Los Invisibles PDF
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Yimber Matos
2018
VISIBLES
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FUNERAL
Cuando llegó a la casa del patriarca, el cielo despejado y quieto le dió la bienvenida.
Foevel saludó con una inclinación de cabeza respetuosa a la hija, quien le abría la
vetusta puerta de la centenaria casa. El suelo estaba pulido por los años de deambula-
ción de hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, por los vaivenes del tiempo y el aire que
su izquierda el olor de cirios en distintos grados de consumo, y al fondo una puerta que
el aullido de los perros. Había tres tramos de entrepisos antes de llegar al patio al que
era conducido. En el último, una mujer de rostro surcado por las lágrimas limpiaba una
Salieron al patio que lindaba con la verdadera casa del patriarca. Había conocido a
aquel hombre muchos años atrás, cuando todavía era un niño que jugaba en el barrio,
y conocía a Galina, la hija que le había llamado para que le ayudara a preparar al viejo
un corazón de oro, que demostraba su verdadero valor con actos de brusca torpeza en
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lugar de palabras elocuentes. Los olores de aquel patio golpearon su memoria, e image-
frente a si. A esa edad veía a aquel hombre como alguien muy lejano a la mortalidad,
como una roca desafiando al océano en medio de la tormenta más aterradora. Una roca
Recordó su pasión por las historias del mar, a pesar de nunca haber conducido un
barco en su vida. Hablaba con aquella terminología náutica, cuentos de piratas que le
hacían reir, que le atenazaban a él y a Galina con la emoción de las imagenes creadas
por su mente febril. Siempre decía que en otra vida había sido marino, habia surcado los
7 mares y había muerto en alguno de ellos. Sentía que la sangre le hervía de emoción
cada vez que soñaba despierto con esos viajes, siempre que leía un libro que tocaba el
tema.
lidad de platos y utensilios, y las paredes cubiertas de años de trajín culinario; aquella
habitación había sido el territorio de la señora de la casa fallecida hacia años, dejan-
como siempre habia sido su objetivo. Tan solo Galina había permanecido cerca, pero
hacia tiempo que había abandonado aquella casa que resonaba vacía ante el aplastante
cientos de cuerpos, Foevel sabía que iba a ser un encuentro distinto. De alguna ma-
nera, aquel hombre había sido parte esencial de su niñez, una niñez sin padre, dura y
educaba a sus hijos, un norte, un sentido de vida vivida que le acompañaría siempre.
llena de polvo y de libros de navegación. Las fotos familiares pintadas por encargo.
lado derecho de la cabeza, la sangre hacía rato que se había coagulado. Los miembros
yertos descansaban a ambos lados del cuerpo envejecido. Y los ojos, secos y sin vida,
aún abiertos a la eternidad. Mientras Galina lloraba detrás de Foevel, él pudo percatarse
honor al difunto.
ROMANOV
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TANGOS
para poder llegar a la mesa había que descender por una escalera, cuyos peldaños esta-
pasillo que bordeaba la sala principal y mostraba una vista soberbia de aquel lugar
tiguos, ya extintos. Las mesas, unas contra otras, formaban dos larga hileras rodeadas
mento del cese del ajetreo de los mesoneros y la llegada de la turba de comensales.
Al fondo, la estructura imponente del escenario, con su tarima de madera oscura, sus
cortinajes espesos dominando a las humildes sillas y mesas del lugar, poderoso y cons-
espectáculo que sacudiera sus cuerpos de la rutina comprimida. El vino corría en abun-
dancia, sonaban los cubiertos por doquier, y los camareros corriendo diligentes, los
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ante los errores; más risas, más vinos, más charlas enardecidas por la política mundial,
gritos de una mesa a otra. El largo rasgar de un violín salió de la garganta del escenario,
y sus cortinas se levantaron como quien alza la cabeza para mostrar su grandiosidad; y
ritmo que cala en los huesos, como sólo el tango lo puede lograr.
dida por el alcohol. El pianista, con sus arpegios sincopados, marcando el ritmo de la
sujeto del bandoneón, siguiendo el ritmo con el pié, con la pierna, el paño en la ro-
dilla, abriendo y cerrando los sonidos protagonistas. Pronto el sitio se vió enrarecido
por el humo del cigarrillo; y luego de tres piezas, en escena aparecen unas bailari-
nas de extraordinario garbo, marcando con sus respectivas parejas, todos enfundados
en trajes de época, los pasos de aquellos tangos. Se podía ver claramente el delgado
brillo de sudor en las espaldas espigadas de las chicas, las piernas de movimiento co-
reografiado y músculos perfectos, los cuerpo delgados que giraban una y otra vez; sus
sus compañeros de baile, quienes sumisamente se rendían ante esas pupilas penetrantes
El primer acto culmina con un aplauso ensordecedor, al mismo tiempo que los ojos
del maitre, poderosos y sencillos, lanzan ordenes de servir más vino y comenzar a traer
bandoneón, 4 son los que van a amenizar la velada. El mismo sujeto que inició con
sus compañeros, Jorge Citilari, se ubicó a la derecha del escenario, Al lado contrario,
Giovani Selpitieri y Tony Pascualo (nieto y pupilo del viejo Selpitieri respectivamente),
En el centro, como parte del espectáculo principal, el mismo Donato Selpitieri toma
¡Es casi doloroso ver a Selpitieri! Luego de tantos años de gloria musical, era un
hombre de cabello blanco y escaso, ceniciento rostro envejecido y casi sin expresión,
con una marcada joroba y las manos pecosas y deformadas por la artritis; mientras a su
lado, casi como una comparación desdichada, el nieto con la juventud en la piel loza-
na, el cabello ondulado y abundante, la mirada firme de quien aún oculta mucho miedo
en sí. Los ojos de Selpitieri estaban muertos, sin brillo. Pero dicen que las apariencias
engañan, y la procesión marcha por dentro; sí, al iniciar la música, Giovanni gesticu-
laba, se mecía, hacía volar a un lado y a otro los rizos de su cráneo, en apasionados
gestos, casi abriendo un agujero en el escenario mientras marca el tempo. . . pero de las
manos de Selpitieri, de aquel cadáver ambulante, la melodía que surgía era un testigo
ineludible de la gloria de aquella música hermosa; una testigo del dolor y el amor im-
plícitos en ella en su nacimiento, crecimiento y madurez; una fuerza tal que opacaba a
Pronto las bailarinas entraron nuevamente con sus gimnásticos pasos, sus estiliza-
dos cuerpos firmes, y sus hombros perfectos, sus nucas elegantes, todo condimentado
- Me tiene nervioso...
- Allá .- señala brevemente con la mirada, y clava nuevamente los ojos en el esce-
de la barra
- Quizás algún maricón. –contesta.- ¡Con lo hermosas que están las muchachas, y
Se ríen entre ellos y aceleran los gestos musicales para indicar mayor énfasis en la
Un largo aplauso del público acarició a los artistas; las bailarinas se inclinaban
con sus compañeros, los músicos disfrutaban de la ovación. Y Selpitieri les miraba con
satisfacción, la satisfacción del deber cumplido. Al subir nuevamente las escaleras, casi
huesos lentamente.
El hombre de complexión media, cabello corto, con un rostro plagado por infinidad
otro
El rostro de Romanov se vió surcado de pronto por una sombra, y sin mas, preguntó:
Allí le encontró, luego de más de diez años. Aquella mujer, otrora ataviada de ves-
tidos anchos y coloridos, hoy estaba ante él en una sobria indumentaria negra, con el
cabello recogido que dejaba ver perfectamente aquel rostro moreno, de rasgos exóticos
heredados de algún pasado hindú. Por aquellos azares del destino volvieron a contac-
Aquel local estaba tan atestado de gente que hacía difícil hablar y moverse. Ella
estaba sentada frente a un vaso de agua cuando Romanov se aproximó, y tras cruzar
una sonrisa y las breves fórmulas de cortesía, se sentaron a hablar sustrayéndose a aquel
Sí, los años no pasan en vano, Romanov lo sabía, escondido tras el disfraz de su
indumentaria laboral que desentonaba con aquel sitio ostentoso. Ella había cambiado
en su atuendo, en su expresión, antes de risa fácil, ahora con el rostro cargado de los
más, y donde la soledad afianza sus colmillos de la forma más certera, especialmente
-¿Desean ordenar?
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to le da un carácter único a su sabor. Y por favor, nos trae dos vasos, no copas.
- Si. Haz ahora movimientos circulares. Ahoga al vino, no dejes que respire. Ya, es
- No entiendo.
crear, la abrasadora sed humana. . . Reían, compartían sus reflexiones sobre aquel pasa-
Hablaron sobre la caída de padres y madres desde sus pedestales, con la confirmación
tes, de manera que aquellos años transcurridos parecían haber sido ayer, y a pesar de la
distancia y la ausencia, observaron como aquel crecimiento de cada uno había seguido
atrevió a asegurarle a Simone que todo aquello tendría su razón de ser, formando parte
Y el vino seguía fluyendo, chocan los vasos, ríe la vida, recitan poemas propios y
uno del otro de cómo los viejos ateísmos han sido poco a poco aniquilados por una
espiritualidad escondida y reptante dentro de cada uno. Las palabras son disparadas a
una velocidad vertiginosa, las risas van alcanzando un tono de maligno gozo, y pronto
bajo el influjo de Dionisio, se ven todas las respuestas (que nebulosamente, como en
un sueño, huirán después no dejando asirse con los sobrios dedos del día siguiente).
Pronto, aquella seriedad fúnebre inicial, aquel temor del reencuentro con el pasado,
- Pero la solución es simple para acabar con ese miedo irracional a los perros. Haz
como hago, yo. . . confieso que no soy amante de los perros (ya siento como la sombra
acusadora de los sensibles se cierne sobre mí). Pero ello no significa que no respete a
con ellos, les saludo por su nombre y hago una breve reverencia. Y ellos tan solo me
miran, ya no me ladran ni me atacan. ¡Hasta me esperan ahora para que les abra la
puerta!
- ¡Jajajaja! – risa plagada de dientes de un blanco irreal a la luz del vino y el vértigo
– Mis amigas me dicen que el problema soy yo. Que no me quiero lo suficiente y que
los animales detectan y rechazan eso. Y ante ello, ¡no pude más que reirme!
- Aun no entiendo cómo vives en Bratavia. . . Esa ciudad me parece que es una
locura, insensible.
- ¿Pues sabes que antes pensaba lo mismo? La soledad se impone, eres un ente
- ¿Que?
- El primer mes de llegar allá, me asaltaron cerca de mi casa, a plena luz del día. Me
te. Exactamente 4 semanas después (¿será que el ladrón sigue un calendario lunar?),
estar en una nueva ciudad, ya mi pasado había llegado a morderme los talones, y ya la
se vio plagada de silencio. El viento súbitamente dejó de soplar, y las ramas de los
mas familiares, personales, y la economía agonizante, puesto que tan solo tenía lo justo
ese día para viajar en el tren. Y en medio de mis cavilaciones, nuevamente. . . gritos (
arranca el brazo, y la espalda del violento que huía, con la capucha del suéter oscilan-
do, los zapatos gastados, el pantalón raído, cayendo frente a mí en diagonal, alejándose
horizontal. . . estaba yo en el suelo, desplomada, sin dejar de mirarlo, hasta que cruzó
mí, una especie de explosión me hizo su presa, y sin poder contenerme, empecé a llo-
rar, de manera inconsolable, mientras el tren pasaba a velocidad rauda frente a mis ojos
anegados de lágrimas. Lloré por la impotencia, lloré rabias pasadas, lloré por la soledad
aquella ciudad fría, por los errores, por la conciencia de mis defectos, por el ocaso de
elevaba mi mirada al cielo plagado de neón. No, no era el robo, simplemente aquello
fue la chispa que desencadenó una reacción más profunda que se estaba gestando en
- Terrible. . .
- De la nada, una mujer, una desconocida, simplemente se acercó a mí, y sin mediar
palabra alguna, me abrazó. Fue un abrazo maternal, una sensación cálida de hogar, y
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mi pecho se volvió a ensanchar, y el universo entró en él. . . se abrieron las puertas del
tren, entré envuelta en aquel capullo humano que pidió una silla para mí, que me sentó,
que me acompañó con una sonrisa solidaria, y que me calmó sin mediar palabras. Al
llegar el tren a mi estación, me preguntó qué me habían quitado, y me dio dinero para
- Esos pequeños detalles son lo que hacen que todo tenga un sentido.
- Nosotros, humanos, buscamos obsesivamente ese sentido vital. Aún el caos apa-
rente de nuestras vidas encierra su significado. Y si no, al menos nuestra mente le busca
siendo servida, y los meseros corrían atareados, en una danza coreografiada, mientras
maldecían en silencio las festividades decembrinas que saturaban todo en aquella suerte
de locura colectiva. Pronto, Simone volvió a tener aquella sombra en la mirada. Estaba
aquello de inmediato
nimiento para no morir estancados. Pero para seguir adelante, en el impulso perpetuo
que nos mueve, debemos destruir nuestro yo una y mil veces. . . en ocasiones recorrer
caminos tortuosos que se retuercen sobre sí, que se cruzan con el pasado para que lo
podamos analizar con la mirada experimentada. A veces los problemas pierden su se-
riedad al diluirse con el tiempo. En ocasiones, los detalles más nimios te escupen con
- Es así. . .
bochornoso; uno tras otro fueron apareciendo sujetos en monólogo, hablando de coti-
cipio se reía de manera tímida, pasando pronto al silencio más gélido. De esa manera
la desesperación al tratar de explicar sus chistes, para terminar finalmente como unos
cadáveres secos, unas momias golpeadas de realidad que se alejaban del escenario,
aquellos tristes payasos terminaron ahogando sus penas en alcohol, apilados como le-
ños grises que empezaban a arder espontáneamente, conversando a través de las llamas,
apurando el trago antes de que se evaporase por el fuego mientras pedían otra ronda. . .
Vasos llenos, vasos vacíos, platos llenos, platos vacíos. Mesas ocupadas, comensa-
les que van y vienen. A lo lejos, una joven equilibrista en tacones altos va degradándose
tería inicial. A la izquierda, parejas se odian en silencio mientras ordenan la cena sin
mirarse, juguetean con los cubiertos, resoplan con resignación hasta que la muerte los
separe, hacen una cata profesional del vinagre que les sirven, y engullen entrada-plato-
postre en menos de 15 minutos, para luego partir con su atmósfera opresiva rodeándo-
añejas; ellos calvos, ellas gordas, unas no pudieron dejar a los niños en casa, pequeños
malcriados que corren por todo el lugar, amenazando con tropezar y caer a los meseros
saltimbanquis, quienes lanzan sus miradas de cordial desprecio sobre las madres beo-
das y los pequeños impertinentes que todo lo tocan y todo lo exploran con sus manos,
y cuyos agudos gritos atraviesan la música cada vez más alta del lugar, angustiando al
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resto del universo. Un vaso de cerveza se voltea en medio de las risas destempladas del
engreído del antiguo salón de clases, y cae en torrente, como un río, por la mesa, en
chorro al suelo, se arrastra entre los niños saltarines, las mujeres ebrias, los hombres
tambaleantes, pasa bajo la mesa de nuestros protagonistas sin rozarles siquiera, sigue
derecho amenazando con hacer resbalar al mesero, alcanza la barra, se trepa hasta el
tope y empapa el codo del bebedor solitario que intenta hablar con el barman.
Las melodías resuenan cada vez menos desde lejos. Las lágrimas comienzan a acer-
carse a los resquicios. Viejas sensibilidades, recuerdos que estaban bien guardados re-
vientan el candado, flotan sobre Romanov y Simone, como oscuros murciélagos, y son
cada vez menos en aquel encuentro, y se acerca lentamente al equilibrio. Poco a po-
licor en la dosis adecuada, siendo en este caso dos botellas y cuatro horas. Romanov
tuvo aquella sensación gélida que solo se experimenta cuando las miradas fijas de los
meseros te disecan porque eres el ultimo comensal en un restaurant. El silencio les gol-
peó crudamente, al igual que la cuenta, y arrastrando los espíritus bohemios salieron
al vacío estacionamiento, donde el desvencijado auto les aguardaba. Las últimas gotas
- Buscamos la razón de todo. . . ¿Cuál crees que sea el motivo de éste reencuentro?
