamientos

—Laura— aún no lo inventan,

y déjame decirte: las máquinas de escribir

son obsoletas,

el telégrafo, aunque anticuado, viaja más rápido

que una buena mula a redoble;

los yanquis arribaron a la luna,

ganaron la segunda guerra mundial,

pero siguen siendo racistas

y no dejan nada sin terminar,

terminan con la economía,

contaminan los ríos, talan los bosques,

envenenan los mares,

intoxican con su velocidad consumista

cada mente que tocan.

Pero bueno —Laura— esto es ponerse un poco moralista

y yo quería hablar de San Francisco,

aquella tierra, que a pesar de que, te agrió el carácter,

43
no fuiste tan miserable como en México,

donde consumida hasta las entrañas,

caminabas sonámbula por las calles, sin ganas

de atender a tus párvulos, a tus hijos;

vituperada y agraviada por la vida y la gente,

apestada te fuiste hacia el norte,

que también te recibió con estrechez y hambre,

ser y acontecer, la paradoja.

Recuerdas cuántas veces cambiaste de casa,

y como te quejabas del viento de verano,

la desapacible y helada lluvia de invierno

y la espesa neblina en todos tiempos,

aquellos cables cars, que rodaban por casi toda la ciudad;

aquella salvaje costumbre de los gringos

de comer y dormir en casa, pero no de vivir.

Los días Thanksgiving day con sus pavos en salsa de arándanos,

esa forma muy suya de agradecer las cosechas

y la producción de manufacturas,

pero no aquello esencial como decías tú:

Hermosas aspiraciones de este gran pueblo

que todo lo posee,

menos esa dulce coyunda que nos ata constantemente

al terruño que nos vio nacer,

el árbol que nos sombreó la cuna.

44
Todo en aquellas tierras —Laura— se podía vender y comprar,

pero no había arraigo,

los garage sales,

te hablaban de una sociedad trashumante,

una profusión por enriquecerse

desintegraba a las familias,

nadie parecía querer atesorar recuerdos,

la vida seguía a pesar de la mudanza;

las casas rodantes eran un gran espectáculo,

porque adentro de ellas nada se detenía.

Te acuerdas del uno cincuenta de dólar

por cada clase de español a las mujeres copetudas,

de los tranvías de vapor y del ferrocarril

que por diez centavos te llevaban de un lado a otro,

del olvido de los amigos y las asperezas del reloj

y el frenesí laboral de los norteamericanos,

aquella novela tuya: El espejo de Amarilis

que escribiste por entregas;

recuerdas a la otra tú

que escribía con el patronímico de Carmen

en el periódico el Mercurio;

te acuerdas el tercer piso del edificio Mills

donde diste rienda suelta a tu sueño de editora;

de tu diabetes controlada y los berrinches de Alicia

45
por su enfermedad nerviosa.

—Laura— te acuerdas del golpe artero de Howard,

del alma perdida de Horacio,

del as en la manga de la adversidad

que siempre te metía el pie

cuando parecía que la bonanza

por una vez en tu vida

no partiría tu suerte como una guanábana.

Te acuerdas.

46
Laura:

Quemar las barcas y regresar al principio

es pararse a la orilla del precipicio y gozar el vértigo.

7:40 de la mañana,

la lluvia humedecía el frío;

Toluca: gris y triste se extendía,

el tren resoplaba en la estación

como un viejo agripado y entumido:

era el 20 de agosto de 1898, el Asilo te esperaba;

bragada llegaste a esa tierra

del chorizo y el alfeñique,

con los bríos de todo comienzo,

en tu alma también traías nubarrones;

sí, llegaste a esta ciudad

donde el hastío siempre traía una bufanda

y las mujeres no tenían otra cosa que mirar

por el visillo de las ventanas a los peatones

que andaban con mal pesares en los pasos:

las manos, los pies y las nalgas heladas.

Cosechaste ingratitudes por tu disciplina férrea,

la frivolidad —los sabías— no comulga con la educación,

sin embargo, pocos reconocieron tu labor reformista

en la escuela Normal de Toluca: desterrar los días

de solaz pereza y adobos y jolgorios

47
en profesoras y educandas,

sólo fue comprendida con el tiempo al cual tú estabas adelantada.

