Cuando El Verbo Se Hace Carne Paolo Virno 1
Cuando El Verbo Se Hace Carne Paolo Virno 1
Cuando El Verbo Se Hace Carne Paolo Virno 1
Cuando el verbo
se hace carne
Lenguaje y naturaleza humana
Editorial
Cactus
Título original en italiano
«Quando il verbo si fa carne. Linguaggio e natura umana»
Autor
Paolo Virno
1ª Edición en italiano, Bollati Boringhieri, 2003
Título en español
«Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana»
1ra. edición en español - Buenos Aires, Diciembre de 2004
Traducción
Emilio Sadier
Revisión y correción
Paolo Virno
editorialcactus@yahoo.com.ar
tintalimon@nodo50.com
Índice
Introducción ............................................................................................................. 25
APÉNDICE
Wittgenstein y la cuestión del ateísmo ....................................................................... 205
1. Metafísica blasfema (205) 2. Lo sublime como forma lógica del Tractatus (207) 3. Las
Investigaciones o del ascetismo consecuente (210) 4. Por una crítica atea de Wittgenstein
(215)
Prólogo
4
Paolo Virno, Gramática de la Multitud; para un análisis de las formas de vida contemporáneas;
Colihue, Buenos Aires, 2003.
10 Paolo Virno
Karl Marx, “Fragmento sobre las máquinas”, en Elementos fundamentales para la crítica de
5
sobre todo alrededor de la cuestión de Irak, resulta más evidente que nunca la
“prominencia del decreto en relación a la ley”, no sólo en el caso de la admi-
nistración estatal de los EE.UU, también en el caso de las japonesas, italianas,
etcétera. En este contexto me parece muy interesante que la gente se cuestio-
ne si hay legitimidad en tal decreto o si hay legitimidad en tal soberanía que
realiza una serie de decretos. Esto es interesante justamente porque me parece
que, en lo “transindividual-colectivo”, ya no basado en el “contrato” –que en
cambio era necesario en toda relación interindividual según Simondon–, no
nos encontramos más frente a una legitimación de la soberanía; y además, es
esta imposibilidad de legitimarse la que permite paradójicamente a las admi-
nistraciones estatales realizar decretos (sin legitimarse).
el fetichismo opera sobre los términos correlativos”, es decir, sobre los indivi-
duos ya constituidos. Se podría decir también: la “reificación” es
transindividual, mientras que el fetichismo es interindividual. De aquí sur-
gen dos grandes líneas conceptuales: por un lado, transindividualidad–acti-
vidad técnica–reificación y por otro, interindividualidad–trabajo–fetichismo.
Dicho esto, quisiera volver a la cuestión de la alienación “postfordista”.
Recién la definiste como “el hecho de que la realidad preindividual no deviene
res publica”. Entonces, si el capitalismo postfordista realiza en sí una subsunción
de la “actividad transindividual”, esto significa –me parece- que ya no hay
nada alienado, en la medida en que todo es reificado, transformándose en res
transindividual. En este sentido, tu expresión “alienación postfordista” pare-
cería contradictoria en los términos; es decir, entre el sustantivo “alienación”
y su adjetivo “postfordista”. Pero, si no hay nada de contradictorio en esta
expresión, ¿no se debería aclarar la diferencia conceptual entre “transindividual”
y “público”? ¿Cómo definirías “lo público” en relación a “lo transindividual”?
Además, esta pregunta parece estar relacionada también con tu tesis sobre
la “dependencia personal” en cuanto “aspecto negativo en la experiencia de la
multitud”. Vos encontrás “la máxima alienación” justamente en esta “depen-
dencia personal” en la medida en que la relación entre hombres es aquí “trans-
parente en cuanto no está mediada por cosas”. Pero me parece que es lícito
cuestionarse ¿la “dependencia personal” conlleva una “res” transindividual, a
pesar de que no pueda constituir una “res publica”? Hablás de la “publicidad
sin esfera pública” en relación a la cuestión de la “dependencia personal”: creo
que se puede reformular ese concepto tuyo en términos simondonianos como
transindividualidad sin esfera pública. ¿Qué opinión te merece todo lo dicho
hasta aquí?
PV: -Antes que nada, una breve aclaración sobre el “fetichismo”, o mejor,
sobre la relación, que debe ser repensada, entre los conceptos (famosos pero
vagos al punto de ser considerados casi equivalentes entre ellos) de “reificación”,
“alienación” y “fetichismo”. Luego, después de la aclaración, intentaré enfren-
tar la cuestión más grande que me planteás (aunque para ser sincero nunca
me planteás temas menores querido Jun...), es decir, si es lícito hablar de una
“alienación postfordista”.
Alienación, como decía anteriormente, significa que un aspecto de nuestra
vida, de nuestro pensamiento, de nuestra praxis adquiere una fisonomía ex-
traña y resulta no disponible, ejerciendo además un poder desconocido sobre
Cuando el verbo se hace carne 17
JFH: -De hecho, en Gramática... (tercera tesis del cuarto capítulo) ya pro-
pusiste una diferenciación necesaria entre lo “verdadero” y lo “vigente”: en tu
opinión, en la crisis contemporánea de la sociedad del trabajo, o sea en la
época postfordista, “el tiempo de trabajo es la unidad de medida vigente pero
no por eso es verdadera”. Esta tesis se conecta directamente con tu discusión
en la quinta tesis del mismo capítulo: “el plusvalor en época postfordista está
determinado sobre todo por el hiato entre un tiempo de producción no
computado como tiempo de trabajo y el tiempo de trabajo propiamente
dicho”. Teniendo en cuenta estas dos tesis, se podría decir: si el tiempo de
trabajo no es más verdadero, sí lo es el tiempo de producción; y en cambio si
éste último aún no es vigente, el tiempo de trabajo siempre lo es. Aquí está
uno de los campos de la “lucha política” de la que recién hablabas: ¿de qué
forma hacer vigente el tiempo de producción? O, en otros términos, ¿de qué
manera hacerlo reificarse en una “res publica”? Para esta pregunta algunos pro-
ponen el proyecto de la “renta básica” como una institución pública que
podría dar vigencia al tiempo de producción en cuanto “unidad de medida”.
Pero otros critican esta propuesta argumentando que es un proyecto funda-
mentalmente socialdemócrata y nada más, en la medida en que sería una sim-
ple institución más o menos keynesiana de redistribución de la riqueza. Me
parece que vos no hablás nunca del tema por lo menos en forma explícita,
Cuando el verbo se hace carne 19
Introducción
nación del verbo”. La discusión versa sobre la realidad sensible, exterior, vis-
tosa de nuestras palabras. Ésta explica el intento de redefinir y rehabilitar dos
nociones que, tomadas en su acepción corriente, gozan de pésima fama: la
fisognómica y la reificación. Estos capítulos pretenderán arrojar luz sobre la
índole constitutivamente pública de la mente lingüística.
La tercera parte (cap. 6-7) prolonga desmesuradamente el ángulo visual.
Aquí se examina la relación entre requisitos biológicos invariantes y expe-
riencias históricas variables. Las consideraciones precedentes sobre la estruc-
tura de la enunciación y la publicidad de la mente hallan finalmente su pro-
pio equivalente macroscópico en el concepto (sin embargo, con renovado
respeto ante el significado habitual) de historia natural. Tal concepto pode-
mos utilizarlo plenamente para hacer la descripción de las formas de vida
contemporáneas y el bosquejo de categorías políticas a la altura de un modo
de producción que posee su centro en la facultad del lenguaje.
En muchos capítulos se menciona al pasar el problema lógico-lingüístico
del ateísmo. Lógico-lingüístico, vale decir, no psicológico o moral. El Apén-
dice da cuerpo a estas señales dispersas, deteniéndose críticamente en la crítica
religiosa que Wittgenstein dirige a las pretensiones de la filosofía tradicional.
Deseo indicar, del modo más ingenuo, la idea que recorre como un refrain
[estribillo] cada capítulo del libro. Para complicar las cosas siempre hay tiempo.
No nos quedan dudas acerca de las condiciones más generales que vuel-
ven posible nuestra experiencia de animales humanos: la facultad del len-
guaje, la autoconciencia, la historicidad, etcétera; en términos kantianos se
podría hablar de presupuestos trascendentales; en términos heideggerianos,
de fundamentos ontológicos; en términos evolucionistas, de prerrogativas
específicas de especie. Ahora bien: existe una convicción difusa de que estas
condiciones básicas, de las que dependen los hechos y estados de cosas que
miden nuestra vida, no se presentan nunca como hechos o estados de co-
sas. Ellas darían lugar a una serie de fenómenos contingentes, pero sin dis-
poner de una evidencia fenoménica propia. Pues bien, el libro se opone
con fuerza a dicha convicción.
Es mi intención mostrar que las condiciones de posibilidad de la experien-
cia son objeto de experiencia inmediata; que los presupuestos trascendentales
se manifiestan, en cuanto tales, en ciertos fenómenos empíricos trillados;
que los fundamentos ontológicos ocupan humildemente su lugar en el mundo
de las apariencias. El libro recorre las diversas ocasiones en las que el fondo
Cuando el verbo se hace carne 27
PRIMERA PARTE
La acción de enunciar
1.
El hablante como
artista ejecutor
1. La sinfonía de Saussure
Justo al inicio de su Curso de lingüística general, Saussure propone casi al
pasar una analogía llena de implicancias: “La lengua puede parangonarse a
una sinfonía cuya realidad es independiente del modo en que se interpreta”
(Saussure 1922, p. 28). La similitud, formulada con pretensión didáctica,
(tanto es así que, un poco más adelante, hallamos otra diferente: la lengua
como diccionario), sólo busca subrayar la autonomía del sistema-lengua res-
pecto de las variaciones accidentales que tachonan los pronunciamientos con-
cretos. Más aún, si la tomamos en serio, es decir, al pie de la letra, ella ofrece
la oportunidad de establecer un nexo no menor entre lingüística estructural y
filosofía de la praxis, entre el Curso y la Ética a Nicómaco de Aristóteles.
Lo más importante de la comparación saussuriana es el lado que queda en
las sombras. Esto es: si la lengua se asemeja a una partitura musical, la expe-
riencia del hablante es lícitamente equiparable a aquella de un artista ejecu-
tante. Quienquiera que de lugar a un discurso remedará, entonces, el peculiar
modo de actuar del pianista, del bailarín, del actor. Tomar la palabra signifi-
cará lucir la cualidad que, elevada a su mayor nivel, designamos con el térmi-
32 Paolo Virno
3. Virtuosismo verbal
Volvamos a la analogía de Saussure. Si la lengua es una sinfonía, el hablan-
te comparte las prerrogativas del artista ejecutante. Contingente e irrepetible
como es, cada acto de palabra se resuelve en una prestación virtuosa: no da
lugar a un objeto debido a sí y, precisamente por esto, implica la presencia de
otros. Esto significa que la actividad lingüística, considerada en su conjunto,
no es producción (poiesis), ni cognición (episteme), sino acción (praxis).
