Hombres de Tierra Adentro Part 1

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MARIA ROSA MACEDO C.

HOMBRES
DE
TIERRA
ADENTRO
CAPITULO 1. CHIVATEROS

Rodaban las piedras del camino bajo los pies, anchos y tostados, de
aquellos indios que bajaban con -su piara de chivatos buscando pasto
nuevo para los animales y mercado donde colocar sus productos.
Habían dejado atrás los cerros altísimos y entraban en la garganta de
la quebrada. Allí los árboles estiraban sus ramas, un poco
tímidamente, y el río golpeaba su canción sempiterna sobre las rocas
del cauce estrecho.
—Ya vamos llegando, ya —la voz áspera de Tomás resonó igual que
los guijarros bajo la presión de las ojotas.
Cirila volvió un poco su cara redonda y abarcó la inmensidad del
camino que había quedado perdido entre las cumbres lejanas. No dijo
nada. Quizá no se dio cuenta de que, al mirar hacia atrás, lo hizo
buscando el recuerdo del cholo Pedro y de sus caricias rudas que
sabían a campo y a tormenta cuando encendían su cuerpo aromado de
congona.
Gratas eran las noches, olorosas a toronjil, en el campamento que los
chivateros establecieron en Puco; y al abrigo de la oscuridad el suave
llanto de las quenas se mecía dulcemente. Propicia la hora para los
amantes, Pedro iba a buscarla llevando consigo su fuerte sabor a coca
y la reciedumbre de sus brazos cobrizos.
La rústica felicidad duró muy poco, pues el tayta Tomás decidió un
día bajar a la quebrada.
—Es buen tiempo para vender los quesitos —dijo.
La mama Domitila comenzó silenciosa —como siempre, sin discutir
las órdenes del dueño— los preparativos para la partida. Envolvió los
quesos en pancas aromáticas, saló la carne y juntó el chuño que, con
la chalona, herviría en el chupe cimarrón cocido entre dos jornadas en
la pascana acogedora.
Cirila se despidió del cholo Pedro.
—De mañanita nos vamos yendo pues...
—Ta bien Cirila, volverás...
—Volveré.
Así afirmaron su promesa de amor, bajo la mirada amable de una luna
serrana muy brillante y cuando el melancólico son de las quenas les
decía que quizá, o que no sería nunca más.
Luego se desenrollaron lentamente, interminables, los caminos.
Helados primero y ásperos, más suaves después. Ahora ya estaban en
la quebrada: habían llegado.

***

Eran reidores y burlones los hombres de Amancay. Entre ellos había


zambos esbeltos y jaranistas que templaban la guitarra a la puerta de
sus ranchos, terminada la faena diaria, y hacían el amor a cuanta mujer
tropezaban a su paso, pero la mayoría era de hombres con familias
numerosas, —sus hijos se desparramaban incontenibles por las
puertas de caña, junto con los perros chuscos, los patos y las
gallinas— pero, tanto unos como otros, eran buenos bebedores,
apasionados del briscán en el tambo y amigos de la marinera y el
cajón.
En la casi monótona vida de la hacienda, fue una novedad la llegada
de los chivateros. Una tarde se había presentado la extraña caravana
y los peones, parados en la portada que da al camino, vieron pasar al
tayta Tomás arreando sus burros. —Ashuy, ashuy. —decía.
Y los mansos animales caminaban serenamente, balanceando sobre
sus lomos a las gallinas asustadas, mientras en un lado de las
angarillas viajaba la guagua de Domitila y del otro asomaba su hocico
sonrosado el cuchi de la familia.
Cirila y su madre venían detrás tratando de tranquilizar a los chivatos
que se desbandaban, temerosos de toda aquella gente extraña.
Los hombres reían y comentaban la escena: ¡catay que eran curiosos
los serranos! Pero para Cirila las risas se trocaron en frases de
admiración. No parecía pertenecer a la misma casta de indios prietos
y curtidos, esa cholita frutal como una manzana madura, cuyas trenzas
negras caían sobre su busto alto y sólido.
—Ta güeña —dijo en voz alta Juan, el pastor del ganado.
—Simpática la muchacha. —afirmó otro.
Toribio el mayordomo no habló, pero sus ojos siguieron el revuelo de
ese faldellín rojo que se perdía en un recodo de la carretera.
—Pa ande irán...
—Creo que’l patrón les ha dau el rastrojo de algodón pa’ sus animales.
—Será verdá...

***

Cantaba la Cirila un huayno de su tierra y la voz se desparramaba por


los campos inmensos, subía a los cerros y volvía después convertida
en nostalgia.
Los peones serranos que trabajaban en las chacras levantaban un
momento la lampa para escuchar y una visión de su tierra lejana les
bañaba las pupilas. Fiesta en el pueblo cuando llegaban Las Cruces o
la Virgen de la Huaca-Huaca, y los Andes austeros se pintaban con
los colores rotundos de faldellines y llicllas y resonaban con la voz de
las tinyas y el cuerno... ¡Venía después un huaynito retozón, y la
chacta, y la chicha...! también el amor! Los cholos volvían a hundir la
lampa en el surco. Aquí estaban ahora, sudando bajo este sol costeño,
tiritando de noche con el paludismo que los estremecía bajo sus
costales.... Aquí estaban para juntar unos soles que les permitirían
volver a la sierra, a tiempo de celebrar el santo patrón y confundir su
alegría con la de sus hermanos en raza y lengua.

“Al pie de mi río


canta una avecita.
¿Dónde estará mi dueño?
Yo le pregunto”.

Se peinaba las trenzas negras, Cirila. Estaba junto a la choza que sus
padres levantaron, en el cerco de rastrojo alquilado por el patrón para
sus animales. Allí, entre esos cuatro horcones mal cubiertos por una
estera, pasaban los días y las noches. La madre ocupada en mil
quehaceres, pues cocinaba, ordeñaba a las cabras y hacía los quesos.
La muchacha cuidaba de la guagua, vigilaba que los chivos no
saltaran las tapias en busca de pasto más tierno y además tenía que
hilar lana para los ponchos de su padre. Así devanaba las horas,
mirando los cerros de la otra banda, cantando huaynos y tristes,
mientras sus dedos hacían saltar el huso y su voz despertaba nostalgias
dormidas.
Después de una pausa cambió la tonada:
“¡Ay! Si estará muerto bajo la luna.
O me lo traerá el río....
Si estará muerto. Si estará vivo.
Pero a mi dueño yo lo espero”.

Los peones serranos mascaban más duro su coca. Capaz ellos también
se hundirían en la tierra esa, caliente, de la costa y nunca volverían a
sus lomas grises y frías pero amadas. Capaz....
Los trabajadores costeños sentían una vaga tristeza llegada con esa
música. Con esa canción de la que no comprendían las palabras. Algo
les dolía adentro y lo resolvían en bromas groseras o gritando fuerte
contra la serranita que los había alborotado.
—Y es frisca ¡Caray!
—Amarga como la retama había sido.
Pero luego todos los muchachos: Juan, Gumercindo, José... todos la
buscaban en las noches oscuras. La llamaban desde el rastrojo
asustando a las cabras que balaban agudamente. Trataban de
acercársele en el día. Y ella se reía de todos. Quizá el recuerdo de
Pedro estaba temblando en su alma como espina en la herida.... Quizá
si alguno de los otros, de los que no le decían nada, había interesado
su coquetería de mujer.

***
—En pagando el arriendo del rastrojo, nos estaremos yendo pues,
para más abajo.
—¿Y cuándo será pues?
—Mañana.
Los peones vieron los preparativos del viaje y una inquietud que era
como un dolor sordo, entró en el pecho de Juan, el pastor, que quería
para sí a Cirila. Trató de hablarle, pero ella le esquivó risueña, y
entonces él, herido en su orgullo de Hombre a quien ninguna se
resistiera hasta entonces, montó en su mula para llevarse reses al pasto
y de regreso se emborrachó en la pulpería del chino Agustín.

***

Al día siguiente la madrugada asomó fría, envuelta en un velo de


neblina que opacaba las cosas y las aislaba borrando lejanías.
Sonó malhumorada la campana que llamaba a los peones para el
trabajo diario. Había que dejar las barbacoas duras y los costales,
viejos pero que eran descanso, para cambiarlos por la lampa y el
eterno agacharse y volverse a enderezar. Cantaban las horas
perezosamente. Parecía que a ellas también les costaba un esfuerzo
despertar, y que tiritaban con el airecito del amanecer.
El primero que salió de su rancho fue Juan y se tropezó con el
mayordomo en el patio. El hombre venía frotándose las manos frías,
heridas por el áspero roce de la soga con que tocara la campana.
Hablaron un poco.
—Dice el patrón que hoy vas a dir para Bellavista con el ganau.
—Por ay la alfalfa ta más bien verde. Me se pueden aventar las reses.
—Pon dos cuidadores. Si algo pasa que me avisen.
—Ta bien pues.
Se separaron. Toribio se dirigió a su casa y entró. Al poco rato salió
para la portada una mujer, llevando su lata al hombro pues iba a sacar
agua. El pastor, que volvía a pedir nuevas instrucciones para el día, se
quedó mirándola con una sorpresa que primero fue pena y después
rabia: algo así como un golpe de odio que se le atravesaba en la
garganta.
La mujer era Cirila. Seducida seguramente por los regalos del
mayordomo lo había despreciado a él, prefiriendo unirse al otro que
no tenía su juventud, ni su arrogancia, ni su fuerza....
El zambito dio vuelta, espoleó la mula y galopó levantando el polvo
de los callejones.
CAPITULO 2. CARNAVAL

La tarde se bañaba en oros, con un olor fuerte de agua nueva, y el


sordo rumor del barranco al desplomarse, socavado por la furia del
río, era fondo al bullicio de toda aquella gente que se agitaba junto a
la acequia, entraba al tambo y salía de las casas. Que se perseguía con
puñados de harina y polvos baratos.
—¡Atarilalá!
—¡Agua!
—¡Nuay nada qui hacer. ¡Ay vá!
Desde los recipientes de lata brotaban chorros de agua que empapaban
los vestidos de las mujeres, pero también los hombres estaban
completamente mojados y los chicos, por su lado, jugaban entre ellos.
—¡Jacinta a a a!
Desde un rancho junto al camino llegó la voz imperiosa y una
muchacha salió del grupo de los carnavaleros.
—-Ay voy mama.
—Jesús con la mujer. ¡No ’eja a la chica tranquila!
—murmuró la zamba Presenta mientras devolvía un puñado de polvos
al mayordomo Pablo que la había pintado a la descuidada. —Tome
hombre, por abusivo—- decía restregando con fuerza.
—Basta ya. Basta comadre.
—Catay.... ¡Y es capas ’e quejarse!
—Güeno, güeno. Vamos a tomar una copa pa' remojar puá dentro.
—Vamo pué.
—Andando y a la voz de aura.
—¡Atarilalá!
El grupo hizo su entrada en el tambo, donde el chinito miraba
disimuladamente a las zambitas y cholas con sus vestidos mojados
que les ceñían los cuerpos.
—A ver.... Una rueda ’e cerveza —pidió Presenta.
—Catay, —aprobó otra mujer.
—¡Qué cerveza ni qué niño muerto —el mayordomo dio un puñetazo
sobre el mostrador! — Pisco y del güeno.... ¡Qué caray!
Unos serranos que no habían querido “jugar agua", armaban coca en
un rincón y conversaban suavemente en quechua. Al oír la voz del
mayordomo callaron de pronto.
—Así se habla, amigo.
El hombre que se había detenido en la puerta de entrada miraba
sonriente el grupo de peones.
—¡José del Carmen! —se oyeron varias voces sorprendidas.
—Para servirles... —había en la respuesta un dejo de burla y de
desafío.
El mayordomo retrocedió un poco.
—No se asuste amigo —continuó el visitante. — Me la ganó.... en
buena o en mala ley. Pero no hay rencor en mí.
Pablo parpadeó aturdido y fugazmente pasaron por su recuerdo
escenas antiguas. Cuadros olvidados en tantos y tantos años que se
deslizaron casi sin sentirlos.... De pronto, pesadamente, caían sobre él
como un remordimiento... ¡Y era aquel hombre la encarnación
viviente de su culpa!
Fue diez años atrás, cuando Isabel, su mujer, era una cholita joven,
codiciada por todos los peones de la hacienda. Cuando José del
Carmen puso en ella los ojos y toda su voluntad de machó para la
conquista. Ella se le rindió, atraída por la fuerza, la juventud y la
varonil belleza de aquel muchacho de veinticinco años, cantor
nombrado y buen bailarín de marinera.
La hijita, Jacinta, tenía ocho años apenas, pero a la madre nada la
retenía ya. Fue en el momento de la huida, cuando los dos se
encontraron frente a Pablo... La noche era oscura, aumentaba la
sombra por las copas de los ficus y allí, en esa masa tremante y
silenciosa de soledad, se oyeron dos gritos: el del hombre herido y el
de la mujer desesperada.
Allí, bajo los ficus quedó tendido un cuerpo...
¿Cómo fue que José del Carmen estaba todavía vivo y se presentaba
a cobrar la deuda? ¿Cómo fue?
—Vamo a tomar una copa ‘e pisco pa’ celebrar el regreso. —terció
uno de los peones. Uno de aquellos que conocía la historia trágica.
—Vamos. — Tranquilamente el visitante inesperado alzó una copa y
la apuró de golpe.
—Anímense. —dijo después de secarse la boca, ancha y sensual, en
la manga del saco.
—A su salú. — se oyeron varias voces y también el mayordomo,
maquinalmente, bebió su pisco.
—Así me gusta. —José del Carmen recorría todas las caras con gesto
risueño y poco a poco todos se fueron tranquilizando.
—Y ahora —continuó— ¿No hay por aquí una guitarra?
—Eso es. A cantar, a bailar. — fue el peón viejo quien habló.
—A cambearnos primero —rezongó Presenta— Y luego vengan qui
habrá fiesta.
—Pablooo... —llegaba de lejos una voz cansada que se iba acercando.
—Pablo.
Todos se quedaron silenciosos y José del Carmen dio vuelta
bruscamente.
Esa voz... Esa voz que parecía levantarse del fondo de una tumba. Esa
voz que llevaba encima la losa del sufrimiento...
Una mujer casi vieja, flaca y demacrada, color de la pena, apareció
ante los ojos del viajero que no pudo contener un gesto de espanto.
Esa era Isabel, la mujer por quien recibió una puñalada que lo dejó
tendido de espaldas sobre el suelo húmedo y bajo los ficus. Esa era…
¿ésa había sido?... Y junto a ella, radiante en su hermosura de planta
joven, una muchacha de pupilas enormes y negras que lo miraban con
ingenua admiración.
—Isabel, Jacinta ¿Qué buscan aquí? — el mayordomo avanzó hasta
la puerta para impedirles la entrada, pero ya la mujer había visto al
amante perdido hacía tantos años y una mueca que quería ser una
sonrisa desgarraba su boca.
—José del Carmen.... —suspensa no podía sino repetir el nombre que
había sido compañía en su soledad.
Repentinamente las rodillas se le doblaron y cayó al suelo sin que el
hombre diera un sólo paso hacia ella. Sin que en sus ojos se dibujara
la sombra de un cariño. Miraba fijamente a la otra. Aquella que
parecía un brote de la misma vida.

