Pinacchio-Breve Viaje Al Pueblo de Los Posmarxistas
Pinacchio-Breve Viaje Al Pueblo de Los Posmarxistas
Pinacchio-Breve Viaje Al Pueblo de Los Posmarxistas
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A mis viejos
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No quiero dejar pasar la ocasión de mencionar a quienes me
ayudaron, de uno y otro modo, a realizar este trabajo:
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Índice
Introducción.
1. El posmarxismo
2. La política
3. El pueblo
4. Conclusión:
Bibliografía……..………………………………….……………………………….…..... 83
6
Introducción.
En nuestros días resulta claro que no hay nada de evidente ni mucho menos de
natural en utilizar el término pueblo para pensar la política. Con esto no nos referimos a los
discursos y prácticas mediáticos y/o partidarios en los cuales se observa cada vez con más
frecuencia que se interpela a “los vecinos” o a “la gente”. Frente a esto nos interesa destacar
que también desde el análisis social y la reflexión filosófica es posible encontrar
cuestionamientos a dicho concepto. Estos cuestionamientos, a su vez, tienen como correlato
la puesta en circulación de muchas otras denominaciones, más o menos novedosas, que
encarnan diversas alternativas para pensar la cuestión del sujeto de la política: nombres
tales como “subalternos”;“condenados”, “oprimidos”, “multitud”, entre otros.
Ahora bien, sería erróneo suponer que estas diferencias pueden reducirse sin más a
una mera disputa nominal, y pretender rebajarlas a una simple opción entre distintas
“etiquetas” que, en última instancia, refieren a lo mismo. Para llegar a comprender el
significado de cada una de estas denominaciones resulta indispensable analizar en detalle
las diferentes concepciones filosóficas y políticas dentro de las cuales se inscriben. En este
sentido, conviene aclarar que no nos proponemos realizar una genealogía de la puesta en
crisis del pueblo, ni mucho menos una historización de sus alternativas. La esquemática
caracterización que haremos a continuación de algunas de las principales críticas que el
concepto pueblo ha recibido no tiene otro fin que la de proponer una primera aproximación
al interrogante que nos guiará en este escrito, a saber: ¿de qué modo persiste el pueblo en
las obras de Ernesto Laclau y Jacques Rancière?
Hecha esta aclaración, quisiéramos señalar que la tradición marxista ha desplegado
una insistente crítica al concepto pueblo tal como este se ha impuesto en la modernidad, ya
sea en su configuración ilustrada, como unidad formal en clave jurídico-política1, ya sea en
1
Para una reconstrucción histórico-conceptual del dispositivo político moderno en la cual se sostiene que la
representación unitaria de la voluntad popular es su signo distintivo, ver La representación política, de
Giuseppe Duso (2015).
7
su versión romántica, con sus derivas sustancialistas y organicistas2. Desde el marxismo se
ha sostenido que dicho concepto implica una operación ideológica que tiene como finalidad
desdibujar el contenido real de los intereses de los explotados.3 La esencia del engaño
reside, pues, en la postulación de una falsa unidad –que puede ser “el pueblo” pero también
“La Nación”4– que vendría a encubrir al verdadero sujeto de la política. Esta falsificación,
asimismo, tendría como efecto velar una división que es insuprimible, al menos dentro del
capitalismo: la de las clases sociales. De acuerdo con esta crítica de tipo clasista, hay en la
apelación al pueblo una ambivalencia constitutiva que resultaría, antes o después,
perniciosa para los verdaderos intereses del proletariado.
Naturalmente, esto no ha impedido que los marxistas hagan uso del término pueblo.
No obstante, allende su uso, lo que nos interesa resaltar es que lo que prima en esta
comprensión de la política es un dispositivo conceptual mediante el cual la identificación
con el pueblo (o con “lo popular”) está subordinada a una pertenencia de clase que resulta
previa y que, por lo tanto, la pre-determina. Esto explica, por ejemplo, que la táctica de
muchos partidos se realice en términos de “alianzas de clases”. Más allá de lo
circunstancial de ciertas alianzas, las clases (o mejor aún las “fracciones de clase”) que la
componen salen de ella objetivamente igual que como entraron, es decir, con las mismas
determinaciones e intereses que la determinan. La experiencia de los Frentes Populares
contra el fascismo de la primera mitad del siglo XX es un ejemplo de esto. Este tipo de
alianzas es, en el fondo, una tregua. A fin de cuentas, para este enfoque, nunca se deben
sobreestimar las posibilidades de la iniciativa política puesto que ésta siempre está, en
última instancia, determinada por la configuración social.5
2
Para una reconstrucción crítica del concepto de pueblo, tal como lo desplegó el romanticismo alemán y el
pensamiento contrarrevolucionario francés del siglo XVIII, ver El asedio a la modernidad de Juan José
Sebreli, en particular el cap. V: “Del Volkgeist al populismo” (1991: 157-182).
3
En este sentido Jacques Rancière ha sostenido que el marxismo (al menos en su deriva “policial”) pretende
“[…] reducir la apariencia política del pueblo al rango de ilusión que encubre la realidad del conflicto o, a la
inversa, denunciar los nombres del pueblo y las manifestaciones de su litigio como antiguallas que demoran el
advenimiento de los intereses comunes.” (2007: 112).
4
Para una explicación en torno al pasaje del concepto “Pueblo” al de “Nación” en el pensamiento político
moderno, ver la primera parte de Ce qui fait qu'un peuple est un peuple?, de Etienne Balibar (1989).
5
Al respecto, en La institución imaginaria de la sociedad, Cornelius Castoriadis afirma lo siguiente: “Lo que
las clases hacen, lo que tienen que hacer, les es, cada vez, necesariamente trazado por su situación en las
relaciones de producción, sobre la cual no pueden nada, pues la precede tanto causal como lógicamente […]
Si son actores, lo son exactamente en el sentido en que los actores en el teatro recitan un texto dado por
adelantado, […] no pueden impedir que la tragedia camine hacia su fin inexorable.” (2010 [1975]: 49).
8
Existe una segunda modalidad de la crítica que, en vez de fundarse en la división de
clases, se afirma desde la multiplicidad. A partir de las luchas emprendidas por el
feminismo, los denominados pueblos originarios y algunas otras “minorías”, se ha señalado
que el concepto pueblo (lo mismo que el de “clase” o el de “ciudadanía”), establece una
unidad falsamente representativa que viene a obstruir la posibilidad de reconocer la
pluralidad propia de lo real, tanto en sus opresiones como en sus resistencias y sus
proyectos. La apelación al pueblo sería, desde esta perspectiva, un artilugio mediante el
cual una determinada particularidad “usurpa” el título del universal.6 Mediante esta violenta
apropiación del universal por parte de un determinado particular (el hombre, el blanco, el
cristiano, el asalariado, etc.) se produciría el encubrimiento de la multiplicidad y, por tanto,
la anulación de su potencial político.
Dentro de esta segunda modalidad, ahora nos interesa destacar lo que podríamos
considerar como una variante “marxista” de este mismo tipo de crítica. Nos referimos a los
planteos de Hardt y Negri o Paolo Virno, entre otros.7 Para estos autores los problemas
éticos y políticos que trae aparejados el concepto pueblo están estrechamente ligados a su
caducidad, puesto que, según sostienen, esta figura de la política moderna, antes central, ya
ha sido “superada” históricamente. Por esta razón, consideran que la pretensión de seguir
aferrados al pueblo como clave para la acción política sería ni más ni menos que el síntoma
de un duelo incompleto, una profunda tara intelectual. Como alternativa proponen retomar
6
Como un ejemplo de esta operación podemos considerar el argumento que, desde el feminismo, realizan
Fascio y Fríes sobre la legislación moderna: “Las legislaciones […] se han modernizado aunque aún así
pueden ser llamadas implícitamente patriarcales. En efecto, dependiendo de las necesidades y preocupaciones
masculinas, siguen dos cursos de acción. En un sentido las legislaciones siguen siendo patriarcales cuando,
aunque nos reconozcan como sujeta de derechos, nos despojan de ciertos derechos como la libertad de tránsito
al exigirnos seguir el domicilio de nuestros maridos […] o cuando nos mantienen mujeres dependientes de la
buena voluntad con pensiones alimenticias bajísimas e incobrables, necesitadas de su aprobación para regular
nuestra fecundidad, etc. (limitaciones a nuestros derechos que responden a necesidades masculinas). En el
otro sentido, la legislación sigue siendo patriarcal cuando sólo nos toma en cuenta en cuanto a nuestra función
reproductiva estableciendo toda clase de protecciones para las mujeres […] En ambos sentidos las
actividades, necesidades y preocupaciones de los hombres constituyen lo esencial de estas legislaciones.”
(1999: 59).
7
Algunos de los libros más influyentes de esta corriente son Imperio (2000), Multitud (2004), ambos de Hardt
y Negri, y Gramática de la multitud (2003), de Paolo Virno. La lista, de todos modos, es mucho más extensa
e involucra a buena parte de la denominada Italian Theory. Sobre esta corriente de filosofía política italiana
puede consultarse el dossier de Paisajes del pensamiento contemporáneo, invierno 2015-2016.
9
el término “multitud” puesto que –esta es su tesis– en él habita una posibilidad moderna de
tipo emancipatorio que hasta ahora ha sido inhibida.8
A pesar de las innegables diferencias existentes entre las concepciones clasistas y la
de los apólogos de la multitud, encontramos un significativo punto de convergencia.
Parafraseando al pensador bengalí Dipesh Chakrabarty, es posible afirmar que incluso
cuando se abandona la pretensión de que el proletariado en su sentido tradicional sea el
sujeto de la política, se mantiene aún la pretensión de encontrar algún sucedáneo que
cumpla su función. La multitud vendría a cumplir esa misma función en las condiciones
actuales, las de un capitalismo que se ha convertido en global, que no tiene fronteras, el
“biocapitalismo”:
Cuando el joven Marx, hegeliano de izquierda, inventó la categoría de proletariado como
nuevo sujeto de la historia que sustituiría a la burguesía […] había una precisión filosófica en
el nombre y este parecía ajustarse a la clase de obreros nacidos de la revolución industrial.
[…] Pero nombres como campesinos (Mao), subalterno (Gramsci), condenado (Fanon), o el
partido como sujeto (Lenin/Lukács) no tienen ni precisión filosófica ni sociológica. Es como
si la búsqueda de un sujeto revolucionario que-no-fuera-el-proletariado (en ausencia de una
clase obrera amplia) fuera un ejercicio en una serie de desplazamientos del término original.
La multitud de Hardt y Negri es, me temo, otro de los sustitutos. (Chakrabarty, 2008: 157-
158).
¿Qué tenemos hasta aquí? En resumidas cuentas, que si aquella crítica clasista nos
recuerda la división constitutiva de lo social y el conflicto que le es inherente, esta crítica,
desplegada en nombre de lo múltiple, nos recuerda la pluralidad de las identificaciones
políticas posibles y todo el potencial transformador en ellas contenido.
Por último, conviene aclarar que no es el objetivo de estas primeras líneas presentar
nuestra propia opinión sobre estas críticas. Si las mencionamos es porque consideramos que
la intención de decir algo en torno al pueblo en nuestros días no puede pasar por alto el
desafío de medirse frente a ellas. Dicho de otro modo: si nuestra pregunta inicial rezaba ¿de
qué modo persiste el pueblo...?, a la luz de estas diferentes críticas, nos parece evidente que
8
En palabras de Virno: “[…] el concepto de multitud, a diferencia del más familiar pueblo, es una
herramienta decisiva para toda reflexión sobre la esfera pública contemporánea. Es preciso tener presente que
la alternativa entre pueblo y multitud ha estado en el centro de las controversias prácticas (fundación del
Estado centralizado moderno, guerras religiosas, etc.) y teórico-filosóficas del siglo XVII. Ambos conceptos
en lucha, forjados en el fuego de agudos contrastes, jugaron un papel de enorme importancia en las
definiciones de las categorías sociopolíticas de la modernidad. Y fue la noción de pueblo la prevaleciente.
Multitud fue el término derrotado, el concepto que perdió.” (2003: 21).
10
introducirnos en ella obliga a transitar, cuanto menos, estos otros interrogantes: ¿persiste el
pueblo de los posmarxistas a costa de negar la división constitutiva de lo social?
¿Pretenden, estos autores, situar lo político más allá del conflicto? ¿Desprecian, con su
propuesta, la multiplicidad propia de lo real?
Es al interior de este espacio problemático –crucial para el pensamiento político
contemporáneo– que pretendemos inscribir nuestra indagación en torno a las obras de
Jacques Rancière y de Ernesto Laclau y, en particular, sus respectivas elaboraciones del
concepto pueblo.
El intento de poner en diálogo las obras de nuestros autores cuenta con varios
antecedentes. Entre estos se destaca, sin dudas, la lectura que cada uno de ellos ha realizado
del otro. Empecemos, pues, con la lectura que Laclau realiza de la obra de Rancière.
El diálogo con el filósofo francés está en el centro de la obra madura de Laclau. En
La razón populista, por caso, el argentino destaca algunas coincidencias importantes. Una
de ellas es el hecho de que conciben al pueblo como “una parte que funciona como el todo
de la comunidad”. Esto significa que la tensión entre la plebs y el populus, que vamos a
retomar luego, sería un elemento dinamizador de la conflictividad social presente en ambas
obras. Por otra parte, Laclau señala que ambos se refieren al sujeto político como a “una
clase que no es una clase” (2005: 305-306). El distanciamiento de las versiones más
tradicionales del marxismo sería, por lo tanto, otro de los puntos de convergencia. No
obstante, Laclau también destaca algunos desacuerdos. Laclau entiende que ciertas
“concesiones sociológicas” que realiza el francés, privilegiando a la clase trabajadora y la
lucha de clases, son el efecto de no haber llevado hasta el fondo la ruptura con la
determinación socioeconómica propia del marxismo tradicional (2005: 307-308). Esto
redunda, por ejemplo, en “cierta ambigüedad” a la hora de caracterizar al pueblo. Otro de
los desacuerdos, también importante, radica en que el planteo de Rancière parece dar por
descontado que toda irrupción política posee un significado y una orientación claramente
emancipatorios. El filósofo francés identificaría demasiado rápidamente la posibilidad de la
política con la posibilidad de la política emancipadora. Pero dicha identificación, asegura
Laclau, es totalmente arbitraria puesto que, nos guste o no, también hay política de
derecha:
11
Sería histórica y teóricamente erróneo pensar que una alternativa fascista se ubica
enteramente en el área de lo contable. Para explorar la totalidad del sistema de alternativas es
necesario dar un paso más, que Rancière hasta ahora no ha dado: explorar cuáles son las
formas de representación a las que puede dar lugar la incontabilidad. (2013: 306).9
Aunque de manera más marginal, también podemos encontrar referencias de Rancière
a la obra de Laclau. En El método de la igualdad (2014), por ejemplo, el filósofo francés es
interrogado acerca del vínculo entre subjetivación y comunidad. En su respuesta asegura
que “la subjetivación es la operación simbólica que separa a la comunidad de su identidad”
y que, debido a ello, la subjetivación política presupone siempre la existencia de algún tipo
de comunidad. A continuación señala tres propuestas contemporáneas que han intentado
pensar esta relación. En primer lugar, menciona aquella que sostendría Tony Negri, en la
cual se le da “[…] poco valor a la simbolización porque piensa que la comunidad subjetiva
se da por el proceso mismo”. En segundo lugar, refiere la que “[…] piensa en la
simbolización como potencia de convocatoria que lleva el nombre, es decir, en definitiva, la
idea”. Este sería el caso de Badiou y su revalorización de los nombres “obrero” y
“comunismo”. En tercer lugar, asegura, “[…] está la que piensa a la comunidad no como
división sino como composición.” Y es en esta forma de pensar la relación entre
subjetivación y comunidad que ubica a la propuesta laclausiana (2012: 169). Esto significa
que, para Rancière, lo más característico de Laclau reside no tanto en reflexionar en torno al
momento en el cual se produce la separación simbólica entre una comunidad y su identidad,
sino más bien en tematizar la composición de dicho vínculo.
Antes de seguir avanzando, queremos aclarar que, aunque al finalizar este recorrido
seguramente tendremos más y mejores elementos para evaluar la pertinencia de estas
lecturas, no es éste propiamente el problema que nos ocupa. Tal como lo adelantamos, lo
que nos interesa es pensar el problema de la persistencia del pueblo en la obra de estos
autores. Con esta finalidad, nos parece oportuno reseñar brevemente algunos análisis en
9
Esta diferencia en torno al modo de concebir la representación política, que implica al mismo tiempo una
clara toma de posición acerca de las relaciones entre democracia y Estado, está en el centro del debate
mantenido con ocasión de una conferencia que el filósofo francés diera en Buenos Aires. Allí Laclau sostiene
lo siguiente: “Esa lógica de la representación puede conducir a formas oligárquicas. O bien, a través de las
estrategias que pueden desarrollarse dentro del campo representativo, puede inaugurarse una democracia más
radical. No comparto que la democracia es un afuera de lo político y que lo político es algo que está opuesto
al Estado.”Mientras que Rancière, por su parte, afirmaba: “[…] lo que me interesa verdaderamente es el modo
en que el principio democrático funciona en sí mismo siempre como un desafío con respecto al principio
estatal. Porque el principio estatal, a pesar de todo, siempre funcionó como un principio de confiscación y
privatización del poder colectivo.” (Fernández Savater, 2015). Retomaremos este punto en la conclusión del
trabajo.
12
torno a las semejanzas y las diferencias entre las propuestas de Rancière y Laclau. Esto nos
permitirá, no sólo ir estableciendo algunos de los ejes de nuestro trabajo, sino, además,
avanzar algunas claves de nuestra propia lectura.
En uno de sus artículos, Hernán Fair se propone exponer las continuidades entre los
planteos de nuestros autores. Para establecer las semejanzas (que pretende hacer extensivas
a Hannah Arendt) este autor equipara los planteos de Rancière y de Laclau en términos de
“políticas de inclusión”. A su entender, ambos pretenden “incorporar políticamente a los
incontados, o bien a los de abajo dentro del sistema que los excluye, ya sea en su versión
de inclusión radicalizada, ya sea en su versión de inclusión gradualista a partir de la
satisfacción de de diversas demandas sociales equivalenciales” (2009: 109). En este
sentido, Fair sostiene que Rancière promovería “un proyecto colectivo que apunta a una
‘inclusión democrática’”, mientras que Laclau fomentaría “un orden comunitario inclusivo
en presencia e inclusión de una pluralidad de voces” (2009: 111). Sin embargo, en el
mismo artículo, Fair también sostiene que tanto Laclau como Rancière pretenden
“promover una política contraria a la eliminación del conflicto y los antagonismos”, dando
curso así a una crítica a la fantasía del “pueblo-Uno”. Esto significa que, al mismo tiempo
que destaca la capacidad de incluir la pluralidad en el actual sistema en términos que son, a
todas luces, fundamentalmente institucionalistas (¿de qué otro modo podríamos entender, si
no fuera este, la formula “políticas de inclusión”?), pretende que los autores justifican dicha
propuesta política en el conflicto. A nuestro entender, la principal dificultad de esta
interpretación radica en el hecho de que Fair no tematiza debidamente el encuentro de
lógicas heterogéneas en el cual nuestros autores inscriben su concepción de lo político.
Debido a ello, presenta de una manera confusa lo que cada uno de ellos plantea en nombre
de la política con sus contrarios, es decir, con lo que Rancière denomina “policía”, y con lo
que Laclau tematiza precisamente como “institucionalismo”. Esta confusión se hace patente
en un fragmento como el siguiente: “[…] el populismo, en tanto lógica similar a la política,
incluye a los sectores sin parte, en los términos de Ranciere, o bien al Pueblo, en los
términos laclausianos, dentro del sistema político que previamente los excluía” (2009: 107).
Pero, como veremos, el populismo laclausiano no “incluye” sino que “articula”, y siempre a
condición de excluir a “otro”, mientras que la democracia rancieriana no compone con el
sistema sino que, por el contrario, lo “distorsiona”.
En suma, consideramos que en su afán de trazar líneas de continuidad entre Laclau
y Rancière, Fair termina por forzar los planteos, desdibujándolos por completo. Aún así,
reconstruimos su interpretación porque sospechamos que roza, tal vez sin ni siquiera
13
proponérselo, algunas cuestiones significativas. A través de su lectura en clave de inclusión
institucional es posible instalar las siguientes preguntas: ¿en qué medida las ideas de
nuestros autores, una vez analizadas en profundidad, pueden ser consideradas como una
puesta en cuestión de fondo del orden dado? ¿Hasta qué punto el pueblo puede pensarse en
sus obras como instancia de disrupción del orden dado, si no tuviese más remedio que ser
integrado al sistema (capitalista) vigente? ¿Rompen, acaso, estos planteos con el dispositivo
moderno del pueblo? ¿O más bien lo toman como supuesto y horizonte?
Veamos ahora la interpretación de Omar Acha en la cual, a diferencia de la de Fair,
se intenta destacar las profundas diferencias entre nuestros autores. En su reseña de La
razón populista, Acha asegura que, a diferencia del planteo del argentino, el del francés
“está anclado ético-políticamente del lado del pueblo bajo y excluido.” (2006: 142). De este
modo, en sintonía con la lectura que hace el propio Laclau, asegura que en la obra de
Ranciere “el pueblo no es una combinatoria cualquiera, indiferente a las aspiraciones que
representa, sino que se define por el régimen de la lucha de clases.” (2006: 142). En este
sentido, Acha afirma que las aspiraciones políticas del propio Rancière modelan los
conceptos que propone. La diferencia de fondo reside, entonces, en que mientras que este
último adopta explícitamente un posicionamiento ideológico que va delimitando el alcance
y los límites de sus nociones de política, democracia y pueblo, Laclau, en cambio, pretende
estar elaborando una teoría pura en donde sus propias convicciones políticas no tienen
ninguna relevancia. En sus palabras: “Donde Laclau escribe como un teórico académico
posmoderno, Rancière se esfuerza en pensar la condición de posibilidad actual, en el
mundo de hoy y en particular en la sociedad capitalista francesa, para el despertar de una
política popular desde abajo.” (2006: 142). Para Acha, el formalismo laclausiano, que está
asociado a esta pretendida objetividad, tendría efectos teóricos y políticos lamentables.
Pues, en su desmedido afán por establecer una plena autonomía de lo político, Laclau
dejaría sin pensar las dimensiones sociales y económicas. Pero, según Acha, aunque pueda
concederse sin más que estas dimensiones no son determinantes unilaterales o mecánicos
de la política, no por eso dejan de ser importantes para la comprensión de la misma. La
razón populista, concluye, no sólo incurre en un “empirismo desabrido”, sino que hace
imposible establecer diferencias entre los distintos signos ideológicos (derecha o izquierda)
de los sujetos y procesos políticos.
Otra interpretación es la que realiza Ana Muñoz en su artículo “Laclau y Rancière:
algunas coordenadas para la lectura de lo político”. En el balance crítico con el cual
concluye este artículo, la autora sostiene que Laclau “gana terreno en el campo de explicar
14
todo tipo de prácticas políticas pero introduce cierta ambigüedad”, mientras que Rancière
avanza con mayor precisión pero perdiendo de vista “un conjunto de actividades que
podrían ser consideradas como políticas.” (2006: 119). Esto significa que mientras que
aquél cubre demasiado terreno con su elaboración teórica, tornando ambiguos los límites de
lo político, éste, en cambio, dado que privilegia exclusivamente las luchas democráticas y
populares fundadas en el principio de la igualdad, termina acotando excesivamente dicho
espacio. Una vez más, como vemos, se señala una codificación ideológica en el
pensamiento de Rancière que, al parecer, estaría ausente en el de Laclau.10 No obstante, a
diferencia de Acha, Ana Muñoz sugiere probables insuficiencias en el planteo rancieriano:
considera, pues, que existe una “zona gris” entre lo político y la policía que permanece sin
ser pensada y, a partir de esto, pregunta si no hay algo en el funcionamiento de esta última
[la policía] que permite la aparición de lo político (2006: 141). En su opinión, “[…] la zona
gris entre la policy y las prácticas emancipatorias pareciera ser más compleja que el simple
encuentro entre ambas.” (2006: 142).11
Antes de finalizar este apartado, cabe aclarar que si hemos referido estas
interpretaciones es porque consideramos que a partir de ellas podemos extraer algunos
interrogantes significativos, entre ellos: ¿cómo entender el vínculo entre el desarrollo
teórico y el posicionamiento político en nuestros autores? ¿Qué tipo de relación hay entre la
capacidad de análisis que nos proveen sus categorías y el tipo de intervención política que,
cabe suponer, pretenden desplegar? La categoría pueblo que despliegan en sus libros, ¿lleva
acaso las propias marcas de sus propias convicciones políticas? Y, si así fuera, ¿de qué
modo se manifiestan dichas marcas? ¿Qué efectos producen?
