Restrepo,-L Ternura

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 9

Sexta Parte

Paradigma de la ternura

Agarrar y acariciar

En la vida cotidiana nos debatimos minuto a minuto entre las posibilidades de


agarrar o acariciar. La mano, órgano humano por excelencia, sirve para ambas
cosas. Mano que agarra y mano que acaricia, son dos facetas extremas de las
posibilidades de encuentro interhumano. El agarre, que nos ha perfilado como
grandes constructores de instrumentos, nos ha tornado también sujetos
propagadores de violencia. Cosa diferente es la caricia. Para acariciar debemos
contar con el otro, con la disposición de su cuerpo, con sus reacciones y
deseos. La mano que acaricia es proveedora de ternura.

Cuando agarro, como puedo hacerlo con cualquier objeto que tenga a mi lado,
lo hago sin pedir consentimiento, suponiendo que las cosas deben estar
dispuestas a mi servicio en el momento en que las necesito. Nos irrita que un
objeto dejado en un sitio elegido de antemano, no esté allí cuando vayamos a
buscarlo. Al igual que agarramos los objetos, lo hacemos también con las
personas cuando pretendemos imponer funcionalidad, cuando queremos
integrarlas a una maquinaria eficiente, sometiendo sus cuerpos y
comportamientos a nuestra voluntad. "Niño, quédate quieto", "no te muevas
hasta que yo vuelva", "te dije que hicieras esta cosa y no la otra", son
expresiones que caracterizan esta pretensión de someter a los demás a
nuestros caprichos y deseos.

A diferencia del agarre, la caricia es una práctica cogestiva, pues es imposible


acariciar a otro sin acariciarnos a la vez. Mediante la caricia producimos el
cuerpo del otro a la vez que éste nos produce. Acariciar es participar en un
encuentro que al final refuerza la emergencia de la singularidad. Al acariciar,
actuamos según una praxis incierta, especie de exploración que se va
reformulando según las reacciones de nuestro acompañante. Si alguien llegara
a tener un plan previo, rígido y definitivo para acariciar, es muy posible que
termine estrellándose contra el otro, convirtiendo la caricia en violencia.
La línea que separa la caricia del agarre es bastante tenue. El ejercicio humano
por excelencia consiste en mantener un término medio entre estos dos
extremos, como si la mano estuviera impelida a coger y soltar, agarrar y
acariciar, abierta a una variabilidad de matices que es imposible definir por
fuera del contexto en que se producen. Como es tan fácil dejar de acariciar y
empezar a agarrar, aparece aquí un campo de conflicto nunca resuelto, frente
al cual debe levantarse de manera permanente una vigilancia ética.

Dilema ético de la ecología humana

Somos sujetos éticos en tanto poseemos un poder, ejercemos una fuerza.


Puede ser ésta la simple fuerza que se deriva de estar vivos en medio de otros
individuos o especies. Es por eso que la ética apunta a modular el uso de esta
fuerza, invocando la solidaridad necesaria para que la comunidad política pueda
mantenerse. Aunque suele presentarse como un ámbito discursivo, la ética se
alimenta de los sentimientos y la pasión. El suyo es el territorio de los
sentipensamientos. De las cogniciones afectivas. Punto de cruce del afecto y la
razón.

Las figuras de la ética se enriquecen con las de la ecosofía, enseñándonos la


manera de modular la fuerza para no aplastar al ser viviente que se nos acerca.
Asunto que no es nada fácil. Todos hemos vivido la experiencia de ir a que nos
acaricien y salir llenos de heridas y moretones, preguntándonos después con
asombro: ¿pero, que ha pasado?, ¿acaso no era el amor? Es un lugar común
afirmar que el amor duele y basta sintonizar cualquiera de las emisoras que
transmiten música popular para escuchar las más variadas historias de
personas que fueron a ser acariciadas y volvieron maltratadas. Es preciso
ahondar más en este conflicto que a fuerza de costumbre se nos presenta como
natural.

