Catequesis Tema 4

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TEMA 4: CREO EN EL ESPIRITU SANTO

CANCIÓN: Ven Espíritu Santo Creador

INICIO: Compartir abierto. ¿Qué es para ustedes el Espíritu Santo?¿Lo han sentido
alguna vez en su vida?

ORACIÓN INICIAL: Hch 2, 1 – 8. “Pentecostés”.

PARTE 1: EL ESPIRITU SANTO

El Espíritu Santo es la "Tercera Persona de la Santísima Trinidad". Es decir, habiendo un sólo Dios,
existen en Él tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta verdad ha sido revelada por
Jesús en su Evangelio.

El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su
consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu
se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. El Señor Jesús nos lo
presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con
un obrar propio y un carácter personal.

El Espíritu Santo, el don de Dios: "Dios es Amor" (Jn 4,8-16) y el Amor que es el primer don,
contiene todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado". (Rom 5,5).

Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don
del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo, "La gracia del
Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos
vosotros." 2 Co 13,13; es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina
perdida por el pecado. Por el Espíritu Santo nosotros podemos decir que "Jesús es el Señor ", es
decir para entrar en contacto con Cristo es necesario haber sido atraído por el Espíritu Santo.

Mediante el Bautismo se nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo
en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Hijo;
pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el
Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el
conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo.

Vida de fe. El Espíritu Santo con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en
la vida nueva. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Sin embargo, es el "último" en
la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.

El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra
salvación y hasta su consumación. Sólo en los "últimos tiempos", inaugurados con la Encarnación
redentora del Hijo, es cuando el Espíritu se revela y se nos da, y se le reconoce y acoge como
Persona.

El Paráclito. Palabra del griego "parakletos", que literalmente significa "aquel que es invocado", es
por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo
diciendo: "El Padre os dará otro Paráclito" (Jn 14,16). El abogado defensor es aquel que,
poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo
merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado
Cristo, y el Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continúa haciendo operante la
redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
Espíritu de la Verdad: Jesús afirma de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Y
al prometer al Espíritu Santo en aquel "discurso de despedida" con sus apóstoles en la Última
Cena, dice que será quien después de su partida, mantendrá entre los discípulos la misma verdad
que Él ha anunciado y revelado.

El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. Los campos de acción en que actúa el Espíritu Santo,
son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es el primer
momento de dicha actuación.

Permanecer y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos
de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo
quien hace posible que la verdad a cerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta
nuestros días sin alteraciones.

Pregunta: ¿Conocen algún signo con que se simbolice al Espíritu Santo en la Biblia?

Respuesta: Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas:

Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que
el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.

Unción: Simboliza la fuerza. La unción con el óleo es sinónima del Espíritu Santo. En el sacramento
de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo.

Fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu.

Nube y luz: Símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la
Virgen María para "cubrirla con su sombra". En el Monte Tabor, en la Transfiguración, el día de la
Ascensión; aparece una sombra y una nube.

Sello: Es un símbolo cercano al de la unción. Indica el carácter indeleble de la unción del Espíritu
en los sacramentos y hablan de la consagración del cristiano.

La Mano: Mediante la imposición de manos los Apóstoles y ahora los Obispos, trasmiten el "don
del Espíritu".

La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre
Él.

PARTE 2: EL ESPIRITU SANTO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN.

Desde el comienzo y hasta "la plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), la Misión conjunta del Verbo y
del Espíritu del Padre permanece oculta pero activa. El Espíritu de Dios preparaba entonces el
tiempo del Mesías, y ambos, sin estar todavía plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin
de ser esperados y aceptados cuando se manifiesten. Por eso, cuando la Iglesia lee el Antiguo
Testamento (cf. 2 Co 3, 14), investiga en él (cf. Jn 5, 39-46) lo que el Espíritu, "que habló por los
profetas" (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), quiere decirnos acerca de Cristo.

Por "profetas", la fe de la Iglesia entiende aquí a todos los que fueron inspirados por el Espíritu
Santo en el vivo anuncio y en la redacción de los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento.

En la Creación: La Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda
creatura (cf. Sal 33, 6; 104, 30; Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10).

El Espíritu de la promesa: Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una
descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo (cf. Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38. 54-
55; Jn 1, 12-13; Rm 4, 16-21). En ella serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12, 3).
Esta descendencia será Cristo (cf. Ga 3, 16) en quien la efusión del Espíritu Santo formará "la
unidad de los hijos de Dios dispersos" (cf. Jn 11, 52).

En las Teofanías y en la Ley: Las Teofanías [manifestaciones de Dios] iluminan el camino de la


Promesa, desde los Patriarcas a Moisés y desde Josué hasta las visiones que inauguran la misión
de los grandes profetas. La tradición cristiana siempre ha reconocido que, en estas Teofanías, el
Verbo de Dios se dejaba ver y oír, a la vez revelado y "cubierto" por la nube del Espíritu Santo.

En el Reino y en el Exilio: El olvido de la Ley y la infidelidad a la Alianza llevan a la muerte: el Exilio,


aparente fracaso de las Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y comienzo
de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era necesario que el Pueblo de Dios
sufriese esta purificación (cf. Lc 24, 26); el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el Designio de
Dios, y el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de la figuras más transparentes de la
Iglesia.