10
Haremos mención tan sólo a dos lecturas que difieren de la perspectiva que venimos reconstruyendo hasta
aquí. En primer lugar, y contra la pretensión de que el planteo rancieriano está claramente codificado en
términos ideológicos, la interpretación de Facundo Martín (2014: 118). En segundo lugar, y contra la supuesta
pretensión laclausiana de desideologizar su propuesta teórica, el planteo de Elías Palti (2010: 124).
11
En “Laclau, Foucault, Rancière: entre la política y la policía”, Landau asegura que la propuesta de Laclau
“no nos brinda herramientas para estudiar los mecanismo prácticos, concretos, nimios, mediante los cuales se
regulan las relaciones entre los hombres en términos de gobierno” (2006: 196). A continuación, este autor
sostiene que a partir de Rancière se podría trazar un puente entre Laclau y su análisis de la articulación
hegemónica y las técnicas de gobierno foucaultianas, cubriendo de este modo la falta recién indicada en la
teoría del pensador argentino. Dicho de otro modo, a diferencia de Muñoz, Landau sostiene que Rancière es
un buen recurso para pensar eso que Muñoz llama “zona gris”.
15
¿De qué modo persiste el pueblo en la obra de estos dos pensadores posmarxistas,
Rancière y Laclau? Este es, tal como adelantamos, el interrogante que motiva y orienta
nuestro trabajo. Pero, dado que no se trata de un enunciado transparente e incuestionable
sino más bien todo lo contrario, anticipamos que buena parte de este recorrido tendrá como
finalidad verificar la pertinencia de la misma formulación. A fin de cuentas, ¿por qué hablar
de “persistencia” en relación con una noción como la de pueblo? ¿Por qué denominar
“posmarxistas” a estos pensadores?
La primera parte de nuestro trabajo estará destinada a dar cuenta de esta última
pregunta. Allí intentaremos precisar el significado que le asignamos a esta pertenencia
común que mentamos con el término “posmarxistas”. Entendemos que una explicación al
respecto es indispensable, sobre todo, porque podríamos haber escogido otros “encuadres”
filosóficos y políticos mucho menos problemáticos para englobar la obra de nuestros
autores; se podría tipificarlos, por tomar algunos ejemplos, como “posmodernos”,
“posestructuralistas” o “posfundacionistas”. Por este motivo, en la primera estación de
nuestro viaje vamos a analizar aquellos textos en los cuales tanto Rancière como Laclau
realizan su revisión crítica del marxismo. Nos proponemos reconstruir, en particular, las
operaciones de distanciamiento que los irán convirtiendo en posmarxistas.
En la segunda parte de nuestro escrito vamos a explicar qué entiende cada uno de
nuestros autores en nombre de la política. Se trata, a nuestro ver, de un paso indispensable
para poder ingresar luego en el tratamiento de nuestro tema específico, la subjetividad
política, o sea, el pueblo. En esta segunda estación, por tanto, nos proponemos presentar
algunas de las nociones más significativas de la propuesta política de cada uno de nuestros
autores con la finalidad de enmarcar luego el despliegue de la cuestión del sujeto político.
La tercera parte del trabajo va a concentrarse en este último punto. Nuestra finalidad
será la de desarrollar las conexiones internas entre el problema del pueblo y los dos
momentos previos del escrito, el posmarxismo y la política. Intentaremos mostrar en qué
sentido la igualdad y la democracia, por un lado, y la heterogeneidad y el populismo, por
otro, nos permiten transitar el interrogante que motiva nuestra indagación. En suma, ¿de
qué modo subsiste la noción pueblo en la reflexión política de estos dos pensadores
posmarxistas?
16
Por último, daremos curso a unas conclusiones en las cuales, luego de reconstruir
sintéticamente el argumento general desarrollado a lo largo del escrito, volveremos sobre
los interrogantes abiertos en esta introducción para ofrecer algunas respuestas posibles.
Por último, cabe anticipar que a lo largo del escritoiremos retomando, en distintas
ocasiones, ciertos conceptos y argumentos que consideramos cruciales de las propuestas de
Rancière y Laclau. La repetición de los mismos en distintos momentos del recorrido, la cual
haremos explícita cada vez que corresponda, persigue fundamentalmente dos objetivos: por
un lado,alcanzar la mayor claridad posible desde el punto de vista expositivo;por otro,
reconstruir con la mayor precisión que podamos las propuestas de nuestros autores a fin de
facilitar, de este modo, un diálogo entre (y con) ellos.
17
1. Posmarxismo
12
Elías Palti, 2010.
13
Citado en Fisas, Vicenç,1998.
18
El politólogo argentino Atilio Borón ha sostenido que el marxismo y el
posmarxismo responden a dos lógicas que son absolutamente incompatibles y que, por esa
misma razón, la pretensión de establecer algún tipo de continuidad entre ambos enfoques
carece de todo sentido. Partiendo de esta convicción, en uno de sus artículos, luego de
preguntarse cuál es la razón por la cual ciertos pensadores, como es el caso de Laclau,
siguen referenciando su producción en la tradición marxista, afirma lo siguiente:
[…]el status epistemológico del famoso "posmarxismo" se reduce a un dato banal: los
límites entre el marxismo y el "posmarxismo" estarían trazados por consideraciones
burdamente cronológicas. (…) el prefijo "pos" remitiría a un dato pueril: la mera sucesión
temporal. De este modo el "pos" oculta que se trata en realidad de una ruptura y un
abandono, en vez de ser la continuidad –renovada, crítica, creativa– de un proyecto teórico.
(2000: 56).
Según Borón, entonces, el prefijo “pos” tan sólo daría cuenta de una sucesión de
tipo temporal. El posmarxismo vendría “después” del marxismo pero tan sólo en términos
cronológicos. Sin embargo, en términos propiamente epistemológicos estaría mucho
“antes”, claramente “por detrás” del marxismo.
En la década del ochenta, Agustín Cuevas ya había realizado una crítica similar. El
pensador ecuatoriano sostenía entonces que la de los posmarxistas era una estrategia
mediante la cual muchos ex-marxistas intentaban posicionarse en la academia a partir de un
enfoque teórico pre-marxista. En su encendida crítica a los análisis del Estado
latinoamericano que realizaban estos intelectuales, Cuevas sentenciaba que ponían en juego
un método que era, en rigor, no-marxista. Pues, de acuerdo con su reconstrucción, los
posmarxistas procedían del siguiente modo: primero, suprimen las determinaciones de clase
tanto del Estado como de la “sociedad civil”; luego, oponen abstractamente ambas
instancias; para, por último, terminar concluyendo de un modo totalmente arbitrario que (en
aquellos días) “el locus” de la política se ha desplazado desde el Estado hacia “la sociedad”.
Cuevas no dudaba en afirmar que este tipo de planteos, netamente ideológicos, tiene efectos
nefastos para cualquier proyecto de transformación de la realidad. En primer lugar, porque
esconde el conflicto de intereses inherente a la producción social, o sea, la división de
clases, detrás de la engañosa figura de “la sociedad civil”. En segundo lugar, porque al
impugnar al Estado como espacio de disputa política obtura de antemano cualquier
posibilidad de luchar por el poder. De este modo, concluía, el statu quo queda
absolutamente garantizado. Por estas razones, Cuevas, sentenciaba que:
19
[…] no es un azar que el pensamiento “posmarxista”, que en rigor constituye una sociología
y una ciencia política del orden (…) [esté] empeñado como está en elaborar una crítica
despiadada de los sujetos políticos que históricamente han intentado “subvertir el orden”,
antes que una crítica del sistema como tal. (2007: 12).
Aquí podemos apreciar, nuevamente, el estrecho vínculo entre el posmarxismo y el
problema del sujeto político.
Décadas más tarde, Veltmeyer profundizará en algunos aspectos centrales de este
tipo de críticas:
La base del post-marxismo es el rechazo al concepto que yace en el corazón mismo del
análisis marxista: la clase, definida en términos de las relaciones de los individuos con los
medios de producción bajo condiciones que, de acuerdo a Marx, están “definidas y
trascienden su voluntad” y corresponden a estados del desarrollo de fuerzas de producción
de una sociedad. (2006: 10).
A partir esto resulta posible afirmar que la cuestión parece remitir, en última
instancia, a determinar cuál es el estatuto teórico de la relación entre la lógica social y la
lógica política, es decir, entre las condiciones de vida de los sujetos y el modo en que se
vinculan con ellas, sea para reproducirlas sea para transformarlas. ¿Cuál es el nexo entre, de
un lado, la posición de los individuos y los grupos humanos en el mapa social y, del el otro,
la emergencia de la subjetividad y de la acción política? ¿Existe, acaso, tal nexo? Más aún,
y suponiendo que tal nexo exista, ¿es posible pensarlo? ¿De qué modo? ¿Con qué
implicancias políticas?
Para concluir este apartado, mencionaremos otro de los reproches que han recibido
los posmarxistas dado que resulta realmente oportuno para el despliegue de nuestro
argumento.
A consideración de muchos de sus críticos, con el fin de justificar sus ataques al
marxismo, los posmarxistas suelen simplificarlo al extremo y desfigurarlo incluso hasta la
caricatura. En relación con este punto, Atilio Borón ha preguntado:
[…] ¿quién es el verdadero adversario contra el cual están debatiendo (…)? ¿Es acaso la
mejor tradición marxista o tal vez la han emprendido contra alguna versión canonizada de la
20
obra de Marx perpetrada por alguna sedicente Academia de Ciencias de algún país de
Europa oriental?” (2000: 51).14
14
En clara sintonía con los planteos de Cuevas y Borón, Veltmeyer sostiene que: “La relevancia del
marxismo, como corpus teórico y como método de análisis, de ninguna manera puede colocarse en la base del
colapso de los socialismos “realmente existentes” (2006: 11). Al leer estas palabras, y frente a posiciones
tales, resulta difícil no recordar aquellas otras que escribiera, a mediados de los setenta, Cornelius Castoriadis:
“La fidelidad a Marx, que pone entre paréntesis la suerte histórica del marxismo, no es menos irrisoria [que la
fidelidad al cristianismo]. Es incluso peor, pues, para un cristiano, la relación del Evangelio tiene un
fundamento trascendente y una verdad intemporal, que ninguna teoría podría poseer a los ojos de un marxista.
Querer reencontrar el sentido del marxismo en lo que Marx escribió, pasando bajo silencio lo que la doctrina
ha llegado a ser en la historia, es pretender, en contradicción directa con las ideas de dicha doctrina, que la
historia real no cuenta, que la verdad de una teoría está siempre y exclusivamente más allá, y es finalmente
reemplazar la revolución por la revelación y la reflexión sobre los hechos por las exégesis de los textos.”
(2010: 19).
15
En su artículo, Acha sostiene respecto a Laclau que: “[…] su postmarxismo no se comprende cabalmente
sin la reconstrucción de cuál fue su noción de marxismo, pues afianzó la clave de lectura de otros marxismos
posibles.” (2015: 74). Luego de reconstruir y contextualizar las distintas intervenciones del joven Laclau, el
autor concluye lo siguiente: “El materialismo de Laclau era más causalista que dialéctico, más transhistórico
que históricamente delimitado a la sociedad capitalista. Sobre todo, operaba respecto de la conexión entre
fondo socio-económico y superestructura política” (2015: 81).
16
En cierto sentido, Laclau y Mouffe dicen algo similar cuando en Hegemonía y estrategia socialista
sostienen lo siguiente: “Así como ha concluido la era de las epistemologías normativas, ha concluido también
la de los discursos universales. [...] la aproximación a conclusiones políticas similares a las que se formulan
en este libro podría haberse hecho desde formaciones discursivas muy diferentes [...] Pero, por eso mismo, el
marxismo es una de las tradiciones a partir de la cual esa nueva concepción de la política resulta formulable, y
21
En el prefacio a la edición inglesa de Los fundamentos retóricos de la sociedad,
Laclau hace referencia al contexto en el cual emergen los rasgos distintivos de su reflexión
política, estableciendo un estrecho vínculo entre la experiencia política de su generación y
las modificaciones que fue adoptando su propio pensamiento. Allí sostiene que los años
sesenta y setenta han sido décadas muy creativas para el pensamiento de izquierda debido a
que muchos de los esquemas con que habitualmente se pensaba la realidad habían sido
severamente cuestionados por múltiples y diferentes fenómenos, tales como la revolución
cubana, las luchas anticoloniales, las tesis de Mao sobre las contradicciones en el seno del
pueblo, las movilizaciones masivas de estudiantes, etc. (2014: 13). Acto seguido, nuestro
autor explica cuáles fueron los caminos políticos e intelectuales a través de los cuales se
intentó tramitar esta profunda crisis teórico-política. Hubo quienes eligieron, dice, seguir
“[…] adhiriendo a las categorías marxistas, transformándolas en un dogma hipostasiado, al
mismo tiempo, se desarrollaba en el terreno empírico una acción política que mantenía tan
sólo una conexión laxa con dichas categorías”. Para otros, en cambio, el camino consistió
en rechazar de plano el discurso marxista para dar curso a un discurso totalmente nuevo.
Pero esta segunda opción a Laclau no le resultaba apropiada ya que, a su entender, “[…]
una gran tradición intelectual nunca muere de este modo, a través de algo así como un
colapso súbito.” (2014: 14). En consecuencia, habrá de tomar otro camino, uno que
caracteriza como un “retorno a lo reprimido”. En sus palabras:
Nuestra aproximación a los textos marxistas ha sido […] un intento de rescatar su
pluralidad, las numerosas secuencias discursivas –en buena medida heterogéneas y
contradictorias– que constituyen su trama y su riqueza, y que son la garantía de su
perduración como punto de referencia del análisis político. (1987: 14).
Los primeros resultados de este proyecto quedarán plasmados en Hegemonía y
estrategia socialista, escrito junto a Chantal Mouffe, a mediados de los ochenta. En la
programática introducción a dicho libro asumen el tópico de la crisis del proyecto histórico
socialista, asegurando que en aquellos años había sido puesto en cuestión todo un modo de
concebir el socialismo y las vías que habrían de conducir hacia él. (1987: 9).
Para dar curso a este proyecto, los autores van a disponer una osada operación de
revisionismo al interior del corpus marxista. A través de cientos de páginas en la cuales se
reconstruyen los textos y contextos de muchos de los principales debates de la tradición
socialista, sostienen que aun cuando sea cierto que el concepto de hegemonía –sobre el cual
para nosotros la validez de ese punto de partida se funda, simplemente, en el hecho de que él constituye
nuestro propio pasado.” (1987: 12).
22
girará toda la apuesta del libro–surge en el seno de la tradición marxista “clásica”, esto no
impide que el mismo pueda ser releído de modo tal que permita subvertir y superar los
estrechos límites de dicho marxismo. Sin embargo, el verdadero desafío de los autores
radica en sostener que para desplegar cabalmente los beneficios del concepto de
hegemonía, entendido como eje de una nueva lógica política, era imprescindible romper
con los supuestos racionalistas, deterministas e idealistas, “modernos”, que estrechan y
agotan las posibilidad del socialismo en aquellos días.
Al analizar el origen de este concepto, los autores fijan el sentido de la alternativa en
cuestión con claridad:
Frente al racionalismo del marxismo clásico, que presentaba a la historia y a la sociedad
como totalidades inteligibles, constituidas en torno a leyes conceptualmente explicitables, la
lógica de la hegemonía se presentó desde el comienzo como una operación suplementaria y
contingente, requerida por los desajustes coyunturales respecto a un paradigma evolutivo
cuya validez esencial o “morfológica" no era en ningún momento cuestionada. (1987: 11).
Ahora bien, ¿cuáles son los “límites modernos” del marxismo clásico? ¿En qué
medida obstaculizan el despliegue de esta lógica política de la hegemonía? En “Poder y
representación” hallamos indicaciones para elaborar una respuesta a estas preguntas. En
este artículo Laclau refiere a la convicción íntimamente moderna de que la realidad posee
un fundamento que se puede captar racionalmente y que funciona como condición de
posibilidad de cualquier transformación social (1996: 150). Argumenta luego que, si se
concibe a la sociedad como una totalidad causalmente determinada, entonces el tipo de
acción política a desarrollar no puede ser otra que la configurada a partir de una
racionalidad estratégica. No obstante, según Laclau, para que la totalidad se realice resulta
indispensable que llegue a reconocerse a sí misma. Por lo tanto, se torna imprescindible
postular un agente socio-histórico que encarne (y así suprima) la distancia entre la
representación de la totalidad y su consumación efectiva. En su deriva marxista, que es la
que a él más le interesa, este planteo conduciría a sostener que el fundamento racional de la
sociedad deviene “sujeto de la historia” a través de una clase universal que, una vez que se
reconoce a sí mismo como el único sujeto productor de la realidad, elimina cualquier tipo
de “alienación” (1996: 151). Se refiere aquí, por supuesto, a la clase obrera o proletariado.
Según Laclau, una de las consecuencias que se sigue de aceptar este enfoque es que
“todo poder es apariencial”. Pues si “[…] un grupo social ejerce poder sobre otro, este
poder será experimentado por el segundo como irracional; pero, sin embargo, si la historia
es un proceso puramente racional, la irracionalidad del poder debe ser puramente
23
apariencial.” (1996: 178). De aquí se desprende, a su vez, un dilema insuperable: “[…] o
bien la racionalidad histórica pertenece al discurso del grupo de los dominantes [...], o bien
son los discursos de los oprimidos los que tienen la simiente de una racionalidad más alta
[...].” (1996: 152). Evidentemente, la vía marxista sostiene que el triunfo final de los
explotados, aunque ciertamente puede demorarse, de ningún modo puede detenerse: es
absolutamente necesario, es decir, racional.
Este encadenamiento lógico que lleva desde la totalidad racionalmente aprehensible
hasta la identificación y despliegue del sujeto de la historia descansaría en un esquema
lineal y determinista. Esquema del cual, según Laclau, los marxistas no suelen extraer todas
las consecuencias debidas. Por el contrario, estos mismos suelen plantear que “[…] hay un
terreno primario en que los agentes sociales se constituyen –las relaciones de producción– y
un terreno secundario en que operan los elementos dispersos que deben ser
hegemonizados.” (1996: 161). Pero si así fuera –ironiza– es claro que “[…] estaríamos en
el mejor de los mundos posibles”: por un lado, se conservaría cierto margen para la
contingencia, pero, por otro, esta contingencia podría ser referida “en última instancia” a
determinaciones estructurales primarias. No obstante, Laclau considera que, por mucho que
lo intenten, no es posible eludir el dilema al que se enfrentan: o bien hay determinación (y
entonces no hay contingencia) o bien hay contingencia (pero entonces no hay
determinación).
Llegados a este punto, tiene sentido retomar algunas de las inquietudes planteada
más arriba: ¿qué es lo que queda en pie (si es que algo queda) del marxismo una vez que se
han demolido sus pilares supuestamente “modernos” (es decir: idealistas, racionalistas,
esencialistas, etc.)?¿Sigue siendo Marx, de algún modo, un referente en la producción de
Laclau? ¿De qué modo?
En otro de sus debates, esta vez frente a Norman Geras, hallamos una indicación
para pensar estas cuestiones, que luego habremos de retomar. En “Posmarxismo sin pedido
de disculpas”, también coescrito con Mouffe, leemos:
Marx constituye un momento de transición: por un lado él mostró que el sentido de toda
realidad humana se deriva de un mundo de relaciones sociales mucho más vasto que lo
que anteriormente se había percibido; pero, por otro lado, concibió esa lógica relacional
que liga a las varias esferas en términos claramente esencialistas o idealistas. [...] Así se
aclara un primer sentido de nuestro posmarxismo. Él consiste en profundizar ese momento
relacional [...] En una era en que el psicoanálisis ha mostrado que la acción del
inconsciente hace ambigua a toda significación, en que el desarrollo de la lingüística
24
estructural nos ha permitido entender mejor el funcionamiento de identidades puramente
relacionales, en que la trasformación del pensamiento –de Nietzsche a Heidegger, del
pragmatismo a Wittgenstein– ha socavado decididamente al esencialismo filosófico,
podemos reformular el programa materialista de un modo mucho más radical de lo que era
posible para Marx.” (1993: 27).
Entre 1961 y 1962, con la finalidad de diplomar sus estudios superiores, Rancière
decide investigar el concepto de crítica en las primeras obras de Marx. Al poco tiempo, en
su condición de “especialista” sobre el tema, es convocado por Althusser para participar del
proyecto de renovación teórica del marxismo que dará lugar al célebre libro Para leer el
Capital. La tarea que le asignan al entonces “joven Rancière” es la de demostrar el “corte
epistemológico” en la obra de Marx (2014b: 22). Tarea representativa, sin dudas, puesto
que Althusser considera que “la absorción de la filosofía de Marx dentro del materialismo
histórico [implicaba] la subordinación de la teoría a los caprichos de la política.” (2014b:
33). En consecuencia, era necesario trazar una clara línea de demarcación para que el
marxismo no sea confundido con una ideología entre otras. Indispensable, en suma, restituir
la tradición marxista a su fundamento científico, aquél que había sido descubierto por el
“viejo Marx” y olvidado por tantos marxistas.17
En “El concepto de crítica y la crítica de la economía política de los Manuscritos de
1844 al Capital”, Rancière reconstruye las distintas modalidades que adopta el concepto de
17
Citamos el siguiente pasaje de “Práctica teórica y lucha ideológica” porque condensa parte sustancial del
significado que Althusser asigna al conocimiento científico marxista: “Este conocimiento [el del socialismo
científico] permite definir los objetivos del socialismo, y concebirlo como nuevo modo de producción
determinado que sucederá al modo de producción capitalista, concebir sus determinaciones propias, la forma
precisa de sus relaciones de producción. Permite también definir los medios de acción propios para ‘hacer la
revolución’, medios que se basan en la necesidad del desarrollo histórico, en el papel determinante en última
instancia de la economía, en el papel decisivo de la lucha de clases, en las transformaciones económico-
sociales, en el papel de la conciencia y de la organización en la lucha política. Es la aplicación de estos
principios científicos lo que ha permitido definir a la clase obrera como la única clase radicalmente
revolucionaria, definir las formas de organización justas de la lucha económica (papel de los sindicatos) y
política (naturaleza y papel del partido de vanguardia de la clase obrera), definir en fin las formas de la lucha
ideológica”(1998: 24).
25
crítica a lo largo de la obra de Marx.18 El principal objetivo del texto es sostener que en
1844 no era posible elaborar una crítica de la economía política propiamente científica
porque Karl Marx aún seguía cautivo de la ideología humanista. Marx suponía entonces
que la tarea de la crítica consistía en descubrir las contradicciones mediante las cuales el
auténtico sujeto de la historia, o sea el hombre, se separaba de sí mismo. Pensaba, pues, que
“[…] el verdadero motor de la historia es la esencia humana. Y el momento de la riqueza es
aquel en que la humanidad podrá retomarla y reconocerse en el mundo sensible.” (2014b:
18). Evidentemente, la modalidad de crítica que llevaba a cabo era subsidiaria del modelo
feuerbachiano; pues, así como en la crítica de la religión el hombre termina por reconocer a
Dios mismo como su propia obra, así, en la crítica de la economía política se termina por
develar el objeto como el efecto de la propia acción creadora del sujeto, es decir, del
hombre. Y una vez que se ha “tomado conciencia” de la verdadera esencia, entonces,
resulta posible entender que detrás del obrero está el hombre, detrás del trabajo, la
producción genérica, detrás del producto, el objeto (2014b: 12).
Tal como adelantamos, en su artículo Rancière se proponía demostrar que este tipo
de crítica de la economía política, no sólo era diferente, sino que era claramente inferior a la
que desplegará el propio Marx a partir de 1857. Será recién a partir de ese momento que
resultará posible demostrar científicamente que la alienación no es una simple inversión en
el plano de la conciencia sino un proceso “real y objetivo”. El más significativo corolario
de esta tesis, crucial como respaldo al proyecto althusseriano, es que el sujeto nunca puede
desprenderse de la ideología dado que él mismo, en tanto que tal, siempre es ya un sujeto
de la ideología. Tan sólo la ciencia poseería la llave para comprender dicho proceso en
términos realmente objetivos.19
Pero Mayo del 68 sería, para Rancière como para tantos otros, un punto de ruptura.