Creemos incluso que nos incapacitamos para ayudar a las personas que más
amamos, bien porque perdemos la lucidez para hacerlo o porque quien nos
necesita termina rehuyéndonos. Es tanta la torpeza afectiva acumulada en
nuestra cultura, que nos parece apenas obvio que un médico no trate a sus
parientes o seres queridos cuando están enfermos, porque perdería precisión
en sus juicios técnicos. Esto sucede porque el amor, en vez de tornarnos
lúcidos, lo que hace con frecuencia es volvernos torpes.

La disociación entre la cognición y el afecto nos ha cerrado el camino de


integración de estas dos esferas, camino que permite conocer de manera más
fina y detallada entre más comprometamos nuestros sentimientos, integración
de saberes que todas las culturas antiguas calificaron con el hermoso nombre
de sabiduría.
A fin de comprender mejor este fenómeno, quiero traer a cuento un suceso que
muchos de nosotros hemos vivido, bien en carne propia o a través de nuestros
hijos. Somos invitados el fin de semana a una fiesta infantil y el mago de turno
saca de su sombrero un pollito que obsequia a nuestro pequeño hijo. Este,
alborozado, hace planes para llevar el pollito a la casa, construirle una casita
como es debido, alimentarlo y hasta conseguirle compañía. Ya en el hogar,
empieza el sufrimiento. El animalito corre de un lado para otro y el chiquillo,
pretendiendo cogerlo entre sus manos, lo toma con tal brusquedad que
creemos por momentos que va a aplastarlo. Llega finalmente la noche, y en
medio del bullicio creado por el animalito, nuestro hijo decide dormir con él
para darle calor. Al amanecer del día siguiente, el pollito estará aplastado. Es
grande el dolor del niño al comprobar lo que ha hecho. El pretendía protegerlo
y terminó violentándolo. Quería dar ternura y terminó aplastándolo. La torpeza
motriz del niño se va corrigiendo con el tiempo, pero los adultos seguimos
padeciendo una torpeza similar en el ámbito afectivo. Cuántas veces, por
ayudar, terminamos haciendo daño. Cuántas otras, sin querer, maltratamos a
los seres queridos. La historia del pollito, a otros niveles y con otros personajes,
se repite a diario.

El asunto ético por excelencia, el dilema en que a diario nos vemos envueltos,
la opción que tomamos día a día, es si acariciamos o agarramos, pues lo que
nos caracteriza como seres humanos es pasar rápidamente y de manera casi
insensible de una esfera a otra. Al hablar de caricia, no estamos hablando sólo
de la vida íntima. Nos referimos, además, a otros espacios de la vida social que
van desde la escuela hasta la política. La caricia es una figura que tiene que ver
de manera estrecha con el uso del poder, pudiendo decirse que mientras el
autoritarismo es un modelo político agarrador y ultrajante, la democracia es una
forma de caricia social, donde nos abrimos a la cogestión y a la praxis incierta
que es necesaria para construir una verdad con el otro. Hay, por demás,
instituciones acariciadoras e instituciones agarradoras, habiéndose
caracterizado la familia y la escuela, en muchas ocasiones, por ser parte de
estas últimas.

He ahí el dilema, ético y estético, aplicable por igual tanto a la vida privada
como a la pública, al terreno amoroso como al educativo. Dilema, porque nos
abre a una paradoja, cual es la de reconocer lo cerca que estamos a la torpeza,
lo fácil que es empezar acariciando y terminar agarrando y manipulando. Etico,
porque confronta en todo momento nuestra posición de poder y nuestra
capacidad de intervención en un contexto humano. Estético, porque nos saca
de la falacia de las abstracciones donde nos ha llevado la racionalidad
burocrática para centrarnos en la dimensión práxica y cotidiana donde se
perfilan la sensibilidad y la singularidad.

Dilema que nos obliga a abrirnos a la cotidiana realidad de un uso apabullador


de la fuerza que se solaza construyendo aparatos de terror, o, de manera
alternativa, a un uso delicado de la fuerza, que encuentra su máxima
gratificación en ejercitar ese cuidadoso aprendizaje que nos obliga a estar
atentos al daño que podemos producirles a los otros, incluso cuando nos
acercamos a ellos sin intención de violentarlos. El abrazo fuerte o lo que co-
loquialmente se llaman los besos mordelones, son una buena muestra de este
uso delicado de la fuerza. Pues no se trata de renunciar a la pasión o la
vehemencia. Lo que es necesario, más bien, es instalar un campo de vigilancia
ética para no aplastar a los otros con nuestra insurgencia o poder, ni permitir,
por supuesto, que nos aplasten.

