El Rey Orco - R. A. Salvatore PDF
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R. A. Salvatore
El rey orco
Transiciones I
ePUB v1.1
000 29.09.12
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Título original: The Orc King. Transitions, Book I
R. A. Salvatore, 2007.
Traducción: Emma Fondevila
Diseño/retoque portada: Todd Lockwood
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PRELUDIO
Drizzt Do'Urden permanecía agazapado en una grieta entre dos piedras sobre la
ladera de una montaña, presenciando una curiosa reunión. Un humano, un elfo y un
trío de enanos —por lo menos un trío— estaban, de pie unos, otros sentados, en torno
a tres carretas de fondo plano estacionadas formando un triángulo alrededor de una
pequeña hoguera. El perímetro del campamento se veía salpicado de sacos y bocks
junto a un grupo de tiendas de campaña, por lo que Drizzt dedujo que el contingente
no sólo estaba formado por los cinco que tenía a la vista. Miró más allá de las carretas
y vio un pequeño prado de hierba, en el cual pastaban varios caballos de tiro. A un
lado de donde estaban los caballos volvió a ver lo que lo había traído hasta la linde
del campamento: un par de estacas coronadas con cabezas cortadas de orcos.
La banda y los miembros que faltaban eran realmente miembros de Casin Cu
Calas, la Triple C, una organización de vigilantes que había tomado su nombre de la
expresión élfica que significaba «honor en la batalla».
Teniendo en cuenta la reputación de Casin Cu Calas, cuya táctica favorita era
irrumpir en las granjas orcas en la oscuridad de la noche y decapitar a cuanto macho
encontraban dentro, a Drizzt el nombre le resultaba bastante irónico y desagradable.
—Cobardes todos ellos —dijo en un susurro mientras observaba a un hombre que
desplegaba una larga túnica negra y roja.
El hombre sacudió la túnica para quitarle el polvo de la noche, la plegó
respetuosamente y se la llevó a los labios para besarla antes de volver a colocarla en
la trasera de una de las carretas. A continuación, recogió la segunda prenda
reveladora, una capucha negra. Se disponía a colocarla también en la carreta, pero
vaciló y optó por cubrirse la cabeza con ella, ajustándosela para ver por los dos
orificios de los ojos. Eso atrajo la atención de los otros cuatro.
«Los otros cinco», apuntó Drizzt cuando el cuarto enano salió de detrás de una de
las carretas para mirar al hombre encapuchado.
—¡Casin Cu Calas! —proclamó el hombre, alzando los dos brazos con los puños
cerrados, en una exagerada pose victoriosa—. ¡No dejéis un solo orco con vida!
—¡Muerte a los orcos! —gritaron los otros como respuesta.
El necio encapuchado lanzó una andanada de insultos y amenazas contra los
humanoides de aspecto porcino. En lo alto de la ladera de la colina, Drizzt Do'Urden
meneó la cabeza y deliberadamente se descolgó del hombro su arco, Taulmaril. Lo
levantó, introdujo una flecha y lo tensó en un elegante movimiento.
—No dejéis un solo orco con vida —dijo el encapuchado una vez más, o empezó
a decirlo, pues el destello de un relámpago atravesó el campamento y se introdujo en
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un bock de cerveza caliente que tenía a su lado. Cuando el bock explotó y el líquido
salió volando por los aires, una capa de electricidad dispersa hurtó la oscuridad al
incipiente crepúsculo.
Los seis compañeros cayeron de espaldas y se protegieron los ojos. Cuando
recuperaron la vista, todos pudieron ver la solitaria figura de un esbelto elfo oscuro de
pie sobre una de sus carretas.
—Drizzt Do'Urden —dijo con voz entrecortada uno de los enanos, un tipo gordo
de barba rojiza y unas cejas enormes que abarcaban todo el ancho de la frente.
Otros dos asintieron con un movimiento de la cabeza y dibujando el nombre con
los labios, ya que no había posibilidad de confundir al elfo oscuro que tenían ante
ellos, con sus dos cimitarras sobre las caderas y Taulmaril, el Buscacorazones,
colgado otra vez al hombro. La larga cabellera blanca del drow ondeaba con la brisa
del atardecer y su capa restallaba sobre su espalda. Ni siquiera la escasa luminosidad
de la hora podía menoscabar el brillo de su camisa recubierta de mithril de color
blanco plateado.
Tras quitarse parsimoniosamente la capucha, el humano echó una mirada primero,
al elfo y, a continuación, a Drizzt.
—Tu reputación te precede, maestro Do'Urden —dijo—. ¿A qué debemos el
honor de tu presencia?
—Honor, extraña palabra —replicó Drizzt—. Más aún cuando sale de los labios
de alguien dispuesto a usar la capucha negra.
Un enano que estaba al lado de la carreta se puso tenso e incluso dio un paso
adelante, pero lo frenó el brazo del tipo de la barba rojiza.
El humano carraspeó, incómodo, y arrojó la capucha al interior de la carreta que
tenía detrás.
—¿Te refieres a eso? Es algo que encontramos por el camino.
¿Tiene algún significado para ti?
—No más que el significado que atribuyo al hábito que tan respetuosamente
plegaste y besaste.
Eso atrajo otra vez la atención hacia el elfo, que, como pudo observar Drizzt, se
estaba desplazando levemente hacia un lado, por detrás de una línea dibujada en la
tierra con un polvo reluciente. Cuando Drizzt fijó más netamente su atención en el
humano, notó que el semblante del hombre había experimentado un cambio: la
fingida inocencia había dado paso a una clara expresión de desdén.
—Un hábito que tú mismo deberías lucir —dijo el hombre con osadía—, para
honrar al rey Bruenor Battlehammer, cuyas hazañas…
—No menciones ese nombre —lo interrumpió Drizzt—. Tú no sabes nada de
Bruenor, de sus proezas ni de sus opiniones.
—Sé que él no era amigo de…
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—No sabes nada —insistió Drizzt, esa vez con más firmeza.
—¡Lo que se cuenta de Shallows! —bramó uno de los enanos.
—Yo estaba allí —le recordó Drizzt, haciendo callar al necio.
El humano escupió en el suelo.
—Un héroe en otros tiempos, ablandado ahora —musitó—, y nada menos que
con los orcos.
—Es posible —respondió Drizzt, y en un abrir y cerrar de ojos las cimitarras
aparecieron en sus manos de piel negra para sorpresa de todos—, pero no me he
ablandado con los salteadores de caminos ni con los asesinos.
—¿Asesinos? —retrucó el humano, incrédulo—. ¿Asesinos de orcos?
No había acabado aún de hablar cuando el enano situado al lado de la carreta se
abrió paso, a pesar del brazo de su compañero de la barba rojiza, y adelantando la
mano lanzó el hacha, que salió girando por los aires en dirección al drow.
Drizzt dio un paso a un lado y con facilidad esquivó el ataque nada sorprendente,
pero no contentándose con dejar que el proyectil siguiera su vuelo de modo
inofensivo y viendo a un segundo enano que cargaba contra él por la izquierda, puso
su cimitarra Muerte de Hielo en la trayectoria del hacha. A continuación, retrajo la
hoja cuando entró en contacto con el proyectil para absorber el impacto. Con un giro
de muñeca, interpuso la hoja de la cimitarra en el camino de la cabeza del hacha y, sin
solución de continuidad, giró sobre sí mismo en sentido contrario e imprimió a
Muerte de Hielo un movimiento circular que lanzó el hacha sobre el enano atacante.
El guerrero de voz cavernosa alzó su escudo para bloquear las torpes espirales del
hacha, que dio un sonoro golpe contra la rodela de madera y rebotó hacia un lado.
Pero también decayó el gruñido decidido del enano cuando al volver a bajar el escudo
se encontró con que su objetivo había desaparecido de la vista.
Drizzt, ampliada su velocidad gracias a un par de ajorcas mágicas, había
coordinado su huida con el ascenso del escudo del enano. Sólo había dado algunos
pasos, pero sabía que eran suficientes para confundir al obstinado enano. En el último
momento, éste reparó en él y, frenando con un patinazo, lanzó un débil golpe de revés
con su maza de guerra.
Pero Drizzt estaba en el interior del arco de la maza, y golpeó el mango con una
hoja, lo que debilitó el ya escaso impulso del golpe. Golpeó más fuerte con la
segunda hoja en el pliegue que había entre el pesado guantelete del enano y su
muñequera de metal. La maza salió volando, y el enano, con un aullido de dolor, se
cogió la muñeca rota y sangrante.
De un salto, Drizzt se plantó encima de su hombro, le dio un puntapié en la cara a
modo de precaución y se apartó con otro salto; entonces, cargó contra el enano de la
barba rojiza y el que había arrojado el hacha, que a su vez cargaban contra el elfo
oscuro velozmente.
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Desde atrás, el humano los animaba, aunque sin participar, lo que reafirmó la
sospecha que ya albergaba Drizzt sobre su valor, o sobre la falta de él.
El doble movimiento y la arremetida de Drizzt hicieron que los dos enanos se
pararan en seco, y el drow acometió con furia, girando las dos cimitarras una por
encima de la otra y golpeando desde ángulos diferentes. El que había arrojado el
hacha, con otra hacha pequeña en la mano, también sostenía un escudo, con lo cual
conseguía parar los golpes con más eficacia; pero el pobre tipo de la barba rojiza sólo
podía interponer su gran maza con movimientos en diagonal, modificando el ángulo
furiosamente para responder a la avalancha de golpes. Recibió media docena de
golpes y tajos a los que respondió con gruñidos y aullidos, y sólo la presencia de su
compañero, y de todos los que estaban alrededor reclamando la atención del drow,
evitó que resultara malherido o muerto en el acto, ya que Drizzt no podía rematar sus
ataques sin exponerse a los contraataques de los compañeros del enano.
Cuando el impulso inicial se agotó, el drow retrocedió. Con su característica
tozudez, los dos enanos avanzaron. El de la barba rojiza, con las manos sangrando y
un dedo colgando apenas de un hilo de piel, intentó un golpe descendente directo. Su
compañero se volvió a medias para abrir la marcha con su escudo y tomar impulso
para lanzar un golpe horizontal que, sin rozar a su compañero, alcanzase a Drizzt de
izquierda a derecha.
La impresionante coordinación del ataque imponía, o bien una retirada rápida y
sin tapujos, o una compleja parada en dos ángulos, y normalmente, Drizzt se habría
limitado a aprovechar su velocidad superior para ponerse fuera de alcance.
Sin embargo, se dio cuenta de que el enano de la barba rojiza sujetaba el arma de
una manera precaria, y al fin y al cabo, él era un drow que había pasado toda su
juventud aprendiendo a ejecutar exactamente ese tipo de defensas de ángulo múltiple.
Se protegió con la cimitarra de la izquierda, alzó la mano y giró la hoja hacia
abajo para interceptar el golpe de lado, mientras que, cruzando la mano derecha por
encima de la izquierda, con la cimitarra horizontal, bloqueó el golpe descendente.
Cuando la maza de trayectoria transversal tomó contacto con su acero, Drizzt
empujó con la mano hacia adelante y giró la cimitarra para desviar el arma del enano
hacia abajo, lo que posibilitó que diera medio paso a la izquierda y se alineara así más
plenamente con el golpe desde arriba del otro. Cuando tomó contacto con esa arma,
había recuperado del todo el equilibrio, con los pies firmemente asentados por debajo
de los hombros.
Se puso en cuclillas para evitar el golpe descendente del arma y, a continuación,
se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas.
La mano del enano, gravemente herida, no pudo aguantar la embestida, y el
movimiento del drow obligó al diminuto guerrero a ponerse de puntillas para seguir
sosteniendo apenas el arma.
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Drizzt se volvió hacia la derecha al incorporarse, y con un súbito y poderoso
movimiento oblicuo, obligó al arma del enano a desplazarse hacia la derecha,
poniéndola en el camino de retorno del otro enano. Cuando los dos se enredaron,
Drizzt se retiró y realizó un giro invertido sobre la punta del pie izquierdo; dio una
vuelta completa y lanzó a la espalda del enano de la barba rojiza una patada circular
que lo estampó contra su compañero. La gran maza salió volando, seguida por el
enano, mientras el otro apartaba un hombro y colocaba el escudo en ángulo para
guiarlo hacia un lado.
—¡Blanco seguro! —El grito llegaba desde un lado y llamó la atención de Drizzt,
que al parar en seco y volverse vio al elfo, que sostenía una pesada ballesta con la que
lo apuntaba.
Drizzt lanzó un grito y se abalanzó contra el elfo; hizo una voltereta hacia
adelante al mismo tiempo que giraba el cuerpo, de modo que aterrizó con un paso
oblicuo y cerró rápidamente la distancia.
Chocó, entonces, con un muro invisible, como era de esperar, ya que se dio
cuenta de que la ballesta no había sido más que una estratagema y que ningún
proyectil podría haber atravesado aquella mágica barrera invisible.
Drizzt rebotó en la barrera y cayó sobre una rodilla, con movimientos
convulsivos. Intentó ponerse de pie, pero dio la impresión de que se tambaleaba,
aparentemente mareado.
Oyó a los enanos que cargaban contra él por la espalda, convencidos al parecer de
que no había posibilidad alguna de que se recuperara a tiempo para evitar el mortífero
ataque que le tenían preparado.
—Y todo por los orcos, Drizzt Do'Urden —oyó decir al elfo, mago de profesión,
y vio que aquella criatura esbelta meneaba la cabeza con desánimo mientras dejaba
caer a un lado la ballesta—. Un fin poco honorable para alguien de tu reputación.
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—¿Porque él es humano? —bramó Obould, mientras los demás orcos presentes
en la pequeña casa se apartaban temerosos—. ¿Un ser más elevado? ¿Porque tú, una
simple orca, has sido aceptada por ese Handel Aviv y los de su especie? ¿Te has
elevado por encima de los de tu raza por esta unión, Taugmaelle del clan Bignance?
—¡No, mi rey! —farfulló Taugmaelle con los ojos llenos de lágrimas—. No, claro
que no, nada de eso…
—¡Handel Aviv es el afortunado! —declaró Obould.
—Lo que yo…, lo que yo quería decir es que lo amo, mi rey —dijo Taugmaelle
con apenas un hilo de voz.
La sinceridad de esa declaración era tan obvia que, de no haber bajado otra vez la
vista al suelo, Taugmaelle habría notado que el joven rey orco se movía de forma
incómoda y su enfado desaparecía.
—Por supuesto —respondió Obould después de un momento—. Entonces, los
dos sois afortunados.
—Sí, mi rey.
—Pero nunca te consideres inferior —le advirtió el monarca—. Eres orgullosa.
Perteneces a los orcos, a los orcos de Muchas Flechas. Es Handel Aviv el que se
eleva con esta unión. Nunca debes olvidar eso.
—No, mi rey.
Obould paseó una mirada por la pequeña habitación, observando los rostros de
sus electores. Dos de ellos lo miraban con la boca abierta, como si no tuvieran idea de
cómo reaccionar ante su inesperada aparición, y varios otros inclinaban la cabeza en
señal de respeto.
—Eres una novia hermosa —volvió a decir el rey—. Una digna representante de
todo lo bueno del reino de Muchas Flechas. Ve con mi bendición.
—Gracias, mi rey —respondió Taugmaelle.
Pero Obould apenas la oyó, pues ya se había dado la vuelta y se dirigía hacia la
puerta. Se sentía un poco tonto por su reacción excesiva, sin duda, pero no dejaba de
recordarse que sus sentimientos no habían estado exentos de mérito.
—Esto es bueno para nuestro pueblo —dijo Taska Toill, el consejero de la corte
de Obould—. Cada uno de estos enlaces interraciales refuerza ese mensaje que es
Obould. Y que esta unión se consagre en el antiguo Bosque de la Luna no es nada
desdeñable.
—El avance es lento —se lamentó el rey.
—No hace tantos años, nos cazaban y mataban —le recordó Taska—. Guerras
interminables. Conquistas y derrotas. Ha sido todo un siglo de progreso.
Obould asintió; sin embargo, casi para sus adentros, afirmó:
—Nos siguen persiguiendo.
Y aunque no lo dijo, pensó que peores eran las afrentas de aquellos que se decían
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amigos de Muchas Flechas, que los defendían con cierto aire de superioridad,
sintiendo una voz interna que alababa su magnanimidad al tender la mano y defender
incluso la causa de criaturas tan inferiores. Las gentes de la Marca Argéntea a
menudo perdonaban a un orco por conductas que no aceptarían entre los suyos, y eso
hería a Obould todavía más que esos elfos, enanos y humanos que abiertamente
despreciaban a su pueblo.
Drizzt miró la sonrisa de superioridad del mago elfo. Cuando el drow también
sonrió, e incluso le hizo un guiño, la cara del elfo perdió toda expresividad.
Una décima de segundo más tarde, el elfo dio un grito y salió volando.
Guenhwyvar, con sus trescientos kilos de potencia felina, saltó sobre él, se lo llevó
lejos y lo volvió a depositar en el suelo.
Uno de los enanos que cargaban contra Drizzt lanzó un gritito de sorpresa, pero a
pesar de la revelación de la pantera, ninguno de los enanos atacantes estaba ni
remotamente preparado para que el supuestamente pasmado Drizzt girara en redondo
y apareciera ante ellos totalmente consciente y equilibrado. Cuando se dio la vuelta,
un revés de Centella, la cimitarra que llevaba en la mano izquierda, le rebanó la mitad
de la barba rojiza a uno de los enanos que atacaba con desgana, con la pesada arma
por encima de su cabeza. De todos modos, trató de golpear a Drizzt, pero dio una
vuelta descontrolada y se tambaleó, conmocionado y presa de un dolor lacerante. Su
propio impulso lo llevó hacia adelante, donde la cimitarra, que ya le salía al
encuentro desde el otro lado, lo alcanzó a la altura de las muñecas.
La gran maza salió volando. El duro enano bajó los hombros en un intento de
pillar a su enemigo, pero Drizzt era demasiado ágil y no tuvo más que desplazarse
hacia un lado retrasando el pie izquierdo para que tropezara con él el enano, que se
partió el cráneo contra el muro mágico.
Su compañero no tuvo mejor suerte. Cuando Centella dio un tajo transversal en
su camino de vuelta, el enano consiguió ponerse de pie y se volvió para alinear el
escudo, mientras preparaba su arma para un golpe contundente. La segunda hoja de
Drizzt, sin embargo, atacó después del revés, y el drow giró hábilmente la muñeca
hacia arriba para que la curva hoja de la cimitarra pasara por encima del borde del
escudo, y se lanzó a golpear el brazo retraído del arma justo donde el bíceps se une
con el hombro. El enano, cuyo movimiento ya estaba demasiado avanzado para
detenerlo del todo, se lanzó hacia adelante y con su propio impulso ayudó a que la
cimitarra se hundiera más a fondo en su carne.
Hizo un alto, aulló y dejó caer el hacha. Observó a su compañero, que se alejaba
dando tumbos. Llegó entonces una andanada cuando el mortífero drow se cuadró ante
él. A diestro y siniestro, las cimitarras asestaban golpes, adelantándose siempre a los
intentos patéticos del enano de interponer su escudo. Quedó lleno de marcas y de
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cortes, hasta afeitado, bajo el embate de las puntas y los filos de las dos espadas que
se abrían camino a través de sus defensas. Todos los golpes hacían daño, pero
ninguno era mortal.
Sin embargo, no podía recuperar el equilibrio ni organizar una defensa creíble, ni
aferrarse a nada capaz de contrarrestar el ataque, como no fuera su escudo. El drow lo
superaba con facilidad, y mientras se ladeaba a la derecha del enano consiguió
superar la defensa del escudo y le dio un golpe en la sien con la empuñadura de la
cimitarra. Continuó con un fuerte gancho de izquierda mientras completaba la vuelta,
y el sorprendido enano ya no ofreció la menor resistencia cuando puño y empuñadura
a un tiempo lo golpearon en plena cara.
Dio dos pasos vacilantes hacia un lado y cayó al suelo.
Drizzt no se detuvo a confirmar el efecto, porque al volverse hacia el otro lado
vio que el primer enano al que había herido se estaba poniendo de pie y se alejaba
dando tumbos. Unas cuantas zancadas le bastaron a Drizzt para alcanzarlo y darle un
tajo con la cimitarra en la parte trasera de las piernas. La vapuleada criatura lanzó un
grito y, vacilante, dio con sus huesos en el suelo.
Una vez más, Drizzt miró más allá del que estaba cayendo, ya que los dos
miembros restantes del grupo se estaban retirando a toda prisa. El drow preparó a
Taulmaril y le colocó una flecha, que cogió de la aljaba encantada que llevaba a la
espalda. Apuntó al centro del cuerpo del enano, pero tal vez por deferencia al rey
Bruenor —o a Thibbledorf o a Dagnabbit, o a cualquiera de los demás enanos nobles
y fieros que había conocido décadas atrás—, bajó el ángulo y disparó. Como un
relámpago, la flecha mágica atravesó el aire y se fue a clavar en la parte carnosa del
muslo del pobre enano, que se tambaleó con un grito y cayó.
Drizzt preparó otra flecha y movió el arco hasta tener en el punto de mira al
humano, cuyas piernas más largas lo habían llevado más lejos. Apuntó y tensó el
arma, pero se abstuvo de disparar cuando vio que el hombre, presa de una repentina
sacudida, se tambaleaba.
Se mantuvo de pie apenas un momento y después se desplomó, y por el modo de
caer, Drizzt supo que estaba muerto antes de que llegara al suelo.
El drow miró por encima del hombro y vio a los tres enanos heridos que
luchaban, pero sin esperanza, y al mago elfo todavía sujeto por la feroz Guenhwyvar.
Cada vez que el pobre elfo se movía, Guenhwyvar lo sofocaba poniéndole la pataza
encima de la cara.
Cuando Drizzt volvió a mirar, los asesinos del humano estaban a la vista. Un par
de elfos procedían a recoger al enano alcanzado por la flecha, mientras otro se dirigía
al hombre muerto y dos más se acercaban a Drizzt, uno montado en un corcel de
blancas alas, el pegaso llamado Amanecer. El arnés, las bridas y la silla de montar
estaban adornados con campanillas que tintineaban dulcemente —¡vaya ironía!—,
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mientras los jinetes avanzaban a buen paso hacia el drow.
—Lord Hralien —lo saludó Drizzt con una reverencia.
—Bien hallado, y bien hecho, amigo mío —dijo el elfo que gobernaba la antigua
extensión de Glimmerwood, a la que los elfos seguían llamando Bosque de la Luna.
Miró en derredor y asintió con un gesto de aprobación—. Los Jinetes de la Noche han
recibido otro buen golpe —dijo, usando el nombre que daban todos los elfos a los
vigilantes asesinos de orcos, pues se negaban a utilizar una expresión tan honorable
como Casin Cu Calas para una banda a la que tanto aborrecían.
—Uno de los muchos que nos harán falta, me temo, ya que sus filas no parecen
mermadas —respondió Drizzt.
—Últimamente, se los ve más —coincidió Hralien, y desmontó para quedarse de
pie ante su viejo amigo—. Los Jinetes de la Noche están tratando de sacar ventaja al
malestar reinante en Muchas Flechas. Saben que el rey Obould IV está en una
posición de debilidad —suspiró el elfo—, como parece estar siempre y como siempre
parecieron estarlo sus predecesores.
—Tiene aliados además de enemigos —dijo Drizzt—, más de los que tenía el
primero de su estirpe, sin la menor duda.
—Y puede ser que más enemigos —replicó Hralien.
Drizzt no podía desmentirlo. Muchas veces a lo largo del último siglo, el reino de
Muchas Flechas había pasado por épocas tumultuosas, la mayor parte de las veces,
como todavía ocurría, propiciadas por la rivalidad entre los orcos. Los antiguos cultos
de Gruumsh el tuerto no habían prosperado bajo el reinado de los Obould, pero
tampoco habían sido plenamente erradicados.
Según los rumores, otro grupo de chamanes, siguiendo las antiguas formas de
guerra de los goblins, estaban creando malestar y tramando contra el rey que osaba
ejercer la diplomacia y el comercio con los reinos circundantes de los humanos, los
elfos e incluso los enanos, los enemigos más proverbiales y odiados de los orcos.
—No has matado a ninguno de ellos —señaló Hralien, echando una mirada a sus
guerreros, que estaban recogiendo a los cinco Jinetes de la Noche heridos—. ¿No
ansias hacerlo, Drizzt Do'Urden? ¿No atacas con contundencia cuando se trata de
defender a los orcos?
—Son apresados para ser sometidos a un juicio justo.
—Sometidos por otros.
—Éste no es mi territorio.
—No permitirías que lo fuera —dijo Hralien con una sonrisa hosca que no
llegaba a ser acusadora—. Quizá los recuerdos de un drow sean largos.
—No lo son más que los de un elfo de la luna.
—Mi flecha alcanzó antes al hombre. Y mortalmente. Puedes estar seguro.
—Porque tú combates ferozmente contra esos recuerdos mientras yo trato de
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mitigarlos —replicó Drizzt sin vacilar, dejando a Hralien de una pieza. Si el elfo, por
sorprendido que estuviera, se sintió ofendido, no lo demostró.
—Algunas heridas necesitan más de un siglo para cerrarse —prosiguió Drizzt,
mirando ora a Hralien, ora a los Jinetes de la Noche capturados—. Heridas sentidas
muy hondamente por algunos de estos cautivos, tal vez, o por el abuelo del abuelo
que yace muerto en aquel campo.
—¿Y qué me dices de las heridas dejadas por Drizzt Do'Urden, que batalló contra
el rey Obould en el ataque inicial del orco a la Columna del Mundo —preguntó
Hralien—, antes del asentamiento de su reino y del Tratado del Barranco de Garumn?
¿O que volvió a combatir contra Obould III en la gran guerra en el Año del Claustro
Solitario?
Drizzt asentía ante cada palabra, incapaz de desmentirlas. En gran medida había
hecho la paz con los orcos de Muchas Flechas, pero a pesar de todo habría sido
mentir no reconocer que sentía cierta culpa al batallar contra aquellos que se habían
negado a poner fin a las guerras antiguas y las antiguas costumbres, y habían seguido
combatiendo contra los orcos, en una guerra en la que Drizzt había participado en un
tiempo, y con ferocidad.
—Una caravana de mercaderes de Mithril Hall fue obligada a volverse desde
Cinco Colmillos —dijo Hralien, cambiando tanto de tema como de tono—. Un
informe similar nos llega desde Luna Plateada, donde a una de las caravanas se le
impidió la entrada hacia Muchas Flechas en la Puerta de Ungoor, al norte de Nesme.
Es una flagrante violación del tratado.
—¿La respuesta del rey Obould?
—No estamos seguros de que haya tenido noticia siquiera de los incidentes. Pero
la haya tenido o no, lo que parece es que sus rivales chamanes han difundido su
mensaje de los usos de antaño mucho más allá de la fortaleza de Flecha Oscura.
Drizzt asintió.
—El rey Obould necesita tu ayuda, Drizzt —dijo Hralien—. Ya liemos pasado
antes por esto.
Drizzt asintió, aceptando con resignación la verdad innegable de esas palabras. En
ocasiones sentía que el camino que transitaba no era una línea recta hacia el progreso,
sino una senda circular, un bucle inútil. Dejó que se desvaneciera esa idea negativa y
se recordó lo mucho que había avanzado la región, y eso en un mundo enloquecido
por la Spellplague o plaga mágica. Había pocos lugares en todo Faerun que pudieran
jactarse de ser más civilizados que la Marca Argéntea, y eso se debía en gran parte al
valor del que podía enorgullecerse toda una estirpe de reyes orcos de nombre Obould.
Sus recuerdos de aquella época del auge del imperio de Netheril, el advenimiento
de los aboleths y la unión discordante y desastrosa de dos mundos, con la perspectiva
de los cien años transcurridos, hicieron pensar a Drizzt en otra situación muy
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parecida a la que ahora se presentaba. Recordó la expresión en el rostro de Bruenor,
la de mayor incredulidad que había visto en su vida, cuando le ofreció al enano su
sorprendente asesoramiento y sus asombrosas recomendaciones.
Casi podía oír el bramido de protesta.
—¡Has perdido la razón, maldito elfo de orejas puntiagudas y cabeza de orco!
Del otro lado de la barrera mágica, el elfo gritó y Guenhwyvar gruñó, y cuando
Drizzt miró, pudo ver al mago que tozudamente trataba de zafarse mientras
Guenhwyvar le ponía una pataza en la espalda y lo empujaba otra vez hacia el suelo.
El elfo se retorció para evitar las garras extensibles.
Hralien empezó a llamar a sus camaradas, pero Drizzt alzó la mano para
detenerlos. Podría haber rodeado la pared invisible, pero en lugar de eso dio un salto
en el aire hasta colocarse al lado y alargó la mano lo más alto que pudo. Sus dedos se
deslizaron por encima de la barrera y se sujetó al borde superior. A continuación, el
drow se colocó de espaldas contra la superficie invisible y se estiró para sujetarse
también con la otra mano. Un impulso y una voltereta lo catapultaron por encima de
la pared y aterrizó ágilmente al otro lado.
Después de haber ordenado a Guenhwyvar que se apartara, cogió al mago por la
ropa y lo obligó a ponerse de pie. Era joven, como Drizzt había supuesto. Mientras
algunos elfos y enanos de más edad incitaban al Casin Cu Calas, los miembros más
jóvenes, de espíritu fogoso y llenos de odio, eran el brazo más brutal del movimiento.
El elfo, intransigente, lo miró con odio.
—Serías capaz de traicionar a tu especie —le lanzó a la cara.
Drizzt enarcó las cejas con gesto inquisitivo, y sujetó con más fuerza al elfo por la
camisa.
—¿Mi propia especie?
—Peor aún —le espetó el otro—: traicionarías a los que dieron cobijo y
ofrecieron su amistad al errante Drizzt Do'Urden.
—No —dijo simplemente.
—¡Eres capaz de atacar a elfos y enanos por los orcos!
—Quiero que imperen la ley y la paz.
El elfo le lanzó una carcajada burlona.
—Hay que ver —dijo, sacudiendo la cabeza—. El que fue en otro tiempo un gran
explorador poniéndose del lado de los orcos.
Drizzt le obligó a mirarlo, dando fin a su alegría, y de un empujón lo empotró
contra la pared mágica.
—¿Tanto ansias la guerra? —preguntó el drow con su cara casi tocando la del
elfo—. ¿Ansias oír los gritos de los moribundos que yacen indefensos en los campos
entre filas y filas de cadáveres? ¿Alguna vez has presenciado eso?
—¡Orcos! —dijo el elfo con desprecio.
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Drizzt lo agarró con ambas manos, tiró de él hacia adelante y lo empotró de
nuevo contra la pared. Hralien lo llamó, pero el elfo oscuro casi no lo oía.
—He hecho incursiones más allá de la Marca Argéntea —dijo Drizzt—. ¿Las has
hecho tú? He presenciado la caída de la otrora orgullosa Luskan, y con ella, la muerte
de un queridísimo amigo cuyos sueños yacen hechos pedazos junto a los cuerpos de
cinco mil víctimas. He visto incendiarse y caer la mayor catedral del mundo. He sido
testigo de las esperanzas del buen drow, la caída de los seguidores de Eilistraee. Pero
¿dónde están ahora todos ellos?
—Hablas con acert… —empezó a decir el elfo, pero Drizzt lo volvió a golpear
contra el muro invisible.
—¡Se han ido! —gritó Drizzt—. Se han ido, y con ellos las esperanzas de un
mundo pacífico y amable. He visto cómo rutas antes seguras eran engullidas por la
maleza, y he estado en docenas y docenas de comunidades que nunca llegarás a
conocer. ¡Han desaparecido por la plaga mágica o por cosas peores! ¿Dónde están los
benévolos dioses? ¿Dónde refugiarse del tumulto de un mundo que se ha vuelto loco?
¿Dónde están las luces para abrirse paso en la oscuridad?
Hralien había rodeado la pared y ahora estaba junto a Drizzt. Le puso una mano
en el hombro, pero sólo consiguió una breve pausa en el discurso. Drizzt le dirigió
una mirada antes de volver al elfo capturado.
—Esas luces de esperanza están aquí —dijo Drizzt a los dos elfos—, en la Marca
Argéntea. Y si no están aquí, no están en ninguna parte. ¿Elegimos la paz, o elegimos
la guerra? Si lo que buscas es la guerra, necio elfo, márchate de estas tierras.
Encontrarás muerte a raudales, te lo aseguro. Encontrarás ruinas donde antes se
alzaban orgullosas ciudades. Encontrarás campos llenos de osamentas barridas por el
viento, o tal vez los restos de un hogar aislado donde antes florecía todo un pueblo.
—Y en esos cien años de caos, ante el advenimiento de la oscuridad, pocos han
escapado a la vorágine de la destrucción.
Pero nosotros hemos prosperado. ¿Puedes decir lo mismo de Thay? ¿De
Mulhorand? ¿De Sembia? Dices que traiciono a los que me ofrecieron su amistad,
pero fue la visión de un enano excepcional y de un orco excepcional la que construyó
esta isla en medio de un océano arrollador.
Aunque ahora se lo veía más acobardado, el elfo hizo ademán de hablar otra vez,
pero Drizzt lo apartó de la pared y lo volvió a golpear contra ella, esa vez con más
fuerza todavía.
—Te dejas llevar por el odio y por tus ansias de aventura y de gloria —le dijo el
drow—. Porque no sabes. ¿O es que no te importa que tus hazañas vayan dejando
miseria a espuertas tras de ti?
Drizzt meneó la cabeza y arrojó al elfo a un lado, donde lo cogieron dos de los
guerreros de Hralien, que se lo llevaron.
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—Detesto todo esto —reconoció en voz baja cuando se quedó a solas con Hralien
para que nadie más pudiera oírlo—. Es un noble experimento que ya dura cien años y,
sin embargo, todavía no tenemos respuestas.
—Ni opciones —respondió Hralien—, excepto las que tú mismo has descrito. El
caos acecha, Drizzt Do'Urden, desde dentro y desde fuera.
Drizzt volvió los ojos color lavanda para observar la partida de los elfos y de los
enanos cautivos.
—Debemos resistir, amigo mío —dijo Hralien y, tras palmear a Drizzt en el
hombro, se alejó.
—Ya no estoy seguro de saber qué significa eso —admitió Drizzt entre dientes,
tan bajo que nadie pudo oírlo.
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LA BÚSQUEDA DE UNA VERDAD SUPERIOR
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LA BÚSQUEDA DE UNA VERDAD SUPERIOR
Una de las consecuencias de vivir una vida que se extiende a lo largo de siglos y
no de décadas es la maldición ineludible de ver continuamente el mundo con los ojos
de un historiador.
Y digo «maldición» —cuando a decir verdad creo que se trata de una bendición
— porque cualquier esperanza de presciencia requiere un cuestionamiento
permanente de lo que es y una creencia profundamente arraigada en la posibilidad
de lo que puede ser. Para ver los acontecimientos como podría hacerlo el historiador,
necesito una aceptación de que mis propias reacciones iniciales, viscerales, ante
acontecimientos aparentemente trascendentales pueden ser equivocadas, de que mi
instinto primario y mis propias necesidades emocionales tal vez no soporten la luz de
la razón en una visión más vasta, o incluso de que esos acontecimientos, tan
trascendentales a la luz de mi experiencia personal, quizá no lo sean en un mundo
más amplio y en el transcurrir largo y lento del tiempo.
¡Cuántas veces he visto que mi primera reacción se basa en medias verdades y en
percepciones sesgadas! ¡Cuántas veces he visto mis expectativas totalmente
contrariadas o desplazadas cuando los acontecimientos han llegado a su pleno
desarrollo!
Porque la emoción nubla la racionalidad, y se necesitan muchas perspectivas
para la realidad plena. Ver los acontecimientos actuales con ojos de historiador
consiste en tener en cuenta todas las perspectivas, incluso las del enemigo. Consiste
en conocer el pasado y usar la historia pertinente como una horma para las
expectativas. Consiste, por encima de todo, en sobreponer la razón al instinto, en
negarse a demonizar lo que uno odia y, más que nada, en aceptar la propia
falibilidad.
Y vivo, pues, sobre arenas movedizas, donde los absolutos se diluyen con el paso
de las décadas. Sospecho que es una extensión natural de una existencia en la que he
hecho trizas las ideas preconcebidas de mucha gente. A cada extraño que llega a
aceptarme por lo que soy y no por lo que espera que sea, le remuevo las arenas bajo
los pies. Sin duda, es una experiencia de crecimiento para ellos, pero todos somos
criaturas que nos guiamos por rituales y por hábitos, y por las nociones reconocidas
de lo que es y de lo que no es. Cuando la auténtica realidad se cruza con esas
expectativas hechas carne —¡cuando te tropiezas con un buen drow!—, se produce
una disonancia interna, tan incómoda como un sarpullido primaveral.
Da libertad el hecho de ver el mundo como un cuadro que se está pintando y no
como una obra terminada, pero hay veces, amigo mío…
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Hay veces.
Como ésta que tengo ahora ante mí, con Obould y sus miles de orcos acampados
antes las mismísimas puertas de Mithril Hall. En el fondo de mi corazón, lo que
deseo es otra tentativa contra el rey orco, otra oportunidad de atravesar con mi
cimitarra su piel amarillo-grisácea. Ansío borrar esa expresión de superioridad de
su fea cara, enterrarla bajo una efusión de su propia sangre. Quiero hacerle daño,
hacérselo por Shallows y por todas las demás ciudades arrasadas por el paso de los
orcos. Quiero que sienta el dolor que ocasionó a Shoudra Stargleam, a Dagna y a
Dagnabbit, y a todos los enanos y demás criaturas que yacen muertas en el campo de
batalla que él creó.
¿Volverá a caminar bien Catti-brie? Eso también es culpa de Obould.
Y por todo eso, maldigo su nombre, y recuerdo con alegría aquellos momentos de
represalia que Innovindil, Tarathiel y yo nos tomamos contra el odioso rey orco.
Volver a atacar a un enemigo invasor es realmente catártico.
Eso no puedo negarlo.
Y sin embargo, en momentos en los que impera la razón, cuando me siento con la
espalda contra la ladera de una montaña y contemplo todo lo que Obould ha hecho
posible no puedo por menos que dudar.
De todo, me temo.
Vino al frente de un ejército, uno que trajo dolor y sufrimiento a muchas personas
a lo largo y ancho de esta tierra a la que considero mi hogar. Pero su ejército ha
detenido la marcha, al menos por ahora, y hay signos evidentes de que Obould busca
algo más que pillajes y victorias.
¿Propende a la civilización?
¿Es posible que vayamos a ser testigos de un cambio monumental en la
naturaleza de la cultura orca? ¿Es posible que Obould haya establecido una
situación, lo pretendiera o no en un primer momento, en que los intereses de los
orcos y de todas las otras razas de la región confluyan en una relación de beneficio
mutuo?
¿Es posible? ¿Es al menos concebible?
¿Estoy traicionando a los muertos por pensar semejante cosa?
¿O acaso prestemos un servicio a los muertos si yo, si todos nosotros, nos
sobreponemos a un ciclo de venganza y de guerra, y encontramos dentro de nosotros
—orcos y enanos, humanos y elfos— una base común sobre la cual construir una era
de mayor paz?
Durante más tiempo del que pueden recordar ni siquiera los elfos más viejos, los
orcos han guerreado con las razas «bien parecidas». Con todas las victorias —y son
incontables— y todos los sacrificios, ¿acaso son los orcos menos populosos de lo que
eran hace milenios?
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Creo que no, y eso evoca el fantasma de un conflicto irresoluble. ¿Estamos
condenados a repetir estas guerras, generación tras generación, interminablemente?
¿Estamos todos —elfos y enanos, humanos y orcos— condenando a nuestros
descendientes a la misma miseria, al dolor del acero invadiendo la carne?
No lo sé.
Y sin embargo, nada deseo más que deslizar mi acero entre las costillas del rey
Obould Muchas Flechas para gozar con la mueca de agonía en sus labios
atravesados por los colmillos; para ver cómo se apaga la luz en sus ojos amarillos,
inyectados en sangre.
Pero ¿qué dirán de Obould los historiadores? ¿Será el orco que interrumpe, por
mucho tiempo, este ciclo de guerra permanente? ¿Ofrecerá, a sabiendas o no, a los
orcos un camino hacia una vida mejor, un camino que puedan recorrer —al principio
de mala gana, por supuesto— en pos de botines mayores que los que podrían
encontrar en el extremo de una brutal lanza?
No lo sé.
Y de ahí mi angustia.
Espero que estemos en el umbral de una gran era, y que en el fondo del carácter
orco se encienda la misma chispa, las mismas esperanzas y sueños que guían a los
elfos, los enanos, los humanos, los halflings y todos los demás. He oído decir que la
esperanza universal del mundo es que nuestros hijos encuentren una vida mejor que
la nuestra.
¿Está ese principio rector de la propia civilización dentro de la composición
emocional de los goblins? ¿O acaso Nojheim, ese esclavo goblin tan atípico al que
conocí en una época, era simplemente una anomalía?
¿Es Obould un visionario o un oportunista?
¿Es esto el comienzo del verdadero progreso para la raza de los orcos, o una
empresa imposible para todo el que, incluido yo mismo, quisiera verlos a todos
muertos?
Porque reconozco que no lo sé, debo tomarme un tiempo para pensarlo. Si cedo a
las aspiraciones de mi vengativo corazón, ¿cómo verán los historiadores a Drizzt
Do'Urden?
¿Me incluirán en el grupo de aquellos héroes que, antes de mí, ayudaron a frenar
el embate de los orcos y cuyos nombres son tan honrados? Si Obould está llamado a
liderar a los orcos en una empresa no conquistadora sino civilizadora, y yo soy la
mano que lo abate, entonces qué equivocados estarán esos historiadores que quizá
no vean las posibilidades que yo veo concretarse ante mí.