El lenguaje verbal humano no tiene ninguna obra para realizar porque
no es un instrumento que pueda ser empleado en lugar de otro. Escribe
Emile Benveniste:
Quien habla realiza una acción en sí misma, de igual modo que puede
decirse en sí mismos el ver o el respirar. Hablar, ver y respirar son acciones
que manifiestan el modo de ser de un determinado organismo biológico,
concurriendo a su “vivir bien en sentido total”. Hablamos, pero no por haber
constatado que el uso del lenguaje sea ventajoso; del mismo modo que vivi-
mos no porque creamos útil a la vida.
Es innegable, sin embargo, que nos servimos del lenguaje para obtener
una miríada de objetivos particulares: intimidar, seducir, conmover, enga-
ñar, medir un perímetro, desencadenar un bombardeo aéreo, organizar una
huelga y demás. Son por lo tanto innumerables los casos en los que el
lenguaje parece un utensilio aprovechable para obtener resultados no
lingüísticos. Pero se podría observar que, los fines obtenidos cada tanto
mediante la palabra no son en modo alguno concebibles, en cuanto tales, si
no sobre la base de la palabra: de modo que siempre se trata de fines del
lenguaje. Parafraseando a Wittgenstein: “sé a qué cosa tiendo antes de haberla
alcanzado” solamente porque “he aprendido a hablar” (Wittgenstein 1953,
§ 441). O también, lapidariamente: “En el lenguaje, expectación y cum-
plimiento se tocan” (ibid. § 445).
Pero no es éste el punto crucial. Admitamos por un momento que mu-
chos de nuestros enunciados son pronunciados con fines extra-lingüísticos.
Resta el hecho, decisivo, de que no se pueden ofrecer razones de la actividad
locutoria, de sus peculiares leyes, yendo de uno a otro de estos fines extrínse-
cos, y ni siquiera de su totalidad. Creerlo sería como pretender explicar el
funcionamiento de un juego a partir de diversos efectos que él pueda tener
sobre los jugadores (divertirlos, aburrirlos, inducir su amistad o fomentar su
rivalidad). Una pretensión de este tipo es, por el contrario, totalmente legíti-
ma allí donde no esté en cuestionamiento una praxis virtuosa sino la poiesis
puesta a fabricar un producto autónomo: es la casa a construir, es decir el
resultado final, lo que determina el detalle, la índole y los procedimientos de
la actividad edilicia.
La praxis verbal no depende de fines extra-lingüísticos, del mismo modo
que la performance memorable del pianista no depende de la eventual avidez
de riquezas de éste último. La contraprueba consiste en que la claridad o
justeza (en el sentido en que se define “justa” a la pirueta de un bailarín o a la
entonación de un cantante) de nuestras frases no es mensurable en base a sus
consecuencias. Wittgenstein:
Cuando el verbo se hace carne 35
Si quiero dar una forma determinada a un trozo de madera, entonces el
golpe justo será aquel que produce esa forma. No obstante, no digo que es justo
el razonamiento que tiene las consecuencias deseadas (Pragmatismo). Además,
digo que un cierto cálculo es falso también si las acciones, que derivan de su
resultado, han conducido al fin deseado (Wittgenstein 1969, p. 148).
4. Cocinar y hablar
La distinción entre actuar (prattein) y producir (poiein), que se instala en el
libro VI de la Ética a Nicómaco, es tomada casi al pie de la letra en la Gramá-
tica filosófica de Wittgenstein. Sólo que aquí, el obrar se unifica con el len-
guaje. En una larga secuencia de fragmentos concatenados, Wittgenstein
muestra el desvío lógico que separa las reglas incorporadas en la praxis lin-
güística de las reglas propuestas para la fabricación de algo manufacturado.
Las primeras son arbitrarias, mientras que las segundas, no, siendo dictadas
por las propiedades específicas del objeto al cual tienden, todo el tiempo, los
esfuerzos productivos.
¿Por qué no llamo arbitrarias a las reglas del cocinar, y por qué estoy tentado
de llamar arbitrarias a las reglas de la gramática? Porque pienso que el concepto
de “cocinar” queda definido por el objeto del cocinar, mientras que no pienso
que el concepto “lenguaje” sea definido por el objeto del lenguaje. Quien,
cocinando, se ajusta a reglas diferentes de las justas, cocina mal; pero quien
juega ajedrez según reglas diferentes de las del ajedrez, juega otro juego; y quien
se ajusta a reglas gramaticales distintas de las habituales, no por ello dice alguna
cosa falsa, sino que dice otra cosa (Wittgenstein 1969, pp. 147 y sig.).
Tras el nacimiento del niño esta sustancia intermedia que une, y al mismo
tiempo separa, está representada por objetos y fenómenos de los que se puede
6. Sin guión
El pianista toca un vals de Chopin, el actor recita la célebre parte del Julio
César de Shakespeare, el bailarín se atiene a una coreografía que no le deja
cometer errores. Los artistas ejecutantes utilizan, en suma, una partitura bien
definida. No dan vida a algún objeto independiente, pero presuponen para
siempre uno (el vals, el drama, etcétera). Distintas son las cosas para el ha-
blante. Él no posee una partitura determinada de la cual dar cuenta. Bien
visto, la comparación saussuriana es aplicable sólo a su parte implícita: el
locutor como músico; no a aquella formulada abiertamente: la lengua como
sinfonía. Mientras que una sinfonía es un producto articulado en cada deta-
lle, en suma, un acto cumplido tiempo atrás (por Beethoven, por ejemplo),
40 Paolo Virno
la lengua que realiza la prestación virtuosa del hablante consiste ante todo en
una simple potencialidad, sin partitura prefijada ni partes dotadas de consis-
tencia autónoma, tratándose más bien, como ha enseñado el mismo Saussure,
de “una unidad de diferencias eternamente negativas”, cada fragmento de la
cual es definido por su “no-coincidencia con el resto” (Saussure 1922, p.
143). El que discurre, no sólo no crea una obra distinguible de la ejecución,
sino que tampoco puede anclar la propia praxis a una obra pasada, revivible
mediante la ejecución. La ausencia de un producto en sí mismo se ve tanto al
final como al principio de la performance-enunciación. Es, por lo tanto, do-
ble el virtuosismo del hablante: más allá de no dejar huellas tras de sí, no
dispone ni siquiera de una senda preliminar a la cual ajustarse. También por
esto el hablante constituye el caso más radical y paradigmático de artista
ejecutante. La praxis lingüística, dos veces sin obra, tiene por única partitura
a la amorfa potencia del hablar, al puro y simple poder-decir, la voz significante.
Si la bravura del matarife está en proceder del modo más congruente e inci-
sivo desde al acto-guión al acto-recitación, la sagacidad del hablante se dedu-
ce del modo en que articula cada vez desde el inicio la relación entre potencia
y acto. Es precisamente dicha relación la que diferencia lo que habíamos
denominado “virtuosismo naturalista”. Éste último consiste, en efecto, en
modular con ejecuciones referidas a sí mismas la indeterminación potencial
de la vida-lenguaje.
El hecho de que la partitura que recorre sea una mera potencia (dynamis),
antes que un guión unívoco y detallado, separa a la actividad del hablante de
la de los otros artistas ejecutantes, pero la instala más próxima a la noción
aristotélica de praxis. Discutida en el libro VI de la Ética a Nicómaco, la clara
bifurcación entre praxis ético-política y trabajo halla su fundamento en dos
modalidades distintas de la relación potencia / acto, examinadas en el libro
IX de la Metafísica. Aristóteles distingue los actos que se limitan a exhibir la
potencia que les corresponde, y retornan siempre en un proceso circular, de
los actos que se destacan según una progresión unidireccional, destinada a
agotarse una vez logrados uno u otro objetivo extrínseco.
Pero, bien vistos, ambos aspectos individualizados por Arendt están ya pre-
sentes en la experiencia lingüística. Con tal que se distinga, con Benveniste, la
acción de enunciar del texto del enunciado (o, como hemos propuesto hace
poco, la “escena” del “drama”). Quien toma la palabra da inicio, cada vez, a
un evento único e irrepetible. Utilizando el léxico conceptual de Arendt, se
podría decir: el acto de romper el silencio es el inicio de la revelación. El mero
pronunciamiento, de por sí privado de contenidos, procura sin embargo la
máxima visibilidad a todo lo que el locutor dirá o hará: a sus relatos llenos de
matices como también a sus gestos mudos.
b) cuando el actor confiesa un secreto embarazoso, o insulta al amante
infiel, o describe un huracán, sus palabras asemejan citas. No utiliza realmen-
te aquellas palabras, sino que se limita a mencionarlas. Declamados sobre el
escenario, los párrafos de un diálogo están siempre entre comillas. Agregue-
mos: lo estarían aún cuando no se tratara de una obra literaria, sino que
constituyeran el fruto de la más desenfrenada improvisación. Es la escena
como tal la que priva a las frases pronunciadas de su habitual funcionalidad.
Las comillas expresan la relación entre espacio de aparición (palco y bastido-
res) y lo que allí aparece (el drama), condición trascendental de la representa-
ción y de los eventos representados, enunciación y texto del enunciado, ac-
ción de tomar la palabra y particular mensaje comunicativo. Y es evidente
que esta relación traspasa el augusto ámbito de la recitación teatral, concer-
niendo ante todo a la praxis verbal en su conjunto.
No es casual si Gottlob Frege recurre muchas veces al teatro para esclare-
cer el estatuto de los enunciados que, estando dotados de un sentido (Sinn)
intersubjetivo, carecen aún de una denotación (Bedeutung) comprobable.
Un solo ejemplo: “Sería deseable disponer de una expresión especial para
indicar los signos que deberían tener un solo sentido. Si, por ejemplo,
conviniéramos en llamarlos “figuras”, entonces la palabra del actor sobre el
escenario sería una figura, pues el mismo actor sería una figura” (Frege 1892,
p. 384; cfr., también Id., 1918, pp. 50 y sig.). Allí donde falta la “búsque-
da de la verdad”, es decir, un interés preeminente por la correspondencia
biunívoca entre palabra y cosa, nuestras locuciones son “figuras” teatrales,
Sinn sin Bedeutung, textos encerrados entre comillas. No muy distinto es
el juicio de Husserl acerca de las “expresiones sin señal”, o sea sobre los
enunciados desprovistos de valor informativo: cuando se profieren, “no
hacen otra cosa más que representarse como personas que hablan y se co-
munican” (Husserl 1900-01, p. 303). Pero representarse a sí mismos como
Cuando el verbo se hace carne 45
2.
