Sobre El Cine Aficionado Entre Sumision PDF
Sobre El Cine Aficionado Entre Sumision PDF
Sobre El Cine Aficionado Entre Sumision PDF
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Los datos básicos de la película: un Instante en la Vida Ajena. España, Cero en
Conducta (con TVE y Vía Digital), 2003. 80 min. 35 mm. (2.192 metros). Panorámico
1:1,85. Equipo: José Luis López Linares (dir) (pro), Javier Rioyo (pro) (gui), Silvia
Martínez (dir pro); Arantxa Aguirre (idea) (gui), Mauricio Villavecchia (gui); (mus); Teo
Delgado (fot); Pablo Blanco (mon), Ana Serret, Fidel Collados, Fidel Collados (mon);
Juan Carlos Cid (mez); Jesús Angelet (int). Premio Goya 2004 al Mejor Documental.
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En todas partes se habla de 900 bobinas y de casi 150 horas de filmaciones, sin dar más
indicaciones sobre el fondo que compone el llamado “Legado Klein”. Los datos exactos,
suministrados por Rosa Saz, de la Filmoteca de Catalunya, son que dicha colección —en
régimen de depósito formalizado por Max H. Klein en agosto de 1995— cuenta con un
total de 518 títulos en 580 bobinas etiquetadas por la propia Madronita. Por formatos, la
colección se desglosa en 384 títulos (425 bobinas) rodados en de 16 mm (entre 1922 y
1966) y 145 títulos (155 bobinas) rodados en S/8 (entre 1966 y 1980). En total, Madronita
rodó, a lo largo de 58 años, 86 horas en 16 mm y 55 horas en S/8 (es decir, 63.933 metros
de celuloide, de los cuales 4.348 metros están, actualmente, en un frágil estado). Por
desgracia, no he podido examinar más que una mínima parte del material original, pero
un examen del exhaustivo catálogo realizado en su momento por la Filmoteca, muestra
que la mayor parte de los “títulos” tiene una duración variable entre 5 y 20 minutos
(aunque hay medio centenar de bobinas de entre 1 y 3 minutos y varias decenas de entre
60 y 180 minutos). Cada título integra diversas escenas, con una muy variable coheren-
cia temática o cronológica entre las mismas. Aprovecho ya esta mención a la Filmoteca
de Catalunya, depositaria del material, para hacer una reflexión sobre lo que una y otra
vez se dice en las declaraciones y comentarios sobre la película (incluida la intervención
de José Luis López Linares y Arantxa Aguirre, guionista de la película, en el programa
Versión Original de La2 de TVE, con ocasión de su emisión el 25 de febrero de 2005).
Dado que he sido archivero antes que historiador, me resulta difícil pensar que el equi-
po “se encontró” casualmente las 580 bobinas en los sótanos de la Filmoteca cuando
buscaban material de archivo para Asaltar los Cielos (1996). Y es una lástima que, en
todo lo leído y oído sobre la película, no se aproveché ni una sola ocasión para mencio-
nar las tareas que realizan las filmotecas, ya sea recuperando y conservando una parte
esencial del patrimonio cultural del siglo XX, ya sea poniéndolo en conocimiento y a dis-
posición de aquellos creadores y espectadores que lo usan y disfrutan.
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Todos los muy, extraña o lógicamente, escasos datos sobre la producción de la pelícu-
la, referidos en este trabajo, han sido tomados de las entrevistas mencionadas y del tra-
bajo introductorio a las mismas de Bernardo Sánchez Salas (Cerdán y Torreiro, 2007:
289-326), así como de algunos recortes de prensa de la época y de las intervenciones de
López Linares y Arantxa Aguirre en el programa de Versión Española antes mencionado.
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Evidentemente, sería esencial saber el papel jugado en las filmaciones de Madronita
por este “fotógrafo ayudante”, al que se refiere parcamente Rioyo (:325). Pero lo único
que se dice en la entrevista es que de él salen casi todos los datos recogidos en la pelícu-
la en torno a la práctica cinematográfica de Madronita. Habrá que esperar a que, tal
como deja caer Rioyo: “algún día me entretendré en contar la intrahistoria de esa pelícu-
la sobre Madronita y familia” (:324).
