5 Katchadjian-El Aleph Engordado

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 36

El Aleph engordado

Pablo Katchadjian

- Ediciones CEC -
Buenos Aires, Argentina. 2012.
www.elcec.com.ar
O God! I could be bounded in a nutshell, and count
myself a King of infinite space, were it not that I
have bad dreams.

Hamlet, II, 2

But they will teach us that Eternity is the Standing


still of the Present Time, a Nunc-stans (as the
Schools call it); which neither they, nor any else
understand, no more than they would a Hic-stans
for an Infinite greatness of Place.

Leviathan, IV, 46

La candente y húmeda mañana de febrero en que Beatriz


Viterbo finalmente murió, después de una imperiosa y
extensa agonía que no se rebajó un solo instante ni al
sentimentalismo ni al miedo ni tampoco al abandono y la
indiferencia, noté que las horribles carteleras de fierro y
plástico de la Plaza Constitución, junto a la boca del
subterráneo, habían renovado no sé qué aviso de
cigarrillos rubios mentolados; o sí, sé o supe cuáles, pero
recuerdo haberme esforzado por despreciar el sonido
irritante de la marca; el hecho me dolió, pues comprendí
que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella,
Beatriz, y que ese cambio era el primero de una serie
infinita de cambios que acabarían por destruirme también
a mí. Tenía ya, un poco debido al calor y otro poco a mi
nerviosismo, el cuello de la camisa completamente
húmedo; me saqué la corbata y, como ofreciéndole el gesto
al fantasma de Beatriz, la tiré a la basura; inmediatamente
me arrepentí y estuve a punto de meter la mano en el cesto
para rescatarla. “Cambiará el universo infinito pero yo no”,
pensé con melancólica vanidad autoindulgente, una
vanidad autoindulgente que también me generaba una
vergüenza doble cuando la descubría responsable de actos
como el que acababa de realizar. Alguna vez, lo sé, mi vana
devoción la había exasperado a Beatriz hasta el punto del
vituperio; muerta, yo podía consagrarme a su memoria,
sin esperanza pero también sin humillación. Los insultos y
burlas que tanto me habían dolido desaparecían con ella;
justamente, la corbata preferida de Beatriz era ahora el
símbolo del comienzo de su segunda muerte. La
interpretación me animó, aunque sólo se trataba de un
paliativo para no sufrir la pérdida de una corbata tan fina.
Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese
día la casa de la calle Garay para saludar a su padre sedado
y ausente y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano,
era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De
nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita
verde con paredes forradas de seda rosa, de nuevo
estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos.
Beatriz Viterbo, de perfil, en colores, cansada; Beatriz, con
antifaz, en los carnavales de 1921; Beatriz en los carnavales
de 1922 disfrazada de sirena, rodeada de hombres; la
primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda
con Roberto de Alessandri, ya arrepentida aunque alegre;
Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del
Club Hípico, rodeada de hombres y caballos; Beatriz, en
líneas duras, dibujada por Dela-Hanty en 1925; Beatriz, en
Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino
(Daneri); Beatriz, desnudada por un pintor cubista;
Beatriz, con uno de sus supuestos novios; Beatriz, con el
pekinés negro que le regaló Tití Villegas Haedo Rawson;
Beatriz con fondo futurista, aún joven, con un libro
brillante entre las manos; Beatriz, de frente y de tres
cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría
obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con
módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas,
finalmente, aprendí a cortar a escondidas para no
comprobar, meses después, que estaban intactos. Un día,
incluso, aburrido y con buena voluntad, llegué a cortar las
páginas de algunos libros que no habían sido regalo mío.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé
pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a
las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco o veintiséis
minutos; cada año aparecía un poco más temprano y me
quedaba más tiempo; en 1933, una lluvia torrencial me
favoreció: tuvieron que invitarme a comer y ofrecerme una
cama para pasar la noche. La cama estaba sucia, pero yo
dormí contento. No desperdicié, como es natural, ese buen
precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un
alfajor santafecino y un vino patero; con toda naturalidad
me quedé a comer y luego, con la excusa de que mi casa
estaba siendo pintada, me quedé a dormir. Así, en
aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las
graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri, que
invariablemente aparecía en mi habitación a las cinco y
cinco de la mañana y me preguntaba varias veces, con
volumen creciente, si dormía; luego me tocaba escucharlo
semiconsciente por una hora hasta que me levantaba, me
vestía y desayunábamos juntos. A la cuarta vez descubrí
que había quedado prisionero de un ritual anual que me
disgustaba; el disgusto, de a poco, fue pasando del ritual a
Carlos Argentino; sólo pude volver a disfrutar del ritual
cuando Carlos Argentino se convirtió para mí en alguien
ya del todo insoportable y, por lo tanto, irremediable y
especial.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada como
una torre italiana; había en su andar (si el oxímoron es
tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de
éxtasis racional, una decisión involuntaria; Carlos
Argentino es rosado, considerablemente rosado, canoso,
de rasgos finos y afilados. Ejerce no sé qué cargo
subalterno en una biblioteca ilegible, húmeda y
desordenada de los arrabales del Sur; es autoritario y
lúcido, pero también es ineficaz y necio; aprovechaba,
hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir
de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana
y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él; cuando
habla mueve las manos como si quisiese hacer circular el
aire viciado; cuando se enoja se pone colorado y sus
rasgos, podría decirse, engordan; curiosamente, esos
rasgos engordados resultan mucho más atractivos que los
finos y filosos originales. Medité mucho sobre esto sin
llegar a conclusiones firmes hasta que, medio en broma, o
al menos sonriendo, hojeé en mi biblioteca la primera y
probablemente única edición (París, 1663) de la obra de
Peruchio dedicada entre otras cosas a la fisiognomía y
llegué, por azar, al dibujo correspondiente al tipo del
“extravagante”, que si bien no se parecía en nada a Daneri
en estado de reposo sí resultaba sorprendentemente
similar al Daneri engordado.
¿Qué más se puede decir de él? Su actividad mental es
continua, apasionada, versátil y del todo insignificante; es
capaz de resumir en pocas palabras los libros más
complejos de un modo que uno llega a preguntarse si
realmente fueron alguna vez complejos. A causa de este
perverso ejercicio suyo me vi obligado a releer libros que
había olvidado para descubrir que, paradójicamente, la
complejidad seguía ahí a la vez que el resumen de Carlos
Argentino era preciso. Sobre esto no medité; lo atribuí al
misterio. Siempre, por lo demás, abunda en inservibles
analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)
grandes y afiladas manos hermosas de pianista vienés.
Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort,
menos por sus baladas que por la idea de una gloria
intachable; o quizá por ambas cosas: por la gloria
intachable de sus baladas. “Es el Príncipe de los poetas
príncipes de Francia”, repetía con fatuidad. “En vano te
revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más
inficionada de tus saetas: todas sus comas son perfectas.”
Cuando hablaba de esta forma afectada la ese italiana se
transformaba en un ceceo que anulaba la afectación, como
si él mismo tratara de burlarse de su tono. Era, a pesar de
todo, una estrategia inteligente, aunque tenía
consecuencias. Un día, antes de despedirme hasta el año
siguiente, maliciosamente se lo hice notar; se retiró sin
saludarme. Al año siguiente parecía haber olvidado el
asunto; no me sentí responsable por la agudización del
ceceo.
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor y al
vino patero una botella de coñac del país de Paul Fort.
Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y
emprendió, al cabo de unas copas, una desbordada
vindicación del hombre moderno.
—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable
aunque predecible— en su gabinete de estudio, como si
dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, como la de
Montaigne, quizá, pero cuadrada, provisto de teléfonos, de
telégrafos, de fonógrafos, de banderines, de aparatos de
radiotelefonía, de bolígrafos, de cinematógrafos, de
linternas mágicas, de luces amarillas, de glosarios, de
horarios, de prontuarios, de posters coloridos, de
boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar
era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula
de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora,
convergían sobre el moderno Mahoma hasta aplastarlo. Lo
gratuito e inadvertido de su herejía me hizo sonreír. Pero
tan ineptas me parecieron, de todos modos, esas ideas, tan
pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné
inmediatamente con la peor literatura de la época; con
demasiada pedantería, le dije que por qué no las escribía y
publicaba un librito. Previsiblemente molesto, respondió
ceceando y con los rasgos un poco engordados que ya lo
había hecho, que esos conceptos, y otros no menos
novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal
o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que
trabajaba desde hacía veinte años, sin réclame, sin
bullanga ensordecedora y barata, siempre apoyado en esos
dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad, y que su
extensión le impedía pensar en un librito: ya tenía más de
mil páginas. Luego, satisfecho con la confesión aunque
nervioso, me reveló su método como si de un secreto se
tratara: primero abría las compuertas a la imaginación;
luego hacía uso de la lima; finalmente, soplaba. El gran
poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción
del planeta en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca
digresión, el lujo lingüístico y el gallardo apóstrofe.
Entusiasmado, ceceando y ya notablemente engordado,
agregó que tampoco faltaba la literatura. La palabra
quedó resonando alrededor nuestro; yo quedé confundido.
¿Qué quería darme a entender? ¿Se trataba de un ataque
personal? Su nariz había tomado la forma de dos
bombones pegados y semiderretidos; los párpados se
habían hinchado, como los de esos peces del jardín
japonés, hasta cubrir por completo los globos oculares. No
podía verme, y eso lo alentó para estirar las manos,
también gordas y blandas, y tocarme la cara. Me corrí,
asqueado. Oí sonidos que salían de sus labios inflamados.
“¿Qué, Carlos? No te entiendo”, le dije, liviano y todavía
sobrador. Pero inmediatamente sentí vergüenza y culpa
por su estado. ¿Por qué había dicho eso del librito?
En un intento por deshincharlo, le rogué que me leyera un
pasaje, aunque fuera breve, brevísimo, de la gran obra. Le
expliqué que su descripción me había entusiasmado y que
no me iría sin oír más no fuera dos versos cortos. Luego de
mentir así sentí que enrojecía de vergüenza;
paralelamente, Carlos Argentino empezaba a
deshincharse. Con manos todavía gomosas abrió un cajón
del escritorio y sacó un alto legajo de hojas gruesas de
block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan
Crisóstomo Lafinur que se le cayeron y desparramaron por
el suelo; me agaché para levantarlas y, ya en el piso,
descubrí mi torpeza: él las había dejado caer a propósito.
Cuando me paré y se las alcancé, vi que el placer de la
venganza lo había deshinchado del todo; ya era el mismo
de siempre, fino y filoso. Me miró con arrogancia y leyó
con sonora satisfacción:

