La Aventura de MR Jaiva
La Aventura de MR Jaiva
La Aventura de MR Jaiva
JAIVA
CUANDO Mr. Jaiva apareció a la entrada de la pista, un sordo murmullo se levantó
de las galerías y plateas, pasó rozándolo como una enorme y pesada ola, y
después, ascendiendo, pareció hinchar la lona de la carpa.
Hacía su debut esa noche y estaba anunciado como número de gran atracción: “Mr.
Jaiva, parodista, imitador, monologuista. Gran éxito en los mejores casinos de
Sudamérica.
Eso era lo que decían los programas y cartelones, pero la verdad era distinta. Raúl
Seguel no había sido jamás artista de circo o de varieté. Había iniciado su carrera
artística en Santiago como galán cómico de un cuadro de obreros aficionados y
cuando se creyó con desplante escénico, fogueado ante el público, abandonó un
empleo que tenía en Gath y Chaves y se incorporó, en calidad de galán dramático y
cómico, a una compañía nacional que hacia una gira al sur.
La gira fue desastrosa. Raúl Seguel volvió con la misma ropa con que fue y con veinte
pesos en el bolsillo. Además, durante la gira, descendió de categoría. Su poco
interesante figura, su voz sin tono y sin gracia, su manera poco elegante de caminar en
escena y su escaso equipaje, no eran cualidades suficientes para desempeñar un puesto
tan importante como es el de galán joven, cómico y dramático a la vez.
Al final de la gira no le daban ya sino aquellos papeles en que no tenía que hablar más
de cuatro o cinco palabras cada vez que salía a escena:
—La señora no ha vuelto. —La sopa está en la mesa. —Una carta para el señor.
De vuelta de la gira, disuelta la compañía en Santiago, Raúl Seguel se encontró sin
contrata y con una cantidad de dinero que le alcanzaba justamente para pagar cinco
días por una pieza sin comida. Por lo menos, tenía dónde dormir durante ese tiempo.
Pero después de aquellos cinco días...
El teatro hízole perder la costumbre del trabajo constante, como empleado o como
obrero, y estaba convencido de que seria incapaz de servir algún puesto que le exigiera
levantarse temprano.
Además, tenía la ilusión del teatro. Lo que le faltaba eran -cualidades. Pero Raúl
Seguel no se dio nunca cuenta de ello. Tres días ambuló por Santiago casi sin comer,
en busca de alguna noticia, de alguna oportunidad, pero nada. No se levantaba un
telón en Santiago. Al cuarto día se encontró con un amigo de sus tiempos de aficionado,
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que trabajaba ahora como prestigitador y malabarista en un circo de la calle
Mapocho.
Raúl Seguel le contó la angustiosa situación por que atravesaba y el amigo lo
escuchó, callado, como quien espera un golpe que vendrá de sorpresa. Pero Raúl Seguel
no le pidió dinero. En vista de esto, el amigo le aconsejó:
—Dedícate al circo.
Raúl creyó que su amigo se volvía loco. — ¿Y qué voy a hacer yo en el circo?
—Cualquier cosa. Puedes hacer un tony elegante, fino, de salón que se llama.
—Pero, hombre, ¿te das cuenta de lo que dices?
—Pero ¿qué tiene? El tony Chalupa empezó como galán cómico de compañías
nacionales. ¿Por qué no puedes hacer tú lo mismo? ¿Sabes en qué trabajaba antes el
tony Calzoncitos, gran éxito en mi circo? Era suplementero. Hoy día gana la plata
que quiere. Sin money no hay tony...
—No, no podría, francamente...
—De parodista, entonces. ¿No sabes algunos monólogos, parodias, imitaciones? Eso
gusta mucho.
—Si, pero son cosas muy viejas, muy conocidas.
—No hay nada más viejo y conocido que lo que yo hago en el circo, y, sin embargo,
la gente se queda así, con la boca abierta. ¿Qué sabes hacer?
—Sé hacer las imitaciones de los cojos, parodias de los bailes y dos monólogos cómicos.
—¡ Muy bien! Son tres números. Mira, anda esta noche al circo, te presento a
Constantino, el patrón, y todo queda arreglado. Ni él ni el público del circo son
exigentes. Además, cuando la cosa va mal, sale el tony y lo arregla todo. Pagan veinte
pesos por noche. Piénsalo bien y decídete.
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de que sus músculos y sus nervios se le iban a aflojar de repente, abandonándolo,
dejándolo caer como un atado de ropa.