Entre las razones de tu corazón y los efluvios de tu mente

—Laura— tu existencia era una paradoja,

y partiste de Toluca:

vuelta un cementerio de fantasmas: a Norteamérica,

por tus hijos,

porque a la tormenta de tu vida

la locura tocó a tu puerta:

su agudo laberinto atrapó a Alicia,

tu Alicia,

y regresaste a la Ciudad de México,

que también se transformaba:

la vesania de la luz eléctrica ladraba en las calles,

el tranvía furioso que agredía continuamente a los caballos

circulaba novedoso,

las trajineras se extinguían,

junto a las verdolagas, los quelites y las malvas,

el siglo XX entró con el drenaje, y las inundaciones cerraron los ojos,

sobre lo viejo se construía lo nuevo,

escombros y más escombros se miraba en todas partes,

la ciudad alumbraba: colonias,

la periferia extendía sus manos, abría sus dedos;

aún así —como siempre ha sido—

48
la ciudad devoraba hombres, mujeres y niños;

tuberculosis, disentería, tifoidea,

inoculaban su nombre en esta ciudad desigual e injusta.

Pero nada de aquello —Laura—

se comparaba con el viacrucis del ataque al cerebro de tu hija;

las infusiones de naranjo o hipérico,

las sesiones de hipnosis, los polvos de coral nada aliviaban;

cuando la recluiste en la Castañeda, por la histeria Servera

una parte de ti, también, se quedó presa,

hundida, en el furor y lo distante, en los ojos de Alicia.

49
Laura:

Tu virilidad de mujer

pasmaba a cualquier hombre,

y ellos,

se quedaban sin palabras,

con la roja cara de la envidia,

con el hocico lleno de veneno

ante ti: hábil, con temple, fecunda;

torera de inclemencias y asperezas,

suspicaz y con una soltura

que al más bragado de los varones

hacías temblar en el trabajo.

Impenetrable, altiva,

dura tu mirada, nadie sabía, qué

o cuál pensamiento coruscaba tu alma,

el fotógrafo,

nunca encontró el ángulo

de tus facciones nunca quietas.

Sin embargo,

atesorabas retratos como reliquias de tus edades

y de aquellos —queridos— que fueron tecatas

en tu vida:

capas de dolor y penurias que aceraron tu carácter.

50
Calle 24, número 1605, San Pedro de los Pinos,

casa y regocijo, de vuelta el menaje y otra partida:

Saint Louis, Missouri, el destino:

robledales,

arces,

alerces,

nogales:

multicolor el verano,

premios y diplomas,

y como todo en tu vida:

la tragedia nunca te soltó la mano:

otro luto, más llanto,

el mazazo final: Horacio

tu pequeño, sucumbía,

a tres mil millas de ti:

ni la estricnina, ni el éter

pudieron con el tifo exantemático.

La culpa te mordía en las corvas

y, en el corazón

lo severo y estricta,

no cejaba de acusarte.

Corría el año de 1902.

51
En Missouri,

la injusticia racial era el pan de cada día:

vertiginosa y febril era aquella ciudad,

donde había ciudadanos de primera,

de segunda y de tercera clase.

Atravesabas la llanura del dolor

en el caballo salvaje de la filosofía,

y aquella quejumbre que te minaba,

se hizo tu aliada,

otra vez el denuedo,

el esfuerzo por asimilar la rapidez,

con que los métodos y las técnicas

de la educación cambiaban,

días de escribir informes,

de reforzar las costuras en el alma.

52
Laura:

Amaneces con una congoja enconada en el pecho

a punto de estallar en renuevos.

Otra edad poética habita en tus ojos,

otro cementerio de conocimientos invade tu pecho,

eres dos y a la vez nada,

descarnada y extremista,

lucida y lúdica,

Laura y María,

Luisa y Elena:

¿cuánto dolor puede soportar un cuerpo sin que se quiebre?

¿Cuántos vuelcos de la vida

y empeñarse en el mismo magisterio?

: escribir y enseñar.

53
Carta 3

Laura:

Los miedos me han acorralado en esta hoja

y en este punto, la bandera blanca de, “me rindo”

es una posibilidad que las heridas del lenguaje

quieren ondear por lo alto, pero la poesía

es cruel y no admite amnistía alguna, seguro

en algún verso me dará el tiro de gracia,

y mis voces de suplica acallará de un bayonetazo,

o sólo hundirá la punta en la femoral

para que poco a poco me desangre y sienta,

como lenta y dolorosamente se me va la vida.

