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LOS INVISIBLES

Yimber Matos

2018
VISIBLES

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FUNERAL

Cuando llegó a la casa del patriarca, el cielo despejado y quieto le dió la bienvenida.

La gente a su alrededor se agolpaba, movidos por la curiosidad de la noticia. Aquel

sujeto, emblema de entereza, imagen respetada por generaciones, había fallecido de la

forma más intespestiva.

Foevel saludó con una inclinación de cabeza respetuosa a la hija, quien le abría la

vetusta puerta de la centenaria casa. El suelo estaba pulido por los años de deambula-

ción de hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, por los vaivenes del tiempo y el aire que

se arrastraba inexorable erosionándolo todo. A su derecha, un cuarto en penumbras, a

su izquierda el olor de cirios en distintos grados de consumo, y al fondo una puerta que

dejaba penetrar el brillo del mortecino sol.

El sollozo se escuchaba a la distancia, como un eco quedo, solo interrumpido por

el aullido de los perros. Había tres tramos de entrepisos antes de llegar al patio al que

era conducido. En el último, una mujer de rostro surcado por las lágrimas limpiaba una

oscura mancha en el suelo.

Salieron al patio que lindaba con la verdadera casa del patriarca. Había conocido a

aquel hombre muchos años atrás, cuando todavía era un niño que jugaba en el barrio,

y conocía a Galina, la hija que le había llamado para que le ayudara a preparar al viejo

portento. Un hombre justo, con frecuencia silencioso y observador, inexpresivo pero de

un corazón de oro, que demostraba su verdadero valor con actos de brusca torpeza en

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lugar de palabras elocuentes. Los olores de aquel patio golpearon su memoria, e image-

nes infantiles de persecuciones de palomas y de animales de granja se entremezclaron

frente a si. A esa edad veía a aquel hombre como alguien muy lejano a la mortalidad,

como una roca desafiando al océano en medio de la tormenta más aterradora. Una roca

imperturbable, con la fortaleza de todos los mundos.

Recordó su pasión por las historias del mar, a pesar de nunca haber conducido un

barco en su vida. Hablaba con aquella terminología náutica, cuentos de piratas que le

hacían reir, que le atenazaban a él y a Galina con la emoción de las imagenes creadas

por su mente febril. Siempre decía que en otra vida había sido marino, habia surcado los

7 mares y había muerto en alguno de ellos. Sentía que la sangre le hervía de emoción

cada vez que soñaba despierto con esos viajes, siempre que leía un libro que tocaba el

tema.

Entró a la casa a través de la cocina. La cocina de un anciano solitario, con la fruga-

lidad de platos y utensilios, y las paredes cubiertas de años de trajín culinario; aquella

habitación había sido el territorio de la señora de la casa fallecida hacia años, dejan-

do al patriarca solo. Los hijos, maduros, haciendo vida, ya desperdigados de su lado,

como siempre habia sido su objetivo. Tan solo Galina había permanecido cerca, pero

hacia tiempo que había abandonado aquella casa que resonaba vacía ante el aplastante

silencio. La casa estaba de duelo, pues su último habitante se había extinguido.

A pesar de haber enfrentado la muerte en múltiples ocasiones y haber preparado

cientos de cuerpos, Foevel sabía que iba a ser un encuentro distinto. De alguna ma-

nera, aquel hombre había sido parte esencial de su niñez, una niñez sin padre, dura y

constantemente asediada de peligros. Aquel hombre inteligente le había dado, mientras

educaba a sus hijos, un norte, un sentido de vida vivida que le acompañaría siempre.

Se detuvo un momento en el marco de la sala a reunir fuerzas. La vieja biblioteca,

llena de polvo y de libros de navegación. Las fotos familiares pintadas por encargo.

La mesa ne desorden, el polvo desperdigado por doquier. Y la puerta de la habitación


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abierta, con su oscuridad llamandole desde lejos.

La figura del patriarca, otrora enorme, parecia ahora encogida, desvalida. En el

lado derecho de la cabeza, la sangre hacía rato que se había coagulado. Los miembros

yertos descansaban a ambos lados del cuerpo envejecido. Y los ojos, secos y sin vida,

aún abiertos a la eternidad. Mientras Galina lloraba detrás de Foevel, él pudo percatarse

de la discreta sonrisa que se insinuaba en el rostro apacible del anciano. La expresión

de una vida plena.

Pronto comenzó a ejecutar sus rituales de trabajo funerario brindándole especial

honor al difunto.
ROMANOV

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TANGOS

Aquella noche en el restaurant de Selpitieri parecía que todo estaba en suspenso;

para poder llegar a la mesa había que descender por una escalera, cuyos peldaños esta-

ban rodeados por paredes de pequeños ladrillos rústicos, desembocando en un estrecho

pasillo que bordeaba la sala principal y mostraba una vista soberbia de aquel lugar

plagado de recuerdos de antaño, fotos de cantantes famosos y avisos de productos an-

tiguos, ya extintos. Las mesas, unas contra otras, formaban dos larga hileras rodeadas

de sillas, cargadas de cubertería, a punto de realizar su sino.

El restaurant estaba en suspenso; el suspenso intemporal que se mueve entre el mo-

mento del cese del ajetreo de los mesoneros y la llegada de la turba de comensales.

Al fondo, la estructura imponente del escenario, con su tarima de madera oscura, sus

cortinajes espesos dominando a las humildes sillas y mesas del lugar, poderoso y cons-

ciente de su papel protagónico. Y tras la cortina, el susurro de preparativos era lo único

que se podía sentir.

Como un torbellino, lleno de risas, canciones, maldiciones y más carcajadas, llegó

el público; un grupo de gente de Dios-sabe-cual convención de turno, de fines inde-

finidos, quienes habían alquilado el restaurant de Selpitieri para disfrutar de un buen

espectáculo que sacudiera sus cuerpos de la rutina comprimida. El vino corría en abun-

dancia, sonaban los cubiertos por doquier, y los camareros corriendo diligentes, los

maîtres dirigiendo con gestos de expertos diplomáticos y silenciosas miradas asesinas

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ante los errores; más risas, más vinos, más charlas enardecidas por la política mundial,

gritos de una mesa a otra. El largo rasgar de un violín salió de la garganta del escenario,

y sus cortinas se levantaron como quien alza la cabeza para mostrar su grandiosidad; y

en sus entrañas, un grupo de músicos comienza a entonar una melodia apasionada, un

ritmo que cala en los huesos, como sólo el tango lo puede lograr.

La perfecta conjunción de los instrumentos acalló de inmediato a la turba encen-

dida por el alcohol. El pianista, con sus arpegios sincopados, marcando el ritmo de la

música; el violinista sacudiendo la cabellera mientras rasgaba al cantor en su hombro;

el hombre del contrabajo, sereno y en concentración absoluta sobre las cuerdas; y el

sujeto del bandoneón, siguiendo el ritmo con el pié, con la pierna, el paño en la ro-

dilla, abriendo y cerrando los sonidos protagonistas. Pronto el sitio se vió enrarecido

por el humo del cigarrillo; y luego de tres piezas, en escena aparecen unas bailari-

nas de extraordinario garbo, marcando con sus respectivas parejas, todos enfundados

en trajes de época, los pasos de aquellos tangos. Se podía ver claramente el delgado

brillo de sudor en las espaldas espigadas de las chicas, las piernas de movimiento co-

reografiado y músculos perfectos, los cuerpo delgados que giraban una y otra vez; sus

rostros concentrados intercambiando ocasionalmente aquellas silenciosas miradas con

sus compañeros de baile, quienes sumisamente se rendían ante esas pupilas penetrantes

y les hacían protagonistas en ese duelo de la danza.

El primer acto culmina con un aplauso ensordecedor, al mismo tiempo que los ojos

del maitre, poderosos y sencillos, lanzan ordenes de servir más vino y comenzar a traer

el plato principal. La primera banda es ligeramente modificada; ahora, en lugar de un

bandoneón, 4 son los que van a amenizar la velada. El mismo sujeto que inició con

sus compañeros, Jorge Citilari, se ubicó a la derecha del escenario, Al lado contrario,

Giovani Selpitieri y Tony Pascualo (nieto y pupilo del viejo Selpitieri respectivamente),

En el centro, como parte del espectáculo principal, el mismo Donato Selpitieri toma

asiento, y sus manos expertas sostienen el bandoneón.


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¡Es casi doloroso ver a Selpitieri! Luego de tantos años de gloria musical, era un

hombre de cabello blanco y escaso, ceniciento rostro envejecido y casi sin expresión,

con una marcada joroba y las manos pecosas y deformadas por la artritis; mientras a su

lado, casi como una comparación desdichada, el nieto con la juventud en la piel loza-

na, el cabello ondulado y abundante, la mirada firme de quien aún oculta mucho miedo

en sí. Los ojos de Selpitieri estaban muertos, sin brillo. Pero dicen que las apariencias

engañan, y la procesión marcha por dentro; sí, al iniciar la música, Giovanni gesticu-

laba, se mecía, hacía volar a un lado y a otro los rizos de su cráneo, en apasionados

gestos, casi abriendo un agujero en el escenario mientras marca el tempo. . . pero de las

manos de Selpitieri, de aquel cadáver ambulante, la melodía que surgía era un testigo

ineludible de la gloria de aquella música hermosa; una testigo del dolor y el amor im-

plícitos en ella en su nacimiento, crecimiento y madurez; una fuerza tal que opacaba a

sus compañeros de escenario.

Pronto las bailarinas entraron nuevamente con sus gimnásticos pasos, sus estiliza-

dos cuerpos firmes, y sus hombros perfectos, sus nucas elegantes, todo condimentado

con el abundante vino y adrenalina de la audiencia. . . pronto hicieron que Selpitieri y

su banda se vieran sumergidos en un segundo plano. A la tercera canción, protegido

por el velo invisible de las bailarinas, Giovanny se voltea hacia Tony.

- Me tiene nervioso...

Tony, como en una ensoñación sonriente, tan solo contesta

- Ah? Que? Quien?

- Allá .- señala brevemente con la mirada, y clava nuevamente los ojos en el esce-

nario.- Ese tipo no ha parado de verme desde que comenzamos.

El otro no lograba vislumbrar nada. Quizás Giovanny se refería al sujeto delgado

de la barra

- Quizás algún maricón. –contesta.- ¡Con lo hermosas que están las muchachas, y

viene a fijarse en tí!


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Se ríen entre ellos y aceleran los gestos musicales para indicar mayor énfasis en la

canción. El viejo Selpitieri, sin siquiera voltearse, ya lo había percibido.

Un largo aplauso del público acarició a los artistas; las bailarinas se inclinaban

con sus compañeros, los músicos disfrutaban de la ovación. Y Selpitieri les miraba con

satisfacción, la satisfacción del deber cumplido. Al subir nuevamente las escaleras, casi

aislado de la algarabía de los comensales, un bar recibía a aquellos que buscaban un

poco de paz en lugar de un espectáculo de tango.

Selpitieri se sentó y le trajeron de inmediato su viejo amigo escocés de 18 años.

Luego que el ambarino líquido acariciase casi astringentemente su garganta, se dirigió

al sujeto del al lado.

- Después de tanto tiempo, qué te trae por aquí Romanov?

- Disfrutando el espectáculo. Es un espectáculo ver como la carne se pudre en tus

huesos lentamente.

El hombre de complexión media, cabello corto, con un rostro plagado por infinidad

de pequeñas arrugas, le dedicó una sonrisa. La carcajada de Selpitieri resonó contra

las copas; los hombres, en un gesto de afecto, intercambiaron un abrazo y palmearon

mutuamente sus espaldas, quizás para convencerse de la fragilidad o la fortaleza del

otro

- Siempre el mismo humor negro, Romanov. Cuéntame, a que debo el honor.

El rostro de Romanov se vió surcado de pronto por una sombra, y sin mas, preguntó:

- ¿Has vuelto a ver a Janko?


LA CENA

Allí le encontró, luego de más de diez años. Aquella mujer, otrora ataviada de ves-

tidos anchos y coloridos, hoy estaba ante él en una sobria indumentaria negra, con el

cabello recogido que dejaba ver perfectamente aquel rostro moreno, de rasgos exóticos

heredados de algún pasado hindú. Por aquellos azares del destino volvieron a contac-

tarse, y a pesar de su firme promesa de dejar el pasado en el pasado, Romanov rompió

la rigidez de sus convicciones para verle.

Aquel local estaba tan atestado de gente que hacía difícil hablar y moverse. Ella

estaba sentada frente a un vaso de agua cuando Romanov se aproximó, y tras cruzar

una sonrisa y las breves fórmulas de cortesía, se sentaron a hablar sustrayéndose a aquel

tumulto humano que hacía a veces imposible entenderse.

Sí, los años no pasan en vano, Romanov lo sabía, escondido tras el disfraz de su

indumentaria laboral que desentonaba con aquel sitio ostentoso. Ella había cambiado

en su atuendo, en su expresión, antes de risa fácil, ahora con el rostro cargado de los

años de sufrimiento y de aquella perenne búsqueda de sí misma. En las fases constantes

de reinvención. Viviendo en una ciudad demasiado grande, demasiado fría, donde la

individualidad de cada quien se ve reducida a la nada, siendo simplemente una partícula

más, y donde la soledad afianza sus colmillos de la forma más certera, especialmente

en aquellos que no la disfrutaban.

-¿Desean ordenar?

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- Si, por favor. . . queremos tomar vino tinto.

- Por supuesto señor. Alguna marca o cepa en particular?

- Sorpréndame; el mejor vino es el que se toma en buena compañía, y cada momen-

to le da un carácter único a su sabor. Y por favor, nos trae dos vasos, no copas.

El mesero le miró horrorizado, y Simone esbozó una mirada divertida

- Y nos deja la botella, yo lo sirvo.

El hombre, confundido, se aleja. Romanov se voltea hacia la chica, y luego de servir

el vino, en tono confidencial le dice:

-Muy bien. Pon la mano sobre el vaso.

- ¿Cubrirlo con la mano?

- Si. Haz ahora movimientos circulares. Ahoga al vino, no dejes que respire. Ya, es

suficiente. Ahora bébetelo.

- No entiendo.

- Así, será el vino quien beba de ti, y no al revés. Continuemos

Empezó la discusión filosófica sobre la felicidad, la creatividad, el individuo dentro

de la masa, la política que todo lo impregnaba con su pestilente hedor, la necesidad de

crear, la abrasadora sed humana. . . Reían, compartían sus reflexiones sobre aquel pasa-

do común cargado de inocencia, de amores y desamores, de crisis dejuventud perdida.

Hablaron sobre la caída de padres y madres desde sus pedestales, con la confirmación

de su humanidad sospechada, se subieron al carrousel de emociones pasadas y presen-

tes, de manera que aquellos años transcurridos parecían haber sido ayer, y a pesar de la

distancia y la ausencia, observaron como aquel crecimiento de cada uno había seguido

un curso paralelo, y nuevamente esas líneas de destino se entrecruzaban. Romanov se

atrevió a asegurarle a Simone que todo aquello tendría su razón de ser, formando parte

del plan universal.

Y el vino seguía fluyendo, chocan los vasos, ríe la vida, recitan poemas propios y

ajenos, mientras la vorágine de gente fluye a su alrededor, familias acartonadas, mu-


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jeres de plástico y sin alma, mientras destruyen la ridícula seriedad de la academia,

en el sincretismo de aquel que ha vivido un cúmulo de influencias. Siendo testigos el

uno del otro de cómo los viejos ateísmos han sido poco a poco aniquilados por una

espiritualidad escondida y reptante dentro de cada uno. Las palabras son disparadas a

una velocidad vertiginosa, las risas van alcanzando un tono de maligno gozo, y pronto

bajo el influjo de Dionisio, se ven todas las respuestas (que nebulosamente, como en

un sueño, huirán después no dejando asirse con los sobrios dedos del día siguiente).

Pronto, aquella seriedad fúnebre inicial, aquel temor del reencuentro con el pasado,

desaparece. Romanov, con tono erudito, le expone:

- Pero la solución es simple para acabar con ese miedo irracional a los perros. Haz

como hago, yo. . . confieso que no soy amante de los perros (ya siento como la sombra

acusadora de los sensibles se cierne sobre mí). Pero ello no significa que no respete a

los animales. En el sentido de ese mismo respeto, simplemente, cuando me tropiezo

con ellos, les saludo por su nombre y hago una breve reverencia. Y ellos tan solo me

miran, ya no me ladran ni me atacan. ¡Hasta me esperan ahora para que les abra la

puerta!

- ¡Jajajaja! – risa plagada de dientes de un blanco irreal a la luz del vino y el vértigo

– Mis amigas me dicen que el problema soy yo. Que no me quiero lo suficiente y que

los animales detectan y rechazan eso. Y ante ello, ¡no pude más que reirme!

- Aun no entiendo cómo vives en Bratavia. . . Esa ciudad me parece que es una

locura, insensible.

- ¿Pues sabes que antes pensaba lo mismo? La soledad se impone, eres un ente

anónimo. Y sin embargo me ocurrió algo curioso

- ¿Que?

- El primer mes de llegar allá, me asaltaron cerca de mi casa, a plena luz del día. Me

gusta caminar de mi casa al trabajo, y obviamente notaron el patrón de aquello. Total,

amenazas, un arrebatón. . . se llevaron mi bolso. En fin, varié el camino, seguí adelan-


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te. Exactamente 4 semanas después (¿será que el ladrón sigue un calendario lunar?),

volvió a ocurrir, pero ya en circunstancias diferentes. Ya había pasado la novedad de

estar en una nueva ciudad, ya mi pasado había llegado a morderme los talones, y ya la

realidad se imponía. Debí haberlo intuido. . . estaba caminando y de pronto la soledad

se vio plagada de silencio. El viento súbitamente dejó de soplar, y las ramas de los

árboles se detuvieron de manera expectante. Mi mente no dejaba de roer mis proble-

mas familiares, personales, y la economía agonizante, puesto que tan solo tenía lo justo

ese día para viajar en el tren. Y en medio de mis cavilaciones, nuevamente. . . gritos (

mi cerebro obnubilado, aturdido por la reincidencia), el arma, la sacudida que casi me

arranca el brazo, y la espalda del violento que huía, con la capucha del suéter oscilan-

do, los zapatos gastados, el pantalón raído, cayendo frente a mí en diagonal, alejándose

horizontal. . . estaba yo en el suelo, desplomada, sin dejar de mirarlo, hasta que cruzó

aquella esquina. Me incorporé, anestesiada, caminando como en un sueño. . . llegué a

la estación, expliqué como si estuviera fuera de mi cuerpo que me acababan de robar,

me dejaron pasar. Y en el andén, mientras esperaba al tren, de pronto, todo se agolpó en

mí, una especie de explosión me hizo su presa, y sin poder contenerme, empecé a llo-

rar, de manera inconsolable, mientras el tren pasaba a velocidad rauda frente a mis ojos

anegados de lágrimas. Lloré por la impotencia, lloré rabias pasadas, lloré por la soledad

buscada y conquistada. . . lloré por el nuevo nacimiento que estaba experimentando en

aquella ciudad fría, por los errores, por la conciencia de mis defectos, por el ocaso de

mis dioses, y mi pecho se estrujaba infinitamente haciéndome sentir ahogada, mientras

elevaba mi mirada al cielo plagado de neón. No, no era el robo, simplemente aquello

fue la chispa que desencadenó una reacción más profunda que se estaba gestando en

mí desde hacía tiempo, y que me sumía en la más dura desesperación.

- Terrible. . .

- De la nada, una mujer, una desconocida, simplemente se acercó a mí, y sin mediar

palabra alguna, me abrazó. Fue un abrazo maternal, una sensación cálida de hogar, y
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mi pecho se volvió a ensanchar, y el universo entró en él. . . se abrieron las puertas del

tren, entré envuelta en aquel capullo humano que pidió una silla para mí, que me sentó,

que me acompañó con una sonrisa solidaria, y que me calmó sin mediar palabras. Al

llegar el tren a mi estación, me preguntó qué me habían quitado, y me dio dinero para

que pudiese volver.

- Extraordinario. Nunca lo habría sospechado.

- Esos pequeños detalles son lo que hacen que todo tenga un sentido.

- Nosotros, humanos, buscamos obsesivamente ese sentido vital. Aún el caos apa-

rente de nuestras vidas encierra su significado. Y si no, al menos nuestra mente le busca

la razón a todo. . . ¡Brindo por eso!

- ¡Salud! Por las búsquedas del sentido de la vida!

Carcajadas se escuchaban fuera del restaurant. Una cena de 70 personas estaba

siendo servida, y los meseros corrían atareados, en una danza coreografiada, mientras

maldecían en silencio las festividades decembrinas que saturaban todo en aquella suerte

de locura colectiva. Pronto, Simone volvió a tener aquella sombra en la mirada. Estaba

debatiéndose entre la huida de su realidad y su proceso de reinvención. Romanov intuyó

aquello de inmediato

- Somos versiones inestables de nosotros mismos. Hace falta el constante mante-

nimiento para no morir estancados. Pero para seguir adelante, en el impulso perpetuo

que nos mueve, debemos destruir nuestro yo una y mil veces. . . en ocasiones recorrer

caminos tortuosos que se retuercen sobre sí, que se cruzan con el pasado para que lo

podamos analizar con la mirada experimentada. A veces los problemas pierden su se-

riedad al diluirse con el tiempo. En ocasiones, los detalles más nimios te escupen con

contundencia las pesadas consecuencias en el presente.

- Es así. . .

Un sonido estridente de pronto estalló. Ahora una noche de comedia se imponía,

y su ruido de fondo pronto silenció la conversación. Sin embargo, fue un espectáculo


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bochornoso; uno tras otro fueron apareciendo sujetos en monólogo, hablando de coti-

dianidades de su vida, en aquella especie de psicoterapia pública, buscando que la gente

se riese de sus miserias, y tratando de manera inconsciente de justificar a las mismas.

Poco a poco se fueron enfrentando a la dureza de su público indiferente, que al prin-

cipio se reía de manera tímida, pasando pronto al silencio más gélido. De esa manera

se vieron sumergidos rápidamente en la conciencia de la pobre calidad del material, en

la desesperación al tratar de explicar sus chistes, para terminar finalmente como unos

cadáveres secos, unas momias golpeadas de realidad que se alejaban del escenario,

empujados por los anémicos aplausos que agradecían su partida.

Y sentados en el fondo más recóndito del restaurant, con un nudo en la garganta,

aquellos tristes payasos terminaron ahogando sus penas en alcohol, apilados como le-

ños grises que empezaban a arder espontáneamente, conversando a través de las llamas,

apurando el trago antes de que se evaporase por el fuego mientras pedían otra ronda. . .

Vasos llenos, vasos vacíos, platos llenos, platos vacíos. Mesas ocupadas, comensa-

les que van y vienen. A lo lejos, una joven equilibrista en tacones altos va degradándose

lentamente entre el licor y el aburrimiento, y su mirada va perdiendo el brillo de coque-

tería inicial. A la izquierda, parejas se odian en silencio mientras ordenan la cena sin

mirarse, juguetean con los cubiertos, resoplan con resignación hasta que la muerte los

separe, hacen una cata profesional del vinagre que les sirven, y engullen entrada-plato-

postre en menos de 15 minutos, para luego partir con su atmósfera opresiva rodeándo-

los como una espesa gelatina transparente. A la derecha, un grupo de excompañeros

de escuela, 30 años después, cumpliendo sus rituales indestructibles de remembranzas

añejas; ellos calvos, ellas gordas, unas no pudieron dejar a los niños en casa, pequeños

malcriados que corren por todo el lugar, amenazando con tropezar y caer a los meseros

saltimbanquis, quienes lanzan sus miradas de cordial desprecio sobre las madres beo-

das y los pequeños impertinentes que todo lo tocan y todo lo exploran con sus manos,

y cuyos agudos gritos atraviesan la música cada vez más alta del lugar, angustiando al
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resto del universo. Un vaso de cerveza se voltea en medio de las risas destempladas del

engreído del antiguo salón de clases, y cae en torrente, como un río, por la mesa, en

chorro al suelo, se arrastra entre los niños saltarines, las mujeres ebrias, los hombres

tambaleantes, pasa bajo la mesa de nuestros protagonistas sin rozarles siquiera, sigue

derecho amenazando con hacer resbalar al mesero, alcanza la barra, se trepa hasta el

tope y empapa el codo del bebedor solitario que intenta hablar con el barman.

Las melodías resuenan cada vez menos desde lejos. Las lágrimas comienzan a acer-

carse a los resquicios. Viejas sensibilidades, recuerdos que estaban bien guardados re-

vientan el candado, flotan sobre Romanov y Simone, como oscuros murciélagos, y son

rápidamente espantados por más risas perversas. El péndulo de la ambivalencia oscila

cada vez menos en aquel encuentro, y se acerca lentamente al equilibrio. Poco a po-

co se va llegando al descubrimiento de esa verdad inasible que solo aparece junto al

licor en la dosis adecuada, siendo en este caso dos botellas y cuatro horas. Romanov

tuvo aquella sensación gélida que solo se experimenta cuando las miradas fijas de los

meseros te disecan porque eres el ultimo comensal en un restaurant. El silencio les gol-

peó crudamente, al igual que la cuenta, y arrastrando los espíritus bohemios salieron

al vacío estacionamiento, donde el desvencijado auto les aguardaba. Las últimas gotas

filosóficas fueron ebriamente destiladas en el camino de regreso. Y ya en la despedida,

con el abrazo fraterno de los viejos compañeros de armas, Simone preguntó:

- Buscamos la razón de todo. . . ¿Cuál crees que sea el motivo de éste reencuentro?

