Hombres de Tierra Adentro Part 1
Hombres de Tierra Adentro Part 1
Hombres de Tierra Adentro Part 1
HOMBRES
DE
TIERRA
ADENTRO
CAPITULO 1. CHIVATEROS
Rodaban las piedras del camino bajo los pies, anchos y tostados, de
aquellos indios que bajaban con -su piara de chivatos buscando pasto
nuevo para los animales y mercado donde colocar sus productos.
Habían dejado atrás los cerros altísimos y entraban en la garganta de
la quebrada. Allí los árboles estiraban sus ramas, un poco
tímidamente, y el río golpeaba su canción sempiterna sobre las rocas
del cauce estrecho.
—Ya vamos llegando, ya —la voz áspera de Tomás resonó igual que
los guijarros bajo la presión de las ojotas.
Cirila volvió un poco su cara redonda y abarcó la inmensidad del
camino que había quedado perdido entre las cumbres lejanas. No dijo
nada. Quizá no se dio cuenta de que, al mirar hacia atrás, lo hizo
buscando el recuerdo del cholo Pedro y de sus caricias rudas que
sabían a campo y a tormenta cuando encendían su cuerpo aromado de
congona.
Gratas eran las noches, olorosas a toronjil, en el campamento que los
chivateros establecieron en Puco; y al abrigo de la oscuridad el suave
llanto de las quenas se mecía dulcemente. Propicia la hora para los
amantes, Pedro iba a buscarla llevando consigo su fuerte sabor a coca
y la reciedumbre de sus brazos cobrizos.
La rústica felicidad duró muy poco, pues el tayta Tomás decidió un
día bajar a la quebrada.
—Es buen tiempo para vender los quesitos —dijo.
La mama Domitila comenzó silenciosa —como siempre, sin discutir
las órdenes del dueño— los preparativos para la partida. Envolvió los
quesos en pancas aromáticas, saló la carne y juntó el chuño que, con
la chalona, herviría en el chupe cimarrón cocido entre dos jornadas en
la pascana acogedora.
Cirila se despidió del cholo Pedro.
—De mañanita nos vamos yendo pues...
—Ta bien Cirila, volverás...
—Volveré.
Así afirmaron su promesa de amor, bajo la mirada amable de una luna
serrana muy brillante y cuando el melancólico son de las quenas les
decía que quizá, o que no sería nunca más.
Luego se desenrollaron lentamente, interminables, los caminos.
Helados primero y ásperos, más suaves después. Ahora ya estaban en
la quebrada: habían llegado.
***
***
Se peinaba las trenzas negras, Cirila. Estaba junto a la choza que sus
padres levantaron, en el cerco de rastrojo alquilado por el patrón para
sus animales. Allí, entre esos cuatro horcones mal cubiertos por una
estera, pasaban los días y las noches. La madre ocupada en mil
quehaceres, pues cocinaba, ordeñaba a las cabras y hacía los quesos.
La muchacha cuidaba de la guagua, vigilaba que los chivos no
saltaran las tapias en busca de pasto más tierno y además tenía que
hilar lana para los ponchos de su padre. Así devanaba las horas,
mirando los cerros de la otra banda, cantando huaynos y tristes,
mientras sus dedos hacían saltar el huso y su voz despertaba nostalgias
dormidas.
Después de una pausa cambió la tonada:
“¡Ay! Si estará muerto bajo la luna.
O me lo traerá el río....
Si estará muerto. Si estará vivo.
Pero a mi dueño yo lo espero”.
Los peones serranos mascaban más duro su coca. Capaz ellos también
se hundirían en la tierra esa, caliente, de la costa y nunca volverían a
sus lomas grises y frías pero amadas. Capaz....
Los trabajadores costeños sentían una vaga tristeza llegada con esa
música. Con esa canción de la que no comprendían las palabras. Algo
les dolía adentro y lo resolvían en bromas groseras o gritando fuerte
contra la serranita que los había alborotado.
—Y es frisca ¡Caray!
—Amarga como la retama había sido.
Pero luego todos los muchachos: Juan, Gumercindo, José... todos la
buscaban en las noches oscuras. La llamaban desde el rastrojo
asustando a las cabras que balaban agudamente. Trataban de
acercársele en el día. Y ella se reía de todos. Quizá el recuerdo de
Pedro estaba temblando en su alma como espina en la herida.... Quizá
si alguno de los otros, de los que no le decían nada, había interesado
su coquetería de mujer.
***
—En pagando el arriendo del rastrojo, nos estaremos yendo pues,
para más abajo.