Dicho en sus palabras:
De pronto, me dije que no se soportaba más, que había llegado tarde al acontecimiento, pero
que cuanto más avanzaba más creía en el mayo del 68 […] Me dediqué a considerar por
18
En el 2006, en una conferencia pronunciada en Cerisy, Rancière explicará cuáles eran las tres modalidades
que analizaba en este texto, a saber: la kantiana, la feuerbachiana y la propiamente marxiana (2007). Aquí
sólo hacemos referencia al contrapunto entre el segundo y el tercero de los tipos de crítica, o sea, entre el
“humanista” y el “científico”.
19
En Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Althusser asegura que la mayor virtud de la ideología es
que al interpelar a los individuos en tanto que sujetos los lleva a que se posicionan como tales y que, en ese
mismo acto, asuman su dependencia del Sujeto que los interpela. Este, a su vez, al reconocerlos les confirma
cuál es el lugar que les corresponde al interior de las relaciones de producción existentes (1998).
26
completo a la inversa todo lo que había participado hasta entonces: la lucha de la ciencia
con la ideología, la teoría del corte. (2014a: 33).
Desde entonces Rancière se alejará del proyecto althusseriano, para convertirse en
un crítico constante de todo lo que este tipo de proyectos supone y (re)produce.
El primer paso en esta nueva dirección está plasmado en su artículo “Sobre la teoría
de la ideología: política de Althusser” (1969). La utilización de algunos conceptos y
esquemas argumentativos que más tarde habrá de abandonar nos permite reconocer que se
trata de un texto “de transición”. Nos referimos, en particular, a las reiteradas apelaciones a
la “ideología proletaria” que Rancière aún identificaba con el “marxismo-leninismo”, a la
derivación casi mecánica de las ideas de Althusser a partir de los intereses de clase que éste
representaría y, sobre todo, a aquellos (ahora) llamativos pasajes en los cuales afirmaba que
“[…] la liberación del proletariado es imposible sin la teoría de las condiciones de esta
liberación, es decir, la ciencia marxista de las formaciones sociales.” (2014b: 119).
Al inicio de su texto Rancière se propone contextualizar esta intervención polémica
puesto que, lo que, había sido concebido como un curso destinado a profundizar la noción
de ideología en la obra de Marx, devino en una reflexión acerca de la situación en la cual
estaba impartiendo dicho curso, es decir, en torno a la situación política de la Universidad
de París VIII, Vincennes. Explica allí que en aquellos días la institución, que había sido
creada como consecuencia de El 68, estaba dividida por un intenso conflicto que enfrentaba
a dos bandos: de un lado, los seguidores del Partido Comunista Francés (PCF) que se
proponían conservar esa “gran conquista del movimiento obrero” que era Vincennes y, del
otro, los “alborotadores izquierdistas” que aún pretendían subvertir todo. Rancière sostiene
que, en ese contexto, la filosofía althusseriana cumplía una función eminentemente
normalizadora, que, contra las apariencias, se hallaba en total sintonía con el revisionismo
dominante en el PCF. La misma se erigía como la guardiana del verdadero saber contra la
pretensión infantil, voluntarista, y en el fondo “pequeñoburguesa”, de las corrientes que
pretendían subvertir la distribución de roles al interior de la institución. De este modo,
aunque travestido con “ropaje marxista”, el althusserismo no hacía más que consagrar el
orden burgués al establecer que el mismo estaba “objetivamente determinado” puesto que
resultaba perfectamente adecuado al “[…] grado de desarrollo de las sociedades modernas,
por la división social del trabajo.” (2014b: 109). Por eso, para Rancière, aunque se
esforzaba en disimular los intereses de clase que representaba el filósofo del PCF –esto es,
los particulares intereses ubicados en la intersección de “la aristocracia obrera” y de “los
cuadros intelectuales”–era suficientemente claro que, detrás de la mistificada lucha entre
27
Ciencia e Ideología, lo que se desplegaba era la voluntad de perpetuar el dominio de los
“portadores del saber” (o sea, un tipo de dominación de clase) a través de una rígida,
jerárquica e incuestionable distribución de roles institucionales.
Fue en este preciso contexto que Rancière se propuso “[…] estudiar la política de un
pensamiento, la manera en que […] se adueña de los significantes y de los desafíos
políticos de un tiempo y […] define por sí mismo un escenario y un tiempo específicos para
su propia efectividad política.” (2014b: 9). A través de sucesivas “lecciones” irá
desarmando las operaciones, tanto conceptuales como retóricas, mediante las cuales su
“maestro” generaba las condiciones para que su misma intervención (la de Althusser, claro)
resulte indispensable.
De esta primera polémica emprendida por Rancière queremos destacar dos
operaciones argumentativas, diferentes pero solidarias: la primera, consiste en confrontar
“exegéticamente” la interpretación althusseriana con el texto y contexto del propio Marx; la
segunda, para nosotros todavía más significativa, apunta a iluminar los efectos de dicha
interpretación en un determinado contexto político. Si con la primera operación Rancière
pretende poner en evidencia el tipo de “ortodoxia” tan poco “ortodoxa” que construye
Althusser en nombre de Marx, con la segunda operación, en cambio, se propone poner en
evidencia los efectos ético-políticos de dicha construcción.20
En “Una lección de ortodoxia”, Rancière afirma que “Althusser nos quiere hacer
creer que la crítica del sujeto es precisamente la revolución teóricamarxista.”, cuando, en
realidad, la tan recurrente declamada “muerte del sujeto” es la más trivial de las “herejías”
de cualquier medio intelectual francés (2014b: 24). ¿Cuáles son los verdaderos motivos del
maestro? Según Rancière:
Detrás de la lucha del filósofo Althusser contra el existencialismo en declive, detrás de la
lucha del comunista Althusser contra sus camaradas corrompidos por el humanismo
burgués se estaba jugando algo más importante: la lucha de un filósofo comunista contra
aquello que amenazaba a la autoridad de su Partido y, al mismo tiempo, de su filosofía: la
revolución cultural a escala mundial, la protesta estudiantil frente a la autoridad del saber a
escala global. (2014b: 29).
20
Según Galende, la “[…] crítica de Rancière a Althusser no pasa por probar, como de hecho podría hacerse,
que la intensidad del humanismo no es menor en el campo de la ideología que en el de la teoría o la ciencia,
sino por demostrar que la apelación a la figura del hombre puede tener en ciertas ocasiones un potencial de
emancipación.” (2012: 24).
28
Por esta razón, la pretensión de trazar la línea que separe de manera contundente a la
Ciencia de su gran Otro, la ideología, cumple una función bien puntual, a saber: la de
legitimar la palabra de aquellos que, como Althusser, estarían capacitados para reconocerla
y enseñarla a los demás. Se trata, en suma, de un problema de “autoridad”. Pero, con esto,
lo que se (re)produce es la típica división del trabajo: los obreros al trabajo manual y los
pensadores al trabajo intelectual. Pues, incluso si fuera cierto que “la historia la hacen las
masas”, será aún más cierto que estas masas no pueden saber qué es lo que realmente
hacen. Al menos no por sí mismas. Es preciso, entonces, que alguien se lo explique. A fin
de cuentas, “[…] la ciencia pertenece a los intelectuales, a ellos corresponde aportarla a los
productores necesariamente atrapados en el no saber.” (2014b: 49).
Conviene aclarar que, aunque Rancière no escatima en críticas directas hacia
Althusser, el verdadero propósito de su intervención es el de dilucidar un tipo de operación
intelectual más abarcativa, que excede al maestro, referida a lo que ya entonces identifica
como una “contrarrevolución intelectual” en el campo del marxismo a través de la cual la
crítica se convierte en un “discurso del orden”. Este discurso, según Rancière, lejos de
impulsar (o, al menos, acompañar) la revuelta social, apunta a su neutralización e, incluso,
a su lisa y llana condena; amparándose, pues, en una supuesta verdad que los propios
sujetos de la acción nunca llegan a comprender adecuadamente.
Este último, el de la impotencia al que conduce la lógica de la explicación, será sin
dudas uno de los tópicos más característicos del pensamiento de Rancière. 21 Pues, tal como
lo dirá décadas más tarde, de lo que se trata es de combatir este “círculo de la impotencia”
que los intelectuales pretendidamente “críticos” (como Althusser, entre tantos otros) trazan
entre quienes saben y quienes no, entre quienes pueden y quienes no, generando de este
modo la demanda de su propia intervención en favor de los últimos. Estos intelectuales,
más allá de cuáles sean sus intenciones, no sólo sostienen que los dominados no pueden
transformar su situación porque no saben cuáles son las “leyes” que los dominan, sino que
además consideran que nunca podrían llegar a saberlo por sí mismos puesto que están
constituidos como sujetos justamente por la ideología (burguesa, por supuesto). Todo esto
21
En un artículo escrito hace poco tiempo, nuestro autor decía. “[…] necesitamos romper con la idea de que
el pensamiento crítico es un proceso de revelación de los mecanismos sociales que ofrecen a los movimientos
sociales la explicación de la estructura social y del movimiento histórico. El pensamiento crítico debería de
tener como punto de comienzo una forma específica de “realidad”: la realidad de las formas de lucha que se
oponen a la ley de la dominación.” (Ranciere, 2014).
29
conduce, de manera más o menos directa, a que la filosofía (o, mejor dicho, los filósofos)
deba salir en auxilio de los desposeídos, de los pobres, de los ignorantes.22
Dice Rancière respecto de su propio proyecto político-intelctual:
De modo que no he querido añadir una vuelta a estos retornos que mantienen
interminablemente la misma maquinaria. Más bien he sugerido la necesidad y la dirección
de un cambio de trayectoria. En el corazón de esta trayectoria, reside el intento de
desanudar el lazo entre la lógica emancipadora de la capacidad y la lógica crítica de la
captación colectiva. Salir del círculo es partir de otros supuestos, de supuestos seguramente
no razonables con respecto al orden de nuestras sociedades oligárquicas y a la lógica
presuntamente crítica que es su doble. Uno presupondría así, que, que los incapaces son
capaces, que no hay ningún oculto secreto de la máquina que los mantiene encerrados en su
posición. [...]Lo que hay son simplemente escenas de disensos, susceptibles de sobrevenir
en cualquier parte, en cualquier momento. [...] Reconfigurar el paisaje de lo perceptible y de
lo pensable es modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades y las
incapacidades. [...] En eso consiste un proceso de subjetivación política: en la acción de
capacidades no contadas que viene a escindir la unidad de lo dado y la evidencia de lo
visible para diseñar una nueva tipografía de lo posible. (2010b: 51-52).
22
En su lectura de El maestro ignorante, Cerletti resume lo esencial de este argumento: “La explicación no
sería sólo el arma embrutecedora que emplean los pedagogos ingenuamente, sino la estructuración misma del
orden social: la explicación dominante es la que “explica” – manifiesta o implícitamente – el porqué de la
distribución de los rangos existentes y la necesidad de su sostenimiento para el beneficio común. Las
distancias que la escuela (y el estado) pretende reducir son aquello de lo que vive y le da sentido, y en
consecuencia, no deja de reproducir. En última instancia, se garantiza la integración del lazo social a partir de
la integración pacífica de la masa, guiada por las élites instruidas.” (2003: 304). En esta formulación queda
claro, entonces, que lo que se juega en la crítica rancieriana de la explicación es algo que excede a las
instituciones educativas y que se proyecta, como en el caso de la crítica a Althusser, sobre la sociedad en su
conjunto.
30
Nos interesa, sobre todo, destacar un hecho evidente, pero no por eso menos significativo:
sus obras advienen desde la tradición marxista y tienen en ella una referencia de singular
importancia, no sólo desde un punto de vista teórico, sino más bien práctico, vital.
Naturalmente, es posible sostener (como hacen muchos de sus críticos) que ellos
han combatido con versiones unilaterales, o demasiado esquemáticas, de la tradición
marxista. Por cierto, esto es posible. Pero ahora nos interesa resaltar otra cuestión: esa
versión con la cual combaten, buena o mala, es ni más ni menos que aquella que ellos
mismos habían asumido primeramente como propia, como “la verdadera”. En este sentido,
consideramos que la de nuestros autores no es una crítica más, ni mucho menos un mero
posicionamiento externo, circunstancial o lateral, sino una auténtica y decisiva auto-crítica
marxista. Por esta razón, en vez de medir la distancia que los separa del marxismo
(apelando a fórmulas tales como “ex” o “pre” o “anti” marxistas), preferimos destacar el
movimiento de “distanciamiento” a partir del cual se han des-identificado con dicha
concepción: ¿cuáles han sido los motivos y cuáles las operaciones mediante las cuales se
han subjetivado más allá del marxismo? Esto es lo que intentamos responder en esta
primera parte.
En suma, si optamos por interpelarlos de este modo (y no como a
posestructuralistas, posfundacionalismo, posmodernos, etc.) es porque nos proponemos
hacer un recorte un cierto territorio problemático, que es precisamente el que nos interesa
recorrer. De aquí que, en nuestra introducción, hayamos localizado la noción de pueblo
“entre” las de clase y multitud.
A fin de cuentas, dado que de “viajes” trata nuestro escrito, tal vez podamos decir
que uno de los puntos fundamentales que comparten nuestros autores es ni más ni menos
que el punto de partida. Lo cual no equivale a sostener, como veremos, que sus recorridos
similares, ni mucho menos sean idénticos.
31
2. La Política
El desacuerdo comienza con una pregunta: ¿Existe la filosofía política? (2007a: 5).
El carácter deliberadamente “incongruente” de esta pregunta –que, al menos en principio,
parece tener una respuesta evidente: sí, efectivamente, existe la filosofía política– es uno de
los indicios más elocuentes del tipo de operación que Rancière se propone desplegar en
este libro. En vez de librar una disputa en torno a cuál ha sido la propuesta filosófica que
mejor ha captado la esencia de la política, y bien lejos de pretender construir una teoría
superadora al respecto, el filósofo francés más bien se propone distorsionar la comprensión
del vínculo entre filosofía y política.
Rancière empieza asegurando que lo que habitualmente se designa con el nombre
de “filosofía política” es un tipo de operación intelectual que implica confundir dos lógicas
que, en realidad, deben pensarse como heterogéneas (2007a: 17). El problema es que, a
partir de esta confusión, lo político es reconducido a un lenguaje que no es propiamente
político. En esta confusión tan habitual incurren, por ejemplo, quienes consideran que la
política es el “arte del buen gobierno”, es decir, un conjunto de procedimientos que permite
organizar racionalmente la vida en común. En sus palabras:
Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se
efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los
poderes, la distribución de los lugares y funciones y sistemas de legitimación de esta
distribución. (2007a: 42).
Según Rancière, quien parte de esta concepción supone que comprender la lógica de
lo político implica identificar el fundamento a partir del cual resulta posible determinar el
lugar y la tarea que le corresponde a cada cual dentro del funcionamiento general de la
totalidad social. Por eso mismo, para la filosofía política el conocimiento del fundamento y
las determinaciones de la realidad es considerado como un prerrequisito indispensable para
23
Rancière, 2007.
32
la proyección de la acción política; tan sólo de este modo sería posible distribuir de manera
justa las partes de la totalidad, haciendo así posible que cada cual sepa quién es (identidad)
y qué debe hacer (tarea).24
Ahora bien, no será corrigiendo algún aspecto puntual, más o menos significativo, de
este tipo de planteos, sino negando de raíz el estatuto “político”, que nuestro autor habrá de
llevar a cabo su intervención. Su primera operación será, por lo tanto, estrictamente
nominal: a esta comprensión habitual de la política le asigna otro nombre, uno bien
polémico, el de “policía”. Sin embargo, es preciso aclarar que la comprensión de “lo
policial” que nos propone en su libro se aleja ampliamente de lo que habitualmente
pensamos al escuchar este término. Por lo general, como dice Rancière, se asocia el
término policía con “la baja policía, los cachiporrazos de las fuerzas del orden y las
inquisiciones de la policía secreta […]” (2007a: 42). Pero este no es el sentido que
pretende darle al término. Esta modalidad de control, la de la “baja policía”, no es más que
una forma particular, ciertamente menor, que opera al interior de un orden más general y
más abarcativo. Si nos orientamos por la referencia bibliográfica de Rancière, la
conferencia de Foucault “Omnes et singulatim...”, resulta claro que debemos asociarlo con
el objeto de aquél cuerpo doctrinario, en cierta medida una renovación del “poder
pastoral”, conocido en toda Europa como “ciencia de policía”.25 En pocas palabras: el
conjunto de técnicas dirigidas a regular todos los aspectos de la vida, el cual se justifica,
sobre todo, en relación al “bien común”. Normativas, reglamentaciones y dispositivos
concentrados de manera creciente por el Estado moderno, que tienen como principal objeto
a “los hombres” y “su felicidad”(2007a: 43).
No obstante, contra lo que podría llegar a inferirse a partir de ciertas lecturas de
Foucault, conviene señalar que Rancière tampoco pretende asimilar el orden policial al
conjunto de los “aparatos del Estado”.26 Pues, para él, esta caracterización de la
24
En esta misma dirección debe comprenderse la crítica al concepto de “utopía” pues, de acuerdo con
Rancière, si “[…] la utopía moderna tiene un sentido, no está seguramente en el mito de la isla que no existe
en ningún sitio sino, por el contrario, en esta posibilidad de señalar con el índice, en cualquier parte, la
adecuación del texto y la realidad.” (1991: 35).
25
En palabras de Diego Galeano: “Heredera de lo que Foucault llamaba poder pastoral, [la] policía
francesa se constituyó como una forma de control individualizador y totalizante, que se ocupaba de cada uno
y de los conjuntos.” (2007: 109). De todos modos, es posible sostener que la relación no es tan lineal: tal
como lo entendemos, el “pastoral” es un poder a la vez opuesto y solidario con el político.
26
Tematizando los inconvenientes de aquello que denomina el “efecto Foucault”, Agustín Casagrande señala
que la investigación sobre el control social ha sido marcada profundamente por “la idea de la producción de
normalidad sobre unos cuerpos dóciles, principalmente a través del poder reglamentario.” Por esta razón,
33
dominación ya presupone una clara separación entre Estado y “sociedad civil”, lo cual a su
vez implica haber tomado como verdadera “cierta filosofía política”. La división,
aparentemente obvia, entre el “monstruo frío y calculador” del Estado y la “vital
espontaneidad” de la sociedad supone haber asumido una determinada configuración de lo
sensible que, inevitablemente, proyecta “un orden de lo visible y lo decible que hace que
tal actividad sea decible y tal actividad no lo sea, que tal palabra sea entendida como
perteneciente al discurso y tal otra al ruido.” (2007a: 44-45). Este reparto entre lo que
corresponde a “lo estatal” y lo que concierne a “lo civil” supone, pues, el establecimiento y
funcionamiento de un determinado orden policial, un cierto consenso. En este sentido,
debemos comprender que la “[…] policía no es tanto un ‘disciplinamiento’ de los cuerpos
como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de
los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen.” (2007a: 45). Una vez más: la lógica
policial no puede ser reducida a su interpretación habitual. Por todo lo dicho, Rancière
propone:
reservar el nombre de política [para] una actividad bien determinada y antagónica [con la
policial]: la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes o su ausencia
por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen
parte. (2007a: 45).
Ahora bien, ¿qué significa “romper la configuración de lo sensible”? ¿En qué sentido
esta ruptura implica “la parte de los que no tienen parte”? Para abordar estas cuestiones
resulta imprescindible dar un rodeo.
En El odio a la democracia, Rancière presenta una singular genealogía de lo
político, mediante la cual podemos comprender mejor la especificidad de dicha actividad
en su vínculo interno con la democracia. El argumento desarrollado en este libro nos
remonta hacia Las leyes de Platón con el fin de recordarnos cuáles eran los títulos que se
precisaban para gobernar la polis. De todos, a Rancière le interesa particularmente el
“séptimo título”, referido al sorteo, pues entiende que a través de él se revela la sustancial
diferencia entre un gobierno propiamente político y cualquier otro tipo de gobierno. La
introducción del azar en el espacio social, argumenta nuestro autor, permite consumar la
operación de desafiliación que se había iniciado con la aristocracia. Porque, aunque
afirma, “las voces ‘disciplina’, ‘normalidad’, ‘control social’, se vincularon con la ‘norma’ como opuesta a la
‘ley’, pero en lugar de ingresar en la analítica del poder, en la historiografía, se reenvió dicha problemática a
un control impuesto por el poder administrador.” En consecuencia, Casagrande asegura que “dicho poder
revistió fácilmente una asociación con el Estado reforzando una lectura monopólica del sistema de
dominación […]” (2012: 32).
34
tomemos por cierto que este último modo de gobierno, el de “los mejores” (aristoi), “[…]
separa el régimen de gobierno de determinaciones naturales (ser el padre, ser el más
viejo)”, también lo es que en él aún se sigue estableciendo una desigualación jerárquica
fundada en “[…] propiedades (o títulos) socialmente instituidos.” (2006a: 62). El azar, en
cambio, rompe definitivamente con la lógica de la filiación y los méritos instituidos dando
lugar a otra lógica radicalmente distinta, en la cual priman, de manera escandalosa, la
contingencia y la igualdad: cualquiera podría gobernar, cualquiera ser gobernado. ¿Qué nos
revela, entonces, el sorteo, esta divina irrupción de la contingencia y del azar en la vida
pública? Según Rancière, ni más ni menos que “[…] el procedimiento democrático por el
cual un pueblo de iguales decide la distribución de los lugares.” (2006a: 62). He aquí, pues,
el origen.27
Sin embargo, como suele ocurrir, el texto rancieriano obliga a realizar nuevas
aclaraciones. Pues, contra lo que podríamos suponer, Rancière considera que la democracia
no debe ser entendida como un tipo de constitución o como una forma de gobierno más. La
democracia no refiere a una forma de gobierno entre otros posibles, como la monarquía o
la aristocracia, para tomar la clasificación más habitual:
La palabra democracia no fue forjada por algún científico preocupado por distinguir
mediante criterios objetivos las formas de gobierno y los tipos de sociedad. Por el
contrario, fue inventada como término de indistinción, a fin de afirmar que el poder de una
asamblea de hombres iguales no podía ser otra cosa que la confusión de una turba informe
y estrepitosa, que ese poder era equivalente en el orden social de lo que es el caos en el
orden de la naturaleza. (2006b: 132).
Mucho menos se corresponde con lo que hoy entendemos por democracia, o sea, la
denominada democracia representativa. Lejos del consenso reinante, y aunque hoy pueda
parecernos un pleonasmo, Rancière nos recuerda que este híbrido nació siendo más bien un
oxímoron (2006a: 78). La democracia, en suma, no puede ser pensada como un régimen
político entre otros, sino más bien como el régimen de la política en tanto que tal. Pero no
27
Es importante entender que Rancière no pretende establecer cuál es el “auténtico comienzo” de lo político
con el fin de, a partir de ello, impugnar como degradada o impropia toda forma que se aleje de dicho
verdadero origen. No pretende demostrar, como otros, que la democracia fue primero y que, por eso mismo,
todo gobierno se debe a ella. Pues, al fin de cuentas, parece decirnos Rancière, saber cuál fue el origen (si es
que hubiese tal origen) no resuelve nada en términos políticos. “La filosofía que indaga en el principio del
buen gobierno, o en las razones por las cuales los hombres se proveen gobiernos, viene después de la
democracia que también viene después, interrumpiendo la lógica sin edad, según la cual las comunidades son
gobernadas por aquellos que tienen títulos para ejercer su autoridad sobre quienes estén predispuestos a
padecerla”. (2006a: 75).
35
porque exhiba algún rasgo positivo que podamos identificar como su fundamento último.
Todo lo contrario. Si la democracia expresa, a su modo, la esencia misma de lo político es
ni más ni menos que porque contiene su escándalo constitutivo, a saber: “[…] esa
condición paradójica de la política, ese punto en el que toda legitimidad se confronta con
su ausencia de legitimidad última, con la contingencia igualitaria que sostiene la
contingencia desigualitaria misma.” (2006b: 135).
Veamos ahora, brevemente, cuales son las tres formas paradigmáticas mediante las
cuales la filosofía política simultáneamente revela y suprime esta esencia de la política.