- No lo sé. . . ¿Quizás ser testigos de nuestra reinvención? ¿Deambularemos por

caminos paralelos? ¿Mantendremos puentes delgados en medio de esta locura llamada

vida? Así lo espero.

Y con esta promesa tácita, la noche se tragó al carro y al viejo amigo ya borracho.

La mujer sonrió con el cabello alborotado por la deliciosa juerga. No había luna
EN EL MINISTERIO

“Simone. . . ¿Recuerdas mi trabajo en el Ministerio? ¿Aquel que te habia descrito

con lujo de detalles?

Bueno, resulta que en éstos días tuve una epifanía.

Un día típico consistía en llegar y encontrar al clásico montón de gente acumulada

en las aceras, unos pocos miles que usualmente llevan mucho allí, porque la piel se

suele confundir con el suelo y los polvorientos alrededores. Algunos, dormidos de pie,

estaban apoyados en las lámparas de la calle. Y puede verse la telaraña descendiendo

hasta ellos, quizás ayudándoles a sostenerse. Mujeres, ancianos, hombres, abrazados

en un casi impenetrable conglomerado humano que respiran al unísono, como un gran

tejido, y roncan por aquí y por allá, mientras los obesos sueltan resoplidos y las mujeres

dan sobresaltos como en las pesadillas donde uno cae. Ni un alma en la carretera, tan

solo la mortecina luz que todo lo alumbra.

Logro llegar a la puerta y el vigilante, en postura relajada y con los pies en alto apo-

yados en su mesa me dedica un saludo levantando la visera de su gorra. El ascensorista,

clavado en la misma banca de hacía 55 años, siempre esperando que en el ministerio

le aprobasen la jubilación, me sonrie con sus dientes falsos y demasiado grandes para

su boca enjuta. En la oficina ya había el movimiento típico de la preparación para la

jornada diaria. Como resortes a punto de ser liberados, la tensión se va acumulando

en cada uno de nosotros. Unos, dedicados a entorpecer, otros buscando “facilitar” las

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cosas de manera fraudulenta, y otros, como en mi caso (me conoces, y no quiero sonar

petulante, pero temo que ya es algo inevitable), simplemente tratando de hacerlo lo

mejor posible.

Resulta que un día ocurrió algo que comenzó a afectarme. Imperceptiblemente,

en mi mano derecha comencé a sentir unas pequeñas sacudidas. “Debe ser el café”

pensaba, pero no quería renunciar al delicioso brebaje. Sin embargo, cada vez era peor,

y al final tuve que dejarlo.

El flujo de personas crecía exponencialmente, y lo que muchos años atrás era una

actividad que me satisfacía plenamente, pronto empezó a agobiarme. ¿Alguna vez has

tenido que ir a una de esas reuniones de la universidad o de la escuela, donde todos

los excompañeros se reúnen a mostrar sus plumajes falsos y sus vidas pseudoexitosas?

¿Dónde hay una suerte de regresión colectiva a las dinámicas infames de la adoles-

cencia y de la juventud temprana? ¿Y donde un montón de nostalgias nauseabundas

se mezclan con la envidia y las preguntas ponzoñosas? Bien, creo que mi aversión a

ellas ha quedado clara. Pues en esas fiestas suelen insistir en el éxito profesional. Y

me preguntan que por qué continúo en esa tarea mecánica y alienante, con un tono de

condescendiente lástima y satisfacción malsana al unísono. El viaje al pasado infecto

no se hace esperar, pues recuerdo a todos esos esclavos de la calificación, que se arran-

caban los ojos por las décimas en las notas y por el status dentro del aula. . . y veo como

cambiaron esa obsesión de éxito académico por el ansia de dinero y reconocimiento,

que quién sabe que oscuras teclas mueve en el cerebro humano, pero que debe ser más

adictivo que la heroína. En fin. . . revivo esa tortura por el hecho de que, como te decía,

disfrutaba mi trabajo, en la ocasión de que siempre competía con el único digno de

ello. Conmigo mismo. Y de esa forma había logrado un equilibrio en lo profesional.

Sin embargo, en las noches, aun desahogando mi alma en la creación, sentía que

algo no estaba bien. Y aquella sensación en mi brazo estaba empeorando.

Cada día el acúmulo de gente era peor, incluso los jefes del ministerio habían con-
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tratado grandes retroexcavadoras que los recogían y los metían en empaquetadoras,

colocándolos compactamente en una fila para pedir una cita para una fecha indefinida.

Los rostros de todos ellos son de una furia resignada, como si toda rabia estuviera per-

fectamente dosificada en cada célula de su organismo. No debían malgastar energías

para poder insultar a todo aquel que les pone alguna nueva traba burocrática.

Un día, cerca de la hora del almuerzo, mientras ponía el sello por triplicado en

una forma 14-080, una sombra rauda bañó al edificio, y luego un estruendo terrible

resonó en toda la calle e hizo vibrar los cristales. Cuando me asomé brevemente para

no entorpecer mi trabajo, vi algo que cada vez es más frecuente. Un Titán había caído

desde lo alto y yacía muerto abajo, gigantesco y con el cráneo destrozado, mientras una

cuadrilla de 50 trabajadores se ponía en marcha para arrastrar el cadáver y despejar la

acera para los usuarios del ministerio.

¿Por qué te cuento esto? Creo que me he disgregado, pero es una imagen terrible

que quería compartir contigo. . .

En fin, la epifanía ocurrió ayer. Luego de 8 años de trabajo en el mismo sitio, de

amar mi cubículo y de competir conmigo, de forjar una ética laboral y de vida, mi cuer-

po no pudo más. Aquellas sacudidas imperceptibles en mi brazo derecho comenzaron

a hacerse calambres, y de calambres comenzaron a volverse contracturas, y esas con-

tracturas empeoraron hasta tal grado que me imposibilitaba agarrar mi sello. Tan solo

pensar en él desencadenaba el espasmo infernal. No podía firmar, no podía escribir, no

podía teclear. Y la angustia, y la sensación de vacío, y un deseo incontrolable de dejar-

lo todo y de huir, se hicieron intolerables. Tan terribles, que terminé renunciando, con

lágrimas en los ojos, siendo despedido breve y emotivamente por mis colegas. Cuando

vengas te muestro la tarjeta que todos firmaron.

Hoy, después de 8 años, vi un amanecer. Fue una sensación extraña. Una luz que no

estaba filtrada por el cristal del Ministerio ni por la angustia humana de una fila bovina

y absurda. Caminé por la ciudad y me senté en el banco de una Plaza. Fue cuando
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miré un árbol en vaivén con el viento, y reflexioné en el hecho de que todo un universo

se agita para ejecutar ese movimiento... y todo un universo se anima posterior a ese

movimiento. Y el árbol, simplemente está en el medio.

Logré ver un atardecer. Sonará estúpido, pero tan solo este hecho hace que valga

la pena haber dejado mi trabajo. Eso y el detalle de que un montón de Titanes cayeron

sobre el Ministerio y mataron a todos mis compañeros y jefes, resultando tan solo

ilesos los usuarios. . . Por alguna razón sospecho que estos últimos podrían tener alguna

relación con el suceso.

En la banca de una parada de autobús, encontré un libro de anatomía olvidado por

alguien; con curiosidad comencé a ojearlo, y entre sus páginas, hallé un naipe, un 6

de copas raído y envejecido, justo el capítulo que describía al miembro superior y sus

músculos. Después del hallazgo, los problemas con mi brazo cesaron.

¿Tiene esto algún sentido para ti? Me gustaría tu opinión.

Un abrazo

Romanov”
AJEDREZ

Caminaba animadamente por aquella calle soleada, mientras los ciclistas pasaban

raudos a su lado. Casi que se le antojaba marchar bailando, mientras en su interior

los ecos distorsionados de un mambo onírico resonaban. Se sentía libre, en comunión

consigo mismo y con el universo.

Se detuvo frente a la venta de libros. ¡Cuánto amaba esos pequeños artilugios del

saber! Su casa estaba atestada de los mismos, mientras las bibliotecas pugnaban bajo

aquel cúmulo de universos contenidos. Y a pesar de ello, siempre eran bienvenidos.

La experiencia sensorial de un buen libro no tenía comparación. Tan solo el peso

podía aportar información; habían libros ligeros, otros densos. Unos, rígidos, con sus

tapas duras, otros elásticos. El olor a madera transmutada, a vida y frescor desde la

muerte y transformación del árbol, la textura de las páginas, el impacto visual de las

distintas fuentes empleadas en su confección.

¿Y qué decir de aquellos libros usados? En lo personal amaba los libros de segunda

mano, quizás porque fueron los primeros que pudo adquirir, y pronto aprendió a disfru-

tar la historia personal de cada uno, en cada cicatriz, en cada marca, en cada mancha,

en cada hongo que oscurecía las páginas y le daba ese sentido único en el mundo. Den-

tro, todo podía variar. Un prólogo podría ser como una cena de delicias. Una historia

se agazapaba para enviarlo vertiginosamente a través de los ojos de su autor a mun-

dos extraordinarios, creados en conjunto con los filtros de su mente y su experiencia.

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Romanov estaba seguro que lo que el autor le mostraba y el imaginaba era una cons-

trucción entre dos, única e irrepetible. Sus criaturas son diferentes, huelen diferentes y

suenan diferentes, inclusive para el lector junto a él que lee lo mismo.

La vendedora lanzó un gesto de camaradería ante su cliente habitual, y siguió leyen-

do el periódico mientras fumaba. El sol pronto se ocultó tras un cielo gris que apareció

repentinamente, y gruesas nubes amenazaban con borrar todo recuerdo de aquel astro

brillante. El viento arreció, los ciclistas en raudales continuaban circulando en direc-

ción contraria a la de él, mientras avanzaba levantando las solapas de su chaqueta para

protegerse del frío. En su mano llevaba un libro, usado, sobre la muerte en los sueños.

Debía encontrarse esa tarde con un amigo, con quien habitualmente se enfrentaba

en encarnizadas partidas de ajedrez. Era una tradición el encontrarse cada 15 días en

aquel parque golpeado ya por los años, y lo que otrora habían sido frondosos árboles

y caminos verdes donde deambulaban en interminables charlas, ahora se encontraba

un lugar lleno de tierras yermas, árboles resecos, rejas grises y desvencijadas, y mesas

con bancos de concreto y tableros de ajedrez pintados en su superficie. El cuidador del

parque les alquilaba las piezas.

- Hola Romanov

- Janko, hermano, ¿como te preparas hoy? ¿Listo para la derrota?

Una sonrisa forzada, con mirada ausente, fue lo que salió de aquel hombre que

rondaba los 40 años. Era delgado, de cabello amarillento plagado de canas, con una piel

que cada vez parecía más enferma, de tez cenicienta que contrastaba con aquel color

pajizo del pelo. El rostro, largo, marcado por dos hendiduras verticales, un rostro de

rumiador, de elucubraciones crónicas. Las manos, huesudas y nerviosas, sostenían las

piezas del ajedrez. Los hombros, afilados, sostenían una gabardina marrón. Su mirada

bajo las espesas cejas grises estaba ausente, ojos perdidos en el vórtex de su interior,

mientras manejaba su cuerpo como si fuese un titiritero externo.

Aquellas partidas solían estar acompañadas de las reflexiones de rigor


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- ... y te digo, Janko, ¿Qué es la realidad? Nuestra percepción está constantemente

modulada. Nuestro filtro de la realidad son los organos de los sentidos (superlativos en

nuestra época actual), y este filtro es constantemente modificado por la cultura que nos

rodea, por los preconceptos, por los anhelos internos. ¿Y qué pasa con los sentidos por

nosotros desconocidos, o inclusive descalificados?

Janko le miraba taciturno, asintiendo lentamente

- Las teorías que dominan nuestra vida modifican nuestro filtro, ese conjunto de

rejillas que dejan pasar cierta información y bloquean el tránsito de aquellas que no

encajan. Todas las teorías aparentemente tienen una contrateoría que la refuta, con una

lógica igual de válida, equilibrio natural que aparece sin buscarla. ¿Todas las mentes

tendrán una igual que se le oponga?

-Sospecho que si, así es

- Por otra parte nuestra ciencia está construida sobre rigidas normativas que limi-

tan la posibilidad de pensamiento creativo. Pues la creatividad es atreverse a pensar

diferente. La ciencia rigurosa exige uniformidad de pensamiento. Poco a poco el fun-

damentalismo, como en muchas áreas, le impregna y le empuja a convertirse en otro

falso ídolo más. Y muchos están dispuestos a sacrificar, a sus pies, a los impíos. Pare-

ciese que mientras más rigido y mecánico es el pensador científico, más proclive es a

buscar corderos para saciar el ansia de sangre de su deidad.

Una sonrisa aprobatoria, fugaz, atravesó el rostro de Janko. Mientras sostenía la

torre con la derecha, en un gesto que parecía una eternidad, dijo:

- Un día, mientras veía caminar a una mujer en el parque, como una iluminación,

una certeza me golpeó de la nada, una especie de epifanía, y es que el tiempo es tan

solo una ilusión. Todo momento existe al mismo instante: pasado, presente y futuro.

Lo que asumimos como el tiempo es el salto de un estado al siguiente, como los foto-

gramas de una película, pero en tres dimensiones, cuando en realidad todo ello es una

representación de nuestra mente, la verdadera máquina del tiempo que está en cons-
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tante viaje, con nuestros recuerdos, con nuestros planes y temores, en exploración de

todas las posibilidades.

Romanov se come con su único caballo a un peón y hace jaque. Janko continúa:

- Igualmente nuestro cuerpo y nuestra individualidad tal como los percibimos, son

producto de nuestro cerebro. Lo que sentimos como nuestro cuerpo es la imagen ilu-

soria de una materia con vida propia, que se desplaza en un entramado heterogéneo,

viajando a través de un conglomerado que evita a otros organismos. Puedo verlo cla-

ramente, como esa masa de la que estamos hechos en apariencia va dejando tras de sí

una estela, que se dilata y se contrae bajo los vaivenes de nuestra vida, la verdadera

sustancia por la cual nos movemos. Al final todos hemos transitado los mismos cami-

nos, en un pasado, en un presente y en un futuro de espejismos. Y cabe preguntarse,

¿es nuestra mente en realidad individual? ¿O es tan solo el fragmento, de una concien-

cia colectiva? ¿Aquello que llamamos cultura, sociedad, no son producto de una sola

mente compleja? ¿ Estamos entremezclados con otros y no nos hemos dado cuenta de

ello?

Las hojas se desprendían de los árboles maltratados por las inclemencias de los

últimos climas cambiantes, y volaban en torbellinos junto a los jugadores. Romanov

tenía los lentes manchados por las yemas de sus dedos, y mientras pensaba la mejor

manera de atacar al alfil de su amigo, se quitó los anteojos para limpiarlos mientras

Janko cometía otro error y dejaba escapar una oportunidad de hacerle jaque.

Cuando se los volvió a colocar, lo vió; detrás de su amigo, una pequeña mujer

de rostro oval y corto cabello negro estaba a horcajadas en su espalda, abrazándole

desde atrás, hundiendo las manos en su pecho, y hablándole en susurro junto al oído

izquierdo. Y cada vez que musitaba su mensaje secreto con evidente coquetería, el

rostro de su amigo se veía atribulado por la desesperación. Era una imagen borrosa,

como vista a través de años luz de distancia, y sin embargo, allí estaba frente a él, a

un metro quizás. A veces el rostro de aquella criatura se hundía en la cabeza de Janko,


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como un ave cazando peces en el lago. Y luego volvía a salir, y la tez se tornaba mas

cenicienta en el hombre, y el martirio que lo sustraía del partido de ajedrez se hacía

más evidente.

Alrededor de aquella mujer, otra serie de imágenes comenzó a aparecer, en una

suerte de ebullición, burbujeante y cambiante; un cardumen humano de pequeñas fi-

guras masculinas, que giraban en torno a esa ninfa nocturna, que bailaban una danza

coordinada, que le atravesaban fantasmalmente, haciéndole reir, llorar, siempre aferra-

da al pecho de Janko, agitándole en convulsos escalofríos que se confundían con los

producidos por aquel clima gélido que se estaba abatiendo sobre ellos. Romanov per-

dió la concentración, y Janko ganó la primera partida del día. A su derecha, el sonido

chirriante del columpio impulsado por los escasos niños que pululan en aquel parque

desértico, con el grito de gozo infantil mientras giran en los artefactos a velocidad

vertiginosa.

La mujer abrió los ojos. Luminosos. Incandescentes. Romanov se quitó los lentes,

y la imagen desapareció. Todo a su alrededor estaba en suspenso. Los niños en el

columpio detenidos en medio de la risa. La hojas en el aire, congeladas en el descenso,

y sin embargo aún animadas por un viento que seguía soplando y moviendo el cabello

de su catatónico compañero de armas, quien estaba detenido con el caballo a punto de

ser colocado sobre el tablero.

Una sombra pareció cernirse sobre él, más profunda aún que la generada por las

nubes que le rodeaban, y cuando miró, otro titán (¿otro más?) estaba detenido en el

aire a unos 10 metros sobre sus cabezas. Pudo detallar a la criatura. Los ojos vacíos,

y la piel pétrea, como si estuviese hecho de bloques de barro. La expresión fiera en

el rostro. Partes de sus brazos fragmentados. De sus pies, allá en lo alto, unas llamas

también en parálisis, como contenidas por aquella fuerza extraña. De la nada apareció

la misma cuadrilla que había visto en tantas ocasiones. La cuadrilla de los cincuenta.

Escaleras atadas unas a las otras, en un crecimiento vertiginoso fueron desplegadas a


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su alrededor, apuntando arriba, arriba, arriba, hasta apoyarse en el torso del gigantesco

ser de rictus de odio. Los cien brazos de manera coordinada comenzaron a desarmarle,

fragmento a fragmento, pieza a pieza, la nariz, los dientes, la mandíbula, el cuello, los

hombros anchos, los brazos, las manos, las caderas, los muslos, las piernas, los pies. . .

el vacío sobre sus cabezas, las escaleras que se desarman, el sol que les ilumina, la

parálisis que desaparece, y el jaque mate que le vence.

El retorno a la casa es de noche. No hay ciclistas, tan solo una música en su interior,

lenta, curiosa, casi en susurro, de puntillas en los resquicios de su memoria, mientras

borraban las curiosas imágenes que había atestiguado.


VALKA

“4 de abril

Siempre recuerdo la primera vez que vi a Valka cuando traspasé el umbral de la

casa aquella noche de fiestas, atravesando un mar de personas extrañas, luces parpa-

deantes, tintineos de botellas por todos los rincones. El humo de cigarrillos flotaba por

doquier, en esa hora extraña del atardecer donde la noche va presentándose subrepti-

ciamente y va atacando nuestros enceguecidos ojos por la luz diurna. A la derecha, la

cocina poblada de múltiples voces, buscando licor en la nevera, sirviendo aperitivos

en tazas y ollas, untando salsas de extraña procedencia y aun más extraño color. En

el fondo, una música estridente, lenta, orgánica, visceral se arrastraba sacudiendo las

paredes de aquel lugar. Un sonido espeso, denso y primigenio que todo lo envolvía.

Mi capacidad de socialización hacía tiempo que se había atrofiado, y tan solo bus-

caba ubicarme como un florero en el rincón más apartado del lugar, pensando la mejor

excusa para escapar de aquel infierno social al que periódicamente me veía arrastra-

do. Un cigarrillo me acompañaba en meditaciones inertes, cuando le vi, y no pude sino

sentir ternura por aquella mujer. En el fondo de aquella sala mal iluminada, un sofá

de color indefinido (¿naranja?); y en medio, sentada, enorme, portentosa, rodeando a

todos con una mirada benévola desde sus ojos verdes, desde su enorme estatura, desde

su sonrisa dulce y silenciosa, Valka todo lo observaba, me observaba.

A su derecha, LeClerck, pelirrojo, grueso, hablaba con rostro ceñudo, cabello lar-

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go y barbado, en una conversación cerebral con una chica que se perdía de mi campo

visual; a su izquierda, Málkima, delgaducha, enérgica, con los ojos muy abiertos, ha-

blando a una velocidad indescriptible, con sus brazos tensos por las prácticas en la

batería, el negro cabello escaso y desordenado a ambos lados del rostro, reía junto a

otras dos chicas que empinaban vasos de tequila a una velocidad vertiginosa. Y Valka,

grandiosa, tan solo estaba entre ellos, con la corpulencia de sus 100 kilos y su metro

setenta de estatura.

La morena piel, el rostro perfecto, los labios carnosos de sonrisa insinuada y sere-

na, en ese momento animados por el alcohol, el cabello corto y castaño, ondulado, toda

ella irradiaba un aura de protección que, de manera invisible, rodeaba a sus compañe-

ros de banda, dialogaba de manera silenciosa, se extendía por toda aquella habitación,

le hacía crecer lentamente a mi vista, mientras seguía observándome y sonriéndome,

al darse cuenta que le miraba detenidamente. Vestía de negro, sus enormes brazos des-

cubiertos mostraban unos tatuajes que no podían ser descritos a la distancia, y sus

pies calzaban unas pesadas botas.

El mutismo desde el cual me miraba fue roto, y comenzó, inducida por el licor que

pronto fluyó por todo el lugar, a reírse y a hablar animadamente con interlocutores

ocasionales. Sin embargo, seguía haciendo contactos esporádicos conmigo, el florero

humano, que deambulaba mentalmente en los vacíos pasillos de universos paralelos

mientras consumía cigarrillos y cerveza a velocidades cada vez más crecientes, en

busca de mi filósofo interior (primer síntoma de ebriedad segura).”

___________________________________________________________

“12 de abril:

Una semana mas tarde, nuevamente le vi. Tocando esa música abrasiva que solo

ellos tres podían crear. LeClerck, a la guitarra, gritaba sus letras con voz cavernosa,

Málkima aporreaba la batería de manera desproporcionada a su minúsculo tamaño

con una energía asombrosa, un metrónomo humano que ejecutaba los tempos más ex-
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traños en perfecta coordinación. Valka, al bajo, un bajo de sonido gordo, pesado y

distorsionado, ejecutado con precisión y sentimiento, sin virtuosismos estúpidos como

abundan en la música en éstos días últimos días; un bajo poderoso, que, al igual que

aquella hermosa y enorme mujer, nutría con su sonido al conjunto musical, establecía

un puente entre los otros instrumentos, era una espalda sobre la cual la guitarra hacía

sus piruetas y llamaba la atención del público, ejercía de director oculto de aquel so-

nido, y daba el elemento clave para garantizar la totalidad, el cuerpo real de aquella

música extraordinaria. Los hecantóquiros al unisono levantaban sus brazos y marca-

ban el ritmo con las 50 cabezas en una danza lenta como una anémona, desgarrada

por los gritos que perforaban el denso aire de aquel lugar. En el centro, el foso se

iba armando lentamente, y las sombras comenzaban a girar de manera vertiginosa,

en un remolino de caos creciente, de siluetas informes que generaban aquel agujero

negro donde serían sacrificadas las almas de los fanáticos de la música, dispuestos a

lanzarse al peligro de ser aplastados por las botas, en olas de adrenalina creciente,

que iban incrementando los saltos, los bailes orgiásticos, marcados por la batería, el

riff del bajo aplastante y envolvente, la guitarra hipnotizante, el rostro de Valka en

concentración absoluta y calma impertérrita. Su expresión no reflejaba lo que ocurría

en la rapidez cada vez mas vertiginosa de aquellas maternales manos, el cabello corto

sacudiéndose en pequeños sobresaltos cuando abre los ojos y acompaña con su voz a

la del guitarrista, terminando con un eco distorsionado, grueso, en feedback. La calma

después de la tormenta. Yo me mecía lentamente ante el sonido, como un junco de río,

disfrutando cada nota.

Reconocí el sonido de la canción previa, era la misma que me recibió el día de

aquella primera fiesta. Pero allí, en el escenario, Valka no era la misma. Su figura lucía

de menor estatura, aunque lo que le faltaba de altura le sobraba en sonido. Luces, luces

brillantes, mientras un nuevo riff de guitarra en solitario comienza a sonar. Malkima,

sudando, sentada en la batería con su mirada concentrada, como una bala a punto de
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ser disparada. Valka, con la mirada baja, llevando el tempo con la cabeza, las manos

sobre el bajo, esperando, esperando, esperando. Levanta su mirada clara , diáfana, y

a través de aquella muchedumbre, a pesar de la oscuridad, juraría que me miró. Justo

a tiempo para descargar su sonido, que salió expelido de los parlantes y nos atravesó

a todos, logrando que se nos pusiera la carne de gallina.

