Discurso de orden emitido por el Mg. Eloy Armando Vera Medina, con ocasión del 48 aniversario de fundación de la Escuela Profesional de Antropología de la Universidad Nacional de San Agustín.
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Discurso de orden emitido por el Mg. Eloy Armando Vera Medina, con ocasión del 48 aniversario de fundación de la Escuela Profesional de Antropología de la Universidad Nacional de San Agustín.
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El próximo 12 de octubre, se cumple 530 del descubrimiento de américa, un hecho
trascendental e importante ya que marca un hito determinante dentro de la
integración mundial. Es un hecho histórico, evidentemente, pero también es antropológico, ya que se produce en encuentro de dos “mundos”, de dos cosmovisiones muy diferentes. Por un lado, el mundo occidental …………. Y por el otro, las tradiciones culturales americanas “el nuevo mundo”. La llegada de Colón a la isla de Guanahaní, el 12 de octubre de 1492, ha sido señalada con justicia como la inauguración de una nueva era en la historia de la humanidad. Las razones han sido repetidas una y mil veces. Es interesante, sin embargo, detenerse a pensar en la forma como este hecho histórico ha sido incorporado al imaginario popular de todos los tiempos, con numerosas adiciones en las que las fronteras entre los hechos la leyenda, son muy tenues. Es inútil pretender comprender el proyecto que llevaría a Colón a tropezar con el continente americano si no se analiza dentro de coordenadas de carácter planetario. No se trataba simplemente de encontrar un camino hacia las Indias, al oro asiático y a las codiciadas especias. Tampoco la cuestión puede limitarse a la preocupación regia de Isabel y Fernando por la salvación de las almas de los idólatras que la expedición descubridora pudiera encontrar en su trayecto. Existía detrás un complejo proyecto geopolítico que tenía como objetivo la aniquilación del enemigo por excelencia de la cristiandad: el Islam. La caída de Constantinopla en poder de los Turcos en 1453, reavivó el ancestral temor europeo frente a la amenaza de un arrollador avance de las huestes musulmanas hasta el corazón de Europa, que pudiera culminar con el dominio Islámico sobre todo el mundo. El viaje de Colón rumbo a occidente, la búsqueda de una nueva ruta a las indias y la ilusión de que él pudiera reunirse con el gran Kan, el rey de reyes de los Mongoles, para establecer una alianza en nombre de la cristiandad, para, haciendo una tenaza, aplastar al enemigo común, el Islam, jugaba pues un papel tan importante como la motivación mercantil de abrir nuevas rutas para traer el oro y las especias asiáticas. Tampoco ayuda a entender a Colón y su mundo interior juzgar su empresa exclusivamente desde sus motivaciones económicas. Estas estaban para él indisolublemente imbricadas con las religiosas, y esta es una característica común a los hombres de la época del descubrimiento; en algunos siglos la llama cristiana se había propagado pacíficamente a través de todo el mundo antiguo; tras la caída del imperio Romano, y aún después de las invasiones islámicas, dicha llama siguió ardiendo con vigor mientras pacíficos misioneros la llevaban hasta los confines del pacífico. Al tratar esta cuestión con frecuencia se tiende a proyectar sobre el pasado una manera de ver el mundo que corresponde a nuestra época, pero que es ajena al universo mental de los hombres de la conquista de américa. Colón murió en 1506, sin saber que había descubierto un nuevo mundo. Fue incapaz de percibir la novedad de su descubrimiento simplemente porque no pensaba estar descubriendo nada. Lo que él hizo fue remitirse continuamente a las sagradas escrituras, a la interpretación de los textos de los profetas, a las profecías sibilinas, a los textos de Marco Polo, y sus otras actividades para “identificar” cada nuevo accidente geográfico que encontraba. Simplemente se trataba de confirmar a qué parte del extremo oriental de las Indias correspondía el territorio en el que se encontraba. La nueva tierra y nuevo cielo de los que Colón habla no existen en sentido figurado, como lo sostiene la exégesis eclesiástica: él los ha visto y visitado. Se trata de las tierras nunca vistas a las que ha llegado y de ese cielo donde las estrellas no son las mismas que se ven en Europa. Literalmente se trata de “otro” (nuevo) cielo. Todas las implicancias de esta manera de vivir el descubrimiento sólo son comprensibles situándolas dentro del contexto del pensamiento milenarista que anima al genovés Cristobal Colón. Este, tenía la justificación religiosa de ganar las almas de los nativos que había encontrado a la salvación. Evangelizar y recuperar esas almas condenadas a la perdición, que debían ser ganadas a la verdadera fé. Pero los diarios de Colón hablan de la facilidad con que los indios podían ser evangelizados al mismo tiempo que evalúa la facilidad con que podrían ser convertidos en los más excelentes sirvientes y esclavos, y las ventajas con que la corona española podría emplearlos como tales. El día 12 de octubre, apenas llegado a Guanahaní, anota que los indios “…deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto decían todo lo que se les decía. Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían”. Colón hace tomar nativos con la misma tranquilidad con que ordena que recojan muestras de la fauna, la flora y los minerales de las nuevas tierras que ha descubierto para llevarlas a los monarcas de la católica Castilla. Aún no se ha puesto en marcha la magna polémica teológica que atravesará el siglo XVI, sobre la naturaleza humana, el grado de humanidad de los indios y los títulos de España para someterlos a su dominio. Mientras tanto, los “indios” son apenas piezas que pueden tomarse a voluntad y que son mutuamente intercambiables. Años más tarde, Bartolomé de las Casas, quien, a pesar de su inconmovible solidaridad con los indios era un gran admirador del Almirante, pues consideraba que él había abierto el camino para la salvación de las almas de los millones de infieles que poblaban el nuevo continente. La convicción de Colón de que los indios son carne de servidumbre es categórica, “… ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes que mil no aguantarían tres cristianos, y así son buenos para les mandar y hacerlos trabajar y sembrar y hacer todo lo otro que fuera menester”. Su intención de esclavizar a la población americana está presente desde el primer viaje, prometiendo dar a los reyes oro, especias, otros productos cotizados y “esclavos cuantos mandarán cargar, y serán los idólatras”. La colonización de las Antillas es despiadada y en pocas décadas provocará el exterminio total de la población aborigen. Pero se guardan meticulosamente las actividades legales. El año de 1493 el Papa Alejandro VI distribuye el mundo no conocido, luego de producido el descubrimiento español, con las dos bulas denominadas Inter Coetera, mediando entre las dos empresas conquistadoras, a través del trazo de una línea imaginaria situada a 100 millas al occidente de los archipiélagos atlánticos. Los territorios colonizables por Portugal serán los situados al oriente de esta frontera, y los de España los del occidente. El tratado de Tordecillas definió finalmente el límite a partir del cual se distribuirían las tierras descubiertas entre Portugal y España; la pregunta sería: ¿con qué títulos pudo el Papa regalar algo que no le pertenecía?, territorios que además él no conocía. Sin embargo la iglesia cumplió el rol capital de legitimar la distribución del mundo, encomendando a los monarcas de España la tarea de conducir la evangelización de los millones de indígenas americanos y “la salvación de sus almas”. Sobre estos títulos se puso en marcha la expansión colonial castellana. La actitud de Colón desde el “descubrimiento”, en el fondo es una incomprensión radical con los indígenas que encuentra en su trayecto. Evidentemente, a esta altura, estamos frente a un tema que ha cobrado enorme vigencia durante los últimos años; el de la ALTERIDAD o desde el descubrimiento que el YO hace del OTRO: La cuestión del “OTRO”. La preocupación fundamental es el problema de la comunicación entre los descubridores y los indígenas americanos a partir del contacto entablado el 12 de octubre de 1492, en razón de los desencuentros que se producen entre los recién llegados navegantes y los indígenas que salen a recibirlos, en una actitud de Colón que condensa toda una manera de leer la realidad, su acercamiento a la nueva geografía por él descubierta tiene evidentes connotaciones medievales, su matriz interpretativa tiene un claro sello escolástico. La actitud de Colón frente a los indios americanos es rastreada a partir de la admiración que le provoca el hecho de que ellos anden desnudos; es lo primero que apunta apenas producido el primer contacto. La ropa implica civilización; su ausencia equivale a un virtual estado de naturaleza; los indios se caracterizan en cierta forma, por la ausencia de costumbres, ritos, religión “a la manera normal”. Colón no entiende que los valores son convencionales, que el oro no