Esto nos permitirá entender un poco mejor cómo se produce el singular encuentro entre el
pensamiento y la política en el pensamiento policial y de qué modo a partir de este tipo de
encuentros la política queda, en rigor, anulada.
La primera de estas modalidades, que Rancière denomina arquipolítica, tiene en la
figura de Platón a su primer y más notable exponente. Con la finalidad de establecer una
solución al “escándalo democrático” a través del cual “cualquiera puede hacer cualquier
cosa” (polypragmosine), el filósofo griego sostiene que cada cual debe asumir el lugar que
“por naturaleza” le corresponde en la comunidad. Dicho de otro modo, si lo que queremos
es vivir en sociedades realmente justas, es imprescindible que la ley de la ciudad (nomos)
se corresponda con la ley natural (physis). En esta misma dirección, Platón también
sentencia que quienes gobiernan deben ocuparse tan sólo de lo común, mientras que los
gobernados debe ocuparse tan sólo de lo propio, de su propiedad. Esta distribución que,
por un lado, funciona como una clara limitación al poder de los gobernantes, en la medida
en que impide que se perviertan por la persecución de intereses privados, por otro lado,
implica una rotunda restricción al obrar de los gobernados. A partir de este reparto queda
bien claro que los productores, artesanos, etc., no participan en la comunidad “[…] sino
con la condición de no ocuparse en absoluto de ella.” (2007a: 89). A ellos les corresponde
ocuparse de lo propio, pero nunca no de lo común. No tienen, pues, ni voz ni voto.
Replegado en su particularidad, el demos resulta subsumido en un universal que nunca
podrían llegar a cuestionar. De este modo, resulta ser que el demos tan sólo tienen “parte”
en la comunidad en la medida en que asume plenamente la identidad que le es asignada, o
sea, tan sólo la tiene en la medida en que se acomoda a una determinada configuración de
lo común. Para Platón, insistimos, esta sería la única manera de evitar la polypragmosine,
esa perniciosa confusión entre los cuáles y los qué propiciada por la democracia que tantos
males le había ocasionado a la polis. Cada cual tiene su parte en el todo y la totalidad no es
más que la suma de esas partes racionalmente articuladas, lo cual significa,
36
jerárquicamente dispuestas. En suma, la “[…] arquipolítica es la realización integral de la
physis en el nomos, el devenir sensible total de la comunidad. No puede haber ni tiempo
muerto ni espacio vacío en el tejido de la comunidad.”(2007a: 91).
En segundo lugar tenemos a la parapolítica, formulada por primera vez por
Aristóteles. Rancière explica que esta filosofía también se propone reconducir el escándalo
político hacia el ámbito de la lógica policial pero, a diferencia de la arquipolítica,
comienza reconociendo a la igualdad como la razón de ser misma de la política. Así, en
vez de negar “la parte” que le corresponde al demos en la comunidad, el estagirita se aboca
a la difícil tarea de asignarle un lugar claramente determinado al interior de la misma. Esto
lo conduce a tener que establecer un difícil equilibrio entre las partes “extremas” que
conforman la polis, o sea, entre los ricos y los pobres (2007: 95). Difícil equilibrio,
decimos, puesto que, tal como Aristóteles enseña, cada especie de gobierno tiende a
expresar inevitablemente los intereses de “la parte” que lo conduce; razón por la cual, antes
o después, la inevitable parcialidad de sus intereses lo llevará hasta el vicio extremo y
habrá de despertar, entonces, el rechazo y, consecuentemente, la rebelión por parte de la
otra parte. Entonces, “¿cómo hacer para que la ciudad sea conservada por un gobierno,
cualquiera sea, cuya lógica es la dominación sobre la otra parte mediante la cual se
alimenta la disensión que arruina a la ciudad?” (2007a: 97).
Aristóteles sabe que la polémica relación entre ricos y pobres no puede conciliarse,
es decir, que la totalidad nunca cierra de manera armoniosa sobre sí, al menos no de modo
natural. Y es ni más ni menos por esta razón que el trabajo político consiste, ante todo, en
evitar la tan temida disolución de la polis mediante instituciones, disposiciones y
procedimientos que permitan canalizar este conflicto entre las “partes extremas” de la
polis. Pero, puesto que no se puede cambiar la realidad política, tan sólo hay una manera de
lograr dicho cometido: manteniendo las apariencias. Por eso para Aristóteles, siempre
según Rancière, “[…] el buen régimen es el que hace ver la oligarquía a los oligarcas y las
democracia al demos.” (2007a: 98). Ahora bien, dado que concretar un “buen gobierno”
implicaría evitar que se despliegue la lógica propia de alguno de las dos facciones en
pugna, ¿quién podría llegar a interpretar mejor esta tarea, si no aquellos que no pertenecen
ni a una parte ni a la otra? ¿Quién, si no la clase media?
La tarea política, por lo dicho, pretende generar un dispositivo que pueda contener al
demos, es decir que permita convivir con él pero sin tener que padecer la distorsión de lo
común que su sola presencia conlleva. Fulgurante aparición pero también pronta clausura
del demos en la realización/anulación parapolítica de la política.
37
Antes de avanzar, conviene aclarar que aunque las dos concepciones previas hayan
sido formuladas originalmente en la antigua Grecia, esto no significa que sean simples
“piezas de museo”. De acuerdo con nuestro autor, ambas gozan de una notable vigencia:
Si la “filosofía política” platónica y sus sucedáneos proponen sanar a la política sustituyendo
las apariencias litigiosas del demos por la verdad de un cuerpo social animado por el alma de
las funciones comunitarias, la filosofía política aristotélica y sus sucedáneos proponen la
realización de la idea del bien mediante la mimesis exacta del trastorno democrático que
obstaculiza su efectivación: utopía última de una política sociologizada, convertida en su
contrario; calmo fin de la política donde los dos sentidos del “fin”, el telos que se cumple y
el gesto que suprime, van a coincidir exactamente. (2007a: 99).28
Veamos ahora la tercera figura mediante la cual se exhibe/oculta la esencia de la
política; Rancière la denominará metapolítica. Más adelante quedará claro que se trata, por
lejos, de la más significativa a los fines de nuestro trabajo, ya que nos deposita nuevamente
sobre la huella del marxismo:
La metapolítica es el discurso sobre la falsedad de la política que viene a redoblar cada
manifestación política del litigio, para probar su desconocimiento de su propia verdad al
señalar en cada ocasión la distancia entre los nombres y las cosas, la distancia entre la
enunciación de un logos del pueblo, del hombre o de la ciudadanía, y la cuenta que se hace
de ellos [...]. (2007a: 108).
Nuestro autor sostiene que hay dos interpretaciones posibles a partir de este tipo de
planteos marxistas, una que es de carácter estrictamente policial y otra que es, o al menos
puede llegar a ser, propiamente política.
A partir de lo dicho hasta aquí, ya debería quedar claro que lo que define a una
operación como “policial” no estriba en que denuncie la falsedad constitutiva de la política,
28
En El odio a la democracia leemos que “[…] la sociología no es justamente una crónica de la diversidad
social. Es por el contrario, una visión del cuerpo social homogéneo que opone el principio vital interno a la
abstracción de la Ley. República y sociología son, en este sentido, los dos nombres de un mismo proyecto:
restaurar, más allá de la desgarradura democrática, un orden político que sea homogéneo con el modo de vida
de una sociedad.” (2006a: 93) ¿Alcanza esta acusación a la obra de un sociólogo como Pierre Bourdieu? Del
planteo de Ruby podemos inferir que sí. “En El filósofo y sus pobres en algunas páginas tituladas ‘el
sociólogo rey’ (por alusión a Platón), Rancière toma a Bourdieu en el flagrante delito de imponer un orden
policial.” (Ruby, 2011: 45). En relación con la parapolítica, podemos leer las siguientes palabras de Rancière:
“La paradoja es que Hobbes, para refutar a Aristóteles, en el fondo no hace más que trasponer el razonamiento
aristotélico […] Lo desplaza del plano de las ‘partes’ en el poder de los individuos, de una teoría del gobierno
a una teoría del origen del poder. Este doble desplazamiento que crea un objeto privilegiado de la filosofía
política moderna –el origen del poder– tiene una función bien específica: liquida esencialmente la parte de los
sin parte.” (2006a: 101-102).
38
sino en la pretensión de encarnar, al mismo tiempo, el lugar de la verdad desde el cual todo
litigio queda perfectamente localizado, explicado, y, así, anulado (la crítica a Althusser,
como vimos, destacaba este mismo elemento). Siguiendo esta misma lógica, el marxismo
asume un discurso policial que, apoyándose en un supuesto saber sobre las causas últimas
de todo litigio, pretende ubicarse más allá de cualquier manifestación política. Perdemos
así, también con el marxismo, el momento propiamente político en beneficio de una
explicación que asume, lo sepa o no, como inexpugnable cierta configuración de lo
sensible, cierto reparto de identidades y tareas.
Pero, entonces, ¿cómo pensar políticamente la política?
En la primera de sus Once tesis sobre política, Rancière ofrece una pista valiosa.29
Allí afirma que la política “[…] debe ser definida por sí misma, como una modalidad
específica de la acción, llevada a la práctica por un tipo particular de sujeto, y derivando de
una clase de racionalidad específica.” (1997).
Para captar el sentido de una afirmación como esta es imprescindible volver sobre
nuestros pasos. Al comienzo de este apartado decíamos que Rancière contrapone lo
político a lo policial. Esto, en cierta medida, es cierto. Sin ir más lejos, en estas Once
tesis… es posible leer: “[...]la política es específicamente antagónica a lo policial. Lo
policial es una distribución de lo visible cuyo principio es la ausencia del vacío y el
suplemento.” (1997: tesis 8). Pero ahora debemos enfatizar que si nos quedamos con esta
oposición dicotómica no lograríamos captar el núcleo del dispositivo conceptual
rancieriano; aún resta incorporar ni más ni menos que el elemento vertebrador de toda su
filosofía de la emancipación, a saber: la igualdad.
Una lectura atenta permite apreciar que El Desacuerdo nunca afirma que podamos
identificar sin más dos lógicas heterogéneas, absolutamente autónomas, que marchan en
paralelo; mucho menos que sea posible optar sin más, de manera unilateral, por alguna de
29
Según cuenta en El método de la igualdad, estas once tesis (que terminaron siendo diez en posteriores
ediciones) fueron concebidas como una intervención en el tipo de “lectura política” que se hacía de la huelga
general que se realizó en Francia durante 1995. Estas tesis tienen, por lo tanto, una pretensión polémica y
apuntaban a generar un escenario de inteligibilidad alternativo al dominante. Un discurso que, tanto por
derecha como por izquierda, trataba de poner en evidencia que detrás de todo lo que estaba pasando había una
verdad que incluso quienes realizaban las manifestaciones no llegaban a comprender. Ahora bien, lejos de
discutir si esto es cierto o no, lo que intenta hacer Rancière es construir una constelación de conceptos en la
cual se pueda desmontar el tipo de reparto de lo sensible que supone ese tipo de explicaciones, por bien
intencionadas que puedan llegar a ser. Trata, en suma, de pintar un paisaje en ese discurso sea identificable
como un tipo de discurso policial, del orden, eminentemente desigualitario.
39
ellas. En rigor, cuando habla de política Rancière siempre habla de la interferencia, el
cruce o el encuentro entre dos lógicas. Dice, por ejemplo, que “[…] no hay política sin
policía, porque aquella siempre debe irrumpir en ésta: debe venir a poner en cuestión un
determinado orden.” (2007a: 47). Y también: “La política actúa sobre la policía” (2007a:
49). Asimismo, no siempre afirma que estas dos lógicas sean la de la política, de un lado, y
la de la policía, del otro. El planteo es más complejo. Si bien es cierto que nuestro autor
diferencia y contrapone dos lógicas, también lo es que afirma taxativamente que la lógica
política no opera sobre un principio que le sea propio ni exclusivo. Rancière sostiene que el
principio que hace posible la política, sin ser él mismo algo necesariamente político, es el
de la igualdad. Si seguimos las páginas de El desacuerdo, por ejemplo, la política resulta
caracterizada como el encuentro, siempre singular y contingente, entre dos lógicas que
responden a principios que son lisa y llanamente antagónicos: de un lado, la lógica policial
que supone, despliega y reproduce la desigualdad entre los hombres, y, del otro, la lógica
política que postula, para verificar prácticamente, la igualdad entre los mismos (o sea, la
igualdad de cualquiera con cualquiera):
No habrá de olvidarse que si la política pone en acción una lógica completamente
heterogénea a la de la policía, siempre está anudada a esta. La razón es simple. La política no
tiene objetos o cuestiones que les sean propios. Su único principio, la igualdad, no le es
propio y en sí mismo no tiene nada de político. Todo lo que aquélla hace es darle una
actualidad en la forma de casos, inscribir, en la forma del litigio, la verificación de la
igualdad en el corazón del orden policial. (2007a: 47).
En este punto, sin embargo, resulta indispensable precisar que la verificación de la
igualdad tan sólo puede expresarse en el modo de una distorsión. Esto quiere decir que, a
partir del planteo rancieriano, no tiene ningún sentido la proyección de una sociedad
igualitaria: no debemos ilusionarnos con ninguna forma de sociedad derivada a partir del
principio inmaterial de la igualdad; sino, en cambio, concentrarnos en los efectos que este
principio produce, cuando irrumpe, sobre los distintos tipos de sociedad. “La sociedad
igual no es sino el conjunto de las relaciones igualitarias que se trazan aquí y ahora a través
de actos singulares y precarios.” (2006b: 138). Por este motivo, la tarea de pensar
políticamente la política radica, sobre todo, en hacer visibles y sostener en la visibilidad
esos singulares momentos en que el orden social (siempre y necesariamente desigual)
resulta enfrentado con su propia y paradójica condición de posibilidad: la igualdad. No se
trata, por lo tanto, de abocarse a explicar el conflicto, depositando dicho conflicto sobre un
fundamento del cual tomaría su verdadero sentido. Esto, como vimos, es una manera de
neutralizarlo. Sobre todo porque cuando surge un momento propiamente político ya no hay
40
manera razonable de zanjar el desacuerdo entre las partes en conflicto porque el mismo
conflicto genera una parte que no estaba dentro de ningún cálculo previo. Esto significa,
entre otras cosas, que la mismísima razón que debería resolver el conflicto entre las partes
pasa a ser una de las partes en conflicto.30 De este modo, la súbita irrupción de lo que no
entra en ningún cálculo (o sea, con la aparición de “una parte de los que no tienen parte”),
desestabiliza cualquier reparto posible y lo devuelve, durante un tiempo, a su contingencia
originaria: cualquiera podría gobernar, cualquiera ser gobernado.
Para concluir este apartado veamos un ejemplo que, no sólo condensa parte
sustancial de lo que hemos dicho, sino que nos permite anticipar parte sustancial de lo que
veremos cuando retomemos el planteo rancieriano:
…un diálogo ejemplar en ocasión del proceso sustanciado en 1832 al revolucionario Auguste
Blanqui. Al solicitarle el presidente del tribunal que indique su profesión, responde
simplemente “proletario”. Respuesta ante la cual el presidente objeta de inmediato: “Esa no
es una profesión”, sin perjuicio de escuchar en seguida la réplica del acusado: “Es la
profesión de treinta millones de franceses que viven de sus trabajos y que están privados de
derechos políticos.” A consecuencia de lo cual el presidente acepta que el escribano anote
esta nueva “profesión”. En esas dos réplicas –afirma Rancière–puede resumirse todo el
conflicto de la política y la policía. […] Para el procurador, que encarna la lógica policial,
profesión quiere decir oficio: la actividad que pone un cuerpo en su lugar y su función. […]
Pero, como político revolucionario, Blanqui da a la misma palabra otra acepción: una
profesión es un reconocimiento, una declaración de pertenencia a un colectivo. [Pero] los
proletarios no son ni los trabajadores manuales ni las clases laboriosas. Son la clase de lo s
incontados, que no existe más que en la declaración misma por la cual se cuentan como
quienes no son contados (2007a: 54-55).
30
Cabe señalar que esto se vincula directamente con el significado del título del libro, El desacuerdo: “Por
desacuerdo se entenderá un tipo determinado de situación de habla: aquella en la que uno de los interlocutores
entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro.” (2007a: 8).
41
ser la encarnación de una “sublimidad” que trascienda su propio
cuerpo.31
31
Laclau, 2000.
42
Otro de los intentos para respaldar la coherencia interna del planteo laclausiano lo
encontramos en un artículo de Olivier Marchand: “El nombre del pueblo. La razón
populista y el sujeto de lo político”. Luego de reconstruir buena parte de las objeciones que
recibiera La razón populista, Marchand ensaya una respuesta general a las mismas
apoyándose en uno de los aspectos más significativos del libro, a saber, la lógica de la
nominación. Aunque no vamos a reconstruir su planteo, queremos servirnos de una de sus
indicaciones fundamentales: “[…] esa impresión de aparente incoherencia [en La razón
populista] puede evitarse si introducimos una diferenciación mucho más explícita entre
‘política’ y ‘lo político’, o lo ‘óntico’ y lo ‘ontológico’.” (2006: 42).32
Conviene señalar que estas distinciones no son nuevas en la obra de Laclau; de hecho,
podemos encontrarlas en uno de sus primeros textos abiertamente posmarxistas, publicado
en 1990. En ese artículo, intitulado “Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro
tiempo”, Laclau hace uso de la diferencia ontológica heideggeriana con la finalidad de
deslindar dos niveles de análisis: de un lado, la política y, del otro, lo político. El primero
de estos conceptos refiere a una dimensión óntica, mientras que el segundo, en cambio, a
una ontológica. Esto significa que mientras que la noción de política apunta a englobar un
conjunto de prácticas y discursos que son reconocidos como válidos al interior de un orden
establecido, el concepto de lo político, por su parte, pretende iluminar los “actos de
institución contingentes” que se manifiestan en un campo social que está atravesado por
“fuerzas antagónicas”.33
Pero el campo de lo existente no se agota en esta simple díada. La obra laclausiana
ofrece otra distinción categorial, aún más fundamental y es la que separa lo social de lo
político. Debido a esta segunda distinción, y puesto que la política tiene, como dijimos, un
32
La originalidad de esta lectura radica, a nuestro ver, en que, en vez de pretender zanjar la discusión
dilucidando si los conceptos de política, hegemonía y populismo son lo mismo o no, opta por profundizar en
los alcances de la teoría de la nominación para terminar afirmando, a partir de ella, que “[…] para Laclau
‘populismo’ no es tanto un concepto de lo político, sino que sirve, precisamente, como el nombre de lo
político.” (2006: 46). De todos modos, en nuestra opinión, la lectura de Marchand no logra incorporar de
manera satisfactoria dos aspectos cruciales del concepto de populismo, a saber: la heterogeneidad y la figura
del líder. Esta es una de las razones por las cuales, en el próximo apartado, intentaremos proponer un esbozo
de resolución.
33
Aunque retomaremos esta cuestión en el próximo apartado, conviene adelantar aquí que lo ontológico no
puede expresarse sino a través una manifestación óntica (Laclau, 2005: 114-115). El epígrafe de este apartado,
tomado de “Sobre los nombres de Dios”, refiere precisamente a esto mismo. Allí leemos: “Esto significa que
la construcción de una vida ética dependerá de mantener abiertos los dos lados de esta paradoja: un absoluto
que sólo puede ser realizado en la medida en que sea menos que sí mismo, y una particularidad cuyo sólo
destino es ser la encarnación de una “sublimidad” que trascienda su propio cuerpo.”(2000: 127).
43
sentido eminentemente óntico, la misma debe ser comprendida como un subsistema entre
otros (lo religioso, lo económico, etc.) alojado al interior de lo social. Y lo mismo podemos
decir en relación con las diferencias ideológicas: estas se ubican en un plano óntico. En este
sentido, aquello que cotidianamente reconocemos como “cuestiones políticas” debe ser
analizado como una instancia derivada, dirigida exclusivamente a la administración de lo
dado.34
Ahora bien, en el momento de esclarecer la especificidad de lo político, Laclau utiliza
otro par conceptual que también toma de la tradición fenomenológica. En este caso, se trata
de la distinción entre “sedimentación” y “reactivación” con la cual Husserl se propuso
analizar la crisis de la ciencia europea. La analogía que propone es la siguiente: así como,
según Husserl, “la rutinización y el olvido de los orígenes” da lugar a una relación
puramente instrumental con el conocimiento científico, que terminó por vaciarlo de sentido,
del mismo modo, en el campo de lo social van “sedimentando” identidades e instituciones
que, con el correr del tiempo, son percibidas como si fueran eternas, necesarias e
inamovibles y, por lo tanto, incuestionables. Asimismo, así como Husserl propone un
“retorno a las intuiciones originales” a través del cual dotar nuevamente de sentido a los
conocimientos científicos, de manera similar, Laclau sostiene que, a través del
antagonismo, se produce un tipo de “reactivación” de lo social en la cual lo instituido es
conmovido desde sus pilares. Pues la lucha por instituir una nueva objetividad social,
alternativa a la dada, pone en evidencia el límite, siempre precario y contingente, ya no sólo
de este orden al que se cuestiona, sino de cualquier objetividad posible. Por esta razón
Laclau asegura que “[…] el antagonismo tiene una función revelatoria, ya que a través de él
se muestra el carácter en última instancia contingente de toda objetividad.” (1993: 35).En
síntesis:
Las formas sedimentadas de la “objetividad” constituyen el campo de lo que denominaremos
“lo social”. El momento del antagonismo en el que se hace plenamente visible el carácter
indecidible de las alternativas y su resolución a través de relaciones de poder es lo que
constituye el campo de “lo político”. (1993: 51-52).
Entendemos que las implicancias teórico-políticas de este planteo se tornan mucho
más claras si reconstruimos la exposición que Laclau realiza de las diferencias entre las dos
34
Martín Retamozo hace una sugerencia interesante al respecto, introduciendo la noción de sociedad para
establecer una simetría entre las categorías ontológicas de lo político y lo social, de un lado, y las ónticas de la
política y la sociedad, del otro. Tal como anuncia, lo que se propone es “plantear una nueva distinción entre lo
social (como el trasfondo sedimentado donde opera el acto de institución) y la sociedad (como el producto
inestable y contingente de una operación hegemónica).” (2009: 70).
44
conceptualizaciones del conflicto social que conviven, contradictoriamente, al interior de la
tradición marxista: la “contradicción sin antagonismo”, de un lado, y el “antagonismo sin
contradicción”, del otro. De este modo, además, podrá entenderse mejor una de las tesis
más emblemáticas del posmarxismo laclausiano, aquella que sostiene la primacía de lo
político sobre lo social.
Una de las estrategias argumentativas más recurrentes de toda la obra laclausiana
consiste en exponer ciertas “ambigüedades” del marxismo para señalar luego la necesidad
de ir “más allá” del mismo.35 El texto que venimos comentando, por ejemplo, sostiene que
si optamos por pensar el conflicto social a partir de las ideas presentadas por Marx en el
“Prólogo” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859) nos vemos
forzados a concluir que el conflicto social es un epifenómeno derivado de la contradicción
que se produce cuando una sociedad alcanza cierto nivel de desarrollo de sus fuerzas
productivas que las relaciones de producción hasta entonces vigentes no pueden contener.
Sin embargo, si optamos por pensar el conflicto a partir de otro texto marxiano como el
Manifiesto comunista (1848), en el cual la clave del desarrollo de la historia de humanidad
es la lucha de clases, llegamos a la conclusión de que el conflicto social debe ser
comprendido en términos de esta lucha. Ahora bien, el punto a destacar es que estas
conceptualizaciones no son tan sólo diferentes sino directamente incompatibles entre sí:
En el primer caso tenemos una imposibilidad lógica, que lleva al colapso del sistema. Se
trata de una contradicción sin antagonismo que puede aprehenderse conceptualmente, con la
precisión de las ciencias naturales (Marx). La lucha de clases, en cambio, es antagonismo sin
contradicción. (1993: 22-23).36
Aunque vamos a retomar esta cuestión con más detalle en el próximo apartado,
queremos algunos de los efectos de esta crítica operando al nivel de la subjetivación
política. En sintonía con lo dicho más arriba, Laclau sostiene que en el primero de los dos
enfoques en pugna los intereses de los sujetos no se forman sino que se reconocen. Por lo
tanto, si se asume esta vía, es posible establecer de antemano (es decir, a partir del análisis
de la estructura) cuál es el tipo de intereses habrá de defender, si es que actúa
35
Para Laclau: “[…] la razón del término posmarxismo es que la ambigüedad del marxismo –que recorre toda
su historia- no es una desviación a partir de una fuente impoluta, sino que domina la totalidad de la obra del
propio Marx […] El posmarxismo restaura en el marxismo lo único que puede mantenerlo vivo: su relación
con el presente y su historicidad.” (1993: 246).