—¿Y cuándo será pues?
—Mañana.
Los peones vieron los preparativos del viaje y una inquietud que era
como un dolor sordo, entró en el pecho de Juan, el pastor, que quería
para sí a Cirila. Trató de hablarle, pero ella le esquivó risueña, y
entonces él, herido en su orgullo de Hombre a quien ninguna se
resistiera hasta entonces, montó en su mula para llevarse reses al pasto
y de regreso se emborrachó en la pulpería del chino Agustín.
***
***
***
***
—Güena…—aplaudieron algunos.
—La Yunsa. ¡La Yunsa! —gritaron otros.—Vamo a comenzar.
—Ay vá —contestaron los músicos. Y la canción rompió vibrante:
“Yunsita, yunsita....
¿Quién te tumbará?
já já …”
Salieron los danzantes y comenzó el baile en ronda:
“Saucesito verde,
color de la playa.
Priéstame tu sombra
hasta que me vaya”.
Damián.
***
La madrugada clareaba ya sobre las casas y los potreros, cuando
Damián y sus ayudantes se dirigieron a cargar la piara que llevaría
treinta barriles de aguardiente a Pisco.
—Dale.
—Aquí nomás.
—No seas bruto cholo ¡Pásale la cincha primero!
—Así queda más pior....
—Así, te digo.
—Güeno. Ya está faite.
—Vamo, vamo que si hace tarde.
Una luz casi rosada asomaba por los cerros de la otra banda cuando
todas las muías estuvieron cargadas, y al melancólico son de las
esquilas salieron, portada afuera, tomando el callejón al pueblo.
Damian iba silencioso, fumando un cigarrillo que le sabía áspero.
Malhumorado lo tiró al suelo y espoleó un poco su cabalgadura.
—¿Vites al don?
—Va preocupau.
— Icen por ay....
- ¿Qué?
El otro peón emparejó su mula con la de Santiago y volvió a
interrogar.
—¿Qué?
—Es de la mujer del zapatero e’ Vitoy, don Daniel. Cuentan q’ ella lo
espera toas las noches en el cerco e’ la Cruz, dende que escurece y
dicen tamién que toa la plata e’ don Damián es pa’ ella. De Pisco le
trae percalas finas y hasta le ha regalau aretes de oro y una sortija.
Avivada la curiosidad el otro escuchaba, tensos los sentidos.
—Y ella es joven y más bien simpática. Hace poco que llegó de la
sierra.
—¿Y el marido?
—Se la pasa onde el chino too el santo día y llega
siempre borracho a su casa.
—¿Nadies le ha dau el soplo?
—¿Quién pué? Toos son amigos e’ don Damián y además le tienen
miedo porque saben q’ es muy macho.
—Y aura....
—¡Cállate! mira ahí, mira.
Llegaban ya al pueblo y las primeras casitas blancas asomaban entre
el verde de huertas y parrales; pero lo que había llamado la atención
de Santiago era una figura inmóvil que acechaba desde lo alto, a la
puerta de una de las casas. En la claridad más y más creciente que
vestía las cimas de los cerros, todos pudieron distinguir a una
muchacha alta y hermosa que con fijeza de alucinada miraba pasar la
caravana.
Damián alzó un brazo saludando y entonces ella sonrió. Sonrió con
los ojos y los labios, con la mano tendida en un adiós y con todo su
cuerpo joven, perfumado de naturaleza, que sabía de caricias
apasionadas y besos ardientes a la luz de las estrellas.
El arriero sintió una corriente de vida atravesarle todo su ser y se
irguió en la montura. La mirada de ella lo siguió por el camino
polvoso, escarbó detrás de las tapias que lardeaban el sendero y luego
se recogió en sí misma, cuando hombres y bestias se perdieron tras un
recodo florecido de retamas.
María.
***
Damián.
María.
El zanjo.
***
***
Juan de Dios bajó por el caminito oculto entre las retamas, abriéndose
paso en el boscaje de sauces y cinamomos hasta que llegó a un claro
a orillas del Chunchanga.
El paisaje de ese día soleado sobre el monte, ofrecía a sus ojos la
maravilla del color y la luz, que las ramas verdes le habían ocultado
en su jornada a través de la enmarañada penumbra de enredaderas y
pajarobobos.
Todo estaba quieto. En el inmenso silencio de la soledad se podía
escuchar la canción del río murmurando su eterna queja estremecida,
y el silbo de los pájaros que volaban a ras del agua.