Y con esta promesa tácita, la noche se tragó al carro y al viejo amigo ya borracho.
La mujer sonrió con el cabello alborotado por la deliciosa juerga. No había luna
EN EL MINISTERIO
en las aceras, unos pocos miles que usualmente llevan mucho allí, porque la piel se
suele confundir con el suelo y los polvorientos alrededores. Algunos, dormidos de pie,
tejido, y roncan por aquí y por allá, mientras los obesos sueltan resoplidos y las mujeres
dan sobresaltos como en las pesadillas donde uno cae. Ni un alma en la carretera, tan
Logro llegar a la puerta y el vigilante, en postura relajada y con los pies en alto apo-
le aprobasen la jubilación, me sonrie con sus dientes falsos y demasiado grandes para
en cada uno de nosotros. Unos, dedicados a entorpecer, otros buscando “facilitar” las
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cosas de manera fraudulenta, y otros, como en mi caso (me conoces, y no quiero sonar
mejor posible.
en mi mano derecha comencé a sentir unas pequeñas sacudidas. “Debe ser el café”
pensaba, pero no quería renunciar al delicioso brebaje. Sin embargo, cada vez era peor,
El flujo de personas crecía exponencialmente, y lo que muchos años atrás era una
actividad que me satisfacía plenamente, pronto empezó a agobiarme. ¿Alguna vez has
los excompañeros se reúnen a mostrar sus plumajes falsos y sus vidas pseudoexitosas?
¿Dónde hay una suerte de regresión colectiva a las dinámicas infames de la adoles-
se mezclan con la envidia y las preguntas ponzoñosas? Bien, creo que mi aversión a
ellas ha quedado clara. Pues en esas fiestas suelen insistir en el éxito profesional. Y
me preguntan que por qué continúo en esa tarea mecánica y alienante, con un tono de
no se hace esperar, pues recuerdo a todos esos esclavos de la calificación, que se arran-
caban los ojos por las décimas en las notas y por el status dentro del aula. . . y veo como
que quién sabe que oscuras teclas mueve en el cerebro humano, pero que debe ser más
adictivo que la heroína. En fin. . . revivo esa tortura por el hecho de que, como te decía,
Sin embargo, en las noches, aun desahogando mi alma en la creación, sentía que
Cada día el acúmulo de gente era peor, incluso los jefes del ministerio habían con-
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colocándolos compactamente en una fila para pedir una cita para una fecha indefinida.
Los rostros de todos ellos son de una furia resignada, como si toda rabia estuviera per-
para poder insultar a todo aquel que les pone alguna nueva traba burocrática.
Un día, cerca de la hora del almuerzo, mientras ponía el sello por triplicado en
una forma 14-080, una sombra rauda bañó al edificio, y luego un estruendo terrible
resonó en toda la calle e hizo vibrar los cristales. Cuando me asomé brevemente para
no entorpecer mi trabajo, vi algo que cada vez es más frecuente. Un Titán había caído
desde lo alto y yacía muerto abajo, gigantesco y con el cráneo destrozado, mientras una
¿Por qué te cuento esto? Creo que me he disgregado, pero es una imagen terrible
amar mi cubículo y de competir conmigo, de forjar una ética laboral y de vida, mi cuer-
tracturas empeoraron hasta tal grado que me imposibilitaba agarrar mi sello. Tan solo
lo todo y de huir, se hicieron intolerables. Tan terribles, que terminé renunciando, con
lágrimas en los ojos, siendo despedido breve y emotivamente por mis colegas. Cuando
Hoy, después de 8 años, vi un amanecer. Fue una sensación extraña. Una luz que no
estaba filtrada por el cristal del Ministerio ni por la angustia humana de una fila bovina
y absurda. Caminé por la ciudad y me senté en el banco de una Plaza. Fue cuando
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miré un árbol en vaivén con el viento, y reflexioné en el hecho de que todo un universo
se agita para ejecutar ese movimiento... y todo un universo se anima posterior a ese
Logré ver un atardecer. Sonará estúpido, pero tan solo este hecho hace que valga
la pena haber dejado mi trabajo. Eso y el detalle de que un montón de Titanes cayeron
sobre el Ministerio y mataron a todos mis compañeros y jefes, resultando tan solo
ilesos los usuarios. . . Por alguna razón sospecho que estos últimos podrían tener alguna
alguien; con curiosidad comencé a ojearlo, y entre sus páginas, hallé un naipe, un 6
de copas raído y envejecido, justo el capítulo que describía al miembro superior y sus
Un abrazo
Romanov”
AJEDREZ
Caminaba animadamente por aquella calle soleada, mientras los ciclistas pasaban
Se detuvo frente a la venta de libros. ¡Cuánto amaba esos pequeños artilugios del
saber! Su casa estaba atestada de los mismos, mientras las bibliotecas pugnaban bajo
podía aportar información; habían libros ligeros, otros densos. Unos, rígidos, con sus
tapas duras, otros elásticos. El olor a madera transmutada, a vida y frescor desde la
muerte y transformación del árbol, la textura de las páginas, el impacto visual de las
¿Y qué decir de aquellos libros usados? En lo personal amaba los libros de segunda
mano, quizás porque fueron los primeros que pudo adquirir, y pronto aprendió a disfru-
tar la historia personal de cada uno, en cada cicatriz, en cada marca, en cada mancha,
en cada hongo que oscurecía las páginas y le daba ese sentido único en el mundo. Den-
tro, todo podía variar. Un prólogo podría ser como una cena de delicias. Una historia
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Romanov estaba seguro que lo que el autor le mostraba y el imaginaba era una cons-
trucción entre dos, única e irrepetible. Sus criaturas son diferentes, huelen diferentes y
do el periódico mientras fumaba. El sol pronto se ocultó tras un cielo gris que apareció
repentinamente, y gruesas nubes amenazaban con borrar todo recuerdo de aquel astro
ción contraria a la de él, mientras avanzaba levantando las solapas de su chaqueta para
protegerse del frío. En su mano llevaba un libro, usado, sobre la muerte en los sueños.
Debía encontrarse esa tarde con un amigo, con quien habitualmente se enfrentaba
aquel parque golpeado ya por los años, y lo que otrora habían sido frondosos árboles
un lugar lleno de tierras yermas, árboles resecos, rejas grises y desvencijadas, y mesas
- Hola Romanov
Una sonrisa forzada, con mirada ausente, fue lo que salió de aquel hombre que
rondaba los 40 años. Era delgado, de cabello amarillento plagado de canas, con una piel
que cada vez parecía más enferma, de tez cenicienta que contrastaba con aquel color
pajizo del pelo. El rostro, largo, marcado por dos hendiduras verticales, un rostro de
piezas del ajedrez. Los hombros, afilados, sostenían una gabardina marrón. Su mirada
bajo las espesas cejas grises estaba ausente, ojos perdidos en el vórtex de su interior,
modulada. Nuestro filtro de la realidad son los organos de los sentidos (superlativos en
nuestra época actual), y este filtro es constantemente modificado por la cultura que nos
rodea, por los preconceptos, por los anhelos internos. ¿Y qué pasa con los sentidos por
- Las teorías que dominan nuestra vida modifican nuestro filtro, ese conjunto de
rejillas que dejan pasar cierta información y bloquean el tránsito de aquellas que no
encajan. Todas las teorías aparentemente tienen una contrateoría que la refuta, con una
lógica igual de válida, equilibrio natural que aparece sin buscarla. ¿Todas las mentes
- Por otra parte nuestra ciencia está construida sobre rigidas normativas que limi-
falso ídolo más. Y muchos están dispuestos a sacrificar, a sus pies, a los impíos. Pare-
ciese que mientras más rigido y mecánico es el pensador científico, más proclive es a
- Un día, mientras veía caminar a una mujer en el parque, como una iluminación,
una certeza me golpeó de la nada, una especie de epifanía, y es que el tiempo es tan
solo una ilusión. Todo momento existe al mismo instante: pasado, presente y futuro.
Lo que asumimos como el tiempo es el salto de un estado al siguiente, como los foto-
gramas de una película, pero en tres dimensiones, cuando en realidad todo ello es una
representación de nuestra mente, la verdadera máquina del tiempo que está en cons-
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tante viaje, con nuestros recuerdos, con nuestros planes y temores, en exploración de
Romanov se come con su único caballo a un peón y hace jaque. Janko continúa:
- Igualmente nuestro cuerpo y nuestra individualidad tal como los percibimos, son
producto de nuestro cerebro. Lo que sentimos como nuestro cuerpo es la imagen ilu-
soria de una materia con vida propia, que se desplaza en un entramado heterogéneo,
viajando a través de un conglomerado que evita a otros organismos. Puedo verlo cla-
ramente, como esa masa de la que estamos hechos en apariencia va dejando tras de sí
una estela, que se dilata y se contrae bajo los vaivenes de nuestra vida, la verdadera
sustancia por la cual nos movemos. Al final todos hemos transitado los mismos cami-
¿es nuestra mente en realidad individual? ¿O es tan solo el fragmento, de una concien-
cia colectiva? ¿Aquello que llamamos cultura, sociedad, no son producto de una sola
mente compleja? ¿ Estamos entremezclados con otros y no nos hemos dado cuenta de
ello?
Las hojas se desprendían de los árboles maltratados por las inclemencias de los
tenía los lentes manchados por las yemas de sus dedos, y mientras pensaba la mejor
manera de atacar al alfil de su amigo, se quitó los anteojos para limpiarlos mientras
Janko cometía otro error y dejaba escapar una oportunidad de hacerle jaque.
Cuando se los volvió a colocar, lo vió; detrás de su amigo, una pequeña mujer
desde atrás, hundiendo las manos en su pecho, y hablándole en susurro junto al oído
izquierdo. Y cada vez que musitaba su mensaje secreto con evidente coquetería, el
rostro de su amigo se veía atribulado por la desesperación. Era una imagen borrosa,
como vista a través de años luz de distancia, y sin embargo, allí estaba frente a él, a
como un ave cazando peces en el lago. Y luego volvía a salir, y la tez se tornaba mas
más evidente.
guras masculinas, que giraban en torno a esa ninfa nocturna, que bailaban una danza
producidos por aquel clima gélido que se estaba abatiendo sobre ellos. Romanov per-
dió la concentración, y Janko ganó la primera partida del día. A su derecha, el sonido
chirriante del columpio impulsado por los escasos niños que pululan en aquel parque
desértico, con el grito de gozo infantil mientras giran en los artefactos a velocidad
vertiginosa.
La mujer abrió los ojos. Luminosos. Incandescentes. Romanov se quitó los lentes,
y sin embargo aún animadas por un viento que seguía soplando y moviendo el cabello
Una sombra pareció cernirse sobre él, más profunda aún que la generada por las
nubes que le rodeaban, y cuando miró, otro titán (¿otro más?) estaba detenido en el
aire a unos 10 metros sobre sus cabezas. Pudo detallar a la criatura. Los ojos vacíos,
el rostro. Partes de sus brazos fragmentados. De sus pies, allá en lo alto, unas llamas
también en parálisis, como contenidas por aquella fuerza extraña. De la nada apareció
la misma cuadrilla que había visto en tantas ocasiones. La cuadrilla de los cincuenta.
su alrededor, apuntando arriba, arriba, arriba, hasta apoyarse en el torso del gigantesco
ser de rictus de odio. Los cien brazos de manera coordinada comenzaron a desarmarle,
fragmento a fragmento, pieza a pieza, la nariz, los dientes, la mandíbula, el cuello, los
hombros anchos, los brazos, las manos, las caderas, los muslos, las piernas, los pies. . .
el vacío sobre sus cabezas, las escaleras que se desarman, el sol que les ilumina, la
El retorno a la casa es de noche. No hay ciclistas, tan solo una música en su interior,
“4 de abril
casa aquella noche de fiestas, atravesando un mar de personas extrañas, luces parpa-
deantes, tintineos de botellas por todos los rincones. El humo de cigarrillos flotaba por
doquier, en esa hora extraña del atardecer donde la noche va presentándose subrepti-
en tazas y ollas, untando salsas de extraña procedencia y aun más extraño color. En
el fondo, una música estridente, lenta, orgánica, visceral se arrastraba sacudiendo las
paredes de aquel lugar. Un sonido espeso, denso y primigenio que todo lo envolvía.
Mi capacidad de socialización hacía tiempo que se había atrofiado, y tan solo bus-
caba ubicarme como un florero en el rincón más apartado del lugar, pensando la mejor
excusa para escapar de aquel infierno social al que periódicamente me veía arrastra-
sentir ternura por aquella mujer. En el fondo de aquella sala mal iluminada, un sofá
todos con una mirada benévola desde sus ojos verdes, desde su enorme estatura, desde
A su derecha, LeClerck, pelirrojo, grueso, hablaba con rostro ceñudo, cabello lar-
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go y barbado, en una conversación cerebral con una chica que se perdía de mi campo
visual; a su izquierda, Málkima, delgaducha, enérgica, con los ojos muy abiertos, ha-
blando a una velocidad indescriptible, con sus brazos tensos por las prácticas en la
batería, el negro cabello escaso y desordenado a ambos lados del rostro, reía junto a
otras dos chicas que empinaban vasos de tequila a una velocidad vertiginosa. Y Valka,
grandiosa, tan solo estaba entre ellos, con la corpulencia de sus 100 kilos y su metro
setenta de estatura.
La morena piel, el rostro perfecto, los labios carnosos de sonrisa insinuada y sere-
na, en ese momento animados por el alcohol, el cabello corto y castaño, ondulado, toda
ella irradiaba un aura de protección que, de manera invisible, rodeaba a sus compañe-
ros de banda, dialogaba de manera silenciosa, se extendía por toda aquella habitación,
al darse cuenta que le miraba detenidamente. Vestía de negro, sus enormes brazos des-
cubiertos mostraban unos tatuajes que no podían ser descritos a la distancia, y sus
El mutismo desde el cual me miraba fue roto, y comenzó, inducida por el licor que
pronto fluyó por todo el lugar, a reírse y a hablar animadamente con interlocutores
___________________________________________________________
“12 de abril:
Una semana mas tarde, nuevamente le vi. Tocando esa música abrasiva que solo
ellos tres podían crear. LeClerck, a la guitarra, gritaba sus letras con voz cavernosa,
con una energía asombrosa, un metrónomo humano que ejecutaba los tempos más ex-
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abundan en la música en éstos días últimos días; un bajo poderoso, que, al igual que
aquella hermosa y enorme mujer, nutría con su sonido al conjunto musical, establecía
un puente entre los otros instrumentos, era una espalda sobre la cual la guitarra hacía
sus piruetas y llamaba la atención del público, ejercía de director oculto de aquel so-
nido, y daba el elemento clave para garantizar la totalidad, el cuerpo real de aquella
ban el ritmo con las 50 cabezas en una danza lenta como una anémona, desgarrada
por los gritos que perforaban el denso aire de aquel lugar. En el centro, el foso se
negro donde serían sacrificadas las almas de los fanáticos de la música, dispuestos a
lanzarse al peligro de ser aplastados por las botas, en olas de adrenalina creciente,
que iban incrementando los saltos, los bailes orgiásticos, marcados por la batería, el
en la rapidez cada vez mas vertiginosa de aquellas maternales manos, el cabello corto
sacudiéndose en pequeños sobresaltos cuando abre los ojos y acompaña con su voz a
aquella primera fiesta. Pero allí, en el escenario, Valka no era la misma. Su figura lucía
de menor estatura, aunque lo que le faltaba de altura le sobraba en sonido. Luces, luces
sudando, sentada en la batería con su mirada concentrada, como una bala a punto de
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ser disparada. Valka, con la mirada baja, llevando el tempo con la cabeza, las manos
a tiempo para descargar su sonido, que salió expelido de los parlantes y nos atravesó
Las tres voces, al unísono, construían oscuras armonías que llenaban mágicamente
aquel club. En el aire, la muerte, montado en un caballo huesudo, iba y venía en una
perezosa danza flotante y sin sentido. Mientras la guitarra, en sonido acústico, moría
lentamente, y mientras los aplausos atronaban por doquier, salí feliz a la fría noche y
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“14 de abril:
El bote, lentamente flota en el agua, calma chicha, mientras ella rema, y a lo lejos
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“18 de mayo:
Ella, con una chaqueta verde claro que contrasta con su piel oscura, toma un sorbo
de su café y ríe ante las tonterías que uno suele armar para intentar lucir interesante.
