Abuso Sexual Janin

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Capítulo 5

EL ABUSO SEXUAL Y LOS DIAGNÓSTICOS INVALIDANTES

Muchas veces, niños que han sido maltratados, que han sufrido golpes o
abuso sexual son diagnosticados como portadores de un supuesto síndrome de
causa genética. Se trata de diagnósticos que, por lo general, se realizan sin escuchar a
los niños, en base a cuestionarios o a observaciones regidas por una
normalidad atemporal, desconociendo la incidencia del contexto y de los vínculos
tempranos. Esto es fundamental: cuando se diagnostica a un niño sin tener en cuenta
su historia, se lo está maltratando y se puede contribuir a ocultar un historial de
abu- sos. Niños que son diagnosticados como trastorno por déficit de atención
con hiperactividad (TDAH) porque se mueven, como trastorno oposicionista
desa- fiante (TOD) porque se rebelan, como trastorno de espectro autista (TEA)
porque no hablan o como disléxicos, porque tienen dificultades en el aprendizaje
escolar. Niños a los que se les ha coartado la posibilidad de desplegarse, de sentir su
pro- pio cuerpo, de dar crédito a sus sensaciones y afectos y que terminan siendo
medi- cados, borrando la historia familiar y la suya propia. Sellos que no son
inocuos, que marcan a alguien de por vida y que garantizan el silencio. Al quedar
rotulados como “dis”, la palabra de ellos no es tenida en cuenta, con lo que quedan
silen- ciados y no pueden denunciar los abusos sufridos. Esto nos obliga a realizar un
primer movimiento, que supone que frente a toda consulta se deben instaurar dudas allí
donde había certezas y generar preguntas. En ese recorrido de interrogantes, de dudas,
es donde puede develarse algo que venía ocultándose. 

La violencia tiene diferentes modos de expresión… Cuando uno de los


progenitores abusa de un niño, está suponiendo que ese hijo no es alguien con deseos
propios; no lo reconoce en su otredad, sino que queda ubicado como parte de sí, como
un cuerpo que le pertenece. Es decir, hace un borramiento de sus posibilidades y de su
ser. Y la caricia toma entonces un carácter siniestro; es lacerante, porque no está
enmarcada por la ternura. Una cuestión fundamental cuando hablamos de la
erotización, imprescindible para un niño, es que la que acompaña inevitablemente a los
cuidados maternales está acotada por la ternura, que supone el reconocimiento del otro
y la prevalencia del amor. La ternura implica una especie de sublimación del erotismo y
está moto- rizada por el yo, en un movimiento en el que se considera al otro también un
su- jeto y no puramente un objeto de deseo. No es un pedazo de cuerpo, no es
un órgano, sino un sujeto al que se ama. Cuando hay abuso, la erotización del otro se
realiza poniendo en juego exclusi- vamente los deseos sexuales del adulto, arrasando las
posibilidades psíquicas del niño. La consecuencia no es entonces la instauración del
deseo en el niño, sino su anulación. Si retomamos los desarrollos de Freud y de
Laplanche, podemos decir que la madre, con sus caricias y en la medida en que realiza
los cuidados “maternales” (como alimentar, cambiar, bañar), va a poner en juego su
propia sexualidad y va a irrumpir con ella en el psiquismo infantil, marcando un cuerpo
con zonas de pla- cer y displacer, abriendo zonas erógenas e instaurando por ende la
pulsión sexual en el niño. Pero estas caricias, estos cuidados, están habitualmente
regidos por la ternura. Es la sexualidad del adulto ligada por el reconocimiento del otro
como su- jeto y encaminada a satisfacer las necesidades del bebé. Esto es lo que
plantea Freud cuando habla de que las pulsiones sexuales se apuntalan en las de
autocon- servación (Freud, 1900). Esos cuidados, esas caricias, provocan un “plus de
pla- cer” (Laplanche, 1987), pero cuando las conductas son abusivas, cuando el
adulto pone en juego sus propios deseos sin tener en cuenta al niño como sujeto, no
hay un “plus de placer” que genera el armado deseante, sino una desestimación
del sentir del niño. Lo que predomina entonces es el arrasamiento de todo deseo. En
lugar de la apertura de deseos, lo que se produce es una confusión de sensaciones que
le impiden forjar esos caminos de búsqueda del placer. Hay una expresión de Susana
Toporosi que me parece muy interesante: ella habla de una “expropiación”. “Es como si
la propia pulsión del niño fuera expro- piada y usada por el adulto para su satisfacción”
(Toporosi, 2018, p. 15). Si las propias pulsiones resultan expropiadas, en tanto el niño
quede bajo la égida de las pulsiones del otro, esto puede derivar en anestesia
generalizada. Pue- den ser acariciados sin sentir nada. Ofrecen un cuerpo inerte al goce
del otro. Y esto aparece claramente en las adolescentes que han sido abusadas de
pequeñas, sobre todo cuando este abuso fue realizado por familiares: cuando pueden
comen- zar a tener una vida sexual propia, con un partenaire elegido, se suponen
frígidas, se quejan de no sentir, en tanto sus propios deseos les resultan ajenos. A la
vez, en algunos casos, puede haber una especie de “enloquecimiento” y confusión del
armado pulsional. Lo que se venía construyendo sufre un cata- clismo. Se desatan
sensaciones y urgencias pulsionales que responden ciega- mente a la posesión del
propio cuerpo por parte del abusador. Y la niña o el niño no saben entonces de dónde
viene la urgencia, cuál es la pulsión en juego. O sea, el adulto despierta exigencias de
trabajo a un aparato psíquico que no está en condiciones de digerirlas. Por ende, las
pulsiones sexuales del niño quedan aisladas de lo que es su mundo representacional. Lo
que siente no coincide con lo que puede pensar ni con sus propias fantasías, sino que
hay una imposición de deseos ajenos que lo puede llevar a una suerte de fractura
psíquica. En ese marco, o se anestesia o entra en una excitación imparable, pero en
ningún caso puede se- guir tramitando sus propias urgencias, en tanto está a merced de
otro, que se ha apropiado de su cuerpo y de sus sensaciones. La contradicción entre
sensaciones y afectos, la imposibilidad de poner pala- bras a esto que le ocurre, es
grave. Si tomamos la definición de André Green de la pulsión de muerte como
de- sobjetalizante (es decir, que ataca al hecho mismo del investimiento), desde
el adulto que abusa podríamos pensar en un desinvestimiento del niño como tal,
un ataque a los lazos (Green, 1991) y, por ende, en un predominio de lo mortífero,
en tanto se aniquila al niño como sujeto deseante. En lugar de ayudarlo a tramitar
sus urgencias pulsionales se inoculan otras urgencias, no pasibles de ser
metabo- lizables. En todo maltrato, una de las cuestiones fundamentales es
deshumanizar al otro e impedirle pensar… Que deje de ser humano, que se transforme
en un animal asustado, que deje de lado deseos y pensamientos para estar solo a
merced de otro que detenta el poder. Y esto es fundamental: de lo que se trata es del
poder. Quien usa el cuerpo del otro para su propio goce disfruta no solo de la
satisfacción sexual sino (y muy especialmente) del dominio que ejerce sobre una
persona indefensa, como siem- pre es un niño. La sexualidad del abusador es una
sexualidad degradada, en el sen- tido de que lo que la rige, lo que lo excita, es el dominio
absoluto que ejerce sobre el otro. Esto es muy importante de ser tenido en cuenta, en
tanto muchas acciones violatorias de la intimidad del niño, de su cuerpo y de su mente
(tanto de fami- liares como de personas ajenas a la familia que tienen posiciones de
poder) están regidas por el afán de poder sobre el otro, por el vencimiento de toda
resistencia. También se ve esto en lo que se llama el “derecho de pernada”, que permite
que los señores poderosos dispongan del cuerpo de las mujeres que son sus
súbditas. Si bien es un “derecho” propio del tipo de producción de la Edad Media –
cuando los señores feudales podían desvirgar a cualquier doncella sierva de su feudo
que fuera a contraer matrimonio con uno de sus siervos–, sigue vigente en
algunos lugares en los que el patrón tiene poder absoluto sobre la vida de los
trabajadores de su estancia y desvirga a las niñas cuando entran en la
pubertad. Dominar al otro, mostrar el poder absoluto, provoca en el que lo hace una
sen- sación de omnipotencia que es lo que lo excita. El abuso sexual de un niño
supone siempre el uso de un cuerpo para el propio goce. El abuso sexual tiene otra
característica a tomar en cuenta: mientras que los otros tipos de violencia suscitan con
mayor facilidad el rechazo hacia el que la ejer- ce, en el abuso el niño suele quedar
atrapado en un no saber si lo que sufre es “normal”, si es un ataque o si es una muestra
de afecto. Una niña de cinco años muy inteligente se muestra muy movediza y
malhu- morada. Después de un tiempo, le cuenta a su madre que el tío le mostró los
geni- tales y le pidió que se los tocara, pero cuando los padres se enojan con el tío
y dejan de verlo, como modo de proteger a su hija, la niña se muestra confundida
y comienza a preguntarse si la culpa de que todos se enojaran con el tío será de ella,  si
debería quizá haber callado… La culpa por la idea de haber desencadenado un conflicto
familiar la invade, porque el tío es a la vez una persona querida. Es frecuente que los
niños que han sido abusados entren en un estado de confusión que los puede llevar a
no experimentar sensaciones, a no sentir afectos o a no poder desplegar pensamientos.
Y esto puede derivar en que los profe- sionales que solo miran los síntomas los
diagnostiquen, sin considerar que mu- chas veces los malestares de un niño tienen que
ver con el contexto, con su his- toria, con aquello que no puede traducir en palabras, por
lo menos mientras no haya nadie que lo escuche. Podemos afirmar que, en el caso del
abuso, es frecuente que se combinen: a. Un “exceso” de estímulos imposibles de
tramitar en soledad, que dejan al niño desarmado, lesionado y lo llevan a expulsar lo
inscripto, a desinvestir las propias representaciones, dejándolo en estado de confusión.
Si el niño queda a merced de una exigencia pulsional que le viene desde afuera, pero en
un externo que se le vuelve interno, placer y dolor, angustia y desazón se le mezclan y
no puede dar cuenta de sus propias sensaciones y afectos. b. La desmentida por parte
de los adultos que rodean al niño, que suelen no registrar (o desmentir) el abuso.
Cuando esto es así, quedan las marcas de un trauma por abandono. Al suceso
traumático del abuso se suma otro trauma: el que no le crean y lo dejen solo con sus
vivencias. Por eso es fundamental que cuando habla, con su propio lenguaje, su decir
sea escuchado. Si nadie se ano- ticia de lo que le ocurre, esto puede derivar en una caída
de las investiduras, en un funcionamiento apático, desvitalizado. La desmentida y
desestimación de sus palabras termina de configurar un círculo del que el niño no tiene
salida. Eso también marca una diferencia importante entre las consecuencias del
abuso sexual cuando los otros le creen respecto de cuando es silenciado. Si bien
el abuso siempre implica una situación traumática, en el primer caso podrá
ser elaborada, mientras que en el segundo persiste como aquello que sigue
estando vigente sin poder ser ubicado en el pasado. Es un presente permanente.
Esto suele ocurrir cuando el abuso fue perpetrado por un familiar y a eso entonces se le
suma la ambivalencia del niño, que puede dudar de sus propios recuerdos. c. Un
movimiento denigratorio, que trae consecuencias sobre la constitución identitaria. ¿Él se
merece esto por algún motivo que no llega a comprender? ¿Es él el provocador? Estas
son preguntas que retornan y sumen al niño en el des- concierto en relación a sus
propios actos y pensamientos. Generalmente, el abusador lo ubica como el “elegido”, el
más querido o el que debe aceptar todo lo que se le hace porque eso es “natural” (como
los padres que le dicen a su hija que eso es lo que hacen todos los padres con sus hijas)
o, a veces, aparece como castigo por haberse portado mal. Esto último está bastante
instalado so- cialmente y se evidencia cuando se supone que las púberes excitan a los
otros por cómo se visten o cómo actúan, lo que no es más que un modo de justificar la
perversión de los adultos.  Es por eso también que los niños que han sufrido abuso
sexual suelen aceptar cualquier etiqueta que se les coloque, pasivamente, en tanto
quedan en un estado en el que no saben muy bien quiénes son. Dado que la asimetría
entre el niño y el adulto es muy grande, en tanto este aparece como dueño de un poder
omnímodo, el niño puede escuchar la palabra del otro como portador de un saber
absoluto sobre lo que a él le sucede.  

EL ABUSO SEXUAL Y LA CONSTITUCIÓN PSÍQUICA  

Conocer los efectos del abuso sexual en la estructuración subjetiva, poder otor- garle la
palabra a un niño escuchando sus diferentes lenguajes, así como detectar y denunciar
las violencias a las que queda sujeto son modos de desarmar el cir- cuito, de permitirle
armar nuevas tramas y reubicarse como sujeto. Tenemos que tener en cuenta que, en el
armado psíquico, que un niño sea abu- sado sexualmente produce efectos
desorganizantes. En un inicio, las caricias maternas facilitan la apertura de las zonas
erógenas, transformando un cuerpo de necesidad en un cuerpo deseante. Pero, si en
lugar de caricias marcadas por la ter- nura y la preocupación por el bienestar del otro
(con la satisfacción de las pul- siones de autoconservación del niño), el adulto busca su
propio placer y usa al cuerpo del niño para su propia satisfacción, sin tomar en cuenta
sus ritmos ni sus tiempos, se podrá producir un estallido interno que deje a este a
merced de una excitación que no puede ser tramitada. Cuando las zonas erógenas se
ligan y el otro como espejo le devuelve una representación de sí, unificadora, si esa
mirada refleja el lugar de un objeto sexual y no de un semejante diferente, ¿cómo
constituirse narcisísticamente? ¿Cómo suponerse valioso y comenzar a considerarse
sujeto si se es un puro objeto del goce del otro? Y, cuando se hace necesaria la
incorporación de normas y se comienza a estruc- turar la divisoria intersistémica, con la
diferencia Inc y Prcc, ¿cómo hacerlo, si el que debería transmitir las normas no las
sostiene? Lo reprimido se transmite a tra- vés de las generaciones. Como plantea
Aulagnier: La función represora es un invariante trascultural. Toda cultura se basa en
deter- minadas prohibiciones que ella debe respetar y que deben ser interiorizadas, si no
por la totalidad, al menos por la mayoría de los sujetos (Aulagnier, 1984, p. 240).  Una
cuestión a tener en cuenta es que, además de la singularidad de cada niño, de la
posibilidad que cada uno tenga de contar lo vivenciado, hay diferencias que tienen que
ver con distintos momentos de la estructuración psíquica. Así, un niño pequeño
reiterará su denuncia y se la contará a todos una vez que se lo ha escu- chado. Es un
niño que pudo liberar algo “atragantado” y, al comprobar que el adul- to no se enoja con
él sino que le da crédito, que lo ayuda a poner en palabras lo que siente pero no puede
decir; al ver que hay alguien que puede mirar esos jue- gos, dibujos o gestos, preguntarle
si lo que está contando es tal cosa y hablarle de lo que a él le pasa con eso, ese niño
repetirá lo dicho en todos los lugares que transite. Al contrario, para un niño ya marcado
por la represión resulta complejo volver a contar lo sucedido; se le mezclan sensaciones
de vergüenza y pudor y, si las normas han sido internalizadas antes del abuso, culpa…
De este modo, le va a costar sostener lo dicho. Es más, es posible que se disocie la
representación del afecto por efecto de la represión y que no pueda recordar lo
vivenciado, en tanto aparecen recuerdos encubridores. Por eso es importante tomar en
cuenta las pri- meras declaraciones de un niño, sus primeros relatos, porque es posible
que des- pués se niegue a reiterarlos. También es muy importante conocer las
diferencias entre la sexualidad infantil y la adulta. En la infancia, la sexualidad se
manifiesta a través de pulsiones parciales que se organizarán de un modo particular con
la conflictiva edípica, pero que seguirán teniendo una lógica muy diferente a la de la
sexualidad adulta, en tanto no están regidas por la genitalidad. Algo que tenemos que
tener en cuenta es que las niñas durante la infancia y la niñez tienden a seducir a los
adultos, seducción que es un modo de buscar el amor y la mirada del otro. En la
búsqueda de ser amadas, las niñas (y a veces los niños) pueden buscar la aprobación
por parte de los adultos, sobre todo los adul- tos investidos libidinalmente,
demostrando su afecto pero también intentando semejarse a la madre o a las mujeres
que supone que son deseadas por el padre. Esto es algo que lleva a los abusadores a
“justificar” su conducta en que la niña lo ha “provocado”. Es muy importante considerar
que en el vínculo niña/o-adulta/o la prohibición del incesto y de toda relación erótica
tiene que ser sostenida por el adulto. La diferencia generacional marca la prohibición. El
niño debe instaurar una separación entre el espacio del pensamiento y el espacio de lo
reprimido, pero, para eso, otro deberá sostener la represión de sus propios deseos
reprimidos. Así, afirma Aulagnier: El yo parental, merced a una represión ya producida,
ignora las aspiraciones pulsionales que expresan las declaraciones de amor del yo
infantil. La prohi- bición no debe caer sobre el enunciado de ese amor, sino sobre las
manifes- taciones de un placer pulsional y de una procura de ese placer cuya
signifi- cación erótica ya no puede escapar al prohibidor (Aulagnier, 1984, p.
243).  Cuando, en lugar de este movimiento, lo que hace el adulto es instar a ese niño a
un contacto sexual, en lugar de la represión puede instalarse una expulsión
de pensamientos, que perturba la capacidad de sublimar. El modo en que se instaura la
represión implica que sea el adulto quien trans- mita lo propio reprimido; de esa
manera, posibilita la organización de la represión y la divisoria intersistémica en el niño.
Y esto es clave para el armado del proceso secundario y, por ende, para las posibilidades
de aprender. También es preciso tener en cuenta que la lógica infantil es muy diferente
de la del adulto y, por ende, al exigir un relato “coherente”, estamos desconociendo
que los modos de razonar y transmitir pueden ser otros, sobre todo en la
primera infancia.  

