Domingo de La Ascensión

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DOMINGO DE LA ASCENSIÓN

Hay acontecimientos en la vida de las personas que transforman su condición, su situación. El


matrimonio convierte al soltero en casado, la ordenación le convierte en clérigo, el nacimiento
del primer hijo da origen a unos padres... En la vida de Jesús también hay un momento clave, de
transformación, un momento en el que Jesús pasa a ser reconocido y proclamado como el
SEÑOR, Señor de un nuevo mundo, de una nueva humanidad. Y los discípulos van a ser
enviados a todos los rincones del mundo para que esa novedad se haga realidad.

Hemos pasado mucho tiempo teniendo un concepto demasiado material de la Ascensión, un


concepto que, además, no nos aportaba nada. Ascensión se entendía literalmente como subida
material de Jesús al cielo, y con semejante comprensión de esta fiesta lo único que se conseguía
era crear una gran confusión. La mentalidad occidental, bastante plana es este aspecto, está poco
acostumbrada a las metáforas, tan habituales en la mentalidad oriental, y cuando se encuentra
ante ellas le cuesta eludir la tentación de tomarlas al pie de la letra.

Pero lo importante es enterarnos de lo que significa la Ascensión en nuestra vida. Y comprender


que esta fiesta es el momento en el que Jesús nos pasa el relevo a nosotros, sus discípulos. «El
Señor Jesús ascendió al cielo, y los discípulos fueron y proclamaron el Evangelio por todas
partes». ¿Qué proclamaron? Proclamaron un mundo nuevo, maravilloso y delirante que no sólo
era un sueño sino una posibilidad real. Si el crucificado había resucitado de entre los muertos y
había sido constituido Señor del universo, ¿qué puede haber imposible? Nada, absolutamente
nada. Si un hombre es Dios, ¿qué puede haber imposible? Nada, absolutamente nada. Todo es
posible porque a nada hay miedo; todo es posible porque hasta la muerte ha sido derrotada. La
utopía es posible, el amor es posible, la fraternidad es posible, la justicia es posible.

Lo que pasa es que tenemos que superar el miedo y creérnoslo. Lo malo es que, ante este reino,
ante esta utopía, decimos "Sí, pero..." y el miedo nos puede, el temor nos vence. «Echarán
demonios, hablarán lenguas nuevas, beberán venenos sin que les haga daño, curarán enfermos
imponiendo las manos...» Y pensamos que es demasiado bonito para ser realidad. Nos parecen
buenos deseos, y nada más: demasiado bello. Nos asustamos, nos echamos para atrás. Y somos
tan brutos que preferimos aferrarnos a nuestra pobre, vulgar y dolorosa realidad que lanzarnos al
vacío de ponernos en manos de Dios, que es, sin embargo, mucho más seguro que todas nuestras
seguridades. ¿Por qué extrañarnos, después de que las cosas vayan como van? ¿Acaso no
tenemos lo que queremos, lo que buscamos, aquello con lo que nos conformamos? Entonces,
¿por qué nos quejamos? Cristo nos invita a creer en él, a confiar. «Creer en la buena noticia», nos
había dicho al comienzo del evangelio de Marcos. No una orden, sino una invitación, una oferta.
Creer en la utopía, creer en el amor, creer en la fraternidad universal, y llevemos esta convicción
a todos los hombres, para que todos sean felices. Pero no, nosotros creemos en nuestra belleza y
en nuestra cuenta bancaria, en nuestros músculos y en nuestro coche, en lo que poseemos y en lo
que aparentamos. Y luego nos quejamos de que sufrimos, de que lo pasamos mal.

No nos cansaremos de repetirlo: el evangelio no sólo es bueno para nuestro mundo, sino
absolutamente imprescindible. El hombre de hoy anda buscando lo que Dios hace tiempo que le
ha ofrecido. Pero en algún cruce de caminos nos hemos hecho un “lío” fenomenal, y nosotros (los
discípulos) vamos ofreciendo al hombre no sé qué cosas raras en lugar de lo que realmente
necesita. Y nos sentimos ofendidos por el rechazo que tanta gente de nuestra sociedad nos
manifiesta. No nos rechaza a nosotros. Mucho menos rechaza a Dios; rechaza el sucedáneo
barato y adulterado que nosotros vamos ofreciendo. A los que piden pan o agua, a los que
suplican justicia, a los que gimen por un poco de esperanza, a los que solicitan una mano para
poder salir del pozo, les estamos ofreciendo “moralina trasnochada”, recomendaciones piadosas...
¿Por qué no nos liberamos de todas esas cargas, redescubrimos el evangelio y lo transmitimos a
la gente? Tenemos la respuesta a los interrogantes del hombre de hoy en el evangelio puro y
simple, en la buena noticia de Jesús, pero nos hemos atascado en algún sitio y no sabemos salir
del atolladero. Aún hay que oír hoy día a predicadores que invitan a sus fieles a la resignación.
¡Lo que nos faltaba! Además de todo lo que a muchos les toca pasar... ¡Resignación!

La Ascensión es todo un reto, un desafío para nosotros. La Ascensión de Jesús nos está diciendo:
«ustedes, que tienen ahora en sus manos la buena noticia, ¿qué han hecho con ella?, ¿te la crees?
¿la transmites?, ¿la llevas a todos los rincones de la tierra?» La Ascensión no es para ver cómo
«se va Jesús al cielo», sino para ver cómo nos quedamos nosotros aquí para sembrar esperanza en
este mundo para hacer que el Reino crezca en él, para aceptar, llenos de coraje y de ilusión, el
desafío que nos hace Dios de que colaboremos con él en la tarea de transformar este mundo
nuestro.

Mientras tanto, muchos hombres y mujeres siguen sufriendo y llorando, siguen viendo su vida sin
salida. ¡Qué despilfarro el nuestro, que hemos escuchado la buena noticia, y no sabemos qué
hacer con ella! ¡Qué vergüenza la nuestra, que podemos llevar la alegría a tantos seres humanos,
y les dejamos seguir ahogándose en sus lágrimas! ¿Durante cuánto tiempo más vamos a seguir
así? Hoy, Ascensión de Jesús, es una ocasión estupenda para llenarnos de alegría por todo lo que
Dios ha puesto en nuestras manos... y empezar a compartirlo con todos los hombres.
Especialmente con los más pobres, con los que más sufren, con los más necesitados.

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