Tal vez sea un experimento. Tal vez sea un gran paso a lo largo de un camino que
vale la pena recorrer.
O tal vez yo esté equivocado, y Obould sólo busque dominio y sangre, y los orcos
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carezcan del sentido del bien común y de aspiraciones de un camino mejor, a menos
que ese camino atraviese las tierras de sus mortales y eternos enemigos.
Pero me he tomado un tiempo para pensar.
Es así que espero, y observo, pero sin apartar las manos de mis espadas.
DRIZZT DO'URDEN
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CAPÍTULO 1
El mismo día en que Drizzt e Innovindil se pusieron en marcha hacia el este para
encontrar el cuerpo de Ellifain, Catti-brie y Wulfgar atravesaron el Surbrin en busca
de la hija perdida de Wulfgar. Sin embargo, su viaje sólo duró un par de días, pues los
hicieron desistir los vientos fríos y los cielos encapotados de una tremenda tormenta
invernal. La pierna herida de Catti-brie hacía que la pareja no pudiese confiar en
moverse lo bastante de prisa como para superar el frente que se avecinaba, de ahí que
Wulfgar desistiera de continuar. Colson estaba a salvo, al decir de todos, y Wulfgar
confiaba en que la senda no se helara durante el retraso, ya que en la Marca Argéntea
prácticamente todos los viajes se interrumpían en los meses de helada. Superando las
objeciones de Catti-brie, los dos volvieron a atravesar el Surbrin y regresaron a
Mithril Hall.
El mismo frente de tormenta inutilizó poco después el transbordador, que quedó
fuera de servicio durante los diez días siguientes. Ya estaban en el corazón del
invierno, más cerca de la primavera que del otoño. El Año de la Magia Desatada
había llegado.
Catti-brie tenía la sensación de que el frío penetrante se había instalado para
siempre en su cadera y su pierna heridas, y no experimentaba gran mejoría en su
movilidad. No obstante, no quería aceptar una silla con ruedas como la que habían
hecho los enanos para el impedido Banak Buenaforja, y no quería ni oír hablar del
artefacto que Nanfoodle había diseñado para ella: un cómodo palanquín pensado para
ser transportado por cuatro enanos voluntarios. Tozudez aparte, su cadera herida se
negaba a soportar su peso de una forma aceptable o durante mucho tiempo, de modo
que había optado por la muleta.
Los últimos días los había empleado en vagabundear por las lindes orientales de
Mithril Hall; llegaba hasta el barranco de Garumn desde las salas principales y pedía
siempre noticias de los orcos que se habían asentado fuera del Valle del Guardián, o
de Drizzt, al que por fin habían visto por las fortificaciones orientales, volando en un
pegaso por encima del Surbrin, junto a Innovindil del Bosque de la Luna.
Drizzt había abandonado Mithril Hall con las bendiciones de Catti-brie diez días
antes, pero ella lo echaba mucho de menos en las largas y oscuras noches de invierno.
La había sorprendido que no volviera directamente a las cavernas a su regreso, pero
confiaba en su buen juicio. Si algo lo había empujado a seguir hacia el Bosque de la
Luna, era seguro que habría tenido un buen motivo.
—Tengo a cien chavales rogándome que les permita llevarte —le echó en cara
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Bruenor un día, cuando el dolor de la cadera evidentemente la mortificaba. Había
vuelto a las salas orientales, en la guarida privada de Bruenor, pero ya había
informado a su padre de que volvería al este, atravesando el barranco—. ¡Lleva la
silla del gnomo, cabezota!
—Tengo mis propias piernas —insistió.
—Piernas que no curan, por lo que veo —miró a Wulfgar, que estaba al otro lado
del hogar, cómodamente reclinado en una butaca y con los ojos fijos en el fuego—.
¿Tú qué dices, muchacho?
Wulfgar lo miró con cara inexpresiva, evidentemente desconectado de la
conversación que estaba teniendo lugar entre el enano y la mujer.
—¿Vas a marcharte pronto para encontrar a tu pequeña? —preguntó Bruenor—.
¿Con el deshielo?
—Antes del deshielo —lo corrigió Wulfgar—, antes de la crecida del río.
—Un mes, tal vez —dijo Bruenor, y Wulfgar asintió.
—Antes de Tarsakh —respondió, refiriéndose al cuarto mes del año.
Catti-brie se mordió el labio, consciente de que Bruenor había iniciado la
conversación con Wulfgar para que ella se enterara.
—No vas a acompañarlo con esa pierna, muchacha —afirmó Bruenor—. Vas
cojeando de un lado a otro sin dar a la maldita cosa oportunidad de curarse. Vamos,
coge la silla del gnomo y deja que te lleven mis chicos, y podría ser, sólo digo que
podría ser, que pudieras acompañar a Wulfgar cuando salga a buscar a Colson como
habías planeado e intentaste antes.
Catti-brie miró primero a Bruenor y después a Wulfgar, y sólo vio las sinuosas
llamas reflejadas en los ojos del hombrón.
Observó que parecía ajeno a todo, totalmente sumido en su torbellino interior.
Tenía los hombros cargados con el peso de la culpa de haber perdido a su esposa,
Delly Curtie, que todavía yacía muerta, por lo que sabían, bajo un manto de nieve en
un campo al norte.
A Catti-brie también la consumía la culpa de esa pérdida, ya que había sido su
espada, la malvada y sensitiva Cercenadora, la que había confundido a Delly Curtie y
la había hecho abandonar la seguridad de Mithril Hall. Por fortuna —eso creían todos
—, Delly no las había llevado a ella y a la niña adoptada de Wulfgar, la pequeña
Colson, consigo, sino que había dejado a Colson con una de las otras refugiadas de
las tierras septentrionales, que había atravesado el río Surbrin en uno de los últimos
transbordadores que habían salido antes de la acometida del invierno. Colson podría
estar en la ciudad encantada de Luna Plateada, o en Sundabar, o en cualquier otra
comunidad, pero no tenían motivos para creer que hubiera sufrido, o fuera a sufrir,
algún daño.
Y Wulfgar estaba empeñado en encontrarla; ésa era una de las pocas
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declaraciones que Catti-brie le había oído decir al bárbaro con cierto atisbo de
convicción en diez días. Iría a buscar a Colson, y Catti-brie sentía que era su deber de
amiga ir con él. Después de que se vieran imposibilitados de seguir por la tormenta,
en gran parte por su debilidad, Catti-brie estaba todavía más decidida a llegar hasta el
final del viaje.
Sin embargo, Catti-brie esperaba realmente que Drizzt volviera antes del día de la
partida, porque la primavera, sin duda, sería tumultuosa en todo el territorio, con un
enorme ejército de orcos atrincherados alrededor de Mithril Hall, desde las montañas
de la Columna del Mundo al norte, hasta las orillas del Surbrin al este y los pasos un
poco más al norte de los Pantanos de los Trolls al sur. Los negros nubarrones de la
guerra se cernían por todas partes, y sólo el invierno había frenado su avance.
Cuando la tormenta estallara por fin, Drizzt Do'Urden estaría en medio de ella, y
Catti-brie no tenía intención de cabalgar por las calles de alguna ciudad distante en
ese aciago día.
—Usa la silla —dijo Bruenor, y por su tono de impaciencia parecía obvio que ya
lo había dicho antes.
Catti-brie parpadeó y se volvió a mirarlo.
—Pronto os voy a necesitar a los dos a mi lado —dijo Bruenor—. Si vas a
entorpecer la marcha de Wulfgar durante el viaje que necesita hacer, entonces no irás.
—La indignidad… —dijo Catti-brie, sacudiendo la cabeza.
Pero mientras lo decía, perdió un poco el equilibrio y la muleta se inclinó hacia
un lado. Se le desencajó el rostro por los dolores punzantes que sentía en la cadera.
—Recibiste en la pierna el golpe de un pedrusco lanzado por un gigante —le
espetó Bruenor—. ¡No hay indignidad alguna en ello!
¡Nos ayudaste a defender la ciudad, y en el clan Battlehammer nadie te considera
otra cosa que una heroína! ¡Usa la maldita silla!
—Realmente, deberías hacerlo. —La voz llegó desde la puerta, y Catti-brie y
Bruenor se volvieron en el momento en que Regis, el halfling, entraba en la
habitación.
Su barriga había recuperado su redondez, y tenía las mejillas rosadas y llenas.
Llevaba tirantes, como solía hacer en los últimos tiempos, y andaba con los dedos
enganchados en ellos, dándose aires de importancia. Y la verdad, por absurdo que
pudiera parecer Regis a veces, no había en la ciudad nadie que le reprochara al
halfling el orgullo que sentía por haber servido tan bien como administrador de
Mithril Hal en aquellos días de lucha interminable, cuando Bruenor había estado al
borde de la muerte.
—¿Qué es esto? ¿Una conspiración? —dijo Catti-brie con una sonrisa, tratando
de sonar menos solemne.
Tenían necesidad de sonreír más, todos ellos, y en especial el hombre sentado en
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el extremo opuesto al que ella ocupaba.
Observó a Wulfgar mientras hablaba y supo que él ni siquiera había oído sus
palabras. Se limitaba a mirar las llamas mientras realmente lo que miraba era su
interior. La expresión de su cara, de desesperanza tan absoluta, le reveló a las claras a
Catti-brie su sensación de pérdida. La amistad le imponía hacer todo lo que estuviera
en sus manos para ponerse bien, a fin de que pudiera acompañarlo en su viaje más
importante.
Fue así como pocos días después, cuando Drizzt Do'Urden entró en Mithril Hall
por la puerta oriental, que daba al Surbrin, Catti-brie lo vio y lo llamó desde lo alto.
—Tu paso es más ligero —le dijo.
Y cuando Drizzt, por fin, la reconoció, montada en su palanquín, llevada a
hombros por cuatro robustos enanos, le respondió riendo y con una ancha sonrisa.
—La princesa del clan Battlehammer —dijo el drow con una cortés y burlona
reverencia.
Obedeciendo las órdenes de Catti-brie, los enanos la depositaron en el suelo y se
hicieron a un lado, y ella tuvo el tiempo justo para levantarse de su asiento y coger la
muleta antes de verse envuelta en el apretado y cálido abrazo de Drizzt.
—Dime que has vuelto para quedarte un tiempo —le dijo la mujer después de un
beso prolongado—. Ha sido un invierno largo y solitario.
—Tengo deberes que atender sobre el terreno —respondió Drizzt—. Pero sí —
añadió después, al ver la expresión desolada de Catti-brie—, he vuelto al lado de
Bruenor, como había prometido, antes de que la nieve se derrita y los ejércitos
reunidos avancen. Pronto conoceremos los designios de Obould.
—¿Obould? —preguntó Catti-brie, pues pensaba que el rey orco había muerto
hacía tiempo.
—Está vivo —respondió Drizzt—. No sé cómo, pero escapó a la catástrofe del
desprendimiento de tierras, y los orcos reunidos todavía están sometidos a la voluntad
del más poderoso de los suyos.
—Maldigo su nombre.
Drizzt le sonrió, aunque no estaba muy de acuerdo.
—Me sorprende que tú y Wulfgar ya hayáis vuelto —dijo Drizzt—. ¿Qué se sabe
de Colson?
Catti-brie negó con la cabeza.
—No sabemos nada. Llegamos a cruzar el Surbrin el mismo día en que tú partiste
con Innovindil hacia la Costa de la Espada, pero teníamos el invierno encima y nos
vimos obligados a volver. Lo que sí averiguamos, al menos, fue que los grupos de
refugiados habían marchado hacia Luna Plateada, y por lo tanto, Wulfgar piensa
partir hacia la hermosa ciudad de Alústriel en cuanto el transbordador esté otra vez en
funcionamiento.
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Drizzt la apartó y echó una mirada a su maltrecha cadera.
Llevaba puesto un vestido, como venía haciendo todos los días, porque los
pantalones ajustados le resultaban demasiado incómodos. El drow miró la muleta que
le habían hecho los enanos, pero ella interceptó su mirada y la sostuvo.
—No estoy curada —admitió—, pero he descansado lo suficiente como para
hacer el viaje con Wulfgar. —Hizo una pausa y alzó la mano que le quedaba libre
para acariciar con suavidad el mentón y la mejilla de Drizzt—. Tengo que hacerlo.
—También yo estoy obligado —le aseguró Drizzt—, sólo que mi responsabilidad
para con Bruenor me retiene aquí.
—Wulfgar no hará el viaje solo —lo tranquilizó ella.
Drizzt asintió, y su sonrisa le demostró que esa afirmación realmente lo
reconfortaba.
—Deberíamos ir a ver a Bruenor —dijo él, poniéndose en marcha.
Catti-brie lo sujetó por el hombro.
—¿Con buenas noticias?
Drizzt la miró con curiosidad.
—Tu paso es más ligero —señaló ella—. Caminas como si te hubieras librado de
un peso. ¿Qué has visto ahí fuera? ¿Están los ejércitos orcos próximos al colapso?
¿Están dispuestos los pueblos de la Marca Argéntea a levantarse en bloque contra
ellos?
—Nada de eso —dijo Drizzt—. Todo está igual que cuando partí, sólo que las
fuerzas de Obould parecen más asentadas, como si pretendieran quedarse.
—Tu sonrisa no me engaña —dijo Catti-brie.
—Porque me conoces demasiado bien —respondió Drizzt.
—¿Acaso los desoladores embates de la guerra no borran tu sonrisa?
—He hablando con Ellifain.
Catti-brie dio un respingo.
—¿Está viva? —La expresión de Drizzt le mostró lo absurdo de esa conclusión.
¿No había estado ella presente cuando Ellifain había muerto bajo la propia espada de
Drizzt?—. ¿Resurrección? —dijo la mujer con un hilo de voz—. ¿Emplearon los
elfos a un poderoso clérigo para arrancar el alma…?
—Nada de eso —le aseguró Drizzt—, pero le proporcionaron a Ellifain un modo
de disculparse conmigo… y a su vez ella aceptó mis disculpas.
—No tenías por qué disculparte —insistió Catti-brie—. No hiciste nada malo, ni
había manera de que lo supieras.
—Lo sé —replicó Drizzt, y la serenidad de su voz templó el ánimo de la mujer—.
Hemos aclarado muchas cosas. Ellifain está en paz.
—Quieres decir que Drizzt Do'Urden está en paz.
Drizzt se limitó a sonreír.
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—Eso no es posible —dijo—. Tenemos ante nosotros un futuro incierto, con
decenas de miles de orcos a nuestras puertas. Ha muerto mucha gente, amigos
incluso, y parece probable que mueran muchos más.
Catti-brie no parecía muy convencida de que su ánimo estuviera decaído.
—Drizzt Do'Urden está en paz —reconoció el drow al ver que la sonrisa de ella
no se borraba.
Hizo ademán de llevar a la mujer de vuelta a su palanquín, pero Catti-brie negó
con la cabeza y le indicó que le sirviera de muleta para ir hacia el puente que cruzaba
el barranco de Garumn y los llevaría hacia las lindes occidentales de Mithril Hall,
donde Bruenor celebraba audiencia.
—Es un largo paseo —le advirtió Drizzt con una mirada significativa a su pierna.
—Te tengo a ti como apoyo —respondió Catti-brie, y eso dejó a Drizzt sin
argumentos.
Con una reverencia de agradecimiento y un gesto de despedida a los cuatro
enanos, la pareja se puso en marcha.
Tan real era su sueño que podía sentir el calor del sol y el viento frío sobre sus
mejillas. Era una sensación tan vivida que podía oler la sal en el aire que soplaba
desde el Mar de Hielo Movedizo.
Tan real era todo que Wulfgar se quedó realmente sorprendido cuando despertó
de la siesta y se encontró en su pequeña habitación de Mithril Hall. Volvió a cerrar los
ojos y trató de volver a capturar el sueño, de sumergirse nuevamente en la libertad del
Valle del Viento Helado.
Pero no era posible, y el hombrón abrió los ojos y se despegó de la butaca. Miró
hacia la cama, que estaba en el otro extremo de la habitación. Últimamente casi no
dormía en ella, ya que era el lecho que había compartido con Delly, su esposa muerta.
En las escasas ocasiones en que se había atrevido a tumbarse en él, se había
sorprendido buscándola, dándose la vuelta hacia el lugar donde antes la encontraba.
La sensación de vacío cuando la realidad invadía su sopor dejaba siempre frío a
Wulfgar.
Al pie de la cama estaba la cuna de Colson, y esa visión resultaba incluso más
dolorosa.
Wulfgar hundió la cabeza entre las manos y el blando contacto del pelo le recordó
la barba que se había dejado crecer. Se alisó tanto la barba como el bigote y se frotó
los ojos para aclarar la visión. Trató de no pensar ni en Delly ni en Colson.
Necesitaba librarse de sus penas y temores durante un momento. Imaginó el Valle
del Viento Helado de sus años mozos. En aquellos tiempos también había sufrido la
pérdida y había sentido el profundo embate de la batalla. No había desilusiones
invadiendo sus sueños ni sus recuerdos, que presentaban una imagen más amena de
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aquella tierra áspera. El Valle del Viento Helado mantenía su integridad, y su aire
invernal era más mortal que refrescante.
Pero en aquel lugar había algo más simple; Wulfgar lo sabía.
Algo más puro. La muerte era una presencia frecuente en la tundra, y los
monstruos merodeaban a su antojo. Era una tierra de pruebas constantes, donde no
tenía cabida el error, e incluso aunque no hubiera error, el resultado de cualquier
decisión a menudo resultaba un desastre.
Wulfgar asintió al comprender el refugio emocional que ofrecían esas condiciones
constantes. Porque el Val e del Viento Helado era una tierra sin arrepentimientos.
Simplemente, era la forma de ser de las cosas.
Se apartó de la butaca y estiró los largos brazos y las piernas para eliminar el
cansancio. Se sentía constreñido, atrapado, y mientras tenía la sensación de que las
paredes se cerraban sobre él, recordó los ruegos de Delly relacionados con ese
sentimiento propiamente dicho.
—Puede ser que tuvieras razón —dijo Wulfgar en la habitación vacía.
Entonces, se rió de sí mismo, pensando en los pasos que lo habían llevado de
vuelta a ese lugar. Había sido obligado a volver por una tormenta.
¡Él, Wulfgar, hijo de Beornegar, que había crecido alto y fuerte en los brutales
inviernos del Valle del Viento Helado, se había visto obligado a volver al complejo
enano por la amenaza de las nieves invernales!
En ese momento, lo recordó. Lo recordó todo. Su camino vacilante y vacío
durante los últimos ocho años de su vida, desde su regreso del Abismo y los
tormentos del demonio Errtu.
Ni siquiera después de haber recibido a Colson de manos de Meralda, en
Auckney, de haber recuperado a Aegis-fang y el sentido de su propia identidad y
haberse reunido con sus amigos para el viaje de vuelta a Mithril Hall, habían tenido
los pasos de Wulfgar un destino definido; no habían estado dirigidos por un sentido
claro de adonde quería ir. Había tomado a Delly como esposa, pero jamás había
dejado de amar a Catti-brie.
Sí, era verdad, y lo admitía. Podía mentir a los demás sobre ello, pero no podía
engañarse a sí mismo.
Muchas cosas quedaron claras, por fin, para Wulfgar esa mañana en su habitación
de Mithril Hall, sobre todo el hecho de que se había permitido vivir una mentira.
Sabía que no podía tener a Catti-brie, quien había entregado su corazón a Drizzt, pero
¿hasta dónde había sido injusto con Delly y con Colson?
Había creado una fachada, una ilusión de familia y de estabilidad para todos los
implicados, incluido él mismo.
Wulfgar había recorrido el camino de su redención desde Auckney a base de
manipulación y falsedad. Por fin, lo entendió.
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Se había empeñado hasta tal punto en colocarlo todo en una cajita del todo
ordenada, en una escena perfectamente controlada, que había negado la esencia
misma de su identidad, los fuegos en que se había forjado Wulfgar, hijo de
Beornegar.
Echó una mirada a Aegis-fang, apoyado contra la pared, y a continuación cogió el
poderoso martillo de guerra y colocó su artesanal cabeza ante sus ojos azul hielo. Las
batallas que había librado en los últimos tiempos, en el acantilado que dominaba el
Valle del Guardián, en la cueva occidental, y al este, en el nacimiento del Surbrin,
habían sido sus momentos de auténtica libertad, de claridad emocional y de calma
interior. Se dio cuenta de que había gozado con aquel torbellino físico porque había
calmado su confusión emocional.
Esa era la razón por la que había descuidado a Delly y a Colson; se había lanzado
con abandono a la defensa de Mithril Hall. Había sido un malísimo esposo para ella y
un malísimo padre para Colson.
Sólo en la batalla había encontrado un escape.
Y todavía seguía autoengañándose. Lo supo mientras contemplaba la cabeza
grabada a fuego de Aegis-fang. ¿Por qué si no había dejado la senda que lo conducía
a Colson? ¿Por qué si no se había dejado detener por una simple tormenta invernal?
¿Por qué si no…?
Se quedó con la boca abierta y se consideró un absoluto necio.
Dejó caer la maza al suelo y se puso rápidamente su consabida capa de lobo gris.
Sacó su mochila de debajo de la cama y la llenó con su ropa de cama; entonces, se la
echó al brazo y cogió a Aegis-fang con la otra mano.
Salió a grandes zancadas de la habitación con férrea determinación; se dirigió
hacia el este y pasó por delante de la sala de audiencias de Bruenor.
—¿Adónde vas?
Al oír aquella voz se detuvo y vio a Regis de pie ante una puerta que daba al
pasillo.
—Voy a salir a ver cómo está el tiempo y el estado del transbordador.
—Drizzt ha vuelto.
Wulfgar asintió, y su sonrisa fue sincera.
—Espero que su viaje haya ido bien.
—Se reunirá con Bruenor dentro de un rato.
—No tengo tiempo. Ahora no.
—El transbordador todavía no funciona —dijo Regis.
Pero Wulfgar se limitó a asentir, como si no importara, y se dirigió corredor
adelante, atravesando las puertas que daban a la avenida principal, que lo llevaría
hasta el barranco de Garumn.
Con los pulgares enganchados en los tirantes, Regis vio cómo se marchaba su
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corpulento amigo. Se quedó allí quieto un buen rato, pensando en aquel encuentro, y
luego se dirigió a la sala de audiencias de Bruenor.
Sin embargo, se detuvo cuando sólo había dado unos cuantos pasos y volvió a
mirar hacia el corredor por el que se había marchado Wulfgar de forma tan
precipitada.
El transbordador no funcionaba.
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CAPÍTULO 2
LA VOLUNTAD DE GRUUMSH
Grguch parpadeó repetidas veces mientras avanzaba desde el fondo de la cueva hacia
la luz que anunciaba el amanecer. La poderosa criatura, mitad orco, mitad ogro, de
hombros anchos y más de dos metros diez de estatura, daba pasos inseguros con las
gruesas piernas mientras se protegía los ojos con la mano.
El jefe del clan Karuck, como todo su pueblo, a excepción de un par de
exploradores de avanzada, no había visto la luz del día en casi una década. Todos
vivían en los túneles, en los vastos laberintos de cavernas sin luz conocidas como la
Antípoda Oscura, y Grguch no había emprendido a la ligera este viaje a la superficie.
Docenas de guerreros Karuck, todos enormes incluso para lo que solía ser la raza
de los orcos —todos igualaban, o incluso superaban, a Grguch en estatura, y eran
alrededor de doscientos kilos de músculo y gran osamenta— se mantenían pegados a
las paredes de la cueva. Desviaban los ojos amarillos en señal de respeto al paso de su
gran señor de la guerra.
Detrás de Grguch, venía el implacable sacerdote guerrero Hakuun, y tras él la
élite de la guardia, un quinteto de poderosos ogros armados hasta los dientes y con
sus armaduras de guerra. Más ogros formaban la procesión que los seguía; que
portaban el Kokto Gung Karuck, el Cuerno de Karuck, un gran instrumento de cinco
metros con un tubo cónico rematado en un ancho pabellón vuelto hacia arriba.
Estaba hecho de lo que los orcos llamaban shroomwood, la piel dura de algunas
especies de hongos gigantes que crecían en la Antípoda Oscura. Para los guerreros
orcos que lo contemplaban, el cuerno era merecedor del mismo respeto que el jefe
que lo precedía.
Grguch y Hakuun, como sus respectivos predecesores, no pretendían otra cosa.
Grguch avanzó hasta la boca de la cueva y salió a la cornisa que había en la
ladera. Sólo Hakuun, que indicó a los demás ogros que esperaran detrás, lo
acompañó.
Lanzó una atronadora carcajada cuando sus ojos se adaptaron y pudo ver a los
orcos más normales moviéndose por la parte baja de las laderas. Durante más de dos
días, el segundo clan orco había procurado frenéticamente mantenerse por delante del
clan Karuck. En cuanto por fin habían salido de los confines de la Antípoda Oscura,
su deseo de mantenerse a gran distancia del clan Karuck era cada vez más evidente.
—Huyen como niños —dijo Grguch a su sacerdote de guerra.
—Es que son niños en presencia de los Karuck —replicó Hakuun—. Menos que
niños cuando el gran Grguch está entre ellos.
El jefe tomó el esperado cumplido con parsimonia y alzó los ojos para contemplar
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el panorama que había en torno a ellos.
El aire era frío. El invierno todavía tenía a la tierra en sus garras, pero a Grguch y
a su gente eso nos los cogía desprevenidos. Capas de piel, una sobre otra, hacían que
el enorme jefe orco pareciera todavía más grande y más imponente.
—Correrá la voz de que el clan Karuck ha acudido —aseguró Hakuun a su jefe.
Grguch volvió a contemplar a la tribu que huía y barrió el horizonte con la
mirada.
—La noticia se extenderá más rápidamente que las palabras de esos niños que
corren —replicó, y se volvió, haciendo una señal a los ogros.
El quinteto de la guardia abrió paso al Kokto Gung Karuck. En cuestión de un
momento, el avezado equipo tuvo montado el cuerno, y Hakuun lo bendijo como era
debido, mientras Grguch se colocaba en su sitio.
Cuando el encantamiento del sacerdote de guerra se hubo completado, Grguch, el
único Karuck al que le estaba permitido tocar el cuerno, limpió la boquilla de
shroomwood y respiró hondo, muy hondo.
Un sonido ronco y retumbante salió del cuerno, como si los mayores fuelles de
todo el mundo hubieran sido accionados por los inmortales titanes. El ronco bramido
llegó, llevado por el eco, a kilómetros y kilómetros de distancia, y resonó entre las
piedras y las ladeáis montañosas de las estribaciones meridionales de la Columna del
Mundo. Piedras más pequeñas vibraron bajo la potencia de ese sonido, y una
extensión de nieve se desprendió y provocó un pequeño alud en una montaña
cercana.
Detrás de Grguch, muchos miembros del clan Karuck cayeron de rodillas y
empezaron a moverse como presas de un frenesí religioso. Oraban al gran Gruumsh,
su dios guerrero, porque tenían una gran fe en que, cuando Kokto Gung Karuck
hablaba, la sangre de los enemigos del clan Karuck manchaba el suelo.
Y para el clan Karuck, especialmente bajo el liderazgo del poderoso Grguch,
jamás había sido difícil encontrar enemigos.
En un valle protegido, unos cuantos kilómetros hacia el sur, un trío de orcos
alzaba los ojos hacia el norte.
—¿Karuck? —preguntó Ung-thol, un chamán de alto rango.
—¿Podría ser otro, acaso? —respondió Dnark, jefe de la tribu Quijada de Lobo.
Ambos se volvieron a mirar al chamán Toogwik Tuk, que sonreía con suficiencia—.
Tu llamada ha sido oída y atendida —añadió Dnark.
Toogwik Tuk rió entre dientes.
—¿Estás seguro de que el engendro del ogro puede ser manipulado a tu antojo?
—dijo a continuación Dnark, haciendo desaparecer la sonrisa de la fea cara de orco
de Toogwik Tuk.
La referencia al clan Karuck como «engendro del ogro» le sonó al chamán como
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una referencia clara a que no eran orcos corrientes los que había hecho venir de las
mismísimas entrañas de la cadena montañosa. Los Karuck tenían fama entre las
muchas tribus de la Columna del Mundo —a decir verdad, mala fama— por
mantener toda una reserva de ogros reproductores entre sus filas. A lo largo de
generaciones, los Karuck se habían cruzado para crear guerreros orcos cada vez más
corpulentos.
Evitados por las demás tribus, los Karuck se habían retirado a regiones cada vez
más profundas de la Antípoda Oscura. En los últimos tiempos, se los conocía poco, y
muchas tribus de orcos los consideraban apenas una leyenda.
Pero los orcos Quijada de Lobo y sus aliados de la tribu Colmillo Amarillo, la de
Toogwik Tuk, sabían que no era así.
—Son sólo trescientos —les recordó Toogwik Tuk a los incrédulos.
Un segundo toque atronador de Kokto Gung Karuck estremeció las piedras.
—Ya —dijo Dnark, y meneó la cabeza.
—Debemos salir rápidamente al encuentro del jefe Grguch —dijo Toogwik Tuk
—.La ansiedad de los guerreros de Karuck debe ser debidamente encauzada. Si caen
sobre otras tribus y batallan y saquean…
—Entonces, Obould los usará como una prueba más de que su forma de actuar es
mejor —acabó Dnark.
—Vamos —dijo Toogwik Tuk, y dio un paso adelante.
Dnark se dispuso a seguirlo, pero Ung-thol vaciló. Los otros dos hicieron una
pausa y contemplaron al chamán más viejo.
—No conocemos el plan de Obould —les recordó Ung-thol.
—Se ha detenido —dijo Toogwik Tuk.
—¿Para fortalecerse? ¿Para considerar cuál es el mejor camino? —preguntó Ung-
thol.
—¡Para construir y para conservar sus magras conquistas! —sostuvo el otro
chamán.
—Eso fue lo que nos dijo su consorte —añadió Dnark, y una sonrisa de
complicidad asomó a su colmilluda cara, mientras sus labios, erizados de dientes que
sobresalían en mil direcciones azarosas, esbozaban un gesto acorde—. Tú conoces a
Obould desde hace muchos años.
—Y a su padre antes que a él —reconoció Ung-thol—. Y lo he seguido hasta
aquí, hacia la gloria. —Hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras—.
No hemos conocido ninguna victoria como ésta… —dijo, y volvió a hacer una pausa
y levantó los brazos— en lo que dura la memoria de los vivos.
Ha sido Obould quien ha hecho esto.
—Es el principio y no el final —replicó Dnark.
—Muchos grandes guerreros caen en el camino de la conquista —añadió
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Toogwik Tuk—. Ésa es la voluntad de Gruumsh. Ésa es la gloria de Gruumsh.
Los tres se sobresaltaron cuando el ronco sonido de Kokto Gung Karuck volvió a
sacudir las piedras.
Toogwik Tuk y Dnark guardaron silencio otra vez, mirando a Ung-thol y
esperando su decisión.
El viejo chamán orco echó una mirada melancólica hacia el sudoeste, la zona en
la que sabía que estaría Obould; a continuación, hizo un gesto de asentimiento a sus
dos compañeros y les indicó que abrieran la marcha.
La joven sacerdotisa Kna se pegó a él con movimientos felinos y seductores. Su
cuerpo esbelto se deslizó lentamente en torno al poderoso orco, que sintió su aliento
cálido sobre un lado del cuello, después sobre la nuca y finalmente sobre el otro lado.
Pero si bien Kna miraba intensamente al gran orco mientras se movía, su
actuación no estaba dirigida a Obould.
El rey Obould lo sabía perfectamente, por eso su sonrisa tenía un doble origen
mientras permanecía allí ante los chamanes y los jefes reunidos. Había elegido
sabiamente al tomar a la joven y ensimismada Kna como consorte para reemplazar a
Tsinka Shinriil. Kna no tenía reservas. Le encantaba sentir sobre sí las miradas de
todos los presentes mientras se enroscaba en el rey Obould. Le gustaba a rabiar, y
Obould lo sabía. Ansiaba sentirlas. Era su momento de gloria, y Kna sabía que sus
iguales de todo el reino apretaban los puños muertas de celos. Ése era para ella el
placer supremo.
Joven y muy atractiva según los cánones de su raza, Kna había ingresado como
sacerdotisa de Gruumsh, pero ni de lejos era tan devota o fanática como lo había sido
Tsinka. El dios de Kna —mejor dicho su diosa— era Kna, una concepción puramente
egocéntrica del mundo, tan común entre los jóvenes.
Y era precisamente lo que Obould necesitaba. Tsinka le había prestado buenos
servicios en el desempeño de su papel, porque siempre había defendido los intereses
de Gruumsh, y lo había hecho fervorosamente. Tsinka había preparado la ceremonia
mágica que había investido a Obould con grandes poderes, tanto físicos como
mentales, pero su devoción era absoluta y tenía una gran estrechez de miras. Había
dejado de ser útil al rey orco antes de que la arrojaran desde el borde del barranco
para encontrar la muerte entre las piedras.
Obould echaba de menos a Tsinka. A pesar de su gran belleza física, de sus
movimientos consumados y de todo el entusiasmo que despertaba en ella su posición,
Kna no podía igualar a Tsinka haciendo el amor. Tampoco tenía la inteligencia y la
astucia de Tsinka, ni mucho menos. No era capaz de susurrar al oído de Obould nada
digno de ser escuchado y que no tuviera que ver con el acoplamiento. Y por eso, era
perfecta.
El rey Obould tenía las ideas muy claras, y eran compartidas por un grupo de
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chamanes leales, sobre todo por un pequeño y joven orco llamado Nukkels. Obould
no necesitaba parecer alguno que no viniera de ese grupo ni deseaba opiniones
contrarias. Y por encima de todo, necesitaba una consorte en quien pudiera confiar.
Kna estaba demasiado pendiente de sí misma como para que la preocuparan la
política, los complots y las diversas interpretaciones de los deseos de Gruumsh.
Le permitió que continuara por un rato con su representación, y después la apartó
de su lado con suavidad no exenta de firmeza y la colocó a distancia. Le indicó que se
sentara en una butaca, cosa que se dispuso a hacer con un exagerado mohín de
enfurruñamiento. El rey le respondió con un resignado encogimiento de hombros
para aplacarla y procuró por todos los medios no demostrar su absoluto desdén. El
rey orco volvió a señalarle su asiento, y al ver que dudaba, la guió firmemente hasta
él.
Kna inició una protesta, pero Obould alzó su enorme puño para recordarle de
forma inequívoca que estaba llegando al límite de su paciencia. Cuando la hubo
dejado instalada con gesto malhumorado, el rey orco se volvió hacia su audiencia y le
hizo una señal con la mano a Colmillo Roto Brakk, un correo del general Dukka que
vigilaba la región militar más importante.
—El denominado Valle del Guardián está bien asegurado, divino rey —informó
Colmillo Roto—. Se ha abierto la tierra para evitar que nadie pase, y las estructuras
que coronan la muralla norte del valle están casi terminadas. Los enanos no pueden
salir.
—¿Ni siquiera ahora? —preguntó Obould—. En la primavera no, pero ¿ahora
tampoco?
—Ahora tampoco, grandeza —respondió Colmillo Roto confiado, y Obould se
preguntó cuántos grandiosos tratamientos se inventaría su gente para él.
—Si los enanos salieran de Mithril Hall por las puertas occidentales, los
mataríamos en el valle desde las alturas —les aseguró Colmillo Roto a los allí
reunidos—. Aun cuando algunos de los feos enanos consiguieran atravesar el terreno
del oeste, no encontrarían escapatoria. Las murallas están levantadas, y el ejército del
general Dukka está debidamente atrincherado.
—Y nosotros, ¿podemos entrar? —preguntó el jefe Grimsmal del dan Grimm,
una populosa e importante tribu.
Obould le lanzó al impertinente orco una mirada que nada tenía de halagadora,
pues ésa era la pregunta con más carga y peligro de todas. Ese era el punto de
discordia, la fuente de todas las habladurías y de todas las disputas entre las diversas
facciones. Siguiendo a Obould, habían arrasado tierras y habían alcanzado la mayor
gloria desde hacía décadas, siglos quizá.
Pero muchos se preguntaban abiertamente con qué fin. ¿Para seguir adelante con
las conquistas y el pillaje? ¿Hasta las cuevas de un clan enano o las avenidas de una
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gran ciudad humana o elfa?
Sin embargo, mientras pensaba en esas cosas, especialmente en las habladurías
que circulaban entre los distintos chamanes y jefes, Obould cayó en la cuenta de que
Grimsmal tal vez le había hecho un favor sin darse cuenta.
—No —dijo Obould con firmeza, antes de que pudieran caldearse los ánimos—.
Los enanos tienen su guarida y mantienen su guarida.
—Por ahora —se atrevió a decir el obstinado Grimsmal.
Por toda respuesta, Obould sonrió, aunque nadie supo si era una sonrisa de mera
diversión o de asentimiento.
—Los enanos han salido de su guarida por el este —le recordó otro de los
reunidos, una criatura menuda con ropas de chamán—. Todo el invierno han estado
construyendo a lo largo de la línea de la cordillera. Ahora tratan de conectar y
reforzar murallas y torres, desde las puertas al gran río.
—Y están haciendo cimentaciones a lo largo de la orilla —añadió otro.
—Van a construir un puente —coligió Obould.
—¡Esos necios enanos están haciendo el trabajo por nosotros! —bramó Grimsmal
—. Van a facilitar nuestro paso a tierras más anchas.
Todos los demás asintieron y sonrieron, y un par de ellos se dieron palmadas en la
espalda.
Obould también sonrió. El puente realmente prestaría un gran servicio al reino de
Muchas Flechas. Se volvió hacia Nukkels, que le devolvió su mirada satisfecha y
asintió levemente como respuesta.
El puente serviría, sin duda, Obould lo sabía, pero no de la forma que pensaban
Grimsmal y muchos de los demás, tan ávidos de guerra.
Mientras las charlas continuaban a su alrededor, el rey Obould imaginaba
calladamente una ciudad orca al norte de las defensas que los enanos estaban
construyendo a lo largo de la cadena montañosa. Sería un gran asentamiento, con
calles anchas para que pudieran pasar por ellas las caravanas, y edificios sólidos
adecuados para el almacenamiento de muchos productos. Obould necesitaría
amurallarla para protegerla de los bandidos, o de los orcos demasiado ávidos de
guerra, a fin de que los mercaderes que llegasen desde el otro extremo del puente del
rey Bruenor pudieran descansar confiadamente antes de iniciar su viaje de regreso.
El sonido de su nombre sacó al rey orco de sus contemplaciones, y cuando alzó la
vista, vio que muchos lo miraban con curiosidad. Era evidente que se le había
escapado una pregunta.
No importaba.
Ofreció como respuesta una sonrisa sosegada que los desarmó a todos, y la sed de
batalla que impregnaba el aire le recordó que estaban muy lejos de la construcción de
semejante ciudad.
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Sin embargo, iba a ser un logro magnífico.
—El estandarte amarillo de Karuck —informó Toogwik Tuk a sus dos
compañeros mientras el trío avanzaba por un valle serpenteante, lleno de nieve, por
debajo de la cueva que los orcos venidos de la Antípoda Oscura usaban como
principal salida.
Dnark y Ung-thol entornaron los ojos bajo el resplandor del mediodía, y ambos
asintieron al distinguir los dos pendones amarillos salpicados de rojo que ondeaban
con el frío viento invernal. Ya sabían que debían de estar cerca, pues habían pasado
por un par de campamentos abandonados precipitadamente en el protegido valle. Era
evidente que la marcha del clan Karuck había hecho que otros orcos huyeran tan lejos
tan rápidamente como les habían permitido sus medios.
Toogwik Tuk abrió la marcha por la pendiente rocosa que ascendía entre aquellos
estandartes. Unos enormes guardias orcos salieron a bloquearles el paso; llevaban en
las manos palos de elaborados y diversos diseños provistos de hojas laterales y
acabados en punta de lanza. Eran mitad hachas y mitad lanzas, y su peso ya resultaba
bastante intimidante, pero para aumentar su impacto, el trío que se acertaba no pudo
por menos que observar la facilidad con que los guardias del clan Karuck manejaban
las pesadas armas.
—Son tan grandes como Obould —observó Ung-thol en voz baja—, y eso que no
son más que guardias.
—Los orcos de Karuck que no alcanzan ese tamaño y esa fuerza son utilizados
como esclavos, al menos eso dicen —dijo Dnark.
—Y así es —dijo Toogwik Tuk, volviéndose hacia los otros dos—. Y a los
enclenques no se les permite reproducirse. Con un poco de suerte, se los castra a una
edad temprana.
—Eso hace que aumente mi inquietud —dijo Ung-thol, que era el más pequeño
del trío.
En sus años mozos, había sido un buen guerrero, pero una herida lo había dejado
un poco imposibilitado, y el chamán había perdido algo de musculatura en las dos
décadas transcurridas desde entonces.
—No te inquietes. Tú eres demasiado viejo para que valga la pena castrarte —se
burló Dnark, y le hizo señas a Toogwik Tuk de que se adelantara para anunciarlos a
los guardias.
Aparentemente, el más joven de los sacerdotes hizo bien su trabajo, ya que los
tres fueron conducidos por el camino hacia el campamento principal. Poco después
estaban en presencia del imponente Grguch y de su consejero, el sacerdote de guerra
Hakuun. Grguch estaba sentado en una silla hecha de piedras y tenía en la mano su
temida hacha de batalla de dos hojas. El arma, llamada Rampante, evidentemente era
muy pesada, pero Grguch la levantó con toda facilidad ante sí con una sola mano.
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La volvió lentamente, para que sus huéspedes pudieran tener una visión clara y
una comprensión cabal de las muchas formas en que Rampante podía matarlos. El
mango de metal negro del hacha, que sobresalía más allá de las alas de las hojas
enfrentadas, tenía la forma de un dragón estirado y envolvente, con las pequeñas
patas delanteras juntas y los grandes cuernos de su cabeza presentando una
formidable punta de lanza. En la base, la larga cola del dragón se curvaba por encima
de la empuñadura, formando una protección. Estaba completamente cubierta de púas,
de modo que un ataque de Grguch con ella equivalía a las cuchilladas de varias
dagas. Lo más impresionante eran las hojas, las alas simétricas de la bestia.