He visto, como el griego, las urbes de los hombres


divertidos,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre y el lamido;
no corrijo los hechos, no falseo los nombres, escribo,
pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre,
amigo.

—Estrofa a todas luces interesante —dictaminó el pedante


—. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del
académico, del helenista, del tratadista, cuando no de los
eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión
pública que por esta vez recibe mis caricias con la
adjetivación del final; el segundo pasa de Homero a
Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del
flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin
remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la
Escritura, la enumeración, congerie, lista o conglobación;
el tercero —¿barroquismo, decadentismo, vanguardismo;
culto depurado y fanático de la forma o del contenido?—
consta de dos hemistiquios más o menos gemelos
alterados por la autorreferencia final, pura metaliteratura;
el cuarto, francamente bilingüe, mediante la frase
engarzada me asegura el apoyo incondicional de todo
espíritu amigo sensible a los desenfadados y bajos envites
de la facecia, ¿se entiende?, del chiste. Nada diré de la
rima rara y delicada ni de la ilustración que me permite,
¡sin pedantismo ni grosería!, acumular en cuatro versos
tres… no, cuatro alusiones eruditas que abarcan treinta
siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la
segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela
inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del
saboyano y la cuarta a un gran poeta del país amazónico...
Comprendo una vez más que el arte moderno exige el
bálsamo de la risa, el scherzo liberador, por más que no
nos guste. ¡Mirandolina! ¡Forlipopoli! ¡Decididamente,
tiene la palabra Goldoni!
Mientras en mi cabeza resonaba desagradablemente el nos
de su “no nos guste”, Carlos Argentino me leyó y releyó
otras muchas estrofas que también obtuvieron su
aprobación y su comentario profuso y desbordado. Nada
realmente memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué
mucho peores que la anterior. Que todavía las recuerde no
me hace dudar de lo olvidable de los versos; más bien me
obliga a reflexionar sobre la capacidad de selección de mi
memoria. En su escritura habían colaborado la aplicación,
la resignación y el azar; luego, el azar, la resignación y la
aplicación; siempre doble y espejado, en ese orden. Las
virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores, sin duda,
aunque esto permitía elaborar y sospechar toda una teoría
de la inspiración. ¿O era que la crítica sólo tenía lugar
cuando la literatura se retiraba? Misterio… Comprendí, de
todos modos, que el trabajo del poeta no estaba en la
poesía; estaba en la invención de razones para que la
poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo
modificaba la obra para él, pero no para los otros.
¿Aunque no ocurría a veces eso también? ¿No era posible
pensar en poetas que se tomaban ese trabajo y tenían éxito
en modificar la obra para los demás? Porque si no, ¿creía
yo en la inspiración, así, sencillamente, y en la objetividad
del trabajo del crítico? Estaba, además, la forma del
recitado. La dicción oral de Daneri era extravagante y por
momentos ceceante; su torpeza métrica le vedó, salvo
contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema. 1
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los
casi quince mil dodecasílabos del Polyolbion o quizá Poly-
Olbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton
registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la
minería, la historia militar y monástica de Inglaterra
basándose, sobre todo, en la Britannia, de William
Camden. La primera parte se publicó en 1612 y la segunda
junto con la primera en la edición completa de 1622; esa
edición, que es la que pude consultar esa única vez en casa
de H., un coleccionista, incluye una ilustración que cada
tanto vuelvo a ver en sueños. Es la correspondiente a los
ignotos condados de Glamorganshire y Monmouthshire,
que si bien resulta similar a otras del mismo libro y de
otros libros de la época, tiene algo que inexplicablemente
me perturba y me produce una alegría oscura. En todo
1
Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas:

Aqueste da al poema belicosa armadura blanda


De erudición; estotro le da pompas y galas, guirlandas.
Ambos baten en vano las ridículas alas y mandan...
¡Olvidaron, cuitados, el factor HERMOSURA EXTRAÑA!

