Medio Ambiente y Salud

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Medio ambiente

La naturaleza ha sido un elemento ampliamente omitido en la literatura sobre bienestar


emocional. La escasa investigación al respecto ha estado centrada en los efectos
beneficiosos del contacto con la naturaleza, pero no en cómo las actitudes y conductas
hacia el medio ambiente se asocian a un mayor o menor bienestar emocional. La
presente investigación tiene el objetivo de llenar este vacío, analizando las relaciones
entre las actitudes ambientales y la conducta proambiental autoinformada con el bienestar
emocional. Los resultados obtenidos con una muestra de 320 estudiantes universitarios,
ponen de manifiesto que pensar y comportarse proambientalmente no solo favorece al
medio ambiente, sino que redunda en un mayor bienestar emocional. Se discuten algunas
implicaciones en las actitudes antropocéntricas y sus relaciones con medidas de bienestar
emocional.
El concepto ecología, establecida en 1869, por Ernest Haeckel, un naturalista alemán,
reconocido como padre de la ecología, determina que es una ciencia que estudia las
interrelaciones entre los seres vivos (factores bióticos) y sus condiciones fisicoquímicas
(factores abióticos), como temperatura, humedad, entre otros. 1 La ecología, una ciencia
joven, mostró progresos reales a partir de la década de los treinta, y su ascenso rápido
data a partir de los años sesenta. Se ha instituido como una rama del conocimiento
científico de mucha relevancia, cuyos dividendos incumbiría poner en práctica en una
sociedad inquietada por apuntalar un desarrollo perdurable con un sustento en sus
preceptos, para que consolide la conservación de las especies de plantas y animales, así
como una articulación equilibrada de los ecosistemas.
En otras palabras, se convierte en la asignatura que estudia las relaciones entre los
organismos y su ambiente; este último determinado como el agregado de circunstancias
externas que se vinculan y atañen a la vida, el desarrollo y la conducta de los organismos,
los cuales constantemente se ajustan a los transitorios requerimientos del medio ambiente
en que se desarrollan.2
En este sentido, se reconoce al ser humano como especie, como un ser biológicocultural
integrante de la naturaleza, el cual mantiene una interrelación con el resto de los seres
vivos y su hábitat; asimismo, con la estructura y funcionamiento de los ecosistemas en
general que lo acogen. De manera particular, el sistema ecológico del ser humano es muy
semejante al resto de los organismos con los que convive; sin embargo, los seres
humanos cuentan con la capacidad notable para modificar y transformar su entorno.3
Hoy en día, se observa cómo el entorno ha tolerado numerosos cambios, primordialmente
por el trabajo del ser humano. No obstante, la generalidad de estos cambios ha sido
perjudicial, trasladando consigo inmensos menoscabos para la naturaleza que han
acarreado inevitables riesgos y tensiones al ambiente, que actualmente adquieren una
creciente importancia en la medida que el ser humano se apoya en el conocimiento
científico y en el contexto sociocultural. Esto, porque los mismos problemas que sufre el
entorno, los padece el ser humano, al exponerse, permanentemente, como todos los
seres vivos, a la acción de una multiplicidad de factores perniciosos, que ponen en tela de
juicio su capacidad de adaptación.
Marco ambiental
Se reconoce que, en las condiciones actuales, la realidad ambiental del siglo XXI que nos
avizora es una situación que se yergue poco halagüeña; esto, por las disposiciones poco
razonadas que han tomado en el pasado las naciones del mundo, que representan ahora
un conflicto difícil de enmendar por parte de nuestra sociedad.4 Particularmente, cuando
se observa que el patrón de organización social se sustenta en relaciones de producción y
consumo, donde, por lo general, se menoscaba a los ecosistemas, y sus consecuencias
se manifiestan en grandes problemas ambientales, los cuales emanan esencialmente de
la contaminación; que se expresa por un cambio no ansiado en las características
fisicoquímicas y biológicas del suelo, cuerpos de agua y aire.
La generalidad de las actividades humanas se desarrolla bajo estos modelos
económicos, que cada vez más menguan la calidad del ambiente y son los primordiales
promotores de la corrupción ambiental, la cual trasciende tanto en naciones desarrolladas
como en aquéllas en vías de desarrollo.
En el siglo XX, el argumento ambiental repercutió en el concierto internacional, cuando se
realizó una difusión masiva del conocimiento y de las evidencias científicas existentes de
la degradación del ambiente. No obstante, la inquietud por las complicaciones