Las tres voces, al unísono, construían oscuras armonías que llenaban mágicamente

aquel club. En el aire, la muerte, montado en un caballo huesudo, iba y venía en una

perezosa danza flotante y sin sentido. Mientras la guitarra, en sonido acústico, moría

lentamente, y mientras los aplausos atronaban por doquier, salí feliz a la fría noche y

me alejé por la calle hacia la nada de la soledad.”

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“14 de abril:

El bote, lentamente flota en el agua, calma chicha, mientras ella rema, y a lo lejos

un faro nos da la bienvenida.”

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“18 de mayo:

Sentados en la mesa de un café, a eso de las 8 de la noche, converso con Valka.

Afuera, la lluvia arrecia y distorsiona las luces de la calle reflejadas en el cristal. La

mesa de fórmica, obsesivamente pulcra, se interpone entre nosotros.

Ella, con una chaqueta verde claro que contrasta con su piel oscura, toma un sorbo

de su café y ríe ante las tonterías que uno suele armar para intentar lucir interesante.

Con su mano izquierda acaricia el cabello y lo coloca tras su oreja, y me mira con

aquellos ojos, brillantes, con una sonrisa en los labios.

Una mesera se acerca y nos ofrece el pastel de la casa, el cual resulta ser un fiasco

pétreo. Pero hasta aquel engendro culinario sabía bien, siendo uno más de los detalles

que hacían hermoso aquel día. El cocinero del delantal sucio, el hombre sentado en

la barra con rostro suicida, los niños insoportables que halaban al mismo tiempo el
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pantalón de la madre que intentaba pagar y contaba el dinero, haciendo equilibrio

con el bolso deforme por la cantidad de objetos en él depositados, la mesera con el

uniforme acicalado y el prolijo peinado, los azulejos faltantes en las paredes...

Valka estaba comprimida en aquel sillón contra la mesa, y sin embargo no habían

signos de incomodidad en su rostro.

Salimos expelidos de aquel lugar en medio de la noche, en plena lluvia, y nos

montamos en mi carro. El silencio se apoderó de aquel viaje, mientras flotábamos a

través de las calles vacías, y la policromía de los semáforos se colaba a través de

los vidrios, y Valka, con aquella hermosa sonrisa y aquella placida mirada, tan solo

veía en silencio hacia el frente. Era un silencio cómodo, un silencio pleno que no

necesitaba ser llenado, y que a pesar de que poco había sido dicho a lo largo del tiempo

que nos conocíamos, no era necesario lanzar palabras vacías. La noche nos envolvía

en un capullo protector, mientras avanzábamos, mostrándonos su rostro fantasmal,

fatal y primigenio. Mi corazón se aceleraba cada vez mas ante su proximidad, y ella,

como intuyéndolo, sonreía aun mas iluminándolo todo. Y nuevamente comencé a verle

enorme, gigantesca, una criatura sólida, ilimitada, que todo lo envolvía, en una suerte

de abrazo protector. Pronto el carro dejó de ser carro y fue Valka. Pronto la noche dejó

de ser noche. Pronto el universo entero fue Valka.”

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“14 de septiembre:

Valka me sacó de mi tormento con tan solo una mirada. . . aquellos ojos verdes

enmarcados por esas cejas oblícuas y perfectas, aquellos labios lascivos provocadora-

mente pintados, aquellos dientes imperfectos y hechizantes...

El día que tuve que huir de la realidad, entré a aquel edificio de murales oscuros;

a medida que subía sus escaleras, en un ascenso cuadrangular, sentía como mis ropas

de ser anónimo me asfixiaban, mi corbata negra y delgada deshacía su nudo por el es-

fuerzo, y en el piso mil del edificio escuché claramente cómo mi corazón, como pintado
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en un papel, era desgarrado por las manos del ángel de la muerte, y le sentí escapar de

mi pecho, cayendo al suelo con un golpe sordo y acuoso. . . Y de una puerta entreabier-

ta salió ella, con su cabello corto y ondulado, con sus redondas formas, arrastrándose

como una serpiente y lamiendo la sangre del piso, mis tobillos, mis piernas, mi vientre,

mi tórax expuesto, la oscuridad de mi pecho, y decidió dejar su huevecillos allí.

Penetré en el apartamento. Dentro, la silueta brillante de un cangrejo bailaba junto

a una luz oscilante que le llevaba el compás. Se quita el sombrero de copa, y ella estira

sus piernas de bailarina. Valka les saluda, mientras una melodía resuena en la sala,

y me lleva a aquel balcón que se pierde en el vacío de un abismo negro abierto ante

nosotros. Se apoya conmigo en la baranda, enciende un cigarrillo y sonríe. Miro hacia

el frente, y veo las estrellas flotando ante nosotros.

- Son extraordinarias.- le digo.

- Hay algo más interesante que las estrellas. . . - me contesta, con aire melancólico.-

...el espacio entre ellas.

Flotando sobre una nube, se ve a un payaso devorando a una amazona. Sonríe

con sus labios maquillados de carmín y muestra sus dientes manchados de sangre, y

levanta sus manos enguantadas en un entusiasta saludo que se pierde al ser arrastrado

por una ráfaga de viento.

- ¿Sabes una cosa, Valka? Las mujeres en mis sueños son libres. Fuertes. Prácti-

cas.

- Eres aún demasiado humano.- Respondió, haciendo un mohín.- Hueles a humano

en cautiverio.

En medio de la noche, las siluetas de blanco, como un ruido disonante, irrumpie-

ron con violencia. Chacales blancos de ojos rojos, conejos asesinos amenazadores,

desgarrando la cortina nocturna, cuervos níveos de alas afiladas y picos intimidantes,

rompiendo con la paz inmaterial, hasta sumergirlo todo en un opuesto total. En un

violento amanecer.”
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“15 de junio:

Aquella tarde en pleno caos, fue la última vez que le vi. La gente se atropellaba des-

ordenadamente, y los aviones planeaban sobre nosotros, lanzando su carga de muerte,

mientras los niños perdidos lloraban en medio del pánico desatado. Valka, a lo lejos

me miraba, infinitamente hermosa, mientras el caos giraba a su alrededor, y a pesar

de su enormidad, de su bondad, de su poderosa figura, en aquella estación de trenes,

pronto la muchedumbre le aplastó, en medio de los gritos caníbales de la locura de

aquel día.

El cielo amarillo estaba plagado de humo, el vértigo de la gente en carrera todo lo

ocupaba, y yo, nuevamente como un florero, ahora impotente, aprisionado contra una

pared, veía como Valka era consumida, alejada, disminuida. . . observando tan solo un

vestigio, una bufanda azul que salía flotando al aire, arrastrado sobre aquel infierno,

ella con su benévola figura me sonrió hermosa e inmortalmente, hasta, irremediable-

mente, desvanecerse.

En aquel tren que logré alcanzar, agarrado a duras penas, vi como la estación se

alejaba raudamente tras de mí, como la ciudad se iba reduciendo, como la noche me

envolvía.”
EL NIÑO DEL MALETÍN Y

EL TEREMÍN

A los 9 años, Romanov vivía solo con su abuela, en aquella casa de 3 habitaciones

ocupada en otros tiempos por sus tíos y su madre. Ahora, luego de la partida de todos

ellos, de la muerte de su padre y del trabajo en otra ciudad de su progenitora, estaba

bajo los cuidados de la mujer lívida y enjuta, de cabello blanco, siempre con las manos

ocupadas, siempre con el delantal puesto. Sus brazos y piernas surcados por millones

de arrugas, su cuerpo delgado y enérgico, su mirada penetrante y silenciosa.

Solitario, siempre en ensoñaciones diurnas, encerrado en sus propios pensamientos.

Cuando descubrió el armario del abuelo, e investigó su contenido, quedó atrapado por

aquellos artilugios allí guardados con ceremonia.

Aquella caja de madera, cálida al tacto y llena de perillas en un costado, era la

perfecta conjugación de dos épocas, lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo experi-

mental. Una gruesa antena a su derecha, una extraña asa metálica a su izquierda. “Es

un teremín” le dijo su abuela tras él, secándose las manos. “Era de tu abuelo”.

Romanov palpaba con sus pequeños dedos aquella superficie en una suerte de amor

a primera vista que la mujer detectó en su infinita sabiduría de años vividos. “Con él,

puedes hacer música del aire. Es hermoso”

“Hermoso” repitió el niño. Lo sacó con veneración, respetando la integridad del

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aparato, y lo conectó segun las indicaciones de la viejecilla.

De ruidos extraños a melodías lentas, de la inexperiencia del movimiento al per-

fecto control de cada postura, cada gesto, poco a poco Romanov logró ser uno con su

teremín. Pues ahora era suyo, como le había hecho saber su abuela.

Se hizo habitual que llegase a la pequeña plaza con el teremín bajo el brazo derecho

y el maletín negro de cuero en la mano izquierda, conectase el aparato al tomacorriente

más cercano, y comenzase a tocar, con los ojos entrecerrados, sintiendo el aire acariciar

cada cabello, la ropa agitarse en su delgada figura, los sonidos etéreos saliendo del

altavoz, los bajos rasgando el aire y acariciando el plexo solar, mientras los curiosos

le observaban entre divertidos y encantados, respetando el límite por él dibujado en el

suelo con la tiza, pues todo aquel que se acercase afectaba la afinación del aparato y

generaba un ruido infernal.

Un día, a lo lejos, mientras tocaba en pleno éxtasis, vió aquella escena que le hizo

desafinar en más de una ocasión. Había una familia con 7 niños, cada uno más pequeño

que el anterior (salvo un par que parecían gemelas), y mientras los adultos paseaban

en medio de la vegetación, la hija mayor trataba de domar a aquellas traviesas criatu-

ras, que se montaban en los árboles tratando de tumbar los mangos, mientras los más

pequeños lloraban en berrinche, uno en sus brazos, el otro apenas caminando; las ge-

melas corrían a su alrededor, y la hermana que le seguía estaba entretenida atándole

los cordones. Pues ella, de pronto, había quedado cautivada por la melodía extraña que

ejecutaba aquel niño del maletín y el teremín.

Por supuesto, el desastre no se hizo esperar. La niña mayor cayó al intentar moverse,

los otros niños rieron, los bebés lloraron, los adultos inmersos en alguna discusión

intelectual regresaron sin prestar mucha atención al pandemonium, mientras ella, con

el cabello en el rostro gacho trataba de desatar sus cordones. Romanov se le acercó, le

ayudó a levantarse, le consoló, y para más felicidad de la pequeña le acercó al teremín,

que esperaba expectante a que algun movimiento lo animase a gritar.


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Ella reía con aquellos ojazos llenos de lágrimas y de felicidad, la felicidad de la no-

vedad. Cada respiración, cada giro de la cabeza y cada carcajada hacían que el teremín

lanzase agudos chillidos de ciencia ficción. Los otros niños (sus hermanas y sus primos

según comentó después) estaban al cuidado de los despreocupados padres, haciendo

revuelo a la distancia con helados y berrinches.

“¡Simone, ya nos vamos!” llamó la madre. Se prometieron que volverian a encon-

trarse en aquella plaza, y se alejó corriendo, mientras Romanov guardaba los cables en

el negro maletín, sintiéndo de alguna forma la profunda resonancia con aquella chiqui-

lla.
REALIDAD

El silencio es abrumador cuando salgo, manejando aquel destartalado auto mien-

tras la ciudad duerme. En las últimas semanas se habían generado kilométricas colas

sumergidas en la mitad de la noche, con la oscuridad en pleno apogeo cuando logro

ubicarme al final de la fila, pugnando por el sueño y el frío que cala en los huesos, en

aquel suspenso de la espera eterna. Un extraño aturdimiento hace eco sobre mi cabeza,

mientras otros conductores expectantes tras sus volantes me rodean.

La fantasmagórica figura de un vendedor, como una gaviota señalando la proximi-

dad de tierra en alta mar, se desplaza entre los carros, ofreciendo un hirviente café que

compré complacido para mitigar el sueño y el hielo atenazante. Había aprendido por las

experiencias repetidas que eso era buena señal. Si embargo, en esa ocasión estaba muy

equivocado. El café amargo e hirviente golpeó mi garganta, mientras desembolsaba

una cantidad de dinero desproporcionada con el tamaño del preciado líquido.

Pálido primero, resplandores rosáceos, luego brillo atravesando los resquicios entre

los edificios. El sol, en su esplendor, comenzó a levantarse sobre nuestras cabezas,

mostrando los cansados rostros de los vecinos de fila, y cómo, en cuestión de horas

el final de la cola se había alejado kilómetros hacia atrás. La luz era ya suficiente

para matar el tiempo con el libro de turno, mientras los minutos eran devorados por el

inconsciente.

Como sonámbulos, comienzan a salir los conductores, desconocidos entre sí, en-

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tablando conversaciones exploratorias, preguntándose cuánto faltaría para comenzar a

avanzar, cuando llegarían al final. Unos decían que habían estado en otras filas, mas

largas que esta, y que no habían logrado su objetivo. Otros fruncían el ceño, y unos

pocos, desanimados, se salían de la columna de automóviles, regalándonos la ilusión

de que la cola infernal se movía.

El sol brilla en el cénit, mientras dentro del auto busco desesperado una sombra, en

una contorsión imposible tratando de hacer equilibrio con el libro que pugna por caer

de mi mano, abriendo todas las ventanas para que un viento ausente aliviase aquel calor

sofocante. Comencé a gestar la idea de redactar un manual de supervivencia para las

colas, donde se pudiera aprender el sutil arte de la lectura de los signos que ocurrian a

mi alrededor.

Avanzamos. Aparentemente muchos más han caido en la desesperación y han aban-

donado su lugar. Cuesta mover el auto, pues las enredaderas del borde del camino han

hecho lugar entre los cauchos en un abrazo vegetal firme. Frente a mi, aquellos hom-

bres sumidos en un dialogo eterno conversan bajo la sombra de un árbol, entorpeciendo

incluso el movimiento de la fila. En el oeste, los rayos del astro rey comienzan a ocul-

tarse, y de pronto la penumbra nos engulló, los sujetos instintivamente se metieron en

sus sarcófagos con motor, y el silencio se apoderó de nuestro entorno, solo roto ocasio-

nalmente (muy ocasionalmente) por el ronroneo del arranque y el avance en medio de

la noche.

En plena oscuridad, la puerta del acompañante se abrió, y una mujer se sentó a mi

lado, congelada del frío y sosteniendo una humeante taza de chocolate caliente entre

sus manos. Me ofreció y la acepté. Era la dueña del vehículo frente a mí. Me informó

que su hermana le estaba acompañando, y había decidido traerme algo, pues notaba que

no había participado en la socialización humana que nos rodeaba. Acepté gustoso, y

mientras tomaba de aquella dulce bebida, vi como acurrucada se abandonaba a mi lado,

tan solo dejando una queda respiración bajo los abrigos y bufandas que le envolvían.
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En mitad de la noche, con una luna nueva, fantasmas se arrastraban a nuestro al-

rededor. Los bordes de la carretera no eran reconocibles, y parecia que estabamos su-

mergidos en un túnel. En ocasiones el sonido suave de los arboles meciéndose con el

viento era lo que llegaba, un sonido hipnotizante que se reía de nuestras prisas huma-

nas. Algunas aves nocturnas se preguntaban qué nos había hecho arrastrarnos fuera de

nuestras madrigeras para hacer esa eterna espera en medio de la nada, en medio de un

universo sin estrellas.

Imágenes inconexas aparecian frente a mis ojos, chispazos de luz probablemente

surgidos de mis retinas tratando de activarse en medio de aquella negrura. Ella, en ese

momento, encarnaba a diferentes mujeres, Valka, Simone, Nina, en fin, todas se suce-

dían una tras otra, mientras la espera se hacía eterna, mientras la monotonía nocturna

era rota por el vendedor de café (el mismo de la madrugada anterior), que tambien ven-

día sus esperanzas falsas. Y nuevamente la noche huyendo rechazada por la claridad. Y

otra vez amanece, mientras nosotros, pequeños humanos, nos desperezamos. Arrancan

los motores. Y nos movemos unos kilometros más, en medio de la nada, lejos de la

civilización, para, nuevamente, detenernos en una pausa sin fin.

Decido bajar un rato a charlar con las dos chicas frente a mí. La hermana, conversa-

dora, se ríe mientras unos perros se acercan a ella y les lanza comida. La otra se dedica

con saña a arrancar las enredaderas atenazadas en los parachoques de su vehiculo, de

los neumáticos, del parabrisas. Los demas conductores otean a la distancia, tratando

de discernir el final de aquella hilera de automóviles, unos beben cerveza en una ca-

mioneta mientras la música suena, tratando de alejar el tedio. Otros desarrollan miles

de teorías sobre aquel engendro de cola. Todos son esfuerzos inútiles, solo quedaba

esperar.

Sol picante, asesino, muerde nuestra carne. Afortunadamente, en uno de nuestros

avances quedamos bajo la sombra de unos árboles. El sudor se va enfriando lentamente

en mi cuerpo, siento que estoy perdiendo la noción del tiempo, y la desesperación


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comienza a hacer nido en mi. Les digo que me esperen, y comienzo a caminar hacia el

frente, para tratar de obtener alguna información.

Carros, carros y mas carros, en una suerte de paisaje monótono sin final. Nadie sabe

nada, y luego de media hora de marcha ininterrumpida decido volver sobre mis pasos.

Solo podia ver que aquella fila subía poco a poco y se perdía en medio de las montañas,

sin vislumbrar cuándo iba a terminar.

De pronto comienzan a arrancar los vehículos, y corro hasta donde estaba estacio-

nado. Ella había movido mi auto, un brillo de esperanza aparece sobre nosotros, para

pronto desvanecerse. Falsas expectativas, un final que no se logra entrever. Y el sol se

oculta otra vez. Y la noche nos alcanza en la entrada de aquellas montañas escarpadas.

Un anciano camina cansinamente a mi lado, arrastrando los pies, con una garrafa.

Se ha quedado sin gasolina a la espera. Logra avanzar unos metros delante de nosotros,

y se desploma, sin vida, en el suelo. Los que le están cerca de él le ven inexpresivos,

le agarran de los hombros y las piernas y lo lanzan al lado del camino. Los perros que

rodeaban a la hermana de mi amiga se acercan felices mientras mueven la cola, para

luego en la oscuridad disputarse la carne humana.

Atrás la camioneta que temprano atormentaba con su música, se quedaba sin ba-

tería, mientras sus ebrios propietarios peleaban y se caían inconscientes al suelo. Y

cuando nos tocó movernos, quedaron como una isla en medio de la noche, siendo es-

quivados por todos los otros vehículos.

La hermana de la mujer me hizo compañía esta vez. Ella manejaba delante, el viejo

automóvil estaba fallando y había que empujarlo cada vez que teníamos que avanzar.

El sonido amortiguado de miles de motores al unísono era lo único que interrumpía la

noche. La otrora risueña mujer ahora estaba taciturna y ojerosa a mi lado.

Me desperté en medio de la noche al sentir los golpecitos en el vidrio. La mujer

estaba profunda en el asiento del acompañante. Un delgado sujeto me ofreció unos

caramelos por una módica suma de dinero, y me dijo que el final de aquello estaba
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cerca, que pronto comenzaríamos a avanzar. Y con su sonrisa optimista se perdió atrás

en mitad de la noche.

La promesa no se hizo esperar. Nuevamente los autos se encendieron. Me bajaba

a empujar el vehículo de las mujeres, y luego avanzaba con el mío. Pronto nos vimos

zigzagueando en aquel estrecho desfiladero entre los macizos rocosos, a una velocidad

sostenida, con pocas pausas. No lograba definir la hora, el reloj en mi muñeca se había

detenido. A lo lejos, en la cima montañosa, un resplandor fantasmagórico parpadeaba,

rompiendo la oscuridad. En uno de esos avances intemporales pude ver al vendedor de

café, o lo que quedaba de él, clavado en una cruz mientras los pájaros de rapiña hacían

un festín con sus ojos.

¿Cuanto tiempo paso? No logro definirlo. Ella, nuevamente a mi lado mientras su

hermana manejaba, estaba quieta. Tan quieta que dificilmente se percibía su respira-

ción. Mis ojos estaban atrapados obsesivamente por el brillo del final en medio de la

oscuridad. Acerqué mi mano sobre la suya, e inmediatamente la retiré. Estaba fría.

Volteé a verle, y quedé espantado. Se había convertido en una especie de estatua. Una

estatua de sal, que ante un nuevo contacto se deshizo frente a mis asustados ojos.

Salí del carro, y al acercarme a la hermana, me encontré con la misma imagen. Los

autos no avanzaban, unos vacíos, los otros con sus ocupantes reducidos a minerales

inertes. Y el brillo cada vez mas fuerte que me atraía como el fuego a las polillas.

Caminé por tiempo impreciso, las voces fantasmales a mi alrededor, el sonido está-

tico de radios desde los vehículos semisepultados por restos montañosos, para encon-

trarme con un recodo donde el fulgor se hizo aún más intenso.

Las laderas de ambas montañas se perdían en las alturas. El silencio era terrible,

solo interrumpido por el silbido del viento que se arrastraba cortante. Aquel cente-

lleo refulgente iluminaba el tétrico panorama, de manera intermitente, como una suerte

de clave morse. Un granizo muy fino comenzó a golpearme el rostro, aumentando en

intensidad hasta convertirse en una auténtica tormenta de pesadilla que limitaba mi vi-
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sión, mientras mis piernas se atenazaban por el esfuerzo de aquella cuesta, mientras mi

pecho pugnaba con el peso del cansancio. Los autos se iban reduciendo a mi alrededor

a un montón de jirones de hierro retorcido, sin sus ocupantes...

Mi marcha pronto se vió interrumpida. Una enorme puerta entreabierta era lo uni-

co que se recortaba, de manera ciclópea, al final de aquel eterno pasillo, meciéndose

con el vaivén del viento y dejando escapar el resplandor que me atraía. De allí surgió

aquella gigantesca silueta, aquella sombra sin rostro, recortándose de espaldas a la luz,

una figura oteando hacia la oscuridad desde donde yo me arrastraba en busca de res-

puestas a toda esa espera ilógica. Tras él un espacio oscuro y húmedo como un sórdido

callejón, donde el cadáver hinchado de una mujer anónima brillaba repugnantemente,

e innumerables larvas salían a través de pequeños agujeros en su piel... en medio de la

nada, a través de la noche una enorme luna de sangre me hablaba sin palabras, refle-

jándose en el asfalto húmedo. Lejos en la distancia, un recodo de piedra; y en visión

fugaz, un anciano barbado sostenido por su cayado observaba con gesto de espanto el

potente fulgor surgido de un pesebre, hasta que inevitablemente la imagen de secretos

fue borrada por la clausura de la entrada monolítica...


SIMONE

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EN EL BOSQUE

El asfalto, cuarteado y calcinado por el sol, crujió bajo sus pies. La carretera se

extendía a su derecha y a su izquierda, perdiéndose en medio de la nada. Y pronto el

autobús del cual se acababa de apear se diluía en el brillo enceguecedor de lontananza,

en aquel mediodía inclemente de fin de año. Sus pies, cubiertos por sus gruesas botas

de montañismo, le condujeron a través del monte, penetrando en aquel bosque hermano

que le acompañaba siempre en esos momentos. Había llovido recientemente, y las rutas

de los lugareños estaban abiertas en amplios surcos, plagadas de huellas de bestias y

hombres, y en cada agujero el agua reflejaba borrosamente su paso. Los pantalones se

iban salpicando poco a poco de lodo, y al humedecerse hacían que su marcha fuese aún

más dura. Sin embargo, aquello era preferible a lo que dejaba atrás. Pronto el sudor

anegó sus sienes, su cuello, empapó la franela color beige, y lentamente una banda

oscura fue dibujándose en su gorra. El silencio que le rodeaba era espeso, así como

la cálida humedad engendrada por el inclemente Febo que le acompañaba. Su sombra

estaba justo bajo sus pies, era pleno mediodía infernal.

Cuatro horas de camino. Los costados de aquella vía estaban salpicados de abun-

dante vegetación. Cercas de alambre cortaban su avance de manera ocasional. Y su

corazón palpitaba, plagando poco a poco la sed. Las piernas, desacostumbradas a aquel

viaje esporádico, pronto comenzaron a resentirse, amenazando constantemente con

acalambrarse. Y a la sombra de un árbol, luego de horas de camino, decidió detenerse.

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Simone tenía muy claro de qué estaba huyendo. Los últimos años de locura de-

cembrina prefería escapar de la histeria colectiva y familiar, de las posturas forzadas,

y simplemente prefería comulgar consigo misma. Encontrar su verdadera naturaleza,

liberar su espíritu. . . y la naturaleza le saludaba amablemente, el sol calentaba sus

huesos anémicos de tanta ciudad, besaba sus mejillas morenas, y el viento refrescaba

su cuerpo y secaba aquel sudor perlino que le acompañaba. Todo se enlentecía en una

danza hermosa de vida. Lograba sentarse a escuchar las aves... Encontraba el verdadero

silencio, exterior e interior. Se replegaba sobre sí misma como un caracol.