36
El mismo tópico también estará presente en La razón populista: “Si el antagonismo es […] estrictamente
constitutivo, la fuerza antagónica muestra una exterioridad que puede ser, ciertamente, vencida, pero que no
puede ser dialécticamente recuperada.” (2013: 112).
45
racionalmente, cualquier agente social (1993: 31). Esto equivale a decir, evidentemente,
que tanto el sujeto político como sus intereses están necesaria y objetivamente
determinados por su posición social. Frente a esto, y radicalizando el postulado del
conflicto como resultado de la lucha de clases, Laclau entiende que si optamos por asumir
de manera coherente este postulado, entonces no habría más remedio que aceptar que “[…]
la contingencia penetra radicalmente la identidad de los agentes.” (1993: 39). Pero si
aceptamos esto, entonces ya no tenemos ningún derecho a suponer la existencia de
identidades constituidas de manera previa al conflicto, ni, mucho menos, a pretender que
las mismas funcionen como motor del mismo. La misma pretensión de afirmar que la lucha
vaya a ser entre clases sociales es, entonces, o bien metafórica, o bien precipitada.
Antes de avanzar, queremos anticipar una posible objeción. Tal vez se podría
cuestionar nuestra pretensión de respaldar cierta lectura de La razón populista (2005) a
partir del relevamiento de lo escrito por Laclau a comienzos de los años noventa. La década
y media que separa ambas obras torna razonable este probable cuestionamiento. Por este
motivo, proponemos confrontar “Nuevas reflexiones…” (1990) con un artículo que es siete
años posterior a La razón populista, en el cual retoma la misma línea argumentativa de
“Nuevas reflexiones…”. Un aspecto significativo de este artículo, intitulado “Antagonismo,
subjetividad y política” (2012), es que se prescinde casi completamente de la referencia al
“Prólogo”. De hecho, Laclau despliega toda su reflexión en torno a las ambigüedades del
marxismo a partir del análisis de tan sólo la primera frase del Manifiesto Comunista: “La
historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”.
En este artículo Laclau insiste en que la tradición marxista aloja en su interior tesis
que no sólo son diferentes sino que son incompatibles: (1) La historia de la humanidad es
un objeto unificado, con una estructura coherente y comprensible; (2) es posible determinar
cuáles son los agentes de dicha historia, a saber: las clases sociales; (3) el tipo de relación
que determina la naturaleza de la totalidad es la lucha. De igual manera que en “Nuevas
reflexiones…”, con su análisis Laclau nos muestra que enfrentamos un dilema: o bien la
estructura de la totalidad prevalece y entonces todo conflicto es subsumido en una lógica
omniabarcante, o bien prevalece el momento de la lucha, pero entonces la unidad del objeto
(es decir, la historia humana) entra en crisis. Dicho de otro modo:
[…] siempre que prevalezca la dimensión totalizante, el momento antagónico estará
subordinado a una historia más profunda, de la que el antagonismo representa un simple
epifenómeno; en tanto que si, al contrario, el antagonismo sobrepasa cierto umbral, la
“historia” se verá despedazada y privada de toda coherencia interna. (2014: 128).
46
¿Son, acaso, estas las únicas dos alternativas posibles? No necesariamente. Sin perder
de vista el horizonte de totalidad, Laclau propone una solución posible al segundo cuerno
del dilema. Como veremos, su propuesta será la de una totalidad que se constituye a partir
de una exclusión. Ahora bien, para comprender cabalmente el sentido y el alcance de esta
solución es preciso señalar que la misma implica asumir una hipótesis ontológica y no un
mero requerimiento lógico o epistemológico. (1996: 20-21).37 Por esta razón, entonces,
debemos preguntar primero qué entiende Laclau por “ontología”. ¿Cuáles son, según él, las
relaciones entre ontología y política? ¿Tiene, acaso, lo ontológico una dimensión política?
Y si lo tiene, ¿en qué sentido? Para abordar estas preguntas haremos referencia a su noción
de discurso.
Laclau ha recibido varias críticas, entre otras cosas, por su recurrente apelación al
discurso como “terreno primario de la constitución de la objetividad como tal” (2013: 92).
En “Posmarxismo sin pedido de disculpas”, escrito junto con Chantal Mouffe, encontramos
estas críticas resumidas en cuatro tesis: (1) la distinción discursivo/extra-discursivo se
corresponde con la distinción lingüístico/extra-lingüístico; (2) afirmar el carácter discursivo
de un objeto implica negar su existencia extra-discursiva; (3) negar puntos de referencias
extra-discursivos conlleva caer en el relativismo; (4) afirmar el carácter discursivo de todo
objeto es incurrir en el más craso idealismo. Aunque no vamos a detenernos en la extensa
refutación que dicho texto despliega en relación con cada una de estas tesis, sí nos
proponemos reconstruir el argumento general mediante el cual Laclau intenta establecer la
pertinencia de su propuesta.
Es posible ubicar el punto de partida de la ruptura que implica la noción de discurso
en la idea saussureana según la cual “en el lenguaje no existen términos positivos, sino sólo
diferencias: algo es lo que es sólo a través de sus relaciones diferenciales con algo
diferente.” (2013: 92).38 Laclau entiende que si radicalizamos las consecuencias de esta
idea, resulta necesario admitir que toda significación, ya no sólo la estrictamente
lingüística, se constituye diferencialmente. Dicho de otro modo, toda entidad significativa
37
Esta misma incompatibilidad Laclau habrá de encontrarla en otros discursos claves de la historia política,
que no pertenecen necesariamente al campo del marxismo, tales como el de la emancipación. En “Más allá de
la emancipación” podemos leer lo que “[…] los discursos emancipatorios se han constituido históricamente a
través de la asimilación de dos líneas de pensamiento incompatibles: una que presupone la objetividad y plena
representabilidad de lo social; la otra, cuya validez depende de mostrar que hay un corte que hace que toda
objetividad social sea, en última instancia, imposible.” (1993: 18).
38
Para una exposición detallada de este punto puede consultarse “ontología de la sobredeterminación” de
Andrés Daín (2011).
47
supone algún tipo de exterioridad que le será constitutiva (es decir, un “exterior
constitutivo”). Veamos, brevemente, de qué modo.
Laclau argumenta que si partimos de suponer un conjunto puramente diferencial, “la
totalidad debe estar presente en cada acto individual de significación.” (2013: 94). Pero, si
esto es así, entonces también es preciso aceptar que para llegar a aprehender dicha totalidad
deberíamos reconocer sus límites, es decir, tendríamos que poder distinguirla de algo
diferente de sí. Sin embargo, es fácil advertir que una totalidad que se diferencia de algo
externo de sí ya no es una totalidad, al menos no en el sentido que habitualmente le
atribuimos a dicho término. Por esta razón, Laclau considera que, una vez abandonada la
teoría referencial del lenguaje, la única alternativa que nos queda para tratar de pensar la
constitución de totalidades significativas es que aquello que queda por fuera de la totalidad
sea el producto de una exclusión. Esto significa, pues, que la posibilidad de ser de una
totalidad significativa no reside en sí misma sino en otro; y, puntualmente, en un otro que
ha sido excluido. Es esta operación la que produce una sutura del espacio de significación
en la medida en que todo el resto de las diferencias se convierten, por oposición a lo
excluido, en equivalentes entre ellas. De esto se sigue, entre otras cosas, que la totalidad
siempre implica una falta que le es constitutiva. Por esto mismo Laclau afirma que la “[…]
totalidad constituye un objeto que es a la vez imposible y necesario.” (2013: 94).
Ahora bien, una de las consecuencias importantes de este planteo es que si la
totalidad no puede definirse a partir de una esencia positiva que le sea inmanente, entonces
tampoco puede ser aprehendida conceptualmente a partir de un principio interno. Esta es la
principal razón por la cual, como veremos en el próximo apartado, es tan sólo a través de la
nominación que resulta posible el cierre que hace posible la constitución de una identidad.
Y con esto volvemos a la distinción entre antagonismo y contradicción. Pues, llegados a
este punto, tendría que resultar claro que si fuera posible aunar una entidad y su negación
bajo una misma lógica (como en el caso de la dialéctica, por tomar un claro ejemplo),
entonces ya no estaríamos frente a una exterioridad realmente constitutiva, sino implicados
en un campo de representación estrictamente homogéneo.39 La imposibilidad de representar
la totalidad a partir de rasgos positivos y autodefinidos no se debe a una limitación empírica
(no es que falten datos o que aún no se haya creado una teoría adecuada), sino a que el
39
En “Muerte y resurrección de la teoría de la ideología”, encontramos las siguientes definiciones: “Algo es
originario en la medida en que no requiere ir fuera de sí mismo para encontrar el fundamento que lo
constituye como tal; es autotrasparente en la medida en que sus dimensiones internas están entre sí en una
relación de estricta solidaridad; y está cerrado en sí mismo en la medida en que el conjunto de sus ‘efectos’
puede ser determinado sin ir más allá del sentido originario.” (2000: 26-27).
48
límite es estructural; la opacidad, por lo tanto, insuprimible. Paradójicamente, entonces, la
falta hace a la misma posibilidad de la totalidad. De allí, pues, la afirmación de que la
totalidad siempre es fallida.
De acuerdo con Laclau, si llevamos este esquema respecto de la producción de
significados al ámbito del análisis social obtenemos que la totalidad es aquello que
usualmente denominamos “sociedad” (o “comunidad”). No obstante, por todo lo ya dicho,
es preciso inferir que cualquier sociedad, en tanto que totalidad significativa, es a la vez
imposible y necesaria. “Imposible” puesto que toda clausura es, por su propia naturaleza,
contingente y arbitraria. “Necesaria”, sin embargo, porque sin esa clausura no hay
objetividad posible. Pero, ¿cómo se produce este cierre? Es aquí donde hace su aparición la
noción de hegemonía poniendo de relieve la dimensión fundamentalmente política de
cualquier ontología. En “Política de la retórica”, un texto basado en una conferencia de
1998, Laclau explica lo siguiente:
Los requerimientos de la “hegemonía” como categoría central del análisis político son en
esencia tres. Primero, que algo constitutivamente heterogéneo del sistema o estructura social
tiene que estar presente en esta última desde el comienzo, impidiendo constituirse como
totalidad cerrada representable. Si tal cierre pudiese lograrse, ningún evento hegemónico
resultaría posible y lo político, lejos de ser una dimensión ontológica de lo social –un
existencial de lo social-, se reduciría a una dimensión óntica de este último. En segundo
lugar, sin embargo, la sutura hegemónica tiene que producir un efecto re-totalizante, sin el
cual ninguna articulación hegemónica sería tampoco posible. Pero, en tercer lugar, esta re-
totalización no puede tener el carácter de una reintegración dialéctica. Por el contrario, tiene
que mantener viva y visible la heterogeneidad constitutiva y originaria de la cual la relación
hegemónica partiera.” (2000: 101).
Lejos de cualquier planteo posmoderno, y la negación de la idea totalidad que por lo
general éste conlleva, en la obra de Laclau la totalidad es afirmada a mismo tiempo que
reconducida a un origen contingente y arbitrario. Hegemonizar será entonces ni más ni
menos que la operación de sutura que permite estabilizar, antagonismo mediante, un cierto
campo de representación (que será experimentado como) como “total”.
En suma, la primacía de lo político significa que no hay otra objetividad social que la
que se produce a través de intervenciones hegemónicas que producen una delimitación
significativa del campo social a partir de la exclusión de otras posibilidades, es decir,
imponiéndose a otras formas posibles de constituir cierto campo de representación. De
49
aquí, como veremos luego, la importancia para la política de disputar ciertos significantes
claves, como los de justicia o igualdad.
Otra de las tesis con la que habitualmente suele asociarse al posmarxismo de Laclau
es con la de la autonomía de lo político.(Martín, 2014: 114-115). En relación con esto nos
interesa señalar que, a nuestro entender, dicha tesis debe ser relativizada puesto que si bien
Laclau diferencia “lo social” y “lo político”, estableciendo, además, la primacía del
segundo sobre el primero, también afirma, de manera harto frecuente, que ambas instancias
nunca se dan en estado puro dado que están necesariamente imbricadas. Esto le permite
decir, por ejemplo, que “la frontera entre lo que en una sociedad es social y lo que es
político se desplaza constantemente.” (2005: 52). Por eso, la autonomía de lo político no
debe interpretarse como en una entidad metafísicas separada, absoluta (esto, de hecho, iría
contra la misma noción de discurso). Por el contrario, Laclau propone considerar que (a)
sólo hay grados relativos de institucionalización de lo social, que penetran y definen la
subjetividad de los propios agentes; y (b) que las instituciones no constituyen marcos
estructurales cerrados sino complejos débilmente integrados que requieren la constante
intervención de las prácticas articulatorias (1993: 233). Por esta razón, insistimos, al
analizar la díada “lo social” y “lo político” no podemos perder de vista que estamos frente a
dos construcciones teóricas que intentan captar analíticamente, a través de la estilización
conceptual, ciertas tensiones que en la realidad concreta siempre se manifiestan de un modo
más bien confuso, aleatorio, “contaminado”. Estas aclaraciones nos parecen importantes
porque entendemos que la marcada tendencia a la formalización categorial es no sólo uno
de los rasgos más salientes de la obra “madura” de Laclau, sino también una de las fuentes
de mayores inconvenientes interpretativos, sobre todo en relación con su noción de
populismo.
Para terminar este apartado, una breve síntesis. Empezamos este apartado haciendo
referencia a distintas interpretaciones contrapuestas que ha recibido la obra de Laclau: de
una parte, quienes ven en ella la deliberada e injustificada asimilación entre hegemonía,
política y populismo; de la otra, la de quienes argumentan en favor de la coherencia del
planteo laclausiano. A continuación nos propusimos desplegar algunas distinciones
conceptuales que, a nuestro entender, permiten introducir cierta claridad en el análisis.
Sirviéndonos de textos que cubren un arco cronológico de casi treinta años –desde 1990
hasta 2014–diferenciamos (1) “la política” de “lo político”, (2) “lo social” de “lo político”,
estableciendo (3) la primacía de éste sobre aquél y, por último, (4) destacamos que, para
evitar confusiones, estas distinciones deben ser consideradas como categorías de análisis de
50
la realidad, no como meras descripciones de hechos empíricos. Por cierto, aún no hemos
dicho nada sobre el populismo, pero se trata del tópico que analizaremos con detalle en el
siguiente apartado.
Finalmente, retomaremos la indicación de Marchand mencionada al comienzo, la cual
nos servirá para anticipar lo venidero, a saber: la articulación teórica que produce Laclau
entre el populismo, entendido como lógica de lo político, y el pueblo, concebido como
forma propia de la subjetividad política:
[…] es posible evitar una confusión en potencia si se mantienen separados los diferentes
niveles de argumentación –lo óntico y lo ontológico– tan claramente como sea posible (aun
cuando se les rearticule en un segundo paso). Es decir, uno tiene que diferenciar claramente
entre dos ‘nombres’ del pueblo: el ‘pueblo’ como un actor de la política, o un significante
dentro del discurso político, y el pueblo como el sujeto de lo político. Y una vez más
tenemos que preguntarnos qué implica haberle dado al sujeto de lo político este nombre: ‘el
pueblo’. (2006: 42).
51
3. Pueblo
En La razón populista Laclau sostiene que hay dos estrategias alternativas para
analizar al populismo. La primera de ellas, la más habitual, lo concibe como la expresión
política de algún tipo determinado de grupo social previamente constituido. Esta clase de
abordajes, por lo general, pretende establecer tipologías más o menos exhaustivas de las
configuraciones sociales e ideológicas que, supone, dan lugar al fenómeno populista. Los
resultados suelen ser desconcertantes: unas veces, para tratar de cubrir la multiplicidad de
contenidos ideológicos que participan de los fenómenos denominados populistas se
construyen extensas listas sin ningún criterio razonable; otras, en cambio, se expulsan de
esta lista a muchas expresiones que bien podrían ser catalogadas como populistas con el
único fin de aferrarse a un contenido particular, más o menos arbitrario, y siempre parcial.
(2005: 19-31).
La segunda estrategia, que es la que intenta desplegar nuestro autor, no se propone
abordar el populismo como un fenómeno derivado de alguna instancia social sino, por el
contrario, como una lógica política que hace posible la configuración del grupo. 41Podemos
apreciar que aquí ya se encuentran operando algunas de las distinciones conceptuales que
adelantamos en el apartado previo, pues, mientras que el primero de estos enfoques localiza
al populismo en un terreno óntico, ya instituido, el segundo, en cambio, se propone
inscribirlo en una dimensión ontológica, es decir, propiamente instituyente. Ahora bien, si
40
Laclau, 1993.
41
Queremos dejar constancia de una ambigüedad, particularmente llamativa, de La razón populista: en
algunas ocasiones, en vez de plantear que lo político tiene primacía sobre lo social, dice que el populismo es
“una lógica social” que tiene que ver con un modo de construir lo político (2005: 11). Se trata, de todos
modos, de una formulación excepcional.
52
avanzamos con la segunda opción, ¿de qué modo se forman las identidades colectivas? Esta
es la pregunta que organiza y orienta La razón populista.
El primer eslabón del argumento es la demanda social42(2005: 98). Laclau afirma
que una “petición” realizada a un determinado orden institucional puede seguir dos
caminos: o bien se le reconoce un lugar dentro de la institucionalidad vigente, o bien no se
lo hace. En el primero de estos casos la demanda resultaría inscripta en el orden vigente y,
por lo tanto, según Laclau, allí terminaría el problema.43 Pero si la demanda en cuestión no
es satisfecha, entonces se abre la posibilidad de que aquello que empezó siendo una simple
petición a las autoridades (y por eso mismo una forma de reconocimiento de las mismas) se
convierta en un reclamo y, potencialmente, en una impugnación al sistema.44
Aunque este es tan sólo el comienzo. Para que esta potencial impugnación tenga
lugar no alcanza con que haya demandas insatisfechas; será preciso, además, que estas
demandas entren en relación conformando así una nueva identidad social que proyecte una
frontera antagónica que divida al espacio social entre un nosotros, “el pueblo”, y un ellos,
“los poderosos” (2005: 99). Veamos un ejemplo:
Pensemos en una gran masa de migrantes agrarios que se ha establecido en las villas
miserias ubicadas en las afueras de una ciudad industrial en desarrollo. Surgen problemas
de vivienda, y el grupo de personas afectadas pide a las autoridades locales algún tipo de
solución. […] Si la demanda es satisfecha, allí termina el problema: pero si no lo es, la
gente puede empezar a percibir que los vecinos tienen otras demandas igualmente
insatisfechas. Si la situación permanece igual por un determinado tiempo, habrá una
acumulación de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema para
42
Laclau se sirve de la ambigüedad del término: “[…] en inglés el término demand es ambiguo: puede
significar una petición pero también puede significar un reclamo […]” (2005: 98). En un texto posterior, en el
cual discute con Slavoj Žižek, describe este pasaje de la petición al reclamo (o la exigencia) de un modo más
explícito: “Una vez que nos movemos más allá de cierto límite, los que habían sido pedidos al interior de las
instituciones pasan a ser exigencias dirigidas a las instituciones y, a cierta altura, ellas pueden pasar a ser
exigencias contra el orden institucional. Cuando este proceso ha desbordado los aparatos institucionales más
allá de cierto límite, comenzamos a tener al pueblo del populismo.” (2008: 26).
43
En “La demanda social y los límites de lo heterogéneo” Paula Orsini argumenta de manera convincente que
la demanda no necesariamente agota su eficacia política por el simple hecho de ser satisfecha. A partir de allí
la autora habilita una posibilidad que no había sido contemplada en La razón populista: “[…] también una
demanda satisfecha puede entrar en relación equivalencial con otras demandas.” (Biglieri, 2007: 107).
44
En este punto nos parece significativa la siguiente aclaración de Paula Biglieri: la demanda, aunque sea
presentada como “unidad de análisis” no debe ser entendida como un dato positivo y aislable, puesto que
siempre presupone una relación: la demanda siempre implica la referencia a otro a quien se le dirige (2007:
40).
53
absorberlas de modo diferencial (cada una de manera separada de las otras) y esto establece
entre ellas una relación equivalencial. (2005: 98).
Este caso, sin dudas paradigmático en la reflexión de Laclau, además de ilustrar lo
dicho hasta aquí, permite introducir una distinción crucial de su teoría que hasta aquí no
habíamos mencionado, aunque ya estaba latente: además de la lógica diferencial, a partir de
la cual el sistema le asignaría a cada expresión particular un lugar dentro del sistema, existe
otra lógica, la equivalencial, que refiere a la posibilidad de que las demandas insatisfechas
converjan entre sí. En una hipotética sociedad plenamente reconciliada cualquier demanda
particular habría de ser absorbida por el sistema sin dejar margen alguno para que se active
el principio de la equivalencia. Si espacio social estuviera saturado, la operación política no
tendría manera alguna de desplegarse; en este caso tan sólo existiría lo social entendido
como la mera “administración de las cosas”. Frente a esto, como veremos, el populismo
está ligado a la activación de la lógica equivalencial y la dicotomización del espacio social.
Es importante destacar que, tal como puede inferirse del apartado previo, esta
potencial convergencia de las demandas no se deriva de algún rasgo positivo compartido
que, en cierto momento, es reconocido por los excluidos del sistema como aquél universal
que los subsume a todos. Laclau insiste en que las demandas insatisfechas tan sólo tienen
en común el hecho de ser excluidas del sistema vigente. Esto significa que la cadena
equivalencial tiene, al menos en sus orígenes, un sustrato fundamentalmente negativo.
(2005: 125). Otra característica central del planteo es que Laclau remarca, una y otra vez,
que estas demandas no satisfechas deben ser concebidas como “heterogéneas”, y no
meramente como “diferentes”. Esto se debe, sucintamente, a que si las demandas fueran
concebidas como diferentes entre sí entonces deberíamos suponer la existencia de un
campo de representación en común que las contuviera a todas y nos permitiera establecer la
comparación. No obstante, para Laclau, es ni más ni menos que esta posibilidad de
representación de la totalidad lo que ha sido puesto en cuestión a partir de la existencia de
demandas insatisfechas. En otras palabras, es ni más ni menos que la capacidad del orden
instituido para expresar la totalidad social, es decir, para representar dentro de sus propios
límites la diversidad de las demandas existentes, lo que resulta puesto en cuestión.
Pero no debemos suponer que esta limitación sea un problema excluyente de cierto
tipo de sistema (el capitalismo) que podría ser subsanado por otro que sea más justo (por
ejemplo, el comunismo). Lejos de cualquier utopía, el planteo laclausiano se encarga de
cancelar a partir de sus propias premisas ontológicas la prefiguración de cualquier tipo de
sociedad reconciliada. Pues, como vimos en el apartado previo, al seguir su argumento se
54
torna inevitable concluir que la imposibilidad de una sociedad absolutamente inclusiva no
reside en una limitación empírica; se trata, en rigor, de un límite estructural, constitutivo.
La totalidad es, como vimos, necesaria e imposible a la vez.
Dicho todo esto es necesario hacer una precisión más. La imposibilidad de una
sociedad totalmente reconciliada no sólo se explica porque la exclusión funciona como una
condición sine qua non para la constitución de totalidades socialmente significativas. La
imposibilidad de un espacio social totalmente saturado responde, además, a que la
heterogeneidad social es, por definición, insuprimible en tanto que “la frontera antagónica
involucra otro heterogéneo que es dialécticamente irrecuperable, siempre habrá una
materialidad del significante que resiste la absorción conceptual.”(2013: 112, 191).45 En
consecuencia, es posible diferenciar dos clases de “otredad” dentro de su teoría política: por
un lado, el otro antagónico que se construye para conformar la propia identidad, o sea, la
constitutiva representación del “enemigo”; por otro lado, una otredad que escapa a
cualquier representación posible y que permite afirmar, por esta razón, que el pueblo será
siempre un poco más que “el opuesto puro al poder”. A esto mismo se refiere nuestro autor
cuando asegura lo siguiente: “Existe un real del pueblo que resiste a la integración
simbólica.” (2005: 191).46
Ahora bien, ¿de qué modo es posible que se articulen las demandas heterogéneas
que no tienen nada en común salvo el hecho de no haber sido satisfechas por un
determinado orden social? En otras palabras, y volviendo al comienzo de este apartado:
¿cómo se forman las identidades colectivas? Para poder responder estos interrogantes aún
resta introducir algunas otras “herramientas ontológicas” decisivas de la intervención
laclausiana. Asimismo, para comprender adecuadamente el sentido de su intervención hace
falta reconstruir, al menos brevemente, eldebate en torno al populismo en el cual se inserta.