ambientales surgió con mayor preocupación cuando se les asoció a las relaciones poco
equilibradas entre nuestra sociedad y la naturaleza.6
Esencialmente, esto ocurrió en 1972, en la Conferencia Mundial sobre Medio Humano, en
la ciudad de Estocolmo, donde se congregaron 113 naciones del orbe, con el propósito de
conciliar los objetivos habituales del desarrollo con la conservación de la naturaleza. Y
que posteriormente, en 1987, mediante el Informe Brundtland, elaborado por la
Organización de las Naciones Unidas, reveló la necesidad de contar con una mayor
concientización sobre la gravedad de la degradación ambiental a nivel mundial, ya que los
patrones de consumo y de producción –hasta ese momento–, y la consecuente
degradación ambiental, eran insostenibles, lo cual conllevaría una afectación de manera
negativa a las generaciones por venir. Debido a que la relación existente se permeaba en
nuestra sociedad en: políticas asimétricas de desarrollo económico; prácticas
administrativas inapropiadas que hicieron insostenible el consumo de recursos; la
discrecionalidad de los marcos jurídicos ambientales que soslayaron los daños a los
ecosistemas y el deterioro de la calidad de vida y salud humana. Este informe produjo el
interés necesario que dio lugar a una de las conferencias internacionales más importantes
sobre ambiente en Río de Janeiro, en 1992, en la que se abordó el enfoque integral al
tema ambiental, incluyendo los aspectos económicos y sociales que desembocaron en el
concepto de desarrollo sustentable.
En éste se reconoce que los impactos socioambientales, que dan origen a las
contrariedades en la naturaleza, florecen de cuantiosos componentes, que a su vez se
ciñen con eventualidades de carácter socioeconómicas. Posteriormente se realizó la
Cumbre de Johannesburgo, en 2002, la cual reunió numerosos participantes, con el
objetivo de centrar la atención de la sociedad sobre la necesidad de realizar actividades
puntuales frente a los retos de mejorar la calidad de vida de la población y encontrar
fórmulas para la conservación de nuestros recursos naturales, en un ámbito en el que la
población crece cada vez más y demanda más recursos. Este último aspecto, el
crecimiento poblacional, se constituye en un problema bastante serio, porque casi 3000
millones de individuos en todo el mundo coexisten en áreas urbanas, y este número crece
diariamente; pero, además, es en las zonas urbanas donde se observan la generación de
grandes cantidades de desechos sólidos, aguas cloacales, polución del aire, daños a la
salud y donde también se producen colosales demandas de energía, alimentos y otros
recursos, expandiendo con ello su huella ecológica.
En las circunstancias mencionadas, los problemas de orden antrópico se incrementan,
generando problemas ambientales verdaderamente serios. Entre las eventualidades
antrópicas de mayor presión en el mundo, advertimos que los países más ricos, los cuales
albergan 20% del total de la población mundial, emplean más de 86% del total del
consumo de recursos y bienes en el mundo, mientras que el 20% más pobre de la
población en el mundo representa menos de 2% del total del consumo.10 Esta percepción
utilitarista, aún prevaleciente en nuestra sociedad, promueve de manera sucesiva el
agravamiento de la crisis ambiental existente, que revela como la única salida posible
para las emergencias sociales y económicas el uso desmedido de los recursos naturales,
lo que ha creado quimeras muy alejadas de la realidad, ya que ésta hoy se muestra en un
estado de pobreza, con creciente desigualdad, deterioro de la calidad de vida y salud en
la sociedad, así como en un menoscabo a los recursos naturales que la circundan.
En este sentido, 1.3 mil millones de pobres en el mundo no poseen el amparo de los
sistemas de salud, sencillamente porque no pueden costearlos en el instante en que los
precisan.12 Tan sólo en América Latina, a pesar del repunte económico en la región, esto
no ha permitido resolver problemáticas de carácter altamente social. Así lo señalan
Zahedi y Gudynas, 11 al indicar que en 2005, 39.8% de la población vivía en condiciones
de pobreza (209 millones de personas) y 15.4% (81 millones) vivía en la pobreza extrema.
Por otra parte, la Organización Mundial de la Salud, en 2010,12 refiere que de eliminarse
las desigualdades económicas y los rezagos sociales en 49 naciones de ingresos bajos,
se evitaría el fallecimiento de más de 700 mil mujeres en el próximo lustro, y en niños
menores de cinco años se podrían salvar aproximadamente 16 millones de vidas, en ese
mismo periodo de tiempo.

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