Los 41 y La Gran Redada. Carlos Monsivais.
Los 41 y La Gran Redada. Carlos Monsivais.
Los 41 y La Gran Redada. Carlos Monsivais.
Notó el gendarme de la Cuarta Calle de la Paz que en una accesoria se efectuaba un baile
a puerta cerrada, y para pedir la licencia fue a llamar a la puerta. Salió a abrirle un afeminado
vestido de mujer, con la falda recogida, la cara y los labios llenos de afeite y muy dulce y
melindroso de habla. Con esa vista, que hasta al cansado guardián le revolvió el estómago,
se introdujo éste a la accesoria, sospechando lo que aquello sería y se encontró con cuarenta
y dos parejas de canallas de éstos, vestidos los unos de hombres y los otros de mujer que
bailaban y se solazaban en aquel antro....
El Popular. Diario independiente de la mañana,
21 de noviembre de 1901.
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sueño parafreudiano: devota del hijo (que la golpea), chantajista sentimental, "un terrón de
amores... casi tan consentidora y tolerante como la patria", obediente al capricho de su hijo
hasta la ignominia (le paga a la madre de un niño para que éste se deje golpear por Chucho).
Los mimos de Elena vuelven a su hijo "más barato cada día", es decir, más femenino y
feminoide.
La descripción del gay es clarísima, pero sin notificar con detalle la existencia de la
sodomía. Por eso Cuéllar se abstiene de la palabra fatal (maricón), para no etiquetar al
personaje que va acentuando su afeminamiento, su dandismo y su habla, presumiblemente
la de los homosexuales de la época, inmersos en el cultivo de la apariencia y del sonido
"refinadito".
Sin las palabras que los impresores no aceptarían, el "vicio nefando" se despliega. En el
momento más atrevido de la novela, Cuéllar menciona a "la raza ninfea", la especie de los
ninfos o "mujerucos". Y aun esto con disfraces. En uno de los capítulos finales, al ser retado a
duelo, Chucho adquiere sorpresivamente la energía viril. "Le faltaba a Chucho este toque
característico de la raza ninfea, y holgábase en su interior de la ocasión que le proporcionaba
desmentir su fama de afeminado."
No es todavía la hora de la acusación de sodomía, conducta que el analfabetismo sexual y
las manías persecutorias del conservadurismo arrinconan en las tinieblas de "lo intuido" (es
decir, lo que, deliberadamente, se describe con vaguedades para no responsabilizarse del
conocimiento). Apenas en la segunda mitad del siglo XX se aborda en México la
homosexualidad desde una perspectiva científica o que pretende serlo. Antes, lo masculino
es la substancia viva y única de lo nacional y de lo humano, entendido lo masculino como el
código del machismo absoluto que nunca requiere de una definición, lo humano como el
cumplimiento de los deberes para con la mitología de la especie, y lo nacional como el
catálogo de virtudes posibles, que ejemplifican los héroes y, en la vida diaria, "los muy
machos". La tradición jactanciosa de lo viril mezcla la herencia hispánica y el difuso catálogo
de valentías, y juzga tan remota y abyecta la homofilia que ni siquiera la menciona "para no
mancharse los labios". Por eso, Guillermo Prieto, el patriarca de las letras mexicanas, alaba a
Cuéllar, ya que el nombre de Chucho el Ninfo "le sirve a nuestra gente para designar al niño
mimado y consentido, entregado a los vicios". Entonces, el carácter de "niño consentido"
anticipa y vuelve secundaria la especificación de los vicios.
"Viejo ridículo"
¿Qué se conoce de la vida homosexual en México antes del escándalo social y policiaco
del Baile de los 41? Desde la perspectiva gay, sólo se dispone del testimonio del escritor
Salvador Novo (1904-1974) en sus memorias sexuales, La estatua de sal, escritas en 1944 o
1945, y publicadas por Conaculta en 1998. Novo refiere la historia de un "aristócrata",
Antonio Adalid, hijo de un caballerango del emperador Maximiliano y ahijado de bautizo de
los emperadores. Con el sobrenombre de Toña la Mamonera, Adalid, alma de las fiestas
clandestinas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, evoca "con una risa sus
excursiones colectivas y tempraneras a Xochimilco, en tranvía, todos con sacos azules y
sombreros de jipijapa". Y cuenta además la historia de amor que le refiere al Novo
adolescente:
Había alcahuetes —¿la propia Madre Meza?— que procuraban muchachos para la
diversión de los aristócratas. Una noche de fiesta, Toña bajaba la gran escalera con suntuoso
atavío de bailarina. La concurrencia aplaudió su gran entrada; pero al pie de la escalera, el
reproche mudo de dos ojos lo congeló, lo detuvo. Parecía apostrofarlo: "¡Viejo ridículo!" Toña
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volvió a subir, fue a quitarse el disfraz, bajó a buscar al hermoso muchacho que lo había
increpado en silencio. En ese momento se ponía al remate al mejor postor la posesión de
aquel jovencito. Antonio lo compró.