***

La ranchería se animó con el repique del cajón y la voz aguda de las


guitarras. Los míseros ranchos de quincha se vistieron de esa alegría
fugaz que, como un manto raído, cubre todas las tristezas de los
trabajadores en las noches de fiesta. Cuando el pisco adormece los
dolores y el cansancio de la diaria faena sobre el surco y pinta sonrisas
en los rostros de cobre. Cuando la marinera tremola en el aire como
un grito de combate.
La voz rotunda de José del Carmen lanzaba al viento canciones de
emoción, de angustia y de esperanza. El trémulo bordonear de su
guitarra le acompañaba.

“Hay en todos los caminos


un dolor que nos acecha,
un amor que nos espera.
Amor, dolor es lo mismo ¡ay!
Del hombre la vida entera”

Resonaba agudamente la queja del que siempre ha encontrado la


existencia dura, del que, al volverse en cualquier recodo del sendero,
miró las penas que dejaba atrás y al divisar un nuevo atajo presintió
las que allí le aguardaban.

“Cuando yo te dije Adiós,


doblé un pesar en mi pecho;
pero ya lo he dado al viento.
No quiero llorar ingrata,
¡Ya no es pena lo que siento!"
Era la respuesta orgullosa del varón que no quiere abrigar pesares de
amor. Que conoce el renovarse de la vida y aunque ésta oculte más
sufrimientos, siempre serán distintos y siempre dignos de agotarse.

“Y ahora que ya me voy.


Y ahora que ya me fui,
te devuelvo tus amores
¡No quiero pensar en ti!”

Fue el acorde final, el triunfo viril y rotundo de la fuga que se


desprendía de las cuerdas tensas, que hería la noche y ponía también
más amargura en un corazón de mujer que allí, en un rincón de su
ranchito, escuchaba doblada, ella sí, sobre su pena.
—Esu es... —coreaban mientras tanto los peones— ¡Güeña! ¡Nuay
primera sin segunda!
Pablo no decía nada. Se sentía repentinamente viejo y, aunque más
tranquilo ya, sólo deseaba una cosa: que se fuera aquel maldito
fantasma de otros tiempos. ¡Ay! Esos diez años le habían caído
encima de golpe, apretando sus carnes enjutas, exprimiendo su vida
trabajada.
—Aura un valse —pidió Presenta.
Y las notas suavemente nostálgicas de un valse criollo, subieron en el
silencio de la pampa oscura.

“Ay, qué inmensa que es la playa,


y qué amarga que es la mar.
La playa es como mi vida
y como el mar tu querer".

Jacinta escucha con los ojos brillantes, fijos, como irremisiblemente


clavados en el cantor. Él también la miraba y al cambiar de tonada le
hizo un gesto como diciendo: “Esto, para tí”.
Y comenzó un nuevo canto surgido del manantial rojo y caliente de
su corazón, joven siempre para el amor.

“Ojos he visto en el mundo,


pero no como los tuyos.
Y me han querido mujeres,
pero si tú me quisieras,
como a ti no habré querido.
Cholita linda. ¡Paisana! “

Luego se rio sonoramente, altivamente y se puso en pie diciendo:


—A ver... ¿No hay un buen guitarrista por aquí, que quiero dar unas
vueltas?
—Catay, Santos...
Un zambito joven empuñó el instrumento y comenzó a puntear un
pasacalle. Los peones se movieron en sus asientos y luego, uno por
uno, salieron a buscar parejas.
José del Carmen se acercó a Jacinta y la invitó.
La muchacha salió estremecida y un poco avergonzada. Las otras
mujeres comenzaron a murmurar pues todas habrían querido bailar
con el apuesto forastero. Algunas lo conocían de años atrás y contaron
la historia a las demás que se escandalizaron.
—¡Ave María! Y aura le va’ dar con la hija.
—Y ella le hace cara.... de tal palo....
—Qué dirá don Pablo.
—¡Catay! Ya ’stá viejo y no va’ repetir la jugada.
José del Carmen oprimía a la muchacha contra su pecho musculoso y
ella se sentía sofocada por ansias imprecisas. Tocando esos brazos
duros, remachados por el trabajo y la vida recia; sintiendo muy cerca
esa boca de labios gruesos, algo así como una angustia le subía del
corazón a la garganta: algo que no la dejaba hablar, que no le dejaba
responder a las palabras que el hombre decía muy bajo y muy cercano.
Mediada la noche se puso en pie el forastero, después de un acorde
arrancado a su guitarra en que las cuerdas gimieron largamente.
—Bueno amigos, para gusto ya está bien. Me voy, y si Dios quiere
volveré.
—Güeña suerte. —contestaron los peones levantándose de sus
asientos.
José del Carmen fué en busca de su caballo y luego, ya montado,
regresó al grupo.
—¡Adiós Pablo! —había un timbre extraño en su voz —Ya nos
volveremos a ver. En esta o en la otra....
—Si Dios quiere. —contestó brevemente el mayordomo. Lo
tranquilizaba algo el que su enemigo se fuera. Además, las copas que
tomara le habían envalentonado. Si el otro hubiera querido pelea se la
hubiera dado. No la quería... ¡Que se juera pué!
El jinete dió vuelta hacia las sombras espesas del callejón que llevaba
al pueblo.
—¡Adiós muchacho! —le gritaban los hombres.
Las mujeres lo bendijeron:
—¡Que la Virgen del Carmen te acompañe José del Carmen!
Jacinta no dijo nada. Miraba sólo, miraba la apuesta silueta que
clareaba en la oscuridad de la pampa solitaria.
El hombre emprendió galope veloz. El ruido de los cascos de su
caballo resonó sordamente en el silencio que de pronto se hizo y fue
acompañado dolorosamente por el rumor de sollozos que salían del
rancho, donde diez años de sufrimiento lloraban en una noche.
Seguía la fiesta del Carnaval criollo en ese lunes que amaneció
caliente de sol. Los jugadores estremecían el aire con su vocerío
alegre y el agua relucía sobre los cuerpos, y sobre los rostros. ¡El agua
bendita de Dios lavaba las carnes maceradas de sudor, resbalaba por
encima de los vestidos humildes y borraba la fatiga de vivir!
—¡Atarilalá!
—Agua...
Allí estaban otra vez Jeroma, Presenta, Cirila, el mayordomo y todos
los peones de la hacienda; sólo, en la ranchería, una mujer se curvaba
sobre su pena y en el mostrador de tambo Pablo bebía para ahuyentar
los recuerdos.

***

Martes de Carnaval. Ultimo día de alegría desbordada... El último día


de la despreocupación y el regocijo. De los bailes y el pisco. Después
vendría lo gris de la ceniza. El saldo de las deudas contraídas en la
pulpería. El bautizo del sol sobre las carnes, allá en los campos
ardientes. Volverían a hundir la lampa dentro de la tierra húmeda, a
agacharse y volverse a enderezar a lo largo del surco. Todo el día,
todos los días hasta que hubiera otra fiesta y otros bailes y otras
vueltas de pisco... Y así siempre, esperándolos al fin de la última
jornada cuatro tablas humildes y un rincón pequeño en el cementerio
campesino. En el triste y soleado panteón sin nichos y flores, sin
árboles y sin pájaros. Sus cuerpos que trabajaban la tierra encontrarían
en ella un duro y frio refugio.
Tercer día de carnaval y todos se preparaban a engalanar la Yunsa
para el baile de la tarde.
Las mujeres hacían cadenetas de colores y los hombres se
encaminaron al monte, a cortar el árbol que se tumbaría entre cantos
y danzas. Los muchachos también salieron a recolectar higos y pacaes
de los cercos, para colgarlos de las ramas engalanadas. Todos estaban
alegres, bulleros y reilones.
—¡Catay! —gritaba Presenta— Anda a la huerta hija y cómprate
peros, membrillos, uva y duraznos;
—¿ Cuánto ?
—Dos ríales ? cada cosa.
—A ver si alcanza... —y mostraba unas monedas..
—Dile que te yape bien.
—Sería güeno poner unos espejitos —insinuaba la chola Tomasa
moviendo sus manos tostadas.
—Nuay más plata. El tambero que fíe.
La mujer fue a tentar suerte.
—Don Vicente, ‘ice doña Presenta que si usté puee? fiar unos
espejitos, y unas cintas.—añadió por su cuenta.
El chino la miró con burla, pero el tambo estaba lleno de peones.
Criollos de brazos fuertes, hechos a la lampa y a las trompadas,
serranos de mirar disimulado y golpe lento pero seguro. Tuvo miedo
de negar su colaboración a la fiesta.
—Toma —dijo entregando una docena de espejos y algunas varas de
cinta. Lleva esto a doña Presenta y dile que lo regalo yo.
—Güeña por Vicente —gritaron los hombres.
—Esu es. Bien legal chino.
—La Yunsa va' estar linda....
Presenta frunció un poco los labios cuando vió la cinta.
--Caray con el chino pa’ tacaño —-refunfuñó— es la más ordinaria
que tiene.
Ya llegaban los muchachos con el árbol: una esbelta y verde rama de
sauce.
—¡Vivaaaa! — aclamaron todos.
Inmediatamente los peones tomaron sus barretas para cavar el hoyo
donde plantarían la Yunsa.

***

—¡Qué bonita tá! —decían las mujeres.


El árbol adornado para su sacrificio, daba al viento sus ramas cargadas
de flores y cadenetas de papel, se doblaba con el peso de las frutas y
relucía de espejos y cintas de mil colores.
Las luces de los lamparines de la ranchería iluminaban la fiesta.
—¡Tá linda la Yunsa!
—¡Vivaaaa!
—Güeno, vamo a comenzar ya. ¡Meno vicio! — gritaba Pablo más
alegre, más tranquilo y se sacaron las sillas que formaron rueda, un
poco alejadas del sauce.
Se prepararon los guitarristas bordoneando sus instrumentos y cantos
agudos se elevaron en la semioscuridad del crepúsculo.

“¿Quién te mandó que quisieras?


¿Quién tu voluntá forzó?
Cuando tú me dijites sí
¿Por qué no dijites, nó?”

—Güena…—aplaudieron algunos.
—La Yunsa. ¡La Yunsa! —gritaron otros.—Vamo a comenzar.
—Ay vá —contestaron los músicos. Y la canción rompió vibrante:

“Yunsita, yunsita....
¿Quién te tumbará?
já já …”
Salieron los danzantes y comenzó el baile en ronda:

"Y el que tumbare,


te renovará.
já já …”

Se separó una pareja. El hombre armado de hacha cuyos golpes herían


el tronco, silencioso pero quizá dolorido.
Cambiaron de letra:

“Saucesito verde,
color de la playa.
Priéstame tu sombra
hasta que me vaya”.

La mujer tomaba el hacha y golpeaba a su vez


Así siguió la fiesta y ya la Yunsa se iba debilitando. Con un quejido
se inclinaba suavemente a un lado. Los peones se alegraban cada vez
más y el pisco daba vueltas más frecuentes, avivando rescoldos de
pasión.
Cuando el bullicio era mayor, favorecido por las sombras, se acercó
un jinete al rancho del mayordomo. Una mujer salió y el hombre, con
movimiento rápido la alzó hasta el anca de su cabalgadura.
Los cantos y las risas se vieron interrumpidos por un galope que se
acercaba rápido, y en el círculo de luz que brotaba de los farolitos y
lamparines, se destacó la figura del hombre que venía a caballo
llevando con él a la mujer.
—¡José del Carmen!
—¡Jacinta!
Fue la exclamación unánime.
El mayordomo, que bebía pisco de una botella, se quedó inmóvil, el
brazo alzado, la mirada turbia.
—¡Pablo! —era como un despeñarse de pasiones la voz del enemigo.
—Pablo. Una vez me adelantaste cuando yo estaba indefenso. Hoy se
te presenta de nuevo la ocasión. ¡Aprovéchala y esta vez no me dejes
vivo! —con gesto de desprecio tiró a los pies del mayordomo un
puñal, luego desmontó lentamente.
Todos esperaban aterrados lo que sucedería. Pablo miró al hombre,
miró a la muchacha que, con los ojos agrandados y un gesto de locura
se aferraba al brazo de su amante, y entonces despacio, muy despacio,
empujó con el pie el arma y se cruzó de brazos.
José del Carmen dió vuelta. Montó en su caballo y con un ligero
esfuerzo de sus brazos poderosos levantó a la muchacha y la acomodó
de nuevo junto a sí. Luego, sin una palabra, sin una vacilación, dirigió
el galope de su cabalgadura por el camino al pueblo. No volvería
más... ¡Nunca más! Había cobrado la deuda.
Había recogido su Destino cuando volviera al encuentro de sus
recuerdos.
Un alarido quebró el silencio de la noche.
—¡Maldito, maldito seas! ¡Que no haya paz para tu andar ni refugio
para tu cariño! ¡Y que ella te sea traicionera, como falso y traicionero
fuistes...!
La imprecación flotó en el aire como un ave fatídica que batiera sus
grandes alas heladas. Las mujeres se santiguaron y los hombres se
estremecieron.
En la puerta de su rancho, Isabel extendía los brazos hacia la masa en
sombras del callejón, como si hubiera querido asirse al galope que se
alejaba.
Lentamente cayó la Yunsa. Su ramaje abatido y tembloroso cubrió
con sus espejos y sus cadenetas, con sus frutas y sus cintas, al cuchillo
que brillaba abandonado, frío, duro, sobre la tierra indiferente y
quieta.
CAPITULO 3. DAMIAN

Ay vamo pues patrona. Siempre el Damián cada vez más alejau de


mí. ‘Icen que toma mucho en el tambo de Vitoy. Yo casi no lo veo.
En veces viene onde los muchachos o cuando tiene viaje pa‘Pisco, a
que le prepare su fiambre.
Y Dorotea movía la cabeza con un poco de desconsuelo y otro de
resignación.
¡Qué se iba a’ser!
La patrona miraba ese rostro anguloso, prematuramente envejecido, y
una compasión mezclada con rabia la iba dominando. ¿Por qué
pesaría ese injusto destino sobre las mujeres campesinas? Los
hombres bebiendo en el tambo ese dinero conseguido trabajosamente.
Ellas encorvadas sobre la batea, corriendo del fogón a la hamaca de
costales donde mecían a los hijos chicos y sin llegar a tener nunca una
cama blanda, ni ropa de abrigo, ni siquiera platos donde comer. Los
hombres...
“—Pero dile a Damián que no tome tanto. Que te ayude más. El gana
bien y tú tienes hijos a quienes alimentar.
—¡Catay! Ninguno pues puede... —y en la nota fatalista de su
respuesta había un cierto orgullo: el de saber a su hombre insensible
al halago o a la amenaza.
—¿Manda usté algo más señorita?
—No, nada más Dorotea. Y ya sabes, me traes la ropa lo más pronto
que puedas.
—Ta bien señorita.
La chola se alejó por el corredor adelante, el alma cubierta de
persistente sombra, mientras en la mañana luminosa la vida sonreía
quieta y enigmática.