Tiempo de marchar nuevamente. Su sombra compañera se alarga. El cielo muestra

algunas nubes esparcidas y deshilachadas sobre ella, y los árboles hacen lentas venias

a su alrededor. - ¡Am-marillo! – grita un agricultor que aúpa a sus bestias cargadas de

cosecha. Un par de caballos sin silla, montados a pelo por lugareños, pasan a su dere-

cha trotando sobre un fango ya casi seco. El terreno asciende, los árboles se vuelven

más espesos, y pronto se ve rodeada de un bosque frondoso y húmedo, de raíces retor-

cidas que serpentean por todo el suelo y hacen resbaladizo el trayecto. A lo lejos, el

sonido inconfundible de aquel río. Recuerda muchos años atrás una caminata similar

con muchos amigos por aquellos tramos. Y cómo poco a poco los senderos de vida se

fueron desviando, terminando ella en solitario.

La colina. . . ya está atardeciendo. Saca su carpa, arma la estructura con la agilidad

del veterano, iluminada por los gloriosos rayos naranja que todo lo envuelven, profun-

dizando en su alma. Las sombras se alargan hasta lamer su piel, mientras el cabello de

Simone, como un nido al quitarse la gorra, se desparrama sobre sus hombros.

Echada sobre su espalda húmeda y ahora fría, mira tan solo como el universo gira a

su alrededor, y como poco a poco las estrellas comienzan a brotar cuales capullos en el

cielo. La luna en creciente asciende por el este, la oscuridad todo lo va devorando en su

elegante paso, hasta que pronto las chicharras inician su canción a la vida. Y Simone

prende la pequeña lámpara de kerosene, enciende la fogata y se sienta a escuchar el


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trepidar de la leña. De su bolso saca un libro, hinchado y de cubiertas deformes de

tanto ser ojeado. Y dentro de él, una carta, aún cerrada. De Romanov.

“- 29 de diciembre. Querida Simone: En el espíritu de mantener el contacto entre

nosotros, y de una manera más artesanal, en contra de nuestro vertiginoso mundo

actual (que ha pervertido, diríase disminuido las relaciones humanas), me rehúso a

escribir un impersonal correo electrónico, puesto que en una carta hay un montón de

elementos en juego. . . desde la textura y el olor del papel, el carácter y la urgencia de

la escritura, las estampillas que suelen darle un carácter único, el sobre marcado de

las cicatrices del viaje, hasta la cadena de seres humanos que día a día dedican su vida

para que un mensaje remoto llegue a destino. Mucho de poético y de tragedia hay en

un medio de comunicación tan tradicional, y que ha sobrevivido a la prueba del tiempo

y los embates de las adversidades, siendo remedado de manera lamentable. Estoy de

regreso a mi cotidianidad, pero no he abandonado aún la idea de seguir escribiendo. . .

Aprovecho los momentos en la oficina para inspirarme, y en los breves recesos escribo

numerosas anotaciones que, luego en la noche, organizo. No sé si te comenté en qué

consistía mi trabajo; esa noche que conversamos hablamos de muchas cosas profundas

y no quise tocar la banalidad de mi día a día. En fin, trabajo en el Ministerio, y mi labor

es sellar los documentos que traen las personas para aprobarlos o denegarlos. Así de

sencillo. Mi oficina está ubicada en el edificio de Ulm, justo frente a la Quinta avenida,

y trabajo en un pequeño cubículo, muy lejano a cualquier ventana. Puedes darte una

idea de cómo es ese condenado y alienante sitio.

Constantemente debo ver a la gente oprimida por la ansiedad. Las personas suelen

tener que levantarse muy temprano para iniciar una larga fila y obtener un número,

que les permitirá tener una cita. Una cita cuya fecha es una suerte de azar, cuyo patrón

de asignación debe haber sido creado en el centro del caos más primigenio, o quizás

en el vientre del infierno, porque no tiene ninguna lógica aparente. Ello les conduce a

un laberinto de trámites, vueltas y revueltas con la única convicción de que todos cum-
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plan con los requisitos engorrosos. Para cuando llegan conmigo, toda voluntad, toda

furia, toda conciencia ha sido anulada, y el pobre sujeto se acerca tembloroso y páli-

do, con una carpeta marrón llena de papeles que debo cotejar, reacomodar (porque el

orden que le han explicado en las distintas estaciones está, de forma obligatoria, equi-

vocado), y luego de presenciar la actitud presincopal, he de colocar los 11 sellos, de

diferentes colores, en los distintos folios del pobre en cuestión. Para luego despachar-

les a otra estación, de quien sabe cuántas más. Si, se lo que dirás. . . parece un trabajo

horrible. Lo bueno de él es que no exige mucho esfuerzo intelectual, y mientras hago

todo de manera prácticamente automática, me da tiempo de reflexionar, especialmente

de la condición humana, reducida a un montón de bostezos burocráticos.

El pasado miércoles, mientras me escurría hacia el salón de descanso (si, escu-

rrirse es un término adecuado, pues la oficina ha crecido tanto, que los pasillos han

tenido que hacerse más estrechos para acomodar más cubículos y sillas de espera, y

solo podemos pasar dos personas a espaldas uno del otro), pude ver a mi pequeña

ciudad por el gran ventanal de nuestra torre. A esa hora, al frente, siempre miro los

rascacielos, abajo la multitud gris, compacta y fantasmal caminando presurosa, y a mi

izquierda aparece, puntual, una enorme jirafa gigante, avanzando con sus ojos negros

y sus pestañas rizadas, con pasos casi en cámara lenta, seguida de una cebra huyen-

do quien sabe de qué. Grandes peces suelen flotar sobre la avenida, perseguidos por

almejas rodantes, mientras la multitud humana camina en torrentes hacia el hocico

abierto de un perro gigante y huesudo, que los engulle sin piedad.

Cuando me encuentro solo en el habitáculo, devoro lo que haya llevado ese día, y

me siento a reflexionar y a escribir. Estos años he descubierto que el principal sabotea-

dor de mi escritura soy yo mismo, pues por cada página escrita, quemo el doble. En ese

proceso de reinvención y mutación, muchas ideas aparentemente originales terminan

destruidas o ridiculizadas.

Siento que no podría escribir nada que no sea ficción. . . el cuento, la novela, in-
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cluso el poema, acercan las ideas de una forma orgánica, apelan a la intuición y a

los arquetipos, desde nuestra infancia hasta la vejez. Y muta con el tiempo. Quiero

vaciarme y transmitir un mensaje que se transforme en el lector.

Espero tu pronta respuesta.

Desde la locura de los rascacielos.

Romanov”

Cielo plagado de estrellas. Luz vacilante de fuego. Luna oculta por el bosque. Feliz

año nuevo

.
CUATRO HERMANAS

Abrió los ojos escrutando a su alrededor, en una inmovilidad pasmosa. . . parecía

que estaba sumergida en un fondo abisal, donde un líquido viscoso le rodeaba, donde

escasos sonidos llegaban amortiguados a sus oídos. . . intentaba moverse y sus miem-

bros, yertos en la cama, no respondían a sus órdenes. Aquella ceguera había llegado

de manera inexplicable, y tan solo sentía como sus párpados se abrían y cerraban en

medio de la nada.

Unos pálidos resplandores comenzaron a aparecer al cuarto día de aquella penum-

bra. Inicialmente se desplazaban en el resquicio más externo de su ojo derecho, pero

cuando intentaba girar la cabeza, desaparecían furtivamente, dejando aquella sensación

de desasosiego.

No sabía quién era, ni donde estaba. A veces, solo a veces, sentía un peso sobre su

pecho, algo que se revolvía agitadamente, un calor inexplicable, para luego desvane-

cerse como un sueño. De alguna forma se sentía atrapada en una postal, como si fuera

una imagen tomada por otra persona.

Y otra vez el descolorido fogonazo que huía. Otra vez la sensación entumecida del

cuerpo, y la mente que se debatía preguntándose una y mil veces por su identidad per-

dida. Mientras estertores de pesadillas, como ecos de un pasado borroso, cruzaban de

manera espectral a su alrededor sin dejarse asir por los sentidos, con los pasos fugitivos

del ladrón.

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Tiempo después, un tiempo indefinido, logró controlar el impulso de buscar aquel

brillo furtivo. Se quedó con las pupilas clavadas en la oscuridad que había delante de

ella, esperando que espontáneamente se atravesara en su campo visual. Y así, solo así,

logró verla.

En un lago renegrido y espeso el torso parcialmente hundido de una mujer pálida

flotaba, y su piel resplandeciente era lo único que generaba una débil iluminación.

Lenta y cautelosamente aquel ser se iba desplazando, mientras ella tan solo acechaba

con paciencia en aquella parálisis de muerte.

La criatura se volteó lentamente, sus cabellos níveos y húmedos, los ojos vacíos,

la piel anfibia. . . Detrás su cola de serpiente surgía del agua, elevándose de manera

progresiva, dibujando un arco, acercando la punta hacia delante, para finalmente ser

mordida por las fauces inhumanas de la ninfa.

Un círculo perfecto, un ouroboros espectral, que lentamente salió flotando del pan-

tano dejando expuestos los senos, los brazos, brillando débilmente al principio, luego

en un resplandor cada vez más potente mientras giraba, hasta finalmente llenar de luz

aquel sitio, diluyéndolo todo en un blanco fulgor.

La luz del techo la encandila. La madre recobra la conciencia mientras se ve repleta

de tubos, mientras los ruidos del hospital golpean sus oídos. . . un dolor lancinante en

su bajo vientre, el rostro una enfermera que se acerca a hablarle, y en su pecho, aquella

niña recién nacida. La primogénita. Simone.

Años después, en una fría noche de tormenta, una de esas noches donde la lluvia

castiga a la tierra sin piedad, nacieron las hermanas gemelas de Simone. Varados en

casa con el auto descompuesto y en medio de un apagón general, su madre había teni-

do dificultades para salir al hospital, y aquel parto inminente se dió con el auxilio de

la abuela, apenas iluminada con una vela cuya llama se tambaleaba en medio de las

ráfagas. Simone, siendo la hija mayor, corría a buscar las toallas limpias que pedía la

matrona de sangre gitana. Aquella casa parecía un laberinto de pasillos, y en sus cris-
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tales la lluvia chorreaba con estruendo. El padre estaba ausente esa noche, esperaban

que el nacimiento de las niñas fuese una semana después y habia tenido que viajar por

motivos de trabajo.

La madre ahora sudaba profusamente, su cabello rizado estaba empapado. No es-

peraba aquello tan pronto y entre el dolor y el temor, tan solo pensaba en la salud de

sus pequeñas.

La abuela, experta en esas lides, enjugaba su frente, llevaba el control de las con-

tracciones, mantenía el equilibrio de aquel acto de la naturaleza que irrumpía en medio

de la noche sin luna. Y Simone tan solo grababa aquella imagen en fuego en su mente.

- ¡Puja, respira profundo y puja... abajo, abajo, no en la garganta!

Los sonidos se confundían con el revuelo del viento externo, un ruido se rocas y

hojas arrastradas por la calle se escuchaba por lo bajo. La madre agarraba la mano de

Simone, el bracito de 11 años, mientras se esforzaba por sacar a las niñas. Un dolor

agudo iba y venía, cada vez mas potente, cada vez mas cercano, como oleadas que le

acometían de escalofríos.

Y nuevamente Simone corre pasillo abajo, a buscar el agua caliente, asustada por

aquella oscuridad y aquella lluvia de fin de mundo. La luz aún no regresaba, y la vela

que llevaba se había apagado, exhalando una delgada columna de humo penetrante. Un

brillo fugaz, un trueno potente que hizo retumbar los cristales de la casa, y el llanto,

débil, casi un maullido, que anunciaba la llegada de Ewa. Y luego un silencio, eterno,

gélido. Simone temía lo peor.

Al entrar a la habitación, la abuela de oscura piel sonreía con aquella dentadura

perfecta que le heredaría. En su brazo derecho cargaba a la niña minúscula que lloraba,

Ewa. En la izquierda portaba a la segunda, que con ojos muy abiertos le miraba, mien-

tras respiraba quedamente, sin emitir ningún sonido. Ella era Lilith. Y ambas eran de

un color blanco ultraterreno, nacidas en la cofradía de las mujeres.

El nacimiento de la cuarta hermana, ocurrió 2 años más tarde en un soleado verano,


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caluroso como nunca, mientras estaban de paseo con su padre. Simone recuerda que ese

día había estado comiendo mangos con sus pequeñas hermanas, las manos y los rostros

tiznados de amarillo, sonrientes. La madre reía con aquel sombrero gigantesco calado

en la cabeza, con aquel vestido multicolor que resaltaba el enorme vientre preñado. Su

papá se trepaba en el árbol para bajarles las frutas y las arrojaba risueño, colgado como

un mono de un brazo.

El dolor apareció en el ceño materno como una nube de tormenta. Un dolor dife-

rente a los 3 partos anteriores. El moreno rostro palideció, y en un susurro, le dijo al

esposo:

- Llévame al hospital... Algo no está bien

- ¿Qué sientes?

- No sé decirte... llama a mamá

Fin del paseo, correr a toda carrera al auto, llegar al hospital. Miradas graves de

médicos, habitación estéril, soluciones endovenosas, mientras Simone en la sala de

espera trata de entretener a las gemelas, y en un breve instante el padre sale a la cabina

telefónica y llama a su suegra. Y regresa con la cabeza inclinada, pálido.

En un torbellino de acontecimientos, en la neblina de los recuerdos, con la violencia

de un cuarto parto, nació Lafitte, llorando con potencia, como anunciando al mundo que

una nueva y gloriosa energía había irrumpido, resonando en cada resquicio de aquel

hospital.

Ese día, al instante que Lafitte nacía, la abuela, en correcto equilibrio, partía de este

mundo.
EN LA SALA DE ESPERA

Estaba sentada en aquel lugar, atestado de gente contando sus síntomas en un inter-

minable parloteo. Los muebles de un color sobrio, los grandes ventanales que dejaban

pasar la luz solar en todos sus ciclos diurnos, en esa espera densa marcada por los com-

pases del reloj, cuyas agujas torturaban la paciencia de los pacientes. Y en un extremo,

la secretaria, una joven mujer delgada enmarcada con unas gruesas gafas, el cabello

corto y ondulado en rizos forzados, contestaba llamadas, anotaba a la gente, retocaba

su maquillaje y llenaba el lugar del olor a pintura de uñas.

Era oficial. Aquella sensación se había anidado en su pecho, haciendo crecer agui-

jones que todo lo perforaban y que amenazaban con desintegrarle. Una anulación total

de la personalidad. Y es que cuando se produce la disociación entre «lo que debía ser”

y la realidad , no podía haber otro resultado. Un guion creado y alimentado por ella

misma durante años, moldeado por los cánones sociales, por las neurosis familiares,

por la intoxicante competencia del día a día que poco a poco le asfixiaba. . . un libreto

que al no ser llevado a cabo le convertía inevitablemente en una carcasa vacía y frágil

que terminaba arrastrándose por la vida, como un espectro, como un niño no bautizado

atrapado en el limbo.

Tenía 8 meses de haber llegado a aquella ciudad, pero los hados del destino le ha-

bían conducido a un habitáculo en un sitio donde no encajaba, donde ella se sentía

como la nota discordante dentro de una canción almibarada. Y si, dulzona y cursi era

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aquella canción, rodeada de parejas que iban y venían en aquel laberinto de habitacio-

nes, mientras ella, sola y refugiada, vivía en su “cuarto”, un vestier adaptado para ser

habitado por las dificultades de encontrar un sitio más adecuado para expandir su al-

ma. Sus alas estaban plegadas, apelmazadas como repletas por el petróleo más viscoso,

atróficas y retorcidas tras su espalda adolorida por el sueño en el delgado colchón tira-

do en el suelo. Y los años, desgraciados años que no pasan en balde, y que comienzan

a cobrar las facturas atrasadas, justo cuando uno está demasiado corto como para estar

pagando deudas a la vida.

¿La mínima expresión? ¿Austeridad? Sí. Simone estaba impregnada de eso, pre-

guntándose todos los días el por qué de las cosas, cuestionándose por una salida a esa

habitación sin ventanas, con olor a humedad, rodeada de zócalos para colocar zapatos,

con su vida embutida en unas cajas que no debían permanecer allí más de un mes, y

que terminaron prolongándose en un suspiro interminable y angustiante. Viendo cómo

mutaban sus benefactores de buenos samaritanos a incómodos anfitriones obligados a

sonreír a las visitas. Por supuesto, ella trataba, trataba con toda su alma mantener un

ritmo, mantenerse estoica, seguir adelante, pero todo conspiraba de una forma u otra.

Buscaba mantenerse ocupada en su trabajo, en disfrutar cada detalle del día, en dar-

le sentido a su realidad. “Es un proceso” se repetía. “Todo tiene su razón de ser”, se

mentía piadosamente.

Estaba de última en la lista para entrar con el Dr. Zibowsky. Se lo había recomen-

dado una colega del instituto, quien era su paciente, y le consideraba una eminencia. Y

unas pocas averiguaciones confirmaron sus referencias. El hombre debía pasar de los

50 años, era alguien muy reconocido en su campo. Y sus pacientes, allí fluyendo en esa

sala en cámara lenta, así lo certificaban. El doctor en cuestión había logrado mejorar

a más de uno, era muy atento y sosegado, se preocupaba por ellos. Debía estar muy

desesperada para decidir ir a aquella consulta. Y si, lo estaba.

A su izquierda, un joven paciente sacaba de su bolso una botellita con alcohol y


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frotaba sus manos repetidamente, una y otra vez, en un ritual de limpieza cumplido de

forma minuciosa, con una puntualidad germánica. El tiempo de espera le permitió ver

que el mismo se repetía cada 6 minutos. En una hora eran 10 veces.

A la derecha, madre e hija hablaban sin parar, en un parloteo ruidoso. La madre se

quejaba de que la hija estaba muy gorda. La hija no era nada gorda, y le refutaba en una

lucha constante que le dejara en paz. El padre tan solo se limitaba a leer el periódico.

Cada día que pasaba, su “prisión” habitacional, por algún efecto climático o psi-

cológico, se iba reduciendo. Milimétricamente, al principio de manera imperceptible,

pero en las noches, acostada en el destripado colchón, mientras escuchaba a los aman-

tes a ambos lados en faenas sexuales con sonidos contenidos, sentía que las paredes

le aplastaban, que el techo se acercaba lo suficiente como para percibir en ella su olor

a criatura aprisionada. Lo peor era que, al girarse o al levantarse presa de la claus-

trofobia, automáticamente el ruido de los amantes en estéreo cesaba, y se escuchaban

las maldiciones por lo bajo, unas veces ellos, otras veces ellas, seguido luego de una

risita maligna. Y luego el silencio del amante precoz o el ronquido del desconsidera-

do de turno. Y los estúpidos ruegos de “dime que me amas”, con sus juramentos de

eternidades fugaces.

Tuvo oportunidad de detallar la decoración de la sala de espera. Los cuadros eran

una pesadilla para cualquiera que fuese obsesivo, pues estaban dispuestos a distancias

irregulares unos de otros. Y por todos lados había testimonios de que la secretaria pres-

taba más atención a su cuidado personal que a la limpieza. Manchas de viejas gotas de

lluvia que habían arrastrado el polvo de la ventana se extendían desde el marco has-

ta casi llegar al suelo. La papelera estaba atestada de papeles. En el marco superior

de uno de los cuadros, un montoncito de alguna sustancia (¿tierra, serrín?), producto

de alguna invasión por insectos. . . y las revistas, manoseadas, maltratadas, anémicas,

con páginas resquebrajadas. La puerta del consultorio se abre y logra tener un atisbo

del doctor. Un hombre barbado y canoso, parcialmente calvo. El aspecto de un abuelo


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bonachón, de lentes, ademán reposado, alto, que le abría cortés la puerta a los pacien-

tes, quienes se despedían felices dándoles las gracias y bendiciéndole. Le produjo una

buena impresión.

Pronto a pesar de andar silenciosa como los gatos, de vivir lo más etérea posi-

ble y de ayudar de forma inadvertida con el cuidado de la casa, ocurrió lo ineludible.

La confrontación con sus compañeros de vivienda. Muchas cosas le fueron dichas y

reclamadas, pero en el estado de aturdimiento en que ella se encontraba, no lograba

comprender la totalidad del asunto. Poco a poco, rumiando las palabras, en efecto re-

tardado, comenzó a tomar conciencia de aquel infame diálogo (¿monólogo?), donde

se hicieron acusaciones sin basamento, donde aquellos sujetos mostraron una máscara

benevolente tras la cual estaba el rostro del veneno cáustico.

La humillación, indignante e inmerecida. Y arrecia el dolor en su espalda. Y las

alas comprimidas se repliegan, escuecen, le piden mudamente que prepare la partida.

Cae el crepúsculo en aquel consultorio, y los ruidos van cesando. La última pacien-

te espera junto a ella, una mujer muy histriónica, de busto operado, gestos excesivos,

muy perfumada, rojo intenso en los labios, escote pronunciado. Su conversación es un

traqueteo (si, así se le antojaba, como escuchar un tren infinito de tonterías), e intentaba

conocerle, indagando por qué estaba allí. Pero Simone estaba consumida por el Asco.

El Asco profundo por la humanidad, por el día a día. Repulsión por toda aquella pan-

tomima llamada vida. Imprecaba contra el maldito argumento que las circunstancias

(¿ella misma?) habían tejido.

Se hizo de noche. La secretaria se despidió del buen doctor, dio las instrucciones

para que pidieran las próximas citas, y allí se quedaron las dos, mientras las horas

seguían transcurriendo en su cadencia. Se abrió la puerta, y un potente rayo proveniente

de aquel consultorio les bañó. Salió la pareja que estaba en consulta, y el Dr. Zibowsky

se asomó para llamar a Simone. Y de pronto, la bondad afable de su semblante de

transformó en la rigidez de la muerte, y el aspecto rosáceo palideció. Y de sus labios,


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en lugar de nombrarle, tan solo unas palabras

- ¿Qué haces aquí?

La última chica se levantó decidida, sacó de su bolso una navaja, reluciente a la luz

del sacrosanto lugar, y tan solo contestó:

- Sabes que nos amamos, y eso no lo podrás cambiar. Dale saludos a tu esposa.

Tres cortes a la velocidad del rayo, en ambas muñecas y en el cuello, hicieron que

los rostros del buen doctor y Simone quedaran empapados automáticamente de terror

y de parálisis y de sangre, mientras el cielo crujía y el ángel se precipitaba, expulsado,

al abismo. La bata del galeno dejó de ser impoluta, la afabilidad y la seguridad fue-

ron desterradas de aquel hombre, desesperado por el suicidio de la amante, y la otra

paciente veía el lento desmoronar de una leyenda.

Humano, demasiado humano.


INFIERNO

En aquel cuarto oscuro lo menos que había era silencio. El tic tac del reloj, con

su sonido hipnotizante. El canto de las chicharras punzando la noche tensa. Voces fe-

meninas aisladas y vulgares llegando en fragmentos hasta aquella habitación en la paz

posterior a la convulsión amatoria. Su respiración queda que crecía y se encogía desde

aquella espalda de escápulas pronunciadas, con aquel brazo izquierdo que caía col-

gando desde la cama. Ella tan solo observaba, desnuda, sentada en el dintel del baño,

mirando y sintiéndolo todo. Su cuerpo hirviente se iba enfriando poco a poco, confor-

me el sudor de la pasión se secaba, la piel se relajaba desapareciendo las marcas de la

ropa opresora del día, y su mente flotaba serena y vacía, como quien acaba de alcanzar

una de esas epifanías efímeras de segundos de duración que se desvanecen en oleadas

cada vez más quedas.

“ Querida, querida Simone: Las vacaciones han sido más de lo que esperaba;

definitivamente hay que desprenderse de las cargas y dejarse llevar.

Desde mi desembarque, supe que este lugar me iba a encantar. El pequeño bote

donde llegué encalló en la playa y tuve que quitarme los zapatos para no mojarlos

(sabes lo horrible que puede ser caminar con zapatos mojados, imagino). En aquella

larga playa, iluminada por la luna, una hilera de pálidas mujeres me recibieron incli-

nadas, en posición mahometana, con los rostros hacia abajo, y con sus negros cabellos

oscilando lentamente al vaivén de las olas. Te puedo decir que, hasta donde alcanzaba

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la vista, era lo único que se veía a lo largo de toda aquella costa.

A lo lejos vino él. Siempre que tú y yo comíamos, te mencionaba que tarde o tem-

prano le conocería. ¿No recuerdas? Todas aquellas veces que dejaba algo de comida,

mientras el resto del mundo se obligaba en un acto de gula a tragar hasta el último

bocado, yo siempre apartaba ese pequeño trozo para el vigilante del portal del in-

fierno que algún día me recibiría. Pues nadie, absolutamente nadie, se digna siquiera

a un gesto de amabilidad con él. Y helo aquí, sonriente, gigantesco, haciendo trepidar

la arena con sus pasos, con aquella cabellera leonina agitándose al viento, con los

cientos de ojos llenando aquel rostro y parpadeando en extrañas maneras. “

- “¡Romanov! ¡Por fin! Bienvenido, te esperábamos más tarde, pero tu pronta lle-

gada nos colma de alegría. ¿Qué te trae por aquí, el destino ineludible o el placer?” -

me preguntó aquella portentosa criatura. “

- “Viaje de placer, amigo mío -” le contesté “- Tan solo unas vacaciones. De vez en

cuando es bueno liberarse del peso del cuerpo y sus achaques; y qué mejor lugar que

éste para venir a disfrutar de los placeres del ultramundo? Dios me libre de los rectos

y correctos, pues en ese lugar que tienen ellos impera el aburrimiento, y las sombras

se agazapan tras sus rectas espaldas y sus afectados gestos de pulcritud.”