En “La denigración de las masas”, el primero de los capítulos del libro, se intenta
una genealogía de las dificultades que las ciencias sociales han tenido (y tienen) para
45
Para pensar qué ocurriría si se suprimieran estas dimensiones, vale el siguiente fragmento: “¿Qué ocurre,
sin embargo, si el pueblo es concebido como una entidad homogénea a priori postulada desde un centro de
poder que, en lugar de ser el precipitado social de una interacción equivalencial de demandas democráticas, es
percibido como el que determina una sustancia idéntica a toda demanda expresa? En ese caso, la división
interna inherente a toda demanda democrática dentro de la cadena equivalencial se derrumba, el pueblo pierde
sus diferenciaciones internas y es reducido a una unidad sustancial.” (2005: 259).
46
Las numerosas analogías que traza con la teoría lacaniana se encaminan, sin duda, a reforzar este mismo
punto: así como no existe ningún orden simbólico que pueda suprimir el exceso propio de Lo Real; tampoco
es posible un orden social que logre representar plenamente la heterogeneidad social (Biglieri, 2007: 47-48).
55
abordar el populismo. Allí se sostiene que a partir de obras tan influyentes como las de
Gustav Le Bon la psicología de masas estableció una rígida separación entre “lo normal” y
“lo patológico” que marcó a fuego la posterior comprensión de la política moderna. En
particular, porque sirvió para dotar de argumentos “científicos” al desprecio que las elites
sentían por las masas (2005: 87). Unos pocos fragmentos de la descripción que realiza
Mcdougall sobre las características que la psicología de masas atribuía a la multitud
alcanzarán para hacernos una idea: “[…] excesivamente emocional, impulsiva, violenta,
inconstante, inconsistente, […] extremadamente sugestionable, […] fácilmente influida y
conducida, […] de manera que tiende a producir todas las manifestaciones que hemos
aprendido a esperar de cualquier poder absoluto e irresponsable.” (2005: 71). Este tipo de
representación, claramente negativa de la muchedumbre, suele operar como una de las dos
patas sobre la cual se asienta el imaginario dominante en la psicología de masas. La otra es
la de un líder calculador, inescrupuloso y autoritario que manipula discrecionalmente a
estas masas irracionales con el único fin de construir su propio poder. Tomando en cuenta
estas claves de interpretación no es tan difícil entender porqué Laclau afirma que la
comprensión del populismo fue inscripta en una constelación teórico-política bien precisa y
sesgada que lo mantuvo marginado como un fenómeno político “aberrante” (2005: 35).47
Ante este panorama, nuestro autor va a plantear que no es posible determinar la
especificidad del populismo si se parte de condenar su “vaguedad” e “imprecisión”, o si se
lo estigmatiza como un epifenómeno “transitorio” o “simplificador”. No obstante, contra lo
que podría llegar a suponerse, Laclau va a sostener que el problema no reside en el tipo de
caracterización habitualmente se hace del fenómeno populista sino en la valoración
(eminentemente negativa) que presupone48 (2013: 24). Dicho de otro modo: en ningún
momento propone que la vía para legitimar al populismo consista en cambiar todas estas
calificaciones por otras opuestas, más elogiosas, de modo tal que podamos terminar
afirmando que, contra lo que se había supuesto, el populismo en verdad implicaba
concreción, precisión, estabilidad, complejización, etc. La singularidad de la intervención
laclausiana reside, precisamente, en conservar parte sustancial de esta caracterización pero
47
Una caracterización similar las encontramos en Rancière (2014: 121).
48
En estas páginas Laclau va a afirmar que “[…] esta relegación del populismo sólo ha sido posible porque,
desde el comienzo, ha habido un fuerte elemento de condena ética en la consideración de los movimientos
populistas.” (2005: 34). Poco antes había señalado que en aquél momento se carecía de las “herramientas
ontológicas adecuadas”. Aquí entendemos que ambos aspectos, el ético y el epistemológico, resultan
complementarios.
56
invirtiendo radicalmente la valoración (2005: 32).49 Con esta operación Laclau se propone
difuminar las barreras entre “lo normal” y “lo patológico”, haciendo de estos rasgos
supuestamente negativos elementos constitutivos de la vida política. De este modo, en vez
de condenar la vaguedad y la ambigüedad del discurso populista, habrá de preguntar si este
tipo de discurso “no es consecuencia, en algunas situaciones, de la vaguedad e
indeterminación de la misma realidad social.” (2013: 32). Pues, a su entender, si este fuera
el caso (es decir, si la indeterminación del populismo estuviese contextualmente
justificada), cabría entonces la posibilidad de considerar, primero, que se trata de “un acto
performativo, dotado de una racionalidad propia” y, segundo, que “el hecho de ser vago en
determinadas situaciones es la condición para construir significados políticos relevantes.”
(2013: 32).
Una inversión similar puede registrarse respecto a la acusación de que el populismo
es “mera retórica”. Laclau argumenta que, una vez que hemos renunciado a la concepción
idealista (según la cual la realidad social estaría plenamente constituida) y correlativamente,
a la idea de un lenguaje puramente denotativo que lograría aprehenderla conceptualmente
(es decir, sin ningún tipo de mediación), no queda más opción que la de asumir que el
“movimiento tropológico” (analogías, metáforas, sinécdoques, etc.), no es un simple
adorno, sino un aspecto constitutivo de las configuraciones sociales y, en particular, de las
identidades políticas.50 En este sentido, y a modo de ejemplo, indica que:
[…] los males experimentados por diferentes sectores del pueblo van a ser percibidos como
equivalentes entre sí en su oposición a la “oligarquía”. Pero esto es simplemente afirmar
que son todos análogos entre sí en su confrontación con el poder oligárquico. ¿Y qué es
esto sino una reagregación metafórica? (2005: 34).
En este contexto, el del debate sobre la psicología de las masas, Laclau va a destacar
la importancia del aporte freudiano. Su interés radica, sobre todo, en el modo en que el
psicoanálisis va a permitir replantear las relaciones entre la constitución de la subjetividad y
los procesos de identificación como medio para resignificar las relaciones entre el grupo y
el líder y, a partir de esto, el sentido y alcance de la representación política. ¿De qué modo?
En pocas palabras, el psicoanálisis permitirá sostener que la convergencia de las múltiples
49
De esta manera, Laclau toma distancia de una estrategia habitual entre quienes pretenden reivindicar el
concepto de pueblo sin comprometerse con este tipo de caracterizaciones; la cual consiste, básicamente, en
separar “lo popular” del “populismo”. Ver, por ejemplo, el planteo de Enrique Dussel en “Cinco tesis sobre el
populismo” (2007).
50
En “Antagonismo, subjetividad y política” Laclau sostiene, de un modo aún más radical, que las figuras
retóricas adquieren “un valor ontológico”. (2014: 151).
57
demandas insatisfechas en una unidad que las articule políticamente requiere que estas
demandas hayan llegado a identificarse con algo en común. De este modo, resulta claro
que, en vez de tomar al sujeto colectivo como un punto de partida, Laclau podrá postular
que la identidad popular es siempre un punto de llegada, es decir, una configuración que tan
sólo hallaremos al final de un complejo proceso impulsado por la falta y coronado en un
ideal.
Con estos elementos en nuestro poder, podemos retomar nuestro argumento.
Laclau considera que, si hemos partido de asumir que no hay rasgos positivos que
permitan fundar la convergencia de las múltiples demandas, entonces hay que admitir que
tan sólo el carácter tendencialmente vacío de ciertos significantes claves puede permitir
explicar que se genere algún tipo de identificación entre ellas51 (2013: 117). Por eso mismo,
en otro pasaje, afirma que:“[…] cuanto más heterogéneas sean esas demandas sociales, el
discurso que les provee una superficie de inscripción va a ser menos capaz de apelar al
marco diferencial común de una situación local concreta.” (2013: 128). Ahora bien, esta
relación directamente proporcional entre la heterogeneidad de las demandas, de un lado, y
la vacuidad de los significantes, del otro, no está exenta de consecuencias importantes. El
punto álgido de este in crescendo lo encontramos en las “crisis orgánicas”. Pues en aquellas
situaciones límite en la cuales el universal hegemónico hasta entonces vigente –es decir,
aquél que había logrado estabilizar cierto orden social– ha perdido su capacidad de
representar la pluralidad de las expresiones particulares, se pone de manifiesto otro aspecto
sustantivo del populismo. Esta lógica de lo político no se reduce, como podría llegar a
suponerse, a una operación disruptiva a través de la cual se exacerba la cadena
equivalencial produciendo con la finalidad de producir una división del campo social. No es
tan sólo antagonismo y división. Pues, en tanto que lógica de lo político, el populismo
aspira, a su vez, a producir un orden simbólico que permita contener diferencialmente la
totalidad de las demandas (que considere legítimas).52 La impugnación del orden y la
51
Vale aclarar que la centralidad del significante no implica que la política se reduzca a una serie de
operaciones meramente verbales. En relación con este punto, Laclau sostiene que: “[...l la función de fijación
nodal nunca es una mera operación verbal, sino que está inserta en prácticas materiales que pueden adquirir
fijeza institucional. Esto es lo mismo que afirmar que cualquier desplazamiento hegemónico debería ser
concebido como un cambio en la configuración del Estado, siempre que este no sea concebido, en un sentido
jurídico restringido, como la esfera pública, sino en un sentido amplio gramsciano, como el momento ético-
político de la comunidad.” (2005. 138).
52
Mencionemos un típico ejemplo laclausiano de esta secuencia división/recomposición: “El gobierno
popular peronista fue derrocado en 1955. Los últimos años del régimen habían estado dominados por un
desarrollo característico: el intento de superar la división dicotómica del espectro político mediante la
58
tendencia a su recomposición son, en suma, dos caras de una misma moneda. Esto significa
que la exclusión siempre opera como condición para la constitución de una nueva identidad
que, como cualquier otra, también habrá de pretenderse total, plena. Por esta razón, Laclau
afirma que la identidad popular es el precipitado de un proceso de identificación de una
parte con el todo. Pero, aclaremos, no habla de una parte del todo sino de una parte que es
el todo. La siguiente cita resume buena parte de lo dicho:
El populus como lo dado -como conjunto de relaciones sociales tal como factualmente son-
se revela a sí mismo como una falsa totalidad, como una parcialidad que es fuente de
opresión. Por otro lado, la plebs, cuyas demandas parciales se inscriben en el horizonte de
una totalidad plena –una sociedad justa que sólo existe idealmente- puede aspirar a
constituir un populus verdaderamente universal que es negado por la situación realmente
existente. (2005: 123).
Asimismo, esta bivalencia distintiva del populismo permite comprender mejor el
hecho de que en los momentos de crisis agudas suelen emerger líderes fuertes, no
casualmente llamados “populistas”. Laclau explica que, más allá de cuáles sean las
intenciones personales de estos individuos, el tipo de articulación que se produce en torno a
ellos responde a esta misma lógica política que venimos analizando hasta aquí. Su
argumento, en este punto, es el siguiente: si carecemos de determinaciones positivas que
permitan aprehender conceptualmente cuál es el universal que habría de subsumir a las
diferentes demandas, entonces no queda más alternativa que apelar a la potencia del
nombre como elemento articulador de lo múltiple. De esta manera, “la unidad de la
formación discursiva es transferida desde el orden conceptual (lógica de la diferencia) al
orden nominal.” (2005: 129-130). Este tipo de desplazamiento podemos apreciarlo a través
de un ejemplo concreto: el del Partido Comunista Italiano (PCI) luego de la Segunda guerra
mundial.
El PCI, explica Laclau, se encontraba en aquellos días frente a un dilema: o bien se
constituía en el partido de la clase obrera, o bien se disponía a “construir un pueblo”. En el
primero de estos casos, era claro que “debía concentrar su actividad en el norte industrial
porque allí era donde se encontraba esa clase”, lo cual “equivaldría a afirmar que existía un
contenido conceptual de la categoría ‘clase obrera’ a través del cual reconocemos a algunos
actores sociales.” (2005: 228). Como podemos apreciar, aquí el término “clase obrera”
creación de un espacio diferencial totalmente integrado.” (2005: 266). El abandono de la figura del
“descamisado” a favor de la imagen de la “comunidad organizada”, según Laclau, daría cuenta de dicho
intento.
59
tiene una función meramente referencial. Las determinaciones del concepto, en su
universalidad, permitirían reconocer en las diferentes coyunturas aquello que debe
subsumirse bajo su alcance (y también, lógicamente, qué es lo que queda por fuera). En el
caso italiano, por ejemplo, la realidad socioeconómica que se correspondía con el concepto
“clase obrera” tal como la teoría marxista lo establecía estaba localizado en el norte fabril y,
por esa razón, era precisamente allí donde el Partido tendría que haber concentrado su
actividad. Sin embargo, según Laclau, la estrategia de Palmiro Togliatti fue bien diferente:
Desde su punto de vista, el partido debía intervenir en una pluralidad de frentes
democráticos (impulsando una pluralidad de demandas particulares, en nuestros términos) y
conducirlos a una cierta unidad (concebida, como sabemos, como unificación
equivalencial). De esa manera, cada una de las demandas aisladas se fortalecería a través de
los vínculos que establecería con otras demandas y, lo más importante, todas tendrían un
nuevo acceso a la esfera pública. (2005: 228-229).
Nuevamente: si lo que se pretende es constituir un sujeto popular no se puede partir
de la generalidad de un concepto supuestamente universal que nos permitiría reconocer
tanto a los actores sociales previamente determinados como sus respectivas funciones
políticas. Esta era, según Laclau, la política promovida por el Komintern que conduce a
subordinar “todas las especificidades nacionales a un centro internacional y a una tarea
universal.” (2005: 229). Sin embargo, una verdadera articulación hegemónica debe atender
a la singularidad de la situación concreta en que se desplegaba; ya no para reconocer, por
medio del concepto, un sujeto previamente dado sino para construirlo a través de la
capacidad performativa de ciertos significantes flotantes.
¿En qué sentido esto permite explicar la emergencia del líder populista? Laclau
considera que si avanzamos consecuentemente con el razonamiento que venimos
desplegando, nos vemos obligados a admitir, en primer lugar, que “un conjunto de
elementos heterogéneos mantenidos equivalencialmente unidos sólo mediante un nombre
es, sin embargo, necesariamente una singularidad.” (2005: 130). Y, en segundo lugar, que
la forma extrema de una singularidad es una individualidad, o mejor dicho un individuo.
“De esta manera casi imperceptible, la lógica de la equivalencia conduce a la singularidad,
y ésta a la identificación de la unidad del grupo con el nombre del líder.” (2005: 130). Esto
significa, dicho de otro modo, que en situaciones de heterogeneidad extrema tan sólo la
individualidad del nombre del líder permitiría la articulación de un sujeto colectivo.
De todos modos, hay que precisar que esta tendencia al vaciamiento del significante
no está exenta de riesgos. Si bien puede ocurrir que el significante articulador se vacíe sin
60
perder totalmente su particularismo, conservando de este modo cierta coherencia interna,
también puede ocurrir que acabe por tornarse completamente vacío. En este segundo caso,
en el cual la lógica equivalencial se ha desquiciado, los componentes de la cadena pueden
no compartir ningún rasgo, llegando incluso a ser contradictorios. Pero un pueblo
constituido de este modo, según Laclau, es extremadamente frágil dado que el potencial
antagonismo puede estallar en cualquier momento.53
Para aclarar un último punto será útil retomar el ejemplo del PCI. A partir de este
caso sería razonable preguntar en qué sentido el populismo implica, como pretende Laclau,
la producción de un pueblo si, tal como vimos, la estrategia togliattiana, que Laclau
calificaba como populista, se desarrollaba en nombre de la “clase obrera”. 54 Para abordar
esta pregunta queremos retomar la indicación con la cual concluimos el apartado previo.
Como se recordará, allí Marchand aseguraba que era preciso:
…diferenciar claramente entre dos ‘nombres’ del pueblo: el ‘pueblo’ como un actor de la
política, o un significante dentro del discurso político, y el pueblo como el sujeto de lo
político. Y una vez más tenemos que preguntarnos qué implica haberle dado al sujeto de lo
político este nombre: ‘el pueblo’. (Marchand: 2006).
Si dirigimos nuestra atención al terreno ontológico, podemos afirmar que la teoría
laclausiana permite saber de antemano, a priori, que la constitución de un sujeto político
implica, necesariamente, el hecho de que algún contenido específico hegemoniza la cadena
equivalencial. Pero si dirigimos nuestra mirada al terreno óntico, el panorama cambia,
porque la teoría no permite inferir, de ningún modo, cuál será el contenido puntual que
cumplirá dicha función ontológica en una cierta situación puntual. La determinación de
53
El ejemplo paradigmático de este tipo de situaciones es, nuevamente, el peronismo (aunque ahora de las
décadas del sesenta y el setenta). Si lo que define al populismo es el predominio de la lógica equivalencial,
entonces podríamos decir que el peronismo de aquellos años puede ser comprendido como un híper-
populismo. Sin embargo, también es posible leer la situación de un modo exactamente inverso y decir que, en
realidad, es porque los particularismo no terminaron de subordinarse al principio de equivalencia que se
rompe estalla la frágil unidad. De cualquier modo, este ejemplo permite entender porque Laclau insiste,
reiteradamente, en que la construcción del pueblo es una actividad que tiene a un equilibrio siempre difícil e
inestable, pues “las identidades políticas son el resultado de la articulación (es decir, la tensión) de lógicas
equivalenciales y diferenciales opuestas, y es suficiente que el equilibrio entre ambas se rompa por el
predominio, más allá de cierto punto, de uno de los dos polos, para que el pueblo como actor político se
desintegre.” (2005: 249).
54
En su libro Nuevas reflexiones…, Laclau ya había planteado la diferencia entre la clase concebida en
términos “corporativos” y la clase concebida en términos “hegemónicos” resaltando que “no sólo siguen dos
estrategias diferentes, sino [que refieren a] dos identidades sociales estrictamente separadas, dado que varía el
modo en que las diferentes estrategias constituyen las identidades.” (1993 : 243).
61
“cuáles de [los] significantes van a adquirir ese rol articulador va a depender, obviamente,
de una historia contextual.” (2005: 114). No hay fórmulas generales ni estrategias
articulatorias que valgan para todo tiempo y espacio. Un término como el de pueblo que, al
menos en gran parte nuestro continente, aún goza de una carga afectiva y simbólica que
permite proyectarlo como posible articulador de las luchas sociales puede estar, por
cuestiones estrictamente históricas, absolutamente inhibido en otras regiones.
Paradójicamente, entonces, desde un punto de vista estrictamente fáctico, el nombre del
pueblo podría no ser “pueblo”, sino “trabajadores”, “ciudadanos”, “villeros”, etc.55
¿Por qué llamar pueblo, entonces, a la categoría política por excelencia?
Entendemos que hay, al menos, dos buenas razones. La primera de ellas, ya anticipada, es
que aunque la función ontológica que hace posible una nueva configuración política no
puede reducirse a un contenido óntico particular, tampoco puede pensarse al margen de
algún tipo de encarnación o investidura concreta que se instancie en un cierto contexto. El
universal es siempre, y necesariamente, un universal situado. Y, como tal, se define en un
determinado contexto recortando un espacio de sentido del cual excluye otros universales
posibles. La segunda razón, íntimamente vinculada con esta, es que con sus debates y sus
combates Laclau está disputando poder al interior del campo de las ciencias sociales. Ese
es, sobre todo, su principal terreno de intervención. Por esta razón, a nuestro entender, lo
que se propone es hegemonizar aquello que percibe como una crisis político-intelectual
apelando a la potencia articulatoria de un nombre que, en su experiencia particular, resulta,
sin duda, decisivo: el pueblo.
En suma, así como ciertas experiencias históricas puntuales, tales como la de la
revolución francesa o la rusa, se han erigido en “modelos” del análisis político en general,
el populismo (en la particular modulación encarnada por el peronismo en Argentina)
también puede ser proyectado, formalización mediante, como una categoría “universal” que
pretende hegemonizar el campo de las ciencias sociales.
55
En un pasaje del libro Laclau presenta el ejemplo de un sindicato que asume tareas contra el racismo en un
cierta región: “[...] la palabra “sindicato” se convierte en el nombre de una singularidad […]: ya no designa el
nombre de una universalidad abstracta, cuya “esencia” se repetiría, bajo variaciones accidentales, en todos los
contextos históricos, y se convierte en el nombre de un agente social concreto, cuya única esencia es la
articulación específica de elementos heterogéneos que, mediante ese nombre, cristaliza una voluntad colectiva
unificada.” (2005: 141).
62
3.2 El demos de la democracia: subjetivación política en Jacques Rancière
Así como en el apartado previo nos propusimos dar cuenta del vínculo entre la teoría
laclausiana del populismo y su categoría de pueblo, en éste nos ocuparemos de la relación
entre la concepción de democracia y la de pueblo (demos) en la obra de Rancière.
Para llevar a cabo esta tarea, será útil retomar algunos de los conceptos trabajados en
“Policía, política y democracia”. En primer lugar, conviene recordar que la noción
rancieriana de política no refiere ni a técnicas y dispositivos vinculados al “arte del buen
gobierno”, ni se deja asociar con prácticas y discursos tendientes a legitimar cierta
configuración de lo sensible (sea esta una configuración actual o potencial). Ambas
dimensiones, como vimos, son englobadas en los conceptos de policía y de consenso,
respectivamente. El sentido y el alcance que Rancière le asigna a estos conceptos se
aprecia si consideramos el modo en que interpreta las discusiones en torno al (supuesto)
“retorno” de la política (2007a: 5). Puesto que, a su entender, poco importa si se afirma que
efectivamente la política ha vuelto o si, por el contrario, se sostiene que ha llegado a su fin.
La cuestión de fondo es que en ambos casos se pone en juego la misma lógica: lo primero
y lo fundamental reside en determinar cuál es la “parte” de la comunidad a la que le
corresponde hacer política (ya sea ésta el Estado, la clase obrera, los oprimidos, etc.) ¿Se
trata de una acción que refuerza la capacidad interventora del Estado? ¿Es propiamente la
clase obrera la que sostiene la medida de fuerza? ¿Son, en verdad, los oprimidos quienes
han ganado las calles?... De acuerdo con este tipo de interrogantes, eminentemente
“policial”, la tarea del pensamiento queda reducida a un ejercicio de clasificación mediante
el cual se verifica si aquel sujeto que ha sido identificado de antemano como sujeto político
está, o no, involucrado en determinada acción.
Frente a este tipo de prácticas y de pensamientos, a los cuales considera
normalizadores, Rancière intenta resignificar el concepto de política oponiéndolo
drásticamente a cualquier referencia al orden, la organización, la composición y afines.
56
Rancière. 2007.
63
Ahora bien, cabe señalar que no sólo anula de plano cualquier posible asociación entre su
noción de política y el principio del orden, tan caro a la derecha, sino que,
simultáneamente, ubica su apuesta en el horizonte histórico trazado por los principios más
distintivos de la tradición de izquierda, esto es, la emancipación y la igualdad. Pero esta
inscripción, no está de más aclararlo, no deja de ser polémica. En primer lugar, porque
nuestro autor no considera que la igualdad deba ser pensada como un punto de llegada para
la acción política, sino, contrariamente, como el punto de partida desde el cual se origina
dicha acción; es decir, no se trata de un objetivo sino más bien de un axioma o un
principio.57 Asimismo, esta inscripción ideológica también es polémica por una segunda
razón. Rancière no sólo define a la igualdad como punto de partida sino que, como
adelantamos, afirma que “el principio inmaterial de la igualdad de los espíritus” jamás
puede materializarse en ningún orden concreto particular, puesto que su único efecto, tan
singular como incalculable, es el de producir una distorsión en el reparto de lo sensible
haciendo visible, de pronto, una parte de los que no tienen parte58 (2007a: 83).