Damián.

Los treinta años de Damián se desbordaban en alardes de fuerza y


competencias donde el pisco y la guitarra ponían su presencia
constante. Iqueño, la gallardía de su raza india se mezclaba a la
picardía costeña y la fuerza de sus músculos era también hombría y
reciedumbre en su alma.
Damián llegó muy joven a la quebrada y allí no encontró hombre que
se le pusiera delante ni mujer capaz de resistir el imperioso atractivo
de su cuerpo elástico y la oscura seducción de su voz.
Bien recibido por los patrones de la hacienda, trabajó de peón en las
chacras y luego pasó a ser arriero, en tiempos que la profesión era una
arriesgada empresa, cuando los caminos de herradura estaban
plagados de bandoleros que acechaban, en cualquier encrucijada, el
paso de los hacendados y de las piaras de muías cargadas de botijas
de pisco. En la pampa cálida se desperezaba la muerte y una bala
disparada desde el escondite seguro podía tumbar a un hombre y
dejarlo allí, cara al sol ardiente.
Pero el arriero no temía a nadie. Sin más defensa que su valor hizo
frente algunas veces a la banda de José Morón, terror de la quebrada,
y el mismo jefe le respetó, ofreciéndole su amistad. Desde entonces
la piara de Damián transitaba segura en el silencio de la trocha
antigua.
Veinticinco años tenía el iqueño cuando conoció a Dorotea que
acababa de llegar a la hacienda. Ella era una cholita alegre, pequeña
y amable, que le entregó su tímida ternura una noche de luna entre los
maizales. Al poco tiempo Damián pidió un rancho al patrón, se separó
de sus compañeros de cuarto y una mañana, con la simple naturalidad
del que ejercita derechos ya reconocidos por la costumbre, Dorotea
salió de ese ranchito para ir a sacar agua de la acequia. Eran ya marido
y mujer.
—Catay. Damián tiene compañera —dijo Teodolinda, la cocinera de
los señores.
—¿Quién es? —interrogó la patrona con algo de curiosidad.
—Dorotea, la hija del zambo don Natividad.
—¿Esos que llegaron hace poco?
—Sí señorita. Vinieron de Manrique el mes pasau.
Nadie sabía más y nadie tampoco se interesaría por saber más. Los
peones en la quebrada iban y venían, pasando de una hacienda a otra
en constante e inquieto peregrinaje. Llegaban una tarde, se
presentaban donde el patrón a pedir trabajo y luego instalaban sus
vidas en cualquier rancho. Algunos, los menos, traían equipaje,
utensilios de cocina y hasta animales: un burro, algún caballo
esquelético, y a veces dos o tres pares de gallinas. Otros no llevaban
sino el traje que vestían y ¡quién sabe! — un par de zapatos colgados
al hombro.
Así arribaban a la quebrada peones de todos los valles y campiñas
circundantes. Chinchanos membrudos y laboriosos. Iqueños
jaraneros, reidores e infatigables, buenos tocadores de guitarra que
cantaban bellas tonadas al terminar la faena diaria, y serranos
herméticos mascadores de coca, aficionados al pisco y melancólicos
tañedores de charango.
Un día y otro día: siempre iguales. El trabajo, la siembra, la cosecha,
los viajes a Piscó o la sierra. El briscán, la cerveza, las jaranas... Un
mes, otro mes. Cinco años pasaron y Damián poco a poco se fué
aficionando a la bebida mientras la mujer perdía su juventud y su
frescura en pequeños e incontables retazos dejados junto al fogón y la
batea. Absorbida por otras vidas que se arrastraban junto a la suya.
Siempre trabajando. Siempre temiendo, no sabía qué. Sin una
esperanza, pero sin saber tampoco que no había ninguna esperanza.

***
La madrugada clareaba ya sobre las casas y los potreros, cuando
Damián y sus ayudantes se dirigieron a cargar la piara que llevaría
treinta barriles de aguardiente a Pisco.
—Dale.
—Aquí nomás.
—No seas bruto cholo ¡Pásale la cincha primero!
—Así queda más pior....
—Así, te digo.
—Güeno. Ya está faite.
—Vamo, vamo que si hace tarde.
Una luz casi rosada asomaba por los cerros de la otra banda cuando
todas las muías estuvieron cargadas, y al melancólico son de las
esquilas salieron, portada afuera, tomando el callejón al pueblo.
Damian iba silencioso, fumando un cigarrillo que le sabía áspero.
Malhumorado lo tiró al suelo y espoleó un poco su cabalgadura.
—¿Vites al don?
—Va preocupau.
— Icen por ay....
- ¿Qué?
El otro peón emparejó su mula con la de Santiago y volvió a
interrogar.
—¿Qué?
—Es de la mujer del zapatero e’ Vitoy, don Daniel. Cuentan q’ ella lo
espera toas las noches en el cerco e’ la Cruz, dende que escurece y
dicen tamién que toa la plata e’ don Damián es pa’ ella. De Pisco le
trae percalas finas y hasta le ha regalau aretes de oro y una sortija.
Avivada la curiosidad el otro escuchaba, tensos los sentidos.
—Y ella es joven y más bien simpática. Hace poco que llegó de la
sierra.
—¿Y el marido?
—Se la pasa onde el chino too el santo día y llega
siempre borracho a su casa.
—¿Nadies le ha dau el soplo?
—¿Quién pué? Toos son amigos e’ don Damián y además le tienen
miedo porque saben q’ es muy macho.
—Y aura....
—¡Cállate! mira ahí, mira.
Llegaban ya al pueblo y las primeras casitas blancas asomaban entre
el verde de huertas y parrales; pero lo que había llamado la atención
de Santiago era una figura inmóvil que acechaba desde lo alto, a la
puerta de una de las casas. En la claridad más y más creciente que
vestía las cimas de los cerros, todos pudieron distinguir a una
muchacha alta y hermosa que con fijeza de alucinada miraba pasar la
caravana.
Damián alzó un brazo saludando y entonces ella sonrió. Sonrió con
los ojos y los labios, con la mano tendida en un adiós y con todo su
cuerpo joven, perfumado de naturaleza, que sabía de caricias
apasionadas y besos ardientes a la luz de las estrellas.
El arriero sintió una corriente de vida atravesarle todo su ser y se
irguió en la montura. La mirada de ella lo siguió por el camino
polvoso, escarbó detrás de las tapias que lardeaban el sendero y luego
se recogió en sí misma, cuando hombres y bestias se perdieron tras un
recodo florecido de retamas.

María.

La lluvia serrana había arrullado su sueño y entre los rumores de una


tempestad que hacía bramar a los cerros, despertó su cuerpo de mujer.
La vida del pueblecito ese donde naciera María, se podía concretar
en dos fechas: carnavales y el día de la Virgen de la Huaca-Huaca.
Entonces hasta las lomas áridas parecían alegrarse y sobre la ocre
tierra fría se desplegaban los colores vivos de faldellines y llicllas,
alternando con el tono oscuro de los ponchos.
María tenía solamente dieciocho años cuando encontró a Daniel.
Había ido al Santuario y la alegría de la fiesta coloreaba aún más su
carita morena, pintada de rojo por el frío serrano. Estaba absorta ante
la imagen de la virgencita milagrosa y se deslumbraba con el
esplendor derrochado por los devotos al adornar la gruta. Velas de
cera chisporroteaban alzando sus llamas como si fueran oraciones
vivas y mil flores de trapo eran dosel de la Niña Santa. Más allá, la
banda de músicos del pueblo levantaba sus voces sonoras en marchas
y huaynos que estremecían el corazón de los fieles; y el murmullo del
río, allí mismo al pie de la gruta, parecía un canto también: un himno
cargado de esperanza.
—¡Mamay bendita, Virgen milagrosa, concédenos un buen año!
—Que la cosecha de papas sea buena y el ganadito aumente.
—Te traeremos más velas y flores si la mama Mauricia sana de su
mal.
—Pídele al Tayta Dios que nos proteja...
—Tú que eres nuestra madre, atiéndenos.
Las preces temblaban en todos los labios y bajo la tosca tela de los
vestidos esos corazones, sencillos también, se estremecían de amor y
esperanza.
—¡Tú, que eres buena y santa, defiéndenos y líbranos de todo mal!
El pueblo entero estaba de rodillas sobre la tierra fría. Allí rezaban el
alcalde don Mariano, la Saturna, vieja curandera de cara arrugada y
siniestra, don Cirilo el regidor más sabio, la mama Candelaria, Felino,
Santos, Anunciación, Eustaquio, Valentina, Pantaleón, Natividad...
todos los hombres y mujeres, los muchachos y cholitas del caserío y
allí estaba un grupo de forasteros que había llegado la noche anterior
para la fiesta. María los miraba, distraída su atención del rito sagrado
y uno de los hombres recién llegados la miraba también. La miraba
fijamente con ojos en que ardía el sol de los arenales costeños.
Terminada la misa los fieles emprendieron regreso al pueblo, y
entonces sí que la banda lanzó al aire cortante de la pampa los más
alegres huaynos y las mejores canciones de la quebrada. Salieron
entonces de su abrigo, debajo de los ponchos, esbeltas botellas de
chacta y el licor ardiente hizo surgir voces y despertar deseos. Allí
mismo comenzó el baile.
Mamas y taytas, mak’tas y pasñas, tomados de la mano danzaban en
círculo haciendo estremecer la tierra hasta entonces indiferente, pero
que vibraba ahora con el mismo afán de toda esa gente ansiosa de
felicidad.
“Tú eres mi palomita
no te vayas a volar.
Mira que el nido te espera
palomitay”.

“El río es muy traicionero


no lo vayas a cruzar.
Mi amor te espera cholita,
no lo vayas a despreciar”.

El zapateo, rítmico y sonoro, parecía un latido extraño y las voces, ya


agudas, ya roncas, eran una expresión de fuerzas oscuras.
Mientras el baile aceleraba su ritmo, algunos hombres dirigidos por el
alcalde instalaban carpas y construían chuk’llas provisionales donde
pasarían esa noche, y se albergarían los tres días que iba a durar la
feria, todos los peregrinos llegados de lugares lejanos para celebrar a
la Virgen y hacer sus negocios.
María giraba alegremente envuelta en el vértigo aturdidor y colorido
de la música. De pronto se encontró frente al forastero aquel que le
clavara el imperioso llamado de sus ojos. Él la tomó de la mano y ella,
turbada y al mismo tiempo alegre, sintiendo palpitar aceleradamente
su pulso, anhelando algo y temiendo no sabía qué, soltó súbitamente
esa amarra y huyó a través de la pampa buscando refugio en las lomas
cercanas.
Daniel quedó parado un momento y luego la siguió, acicateado su
anhelo por esa huida, tendidos en el páramo los brazos como
queriendo sujetarla y codicioso su cuerpo de ese otro cuerpo joven.
La alcanzó detrás de un grupo de cactos, desde donde ella atisbaba si
él venía, y sin decir nada la tomó entre sus fuertes manos de hombre
trabajador.
Ella le miró sorprendida. No era así como se hacía el amor en el
Santuario. Pero después sonrió. Era grato sentir ese calor humano y
ver de cerca esos ojos y tocar la carne dura del varón. Era grato y ya
se entregaba dulcemente, cuando oyó la voz de su madre hiriendo esa
dulzura.
—¡Maríaaaa!
Se soltó entonces temerosa y el forastero, comprendiendo, dijo en voz
baja, pero con imperio.
—Te espero esta noche, aquí mismo.
—No sé, no sé, —contestó ella escapando con un revuelo de
faldellines y risas desafiantes. Recuperada su alegría se fué donde la
llamaban.
—María —murmuraba Daniel— María....

