En La Conquista de America

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TODOROV, Zvetan. La conquista de América: el problema del otro. México, Siglo Veintiuno, 2007.

En La conquista de América, Todorov analiza lo que se ha denominado el "encuentro de dos mundos",


retomando las preocupaciones clásicas sobre el problema del Otro. En otras palabras, el Todorov parte de la
consideración de que el descubrimiento del Yo sólo es posible a partir del descubrimiento del Otro. Éste, además, es
solamente una abstracción construida por el Yo.

A partir de estas consideraciones, el autor se propone demostrar:

1. que la conquista de América anticipa y establece la identidad presente y el modo de relacionarnos con el
Otro;

2. que el triunfo de la conquista se debió: primero, a la gran capacidad de adaptación e improvisación de los
españoles; segundo, a su superioridad en la comunicación de los signos y; por último, a la convicción de
superioridad española que subyacía a las múltiples combinaciones de la tríada amor-conquista-
conocimiento. Consecuentemente, los nativos americanos debían ser asimilados a la cultura occidental.

Los argumentos que se sostienen ambas tesis se despliegan en tres partes:

1. "El descubrimiento de América", en el que Todorov analiza las motivaciones de Colón y su relación con el
Otro;

2. "La Conquista", en la que discute las razones que llevaron a la victoria europea y, además, acerca del tipo de
relación que establecieron los conquistadores con los americanos;

3. "El Epílogo", en donde el autor realiza un recconto de las enseñanzas del proceso de descubrimiento para el
presente.

Primera parte: El descubrimiento de América.

De acuerdo con la historiografía clásica, los motivos de Colón para iniciar su empresa oceánica fueron
-esencialmente- la incorporación de nuevos territorios para la explotación colonial y, en consecuencia, el
enriquecimiento. Sin embargo, el autor entiende que a la motivación económica habría que añadir, en principio, el
ferviente deseo de servir a Dios.

Este deseo de extender el cristianismo alrededor del mundo, se manifiesta en el momento en que Colón
explicita su deseo de reconquistar Jerusalén. Así, la mentalidad de este navegante está todavía ligada al mundo
medieval. Pero, Colón sabía perfectamente que el éxito de dicha empresa dependía de que consiguiera grandes
recursos materiales. De este modo, los propósitos religiosos y humanos -económicos- fueron completamente
complementarios.

Por otra parte, en varias ocasiones Colón afirmó que -aun cuando no consiguiera ninguna recompensa
material- la sola contemplación de la naturaleza de estas tierras ya era en sí misma una recompensa. Esta
admiración, se ve en sus escritos, donde abundan descripciones detalladas de las diferentes especies de animales y
plantas.

Ahora bien, lo divino es ante todo el cristal a través del cual Colón interpreta el mundo natural y lo humano.

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Dicho de otro modo, Colón observa a través de sus creencias religiosas e interpreta en función de tales
preconcepciones. Es hábil interpretando los signos de la naturaleza, pero no los signos humanos: cree entender la
lengua de los nativos, sin embargo, lo único que entiende es aquello que se encuentra ya presente en sus creencias
religiosas. Por esta razón, cuando los signos de la naturaleza o de lo humano contradicen tales creencias opta por
reafirmarlas arguyendo que dichos signos son errados o recurre a citas de autoridad.

Así, Colón no puede más que percibir al Otro -el hombre americano- desde una posición marcadamente
etnocéntrica: los nativos son percibidos como diferentes, homogéneos entre sí y carentes de atributos culturales
positivos. De ellos, Colón, sólo percibe su desnudez, su color de piel y altura tan diferente del europeo. Asimismo, no
reconoce en ellos la existencia de una lengua, una religión y leyes que rijan la vida social.

Estas observaciones, conducen a Todorov a afirmar que Colón descubrió a América, pero no a los
americanos: su percepción del Otro -afirma el autor- está profundamente ligada a la convicción de la superioridad
europea. Esto, obturó toda posibilidad de conocimiento real del hombre americano, pero no de su invención.
Además, sentó las bases que justificarían la esclavitud y la asimilación del Otro.

La descripción que Colón hace del hombre americano se limita a percibirlos como un elemento más del
paisaje natural del Nuevo Mundo. En tal sentido, estos seres -tan raros como la naturaleza que los circundan-
constituyen especímenes dignos de ser exhibidos en Europa. Por otra parte, dada la ausencia de atributos culturales
positivos -o valorados como tales-, para Colón, no es necesario conocerlos. De este modo, se conforma con
inventarlos: como buenos salvajes y, luego, en el otro extremo, como los seres humanos más crueles y bestiales, lo
cual justificaría, más tarde, su esclavitud.

La diferencia, en suma, es percibida como ausencia -de cultura: de lengua, religión y leyes-. Por esta razón,
en el Nuevo Mundo todo está por fundarse: nuevos nombres, nuevas creencias religiosas y nuevas costumbres.

Segunda Parte: La Conquista.

En este apartado, Todorov dedica sus primeros esfuerzos a sintetizar aquellos elementos a los cuales se les
atribuye el éxito de la conquista de América. En efecto, la historiografía clásica, coincide en atribuir ese éxito a la
superioridad bélica de los conquistadores y a las enfermedades que éstos trajeron consigo y provocaron
innumerables muertes en una población nativa que no tenía defensas para tales epidemias.

A estos elementos, Todorov añade otro: la fuerte convicción en la superioridad cultural europea. Esto
permitió que los españoles desarrollaran una gran capacidad de adaptación que se conjugó con entendimiento de
los signos del Otro y la comunicación de sus propios signos al Otro. A ello, hay que añadir nuevamente la convicción
de que había que asimilar a los nativos americanos.

Del mismo modo que Colón, el resto de los conquistadores españoles entendieron la diferencia como
sinónimo de ausencia y de inferioridad cultural. Así, por ejemplo, la diferencia idiomática fue para los europeos
equivalente a la ausencia de lenguaje.

Por otra parte, Todorov entiende que la capacidad de adaptarse de los conquistadores puede observarse en
el primer encuentro de Hernán Cortés con los mensajeros de Moctezuma, en tanto que ante un mensaje ambiguo
que puede interpretarse como rechazo o aceptación Cortés elige interpretar la segunda opción e ignorar la primera.
Después, se dedicará a conocer la estructura política y religiosa de los aztecas y aprovechará de ese conocimiento en
beneficio de su empresa conquistadora.

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Hernán Cortés comprendió el carácter subyugador del Imperio Azteca, por lo cual pudo construirse, frente a
las tribus subyugadas, como menos tiránico que Moctezuma. De este modo, pudo inhibir la resistencia indígena y
encontrar aliados como los tlaxcaltecas. Además, este conquistador se presentó hábilmente como la continuación de
Moctezuma.

En este punto, Todorov categóricamente que el éxito de los conquistadores europeos se debió a su
superioridad en la comunicación de los signos. Para probar esta tesis, señala que la conquista de América implicó el
choque entre dos concepciones del tiempo radicalmente diferentes. En primer lugar, la concepción cíclica del tiempo
de los aztecas, representada en la forma circular de su calendario. En segundo lugar, la concepción lineal del tiempo
de los europeos que puede ser representada por una línea de tiempo.

La concepción cíclica del tiempo determinó que los aztecas dieran un lugar central a las profecías. Así, para la
cultura azteca el futuro podía leerse en el pasado. Por esta cosmovisión, los aztecas no pudieron percibir la identidad
humana del Otro. Al igual que Colón, los aztecas interpretan a través de una mirada divina. Ésta, hace que alcancen
dos percepciones contradictorias respecto de los europeos: son seres inferiores o bien seres de origen divino; es
decir, superiores. La primera de estas percepciones determina que los aztecas nos los sacrifiquen, en tanto a sus
dioses no les gustaría la carne de esos bárbaros. La segunda, es igualmente paralizadora, pues los aztecas no podían
resistir ante la superioridad de los dioses.

De esta última percepción resulta la incapacidad de los aztecas para producir mensajes efectivos en el
interior de su propia cultura y hacia los conquistadores europeos.

Por su parte, Moctezuma, interpretó la llegada de Cortés como el cumplimiento de una antigua profecía: el
regreso del dios Quetzalcóatl venía acompañado de su deposición como rey. Tras interpretar esto, ordenó el
encarcelamiento de los sacerdotes y renunció a la comunicación de la profecía. Ésta, por otra parte, determinó una
percepción ambivalente de los españoles y, consecuentemente, la producción de un mensaje ambigua al momento
de recibirlos. Los regalos y la invitación a irse, fueron interpretadas por Cortés como sinónimo de debilidad.

La concepción lineal del tiempo, por su parte, estaba enmarcada en la fe cristiana de los españoles, la cual
fue la base ideológica de la conquista. Es necesario destacar en este punto, que si para Colón tenía como fin último
difundir la fe cristiana; para Cortés, la difusión del cristianismo aseguraba el éxito de la conquista.

Otro factor que posibilitó el triunfo de la conquista fue, según Todorov, las diferentes formas en que los
europeos trascendieron las diversas formas de amor-conquista-conocimiento del Otro. En cuanto a Colón, el autor
señala que ni los amaba ni los conocía

La tríada amor-conquista-conocimiento corresponde a tres niveles:

1. Nivel axiológico (de amor): los españoles pueden concebir al Otro en términos de bondad o maldad,
igualdad o inferioridad.