Eran de mithril plateado y reluciente, y sobresalían por arriba y por abajo,
reforzadas a la distancia de un dedo aproximadamente por una delgada barra
adamantina oscura, que creaba púas superiores e inferiores a lo largo de cada hoja.
Los bordes convexos eran tan largos como la distancia que iba del codo de Dnark a
las puntas de sus dedos extendidos, y a ninguno de los tres visitantes les costó ningún
trabajo imaginar cómo sería ser cortado en dos por un solo tajo de Rampante.
—Bienvenido a Muchas Flechas, gran Grguch —dijo Toogwik Tuk con una
respetuosa reverencia—. La presencia del clan Karuck y de su valioso jefe nos hace
más grandes.
Grguch dejó que su mirada se paseara lentamente por los tres visitantes y, a
continuación, se posara en Hakuun.
—Descubriréis la verdad de vuestra esperanzada afirmación —dijo, volviendo a
mirar a Toogwik Tuk— cuando aplaste con mi bota los huesos de enanos, elfos y feos
humanos.
Dnark no pudo evitar una sonrisa al mirar a Ung-thol, que también parecía muy
complacido. A pesar de lo delicado de su posición, estando como estaban rodeados
por semejante número de fieros e impredecibles miembros del clan, las cosas iban
bastante bien.
De la misma caverna de la que habían salido Grguch y el clan Karuck, surgió una
figura mucho menos imponente, salvo para quienes tuvieran una especial fobia a las
serpientes.
Revoloteando con unas alas que parecían más propias de una gran mariposa, la
reptiliana criatura trazó una trayectoria zigzagueante por la cueva hacia la menguante
luz del día.
El crepúsculo era lo más brillante que había visto la criatura en todo un siglo, y
tuvo que posarse dentro de la cueva y pasar un buen rato allí para que sus ojos se
acostumbraran a la luz.
—¡Ah, Hakuun!, ¿por qué has hecho esto? —preguntó el mago, que no era
realmente una serpiente, y mucho menos una serpiente voladora. A cualquiera que
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anduviese por allí le habría parecido curioso oír suspirar a una serpiente alada.
Se deslizó hacia un rincón más oscuro y empezó a mirar de tanto en tanto para dar
a sus ojos ocasión de habituarse.
Sabía la respuesta a la pregunta que acababa de hacer. La única razón por la que
los brutos del clan Karuck podían salir eran la guerra y el pillaje. Y si bien la guerra
podía ser un espectáculo interesante, el mago Jack, o Jack el Gnomo, como solían
llamarlo en otra época, realmente ahora mismo no tenía tiempo que perder. Sus
estudios lo habían llevado a internarse en las entrañas de la Columna del Mundo, y su
fácil manipulación del clan Karuck, desde tiempos del padre, del padre, del padre, del
padre de Hakuun, le habían dado una cobertura magnífica para sus empresas, eso por
no hablar de la gloria que se había derramado sobre la pequeña y miserable familia de
Hakuun.
Después de un buen rato, cuando sólo quedaban en el aire atisbos de luz diurna,
Jack se deslizó hasta la salida de la caverna y echó una mirada al vasto panorama. Un
par de conjuros le permitirían localizar a Hakuun y a los demás, por supuesto, pero la
perspicaz criatura no necesitaba magia alguna para percibir que algo había…
cambiado. Algo apenas perceptible en el aire…, un olor o unos sonidos distantes tal
vez, tocó la sensibilidad de Jack. Había vivido en una época en la superficie, hacía
tanto tiempo que ya no lo recordaba, antes de haber coincidido con los ilitas y los
demonios en su cometido de aprender una magia más poderosa y tortuosa que las
típicas evocaciones de los magos mundanos. Había vivido en la superficie cuando era
realmente un gnomo, algo de lo que ya no podía vanagloriarse. Ahora muy pocas
veces lucía ese aspecto, y había llegado a entender que la forma física no era en
absoluto tan importante ni definitoria. Era una criatura afortunada, lo sabía, en gran
medida gracias a los ilitas, porque había aprendido a trascender los límites de lo
corpóreo y de lo mortal.
Sintió una especie de pena al mirar la gran extensión de tierra poblada por
criaturas tan inferiores, criaturas que no entendían la verdad del multiverso ni el
poder real de la magia.
Ése era el blindaje de Jack mientras contemplaba el panorama, porque necesitaba
todo ese orgullo para suprimir los otros sentimientos inevitables que se arremolinaban
en su cabeza y en su corazón. A pesar de toda su superioridad, Jack había pasado el
último siglo, o más, casi totalmente solo. Si bien había encontrado increíbles
revelaciones y nuevos conjuros en su sorprendente taller, con su equipamiento
alquímico y montones de pergaminos y provisión interminable de tinta y libros de
conjuros que multiplicaban por varias su estatura de gnomo, sólo mintiéndose podía
Jack empezar siquiera a aceptar el paradójico giro del destino que le había concedido
prácticamente la inmortalidad. Porque si bien —y tal vez debido a eso precisamente
— no era previsible que muriera pronto por causas naturales, Jack era muy consciente
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de que el mundo estaba lleno de peligros mortales. Una larga vida había llegado a
significar «más que perder», y Jack había estado encerrado en su seguro laboratorio
no sólo por las gruesas piedras de la Antípoda Oscura, sino también por su miedo.
Ese laboratorio, oculto y protegido por medios mágicos, seguía siendo un lugar
seguro, a pesar de que sus protectores involuntarios, el clan Karuck, se hubieran
marchado de la Antípoda Oscura. Y no obstante, Jack los había seguido. Había
seguido al patético Hakuun, pese a que no valía mucho la pena seguirlo, porque en lo
más íntimo sabía, aunque no estuviera muy dispuesto a admitirlo, que quería regresar,
recordar por última vez que era Jack el Gnomo.
Lo que vio lo dejó gratamente sorprendido. Algo zumbaba en el aire que le
rodeaba; algo apasionante y lleno de posibilidades.
Jack pensó que tal vez no conocía la dimensión del razonamiento de Hakuun al
permitir que Grguch acudiera, y se sintió intrigado.
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CAPÍTULO 3
Las piernas largas y fuertes de Wulfgar avanzaban a pesar de la nieve que le llegaba
hasta la rodilla, y a veces incluso a la cadera, trazando un sendero al norte de la
cadena montañosa.
Sin embargo, en lugar de considerar la nieve como un obstáculo, la veía como
una experiencia liberadora. Esa sensación de ser pionero le recordaba el aire
crepitante de su tierra. Otra ventaja práctica era que la nieve obligaba a detenerse a
cada rato, refunfuñando, al par de centinelas enanos que obstinadamente se
empeñaban en seguirlo.
No paraba de nevar, y el viento del norte era frío y traía la promesa de otra
tormenta, pero esto no amedrentaba a Wulfgar, y acompañaba su avance con una
sonrisa auténtica. Se mantenía pegado al río que tenía a su derecha e iba repasando
mentalmente todos los hitos que Iván Rebolludo le había señalado para seguir la
senda que llevaba al cuerpo de Delly Curtie. Wulfgar les había sonsacado a Iván y a
Pikel todos los detalles antes de que se marcharan de Mithril Hall.
El viento frío, la nieve que pinchaba como agujas, la presión del crudo invierno
sobre las piernas…, todo le parecía bien a Wulfgar, familiar y reconfortante, y sabía
en el fondo de su corazón que ése era el camino que debía seguir. Siguió adelante con
más ímpetu todavía, con paso decidido. Ninguna ventisca iba a hacer que marchara
más lento.
Los gritos de protesta de los congéneres de Bruenor se perdieron muy por detrás
de él, derrotados por la muralla de viento, y muy pronto las fortificaciones y torres, y
la propia cadena montañosa se convirtieron en borrosas manchas negras en el fondo
distante.
Estaba solo y se sentía libre. No tenía nadie en quien confiar, pero tampoco nadie
a quien dar explicaciones. No era más que Wulfgar, hijo de Beornegar, avanzando por
la alta muralla de nieve del invierno, enfrentándose al viento de la nueva tormenta.
Era sólo un aventurero solitario, cuyo camino él mismo elegía, y había
encontrado, con gran emoción, uno que valía la pena recorrer.
A pesar del frío, a pesar del peligro, a pesar de su añoranza de Colson, a pesar de
la muerte de Delly y de la relación de Catti-brie con Drizzt, Wulfgar sólo sentía una
alegría sin complicaciones.
Siguió andando hasta que se hizo bien oscuro, hasta que el frío aire de la noche se
volvió demasiado intenso incluso para un orgulloso hijo de la tundra helada. Acampó
al amparo de las ramas más bajas de los gruesos pinos, tras paredes aislantes de
nieve, donde el viento no podía castigarlo. Pasó la noche soñando con los caribúes y
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con las tribus nómadas que seguían el rebaño. Vio a sus amigos, a todos ellos, junto a
él a la sombra del montículo de Kelvin.
Durmió bien, y al día siguiente, reemprendió temprano el camino, bajo el cielo
gris.
La tierra no le resultaba desconocida a Wulfgar, que había pasado años en Mithril
Hall, e incluso al salir por la puerta oriental del complejo enano tenía una idea cabal
de dónde habían encontrado Iván y Pikel el cuerpo de la pobre Delly.
Llegaría allí ese día, lo sabía, pero se recordó varias veces lo necesario que era ir
con cautela. Había abandonado las tierras amistosas, y desde el momento en que
cruzó las murallas de los enanos sobre la estribación montañosa, estaba fuera de la
civilización. Wulfgar pasó por varios campamentos de cuyas hogueras se alzaban al
aire perezosamente delgadas columnas de humo, y no fue necesario acercarse para
saber que los allí acampados eran de raza orca y tenían aviesas intenciones.
Se alegró de que el día no fuera luminoso.
Otra vez empezó a nevar poco después del mediodía, pero no eran las agujas
penetrantes de la noche anterior. Caían unos copos algodonosos que flotaban
blandamente en el aire y recorrían una trayectoria zigzagueante hasta llegar al suelo,
porque no había viento sino apenas un susurro de brisa. A pesar de tener que vigilar
continuamente por si aparecían señales de orcos o de otros monstruos, Wulfgar
avanzaba, y la tarde era joven todavía cuando coronó un pequeño promontorio rocoso
y se encontró ante un recogido valle con forma de cuenco.
Wulfgar contuvo la respiración mientras recorría la región con la vista. Al otro
lado, más allá de la elevación opuesta, se elevaba el humo de varios campamentos, y
en el interior mismo del valle, vio los restos de un campamento más antiguo y
abandonado. Aunque el pequeño valle era protegido, el viento lo había barrido el día
anterior y había hecho llegar la nieve hasta las estribaciones sudorientales, por lo que
gran parte del cuenco había quedado prácticamente descubierto. Wulfgar pudo ver
con claridad un círculo de pequeñas piedras tapado a medias, los restos de un fogón.
Exactamente como lo había descrito Iván Rebolludo.
Con un gran suspiro, el bárbaro subió a la cresta y empezó un descenso lento y
decidido hacia el valle. Iba arrastrando los pies lentamente en lugar de levantarlos,
consciente de que podría tropezar con un cadáver debajo del palmo aproximado de
nieve que cubría el suelo. Trazó un sendero que lo llevó en línea recta hasta el fogón,
allí se alineó, como le había indicado Iván, y poco a poco, empezó a caminar hacia
afuera. Le llevó mucho tiempo, pero era un método seguro. Por fin, descubrió una
mano azulada asomando por encima de la nieve.
Wulfgar se arrodilló al lado y respetuosamente apartó el polvo blanco. Era Delly,
sin lugar a dudas, ya que el hielo del invierno no había hecho sino intensificarse
desde que cayera meses antes, con lo cual casi no la había afectado la
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descomposición.
Tenía el rostro hinchado, pero no mucho, y sus facciones no estaban demasiado
desfiguradas.
Daba la impresión de estar dormida, y en paz, y a Wulfgar se le pasó por la
cabeza que la pobre mujer no había disfrutado de tanta serenidad en toda su vida.
Lo asaltó una punzada de culpa ante esa idea, porque al final eso se había debido
a él en gran parte. Recordó sus últimas conversaciones, cuando Delly le había rogado
sutilmente y en voz baja que se marcharan de Mithril Hall, cuando le había implorado
que la liberara del encierro de los túneles excavados por los enanos.
—Pero yo soy un necio —le susurró, acariciándole suavemente el rostro—. Si lo
hubieras dicho de una manera más directa…
Pero me temo que ni aun así te habría escuchado.
Ella lo había dejado todo por seguirlo a él hasta Mithril Hall.
Ciertamente que su vida miserable en Luskan no era una existencia envidiable,
pero de todos modos allí Delly Curtie tenía amigos que eran como su familia, y no le
faltaba ni una cama caliente ni alimentos. Al menos, había abandonado eso por
Wulfgar y por Colson, y su compromiso la había llevado a Mithril Hall y más allá.
Al final había claudicado. Sin duda, por culpa de la espada malvada y sensitiva de
Catti-brie, pero también porque el hombre en quien había confiado que permanecería
a su lado no había sido capaz de escucharla ni de reconocer su muda desesperación.
—Perdóname —dijo Wulfgar, agachándose para besar su fría mejilla. Se arrodilló
y parpadeó, porque de repente la escasa luz del día le dio en los ojos.
Se puso de pie.
—Ma la, bo gor du wanak —dijo, una antigua fórmula bárbara de resignada
aceptación, una afirmación sin traducción directa en la lengua común.
Venía a decir, lamentándose, que el mundo «es como debe ser», como los dioses
quieren que sea, y el papel de los hombres consiste en aceptarlo y en descubrir el
camino más adecuado entre lo que se les ofrece. Al oír la lengua algo más pomposa y
menos fluida de los bárbaros del Valle del Viento Helado brotando de su boca con
tanta naturalidad, Wulfgar se detuvo. Jamás usaba ahora esa lengua, y sin embargo, le
había vuelto a la cabeza con mucha facilidad en ese preciso momento.
Rodeado por el crudo invierno, envuelto en ese aire helado y cristalino, y con la
tragedia a sus pies, las palabras habían aflorado natural e irresistiblemente.
—Ma la, bo gor du wanak —repitió en un susurro mientras miraba a Delly
Curtie.
Su mirada recorrió el pequeño valle hasta las líneas ascendentes del humo de las
hogueras.
Su expresión apenada se transformó en una sonrisa implacable cuando levantó a
Aegis-fang con las manos y vio ante sí «el camino más adecuado» cristalizado en sus
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pensamientos.
Al otro lado del borde septentrional del valle, el terreno bajaba de golpe unos
cuatro metros, pero no lejos se extendía una pequeña meseta, una única extensión de
piedra plana que parecía el tronco cortado de un árbol gigantesco y antiguo. El
campamento principal de los orcos rodeaba la base de ese plinto, pero lo primero que
vio Wulfgar cuando se lanzó por encima del borde del valle fue la tienda aislada y el
trío de centinelas orcos allí estacionados.
Aegis-fang abría la marcha, seguida por el grito del bárbaro al dios de la guerra,
Tempus. Describiendo círculos en el aire, el martillo de guerra alcanzó al centinela
más próximo en el pecho y lo arrojó por encima del pilar de tres metros de diámetro,
desplazando la cubierta de nieve como la proa de una veloz nave antes de hacerlo
caer por el otro lado.
Cargado con capas y más capas de pesadas ropas y pisando continuamente sobre
suelo resbaladizo, Wulfgar no llegó a recorrer del todo los casi cinco metros de
distancia y se golpeó las espinillas contra el borde del pilar, lo cual lo hizo caer cuan
largo era sobre la nieve. Bramando de furia guerrera y revolviéndose para no
presentar un blanco claro a los dos orcos restantes, el bárbaro rápidamente afirmó las
manos por debajo y se impulsó para ponerse de pie. Le sangraban las espinillas, pero
no sentía dolor, y arremetió contra el orco que tenía más próximo, que levantó una
lanza para cerrarle el paso.
Wulfgar apartó la endeble arma hacia un lado y le entró al orco echando mano de
la parte delantera de la piel que lo cubría.
Teniéndolo pillado, lo agarró también por la entrepierna, y tras alzar a su enemigo
por encima de su cabeza, giró hacia el tercero y arrojó su carga contra él. Sin
embargo, el último orco se dejó caer al suelo; el proyectil viviente le pasó por encima
y fue a empotrarse en la pequeña tienda, que arrastró consigo en su vuelo
ininterrumpido hasta el otro extremo del pilar.
El tercer orco cogió la espada con ambas manos y, tras alzar la pesada hoja por
encima de su cabeza, se fue a por Wulfgar con displicencia.
Ya había visto semejante fogosidad en muchas ocasiones en sus enemigos, y
como sucedía muchas veces, Wulfgar parecía desarmado. Sin embargo, ante la
proximidad del orco, Aegis-fang apareció mágicamente en las manos de Wulfgar, que
la aguardaban. Éste la lanzó hacia adelante con una sola mano, y el pesado martillo
dio un golpe contundente contra el pecho del orco que embestía.
La criatura se detuvo como si hubiera topado con un muro de piedra.
Wulfgar retrajo a Aegis-fang y lo agarró, esa vez con ambas manos, para
aprestarse a golpear de nuevo, pero el orco no hizo el menor movimiento; sólo lo
miraba de un modo inexpresivo. Wulfgar vio cómo se le caía la espada de la mano al
suelo. Entonces, antes de que pudiera repetir el golpe, el orco simplemente se
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desplomó.
Wulfgar corrió al otro lado del pilar de piedra. A sus pies vio a los orcos que se
revolvían, tratando de identificar la amenaza que les había caído encima de forma tan
inesperada. Un orco alzó un arco y trató de apuntar a Wulfgar, pero fue demasiado
lento, pues Aegis-fang ya iba a por él. El martillo de guerra le destrozó los nudillos y
lo derribó.
Wulfgar saltó desde el pilar, pasando por encima de los dos más próximos, que le
habían apuntado con las lanzas. Cayó entre un segundo grupo, mucho menos
preparado, y derribó a uno con la rodilla mientras golpeaba a otros dos con todo el
peso de su cuerpo. Se las arregló para no perder pie y avanzó tambaleándose para
ponerse fuera del alcance de los de las lanzas. Aprovechó el impulso para derribar al
siguiente orco de la fila con un pesado puñetazo; después, agarró al siguiente y lo usó
de escudo en su avance contra las espadas de un par de confundidos centinelas.
Aegis-fang volvió a sus manos, y un poderoso golpe bastó para hacer que los tres
salieran volando y dieran de bruces en el suelo. Por puro instinto, Wulfgar detuvo el
impulso y pivotando sobre un pie barrió con el martillo las lanzas y los brazos de las
criaturas que lo asaltaban por la espalda. Los orcos arrollados cayeron revueltos unos
con otros, y Wulfgar, que no se atrevió a tomarse un descanso, salió corriendo.
Irrumpió en una tienda por un lateral, arrancando con el martillo la piel de ciervo
de los soportes de madera. Arrastró los pies y la emprendió a patadas con los petates
y las provisiones, y también con un par de jóvenes orcos que se arrastraban y daban
gritos de dolor.
Wulfgar se dio cuenta de que aquellos dos no representaban una amenaza para él,
de modo que no los persiguió, sino que modificó su rumbo y se lanzó a por los
siguientes que le presentaban batalla. Avanzó contoneándose, describiendo círculos
con el brazo por encima de la cabeza. Aegis-fang humeaba mientras cortaba el aire.
Los tres orcos recularon, pero uno tropezó y cayó al suelo. Dejó ir su arma y trató de
ponerse fuera de alcance arrastrándose, pero Wulfgar le dio una poderosa patada en la
cadera que lo hizo caer cuan largo era.
El tozudo orco se giró boca abajo y se puso a cuatro patas, en un intento de
levantarse para salir corriendo.
Los grandes músculos de sus brazos se hincharon con el esfuerzo. Wulfgar paró el
giro de Aegis-fang, deslizó la mano por el mango y golpeó al orco. El martillo de
guerra rozó un hombro de la criatura y le dio en un lado de la cabeza. El orco cayó de
bruces al suelo y se quedó totalmente quieto.
A modo de precaución, Wulfgar le saltó encima y salió a continuación en
persecución de sus dos compañeros, que habían dejado de huir y estaban en pie de
guerra.
Wulfgar rugió y levantó a Aegis-fang por encima de su cabeza, aceptando de buen
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grado el desafío. Sin embargo, al lanzarse a la carga vio algo con el rabillo del ojo.
Afirmó el pie delantero, se detuvo de golpe y trató de volverse. Entonces, giró en
redondo, mientras una lanza lo hería dolorosamente en un costado. El arma se
enganchó en su capa de piel de oso y allí quedó colgando torpemente, arrastrando el
astil por el suelo y haciendo tropezar a Wulfgar, que continuaba girando. No obstante,
sólo pudo dedicarle una fracción de su atención porque una segunda lanza volaba a su
encuentro. Wulfgar atrajo a Aegis-fang hacia su pecho y lo giró en el último momento
para desviar la trayectoria de la lanza. Con todo, el arma dio de refilón contra el
martillo y golpeó a Wulfgar en el hombro.
En su avance, la parte trasera de la cabeza triangular del arma le hizo un corte al
bárbaro desde el mentón hasta la mejilla.
Y mientras se apartaba dando bandazos, tropezó con el asta de la lanza que
colgaba de su capa.
Aunque evitó la caída, perdió el equilibrio, ya que tanto su postura como la
colocación del arma eran equivocadas, todo esto mientras los dos orcos que tenía más
cerca arremetían contra él.
Imprimió al martillo un impulso oblicuo de izquierda a derecha y bloqueó el
mandoble de una espada, pero lo consiguió más con el brazo que con el arma. Alzó la
otra mano desesperadamente, girando el martillo en una trayectoria horizontal para
parar el embate de la lanza del otro orco.
Pero el embate fue un amago, y Wulfgar erró totalmente. La sonrisa del orco al
replegarse le bastó al bárbaro para saber que no tenía modo de impedir que la
segunda embestida lo alcanzara directamente en el vientre.
Pensó en Delly, allí helada, en la nieve.
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el cual Wulfgar había partido inesperadamente.
—¿Estás lista para caminar con él hasta Luna Plateada? —preguntó Bruenor a su
hija adoptiva después de un largo e incómodo silencio, porque el enano sabía que
Catti-brie sentía el mismo temor que él.
—La pierna me duele a cada paso que doy —admitió la mujer—. El pedrusco me
dio un buen golpe, y no sé si volveré alguna vez a caminar bien.
Bruenor se volvió hacia ella con los ojos humedecidos. Sabía que tenía razón, y
los clérigos se lo habían dicho de una manera irrefutable. Las heridas de Catti-brie
nunca se curarían del todo. La lucha en la sala de la entrada occidental le habían
dejado una cojera que la acompañaría hasta el fin de sus días, y tal vez el daño no se
quedara ahí. El sacerdote Cordio le había confiado a Bruenor sus temores de que
Catti-brie nunca pudiera tener niños, especialmente porque la mujer estaba llegando
al final de su período reproductivo.
—Pero estoy dispuesta a hacer la caminata hoy mismo —dijo Catti-brie con
determinación, sin asomo de duda—. Si Wulfgar ha cruzado esa muralla como
suponemos, yo giraría hacia el río para interceptar su camino. Ya es hora de que
Colson vuelva con su padre.
Bruenor consiguió responder con una ancha sonrisa.
—Date prisa en recuperar a la niña y volver —ordenó—. ¡La nieve se va a retirar
temprano este año, creo, y Gauntlgrym está aguardando!
—¿Crees que realmente se trata de Gauntlgrym? —se atrevió a preguntar Catti-
brie, y era la primera vez que alguien le planteaba la pregunta más importante de
forma directa al poderoso rey enano.
El hecho era que en su viaje de regreso a Mithril Hall, antes de la llegada de
Obould, una de las carretas de la caravana había sido engullida por un extraño
socavón que, aparentemente, conducía a un laberinto subterráneo. Bruenor había
proclamado inmediatamente que el lugar era Gauntlgrym, una antigua ciudad enana
perdida hacía tiempo, el pináculo del poder del clan llamado Delzoun, un legado
común para todos los enanos del norte, fueran Battlehammer, Mirabar, Belbar o
Abdar.
—Gauntlgrym —dijo Bruenor con seguridad, una afirmación que no había dejado
de hacer en ese tono desde su regreso de entre los muertos—. Moradin me trajo de
vuelta aquí por una razón, muchacha, y esa razón me será revelada cuando llegue a
Gauntlgrym. Allí encontraremos las armas que necesitamos para mandar a los feos
orcos de vuelta a sus agujeros, no lo dudes.
Catti-brie no estaba dispuesta a discutir con él, pues sabía muy bien que Bruenor
no estaba de humor para ello. Ella y Drizzt habían hablado mucho del plan del enano,
y de la posibilidad de que el socavón fuera realmente un punto de acceso a las
avenidas perdidas de Gauntlgrym, y ella también lo había discutido extensamente con
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Regis, que había andado indagando en mapas y textos antiguos. La verdad era que
ninguno de ellos tenía la menor idea de si el lugar se correspondía con lo que Bruenor
decía.
Y Bruenor no admitía réplica. Su letanía contra la oscuridad que se había
extendido sobre la tierra era muy simple, una sola palabra: Gauntlgrym.
—Maldito necio de muchacho —farfulló Bruenor, volviendo la vista hacia el
norte. Sus pensamientos estaban mucho más allá de la muralla que obstaculizaba su
visión—. Lo va a retrasar todo.
Catti-brie se disponía a responder, pero se dio cuenta de que tenía un nudo en la
garganta que le impedía hacerlo. Bruenor se quejaba, por supuesto, pero en realidad
su enfado por el retraso que la precipitada decisión de Wulfgar de dirigirse él solo a
las tierras ocupadas por los orcos iba a representar para los planes de los enanos era la
evaluación más optimista posible del hecho.
La mujer se entregó por un momento a su miedo, y se preguntó si el deber que
tenía para con su amigo la ayudaría a atravesar sola el Surbrin en busca de Colson. Y
en caso de que así fuera, ¿qué sucedería una vez recuperada la pequeña?
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CAPÍTULO 4
LA CONSTRUCCION DE SU IMPERIO
Las vigas crujieron un momento; entonces, una gran ráfaga de aire recorrió a los
presentes mientras los contrapesos impulsaban el enorme mástil de la catapulta. La
honda soltó su contenido, unos abrojos de tres puntas, en una línea desde el pico más
alto del arco hasta el punto de impulso y distancia máximos.
La lluvia de metal negro desapareció de la vista, y el rey Obould se desplazó
rápidamente hasta el borde del acantilado para ver cómo caían al fondo del Valle del
Guardián.
Nukkels, Kna y algunos de los demás se removieron, intranquilos, al ver a su
dios-rey tan próximo a un precipicio de sesenta metros de profundidad. Cualquiera de
los soldados del general Dukka o, con mayor probabilidad, del orgulloso jefe
Grimsmal y sus guardia podría haberse lanzado contra él para empujarlo y acabar así
con el reinado de los Obould.
Pero Grimsmal, a pesar de sus anteriores conatos de descontento, hizo un gesto de
aprobación al ver las defensas que se habían montado en la cordillera septentrional
que daba a la puerta occidental de Mithril Hall, cerrada a cal y canto.
—Hemos llenado de abrojos el fondo del valle —le aseguró a Obould el general
Dukka, que señaló con un gesto las muchas cestas colocadas junto a la línea de
catapultas, llenas todas ellas con piedras cuyo tamaño iba desde el de un puño al
doble de la cabeza de un orco.
—Si los feos enanos se adelantan, les mandaremos una andanada letal.
Obould miró hacia el sudoeste y abarcó unos dos tercios del camino que recorría
el escarpado valle desde el complejo enano, donde una fila de orcos cavaban en la
piedra para hacer una trinchera ancha y profunda. Inmediatamente a la izquierda del
rey, encima del acantilado que había en el extremo de la trinchera, había un trío de
catapultas, todas previstas para barrer el barranco por completo en el caso de que los
enanos trataran de usarlo como cobertura para atacar a los orcos situados al oeste.
El plan de Dukka era de fácil comprensión: frenar todo lo posible la marcha de
los enanos que pudieran avanzar por el Valle del Guardián, de modo que su artillería
y los arqueros situados en lo alto pudieran infligir un daño enorme en el ejército
atacante.
—Salieron de la muralla oriental con gran velocidad y astucia —le advirtió
Obould al radiante general—. Protegidos por carros metálicos. Ni el derrumbe de una
enorme muralla consiguió frenarlos.
—Desde sus puertas hasta el Surbrin no había una gran distancia, mi rey. —
Dukka no se atrevió a contestar—. El Valle del Guardián no ofrece un santuario
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semejante.
—No los subestimes — le advirtió Obould.
Se acercó más al general Dukka mientras hablaba, y el otro orco pareció
encogerse ante su proximidad. Con voz amenazante y elevada, para que todos
pudieran oírlo, Obould bramó:
—Saldrán furiosos. Llevarán delante de sí escobas para apartar los abrojos y por
encima escudos para cubrirse de tus flechas y tus piedras. Tendrán puentes plegables,
sin duda, y tu trinchera no conseguirá detenerlos. El rey Bruenor no es ningún tonto y
no se lanza a la batalla sin prepararse antes. Los enanos sabrán exactamente adonde
necesitan ir y llegarán allí con gran rapidez.
Sobrevino un silencio largo e incómodo, y muchos de los orcos intercambiaron
miradas nerviosas.
—¿Esperas que ataque, mi rey? —preguntó Grimsmal.
—Todo lo que espero del rey Bruenor es que sea lo que sea lo que decida hacer,
lo hará bien y con astucia —replicó Obould, y más de un orco se quedó con la boca
abierta al oír semejante cumplido dedicado a un enano por un rey orco.
Obould estudió esas expresiones atentamente a la luz de su desastroso intento de
irrumpir en Mithril Hall. No podía permitir que creyeran que hablaba así por
debilidad, dejándose llevar por el recuerdo de su falta de discernimiento.
—Observad la devastación de la estribación donde ahora se encuentran vuestras
catapultas —dijo, señalando hacia el oeste.
Donde en otro tiempo se elevaba una cadena de montañas, una sobre la cual
Obould había situado a sus aliados, los gigantes de los hielos y sus enormes máquinas
de guerra, sólo se veía una cresta dentada de piedras rotas.
—Los enanos actúan sobre terreno conocido. Están familiarizados con cada
piedra, cada elevación y cada túnel.
Saben cómo combatir. Pero nosotros… —rugió mientras se paseaba para
aumentar el efecto de sus palabras y alzaba al cielo sus manos con zarpas. Dejó las
palabras en suspenso durante varios segundos antes de continuar—. Nosotros no les
negamos el mérito que merecen. Aceptamos que son enemigos formidables y dignos,
y sabiéndolo, nos preparamos.
Se volvió para enfrentarse al general Dukka y al jefe Grimsmal, que se habían
acercado el uno al otro.
—Nosotros los conocemos, pero a pesar de todo lo que les hemos demostrado al
conquistar esta tierra, ellos todavía no nos conocen. Esto —dijo, y abarcó con un
movimiento del brazo las catapultas, los arqueros y todo lo demás— es lo que
conocen y lo que esperan. Tus preparativos están listos a medias, general Dukka, y
está bien que así sea. Ahora visualiza la manera en que el rey Bruenor tratará de
contrarrestar todo lo que has hecho, y completa tus preparativos para derrotar ese
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contraataque.
—P…, pero… mi rey —tartamudeó el general Dukka.
—Tengo plena confianza en ti —dijo Obould—. Empieza por poner trampas en
tus trincheras del lado occidental del Valle del Guardián, de modo que si los enanos
llegan hasta allí, tus guerreros puedan retirarse rápidamente y las dejen expuestas a
otro campo de batalla de tu elección.
Dukka empezó a asentir. Sus ojos brillaron y en sus labios se dibujó una sonrisa
malévola.
—Dime —le indicó Obould.
—Puedo preparar una segunda fuerza en el sur para llegar a las puertas que hay
detrás de ellos —replicó el orco—, para cerrar el paso a cualquier ejército enano que
cargue a través del valle.
—O una segunda fuerza que parezca hacerlo —dijo Obould, haciendo a
continuación una pausa para dejar que los que lo rodeaban pudieran asimilar esa
extraña respuesta.
—Para que se den la vuelta y salgan corriendo —respondió Dukka, por fin—. Y
que a continuación tengan que volver a cruzar para ganar el terreno que hayan
cubierto.
—Mi fe en ti no se ha debilitado, general Dukka —dijo Obould, asintiendo, e
incluso le dio una palmada en el hombro al orco al pasar por su lado.
Su sonrisa respondía a un doble motivo, y era auténtica.
Acababa de reforzar la lealtad de un general importante, y de paso había
impresionado al potencialmente conflictivo Grimsmal.
Obould sabía lo que tenía en la cabeza Grimsmal mientras seguía, presuroso, al
séquito que se retiraba. Si Obould, y aparentemente sus comandantes, podían prever
con tanta anticipación la actuación del rey Bruenor, ¿qué podría sucederle a cualquier
jefe orco que tramase algo contra el rey de Muchas Flechas?
Después de todo, esas dudas eran el verdadero objetivo de su visita al Valle del
Guardián, y no su preocupación por el grado de preparación del general Dukka.
Porque Obould estaba convencido de que todo era opinable. El rey Bruenor nunca
saldría por esas puertas occidentales. Como había aprendido el enano con su salida al
este —y como había aprendido Obould al tratar de irrumpir en Mithril Hall—,
cualquier avance de esas características representaría un enorme derramamiento de
sangre.
Wulfgar gritó con todas sus fuerzas, como si su voz pudiera conseguir lo
imposible: detener el vuelo de la lanza.
Un destello blanco azulado le dio en los ojos, y por un momento pensó que era el
dolor ardiente de la lanza que entraba en su vientre; pero cuando abrió los ojos otra
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vez vio que el orco portador de la lanza volaba torpemente delante de él. La criatura
cayó y ya estaba muerta antes de dar con sus huesos en el suelo, y para cuando
Wulfgar se volvió a mirar a su compañero, ese orco había dejado ir su espada y se
llevaba la mano al pecho. La sangre le manaba por una herida que lo atravesaba de
delante atrás.
Wulfgar no entendía nada. Trató de alcanzar con su martillo al orco herido y falló.
Otra flecha centelleante, un relámpago, pasó junto a Wulfgar y alcanzó al orco en el
hombro; lo arrojó al suelo cerca de donde había caído su compañero. Wulfgar
conocía muy bien aquel proyectil legendario, y rugió otra vez antes de volverse para
hacer frente a su salvador.
Le sorprendió no ver a Catti-brie, sino a Drizzt, armado con Taulmaril, el
Buscacorazones.
El drow se lanzó en una carrera hacia él. Sus pasos leves apenas rozaban el
grueso manto de nieve. Empezó a colocar otra flecha, pero se lo pensó mejor, dejó de
lado el arco y empuñó las dos cimitarras. Después de hacer un saludo a Wulfgar, se
desvió hacia un lado mientras se acercaba y se dirigió hacia un puñado de orcos listos
para entrar en combate.
—¡Biggrin! —gritó Drizzt mientras Wulfgar se lanzaba a la carga en pos de él.
—¡Tempus! —fue la respuesta del bárbaro.
Impulsó a Aegis-fang desde detrás de su cabeza, imprimiéndole un movimiento
rotatorio, y lo soltó. El martillo salió volando en dirección a la cabeza de Drizzt, que
en el último momento se agachó y se dejó caer de rodillas.
Los cinco orcos que estaban pendientes de los movimientos del drow no tuvieron
tiempo de reaccionar ante la sorpresa que se les venía encima. Ya era tarde cuando
alzaron los brazos para ponerse a la defensiva y se enredaron los unos con los otros
en su desesperado intento de apartarse de la trayectoria de la maza. Aegis-fang
alcanzó de lleno a uno, que salió despedido y se enganchó con otro haciendo que los
dos cayeran hacia atrás, tambaleándose.
Los tres restantes empezaban apenas a reorientarse respecto de sus oponentes
cuando la furia de Drizzt cayó sobre ellos. Se deslizó sobre las rodillas mientras el
martillo lo sobrevolaba, pero se puso de pie de un salto inmediatamente y se lanzó a
la carga con desenfado, trazando con las mortíferas espadas amplios movimientos
cruzados por delante de su cuerpo una y otra vez. Contaba con la confusión del
enemigo, y eso fue lo que encontró. Los tres orcos caían al cabo de un momento,
heridos y acuchillados.
Wulfgar, que seguía a la caza, hizo volver a Aegis-fang a sus manos y, a
continuación, corrigió el rumbo para acercarse al drow, de modo que sus largas
piernas lo llevaron junto a Drizzt, y ambos se acercaron a la zona principal de tiendas
del campamento, donde se habían reunido muchos orcos.
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Pero esos orcos no estaban dispuestos a enfrentarse a ellos, y si alguna duda
tenían los porcinos humanoides sobre la posibilidad de salir corriendo, se disipó un
momento después, cuando una pantera gigante rugió desde un flanco.
Los orcos arrojaron las armas, salieron corriendo y se dispersaron a los cuatro
vientos invernales.
Wulfgar lanzó a Aegis-fang contra el más próximo, que cayó muerto allí mismo.
Bajó la cabeza y embistió con más velocidad aún…, o al menos lo intentó, antes de
que Drizzt lo cogiera por un brazo y tirara de él.
—Deja que se marchen —dijo el drow—. Hay muchos más por ahí, y perderemos
nuestra ventaja en la persecución.
Wulfgar se detuvo, derrapando, y volvió a recuperar su mágico martillo de guerra.
Se tomó un momento para hacer un recuento de muertos y heridos, y de los orcos que
huían, y asintió mirando a Drizzt, saciada su ansia de sangre.
Entonces, rompió a reír. No pudo evitarlo. Era una risa que brotaba de lo más
hondo, una liberación desesperada, un estallido de protesta contra lo absurdo de sus
propias acciones.
Provenía una vez más de los recuerdos remotos, de su vida libre en el Valle del
Viento Helado. Había captado con toda facilidad la referencia a Biggrin; ese solo
nombre le había bastado para lanzar el martillo a la nuca del drow.
¿Cómo era posible?
—¿Wulfgar tiene ganas de morir? —preguntó Drizzt, que también reía entre
dientes.
—Sabía que llegarías. Es lo que sueles hacer.
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—No son necesarias semejantes prisas —dijo, por fin, después de permanecer
sentado con una mirada contemplativa que tenía a los otros dos en ascuas.
—El comienzo de Tarsakh probablemente representará un camino claro hacia las
murallas de los enanos —se atrevió a responder el jefe Grimsmal.
—Un lugar al que no iremos.
La seca respuesta hizo que Grimsmal se deslizara hacia atrás en su silla y dejó a
Dukka con expresión estupefacta.
—Tal vez pueda liberar a seis bloques —dijo el general.
—Cinco o cincuenta no cambia nada —declaró Obould—. La subida no es
nuestra ruta más prudente.
—¿Conoces otra ruta para atacarlos? —preguntó Dukka.
—No —dijo Grimsmal, negando con la cabeza mientras miraba a Obould con
gesto de complicidad—. Entonces, los rumores son ciertos. La guerra del rey Obould
se ha terminado.
Tuvo buen cuidado de no modificar el tono para que no pareciera que disentía,
pero la forma en que Dukka abrió los ojos dejó bien clara su sorpresa, aunque sólo un
instante.
—Sólo es una pausa para estudiar cuántas vías se nos ofrecen —explicó Obould.
—¿Vías hacia la victoria? —preguntó el general Dukka.
—Victoria en un sentido que ni siquiera podéis imaginar —dijo Obould, y meneó
la enorme cabeza mostrando una sonrisa confiada y llena de dientes.
Para acentuar el efecto, puso uno de sus grandes puños sobre la mesa que tenía
delante y lo apretó con tal fuerza que los músculos del antebrazo se hincharan y se
retorciesen hasta un punto capaz de recordar a los demás orcos su superioridad.
Grimsmal era corpulento y un poderoso guerrero, lo que le había valido para
conseguir el liderazgo de su tribu de guerreros. Sin embargo, hasta él languidecía ante
el espectáculo del poder de Obould. La verdad era que daba la impresión de que si el
rey orco hubiera apretado con esa mano un bloque de granito, lo habría hecho polvo
con toda facilidad.
No menos avasalladora era la expresión suprema de confianza y poder de Obould,
aumentada por el disciplinado desapego que mostraba ante los ronroneos y los
contoneos de Kna.
Grimsmal y el general Dukka abandonaron aquella reunión sin tener la menor
idea de lo que planeaba Obould, pero seguros de que tenía una confianza absoluta en
el plan. Obould los miró con una sonrisa astuta mientras se alejaban, convencido de
que esos dos no se atreverían a tramar nada contra él. El rey orco asió a Kna y la puso
delante de sí. Había llegado la hora de la celebración.
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acercar los brazos de Delly al tronco. Con ternura, Wulfgar sacó las mantas que
llevaba en su hatillo y la envolvió; le dejó el rostro descubierto hasta el último
momento, como si quisiera que ella viera la sinceridad de su remordimiento y su
tristeza.
—No se merecía esto —dijo Wulfgar, incorporándose y mirando a la pobre mujer
que tenía ante sí. Miró a Drizzt, que estaba de pie con Guenhwyvar a su lado,
sujetando con una mano el mechón de pelo que tenía la pantera en el cuello—. Su
vida estaba en Luskan antes de que yo llegara y la arrancara de allí.
—Ella eligió recorrer el camino contigo.
—Irreflexivamente —replicó Wulfgar con una carcajada y un suspiro de
autocensura.