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Angelet, actor de la compañía Els Joglars). Fallido, porque la esencia del falso
documental es declarar a un tiempo, en alguna esquina, parecer verdad y ser
mentira; y no, tal como hace Linares, jugar a ocultar la realidad bajo una fic-
ción6. Aún aceptando la supuesta idoneidad de tener una voz que guíe un
supuesto caos informe de imágenes pegadas una junto a otra, ¿qué razón expli-
ca escoger, como personaje que encarne esa voz, a un falso e imaginario “archi-
vero enamorado” en vez de al verdadero y real “fotógrafo ayudante” entrevista-
do?
Al final, los vestigios mudos de vida auténtica de una cierta familia —por
más que alejada de la realidad cotidiana del común de los españoles de la
época— se convierten en un, aún si fascinante, chirriante monumento de vida
fantaseada sobre una época. A partir de ahí, de poco vale que el rotulo final
recuerde que “Madronita Andreu filmó todas estas imágenes”. Pues, a la mane-
ra del “basado en hechos reales” de tanto malo folletín, tal frase significa preci-
samente lo contrario de lo que dice: que estos “hechos” o aquellas “imágenes”
han sido sometidas a un proceso de ficcionalización que falsean cualquier ver-
dad que escondiera el material de partida.
Dos razones explican esta incoherencia en el trabajo de montaje sobre el
material de archivo. La primera razón es textual y cultural y tiene que ver con
esa potencia específica de los cuadros de Madronita, una potencia capaz de
prendar no sólo al espectador más precavido sino de arrastrar al director más
predispuesto a una posición ideológica opuesta (opuesta, al menos, en el sen-
tido de no mantener una cierta oscuridad sobre el pasado). Por supuesto —y
aquí se dibuja el objetivo real de este análisis— esa imbatible potencia seduc-
tora nos llevará a discutir la “pureza virginal” que se atribuye al cine familiar. A
pesar de que muchas veces se olvide —por unas supuestas naturalidad y neu-
tralidad intrínsecas al artefacto del cinematógrafo— el cine familiar, en cuanto
artificio fílmico, goza de todos los poderes invisibles del cinematógrafo, aunque
dichos poderes se suelan olvidar ante el prestigio y dominio de las estrategias
—en sí, también poderosas— del cine institucional basado en el fotodrama.
A todo ello volveremos inmediatamente, pero antes debemos mencionar,
dada la quizá excesiva dureza de nuestra crítica a la película, la segunda razón
—de índole social o contextual— del carácter fallido de la película. Sin duda, la
producción de la película estuvo sometida a tensiones internas entre López
Linares y Rioyo —que aquí nos interesan en tanto reflejan su actitud ante el
material de base— como a fuertes, aunque seguramente tácitas e implícitas,
condiciones externas de la familia. Los primeros contactos del equipo, tras
“encontrarse” el “Legado Klein” en la Filmoteca de Catalunya cuando buscaban
material de archivo para Asaltar los Cielos, fueron infructuosos. Max H. Klein,
el marido americano de Madronita, se negó en redondo, pues no le parecía
adecuado —en una exacta coherencia con la lógica del cine aficionado— “rea-
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Imposible examinar, como hubiera querido, el concepto de “falso documental” y, en
realidad, el devenir último del documental. La obra colectiva Documental y Vanguardia
(Torreiro y Cerdán, 2005) es una completa y afinada panorámica sobre dicho territorio.
En ella se incluyen trabajos de Antonio Weinrichter y Jordi Sánchez-Navarro que reco-
gen buena parte de lo que ambos autores llevan años planteando sobre los límites extre-
mos del documental o la ahora llamada “no-ficción”.
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lizar una película con las filmaciones de su mujer” y “hacer público ese material
privado”7. Sólo tras su muerte y en nuevas conversaciones con la familia, se
llega a un acuerdo, y según declara Rioyo, con una sola condición: que no se
usara una bobina en la que aparece Franco en una fiesta familiar, “porque
podía desdibujar las verdaderas relaciones de esas familias con el franquismo”
(:324)8.