Ternura

La mejor manera de entender nuestra vinculación cuidadosa con el mundo es a


través de la imagen de la ternura. La ternura es el factor protector por
excelencia del medio ambiente interpersonal. Siendo lo opuesto al chantaje
afectivo y a los diálogos funcionales, la ternura es el único medio idóneo para
favorecer la emergencia de la singularidad y el alimento adecuado para la
dependencia afectiva. Su presencia en el mundo interhumano impide de raíz la
aparición del tradicional conflicto entre dependencia y singularidad.

La ternura es también un modelo válido para entender nuestras relaciones no


sólo con los niños, sino también con los adultos, sean éstos compañeros de
trabajo o compañeros de intimidad. Ser tierno implica alejarse de la lógica del
guerrero que afanoso declara en abstracto su autonomía, pero implica también
rechazar a la vez todo camino que nos lleve al servilismo y a la violencia íntima.
Sólo es pensable la ternura desde la debilidad y la fractura. Partimos de
reconocer que necesitamos vitalmente del otro, pero que no podemos pagar el
precio de nuestra singularidad para acceder al cariño que necesitamos. Es pues,
si se quiere, una enunciación de fuerza desde la fractura, una ética de la
debilidad, una propuesta cogestiva para el amor.

La ternura es la aceptación de que no somos autárquicos, de que no existen


posibilidades de paz y éxtasis permanente, de que nadie existe por y para
darnos deleite, de que todos los humanos somos diferentes y dependemos, por
eso, unos de otros. La ternura es, en fin, aceptar que necesitamos de los otros
precisamente porque son diferentes y que esa diversidad y esa dependencia
son la base de la riqueza y estabilidad del ecosistema humano.

La ternura, que se expresa con palabras, gestos, tonalidades de voz, contactos


corporales, actitudes de reciprocidad y gestos de acogimiento, es la disposición
a fomentar y no dañar nunca la singularidad del otro. La ternura es el cuidado
inteligente que debemos tener en nuestras relaciones con los otros, teniendo
siempre presente que nuestro interlocutor es un ser ávido de afecto, con una
personalidad singular y única pero frágil, que necesita fortalecerse y
desarrollarse como requisito para ejercer la libertad.
La distancia entre la violencia y la ternura, en sus modalidades tanto
cognoscitivas como discursivas, radica en esa disposición del ser tierno para
aceptar al otro como diferente, para aprender de él y respetar su carácter
singular, sin querer dominarlo desde la lógica homogénea de la guerra.
Podremos hablar de ternura en la política, de ternura en la investigación y
ternura en la escuela, siempre y cuando nos aceptemos como seres in-
completos, para quienes la única modalidad válida de relación es la cogestión.
Sujetos jugadores, abiertos al intercambio gratuito con la ignorancia y el azar,
que al reconocer la necesidad que tienen de la savia afectiva, se muestran
dispuestos a apostar todo su saber por degustar la tierna calidez de los
instantes.

La ternura es ante todo una caricia que nos proporcionamos, pues incluso la
madre es tierna con el niño sólo cuando lo es consigo misma. La ternura es un
conjuro destinado a colocar un dique a nuestra agresividad, para que no se
transmute en violencia. La ternura es la certidumbre de que no poseemos la
verdad y que ésta debe ser construida con el otro de manera cogestiva. Al
tener conciencia de nuestra relatividad y finitud, no intentaremos imponer la
verdad por la violencia, pues podríamos anular en el otro sus ¡deas y
sentimientos, es decir, su singularidad. La ternura es, pues, un conjuro contra
la violencia, una especie de canción que, como la canción de cuna, debe ser
cantada cuando al encuentro con una realidad que se nos resiste, sentimos el
impulso de destruirla o dominarla.