Con su mano izquierda acaricia el cabello y lo coloca tras su oreja, y me mira con
Una mesera se acerca y nos ofrece el pastel de la casa, el cual resulta ser un fiasco
pétreo. Pero hasta aquel engendro culinario sabía bien, siendo uno más de los detalles
que hacían hermoso aquel día. El cocinero del delantal sucio, el hombre sentado en
la barra con rostro suicida, los niños insoportables que halaban al mismo tiempo el
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Valka estaba comprimida en aquel sillón contra la mesa, y sin embargo no habían
los vidrios, y Valka, con aquella hermosa sonrisa y aquella placida mirada, tan solo
veía en silencio hacia el frente. Era un silencio cómodo, un silencio pleno que no
necesitaba ser llenado, y que a pesar de que poco había sido dicho a lo largo del tiempo
que nos conocíamos, no era necesario lanzar palabras vacías. La noche nos envolvía
fatal y primigenio. Mi corazón se aceleraba cada vez mas ante su proximidad, y ella,
como intuyéndolo, sonreía aun mas iluminándolo todo. Y nuevamente comencé a verle
enorme, gigantesca, una criatura sólida, ilimitada, que todo lo envolvía, en una suerte
de abrazo protector. Pronto el carro dejó de ser carro y fue Valka. Pronto la noche dejó
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“14 de septiembre:
Valka me sacó de mi tormento con tan solo una mirada. . . aquellos ojos verdes
enmarcados por esas cejas oblícuas y perfectas, aquellos labios lascivos provocadora-
El día que tuve que huir de la realidad, entré a aquel edificio de murales oscuros;
a medida que subía sus escaleras, en un ascenso cuadrangular, sentía como mis ropas
de ser anónimo me asfixiaban, mi corbata negra y delgada deshacía su nudo por el es-
fuerzo, y en el piso mil del edificio escuché claramente cómo mi corazón, como pintado
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en un papel, era desgarrado por las manos del ángel de la muerte, y le sentí escapar de
mi pecho, cayendo al suelo con un golpe sordo y acuoso. . . Y de una puerta entreabier-
ta salió ella, con su cabello corto y ondulado, con sus redondas formas, arrastrándose
como una serpiente y lamiendo la sangre del piso, mis tobillos, mis piernas, mi vientre,
a una luz oscilante que le llevaba el compás. Se quita el sombrero de copa, y ella estira
sus piernas de bailarina. Valka les saluda, mientras una melodía resuena en la sala,
y me lleva a aquel balcón que se pierde en el vacío de un abismo negro abierto ante
- Hay algo más interesante que las estrellas. . . - me contesta, con aire melancólico.-
con sus labios maquillados de carmín y muestra sus dientes manchados de sangre, y
levanta sus manos enguantadas en un entusiasta saludo que se pierde al ser arrastrado
- ¿Sabes una cosa, Valka? Las mujeres en mis sueños son libres. Fuertes. Prácti-
cas.
en cautiverio.
ron con violencia. Chacales blancos de ojos rojos, conejos asesinos amenazadores,
violento amanecer.”
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“15 de junio:
Aquella tarde en pleno caos, fue la última vez que le vi. La gente se atropellaba des-
mientras los niños perdidos lloraban en medio del pánico desatado. Valka, a lo lejos
aquel día.
ocupaba, y yo, nuevamente como un florero, ahora impotente, aprisionado contra una
pared, veía como Valka era consumida, alejada, disminuida. . . observando tan solo un
vestigio, una bufanda azul que salía flotando al aire, arrastrado sobre aquel infierno,
mente, desvanecerse.
En aquel tren que logré alcanzar, agarrado a duras penas, vi como la estación se
alejaba raudamente tras de mí, como la ciudad se iba reduciendo, como la noche me
envolvía.”
EL NIÑO DEL MALETÍN Y
EL TEREMÍN
A los 9 años, Romanov vivía solo con su abuela, en aquella casa de 3 habitaciones
ocupada en otros tiempos por sus tíos y su madre. Ahora, luego de la partida de todos
bajo los cuidados de la mujer lívida y enjuta, de cabello blanco, siempre con las manos
ocupadas, siempre con el delantal puesto. Sus brazos y piernas surcados por millones
Cuando descubrió el armario del abuelo, e investigó su contenido, quedó atrapado por
mental. Una gruesa antena a su derecha, una extraña asa metálica a su izquierda. “Es
un teremín” le dijo su abuela tras él, secándose las manos. “Era de tu abuelo”.
Romanov palpaba con sus pequeños dedos aquella superficie en una suerte de amor
a primera vista que la mujer detectó en su infinita sabiduría de años vividos. “Con él,
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fecto control de cada postura, cada gesto, poco a poco Romanov logró ser uno con su
teremín. Pues ahora era suyo, como le había hecho saber su abuela.
Se hizo habitual que llegase a la pequeña plaza con el teremín bajo el brazo derecho
más cercano, y comenzase a tocar, con los ojos entrecerrados, sintiendo el aire acariciar
cada cabello, la ropa agitarse en su delgada figura, los sonidos etéreos saliendo del
altavoz, los bajos rasgando el aire y acariciando el plexo solar, mientras los curiosos
suelo con la tiza, pues todo aquel que se acercase afectaba la afinación del aparato y
Un día, a lo lejos, mientras tocaba en pleno éxtasis, vió aquella escena que le hizo
desafinar en más de una ocasión. Había una familia con 7 niños, cada uno más pequeño
que el anterior (salvo un par que parecían gemelas), y mientras los adultos paseaban
ras, que se montaban en los árboles tratando de tumbar los mangos, mientras los más
pequeños lloraban en berrinche, uno en sus brazos, el otro apenas caminando; las ge-
los cordones. Pues ella, de pronto, había quedado cautivada por la melodía extraña que
Por supuesto, el desastre no se hizo esperar. La niña mayor cayó al intentar moverse,
los otros niños rieron, los bebés lloraron, los adultos inmersos en alguna discusión
intelectual regresaron sin prestar mucha atención al pandemonium, mientras ella, con
Ella reía con aquellos ojazos llenos de lágrimas y de felicidad, la felicidad de la no-
vedad. Cada respiración, cada giro de la cabeza y cada carcajada hacían que el teremín
lanzase agudos chillidos de ciencia ficción. Los otros niños (sus hermanas y sus primos
trarse en aquella plaza, y se alejó corriendo, mientras Romanov guardaba los cables en
el negro maletín, sintiéndo de alguna forma la profunda resonancia con aquella chiqui-
lla.
REALIDAD
tras la ciudad duerme. En las últimas semanas se habían generado kilométricas colas
ubicarme al final de la fila, pugnando por el sueño y el frío que cala en los huesos, en
aquel suspenso de la espera eterna. Un extraño aturdimiento hace eco sobre mi cabeza,
dad de tierra en alta mar, se desplaza entre los carros, ofreciendo un hirviente café que
compré complacido para mitigar el sueño y el hielo atenazante. Había aprendido por las
experiencias repetidas que eso era buena señal. Si embargo, en esa ocasión estaba muy
Pálido primero, resplandores rosáceos, luego brillo atravesando los resquicios entre
mostrando los cansados rostros de los vecinos de fila, y cómo, en cuestión de horas
el final de la cola se había alejado kilómetros hacia atrás. La luz era ya suficiente
para matar el tiempo con el libro de turno, mientras los minutos eran devorados por el
inconsciente.
Como sonámbulos, comienzan a salir los conductores, desconocidos entre sí, en-
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avanzar, cuando llegarían al final. Unos decían que habían estado en otras filas, mas
largas que esta, y que no habían logrado su objetivo. Otros fruncían el ceño, y unos
El sol brilla en el cénit, mientras dentro del auto busco desesperado una sombra, en
una contorsión imposible tratando de hacer equilibrio con el libro que pugna por caer
de mi mano, abriendo todas las ventanas para que un viento ausente aliviase aquel calor
colas, donde se pudiera aprender el sutil arte de la lectura de los signos que ocurrian a
mi alrededor.
donado su lugar. Cuesta mover el auto, pues las enredaderas del borde del camino han
hecho lugar entre los cauchos en un abrazo vegetal firme. Frente a mi, aquellos hom-
incluso el movimiento de la fila. En el oeste, los rayos del astro rey comienzan a ocul-
sus sarcófagos con motor, y el silencio se apoderó de nuestro entorno, solo roto ocasio-
la noche.
lado, congelada del frío y sosteniendo una humeante taza de chocolate caliente entre
sus manos. Me ofreció y la acepté. Era la dueña del vehículo frente a mí. Me informó
que su hermana le estaba acompañando, y había decidido traerme algo, pues notaba que
tan solo dejando una queda respiración bajo los abrigos y bufandas que le envolvían.
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En mitad de la noche, con una luna nueva, fantasmas se arrastraban a nuestro al-
rededor. Los bordes de la carretera no eran reconocibles, y parecia que estabamos su-
viento era lo que llegaba, un sonido hipnotizante que se reía de nuestras prisas huma-
nas. Algunas aves nocturnas se preguntaban qué nos había hecho arrastrarnos fuera de
nuestras madrigeras para hacer esa eterna espera en medio de la nada, en medio de un
surgidos de mis retinas tratando de activarse en medio de aquella negrura. Ella, en ese
momento, encarnaba a diferentes mujeres, Valka, Simone, Nina, en fin, todas se suce-
dían una tras otra, mientras la espera se hacía eterna, mientras la monotonía nocturna
era rota por el vendedor de café (el mismo de la madrugada anterior), que tambien ven-
día sus esperanzas falsas. Y nuevamente la noche huyendo rechazada por la claridad. Y
otra vez amanece, mientras nosotros, pequeños humanos, nos desperezamos. Arrancan
los motores. Y nos movemos unos kilometros más, en medio de la nada, lejos de la
Decido bajar un rato a charlar con las dos chicas frente a mí. La hermana, conversa-
dora, se ríe mientras unos perros se acercan a ella y les lanza comida. La otra se dedica
los neumáticos, del parabrisas. Los demas conductores otean a la distancia, tratando
de discernir el final de aquella hilera de automóviles, unos beben cerveza en una ca-
mioneta mientras la música suena, tratando de alejar el tedio. Otros desarrollan miles
de teorías sobre aquel engendro de cola. Todos son esfuerzos inútiles, solo quedaba
esperar.
comienza a hacer nido en mi. Les digo que me esperen, y comienzo a caminar hacia el
Carros, carros y mas carros, en una suerte de paisaje monótono sin final. Nadie sabe
nada, y luego de media hora de marcha ininterrumpida decido volver sobre mis pasos.
Solo podia ver que aquella fila subía poco a poco y se perdía en medio de las montañas,
De pronto comienzan a arrancar los vehículos, y corro hasta donde estaba estacio-
nado. Ella había movido mi auto, un brillo de esperanza aparece sobre nosotros, para
oculta otra vez. Y la noche nos alcanza en la entrada de aquellas montañas escarpadas.
Un anciano camina cansinamente a mi lado, arrastrando los pies, con una garrafa.
Se ha quedado sin gasolina a la espera. Logra avanzar unos metros delante de nosotros,
y se desploma, sin vida, en el suelo. Los que le están cerca de él le ven inexpresivos,
le agarran de los hombros y las piernas y lo lanzan al lado del camino. Los perros que
Atrás la camioneta que temprano atormentaba con su música, se quedaba sin ba-
cuando nos tocó movernos, quedaron como una isla en medio de la noche, siendo es-
La hermana de la mujer me hizo compañía esta vez. Ella manejaba delante, el viejo
automóvil estaba fallando y había que empujarlo cada vez que teníamos que avanzar.
caramelos por una módica suma de dinero, y me dijo que el final de aquello estaba
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cerca, que pronto comenzaríamos a avanzar. Y con su sonrisa optimista se perdió atrás
en mitad de la noche.
a empujar el vehículo de las mujeres, y luego avanzaba con el mío. Pronto nos vimos
zigzagueando en aquel estrecho desfiladero entre los macizos rocosos, a una velocidad
sostenida, con pocas pausas. No lograba definir la hora, el reloj en mi muñeca se había
café, o lo que quedaba de él, clavado en una cruz mientras los pájaros de rapiña hacían
hermana manejaba, estaba quieta. Tan quieta que dificilmente se percibía su respira-
ción. Mis ojos estaban atrapados obsesivamente por el brillo del final en medio de la
Volteé a verle, y quedé espantado. Se había convertido en una especie de estatua. Una
estatua de sal, que ante un nuevo contacto se deshizo frente a mis asustados ojos.
Salí del carro, y al acercarme a la hermana, me encontré con la misma imagen. Los
autos no avanzaban, unos vacíos, los otros con sus ocupantes reducidos a minerales
inertes. Y el brillo cada vez mas fuerte que me atraía como el fuego a las polillas.
Caminé por tiempo impreciso, las voces fantasmales a mi alrededor, el sonido está-
tico de radios desde los vehículos semisepultados por restos montañosos, para encon-
Las laderas de ambas montañas se perdían en las alturas. El silencio era terrible,
solo interrumpido por el silbido del viento que se arrastraba cortante. Aquel cente-
lleo refulgente iluminaba el tétrico panorama, de manera intermitente, como una suerte
intensidad hasta convertirse en una auténtica tormenta de pesadilla que limitaba mi vi-
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sión, mientras mis piernas se atenazaban por el esfuerzo de aquella cuesta, mientras mi
pecho pugnaba con el peso del cansancio. Los autos se iban reduciendo a mi alrededor
Mi marcha pronto se vió interrumpida. Una enorme puerta entreabierta era lo uni-
con el vaivén del viento y dejando escapar el resplandor que me atraía. De allí surgió
aquella gigantesca silueta, aquella sombra sin rostro, recortándose de espaldas a la luz,
una figura oteando hacia la oscuridad desde donde yo me arrastraba en busca de res-
puestas a toda esa espera ilógica. Tras él un espacio oscuro y húmedo como un sórdido
nada, a través de la noche una enorme luna de sangre me hablaba sin palabras, refle-
fugaz, un anciano barbado sostenido por su cayado observaba con gesto de espanto el
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EN EL BOSQUE
El asfalto, cuarteado y calcinado por el sol, crujió bajo sus pies. La carretera se
en aquel mediodía inclemente de fin de año. Sus pies, cubiertos por sus gruesas botas
que le acompañaba siempre en esos momentos. Había llovido recientemente, y las rutas
iban salpicando poco a poco de lodo, y al humedecerse hacían que su marcha fuese aún
más dura. Sin embargo, aquello era preferible a lo que dejaba atrás. Pronto el sudor
anegó sus sienes, su cuello, empapó la franela color beige, y lentamente una banda
oscura fue dibujándose en su gorra. El silencio que le rodeaba era espeso, así como
Cuatro horas de camino. Los costados de aquella vía estaban salpicados de abun-
corazón palpitaba, plagando poco a poco la sed. Las piernas, desacostumbradas a aquel
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Simone tenía muy claro de qué estaba huyendo. Los últimos años de locura de-
huesos anémicos de tanta ciudad, besaba sus mejillas morenas, y el viento refrescaba
su cuerpo y secaba aquel sudor perlino que le acompañaba. Todo se enlentecía en una
danza hermosa de vida. Lograba sentarse a escuchar las aves... Encontraba el verdadero
algunas nubes esparcidas y deshilachadas sobre ella, y los árboles hacen lentas venias
cosecha. Un par de caballos sin silla, montados a pelo por lugareños, pasan a su dere-
cha trotando sobre un fango ya casi seco. El terreno asciende, los árboles se vuelven
cidas que serpentean por todo el suelo y hacen resbaladizo el trayecto. A lo lejos, el
sonido inconfundible de aquel río. Recuerda muchos años atrás una caminata similar
con muchos amigos por aquellos tramos. Y cómo poco a poco los senderos de vida se
del veterano, iluminada por los gloriosos rayos naranja que todo lo envuelven, profun-
dizando en su alma. Las sombras se alargan hasta lamer su piel, mientras el cabello de
Echada sobre su espalda húmeda y ahora fría, mira tan solo como el universo gira a
su alrededor, y como poco a poco las estrellas comienzan a brotar cuales capullos en el
elegante paso, hasta que pronto las chicharras inician su canción a la vida. Y Simone
tanto ser ojeado. Y dentro de él, una carta, aún cerrada. De Romanov.