es más valioso que el vidrio “en sí”, sino sólo dentro del sistema europeo de intercambio. Un sistema de intercambio diferente equivale para él a la ausencia de sistema, y de allí llega la conclusión sobre el carácter bestial de los indios. Y como son inferiores, desde este punto se puede deslizarse hacia el paternalismo, reacción natural frente a la “infantilidad” de los nativos. La actitud del almirante respecto de los indios descansa en la manera de percibirlos. Se podría distinguir en ella dos componentes, que se vuelven a encontrar en el siglo siguiente y, prácticamente, hasta nuestros días en la relación de todo colonizador con el colonizado. O bien piensa en los indios como seres humanos completos, que tienen los mismos derechos que él, pero entonces no solo los ve iguales sino también idénticos, y esta conducta desemboca en el asimilacionismo, en la proyección de los propios valores en los demás. O bien parte de la diferencia, pero esta se traduce inmediatamente en términos de superioridad e inferioridad (evidentemente, los inferiores son los indios): se niega la existencia de una sustancia humana realmente otra, que pueda no ser un simple estado imperfecto uno mismo. Estas dos figuras de la experiencia de la alteridad descansan ambas en el egocentrismo , en la identificación de los propios valores con los valores en general, del propio yo con el universo; en la convicción de que el mundo es uno. Ya en las políticas establecidas en España desde antes de la conquista de América con las minorías religiosas vencidas, sometidas y perseguidas, contenían entonces ya en germen las que después se desplegarían para encuadrar a la población india americana. En la mirada de la hueste colombina sobre el indio está infiltrada insidiosamente la imagen de aquellos “otros” con los que la coexistencia se iba haciendo difícil. Colón en su contacto con los indios viene desprovisto al parecer de experiencias anteriores de relaciones con “otros”, de otras costumbres, otras culturas, otras lenguas, otra religión, a los cuales pudieran remitirse sus percepciones para construir las analogías y diferencias que le hubieran permitido acercarse a la comprensión de la naturaleza de los indios que había encontrado. Hombres no solo diferentes, por otra parte, sino definidos, además, por un tipo de relación que establece de antemano una dirección vertical en la comunicación, de arriba abajo: la relación colonial. Planteado ahora el problema de la relación con el “Otro”, los primeros reflejos, y estos se van a mantener durante un largo periodo, son los de asimilar al “otro americano” a esos otros ya conocidos: Judíos y Musulmanes. Sin embargo, hay diferencias entre estos “otros” que van a dar lugar a grandes polémicas. Es en el terreno de la teología, que entonces abarca virtualmente todo el terreno del conocimiento, en el que se va a discutir la legalidad de la empresa colonizadora. La condición de los indios difiere de las de los musulmanes y los judíos, desde el punto de vista cristiano. Es necesario distinguir entre los infieles y los idólatras. Los musulmanes y los judíos son infieles punibles de sanciones, porque, conociendo a dios, no quieren aceptarlo. En cambio, los indios son idólatras por desconocimiento del dios verdadero. Para algunos de sus defensores su ignorancia es un atenuante que juega a su favor. Casi toda la argumentación sobre la que Bartolomé de las Casas va a construir la defensa de los indios americanos, parte de afirmar que son cristianos potenciales. Bartolomé de las Casas tiene que hacer frente a algunos argumentos que sus detractores esgrimen para demostrar la inferioridad de los indios y justificar su explotación que son difíciles de soslayar, como la existencia en las sociedades americanas de los sacrificios humanos lo cual alcanza singular resonancia particularmente cuando es descubierto y conquistado el imperio azteca, donde este tipo de ofrendas a las divinidades se hace en gran escala. Los teóricos del colonialismo utilizan este hecho comprobado para demostrar el salvajismo de estos seres y deducir de él su condición natural de siervos, nacidos para ser sometidos a la explotación. El argumento que Bartolomé de las Casas ensaya para rebatir este razonamiento es notable por más de una razón. Afirma él, que es envidiable la religiosidad de estos indígenas, que supera ampliamente la de sus explotadores; si se compara la doctrina cristiana con el comportamiento práctico de los cristianos en las indias, la distancia entre los dichos y los hechos, entre la doctrina y la práctica cristiana, la