Drizzt se encogió de hombros como si la afirmación fuera discutible, lo cual era
cierto.
—Muchos caminos acaban abruptamente, tanto en los desiertos como en los
callejones de Luskan. No hay forma de saber realmente adonde llevará un camino
hasta que lo has recorrido.
—Me temo que su confianza en mí era inmerecida.
—Tú no la trajiste hasta aquí para que muriera —dijo Drizzt—. Ni fuiste tú quien
la arrancó de la seguridad de Mithril Hall.
—No oí sus llamadas de auxilio. Me dijo que no podía soportar los túneles
enanos, pero no quise oírla.
—Y vio claramente su camino a través del Surbrin, como si ésa fuera la senda que
realmente quería. En esto no tienes más culpa que Catti-brie, quien no pudo prever el
alcance de la malvada espada.
La mención de Catti-brie conmocionó un poco a Wulfgar, porque sabía que ella
sentía la carga de la culpa por el papel aparente de Cercenadora en la trágica muerte
de Delly Curtie.
—A veces, las cosas son como son, sin más —dijo Drizzt—. Un accidente, un
cruel giro del destino, una conjunción de fuerzas que era imposible prever.
Wulfgar asintió, y fue como si le hubieran sacado de encima un gran peso.
—Ella no se merecía esto —repitió.
—Ni tampoco Dagnabbit, ni Dagna, ni Tarathiel, igual que tantos otros, como
esos que se llevaron a Colson a través del Surbrin —dijo Drizzt—. Es la tragedia de
la guerra, la inevitabilidad de los ejércitos enfrentados, el legado de los orcos, los
enanos, los elfos y también los humanos. Muchos caminos acaban de repente, es una
realidad que todos debemos tener presente, y Delly podría haber muerto fácilmente a
manos de un ladrón en la oscuridad de la noche de Luskan, o en medio de una reyerta
en el Cutlass. Ahora sólo de una cosa podemos estar seguros, amigo mío, de que
llegará un día en que todos compartamos el destino de Delly. Si recorremos nuestro
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camino en soledad para evitar todo lo inevitable, si extremamos todos los cuidados y
las precauciones…
—Entonces, tanto nos da tendernos en la nieve y dejar que el frío nos cale hasta
los huesos —acabó Wulfgar.
Había acompañado cada una de sus palabras con una inclinación de cabeza, como
asegurándole a Drizzt que no necesitaba preocuparse por el peso de la cruda realidad
que lo oprimía.
—¿Vas a ir en busca de Colson? —preguntó Drizzt.
—¿Cómo no habría de hacerlo? Tú hablas de la responsabilidad que tenemos para
con nosotros mismos a la hora de elegir nuestra senda con valor y aceptación, pero
está también la responsabilidad que tenemos hacia los demás. Yo la tengo para con
Colson. Es el pacto que acepté voluntariamente cuando la recibí de manos de
Meralda de Auckney. Aunque me aseguraran que está a salvo con los bondadosos
refugiados que cruzaron el Surbrin, no podría dejar de lado la promesa que le hice, no
a la niña, sino a su madre. ¿En tu caso está Gauntlgrym? —preguntó Wulfgar—.
¿Junto a Bruenor?
—Ésa es su expectativa, y mi deber para con él, sí.
Wulfgar asintió y tendió la mirada hacia el horizonte.
—Tal vez Bruenor tenga razón, y Gauntlgrym nos muestre el fin de esta guerra —
dijo Drizzt.
—Detrás de ésta vendrá otra guerra —dijo Wulfgar con un encogimiento de
hombros desanimado y una risita—. Así son las cosas.
—Biggrin —dijo Drizzt, arrancando una sonrisa a su corpulento amigo.
—Cierto —dijo Wulfgar—. Si no podemos cambiar el curso de las cosas,
entonces lo mejor es disfrutar del viaje.
—Sabías que me agacharía, ¿verdad?
Wulfgar se encogió de hombros.
—Sabía que si no lo hacías, sería…
—… porque así tenía que ser —acabó Drizzt la frase.
Ambos rieron, y Wulfgar bajó otra vez la vista para mirar a Delly con expresión
sombría.
—Voy a echarla de menos. Significaba más para mí de lo que creía. Era una
buena compañera y una buena madre. Jamás tuvo una vida fácil, pero muchas veces
encontraba en su interior esperanzas e incluso alegría. Mi vida ha quedado vacía con
su marcha. Hay dentro de mí un vacío que no será fácil llenar.
—Que no se puede llenar —lo corrigió Drizzt—. Así es la pérdida. Y así tú
seguirás adelante y encontrarás solaz en tus recuerdos de Delly, en las cosas buenas
que compartisteis. La verás en Colson, aunque la niña no haya salido de su vientre.
La sentirás a tu lado a veces, y aunque la tristeza no desaparecerá jamás, se
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instalará detrás de los recuerdos atesorados.
Wulfgar se agachó y, deslizando con cuidado los brazos por debajo del cuerpo de
Delly, la levantó. No tenía la impresión de estar sosteniendo un cuerpo, ya que la
forma helada no se curvaba en lo más mínimo; pero la apretó contra su corazón y
sintió que se le humedecían los brillantes ojos azules.
—¿Ahora odias a Obould tanto como yo? —preguntó Drizzt.
Wulfgar no contestó, pero la respuesta que le vino a la cabeza rápidamente lo
sorprendió. Obould no era para él más que un nombre, ni siquiera un símbolo en el
que pudiera centrar su torbellino interior. No sabía cómo, pero había superado la rabia
y había llegado a la aceptación.
«Las cosas son lo que son», pensó, como un eco de los sentimientos anteriores de
Drizzt, y Obould había perdido entidad hasta convertirse en una circunstancia entre
muchas. Un orco, un ladrón, un dragón, un demonio, un asesino de Calimport…, no
tenía importancia.
—Ha sido un gusto volver a luchar a tu lado —dijo Wulfgar, como tono no
parecía darle a Drizzt ocasión de decir nada, porque las palabras sonaban más a
despedida que a otra cosa.
Drizzt despidió a Guenhwyvar de inmediato, y codo con codo, él y Wulfgar
emprendieron el camino de vuelta a Mithril Hall.
Wulfgar llevó a Delly apretada contra sí todo el tiempo.
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CAPÍTULO 5
SACAR VENTAJA
El clan Grimm se ha dirigido hacia el norte —les dijo Toogwik Tuk a sus dos
compañeros en una tranquila y despejada mañana de mediados de Ches, el tercer mes
del año—. El rey Obould ha concedido al jefe Grimsmal una región favorable, una
meseta recogida y amplia.
—¿Para prepararse? —preguntó Ung-thol.
—Para construir —lo corrigió Toogwik Tuk—. Para izar el pabellón del clan
Grimm junto a la bandera de Muchas Flechas por encima de su nuevo poblado.
—¿Poblado? —preguntó Dnark, soltando la palabra con sorpresa.
—El rey Obould sostiene que es una pausa necesaria para reforzar las líneas de
abastecimiento —dijo Toogwik Tuk.
—Una afirmación razonable —dijo Dnark.
—Pero que todos sabemos que es una media verdad —dijo Toogwik Tuk.
—¿Y qué hay del general Dukka? —preguntó Ung-thol, evidentemente agitado
—. ¿Ha convertido al Valle del Guardián en una plaza segura?
—Sí —contestó el otro chamán.
—Y entonces, ¿marcha hacia el Surbrin?
—No —dijo Toogwik Tuk—. El general Dukka y sus miles de hombres no se han
movido, aunque circulan rumores de que va reunir a varios bloques…, en algún
momento.
Dnark y Ung-thol cruzaron miradas de preocupación.
—El rey Obould no permitiría que la noticia de la reunión de los guerreros se
filtrara a sus tribus —dijo Dnark—. No se atrevería.
—Pero ¿los enviará a atacar a los enanos en el Surbrin? —preguntó Ung-thol—.
Los bastiones de los enanos crecen de día en día.
—Ya pensábamos que Obould no seguiría avanzando —les recordó Toogwik Tuk
—. ¿No fue ésa la razón por la que hicimos venir a Grguch a la superficie?
Mirando a sus secuaces, Toogwik Tuk reconoció la duda que siempre surgía antes
del momento de la verdad. Los tres hacía tiempo que compartían sus sospechas de
que Obould se estaba apartando del camino de la conquista, y eso era algo que ellos,
como seguidores de Gruumsh el tuerto, no podían permitir. La idea que ellos
compartían, sin embargo, era que la guerra no estaba del todo acabada, y que Obould
volvería a asestar al menos un buen golpe para conseguir una posición más ventajosa
antes de que se detuviera.
Dejar a los enanos el camino abierto hacia el Surbrin había sido una posibilidad
más clara a lo largo de los últimos meses, y en especial en las últimas semanas. El
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tiempo no tardaría en cambiar, y no se estaban poniendo las fuerzas adecuadas en
posición de ataque.
No obstante, ante el hecho consumado, los otros dos no podían evitar la sorpresa
y la preocupación, ya que sentían sobre sus hombros con más fuerza el peso de la
conspiración.
—Dirijámoslos contra los invasores elfos del este —dijo Toogwik Tuk de repente,
sobresaltando a sus dos compañeros, que lo miraron con curiosidad, casi implorantes.
—Habíamos confiado en usar a Grguch para la carga hacia el Surbrin —les
explicó Toogwik Tuk—, pero con Obould esperando para situar a los guerreros, esa
opción no tiene vigencia en este momento. Debemos ofrecerle a Grguch algo de
sangre.
—O se cobrará la nuestra —musitó Ung-thol.
—Ha habido informes de incursiones elfas a lo largo del Surbrin, al norte de los
enanos —dijo Dnark, dirigiendo su comentario sobre todo a Ung-thol.
—Grguch y el clan Karuck se ganarán una fama que les vendrá bien a ellos, y
también a nosotros, cuando por fin llegue la hora de ocuparnos de las conflictivas
bestias del rey Bruenor —dijo Toogwik Tuk con un codazo—. Demos al reino de
Muchas Flechas un nuevo héroe.
Como una hoja que aletea en silencio movida por la brisa de medianoche, el elfo
oscuro se deslizó furtivamente hacia un lado de la estructura de piedra y barro
ennegrecida. Los guardias orcos no habían notado su silencioso paso; además, no
dejaba rastros visibles sobre la nieve helada.
Ninguna criatura corpórea podía moverse con más sigilo que un drow
disciplinado, y Tos'un Armgo era considerado eficiente incluso para el elevado nivel
de los de su raza.
Se detuvo al llegar a la muralla y echó una mirada al grupo de estructuras que lo
rodeaban. Sabía que era el poblado de Tungrush por las conversaciones que había
oído a los diversos lugareños. Reparó en los cimientos, incluso una base incipiente en
algunos lugares, de un muro que debía rodear el recinto.
«Demasiado tarde», pensó el drow con una sonrisa malévola.
Se acercó un poco más a una abertura en la pared trasera de la casa, aunque
todavía no podía precisar si era una verdadera ventana o un agujero que aún no
habían cubierto. No importaba, ya que la piedra que faltaba permitía perfectamente el
paso de la esbelta criatura. Tos'un se coló en el interior como una serpiente,
avanzando las manos por el lado interno de la pared, hasta que pudo afirmarse en el
suelo. Su voltereta, como el resto de sus movimientos, no produjo ni el menor ruido.
La habitación estaba oscura como boca de lobo; apenas se filtraba la escasa luz de
las estrellas por las muchas rendijas de las piedras. Un habitante de la superficie
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habría tenido dificultades para moverse por aquel lugar tan desordenado, pero para
Tos'un, que había vivido casi toda su vida en los tenebrosos corredores de la Antípoda
Oscura, el lugar realmente relucía. Se detuvo en la habitación principal, que era el
doble de la cámara más pequeña y estaba dividida por una pared interior que iba
desde la pared frontal hasta casi un metro del fondo.
Oyó un ronquido al otro lado del tabique.
Sus dos espadas, una de factura drow y la otra, la sensitiva y fabulosa
Cercenadora, aparecieron en sus manos mientras avanzaba silenciosamente. Al llegar
a la pared, se asomó y vio a un gran orco durmiendo cómodamente, boca abajo, sobre
un catre colocado contra la pared exterior de la casa. En un rincón próximo a la parte
frontal del edificio había una pila de esteras.
Su intención era clavar silenciosamente la espada en los pulmones del orco, para
impedirle gritar y acabar rápidamente y sin ruido, pero Cercenadora tenía otras ideas,
y mientras Tos'un se acercaba y se disponía a atacar, la espada lo dominó con un
repentino e inesperado ataque de furia absoluta.
La espada descendió y atravesó el cuello del orco desde atrás; le cortó la cabeza y
también la estructura de madera del catre sin dificultad, y rechinando contra el suelo,
trazó sobre él una línea profunda. El catre se abrió y se hundió con estrépito.
Detrás de Tos'un, las esteras se movieron rápidamente, pues debajo de ellas había
otro orco, una hembra. Por puro reflejo, el drow describió un arco con el otro brazo, y
su hermosa espada menzoberraní se apoyó con fuerza en el cuello de la hembra y la
dejó pegada a la pared. Esa espada podría haberle cortado el gaznate con facilidad,
pero por algún motivo del que Tos'un no era consciente, la puso plana. Así impidió
que la mujer hablara e hizo brotar una línea de sangre sobre el filo del arma, pero la
criatura no estaba acabada.
Cercenadora no estaba dispuesta a admitir que una espada inferior se cobrara una
vida.
Tos'un le hizo a la hembra una seña para que no hablara. Ella temblaba, pero no
podía resistirse.
Cercenadora se le hundió en el pecho, salió por la espalda y atravesó las piedras
de la pared frontal de la casa.
Sorprendido por su propio movimiento, Tos'un retiró rápidamente la espada.
La orca lo miró con incredulidad. Se deslizó hasta el suelo y murió con esa misma
expresión en la cara.
«¿Siempre tienes tanta sed de sangre?», le preguntó el drow mentalmente a la
sensitiva espada.
Tuvo la sensación de que la respuesta de Cercenadora había sido una carcajada.
Por supuesto que no tenía importancia, no eran más que orcos, y aunque se
hubiera tratado de seres superiores habría dado lo mismo. Tos'un Armgo nunca le
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hacía ascos a matar. Una vez eliminados los testigos y silenciadas las alarmas, el
drow volvió a la cámara principal y encontró las provisiones de la pareja.
Comió y bebió, y volvió a llenar el morral y el odre. Se tomó su tiempo, con toda
la calma, y revisó la casa en busca de algo que pudiera servirle. Incluso volvió al
dormitorio y, en un arranque, colocó la cabeza cortada del orco entre sus piernas, con
la cara contra el trasero.
Consideró su obra con un gesto de resignación. Lo mismo que el sustento, el
drow solitario aprovechaba cuanta diversión se ponía en su camino.
Salió poco después, por la misma ventana por la que se había colado dentro. La
noche era oscura; todavía era la hora de los drows. Encontró a los guardias orcos tan
dormidos como cuando había entrado y sintió la tentación de matarlos por su falta de
disciplina.
Sin embargo, un movimiento en unos árboles distantes le llamó la atención, y se
apresuró a refugiarse entre las sombras. Le llevó algún tiempo darse cuenta…
Había elfos por allí.
A Tos'un no le sorprendió realmente. Muchos elfos del Bosque de la Luna habían
realizado incursiones de reconocimiento en los asentamientos orcos y en las rutas de
las caravanas. Él mismo había sido capturado por una de esas bandas no muchas
semanas atrás, y había pensado en unirse a ellos después de engañarlos haciéndoles
creer que no era su enemigo.
Pero ¿había sido realmente un engaño? Tos'un todavía no lo había determinado.
Seguramente que una vida entre los elfos hubiera sido mejor que la que llevaba. Eso
había pensado entonces, y volvía a pensarlo tras esa maldita comida de orcos que
todavía le pesaba en el estómago.
Sin embargo, se recordó a sí mismo que no tenía esa opción.
Drizzt Do'Urden estaba con los elfos, y Drizzt sabía que él, Tos'un, había formado
parte de la avanzada del rey Obould.
Además, Drizzt se apoderaría de Cercenadora, sin duda, y sin la espada, Tos'un
sería vulnerable a los conjuros de los sacerdotes, que detectarían cualquier mentira
que tuviera que urdir.
Tos'un desechó el fútil debate antes de que Cercenadora pudiera intervenir, y
trató de hacerse una idea más acabada de la cantidad de elfos que pudieran estar
vigilando Tungrush.
Procuró detectar más movimientos, pero no encontró nada sustancial. El drow era
demasiado listo como para que eso lo tranquilizara; sabía muy bien que los elfos eran
capaces de moverse con tanto sigilo como él. Después de todo, una vez habían
conseguido rodearlo sin que se hubiera dado cuenta siquiera de que los tenía cerca.
Salió con cuidado, y recurriendo a sus habilidades naturales de drow, invocó un
globo de oscuridad a su alrededor y atravesó la línea de árboles. Después, continuó su
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estudio del terreno e incluso hizo un recorrido completo del poblado.
El perímetro estaba lleno de elfos, de modo que Tos'un se desvaneció en la noche
invernal.
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había matado a docenas de orcos en combate.
Sin embargo, esas incursiones en los poblados le dejaban un mal sabor de boca.
Algunos gritos provenientes del otro lado del camino le revelaron que no todos
los orcos habían huido y habían abandonado sus hogares. Vio a uno que salía por una
puerta, tambaleándose, sangrando, y caía muerto.
Era una criatura pequeña, un niño.
Con brutal eficiencia, la partida de reconocimiento de los elfos reunía los
cadáveres en una gran pila. A continuación, empezaron a vaciar las casas de todo lo
que pudiera arder, arrojando muebles, camas, mantas, ropa y todo lo demás al mismo
montón.
—Lord Albondiel —llamó uno, señalando una casa pequeña en el perímetro norte
del poblado.
Al acercarse, Albondiel observó una mancha de sangre que se iba extendiendo
por las piedras del frente de la casa, en el lado izquierdo de la puerta. Siguiendo los
movimientos del que lo había llamado, Albondiel vio el agujero, una cuchillada
limpia que atravesaba totalmente la piedra.
—Ahí dentro había dos, muertos antes de que llegáramos —explicó el elfo—.
Uno estaba degollado y el otro acuchillado contra esta pared.
—Por el interior —observó Albondiel.
—Sí, y por una espada que atravesó la piedra.
—Tos'un —susurró Albondiel, pues él había formado parte del grupo de
persecución de Sinnafain cuando habían capturado al drow. El drow que llevaba a
Cercenadora, la espada de Catti-brie. Una espada capaz de atravesar la piedra.
—¿Cuándo los mataron?
—Antes del amanecer. No mucho antes.
Albondiel desplazó la vista hacia afuera, mirando más allá de los límites del
poblado.
—De modo que todavía está ahí fuera. Es posible que incluso nos esté
observando en este momento.
—Puedo mandar exploradores…
—No —respondió Albondiel—. No es necesario, y no me gustaría que ninguno
de los nuestros se enfrentara a ese pícaro.
Acabemos con lo nuestro y marchémonos.
Poco después, se prendía fuego a la pila de esteras, madera y cuerpos, y de la
hoguera los elfos sacaron teas con las que incendiar los techos de las chozas. Usando
árboles caídos recogidos en los bosques cercanos, los elfos derribaron los laterales de
las estructuras incendiadas, y todas las piedras que pudieron recuperar de las pilas
humeantes las llevaron al lado occidental del poblado, que daba a una larga y
empinada pendiente, desde donde las arrojaron.
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Lo que los orcos habían construido en aquella colina azotada por el viento, los
elfos lo destruyeron rápidamente. Lo arrasaron hasta la última piedra, como si las feas
criaturas jamás hubieran estado allí.
Cuando se marcharon esa misma mañana, dejaron detrás un humo oscuro que
seguía ascendiendo hacia lo alto. Albondiel repasó con la vista todo el escarpado
paisaje, preguntándose si Tos'un podría estar observándolos todavía.
Así era.
Tos'un tenía la vista fija en la columna más espesa de humo negro que se alzaba
hasta disiparse en el gris sofocante del cielo encapotado. Aunque no sabía quiénes
eran los protagonistas de la escena, tanto daba que los que estaban ahí arriba fueran
Albondiel o Sinnafain, o cualquiera de los que se había encontrado, o incluso de
aquellos con los que había viajado. De lo que no tenía la menor duda era de que eran
elfos del Bosque de la Luna.
Se estaban volviendo más atrevidos, y más agresivos, y Tos'un sabía por qué. Las
nubes no tardarían en abrirse y el viento cambiaría hacia el sur, lo que daría paso a las
brisas más templadas de la primavera. Los elfos pretendían sembrar el caos en las
filas de los orcos. Querían inspirar terror, confusión y cobardía, para erosionar las
bases del poder de Obould antes de que el cambio de estación permitiera al ejército
orco marchar contra los enanos del sur.
O incluso cruzar el río hacia el este, hacia el Bosque de la Luna, su amada patria.
Una punzada de soledad atravesó los pensamientos y el corazón de Tos'un
mientras miraba hacia el poblado quemado.
Le hubiera gustado participar en esa batalla. Más aún, tuvo que reconocer que le
hubiera gustado marcharse con los elfos victoriosos.
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CAPÍTULO 6
LA DESPEDIDA
A ESTA HUMANA
MORADIN OFRECE SU COPA
Y DUMATHOIN SUSURRA SUS SECRETOS.
BENDITA SEA.
Por encima del hoyo que habían abierto tras retirar la losa, había un sarcófago de
piedra apoyado sobre dos pesadas vigas de madera. Un par de cuerdas pasaban por
debajo de la base.
El ataúd fue cerrado y sellado después de que Wulfgar le rindiera el último
homenaje.
Wulfgar, Bruenor, Drizzt, Catti-brie y Regis estaban solemnemente alineados ante
el sarcófago y frente a las velas, mientras los demás asistentes a la pequeña
ceremonia formaban un semicírculo detrás de ellos. Al otro lado, el clérigo Cordio
Carabollo leía sus plegarias a los muertos. Wulfgar no prestaba atención a las
palabras, pero el ritmo de la voz sonora de Cordio le ayudaba a mantener un estado
de profunda contemplación. Recordó la larga y ardua senda que lo había traído hasta
allí, desde su caída en las garras de la yochlol en la batalla por Mithril Hall, y los
largos años de tormento a manos de Errtu. Miró a Catti-brie sólo una vez y se
lamentó por lo que podría haber sido.
Lo que podría haber sido, pero no podía reclamar, eso lo sabía.
Los enanos tenían un antiguo proverbio: K'niko burger braz-pex strame, que
significaba «demasiado ripio sobre la veta», para describir el punto en el cual ya no
valía la pena explotar una mina. Eso había sido lo que había pasado con él y Catti-
brie.
Ninguno de ellos podía desandar el camino. Wulfgar lo supo cuando tomó a Delly
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como esposa, pero eso sólo mitigaba un poco el dolor y la culpa. Porque si bien había
sido sincero con Delly, no había sido gran cosa como marido, no había oído sus
ruegos, no la había puesto por encima de todo lo demás.
Pero ¿era él capaz de hacer eso? ¿Su lealtad era para Delly o para Mithril Hall?
Meneó la cabeza y dejó de lado esa justificación antes de que pudiera arraigar. A
él le correspondía llegar a un punto de encuentro entre esas dos responsabilidades.
Fueran cuales fueran sus deberes para con Bruenor y Mithril Hall, le había fallado a
Delly. Tratar de negarlo era mentirse, y eso podía llegar a destruirlo.
Los cánticos de Cordio lo anestesiaban. Miró el ataúd y recordó a Delly Curtie, la
buena mujer que había sido su esposa y que tan bien se había portado con Colson.
Aceptó su propio fracaso y pasó a otra cosa. La mejor manera de honrar a Delly sería
servir a Colson y convertirse en un hombre mejor.
Delly lo había perdonado, lo sabía en el fondo de su corazón, como él la hubiera
perdonado a ella de haberse dado la situación contraria. Realmente, eso era todo lo
que podían hacer, a fin de cuentas. Hacer las cosas lo mejor que supieran, aceptar sus
errores y tratar de mejorar.
Sentía su espíritu en todo lo que lo rodeaba y en su interior.
Repasó mentalmente imágenes de la mujer, destellos de su sonrisa, de la ternura
que veía en su rostro después de hacer el amor. Una expresión que, lo sabía sin
preguntar, le estaba reservada sólo a él.
Evocó un momento en que había observado a Delly bailando con Colson sin que
notaran su presencia. En todo el tiempo en que habían estado juntos, jamás la había
visto Wulfgar tan animada, tan libre, tan llena de vida. Era como si, a través de
Colson, y sólo en ese momento, ella hubiera encontrado un poco de su propia
infancia, o de la infancia que las duras circunstancias le habían impedido vivir
realmente. Ésa había sido la vez en que Wulfgar había podido acceder más
plenamente a su alma, incluso más que cuando hacían el amor.
Ésa era la imagen que pervivía, la imagen que había quedado grabada a fuego en
su conciencia. Tomó la decisión de que, en adelante, cada vez que pensara en Delly
Curtie, la vería bailando con Colson.
Lucía en su rostro una sonrisa melancólica cuando Cordio acabó sus salmos.
Tardó unos instantes en darse cuenta de que todas las miradas estaban fijas en él.
—Ha preguntado si quieres decir unas palabras —le explicó Drizzt en voz baja.
Wulfgar asintió y miró a los enanos que tenía a su alrededor, y a Regis y Catti-
brie.
—No es éste el lugar donde Delly Curtie habría querido ser enterrada —dijo de
pronto—. A pesar de su afecto por el clan Battlehammer, no le gustaban los túneles.
Pero se sentiría…, se siente realmente honrada de que tan buenas personas hayan
hecho esto por ella.
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Miró el sarcófago y volvió a sonreír.
—Te merecías mucho más que la vida que siempre te tocó vivir.
Yo soy mejor hombre por haberte conocido, y te llevaré conmigo para siempre.
Adiós, esposa mía, mi amor.
Sintió que una mano cogía la suya y al volverse vio a Catti-brie a su lado. Drizzt
puso su mano encima de las de ambos, y Regis y Bruenor se unieron a ellos.
«Delly se merecía algo mejor —pensó Wulfgar—, y yo no me merezco unos
amigos como éstos.»
El sol ascendía por el brillante cielo azul al otro lado del Surbrin, que tenían
delante. Al norte, a lo largo de las murallas, sonaban las mazas acompañadas por un
coro de enanos, que cantaban y silbaban mientras realizaban su importante trabajo.
También al otro lado del Surbrin, muchos enanos y humanos trabajaban duro,
reforzando los soportes y pilares del puente, y transportando los materiales que iban a
necesitar para construir ese verano el puente como era debido. En el aire flotaba un
decidido hálito de primavera ese quinto día de Ches, y detrás de los cinco amigos,
pequeños riachuelos bajaban danzando por la pedregosa ladera.
—Será una breve apertura, según dicen —les comunicó Drizzt a los demás—. El
río todavía no está crecido con el deshielo de la primavera, y por lo tanto, el
transbordador puede atravesarlo.
Pero en cuanto el deshielo haya llegado a su apogeo, no penséis en realizar
muchas travesías. Si cruzáis, es posible que no podáis regresar por lo menos hasta
comienzos de Tarsakh.
—No tenemos elección —dijo Wulfgar.
—De todos modos, os llevará diez días llegar a Luna Planeada y a Sundabar, y
volver —calculó Regis.
—Especialmente porque mis piernas no están listas para correr —dijo Catti-brie,
que acompañó sus palabras con una sonrisa para hacerles saber a los demás que no lo
decía con tristeza ni amargura.
—Bueno, no vamos a esperar a que Ches se convierta en un hombre viejo —
gruñó Bruenor—. Si el tiempo se mantiene, saldremos para Gauntlgrym en cuestión
de días. No tengo manera de saber cuánto tiempo nos llevará, pero supongo que serán
diez días. Tal vez sea todo el maldito verano.
Drizzt observó a Wulfgar en particular y se dio cuenta de la distancia que había
en los ojos azules del hombre. Hubiera dado lo mismo que Bruenor hablara de
Menzoberranzan o de Calimport; daba la impresión de que a Wulfgar no le importara.
Miraba a lo lejos, a donde estaba Colson.
Y todavía más allá, Drizzt lo sabía. A Wulfgar le tenía sin cuidado poder o no
cruzar el Surbrin de vuelta.
Los cinco amigos pasaron algunos instantes en silencio, allí de pie, al sol de la
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mañana. Drizzt sabía que debía saborcar ese momento, grabarlo a fuego en su
memoria. Del otro lado de Bruenor, Regis se removió, incómodo, y cuando Drizzt
miró hacia él vio que el halfling también lo estaba mirando, como desorientado.
Drizzt le dedicó un gesto afirmativo y una sonrisa de aceptación.
—El transbordador está atracando —dijo Catti-brie, volviendo a prestar atención
al río, donde el barco se vaciaba rápidamente—. Nuestro camino nos aguarda.
Wulfgar le indicó que fuera delante e hiciera los preparativos, y ella, con una
mirada intrigada, se puso en marcha usando a Taulmaril como muleta. Mientras se
alejaba, Catti-brie no dejaba de mirar hacia atrás, tratando de descifrar la curiosa
escena.
Wulfgar tenía una expresión seria mientras hablaba con los otros tres. Luego, los
abrazó, uno por uno. Acabó estrechando firmemente con la mano la muñeca de
Drizzt, gesto que el drow correspondió, y los dos se miraron largamente, con respeto
y algo que Catti-brie interpretó como un acuerdo solemne.
Ella sospechaba lo que eso podía anunciar, pero volvió a centrar la atención en el
río y en el barco, desechando toda sospecha.
—En marcha, elfo —dijo Bruenor antes de que Wulfgar hubiera dado alcance
siquiera a Catti-brie en el transbordador—. Quiero preparar nuestros mapas para el
viaje. ¡No hay tiempo que perder!
Hablando para sí y frotándose las manos, el enano inició el regreso al complejo.
Regis y Drizzt esperaron un poco más antes de darse la vuelta y seguirlo. Redujeron
el paso al mismo tiempo al aproximarse a las puertas abiertas y a la oscuridad del
corredor, y se volvieron a mirar el río y el sol, que subía en el cielo, más allá.
—Estoy deseando que llegue el verano —dijo Regis.
Drizzt no respondió, pero su expresión no era de desacuerdo.
—Aunque casi lo temo —añadió Regis en voz más baja.
—¿Porque vendrán los orcos? —preguntó Drizzt.
—Porque tal vez no vengan otros —dijo Regis, echando una mirada a los dos que
se iban y que estaban subiendo al transbordador con la vista fija en el este, sin
volverse a mirar atrás.
Tampoco en ese caso manifestó Drizzt su desacuerdo. Quizá Bruenor estuviera
demasiado preocupado como para verlo, pero los temores de Regis confirmaron las
sospechas de Drizzt sobre Wulfgar.
—Pwent viene con nosotros —les anunció Bruenor a Drizzt y Regis cuando se
unieron a él en su cámara de audiencias más tarde, ese mismo día. Mientras hablaba
echó mano de un petate que había a un lado de su trono de piedra y se lo pasó a
Drizzt.
—¿Sólo vosotros tres? —preguntó Regis, pero terminó abruptamente la pregunta
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cuando Bruenor cogió otro envoltorio y se lo arrojó a él.
El halfling dio un pequeño respingo y consiguió esquivarlo. El petate, sin
embargo, no llegó al suelo, ya que Drizzt estiró la mano y lo agarró al vuelo. El drow
mantuvo el brazo extendido, sosteniendo el fardo para que lo cogiera el sorprendido
Regis.
—Necesito un ladronzuelo, y tú lo eres —explicó Bruenor—. Además, eres el
único que ha estado dentro de aquel sitio.
—¿Dentro de aquel sitio?
—Te caíste en el socavón.
—¡Sólo estuve dentro unos instantes! —protestó Regis—. No vi nada más que la
car…
—Eso te convierte en un experto —afirmó Bruenor.
Regis miró a Drizzt como pidiendo ayuda, pero el drow se limitó a permanecer
allí ofreciéndole el petate. Tras echar una nueva mirada a Bruenor, que no se apeaba
de su sonrisa irónica, el halfling emitió un resignado suspiro y cogió el fardo.
—Torgar también viene —dijo Bruenor—. Quiero que los chicos de Mirabar
estén en esto desde el principio. Gauntlgrym es un lugar que pertenece a Delzoun, y
Delzoun comprende a Torgar y a sus chicos.
—¿Cinco, entonces? —preguntó Drizzt.
—Y con Cordio ya son seis —replicó Bruenor.
—¿Por la mañana? —quiso saber Drizzt.
—La primavera; el uno de Tarsakh —propuso Regis, bastante resignado. Allí
estaba él, cargando un fardo completo. Mientras hablaba, observó que Pwent, Torgar
y Cordio entraban en la habitación por una puerta lateral, todos con pesados petates
colgados al hombro, y Pwent incluso con su armadura de púas completa.
—Ningún momento mejor que el presente —dijo Bruenor.
Se puso de pie, silbó y se abrió una puerta que estaba enfrente de la que habían
usado los tres enanos para entrar. Por ella salió Banak Buenaforja. Detrás de él venían
un par de enanos más jóvenes, cargados con la armadura de mithril de Bruenor, su
casco con un solo cuerno y su vieja y gastada hacha de guerra.
—Parece que nuestro amigo ha estado tramando cosas a espaldas nuestras —le
comentó Drizzt a Regis, que no parecía nada divertido.
—Tuyos son el trono y la sala —le dijo Bruenor a Banak, y tras bajarse del podio,
estrechó con fuerza la mano que le ofrecía su amigo—. No vayas a ser un
administrador demasiado bueno, o la gente no querrá que yo vuelva.
—Eso no es posible, mi rey —dijo Banak—. Los haría ir a buscarte, aunque sólo
fuera para guardar el trono.
Bruenor respondió a eso con una amplia sonrisa que dejó al descubierto todos sus
dientes, que relucieron a través de la hirsuta barba rojiza. Pocos enanos del clan
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Battlehammer, o de cualquier otro clan, se hubiesen atrevido a hablarle con semejante
irreverencia, pero Banak se había ganado con creces ese derecho.
—Me voy en paz porque lo hago sabiendo que te dejo a ti al cargo —dijo Bruenor
con toda seriedad.
La sonrisa de Banak desapareció e hizo a su rey una agradecida reverencia.
—En marcha entonces, elfo, y tú, Panza Redonda —dijo Bruenor, calzándose la
malla de mithril por encima de la cabeza y poniéndose el abollado yelmo—. Mis
muchachos han abierto un agujero en el oeste para que no tengamos que dar toda la
vuelta por encima del barranco de Garumn y rodear después la montaña. ¡No hay
tiempo que perder!
—Sí, pero no creo que pararnos a arrasar un fuerte lleno de orcos sea una pérdida
de tiempo —señaló Thibbledorf Pwent mientras conducía a los otros dos por delante
de Drizzt y Regis, y se acercaba a Bruenor—. Quizá encontrásemos al mismísimo
Obould, ese perro, y podríamos acabar con la bestia de inmediato.
—Sencillamente, maravilloso —musitó Regis, recogiendo el petate y
deslizándolo por encima del hombro.
El halfling soltó otro suspiro, esa vez de fastidio, cuando vio que su pequeña
maza estaba atada al borde del petate. Al parecer Bruenor se había ocupado hasta de
los menores detalles.
—Camino de la aventura, amigo mío —dijo Drizzt.
Regis le respondió con una mueca, pero Drizzt soltó una carcajada. ¿Cuántas
veces había visto esa mirada del halfling a lo largo de los años? Siempre reacio a
correr aventuras, pero Drizzt sabía, igual que todos los presentes, que Regis siempre
estaba ahí cuando se lo necesitaba. Los suspiros no eran más que un juego, un ritual
que en cierto modo le permitía al halfling calmar su corazón y cobrar ánimos.
—Me alegra que tengamos un experto para guiarnos hasta el interior del agujero
—declaró Drizzt en voz baja mientras se colocaban en fila detrás del trío de enanos.
Regis suspiró.
Mientras pasaban por la habitación donde acababan de enterrar a Delly se le
ocurrió pensar a Drizzt que se marchaban algunos que deseaban quedarse y se
quedaban otros a los que les hubiera gustado marcharse. pensó en Wulfgar y se
preguntó si ése sería el caso.
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CAPÍTULO 7
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se les echaban encima con sus excelentes aceros reluciendo al sol. Todo hacía prever
una faena rápida y sin incidentes.
Pero en ese momento, un estandarte amarillo con una mancha roja que parecía un
ojo orco inyectado en sangre apareció por el oeste; avanzaba rápidamente por un
desfiladero entre un par de pequeñas colinas de cima redondeada. Tos'un miró con
interés y se quedó boquiabierto cuando tuvo a la vista al portador del estandarte y a
sus cohortes. Casi podía olerlos desde donde estaba. Eran orcos, pero mucho más
grandes que el común de estas criaturas, incluso más corpulentos que los guardias de
élite de Obould, entre los cuales los había más grandes que el propio rey.
Tan sorprendido quedó por el espectáculo, que se puso de pie y se asomó hacia
adelante, abandonando la protección de las piedras. Volvió a mirar el desorden
imperante entre los goblins y vio que también allí las cosas habían cambiado, ya que
habían aparecido otros grupos de esos enormes orcos. Daba la impresión de que
algunos habían surgido de debajo de la nieve, cerca del centro de la batalla.
—Una trampa para los elfos —susurró el drow con incredulidad.
Mil pensamientos encontrados agitaron su mente al llegar a esa conclusión.
¿Quería que destruyeran a los elfos? ¿Le importaba?
Sin embargo, no se tomó el tiempo necesario para decidirse entre esas emociones,
ya que se dio cuenta de que también él podía ser arrasado en medio del tumulto, y eso
era algo que no le apetecía, sin duda.
Se volvió a mirar el estandarte que se aproximaba, después observó el combate, y
así sucesivamente, calculando el tiempo.
Con una rápida ojeada alrededor para garantizar su propia seguridad, salió
disparado de donde estaba apostado y volvió a la entrada oculta del túnel. Cuando
llegó allí, vio que la batalla estaba en todo su apogeo y que habían cambiado las
tornas.
Los elfos, decididamente superados en número, estaban en franca retirada. Sin
embargo, no huían como los goblins, y mantenían altas sus defensas contra las
incursiones de los brutales orcos. Incluso consiguieron hacer un par de maniobras de
parada y giro que les permitieron lanzar una andanada de flechas sobre la masa de
orcos.
Pero la funesta marea seguía avanzando sobre ellos.
El caballo alado volvió a aparecer. Voló bajo sobre el campo de batalla y aumentó
la altura al pasar por encima de los orcos, que, por supuesto, le lanzaron unas cuantas
lanzas. Jinete y pegaso cobraron todavía mayor altura mientras sobrevolaban a los
elfos.
Obviamente, el jinete pretendía dirigir la retirada, y el caballo alado puso la buena
suerte en el camino de Tos'un. Al acercarse, los ojos del drow se abrieron como
platos, porque si bien alzar la vista hacia el cielo de mediodía indudablemente hería
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sus sensibles ojos, reconoció a aquel jinete elfo. Era Sinnafain.
Por un momento, el drow mantuvo su posición dentro del túnel, sin que pudiera
decidirse entre retirarse por el pasadizo o volver a salir poniéndose a la vista de
Sinnafain.
Apenas consciente de sus movimientos, salió de aquel agujero e hizo señas a
Sinnafain, y al ver que ella no lo había visto, la llamó por su nombre.
«¿Qué estás haciendo?», le preguntó Cercenadora.
El súbito tirón de las riendas hizo que el pegaso se parara en seco, y Tos'un supo
que Sinnafain lo había visto. Se sintió algo reconfortado al ver que su siguiente
movimiento no fue sacar el arco.
«¿Volverías con ellos?», preguntó Cercenadora, y la comunicación telepática
tenía un deje de furia decidida.
Sinnafain hizo describir al caballo alado un lento giro sin apartar en ningún
momento los ojos del drow. Estaba demasiado lejos de Tos'un para que él pudiera
verle la cara o adivinar lo que pudiera estar pensando, pero ella seguía sin preparar el
arco. Tampoco había hecho señas para que sus amigos en retirada cambiaran de
rumbo.
«¡Drizzt va a matarte! —le advirtió Cercenadora—. ¡Cuando me arrebate de tus
manos te encontrarás indefenso ante los conjuros de detección de la verdad de los
clérigos elfos!»
Tos'un retiró el enrejado de ramas que cubría su escondite y empezó a acercarse a
la entrada.
Sinnafain continuó guiando el pegaso en un lento círculo.
Cuando, por fin, se volvió hacia sus compañeros, Tos'un salió corriendo hacia un
lado y desapareció entre las sombras que había al pie de las colinas, para gran alivio
de su autoritaria espada.
El drow sólo miró hacia atrás una vez, y vio a los elfos entrando uno a uno en el
túnel. Alzó la vista buscando al pegaso, pero en ese momento había desaparecido tras
las cimas de las montañas.
Sin embargo, Sinnafain había confiado en él.
Era increíble; Sinnafain había confiado en él.
Tos'un no acababa de decidir si eso era motivo de orgullo o si rebajaba su respeto
por los elfos.
Quizá un poco de ambas cosas.
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Mantuvo su ataque incluso cuando ya los elfos habían desaparecido bajo tierra,
pero los enormes orcos tenían escudos pesados capaces de frustrar sus ataques, y
Sinnafain sólo podía confiar en retrasarlos lo suficiente como para que sus amigos
pudieran escapar. Ganó altura y volvió a volar otra vez por encima de las montañas.
Buscaba tanto a Tos'un como a sus amigos, pero no había ni rastro del drow.
Después de un buen rato, cuando empezaba a sentir que Amanecer se estaba
cansando, la elfa pudo dar por fin un suspiro de alivio al ver un destello blanco en
medio de un bosquete un poco hacia el este que le indicó que Albondiel y los demás
elfos habían conseguido huir por el túnel.