escribir un impersonal correo electrónico, puesto que en una carta hay un montón de
la escritura, las estampillas que suelen darle un carácter único, el sobre marcado de
las cicatrices del viaje, hasta la cadena de seres humanos que día a día dedican su vida
para que un mensaje remoto llegue a destino. Mucho de poético y de tragedia hay en
Aprovecho los momentos en la oficina para inspirarme, y en los breves recesos escribo
consistía mi trabajo; esa noche que conversamos hablamos de muchas cosas profundas
es sellar los documentos que traen las personas para aprobarlos o denegarlos. Así de
sencillo. Mi oficina está ubicada en el edificio de Ulm, justo frente a la Quinta avenida,
y trabajo en un pequeño cubículo, muy lejano a cualquier ventana. Puedes darte una
Constantemente debo ver a la gente oprimida por la ansiedad. Las personas suelen
tener que levantarse muy temprano para iniciar una larga fila y obtener un número,
que les permitirá tener una cita. Una cita cuya fecha es una suerte de azar, cuyo patrón
de asignación debe haber sido creado en el centro del caos más primigenio, o quizás
en el vientre del infierno, porque no tiene ninguna lógica aparente. Ello les conduce a
un laberinto de trámites, vueltas y revueltas con la única convicción de que todos cum-
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plan con los requisitos engorrosos. Para cuando llegan conmigo, toda voluntad, toda
furia, toda conciencia ha sido anulada, y el pobre sujeto se acerca tembloroso y páli-
do, con una carpeta marrón llena de papeles que debo cotejar, reacomodar (porque el
orden que le han explicado en las distintas estaciones está, de forma obligatoria, equi-
diferentes colores, en los distintos folios del pobre en cuestión. Para luego despachar-
les a otra estación, de quien sabe cuántas más. Si, se lo que dirás. . . parece un trabajo
rrirse es un término adecuado, pues la oficina ha crecido tanto, que los pasillos han
tenido que hacerse más estrechos para acomodar más cubículos y sillas de espera, y
solo podemos pasar dos personas a espaldas uno del otro), pude ver a mi pequeña
ciudad por el gran ventanal de nuestra torre. A esa hora, al frente, siempre miro los
izquierda aparece, puntual, una enorme jirafa gigante, avanzando con sus ojos negros
y sus pestañas rizadas, con pasos casi en cámara lenta, seguida de una cebra huyen-
do quien sabe de qué. Grandes peces suelen flotar sobre la avenida, perseguidos por
Cuando me encuentro solo en el habitáculo, devoro lo que haya llevado ese día, y
dor de mi escritura soy yo mismo, pues por cada página escrita, quemo el doble. En ese
destruidas o ridiculizadas.
Siento que no podría escribir nada que no sea ficción. . . el cuento, la novela, in-
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cluso el poema, acercan las ideas de una forma orgánica, apelan a la intuición y a
los arquetipos, desde nuestra infancia hasta la vejez. Y muta con el tiempo. Quiero
Romanov”
Cielo plagado de estrellas. Luz vacilante de fuego. Luna oculta por el bosque. Feliz
año nuevo
.
CUATRO HERMANAS
que estaba sumergida en un fondo abisal, donde un líquido viscoso le rodeaba, donde
escasos sonidos llegaban amortiguados a sus oídos. . . intentaba moverse y sus miem-
bros, yertos en la cama, no respondían a sus órdenes. Aquella ceguera había llegado
de manera inexplicable, y tan solo sentía como sus párpados se abrían y cerraban en
medio de la nada.
de desasosiego.
No sabía quién era, ni donde estaba. A veces, solo a veces, sentía un peso sobre su
pecho, algo que se revolvía agitadamente, un calor inexplicable, para luego desvane-
cerse como un sueño. De alguna forma se sentía atrapada en una postal, como si fuera
Y otra vez el descolorido fogonazo que huía. Otra vez la sensación entumecida del
cuerpo, y la mente que se debatía preguntándose una y mil veces por su identidad per-
manera espectral a su alrededor sin dejarse asir por los sentidos, con los pasos fugitivos
del ladrón.
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brillo furtivo. Se quedó con las pupilas clavadas en la oscuridad que había delante de
ella, esperando que espontáneamente se atravesara en su campo visual. Y así, solo así,
logró verla.
flotaba, y su piel resplandeciente era lo único que generaba una débil iluminación.
Lenta y cautelosamente aquel ser se iba desplazando, mientras ella tan solo acechaba
La criatura se volteó lentamente, sus cabellos níveos y húmedos, los ojos vacíos,
la piel anfibia. . . Detrás su cola de serpiente surgía del agua, elevándose de manera
progresiva, dibujando un arco, acercando la punta hacia delante, para finalmente ser
Un círculo perfecto, un ouroboros espectral, que lentamente salió flotando del pan-
tano dejando expuestos los senos, los brazos, brillando débilmente al principio, luego
en un resplandor cada vez más potente mientras giraba, hasta finalmente llenar de luz
de tubos, mientras los ruidos del hospital golpean sus oídos. . . un dolor lancinante en
su bajo vientre, el rostro una enfermera que se acerca a hablarle, y en su pecho, aquella
Años después, en una fría noche de tormenta, una de esas noches donde la lluvia
castiga a la tierra sin piedad, nacieron las hermanas gemelas de Simone. Varados en
casa con el auto descompuesto y en medio de un apagón general, su madre había teni-
do dificultades para salir al hospital, y aquel parto inminente se dió con el auxilio de
la abuela, apenas iluminada con una vela cuya llama se tambaleaba en medio de las
ráfagas. Simone, siendo la hija mayor, corría a buscar las toallas limpias que pedía la
matrona de sangre gitana. Aquella casa parecía un laberinto de pasillos, y en sus cris-
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tales la lluvia chorreaba con estruendo. El padre estaba ausente esa noche, esperaban
que el nacimiento de las niñas fuese una semana después y habia tenido que viajar por
motivos de trabajo.
peraba aquello tan pronto y entre el dolor y el temor, tan solo pensaba en la salud de
sus pequeñas.
La abuela, experta en esas lides, enjugaba su frente, llevaba el control de las con-
de la noche sin luna. Y Simone tan solo grababa aquella imagen en fuego en su mente.
Los sonidos se confundían con el revuelo del viento externo, un ruido se rocas y
hojas arrastradas por la calle se escuchaba por lo bajo. La madre agarraba la mano de
Simone, el bracito de 11 años, mientras se esforzaba por sacar a las niñas. Un dolor
agudo iba y venía, cada vez mas potente, cada vez mas cercano, como oleadas que le
acometían de escalofríos.
Y nuevamente Simone corre pasillo abajo, a buscar el agua caliente, asustada por
aquella oscuridad y aquella lluvia de fin de mundo. La luz aún no regresaba, y la vela
que llevaba se había apagado, exhalando una delgada columna de humo penetrante. Un
brillo fugaz, un trueno potente que hizo retumbar los cristales de la casa, y el llanto,
débil, casi un maullido, que anunciaba la llegada de Ewa. Y luego un silencio, eterno,
perfecta que le heredaría. En su brazo derecho cargaba a la niña minúscula que lloraba,
Ewa. En la izquierda portaba a la segunda, que con ojos muy abiertos le miraba, mien-
tras respiraba quedamente, sin emitir ningún sonido. Ella era Lilith. Y ambas eran de
caluroso como nunca, mientras estaban de paseo con su padre. Simone recuerda que ese
día había estado comiendo mangos con sus pequeñas hermanas, las manos y los rostros
tiznados de amarillo, sonrientes. La madre reía con aquel sombrero gigantesco calado
en la cabeza, con aquel vestido multicolor que resaltaba el enorme vientre preñado. Su
papá se trepaba en el árbol para bajarles las frutas y las arrojaba risueño, colgado como
un mono de un brazo.
El dolor apareció en el ceño materno como una nube de tormenta. Un dolor dife-
esposo:
- ¿Qué sientes?
Fin del paseo, correr a toda carrera al auto, llegar al hospital. Miradas graves de
espera trata de entretener a las gemelas, y en un breve instante el padre sale a la cabina
de un cuarto parto, nació Lafitte, llorando con potencia, como anunciando al mundo que
una nueva y gloriosa energía había irrumpido, resonando en cada resquicio de aquel
hospital.
Ese día, al instante que Lafitte nacía, la abuela, en correcto equilibrio, partía de este
mundo.
EN LA SALA DE ESPERA
Estaba sentada en aquel lugar, atestado de gente contando sus síntomas en un inter-
minable parloteo. Los muebles de un color sobrio, los grandes ventanales que dejaban
pasar la luz solar en todos sus ciclos diurnos, en esa espera densa marcada por los com-
pases del reloj, cuyas agujas torturaban la paciencia de los pacientes. Y en un extremo,
la secretaria, una joven mujer delgada enmarcada con unas gruesas gafas, el cabello
Era oficial. Aquella sensación se había anidado en su pecho, haciendo crecer agui-
jones que todo lo perforaban y que amenazaban con desintegrarle. Una anulación total
de la personalidad. Y es que cuando se produce la disociación entre «lo que debía ser”
y la realidad , no podía haber otro resultado. Un guion creado y alimentado por ella
misma durante años, moldeado por los cánones sociales, por las neurosis familiares,
por la intoxicante competencia del día a día que poco a poco le asfixiaba. . . un libreto
que al no ser llevado a cabo le convertía inevitablemente en una carcasa vacía y frágil
que terminaba arrastrándose por la vida, como un espectro, como un niño no bautizado
atrapado en el limbo.
Tenía 8 meses de haber llegado a aquella ciudad, pero los hados del destino le ha-
como la nota discordante dentro de una canción almibarada. Y si, dulzona y cursi era
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aquella canción, rodeada de parejas que iban y venían en aquel laberinto de habitacio-
nes, mientras ella, sola y refugiada, vivía en su “cuarto”, un vestier adaptado para ser
habitado por las dificultades de encontrar un sitio más adecuado para expandir su al-
ma. Sus alas estaban plegadas, apelmazadas como repletas por el petróleo más viscoso,
atróficas y retorcidas tras su espalda adolorida por el sueño en el delgado colchón tira-
do en el suelo. Y los años, desgraciados años que no pasan en balde, y que comienzan
a cobrar las facturas atrasadas, justo cuando uno está demasiado corto como para estar
¿La mínima expresión? ¿Austeridad? Sí. Simone estaba impregnada de eso, pre-
guntándose todos los días el por qué de las cosas, cuestionándose por una salida a esa
habitación sin ventanas, con olor a humedad, rodeada de zócalos para colocar zapatos,
con su vida embutida en unas cajas que no debían permanecer allí más de un mes, y
sonreír a las visitas. Por supuesto, ella trataba, trataba con toda su alma mantener un
ritmo, mantenerse estoica, seguir adelante, pero todo conspiraba de una forma u otra.
Buscaba mantenerse ocupada en su trabajo, en disfrutar cada detalle del día, en dar-
mentía piadosamente.
Estaba de última en la lista para entrar con el Dr. Zibowsky. Se lo había recomen-
dado una colega del instituto, quien era su paciente, y le consideraba una eminencia. Y
unas pocas averiguaciones confirmaron sus referencias. El hombre debía pasar de los
50 años, era alguien muy reconocido en su campo. Y sus pacientes, allí fluyendo en esa
sala en cámara lenta, así lo certificaban. El doctor en cuestión había logrado mejorar
a más de uno, era muy atento y sosegado, se preocupaba por ellos. Debía estar muy
frotaba sus manos repetidamente, una y otra vez, en un ritual de limpieza cumplido de
forma minuciosa, con una puntualidad germánica. El tiempo de espera le permitió ver
quejaba de que la hija estaba muy gorda. La hija no era nada gorda, y le refutaba en una
lucha constante que le dejara en paz. El padre tan solo se limitaba a leer el periódico.
Cada día que pasaba, su “prisión” habitacional, por algún efecto climático o psi-
pero en las noches, acostada en el destripado colchón, mientras escuchaba a los aman-
tes a ambos lados en faenas sexuales con sonidos contenidos, sentía que las paredes
le aplastaban, que el techo se acercaba lo suficiente como para percibir en ella su olor
las maldiciones por lo bajo, unas veces ellos, otras veces ellas, seguido luego de una
risita maligna. Y luego el silencio del amante precoz o el ronquido del desconsidera-
do de turno. Y los estúpidos ruegos de “dime que me amas”, con sus juramentos de
eternidades fugaces.
una pesadilla para cualquiera que fuese obsesivo, pues estaban dispuestos a distancias
irregulares unos de otros. Y por todos lados había testimonios de que la secretaria pres-
taba más atención a su cuidado personal que a la limpieza. Manchas de viejas gotas de
lluvia que habían arrastrado el polvo de la ventana se extendían desde el marco has-
con páginas resquebrajadas. La puerta del consultorio se abre y logra tener un atisbo
bonachón, de lentes, ademán reposado, alto, que le abría cortés la puerta a los pacien-
tes, quienes se despedían felices dándoles las gracias y bendiciéndole. Le produjo una
buena impresión.
Pronto a pesar de andar silenciosa como los gatos, de vivir lo más etérea posi-
comprender la totalidad del asunto. Poco a poco, rumiando las palabras, en efecto re-
se hicieron acusaciones sin basamento, donde aquellos sujetos mostraron una máscara
Cae el crepúsculo en aquel consultorio, y los ruidos van cesando. La última pacien-
te espera junto a ella, una mujer muy histriónica, de busto operado, gestos excesivos,
traqueteo (si, así se le antojaba, como escuchar un tren infinito de tonterías), e intentaba
conocerle, indagando por qué estaba allí. Pero Simone estaba consumida por el Asco.
El Asco profundo por la humanidad, por el día a día. Repulsión por toda aquella pan-
tomima llamada vida. Imprecaba contra el maldito argumento que las circunstancias
Se hizo de noche. La secretaria se despidió del buen doctor, dio las instrucciones
para que pidieran las próximas citas, y allí se quedaron las dos, mientras las horas
de aquel consultorio les bañó. Salió la pareja que estaba en consulta, y el Dr. Zibowsky
La última chica se levantó decidida, sacó de su bolso una navaja, reluciente a la luz
- Sabes que nos amamos, y eso no lo podrás cambiar. Dale saludos a tu esposa.