El circo estaba lleno. El anuncio de un debut que vendría a renovar un programa ya
demasiado repetido, había llevado, mucha gente. Y no era de la más fina. La flor y nata
de la palomilla de las orillas del río estaba apretada en galería, como una bandada de
gansos, presta a graznar en cuanto hubiera motivo y ocasión. Suplementeros,
lustradores, revendedores de frutas con sus delantales sucios y sus gorras
inverosímiles; chiquillos limosneros, acarreadores de la Vega y de la Estación, vendedores
de pequenes y de tortillas, rateros, toda una colonia mugrienta y alborozada, con
la boca abierta, que había pagado sesenta centavos por la entrada y que quería
divertirse como si hubiera pagado diez pesos. Además, choferes, obreros con sus
familias, tres o cuatro borrachos y algunos guardianes francos.
En las plateas y en los palcos recubiertos con fundas de cretona barata, se velan
veguinos, carniceros, dueños de restaurantes del Mercado, individuos gordos, colorados,
con chaquetas cortas y enormes cadenas de oro que rutilaban sobre el chaleco.
Raúl Seguel se había vestido de un modo excéntrico, procurando ridiculizar una figura
de extranjero. Llevaba puesto un tongo, su tongo de galán cómico; pintados de rojo
los pómulos y la nariz; una pequeña barba rubia. Luego, un chaqué, su chaqué de
galán dramático; debajo del chaleco y de la parte alta del pantalón hablase puesto un
relleno para simular una enorme barriga. Una gran flor en el ojal del chaqué, las
polainas marrones, un altísimo cuello de guiIlotina y un fenomenal bastón que el
malabarista le había conseguido entre sus compañeros, completaban la indumentaria
de Mr. Jaiva, que tanto podía ser la de un inglés, como la de un alemán o un ruso.
Raúl Seguel no creyó nunca que el circo le produciría una impresión tan fuerte.
Estaba allí, parado, observado por cientos de ojos curiosos, que lo miraban desde
todas partes, por delante, por los costados, por detrás, a su sabor. La luz fuerte de las
pantallas y barandales lo cegaba y hubo un momento en que sus ojos deslumbrados
no vieron sino una cara enorme, con unos ojos pavorosos y una boca monstruosa, que
sólo esperaba sus palabras para congestionarse de risa. Los artistas que habían ya
hecho sus números, parados a la entrada de la pista, vestidos con sus uniformes
azules, lo miraban también, un poco extrañados por su silencios.
¡ El griego! Raúl Seguel lo buscó con la mirada. Allí estaba en el pasadizo de la platea,
con su alta estatura, su vientre y su pescuezo formidable, observándolo nerviosamente.
¿Por qué no empezaría a hablar ese imbécil? Le hizo un gesto con la cara, como
diciéndole:
—Respetable público... Mi ser un artista extranjera qui viene in Chile para hacer
jugarretas y payasadas...
Rió con una risa hueca, desconcertante. Las risas volvieron a brotar displicentes,
aisladas unas de otras.
—Voy a hacer una imitación del origen de los bailes..., vamos a ver.
Esa fue su perdición: empezar su trabajo con un número tan hecho ya en circos,
biógrafos y teatros y tan conocido por los aficionados a los espectáculos de varieté. El
público juzgó que era demasiado bombo y mucha espera para tan poca novedad y
manifestó su desagrado silbando y gritando:
Una tempestad de risas azotó la carpa. Mr. Jaiva esperó que amainara y continuó su
número, procurando hacerlo lo mejor posible. Pero su voz, esa voz fría, blanca, sin
gracia, resbalaba por la indiferencia del público sin lograr penetrarla, y
resonaba en el circo como dentro de una cripta.
Cuando terminó su primer número, nadie aplaudió. La gente de palco y de platea oíalo
como quien oye llover, y en cuanto a la galería, la temible galería. habíalo olvidado: no
le oía ni lo miraba. Hablaban los chiquillos y los hombres, gritándose de un banco a otro,
comiendo pequenes y tirándose con cáscaras de naranja. Los vendedores gritaban:
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—¡ A chaucha los sángüiches! ¿Quién me -dijo un sángüiche? Mr. Jaiva empezó a
transpirar. ¿Para qué se habría metido en aquella aventura? Miró hacia donde estaba el
griego, en busca de un movimiento o de un gesto que lo animara, pero el hércules
retirado mostraba una cara seria, amenazante casi. Los demás artistas lo miraban
fríamente y el malabarista había desaparecido. Se encontraba—solo.
Estaba solo en medio de la pista, rodeado de salvajes que gritaban y pateaban,
indiferentes a su angustia, no queriendo sino divertirse, aunque fuera a costa de él.,
Casi sintió ganas de llorar, pero se rehizo. Era necesario que terminara sus números
de cualquier modo.