No estaría mal saber si esa película de café y polaroid existe, o si llegó algu-
na vez a estar depositada y ser luego retirada del “Legado Klein”. Pero lo intere-
sante —más allá del brillante e irónico análisis que hace Sánchez Salas de una
película invisible o inexistente (:310)— es lo que se dibuja tras el acuerdo, explí-
cito o implícito, con la familia Andreu. Pues tras ese pacto —firmado o no sobre
el papel, está inscrito a fuego en la pantalla— se esconde una operación textual
harto curiosa. Más allá de la doble opción que maneja Sánchez Salas en su
interpretación de la película (:306), la película no es el clásico documental de
montaje que pretendía ser en el origen de su producción —en continuidad evi-
dente con Asaltar los Cielos— ni el moderno filme de metraje encontrado (found
footage film) bajo cuya forma se disimula en su recepción [aunque ahí reside,
quizá, el empeño retórico de “haber encontrado” en los fondos de una
Filmoteca lo que en realidad nunca había estado perdido, antes y después de su
depósito filmotecario]. Dicho de forma concisa y provocativa, un Instante en la
Vida Ajena responde —con una precisión inaudita y sorprendente— al forma-
to exacto del arcaico cine familiar. La película de López Linares sería así en la
gran bobina que Madronita hubiera montado de tener el tiempo, equipo y
genio, para ello9.
Un Instante en la Vida Ajena sería así la paradójica obra maestra desconoci-
da del cine familiar, aquella que nunca será reconocida como tal en el mundo
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Declaraciones de Arantxa Aguirre en el programa de Versión Original (2005), recogidas
por Sánchez Salas (en Cerdán y Torreiro, 2007: 310).
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Bernardo Sánchez Salas, en el artículo introductorio, encuadra —y en realidad corri-
ge— esta “única condición” a partir de un dato que recoge de la versión digital de el
Periódico de Aragón (de 24 de agosto de 2003) en el que la redactora, Cristina Savall,
escribe: “el contrato de cesión de imágenes lo específica bien claro: sólo puede salir lo que
la familia Andreu autorice. Así, un Instante en la Vida Ajena no incluye una escena gra-
bada por la cineasta amateur en la que Max H. Klein, su segundo marido, toma el café con
Francisco Franco en una finca de Tarragona. En la cinta se ve al señor Klein enseñándole
a Franco —que se queda atónito— la fotografía que le acaba de hacer con una cámara
Polaroid”. Sánchez Salas pone entre interrogantes tal información, a la espera de “con-
trastar la exactitud de la noticia” (:310). Pero ¿cuál? ¿la existencia de la película (aludida
posteriormente por Rioyo) o la condición general del contrato (eludida por Rioyo)?
(:324). Para enredar un poco más el asunto, añadiré que —tras un examen minucioso del
catálogo del Legado Klein— dicha bobina no está, en la actualidad, en los fondos depo-
sitados en la Filmoteca de Catalunya.
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Al releer el trabajo de Sánchez Salas, encuentro una interpretación que apunta en esta
misma dirección, aunque no llegue a afirmar —¿por respeto al rango profesional de la
película?— el carácter de cine familiar de la película: “Así, la opción de montaje de un
Instante en la Vida Ajena vendría a culminar el proyecto de la camarógrafa amateur:
compilar (¿salvar?) su vida en una versión abstracta, perpetua, teatral y feliz (sospecho-
samente feliz); en un bucle sin fin dispuesto para la repetición de actos ociosos y endogá-
micos” (…) “El material documental encontrado, el archivo, es aquí el texto dominante, y
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Es evidente que necesitamos ideas claras y distintas para hablar de las cosas.
Y más, cuando las cosas son o parecen ser oscuras y confusas. Así, por ejemplo,
que la práctica del cine documental contemporáneo guste del cruce, la mezcla
—el tan traído y llevado “mestizaje” de la última cultura— no es excusa para
que el discurso sobre dichos objetos se dedique a mestizar los conceptos con
los que habla sin llegar nunca a desenredarlos y afinarlos. Con este parco
comentario explico porque no me siento competente para usar dos términos
desde los que seguramente debería haber leído, desde un principio, la factura
de un Instante en la Vida Ajena. Son, claro está, los términos de “compilación”
y “apropiación” referidos a las viejas y nuevas estrategias del cine documental.