Sólo la duda sobre la cacofónica rima final y el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y
poderosos lo disuadieron (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
caso, estoy seguro de que el Poly-Olbion, ese producto
considerable pero sabiamente limitado a lo que se
proponía —en palabras del propio Drayton: “a
chorographicall description of this renowned Isle of Great
Britaine”—, es muchísimo menos tedioso que la vasta
empresa congénere de Carlos Argentino. Éste, más
ambicioso e ingenuo, se proponía versificar toda la
redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas
hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro
del curso del Ob, un espacio oculto e irregular dentro de
un ladrillo hueco de una de las paredes de su casa, un
gasómetro al norte de Veracruz, las columnas de un
templo pagano de Armenia, las principales casas de
comercio de la parroquia de la Concepción, algunos
grabados pornográficos hechos por presos de la Isla del
Diablo, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la
calle Once de Setiembre, en Belgrano, el interior y exterior
de una casa de masajes de Ámsterdam y un
establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado
acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de
la zona australiana de su poema; esos largos e informes
octodecasílabos con apariencia de alejandrinos estirados
carecían de la relativa agitación del alarmante prefacio.
Copio una estrofa que recuerdo:

Sepan. A manderecha del poste rutinario que me gusta


(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste de cemento)
Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste muy
incierto—
que da al corral de ovejas catadura de osario y vida
injusta.