Tres cortes a la velocidad del rayo, en ambas muñecas y en el cuello, hicieron que
los rostros del buen doctor y Simone quedaran empapados automáticamente de terror
al abismo. La bata del galeno dejó de ser impoluta, la afabilidad y la seguridad fue-
En aquel cuarto oscuro lo menos que había era silencio. El tic tac del reloj, con
su sonido hipnotizante. El canto de las chicharras punzando la noche tensa. Voces fe-
aquella espalda de escápulas pronunciadas, con aquel brazo izquierdo que caía col-
gando desde la cama. Ella tan solo observaba, desnuda, sentada en el dintel del baño,
mirando y sintiéndolo todo. Su cuerpo hirviente se iba enfriando poco a poco, confor-
ropa opresora del día, y su mente flotaba serena y vacía, como quien acaba de alcanzar
“ Querida, querida Simone: Las vacaciones han sido más de lo que esperaba;
Desde mi desembarque, supe que este lugar me iba a encantar. El pequeño bote
donde llegué encalló en la playa y tuve que quitarme los zapatos para no mojarlos
(sabes lo horrible que puede ser caminar con zapatos mojados, imagino). En aquella
larga playa, iluminada por la luna, una hilera de pálidas mujeres me recibieron incli-
nadas, en posición mahometana, con los rostros hacia abajo, y con sus negros cabellos
oscilando lentamente al vaivén de las olas. Te puedo decir que, hasta donde alcanzaba
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A lo lejos vino él. Siempre que tú y yo comíamos, te mencionaba que tarde o tem-
prano le conocería. ¿No recuerdas? Todas aquellas veces que dejaba algo de comida,
mientras el resto del mundo se obligaba en un acto de gula a tragar hasta el último
bocado, yo siempre apartaba ese pequeño trozo para el vigilante del portal del in-
fierno que algún día me recibiría. Pues nadie, absolutamente nadie, se digna siquiera
a un gesto de amabilidad con él. Y helo aquí, sonriente, gigantesco, haciendo trepidar
la arena con sus pasos, con aquella cabellera leonina agitándose al viento, con los
- “¡Romanov! ¡Por fin! Bienvenido, te esperábamos más tarde, pero tu pronta lle-
gada nos colma de alegría. ¿Qué te trae por aquí, el destino ineludible o el placer?” -
- “Viaje de placer, amigo mío -” le contesté “- Tan solo unas vacaciones. De vez en
cuando es bueno liberarse del peso del cuerpo y sus achaques; y qué mejor lugar que
éste para venir a disfrutar de los placeres del ultramundo? Dios me libre de los rectos
y correctos, pues en ese lugar que tienen ellos impera el aburrimiento, y las sombras
Lanzó una sonora carcajada y me pidió que le siguiera. Dimos la espalda a la pla-
ya, y conforme avanzábamos, pude ver como lentamente aparecía aquella portentosa
construcción que dominaba el lugar, cuya cúpula iba dibujándose a la luz nocturna
entre las negras nubes. Era la casa del Hecantóquiro, donde ya me habían informado
que debía pasar inicialmente antes de sumergirme a disfrutar de las vacaciones vera-
niegas. El gigantesco portal se abrió en todo su esplendor, y los brillos dorados de las
El vigilante se inclinó haciendo un gesto para que continuase mi camino solo, por
lo que atravesé aquel salón y subí lentamente las anchas escalinatas. Para terminar
entrando en aquel enorme salón, con una mesa dispuesta para unos 30 comensales. Y
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quiro, dueño de las 50 cabezas y los 100 brazos, que me indicaba jovialmente que me
sentase a su lado.
Luego de comer una cena extraordinaria, de vaciar las fuentes de comida, de pa-
ladear los vinos mas dulces, escuchar la música hipnotizante de las sirenas, Briareo
me pidió que le acompañase afuera. Así salimos a las caballerías, donde unos corceles
tras la casa. De esa manera, ví a los fantásticos pobladores de aquel sitio quienes, con
La libélula, con una hélice en su boca, sobrevolaba al alce, quien llevaba un cristo
clavado en sus cuernos. Mientras, una bailarina de papel etérea y pálida elevaba sus
cola del cocodrilo; el cocodrilo a su vez engullía al león con el cabello de fuegos de
colores. Lentamente la leona giró su cabeza y me miró con ojos vacíos. Un gato gris
plomo de ojos negros protegía al árbol de las luces azules, y miraba la esquina del
castillo en el televisor, envuelto en brumas. El sapo percibía los ecos del lago del que
ha salido.
De pronto ¡Bum! paisajes indefinidos grises, azules, negros. Una oruga engullía
negras nubes circulares y espirales. Germinaban los árboles, alargando sus tallos;
entretanto, la calavera besaba a la amarilla rosa bajo los cielos rosáceos. Un simio
cía el sol. Una monolítica estatua de ridícula cabeza se irguió mirando al pasado. Los
se pudren. En la montaña de los ecos multicolores las colinas crecían y rodaban sobre
estrellas. Dioses de rostros falsos amarillos, como máscaras que ocultan su oscura
tez, disfrutaban en el panteón. Allí, Medusa acechaba a una estatua de Lenin que
de mármol reflejaba los tapices del cielo, penetrando a las cámaras de los dioses en
vivas en respiración, mientras los muertos eran despertados con baldes de agua y las
langostas les regresaban sus cuerpos. Una vela azul con forma de columna se abrió
al cielo. La sombra del rosetón roto era la silueta de un demonio. Ví a una niña con
alrededor coches de bebé y partituras. Una masa de piernas entrelazadas, sin torso ni
brazos ni cabezas, avanzaba con pasos de un ebrio. El coraje era llevado en procesión,
atrapado en una caja dorada. Al mismo tiempo el rey mono mostraba su corona con las
mujeres que encontraba y las fundía con sus besos. Delgados seres de tinta, de largos
brazos se paseaban entre las palabras huérfanas, con sus manos longuilíneas. Entre la
invertido. Y en el fondo de una habitación sin ventanas, el oso sin ojos y la niña sin
rostro me observaban, recién llegado; ella, con el vestido recién almidonado, el lazo
paralelepípedo.
era rebasado por una cascabel que iba en pos de una blanca cabra. En la fachada de
la aguzada catedral, un enorme pórtico con apenas un pequeño agujero para entrar
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en su base. Perros, cerdos y osos antropomórficos entraban bañados por la luz de los
vitrales.
cubría su rostro cuando llegó a la larga escalera zigzagueante que ascendía a lo largo
de las montañas.
Sigo adelante; me percato que las casas están contenidas en el mensaje. Un paisaje
desolado de concreto y cables vigila; techos como pirámides a lo alto de los edificios.
El águila con cuerpo humano de alcurnia y con capa, elegantemente ataviado y con-
do. Justo al frente, ví una soleada colina de árboles brillantes y casas sumergidas. Ni
insistentemente.
En el puerto de aquel fantástico lugar, el pelícano desplegó sus alas con un ramo
de rosas blancas a sus pies. Las sirenas volaban por los aires con calaveras asidas en
sus patas de rapiña. Flotaba en el aire una isla de piedra, ovoide y afilada como la
proa de un trasatlántico, y las aves planeaban debajo en bandadas. Las grandes rocas
eran guiadas con las riendas de un anónimo jinete con sus botas y su sombrero, Nos
claustrofóbico al fondo abisal. El ojo rojo de la mujer artificial se cerró mientras ésta
nariz puntiaguda y ojos amarillos, me dedicaba una sonrisa terrible, más como una
mueca. Una máscara humana de ojos oblicuos y llameantes, coronaba al ciempiés gi-
gante sentado frente a nosotros. El ojo rojo y mecánico se elevó sobre mi cabeza, un
aspecto casi humano de mirada cansada, mientras chequeaba el reloj de bolsillo Afue-
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ra, un cohete despegó, abrigado por la luz infernal que le envolvía. Ya en el espacio,
su único astronauta flotaba devorado por las hormigas. Mientras, en medio del caos,
Simone no pudo más que sonreír ante el alud de imágenes que le invadía mientras
largo y negro, los musculosos brazos delgados, la piel salpicada de pequeños lunares.
El sonido de unos golpes sordos le hizo salir de sus meditaciones. Provenían del balcón.
aquel ruido imperioso, una y otra vez. Y el joven dormía el sueño de los justos. El
letargo demoledor, aplastante del amor explorado. La puerta corrediza del balcón se
fue abriendo lentamente, empujada por aquella criatura, y Simone pronto se percató de
quién se trataba. El sonido urgente era el de un pico que chocaba contra el cristal.
Poco a poco aquel ser arrastró su cuerpo y su sombra dentro de la habitación, tra-
yendo tras de sí un hálito helado de viento invernal. Le lanzó una mirada ciega, indife-
rente, como si quien sobrase allí fuese ella. De un salto subió a la cama. La respiración
queda del hombre era cada vez menor, más superficial, más irreal, más ausente. El
el cráneo del sujeto, inmutable, inmóvil. Mientras Simone, desnuda, en una suerte de
“La primera”, pensó al entrar en aquel iluminado salón. Tan solo un hombre sen-
tado en el podio revisaba sus papeles, e hileras de sillas plásticas, vacías y pulcras se
extendían a lado y lado. Una musiquilla resonaba en aquel lugar... insulsa, genérica, de
plagaban el lugar.
Casi sin darse cuenta aquella habitación se llenó, mientras ella tenía la vista per-
propia del converso, del fanático. El fanático del bien, de la pureza espiritual, de la
trascendencia.
do. Un grupo de mujeres, muy mayores, una suerte de zoológico bizarro, deformes por
manera beatífica miraban al expositor como a un mesías imprescindible, quien les res-
cataría de aquella masa de carne torturada. Y podía ver como el rostro del mesías se
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creencias trasnochadas.
baban a deidades desconocidas por ella. Todos eran representantes del bien, generales
de una guerra apocalíptica librada en la humanidad contra el mal, contra el odio y sus
demonios, la perversión. . . habían vivido en carne propia un camino duro, eran héroes
sus palabras cargadas de la almibarada esperanza. “¿De qué estoy escapando?” repe-
primera vez que le ocurría, pues en un lejano pasado algo similar ya había sucedido,
aunque quizás en ese momento la salida tenía tonos más oscuros y primigenios, pero
versículos bíblicos alternos con sabiduría tolteca y aderezada con misticismo hindú. Y
detrás de ello, la música idiotizante, insoportable, que todo lo impregnaba, que todo lo
rodeaba, un cliché hecho sonido, la banda sonora perfecta para todo el patetismo allí
presente.
disecando el discurso y los ademanes del mesías, tratando de contener las oleadas de
que había tenido que presenciar. Cánticos religiosos. Rezos de una mezcolanza, Aves
al delirio. . .
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Ella no halla como fingir, su sonrisa se le hace nauseabunda, y lo único que quiere
manera cordial, y entra a la habitación donde dejó su chaqueta para buscarla y partir,
del baño, con la luz encendida iluminando la umbría habitación, la cama revuelta, las
sábanas cayendo hasta el piso, el brazo de él colgando flácido con los dedos flexionados
Y aquel rostro que por alguna razón no recordaba. Tan solo la espalda moviendose
en aquellas respiraciones quedas que se iban diluyendo con el tiempo. La piel oleosa
del sudor que se enfriaba lentamente. Ella miraba sus propias piernas, carne morena
Las figuras fantasmales no se hicieron esperar. Parecía que surgían del humo del
metro y medio, y sus rostros inescrutables de mirada negra y vacía atisbaban desde la
oscuridad.
nudaban y limpiaban el cuerpo con una sustancia de olor penetrante. Uno leía al oído
del cadáver fragmentos de un libro pequeño y arcaico, asido por callosas manos de an-
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ciano, mientras otro agitaba una suerte de incensario a su alrededor. Un tercero sacaba
un largo y afilado cuchillo e iniciaba largos cortes en la piel del sujeto en brazos y pier-
nas, preparandose a desollarle, con una parsimonia ritual y el ejercico de una danza,la
expresión de un arte milenario. El cuarto sacaba de su manto una vasija, una especie
de mortero funerario.
suelo.
Trozos de carne, trozos de vísceras, mezclados con ceniza y huesos en aquel enorme
frío viento nocturno entra. Y nuevamente los buitres hacen su fiesta en medio de aquella
Ese día había intentado salir temprano. Una necesidad imperiosa de respirar el aire
ella, luego de una semana alienante de trabajo y realidad. Descendiendo rauda por las
escaleras, con el cabello atado en una cola, los cómodos pantalones de algodón y el
blusón más fresco que pudo encontrar, mientras a lo lejos de aquel oscuro pasillo veía
la luz de la calle que le esperaba para poder lanzarse a sus aventuras de fin de semana.
Cual no sería su sorpresa al encontrar que era casi imposible abrir la puerta, pues una
marea literal de gente ocupaba toda la avenida de lado a lado. ¿Qué era todo aquello?
del rostro.
- Es el desfile anual
Había olvidado por completo aquella fecha insufrible, donde todo el mundo podía
resarcirse, mientras se sentaba en las puertas y ventanas a ver sus adversarios pasando
en innumerables cofres de madera y tapa de cristal, en una suerte de río fúnebre que
no dejaba mucho espacio para huir del edificio. Y aquel cúmulo humano se extendía
mas allá de lo evidente a simple vista. El sonido de la escoba del Sr. Chang barría
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te, ensuciando el suelo recién limpiado con las colillas, y mientras se secaba la calva
- ¿Quién?- preguntó
las cajas de madera que se deslizaban por la calle. A unos 100 metros, una figura alta y
encorvada, con una marcha antinatural, rompía la monotonía del paisaje de sarcófagos.
No sabía quien era, pero intuía que debía seguirle a como de lugar, o se marchita-
ría entre ese cúmulo de cadáveres odiados, que miraban iracundos a sus vencedores
sentados en los dinteles y balcones, con esa mirada de muerte que solo las monedas
sobre los ojos pueden dar, intentando abrir las mandíbulas atadas con pañuelos para
y yertos, que se sumaban unos a otros para convertirse en un rumor amenazante y pa-
tético al unísono. Comenzó a sortear a los porteadores, mientras veía aquellos ataúdes;
tes, añejos y polvorientos. Otros tenían en su interior figuras mal delimitadas, sombras
enemigos. Otras eran tan solo cajas vacías, sin un cuerpo que despertase reconcomio,
el espacio de aquellos que habían sido perdonados. Mientras más odio se percibía des-
anegaban sus sienes de sudor, los rostros se enrojecían por el esfuerzo sobrehumano,
sus pies se levantaban con más dificultad del polvoriento suelo, cuarteándose con cada
paso el asfalto, crujiendo al unísono los balcones que soportaban a los vivos, mientras
Ella (estaba segura que era una mujer) se movía en una misteriosa manera, en línea
recta, cada vez alejándose más, en una suerte de balanceo que hacía sospechar algún
problema en su cadera. Su espalda desde donde le veía, inclinada hacia delante, indi-
caba una edad longeva, y el pañuelo en su cabeza no permitía detectar mayores rasgos.
Algo húmedo comenzó a caer del cielo. Pero no era lluvia, el sol estaba alto y no se
vislumbraban nubes en kilómetros. Pronto con disgusto pudo ver que desde aquellos
tajos, saliva por doquier, y llena de asco sacó de su bolso el paraguas y comezó a correr
entre las urnas, en pos de la visitante, quien había aumentado la velocidad probable-
El caos no se hizo esperar. Los portadores aceleraron el paso, el suelo se fue tornan-
do resbaladizo, cayó de rodillas y casi tuvo que arrastrarse para salir de aquel amasijo
no construido, y allí los que cargaban a sus muertos simplemente los arrojaban al vacío.
A la izquierda de Simone se abría una húmeda calleja estrecha y alta por donde se
a lo largo de una distancia que parecía kilómetros. Una voz en su cabeza, de improvisto,
- “Aún no me encuentras?”
Anonadada por lo real de aquel sonido, mirando a todos lados, y luego de titubear,
contestó
- “Y sin embargo, estás más cerca de lo que imaginas. Sigue recto y no te voltees.”
tener todo avance y destruir todos los planes. Había que rechazar los viejos estigmas,
las culpas y las torturas autoinflingidas. El sol se puso, y las sombras de los edificios
nado por una luna llena se abrió bajo los pies de Simone, dirigiéndose a aquel bosque
que, como una suerte de oasis en medio del asfixiante asfalto, le llamaba poderosamen-
te. Y la figura de su visitante ya se hacía más nítida. Los ojos le habían engañado, pues
era una joven de atléticos miembros, montada sobre una bicicleta, con un carcaj a su
espalda lleno de flechas, calzada con sandalias trenzadas a sus pétreas pantorrillas, y
refulgiente ante la luz nocturna. La Artemisa en bicicleta llegó hasta la orilla de un lu-
minoso lago, se desnudó y se lanzó a nadar. Simone se percató que la voz en su cabeza
había sido la de aquella criatura celeste. Había estado toda la tarde en pos de su alma,
Esbocé un parco saludo y atravesé la sala. Pronto sentí la puerta de la calle cerrarse,
- ¿Quiénes son esos? – pregunté. Ella me miró, quizás algo de secreta ira refulgió
No continué indagando, puesto que obviamente las palabras ocultaban algo más.
la conociese.
- ¿Cuando?
que ella me había indicado era relativamente cercana, tenía la sensación de que íbamos
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a emprender un viaje mucho más largo. El repentino oscurecimiento del cielo, y la rau-
da y tormentosa lluvia que hacía más difícil trasladarnos empeoraron dicha percepción
de eternidad comprimida. Por un accidente que bloqueaba la vía principal, tuvimos que
desplazarnos por un camino estrecho que serpeaba por una cornisa en la montaña, pla-
carretera. . . Llegamos a un punto en que no logramos avanzar más, pues parecía que el
golpe, y tan solo dejó un atardecer umbrío, prácticamente el preámbulo de una noche
dimos en zigzag una y mil veces, hasta que llegamos a una nueva avenida, de anchas
aceras, desconocida por mí. Y a pesar de que los autos se desplazaban raudamente,
oscuro.
