Guía El Ensayo
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LOS INMIGRANTES
Unos amigos me invitaron a pasar un fin de semana en una finca de La Mancha y allí
me presentaron a una pareja de peruanos que les cuidaba y limpiaba la casa. Eran muy
jóvenes, de Lambayeque, y me contaron la peripecia que les permitió llegar a España. En el
consulado español de Lima les negaron la visa, pero una agencia especializada en casos
como el suyo les consiguió una visa para Italia (no sabían si auténtica o falsificada), que les
costó 1.000 dólares. Otra agencia se encargó de ellos en Génova; los hizo cruzar la Costa
Azul a escondidas y pasar los Pirineos a pie, por senderos de cabras, con un frío terrible y
por la tarifa relativamente cómoda de 2.000 dólares. Llevaban unos meses en las tierras del
Quijote y se iban acostumbrando a su nuevo país. Un año y medio después volví a verlos, en
el mismo lugar. Estaban mucho mejor ambientados, y no sólo por el tiempo transcurrido;
también, porque 11 miembros de su familia lambayecana habían seguido sus pasos y se
encontraban ya también instalados en España. Todos tenían trabajo, como empleados
domésticos. Esta historia me recordó otra, casi idéntica, que le escuché hace algunos años a
una peruana de Nueva York, ilegal, que limpiaba la cafetería del Museo de Arte Moderno.
Ella había vivido una verdadera odisea, viajando en ómnibus desde Lima hasta México y
cruzando el río Grande con los espaldas mojadas, y celebraba cómo habían mejorado los
tiempos, pues su madre, en vez de todo ese calvario para meterse por la puerta falsa en
Estados Unidos, había entrado hacía poco por la puerta grande. Es decir, tomando el avión
en Lima y desembarcando en el Kennedy Airport, con unos papeles eficientemente
falsificados desde Perú.
Esas gentes, y los millones que, como ellas, desde todos los rincones del mundo
donde hay hambre, desempleo, opresión y violencia cruzan clandestinamente las fronteras
de los países prósperos, pacíficos y con oportunidades, violan la ley, sin duda, pero ejercitan
un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica o reglamento debería tratar de
sofocar: el derecho a la vida, a la supervivencia, a escapar a la condición infernal a que los
Gobiernos bárbaros enquistados en medio planeta condenan a sus pueblos. Si las
consideraciones éticas tuvieran el menor efecto persuasivo, esas mujeres y hombres
heroicos que cruzan el estrecho de Gibraltar o los cayos de la Florida o las barreras
electrificadas de Tijuana o los muelles de Marsella en busca de trabajo, libertad y futuro,
deberían ser recibidos con los brazos abiertos. Pero, como los argumentos que apelan a la
solidaridad humana no conmueven a nadie, tal vez resulte más eficaz este otro, práctico.
Mejor aceptar la inmigración, aunque sea a regañadientes, porque bienvenida o malvenida,
como muestran los dos ejemplos con que comencé este artículo, a ella no hay manera de
pararla.
Los inmigrantes no pueden ser atajados con medidas policiales por una razón muy
simple: porque en los países a los que ellos acuden hay incentivos más poderosos que los
obstáculos que tratan de disuadirlos de venir. En otras palabras, porque hay allí trabajo para
ellos. Si no lo hubiera, no irían, porque los inmigrantes son gentes desvalidas pero no
estúpidas, y no escapan del hambre, a costa de infinitas penalidades, para ir a morirse de
inanición al extranjero. Vienen, como mis compatriotas de Lambayeque avecindados en La
Mancha, porque hay allí empleos que ningún español (léase norteamericano, francés, inglés,
etcétera) acepta ya hacer por la paga y las condiciones que ellos sí aceptan, exactamente
como ocurría con los cientos de miles de españoles que en los años sesenta invadieron
Alemania, Francia, Suiza, los Países Bajos, aportando una energía y unos brazos que fueron
valiosísimos para el formidable despegue industrial de esos países en aquellos años (y de la
propia España, por el flujo de divisas que ello le significó).
¿No hay entonces manera alguna de restringir o poner coto a la marea migratoria que,
desde todos los rincones del Tercer Mundo, rompe contra el mundo desarrollado? A menos
de exterminar con bombas atómicas a las cuatro quintas partes del planeta que viven en la
miseria, no hay ninguna. Es totalmente inútil gastarse la plata de los maltratados
contribuyentes diseñando programas, cada vez más costosos, para impermeabilizar las
fronteras, porque no hay un solo caso exitoso que pruebe la eficacia de esta política
represiva. Y, en cambio, hay cien que prueban que las fronteras se convierten en coladeras
cuando la sociedad que pretenden proteger imanta a los desheredados de la vecindad. La
inmigración se reducirá cuando los países que la atraen dejen de ser atractivos porque están
en crisis o saturados o cuando los países que la generan ofrezcan trabajo y oportunidades de
mejora a sus ciudadanos. Los gallegos se quedan hoy en Galicia y los murcianos en Murcia,
porque, a diferencia de lo que ocurría hace cuarenta o cincuenta años, en Galicia y en Murcia
pueden vivir decentemente y ofrecer un futuro mejor a sus hijos que rompiéndose los lomos
en la pampa argentina o recogiendo uvas en el mediodía francés. Lo mismo les pasa a los
irlandeses y por eso ya no emigran con la ilusión de llegar a ser policías en Manhattan y los
italianos se quedan en Italia porque allí viven mejor que amasando pizzas en Chicago.
Hay almas piadosas que, para morigerar la inmigración, proponen a los Gobiernos de
los países modernos una generosa política de ayuda económica al Tercer Mundo. Esto, en
principio, parece muy altruista. La verdad es que si la ayuda se entiende como ayuda a
los gobiernos del Tercer Mundo, esta política sólo sirve para agravar el problema en vez de
resolverlo de raíz. Porque la ayuda que llega a gánsteres como el Mobutu del Zaire o la
satrapía militar de Nigeria o a cualquiera de las otras dictaduras africanas sólo sirve para
inflar aún más las cuentas bancarias privadas que aquellos déspotas tienen en Suiza, es
decir, para acrecentar la corrupción, sin que ella beneficie en lo más mínimo a las víctimas.
Si ayuda hay, ella debe ser cuidadosamente canalizada hacia el sector privado y sometida a
vigilancia en todas sus instancias para que cumpla con la finalidad prevista, que es crear
empleo y desarrollar los recursos, lejos de la gangrena estatal.
En realidad, la ayuda más efectiva que los países democráticos modernos pueden
prestar a los países pobres es abrirles las fronteras comerciales, recibir sus productos,
estimular los intercambios y una enérgica política de incentivos y sanciones para lograr su
democratización, ya que, al igual que en América Latina, el despotismo y el autoritarismo
políticos son el mayor obstáculo que enfrenta hoy el continente africano para revertir ese
destino de empobrecimiento sistemático que es el suyo desde la descolonización.
Éste puede parecer un artículo muy pesimista a quienes creen que la inmigración
-sobre todo la negra, mulata, amarilla o cobriza- augura un incierto porvenir a las
democracias occidentales. No lo es para quien, como yo, está convencido que la inmigración
de cualquier color y sabor es una inyección de vida, energía y cultura y que los países
deberían recibirla como una bendición.
1.- ¿Cuál es la tesis propuesta por Mario Vargas Llosa en su ensayo sobre los inmigrantes?
2.- ¿Qué opinas tú sobre los inmigrantes que han llegado a nuestro país durante los últimos
años? Fundamenta.