Alzó la voz y dijo: —Ahora, señores...
Pero apenas dijo estas palabras, la tormenta estalló violentamente.
— ¿Todavía estás ahí? — ¿No te habías ido?
—¡ Echen para afuera a ese guatón! La voz del borracho volvió a dominar: —¡ Reza el
Ave María ahora!
Se hinchó la risa como una gran vela y chasqueé en el aire. Mr. Jaiya esperé que
pasara y continué de nuevo, más firmemente:
—Ahora, respetable público...
Se propuso dominar al público aunque tuviera que hablar a gritos. Después de su
segunda frase los silbidos y las voces amenguaron y ya creía poder hablar a gusto,
cuando oyó a su lado una voz igual a la suya, idéntica, con el mismo acento extranjero,
que repetía sus palabras: —Ahora, respetable público.
Una carcajada inmensa brotó desde todos los rincones del circo. Gritos, silbidos,
exclamaciones se unieron a la risa, agrandándola como una ola. Raúl Seguel sólo
vio una gran boca, con los dientes y las muelas cariadas, arrojando la risa a empujones,
fatigosamente. Rostros desfigurados, caras rojas, abdómenes que saltaban
elásticamente, ojos húmedos de alegría, llorando de risa. Parecía una pesadilla.
Se dio vuelta. A su lado, con la gran cara pintarrajeada y su curioso traje de
excéntrico, mirándolo sonriente, estaba el tony Calzoncitos, el alma del circo de las
orillas del río.
El tony repitió, inclinándose ante él: —Ahora, respetable público.
- La risa volvió a estallar. Raúl Seguel, entonces, respiró. Seguramente, la
intervención del tony suavizaría la actitud del público hacia él. Esperó que cesara un
poco el ruido y repitió por tercera vez:
—Ahora, respetable público, vamos a hacer... El tony repitió como un eco:
—Ahora, respetable público, vamos a hacer...
Y cambiando repentinamente de voz, le preguntó a Mr. Jaiva con un tono infantil, lleno
de malicia y de gracia:
—Oye, ñato, ¿qué vamos a hacer?
Esa voz, que era la que usaba siempre al trabajar, tenía un efecto cómico estupendo.
Hablaba como un chiquillo del pueblo, dándoles a las palabras un tono popular.
Bastaba que el público oyera esa voz para que la risa reventara por todas partes.
—¿Qué vamos a hacer? —insistió el tony.
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—Vamos a hacer las imitaciones de los cojos.
—Vamos a hacer las imitaciones de los cojos repitió el tony Calzoncitos.
Aquel diablo pintarrajeado, salido desde el fondo de los conventillos del barrio
Independencia, desenvuelto, desfachatado, dueño del público, tenía, entre otras
excelentes cualidades cómicas, la facilidad de imitar maravillosamente la voz y los
movimientos de cualquier persona. Cuando estaba sin ganas de trabajar, salía a la pista
a imitar a sus compañeros de trabajo. Imitaba sus voces, sus movimientos, sus actitudes
en el número que hacían sus saludos, todo. No le costaba esfuerzo alguno y obtenía,
en cambio, un gran éxito. Divertía a la gente a costa de los demás artistas.
Aquella noche le había dado por explotar esa vena de su gracia, y el público, que
ya lo conocía, se preparó a pasar el gran rato.
Y ya no hubo frase ni movimiento de Mr. Jaiva que no fuesen repetidos por el tony en
medio de las explosiones de risa del público. La gente callaba cuando Mr. Jaiva
empezaba a hablar, lo dejaba hacer su imitación de un cojo y esperaba con los dientes
apretados y los músculos del rostro contraídos para no soltar la risas que el tony imitara
al imitador.. Apenas el tony terminaba su parodia, la enorme boca se abría lanzando
chorros de risa.
¡ Pobre Mr. Jaiva! El malabarista no le enseñó el modo de deshacerse del tony. Nadie
estaba libre de sus bromas, pero todos sabían la manera de librarse de él cuando les
estorbaba demasiado: le daban un puntapié o una bofetada, y el tony, que no tenía
mala intención al hacer sus imitaciones, huía lanzando gritos infantiles de dolor.
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El público, que vio el movimiento, comprendió que el parodista hablaba al tony,
y se calló, esperando la respuesta del interpelado. Aquel salvaje contestó con su voz
infantil:
—¡ Ah! ¿Que lo deje trabajar por favor?