Aquella acera estaba rodeada por numerosos hoteles, con toldos en sus entradas;
ella casi iba arrastrándome con su paso impetuoso, y de pronto, asiéndome de la mano,
torció a la derecha hacia uno de esos sitios, de fachada azul desgastada, y me hizo
flanquear la puerta.
tras el cual un hombre de rostro blando saludaba a Simone con gran familiaridad y le
lanzaba una llave que era atrapada por ella con destreza, y me miraba sonriente con su
ojo de vidrio, sus dientes manchados, su cigarro a medio apagar, su torso enfundado en
una mugrienta franelilla que hacía tiempo había dejado de ser blanca.
Subimos por una escalera; aquello era un motel barato, jamás visto previamente.
Avanzamos tres recodos y llegamos a otro piso, donde varias mujeres y hombres, en el
anonimato de una luz ambarina, hablaban, reían, bebían. . . en el centro de esa habita-
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ción y justo frente a nosotros, había una estructura que no lograba discernir. Era una
especie de espiral, como unas enredaderas de madera pulida enroscadas sobre sí, que
descendían desde el techo. Ella tan solo introdujo la llave en una cerradura del piso, y
la máquina comenzó a abrirse, dejando ver en su interior una escalera que quedó des-
plegada dentro de aquel artefacto que semejaba a una jaula alta de raíces palpitantes.
Una vez arriba, lejos del bullicio y la mirada lasciva de los del bar, mis ojos se
casi transparentes y deshilachadas por el uso; tan solo entraba la luz de la luna a través
Sin mediar palabras nos tumbamos en aquel camastro sórdido y tuvimos el sexo
un sonido acuoso, como una fuente, que provenía de la jaula por la que habíamos
subido; en efecto, algo líquido, cuya naturaleza no lograba discernir, caía desde el
invisible techo. Una docena de sujetos subió por la escalera, y llenaron dos copas con
aquel vino extraño presencié una especie de danza silenciosa de aquel grupo anónimo.
Con sus rostros cubiertos por máscaras planas de aspecto felino y ojos puntiformes, se
tratase.
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Cuando aquella danza cesó, corrieron a sentarse a cada lado de ella, mirándome
con esos rostros inexpresivos. El calor del cuarto, las moscas revolcándose en la in-
diese un atisbo del principio y del fin. . . una mirada que no me hizo percibir el lento
movimiento amenazador tras de sí, cuando aquella enorme cola de escorpión se levantó,
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LIBERACIÓN
frente está la casa, a simple vista modesta, con una reja gris, junto a un imponente pino
que se yergue a varios metros de altura. Respiro profundo, mirando al cielo invernal
como mis pensamientos. Espero a que cesen de cruzar los vehículos raudos que me
Busco el nombre del hombre. “Krautze” leo en un desteñido letrero, y presiono el bo-
izquierda sostengo la carpeta con aquella carta nefasta que desde hacía meses rondaba
a mi alrededor, como un ave de rapiña que iba creciendo con cada pensamiento ator-
mentado. Justo la noche anterior, en medio de un insomnio rapaz y cruel, de ser tan solo
una idea pasó a ser materializada, logrando espantar a los demonios del trasnocho. Una
carta con sabor a derrota, destilando experiencia y por qué no, velado agradecimiento
El hombre salió por una puerta a mi izquierda. Bastante mayor, a simple vista enve-
jecido, y sin embargo la verdadera fuerza de su espíritu lograba percibirse en sus ojos.
Una barba hirsuta, sin bigote, una calva imponente que se revelaba en todo lo alto; las
cejas pobladas y los ojos redondos como platos, prestos a la risa con facilidad. Aquel
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rostro plagado de vellos y con la vetusta piel, a pesar del golpe de los años mostraba el
- El gusto es mío - dije por cortesía. Su compañía era agradable, sin embargo el
- Adelante por favor, que el invierno nos aplasta, y los huesos no deben ser expues-
Entramos por aquella puerta de metal, y subí por una empinada escalera que nos
condujo a un segundo piso. Allí arriba el frío era aún más cortante. A mis espaldas, la
- En esta casa crié a mis hijos. Aquí hemos vivido toda la vida. ¿Sabe quien vive en
- No, no imagino
- Esa es la casa de mi primer jefe. Cuando recién empecé a trabajar con él, le
pregunté si conocía algún sitio que estuviera en alquiler o venta. Aquí terminamos,
A mi derecha una puerta. Un golpe de calor, calor de hogar, sencillo, pulcro, donde
- Buen día – le dije a la señora Dunia, la esposa el Krautze. La mujer esbozó una
cordial sonrisa, el cabello rubio recogido en una trenza que permitía ver su afable rostro
una ocasión, y el eco de las experiencias atravesadas en esa vivienda resonaba con una
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quietud tranquilizadora.
Ya lo sabía. En el seno de aquel proyecto idealista del cual había formado parte,
desde hacía unos meses las cosas no estaban saliendo bien. Lo que comenzó como
una visión de equipo pronto empezó a ser corrompido por los deseos de poder, las
alejarme de todo ello, y Krautze, como presidente del proyecto y amigo, era una figura
El hombre se colocó los lentes y empezó a leer, mientras la señora Dunia flota-
ba a sus espaldas sirviendo un vaso con jugo, en una danza flotante y silenciosa de
las encrespadas cejas, esbozaba una risa, y finalmente terminó de leer. Colocó la carta
tomar decisiones apresuradas. Todo lo que he visto ha sido producto de errores por no
- Entonces, déjeme ver si entendí. . . ¿se refiere a que va a alejarse algunos meses,
ocasiones, cuando los egos se involucran, matan a toda la pasión. Lo peor es que cada
una de las partes tienen las mejores intenciones. Pero han sido tan viles los unos con
los otros, han destruido tanto los puentes que pudieran garantizar algún remanente de
- Si, lo comprendo.
- Usted no tiene idea de cuánto tiempo he estado cavilando esta situación, a cuantas
personas les he pedido consejo, cuanta energía he invertido en todo el conflicto. Por otra
parte, ¿recuerda aquella reunión donde usted se levantó, como un resorte, molesto?
- Si, lo recuerdo.
- A pesar de que no dije en ese momento nada, coincidí con usted. Tampoco soy un
La señora Dunia se acercó con el vaso de jugo, una servilleta, todo sobre una pe-
queña bandeja
- Si, lo sé Sra. Dunia. Usted me lo dijo todo ese día con los ojos, sin decir ni una
palabra.
La mujer se rió. Era cierto, hablaba con los ojos, era con su esposo una totalidad
tal que, mientras el peleaba y se acaloraba, ella por su parte, en su silencio, equilibraba
- Bueno, en algún momento le escuché hablar de fracaso, Janko. Pero como le dije
- Si, coincido con usted. Esta es una experiencia enriquecedora. Lo más triste es
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que, nuevamente, el ser humano es el único animal que se tropieza dos veces con la
misma piedra. Ya esta historia la había visto en cabeza ajena, había observado otros
conflictos desde la distancia, había visto las consecuencias destructivas. Y un mes des-
pués, aún con el recuerdo vivo, quizás mi arrogancia me hizo pensar “yo puedo hacerlo
- ¿Una ilusión?
- Sí. La ilusión del control. La realidad es que los proyectos, las instituciones, las
agrupaciones, son criaturas con vida propia. Los individuos que formamos parte de ella
tan solo somos un elemento del todo. Pero, a pesar de nuestros esfuerzos, la criatura
y se rebela, se muerde la cola, se sacude a las pulgas que somos nosotros encaramados
en su lomo, entra en conflicto consigo misma y con las demás criaturas de su naturale-
za. Llega a la adultez, se sosiega, tanto que ni se siente. Y alimenta la ilusión de los que
estamos a su lomo de que nuestras decisiones son la que la hacen andar. Cuando cada
vaivén que nos endilgamos, en realidad es la respiración queda de ella, que nos ha ad-
mitido sobre sí. Cada vez su movimiento es más imperceptible. Pero su independencia
- Me ha hecho recordar una escena de Guerra y Paz, de Tolstoi. Donde todos los
magia
- Exactamente. La conclusión a la que llego con esta experiencia es que, por muy
buena que sea la idea del proyecto, tiene una falla fundamental.
Terminé el delicioso jugo, agradecí y Dunia lo retiró. Cada movimiento, cada gesto
partida, pero comprendo que ya ha agotado todas las posibilidades. Sin embargo siento
que una de las partes en conflicto tiene la mejor de las intenciones, y muchos de los
- Si, también lo se. Pero siento que esa persona que ha conducido a la fractura del
proyecto está poseída por una sombra monstruosa que está proyectando sobre todos
los que le adversen. Es triste estar rodeado por esa clase de abominaciones infernales
generadas en la propia mente. Mucho más aterrador que los monstruos reales. Está
viendo en los demás toda la podredumbre que hay en sí. Como si los molinos del
- De todos modos, sigue teniendo un amigo, y las puertas de mi casa están abiertas
para usted.
La conversación, que debía terminar allí, pronto derivó en otros temas, la política
local, la vida cotidiana, la filosofía encerrada en cada aspecto del día a día, permanen-
ciendo largo rato de pie, sin decidirnos a despedirnos. Pues súbitamente un golpe de
energía me había acometido, haber entregado aquella carta había sido una suerte de
liberación, aquel fardo tóxico quedaba en manos de sus artífices; Krautze también lo
notaba, sus ojos echaban chispas de vida, con una risa de quien ha vivido bastante.
- A lo largo de mis años, hemos visto de todo un poco – dijo – y estoy seguro que
hay personas que se endilgan triunfos que no les corresponden. Y siempre, siempre,
las verdades salen a la superficie, y hemos sido testigos de muchas de esas verdades.
Por ello, como reza el dicho, si quieres que no se sepan las verdades, mata a todos los
viejos.
y de esa manera salí de aquella casa, santuario de hijos, confesiones y vida. La esca-
A veces, los diálogos vas más allá de las palabras, y dependen más del ritmo que
gran árbol de grueso tronco blanco, coronado por su frondosa copa verde, movía sus
ramas en su danza con el viento. Estaba en una colina, como un centinela vigilante, y
Un cielo azul, límpido, cruzado ocasionalmente por jirones de nubes, flotaba sobre
él, señal de que aquel árbol portentoso estaba aferrado a una superficie que giraba ver-
señalandole a sus habitantes que no eran más que errores del azar.
A unos metros de sí, sin poder tocarlo con su sombra, un columpio donde una
pequeña niña oscilaba en vaivén y disfrutaba de los placeres simples del juego. Y aún
más alejado, en una banca de metal oxidado hecha de bandas de hierro parcialmente
retorcidos por el uso y el abuso, Janko miraba todo aquello, vaciándose, haciéndose
cada vez mas consciente de lo que le rodeaba, escuchando a aquel árbol blanco que
le susurraba a través del aire con sus movimientos lentos, a través de la tierra con sus
raíces y rizomas que todo lo penetraban, que parecían extenderse hasta el centro mismo
Desde su alejada posición podía sentir el crujir de cada rama, de las costras en su
carne que le daban aquel tono claro, de las rojas hormigas que trepidaban entre sus
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aquel portento.
da” se decía a si mismo. “¿En qué instante mi mente se volvió tan intranquila? Aprendí
en algún momento a mantenerme siempre ocupado, siempre distraído, por los proble-
mas, por las imagenes, la televisión... O si no, viviendo diferentes vidas a través de
biendo lo que ocurría sobre la misma... la gente paseando a los perros, el aire despla-
zado por los sube y bajas, la rueda en aquel parque, semidestruida mientras se corroe
lentamente por los embates de la naturaleza, los adolescentes jugando al futbol, los
vibrando cada vez mas quedamente, observando su entorno flotando dentro de su ca-
beza, siendo uno con todo y con todos, siendo uno con aquel vegetal de siglos de vida
y supervivencia.
“¿Y cuál es mi papel en esta obra absurda llamada vida? ¿Qué hace la humanidad
turaleza es un sistema que siempre tiende a la armonia entre las diversas fuerzas.. La
leza les regala nuevas enfermedades y degeneración imbatible. Huyes toda tu vida de
momentos buenos y momentos malos, en una perpetua oscilación, y los humanos so-
mos tan miopes, tan olvidadizos, que en cada ciclo olvidamos el anterior. Pero siempre,
esa carne dura e inerte, enroscándose lentamente en las pantorrillas, en las piernas, en
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el cuello, la cabeza, los oídos, los ojos. Todo lo envuelve, creciendo frondosamente,
desplegando pequeñas ramas blancas coronadas de hojas tiernas y verdes, siendo uno y
todo con Janko, siendo uno y todo con la esfera celeste sobre si, con cada jirón de nube,
con cada ser que se desplaza sobre sí y junto a sí, moviendose quedamente acariciado
“Entonces, siguiendo esa lógica, ¿por qué nos hemos convertido en la marca des-
tructiva de todo los que nos rodea? ¿A qué le estamos dando equilibrio con nuestra
espalda.
Las raíces se van soltando, y un vacío dejan tras de sí. La noche comienza a acariciar
aquel parque, las luces se van encendiendo, el sonido de los infantes va desapareciendo,
para dar paso a las chicharras, las aves nocturnas, los paseos en la oscuridad que hacen
crujir la grama bajo los pies, la quietud. Una luna, llena y misteriosa, flota sobre el
árbol, lleno de hormigas, lleno de sensaciones, lleno de Janko, quien a través de sus
raíces y sus hojas percibe nuevamente la superpuesta silueta de aquellas dos mujeres,
de espalda.
que le baña, del viento que le mece, de cada sonido cotidiano de la humanidad que
le rodea en su afán de supervivencia. Las aves durmiendo con la cabeza bajo el ala,
los huevos empollados en el nido de fragil paja, con su preciosa carga finita dentro en
¿Cual era el sentido de todo lo vivido? Vivirlo. Todo llegaba de una u otra manera
a su fin. Todo se conciliaba tarde o temprano. Todo ángel ocultaba su demonio, todo
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Frente a sí, en un sube y baja, dos niños, amparados por la noche, se encuentran
Romanov ojeó aquel cuaderno de páginas amarillas forrado en cuero que le había
entregado Selpitieri. Cómo lo había obtenido, no tenía ni la más mínima idea. A la luz
del vendaval que pugnaba por desatarse en el exterior. “¡Ah, viejo Janko!”, pensó. Y
leyó
“El Niño Surrealista llegó a su casa arrastrando su gallo muerto. Se quitó la Piel
del Anciano Enjuto que le cubría, colgándola con cuidado en el perchero, y colocó a
Trolard muerto, a pesar de las apariencias. Le faltaba el ojo derecho, sin embargo
había vencido en la pelea. Era un gallo grande, hermoso, con múltiples colores. Anidó
dentro de la cabeza del Niño, y asomó su pico a través de la cuenca del ojo izquierdo,
mientras lo miraba con curiosidad al enjuagar las tazas y los cubiertos brillantes.
El Niño Surrealista se sentó en el sofá con un libro abierto frente a sí, y Trolard,
siempre asomando la cabeza ahora por la cuenca derecha, pasaba las páginas con el
pico. El Niño leía una historia al revés, donde narraban las peripecias de un héroe
Saturno cansado del trabajo, y traía consigo unas botanas con forma humana.