LOS EFECTOS DEL ABUSO SEXUAL  

Si no queremos caer en “diagnosticar” trastornos cuando aparecen ciertas con- ductas,


deberemos tener en cuenta que estas pueden tener múltiples determi- naciones y que
entre ellas pueden encontrarse diferentes formas de violencias sufridas, entre ellas el
abuso sexual. El modo de prevenir esto es rastrear la his- toria familiar y darle tiempo a
un niño para que manifieste lo que siente y piensa, sin suponer a la vez que tenemos
que ser detectives en busca de violencias. Pero hay algunas consecuencias del abuso
que suelen derivar en etiqueta- mientos que terminan de ocultar el sufrimiento infantil y
que tenemos que tener en cuenta:  

1. Anestesia afectiva y abroquelamiento en las sensaciones. 

En tanto han sufrido un exceso de estímulos no tramitables, son niños que quedan


anestesiados, con una parte muerta. El abuso, siempre, supone un exceso de excitación
impo- sible de ser metabolizado que puede llevar a un encierro y, en tanto se
que- braron barreras de protección antiestímulo, el niño puede armar una coraza
pro- tectora con sus propias sensaciones. Esto puede ser confundido con
defensas autistas. Y, en los tiempos actuales, se los cataloga como TEA (trastorno
de espectro autista). A la vez, predomina el no registro de afectos. El niño perma- nece
como un muerto-vivo, a disposición del otro, lo que puede suponerse como
corroboración de ese diagnóstico. También puede haber una retracción libidinal. Esta
situación puede provocar que ese niño sea ubicado como “tras- torno de espectro
autista”, en tanto ha construido una especie de fortaleza defensiva, un caparazón
interno para no sentir el dolor y no recordar. Si nada  puede ser dicho, el niño puede
dejar de hablar, ensimismarse y cortar los vínculos con los otros.  

2. Dificultades en el aprendizaje. 

En tanto aprender es un efecto complejo de múltiples factores y actores diversos, y


además implica la puesta en juego en el niño mismo de diferentes cuestiones (entre
ellas y como fundamental, el deseo de saber), un niño al que se le niega el derecho a
decir y a cuestionar se sentirá muy restringido ese deseo y deberá anularlo, porque
preguntar puede ir acom- pañado de castigos insoportables (reales o imaginarios). Si
hay un tema sobre el cual el decir, interrogar o cuestionar se hace imposible, si hay que
silenciar lo que se vive, esto trae habitualmente serias dificultades para incorporar y
ligar conocimientos, para desplegar saberes previos. Porque, tal como ya señaló Freud,
para pensar es necesario pensar lo placentero y lo displacentero. Estos niños tienen
prohibido pensar acerca de aquello que sufren (muchas veces, a diario) y eso arrastra
todo pensamiento. En esta línea, para aprender hay que poder incorporar elementos
novedosos y ligarlos a otros ya conocidos, esta- blecer conexiones y preguntar.
Cuando hay dificultades para desplegar un pensamiento preconsciente, sostenido en la
traducción de deseos incons- cientes, lo que puede ocurrir es tanto la dificultad para
sostener la memoria como la desinvestidura, la expulsión de toda idea que esté ligada
con aquello que no se puede tolerar ni asimilar. Si todo lo ocurrido debe ser
desestimado y hay que tirar a un agujero sin retorno todos los recuerdos que se
contradigan con el discurso oficial (como en la novela 1984, de Georges Orwell), el pens
amiento no tiene lugar.

Si nos basamos en los desarrollos anteriores, es muy importante considerar el valor del


discurso adulto (sobre todo cuando proviene de otro investido libidinalmente) como
verdad absoluta. Esto puede convertir a un niño en alguien que repita frases
desconectadas de sí mismo, de su funcio- namiento pulsional. Y que repudie sus
recuerdos, dejando vacíos no pensables. Trastornos graves de pensamiento pueden
predominar en estos niños, con “pedazos muertos” a nivel representacional, en tanto
les es necesario deses- timar toda ligazón con lo vivenciado insoportable. Esto acarrea
dificultades de aprendizaje, que pueden ser consideradas como efecto de una dificultad
bioló- gica.  

3. Déficit de atención. 

Hay que tener en cuenta que el abuso implica no solo la expropiación de la vida
pulsional y del cuerpo, sino también la ocupación de la cabeza, de los propios
pensamientos por otros ajenos. También se verifica una especie de inoculación de
fantasías armadas por otro. Todo esto es mucho más evidente cuando el abuso es
sostenido en el tiempo (que es lo habitual). Además, la confusión en relación a la
representación de sí, cuando el niño no sabe si el otro (sobre todo si es un familiar) le
está haciendo algo placentero o terrible, si es un castigo por su maldad o si él es malo
por vivir como dañina esa irrupción del otro, esto trae dificultades para construirse
como sujeto autónomo, dejándolo siempre pendiente de la mirada del otro, de ese
espejo. Un niño así puede ser clasificado como “desatento” (y, por ende, como
trastorno por déficit de atención).  

4. Hiperactividad. 
Los niños que han sido abusados sexualmente pueden tener un movimiento
desorganizado y no dejar de moverse. Al no contar con herra- mientas para metabolizar
la excitación desatada ni llegar a representar sus pro- pias sensaciones y afectos, esa
excitación puede volcarse a una inquietud permanente. A esto se le suma la idea de que
sus cuerpos no les pertenecen, que son un conjunto de urgencias desatadas por otro y
que, por ende, les cues- ta representarlos como totalidad (lo que es imprescindible para
tener movi- mientos organizados). Estos niños pueden ser diagnosticados como
trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH).  

5. Sobreadaptación. 

Algunos niños pueden “portarse bien”, pero denuncian con su cuerpo lo que no pueden


expresar con palabras y se enferman reitera- damente.  

6. Dificultad para organizar un sistema normativo interno, que se manifiesta


en “mala conducta”. 

Ya he explicado que, en tanto las normas se transmiten, si los adultos no las sostienen,


difícilmente puedan posibilitarle al otro su instau- ración. Y en el abuso, la violación de
una norma universal (como es la dife- rencia generacional) es absoluta. Esto puede
derivar en que niños que han su- frido abuso sexual se sometan como máquinas a los
designios de otro, sin poder pensar ni cuestionar (los que se sobreadaptan). Pero
también están aque- llos que se rebelan frente a toda norma y descreen de la palabra de
todo adulto, en tanto sienten que tienen que oponerse a ese poder omnímodo. Son los
que cuestionan, los que pelean contra toda prohibición. Así, hay niños que han
sido catalogados como trastorno oposicionista desafiante (TOD) y que nos
están contando las violencias sufridas con sus conductas. Se mueven como si
estu- vieran en la selva y atacan antes de ser atacados, pues suponen que el único modo
de protegerse del otro es una embestida permanente a todo mandato, en tanto lo
suponen proveniente de una especie de “padre totémico”, avasallante y arbitrario.
Después de haber sido abusado, confiar en otro adulto no es fácil. Si el niño se sintió a
merced de otro, objeto del goce del otro y humillado, puede rebelarse a cualquier
mandato, suponiendo que proviene de alguien que lo quie- re usar para sus propios
fines. Es interesante en ese sentido diferenciar, como hace Bleichmar (2016), el abuso
violento (que es vivido como sometimiento y que desencadena afectos como el asco, la
humillación y la rabia) de aquel en el que hay seducción por parte del adulto y el niño no
sabe si lo que le pasa es algo interno o externo, bueno o malo, y tampoco puede
oponerse. En el primer caso, pueden aparecer estas conductas desafiantes, que son el
modo en que el niño protege su armado narcisista frente al arrasamiento del otro. En el
se- gundo, puede someterse a las normas, pero sin lograr internalizarlas. El vínculo pasa
a ser indiscriminado, incestuoso e imposibilita la separación. Muchas veces, cuando un
niño intenta sostenerse a través de la pelea, el desafío es sancionado, considerado un
problema y un riesgo para los adultos; sus vín- culos con otros son atacados por el
temor a que los secretos sean develados. Además, no se promueve el juego, en tanto los
niños suelen repetir en sus jue- gos todos los sucesos que les han impactado, lo que
supone un riesgo para el pacto de silencio que se ha establecido.  tiempos, se podrá
producir un estallido interno que deje a este a merced de una excitación que no puede ser
tramitada.

Cuando las zonas erógenas se ligan y el otro como espejo le devuelve una representación de
sí, unificadora, si esa mirada refleja el lugar de un objeto sexual y no de un semejante
diferente, ¿cómo constituirse narcisísticamente? ¿Cómo suponerse valioso y comenzar a
considerarse sujeto si se es un puro objeto del goce del otro?

Y, cuando se hace necesaria la incorporación de normas y se comienza a estructurar la


divisoria intersistémica, con la diferencia Inc y Prcc, ¿cómo hacerlo, si el que debería
transmitir las normas no las sostiene? Lo reprimido se transmite a través de las
generaciones. Como plantea Aulagnier:

La función represora es un invariante trascultural. Toda cultura se basa en determinadas


prohibiciones que ella debe respetar y que deben ser interiorizadas, si no por la totalidad, al
menos por la mayoría de los sujetos (Aulagnier, 1984, p. 240).

Una cuestión a tener en cuenta es que, además de la singularidad de cada niño, de la


posibilidad que cada uno tenga de contar lo vivenciado, hay diferencias que tienen que ver
con distintos momentos de la estructuración psíquica. Así, un niño pequeño reiterará su
denuncia y se la contará a todos una vez que se lo ha escuchado. Es un niño que pudo
liberar algo atragantado y, al comprobar que el adulto no se enoja con él sino que le da
crédito, que lo ayuda a poner en palabras lo que siente pero no puede decir; al ver que hay
alguien que puede mirar esos juegos, dibujos o gestos, preguntarle si lo que está contando
es tal cosa y hablarle de lo que a él le pasa con eso, ese niño repetirá lo dicho en todos los
lugares que transite. Al contrario, para un niño ya marcado por la represión resulta
complejo volver a contar lo sucedido; se le mezclan sensaciones de vergüenza y pudor y, si
las normas han sido internalizadas antes del abuso, culpa… De este modo, le va a costar
sostener lo dicho. Es más, es posible que se disocie la representación del afecto por efecto
de la represión y que no pueda recordar lo vivenciado, en tanto aparecen recuerdos
encubridores. Por eso es importante tomar en cuenta las primeras declaraciones de un niño,
sus primeros relatos, porque es posible que después se niegue a reiterarlos.
También es muy importante conocer las diferencias entre la sexualidad infantil y la adulta.
En la infancia, la sexualidad se manifiesta a través de pulsiones parciales que se
organizarán de un modo particular con la conflictiva edípica, pero que seguirán teniendo
una lógica muy diferente a la de la sexualidad adulta, en tanto no están regidas por la
genitalidad.
Algo que tenemos que tener en cuenta es que las niñas durante la infancia y la niñez tienden
a seducir a los adultos, seducción que es un modo de buscar el amor y la mirada del otro.
En la búsqueda de ser amadas, las niñas (y a veces los niños) pueden buscar la aprobación
por parte de los adultos, sobre todo los adultos investidos libidinalmente, demostrando su
afecto pero también intentando semejarse a la madre o a las mujeres que supone que son
deseadas por el padre. Esto es algo que lleva a los abusadores a justificar su conducta en
que la niña lo ha provocado. Es muy importante considerar que en el vínculo niña/o-
adulta/o la prohibición del incesto y de toda relación erótica tiene que ser sostenida por el
adulto. La diferencia generacional marca la prohibición.
El niño debe instaurar una separación entre el espacio del pensamiento y el espacio de lo
reprimido, pero, para eso, otro deberá sostener la represión de sus propios deseos
reprimidos. Así, afirma Aulagnier:
El yo parental, merced a una represión ya producida, ignora las aspiraciones pulsionales
que expresan las declaraciones de amor del yo infantil. La prohibición no debe caer sobre el
enunciado de ese amor, sino sobre las manifestaciones de un placer pulsional y de una
procura de ese placer cuya significación erótica ya no puede escapar al prohibidor
(Aulagnier, 1984, p. 243).
Cuando, en lugar de este movimiento, lo que hace el adulto es instar a ese niño a un
contacto sexual, en lugar de la represión puede instalarse una expulsión de pensamientos,
que perturba la capacidad de sublimar.
El modo en que se instaura la represión implica que sea el adulto quien transmita lo propio
reprimido; de esa manera, posibilita la organización de la represión y la divisoria
intersistémica en el niño. Y esto es clave para el armado del proceso secundario y, por
ende, para las posibilidades de aprender.
También es preciso tener en cuenta que la lógica infantil es muy diferente de la del adulto
y, por ende, al exigir un relato coherente, estamos desconociendo que los modos de razonar
y transmitir pueden ser otros, sobre todo en la primera infancia.

7. En algunos casos se da la repetición de la escena. Un niño puede repetir vivencias de sus padres o


abuelos que le han sido transmitidas sin palabras. En esta repetición puede haber, tal como plantea
Freud, un intento ligador. Pero en el caso de los niños abusados desde momentos muy tempranos de su
vida, la repetición, más que de un vínculo doloroso, es repetición de un dolor arrasante y de un
vaciamiento representacional. Y esto puede llevar a que no haya repe- tición en el juego o en conductas
autoeróticas, sino que estas se den, textual- mente, con otro niño. Frente a los agujeros de pensamiento y
el exceso de sen- saciones sin palabras, el niño puede paralizarse, pero también puede actuar
lo vivenciado. Es decir, cuando un niño ha vivido situaciones de violencia, tenderá a reprodu- cirlas. Si
puede hacerlo a través del juego, irá elaborándolas. Pero muchas veces lo que ocurre es que el niño no
puede armar juego, marcado por lo disruptivo del maltrato, y reproduce la escena textualmente. A través
de un acto por el que son ellos los que anulan la subjetividad del otro, repitiendo lo vivido, pasan a
sentirse existiendo; es decir, se constituyen ellos como sujetos. Para alguien que no ha sido registrado en
su sufrimiento se hace difícil identificarse con el sufrimiento ajeno y poder cuidar al otro. Y en el estado de
confusión en que muchos de estos niños caen cuando el abusador no es sancionado (cuando son ellos
los que pierden vínculos y referentes, mientras que el mundo adulto desprotege), repetir el acto sobre otro
niño puede ser un modo de relatar lo vivido (en tanto palabra y juego han estado obturados o no  han sido
escuchados) y gritar el sufrimiento. Curiosamente, los niños que repiten con otros lo sufrido suelen ser
más sancio- nados que los adultos, como si al momento de juzgarlos se desconocieran
sus padecimientos.  

DE TRANSFERENCIAS Y RESISTENCIAS  

Por todo esto, la responsabilidad que tenemos los profesionales es enorme. Frente a cada consulta, poder
escuchar el dolor de un niño, devolver la esperanza, abrir caminos y encontrar los modos en los que ese
niño se ubique como sujeto, fuera de un diagnóstico invalidante, son cuestiones que los psicoanalistas
esta- mos en condiciones de hacer. Si un niño es borrado en su subjetividad, difícilmente podrá atender,
aprender, jugar, etcétera. Nuestra tarea es volver a ubicarlo como tal y sacarlo de toda clasifi-  cación, de
todo encasillamiento. Es fundamental el rol que el entorno pueda jugar en tanto testigo vivo de los
en- cuentros catastróficos del niño. Y, en este sentido, es crucial el valor de los testi-  monios, el que haya
otros que puedan poner palabras y hacer relatos. Además, el abuso sexual no suele sancionarse con la
misma facilidad que los golpes, lo que deja al niño muy desprotegido, porque a su confusión interna se
le suma esta situación en la que el mundo adulto duda de su palabra y minimiza los efectos. Es decir,
suele haber una naturalización del abuso y una tarea es desnatu- ralizarlo. Para ello, el psicoanalista
deberá pensar al niño como posible constructor de una historia, pero sobre todo deberá posicionarse
como el que va al encuentro de otro, sin certezas previas. A veces la pregunta es cómo historizar, cómo
develar lo que ocurrió, respetando los tiempos del niño. Recordar lo doloroso es imprescindible para
ligarlo, pero tenemos que hacerlo en un recorrido en el que no forcemos a un niño a revivir lo sufrido
compulsi- vamente, sino acompañarlo en la tarea de ir recordando, ligando, armando tramas donde
quedaron agujeros, yendo y viniendo, respetando ritmos y defensas, para que se vaya escribiendo una
historia que permita desplegar un futuro. Los niños abusados suelen plantearnos dificultades
transferenciales. Por un lado, ¿cómo confiar en otro adulto? Es frecuente que ellos estén confundidos
entre la lealtad al abusador y la indefensión y el rechazo que sienten frente a él. A la vez, en el
psicoanalista se movilizan angustias infantiles, escenas de terror e inermidad y sentirá horror cuando la
historia se vaya develando. Trabajar estas cuestiones en nosotros mismos y en el vínculo con los niños es
crucial en el tra- bajo con ellos. Es muy posible que el niño transfiera al analista la imagen de ese adulto
temido, pero también es importante la actitud del analista. Si este no es intrusivo, si no se acerca
corporalmente, si respeta cuestiones tan básicas como que un niño no tiene por qué saludar con un beso,
podrá dar lugar a la construcción de una nueva imagen. Y están las resistencias: del entorno (que puede
sostener la desmentida); del niño, enfrentado a un dolor que se resiste a recordar y del analista, que
preferiría meterse en otros escenarios. Todas cuestiones a trabajar… Entonces, tenemos que ayudar a los
niños a salir de los infiernos de la violencia en sus diferentes formas, brindándoles una mirada y un oído
subjetivantes para ayudarlos a construir un lugar en el mundo.
Capítulo 8
PATOLOGÍAS GRAVES EN LA INFANCIA

Si la infancia es devenir, cambio, ¿qué ocurre cuando nos encontramos con niños en los
que la vitalidad está ausente, que no hablan ni juegan, o con aquellos que no pueden
controlar su cuerpo o en los que insiste un movimiento estereo- tipado? Venimos
diciendo que todo niño es un sujeto en devenir. Sin embargo, hay dos ideas que insisten
cuando se consulta por un niño al que se le suponen dificul- tades severas: la exigencia
de que se cure con urgencia y la fantasía de cronicidad. Y, como afirmamos en el primer
capítulo, nos encontramos con una paradoja: es fundamental detectar patología
psíquica tempranamente para poder trabajar en los primeros tiempos de la
estructuración psíquica, antes de que la repetición se haya instalado con fuerza, pero, a
la vez, esto puede coagular el devenir. Es decir, detectar patología es diferente a colgar
un cartel, a plantear un trastorno como un sello inmodificable. Detectar dificultades
implica poder descubrir qué es lo que ese niño tiene para decir, qué conflictos está
manifestando. Por lo contrario, clasificarlo, catalogarlo, supone despojarlo de su
subjetividad como ser singular.  

LAS PATOLOGÍAS “GRAVES”  

Muchas veces nos consultan por niños que están severamente perturbados. Otras, los
padres llegan desesperados suponiendo que lo que le ocurre al niño es “gravísimo” y
nos encontramos con dificultades menores, reactivas a situaciones del contexto, o a
conflictos no resueltos con relación al crecimiento. Entonces, ¿qué es lo “grave” en un
niño? ¿De qué “gravedad” se habla? Quizás de un malestar que se impone cuando algo
no encaja en lo esperable, cuando un niño no responde a las expectativas o cuando un
funcionamiento infan- til nos perturba. Frente a estos desvíos, la sociedad tiende a
rigidificar lugares, a impedir modifi- caciones, a coagular diferencias. 