2. Nivel praxeológico (de conquista): el conquistador puede identificarse con el Otro y acoger sus
valores, o bien identificar al Otro consigo mismo y pretender que éste adopte sus valores.

3. Nivel epistémico (de conocimiento): el conquistador puede pretender conocerlo todo del Otro o
bien ignorar todo de él.

Desde luego, entre los conquistadores existieron innumerables posiciones que combinan estas tres formas
de acercarse a la otredad. Todorov, en este libro, se limitará a los casos de Ginés de Sepúlveda, Las Casa, Cortés,

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Vasco de Quiroga, Cabeza de Vaca, Lanza, Diego de Durán y Sahagún.

Para Todorov, Cortés y Sepúlveda representan un extremo, y, el otro, Las Casas. De acuerdo con Todorov,
Sepúlveda -partiendo de la dualidad aristotélica entre cuerpo y alma- entiende que la sociedad es por definición un
juego constante de opuestos -por ejemplo, inferiores y superiores- y, en consecuencia, lo natural en ella son las
jerarquías y no la igualdad. Dada estas consideraciones, los hombres americanos no pueden ser otra cosa que
salvajes, cuyas bestialidades justificarían esclavizarlos.

Por otra parte, desde una posición claramente inspirada en el cristianismo, Las Casas entendía que todos los
seres humanos son iguales. De modo tal que los nativos son -en esencia- seres que se asemejan bastante a los
verdaderos cristianos. En efecto, para Las Casas los americanos son nobles, pacíficos, obedientes y desinteresados
de los bienes terrenales. Desde esta perspectiva del Otro, ser argumenta ya no la esclavitud, pero sí la asimilación de
los indios.

Quienes aman a los indígenas, entonces, comparten con aquellos que no los aman una posición
etnocéntrica, cuyo basamento es la convicción de la superioridad occidental. En efecto, Las Casas parte de la
creencia sobre la universalidad de los valores morales cristianos y, por ello, asume una posición tolerante respecto
de la alteridad. De este modo, la diferencia del Otro es, en realidad, ignorada por Las Casas: los indígenas -de
acuerdo con su posición- poseen valores similares a lo del cristianismo. Sin embargo, Las Casas entiende que los
indígenas son del modo que habría sido primitivamente los hombres cristianos.

Así, pese a sus marcadas diferencia Sepúlveda, Cortés y Las Casas comparten una posición etnocéntrica,
según la cual es necesario asimilar al Otro. Esto, en suma, constituye una justificación para la conquista. Existe, es
cierto, una diferencia sustancial respecto del método propuesto para efectuar dicha asimilación: pese que los indios
son percibidos como iguales, Las Casas no se opone a su asimilación, sólo que -según el misionero- ésta debe llevarse
a cabo a través de los hombres de Dios y no de los soldados. Esta idea de asimilación pacífica de los indígenas se
basaba no sólo en fundamentos religiosos y sino en razones del orden pragmático, ya que la dominación colonial es
más eficaz que la esclavitud. Este argumento, por otra parte, subyace al neocolonialismo.

Del par amor- conquista, además, surge otro tipo de relación con el Otro. Es decir, el conocimiento o el
desconocimiento del Otro. Las Casas, quien amaba a los nativos, en realidad no los conocía ni los comprendía. En lo
que respecta a este punto, Todorov explica que existe en él una confusión entre la igualdad social y la igualdad
cultural que lo condujo a no percibir las diferencias culturales de los indígenas. Contrariamente, quienes no amaban
indios tuvieron éxito en la conquista, precisamente, porque los conocieron mucho mejor. De ahí que Sepúlveda, por
ejemplo, desarrollara descripciones etnográficas superiores a la de Las Casas.

Otros conquistadores, además de los ya mencionados, se posicionan respecto de alguna de las puntas del
triángulo amor-conquista-conocimiento. Vasco de Quiroga, por citar un ejemplo, es cercano a Las Casas pues
reconoce la igualdad social de los indígenas; sin embargo, se aleja de él en la medida que también reconoce que esa
igualdad no es sinónimo de semejanza cultural. Pero, al igual que Las Casas, no llega a conocer cabalmente a los
nativos americanos. Su tolerancia hacia ellos lo lleva a percibirlos como desea que sean y no como realmente son.

Cabeza de la Vaca, por su parte, también ama a los nativos y, como quienes lo hacen, se opone al empleo de
la violencia como medio para asimilarlos. Además, llega a conocerlos tan bien que asimila su cultura sin identificarse
con ellos; es decir, conserva su identidad.

Diego Durán, sacerdote dominicano que a diferencia de los demás ha vivido desde su infancia en el Nuevo
Mundo, experimenta -según Todorov- una hibridez. En efecto, admira algunas cualidades de los indígenas, pero
detesta otros aspectos. En el plano epistémico, por otra parte, no hay nadie que lo iguale, pues conoce mucho sobre
las culturas indígenas.

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Este profundo conocimiento, paradójicamente, proviene de su intransigencia religiosa. Para defender la
pureza de la doctrina católica identificó claramente lo que denominaba sincretismo y lo calificó como un sacrilegio.
En otras palabras, la combinación de prácticas cristianas y símbolos paganos. De este modo el conocimiento del
mundo indígena y su identificación con él están al servicio de su convicción de que estos hombres no occidentales
debían ser asimilados. Durán, entonces, era partidario de la idea de que para convertirlos en verdaderos cristianos se
debía conocer su tradición religiosa pagana. Así, para destruir las creencias paganas había que conocerlas muy bien.

Por otra parte, el hecho de que haya vivido como lo hacían los indios no significa que haya abandonado la
idea de que éstos eran inferiores. Entonces, su hibridación sólo consistió en un conocimiento etnocéntrico de la
cultura india.

Saghún fue otro defensor indiscutible de los indígenas que, más allá de las motivaciones pragmáticas,
conoció la cultura nativa americana. Esto lo condujo a realizar una obra de conocimiento etnográfico de un valor
incalculable. De acuerdo con Todorov, en tal obra Saghún opta por la fidelidad, por lo cual no emite juicios de valor
en el texto original azteca. Así, en lugar de interponer su voz a la de los aztecas, lo que hace es yuxtaponerlas.

En el nivel praxiológico, Saghún fue un cabal defensor de los indios que promovió a ultranza su igualdad
cultural, mas nunca olvidó la diferencia del Otro. Por lo cual, su identidad como europeo y español siempre se
mantuvo. Su amor por los indios y su deseo de conocerlos, empero, no estuvo exento de contradicciones; pues, en
última instancia, ese deseo estaba orientado a convertirlos al cristianismo. Este fin último, sin embargo, lo conduce a
contribuir en la conservación del legado cultural náhuatl.

Tercera Parte: Epílogo.

En esta última parte, Todorov regresa a su tesis original. Afirma entonces que el descubrimiento del Otro
sólo es posible a través del YO y a través de la indagación de los vínculos entre los uno y lo otro -o lo diferente-; es
decir, a través del nosotros. Prueba de ellos es la existencia de regímenes totalitarios. Además, nos dice el autor, que
el pasado anticipa el presente y lo que vemos en la relación de conquistadores como Durán y Saghún con los
indígenas vaticina el diálogo futuro con el Otro. Es decir, en aquél diálogo se puede leer la transformación de una
sociedad esclavista en una colonial y de ésta nacerá un nuevo tipo de colonialismo.

En suma, la Conquista de América proyecta el modo de relación con el Otro en la modernidad. Asimismo,
ésta nos enseña que el éxito en la dominación del Otro supone: la convicción de superioridad del Yo frente al Otro y,
además, conocerlo y adaptarse a él con el propósito de transformarlo y asimilarlo al nosotros. Asimismo, Todorov
señala que es preciso también el conocimiento del Otro, pues hay una íntima relación entre saber y poder. Por otra
parte, es menester poseer superioridad técnica, fundamentalmente en lo que concierne a la comunicación de los
signos al Otro y entendimiento de los suyos.

El éxito de Europa, por otra parte, no fue absoluto, sino que -paradójicamente- engendró su derrota. Así, a
pesar de que las técnicas superiores de comunicación -como el sistema de escritura- se impuso frente a las formas
rituales, esto no implicó que la comunicación entre los seres humanos fuese mejor, ni se establecieron valores
morales superiores. De este modo, la cultura azteca -con sus sacrificios humanos- no resultó moralmente superior a
la cultura occidental con sus masacres masivas. La mujer maya no fue violada por los españoles, sino que fue
arrojada a los perros para ser devorada por ellos. Esto, concluye Todorov, es lo que sucede cuando no se es exitoso
al descubrir al Otro y su mundo.

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Menton, Seymour. La estructura épica de "Los de abajo" y un prólogo especulativo.

De acuerdo con Menton, la mejor manera de ordenar la producción novelística de la Revolución mexicana es
a través de un estudio generacional. En tal sentido, el autor, coincide en la idea de que los hombres que crecen en
un mismo contexto histórico-social tienden a heredar las mismas actitudes y las mismas reacciones frente a los
acontecimientos de su época. No obstante ello, las condiciones locales e individuales pueden cambiar esa tendencia.

Ahora bien, Menton entiende que existen cinco generaciones de novelistas dedicados a la Revolución
Mexicana.