Me gustaría poder decir que se trata de dos conceptos netos, referidos a una
diversa actitud respecto al material que se compila o apropia. Y decir que su
diferencia no radica ni en una mayor o menor objetividad o subjetividad del
que compila o apropia, ni en una mayor o menor factualidad o ficcionalidad
de lo compilado o apropiado, ni, por supuesto, en una mayor o menor clasici-
dad o modernidad de los sujetos y objetos del proceso. Pero, por desgracia, son
estos rasgos lo que componen, más o menos, su conceptualización en la biblio-
grafía al uso… aunque después no puedan terminar de fijarse… por la diversi-
dad y complejidad de los objetos dados a estudio en el devenir histórico y el
acontecer actual10.
al no haber interpuesto —desde la edición— filtro alguno, ni preservada ninguna cáma-
ra de vacío, el inventario, el imaginario de Madronita no sólo no revela las grietas inhe-
rentes al tiempo y a los protagonistas… sino que postula un racord que hubiera sido, posi-
blemente, el desideratum de la autora de las bobinas” (:306-308).
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Dada la importancia de sus trabajos en el tema que nos ocupa y en el panorama a
español, no me resisto a señalar su peligro. Que la realidad sea diversa y compleja y que
la actualidad esté marcada por el mestizaje, no debería permitir —sino todo lo contra-
rio— que el discurso sobre esa realidad se dedique a anotar o mezclar lo ya mestizo.
Puedo aceptar una descripción de la realidad del documental contemporáneo como
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cine, sino que permitiría a otros hacer, de un modo más eficiente y cons-
ciente, el cine que deseen.
A fin de llegar a decir algo sobre ese tema, abandono —por excesivo—
la discusión sobre ese ámbito general del documental. Creo que dicho des-
broce y ajuste puede realizarse y fijarse en el pequeño ámbito en el que nos
movemos aquí, el del “cine aficionado”. No teman, no empezaré de cero. A
fin de cuentas, para algo debe servir que otros escriban antes de uno. Y por
ello, me subiré los hombros de buena parte de lo dicho en las tres jornadas
previas a ésta12.
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En descarga por este abuso, diré que, como siempre y como dijo el otro, procuro subir-
me a hombros de gigantes. Tengo por norma citar sólo trabajos que, a pesar de mis crí-
ticas, considero válidas y estimables.
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derarse películas pero no obras.” (:23). Poco antes, para que no haya duda de
la diferencia y distancia entre ambos, han detallado los “siete pecados capi-
tales” de los que debe huir el cine amateur, pues “resumen sus peligros más
voraces, y entre ellos el primero: el familiar [tras los cuales se encuentran] la
boda, la excursión, la primera comunión, el bautizo, el viaje o el cumplea-
ños” (:21).
No puedo decirlo de manera más breve: hay más arte, o mejor, más cine
—“intención cinematográfica”, “afán creador”— en cada uno de los cuadros
de Madronita que en el montaje completo de López Linares. Esto no niega
los valores artísticos de este último. Pero los mismos no son sean realmen-
te fílmicos sino narrativos y retóricos. En cualquier caso, para valorar así a
Madronita Andreu no es necesario elevarla al altar del cine amateur sino
precisar adecuadamente lo que el cine familiar tiene de cinematográfico. A
estas alturas, no creo que sea necesario remarcar la ejemplar constancia de
Madronita en su completo afán por lo familiar y su absoluto desinterés por
lo amateur. Ella es literalmente culpable, una y mil veces, de cada uno de
los “siete pecados capitales” que plantean Canovas y Bautista14.