El performativo absoluto
cumple este acto lingüístico no sólo tiene la facultad sino que actúa precisa-
mente a fin de exhibirla. Queda excluida por principio la posibilidad de
cometer un abuso o de incurrir en un golpe en el vacío. Además, como
expresa únicamente al hecho-de-que-se-habla, el performativo absoluto está
exento también del riesgo de la vacuidad. Cuando pronuncia el párrafo “Yo
hablo”, el actor empeñado en recitar un drama sobre el escenario consuma
realmente el acto de enunciar: en modo no menos completo y eficaz que
quien, refractario a ficciones teatrales, pronuncia idéntica frase en una deter-
minada situación emotiva de la vida cotidiana (cfr. supra, cap. 1, § 7b).
6.1. ¿Por qué los pronunciamiento verbales en los que se da relieve exclu-
sivo al acto mismo de proferir son inmunes tanto a la debilidad que puede
invalidar a todos los ritos (comprendidos los performativos ordinarios en
cuanto ritos), como a la ineficacia que puede minar a todos los enunciados
(comprendidos los performativos ordinarios en cuanto enunciados)? Por un
óptimo motivo: porque el hecho-de-que-se-habla, ostentado como tal por
el performativo absoluto, es, al mismo tiempo, condición de posibilidad de
cualquier enunciado y condición de posibilidad de cualquier rito. La toma
de palabra, indefectible base de todo acto lingüístico, no es el ámbito de los
inconvenientes a los que está sujeto el texto elaborado cada tanto. La misma
toma de palabra, fuente de la típica ritualidad del animal humano, no puede
nunca ser, de por sí, un rito ficticio; no conoce circunstancias inapropiadas,
ya que justamente es ella la “circunstancia” ineludible de toda ceremonia pe-
culiar. Los performativos ordinarios discutidos por Austin acumulan los ries-
gos de los ritos y de los enunciados porque, estando en parte vinculados a
esto-que-se-dice, instituyen un rito mediante un enunciado específico, o con-
suman un enunciado que posee también un valor ritual particular. El
performativo absoluto, por el contrario, escapa a tales riesgos porque se limi-
ta a celebrar aquel rito original que el mismo enunciar, como tal, es. El
performativo absoluto deja ver, al mismo tiempo, la ritualidad del lenguaje
y la lingüisticidad del rito.
7. Recordar la antropogénesis
Una vez excluidos la infelicidad y la vacuidad, resta preguntarse, aún, cuál
es el eventual “defecto” del performativo absoluto. Un respuesta verosímil es,
tal vez, la siguiente: nunca nulo o ineficaz, él puede resultar, sin embargo,
redundante, pleonástico, superfluo.
Resulta obvio que no siempre sintamos la necesidad de privilegiar al he-
62 Paolo Virno
8. Lenguaje egocéntrico
Los discursos en los que el adulto otorga un peso preeminente al hecho-
de-que-se-habla, o sea que instala su propia facultad de lenguaje, tienen un
precedente decisivo (y tal vez un minucioso modelo formal) en el lenguaje
egocéntrico infantil. Este último es el verdadero episodio ontogenético que,
64 Paolo Virno
9. Principio de individuación
A diferencia de cuanto supone Piaget, para Vygotskij el egocentrismo
lingüístico infantil no es de ninguna manera el primer paso, aunque ambi-
guo y contradictorio, en el camino de una progresiva socialización; todo lo
contrario: su papel consiste en singularizar al hablante, emancipándolo de
una condición de partida integralmente comunitaria o preindividual. Si
para Piaget el monólogo exterior “nace de una insuficiente socialización de
un lenguaje en principio individual”, Vygotskij piensa, contrariamente, que
él emana “de una insuficiente individualización de un lenguaje en principio
social” (Vygotskij 1934, p. 356). Según el psicólogo ruso, el soliloquio
infantil es un puente entre el anónimo pronombre “se” (se dice, se hace, se
cree, etcétera) y el “yo” singular; delinea así una transición de las funciones
interpsíquicas, radicadas en la actividad colectiva original del niño, a las
intrapsíquicas, coincidentes con la sucesiva constitución de un Sí bien dife-
renciado (ibid., p. 359). La impostación de Vygotskij permite re-proponer
en gran estilo la antigua cuestión del principio de individuación. Antes que
indudable punto de partida, lo individual es una meta: “el movimiento
real del proceso de desarrollo del pensamiento infantil se cumple no de lo
individual a lo socializado, sino de lo social a lo individual” (ibid., p. 60).
¿Cómo ocurre, entonces, el despegue del “se” impersonal? ¿En qué consiste
el principium individuationis?
La lengua materna es preindividual: pertenece a todos y a ninguno; es una
dimensión pública y compartida; en ella se ve nítidamente la socialidad pre-
liminar del hablante. El lenguaje egocéntrico individualiza (mejor dicho, es
principio de individuación) exactamente porque permite tomar distancia de
la lengua. En el único modo concebible: poniendo de relieve la genérica fa-
cultad del lenguaje, o sea el trasfondo potencial-biológico contra el que se
destaca toda lengua histórico-natural. Pensemos en la experiencia del traduc-
tor. El pasaje del inglés al italiano ocurre gracias a una tierra de nadie, o
mejor, gracias a aquella potencialidad vacía que es el lenguaje distinto de la
lengua singular. No habiendo ninguna realidad autónoma (diferente de eso
que está en acto), la facultad se deja sin embargo expresar en el tránsito de
una lengua a la otra. Como la autoconciencia, el indeterminado poder-decir
es un algo cóncavo o un resto negativo, no una presencia en sí mismo. En el
monólogo exterior, el niño se comporta como el traductor. No porque emi-
gre en una lengua histórico-natural distinta, sino porque practica las condi-
ciones que tornan posible dicha emigración: la separación parcial del líquido
Cuando el verbo se hace carne 67
que una simple descarga emotiva, dado que, con ellas, el hablante se interpela
e intenta actuar sobre sí; pero no son menos que un enunciado autosuficiente,
dado que en él esto-que-se-dice es incomprensible e irrelevante. Suponga-
mos, para no complicar las cosas, que el significado de las frases pronuncia-
das en modo perceptible por el adulto solitario dependa de reflexiones silen-
ciosas desarrolladas precedentemente. Aún queda por preguntarse: ¿por qué
motivo, en un cierto punto, el pensamiento verbal renuncia a su habitual
sordina y se transforma en monólogo exterior o, si se quiere, en bullicioso
lenguaje egocéntrico? ¿Qué función, cumple aquí la vocalización? ¿Por qué
pronunciar en voz alta admoniciones y exhortaciones que podrían ser for-
muladas púdicamente en el discreto “lenguaje interno”?
10.2 Resulta de algún interés, para este propósito, el análisis efectuado por
Edmund Husserl en la primera de las Investigaciones lógicas, cuyo parágrafo
octavo se titula precisamente Las expresiones en la vida psíquica aislada (Husserl
100-01, I, § 8, pp. 302 y sig.). ¿Qué es lo que hace el que emprende un
monólogo altisonante? Según Husserl, nada que pueda ser asimilado a la
acepción ordinaria de “hablar”. Dicho locutor no comunica nada ni siquiera
a sí mismo. Las frases dichas no poseen por cierto el fin de informar al que las
pronuncia acerca de sus “propias experiencias psíquicas”. El autor del solilo-
quio no necesita ponerse separadamente respecto de esto que ya está demos-
trando: “En el discurso monologal la palabra no puede tener, para nosotros,
funciones de señales de la existencia de actos psíquicos, porque esta indica-
ción estaría totalmente desprovista de objetivo. Los actos en cuestión son,
efectivamente, experiencias nuestras en el mismo instante” (ibid., p. 303).
Los enunciados dirigidos a sí mismo son descaradamente superfluos: se ha-
bla fingiendo, casi como si fuese sobre un escenario teatral. Sin embargo, con
esta ficción tan pleonástica, algo sucede. Según Husserl, “cuando dirigiéndo-
nos a nosotros mismos decimos: “he hecho mal, no puedo continuar com-
portándome así””, no estamos hablando verdaderamente, sino que nos limi-
tamos a cumplir una operación algo bizarra: “no hacemos otra cosa más que
representarnos a nosotros mismos como personas que hablan y se comunican”
(ibid., cursivas del autor). Sabemos que esta puesta en escena de sí en cuanto
“persona que habla” no es en absoluto parasitaria o extravagante (como, al
contrario, parece afirmar Husserl), sino que constituye un aspecto
insuprimible, y además inadvertido, de toda enunciación. El punto crucial es
que el individuo que monologa en voz alta aísla tal aspecto y lo ostenta
abiertamente. En el soliloquio bien realizado, precisamente porque está ate-
72 Paolo Virno
13. De la plegaria
La plegaria en voz alta, que tanta importancia posee en el culto religioso,
prolonga y desarrolla el lenguaje egocéntrico infantil. Hereda ciertas funcio-
nes salientes. Y retoma descaradamente, a veces complicándola en desmesu-
ra, sus modalidades típicas: la masa de fieles, a fin de alabar o suplicar, da
lugar a una secuela de “monólogos colectivos”, en los que predominan la
ecolalia, la fabulación, el anuncio de lo que se está haciendo o se desea hacer.
Hemos visto antes (§10) que el lenguaje egocéntrico del niño, contraria-
mente a cuanto hipotetiza Vygotskij, no se transforma totalmente en el si-
lencioso pensamiento verbal del adulto. Muchos de sus rasgos cruciales -
precisamente aquellos de los que dependen la formación de la autoconciencia
y el principio de individuación- están indisolublemente conectados, de he-
cho, a la vocalización. Los estigmas del soliloquio infantil perceptible reapa-
recen, ante todo, en los discursos realmente pronunciados en los que un
locutor experto y astuto se limita a afirmar: “Yo hablo”. Reaparecen, enton-
ces, en los juegos lingüísticos distintivos de la producción de un performativo
absoluto. Son ejemplares, desde este punto de vista, los monólogos exterio-
res con los que el adulto, hablando consigo mismo, se exhorta o reprende:
“Has hecho mal, no puedes continuar así”, “Basta ya”, “Piedad, Señor”, etcé-
tera. Son precisamente estas erupciones fonológicas con las que se infringe el
silencio del pensamiento verbal las que pueden ser equiparadas con justicia a
la plegaria propiamente religiosa.
La semejanza más vistosa entre la oración proferida en el templo y el mo-
nólogo altisonante de un adulto turbado reside en su superfluidad. Si recor-
damos la observación de Husserl (cfr. § 10.2): puesto que cuando habla
consigo mismo el locutor no se comunica más que con “experiencias psíqui-
cas” que ya conoce perfectamente, el monólogo es “una expresión sin señal”,
totalmente inútil desde la perspectiva informativa. También la plegaria es
pleonástica; también en su caso puede parecer que se habla fingidamente.