Lanzó una sonora carcajada y me pidió que le siguiera. Dimos la espalda a la pla-

ya, y conforme avanzábamos, pude ver como lentamente aparecía aquella portentosa

construcción que dominaba el lugar, cuya cúpula iba dibujándose a la luz nocturna

entre las negras nubes. Era la casa del Hecantóquiro, donde ya me habían informado

que debía pasar inicialmente antes de sumergirme a disfrutar de las vacaciones vera-

niegas. El gigantesco portal se abrió en todo su esplendor, y los brillos dorados de las

columnas me impactaron con su magnificencia.

El vigilante se inclinó haciendo un gesto para que continuase mi camino solo, por

lo que atravesé aquel salón y subí lentamente las anchas escalinatas. Para terminar

entrando en aquel enorme salón, con una mesa dispuesta para unos 30 comensales. Y
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en la cabecera, riendo como el zumbido de un enjambre, Briareo, el colosal Hecantó-

quiro, dueño de las 50 cabezas y los 100 brazos, que me indicaba jovialmente que me

sentase a su lado.

Luego de comer una cena extraordinaria, de vaciar las fuentes de comida, de pa-

ladear los vinos mas dulces, escuchar la música hipnotizante de las sirenas, Briareo

me pidió que le acompañase afuera. Así salimos a las caballerías, donde unos corceles

briosos se debatían en medio del relincho, y comenzamos a acercarnos a la ciudadela

tras la casa. De esa manera, ví a los fantásticos pobladores de aquel sitio quienes, con

sus maneras bizarras y hermosas, me dieron la bienvenida.

La libélula, con una hélice en su boca, sobrevolaba al alce, quien llevaba un cristo

clavado en sus cuernos. Mientras, una bailarina de papel etérea y pálida elevaba sus

brazos de bufanda flotantes en el cielo, al viento. El camaleón sonriente masticaba la

cola del cocodrilo; el cocodrilo a su vez engullía al león con el cabello de fuegos de

colores. Lentamente la leona giró su cabeza y me miró con ojos vacíos. Un gato gris

plomo de ojos negros protegía al árbol de las luces azules, y miraba la esquina del

castillo en el televisor, envuelto en brumas. El sapo percibía los ecos del lago del que

ha salido.

De pronto ¡Bum! paisajes indefinidos grises, azules, negros. Una oruga engullía

al cosmos. La oscuridad de lobos y terrores dentados me acechaban con intención

de atacar. Un violento amanecer, rápido, empujó a la oscuridad hacia el oeste, a las

negras nubes circulares y espirales. Germinaban los árboles, alargando sus tallos;

entretanto, la calavera besaba a la amarilla rosa bajo los cielos rosáceos. Un simio

gendarme me miraba mientras mordía un cigarro y su halcón entrenado, en un vuelo

vertiginoso, le arrancaba la piel, descubriendo a su conejo interior.

A lo lejos, en un campo abierto, dentro de un hexágono de alambres espinados, na-

cía el sol. Una monolítica estatua de ridícula cabeza se irguió mirando al pasado. Los

sembradíos se extendían, infinitos, mientras millones de cuerpos desfallecen, mueren y


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se pudren. En la montaña de los ecos multicolores las colinas crecían y rodaban sobre

sí mismas, arrastrándose sobre su vientre de masa terrestre.

Más adelante, un patio nocturno de columnas curvas, saludaban al cielo y sus

estrellas. Dioses de rostros falsos amarillos, como máscaras que ocultan su oscura

tez, disfrutaban en el panteón. Allí, Medusa acechaba a una estatua de Lenin que

sostenía un cartel, donde rezaba “profunda bruma”. Un charco de sangre en el piso

de mármol reflejaba los tapices del cielo, penetrando a las cámaras de los dioses en

medio del desierto, ciudad oscilante de techos retorcidos y ventanas deformadas y

vivas en respiración, mientras los muertos eran despertados con baldes de agua y las

langostas les regresaban sus cuerpos. Una vela azul con forma de columna se abrió

al cielo. La sombra del rosetón roto era la silueta de un demonio. Ví a una niña con

rostro hueco que caminaba con un pupitre en equilibrio sobre su cabeza.

En la plaza, los parroquianos leían el periódico en blanco, mientras volaban a su

alrededor coches de bebé y partituras. Una masa de piernas entrelazadas, sin torso ni

brazos ni cabezas, avanzaba con pasos de un ebrio. El coraje era llevado en procesión,

atrapado en una caja dorada. Al mismo tiempo el rey mono mostraba su corona con las

10 campanadas, mientras en una esquina, Jack el destripador enamoraba a todas las

mujeres que encontraba y las fundía con sus besos. Delgados seres de tinta, de largos

brazos se paseaban entre las palabras huérfanas, con sus manos longuilíneas. Entre la

rendija de una puerta abandonada, un niño mira la silueta desenfocada de un cristo

invertido. Y en el fondo de una habitación sin ventanas, el oso sin ojos y la niña sin

rostro me observaban, recién llegado; ella, con el vestido recién almidonado, el lazo

en el cabello enrulado. La foto de un antiguo busto femenino reposaba en un piano

paralelepípedo.

Nuevamente en la calle, un escarabajo en el empedrado suelo, húmedo y nocturno,

era rebasado por una cascabel que iba en pos de una blanca cabra. En la fachada de

la aguzada catedral, un enorme pórtico con apenas un pequeño agujero para entrar
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en su base. Perros, cerdos y osos antropomórficos entraban bañados por la luz de los

vitrales.

Un hombre corriendo se cruzó en nuentro camino. Una máscara de cefalópodo

cubría su rostro cuando llegó a la larga escalera zigzagueante que ascendía a lo largo

de un túnel hasta la cima nebulosa, iluminada por un resplandor dorado proveniente

de las montañas.

Sigo adelante; me percato que las casas están contenidas en el mensaje. Un paisaje

desolado de concreto y cables vigila; techos como pirámides a lo alto de los edificios.

Y el grillo, y el pato, vestidos de frac, intentaron colarse en un exclusivo restaurant.

El águila con cuerpo humano de alcurnia y con capa, elegantemente ataviado y con-

decorado, observó su pañuelo de lunares blancos, mientras lo deslizaban por el agua,

y me indicó que “La fórmula, encendida en llamas, es igual al lecho”. No le entien-

do. Justo al frente, ví una soleada colina de árboles brillantes y casas sumergidas. Ni

un sobreviviente. Y un cadáver ambulante enfundado en una camisa raída me miraba

insistentemente.

En el puerto de aquel fantástico lugar, el pelícano desplegó sus alas con un ramo

de rosas blancas a sus pies. Las sirenas volaban por los aires con calaveras asidas en

sus patas de rapiña. Flotaba en el aire una isla de piedra, ovoide y afilada como la

proa de un trasatlántico, y las aves planeaban debajo en bandadas. Las grandes rocas

eran guiadas con las riendas de un anónimo jinete con sus botas y su sombrero, Nos

embarcamos en el portentoso submarino repleto de pasajeros e inicié así un descenso

claustrofóbico al fondo abisal. El ojo rojo de la mujer artificial se cerró mientras ésta

envejecía y se pudría en vida. La cabeza de un títere que me guiaba, de piel oscura,

nariz puntiaguda y ojos amarillos, me dedicaba una sonrisa terrible, más como una

mueca. Una máscara humana de ojos oblicuos y llameantes, coronaba al ciempiés gi-

gante sentado frente a nosotros. El ojo rojo y mecánico se elevó sobre mi cabeza, un

aspecto casi humano de mirada cansada, mientras chequeaba el reloj de bolsillo Afue-
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ra, un cohete despegó, abrigado por la luz infernal que le envolvía. Ya en el espacio,

su único astronauta flotaba devorado por las hormigas. Mientras, en medio del caos,

siempre bajando, sumergiéndonos en la oscuridad y la ausencia, la hamaca donde me

había recostado se mecía, y mi brazo colgaba despreocupadamente sobre un suelo de

arena, corales y huesos. ”

Simone no pudo más que sonreír ante el alud de imágenes que le invadía mientras

leía la carta. En su habitación, sentada, de pronto el único sonido era la respiración

queda de su amante. Las luces de la noche se escabullían a través de la cortina y lo

mostraban en su magnificencia inerte, la espalda en ascenso y descenso. El cabello

largo y negro, los musculosos brazos delgados, la piel salpicada de pequeños lunares.

El sonido de unos golpes sordos le hizo salir de sus meditaciones. Provenían del balcón.

Una sombra se recortaba en la noche, amplia, creciente, amenazadora. Nuevamente

aquel ruido imperioso, una y otra vez. Y el joven dormía el sueño de los justos. El

letargo demoledor, aplastante del amor explorado. La puerta corrediza del balcón se

fue abriendo lentamente, empujada por aquella criatura, y Simone pronto se percató de

quién se trataba. El sonido urgente era el de un pico que chocaba contra el cristal.

Poco a poco aquel ser arrastró su cuerpo y su sombra dentro de la habitación, tra-

yendo tras de sí un hálito helado de viento invernal. Le lanzó una mirada ciega, indife-

rente, como si quien sobrase allí fuese ella. De un salto subió a la cama. La respiración

queda del hombre era cada vez menor, más superficial, más irreal, más ausente. El

buitre subió a la espalda. A la cabecera. Y de manera fría, cruel, comenzó a picotear

el cráneo del sujeto, inmutable, inmóvil. Mientras Simone, desnuda, en una suerte de

parálisis, miraba aquella escena hermosa y terrible al unísono. Tratando en medio de

su somnolencia, de imaginar a la criatura que Romanov describía como su anfitrión


AUTOAYUDA

“La primera”, pensó al entrar en aquel iluminado salón. Tan solo un hombre sen-

tado en el podio revisaba sus papeles, e hileras de sillas plásticas, vacías y pulcras se

extendían a lado y lado. Una musiquilla resonaba en aquel lugar... insulsa, genérica, de

esas diseñadas en masa para la multitud devoradora de filosofías orientales y religiones

sincréticas de “nueva era”. Y en las paredes, cuadros alegóricos de imaginería oriental

plagaban el lugar.

Casi sin darse cuenta aquella habitación se llenó, mientras ella tenía la vista per-

dida en el jardincillo a su izquierda. Y de pronto, el hombre allí sentado se levantó,

y comenzó a dar su disertación. Un discurso lleno de falsa humildad y con la tensión

propia del converso, del fanático. El fanático del bien, de la pureza espiritual, de la

trascendencia.

Pronto comenzó a caer en cuenta de quienes se encontraban en aquel recito a su la-

do. Un grupo de mujeres, muy mayores, una suerte de zoológico bizarro, deformes por

cirugías hasta un grado extremo. . . labios carnosos, narices reducidas inhumanamen-

te, cuerpos esculpidos de manera antinatural, en la mueca de una edad irreproducible,

el Puer Eternus haciendo estragos en esas afrodíticas damas atormentadas, quienes de

manera beatífica miraban al expositor como a un mesías imprescindible, quien les res-

cataría de aquella masa de carne torturada. Y podía ver como el rostro del mesías se

distorsionaba en autocomplacencia, disparando frases de autoayuda, deformando el es-

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pacio a su alrededor, creciendo como un gigante y generando su alimento luminoso de

creencias trasnochadas.

Las mujeres en una suerte de histeria colectiva se levantaban, preguntaban, y ala-

baban a deidades desconocidas por ella. Todos eran representantes del bien, generales

de una guerra apocalíptica librada en la humanidad contra el mal, contra el odio y sus

demonios, la perversión. . . habían vivido en carne propia un camino duro, eran héroes

y heroínas y estaban dispuestos a acabar con las perversiones del mundo

“¿Qué demonios hago yo aquí?” se preguntaba a mí misma, en silencio, observan-

do a aquella señora de minúscula nariz y pómulos artificialmente resaltados, lanzando

sus palabras cargadas de la almibarada esperanza. “¿De qué estoy escapando?” repe-

tía, sabiendo la respuesta: la huida de tanto pensamiento racional, no siendo esta la

primera vez que le ocurría, pues en un lejano pasado algo similar ya había sucedido,

aunque quizás en ese momento la salida tenía tonos más oscuros y primigenios, pero

era igualmente un escape hacia lo instintivo.

En el fondo de aquella habitación, una figura femenina, una energía de distorsión,

encarnando la disonancia disfrazada de bondad, comenzaba a disparar una retahíla de

versículos bíblicos alternos con sabiduría tolteca y aderezada con misticismo hindú. Y

detrás de ello, la música idiotizante, insoportable, que todo lo impregnaba, que todo lo

rodeaba, un cliché hecho sonido, la banda sonora perfecta para todo el patetismo allí

presente.

Simone soportaba estoicamente y en silencio, hundida en aquella silla plástica,

disecando el discurso y los ademanes del mesías, tratando de contener las oleadas de

ácido que reverberaban en su interior, y buscándole el sentido, la lección a todo aquello

que había tenido que presenciar. Cánticos religiosos. Rezos de una mezcolanza, Aves

María fusionados con nombres de deidades egipcias, repitiéndose de manera mecánica,

orgiástica, fanática, llevando a todo el mundo a un éxtasis profundo, al llanto histérico,

al delirio. . .
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Todos terminan abrazados, llorando, riendo, en una suerte de retorno a la infancia.

Ella no halla como fingir, su sonrisa se le hace nauseabunda, y lo único que quiere

hacer es salir huyendo de aquel infecto lugar de pureza y beatitud.

Termina la función. Aplausos, recetas de vida intercambiadas, aventones que se

piden para acercarse a sus casas. Simone, en un esfuerzo sobrehumano, se despide de

manera cordial, y entra a la habitación donde dejó su chaqueta para buscarla y partir,

raudamente, a su oscuridad protectora.

En el armario, colocándosela, escuchó a aquella mujer de los salmos:

- . . . y te lo digo, mi hijo es el elegido, y pronto acabaremos con este falso mesías. . .


BARDO THODOL

Un día. Un mes. Un año y el panorama era idéntico. Ella, sentada en la puerta

del baño, con la luz encendida iluminando la umbría habitación, la cama revuelta, las

sábanas cayendo hasta el piso, el brazo de él colgando flácido con los dedos flexionados

e inertes por el sueño.

Y aquel rostro que por alguna razón no recordaba. Tan solo la espalda moviendose

en aquellas respiraciones quedas que se iban diluyendo con el tiempo. La piel oleosa

del sudor que se enfriaba lentamente. Ella miraba sus propias piernas, carne morena

y tensa por el ejercicio diario. Un cigarrillo revoloteaba en el aire, de sus labios al

cenicero, en vaivén periódico desprendiendo una columna de humo perezosa que se

elevaba y daba a aquella habitación un aspecto aún más lúgubre.

Las figuras fantasmales no se hicieron esperar. Parecía que surgían del humo del

cigarrillo, condensándose en cuerpos etéreos de tinte sepia. Eran 4, no medían mas de

metro y medio, y sus rostros inescrutables de mirada negra y vacía atisbaban desde la

oscuridad.

Ya aquel cuerpo del amante desconocido (eternamente desconocido) comenzaba a

ser sometido nuevamente al ritual continuamente presenciado. Los miembros inertes

e inanimados, la flacidez de la muerte reciente, mientras fantasmas le volteaban, des-

nudaban y limpiaban el cuerpo con una sustancia de olor penetrante. Uno leía al oído

del cadáver fragmentos de un libro pequeño y arcaico, asido por callosas manos de an-

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ciano, mientras otro agitaba una suerte de incensario a su alrededor. Un tercero sacaba

un largo y afilado cuchillo e iniciaba largos cortes en la piel del sujeto en brazos y pier-

nas, preparandose a desollarle, con una parsimonia ritual y el ejercico de una danza,la

expresión de un arte milenario. El cuarto sacaba de su manto una vasija, una especie

de mortero funerario.

El lector se levanta, el del incensario termina su función, y pronto acompañan al

tercero en la delicada tarea de comenzar a desprender los largos músculos de brazos

y muslos, las piernas, el cuello, mientras el cuarto se encargaba de abrir el tórax, el

abdomen, sacando poco a poco cada órgano, colocándolos en un paño dispuesto en el

suelo.

Trozos de carne, trozos de vísceras, mezclados con ceniza y huesos en aquel enorme

mortero. La transmutación del cuerpo en masa. De la masa en pequeñas esferas. Y el

frío viento nocturno entra. Y nuevamente los buitres hacen su fiesta en medio de aquella

habitación, mudo testigo atrapado en el tiempo y en el eterno retorno, devorando la

ofrenda final del amante.

Simone tan solo observaba, intemporal.


ARTEMISA

Ese día había intentado salir temprano. Una necesidad imperiosa de respirar el aire

puro, de disfrutar de los bosques y de la tranquilidad del campo se había apoderado de

ella, luego de una semana alienante de trabajo y realidad. Descendiendo rauda por las

escaleras, con el cabello atado en una cola, los cómodos pantalones de algodón y el

blusón más fresco que pudo encontrar, mientras a lo lejos de aquel oscuro pasillo veía

la luz de la calle que le esperaba para poder lanzarse a sus aventuras de fin de semana.

Cual no sería su sorpresa al encontrar que era casi imposible abrir la puerta, pues una

marea literal de gente ocupaba toda la avenida de lado a lado. ¿Qué era todo aquello?

El sr. Chang, el conserje pareció adivinar su interrogante en la expresión contrariada

del rostro.

- Es el desfile anual

- Qué se celebra hoy 19?

- La procesión de los enemigos muertos.

Había olvidado por completo aquella fecha insufrible, donde todo el mundo podía

resarcirse, mientras se sentaba en las puertas y ventanas a ver sus adversarios pasando

en innumerables cofres de madera y tapa de cristal, en una suerte de río fúnebre que

no dejaba mucho espacio para huir del edificio. Y aquel cúmulo humano se extendía

mas allá de lo evidente a simple vista. El sonido de la escoba del Sr. Chang barría

acompasadamente el piso, mientras él fumaba un cigarrillo que se consumía lentamen-

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te, ensuciando el suelo recién limpiado con las colillas, y mientras se secaba la calva

con el rojo pañuelo sobresaliente de su bolsillo trasero.

- Demonios – pensó para sí misma – y yo que quería salir.

- Por cierto, miss Simone, no hace nada vinieron a buscarle.

- ¿Quién?- preguntó

- Pues no me dijo nombre. Pero probablemente pueda alcanzarle, pues no hacía un

minuto que había partido cuando usted llegó aquí.

- Gracias!- dijo, y empujando la puerta de vidrio, fué envuelta por el murmullo de

las cajas de madera que se deslizaban por la calle. A unos 100 metros, una figura alta y

encorvada, con una marcha antinatural, rompía la monotonía del paisaje de sarcófagos.

No sabía quien era, pero intuía que debía seguirle a como de lugar, o se marchita-

ría entre ese cúmulo de cadáveres odiados, que miraban iracundos a sus vencedores

sentados en los dinteles y balcones, con esa mirada de muerte que solo las monedas

sobre los ojos pueden dar, intentando abrir las mandíbulas atadas con pañuelos para

lanzar improperios, y con un imperceptible temblor de rabia en sus miembros rígidos

y yertos, que se sumaban unos a otros para convertirse en un rumor amenazante y pa-

tético al unísono. Comenzó a sortear a los porteadores, mientras veía aquellos ataúdes;

unos contenían simples cuerpos, cadáveres de otrora vociferantes, esqueletos vivien-

tes, añejos y polvorientos. Otros tenían en su interior figuras mal delimitadas, sombras

de contornos difusos que se agitaban ante la mirada penetrante de sus sobrevivientes

enemigos. Otras eran tan solo cajas vacías, sin un cuerpo que despertase reconcomio,

el espacio de aquellos que habían sido perdonados. Mientras más odio se percibía des-

de aquellos edificios, aumentaba el cansancio de quienes cargaban a los cadáveres, se

anegaban sus sienes de sudor, los rostros se enrojecían por el esfuerzo sobrehumano,

sus pies se levantaban con más dificultad del polvoriento suelo, cuarteándose con cada

paso el asfalto, crujiendo al unísono los balcones que soportaban a los vivos, mientras

éstos se regodeaban en las miserias de sus contrincantes caídos.


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Ella (estaba segura que era una mujer) se movía en una misteriosa manera, en línea

recta, cada vez alejándose más, en una suerte de balanceo que hacía sospechar algún

problema en su cadera. Su espalda desde donde le veía, inclinada hacia delante, indi-

caba una edad longeva, y el pañuelo en su cabeza no permitía detectar mayores rasgos.

Algo húmedo comenzó a caer del cielo. Pero no era lluvia, el sol estaba alto y no se

vislumbraban nubes en kilómetros. Pronto con disgusto pudo ver que desde aquellos

edificios comenzaba a llover, primero tímidamente y luego de manera profusa, escupi-

tajos, saliva por doquier, y llena de asco sacó de su bolso el paraguas y comezó a correr

entre las urnas, en pos de la visitante, quien había aumentado la velocidad probable-

mente para huir también de aquella podredumbre.

El caos no se hizo esperar. Los portadores aceleraron el paso, el suelo se fue tornan-

do resbaladizo, cayó de rodillas y casi tuvo que arrastrarse para salir de aquel amasijo

loco. Al final de aquella larga marcha, la autopista se veía interrumpida en un segmento

no construido, y allí los que cargaban a sus muertos simplemente los arrojaban al vacío.

A la izquierda de Simone se abría una húmeda calleja estrecha y alta por donde se

había deslizado la misteriosa mujer, y en desesperada carrera le siguió abriéndose paso

a lo largo de una distancia que parecía kilómetros. Una voz en su cabeza, de improvisto,

irrumpió dentro del torbellino mental que le envolvía.

- “Aún no me encuentras?”

Anonadada por lo real de aquel sonido, mirando a todos lados, y luego de titubear,

contestó

- “No. Se me ha hecho difícil. Estar rodeada de esos detestables muertos en vida y

de los fantasmas de siglos pasados pueden interrumpir cualquier persecución.”

- “Y sin embargo, estás más cerca de lo que imaginas. Sigue recto y no te voltees.”

- “Por qué, me volveré estatua de sal si lo hago?”

- “No exactamente, sin embargo podrías petrificarte si lo haces.”

Comprendió la sabiduría implícita de aquellas palabras, cómo el pasado podía de-


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tener todo avance y destruir todos los planes. Había que rechazar los viejos estigmas,

las culpas y las torturas autoinflingidas. El sol se puso, y las sombras de los edificios

comenzaron a alargarse a su alrededor. Un camino de piedra bordeado de hierba ilumi-

nado por una luna llena se abrió bajo los pies de Simone, dirigiéndose a aquel bosque

que, como una suerte de oasis en medio del asfixiante asfalto, le llamaba poderosamen-

te. Y la figura de su visitante ya se hacía más nítida. Los ojos le habían engañado, pues

era una joven de atléticos miembros, montada sobre una bicicleta, con un carcaj a su

espalda lleno de flechas, calzada con sandalias trenzadas a sus pétreas pantorrillas, y

refulgiente ante la luz nocturna. La Artemisa en bicicleta llegó hasta la orilla de un lu-

minoso lago, se desnudó y se lanzó a nadar. Simone se percató que la voz en su cabeza

había sido la de aquella criatura celeste. Había estado toda la tarde en pos de su alma,

y ahora al encontrarla una paz se anidaba en su pecho.


EL NOVIO

Una oleada paranoide fue invadiéndome lentamente, cuando al abrir la puerta de la

casa, le vi hablando con 2 personas por mi desconocidas, de rostros elusivos, ajenos a la

cotidianidad (¿inhumanos, quizás?); el cese brusco de su conversación con mi llegada

y la mirada huidiza de Simone, acentuó aún más mi desconfianza.

Esbocé un parco saludo y atravesé la sala. Pronto sentí la puerta de la calle cerrarse,

para percatarme que aquella extraña pareja había salido.

- ¿Quiénes son esos? – pregunté. Ella me miró, quizás algo de secreta ira refulgió

en sus ojos, para luego dar paso a un vacío impenetrable.

- Son unos amigos que están de visita en la ciudad y vinieron a verme.

- Nunca los había visto.

- Son dos compañeros de la infancia.

No continué indagando, puesto que obviamente las palabras ocultaban algo más.

Teníamos poco de haber cumplido 4 años juntos, y en ocasiones me sentía como si no

la conociese.

- Por cierto- me dijo - necesito que me acompañes a un sitio importante.

- ¿Cuando?

- Ahora, antes de que cierren. . . ya van a ser las 5 de la tarde.

Salimos en el auto a través de la serpenteante avenida, y a pesar de que la dirección

que ella me había indicado era relativamente cercana, tenía la sensación de que íbamos

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a emprender un viaje mucho más largo. El repentino oscurecimiento del cielo, y la rau-

da y tormentosa lluvia que hacía más difícil trasladarnos empeoraron dicha percepción

de eternidad comprimida. Por un accidente que bloqueaba la vía principal, tuvimos que

desplazarnos por un camino estrecho que serpeaba por una cornisa en la montaña, pla-

gada de subidas, bajadas irregulares, pendientes, depresiones, segmentos faltantes de la

carretera. . . Llegamos a un punto en que no logramos avanzar más, pues parecía que el

mundo terminaba en esa parte de la vía; me pidió abandonase el vehículo y le siguiera.