***

Llovió esa noche, y el torrente de agua descargándose impiadoso


sobre la tierra, mojó el faldellín de María y el poncho del forastero,
mientras los truenos resonaban solemnes a lo largo del pajonal y las
centellas eran señales doradas en lo profundo de la oscuridad.
El amor serrano hincó fuerte sus raíces desde aquel minuto. La unión
entre los elementos desordenados tuvo poderosas exigencias y todos
los crepúsculos que duró la fiesta se reunieron los amantes bajo la
protección de aquel macizo de cactos.
En la última noche que pasaban los costeños en el Santuario, Daniel
tomó su resolución y se la hizo saber a María.
—Mañana, de madrugada nos vamos a regresar.
Ella se quedó quieta y silenciosa, pero triste, muy triste. Sentía un
dolor tan punzante como si las espinas de los cardos se le hubieran
metido en la carne.
—Te vendrás conmigo...
Súbitamente todo fue para ella fácil y dichoso. Se iría con el hombre,
a donde el hombre quisiera.
—Si pues...
Inmediatamente habló a la madre.
—Quiere llevarme para su casa.
—Si es bueno anda nomás. Serás trabajadora y estarás cuidándolo
bien, porque si le faltas él te dejará.
—Si mamay.
Así abandonó sus jaleas y su caserío la cholita María. Así fue como
cambió su anaco por el traje criollo y se instaló en Vitoy donde para
ella todo era nuevo y extraño.
Los primeros meses de vida común con Daniel pasaron tranquilos, en
la fácil rutina de los trabajos domésticos, pero un accidente, mientras
trabajaba en la champería de una acequia, dejó malherido al peón y
comenzó la interminable odisea del hospital y la convalecencia.
María, sola en el ranchito añoraba su tierra.
Después de algún tiempo, sanó Daniel de la herida, pero tuvo que
abandonar la lampa y dedicarse al oficio de zapatero que había
aprendido cuando era niño. El hombre habituado al aire libre, al
ejercicio violento y audaz en contacto con la vida silvestre, se encerró
en un cuartito a golpear suelas y remendar capelladas. Cada clavo,
cada puntada, eran espinas que le punzaban el corazón.
El tambo, el pisco, los amigos, para oponer a su rabia sorda, al
accidente, a la casi invalidez que lo apretaba duro... Y María se
resignó con ese fatalismo que parece latir en su raza.

Damián.

La pampa extendía su cuerpo amarillento bajo la claridad del sol y en


la quietud del silencio, sólo se oían las esquilas de la piara que
conducía Damián al puerto. El arriero iba como metido dentro de sí.
Le dolía casi esa solemnidad del camino desierto y le dolía también
el recuerdo que llevaba clavado profundamente en su carne: la visión,
imprecisa al clarear el alba, de la cholita María que lo había
embrujado con sus risas y sus lágrimas, con la frescura de su cuerpo
joven y la fuerza de su cariño...
Damián recordaba mientras las muías iban dibujando rastros en la
arena dormida y su propia cabalgadura lo mecía en el suave vaivén de
un trote cansino.
Recordaba... Venía de Pisco esa noche y estaba solo, la recua se había
adelantado con los peones pues él no tenía ningún apuro. ¡Para lo que
le esperaba en su rancho! Estaba aburrido ya... Reproches,
lágrimas...La mula en que montaba apuró el trote, urgida por la
querencia. De pronto una forma clara saltó desde la tapia al camino y
el animal se asustó arrancando en un quite que hizo lanzar dura
interjección a Damián.
—¿Quién anda por ay? —preguntó después con voz' áspera.
Nadie respondió. La forma aquella se había retirado hasta quedar casi
incrustada en las tapias bordeadas de follaje y era imposible saber
quién era.
Damián quedó un momento indeciso, pero luego se apeó, acercándose
a indagar por aquello que asustara a su mula.
Ya la oscuridad caía densa y el ramaje espeso de chirimoyos y sauces
formaba una caverna donde blanqueaba el bulto inmóvil.
Damián se acercó mucho. Se aproximó hasta que la respiración
acezante del ser aquel le llegó con calor de humanidad, y hasta que la
mirada de dos ojos asustados chocó con sus ojos.
La exclamación que no esperaba le brotó de los labios:
—¡Una mujer!
Y luego extendiendo los brazos quiso contener su huida. La mujer
luchó un rato hasta ceder y quedar aprisionada entre la fuerza del
arriero, y éste la obligó a salir al callejón donde la oscuridad no era
tan cerrada.
Allí, Damián tuvo que retenerla nuevamente, y en el forcejeo sus
brazos apretaron un talle joven y su boca encontró otra boca. Esquiva
primero, luego rendida y entregada en apasionamiento salvaje.
Allí supo el arriero de un amor a la vez agreste y dulce y allí también
supo María de su nuevo destino.
El sol calentaba con saña la pampa y las muías marchaban lentamente,
agobiadas por el calor y el peso de los barriles.
Los peones hablaban de rato en rato, pero sus voces eran sólo un eco
distante y perdido para Damián.
—¿Cómo te llamas? —le había preguntado.
Y ella respondió brevemente:
—María.
—¿Vives en el pueblo?
—Sí.
—¿Eres sola?
—Tengo mi marido.
Él se había dado vuelta entonces, movido por un impulso repentino,
y recordaba como la mujer, inmóvil en mitad del camino que ya la
luna plateaba, le miraba irse, le miraba: sólo le miraba.
Inexorable montó en su mula.
—Mujer que tiene dueño —pensaba en el trayecto hasta la hacienda.
No, a él no le gustaban las mujeres comprometidas. Lo que fuera suyo,
que fuera íntegro y si no...
Nadie puede doblegar al destino ni matar sus rasiones y Damián sentía
un impulso desconocido que lo llevaba hacia María. Ya había
averiguado quién era ella y supo así de su vida. La vio luego, dos o
tres veces, siempre de lejos, pero ella no dio la menor señal de
reconocerlo.
Algo oscuro y profundo se iba formando en el pecho del arriero y
cuando una tarde, protegidos por la suavidad del anochecer
perfumado de chirimoyos, aromos y madreselvas en flor, se
encontraron en un recodo del camino, todo el deseo contenido, toda
la pasión encerrada en ese cuerpo de hombre se volcó sobre la mujer
ansiada. Y la tuvo furiosamente: casi con rabia.
Damián encendió un cigarro porque el recuerdo se volvía punzante en
su dulzura. Alzó los ojos al cielo, bruñido en su dorada claridad y sin
una nube que manchara esa pureza. El camino se volvía cada vez más
agrio, con subidas y bajadas en pendiente, trazando surcos blancos
sobre la tierra parda.
Así se vieron frecuentemente, cada vez que él volvía de sus viajes
periódicos o cuando se quedaba en Vitoy viviendo en casa de un
hermano. Así se le fue clavando en la carne una necesidad imperiosa
de tener a su lado a la mujer, para compañía de sus horas solas y
descanso de su fatiga.
El arriero tiró el cigarro al suelo, espoleó su cabalgadura y ayudó a
los peones a reunir la piara que, llegada a terreno plano, se iba
dispersando. Ya la seca voluntad de retener a María a su lado se había
hecho presencia en su alma y médula de sus huesos. Se la llevaría un
día cercano. Juntos afirmarían su derecho a la felicidad y a la vida.
Lejos de ese pueblo levantarían casa y trabajarían juntos.

María.

—Cuánto has tardado pues.


—Aquí me tienes ya. ¿Tás contenta?
En la voz del hombre había un dejo de pasión esa tarde que se
reunieron nuevamente entre la verde blandura de las alfalfas tiernas,
y en sus brazos ella se encontró más cálidamente protegida que nunca.
—María ¿me quieres siempre?
La mujer volvió a él sus ojos impregnados de la dulzura del
crepúsculo y vio en ese rostro anguloso" y fuerte una determinación
que la asustó.
—¿Por qué me preguntas pues?
—Te vendrás conmigo?
Ella rió gozosa. Eso era lo que quería el hombre. Pensó un momento.
Daniel.... Ya no sabía si alguna vez había querido a Daniel. ¡Estaba
tan cambiado! Sólo el tambo y la copa eran ahora su vida.
Contestó serenamente.
—Nos iremos pues...
Damián la abrazó. Con su instinto de macho y su imprecisa ansia de
amor, sabía que esa mujer nunca le sería falsa.

El zanjo.

Era apenas la madrugada cuando el arriero salió de su rancho en la


hacienda y ensilló dos muías. Dorotea se despertó también y saltó de
su barbacoa para alcanzarle el fiambre que acostumbraba llevar en sus
viajes.
El arriero la miró con cólera, esa rabia que era apenas la reacción de
un remordimiento ignorado que ya le iba comiendo el alma.
La mujer había sido buena y quedaban los hijos… Mientras ella se
afanaba preparando el atadito de comestibles, él pensaba en los
chicos. Después regresaría a recogerlos, cuando encontrara trabajo en
la sierra y hubiera alzado allí su rancho. Mientras tanto ella podría
mantenerlos y además él les mandaría lo que pudiera.
Ahora mismo —buscó en los bolsillos— ahora, mismo les dejaría
algo. Había terminado de ensillar las bestias y se acercó a su mujer.
—Toma, —le dijo- - para los muchachos.
Ella lo miró un poco asombrada. Nunca les había dejado tanto dinero,
cuando se iba a Pisco, y a veces se pasaban semanas sin que les
mandara nada. Los billetes arrugados que él mantenía ante sus ojos,
no sabía por qué, te parecían una mala señal; pero sumisa y sabiendo
que a su marido no le gustaban preguntas recogió lo que le presentaba
en la ancha mano extendida. Esa mano que era fuerte para el trabajo
y el castigo, pero también suave en las caricias.
Damián montó de un salto en su mula y tomó a la otra del ronzal.
En la difusa luz del alba la silueta del arriero se veía más alta y fuerte,
con su poncho listado que le protegía del relente mañanero y el
sombrero alón donde se enredaba el viento.
Sin una palabra, sin vacilación alguna, el hombre alzó la mano en
despedida a su casa, a la mujer que le había dado su compañía y su
juventud, a los hijos que allí se quedaban y galopó callejón adelante
con el anhelo tendido hacia el amor que le esperaba

***

María hacía rato que estaba en el cerco; escondida entre la penumbra


que pintaba allí el ramaje de un sauce.
Los pájaros iban poco a poco despertando a la claridad naciente y sus
cantos eran como la voz de la misma primavera, que había llegado
haciendo brotar yemas en los árboles y trayendo rumores de agua
nueva.
Los chamicos balanceaban solemnes sus flores moradas y había como
un espeso perfume de amor en el aire.
La cholita aguardaba sin pensar en nada. Sin sentir nada. Era su
destino de cosa llevada aquí y allá, y el recuerdo del hombre a quien
dejaba apenas interrumpía esa calma. Tampoco se turbaba al pensar
en el hombre con quien se iba. Ella cumplía un oscuro impulso al
marchar hacia donde la llevaba la fuerza, el deseo y la pasión de
Damián, Se había entregado a él aquella noche, casi sin saberlo, y a
él lo ligaba su seguro instinto de mujer.
—Vamos.
Allí estaba. Calmo y sereno, hermoso y seguro de la suerte.
María subió a la bestia que Damián le señalaba y así, sencillamente,
emparejaron sus destinos.
Al galope rodearon por el camino de los cerros. Iban hacia arriba,
donde otro mundo les ofrecía seguro asilo y ancho espacio.

***

Áspera era la trocha, cubierta ya más de la mitad de la jornada, y en


el agonizar de la tarde los cerros se levantaban arrugados y
amenazadores en su profunda austeridad. Un silencio de plomo
pesaba sobre los dos viajeros que iban llevando su amor, como una
llaga viva abierta a los vientos, y poseídos de una vaga angustia
azotaban sus cabalgaduras para salir de aquel estrecho paso abierto en
las montañas.
Damián sentía una extraña desazón mirando las crestas inhóspitas que
se alzaban a los lados del camino. Seres parecían, seres maléficos
custodios de un signo fatídico. Imaginando que le amenazaban de
pronto los increpó en voz alta.
—¿Nos dejarán pasar?
María le miró asustada.
—¿A quién pues preguntas?
El hombre rió y su carcajada resonó fuertemente en aquel hondo
silencio.
—Casi creí que estos cerros eran gente....
La mujer no contestó. Capaz le estaban haciendo daño los auquis. Ella
había oído decir de algunos cristianos que eran presa de los gentiles,
al pasar el camino solitario sin hacer la ofrenda a sus espíritus, dueños
de la región. Muchos caminantes regresaron locos, otros no volvieron
siquiera a sus caseríos.
Capaz...
Un ruido siniestro sacudió los aires. Parecía que las montañas se
estremecían desde su base y que los cielos se juntaban sobre esas
cimas agudas para aplastarlas con su peso incontrastable.
Damián y la cholita se miraron y un loco espanto asomó a sus pupilas
empavorecidas. Súbitamente se detuvieron las mulas, también
aterradas.
Ese fragor espantoso, convulsa voz de la naturaleza desatada, se iba
acercando y creciendo. Damián reaccionó. Con su instinto de hombre
casi primitivo y su experiencia de los caminos fragosos comprendió
el peligro que corrían y dio una orden rápida:
—¡Pronto María! ¡Abájate de la mula!
Y el mismo se apeó de su cabalgadura, ayudando a su compañera a
hacer lo mismo.
Luego abandonaron a los animales a su suerte y corrieron por la ladera
de los montes.
Comenzaron los dos a trepar. La ascensión era difícil y la cuesta
empinada se iba desmoronando bajo sus pies. Hombre y mujer se
afanaban venciendo distancias. Sabían ya lo que les amenazaba.
Sabían que esas voces tremendas traían la muerte acurrucada entre sus
pliegues. Y la faz oscura se les acercaba, los absorbería en sus fauces
hambrientas si ellos no alcanzaban la cumbre de ese cerro hostil
Habían recordado de pronto que se encontraban en el famoso zanjo
de la Yerbabuena, pulido por las llapanas y transitado por los espíritus
de aquellos que encontraron sepultura entre sus brazos inclementes.
El ruido creció hasta parecer que envolvía la faz del mundo. Pronto
una masa rugiente, que traía olor a tierra y fragores de tormenta, entró
por la cuchilla de los cerros abiertos a la destrucción. La ola espesa
avanzaba cada vez más velozmente y ganaba en altura. Subía... subía
con paso lento pero seguro desmoronando cerros, enredando cactos y
piedras en la melena de su espuma oscura y tratando de alcanzar a
esas dos vidas que se le escapaban: aquellos diminutos seres humanos,
puntos movibles en la pendiente gris de la montaña.
—Apúrate María.
—Apúrate.
La angustia los envolvía, les secaba la garganta y ponía notas trágicas
en sus voces roncas.
—Apúrate.
—Corre...
La mujer resbaló. El entonces, con una interjección, la sujetó del
brazo sacudiéndola rudamente. Luego, temiendo retrasarse la dejó
libre y continuó en su afanosa ascensión.
Nada más. Ya no había amor, ni ternura, ni pasión. Ya no había sino
el primario instinto vital de llegar a la cumbre lejana. De llegar... de
escapar a esas bocas ávidas que les perseguían. Nada había entonces
más imperioso que ese afán, ni nada más amable que la visión de la
cima áspera: nada.
Un día esos dos cuerpos se abrazaron. Un día los ojos del hombre se
clavaron con deseo en la mujer, y la mujer se estremeció ante esa
mirada, entregándose dulcemente. En el delirio no hubo ni ayer ni
mañana.
La ola subía. Ahora una macabra visión desenredaba sus hilos en la
inmensa vorágine negra que se agitaba cada vez más furiosa.
Cadáveres de animales emergían sus cabezas espantadas y sus patas
rígidas de entre la espuma hirviente. Allí las dos muías asomaban una
mirada fija de asombro y horror, sin saber aún lo sucedido cuando, en
su loca carrera zanjo arriba, fueron detenidas por la muerte.
Los dos animales parecían reclamar a sus dueños...También parecían
llamarlos los clamores de agua, piedra y cerros. Hasta el eco tenía un
acento trágico e insinuante y las voces de los espíritus que vagaban
por las montañas parecían sonar alegres.
—Apúrate.
—Ayúdame pues...
Pero ya el hombre estaba lejos y la mujer se detuvo un minuto
desalentada, luego, haciendo un esfuerzo angustioso continuó
trepando. El compañero ni volvió la cara.
Una vez se habían amado. Después, si la vida ataba de nuevo sus
cuerpos a la tierra, se volverían a amar. Pero en ese momento casi se
odiaban.
Y la cima estaba alta, distante y fría entre las primeras sombras del
crepúsculo.
Damián fue el primero que cayó. Asido a una piedra sin poder subir
más arriba del cerro, éste, estremecido en su base le negó el apoyo.
Con un alarido supremo de angustia y despedida, el cuerpo del arriero
rodó por la pendiente hasta hundirse definitivamente en las aguas
fangosas, llevando consigo como última visión la imagen de María,
crucificada de espanto sobre la ladera áspera.
La inundación fue subiendo cada vez con más ímpetu, aprisionada por
la estrechez del paso, y las aguas bravas envolvieron en su ternura
india el cuerpo de la mujer que silenciosamente se entregaba.
Ya no fue ruido después la voz de la llapana. Ahora parecía canto, una
salvaje tonada de triunfo, cuando se desparramó quebrada abajo
buscando el cauce del río.
CAPITULO 4. VOCES JUNTO AL RIO.