Y ya no se oyó más. Entonces el director de pista intervino. Tomó de un brazo al tony
y le dijo, llevándolo aparte: —Venga para acá, Calzoncitos. Tengo que contarle una
cosa. .—¡ Ah! ¿Usted me va a contar una cosa? Pero yo quería ver trabajar a ese
caballero. Dice que va a trabajar por favor. ¿Usted no sabe qué es lo que va a hacer?
—Sí, va a hacer unas imitaciones. Es un artista muy inteligente.
—Es muy inteligente? ¿Y cómo dice que trabaja por favor? El tony fue sacado de la
pista y Mr. Jaiva volvió a quedar solo. Quiso apurarse para terminar de una vez su
número, pero estaba escrito que no lo terminaría. Su martirio no concluía:
empezaba.
Un espectador de palco había sido atacado por una risa nerviosa, incontenible, que
lo hacía gritar agudamente. Era el que más celebraba las gracias del tony, y la voz y
el ademán de éste imitando a Mr. Jaiva habían quedado en su retina y en su oído,
vibrando interminablemente.
Bastó que Mr. Jaiva moviera un brazo y pronunciara una frase, para que el
espectador lanzase una carcajada que se propagó por el circo como una corriente
eléctrica. Al oír y ver a Raúl Seguel, el hombre, inconscientemente, recordaba al tony,
y su risa chillona, en la que predominaba la i, perforaba el espacio como una flecha,
contagiando a todos; y hubo un momento, un largo momento, cuatro o cinco minutos,
en que Mr. Jaiva, parado en medio del circo y reducido al silencio, tuvo que esperar
que pasara la racha de carcajadas.
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El hombre, que era alto y vigoroso, ofendido por aquella frase, estiró un brazo
para coger a Mr. Jaiva, pero éste retrocedió, levantó el bastón y lo dejó caer sobre
la cabeza del espectador, que, a su vez, cayó sobre su compañero de palco.
El circo reventó en un solo grito y en un solo silbido y Raúl Seguel tuvo miedo. Arrojó
el bastón y huyó hacia adentro.
La banda, para calmar al público, empezó a. tocar, aumentando el bullicio.
*
Dos minutos después, Raúl Seguel, que se había escondido entre unos cajones, oyó
que su amigo el. malabarista lo llamaba.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—¿Estás aquí? Vete pronto: el griego Constantino te anda buscando para pegarte.
¡ Era lo único que faltaba! Tomó sus ropas y sus pinturas, que el malabarista recogiera
de su camarín.
— ¿Por dónde salgo? —Por aquí.
Arrimaron un cajón a la pared que daba a la calle y Mr. Jaiva subió a él, encaramándose
después a lo alto de la muralla. Antes de saltar hacia el otro lado, rogó:
—Oye, préstame unos pesos...
—Toma, ahí tienes diez pesos. Ándate y no vuelvas mas por aquí.
En el momento en que se dejaba caer, oyó que el hércules griego gritaba:
—¿Dónde está Mr. Jaiva? ¡ Quiero hablar con él!
Así, vestido de mamarracho excéntrico, atravesé Corriendo la ancha calle, con su atado
de ropas y pinturas bajo el brazo, hasta llegar a la orilla del río. Desde allí sintió
claramente el griterío y la silbatina que continuaban aún en el circo. Se dio vuelta y
miré. La carpa alta, blanca, iluminada por dentro, resplandecía en medio de la noche
de invierno como una gran medusa fosforescente. Sus tres hileras de bombillas
multicolores oscilaban con suavidad.
Hizo una mueca de asco y echó a andar. Estaba cansado, la cara le ardía con la
pintura, el mástic y el sudor, -y la ira le hervía aún en la reseca garganta.
De pronto se acordó de que aún llevaba barba y estaba pintado. Se arrancó el
postizo de un manotazo y lo tiró al río, obscuro y crecido, que corría mugiendo
en la noche, arrastrando grandes piedras.
Después arrojó el frasco de mástic, las barras de pintura, el tongo, todos sus modestos
útiles de trabajo, inocentes de culpa alguna. Cuando arrojó por sobre la pequeña
muralla del río su último útil de teatro, una - gran pena lo doblegó. Le pareció que se
había desprendido de aquello que para él constituyera durante tanto tiempo su
esperanza y su alegría: el teatro.
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¿Qué le quedaba ahora? Diez pesos en el bolsillo y la mortificación de un fracaso
amargo y obscuro. ¿Qué haría? Estuvo un largo rato pensando afirmado en la
barandilla del río mirando correr el agua turbia.
“¿Qué haré? "; se preguntó nuevamente. Y como no hallara qué responderse, y como
no tuviera ya nada más que arrojar al río, tomé un tranvía que pasaba y se fue a dormir.