Volveremos inmediatamente a ese espacio donde los pecados se con-
vierten en virtudes y donde es posible —y necesario— construir una filoso-
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Al menos en dos ocasiones, los datos históricos aparentemente contradicen esta
tajante autoexclusión que adjudico a Madronita Andreu respecto al mundo amateur. En
la clásica Crónica y Análisis del Cine Amateur Español (Madrid, Rialp, 1965), compendio
del máximo conocedor del mundo amateur en la época, José Torrella, se citan dos
“obras” de Madronita tal como sigue: “M. Andreu de Klein (Barcelona). 1947. los Cerezos
de Washington. Color. [Medalla de] Cobre [en el Concurso Nacional del Centro
Excursionista de Cataluña]. Manolete. 1949. Mención. Interesante documento para el
estudio humano del famoso torero, dados unos primerísimos planos en tele que revelan la
dramática tortura del diestro en momentos desafortunados de su arte” (Torrella, 1965:
142). Pero, precisamente, esas escasas dos referencias —que no rechazo pudieran
ampliarse con un trabajo de campo más actualizado— deben encuadrarse en lo que
Torrella dice sobre el “capítulo de esporádicos” en el que ambas obras están incluidas
(junto a las de otra decena de autores): “al margen del valor intrínseco de sus films res-
pectivos, se reúnen aquí, como cierre de esta época, unos cuantos nombres de aparición
esporádica que no llegan a ofrecer elementos suficientes para perfilar una personalidad”.
Preciosa y retórica forma de apuntar que, al menos en el caso que nos ocupa, el exper-
to Torrella no conocía personalmente a Madronita: ni siquiera puede aportar su nombre
de pila. Añado, además, que estas obras no se conservan como tales títulos en el Legado
Klein. De la primera, los Cerezos de Washington, ni siquiera he podido encontrar, a tra-
vés de las descripciones del catálogo, de que latas y rollos podría haber salido. De la
segunda, Manolete, seguramente coincida, en su mayor parte, con el segundo de los
títulos que se conservan sobre el torero, tanto por la homogeneidad de las descripcio-
nes (de Torrella y el catálogo) como por su coincidencia con las imágenes utilizadas en
el filme de López Linares (especialmente, en el uso del teleobjetivo). De pasada, hago
constar que tanto el catálogo como el filme dan una fecha equivocada para la filmación,
1948, dado que Manolete murió el 29 de agosto de 1947. En cualquier caso, parece coin-
cidir poco con la psicología del cineasta amateur no haber conservado las obras premia-
das con sus títulos exactos (y alguna, mínima, mención en la etiquetas de las latas). Los
materiales que se conservan en la Filmoteca sobre Manolete se denominan: Toros,
Arruza. Toros, Manolete con Juanito Belmonte (registro: 06715.P/01) y “Manolete, su
penúltima corrida en Barcelona pocos días antes de su muerte” (registro: 11815.P/01).
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fía del cine familiar que lo saque de su doble denigración. Por un lado, ser un
fondo en el que emerge el verdadero cine amateur. Por otro, ser un fondo en
el que se reduce a ser sólo un objeto de interés social para sociólogos, en
tanto representación de un imaginario (individual, familiar) tantas veces
escondido. Antes de volver ahí, debemos sin embargo formular la segunda
conclusión sacada de la cuarteta planteada por Romaguera.
De manera casi telegráfica, el término de “cine profesional” y cualquiera
de sus variantes (cine comercial, industrial) o negaciones debería eliminarse
del vocabulario de los estudios del cine aficionado. La razón es, a mi enten-
der, bastante obvia. En el ámbito del cine aficionado, el término cine profesio-
nal siempre remite de forma tácita, a eso que al principio llamábamos el
cine/cine: el cruce entre el relato visual y la película comercial. Pero aceptar
ese sobreentendido es viciar toda posible reflexión. Hay un cine familiar
hecho por aficionados y hay un cine familiar hecho por profesionales. Ambos
coinciden en las bodas y bautizos. Podríamos seguir con esa dupla aficiona-
do/profesional en el listados de “cines” antes mencionado, hasta llegar al
cine/cine. Podemos afinar lo que significa profesional (por ejemplo, tener
estudios o estar sindicado). Pero creo que por aquí no se llega a ningún lado.
Así que vayamos a otro lugar. Por ejemplo, al principio, donde paradójica-
mente encontramos dos orígenes.
Una y otra vez se repite —aunque podemos tomar el texto ya citado del
propio Romaguera como modelo— que el cine nació amateur, con los
Lumiére —e incluso, en sentido estricto, familiar—: “Según como, nosotros
somos el inicio del cine” (en Ruiz Rojo, 2002: 201-210). Ahora bien, también
suele afirmarse, una y otra vez, que el cine amateur —y aquí el modelo pue-
den ser los párrafos ya citados de Canovas y Bautista— sólo nace como resto
o reflejo del cine profesional (en Ruiz Rojo, 2004: 19-26).