Como el monologante no necesita informarse acerca de sus propias “expe-
riencias psíquicas”, de igual modo el orante no necesita notificar a Dios esto
que piensa y desea, pues Dios ya está al corriente. En el De Magistro, Agustín
de Ippona se detiene en el carácter redundante de la plegaria vocalizada:
“Agustín: ¿No te parece entonces que el lenguaje haya sido instituido sólo
para enseñar o para hacer recordar? Adeodato: Podría parecerme, de no ser
porque me resulta dudoso el hecho de que para orar, sin embargo, hablamos.
Es absurdo pensar que nosotros enseñamos o recordamos algo a Dios” (De
82 Paolo Virno
Mag., I, 2). Pocos renglones después queda claro que la plegaria, estéril como
es de mensajes comunicativos, es pronunciada sonoramente “no porque Dios
escuche, sino porque los hombres escuchan, y por un cierto común acuerdo,
transmitiendo este reclamo a la memoria, se elevan a Dios” (ibid.) Los
dialogantes concuerdan en el hecho que, “al orar a Dios, del cual no podemos
pensar que reciba una enseñanza o esté dispuesto a recordar, las palabras sir-
ven para exhortarnos a nosotros mismos” (ibid., 7. 19).
La plegaria, por otra parte superflua, es pronunciada nada menos que con
el objetivo de representarse como hablantes. La elevación a Dios y la íntima
exhortación se apoyan precisamente sobre esta representación autorreflexiva.
Para confortar y purificar al pío locutor es la exposición de sí como fuente de
enunciaciones o detonador de las voces significantes. También en las “expre-
siones de la vida psíquica aislada” no se hace más, según Husserl, que refigurarse
“como personas que hablan y comunican”. Tanto quien se dice a sí mismo
“He obrado mal, no puedo continuar así”, como quien reza exclamando
“Dios mío, perdóname”, se limita a poner en escena la propia facultad del
lenguaje, a dar prueba de poder hablar. Ambas formas del discurso son, en
realidad, una misma. La oración religiosa regula y potencia los soliloquios
verbalizados del adulto, confiriéndoles semblanzas culturales. Pero como es-
tos soliloquios perpetúan muchas características peculiares del lenguaje ego-
céntrico infantil, se podría también decir que la oración es un lenguaje ego-
céntrico de segundo grado.
13.1. La representación de sí mismo como hablante, peso y jactancia de
la oración, constituye también el perno del principio de individuación. El
niño se destaca de la vida preindividual cuando se manifiesta, a los otros y
a sí mismo, como “portador” singular de la facultad del lenguaje, sustrato
particular de la potencia biológica de hablar. La plegaria renueva aquella
separación. Valoriza o restablece entonces la individuación del hablante. Es
evidente que la necesidad de valorizar o restablecer se advierte solamente
cuando se llega a una crisis. La plegaria religiosa es un excelente documento
de las crisis periódicas que salen al encuentro de la individuación y, al mis-
mo tiempo, un modo eficaz de enfrentarlas y superarlas. Pronunciar en
voz alta palabras superfluas, que no comunican nada, señala el
empañamiento de la singularidad del hablante y, al mismo tiempo, ayuda
a restablecerla. En cuanto muestra el deshacerse de la individuación, la ple-
garia es una ontogénesis al revés, o sea una marcha hacia atrás, hacia aquella
realidad preindividual de la que nos emancipamos parcialmente durante la
Cuando el verbo se hace carne 83
14. In limine
Una mirada retrospectiva. El performativo absoluto “Yo hablo” es la for-
ma lógica, o al menos la paráfrasis más adecuada, de todos los juegos
lingüísticos en que se da el máximo relieve al hecho mismo de tomar la
palabra, mientras se torna secundario o desdeñable el mensaje comunicativo
concreto. El estudio de la estructura y de las funciones del performativo
absoluto (relación con los actos locutorios y los verbos delocutivos, primacía
de la vocalización, inmunidad de las carencias de infelicidad y vacuidad, etcé-
tera) ha ocupado los parágrafos 1-7 del presente capítulo. A continuación
nos preguntamos por dos ámbitos en los que despliegan un papel crucial los
Cuando el verbo se hace carne 85
3.
Repetición de la
antropogénesis
del lenguaje sólo el ser viviente que nace afásico. Es logogenético el pasaje de
la potencia al acto, de la facultad todavía indefinida al discurso puntual, de la
afasia inicial a una ejecución verbal contingente. Este pasaje es crónico, o
mejor dicho, recursivo: no ha sucedido de una vez para siempre, en la época
del Cro-Magnon o en la primera infancia, sino que distingue a toda la expe-
riencia del locutor. Emile Benveniste aprehende bien la iteratividad de la
logogénesis cuando constata cómo cualquier hablante, al dar lugar a una enun-
ciación, debe ante todo “apropiarse de la lengua” (Benveniste 1970, p. 98).
La necesidad de apropiación indica un estado preliminar de carencia y afasia,
del cual es preciso emanciparse siempre otra vez. El umbral antropogenético
no ha sido cruzado definitivamente in illo tempore: precisamente él, el um-
bral como tal, constituye la morada habitual del animal lingüístico. El “érase
una vez” adopta el aspecto del “nuevamente una vez”.
Consideremos la comunicación de las abejas, esópica piedra de paragón de
la filosofía del lenguaje. La danza con la que estos himenópteros señalan la
distancia y dirección del lugar en que se halla el alimento se limita a seguir un
libreto especificado en todas sus partes. Los rasgos sobresalientes del código-
libreto son “la fijación del contenido, la invariabilidad del mensaje, la rela-
ción con una sola situación, la no-descomponibilidad del enunciado, su trans-
misión unilateral” (Benveniste 1952, p. 77). Pues bien, el libreto del que
disponen las abejas ha tenido un origen filogenético que no se prolonga en su
funcionamiento actual, ni es afirmado por él: el mensaje comunicativo ex-
presado en el movimiento circular de las abejas recolectoras presupone el
código, pero sin volver a recorrer la formación. El lenguaje humano consiste,
contrariamente, en la ausencia de cualquier libreto definido y, al mismo tiempo,
en la potencia de construir libretos de todo tipo: “los morfemas, elementos
de significado, se resuelven a su vez en fonemas, elementos de articulación sin
significado [...] cuya combinación selectiva y distintiva da lugar a la unidad
significante” (ibid., p. 76, cursivas del autor). El tránsito reiterado de la po-
tencia al acto -y también, por otra parte, de los fonemas a los morfemas-
corresponde a eso que, en el caso de las abejas, fue la formación filogenética
del código-libreto. Precisamente porque es una potencialidad amorfa e
inarticulada, la facultad del lenguaje no se alza sobre sí misma, dotada de una
realidad positiva propia. Por paradójico que pueda parecer, esta facultad se
recorta sobre el fondo de sus ejecuciones, inseparable de ellas como la som-
bra del cuerpo. La condición de posibilidad es sostenida a su vez por los
fenómenos que vuelve posibles. El pasaje de la facultad a la ejecución no da
92 Paolo Virno
3. La flecha y el ciclo
Los actos de palabra son contingentes e irrepetibles. Su sucesión es
unidireccional, conforme a la imagen del tiempo como una flecha de alcance
irreversible. Por otra parte, sin embargo, cada uno de estos actos está relacio-
nado con la facultad del lenguaje, inmodificada desde el Cro-Magnon en
adelante. Toda enunciación, cualquiera sea su contenido particular, brota siem-
pre de la misma potencia de enunciar. La relación potencia/acto posee, en-
tonces, el típico funcionamiento de un ciclo dedicado a la reiteración. La
flecha y el ciclo se evidencian indirectamente en el interior de un enunciado
singular, con tal de que se sepa distinguir en él dos aspectos concomitantes y,
sin embargo, heterogéneos: es cíclica la toma de palabra, la acción de produ-
cir una voz significante, la ruptura del silencio, la transición de la potencia al
acto; irreversible como la flecha es, al contrario, el particular contenido
semántico, el mensaje comunicativo transmitido aquí y ahora, en suma, eso
que de tanto en tanto se dice (cfr. supra, cap. 2). Es obvio que el lado recursivo
de todo pronunciamiento verbal (o sea la pura y simple demostración de que
se puede hablar), considerado como parte de un particular acto de palabra,
94 Paolo Virno
fica con la reducción del discurso humano a una serie delimitada de señales
monocordes. Los enunciados parecen desconectados de la facultad del lengua-
je, ya no sujetos a la variabilidad que ella implica. El Yo se contrae en un con-
junto de comportamientos estereotipados: prevalece la repetición compulsiva
de las mismas fórmulas y de los mismos gestos; el mundo se reseca y simplifica
hasta semejar un escenario de cartón piedra. El exceso de semanticidad equivale,
en vez, a la prominencia solitaria de la facultad del lenguaje: una facultad de por
sí inarticulada, que ya no arriba a hacer discursos unívocos. En tal caso el Yo es
reabsorbido en un mundo amorfo, caótico por ser solamente potencial; los
objetos no constituyen más una unidad discreta, fundiéndose más bien en un
continuum inestable y envolvente. El defecto y el exceso de semanticidad susci-
tan terrores antinómicos: la propia corporeidad “se vuelve ahora una barrera
rígida que separa del mundo sin posibilidad de comunicación significante, y
ahora una barrera muy frágil atravesada caóticamente por el mundo” (ibid.).
Actos sin potencia o, al contrario, potencia sin actos. En ambos casos el
proceso antropogenético se resquebraja y retrocede. Finalmente, se lesiona el
propio nexo entre recursividad e irreversibilidad de la experiencia humana.
Consideremos a los enunciados desprendidos de la facultad del lenguaje. Ante
todo, ellos parecen ahora sucederse en base a la flecha del tiempo. Pero no es
así. Una vez fragmentado el ciclo potencia/acto, disminuye también aquella
flecha: los enunciados-señales son estereotipados, rígidos e previsibles, jamás
verdaderamente contingentes. Se precipitan en una especie de “eterno presen-
te”. Examinemos ahora el caso inverso, aquel en que la facultad de lenguaje
se esfuerza en traducirse en ejecuciones verbales adecuadas. Sólo en chanza se
podrá hablar, aquí, de recursividad: el persistir de la potencia al que no se
corresponden actos puntuales (el “no-ya” sin ningún “ahora”) no tiene nada
en común con un movimiento cíclico, asemejándose antes a una parálisis sin
fin. La flecha y el ciclo decaen juntos: “El mucho o muy poco de semanticidad
que vulnera todo el frente del posible percibir intramundano, el mucho o
muy poco de distancia del mundo respecto a la presencia y de la presencia
respecto del mundo [...] se asocian coherentemente al síndrome de rechazo
del devenir y del obrar” (ibid., p. 90).