“En mi  opinión,  no fue totalmente positivo el hecho de que Kanner haya denominado


autistas´´ a tales casos, ya que esa etiqueta daba a los pediatras, habituados como estaban
a las entidades nosológicas, una pista falsa que empezaron a seguir con demasiado gusto,
lo que a mi parecer es una lástima. Ahora podían buscar casos de autismo y acomodarlos
fácilmente en un grupo cuyas
fronteras eran artificialmente  claras”  (Winnicott, D. W., 1968, 100). 

Si pensamos al niño como un ser sufriente, deseante, como un sujeto en deve- nir, la


cuestión es trabajar para impedir que quede fijado a funcionamientos auto- destructivos.
Es por esto que prefiero no ponerle sellos a lo que le pasa para que una sigla no opere,
en los otros y en mí misma, como una pared que impida cono- cerlo. Y elijo poner en
duda todo “diagnóstico” invalidante, suponiendo que todo niño tiene posibilidades
impensadas. ¿Cuántas veces, un niño que ha sido rotulado como psicótico o débil
mental tiene una evolución excelente a partir del tratamiento psicoanalítico, cuando
al- guien acepta “hacerse cargo” y reubicar las dificultades, abriendo puntos
suspen- sivos con relación al diagnóstico y al pronóstico? (17) También es habitual que
la gravedad de un trastorno se mida más por aquello que resulta insoportable a los
adultos que por el sufrimiento del niño. Sujeto en estructuración… y por ende con
múltiples posibilidades. Sin embargo, a veces, más que un sujeto, un niño parece un
muñeco, o una planta… Y, entonces, la primera tarea será humanizarlo… Niños que no
hablan, que no juegan, que no establecen relación con otros o que entran en estallidos
de terror con la mirada fija en un punto en el que nosotros no vemos nada. Niños que
nos exigen pensar las determinaciones, pero también las interven- ciones a
realizar. Tolerar idas y vueltas, sostener la conexión, posibilitarle a un niño regresiones
y progresiones, es parte de la tarea analítica. Y es claro que es absolutamente dife- rente
el recorrido que se realiza desde posiciones en las que lo que importa es la conducta,
tratamientos en los que se suele “robotizar” a un niño, al camino que hace un
psicoanalista, cuyo objetivo es subjetivarlo. Si tomamos la etimología de la palabra
“robot”, nos encontramos con que se relaciona con la servidumbre feu- dal, el trabajo
servil de la gleba. Niños, entonces, siervos de los mandatos de “salud” de una sociedad
normatizante. Podemos recordar aquí lo que plantea P. Aulagnier: “…la supuesta transf
ormación definitiva del cuerpo en una máquina programada por otro supondría que uno
pudiera  excluir a ese ‘delegado’ que el cuerpo envía a la psique, para que esta, informada
de sus  necesidades, las transforme en una representación pulsional que metabolice la
nece- sidad del cuerpo en necesidad libidinal. La ausencia de ese delegado traería consigo
la  exclusión de toda representación del afecto, es decir de toda fantasmatización que
to-  mara en préstamo sus materiales de la imagen de cosa corporal. Ahora bien, a falta
de  esos materiales, simplemente no habría fantasma; sería entonces un
funcionamiento mental en que sólo tendrían sitio construcciones ideicas cuya carga
afectiva dependería exclusivamente del juicio que sobre ellas pronunciara el que las oye y
a quien están diri- gidas”  (Aulagnier, P., 1984, 232). Remarco: no habría fantasma. Es
decir, un niño puede funcionar con conductas adaptadas, sin ligazón con sus afectos y
sin producción fantasmática. Pero enton- ces, frente a cualquier cambio o frente a las
transformaciones inevitables de la vida (en especial en la pubertad), el aparato armado
se rompe en pedazos o se rigidifica totalmente. Y el funcionamiento “adaptativo” se
derrumba y aparece el caos. Todo sujeto, además, está sujetado a avatares de los otros.
Por lo que considero insoslayable, en el caso de las patologías graves, el tema del
entorno. Pero a la vez el niño transforma lo percibido a partir de su propia
posibilidad inscriptora y ligadora. Hay un “efecto de interpenetración entre  un enunciad
o de valor identificante, pronunciado por una voz particularmente investida y la vivencia
emo- cional del niño en el momento en que la oye; en el momento en que, yo diría,
queda  impresionado” (P. Aulagnier, 1984, 32). La cuestión es, entonces, más allá de
rótulos, determinar las conflictivas en juego. Para poder pensar las intervenciones en
estos casos, es fundamental conocer los momentos de la constitución psíquica y tener
en cuenta que armar una trama 
es diferente a develar una historia. Armar una trama implica, muchas veces, deve- lar
muchas historias (en el niño y en sus padres) para poder construir una dife- rente.  

ALGUNOS INDICADORES  
Hay algunos observables, algunas conductas que pueden preocuparnos, pero hay que
tener en cuenta que estos indicadores no nos remiten a la “gravedad” o no de la
situación, sino que son sólo un indicio que abre preguntas. Así, en cada mo- mento, y
sobre todo durante los primeros años, algunas cuestiones pueden lla- marnos la
atención. Resumiré algunas. Durante el primer año de vida: 

•la mirada vacía, 


•la ausencia de mímica y gestos de llamada, 
•la insensibilidad a las estimulaciones auditivas, 
•la falta de sonrisa frente al rostro humano, 
•que no siga a la madre con la mirada, 
•enfermedades psicosomáticas a repetición. 
 A fines del primer año: 
•que no reconozca la presencia del padre (o de algún otro significativo), 
•que no se angustie frente a la ausencia materna, 
•que no tenga gestos de alegría frente a su imagen en el espejo, 
•trastornos del sueño (en forma permanente), 
•trastornos de la alimentación (en forma permanente), 
•que no responda a la mención de su nombre, 
•retrasos significativos en la adquisición de la motricidad. 
 A partir de los dos años: 
•que no reaccione frente a la separación de la madre, 
•que no haya esbozos de lenguaje (como nombrar objetos) ni comunicación alguna, 
•que no pueda armar juegos imitativos, 
•que no diferencie entre lo animado y lo inanimado y, especialmente, entre lo vivo y lo
inerte, 
•que utilice el cuerpo del otro como parte de su propio cuerpo, 
•ansiedad catastrófica frente a modificaciones formales. 
 A partir de los tres años: 
•que no intente conectarse con otros niños, 
•que no manifieste curiosidad por lo novedoso, 
•que entre en estados de terror con frecuencia, 
•que no soporte estar con otro que no sea la madre, 
•que no diferencie familiar y extraño, 
•que predominen la tristeza y la apatía, 
•ausencia de registro de frío, calor, dolor, etcétera. 
 A partir de los cuatro años: 
•que el tipo de contacto sea estilo “robot”, 
•que esté en estado de alerta permanente, 
•ausencia de juegos dramáticos (no comprensión del “como si”), 
•lenguaje confuso, bizarro o ecolálico, 
•actos estereotipados, 
•golpes y accidentes frecuentes. 
 A partir de los cinco años: 
•que no juegue con otros niños, 
•que confunda fantasía y realidad, 
•que no pueda realizar transacciones frente a la frustración. 

 Estos son solo indicadores que nos llevan a formularnos preguntas, a observar, sin
apresurarnos en sacar conclusiones a las que sólo podríamos acceder con
una observación rigurosa del niño y de su familia durante un tiempo prolongado, en
un proceso diagnóstico en el que el niño sea escuchado en sus múltiples modos
de decir. (18) Además, si bien ubiqué los signos de acuerdo con edades cronológicas,
sabe- mos que cada niño tiene sus tiempos, sus ritmos y que el crecimiento no
es homogéneo ni simultáneo en todos los aspectos, sino que tiene que ver
con momentos estructurantes. Es más, muchas veces hay una confusión que lleva a que
se consulte con urgen- cia porque un niño de tres años no se adapta al jardín de
infantes, o no dibuja, o no acata normas, o no se concentra en ninguna actividad, y allí
uno de los pro- blemas que se hace evidente es la dificultad de los adultos para pensar al
niño desde la lógica infantil (una lógica diferente a la de los adultos), y en su
singu- laridad, como sujeto marcado por sus propios conflictos y por los de los otros.
No todos los niños tienen las mismas adquisiciones en el mismo momento y no todos
aceptan placenteramente lo que la sociedad les impone. Y esto en sí no im- plica
patología “grave”. Si nos corremos de lo meramente descriptivo y pensamos en
términos de es- tructuración psíquica, podemos hablar de que prevalecen los
trastornos: 

•en la constitución de los ritmos, 


•en la constitución de ligazones que operen como inhibidoras del desborde pulsional y
de la descarga a cero, 
•en la diferenciación adentro-afuera, 
•en la erotización, 
•en la articulación de las zonas erógenas, 
•en la constitución del yo, 
•en el armado de un continente diferenciado de un contenido, 
•en la diferenciación yo-no yo, 
•en la constitución de una imagen unificada de sí, 
•en los esbozos de armado de representaciones preconscientes, en la represión de
algunas mociones pulsionales. 

Esta enumeración de aquello que podemos diagnosticar no implica la inmovi- lidad del


trastorno. Todo diagnóstico de dificultades es un corte transversal, y por ende
temporario, en un proceso en el que pueden predominar las transfor- maciones, lo que
llevaría a plantear un pronóstico positivo. Cuando lo que insiste es la repetición ciega, la
inmovilidad de un funcionamiento idéntico a sí mismo, entonces sí tenemos que pensar
en la “gravedad” de una situación que involucra al niño y a su entorno. Situación
familiar y/o social que facilita o promueve ciertos modos defensivos y de satisfacción
pulsional. Los padres inciden en el niño y las vivencias tempranas ocupan un lugar
funda- mental, pero no es solo lo externo lo que determina el funcionamiento
psíquico. En principio, es un interno-externo indiferenciado, pero en el que no podemos
elu- dir el poder creativo de la psiquis. El niño tranforma lo percibido a partir de su
propia posibilidad inscriptora y ligadora. ¿Qué escucha él de los padres, cómo los ve?
¿Qué es lo que él hace
con esa realidad? “Nuestra  teoría nos aporta una certidumbre sobre la relación existent
e  entre la psique del infans y del niño y la psique parental, sobre la importancia que
cobra para la del infans lo que él representa en la economía libidinal de la madre y del
padre, pero no podemos pre-conocer qué forma de compromiso, de reorganización, de
desorga- nización ha de resultar de ahí para cada uno de esos dos yo, que tienen la tarea
de  administrar su  respectivo capital libidinal” (Aulagnier, P., 1984, 191). Tomando esta
idea, podemos plantear que, trabajando sobre lo que el niño representa en la economía
libidinal de la madre y el padre (que suelen sostener representaciones diferentes),
abrimos un camino transformador, pero que no podemos prever los movimientos
organizadores y reorganizadores en el niño mismo. Es frecuente, cuando las dificultades
son severas y los padres se sienten impo- tentes, que depositen al hijo en el tratamiento
o que mantengan certezas delirantes acerca de la evolución del niño. Que exijan,
critiquen y boicoteen simultá- neamente. Y que entren en crisis si el niño comienza a
discriminarse. Y todo esto deberá ser tomado en cuenta para trabajar con ellos las
angustias y terrores que el vínculo con el analista del hijo desata en ellos. Angustias que
serán en parte una repetición de lo vivenciado con el hijo. Pero es en el trabajo con el
niño mismo, a partir de un vínculo que se da de un modo particularmente intenso en
estos casos, que vamos escribiendo con él una historia, muchas veces allí donde no se
había escrito ninguna. Todo esto nos marca lo impredictible de la evolución de un niño y
de cómo el tema parece ser, siempre, apostar a las posibilidades creativas. La
sexualidad, como marca constitutiva de lo inconsciente, se despliega. Sexua- lidad que
presupone inscripción y ligazón de lo que irrumpe desde el otro. Otro que es la propia
pulsión, como urgencia interna-externa y el psiquismo materno- paterno, como lo
insoslayable.  

¿AUTISMO O AUTISMOS?  

Considero que las psicosis infantiles son trastornos severos en la constitución psíquica.


Y que el autismo muestra uno de los modos más primarios de estos tras- tornos, que se
refiere a fallas muy tempranas en la estructuración de la subje- tividad, con un elemento
distintivo: la incapacidad para comprender el vínculo hu- mano. Son niños que suelen
tener buena relación con las máquinas, que pueden desarmar y armar aparatos, que
generalmente no hablan o tienen un lenguaje ecolálico o utilizan estereotipadamente
algunas palabras o frases, que necesitan que todo quede inmutable y que no se
conectan con otros. También pienso que más que autismo hay autismos, en tanto son
muchas las diferencias que encontramos entre los niños que son diagnosticados de
este modo. La sintomatología es muy variable, y también la evolución a lo largo
del tratamiento. Así, un niño puede pasar de la intolerancia al contacto con otro a la
exigencia de contacto con partes del cuerpo del otro o a la insistencia en una relación
fusional. Y suelen fluctuar entre una supuesta autosuficiencia y estallidos de terror
(sobre todo, cuando se lo fuerza al
contacto). En el Tratado de psiquiatría del niño y del adolescente (Lebovici; Diatkine; So
ulé, 1988, Tomo III, 245/293) se afirma que, en sus múltiples formas, es la
expresión manifiesta de un modo del funcionamiento mental. Las características que
describen los autores son: la mirada vacía, la ausencia de mímica y gestos de llamada, la
insensibilidad a las estimulaciones auditivas, las reacciones emocionales extrañas
(ausencia de caprichos, de angustia de los ocho meses, etc.), los desbordes frente a una
pequeña modificación en el ambiente, la no diferencia entre familiar y extraño, entre la
presencia y la ausencia materna, entre lo animado y lo inanimado y, especialmente,
entre lo vivo y lo inerte, movi- mientos estereotipados, utilización del cuerpo del otro
como instrumento y movi- mientos de rotación, importancia del espacio
(reconocimiento de formas geomé- tricas y ansiedad catastrófica frente a modificaciones
formales), ausencia de acti- vidad autoerótica y resistencia al sufrimiento. Frances Tustin
habla del terror a “desaparecer”, a caer sin fin en un “agujero negro” (Tustin, F., 1981,
1987, 1990). La separación de la madre suele ser vivida como un “ser arrojado”, sin
ser simbolizada. Nos encontramos también con que prevalecen las sensaciones de
torbellino (giran sobre sí mismos) y los signos perceptivos (registro de
sensaciones). Denys Ribas (1992) realiza algunas reflexiones acerca del autismo,
planteando la relación entre el autismo y la pulsión de muerte, al hablar de la dificultad
para representar en el autismo. Describe el autismo como automutilación psíquica.
El niño autista, dice Ribas, no come libidinalmente a su madre, sino que la corroe. Ella
no encuentra en él el placer que se da en el vínculo con otro, sino que se en- frenta al
funcionamiento de lo mortífero. Esto también se da en los tratamientos, en los que el
analista puede sentirse “corroído” por el niño. Este autor plantea que estaríamos más
próximos a la clínica del autismo imagi- nando letras, palabras, desordenados, sin
soporte de papel. Y habla de un trabajo de la pulsión de muerte al servicio de la
negativización. El autismo es posible- mente la patología en la que se ve más claramente
la obra de la pulsión de muerte, que corta, cliva, desinviste…, produce la desintrincación
pulsional, y se expresa tanto en el sufrimiento del desgarramiento como en la anestesia
autística, llevando al desmantelamiento total de las investiduras. Si bien todos estos
autores definen características generales, me interesa seña- lar que nos encontramos
habitualmente con un espectro muy amplio de niños a los que se define como autistas
(comenzando por los “encapsulados” y “confu- sionales”, ya diferenciados por F.
Tustin), con múltiples determinaciones (F. Tus- tin, 1981). También debemos tener en
cuenta que hay casos en los que hay una facilitación orgánica e inclusive otros cuya
causa podría ser fundamentalmente biológica. Pero es importante tener en cuenta los
componentes psíquicos para el abordaje tera- péutico. Uno de ellos parecería ser la
ausencia de significación de sus gestos y acciones, la carencia de interpretación de sus
expresiones, como si la dificultad estuviera en el ubicar al otro como ser deseante y en
otorgarle sentido humano a sus actos. Esta ausencia de significación puede haberse
dado durante los primeros tiempos de la vida del niño, haciéndole sentir que no había
otro a quien dirigirse. Algunas veces, esto se puede combinar con una madre en estado
depresivo, pero también puede haber otros elementos que entren en juego en esta
desconexión con lo que le sucede al niño. Posiblemente haya que pensarlo como un
encuentro fallido entre el funcionamiento del niño y el de aquel que cumple la función
materna, encuentro fallido que implica que allí donde debería haber un “plus” de
significación y de fan- tasía (un otorgar sentido a la producción del bebé tanto desde el
principio de rea- lidad materna como desde su mundo fantasmático), hay un
vacío. Cuando una madre “desvitaliza” a su bebé, la propia vitalidad está en juego.
Y esto puede ser efecto del momento particular por el que transita su vida, de la
difi- cultad de sostener un vínculo erotizante y narcisisante, o de la incapacidad
de investir al mundo por ella. La no-conexión suele ser expresión de la dificultad
de juego interno, de conexión interna con lo infantil propio. Cuando ella está
ensimismada en su propia conflictiva, en situación de duelo, cuando se ha retraído
narcisísticamente y no puede conectarse con el hijo, éste vivirá la ausencia, el vacío del
otro como propio y a la vez generado desde él mismo. Tustin (1981) habla de una
madre “dadora de sensaciones” y de que la desco- nexión con ella (cuando la madre es
experimentada como una parte del propio cuerpo) desencadena reacciones
autosensuales que producen la ilusión de fun- dirse con un objeto-sensación. Esto lleva
a un estado de desposesión, de terrores fantásticos. Un niño de siete años por el que se
había consultado a pedido de la escuela de- bido a retracción, llanto inmotivado y
ataques de ira, llega al consultorio y se queda parado en la puerta, paralizado, llorando.
A pesar de los intentos del padre para que entre, no se mueve. Está rígido,
ensimismado, mirando hacia el piso. Le co- mienzo a hablar en voz muy baja, le digo
que puede quedarse ahí, que cuando él quiera va a entrar y que yo me voy a quedar ahí
con él (estamos cada uno de un lado de la puerta). Al rato, acepta que el padre se retire
y después entra al consul- torio. En ese momento comienza a decir, en forma reiterada,
mientras sigue llo- rando: “siempre es lo mismo, yo estoy tranquilo y ellos me
molestan”. ¿Quiénes?, le pregunto. “Todos, yo no molesto a nadie, yo estoy tranquilo y
ellos me moles- tan”. Se va aclarando que la tranquilidad a la que se refiere es un estado
de retrac- ción autista, retracción al vacío, a la nada, y que lo que le resulta intolerable es
que lo saquen de ese estado, vivenciando esto como una irrupción agresiva, violenta. El
dolor produce una estampida, pero cuando sobrepasa hasta la capacidad de huir puede
producirse un efecto de “autoanestesia”: no se siente. Y tanto el exceso de dolor como
la ausencia de contacto dejan un universo homogéneo, sin dife- rencias. El niño puede
expulsar tanto el aparato para pensar los pensamientos como la posibilidad de registrar
sentimientos, apareciendo entonces un vacío de ideas o de afectos.  