Tal vez solo me abandone para que los carroñeros

den cuenta de mi carne, y a entraña viva

el desprendimiento de las vísceras, por sus picos

o colmillos, ardan las dentelladas y los mordiscos.

Laura: ante esta vicisitud suscribo:

la hoja blanca con mi sangre, que me parta un rayo,

si por flaqueza entrego mis armas.

54
Laura:

Un gran vientre: el aula,

la escuela:

una madre que te alberga entre sus brazos,

la tierra donde las sonrisas son semillas,

y las palabras agua, el asombro:

ese aire que nutre el respiro

y se hace raíz en el pecho del pupilo.

Sistro revelador en el cerebro: el conocimiento;

El maestro un túnel

que adentra el mundo por los ojos del educando.

Silencio: el salón de clases parirá a un alumno.

55
Laura:

Como cualquier otro:

hombre o mujer,

sufre, pasa hambre,

la congoja lo atribula por las noches,

la economía le hiende: la calma, el bolsillo;

También en sus días hay pérdidas,

noches de insomnio,

lutos a los cuáles sobrevivir,

desgracias que sobrellevar,

amores que despedir, flaquezas que podar,

preocupaciones que cebar,

vicios con los cuáles luchar,

abstinencias a las que hay que darle la vuelta,

injusticias que acontecen despacio.

Él, no es un poeta,

ni especialista en componer auroras,

tampoco ebanista de vésperos,

ni letrado en señales del cielo,

pero sí convulsionista de ánimas,

de ánimos, de cerebros,

experto en plantar en los estómagos

la ambición de los pájaros por remontar el vuelo.

56
Él, hombre o mujer poseen el corazón de un roble,

la mirada aguda, la voz de un termitero

y toda su penuria frente a un pizarrón,

de un trazo se borra en los buenos días de sus alumnos.

57
Laura:

Aquí de pie ante las blasfemias

y lo que se rompe en el crepúsculo,

con la muerte entallada al cuerpo,

los huesos embrujados de gramática,

amanezco distanciado de espectros y prudencias,

moviendo el sedimento de lo caído

que se aferra aún a ser cosa celeste,

ambidiestra ponzoña de lo póstumo,

—mira— le exprimo la perrilla al pasado

le extraigo el alma a las piedras,

le palpo la sonoridad a lo callado,

vacío su ubre inmensa, pastoreo a las palabras,

que no sepan que el tiempo,

hoy, se ha puesto el chaleco de lo trágico;

saco el flautín de alcohol y carbón,

y les toco un paso doble con el aliento del misterio,

y a sus ojos, en esa hora muerta que es la tarde,

me voy volviendo un ignoto,

algo sonoro que se aleja,

un moño cósmico que va cerrando el día,

ante la protesta del sol

que desmesurado

siente que una paja de la noche

58
se le ha metido en el ojo.

De pie con un grito oceánico en la garganta,

y la elocuencia de lo ido con su pico turpial

trenzando el nido de este poema, me resguardo

en los huesos, escucho a mis tendones; lo inefable

saca su arpa y rasguea unas notas musicales:

las palabras duermen envenenadas, un astro

absoluto les orbita el sueño y criba sus pesadillas;

Huidobro: os daré un poema lleno de corazón,

yo les digo: este corazón es el poema —Laura—

tu corazón herrado y errante por los kilómetros

y el dolor, amamantado en el pecho de las desgracias.

59
Laura:

Qué es lo justo al final de la vida:

quedarse ciego,

olvidar el instinto primitivo de la sobrevivencia,

agonizar largamente,

perder la potencia y el valor,

sentir en la espalda el escozor de la llaga

por la convalecencia en cama,

sentir que todo ha sido inútil,

exhalar simplemente sin ganas de un vaso de agua,

ser una fecha: 1 de noviembre de 1928,

un tiempo: las tres de la tarde con cuarenta y cinco,

un acta de defunción y una causa de muerte:

diabetes glucosúrica crónica.

La falta de hambre.

Qué.

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