Hasta ahora, nada más esto se sabe de la vida gay en el Porfiriato: fiestas "exclusivas",
travestismo que evita la molestia de pensar en la identidad, rifa de jóvenes agraciados y, para
los "desenmascarados" por el escándalo, la condición de "sepultados en vida". Casi toda la
información disponible viene del cotejo con los documentos de otras sociedades: ligues de
los burgueses con soldados y marinos, adoración de la energía proletaria, imposibilidad de
concebir la relación amorosa entre iguales (no hay tal cosa como la pareja gay), identidades
sólo definidas negativamente, descubrimiento espantado de la inclinación sexual, rezos
obsesivos "para que la Virgen me cure de esta aberración", frecuentación de ciertas cantinas,
parques y albercas, mentiras piadosas en beneficio del padre confesor ("acúsome padre de
que me gustan tanto las mujeres que no me caso porque no sé por cuál decidirme"),
chantajes, humillaciones, construcción dificultosa de la "familia tribal" de los amigos ("que me
delate yo, no mis compañías"). Y antes del Baile de los 41, sólo hay chistes salvajes o
menciones espantadas de los "invertidos", especie que no alcanza registro en los —muy
desinformados— libros de psicología. En Inglaterra, los procesos de Oscar Wilde (1895)
divulgan sitios, estilos de trato y apariencias de jóvenes "equívocos", e iluminan la defensa
patética y a fin de cuentas extraordinaria del "amor que no se atreve a decir su nombre"; en
México, donde los procesos de Wilde se comentan con algún detalle después de 1901, le
corresponde a la Gran Redada quebrantar el silencio del tradicionalismo y su odio "que no se
atreve a escribir el nombre de los seres odiados. Ni eso merecen".
Si de algo sirven las inferencias, casi seguramente una parte de la minoría gay, por la
movilidad cultural o el poder adquisitivo, está al día de la cultura y/o la moda de Francia, así
no viaje. Por eso, han oído de los escándalos de los escritores gays, del culto a los marinos,
de la adopción del símbolo de San Sebastián, y por eso han leído a Walt Whitman, Wilde,
Verlaine y Huysmans.
Los gays de sociedad o del sector cultural guardan las apariencias, suelen casarse y tener
hijos. Un soltero no únicamente levanta sospechas: también traiciona a la Naturaleza, que es
toda fertilidad, y de allí que al célibe se le exija la virginidad profesional o la monomanía
prostibularia. Y si, pese a todo, hay quienes optan por esa microsociedad que, por ejemplo,
organiza el Baile de los 41, es debido a lo hoy evidente: nada exalta más a los deseosos de
sexo con los de su especie que la ilusión de lo prohibido, en este contexto una utopía
romántica, por contradictorio que esto se vea o se lea ("me querían desdichado y puedo serlo,
pero no cuando me acuesto con otros hombres; la cópula es la única libertad a mi alcance,
por eso concentro allí mis sentimientos"). Si se atiende a las excavaciones históricas de lo
gay en Estados Unidos, Inglaterra o Francia, no es exagerado afirmar que, para los
homosexuales mexicanos de 1901, cada acto sexual es una hazaña, sobre todo si,
previsiblemente, se produce en circunstancias calificadas de sórdidas. En estos casos, la
sordidez es el acceso a la experiencia última que, por lo mismo, y como técnica
compensatoria, localiza los deleites fuera de la normalidad. A los seres despojados de un
registro mínimamente satisfactorio de su conducta, el orgasmo les resulta la épica de la
marginalidad, y si esto no es consciente, la continuidad de los actos algo demuestra: de no
gozarse el acto "contranatura" como logro extravagante, las sensaciones del pecado
aniquilan. Por así decirlo, cada acto sexual es "un altar de paso" y cada seducción una
bandera arrebatada a ese enemigo, la castidad.