La primera generación, incluye a escritores nacidos entre 1873 y 1890, quienes crecieron durante la
dictadura pacífica y económicamente próspera de Porfirio Díaz. La mayoría de ellos eran profesionales -abogados y
médicos- que se entusiasmaron con los ideales de Francisco Madero y festejaron la derrota de Porfirio Díaz. Sin
embargo, no tardaron mucho en desilusionarse con la revolución al observar los actos de violencia cometidos por el
pueblo. Algunos de los miembros de esta generación ocuparon importantes cargos en la Revolución.

Los siguientes escritores integran esta generación: Mariano Azuela, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y
José Rubén Romero.

Guzmán y Vasconcelos, quienes estudiaron en la capital y formaron parte del Ateneo, utilizan un lenguaje
bien labrado para narrar sus experiencias. Sus obras más conocidas son El águila y la serpiente y Ulises criollos;
ambas están escritas en forma de memorias, lo cual las elimina de un estudio genérico de la novela.

Azuela y Romero, a diferencia de ellos, crecieron en la provincia y se desarrollaron lejos del ambiente
intelectual del Ateneo.

La segunda generación, por su parte, agrupa a los escritores nacidos entre 1895 y 1902. Estos autores no
podían recordar directamente la dictadura de Porfirio Díaz. Eran niños o adolescentes cuando estalló la revolución;
por ello, sus estudios primarios o secundarios se vieron interrumpidos. Formaron parte de la batalla y, en sus
novelas, se identifican totalmente con la Revolución, por lo cual no se desilusionan con la intensidad de la
generación anterior. Son soldados o periodistas.

La segunda generación incluye a los siguientes nombres: José Mancisidor (Frontera junto al mar y El alba en
las simas), Gregorio López (El indio) y Fuentes, Rafael Muñoz y Jorge Ferretis. Sus obras gozaron de gran popularidad
en la década del '30, pero poco a poco se fueron olvidando.

En cuanto la tercera generación, el autor sostiene que incluye a los nacidos entre 1904 y 1914. Antes de
llegar a la adolescencia, la acción militar de la Revolución ya había concluido y, a consecuencia de su triunfo, se
multiplicaron las escuelas y la educación se puso al alcance de la mayoría. Estos autores formaron parte de las
vanguardias de la década del '20 -aunque no publicaron sus novelas hasta los años '40- , de ahí su carácter culto y
cosmopolita. En sus novelas, por otra parte, utilizan una técnica experimental y su punto de vista es más intelectual,
quizá por esto lograron situar a la Revolución en perspectiva histórica.

La lista de autores y novelas de esta generación es la siguiente: El resplandor de Mauricio Magdaleno, El luto
humano de José Revueltas y Al filo del agua de Agustín Yáñez.

Juan Rulfo, por su parte, es un fenómeno aislado en el estudio generacional de los novelistas de la
Revolución Mexicana. En efecto, se parece más a sus contemporáneos de otros países hispanoamericanos como

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Jorge Luis Borges, Augusto Monterrosa, René Marqués, Fernando Alegría y Julio Cortázar. Todos estos escritores
crecieron durante las crisis económicas de los años '30, pero quedaron más impresionados por la Segunda Guerra
Mundial y la bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki.

En Pedro Páramo, su obra cumbre, Rulfo se aboca a la historia de un caudillo prerrevolucionario y explora su
mundo mítico a través de una técnica experimental que recuerda a los laberintos borgeanos.

La quinta generación de novelistas agrupa a los escritores nacidos alrededor de 1925 y 1935. Incluye a
escritores como: Rosario Castellanos, Sergio Galindo, Carlos Fuentes, Tomás Mojarro, Vicente Leñero y Fernando del
Paso.

Los escritores de esta generación, según Menton, ya no se sienten obligados a justificar la Revolución, más
bien todo lo contrario. Son contemporáneos a la Revolución Cubana, por ello señalan los abusos y las injusticias de
una sociedad engendrada por un proceso revolucionario.

...

Una vez diferenciadas las generaciones de novelistas de la revolución mexicana, Menton, señala que Los de
abajo es la novela en que mejor se capta la esencia épica de la Revolución mexicana.

En términos generales, el argumento de la novela gira alrededor de las aventuras de un pequeño grupo de
revolucionarios al mando de Demetrio Macías. La crítica tradicional, apunta Menton, siempre ha insistido en el
hecho de que la novela consta de un grupo de cuadros sueltos sin una estructura predeterminada.

Menton, por su parte, descree de esta hipótesis. En su lugar propone que la clave para comprender esa
estructura es leer la novela como la epopeya de la Revolución Mexicana y, más particularmente, como la epopeya
del pueblo mexicano.

El periplo implica que, en tanto descendientes de tribus nómadas, Demetrio Macías y el grupo de hombres
que están a su mando estén destinados a vagar a tientas en el espacio y en el tiempo. Así, el grupo de
revolucionarios vuelve al lugar de donde salieron -Juchilipa- tras concluir sus aventuras.

Otro elemento que refuerza el carácter épico de esta novela, de acuerdo con este autor, es el hecho de que
Azuela no distingue entre revolucionarios y no revolucionarios. En efecto, los federales del tercer capítulo no se
diferencian en nada de los revolucionarios del capítulo quince; Demetrio Mecías tienen el mismo rostro indígena del
viejo espía federal; ambos grupos poseen justificaciones para pelear en la revolución; etc.

Por otra parte, en tanto epopeya de la Revolución mexicana y del pueblo mexicano, la novela se basa en un
acontecimiento histórico que trasciende las fronteras nacionales. Asimismo, comienza in media res y presenta las
hazañas de un héroe legendario en un estricto marco cronológico. Por lo cual presenta rasgos que bien pueden
asociarse con la poesía épica.

La división en tres partes de la novela, por otro lado, se corresponde a tres fases históricas de la Revolución:

1. La primera parte, que consta de veintiún capítulos, capta el espíritu idealista de la lucha contra
las fuerzas de Victoriano Huerta. La transición a la segunda parte está dada por la muerte del
idealista Solís al final de la primera parte.

2. La segunda parte, que consta de catorce capítulos, corresponde históricamente a las maniobras
políticas de varios caciques, que antes de la Convención de Aguascalientes, enfatizan la barbarie

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del pueblo.

3. La última parte -siete capítulos- comienza con la derrota de Pancho Villa en Celaya y refleja el
proceso de pacificación del país.

Ahora bien, a excepción de Zapata, se mencionan casi todos los generales revolucionarios, pero éstos no
intervienen en la acción narrada por la novela. Quizá ello se deba al deseo de no opacar la figura heroica de
Demetrio Macías. Contrariamente, Azuela se sirve de la figura de Pancho Villa para engrandecer la de Macías.

El triunfo de la Revolución aparece representado en la novela por la llegada de Demetrio y sus compañeros a
Bufa. Además, puesto que la primera y la última batalla del grupo revolucionario ocurren en Juchilipa, la unidad
estructural de la novela forma un triángulo equilátero topográfico. Esta estructura se ve reforzada por dos alusiones
simbólicas: primero, el arrancar los grabados de La Divina Comedia señala el descenso a los infiernos del grupo de
aventureros -esto es, a la barbarie-; segundo, en el símil del "pórtico de la vieja catedral" se puede leer el ascenso al
cielo de Demetrio.

Además de esa unidad topográfica, el personaje heroico de Demetrio le da a la novela gran unidad. Él se
destaca dentro del caos revolucionario: él se enfrenta primero a los federales en el primer capítulo y sigue luchando
solo después que sus compañeros lo han abandonado o han muerto.

Este héroe épico es construido magistralmente desde el primer capítulo. Como ya se dijo, la novela comienza
in media res con un diálogo anónimo, pero rápidamente crece la figura heroica de Demetrio que se lanza a la
cruzada revolucionaria tras abandonar el jacal donde vivía con su mujer e hijo.

El personaje de Macías, apunta Menton, nunca se confunde con los demás personajes del grupo. En los dos
enfrentamientos que ocurren en Juchilipa así como en la toma del pueblo su comportamiento es siempre valeroso.
Por otra parte, su ingenuidad frente a los aspectos políticos de la Revolución disminuye su estatura épica; sin
embargo, lo humaniza y lo ayuda a mantener cierta pureza ante la debacle moral de la Revolución, por lo que
termina por engrandecerlo. En lo político depende de Luis Cervantes y del general Natera, pero es muy capaz de
administrar justicia por sí mismo: en la hacienda de don Mónico, Demetrio se venga de él incendiándole la casa pero
no permite su saqueo y, cuando uno de los reclutas lo desobedece, Demetrio lo mata.

Este acto de "justicia" es importante porque a Demetrio no le agrada matar -a diferencia de algunos de sus
compañeros de aventuras. Cuando, por ejemplo, Margarito se vanagloria de haber asesinado, Demetrio permanece
en un prudente silencia. Además, tampoco le causan gracia los juegos "balísticos" de Margarito con el mozo de la
cantina y con el sastre.

A Demetrio tampoco le agrada robar. Mientras sus compañeros se reparten los "avances", lo único que
recibe Demetrio es un reloj cuyo valor se vuelve insignificante ante los dos diamantes de Luis Cervantes.

A diferencia de Margarito, Demetrio no es tan mujeriego. No acepta la invitación a visitar prostíbulos -"el
barrio alegre"- y se comporta bien con Camila de quien está enamorado.

Por otra parte, Demetrio es el único del grupo que tiene familia. Aunque su hijo y su mujer -cuyos nombres
no conocemos- aparecen sólo en dos ocasiones -al principio y al final-, Demetrio los recuerda en dos momentos
claves: cuando le contesta al jornalero y en la casa de don Mónico.