religiosidad indígena es muy superior. El comportamiento de los españoles en américa fue pintado por De las Casas con colores que hasta hoy generan apasionadas polémicas en su Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias. Según la argumentación del apasionado sacerdote dominico lo más importante que tiene el hombre es la vida. Por lo tanto, cuando los indios sacrifican hombres a sus divinidades están llevando hasta las últimas consecuencias su honda religiosidad, entregándoles lo más valioso que poseen. En última instancia, aunque no puede negarse la barbarie que tales prácticas comportan, debiera entendérselas como una manifestación (aunque ella adopte una forma condenable en sí) de la más alta religiosidad. Un hito importante en este proceso de reconocimiento del “otro” se produjo en 1537. El papa Pablo III declaró, en su bula Sublimis Deus que “a los indios americanos y a todos los pueblos que pudieran ser descubiertos en el futuro no podía privárseles de su libertad y sus bienes pues eran “verdaderos hombres”; y, sin embargo, no son secretos históricos el expolio continuado y el etnocidio cometidos antes y después de 1537 por “Occidente” con los indios americanos y los pueblos que se descubrieron más tarde”. Hay de hecho una diferencia fundamental entre la primera y la segunda parte de la colonización; durante todo el primer periodo, el del descubrimiento de la américa atlántica, los españoles y los portugueses, después, se van a encontrar con poblaciones pre agrícolas, con un grado de desarrollo de fuerzas productivas sumamente incipiente. Sociedades recolectoras donde, por la no existencia de la agricultura no hay excedentes económicos y, por lo tanto, tampoco hay clases sociales, ni estado. Es otra la situación, radicalmente diferente cuando se descubre los grandes imperios. Las entradas hacia la Florida primero, y luego la conquista de México en 1521, y la conquista del Perú en 1532. El último territorio descubierto e incorporado a la corriente universal de la historia contemporánea fue el mundo Andino; con la conquista del Tahuantinsuyo por primera vez se crearía una visión mundial, global, del planeta. Inmediatamente la empresa del descubrimiento se convierte en una empresa económica decisiva, porque va a ser el punto de partida de la construcción de un mercado mundial, que empieza a diseñarse en el momento mismo de la conquista. La constitución del mercado mundial es el punto de partida para la creación del capitalismo, porque ella generó las condiciones simultaneas para la creación de una división internacional del trabajo dentro de la cual distintas regiones del globo terminarían especializándose en distintas actividades productivas. Europa, reservándose la producción manufacturera, América Latina especializada en la producción de metales preciosos, que van a sustentar la enorme expansión mercantil que precede al lanzamiento del desarrollo capitalista. Todo el periodo del capitalismo mercantil es motorizado por el oro y la plata que llegan de México y del Perú. La construcción de la Alteridad es un problema cuya vigencia contemporánea es indiscutible. En la cuestión de la alteridad está contenido el germen de la moderna dentidad de América. El “otro” es, en buena medida, un espejo en cuya imagen invertida empezamos a conocernos a nosotros mismos. La conciencia de la alteridad radical, hija del descubrimiento, puesto que se fundó en la relación con ese “otro”, fue el evento decisivo para ese ejercicio de autocercioramiento de la Europa con relación a su propia humanidad, que fundaría la modernidad de occidente. Al enfrentarse con los pueblos del nuevo mundo, obligó a plantearse el problema de la naturaleza humana, así como el de la unidad y diversidad de las razas, tanto desde el punto de vista físico como del moral o el de las costumbres. Porque, en realidad, al descubrir a los pueblos del nuevo mundo, el europeo se descubrió asimismo. El reconocimiento del “otro” no es una tarea fácil. Exige, como decíamos, recorrer una distancia, realizar un viaje. Viaje a lo largo del cual hemos de ir abandonando nuestros juicios, nuestros complejos de superioridad o de inferioridad como equipaje inútil, y hemos de regresar con el recuerdo de haber comprendido la coherencia interna de una cultura. De este modo, estaremos mejor equipados para comprender la coherencia y la incoherencia de la nuestra y de nosotros mismos.
Resumen Completo - La Otra Historia De Los Estados Unidos (A People's History Of The United States) - Basado En El Libro De Howard Zinn: (Edicion Extendida)