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La Piel escuchaba atentamente la historia del Niño; le encantaba oir cuentos nue-
vos, pues ello la humectaba y la hacía crecer, alargándose lentamente hacia el piso,
Afuera se escuchaban los perros salvajes ladrar excitados por el olor de la carne
escoba; cabello rojo, largos tacones negros, y numerosos jeroglíficos misteriosos. Con
Kamuri se sentó con todos a terminar de leer la historia, mientras Saturno le acer-
caba unas botanas que eran devoradas gentilmente. Al final, Trolard abrió el párpado
del ojo derecho, y en la cuenca vacía se veía claramente la siguiente escena: el Niño
Anciano Enjuto”
MUSAS
“Señor Moldavia”, era como le decían sus subalternos o todo aquel que le veía ta-
citurno y silencioso mientras bebía el café, observando las dinámicas sociales ajenas
desde una esquina. “Janko”, su nombre de pila, sacado de quien sabe qué momento
escuchado, aún más veces mal escrito. “La Piel”. . . como él se autodenominaba últi-
mamente, pues cada día que pasaba, se sentía envejecido y nada más que una carcasa,
una piel enjuta que cubría a su verdadero yo y que se mantenía en su sitio por la cor-
bata y la correa, arrugada como una bolsa de papel, como muñeco de trapo reseco. La
cáscara, la muda de una chicharra muerta, etérea, flotante, que se inflaba y desinflaba
trabajo se habia convertido en algo alienante, pues hacía rato que la ciencia se había
imaginación.
A esa hora de la noche la ciudad se veía más opresiva. Enormes torres industriales
tras grandes volutas de humo eran vomitadas por aquellas chimeneas. Los sonidos de
los escasos trabajadores se escuchaban por doquier, unos tomando sus transportes, otros
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arrastrándose hasta las paradas de autobús. Unos pocos flotando inertes, dejándose lle-
en una cruzada diaria, analizando todo proceso dentro y fuera de sí. Todos los días
debe enfrentarse a los gigantescos ogros de su ira contenida, pues de tanto refrenarlos
amenazan con aparecer con furia exponencial escupiendo fuego por sus fauces, rayos
por sus ciclópeos ojos, para luego dejarle en medio de un campo calcinado y gris,
batalla; en un mundo donde lo que debía ser era lo bueno, donde todos sus habitantes
arrastra en el fondo. Si, mientras más brillante es la foto de una imagen, más oscuro es
su negativo.
las ramas de los árboles, que como sinapsis comunican a los unos con los otros en
crítica, simplemente la esencia de la existencia; mientras que los humanos como virus
mientras las luces nocturnas atraviesan el cristal, deformadas por la lluvia que arre-
cia. El taxista, un hombre maduro, fuma sin pudor y enrarece el ambiente dentro del
vehículo, el último turno que marca de cansancio su rostro mal afeitado. La Piel se ata
un nudo en su cabeza para soportar la existencia bajo el yugo del sanguinario dictador
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que a todos subyuga : el Tiempo, con su boca infernal y su prominente abdomen, sos-
hacia los torturados hombres y mujeres; abriéndoles pequeños agujeros en sus cráneos
y destilando la obsesión por el control de los minutos, de las horas, dividiendo el día en
momentos de trabajo, regateando los instantes de ocio, estirando las horas de deberes,
¿Seré justo? ¿Seré bueno? ¿Haré feliz a los míos? ¿Logro que mis clientes estén
satisfechos? ¿Estoy completo? ¿Me controlo? ¿He logrado el equilibrio? ¿Veo más allá
de lo superficial? ¿Soy materialista? ¿Soy tolerante? ¿Debo ser intolerante? ¿Soy ateo?
¿Soy Dios? Los ecos de las preguntas corren como fantasmas inflamados en los labe-
rintos, suben escaleras de caracol, bajan por toboganes en espiral, giran en montañas
rusas y se estrellan contra el muro de la noche, donde, como una flor carnívora que
Se apeó del taxi, caminando con paso presuroso con el viejo maletín de cuero del
que todos se mofaban, una suerte de tótem. Los suelos estaban húmedos y podía ver
el destello del neón inhumano de la ciudad reflejarse en las calles. Y debía atravesar el
se por la chaqueta, a través del cuello levantado, cuando de pronto ve aquella silueta
tirada en el piso, una sombra apenas, con dos criaturas de mirada y piel fosforescen-
adaptando a la oscuridad, para percatarse que aquellos seres son dos mujeres envueltas
en túnicas, con el cabello ralo, con los rostros y los labios carnívoros empapados en
imponente, helando su sangre, y lanzando aquellos rayos por los ojos que amenazaron
con fulminarle.
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luía en el infinito. El desértico suelo calcinado por el sol, solo interrumpido por escasos
matorrales y ralos árboles, se extendía frente a mí. Estaba allí porque, sin darme cuenta,
yo mismo me había transformado en uno de aquellos ídolos titánicos que surgían cada
cierto tiempo.
aquella primera conferencia, donde, aterrado frente a una masiva audiencia, realicé mis
El suelo crujía bajo mis pies, y el ruido de fondo cargado de elogios se iba haciendo
cada vez más ensordecedor, enjambre endemoniado que latía al unísono. Era la época
en que mis ideas más fecundas comenzaron a brotar, la madurez intelectual que hizo
Comencé a tener una visión diferente. Fuera del canto embrujante de la multitud
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con aquella figura encanecida, de cabello ralo, rostro de color ceniza. Descendí hasta él
y reconocí tras la mirada de aquel venerable anciano a uno de los antiguos titanes de mi
tiempo. Los ojos grises me dedicaron una mirada cansina, y una sonrisa de benévolo
y solitario abuelo se dibujó en su rostro. Pude ver como esos miembros, aún marcados
por la antigua energía que les dominaba, se apoyaban en un bastón. Cómo el porte
de firmeza dictatorial había dejado pasar a una figura encorvada bajo el peso de sus
estéril.
que me separaba del otro universo observaba como mi peso se henchía de orgullosa
vanidad, y como el poder comenzaba a tejer sus telarañas ponzoñosas en torno a mí.
Una extraña pareja jugaba en un enorme tablero de ajedrez. Eran dos mujeres, tam-
bién aladas, también caídas. Una de ellas, con múltiples bultos hidropésicos unidos en
extraña configuración, sin oídos y con diminutos lentes clavados a su rostro, movía
aquella extremidad de carne colgante y violácea, cuyo extremo coronado por dedos
como salchichas asían un tembloroso alfil. Del otro lado, pareciendo kilómetros de dis-
subalternos, le gritaba en un tono insoportable que esa jugada no era permitida, que ya
hacía rato que el juego había terminado y que estaba en jaque desde hacía siglos atrás.
segunda en el izquierdo, elevaron las alas de sus minúsculas narices e hicieron un gesto
destructores de mitos.
Cuánto había caminado en aquel paraje mitológico, no tenía idea. Pero a donde
mirase, aquellos titanes de ojos cegados por los años, desechos de la humanidad a la
que alguna vez sirvieron, me rodeaban, y parecían divertirse con mi avance en ese viaje
sin retorno.
Y, sin darme cuenta, sentí un silencio sobrecogedor. Como quien está largo rato en
un túnel oscuro y estrecho, y luego es golpeado por la luz. . . en mi caso, fue la total
quietud la que me impactó. La soledad del que avanza mucho, del que se pierde de
su propia sociedad. Una sociedad donde desaparecen los amigos. Donde desaparece
toda comprensión humana sobre lo que se está realizando, pensando o soñando. Una
sociedad que te consume cuando eres útil para un fin, que te considera un medio. Ahora
Miro mis manos a la incandescente luz del desierto de los titanes, y comienzo a
notar las arrugas que anegan mis nudillos, mis falanges, cada grieta en mis uñas. Miro
lentamente. Mis ojos se ven cansados, una sombra de reflexión excesiva se cierne en
ellos y los enmarca de pequeñas bolsas en los párpados inferiores. Líneas severas bajan
Veo el final de aquel campo de titanes, que termina en la nada. Y veo mi nombre
queada y los senos apuntando al oscuro techo. Su cabello negro colgaba en mechones
perezosos, y una estela brillante parecía desprenderse de su cuerpo desnudo. Los ta-
tuajes de su piel dormían con ella, solo moviéndose cuando los sueños se volvían algo
agitados. Y dentro de su adormecida mente, volaba a horcajadas sobre su fiel cisne Svi-
tek, cuyas musculosas alas le impulsaban rauda a través del cielo nocturno, iluminados
por la luna, mientras su sombra se recortaba sobre las nubes, y mientras era seguida
infancia, pinturas, canciones. En la pared, cuelgan tres muñecos vudú, con fragmentos
de las almas atrapadas de sus cantantes favoritos y cuyos corazones eran atravesados
por agujas asesinas . Cuando la melancolía le acometía , sacaba con amor una aguja de
Fue arrullada por inmortales cantos del sur, bautizada con café y brandy, criada en
la poderosa hermandad de las mujeres. Desde muy pequeña fue observada con cautela,
siempre inusual, siempre ajena al mundo de las masas de seres grises. Juguetes atípicos
para gustos atípicos. Ahora usa tacones que le permiten verse aún más soberbia. Los
mismos que emplea en las batallas para aplastar los cráneos de los débiles que se atre-
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Fue en una absurda época festiva que dio con el Club, cuando por los azares del
destino descubrió aquel libro abandonado con olor y sabor a historia, misterioso, sóli-
do, con una portada descolorida que le saludaba invitándole a entrar. Recuerda que lo
sopesó en sus manos un rato, degustando ese encuentro fortuito, y esperó unos eter-
nos segundos antes de abrir las páginas. Lo que encontró no le sorprendió. En una
"Tus ojos, oh noble criatura, son dignos para descifrarme con una mirada. Tu mente,
Pronto sus pasos la condujeron un día allí, mientras buscaba una obra de teatro.
La función había sido cancelada, no sabía por qué razón. Y a escasos metros de aquel
local, en una sólida puerta de madera, vio el letrero que rezaba “EL CLUB”.
¿El Club? Nada parecía particular en aquel sitio, y sin embargo una poderosa ener-
gía le atraía hacia allí. Eran tiempos navideños, y toda la calle estaba decorada alegó-
Saturno, quien fungía de portero ocasional de aquel lugar. Ya le había visto en otras
ocasiones, durante los aquelarres, él ocupado en sus cosas y ella en las suyas. Saturno le
miró desde su enorme estatura, le dedicó una sonrisa cómplice inclinando brevemente
la cabeza (el saludo del club), y corriéndo el cordón de terciopelo le permitió el paso.
El Club . Un sitio para la gente como ella, donde los extraños eran la moneda común.
El sitio no tenía nada de extraordinario. Una larga barra donde la gente se sentaba
rodeaba. Kamuri se sentó en el extremo de la barra y pidió uno de esos vinos dulces y
artesanales que siempre se le antojaban. No bebería mucho, puesto que tenía algunos
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asuntos que atender. A su derecha, unos cinco puestos más allá, su viejo amigo, el Señor
de las Moscas, de pálida tez y barba negra y recortada, bebía un vaso de vodka, y al
reconocer a la distancia a su vieja amiga, le dedicó nuevamente el saludo del club. Una
En aquel lugar, de pronto, hizo su entrada, nada más y nada menos, que Dios. Los
él, con su hermosa e infinita mirada omnisciente, les dijo delicadamente que no, y se
sentó justo al lado de Lucifer. Los dos sujetos se dieron un abrazo de amigos. Y por un
de sudor se se deslizaban por sus espaldas hermosas, y sus parejas las tomaban por
cautela el vestido negro de lunares descubriendo la piel, y se encontró con aquel texto
"La libélula
de la hélice en la boca
Levantó su mirada... sus ojos se toparon con un hombre taciturno, quien colocaba en
la barra un libro idéntico al que había encontrado, y con mirada silenciosa le dedicaba
brazos preparando los instrumentos de trabajo como una orquesta mecánica de des-
trucción. Cien pasos marchando sobre el pavimento, cargando las largas escaleras, las
cuerdas, los martillos neumáticos y cinceles, las sierras, la fuerza bruta de aquellos
dad, en medio del tráfico, entre los peatones, con su paso diligente y sus rostros serios
e imperturbables. Y allí los encuentra, una y mil veces, en distintas poses, a diferen-
cesaban de aparecer.
Desde abajo podían ver su rostro de ojos con cuencas vacías, su carne pétrea de
color arcilla, el rictus cuarteado de la carne calcinada por quien sabe que proceso cós-
mico. El sol brillaba en todo su esplendor, mostrando aquellos cuerpos gigantescos que
lanzaban su sombra sobre una ciudad que les ignoraba, como quien olvida el aire que
Éste último Titán estaba a varios metros del suelo. La cuadrilla comenzó a armar sus
escalas especiales, para lograr alcanzar aquella altura desde un edificio vecino. Logra-
ron encajar la escalinata en una de las cuencas, y en una labor de hormiga comenzaron
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a llegar hasta la criatura, trepándose como una plaga desde el rostro al cuello, al pecho,
a los miembros. Y mientras activan sus martillos neumáticos, los fragmentos del cadá-
para ello, y el sol en el cénit calcina sus miembros, el sudor humedece sus frentes, y
los cien brazos de músculos tensos toman un breve descanso de almuerzo, para luego
¿De dónde venían esos portentos? Nadie se preguntaba. Lo cierto es que no cesaban
de llegar, al igual que las cuadrillas no paraban de borrarlos. Era algo inevitable, como
la noche que sucede al día o la muerte que sigue a toda vida. Quizás la verdadera
razón de su existencia era darle algun trabajo a aquellos obreros. Probablemente fueran
algunos seres de una mitología perdida. O tal vez alguna anomalía de la creación, que
El pecho en éste titán particular les ocasionó bastante trabajo. Los grandes pecto-
rales se fracturaban con dificultad, y algunos martillos tuvieron que ser reemplazados
al quedar inútiles. El del lado izquierdo fue quizás el más duro de roer, probablemente
por albergar algún pétreo corazón que se había fusionado con el tórax. Los sujetos,
en una oleada, dejaron las zonas distantes más débiles y comenzaron a concentrar su
fuerza en ese punto, cantando al unísono en perfecta coordinación, hasta que por fín
cuerpo comenzó a descender. De allí en adelante el trabajo resultó más sencillo, co-
mo si hubieran alcanzado una suerte de talón de aquiles, el nudo que aún garantizaba
aquella estructura, En algunos titanes era la cabeza, en otros el abdomen. Aquí estaba
A las cinco de la tarde el sol ya estaba en franca retirada. El cuerpo había des-
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aparecido, y del cuello bullían los obreros martilleando y rompiendo los pedazos. De
las fosas nasales se levantaban cabezas que clavaban ganchos por doquier, haciendo
que los compañeros tirasen de aquellos trozos de roca, facilitando la accion de los per-
cutores y los cinceles. Pronto las cuencas se vieron acompañadas de otro agujero en
energía del trabajo bien realizado, se quitan los cascos, sueltan las herramientas, y
caminan al agujero en la tierra que les lleva de regreso a su amado infierno, donde
todos pueden ser el Uno, donde las cincuenta cabezas y los cien brazos se reúnen en un
solo hecantóquiro.
FRAGMENTO DEL DIARIO
“La Piel, con gesto extenuado, llegó a su casa temprano esa noche. Kamuri venía
ella. Y en medio de todos, Saturno era devorado por sus hijos, esas botanas con forma
humana que siempre llevaba consigo. A través de las grietas, de una forma invisible
pero persistente, la realidad se había ido colando, y lo había impregnado todo. Todos lo
las alturas hacia su destino. Ahora, tan solo quedaría una habitación en suspenso, con
La luz del sol moribundo penetra por la ventana, iluminando cada partícula inerte,
del Club. El instituto dejó de existir. Un cadáver de papel se agita levemente con el
viento, junto al cuerpo inerte del poeta. La Piel veía y vivía todo ello con un dejo
de Deja Vu. “Ciclos” se decía “repetidos una y otra y mil veces. Escenas vividas en
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Al sur, Trolard
A Kamuri despidieron
La espalda de Svitek
partido en dos por el dolor que le atenazaba el abdomen en un infierno recién desatado.
El Hospital. El hospital es una criatura imponente, con vida propia; anciano vene-
pronto la noche se adueña del lugar plagado de gritos, mientras él se retuerce clamando
por algo que calme el dolor, mientras los médicos arañan las escuetas bóvedas de me-
dicamentos, escalando en potencia hasta llegar a la morfina, sólo asi logrando mermar
jada silla (soy un sortario, un viejo amigo en el hospital me garantiza una). Un sueño
los pacientes encogidos se arrastran hasta él acompañados por hijos, hermanas, solos.