En síntesis, Rancière sostiene que existen dos concepciones opuestas, a las cuales
denomina “lógica policial” y “lógica política”. A partir de esta distinción, en este apartado
nos proponemos desarrollar cómo se expresan cada una de estas lógicas en el nivel de la
subjetividad política. Con este fin, vamos a retomar la crítica que Rancière dirige a la
metapolítica.
En El desacuerdo, Rancière sostiene que, en un “[…] sentido policial, una clase es
un agrupamiento de hombres a los que su origen o su actividad atribuyen un estatus y un
rango particulares.” (2007a: 109). De acuerdo con esto, tanto la identidad de una clase
57
Aquí cabe señalar que la propuesta de Rancière tampoco debe asimilarse a ningún tipo de política
reparadora centrada en generar igualdad de oportunidades, puesto que, como señala Alejandro Cerletti, quien:
“[...] establece la política compensatoria construye subjetivamente al merecedor de recibirla, pero sobre todo,
en esa diferenciación entre unos y otros, se constituye subjetivamente a sí mismo, distinguiéndose del otro,
porque, básicamente, no lo considera un igual. Esta marca desigualitaria instalada en la médula de las
relaciones entre los humanos, no hay política social ni educativa que pueda compensarla.” (2009: 3).
58
Este contrapunto entre la materialidad y la inmaterialidad está desarrollado en El Maestro Ignorante,
especialmente, en los capítulos 3 y 4: “La razón de los iguales” y “La sociedad del menosprecio”. A nuestro
entender, Rancière formula esta llamativa dualidad con el objetivo de neutralizar, de manera rotunda,
cualquier pretensión de refutar la igualdad a partir de casos empíricos. Uno de los ejemplos que toma nuestro
autor para exhibir la cuestión es el de aquél que, con la pretensión de desestimar el axioma de la igualdad de
la inteligencias, apela al hecho de que no hay dos hojas iguales en la naturaleza. Frente a lo cual Rancière
responde que la “[…] desigualdad no es más que un género de la diferencia, y este no es del que se habla en el
caso de las hojas. Una hoja es un ser material mientras que un espíritu es inmaterial. ¿Cómo concluir pues, sin
paralogismo, las propiedades del espíritu a partir de las propiedades de la materia?” (2006c: 51).
64
como las tareas políticas que le corresponden estarían previamente determinadas por la
posición social que ocupan en el orden vigente. Por este motivo, el único movimiento
subjetivo realmente significativo para esta concepción es el que se produce en el plano del
conocimiento y, más precisamente, en el nivel del autoconocimiento. De aquí se sigue,
además, la radical importancia de la explicación. Dentro de esta lógica, si un agrupamiento
de hombres no logra asumir sus tareas, se debe a que aún no ha logrado adecuar sus
representaciones subjetivas a sus determinaciones objetivas, o sea, no han tomado
conciencia de su verdadera identidad (de clase). ¿Qué podría remediar esta fundamental
carencia del obrero? Ni más ni menos que la generosidad de aquél o aquellos que, al no
estar sujetos a las leyes de la dominación, tengan en su poder un cabal conocimiento de las
mismas, o sea, los intelectuales progresistas, el Partido, etc. Por estas razones, en El
maestro ignorante, se autor afirma: “La explicación no es solamente el arma atontadora de
los pedagogos, sino el vínculo del orden social.” (2006c: 122).
Rancière entiende que es esta misma lógica la que condujo al marxismo a que, en
nombre de los oprimidos, termine por convertirse, también él, en un mecanismo de
opresión. Tanto la sofisticada “mistificación” althusseriana en torno al supuesto combate
entre Ideología y Ciencia, de la cual ya hablamos, como la mitología del “trabajador-
máquina”, a la cual critica en La noche de los proletarios… (2010: 51), se asientan en una
y la misma pretensión: reducir el conflicto social a un principio “realista y científico” que
permita explicarlo (es decir, suprimirlo). Por esta razón, considera que si bien, por un lado,
la metapolítica acierta con su denuncia respecto de la falsedad inherente a la política,
iluminando así la división constitutiva de lo social, por el otro, deviene normalizadora al
pretender reconducir esta división a un principio explicativo que hace de la falsedad el
reverso de una verdad. Ni más ni menos que esto es lo que haría Marx, según Rancière, en
Sobre la cuestión judía. En esta emblemática crítica a los Derechos del hombre y el
ciudadano hallamos la célebre tesis según la cual el hombre que está detrás del ciudadano
es ni más ni menos que el burgués (2007a: 108). El abismo entre la igualdad meramente
formal del derecho burgués y la desigualdad real de las determinaciones socioeconómicas
del sistema capitalista será su principal premisa. A partir de ella, la distinción privado-
público se revelará como una ilusión que se proyecta, invertida, a partir de una división
estructural: la de las clases sociales. Así, al afirmarse en esta verdad fundamental, la
metapolítica habría de ubicarse “más allá” de la política, determinando desde allí el origen
común de cualquier división social, de cualquier conflicto. Esta es la razón por la cual, ante
una división polémica como la que involucra a las figuras del “hombre” y del “ciudadano”,
65
este enfoque opta por hacer propia la sospecha que define como tal a cualquier filosofía
política, a saber: “[…] si la política necesita de dos principios en vez de uno solo tiene que
ser a causa de algún vicio o engaño. Uno de los dos debe ser ilusorio, o quizás los dos
juntos.” (2007a: 85). En este sentido, cabe decir que la metapolítica no se propone sostener
la paradoja en el campo de lo pensable, sino, por el contrario, sancionarla como pura
apariencia; avocándose a suprimir el escándalo inherente a lo político por medio de una
explicación racional. En consecuencia, cualquier proyección litigiosa de dualidades como
las ya mencionadas (hombre-ciudadano y privado-público) es desactivada a través de una
verdad que está más allá (o más acá) de la política. Pues, a fin de cuentas, y retomando
Sobre la cuestión judía, “el hombre” es el burgués y todo el sistema de derecho está
montado para que la clase a cual pertenece, que es la dominante, mantenga y expanda su
poder a costa de la clase trabajadora.
Tal como anticipamos, Rancière acuerda con el marxismo en que la política
manifiesta algo del orden de lo falso, de aquella división que es constitutiva e insuprimible
en la sociedad; pero, en cambio, no pretende inferir a partir de ello que exista una verdad
de lo falso, o sea, la posibilidad de reconducir la división hacia algún tipo de unidad más
fundamental. Por eso, a su entender, necesitamos romper con la idea de que el pensamiento
crítico es un proceso de revelación de los mecanismos sociales que ofrecen a los
movimientos sociales la explicación de la estructura social y del movimiento
histórico.(2014c).
Frente a esta lógica, nuestro autor intenta mostrar que hay otra manera de pensar qué
es una clase social. Para ello se sirve de las posibilidades que abre aquella otra singular
fórmula marxiana según la cual una clase social es “una clase de la sociedad que ya no es
una clase de la sociedad.” (2007a: 109). Diferenciándola tajantemente de la concepción
policial, afirma que “[…] en el sentido político, una clase es una cosa completamente
distinta: un operador del litigio, un nombre para contar a los incontados, un modo de
subjetivación sobreimpreso a toda realidad de los grupos sociales.” (2007a: 109). En esta
lectura ya no se intentan anular las divisiones como las de privado-público u hombre-
ciudadano por medio de una verdad más profunda que las contenga; contrariamente, lo que
se busca es dividirlas nuevamente para multiplicar sus efectos de distorsión sobre el campo
de lo sensible, “poniendo al hombre contra el ciudadano y al ciudadano contra el hombre”,
demostrando que “[…] cada uno de estos términos cumple entonces, polémicamente, el
papel de lo universal opuesto a lo particular.” (2007: 86-87). Se trata, entonces, para
66
nuestro autor de tomar en serio la ambigüedad constitutiva del planteo marxiano respecto
de conceptos tales como el de ideología, dado que el propio Marx la concibe como:
[…] lo verdadero como verdadero de lo falso: no la claridad de la idea frente a la oscuridad de
las apariencias; no la verdad índice de sí misma y de la falsedad sino, al contrario, la verdad
cuyo único índice es lo falso, la verdad que no es otra cosa que la puesta en evidencia de la
falsedad […] (2007a: 111).
La estrategia rancieriana, a diferencia de la marxista, no tiene por objetivo deshacer la
apariencia de igualdad señalando la distancia que existe entre la mera enunciación formal
de la igualdad de la ley y la preeminencia fáctica de la ley de desigualdad; por el contrario,
se sirve precisamente de esta misma distancia para ahondar en los posibles efectos
emancipatorios de dicha apariencia y de tal distancia. Pues, para Rancière, “[…] allí donde
está inscripta la parte de los sin parte, por más frágiles que sean esas inscripciones, se crea
una esfera del aparecer del demos, existe un elemento del kratos, del poder del pueblo.”
(2007: 114).
Para profundizar en este contrapunto, conviene señalar que Rancière también escinde
las categorías de “pueblo trabajador” y de “pueblo soberano”. Entre ellas, ciertamente, no
hay una relación de identidad, sino que más bien existe un abismo. Pero, a diferencia de la
metapolítica, ninguna de las dos figuras, ni la del obrero ni la del ciudadano, es la que
encarna propiamente al sujeto político. No es entonces mediante la identificación con una
supuesta figura verdadera o auténtica, o sea, no es por medio de la supresión de la
distancia, que se realiza la política. Para Rancière, si hay subjetivación política es porque
entre una y otra figura reconocible dentro del reparto vigente de lo sensible se produce un
espacio en el cual resulta posible inscribir un movimiento de desidentificación. En palabras
del autor:
Toda subjetivación es una desidentificación, el arrancamiento a la naturalidad del lugar, la
apertura de un espacio de sujeto donde cualquiera puede contarse porque es el espacio de una
cuenta de los incontados, de una puesta en relación de una parte y una ausencia de parte.
(2007a: 53).
A partir de estas distinciones podemos entender mejor el vínculo interno entre la
democracia, de la cual ya hablamos, y la subjetivación política ya que, para Rancière, la
democracia es ni más ni menos que el proceso por el cual se verifica “[…] una acción de
los sujetos que, trabajando en el intervalo entre identidades, reconfiguran las distribuciones
de lo privado y lo público, de lo universal y lo particular.” (2007a: 89). Es preciso aclarar,
de todos modos, que no hay nada de neutral ni de automático en estas subjetivaciones.
67
Pues, así como no existen fórmulas generales para hacer política, tampoco debe suponerse
que ésta surja de manera espontánea o a partir de de la nada. Es por esto mismo que
Rancière asegura que para que la política tenga lugar es imprescindible “[…] crear casos
de litigio y mundos de comunidad del litigio por la demostración, bajo tal o cual
especificación, de la diferencia del pueblo consigo mismo.” (2007a: 114).
Ahora bien, ¿de qué modo se crean estos litigios y estos mundos? ¿En qué consisten
esos litigios que demuestran la diferencia del pueblo consigo mismo? Para abordar estas
preguntas debemos considerar la “toma de la palabra”. A diferencia de la típica toma de
conciencia marxista, la toma de la palabra no implica un reconocimiento de la propia
identidad sino todo lo contrario, es decir, un desconocimiento radical en relación con ella.
Pues, el momento propiamente político es aquel momento en que la parte de los sin parte,
desconociendo el (no) lugar que tiene asignado en el orden imperante, toma la palabra y
habla en nombre de la totalidad, esto es, de la comunidad en su conjunto. Toda una
dramaturgia se inaugura con ese singular acontecimiento que, sosteniéndose en el
principio de la igualdad, se aboca a construir un escenario de interlocución imposible.
Imposible, decimos, porque, pese a la desigualdad que estructura cualquier orden social
efectivo, siempre que este escenario se pretenda propiamente político, deberá suponer la
igualdad como su fundamento. Ahora bien, la escenificación mediante la cual quienes no
tienen parte hablan en nombre de todos, apelando por ejemplo a fórmulas tales como
“nosotros, el pueblo...”, no puede ser considerada como verdadera, al menos no en un
sentido sociológico más o menos clásico. Esto se debe a que jamás es posible hacer la
cuenta de los sin cuenta, y, por lo tanto, tampoco verificar la existencia de ese declamado
“pueblo” al cual dicen personificar aquellos que toman la palabra. No obstante, es
precisamente por sucarácter ficcional que este tipo de argumentos, en el doble sentido de lo
teatral y de lo lógico, predispone una escena de litigio sobre lo común.59 La enunciación de
argumentos tales como “¿no es la mujer un francés?” o “¿no es el negro, acaso, un
hombre?” produce una distorsión en la esfera de lo común, ya que, paradójicamente, tan
sólo puede tener lugar suponiendo condiciones que, de hecho, no tienen lugar. Dicho de
otro modo, la acción política parte siempre de presuponer una igualdad que los hechos
refutan incesantemente. Por eso mismo, en verdad, su principal efecto es, si es que lo tiene,
el de relativizar la percepción habitual de los hechos, y la consecuente naturalización de la
desigualdad que esta percepción conlleva. Este tipo de interrogantes, eminentemente
59
Cabe aclarar que si hablamos de lo “ficticio”, y no de lo “falso”, es para evitar el compromiso que este
último término parece tener con un “régimen de verdad” típicamente policial.
68
político, muestra además una relación imposible entre dos mundos que sin embargo
coexisten: uno en el que la respuesta a tales preguntas es negativa, y otro en que la
respuesta es afirmativa. Ahora bien, si ambas posibilidades pueden coexistir es porque la
desigualdad en que se funda la primera de estas respuestas convive con la igualdad que
empuja a la segunda.60 “Los sujetos o dispositivos de subjetivación miden los
inconmensurables, la lógica del rasgo igualitario y la del orden policial. Asumen la forma
del tratamiento de una distorsión convertida en un argumento.” (2007a: 51). Ilustrando el
sentido de este tipo de irrupciones polémicas, Rancière dice que:
…el sujeto obrero [que] se hace contar [...] como interlocutor de un escena debe hacer
como si el escenario existiese, como si hubiera un mundo común de argumentación, lo que
es eminentemente razonable y eminentemente irrazonable, eminentemente sensato y
resueltamente subversivo, porque ese mundo no existe.” (2007a: 71-72).61
A partir de lo dicho, queda claro que el sujeto político no debe aguardar las
condiciones en las cuales su enunciación cobraría sentido, sino que debe forzarlas,
polémicamente, a través de sus actos de enunciación (2007a: 59). El rasgo más decisivo de
su intervención, en consecuencia, no residirá tanto en el contenido específico de lo que
afirma, sino en la súbita aparición que hace como hablante inesperado, como parte de los
que no tienen parte.62 A fin de cuentas, dirá Rancière, la propiciada por la política “no es
una discusión entre interlocutores sino una interlocución que pone en juego la situación
misma de la interlocución.” (2007a: 127).
¿Qué es el pueblo para Rancière? Consideramos que, por todo lo ya dicho, resulta
claro que el pueblo no debe ser asociado ni a la población, ni a una mayoría, ni a ningún
60
Aquí decimos que ambos principios conviven, pero es importante señalar que en varios pasajes Rancière
asegura que la igualdad es el presupuesto de la desigualdad, sin el cual esta no podría funcionar. Un típico
argumento que utiliza para defender esta tesis es el siguiente: “Hay orden en la sociedad porque unos mandan
y otros obedecen. Pero para obedecer una orden se requieren al menos dos cosa: hay que comprenderla y hay
que comprender que hay que obedecerla. Y para hacer eso, ya es preciso ser igual a quien nos manda. Es esta
igualdad la que carcome todo orden natural. No hay duda de que los inferiores obedecen en la casi totalidad
de los casos. Lo que queda es que el orden social es devuelto con ello a su contingencia última. En última
instancia, la desigualdad sólo es posible por la igualdad (Rancière, 2007a: 31).
61
Refiriéndose al proletariado, Rancière ha dicho que: “Desde el punto de vista político, es una ocurrencia
específica del demos, un sujeto democrático que efectúa una demostración de su poder de construcción de
mundos de comunidad litigiosa y que universaliza la cuestión de la cuenta de los incontados, más allá de toda
regulación, más acá de la distorsión infinita.” (2007a: 117).
62
Rancière ha escrito: “El destino supremamente político del hombre queda atestiguado por un indicio: la
posesión del logos, es decir, de la palabra, que manifiesta, en tanto la voz simplemente indica (2007a: 14).
Este tópico, eminentemente aristotélico, será recurrente como criterio para decidir el carácter político, o no, de
las acciones.
69
grupo específico que la componga. Tampoco debe ser confundido con la denominada
“opinión pública”, tan cara al dispositivo normalizador del consenso neoliberal (2007a:
130-135). En suma, el pueblo no debe ser asimilado a ninguna de las muchas figuras
identitarias (étnicas, raciales, nacionales, etc.) con las cuales se intenta saturar el espacio
social, dando a cada cual lo que le corresponde. Políticamente hablando, el pueblo no es la
comunidad que imagina el consenso, ni aquello que se identifica con “[…] la suma de la
población, que a su vez se compone de grupos, subgrupos e individuos que se pueden
contar con exactitud.” (2007a: 49). Por el contrario, el pueblo es justamente aquello que
viene a poner en cuestión dicho reparto de lo sensible, pues, “[…] sobreviene con
independencia a la distribución de las partes sociales” (S/R: 2). El caso paradigmático es,
sin dudas, el de la aparición del demos ateniense. En “La división del arjé” Rancière
afirma:
La institución democrática, en particular con la reforma de Clístenes, transforma ese lugar
contingente en lugar donde la contingencia de la habitación destituye el poder del nacimiento.
La facticidad del lugar se opone a la naturalidad de la dominación […] El demos es el lugar
como infundado: el lugar del nacimiento contingente pero también el lugar recompuesto
contra el orden del nacimiento. (2010: 46).
De todos modos, no se debe confundir el sentido de estas referencias a la democracia
ateniense. Rancière no pretende establecer ni que sólo el ateniense sea propiamente un
pueblo, ni que únicamente se pueda ser pueblo al modo ateniense. Si así fuera,
evidentemente, su propuesta carecería de cualquier interés en nuestros días. El pueblo (fue
y) es, antes que ninguna otra cosa, un operador de litigio que hace posible desestabilizar el
orden dado; no porque le enfrente a este orden otro más justo o porque revele verdad o
necesidad alguna, sino porque, en términos propiamente políticos, el pueblo “no se opone a
la realidad, [sino que] la divide y la vuelve a representar como doble” (2007: 126). En este
sentido, porque el pueblo no remite a ninguna identidad fija, es que “el obrero” y “el
proletario” han podido, en ciertas ocasiones, “erigirse en ocurrencias del demos” (2007a:
117).63
En suma, si tuviéramos que dar una definición de la noción de pueblo tal como la
concibe Rancière diríamos que se trata de una parte de los que no tienen parte que toma la
palabra en nombre de toda la comunidad. Para una mejor comprensión de esta extraña
63
La siguiente cita refuerza esta indicación: “El demos ateniense o el proletariado en cuyas filas se incluye el
‘burgués’ Blanqui son clases de ese tipo, es decir, poderes de desclasificación de las especies sociales, de esas
‘clases’ que llevan el mismo nombre que ellas.” (2007a: 109).
70
fórmula convendrá hacer algunas precisiones más. En primer lugar, es importante insistir en
que no debemos identificar “la parte de los que no tienen parte” con la figura de “los
excluidos del sistema” o “los marginales”; no, por lo menos, si bajo ese nombre se
privilegia algún determinado sector de la sociedad, cualquiera que sea este. Es
indispensable evitar cualquier asimilación de “los sin parte” a algún grupo social
específico, como podrían ser los “precarios” en la obra de Antonio Negri. En la propuesta
rancieriana la política no consiste en alumbrar “la irrupción de los excluidos” ni en intentar
que se torne visible “la parte de los marginados”. Esta clase de interpretaciones hace recaer
la propuesta de Rancière en un planteo similar al marxista que tanto critica, en tanto que
“identifica un sujeto de la emancipación con una determinada figura social producida por el
desarrollo económico, por la producción capitalista” (S/R: 2). Es importante, por lo tanto,
considerar que si Rancière insiste en hablar de “la parte de los sin parte” es justamente para
escapar a la explicación sociológica, es decir, a cualquier tipo de “cuenta de las partes” que
pueda operar como premisa del argumento político. En consecuencia, no será
identificándose con algún lugar en el orden de lo instituido que se manifieste el pueblo sino,
por el contrario, des-identificándose y distorsionando dicho orden, apartándose de las
expectativas que a partir de él se configuran. Aunque, como señalamos más arriba, esto no
significa que los dispositivos de subjetivación surjan desde la nada. Según Rancière: “Un
modo de subjetivación no crea sujetos ex nihilo. Los crea al transformar unas identidades
definidas en el orden natural del reparto de las funciones y los lugares en instancia de
experiencias de un litigio.” (2007: 52). Entonces, si hay pueblo es porque las identidades
resultan transformadas en elementos de un argumento polémico que en vez de confirmar el
reparto de lo sensible lo pone en cuestión, transformando así en tematizable aquello que,
por lo general, no puede serlo: quién tiene derecho y quién no a decidir en las cuestiones de
la comunidad, quién tiene parte y quién no en las asuntos de todos.64
Todo esto también permite echar luz sobre el sentido de la segunda parte de la
fórmula, en la cual se afirma que los sin parte “toman la palabra en nombre de toda la
comunidad”. Pues, si quien toma la palabra no puede hacerlo en nombre de una parte,
puesto que no la tiene, entonces ¿qué otra alternativa podría tener que la de tomarla en
nombre de todos? Esto permite entender porqué la palabra de los sin parte es,
paradójicamente, la palabra de “todos” o, mejor aún, la de cualquiera. Pero, al mismo
tiempo, puesto que “tomar la palabra” no implica describir ningún estado de cosas
64
Conviene aclarar que “derecho” no debe ser interpretado en un sentido restringido, exclusivamente jurídico,
sino en el sentido más amplio ligado al reconocimiento de una capacidad.
71
realmente existente sino la realización de un acto performativo, la apelación al pueblo debe
ser pensada, antes que ninguna otra cosa, como el más claro indicio de su ausencia. Por eso
mismo, lejos de promover la correspondencia entre algún tipo de identidad específica y la
figura del pueblo, la palabra política intenta distorsionar dicho vínculo, abrirlo a su
multiplicidad y contingencia originarias:
Porque “el pueblo” no existe. Lo que existe son figuras diversas, incluso antagónicas del
pueblo, figuras construidas privilegiando cierta forma de reunión, ciertos rasgos
distintivos, ciertas capacidad o incapacidades: pueblo étnico definido por la comunidad de
la tierra o la sangre; pueblo manada cuidado por buenos pastores; pueblo democrático que
pone en práctica competencias de los que tiene ninguna competencia particular (2014:
120-121).
72
4. Conclusión
¿De qué modo persiste el pueblo en la obra de dos pensadores posmarxistas como
Ernesto Laclau y Jacques Rancière? Este es el interrogante que orientó nuestro trabajo.
Para responder a él vamos a reconstruir sintéticamente nuestro recorrido.
Al inicio de este escrito señalamos que el concepto pueblo recibe severas críticas
entre las cuales destacamos dos modalidades específicas que nos resultan particularmente
significativas por el hecho de inscribirse en un horizonte de comprensión marxista. De un
lado, aquella posición que impugna al pueblo en nombre de la clase social, del otro, aquella
que lo hace en nombre de la multitud. Vimos que, según estas críticas, en sus derivas tanto
formalistas como sustancialistas, el concepto de pueblo socava la posibilidad de reconocer,
para los primeros, la división social que es inherente a toda sociedad (capitalista), para los
segundos, la multiplicidad constitutiva de lo real. En consecuencia, el pueblo vendría a
obturar la posibilidad de reconocer la conflictividad social proponiendo una unidad
falsamente representativa. A partir de esto, sostuvimos en la introducción, era razonable
preguntar si el concepto de pueblo tal como lo entienden Laclau y Rancière puede ser objeto
de estos cuestionamientos. ¿Niegan, acaso, la división constitutiva de lo social? ¿Pretenden
situar su propuesta más allá del conflicto? ¿Qué ocurre con la multiplicidad en la obra de
estos posmarxistas? En este punto del recorrido, ya estamos en condiciones de retomar y
responder estas preguntas.
En relación con la primera cuestión, hemos visto que tanto Laclau como Rancière
otorgan un lugar central a la división social dentro de sus argumentos. Aquél sostiene, de
manera contundente, que uno de los aspectos distintivos del populismo, en tanto que lógica
de lo político, consiste en producir una dicotomización del espacio social. Es decir que, en
su opinión, no hay política ni pueblo sin dicha división. El pensador francés, por su parte,
65
Lewkowicz, 2002.