Sólo Letamendi y Seguin, en su aportación a las primeras jornadas,
“Reflexiones sobre el Cine Amateur y los Orígenes de la Cinematografía” (en
Ruiz Rojo, 2002: 189-200), se atreven a discutir tal doble mito fundacional.
Pero en realidad su objetivo es otro y, por desgracia, quedará empantanado
por el mantenimiento final del comodín de “cine profesional”. Empiezan cri-
ticando, con toda razón, el habitual uso despectivo de la etiqueta de “ama-
teur” o “amateurismo” para referirse a la mayor parte del cine español de los
orígenes —y podríamos añadir, y de las primeras décadas—15. Tal uso resulta
del todo improcedente, según los autores, pues impide marcar la diferencia
real que ya en esos años existe entre usos y aparatos “profesionales” y “aficio-
nados”. Así, en contra de la adscripción del cine aficionado a los tiempos en
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El mejor ejemplo de este uso y abuso se encuentra en las mismas actas, en el trabajo
de Antonia del Rey Reguillo, ilustrativamente titulado “el Amateurismo como Pauta de
Comportamiento en el cine Español de los Años 20” (en Ruiz Rojo, 2002: 79-87). Lo curio-
so es que dicho encuadre teórico, en el que insiste una y otra vez a lo largo del texto —y
que no deja de ser un latiguillo heredado de mucha historiografía anterior— solo ocul-
ta la calidad y la oportunidad de los correctos y concretos análisis que hace la autora y
por los cuales se puede deducir que buena parte del cine español, “profesional”, de esos
años no es que parezca o sea “amateur”; es que simplemente es “malo” según los reglas
y rutinas libremente elegidas: las del relato visual y la película comercial.
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los que se funda la UNICA (Unión Internacional del Cine Amateur, entre 1931
y 1937), los autores se dedican a cartografiar —como siempre, minuciosa y
exhaustivamente— todas las escondidas referencias que en los primeros
años del siglo, hacen referencia a un completo y acabado cine aficionado,
diferenciando incluso entre lo amateur y lo familiar. Hasta aquí, ni una pega.
El problema surge cuando entre medias se les ha colado la afirmación de que
películas Lumière tales como “Desayuno de un Bebe” comienzan siendo
familiares, pasan a ser aficionadas y terminan siendo profesionales (:192-
193)16.
¿Dónde esta el origen de esta confusión? Por supuesto, se puede aceptar
que por más que definamos conceptos claros y distintos —tales como lo son
lo familiar y lo amateur, incluso lo aficionado— la práctica histórica de los
mismos acabará mezclada. Pero eso no significa que los conceptos se con-
fundan, sino que determinados obras o autores, en determinadas épocas,
pueden saltar de uno a otro concepto y ámbito, incluso a partir de la misma
lata de película: el “Manolete” de Madronita conservado en el hogar, el envia-
do al concurso y el incorporado a la película de Linares17. En cierto modo, por
más que se deslinden los conceptos de lo familiar y lo amateur como catego-
rías autónomas dentro de lo aficionado, el problema real es que al final que-
dan atrapadas en su enfrentamiento a esa categoría perversa de lo profesio-
nal. Una redescripción del origen del cinematógrafo puede ayudarnos a
situar la única vía de escape a esta invencible linearización de lo familiar-
amateur-profesional y de sus valores canónicos (respectivamente, el disfrute,
la fama, el lucro).