Sinnafain dio un rodeo para llegar a ellos, pues no quería ofrecer ninguna pista a
cualquier oteador orco que pudiera verla descender desde lo alto, y para cuando llegó
al suelo, ya había mucha actividad. En un pequeño claro situado en la profundidad de
los bosques se había dispuesto a los heridos unos junto a otros, y los sacerdotes los
estaban atendiendo. Otro grupo transportaba pesados troncos y piedras para cerrar la
salida del túnel, y el resto se había refugiado entre los árboles que rodeaban el claro,
instaurando una línea defensiva que les permitiera atacar al enemigo que se
aproximase desde distintos ángulos de fuego superpuestos.
Mientras guiaba a Amanecer por un sendero entre los árboles, Sinnafain oyó
mencionar repetidamente en susurros el nombre del rey Obould, ya que muchos de
los elfos estaban seguros de que había venido. Encontró a Albondiel cerca de los
heridos, de pie a un lado del campo y escogiendo entre los petates y las armas
sobrantes.
—Has salvado a muchos —fue la frase con que la saludó Albondiel cuando se
acercó—. De no habernos guiado hasta ese túnel, muchos habrían muerto. Podría
haber sido una derrota absoluta.
Sinnafain pensó en mencionar que no era mérito suyo, sino de cierto drow, pero
se cuidó mucho de decirlo.
—¿Cuántos cayeron?
—Tuvimos cuatro bajas —le dijo Albondiel con tono sombrío.
Señaló hacia el pequeño claro donde los heridos yacían sobre mantas tendidas en
la nieve—. Dos de ellos están gravemente heridos, tal vez mortalmente.
—Nosotros…, es decir, yo debería haber visto la trampa desde el aire —dijo
Sinnafain, volviéndose hacia la cadena del este que bloqueaba la visión del campo de
batalla.
—La emboscada de los orcos estaba bien preparada —respondió Albondiel—.
Los que prepararon este campo de batalla tenían un buen conocimiento de nuestra
táctica. Nos han estudiado y han aprendido a contrarrestar nuestros métodos. Puede
ser que haya llegado el momento de atravesar el Surbrin y regresar.
—Andamos escasos de provisiones —le recordó Sinnafain.
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—Tal vez sea hora de permanecer al otro lado del Surbrin —aclaró Albondiel.
Una vez más volvió a la mente de Sinnafain el recuerdo de cierto elfo oscuro.
¿Los habría traicionado Tos'un? Había luchado junto a ellos durante un tiempo corto
y conocía bien sus tácticas. Además, era un drow, y no había otra raza en todo el
mundo más capaz de tender una emboscada que los traicioneros elfos oscuros. Claro
estaba que les había indicado a los elfos el camino para huir. Con cualquier otra raza,
eso habría bastado para disipar las sospechas de Sinnafain, pero ella no podía olvidar
que Tos'un era un elfo oscuro, y que no era Drizzt Do'Urden, que había demostrado
su valía repetidamente a lo largo de los años. Tal vez Tos'un estaba jugando a
enfrentar a los elfos con los orcos para sacar alguna ventaja, o simplemente para
divertirse.
—¿Sinnafain? —llamó Albondiel, sacándola de sus cavilaciones—. ¿El Surbrin?
¿El Bosque de la Luna?
—¿Te parece que hemos terminado aquí? —preguntó Sinnafain.
—El tiempo está más templado, y a los orcos les resultará más fácil desplazarse
en los próximos días. Estarán menos aislados los unos de los otros y, por lo tanto,
nuestra labor aquí será más difícil.
—Y se han fijado en nosotros.
—Es hora de marcharnos —dijo Albondiel.
Sinnafain asintió y miró hacia el este. En la distancia podía vislumbrarse la línea
plateada del Surbrin como un destello en el horizonte.
—Me gustaría que nos topásemos con Tos'un por el camino —dijo Sinnafain—.
Tengo muchas preguntas que hacerle.
Albondiel la miró, sorprendido, un momento, y a continuación dio su
consentimiento. Aunque parecía algo fuera de contexto, el deseo era razonable. Claro
estaba que los dos sabían que no iba a ser fácil dar caza al drow en esas regiones
salvajes.
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¿Crees que alguno de estos orcos no ha perdido a alguno de sus amigos por el
carácter de Obould? Y sin embargo, siguen siendo leales a él.»
«Arriesgas mucho.»
«No arriesgo nada —sostuvo Tos'un—. Si Dnark y sus amigos saben que Obould
me persigue, o si han llegado a la conclusión de que estoy coaligado con los elfos,
entonces tendrá…, tendremos que matarlos. No creía que semejante perspectiva
pudiera desagradar a Cercenadora.
Sabía que había pronunciado las palabras mágicas, porque la espada guardó
silencio en su mente, e incluso sintió la avidez que manaba de ella. Seguía pensando
en la conversación mientras bajaba hacia el trío de orcos que se habían desplazado a
un lado del área de construcción donde los orcos de corpulencia nada habitual se
habían reunido. Llegó a la conclusión de que Cercenadora le había hecho un
cumplido al dar a entender que no quería que le fuera arrebatada.
Escogió con cuidado su camino hacia los tres orcos, dejando una ruta rápida de
escape por si surgía la necesidad, cosa que temía. Varias veces se detuvo para
escudriñar los alrededores en busca de algún guardia que se le hubiera pasado por
alto.
Cuando todavía estaba a cierta distancia de los tres, gritó el esperado y respetuoso
saludo al jefe.
—Hola, Dnark, que la Quijada de Lobo muerda con fuerza —dijo con su mejor
acento orco, aunque sin tratar de ocultar su propio acento drow de la Antípoda
Oscura.
Los observó atentamente para calibrar su reacción inicial, sabiendo que ésa sería
la verdad irrebatible.
Los tres se volvieron hacia él con expresión sorprendida, incluso conmocionados.
Sin embargo, ninguno de ellos echó mano a una arma.
—A la garganta de tu enemigo —terminó Tos'un el saludo de la tribu Quijada de
Lobo.
Siguió acercándose, observando que Ung-thol, el chamán más viejo, se relajaba
visiblemente, pero que el más joven, Toogwik Tuk, seguía nervioso.
—Bien hallado una vez más —ofreció Tos'un, y subió la última elevación para
acceder al terreno llano y protegido donde se había reunido el trío—. Hemos llegado
lejos de los agujeros de la Columna del Mundo, tal como os lo predije hace meses.
—Saludos, Tos'un de Menzoberranzan —dijo Dnark.
El drow notó cautela en la voz del jefe. Su tono no era cálido, pero tampoco frío.
—Estoy sorprendido de verte —acabó Dnark.
—Hemos conocido el destino de tus compañeros —añadió Ung-thol.
Tos'un se puso tenso y tuvo que refrenarse conscientemente para no llevar la
mano a la empuñadura de la espada.
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—Sí, Donnia Soldou y Ad'non Kareese —dijo—. Me he enterado de su triste
destino, y maldigo al asesino Drizzt Do'Urden.
Los tres orcos se miraron muy pagados de sí mismos. Tos'un se dio cuenta de que
sabían lo de la sacerdotisa asesinada.
—Y compadezco a Kaer'lic —dijo con tono ligero, como si realmente no
importara.
—Fue una tontería por su parte enfadar al poderoso Obould —fue la respuesta
sorprendente de Toogwik Tuk. La sonrisa del joven orco desapareció y en sus labios
surgió una expresión tensa.
—Ella y tú, según se dice —respondió Ung-thol.
—Volveré a dar muestras de lo que valgo.
—¿A Obould? —preguntó Dnark.
La pregunta pilló al drow desprevenido, pues no sabía adonde quería ir a parar el
jefe.
—¿Es que hay algún otro que quiera comprobarlo? —inquirió, poniendo en la
pregunta el sarcasmo justo para que Dnark pudiera tomarla por sincera si lo prefería.
—Ahora hay muchos pisando el terreno, y esparcidos por todo el reino de
Muchas Flechas —dijo Dnark. Se volvió a mirar a los corpulentos orcos que
evolucionaban por el área de construcción—. Grguch, del clan Karuck, ha venido.
—Acabo de ser testigo de su ferocidad en el ataque de los malditos elfos de
superficie.
—Poderosos aliados —dijo Dnark.
—¿De Obould? —preguntó Tos'un sin vacilar, devolviendo la pregunta en la
misma medida.
—De Gruumsh —dijo Dnark con una sonrisa que dejaba los dientes al
descubierto—. Para la destrucción del clan Battlehammer y todos los malditos enanos
y todos los feos elfos.
—Poderosos aliados —dijo Tos'un.
«No están contentos con el rey Obould —dijo Cercenadora en la mente del drow.
Tos'un no respondió, pero tampoco lo rebatió—. Un giro interesante.»
Tampoco en ese caso se mostró contrario. Sintió una sensación inquietante, esa
sensación excitante que asaltaba a muchos de los seguidores de Lloth cuando
descubrían que se les había presentado una ocasión de hacer alguna maldad.
Pensó en Sinnafain y los suyos, pero no durante mucho tiempo.
El goce del caos se debía precisamente a que solía ser muy fácil y no requería una
profunda contemplación. Tal vez la confusión que sobrevendría pudiera beneficiar a
los elfos, tal vez a los orcos, a Dnark o a Obould, a uno o a ambos. Eso no le
correspondía a Tos'un determinarlo. Su deber era asegurarse de que,
independientemente de dónde pudiera estallar el tumulto, él estuviera en la mejor
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situación de sobrevivir y de beneficiarse.
A pesar de todo el tiempo que había pasado últimamente con los elfos, de todo lo
que fantaseaba sobre vivir entre las gentes de la superficie, por encima de todo Tos'un
Armgo seguía siendo un drow.
Además percibió con toda claridad la entusiasta aprobación de Cercenadora.
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Contuvo la respiración, como hacía siempre en las afortunadamente raras
ocasiones en que se encontraba en la compañía de Jaculi, pues ése era el nombre que
Jack le había dado, el nombre de la serpiente alada que Jack usaba como disfraz
cuando se aventuraba a salir de sus talleres privados.
—Me habría gustado que me hubieras informado de tu partida —le dijo Jack al
oído.
—No quería molestarte —le respondió Hakuun con mansedumbre, pues le
resultaba difícil mantener la calma con la lengua de Jack en su oído, lo bastante cerca
como para mandarle una de sus descargas bífidas hasta el otro lado de la cabeza.
—El clan Karuck me molesta a menudo —le recordó Jack—. A veces creo que
les has hablado de mí a los demás.
—¡Eso jamás!, ¡oh, terrible señor!
La risa de Jack fue como un silbido. Cuando había empezado su engaño y
dominio de los orcos, décadas atrás, sus acciones se habían guiado sólo por el
pragmatismo, pero a lo largo de los años había llegado a aceptar la verdad: ¡le
encantaba aterrorizar a esas feas criaturas! A decir verdad, ése era uno de los pocos
placeres que le quedaban a Jack el Gnomo, que vivía una vida de austeridad y… ¿Y
qué más? Aburrimiento, lo sabía, y sentía una punzada al admitirlo. En lo más
recóndito de su corazón, Jack comprendía muy bien por qué había seguido a los
Karuck fuera de las cuevas: porque su temor a sufrir algún daño, a la muerte incluso,
no superaba el temor de dejar que lodo siguiera igual.
—¿Por qué os habéis aventurado a salir de la Antípoda Oscura? —preguntó.
Hakuun meneó la cabeza.
—Si las noticias son ciertas, hay mucho que ganar aquí fuera.
—¿Para el clan Karuck?
—Sí.
—¿Para Jaculi?
Hakuun tragó saliva y la risa sibilante de Jack volvió a sonar en su oído.
—Para Gruumsh —se atrevió a decir Hakuun en un susurro.
Aunque lo dijo en voz casi inaudible, Jack se quedó callado. A pesar de todo el
sometimiento que había tenido que soportar su familia, el fanatismo con que sus
miembros servían a Gruumsh jamás se había puesto en entredicho. En una ocasión,
Jack había necesitado loda una tarde de tortura para hacer que uno de los ancestros de
Hakuun —su abuelo, si no recordaba mal— pronunciase una sola palabra contra
Gruumsh, y aun así, el sacerdote no había tardado mucho en traspasar su cargo a su
hijo escogido antes de matarse en nombre de Gruumsh.
Tal como había hecho en la cueva, el mago gnomo suspiró. Con la invocación de
Gruumsh, no era previsible que pudiera hacer que el clan Karuck se volviera atrás.
—Ya veremos —susurró al oído a Hakuun, y también lo dijo para sus adentros,
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una resignada aceptación de que a veces los tozudos orcos tenían sus propios planes.
Tal vez pudiera sacarle a todo aquello alguna diversión o beneficio, y la verdad,
¿tenía algo que perder? Volvió a olisquear el aire y una vez más tuvo la sensación de
que algo había cambiado.
—Hay muchos orcos por aquí —dijo.
—Decenas de miles —confirmó Hakuun—. Acuden a la llamada del rey Obould
Muchas Flechas.
«Muchas Flechas», pensó Jack, un nombre que le traía profundas resonancias de
otros tiempos. Pensó en la Ciudadela Fel…, Ciudadela Felb…, Fel algo, un lugar de
enanos. A Jack no le gustaban mucho los enanos. Lo fastidiaban al menos tanto como
los orcos, con sus martillazos y sus estúpidos cánticos, a los que ellos, fuera de toda
razón, consideraban música.
—Ya veremos —volvió a decirle a Hakuun.
Al observar que el horroroso Grguch se acercaba rápidamente, Jack se deslizó por
debajo del cuello de Hakuun y se acomodó en su región lumbar. De vez en cuando,
rozaba con su lengua bífida la carne desnuda de Hakuun, sólo por el placer de hacer
tartamudear al chamán en su conversación con esa bestia de Grguch.
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GAUNTLGRYM
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GAUNTLGRYM
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Bruenor, pero lo que Obould representa, y más especialmente si los otros reinos de la
Marca Argéntea aceptan este nuevo paradigma, aterroriza a Bruenor Battlehammer
hasta lo más recóndito de su ser y sacude los principios más sólidos de su fe. Obould
amenaza más que a la familia, el reino y la vida. Los designios del orco sacuden el
sistema mismo de creencias que mantiene unida a la familia de Bruenor, a la
finalidad misma de Mithril Hal , la idea de lo que significa ser un enano y el
concepto enano de dónde encajan los orcos en ese continuum estable. No lo diría
abiertamente, pero sospecho que Bruenor espera que los orcos ataquen, que a la
postre se comporten de acuerdo con la idea que tiene de ellos y de toda la especie de
los goblins. La otra posibilidad es demasiado disonante, demasiado desconcertante,
demasiado contraria a la mismísima identidad de Bruenor para que él considere la
probabilidad de que resulte un sufrimiento menor para todos los implicados.
Veo con claridad la lucha que eso representa para el corazón de Bruenor
Battlehammer, y para los corazones de todos los enanos de la Marca Argéntea.
Es mucho más fácil levantar una arma y dejar muerto a un enemigo conocido, un
orco.
En todas las culturas que he conocido, en el seno de todas las razas con las que
me he topado, he observado que cuando se ven asaltados por semejante disonancia,
por acontecimientos que están fuera de control y que avanzan a su propio ritmo, los
espectadores frustrados a menudo buscan una luz, un faro —un dios, una persona, un
lugar, un elemento mágico— al que creen capaz de hacer que el mundo vuelva a su
estado correcto.
Circulan muchos rumores en Mithril Hall de que el rey Bruenor lo solucionará
todo y restaurará el orden imperante antes del ataque de Obould. Bruenor se ha
ganado su respeto en muchas ocasiones, y luce ante los suyos el manto del héroe con
tanta naturalidad y merecimiento como cualquier enano de la historia del clan. Para
la mayoría de los enanos de aquí, el rey Bruenor se ha convertido en el faro, en el
aglutinante de toda esperanza.
Esto no hace sino aumentar la responsabilidad de Bruenor, porque atando un
pueblo aterrorizado pone su fe en un individuo, las ramificaciones de la
incompetencia, la temeridad o las fechorías se multiplican por mucho. Y eso de
convertirse en el aglutinante de todas las esperanzas contribuye a aumentar la
tensión de Bruenor, porque él sabe que no es verdad y que sus expectativas pueden
superarlo. No puede convencer a Alústriel de Luna Plateada ni a ninguno de los
demás líderes, ni siquiera el rey Emerus Corona de Guerra de la Ciudadela Felbarr,
para marchar masivamente contra Obould. Y marchar sólo con las fuerzas de Mithril
Hall acabaría destruyendo a todo el clan Battlehammer. Bruenor tiene ( litro que
debe llevar el manto no sólo de héroe, sino de salvador, y eso es para él una carga
terrible.
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Y así fue como Bruenor también se inclinó por dar un giro y aferrarse a
expectativas descabelladas, encontrando algo en que fundamentar sus esperanzas.
La frase que ha pronunciado con más frecuencia a lo largo de este invierno ha sido:
—Gauntlgrym, elfo.
Gauntlgrym. Es una leyenda para el clan Battlehammer y para todos los enanos
de Delzoun. Es el nombre de su herencia común, una inmensa ciudad del esplendor,
la fortuna y la fuerza que representa para todos los descendientes de las tribus
Delzoun la cumbre de la civilización enana. Es, tal vez, la historia mezclada con el
mito, un probable enaltecimiento involuntario de lo que fue antiguamente. A medida
que los héroes de antaño van cobrando proporciones más gigantescas con el paso de
las generaciones, también se expande este otro aglutinante de la esperanza y el
orgullo.
—Gauntlgrym, elfo —dice Bruenor con firme determinación.
Está seguro de que ahí residen todas sus respuestas. En Gauntlgrym, Bruenor
encontrará una vía para volver atrás lo hecho por el rey Obould. En Gauntlgrym,
descubrirá cómo hacer que los orcos vuelvan a sus agujeros y, lo que es más
importante, cómo hacer que las razas de la Marca Argéntea vuelvan a la posición
que les corresponde, a lugares que tengan sentido para un enano viejo, inflexible.
Está convencido de que hemos encontrado este reino mágico en nuestro viaje
hasta aquí desde la Costa de La Espada. Tiene que creer que este pozo nada singular
que conduce a un desfiladero largo tiempo olvidado es realmente la entrada a un
lugar donde él podrá encontrar sus respuestas.
De no ser así, tendrá que convertirse él mismo en la respuesta para su ansioso
pueblo. Y Bruenor sabe que la fe de los suyos no está bien encaminada, porque en el
presente tiene que responder a ese enigma que es Obould.
Por eso dice «Gauntlgrym, elfo» con la misma convicción con que un devoto
creyente pronuncia el nombre de su dios salvador.
Iremos a ese lugar, a ese agujero en el suelo de un árido desfiladero en el oeste.
Iremos y encontraremos Gauntlgrym, sea cual sea el auténtico significado de este
nombre. Tal vez el instinto de Bruenor sea certero. ¿Podría ser que Moradin se lo
hubiera dicho en los días que precedieron a su muerte? Tal vez encontremos algo
totalmente diferente, pero eso nos dará, le dará a Bruenor, la claridad que necesita
para encontrar las respuestas para Mithril Hall.
Obsesionado y desesperado como está —y como está su pueblo— Bruenor no
entiende todavía que la cuestión no es el nombre que haya adjudicado a nuestro
salvador. La cuestión es la búsqueda en sí, la búsqueda de soluciones y de la verdad,
y no el lugar que ha establecido como nuestra meta.
—Gauntlgrym, elfo.
Sin duda.
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DRIZZT DO'URDEN
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CAPÍTULO 8
Las puertas de Luna Plateada con su brillo argentado y sus barrotes decorados con
hojas de viña, estaban cerradas, una señal evidente de que las cosas no iban bien en la
Marca Argéntea. Guardias de rostro ceñudo, elfos y humanos, vigilaban todos los
puestos a lo largo de la muralla de la ciudad y alrededor de una serie de pequeñas
casas de piedra que hacían las veces de puestos de control para los visitantes que
llegaban.
Catti-brie, cuya cojera se había acentuado por los días de caminata, y Wulfgar
observaron las miradas tensas con que los contemplaban. Sin embargo, la mujer se
limitaba a sonreír, comprendiendo que su compañero, con sus casi dos metros diez de
estatura y sus hombros anchos y fuertes, podía suscitar temores incluso en tiempos de
paz. Lo normal era que esos nerviosos guardias se tranquilizaran e incluso los
saludaran cordialmente al ver de cerca al bárbaro con su característica capa de piel de
lobo y a la mujer que tantas veces había actuado como enlace entre Mithril Hall y
Luna Plateada.
No hubo voz de alto ni instrucciones de que aminoraran la marcha cuando
pasaron ante las estructuras de piedra, y la puerta se abrió ante ellos sin vacilar.
Varios de los centinelas apostados cerca de esa puerta y en lo alto de la muralla
incluso empezaron a aplaudir a Wulfgar y a Catti-brie, y hubo algunas ovaciones a su
paso.
—¿En misión oficial o sólo por placer? —les preguntó el comandante de la
guardia cuando hubieron atravesado las puertas de la ciudad. Miró a Catti-brie con
evidente preocupación—. ¿Estás herida, señora?
Catti-brie respondió con una mirada despreocupada, como si no tuviera
importancia, pero el guardia continuó.
—¡Dispondré un coche de inmediato!
—He venido caminando desde Mithril Hall entre la nieve y el barro —replicó la
mujer—. No voy a renunciar ahora a la alegría de recorrer las sinuosas calles de Luna
Plateada.
—Pero…
—Iré andando —insistió Catti-brie—. No me niegues ese placer.
El guardia cedió con una reverencia.
—Alústriel estará encantada de verla —dijo Wulfgar.
—¿Con un mensaje oficial del rey Bruenor? —volvió a preguntar el comandante.
—Con un mensaje más personal, pero igualmente apremiante —respondió el
bárbaro—. ¿Querrás anunciarnos?
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—El mensajero ya va camino de palacio.
Wulfgar agradeció con una inclinación de cabeza.
—Recorreremos los caminos de Luna Plateada, iremos dando un rodeo, y
llegaremos ante la corte de Alústriel antes de que el sol haya pasado por el cénit —
explicó—. Nos complace sobremanera estar aquí. Luna Plateada es, sin duda, un
paisaje siempre apreciado y una ciudad acogedora para los viajeros cansados. Es
posible que el asunto que nos trae requiera también de tu participación y la de tus
hombres, comandante…
—Kenyon —dijo Catti-brie, pues había tenido trato con el hombre en muchas
ocasiones anteriores, aunque brevemente.
—Me honra que te acuerdes de mí, señora —dijo con otra inclinación de cabeza.
—Venimos buscando a unos refugiados provenientes de Mithril Hall y que es
posible que hayan llegado a ésta, la más hermosa de las ciudades —dijo Wulfgar.
—Han venido muchos —admitió Kennyon—, y muchos se han marchado, pero,
por supuesto, estamos a tu disposición, hijo de Bruenor, si así lo manda Alústriel. Ve
y consigue esa orden, te lo ruego.
Wulfgar asintió, y él y Catti-brie dejaron atrás el puesto de guardia.
Con sus ropas polvorientas por el camino —una, con un arco mágico como
muleta, y el otro, un hombre gigantesco con un magnífico martillo de guerra a la
espalda, los dos destacaban en la ciudad de los filósofos y los poetas, y muchas
miradas curiosas se volvieron hacia ellos mientras recorrían las avenidas sinuosas que
aparentemente no llevaban a ninguna parte de la decorada ciudad. Como sucedía con
todos los visitantes que acudían a Luna Plateada, independientemente de las veces
que hubieran estado ya en ella, no podían dejar de mirar hacia arriba, atraídos por los
intrincados diseños y las artísticas decoraciones que cubrían las paredes de cada
edificio, y más arriba aún, por las afiladas torres que remataban todas las estructuras.
La mayoría de las comunidades respondían a lo útil, con construcciones adecuadas
para los elementos del entorno y las amenazas de los monstruos del lugar. Las
ciudades dedicadas al comercio se construían con amplias avenidas, las ciudades
portuarias con puertos fortificados y rompeolas, y las ciudades fronterizas con anchas
murallas. Luna Plateada destacaba entre todas porque, aun siendo una expresión de lo
útil, lo era sobre todo del espíritu. Se favorecían la seguridad y el comercio, pero no
por encima de las necesidades del alma.
La biblioteca era más grandiosa que las lonjas, y las avenidas estaban pensadas
para atraer a los visitantes y residentes hacia las vistas más espectaculares y no hacia
las líneas rectas eficientes que conducían al mercado o a las hileras de casas y
tiendas.
Era difícil llegar a Luna Plateada con una misión urgente, porque resultaba casi
imposible recorrer rápidamente las calles, y eran muy pocos los que conseguían
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enfocar la atención lo suficiente como para dejar de lado las intromisiones de la
belleza.
En contra de lo que Wulfgar había pretendido, el sol ya había superado el cénit
antes de que él y Catti-brie tuvieran a la vista el asombroso palacio de Alústriel, pero
eso estaba bien, porque los guardias, que ya tenían experiencia, habían informado a la
señora de Luna Plateada que así iba a ser.
—Los mejores humanos del clan Battlehammer —dijo la alta dama saliendo de
detrás de las cortinas que separaban la sección privada de su cámara de audiencias
palaciega del principal paseo público.
No había malicia manifiesta en su humorística observación, aunque la pareja que
tenía delante, hijos adoptivos del rey Bruenor, eran los únicos humanos del clan
Battlehammer.
Wulfgar sonrió y rió entre dientes, pero Catti-brie no consiguió encontrar ese
nivel de alegría en su interior.
Miró a la gran mujer, Alústriel, una de las Siete Hermanas y líder de la magnífica
Luna Plateada. Sólo recordó que debía saludar cuando Wulfgar hizo una profunda
reverencia a su lado, e incluso entonces, Catti-brie no agachó la cabeza mientras
saludaba y no dejó de mirar intensamente a Alústriel.
Muy a su pesar, se sentía intimidada. Alústriel medía casi un metro ochenta y era
innegablemente hermosa comparada con otras mujeres, con las elfas…, con todos los
seres vivos. En el fondo, Catti-brie lo sabía, porque Alústriel estaba rodeada de una
luminosidad y una gravedad que en cierto modo trascendía lo que era la existencia
mortal. El espeso pelo plateado y brillante le caía sobre los hombros, y sus ojos eran
capaces de derretir el corazón de un hombre o despojarlo del coraje a su antojo.
Llevaba un traje sencillo, verde con hilos dorados y apenas algunas esmeraldas
aplicadas para mayor efecto. La mayoría de los reyes y las reinas lucían ropajes más
decorados y elaborados, pero Alústriel no necesitaba ningún adorno.
Cuando entraba en una habitación, ésta se rendía a sus pies.
Jamás había mostrado a Catti-brie otra cosa que amabilidad y amistad, y las dos
habían tenido momentos muy cálidos, pero Catti-brie llevaba bastante tiempo sin
verla, y no podía evitar sentirse disminuida en presencia de la gran señora. En una
ocasión, había tenido celos de la señora de Luna Plateada, pues le habían llegado
rumores de que Alústriel había sido amante de Drizzt, y jamás había conseguido
saber si los rumores eran ciertos o no.
Catti-brie consiguió, por fin, una sonrisa auténtica y se rió de sí misma, dejando a
un lado todos los pensamientos negativos. Ya no podía mostrarse celosa en nada
relativo a Drizzt, ni sentirse disminuida ante nadie cuando pensaba en su relación con
el drow.
¿Qué importancia tenía si los mismísimos dioses se inclinaban ante Alústriel?
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Drizzt la había elegido a ella.
Cuál no sería su sorpresa cuando Alústriel se dirigió hacia ella y la abrazó y la
besó en la mejilla.
—Demasiados meses pasan entre nuestras visitas, señora mía —dijo Alústriel,
volviendo a apartar a Catti-brie para mirarla. Alargó una mano y le retiró de la cara
un grueso mechón de pelo cobrizo—. ¿Cómo consigues mantenerte tan bella? Es
como si el polvo del camino no te tocara. Es algo que no me explico.
Catti-brie no supo muy bien qué responder.
—Podrías librar una batalla con un millar de orcos —prosiguió Alústriel—,
matarlos a todos, por supuesto, llenar de sangre tu espada, tu puño y tus botas, y ni
siquiera eso apagaría tu brillo.
Catti-brie rió con modestia.
—Mi señora, eres demasiado bondadosa —dijo—. Demasiado bondadosa para
resultar creíble, me temo.
—Por supuesto que sí, hija de Bruenor. Eres una mujer que creció entre enanos
que no eran muy capaces de apreciar tus encantos y tu belleza. No tienes idea del alto
lugar que ocuparías entre las de tu propia raza.
La expresión de Catti-brie era de confusión. No sabía muy bien cómo tomarse
aquello.
—Y eso también forma parte del encanto de Catti-brie —dijo Alústriel—. Tu
humildad no es estudiada, sino auténtica.
La confusión de Catti-brie no disminuyó, y eso hizo reír a Wulfgar. Catti-brie le
lanzó una mirada que le impuso silencio.
—El viento trae rumores de que has tomado a Drizzt como esposo —añadió
Alústriel.
Puesto que todavía estaba mirando a Wulfgar cuando Alústriel habló, Catti-brie
observó un rictus de amargura en la cara del bárbaro… ¿O tal vez fuera sólo su
imaginación?
—¿Estáis casados? —preguntó Alústriel.
—Sí —respondió Catti-brie—, pero todavía no hemos celebrado una ceremonia
formal. Esperaremos a que la oscuridad de Obould se disipe.
Alústriel se puso seria.
—Me temo que pasará mucho tiempo.
—El rey Bruenor está decidido a que no sea así.
—Vaya —dijo Alústriel, y esbozó una pequeña sonrisa esperanzada que
acompañó con un encogimiento de hombros—. Puedes creerme si te digo que espero
que puedas celebrar pronto tu unión con Drizzt Do'Urden, ya sea en Mithril Hall o
aquí, en Luna Plateada, como mis huéspedes de honor. Estaré encantada de abrir mi
palacio para vosotros, para todos mis súbditos que sin duda desean lo mejor a la hija
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del buen rey Bruenor y a ese elfo oscuro tan fuera de lo común.
—Muchos de los de tu corte preferirían que Drizzt permaneciera en Mithril Hall
—dijo Catti-brie con un tono un poco más áspero de lo que había pretendido.
Pero Alústriel se limitó a reír y asentir, porque aquello tenía su fondo de verdad,
era innegable.
—Bueno, Fret le tiene simpatía —replicó, refiriéndose a su consejero favorito, un
enano muy poco común y extrañamente aseado—. Y también te la tiene a ti, igual
que yo, a ambos. Si dedicara mi tiempo a preocuparme por las mezquindades y las
preferencias de los señores y señoras de la corte, tendría que recurrir constantemente
al apaciguamiento y las disculpas.
—Ante la duda, confía en Fret —dijo Catti-brie con un guiño.
Alústriel rió de buena gana y la volvió a abrazar.
—Ven aquí más a menudo —le dijo al oído mientras la abrazaba—, te lo ruego,
con o sin tu obstinado compañero drow.
A continuación, pasó a Wulfgar y le dio un cálido abrazo.
Cuando se separó, apareció en su rostro una expresión extraña.
—Hijo de Beornegar —dijo en voz baja con respeto.
Catti-brie se quedó boquiabierta al oír aquello, pues hacía muy poco que Wulfgar
había empezado a usar ese título con cierta regularidad, y le pareció que Alústriel se
había dado cuenta de ello en ese mismo momento.
—Veo satisfacción en tus ojos azules —señaló Alústriel—. Antes no estabas en
paz, ni siquiera la primera vez que te vi, hace ya muchos años.
—Entonces, era joven, y demasiado fuerte de espíritu —dijo Wulfgar.
—¿Es eso posible?
Wulfgar se encogió de hombros.
—Pues demasiado ansioso —corrigió.
—Ahora tu fuerza viene de más hondo, porque estás más seguro de ella y de
cómo quieres emplearla.
La señal afirmativa de Wulfgar pareció satisfacer a Alústriel.
Sintió como si estuvieran hablando en código, o de secretos desvelados a medias,
dejando la otra mitad sólo disponible para ellos.
—Estás en paz —dijo Alústriel.
—Y sin embargo, no lo estoy —replicó Wulfgar—, ya que mi hij…, la niña,
Colson, se me ha perdido.
—¿Fue asesinada?
Wulfgar negó vehementemente con la cabeza para tranquilizar a la amable mujer.
—Delly Curtie sucumbió bajo las hordas de Obould, pero Colson vive. Fue
enviada al otro lado del río en compañía de refugiados de las tierras septentrionales
conquistadas.
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—¿Vino aquí, a Luna Plateada?
—Eso es lo que creo —le explicó Wulfgar.
Alústriel asintió y se retiró un paso, abarcándolos a ambos con su mirada
protectora.
—Podríamos ir de taberna en taberna —dijo Catti-brie—, pero Luna Plateada no
es una ciudad pequeña, y hay muchas más aldeas en los alrededores.
—No os moveréis de aquí —insistió Alústriel—. Seréis mis huéspedes. Reuniré
hasta al último soldado de la guarnición de Luna Plateada y hablaré con los gremios
de comerciantes. Os prometo que pronto tendréis respuesta.
—Eres generosa en exceso —dijo Wulfgar con una reverencia.
—¿Acaso el rey Bruenor, o Wulfgar o Catti-brie nos ofrecerían algo menos a mí o
a cualquiera de los míos si acudiéramos a Mithril Hall en un caso como éste?
Esa simple verdad bastó para acallar cualquier escrúpulo de los agradecidos
viajeros.
—Pensábamos que podríamos ir nosotros a algunas de las posadas y hacer
preguntas —dijo Catti-brie.
—¿Y llamar la atención sobre vuestra búsqueda? —opuso Alústriel—. ¿Estará
dispuesta la persona que tiene a Colson a devolveros a la niña?
Wulfgar meneó la cabeza.
—No lo sabemos —dijo Catti-brie—, pero es posible que no.
—Entonces, es mejor que permanezcáis aquí, como mis huéspedes. Tengo
muchos contactos que frecuentan las tabernas. Es importante para un líder conocer las
preocupaciones de sus súbditos. Las respuestas que buscáis se obtendrán con
facilidad, al menos en Luna Plateada. —Hizo una señal a sus asistentes—. Ocupaos
de instalarlos cómodamente.
Estoy convencida de que Fret desea ver a Catti-brie.
—No puede aguantar el polvo del camino que llevo encima —señaló Catti-brie
secamente.
—Pero es sólo porque le importa.
—O porque odia tanto el polvo.
—Eso también —admitió Alústriel.
Catti-brie miró a Wulfgar con un resignado encogimiento de hombros. Quedó
gratamente sorprendida al ver que él estaba tan satisfecho como ella con ese acuerdo.
En apariencia comprendía que era mejor dejar la carea en manos de Alúsrriel y que
podían relajarse y disfrutar de esa tregua en el lujoso palacio de la señora de Luna
Plateada.
—¡Y apostaría algo a que ella no se ha traído ropa adecuada!
El tono era de evidente fastidio, una especie de salmodia que sonaba al mismo
tiempo melódica y como un sonsonete, como la de un elfo, y sonora como el bramido
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de un enano, un enano nada común.
Wulfgar y Catti-brie se volvieron para ver al personaje, vestido con una hermosa
túnica blanca con ribetes de color verde brillante, que entraba en la habitación. Miró a
Catti-brie y lanzó un suspiro de reprobación, mientras movía uno de sus dedos
gruesos perfectamente cuidados. A continuación se detuvo, volvió a suspirar y apoyó
el mentón sobre una mano, mientras se acariciaba con los dedos la línea que formaba
su bien recortada barba plateada y pensaba en cómo encarar la tarea de transformar a
Catti-brie.
—Bien hallado, Fret —dijo Alústriel—, daría la impresión de que te enfrentas a
un trabajo que ni pintado para ti. Lo que te pido es que no hagas decaer el ánimo de
esta dama.
—Señora, confundís el ánimo con el mal olor.
Catti-brie frunció el entrecejo, pero le resultó difícil ocultar una sonrisa interior.
—Estoy convencida de que Fret pondría perfumes y cascabeles a un tigre —dijo
Alústriel, y los que la rodeaban rieron todos a costa del enano.
—Y lazos de colores y laca para las uñas —replicó el repulido enano con orgullo.
Se acercó a Catti-brie chasqueando la lengua, y cogiéndola por el codo, tiró de ella—.
Como apreciamos la belleza, consideramos que es nuestra divina tarea resaltarla. Y
eso haré. Ahora ven conmigo, muchacha. Tendrás que sufrir un largo baño.
Catti-brie le dirigió una sonrisa a Wulfgar. Después del largo y penoso viaje,
estaba muy bien dispuesta para el sufrimiento.
La sonrisa que le devolvió Wulfgar era igualmente genuina. Se volvió hacia
Alústriel, la saludó y le dio las gracias.
—¿Qué podríamos hacer por Wulfgar mientras mis exploradores buscan noticias
de Colson? —le preguntó Alústriel.
—Asignarme una habitación tranquila con vistas a vuestra hermosa ciudad —
replicó. Y añadió en voz baja—: Una orientada hacia el oeste.
Catti-brie se reunió con Wulfgar al atardecer en un alto balcón de la torre
principal, una de las doce que adornaban el palacio.
—El enano tiene talento —comentó Wulfgar.
El pelo recién lavado de Catti-brie olía a lilas y a primavera. Ella casi siempre lo
llevaba suelto sobre los hombros, pero ahora tenía un lado recogido mientras el otro
caía en una especie de rizo. Llevaba un vestido azul claro que resaltaba el color de
sus ojos y que dejaba al descubierto la piel suave de sus delicados hombros. En la
cintura lucía un fajín que formaba un ángulo para acentuar su bien formado cuerpo.
El vestido no tocaba el suelo, y la sorpresa de Wulfgar fue evidente cuando observó
que no calzaba las habituales botas de piel de cierva, sino un par de delicados
escarpines de encaje con bordados de fantasía.
—Tuve que elegir entre dejarle hacer o darle un puñetazo en la nariz —señaló
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Catti-brie, exagerando su modestia al permitir que aflorase ligeramente su acento
elfo.
—¿No hay ninguna parte de ti que lo disfrute?
Catti-brie le respondió con un gesto burlón.
—¿No te gustaría que Drizzt te viera así? —insistió el bárbaro—. ¿No te
complacería ver la expresión de su rostro?
—Me complazco en matar orcos.
—Basta ya.
Catti-brie lo miró como si la hubiera abofeteado.
—Basta ya —repitió Wulfgar—. Aquí, en Luna Plateada, no necesitas tus botas ni
tus armas, ni el pragmatismo del que te han imbuido los enanos, ni ese acento que has
perdido hace ya tiempo. ¿Te has mirado al espejo desde que Fret hizo su magia
contigo?
Catti-brie resopló e intentó mirar hacia otro lado, pero Wulfgar se lo impidió con
la mirada y con el gesto.
—Deberías hacerlo —dijo.
—No dices más que tonterías —respondió Catti-brie, y su acento había
desaparecido.
—Nada de eso. ¿Es una tontería apreciar las vistas de Luna Plateada? —preguntó
volviéndose a medias.
Abarcó con un movimiento del brazo la penumbra que se iba acentuando en el
oeste, y las estructuras de la ciudad iluminadas por el crepúsculo y por las velas que
ardían en muchas ventanas. En algunas de las torres relucían llamas de inofensivo
fuego feérico que destacaban sus magníficas formas.
—¿No dejaste volar tu mente mientras caminábamos por las avenidas hacia este
palacio? —preguntó Wulfgar—. ¿Pudiste evitar sentirte así rodeada de belleza por
todas partes? ¿Por qué habría de ser entonces diferente con tu propio aspecto?
¿Por qué te empeñas en ocultarte tras el barro y las ropas corrientes?
Catti-brie meneó la cabeza. Movió los labios unas cuantas veces, como si quisiera
responder pero no encontrara las palabras.
—Drizzt estaría encantado con el espectáculo que se presentaría a sus ojos —
afirmó Wulfgar—. Yo lo estoy, como tu amigo. Deja ya de ocultarte bajo ese acento
tosco y esas ropas raídas por el camino. Deja de tener miedo a lo que eres, a lo que
podrías aspirar a ser en lo más profundo de tu alma. No te importa que alguien te vea
después de un arduo día de trabajo sudorosa y sucia. No pierdes el tiempo
acicalándote y engalanándote, y todo eso te honra. Pero en momentos como éste,
cuando se presenta la ocasión, no la rehuyas.
—Me siento… vana.
—Simplemente debes sentirte bonita, y eso debe hacerte feliz. Si realmente eres
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alguien a quien no le importa lo que los demás puedan decir o pensar, entonces, ¿por
qué rehusas los pensamientos placenteros?
Catti-brie lo miró un momento con curiosidad, y una sonrisa se adueñó de su
rostro.
—¿Quién eres tú, y qué has hecho con Wulfgar?
—Mi otro yo hace tiempo que está muerto, te lo aseguro —respondió Wulfgar—.
Fue expulsado bajo el peso de Errtu.
—Nunca te he visto así.
—Nunca me he sentido así. Estoy satisfecho y sé cuál es mi camino. Ahora no
respondo ante nadie, sólo ante mí mismo, y jamás había conocido semejante libertad.
—Y entonces, ¿quieres compartirla conmigo?
—Con todos —respondió Wulfgar con una carcajada.
—Debo reconocer que me miré al espejo una… o dos veces —dijo Catti-brie, y
Wulfgar rió con más ganas aún.
—¿Y te gustó lo que viste?
—Sí —admitió.
—¿Y te gustaría que Drizzt estuviera aquí?
—Bastante —respondió, lo cual, por supuesto, quería decir «sí».
Wulfgar la agarró por el brazo y la llevó hasta la balaustrada del balcón.