73
insiste en que la aparición del pueblo divide a la comunidad a través de un tipo de
subjetivación en la cual se juega una des-identificación, pues allí donde había unidad y
consenso empieza a hacerse visible la división, el disenso. El planteo según el cual el
pueblo tan sólo aparece distorsionando la comunidad debe interpretarse, pues, en este
mismo sentido: donde había un mundo de pronto coexisten, polémicamente, dos. Asimismo,
cabe agregar que la habitual referencia a la distinción entre la plebs y el populus, que se
encuentra presente en la obra de ambos autores, permite reforzar estas indicaciones: la
unidad siempre está velando una dualidad, una división que le es previa, constitutiva. El
pueblo nunca es sólo la unidad del populus sino, sobre todo, la dualidad inscripta en la
figura de la plebs.
En relación con el segundo interrogante, referido al estatuto del conflicto, la
respuesta es similar. Rancière hace patente la preeminencia de este aspecto en su propuesta
desde el preciso momento en que decide definir su noción de política oponiéndola a las
nociones policía y consenso. Pues, como vimos, lo que se propone al hacerlo es
precisamente desligar lo político de cualquier representación que lo enlace al orden o la
unidad. También Laclau le otorga un lugar decisivo al conflicto en su propuesta. Como
vimos, su decidida opción por el antagonismo sin contradicción frente a la contradicción
sin antagonismo tiene por principal objetivo exacerbar el momento de la lucha, del conflicto
como clave en la institución del mundo social.
¿Qué ocurre con la multiplicidad en la obra de nuestros autores? ¿Qué consideración
les merece la figura de la multitud? Aunque este punto no nos parece tan claro como los
anteriores, entendemos que puede abordarse a partir de las siguientes indicaciones. La
primera es separar lo más claramente posible, de un lado, la multiplicidad considerada como
una caracterización posible de la realidad social y, del otro, la multitud proyectada como
sujeto privilegiado de la acción política. En el caso del pensador argentino, encontramos que
el punto de partida de la construcción política implica algún tipo de multiplicidad o
pluralidad. En su argumento, como sabemos, la pluralidad de demandas insatisfechas es una
condición necesaria (aunque no suficiente) para que logre activarse una cadena
equivalencial. En este sentido, es posible trazar un puente entre la noción de multitud y la de
heterogeneidad social. Sin embargo, no habría que exagerar el alcance de este tipo de
acercamientos, ni mucho menos proyectarlo como base de un posible acuerdo en torno al
estatuto de la multitud. Si consideramos las reiteradas críticas que Laclau dirige a los
planteos de Hard y Negri es preciso inferir que, aunque aquél tal vez podría llegar a aceptar
la pertinencia de la multiplicidad como caracterización del estado de la sociedad en la fase
actual del capitalismo, no por eso estaría dispuesto a conceder que la multitud, entendido
74
como producción inmanente implicada en el desarrollo de dicho estado de cosas, pueda
perfilar algún tipo de consideración política relevante. En este punto, hay que recordar que
también Rancière toma clara distancia de quienes piensan que “la comunidad subjetiva se da
por el proceso mismo” otorgando, en consecuencia, “poco valor a la simbolización” (2012:
169). Por este motivo, si bien estaría dispuesto considerar que a través de la puesta en
cuestión del orden (policial) lo social es reconducido a una multiplicidad originaria66, no por
eso llegaría a suscribir la pretensión de que a partir del mero despliegue inmanente de los
procesos sociales devenga en la constitución de un sujeto, tal como parecen pretender los
apólogos de la multitud. De este modo, en suma, es posible afirmar que nuestros autores
acuerdan en el hecho de otorgar un lugar de peso a la multiplicidad como condición de la
política, pero que disienten con la pretensión de que a partir de esta multiplicidad pueda
erigirse, sin más, algún tipo de subjetividad propiamente política.67
Por todo lo dicho, entendemos que las propuestas de nuestros autores quedan por
fuera del alcance de las críticas arriba mencionadas: por un lado, porque resulta evidente
que otorgan un lugar primordial a la división y al conflicto en sus propuestas, por otro lado,
porque, a pesar de no suscribir a la figura de “la multitud”, no por eso dejan de asignar un
espacio importante en su reflexión a la cuestión de la multiplicidad. De todos modos, esto
no significa, bajo ningún concepto, que nuestros autores interpretan tales temas del mismo
modo en que lo hacen sus críticos marxistas. A fin de cuentas, si lo hicieran ¿por qué
llamarlos “posmarxistas”?
En el primer capítulo de nuestro escrito, intitulado “El posmarxismo”, intentamos
reconstruir los motivos y las operaciones por los cuales tanto Laclau como Rancière se
distanciaron del marxismo. Allí afirmamos que cada cual había establecido una revisión
crítica de aquella versión del marxismo que habían asumido como propia en su juventud. En
el caso de Rancière pudimos ver cómo, luego de contribuir activamente a la crítica de la
ideología en nombre de la ciencia, inmerso como estaba por entonces en el proyecto
político-intelectual de su “maestro” Althusser, se convierte, Mayo del 68 mediante, en un
acérrimo crítico de todo lo que este tipo de proyectos implica. Laclau, por su parte, tras
haber militado en las filas de la izquierda nacional, debatiendo y combatiendo en nombre
del marxismo, tras varias experiencias políticas que ponían en cuestión algunas de las
66
“Hay exceso en la medida en que es posible decir que hay multiplicidades, conjuntos que no se
corresponden entre sí. Entre la multiplicidad de los nombres y la multiplicidad de los cuerpos no hay
concordancia, y la política es posible a causa de esta no concordancia […]” (2014a: 92).
67
Este acercamiento lo propone el propio Laclau en “¿Puede la inmanencia explicar las luchas sociales?
Crítica a Imperio.” Allí elige comenzar su crítica a Hardt y Negri reconstruyendo la que, en forma previa, les
había ya realizado Rancière. (2011: 125-140).
75
premisas (“modernas”) más características de dicha tradición, empezará un largo derrotero
que lo alejará progresivamente del marxismo.
Uno de los aspectos más característicos de este distanciamiento radica en el hecho
de que tanto Laclau como Rancière niegan que exista una lógica social a partir de la cual
sea posible determinar lo político. Ninguno de los dos acuerda, por lo tanto, con el esquema
típicamente marxista según el cual a partir del análisis de la estructura es posible establecer
no sólo la delimitación de los agentes sociales sino sus respectivas tareas políticas. De aquí
deriva, naturalmente, el marcado rechazo a la concepción según la cual la clase trabajadora
(o el proletariado en un sentido sociológico acotado) es el sujeto político por antonomasia
(2014a: 175). Por estos motivos, nuestros autores habrán de diseñar esquemas de análisis en
los cuales se postula la intervención, no de una sino de dos lógicas, heterogéneas entre sí,
para dar cuenta de la política y las subjetividades a ella asociadas. En el caso de Rancière,
como vimos, se trata del entrecruzamiento entre la lógica policial y la lógica de la igualdad;
en el caso de Laclau, por su parte, del entrecruzamiento entre la lógica diferencial y la
equivalencial.
Otro aspecto que nos parece relevante para medir la distancia entre el posmarxismo
y el marxismo clásico es el deliberado anti-utopismo que nuestros pensadores profesan a lo
largo de sus obras. En la introducción de este trabajo reconstruimos varias lecturas, entre
ellas la de Hernán Fair. Esta última, como se recordará, pretendía calificar a las propuestas
de Rancière y de Laclau como variantes de las “políticas de la inclusión”. A pesar de que,
por las razones que entonces explicitamos, disentimos con su planteo, entendemos que a
partir del mismo es posible proyectar algunos interrogantes cruciales. ¿En qué medida las
propuestas de nuestros autores pueden ser interpretadas como cuestionamientos radicales
del orden instituido? ¿Puede concebirse la emergencia del pueblo como una instancia
realmente disruptiva?
Aunque no podremos cubrir de manera satisfactoria estos difíciles interrogantes,
queremos presentar al menos algunas indicaciones que consideramos oportunas para
introducirnos en ellos. En el caso de Laclau, como vimos, el anti-utopismo está inscripto en
las mismas premisas ontológicas a partir de las cuales construye su teoría. El postulado
según el cual cualquier totalidad es estructuralmente fallida no hace más que confirmar este
punto: pues, de acuerdo con esto, una sociedad sin conflictos y sin división, es lisa y
llanamente imposible. Por su parte, Rancière tampoco deja dudas al respecto. A partir de su
propuesta queda claro que la pretensión de una sociedad sin conflictos ni divisiones no es
más que la utopía policial por excelencia. En ambos casos, tal como podemos apreciar, el
anti-utopismo marca una clara diferencia con cualquier proyecto político inscripto en el
76
horizonte de una revolución total y definitiva, y de consecuente realización de una sociedad
plenamente reconciliada o absolutamente transparente. En función de esto es posible
afirmar que sus propuestas no implican un cuestionamiento radical del orden instituido el
sentido en que ciertos movimientos radicales lo han supuesto. Pero, a nuestro entender, esto
no justifica la acusación de “reformistas” que suelen recibir nuestros autores. Salvo, claro,
que se los inscriba en un horizonte al cual evidentemente han renunciando: aquél que se
organiza sobre la díada “reforma-revolución”. Pero, si se hace esto, la crítica resulta externa
y, hasta cierto punto, arbitraria.
Algo similar podemos decir en relación con los malos entendidos que se producen
en torno a la tesis de la autonomía de lo político. A nuestro entender, por el hecho de que no
se acepte una derivación de la política y de sus actores a partir de los condicionamientos
sociales, no es adecuado inferir sin más, ni que estos condicionamientos no tienen ninguna
relevancia en sus planteos, ni mucho menos que lo político implique una total autonomía en
un sentido cuasi-metafísico. Es probable que la necesidad de distanciarse del marxismo
destacando la no dependencia de acción política respecto de la estructura social haya
llevado a que nuestros autores enfatizan (tal vez demasiado, en ocasiones) la relativa
autonomía de lo político. Pero lo cierto es que ambos señalan, y con mucha insistencia, que
es en el encuentro de lógicas heterogéneas donde reside la clave para la comprensión de la
política. Mientras que Laclau insiste con la necesaria co-implicación de lo social y lo
político, Rancière lo hace con la necesaria implicación de la política en el horizonte
insuperable de lo policial. Esto, a su vez, se articula con el anti-utopismo antes mencionado:
pues, así como para el teórico argentino no es posible trascender el horizonte de la
recomposición social, entendida como la sedimentación de cierta configuración
hegemónica, para el pensador francés no hay orden que no adopte las modalidades de lo
policial.
Ahora bien, por lo que llevamos dicho en esta conclusión, podría suponerse que tan
sólo hay puntos de acuerdo entre Rancière y Laclau. Pero esto, como anticipamos al
concluir nuestra introducción, no es así. No para nosotros, al menos. Pues, aunque
efectivamente comparten un mismo punto de partida (el marxismo), y a pesar de que es
posible registrar varios encuentros en diferentes "puertos" (justamente todos aquellos que
hemos mencionado hasta aquí), lo cierto es que los viajes de nuestros autores se alejan en
cuestiones fundamentales.
77
la teoría marxista funciona como el requisito y la justificación para la construcción de otra
teoría social, a partir de la cual pretende disputar el campo de las ciencias sociales. Como
vimos, el argentino considera que los avances teóricos provistos por la lingüística y el
psicoanálisis, entre otros aportes cruciales, permiten superar las limitaciones “modernas”
del marxismo tradicional. En este sentido, es claro que no cuestiona las delimitaciones
disciplinares sino que opera dentro de ellas. La teoría del populismo con la cual culmina su
extensa reflexión en torno a las identidades políticas es la prueba más cabal. En este punto,
nos parece evidente que el proyecto rancieriano es diferente: el francés no pretende
abandonar una teoría (la marxista) para producir otra (la “rancieriana”); sus intervenciones
no buscan sumar una nueva explicación al campo de las ciencias sociales o de las teorías
políticas. En sus propias palabras: “Ni siquiera se me ocurrió la idea de hacer una teoría de
la política” (2014a: 78). Por el contrario, gran parte de su empeño consiste precisamente en
cuestionar, para desplazar y subvertir, las delimitaciones disciplinares.
A nuestro entender, esta diferencia en el modo de vincularse con la producción
intelectual está anclada en otra diferencia también importante, a saber: mientras que la obra
de Rancière focaliza en los efectos éticos de las diferentes propuestas político-intelectuales,
la de Laclau, en cambio, hace hincapié en los supuestos ontológicos de las mismas. 68 La
propuesta rancieriana, como puede apreciarse en su crítica a la filosofía política, está
enfocada en iluminar los efectos ético-políticos que conlleva la producción de teoría social
como prerrequisito normativo de la acción política. Esto significa que no es tal o cual teoría
lo que produce la neutralización de la política sino el afán mismo de teorizar. Pues, en
perspectiva, el objetivo de regular desde una instancia de elaboración intelectual
pretendidamente objetiva, y por tanto supuestamente neutral, la acción política implica en sí
misma una limitación para esta última. A través de la producción de explicaciones (y, por lo
tanto, de la separación entre explicadores y de explicados) se reproduce, tal como vimos, el
círculo de la impotencia. La propuesta de Laclau, por el contrario, puesto que sí pretende
producir una teoría, está fundamentalmente ocupada en la revisión del estatuto de las
premisas ontológicas con el fin de construir un dispositivo que tenga una capacidad
explicativa superior al de las teorías con las cuales rivaliza. Por eso, desde su perspectiva, el
problema no reside en explicar lo político, sino en el hecho de que algunas explicaciones
son teóricamente inconsistentes o tienen una cobertura empírica demasiado restringida o
arbitraria. Se podría decir, entonces, que para Laclau lo malo no es explicar sino explicar
mal. Probablemente ésta sea una de las razones por las cuales, acomodándose a los
68
De hecho, en ocasiones Laclau parece reprocharle a Rancière el hecho de que no se haya hecho la pregunta
acerca de las premisas ontológicas que supone su planteo en torno a “la parte de los sin parte.” (2005: 127).
78
parámetros de neutralidad y objetividad a partir de los cuales el campo intelectual define lo
que es una buena explicación, en ocasiones parece posicionar su teoría por encima de
cualquier preferencia ideológica (incluida la propia, por supuesto).
Esta última consideración hace posible retomar uno de los interrogantes que
quedaban pendientes desde la introducción. En aquellas páginas, partiendo de las
observaciones realizadas por Omar Acha y Ana Muñóz, preguntamos cuál es la relación
entre la producción intelectual y la ideología en cada uno de nuestros autores. A pesar de
tener opiniones diferentes sobre las implicancias de esta cuestión, tanto Acha como Muñóz
acuerdan en que el planteo rancieriano reflejaba un evidente posicionamiento ideológico
que delimita claramente el alcance de sus categorías, mientras que en el caso de Laclau la
propuesta se torna ambigua debido a la falta de un claro anclaje ideológico.
¿Qué decir, pues, sobre estas consideraciones? En primer lugar, que entendemos que
se trata de observaciones atinadas desde el punto de vista de la caracterización de una
diferencia relevante entre nuestros autores: el tipo de operaciones conceptuales realizadas
por Laclau y Rancière ciertamente difieren en el modo en que articulan lo ideológico y lo
político. En segundo lugar, que esta distinción podría ser una clave apropiada para terminar
de articular una respuesta a la pregunta que organiza nuestro recorrido: ¿de qué modo
persiste el pueblo en la obra de estos posmarxistas?
En la obra madura de Laclau encontramos una teoría que busca explicar las
operaciones a partir de las cuales se constituyen las identidades sociales. El populismo,
concebido como lógica de lo político, es la clave para esta explicación. A partir de las
demandas insatisfechas, que ponen en evidencia la incapacidad del sistema para absorber
diferencialmente la heterogeneidad social, se abre la posibilidad de que un cierto
significante articule esta multiplicidad, perfilando de este modo una nueva identidad y/o
totalidad social. Esta operación consta, como vimos, de dos momentos: un primer
movimiento de ruptura, que divide el campo social entre un “nosotros, el pueblo” y un
“ellos, los poderosos”, y un segundo movimiento de recomposición, debido a que el pueblo
no sólo denuncia un orden instituido como ilegítimo sino que proyecta otro alternativo
como justo. Ahora bien, nos interesa destacar que esta producción de un nuevo orden, que
en el planteo laclausiano funciona como el telos de lo político, no implica la preeminencia
de ningún signo ideológico en particular. Por eso mismo, en reiteradas ocasiones, Laclau
señala que la recomposición del orden social –lo cual refiere a una cuestión propiamente
ontológica– puede adoptar diferentes contenidos ideológicos. Esto significa que el pueblo,
que siempre ha de constituirse en función de significantes tendencialmente vacíos, puede
identificarse tanto con figuras de izquierda como de derecha. En otras palabras: la operación
79
formal de constitución de un orden no es subsumible en ninguna codificación ideológica de
los contenidos ónticos en particular.69
Rancière, en cambio, en vez de tematizar el modo en que se componen las
totalidades sociales, se aboca a considerar los efectos distorsivos que ciertos dispositivos
igualitarios producen en las mismas. Tal como vimos, lejos de querer articular en su
reflexión la dimensión de la ruptura con la de la recomposición, el pensador francés hace de
la primera el momento propiamente político mientras que relega a la segunda al estatuto de
lo policial (o sea, no política). La rotunda negación a incluir los mecanismos de
representación en la órbita de la política apunta en esta misma dirección. El pueblo
racieriano irrumpe, subvierte, distorsiona. Pero no gobierna, no podría gobernar. De esta
manera, al privilegiar el sentido anárquico de la acción política implicado en el privilegio de
las prácticas igualitarias, su propuesta parece mostrar un claro arraigo ideológico en la
tradición de izquierda. Por este motivo –y más allá de que esta inscripción sea, como vimos,
una inscripción bastante polémica– es posible decir que, desde la óptica rancieriana, no es
posible hablar de políticas del orden, ni de nada semejante.
Y así llegamos al último punto de nuestro recorrido.
En la introducción al escrito hicimos referencia a las lecturas que cada uno de
nuestros autores ha realizado del otro. Allí señalamos que Rancière clasifica a Laclau como
un pensador de la composición del vínculo entre subjetividad y comunidad, lo cual
equivalea decir, de acuerdo con su perspectiva, que se trata de un pensador que se ocupa,
más que de la política, de lo policial. El argentino, por su parte, luego de reconocer varios
puntos de acuerdo, objeta al francés su mal disimulada predilección por la lucha de clases y
su errónea asimilación a priori entre política y emancipación. Ahora bien, tal como
anticipamos entonces, estas “lecturas cruzadas” tienen su razón de ser, fundamentalmente,
en el modo en que cada uno de estos autores tematiza el vínculo entre pueblo y política, de
un lado, y representación, del otro. Como vimos, para Laclau el concepto pueblo refiere a
una compleja operación de representación a través de la cual la heterogeneidad social logra
constituirse como unidad, es decir, como un “nosotros” enfrentado a un “ellos”. 70 Para
69
Por su puesto, esto no significa que Laclau no tuviese preferencias ideológicas (de hecho las tenía y eran
públicas) sino que las mismas refieren a un nivel fenoménico que no es el que pretende cubrir con su planteo.
Por otra parte, aunque no podremos argumentar en favor de esta sospecha, nos parece razonable afirmar que
en su afán de hegemonizar el campo de las ciencias sociales con su teoría del populismo, el argentino asume
las reglas de validación de dicho espacio, entre ellas la supuesta objetividad y neutralidad de los modelos de
análisis, pero con el fin implícito de subvertirlos.
70
Nos interesa destacar que, tal como la tematiza Laclau, esta cuestión tiene rasgos distintivos que no debemos
pasar por alto: pues, a diferencia del dispositivo hobbesiano, la representación política laclausiana no es tanto
80
Rancière, en cambio, el pueblo implica una esquiva operación de des-identificación. El
pensador francés, como vimos, en vez de tematizar la composición entre subjetividad y
comunidad, intenta generar escenas en las cuales se torne visible y pensable la
descomposición y el disenso. Esto se debe a que, a su entender, no hay ninguna forma de
organización política que logre contener al pueblo y, en este sentido, debe concluirse que la
democracia resulta ser absolutamente antagónica con la idea de representación.71
¿De qué modo, entonces, persiste el pueblo en la obra de estos pensadores
posmarxistas? Tanto en Laclau como en Rancière, el pueblo persiste como un elemento
dinamizador de la vida social que, a través de la división y del conflicto, hace patente la
imposibilidad de suprimir la dimensión política de la existencia humana. De este modo,
lejos de ofrecerle una coartada a las ilusiones de una sociedad plenamente reconciliada,
funcionando como su fundamento, el pueblo persiste a través de las sucesivas
configuraciones sociales (policiales, diferenciales), recordándoles, no sólo su eterna
precariedad y su necesaria contingencia, sino también aquella multiplicidad originaria de la
cual adviene y a la cual, en diversos momentos, habrán de retornar. Asimismo, aunque no
sería correcto afirmar que el pueblo de los posmarxistas persiste más allá de cualquier
condicionamiento social, sí lo es que su irrupción supone la activación de una lógica que no
se deja derivar, ni explicar, a partir de las estructuras y posiciones socialmente instituidas.
Ahora bien, no debemos suponer que el pueblo de los posmarxistas persiste de un
solo modo, es decir, siguiendo un único camino. Más aún, quizás convenga hablar de los
pueblos posmarxistas. Pues, a pesar de los varios puntos de contacto, las propuestas de
Laclau y Rancière tienen marcas distintivas. Y nos hablan, como vimos, de viajes bien
formal como simbólica, y, precisamente por esta razón, se vincula prioritariamente con el fenómeno de la
identificación. En todo caso, la autorización (que era, sin dudas, el punto central del planteo hobbesiano) está
implicada en el proceso de identificación, pero no lo precede.
71
A partir de este contrapunto, queremos sugerir el esbozo del argumento para un trabajo porvenir que
permitiría ampliar los alcances del que ahora estamos concluyendo. Tal como las entendemos, estas
divergencias respecto de las relaciones entre el pueblo y la representación permiten inscribir las propuestas de
nuestros autores en un debate mucho más amplío y complejo del cual han participado, entre otros, pensadores
de la talla de Hobbes, Rousseau, Kant y Schmitt. Como sabemos, cada uno de ellos ha intentado abordar, cada
cual a su modo, aquello que podríamos considerar como la aporía fundamental del horizonte histórico
conceptual moderno: la representación política (Duso, 2015: 19-57). En este sentido, suponemos que podría
resultar útil indagar más profundamente en el sentido y el alcance de estas apropiaciones "posmarxistas" del
debate en torno a las relaciones entre sujeto y representación, para luego conectarlas con otras apropiaciones
también ancladas en el horizonte de la tradición marxista (por ejemplo, el operaísmo italiano al cual hicimos
breves referencias en este trabajo). A partir de esto se podría intentar una lectura sintomática (Palti, 2010) del
modo en que cada una de esta expresiones alojadas al interior (¿o habrá que decir, acaso, en las fronteras?) de
dicho horizonte político-intelectual resignifican las discusiones constitutivas de la experiencia política
moderna. Pero esto, insistimos, tendría que ser objeto de otro trabajo.
81
diferentes. En relación con esto, para no insistir nuevamente con un contrapunto que
presentamos hace unos pocos renglones, destaquemos aquél desacuerdo que nosotros
evaluamos como el más representativo, a saber, aquél ligado a la producción teórica.
Debido al privilegio que el pensador argentino le otorga a la construcción de teoría, en su
obra el pueblo persiste como una categoría social que tiene como objetivo formalizar los
procesos de identificación/representación a través de los cuales se conforma la unidad
política. En Rancière, en cambio, puesto que rechaza de plano la función explicativa
inherente a cualquier teoría en tanto que tal, el pueblo persiste como un operador ideológico
que promueve la irrupción de un movimiento de des-identificación a partir del cual se
visibiliza un singular tipo de subjetivación política.
A partir de esta diferencia, y para finalizar este trabajo, queremos compartir nuestra
sospecha de que un pueblo inscripto en los dominios de la ciencias sociales persiste de un
modo radicalmente diferente que aquél otro que lo hace "a la intemperie", es decir, sin esta
contención teórica, disciplinar. Si mejor o peor, eso es algo más difícil de evaluar. Pero
quizás vale la pena hacerse, seriamente, esta pregunta.
82
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