Un sentimiento de nueva vida corrió presuroso por el alma del
muchacho, y durante largo rato se estuvo allí, de pie sobre la arena
pulida, aspirando ávidamente el aire fresco con olor a tierra nueva, los
perfumes de las retamas y cinamomos, el aliento acre de las
yaraviscas y escuchando los trinos del chirote.
Aquí... ¡Sí! Esto era lo que había deseado poseer: la quietud y la
soledad. Quería vivir lejos de las rancherías bulliciosas y de los
tambos con olor a pisco y coca chacchada.
Descargó cuidadosamente la alforja que llevaba al hombro y se puso
a buscar cañas para fabricarse un albergue.
Juan de Dios siempre había sido un muchacho diferente a los, demás
del pueblo y de las haciendas, y su madre lo miraba con inquietud
cuando se tendia frente al rancho sin hacer nada, permaneciendo allí
una o dos horas, mientras sus compañeros corrían por las chacras
buscando gusanos de colores o cortando yerba para los chanchos y
conejos de sus corrales.
Micaela, la madre, entraba y salía de la casita y con cualquier pretexto
le hablaba:
—Anda pal potrero y trayme alfalfa floriada que los animales tan de
hambre.
Juan se levantaba desganado y marchaba por los campos, verdes de
pasto nuevo o floridos en tono violeta, que daban al viento los botones
menudos de la alfalfa.
Otras veces le mandaba comprar recado donde el chino pulpero, o con
cualquier encargo a la hacienda.
—Dile a la patrona que empreste un poco de cuajo pa’l queso.
La cuestión era hacerlo moverse. Verlo trabajar en algo, ya que su
preocupación era el porvenir de ese muchacho. A veces, hablando de
él decía:
—Es un flojo este hijo que Dios me ha dau. Catay, ahí lo tienen
mirando como corre el agua debajo de los ficos. Que distinto ‘e sus
hermanos que aura hasta champean...
Juan no hacía caso y cada día estaba más retraído en sí mismo, como
agazapado, escuchando la voz de algo que los demás no alcanzaban a
oír.
Nada le gustaba tanto como el agua corriente, la soledad y el silencio.
Cuando estaba junto a la acequia sentía una felicidad plena y la
corriente oscura le parecía una cara amiga. Se inclinaba hacia ella
buscando las raíces de los árboles que allí se refrescaban del calor y
las piedras hundidas en el lecho cubierto de movedizo limo. A veces
su rostro sé reflejaba en ese movible espejo y entonces, bruscamente,
echaba atrás el cuerpo. Nada quería él de seres humanos: nada. Ni su
pobre perfil cobrizo, ni sus ojos abiertos para el misterio.
—Y un día se decidió.
—Me voy mamá. — dijo cierta mañana soleada.
Micaela dio un grito de sorpresa.
—¿Pa onde te vas muchacho?
—A vivir solo junto al río.
—Tas loco.
Él se encogió de hombros.
—Puee ser. — respondió. Y haciendo su atado, sin un gesto, sin
emoción alguna emprendió camino al río. Allí donde el monte
clareaba su fronda para formar playas de arena dorada.
***
***
—Han visto —decían los peones en la ranchería—
Juan de Dios se ha güelto riano.
'icen que too el santo día se la pasa cazando camarones y que ha hecho
su rancho entre el monte, allá por la bajada ’e San Lorenzo.
—Capaz tá tocau. —comentaba alguien.
Pero el viejo mayordomo movía la cabeza explicando con su antigua
sabiduría.
—Eso le da a algunos nomás. No pueden vivir sino solos y cerca al
agua. Más bien pue ser que'el muchacho tenga origüa e’ huacazo o de
otro animal desos.
—¿Y se les pasa?
El zambo movía la cabeza negando:
—Nunca. Por ay viven y por ay mueren. En veces a uno que otro se
lo lleva el río cuando llegan las llapanas.
—Dios lo libre. — Y las mujeres se santiguaban.
—Es mala locura esa. —seguía el mayordomo— Vaya usté a ver, en
lugar de trabajar la tierra, de arar y champiar, meterse entre el monte
como los animales...
Se quedaban silenciosos y el soplo de lo misterioso y profundo que
alberga toda alma humana parecía tocarles por un momento. Luego
seguían en su charla, indiferentes ya, olvidados del muchacho y de su
suerte. Los cigarrillos prendían una lumbre cordial en la penumbra del
anochecer, y desde la portada se oían luego risas broncas y palabras
perdidas entre el bordonear de alguna guitarra.
***
Juan de Dios se escondió rápidamente entre un macizo de totoras.