¿Elimina la censura social al instinto? La mera existencia de Los 41 demuestra lo
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contrario: son una ventana a la segunda mitad del siglo XIX y sus tabernas, sitios de mala
muerte, proxenetas, jóvenes "alquilables", burdeles "especializados" (más que lugares fijos,
lo que parece imposible, laberinto de guaridas). Se intuye que para los segregados sexuales
el mayor estímulo es la existencia de otros como ellos: mal de bastantes, consuelo de
marginados. En especial, las tradiciones gay nacen, se desarrollan y se institucionalizan a
través del juego de miradas que explica el mundo a través de la promulgación del deseo y la
gana de consumarlo de inmediato. Se adivinan los quehaceres de los muy afeminados
(tareas domésticas, restaurantes), y se ignoran las profesiones de los gays "susceptibles de
respeto", en el caso de que se desconozca su orientación sexual. Muy probablemente son
clérigos, escritores, abogados, artistas, rentistas. Y el Baile de los 41 los arroja a la claridad
del escándalo, que aprovechan los clericales para moralizar y los jacobinos para
desprestigiar a los moralizadores de oficio.
Antes de la Redada, cuesta trabajo verbalizar siquiera el pecado nefando. La vergüenza
aísla, para acudir a la cita tan repetida de Sartre, y los gays de entonces hallan la solidaridad
posible, la mayor, casi la única, en el trato de un avergonzado con los demás, así como la
salud mental se aprovisiona en la conversión del avergonzado en desvergonzado (es tan
enorme la opresión que el cinismo es un acto de valor civil). La comunidad se esboza con la
disciplina del trato de los semejantes y, por eso, un baile en 1901 es casi literalmente la
Marcha del Orgullo Gay de 2001. A su manera, lo que es posible se aproxima a lo deseable.
En el preámbulo de la comunidad, los excluidos se atienen a las nebulosidades de la
condición célibe o, en el caso de los gays casados, a su pertenencia a la Familia. En las
operaciones de la mentira, lo que afianza el control del patriarcado es el temor a ser
descubierto. El oprobio es un código penal en sí mismo. ¡Ay del que escandalizare, porque
ése habrá ya renunciado a las ventajas de la hipocresía! (Por carecer de datos de cualquier
índole, no aludo en estas notas a la especie urbana que seguramente existió en tiempos de
Los 41: los gays proletarios. De ellos todo se ignora.)
Los hechos: El policía se da cuenta
A las tres de la mañana del domingo 18 de noviembre de 1901, en la céntrica calle de la
Paz (hoy calle de Ezequiel Montes), la policía interrumpe una reunión de homosexuales,
algunos de ellos vestidos de mujer. (En estas notas, me atengo a la excelente investigación
hemerográfica de Antonio S. Cabrera.) La escena, inventada con brío en cada recuento
periodístico, es sucesiva o simultáneamente patética o apocalíptica, al gusto del moralismo
que selecciona a las víctimas de la ley y del morbo (una y la misma cosa). De ellos, 22 visten
masculinamente y 19 se travisten. Estos son los haberes de los detenidos, imaginados o
extraídos de los chismes policiales (no hay un parte oficial): faldas, perfumes caros, pelucas
con rizos, caderas y pechos postizos, aretes, choclos bordados, maquillajes de blanco o de
colores estridentes, zapatos bajos con medias bordadas, abanicos, trajes de seda cortos,
ajustados al cuerpo con corsé. En una recámara, un niño de mercería sobre el lecho. A
medianoche, se rifa un joven apuesto de sobrenombre Bigotes Rizados.
En las crónicas de los primeros días se insiste: son 42 los detenidos. Luego, se ajusta el
número: 41, y eso aviva el rumor (leyenda) ("verdad histórica"): el que desaparece de la lista,
compra su libertad a precio de oro y huye por las azoteas, es don Ignacio de la Torre, casado
con la hija de Porfirio Díaz. Más que ningún otro hecho, lo que distingue a la Redada es la
presencia, certificada por el chisme masivo, del Primer Yerno de la Nación. Esto afianza la
lealtad de la memoria histórica, no obstante la imprecisión de las noticias, el rumor debilísimo
según el cual el participante 42 es una mujer, la ausencia de fotos y el nada más estar
seguros de los nombres de tres: Jesús Solórzano, Jacinto Luna y Carlos Zozaya (lo más
común durante las redadas es el olvido de la identidad). A los cien años de la razzia toda
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¿Y a qué otros se les endilga el milagrito de Los 41? Además de Antonio Adalid, la
información consiste en restos de habladurías. El periodista Alfonso Taracena cita con
encono al periodista Jesús M. Rábago, y el chismerío antiguo de Sinaloa señala a un
hacendado, el solterón Alejandro Redo, que manda construir un aviario de grandes
dimensiones en donde pasa las tardes, "el pájaro entre los pájaros". Los demás "aristócratas
de Sodoma" muy posiblemente se asilan en sus matrimonios o emigran.