Decir ternura no equivale a decir sumisión. Por el contrario, tener la capacidad


de ser tierno exige la posibilidad de rechazar rotundamente la violencia de que
se pretenda hacernos víctimas, pues tolerarla nos coloca en riesgo de
convertirnos en victimarios. De allí que para comprender esta paradoja, sea
necesario recurrir al ejemplo del gato, animal dispuesto siempre a la caricia,
pero que reacciona con fruición cuando es violentado. Debemos aprender a
responder con irritación ante cualquier intento de aplastar nuestra singularidad,
sin caer en la violencia o el rencor. Es decir, sin planificar deliberadamente la
venganza a fin de aplastar la singularidad del otro, o llenarnos de resentimiento
y dureza, al punto de no abrirnos nuevamente a la caricia y la cogestión.

La ternura es un aprendizaje que implica compartir de nuevo nuestro cariño con


aquella persona que nos ha ofendido o hemos ofendido. Esta apertura no
puede llevarnos a justificar los círculos viciosos del maltrato y la estupidez
afectiva. La ternura es un derecho y un deber de la vida cotidiana, en cuanto
podemos exigirla incluso en los momentos más álgidos de la crisis, pero
también debemos ofrecerla siempre, pues nada justifica que no podamos
compartir con el otro nuestro calor. Es pues, una ética del conflicto, que nos
permite sentar las bases cogestivas para una reconstrucción de nuestra vida
amorosa.
La ternura da profundidad a nuestra aventura vital, acercándonos a la
sabiduría. Abrirnos a la dinámica de la ternura parece ser el gran reto de
nuestra época. Enrutarnos hacia la ternura es tener siempre presente en el
horizonte la posibilidad de la crueldad, de la violencia, a la que con tanta
facilidad accedemos los seres humanos; pues la ternura actúa como una
especie de conjuro que impide que cultivemos rencores y odios. Al igual que la
madre canta la canción de cuna no tanto para el niño sino para ella misma,
para conjurar su posible irritación y no hacerle daño al chico, también nosotros
entonamos la canción de la ternura para humanizarnos e impedir que caigamos
en el embeleso del exterminio.

Ecoternura

De la misma manera que el clima es determinante para el adecuado desarrollo


de los ecosistemas naturales, también la calidez es necesaria para el buen
funcionamiento de los ecosistemas afectivos. Para que puedan crecer las
singularidades es recomendable establecer controles de calidad afectiva que
nos permitan estar seguros de dar y recibir un afecto propicio al mutuo ejercicio
de la libertad, sin chantajes ni manipulaciones. Así como realizamos, para
beneficio de los consumidores, controles de calidad a los televisores, vestidos o
alimentos, es importante también establecer pactos de ternura que nos
permitan cuidarnos en medio del conflicto. El clima emocional es uno de los
factores más determinantes —si no el principal— en la definición del perfil de
las instituciones laborales y educativas, y por supuesto decisivo en la dinámica
familiar. Aprender a calibrar el microclima afectivo, ajustándolo para asegurar el
bienestar de los seres que de él dependen, es asunto tan importante como
cuidar la adecuada combinación de calor y humedad en un semillero o
ecosistema vegetal.

Es posible que encontremos en nuestras propias vidas, o en la institución o en


nichos afectivos a donde llegamos, un grave deterioro de las relaciones
interpersonales, como sucede con esos territorios afectados por la tala
indiscriminada de bosques y expuestos a la erosión. Encontraremos que las
fuentes nutricias se han secado, que la oferta de cariño ha menguado, que los
gestos se han endurecido y funcionalizado. Es entonces preciso acercarnos al
desastre con ecoternura. Nuestra tarea, en estos casos, no será diferente a la
de alguien que emprende con paciencia la reconstrucción de una microcuenca o
un humedal, de cuyo bienestar depende la vitalidad de un ecosistema. El primer
paso es sin lugar a duda no destruir más, dejar que crezca el rastrojo, que
broten nuevamente esas diferencias cuya emergencia impedía la dinámica del
monocultivo. El segundo paso será cultivar las singularidades que
espontáneamente broten o aquellas que traigamos para enriquecer el ambiente
empobrecido, favoreciendo las autorregulaciones que suelen desaparecer
cuando imponemos al ecosistema una lógica vectorial y jerárquica. En la vida
interpersonal, estos dos pasos podrían resumirse diciendo que debemos
escuchar y acompañar el crecimiento de las diferencias, sin quedar atrapados
en la obsesión por el orden o en las lógicas de guerra.