Alguien venía a interrumpir su soledad y no quería ser visto.
Un canto agudo de mujer llenaba el espacio acercándose a la playita
de arena y pronto las ramas tronchadas de algún sauce llorón y varias
piedras que rodaban anunciaron la llegada de la intrusa.
El muchacho se escondió más entre el monte y esperó.
La canción llegaba con nitidez en el absoluto silenció de la tarde y
pronto una jovencita asomó en el claro. Era pequeña, delgada y su
carita alegre parecía un reflejo del sol entre los árboles. Lanzó la
última nota de su canto y luego se quedó callada como escuchando
aquella otra canción del río manso deslizándose entre las piedras y
lamiendo las raíces de sauces y retamas. Luego se acercó a la corriente
y probó la temperatura del agua metiendo en ella su pie desnudo.
Desde el escondite donde estaba agazapado, la podía ver bien Juan de
Dios. Su cuerpo delgado se inclinaba hacia las aguas limpias y había
en la curva del cuello una suavidad que parecían armonizar con la paz
de la hora y el silencio que pesaba sobre la playa soleada y tranquila.
Luego la chica se irguió buscando con los ojos un lugar protegido
donde dejar su ropa y Juan entonces, con una vaga sensación de
molestia al espiarla, decidió salir de entre la maleza y bruscamente,
silbando una tonada se acercó al río.
Ella ahogó un grito pero él dijo calmado:
—No te asustes. Sigue nomás que yo voy a buscar leña.
Y fingiendo indiferencia se alejó monte abajo.
Cuando volvió los ojos, la divisó chapoteando alegremente en un
remanso del río.
***
La luna asomó redonda por un cerro de la otra banda y su luz intensa
bañó de plata el alto monte, las aguas mansas del Chunchanga y la
ribera tranquila.
Juan de Dios, echado sobre su manta de colores, miraba la noche
como desde un profundo ensueño: su apasionado ensueño de amor. Y
pensaba en la cholita Asunta que no tardaría en llegar, en su fresca
piel color del maíz maduro, en sus ojos alargados y juguetones, en su
risa bullera, en su boca caliente y ávida.
Desde la tarde que la muchacha llegara al río a bañarse, fue para él un
vago, después preciso deseo de tenerla entre sus brazos; y su soledad
se llenó de pensamientos ardientes y de palabras cariñosas. Tenerla...
Y en una hora predestinada fue realidad su sueño. Como proyectado
por fuerzas superiores aquel deseo rondaba a la muchacha y ella,
atraída también hacia este hombre joven, solitario entre el paisaje
agreste, volvió al río una y otra vez y de pronto ofreció sus quince
años al amor que la reclamaba. Fue en un crepúsculo apagado, cerca
de las aguas que contaban viejas historias, bajo las ramas de un fuerte
cinamomo, y oyendo sin escuchar, el trémulo canto de un chaucato
que reclamaba a su hembra.
Juan de Dios se dió vuelta sobre la manta y luego se incorporó
ágilmente. Oía los pasos ligeros de Asunta deslizándose por el
caminito en bajada y fue a su encuentro. Luego los dos se acercaron
a la playa, blanca y fría de luna.
***
***
“Cuando tú vuelvas
quizá te haya olvidado,
y en brazos de otro amor
la vida borre mis penas.”
Esas palabras... esa tonada... Suspiró. Mejor olvidar del todo ya que
el pasado nunca puede regresar. Dos golpes en la puerta le hicieron
retornar a su vida presente: el campamento, Francisco, los trabajos
rudos.... la quebrada. Fue a abrir.
—¡Justina...!
- ¡Tú!
No pudo encontrar las palabras que debía decir. Todas habían huido,
aventadas por la honda emoción del reencuentro.
—Tú...
Y no acertaba a decir más en el maravilloso momento de la sorpresa.
Allí estaba frente a ella el pasado. Allí, como una resurrección
íntimamente deseada se presentaba Vidal, surgiendo de entre las
sombras en esa noche oscura. No pudo hablar. Le miraba, prendidos
los ojos del rostro amado, más deseable porque lo consideró perdido
y había sido el angustioso recuerdo de sus horas inútiles.
Estaban frente a frente los dos y un silencio cargado de anhelos, de
deseos y de pasión los oprimía con sus anchas manos.
El reaccionó primero, porque había llegado con la casi seguridad de
encontrarla.
—Justina —dijo— Quiero hablarte antes de que llegue Francisco.
—¿Lo viste salir?