Desde luego, Demetrio Macías es un héroe imperfecto, pues es un hombre del siglo XX y de la Revolución
mexicana: le gusta beber hasta emborracharse, comienza a creer el relato exagerado de sus hazañas y se contagia

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algo de la barbarie de la segunda parte.

Sin embargo, esto no desmerece su estatura épica, ya que las mayores barbaridades que ocurren en la
segunda parte le son atribuidas a dos nuevos personajes: Margarito y la Pintada. De hecho, ellos son los únicos que
no reconocen la autoridad de Demetrio: Margarito no le devuelve el maíz al viudo sino que le da una cintareada y la
Pintada mata a Camila.

Los que son siempre leales al héroe son los integrantes originales del grupo. Cuando Demetrio cae herido lo
llevan en una camilla al pueblo. El más cercano a él es Anastasio Montañés y, por esta razón, el más bondadoso. Es el
primero que se ofrece a seguirlo y le es fiel hasta su muerte. Al dirigirse a Demetrio utiliza siempre la palabra
"compadre", señalando así una relación fraternal que los humaniza y los separa de los demás miembros del grupo

o. Cuando Anastasio muere, finalmente, Demetrio derrama lágrimas de rabia y dolor. En Anastasio,
asimismo, se funden el héroe y el hombre mortal. Al igual que Demetrio, conserva cierta pureza en el medio de la
barbarie de la segunda parte. No le gusta jugar a la baraja, no se emborracha ni se mete con mujeres. Sin embargo,
ha estado en la cárcel por un crimen y, aunque no es un combatiente distinguido, participa de las batalla. Interviene,
además, en hecho de marcada violencia: en la matanza, en el saqueo de la casona con Pancracio y la Pintada.

Por lo demás, es un personaje que se caracteriza por su aspecto humorístico, es muy ingenuo, no sabe leer y
debe consultar las estrellas después de ver el reloj de Demetrio para saber la hora.

Los demás compañeros, pese a ser muy secundarios, poseen características que los individualizan. La
Codorniz es ladrón, mujeriego y cómico. Combate en la Revolución por haber robado un reloj y unos anillos de
brillantes. Pese a los saqueos de los que participa activamente, es en el papel de cómico donde más se destaca:
torea a los federales con calzones, se disfraza de cura para confesar a Cervantes, etc.

Pese a lo señalado anteriormente, la Codorniz no deja de ser un personaje con el que se puede simpatizar.

Pancracio, por su parte, es el personaje más antipático del grupo original, pues es la encarnación de la
bestialidad, tanto que las mujeres de la casa de don Mónico amenazan a los niños con verlo. Es él quien hiere a Luis
Cervantes y casi lo mata. Además, se distingue en la matanza del pueblo asesinando tanto al capitancito federal
como al paisano que es su hermano -lo empuja desde la azotea- y mata al sacristán. Finalmente, lo mata el Manteca.

Éste último es tan antipático y tan asesino como Pancracio, pero no es un personaje importante en la novela.
El Manteca se distingue físicamente por sus ojos de asesino y por ser moreno.

Venancio, el barbero, sabe leer y sacar muelas. Les narra a sus compañeros episodios de El judío errante y
provoca la admiración -interesada- de Luis Cervantes. Aparece en la batalla del pueblo y, luego, no se lo menciona
hasta el capítulo quinto de la segunda parte cuando galantea a la Pintada con versos. Vuelve a aparecer en la última
parte en la carta de Cervantes, cuando éste le niega la posibilidad de comprarse un título de médico en los EE. UU. Y,
en cambio, le ofrece abrir un restaurante mexicano. Por lo demás, no se destaca en las batallas hasta que muere.

Ahora bien, aunque las aventuras de Demetrio y sus compañeros parecen desordenadas, caben dentro de un
estricto marco cronológico que va desde 1913 hasta 1915. Además de la ruta circular y el carácter de los héroes, la
unidad del libro se refuerza con motivos temáticos: las ratas, las hojas secas, "tuyo y mío", el escondite de Luis, los
perros, la cerveza y los presagios de Demetrio.

Al igual que el Poema de Mio Cid, la novela consta de tres partes. Esta escritura tripartita se ve reforzada por
muchas combinaciones de tres personas -tres federales llegan a turbar la vida de Demetrio, cuya familia consta de
tres integrantes, tres federales reniegan de serlo, tres mujeres chismorrean mientras Demetrio duerme, son tres
curros, etc.-; tres cosas o tres palabras o frases paralelas -se agrupan tres sustantivos, tres verbos o tres adjetivos-:

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-Sustantivos: blanquillos, leche y frijoles.

-Adjetivos: ocultos quietos y callados.

-Verbos: cantaban, reían, ululaban.

Esto se confirma en el penúltimo capítulo, cuando Demetrio se reúne con su familia. En éste no hay frases
trimembres, pero si abundan los pares con el objeto de realzar el encuentro entre marido y mujer después de dos
años. Aunque el hijo está presente, no se individualiza y desaparece refugiándose en los brazos de su madre.

Esta idea se refuerza por la insistencia en tres colores: blanco, negro y rojo. Otro rasgo del estilo épico de la
novela es el uso de símiles que, de acuerdo con su carácter rural, se basan en animales y fenómenos de la
naturaleza: perros, peñas, crestones, cimas, cumbres, pájaros e insectos.

Alegría, Fernando. La novela hispanoamericana siglo XX. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.

En la "Introducción" a este estudio, Fernando Alegría, plantea que la novela hispanoamericana ha


evolucionado en un lapso relativamente corto -un siglo y medio de vida- desde el costumbrismo moralizante de El
periquillo Sarniento (1816) de José J. de Lizardi hasta las profundas búsquedas sociales, psicológicas y filosóficas de la
nueva novela latinoamericana.

La tradición del género, en nuestro continente, se inicia con la novela picaresca de Lizardi, la cual constituye
naturalmente un nexo que entroncó el género, a través de la tradición española, con la novela europea.

Rápidamente, se abandonará esta forma y en Hispanoamérica se producirán novelas en el marco del


romanticismo francés. Precisamente, el mismo Lizardi pasa -sin que medie algún tipo de transición- de la picaresca al
romanticismo en su novela Noches Tristes (1818). Dentro del romanticismo (anecdótico, sentimental, histórico o
político) están escritores como José Mármol (Amalia), Jorge Isaacs (María), Alberto Best Gana (Martín Rivas), Ignacio
M. Altamirano y Heriberto Frías.

Luego, la novela hispanoamericana evoluciona hacia el naturalismo y el realismo de Paul Groussac ( Fruto
vedado), Eugenio Cambaceres (En la sangre), Federico Gamboa (Santa), Tomás Carrasquilla, Luis Orrego Luca y
Manuel Gálvez (La maestra normal).

El modernismo que comienza alrededor de 1888 y culmina aproximadamente en 1920, por su parte, produjo
no sólo una revolución en la poesía sino que también repercute en la obra de los novelistas, entre los cuales se
destacan: Rafael Arévalo Martínez, Reyles, Larreta, Pedro Prado y Rómulo Gallegos.

En el siglo XX, finalmente, la novela hispanoamericana queda dividida en dos direcciones contradictorias: en
primer lugar, una línea idealista y subjetiva, "europeizante" en la que predomina el interés estético sobre el interés
moral; en segundo lugar, una línea heredera del realismo español que asume una actitud regionalista y social de
profunda observación e interpretación del mundo americano y sus problemas. Estas dos tendencias, afirma Alegría,
son como el anverso y el reverso de una misma moneda.

Por otra parte, deben considerarse los aspectos históricos que se relacionan con esta bifurcación de la
producción novelística. A comienzos del siglo XX, Hispanoamérica, vive la decadencia del latifundismo y el despertar
de la revolución industrial, todo lo cual cambia drásticamente la fisonomía política de la región. Las clases medias
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conquistan el poder político y desplazan a las viejas oligarquías. Las clases trabajadoras se organizan sindicalmente y
exigen un lugar de poder en los gobiernos. Así, esta es una época de profundos cambios económicos y sociales de los
que la literatura hispanoamericana -y especialmente, la novela- da testimonio. A estas reformas hay que añadir
profundos cambios en la sensibilidad y en el estilo de vida, tanto el ambiente rural como en las grandes ciudades.

Una vez superado el período de transición en que las corrientes modernistas y regionalistas se dividen en
partes iguales el campo de la novela y en coincidencia con una reacción general contra el preciosismo de Darío,
surge la imperiosa necesidad de afrontar la condición del hombre latinoamericano y definirle una relación con el
mundo que lo rodea.

A partir de allí, la poesía y la novela se apartan decisivamente: la poesía se europeíza todavía más, se entrega
a un mundo de abstracciones y a una concepción neo-barroca de la belleza. La novela, en cambio, abandona el
mundo de los símbolos y de la fantasía -herencia del Modernismo- para recoger la antinomia entre civilización y
barbarie y profundizarla en todas sus consecuencias sociales, políticas y económicas. Esta forma de hacer novelas
lleva como marca -además de su realismo- un leguaje que es herencia del Modernismo y que representa la
superación del costumbrismo del siglo XIX.