La invención del cinematógrafo por parte de los Lumière no es fruto del
genio, el sueño o el azar. Es, como no podría ser de otro modo, el producto de
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Letamendi y Seguin comparan el cine con la fotografía para examinar el valor de los
conceptos manejados (:192) pero no se percatan de la tremenda diferencia (histórica e
historiográfica) entre ambos medios. Por un lado, a finales del siglo XIX se definen diver-
sos ámbitos fotográficos (artístico, periodístico, científico doméstico…). A pesar de sus
diferentes prestigios, todos ellos son históricamente homólogos (y por eso, en contra de
lo que ocurre en cine, las modernas “historias de la fotografía” suelen ser historias de
todos ellos). Por otro lado, los propios conceptos manejados no son comparables en
ambos medios. El largo debate entre lo aficionado y lo profesional en la fotografía —que
habría que retrotraer hasta su origen en la pintura en el siglo XVIII— es, en realidad, un
ataque despiadado de los “profesionales” a los “aficionados” en un mismo campo de
batalla. Precisamente, el de la fotografía de los eventos familiares. Los “verdaderos afi-
cionados” —es decir, los amateurs dedicados al bello arte de la fotografía— en realidad
están ausentes de esta lucha económica o, cuando deciden participar, se alían con los
fotógrafos de estudio y no con los consumidores de cámaras domésticas.
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Dejamos para otro momento pensar que le ocurre al “Manolete” en el archivo, pues
ello depende, para empezar, de las modalidades de su entrada, ya como depósito o
donación. Así, es evidente que el proceso de producción de la película un Instante en la
Vida Ajena hubiera sido otro muy distinto si el equipo hubiera realmente encontrado el
material, por ejemplo, en un contenedor de basura (algo más habitual de lo que algunos
pueden pensar). No se trata sólo de la “libertad” con la que lo hubieran podido manipu-
lar sino también de la “ignorancia” esencial —la basura descontextualiza una barbari-
dad— sobre el contenido (el quién, por qué, cómo…) de aquello que estarían casi obli-
gados a manipular.
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Cómo casi siempre, tengo que cerrar la exposición cuando llego al punto
en el que, en un principio, quería comenzar. Tenía muy claro, desde un
principio, que mi interés se cifraba en la fuerza de atracción de los trozos y
vestigios que componen y conservan los cuadros de Madronita en —casi
parece que a su pesar— la película de López Linares. Pero, para poder lle-
gar a ellos, he tenido que encararme a un doble discurso, ya sobre el cine
documental contemporáneo (y sus devaneos por la integración, la compi-
lación o la apropiación), ya sobre el cine aficionado (y sus titubeos a la hora
de reconocer el doble estatuto autónomo de lo familiar y amateur como
entidades aficionadas al margen de lo institucional). Así, del mismo modo,
la dureza del análisis de un Instante en la Vida Ajena poco tiene que ver con
lo que se pueden considerar sus justos valores cinematográficos —aquellos
que juzga la institución y que le hacen merecedor de un estimable prestigio
y éxito público, crítico y académico— y sí, mucho, con que el objeto real de
análisis —aquel que a mi me mueve— es aquello que la película institucio-
nal esconde: los retazos de una biofilmografía del llamado cine familiar.
Sin embargo, creo que estos rodeos me permitirán en los próximos y
breves párrafos situar sucintamente lo que podríamos llamar la conclusión
fuerte de este trabajo: la necesidad de considerar la elaboración de una
auténtica filosofía del cine familiar en lo que dicho cine es, y no en su rela-
ción a metas que no le corresponden (el cine amateur brillantemente des-
crito en tantos trabajos de estas jornadas) ni a pozos en los que parece con-
denado a hundirse (ese anatema del “video doméstico”, electrónico o digi-
tal, que aparece también en tantos trabajos de estas jornadas). Aceptemos,
pues, que un Instante en la Vida Ajena de José Luis López Linares resulta
estimable. A fin de cuentas, nos deja ver —en su doble sentido, material y
espiritual— aquello de lo que en realidad queríamos hablar —los cuadros
de Madronita Andreu— y saltemos, por fin, a su análisis.