—¡Dos audacias —gritó con exultación— rescatadas, te


oigo mascullar, por el éxito! ¡Más de dos! Lo admito, lo
admito, son muchas. Una, el epíteto rutinario, que
certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio
inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni
las Geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se
atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, en el
mismo verso, la confesión del poeta de que esa rutina le
gusta, de tal forma que el rechazo en una primera
instancia de lo bucólico se convierte así en una aceptación
plena pero subjetiva y, por lo tanto, definitivamente
moderna y hasta masoquista. Una tercera, que me hincha
de orgullo, la inclusión sorpresiva, totalmente novedosa la
mires por donde la mires, del cemento en un paisaje
campestre. Una cuarta: el enérgico prosaísmo se aburre
una osamenta, que el melindroso amanerado querrá
excomulgar con horror pero que apreciará más que su vida
el crítico de gusto viril y argentino. Todo el verso, por lo
demás, es de muy subidos quilates. El segundo
hemistiquio, si puedo llamarlo así, entabla animadísima
charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le
pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante,
para luego al final (incierto) dudar del dato dado: aquí el
masoquista se vuelve sádico. ¿Y qué me dices de ese
hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo
sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del
paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían
demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se
vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más
íntimo el alma de incurable y negra melancolía. Eso no me
impide, de todos modos, incurrir en la denuncia
existencialista de la opresión por medio del paralelismo
entre la falta de libertad en un corral y la insatisfacción de
los hombres con sus vidas: injusticia y muerte, eso es el
último verso.
Hacia la medianoche, agotado, me despedí hasta el 30 de
abril siguiente.
Pero no fue así. Dos domingos después, estaba jugando
con las variantes del famoso soneto combinatorio de
Quirinus Kuhlmann cuando Daneri me llamó por teléfono,
entiendo que por primera vez en la vida. Me desagradó un
poco al atender escuchar su voz filosa: en mi imaginación,
esos aparatos habían sido diseñados para el coqueteo entre
hombres y mujeres. Para empeorar mi sensación, Daneri
me propuso que nos reuniéramos a las cuatro “para tomar
juntos la leche”, y luego de un silencio que adjudiqué a su
sadismo agregó: “en el contiguo salón-bar que el
progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de
mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería
que te importará conocer”. No, no me importaba, pero sin
saber por qué acepté rápidamente, con más resignación
que entusiasmo pero también, supongo, como un modo de
tomar alguna iniciativa en ese encuentro. Noté enseguida,
sin embargo, que mi velocidad de respuesta había sido
prevista por Daneri.
Llegué muy agitado al salón, con ímpetu estudiado,
necesitado de restablecer mi figura vagamente dominante
en la relación. Nos fue difícil encontrar mesa; el “salón-bar
progresista”, inexorablemente moderno, era apenas un
poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas
vecinas, el excitado público mencionaba las sumas
invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri.
Quinientos, seiscientos, setecientos... “Hablan de miles”,
me aclaró Carlos Argentino guiñándome el ojo. Luego
fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación
de la luz (que, sin duda, ya conocía de memoria) y me dijo
con cierta severidad, inadecuada a la situación y al
comentario:
—Mal de tu grado habrás de reconocer, Borges, que este
local se parangona con los más encopetados de tu querido
Flores.
Le respondí que sí poniendo cara de que no. ¿Mi querido
Flores? Agregué después que si se parangonaba era sólo
porque no era más que una imitación, y los primeros a la
vez una imitación de otros lujosos locales europeos: si éste
y los de Flores se parecían, no podía decirse lo mismo de
los de Flores y los de Europa. Me miró ofendido, y estaba
por retrucar cuando vimos que una mesa se desocupaba.
Corrimos desesperados a sentarnos, pero antes de llegar
notamos lo desagradable de nuestra conducta, por lo que
bajamos un poco la velocidad y permitimos, con frases y
gestos corteses, que una pareja de ancianos falsamente
elegantes se sentara. Nos miramos, Daneri y yo, primero
dudosos y luego contentos. El intercambio de sonrisas se
interrumpió antes de volverse incómodo cuando
descubrimos una mesa que se estaba desocupando casi en
la otra punta del salón. Esta vez no corrimos, aunque
caminamos lo más rápido que se puede caminar sin correr.
Estábamos a dos metros de la mesa cuando vimos a dos
hombres acercándose desde el otro lado. No dudé en dar
un salto para alcanzarla; ante las caras de sorpresa de los
dos hombres, nos sentamos. Daneri me dijo que no me
creía capaz de actos de ese tipo. Agregó, luego, que a su
parecer el arrojo que antes se exigía a los hombres en las
guerras y los duelos se exhibía ahora en situaciones
cotidianas. “Y no deberíamos quejarnos ni sufrir por eso”,
insistió. Miré hacia afuera del local y vi a los dos hombres
parados. Daneri tenía razón: con la cabeza baja, parecían
soldados vencidos dándose ánimos mutuamente. Volvió a
hablar: “Se necesita valor, es indiscutible, incluso para no
temerle al ridículo”. Había vuelto el sádico, y no me
asombró por lo tanto lo que vino después: me releyó, sin
preguntarme si deseaba escucharlo, cuatro o cinco páginas
del poema. Las había corregido según un depravado
principio de ostentación verbal: donde antes escribió
azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta
azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en
la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería
lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Celeste le
parecía poca cosa; no así cielino. Rojo era invariablemente
carmesí, bermellón o granate, lo que no estaba mal, pero
¿qué se podía pensar del cambio de conversión por
convertimiento o convertición? ¿Y de amigo por
contertulio? ¿Y de llamada por llamamiento, agua por
fluido, libro por vademécum? ¿Lugar por sitio? ¿Barco
por embarcación? ¿Auto por vehículo? ¿Casa por hogar?
¿Frialdad por gelidez? ¿Cara por rostro? ¿Lámpara por
luz? A pesar de todo, su objetivo, me dijo, era sonar
espontáneo. Le pregunté cómo se proponía lograr eso. No
me respondió y se quedó mirando por la ventana. Insistí,
un poco irritado, y lo interrogué acerca del cambio de
silueta por figura, pero él no se inmutó: parecía ido. Sentí
que Daneri estaba perdiendo la estabilidad emocional. Eso
lo hacía más interesante, y noté que incluso me daba algo
de envidia: yo era incapaz de perderla; los poetas la
perdían. Entendí que en eso consistía su espontaneidad:
era capaz de hacer cualquier cosa que quisiera. Yo, por el
contrario, seguía asociando la idea de espontaneidad a
cierta reminiscencia coloquial en la sintaxis o a una pureza
emocional no artificiosa en la elección léxica, pura retórica
estandarizada de lo espontáneo. Era una estupidez: la
verdadera espontaneidad consistía en armar una retórica
propia de la espontaneidad sin pensar en los otros. Su
depravado principio de ostentación verbal era espontáneo;
mis correcciones y observaciones, amaneradas y
pretenciosas. De todos modos, yo no era un practicante de
la espontaneidad, y no estaba seguro de querer serlo.
Denostó después con amargura a los críticos literarios y a
los periodistas culturales; luego, más benigno, los
equiparó a esas personas, “que no disponen de metales
preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y
ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que
pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro”. Luego
agregó: “El problema es que por lo general indican mal”.
Nos reímos. Acto continuo censuró la prologomanía, “de
la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote,
Miguel de Cervantes Saavedra, el Príncipe de los
Ingenios”. Admitió, sin embargo, que en la portada de la
nueva obra convenía el prólogo vistoso y derrochador, el
espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste y
de banca. Reconoció que eso lo avergonzaba pero que
debía pensar en su trascendencia y olvidar su orgullo: “Si
hago ahora una o dos cosas inofensivas que me disgustan,
quizá en el futuro próximo pueda disfrutar de cierta
felicidad y reconocimiento, e incluso de un poco de gloria.
Acordarás conmigo en que vale la pena”. Sin meditarlo,
dije que sí. Agregó que pensaba publicar los cantos
iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular
invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que
prologara su pedantesco fárrago. Me incomodó el orgullo
que sentí y rápidamente exhibí una negativa cortés y
expliqué que no me consideraba merecedor ni capaz. Pero
mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó,
con admiración rencorosa y disfrutando de la humillación
a la que me sometía, que no creía errar el epíteto al
calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos
por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me
empeñaba como correspondía, prologaría con embeleso y
brillo el poema. Vi que había caído en una trampa: él había
esperado a que yo me excusara como prologuista para
luego pedirme un favor que, en falta, sin fuerzas y
avergonzado, no podría sino aceptar. Dije que sí, que lo
haría. Para evitar el más imperdonable de los fracasos,
continuó, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos
inconcusos: la perfección formal y el rigor científico,
“porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de
galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la
severa verdad”. Agregó que Beatriz siempre se había
distraído con Álvaro. “¿Distraído?”, pregunté, ya
convertido en trapo viejo. “Vamos”, me respondió con una
sonrisa, mientras se paraba. Y estaba sacando dinero de mi