De este modo, la novela hispanoamericana se independiza; es decir, adquiere una fisonomía propia a pesar
de que recurre a modelos europeos. Esta transición del regionalismo de raíz española al neorrealismo y al
trascendentalismo de la novela actual, puede estudiarse en tres grupos diferentes: la dualidad modernista-realista,
el regionalismo mundonovista y el neorrealismo.

I. La novela modernista:

Incluye la siguiente lista de autores y sus respectivas obras:

1. Manuel Díaz Rodríguez -Venezuela- en Cuentos de color (1899) y Peregrina o el pozo encantado (1922). En otras
obras como Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902) el estilo literario plagado de exquisiteces choca con la dura y
primitiva realidad que constituye el marco de sus historias.

2. Carlos Reyles -Uruguay- en El embrujo de Sevilla (1922). Sin embargo, tiene obras que pueden inscribirse en el
regionalismo: Beba (1894) y El gaucho florido (1932).

3. Enrique Rodríguez Larreta -Argentina- en La gloria de don Ramiro (1908), pero también tiene una inflexión
criollista en novelas como Zogobi (1926) y En la pampa (1955).

4. Rafael Arévalo Martínez -Guatemala- representa un nexo entre la novela de fantasía de fines siglo XIX y la novela
psicológica del siglo XX. Sus obras más representativas son: El hombre que parecía caballo (1915), El trovador
colombiano (1915), El señor Monitot (1922) y El mundo de los maharachías (1938).

5. Augusto D'Halmar y Pedro Prado -Chile- en ambos novelistas existe un hecho de naturaleza estética que les
imprime un sello característico: la irresolución del conflicto entre imaginismo y realismo –o, dicho de otro modo, la
falta de un estilo que pueda al mismo tiempo incorporar el simbolismo y superar las limitaciones del costumbrismo-.
Las novelas más renombradas de D’Halmar son: Pasión y muerte del cura Deust (1924), La sombra del humo en el
espejo (1924) y Juana Lucero (1902). De Pedro Prado deben mencionarse las siguientes novelas: La reina del Rapa-
Nui (1914), Alsino (1920) y Un juez rural (1924).

Lo que ubica a estos novelistas en un mismo grupo es el hecho de que realizan una creación híbrida y llegan

11
al final de su obra sin abandonar el sentido de experimentación. De hecho, se inclinan hacia un extremo o hacia el
otro, pero jamás consiguen definirse.

II. El regionalismo mundonovista:

En el último decenio del siglo XIX aparece un grupo de escritores en cuyas obras se va a estructurar
claramente la novela hispanoamericana moderna. Con ella se afianza el triunfo de las corrientes regionalistas.
Utilizan un lenguaje heredado del modernismo, pero afinado debido al contacto con las vanguardias históricas. Estos
escritores poseen una clara conciencia de su americanismo y se esfuerzan por enfocar la realidad sin abstraerse de
los problemas sociales. Asimismo, poseen una noción más nítida de la técnica novelesca y procuran desenvolver sus
historias en un ambiente típico que ya no pintan con el detallismo propio del costumbrismo sino con una visión de
conjunto.

Más que en el hombre y el mundo que los rodea, se centran en el paisaje o, mejor dicho, en la acción
monstruosa de la naturaleza salvaje sobre el hombre. La crítica tradicional los ha acusado de dar excesiva
importancia a la naturaleza y, por ello, de no llegar al hombre. Sin embargo, dicha crítica ha olvidado que existe una
diferencia de grados entre los diferentes novelistas. Es decir, tal exceso se nota más en algunos novelistas como José
Eustacio Rivera, y menos en otros como Azuela o Eduardo Barrios. En última instancia, esta sobrevaloración del
mundo natural poco tiene de idealización romántica, pues no se trata de una naturaleza sublime sino, casi
contrariamente, de una fuerza tentacular, descontrolada, que parece desbocarse al contacto con el hombre.

Esta generación, no obstante, intentará la integración del hombre y del ambiente como elementos del hecho
artístico.

Por otra parte, Alegría señala que esta generación tiene como epicentro un hecho histórico y una novela: la
Revolución mexicana y la novela de Mariano Azuela Los de abajo. El México de la revolución es un país que vive
dramáticas trasformaciones tanto en su estructura económica como social y cultural. El novelista no puede estar
ajeno a ello, pues se ve comprometido en una serie de acontecimientos que demandan su testimonio y, al darlo,
pone en una balanza no sólo su responsabilidad cívica sino también su concepción del arte. Su testimonio, por otra
parte, no se da desde la mera especulación teórica sino que absorbe y narra fascinado por la violencia y velocidad
de los acontecimientos que marcan el curso de la revolución.

Ciertos aspectos económicos y políticos de la revolución asoman en estas novelas:

- las masas campesinas reclaman la redistribución de la tierra;


- la nación necesita de la nacionalización de las riquezas del subsuelo;
- los indios reclaman una ciudadanía auténtica;
- el país demuestra una resistencia hacia la invasión económica extranjera;
- existe un conflicto político-religioso.

El novelista de la Revolución mexicana, por otra parte, es admirador del pueblo campesino y de los caudillos,
mas no es ciego de sus abusos e, incluso, llega a ser pesimista y se desilusiona de la Revolución. Sin embargo, le
horroriza retornar al período pre-revolucionario.

Mariano azuela escribió varias novelas antes de Los de abajo. Sin embargo, estas novelas –María Luisa (1907),
Los fracasados (1908) y Mala Yerba (1909)- no influyeron en la renovación del género novelesco como Los de abajo.
Esta novela, por otra parte, pasó inadvertida hasta 1925, cuando El universal ilustrado la publicó en forma de

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folletín.

Después de la apreciación de la crítica se estructuró un movimiento literario destinado a evocar los


acontecimientos de la Revolución mexicana, entre quienes se destacan: Martín Luis Guzmán –El águila y la serpiente
(1928), La sombra del caudillo (1929) y Memorias de Pancho Villa (1938)- José Rubén Romero – El pueblo inocente
(1934), Apuntes de un lugareño (1932), La vida inútil de Pitito Pérez (1938), Una vez fui rico (1942) y Anticipación de
la muerte (1939)- Xavier Icaza –Panchito Chapopote (1928), José Mancisidor –La asonada (1931), La ciudad roja
(1932) y La frontera junto al mar (1953)-, Fernando Robles de tendencia antirrevolucionaria –La virgen de los
Cristeros (1934)-, Rafael F. Muñoz –El feroz cabecilla (1928), Vámonos con Pancho Villa (1931), etc.-, Jorge Ferretis –
Tierra caliente, Los que sólo saben pensar (1935) y El sur que quema (1937)-, Mauricio Magdaleno –El resplandor
(1937), Sonata (1941) y La tierra grande (1949)- y, finalmente, un escritor de nacionalidad desconocida que se hizo
llamar Bruno Traven –Un puente en la selva (1936), La rebelión de los colgados (1938), etc.-

La tonalidad política de la novela mexicana de la Revolución y su estilización goyesca de una realidad retratada
con sus luces y sombras no caracterizan al regionalismo del resto de Hispanoamérica. De ahí que estas novelas
constituyan un capítulo aparte de la historia literaria hispanoamericana.

En Chile, la novela adquiere un cauce de inofensivo regionalismo, nutrido de las costumbres campesinas. Se
destaca, en esta línea novelesca, Eduardo Barrios, quien representa mejor que nadie los ideales literarios de la época
ligados a modelo de novela española de la generación del ’98. Su novela Un perdido (1917) se inscribe en el clásico
realismo de fin del siglo XIX. Luego, Barrios escribe dos novelas que se inscriben la tradición modernismo: El niño
que enloqueció de amor (1915) y El hermano asno (1922).

Junto a D’Halmar y a Barrios, se destacan un grupo de narradores regionalistas que pronto constituyen una
verdadera escuela literaria: el criollismo. Sus figuras más relevantes fueron: Mariano Latorre –Cuna de cóndores
(1918), Chilenos del mar (1929), Zurzulita (1920) y Hombres y zorros (1937)- Fernando Santiván –La hechizada
(1916)-, Rafael Maluenda –Confesiones de una profesora (s. a.), La Pachacha, Armiño Negro (1942)-, Edgardo Garrido
Merino –El hombre en la montaña (1933)- y Luis Durand –Cielos del sur (1933), Mercedes Urízabar (1934) y Frontera
(1949)-.

Otros escritores chilenos optaron por desarrollar el neorrealismo en obras cuyos problemas son característicos
de las grandes ciudades y cuyos protagonistas representan las clases sociales en que más o menos se divide la
sociedad chilena. Entre ellos se destacan: Joaquín Edwards Bello –El roto (1918), El chileno en Madrid (1928), Criollos
en París (1933) y La chica del Crillón (1935)- Jenaro Prieto –El socio (1929)- y Alberto Romero –La tragedia de Miguel
Orozco (1929), La viuda del conventillo (1930).

Hacia 1924, en Colombia, apareció la novela más característica del súper-regionalismo hispanoamericano. Esto
es, La Vorágine de José Eustasio Rivera. En esta novela aparece un fenómeno que poco a poco llegará a ser típico en
la novela hispanoamericana: la anulación del hombre bajo el peso de la naturaleza.

En nuestro país, este período se caracteriza por una rica producción novelesca con matices naturalistas,
regionalistas, sociológicos y psicológicos. Los novelistas argentinos superan las limitaciones del costumbrismo y
reaccionan contra la europeización modernista. La tradición costumbrista de corte picaresco está representada por
Roberto J. Payró –El casamiento de Laucha (1906) y Pago Chico (1908)-.