Por el escándalo, a la visibilidad. Además del caso de Oscar Wilde, alcanzan repercusión
internacional los procesos judiciales y de corte marcial en Alemania (1907-1909), donde se
condena la relación homosexual del comandante militar de Berlín, general Von Moltke, y el
diplomático Philipp Eulenberg, al que también se atribuye una relación con el Káiser. La
Redada de los 41 participa de este surgimiento de la identidad sexual moderna, que estimula
y estructura la idea pública de la sexualidad normal y anormal. En este orden de cosas, debe
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En América Latina, la adopción del Código Napoleónico es un gran avance. Según Rafael
Gutiérrez Girardot, en Modernismo (FCE, 1988), este código civil, que liquida el ordenamiento
feudal, constituye a la vez la legalización de la sociedad burguesa, y es la cima de la
racionalización del derecho y el polo opuesto de la visión teocrática. Por eso, explica
Gutiérrez Girardot, el tradicionalismo se opone al Código Napoleónico, adaptado en Chile por
Andrés Bello en 1854, e implantado después en el resto de las repúblicas. Ante esto, los
tradicionalistas, sin oposición alguna, establecen como espacio represivo "las faltas a la
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moral y las buenas costumbres", su magno instrumento persecutorio, que todavía hoy sigue
sin definirse, aplicado drásticamente por las autoridades.
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Un número que aísla y veja a los homosexuales y ensalza, sin más, el sentido del humor
de los que los chotean. Y el Baile de los 41 sirve además para identificar la sodomía con el
travestismo, iniciando el recelo sobre una práctica que, hasta el 17 de noviembre de 1901,
parecía en lo básico una recurrencia carnavalesca. En un artículo muy bien documentado,
Alejandro García informa de un baile presidido por el gobernador del Distrito Federal, Pedro
Rincón Gallardo, al que acude el dictador y la corte porfiriana, todos de etiqueta rigurosa; la
novedad, según informa El Universal del 7 de septiembre de 1894, es la presencia de varios
jóvenes disfrazados de mujeres, como un tal F. Algara, que asiste de demoiselle de
compagnie. Algo semejante, fuera del periodo estricto de los carnavales, resulta ya imposible
luego del Baile.
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recelo que mantengan, por más en secreto que guarden su orientación, luego de la Redada
los homosexuales de la ciudad de México ya no se sienten solos; de alguna manera, en el
espíritu de la fiesta interrumpida, los acompañan Los 41, la señal de la existencia de la tribu.
Si los homosexuales ya están allí —y el Baile delata una mínima pero ya sólida organización
social—, la Redada, al darle a la especie un nombre ridiculizador, le imprime el sentido de
colectividad en las tinieblas. Las anomalías ascienden a la superficie de la burla y la
amenaza penitenciaria, y esta primera visibilidad es definitiva.
De la deshumanización de lo diferente
Lo relevante en la perspectiva actual del episodio de Los 41 es, desde luego, la negación
absoluta de los derechos humanos y civiles de los homosexuales. A partir de ese momento,
"se sienta jurisprudencia" y las represiones son legales, no porque correspondan a texto
alguno, sino porque ya se han perpetrado con esa pretensión de legalidad. Y esto promueve
las redadas incesantes, los chantajes policiacos, las torturas, las golpizas, los envíos a las
cárceles y al penal de las Islas Marías sin motivo alguno. Sólo se necesita una frase en el
expediente: "Ofensas a la moral y las buenas costumbres." No hace falta más, no hay
abogados defensores (en el caso de los jotos, ni siquiera de oficio), no hay juicios, sólo
caprichos judiciales dictados por "el asco". Y la sociedad, o la gente que se entera,
encuentran normales o admirables estos procedimientos.
La Gran Redada le entrega a los gays de México el pasado que es, en síntesis, la
negociación interminable con el presente. Vienen del momento de felicidad destruido por la
gendarmería, y son una comunidad a pesar suyo, al ser todos susceptibles de razzias. De la
madrugada del 18 de noviembre de 1901 a 1978, en la marcha conmemorativa del 2 de
octubre, cuando desfila un contingente gay, los homosexuales han sido presa del pánico de
la Redada, y que esto no es psicologismo lo exhibe la alianza de los atropellos policiacos y
de la Redada moral: otra vez las detenciones, golpizas e insultos, y el desprecio, la ira y la
congoja de los padres. Y sólo cuando el término gay se populariza, la Redada se ve
interrumpida, no porque se elimine el ánimo persecutorio, sino porque la invocación de las
leyes disminuye las razzias (excepción hecha de las de travestis) y prepara la irrupción de la
voz pública de los que ya no admiten el silencio.
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