bolsillo cuando agregó: “Yo invito”.
Asentí, profusamente asentí, como un loco. Después
aclaré, para mayor verosimilitud e intentando recuperar
un poco de dignidad, que no hablaría el lunes con Álvaro,
sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda
reunión del digno Club de Escritores. (No hay tales cenas
ni podría haberlas, pero es irrefutable que las reuniones
tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri
podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta
realidad a la frase. Mentirle, además, me devolvía valor y
humanidad.) Dije, entre adivinatorio y sagaz y liviano, que
antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso
plan de la gran obra, y remarqué la palabra gran para que
él notara que me estaba burlando. Él lo notó y yo vi cómo
se le hinchaban un poco la nariz y el cuello. No pude ver
más porque nos despedimos; al doblar por Bernardo de
Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que
me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo
hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me
permitiría nombrarla, hacerla aparecer ante él, entre
nosotros, con familiaridad) había elaborado un poema que
parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la
cacofonía y del caos, ambos ya de por sí infinitos; b) no
hablar nada con Álvaro y hacerme el tonto con Carlos
Argentino; c) escribir un prólogo ambiguo y sutilmente
crítico yo mismo y entregárselo a Daneri con la firma falsa
de Álvaro, que yo sabía hacer; d) pedirle al hermano de
Álvaro, Andrés Melián Lafinur, un oscuro contador no
muy lúcido, que hiciera un prólogo y lo firmara “A. Melián
Lafinur”; e) escribir a dúo con Álvaro un texto que
destruyera las pretensiones de Carlos Argentino con la
esperanza de disuadirlo de la publicación; f) decirle a
Daneri que Álvaro espera el manuscrito, retenerlo una
semana y luego devolvérselo diciéndole que Álvaro lo
consideró de un realismo de mal gusto y, en tanto ensayo
de duplicación del universo, frívolo y naif, ya que lo real no
nos es dado ni resulta nunca del todo nombrable. Preví,
lúcidamente, que mi desidia optaría por b. Lo acepté y
opté entonces yo también por b con la alegría de quien
esquiva una decisión incómoda.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme
el teléfono. Esa inquietud no la había previsto: ¿cómo
explicaría mi desidia? Me indignaba, también, que ese
instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de
Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y
quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino
Daneri. Luego recordé que el teléfono que había
reproducido a Beatriz no había sido este, que era nuevo y
claro, sino uno anterior, de baquelita negra, que había
dejado caer al piso poco después de su muerte. Este
recuerdo me perturbó. ¿Lo había hecho a propósito? Me
había llevado mucho tiempo animarme a comprar uno
nuevo, y ahora me daba cuenta de que para mí los
teléfonos no sólo estaban asociados a la voz femenina sino
específicamente a la voz de Beatriz, y que si eso no podía
volver a ocurrir, ¿debía entonces abandonar la idea de usar
normalmente un teléfono? ¿Y debía resignarme a que este
teléfono quedara identificado con la filosa voz de Carlos
Argentino? Decidí lo siguiente: si él volvía a llamarme,
destruiría este teléfono con decisión, tal vez con un
martillo. Felizmente, nada ocurrió —salvo mi decepción de
que nada ocurriera; luego la siguió el rencor inevitable que
me inspiró aquel hombre que me había impuesto una
delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, y logré incluso que una
amiga de mi hermana con una voz similar a la de Beatriz
me llamara regularmente para hablar de cualquier cosa.
Las charlas duraban pocos minutos, pero el efecto era
benéfico. Y todo marchaba adecuadamente cuando, a fines
de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba
agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio: todo se oía
engomado. Pensé inicialmente que se debía a un
desperfecto técnico y golpeé suavemente el teléfono; luego
entendí la frase “indignante cosmogonía adocenada”. Le
dije que se calmara y volviera a llamarme en diez minutos.
Cuando lo hizo su voz había mejorado considerablemente,
no así su agitación. Con tristeza y con ira balbuceó que
esos ya ilimitados Zunino y Zungri, progresistas baratos y
usureros, so pretexto de ampliar su desaforada confitería y
su cuenta bancaria, iban a demoler su casa.
—¿Qué casa, Carlos? —pregunté, tratando quizá de
mostrarle que esa casa era para mí de Beatriz.
—¡La casa de mis padres, ay, mi casa, la vieja casa
inveterada de la calle Garay! —repitió, quizá olvidando su
pesar en la melodía—. Esto pasa por ser inquilino. Es
inexplicable que nunca nadie haya pensado en comprar.
La familia tuvo buenos momentos, pudo haberse hecho…
Fuimos la decadencia, mis padres siempre vivieron en la
jactancia.
No sólo pude evitar reírme sino que, de hecho, no me
resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los
cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del
pasaje del tiempo y de su incómoda finitud; además, se
trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a
Beatriz, como el teléfono de baquelita negra. Quise aclarar
ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Insistí.
Me respondió que no podía en ese momento pensar en la
baquelita. Dijo luego que si Zunino y Zungri persistían en
ese propósito absurdo y capitalista, el doctor Álvaro Zunni,
su abogado, los demandaría ipso facto por daños y
perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales o
más, quizá incluso tanto como para comprarles la casa de
una vez. Agregó que podía resultar, incluso, que acabara
quedándose también con el salón-bar.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros
y Tacuarí, es de una seriedad proverbial, aunque también
se sabía de casos dudosos y de criminales que gracias a él
seguían en el oficio. A la vez me asustó: por imposible que
pareciera, ya la idea de que Carlos Argentino comprara la
casa me producía una envidia negra, y si había alguien
capaz de concretar el milagro, ése era Zunni. Interrogué,
con tono calmo, si éste se había encargado ya del asunto.
Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde por teléfono.
La palabra teléfono me hizo temblar. Luego Daneri agregó,
con malicia, que Zunni siempre se había entendido con
Beatriz. Estuve a punto de cortar, pero en lugar de eso
hablé:
—¿Qué significa entendido? Zunni debe andar por los
noventa años…
—¿Significar? Bueno, pienso posibles estrategias. Necesito
a Zunni comprometido en esto como sea. ¡No reconozco
límites en esta batalla!
—¿Pero qué se sabe de Zunni con Beatriz? Nunca oí nada
sobre eso…
Hubo un silencio. Luego vaciló y, con esa voz llana,
impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy
íntimo, cambió de tema: dijo que para terminar el poema
le era indispensable la casa, pues en un ángulo del oscuro
sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los
puntos del espacio que contienen todos los puntos del
espacio.
—Está en el sótano del comedor —explicó, aligerada su
dicción por la angustia—. Es mío, es mío, mío: yo lo
descubrí en la niñez, antes de la edad escolar, y eso me
cambió la vida. ¿Para mejor? No lo sé, pero ahora estoy
fundido con el Aleph: sólo veo a través de él. La escalera
del sótano es empinada, muy empinada; mis tíos, siempre
sobreprotectores, me tenían prohibido el descenso, pero
alguien, quizá un mayordomo, dijo una vez que había un
mundo de fantasía en el sótano. Se refería, lo supe
después, a un baúl lleno de libros infantiles, pero yo en ese
momento entendí que había un mundo de fantasía
verdadero, por fuera del papel. ¡Ay, literatura! Bajé
secretamente, con miedo y torpeza, rodé por la escalera
vedada, caí. Al abrir los ojos, en la oscuridad, vi el Aleph y
entendí por primera vez la secuencia Fibonacci.
—¿El Aleph? ¿La secuencia Fibonacci? —repetí.
—Sí, la secuencia Fibonacci, de Leonardo Fibonacci, siglo
doce.
Me sentí avergonzado:
—No, no la ubico… Aunque me suena…
—Sí, seguro está en algún lugar de tu cabeza. Es 1, 1, 2, 3,
5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144…
—Ah, sí, sí, claro, ¡la de los pétalos! Se me había mezclado
con otra. —Visualicé el gráfico inmediatamente—. Está
bien, sí, la recuerdo —dije, molesto—. ¿Y el Aleph?
—Bueno, eso es más interesante. Es un mihrab…
—…
—Es el lugar donde están, sin confundirse, todos los
lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.
—¡Como tu poema! —exclamé, y lo espontáneo de mi
entusiasmo me avergonzó.
—¡Exacto! A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví.
¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese
privilegio para que el hombre burilara el poema! ¡Y el
adulto no puede soportar que el mercantilismo universal
inunde de piedra molida el pantano luminoso de la poesía!
No me despojarán esas ratas de Zunino y Zungri, no, no y
mil veces no. ¡No! Código en mano, el gran doctor Zunni
probará que es inajenable mi Aleph. Estoy dispuesto,
incluso, a quedarme con un sótano debajo de la confitería.
¡La casa no me importa! Y aunque te ofendas, ¡tampoco
me importa la memoria de Beatriz!
Me pareció loco y lo oí engordado, nuevamente gomoso.
Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano ese, Daneri?
—La verdad no penetra en un entendimiento solemne,
pero tampoco en uno rebelde. Si todos los lugares de la
tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias,
las lámparas, todos los veneros de luz. Y ahí está: tu
lámpara y tu luz, juntas, pueden convivir más allá de tus
juicios e interpretaciones. Yo no reemplazo: propongo,
amontono, apilo. Lo mío es moderno; tu interpretación
anacrónica se esfuerza en verme anterior a sí misma.
Me pareció, ahora sí, loco, pero su locura lúcida me
irritaba: no podía discutirle cuando hablaba desde ese
lugar. Quise decir algo, pero él lo hizo primero:
—¿Vendrás a verlo o no?
—¿Qué cosa?
—El Aleph, por supuesto… ¿En qué pensabas?