Juan de Dios bajó por el caminito oculto entre las retamas, abriéndose
paso en el boscaje de sauces y cinamomos hasta que llegó a un claro
a orillas del Chunchanga.
El paisaje de ese día soleado sobre el monte, ofrecía a sus ojos la
maravilla del color y la luz, que las ramas verdes le habían ocultado
en su jornada a través de la enmarañada penumbra de enredaderas y
pajarobobos.
Todo estaba quieto. En el inmenso silencio de la soledad se podía
escuchar la canción del río murmurando su eterna queja estremecida,
y el silbo de los pájaros que volaban a ras del agua.
Un sentimiento de nueva vida corrió presuroso por el alma del
muchacho, y durante largo rato se estuvo allí, de pie sobre la arena
pulida, aspirando ávidamente el aire fresco con olor a tierra nueva, los
perfumes de las retamas y cinamomos, el aliento acre de las
yaraviscas y escuchando los trinos del chirote.
Aquí... ¡Sí! Esto era lo que había deseado poseer: la quietud y la
soledad. Quería vivir lejos de las rancherías bulliciosas y de los
tambos con olor a pisco y coca chacchada.
Descargó cuidadosamente la alforja que llevaba al hombro y se puso
a buscar cañas para fabricarse un albergue.
Juan de Dios siempre había sido un muchacho diferente a los, demás
del pueblo y de las haciendas, y su madre lo miraba con inquietud
cuando se tendia frente al rancho sin hacer nada, permaneciendo allí
una o dos horas, mientras sus compañeros corrían por las chacras
buscando gusanos de colores o cortando yerba para los chanchos y
conejos de sus corrales.
Micaela, la madre, entraba y salía de la casita y con cualquier pretexto
le hablaba:
—Anda pal potrero y trayme alfalfa floriada que los animales tan de
hambre.
Juan se levantaba desganado y marchaba por los campos, verdes de
pasto nuevo o floridos en tono violeta, que daban al viento los botones
menudos de la alfalfa.
Otras veces le mandaba comprar recado donde el chino pulpero, o con
cualquier encargo a la hacienda.
—Dile a la patrona que empreste un poco de cuajo pa’l queso.
La cuestión era hacerlo moverse. Verlo trabajar en algo, ya que su
preocupación era el porvenir de ese muchacho. A veces, hablando de
él decía:
—Es un flojo este hijo que Dios me ha dau. Catay, ahí lo tienen
mirando como corre el agua debajo de los ficos. Que distinto ‘e sus
hermanos que aura hasta champean...
Juan no hacía caso y cada día estaba más retraído en sí mismo, como
agazapado, escuchando la voz de algo que los demás no alcanzaban a
oír.
Nada le gustaba tanto como el agua corriente, la soledad y el silencio.
Cuando estaba junto a la acequia sentía una felicidad plena y la
corriente oscura le parecía una cara amiga. Se inclinaba hacia ella
buscando las raíces de los árboles que allí se refrescaban del calor y
las piedras hundidas en el lecho cubierto de movedizo limo. A veces
su rostro sé reflejaba en ese movible espejo y entonces, bruscamente,
echaba atrás el cuerpo. Nada quería él de seres humanos: nada. Ni su
pobre perfil cobrizo, ni sus ojos abiertos para el misterio.
—Y un día se decidió.
—Me voy mamá. — dijo cierta mañana soleada.
Micaela dio un grito de sorpresa.
—¿Pa onde te vas muchacho?
—A vivir solo junto al río.
—Tas loco.
Él se encogió de hombros.
—Puee ser. — respondió. Y haciendo su atado, sin un gesto, sin
emoción alguna emprendió camino al río. Allí donde el monte
clareaba su fronda para formar playas de arena dorada.

***

De pie, frente a la corriente encrespada y cantarína, Juan de Dios


miraba la hermosura de la mañana y una dicha nueva bañaba sus ojos.
Ahí no oía voces, ni canciones, ni diálogos. Sólo el grito triste de los
huacazos, algún trino aislado del chaucato que había hecho su nido en
el espino del barranco y el silbido tenue de las víboras arrastrándose
entre los macizos de caña brava.
El muchacho dejó su atado sobre una piedra y se puso a recoger leña
seca para cocinar el almuerzo. Tenía provisiones que había comprado
en el tambo de la hacienda y además contaba con pescar algunos
bagres y quizá una o dos docenas de camarones. Nadie lo apuraba. No
había urgencia ninguna y mientras hervía el agua sobra el fogón hecho
con piedras, Juan se tendió junto a un brazo del río y la dulzura de ese
murmullo arrulló su sueño.

***
—Han visto —decían los peones en la ranchería—
Juan de Dios se ha güelto riano.
'icen que too el santo día se la pasa cazando camarones y que ha hecho
su rancho entre el monte, allá por la bajada ’e San Lorenzo.
—Capaz tá tocau. —comentaba alguien.
Pero el viejo mayordomo movía la cabeza explicando con su antigua
sabiduría.
—Eso le da a algunos nomás. No pueden vivir sino solos y cerca al
agua. Más bien pue ser que'el muchacho tenga origüa e’ huacazo o de
otro animal desos.
—¿Y se les pasa?
El zambo movía la cabeza negando:
—Nunca. Por ay viven y por ay mueren. En veces a uno que otro se
lo lleva el río cuando llegan las llapanas.
—Dios lo libre. — Y las mujeres se santiguaban.
—Es mala locura esa. —seguía el mayordomo— Vaya usté a ver, en
lugar de trabajar la tierra, de arar y champiar, meterse entre el monte
como los animales...
Se quedaban silenciosos y el soplo de lo misterioso y profundo que
alberga toda alma humana parecía tocarles por un momento. Luego
seguían en su charla, indiferentes ya, olvidados del muchacho y de su
suerte. Los cigarrillos prendían una lumbre cordial en la penumbra del
anochecer, y desde la portada se oían luego risas broncas y palabras
perdidas entre el bordonear de alguna guitarra.

***
Juan de Dios se escondió rápidamente entre un macizo de totoras.
Alguien venía a interrumpir su soledad y no quería ser visto.
Un canto agudo de mujer llenaba el espacio acercándose a la playita
de arena y pronto las ramas tronchadas de algún sauce llorón y varias
piedras que rodaban anunciaron la llegada de la intrusa.
El muchacho se escondió más entre el monte y esperó.
La canción llegaba con nitidez en el absoluto silenció de la tarde y
pronto una jovencita asomó en el claro. Era pequeña, delgada y su
carita alegre parecía un reflejo del sol entre los árboles. Lanzó la
última nota de su canto y luego se quedó callada como escuchando
aquella otra canción del río manso deslizándose entre las piedras y
lamiendo las raíces de sauces y retamas. Luego se acercó a la corriente
y probó la temperatura del agua metiendo en ella su pie desnudo.
Desde el escondite donde estaba agazapado, la podía ver bien Juan de
Dios. Su cuerpo delgado se inclinaba hacia las aguas limpias y había
en la curva del cuello una suavidad que parecían armonizar con la paz
de la hora y el silencio que pesaba sobre la playa soleada y tranquila.
Luego la chica se irguió buscando con los ojos un lugar protegido
donde dejar su ropa y Juan entonces, con una vaga sensación de
molestia al espiarla, decidió salir de entre la maleza y bruscamente,
silbando una tonada se acercó al río.
Ella ahogó un grito pero él dijo calmado:
—No te asustes. Sigue nomás que yo voy a buscar leña.
Y fingiendo indiferencia se alejó monte abajo.
Cuando volvió los ojos, la divisó chapoteando alegremente en un
remanso del río.

***
La luna asomó redonda por un cerro de la otra banda y su luz intensa
bañó de plata el alto monte, las aguas mansas del Chunchanga y la
ribera tranquila.
Juan de Dios, echado sobre su manta de colores, miraba la noche
como desde un profundo ensueño: su apasionado ensueño de amor. Y
pensaba en la cholita Asunta que no tardaría en llegar, en su fresca
piel color del maíz maduro, en sus ojos alargados y juguetones, en su
risa bullera, en su boca caliente y ávida.
Desde la tarde que la muchacha llegara al río a bañarse, fue para él un
vago, después preciso deseo de tenerla entre sus brazos; y su soledad
se llenó de pensamientos ardientes y de palabras cariñosas. Tenerla...
Y en una hora predestinada fue realidad su sueño. Como proyectado
por fuerzas superiores aquel deseo rondaba a la muchacha y ella,
atraída también hacia este hombre joven, solitario entre el paisaje
agreste, volvió al río una y otra vez y de pronto ofreció sus quince
años al amor que la reclamaba. Fue en un crepúsculo apagado, cerca
de las aguas que contaban viejas historias, bajo las ramas de un fuerte
cinamomo, y oyendo sin escuchar, el trémulo canto de un chaucato
que reclamaba a su hembra.
Juan de Dios se dió vuelta sobre la manta y luego se incorporó
ágilmente. Oía los pasos ligeros de Asunta deslizándose por el
caminito en bajada y fue a su encuentro. Luego los dos se acercaron
a la playa, blanca y fría de luna.

***

—Dice mi mama que nos iremos ya...


El tuvo un sobresalto y la primera pena de amor entró de golpe en su
alma.
—Te irás...
Y no sabía qué decir. No encontraba otras palabras sino esas, absurdas
y vacías.
—Te vas...
No había pensado que ella era forastera en la quebrada. No había
pensado que tan pronto...
—Sí, —continuaba la muchacha— es tiempo de volver a la sierra a
recoger la cosecha.
Juan de Dios bajó los ojos y un pensamiento fugaz atravesó su mente.
¿Si le dijera para que se quedara con él? Pero en la interrogación había
duda y de pronto temió que ella aceptara. Temió por su soledad y su
independencia. La quería y si pudiera retenerla junto a sí, allí mismo.
Pero con ella no podría vivir en el río, pues nada de lo que ganaba
pescando alcanzaría para mantener una familia, y en ese caso se vería
forzado a volver a la ranchería y trabajar en el campo.
Ella esperaba en silencio, esperaba. De pronto murmuró tímidamente:
-—Por qué no te vienes tú...
Tenía vuelta la cabeza hacia los cerros altos y sonreía en su ilusión.
Él no contestó. Ya no la oía. De pie frente a la inmensidad de la noche
y el misterio azulado del monte, un dolor le apretaba el pecho al
pensar que podía perder todo eso. Y su vida ya no valdría la pena
lejos. Ni aun con el amor, pues para él todo formaba parte del amor
que lo poseía y si había deseado tanto a la muchacha quién sabe si fue
porque su cuerpo lo doró ese sol y lo pulió el beso del agua y lo
perfumó aquella retama. No podía alejarse de allí: no podía. Nunca.
Una marejada de rebeldía corrió poderosa por sus, músculos y sus
venas. Abarcó con una mirada ancha ese paisaje tan conocido y tan
voluntariosamente amado, entonces le pareció que de cada golpe de
viento brotaba una voz y que los mil murmullos del agua le llamaban.
No. No podía irse. En ese instante se afirmó su voluntad de hombre.
Y supo que nunca se es más hombre que cuando se está solo.
La cholita no hablaba, respetando ese silencio del amante, pero su
amor humilde se recogió muy pequeño dentro del recuerdo y allí lo
envolvió con ternura como se acaricia a un hijo desesperadamente
querido. Luego esperó, aunque sabía que ya no quedaba ninguna
esperanza.
Un huacazo atravesó la quietud de la noche con su grito ronco. Dentro
de los cañaverales silbaron las víboras y los sauces llorones se
inclinaron más sobre el rostro metálico del agua.
De pronto. Como aquella vez, la primera que Asunta llegara al río,
Juan de Dios se volvió calmadamente y marchó monte abajo. Hacia
su soledad.
La muchacha miró un momento el cielo clarísimo, luego la silueta
oscura que se alejaba y, como un animal herido que busca el refugio
del cubil, huyó por el camino en cuesta ahogando su pena.
CAPITULO 5. 28 DE JULIO EN MI PUEBLO.