—Son tantas las generaciones de hombres y elfos que han construido este lugar.
Es un refugio para Fret y para los que son como él, y también es un lugar al que todos
podríamos venir de vez en cuando para detenernos a mirar y disfrutar.
»Creo que ése es el tiempo más importante, el que dedicamos a bucear en nuestro
interior con honestidad y sin remordimientos ni temores. Podría estar luchando contra
orcos o dragones.
»Podría estar extrayendo mithril de la profundidad de las minas.
»Podría estar encabezando una partida de caza en el Valle del Viento Helado.
Pero hay veces, me temo que demasiado pocas, que detenerse, y mirar, y limitarse a
disfrutar es más importante que todo eso.
Catti-brie rodeó con el brazo la cintura de Wulfgar y apoyó la cabeza sobre su
fuerte hombro. Así se quedaron, uno junto al otro, dos amigos que disfrutaban de un
momento de vida, de contemplación, de simple placer.
Wulfgar le pasó el brazo por los hombros, también en paz, y ambos tuvieron la
sensación, en lo más profundo, de que ése sería un momento que recordarían hasta el
fin de sus días, una imagen definitoria y perdurable de todo lo que habían sido desde
aquel aciago día en el Valle del Viento Helado, cuando Wulfgar, el joven guerrero,
había golpeado tontamente en la cabeza a un tozudo y viejo enano llamado Bruenor.
Así permanecieron algún tiempo, hasta que Alústriel salió al balcón y el momento
se perdió. Ambos se volvieron al oír su voz y la vieron allí de pie, con un hombre de
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mediana edad que llevaba el delantal de un tabernero.
Alústriel hizo una pausa y observó a Catti-brie, recorriendo con la mirada las
formas de la mujer.
—Según dicen, Fret está lleno de magia —dijo Catti-brie con una mirada a
Wulfgar.
Alústriel negó con la cabeza.
—Fret encuentra la belleza, no la crea.
—Sin duda, la encuentra con tanta facilidad como Drizzt encuentra orcos que
matar, o Bruenor metal que explotar, no cabe duda —dijo Wulfgar.
—Ha mencionado que también le gustaría buscarla en Wulfgar.
Catti-brie se rió mientras Wulfgar lo hacía entre dientes y negaba con la cabeza.
—No tengo tiempo.
—Quedará muy decepcionado —declaró Alústriel.
—Tal vez la próxima vez que nos veamos —dijo Wulfgar, y sus palabras
suscitaron en Catti-brie una mirada dubitativa.
Lo miró profundamente durante largo rato, estudiando su expresión, su
movimiento y las inflexiones de su voz. Su concesión a Fret tal vez no estuviera falta
de sinceridad, lo sabía, pero de todos modos era dudosa porque Wulfgar había
decidido que no volvería a visitar Luna Plateada. Catti-brie lo veía con claridad, y
había tenido esa sensación desde su partida de Mithril Hall.
Se sintió embargada por el miedo, y esa sensación se mezcló con el momento tan
especial que había compartido con Wulfgar.
Se avecinaba una tormenta. Wulfgar lo sabía, y aunque todavía no lo había
manifestado abiertamente, los signos eran cada vez más evidentes.
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delantal manchado de remolacha—, ¿una cosa delgaducha con el pelo de color pajizo
hasta aquí? —señaló un punto apenas un poco por debajo de su hombro, una
aproximación bastante exacta del largo del pelo de Colson.
—Sigue —dijo Wulfgar, asintiendo.
—Vino con el último grupo, pero con su madre.
—¿Su madre? —Wulfgar miró a Alústriel en busca de una explicación, pero la
mujer delegó en Tapwell.
—Bueno, ella dijo que era su madre —explicó el tabernero.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Catti-brie.
Tapwell vaciló, como si tratara de recordar la respuesta.
—Yo recuerdo con claridad que ella llamó Colson a la niña. El nombre de la
mujer era algo parecido. Algo que empezaba… No sé si me entendéis.
—Por favor, trata de recordar —le insistió Wulfgar.
—¿Cottie? —preguntó Catti-brie.
—Cottie. ¡Ah, sí! Cottie —dijo Tapwell.
—Cottie Cooperson —le dijo Catti-brie a Wulfgar—. Estaba en el grupo de los
que Delly recibió en la cámara. Perdió a su familia a manos de Obould.
—Y Delly le dio una nueva —dijo Wulfgar, pero en su tono no había
resentimiento.
—¿Estáis de acuerdo con esta conclusión? —preguntó Alústriel.
—Tiene sentido —respondió Catti-brie.
—Fue el último grupo que cruzó el Surbrin antes de que el transbordador quedara
inutilizado, y no sólo el último grupo que llegó a Luna Plateada —dijo Alústriel—.
Lo he confirmado con los propios guardias de la orilla occidental. Escoltaron a los
refugiados provenientes del Surbrin, a todos, y ellos, los guardias, permanecen aquí,
lo mismo que varios de los refugiados.
—¿Y habéis encontrado a esos refugiados para preguntarles por Cottie y por
Colson? —preguntó Catti-brie—. ¿Están Cottie y Colson entre los que permanecen
aquí?
—Se están haciendo más averiguaciones —respondió Alústriel—. Estoy bastante
segura de que sólo confirmarán lo que ya hemos descubierto. En cuanto a Cottie y la
niña, se han marchado.
El desánimo se apoderó de Wulfgar.
—Hacia Nesme —explicó Alústriel—. Poco después de que llegaran esos
refugiados, apareció un general de Nesme. La están reconstruyendo y ofrecen casa a
todos los que quieran colaborar con ellos. El lugar es seguro una vez más, muchos de
los Caballeros de la Marca Argéntea montan guardia con los Jinetes de Nesme para
asegurarse de que todos los trolls han sido destruidos u obligados a volver a los
Pantanos de los Trolls.
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La ciudad prosperará en la próxima estación, debidamente defendida y
abastecida.
—¿Estás segura de que Cottie y Colson están allí? —preguntó Wulfgar.
—Estoy segura de que estaban en la caravana que salió para Nesme sólo unos
días después de haber llegado a Luna Plateada. La caravana llegó a destino, aunque
no puedo asegurar que Cottie y la niña hicieran la totalidad del viaje. Se detuvieron
en varios puestos y poblados por el camino. La mujer podría haberse quedado en
cualquiera de ellos.
Wulfgar asintió y miró a Catti-brie. Tenían claro qué camino debían tomar.
—Podría llevaros volando a Nesme en mi carro —se ofreció Alústriel—, pero hay
otra caravana que saldrá mañana a mediodía y seguirá exactamente la ruta que hizo
Cottie, y que necesita más guardias. Los cocheros estarán entusiasmados si Wulfgar y
Catti-brie los acompañan en el viaje, y Nesme está apenas a diez días de aquí.
—Y Cottie no puede haber ido a ninguna parte más allá de Nesme —razonó
Wulfgar—. Eso nos servirá perfectamente.
—Muy bien —dijo Alústriel—. Informaré al cochero jefe —dijo, y ella y Tapwell
se retiraron.
—Tenemos claro adonde hemos de ir —dijo Wulfgar, y pareció satisfecho con
eso.
Catti-brie, sin embargo, meneó la cabeza.
—El camino del sur es seguro y no está muy lejos —añadió Wulfgar al ver su
expresión de duda.
—Me temo que no son buenas noticias.
—¿Y eso?
—Cottie —explicó Catti-brie—. Dio la casualidad que me topé con ella unas
cuantas veces después de que me hirieran, en los túneles de abajo. Era una criatura
quebrantada, tanto espiritual como mentalmente.
—¿Temes que pueda hacerle daño a Colson? —preguntó Wulfgar con expresión
súbitamente alarmada.
—No, nada de eso —dijo Catti-brie—, pero me temo que se aferrará a la niña con
todas sus fuerzas y no te recibirá de buen grado.
—Colson no es su hija.
—Y para algunos, la verdad no es más que un inconveniente —respondió Catti-
brie.
—Me llevaré a la niña —afirmó Wulfgar en un tono que no admitía réplica.
Dejando a un lado esa innegable determinación, a Catti-brie le extrañó que
Wulfgar se refiriera a Colson como «la niña» y no como «mi hija». Estudió a su
amigo atentamente durante un rato, tratando de leer en su interior.
Pero no hubo manera.
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CAPÍTULO 9
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A siete días de la partida, la marcha se había reducido a un paso lento. Estaban
seguros de que estaban cerca de donde habían encontrado el agujero que Bruenor
creía que era la entrada a la legendaria ciudad enana de Gauntlgrym.
Habían levantado un buen mapa en aquel viaje desde el oeste y, siguiendo
instrucciones de Bruenor, habían tomado nota de todos los hitos del terreno, los
ángulos respecto de determinados picos al norte y el sur, y cosas por el estilo. Pero
con el manto de nieve, el Paso del Páramo parecía tan diferente que Drizzt no podía
estar seguro de nada. En todos ellos, y en Bruenor de forma especial, pesaba la
posibilidad real de haber pasado de largo el agujero que se había tragado una de sus
carretas.
Por otra parte, allí había algo más, una sensación suspendida en el aire que hacía
que se les erizaran los pelos de la nuca. El silbido fúnebre del viento estaba lleno de
los lamentos de los muertos, de eso no cabía duda. El clérigo, Cordio, había
formulado algunos conjuros de adivinación que le habían revelado que había algo
sobrenatural en ese lugar, una presencia extraña. En el viaje a Mithril Hall, los
sacerdotes de Bruenor le habían pedido a Drizzt que no invocara a Guenhwyvar por
miedo a incitar la atención no deseada de fuentes de otros planos en el proceso, y
ahora Cordio había insistido en lo mismo. El sacerdote enano había asegurado a sus
compañeros que el Paso del Páramo no era estable desde el punto tic vista de los
diferentes planos, aunque el propio Cordio admitía que no estaba seguro de lo que
significaba realmente aquello.
—¿Tienes algo para nosotros, elfo? —le preguntó Bruenor a Drizzt. Su voz
bronca, llena de irritación, resonó en las paredes de nieve helada.
Drizzt apareció en lo alto del ventisquero, a la izquierda del grupo, el oeste. Se
encogió de hombros a modo de respuesta, y luego dio un paso adelante y empezó un
deslizamiento equilibrado por la reluciente duna blanca. Se mantenía de pie sin
problema, y se deslizó por delante del halfling y de los enanos hasta la base del
ventisquero que había al otro lado, donde aprovechó la empinada pendiente para
parar la marcha.
—Lo único que tengo es nieve —respondió—, tanta nieve como se puede desear
hasta donde alcanza mi vista por el oeste.
—O sea que vamos a tener que quedarnos aquí hasta el deshielo —gruñó
Bruenor, que puso los brazos en jarras y, de un puntapié de su pesada bota, atravesó
la pared helada de un montículo.
—Lo encontraremos —respondió Drizzt, pero sus palabras quedaron tapadas por
el súbito gruñido de Thibbledorf Pwent.
—¡Bah! —dijo, furioso, con un resoplido, y dando una fuerte palmada se puso a
andar aporreando la quebradiza capa de nieve con sus pesadas botas.
Mientras que los demás iban vestidos sobre todo con pieles y capa tras capa de
Bruenor esperó a que la criatura acabara con los últimos estertores. Trató de
volverse para atacarlo, pero Drizzt le había dejado totalmente inservibles las
formidables mandíbulas. Ahora colgaban pesadamente y sin la menor coordinación al
estar cortada la mayor parte de los músculos que las sostenían.
También la cola y las patas traseras de la criatura experimentaban sólo algún
espasmo ocasional, ya que el hacha de Bruenor le había partido el espinazo.
Así pues, el enano se mantenía a distancia, con el hacha lejos de su torso para
evitar cualquier contacto incidental.
—¡Date prisa, elfo! —le gritó Bruenor a Drizzt cuando miró hacia un lado y vio
que la bota de Thibbledorf estaba tirada en el suelo de piedra.
Bruenor ya no estaba dispuesto a esperar hasta que muriera la bestia, de modo que
saltó sobre el lomo y le arrancó el hacha, con gran destrozo de tendones y huesos.
Pensó correr en pos de Drizzt, pero antes incluso de que tuviera nuevamente el hacha
en las manos, captó un movimiento a un lado.
El enano miró con curiosidad una sombra oscura que había cerca de la pared
lateral y de la carreta destrozada, y que poco a poco fue tomando forma, la forma de
otra de las extrañas bestias.
Se lanzó contra él, potente y veloz, y Bruenor tuvo el buen tino de dejarse caer
detrás de la criatura muerta. La otra arremetió, tratando de alcanzarlo con sus furiosas
garras, y el enano se tiró al suelo y levantó a la primera criatura como un carnoso
escudo. Por fin, tuvo ocasión de ver el daño que esas extrañas mandíbulas
triangulares podían hacer, ya que la feroz criatura arrancó en segundos grandes trozos
de carne y hueso.
Drizzt movía las cimitarras hasta donde podía en ambos sentidos, y cuando eso
llegó a ser imposible y difícil, el drow se lanzó repentinamente hacia adelante, para
volver hacia el túnel.
Las dos criaturas se dispusieron a seguirlo, pero Drizzt retrocedió aún más de
prisa, girando sobre sí mismo para responder a su persecución con una andanada de
golpes. Le hizo un corte profundo en un lado de la boca a una y alcanzó a la otra en el
ojo inferior.
En lo alto oyó un ruido, y desde un lado, Bruenor lo llamaba.
Lo único que podía hacer era estudiar qué opciones tenía.
Siguió con la vista el rastro de unas rocas que caían y vio a Torgar Hammerstriker
en una carrera loca y desatada por el lado de la estalagmita. El enano llevaba ante sí
una pesada ballesta, y justo antes de que su caída acabara en un deslizamiento de
frente, lanzó un virote que consiguió alcanzar a la criatura que Drizzt tenía a su
derecha. La ballesta salió volando, y Torgar también. Hizo el resto de la bajada dando
rumbos y golpeándose contra las piedras.
La criatura a la que había herido se tambaleó y después giró en redondo para
responder a la carga del enano, pero sus fauces no consiguieron cerrarse sobre Torgar,
—Por los Nueve Infiernos, ¿qué son estas cosas? —preguntó Bruenor cuando por
fin hubieron derribado a la feroz criatura.
—Tal vez algo salido precisamente de los Nueve Infiernos —dijo Drizzt,
encogiéndose de hombros.
Los dos volvieron al centro de la cueva, donde Pwent seguía ensartando a la
bestia ya muerta mientras Regis se ocupaba del atontado y vapuleado Torgar.
—No puedo bajar —se oyó una voz y, al alzar la vista, todos vieron a Cordio allá
arriba, asomado por encima de la entrada—. No hay dónde sujetar la cuerda.
—Yo iré a por él —le aseguró Drizzt a Bruenor.
Con su sorprendente y proverbial agilidad, el drow trepó corriendo por el lado de
la estalagmita mientras se despojaba de sus cimitarras. Al llegar arriba, buscó y
encontró los asideros, y entre éstos y la cuerda, que Cordio sujetaba una vez más,
Drizzt no tardó en desaparecer saliendo otra vez del agujero.
Unos instantes después, Cordio se descolgaba hasta llegar a la cima del
montículo. A continuación, con la ayuda de Drizzt, se deslizó cuidadosamente hasta
el suelo. Drizzt volvió a la caverna poco después, colgando de las puntas de los
dedos. Se dejó caer de manera estudiada y aterrizó ligeramente sobre el montículo de
estalagmita, desde donde bajó corriendo para reunirse con sus amigos.
—Estúpidos lagartos malolientes —farfullaba Pwent, mientras trataba de volver a
calzarse la bota. Las tiras de metal se habían combado e impedían la entrada del pie
en el zapato.
Los orcos del clan Colmillo Amarillo arrasaron el bosque desde el norte, atacando a
los árboles como si estuvieran vengando algún ignominioso crimen perpetrado contra
ellos por las plantas inanimadas. Talaron con sus hachas y prendieron fuego, y el
grupo, obedeciendo órdenes, hizo todo el ruido que pudo.
En la ladera de una colina, hacia el este, Dnark, Toogwik Tuk y Ung-thol
esperaban en cuclillas, nerviosos, mientras el clan Karuck avanzaba por las tierras
bajas que quedaban a sus espaldas y hacia el sur.
—Esto es demasiado descarado —advirtió Ung-thol—. Los elfos saldrán en
masa.
Dnark sabía que las palabras de su chamán no estaban exentas de razón, ya que se
habían ensañado con el Bosque de la Luna, donde vivía un mortífero clan de elfos.
—Ya habremos cruzado el río antes de que llegue el grueso de sus fuerzas —
respondió Toogwig Tuk—. Grguch y Hakuun lo han planificado con sumo cuidado.
—¡Estamos expuestos! —protestó Ung-thol—. Si llegan a encontrarnos aquí, en
terreno abierto…
—Tendrán la mirada fija en el norte, en las llamas que devoran a sus amados
árboles dioses —dijo Toogwik Tuk.
—Es una apuesta —intervino Dnark, calmando a los dos chamanes.
—Es la senda del guerrero —dijo Toogwik Tuk—, la senda del orco. Es algo que
Obould Muchas Flechas habría hecho antes, pero ya no.
La verdad resonó en esas palabras tanto para Dnark como para Ung-thol. El jefe
echó una mirada a los guerreros sigilosos del clan Karuck, muchos de ellos envueltos
en ramas que habían adosado a sus oscuras armaduras y ropas. Un poco hacia un
lado, pegada a los árboles de un pequeño bosquete, una banda de ogros lanzadores de
jabalinas permanecían quietos y callados, con palos de lanzar atlatl en la mano.
Dnark sabía que el día podía acabar en un desastre, con el fin de todos sus planes
para obligar a Obould a avanzar; pero también podía traer la gloria necesaria para
impulsarlos aún más. En cualquier caso, un golpe asestado aquí sonaría como la
ruptura de un tratado, y eso, según pensó el jefe, sólo podía anunciar algo bueno.
Volvió a ponerse en cuclillas entre la hierba y observó la escena que se
desarrollaba ante sus ojos. No era probable que pudiese ver la marcha de los astutos
elfos, por supuesto, pero se enteraría de su llegada por los gritos de los guerreros de
avanzada del clan Colmillo Amarillo sacrificados.
Un momento después, y no muy hacia el norte, uno de esos gritos de agonía surcó
el aire.
El jefe Grguch observaba los rápidos virajes del pegaso con gesto divertido y con
mal disimulado respeto. Pronto se dio cuenta de que los ogros no derribarían a la
pareja voladora, tal como había anticipado su consejero de más confianza. Se volvió
entonces hacia el perspicaz Hakuun con una ancha sonrisa.
—Es por esto por lo que te mantengo a mi lado —dijo, aunque dudaba de que el
chamán pudiera oírlo, enfrascado como estaba en el esfuerzo de formular un conjuro
que había preparado precisamente para esa eventualidad.
La vista de un pegaso montado sobre la anterior batalla con los elfos había puesto
furioso a Grguch, ya que en aquella ocasión había creído que su emboscada había
engañado al grupo de incursores. Grguch pensaba que el jinete que lo montaba había
dispuesto la huida de los elfos, y temía que volviera a suceder lo mismo, y peor aún,
temía que un elfo pudiera descubrir desde el cielo al vulnerable clan Karuck.
Hakuun le había dado su respuesta, y esa respuesta se concretó cuando el chamán
alzó los brazos al cielo y gritó las últimas palabras de su conjuro. El aire se
estremeció ante los labios de Hakuun y brotó una onda de vibrante energía que
distorsionaba las imágenes como una bola giratoria de agua o de calor extremo
elevándose sobre una piedra caliente.
El conjuro de Hakuun estalló y envolvió a la elfa y al pegaso, empeñados en su
maniobra de evasión. El aire se estremeció formando ondas de choque que alcanzaron
Innovindil no sabía qué era lo que la había golpeado, y, peor aún, lo que había
golpeado a Crepúsculo. Quedaron inmóviles un segundo, atacados por todas partes
por ráfagas repentinas, crepitantes, que los asaltaban por todas partes. Entonces,
empezaron a caer, aturdidos, pero sólo un breve momento antes de que Crepúsculo
extendiera las alas y se aprovechara de las corrientes ascendentes.
Sin embargo, volvían a estar más bajos, demasiado cerca del suelo, tras haber
perdido todo el impulso. Ninguna habilidad, ni del jinete ni de la montura, podía
contrarrestar ese cambio repentino. Sólo cabía confiar en la suerte.
Crepúsculo relinchó de dolor e Innovindil sintió una sacudida detrás de la pierna.
Al mirar hacia abajo vio una jabalina enterrada profundamente en el costado del
pegaso, y una brillante mancha de sangre que se extendía por el manto blanco del
gran corcel.
—¡Sigue volando! —imploró Innovindil. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Otra lanza pasó volando, y otra más obligó a Crepúsculo a hacer un giro
repentino, ya que apareció justo delante de ellos.
Innovindil sabía que para salvar la vida tenía que resistir. Sus nudillos estaban
blancos por el esfuerzo, mientras espoleaba con las piernas al pegaso. Hubiera
querido agacharse y arrancar la jabalina que evidentemente frenaba al pegaso, pero
no podía arriesgarse a hacerlo en ese momento de frenéticas maniobras.
El Bosque de la Luna se alzaba ante ella, oscuro y acogedor, el lugar que había
sido su hogar durante siglos. Si podía llegar allí, los clérigos se harían cargo de
Crepúsculo.
Fue alcanzada en el costado y a punto estuvo de ser derribada de la silla al ser
golpeada inesperadamente por el ala derecha del corcel. Otra vez la golpeó, y el
animal perdió altura de repente. Una jabalina había atravesado el ala del pobre
pegaso, justo en la articulación.
Innovindil se inclinó hacia adelante, implorando al caballo alado para que
venciera el dolor, por su propia vida y por la de ella.
De nuevo fue herida, esa vez de mayor gravedad.
Crepúsculo consiguió dejar de derivar y extendió las alas lo suficiente como para
aprovechar una corriente ascendente que les permitió seguir adelante.
Cuando dejaron atrás el bosquete, Innovindil creyó que podrían conseguirlo, que
su magnífico pegaso tenía determinación y fortaleza para sacarlos de ésa. Se volvió
otra vez para observar la jabalina clavada en el costado de Crepúsculo…, o al menos
lo intentó.
Toogwik Tuk, Ung-thol y Dnark volvían radiantes a sus tierras, ocupadas por los
orcos.
—Hemos hecho surgir la furia de Gruumsh —dijo Dnark cuando los tres estaban
en la orilla occidental del Surbrin, con la mirada vuelta hacia el este, hacia el Bosque
de la Luna.
El sol estaba bajo a sus espaldas, se iba haciendo de noche y el bosque cobraba un
aspecto singular, como si su línea de árboles fuera la muralla defensiva de un enorme
castillo.
—Eso servirá al rey Obould de recordatorio de cuál es nuestro verdadero objetivo
—declaró Ung-thol.
—O será reemplazado —dijo Toogwik Tuk.
Los otros dos ni siquiera parpadearon al oír pronunciar abiertamente esas
palabras. No, después de haber visto la astucia, la ferocidad y el poder de Grguch y
del clan Karuck. A apenas seis metros al norte de donde se encontraban, el viento
balanceaba una cabeza de elfo clavada en una larga estaca.
A Albondiel se le cayó el alma a los pies al ver el destello blanco contra el suelo
del bosque. Al principio pensó que no era más que otro resto de nieve, pero al rodear
un grueso árbol y tener un campo de visión más despejado, descubrió la verdad.
La nieve no tenía plumas.
—Hralien —llamó con un hilo de voz.
El conmocionado elfo tuvo la sensación de que el tiempo se había paralizado,
como si hubiera transcurrido medio día; pero sólo en unos cuantos segundos Hralien
PISTAS EQUÍVOCAS
EL ORGULLO DE NESME
—Yo confiaba en encontrar a la mujer antes de atravesar el último tramo hasta Nesme
—le dijo Wulfgar a Catti-brie.
Su caravana se había detenido para reabastecerse en un indescriptible villorrio sin
nombre que estaba todavía a un par de días de su destino, y el último de los que
tenían previstos durante el viaje.
—Todavía hay más asentamientos —le recordó Catti-brie, pues en realidad los
cocheros les habían dicho que pasarían por más casas aisladas en los dos días
siguientes.
—Casas de cazadores y solitarios —replicó Wulfgar—. No son lugares adecuados
para que Cottie se quedara en ellos con Colson.
—A menos que todos los refugiados permaneciesen juntos y decidieran fundar su
propia comunidad.
Wulfgar respondió con una sonrisa escéptica, reflejo de lo que la propia Catti-brie
pensaba al respecto, sin duda. Ella sabía igual que Wulfgar que encontrarían a Cottie
Cooperson y a Colson en Nesme.
—Dos días —dijo Catti-brie—. En dos días tendrás a Colson en tus brazos otra
vez, como es debido.
La expresión pesarosa de Wulfgar, acompañada incluso de una pequeña mueca, la
cogió por sorpresa.
—No nos han hablado de ninguna tragedia por el camino —añadió la mujer—. Si
la caravana en que viajaban Cottie y los demás hubiera sido atacada, ya se habría
sabido en todos estos emplazamientos. Puesto que estamos tan cerca, podemos decir
con confianza que las dos llegaron a Nesme felizmente.
—A pesar de todo, no me gusta ese lugar —dijo Wulfgar—. No tengo el menor
deseo de volver a ver a Galen Firth ni a sus arrogantes compañeros.
Catti-brie se acercó y le puso una mano sobre el hombro.
—Recogemos a la niña y nos marchamos —dijo—. De prisa y con pocas
palabras. Venimos con el respaldo de Mithril Hall y allí volveremos con tu niña.
La expresión de Wulfgar era hermética, y eso, por supuesto, no hacía más que
reafirmar las sospechas de su compaí era de que algo no iba bien.
La caravana partió del villorrio antes del amanecer al día siguiente; las ruedas
chirriaban sobre las desiguales roderas del perpetuo barrizal. De camino hacia el
oeste, los Pantanos de los Trolls, aquellas fétidas ciénagas habitadas por tantas bestias
detestables, parecían acecharlos desde el sur. Sin embargo, los cocheros y los más
familiarizados con la región no parecían preocupados, y explicaban a menudo que las
Los seis compañeros acababan de entrar por la abertura que habían excavado en la
piedra y estaban allí con expresión uniforme de estupor. Se encontraban de espaldas a
la pared de una gigantesca caverna que albergaba una ciudad magnífica y muy
antigua. En torno a ellos se elevaban enormes estructuras: un trío de pirámides
escalonadas a su derecha, y una serie de hermosas torres a la izquierda, todas
interconectadas con pasarelas aéreas, y las esquinas adornadas con torretas más
pequeñas, gárgolas y minaretes. Enfrente tenían un grupo de edificios más pequeños
que rodeaban un antiguo estanque que todavía contenía agua estancada, y muchas
plantas que trepaban por la muralla de piedra que se extendía alrededor.
Las plantas próximas al estanque y esparcidas por toda la caverna, los hongos
luminosos tan comunes en la Antípoda Oscura, proporcionaban una luz mínima más
allá de las antorchas que sostenían Torgar y Thibbledord, y por supuesto, Regis, que
no soltaba la suya. Sin embargo, el estanque y la arquitectura circundante apenas
conseguían retener su atención en ese momento, porque más allá de los edificios
asomaba la estructura que las dominaba a todas, un edificio abovedado que podía ser
un castillo, una catedral o un palacio. Muchas escaleras de piedra llevaban al frente
del lugar, donde una hilera de columnas gigantescas soportaba un pesado frontispicio
de piedra. En la sombría oquedad, los seis pudieron distinguir unas puertas enormes.
—Gauntlgrym —dijo Bruenor varias veces entre dientes, con los ojos llenos de
lágrimas.
Menos dispuesto a hacer semejante pronunciamiento, Drizzt siguió estudiando la
zona. El terreno estaba agrietado, pero no excesivamente, y pudo ver que estaba
pavimentado con piedras planas, trabajadas y encajadas para definir avenidas
específicas que se abrían paso entre los muchos edificios.
—Los enanos tenían gustos diferentes por aquel entonces —observó Regis. «Y
con razón», pensó Drizzt.
De hecho, la ciudad no se parecía a ninguna ciudad enana que hubieran conocido.
Ninguna construcción de Cairn, en el Valle del Viento Helado, ni de Mirabar, Felbarr
o Mithril Hall tenía una altura comparable ni siquiera con la menor de las muchas
estructuras grandiosas que los rodeaban, y el edificio principal que tenían ante sí era
incluso más grande que cualquiera de las grandes casas estalagmíticas de
Menzoberranzan. «Ese edificio es más propio de Aguas Profundas —pensó—, o de
Calimport y los maravillosos palacios de los pachás.»
Cuando la conmoción y la admiración iniciales empezaron a desvanecerse, los
enanos se dispersaron un poco y se separaron de la pared. Drizzt se fijó en Torgar,
Pero Thibbledorf Pwent lanzó su propio tipo de conjuro, una magia de battlerager.
Rugiendo, desafiante, el ya vapuleado enano hizo palanca con las piernas y consiguió
liberar las púas de sus guanteletes incrustadas en la piedra. Tras un chirrido
escalofriante, Pwent salió volando desde la bóveda, ejecutando una combinación de
torsión y salto mortal.
Justo lo hizo cuando el volador nocturno pasaba planeando por debajo de él. Cayó
Drizzt trataba de abrirse camino a través del dolor y se enjugó los ojos llenos de
sangre. No tuvo tiempo de ir a ver lo que había pasado con Pwent y con el
murciélago gigantesco.
Ninguno de ellos lo tuvo, pues el gigante de piel negra no estaba derrotado ni
mucho menos.
Bruenor y Torgar corrían por la escalinata, castigando las piernas como troncos
del gigante con sus magníficas armas, y de hecho ya podían verse varios cortes en las
extremidades de los que rezumaba un líquido grisáceo que humeaba al caer al suelo.
Drizzt se dio cuenta de que tendrían que inferir al gigante un centenar de heridas
antes de derribarlo, y si el monstruo conseguía golpear de lleno a uno de ellos una
sola vez…
Drizzt hizo una mueca cuando el caminante de la noche lanzó una patada y
alcanzó de refilón a Torgar, que lo esquivó, pero a pesar de todo, el golpe bastó para
hacer que saliera rodando por la escalinata de piedra y se le escapara el hacha que
Torgar pasó corriendo junto al drow, subiendo los escalones de dos en dos. Se
desvió del camino que lo llevaba hacia el monstruo para interceptar a la primera
criatura de sombra que salía del portal. Parecía un humano demacrado, vestido con
harapos de color gris oscuro. Torgar saltó sobre él, y manejando el hacha con las dos
manos, descargó un poderoso golpe. La criatura, un demonio aterrador, interpuso un
brazo que dejaba a su paso zarcillos humeantes.
El hacha dio en el blanco, pero la mano de la criatura golpeó al enano en el
hombro. Su toque entumecedor impregnó a Torgar y le robó fuerza vital. Pálido y
debilitado, el enano retiró el hacha, le imprimió un movimiento giratorio en sentido
opuesto y dio un segundo golpe que mandó al demonio aterrador de vuelta a su portal
POSIBILIDADES
Al rey Obould, por lo general, le gustaban las ovaciones de los muchos orcos que
rodeaban su palacio temporal, una pesada tienda montada dentro de otra más amplia
que, a su vez, estaba montada en el interior de otra más amplia aún. Las tres estaban
reforzadas con metal y madera, y sus entradas daban a puntos diferentes para mayor
seguridad. Los guardias de más confianza de Obould, con pesadas armaduras y
grandes armas relucientes, patrullaban los dos corredores exteriores.
Las medidas de seguridad eran relativamente nuevas; se remontaban al momento
en que el rey orco había empezado a reforzar su dominio y a desarrollar su estrategia,
un plan, como vinieron a recordarle las ovaciones de ese día, que podría no tener muy
buen encaje con los instintos guerreros de algunos de sus súbditos. Acababa de librar
los primeros combates de lo que él sabía que sería su larga lucha entre las piedras del
Valle del Guardián. Su decisión de posponer el ataque a Mithril Hal había dado lugar
a bastantes protestas aireadas en voz baja.
Y, por supuesto, eso no había sido más que el comienzo.
Avanzó por el corredor exterior de su palacio-tienda hasta llegar a la entrada y
miró hacia fuera, a la gente reunida en la plaza de la nómada ciudad orca. Por lo
menos, había doscientos de sus secuaces en el exterior; lanzaban gritos entusiastas,
alzaban armas al aire y se palmeaban los unos a los otros en la espalda. Habían
llegado noticias de una gran victoria orca en el Bosque de la Luna, rumores sobre
cabezas elfas clavadas en estacas a la orilla del río.
—Deberíamos ir a ver las cabezas —le dijo Kna a Obould mientras se movía
sensualmente a su lado—. Es una visión que me llenaría de lujuria.
Obould movió la cabeza para mirarla, y le sonrió, sabiendo que la estúpida Kna
jamás entendería que era una mirada de compasión.
Afuera, en la plaza, las ovaciones se convirtieron en un lema repetido.
—¡Karuck! ¡Karuck! ¡Karuck!
No era nada inesperado. Obould, que había recibido noticia de la lucha librada en
el este la noche anterior, antes de que llegara el mensajero público, hizo una señal a
los muchos leales que había distribuido por el lugar y que, al ver su gesto, se
mezclaron con la multitud.
Una vez allí empezaron a corcar otro nombre.
—¡Muchas Flechas! ¡Muchas Flechas! ¡Muchas Flechas! —y poco a poco, la
invocación al reinado fue imponiéndose a la ovación al clan.
—Llévame allí y te amaré —susurró Kna al oído del rey orco, pegándose más a
su costado.
La noche era oscura, pero no para los ojos sensibles de Tos'un Armgo,
acostumbrados a las negrura de la Antípoda Oscura. Se agazapó junto a una grieta en
la roca y miró la corriente argentada y serpenteante del río Surbrin, y con más
atención a la fila de estacas plantadas a la orilla.
Los perpetradores se habían desplazado hacia el sur, junto con el trío instigador
formado por Dnark, Ung-thol y el joven y advenedizo Toogwik Tuk. Habían hablado
de atacar a los enanos Battlehammer en el Surbrin.
Obould no vería con buenos ojos tamaña independencia entre sus filas y, cosa
extraña, al drow tampoco lo entusiasmaba demasiado la perspectiva. Había sido él
personalmente el que había conducido el primer ataque orco sobre esa posición
enana, infiltrándose e imponiendo silencio en la atalaya principal antes de que la
marea de los orcos obligara al clan Battlehammer a meterse otra vez en su agujero.
Aquél había sido un buen día.
Tos'un se preguntaba qué era lo que había cambiado. ¿Qué le había provocado esa
melancolía ante la perspectiva de una batalla, especialmente una batalla entre orcos y
enanos, dos de las razas más feas y apestosas que hubiera tenido el disgusto de
conocer?
Mientras contemplaba el río, allá abajo, consiguió entenderlo.
Tos'un era un drow, había crecido en Menzoberranzan y no tenía la menor
simpatía por sus primos elfos de la superficie. La guerra entre los elfos de la
superficie y los de la Antípoda Oscura era una de las rivalidades más encarnizadas
que se hubieran visto en el mundo, una larga historia de hechos ruines e incursiones
asesinas equiparables a cualquier cosa que pudieran concebir los demonios del
Abismo y los diablos de los Nueve Infiernos enzarzados en una lucha permanente.
Cortarle el gaznate a un elfo de la superficie jamás le había planteado un dilema
moral a Tos'un; pero había algo en aquella situación, algo relacionado con esas
cabezas, que lo desconcertaba, que lo llenaba de horror.
Aunque odiaba a los elfos de la superficie, despreciaba más intensamente a los
Se agachó para acercar a Colson a las gotas de nieve en flor, cuyas diminutas
campánulas blancas competían con la nieve a lo largo del camino. Las primeras
flores, el primer anuncio de la primavera.
—Para mamá, Del-ly —dijo Colson alegremente, sosteniendo la primera sílaba
del nombre de Delly durante un segundo, lo que aumentó la pena de Wulfgar—.
Construimos nuestros días, rato a rato, semana a semana, año a año. Nuestras
vidas van adoptando una rutina, y llegamos a odiar esa rutina. Previsiblemente, por
lo que parece, es una arma de doble filo: comodidad y hastío. Nos desvivimos por
ella, la construimos y, cuando la encontramos, la rechazamos.
Esto se debe a que si bien el cambio no siempre es crecimiento, el crecimiento
siempre hunde sus raíces en el cambio. Una persona acabada, al igual que una casa
acabada, es algo estático. Agradable tal vez, o hermoso o admirable, pero ya no
resulta estimulante.
El rey Bruenor ha llegado a la cumbre, al pináculo, a la realización de todos los
sueños que podría tener un enano. Y sin embargo, el rey Bruenor ansia el cambio,
aunque rechazaría la frase así enunciada, admitiendo sólo su amor por la aventura.
Ha encontrado su lugar y ahora busca constantemente motivos para abandonar
ese puesto. Busca porque dentro de sí sabe que debe tratar de crecer. Ser un rey hará
que Bruenor envejezca antes de tiempo, como dice el antiguo proverbio.
No toda la gente está poseída por esos espíritus. Algunos desean la comodidad de
la rutina, la seguridad que da la obra de la vida acabada hasta en sus menores
detalles, y se aferran a ella. En pequeña escala, se casan con sus rutinas diarias. Los
cautiva la predictibilidad. Sosiegan sus infatigables almas en la confianza de haber
encontrado su lugar en el multiverso, en la confianza de que las cosas son como
deben ser, de que ya no quedan caminos que explorar ni razón alguna para vagar.
En mayor escala, esa gente mira con recelo y resentimiento —a veces, hasta
extremos que desafían la lógica— a cualquier persona o cosa que se ponga en el
camino de su obra. Una transformación social, un edicto del rey, un cambio de
actitud en las tierras vecinas, incluso acontecimientos que nada tienen que ver
personalmente con ellos, pueden desencadenar una reacción de disonancia y de
miedo. En un principio, cuando Alústriel me autorizó a recorrer las calles de Luna
Plateada abiertamente, encontré gran resistencia. Su gente, bien protegida por uno
de los mejores ejércitos de toda la tierra y por una reina cuya capacidad mágica es
reconocida mundialmente, no temía a Drizzt Do'Urden. No, lo que temían era el
cambio que yo representaba. Mi mera presencia en Luna Plateada afectaba la
estructura de sus vidas, amenazaba su idea de las cosas, era una amenaza para el
modo como se suponía que debían ser las cosas. Eso a pesar de que, por supuesto, yo
no representaba ningún tipo de amenaza para ellos.
A horcajadas sobre esa línea que separa la comodidad y la aventura estamos
todos. Están los que encuentran satisfacción en lo primero, y los que siempre buscan
DRIZZT DO'URDEN
CRISIS CONVERGENTES
Caballos mágicos al galope. El fogoso carro trazaba una línea de fuego en el ciclo
que precedía al amanecer. Las llamas se agitaban con el viento que lo impulsaba, pero
esas llamas no quemaban a las ocupantes. De pie junto a Alústriel, Catti-brie sentía
realmente ese viento. Su pelo cobrizo flotaba desordenado, pero la mordacidad de la
brisa quedaba mitigada por la calidez del carro animado de Alústriel. Se dejó llevar
por aquella sensación; permitió que el aullido del viento sofocara también sus
pensamientos. Durante un breve momento fue libre de existir, sin más, bajo las
últimas estrellas titilantes, con todos sus sentidos consumidos por la extraordinaria
naturaleza del viaje.
No vio la línea argentada del Surbrin que se aproximaba, y sólo tuvo una vaga
conciencia de estar perdiendo altitud cuando Alústriel hizo que el fantástico carro
rozara casi el agua y se detuviera, por fin, en tierra, ante la puerta oriental de Mithril
Hall.
Pocos enanos estaban fuera a hora tan temprana, pero los que lo estaban, en su
mayoría montando guardia a lo largo de la muralla septentrional, acudieron corriendo
y vitoreando a la señora de Luna Plateada. Por supuesto que sabían que era ella, pues
su carro los había honrado varias veces con su presencia a lo largo de los últimos
meses.
Sus ovaciones cobraron aún más intensidad al ver a la pasajera de Alústriel, la
princesa de Mithril Hall.
—Bien halladas —fue el saludo con que las recibió más de uno de los pequeños
barbudos.
—El rey Bruenor no ha regresado aún —dijo uno, un anciano de pelo entrecano
que se cubría con un parche la cuenca del ojo que había perdido junto con la mitad de
su gran barba negra.
Catti-brie sonrió al conocer al leal Shingles McRuft, que había llegado a Mithril
Hall con Torgar Hammerstriker.
—Debe de estar por llegar.
—Eres bienvenida y encontrarás toda la hospitalidad que mereces en Mithril Hall
—ofreció otro enano.
—Es una oferta sumamente generosa —dijo Alústriel, que se volvió y miró hacia
el este mientras continuaba—. Más de los míos, magos de Luna Plateada, llegarán a
lo largo de la mañana en todo tipo de transporte aéreo, algunos autopropulsados, otros
cabalgando sobre moscas de ébano, dos en escobas y otro sobre una alfombra. Espero
que vuestros arqueros no los derriben.
A primera hora del día siguiente, Shingles se encontró otra vez desempeñando el
papel de anfitrión oficial en la puerta oriental de la sala, ya que fue el primero en
toparse con los seis aventureros que volvían del lugar al que Bruenor había dado el
nombre de Gauntlgrym. El viejo enano de Mirabar había encabezado la guardia
nocturna y estaba distribuyendo tareas para el día, tanto a lo largo de las
fortificaciones sobre la estribación montañosa del norte como en el puente. No siendo
ajeno a la labor de los magos, Shingles advirtió repetidamente a sus muchachos que
se mantuvieran apartados cuando el grupo de Alústriel saliera a hacer sus conjuros.