LAS PSICOSIS INFANTILES  

He podido observar en mi práctica clínica que en los niños que se están estruc- turando
de un modo “psicótico”, que tienen producciones bizarras, nos encontra- mos con
frecuencia con la “violencia de la interpretación” materna, es decir, con padres que
hacen “sobreinterpretaciones” o interpretaciones delirantes del accio- nar del hijo. Así,
una mamá relataba la escena de su hijito de seis meses mordién- dole el pecho al
mamar, con la frase: “ya allí me quería devorar y destruir”. Otra decía que su hijo de
cuatro años era “diabólico” porque tiraba al suelo todo lo que tenía a mano. Y una
tercera, mirando a su hija de cinco años, opinaba: “¿usted no ve que está muerta?” Esta
última frase nos remite a otra cuestión que insiste: el deseo de muerte en relación con el
niño (deseo de aniquilación de éste en tanto aparezca como otro, diferente a sí).
“Quiero verlo muerto; no lo soporto”, decía una madre hablando de su hijo de seis
años, en medio de un ataque de desesperación por las conductas bizarras del niño. Es
frecuente también que los padres de estos niños relaten sensaciones de “extrañeza”
frente al nacimiento, la idea de que es un monstruo, un demonio o un extraterrestre. Es
decir, no hay un vacío, sino un exceso en juego. “Cuando nació parecía un monstruo,
pero todos nos decían que era linda”, rela- taban los padres de una niña de cuatro años,
que no había presentado ningún pro- blema orgánico al nacer. Cuando la conocí, esta
niña, que tenía terrores reiterados y no podía establecer relación con los otros,
adhiriéndose a su madre, reflejaba en su gesto aterrado la cara de horror de sus padres
frente a ella. También es frecuente que estos niños, como lactantes, hayan sido ávidos
y voraces y que, generalmente, no puedan separarse de la madre necesitando
un contacto corporal con ella. Y es posible que vivan la separación como si se
les arrancase una parte de sí. De allí que entren en pánico cuando la madre se va. Hay
niños que pueden sentir que los objetos animados cobran vida y se con- vierten en
terroríficos y niños en los que prevalecen las representaciones cosas y el lenguaje es
confuso y bizarro. Predomina la desestimación, con agujeros represen- tacionales, y los
temores son a desintegrarse, a ser tragados, a caer y a explotar. También hay niños que
están inmersos en un mundo en el que aquellos cuya investidura es imprescindible para
ser sostienen algo que implica, como dice M.
Enriquez, “una negación de la verdad  biológica  de  los vínculos de parentesco” (Enri- qu
ez, M., 1993, 153). Algunos ejemplos: una madre dice, con relación al nacimiento de su
hijo: “Es un milagro de mi madre desde el cielo”; otra: “Ella nació sola”. El niño tendría
que destruir ese discurso como verdadero para poder pensarse a sí mismo en una
sucesión generacional. Esto implica oponerse al pensamiento de al- guien investido
libidinalmente y que es a la vez imprescindible para la vida. Es decir, para sostener un
proyecto libidinal e identificatorio, el niño deberá desco- nectar, desconfundir, las
ligazones causales aberrantes que le son presentadas y esto presupone un trabajo
psíquico importante y a veces muy difícil de realizar. Otras veces se reconocen los
vínculos de parentesco, pero este reconocimiento se hace suponiendo repeticiones
lineales y absolutas. Por ejemplo: “Mi abuela la odiaba a mi mamá y quería a mi tío, mi
mamá me odiaba a mí y quería a mi her- mano, yo odio a mi hija y quiero a mi hijo. En
mi familia es así”. Discurso cerrado en el que se imponen certezas y se naturaliza un
funcionamiento hostil. Una cuestión a remarcar es, justamente, que en las consultas
con niños que presentan dificultades importantes, los padres llegan con discursos en
los que no aparecen interrogantes ni dudas. Un saber absoluto y sin grietas se
despliega, mostrando la ausencia de represión. Del mismo modo, quedar sujeto a la
arbitrariedad materna o paterna en las cuestiones que hacen a la supervivencia, cuando
alguno de los encargados de su cuidado se supone la única persona poseedora de una
verdad en relación con el cuerpo del niño, ¿qué consecuencias puede tener en la
estructuración del deseo? Es posible que, allí donde se tendrían que haber inscripto las
marcas del placer, hayan quedado agujeros. También en los casos en que un niño ha
sufrido abandono, el quedar a merced de las propias sensaciones y exigencias internas
lo puede llevar a construir un uni- verso homogéneo, sin diferencias, en el que las
urgencias pulsionales derivan en catástrofes anímicas. Hay niños que se suponen
existiendo en tanto fusionados con la madre y cuan- do esta se va quedan paralizados,
sin movimientos de búsqueda, porque la sepa- ración del otro es vivida como
desaparición. Una niña de cinco años, cuando la madre salió a la sala de espera a hablar
por teléfono, se quedó inmóvil, aterrada, observando en silencio la puerta abierta, sin
atinar a llamarla ni a correr hacia ella. Era como si lo perdido fuera irrecuperable, como
si la madre, a pesar de que es- taba a pocos metros, se hubiese esfumado. Vemos que
es un terreno en el que nos encontramos con una gran variedad de presentaciones y con
múltiples determinaciones. Lo que me importa destacar es: 1) la singularidad de cada
caso; 2) el que los lla- mados Trastornos Generalizados del Desarrollo (TGD), que
incluyen generalmente autismos, psicosis infantiles y otras patologías, suelen ser
trastornos en la estruc- turación del psiquismo; 3) que las causas no son unívocas; 4)
que los momentos tempranos de la estructuración psíquica van a estar en juego; 5) que
son tratables psicoanalíticamente y 6) que las intervenciones del analista, en estos
casos, son estructurantes. Considero que las patologías severas implican siempre a
muchos participantes, que están multideterminadas y que incluyen un espectro muy
amplio de funciona- mientos, desde la psicosis infantil hasta el autismo (o “los”
autismos), pero tam- bién niños que presentan dificultades en la adquisición del
lenguaje, en el vínculo con los otros, en el juego, o en la expresión de sus afectos. Son
niños muy dife- rentes con conflictivas diferentes. Y la generalización puede llevar a
perder de vista la especificidad de cada caso. Muchas veces, cuando se da el diagnóstico
de TGD o de autismo, esto paraliza a los adultos y marca al niño como discapacitado de
por vida. Pasa a ser un ex- traño, un extraterrestre para los otros, que pasan a mirarlo a
distancia, y se cumple así la profecía: queda detenido en el tiempo. A través de cuatro
viñetas clínicas vamos a ejemplificar algunas de estas cues- tiones.  