En años ya definitivamente idos, mi pueblo celebraba de buena


manera las Fiestas Patrias. Desde principio del mes de julio corría por
Humay un viento de novedades. El alcalde hacía viaje expreso a Lima,
en un vapor de carrera, para traer programas mandados imprimir
especialmente, farolitos de papel que iluminarían la nochebuena y
juguetes para repartir a los niños de la escuela fiscal.
A medida que iban pasando los días aumentaba la expectación; y en
las pulperías donde se reunían los trabajadores después de la faena
diaria, en los “potreros verdes de alfalfa o detrás de los troncos
nudosos de las viñas, siempre el tema de conversación era igual:
—Que‘l señor cura va‘ hacer una función de gala.
—Que va haber la mejor pelea de gallos del año.
—Capaz hasta toros va ‘haber.
—‘Icen quei señor alcalde ha contratan un circo...
Esta fue la última y mayor novedad.
—Va’ venir un circo. ¡De los güenos!
Por los rostros, chorreados de sudor bajo un sol inclemente, corría la
luz de una satisfacción. A lo largo de las caras teñidas de amarillo con
el reflejo de les lamparines del tambo, resbalaba una sonrisa que hacia
parecer niños a esos hombres rudos.
¡Un circo!
Y fue verdad esta vez. Iba a llegar un circo con payasos y acróbatas,
con equilibristas y perros amaestrados. Ante la perspectiva de las
funciones coloridas y emocionantes se destiñeron un poco las peleas
de gallos, el sermón del cura, el discurso del alcalde y —¡bondad
divina!— la Misa Mayor.
Pasaron lentos los días y llegó al fin la fecha ansiada. El pueblo
despertó ese 28, con un alegre suspiro ansioso. Hombres y mujeres se
afanaban preparándose para ir a la misa, a escuchar la prédica del
señor cura y las madres gritaban a sus chicuelos que corrían
enfundados en blancos, vestidos de fiesta.
—¡Cuidau muchachos con ensuciarse!
—¡Catay! Si te portas mal no vas a dir al circo.
Ante la tremenda amenaza los pequeños ponían cara compungida y se
quedaban quietos un minuto para volver a alborotar después,
regocijados por el alegre campaneo que llamaba a la iglesia.
Asi, entre gozosa expectativa, transcurrió el primer dia de Fiestas
Patrias.
Después de la misa hubo sesión solemne en la municipalidad —
pintada de nuevo y engalanada para la fecha— se leyó el acta de la
Independencia, cantaron el Himno Nacional al izar la bandera y el
señor alcalde pronunció un discurso e hizo entrega de juguetes y libros
a los niños de la escuela. Después se efectuó el desfile militar, al son
de la banda de músicos llegada de Pisco, y en seguida una
pachamanca abrió sus entrañas olorosas en la huerta, verde de pacaes
y chirimoyos, de don Félix. Allí los visitantes de las haciendas
cercanas presenciaron una jugada de gallos, carreras de encostalados
y competencia de ollas diabólicas.
Luego la concurrencia se dispersó, ya bien entrada la tarde, y el
pueblo entero desparramó sus rumores en las casas, en los tambos y
las haciendas, comentando las incidencias de la jornada y
preparándose para la noche, en que daría su primera función el circo.
Llegada la hora, la placita de Humay resplandecía iluminada, pues sus
faroles se habían encendido y lámparas a gasolina colgaban por dentro
y fuera de la carpa fascinante.
Bajo los sauces acogedores temblaba la música, con ese sonido un
poco triste y otro tanto charanguero que tienen los bronces y el
tambor. A los costados del parque se habían instalado vivanderas y un
olor a frituras iba esparciéndose dulcemente por el pueblo.
Dentro de la carpa el público esperaba con impaciencia el principio
de la función. Había acudido gente en tal cantidad, que fue muy difícil
para los invitados de honor: hacendados, alcalde y cura, abrirse paso
entre la apretada muchedumbre para situarse en los palcos que les
estaban reservados.
Desde atrás de la carpa llegaban voces ahogadas. De pronto redobló
el tambor, se levantó una cortina y grandes aclamaciones saludaron la
aparición de los artistas.
Bajo la luz de las lámparas brillaban lentejuelas y botones de cobre,
cascabeles y cintas multicolores. Era un hermoso desfile, pero bajo
todo ese esplendor se podían notar zurcidos. no muy bien
disimulados.
Comenzó la función. Dos payasos corrían por la pista amenazándose
mutuamente con escobas y diciéndose insultos, algunos bastante
gruesos. De vez en cuando uno de ellos caía después de airoso volatín
y entonces la gente alborotaba y reía. Reía a todo lo ancho de su gozo:
olvidaba de sus dificultades y dolores. Reía de esa pantomima,
grotesca parodia de la vida.
Después de peripecias finales desaparecieron los payasos, redobló el
tambor nuevamente y un trapecista principió a balancearse en el
espacio, suspendido de la delgada soga de su columpio. Para atrás,
para adelante... Y los ojos le seguían ansiosos, las bocas apretadas
conteniendo exclamaciones. Para adelante, para atrás... Colgado de
una mano primero, luego de los talones y, por último, en difícil vuelta,
el retorno a la posición inicial: de pie sobre el trapecio.
La proeza recibió aplausos y “bravos”. Luego las carcajadas voltearon
su moneda sonora en la pista del circo, cuando los payasos intentaron
repetir la difícil hazaña realizada.
Así continuó la función y pronto llegó el número final: las pruebas en
barra fija. Al presentarse el atleta gritos estentóreos, de admiración
unos, de júbilo otros, le saludaron:
—¡Catay. Don Juan Pacheco!
—Cirquero viejo había sido.
—Vamo a ver cómo se porta...
El hombre saludaba gravemente, enfundado en una malla blanca que
hacía parecer más oscuro lo moreno de su cara.
Una llama de satisfacción le iluminaba el rostro quemado por el sol
de la pampa. Volvía a los antiguos triunfos, después de años pasados
trás de las piaras de mulas en la quebrada. Vientos de mala fortuna lo
arrojaron a ese pueblo y allí, perseguido por los recuerdos, adormecía
sus penas con el pisco fuerte y las marchas por el yermo. Su vida... la
mujer que lo traicionara y el puñal que alumbró las entrañas opacas
de la noche... Su vida y el circo... Ahora estaba allí de nuevo,
enfrentándose al pasado.
Pausadamente estiró los brazos potentes y comenzó la prueba. Todos
seguían sus movimientos con hambrienta expectación. Una vez y otra
y otra... Pero los músculos enmohecidos no podían ya, como en otro
tiempo, manejar la máquina pesada de su cuerpo y falló en el más
difícil momento. Volvió a intentar la prueba y volvió a fallar.
Entonces lentamente, fríamente, recogió sus últimas fuerzas y con
supremo impulso pasó la barra en perfecta forma.
Un aplauso enloquecido, vítores y elogios llenaron el espacio. Todos
alababan la maestría de don Juan Pachaco. Pero había en el aire algo
como una vaharada de amargura que flotaba espesa entre los gritos de
admiración y las miradas brillantes.
De pronto, roto el corazón en el tremendo esfuerzo, el cuerpo del viejo
arriero cayó lacio sobre el piso removido del circo.
CAPITULO 6. CAMPAMENTO.

Roncaban los camiones al trepar la última cuesta del camino, y el aire


trajo voces confusas que daban órdenes.
Un rumor prolongado subió del campamento. Llegaban nuevos
peones, personal del enganche recientemente hecho para reforzar el
cuerpo de trabajadores, que tajaban las laderas de los cerros en una
tesonera labor de avance, y todos se prepararon a recibirlos.
Vidal bajó lentamente de la alta plataforma del camión y una vez en
el suelo afirmó sus piernas robustas, entumecidas por el largo viaje.
Un panorama agreste se extendía ante sus ojos. Estaba en lo empinado
de la carretera y más abajo divisaba los albergues improvisados del
campamento, donde una vida sintética bullía en esas horas de la tarde.
Mujeres, muy pocas, y algunos chicos iban y venían atareados,
bajaban al río a lavar ropa o por agua y entraban en la cantina. Sí,
pensó Vidal, debía ser la cantina esa carpa grande que se alzaba un
poco separada de las demás.
Más allá corría el Chunchanga, un río sinuoso con poca agua en esa
época, que mostraba el esqueleto de sus piedras blancas bajo el sol
que moría.
—Vamo, vamo, apártese diay.
Vidal se hizo a un lado para dejar sitio al peón que bajaba de la trocha
al campamento y, cuando se volvió a mirarlo, una exclamación alegre
saltó en el aire claro y tibio del anochecer.
—Francisco...
—¡Tú!
Los amigos se abrazaron.
—¡Ah caray! Quien iba a saber...
—¿Cómo has venío acá?
—Güeno. También las cosas andaban mal en Lima y entonces supe
desta carretera por un fulano que andaba apalabrando gente.
—¡Ah! Ya sé, es don López, el agente del ingeniero Montes.
—Creo que sí. Me lo encontré en un fá bien legal, vieras, en casa de
la comadre Juana.
—No la recuerdo...
—Claro que te acuerdas hombres, es la del zambo Ponce.
—Ya caigo. Pero hace tanto tiempo de ‘so...
—Sí. Te desparecites de un repente y aura te encuentro trabajando
aquí. Porque aquí trabajas.
—Sí.
—Y... ¿vives solo?
La picardía de la pregunta tendió una sombra sobre la ancha cara
cordial de Francisco. El recuerdo amargo de un tiempo en que fueron
amigos y compartieron alegrías y penas, marcó su huella en la boca
áspera. Entonces él amaba a Beatriz.
—¿Te acuerdas? —preguntó.
Una vaharada de música y bullicio de callejón, de riñas y cantos saltó
en la huella de los años dejados atrás y se mezcló a la voz del río que
gritaba en su cauce.
—¿Te acuerdas?
—Claro hombre. ¿Qué se hizo d’ ella?
—No sé. Me dejó por otro, un tal Medina que trabajaba en el norte.
‘Icen que en la petrolera...
—¿Y aura?
—Conocí hace poco a una muchacha empleada de una fábrica. Me
gustó, y.… aquí nos tienes juntos.
—Vamo, vamo, menos conversación y acomodarse en las carpas.
El jefe del campamento se acercaba, llamando a los trabajadores con
su voz ruda .
—Vamo vamo, de una vez...
Vidal se despidió de su amigo.
—Luego te busco. ¿Onde es tu casa?
—Allá abajo, cerca del río. — y señaló una choza armada con
calaminas y rústico techo de paja. Estaba apartada de las demás y
Francisco explicó la causa:
—Justina se cansaba de dir por agua.
—¡Justina! —la sorpresa golpeó fuerte en el recuerdo de Vidal que
dió un paso atrás y Francisco lo sujetó del brazo sin darse cuenta de
su sobresalto.
—Cuidau hombre, que ‘s fácil desbarrancarse aquí.
El amigo le tendía la ancha mano fuerte y Vidal recuperó el equilibrio.
—Entonces, luego te busco.
Se separaron mientras el crepúsculo iniciaba sus sombras sobre la
quebrada. Un cielo fuertemente teñido de rojos y carmines parecía
recogerse sobre sí mismo mientras más allá, detrás de los altos cerros,
había un último brochazo de luz.
Vidal tomó su escaso equipaje y bajó por el sendero empinado
mientras iba pensando en el nombre de mujer que le había ofuscado
la mente.
—Justina... ¿Será ella? Capaz...— hizo una mueca y siguió bajando.
La noche caía lentamente y lamparines a kerosene iluminaban en las
carpas.

***

Terminada la comida Francisco salió a la cantina en busca de


cigarrillos, mientras su mujer lavaba los platos y las cucharas en una
angara llena de agua caliente. Justina, la muchacha ciudadana, se
había adaptado a su nueva vida donde todo era más pobre aún que en
su cuarto de callejón en Lima.
El cuerpo esbelto de la zambita se curvaba y alzaba con movimientos
armoniosos mientras una canción olvidada, una canción que no sabía
por qué se levantaba ahora en su memoria, ponía la melodía de sus
notas en el rústico interior.

“Cuando tú vuelvas
quizá te haya olvidado,
y en brazos de otro amor
la vida borre mis penas.”

Esas palabras... esa tonada... Suspiró. Mejor olvidar del todo ya que
el pasado nunca puede regresar. Dos golpes en la puerta le hicieron
retornar a su vida presente: el campamento, Francisco, los trabajos
rudos.... la quebrada. Fue a abrir.
—¡Justina...!
- ¡Tú!
No pudo encontrar las palabras que debía decir. Todas habían huido,
aventadas por la honda emoción del reencuentro.
—Tú...
Y no acertaba a decir más en el maravilloso momento de la sorpresa.
Allí estaba frente a ella el pasado. Allí, como una resurrección
íntimamente deseada se presentaba Vidal, surgiendo de entre las
sombras en esa noche oscura. No pudo hablar. Le miraba, prendidos
los ojos del rostro amado, más deseable porque lo consideró perdido
y había sido el angustioso recuerdo de sus horas inútiles.
Estaban frente a frente los dos y un silencio cargado de anhelos, de
deseos y de pasión los oprimía con sus anchas manos.
El reaccionó primero, porque había llegado con la casi seguridad de
encontrarla.
—Justina —dijo— Quiero hablarte antes de que llegue Francisco.
—¿Lo viste salir?
—Sí, estaba esperando que me diera este momento de verte sola,
porque cuando dijo tu nombre pensé que esa mujer, que ahora estaba
en su vida, no podía ser otra que tú.
—¿Sabías?
—Nada. Pero el corazón no engaña.
Ella lo miró más fijo aún, luego dijo brevemente:
—Entra.
La piecita estaba en penumbra pues la mecha del lamparín agonizaba
dentro del tubo, pero entre esas sombras resplandecían dos rostros
consumidos por la luz potente de una pasión que surgía desde la raíz
del pasado.
Vidal entró lentamente detrás de Justina y cerró la puerta.
—No. ¿Por qué? —interrogó sobresaltada.
El muchacho se le acercó. Sin decir nada sus brazos fuertes
aprisionaron entre ellos a la mujer que no se resistía y su boca, ancha
y caliente, buscó los labios que se entregaban. Que febrilmente lo
besaban, porque Justina había deseado esa hora, la había reclamado
en los momentos amargos de su soledad, cuando él la dejara no sabía
por quién, cuando la había dejado en la frialdad de su cuartito.

