J.L. Borges - El Sur PDF
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EL SUR
no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez
hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no
sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector,
que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la
estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas cono-
cida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que
Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el me-
canismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo.
Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más
que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero
el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio
que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura.
Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la
viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos
para no fatigarse que para' hacer durar esas cosas, Dahlmann
caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del
trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían
mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arqui-
tectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición
de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos- caballos.
Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió
que lo había engañado su parecido con uno de los empleados
del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la
jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese
tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones,
en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apo-
yado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un
hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido
como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres
a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera
del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción
la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro
y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los par-
tidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de esos ya no
quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue
quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aun le lle-
gaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y
después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino
tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada
por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pen-
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