Cuando se difundió la noticia de que el rey Bruenor y los demás habían vuelto,
Shingles se dirigió rápidamente hacia el sur para salir a su encuentro.
—¿La encontraste, entonces, mi rey? —preguntó, ansioso, expresando lo que
pensaban y murmuraban todos los que tenía alrededor.
—Bueno —respondió Bruenor en un tono sorprendentemente poco entusiasta—.
Hemos encontrado algo, pero todavía no sabemos si se trata de Gauntlgrym. —
Señaló el gran saco con que venía cargado Torgar y el tapiz enrollado que llevaba
Cordio al hombro—. Tenemos algunas cosas para que Nanfoodle y mis eruditos les
echen un vistazo. Obtendremos nuestras respuestas.
—Tu chica ha vuelto —explicó Shingles—. Alústriel la trajo volando en su carro
de fuego. Ella también está aquí, con diez magos de Luna Plateada. Todos vinieron a
trabajar en el puente.
Bruenor, Drizzt y Regis intercambiaron miradas al terminar Shingles.
—¿Sólo mi chica? —preguntó Bruenor.
—Con la dama.
Bruenor miró a Shingles.
—Wulfgar no ha vuelto con ellas —dijo el enano de Mirabar—. Catti-brie no dijo
nada al respecto, y no pensé que me correspondiera a mí preguntar.
Bruenor se volvió hacia Drizzt.
—Se ha marchado hacia el oeste —dijo el drow en voz baja, y Bruenor, sin
pensarlo, se volvió en esa dirección y asintió con la cabeza.
—Llévame a donde está mi chica —indicó Bruenor, dirigiéndose a paso rápido a
la puerta oriental de Mithril Hall.
Encontraron a Catti-brie, Alústriel y los magos de Luna Plateada por el corredor.
Todos ellos habían pasado la noche en la zona más oriental de la sala. Tras un rápido
y educado intercambio de saludos, Bruenor se disculpó con la dama, y Alústriel y sus
magos se alejaron con celeridad y se encaminaron hacia el puente sobre el Surbrin.
—¿Dónde está Wulfgar? —le preguntó Bruenor a Catti-brie cuando sólo
Los guerreros del clan Karuck desfilaban por la embarrada plaza situada en el centro
de un pequeño poblado orco. Era una mañana lluviosa, pero ni el cielo amenazador y
encapotado ni la lluvia persistente conseguían restar brillo a su atronadora marcha.
—¡De frente! ¡Marchen! —Los guerreros entonaban un canto marcial que
resonaba profundamente en sus enormes pechos de semiogros—. ¡Derribar y
aplastar! ¡Todo por la gloria de Gruumsh!
Con los amarillos pendones flameando al viento y levantando paladas de barro a
cada paso, el clan desfilaba en cerrada y precisa formación, avanzando seis banderas,
de dos en dos, con una sincronización casi perfecta. Los espectadores curiosos no
podían por menos que notar el vivido contraste entre el enorme semiogro, los
semiorcos y las docenas de orcos de otras tribus que habían sido reclutados en los
primeros poblados por los que había pasado el jefe Grguch.
Sólo un orco de pura cepa marchaba con Grguch, un joven y fiero chamán.
Toogwik Tuk no perdió tiempo mientras los pobladores se iban reuniendo. Adelantó
en cuanto Grguch dio el alto.
—¡Acabamos de tener una gran victoria en el Bosque de la Luna! —proclamó
Toogwik Tuk.
Todos los orcos a lo largo de los confines orientales del joven reino de Obould
conocían perfectamente aquel odiado lugar.
Como era de prever, el anuncio fue recibido con una gran ovación.
—¡Hurra para el jefe Grguch del clan Karuck! —proclamó Toogwik Tuk. Siguió
un incómodo silencio hasta que añadió—: ¡Por la gloria del rey Obould!
Toogwik Tuk se volvió a mirar a Grguch, que dio su aprobación con una
inclinación de cabeza, y entonces el joven chamán empezó el sonsonete.
—¡Grguch! ¡Obould! ¡Grguch! ¡Obould! ¡Grguch! ¡Grguch! ¡Grguch!
Todo el clan Karuck empezó rápidamente a corear, lo mismo que los orcos que ya
se habían sumado a la marcha, y pronto se vieron acalladas las dudas de los
pobladores.
—¡Como Obould antes que él, el jefe Karuck impondrá el juicio de Gruumsh a
nuestros enemigos! —gritó Toogwik Tuk, corriendo de un lado a otro de la multitud y
enardeciendo sus ánimos—. ¡La nieve se retira y nosotros avanzamos! —Y con cada
gloriosa proclamación ponía buen cuidado en añadir—: ¡Por la gloria de Obould!
¡Por el poder de Grguch!
Toogwik Tuk tenía absoluta conciencia del peso que llevaba sobre los hombros.
Dnark y Ung-thol habían partido hacia el oeste para reunirse con Obould y discutir
Jack pudo ver los pelos de la verruga de la nariz del maltrecho Hakuun
estremecidos de energía nerviosa al salir de la hueste principal, entre pinos
ennegrecidos y abetos caídos.
—¡Por engranajes y esencias elementales, eso sí que fue emocionante!
El chamán orco se paró en seco al oír aquella voz tan familiar.
Trató de componerse inflando mucho las fosas nasales para respirar hondo, y
lentamente se volvió a mirar a un curioso y pequeño humanoide, ataviado con ropas
de brillante color púrpura, que estaba sentado en una rama baja, balanceando las
piernas como un niño despreocupado. Aquella forma era nueva para Hakuun. Claro
estaba que sabía muy bien lo que era un gnomo, pero jamás había visto a Jaculi de
esa guisa.
—Ese joven sacerdote está tan lleno de vigor —dijo Jack—. ¡Yo mismo estuve a
punto de incorporarme a las filas de Grguch!
¡Oh, qué gran marcha han preparado!
—Yo no te pedí que subieras aquí —comentó Hakuun.
—¿Ah, no? —replicó Jack, saltando de la rama y sacudiéndose las ramitas
pegadas a su fabuloso traje—. Dime, chamán del clan Karuck, ¿qué debo pensar
cuando levanto la vista de mi trabajo y me encuentro con que uno a quien he
otorgado tantos dones ha salido corriendo?
—No salí corriendo —insistió Hakuun, tratando de mantener la voz firme, aunque
era evidente que estaba al borde del pánico—. El clan Karuck sale de caza a menudo.
A pesar de sus sensibles oídos de elfo, Drizzt y Hralien sólo pudieron entender las
exclamaciones más exaltadas de los orcos reunidos. No obstante, el propósito de la
marcha era dolorosamente evidente.
—Son ellos —observó Hralien—. Ese estandarte amarillo fue visto en el Bosque
de la Luna. Da la impresión de que sus filas han…
Hizo una pausa mientras miraba a su compañero, que no daba muestras de estar
escuchando. Drizzt estaba en cuclillas, perfectamente quieto, con la cabeza vuelta
hacia el sur, hacia Mithril Hall.
—Ya hemos pasado por varios asentamientos orcos —dijo el drow unos segundos
después—. Sin duda, esta marcha los recorrerá todos.
—Engrosando sus filas —coincidió Hralien, y Drizzt lo miró por fin.
—Y seguirán hacia el sur —razonó Drizzt.
—Éstos pueden ser los preparativos para una nueva agresión —dijo Hralien—. Y
me temo que hay un instigador.
—¿Tos'un? —preguntó Drizzt—. No veo a ningún elfo oscuro entre ellos.
—Es probable que no ande muy lejos.
DEFINIR A GRUUMSH
Al jefe Dnark no le pasó desapercibido que algo se estaba cociendo tras la mirada de
los ojos amarillos del rey Obould cada vez que tropezaba con él y con Ung-thol.
Obould no paraba de reposicionar sus fuerzas, cosa que todos los jefes entendían que
era una forma de mantenerlos siempre en territorio desconocido, lo cual los hacía
estar pendientes del resto del reino para tener una sensación real de seguridad.
Cuando Dnark y Ung-thol se reincorporaron a su clan, la tribu Quijada de Lobo,
se enteraron de que Obould los había destinado a trabajar en una posición defensiva
al norte del Valle del Guardián, no lejos del lugar donde Obould se había instalado
para pasar los fugaces días de invierno.
En cuanto Obould se hubo reunido con Quijada de Lobo en el nuevo
emplazamiento, el perspicaz Dnark comprendió que había algo más en ese
movimiento que una simple redistribución táctica, y en cuanto cruzó su mirada con la
del rey, supo, sin lugar a dudas, que él y Ung-thol estaban en el centro de la decisión
de Obould.
La incordiante Kna no dejaba de insinuarse a su lado, como de costumbre, y el
chamán Nukkels se mantenía a una distancia respetuosa, a dos pasos por detrás y a la
izquierda de su dios-rey. Eso significaba que los numerosos chamanes de Nukkels
estaban mezclados con los guerreros que acompañaban al rey.
Dnark supuso que todos los orcos que habían montado la triple tienda de Obould
eran fanáticos al servicio de Nukkels.
Obould desgranó su consabido discurso sobre la importancia de la estribación
montañosa sobre la cual se levantaba la tienda, y sobre cómo el destino de todo el
reino podía depender de los esfuerzos del clan Quijada de Lobo para asegurar y
fortificar debidamente el terreno, los túneles y las paredes. Por supuesto, ya lo habían
oído antes, pero Dnark no pudo por menos que maravillarse de las expresiones
embelesadas de sus secuaces, mientras el rey, indudablemente carismático,
desgranaba su encanto una vez más. Lo predecible del discurso no reducía su efecto,
y eso, el jefe lo sabía, era un logro nada desdeñable.
Dnark se fijó a sabiendas en las reacciones de los demás orcos, en parte para
evitarse tener que escuchar con demasiada atención a Obould, cuya retórica era
realmente difícil de resistir, a veces tanto que Dnark se preguntaba si Nukkels y los
demás sacerdotes no harían magia para apoyar las notas de la sonora voz del rey.
Sumido como estaba en sus contemplaciones, Ung-thol tuvo que darle un codazo
para que se diera cuenta de que Obould se estaba dirigiendo a él directamente.
Asustado, el jefe se volvió para encarar al rey y trató de encontrar algo que decir que
—Tu vacilación antes de admitir que conocías a Grguch lo puso en guardia —le
susurró Ung-thol a Dnark en cuanto salieron de la tienda y atravesaron el lodazal que
los separaba de los de su clan.
—Lo pronunció mal.
—Fuiste tú quien lo pronunció mal.
Dnark se detuvo y se volvió hacia su chamán.
—¿Importa eso ahora?
El mago extendió la mano, con los dedos cerrados como si fueran la garra de una
gran ave rapaz. A pesar del viento frío, el sudor bañaba su frente mientras en su rostro
se reflejaba claramente el esfuerzo.
La piedra era demasiado pesada para él, pero no cejaba en su asalto telecinético
para levantarla por los aires. Abajo, en la otra orilla del río, canteros enanos fijaban
denodadamente sus mordazas, mientras otros iban y venían rodeando la gran piedra
para colocar una cadena extra allí donde se necesitaba. Sin embargo, a pesar de la
fuerza y el ingenio de los artesanos enanos y de la ayuda mágica del mago de Luna
Plateada, la piedra suspendida amenazaba con provocar un desastre.
—¡Joquim! —llamó otro ciudadano de Luna Plateada.
—N-no…, p-puedo…, sost…, sostenerla —dijo esforzadamente el mago Joquim
con los dientes apretados.
El segundo mago pidió ayuda y corrió al lado de Joquim. No estaba especializado
en potencia telecinética, pero había memorizado un conjuro para un caso como ése.
Se lanzó a formular y dirigió sus energías mágicas hacia la piedra que se estremecía.
La piedra se estabilizó, y cuando un tercer miembro del contingente de Luna Plateada
acudió presuroso, la balanza se inclinó a favor de los constructores. Empezó a parecer
casi fácil cuando la acción combinada de enanos y magos guió la piedra por encima
de las aguas caudalosas del río Surbrin.
Con un enano situado en el extremo de una viga para dirigir la maniobra, el
equipo con las mordazas colocó el bloque perfectamente sobre las piedras aún más
grandes que ya habían sido puestas en su sitio. El enano que dirigía ordenó un alto,
volvió a comprobar la alineación, y entonces alzó una bandera roja.
Los magos fueron retirando la ayuda mágica gradualmente y la piedra empezó a
bajar poco a poco.
—¡A por la siguiente! —les gritó el enano a sus compañeros y a los magos de la
orilla—. ¡Parece que la señora está casi lista para este tramo!
Todas las miradas se volvieron para mirar los trabajos en la orilla más próxima, el
punto más cercano a Mithril Hall, donde Alústriel estaba de pie en el primer tramo
tendido sobre el río.
Con expresión serena, musitaba las palabras de un poderoso conjuro de creación.
Parecía fría y fuerte, casi una diosa encima de la rápida corriente. Sus ropajes
blancos, orlados de verde claro, revoloteaban en torno a su esbelta figura. A casi
nadie le sorprendió que apareciera ante ella un segundo tramo de piedra en dirección
al siguiente grupo de soportes.
El sol de última hora de la tarde hizo brillar la humedad que cubría las
amarillentas pupilas de Toogwik Tuk, ya que a duras penas podía contener las
lágrimas ante aquel recordatorio feroz de lo que significaba ser orco. La marcha de
Grguch por los tres poblados restantes había sido el éxito que él esperaba, y tras la
arenga convenientemente modificada de Toogwik Tuk, todos los guerreros orcos
capaces de aquellas aldeas se habían prestado ansiosamente a marchar con Grguch.
Eso sólo había sumado otros doscientos soldados a las filas del feroz jefe del clan
Karuck.
Pero pronto descubrieron, con asombro, que de poblados por los que no habían
pasado también llegaban refuerzos. La noticia de la marcha de Grguch se había
extendido por la región situada al norte de Mithril Hall, y los orcos ávidos de sangre
de muchas tribus frustradas por el descanso invernal habían acudido a su llamada.
Mientras cruzaba el improvisado campamento, Toogwik Tuk pasaba revista a las
docenas —no, centenares— de nuevos reclutas. Grguch se lanzaría sobre las
fortificaciones enanas con un número más próximo a los dos mil que a los mil, según
Una vez, cuando era niño, Hralien había encontrado un gran montón de arena
junto a uno de los dos lagos del Bosque de la Luna. Desde cierta distancia, el
montículo de arena clara le había parecido descolorido con vetas de rojo, y al
acercarse, el joven Hralien se había dado cuenta de que las vetas no eran de arena
descolorida, sino que realmente se movían por la superficie del montículo. Como era
joven e inexperto, al principio había temido que su hallazgo fuera un diminuto
volcán.
Al examinarlo desde más cerca, sin embargo, se había dado cuenta de que el
—Lo tendremos listo en diez días —le dijo Alústriel a Catti-brie mientras las dos
estaban sentadas con algunos de los demás magos de Luna Plateada en torno a una
hoguera.
Uno de los magos, un humano robusto, de pelo oscuro y entrecano, y una perilla
prolijamente recortada, había conjurado las llamas y jugaba con ellas, haciendo trucos
para cambiarles el color, desde el naranja al blanco, al azul y al rojo. Un segundo
mago, un semielfo bastante excéntrico, con pelo negro brillante mezclado por medios
mágicos con mechones de un color rojo chillón, se unió a él y empezó a hacer que las
ramas rojas tomaran la forma de un pequeño dragón. Al ver el desafío, el primer
mago empezó a hacer lo mismo con las llamas azuladas, y los dos enfrentaron a sus
feroces criaturas en un combate cuerpo a cuerpo. En seguida, otros magos empezaron
a hacer sus apuestas.
Catti-brie los observaba, divertida e interesada, más de lo que habría pensado, y
no dejaba de dar vueltas en la cabeza a las palabras que le había dicho Alústriel sobre
probar suerte con las artes oscuras. Su experiencia con los magos era muy limitada y
había tenido que ver, sobre todo, con la impredecible y peligrosamente necia familia
Harpell de Longsaddle.
—Ganará Asa Havel —le dijo Alústriel al oído, señalando al mago semielfo que
había manipulado la llama roja—. Duzberyl es mucho más poderoso en la
manipulación del fuego, pero hoy ya ha puesto a prueba sus poderes al conjurar
candentes llamas para sellar la piedra, y eso lo sabe Asa Havel.
—Por eso, lo desafió —le respondió Catti-brie igualmente en voz baja—. Y
también lo saben sus amigos; por eso, apuestan.
—Apostarían de todos modos —explicó Alústriel—. Es una cuestión de orgullo.
Lo que se pierda aquí pronto se recuperará en otro desafío.
Catti-brie asintió y observó el drama que tenía lugar ante sus ojos, los rostros, elfo
y humano, reflejando las diversas tonalidades y matices de la luz, azules cuando el
dragón azul saltaba sobre el rojo, y luego verdes y amarillas, tirando a un rojo
intenso, cuando la criatura de Asa Havel se imponía a la de Duzberyl, sacándole
ventaja poco a poco. Todo era bienintencionado, pero a Catti-brie no se le escapaba la
intensidad que reflejaban los rostros tanto de combatientes como de espectadores. Se
le ocurrió pensar que estaba observando un mundo totalmente diferente. Lo comparó
con las apuestas a ver quién bebía más, o con las peleas a puñetazos y con palos que
eran tan frecuentes en las tabernas de Mithril Hall, porque si bien el espectáculo era
distinto, las emociones no lo eran. A pesar de todo, la diferencia era suficiente para
llamarle la atención. Era una batalla de fuerza, pero de fuerza mental y concentración,
no de músculo y resistencia física.
El orco ganó la muralla en loca carrera y trató de ensartar con todas sus fuerzas al
enano que encontró más cerca. Parecía una presa fácil, ya que estaba muy ocupado
tirando a un segundo orco al vacío por encima de la muralla.
Pero ese enano, Charmorffe Dredgewelder de la Buena Familia Barba Amarilla
—llamado así porque jamás se había conocido a ningún Dredgewelder que tuviera
una barba de ese color— no mostró gran sorpresa ni se dejó impresionar
especialmente por el agresivo ataque. Entrenado bajo la supervisión del propio
Thibbledorf Pwent y habiendo servido durante más de veinte años en la brigada
Revientabuches, Charmorffe se había enfrentado a muchos enemigos más finos que
esa patética criatura.
Como Charmorffe jamás se había acostumbrado a llevar una rodela formal,
interpuso su brazo, cubierto por la armadura de placas, para interceptar la lanza,
bloqueándola con solidez y empujándola por su espalda al volverse. Ese mismo
movimiento imprimió al garrote un giro que, acompañado de tres rápidos pasos hacia
adelante, hizo que el golpe alcanzara de lleno al orco, que había perdido el equilibrio.
La criatura gruñó, y también el enano, ya que el garrote, que había golpeado al orco
en la parte trasera del hombro, lo hizo caer de cabeza y aturdido desde el parapeto de
tres metros.
Cuando pudo ver más claro el camino que tenía delante sí, Charmorffe se
—¡No vamos a resistir! —le gritó Charmorffe a Hralien, y un golpe del pesado
garrote del enano hizo salir volando hacia un lado a otro orco.
Hralien habría querido gritarle palabras de aliento, pero su percepción del campo
de batalla, puesto que portaba una arma que hacía necesario tener una perspectiva
más amplia, era más completa, y entendió que la situación era todavía peor de lo que
creía Charmorffe.
De Mithril Hall llegaba un número reducido de enanos, mientras que una multitud
—¡Por los dioses y por los vendedores de piedras preciosas! —rugió Duzberyl,
observando la repentina desbandada de la línea de enanos.
Los pequeños barbudos corrían hacia el oeste siguiendo la muralla; saltaban de
los parapetos y tomaban la dirección de la puerta oriental de Mithril Hall. Cualquier
apariencia de formación defensiva había desaparecido para dar lugar a una retirada
total y frenética.
«Y no bastará con eso», calculó el mago, porque los orcos, ávidos de sangre
enana, se acercaban con cada zancada.
Duzberyl hizo una mueca al ver a un enano engullido por una nube negra de
orcos.
El corpulento mago corrió, mientras echaba mano a su collar y retiraba la más
grande de todas las piedras. La desprendió, volvió a maldecir por si acaso al mercader
que se la había vendido y la lanzó con todas sus fuerzas.
La granada mágica dio en la base del muro, justo por detrás de los orcos que
llevaban la delantera, y al explotar, llenó la zona, incluso en lo alto del parapeto, de
fuegos ardientes y letales.
Los monstruos que estaban por encima y cerca de la explosión murieron
achicharrados, mientras otros se revolcaban en un agónico y horrorizado frenesí,
consumidos por las llamas mientras corrían. El pánico se extendió por las filas de los
orcos, y los enanos pudieron escapar.
—¡Por todas las glorias de Gruumsh! —chilló, gozosa, Kna cuando las noticias de la
victoria en el Surbrin se propagaron como un reguero de pólvora en el entorno del rey
Obould—. ¡Hemos matado a los enanos!
—Los hemos herido en lo vivo y los hemos dejado vulnerables —dijo el
mensajero.
Había llegado desde el campo de batalla un orco llamado Oktule, que era
miembro de una de las muchas tribus menores que se habían sumado a la marcha del
jefe Grguch, un nombre que Oktule pronunciaba con frecuencia, según observó
amargamente Obould.
—Sus murallas están muy mermadas y el invierno se retira rápidamente. Tendrán
que trabajar durante todo el verano, construyendo mientras defienden su posición en
el Surbrin.
Los orcos presentes empezaron a vitorear a voz en cuello.
—¡Hemos dejado Mithril Hall aislado de sus aliados!
Las ovaciones se hicieron más fuertes.
Obould permanecía allí sentado, tratando de asimilar todo aquello. Sabía que
Grguch no había conseguido nada de eso, pues los astutos enanos tenían túneles por
debajo del Surbrin, y muchos otros que se extendían hacia el sur. No obstante, era
difícil restar importancia a la victoria, en términos tanto prácticos como simbólicos.
El puente, de haber quedado terminado, habría proporcionado un fácil y cómodo
acceso a Mithril Hall desde Luna Plateada, el Acantilado del Invierno, el Bosque de
la Luna y las demás comunidades de los alrededores, y un camino fácil para que el
rey Bruenor continuara con sus provechosos negocios.
Claro estaba que la victoria de un orco era un contratiempo para otro orco.
También Obould había deseado hacer suyo un trozo del puente sobre el Surbrin, pero
no de esa manera, no como un enemigo. Y, por supuesto, no a costa de conceder toda
la gloria al misterioso Grguch. Tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar el desprecio
que sentía. Ir en contra de la alegría reinante podía despertar sospechas, quizá hasta
fomentar un levantamiento.
—¿El jefe Grguch y el clan Karuck no ocuparon el terreno? —La pregunta no
tenía nada de inocente, pues él bien sabía la respuesta.
—Alústriel y un grupo de magos estaban con los enanos —explicó Oktule—. El
jefe Grguch suponía que todos los enanos se les echarían encima con la luz de la
mañana.
—Sin duda, con el rey Bruenor, Drizzt Do'Urden y el resto de los extraños amigos
—Vaya, es bueno que estés aquí, señora —le dijo Bruenor a Alústriel cuando se
encontraron junto a la muralla.
Catti-brie estaba junto a la señora de Luna Plateada, y Regis y Thibbledorf Pwent
acompañaban a Bruenor.
No lejos de allí, Cordio Carabollo y otro sacerdote enano se pusieron a trabajar de
inmediato donde estaba empalado el pobre Duzberyl, al que liberaron con toda la
suavidad de que fueron capaces.
—¡Ojalá pudiéramos haber hecho más! —replicó Alústriel solemnemente—. Al
igual que los tuyos, nos dejamos engañar por los últimos meses de tranquilidad, y el
ataque de los orcos nos tomó por sorpresa. No teníamos preparados los conjuros
oportunos, ya que nuestros estudios estaban centrados en la terminación del puente
del Surbrin.
—Hicisteis algo de daño a esos cerdos y permitisteis que la mayor parte de mis
muchachos volvieran a Mithril Hall —dijo Bruenor—. Nos has hecho mucho bien y
no vamos a olvidarlo.
Alústriel respondió con una inclinación de cabeza.
—Y ahora que lo sabemos, no van a volver a sorprendernos —prometió—.
Nuestros trabajos en el puente se verán retrasados, por supuesto, ya que la mitad del
DE GARABATOS Y EMISARIOS
Con una sola mano, porque el jefe no era un guerrero del montón, Dnark sacó a
Oktule del camino y se adelantó hasta el borde de un precipicio, desde donde había
una vista panorámica del campamento del rey Obould. Un grupo de jinetes salía
velozmente del campamento en dirección sur y sin el estandarte de Muchas Flechas
ondeando sobre sus cabezas.
—Guerreros con armadura —comentó el chamán Ung-thol—. La élite del ejército
de Obould.
Dnark señaló a un jinete que iba en el centro del grupo, y aunque estaban lejos y
se movían con rapidez, el tocado que lucía era inconfundible.
—El sacerdote Nukkels —dijo Ung-thol, asintiendo con la cabeza.
—¿Qué significa esto? —preguntó Oktule.
El tono de su voz y la postura del cuerpo revelaban su incomodidad. El joven
Oktule había sido escogido como mensajero desde el este por su velocidad y su
resistencia, pero carecía de la experiencia o la sabiduría necesarias para entender lo
que estaba sucediendo a su alrededor.
El jefe y su chamán se volvieron como un solo hombre para mirar al orco.
—Significa que debes decirle a Grguch que proceda con la máxima precaución —
dijo Dnark.
—No lo entiendo.
—Es probable que el rey Obould no le dé la calurosa bienvenida que prometía en
su invitación —explicó Dnark.
—O que la bienvenida sea más calurosa de lo que prometió —intervino Ung-thol.
Oktule se los quedó mirando con la boca abierta.
—¿Está enfadado el rey Obould?
Los otros dos, que lo superaban en edad y en experiencia, se echaron a reír.
—¿Conoces a Toogwik Tuk? —preguntó Ung-thol.
Oktule asintió.
—El orco predicador. Sus palabras me revelaron la gloria de Grguch. El proclamó
el poder del jefe Grguch y la llamada de Gruumsh a guerrear contra los enanos.
Dnark rió por lo bajo y le hizo con la mano un gesto de que se calmara.
—Lleva tu mensaje al jefe Grguch como te ordenó tu rey —dijo—, pero primero
busca a Toogwik Tuk e infórmale de que un segundo mensajero salió del
campamento de Obould —añadió, y en seguida se corrigió—, del rey Obould, y que
se dirigía hacia el sur.
—¿Qué significa? —preguntó Oktule nuevamente.
—Le dices a Emerus que esperamos ansiosamente todo lo que debe traer —le dijo
Bruenor a Jackonray Broadbelt y a Nikwillig, los emisarios de la Ciudadela Felbarr.
—Tengo entendido que el puente no tardará en estar terminado —replicó
Jackonray.
—¡Olvídate del maldito puente! —le soltó Bruenor, sobresaltando a todos los
presentes con su exabrupto—. Los magos de Alústriel se dedicarán más a la muralla
en los próximos días.
Quiero un ejército aquí antes de que hayamos empezado a trabajar siquiera en el
puente. Quiero que Alústriel vea a Felbarr al lado de Mithril Hall; que cuando
salgamos por esa puerta sepa que ha quedado atrás el tiempo de las palabras y ha
llegado el tiempo de combatir.
—¡Ah! —respondió Jackonray, asintiendo y con una amplia sonrisa toda barba y
dientes—. Ya veo por qué, rey Bruenor.
¡Tienes mi respeto, buen rey Bruenor, y mi palabra de que yo mismo sacaré a
rastras al rey Emerus por la maldita puerta de su túnel si es necesario!
—Eres un buen enano. El orgullo de tu familia.
Jackonray hizo una reverencia tan profunda que barrió el suelo con la barba, y él
y Nikwillig salieron como rayos, o se disponían a hacerlo cuando la llamada de
Bruenor hizo que se volvieran rápidamente.
—Salid por la puerta oriental, a cielo abierto —les indicó Bruenor con una
sonrisa irónica.
—Es más rápido por los túneles —se atrevió a sostener Nikwillig.
DRIZZT DO'URDEN
RECOMPONIENDO SU MUNDO
La carreta se balanceaba, unas veces con suavidad, otras, con rudeza, mientras
avanzaba por el escarpado sendero, camino del norte. Sentado en la parte trasera
abierta y mirando en la dirección de donde venían, Wulfgar vio cómo se iba alejando
la silueta de Luskan. Las muchas cúpulas de la torre del mago aparecían
desdibujadas, y las puertas ya estaban demasiado lejos como para distinguir a los
guardias que recorrían la muralla de la ciudad.
Sonrió pensando en esos guardias. El y su cómplice Morik habían sido
expulsados de Luskan con órdenes de no regresar jamás, so pena de muerte; sin
embargo, había entrado andando en la ciudad y al menos uno de los guardias lo había
reconocido sin lugar a dudas, ya que incluso le había hecho un guiño de complicidad.
Seguramente, Morik también estaba allí.
En Luskan la justicia era una impostura, una representación organizada para que
la gente se sintiera segura, y tuviera miedo y pensara que podía incluso contra el
espectro de la muerte, es decir, era lo que las autoridades considerasen oportuno en
cada momento.
Wulfgar se había debatido entre volver o no a Luskan. Quería unirse a una
caravana con rumbo al norte, para que le sirviera de tapadera, pero temía exponer a
Colson a los peligros potenciales de entrar en el lugar prohibido. Sin embargo, al
final se dio cuenta de que no tenía elección. Arumn Gardpeck y Josi Puddles
merecían conocer el triste final de Delly Curtie. Habían sido amigos de la mujer
durante años, y él no quería en modo alguno privarlos de esa información.
Las lágrimas que derramaron los tres —Arumn, Josi y Wulfgar— le habían
sentado bien. Delly Curtie era mucho más que la imagen fácil, estereotipada, que
muchos tenían de ella en Luskan y que hasta el propio Wulfgar había compartido al
principio. Había honestidad y honor por debajo de la costra con que las circunstancias
la habían obligado a cubrirse. Delly había sido buena amiga de los tres, una buena
esposa para Wulfgar y una madre estupenda para Colson.
No pudo por menos que reír al pensar en la reacción inicial de Josi ante la noticia.
El hombrecillo prácticamente se había lanzado enfurecido contra él, culpándolo de la
pérdida de Delly.
Con poco esfuerzo, Wufgar lo había empujado contra el respaldo de su silla,
donde Josi se había tapado el rostro con los brazos y había empezado a sollozar, quizá
bajo el efecto de un exceso de copas, pero con sinceridad de todos modos, ya que
Wulfgar jamás había dudado de que Josi amaba a Delly en secreto.
El mundo seguía adelante, dejando huella de sus acontecimientos en los libros de
Una tarde estaba apoyado contra la pared de una taberna cercana, contemplando
el puente y observando las maniobras de los guardias. No eran muy disciplinados,
pero el puente era tan estrecho que tampoco tenían necesidad. Wulfgar se enderezó al
ver un carruaje proveniente del castillo que atravesaba el puente.
No lo conducía Liam Woodgate, sino el mayordomo Temigast.
Wulfgar se acarició la barba mientras sopesaba sus opciones, y dejándose llevar
por su instinto —pues sabía que si lo pensaba perdería el impulso—, alzó a Colson y
salió a la calle. Buscó un lugar donde pudiera interceptar el carruaje sin que lo vieran
los guardias del puente y tampoco la gente de la ciudad.
—Buen mercader, apártate —le ordenó el mayordomo Temigast con toda
amabilidad—. Tengo algunos cuadros que vender y deseo llegar al mercado antes de
que caiga la noche. Ya sabes que el sol se pone temprano para un hombre de mi edad.
La sonrisa del hombre se desvaneció cuando Wulfgar se echó atrás la capucha y
mostró su rostro.
—Wulfgar está siempre lleno de sorpresas —dijo Temigast.
—Tienes buen aspecto —comentó Wulfgar con sinceridad.
El pelo blanco de Temigast era un poco más ralo tal vez, pero los años
transcurridos habían sido benévolos con el hombre.
—¿Es ésa…? —preguntó Temigast, señalando a Colson con la cabeza.
—La hija de Meralda.
—¿Estás loco?
Wulfgar se limitó a encogerse de hombros.
—Debería estar con su madre —dijo.
—Esa decisión se tomó hace ya tres años.
—En ese momento, era necesaria —dijo Wulfgar.
Temigast se echó atrás en el pescante y asintió.
—Lady Priscilla se ha ido de aquí, según me han dicho —dijo Wulfgar, y
Temigast no pudo por menos que sonreír, lo que le confirmó a Wulfgar que el
mayordomo odiaba a Priscilla.
—Para gran alivio de Auckney —admitió Temigast.
Dejó las riendas sobre el asiento y con una agilidad sorprendente se bajó del
coche y se acercó a Wulfgar, tendiéndole las manos a Colson.
La niña se llevó la mano a la boca, se apartó y ocultó la carita en el hombro de
Wulfgar.
Con una mano asentó la tierra blanda junto al tallo mientras con los dedos de la
otra acariciaba suavemente los tersos pétalos. Meralda sabía que los tulipanes se
abrirían pronto, quizá incluso esa misma noche.
Les cantó con voz aterciopelada una antigua cancioncilla de marineros y
exploradores perdidos entre las olas, ya que su primer amor había sido arrastrado por
el mar. No sabía toda la letra, pero no importaba mucho porque tarareaba llenando los
espacios vacíos, y el resultado era igualmente bello.
Un golpe sobre la piedra interrumpió su canción, y la mujer se puso de pie de
repente y retrocedió un paso al notar los ganchos de una escala. Después, una mano
se asió al borde de la pared del jardín, a menos de tres metros de ella.
Se echó hacia atrás la espesa cabellera negra y abrió los ojos, sorprendida, cuando
el intruso asomó la cabeza por encima de la pared.
—¿Quién eres? —preguntó, retrocediendo otra vez y sin atender a los ruegos de
silencio de él. —Guardias —llamó Meralda, y se disponía a correr cuando el intruso
se desplazó.
Sin embargo, cuando subió la otra mano se quedó de piedra, como si fuera una
planta más clavada en su jardín primorosamente cultivado. En la otra mano del
hombre había una niña pequeña.
—¿Wulfgar? —Meralda movió los labios, pero no tuvo aliento para decirlo de
viva voz.
Él posó a la niña dentro del jardín, y Colson se apartó tímidamente de Meralda.
Wulfgar apoyó las dos manos sobre el muro y saltó por encima. La niña corrió hacia
él y se le abrazó a una pierna con un brazo mientras se metía el pulgar de la otra
mano en la boca y seguía apartándose de la mujer.
—¿Wulfgar? —volvió a preguntar Meralda.
—¡Papá! —imploró Colson, tendiéndole a Wulfgar las dos manos.
Él la alzó y se la apoyó en la cadera, se echó atrás la capucha y dejó la cabeza al
descubierto.
—Lady Meralda —saludó.
—¡No deberías estar aquí! —dijo Meralda, pero la mirada de sus ojos contradecía
sus palabras. Miraba a la niña, a su hija, sin pestañear.
Wulfgar negó con la cabeza.
LA MORALIDAD PRACTICA
Seguro de que no había orcos por allí, pues podía oír su jolgorio a lo lejos, más allá
de una colina distante, Tos'un Armgo se acomodó contra un asiento natural en la
piedra. «O tal vez no sea tan natural», pensó, ya que estaba situado en medio de un
pequeño prado más o menos circular y protegido por viejos árboles de hoja perenne.
Cabía la posibilidad de que algún antiguo habitante hubiera construido el trono de
granito, pues si bien había otras piedras del mismo tipo esparcidas por el lugar, la
ubicación de esas dos, asiento y respaldo, era sospechosamente conveniente.
Fuera cual fuese su origen, Tos'un agradecía el asiento y la perspectiva que le
proporcionaba. Él era una criatura de la Antípoda Oscura, un lugar donde la luz casi
no existía, donde el techo no estaba nunca demasiado lejos, ni era demasiado extenso
y distante, ni siquiera de otro mundo ni de otro plano.
La cúpula que flotaba por encima de su cabeza todas las noches era algo que
superaba con mucho su experiencia y despertaba emociones de las que ni él mismo se
sabía capaz.
Tos'un era un drow, un varón drow, y como tal su vida seguía firmemente
enraizada en las necesidades inmediatas, en los aspectos prácticos de la supervivencia
diaria. Como tenía siempre muy claros sus objetivos, basados en la pura necesidad,
también tenía muy claras sus limitaciones: los límites de las paredes de la Casa y la
caverna que era Menzoberranzan.
Durante toda su vida, los límites de las aspiraciones de Tos'un se cernían sobre él
tan sólidos como el techo de la caverna de piedra de Menzoberranzan.
Claro estaba que esas limitaciones eran uno de los motivos por los que había
abandonado su Casa a su regreso a Menzoberranzan, después de la aplastante derrota
sufrida a manos del clan Battlehammer y de Mithril Hall. Aparte del caos que sin
duda sobrevendría tras esa catástrofe, en la que había caído la mismísima Matrona
Yvonnel Baenre, Tos'un comprendió que fuera cual fuese la reorganización
propiciada por el caos, su lugar estaba decidido. Tal vez habría muerto en la guerra de
la Casa, ya que, como noble, habría sido un buen trofeo para guerreros enemigos, y
como su madre no lo tenía en gran aprecio, se hubiera encontrado en primera línea de
batalla. Pero aunque hubiera conseguido sobrevivir, aunque la Casa Barrison
Del'Armgo hubiera aprovechado la vulnerabilidad de la Casa Baenre, repentinamente
privada de su matrona, para ascender a lo más alto de la jerarquía de
Menzoberranzan, la vida de Tos'un hubiera sido la misma de siempre, ya que no se
atrevía a aspirar a nada más.
Así pues, había aprovechado la ocasión y había huido, no en busca de una
NEGRO Y BLANCO
Nanfoodle levantó un pie y trazó pequeños círculos en el suelo con los dedos. De pie,
con las manos cruzadas a la espalda, el gnomo presentaba una imagen de
incertidumbre y nerviosismo.
Bruenor y Hralien, que estaban sentados discutiendo sus próximos movimientos
cuando Nanfoodle y Regis entraron en las habitaciones privadas del enano, se
miraron confundidos.
—Bueno, si no podemos traducirlo, que así sea —dijo Bruenor, creyendo
entender la causa de la consternación del gnomo—, pero debes seguir trabajando en
ello, que no te quepa la menor duda.
Nanfoodle alzó la cabeza, miró de soslayo a Regis y, animado por el gesto de
éste, se volvió hacia el rey enano y se irguió cuan alto era.
—Es una lengua antigua, basada en la de los enanos —explicó—. Es posible que
tenga sus orígenes en el hulgorkyn, y sin duda, las runas son Dethek.
—Me pareció reconocer un par de signos —replicó Bruenor.
—Aunque está más emparentada con el orco.
Ante esa explicación de Nanfoodle, Bruenor dio un respingo.
—¿Enanorco? —comentó Regis con una sonrisa, pero fue el único que le
encontró la gracia.
—¿Me estás diciendo que los malditos orcos tuvieron algo que ver con las
palabras de mis ancestros Delzoun?
Nanfoodle negó con la cabeza.
—Cómo evolucionó esta lengua es un misterio cuya respuesta no está en los
pergaminos que me trajiste. Por lo que puedo colegir de la proporción de influencia
lingüística, habéis yuxtapuesto las fuentes y sumado.
—¿De qué Nueve Infiernos estás hablando? —preguntó Bruenor, en cuya voz
empezaba a percibirse un fondo de impaciencia.
—Se parece más a enano antiguo con elementos añadidos del orco antiguo —
explicó Regis, haciendo que el disgusto de Bruenor se dirigiera ahora hacia él
mientras Nanfoodle parecía consumirse ante el descontento rey enano, a quien
todavía no le había comunicado lo más importante.
—Bueno, necesitaban hablar con los perros para darles órdenes —dijo Bruenor,
pero tanto Regis como Nanfoodle no hacían más que negar con la cabeza.
—Fue más profundo que eso —dijo Regis, poniéndose al lado del gnomo—. Los
enanos no tomaron prestadas frases del orco, sino que integraron esa lengua en la
suya.
Los reunidos hicieron silencio cuando Banak Buenaforja miró a Bruenor a los
ojos y le espetó:
—¡Estáis borrachos!
Bruenor, sin embargo, no parpadeó siquiera.
—El que está borracho es Obould —dijo tajante.
—De eso, no me cabe duda —replicó el incontenible Banak, que en ese momento
parecía cernirse sobre Bruenor a pesar de que la herida recibida en la guerra con los
orcos lo obligaba a estar sentado—. Envía, entonces, a Pwent y a tus muchachos a
apresarlo, como quieres hacer.
—Eso me corresponde a mí.
—¡Sólo porque eres un Battlehammer cabezota!
Al oír eso hubo varios respingos en la sala, pero quedaron disimulados por un par
de risas ahogadas, especialmente la del sacerdote Cordio. Bruenor se volvió y lo miró
con una furia que se disolvió en seguida ante la indiscutible verdad de las palabras de
Banak. Jamás se había hablado con tanta claridad sobre la densidad de la cabeza de
Bruenor, y Cordio y Bruenor lo sabían.
—Yo mismo fui a Gauntlgrym —dijo Bruenor, volviendo la cabeza bruscamente
hacia Regis, como si esperara que el halfling sostuviera que no era Gauntlgrym. Sin
embargo, Regis guardó un prudente silencio—. Yo mismo aseguré la retirada del
Valle del Guardián. Yo mismo me enfrenté al primer ataque de Obould en el norte. —
Su discurso se hacía más acelerado e impetuoso, no para «redoblar los tambores por
mí mismo», como decía el antiguo proverbio enano, sino para justificar su decisión
de capitanear personalmente la misión—. Fui yo mismo el que fue a Calimport para
traer de vuelta a Panza Redonda. ¡Y yo mismo hice pedazos a los malditos Baenre!