“Si tu volvieras,
cómo te amaría…

Y ahora el amante había regresado.


Los pasos que hacían rodar piedras en la pampa borraron la magia de
esos minutos. Bruscamente se separaron para disimular su emoción a
los ojos de Francisco.
Él había regresado, pero ella era de otro hombre.
Una rabia sorda levantó su resaca en el pecho, en los ojos y los labios
de Justina. Desde ese momento comenzó a odiar a su marido; y
cuando la puerta se abrió empujada por una mano fuerte, odió esa
mano que era la del dueño.
—Hola. Ya habías venido. Justina, no sé si lo conocerás di antes, es
Vidal Torres. Un amigo, un hermano casi, de los buenos tiempos
limeños.
—Ya había conocido a tu señora —en la voz del muchacho tembló un
remordimiento. — Vine antes de dirme a dormir, porque quería
conversar contigo y que me dieras datos de todo esto. Me parece duro
el trabajo aquí, algo que nu’ hecho nunca y no se sí me quedaré.
—¿Por qué pues?
Justina interrumpía tratando de dominar su angustia. Era por
Francisco, sí. Ya la sola presencia del amigo había cambiado hasta la
cara de Vidal... Se iría ahora, se le iría otra vez. Su odio se afirmó.
Vidal la miró dudando y el otro intervino, sin sospechar cuánto de
apasionado se escondía tras las sencillas palabras de su mujer.
—No seas flojo hombre. Acabas de llegar y ya quieres dirte. Por lo
muy menos espérate un tiempo. ¿Te han dau adelanto por el
enganche?
—Unos soles...
—Tienes que pagarlos primero, y después tratar de ganar algo. La
vida aquí nués como en Lima, pero se puede tirar. Si nó, que lo diga
ésta.
—Claro que resulta difícil acomodarse, pero aquí hay porvenir...
Los ojos rasgados miraban insinuantes. La palabra franca del amigo
pedía y Vidal dudaba. Por otra parte, tenía razón Francisco. Debía
pagar el adelanta que le hicieran y luego reunir algo de plata para
llevara la ciudad... ¡Si volvía!
—Es verdá.—dijo, y una alegre sonrisa le jugó en los labios.
Justina sintió un golpe de sangre calentarle la cara. Ella amaba ese
gesto que le hacía parecer un muchacho travieso y que traía a ese
humilde cuartito de un campamento, recuerdos de luminosa vida
lejana.
Mientras los hombres seguían conversando, ahora animadamente, la
mujer salió a la puerta y miró intensamente la noche.
La oscuridad, densa y profunda, envolvía las carpas y abrigaba las
luces de la cantina, mientras bajo la aparente tranquilidad de la hora
una vida cuchicheante se deslizaba en ritmo ininterrumpido: amores,
sueños, rencores, cansancio...
Las voces que dejara atrás golpeaban sus oídos, mientras que su alma
retrocedía buscando el rastro de una felicidad y el sabor de un
desamparo.

II

Las luces del alumbrado callejero esparcían un halo amarillento en la


neblina limeña. Hacía frío: un húmedo hálito que bañaba las cosas y
la gente.
Justina caminaba apresurada en dirección a su casa. Se le había hecho
tarde en las calles desiertas pues al salir de la fábrica demoró con una
amiga. Miró ansiosamente avizorando entre la niebla, pero aún estaba
lejos de su barrio. Aceleró el paso apretando los puños helados dentro
de los bolsillos de su abrigo.
En esta noche desagradable sentía más que nunca el peso de su
soledad y añoró el pueblecito costeño donde naciera y de donde había
salido en ansias de libertad: tomada por un afán de renovación y
mejoramiento.
Sus pasos se hicieron lentos, sujetos por el recuerdo. Le pareció sentir
en los labios sabor a mar y oír a la distancia el ronco canto de las olas.
Perdida en su ensueño: mar, viento y amores, besos sobre la arena fría
en las noches de luna, no se dio cuenta de que alguien se acercada
hasta que ese hombre, sombra de su sombra, llegó junto a ella y le
habló:
—¿Dónde tan sola? Y en una noche como ésta...
Sí. En una noche como ésta de llovizna triste, la soledad golpeaba
muy fuerte y cavaba muy hondo. Era grato escuchar una voz humana
en medio de la sórdida desnudez de las cosas y, como llevada por su
recuerdo: mar, besos y arena, respondió sencillamente:
—Voy a mi casa.
El sonido dé su propia voz la volvió a la realidad y sobresaltada miró
al intruso acompañante.
—¿Quién es usted? Yo no lo conozco. —exclamó deteniéndose.
El muchacho se detuvo también y sus ojos negros se clavaron en las
pupilas verdes de Justina.
—Me llamo Vidal y mi casa queda cerca de la suya.
Ella hizo un gesto.
—Claro. —continuó él— Usté nunca me ha visto pero yo sí la
conozco. Mire —añadió tomando confianza al ver que ella le
escuchaba atentamente— desde que la vide pensé que me gustaría ser
amigo suyo. Usté núes de acá ¿verdá?
—Sí.
—Y vive sola...
—Pero ¿cómo sabe tanto?
Vidal sonrió. Pasaban en ese momento bajo la moribunda claridad de
un foco eléctrico y fue por primera vez que Justina vio sus labios
abiertos en esa sonrisa que le transfiguraba convirtiéndolo en un
muchachito y suavizando sus facciones enérgicas.
Una fugaz luminosidad resbaló sobre esa cara que luego fué envuelta
de nuevo por la gasa suave de la niebla, pero en ese instante algo
conmovió hondamente a Justina.
Siguieron caminando despacio. Las veredas, mojadas ahora por una
garúa impalpable, parecían placas de metal. Vidal hablaba
cálidamente y en el frío de la noche sus palabras eran una protección
y una esperanza.
—De tarde, de noche, a todas horas yo la espero que llegue. En veces
viene usté sola, otras veces acompañada y cuando es un hombre el
que llega hasta su casa, no sé que siento que me sube a la boca y creo
que me envenena hasta las palabras.
Justina gustaba una emoción desconocida al saberse deseada así: con
celos, con amor. Y supo que ya no le era extraño, pues muchas veces
vió su silueta esbelta al doblar de alguna esquina y oyó al paso el
pintoresco elogio de un piropo tendido como alfombra a sus pies.
Se detuvo y lo miró de frente, bien a la cara. Él se detuvo también y
ciño sus brazos al talle de la muchacha. Ella siguió mirándolo.
—Es feo. — pensó.
Pero Vidal volvió a sonreír y sus ojos, unos ojos enormes y negros, se
alumbraron de ternura.
Justina se entregó trémulamente a la magia del momento.

III

La noche se tornaba más y más profunda. Su oscuro cuerpo abrigaba


la quebrada y un viento serrano, fuerte, ululante y frío hacía vibrar las
calaminas de los techos en el campamento y envolvía con sus brazos
poderosos a esa mujer que allí, recostada en el vano de la puerta,
caminaba al encuentro del pasado.
Y siguió recordando con una lucidez que no era sino la presencia
constante de este amor en su alma. Del amor al que ella había querido
sofocar.
Desde el momento que se encontraron en esa calle de Lima, ya no se
separaron Vidal y ella. Juntos hicieron del cuartito del callejón un
refugio colmado de felicidad. Porque él la había querido también. La
quiso apasionadamente... no sabía hasta cuándo. De pronto su ruda
ternura fué apagándose. Lo notó alejado y que en sus ojos miraba una
sombra de hastío. Ya la sonrisa luminosa no era amparo de la soledad
ni del dolor, y una frialdad terrible paralizaba obstinadamente sus
gestos.
Un día él salió para la jornada diaria y aunque no dijo nada, ella supo
que no volvería más. Y no regresó. Inevitablemente había sucedido
—pensó desolada, mientras los sollozos le subían en marea
incontenible por la garganta.
Y así un día, y otro, y otro... Un mes... varios meses. Hasta que el
ansia de vivir retoñó en su cuerpo y fue en ese momento que encontró
a Francisco.
La ciudad le atormentaba con la presencia constante de todas aquellas
menudas cosas que habían sido cómplices de su amor. Quiso salir de
allí. Huir muy lejos, donde hasta el aire fuera distinto, donde el cielo
no se empañara con esa garúa armada de traición. Francisco buscó
trabajo en provincias y encontró un puesto en esa carretera que abría
rutas a la sierra: así llegaron a la quebrada del Chunchanga.
Allí fué casi feliz. No del todo, no: ahora lo comprendía ¡Ahora! ¿Por
qué el destino la acosaba trayendo de nuevo hasta su lado a este
hombre?
Se estremeció, no sabía si de amor, de odio o de deseo. Pero los labios
le quemaban aun con el beso encontrado de pronto, como una piedra
tirada en el camino, y su cuerpo se afirmó en un rotundo afán de
felicidad
—Bueno Francisco, ya me voy.
Desde el interior de la casita llegaba la voz de Vidal y oyó también la
respuesta.
—Ya sabes hombre cuánto me alegro de que hayas venido. Así
recordaremos los viejos tiempos y aura taremos juntos toos los días.
Te haré poner en mi cuadrilla y como no vas a tomar pensión en la
cantina te vendrás a comer acá. Es tu casa.
Y alzando más la voz llamó:
—¡Justina!
—Voy —respondió la zambita y entró calmadamente evitando mirar
a los dos. No quería que el animal agazapado en sus ojos gritara su
rabia y su amor.
—Justina, Vidal se va, pero desde mañana vendrá todas las noches a
cenar con nosotros.
—Está bien.
—Vamo ¿No te alegras mujer?
Vidal intervino.
—¿Por qué se va ‘alegrar? Yo soy un extraño para ella —marcó
levemente las palabras y añadió. — Por mí no se moleste señora, yo...
—No es molestia don. —contestó ella suavemente...
Y mientras Francisco daba vuelta para arreglar la mecha del lamparín
que humeaba, lo miró muy hondo.— Nunca es molestia. Ya Francisco
sabe, porque hemos tenido aquí otros amigos.
***

En su catre de campaña, el muchacho se movía inquieto, sin poder


dormir.
Ese encuentro, ese encuentro... ¡Malhaya!... Pero la había visto más
linda que antes. Florecido su breve cuerpo de mujer y sus labios
ardientes y voraces. ¡Cómo se le había apretado al pecho! ¡Y cómo lo
había mirado cuando dijo...! Una interjección se le escapó rotunda.
De pronto había comprendido el sentido de sus palabras. Otros
amigos... ¿Quería decir acaso que otros hombres para su deseo de
hembra insaciable? La rabia le mordió el alma.
Pesadamente caminaban las horas. El cansancio de la jornada, el
rencor, los recuerdos y la oscuridad se juntaron de pronto, y un sueño
de animal fatigado envolvió el cuerpo de Vidal cuando ya el alba
asomaba su cara pálida por detrás de los cerros.

IV

La vida en el campamento era monótona, pero para aquel muchacho


llegado de la ciudad tenía el encanto de lo nuevo y de la convulsa
agitación en que vivía por el encuentro fortuito con aquella mujer que
había amado.
Transcurrieron varios días. Una semana en que parecieron buscarse y
huirse, como temiendo la inevitable explosión del deseo imperioso
que les tendía los brazos.
Se veían en la casita de Francisco a las horas de comida y entonces
sus manos y sus ojos gritaban con rabia cosas que nadie podía
entender, pero ellos escuchaban nítidamente. Justina estaba hosca y
en su mirada huraña el marido encontraba un sentimiento nuevo, sin
nombre. En su alma de hombre sencillo creía a la mujer cansada de
esa existencia dura, del trabajo, y pensaba dejar un día todo y marchar
a otra parte para buscar allí la vida.
Vidal, de pronto no pudo contener el ansia que sentía por esa
muchacha cuyo amor conocía bien y de cuyo cuerpo se encontraba
nostálgico. Quiso verla a solas y ella, absortos el alma y los sentidos
en aquel único e inmenso anhelo, acudió a la cita.

** *

La tarde caía, con el lento y saboreado placer de sumergirse en las


aguas cálidas del río, y el cielo desgarraba una apasionada orgía de
colores, rodeando al sol que moría.
Vidal y Justina se habían refugiado en una cueva formada por dos
peñas y a sus pies corría el agua limpia y rumorosa, trayendo aromas
de tierra fresca y voces que venían de muy arriba, de allá donde los
vientos fríos baten su manto plateado y los cóndores se reflejan en el
cuerpo duro y blanco de las nieves perpetuas.
Los amantes no hablaban. Su encuentro se anudó en un abrazo
apasionado. Sus manos y sus ojos tuvieron acento propio; y fueron las
caricias la ardiente voz de esos cuerpos.
En las pupilas oscuras de Vidal vivían horas de hastío y soledad, de
jaranas y licor, de mujeres y guitarras; pero en ese momento sólo
acogían un rostro tembloroso, encendido, unos ojos que la pasión
cerraba y una boca ávida que se unía a su boca ancha y caliente.
Inclinado sobre la cara de Justina, absorbía lentamente la vida.
Desde el campamento llegaba un eco entristecido de la canción que,
a la puerta de su carpa, entonaba algún serrano nostálgico:

“Mañana, cuando me vaya


te buscaré por las lomas,
palomitay,
palomitay.”