Estaba totalmente desorientado. La lluvia cesó al igual que había comenzado, de

golpe, y tan solo dejó un atardecer umbrío, prácticamente el preámbulo de una noche

de solsticio invernal. Llegamos a unas largas escaleras de cemento cuarteado y descen-

dimos en zigzag una y mil veces, hasta que llegamos a una nueva avenida, de anchas

aceras, desconocida por mí. Y a pesar de que los autos se desplazaban raudamente,

y que las personas iban y venían, persistía la sensación de que no pertenecían a mi

universo, de que algo maligno se encontraba reptando de manera subyacente, viscoso,

oscuro.

Aquella acera estaba rodeada por numerosos hoteles, con toldos en sus entradas;

ella casi iba arrastrándome con su paso impetuoso, y de pronto, asiéndome de la mano,

torció a la derecha hacia uno de esos sitios, de fachada azul desgastada, y me hizo

flanquear la puerta.

El interior se veía sucio, infinitamente sucio, con un mostrador de aspecto grasiento,

tras el cual un hombre de rostro blando saludaba a Simone con gran familiaridad y le

lanzaba una llave que era atrapada por ella con destreza, y me miraba sonriente con su

ojo de vidrio, sus dientes manchados, su cigarro a medio apagar, su torso enfundado en

una mugrienta franelilla que hacía tiempo había dejado de ser blanca.

Subimos por una escalera; aquello era un motel barato, jamás visto previamente.

Avanzamos tres recodos y llegamos a otro piso, donde varias mujeres y hombres, en el

anonimato de una luz ambarina, hablaban, reían, bebían. . . en el centro de esa habita-
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ción y justo frente a nosotros, había una estructura que no lograba discernir. Era una

especie de espiral, como unas enredaderas de madera pulida enroscadas sobre sí, que

descendían desde el techo. Ella tan solo introdujo la llave en una cerradura del piso, y

la máquina comenzó a abrirse, dejando ver en su interior una escalera que quedó des-

plegada dentro de aquel artefacto que semejaba a una jaula alta de raíces palpitantes.

Asiéndome de la mano me condujo a esos peldaños de blandura orgánica, mientras

hablaba en un lenguaje exótico a la matrona del lugar.

Una vez arriba, lejos del bullicio y la mirada lasciva de los del bar, mis ojos se

adaptaron a la oscuridad y pude ver en el suelo un colchón viejo cubierto de sábanas

casi transparentes y deshilachadas por el uso; tan solo entraba la luz de la luna a través

de un agujero en el techo. Ella se había hundido en la penumbra, para luego reaparecer

con unas negras botas de cuero a la rodilla, su cuerpo en completa desnudez.

Sin mediar palabras nos tumbamos en aquel camastro sórdido y tuvimos el sexo

más desenfrenado que jamás habíamos experimentado juntos, contorsionante. . . nues-

tros cuerpos se dilataban al unísono, se contraían en perfecta conjunción. Pronto el

calor en la habitación se hizo tremendo, y el sudor nos cubrió profusamente. Y comen-

cé a sentir una molestia inicialmente imperceptible y luego insoportable, puesto que

grandes y gordas moscas revoloteaban perezosamente a nuestro alrededor.

Posterior al mutuo éxtasis, presionó un botón junto al lecho, y empecé a escuchar

un sonido acuoso, como una fuente, que provenía de la jaula por la que habíamos

subido; en efecto, algo líquido, cuya naturaleza no lograba discernir, caía desde el

invisible techo. Una docena de sujetos subió por la escalera, y llenaron dos copas con

aquel líquido de olor dulzón, acercándolos a nuestras manos, y mientras bebíamos

aquel vino extraño presencié una especie de danza silenciosa de aquel grupo anónimo.

Con sus rostros cubiertos por máscaras planas de aspecto felino y ojos puntiformes, se

acercaban en su baile arquetípico rindiendo pleitesía a Simone como si de una diosa se

tratase.
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Cuando aquella danza cesó, corrieron a sentarse a cada lado de ella, mirándome

con esos rostros inexpresivos. El calor del cuarto, las moscas revolcándose en la in-

mundicia, aquellas lianas de la escalera, aquel destripado colchón, el suelo pegajoso y

la penumbra me lanzaron a un vértigo indescriptible.

Ella, desnuda, me miraba enigmática, una mirada vacía, primigenia, como si me

diese un atisbo del principio y del fin. . . una mirada que no me hizo percibir el lento

movimiento amenazador tras de sí, cuando aquella enorme cola de escorpión se levantó,

para emponzoñar, en un raudo movimiento, mi carne con su aguijón.


JANKO

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LIBERACIÓN

Ha terminado la mañana. Estaciono el carro al otro lado de la avenida. Justo al

frente está la casa, a simple vista modesta, con una reja gris, junto a un imponente pino

que se yergue a varios metros de altura. Respiro profundo, mirando al cielo invernal

como mis pensamientos. Espero a que cesen de cruzar los vehículos raudos que me

cortan el paso, y atravieso.

Al llegar al interruptor, me percato que en aquella vivienda hay varias familias.

Busco el nombre del hombre. “Krautze” leo en un desteñido letrero, y presiono el bo-

tón. La esposa se asoma brevemente a la ventana. El frio comienza a colarse por el

cuello de la chaqueta y alborota mi cabello. Mientras la cierro con la derecha, con la

izquierda sostengo la carpeta con aquella carta nefasta que desde hacía meses rondaba

a mi alrededor, como un ave de rapiña que iba creciendo con cada pensamiento ator-

mentado. Justo la noche anterior, en medio de un insomnio rapaz y cruel, de ser tan solo

una idea pasó a ser materializada, logrando espantar a los demonios del trasnocho. Una

carta con sabor a derrota, destilando experiencia y por qué no, velado agradecimiento

por todo lo aprendido en esos meses.

El hombre salió por una puerta a mi izquierda. Bastante mayor, a simple vista enve-

jecido, y sin embargo la verdadera fuerza de su espíritu lograba percibirse en sus ojos.

Una barba hirsuta, sin bigote, una calva imponente que se revelaba en todo lo alto; las

cejas pobladas y los ojos redondos como platos, prestos a la risa con facilidad. Aquel

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rostro plagado de vellos y con la vetusta piel, a pesar del golpe de los años mostraba el

equilibrio en cada resquicio.

- ¡Hola! Que gusto tenerle por aquí, adelante

- El gusto es mío - dije por cortesía. Su compañía era agradable, sin embargo el

motivo de mi visita distaba de serlo.

- Adelante por favor, que el invierno nos aplasta, y los huesos no deben ser expues-

tos por mucho tiempo.

Entramos por aquella puerta de metal, y subí por una empinada escalera que nos

condujo a un segundo piso. Allí arriba el frío era aún más cortante. A mis espaldas, la

voz de Krautze resonó con su tono barítono:

- En esta casa crié a mis hijos. Aquí hemos vivido toda la vida. ¿Sabe quien vive en

aquella casa de al lado? – dijo señalando a nuestra izquierda

- No, no imagino

- Esa es la casa de mi primer jefe. Cuando recién empecé a trabajar con él, le

pregunté si conocía algún sitio que estuviera en alquiler o venta. Aquí terminamos,

hace mas de 40 años ya.

A mi derecha una puerta. Un golpe de calor, calor de hogar, sencillo, pulcro, donde

nada faltaba ni nada sobraba, me atrajo como un imán irresistible.

- Buen día – le dije a la señora Dunia, la esposa el Krautze. La mujer esbozó una

cordial sonrisa, el cabello rubio recogido en una trenza que permitía ver su afable rostro

y sus ojos, aún mas expresivos que los de su esposo.

- ¡Bienvenido, tome asiento, es un gusto tenerlo en nuestra casa!

Aquella sala acogedora me adoptó de inmediato. Me senté en un mueble que en-

frentaba a la cocina y al comedor, y Krautze arrastró una silla de plástico llena de

heridas de mil batallas y testigo mudo de conversaciones encarnadas en aquella casa.

El hombre había vivido, luchado, se había tropezado, caído y reinventado en más de

una ocasión, y el eco de las experiencias atravesadas en esa vivienda resonaba con una
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quietud tranquilizadora.

- Bueno, amigo, espero no quitarle mucho de su tiempo – empecé – y creo que ya

usted sospecha la razón de mi visita

- Si, algo imagino. . .

- Pero antes de exponerlo, quería preguntarle. . . usted estuvo en la última reunión,

la única que no pude asistir?

- Si. . . desafortunadamente ese día las cosas volvieron a salirse de control.

Ya lo sabía. En el seno de aquel proyecto idealista del cual había formado parte,

desde hacía unos meses las cosas no estaban saliendo bien. Lo que comenzó como

una visión de equipo pronto empezó a ser corrompido por los deseos de poder, las

agendas ocultas, los conflictos personales, las manipulaciones. . . y lentamente, lo que

otrora era un placer se había convertido en una pesadilla de diplomacia, en situaciones

de extrema incomodidad, y en la sensación de tirantez donde cada parte del conflicto

quería un pedazo de mí. Poco a poco mi fe en la humanidad se veía amenazada con

las posiciones mezquinas e individualistas, y la verdadera razón de aquel sueño estaba

siendo aniquilada. Luego de meses de mediación, había decidido dimitir a mi cargo y

alejarme de todo ello, y Krautze, como presidente del proyecto y amigo, era una figura

que me inspiraba respeto y admiración.

El hombre se colocó los lentes y empezó a leer, mientras la señora Dunia flota-

ba a sus espaldas sirviendo un vaso con jugo, en una danza flotante y silenciosa de

comunicación no verbal con su esposo. Él navegaba sobre la extensa carta, elevaba

las encrespadas cejas, esbozaba una risa, y finalmente terminó de leer. Colocó la carta

doblada por la mitad y los lentes en una mesa a su derecha, y preguntó:

- ¿Es una decisión definitiva?

- Si. Lo he pensado mucho, y si algo he aprendido a lo largo de estos meses es a no

tomar decisiones apresuradas. Todo lo que he visto ha sido producto de errores por no

meditar bien cada decisión. Y como reza la carta, es irrevocable.


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- Entonces, déjeme ver si entendí. . . ¿se refiere a que va a alejarse algunos meses,

y luego cuando los conflictos se solucionen, regresará?

- El conflicto no va a solucionarse. Solo va a empeorar. Ya lo he vivido en otras

ocasiones, cuando los egos se involucran, matan a toda la pasión. Lo peor es que cada

una de las partes tienen las mejores intenciones. Pero han sido tan viles los unos con

los otros, han destruido tanto los puentes que pudieran garantizar algún remanente de

comunicación. . . está fracturado, y en su necesidad de estar en lo cierto, nos están

arrastrando a todos. Y siento que me estoy enfermando

- Si, lo comprendo.

- Usted no tiene idea de cuánto tiempo he estado cavilando esta situación, a cuantas

personas les he pedido consejo, cuanta energía he invertido en todo el conflicto. Por otra

parte, ¿recuerda aquella reunión donde usted se levantó, como un resorte, molesto?

Hizo un gesto de picardía.

- Si, lo recuerdo.

- A pesar de que no dije en ese momento nada, coincidí con usted. Tampoco soy un

títere que la gente pueda manejar a su antojo.

La señora Dunia se acercó con el vaso de jugo, una servilleta, todo sobre una pe-

queña bandeja

- Yo le había dicho a Joaquim que usted abandonaría el proyecto.

- Si, lo sé Sra. Dunia. Usted me lo dijo todo ese día con los ojos, sin decir ni una

palabra.

La mujer se rió. Era cierto, hablaba con los ojos, era con su esposo una totalidad

tal que, mientras el peleaba y se acaloraba, ella por su parte, en su silencio, equilibraba

todo. Como esa silenciosa compañía en aquel día de visita.

- Bueno, en algún momento le escuché hablar de fracaso, Janko. Pero como le dije

entonces, más que un fracaso, esto es una experiencia.

- Si, coincido con usted. Esta es una experiencia enriquecedora. Lo más triste es
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que, nuevamente, el ser humano es el único animal que se tropieza dos veces con la

misma piedra. Ya esta historia la había visto en cabeza ajena, había observado otros

conflictos desde la distancia, había visto las consecuencias destructivas. Y un mes des-

pués, aún con el recuerdo vivo, quizás mi arrogancia me hizo pensar “yo puedo hacerlo

diferente”. Pero eso es tan solo una ilusión. . .

- ¿Una ilusión?

- Sí. La ilusión del control. La realidad es que los proyectos, las instituciones, las

agrupaciones, son criaturas con vida propia. Los individuos que formamos parte de ella

tan solo somos un elemento del todo. Pero, a pesar de nuestros esfuerzos, la criatura

es caprichosa. Al principio, como un niño donde todo le es novedoso, salta, brinca, es

alegre, es apresurada, se encapricha, es inocente. Poco a poco alcanza la adolescencia,

y se rebela, se muerde la cola, se sacude a las pulgas que somos nosotros encaramados

en su lomo, entra en conflicto consigo misma y con las demás criaturas de su naturale-

za. Llega a la adultez, se sosiega, tanto que ni se siente. Y alimenta la ilusión de los que

estamos a su lomo de que nuestras decisiones son la que la hacen andar. Cuando cada

vaivén que nos endilgamos, en realidad es la respiración queda de ella, que nos ha ad-

mitido sobre sí. Cada vez su movimiento es más imperceptible. Pero su independencia

de nuestras nimias humanidades es más sólida.

- Me ha hecho recordar una escena de Guerra y Paz, de Tolstoi. Donde todos los

movimientos se definieron simplemente con la inacción, y el invierno ruso hizo su

magia

- Exactamente. La conclusión a la que llego con esta experiencia es que, por muy

buena que sea la idea del proyecto, tiene una falla fundamental.

- ¿Y cual es esa falla?

- Que debe ser ejecutada por nosotros, los humanos.

Terminé el delicioso jugo, agradecí y Dunia lo retiró. Cada movimiento, cada gesto

era registrado minuciosamente por aquella inteligente mujer.


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- Bueno, Janko, transmitiré la información a la junta. Lamento mucho escuchar su

partida, pero comprendo que ya ha agotado todas las posibilidades. Sin embargo siento

que una de las partes en conflicto tiene la mejor de las intenciones, y muchos de los

problemas acaecidos tienen que ver con la mala comunicación.

- Si, también lo se. Pero siento que esa persona que ha conducido a la fractura del

proyecto está poseída por una sombra monstruosa que está proyectando sobre todos

los que le adversen. Es triste estar rodeado por esa clase de abominaciones infernales

generadas en la propia mente. Mucho más aterrador que los monstruos reales. Está

viendo en los demás toda la podredumbre que hay en sí. Como si los molinos del

Quijote hayan sido vomitados por él mismo.

- De todos modos, sigue teniendo un amigo, y las puertas de mi casa están abiertas

para usted.

La conversación, que debía terminar allí, pronto derivó en otros temas, la política

local, la vida cotidiana, la filosofía encerrada en cada aspecto del día a día, permanen-

ciendo largo rato de pie, sin decidirnos a despedirnos. Pues súbitamente un golpe de

energía me había acometido, haber entregado aquella carta había sido una suerte de

liberación, aquel fardo tóxico quedaba en manos de sus artífices; Krautze también lo

notaba, sus ojos echaban chispas de vida, con una risa de quien ha vivido bastante.

- A lo largo de mis años, hemos visto de todo un poco – dijo – y estoy seguro que

todo llegará a su equilibrio, a pesar de las turbulencias. Estamos conscientes de que

hay personas que se endilgan triunfos que no les corresponden. Y siempre, siempre,

las verdades salen a la superficie, y hemos sido testigos de muchas de esas verdades.

Por ello, como reza el dicho, si quieres que no se sepan las verdades, mata a todos los

viejos.

Una carcajada de despedida resonó en la sala, un gesto iluminó el rostro de Dunia,

y de esa manera salí de aquella casa, santuario de hijos, confesiones y vida. La esca-

lera vertiginosa en su descenso ya no me parecía tan amenazadora. Una vez afuera, el


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invernal cielo grisáceo con su viento nos recibió.

- Siempre es un gusto conversar con usted, Krautze.

- Lo mismo digo, Janko, lo mismo digo.

A veces, los diálogos vas más allá de las palabras, y dependen más del ritmo que

discurre entre las dos personas.


ÁRBOL BLANCO

En el centro de aquel parque, con un aspecto imponente, , majestuoso, vetusto, un

gran árbol de grueso tronco blanco, coronado por su frondosa copa verde, movía sus

ramas en su danza con el viento. Estaba en una colina, como un centinela vigilante, y

todo él contrastaba con la animación que transcurría a su alrededor.

Un cielo azul, límpido, cruzado ocasionalmente por jirones de nubes, flotaba sobre

él, señal de que aquel árbol portentoso estaba aferrado a una superficie que giraba ver-

tiginosamente en el cosmos, que se desplazaba sin fin en un caleidoscopio de colores,

señalandole a sus habitantes que no eran más que errores del azar.

A unos metros de sí, sin poder tocarlo con su sombra, un columpio donde una

pequeña niña oscilaba en vaivén y disfrutaba de los placeres simples del juego. Y aún

más alejado, en una banca de metal oxidado hecha de bandas de hierro parcialmente

retorcidos por el uso y el abuso, Janko miraba todo aquello, vaciándose, haciéndose

cada vez mas consciente de lo que le rodeaba, escuchando a aquel árbol blanco que

le susurraba a través del aire con sus movimientos lentos, a través de la tierra con sus

raíces y rizomas que todo lo penetraban, que parecían extenderse hasta el centro mismo

de la tierra, y que parecía palpitar al ritmo de su núcleo ígneo.

Desde su alejada posición podía sentir el crujir de cada rama, de las costras en su

carne que le daban aquel tono claro, de las rojas hormigas que trepidaban entre sus

grietas cargando hojas de su copa, llevándolas al agujero junto a su falda, hablando en

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su idioma perfeco de aromas y toques en clave morse, mientras ignoraban a su manera

aquel portento.

“Definitivamente, es un placer el sentarse a observar, y simplemente, no hacer na-

da” se decía a si mismo. “¿En qué instante mi mente se volvió tan intranquila? Aprendí

en algún momento a mantenerme siempre ocupado, siempre distraído, por los proble-

mas, por las imagenes, la televisión... O si no, viviendo diferentes vidas a través de

libros, leídos en perenne competencia conmigo mismo, tratando de superar un imagi-

nario número de volúmenes completados por año.”

Algunas raíces reptaban bajo tierra a escasos centímetros de su superficie, perci-

biendo lo que ocurría sobre la misma... la gente paseando a los perros, el aire despla-

zado por los sube y bajas, la rueda en aquel parque, semidestruida mientras se corroe

lentamente por los embates de la naturaleza, los adolescentes jugando al futbol, los

cultores del físico ejercitándose y fanfarroneando, y aquel hombre sentado en el banco,

vibrando cada vez mas quedamente, observando su entorno flotando dentro de su ca-

beza, siendo uno con todo y con todos, siendo uno con aquel vegetal de siglos de vida

y supervivencia.

“¿Y cuál es mi papel en esta obra absurda llamada vida? ¿Qué hace la humanidad

aquí? He visto a lo largo de mi vida que me rodea el ejercicio de equilibrio. La na-

turaleza es un sistema que siempre tiende a la armonia entre las diversas fuerzas.. La

humanidad se ha hecho más longeva gracias a los avances de la ciencia, y la natura-

leza les regala nuevas enfermedades y degeneración imbatible. Huyes toda tu vida de

ciertos demonios, y en algún momento, de manera imperceptible, te alcanzan. Existen

momentos buenos y momentos malos, en una perpetua oscilación, y los humanos so-

mos tan miopes, tan olvidadizos, que en cada ciclo olvidamos el anterior. Pero siempre,

siempre, se están conjugando, justificando el uno al otro.”

Brotan de la tierra. Comienzan a subir palpando los tobillos inmóviles, sintiendo

esa carne dura e inerte, enroscándose lentamente en las pantorrillas, en las piernas, en
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el torso que se expande y decrece con respiraciones regulares, en el brazo izquierdo

que descansa en el regazo, el derecho que sostiene la cabeza en posición meditabunda,

el cuello, la cabeza, los oídos, los ojos. Todo lo envuelve, creciendo frondosamente,

desplegando pequeñas ramas blancas coronadas de hojas tiernas y verdes, siendo uno y

todo con Janko, siendo uno y todo con la esfera celeste sobre si, con cada jirón de nube,

con cada ser que se desplaza sobre sí y junto a sí, moviendose quedamente acariciado

por las oleadas de aire frío.

“Entonces, siguiendo esa lógica, ¿por qué nos hemos convertido en la marca des-

tructiva de todo los que nos rodea? ¿A qué le estamos dando equilibrio con nuestra

perturbación, nuestro caos y nuestras ínfulas de seres superiores?”

A través de los ojos de Janko ve la silueta superpuesta de dos mujeres jóvenes de

espalda.

Las raíces se van soltando, y un vacío dejan tras de sí. La noche comienza a acariciar

aquel parque, las luces se van encendiendo, el sonido de los infantes va desapareciendo,

para dar paso a las chicharras, las aves nocturnas, los paseos en la oscuridad que hacen

crujir la grama bajo los pies, la quietud. Una luna, llena y misteriosa, flota sobre el

árbol, lleno de hormigas, lleno de sensaciones, lleno de Janko, quien a través de sus

raíces y sus hojas percibe nuevamente la superpuesta silueta de aquellas dos mujeres,

de espalda.

Toda preocupación hace un descenso hacia el vientre de la tierra. Toda velocidad

se aquieta en la lenta respiración a través de todo su ser. Entiende el valor de la luz

que le baña, del viento que le mece, de cada sonido cotidiano de la humanidad que

le rodea en su afán de supervivencia. Las aves durmiendo con la cabeza bajo el ala,

los huevos empollados en el nido de fragil paja, con su preciosa carga finita dentro en

movimientos imperceptibles para cualquiera, menos para él.

¿Cual era el sentido de todo lo vivido? Vivirlo. Todo llegaba de una u otra manera

a su fin. Todo se conciliaba tarde o temprano. Todo ángel ocultaba su demonio, todo
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avance implicaba paulatinamente un retroceso. Hasta llegar a la estática.

Frente a sí, en un sube y baja, dos niños, amparados por la noche, se encuentran

suspendidos, inmóviles, en equilibrio


TRINIDAD

Romanov ojeó aquel cuaderno de páginas amarillas forrado en cuero que le había

entregado Selpitieri. Cómo lo había obtenido, no tenía ni la más mínima idea. A la luz

de la lámpara, un escarabajo y una pequeña hormiga caminan cansinamente, huyendo

del vendaval que pugnaba por desatarse en el exterior. “¡Ah, viejo Janko!”, pensó. Y

leyó

“El Niño Surrealista llegó a su casa arrastrando su gallo muerto. Se quitó la Piel

del Anciano Enjuto que le cubría, colgándola con cuidado en el perchero, y colocó a

su gallo, Trolard, junto a los paraguas.

El Niño Surrealista se desenroscó la cabeza y la dejó en la repisa de la entrada,

mientras lavaba los platos.

Trolard muerto, a pesar de las apariencias. Le faltaba el ojo derecho, sin embargo

había vencido en la pelea. Era un gallo grande, hermoso, con múltiples colores. Anidó

dentro de la cabeza del Niño, y asomó su pico a través de la cuenca del ojo izquierdo,

mientras lo miraba con curiosidad al enjuagar las tazas y los cubiertos brillantes.

El Niño Surrealista se sentó en el sofá con un libro abierto frente a sí, y Trolard,

siempre asomando la cabeza ahora por la cuenca derecha, pasaba las páginas con el

pico. El Niño leía una historia al revés, donde narraban las peripecias de un héroe

en reversa, desde su disolución hasta el momento de su concepción; había llegado

Saturno cansado del trabajo, y traía consigo unas botanas con forma humana.

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La Piel escuchaba atentamente la historia del Niño; le encantaba oir cuentos nue-

vos, pues ello la humectaba y la hacía crecer, alargándose lentamente hacia el piso,

extendiéndose por los suelos hasta comenzar a ocupar toda la casa.

Afuera se escuchaban los perros salvajes ladrar excitados por el olor de la carne

humana de Saturno. En el balcón, una bruja, Nina Kamuri, llegaba volando en su

escoba; cabello rojo, largos tacones negros, y numerosos jeroglíficos misteriosos. Con

su diestra abrazaba un gigantesco cisne blanco y mudo. En su vientre, un tatuaje donde

se veían las figuras del gallo, Saturno, la Piel, el Niño.