Manuel Gálvez, por su parte, utiliza la novela para despertar una conciencia de americanidad y un fervor
humanitario. Entre sus obras se destacan: La maestra normal (1914) y El mal metafísico (1916). La misma
intencionalidad inspira a Ricardo Guiraldes, quien busca la esencia espiritual de su pueblo en la tradición campesina
y lo “pinta” en un lenguaje forjado en el contacto con las vanguardias poéticas de los años ’20. Entre sus obras se
destaca, fundamentalmente, Don Segundo Sombra (1926).

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Después de Guiraldes, otros escritores exploraron el tema campesino. Entre quienes merece especial atención
Benito Lynch –Los caranchos de la florida y El inglés de los güesos-

Otros escritores, ponen el acento en los diversos problemas sociales argentinos de la época, para lo cual utilizan
la sátira o la denuncia: Alberto Gerchunoff, Carlos B. Quiroga, Bernardo González Arrili, Arturo Cancela, Álvaro
Yunque, Elías Castelnuovo, Alcides Greca y Pablo Rojas Paz.

En Venezuela se produce una de las obras más características del regionalismo es la obra de Rómulo Gallegos.
Especialmente, su novela Doña Bárbara (1929) en la que supo forjar un estilo que constituye la culminación del
modernismo y del realismo, no ya separados sino unidos en armonía artística.

Para completar el panorama, es menester mencionar a Alcides Arguedas, quien en su novela Raza de bronce
(1919) cultiva los primeros intentos de una literatura indianista de corte social, con la cual finaliza la idealización
romántica del indio. Esta tendencia la recogerán, luego, escritores como Augusto Céspedes –Metal del diablo- y
Oscar Cerruto –Aluvión de fuego-.

El Caribe, finalmente, comienza a ser descripto por escritores de tendencia regionalista, entre los cuales debe
mencionarse al cubano Carlos Loveira –Juan criollo- y Alfonso Hernández Catá –El bebedor de lágrimas-.

III. El neorrealismo:

Finalizada la primera mitad del siglo XX, la novela hispanoamericana experimentó una evolución que es difícil de
definir con exactitud. Al respecto, deben tenerse en cuenta dos hechos: en primer lugar, el súper-regionalismo ya
había concluido definitivamente; en segundo lugar, el modernismo ya no interesaba a las nuevas generaciones ni les
servía como expresión para sus preocupaciones. La novedad de la época radica ya no en las circunstancias
anecdóticas o temáticas sino en una nueva forma de escribir novelas.

No es posible, por otra parte, establecer una fecha exacta que marque el paso del regionalismo, con predomino
de la descripción ambiental, al neorrealismo, en el cual se busca al hombre proyectado sobre su realidad inmediata.
Sin embargo, con un objetivo exclusivamente didáctico, puede afirmarse que el nuevo estilo predomina a partir de
1930, mas sus raíces se encuentran en obras producidas en los primeros treinta años del siglo XX.

Puede argüirse que este cambió se debió al hecho de que el súper-regionalismo, luego de un período de valores
positivos –tales como: el descubrimiento de zonas geográficas no valoradas en la novela del siglo XIX, los gérmenes
de una conciencia social, el afianzamiento del estilo modernista- entró en decadencia debido al agotamiento de
algunos factores: la fascinación por la naturaleza dejó a un lado al hombre, cayendo así en un pintoresquismo
paisajista; la conciencia y orientación política del escritor no tuvo base estética; y, finalmente, el lenguaje modernista
descendió a lo meramente descriptivo y a l abuso de las formas dialectales. Todo ello, implicó un viraje en la
orientación de la novela hispanoamericana.

La llamada “novela de la tierra”, por su parte, se alejó del énfasis paisajista para enfocarse en el hombre que
habita el campo, ya no como un elemento decorativo sino como un ser humano envuelto en toda una serie de
complejos pasionales. Su primitivismo es auténtico y no parece ser idealizado por el escritor; su condición es
descripta con un duro realismo. En estas novelas, además, se alude a la necesidad del hombre hispanoamericano de
resolver en su interior el conflicto que le provoca su inadaptabilidad a una civilización que le es impuesta desde
afuera. Esta necesidad del hombre latinoamericano, se revela también en novelas de tendencias psicológicas o
filosóficas cuyo fondo es urbano. Posteriormente, la novela de la tierra se va transformando a otra forma de novela

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cuya finalidad es organizar amplios sistemas de símbolos sociales de contenido universal. En este sentido, debe
mencionarse la influencia de los escritores norteamericanos como Faulkner y Steinbeck.

Esta variante de la novela, además, debió enfrentarse al problema del indio y lo trató en torno a una serie de
problemas fundamentales: la propiedad comunal de la tierra, el desarrollo del capitalismo agrario criollo, su
explotación en tanto trabajador asalariado en las minas y en el campo, los gobiernos que destruyen al indio en pos
de apoderarse de la tierra, la influencia política de la tierra y el papel de los intelectuales en las reformas políticas y
económicas destinadas a reivindicar al indio.

Los nuevos novelistas, al analizar la lucha en torno a la propiedad de la tierra, descubren el problema de la
influencia imperialista, por lo cual se ven obligados a ocuparse de las fuerzas culturales extranjeras. De este modo,
aparece la figura del extranjero como personaje.

En el plano estrictamente estético, no obstante, la novela del campo supone una superación del antiguo
regionalismo, pues busca en vastas zonas del espíritu humano las razones del desconcierto contemporáneo y,
además, porque encuentra ciertos valores fundamentales que pertenecen al pasado autóctono y rural. Estas
preocupaciones, desde luego, no son exclusivas de la novela campesina sino que atañen en la misma medida a la
novela psicológica o social de fondo urbano.

Los conflictos vitales que atraviesan al hombre latinoamericano, entonces, tocan todas la expresiones literarias
de esta época hasta el punto que resulta artificial insistir en la separación entre la novela rural y urbana. Es más: por
estos años la ciudad invade definitivamente el ámbito rural y viceversa. Además, ya no puede pensarse que la novela
de la tierra es la expresión típica de la novela hispanoamericana. “Eliminadas estas viejas fórmulas, el lector común y
el crítico buscan en la novela hispanoamericana, cualquiera que sea su tema, su ambiente y sus personajes, un
común denominador de la excelencia artística y un equivalente de esfuerzo de comunicación universal.” 1 Al novelista
latinoamericano se le exige ahora superar todo localismo a partir de las técnicas y procedimientos de la novela
moderna.

Así, el énfasis en la crítica social cedió ante las proyecciones éticas de los conflictos narrados. El novelista
reacciona ante ellos como individuo y no busca las soluciones en la esfera política sino que intenta arrancarlas de su
misma conciencia. Su compromiso roza el pesimismo que, por supuesto, varía en grados entre los escritores. El
realismo de la época anterior, por otra parte, experimenta un cambio: la novela deja de ser un mero espejo de la
realidad. La nueva novela latinoamericana –que asume mayor fuerza después de la generación de 1940- se vuelca
hacia el existencialismo francés, alemán y norteamericano.

Para definir esta nueva línea de la novela, Alegría sostiene que en ella al hombre de nuestro continente, no ya la
naturaleza o el paisaje, ocupa el centro; y se trata además, de un hombre individual inserto en un mundo
determinado, divido en sus relaciones económicas y sociales.

El nexo entre el criollismo y la nueva forma de hacer novelas está representado por el argentino Manuel Rojas,
cuyas obras más importantes son: El delincuente (1929), Hijo de ladrón (1951) y Mejor que el vino (1958). Junto a él
se destacan también: José S. González Vera –Alhué (1928), Cuando era muchacho (1951)-, Salvador Reyes –Tres
novelas de la costa (1934), Piel nocturna (1936)-, Juan Marín –Infierno azul y blanco, Paralelo 53 Sur (1936), etc.-,
María Flora Yáñez –El abrazo de la tierra (1933), Espejo sin imagen (1936), etc.-, Rubén Azócar –Gente en la isla
(1939)- Marta Brunet –Humo hacia el sur (1946) y María Nadie (1957)- Daniel Belmar –Corión (1952)-, etcétera.

En Chile, se destaca la denominada generación del 38 que acentúa la tendencia social y muestra homogeneidad

1
Alegría, Fernando. La novela hispanoamericana siglo XX. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967. Página 36.

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en los asuntos, la técnica y el estilo. Algunos de sus integrantes son: Nicomedes Guzmán, Reinaldo Lomboy, Valodia
Teitelboim, Baltasar Castro, Luis Merino Reyes, Guillermo Atías, José Donoso y Jorge Edwards.

En Guatemala, merece especial atención Miguel Ángel Asturias –El señor Presidente (1937), Hombres de maíz
(1949), Viento fuerte (1950) y El papa verde (1954)-. Entre los novelistas surgidos durante el gobierno revolucionario
guatemalteco es necesario mencionar a Mario Monteforte Toledo –Anaité (1940), Entre la piedra y la cruz (1948),
etc.-.

Otros novelistas centroamericanos del período son: el nicaragüense Hernán Robleto, el costarricense Carlos Luis
Fallas, el panameño Rogelio Sinán y el puertorriqueño Enrique Laguerre –La llamarada (1935), Solar Montoya (1941)
y La resaca (1949)-.