Justina se estremeció bruscamente, dolida su alma por las notas


acerbas de la guitarra y el dolor contenido de la voz en la copla.
—¡Vidal! —había angustia en su acento. — También tú puedes irte
cualquier día.
El hombre la miró hondo, apretó más sus manos en torno al cuerpo
ardoroso, pero no contestó.
—Dime —volvió a decir ella— Dime que no te irás sin mí.
La soltó bruscamente y pasó sus manos rudas porlos ojos que le
dolían.
Ella seguía a su lado y era dulce ese calor. Pero ella era de otro
hombre, de su amigo, y no podía olvidarlo.
—Vamos ya. —dijo de pronto sin mirarla— Se hace tarde y capaz
Francisco ha llegado di arriba.
—¡Qué importa! ¡Qué importa nada! Si se entera… ¡mejor! Ya no
puedo seguir con él. —y apretando los labios terminó rencorosa—
¡Lo odio!
—¿Por qué? —el muchacho hablaba casi consigo mismo. — Él no
tiene la culpa de nada. Soy yo. Eres tú. — y advirtiendo la brasa que
ardía en los ojos de Justina añadió brutalmente. — No hagas nada
¿Oyes? No digas nada, porque entonces sí, me iría para siempre.
—¿Le tienes miedo? —la burla vibraba y hería en esas simples
palabras de mujer y sus labios reían mientras en su pecho se levantaba,
oscuro e incontenible, una rabia que abarcaba todo y a todos.
El zambito se encogió de hombros tranquilamente.
—No se trata d’ eso. — dijo saliendo a la orilla del río.
Pero Justina le tomó de la mano y lo arrastró de nuevo hacia la
penumbra acogedora de las peñas. Vidal, preso en un tumulto de
pasiones encontradas, la volvió a amar. Casi con desesperación.
El canto que venía de la distancia, parecía más y más melancólico
unido a la susurrante melodía del agua mansa.
De pronto, bruscamente, se hizo de noche.

Avanzaban los trabajos en la carretera y el campamento quedaba cada


día más lejos de la nueva trocha. Los peones ya no iban hasta allá a
pie, lampa o pico al hombro, sino que tomaban los camiones, los
volquetes o cualquier vehículo, para no herir sus pies durante horas
en el camino pedregoso.
A veces viajaban también algunas mujeres porque la cuadrilla
almorzaba en el mismo lugar del corte, cuando había urgencia de
adelantar, y el ingeniero no quería perder tiempo.
Esa mañana Vidal estaba instalado en el camión que lo llevaría; un
momento después se presentó Justina y el chofer le ofreció asiento en
la caseta, junto al muchacho.
—Aquí señora. Aquí podemos acomodarnos si el amigo nos hace
sitio.
Vidal se hizo a un lado de buena gana. Ya la pasión que prendiera en
el cuerpo de la mujer se había comunicado a su propio cuerpo; y las
entrevistas eran más frecuentes y prolongadas. Cada ausencia de
Francisco, cada viaje un poco distante, añadía vehemencia a sus
amores.
E1 primer día que se encontraron solos en la casita tuvieron algo así
como un oscuro miedo, pero bastó el roce casual de sus manos al
alcanzarle la silla para que se sentara, y se miraron como siempre: los
ojos en los ojos, los labios en los labios y se amaron con más
inmensidad que nunca.
Desde entonces no evitaron el estar juntos, aunque los pudieran ver,
y menudos acontecimientos de la vida diaria, en la dura vida de los
trabajadores de carreteras, les fue uniendo más y más.
Ya Justina no odiaba a Francisco. No lo quería tampoco, pero lo
soportaba. La dulzura de ese amor que le abrigaba el alma la hacía
más suave, casi buena.
En el camión, Justina y Vidal se miraron. Un día los había atado la
lluvia, golpeando sobre las veredas de la ciudad. Más tarde los reunió
la noche de la quebrada en un encuentro predestinado. Ahora estaban
allí bajo el sol ardiente. Estaban allí un hombre y una mujer que
conocían del amor y el odio. Que sabían de la separación y el abrazo
y cada día hundían más, en ellos mismos, la espina aguda de la pasión.
El chofer dió una voz:
—¿Listos? Vamo.
—Un momento, un momento. —gritó alguien que venia y el carro se
detuvo para recoger al rezagado. Era Francisco y entonces Justina
sintió de nuevo una marejada de rencor que le mojaba el alma.
¡Siempre el hombre: siempre! ¿Hasta cuándo estaría ella unida a ese
destino que la ahogaba? Alguno de los dos debía irse o desaparecer,
o... Un sobresalto la hizo temblar y el rápido pensamiento envolvió
en su frío la luminosidad del sol.
Vidal también estaba silencioso. Tenía junto a sí el calor del cuerpo
amado, y sentía a su espalda los ojos mansos y buenos del amigo. Por
un momento lo odió. Deseaba que fuera agresivo y peleador como
eran casi todos los hombres del campamento. Deseaba para él la
fuerza bravia que pudiera ahogarlo entre un golpe de sangre de su
cuchilla. Pero ¡si ni cuchilla usaba! Sonrió irónicamente. ¿Qué haría
Francisco si llegara a saber que Justina le era falsa? Seguramente se
daría a la pena sin tener una actitud de hombre. Bueno, pero ¡caray!
él estaba seguro que era valiente. No había más que verlo cuando
horadaba las rocas, para colocar los cartuchos de dinamita que
volaban esas moles abriendo trocha. Hundía la barreta sin más apoyo
que un pedazo de granito saliente y la soga que lo sostenía de arriba;
y ese cordel podía romperse en un momento... Sin embargo, seguía
allí: sereno y activo. En cambio, él no podía soportar el vacío abierto
como una boca amenazadora a sus pies, y siempre había una angustia
en su alma cuando le tocaba la faena. Lanzó una interjección. Sin
darse cuenta lo hizo en voz alta.
—¿Qué tienes?
La voz de Justina lo volvió a la realidad desde el lejano sendero
recorrido por sus pensamientos.
—Nada, núes nada.—contestó.
Ella, furtivamente buscó su mano y apretó contra sí el cuerpo de su
amante.
Vidal sintió una ola de vida que le subía caliente y en ese minuto deseó
tenerla entre sus brazos. Miró su boca y el ansia de un beso se hizo
tortura y afán. Tomarla, tomarla bajo el sol, brillando su piel dorada
sobre las rocas cálidas... Pero ella era de otro hombre y ese... Un
pensamiento turbio abrigó sus deseos y ya no supo qué era lo que
ansiaba. Ni adonde le llevaría esa corriente que le arrastraba poderosa.
—Ya llegamo. Vamo apiarse pues.
Estaban en el sitio del corte, donde el cerro era más empinado. Allí,
abajo, el río se arrastraba furioso golpeando las piedras filudas y
pintando con su espuma el estrecho cauce. Ese era el lugar en que
trabajarían los peones del campamento durante la jornada.
Francisco bajó pausadamente del camión y se dirigió a ordenar su
cuadrilla. Al pasar, miró la caseta donde Vidal y Justina seguían
conversando de algo que no alcanzó a oír. Siguió tranquilo su marcha,
pero, sin saber por qué, una vaga tristeza le empañaba la claridad del
día. Le llegó el eco de dos risas y volvió la cara. Justina y Vidal
estaban de pie junto al carro y reían. Sus figuras se veían espléndidas
envueltas en la luz deslumbrante de la mañana. Vidal... Justina... Por
primera vez un pensamiento fatal cruzó su mente. Si ella... si ellos...
Si la mujer y el amigo le fallaban, los mataría.
Pero una honda pesadumbre le hizo bajar la cabeza. No podría
hacerlo. ¡Nunca!

***

Trepados en la ladera del cerro, Vidal un poco arriba, Francisco


tallando la roca unos metros debajo, veían trozos de azul en la
distancia y sentían muy cerca, a sus pies, el rumor del río encrespado
y rugiente. El golpe de las barretas alternaba con las voces roncas que
bromeaban y reían. De vez en cuando se levantaba una canción en el
aire bañado de polvo y de energía humana.
“Como la mar es salada
así fue tu amor de dulce;
y fue tu traición de amarga.
Como la mar es salada,
¡así fué mi amor de santo!”

—Güeña Fermín.
—Catay, eso es muy triste, hombre.
—Venga aura algo más alegre.
—Ay va la fuga. —gritó alegremente Fermín encaramado en una
saliente de la roca. Las notas viriles saltaron sobre el fondo musical
del río.

“Por los campos del silencio


viene el rencor caminando.
¡Cuidau vayas a quererme
cuando yo te esté ya odiando!”

—¡Esu es!
—Catay que tiene razón...
Francisco y Vidal golpeaban en silencio la entraña dura del cerro. No
se hablaban ni se miraban siquiera, pero Francisco sentía una amenaza
oscura sobre su cabeza.
Vidal apretaba la barreta con rabia y en ese momento odiaba todo: a
la vida, a Francisco y a Justina que le había dicho antes:
—Ya no aguanto esto.
—Yo tampoco.
—Ese hombre... ¡Lo odio! Ya no puedo más. O nos vamos o...
—¿O qué?
—Es muy fácil que Francisco tenga un accidente... Esas peñas.
Entonces seremos libres.
—¡Calla! —dijo él brutalmente.
Justina rio.
—Yo no digo que tú...
—¡Cállate!
—¿Es que no me quieres? —y le ofrecía los labios y en los ojos ardía
una lumbrecita apasionada. — Es que no me quieres. —terminó
rotunda.
—No digas eso. —La hubiera abrazado. Hubiera aplastado en su boca
besos ardientes. Pero no podía ¡No podía! Miró hacia el camino por
donde iba Francisco y lo divisó parado, mirándolos. Un odio que se
firmaba le deslumbró las pupilas y entonces rio salvajemente. Rio
como si la vida le fuera en esa carcajada.

***

Las voces de los compañeros sonaban lejanas y cansadas a Vidal, que


levantaba y dejaba caer la barreta pesadamente. Como una obsesión
veía oscilar, a pocos centímetros de su brazo, la soga que sujetaba a
Francisco. Esa delgada materia que parecía pensar y que protegía una
vida humana. Si en ese momento la soga se hubiera roto... Si
Francisco resbalara de la roca, quizá sólo con el peso del cuerpo...
Justina. Su risa... No me quieres... Si estuviéramos libres... Yo no
puedo hacer eso... Ancho mundo para los dos... Francisco oscilando
en una cuerda ¡Si sólo se resbalase! ¡Si sólo...!
—¡Vidal!
La llamada angustiosa sonó como un grito desgarrador que rebotó en
las rocas, y todos los peones suspendieron la tarea ahogando
interjecciones.
Francisco había resbalado del saledizo donde ponía pie y se
balanceaba torpemente, colgado de la soga que le sostenía.
—Vidal...
La voz era suave y mansa como la mirada de los ojos pardos, y el
muchacho sintió que desde los días en que fueran como hermanos,
venía esa llamada pidiendo ayuda. Había al mismo tiempo una
interrogación en esas pupilas y el zambito vaciló ¿Sabría algo
Francisco? Quizá. La gente de la quebrada era maliciosa y
habladora... Como todos... Pero si Francisco... No, seguramente le
hubiera dicho algo a Justina, o se hubiera ido, o le habría buscado
pleito a él mismo. Pero entonces ¿Por qué lo miraba así? Era como si
dijera: “Ves hermano lo qu’ es la suerte. Ahora tu podrás quedarte con
ella. Yo me iré abajo. O, si no la quieres, si es que un algo de nuestra
amistad vive: ayúdame... Por los años viejos y mi cariño a ella".
La soga oscilaba y oscilaba torpemente. Se frotaba en las aristas
filudas y ya las rocas estaban desgastando su fibra endeble.
Las manos de Francisco vagaban con una especie de mansa
resignación, hiriéndose en las peñas agresivas.
Vidal sintió de pronto un impulso que le surgía de muy adentro. Ya
no vaciló. Afirmándose sobre la roca, atrajo lentamente esa soga que
se mecía sin rumbo y a fuerza de puños logró sujetar el cuerpo que
colgaba. Recuperado el equilibrio, Francisco trepó por las salientes de
granito y su ancha mano bondadosa se posó un momento sobre el
hombro de Vidal.
—Gracias hermano. —dijo simplemente.
El zambito no lo miró. Había en esos ojos algo que no podía resistir.
—Tu hubieras hecho lo mismo por mí. —fue la respuesta.
Y las barretas siguiendo su ritmo continuaron horadando la peña.

***

Una algarabía de voces roncas se alzó bajo el sol. Todos los peones
que habían llegado para el almuerzo, contaban y contaban. Nada se
podía entender entre la confusión y entonces una de las mujeres que
repartían el chupe de las grandes latas humeantes pidió:
—Uno nomás. Qui hable uno solo porque así no llegaremos a saber
nada. Vamo a ver ¿Qui ha sucedido?
Fermín comenzó pausadamente, y el horrible minuto que pudo ser
trágico, volvió a extender su espanto en la claridad del día.
—Don Francisco taba pálido. Nunca he visto a un cristiano ponerse
tan blanco en un repente. Y la soga s’ iba rompiendo, poco faltaba. —
se enjugó el sudor de la frente, estremecido ante el angustioso
recuerdo. —Entonce....
—Entonce ¿Qué? Habla hombre.
—Don Vidal taba un poco más arriba y.…. ¡caramba que tamién se
arriesgó! Si le falla el pulso...
—¿Q’ hizo Vidal? —en la pregunta de Justina saltaba la inquietud.
—¿Q’ hizo? Lu que too hombre con el alma bien puesta. Adelantó el
cuerpo y asujetó la soga, a puro puño nomás.
—¿Eso hizo?
—Y don Francisco pudo asentarse en la roca.
—¿Diay?
—Naa más. —miró hacia la trocha y anunció solemnemente. —Qui
ay vienen.
Un clamor alegre saludó a los hombres que se acercaban lentamente
por el camino polvoso...
Justina esperaba con una ansiosa mirada en sus ojos claros. No podía
ser. Alguno de los dos no vendría.
Pero allí estaba su marido aproximándose sonriente y cansado. Allí
venía también Vidal que no se detuvo, pasó de largo mirando más allá
y más arriba, donde se pone el sol tras de los cerros chatos buscando
el refugio profundo del mar.

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