—En nada. Iré a verlo inmediatamente, si eso te place.
—No es por mí: creo que es tu deseo.
—No, no es mi deseo.
—Bueno, está bien, no vengas.
Cortamos. Los quince minutos siguientes los pasé
lamentándome. ¿Por qué había dicho eso? No había nada
que deseara más que ver el Aleph. Me esforzaba en pensar
que era una mentira, que Daneri estaba loco, etc. Pero otra
voz me decía que no podía dejar pasar esta oportunidad
solamente por orgullo. Lo llamaría a Daneri y le diría, con
tono distante, que pasaría a tomar algo; una vez ahí
sacaría nuevamente el tema del Aleph y comentaría, con
una sonrisa, que verlo no me vendría mal. Estaba por
llamar cuando me sorprendió el timbre del teléfono.
Atendí inmediatamente. Daneri me dijo que no me
preocupara, que él sabía que yo quería verlo y que se
permitía llamarme para agilizar mis “trámites con el
orgullo”. Le dije que estaba equivocado, pero que no me
molestaría pasar a tomar algo, y que iba para allá. Me
despedí y corté rápido, antes de que él pudiera emitir una
prohibición y antes, sobre todo, de que mi orgullo
contraatacara.
Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto
una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados;
me asombró no haber comprendido hasta ese momento
que Carlos Argentino era un loco brillante. Todos esos
Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo)
era una mujer hermosa, una niña de una clarividencia casi
implacable, pero había en ella negligencias, distracciones
coquetas, desdenes sensuales, verdaderas crueldades de la
exhibición, que tal vez reclamaban una explicación
patológica… Cierta vez, el doctor Sigui me había sugerido
que Beatriz padecía un desorden sexual. Luego se negó a
explicarme a qué se refería, pero no dudó en aconsejarme
que me alejara de ella. Y ahora seguía Daneri… Pero por
algún motivo la locura de Carlos Argentino me colmó de
maligna felicidad; aunque íntimamente siempre, siempre
nos habíamos detestado, a la vez me alegraba tener a
alguien como él en mi vida. No era Beatriz lo que me
acercaba a Daneri sino mi fascinación por la locura lo que
me atraía hacia ambos.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la
bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el
sótano, revelando fotografías, ordenando papeles,
limpiando cosas con un cepillo. Junto al jarrón sin una
flor, en el piano inútil, mezclado entre otros, sonreía (más
intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en
torpes colores. “Tanto tiempo revelando fotografías para
estos logros”, pensé, despreciativo. Pero a pesar del
revelado y de los colores, la imagen era cautivante. ¿Sería
el revelado así a propósito? ¿Tendría que aceptar la
hipótesis de la genialidad de Daneri? No podía vernos
nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al
retrato y, empañando el vidrio, le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz
Elena querida, Beatriz Viterbo perdida, malograda para
siempre, soy yo, soy Borges, tu Borges, tu propio Borges.
Tomé otro retrato e hice lo mismo. Luego tomé otro, y
otro.
Carlos Argentino entró poco después. Vio el desorden de
retratos sobre el piano pero no pareció importarle. Habló
con sequedad; comprendí que no era capaz de otro
pensamiento que de la perdición del Aleph, su Aleph.
—Una copita del seudo coñac que trajiste la otra vez —
ordenó— y te zampuzarás en el tenebroso sótano.
—Pero no es seudo, o al menos no del todo: Paul Fort era
de Champagne y este cognac, como te dije, es de su tierra.
—¡Ah —sonrió—: eso ya es bastante! Pero sólo era una
broma…
—…
—Bueno, vamos a lo nuestro: ya sabes, el decúbito dorsal
es indispensable. También lo son la oscuridad, la
inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el
piso de baldosas flojas y fijas los ojos en el decimonono
escalón de la pertinente escalera chueca y sucia. Me voy,
bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete
miedo ¡fácil empresa! No podría asegurarte que no haya
otros animales. ¡Ja! Soportas eso y listo, a los pocos
minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y
cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum
in parvo!
Me tomó de la mano y dimos unos pasos. Ya en el
comedor, me soltó, fijó sus ojos en los míos y agregó:
—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi
testimonio... Quiero decir que si no lo ves el problema será
tu incapacidad, no mi testimonio. ¿Se entiende? Baja,
Jorge Luis; muy en breve podrás entablar un diálogo con
todas las imágenes de Beatriz.
—¿Qué significa todas?
Soltó una carcajada:
—¿Significar? Bueno, es un Aleph…
—Claro, el multum in parvo —dije con un temblor en la
voz que anuló la ironía.
—Vamos, ¡sin temor!
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales y de
su valentía de verdugo. El sótano, apenas más ancho que la
escalera, tenía mucho de mazmorra, mucho de pozo. Con
la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino
me habló. Sentí que estaba siendo engañado. Unos cajones
con botellas y unas bolsas de lona y de arpillera
entorpecían un ángulo. Pateé sin querer, aunque con
mucha fuerza, su aparato de revelado. Carlos, sin mirarme
ni inmutarse por eso, tomó una bolsa, la dobló y la
acomodó en un sitio preciso, luego en otro, luego en otro.
Mientras lo hacía, gemía, saltaba y repetía “acá, acá, acá”.
Luego, de repente, se calmó.
—La almohada es humildosa —explicó—, pero si la levanto
un solo centímetro, incluso un sólo milímetro, no verás ni
una pizca y te quedas corrido y avergonzado ante mí. No es
eso lo que quiero, así que repantiga en el suelo ese
corpachón tuyo y cuenta diecinueve escalones. ¡No saltees
los rotos! ¡Tampoco los doblados!
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue, no sin
antes gritar un “empieza la función” que me hizo apretar
los dientes. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad,
pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme
total. Ese hecho me perturbó, y quizá por eso súbitamente
comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un
loco, luego de tomar un veneno que él hábilmente había
colocado en mi coñac. Las bravatas de Carlos
transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el
prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber
que estaba loco, tenía que matarme. Es decir: estaría loco
por matarme, pero no por haber visto un Aleph
inexistente. Sentí un confuso malestar, que traté de
atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico.
Luego pensé que quizá no había sido envenenado sino
drogado. Esa opción me reconfortó un poco: Carlos, para
no saber que estaba loco, tenía que drogarme. Recordé
haber leído sobre ciertos compuestos naturales con los que
ignotas tribus selváticas aprendían a imaginar el universo.
El medioevo no había escatimado tampoco en el uso de
raíces. Recordé un pasaje de la Investigación sobre las
plantas de Teofrasto, el discípulo de Platón y amigo de
Aristóteles, que siempre me había intrigado: “Se
administra una dracma si el paciente debe tan solo
animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe
delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar
permanentemente loco; se administrará una dosis
cuádruple si debe morir” (IX, 11, 6). Recordé que
Aristóteles le había dejado a Teofrasto no sólo su
biblioteca entera sino también su finca de Atenas: el
famoso Liceo. ¿Qué dejaría yo, ahora? ¿Y cuántas dracmas
me habría administrado Daneri? Recordé la definición que
Teofrasto da del desconfiado en sus Caracteres: “sospecha
de maldad en todos los seres humanos” (XVIII, 2). ¿Era
Carlos Argentino Daneri una mala persona? Tuve que
responderme que no, y que de hecho estaba muy lejos de
serlo, y que en ese caso sí era yo un desconfiado. Acepté,
también, que tampoco estaba loco; a lo sumo podía
adjudicársele una leve excentricidad. Admití una vez más
mi envidia. Pensé en mi admiración por ciertos ingleses.
Recordé luego una torta austríaca que una empleada de mi
familia sabía preparar. La empleada era chilena, de
antepasados mapuches. Un día, a mis quince años, ella me
había confesado su conocimiento de la brujería indígena.
Cierta vez nos entregamos juntos a los misterios de un
humo curioso que no logró darme mucho más que un
fuerte dolor de cabeza. Imaginé los fumaderos de opio de
los puertos. Pensé en el ajenjo, en Joseph Roth y en el
santo bebedor. Imaginé a la embriaguez como una virgen
curadora y la sentí lejana. Pensé en todos los escritores
que admiraba y los imaginé juntos fumando opio en un
bodegón. Se reían, festejaban, se revoleaban mujeres e
improvisaban poemas perfectos. Cerré los ojos, los abrí.
Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza,
aquí, mi desesperación de escritor, mi temor de no poder
estar a la altura de las circunstancias. Todo lenguaje es un
alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado
que los interlocutores comparten con otros interlocutores
que a su vez comparten un pasado con otros, etc.; ¿cómo
transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa
memoria apenas abarca? Memoria e infinito, los dos polos
de la historia, se refutan el uno al otro. Los místicos, en
análogo trance, prodigan los emblemas sagrados: para
significar la divinidad, que es el rostro de todos los dioses,
un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos
los pájaros, de su pico, sus alas, sus incontables plumas;
Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas
partes y la circunferencia en ninguna; mi madre, de las
brasas encendidas ocultas por otras brasas encendidas, de
las cenizas dispersas y de la fuerza centrífuga del agua
hirviendo; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un
tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur: es el ángel de la expansión, del estiramiento, incluso
del engordamiento. (No en vano rememoro esas
inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el
Aleph, aunque no discutiría mucho si alguien afirmara que
no.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una
imagen equivalente, pero este informe quedaría