Había una variedad de personas alli, matronas del campo, hombres solitarios, adoles-
Los médicos en sus rondas, con los rostros ceñudos, palpando, interrogando, es-
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sinfonía; unos silenciosos, otros altivos, unos humanos, otros endiosados, mientras sus
juicios, sus burlas a los subalternos, sus conductas rígidas chocan como un eco contra
los muros del hospital, mudo testigo de generaciones de galenos que transcurren en un
nente nada fácil pero con una filosofía aplastante; pues a cada batalla perdida contra
Hubo una mejoría parcial del dolor, y ante la duda de si intervenir o no, los ciruja-
Aproveché de sentarme a leer a su lado. Aquella habitación, por azares del destino,
tenía tan solo dos camas, y una de ellas estaba desocupada. Una ventana dejaba entrar
los rayos de sol, y mostraba a la ciudad alrededor en una suerte de universo parale-
lo, pues en los hospitales el tiempo se mueve diferente; lo marcan las enfermeras con
sus tratamientos, las comidas llevadas en bandejas a los enfermos, con aquellos caldos
desabridos y potajes de mal aspecto; las oleadas de visitantes que, en dos horas, cum-
plen con vigilar, como buitres, a sus pacientes, distanciándose cada vez mas aquellas
visitas hasta que se convierten en una rareza. A él no vino a visitarle nadie, solo estaba
que en la vida solo suceden cosas buenas, pero eso es falso. La vida está diseñada
para ser sufrida, desde un principio, y las cosas buenas que ocurren en ella son la ex-
cepción... una excepción cruel, que alimenta la esperanza de que seguirán ocurriendo.
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Pero, inexorable, el péndulo del equilibrio nos trae, una y otra vez, la oscuridad, la
Sus labios resquebrajados por la sed. No le permitían ningún tipo de alimento. “Dar
En su lugar, tubos llevan los liquidos y los alimentos a su mustio cuerpo golpeado
por la enfermedad.
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un grupo de personas se desplazaba, sonámbula, como recién levantados del coma. Era
el patio del ala de psiquiatría, donde los internos salían a jugar y a recibir el sol. Hom-
acostaban en el suelo, mientras el sol calentaba sus huesos. Una mujer entonaba cancio-
nes, a todo pulmón, dedicándoselas a aquellos que nos asomabamos por las ventanas. Y
con los ojos entrecerrados, con los rígidos miembros a ambos lados del cuerpo, cantaba
su lado, un sujeto, alto y delgado, bailaba a pasos cortos, girando a su alrededor. Otros
lanzó con los ojos entrecerrados el balon, como un robot. Anotando en 22 ocasiones
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Aquella fué una mala noche. Alrededor de las 11 pm regresó el dolor, en vaivenes
manera tenaz; y repetir la escalada de medicamentos. Los sonidos del monitor de signos
sus venas, lanzándole en una espiral anestésica donde la realidad y los sueños son
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deseando con todas mis fuerzas que saliese el sol, que llegase la solución al problema,
A las 5 de la mañana, por fin, logró dormir. Yo, sin embargo, estaba con todas mis
alarmas internas encendidas, flotando por la falta del sueño de varios días. Decidí ir
por un café que me activase, y salí de la habitación al comprobar por enésima vez que
El hospital tiene una personalidad que muta con las horas del día. A esa hora, los
pasillos desolados, el silencio reinante, la calma tras la tormenta... las escaleras vacías,
los vigilantes embotados en sus abrigos abriendo y cerrando rejas, los familiares de los
pacientes de emergencia acuclillados en las aceras, con rostros paralizados por el stress
y el desasosiego. Los médicos cansados y las salas, que otrora desbordaban pacientes
pululaba alrededor de aquellos muros. Pequeños kioscos una y mil veces desalojados,
cias.
Compré un café negro, hirviente como la lava, que espantó a Morfeo y me hizo en-
inspiradoras... el testigo sabio que acoge a todos como sus hijos, les ve en sus miserias,
cirugía compleja, pero sin complicaciones. Esa noche la pasa en cuidados intensivos,
quilos, pesados y fragmentados, pesadillas informes. En una de mis visitas allí, veo el
panorama a su alrededor: el adicto paralizado del cuello hacia abajo, que clamaba por
una dosis. La mujer inconsciente con el cerebro inundado de sangre. El hombre con el
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infarto, el joven del traumatismo craneal... Los muros de aquel recinto de luz perenne,
con las cicatrices del tiempo, donde sobresalía parte de la estructura de más de 50 años
de edad, entre el amasijo de tuberías que ya no funcionaba, combinado con los moni-
tores modernos, aqui y allá equipos obsoletos haciendo vida con tecnología moderna.
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- ¿Cómo amaneció el señor hoy? - increpó en una solitaria ocasión el rostro mile-
vías... Una cicatriz recta desde el esternón, que serpentea alrededor del ombligo, hasta
de estar flotando. La visión de las hormigas que todo lo inundaban. Los sueños de
cementerios, con caballos de madera y figuras de maniquies japoneses que surgian del
En medio del baño con agua fría, mientras miraba a través de una nueva ventana
(con visión de árboles en vez de locos), una sensación de vértigo leve se apoderó de mi
cabeza. Lo que ocurrió fué que de pronto me ví bajo el chorro de la ducha. Él no estaba
alli.
silla. La enfermera entró, me dedicó una sonrisa, tomó mi temperatura, pulso y tensión.
Revisó el tubo que tenía en mi brazo derecho. Hizo unas anotaciones en su libreta, y
fue una combinación de alivio y tristeza, la tristeza de quien ha sido albergado por su
El sol vespertino me recibió con las maletas, y el coloso quedó tras de mí.
LOS INVISIBLES
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TITÁN
Ya casi centenario, con los años doblando su espalda y encorvándole las piernas,
decidió salir al patio de su casa. El cielo límpido de aquel lugar donde había nacido, y
donde había retornado a vivir los últimos años de su vida, le cubría como un capullo de
del solar, los gallos picoteando a las gallinas y los pollos haciendo su piar eterno. Y al
casa de su madre.
Sus pasos calzados por unas sandalias sencillas y polvorientas, se arrastraron pe-
sadamente hasta allá, dejando atrás su hogar, sus recuerdos, los hijos que le habían
visitado en su última enfermedad, que luego de llenar con su bullicio aquella casa, ha-
bían dejado el eco del silencio resonando en todas las estancias, moviendose como un
fantasma entre los libros apolillados, las habitaciones desiertas, la sombra de su mujer
La mano sobre los ojos le protegía de la claridad del día, que siempre hería sus can-
sados ojos. Echó un vistazo a sus piernas, otrora columnas de mármol, ahora una suerte
de ramas secas cuajadas de venas y cicatrices, con la piel quemada y delgada como un
papel. Cúantos años habian sido sus compañeras en las largas aventuras vividas. Pero
Sintió el llamado desde la casa materna, un viento le atraía hacia el oscuro solar.
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Había decidio construir su vivienda justo allí, tras ella. Fué testigo de aquella mujer,
longeva y siempre activa, recogiendo en tardes de sol los frutos de aquellos árboles
mecidos por el viento calmo de la isla, inclinada durante horas mientras llenaba vasos
de uvas para luego venderlos y subsistir con aquel dinero. Vió como aquella pequeña
construcción se fué alargando, poco a poco, hacia atrás como un telescopio, constru-
yéndose pisos como escalones, ahora pulidos por los años de pies que deambularon
por aquellas estancias. Casi podia verle a ella, su mamá, siempre curiosa, asomada al
agujero de la puerta viendo a la gente pasar. Los fantasmas del cuarto de los santos,
donde fotos de difuntos por él desconocidos se apilaban junto a las estampas religiosas
Nuevamente aquel llamado, casi un impulso, que le hizo seguir adelante, arrastran-
do los pies en medio de aquel silencio, ajeno a los animales que dejaba atrás, a su vida
Una vieja pierna, otrora columna, actual rama enferma, tropieza en el escalón, de-
rribándole como una torre demasiado grande, en una pesada caída silenciosa en medio
de aquella cocina en penumbras, golpeando el suelo con la sien derecha, quedando con
el cuerpo inerte y la mirada perdida en un punto de la pared, fundiéndose con las grietas
de la miríada de vehículos que se detienen y avanzan en las mareas del tráfico citadino.
Aquellos pequeños humanos, como hormigas, eluden los carros, avanzan y retroceden
ante el peligro, en una suerte de caos ordenado, sin principio ni fin. Y los edificios de
concreto se yerguen imponentes, dejando entre ellos ese pequeño resquicio para que la
Hacía años que no les veía. Simone llevaba un vestido oscuro, una gargantilla ceñi-
sobre su rostro moreno, sobre su nariz torcida y sus carnosos labios pintados de azul.
mente la llama del encendedor que había permanecido inactivo por años de abstinencia
y votos de buena salud. Luego caminó con las manos en los bolsillos, oteando el cie-
lo por enésima vez, quizas buscando alguna señal. Pero solo el limpido cielo azul le
- Mira, mira aquí - mientras se quita el anillo de la mano derecha y lo pone frente a
sus ojos. Romanov, otra vez joven, lo toma y observa a través del aro metálico aquella
Un potente resplandor atraviesa en ella al cielo, como si las nubes estallaran ce-
lebrando la gloria del sol. A sus pies, muy lejos, las cúpulas de iglesias y edificios
al borde de aquel cielo mítico, y observa como sus músculos se encogen, como la piel
como pierde el equilibrio y cae, enorme masa, inerte hacia la tierra. Y en la caída logra
cruzar su mirada con aquella criatura titánica que le reconoce, que le refleja, que es él.
LA BODA
Los pálidos dedos se deslizan por las verdes hojas conforme avanzaban. Aquellos
largos tallos se inclinaban ante su majestad. El sonido del follaje se escuchaba presente,
Cuando surgieron de aquel laberinto vegetal, parecían una visión de ensueño. Las
dos hermanas, tomadas de la mano, se dirigían a su boda, y solo ellas podían verse de
aquella manera espectral. Los asistentes al voltearse se encontraron con aquel paisaje
viadas con sendos vestidos de novia. Ewa, a la derecha, llevaba el rostro cubierto por
una máscara oscura de jabalí; bajo el velo la negra cabellera se destacaba. Lilith, a la
izquierda, portaba una máscara de león, con matices naranjas y de mirada brillante y
parado en aquella boda campestre. Las voces susurradas de los asistentes se escuchaban
por debajo del viento y de la musica nupcial especialmete escogida para la ocasión. El
padre, afable, recibió a cada una de sus hijas, riéndose de la ocurrencia de las másca-
ras, y comenzó a caminar henchido de orgullo, dirigiéndose al altar donde los novios,
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incómodo en un traje de etiqueta que le hacía sentir constreñido. Una niña rubia corría
Miró al cielo, de forma suplicante. Odiaba aquellas reuniones, pero Simone les ha-
Ella estaba a la izquierda, 2 filas delante de él, radiante como nunca le había vis-
to. Vestida de un azul turquesa que contrastaba notablemente con su piel morena, el
cabello corto perfectamente acicalado, y los labios color azul eléctrico, se veía indis-
cutiblemente imponente.
Romanov estaba a su derecha; con aire distraído miraba al suelo como buscando
algo entre sus zapatos. A la distancia el sacerdote de oscuro hábito y con alto tocado
Simone veía a sus hermanas como lo que eran, una fuerza indomable de la natura-
leza, una energía poderosa que se irradiaba hacia todos los asistentes. Ella mejor que
nadie comprendía la verdadera naturaleza de aquellas chicas, apenas insinuada por sus
maravillosa. Sus ojos parecían haber sido sacados de la noche más sombría, capaces de
drenar cualquier atisbo de vida del interlocutor si así se lo proponían. Vivir con ellas
no fué nada fácil, y sin embargo aún así les amaba. Ellas, junto con su hermana Lafitte,
habían sido núcleo nutriticio durante largos años. Conocía cada uno de sus gestos, cada
escama de su piel, cada hebra de cabello como si los hubiese dibujado a conciencia.
Mientras Laffite era puro fuego, ellas eran de una naturaleza reptiliana difícil de eludir,
difícil de aceptar. Y sin embargo, alli estaba, con las lágrimas a punto de salir mientras
aquella boda transcurría, en la certeza de que cada una iba a crecer independientemente
Romanov está ese día algo aturdido, un maligno dolor de cabeza está clavado en sus
sienes, palpitando como si un grupo tribal estuviese bailando en su corona. Toma sin
agua una píldora que carga en el bolsillo, y a través de la espesa cortina del dolor mira
al cielo. Una bandada de aves pasa rasante sobre ellos, mientras Lilith recibe su puñal,
y mientras los novios de rostro pálido se voltean hacia sus futuras consortes. Romanov
desea que todo termine pronto o que aquel analgésico haga su magia con premura.
Afortunadamente tendría a sus amigos para conversar en la fiesta, quizás lograse bailar
un poco con alguna dama de compañía para terminar de espantar aquel malestar que le
tenía atenazado.
las niveas manos de las hermanas sacaron ambos corazones, aun calientes y palpitan-
tes, para darles una mordida triunfal ante la mirada exaltada de los asistentes, quienes
en medio del barullo dominaba aquel tranquilo campo. mientras una lluvia de aplausos
y montones de arroz eran lanzados a ambas parejas. Hacia el fondo de aquel enorme
la fiesta. Pronto, en un abrir y cerra de ojos, todos aquellos comensales se habían des-
plazado hasta aquel lugar, para ver el baile de las recién desposadas con su padre, con
sus pálidos esposos, con los padrinos, los tíos de orgullo de oropel, los primos leja-
nos, las mujeres de peinados altos, los niños de traje formal, las niñas de vestidos rosa,
las envidiosas damas de compañía, los enamorados platónicos de siempre, los desco-
nocidos invitados. En un corro, Simone, Ewa, Lafitte y Lilith danzaron dando vueltas
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de manera demencial, como cuando eran niñas, con los vestidos hinchándose con el
viento, el cabello revuelto, el vértigo haciéndoles caer y reir, para levantarse a tumbos.
con una de las damas de compañía (una chica de cabello corto y castaño, de mirada
alegre y vestido azul), y Janko, en su traje incómodo, se queda lanzando largas volutas
de humo, mientras en una suerte de Deja Vu vuelve a ver a aquella niña coriendo tras
- ¿Cuál?
- Que vivimos en una eterna dualidad, desde que nacemos hasta que morimos. La
- Si, lo sé- replica ella, con aire distraído, el rostro perlado del sudor del baile y los
- ¿Y si esto que llamamos vigilia no es mas que el sueño? ¿Y si la locura del sueño
- Una vida, sin dudas, mucho más excitante que esas pesadillas de la rutina donde
todos los días se repiten los mismos rituales. Esos horribles sueños donde te levantas, te
- No importa. Todos a esta altura estamos tan ebrios que no lo notaremos. Además,
el control es tan sólo una ilusión. La vida es absurda, al final todos morimos... ¿no
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anocheciendo y todos estaban muy animados. Las novias tenían sus mascaras levanta-
los faldones de sus vestidos. Los músicos tocaban las piezas con furor enloquecido, y
pronto Janko y Simone se vieron girando en medio de aquella pista repleta de gente que
bailaba como si la vida se les fuera en ello. Janko vió la sonrisa de marfil de Simone en
una carcajada feliz, el cabello revuelto, el cálido aliento. A lo lejos, Romanov se acer-
caba con un cigarrillo a la diestra, arrastrando a su amiga con la izquierda hasta donde
intercambiar parejas; y antes de que pusiera ninguna objeción, ya la dama de honor es-
Parecía que el mundo había sido convocado a aquella boda. La pista de baile, al
Al bailar con Simone, Romanov podía sentir su cuerpo palpitante de vida y gozo.
El cuerpo de su vieja amiga estaba flotando ligero, y al mismo tiempo era una fuerza
doquier cuando, de pronto, la luz de apagó, y un silencio terrible se abatió sobre los
confundidos comensales. Una noche oscura se cernía sobre sus cabezas, y pronto reinó
buscando refugio en alguna de las mesas cercanas. La pista quedó vacía lentamente,
hasta que solo quedaron las dos parejas recien casadas; el cielo nocturno se abrió, y
a través de las nubes el brillo de la luna hizo su aparición, haciendo refulgir a Ewa y
Lilith, quienes miraron a los comensales con sus oscuros ojos de abismo:
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- Beban y coman hasta la saciedad. Mueran y revivan un millon de veces. Pues boda