—Sí, estaba esperando que me diera este momento de verte sola,
porque cuando dijo tu nombre pensé que esa mujer, que ahora estaba
en su vida, no podía ser otra que tú.
—¿Sabías?
—Nada. Pero el corazón no engaña.
Ella lo miró más fijo aún, luego dijo brevemente:
—Entra.
La piecita estaba en penumbra pues la mecha del lamparín agonizaba
dentro del tubo, pero entre esas sombras resplandecían dos rostros
consumidos por la luz potente de una pasión que surgía desde la raíz
del pasado.
Vidal entró lentamente detrás de Justina y cerró la puerta.
—No. ¿Por qué? —interrogó sobresaltada.
El muchacho se le acercó. Sin decir nada sus brazos fuertes
aprisionaron entre ellos a la mujer que no se resistía y su boca, ancha
y caliente, buscó los labios que se entregaban. Que febrilmente lo
besaban, porque Justina había deseado esa hora, la había reclamado
en los momentos amargos de su soledad, cuando él la dejara no sabía
por quién, cuando la había dejado en la frialdad de su cuartito.
“Si tu volvieras,
cómo te amaría…
II
III
IV
** *
***
—Güeña Fermín.
—Catay, eso es muy triste, hombre.
—Venga aura algo más alegre.
—Ay va la fuga. —gritó alegremente Fermín encaramado en una
saliente de la roca. Las notas viriles saltaron sobre el fondo musical
del río.
—¡Esu es!
—Catay que tiene razón...
Francisco y Vidal golpeaban en silencio la entraña dura del cerro. No
se hablaban ni se miraban siquiera, pero Francisco sentía una amenaza
oscura sobre su cabeza.
Vidal apretaba la barreta con rabia y en ese momento odiaba todo: a
la vida, a Francisco y a Justina que le había dicho antes:
—Ya no aguanto esto.
—Yo tampoco.
—Ese hombre... ¡Lo odio! Ya no puedo más. O nos vamos o...
—¿O qué?
—Es muy fácil que Francisco tenga un accidente... Esas peñas.
Entonces seremos libres.
—¡Calla! —dijo él brutalmente.
Justina rio.
—Yo no digo que tú...
—¡Cállate!
—¿Es que no me quieres? —y le ofrecía los labios y en los ojos ardía
una lumbrecita apasionada. — Es que no me quieres. —terminó
rotunda.
—No digas eso. —La hubiera abrazado. Hubiera aplastado en su boca
besos ardientes. Pero no podía ¡No podía! Miró hacia el camino por
donde iba Francisco y lo divisó parado, mirándolos. Un odio que se
firmaba le deslumbró las pupilas y entonces rio salvajemente. Rio
como si la vida le fuera en esa carcajada.
***
***
Una algarabía de voces roncas se alzó bajo el sol. Todos los peones
que habían llegado para el almuerzo, contaban y contaban. Nada se
podía entender entre la confusión y entonces una de las mujeres que
repartían el chupe de las grandes latas humeantes pidió:
—Uno nomás. Qui hable uno solo porque así no llegaremos a saber
nada. Vamo a ver ¿Qui ha sucedido?
Fermín comenzó pausadamente, y el horrible minuto que pudo ser
trágico, volvió a extender su espanto en la claridad del día.
—Don Francisco taba pálido. Nunca he visto a un cristiano ponerse
tan blanco en un repente. Y la soga s’ iba rompiendo, poco faltaba. —
se enjugó el sudor de la frente, estremecido ante el angustioso
recuerdo. —Entonce....
—Entonce ¿Qué? Habla hombre.
—Don Vidal taba un poco más arriba y.…. ¡caramba que tamién se
arriesgó! Si le falla el pulso...
—¿Q’ hizo Vidal? —en la pregunta de Justina saltaba la inquietud.
—¿Q’ hizo? Lu que too hombre con el alma bien puesta. Adelantó el
cuerpo y asujetó la soga, a puro puño nomás.
—¿Eso hizo?
—Y don Francisco pudo asentarse en la roca.
—¿Diay?
—Naa más. —miró hacia la trocha y anunció solemnemente. —Qui
ay vienen.
Un clamor alegre saludó a los hombres que se acercaban lentamente
por el camino polvoso...
Justina esperaba con una ansiosa mirada en sus ojos claros. No podía
ser. Alguno de los dos no vendría.
Pero allí estaba su marido aproximándose sonriente y cansado. Allí
venía también Vidal que no se detuvo, pasó de largo mirando más allá
y más arriba, donde se pone el sol tras de los cerros chatos buscando
el refugio profundo del mar.