4. Apocalipsis cultural
La pérdida de la presencia hace necesaria su reconstitución. El “no más” en
que se precipitan la autoconciencia y el ser en el mundo debe convertirse en
un “no todavía”; es preciso que los fenómenos recesivos tomen el aspecto de
96 Paolo Virno
SEGUNDA PARTE
Para la crítica de la interioridad
4.
Sensismo de segundo grado.
Proyecto de fisiognomía.2
1. Sensaciones conclusivas
Toda filosofía francamente naturalista es un comentario (no siempre
inconciente: cfr. Deacon 1997, pp. 309 y sig.) sobre el versículo del Evange-
lio de Juan: “Y el verbo se ha vuelto carne”. Dos son las direcciones principa-
les hacia donde puede dirigirse este comentario desprejuiciado y simpático.
La primera, que aquí desatenderemos, consiste en resaltar la realidad sensi-
ble subyacente al habla humana. El lenguaje verbal se vuelve posible por una
configuración corpórea específica: posición erecta, amplitud del tracto vocal
supralaríngeo, lengua carnosa y móvil. Está bien y es justo reivindicar las
raíces fisiológicas del discurso declamado, aprehender en la voz el presupues-
to trascendental de toda fineza semántica. Acompañando a Juan, resulta fácil
refutar a aquellos imaginarios materialistas que se deleitan en oponer el cuer-
2
Los parágrafos 2-8 de este capítulo reproducen con muchas modificaciones la parte redactada
materialmente por mí de un ensayo escrito con Marco Mazzeo, Il fisiologico come símbolo del
logico. Wittgenstein fisionomo, publicado en De Carolis y Martone (comps.), 2002, pp. 119-
55. Como aquel ensayo fue realmente pensado en conjunto por ambos coautores, los parágrafos
señalados son y quedan “a doble firma”.
104 Paolo Virno
¿Cómo se ha modificado el concepto del ver o del oír? “Para esta “sensa-
ción” no se puede siquiera indicar un órgano de sentido” (ibid.); ella no posee
una base fisiológica. La visión de quien no llega a aprehender la timidez
impresa sobre un determinado rostro no es de ningún modo defectuosa.
Wittgenstein rechaza también la tesis (de gran peso en la historia del arte, cfr.
Gombrich 1972, pp. 40-44) que atribuye a la empatía, o sea a una contrac-
ción muscular o a otra alteración propioceptiva, el reconocimiento de una
expresión característica en la fisonomía ajena. Entonces, ¿cómo son las cosas?
Cuando atribuyo la percepción inmediata de la tristeza a un sentido particu-
lar, o a más de uno (“la tristeza, en la medida en que puedo verla, puedo
también oírla”), no se trata del contenido informativo adoptado por el órga-
no sensorial, sino de la combinación inextricable entre el funcionamiento
específico de éste último y el pensamiento verbal. Afirmando “ver la triste-
za”, tomo a la parte por el todo. La sensación, precisa Wittgenstein, “aparece
mitad como una experiencia vista al ver, mitad como un pensamiento”
(Wittgenstein 1953, p. 260).
A pesar de que se modifique el concepto, se trata nada menos que de una
sensación. Un rostro alegre es aceptado como un objeto no descomponible,
no ya como una figura oval de la que se pueda afirmar la alegría. “La impre-
sión que sentimos viendo aquel rostro” es, con fuerte sentido (o sea, lógico),
innegable. La alegría percibida, siendo por lo dicho innegable, no se somete a
los valores de veracidad. Resulta totalmente claro aquí lo que argumenta
Aristóteles en el libro IX de la Metafísica, cuando a propósito de los objetos
simples (ta asuntheta), se pregunta “¿en qué consiste su ser o su no ser, su
verdad o su falsedad?”. Si para los entes compuestos es evidente que la predi-
cación apropiada corresponde a lo verdadero y la equivocada a lo falso, las
cosas son diferentes para los simples: en ellos “lo verdadero está en el tener
Cuando el verbo se hace carne 107
contacto directo (thigein) con una cosa y en enunciarla (phanai) (en efecto, no
es lo mismo aserción que enunciación), mientras que no tener contacto di-
recto con ella significa no conocerla” (Met. 1051b, 23-25). Pues bien, la
expresión melancólica de un rostro es un “objeto simple” (o sea, sin partes),
respecto del cual la verdad consiste en un contacto directo y en una enuncia-
ción, no en una afirmación predicativa. Cuando observando una figura am-
bigua (el pato que puede ser visto también como una liebre), reconozco de
improviso el aspecto que hasta ahora se me escapaba y exclamo: “Es una
liebre”, o bien, cuando en el enredo de líneas de un acertijo reconozco por fin
un perfil humano y digo: “¡He aquí de qué se trata!”, en ambos casos no
afirmo nada verdadero o falso, sino que me limito a thigein y phanai. “Quien
en una figura (1) busca otra figura (2), y finalmente la halla, la ve (1) de un
modo nuevo. No sólo puede dar una nueva descripción; sino que lo observa-
do es una nueva experiencia vista al ver” (Wittgenstein 1953, p. 262).
Dos empleos de la palabra “ver”. El primero: “¿Qué ves allá?” -“Veo esta cosa”
(sigue una descripción, un diseño, una copia). El segundo: “Veo una semejanza
entre estos dos rostros”- el que diga esta cosa podrá ver los dos rostros tan
distintamente como yo los vea. Lo importante: la diferencia categórica entre los
dos “objetos” del ver (Wittgenstein 1953, p. 255).
Notas características del concepto “rostro de Pablo” son el tener una nariz
de cierto tamaño, una boca así y así, dos grande orejas, etcétera; propiedad del
mismo concepto son, en cambio, la existencia de dicho rostro, su unicidad,
y también la eventual similitud entre lo suyo y lo de otra persona. La diferen-
cia, para Frage lógicamente decisiva, entre notas características y propiedad
de un concepto equivale a los dos empleos de la palabra “ver” mencionados
por Wittgenstein: “Veo esta cosa (sigue una descripción, un diseño, una co-
pia)”; “Veo una semejanza entre estos dos rostros”. Excepto que, en el caso de
Wittgenstein no está en juego (como para Frege) una sutil distinción filosó-
fica, sino una percepción directa, una simple sensación visual.
Frege reconoce que en algunos casos es posible obtener la propiedad del
concepto (número, existencia, relación, equivalencia) de la percepción de sus
notas características, pero subraya el carácter indirecto y tardío de esta deduc-
ción: “ella no constituye nunca algo tan inmediato como la atribución de las
notas características de un concepto a los objetos que entra en él” (ibid.). En
los ejemplos utilizados por Wittgenstein no hay, en cambio, ningún desfasaje
Cuando el verbo se hace carne 111
años de su vida. Algunas citas algo fragmentarias, tanto como para acostum-
brar el oído:
También el lenguaje verbal tiene un rostro (un aspecto), y este rostro es todo
lo que puede ser conocido, reconocido, comprendido.
7. La fisonomía de la palabra
La culminación del sensismo de segundo grado (o, aunque es lo mismo,
de una fisiognómica realmente filosófica) se da, quizá, cuando la misma pa-
labra deviene objeto de sensación. Es bastante conocido que, en ciertas pato-
logías, el hablante está oprimido por caracteres materiales, gráfico-acústicos,
del signo verbal. No logra proseguir la frase porque se deja hipnotizar por el
número exorbitante de vocales contenidas en el nombre “Paolo”, o por el
aspecto rumiante del verbo “murmurar”. Lo mismo sucede al niño, que sa-
borea los significantes en la repetición ecolálica. Y tampoco es diferente la
experiencia del poeta. Wittgenstein describe este fenómeno de modo muy
sugestivo, refiriéndose, además, a todos los locutores:
Una cosa de esta clase se experimenta al arribar a un país con tradiciones que
nos resultan por completo extrañas; y precisamente también cuando se domina
la lengua de aquel país. No se comprende a los hombres. (Y no porque no se sepa
qué cosa dicen esos hombres cuando hablan a sí mismos). No podemos encon-
trarnos con ellos (ibid., p. 292).
decir, al carácter, los pensamientos, las pasiones. Pues bien, una impostación
similar valoriza a la apariencia sensible, pero solamente como un trámite para
atrapar a las “representaciones mentales” u otras exquisiteces impalpables. La
fisognómica tradicional es una pseudo-ciencia pícara incluso porque no toma
en serio la encarnación del verbo: puesto que considera a la carne nada más
que la contrafigura, el signo, de una realidad ulterior. El sensismo de segundo
grado se coloca en las antípodas de todo esto. Se ocupa precisa y solamente
de las sensaciones que, siendo el resultado final de un vasto trabajo semiótico,
no pueden ser consideradas a su vez como signos. Como se ha dicho, la “evi-
dencia imponderable” no es un agujero a través del cual pasa disimuladamente
la interioridad, sino una salida consistente en sí. No alude a algo más eleva-
do, puesto que ella misma es la culminación de una experiencia vista.
El sensismo de segundo grado rescata la instancia fisognómica: restituir
significado y dignidad a los cuerpos, a los rostros, a las distensiones y con-
tracciones musculares. Pero la rescata en la precisa medida en que se opone a
toda la tradición fisognómica. Antes que considerar a la percepción de un
rostro como un signo que remite a algo distinto y oculto, el sensismo de
segundo grado la trata como una “evidencia imponderable”, fruto maduro
de innumerables descripciones lingüísticas (“triste”, “tímido”, “simulador”,
etcétera). La apariencia corpórea, por ejemplo una sonrisa, no reenvía a otra,
no “está-para”, es más allá de los signos. De la imponderable sonrisa, diría
Agustín obispo de Ipona, puede hacerse frui, goce, no más uti, uso semiótico.
Es precisamente en esta fruición no semiótica de lo sensible donde se deja ver
una noción radicalmente antiteológica de la “encarnación del verbo”.
122
123
5.
Elogio de la reificación
En cuestión no es algo ya dado, sino el volverse cosa de eso que, en sí, no es, o
al menos a primera vista parece no ser una cosa. Eso que se refica es, entonces,
una prerrogativa de la mente, un postulado lógico, un modo de ser, una
condición de posibilidad de la experiencia. Se vuelve cosa, en suma, aquel
que por sí solo consiente y regula la relación del Homo sapiens con las cosas
del mundo. En términos kantianos: en los procesos de reificación no están
en juego los fenómenos representados mediante categorías trascendentales,
sino los fenómenos que corresponden a la misma existencia de las categorías
trascendentales sobre los que se basa toda representación. En términos
heideggerianos: en los procesos de reificación no tiene lugar un “olvido del
ser”, sino su efectiva recordación; y el horizonte del sentido (o sea el ser en
cuanto ser), contra el que se perfila todo objeto y evento, para mostrarse al
final o una vez más, como objeto y evento (es decir, sobre el plano óntico).