Darío y la sonrisa vacía  

Consultan cuando Darío tiene seis años. Va a una escuela bilingüe de la que
los llamaron para decirles que no puede seguir ahí porque no hace nada. La maestra les
dice que esperaron porque es un niño dulce y querible, pero no habla, no es- cribe, no
juega con los otros. Sus compañeros lo han tomado como mascota. Tiene el cuaderno
en blanco. Los padres piensan que Darío es un nene normal y no entienden por qué
tiene dificultades en la escuela. Darío tiene un hermano de cinco años que va a pre-
escolar. Ellos consultaron hace un tiempo en una institución y los tomaron en terapia
familiar. Les plan- teaban permanentemente que no les ponían límites a los hijos y les
hablaban de que, seguramente, había dificultades en la pareja. Ambos padres aseguran
en la consulta que entre ellos no hay conflictos, que se quieren y se llevan bien,
que quieren mucho a los hijos y que no entienden nada de lo que pasa. A partir de
la terapia familiar, comenzaron a ponerles castigos a los niños, pero no hubo
cam- bios. Después, hicieron dos consultas: una con un psiquiatra que dio el
diagnóstico de autismo y otra con el equipo de neurología de un hospital, donde les
dijeron que era débil mental y que no lo trataran, que era un nene feliz (por la
sonrisa). Después de cada una de estas consultas, la madre estuvo un tiempo casi
inmovi- lizada y desconectada de sus hijos, en un estado de desesperación. “Somos una
familia normal”, dice el padre. La mamá está con los niños, no los dejan con otras
personas (salvo las abuelas). Este hijo fue muy deseado. Estu- vieron ocho años
buscando tener un hijo y cuando pensaban desistir, llegó. Cuan- do él tenía cinco meses,
la mamá quedó embarazada de Damián. “Me sentía muy mal, muy culpable con Darío.”
En el ínterin, el padre de la madre se enferma y se muere. La enfermedad y muerte de su
padre, junto con el nuevo embarazo, le tra- jeron aparejados a ella una depresión
importante. Esta mamá tiende a fluctuar entre un llanto desesperado y una expresión
de “todo está bien”, mientras que el papá, un profesional exitoso, parece impene- trable.
Habla siempre en tercera persona, en términos de “uno” e insiste per- manentemente
en la “normalidad” de la familia. El vínculo entre ellos es bueno, disfrutan de estar
juntos y, cuando pueden dejar a sus hijos en la casa de una de las abuelas, salen solos,
situación de la que ambos padres hablan con muchísimo placer. 
Plantean que tanto Darío como su hermano, cuando están juntos, son traviesos. Pero si
Darío está solo, es muy tranquilo. No tienen casi vínculos con otras personas. La abuela
materna “vive conectada al televisor”. La abuela paterna es una persona muy
autoritaria. La relación de los padres con el mundo es lábil. Forman un núcleo cerrado
e impenetrable, en el que es muy difícil entrar, porque se callan apenas hay un in- tento
de ir más allá de lo evidente. A la vez, este niño, tan impredictible para mí, es mirado
desde sus padres como si todo fuera previsible. “Si lo dejamos en casa mientras vamos
al supermercado, se queda tranquilo. No se mueve del lugar en que estaba.” Lo que les
ha llamado la atención han sido algunos miedos de los que no pue- den dar mucha
cuenta, o que toman por cobardía. Así, tiene miedo de subir una escalera, pero de
pronto se puede tirar por el borde de la misma escalera; no quie- re aprender a andar en
bicicleta y entra en pánico si lo hacen subir y no quiere ir a natación. La primera palabra
que dijo fue: “ueda” (por rueda) a los tres años, frente a una rueda que giraba. Esto me
hizo recordar a otros pacientes, entre ellos, un niño que se fascinaba frente al lavarropas
en funcionamiento y otro que se quedaba como hipnotizado mirando el ventilador. Algo
que gira y atrapa en su girar. Movimiento que hace pensar en el girar sobre sí mismo, en
un ritmo interno, ¿con la precisión de las máquinas? ¿O en un devenir imparable de
representaciones pulsionales sin freno? El padre me plantea: “si uno lleva el auto al
mecánico, éste le dice cuánto va a tardar y cómo va a quedar, pero acá (en el
tratamiento) uno no sabe”. En la primera entrevista con Darío y la madre, el nene se
sienta a upa de ella y está callado o le habla al oído. Por momentos le chupa un dedo
como quien chupa su propio dedo. Ella no parece perturbarse. Pasa bastante tiempo
hecho un ovillo encima de la madre. Cuando ésta le pide que se siente en otra silla, él se
sienta en el piso, en un rincón. En algunos momentos, toca algunos juguetes, sobre
todo autos y camiones y los hace andar. No me mira a los ojos, pero me sonríe. Es
evi- dente que escucha lo que se dice y parece un nene mucho más chiquito. Cuando
está con el hermano, al comienzo y al final de cada sesión, se potencian y funcionan
aceleradamente. Gritan, corren, se pelean y se mueven de un modo que podría
describirse como “salvaje”, lo que explica que los terapeutas de la insti- tución a la que
acudieron pensaran en “puesta de límites”, como si lo que estu- viera en juego fuera un
problema de normas preconscientes en lugar de un funcio- namiento fusional. En la
entrevista familiar, los padres permanecen impasibles frente al desborde de sus hijos.
Ninguno de los niños habla conmigo, pero hay una diferencia impor- tante: mientras
que Darío parece no registrarme, Damián se relaciona conmigo mirándome y
pidiéndome con gestos lo que quiere. Desde el comienzo, Darío entra solo a sus
sesiones sin inmutarse. No habla ni me mira, quedándose quieto y callado los cincuenta
minutos. Intento detectar sus más mínimos movimientos, sus gestos, los
monosílabos que emite y de armar algún tipo de respuesta frente a esos movimientos,
gestos, sonidos, intentando armar un ritmo conjunto. Trato de mirar hacia el lugar en
que mira, de reproducir algún sonido que ha producido. Y lucho conmigo misma
para no desconectarme y pensar en otra cosa, para sostener la conexión a rajatabla. Me
parece que una de las cuestiones importantes a tener en cuenta cuando se trabaja con
niños con patologías graves es el tema de las vicisitudes del analista en este trabajo.
Muchas veces, la angustia que provoca tanto sufrimiento se expresa en un retraimiento
por parte del analista. Se distrae, piensa en otra cosa. El vacío del otro aparece como
insondable y se escapa de la situación. También es frecuente que sea el analista el que
quede ganado por el desánimo, por la sensación de que nada es posible y que él es
inoperante. Es decir, el mayor riesgo es que lo invada la pérdida de sentido de su
quehacer… La pulsión de vida, el deseo de curar, debe ser sostenida por un analista que
se siente solo frente al abismo. A veces, la sensación es que se está frente a un vacío y,
otras, frente a un aluvión de desesperación y terror. Con Darío, a los dos meses, algo se
había producido: momentos de contacto, muy fugaces y sutiles. Mi intento era
establecer conexión afectiva e ir armando representaciones-cosas y representaciones-
palabras a partir de la prevalencia de signos perceptivos. Entonces, introduzco un títere
al que me dirijo y le hablo mientras él parece estar ausente. Después de algunas
sesiones, comienza a mirarlo y, al tiempo, él le habla al títere. Ahí me queda claro que su
lenguaje es muy pobre, que pronuncia mal y arma las oraciones de un modo bizarro y
que habla en tercera persona. Suele contestar con monosílabos, tiende a hacer sonidos
guturales y largos silencios. Así, ambos le hablamos al títere. ¿Hay ahí una posibilidad
de confluencia de mira- das, de crear un espacio de intersección en el cual ambos
podamos confluir sin que él se sienta penetrado y traspasado por mi mirada? Mis
palabras, dirigidas a ese otro espacio, intentan nombrar y significar lo que él puede
sentir o, por lo menos, esbozos de estados afectivos. En un momento, comienza a
mirarme (aun- que no me mira a los ojos) y fluctuamos entre hablar con el títere y
hablarnos. Darío no juega, pero comienza a tomar juguetes. Hace circular en forma
reite- rada y mecánica autos, trenes, camiones. Yo parto del mismo movimiento que
él, lo espejo, para ir complejizando, cambiando secuencias, introduciendo,
con muchísimo cuidado, alguna variación. Los pequeños cambios, la fundación de
un espacio, el reconocimiento de atrás y adelante, van permitiendo la construcción
de un espacio y un tiempo. Durante el tratamiento, soy yo la que va introduciendo
el elemento lúdico, el “como si” y las variaciones de cada
situación. W. R. Bion dice que “El analista debe ser en su consultorio una especie de po
eta,  o artista, u hombre de ciencia, o teólogo, capaz de dar una interpretación o una
cons- trucción. Debe ser capaz de construir una historia, pero no sólo eso: debe construir
un idioma que él pueda hablar  y  el  paciente entender” (W. R. Bion, 1974, 31). ¿Cómo
hacer esto con un niño con serias dificultades para comunicarse? ¿Cómo “construir un
idioma” con él? Me fui acercando a través de los mismos materiales y de las mismas
acciones que él realizaba, introduciendo variantes a cada situación, espejando sus
movimientos, armando una escena a partir de los esbozos que él iba presentando. Usa
la plastilina para cubrir objetos. Los cubre, los descubre y los vuelve a envolver ¿o a
tapar? ¿Arma “pieles” sustitutas? ¿Esconde y descubre? Yo voy
haciendo lo mismo, intentando retomar este ver-no ver; la ausencia-presencia; el cubrir
como coraza o como protección. Sabemos, desde los desarrollos de F. Tustin, que el
tocar tiene en estos niños una significación mágica y que el tacto es un modo de
aprehensión privilegiado. El niño se envuelve en sus propias sensaciones corporales
como modo de protec- ción (coraza protectora dura) y así no registra la dependencia
(Tustin, 1981). Comienza a registrar los muñecos y, después de hundirles los ojos
(como si los muñecos lo atacaran con la mirada), los destroza (arrancándoles cabeza,
brazos y piernas). Cuando intento trabajar con un espejo, lo rompe, en un estallido
furioso. Es a través del dibujo de la figura humana, hecho por mí en el pizarrón, y del
ar- mado del juego de la escondida con mi cuerpo y el suyo, mientras lo nombro,
que algo de la imagen de sí parece ir constituyéndose. ¿Será que la figura plana del
di- bujo le va dando una representación organizada de sí? En él no hay constitución del
borde, de la diferencia entre lo propio y lo extraño. Él puede succionar el cuerpo de la
madre como si fuera el propio y la separación es vivida como catastrófica o no
registrada como tal. Esto impide la articulación de las zonas erógenas para la
constitución del yo. Erogeneidad no armada, él fluctúa entre la paz del cementerio, la
nada y un estado de excitación, no estrictamente de placer, cuando se fusiona con el
hermano. Podemos decir, siguiendo a Frances Tustin, que se han intensificado las
activi- dades autosensuales para preservar la ilusión de la fusión y la confusión con
la madre. Esto se articula con los desarrollos freudianos de que es imprescindible
la constitución de un ritmo placer-displacer, ritmos que se van armando en
conso- nancia con el ritmo materno. El ritmo es al mismo tiempo el modo a partir del
cual las diferencias se inscriben. Darío siente su cuerpo indiferenciado y como
un magma a proteger. Se abroquela en actividades rítmicas reiteradas sin poder
com- plejizar y diferenciar. Esto dificulta la estructuración, tanto del aparato para
sentir los sentimientos, como del aparato para pensar los pensamientos. Él llega con
actividades reiterativas, maquinales y yo parto de ese punto para ir introduciendo la
sorpresa (o sea la diferencia) como fuente de placer (para lo cual la sorpresa no tiene
que ser tal que desbarate toda posibilidad de placer). Podemos plantear que, en general,
con los niños que presentan trastornos seve- ros en su estructuración, las pequeñas
variaciones en la repetición (si se tiene cui- dado de que no sean bruscas ni excesivas)
instalan el elemento de lo novedoso como diferencia posibilitadora de placer. Así
primero, en la repetición de secuen- cias idénticas, se instaura un ritmo para después
introducir variaciones leves. Del ritmo a la melodía… de lo mismo inmutable a la
apertura de nuevos recorridos. Es clara la diferencia entre la producción de un niño que
juega y que se resiste a las modificaciones impuestas por otro, pero que va modificando
el juego, si- guiendo la línea de una repetición creativa y la de un niño que no soporta la
más mínima diferencia por terror frente a todo cambio. Esto último es lo que insiste
en las patologías graves. Cuestión que aparece claramente en la oposición entre
la fascinación de un bebé frente al movimiento de otro humano y la de un niño au- tista
frente a un movimiento circular (el ventilador, el lavarropas, etc.). Nos enfrentamos así a
la repetición de lo idéntico y a partir de allí tratamos de abrir el camino a la repetición
simbolizadora. A la vez, si algún juguete con mecanismo está roto, él lo arregla sin
dificultad. Encuentra un despertador viejo. Lo desarma y lo arma fácilmente. Este niño
se armó con fragmentos de identificaciones sin construir una organi- zación
representacional, en un “como si”. Su sonrisa es como una pantalla. Detrás de la
pantalla hay sólo esbozos de alguien, rastros que no llegan a formar una fi- gura. Algo a
ligar y a construir. Él se conecta con máquinas, a las que parece entender. Ciertas
actividades compartidas, como jugar a la escondida, lanzar aviones de papel, amasar
plastilina, hacer garabatos, fueron evidenciando modificaciones en su funcionamiento
psíquico. Frente al aprendizaje escolar (y a cualquier otro conocimiento), llamaba la
aten- ción el “borramiento” inmediato de lo aprendido. Parecía que había
incorporado algo nuevo y al momento ese aprendizaje desaparecía. Piera Aulagnier dice
que el sujeto puede destruir un fragmento de su propio conocimiento, de su
propio pensamiento, pero que esta destrucción sólo consigue su objetivo si el sujeto
con- sigue destruir conjuntamente la representación del acto por el cual ha
producido esa destrucción (P. Aulagnier, 1984, 237). Darío destruía cotidianamente no
sólo sus pensamientos, sino el proceso mismo de pensar. Sostener ese proceso,
recor- dar lo aprendido, desarmar desestimaciones, fue un trabajo que se sostuvo
du- rante todo el análisis. Darío representaba sin simbolizar, es decir, las cosas “se
presentaban” ante lo psíquico y se inscribían, pero las conexiones estaban cortadas. En
estos casos,
lo que aparece no remite a otra cosa. Sólo es. Según W. R. Bion “no hay pesadilla tan  te
rrorífica que no sea preferible a la  cosa-en-sí” (Bion, 1962, 36). Pero estos niños carec
en de la posibilidad de armar pesadillas. No hay fantasmas, sino cosas que cuando
aparecen conectadas los sumen en un estado de terror. Con respecto al lenguaje, va
hablando más y mejor, pero utiliza el “tú” en la se- gunda persona (lo que he visto en
muchos niños graves, como si el lenguaje no fuera tomado del ámbito familiar ni de los
otros que los rodean, sino de las series de televisión). En relación con el modo en que
comienza a hablar (cuando dice “ueda”), yo me pregunto qué pasó con los ma-ma, ta-ta,
etc., que seguramente emitió este niño. ¿No pudo armarse un juego de laleos como
erótico ni hubo un adulto que funcionó como dador de sentido? Parecería que la palabra
no estuvo li- bidinizada ni significada. Los padres no “agregaron” sentido a sus
expresiones, sino que funcionaron literalmente. Es decir, no armaron un juego de
signifi- caciones, otorgando sentido allí donde había ruido, armando una escena
placen- tera. Tampoco registran las diferencias. Así, no se dan cuenta de que habla en
ter- cera persona ni de que después pasó a utilizar el “tú” (en un país en el que se
uti- liza el “vos”). Durante todo el tratamiento de Darío trabajé en entrevistas con los
padres, sobre todo con la madre, que estaba totalmente dispuesta y acompañó paso
a paso el tratamiento del hijo. Fue muy importante el trabajo que hizo esta
mujer detectando sus propios momentos de desconexión (por ej., ella sola
descubrió que estaba conectada a la radio todo el día) y sus dificultades en el vínculo
con Darío. Aclaro que este niño pudo proseguir con su escolaridad en una escuela de 
recuperación y a los doce años hablaba y se comportaba como un púber (no
sin dificultades), leía, escribía y se movía solo por su barrio, iba a la plaza a jugar,
an- daba en bicicleta. En ese momento, me pide que yo lo atienda más cerca de la casa,
porque él quiere ir solo al consultorio. Me parece que es momento para una derivación y
le propongo que trabajemos la despedida. Sigue el tratamiento con un analista hombre,
al que le pide jugar al fútbol en la primera sesión. Si tomamos los tiempos de la
estructuración
psíquica: 1) La constitución  de  las zonas erógenas. Hay agujeros indiscriminados, sin qu
e hayan quedado marcados por la diferencia placer-displacer. Todas las zonas
son equivalentes; 2) La articulación de las zonas erógenas para la constitución del yo. ¿
Qué cuerpo se representa Darío? Su cuerpo en el espejo lo hace entrar en estado de
furia y des- control absoluto. Y rompe el espejo. No se reconoce porque no tiene una
imagen unificada de sí. Los muñecos, otros espejos posibles, también lo remiten a
aquello que no soporta ver: una forma
humana. D. W. Winnicott plantea, con relación al autismo: “El  niño  lleva consigo la me
mo-  ria, el recuerdo perdido de una angustia impensable. La enfermedad es una
estructura mental compleja que lo asegura contra la prevalencia de las condiciones de la
angustia impensable” (Winnicott, 1980, 102). ¿De qué angustia impensable se trata en
Darío? ¿Se tratará de la disolución de sí, que sintió cuando su madre se deprimió y que
teme sentir con cualquier sepa- ración si registra al
otro? 3) Los ritmos.  Se abroquela en actividades rítmicas reiteradas sin poder comple- ji
zar y diferenciar. El primer contacto conmigo fue el de armar un juego de ritmos. Esto es
bastante frecuente en los niños en los que la conexión con el otro está seriamente
perturbada. Pueden seguir secuencias “musicales”, pero no palabras, y a través de esas
secuencias se puede ir armando una especie de
diálogo. 4) Defensas. El predominio de la desestimación: El efecto de ruptura de barrera
s protectoras contra los estímulos puede estar determinado tanto por la
intrusión pasional incestuosa o agresiva como por el retraimiento libidinal materno, que
lo deja a merced de sus propias pulsiones. Defensivamente, puede constituirse
una barrera rígida y omniabarcativa que lo defienda de cualquier sufrimiento
(inclu- yendo esto tanto a los estímulos externos como a los provenientes del
propio cuerpo y del propio psiquismo). Pensamientos y percepciones pueden ser
expulsados de sí y retornar desde un afuera “otro”, cual boomerangs que golpean desde
lo desconocido. Cuando lo vivenciado se torna insoportable, el movimiento expulsor
puede llevar a la “ex- corporación” de todo pensamiento que quede ligado a él, a arrojar
de sí toda repre- sentación que duela. Lo que queda, entonces, es un vacío, la marca de
la expul- sión. Y un mundo que cobra características siniestras. El niño, frente a
cualquier avance del medio que vive como hostil, lo que hace es empobrecerse,
retra- yéndose. Pero la retracción no es sólo del mundo. Es de desmantelamiento de
los propios pensamientos, de las propias fantasías. Es el propio universo
represen- tacional lo que se
descarta. 5) El  vacío de sentido. La desconexión materna no permite la construcción del 
matiz afectivo. Todo es igual. No hay armado de cualidades como registro de
dife- rencias. Fundamentalmente, no se agrega sentido. En los padres, predomina el
vacío de sentido en la relación con este hijo. No pueden pensar las múltiples
posibilidades de lo humano, así como no pudieron escuchar mamá y papá en los
primeros laleos. Más que violencia de interpretación, hubo ausencia de interpretación,
lo que dejó a este niño en un mundo sin sentido. Es notoria la dificultad para atribuir
significaciones diversas a su accionar. Así, cuando lo dejan solo en la casa, no piensan
que pueda hacer otra cosa que perma- necer en el mismo lugar, quieto, ¿como si fuera
una
máquina? 6) La “capacidad para procesar la información”: Si toda madre tiene que po
der procesar los elementos beta (de no pensamiento) y devolver elementos alfa
(de pensamiento) (siguiendo a W. Bion, 1962), esta mamá no pudo, frente a las
expre- siones del hijo, armar un mundo psíquico y devolverle contenidos procesados
por ella. El agujero representacional en el adulto (en cuanto a capacidad para
tramitar afectos, para conectarse y decodificar las alteraciones internas del niño) se
ins- cribe como blanco representacional en el niño. Hay un dolor interno-externo
permanente que quiere expulsar. Al encontrarse con una nada desde el afuera, queda
solo frente a su propio devenir. Y tiende a desmantelar sus propias sensaciones y sus
propias conexiones. Lo que prevalece es la tendencia al cero. Es llamativo en Darío el
dolor que aparece frente al conoci- miento y el inmediato cierre resultante. También, la
destrucción permanente de lo ya aprendido, como aniquilación de cadenas
representacionales. Gran parte del análisis de este niño discurrió en un otorgamiento de
sentidos, significando gestos, movimientos, diversas expresiones. El nombrar es
también un modo de hacer activo lo pasivo, de transformar una secuencia que se da
como ex- terna a uno mismo en un juego, en el que uno domina (en el rearmado de
viven- cias) la situación. Así, una analista desde cuyo consultorio se escuchaba pasar el
tren, me comen- taba que había notado que su paciente, un niño que no hablaba ni
jugaba y que mi- raba al vacío, lo único que registraba era el paso del tren, quedando
atento al so- nido. En ese momento, ella comienza a hacer el ruido del tren: “chucu-
chucu”, continuando con: “pasa el tren” (al estilo de una canción) cada vez que el tren
se acerca. El niño la mira, repite el sonido y sonríe. Se había producido una
situación lúdica, en la que ese objeto externo pasaba a formar parte de un mundo que
ellos podían crear y re-crear. Es decir, ya no es sólo la sensación-percepción del
sonido del tren. Éste puede ser representado. El niño pasa, por la intervención de la
ana- lista, de la fascinación por un sonido inmanejable a apoderarse del fenómeno,
tor- nándolo dominable. El ruido del tren ha dejado de ser algo que lo atrapa y lo
traga, puro sonido, para transformarse en algo que se puede repetir a voluntad, que
nos permite reproducirlo y variarlo. Laurent Damon-Boileau (2004) afirma que en las
actividades estereotipadas de los niños autistas se puede ver el funcionamiento de la
pulsión de dominio, pero falta el placer. Y sin placer no hay juego. A la vez, la
estereotipia tiene que ver con las sensaciones, mientras que el juego es una cuestión de
representación. En este último, hay un conflicto que queda simbolizado. Muchas veces,
juego, dibujo, modelado no son el “reflejo” exterior de una
representación mental “interna”. Se podría hablar mejor de un tanteo represen- tativo.
Es en el acto mismo que se va construyendo, con el otro, la actividad de representar. Y el
analista debe transformar un material no representable, restitu- yéndolo a la dimensión
representativa. Es decir, el juego implica el armado de un espacio psíquico. Y en el
jugar mismo se construye este espacio. También supone la separación del otro, el
registro de la ausencia y la posibi- lidad de recrearla. Es por eso que introducir
secuencias lúdicas y sostener la conexión son funda- mentales.  Gastón y el silencio  Un
nene de cinco años consulta en el hospital, después de haber sido recha- zado en otros
servicios (desde los dos años que van de un servicio a otro). Una psicóloga del equipo
decide atenderlo a razón de dos sesiones semanales (a pesar de la negativa del resto del
equipo). El niño no habla, no juega, apenas se conecta. Va a una escuela especial en el
pueblo en el que viven. La madre se queda con él en la escuela. Entran al consultorio los
dos padres con él, porque “no aguantan estar solos en la sala de espera”. La madre tuvo
un hermano menor que se murió a los dos años. Ella dice que desde ahí no soporta
escuchar llorar a un bebé y que tampoco tolera la casa vacía. El padre lo despierta a
Gastón cuando el niño duer- me porque no aguanta el silencio. Viajan cuatro horas para
llegar al hospital y el tratamiento se desarrolla todo el tiempo (dos años
aproximadamente) que los pa- dres consiguen que los transporten gratis desde el
pueblo en que viven. Gastón toma un juguete, lo huele, se lo lleva a la boca y después lo
deja o lo tira. Así reiteradamente y durante algunas sesiones. Cada vez que el niño,
confu- samente, se dirige a la analista (por ejemplo, tirándole un juguete a ella), los
pa- dres se sorprenden. Una situación que se da con los padres es: Gastón estira
su brazo y la mamá o el papá le hacen el juego de la arañita. Un día, Gastón estira
el brazo hacia la psicoanalista, que hace el juego. Los padres plantean que esto no había
ocurrido nunca antes. Poco a poco va habiendo algunos cambios: sigue a la analista con
la mirada, pasa la mano por la superficie del escritorio y luego hace que ella pase la
mano por el mismo lugar y luego por su espalda (esto se reitera: la espalda como sostén
y otro que a través del tacto lo posicione como sostenido, haciéndole sentir su
columna); pone su dedo en la boca de la analista, y el de ella en la de él. Comienza a
quedarse solo (los padres, a partir de intervenciones de la analista, aceptan esperar en la
sala de espera). Un día, mastica una galletita, la pone en su mano, se la da a la analista y
la vuelve a tomar, para ponerla en la boca y tragarla. Es decir, comienza un intercambio
libidinal, de construcción de zonas erógenas y del yo-piel. Los agujeros, la piel, las
superficies duras, el contacto, mar- can la construcción de una imagen de sí en la que
comienza a haber lugares dife- renciados. Hay momentos en que entra en estado de
excitación y se tira al suelo, de espal- das, moviéndose. La analista se le acerca y le habla
despacito, lo nombra, le dice que no se va a caer, que ella está ahí, hasta que se
tranquiliza y vuelve a conectarse. A veces, lo toca. Se decide trabajar en red con la
escuela (una escuela especial en la que las maestras y la fonoaudióloga demuestran una
excelente predisposición para tra- bajar en conjunto). La madre puede decir que ella está
aprendiendo y va contando situaciones dramáticas de su historia y el temor permanente
a la muerte de su hijo. Gastón empieza a decir: “mamá, vamos”, “papá, vamos”. Pero si
no le con- testan inmediatamente, grita. Centra su interés en las hojas de papel y,
después de romperlas, juega a gol- pearlas y hacer ruido con ellas. Por momentos, junta
su cuerpo con el de la ana- lista del mismo modo en que lo hacía con su madre. La
analista deja que se dé este contacto y se va diferenciando poco a poco, armando
diferencias de acerca- mientos y distancias y nombrando el cuerpo de Gastón y el
propio. Él comienza a decir algunas palabras: agua y pan, entre otras y está mucho
más tranquilo en la escuela y en la casa. No grita, no se les tira encima a los
otros, puede conectarse mejor en la escuela con los otros niños y quiere permanecer
en el consultorio.  Ramiro y el perro (19)  Si bien los niños autistas son generalmente
niños que no se enferman física- mente, y los niños que somatizan suelen ser
sobreadaptados, hay niños que
pre- sentan estados autistas y hacen somatizaciones múltiples. (20) Ramiro llega a la
consulta cuando tiene cinco años, después de haber recorrido neurólogos y pediatras
que le recomendaron tratamiento psicológico, en tanto no le encontraron causas
orgánicas. Su caminar es desorganizado, se choca con los objetos. Cuando toma algo
entre sus manos, se le cae con facilidad. Es torpe en sus movimientos. Casi no habla. En
la primera entrevista se sienta a upa de la madre mientras le toca el pelo enroscándoselo
y se frota contra su cuerpo. Concurre al jardín de infantes, pero no se conecta con sus
compañeros ni res- ponde a las consignas. Los padres señalan: “No ha evolucionado en
estos años de jardín. Ni respeta límites ni habla”. En la casa, se pasa horas frente al
televisor, como hipnotizado. “Llora tipo bebé.” “Está siempre insatisfecho.” Relatan que,
cuando nació, “era muy feo, flaquito”. Afirmación que en personas dedicadas a la
decoración y a las artes plásticas cobra el sentido de una sentencia de desinvestidura, de
no-reconocimiento en el otro. No se podían acostumbrar a él. Estuvo tres días en
incubadora debido a su bajo peso. El contacto en esos días fue mínimo porque la madre
estaba deprimida. ¿Dificultad para simbolizar, para constituir presencia en la ausencia
por parte de madre y padre? ¿Qué “fealdad” reencontraron en el niño? ¿Qué belleza no
pudieron “agregar” al cuerpo de un re- cién nacido? ¿Hubo un “desencuentro” que lo
situó “fuera de la historia”? Le costó prenderse al pecho, pero cuando lo hizo “no lo
podía soltar”. La madre recuerda que se prendía con tanta fuerza que se le hicieron
grietas. “Estaba todo el día prendido y cuando yo se lo quería sacar, apretaba con fuerza
y me lastimaba.” A los cuatro meses lo desteta bruscamente. Ramiro comienza con
eczema en la piel. Cuando no ha diferenciado el pecho de él mismo, éste le es
arrancado. Hay un pedazo de sí que queda fuera, sin que nadie pueda registrar el dolor.
Ramiro 
queda a merced de sus propios desechos pulsionales. Los labios no se besan a
sí mismos, no se satisface autoeróticamente… Tampoco grita todo el día. Se produce un
cortocircuito del afecto que no es sentido y las marcas en la piel delatan un estallido, un
exceso no tramitado. Ramiro responde con su cuerpo a situaciones de separación de su
madre. Él no puede armar el juego del fort-da. Se supone siendo arrojado por otro. Él es
el carretel que la madre tira lejos, lo que lo deja inundado por una hostilidad impo- sible
de tramitar. Este niño lleva el nombre de un tío paterno, menor que el padre,
drogadicto, que murió en un accidente automovilístico a los veinte años. Se conjugan
dos movimientos siderantes: un nombre que alude a un dolor no procesado y una
mirada que lo ubica como no satisfactorio. El padre tiene una clara preferencia por la
hija mujer, a la que considera más rá- pida, inteligente y simpática que Ramiro. Los fines
de semana, mientras él sale con la nena, el niño se queda con la madre, de la que no
quiere separarse. A la vez, las propuestas del padre, como andar en bicicleta o a caballo,
lo asustan. No puede identificarse con el desempeño motriz del padre, vivido como
terrible y todopo- deroso. La actividad le está vedada. Un episodio que se produce
durante el análisis de Ramiro pone sobre el tapete la relación padre-hijo: un perro, al que
el padre quiere mucho y al que ha adiestrado, ataca al niño. Es necesario que esta
situación se reitere dejando cicatrices para que el perro sea sacado de la casa. La
capacidad de un otro de metabolizar, procesar los estados del niño y de ubi- carlo como
un otro, humano, diferente, es la base sobre la que los estados afec- tivos pueden ir
registrándose, tramitándose y desplegándose en sus infinitos mati- ces. Y la
construcción de la identidad, el tener un nombre, parece imprescindible para que el
sentir pueda ser puesto en palabras. Ramiro carece de un nombre propio. Es un nombre
prestado, que conlleva un duelo no elaborado por el padre. La muerte del tío retorna en
Ramiro de este modo, como lo no-metabolizado por el padre, y él pasa a ser un
“muerto-vivo”, con un cuerpo permanentemente enfermo. Cuerpo al que no puede
dominar, del que no se puede apropiar y que lo deja signado en el lugar de la debilidad y
la impotencia. ¿Se presentifica en él un duelo no realizado? ¿Es él el fantasma que
retorna y cuya investidura del mundo es, por consiguiente, siempre lábil? La madre
aparece como una sustancia gelatinosa, sin bordes. Suele tener esta- dos de confusión y
entra en episodios depresivos de autodenigración. A la vez, esta mamá, que se queja de
su soledad en relación con su marido (que tiene una vida muy activa), tiene en Ramiro
una compañía permanente, incondicional. El padre manifiesta: “Le digo veinte veces lo
mismo y no lo hace. No tiene reme- dio. Le grito, me dan ganas de pegarle, de sacudirlo.
Se hace el que no escucha. No piensa nada más que en él mismo. Si algo le gusta, come
sin preocuparse si queda para los demás. La nena usa los cubiertos mejor que él”.
Pegarle, sacudirlo, son intentos de despertarlo de la misma somnolencia que, en un
circuito cerrado, promueve con esas descargas. Muerto de entrada, este niño queda
signado por el padre en el lugar de la impotencia. El padre expulsa de sí sus fantasmas
inun- dando a este niño con su propio dolor, dolor presentificado en el niño, que
queda como el lugar donde se evacúan los desechos paternos. Son padres a los que les
resulta difícil la metabolización de los procesos del niño y en los que predomina la
proyección masiva de los propios conflictos sobre éste. Así, lo dejan a merced de un
funcionamiento en el que predomina la desin- vestidura, la desinscripción, la
desligazón, con el entrenamiento de la pulsión de muerte. Les cuesta pensar al otro
como un semejante diferente. La madre no dife- rencia sus propias sensaciones de las
del hijo y el padre rechaza la pasividad del niño, fijándolo a esta. Él no se reconoce en su
hijo y proyecta sobre él su funcio- namiento narcisista. Tanto en la imposibilidad de
conectarse con los otros, en la apatía generalizada, en la excitación psico-motriz, así
como en las dificultades para mentalizar, hay
un trastorno en aquello que Freud plantea como “una  de  las más tempranas e impor- ta
ntes funciones del aparato anímico, la de ‘ligar’ las mociones pulsionales que le lle- gan,
sustituir el proceso primario que gobierna en ellas por el proceso secundario, tras- mudar
su energía de investidura libremente móvil en investidura
predominantemente quiescente (tónica)” (Freud, 1920, 60). Tomando la constitución del
psiquismo, podríamos decir que: 1) Con relación a la constitución del universo sensorial,
de la diferenciación adentro- afuera, y de las zonas erógenas como articuladas entre sí,
Ramiro ha erotizado su cuerpo, pero de un modo indiscriminado, en una confusión con el
cuerpo materno. El mundo sensorial también funciona como confuso, indiferenciado, lleno
de luces y ruidos, lo que le provoca un estado de aturdimiento del que sale a través de la
pro-  yección. El mundo se torna entonces persecutorio. Se diferencia un objeto, un
ex-  terno malo en contraposición con lo bueno indiferenciado. 2) El yo de este niño se ha
constituido de manera precaria. El cuerpo despedazado acecha todo el tiempo. 3) El
preconsciente de Ramiro funciona a predominio visual y cinético. Las palabras  irrumpen
de un modo fragmentario. No está estabilizada la divisoria intersistémica y cuando
comienza a esbozar un juego, en el tratamiento, Ramiro tiene que acla- rar: “¿Es de
jugando o de verdad?”. 4) Como defensas, predomina la desestimación, pero también
utiliza la desmentida, la expulsión, la proyección y la transformación en lo contrario.  5) El
padre es vivenciado como un ser todopoderoso que puede matarlo, despe- dazarlo,
devorarlo (como equivalente a la castración). 6) Ramiro funciona a predominio del yo-
ideal, lo que implica ser todo versus poder ser aniquilado, quedando ubicado como
negativo del yo-ideal de los padres. 7) Podríamos decir que ha fallado la identificación
constitutiva del yo. Hay tres ele-  mentos que nos hacen pensar esto: l) el no poder
pensarse a sí mismo cambiando en el tiempo (el padre tampoco lo piensa cambiando en el
tiempo cuando plantea: “Es así y no va a cambiar nunca”); 2) no puede estar solo; 3) no
juega.  La falla en la identificación se hace evidente en las nociones de tiempo y
espa- cio. El tiempo no rige. Todo es un eterno presente. Como plantea P. Aulagnier,
si- guiendo a Freud, la categoría de temporalidad se establece con el yo y, con ella,
la posibilidad de reconocerse siendo el mismo a pesar de las diferencias que se
dan con el paso del tiempo (Aulagnier, P., 1984). (21) Esto no se da en Ramiro: frente a
los cambios se aterra; la diferencia lo enfrenta
a la inexistencia. Las cosas no cambian, desaparecen. El espacio es un lugar donde
irrumpir. Abre el cajón del escritorio como si fuera de él. No pide, arrebata, arranca, lo
que denota la no diferenciación de los cuerpos. No hay “mi cuerpo” y “tu cuerpo”, sino
un espacio confuso en el que tiene que sorpresivamente conquistar territorios. La
castración es vivida como despedazamiento. Él es vulnerable y puede ser destrozado
(por eso se asusta frente a la bicicleta y el caballo y se aterroriza frente a una
lastimadura). Su cuerpo puede ser despedazado y frente a esto queda
para- lizado. Resumiendo algunas de las intervenciones con este niño: 
•A través de fotos, fuimos armando su historia, trabajando diferencias bebé- 
nene. 
•A través de situaciones lúdicas y haciendo de espejo, fuimos diferenciando 
yo-no yo. 
•A través de palabras y gestos se lo fue conteniendo. 
•Con palabras y juegos, se lo fue sosteniendo en su posibilidad de pensar y 
de sentir, ayudándolo a salir de la confusión, dejando espacio a pensa- mientos
diferenciados, privilegiando su producción. 
•Se posibilitó el armado de fantasías, a través de la creación de un espacio 
potencial. 
•Se fueron haciendo variaciones a partir de una secuencia reiterativa, para 
complejizar recorridos psíquicos. 
•Se fueron diferenciando juego y realidad. 