El problema central al tomar el cine familiar como objeto textual de aná-
lisis —o, si quiere, como obra artística y práctica estética— es, precisamen-
te, el último y más profundo de los dogmas sobre el cine amateur. El cine
aficionado no sería solo, “según como”, el origen del cine sino su raíz, el
alma “pura” y “virginal” de la máquina del cinematógrafo, lejos tanto de las
contaminaciones del cine institucional (ficcional y comercial), demasiado
despegado del mundo, como de las degradaciones del cine familiar, dema-
siado pegado al mundo. Es ahí donde el mito fundacional impide toda
reflexión: las vistas de los Lumière no sólo son las primeras películas sino las
obras primigenias, aquellas que en su simplicidad y mecanicidad conten-
drían el valor máximo del cine, valor que, claro, sólo los cines amateur y/o
experimental son capaces de reeditar. Y sin embargo, basta comparar las
primeras vistas de los Lumière con las de los otros hermanos desterrados de
la historia del cine (los Skladanovsky y su Bioskop, en el Wintergaten de
Berlin desde el 1 de noviembre de 1895) para darse cuenta de que la elec-
ción de los Lumière no obedece a criterios de invención tecnológica sino
semiológica. Ellos son los inventores del “arte fílmico”, si es que una afirma-
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ción así vale para algo. Ellos son, un poco más adecuada pero provocativa-
mente, los creadores del llamado, “lenguaje fílmico”, del código genético
sobre el que se podrá fundar cualquier “estilo”, incluso, el “gran estilo” del
cine clásico que se convertirá en dominante y hegemónico a la vuelta de un
cuarto de siglo.
¿Cómo romper este círculo vicioso en el que los Lumière representan, a
la vez, lo más sencillo y lo más complejo, el simple registro maquinal del
cinematógrafo y la complicada esencia espiritual del cine? Me temo que
responder a esta pregunta llevaría demasiado tiempo. O si, quieren, dema-
siado poco. Escojamos el principio de la película, tras los créditos de las
entidades de producción, allí donde el director ha situado las únicas bobi-
nas radicalmente extrañas al conjunto de su relato, pues empieza por aque-
llo que, normativamente, debe queda fuera: los descartes de un rodaje.
¿Qué vemos? Saliendo de negro, bajo el soniquete renqueante de un pro-
yector y detrás de los textos sobreimpresionados que sitúan lo que vamos a
ver (que si es la hija del Doctor Andreu, el de las pastillas, que si no sé qué
de “una puerta a un mundo excepcional ya desaparecido”), lo que contem-
plamos es, literalmente, un fracaso, una toma fallida: una imagen, en color,
desenfocada y desencuadrada de un trozo de habitación; la pared tras un
sofá, una mesa con flores, los cortinajes de una ventana medio adivinada.
Del espacio tras cámara surge una anciana, bien vestida, extrañamente ágil,
que corre, tras poner en marcha la cámara, a colocarse en el centro del ima-
gen. Pero, antes de llegar, insatisfecha, gira uno de los floreros. El aconteci-
miento se repite una y otra vez, hasta seis veces, con mínimas variaciones,
tanto en el reencuadre de la cámara como en la componenda de la escena.
Finalmente, por fundido, se pasa a otra escena, exterior, en blanco y negro,
algo torpe en su encuadre y enfoque: la “película más antigua que se con-
serva”20.
Vuelvo otra vez a la última pregunta ¿qué hemos visto? En primer lugar
y para que quede claro, una toma imposible, por más veces que la repitie-
ra: difícil sacar un buen encuadre desde esa posición de cámara (aunque en
alguna de las tomas está a punto de conseguirlo); difícil que la iluminación
hábil en la escena llegará a pasar de la subexposición (aunque su combina-
ción con el desenfoque, también, le hace a uno esperar que lo consiga).
Ahora bien, precisamente el carácter fallido de esta toma, en la que una y
otra vez insiste Madronita, nos recuerda que la mayor parte de sus filmacio-
nes gozan de la condición contraria. Son imágenes perfectas, en un sentido
estrictamente estético.
¿Qué significa todo esto? Algo que, de tan simple, sorprende. Toda ima-
gen fílmica —de la más barata y cotidiana rodada con un S/8 a la más cara
20
Aunque sólo fuera por la elección de esta bobina para comenzar, López Linares mere-
ce un reconocimiento. Pero, precisamente, que éste momento sea el único que escapa a
la ley de la integración de la imagen bajo la palabra del relato, hace que el efecto destruc-
tivo de su estrategia discursiva, en el resto de la película, se haga más evidente. Algo por
otro lado muy típico en el cine institucional, incluso en aquel más radicalmente comer-
cial: la secuencia de créditos suele ser el punto máximo de trabajo experimental y escri-
tura fílmica de muchas películas.
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Bibliografía citada
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