La espera del Mesías y de su Espíritu: Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a
aparecer en el Libro del Emmanuel (cf. Is 6, 12) (cuando "Isaías vio [...] la gloria" de Cristo Jn 12,
41), especialmente en Is 11, 1-2.

Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-
19; cf. Is 61, 1-2).

El Espíritu de Cristo en la plenitud de los tiempos: "Hubo un hombre, enviado por Dios, que se
llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue "lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre" (Lc 1, 15.
41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La
"Visitación" de María a Isabel se convirtió así en "visita de Dios a su pueblo" (Lc 1, 68).

Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su
Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la
muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27.
51.62-63). Lo sugiere también a Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y a
los que participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 37-39). A sus discípulos les habla de él
abiertamente a propósito de la oración (cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (cf. Mt
10, 19-20).

El Espíritu y la Iglesia en los últimos tiempos: El día de Pentecostés (al término de las siete
semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se
manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36),
derrama profusamente el Espíritu.

En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por
Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya
en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar
al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no
consumado.

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con
el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia,
para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su
mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre
todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den
"mucho fruto" (Jn 15, 5. 8. 16).
PARTE 3: DONES Y FRUTOS DEL ESPIRITU SANTO

Existencia de los dones del Espíritu Santo: Es una verdad teológica que tiene su confirmación en la
Sagrada Escritura, en la Patrística, en la Liturgia; y todo ello, respaldado por el Magisterio de la
Iglesia.

Los testimonios de la Sagrada Escritura son muy fuertes; y, en concreto, destaca el texto del
profeta Isaías en el que enumera las cualidades que brillarán en el Mesías como rey:

“Reposará el Espíritu de Yahwéh, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de


fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Dios” (Is 11:2).

¿Qué es un “don”?

En ética se llama “don” a todo acto de benevolencia, regalo o donación sin restitución. La Sagrada
Escritura nos presenta la gracia cristiana como un “don de amor”.

Teológicamente se definen como “perfecciones del hombre por las cuales se dispone a seguir
dócilmente la moción del Espíritu Santo”.

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales, realmente distintos de las virtudes, con
los cuales el hombre se dispone convenientemente para seguir de una manera pronta, directa e
inmediata la inspiración del Espíritu Santo en orden a un objeto o fin que las virtudes no pueden
por sí solas alcanzar; por lo cual son a veces necesarios para la misma salvación y siempre para la
santidad de la vida cristiana.

Enumeración y función específica de cada don

1.- Don de sabiduría

Nos da gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios. Es una participación
especial en ese conocimiento misterioso y sumo que es propio de Dios… Esta sabiduría superior es
la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el
alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y se saborea en ellas. El verdadero
sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.

Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas a
la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del
mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos
con los mismos ojos de Dios.

Es el primero y mayor de los siete dones.

2.- El don de entendimiento

Es un don que nos capacita para “entender” las verdades de la fe de acuerdo con nuestras
necesidades. Nos ayuda a comprender la Palabra de Dios y profundizar en las verdades reveladas.

Esta luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también
más penetrante la mirada sobre las cosas humanas.

3.- El don de consejo

Nos mueve a elegir lo que nos puede ayudar para nuestra salvación y a rechazar lo que se opone a
la misma.

Ilumina también nuestra conciencia para saber tomar las opciones más adecuadas en nuestra vida
diaria.
Actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo
que conviene más al alma.

Enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre
lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes, o de un camino que
recorrer entre dificultades y obstáculos.

4.- Fortaleza

Es una fuerza sobrenatural que sostiene la virtud cardinal de la fortaleza.

Este don nos da fuerzas para realizar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar
las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones
del ambiente. Para superar la timidez y la agresividad.

5.- Ciencia

Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.

Nos ayuda a conocer lo que es bueno o malo para nuestra salvación.

Nos ayuda a descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones
verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios.

El hombre, iluminado por este don, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las
cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace
de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a
volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la
necesidad de infinito que le acosa.

6.- Piedad

Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y
para con nuestros hermanos como hijos del mismo Padre.

Nos ayuda a mantener una actitud íntima y de niño con Dios.

Con relación a los demás hombres, este don, extingue del corazón aquellos focos de tensión y de
división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de
comprensión, de tolerancia, de perdón.

Es también el don de piedad quien eleva y perfecciona el verdadero patriotismo.

7.- Temor de Dios

Es el temor a ofenderle debido al amor que le tenemos y al miedo al castigo si le ofendemos.

Nos otorga un espíritu contrito ante Dios, consciente de las culpas y del castigo divino, pero dentro
de la fe en la misericordia divina

El alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en nada, de


“permanecer” y de crecer en la caridad.

La teología católica, siguiendo a Santo Tomás, ha precisado la función específica que corresponde
a cada uno de los dones. Cada uno de ellos tiene por misión directa e inmediata la perfección de
alguna de las virtudes fundamentales.