Flor y el despegue  

Flor tiene siete años. No aprende. Habla a media lengua. No se adapta a la es- cuela,
dicen los padres. No tiene amigos, no juega con los otros. Está aislada. La enviaron al
grado de recuperación, pero tampoco allí progresa. Parece “en otro mundo”. El padre
dice que la culpable es la madre, que él se ocupa de los hijos varones, mayores que Flor,
con los que tiene excelente relación. La mamá está con- vencida de que esta nena tiene
un problema orgánico, y ha recorrido pediatras y neurólogos a pesar de que todos le
niegan cualquier compromiso orgánico. Flor entra sola al consultorio, pero a los diez
minutos (tiempo en que corrió por el con- sultorio, tiró todo lo que estaba a su alcance y
emitió pequeños grititos) llora pi- diendo por su mamá. Se tira encima todos los objetos
de la caja, emite sonidos incomprensibles. ¿Psicosis infantil? Flor no sabe quién es. Así
transcurren varias sesiones. En un momento, en medio de este despliegue, se tapa con
un almoha- dón. El analista comienza entonces un juego: las escondidas, está-no está.
Du- rante muchas sesiones, Flor arma y rearma la misma escena a la vez que los
tiem- pos en que permanece en el consultorio sin su mamá se van alargando. Si el
otro sigue vivo aunque yo no lo vea, si el objeto es recuperable, si yo soy aunque el
otro no esté presente, las separaciones son posibles. No hubo interpretación, en el
sen- tido estricto del término, sí se jugó lo que llamamos una intervención
estruc- turante. Flor pudo comenzar a constituir, en la oposición presencia-ausencia,
un yo como organización representacional. La capacidad simbólica del analista le
per- mitió a ella acceder a un mundo mediatizado. Al tiempo, Flor comienza a armar
un juego dramático.  

LAS INTERVENCIONES  

Pensar el trabajo psicoanalítico con estos niños nos lleva a internarnos en toda la
complejidad de los avatares psíquicos y también a profundizar en la teoría y en los
aportes de los diferentes psicoanalistas que trabajaron con pacientes graves, así como a
bucear en el propio análisis la propia infancia. Esto nos da la base para apelar a la
creatividad y producir ese acto particular que es la intervención analítica. Intervención
que en estos casos implicará muchas veces crear las condiciones para que el aparato
psíquico se constituya, marcado por los deseos y la represión. También debemos tener
en cuenta que intervenir no significa solo hablar. Mu- chas veces, accionar, dibujar,
modelar, jugar son modos privilegiados en los que se puede posibilitar la creación de un
espacio psíquico. Genévieve Haag (Haag, G., 2000, 75-86), que ha trabajado mucho con
niños autistas, plantea que la estabilidad del encuadre, temporal y espacial, es
funda- mental. En la medida en que el niño autista siente toda modificación del
consul- torio o del orden en que están ubicados los juguetes, como un terremoto
que asola su mundo, se deberá poner cuidado en esto. Ella sugiere agregar a los
jugue- tes habituales objetos primitivos, del nivel de las primeras manipulaciones:
juegos de encaje, aros, pelotas, es decir, aquellos elementos de construcción e
inter- cambio de los primeros tiempos, tan importantes en lo que hace al
descubri- miento de la conexión con el otro. Asimismo, esta autora plantea que, con los
niños autistas, estamos compro- metidos con las zonas profundas de nuestro yo
corporal y grupal, lo que lleva a tener que tomar en cuenta nuestra contratransferencia (y
en ese sentido nuestras respuestas sensoriales, de tonicidad muscular, somáticas y
sociales) para poder intervenir. En tanto no hay espacio proyectivo constituido como tal,
lo que se pone en juego remite a la excorporación (que es un término de Green que
describe la expulsión, la pérdida de una parte del propio cuerpo, diferente a la
descorporación, que implica el armado de un espacio extra-corpóreo). Así, por esta
misma excorpo- ración, el analista conectado empáticamente suele percibir en sí mismo
aquello que en el niño no tiene representación clara. Esta vivencia permite una
inter- vención del analista que considere el monto de sufrimiento del paciente. Yo
agre- garía que esto sucede con todos los niños con dificultades severas y que el
regis- tro de lo que sucede al analista es clave. André Green plantea que, frente al vacío
del paciente, podemos tender a pensar lo que el paciente no puede pensar, para llenar
ese vacío y no quedar atrapados en esa muerte psíquica, y frente a las proyecciones
delirantes, podemos
quedarnos confusos y pasmados. “La única solución es ofrecer al paciente la imagen d
e  la  elabo- ración, situando lo que él nos ofrece dentro de un espacio que no será ni el de
lo vacío ni el del llenado comprimido, un espacio aireado. Un espacio así no es ni el del
‘eso no quiere decir nada’ ni el del ‘eso quiere decir aquello’, sino el del ‘eso podría
querer
decir  aquello’ [Y agrega] La meta consiste en trabajar con el  paciente en una operación 
doble:  dar un continente a sus contenidos y dar un contenido a su continente, pero sin
olvidar  nunca la movilidad de los límites y la polivalencia de las significaciones, al menos
en la 
mente  del  analista”  (Green, 1972, 64-65). Poder transmitir el proceso de elaboración. Y
esto no sólo se hace con palabras. Cuando utilizamos un tono de voz particular y
armamos un ritmo o un juego, esta- mos posibilitando un armado y descondensando,
desarmando, otro tipo de fun- cionamiento. Porque si lo que predomina es la
desestimación de todo contenido, cuando logramos que el niño no nos expulse, que no
expulse nuestras palabras ni su recuerdo y que se vaya construyendo en el vínculo
analítico una inscripción que haga soportable la ausencia, estamos desarmando el
primado de la desestimación y propiciando la construcción de un continente donde los
pensamientos se ins- criban. A la vez, posibilitamos el pasaje de la identidad de
percepción a la iden- tidad de pensamiento, ayudando al armado de
contenidos. Entonces, con estos niños, las intervenciones del analista tienen un valor
es- tructurante cuando éste: 1) sostiene el vínculo a pesar de la desconexión del otro ; 2)
arma ritmos a partir de ruidos o golpes; 3) posibilita el registro de sus propios afectos a
través de un funcionamiento empático; 4) va estableciendo diferencias yo-no yo y
sosteniéndolas; 5) abre un mundo fantasmático, armando un espacio lúdico en el que
se puedan ir anudando metáforas ; 6) no sólo construye una his- toria, sino que funda
un código compartido (a partir del descubrimiento de cuáles son los esbozos de código
del paciente). La función de representación sólo adviene en la intrincación pulsional y en
una temporalidad. Y en muchos niños esto falla, por lo que no hay dónde inscribir, falta
el soporte, aquel que permite representar el mundo, el papel en el que las marcas se
inscriben y se ligan. Esto no implica la imposibilidad de trabajar con ellos ni que la
ausencia del otro sea absoluta (que no haya nadie con quien establecer la conexión). Por
el con- trario, marca la dirección del trabajo, que será un trabajo de construcción de
ese soporte. Y esto nos lleva a pensar las características particulares que va tomando el
trabajo con niños que presentan patologías graves. A la vez, es fundamental pensar que,
así como dijimos que no hay un autismo sino autismos y así como hay niños neuróticos
con funcionamientos autistas aco- tados, todo niño tiene algún momento en el que
emerge otro tipo de investidura, de conexión con el otro. Es decir, después de un tiempo
de tratamiento, hay momentos en que un niño que parecía no registrarnos nos mira a
los ojos, se di- rige a nosotros con gestos, llora, dice algunas palabras… en un recorrido
en el que se van construyendo redes representacionales. He observado también que
cierto grado de confrontación, de firmeza, en un marco de contención, puede
posibilitarle a un niño realizar acciones y hasta ha- blar. Cuando el analista no se
anticipa a darle al niño lo que supone que quiere y espera que lo pida, cuando no le
alcanza todo, sino que deja que el paciente mismo lo busque, está también “aireando”
el vínculo y posibilitando la palabra. Por ejemplo, una niña que solo decía monosílabos
aparentemente sin sentido, co- menzó a patear la puerta del consultorio como para
abrirla. Yo le dije reiteradas veces que no entendía ese lenguaje y que no podía adivinar
lo que quería a los gol- pes. En un momento, y con muchísimo enojo, mirándome, gritó:
“¡Abrí puerta!”, primera frase con sentido que pronunciaba en el marco de una
sesión. En todos estos casos, al tratamiento individual del niño hay que sumarle el
tra- bajo psicoanalítico con los padres. En algunos casos es necesaria la terapia
fami- liar, en otros, tratamiento psicopedagógico o psicomotriz o acompañamiento
tera- péutico. Es importante armar una red con la institución escolar y con todos
los profesionales que
intervienen. Geneviève Haag (22) trabaja con un observador participante que, algunas v
eces por semana, va a la casa del niño durante dos o tres horas. Tiene que ser
alguien con mucho trabajo analítico personal, para no mezclar sus propios conflictos
con la situación familiar, que observa al niño en el contexto familiar y a la vez es
un participante privilegiado, en tanto puede ver aquello que los padres no
pueden contar, no porque deseen ocultarlo, sino porque no lo registran. (Esto ocurre
a veces en las entrevistas familiares: podemos detectar situaciones que los padres no
han relatado porque no las perciben.) Este observador puede ser sostén de los padres
en algunas situaciones cotidianas con el niño. Es alguien que interviene sólo cuando es
necesario, ayudando a la familia en el vínculo con el hijo y que no interpreta, sino que
ayuda a que padres y hermanos detecten signos que pueden pasarles
desapercibidos. Considero importante, con los niños en los que predominan las
producciones bizarras (a los que Frances Tustin llama pre-esquizofrénicos), que el
analista no se paralice frente a las producciones alucinatorias o delirantes del niño y que
les dé un espacio; que ayude a diferenciar fantasía y realidad; que le permita pasar de
la descarga motriz al juego y elaborar los terrores que lo invaden, acompañándolo en el
proceso de armado subjetivo; que lo contenga; que vaya detectando los momen- tos de
irrupción de la alucinación o el armado delirante, para delimitar ese “antes” insoportable
y que verbalice los afectos del niño. Entonces, hay veces que de lo que se trata no es del
desciframiento, o por lo menos no con el niño mismo. En estos casos, no hay una
historia a develar, sino una a construir. (Es cierto que en todo análisis se construye una
historia nueva, pero con los niños esto cobra una dimensión particular en tanto
operamos sobre los primeros tiempos de esa historia.) Y es ahí que las intervenciones
son estructurantes o, mejor dicho, motorizan la estructuración psíquica. Cada una de
estas intervenciones puede implementarse con diferentes recursos. Así, la contención
puede ser verbal, pero también corporal y la verbalización de los afectos puede darse a
través de una referencia directa o a través de hablar de un tercero (otro niño, un
personaje, etc.). Con los padres se hace imprescindible trabajar, escuchando el
sufrimiento que los desborda. Que puedan mediatizar sus pasiones, diferenciarse del
niño y regis- trarlo como persona que siente, sueña y sufre, es la meta en el trabajo con
ellos. Por otra parte, vengo insistiendo en el lugar particular del psicoanalista de niños,
sobre todo en estos casos. La pulsión de vida, el deseo de curar, debe ser sostenida por
un analista que se siente solo, desamparado, frente al abismo. Fundamentalmente, el
niño debe encontrarse con otro que quiere que él exista como ser humano, vivo y que lo
trate como tal. Quizás seamos nosotros los que podamos abrir las puertas que estaban
cerra- das y ayudar a un niño a enfrentar sus terrores. Con respecto a las
determinaciones, es frecuente que, frente a un niño con
perturbaciones severas, se plantee el tema en términos de desamor materno o, en otra línea, de ausencia
paterna. Por todo lo dicho, la cuestión no es tan simple. Se trata más bien de matices, de funcionamientos
psíquicos, maternos y paternos, que implican toda la complejidad y las contradicciones del psiquismo
(entre otras, la ambivalencia). Son encuentros sutiles, imperceptibles a veces, en los que se conjugan
ciertos movimientos maternos o paternos con la capacidad inscriptora y metabolizadora de un niño, y
esto en un tiempo y en un espacio, en un momento particular de una pareja y de una familia y en una
historia colectiva. Hablar sobre las patologías graves en la infancia supone ubicar la psicopa- tología
infantil en su peculiaridad, pero también replantearse qué define la gra- vedad de una patología en la
infancia. La urgencia de todo niño en crecimiento y de una historia a escribir-inscribir nos exige afinar
nuestras intervenciones, comprometernos con las transfor- maciones posibles y poner en juego nuestro
deseo de
curar.   17. No todos los niños evolucionan tan favorablemente con el tratamiento psi- coanalítico, pero
hacer el intento vale la pena aunque los cambios, en algunos pacientes, sean
acotados. 18. Es muy diferente realizar un proceso diagnóstico a llenar un cuestionario o grilla
predeterminado. 19. Anteriores versiones de este caso fueron publicadas en Actualidad Psicológica Nº 25
7 y en Cuestiones de Infancia Nº 7 20. Sobre el tema de las somatizaciones, he escrito en el libro: Marcas 
en el cuer- po de niños y adolescentes (Buenos Aires, Noveduc, 2009). 21. Piera Aulagnier dice: “la entra
da en escena del Yo es coextensa con la entrada en escena de la categoría del tiempo y de la historia” (
P. Aulagnier, 1975, 175). 22. Este modo de trabajo fue referido en una comunicación personal con G. Haa
g.
Capítulo 9 

 LAS MARCAS DE LA VIOLENCIA  

En este capítulo desarrollaré algunas ideas sobre los efectos psíquicos de la vio- lencia
durante la infancia. Hay muchísimas formas en los que se manifiesta el maltrato hacia
los niños. La explotación de menores, los golpes, el hambre, el abandono, la no
asistencia en las enfermedades, la apropiación ilegal, el abuso sexual, etc., son todas
formas de la violencia… Golpes que marcan los primeros años, que incrementan el
estado de desvalimiento, que impiden el procesamiento y la metabolización de lo
vivenciado. ¿Cómo posicionarnos como psicoanalistas? ¿Cómo operar en estas
situa- ciones? Algunas preguntas específicas demandan nuestro aporte: 1) ¿qué
elementos en- tran en juego en la violencia de los adultos contra los niños?; 2) ¿qué
efectos sufre la subjetividad frente a los embates de la violencia adulta, es decir, cuáles
son las consecuencias del maltrato en la constitución psíquica de los niños?; 3)
¿cuáles son las vías de salida, cuál es el lugar del psicoanalista frente al maltrato
infantil?  