Kamuri se sentó con todos a terminar de leer la historia, mientras Saturno le acer-

caba unas botanas que eran devoradas gentilmente. Al final, Trolard abrió el párpado

del ojo derecho, y en la cuenca vacía se veía claramente la siguiente escena: el Niño

Surrealista llegaba a su casa arrastrando a su gallo muerto, envuelto en La Piel del

Anciano Enjuto”
MUSAS

“Señor Moldavia”, era como le decían sus subalternos o todo aquel que le veía ta-

citurno y silencioso mientras bebía el café, observando las dinámicas sociales ajenas

desde una esquina. “Janko”, su nombre de pila, sacado de quien sabe qué momento

de invención y aburrimiento de sus padres, un nombre imposible y muchas veces mal

escuchado, aún más veces mal escrito. “La Piel”. . . como él se autodenominaba últi-

mamente, pues cada día que pasaba, se sentía envejecido y nada más que una carcasa,

una piel enjuta que cubría a su verdadero yo y que se mantenía en su sitio por la cor-

bata y la correa, arrugada como una bolsa de papel, como muñeco de trapo reseco. La

cáscara, la muda de una chicharra muerta, etérea, flotante, que se inflaba y desinflaba

con el propio aire de la respiración. . .

Janko Moldavia acababa de salir de su laboratorio, y se sentía estrujado y gris. Su

trabajo se habia convertido en algo alienante, pues hacía rato que la ciencia se había

extinguido en aquel lugar... Sus compañeros eran insufribles y su salario, irrisorio... El

empleo en el instituto no era precisamente algo que alimentase sus ambiciones o su

imaginación.

A esa hora de la noche la ciudad se veía más opresiva. Enormes torres industriales

se levantaban, iluminadas por reflectores que destacaban su carácter inhumano, mien-

tras grandes volutas de humo eran vomitadas por aquellas chimeneas. Los sonidos de

los escasos trabajadores se escuchaban por doquier, unos tomando sus transportes, otros

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arrastrándose hasta las paradas de autobús. Unos pocos flotando inertes, dejándose lle-

var por el viento nocturno como una hojarasca de otoño.

La Piel se hunde en su océano, soltando burbujas de desolación. Se siente atrapado

en la red de los elogios, y constantemente se encuentra compitiendo consigo mismo,

tratando de mantener una imagen digna de dichos elogios. Su vida se ha convertido

en una cruzada diaria, analizando todo proceso dentro y fuera de sí. Todos los días

debe enfrentarse a los gigantescos ogros de su ira contenida, pues de tanto refrenarlos

amenazan con aparecer con furia exponencial escupiendo fuego por sus fauces, rayos

por sus ciclópeos ojos, para luego dejarle en medio de un campo calcinado y gris,

poblado de árboles negruzcos y retorcidos. Ha perdido miles de victorias en una sola

batalla; en un mundo donde lo que debía ser era lo bueno, donde todos sus habitantes

anhelan el brillo enceguecedor de lo positivo, La Piel siente como su contraparte se

arrastra en el fondo. Si, mientras más brillante es la foto de una imagen, más oscuro es

su negativo.

La Piel aprendió a no hablar y a no escuchar, a considerar que la palabra está so-

brevalorada. Y al abstraerse de lo que la gente quiere mostrarle, comenzó a ver con

más claridad las acciones e intenciones, los verdaderos desencadenantes y protagonis-

tas de todo; flotando en el bote de sus pensamientos tortuosos, mirando a su alrededor

las ramas de los árboles, que como sinapsis comunican a los unos con los otros en

su inmovilidad serena e imponente, en la sapiencia natural, expectación sin deseo ni

crítica, simplemente la esencia de la existencia; mientras que los humanos como virus

pestilentes, como hifas invasoras pululan e infestan el ecosistema.

En el taxi que le desplaza por la ciudad, su mirada se pierde a través de la ventana,

mientras las luces nocturnas atraviesan el cristal, deformadas por la lluvia que arre-

cia. El taxista, un hombre maduro, fuma sin pudor y enrarece el ambiente dentro del

vehículo, el último turno que marca de cansancio su rostro mal afeitado. La Piel se ata

un nudo en su cabeza para soportar la existencia bajo el yugo del sanguinario dictador
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que a todos subyuga : el Tiempo, con su boca infernal y su prominente abdomen, sos-

tiene con cadenas a dos terribles criaturas, la Prontitud y la Impaciencia, dirigiéndoles

hacia los torturados hombres y mujeres; abriéndoles pequeños agujeros en sus cráneos

y destilando la obsesión por el control de los minutos, de las horas, dividiendo el día en

momentos de trabajo, regateando los instantes de ocio, estirando las horas de deberes,

y apenas dejando unos pocos gramos de tiempo de calidad.

¿Seré justo? ¿Seré bueno? ¿Haré feliz a los míos? ¿Logro que mis clientes estén

satisfechos? ¿Estoy completo? ¿Me controlo? ¿He logrado el equilibrio? ¿Veo más allá

de lo superficial? ¿Soy materialista? ¿Soy tolerante? ¿Debo ser intolerante? ¿Soy ateo?

¿Soy Dios? Los ecos de las preguntas corren como fantasmas inflamados en los labe-

rintos, suben escaleras de caracol, bajan por toboganes en espiral, giran en montañas

rusas y se estrellan contra el muro de la noche, donde, como una flor carnívora que

despliega sus tentáculos, van abriéndose lentamente en el pecho de la Piel.

Se apeó del taxi, caminando con paso presuroso con el viejo maletín de cuero del

que todos se mofaban, una suerte de tótem. Los suelos estaban húmedos y podía ver

el destello del neón inhumano de la ciudad reflejarse en las calles. Y debía atravesar el

mismo oscuro callejón de siempre para poder llegar a casa.

Avanzaba apresuradamente con pasos acuosos y resonantes, con el frío colándo-

se por la chaqueta, a través del cuello levantado, cuando de pronto ve aquella silueta

tirada en el piso, una sombra apenas, con dos criaturas de mirada y piel fosforescen-

te que se voltean. Janko se queda paralizado de miedo, y su visión lentamente se va

adaptando a la oscuridad, para percatarse que aquellos seres son dos mujeres envueltas

en túnicas, con el cabello ralo, con los rostros y los labios carnívoros empapados en

sangre, y a sus pies, el cadáver mordisqueado de un poeta. Y súbitamente, con un chi-

llido ensordecedor, profundo, un grito terrorífico e inhumano, se levantaron de forma

imponente, helando su sangre, y lanzando aquellos rayos por los ojos que amenazaron

con fulminarle.
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Mientras de la boca del poeta, en agonía, se escuchaba el susurro:

-. . . musas caníbales, musas piraña... musas veneno, musas tormento. . .


EL JARDÍN

Caminando, de repente me encontré en el jardín de los Titanes. El horizonte se di-

luía en el infinito. El desértico suelo calcinado por el sol, solo interrumpido por escasos

matorrales y ralos árboles, se extendía frente a mí. Estaba allí porque, sin darme cuenta,

yo mismo me había transformado en uno de aquellos ídolos titánicos que surgían cada

cierto tiempo.

El avance parecía eterno. . . a mi alrededor, los ecos de mi vida se desarrollaban co-

mo en un universo fantasmal que me rodeaba. Escuchaba los murmullos de admiración

aquella primera conferencia, donde, aterrado frente a una masiva audiencia, realicé mis

primeras y tímidas disertaciones, con el ruidoso aplauso aprobatorio. Y la multitud em-

belesada se reproducía silenciosa y constantemente, como las enredaderas que trepaban

en los muros derruídos.

El suelo crujía bajo mis pies, y el ruido de fondo cargado de elogios se iba haciendo

cada vez más ensordecedor, enjambre endemoniado que latía al unísono. Era la época

en que mis ideas más fecundas comenzaron a brotar, la madurez intelectual que hizo

que mis jóvenes alas se fortaleciesen, creciesen y se desplegasen de forma poderosa

y feliz. Pronto la vorágine de mis pensamientos cubrió a muchos, despegándome del

suelo y expandiendo mi mirada aún más, alejándome de todos y de todo. . .

Comencé a tener una visión diferente. Fuera del canto embrujante de la multitud

zalamera, aparecieron ante mí las visiones más perturbadoras. Me tropecé de pronto

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con aquella figura encanecida, de cabello ralo, rostro de color ceniza. Descendí hasta él

y reconocí tras la mirada de aquel venerable anciano a uno de los antiguos titanes de mi

tiempo. Los ojos grises me dedicaron una mirada cansina, y una sonrisa de benévolo

y solitario abuelo se dibujó en su rostro. Pude ver como esos miembros, aún marcados

por la antigua energía que les dominaba, se apoyaban en un bastón. Cómo el porte

de firmeza dictatorial había dejado pasar a una figura encorvada bajo el peso de sus

alas raquíticas y parcialmente desplumadas. Como todo él apestaba a cadáver vacío y

estéril.

Más adelante, volutas de polvo giraban, mientras a través de la sustancia etérea

que me separaba del otro universo observaba como mi peso se henchía de orgullosa

vanidad, y como el poder comenzaba a tejer sus telarañas ponzoñosas en torno a mí.

Una extraña pareja jugaba en un enorme tablero de ajedrez. Eran dos mujeres, tam-

bién aladas, también caídas. Una de ellas, con múltiples bultos hidropésicos unidos en

extraña configuración, sin oídos y con diminutos lentes clavados a su rostro, movía

aquella extremidad de carne colgante y violácea, cuyo extremo coronado por dedos

como salchichas asían un tembloroso alfil. Del otro lado, pareciendo kilómetros de dis-

tancia, la otra extraña fémina, de garganta vociferante entrenada en el maltrato a sus

subalternos, le gritaba en un tono insoportable que esa jugada no era permitida, que ya

hacía rato que el juego había terminado y que estaba en jaque desde hacía siglos atrás.

Y cuando me vieron pasar, colocaron sus monóculos, la primera en el ojo derecho, la

segunda en el izquierdo, elevaron las alas de sus minúsculas narices e hicieron un gesto

como quien percibe el hedor del recién llegado.

Aquel capullo suprarreal que me rodeaba, mi realidad ultraterrena, mostraba como

había logrado desinflar a mi ego, y cómo mi curiosidad aún no satisfecha comenzaba a

desviarse en temas cada vez más oscuros y menos convencionales. Y el murmullo de

los ecos repetidos comenzó a apagarse. Y la popularidad, vertiginosamente creciente al

principio, comenzó a desintegrarse en la mirada de los escépticos, los envidiosos, los


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destructores de mitos.

Cuánto había caminado en aquel paraje mitológico, no tenía idea. Pero a donde

mirase, aquellos titanes de ojos cegados por los años, desechos de la humanidad a la

que alguna vez sirvieron, me rodeaban, y parecían divertirse con mi avance en ese viaje

sin retorno.

Y, sin darme cuenta, sentí un silencio sobrecogedor. Como quien está largo rato en

un túnel oscuro y estrecho, y luego es golpeado por la luz. . . en mi caso, fue la total

quietud la que me impactó. La soledad del que avanza mucho, del que se pierde de

su propia sociedad. Una sociedad donde desaparecen los amigos. Donde desaparece

toda comprensión humana sobre lo que se está realizando, pensando o soñando. Una

sociedad que te consume cuando eres útil para un fin, que te considera un medio. Ahora

me he alejado demasiado de cualquier símil con los seres que la pueblan.

Miro mis manos a la incandescente luz del desierto de los titanes, y comienzo a

notar las arrugas que anegan mis nudillos, mis falanges, cada grieta en mis uñas. Miro

la piel de mis costados, y manchas nuevas, pequeñas, medianas, grandes, aparecen

lentamente. Mis ojos se ven cansados, una sombra de reflexión excesiva se cierne en

ellos y los enmarca de pequeñas bolsas en los párpados inferiores. Líneas severas bajan

a ambos lados de mi boca.

Veo el final de aquel campo de titanes, que termina en la nada. Y veo mi nombre

escrito en aquel banco de piedra que me espera.


NINA KAMURI

En medio de la habitación, Nina Kamuri flotaba ingrávidamente, con la espalda ar-

queada y los senos apuntando al oscuro techo. Su cabello negro colgaba en mechones

perezosos, y una estela brillante parecía desprenderse de su cuerpo desnudo. Los ta-

tuajes de su piel dormían con ella, solo moviéndose cuando los sueños se volvían algo

agitados. Y dentro de su adormecida mente, volaba a horcajadas sobre su fiel cisne Svi-

tek, cuyas musculosas alas le impulsaban rauda a través del cielo nocturno, iluminados

por la luna, mientras su sombra se recortaba sobre las nubes, y mientras era seguida

por su bandada de cisnes asesinos.

Su cuerpo gira lentamente dentro de aquel cuarto cargado de significados. Nume-

rosos objetos curiosamente clasificados se encontraban allí. Pequeños tesoros de la

infancia, pinturas, canciones. En la pared, cuelgan tres muñecos vudú, con fragmentos

de las almas atrapadas de sus cantantes favoritos y cuyos corazones eran atravesados

por agujas asesinas . Cuando la melancolía le acometía , sacaba con amor una aguja de

cualquiera de ellos, y la torturada alma agradecida le dedicaba una canción poderosa.

Fue arrullada por inmortales cantos del sur, bautizada con café y brandy, criada en

la poderosa hermandad de las mujeres. Desde muy pequeña fue observada con cautela,

siempre inusual, siempre ajena al mundo de las masas de seres grises. Juguetes atípicos

para gustos atípicos. Ahora usa tacones que le permiten verse aún más soberbia. Los

mismos que emplea en las batallas para aplastar los cráneos de los débiles que se atre-

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ven a enfrentársele. Y en medio de las cabezas sangrantes, una atronadora carcajada le

demuestra al mundo todo el poder corrosivo contenido dentro de sí.

Fue en una absurda época festiva que dio con el Club, cuando por los azares del

destino descubrió aquel libro abandonado con olor y sabor a historia, misterioso, sóli-

do, con una portada descolorida que le saludaba invitándole a entrar. Recuerda que lo

sopesó en sus manos un rato, degustando ese encuentro fortuito, y esperó unos eter-

nos segundos antes de abrir las páginas. Lo que encontró no le sorprendió. En una

garrapateada letra aquella críptica invitación.

"Tus ojos, oh noble criatura, son dignos para descifrarme con una mirada. Tu mente,

apta para entrar al Club. Ticket válido por 1 persona"

Pronto sus pasos la condujeron un día allí, mientras buscaba una obra de teatro.

La función había sido cancelada, no sabía por qué razón. Y a escasos metros de aquel

local, en una sólida puerta de madera, vio el letrero que rezaba “EL CLUB”.

¿El Club? Nada parecía particular en aquel sitio, y sin embargo una poderosa ener-

gía le atraía hacia allí. Eran tiempos navideños, y toda la calle estaba decorada alegó-

ricamente. Pero aquella puerta marrón rechazaba con su simplicidad a la vorágine de

neurosis colectiva vestida de rojo, blanco y verde.

Al franquear la puerta, lo primero que se encontró fue a la gigantesca figura de

Saturno, quien fungía de portero ocasional de aquel lugar. Ya le había visto en otras

ocasiones, durante los aquelarres, él ocupado en sus cosas y ella en las suyas. Saturno le

miró desde su enorme estatura, le dedicó una sonrisa cómplice inclinando brevemente

la cabeza (el saludo del club), y corriéndo el cordón de terciopelo le permitió el paso.

El Club . Un sitio para la gente como ella, donde los extraños eran la moneda común.

El sitio no tenía nada de extraordinario. Una larga barra donde la gente se sentaba

a conversar, algunos muebles mullidos alrededor de mesas, y la penumbra que todo lo

rodeaba. Kamuri se sentó en el extremo de la barra y pidió uno de esos vinos dulces y

artesanales que siempre se le antojaban. No bebería mucho, puesto que tenía algunos
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asuntos que atender. A su derecha, unos cinco puestos más allá, su viejo amigo, el Señor

de las Moscas, de pálida tez y barba negra y recortada, bebía un vaso de vodka, y al

reconocer a la distancia a su vieja amiga, le dedicó nuevamente el saludo del club. Una

conmoción se escuchó en la entrada. Los camareros salieron corriendo a sus lugares y

los músicos, súbitamente, cesaron de tocar.

En aquel lugar, de pronto, hizo su entrada, nada más y nada menos, que Dios. Los

empleados inmediatamente se dirigieron a abrirle la entrada para el salón VIP. Pero

él, con su hermosa e infinita mirada omnisciente, les dijo delicadamente que no, y se

sentó justo al lado de Lucifer. Los dos sujetos se dieron un abrazo de amigos. Y por un

instante, Kamuri tuvo la oportunidad de presenciar aquello que llaman “Balance”

La música volvió a comenzar, en el paroxismo de un tango de la vieja guardia. En

el escenario, las mujeres realizaban su perfecta coreografía, mientras finísimas gotas

de sudor se se deslizaban por sus espaldas hermosas, y sus parejas las tomaban por

la cintura de manera firme y seductora. Nina seguía el ritmo de la música, sintiendo

como el mismo calaba en su sangre, en su pecho, como respiraba cada movimiento y

como la poesía de aquellas canciones se incrustaba en su alma. En un instante sintió

un escozor en su muslo izquierdo. Disimuladamente miró hacia abajo y levantó con

cautela el vestido negro de lunares descubriendo la piel, y se encontró con aquel texto

misterioso que rezaba

"La libélula

de la hélice en la boca

vuela sobre el alce

con el cristo clavado en sus cuernos"

Levantó su mirada... sus ojos se toparon con un hombre taciturno, quien colocaba en

la barra un libro idéntico al que había encontrado, y con mirada silenciosa le dedicaba

el saludo del club.


HECANTÓQUIRO

Cincuenta cabezas y cien brazos trabajando al unísono, de manera inexorable, mar-

cando la tarjeta de entrada en una coordinación perturbadora. Cincuenta cabezas y cien

brazos preparando los instrumentos de trabajo como una orquesta mecánica de des-

trucción. Cien pasos marchando sobre el pavimento, cargando las largas escaleras, las

cuerdas, los martillos neumáticos y cinceles, las sierras, la fuerza bruta de aquellos

músculos tensados por su hogar infernal.

Sin horario definido, aquella cuadrilla indistinguible se arrastra a través de la ciu-

dad, en medio del tráfico, entre los peatones, con su paso diligente y sus rostros serios

e imperturbables. Y allí los encuentra, una y mil veces, en distintas poses, a diferen-

tes alturas, suspendidos en la parálisis de la caída, aquellos portentosos titanes que no

cesaban de aparecer.

Desde abajo podían ver su rostro de ojos con cuencas vacías, su carne pétrea de

color arcilla, el rictus cuarteado de la carne calcinada por quien sabe que proceso cós-

mico. El sol brillaba en todo su esplendor, mostrando aquellos cuerpos gigantescos que

lanzaban su sombra sobre una ciudad que les ignoraba, como quien olvida el aire que

respira por la sola costumbre de tenerlo allí.

Éste último Titán estaba a varios metros del suelo. La cuadrilla comenzó a armar sus

escalas especiales, para lograr alcanzar aquella altura desde un edificio vecino. Logra-

ron encajar la escalinata en una de las cuencas, y en una labor de hormiga comenzaron

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a llegar hasta la criatura, trepándose como una plaga desde el rostro al cuello, al pecho,

a los miembros. Y mientras activan sus martillos neumáticos, los fragmentos del cadá-

ver comienzan a ser desmontados, bajados gracias a cestos especialmente dispuestos

para ello, y el sol en el cénit calcina sus miembros, el sudor humedece sus frentes, y

los cien brazos de músculos tensos toman un breve descanso de almuerzo, para luego

proseguir, inexorables, inevitables, imparables.

Ya al mediodía, las piernas y el abdomen han sido eliminados completamente. Un

equipo de 10 está dedicado a la mano izquierda, que extiende un índice señalando a un

punto perdido en el espacio, quizas en uno de sus últimos estertores de muerte.

¿De dónde venían esos portentos? Nadie se preguntaba. Lo cierto es que no cesaban

de llegar, al igual que las cuadrillas no paraban de borrarlos. Era algo inevitable, como

la noche que sucede al día o la muerte que sigue a toda vida. Quizás la verdadera

razón de su existencia era darle algun trabajo a aquellos obreros. Probablemente fueran

algunos seres de una mitología perdida. O tal vez alguna anomalía de la creación, que

en su perfección arrojaba fuera todo detalle distorsionado.

El pecho en éste titán particular les ocasionó bastante trabajo. Los grandes pecto-

rales se fracturaban con dificultad, y algunos martillos tuvieron que ser reemplazados

al quedar inútiles. El del lado izquierdo fue quizás el más duro de roer, probablemente

por albergar algún pétreo corazón que se había fusionado con el tórax. Los sujetos,

en una oleada, dejaron las zonas distantes más débiles y comenzaron a concentrar su

fuerza en ese punto, cantando al unísono en perfecta coordinación, hasta que por fín

las grietas se propagaron, deshaciéndolo en trozos, y la temperatura de aquel mutilado

cuerpo comenzó a descender. De allí en adelante el trabajo resultó más sencillo, co-

mo si hubieran alcanzado una suerte de talón de aquiles, el nudo que aún garantizaba

aquella estructura, En algunos titanes era la cabeza, en otros el abdomen. Aquí estaba

oculto tras el pectoral.

A las cinco de la tarde el sol ya estaba en franca retirada. El cuerpo había des-
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aparecido, y del cuello bullían los obreros martilleando y rompiendo los pedazos. De

las fosas nasales se levantaban cabezas que clavaban ganchos por doquier, haciendo

que los compañeros tirasen de aquellos trozos de roca, facilitando la accion de los per-

cutores y los cinceles. Pronto las cuencas se vieron acompañadas de otro agujero en

medio del rostro. Pronto la mandíbula desapareció. En cuestión de minutos el otrora

cráneo era reducido a un cuenco rocoso. Finalmente, el último fragmento de roca es

depositado en el cesto de los escombros, y el último trabajador es recogido junto con

la escalinata hasta el edificio.

Cincuenta hombres caminan de regreso a la contrucción, marcan la tarjeta con la

energía del trabajo bien realizado, se quitan los cascos, sueltan las herramientas, y

caminan al agujero en la tierra que les lleva de regreso a su amado infierno, donde

todos pueden ser el Uno, donde las cincuenta cabezas y los cien brazos se reúnen en un

solo hecantóquiro.
FRAGMENTO DEL DIARIO

“La Piel, con gesto extenuado, llegó a su casa temprano esa noche. Kamuri venía

sobre él, en su espalda, a horcajadas abrazándole desde atrás. Se quitó el sombrero, se

quitó la cabeza, poniendo ambos en el perchero de la entrada, y en su interior el niño

surrealista y Trolard jugaban al ajedrez. Kamuri sacudió su cabello, negro y torcido

como su humor, y se sentó en el sofá, mientras el niño y Trolard se sentaban frente a

ella. Y en medio de todos, Saturno era devorado por sus hijos, esas botanas con forma

humana que siempre llevaba consigo. A través de las grietas, de una forma invisible

pero persistente, la realidad se había ido colando, y lo había impregnado todo. Todos lo

sabían, y pronto, de manera inexorable, ya profetizada (y ya previamente vivida), se iba

a proceder a la fundición de aquel grupo de saltimbanquis, mientras Kamuri volaría en

las alturas hacia su destino. Ahora, tan solo quedaría una habitación en suspenso, con

polvo flotante en el ambiente cargado del aroma de miles de cigarrillos consumidos.

La luz del sol moribundo penetra por la ventana, iluminando cada partícula inerte,

reflejándose sobre el piano triste. Se escuchó la puerta cerrarse. Bajó la Santamaría

del Club. El instituto dejó de existir. Un cadáver de papel se agita levemente con el

viento, junto al cuerpo inerte del poeta. La Piel veía y vivía todo ello con un dejo

de Deja Vu. “Ciclos” se decía “repetidos una y otra y mil veces. Escenas vividas en

el infinito. Segmentos de mí que se separan y se vuelven a unir en un movimiento

perpetuo de oscilación. Daremos paso al nuevo fulgor. Daremos vida a la reinvención.

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A las nuevas versiones del todo. Y un lejano coro de voces entona:

Al norte el niño surrealista

Al sur, Trolard

Al este está Saturno

Y al Oeste, está la piel

A Kamuri despidieron

Con aplauso atronador

Quien parte en raudo vuelo sobre

La espalda de Svitek

Y los tacones apuntan hacia el suelo

Y la mirada se funde con el cielo. . . ”


HOSPITAL

Cuando le encontramos, estaba pálido y empapado en sudor, doblado en el suelo y

partido en dos por el dolor que le atenazaba el abdomen en un infierno recién desatado.

No había otra alternativa, debían verle en emergencia.

El Hospital. El hospital es una criatura imponente, con vida propia; anciano vene-

rable, paciente, consciente. El crepúsculo se cuela por las ventanas de la emergencia, y

pronto la noche se adueña del lugar plagado de gritos, mientras él se retuerce clamando

por algo que calme el dolor, mientras los médicos arañan las escuetas bóvedas de me-

dicamentos, escalando en potencia hasta llegar a la morfina, sólo asi logrando mermar

parcialmente aquel dolor lancinante, y sumiendole en la modorra de un sueño extraño

y líquido que se apelmaza en torno a sí.