El don de sabiduría perfecciona la virtud de la caridad, dándole la modalidad divina que reclama y
exige por su propia condición de virtud teologal perfectísima. Las almas que poseen de modo
especial este don todo lo ven a través de Dios y todo lo juzgan por razones divinas, con sentido de
eternidad, como si hubieran ya traspasado las fronteras del más allá. Han perdido por completo el
instinto de lo humano y se mueven únicamente por cierto instinto sobrenatural y divino.

El don de entendimiento perfecciona la virtud de la fe, dándole una penetración profundísima de


los grandes misterios sobrenaturales. La inhabitación trinitaria en el alma del justo, el misterio
redentor del Calvario, nuestra incorporación a Cristo como miembros de su Cuerpo místico, la
santidad inefable de María, el valor infinito de la santa Misa y otros misterios semejantes
adquieren, bajo la iluminación del don de entendimiento, una fuerza y eficacia santificadora
verdaderamente extraordinarias.

El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia, no sólo en las grandes determinaciones


que marcan la orientación de toda una vida, sino hasta en los más pequeños detalles. Son a modo
de “corazonadas”, cuyo acierto y oportunidad se encargan más tarde de descubrir los
acontecimientos. Para el gobierno de nuestros propios actos y el recto desempeño de cargos
directivos y de responsabilidad, el don de consejo es de un valor inestimable.

El don de fortaleza refuerza la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más
perfecto en sus dos aspectos fundamentales: resistencia y aguante frente a toda clase de ataques
y peligros y acometida firme del cumplimiento del deber, a pesar de todas las dificultades y
obstáculos. El don de fortaleza brilla en la vida de los mártires, en los grandes héroes cristianos y
también en la práctica callada y heroica de las virtudes de la vida ordinaria.

El don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, enseñándola a juzgar rectamente de las cosas
creadas, viendo en todas ellas la huella o vestigio de Dios. El mundo tiene por insensatez y locura
lo que es sublime sabiduría ante Dios. Es la “ciencia de los santos”, que será siempre necia ante la
increíble necedad del mundo (1 Cor 3:19). Las almas en las que el don de ciencia actúa
intensamente tienen instintivamente el sentido de la fe. Sin haber estudiado teología se dan
cuenta en el acto si una determinada doctrina, un consejo, una máxima cualquiera está de
acuerdo con la fe o está en oposición a ella.

El don de piedad perfecciona la virtud de la justicia, una de cuyas virtudes derivadas es


precisamente la piedad. Tiene por objeto excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un
afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad para con todos los
hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre. Es también el don de piedad
quien eleva y perfecciona el verdadero patriotismo, en cuanto que la Patria es también objeto de
la virtud de la piedad.

El don de temor perfecciona dos virtudes: primariamente la virtud de la esperanza, en cuanto


que arranca de raíz el pecado de presunción, que se opone directamente a ella por exceso, y hace
apoyarse únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo formal de la esperanza.
Secundariamente perfecciona también la virtud de la templanza, ya que no hay nada tan eficaz
para frenar el apetito desordenado de placeres como el temor de los castigos divinos.

Los doce frutos del Espíritu Santo

Si permitimos que el Espíritu Santo trabaje en nuestra alma permaneciendo en estado de gracia
santificante, nuestro “árbol espiritual” pronto empezará a producir frutos: caridad, gozo, paz,
paciencia, mansedumbre, bondad, benignidad, longanimidad, fe, modestia, templanza y castidad.

Caridad: nos ayuda a ver a Cristo en los demás. Es por ello que les ayudamos a pesar de que pueda
suponer un sacrificio para nosotros.

Gozo: nace de la posesión de Dios. Nos hace ser personas agradables y felices; buscando también
hacer felices a los demás.

Paz: nos hace ser personas serenas. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo
que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.
Paciencia: nos hace ser personas que saben controlar su carácter. No somos resentidos ni
vengativos. Este fruto modera la tristeza

Mansedumbre: modera la cólera y las reacciones violentas.

Bondad: nos ayuda a nos criticar o condenar a los demás. Es una inclinación que nos ayuda a
ocuparnos de los demás y a hacer que ellos participen de lo nuestro.

Benignidad: nos ayuda a ser gentiles y no andar discutiendo con todo el mundo. Da una dulzura
especial en el trato con los demás.

Longanimidad: nos hace no quejarnos ante los problemas y sufrimientos de la vida. Nos ayuda a
mantenernos perseverantes ante las dificultades.

Fe: nos ayuda a defender nuestra fe en público y no ocultarla por vergüenza o miedo. Es también
cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad
de la verdad que creemos sin sentir dudas.

Modestia: nos ayuda a ser cuidadosos y discretos con nuestro cuerpo, evitando ser ocasión de
pecado para los demás. Nos ayuda a preparar nuestro cuerpo para ser morada de Dios.

Templanza: nos ayuda a saber controlar nuestras pasiones y no dejarnos llevar por las mismas. En
especial refrena la desordenada afición de comer y beber, impidiendo los excesos o defectos que
pudieran cometerse.

Castidad: nos ayuda a ser cuidadosos y delicados en todo lo que se refiere al uso de la sexualidad,
y en general, de los placeres de la carne.

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