ADULTOS VIOLENTOS  

¿Qué puede llevar a algunos adultos a ejercer violencia sobre un niño? Las familias
violentas son generalmente familias muy cerradas, en las que no hay un intercambio
fluido con el resto del mundo. Los vínculos intrafamiliares son de pegoteo y
desconexión afectiva. Cada uno está aislado, absolutamente solo y a la vez no se puede
separar de los otros. No hay espacios individuales y tampoco se comparte. Todo es
indiferenciado y el contacto es a través del golpe o a través de funcionamientos muy
primarios, como la respiración, la alimentación o el sueño. Así, generalmente, cuando
una familia se puede abrir al mundo y establecer redes con otros, la violencia
disminuye. A veces, se supone que se es propietario de los hijos como si fueran objetos.
El hijo, su cuerpo y a veces también su pensamiento son vividos como algo propio que
se puede manipular a gusto. También es frecuente que, cuando se tiene un hijo, el
deseo sea el de tener un muñeco; no un bebé que llora, usa pañales, se despierta de
noche, quiere comer a cada rato. Otras veces, se supone que el hijo viene a salvarlos. Y
cuando esto, inevitablemente, se rompe, en algunas familias la ruptura de esa imagen
resulta intolerable. Hay algunas situaciones que suelen funcionar como
desencadenantes del mal- trato. Una de ellas es el llanto del bebé. En tanto hace revivir
la propia inermidad, el desamparo absoluto, este llanto puede ser insoportable y se
puede intentar aca- llarlo de cualquier modo. Es decir, un adulto que no tolera su propio
desvalimiento puede entrar en estado de desesperación, e intentar expulsar lo
intolerable gol- peando a un niño, intentando silenciarlo. Del mismo modo, después,
intentarán eliminar toda exigencia del niño, todo lo que los perturbe. Y los niños son
siempre perturbadores. Otra es el comienzo de la deambulación. La separación puede
ser vivida como catastrófica por el adulto y lo incontrolable del niño que se mueve solo
puede des- atar respuestas totalmente violentas. Mientras el bebé no puede alejarse
volunta- riamente, los acercamientos y distancias son marcados desde la madre.
Cuando ésta ubica al niño de acuerdo con el juicio de atribución (es bueno si es parte
de ella misma y malo si es ajeno a sí), al cobrar autonomía, el niño pasa a ser un
ata- cante externo, un demonio imparable, incontrolable. Las palabras de la mamá
de Ana (de quien hablamos en el capítulo sobre dificultades en el aprendizaje)
ilus- tran claramente esta situación: “Nunca puede estar quieta en un lugar. De  beba  er
a un ángel. Comía y dormía. Empezó a gatear a los siete meses y a caminar a los
diez  meses. De ahí no he tenido descanso. Yo la encierro en el baño y se escapa, le pego y
le  pego y vuelve a moverse…”. A esto último se liga el tercer momento: el control de
esfínteres. Las dificultades en el control pueden ser vividas como ataques, como desafío
a la omnipotencia parental. El clásico “me lo hace a mí”… El cuarto momento es la
entrada a la escuela. El que el niño falle puede ser vi- vido como terrorífico. Cuando los
padres no se ubican como diferentes al niño, pueden querer matarlo como si fuera un
pedazo de ellos que no les gusta. Los pro- pios deseos, las inhibiciones, lo otro interno
insoportable se presentifica muchas veces en uno de los hijos. Y entonces, hay que
aniquilarlo, censurarlo, ubicarlo como un extraño. Curiosamente, es justamente aquel
hijo con el que mayor es la identificación el que moviliza esta intensidad del rechazo. Lo
propio visto como ajeno, como otro, aparece como siniestro. Si los niños son molestos,
irrumpen rompiendo la tranquilidad, la paz de los sepulcros, si son los que exigen
conexión, es posible que lo que se haga sea matar la vida, dormirla, acallarla,
transformarla en una secuencia monótona, a través de maltratar a un niño. André Green
(1991) define la pulsión de muerte como desobjetalizante, desli- gadora. Podemos decir
que el adulto que maltrata ataca los lazos libidinales, rompe conexiones y por
consiguiente funciona a predominio mortífero, enfren- tando al niño con lo
siniestro. Pero también podemos preguntarnos: ¿a quién maltratan cuando se maltrata
a un niño? Generalmente, a lo insoportable de sí mismos, a aquello que
quisieran destruir en sí mismos y retorna desde el otro. Los modos de la erotización, de
la imposición de prohibiciones, de la narcisi- zación y de la culturalización de un niño
serán diferentes cuando los adultos que tienen a su cargo esas funciones tienen
conciencia de que están frente a un sujeto, no un pedazo propio, sino un ser, un “otro”
con derechos. El niño puede ser ubicado por los adultos como un inferior a ser
dominado o como un igual al que no se le toleran las diferencias. Darle un lugar de
semejante diferente, reconocerlo como tal, es básico para que pueda constituir un
funcio- namiento deseante, una imagen valiosa de sí y un bagaje de normas e ideales
que lo sostendrán en los momentos de crisis. En otras palabras, una función parental
“suficientemente buena” implica que los padres tengan normas incorporadas que
permitirán en el niño la reasunción trans- formadora singular de su cuerpo y de su
historia, a través de la constitución de 
una representación narcisista (de sí mismo) estable y coherente. Es decir, el contexto
debe conformar un ambiente que, sin ser “perfecto”, sea confiable y suficientemente
estable como para permitir la constitución de un espa- cio psíquico, de un yo-piel y de
una represión secundaria que interiorice las prohi- biciones ya reprimidas por la psique
parental.  Transmisión de la violencia   Hay una transmisión de violencia a través de las
generaciones. La transmisión puede ser fundamentalmente transmisión de agujeros
represen- tacionales, en tanto, como afirma S. Tisseron (1995), cuando en una
generación algo no es hablado (por vergüenza, angustia, temor, etc.), quedando como
lo inde- cible, pasará a la generación siguiente como innombrable y a la tercera,
como impensable. Es decir, este tipo de transmisión crea en el niño zonas de
silencio representacional, dificultando el pensamiento. Hay una memoria de marcas
corporales, de agujeros, memoria en la que lo que se hace es “desaguar” recuerdos,
memoria del terror que insiste sin palabras, sin posibilidades de ser metabolizadas…,
marcas de golpes, de momentos de pánico, de silencios colmados de angustia y
vergüenza, de alertas. Lo que no pudo ser li- gado, metabolizado, “digerido”, pasa en su
forma “bruta” a los hijos y a los hijos de los hijos. Así, las angustias primarias, los
terrores sin nombre, los estados de depresión profunda y de pánico, se transmiten
como agujeros, vacíos, marcas de lo no tramitado. Tienen el efecto de golpes
sorpresivos, frente a los que no hay alerta posible. También hay una transmisión de
modos vinculares violentos, que generan per- turbaciones en las interacciones
familiares. Hay recuerdos traumáticos abolidos de la memoria por una generación y
expulsados hacia la generación siguiente. Re- cuerdos que retornan de diferentes modos
y cuya repetición obtura caminos crea- tivos. El registro de diferencias, de cualidades y la
posibilidad de nombrar, de histo- rizar, de transmitir normas e ideales están ligados a la
capacidad complejizadora materno-paterna y posibilitan el reconocimiento del niño
como un otro semejante diferente.  DIFERENTES TIPOS DE MALTRATO  1)
Maltrato por exceso, por ruptura de las barreras de protección antiestímulo. El dolor
arrasa con el entramado psíquico. La tendencia no va a ser entonces a ins- cribir huellas,
sino a expulsar todo lo inscripto. Mientras que hay estímulos de los que se puede huir,
los estímulos de los que estamos hablando son aquellos de los que no se puede huir, ya
sea porque son sorpresivos y atacan de golpe, o porque se está encerrado, apresado en
la situa- ción dolorosa (padre que tira al hijo contra la pared o padre que le pega sin
parar durante mucho tiempo). 2) Maltrato por déficit. Ausencia de cuidados, de
contención. Es el caso de los niños abandonados, que quedan a merced de las propias
sensaciones y exigencias internas. La libido no puede ligarse a nada, no hay mundo
representacional a cons- truir. Lo que se produce es un desfallecimiento precoz de las
envolturas y una im- posibilidad de elaborar la ausencia en tanto no hubo sostén ni
presencia materna. Son traumas por vacío. Es decir, tanto si desde el mundo se arrasa
con las propias posibilidades, tiem- pos, ritmos, como cuando se lo deja en un mundo
sin investiduras libidinales, se ejerce una violencia desestructurante. 3) Hay también
otros tipos de maltrato: cuando se fuerza a un niño a quebrar sus soportes
identificatorios o se desconocen sus posibilidades y su historia. Las ame- nazas, la
denigración permanente: “sos un desastre”, “sos tonto”, “sos malo” o las exigencias
desmedidas dejan marcas de dolor. ¿Cuántas veces se hace con un niño lo que se hacía
en los campos de concen- tración, es decir, quebrar sus parámetros identificatorios? Sin
pretender establecer una identidad, pienso que las personas sometidas a situaciones de
extrema crueldad, cuya vida dependía permanentemente del poder de un otro, y cuyos
testimonios son conocidos, nos pueden ayudar a pensar en lo que ocurre con aquellos
niños sometidos a maltrato, muchas veces desde los pri- meros momentos de la
vida. Lo fundamental en esas situaciones es deshumanizar al otro, reducirlo a la
pura necesidad a través del hambre extrema, para erradicar cualquier posibilidad
iden- tificatoria por parte de los ejecutores de la violencia. En segundo lugar, quitarle
todo aquello que lo identifique como alguien en parti- cular (el nombre, que pasa a ser
un número; su ropa, sus pertenencias, etc.). En tercer lugar, imponer el dominio
absoluto. El torturador tiene la vida del otro en sus manos, es amo y señor, decide
acerca de la vida y la muerte. Pero si alguien ha construido a lo largo de su vida ciertos
parámetros internos, que son aquello de lo que no se lo puede desposeer (los
pensamientos son aque- llo sobre lo que los otros no pueden ejercer poder), es posible
que pueda soste- nerse internamente a pesar del ataque externo. Un niño difícilmente
pueda diferenciarse del contexto. La violencia es siempre en él un interno-externo
indiferenciable. A diferencia de un adulto, que tiene la posibilidad de contrastar su
memoria con el presente, el niño no ha podido construir todavía una historia que le
permita opo- ner otras representaciones a las que irrumpen en forma de
maltrato. Rosine Crémieux, una psicoanalista que estuvo en campos de
concentración durante el régimen nazi, dice que, según su experiencia, la fuerza del lazo
entre el niño que fuimos y nuestros padres aparece como uno de los elementos
determi- nantes de nuestro comportamiento en el campo y de nuestras chances de
sobre- vida; en tanto contribuye a reforzar el deseo de vivir. Afirma que la identificación
a los padres permite cuidarnos como ellos lo hubieran hecho, mirarnos como si
fué- ramos ellos, instaurando un juego interior entre las diferentes representaciones
de sí. Y toma las palabras de Jean Amèry, que plantea que uno de los elementos
cons- titutivos del psiquismo es la esperanza de obtener ayuda externa (2000, 50). Esto
nos llevaría a preguntarnos qué ocurre cuando el maltrato es generalizado (de todos los
miembros de la familia y también social) y, por ende, no hay nadie de quien esperar
ayuda externa. ¿Qué efectos de desfallecimiento psíquico puede traer el que no haya
esperanza?
Y también a diferenciar los efectos del maltrato cuando los maltratantes son aje- nos al
círculo íntimo o cuando son aquellos investidos libidinalmente. Por último, a diferenciar
si el maltrato se da después de un tiempo o desde el comienzo mismo de la vida. Es
curioso que los sobrevivientes de los campos de concentración sientan un abatimiento
general. “Después de la intensidad de la primera experiencia en libertad, todo parecía a
pa- gado, fútil, falso. Los señuelos, las consolaciones habituales no actúan ya para quien
re- gresa de un viaje a los infiernos. Y la sensación misma de vivir se adelgaza
hasta desaparecer…” (T. Todorov, 1993, 272).  Los sobrevivientes sienten que hay algo
en ellos que está muerto. Esto es funda- mental: una parte muerta. Hay muchos
testimonios de esto. Así, Madeleine
Doiret dice: “no estoy viva. me veo desde  fuera  de  ese yo ahí que imita la vida” [y] “Vi
vo  sin vivir. Hago  lo  que  hay  que  hacer” (T. Todorov, 1993, 272). Cuando el maltrato
se da desde el comienzo mismo de la vida puede llevar entonces a la imposibilidad de
registrar sensaciones y afectos. Y a que “la sen- sación misma de vivir” no se
constituya.  Vínculos incestuosos  Cuando el maltrato es ejercido por aquellos de los que
depende la vida y el sos- tén amoroso, las zonas erógenas se constituyen marcadas por
el dolor… con lo que predominan: a) funcionamientos masoquistas (cuando el dolor no
ha sido tan insoportable como para impedir la ligazón con Eros) y b) un cuerpo
doliente, agujereado (cuando el dolor ha dejado como marca agujeros
representacionales), en el que todo contacto es lacerante (son niños que rechazan
cualquier acerca- miento). El yo de placer se estructura por identificación con una
imagen devaluada o monstruosa de sí. Y hacerse cargo de la propia motricidad, del
propio lenguaje, dominando el mundo se torna muy complicado cuando se lo supone
siendo una suerte de muñeco en manos de otros o un monstruo a destruir. La represión
primaria no se puede estabilizar en tanto los que transmiten lo reprimido no lo tienen
claramente instaurado. Cuando una madre o un padre maltratan a un hijo, al mismo
tiempo que mues- tran los deseos de destrucción, de aniquilamiento del otro, develan
con su accio- nar el vínculo erótico incestuoso y mortífero. Sabemos que los dos
dictados que posibilitan al sujeto advenir a la cultura son: la prohibición del incesto y la
prohibición del asesinato. En muchas
familias, ambos están permitidos… “Pero el trabajo de la instancia represora no se pu
ede  pro-  ducir, menos todavía lograr, en ausencia de dos aportes exteriores: las
interdicciones pro- nunciadas por una instancia parental que se hace en esto ‘portavoz’ de
las exigencias culturales y en mayor medida el hecho de que esas prohibiciones recaen
sobre lo que ya debe formar parte de lo reprimido de los padres, los deseos a que
renunciaron en un
le-  jano  pasado  y  que  ya  no tienen sitio en la formulación de sus deseos actuales (…) T
oda cultura se basa en determinadas prohibiciones que ella debe respetar y que deben
ser  interiorizadas, si no  por la totalidad,  al  menos por la mayoría de los sujetos” (Piera 
Aulagnier, 1986, 240). Dificultad para que se instauren diferencias internas, que se
organicen espacios y legalidades contrapuestas. Es decir, la hostilidad manifiesta en el
maltrato garantiza el vínculo indiscri- minado, incestuoso e imposibilita la separación.  