En Uruguay, se destaca Enrique Amorín –La carreta (1932), El paisano Aguilar (1934) y El caballo y su sombra
(1941)- quien parte de la tradición gauchesca de Ricardo Güiraldes. Luego aparecen: Carlos Martínez Moreno y
Mario Benedetti. En sus obras desaparece el sentimentalismo del criollismo; se advierte en ellos la familiaridad con
la novela experimental europea y norteamericana, mas no abandonan las normas del relato tradicional. Asimismo,
debemos destacarse la aportación de Juan Carlos Onetti –Tierra de nadie (1939) y La vida breve (1950).

En nuestro país, aparece Eduardo Mallea –La bahía del silencio (1940)-, Ernesto Sábato –El túnel (1948), Sobre
héroes y tumbas (1962). Aunque no incursiona en la novela, debe mencionarse a Jorge Luis Borges –Ficciones (1944),
La muerte y la brújula (1951), etc.-, dado que su familiaridad con la literatura fantástica y psicológica europea lo
condujeron a explorar caminos que luego otras generaciones de escritores supieron continuar.

Paralelamente, se desarrolló en nuestro país una literatura neorrealista de fuerte contenido social. En esta línea
sobresalen: Ernesto L. Castro –Los isleros (1943)- y Alfredo Varela.

También debemos mencionar a Julio Cortázar –Rayuela (1963)-, Leopoldo Marechal –Adán Buenosayres (1948),
Marco Denevi –Rosaura a las diez (1922), Ceremonia secreta (1960)-, José Bianco, Adolfo Bioy Casares, Bernardo
Kordon, Bernardo Verbitsky, Beatriz Guido y David Viñas.

En Paraguay, aparece Augusto Roa Bastos –Hijo de hombre (1959), Yo el Supremo-.

En Ecuador, la novela indianista romántica se agota y aparece una tendencia indigenista que se caracteriza por
un lenguaje brutalmente realista, cuyo propósito es la crítica social. En esta línea se encuentra Jorge Icaza –
Huasipungo, Barro de la sierra (1933), etc.-, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Mata.
Estos escritores formaron el llamado grupo de Guayaquil al que, más adelante, se le unieron otros- Aguilera Malta,
Alfredo Pareja Diez-Canseco-. Este grupo contribuyó a darle al Ecuador una nueva novela estructurada en la novela
moderna, cuyo objetivo primordial fue interpretar la realidad del país. En ellos podemos observar, también, la huella
de la novela rusa y norteamericana del siglo XX.

Tras la publicación de Huasipungo de Jorge Icaza, apareció la primera novela de Cito Alegría –La serpiente de
oro- con lo cual se convirtió en una de las figuras más representativas de la narrativa peruana contemporánea.
Luego, publicó: Los perros hambrientos (1938), El mundo es ancho y ajeno (1941). El novelista más importante del
Perú, no obstante, es José María Arguedas, autor de Los ríos profundos (1958); es el representante máximo de nuevo
realismo mágico hispanoamericano. Después de los años ’60, comenzó a destacarse la obra de Mario Vargas Llosa –
La ciudad de los perros (1963), La casa verde (1966), etc.-.

El ciclo de la novela de la Revolución mexicana, por su parte, llega a su fin; pues la novela de la Revolución deja
de ser testimonio presencial para convertirse en una crónica que evoca aquél hecho histórico al mismo tiempo que
esgrime densas argumentaciones respecto de la Revolución y sus consecuencias. “La novela mexicana analiza ahora
un estado de conciencia en planos colectivos e individuales; caracteriza modos de pensar y de actuar, nos ofrece

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respuestas. Pone el diseño de la Revolución bajo un vidrio de aumento y lo diseca paciente y concienzudamente, con
un ojo puesto en la angustia desolada de las nuevas generaciones.” 2 Por otra parte, esta nueva novela mexicana es
producto de una clase media intelectual que adhiere a las concepciones filosóficas de la Europa de postguerra. En tal
sentido, podemos decir que es joyceana, kafkiana, faulkneriana y existencialista sin perder por ello sus raíces o
desentenderse del legado de la Revolución.

De hecho, toda la literatura mexicana –no sólo la novela- se aparta del regionalismo y se enfrenta a los dos polos
que conforma su cultura: el mundo indígena y el occidental. Así, la novela mexicana, peruana, argentina y caribeña
se enfrenta con la antinomia romántica entre civilización y barbarie –concretamente: entre la civilización occidental
y el “primitivismo” americano-, mas el combate no es del orden político sino que se libra en la conciencia individual.

Ahora bien, en el caso concreto de México, quien más contribuyó al desarrollo del género novelesco fue Carlos
Fuentes. Su primera novela, La región más transparente (1958), se caracteriza por una experimentación técnica
mediante la cual, sin embargo, logra fijar imágenes muy realistas de vastos sectores sociales. En su novela Las
buenas conciencias (1959), abandona la experimentación –la técnica de contrapunto- y se limita a las normas de la
objetividad con el objeto de resaltar la hipocresía y el oportunismo de la burguesía provinciana. En La muerte de
Artemio Cruz (1962) se remonta al pasado revolucionario a través de un hombre moribundo y de un lenguaje
cargado de símbolos y de la experiencia directa de la vida.

La tradición realista y picaresca de la novela mexicana, por otra parte, revive a través de la obra de Luis Spota –
Murieron en mitad del río (1948), Más cornadas da el hambre (1952)-.

En Colombia, aparece una de las primeras novelas de Gabriel García Márquez –El coronel no tiene quien le
escriba (1957)- en la que se aborda la vida de un jubilado y su desesperación por subsistir.

En Cuba, finalmente, la tradición novelística comienza a renovarse en los años que preceden a la Revolución del
26 de Julio. Se destacan: Alejo Carpentier –Los pasos perdidos (1953), El acoso (1957) y El siglo de las luces (1963)- y
José Lezama Lima –Paradiso (1967).

BENEDETTI, Mario. “Carlos Fuentes: del signo barroco al espejismo”. En: Letras del continente mestizo.
Montevideo, Arca, 1970.

De acuerdo con Benedetti, las novelas de Carlos Fuentes –La región más transparente (1958), Las buenas
conciencias (1959), La muerte de Artemio Cruz (1962) giran en torno a la historia de hombres que toman decisiones,
y tales decisiones abren paso –como golpes de machete- a la esencia del ser mexicano.

“Hace más de cincuenta años –escribe Benedetti- México inició su (…) revolución, pero todavía hoy ésta
constituye un tema candente. Frente a la versión escolar, enfática, campanuda, se levantan voces de reclamo, de
acusación, de alerta. La verdad es que la transformación quedó a mitad de camino, el tiempo limó los propósitos,
los voraces están ganado la partida.” 3 En efecto, pese a los logros alcanzados por la Revolución en el campo social y
económico, todavía subsisten profundas desigualdades sociales, mas los mexicanos han podido conocer sus
problemas. La obra literaria de Fuentes, sostiene Benedetti, nace de ese conocimiento y del inconformismo frente a
una Revolución que no pudo alcanzar, plenamente, sus objetivos iniciales.

2
Op. Cit., pág. 57.
3
BENEDETTI, Mario. “Carlos Fuentes: del signo barroco al espejismo”. En: Letras del continente mestizo. Montevideo. Arca.
1970, págs. 202 y 203.
17
Tras realizar estas afirmaciones, Benedetti realiza un recconto de algunos aspectos de la vida de este
escritor. En primer lugar, nos dice que nació en 1929; en segundo lugar, que su padre fue diplomático, por lo que
Fuentes pasó buena parte de su vida en Brasil, Estados Unidos, Chile y Suiza –país en el que estudió derecho
internacional-. En el momento que Benedetti escribió este ensayo, por otra parte, Fuentes se dedicaba a la labor
periodística para las revistas Política y Siempre de México, y The Nation de Nueva York. Tras publicar La región más
trasparente, se convirtió en un escritor profesional; es decir, fue uno de los pocos novelistas latinoamericanos que
podía vivir enteramente del fruto de lo que escribe. Sus novelas, finalmente, fueron rápidamente traducidas a varios
idiomas –inglés, francés, polaco, etc.-.

Su primera novela –La región más transparente- es un retrato de México, de una visión crítica y autocrítica
del ser mexicano y, fundamentalmente, del ser engendrado por la Revolución.

“Sus novelas –apunta Benedetti- pormenorizan, rastrean, descubren las equivocaciones fundamentales de
una sociedad, de un sistema de vida en que la corrupción se ha vuelto, no sólo un hábito, una obligación, sino
también una contraseña de prestigio. Los hombres que se extrajeron a sí mismos de la revolución (…) se
embriagan en su propio coraje, más aún con los recuerdos de ese coraje, y pierden el sentido moral de sus actos.” 4
Así, el cambio dramático que se vislumbra en las novelas de Fuentes se da entre las justas demandas de la
Revolución y sus ideales, y un México postrevolucionario en el que los hombres –antes héroes de la Revolución-
quebrantan sus valores morales ante oleadas de dinero fácil y mezquinas ambiciones. El novelista, entonces, asiste
con impotencia al despilfarro moral y espiritual de México.