contaminado de literatura, de falsedad. ¿Qué son las
metáforas? Metáforas. Por lo demás, el problema central
es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un
conjunto infinito. Y a la vez, no es irresoluble: esa
enumeración sería precisamente la enumeración parcial de
un conjunto infinito. El problema es querer que esa
enumeración sea otra cosa. Por otra parte, ¿qué decir de la
posibilidad del narcótico? ¿Debería acaso, para esta
descripción, caer en el onirismo? Porque en ese instante
gigantesco, tumbado en el sótano, he visto millones de
actos deleitables y/o atroces; ninguno me asombró como
el hecho de que todos ocuparan el mismo punto de la
escalera, sin superposición y sin transparencia. Lo que
vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré,
sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo,
recogeré: no quiero ser acusado de egoísta. Y aunque lo
más sincero e inteligente sería optar por el silencio, accedo
porque, aun así, sigue siendo mejor escribir.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una
pequeña esfera, y entonces pensé: “Esto es simplemente
una esfera tornasolada, aunque de casi intolerable fulgor,
como una bola de espejos fundida en plomo”. Luego me
distraje, un poco decepcionado, hasta que un fulgor
mayor, violáceo, como un estallido detenido en el tiempo,
me hizo volver a la esfera. Atrapado por la luz como un
insecto, comencé a mirarla con fijeza hasta que ésta
empezó a moverse sin salir de su lugar. Al principio la creí
giratoria; luego pensé que el que giraba era yo; finalmente
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida
por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El
diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, quizá
cuatro o hasta cinco, no más, pero el infinito espacio
cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Así, cada
cosa (la luna del espejo, digamos, por ejemplo) era
infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos
los puntos del universo, y como los puntos de vista son
infinitos, cada objeto de los infinitos objetos del universo
era en sí mismo infinito. A la vez, cada objeto está
conformado por infinitos puntos… Y cada uno de los
puntos es infinito en sí mismo… Eso, insisto, no se puede
describir. Pero como toda descripción recorta sobre lo
infinito un capricho, la lista siguiente es lo que la literatura
me permite en este momento, por lo demás histórico. Así
que vi el populoso mar con sus barcos hundidos, vi el alba
y la tarde en Budapest, vi un serrucho, vi las
muchedumbres indígenas de América sometidas a la
explotación y el hambre, vi una plateada telaraña en el
centro de una negra pirámide que no pude identificar, vi
un laberinto roto a martillazos (supe que era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como
en un espejo deformante y multiplicador, vi en un pozo los
restos de la corbata favorita de Beatriz rodeados de miles
de bolsas de basura negras, vi todos los espejos del planeta
y ninguno me reflejó porque yo no estaba delante sino en
un sótano sucio, vi en un traspatio de la calle Soler casi
esquina Coronel Díaz las mismas baldosas que hace treinta
años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi
mosquitos portadores de enfermedades cruzando el
océano en el fondo de un barco, vi racimos de uva todavía
verdes, nieve manchada con petróleo, tabaco, ron, vetas de
metal y aluminio, vapor de agua concentrándose en la tapa
de una olla cerrada, vi convexos desiertos ecuatoriales y
cada uno de sus granos de arena, vi la siguiente página del
tratado De Humana Physiognomia de Giovanni Battista
della Porta, vi el gasómetro al norte de Veracruz que
Daneri describía en sus poemas y comprobé que la
descripción era inexacta, vi en Inverness a una mujer que
no olvidaré porque era increíblemente hermosa y
exactamente coincidente con mi imagen interna de la
felicidad, vi la violenta cabellera de una mujer
duchándose, el altivo cuerpo de un hombre cazando patos,
vi un cáncer en el pecho de un joven de no más de
veinticinco años, vi un círculo de tierra seca en una vereda
donde antes hubo un árbol, vi una quinta venida abajo de
Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de
Plinio, la de Philemon Holland, comida por los insectos —
¡temible anobium!— y el tiempo, vi a una pareja
gritándose horriblemente, vi un manuscrito desconocido
de Petrarca oculto en una caja enterrada debajo de un
edificio de departamentos, vi a un tiempo cada letra de
cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las
letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran
en el decurso de la noche; luego me asombré de que a
veces lo hicieran), vi extraterrestres, vi normalmente la
noche y el día contemporáneo, vi muchas mujeres y
muchos hombres desnudos, vi un poniente en Querétaro
que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala pero
que resultó ser también una sombrilla, vi mi dormitorio
afortunadamente sin nadie, vi el nacimiento de cinco
perros salchicha, vi en un gabinete de Alkmaar un globo
terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi
en un bosque a una jeune fille sauvage y junto a ella
cuatro ardillas, vi caballos de crin arremolinada por la
suciedad en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osatura de una mano y no me gustó, vi a un
hombre comprando un alfajor, vi a los sobrevivientes de
una batalla gimiendo, enviando tarjetas postales,
mendigando, tomando vino, vi en un escaparate de
Mirzapur una baraja española mojada, vi los infinitos
microbios de que estamos compuestos y vi microbios
saltando de un cuerpo a otro, vi un crimen, vi supuestos
tatuajes de prostitutas en una lámina de un libro de
Lombroso editado en París en 1896, La femme criminalle
et la prostituée, vi las sombras oblicuas de unos helechos
amarronados en el suelo de un invernáculo, vi en una línea
de montaje a un obrero dejando pasar una cuchara
deforme, vi tigres blancos, émbolos, bisontes, marejadas,
lápices y ejércitos de langostas, vi un sapo aplastado por
un jeep, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi
inmediatamente después miles de ejemplares distintos de
escarabajos y recordé a J.B.S. Haldane, vi en un museo un
astrolabio persa robado en una guerra, vi en un cajón del
escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas,
increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino, vi luego cartas de Beatriz, aun más obscenas,
dirigidas al doctor Zunni, vi bananas, vi un adorado
monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo y me sorprendí
al notar que llevaba puesta una pulsera de plata que yo le
había regalado, vi un levantamiento popular en Oriente, vi
la circulación de mi oscura sangre y eso me gustó, vi a
Carlos Argentino alegre, hablando por teléfono, vi el
engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi “El
Aleph” desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en
la tierra otra vez “El Aleph” y en el Aleph la tierra, vi mi
cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré,
porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y
conjetural, cuyo nombre usurpan algunos de los hombres,
pero que ningún hombre de todos esos ha mirado con la
paz que desearía: el inconcebible universo. Y yo lo había
visto, pero también Daneri… Y en ese sentido, ¿qué podía
tener eso de especial? ¿Ver qué? ¿Qué había visto
realmente?
Sentí infinita veneración, también infinita lástima; luego,
una sensación extraña en la cabeza.
—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te
llaman —dijo una voz aborrecida y jovial, ceceante, apenas
engordada—. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás
en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable,
che Borges!
Los zapatos color guinda de Carlos Argentino ocupaban el
escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a
levantarme y a balbucear, un poco mareado:
—Sí, sí. Formidable. Sí, realmente formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos
Argentino insistía:
—¿Lo viste todo bien, en colores? ¿Viste mujeres, palacios,
caminos, cucharas?
En ese instante, oyendo las preguntas, recobré la lucidez y
concebí mi venganza, una venganza tal vez mediocre y
mezquina. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso,
evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la
hospitalidad de su sótano, critiqué con una ironía amable
la suciedad y lo insté a aprovechar la demolición de la casa
para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie
¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave
energía, a discutir el Aleph; me negué, también, a discutir
su reciente charla telefónica con Zunni; lo abracé, al
despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son
dos grandes médicos. Eso lo hizo reaccionar;
repentinamente muy hinchado, Daneri gritó:
—¡Pero yo no estoy enfermo!
Volví a sonreír con benevolencia. Le dije que no, que por
supuesto que no, pero que de todos modos convenía
curarse, ya que no podía saberse qué enfermedades
estaban en nuestros cuerpos escondidas, al acecho,
esperando un momento de debilidad.
—¡No estoy enfermo! —volvió a decir con una
pronunciación no del todo comprensible y los ojos ya un
poco cubiertos por los párpados; yo le sonreí y le hice un
gesto a la sirvienta para que me escoltara hasta la puerta.
Desde el marco agité la mano para despedirme; por algún
motivo, la sirvienta me sonrió con gesto cómplice.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el
subterráneo, me parecieron familiares todas las caras; a la
vez, me parecieron todas iguales, o al menos clasificables
en tres o cuatro tipos generales. Varias veces creí ver a la
mujer de Inverness y me apené por su imposibilidad. Temí
que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme o
interesarme, temí que no me abandonara jamás la
impresión nauseosa de volver, girar y repetir. Felizmente,
al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el
olvido, aunque no del todo.