El punto de destino de la reificación es una res ulterior, antes desconocida
o insubsistente, en la que se conforma un rasgo saliente de la naturaleza hu-
mana (disposiciones biológicas innatas, actitudes cognitivas y éticas, relacio-
nes con aquel peculiar contexto vital que llamamos “mundo”, etcétera). Una
facultad o un modo de ser, oportunamente reificado, adquiere una aparien-
cia incontrovertible: la res es, siempre y de todos modos, una res pública. La
cosa que llega a la reificación es externa a la conciencia del individuo: perdura
también allá donde no sea percibida ni pensada (así como “2+3=5” permane-
ce verdadero aunque nadie lo crea). La cosa es externa a la conciencia, pero
tiene mucho que ver con la subjetividad. Para decirlo mejor: da semblanza
empírica a los aspectos de la subjetividad que huyen sistemáticamente de la
conciencia precisamente porque constituyen los presupuestos o las formas de
esta última. Utilizando una imagen aproximativa: la reificación es un disparo
fotográfico que fija la nuca del sujeto, confiriendo plena visibilidad a cuanto
queda a la espalda de la conciencia.
3. Publicidad de la mente
Volvamos a recorrer otra vez el memorable diagnóstico del fetichismo
efectuado por Marx. En el modo capitalista de producción, la actividad fina-
lizada para la realización de un valor de uso específico no es más el centro, ni
el criterio inspirador, del proceso laboral. Se convierte en prioritario y pre-
ponderante el elemento abstracto que une todas las actividades singulares
128 Paolo Virno
relación original del animal humano con el ambiente y los semejantes. Cosas
sensiblemente supersensibles, pero no fetichistas, dado que encarnan la con-
dición de posibilidad de la relación entre hombres (el “entre”, precisamente),
en lugar de reducir esta relación a la “objetualidad espectral” del intercambio
de mercancías. Cómplice confiable del fetichismo es más bien aquel que se
esfuerza ansiosamente en enmendar la cultura de toda tonalidad cósica, des-
conociendo así la publicidad básica de la mente.
Detengámonos brevemente ahora en la filosofía de la técnica de Simondon.
El proceso de individuación, que hace de un animal humano una unidad
discreta irrepetible, es siempre, a su juicio, circunscrito y parcial; es más,
interminable por definición. El “sujeto” traspasa los límites del “individuo”,
puesto que comprende en sí, como sus componentes ineliminables, una cuota
de realidad preindividual todavía indeterminada, rica en potenciales e inesta-
ble. Esta realidad preindividual coexiste duraderamente con el Yo singular,
pero sin dejarse asimilar nunca a él. Dispone entonces de sus expresiones
autónomas. Del preindividual surge la experiencia colectiva: la cual, para
Simondon, no consiste en una convergencia entre muchos individuos
individuados, sino en los diversos modos en que se extrínseca eso que en cada
mente no es pasible de individuación. Transindividuales son llamadas por
Simondon las cosas que reifican todo aquello que escapa a la autoconciencia
individual precisamente porque no constituyen el presupuesto heterogéneo
(preindividual). El objeto transindividual por excelencia es el objeto técnico.
4. Palabras transindividuales
Los objetos transicionales de Winnicott y los objetos transindividuales de
Simondon reifican el “entre” que rige toda relación entre los hombres. Pero
es necesario efectuar ahora un paso. Nos preguntamos: ¿cuál es la res que,
antes y más radicalmente que el juego y la técnica, encarna el “espacio poten-
cial” entre mente y mundo, confiriendo un aspecto sensible y extrínseco a la
“realidad preindividual” ínsita en el animal humano? La respuesta es intuitiva:
transicional y transindividual en sumo grado es, sin ninguna duda, el lengua-
je verbal. La reificación del “entre”, de la relación en cuanto tal, es efectuada
siempre por las trilladas palabras de las que disponemos. Son estas palabras,
preexistentes al proceso de individuación de la persona singular, las que insti-
tuyen la tierra de nadie (y de todos) puesto en medio del Yo y el no-Yo. La
lengua histórico-natural es el ámbito exterior, subjetivo pero no atribuible a
las operaciones de la conciencia, público pero no coincidente con los roles
sociales, en el cual las categorías trascendentales de las que depende la posibi-
lidad de la experiencia se presentan finalmente (o, más verosímilmente, des-
de el principio) como objetos realizables. Reificado por el léxico y la sintaxis,
el a priori colectivo se convierte en un complejo de hechos empíricos. Es ante
todo gracias al lenguaje si los presupuestos transindividuales del Yo
autoconciente se dejan ver por fuera de este mismo Yo, acomodándose al
status para nada deshonroso de los fenómenos.
El lenguaje es la “cosa sensiblemente supersensible” por excelencia. El con-
tenido conceptual de la palabra es inseparable de sus caracteres acústicos o
gráficos. En un bello ensayo dedicado a la “monofacialidad del signo”, o sea
a la inexistencia de un significado ideal previo o por fuera del significante
material, Franco Lo Piparo ha mostrado los callejones sin salida en los que
entra quien asigna un valor sustancial a la distinción entre los dos planos, en
vez de considerarlo un mero artificio didáctico (Lo Piparo 1991). Son los
mismos callejones sin salida en los que entran todo el tiempo, según Tertu-
liano, todos los que conciben a la encarnación del Verbo con una óptica, por
así decirlo, bifacial: “Es el más tortuoso de los razonamientos el nombrar la
carne [el sonoro signifiant] pensando, al contrario, en el alma [el incorpóreo
signifié], o el indicar el alma queriendo significar la carne”. La monofacialidad
del signo, o sea la plena identidad entre “plano de expresión” y “plano de
contenido”, indica con precisión qué debe entenderse, desde una perspectiva
naturalista, por “carne del verbo”: el pensamiento verbal no busca un cuerpo
cualquiera (este o aquel sonido articulado) para volverse fenómeno y res, sino
Cuando el verbo se hace carne 135
La proposición formal del apercibimiento, “Yo pienso”, queda como único fun-
damento sobre el cual la psicología racional arriesga la ampliación de sus conoci-
mientos; dicha proposición no es en verdad una experiencia, sino la forma del
apercibimiento que se une a toda experiencia y la precede (Kant 1781, p. 676).
“Yo soy simple” no significa más que esta representación “Yo” no comprende
la mínima multiplicidad [...]. La tan celebrada prueba psicológica está, enton-
ces, fundada únicamente sobre la unidad indivisible de una representación que
solamente dirige al verbo hacia una persona [gramatical] (ibid.).
La simplicidad de la representación de un sujeto no es por eso un conoci-
miento de la simplicidad del propio sujeto, ya que se abstrae completamente de
su propiedad cuando viene designado exclusivamente con esta expresión: “Yo”
(que puede aplicarse a todo sujeto pensante) (ibid., p. 677).
La identidad de la conciencia de mí mismo en diversos tiempos es solamente
una condición formal de mi pensamiento [...], pero no demuestra la identidad
numérica de mi sujeto [...] aún cuando acepte siempre asignarle otra vez el
homónimo [pronombre] Yo (ibid., p. 682).
los que eso que se dice constituye un mero expediente para señalar el hecho de
que se habla, y donde el enunciado nada comunica salvo que se está produ-
ciendo un enunciado (cfr., supra, cap. 2). Baste aquí con cualquier ejemplo
orientativo. En los monólogos en voz alta del niño en edad pre-escolar no
cuenta el contenido semántico expresado cada tanto, sino la sonora compro-
bación de la propia facultad de lenguaje; no el texto de los enunciados sino el
acto de producirlos. Libre de cargas comunicativas y denotativas, el solilo-
quio vocalizado permite al ser humano principiante expresarse a sí mismo
como fuente de enunciaciones. Lo mismo ocurre en la vida adulta, cuando se
emprenden aquellas conversaciones sin estructura ósea que llamamos con
injustificado ceño fruncido cháchara: en ella, los interlocutores muestran
solamente el haber tomado la palabra; el carácter vacuo o resabido de las
opiniones manifestadas hacen que la atención se concentre sobre el pronun-
ciamiento en sí, o sea sobre el evento del lenguaje. El eclipse de eso que se
dice y la concomitante prominencia del hecho de que se habla caracterizan,
además, a los ritos religiosos: pensemos en el uso de lenguas muertas o ex-
tranjeras en el culto, y también en el valor que no raramente se atribuye a la
glosolalia. En todos estos casi decimos, efectivamente, “Yo hablo”. Es ahora
cuando nos presentamos como animales dotados de lenguaje, a los demás y a
nosotros mismos al mismo tiempo: la autoconciencia, lejos de ser una cues-
tión lejana y secreta, es inseparable de la máxima exposición de sí ante la
mirada del prójimo. Trillados y domésticos son los modos de decir con los que
afirmamos factualmente nuestro propio poder-decir, haciendo así experiencia
empírica del presupuesto trascendental de toda representación determinada.
“Yo pienso” es un enunciado descriptivo, puesto que no hace más que cons-
tatar una incontrovertible realidad psíquica. “Yo hablo”, al contrario, es un
enunciado performativo que, traspasando el ámbito psíquico, comparte la
exterioridad y la apariencia de la praxis. Ambos enunciados son autorreflexivos,
si bien en desigual medida. “Yo pienso”, precisamente porque es un texto
lingüístico, no señala el ápice de la autorreflexión, sino que posee la propia
condición de posibilidad en el más radical “Yo hablo”. Este último sobrepasa
a la capacidad de producir textos lingüísticos que, en aquel, es sólo una pre-
misa implícita o un ángulo ciego. La diferencia entre “Yo pienso” y “Yo ha-
blo” no es reductible, sin embargo, a una diferencia de grado. Es otra cosa. La
autorreferencia ínsita en un acto lingüístico performativo es esencialmente
distinta, desde una perspectiva lógica, de la autorreferencia que a veces da
lugar a una afirmación descriptiva.
Cuando el verbo se hace carne 145
un índice histórico y una tonalidad contingente (cfr., infra, cap. 6). Por todo
aquello que concierne a la propia parousia o revelación, el modo de ser fun-
damental se somete al éxito aleatorio de las contiendas políticas y sociales.
Basta con pensar en la alternativa en que está hoy encerrado el “entre” que
posibilita toda relación entre los hombres: fetichismo de las mercancías o
beneficiosa reificación transindividual.