Un caso clínico: Lucas y Tomás  

Una mujer, muy angustiada, pide una primera entrevista para hablar de sus hijos. Lucas,
de siete años y Tomás, de cinco. Cuenta que en la casa se suceden las situaciones de
violencia. Hace poco tiempo se separó del marido, que le pe- gaba y la insultaba con
frecuencia, tanto a ella como a los niños. Estas escenas se repiten a pesar de la
separación. Él sigue entrando en la casa (ella no cambió la cerradura) y golpea a los
hijos, sobre todo al mayor, que es a la vez el preferido del padre. Este hijo la maltrata, le
grita y le pega. Se enferma con frecuencia (hace picos de fiebre con vómitos) y tiene
ataques de asma. El padre lo castiga mucho, a pesar de lo cual él lo adora. Después de
algunas entrevistas con ella, decido hacer una entrevista con la madre y los dos
niños. Lucas se muestra altivo y orgulloso. Parece mucho mayor en su
presentación. Habla todo el tiempo muy enojado, en un tono desafiante y adultizado.
Cuando se dirige a la madre, la insulta y por momentos le pega, diciendo que él hace
lo mismo que el papá. Mientras tanto, Tomás dibuja. Pero cuando Lucas se separa de la
madre, él se le tira encima y dice que quiere tomar la teta. “Te quiero mucho, mamá”. La
mamá se mantiene inmóvil tanto frente al ataque de Lucas como al acercamiento de
Tomás. (Es claro el vínculo incestuoso en ambos casos.) Cuando Lucas ve el dibujo del
hermano, dice que es el dibujo de un mogólico, que es un estúpido, que parece un bebé
tonto, y se pone a dibujar, con trazos precisos y cuidadosos. Tomás lo mira con odio y le
dice: “Yo no sé cómo vos podés preferir a papá, ¡qué vergüenza, que un hijo no quiera a
su propia madre!“ (con tono de repetir una frase ajena). Y después, cambiando el tono
de voz: “Papá te pega todo el tiempo y vos querés estar con él, sólo porque te compra
cosas”. Lucas: “Sos un estúpido. (Le pega.) Te voy a matar. Papá te pega a vos, le pega a
mamá, pero a mí no.” Tomás se ríe. “A vos también te pega ¿o no te acordás las palizas
que te da?” Lucas se entristece asintiendo, pero inmediatamente dice: “no, no es cierto”.
Rá- pidamente hace una raya en el dibujo de Tomás (que es muy infantil) y éste
enfu- rece, le saca la hoja a Lucas y se la rompe en pedacitos, gritando. Se trenzan
en una pelea. El ritmo de ambos niños es extremadamente rápido, pasando sin intervalo
de una a otra cuestión y moviéndose en forma vertiginosa, gritando y
golpeándose. Durante toda la entrevista es muy llamativo el lenguaje de Tomás, que se
torna incomprensible, con frases incoherentes, hablando de ovnis, luchas, guerras,
etc., y siguiendo su propio discurso sin tener en cuenta a los otros, salvo en
los momentos en que se pelea con Lucas, en los que manifiesta enfáticamente el
des- acuerdo con su hermano. Sin embargo, aun ahí suele repetir frases ajenas.
Se mueve con torpeza. Este niño se accidenta con frecuencia. En la última semana se
cayó de un árbol, 
de una hamaca y de la bicicleta. Suele llevarse todo por delante, lastimándose
per- manentemente. Está muy pegado a la madre y vive asustado respecto del
hermano y del padre (con el que no quiere salir). Los accidentes estarían denunciando el
predominio de la pulsión de muerte en este niño, que se manifiesta en la compulsión
repetitiva de los golpes. Predomina la regresión y la desestimación. No puede organizar
una representación de sí que le permita coordinar sus movimientos, ni es dueño de sus
palabras. Sin embargo, un intento de sostener un pensamiento cuestionador se insinúa,
aunque general- mente su discurso es puramente una repetición del discurso
materno. Por el contrario, Lucas ha armado una coraza para defenderse de los
embates de un mundo en el que no puede ser niño. Una identificación que opera
como ortopédica con su padre le permite un funcionamiento de pseudo-adulto, pero
la desconexión con sus sentimientos y la desmentida que debe sostener le acarrean un
costo altísimo. En un momento dice: “mi papá se enoja demasiado, y además
miente…”, pero enseguida aclara “quizás todo sea imaginación mía.” ¿Todo qué? le
pregunto. “Que me pegue, que la insulte.” A Lucas se le plantea un dilema: desmiente la
rea- lidad, desmintiendo sus percepciones o acepta un dolor insostenible ligado a
la integración de la realidad. Le digo que me parece que le resulta menos
doloroso pensar que él no puede ver, ni oír ni pensar, sino que todo es producto de
sus fantasías, que pensar que ocurren cosas que le resultan insoportables. Se
queda pensando y dice (muy angustiado): “¿Por qué tengo que recordar yo si ella
(la madre) se olvida?”. Este niño está enfrentado con una disyuntiva: o se identifica con
ese otro to- dopoderoso, que arremete con los otros a su paso, debiendo sostener una
posi- ción imposible, o cae sometido frente al otro, debiendo entregar su propia
capa- cidad de pensar. Así, Lucas dice: “debe ser imaginación mía”. La confusión y
la depresión desembocan en estados de desconexión consigo mismo, en ataques
de asma y episodios de fiebre con vómitos (sin causa orgánica aparente).
Necesitaría testigos, relatos coherentes, testimonios de otros que constaten el maltrato,
pero tanto la palabra de la madre como la del hermano son inconsistentes. ¿A
quién creer? ¿Cómo ser creído? Recordar que aquel al que ama actúa de un modo
arbitrario y le provoca un sufrimiento intenso es insoportable. Es preferible suponer que
alucina y delira a soportar la percepción y el propio juicio. Pero para destruir
efectivamente su pensamiento debe destruir la capacidad de pensar. Pero Lucas
duda… Por momentos, afirma que el padre le pega “cuando me porto mal”. La idea de la
propia culpabilidad lo alivia, porque plantea una salida posible. No es que él está a
merced de otro arbitrario, sino que es él el que provoca la violencia del otro y si
modificara su conducta podría dejar de ser castigado. Es decir, hay una falta y un castigo
en juego. Tomás ha tomado otros caminos: su pensamiento se torna incoherente,
no puede sostener el proceso secundario, tampoco puede hacerse cargo de su
propia motricidad. Él no desmiente, pero hace regresiones importantes, desestima
juicios propios y muestra una fragilidad permanente. Su cuerpo parece no responderle
y sus pensamientos son prestados.  

LOS EFECTOS PSÍQUICOS DEL MALTRATO  

¿Cuáles son los efectos de la violencia en la constitución de la subjetividad, las marcas


que la violencia deja en la constitución psíquica de un niño? Según J. Lewis Herman
(1992). los síntomas del estrés post-traumático pueden incluirse en tres categorías: 1)
estado de alerta permanente, como si el peligro pu- diese retornar en cualquier
momento, con trastornos del sueño e irritabilidad; 2) intrusión, es decir, el momento del
trauma es revivido reiteradamente e invade la vida cotidiana, los pensamientos y los
sueños; 3) constricción, es decir, una per- sona puede entrar en estado de rendición, de
derrota, con sensaciones de aletar- gamiento e incapacidad para sentir y para actuar,
con cesión de la iniciativa y el jui- cio crítico; hay indiferencia, con retirada emocional y
cambio en el sentido del tiempo; puede haber dificultades para fantasear y para
planificar el futuro. A la vez, se da una fluctuación entre intrusión y constricción, entre la
amnesia y la reviviscencia del trauma, entre sentimientos intensos y estados de no
sentir, entre una acción compulsiva y la inhibición de toda acción. Y esta fluctuación
exa- cerba más aún la sensación de desvalimiento. Tomando todo lo dicho
anteriormente, podemos decir que los efectos posibles del maltrato en la estructuración
subjetiva
son: 1) Anulación de la conciencia en tanto registro de cualidades y sensaciones. Cuand
o el maltrato se da desde los primeros momentos de la vida, se pierde la posibilidad
de diferenciar sensaciones, todo es igual; no hay diferencias. Habitualmente, un
niño con padres “suficientemente buenos” puede cualificar el mundo, registrar
dife- rencias y sentirse vivo, sin ser sacudido por emociones fuertes. Puede sentir
placer en el contacto tierno, en escuchar música, en leer un cuento. Estos niños
gol- peados, maltratados, no. Son niños que quedan anestesiados, con una parte
muer- ta y que necesitan ser sacudidos. Suelen buscar el peligro, jugar con la
posibilidad de un accidente, drogarse, golpearse contra el mundo (como los que juegan
en las vías del tren a esquivarlo), buscando sensaciones “fuertes”. La sensación es de
estar muerto-vivo: entran en apatía afectiva (como los so- brevivientes de los campos de
concentración). Se anula la capacidad de registrar los afectos. La apatía es efecto de la
pulsión de muerte. La anestesia afectiva deja al sujeto en un estado de desvitalización.
Predomina un sentimiento mortecino, un estado de sopor, sin conciencia, en el que no
pueden anticipar situaciones poste- riores. Como todo les parece igual, esperan que la
vitalidad sea sostenida desde los golpes del contexto. Cuando la coraza antiestímulo se
construyó pero quedó arrasada, el mundo de las impresiones sensoriales, en el mejor de
los casos, trabaja defectuosamente, las inscripciones psíquicas están empobrecidas y las
preexistentes no reciben inves- tidura porque toda la economía pulsional está
trastocada. 2) Tendencia a la desinscripción, a la desinvestidura, a  la  desconexión. Tien
den a “excorporar” (A. Green, 1990) o a expulsar violentamente toda investidura, lo
que deriva en un vacío. Toda representación puede ser dolorosa y hasta el
proceso mismo de investir e inscribir puede ser intolerable. Ha quedado un terreno
arra- sado, mantienen “pedazos muertos” en el nivel representacional. Trastornos
gra- ves de pensamiento pueden predominar en estos niños. No pueden ligar ni
conectar lo inscripto. En el niño puede producirse un desinvestimiento
desobje- talizante que se manifiesta por la extinción de la actividad proyectiva, con el
senti- miento de muerte psíquica. Esto trae como consecuencia perturbaciones del
fun- cionamiento mental, que pueden quedar acompañados por
desorganizaciones somáticas graves, con pobreza de las actividades psíquicas o
carencia de su
in- vestimiento. 3) Confusión  identificatoria. Quedan arrasados sus ejes identificatorios (
como en los campos de concentración y en los hospicios). El niño se pierde en la
nebulosa de no saber quién es. A veces, puede salir de la confusión ubicando un
enemigo externo, o un mundo externo como peligroso. Otras veces, adquiere una
identidad por identificación con aquello que los otros suponen que lo define: malo,
tonto, etcétera. Muchas veces, en los niños la idea de ser malvados se instala
como modo de justificar el
maltrato. 4) Repliegue narcisista. Han construido una coraza antiestímulo onmiabarcati
va. Son niños que permanecen como animales heridos, recluidos en su cueva. Algu- nos
pueden sobreadaptarse, mientras la libido inviste los órganos del cuerpo en forma
patológica. Otros salen del encierro con un estado de apronte angustioso permanente
(pendiente de olores, ruidos, etc.). Así, una mujer que fue muy gol- peada por sus
padres de chica, no podía cerrar la puerta de su habitación y se pa- saba toda la noche
en una especie de duermevela, pendiente de la respiración de su hija de ocho años,
como si la niña se pudiese morir en cualquier momento. La conexión con su hija se
daba a través de las funciones más elementales, como res- pirar, dormir,
comer. 5) Repetición de la vivencia en su forma activa o pasiva. a) Hacer activo lo pasiv
o (identificación con el agresor); b) buscando que alguien se haga cargo de que
la repetición textual se dé (buscar otro agresor). Lo que se torna ineludible es la
repe- tición de la vivencia. Un niño puede repetir vivencias de sus padres o abuelos,
que les han sido transmitidas sin palabras. Hay muchas veces, tal como plantea
Freud, un intento ligador. Pero en el caso de los niños maltratados desde momentos
muy tempranos de su vida, la repetición, más que de un vínculo doloroso, es
repetición de un dolor arrasante y de un vaciamiento
representacional. 6) Irrupciones  del  proceso primario. Dificultad en la consolidación de l
a represión primaria (como se desarrolló anteriormente), por lo que hay por momentos
pro- ducciones bizarras (como en Tomás). Cuando los padres maltratan al hijo, el
con- texto cae como protector. Se impide entonces la estructuración del
pensamiento, se anula la posibilidad de simbolizar, se producen desestructuraciones
yoicas o identificaciones patológicas con lo rechazado y se imponen como defensas la
des- mentida y la
desestimación. 7) Actitud vengativa frente al mundo. “Algo me han hecho y merece un p
ago”, acompañado de la dificultad en la construcción de soportes éticos. Esto lleva
a situaciones de delincuencia en niños que han sufrido deprivación. 

8) Déficit de atención. Cuando hay ausencia de estimulación o un exceso perma- nente,
no se constituye la investidura de atención con relación al mundo (que se crea como
consecuencia de un vínculo). Coincide con el “alerta permanente” del que habla Lewis
Herman (1992). Sabemos que el mundo no es investido automáticamente, o que lo que
se inviste casi automáticamente son las sensaciones (la conciencia primaria de Freud).
Pero para que haya registro de cualidades, de mati- ces, se debe diferenciar estímulo y
pulsión, para lo cual los estímulos externos no deben ser continuos, sino que tiene que
haber intervalos. En estos niños, el mundo queda compuesto por infinidad de estímulos
iguales, equivalentes y es imposible sostener una investidura estable. Son niños que
presentan dificultades escolares por no poder concentrarse en las palabras del maestro,
en tanto todo ruido, todo gesto puede ser atemorizante. Es bastante frecuente que niños
criados en un ambiente de mucho abandono o que han sufrido migraciones o
privaciones importantes, estén totalmente desatentos en clase, en tanto la violencia
deja, entre otras marcas, tanto una tendencia a la desinvestidura como un estado de
alerta permanente que es acompañado, a veces, con la búsqueda de estímulos fuertes.
Considero que el circuito: violencia- desatención-búsqueda de estímulos fuertes en el
mundo-adicción es una de las vías posibles a pensar en los niños desatentos. Luego, en
el esfuerzo por reinvestir la realidad, son coleccionistas de traumas a posteriori:
reaccionan demasiado tarde, a destiempo. Al no estar atentos a lo que pasa en el
mundo, las situaciones les suceden sin que puedan poner en marcha la angustia señal. 

9) Movimientos desorganizados. En relación con la motricidad, suelen tener una activida
d de descarga, desorganizada. Allí donde se tendrían que haber inscripto las marcas del
placer, sobre todo en relación con el movimiento y el dominio del mundo y del cuerpo,
han quedado agujeros. Suelen predominar los procedi- mientos autocalmantes. 

10) Ligazón  del dolor con el erotismo (coexcitación libidinal). Que lleva al goce masoqui
sta. Estas posibilidades pueden superponerse.  

LOS CAMINOS DE LA ELABORACIÓN

  En mi experiencia con niños maltratados, me he encontrado con algunos que podían


sostener la capacidad de pensamiento cuestionando el accionar del otro (generalmente
de un modo desafiante), que podían investir libidinalmente al otro (aunque con cierta
desconfianza) y que podían jugar (con ciertas restricciones). Por el contrario, la mirada
apagada y distante de los niños que han “perdido la partida”, que renunciaron a toda
esperanza, alude claramente a la sensación de “estar muerto-vivo”, de entrega total a lo
siniestro… A la vez, como plantea Bernard Golse, debemos tomar en cuenta “los efectos
de resonancia entre la naturaleza cualitativa del trauma y la trayectoria relacional
del sujeto” (es decir, su historia vincular) (Golse, 2000, 68). Y afirma que las
capaci- dades de resiliencia del niño se edifican en el corazón mismo del sistema
inte- ractivo. Así, la resiliencia como capacidad de resistir al trauma no sería
entonces una capacidad innata, sino un efecto de los vínculos tempranos (id, 75). Este
autor plantea que, para la elaboración del trauma, es necesario tomar en cuenta: 
•la naturaleza del trauma, 
•la historia interactiva precoz y las características de los objetos primor- 
diales, 
•el rol que el entorno pueda jugar en tanto testigo vivo de los encuentros 
catastróficos del niño. Y en este sentido el valor de los testimonios es funda- mental. El
que haya otros que puedan poner palabras y hacer relatos.  La cuestión será qué
posibilidades ha tenido ese niño de instaurar condiciones de ligazón, de elaboración y
de simbolización como para afrontar después las situaciones traumáticas. También esto
marca la diferencia entre las situaciones en las que el maltrato fue efectuado por otros
ajenos al medio familiar o es efecto de situaciones sociales, y cuando dependió de la
propia familia. Mientras que en el primer caso el maltrato se inscribe como un choque
violento, una efracción, un acontecimiento implantado en el psiquismo como un cuerpo
extraño, en el último caso, el psiquismo se estructura en la situación de violencia
misma. Se hace mucho más difícil para el niño, entonces, constituir los “sostenes”
internos para no ser arrasado por el maltrato. También podemos pensar que todos los
padres son ambivalentes, por lo que el maltrato puede haber sido precedido por un
“buen” trato. Porque es diferente el estado psíquico de un niño que tiene inscripciones
placenteras (como aquellos que son maltratados a partir del momento en que
comienzan a deambular), que de aquel niño que soportó el rechazo (el odio
inconsciente materno, del que habla Winnicott) desde el comienzo. Así como la
ausencia materna puede dar lugar a la simbolización cuando hubo presencia, si el vacío
es continuo y desde el nacimiento, el niño no podrá instaurar presencia allí donde el
otro no está. Sabemos que hay golpes que dejan marcas y que horadan terrenos y que
quie- bran la trama que sostiene la vida. Sabemos también que son golpes sin palabras
y de los que nada puede ser dicho, que entran en un territorio en el que reina el silencio.
Es por esto que escuchar a un niño, darle la palabra, es fundamental. La sociedad tiende
a mantener en silencio lo ocurrido y se ensaña en avergonzar al que habla. El secreto, el
silencio y el olvido van juntos y muchas veces se pre- fiere olvidar todo aquello que
duele. Pero darle la palabra a un niño no es simplemente pedirle que hable, sino
saber escucharlo, escuchando también aquello que no dice con palabras. Debemos
tener en cuenta que los niños son detectores de aquello que se pretende de ellos.
Y cuando lo que se espera es que no diga, tendrá que vencer un obstáculo interno, dado
tanto por su propia dificultad para poner en palabras lo que no tuvo palabras, como
para desobedecer el mandato implícito del otro amado o temido que
ordena silencio. Darle la palabra a un niño implica conocer los diferentes lenguajes y
cómo pue- den los niños contarnos lo que sienten y piensan. Escuchar a un niño es
también escuchar lo que no puede decir. Algunas veces, la mirada aterrada de un niño
dice más que muchas palabras. Entonces, tenemos que tener en cuenta diferentes
tipos de lenguajes: lenguaje gestual, lenguaje gráfico, lenguaje lúdico, lenguaje
verbal (pensando que las palabras no siempre tienen el mismo valor que en un
adulto). Así, es habitual que un niño que ha sufrido maltrato se muestre en el
consul- torio muy desconfiado, que se sobresalte frente a cualquier ruido, que no
pueda concentrarse en ninguna tarea y que tenga reacciones defensivas (del tipo de
ta- parse la cara) frente a cualquier movimiento sorpresivo del analista. Con relación al
valor de los testimonios, el analista es testigo privilegiado que puede, trabajando en la
línea de la defensa de la vida, ir ayudando al niño a armar un relato, una historia, una
trama que sostenga allí donde sólo quedaban las mar- cas del dolor. Es fundamental que
se puedan ir recomponiendo, poco a poco, los lazos con el mundo. Para lo cual habrá
que ir descendiendo a los infiernos del maltrato, con- tactándose con los aspectos
muertos, para poder significar e historizar, dando lugar a nuevas investiduras libidinales.

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