Camas hasta donde llega la vista. Yo le acompaño semidormido en una desvenci-

jada silla (soy un sortario, un viejo amigo en el hospital me garantiza una). Un sueño

fragmentado por cada movimiento, cada queja, de él y de todos a mi alrededor, en la

semipenumbra interrumpida por el puesto de enfermeras (pocas para aquella masa de

gente en sufrimiento). Y la puerta del baño común se abre y cierra incesantemente, y

los pacientes encogidos se arrastran hasta él acompañados por hijos, hermanas, solos.

Había una variedad de personas alli, matronas del campo, hombres solitarios, adoles-

centes. En la enfermedad, todos somos iguales.

Los médicos en sus rondas, con los rostros ceñudos, palpando, interrogando, es-

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cuchando atentamente la cantidad de ruidos guturales que nuestros cuerpos lanzan en

sinfonía; unos silenciosos, otros altivos, unos humanos, otros endiosados, mientras sus

juicios, sus burlas a los subalternos, sus conductas rígidas chocan como un eco contra

los muros del hospital, mudo testigo de generaciones de galenos que transcurren en un

flujo y reflujo de personalidades y egos, en perpetua lucha contra la naturaleza, un opo-

nente nada fácil pero con una filosofía aplastante; pues a cada batalla perdida contra

los médicos, decide replegarse a dejar que el tiempo haga su trabajo.

Hubo una mejoría parcial del dolor, y ante la duda de si intervenir o no, los ciruja-

nos decidieron un manejo conservador y le trasladaron a la hospitalización en piso. Él

seguia lívido, con los párpados entornados, respirando superficialmente, quejandose en

ocasiones, pero en definitiva mejor que cuando ingresó.

Aproveché de sentarme a leer a su lado. Aquella habitación, por azares del destino,

tenía tan solo dos camas, y una de ellas estaba desocupada. Una ventana dejaba entrar

los rayos de sol, y mostraba a la ciudad alrededor en una suerte de universo parale-

lo, pues en los hospitales el tiempo se mueve diferente; lo marcan las enfermeras con

sus tratamientos, las comidas llevadas en bandejas a los enfermos, con aquellos caldos

desabridos y potajes de mal aspecto; las oleadas de visitantes que, en dos horas, cum-

plen con vigilar, como buitres, a sus pacientes, distanciándose cada vez mas aquellas

visitas hasta que se convierten en una rareza. A él no vino a visitarle nadie, solo estaba

yo para ayudarle en aquél trance...

En medio de su sueño de opio, con una voz cavernosa, me espetó:

- La vida es una mierda...

- No digas eso.- le contesté

- En serio... lo que pasa es que la humanidad no lo ha comprendido aún. Creen

que en la vida solo suceden cosas buenas, pero eso es falso. La vida está diseñada

para ser sufrida, desde un principio, y las cosas buenas que ocurren en ella son la ex-

cepción... una excepción cruel, que alimenta la esperanza de que seguirán ocurriendo.
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Pero, inexorable, el péndulo del equilibrio nos trae, una y otra vez, la oscuridad, la

crudeza de la realidad, el excremento en el que todos estamos inmersos.

Sus labios resquebrajados por la sed. No le permitían ningún tipo de alimento. “Dar

de comer al hambriento, dar de beber al sediento” rezan las moralizantes palabras.

¿Estaba allí extirpada esa moral?

En su lugar, tubos llevan los liquidos y los alimentos a su mustio cuerpo golpeado

por la enfermedad.

______________________________________________________________________________

A través de la ventana en ocasiones podia escuchar voces. Allá abajo, en el patio,

un grupo de personas se desplazaba, sonámbula, como recién levantados del coma. Era

el patio del ala de psiquiatría, donde los internos salían a jugar y a recibir el sol. Hom-

bres y mujeres, de manera indistinta, caminaban como autómatas. Unos simplemente se

acostaban en el suelo, mientras el sol calentaba sus huesos. Una mujer entonaba cancio-

nes, a todo pulmón, dedicándoselas a aquellos que nos asomabamos por las ventanas. Y

con los ojos entrecerrados, con los rígidos miembros a ambos lados del cuerpo, cantaba

desafinadamente canciones de amor, de despecho o simples cancioncillas populares. A

su lado, un sujeto, alto y delgado, bailaba a pasos cortos, girando a su alrededor. Otros

jugaban al baloncesto, y de pronto la cantante se interrumpió. Se paró frente al aro, y

lanzó con los ojos entrecerrados el balon, como un robot. Anotando en 22 ocasiones

sin ningún error.

____________________________________________________________________________________

Aquella fué una mala noche. Alrededor de las 11 pm regresó el dolor, en vaivenes

asesinos, que hacian que mi amigo se retorciese en la cama nuevamente. La respiración,

agitada, el pulso cada vez mas rápido, y la somnolencia engarzada en su cerebro de

manera tenaz; y repetir la escalada de medicamentos. Los sonidos del monitor de signos

rompiendo el silencio de la noche, Y terminar nuevamente con la morfina recorriendo

sus venas, lanzándole en una espiral anestésica donde la realidad y los sueños son
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unidad. Una noche de desvelo junto a él, sumido en la ignorancia y en la impotencia,

deseando con todas mis fuerzas que saliese el sol, que llegase la solución al problema,

que él pudiese descansar al fin.

A las 5 de la mañana, por fin, logró dormir. Yo, sin embargo, estaba con todas mis

alarmas internas encendidas, flotando por la falta del sueño de varios días. Decidí ir

por un café que me activase, y salí de la habitación al comprobar por enésima vez que

estaba dormido y tranquilo.

El hospital tiene una personalidad que muta con las horas del día. A esa hora, los

pasillos desolados, el silencio reinante, la calma tras la tormenta... las escaleras vacías,

los vigilantes embotados en sus abrigos abriendo y cerrando rejas, los familiares de los

pacientes de emergencia acuclillados en las aceras, con rostros paralizados por el stress

y el desasosiego. Los médicos cansados y las salas, que otrora desbordaban pacientes

y gritos, con un silencio aplastante. La vida, en una demostración de su existencia,

pululaba alrededor de aquellos muros. Pequeños kioscos una y mil veces desalojados,

reorganizados y recontruidos, crecian salpicados aqui y allá, ofreciendo sus mercan-

cias.

Compré un café negro, hirviente como la lava, que espantó a Morfeo y me hizo en-

trar en vigilia nuevamente. La mole, imponente, vigilante, se alzaba en su esplendor de

10 pisos; un padre protector, plagado de historias, unas terribles, otras esperanzadoras e

inspiradoras... el testigo sabio que acoge a todos como sus hijos, les ve en sus miserias,

les alberga en su humanidad.

Esa mañana, le vuelve a evaluar el cirujano, y decide operarle de emergencia. Una

cirugía compleja, pero sin complicaciones. Esa noche la pasa en cuidados intensivos,

y no me permiten quedarme. Así transcurren 3 noches más. Noches de sueños intran-

quilos, pesados y fragmentados, pesadillas informes. En una de mis visitas allí, veo el

panorama a su alrededor: el adicto paralizado del cuello hacia abajo, que clamaba por

una dosis. La mujer inconsciente con el cerebro inundado de sangre. El hombre con el
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infarto, el joven del traumatismo craneal... Los muros de aquel recinto de luz perenne,

con las cicatrices del tiempo, donde sobresalía parte de la estructura de más de 50 años

de edad, entre el amasijo de tuberías que ya no funcionaba, combinado con los moni-

tores modernos, aqui y allá equipos obsoletos haciendo vida con tecnología moderna.

Él estaba mucho más conciente, percibía su entorno, se percataba de su mortalidad, y

con mirada silenciosa imploraba salir de aquel sitio.

_______________________________________________________________________________________

- ¿Cómo amaneció el señor hoy? - increpó en una solitaria ocasión el rostro mile-

nario de una viejecilla voluntaria

Fiebre. Pérdida de conciencia. Transfusión sanguínea en 2 ocasiones. Múltiples

punciones en las venas. Brazos torturados hasta la saciedad en busca de muestras, de

vías... Una cicatriz recta desde el esternón, que serpentea alrededor del ombligo, hasta

el pubis. El dolor al respirar. El dolor al levantarse. Las idas al baño. La sensación

de estar flotando. La visión de las hormigas que todo lo inundaban. Los sueños de

cementerios, con caballos de madera y figuras de maniquies japoneses que surgian del

suelo. El sonido infernal de la bomba de infusión dañada. El miedo a caer, el miedo a

que la sutura se soltase, el miedo a la realidad.

En medio del baño con agua fría, mientras miraba a través de una nueva ventana

(con visión de árboles en vez de locos), una sensación de vértigo leve se apoderó de mi

cabeza. Lo que ocurrió fué que de pronto me ví bajo el chorro de la ducha. Él no estaba

alli.

Cerré la llave, y traté de ir hacia la habitación a buscarle, pero pronto algo me

detuvo. Un dolor, y la visión de una enorme cicatriz en mi abdomen. Y la debilidad

que me impulsó a buscar la cama, donde tampoco se encontraba. Me desplomé en la

silla. La enfermera entró, me dedicó una sonrisa, tomó mi temperatura, pulso y tensión.

Revisó el tubo que tenía en mi brazo derecho. Hizo unas anotaciones en su libreta, y

continuó con sus labores.


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El cirujano ha pasado y decidió que ya me encontraba bien. La partida del hospital

fue una combinación de alivio y tristeza, la tristeza de quien ha sido albergado por su

protector abrazo, de quien ha sido rescatado de las garras de la muerte en su seno.

El sol vespertino me recibió con las maletas, y el coloso quedó tras de mí.
LOS INVISIBLES

112
TITÁN

Ya casi centenario, con los años doblando su espalda y encorvándole las piernas,

decidió salir al patio de su casa. El cielo límpido de aquel lugar donde había nacido, y

donde había retornado a vivir los últimos años de su vida, le cubría como un capullo de

transparencia siempre supraterrena. Escasos animales correteaban en el suelo arenoso

del solar, los gallos picoteando a las gallinas y los pollos haciendo su piar eterno. Y al

fondo de aquel patio, la puerta abierta en el muro desvencijado, que le conducía a la

casa de su madre.

Sus pasos calzados por unas sandalias sencillas y polvorientas, se arrastraron pe-

sadamente hasta allá, dejando atrás su hogar, sus recuerdos, los hijos que le habían

visitado en su última enfermedad, que luego de llenar con su bullicio aquella casa, ha-

bían dejado el eco del silencio resonando en todas las estancias, moviendose como un

fantasma entre los libros apolillados, las habitaciones desiertas, la sombra de su mujer

muerta hacia años.

La mano sobre los ojos le protegía de la claridad del día, que siempre hería sus can-

sados ojos. Echó un vistazo a sus piernas, otrora columnas de mármol, ahora una suerte

de ramas secas cuajadas de venas y cicatrices, con la piel quemada y delgada como un

papel. Cúantos años habian sido sus compañeras en las largas aventuras vividas. Pero

helo allí, su vida era una risa más de la carcajada de Dios.

Sintió el llamado desde la casa materna, un viento le atraía hacia el oscuro solar.

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Había decidio construir su vivienda justo allí, tras ella. Fué testigo de aquella mujer,

longeva y siempre activa, recogiendo en tardes de sol los frutos de aquellos árboles

mecidos por el viento calmo de la isla, inclinada durante horas mientras llenaba vasos

de uvas para luego venderlos y subsistir con aquel dinero. Vió como aquella pequeña

construcción se fué alargando, poco a poco, hacia atrás como un telescopio, constru-

yéndose pisos como escalones, ahora pulidos por los años de pies que deambularon

por aquellas estancias. Casi podia verle a ella, su mamá, siempre curiosa, asomada al

agujero de la puerta viendo a la gente pasar. Los fantasmas del cuarto de los santos,

donde fotos de difuntos por él desconocidos se apilaban junto a las estampas religiosas

y los velones derretidos.

A su izquierda aquella caseta, la letrina que tanto miedo le causaba en su infancia

en la oscuridad nocturna plagada de historias fantásticas de aparecidos. El gran árbol

de uva, de edad imprecisa, le brindaba su sombra como un viejo amigo.

Nuevamente aquel llamado, casi un impulso, que le hizo seguir adelante, arrastran-

do los pies en medio de aquel silencio, ajeno a los animales que dejaba atrás, a su vida

que dejaba atrás, a sus dolores y achaques que dejaba atrás.

Una vieja pierna, otrora columna, actual rama enferma, tropieza en el escalón, de-

rribándole como una torre demasiado grande, en una pesada caída silenciosa en medio

de aquella cocina en penumbras, golpeando el suelo con la sien derecha, quedando con

el cuerpo inerte y la mirada perdida en un punto de la pared, fundiéndose con las grietas

de la pintura cuarteada, el blanco, el negro...

Un calcinante sol brilla al mediodía en todo su esplendor, reflejando los cristales

de la miríada de vehículos que se detienen y avanzan en las mareas del tráfico citadino.

Aquellos pequeños humanos, como hormigas, eluden los carros, avanzan y retroceden

ante el peligro, en una suerte de caos ordenado, sin principio ni fin. Y los edificios de

concreto se yerguen imponentes, dejando entre ellos ese pequeño resquicio para que la

humanidad se desplace en su absurda existencia.


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En un ascenso de vértigo, flotando junto a los ventanales de las torres corporativas

y de complejos habitacionales, en un techo perdido en medio del universo, ve 2 figuras

que se mueven caminando, un hombre y una mujer. El edificio ronronea sutilmente

bajo las caricias de sus pasos.

Hacía años que no les veía. Simone llevaba un vestido oscuro, una gargantilla ceñi-

da a su cuello. El viento jugueteaba con su cabello corto, lanzando un mechón rebelde

sobre su rostro moreno, sobre su nariz torcida y sus carnosos labios pintados de azul.

Janko, de traje y corbata negros, contrastando con la blanca camisa, revolvió en su

chaqueta buscando y ofreciendole un cigarrillo. Las manos huesudas cubrieron eficaz-

mente la llama del encendedor que había permanecido inactivo por años de abstinencia

y votos de buena salud. Luego caminó con las manos en los bolsillos, oteando el cie-

lo por enésima vez, quizas buscando alguna señal. Pero solo el limpido cielo azul le

regresa su resplandor, y el cálido viento del sur golpea su rostro pétreo.

Simone, seria, le dice:

- Mira, mira aquí - mientras se quita el anillo de la mano derecha y lo pone frente a

sus ojos. Romanov, otra vez joven, lo toma y observa a través del aro metálico aquella

escena que trae ecos de su historia.

Un potente resplandor atraviesa en ella al cielo, como si las nubes estallaran ce-

lebrando la gloria del sol. A sus pies, muy lejos, las cúpulas de iglesias y edificios

portentosos surgen envueltos en las brumas. Y de pronto, ve a un gigantesco ser de pie

al borde de aquel cielo mítico, y observa como sus músculos se encogen, como la piel

de su rostro de vuelve ajada, como las piernas se tuercen en un remedo de su pasado, y

como pierde el equilibrio y cae, enorme masa, inerte hacia la tierra. Y en la caída logra

cruzar su mirada con aquella criatura titánica que le reconoce, que le refleja, que es él.
LA BODA

Los pálidos dedos se deslizan por las verdes hojas conforme avanzaban. Aquellos

largos tallos se inclinaban ante su majestad. El sonido del follaje se escuchaba presente,

mientras a la distancia el ruido amortiguado de la fiesta amenazaba como una tormenta

incipiente. Los descalzos pies se aferraban con cada paso al césped.

Cuando surgieron de aquel laberinto vegetal, parecían una visión de ensueño. Las

dos hermanas, tomadas de la mano, se dirigían a su boda, y solo ellas podían verse de

aquella manera espectral. Los asistentes al voltearse se encontraron con aquel paisaje

de mariposas blancas que se apartaban de la brumosa figura de ambas mujeres, ata-

viadas con sendos vestidos de novia. Ewa, a la derecha, llevaba el rostro cubierto por

una máscara oscura de jabalí; bajo el velo la negra cabellera se destacaba. Lilith, a la

izquierda, portaba una máscara de león, con matices naranjas y de mirada brillante y

fiera, y su pálido cabello rubio era lo que se veía desparramarse.

En la bruma matutina, ambas mujeres se desplazaron lentamemte por el pasillo pre-

parado en aquella boda campestre. Las voces susurradas de los asistentes se escuchaban

por debajo del viento y de la musica nupcial especialmete escogida para la ocasión. El

padre, afable, recibió a cada una de sus hijas, riéndose de la ocurrencia de las másca-

ras, y comenzó a caminar henchido de orgullo, dirigiéndose al altar donde los novios,

nerviosos y con gesto formal, esperaban a aquellas chicas.

Mientras a la distancia transcurría aquella boda, en la última fila Janko se debatía

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incómodo en un traje de etiqueta que le hacía sentir constreñido. Una niña rubia corría

tras un perro, mientras hacía rodar un aro.

Miró al cielo, de forma suplicante. Odiaba aquellas reuniones, pero Simone les ha-

bía pedido encarecidamente a Romanov y a él que asistiesen. No quería quedar atrapada

en medio de las imprudencias familiares.

Ella estaba a la izquierda, 2 filas delante de él, radiante como nunca le había vis-

to. Vestida de un azul turquesa que contrastaba notablemente con su piel morena, el

cabello corto perfectamente acicalado, y los labios color azul eléctrico, se veía indis-

cutiblemente imponente.

Romanov estaba a su derecha; con aire distraído miraba al suelo como buscando

algo entre sus zapatos. A la distancia el sacerdote de oscuro hábito y con alto tocado

oficiaba aquella ceremonia en un lenguaje incomprensible para él.

Simone veía a sus hermanas como lo que eran, una fuerza indomable de la natura-

leza, una energía poderosa que se irradiaba hacia todos los asistentes. Ella mejor que

nadie comprendía la verdadera naturaleza de aquellas chicas, apenas insinuada por sus

bíblicos nombres. Eran la conjugación de la oscura energía femenina en su máximo

esplendor. Siempre habían poseído una especie de atracción inconmensurable, pode-

rosa y a la vez destructiva, como un par de agujeros negros. Destructiva y a la vez

maravillosa. Sus ojos parecían haber sido sacados de la noche más sombría, capaces de

drenar cualquier atisbo de vida del interlocutor si así se lo proponían. Vivir con ellas

no fué nada fácil, y sin embargo aún así les amaba. Ellas, junto con su hermana Lafitte,

habían sido núcleo nutriticio durante largos años. Conocía cada uno de sus gestos, cada

escama de su piel, cada hebra de cabello como si los hubiese dibujado a conciencia.

Mientras Laffite era puro fuego, ellas eran de una naturaleza reptiliana difícil de eludir,

difícil de aceptar. Y sin embargo, alli estaba, con las lágrimas a punto de salir mientras

aquella boda transcurría, en la certeza de que cada una iba a crecer independientemente

luego de tantos años de comunión conjunta.


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El sacerdote levanta al aire un largo puñal, y luego de hacer las bendiciones de

rigor, se lo entrega a Ewa.

Romanov está ese día algo aturdido, un maligno dolor de cabeza está clavado en sus

sienes, palpitando como si un grupo tribal estuviese bailando en su corona. Toma sin

agua una píldora que carga en el bolsillo, y a través de la espesa cortina del dolor mira

al cielo. Una bandada de aves pasa rasante sobre ellos, mientras Lilith recibe su puñal,

y mientras los novios de rostro pálido se voltean hacia sus futuras consortes. Romanov

desea que todo termine pronto o que aquel analgésico haga su magia con premura.

Afortunadamente tendría a sus amigos para conversar en la fiesta, quizás lograse bailar

un poco con alguna dama de compañía para terminar de espantar aquel malestar que le

tenía atenazado.

Los ocupantes de la primera fila (familiares de los novios a la derecha, familiares

de las novias a la izquierda) quedaron salpicados de carmín cuando los puñales, en

vertiginoso descenso y al unísono, se clavaron en el pecho de los consortes, y cuando

las niveas manos de las hermanas sacaron ambos corazones, aun calientes y palpitan-

tes, para darles una mordida triunfal ante la mirada exaltada de los asistentes, quienes

comenzaron a corear “¡Que vivan los novios!”.

El bullicio de los pájaros, el alboroto de las familias, el final de la misa y la partida

en medio del barullo dominaba aquel tranquilo campo. mientras una lluvia de aplausos

y montones de arroz eran lanzados a ambas parejas. Hacia el fondo de aquel enorme

jardín, en un cuadro en medio de árboles descomunales y sólidos, se había dispuesto

la fiesta. Pronto, en un abrir y cerra de ojos, todos aquellos comensales se habían des-

plazado hasta aquel lugar, para ver el baile de las recién desposadas con su padre, con

sus pálidos esposos, con los padrinos, los tíos de orgullo de oropel, los primos leja-

nos, las mujeres de peinados altos, los niños de traje formal, las niñas de vestidos rosa,

las envidiosas damas de compañía, los enamorados platónicos de siempre, los desco-

nocidos invitados. En un corro, Simone, Ewa, Lafitte y Lilith danzaron dando vueltas
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de manera demencial, como cuando eran niñas, con los vestidos hinchándose con el

viento, el cabello revuelto, el vértigo haciéndoles caer y reir, para levantarse a tumbos.

Romanov y Janko, en la mesa, bebían quedamente y fumaban. El primero sale a bailar

con una de las damas de compañía (una chica de cabello corto y castaño, de mirada

alegre y vestido azul), y Janko, en su traje incómodo, se queda lanzando largas volutas

de humo, mientras en una suerte de Deja Vu vuelve a ver a aquella niña coriendo tras

el perro, girando el aro en el suelo.

La repentina visión le generó un desasosiego extraño. Pues a pesar de haber visto

ya en 2 ocasiones a la niña, no podía discernir ni describir los rasgos de su rostro.

- Ultimamente he tenido una idea recurrente Simone

- ¿Cuál?

- Que vivimos en una eterna dualidad, desde que nacemos hasta que morimos. La

dualidad del día y la noche, de la vigilia y el sueño.

- Si, lo sé- replica ella, con aire distraído, el rostro perlado del sudor del baile y los

brillantes ojos excitados por el licor.

- ¿Y si esto que llamamos vigilia no es mas que el sueño? ¿Y si la locura del sueño

fuera la verdadera vigilia?

- Una vida, sin dudas, mucho más excitante que esas pesadillas de la rutina donde

todos los días se repiten los mismos rituales. Esos horribles sueños donde te levantas, te

aseas, comes y te amarras al peñasco de las responsabilidades el mismo numero exacto

de horas, haces tres comidas diarias, y procuras en la medida de lo posible de negar a

la otra parte, la verdadera, la real, donde ocurre toda la magia.

- Esos sueños apestan, Simone

- Lo sé. ¡Vamos a bailar, Janko!

- No se, Simone, nunca he aprendido. El baile está mas allá de mi control...

- No importa. Todos a esta altura estamos tan ebrios que no lo notaremos. Además,

el control es tan sólo una ilusión. La vida es absurda, al final todos morimos... ¿no
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deberíamos al menos tratar de disfrutar el viaje?

La observación era válida, ya muchas horas (y vino) habían transcurrido, estaba

anocheciendo y todos estaban muy animados. Las novias tenían sus mascaras levanta-

das en la frente, y con el rostro al descubierto se correteaban la una a la otra, sosteniendo

los faldones de sus vestidos. Los músicos tocaban las piezas con furor enloquecido, y

pronto Janko y Simone se vieron girando en medio de aquella pista repleta de gente que

bailaba como si la vida se les fuera en ello. Janko vió la sonrisa de marfil de Simone en

una carcajada feliz, el cabello revuelto, el cálido aliento. A lo lejos, Romanov se acer-

caba con un cigarrillo a la diestra, arrastrando a su amiga con la izquierda hasta donde

estaban ellos, y en medio del barullo, gesticulando significativamente, le pedía a Janko

intercambiar parejas; y antes de que pusiera ninguna objeción, ya la dama de honor es-

taba en sus brazos, mientras Romanov y Simone se alejaban, girando vertiginosamente

bajo los reflectores de la pista de baile.

Parecía que el mundo había sido convocado a aquella boda. La pista de baile, al

igual que los danzantes, se perdían en el horizonte.

Al bailar con Simone, Romanov podía sentir su cuerpo palpitante de vida y gozo.

El cuerpo de su vieja amiga estaba flotando ligero, y al mismo tiempo era una fuerza

irresistible que le arrastraba a través de aquella barahúnta. La música resonaba por

doquier cuando, de pronto, la luz de apagó, y un silencio terrible se abatió sobre los

confundidos comensales. Una noche oscura se cernía sobre sus cabezas, y pronto reinó

la confusión. Romanov y Simone quedaron abrazados en medio de aquella oscuridad,

desorientados y con el cuerpo en el lento vaivén del alcohol.

El suspenso en medio de la nada. Los sonidos pronto fueron acallándose, todos

buscando refugio en alguna de las mesas cercanas. La pista quedó vacía lentamente,

hasta que solo quedaron las dos parejas recien casadas; el cielo nocturno se abrió, y

a través de las nubes el brillo de la luna hizo su aparición, haciendo refulgir a Ewa y

Lilith, quienes miraron a los comensales con sus oscuros ojos de abismo:
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- Beban y coman hasta la saciedad. Mueran y revivan un millon de veces. Pues boda

como esta, solo hay una.

Y sin agregar otra palabra, se esfumaron lentamente en medio de la noche.

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