En el capítulo de la Crítica de la Razón pura titulado Refutación del
Idealismo, Kant afirma que “nuestra propia experiencia interna, indudable
según Descartes, es posible sólo suponiendo una experiencia externa” (Kant
1787, p. 230). El acontecimiento psíquico de cada uno, considerado por
lo general primario y cierto, depende, viéndolo bien, de la realidad del
mundo material, que al contrario pero injustamente, parece a veces proble-
mática y necesitada de demostraciones. De no haber objetos exteriores que
persisten independientemente de una u otra representación, no habría nada
estable donde fijar el flujo heraclíteo de mi vida mental. Aquello que prue-
bo y pienso es pura sucesión temporal, continua mutación que exige para
ordenarse en un relato autobiográfico, de un fondo duradero: “Pero esto
que por permanente no puede ser algo en mí [...]. Por eso la determinación
de mi existencia en el tiempo no es posible de no ser por la existencia de
cosas reales, que percibo fuera de mí.” (ibid.). La interioridad de Kant es
entonces una reverberación o una consecuencia de nuestro roce con los
entes y hechos del mundo. Es la “decisión tomada por las cosas” (para uti-
lizar la admirable expresión del poeta francés Francis Ponge) la que hace
que el diálogo del alma con ella misma no se reduzca a una queja recortada
y sin sentido. De este vuelco de la habitual jerarquía entre realidad cósica y
trastornos íntimos del Yo se puede recabar, quizá, un principio cardinal de
la reificación. Pero a condición de radicalizar la refutación del idealismo
mucho más allá de la intención de Kant.
En base a las argumentaciones adoptadas en este capítulo, pero siguien-
do por comodidad la falsilla ofrecida por el texto kantiano, convendrá
decir: es la determinación de la propia autoconciencia pura (no sólo de la
móvil vida psíquica de un Yo empírico) la que no resultaría posible sin la
percepción de aquellas res exteriores. Más precisamente: sin la percepción
de aquellas res exteriores (circunstancias, eventos, acciones) en las que se
encarnan las facultades del animal humano, las condiciones de posibilidad
de la experiencia, las relaciones del sujeto con sí mismo. El punto decisivo
no es la necesidad de un mundo objetivo estable para tener noción de aquel
Cuando el verbo se hace carne 149
TERCERA PARTE
Desde siempre y ahora
La historia es la verdadera
historia natural del hombre.
Karl Marx
152
153
6.
Historia natural
Que está en juego algo más que un inocuo matiz metodológico resulta claro
cuando Chomsky se detiene en otro requisito fundamental de la facultad del
lenguaje (o, aunque es lo mismo, de la naturaleza humana). Más que innata,
esta facultad es creativa. Todo hablante hace “un uso infinito de medios fini-
tos”: sus enunciados, no derivando de estímulos externos ni de estados interio-
res, están inclinados a la innovación y hasta la imprevisibilidad. No se trata por
cierto de un talento excepcional, como es el del físico teórico o el del poeta,
sino de una creatividad “de bajas revoluciones”, normal, difusa, casi inevitable.
Ella posee, de hecho, un fundamento biológico. Descuidado por el conductismo
de Skinner y también por la lingüística saussuriana, el carácter innovador de las
performances lingüísticas está estrechamente relacionado a una limitación ini-
cial: lejos de contradecir su vigencia, la creatividad se sirve de las estructuras y
los esquemas que discriminan a priori lo decible de lo indecible. Las reglas
inapelables de la gramática universal y la libertad de los usos lingüísticos se
implican mutuamente. Aquí Foucault deja de lado la diplomacia y declara
abiertamente su desacuerdo. Es cierto que puede haber creatividad sólo a partir
de un sistema de reglas vinculantes. Pero Chomsky falla al colocar estos princi-
pios normativos dentro de la mente individual. Los esquemas y las estructuras
sobre los que se injertan las variaciones creativas tienen un origen suprapersonal.
Y suprapersonal, para Foucault, quiere decir histórica. Las reglas sobre las que
se conforma el individuo, y de las que eventualmente se desvía, no son innatas,
sino que toman cuerpo en las prácticas económicas, sociales, políticas (ibid.,
pp. 488 y sig.). No reconocerlo es típico de quien, por lo dicho, cambia la
naturaleza humana por un concepto científico determinado, en lugar de consi-
derarla un simple “indicador epistemológico”. Este inicial quid pro quo hace
que las vicisitudes histórico-sociales de la especie sean reconducidas por com-
pleto a la estructura psicológica del individuo aislado. Chomsky retruca, reafir-
mando con testarudez tanto la índole metahistórica como el carácter indivi-
dual de la creatividad lingüística: “la naturaleza de la inteligencia humana no ha
cambiado sustancialmente desde la época del Cro-Magnon” (ibid., p. 491).
160 Paolo Virno
que hoy prevalecen no ocultan, sino que ostentan sin demoras los rasgos
diferenciales de nuestra especie. La actual organización del trabajo no atenúa
la desorientación y la inestabilidad del animal humano, sino que, al contra-
rio, la extrema y valoriza sistemáticamente. La potencialidad amorfa, es decir
la persistencia crónica de caracteres infantiles, no relampaguea
amenazadoramente en el curso de una crisis, sino que infiltra todos los plie-
gues de la más trillada rutina. La sociedad de las comunicaciones generaliza-
das, lejos de temerle, obtiene beneficios del “exceso de semanticidad no reso-
luble en significados determinados”, confiriéndole entonces un máximo re-
lieve a la indeterminada facultad del lenguaje. Según Hegel, la primera tarea
de la filosofía es aferrar el propio tiempo con el pensamiento. El precepto
proverbial, similar a la tiza que cruje contra el pizarrón para quien se deleita
en estudiar la mente ahistórica del individuo aislado, se actualiza así: tarea
prominente de la filosofía es ponerse al frente de la inédita superposición
entre eterno y contingente, invariante biológico y variable sociopolítico, que
denota de modo exclusivo a la época actual.
Digamos además: es precisamente esta superposición la que explica el re-
novado prestigio que rodea, en cualquier década, a la noción de “naturaleza
humana”. Este no depende de admirables estremecimientos telúricos dentro
de la comunidad científica (la impiadosa crítica que Chomsky dirige al Ver-
bal Behavior de Skinner o algún otro), sino de un conjunto de condiciones
sociales, económicas, políticas. Creer lo contrario es una mayúscula demos-
tración de idealismo culturalista (muy académico, además) por parte de quie-
nes nunca dejan de chillar por un programa de naturalización de la mente y el
lenguaje. La naturaleza humana retorna al centro de la atención ya no por
ocuparse de biología más que de historia, sino porque las prerrogativas bio-
lógicas del animal humano han adquirido un inesperado relieve histórico en
el actual proceso productivo. Por lo tanto, porque hay una peculiar manifes-
tación empírica de ciertas constantes filogenéticas, metahistóricas, que mar-
can la existencia del Homo sapiens. Si es por cierto oportuna una explicación
naturalista de la autonomía atinente a la “cultura” en las sociedades tradicio-
nales, no lo es menos una explicación histórica de la centralidad obtenida por
la “naturaleza” (humana) dentro del capitalismo posfordista.
En nuestra época, la historia natural no tiene por objeto un estado de
emergencia, sino la administración ordinaria. Antes que detenerse en la exfo-
liación de una constelación cultural, ahora debe ocuparse de su plena vigen-
cia. No se limita a hurgar en los “apocalipsis culturales”, sino que estrecha la
180 Paolo Virno
sin ser nunca, a su turno, “puestos”. Aquello que funda o posibilita todas las
apariencias, en sí no aparece. El campo visual no puede ser visto, la historicidad
no cae en el círculo de los eventos históricos, la facultad del lenguaje no es
enunciable (“lo que en el lenguaje expresa el lenguaje no podemos expresarlo
mediante el lenguaje” [Wittgenstein 1922, 4.121]). La historiografía natura-
lista, conformándose a la lógica de la revelación, refuta estas convicciones.
Pero sin descuidar o vilipendiar la preocupación por el origen. Ella se cuida
bien de reducir desenvueltamente lo invariante a variable, de equiparar el
campo visual a la suma de los entes visibles, de intercambiar la historicidad
por una colección de hechos históricos. La historiografía naturalista demues-
tra, ante todo, que lo trascendental, conservando sus típicas prerrogativas, dis-
pone sin embargo de un peculiar correlato fenoménico propio. Son fenóme-
nos empíricos que reproducen punto por punto la estructura ósea de lo tras-
cendental; que delinean, como decíamos antes, la imagen o el diagrama. Más
allá de ser el presupuesto, lo invariante se manifiesta, en cuanto tal, en uno u
otro estado de cosas variables. No sólo da lugar a los eventos más diversos,
sino que, por ello, tiene lugar en el curso del tiempo, asumiendo una fisono-
mía circunstancial. El presupuesto invariante adquiere una facticidad y deviene,
así, un post-puesto. Hay coyunturas históricas (apocalipsis culturales, etcéte-
ra) que muestran como en una filigrana las condiciones de posibilidad de la
historia. Hay aspectos de nuestros repetidos enunciados que ponen de relieve
la indeterminada facultad del lenguaje; modos de decir que expresan adecua-
damente “eso que se expresa en el lenguaje” (cfr., supra, cap. 2). En cierto
sentido, existen objetos visibles que ostentan en sí el campo visual que los
comprende. El fundamento trascendental, que vuelve posibles todas las apa-
riencias, aparece a su vez: es más, se hace notar, atrae las miradas, instala el
tema de su propia aparición, mereciendo por lo tanto esa acentuación de
“aparente” que es aparecente.
Recordemos otra vez la disputa entre Foucault y Chomsky sobre la natu-
raleza humana. Y las dos opciones antagónicas que entonces se enfrentaron:
disolución de la metahistoria en la historia empírica (Foucault), reabsorción
de la historia en la metahistoria invariante (Chomsky). La historiografía na-
turalista, absolutamente insatisfecha con ambas orientaciones, contrapone a
ellas la posibilidad de historicizar la metahistoria. Atención: afirmar que la
metahistoria toma semblanzas históricas, dándose expresiones factuales y
contingentes, no es diferente a afirmar que lo trascendental sea aparecente, es
decir, que disponga de un equivalente empírico propio. Y como la aparición
188 Paolo Virno
7.
Multitud y principio de
individuación4
4
Este capítulo ha sido publicado como Postfacio a la edición italiana de Simondon 1989.
194 Paolo Virno
2. Preindividual
Volvamos a comenzar. La multitud es una red de individuos. El término
“multi” indica un conjunto de singularidades contingentes. Estas singulari-
dades no son, sin embargo, un hecho inapelable, sino el resultado complejo
196 Paolo Virno
3. Sujeto anfibio
El sujeto no coincide con el individuo individuado, pero siempre com-
prende en sí una cierta cuota ineliminable de realidad preindividual. Es un
compuesto inestable, algo espurio. Esta es la primera de las dos tesis de
Simondon sobre la que quiero llamar la atención. “Existe en los seres
individuados una cierta carga de indeterminado, de realidad preindividual,
que pasa por la operación de individuación sin ser efectivamente individuada.