Una de las cosas que más asombra de los ecosistemas es que, sin archivos ni
burocracia, logran preservar un conocimiento siempre actual, inmediato y
sensible, perpetuado en cada una de las singularidades y puesto en juego de
manera espontánea cuando se ve amenazada la vida de la especie. Ecoternura
es desburocratizar el conocimiento, convirtiendo su producción y conservación
en una práctica autogestiva. De nada sirve guardar archivos con conocimientos
que no van a ser compartidos con nuestros congéneres. No tiene objeto man-
tener información que no va a enriquecer la vida cotidiana de la existencia
singular. Ningún sentido tiene acumular verdades que no se transforman en
patrones de vida y criterios ciertos para relacionarnos con las demás especies
vivientes. No podemos seguir pensando al técnico como sede del saber, porque
el conocimiento no está ni aquí ni allá, ni en el sujeto ni en el objeto, sino en un
lugar intermedio, lugar de la interacción y la construcción conjunta. Un modelo
de conocimiento que no excluya la ternura ingresa necesariamente por la
racionalidad ecológica, considerando fundamental la dependencia, la
descentración y la singularidad, abierto a la interacción y sin cerrarse en ningún
momento con la arrogancia de un gesto imperial. La naturaleza actúa de
manera flexible y abierta, sin planes definitivos. No se trata de tener un solo
plan sino de poder asumir todos los planes, abiertos a la articulación y a las
singularidades, prestos a alimentarnos del desorden y la incertidumbre.

En un mundo armado hasta los dientes y cruzado por vientos de exterminio, es


necesario entender que la simbología guerrera ha llegado a su fin. Afirmación
que nos obliga a introducir una nueva simbología en el escenario político, que
permita reconocer la existencia del conflicto y la necesidad de la diferencia, a
fin de contrarrestar las consecuencias funestas de esta pasión por la
homogeneización que se traslada del monocultivo a las relaciones
interpersonales. Los plaguicidas responden a esa mentalidad cerrada que
declara la guerra al desorden, a lo indeseable, actitud que se expresa tanto en
la producción empresarial como en la intolerancia y fanatismo que caracteriza a
ciertos modos de vida familiar y social. La lógica de la gran producción
capitalista, que ambiciona producir lo homogéneo tanto en la fábrica como en
la escuela y la familia, genera una tensión productiva que destruye el abanico
de singularidades, fenómeno que pone en peligro nuestra existencia como
especie. Convivir en un ecosistema humano implica una disposición sensible a
reconocer la diferencia, asumiendo con ternura las ocasiones que nos brinda el
conflicto para alimentar el mutuo crecimiento.

Estrategias de intervención

Enfrentar la crisis ecológica de la cultura exige tener claro hacia dónde


debemos dirigir nuestros esfuerzos a fin de definir los pasos pertinentes para un
proceso de reconstrucción cultural. En primer lugar, como de manera simple lo
sabe un conservacionista, o como lo haría una persona empeñada en
reconstruir un bosque natural, lo primero es tratar de recuperar y cultivar las
singularidades. Sin un conjunto de singularidades, cualquier proceso de
reconstrucción ecológica es vano. Este punto es importante, pues frente a
comunidades marginadas o en situaciones de deterioro social, en muchas
ocasiones los recursos disponibles y las orientaciones estatales hacen más
énfasis en solucionar necesidades básicas, sin importar que el proceso de
intervención sea paternalista o autoritario, es decir, sin tener como cuidado
central el cultivo de las diferencias. En cualquier circunstancia, dentro de un
proceso de reconstrucción ecológica de la naturaleza y la cultura, la
singularización es el propósito de intervención más importante.