Ahora bien, más allá de lo anteriormente señalado, las novelas de Carlos Fuentes primero existen como
literatura y luego como crítica social. Es decir, sus valores estéticos están por encima de su compromiso social. Este
aspecto, lo distingue de lo que Benedetti llama la seudoliteratura comprometida o la literatura seudocomprometida
imperante en los años ’60 y ’70. Parte de sus valores estéticos-literarios, según Benedetti, se lo debe al hecho de que
no existe en estas novelas procedimientos que no dependan de una milimétrica organización, tal y como ocurre con
los grandes narradores contemporáneos –Joyce, Faulkner, Dos Passos-, quienes –por lo demás- son sus modelos o,
para usar la terminología de Bloom, sus padres literarios.

Esta organización extrema de la novela, ha suscitado numerosas críticas que giran en torno a la idea de que
los hilos que mueven a los personajes son demasiado visibles –la revista chilena Ercilla, el crítico José Rojas
Garcidueñas, Fernando Alegría, etc.-, sin embargo, Benedetti cree que de las tres novelas de Fuentes publicadas
hasta ese momento, ninguna es la “obra maestra” que el autor está en condiciones de escribir. Su éxito estriba
entonces en haber hecho novela social en el mejor sentido literario de la palabra; es decir, rescatándola de la
trascripción textual, de la descripción fotográfica y del mensaje panfletario. A propósito de ellos, transcribe un
fragmento de una entrevista a Fuentes de 1962:

“El problema básico para nosotros los escritores latinoamericanos, es superar el pintorequismo. Nosotros,
más que los extranjeros, nos hemos colocado tras los barrotes del zoológico para exhibirnos como animales
curiosos. Para superar el realismo superficial de la novela crónica o documento e ingresar a lo universal, el escritor
no debe ‘reproducir’ el lenguaje popular, por ejemplo, sino recrearlo. Hay un gran signo barroco en el lenguaje
latinoamericano, capaz de crear una atmósfera envolvente, un lenguaje que es ambiguo y por lo tanto artístico.”
Precisamente, Fuentes ha utilizado a la perfección ese signo barroco.

Las novelas de Carlos Fuentes, sostiene Benedetti, tienen deferentes ritmos y obedecen a estructuras
diferentes. En La región más transparente (1958), el protagonista es la ciudad de México y se emplean técnicas o
procedimientos que recuerdan perfectamente a Dos Passos, pero que revelan una singularidad del autor y México.
4
Op. Cit. Pág., 205.
18
El autor aborda la vida de diversos personajes –que pertenecen a estratos sociales distintos- que dejan a la vista del
lector niveles de sucesos diferentes.

En efecto, en esta novela encontramos a un banquero millonario, una prostituta, una vieja india, una
aristócrata caída en desgracia, un poeta fracasado y un intelectual. Todos ellos, conforman la vida ciudadana de
México. La historia, por otra parte, ocurre por el año 1951, fecha en la cual convergen a la vez todos los pasados y
todos los futuros.

En Las buenas conciencias (1959), por su parte, la acción transcurre en ese mismo año o, quizá, un poco
antes. Sin embargo, aquí la acción trascurre en la provinciana Guanajuato y el protagonista es Jaime Ceballos. La
prosa es casi galdosiana a tal punto que Fuentes rastrea detalladamente la ascendencia española del protagonista.

Jaime Ceballos, muy probablemente, es el protagonista más simpático de Fuentes, en tanto es quien más se
resiste a entrar en el círculo de lo que Fuentes llama irónicamente “las buenas conciencias”. Comparativamente,
ocurre también que los personajes de las otras novelas de Fuentes son vistos y examinados desde un presente hacia
un pasado; un presente en el que ya han sido corrompidos y un pasado de inocencia o incorrupción. Jaime Ceballos,
en cambio, es vislumbrado desde sus comienzos, por lo cual el lector no sabe si finalmente sucumbirá ante la
corrupción o se mantendrá firme.

Desde luego, ello no significa que Federico Robles –el protagonista de La región más transparente- y Artemio
Cruz carezcan de bondad o aspectos positivos, pero esto se ve opacado por el hecho de que el lector ya conoce el
definitivo rostro del personaje.

En cuanto a Jaime Ceballos resta decir que el lector finalmente confirmará su decisión final en la tercera
novela de Fuentes: el 31 de diciembre de 1955 se acerca a Artemio Cruz para mendigar un favor y, cuando lo hace,
ya ha sido contagiado por la corrupción. De este modo, concluye Benedetti, el lector termina por enterarse que no
sólo ha entrado en el sistema, sino también que se ha amoldado e instalado perfectamente en él.

La muerte de Artemio Cruz, por su parte, se asemeja superficialmente a La región más transparente aunque
su base es bastante diferente. El protagonista, es Artemio Cruz, un millonario que había formado parte de las fuerzas
revolucionarias, que mientras agoniza se encuentra escindido a través del tiempo, de su memoria y de su
subconsciente. “Así como los personajes de La región más transparente eran meras partículas de la ciudad
protagonista, los personajes de la última novela se convierten en reflejos del agonizante, en imágenes (nuevas y
viejas) donde rebota su verdadero ser.”5

En las doce horas de agonía de Artemio Cruz se introducen doce días claves para entender la vida de quien
está muriendo. Además, aparece un tercer elemento: el subconsciente que lo guía por los doce círculos de su propio
infierno. Éste constituye la otra mitad del personaje y es el Tú que le habla en futuro. El Yo, por su parte, es el
presente –el hombre moribundo- que rescata el Él, el pasado de Artemio Cruz –esos doce días decisivos-.

“Se trata de un diálogo de espejos entre las tres personas, entre los tres tiempos que forman la vida de
este personaje duro y enajenado. En su agonía, Artemio trata de reconquistar, por medio de la memoria, sus doce
días definitivos, días que son, en realidad, doce opciones (…) En el tiempo presente de la novela, Artemio es un
hombre sin libertad: la ha agotado a fuerza de elegir. Bueno o malo, al lector toca decidirlo.”

Los doce días decisivos en la vida de Artemio Cruz se interpolan sin orden cronológico, a la manera de Huxley
en Eyeless in Gaza, pero en Carlos Fuentes el procedimiento tiene mayor justificación, debido a que en el presente
del personaje –o sea, el plano regido por el Yo- surge por lo general una palabra ajena o un pensamiento o recuerdo
del propio protagonista que le exige apelar a su pasado, pero no a cualquier momento de su pasado sino a uno

5
Op. Cit. Págs. 211 y 212.
19
particular, con fecha exacta, con protagonistas y palabras que fueron vitales o decisivas. Así, resulta imposible
ordenar esos fragmentos de la vida de Artemio Cruz en otra sucesión que no sea la que el presente exige.

“Fuentes maneja admirablemente su diálogo en espejos. En el Yo hay autopiedad y todavía disimulo, no


ya frente a los demás, sino ante sí mismo. En el Él hay un juicio implícito, una frialdad que sólo la distancia puede
conceder. En el Tú vibra un borrador de la verdad, golpea encarnizadamente una posibilidad, tal vez la última. ”6
Cerca del final de la novela, Artemio Cruz se enfrenta a su propio subconsciente realiza un recconto todas las cosas –
o, más bien, los hombres- que pudo ser y no fue debido a sus propias elecciones. La enumeración va in crescendo y
provoca que, inevitablemente, el lector repase su propia nómina de modestas elecciones y llegue a la conclusión de
que él mismo, a fuerza de elegir permanentemente, haya agotado su libertad.

En Cantar de ciegos (1964), el autor abandona la novela y escribe siete cuentos que abordan diferentes temas y
tipos humanos que pertenecen a distintos estratos sociales. Estos, sin embargo, se unifican debido a que comparten
personajes –joven o anciano, hombre o mujer- que se enfrentan a un espejismo y se dirigen hacia esa imagen que
parece la realidad; además, siempre terminan por derrumbarse ante la insatisfacción –se vuelven cínicos, se
corrompen o se suicidan-.

Por ejemplo, en Las dos Elenas, una de ellas opina ante su esposo, Victor, que “una mujer puede vivir con dos
hombres para complementarse” y, por extensión, termina por convencerse de que los hombres “tienen razón de ser
misóginos.” La otra Elena, en cambio, ignora esta realidad y espera a Víctor en su cama.

Estos cuentos, por otra parte, tienen un lenguaje más depurado y menos regional, por lo cual se “acercan” más
al lector no mexicano. Esta consideración, conduce a que Benedetti se pregunte si en los cuentos Fuentes está más
cerca de lo universal y en las novelas se acerca más a los temas y problemas mexicanos. A lo cual responde
negativamente, diciendo que:

“(…) México sigue tan presente como siempre; casi me atrevería a decir que ha pasado de la superficie a la
entraña misma del relato. Frente a los mejores de estos relatos (…) uno descubre retrospectivamente que en sus
novelas (especialmente, La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz) el narrador se había
descargado tumultuosamente del pesado fardo de sus preocupaciones, de sus rabias, de sus ímpetus.” 7 Es decir,
Fuentes llega a estos cuentos después de haber meditado largamente sobre el estado actual del México
postrevolucionario. Por lo tanto, el leimovit de los espejismos coma cada una de sus siete variantes son universales,
pero han sido dolorosamente aprendidos por Fuentes en su alrededor.

El título del libro, por otra parte, es Cantar de ciegos, pero aparece en él sólo un ciego –Macario- que es apenas
un bromista; es decir, es a la vez un espejismo y una imagen falsa de la ceguera. Así, los que parecen no ver
meramente simulan.

6
Op. Cit. Pág. 213.
7
Op. Cit. Pág. 218.
20

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