Se puede llamar naturaleza a esta carga de indeterminado” (Simondon 1989,
Cuando el verbo se hace carne 199
5. El colectivo de la multitud
Examinemos ahora la segunda tesis de Simondon. Ella no tiene preceden-
tes. Es anti-intuitiva, es decir viola convicciones enraizadas en el sentido co-
mún (como sucede, por otra parte, con muchos otros “predicados” concep-
tuales de la multitud). Usualmente se considera que el individuo, apenas
participa en un colectivo, debe abandonar al menos algunas de sus caracterís-
ticas propiamente individuales, renunciando a ciertos inescrutables y llamati-
vos signos distintivos. En el colectivo, parece, la singularidad se destempla,
disminuye, retrocede. Pues bien, a juicio de Simondon, ésta es una supersti-
ción: epistemológicamente obtusa, éticamente sospechosa. Una superstición
alimentada por aquellos que, descuidando con desenvoltura el proceso de
individuación, presumen que el individuo es un punto de partida inmediato.
Si, al contrario, se admite que el individuo proviene de su opuesto, de lo
universal indiferenciado, el problema del colectivo toma otra apariencia. Para
Simondon, contrariamente a lo que afirma un sentido común deformado, la
vida en grupo es la ocasión de una ulterior y más compleja individuación.
Lejos de retroceder, la singularidad se afina y alcanza su culminación al actuar
concertadamente, en la pluralidad de las voces, en suma, en la esfera pública.
El colectivo no menoscaba ni atenúa la individuación, sino que la prosi-
gue, potenciándola enormemente. Esta prosecución concierne a la cuota de
realidad preindividual que el primer proceso de individuación había dejado
irresuelta. Escribe Simondon:
Y ahora: “No ya como individuos los seres se correlacionan unos con otros
en el colectivo, sino en tanto sujetos, en tanto seres que tienen en sí algo de
preindividual” (ibid., p. 164). El grupo tiene su fundamento en el elemento
preindividual (se percibe, se habla, etcétera) presente en cada sujeto. Pero en
el grupo la realidad preindividual entrelazada a la singularidad se individua a
su vez, asumiendo una fisonomía peculiar.
La instancia del colectivo es también una instancia de individuación: la pues-
ta en juego consiste en imprimir una forma contingente e inconfundible al
apeiron (indeterminado), o sea a la “realidad de lo posible” que precede a la
singularidad; al universo anónimo de la percepción sensorial; al “pensamiento
sin portador” o general intellect. Lo preindividual, inamovible dentro del suje-
to aislado, puede aún asumir un aspecto singularizado en las acciones y las
emociones de los multi. Así como en un cuarteto el violoncelista, interactuando
con los otros artistas ejecutantes, recibe algo de su propia partitura que hasta ese
momento se le escapaba. Cada uno de los multi personaliza (parcial y
provisoriamente) el propio componente impersonal por medio de las vicisitu-
des típicas de la experiencia pública. La exposición a los ojos de los otros, la
acción política sin garantías, la familiaridad con lo posible y lo imprevisto, la
amistad y la enemistad, todo eso ofrece al individuo la destreza para apropiarse
en alguna medida del anónimo “se” del que proviene, para transformar en
biografía inconfundible el Gattungswesen, la “existencia genérica” de la especie.
Contrariamente a cuanto afirmaba Heidegger, es sólo en la esfera pública que
se puede pasar del “se” al “sí mismo”.
La individuación de segundo grado, que Simondon llama también “indivi-
duación colectiva” (un oxímoron afín al contenido de la expresión “individuo
social”), es una cuña importante para pensar de modo adecuado la democracia no
representativa. Puesto que el colectivo es teatro de una acentuada singularización
de la experiencia, por lo tanto constituye el lugar donde puede finalmente expli-
carse lo que en cada vida humana es inconmensurable e irrepetible, nada de eso se
presta a ser extrapolado o, peor aún, “delegado”. Pero atención: el colectivo de la
multitud, en cuanto individuación del general intellect y del fondo biológico de
la especie, es lo opuesto a cualquier anarquismo ingenuo. Confronta ante todo
con el modelo de la representación política, con aquello de voluntad general y
“soberanía popular” que aparece como una intolerable (y a veces feroz) simplifi-
cación. El colectivo de la multitud no hace pactos, no transfiere derechos al sobe-
rano, porque es un colectivo de singularidades individuadas: por ello, repitámos-
lo otra vez, lo universal es una premisa, ya no una promesa.
205
APÉNDICE
Wittgenstein y la cuestión
del ateísmo5
1. Metafísica blasfema
Recordar de tanto en tanto las críticas que Wittgenstein ha levantado con-
tra la metafísica, y hasta contra la filosofía tout court es un inocuo tic facial,
incontenible y recurrente. Por otra parte, semeja una fórmula de buena edu-
cación: algo como “How are you?”. Frase que no espera respuesta, limitándo-
se a establecer un contacto con el interlocutor. El tic y la fórmula son claros,
desde luego: es indudable que Wittgenstein nunca ha dejado de golpear ese
clavo. Pero queda por preguntarse si la disolución sistemática de las tradicio-
nales cuestiones metafísicas, consumadas en nombre del funcionamiento efec-
tivo de nuestro lenguaje, es de sello empírico-naturalista o francamente reli-
gioso. En estas notas pretendemos apoyar la segunda hipótesis. La furia de
Wittgenstein contra los “falsos problemas” constituye, viéndolo bien, una
protesta contra la irreverencia, o mejor, contra el carácter irremediablemente
blasfemo de la metafísica. La eliminación de los rompecabezas filosóficos no
5 Texto publicado con el título Metafísica blasfema en la revista “Il cannocchiale”, Nº 3,
2001, fascículo monográfico dedicado a Wittgenstein después de 50 años: cuerpo, sensibilidad y
lenguaje, a cargo de M. Mazzeo, pp. 235-49.
206 Paolo Virno
del mundo (Tractatus 6.44: “No como el mundo es, es lo Místico, sino que
es”). Dicha maravilla es el resultado de un impulso y, al mismo tiempo, de su
necesario fracaso. Impulso de mirar al mundo desde afuera (como la “totali-
dad completa” de la que hablaba Kant); fracaso debido a la imposibilidad de
omitir el ámbito en que se está confinado. Si no hubiera impulso, o si este
tuviera éxito, en ambos casos no habría ninguna maravilla. Esta última se
resuelve en una frustración instructiva. Como en el caso de lo sublime, tam-
bién en el del milagro la ruina a la que va al encuentro la exposición está en
armonía con lo que se desea exponer. A Dios podemos dirigirnos solamente
con expresiones cuya insensatez deja a la vista el hecho de que “Dios no se
revela en el mundo” (Tractatuts 6.432).
La maravilla por la existencia del mundo es indistinguible, para
Wittgenstein, de la maravilla por la existencia del lenguaje. El discurso
significante no puede dar cuenta del hecho de que el mundo es. Por los mis-
mos motivos que le impiden dar cuenta de su propio ser. “Ahora estamos
tentados de decir que la expresión justa en la lengua para el milagro de la
existencia del mundo, aunque no sea alguna expresión en la lengua, es la
misma existencia del lenguaje” (Wittgenstein 1966, p. 17). Si logramos re-
presentar con la palabra nuestra facultad de hablar, entonces dispondremos
de términos adecuados para tratar al mundo como totalidad. Pero esto, se-
gún Wittgenstein, no es posible: el lenguaje no llega nunca a dar razón de sí
mismo (Tractatus 4.121: “Eso, que se expresa en el lenguaje, nosotros no po-
demos expresarlo mediante el lenguaje”). Por lo tanto, “transfiriendo la ex-
presión de lo milagroso de una expresión por medio del lenguaje a la expre-
sión por la existencia del lenguaje, sólo ha dicho otra vez que no podemos
expresar lo que queremos expresar y que todo lo que decimos sobre lo mila-
groso absoluto no tiene sentido” (Wittgenstein 1966, p. 17).
seguro, nada puede hacerme daño, suceda lo que suceda”” (Wittgenstein 1966, p. 13). Si la
maravilla se refiere sobre todo a nuestra facultad de conocer, instalándose en sus límites, la
seguridad concierne ante todo a nuestro destino práctico. Las diversas formas de milagro
corresponden a la subdivisión kantiana del sentimiento de lo sublime en dos especies
fundamentales: matemático y dinámico. El sublime matemático es la tonalidad emotiva
provocada por la grandeza del mundo: considerada en su totalidad, la naturaleza “es grande
más allá de toda comparación” (Kant 1790, p. 120), inconmensurable respecto de la extensión
y duración de los fenómenos sensibles. El sublime dinámico es suscitado, en cambio, por la
temible potencia del mundo y la concomitante consideración de aquello que puede constituir
un refugio incondicional de tantos riesgos. Acerca del íntimo parentesco entre el milagro
wittgensteiniano y el sublime kantiano (cfr. Virno 1994, p. 11-33).
Cuando el verbo se hace carne 209
8 En los Diarios de 1936-37, Wittgenstein anota: “Tras un día difícil para mí, hoy en la
cena me he inclinado y rezado; de improviso, estando de rodillas y mirando hacia arriba he
dicho: “Aquí no hay nadie”. Y ahora me siento tranquilo [...]. Pero esto no quiere decir que antes
estuviera equivocado” (Wittgenstein 1997, p. 84).
Cuando el verbo se hace carne 213
¿De dónde adquiere importancia nuestra indagación, desde el momento
que ella parece solamente destruir todo lo que es interesante, grande e impor-
tante? (Pareciera destruir, por así decirlo, todos lo edificios, dejando por detrás
sólo escombros y ruinas). Pero lo que destruimos son sólo edificios de utilería, y
destruyéndolos hacemos escombros el terreno del lenguaje sobre el cual ellos
surgían. (Ricerche I, § 118).
9 Léase también Investigaciones I, §121: “Se puede pensar: si la filosofía habla del uso de la
palabra “filosofía”, debe ser una filosofía de segundo grado. Pero no es así: el caso corresponde
ante todo a la ortografía, la que debe ocuparse también de la palabra “ortografía”, pero que no
por esto es una palabra de segundo grado”.
Cuando el verbo se hace carne 215
10 Tiene toda la razón Felice Cimatti, en su libro sobre la semiótica de Giorgio Prodi
(Cimatti 2001, pp. 133-41), cuando pone de relieve la estructura lógica de la instancia religiosa.
Pero el hecho de tener una estructura lógica no significa que la instancia religiosa sea necesaria,
“natural”, sin alternativas. Significa más bien que también su refutación, es decir el ateísmo,
debe ser considerada como una cuestión exquisitamente lógico-lingüística, en vez de ser
degradada a una opción privada.
216 Paolo Virno
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Esta primera edición se terminó de imprimir en ABRN, Producciones
Gráficas S.R.L., Wenceslao Villafañe 468 de la Ciudad de Buenos Aires,
Argentina, en el mes de Diciembre del año dos mil cuatro.