En segundo lugar, cabe entender que la diferencia entre un proceso de


reconstrucción agenciado por el ser humano y la reconstrucción espontánea de
un ecosistema afectado por una inundación o un incendio, reside en que el
primero está mediado por un afán de control desde un plan único y
centralizado, mientras el segundo se genera desde un proceso de
autorregulación sin centro privilegiado. Es decir, la intervención humana hace
más énfasis en la construcción previa de los sistemas de intermediación y
dispositivos de control, mientras el ecosistema natural pone en juego toda la
potencialidad de sus singularidades. Acceder a modelos donde tengan cabida
propuestas como las del orden por fluctuación u orden por el caos, es el
complemento necesario para un proceso que tiene como eje fundamental la
singularización, confiando en que las cadenas de interdependencia se irán
generando de manera paulatina en la respetuosa interacción de las diferencias.

No debemos quedar atrapados en el pensamiento burocrático que exige


planificar nuestra intervención cultural desde objetivos puntuales que
respondan a un sistema de costo—beneficio. No podemos hablar en el mismo
lenguaje que buscamos desplazar. Nuestras acciones son a la vez fines en sí
mismas, pues cada una de ellas adquiere el carácter de postura ética y estética
que hace resonar, en el ambiente cultural, una manera diferente de percibir la
singularidad y la diferencia. Como toda intervención, la nuestra es también una
posición de fuerza que busca confrontar hábitos y valores para generar nuevos
modos de apasionamiento, más proclives a una perspectiva ecosófica.

Desde la perspectiva de la ecología humana es impensable y contraproducente


una intervención normativa. Definir modelos universales para obtener
resultados uniformes, no es más que reproducir las condiciones para generar
nuevos desastres ecológicos. Es necesario poner siempre de presente la
singularidad del individuo, grupo o ecosistema, aprendiendo a reconocer sus
propios procesos de bloqueo y autorregulación. Cada momento vital, cada
grupo o comunidad, necesitan de diferentes niveles de dependencia y
configuran diversos caminos de expresión de lo singular.
Un modelo de intervención no debe entenderse como un esquema cerrado, sino
como un diseño tendiente a favorecer la circulación y comunicación dentro del
ecosistema humano, pero cuyo funcionamiento y concreción será siempre
diferente, dependiendo del grupo al que se aplique. Esta es la razón por la cual,
desde la perspectiva de ecología humana, un programa de intervención exige
del promotor gran creatividad e imaginación, y del grupo una comprometida
labor de autogestión. No se pretende hacer un manejo normativo de masas ni
reproducir conductas autoritarias que favorecen la violencia en la intimidad. Al
contrario, es necesario tener una gran flexibilidad en la intervención,
particularizándola y rediseñándola según las condiciones concretas que se
enfrentan, sin olvidar nunca que se trata de un proceso de creación colectiva y
no simplemente de la aplicación o reproducción de un nuevo modelo para el
manejo de grupos, el control psicológico o la valoración estandarizada de la
personalidad.

No se trata, como podrían pensar algunos, de una variante de la terapia de


grupos o de un trabajo que refuerce la identidad o actitud de mando del técnico
o profesional. Este no es más que un articulador entre la tradición científica y la
comunidad, participando él mismo del proceso autogestivo que debe redundar
en cambios reales del medio ambiente interpersonal en el que interviene. El
trabajo deslinda, pues, el marco de una sesión o reunión grupal tradicional,
para enfrentarse a la vida humana, buscando, como toda intervención
ecológica, un cambio actitudinal hacia el ambiente que favorezca los
mecanismos de dependencia a la vez que fomenta la expresión y crecimiento
de la singularidad.

Reconociendo la peculiaridad y fragilidad de cada ecosistema humano,


debemos intervenir sin opacar la riqueza de la vida cultural que se nos ofrece,
ni perder de vista que el objetivo prioritario es fomentar el desarrollo de la
diferencia sin poner en peligro el alimento afectivo indispensable para el
crecimiento de la singularidad. Asegurar la coexistencia de la dependencia
afectiva y la autorrealización, desarticulando los sutiles mecanismos del
chantaje afectivo y la compulsión por el éxito y la eficiencia, es la manera
adecuada de prevenir la aparición de la crisis ecológica de la interpersonalidad.

También podría gustarte