—Yo hice suficientes brindis por ti para elogiar tu esfuerzo —dijo Banak.
—Y ahora tengo ante mí una tarea más.
—El rey de Mithril Hall planea marchar en pos de un ejército orco y matar al rey
de los orcos —señaló Banak—. ¿Y si te capturan por el camino? ¿No se encontrarán
los tuyos en un brete tratando de negociar con Obould?
—¿Acaso crees que voy a dejar que me cojan vivo? Entonces, es que no sabes
qué significa ser un Battlehammer —replicó Bruenor—. Además, no habría ninguna
diferencia si el propio Drizzt, o cualquiera de nosotros, se dejara capturar. El
problema de negociar con los orcos sería el mismo, ya se tratase de mí o de
cualquiera de nuestros chicos.
Banak se disponía a responder, pero se encontró sin respuesta.
OCUPÁNDOSE DE LO SUYO
—El desafío de Grguch a Obould no tendrá nada de sutil —les advirtió Ung-thol
a sus camaradas esa noche cuando estuvieron solos—. La diplomacia no es su estilo.
—No hay tiempo para la diplomacia, y tampoco necesidad —dijo Toogwik Tuk,
que evidentemente era de los tres el que más conservaba la calma y la confianza—.
Sabemos cuáles son nuestras opciones y hace tiempo que elegimos el camino. ¿Os
sorprenden Grguch y el clan Karuck? Son exactamente como os los había descrito.
—Me sorprende su… eficiencia —dijo Dnark—. Grguch no se desvía de su
camino.
—Va directo a Obould —señaló Toogwik Tuk con sorna.
—No subestimes al rey Obould —le advirtió Dnark—. El hecho de que mandara
a Nukkels a Mithril Hall nos dice que comprende la verdadera amenaza de Grguch.
No lo vamos a coger desprevenido.
—No podemos permitir que esto se convierta en una guerra más extensa —
coincidió Ung-thol—. El nombre de Grguch es grande entre los orcos del este, a lo
largo del Surbrin, pero el número de guerreros de esta zona es reducido en
comparación con los que obedecen a Obould en el oeste y el norte. Si esto se
desmanda, sin duda seremos superados.
—Entonces, no sucederá —dijo Toogwik Tuk—. Nos enfrentaremos a Obould y
POLÍTICA Y ALIANZAS
Hacía largo rato que el sol se había puesto, y la noche se había tornado más
lóbrega debido a una neblina que surgía de la nieve blanda formando espirales. En
aquella niebla desaparecieron Bruenor, Hralien, Regis, Thibbledorf Pwent, Torgar
Hammerstriker y Shingles McRuff, de Mirabar, y Cordio, el sacerdote.
Al otro lado de la cadena montañosa, tras la muralla donde los enanos de Bruenor
y los magos de Alústriel trabajaban siempre alertas, Catti-brie observaba con gran
pesar al grupo que se alejaba.
—Debería ir con ellos —dijo.
—No puedes —dijo su compañera, Alústriel de Luna Plateada. La mujer de gran
estatura se acercó a Catti-brie y le pasó el brazo por los hombros—. Tu pierna se
curará.
Catti-brie levantó la vista hacia ella, ya que Alústriel era casi quince centímetros
más alta que ella.
—Quizá ésta sea una señal de que deberías pensar en mi oferta —dijo Alústriel.
—¿De entrenarme en la magia? ¿No soy algo vieja para comenzar con semejante
esfuerzo?
Alústriel rió, desdeñosa, ante una pregunta tan absurda.
—Te adaptarás con naturalidad, aunque hayas sido criada por los enanos,
ignorantes en cuestiones de magia.
Catti-brie reflexionó sobre sus palabras un instante, pero pronto volvió a prestar
Los dos orcos estaban bajo un arce de grandes dimensiones, cuyas ramas afiladas
y desnudas aún no habían sido suavizadas por los brotes. Hablaban y se reían de su
propia estupidez, ya que estaban completamente perdidos y bastante lejos del poblado
de los de su raza. Habían tomado el camino equivocado en la oscuridad de la noche y
se habían alejado a campo traviesa; hacía rato que habían abandonado la leña que
habían salido a recoger.
Uno se lamentaba de que su mujer lo azotaría hasta dejarle la piel enrojecida para
calentarlo, de modo que pudiera reemplazar el fuego que no duraría ni la mitad de la
noche.
El otro reía, y su sonrisa quedó en suspenso mucho tiempo después de que su
regocijo le fuera arrebatado por la flecha de un elfo, una que a punto estuvo de rajarle
la sien a su compañero. Confuso, sonriendo simplemente porque no tuvo el aplomo
de hacer desaparecer su propia sonrisa, el orco ni siquiera oyó el repentino golpeteo
de unas botas pesadas que se le acercaban rápidamente por detrás. Lo cazaron
totalmente desprevenido, mientras la afilada púa de un yelmo se le clavaba en la
espina dorsal, desgarraba el músculo y atravesaba el hueso hasta salirle por el pecho,
haciéndolo estallar, cubierto por la sangre y los trozos de su desgarrado corazón.
Estaba muerto antes de que Thibbledorf Pwent se enderezara y levantara el
cuerpo inerte del orco sobre su cabeza. El enano se puso a dar saltitos de un lado a
otro en busca de más enemigos. Vio a Bruenor y a Cordio gateando en las sombras
hacia el sur del arce, y divisó a Torgar y a Shingles un poco más lejos, en dirección
este. Con Hralien en el noroeste y Regis siguiendo a Pwent entre las sombras, el
grupo pronto dedujo que aquellos dos estaban solos.
—Perfecto, entonces —dijo Bruenor, asintiendo con aprobación. Sostuvo el
medallón que le había dado Alústriel—. Está más caliente. Drizzt está cerca.
—¿Siempre en dirección norte? —preguntó Hralien, situándose bajo el arce junto
a Bruenor.
—Más atrás de donde acabas de venir —le confirmó Bruenor, extendiendo el
dedo índice que sostenía el medallón, que se calentaba más a cada paso.
LA ENCRUCIJADA
—Este Toogwik Tuk es agresivo —le dijo Grguch a Hakuun, y a Jack, aunque por
supuesto Grguch no lo sabía. Estaban de pie a un lado de las tropas que se reunían
mientras se realineaban para marchar hacia el oeste—. Si por él fuera entraríamos en
guerra con Obould.
—Afirma que Obould nos declarará la guerra —asintió el chamán después de un
rápido diálogo interno con Jack.
Grguch sonrió como si no hubiera nada en el mundo que lo complaciera más.
—Me gusta este Toogwik Tuk —dijo—. Habla con Gruumsh.
—¿Sientes curiosidad por saber por qué Obould detuvo su marcha? —preguntó
Hakuun, a pesar de que la pregunta provenía de Jack—. Tiene reputación de ser muy
feroz, pero construye murallas en vez de destruirlas.
—Teme a los rivales —supuso Grguch—, o se ha relajado. Se está apartando de
Gruumsh.
—No tienes intención de convencerlo de lo contrario.
Grguch sonrió aún con más malicia.
—Pretendo matarlo y quedarme con sus ejércitos. Hablo con Gruumsh, y
complaceré a Gruumsh.
—¿Tu mensaje será directo, o al principio intentará ser persuasivo?
Grguch miró al chamán con curiosidad y, a continuación, señaló con la barbilla
hacia una bolsa que había a un lado, un saco que contenía la cabeza de Oktule.
Se formó una sonrisa irónica en el rostro de Hakuun.
—Puedo reforzar el mensaje —le prometió, y Grguch se sintió complacido.
Hakuun miró por encima de su hombro y profirió unas cuantas palabras arcanas,
unidas por una inflexión dramática. Jack lo había predicho todo, y ya había puesto en
marcha la magia primaria requerida. Oktule salió de entre las sombras, sin cabeza y
grotesco. El muerto viviente caminó a grandes zancadas, con las piernas rígidas,
hacia el saco y lo abrió. Se irguió un momento más tarde y se movió lentamente hacia
la pareja, acunando entre las manos su cabeza perdida.
Hakuun miró a Grguch y se encogió de hombros tímidamente. El jefe rió.
—Directo —dijo—. Sólo deseo ver el rostro de Obould cuando entregue el
mensaje.
Jack susurró en el interior de la cabeza de Hakuun, y éste lo repitió para Grguch.
—Se puede arreglar.
Grguch rió aún más fuerte.
Después de una breve conversación con Cordio, Drizzt apartó a Tos'un a un lado
para que se uniera al sacerdote.
—¿Estás seguro? —le preguntó Cordio a Drizzt cuando estuvieron solos—. Vas a
tener que matarlo.
Tos'un se puso tenso al oír aquellas palabras, y Drizzt luchó por no sonreír.
—Podría disponer de más información de la que le podamos sacar por la fuerza
—continuó Cordio, interpretando su papel a la perfección—. Puede ser que varias
decenas de días de tortura nos proporcionen respuestas acerca de Obould.
—O mentirá para que detengamos la tortura —contestó Drizzt, pero terminó con
el debate que se avecinaba levantando una mano, ya que de todas formas no
importaba—. Estoy seguro —dijo con sencillez.
Cordio dejó escapar un suspiro que más o menos quería decir:
«Bueno, si es necesario…», la mezcla perfecta entre hastío y resignación.
El sacerdote comenzó a entonar un cántico y a bailar lentamente alrededor del
asustado Tos'un. El enano le lanzó un hechizo; un detector de hechizos inofensivo
que habría curado cualquier enfermedad que Tos'un pudiese haber contraído, aunque,
por supuesto, Tos'un no lo sabía, y únicamente percibió que el enano había enviado
algo de energía mágica a su cuerpo. A éste le siguió otro hechizo inofensivo, después
un tercero, y cada vez que lo lanzaba, Cordio entrecerraba más los ojos y agudizaba
su tono un poco más, lo que le hacía bastante siniestro.
Los dos drows partieron tras caer la noche, moviéndose entre las sombras con
agilidad y sigilo. Eligieron el camino hacia el campamento principal de los orcos,
evitando a los guardias de los campamentos más pequeños, y siempre con Tos'un
varios pasos por delante. Drizzt lo seguía con Taulmaril en la mano y la mortífera
flecha encantada preparada. Drizzt esperaba al menos haber cogido la misma flecha
con la que Cordio había jugado, o en caso contrario, que Tos'un no lo hubiera notado.
A medida que se acercaban al grupo principal, cruzando el borde de un claro en
cuyo centro había un gran árbol, Drizzt le susurró a Tos'un que se detuviera. Drizzt
hizo una pausa de varios segundos, escuchando el ritmo de la noche. Le hizo señas a
Tos'un de que lo siguiera hasta el árbol. Drizzt trepó, tan ágilmente que parecía como
si caminara por un tronco caído en vez de uno vertical. Se detuvo en la rama más baja
y miró a su alrededor, para después centrar su atención en Tos'un, que estaba abajo.
Drizzt dejó caer un cinto con las dos armas de Tos'un envainadas.
Tos'un no sabía realmente qué partido tomar mientras cruzaba las líneas orcas
hacia el campamento principal. No tuvo problemas para entrar, ya que los orcos de
Quijada de Lobo dispersos entre los centinelas del clan Karuck lo conocían, y
encontró con facilidad a Dnark y Ung-thol.
—Tengo noticias —les dijo a ambos.
Dnark y Ung-thol intercambiaron miradas desconfiadas.
—Entonces, habla —lo instó Ung-thol.
—Aquí no. —Tos'un miró a su alrededor, como si esperase encontrar espías
detrás de cada roca o de cada árbol—. Es demasiado importante.
Dnark lo estudió durante unos instantes.
—Ve a por Toogwik… —comenzó a decirle a Ung-thol, pero Tos'un lo detuvo.
—No. Sólo para Dnark y Ung-thol.
—Acerca de Obould.
—Quizá —fue toda la respuesta que obtuvieron del drow, y a continuación se giró
y comenzó a alejarse.
Los dos orcos, tras un nuevo intercambio de miradas, se adentraron tras él en la
noche, hacia la linde del campo donde Drizzt do'Urden esperaba sobre un árbol.
—Mis amigos observan —dijo Tos'un, lo bastante alto como para que lo oyera
Drizzt con sus afinados sentidos drow.
Drizzt se puso tenso y sacó a Taulmaril, preguntándose si estaba a punto de ser
descubierto.
«Tos'un morirá antes», decidió.
—Tus amigos están muertos —contestó Dnark.
—Tres lo están —dijo Tos'un.
—Grguch viene seguido por muchas tribus —le dijo Obould al general Dukka—.
¿Para parlamentar?
Él y otro de los comandantes de Obould estaban de pie en el centro de las tres
colinas rocosas. Detrás del rey orco se veían en la tierra los cimientos de un pequeño
torreón, y tres muros bajos de piedra formaban un anillo alrededor de la colina. Las
otras dos colinas tenían una disposición similar, aunque las defensas no estaban
acabadas. Obould miró por encima del hombro e hizo señas a sus asistentes, que le
traían al maltrecho y moribundo Nukkels.
—Al parecer ya ha hablado —señaló el rey orco.
—Entonces, habrá guerra dentro de tu reino —contestó el general, y sus dudas
eran evidentes para todos los que lo oyeron.
Obould se dio cuenta de que las dudas actuaban en su beneficio. Ni siquiera
pestañeó mientras miraba fijamente a Dukka, aunque otros a su alrededor emitían
Obould vio hacia el sur el ejército de Dukka, que avanzaba como una nube negra
hacia una línea de orcos que se dirigía hacia el oeste para flanquear las colinas. Sabía
que era el clan Quijada de Lobo, y asintió con un gruñido sordo, imaginando todos
los horrores que haría padecer a Dnark cuando su asunto con Grguch hubiera
terminado.
Confiando en que el general Dukka mantendría a raya a Quijada de Lobo, Obould
dirigió su mirada directamente hacia el este, donde el polvo que se levantaba indicaba
que se acercaba un ejército poderoso, y las banderas amarillas y rojas proclamaban
que se trataba del clan Karuck. El rey orco cerró los ojos y se sumió en sus
pensamientos, imaginando de nuevo su gran reino, lleno de murallas y castillos, y
ciudades rebosantes de orcos que vivían bajo el sol y participaban de lleno en las
riquezas del mundo.
El chillido de Kna lo sacó de su meditación, y tan pronto como abrió los ojos,
Obould comprendió su angustia.
Se aproximaba un orco, un muerto viviente, que con aire lastimero sostenía ante
sí su propia cabeza. Antes de que cualquiera de sus guerreros o sus guardias pudieran
reaccionar, Obould saltó sobre la larga muralla que tenía delante y corrió por la
pendiente, sacando su espadón mientras lo hacía. Un solo golpe partió al fantasma en
dos e hizo que la cabeza saliera volando.
Así estaban las cosas, el rey orco lo supo mientras daba el golpe. Grguch había
Desde el otro lado de la siguiente cresta, se oyó el ruido de una escaramuza, orco
contra orco.
—Obould y Grguch —declaró Tos'un.
A lo lejos, hacia el nordeste, sonó un gran cuerno, Kokto Gung Karuck.
—Grguch —coincidió Drizzt.
Bruenor emitió un resoplido.
—No puedo pediros a ninguno de vosotros que venga conmigo —comenzó.
—¡Bah! Tú intenta detenernos —dijo Torgar mientras Shingles asentía junto a él.
—Viajaría al mismo Abismo para darle un tiento a Obould —añadió Hralien.
A su lado, Tos'un meneaba la cabeza.
—Obould está en las colinas —dijo Bruenor, agitando el hacha en la dirección
donde se encontraban las tres colinas rocosas que habían identificado como
campamento principal de Obould—. Y pretendo llegar allí. En línea recta, una sola
carga, como una flecha disparada por el arco de mi chica. No sé a cuántos dejaré atrás
por el camino. No sé cómo voy a volver a salir después de matar al perro. Y no me
importa.
Torgar golpeó de plano con el mango de su gran hacha sobre la palma abierta, y
Shingles golpeó el escudo con el martillo.
—Te llevaremos hasta allí —le prometió Torgar.
Los ruidos de la batalla se hicieron más audibles; algunos sonaban cerca y otros
lejos. El gran cuerno volvió a oírse, y el eco hizo vibrar las piedras bajo sus pies.
Bruenor asintió y se giró hacia la siguiente cresta, pero dudó y volvió a mirar
hacia atrás, fijándose en Tos'un.
—Mi amigo elfo me dijo que no habías hecho nada por lo que valga la pena
matarte —dijo—. Y Hralien está de acuerdo. Vete, y no me des jamás motivos para
arrepentirme de mi elección.
Tos'un le mostró las manos vacías.
—No tengo ninguna arma.
—Podrás encontrar muchas mientras avanzamos, pero no nos sigas muy de cerca
—contestó Bruenor.
Con una mirada de impotencia a Drizzt y a los demás, Tos'un hizo una inclinación
y se volvió por donde habían venido.
—Grguch es ahora tu pesadilla —le dijo a Drizzt en lengua drow.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Bruenor, pero Drizzt simplemente sonrió y fue
hacia Hralien.
—Me moveré de prisa detrás de Bruenor —le explicó el drow, alcanzándole el
Regis no discutió cuando Hralien tiró de él hacia un lado, muy por detrás de los
otros seis, y empezó a avanzar parapetándose en cada momento donde podía.
—Protégeme —le ordenó el elfo mientras sacaba su arco y comenzaba a lanzar
una lluvia de flechas sobre la multitud de orcos.
Con la pequeña maza en la mano, Regis no estaba en posición de discutir, aunque
sospechaba que Drizzt lo había organizado para su protección, ya que sabía que
Hralien era quien más posibilidades tenía de escapar a toda aquella locura.
El enfado hacia el drow por haberlo relegado al flanco de la batalla duró tan sólo
lo que tardó Regis en apreciar la furia de la contienda. A la derecha, Pwent giraba,
daba puñetazos, cabezadas, patadas, rodillazos y empellones con el hombro con
absoluta entrega, apartando orcos a golpes con cada giro.
Pero eran orcos Quijada de Lobo, todos guerreros, y no toda la sangre que cubría
al iracundo battlerager era de orco.
Tras él, espalda con espalda, Torgar y Shingles funcionaban con la precisión de
años de experiencia, una armonía de manejo devastador del hacha que la pareja había
perfeccionado a lo largo de un siglo batallando juntos en la tan afamada guardia de
Miraban Cada rutina terminaba con un paso, bien a la izquierda, o bien a la derecha,
cosa que no parecía importar, al mismo tiempo que cada enano se movía
complementándose perfectamente con los otros, para mantener la defensa sin fisuras.
—¡Lanza, abajo! —exclamó Torgar.
Se agachó, incapaz de desviar el proyectil. Voló por encima de su cabeza, y
parecía que iba a chocar contra la parte posterior del cráneo de Shingles, pero el viejo
Shingles, que oyó la advertencia, levantó el escudo hasta la parte posterior de su
cabeza en el último momento, e hizo que la tosca lanza se desviara hacia un lado.
Shingles tuvo que dejarse caer cuando el orco que tenía delante aprovechó la
brecha.
Pero, por supuesto, no había tal brecha, ya que Shingles rodó hacia un lado y
Torgar llegó por detrás de él. Con un tajo a dos manos, destripó a la sorprendida
criatura.
Cordio quería mantenerse cerca de Bruenor, para proteger a su amado rey a toda
costa, pero el sacerdote no podía seguir el ritmo del fiero enano y su compañero
drow, y en cuanto vio la armonía de sus movimientos, sus ataques y sus cargas, se dio
cuenta de que sólo sería un estorbo.
En vez de eso, se volvió hacia el trío de enanos y se colocó en ángulo para entrar
en la lucha cuerpo a cuerpo junto a Torgar, cuyo brazo derecho colgaba inerte debido
a una fea puñalada.
Aunque seguía luchando con fiereza, el enano de Mirabar emitió un gruñido de
La parte trasera del pequeño claro descendía aún más hasta un pequeño valle
lleno de pedruscos y con unos cuantos arbolillos raquíticos. Drizzt y Bruenor lo
atravesaron a gran velocidad, dejando atrás a sus compañeros de lucha, y Drizzt se
puso en cabeza con sus zancadas más largas.
Su objetivo era evitar la batalla mientras se acercaban a las tres colinas rocosas y
al rey Obould. En tanto ascendían por el otro lado del vallecito, vieron al rey orco, al
que reconocieron por las llamas que envolvían su espadón mágico.
Un ogro cayó frente a él y, a continuación, se dio la vuelta y lanzó una puñalada
por encima de su hombro, ensartando a otro monstruo de tres metros. Con una fuerza
La armadura de los orcos resultó inútil contra la magnífica espada elfa que
Hralien hundió profundamente en el pecho de su atacante más reciente, que sostenía
un martillo de piedra manchado con la sangre de Regis.
El elfo lanzó un tajo lateral, rematando al primero, que trataba de volver a
levantarse con gran afán; a continuación, giró para hacer frente a la embestida de una
tercera criatura que iba rodeando el árbol. Su espada se movía de un lado a otro con
gran rapidez, haciendo que la lanza del orco golpeara contra el tronco del árbol y que
el atacante perdiera el equilibrio. Sólo el árbol impidió que cayera a un lado, pero ésa
fue precisamente su desgracia, ya que Hralien dio un salto a un lado y lanzó una
Su intención había sido seguir el camino de Bruenor y Drizzt, pero los cuatro
enanos lo encontraron bloqueado por una muralla de orcos. Optaron, entonces, por
salir del valle hacia el este, y también allí hallaron resistencia.
—¡Por Mirabar y Mithril Hall! —exclamó Torgar Hammerstriker, y el líder del
Tenía que acabar en ellos dos, ya que entre los orcos, las disputas en el seno de los
clanes y entre unos clanes y otros eran en última instancia personales.
El rey Obould subió de un salto a un muro de piedra y hundió la espada en el
vientre de un ogro Karuck. Miró al monstruo a la cara, sonriendo con malicia
mientras ordenaba a su espada encantada que hiciera brotar fuego.
El ogro intentó gritar. Su boca se abrió con mudo horror.
Obould agrandó su sonrisa y mantuvo la espada completamente quieta, sin querer
apresurar la muerte del ogro. Poco a poco, la estúpida bestia se fue inclinando hacia
atrás, cada vez más hacia atrás, y se deslizó hasta zafarse de la espada y caer colina
abajo, mientras de la herida ya cauterizada salían espirales de humo.
Mirando más allá del ogro, Obould vio a uno de sus guardias, un guerrero de élite
de Muchas Flechas, que salía volando hacia un lado, destrozado. Buscando el origen
de su caída, vio a otro de sus guerreros, un joven orco que se había revelado muy
prometedor en las batallas contra los enanos Battlehammer, dar un salto hacia atrás.
El guerrero permaneció quieto durante un tiempo extrañamente largo, con los brazos
bien abiertos.
Obould se quedó mirándole las espaldas, meneando la cabeza, sin comprender,
hasta que una enorme hacha trazó una curva frente al guerrero e hizo un corte en
diagonal con una fuerza tremenda; cortó al guerrero en dos, desde el hombro
izquierdo hasta la cadera derecha. Medio orco cayó, pero el otro medio se quedó ahí
de pie durante largos instantes, antes de desplomarse.
Y ahí estaba Grguch, balanceando su terrible hacha con soltura con un solo brazo.
Sus miradas se cruzaron, y todos los demás orcos y ogros que estaban próximos,
tanto Karuck como Muchas Flechas, se desplazaron a un lado para seguir batallando.
Obould abrió los brazos. El filo de su espadón despedía llamaradas mientras lo
sostenía en alto con la mano derecha.
Echó la cabeza hacia atrás y bramó.
Grguch hizo lo mismo, alzando también el hacha, y su rugido retumbó en las
piedras al aceptar el desafío. Corrió colina arriba, blandiendo el hacha con ambas
manos y elevándola por encima de su hombro izquierdo.
Obould intentó el ataque definitivo. Fingiendo una postura defensiva, se lanzó de
un salto hacia el jefe, que se aproximaba para ensartarlo de frente. El hacha de
Grguch llegó con una eficiencia repentina y brutal, lanzando un hachazo corto para
chocar su arma con alas de dragón contra la espada de Obould. La giró de lado
mientras golpeaba, con los filos alados perpendiculares al suelo, pero la bestia era tan
—Tal y como nos contó Tos'un —le dijo Drizzt a Bruenor mientras se deslizaban
entre batallas para poder ver la gran lucha.
—¿Crees que se olvidarían el uno del otro y vendrían a por nosotros, elfo? —
preguntó, esperanzado, Bruenor.
—Lo dudo…, al menos Obould no —respondió Drizzt secamente, quitándole la
ilusión a Bruenor, y condujo al enano alrededor de un montículo de piedras que
todavía no se habían usado para la muralla.
—¡Bah! ¡Estás loco!
—Dos futuros se presentan ante nuestros ojos —comentó Drizzt— ¿Qué le dice
Moradin a Bruenor?
Antes de que Bruenor pudiera responder, mientras Drizzt rodeaba el montículo,
dos orcos se abalanzaron sobre él. Sacó sus dos armas y se echó atrás, apareciendo
Cada golpe tenía fuerza suficiente para causar la muerte, cada corte hacía crepitar
el aire. Eran orcos, uno semiogro, pero luchaban como gigantes, incluso como titanes,
dioses entre su gente.
Criado para la batalla, entrenado en ella, endurecido hasta encallecer su piel, y
potenciado por hechizos de Hakuun y, secretamente, de Jack el Gnomo, Grguch
movía su pesada hacha con la misma rapidez y precisión con las que un asesino de
Calimport empuñaría una daga. Ninguno en el clan Karuck, ni siquiera el más grande
y fuerte, cuestionaba el liderazgo de Grguch, ya que no había en ese clan quien se
atreviera a enfrentarse a él. Y con razón, comprendió Obould al instante, ya que el
jefe lo presionaba con fiereza.
Bendecido por Gruumsh, imbuido con la fuerza de un ser elegido, y veterano en
tantas batallas, Obould igualaba a su oponente, músculo a músculo. Y al revés que
muchos guerreros movidos por el poder que podían traspasar las defensas del
oponente con un golpe de su arma, Obould combinaba sutileza y rapidez con la
fuerza bruta. Se había enfrentado a Drizzt Do'Urden y había vencido a Wulfgar con la
fuerza. Y así recibía los pesados golpes de Grguch con poderosos bloqueos y
presionaba de modo similar a éste con impresionantes contraataques que obligaban al
jefe a forzar los brazos para detener el mortífero espadón.
Grguch rodeó a Obould por la izquierda y corrió colina arriba un corto trecho. Se
giró desde su posición elevada y lanzó al rey orco un tremendo hachazo a dos manos
que a punto estuvo de doblegar a Obould bajo su peso y de hacerle perder pie.
Grguch volvió a golpear una y otra vez, pero Obould se hizo a un lado de repente,
Drizzt odiaba apartarse de Bruenor con ambos líderes orcos tan cerca, pero el
orco que utilizaba magia, acurrucado en un bosquecillo donde se mezclaban árboles
de hoja perenne y caduca, al este de las defensas de Obould, requería su atención.
Habiendo vivido y luchado junto a los magos de la escuela drow Sorberé, que estaban
versados en las tácticas de magia combinadas con las de la espada, Drizzt
comprendió el peligro de aquellos rayos atronadores y cegadores.
Y había algo más, una sospecha persistente en los pensamientos de Drizzt. ¿Cómo
habían derribado del cielo los orcos a Innovindil y Crepúsculo? Aquel enigma había
atormentado a Drizzt desde que Hralien le había comunicado la noticia de su caída.
¿Tenía él la respuesta?
El mago no estaba solo, ya que había situado a otros orcos, semiogros Karuck de
gran tamaño, alrededor del perímetro del bosquecillo. Uno de ellos se enfrentó a
Drizzt cuando llegó a la altura de los árboles; avanzó de un salto con un gruñido,
empuñando una lanza.
Pero Drizzt no tenía tiempo para esas tonterías, y cambió de rumbo, echándose a
la izquierda. Moviendo las cimitarras hacia abajo y a la derecha, golpeó la lanza por
partida doble y la apartó a un lado, ya inservible. Drizzt pasó junto al orco
tambaleante que la blandía, elevando a Centella con pericia para lanzarle un tajo a la
garganta.
Cuando la criatura cayó, sin embargo, dos orcos más se abalanzaron sobre el
drow, desde la izquierda y la derecha, y la conmoción también llamó la atención del
mago, que aún estaba a unos nueve metros.
Drizzt puso cara de miedo, para que el mago la viera, y se desvió a gran velocidad
a la derecha, corriendo para interceptar al orco que se le venía encima. Se giró cuando
se encontraron, rodeándolo con una voltereta hacia la izquierda; inclinó los hombros
en ángulo vertical mientras sus armas arrolladoras impulsaban hacia arriba la espada
del orco.
El drow se lanzó a la carrera hacia el tronco de un árbol cercano en tanto los dos
orcos se le acercaban. Subió corriendo por él y, a continuación, saltó, con la cabeza y
los hombros hacia atrás, y dio una voltereta en el aire. Aterrizó con ligereza,
explotando en un aluvión de cuchillas giratorias, y uno de los orcos cayó, mientras
que el otro se apartaba, presuroso, hacia un lado.
Drizzt salió de detrás del árbol mientras lo perseguía, y vio al mago orco
moviendo los dedos para lanzar un conjuro hacia donde él estaba.
—Por las vidas de tus amigos enanos —le explicó Tos'un, empujando al elfo
testarudo hacia adelante.
Las sorprendentes palabras disminuyeron la resistencia de Hralien, y no luchó
contra el cambio de rumbo cuando la parte plana de la espada de Tos'un lo hizo girar,
cambiando el ángulo hacia el este.
—El estandarte de Quijada de Lobo —le explicó Tos'un al elfo—. El jefe Dnark y
su sacerdote.
—¡Pero los enanos tienen problemas! —protestó Hralien, ya que no muy lejos de
allí, Pwent, Torgar y los demás luchaban con furia contra un ejército orco que los
superaba tres a uno.
—¡A la cabeza de la serpiente! —insistió Tos'un, y Hralien no pudo oponerse.
Comenzó a comprender mientras pasaban por delante de varios orcos, que
miraban al elfo oscuro con respeto y no intentaban detenerlos.
Sortearon corriendo varios pedruscos e irregularidades en el terreno,
descendieron, pasaron junto a un grupo de gruesos pinos y cruzaron una breve
extensión de tierra hacia el corazón del ejército de Dnark. Tos'un localizó al jefe en
seguida, y tal como esperaba, Toogwik Tuk y Ung-thol estaban junto a él.
—Un regalo para Dnark —exclamó el drow ante sus miradas atónitas, empujando
tan fuerte a Hralien que casi lo hizo caer.
Dnark hizo señas a varios guardias para que se llevaran a Hralien.
—El general Dukka y sus hordas se acercan —le dijo Dnark al drow—, pero no
lucharemos hasta que se haya resuelto el enfrentamiento entre los jefes.
—Obould y Grguch —dijo Tos'un, dando muestras de haber entendido, y
mientras los guardias orcos se acercaban, pasó junto a Hralien.
—Cadera izquierda —le susurró el elfo oscuro en tanto pasaba a su lado lo
bastante cerca como para que el elfo de la superficie notara la empuñadura de su
propia espada envainada.
Tos'un se detuvo e hizo un gesto de asentimiento a ambos orcos, para captar su
atención y darle a Hralien tiempo de sobra para que sacara la espada. Y eso hizo
Hralien, e incluso antes de que los guardias orcos lo vieran y dieran la voz de alarma,
el destello del acero elfo los dejó muertos.
Tos'un se apartó de Hralien dando tumbos, hacia el grupo de Dnark, mirando
hacia atrás y gateando como si estuviera huyendo del asesino elfo. Se giró por
completo al conseguir incorporarse, y vio que Toogwik Tuk había comenzado a
lanzar un hechizo, mientras Dnark enviaba a otros orcos contra Hralien.
Bruenor hizo girar su escudo hacia adelante, balanceándolo; luego avanzó, giró
los hombros y lanzó un hachazo a Grguch, que intentaba esquivarlo. Balanceó el
brazo con el que sostenía el escudo para rechazar el siguiente ataque, y asestó un
golpe por debajo de éste con el hacha, lo que obligó a Grguch a encoger la tripa y
echar la cadera hacia atrás.
El enano siguió avanzando, machacando con su escudo, lanzando tajos
salvajemente con el hacha. ¡Tenía desequilibrado al semiogro, de mucho mayor
tamaño que él, y sabía por la hechura y el tamaño del hacha de Grguch que más le
valía mantenerlo así!
La canción de Moradin surgió de sus labios. Hizo un giro y después un poderoso
revés, casi anotando un tanto, y a continuación cargó al frente, con el escudo por
delante. Bruenor sabía en lo más íntimo que por eso había sido devuelto a su gente.
Las garras de la pantera arañaban el cuerpo del orco caído, pero al no conseguir
traspasar las defensas de Jack poco daño podían hacer. Incluso mientras la pantera lo
atacaba, Hakuun comenzó a proferir las palabras de otro hechizo cuando Jack tomó el
control.
Claro estaba que Guenhwyvar comprendía bien el poder de los magos y de los
sacerdotes, y apresó el rostro del orco con las mandíbulas para apretarlo y retorcerlo.
A pesar de todo, las defensas mágicas del mago persistían, haciendo que el efecto
fuera menor. Hakuun, sin embargo, comenzó a sentir el dolor, y al ver que los
escudos mágicos estaban siendo vulnerados, el pánico se apoderó de él.
Eso le importaba poco a Jack, que estaba a salvo dentro de la cabeza de Hakuun.
El viejo y sabio Jack había recorrido suficiente mundo para reconocer a Guenhwyvar
por lo que era.
Habían librado escaramuzas menores, según lo previsto, pero nada más, cuando
se difundió entre las filas la noticia de que Grguch y Obould estaban librando un
combate cuerpo a cuerpo.
Los orcos de Quijada de Lobo cedían terreno ante las hordas de Dukka, que
Regis tenía la cabeza sumida en un dolor sordo y una oscuridad fría. Sentía que la
conciencia se le escapaba con cada latido de su corazón. No sabía dónde estaba, ni
cómo había ido a parar a aquel agujero oscuro y profundo.
En algún lugar, remotamente, sintió un golpe pesado contra la espalda, y la
sacudida desató corrientes de un dolor abrasador.
Gimió y, a continuación, se despojó de todo.
Se sintió invadido por la sensación de volar, como si se hubiera liberado de su
forma mortal y estuviera flotando…, flotando.
—No eres tan listo, drow —dijo Jack por boca de Hakuun mientras ambos se
fijaban en el movimiento de las ramas de los árboles perennes.
Un ligero cambio de rumbo hizo que el guisante en llamas que había liberado el
hechizo de Jack comenzara a dirigirse hacia allí, y un instante después aquellos
árboles perennes ardieron, con el problemático drow en su interior. O al menos eso
pensaron Jack y Hakuun.
Pero Drizzt no se había desviado a su derecha. Aquélla había sido Guenhwyvar,
de nuevo convocada desde el plano astral por su llamada, atendiendo a sus órdenes
silenciosas para servir de distracción. Guenhwyvar había cruzado justo por detrás de
Drizzt para adentrarse de un salto entre los árboles perennes, mientras Drizzt se había
lanzado de cabeza, ganando impulso, hacia la oscuridad.
Desde allí había saltado directamente hasta la rama más baja del arce.
—Vete, Guen —susurró mientras corría por aquella rama, sintiendo el calor de las
llamas junto a él—. Por favor, vete —le rogó mientras salía de la negrura y se echaba
sobre el brujo, que todavía estaba mirando a los árboles perennes, sin que
EL BARRANCO DE GARUMN
Bruenor trató de permanecer erguido, pero el dolor de su brazo roto hacía que no
parara de moverse y de bajar el hombro derecho. Frente a él, el rey Obould lo miraba
con fijeza, manoseando la empuñadura de su gigantesca espada.
Gradualmente la espada fue bajando hacia el suelo, y Obould retiró las llamas
mágicas.
—Bueno, ¿qué pasa ahora? —preguntó Bruenor, sintiendo que las miradas de los
orcos que tenía alrededor lo taladraban.
Obould paseó la mirada por la multitud, manteniéndola a raya.
—Tú viniste a mí —le recordó al enano.
—Oí que querías hablar, así que a eso he venido.
La expresión de Obould reveló que no estaba nada convencido.
Miró colina arriba, haciendo un gesto a Nukkels, el sacerdote, el emisario, que
jamás había llegado a la corte de Bruenor.
Bruenor también miró al maltrecho chamán, y los ojos del enano se abrieron
desmesuradamente cuando a Nukkels se le unió otro orco, vestido con equipamiento
militar ornamentado, que llevaba un bulto de gran interés para Bruenor. Los dos orcos
acudieron junto a su rey, y el segundo, el general Dukka, dejó caer su carga, un
halfling inerte y ensangrentado, a los pies de Obould.
Todos los orcos a su alrededor se removieron inquietos, esperando que la batalla
comenzara de nuevo.
Pero Obould los silenció con una mano levantada, mientras miraba a Bruenor a
los ojos. Regis se movió ante él, y Obould extendió los brazos y, con una suavidad
inaudita, puso al halfling de pie.
Aun así, Regis no se sostenía, le temblaban las rodillas. Pero Obould lo mantuvo
erguido y le hizo un gesto a Nukkels. De inmediato, el chamán lanzó un hechizo
curativo sobre el halfling, y aunque sólo ayudó ligeramente, fue suficiente para que
Regis se pudiera poner en pie. Obould lo empujó hacia Bruenor, pero de nuevo sin
malicia aparente.
—Grguch está muerto —proclamó Obould a su alrededor, cruzando finalmente su
mirada con la de Bruenor—. El camino que cogió Grguch no es el adecuado.
Junto a Obould, el general Dukka se mantuvo firme y asintió, y Bruenor y Obould
comprendieron que el rey orco tenía todo el apoyo que necesitaba y más.
—¿Qué es lo que quieres, orco? —preguntó Bruenor, y levantó la mano mientras
terminaba, mirando más allá de Obould.
Muchos orcos se dieron la vuelta, incluyendo a Obould, Dukka y Nukkels, para
—Servirá apenas para una sobrepelliz, elfo —dijo Bruenor mientras Drizzt
doblaba la fabulosa túnica de Jack el Gnomo, y la envolvía alrededor de algunos
anillos y otros adornos que había cogido del cuerpo.
—Dásela a Panza Redonda —dijo Bruenor, e hizo que el halfling se irguiera un
poco más, ya que el halfling se apoyaba pesadamente sobre él.
—La túnica… de un mago —dijo Regis, arrastrando las palabras, aún aturdido—.
No es para mí.
—Ni para mi chica tampoco —declaró Bruenor.
Pero Drizzt tan sólo sonrió y metió el botín legítimamente obtenido en su bolsa.
En algún lugar al este, la lucha se reanudó, un recordatorio para todos ellos de que
todavía no estaba todo solucionado.
Había restos del clan Karuck que había que arrancar de raíz.
Los sonidos distantes de la batalla también les recordaron que sus amigos aún
estaban ahí fuera, y aunque Obould, tras consultar con Dukka, les había asegurado
que cuatro enanos, un elfo y un drow habían vuelto por la cresta sur cuando el
ejército de Dukka había hecho huir a los de Quijada de Lobo, el alivio que sintieron
los compañeros se vio claramente en sus rostros cuando vislumbraron al sexteto
desaliñado, destrozado y cubierto de sangre.
Cordio y Shingles corrieron para descargar a Bruenor del peso de Regis, mientras
que Pwent dio una voltereta y varios saltitos alrededor de Bruenor con enorme
regocijo.
—Pensábamos que estaríais muertos —dijo Torgar—. Para empezar, pensábamos
que estábamos todos muertos. Pero los orcos retrocedieron y nos dejaron huir hacia el
sur. No sé por qué.
Bruenor miró a Drizzt, y después a Torgar y a los demás.
—Yo mismo tampoco estoy seguro —dijo, y agitó la cabeza en un gesto de
impotencia, como si nada de todo aquello tuviera sentido para él—. Simplemente,
llevadme a casa. Llevadnos a todos a casa y lo averiguaremos.
Sonaba bien, por supuesto, excepto que uno del grupo no tenía casa de la que
hablar, al menos no en las cercanías. Drizzt pasó junto a Bruenor y los demás, y se
dirigió a Tos'un y Hralien para que se reunieran con él en un aparte.
De nuevo con los demás, Cordio atendió el brazo roto de Bruenor, que por
El salón de los enanos en la gran sala conocida como el barranco de Garumn, con
su puente de piedra ligeramente curvo y la nueva estatua de Shimmergloom, el
dragón sombrío, conducido al fondo del desfiladero hasta la muerte por el heroico rey
Bruenor, jamás había tenido un aspecto tan formidable. Había antorchas encendidas
por toda la sala, alineadas por el desfiladero y el puente, y la luz que emitían sus
llamas cambiaba de color gracias a los encantamientos de los magos de Alústriel.
En la parte oeste del desfiladero, frente al puente, había cientos de enanos
Battlehammer, todos vestidos con la armadura completa, los estandartes al aire, las
puntas de las lanzas brillando bajo la luz mágica. Al otro lado, había un contingente
de guerreros orcos, no tan bien pertrechados, pero con la misma disciplina y orgullo.
Los canteros enanos habían construido una plataforma en el centro del largo
puente, y en él habían instalado una fuente con tres surtidores. La alquimia de
Nanfoodle y los magos de Alústriel habían hecho también ahí su trabajo, ya que el
agua bailaba al son de una música inolvidable, y sus chorros brillaban intensamente y
cambiaban de color.
Frente a la fuente, en un mosaico de intrincados azulejos diseñado para celebrar la
ocasión, había un podio de mithril, y en él había una pila de pergaminos idénticos,
sujetos por pesos esculpidos en forma de un enano, un elfo, un humano y un orco. El