Posdata del 1° de marzo de 1943


A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle
Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la
longitud del considerable poema y lanzó al mercado una
selección de “trozos argentinos”. Huelga repetir lo
ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo
Premio Nacional de Literatura.2 El primero fue otorgado al
doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;
increíblemente, mi obra Los naipes del tahur no logró un
solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la
envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a
Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro
volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el
Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del
doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza
del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es
el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su
aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la
Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura
divinidad; también se dijo que tiene la forma de un
hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el
mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para
la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos,
en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo
querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo
leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los

2
“Recibí tu apenada congratulación”, me escribió. “Bufas, mi lamentable amigo, de envidia, pero
confesarás —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas;
mi turbante, con el más califa de los rubíes.”
puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph
de su casa le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que
hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la
calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en
el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942
Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de
Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo
que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o
Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba
el universo entero. Burton menciona otros artificios
congéneres —la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que
Tárik Benzeyad encontró en una torre (Las mil y una
noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo
examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza
especular que el primer libro del Satyricon de Capella
atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, “redondo
y hueco y semejante a un mundo de vidrio” (The Faerie
Queene, III, 2, 19)— y añade estas curiosas palabras: “Pero
los anteriores (además del defecto de no existir) son meros
instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la
mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el
universo está en el interior de una de las columnas de
piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está,
puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie,
declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La
mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de
otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha
escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por
nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para
todo lo que sea albañilería”.
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto
cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente
es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y
perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos
de Beatriz.

A Estela Canto.

Posdata del 1º de noviembre de 2008.


La posdata del 1º de marzo de 1943 no figura en el
manuscrito original de “El Aleph”; posterior a la escritura
del cuento, es el primer agregado y la primera lectura de
Borges. Esa posdata es la única parte que quedó intacta en
este engordamiento. El resto, de aproximadamente 4000
palabras llegó a tener más de 9600. El trabajo de
engordamiento tuvo una sola regla: no quitar ni alterar
nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni
el orden. Eso significa que el texto de Borges está intacto
pero totalmente cruzado por el mío, de modo que, si
alguien quisiera, podría volver al texto de Borges desde
éste.
Con respecto a mi escritura, si bien no intenté ocultarme
en el estilo de Borges tampoco escribí con la idea de
hacerme demasiado visible: los mejores momentos, me
parece, son esos en los que no se puede saber con certeza
qué es de quién.

A Jacqui Behrend.

También podría gustarte